La Fe de Los Demonios Fabrice Hadjadj

March 26, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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Fabrice Hadjadj

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(o el ateísmo superado)

LA FE DE LOS DEMONIOS (o el ateismo superado) Fabrice Fladjadj

LA FE DE LOS DEMONIOS

(o el ateísmo superado)

Fabrice Hadjadj

Traducción

Sebastián Montiel

PUBLICACIONES DEL INSTITUTO DE TEOLOGÍA «LUMEN GENTIUM» Editorial Nuevo Inicio Granada 2011

Título original: La foi des démons (ou l ’atheisme dépassé) Copyright © Éditions Salvator, Paris, 2009 Yves Briend Editeur S. A. Copyright edición en español © 2009 Editorial Nuevo Inicio S. L. Traducción del francés por Sebastián Montiel Derechos de propiedad exclusivos de la traducción y de edición en español reservados para todo el mundo Diseño de la portada: nexumweb.com Maquetación: TADIGRA Imprime: Imprenta Luque, S. L. La edición de esta obra ha sido financiada por la Fundación Nuevo Inicio y la Fundación CajaSur, a las que agradecemos extraordinariamente su colaboración

4a edición ISBN13: 978-84-938997-3-8 Depósito legal: CO-989-2009 Editorial Nuevo Inicio S. L. Pza. Alonso Cano s/n 18001 Granada, España Tlf: 00 34 938 216 246 www.nuevoinicio.es Impreso en España

índice

Introducción........................................................................15 PRIMERA PARTE: Los demonios también creen (o de cómo se puede tener una fe infalible y caer en el peor de los pecados)............................................................... 27 Primera lección

Las tentaciones en el desierto........................................... 31 Lo tenebroso en la vidriera........................................31 Satán biblista.............................................................34 ... y pedagogo..............................................................39 Genialidad de las tres tentaciones.............................. 42 Si eres Hijo de Dios...................................................44 El Seductor entre losfieles..........................................47 Falso diálogo..............................................................49

Segunda lección

Evangelio del diablosegún San Marcos............................. 53 Una respuesta silenciosa.............................................53 Milagro en Cafarnaúm..............................................55 En Gerasa, adoración y participación........................59 ... y oración de los demonios......................................61 Fe de los demonios e incredulidad de los discípulos.. .62 Satanismo pontifical..................................................64

Tercera lección

La lucidez de las tinieblas...................................................67

La fe de los demonios

Creer a Dios y creer en Dios..................................... 67 Cómo sepasa de ángel a demonio (I): La soberbia y la envidia..................................73 Cómo sepasa de ángel a demonio (II): La parábola de los dos hijos.............................75 Cómo sepasa de ángel a demonio (III) Hacer el bien según los propios proyectos.........78 Verdadero monólogo.................................................. 80 El diablo es amor... propio........................................ 82 Liturgia delpandemónium....................................... 85 ¿Jesús contra la apologética?....................................... 89 Por qué se esconde Dios..............................................92 SEGUNDA PARTE: Padre nuestro de la mentira (o de cómo la fe de los demonios fecunda los errores de los hombres).... 99 Primera lección

Extensión del ámbito de la lucha.................................... 105 La tentación en elJardín..........................................105 Santa Notoques, protopecadora................................110 La culpa de Adán o la compasión pervertida..........115 Las flores del maly el infierno del progreso............ 117 Allí arriba, un ejército combate por m í..................121 De cómo nada es diabólico de por sí, sino que todo se puede reconquistar.......................125 Entre la perdición y el orgullo: el diablo dividido... 130 Entre la tentación y la prueba: el diablo exasperado......................................................133

Segunda lección

Un orquestador de debates.............................................. 139 Del temblor de tierra al temblor de cielo..................139 De las bestialidades a la Bestia................................142 El heresiarca dogmático............................................146 viii

Indice

Lo verdadero sometido a tensión.............................148 De la primera letra de la Biblia, o el dos entre el dúo y lo dual.................................... 151 Cómo se vuelven locas las virtudes.......................... 155 El principio de Calcedonia: sextuplicidad del errory más...............................................157 Por qué los hijos de este mundo son más astutos......161 Tercera lección La gran maquinación: ateísmo y fariseísmo..................167

Origen y valor del ateísmo desde elpunto de vista demoníaco.........................................167 Si Satán expulsa Satán, o elpecado irremisible......174 El grito de Job y la fe de sus amigos......................... 179 La teodicea peor que el ateísmo................................ 181 La ilusión de la cristiandad..................................... 185 La gran jugada doble: Iglesia pequeña y mundo ateo................................................. 192 Bienaventuranzas del infierno: la misericordia pirateada........................................................ 195

TERCERA PARTE: Sol de Satán y noche de la fe (o de lo que no tienen los demonios: la carne, la muerte, la gracia) ...201 Primera lección El fruto de las entrañas..................................................209 Enemistadpondré entre ti y la mujer......................209 Lo demoníaco y la filiación...................................... 215 Israel, o el combate con el Angel.............................. 218 Cuerpo y ofrenda......................................................221 Pobres medios para una suprema riqueza............... 225 Si no amas a tu hermano a quien ves..................... 231

Elogio de una puta (vuelta a la Epístola de Santiago)............................................................. 237 IX

La fe de los demonios Segunda lección

Aunque es de noche..........................................................243 Si asífue tomado el que creía..................................243 La gracia de la reconciliación..................................246 Del primer mandamiento, o el ateísmo judeocristiano................................................250 Contra el ángel de luz..............................................254 El amor en la noche.................................................258 Más allá de la fe que se toma el pulso y del estudio que no cree..................................................... 262 El sitio de Dios en mi alma está vacío (Madre Teresa)..............................................266 Que se cante el Credo...............................................271

Tercera lección

Para ser escrita por la gracia con la propia sangre..........275

Agradecimientos.......................................................................277

¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos. Le 22, 31-32

A Jean-Louis Chrétien, Jacques Cazeaux y al hermano Michel Cagin, así como a todos mis demás rabíes, scientes quoniam maius iudicium sumitis (St 3, 1)

Introducción

La joven — es mi alma— es introducida por los cua­ tro demonios alados, en mi habitación, con los brazos atados. ¡Le van a cortar las muñecas! Se desmaya. Pero Nuestro Señor dice: “Venid por aquí, porque entre los santos hay muchos niños que se os parecen”. Max Jacob, La défense de Tartuffe

1. Algunos no sueñan con otra cosa: que todos profesen la fe cristiana y el mundo será perfecto. La conversión es a sus ojos un término más que un comienzo. Desde ese punto de vista, como he sido bautizado ya adulto, yo mismo me saco de apu­ ros y doy por aquí y por allá mi “testimonio” bajo rótulos que parpadean y tras micrófonos que retumban: “El judío converti­ do”, “De Nietzsche a Jesús”, “Cómo, de nihilista, me he hecho cristiano”, etc. Casi ha llegado a darme pena no haber sido por añadidura drogadicto e invertido, asesino a sueldo quizás o, al menos, actor de películas X —con una pata de palo. Porque mi conversión no debe ser sólo un término, tiene que ser también lo bastante estimulante como para que la gente no se haya perdido vanamente una tarde de cine. ¿Para qué iba yo a dar un testimonio tan monótono como la blanca hostia en el ostensorio? Necesito cautivar mejor a mi público y en conse­ cuencia adornar mi relato con las peripecias más espectaculares. 15

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La fe de los demonios

Todo el beneficio posible para el oyente: a diferencia de esas diversiones de las que uno vuelve con algún escrúpulo, nuestra conciencia aquí se queda en paz, nuestra amable distracción sir­ ve como edificación moral... “¡Ingrato!”, me espetarán. Pero apenas exagero. Que se sepa al menos cuánto me disgustan este tipo de exhibiciones. Si fuera para cantar el oro y la miel en los que una infinita misericordia ha transustanciado mi recalcitrante basura, ¡pase! Pero las más de las veces, ¡ay!, es para que todos nos sintamos más calentitos, en el buen camino, entre las paredes de nuestra capilla. 2. ¿Y si esas paredes fueran menos las de un refugio que las de una palestra? ¿Y si hacerse cristiano abriera la posibilidad de lo peor? Mi estado es mejor, sin duda, pero ¿significa eso que nece­ sariamente yo soy mejor? Mi alma puede haberse convertido en una casada riquísima y dar menos, en proporción, que el óbolo de la viuda. Haber ganado el gordo no dice nada acerca del uso que yo pueda hacer de todo ese dinero. Estar mejor de salud puede dotarme de más fuerzas para estrangular a mi hermano. “No hay hostilidad tan excelente como la cristiana. Nuestro celo hace maravillas cuando va a la zaga de nuestra inclinación hacia el odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la detracción, la rebelión”.1En fin, ¿no era judas primero uno de los apóstoles e incluso el que de entre ellos estaba a cargo, si no de las llaves, al menos del tesoro? Así pues, puede que yo me haya vuelto peor que antes y que el Marqués de Sade, el Comte-Sponville y otros promotores de anticristianismo o de trascendencia laica no sean tan pecadores1 1 Michel de Montaigne, “Apologie de Raimond Sebond”, Essais, II, XII, Oeuvres complètes, Gallimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, Paris, 1962, p. 421.

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Introducción

como yo.a Los que reclaman mi testimonio trabajan, a pesar de ellos, para que me vuelva peor. Le tomo cada vez más gusto a hablar de mi itinerario, a media voz, claro está: soy demasiado inteligente para usar la trompeta, eso me haría pasar por dema­ siado vanidoso, en su lugar empleo la lira y la flauta, y mi en­ deble conversión se transforma, por el hecho mismo de narrarla en público, en una clara ocasión de seducción. No digo que hubiera sido mejor que yo pudiera hablar, en vez de eso, de una vida de satisfecho libertinaje. Constato simplemente un hecho: la conversión sigue siendo una prueba hasta la muerte. O bien, invirtiendo los célebres versos de Hölderlin: En los lugares donde está la salvación Brota también el peligro. Cristo no cesa de decirles a los apóstoles: Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más. (Le 12, 47-48). No hay duda de que a los “cathos”b no les gusta demasiado escuchar esos versículos. Para recordár­ selos, para recordárnoslos como una banderilla clavada en el flanco de nuestra conciencia, quisiera proponer la lectura de las líneas que siguen en esta obra. — ¿A qué llamo yo “catho”, con un apócope que frisa en la apostasía? A un cristiano que se que­ da corto. A un testigo que no llega hasta el final. A un católico a [Aquí juega Fabrice Hadjadj con el título nobiliario de marqués del famoso iniciador del “sadismo” y el apellido compuesto del filósofo materialista epicúreo contemporáneo André Comte-Sponville, a cuyo apellido antepone un “el” para que la lectura suene a algo así como “el Marqués de Sade y el Conde Sponville”. N. del 71] b [En el francés coloquial actual, sobre todo en medios cristianos, se suele denominar a los ca­ tólicos (catholiques) con el apócope cathos. El autor juega entonces con el fragmento apocopado “dique”, que suena como el término latino hic (“aquí”). N. del T.]

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sin el hic, y hasta tres veces sin el bic, quiero decir, hurtándose ante el hic del problema, ante el hic del aquí y ahora y ante el hic de la copa sangrante: Hic est calix... O sea, a un pobre tipo como yo. 3. En tanto que niega la existencia de Dios o la divinidad de Jesús, el ateísmo no es el peor rechazo posible de Dios. Pascal llega a ver en él, cuando ese ateísmo es una inquietud y no un contenta­ miento, un estado del que hay que apiadarse más que condenarlo: “Apiadarse de los ateos que buscan, porque ¿acaso no son desdi­ chados? Lanzar invectivas contra los que alardean de ello”.2 El ateo que busca no está satisfecho con su ateísmo. Adivina que ese ateísmo, si llega a ser demasiado confortable, se trans­ formaría en un fetiche doméstico. No es fácil ser ateo de una vez por todas. Se rompe un ídolo. ¡Vale! Pero que no sea para construir otro inmediatamente: el dinero, la voluptuosidad, el arte, la ciencia... Que no sea tampoco para sacralizar el gesto de la ruptura: existe un integrismo de la transgresión y sus sacerdo­ tes son tanto más feroces cuanto más persuadidos están de ser los turiferarios de la libertad absoluta. No, el ateo que busca es a la vez el ateo de verdad y el ateo que termina. Verdadero, porque no hace un dios de su ateísmo; que termina, porque sufre, por consiguiente, de seguir siendo ateo, teme esa cerrazón que él denuncia en el que cree. Esa paradoja puede mantenerlo mucho tiempo como una cobaya en la rueda de su jaula. Para salir de ella hace falta una gracia. Por eso Pas­ cal lo admira y a la vez se apiada de él. Por eso piensa también que el ateísmo, por instancia propia y no por apelación exterior alguna, exige ser superado. 2 Biaise Pascal, Pensées, § 145, edición Le Guern, Gallimard, Paris, 1977.

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Introducción

4. En el fondo, sólo merece la invectiva el que no busca. Su inteligencia tiene hambre de verdad, su corazón aspira a la bien­ aventuranza y, no obstante, por huir frente a la angustia de una muerte que parece golpearlo todo con la nada, resulta que su­ cumbe ante el prestigio de lo virtual, se entrega a las delicias del anonadamiento, intenta abolir en él esa tensión propiamente humana entre la conciencia de una muerte espantosa y el deseo de una dicha perfecta. Se adormece más acá de la creencia y de la duda, de la blasfemia y la alabanza, del odio y del amor que nos llevan más allá. Es difícil, sin embargo, confesarse a uno mismo que ya no se busca. El mundo nos exhorta a ser curiosos y los motores de búsqueda están a tiro de ratón: hagamos clic en la página, naveguemos de sitio en sitio, seamos net-explorers dedicados a ese enciclopedismo lleno de artículos “interesantes” tanto sobre “concursos de animales” como sobre los “legionarios de Cristo”. De esta manera podemos no formar parte jamás de lo esencial. Despedimos sin remordimientos de conciencia todo saber que nos comprometa en cuerpo y alma. Porque, evidentemente, esa búsqueda es una dispersión, no un recogimiento. Nos deslum­ bra más que iluminarnos. Y para mejor ignorar el sol, desmul­ tiplica su ciencia de las sombras. Su búsqueda es una pose, su conocimiento, un espectáculo. La invectiva debe desperezar especialmente al que se “enva­ nece”, como dice Pascal, de ser un supuesto “buscador de senti­ do”. Si sigue buscando, si corre sin parar, es para esquivar mejor un hallazgo que lo cuestionaría, para ahogar una llamada que invertiría los datos y le haría descubrir que, a decir verdad, el buscado desde siempre es él y que de él, quizás, es de quien se espera una respuesta...

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5. Cuando precisa su tipología de las actitudes frente a Dios, Pascal retoma su distinción entre el ateo que busca y el ateo que ya no busca, a la que añade, evidentemente, la categoría del fiel: “Sólo hay tres clases de personas: los que habiendo en­ contrado a Dios le sirven, los que no habiéndolo encontrado se dedican a buscarlo y los que viven sin haberlo encontrado y sin buscarlo. Los primeros son razonables y dichosos, los últimos son estúpidos y desdichados, los del medio son desdichados y razonables”.3 No se trata aquí de darse cuenta de que cierto ateísmo puede ser razonable, tesis que no deja de plantear graves problemas (el único ateísmo razonable es un ateísmo que debería alejarse de sí mismo sin cesar para no zozobrar en su propia idolatría). Se trata de completar una tipología que se pretendería exhaustiva y que, no obstante, omite el peor de los casos. Además de los fieles que habiéndolo encontrado sirven a Dios, de los ateos que no habiéndolo encontrado buscan todavía y de los que, sin haberlo encontrado, ya no buscan, hay otros que han encontra­ do a Dios y sin embargo no le sirven. Se pierden en la medida misma en que lo han encontrado. Le sirven tanto menos cuanto que se sirven a sí mismos. No escriben Tratados de ateologíad Son demasiado espirituales para tal cosa. Los artículos de la fe católica no plantean a sus ojos la más mínima duda. Y a pesar de ello rechazan a Dios de la manera más radical —con conoci­ miento de causa. Superan el ateísmo y nos descubren un lugar tanto más tenebroso cuanto que se sirve de la luz para adensar sus tinieblas: la claridad hecha para iluminar es desviada y así se acrece su negrura.

3 Ibidem, § 149. c [ Traité d ’athéologie ( Tratado de ateología:) es el título de un best-seller reciente del filósofo epicúreo francés Michel Onfray. N. del T.\

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Introducción

Tal es el lugar de lo demoníaco. Concierne primeramente a los demonios, sin duda, pero un cristiano no debería desco­ nocerlo, porque también describe una posibilidad trágicamente suya: una falsedad en la que uno se sumerge estando en medio de la verdad misma, una perdición que se abre en el corazón mismo de la cristiandad. 6. ¿Cómo una fe puede ser a la vez exacta e infiel, errática y sin error? ¿Significa eso que, a la inversa, cierta falta de fe, un desconocimiento intelectual de Dios, podría ocultar cierta fi­ delidad, una fidelidad más verdadera que una protestación tan excesivamente clarividente? ¿Qué pasa entonces con la lucha contra el ateísmo y la defensa de la fe? La apologética se esfuerza en mostrar la verdad del cristia­ nismo, pero esa verdad conocida no impide ser peor. Abre la posibilidad de la conversión, pero también la de un rechazo consumado: el apologeta puede hacer de sus oyentes unos ende­ moniados y, si se imagina a sí mismo convirtiendo a los demás con sus piadosos discursos, obteniendo un arrepentimiento al cabo de una disertación, se convierte en endemoniado él mis­ mo, al tiempo que se jacta de comunicar la fe. Una astucia del diablo consiste en, mientras luchamos contra el ateísmo, hacer­ nos caer en su teísmo: una fe llena de mí mismo, egológica y a partir de ese momento no teologal. En fin, sirva lo que sigue como advertencia para los amantes de la “espiritualidad”. ¿Habremos de pensar que la espirituali­ dad es el remedio y que la humanidad perece por estar dema­ siado apegada a la materia? La espiritualidad de nuestro tiem­ po invade las estanterías: se compara, se compra, se vende en eBay. Lo mismo remite al ashram de Beaune-la-Rolande que a la Escuela de Psico-Antropología de Selim Abitbol. Aunque hay que tener cuidado y elegir bien su espíritu. Parece necesaria 21

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una guía del consumidor. Pero uno se da cuenta rápidamente: la idea misma de que en este ámbito haga falta que cada uno elija su iluminación de entre las estanterías nos encierra ya en una espiritualidad de consumo. Por decirlo todo, el verdadero problema es el siguiente: Satán es muy espiritual. Su naturaleza es, incluso, la de un espíritu puro. No hay ni un gramo de ma­ teria en él. Ninguna inclinación personal hacia el materialismo. Así que, créanlo, la espiritualidad es su truco. De tal forma es su truco que, evidentemente, el Espíritu de la Verdad nos empuja más hacia lo carnal que hacia esa espiritualidad. 7. Este libro, estará claro ya, es mucho menos un tratado de demonología que un ensayo sobre el combate de la fe. Podría comenzar con esta observación de San Juan Crisóstomo: “Cier­ tamente no nos agrada hablaros del diablo, pero la doctrina que él me brinda la ocasión de proponeros es de la mayor utilidad”.4 ¿En qué consiste esa utilidad superlativa? El pecado del ángel, pecado del espíritu contra el Espíritu, es perfectamente irremi­ sible. Meditar sobre su naturaleza (o sobre su contranaturaleza) es meditar sobre lo que nos amenaza radicalmente. Y prepararse para el pugilato más interior. Si el lector cierra estas páginas sin ver acrecentada su inquie­ tud, no habrán servido a su finalidad: Y no temáis a los que ma­ tan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna (Mt 10, 28). Se trata claramente de ese temor a lo que nos in­ vita la Verdad. Y, lo digo desde el principio, ese temor no sólo es para el alma, sin tener en cuenta el cuerpo, sino para el alma y el cuerpo a su manera desgarrante indisolublemente unidos 4 De diabolo tentatore, homil II, 1, PG 49, pp. 257-258.

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Introducción

(con lo cual no estamos aquí ni en el materialismo ni en el es­ plritualismo). Sin embargo, si el lector volviera a cerrar estas páginas sin una confianza más profunda aún, es decir, de una profundidad de confianza que llegue hasta el punto en que, sin doblegarse, haya dejado que ahonde la inquietud, entonces habríamos perdido la partida: ¿No se venden dos pajarillos por un as?, pregunta la continuación del pasaje citado anteriormente. Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajari­ llos. (Mt 10, 29-30). ¿Quién es como este Dios que, contra las alas de los ángeles malvados, se cuida del hombre hasta en sus cabellos? En una primera parte, estudiaremos la fe de los demonios en sí misma, tal como se muestra en la Escritura y como la gran teología se esfuerza en pensarla; esta reflexión nos llevará, como contraste, a reconocer que el principio radical de la culpa no se encuentra en la ignorancia atea ni en la debilidad carnal. En una segunda parte, intentaremos ver la manera en que esa fe fluye por el mundo en infidelidades contrarias desde su fuente desecante —sobre el tablero del error los demonios se divierten jugando a dos bandas: nos preguntaremos entonces si su mayor interés es la propagación del ateísmo así como la incitación a los pecados de la carne, o si esa táctica, tan elaborada desde los siglos, no es más que una pieza en el interior de una maquina­ ria mucho más sabia y astuta. Finalmente, en una última parte (pongamos que penúltima, porque la última no nos pertenece), consideraremos la fe de los fieles, tanto en su encarnación viva como en su noche oscura: después de haber entrevisto el mal en los espíritus puros, nos acercaremos al bien en seres de carne y hueso; después de haber oído a Satán discurrir como un teólo­ go, escucharemos a algunos santos hablar casi como ateos. En 23

La fe de los demonios

todos los casos, nos encontraremos como de pasada con cierta superación del ateísmo. Lo mismo que, en el Fedro, distingue Platón entre dos locuras contrarias, una animal y otra divina, esta superación puede explicarse por lo mejor y por lo peor, es decir, tanto por el lado de la gracia como por el lado de lo demoníaco. 8. Última monición antes de la lectura: hay una cierta ambi­ valencia en decir que uno lucha contra el diablo. ¿Esa certeza de batallar como es debido no sería, a su vez, caer en un orgullo diabólico? Después de todo, ¿no está persuadido el demonio de estar librando un buen combate? ¿No está seguro incluso de servir al designio de Dios a pesar de todo? Por otro lado, ¿acaso la mayor tentación no es demonizar al prójimo, ver en el otro más que en uno mismo el principio de todo mal? ¿No significa “Satán” Acusador, es decir, aquel que hace recaer toda culpa sobre los demás? Para comprender este problema, es importante, en el umbral de estas páginas, citar a una persona que estuvo segura y cierta de combatir al Maligno. Su elevado lenguaje espiritual parece además adoptar la entonación de un Padre del Desierto que se dirigiera a los hombres de su tiempo: “A menudo tengo la im­ presión de que hay que pasar por todas las pruebas enviadas por Satán, los demonios y el infierno antes de obtener finalmente la victoria definitiva... Sin duda, no soy lo que se llama un beato, con seguridad no lo soy. Pero, en el fondo de mí mismo, soy un hombre religioso, es decir, creo que cualquiera que combata valientemente en esta tierra, conforme a las leyes naturales que fueron creadas por un dios, aquel que nunca capitule, sino que se reponga sin cesar y siga siempre adelante, ése, creo que no será abandonado por el autor de esas leyes, sino que finalmente obtendrá la bendición de la Providencia. Y así es como ha ocu­ rrido con todos los grandes espíritus de esta tierra”. 24

Introducción

¿Quién habla así de pasar la prueba demoníaca y de recibir la bendición de la Providencia? Adolf Hitler, evidentemente. Estas líneas están sacadas de su discurso a los industriales del 26 de julio de 1944, inmediatamente después de una derrota militar.5 A posteriori uno se da cuenta del voluntarismo, de la soberbia y de la obstinación que afloran en esas palabras. Pero sólo a posteriori...

5Albert Speer, Au coeur du troisième Reich, Fayard, Paris, 1971, p. 764.

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PRIMERA

PARTE

LOS DEMONIOS TAMBIÉN CREEN (o de cómo se puede tener una fe infalible y caer en el peor de los pecados)

¿Se puede hablar de una fe demoníaca? ¿No es eso jugar con el oxímoron y la provocación? A pesar de las apariencias, no es la excentricidad, sino la simplicidad evangélica la que nos lleva a ello. Esta noción paradójica parece esencial a la predicación de Cristo. Sus más severas palabras no son para los paganos, sino para las ovejas de Israel. No ataca en primer lugar al infiel, sino al doctor de la Ley. Jamás denuncia el ateísmo, sino, principal­ mente, cierta fe farisaica, más pura, más exacta que la de los publícanos o de los saduceos. El escriba dice a Jesús: Muy bien, Maestro; tienes razón al decir que El es único y que no hay otro fuera de El, y amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas lasfuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios. Pero Jesús le responde solamente: No estás lejos del Reino (Me 12, 33-34), es decir, “Todavía no estás en él”. Y más adelante prosigue advirtiendo: Guardaos de los escribas (Me 12, 38). ¿Cómo comprender que el que enuncia claramente los dos preceptos de la Ley nueva pueda ser al mismo tiempo peligroso? ¿Y cómo comprenderlo sin temblar, puesto que se trata de comprender que precisamente la comprensión apenas basta? Atender a esa advertencia como lo haría un escriba sería, en efecto, caer en la trampa contra la que la advertencia que­ rría preservarnos. Ahora bien, aquí, puesto que esto sólo es un libro, también hay un escriba hablando. De ahí su temblor: 29

Los demonios también creen

¡que no sea como el que, con los ojos fijos en el mapa, cae en el hoyo! Pero lo más inquietante es otra cosa: aun cuando el autor de estas líneas sólo quisiera deshacerse en acciones de gracias, toda­ vía podría preguntarse si no es demoníaco. Acordémonos de la oración del fariseo: De pie, oraba en su interior de esta manera: “¡Oh Dios! Te ofrezco la eucaristía [traducción literal] porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampo­ co como ese publicano. Ayuno dos veces en semana, doy el diezmo de todas mis ganancias”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soypecador!”Os digo que éste bajó a su casajustificado y aquél no (Le 18, 11-14). ¡Ay! ¡La imagen a mí también me afecta de lleno! Porque ¿qué quiere decir no ser justificado, sino ser como el diablo? ¡Sería entonces como el diablo el mismo que ofrece la eucaristía! Pero eso no es lo más gracioso: el santo no es el que ocupa la primera fila, de pie, junto al altar, es el pobre que se mantiene a distancia e incluso, dice misteriosamente el texto, no quiere levantar los ojos al cielo...

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Primera Lección Las tentaciones en el desierto

Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y, después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, al fin sintió ham bre. Y acercándose el tentador, le dijo: “Si eres H ijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Mas él respondió: “Está escrito: N o sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Entonces el diablo lo lleva consigo a la C iudad Santa, lo pone sobre el alero del Tem plo, y le dice: “Si eres H ijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna’. Jesús le dijo: “Tam bién está escrito: No tentarás al Señor tu Dios’. Todavía lo lleva consigo el diablo a un m onte muy alto, le m uestra todos los reinos del m undo y su gloria, y le dice: “Todo esto te daré si postrándote m e adoras”. Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satán, porque está escrito: A l Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto”. Entonces el diablo lo deja. Y he aquí que se acercaron unos ángeles y.le servían. M t 4, 1-11

Lo tenebroso en la vidriera

La iglesia de San Pedro, en Montfort-rAmaury, se ilumina con una vidriera cuya misma claridad evoca la mayor oscuridad. De primeras, ciertamente, toda vidriera lleva en sí la imagen de la vida interior. Vista desde el exterior es opaca y apagada; contemplada desde el interior recoge el sol y se adorna de cien matices. Así es toda vida profunda: la superficie no refleja nada 31

La fe de los demonios

y aparece sin brillo, pero eso es porque es transparente a la luz y la deja penetrar hasta su fondo. A la inversa, los exteriores de­ masiado brillantes permiten augurar una falta de luz íntima: los rayos son reflejados en lugar de ser absorbidos, lo cual implica la opacidad del interior. Tratándose de la vidriera de Montfort, no obstante, su mis­ mo lado luminoso representa una realidad de doble cara. Si bien la oscuridad material del exterior remite a la luz material del interior, la luz material del interior remite a una oscuridad espiritual. El vidriero anónimo pinta en ella una Tentación de Cristo en el Desierto y el Tentador aparece en primer plano bajo la apariencia de un santo eremita. Va tocado con un bo­ nete doctoral. Luce una barba blanca bajo un rostro de rasgos acusados. Lleva un hábito con capucha de un azul celeste pare­ cido al manto de la Virgen. Giovanni Papini habla del “diablo con vestiduras sagradas”.1Su mano derecha le ofrece una piedra al sublime hambriento para ser transformada por él en pan; su mano izquierda, como en un gesto de pudor, se repliega en su bajo vientre. Nada de cuernos ni de rabo. Ninguna expresión de odio en su cara. Sólo un detalle traiciona su carácter anfibio: sus pies con espolones, palmeados y rojos. Ese retrato del demonio como monje no tiene nada de sor­ prendente para el siglo XV. Se encuentra de nuevo en la retórica protestante. En el caso que tratamos, sin embargo, lo expone la Iglesia católica, no para hacer burla de la vida monástica, sino para subrayar la astucia demoníaca. El diablo no es de la Iglesia, sin duda; nada le impide, a pesar de todo, deslizarse dentro. El libro de Job lo presenta como alguien familiar en la corte divina: El día en que los hijos de Dios venían a presentarse ante el Eterno, vino también entre ellos el Satán Qb 1, 6). La letra1 1 Giovanni Papini, Le diable, Flammarion, Paris, 1954, p. 141.

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del texto plantea sin embargo un matiz: los hijos se presentan, Satán no se presenta; va en medio. La primera carta de San Juan señala esa ambigüedad con una fórmula en quiasmo y, al pa­ recer, contradictoria. Observa a propósito de los “anticristos”: Salieron de entre nosotros;pero no eran de los nuestros (1 Jn 2, 19). Están, pues, entre nosotros sin serlo. Y esta situación tiene algo de extrema, ya que, nos dice el texto (1 Jn 2, 18), es la de “la última hora” (eschate hora). Volvamos, sin embargo, a la vidriera de Montfort-l’Amaury. Es interesante que se encuentre en Montfort-l’Amaury. Ese to­ ponímico llama la atención de cualquier oído familiarizado con la historia, porque no puede escucharse sin evocar los nombres de Simón de Montfort y de Arnaud Amaury y sin pensar in­ mediatamente en la cruzada contra los cátaros. Ahora bien, el cátaro se señalaba por su doctrina sobre Satán. La Suma contra los herejes, atribuida a Prévostin de Cremona, la refiere así: “El Dios todopoderoso sólo creó los seres invisibles e incorpóreos. En cuanto al diablo, que es llamado dios de las tinieblas, creó los seres visibles y corpóreos. Hay por tanto dos principios de las cosas: el principio del bien, a saber, Dios todopoderoso; el principio del mal, a saber, el diablo. También existen dos na­ turalezas, una buena, la de los incorpóreos, creados por Dios todopoderoso; otra mala, la de los seres corpóreos, creada por el diablo”.2 La línea divisoria entre bien y mal es nítida: de un lado, la carne, del otro, el espíritu. Y forzosamente, zanjando las cosas de esta forma, el diablo ya no puede ser tan espiritual. El título de demiurgo que se le otorga es también una degradación de su naturaleza. La materia tiene que corroerlo y entorpecerlo, puesto que es malo.1 1 Prévostin de Crémone, Summa contra haereticos, chap. I, editada por J. N. Garvin y J. A. Corbett, University of Notre Dame, Notre Dame, IN, 1958, p. 4.

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Contra esta herejía coriácea, al cabo de nervios y predicación, y como se acabara de asesinar a su legado Pierre de Castelnau, ordena el Papa Inocencio III una expedición armada. Para ha­ cerles comprender que el cuerpo no es malo bien merece la pena que algunos soldados los metan en cintura. El abad de Cíteaux se pone al frente. Es Arnaud Amaury. Enseguida enrola al barón de Montforr, célebre por las palabras que habría pronunciado du­ rante el saqueo de Béziers. Palabras discutidas, porque el monje Cesáreo de Heisterbach, el único que las refiere, las pone más bien en boca del mismo Amaury. Los soldados le habrían pre­ guntado al gran abad cómo distinguir, durante el ataque, a un hereje de un católico. Y el abad habría respondido: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”. Anécdota cuya veracidad hoy día se cuestiona. Pero importa poco: el hecho de la violencia está ahí. El valor de esta orden está en que da la réplica justa al dualismo cátaro. La línea divisoria entre el bien y el mal está aquí difuminada. Sólo Dios, en efecto, puede reconocer a los suyos. Pero ¿dónde está el diablo en esta historia? ¿Entre los cátaros que propagan el error o entre los católicos que perpetran la masacre? Está en los dos campamentos, el muy espiritual. Sabe muy bien que él no ha creado el mundo visible, que la carne es buena por naturaleza, que la Iglesia no miente; pero se alía con la herejía, porque eso lo divierte, e inflama a los ortodoxos, pues ello los provoca a cometer la más terrible falta. En un lado, bajo la máscara del error; en el otro, con el vestido de la fidelidad. Y precisamente así, no como un hirsuto macho cabrío, sino como padre abad de Cíteaux, es como resulta más horrendo. Satán biblista...

Para quien lee los Evangelios es manifiesto el saber de los demonios. La Tentación en el desierto, precisamente, nos pre­ senta un Adversario que cita las Escrituras como un auténtico 34

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biblista y que usa de la progresión con fines pedagógicos. Una vez que Cristo ha citado el Deuteronomio para rechazar la pri­ mera tentación, Satán cita un salmo para proponer la siguiente: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna. ” (Mt 4, 6). Esos versículos del Salmo 91 están entre los que cantan los monjes todas las noches en el oficio de completas. Nada más pertinente, entonces, que pintar al diablo en hábito monástico. Su astucia consiste en usar nuestras propias defensas y volver­ las contra nosotros. Con toda arma que no sea el Todopodero­ so mismo puede atacarnos. Así, utiliza la palabra de Dios para tentar a Aquel que es la Palabra de Dios en persona. Emplea la letra de las Escrituras para corromper su espíritu. Y lo hace con una pertinencia, con un a propósito, que extraviaría sin duda a esos protestantes que se saben de memoria muchos pasajes de la Biblia y se los asestan a los católicos menos sabios para des­ animarlos. Sola scriptura, esa consigna le gusta enormemente al diablo, si es que quiere decir Escritura sola y separada de Dios. Satán es un biblista. Podría darles cien vueltas a algunos pro­ fesores de seminario y desentrañar mejor que ellos los detalles de un problema de traducción o de una querella sobre términos. Es un maestro incomparable en exegesis histórico-crítica, amigo de Reimarus y de Wolf, hermano de Renan y de Loisy, verdade­ ro padre para Julius Welhausen. De buena gana trocea la Torah (yahvista, elohista, deuteronomista y demás), siempre que eso permita protegerse contra una Inspiración molesta; siempre que eso nos lleve al texto en sí más que abrirnos al Otro; siempre que la letra, mejor disecada, siga siendo letra muerta. No es que la exégesis histórico-crítica sea en sí misma demoníaca, pero sí que sigue con facilidad la pendiente que se perfila en la Ten­ tación desértica: aferrarse al verbo escrito para perder mejor al Verbo viviente. 35

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Se podría objetar que el diablo se parece más en eso a un literalista que a un modernista. Admitámoslo. Pero, tanto en uno como en otro caso, se trata de negar la mediación del Li­ bro inspirado. Esa mediación, en efecto, se puede negar de dos maneras: ya sea por disección sin fin ya sea por fijación sin aper­ tura. De un lado, se la desbarata; del otro, se la petrifica. Ahora bien, el diablo siempre es doble: como enemigo de la vida que es, tanto halaga al ectoplasma como al fósil. La segunda tenta­ ción se puede presentar, pues, de esas dos formas. Nos pone a la vista esos dos enemigos — el hipercriticismo y el fundamen­ talísimo— como dos gemelos miméticos que se enfrentan y se ponen a la vez de acuerdo para negar a la Biblia su función de intermediaria. Religiosidad del individuo que no acoge la sorpresa de una Revelación; religión del Libro que rechaza la prueba de la Palabra viva. Es como si, en esos pocos versículos, se hubiera retomado y sobreelevado la crítica platónica de la escritura.3 Lo escrito habla y, sin embargo, en lo escrito nadie habla. Planteémosle una pregunta, que siempre repetirá lo mismo. Pidámosle que se adapte a nosotros, que se aferrará a su vocabulario. Por dirigirse invariablemente a todos, el texto parece no dirigirse a nadie en particular. Por no haber nadie ahí para defender su sentido, cada cual puede sacar de él lo que quiera, ser interpretado en falso, serle quitada su fuerza. Se hace posible ese puro saber libresco, disociado de la vida, que hace extraña a esa gente, ha­ bladora a raudales y a la vez impermeable al diálogo, que en una misma pieza es muy sabia en superficie y muy ignara en profundidad. Grandes amantes de la palabrería, huyen de la Pa­ labra encarnada. Porque, según Platón, los buenos libros nunca se deben tomar en serio, sino que deben manejarse con la ironía del juego que permite la lectura entre líneas y que reclama del 3 Véase Platón, Fedro, 274c-277a.

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lector el esfuerzo de su propia respuesta. Porque, según Mateo y Lucas (y según Lucas más, puesto que Lucas invierte el orden de las tentaciones, de suerte que la cita diabólica del salmo se con­ vierte en la última tentación), el uso de la Biblia, tanto en sus manuscritos hebraicos como en los griegos, es demoníaco si no se hace en la Misericordia divina (siendo además esa misericor­ dia del orden de la tachadura que borra la deuda en el libro de contabilidad). Pero hay que reconocer que los autores sagrados permiten siempre ese juego del que habla Platón y que exige, en el corazón de la letra, ir hacia el espíritu. En la filología logófoba de que hace aquí gala el diablo y que se desenmascara también en los escribas y otros doctores de la Ley reconce Jean-Claude Milner un “momento decisivo del sa­ ber moderno”.4 La modernidad se caracteriza ante todo por una relación crítica con los textos fundantes (ya se trate de Homero o de Moisés). Opera de esta forma el paso desde un saber relacional a un saber absoluto. El saber relacional está “embragado” en la existencia: se lee el texto por su relación con lo real y para que el lector sea transformado por él. El saber absoluto, por el contrario, sólo aspira a un “plus-de-saber”. La razón se engrasa con él, pero el corazón no. Lo escrito ya sólo es para lo escrito. La ciencia no se hace sabiduría: no se vuelve hacia la bondad. Henri de Buit, en un sentido bastante parecido al de Milner, deja entender que el deslizamiento totalitario de la modernidad no habría que buscarlo en primer lugar del lado de las ciencias de la naturaleza, sino del lado del predominio de lo escrito sobre la palabra. De todas las técnicas, la escritura es la primera (no en el orden cronológico, sin duda, sino en el orden lógico); la per­ versión de la técnica en tecnocracia hay que buscarla, pues, en primer lugar en una perversión de la escritura: “Lo que se debe poner en cuestiórí no es la lógica de las ideas, es decir, la ideolo­ 4Jean-Claude Milner, Le ju if de savoir, Grasset, Paris, 2006, p. 77.

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gía, sino el soporte de la transmisión de las ideas: pensamos que la escritura, como instrumento esencial de la transmisión, es la que ha engendrado y servido de palanca a las ideologías mortífe­ ras”.5La segunda (o tercera) tentación en el desierto nos invita a pensar en esa misma dirección tanto la génesis del totalitarismo como la del individualismo. La evidencia muestra que aquí no hay “versículos satánicos”, sino un uso satánico de los versículos, sean los que fueren. Ha­ bría podido decir muy bien: “Está escrito: ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’, por tanto acuéstate con esta chica que te desea”. O también: “Insulta a tu padre y a tu madre, pues está escrito: ‘A Dios solo darás culto’”. Ningún versículo aislado está protegido frente a las desviaciones. Pero tampoco hay que renegar de ningún versículo por haber servido a las tinieblas. Los monjes, lo hemos dicho antes, no cesan de cantar por la noche las palabras deformadas por el diablo para devolverles así su verdadero sentido. Por lo demás, a lo largo de toda la Tentación, para cerrarle el pico al diablo, el judío Jesús cita en cada ocasión la Torah (las únicas palabras suyas que no están sacadas del Deutoronomio son su mandato irresistible: ¡Apár­ tate, Satán!). Pero sus citas conservan la apertura original y re­ miten a lo que trasciende infinitamente lo escrito: los versículos elegidos se vuelven hacia ese Otro al que él llama El Señor o también Tu Dios. Cada pasaje se abre como un paso en medio del mar de las páginas. Lo citado se transforma en vivido. Al revés y de forma significativa, la única cita de Satán no con­ tiene el Nombre de Dios (solamente el pronombre El), sino el de los ángeles. Esa referencia traiciona su manera de leer. El mismo es un ángel. Y los ángeles guardianes, sus enemigos connaturales, forman parte de sus obsesiones. Así, lo mismo 5 Henri de Buit, “L’être et l’argent”, en Les provinciales, n° 81, lunes 2 de junio de 2008, p. 7. Véase también, del mismo autor, Ce qui est écrit est écrit, Les Provinciales, Saint-Victor-deMorestel, 2008.

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que hay una lectura antropocéntrica de la Biblia que la reduce a los mezquinos principios de una moral terrestre, el diablo hace gala de una moral angelocéntrica, sacada también de su propia interpretación. ... y pedagogo Nuestro biblista alado manifiesta también un gran sentido pedagógico para inducir al pecado. En la primera tentación, la del pan, no profiere ningún versículo, sino que retoma la otra Ley de Dios, la no escrita, la de la creación. No cita la Escritura, incita la naturaleza. De igual forma que busca oponer la palabra a la Palabra, quiere enfrentar a la naturaleza contra su Crea­ dor. ¿Qué mal hay en contentar el hambre tras cuarenta días de ayuno? Vamos, sólo se trata de operar un milagrito discreto, sin alharacas, en el secreto de las arenas, en fin, transformar en panes algunas piedras (mientras que Mateo habla de “panes” en plural, Lucas, que insiste en el envite espiritual de esta hambre material, escribe “pan” en singular, de suerte que uno se ima­ gina no se qué paródica eucaristía donde no se convierte el pan en el Cuerpo de Cristo, sino la piedra en el pan del demonio). ¿No es la ocasión de inventar esa restauración rápida que nos agiliza el trabajo apostólico? ¡Abrase, pues, el primer fast-food del desierto y el misionero podrá recuperar sus energías sin per­ der tiempo ni en la cocina ni en el oratorio! ¿Qué hay de malo en reponer fuerzas para ir después a comenzar la predicación? El mismo realismo de la Encarnación parece invitar a ello. Santo Tomás comenta: “La tentación que viene del enemigo se realiza a modo de sugerencia. Ahora bien, una sugerencia no se propone a todos de la misma forma: a cada uno se le presenta partiendo de aquello a lo que está apegado. Por eso, el demonio no tienta de primeras al hombre espiritual con pecados graves, sino que comienza por cosas ligeras para llevarlo más tarde a 39

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cosas graves”.6 El Seductor sigue un orden, comienza por algo sin importancia, que ni siquiera parece una falta, para enseguida arrastrar a la codicia —poseer todos los reinos de la tierra— y a la vanagloria —ser Hijo de Dios paseándose tranquilamente en un coche tirado por ángeles (el orden de estas dos cosas no es el mismo en Lucas y en Mateo, pero esta permutación po­ sible es una demostración de la flexibilidad diabólica). La usa con nosotros como un buen educador: adapta su pedagogía en función de sus alumnos, primero se esfuerza en conocerlos y proponerles el crimen del que son capaces en breve. Rasca exactamente donde nos pica. Golpea, no tanto donde está el defecto de la coraza, sino donde brilla más, en el punto del que más orgullosos estamos y por eso menos prevenidos: tienta, dice Tomás, “partiendo de aquello a lo que cada uno está apegado”. Puede ser cualquier cosa, hasta la más noble: ese rezo del ro­ sario, por ejemplo, que nos lleva a detestar al importuno que reclama nuestra ayuda y nos impide así meditar el misterio de la Visitación. El signo de esta pedagogía que sabe arrancar desde lo que piensa el alumno se manifiesta en Mateo con cada reanudación diabólica. Jesús dice: “Está escrito”, el diablo responde: “Está escrito”. Jesús dice: “También está escrito”, la nueva acción del diablo se introduce con un “Todavía” (palin). La última répli­ ca de Jesús comienza con un “Entonces”, el último gesto del diablo comienza con un “Entonces” (tote): Entonces el diablo lo deja, retirada que también descubre cierto pirateo. Pienso en el final de la Anunciación: Entonces el ángel la dejó (Le 1, 38). Hallamos, por tanto, en el demonio no sólo un conocimien­ to, si no íntimo al menos integral, de la Sagrada Escritura, sino también un conocimiento, si no amante al menos lúcido, del 6 Summa Theologiae, III, q. 41, a. 4.

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prójimo, siendo ambos necesarios, si no para conducir, al me­ nos para seducir a las almas como de la mano. Para llevarlas más arriba (Le 4, 5), sobre el alero del Templo (Mt 4, 5), a un monte muy alto (Mt 4, 8), es decir, siempre mejor al borde del precipi­ cio. Notemos que los tres lugares, en los que el demonio opera paternalmente, no son sitios especialmente peligrosos o aguje­ ros sórdidos. Son el desierto, la montaña y el Templo —los tres lugares tradicionales de la Revelación. Se pueden sacar de ello dos enseñanzas. Por una parte, Satán desea imitar a Dios hasta producir en los mismos lugares sus pro­ pias epifanías: Belén es el lugar de la Natividad, el diablo hace de él el lugar de la masacre de los inocentes; Jerusalén es la Ciudad Santa, él la transforma en el sitio donde se da muerte al Santo. Por otra parte, allí donde el fiel ha recibido más es donde más puede perder. El Exodo puede llevar a una esclavitud peor que la de Egipto: la esclavitud más sutil del orgullo. El testamento de San 1.uis advierte al príncipe Felipe, desde su segunda cláusula, con­ tra dicha amenaza interior: “Si Dios te da prosperidad, agradé­ celo humildemente, para que no seas peor, bien por orgullo bien por otras maneras, sirviéndote de ella para tu aprovechamiento; porque no se debe combatir a Dios con sus dones”.7 Combatir a 1)ios con sus dones, eso es lo que el pedagogo Satán, como quien uo quiere la cosa, nos incita a hacer, desplazándonos impercepi ililemente en un mismo asunto, desde la acción de gracias hasta la altivez del accionista. Da testimonio con su propio ejemplo: él, el jefe de los ángeles, la primera de las criaturas, tomó ocasión de su propia excelencia para hacer un solo, como se dice en música, y I .ucifer, el portaluz, se convirtió en el príncipe de las Tinieblas. ( manto mayor es el don de Dios, siempre que no se trate de Dios mismo, mayor es también el riesgo de enorgullecerse. En un oráIran tic Joinville, Vie de Saint Louis, § 741, editado porj. Monfrin, Classiques Garnier, Paris, 1998, p. 367.

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culo de Ezequiel a propósito del castigo de Jerusalén, el Señor ordena: Comenzad por mi santuario (Ez 9, 5-6). La condenación es posible en el centro mismo de la bendición. Genialidad de las tres tentaciones

Hasta el momento sólo hemos hablado del modo de la tenta­ ción. Conviene ahora abordar su contenido, acordándonos siem­ pre de que, por muy lejos que podamos llegar, no agotaremos el misterio y seguiremos en el umbral. ¿Cómo iba a agotar nuestra pobre inteligencia la tentación del espíritu-no-santo? La supera tanto por su capacidad de engaño como por su perspicacia. Sabe leer estas líneas a medida que las voy escribiendo y para embotar su filo inventa nuevas estrategias. Dostoyevski lo reconocía en boca de su Gran Inquisidor dirigiéndose a Cristo: “¿Se podía de­ cir algo más profundo que lo que se te dijo en las tres preguntas o, empleando el lenguaje de las Escrituras, en las tres tentaciones que tú rechazaste? Si hubo alguna vez un milagro auténtico, ful­ gurante, ocurrió el día de esas tres tentaciones. El solo hecho de que esas tres preguntas se pudieran plantear es en sí mismo un milagro. Supongamos que hubieran sido borradas del Libro, que hiciera falta reconstituirlas, imaginarlas de nuevo para volver a colocarlas en él, y que con ese fin fueran reunidos todos los gran­ des de la tierra, hombres de estado, príncipes de la Iglesia, sabios, filósofos, poetas, diciéndoles: ‘Buscad, encontrad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del acontecimiento, sino que expresen también en tres frases toda la historia de la huma­ nidad futura’, ¿crees que ese congreso de todas las inteligencias terrestres podría imaginar algo tan fuerte, tan elevado, como las tres preguntas que te planteó entonces el poderoso Espíritu?”8 8 Fiodor Dosto'íesvski, Les jreres Karamazov, Gallimard, col. “Folio”, París, 1952, pp. 351352.

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Tal es la tesis de Dostoyevski: las tres tentaciones resumen todo el drama de la humanidad futura. Se basa en las palabras que, en Lucas y sólo en Lucas, cierran el episodio: Acabada toda tentación, el diablo se alejó de él hasta un tiempo oportuno (Le 4, 13). Todas las tentaciones se encuentran “consumadas”. El verbo griego empleado, syntélein, no deja de recordar ese otro verbo, tetélein, que señala la última palabra de Cristo en la Cruz, según San Juan. Puede traducirse por “acabar”, “completar”, “consumar”: en el libro de Ben Sirá se utiliza para calificar el trabajo del obrero cuidadoso: Pone todo su empeño en acabar sus obras (Si 38, 28). Satán no es un abandonado. Le gusta que su ídolo esté acabalado. Es un promotor del trabajo bien hecho, de la tarea absorbente, de la obra que embarga hasta el punto de hacer olvidar todo lo demás, especialmente a Dios y al prójimo. En estas tres tentaciones ha proporcionado sustancialmente la obra maestra que la sucesión de los tiempos se contentará con acuñar bajo diversas formas. Segundo indicio de que estamos frente a un precipitado de toda la historia humana: el número de días y de noches en que Cristo ayuna, cuarenta, cifra de la completitud. “Los Padres consideraron la cifra 40 como la cifra cósmica, la cifra del mun­ do en su conjunto: los cuatro puntos cardinales delimitan el todo y diez es el número de los mandamientos. La cifra cósmica multiplicada por el número de los mandamientos [el todo físico por el todo moral] se convierte en la expresión simbólica de la historia del mundo. De alguna forma, Jesús recorre de nuevo el Exodo de Israel, después las correrías y desórdenes de toda la historia”.9 Tercer indicio, finalmente, de que estas tres tentaciones resu­ men en ellas todos los vagabundeos posibles: coinciden con tres 9Joseph Ratzinger/Benoît XVI, Jésus de Nazareth, Flammarion, Paris, 2007, pp. 49-50.

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peticiones del Padrenuestro. Donde el demonio le propone a Jesús transformar las piedras en panes, la oración pide a nuestro Padre de los Cielos nuestro pan de cada día. Donde lo lleva a la cima del Templo para que Jesús fuerce caprichosamente la voluntad divina, la oración responde: Hágase tu voluntad, la de Dios, no la mía. Donde le ofrece todos los reinos de la tierra si Jesús se prosterna ante él, la oración dice simplemente: Venga tu reino, el de la Verdad y el Amor, y no el mío. ¿Qué decir de las otras cuatro peticiones? La primera se refiere a la santificación del Nombre, la kiddush hashem, que describe en una sola expre­ sión la esencia de la piedad judía: esa petición tiene, pues, un lugar aparte, es la fuente y el coronamiento de todas las demás. La quinta supone que el hombre ya ha caído: Perdona nuestras ofensas y a ella le corresponde sin duda una doble tentación: el rechazo de la misericordia o bien el deseo de un perdón privati­ vo, para uno solo y no para los demás, pero, por ser la peor esta tentación no tiene nada de inaugural. En cuanto a la sexta y a la séptima peticiones, nos colocan exactamente en la situación de Cristo en el desierto: No nos dejes caer en la tentación, y líbranos del Mal. Se puede pensar entonces que esas tres peticiones en el corazón del Padrenuestro están ahí colocadas como réplica a las tres tentaciones. Si bien unas son como imágenes especulares de las otras, porque las tentaciones van de la más ligera a la más grave, mientras que las peticiones, a la inversa, quieren preser­ varnos de lo peor y comienzan, por tanto, por la más importan­ te. Que la operación “Tentación en el Desierto” sea el negativo de la oración por excelencia y que ese negativo adelante crono­ lógicamente al positivo correspondiente nos deja entrever qué grado de elevación alcanza la ciencia satánica. Si eres Hijo de Dios...

Más allá del carácter exhaustivo de ese pasaje, que fue inter­ pretado por Dostoyevski con la mayor pertinencia, la seduc­ 44

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ción comienza con un condicional: Si eres Hijo de Dios... En un primer análisis ese condicional vale como cuestión para el mismo demonio: la tentación es un test. Después de haber oído durante el bautismo: Este es mi Hijo querido, mi predilecto (Mt 3, 17) se trata de verificar en qué sentido Jesús es Hijo de Dios. Porque, aunque el demonio posee un saber natural infalible, su conocimiento de lo sobrenatural es endeble: sólo lo conoce por ciertos signos sensibles y milagrosos. Así, apenas ha visto descender a la paloma y después ha oído la voz del cielo ya no lo duda ni un solo instante: Jesús es el Mesías. Nada que objetar. Ninguno de los contemporáneos estará jamás tan seguro. Pero que sea Dios mismo y, por tanto, el Hijo eterno del Padre, ése es un saber que la mayoría de los teólogos niegan a los demonios antes del acontecimiento de la Resurrección. Se basan en la pa­ labra de San Pablo a los corintios: Hablamos de una sabiduría de Dios, misteriosa, escondida, destinada por Dios desde antes de los siglos para gloria nuestra, desconocida de todos lospríncipes de este mundo, pues de haberla conocido no hubieran crucificado al Señor de la Gloria (1 Co 2, 7-8). ¿Para qué tentar a Dios en persona? ¿Para qué trabajar llevándolo a la cruz? Si el demonio lo hubiera sabido, no habría mordido el anzuelo: no se habría tragado ese garfio con su hombre-gusano, como diría David, hasta el punto de hacerse instrumento de la Redención y de ser vencido por causa de sí mismo. ¿Y por qué no, después de todo? No nos movemos en el plano de las demostraciones, sino en el de los motivos de convenien­ cia. Ahora bien, un buen diablo podría muy bien objetar que, puesto que el Verbo se ha hecho carne y por ende capaz de sufrir, ¡aprovechemos, muchachos! ¡Con tal de que reciba lo más posible durante su carrera terrestre, poco importa si es una trampa: aunque sea para bien!... No obstante, no quisiera yo oponerme a tradición tan antigua y razonable. Por lo demás, me permite ver algo preciosísimo. El demonio oye que se nos atribuye una verdadera dignidad y a partir de esa dignidad pre­ 45

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para nuestra caída. Si eres Hijo de Dios, haz esto... Pero hacer esto es, en verdad, dejar de ser Hijo de Dios. El condicional es una antífrasis (ésa es la retórica del Anticristo). La Verdad diría: “Si quieres dejar de ser Hijo de Dios...” El demonio, en Mateo, oculta su juego hasta la última tentación en la que abandona ese giro y sin más ocultaciones deja caer: Todo esto te daré si postrándote me adoras (Mt 4, 9). No vale la pena seguir fingien­ do. Este último condicional desvela el verdadero sentido de los condicionales precedentes. El Si eres Hijo de Dios disfrazaba un Si quieres adorar al diablo. Pero lo esencial es otra cosa y Dostoyevski se da cuenta. Tras la mentira se esconde un auténtico proyecto. El Si eres Hijo de Dios aspira a abrir camino a otro mesianismo. Las tres tentaciones conspiran para proponer una Salvación de sustitución. Sin duda tienen por meta obstaculizar el Camino, pero lo hacen trazando la senda de una felicidad estrictamente terrestre: el pan, la paz, la tierra —no conocer más el hambre, no experimentar más la inquietud de conciencia, conquistar el mundo y sus prestigios, eso es lo que debe ofertar el verdadero mesías a los ojos del infierno. ¿No era ésa la gran visión del nacionalsocialismo: una Europa más unida donde reinaría el hombre regenerado? ¿No eran ésos los mañanas que cantan del socialismo soviético: la sociedad sin clases donde todos los proletarios se tenderían la mano? ¿No es ése siempre el proyecto de la tecnocracia: producir el superhombre pacificado del gran hipermercado mundial? ¿O incluso la reivindicación de los yihadistas: establecer el islam planetario que gozará de todas las bendiciones materiales de Allah? Se trata, en cada ocasión, de fabricar la sociedad perfecta donde el pan, la paz y la tierra ofrezcan al hombre una felicidad de animal saciado. Pero, para ello, hay que eliminar todo lo que es impuro, débil o deforme, y principalmente a los que predican un gozo más universal y más profundo: el Partido de la Paz mundana no tiene peores enemigos que los apóstoles de la Bienaventuranza. 46

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“El infierno, decía Simone Weil, es creerse en el Paraíso por error”. El Partido no quiere desengañarse de ese error. La teo­ logía sostiene que el demonio quiere precipitarnos a las llamas infernales. ¿Quién podría contradecirla? Pero va demasiado de prisa. “La tentación no nos invita directamente al mal, sería algo demasiado grosero. Pretende mostrarnos lo mejor: aban­ donar finalmente las ilusiones y emplear eficazmente nuestras fuerzas para mejorar el mundo. Se presenta también con la pre­ tensión del verdadero realismo”.101Concedámosle al Gancho esa beneficencia de que se adornan todas sus seducciones: lo que propone siempre es un contra-Paraíso y, por tanto, también un paraíso, pero artificial, soberbio y hueco. El Seductor entre los fieles

No olvidemos, sin embargo, que el Gran Inquisidor es cató­ lico. Es un viejo prelado español, de la misma ciudad que don Juan: otro burlador de Sevilla, pues, mucho mayor, mucho más fuerte que el adulador de mujeres, puesto que él se pretende salvador de la humanidad. Dostoyevski creía este cuento: “El catolicismo romano ha vendido a Cristo a cambio del reino de la tierra”, escribe en su Diario de un escritor.n Creía que el Papa se tenía por César. No percibía que el pontificado supremo era el extremo más afilado de la Encarnación, el contrapeso de car­ ne para toda ideología, que empuja a los fieles a congregarse no sólo alrededor de una doctrina, sino también de un hombre con un rostro y una historia, porque el amor de Dios es indisociable del amor del prójimo y la voz del Cristo docente debe oírse aún en la voz de ese prójimo magisterial —el Santo Padre. 10 Ibidem, p. 48. 11 Citado por Henri de Lubac, Le drame de l'humanisme athée, Spes, Paris, 1945, pp. 344-345.

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Lo que sin embargo hay que reconocer, a la vez con y contra Dostoyevski, es que las tres tentaciones no sólo conciernen a los ateos. Comentarlas únicamente para evocar los totalitarismos del siglo XX es propio de una visión miope. El diablo se felicita por ello entre el auditorio. Porque, si observamos atentamente, hemos de confesarlo: esas tres tentaciones no son algo exterior a la Iglesia. La asedian desde el interior. Anuncian tres desviacio­ nes internas, tan internas que parecen confundirse con la recta doctrina. — Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo (Mt 4, 1). El que conduce a Je­ sús al desierto es el Espíritu Santo (Marcos llega a decir que lo arroja, ekballei, como Jesús arrojará al demonio). La prueba del desierto está especialmente, por tanto, allí donde se encuentra el Espíritu. ¿Los nombres de esas tres tentaciones interiores? Humanita­ rismo, quietismo y evangelismo (o activismo misionero). Per­ vierten tres aspectos esenciales de la vida cristiana: el amor a los pobres, el abandono a la Providencia y el anuncio de la Buena Noticia. Esa manera de considerarlas respeta su carácter sucesi­ vo —e incluso dialéctico. Hace imposible la concomitancia que les otorga el sistema del Gran Inquisidor: allí donde el pan, la paz y la tierra iban al unísono, el humanitarismo, el quietismo y el evangelismo se oponen entre ellos. El humanitarismo es contrario al esplritualismo, y su activismo se opone al activismo misionero; de igual forma, el quietismo y el evangelismo son adversarios, puesto que el primero es inerte mientras que el se­ gundo tiene culo de mal asiento. Tienden, pues, a desgarrar a los cristianos entre ellos y en ellos mismos, rompiendo el tenso equilibrio entre la naturaleza y la gracia, entre la acción y la contemplación.

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Las tentaciones en el desierto Falso diálogo

— Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan... ¿No predica la Iglesia la “opción preferencial por los po­ bres”? ¿No tiene que penetrar en su oído y hasta en su alma el grito de los hambrientos? ¡Que se organice el clero para enviar sacos de arroz y de trigo a todas las naciones! ¡Poco importa que la hostia sea consagrada con tal de que sea sustanciosa! ¡Que se convierta en un verdadero bocadillo que llene el estómago! ¿No era la Cena una comida donde se servía cordero de verdad de carne y hueso? ¡Adiós pues a la transustanciación! ¡Que el obis­ po cambie la mitra por el gorro de cocinero! ¡Que en lugar del crucifijo se erija un espetón para asar corderos! ¡Un frigorífico lleno en lugar del tabernáculo y sobre el altar cubiertos para trece o más: bienaventurados los pobres porque estáis invitados a la comida del Jefe! ¡Primero la panzada, luego la pensada! ¿No es un escándalo ofrecerle piedras al hambriento, aunque fueren las Tablas de la Ley o vuestro Pedro sobre el que se edifica la Iglesia, en vez de darle una buena hogaza comestible? —Ese escándalo es el de Judas cuando la unción en Betania (Jn 12, 5): ¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres? ¿Por qué no vender incluso a la Palabra por sólo treinta denarios? Por lo demás, ¿esa primacía del pan no formaba parte de la política de los emperadores, junto con los juegos, para debilitar toda contestación? Se puede entender entonces que, en el argot de otros tiempos, al diablo se le llamara el “Panadero”. Si la Iglesia sólo se ocupara del pan se identificaría con el poder temporal, competiría con el estado, de suerte que el aparente abajamiento sería también su exten­ sión totalitaria. Y además, sustituyendo con el pan el sentido y la libertad, el hombre podría ser tratado como un animal. Se le forzaría a trabajar para producir más carne. Se le prohibiría lodo shabbatdonde encontrar recogimiento. ¿Para qué celebrar la palabra, si se trata de vivir al nivel del pesebre?... Pero el ver­ 49

La fe de los demonios

dadero pesebre es el de Navidad. No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Sabe además ha­ cer huelga de hambre cuando siente que la justicia es vulnerada. Sabe también, cuando ya no hay razón para vivir, pegarse un tiro en la cabeza en medio de la fiesta. Resulta que, en su mismo cuerpo, es espíritu. Está tejido de palabras. Tiene necesidad, por tanto, en primer lugar de ese alimento. Podremos multiplicar los panes, pero será siempre para hablar del Reino (Le 9, 11). — ¡Lo espiritual, tienes toda la razón! ¿Cómo no se me habrá ocurrido antes? ¡Me es familiar lo espiritual! ¿No soy yo mismo un espíritu puro? ¡Soy un fanático de los esplritualismos! Oye, me has abierto los ojos: a partir de este momento preconizo una vida completamente aligerada del peso de la carne. Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomen­ dará, y en sus manos te llevarán... Sí, abandónate a la providen­ cia divina. Dios es bueno, es bueno para todo. No escuches al pobre que llama a tu puerta, reza: un ángel o un cuervo acabarán por alimentarlo. Haz oración, y no hagas nada más. Sé María a los pies de Jesús y desprecia a Marta que se agita en el servicio. Deja a los imperfectos el cuidado de la materia, el forraje de las vacas, el pasto de los corderos. Ya balen o aúllen, concentra la atención en tu vida interior. Olvida todas esas mezquinas obli­ gaciones cotidianas que son la evidencia de la gente mezquina. Tú estás hecho para tareas más elevadas. Eres un hijo de Dios: alisa tus plumas y deja el plomo para los demás. —Abandonarse a Dios es abandonarse a la causa primera de todo obrar. Eso no conduce a la inercia, sino a una actividad su­ perior, menos dispersa, más recogida, que sabe ir a lo esencial. Cuanto más próxima está al torrente más rápida va la barca. Cuando Dios nos atrae hacia su corazón es, como las plumas de una flecha, para enviarnos más lejos. Dejarlo actuar no es no ha­ cer nada. No tentarás al Señor tu Dios. No harás como si, siendo él el Creador, no debiera obrar por medio de ti, su criatura. Porque 50

Las tentaciones en el desierto

en él vivimos, nos movemosy existimos (Hech 17, 28). Además, ¿no es Dios tan creador de la materia como del espíritu? ¿No habla también por medio de la vajilla que hay que lavar, la bombilla que hay que cambiar, el bebé que hay que limpiar, si todo eso se hace con amor? Los verdaderos beatos no tienen alas, pero tampoco tienen el culo de plomo. Su contemplación sobreabunda en apos­ tolado. Porque la caridad que hace amar a Dios es la misma que hace amar al prójimo, llamado a ser un Dios por participación. —¡El apostolado, es verdad! ¡Que se anuncie el Evangelio, que se lo trompetee por las plazas, que se le haga resonar como un címbalo! Corred por el mundo entero a proclamar vuestro boni­ to Reino. Pero no olvidéis que soy Príncipe de este mundo. Soy máster en marketing, doctor en propaganda, experto internacio­ nal en mensajes subliminales y en fascinación publicitaria. ¡Mira cómo consigo que ese pobre diablo compre un coche por encima de sus posibilidades como si fuera el carro de Elias! ¡Admírate de cómo puedo hacer que elijan al político más mediocre con la sola mediación de la maravilla mediática! Te daré todos los reinos del mundo con su gloria si, postrándote, me adoras... ¡Haremos una Operación Triunfo del canto gregoriano. Organizaremos un Gran Hermano del sacerdocio. Nos arreglaremos para que el Doctor House se. convierta y para que las Desperate Housewives e.ncuentren en su vida de ficción la esperanza teologal. Todos los telediarios de las nueve, todos los prime-times, todos los sitios de Google es­ tarán al servicio de tu Iglesia y tendrán un atractivo que envidia­ rán las cadenas pornográficas y las mejores series americanas! ¡El catolicismo estará de moda. El periódico El Mundo se rebautizará como El Espíritu. La vida espiritual de Catherine M. será el bestseller universal! ¡Dan Brown se hará numerario del Opus Dei!d d [La vida sexual de Catherine M. fue un best-seller autobiográfico publicado en Francia, y luego traducido a muchos idiomas, donde Catherine Millet, una famosa crítico de arte, contaba las escabrosas peripecias de su vida. Dan Brown es, por supuesto, el autor de El código da Vinci y de Angeles y demonios. N. del T.]

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La fe de los demonios

—¡Apártate, Satán! No te he dicho que fuéramos una em­ presa filantrópica, ni siquiera espiritual, sino la aventura de un encuentro con el último y más corriente de los ciudadanos, ex­ poniendo nuestro rostro a sus puños, abriendo nuestras manos también, por si quiere traspasarlas. El Reino de Dios se anun­ cia en la pobreza. Se ama al prójimo en la proximidad. En el riesgo de un abrazo donde ese prójimo puede abrirse o puede estrangularnos. Un abrazo, y no una llave de judo. Nada de se­ ducciones psicológicas. Nada de palo y zanahoria, sino el pobre y feo crucifijo... Porque debe consumarse un encuentro perso­ nal ante el cual nosotros debemos desaparecer. A l Señor tu Dios adorarás, tú y no un clon, y sólo a él darás culto, si bien no serás esclavizado por poder alguno de la tierra o del cielo, sino que serás libre en ese solo a Solo, en donde, puesto que el Solo es también el Creador de todos los seres, podrás tener intimidad con cada ser... Permítaseme una vez más una pequeña discusión para sub­ rayar el saber hacer, si no la sabiduría, de las tres tentaciones. Satán se revela en ellas fino conocedor de la misión de la Iglesia. Se esfuerza por transformarla, insensiblemente, en bombardeo o abdicación. Y entrevemos ya la lógica de sus mensajes (lógica que será objeto de nuestra segunda parte): separación o confu­ sión que desembocan en tres errores contrarios que se sostienen unos a otros. Para decirlo breve y, por tanto, por el momento reductivamente, lo que está en juego en ellas es la carne y el Espíritu. Con el pan, tenemos la carne sin el Espíritu; con el abandono a los ángeles, el espíritu sin la carne; con la propuesta de los reinos terrestres, una carne y un espíritu unidos pero dis­ minuidos, digamos que una carne hecha virtual por un espíritu mundano, a fin de obtener una golosa contradicción: el gran espectáculo de la oración, el gran divertimento de la fe...

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Segunda Lección Evangelio del diablo según San Marcos

H abía precisamente en su sinagoga un hom bre poseído por un espíritu inm undo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruir­ nos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”. M e 1, 23-24

Una respuesta silenciosa

El Evangelio según San Marcos no enumera las tentaciones como los otros sinópticos. Le bastan dos frases. La prueba del desierto sólo dura un versículo. Este evangelio —coinciden la mayoría de los exégetas— sería el más primitivo de los cuatro, redactado alrededor de los años 60 (los auténticos sixties). ¿Es, por consiguiente, el más embrionario o el más seco, de suer­ te que Mateo y Lucas se esforzaron por desarrollarlo? El más cortante, más bien. Si se retirara del Nuevo Testamento con el pretexto de que parece incluido en los otros, si se viera como una trama o un borrador cuya conservación fuera redundante, se embotaría el filo de la Noticia. Como siempre ocurre con Marcos, la brevedad de su palabra es la de un golpe seco, la con­ cisión de su testimonio es también su circuncisión. El simple versículo del que hablamos, Me 1, 13, lo probaría por sí solo, como la falla por donde se abre el abismo. Para entenderlo me­ 53

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jor, lo voy a cortar en seis versos que lo alargan y hacen ver su paralelismo concertado: Ypermaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás. Estaba entre los animales del campo y los ángeles le servían. Dos frases similares, pues, equilibrándose una a otra, donde el desierto cuadragesimal se pone en paralelo con los animales salvajes, donde la tentación de Satán se compensa con el ser­ vicio de los ángeles. Y qué cosa más bella: Jesús —la Palabra hecha carne— no dice nada. Está, eso es todo. El texto lo repite de forma anafórica. Si parece no actuar es porque se mantie­ ne en el acto más puro. Si parece no responder es porque da la respuesta más metafísica: no hablando, sino simplemente siendo la Palabra. Su actitud no es menos ejemplar. Indica el camino del mandamiento más breve y más completo: ¡Sé! Sé plenamente. Recuerda, no obstante, que tú no eres el ser. Para ser plenamente tienes que hacerte receptáculo. A Catalina de Siena le dice Dios: “Yo soy El que es, tú eres la que no es”. Y añade: “Elazte cauce, yo me haré torrente”. Así pues, tu ser te ha sido dado, lo recibes de Dios y de Dios a través de la his­ toria, lo mismo que todas las criaturas. De modo que tu ser es amor. “Sé plenamente” no significa, por tanto, “llénate de ti solo”, sino sé como el receptáculo de la existencia que eres junto con toda la Creación: sé siempre más en Dios y en la comunión con todos esos otros seres que como tú se reciben a sí mismos, esa violeta, ese estornino, esa taza que refleja el sol —tus hermanos... Jesús es — tentado por Satán. Discreción del evangelista. Pero lo que se está callando lo pone de manifiesto tanto mejor por 54

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medio de toda la intriga de su relato,1 Marcos no deja de insis­ tir en la fe de los demonios y de oponerle, paradójicamente, la incredulidad de los discípulos. Lleva esto hasta tal punto que, a la hora de la Pasión, el discípulo huye completamente desnudo, las mujeres se mantienen a distancia, los que pasan e incluso los otros crucificados ultrajan al Verbo suspendido y no hay nadie que lo reconozca, salvo un centurión del ejército romano. Aquel mismo que traspasa el costado del Señor y remata así el suplicio, al final confiesa: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Me 15, 39). Milagro en Cafarnaúm

Según Marcos, el comienzo de su Vida pública no es menos perturbador que ese final. Donde Mateo, tras la vocación de los primeros discípulos, evoca una gran cantidad de curaciones y Juan presenta como primer signo el milagro en las bodas de Cana, Marcos cuenta con precisión un shabbat en Cafarnaúm. El episodio vuelve a encontrarse en Lucas más o menos en el mismo lugar, pero viene precedido por un primer conflicto en Nazaret (Nadie es profeta en su tierra) y seguido solamente por la llamada a los discípulos. En Marcos, pues, el pasaje en Cafar­ naúm tiene, verdaderamente, algo de inaugural y se desarrolla a continuación de la primera predicación de la fe: Convertios y creed en la Buena Nueva (Me 1, 15). En el teatro, se trataría de una escena de exposición (en el boxeo, de un asalto de obser­ vación). Anuda la intriga entre dos parejas antagonistas que no cesarán de enfrentarse a partir de ese momento: fe teologal y fe de los demonios, autoridad de Jesús y autoridad de los escribas. En medio de ese enfrentamiento, los discípulos se encuentran1 1 Sobre este tema, véase el primer capítulo del primer libro de Jean-Louis Chrétien, Lueur du secret, L’Herne, París, 1985.

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como desorientados o, más bien, enloquecidos como una brú­ jula demasiado cerca del polo. La Meta está ahí, en medio de ellos, por eso ya no saben muy bien su camino. Nos encontramos, pues, en pleno Cafarnaúm. ¿Cómo ha lle­ gado a designar ese topónimo como nombre común “un lugar de desorden y depravación” o también un vasto “montón de objetos diversos”? El Tesoro de la lengua francesa lo explica re­ cordando que, en esta ciudad en la orilla de lago Tiberíades, “Jesús fue asaltado por una turba heteróclita de enfermos que apelaban a su poder de curación”. Cafarnaúm sería, en primer lugar, sinónimo de corte de los milagros. Pero esta singularidad jocosa oculta otra, más temible. Lucas y Mateo cuentan a pro­ pósito de esta ciudad lo que quizás sea la maldición más grave proferida por Cristo: Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el Hades te hundirás! Porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que se han hecho en ti, aún subsistiría el día de hoy. Por eso os digo que el día delJuicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma que para ti. (Mt 11, 23-24 // Le 10, 15). Ser cafarnaumita sería, por tanto, peor que ser sodomita. Todavía más contra natura. Pero, ¿de qué se trata? ¿Sería la mis­ ma fe sorprendida aquí a contracorriente? He aquí una singularidad que lo precisa: al comienzo de esta cita del Nuevo Testamento se encuentra incrustada una cita del Antiguo, desde entonces siempre nuevo. Jesús cita al profeta Isaías. Retoma dos frases de la sátira contra el rey de Babilonia. Ahora bien, los Padres de la Iglesia interpretaron generalmente esa sátira como una descripción de la caída de Satán: ¡Cómo has caído de los cielos, Lucero [en latín, Lucifer], hijo de la Aurora! ¡Has sido abatido a tierra, dominador de naciones! Tú que habías dicho en tu corazón: “Ai cielo voy a subir, por encima de las estrellas de Dios alzaré mi trono, y me sentaré en el Monte de la Reunión, en el extremo norte. Subiré a las alturas del nublado, me asemejaré al Altísimo. ¡Ya! Al seol has sido precipitado, a lo 56

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más hondo del pozo”(Is 14, 12-15). Así pues, la suerte de Satán sirve para calificar la suerte de Cafarnaúm. Lo cafarnaúmico se identifica con lo satánico, pero con un satánico de rostro hu­ mano, por así decir. Ahora bien, el relato de Marcos, desde el principio, intenta delimitar ese mal radical. El encuentro con el espíritu impuro no se opera en Cafarnaúm como en el desierto. Se realiza en medio de la asamblea. La atraviesa un hombre al que ese espíritu poseía. Jesús enseña, pues, durante el shabbat y todos quedan im­ presionados por su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Había precisamente en su sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaretí ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios”. Jesús, entonces, le conminó diciendo: “Cállate y sal de él”. Y agitándole violentamente el espíritu inmundo, dio un fuerte grito y salió de él. Todos quedaron pasmados de tal manera que sepreguntaban unos a otros: “¿Qué es estol”(Me 1, 22-27). Interroguémonos a nuestra vez (sabiendo, no obstante, que si no vamos más allá de la simple interrogación: “¿Qué es esto?”, no seremos mejores que la gente de Cafarnaúm). Y primera­ mente, señalemos lo extraño que es que el espíritu impuro no impida a nuestro hombre acudir a la sinagoga, es decir, extra­ polándolo a nuestros días, acudir a la iglesia, o al menos a un grupo de oración. El demonio no se opone al hecho de abrir el libro por la página 131 para cantar el cántico 669, llega incluso a aplaudir la homilía de algunos sacerdotes. ¿Por qué iba a alejar del lugar de culto el cuerpo de aquel a quien atormenta? Lo esencial es alejar del culto su corazón. Después, el demonio reconoce inmediatamente la identidad de Cristo. Afirma sin titubear ni un solo instante: Sé quién eres tú: el Santo de Dios. Algunos traducen incluso “sé muy bien”, a 57

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fin de que la expresión destile una seguridad del tipo apropiado a un doctor en teología. Nadie más en la sinagoga sabe tanto. Ni siquiera los primeros discípulos que han entrado con Jesús. Es la primera vez que una criatura se hace eco de la voz bajada del cielo durante el Bautismo en el Jordán: Tú eres mi Hijo ama­ do, en ti me complazco (Me 1, 11). Como si el espíritu impuro se hiciera el igual de la blanca paloma... Además, el demonio obedece a Jesús. Cuando éste le ordena: Cállate (que, según la exacta elocuencia de nuestra época, se traduciría: “¡Cierra el pico!”) y sal de él, obedece sin falta. Por supuesto que hace lo que se le manda dando un gran grito, compelido y forzado por el soberano poder del Verbo: no es obediencia propiamente hablando, porque la obediencia es li­ bre por naturaleza, pero, en cualquier caso, lo aparenta. Finalmente, y todavía más sorprendente, si Jesús lo manda callar no es a causa de la insolencia de su tono, sino por el con­ tenido de sus palabras. La continuación lo deja bien claro para quien todavía lo dudara. La tarde de ese mismo día, tras la caída del sol, toda la ciudad de Cafarnaúm se reúne a la puerta donde Jesús cura a numerosos enfermos: Y expulsó muchos demonios. Y no dejaba hablar a los demonios, pues lo conocían (Me 1, 34). Ahora bien, ¿la misión de la Iglesia no es anunciar quién es Je­ sús? ¿Por qué, entonces, silenciar tan persuasivas declaraciones? El bien y el mal parecen intercambiar sus papeles. El anhelo nitzscheano de invertir todos los valores es satisfecho más allá de su deseo. El Evangelio de Marcos nos indica como cualidades demoníacas: la asiduidad en acudir a la iglesia, el conocimiento de Jesús, la sumisión automática a sus mandatos... Y nos señala también como una verdadera imitación de Cristo la maravilla de hacer callar una afirmación del dogma. ¿Cómo no íbamos a quedar nosotros tan estupefactos como los habitantes de Ca­ farnaúm? ¿No recuerdan esas cualidades demoníacas las de los 58

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Fieles? ¿No recuerda esa orden de Cristo de no proclamar su identidad los decretos de los perseguidores? En Gerasa, adoración y participación...

Los demonios van aún más lejos en esa aparente piedad. Sa­ ben asociar la postración a la profesión de fe. El célebre pasaje que sirve de exergo a Los demonios de Dostoyevski nos hace descubrir ese aspecto de su vida espiritual, así como otros dos no menos interesantes. Jesús acaba de hacer callar a la tempestad y de decir a los discípulos que habían tenido miedo: ¿Cómo no tenéis fe? Una vez que la barca navega sobre las olas calmas, resulta que des­ embarca en la región de los gerasenos y, allí, el primero en venir inmediatamente a su encuentro es un hombre poseído por un espíritu malvado, que tiene su morada entre las tumbas, a quien nadie ha conseguido encadenar: Al ver de lejos a Jesús, corrió y se postró ante ély gritó con gran voz: ¿Qué tengo yo contigo, Jesús, Hijo de Dios Altísimo? Te conjuro por Dios que no me atormentes (Me 5, 6-7). Al acercarse Cristo el demonio habría debido huir. Eso es al menos lo que habría propuesto un director de escena humano. Pero resulta que inicia un movimiento semejante al del amor: el amante, viendo de lejos a su bienamado, corre a su encuentro, cae a sus pies. San Jerónimo no duda en traducir ese verbo griego, proskynein, “postrarse”, por adorare: literalmente el demonio “adoró” al Hijo del Altísimo. Y le suplica al instante —¡por Dios! Sí, conjura a Cristo por Dios, como uno que cono­ ciera su religión. El contenido de su súplica: No me atormentes, es lo que sin duda traiciona al endemoniado, aunque también hace pensar en la de Simón Pedro después de la pesca milagrosa: Cayó a las rodillas de Jesús, diciendo: Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador (Le 5,8). 59

La fe de los demonios

Cuando Cristo le pregunta su nombre, el espíritu responde operando un extraño cambio del singular al plural, pasando de “yo” al “nosotros” (inverso al de Cafarnaúm que pasaba del “nosotros” al “yo”): M i nombre es Legión, porque somos muchos (Me 5, 9). Una legión, en tiempos de Augusto, eran 6.826 per­ sonas, de las cuales 726 jinetes y 6.100 infantes. ¡Qué sublime sentido de la participación! ¿Qué parroquia, a lo largo de la más ferviente cuaresma, alcanzaría tales cifras en la distribución de sus bienes? ¿Qué club de intercambios incluso, en el transcur­ so de su orgía más febril? Tenemos esa pobre alma de nuestro poseído sola, y los demonios se la pasan, se la reparten y coha­ bitan en masa con una solidaridad que envidiaría el ministerio de Cohesión social. Sin duda, nosotros diríamos que esta parti­ cipación tiene más de gang bang que de comunión: es un festín de carroñeros más que una comida de amigos. Pero no por eso menos fascinante. Porque, tras el deslizamiento del singular al plural, se perfila algo mucho más profundo. Ese deslizamiento se refiere a un poseído que vive entre tum­ bas, es decir, a un hombre al que atrae la nada. Ahora bien, el mismo desplazamiento gramatical vuelve a aparecer dos veces, en paralelo, cuando el hombre es sacado de la nada. Es el primer capítulo del Génesis: Y dijo Dios [singular]: “Hagamos [plural] al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y man­ den en lospeces del mar y en las aves de los cielos”, etc. (Gn 1, 26). Dios es Uno en Tres Personas. Y lo humano manifiesta corpo­ ralmente su imagen por medio de la relación viviente entre un hombre y una mujer. Ese Legión es, pues, un simulacro de la comunión trinitaria y, a la vez, de la alianza sexual. La posesión de nuestro pobre tiparraco por una turba de demonios es una réplica envidiosa de la inhabitación de la Trinidad en el alma fiel. Es asimismo como un negativo de las bodas en su fecundi­ dad: una especie de cópula múltiple, una gran orgía espiritual, no para traer al mundo a un niño, sino para llevar al hombre viejo al infierno... 60

Evangelio del diablo según San Marcos ... y oración de los demonios

Los demonios se ponen entonces a suplicar a Jesús que no los mande fuera de la región. “Suplicar” puede traducirse aquí por “rezar”. Pero, ¿qué significado tiene esta oración? Lo precisa Lucas: se trata de no ir al abismo (Le 8, 31). El Legión quieren permanecer en la tierra a toda costa:2 como el Verbo baja del Cielo, el Legión desean subir del infierno para vagar entre no­ sotros. De ahí la oración que dirige a Cristo, en la que no po­ demos dejar de reconocer la inclinación de algunas de nuestras peticiones: Envíanos a los puercos para que entremos en ellos (Me 5, 12). “Sí, mejor que estar contigo y seguirte por el camino del Calvario, envíanos a esos puercos, hay en ellos una santidad a nuestra medida, una vida al alcance del hocico, sonrosada, redonda y serena. Del misterio de Navidad nuestra piedad sólo quiere conocer el cálido establo. Esa es la meta de nuestro viaje, oh compañeros de Ulises, gracias al hechizo de Circe más que a la oración de María, una gracia bastante grasa... Por tanto, Señor, es inútil que derramemos nuestra sangre, ¡no somos kasher!Déjanos cebarnos tranquilos. Y cubrir a nuestras cerdas en paz. Sabremos escrutar bien el suelo para salvación de nuestro tocino. Sabremos encontrar en el fango un cielo suficiente y acogedor. Considera nuestra modestia, Hijo de Dios Altísimo. Preferimos la pocilga que nos reboza a tu alegría que hace llorar. La menor cochinada nos satisfará. No necesitamos tu hostia ra­ diante: nos contentaremos con nuestras bellotitas”. Y Jesús satisface esa petición de una pseudo-encarnación por­ cina. Es increíble: el demonio ruega a Dios y Dios lo escucha sin falta. Esperaríamos una eficacia como ésa de la oración de un santo. Marcos nos revela que puede corresponder a la supli2 Fuerzo aquí dos veces la gramática para hacer sentir mejor la monstruosidad de la cosa que ha tomado posesión del hombre. No sin aludir al 1984 de George Orwell y a su “neolengua”.

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cación del diablo. Y los espíritus inmundos salieron y entraron en los puercos, y la piara, unos dos mil, se arrojó al mar de lo alto del precipicio y sefueron ahogando en el mar (Me 5, 13). Mueren por causa de Jesús. Se dirían mártires de la fe. Porque, muriendo así, parecen testimoniar su fuerza: ¡Mirad al potente hechicero, ved al que encorteza los espíritus en cerdos, admirad su mágica charcutería! Un suicidio que caricaturiza el martirio, un testi­ monio de la voluntad de poder, allí donde Cristo quiere un testimonio de su abajamiento por amor. Así hacen malversación los demonios de todo lo cristiano y proclaman su evangelio para los cochinos. Los pobres que ven estos prodigios, influenciados por esta proclamación, o bien se agolpan a riesgo de aplastarlo (Me 3, 9) o bien suplican al aho­ gador de cerdos que se alejara de su término (Me 5, 17). Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos (Me 4, 15). Airó, el verbo que se traduce aquí por “llevarse” puede traducirse también por “levantar del suelo” o también por “apropiarse”. Satán no destruye, pues, la pre­ dicación. La metaboliza orgullosamente. La eleva en artificio: que el grano no penetre en el suelo, que el grano de mostaza sea reemplazado por una manzana bien grande y visible, que no se respete el ritmo natural de su crecimiento, que no se le deje actuar según esta parábola que sólo se encuentra en Marcos y en la que el Reino se compara a un grano que crece él solo, sin que se sepa cómo, en la gracia de Dios (Me 4, 26-29). Quiere que se controle totalmente el crecimiento del grano. Quiere una fe que se suba a la cabeza, y no que baje al corazón. Fe de los demonios e incredulidad de los discípulos

De atenernos sólo a Marcos, habría que decir que los demo­ nios poseen una fe muy expresiva, mientras que los hombres, 62

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¡pobres diablos! Algunos parientes de Jesús lo acusan: Estáfuera de sí. Los escribas pujan más alto: Estáposeído por Beelzebul (Me 3, 21-22). Sus paisanos de Nazaret se irritan por sus palabras: ¿No es éste el carpintero, el hijo de María? Y Jesús se sorprende, la Sabiduría eterna se maravilla de su falta defe (Me 6, 3-6). En cuanto a los discípulos, son unos pedazos de incrédulos e incapaces. Han visto a Cristo obrar milagros, han oído su en­ señanza, han recibido incluso la explicación de las parábolas y, durante la tempestad en el lago, ya lo hemos dicho, enloquecen de tal forma que el Maestro les dice: ¿Cómo no tenéisfe? Ellos se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: “Pues ¿quién es éste que hasta el viento y el mar le obedecen?”(Me 4, 40-41). Allí don­ de el demonio de Cafarnaúm decía pomposamente: Sé quién eres tú, los discípulos se interrogan tímidamente: Pues ¿quién es éste? Su incertidumbre humana es, sin duda, infinitamente me­ nos perversa que la certeza demoníaca. A continuación sigue esa terrible frase que sale de la boca de la Verdad: No tenéis fe. Más increíblemente todavía, el omnisciente, en su exceso de amor por sus discípulos, parece olvidar que lo sabe todo y pregunta dolorosamente: ¿Cómo no tenéisfe? Sus ojos no están listos para abrirse ni sus oídos para desentaponarse. Tras la primera multiplicación de los panes, aunque vuelven de la misión y han expulsado demonios en nombre de Jesús, aunque acaban de asistir a esa multiplicación maravillo­ sa, Marcos lo confiesa nuevamente: Estupefactos, pues no habían entendido lo de lospanes, sino que su mente estaba embotada (Me 6, 51-52). Tras la segunda multiplicación, como mínimo, se esperaría un pequeño progreso... ¡Niet! Y Cristo les dice: ¿Aún no comprendéis ni entendéis? ¿Es que tenéis la mente embotada? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís? (Me 8, 17-19). Con la historia de aquel epiléptico del que no logran expul­ sar el demonio, el Señor ya no aguanta y gime: ¡Oh generación

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incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? (Me 9, 19). Incluso después de la Resurrección, los apóstoles no quieren creer a María Magdalena de la que él había expulsado siete demonios (Me 16, 9-11), y una vez más, sólo seis versículos antes del final, Jesús levantado de entre los muertos les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón (Me 16, 14). Satanismo pontifical

Pero lo más fuerte está situado exactamente en el centro de este Evangelio. Se sabe que en la composición bíblica, como en un candelabro de siete brazos, frecuentemente se coloca en medio aquello que soporta la estructura: en medio del libro del Exodo, por ejemplo, está el Decálogo; en medio del segundo libro de Samuel, el arrepentimiento de David; en medio del Sermón de la Montaña, el Padrenuestro.3Ahora bien, ¿qué hay en medio del Evangelio según San Marcos? Ese pasaje en que Pedro profesa la fe verdadera y luego él mismo oye cómo es ca­ lificado de Satán. Ahí está situada la bisagra de todo el libro. Y él les preguntaba: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”Pedro le contesta: “Tú eres el Cristo Y les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándolo aparte, Pedro, se puso a reprenderlo. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: “¡Quítate de mi vista, Satanás! Por­ que tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Me 8, 29-33). 3 Sobre los principios de la composición bíblica, léase Jacques Cazeaux, Histoire, utopie, mysti­ que: Ouvrir la Bible comme un livre, Cerf, Paris, 2003.

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Evangelio del diablo según San Marcos

El que acaba de ser instituido príncipe de los Apóstoles se ve rebajado de golpe al rango de príncipe de las Tinieblas. Pero hay que precisar inmediatamente esta diferencia con el vade retro de la tentación en el desierto en Mateo: son las mismas palabras, con ese inciso de más —detrás de mí-— que modifica el significado de la orden. Satán debe retirarse, nada más. Pedro debe retirarse para pasar detrás de Jesús. Esa acusación de ser un Adversario es aquí una admonición del Amor. Lejos de apartar­ lo, lo atrae y precisa el sentido de su institución como vicario de Cristo. Porque la expresión reaparece en el versículo siguiente, que habla justamente del seguimiento, explicitando ese “detrás” o “en pos de mí”: Llamando a la gente a la vez que a sus discí­ pulos, les dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame ”(Me 8, 34). Comentando la interpelación a Pedro, Jacques Maritain es­ cribe: “No creo que lo que el Evangelio nos quiera decir aquí haga referencia a la debilidad humana a la que Pedro estaba expuesto, la historia de sus tres negaciones es suficiente para eso. Teniendo en cuenta la oposición que establece Jesús al re­ prenderlo entre ‘lo que es de los hombres’ y ‘lo que es de Dios’, me parece que lo que se nos quiere decir tiene relación, más bien, con los peligros de toda soberanía de aquí abajo, con la atmósfera de adulación, de autoritarismo y de amor al prestigio que se crea a su alrededor, en el mundo eclesiástico no menos que en el mundo laico”.4 Pero la paradoja más profunda es otra: Jesús asimila esa mun­ danidad, a la que gustaría apañar la Cruz para transformarla en una tumbona, con el infierno mismo. A este propósito, y según sus propias palabras, lo que es de los hombres coincide con lo que es de Satán. Y ahora estamos ante un misterio inescrutable: 4Jacques Maritain, De l ’Église du Christ, DDB, Paris, 1970, pp. 113-114.

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lo satánico del caso ya no es sólo conducir a la Cruz, es también impedirlo; ya no es sólo la crueldad del verdugo, es también la compasión del sentimental. Y esa falsa compasión podría co­ rresponder a la peor crueldad, porque con sus mil caricias haría fracasar a la verdadera Vida. Podemos sacar esta muy proba­ ble conclusión: en su doble ciencia, el demonio busca asesinar a Cristo tanto como hacer que sea amado de mala manera. Y protegiéndolo de esa atroz humillación por la cual salvará a los hombres, podría hacer que lo proclamarán rey temporal de Is­ rael. Reúne, pues, a las multitudes a su alrededor, hace que lo aclamen como taumaturgo, que lo persigan como zelote vic­ torioso, que lo admiren como al mayor sabio de este mundo. Comentando la alegoría de la Caverna, Heidegger señala que la forma contemporánea de dar muerte al filósofo es hacerlo célebre. Nada más eficaz para neutralizar al sabio que hacer de él people, nada mejor tampoco para eclipsar su estrella que hacer de él una estrella de los medios. Una vez seccionada su palabra en eslóganes que van de boca en boca, ya no hay nada que te­ mer. Ya no cuestiona nada, contribuye a la cháchara. ¿Quién sabe si esa fama basada en el malentendido no es uno de los primeros objetivos del diablo? ¿Y quién sabe si algunos pseudoapóstoles, de nuestros días, no se quedan en esa fe? No obstante, tenemos que reconocer la evidencia siguiente: por muy coriácea que sea, la incredulidad de los discípulos vale más que la fe de los demonios (lo mismo que la desobediencia del leproso purificado que, a pesar de la “severa advertencia” de callarse, difunde la noticia de su curación vale más que la obe­ diencia del espíritu impuro que se calla cuando Jesús se lo orde­ na — (Me 1, 40-45). Pero, ¿cómo un desconocimiento puede ser mejor que ese saber angélico? ¿Cómo cierto ateísmo puede ser, en el fondo, menos malo que ese conocimiento de Jesús? ¿Habrá que desconfiar de la misma fe? Hasta nueva orden sólo podemos exclamar como el padre del endemoniado epiléptico: ¡Creo, ayuda a mi poca fe! (Me 9, 24). 66

Tercera Lección La lucidez de las tinieblas

¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: “Tengo fe”, si no tiene obras? ¿Acaso podrá salvarlo la fe? Si un her­ mano o una herm ana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: “Idos en paz, calentaos y hartaos”, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así tam bién la fe, si no tiene obras, está realmente m uerta. Y al contrario, alguno podrá decir: “¿Tú tienes fe?; pues yo tengo obras. Pruébam e tu fe sin obras y yo te pro­ baré por las obras mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. Tam bién los demonios lo creen y tiem blan”. St 2, 14-19

Creer a Dios y creer en Dios

La Epístola de Santiago es el lugar donde la fe de los demonios se afirma como tal: También los demonios creen, y tiemblan. El verbo que usa el apóstol, pisteyein, no es distinto del que designa cuando casi en todas partes Jesús se dirige al jefe de la sinagoga a propósito de la muerte —y de la resurrección— de su hija: No temas; solamente ten fe (Me 5, 36). En cuanto a ese otro verbo que expresa el efecto de esa fe, phrissein, sólo aparece aquí en todo el Nuevo Testamento y alude a la vez al miedo, al estremecimiento y al frío. 67

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La costumbre es referir el contexto de esta afirmación a la cuestión de la relación entre la fe y las obras y hallar en ella cier­ ta divergencia entre Santiago y Pablo, ya que este último había escrito que el hombre esjustificado por la fe, sin las obras de la ley (Rm 3, 28). También Lutero califica esta carta de “epístola de paja” y la rechaza del canon de sus Escrituras. Le parece muy alejada del solafides, de la fe que justifica por sí sola, de acuerdo con su propia lectura de la Carta a los Romanos.1 No es cues­ tión de entrar aquí en ese debate. Nótese solamente que ese Jacob del Nuevo Testamento, como el del Antiguo, combate con el Ángel. No pretende tanto oponer la fe y las obras cuanto que oponer una fe a otra fe, cosa mucho más profunda y de más graves consecuencias: no sólo nuestras obras, sino ni siquiera nuestra fe, bastan para salvarnos. ¿Cómo no iba a quedarse cojo el cristiano con una revelación como ésa? Imposible mantenerse en pie como el fariseo de la parábola, imposible fiarse demasia­ do de las propias piernas. Pero, ¿de qué fe se nos habla aquí? Tú crees que hay un solo Dios, dice Santiago. No se trata de un movimiento voluntario, de un creer a o en alguien, que implique someterse a él o al menos otorgarle la propia confianza. Se trata de una certeza es­ peculativa, de un creer que esto es verdad, sin que esté en juego ningún abandono a la palabra del otro. Una fe sin confianza, desconfiada incluso, una fe con canguelo, si es que la teología se puede permitir un poco de argot.

1 Hay otro aspecto de esta epístola que repugna especialmente a Lutero. Que en ella se encuen­ tra el fundamento escriturístico del sacramento de la unción de los enfermos: “Afirmo, escribe, que si alguna vez se ha delirado es sobre todo en esta carta” {De captivitate Babylonis, citado por Joseph Chaine, LÉpitre de saint Jacques, Paris, 1927). Que Lutero vea en ella un ejemplo de delirio interesa especialmente a nuestra reflexión: los demonios, cuando creen, apenas deliran, mientras que el fiel se adentra en cierta necedad (la moría tou kérygmatos, la necedad de la pre­ dicación, de la que habla San Pablo — 1 Co 1,21).

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Beda el Venerable retoma esta distinción diciendo que una cosa es creer algo (credere illum) y otra es creer en algo (credere in illum)-. “Creer que Dios es, creer que lo que El dice es ver­ dad, eso pueden hacerlo los demonios. Pero creer en Dios, eso sólo se alcanza a los que aman a Dios, es decir, a los que no son cristianos sólo por el nombre, sino también por la vida y por los actos”.2 Creer en Dios (acusativo) implica ir hacia El, y como lo que nos hace salir de nosotros mismos para tender hacia el otro es el amor, puesto que el que ama tiene puestos su corazón y su espíritu intencionalmente en su bienamado más que en sí mismo, sólo la caridad divina nos da el creer verdaderamente en Dios. Desde ese punto de vista, los demonios no creen en, sino fuera de Dios, es decir, sin amor. San Agustín subraya que la diferencia se encuentra bajo afir­ maciones idénticas: “Pedro dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Los demonios dicen también: Sabemos quién eres, el Hijo de Dios, el Santo de Dios. Lo que dice Pedro lo dicen los demo­ nios también: las mismas palabras, pero no el mismo espíritu. ¿Y dónde está la prueba de que Pedro decía de otra forma las mismas palabras? En que la fe del cristiano va acompañada de dilección, la del demonio no. Los demonios hablaban de esa forma para que Cristo se alejara de ellos. Porque, antes de de­ cir: Sabemos quién eres, etc., habían dicho: ¿Qué tenemos nosotros contigo? ¿Ha venido a destruirnos antes del tiempo señalado?Así pues, una cosa es confesar a Cristo para atarse a Cristo y otra es confesar a Cristo para arrojarlo lejos de ti”.3 Confesión esta última, pues, que no va a confesarse; recepción de la hostia en la boca para, medio masticada, escupirla mejor.

2Jacques-Paul Migne, Patrología Latina, XCIII, 22. 3 San Agustín, Sobre la Primera Epístola de San Juan, tratado X, capítulo 1.

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Tomás de Aquino es más preciso aún en su terminología. A la distinción entre creciere in Deum (creer en/hacia Dios) y creciere Deum (creer que tal es Dios) añade él la de credere Deo (creer a Dios).4 En el primero de los casos, se trata del objeto de la fe considerado desde el punto de vista del fin, como aquello que realiza la bienaventuranza; en el segundo, el objeto de la fe se considera desde el punto de vista material, es decir, en tanto que tal o cual artículo propuesto referido a Dios; en el tercer caso, el objeto de la fe se considera desde el punto de vista for­ mal, como aquello que la motiva, a saber, la autoridad de Dios que se revela. Si en el primer caso el objeto de la fe, percibido como bien soberano, pone en movimiento la voluntad (credere in Deuní), en los demás casos, el objeto de la fe concierne a la inteligencia y se presenta como aquello en lo que creo (quod creditur) y como aquello por lo que creo (quo creditur). Ahora bien, por lo que respecta al quo creditur, el motivo de la fe de­ moníaca no es el mismo que el de la fe teologal. El credere Deo (dativo) es más que un acto de confianza. Es un creer a partir de Dios que se revela: el Eterno mismo ilumina la inteligencia y la lleva a acoger una Revelación que supera sus fuerzas natu­ rales. Ahora bien, los demonios, ante todo, no quieren nada que los sobrepase, tanto del lado de la voluntad como del de la inteligencia. Creen, y se enorgullecen de ello, a partir de su propia penetración de espíritu: los milagros que rodean a Jesús y la verdad que sale de su boca bastan para hacerles deducir su identidad mesiánica: “Ven muchos indicios y muy claros [a sus ojos] por medio de los cuales perciben que la enseñanza de la Iglesia viene de Dios, mientras que esas mismas cosas que la Iglesia enseña no las ven. En efecto, los demonios no poseen la visión beatífica. Creer no es ver, sino conocer por mediación de signos o testimonios. 4 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 2, 2.

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Al usar el verbo “creer” no cometemos, pues, una usurpación del término, aunque describa en este caso cierta usurpación. Es equívoco en relación con el carácter infuso (credere Deo) y salvífico (credere in Deurri) de la fe teologal, puesto que designa una fe adquirida y condenada: desde ese ángulo se podría hablar más bien de “saber”. Pero el término es adecuado con respecto a la definición general, natural, de la creencia concebida no como opinión probable, sino como conocimiento cierto de lo que no se ve: lo mismo que yo creo con certeza, deduciéndolo de nume­ rosos testimonios, que Ravaillac asesinó a Enrique IV, así cree el demonio que Jesús es el Hijo de Dios por los prodigios que lo rodean y que hablan a su espíritu con elocuencia suficiente: “En los demonios, la fe no es un don de la gracia; sino que se ven constreñidos más bien a creer por la perspicacia de su inteli­ gencia natural”.5Bajo esta constricción, tiemblan, sin duda, for­ zados a acercarse a esa inocencia que denuncia su negrura. Pero también experimentan esta gran satisfacción: poder descifrar un jeroglífico con el que la razón humana, por sus propias fuerzas, sólo puede romperse la cabeza. Es el placer de saberlo todo por adquisición, de conocerlo todo por posesión, de ser iluminado sin hacerse vulnerable a una luz más elevada que deslumbra y traspasa. Es el contentamiento de un saber totalitario. A ese pro­ pósito, el padre Bonino señala muy justamente: “La pretensión de cerrar la sociedad sobre sí misma tiene algo de diabólico”.6 Además del “creer-que”, el “creer-a” y el “creer-en”, San Mar­ cos, propone desde el comienzo una cuarta posibilidad, que re­ toma el dativo de la segunda y la preposición de la tercera: crede­ re in Deo, creer en Dios, no en el sentido de ir hacia El, sino en el de encontrarse dentro de El, como en el hueco de su mano. 5 Ibidem, II-II, 5, 2. 6 Serge-Thomas Bonino OP, Les anges et les démons, Parole et Silence, col. “Bibliothèque de la Revue thomiste”, Paris, 2007, p. 154.

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La fórmula aparece con exactitud en las primeras palabras de Cristo, las que inauguran su predicación en Marcos: Convertios y creed en la Buena Nueva (Me 1, 15). “La construcción ‘creer dentro de’, pisteyo + en + dativo, comenta Jean Delorme, es ex­ cepcionalmente rara y sólo se encuentra aquí, en Marcos. No se encuentra ni en el griego clásico ni en el griego común de los papiros. Está atestiguada en los Setenta y algunos textos del Nuevo Testamento se le parecen. Ordinariamente, se explica como un giro semítico o como una confusión, frecuente en el griego común, entre las preposiciones en (con dativo, “dentro de” sin movimiento) y eis (con acusativo, “dentro de” o “ha­ cia” con movimiento)”.7 Para pronunciar el esencial creer en la buena nueva hace falta como subvertir el griego de la sabiduría natural con el hebreo de la Revelación. El barbarismo resulta en este caso una finura divina. Le dice hasta a la gramática lo que opera la verdadera fe: la infusión del Espíritu Santo en el corazón del hombre, que se asemeja a la intrusión de la lengua de Moisés en la lengua de Esquilo. Ante tal posibilidad al diablo no le gustaría nada perder su grie­ go. Se parece a “esos hombres que ponen más cuidado en obser­ var las leyes de los gramáticos que las de Dios”.8 “Creer dentro de Dios”, como quien viviera en sus entrañas, ¿qué habría más repugnante para él? Ese giro hace que uno se vuelva en exceso. Expresa con fuerza aquello de lo que uno se vuelve. Marcos no podía dejar de emplearlo —como una luz y un contrapeso— en el umbral de un relato que no cesa de atestiguar la infalibilidad demoníaca. El demonio sabe, sin duda, pero no está. Como dice mi vecino que toca el trombón: “Cuando se interpreta música, una cosa es conocer la partitura y otra estar ‘dentro’”. 7 Jean Delorme, L ’hereuse annonce selon Marc, Cerf, col. “Lectio divina”, n° 219, París, 2007, p. 78. 8 San Agustín, Confesiones, libro I, capítulo XVIII.

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La lucidez de las tinieblas Cómo se pasa de ángel a demonio (I) La soberbia y la envidia

El demonio sabe lo que hace mucho mejor que nosotros. Considerando únicamente el plano especulativo, es mejor teó­ logo que nosotros. No hay en él ninguna debilidad de la carne: no conoce la fatiga, no es aficionado al alcohol, no se complace en las obscenidades genitales, no tiene apetito desordenado por los bienes materiales.9 Es casto y pobre sin votos, es decir, por naturaleza. Tampoco hay en él ignorancia alguna del lado de su inteligencia natural: no tiene necesidad de aprender a hablar, no va a la escuela, no ha de formular como nosotros arriesgados razonamientos. Por naturaleza, igualmente, es sabio sin esfuer­ zo, maestro sin rabí —lleva integrado en su sustancia misma el más potente motor de búsqueda. ¿Cuál es su mal, entonces? Exclusivamente espiritual. Lo expone San Agustín: “Es infini­ tamente soberbio y envidioso”.10 Dicho esto, no hay que caer en una imaginería más engañosa que la del macho cabrío o la del duende maligno (estos últimos, aunque hagan perderse la esencia espiritual del ángel, no dejan de expresar la duplicidad demoníaca). Su envidia es rica en sutileza. Su soberbia está llena de refinamiento. Pero, de esos dos vicios, ¿cuál es el primero? Algunos Padres de la Iglesia, y no de los menores, insisten en la envidia. Estaría en el principio del pecado angélico. Algunos ángeles habrían cobrado celos de los arcillosos Adán y Eva, de que estuvieran también, como ellos, llamados a la bienaventuranza divina. San Bernardo tiene una página admirable acerca de este particular: “Lucifer, ‘lleno de sabiduría y perfecto en belleza’, pudo saber de antemano que un día habría hombres y que alcanzarían tam9 Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 63, 2. 10 San Agustín, La ciudad de Dios, libro XIV, III.

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bien una gloria igual a la suya. Pero además de saberlo de an­ temano, sin duda alguna lo vio en el Verbo de Dios y, en su rabia, concibió la envidia. Así es como proyectó tener súbditos, rechazando con desdén tener compañeros. Los hombres, dijo, son débiles e inferiores por naturaleza: no les conviene ser mis conciudadanos ni mis iguales en la gloria”.11 Lo apreciable de esta tesis es que, en ella, el diablo se muestra puritano. Y nada lo motiva más que su puritanismo a empujar a los hombres a la lujuria, para revolearlos mejor en ese vergonzoso fango y pavo­ nearse en su superioridad incorpórea (por eso, algunos de entre nosotros experimentamos un placer maligno cuando los demás se arrastran en el estupro, mientras que nosotros seguimos sin mancha a ese respecto —para llevar entonces la suciedad al fon­ do de nuestra alma). Aquí lo tenemos, por tanto, protestando: —¿Cómo? ¿Tene­ mos que soportar a esas paletadas de tierra en el Cielo? ¡Jamás! ¡Os lo juro! Mean y cagan, ¿y van a ser llamados a la misma gloria que los espíritus puros? Y no os digo lo peor: ¡copulan! ¡UP. ¡Entre los dos forman la bestia de las dos espaldas y vamos a tener que decir nosotros amén a esa monstruosidad como a no sé qué viscosa imagen de la Trinidad!... ¡Impidamos ese ab­ surdo! ¡Hagamos pensar que la carne es mala por sí misma o, al menos, que no tiene nada que ver con el espíritu! Nadie le puede negar su valor explicativo a esa tesis de la caída envidiosa. Pero sigue siendo parcial y no se remonta lo bastante lejos. Aunque el libro de la Sabiduría dice que por envidia del diablo entró la muerte en el mundo (Sb 2, 24), no dice que tam­ bién por ella entró la muerte en el diablo. Por otra parte, el libro de Ben Sirá nos recuerda: El comienzo delpecado es el orgidlo (Si 10, 15). San Agustín observa: “Algunos dicen que el demonio1 11 San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XVII, 5-6.

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cayó de las moradas celestes porque envidió al hombre hecho a imagen de Dios. Pero la envidia sigue a la soberbia y no la precede: la envidia, en efecto, no es causa de orgullo, pero la so­ berbia sí da razones para envidiar”. La envidia de la que se trata supone el previo rechazo al designio generoso de Dios. Cuando los obreros de la primera hora se irritan de que los de la última reciban el mismo salario, rechazan primeramente la voluntad del dueño. Ese rechazo manifiesta la soberbia: quiero definir por mí mismo lo que debe ser el bien para mí. Finalmente, la primacía de la envidia permite pensar a Satán como un dominador que desprecia a los hombres, pero impide representárselo como un pseudo-liberador. Ahora bien, con­ siderando sólo sus iniciativas más recientes sería de ciegos no verlo como profesor de dignidad, doctor en autonomía y, por consiguiente, verdadero anticristo o contra-Mesías. Le sugiere a cada uno que se salve a sí mismo. Lo anima a fabricarse su pequeño cielo privado. Sólo la primacía de la soberbia sobre la envidia autoriza a pensar esta seducción pródiga: Satán, gerente de la suficiencia y padre de la utopía. Cómo se pasa de ángel a demonio (II) La parábola de los dos hijos

He preferido el término “soberbia” al de “orgullo” para seña­ lar mejor la inteligencia, el brío, la casi sabiduría o la “verdad menos un poco” del pecado demoníaco. Para hablar de él sin re­ bajarlo con una soberbia comparable, para explicitarlo un poco como lo siente él, habría que afirmar que el demonio es EL QUE DIJO Sí, O también EL QUE NO CESA DE REPETIR: ¡SEÑOR! ¡SEÑOR! Esta definición puede resultar provocadora. No la aventuraría si no se encontrara en la Palabra de Dios. Por lo demás, la Epístola de Judas nos advierte que es peligroso despreciar al demonio: En cambio el arcángel Miguel, cuando altercaba con el diablo, no 75

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se atrevió a pronunciar contra él juicio injurioso, sino que dijo: “Que te castigue el Señor”. Debemos, pues, esforzarnos, para imi­ tar a San Miguel, en dar a Satán nombres de ángel mejor que nombres de pájaro. Concedámosle todo el crédito compatible con su condenación. ¿Dónde están los versículos que autorizan a llamarlo “el que no cesa de repetir: ¡Señor! ¡Señor!”? En Mateo, al final del Ser­ món de la Montaña: Muchos me dirán aquel Día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos de­ monios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” Y entonces les declararé: “¡Jamás os conocí; apartaos de mí, agentes de iniquidad!” (Mt 7, 22-23). ¿Para quién son estas últimas palabras, sino para el condenado? Ahora bien, si son para el condenado, valen tam­ bién para el diablo. ¿No es él el que comete iniquidad? ¿No es él al que Cristo jamás conoció? ¿No llega incluso a expulsar un demonio para colocar a otro, más competente? Hay que dedu­ cir de ello, pues, que forma parte de los que, el día del juicio, repiten: Señor, Señor, etc. ¿Dónde están los versículos que autorizan a llamarlo “el que dijo sí”? En Mateo también, al día siguiente de la expulsión de los mercaderes del Templo: “Pero ¿qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Llegándose al primero, le dijo: ‘Hijo, vete hoy a trabajar en la viña’. Y él respondió: ‘N o quiero’, pero después se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le dijo lo mismo. Y él res­ pondió: ‘Voy, Señor’, y no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre?”— “El primero”— le dicen. Díceles Jesús: “En verdad os digo que los publícanos y las rameras llegan antes que vosotros al Reino de Dios” (Mt 21, 28-31). No hacer la voluntad del Padre es el pecado mismo. Pero lo que lo radicaliza es haber prometido antes que esa voluntad se iba a cumplir. ¿Cómo no pensar, si el pecado demoníaco es radical, que se trata de un sí sin continuación, de una promesa no mantenida, como antes, de una doble evocación del Justo {¡Señor! ¡Señor!) sin acto de 76

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justicia? Pero, ¿cómo pensarlo también? El santo es el que dice no, pero cuyo no se convierte en un sí, tras un arrepentimiento. El maligno es el que dijo sí, pero cuyo sí disimula un no, sin remordimiento alguno. Para entenderlo mejor, hay que subrayar las dos palabras em­ pleadas por el segundo hijo. Comencemos por la segunda: Se­ ñor. El otro hijo había dicho solamente: No quiero. No llama a su padre “Señor”. Ese empleo manifiesta en el segundo una relación menos filial que servil, basada en el temor más que en el amor. Quizás en la burla, como yo diría a mi mujer: “¡Sí, jefe!” Pero resulta que la primera palabra se traduce con fre­ cuencia por “Entendido”, “Voy”, “Sí, Señor”.12 Sólo se trata de un pronombre griego que no es necesario traducir: Ego. En el contexto, significa: “¡Aquí estoy! ¡A tu servicio!” Pero este O.K. encubre su Good Bye. Este “¡Aquí estoy!” significa “Aquí estoy Yo”. En eso está la soberbia. No tanto en el rechazo al servicio como en el deseo de servir según su criterio, un poco como el esclavo de la dialéctica hegeliana: sirve de manera que el amo se convierte en deudor suyo y, al final, en siervo del siervo (esa iaversión constituye toda la intriga de The Servant, de Harold Pinter: el mayordomo acaba siendo efectivamente el amo de su amo, por medio de un servicio que lo embauca artificiosamen­ te): “Soy yo, Señor, que vengo en tu ayuda. Yo no soy como mi hermano. Yo no digo que no. Déjame, por tanto, servir como yo quiero”. Eso nos permite penetrar, a su vez, en el sentido profundo de ese No quiero del hijo que se arrepiente. ¿No es ya una especie de confesión? ¿No se podría leer: “Está por encima de mis fuer­ zas, por encima de mi voluntad”? Pero resulta que va a trabajar a la viña. ¿De dónde le viene esta repentina capacidad de hacer Respectivamente la TOB, la Biblia de Jerusalén y la traducción litúrgica oficial.

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lo que no quería, quizás lo que no podía? Hay en ello como la secreta irrupción de una gracia. Recibe desde fuera una fuerza nueva que no ha merecido. No hay de qué enorgullecerse: Y esto no viene de vosotros, sino que es don de Dios (Ef 2, 8). Lo acepta humildemente. No sirve sólo según sus propios planes, sino se­ gún el designio de su padre. Cómo se pasa de ángel a demonio (III) Hacer el bien según los propios proyectos

Tomás de Aquino hace notar, contra un error común, que si bien el demonio deseó ser como Dios, no quiso, sin embargo, igualarlo: “Sabía, por conocimiento natural, que ello era impo­ sible”. A ciencia cierta él se sabe criatura y sabe que un abismo infinito lo separa del Altísimo. Además, precisa el Aquinate, “ninguna realidad perteneciente a un grado de naturaleza infe­ rior puede desear un grado superior: el burro no desea conver­ tirse en caballo, porque dejaría de ser él mismo. Pero es verdad que, en algunas cosas, la imaginación nos engaña”. Cambiar de naturaleza, aunque fuera por una naturaleza superior, equivale a una destrucción de sí. El burro no desea convertirse en caballo, pero eventualmente desea, sin dejar de ser burro, adquirir cuali­ dades equinas, como la velocidad y la elegancia. La imaginación puede hacer nacer en nosotros vanas pretensiones: “¡Ah! ¡Si yo fuera un ángel!” o con más frecuencia: “¡Si yo fuera un perro!” Ahora bien, el demonio no tiene imaginación: es inteligencia pura, sin otro defecto que su coraza. Sabe muy bien que no se puede querer cambiar de naturaleza.13 Su pecado no es, pues, 13Tampoco el hombre se convierte nunca en Dios, pero puede ser divinizado sin que nada de su personalidad sea alienado. Ni la gracia ni la gloria cancelan la naturaleza humana para transustanciarla en naturaleza divina. Muy al contrario, la preservan, la restauran, la elevan y hacen al hombre tanto más humano cuanto que participa más en la divinidad — tanto más carnal cuanto que más espiritual, habría dicho Péguy.

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codiciar una igualdad absurda con Dios, sino querer cierta si­ militud con El de manera desordenada. Pero sabe también otra cosa más extraña y sobre la que se in­ siste menos: que, siendo un ángel, por naturaleza, es mensajero o siervo del Altísimo. ¿Cómo lo iba a ignorar? Realiza siempre una función en la gran sinfonía del universo, hasta sus disonan­ cias formarán parte de la partitura, sus ataques se emplearán, como para Job, en manifestar la fe del justo. Tampoco es menos absurdo a sus ojos pretender escapar al poder del Todopodero­ so. El demonio no sabría querer escapar de El por cuanto El es su Creador. Lo rechaza únicamente en tanto que, por añadidu­ ra, El quiere ser su Esposo, porque no podría haber matrimonio sin consentimiento mutuo. Pero no por eso le rinde menos ser­ vicio. Es incluso un siervo útil (sólo los santos son siervos inútiles —Le 17, 10— es decir, salen de la lógica utilitaria, funcional, para entrar en la libertad del amor). Su pecado no es, por tanto, no servir, sino estar sirviendo sin amor, trabajar en la viña, sin duda, pero sin acoger el orden sobrenatural o bien trabajar en ella como el Botrytis Cinérea, llamado también “podredumbre noble”: un hongo que por sí mismo no hace más que arruinar las cosechas, pero que en ciertas condiciones de humedad y de sol, al absorber el agua de las uvas, hace que se concentre en ellas el azúcar y que se forman esos racimos de oro y miel de donde se saca el vino de Sauternes. Pero, ¿cómo definir mejor ese desorden en el impulso por servir a Dios y parecerle? Santo Tomás emplea palabras sor­ prendentes. Lo llama “posesión de la bienaventuranza postrera por las propias fuerzas”.14 ¿No es ésa la virtud primordial del hombre lleno de confianza en sí mismo? Y sin embargo, querer obtener la propia felicidad y la de los demás por uno mismo 14 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 63, 3.

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supone cambiar necesariamente la providencia por el planning, seguir una rutina sin acontecimientos, no encontrar la resisten­ cia del otro, en fin, no acoger a Aquel que viene. El diablo es un hacedor. Sabe hacer caridad en tanto que no sea para vivir de ella. La hace de la misma manera que se dice también “hacer el amor”, es decir, transformando el lugar de una posesión amoro­ sa por una cadena de montaje del placer. Las propias fuerzas, o sea, las fuerzas naturales, ya las recibe el ángel del Dios creador, claro está; pero, una vez creado, Dios se las da como por justicia y débito. No ocurre lo mismo con la gracia: no se le debe a la criatura, es un don de amor gratuito. No exige a cambio absolutamente nada, y precisamente eso es lo más difícil para quien se cree algo. Reclama de nosotros no hacer, sino dejar que Dios haga en nosotros. Y nosotros respon­ demos no siendo obstáculos a ese amor libre y divino que ella misma suscita en nosotros. Pero el demonio no quiere aban­ donarse. Prefiere ser un self-made-man. Me lo imagino perfec­ tamente montando un curso de desarrollo personal —convir­ tiéndose en el coach de los winners, abasteciendo de almohadas a quien no tenga dónde reclinar la cabeza, aplicándole la euta­ nasia al varón de dolores. Verdadero monólogo

— Dame lo que se debe a mi naturaleza y, en cuanto a lo de­ más, estamos en paz. No quiero de esa gracia que reclama como respuesta nuestra Alianza. Quiero ser el único en fabricar mi propia felicidad y animar a los demás a fabricar la suya por sus propios medios o, al menos, a rechazar esa felicidad envenenada que nos propones, ese don que, por muy gratuito que sea, nos obliga, nos convierte en deudores hasta el infinito, nos impone no sé qué clase de muerte a nosotros mismos en la ofrenda a Ti de nuestra vida como la virgen que ofrece sus piernas abiertas 80

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al desgarro de su esposo. Yo quiero ser la Virgen no esposada, que no es rescatada por nadie. Yo quiero ser el Hijo sin padre, que se aparta de su origen y sólo se encuentra a gusto en lo que él inventa a partir de la nada. Yo quiero ser el siervo absoluto, que sabe enseñar a cada uno a no depender de nadie. Yo quie­ ro ser el Verbo que no ha sido proferido, la Palabra que no procede de ninguna escucha, el puro Monologos... Y además ese orden de la gracia perturba demasiado el orden de la natu­ raleza: ¡Nosotros, ángeles, podemos acabar siendo iguales que los hombres! ¡Nosotros, ángeles, tendríamos que adorar la hu­ manidad de Cristo! ¡Nosotros, ángeles, tendríamos que venerar como reina nuestra a esa hebreíta: a la virgen María! ¿Virgen de qué, si se deja abrazar incestuosamente por el Espíritu del Padre y del Hijo? Lo repito, yo soy la verdadera Virgen, la criatura que menos contacto tiene con su Creador... ¿Y os gustaría que esa injusticia sangrante nos dejara sin capacidad de reacción, os gustaría que no aplaudiéramos la amargura del hijo mayor ante la acogida del hijo pródigo? Esas obscenas bodas de la gracia, esa orgullosa comunión en la divinidad, las rechazamos. Pero decimos “Sí” a la naturaleza pura. Respondemos “Aquí estoy” a cualquiera que quiera fabricar su felicidad, no sin Dios-Causaprimera, por supuesto, porque por fuerza salimos de él, pero sí sin Dios-Esposo-Último, porque podemos no volver a él. Cada uno debe poder alcanzarla solo del todo, como un adulto. Cada uno, sin ser forzado a acoger en su seno esa semilla del Verbo, ¡como está escrito en su abyecta parábola del sembrador! En fin, contempladme, ¡yo soy el verdadero siervo sufriente que sufre con un sufrimiento eterno! Apenco, a pesar de todo, para el Altísimo, sin tener el reposo del sábado ni el del domingo. Acepto a los Job más ingratos. Porque, ¿quién les da brillo a sus bonitos santos, quién les quita el óxido y los hace relucir? ¡Mi menda! Los tiento con la desgracia, toco sus propiedades, pudro su carne, corroo sus huesos, como hice con el tío del país de Us; o bien los tiento con la comodidad, enriquezco sus propie­ dades, acaricio su carne, endurezco sus huesos, como hago con 81

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todos los consumidores del país de Jauja; pero si no sucumben, si conservan el gusto por la bendición, su gloria acabará sien­ do mayor. ¿Creéis que obtengo a cambio siquiera un agradeci­ miento? Todo eso lo hago como una máquina suya, sin esperar recompensa. ¡Humilde, muy humilde es mi amor, puesto que no está interesado en su bienaventuranza! Puro, muy puro es mi amor: ¡alcohol de cien grados que procura una borrachera de la que uno no se desembriaga nunca! Entendedme bien. El otro está en el Cielo desde entonces, en su esplendor, con sus ángeles postrados y sus llagas chorreando de luz, ¿mientras que yo? Yo soy la víctima auténtica y pura sin propiciación. ¿El Verbo se hizo carne? Yo caí como el rayo. Y nunca me levantaré... Mi dolor, lo mismo que mi placer, son sin retorno... Ese discurso aparentará estar lleno de orgullo y de envidia. El demonio llama a eso humildad y justicia. Su encadenamiento al pecado lo considera emancipación, en tanto que la santidad le parece el colmo del orgullo. Su odio a Dios lo ve como desha­ cedor de entuertos: “¿Por qué no se ha limitado a la naturaleza? ¿Por qué esa supererogación, ese don de lo sobrenatural que nos coloca en igualdad de condiciones con inferiores y nos obliga a agradecerlo con toda nuestra existencia, sin que quede nada para uno solo?” El diablo es amor... propio

Ese odio por lo sobrenatural, que electriza la transparencia de su inteligencia, le da también al demonio cierto instinto de las cosas divinas, una clarividencia comparable a la de los santos. Ese odio adivina como el amor. Su adivinación es exterior y superficial, pero no menos perspicaz y detallada. No hay como la madre para estar atenta a los menores males de su hijo, pero no hay como el asesino para gozar de los sufrimientos de la víc­ tima, no quiere perderse ni uno, y con su trabajo la manda al 82

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otro mundo. Ocurre a veces, como con la Génitrix de Mauriac, que la madre y el asesino son la misma persona sofocante. Es que todo odio se enraíza en un amor. Si yo no amara nada, no podría odiar nada. Si amo algo, odiaré todo lo que sea contrario a la cosa amada. Así, el santo ama a Dios y, por consiguiente, detesta el pecado. Y Satán se ama también, intensamente, a sí mismo y sus propios puntos de vista. El amor a uno mismo no es malo, si es para la comunión que Dios da —es incluso el fundamento del amor al prójimo: amo la Vida, la amo también en mí y deseo comunicarla a los demás. Pero ese amor a uno mismo llega a ser perverso en la medida en que no se abre a lo que lo supera. Se transforma en ese amor propio del que Santa Brígida decía que mejor se debería llamar “odio propio”. La ventaja de su nombre habitual y, por así decir, impropio es que señala la máscara seductora bajo la que se presenta ese vicio: “Yo soy propiamente el amor y el otro, el que exige el éxtasis y el abandono en brazos de otro más grande, no es más que des­ precio a uno mismo”. Dios es amor, ¡enhorabuena! El diablo también, sólo que amor propio. Su odio únicamente corresponde a ese amor y a su deseo de difundirlo. Eso le confiere una especie de vigilancia maternal sobre ese mal que es su bien, así como el instinto de ese sobrenatural del que quiere mantenerse virgen. Con sólo acercarse lo sobrenatural, él lo reconoce por todos los poros de su sustancia y exclama de pronto: ¿Qué tengo yo contigo, Hijo de Dios? ¿Has venido para atormentarnos antes de tiempo? (Mt 8, 29; Me 5, 7; Le 8, 28). Lo que teme aquí no es la reclusión en el infierno, puesto que es el lugar que con todas sus fuerzas ha elegido como domicilio. Lo que le hace temblar, lo que lo atormenta, es la cercanía de la alegría, esa alegría que Jesús viene a dar gratuitamente por su cruz. La presión que hace sobre él ese bien gracioso al que se ha cerrado para siempre provoca su miedo y su indignación. Porque la alegría en cuestión tiene que romper nuestra compostura en una alabanza sin fin. Horrible 83

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herida en el costado del amor propio. Frente al grito de alaban­ za contenido en el nombre del arcángel Miguel: Quis ut Deus?, “¿Quién es como Dios?”, él lanza hacia la multitud su grito de asamblea: Quis ut ego?, “¿Quién como Yo solo?”. Muchos hacen como si el ángel malo ignorara que Dios es amor: ¡Pobre diablo, qué ignorante! Se contentan esos tales con citar su primer eructo: Jesús de Nazaret, ¿has venido a perdernos? (Me 1, 24). ¡Qué flagrante error: tomar al Salvador por alguien que nos pierde! ¡Claro que no! ¡Viene a salvarnos! ¡Es el ABC del catecismo! Imposible, por lo tanto, que el demonio no lo sepa. Lo sabe, en todo caso, mejor que los que creen que la Redención es una bromita. Su Evangelio de la Perdición es más cierto que el de la comodidad. No quiero decir que él sueñe con la gehenna prometida a los machos cabríos. Habla de la caridad. Del amor verdadero, del amor al que reclama la noche nupcial y la ofrenda de los cuerpos. Sabe que el amor a Dios nos pierde. Cristo lo dirá más adelante: Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará (Me 8, 35). Lo que escandaliza al demonio y lo hace encabritarse espontáneamente al acercarse es preci­ samente esa pérdida de la criatura que se transforma en hostia viva. Quiere luchar contra esa perdición. Prefiere salvarse de ella... en el infierno. Que todo el mundo pueda ir malviviendo, darle al Señor su finiquito, agradecerle sus servicios como a un profesional, lo mismo que uno se despide de un buen sirvien­ te... ¡Pues no! ¡Ese sirviente quiere seguir en la habitación, y acostarse conmigo, y arrancarme ese grito que me arranca de mí mismo! Esa es la depravación divina. ¿Por qué no se contenta con un agradecimiento cordial? ¿Por qué nos quiere enteramen­ te en ese amor abandonado? Los que creen que el demonio desconoce la radicalidad del amor divino cometen el más grave error con respecto a él, pues­ to que la causa de su rebeldía es ese amor. Así, no sólo lo excu­ san, sino que se convierten más fácilmente en juguetes suyos: 84

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nada proporciona mejor acceso a sus sugerencias que creerlo más estúpido que nosotros. Y entre todas las estupideces que se le imputan, la peor es hacerlo ignorante de las consecuencias de la caridad, porque supone que uno no ha comprendido su su­ blime exigencia. Con el diablo no se trata de jugar al más fuerte, sino de reconocerse débil. No se trata de jugar al más listo, sino de quererse más amante. Liturgia del pandemónium

Para hacernos percibir mejor el peligro que se cierne sobre no­ sotros y que se vuelve tanto más terrible cuanto más a salvo nos creemos, nos recuerda Santo Tomás que “el pecado del ángel no supone la ignorancia, sino sólo la ausencia de consideración de lo que se debe, es decir, del orden requerido por la voluntad divina”, y lo compara con “alguien que decide rezar y lo hace sin observar las reglas litúrgicas instituidas por la Iglesia”.15 Este ejemplo siempre me ha asustado. Nos confirma rigurosamente que lo demoníaco no es tanto querer el mal como querer hacer el bien sin obedecer a la fuente de todo bien, querer hacer el bien según la propia regla, como un don que pretende no reci­ bir nada, en una especie de generosidad que coincide con el más fino orgullo. No hay en ello una ignorancia especulativa, sino una ignorancia práctica, activa, que se esfuerza en no considerar las mediaciones queridas por el Altísimo para nuestra mutua co­ munión, para nuestra dependencia de los unos respecto de los otros. Es oír hablar de reglas litúrgicas, de derecho canónico, de magisterio y el demonio empieza a cocear: lo hace en nombre de su tradicionalismo, más viejo que la tradición, o de su pro­ gresismo, más up to date que el mundo futuro. En todo caso, lo hemos visto más arriba, él reza con ardiente fervor: ¡Te conjuro 15 Ibidem, I, 63, 1.

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POR Dios que no me atormentes! (Me 5, 7). Siempre que sea con un misal confeccionado ad hoc, para su uso personal, o para su

secta del momento, en una espiritualidad que oscila entre lo masturbatorio y lo orgiástico.

La liturgia del pandemónium no posee la unidad viviente de la de la Iglesia. Cuando pretende ser una se bloquea. Cuando pretende ser viva hormiguea. Como la fe de los demonios no tiene su fuente en la visión de Cristo, sino en la inteligencia na­ tural de cada uno, no se puede hablar con propiedad entre ellos de una sola fe (Ef 4, 16), dependiente del don único de Dios, sino de un conocimiento dividido, que uno puede reivindicar contra otro como fruto de sus propios esfuerzos. Sus creencias son individualistas. Dividualistas incluso. Esa división mutua se complica, en efecto, con una división individual: habiendo desviado el pecado el impulso primordial hacia Dios de su natu­ raleza, su libre arbitrio se vuelve contra su vocación esencial, su voluntad ut voluntas se opone a su voluntad ut natura, porque “el alma del perverso está desgarrada por las facciones”.16 El de­ monio no puede recogerse. Entonces se divierte. ¿Cuál es el solo principio unificador de este reino desmigaja­ do, el punto de encuentro litúrgico en el país de Legión? El odio al mismo Enemigo. La filosofía política de Cari Schmitt se le aplica bastante bien al pandemónium. El acuerdo del demonio consigo mismo y con los demás no se realiza más que en razón de ese odio. Sólo remienda su ser por medio de su rabiosa pasión por deshacer la obra del Altísimo. Para ese menester, los diablos se entienden como ladrones en feria, con vistas a una rapiña que exige, aunque sólo sea por mor de la eficacia, obrar en conserva. Pero esta asociación de malhechores se disloca en cuanto se trata de repartir el botín. La feria se convierte en agarrada. 16Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 b.

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Jean-Joseph Surin nos informa, en efecto, de que “el infierno se encuentra en una confusión continua”: en un PDG (Professional Development Group) como ése, obsesionado por la productividad, el príncipe esclaviza a los demonios subalternos, especialmente “cuando no consiguen hacer todo el mal que él quisiera”; y éstos, que golpean a su vez a sus propios inferiores, “sólo lo obedecen a su pesar, y en lo que es conforme a su pa­ sión, que es el odio a Dios”.1718El genio violento de Santa Teresita prolonga la experiencia del gran exorcista (Surin fue el que luchó contra el ejército demoníaco que había tomado posesión de las religiosas de Loudun). En una “pieza piadosa”, El triunfo de la humildad, muestra ella las querellas litúrgicas que desga­ rran el pandemónium. Beelzebul grita a su príncipe Lucifer: “Non serviam!... ¿Eres tú quien me ha dado esa divisa y crees que te obedeceré después de haberme negado a abajarme ante Dios?... ¡No! ¡Jamás, jamás!... Aquí cada uno es su propio due­ ño; por eso tenemos una unión tan grande, nuestras legiones es­ tán tan admirablemente entrenadas, por eso nuestros adorado­ res no cesan de disputar sobre los particulares de nuestros ritos sagrados... Tú sabes mejor que nadie, vieja serpiente astuta, que la discordia es la marca de tu realeza... Nuestro único punto de acuerdo es el odio implacable que profesamos a los mortales. Es verdad que eso no nos impide llamarlos muy queridos amigos nuestros... La ejemplaridad de Lucifer se vuelve contra él, pues se fun­ damenta en la desobediencia. Diciendo a su vez: No serviré, se le sirve tanto como se le perjudica. Cada uno es su esclavo en la medida en que cree ser el único dueño. Cuando se desobedece a Dios se le obedece a él. Cuando se le desobedece a él, se sigue 17Jean-Joseph Surin, Triomphe de Tamour divin sur les puissances de TEnfer, seguido de Science expérimentale des choses de l’autre vie (1653-1660), Jerome Millon, Grenoble, 1990, p. 360. 18 Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Théâtre au Carmel, Cerf-DDB, Paris, 1985, p. 252.

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también su ejemplo, aun cuando sea “para condenación suya”, literalmente. Obtiene un mal de ello para sí mismo, pero se satisface contra Dios. De todas formas, lo que le produce placer no puede, por otro lado, más que causarle sufrimiento. Tiene razón el padre Bonino cuando escribe: “Prefirió seguir siendo el primero en un orden inferior que llegar a ser uno entre tantos en un orden superior”.19 El hombre que peca, como decía San Bernardo, se hace súbdito suyo: al perder esa gracia que lo eleva por encima de su naturaleza cae por debajo de la naturaleza an­ gélica, incluso de la viciada. Pero decir sólo eso sería perder de vista lo que constituye la fascinación del mal, es decir, ese “bien negativo” que el pecado proporciona a quien sea. Porque si yo lo elijo resueltamente no es porque quiera ser súbdito de Satán. Tras ese sometimiento hay otra cosa, como una especie de de­ mocracia, digamos de liberación, aunque fuera una caída en la vida: “Aquí cada uno es su propio dueño”, dice Beelzebul. Para entender esta situación hay que pensar el pecado de ma­ nera metafísica. Dios es Causa primera del ser. Toda obra bue­ na, es decir, abierta a la plenitud del ser, la realizamos, pues, con él, bajo su impulso último. Por el contrario, a la obra mala, es decir, desviada por una carencia de ser, el Creador le confiere su parte de positividad, pero su parte de negatividad, propiamente pecaminosa, no procede más que de mí, criatura sacada de la nada y capaz de aniquilar en mí el influjo del ser. Por ejemplo, la fuerza de mis brazos se basa en última instancia en la bondad del Creador que quiere que me sirva de ellos para ayudar al po­ bre; pero, si yo los empleo para degollarlo, desvío el impulso de dicha fuerza, arruino su plenitud en la comunión (con Dios así como con el prójimo), es decir, en una existencia más dilatada. Y esa desviación se debe sólo a mí mismo. Tal es la delectación que procura el mal: yo no puedo ser causa primera del ser, pero 19 Bonino, Les anges et les démons, p. 211.

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puedo ser causa primera de la nada. En lugar de ser hijo en este universo, a la vez el más trágico y el más gozoso, prefiero reinar solo en un mundo virtual. Así ocurre cuando me siento lesio­ nado, acuso a los demás y me niego a reconciliarme con ellos: sufro y no alcanzo a más que a hurgar en mi herida, pero disfru­ to viéndome en el centro de un pequeño mundo ilusorio donde me alzo como juez supremo. Ello implica, sin duda, en alguna parte de mi naturaleza, cierta infeudación al diablo. Pero aun cuando este último me haya tentado, sólo yo soy formalmente responsable de la culpa (si la culpa no procediera de mi volun­ tad, yo no sería culpable) y él no puede retirarme el mezquino placer de reinar sobre mis quimeras. Así pues, en el infierno, reza cada uno por su cuenta, por sí solo, con una oración que pretende saber exactamente lo que a él le hace falta. Y cuando se reza por los demás (¿por qué no?) es porque uno los representa y para obtenerles un bien que se ha decidido por y para ellos —por ejemplo, alojarse en unos puercos... Pero, en ocasiones, también rezan todos juntos si es para rechazar una ofensiva del Santo. La liturgia demoníaca es unas veces masiva y otras dispersa. Cuando se trata de oponerse al Verbo hecho judío, es una fascinante ceremonia de Nürenberg. Cuando la cosa es codiciar el bien propio, es una for­ midable cacofonía. Pulverización libertaria en el amor propio, solidificación totalitaria en el odio a Dios. Orgía impersonal en funcionamiento, competencia feroz entre individuos. Así es la pulsación infernal. ¿Jesús contra la apologética?

¿La fe de los demonios es una posibilidad para el hombre? Un hombre, por su sola inteligencia, frente a los milagros o a la doctrina del Mesías, ¿puede adquirir la misma certeza que los espíritus impuros de Cafarnaúm o de Gerasa? Es una cues­

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tión decisiva. Podría relacionarse con el conflicto que enfrentó a protestantes y jesuítas, por ejemplo, a Lutero y a Molina. El pesimismo de Lutero le hace concebir como arruinada la inteligencia humana: la fe es para nosotros puro don de la gra­ cia y corresponde, como más tarde desarrollará Kierkegaard, a un salto en el absurdo. Ningún argumento racional, ningún motivo de credibilidad podrían apuntalar el acto de fe. El hu­ manismo de Molina lo conduce, por el contrario, a concebir la fe teologal como pura continuidad de la razón: se puede demos­ trar la credibilidad del cristianismo y producir, como al término de una clase magistral, un acto de fe natural, razonable, que la gracia podrá hacer salvífico. De un lado, credo quid absurdum, del otro, credo quia rationale. Lo cual implica dos posturas con­ trarias en el anuncio de la fe: para el luterano, las arengas de la predicación y la sola scriptura-, para el molinista, las demostra­ ciones de la apologética y la prima ratio. Ahora bien, en los dos casos se da un error acerca de la rela­ ción entre la naturaleza y la gracia. El primero afirma una rup­ tura violenta, el segundo supone una continuidad niveladora y, así, el diablo, como siempre pasa con las oposiciones estériles, puede frotarse las alas. La posición pesimista hace de la fe un acto tan separado del orden racional que dicha fe tiende a con­ vertirse en ciega y, recortando poco a poco los dogmas, a adorar una Iglesia sin visibilidad, a un Cristo sin objetividad, a un Dios sin rostro, moldeable según los caprichos de uno. Más peligrosa todavía es, no obstante, la posición humanista: la fe a la que cree dar lugar su apologética no es nada más que la fe de los demo­ nios. Se adhiere uno a la Revelación como a una fe exterior, con la inteligencia solamente, y no con el corazón. Pero ni una cosa ni la otra corresponden a la realidad del hombre. Éste usa siem­ pre de su razón, hasta en el ámbito de la fe. Pero esta razón no basta para hacerlo creer en Jesús, incluso ante motivos reales de credibilidad. Dicho de otra forma, los motivos de credibilidad 90

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son suficientes para que la inteligencia preste un asentimiento que no sea absurdo; pero son insuficientes para producir una adhesión forzada como, por ejemplo, la que se pueda dar ante la evidencia del teorema de Pitágoras. Para que se dé ese asen­ timiento hace falta, bajo el impulso de la gracia, un acto libre y personal de la voluntad. Así, los mismos milagros, las mismas palabras, bastan para forzar la inteligencia del ángel, pero no bastan para obligar la del hombre. ¿Por qué? Desde el punto de vista del sujeto se ex­ plica fácilmente: la inteligencia angélica es incomparablemente más perspicaz que la nuestra. Pero, ¿y desde el punto de vis­ ta del objeto? ¿Por qué no ha querido Dios producir signos lo bastante fuertes para nosotros? ¿Por qué en el momento de la consagración eucarística no se abre el cielo para que descienda visiblemente Jesús? ¿Por qué las palabras de todo predicador no van acompañadas de llamas que salgan de su boca? ¿Y por qué no se alarga la nariz de los herejes como la de Pinocho? ¿No serían mejor de esa forma las cosas? Y eso no sólo para el orden de la Revelación, también para el de la naturaleza. La luz natural de nuestra razón es capaz, sin duda, a partir de las cosas de aquí abajo, de remontarse hasta la necesidad de una Causa primera y alcanzar una prueba de la existencia de Dios. Pero esa prueba no es inmediata y las preocupaciones de esta vida, las debilidades de nuestra reflexión, los meandros de nuestro co­ razón, nos extravían con tanta facilidad... ¿No podía habernos implantado Dios un auricular que sintonizara sólo su palabra en directo, sonora y convincente? ¿No podía haber firmado sus obras a la vista, como un pintor, para hacer crecer su popula­ ridad? Una palabrita en cada flor (lo cual implica que no basta su belleza). ¡O al menos un murmullo de consuelo cada vez que uno sufre que nos garantizara la ternura cautivadora del Eterno, articulado, no por las páginas de un libro, tampoco por la voz de un rabino y menos todavía por el sacramento que administra un cura, sino por ti, Señor —tan claro como que el 91

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agua moja— evidentemente por ti! ¡Cuántas guerras de religión evitadas! ¡Cuántos errores imposibilitados! Nada de anticristia­ nismo. Nada de ateísmo tampoco. Al menos en el plano espe­ culativo. Porque en el plano práctico... Tocamos aquí la condición de posibilidad objetiva de la in­ creencia atea o anticristiana, que pone de manifiesto la insufi­ ciencia intelectual de los signos proporcionados por Dios. No son signos absolutamente oscuros. Pero tampoco son lo bastan­ te claros. ¿Deberían serlo más? ¿Hay culpa en ello por parte de Dios? Se trata de ese signo de tipo deslumbrante que también querían los sumos sacerdotes al pie de la Cruz. Sus burlas eran una petición; su incredulidad, fe a condición del milagro últi­ mo. Imagino la angustia que oprimía sus almas en ese instante: “¿Y si estuviéramos equivocados? ¿Y si ése fuera el Mesías de verdad?” Entonces, para no perder la cara, pasan de contraban­ do esta oración, so capa de mofa: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y cree­ remos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo salve ahora, si es que de verdad lo quiere; ya que dijo: “Soy Hijo de Dios ”, (Mt 27, 42-43). No puedo escuchar esas palabras sin sentir un aldabonazo en el corazón. Es la queja de todos los que vacilan y le piden a Dios más visibilidad. Pero, ¿ese más no sería un menos? Si Jesús hubiera bajado de su Cruz para probar irrefutablemente su divinidad, ¿qué fe tendríamos ahora nosotros, con nuestra bajeza, sino la del demonio que adora? Por qué se esconde Dios

A lo largo de todo el Evangelio de Marcos, como hemos en­ trevisto más arriba, Cristo exige que se silencien las exclamacio­ nes que declaran su identidad y que se oculten los milagros que atestiguan su poder. Si a los demonios que lo designan como Hijo de Dios los reduce al silencio, también advierte severamen­ 92

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te a los leprosos que cura tocando: Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdotey hazpor tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio. Con ello da a entender Jesús, sin duda, que su misión es un cumplimiento, y no una superación, de la ley judía. Pero esa llamada a la dis­ creción sigue siendo extraña. El leproso no consigue contener la lengua, difunde la noticia, de modo que ya no podía Jesús pre­ sentarse en público en ninguna ciudad, sino que se quedaba a las afueras, en lugares solitarios. Y acudían a él de todas partes (Me 1, 44-45). ¡Vaya afirmación tonta: ya no podía presentarse en públi­ co allí mismo donde con más éxito sería acogido! De la misma forma, tras la resurrección de la hija de Jairo, jefe de sinagoga, les insistió mucho en que nadie lo supiera (Me 5, 43). ¿No pone trabas él mismo a su propia revelación? ¡Y al mismo pueblo elegido! Una operación de publicidad más juiciosa, con signos convincentes, ¿no habría evitado esa herida de la historia que pasa por mi propia familia?6 Pero, después de cada multiplica­ ción de los panes, Jesús huye: arregla redes en una barca, pone entre él y los demás la barrera del agua. Cuando no es la barrera de la roca: Al ver la gente la señal que había realizado, decía: “Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo”. Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo (Jn 6, 14-15). ¡Qué ocasión desperdiciada! ¡Cuántos católicos trabajan para que se realice el Reino social de Cristo y resulta que Él, en su época, lo rechaza! ¿A qué jugaba, entonces? No se debería dudar, al menos, de su inocencia: en Dios no hay diversiones perversas, no hay manipulaciones del estilo de “yo-tampoco-te-quiero”, no hay placer cobrado al precio del suplicio de Tántalo. Su discreción no son secretitos, lo mismo 6 [No se debe olvidar que, aunque de nombre árabe y de confesión católica, el autor, Fabrice Hadjadj, es de ascendencia judía. De ahí la referencia a su familia. N. del T.\

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que su anuncio no es exhibición. Es necesario, por tanto, man­ tener la paradoja: esa reticencia es una palabra. Lejos de ahogar la proclamación, la despliega en profundidad. Lejos de rechazar su Reino (cada Padrenuestro pide su advenimiento), lo afirma, pero como un Reino de amor, no de fuerza, como un Reino para los miserables que necesitan Misericordia, y no como una monarquía donde todos están fascinados por el espectáculo de la proeza. Por una parte, desde el punto de vista del objeto de la fe, esa reticencia impide el malentendido sobre la misión de Cristo, que es una misión de humildad. Sus milagros pudieran hacer­ lo pasar por un taumaturgo. Como han de manifestar algo de su poder divino, corren el riesgo de ofuscar algo de su divino amor. Ahora bien, una fascinación ante el Profeta de los cien retornos haría tanto más inadmisible el camino de su Pasión. La desventura con Herodes lo demuestra. Ha oído hablar de los prodigios, así, cuando le llevan a Jesús arrestado, experimenta una gran alegría al verlo, espera que le muestre alguna maravilla. El padre había ordenado la masacre de los inocentes, el hijo espera del Inocente un milagro. Pero como el Inocente no le responde nada presentándose tan desarmado como aquellos pe­ queños matados en otro tiempo por su padre, acaba por bur­ larse de él, lo viste con un manto cómico y lo remite a Pilato. Cuanto más se reduzca a Cristo a un milagrero, menos se le podrá reconocer como Salvador en la Cruz. Cuanto más se le exalte como Rey temporal, como el día de los Ramos, menos se le soportará como cordero para el matadero, lo mismo que los que lo habían aclamado en su entrada a Jerusalén se ponen a abuchearlo en su salida hacia el Gólgota. Finalmente, en el momento en que Pedro quiere para su Maestro la corona de oro mejor que la de espinas, es calificado de Satán. Porque el Maestro no es un Führer. Ya contra la voluntad de poder. No quiere ser un modelo de struggle for Ufe y de supervivencia del más fuerte, sino de atención a los pequeños y de mercyfor all 94

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Por otra parte, desde el punto de vista del sujeto de la fe, esta reticencia dificulta que el Anuncio se reciba como una ciencia más que como una vida. No se trata con la Revelación de una doctrina que haya que transmitir, sino de una Alianza que hay que consumar. Por lo que respecta a la doctrina, al sistema de valores que el cristianismo contendría, los demonios conocen todas las respuestas; por lo que respecta a la Alianza, no quieren saber nada. Tanto es así que su manía recurrente es borrar de la Revelación el misterio nupcial para reducirla a un moralismo (o a un inmoralismo, por otra parte), a una dogmática inerte (o a un pragmatismo puro), con tal de que no se trate de un en­ cuentro. Por eso se revela Jesús a través de un secreto: no viene a proponer una teoría perfecta pero exterior a nuestros corazones; no quiere un saber tan resplandeciente que nos cautive como a mariposas en la bombilla. Nadie ha de acogerlo como sabio más que como amigo —en ello está la sabiduría más alta, inflamada por el amor. Por eso se deja buscar. La Alianza del Eterno con un alma exige ese deseo y esa intimidad personal de la habi­ tación de bodas. El don de la Revelación no se da nunca, por tanto, sin cierto repliegue, cierto pudor. Jesús podía hacer bajar ejércitos de ángeles más eficaces que nuestros mejores expertos en marketing operativo. Pero él no es precisamente el Seductor. Se puede forzar una adhesión intelectual. No se puede forzar un corazón. Los signos que ofrece respetan nuestra inteligencia. La pre­ servan de la violación de lo absurdo, pero también la protegen contra la violencia de la gloria. Si, para nosotros, no producen evidencias tan deslumbradoras que nos fuercen como esclavos, es porque quiere liberarnos como hermanos. Esa penumbra es para mendigar el plus de un consentimiento libre. Ciertamente, su poder podría hacer que en cada eucaristía una columna de fuego abrasara el altar, pero ¿qué sería de esa penumbra amo­ rosa? Nuestra adoración sería exterior, forzada, servil, mientras que, viniendo en pobres especies, Dios nos da el darle nuestra 95

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confianza, nos mendiga el amor que Él nos insufla en secreto y nos lleva a volvernos, a nuestra vez, hacia los pobres. El cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza (2 Co 8, 9). Pascal es el pensador de esa pobreza que es nuestra riqueza, de ese repliegue que es un don, de esa oscuridad que permite una luz más íntima. Repite sin cesar que no se le puede reprochar a la Revelación esa oscuridad de los signos y de las profecías. Contra aquellos que se lamentan: “¡Ay, si Miqueas o Isaías nos hubieran proporcionado de antemano una filiación indudable del Mesías!”, Pascal observa que Isaías y Miqueas dicen que den­ tro de la vocación mesiánica está precisamente sufrir el despre­ cio: “¿Qué dicen los profetas? ¿Que será evidentemente Dios? No, sino que es un Dios verdaderamente escondido, que será ignorado, que no se pensará que sea él, que será una piedra de escándalo en la que muchos tropezarán, etc. Que no se nos re­ proche, pues, la falta de claridad, puesto que hacemos profesión de ella”.20Aunque no hable de la fe de los demonios, Pascal deja entrever que la razón última de esta sombra es arrancarnos de nuestras tinieblas: “Dios quiere disponer más la voluntad que el entendimiento; la claridad perfecta serviría al entendimiento y perjudicaría a la voluntad. Quiere abajar la soberbia”.21 En otro fragmento precisa: “Si no hubiera oscuridad, el hombre no notaría su corrupción; si no hubiera luz, el hombre no espera­ ría remedio. Así pues, no sólo es justo, sino también útil para nosotros, que Dios esté parcialmente escondido, y parcialmente descubierto, puesto que es igualmente peligroso para el hombre conocer a Dios sin conocer su miseria y conocer su miseria sin conocer a Dios”.22 El Señor calibra para nosotros la claridad de 20 Pascal, Pensées, § 213. 21 Ibidem, § 219. 22 Ibidem, § 416.

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La lucidez de las tinieblas

sus signos para preservamos de la soberbia más negra. Decir no en la luz es más tenebroso que decirlo en la penumbra; pero también decir sí en la penumbra es más meritorio que decirlo en la luz. Esta semioscuridad, para nosotros, de la Revelación nos preserva, por un lado, de una fe absolutamente demoníaca, adquirida en el orgullo; por otro lado, nos hace experimentar nuestra miseria —hace que nuestra oración no sea una pose ni una exhibición de valentía, sino un abandono y un grito; en fin, nos hace participar del Amor divino, donde la izquierda ignora lo que hace la derecha —donde Dios da sin hacerse ver, y su Criatura da gracias sin estar obligada a hacerlo. Pero hay un cuarto motivo, deducible de los otros tres, que hace bendita esa sombra: si todo el mundo fuera “vidente”, Cris­ to no tendría Cuerpo, quiero decir, no tendría Cuerpo místico. No tendríamos que encontrarlo los unos en los otros. No sería­ mos miembros los unos de los otros. Al no revelarse inmediata­ mente, Dios deja espacio para la mediación de sus criaturas. Ya se irate de una peonía o de un tigre, de un mendigo o del arzobispo, cada uno en su orden, les concede a todos la dignidad de ser portavoces suyos, voz suya que grita en el desierto. De esta forma, no podemos ir hacia él sin ir hacia los demás, de suerte que su santo pudor no es sólo para nuestra alianza con él, solo, separada­ mente, sino para que esa alianza nos obligue a acogernos en una comunión, siendo cada uno para el otro testigo del misterio. Por esa disposición misericordiosa, el Eterno corre un riesgo: se hacen posibles el ateísmo o el anticristianismo o la herejía. Pero aunque esa incredulidad de los hombres llegara a hacer de ellos perseguidores, sigue siendo menos grave que la fe sin tacha de los demonios. Porque tiene la excusa de la ignorancia. Se debe a la pesadez de nuestra razón y a la resistencia de nuestros corazones. Pero, al menos, es cuestión de corazón. La fe de los demonios se debe a la celeridad de sus inteligencias y no hay corazón en ella, ni lo habrá jamás. Entre el desconocimiento 97

La fe de los demonios

del que conserva laborable su corazón y la certeza del que lo ha cerrado para siempre, la segunda es infinitamente peor. Dios se oculta, pues, en buena parte, para que el hombre lo busque con deseo y lo busque a través de sus hermanos, es decir, tanto en su suegra como en un petirrojo. Para mantener despierta su atención hacia las cosas pequeñas. Para darle un espacio en el que arriesgar su propio camino. Para que su voluntad no se quede, respecto de su inteligencia, fatalmente retrasada. La idea de que la reserva es, en este caso, el lugar de una ofrenda no está lejos del tsimtsum de la mística judía: Dios crea el mundo como el océano hace aparecer la tierra, retirándose de ella. Encuentra su más bella expresión en esa historia de un nieto y de su abuelo, el rabí Baruj, nieto a su vez de Baal Shem Tov: “Yehiel, el nieto de rabí Baruj, jugaba un día al escondite con otro niño. Encontró un escondrijo estupendo, se metió y esperó a que su compañero viniera a descu­ brirlo. Pero, después de haber esperado mucho tiempo, acabó por salir y no vio en ninguna parte a su amigo. Se dio cuenta entonces de que el otro niño no lo había buscado en absoluto y rompió a llorar y llorar. Fue corriendo, y todavía sollozando, a buscar a su abuelo para quejarse a gritos de la maldad de su compañero, de aquel malvado niño que no había querido buscarlo, ¡y eso que él estaba tan bien escondido! Sólo con gran trabajo consiguió aguan­ tarse las lágrimas el mismo Justo: —Es exactamente lo mismo que dice Dios: “Me escondo y nadie quiere buscarme”.23 ¿A qué juega Dios? Juega al escondite. Quizás sea ése uno de los sentidos esenciales de la palabra: Yo os aseguro: el que no reciba el Rei­ no de Dios como niño, no entrará en él (Me 10, 15). Dios nos da los signos precisos para que veamos bien que es invisible. Así podemos jugar con él a ese escondite a la vez trágico y travieso como la músi­ ca judía: su espíritu de infancia nos preserva del espíritu impuro. 23 Martin Bubber, Récits hassidiques, Éditions du Rocher, Paris, 1978, pp. 157-158.

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SEGUNDA

PARTE

PADRE NUESTRO DE LA MENTIRA (o de cómo la fe de los demonios fecunda los errores de los hombres)

Como tal, la fe de los demonios nos es inaccesible. Nuestra ra­ zón es demasiado débil. Demasiado débil nuestro corazón. Se esfuerzan ellos, entonces, en empujarnos hacia diversos suce­ dáneos. Puesto que no pueden aprovechar nuestra voluntad y nuestra inteligencia, aprovecharán nuestra ignorancia y nuestra debilidad. Tallan para nosotros una perversión a medida, angelismo tonto, bestialismo con medias de seda, ateísmo ciego y sordo, religión dura y chillona. Intentan curarnos, estos bien­ hechores, de las quemaduras del Fuego devorador. Gregorio Magno cuenta el encuentro de San Benito y uno de estos espi­ rituales, Purgón: “Un día, el hombre de Dios se dirigía al ora­ torio de San Juan situado en la cima de la montaña. El antiguo enemigo salió a su encuentro con el aspecto de un veterinario que llevaba su retorta y su trípode. ‘¿Dónde vas?’, le preguntó el santo. El diablo respondió: ‘Voy donde tus hermanos a darles la medicina’”.1Siendo, como es, Benito patrón de Europa, se pue­ de inferir cuánta medicina ha podido administrar —administra todavía— en el Viejo Continente. Esta es la parte de verdad que contienen las muy falsas teorías conspirativas. Teorías que pretenden localizar la última instan­ cia del mal en las urdimbres secretas, probadas o imaginarias, 1Saint Grégoire le Grand, La vie et la règle de saint Benoît, Téqui, Paris, 1994, p. 111.

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Padre nuestro de la mentira

de alguna comunidad humana: protocolos de los sabios de Sión o francmasonería, Opus Dei o Al-Qaeda... ¡Qué candor! Ol­ vidan remontarse hasta un complot todavía más secreto y más tentacular, es decir, hasta un complot angélico. Una conspira­ ción que sabe jugar con facciones opuestas, que sabe coordinar para la destrucción las entidades más contrarias: progresismo e integrismo, capitalismo y comunismo, satanismo en bruto e irenismo remilgado, aquel ejército democrático y aquella otra organización islámica, americanismo belicoso y antiamericanis­ mo pacifista, militantes proabortistas y pro-Life feroces... Hay acuerdos que pasan por encima de las cabezas de hombres que se odian. Hay guerras que se declaran por debajo de corazones que se adulan. Lo esencial para esta conspiración, simultánea­ mente más alta y más baja, es cultivar el odio tanto como las complacencias que contribuyen a la condenación. Todo ello no libera a los hombres de su responsabilidad. Uni­ camente nos impide imputarles una responsabilidad tan origi­ nal, y tan cierta, y tan irrevocable, que no nos dejaría atribuirles ni siquiera la responsabilidad de su arrepentimiento. Porque la tendencia de una época que ya no cree en el demonio es demonizar cualquier cosa por menos de nada y alzar nuevas hogueras llameantes en nombre de la humanidad. Nos imaginamos que, una vez que ese sucio tipo y su malvada ideología ya no estén en condiciones de hacer daño, habremos acabado de una vez para siempre con el crimen. Pero resulta que descubrimos a nuestras expensas que, con la cizaña, también hemos arrancado el trigo bueno y que, por no haber llevado también layz/Wcontra nues­ tra malignidad, hemos dejado que nos invada. Más que el justo equilibrio de la balanza, favorecemos el vaivén del balancín. Y más que el combate contra el verdadero “imperio del mal”, pro­ movemos paces leoninas y guerras injustas. Debería, sin embar­ go, saltar a la vista por poca atención que pusiéramos: las estu­ pideces nuestras, que se oponen unas a otras, están orquestadas por una inteligencia que nos supera; las bajezas nuestras, que se miman entre sí, contribuyen a un horror que nos aniquila. 102

La fe de los demonios

Comprender el concierto infernal de nuestros errores y de nuestras pasiones contrarias significa intentar no volver a com­ batir el exceso con el defecto, ni la separación con la confusión, ni la paja en el ojo ajeno con la viga en el de uno mismo. No instalarse en una prudencia tan precavida que se transforme en dimisión, sino esforzarse en una misión a la vez más pugnaz y más misericordiosa. Más pugnaz porque, siguiendo a San Pa­ blo, se trata de ejercer el pugilato, no como dando golpes en el vacío (1 Co 9, 26). Más misericordiosa porque, como explica San Agustín, sólo los enemigos angélicos lo son con seguridad y definitivamente. Por lo que se refiere a los hombres, escribe: “¡Que [la familia rescatada por Dios] recuerde que sus enemigos esconden entre sus filas a algunos de sus futuros conciudadanos, no vaya a ser que crea estéril la paciencia de soportarlos como enemigos esperando la alegría de recibirlos como confesores! ¡Que recuerde también que durante su peregrinación por este mundo se le han unido algunos por la comunión en los sacra­ mentos que no estarán asociados a ella en la eterna felicidad de los santos!”2 Es inútil decir que estos últimos participan en mayor medida en el complot más oscuro, puesto que maniobran en el seno mismo de la luz. La conspiración más oculta no es la que obra en el exterior, sino la que obra en medio de nosotros. ¿Quién sabe, por tanto, si no somos nosotros sus instrumentos más insidiosos? Yo mismo no me fío demasiado. El Enemigo no podría hacer otra cosa mejor, por consiguiente, que ir reclu­ tándome poco a poco, casi sin que yo me diera cuenta, como agente secreto suyo... Se comprende entonces por qué en el último oficio monástico, antes del gran silencio de la noche, se repite la exhortación de Pedro: Sed sobrios y velad. Vuestro 2 vSan Agustín, La ciudad de Dios, libro I, capítulo XXXV.

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adversario, el diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fie, sabiendo que vuestros hermanos que están en el mundo soportan los mismos sufrimientos (1 P 5, 8-9). Es una lástima que, en el breviario, la cita esté truncada antes del final de la frase (¿fue devorado ese final por el león en cuestión?). Porque lo expresa admirablemente: en lo referente a la instrumentación diabólica, la oposición entre los que están en el mundo y los que se han retirado de él ya no juega ningún papel, de modo que en la lucha contra esa instrumentalización se despliega una fraternidad más amplia.

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Primera Lección Extensión del ámbito de la lucha

Éste era hom icida desde el principio, y no se m antuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la m entira \pseudo], dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. jn 8, 44

La tentación en el Jardín

“¡Yo no he empezado!” Así es como se justifica el niño peque­ ño ante su censor. Y el antiguo terrorista no lo hace mejor. Con un argumento de ese tipo, lo sabemos muy bien todos, la con­ ciencia puede perpetrar genocidios. Después de todo, ¿quién [ruede decir que no ha padecido nada con anterioridad, que no ha sido ofendido en nada, que no ha sufrido antes de hacer sufrir? Así pues, la agresión más descarada puede argumentarse como legítima defensa. Y los verdugos se hacen la competen­ cia con el pretexto de que fueron primero, más que los otros, víctimas. ¿A quién beneficia más todo esto? Al que realmente empezó con el mal. Mucho antes de las tentaciones en el desierto fue la tentación del Jardín. En el Edén, la serpiente empieza (con ese comienzo que, en realidad, no es más que una manera de acabar). Después de lo cual empieza también para nosotros la mala fe. El hom­ 105

La fe de los demonios

bre: “Yo no he empezado, Señor, ¡ha sido la mujer que me diste por compañera/”La mujer: “Yo no he empezado, Señor, ¡ha sido la serpiente que me ha seducido!”Eva está más cerca que Adán de la verdad. Además, la respuesta de este último, más evasiva, manifiesta una culpa redoblada por su parte: después de haber desobedecido a Dios arroja su pecado sobre la vecina. Pero la esposa hace también como si la seducción no le hubiera dejado ninguna libertad. Ésas son nuestras primeras mentiras. ¿Cómo hemos llegado a ese extremo? Más vale releer el pasaje siempre inaudito de la primera seducción. Puesto que original, debe tener algo de estructural. Ver cómo el astuto ha embau­ cado a la mujer es ver también cómo nos embauca a nosotros, y cómo nosotros nos dejamos cazar tontamente porque preten­ demos responderle por nosotros mismos. Se acuerda uno de la Epístola de Judas, que cita el libro de Zacarías: Dijo el ángel del Señor al Satán: “¡El Señor te reprima, Satán!”(Za 3, 2). ¿No ten­ dría la mujer que haber respondido así a la serpiente, mandán­ dola al diablo, es decir, encomendándose a Dios? Pero no, ella quiere tener la iniciativa y lo que da, en lugar de una respuesta, es una réplica. Ése es, de entrada, el primer traspiés y la raíz del desarraigo paradisíaco. Una palabra de Jesús nos advierte acerca de esto en el Evan­ gelio de San Juan. Pero esa palabra raramente se traduce con toda su significativa ambivalencia. Jesús remite explícitamente en ella a la culpa original. Habla del que fue homicida desde el principio. Y lo califica de esta extraña manera (traduzco ahora de la manera más literal posible): Cuando dice la mentira, dice desde lo que le es propio, porque mentiroso esy el padre de ello (Jn 8, 44). Ese “ello” del que es padre (pater autou) lo refieren la mayoría de los traductores a “mentira”: el diablo es “mentiro­ so y padre de la mentira”. Pero el versículo nos está diciendo — ¡qué sorpresa!— que esa mentira corresponde a la mayor de las sinceridades. ¿Qué quiere decir, en efecto, “hablar desde su 106

Extensión del ámbito de la lucha

propio fondo” {ek ton idióri), sino “ser sincero”? La sinceridad consiste en decir lo que uno piensa, es decir, lo que tiene en el fondo de sí. Más específicamente en esta ocasión, en decir lo que uno piensa por sí mismo. Así, el mentiroso por excelencia puede ser el sincero por principio. No se contenta con decir lo falso. Es falso, aun cuando pretendiera decir la verdad. ¿Y cuál es la esencia de esa falsedad? Una sinceridad absoluta que en úl­ tima instancia refiere la verdad a sí, en lugar de a la Verdad mis­ ma. En este sentido hay que leer la expresión “padre de ello”. El genitivo no se refiere a “mentira”, sino a “mentiroso”. El diablo es padre del mentiroso que es él. Lo que califica radicalmente su mal es exactamente esa pretensión de ser padre de sí mismo en vez de hijo de Dios, de hablar desde su propio fondo en vez de desde la Palabra. Diciéndolo de otra forma: Satán ama el don de sí. Ése es su orgullo más sutil: el don de sí hasta el extremo de querer dar sin haber recibido, de hablar sin haber escuchado, sino partiendo únicamente de lo que proceda de sí solo y sin importar si, como consecuencia, no acaba dando más que la nada. Ahora bien, la mujer, al escuchar a la serpiente, cae de lleno en ese defec­ to. Quiere defenderse ek ton idion, por ella misma, sola como una grande, sin Dios ni prójimo (¿por qué no llama tampoco a Adán?) y así es como se deja alcanzar. Pero detallemos el proceso de ese alcance retomando el doble monólogo (no puede tratarse de un verdadero diálogo) que da los tres golpesf de todas las tragedias futuras: La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que YHVH Dios había f [El autor se refiere aquí a una antigua costumbre del teatro francés que exige que, justo antes del comienzo de la representación, se den tres golpes en el suelo del escenario con un bastón. Podría ser una manera de atraer la atención del público. Algunos afirman que la tradición procede de la Edad Media y que los tres golpes serían una referencia a la Trinidad. Otros hacen corresponder los tres golpes a los tres saludos que hacían los comediantes cuando actuaban en la Corte. Uno al rey, otro a la reina y otro al público. N. del TI]

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hecho. Y dijo a la mujer: Cómo es que Dios os ha dicho: No co­ máis de ninguno de los árboles deljardín?”Respondió la mujer a la serpiente: “Podemos comer delfruto de los árboles deljardín. Mas delfruto del árbol que está en medio deljardín, ha dicho Dios: “No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte ”. Replicó la serpiente a la mujer: “De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”. Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelente para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió (Gn 3, 1-6). La serpiente es “el más astuto”, con un adjetivo hebreo que puede leerse también como “el más desnudo”. Ese doble sen­ tido es una imagen, diría un poeta: con el mismo término se denota la sinuosidad del reptil y sus frecuentes cambios de piel. Pero, ¿en qué consiste esa astucia que también es desnudez? En la inteligencia separada de la gracia, diría un teólogo. La ser­ piente, aunque es una virtuosa de los entrechats y de los ronds de jambe? en fin, aunque es flexible y contráctil, a pesar de todo, nunca es graciosa. El hecho de que sea clasificada entre los ani­ males del “campo” podría confirmarlo: aunque fue hecha por “YHVEI Dios”, procede primeramente del “campo”, no de la tierra virgen tal como graciosamente había salido de las manos de Dios, sino de la tierra ya trabajada, transformada median­ te algún artificio. La primera palabra de la serpiente explicita esa industriosa observación: ¿Cómo es que...? (afi, que tiene el sentido de Conque... Con ella se nos sitúa siempre del lado s [Hemos preferido dejar el francés original que es la lengua usual en todos los países para los tecnicismos del ballet clásico, al que aquí se refiere el autor como una de las habilidades de la serpiente. En efecto, los entrechats son saltos en los que el bailarín brinca en el aire y rápidamen­ te cruza las piernas hacia delante y detrás alternativamente. El rond de jambe es un movimiento circular de la pierna. Está claro que la referencia al ballet es doblemente irónica puesto que la serpiente no tiene patas. N. deí T.}

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del artificio, de la sobrecarga, de ese más que en realidad es un menos, puesto que no ha sido querido por Aquel que es. ¿Qué es, de hecho, el mandato sino un suplemento que niega el don originario? El espejismo de un oasis para el que se niega la fuen­ te verdadera. Pero lo bueno es que ese espejismo soy yo quien lo fabrica con mi pequeño proyector. Viene después la mentira enorme: Dios os ha dicho: “No comáis de ninguno de los árboles deljardín Ése es el cebo. Su grosería misma traiciona su doble sutileza. Primera sutileza: no comer de ningún árbol, de ningún alimento material, es lo propio de un espíritu puro como él. Se manifiesta así su desprecio por la carne y su amor por la “espiritualidad”. ¿Cómo es que no vais a comer...? se puede entender como queriendo decir: Conque vais a ser ángeles como yo?”Son palabras que transpiran la ven­ taja de una espiritualidad pura, lejos de cualquier dependencia de un huerto, lejos de la bovinidad de cualquier manducación. Eso es lo que sugiere de primeras su conversación, aun cuan­ do la tentación parece tomar el camino inverso de animar a la manduca. Pero, ¿no es lo normal para el demonio saber manejar expresiones de doble sentido? La primera mujer, muy de carne, a la fuerza, no puede en­ tender lo sobreentendido. Sólo comprende el sentido obvio de la declaración, es decir, “no tenéis derecho a comer de ningún árbol”.¿Cómo puede decir la serpiente algo tan estúpido? ¿Está ciega además de sorda? ¿No ve esos labios aún relucientes por el melocotón o incluso por la jugosa manzana? Ahí radica la segunda sutileza: se hace el cateto adrede. Se acerca con unos bastos zuecos de campesino. ¡Es tan evidente que el animal racional tiene que comer para sobrevivir! La señora, enfrente, puede sentirse por lo tanto inteligente. Puede sentirse segura de sí misma. La sabia Mujer sabrá defenderse sola...

Lu fe de los demonios Santa Notoques,h protopecadora

El autor del Génesis emplea la ironía con una ligereza asom­ brosa. La respuesta que pone en boca de la mujer se parece al mandato divino; tiene el sabor del mandato divino, pero ya no es el mandato divino. Contiene una sustracción y una adición (un “conque.. del diablo). La mujer se enfrenta a la serpiente, sin ninguna duda, pero ya se ha dejado llevar a su terreno: Po­ demos comer del fruto de los árboles del jardín. Mas del fruto del árbol que está en medio deljardín, ha dicho Dios: “No comáis de él, etc. "Tras haber afirmado el permiso para comer de todos los árboles, olvida recordar la disponibilidad central del árbol de la vida, pues para ella es más importante la prohibición del árbol del conocimiento. ¿Qué nos había dicho el capítulo preceden­ te?*1YHVH Dios plantó en medio deljardín el árbol de la vida, y el árbol de la ciencia del bien y del mal (Gn 2, 9). El árbol del conocimiento no se sitúa con exactitud. Se puede suponer que crece junto al árbol de la vida. Pero, hablando con propiedad, es el árbol de la vida el que está en medio del jardín y no el árbol del conocimiento, como pretende la mujer. A no ser que ella se imagine que la prohibición se refería al árbol de la vida. Ahí se produce su primera desviación de la palabra: de manera subrep­ ticia —rampante— lo negativo llega a ser más central que lo positivo, la prohibición prevalece sobre el don del Eterno. ¿No debería haberle respondido a la serpiente exactamente lo contrario, sin añadir nada más: “Podemos comer incluso del h [Hemos traducido la expresión francesa Sainte-Nitouche por Santa Notoques, siguiendo es­ trictamente su etimología (sainte n'y touches). Hay, sin embargo, un matiz con el que va a jugar el autor en esta sección que se pierde, ya que, en francés, una persona se dice ser una saintenitouche cuando es hipócrita y parece actuar piadosamente, una mosquita muerta, en español. N del T] 1 Con respecto a la exégesis que sigue, mi deuda mayor es con el bellísimo libro de Jacques Cazeaux, Le partage de minuit: Essai sur la Genèse, Cerf, Paris, 2006.

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árbol que está en medio del jardín”? Al centrarse en el conoci­ miento más que en la vida, la mujer parece inclinarse ya del lado de la exageración de la serpiente, cuya inteligencia siempre se retrasa respecto del amor. Al evocar el fruto prohibido en lugar del fruto ofrecido, lo prohibido en lugar del don, parece decaer de la mística a la moral. Lo hace por defender esa prohibición, ¡y con qué celo! Sin Adán, sin el Nombre divino (en su réplica no hay una invoca­ ción del Tetragrámaton), se cree lo bastante fuerte para ser la defensora de la prohibición divina, la abogada del Paráclito, el mirlo blanco capaz de proteger a la Paloma. Y ahí está la segunda desviación: YHVH Dios sólo había dicho: Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, y la mujer declara: Ha dicho Dios: “No comáis de él, N I LO TO Q U É IS... ” ¡Añade una prohibición! ¡Se convierte literalmente en una Santa Notoques! ¿Quién fue lo bastante mal lector, y más aún mal tiparraco, para pensar que el primer pecado tenía que ver con la lujuria? El ni lo toquéis pone claramente de manifiesto que ese pecado tiene que ver más bien con cierto orgullo puritano. Aunque para muchos cristianos esa evidencia pasa todavía desapercibi­ da, entre los judíos se habla de ella desde siempre. A los ojos de rabí Hiya, sabio del Talmud, ese añadido es la primera mentira del hombre y su verdadero punto de inflexión. Así lo comenta el Midrash Rabbah: “Está escrito: No añadas nada a Sus pala­ bras, no sea que te reprenda y pases por mentiroso (Pr 30, 6). Rabí Hiya enseñaba: ‘No hagas el cerco más importante que la cepa y evitarás que cuando caiga arranque la planta. El Santo, bendito sea, había dicho ‘porque el día que comieres de él, morirás’, ahora bien, eso no es lo que repitió la mujer, sino: ‘Ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis’. Desde que la serpiente vio a Eva pasar delante del árbol, la cogió y la empujó contra él. ‘¡Mira!, exclamó, ¡no estás muerta! ¡Lo has tocado y no estás 111

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muerta! ¡Tampoco morirás si comes de él!’”2 Así es como Santa Notoques se transforma en libertina. Mostrándole que lo que a ella le producía tan gran espanto no era tan malo como se figu­ raba. Todo su pequeño sistema se derrumba. Es fácil, después de eso, precipitarla en el vacío. Como la prohibición inventada no tenía razón de ser, ella acaba creyendo que la prohibición divina no vale apenas más que la otra. Dejemos ya de asombrar­ nos al ver a las puritanas caer de culo en el desenfreno. El día en que se dan cuenta, con razón, de que su exceso moralizador es insufrible, se ponen a juzgar equivocadamente que hasta la verdadera moral va contra la vida. La serpiente puede dar el golpe de desgracia. Su primer argu­ mento era grosero, el segundo es de un refinamiento extremado. En el primer relato de la creación, el de los siete días, se habla del hombre a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27). Nada de eso en el segundo relato, el del Edén. Excepto en la lengua bífida. Sólo la serpiente habla en ese relato de ser a imagen de Dios. Sólo ella propone la semejanza testimoniada por Dios mismo en el relato precedente: Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Mientras que en su primera réplica fingía cometer un enorme error, en ésta se apoya en una verdad esencial. Hace poco, decía algo que no era; ahora, invita a algo que ya es. Hace poco, exage­ raba el mandamiento negativo; ahora usa del mandamiento po­ sitivo. Porque Adán y su mujer conocen ya el bien y el mal, que se distinguen precisamente a través del respeto o el desprecio a la prohibición referente al árbol. Y ya son como Dios, por naturale­ za y por gracia, aunque tengan el deber de serlo más en la gloria. Es habitual admitir que la frase del tentador deja traslucir unos celos, una mentira de YHVH: “Os ha hecho creer que moriréis, el muy avaro, porque no quiere comunicaros su bien. Además, 2 Midrach Rabba, 1.1, Genèse Rabba, Verdier, Lagrasse, 1987, p. 215.

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os mantiene en una ceguera de esclavos. Comed, y se abrirán vuestros ojos”. Pero, ¿no ocurre, en realidad, como con Jesús en el desierto, que el diablo asume la palabra divina y juega sola­ mente con su interpretación? De ninguna manera moriréis, es de­ cir, “moriréis” debe interpretarse como “no moriréis”. En efecto, Dios es enteramente bueno, quiere vuestro bien: esa muerte de la que habla es un paso hacia una vida más elevada. Pero quiere que tengáis también espíritu de iniciativa. Sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos, y seréis finalmente como él, con él... La serpiente no puede empujar a la mujer a una transgresión demasiado patente: su conciencia la sorprendería en delito flagrante y retendría su mano. Va muy despacio. No niega la prueba del árbol. Pero invierte su sentido. Y esas maneras son muy dignas de una inteligencia tan sutil como caída. Se trata cla­ ramente de una seducción: la mujer se refiere siempre al manda­ miento divino, pero ya no lo hace partiendo de la Palabra divina viviente, sino partiendo de ella y de la autoridad usurpada por el primer glosador, Satán. Ella desea la bienaventuranza prometida por Dios (llegar a ser como El), pero a partir de este momento por sus propias fuerzas, imaginándose que Dios no le había di­ cho todo. Quizás incluso se figure que su “moriréis” significa “moriréis a vosotros mismos y entraréis en mi Vida”, porque así de hábil es el orgullo para forjarse pretextos de humildad. La continuación pone de manifiesto una última serie de inver­ siones. La mujer ve que el árbol era bueno para comer, apetecible a la vista y excelentepara lograr sabiduría. En el capítulo que evoca la creación del Jardín, las cosas estaban escritas en otro orden: YHVH hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer (Gn 2, 9). La contemplación precedía a la acción. Ahora aparece el mundo al revés (“de-mon”, en verían),1 ' |E1 verían es, en francés, un tipo de argot que consiste en invertir el orden de las sílabas de cada palabra y, a veces, elidir algún sonido. El término verían proviene de invertir de esa forma las

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la acción precede a la contemplación. Primero se come, después se ve. Comer en sí no es malo, ni mirar. El mal no está en la cosa, está en el uso que se hace de ella, en la prioridad que se le otorga indebidamente. Ahora bien, si uno la coge antes de acogerla, la acción se transforma en depredación y la contemplación ya sólo es un digestivo. Llega el colmo: la palabra “árbol” se repite para precisarnos lo que la mujer busca en su consumición, a saber, la sabiduría. El término es el que empleará el salmista para designar la virtud propia del que busca a Dios: Se asoma el Señor desde los cielos... por ver si hay un sabio, alguien que busque a Dios (Sal 13, 2); Dame sabiduría, y aprenderé tus mandamientos (Sal 118, 73). ¡La mujer también desea, en el instante mismo de su culpa, la sabiduría que hace observar los mandamientos de Dios! No hay ironía más trágica. Una vez más, lo malo no es la cosa que se vislumbra, sino la manera de alcanzarla. El verbo empleado (laqakh) puede traducirse por “tomar”, “adquirir”, “apoderarse”. Ahora bien, para la verdadera sabiduría, ya proceda de los oídos de una fe amante o bien de los ojos de una alma bienaventura­ da, no se trata ni de tomar ni de soltar la presa. Se trata de de­ jarse tomar por la gracia. El mismo verbo se vuelve a encontrar, en efecto, en boca de Abraham: YHVH, Dios de los cielos y Dios de la tierra, que m e t o m ó de mi casa paterna y de mi patria (Gn 24, 7). Se oye también en la zarza ardiente: Yo OS TOMARÉ como pueblo mío, y seré vuestro Dios; y sabréis que Yo soy YHVH, vues­ tro Dios, que os sacaré de la esclavitud de Egipto (Ex 6, 7). Se trata nada menos que de una gracia del Señor contra los trabajos forzados de Faraón: es la Verdad que viene por bondad a tomar­ nos, y no nosotros los que la tomaríamos por fuerza. Porque esa Verdad es la del encuentro y la comunión, no la de la proeza y sílabas de la expresión à l’envers (al revés). Está claro entonces que monde (mundo) se traduce en verlan por démon (demonio). N. del Tl\

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la independencia. Y además, el fruto que logramos alcanzar por nosotros mismos nunca es mayor que la pequeñez de nuestras manos, mientras que el fruto que Dios da lleva en sí la medida de su inmensidad. Es la diferencia que hay entre tomar un vaso de agua y tomar el mar. La culpa de Adán o la compasión pervertida

La mujer toma, come y da al hombre. ¿No es sorprendente? Su primer acto después de la culpa es una donación. No de ava­ ricia, sino de generosidad. Don de la contaminación, sin duda, generosidad degenerativa, pero repartición al menos. ¿No había sido creada como una ayuda? Viene, pues, en su ayuda, como uno sordo y ciego ayudaría a un niño en una travesía. Porque dar es bello, pero hay que tener cuidado con lo que se da, y velar para que lo que se da no perjudique y no sea venenoso. ¿Qué se nos dice de Adán? Estaba junto a ella, y comió. Largo fue el proceso de la mujer antes de la caída. El del hombre es inmediato. La culpa de nuestro primer padre, la culpa capital que rebrota en toda su descendencia, se cuenta en apenas unas palabras, ni siquiera un versículo, sólo media frase. Y dio tam­ bién a su marido, que igualmente [en hebreo, “estaba con ella’] comió. ¿Por qué tan poca cosa para un desastre tal? ¿No habría debido decirnos algo más el autor sagrado? Hay que creer que dice lo suficiente. La ausencia de desarrollo basta para señalar la gravedad del gesto: pecado sin seducción previa y, por tanto, sin excusa, peor que el de la mujer. La presencia de la preposición “con” es suficiente para especificar la culpa: tiene que ver con el “estar con”, con la comunión misma (será además otra comu­ nión aquella en la que se comerá para estar con). ¿Qué pretende indicar esta situación del hombre junto a o con la mujer? Hace poco estaba sola, y resulta que ahora Adán 115

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estaba con ella. No se trata sólo de vecindad, sino de conyugalidad. La unión del hombre y la mujer era el único sacramento del Edén. Su matrimonio es a imagen de Dios, signo sensible y activo de la divina comunión. ¿No dice San Juan que la Pa­ labra estaba con Dios (Jn 1, 1)? De igual forma, Adán está con su esposa. Por ese flanco lo va a alcanzar el demonio. Tentar directamente a ese Adán que había oído a Dios en directo no parecía algo factible. Desaparece, pues, de escena, pero es para golpear mejor a través de su propia costilla, carne de su carne, hueso de sus huesos, hasta llegar al corazón. Tras haber inverti­ do el sentido de la prueba, invierte el sentido de la comunión. El sacramentum Dei se convierte en instrumentum diaboli. La asistencia mutua se deforma en mutua adulación. El hombre, por fidelidad a la mujer —pero una fidelidad re­ pentina peor que cualquier adulterio— come lo que la mujer le da. Lo que se pervierte ahora no es sólo la relación con la Ley (no comerás— Gn 2, 17), es también la relación con el Amor (se hacen una sola carne— Gn 2, 24). De manera más precisa, mientras que la mujer ha deformado la relación con la Verdad, el hombre deforma la relación con la Misericordia. Porque resulta que, ahora, tiene a una miserable ante él. Su comunión con ella tiene que pasar, a partir de ahora, por la conmiseración: “Pobrecita mía, tú sólita, amorcito mío, ¿qué te ha pasado? Pero tú no tengas miedo. Tomo sobre mí tu desdicha y me hundo contigo”. ¿Eso no nos recuerda algo? Adán debía haber sido en esta ocasión el Agnus Dei. El que carga con el pecado del mundo, siendo para él el mundo esa mujer. Pero, en vez de cargar, suelta, cede, cae en una compasión que tiene algo de complicidad. Su pseudo-misericordia es una caricatura de la Redención. Adán está con ella, el Señor está con nosotros. Pero el Verbo desciende a nuestra carne pecadora para sacarnos de nuestro 116

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pecado. Adán desciende a su mujer pecadora para complacer­ se en su pecado. Comunión sin el ser, cena en casa, eucaristía desdichada. Toma del fruto prohibido y es como si celebrara el don de su mancha, como si ordenara a todos lo que saldrán de él: Tomad y comed todos de él... Pequemos uno tras otro para estar juntos. Como si el pecado no replegara a cada uno sobre sí mismo. La compasión de Adán se mira a sí misma; es un des­ censo narcisista, un descenso satisfecho de su abajamiento por el otro que olvida entretanto que el fin no es arrastrase con él en el fango, sino sacarlo de él. Ése es el doble orgullo original —el grado supremo de la pa­ rodia: creer que se puede defender a Dios sin Dios, creer que se puede salvar al hombre sin la gracia. ¿Y cómo no admirar la maestría con la que la serpiente ha llevado a término, por así decir, su empresa? La secuencia es como de una sola pieza: un error grosero fingido provoca una réplica excesiva; la répli­ ca, un desequilibrio a partir de su exceso; el desequilibrio, una inversión en el orden de los bienes; la inversión, un ruinoso consumo del árbol; el consumo ruinoso, una falsa compasión; la compasión falsa, una caricatura lograda de la imagen de Dios. Se puede decir que su golpe ha tenido éxito. Entonces, ¿cómo iba a fallar el golpe con nosotros? Las flores del mal y el infierno del progreso

En la Tentación en el desierto, Satán ofrece a Jesús todos los reinos del mundo y su gloria (Mt 4, 8), y el Señor no cuestiona que posea dicho imperio. El que es echado fuera (Jn 12, 31) es el que el Verbo mismo se atreve a denominar también el prín­ cipe de este mundo. Y San Pablo, a ejemplo del Maestro, puede llamarlo sin sacrilegio el dios de este mundo (2 Co 4, 4). Ahora bien, el demonio no se desencoleriza precisamente porque está vencido. ¿Ay de la tierra y del mar, porque el diablo ha bajado 117

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donde vosotros con gran furor, sabiendo que le queda poco tiempo! (Ap 12, 12). Una vez perdido, ya no tiene nada que perder. Sobre todo, no tiene que perder el tiempo. Los que dicen, como objeción al cristianismo, que la Encar­ nación no ha hecho el mundo mejor deberían reconocer, al menos, que ha permitido que llegara a ser peor. La historia se ha acelerado, la Buena Noticia ha hecho posibles, para los que la rechazan o se la incautan, noticias cada vez más insidiosas y cada vez más odiosas, un crecimiento colosal de la cizaña que aprovecha la tierra abonada para el trigo bueno. El Apocalipsis da testimonio de ello: se trata de la victoria misma del Cordero que arroja a la tierra al gran Dragón, el seductor del mundo ente­ ro, y a sus ángeles con él (Ap 12, 9). Despechado contra la Mujer, dice San Juan, sefue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12, 17). Por medio de la Bestia, se le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación (Ap 13, 7), es decir, el mismo ám­ bito que a la redención operada por el Cordero, que comprópara Dios con su sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación (Ap 5, 9). Este artículo de fe ya no está de moda, ni siquiera en la Iglesia. Las Luces de la industria lo han mandado al diablo. Baudelaire lo adivinó bien: esa forma de “agradecerlo” sólo podía tener basamentos infernales. El mejor satanismo no está siempre allí donde se hace más visible, entre adolescentes de cuero negro con pentáculos y calaveras: su sátiro rojo con cuernos no pasa nunca de ser un Papá Noel de la rebelión. Cuando ya no se cree en un Dios con barba, hay que esperarse diablos sin rabo. Escribe el poeta en su diario íntimo: “La mejor astucia del Dia­ blo es persuadirnos de que no existe”. Igualmente, la posesión más diabólica no es la histérica, sino la sentimental: “Fijaos en George Sand. Sobre todo y más que cualquier otra cosa es una 118

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gran bonachona; pero está poseída. El Diablo la ha persuadido de fiarse de su buen corazón y su buen sentido, para que ella persua­ da a los demás de fiarse de sus buenos corazones y sus buenos sentidos”.3 No se podría interpretar mejor el pecado de Eva. En cuanto al de Adán, no lo entiende peor Baudelaire: en este caso, la posesión más diabólica no es la medieval, sino la progresista: “¿En qué consiste entregarse a Satán? ¿Qué hay más absurdo que el Progreso, puesto que el hombre, como demuestra la vida diaria, es siempre semejante e igual al hombre, es decir, siempre está en estado salvaje? ¿Qué son los peligros de la selva y de la pradera al lado de los choques y conflictos cotidianos de la ci­ vilización?”4 Entregarse a Satán, según Baudelaire, es creer que se ha acabado con él y que uno se las arreglará solo gracias a sus buenos sentimientos y a sus potentes máquinas: “Pereceremos por aquello por lo que hemos creído vivir. La mecánica nos habrá americanizado de tal forma, el progreso habrá atrofiado en nosotros de tal forma la parte espiritual, que ninguna de las ensoñaciones sanguinarias, sacrilegas o antinaturales de los uto­ pistas podrá compararse con sus resultados positivos”.5 La ambición de extirpar por nosotros mismos todo el mal de aquí abajo es una ambición maléfica en sí. Después de haber olvidado al diablo (la mejor manera de interesarlo), desprecia tanto la libertad humana como la divina, ignora la realidad de la concupiscencia y de la gracia, rechaza lo trágico de nuestra condición. Sus “resultados positivos” implican pues un achatamiento de nuestra vocación espiritual y carnal. Proceden de ese deseo que hemos visto constituía la esencia del pecado de­ moníaco: hacer el bien por las propias fuerzas, planificar una dicha sin sorpresas. Entonces, más que ese satanismo larvado, 3 Charles Baudelaire, Mon coeur mis à nu, XVI, Oeuvres complètes, Robert Laffont, col. “Bouquins”, Paris, 1980, p. 411. 4 Baudelaire, Fusées, XIV, Oeuvres complètes, p. 397. 5 Ibidem, p. 399.

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Baudelaire lanza la operación Lasflores del mal. Viene a recordar a los creyentes de la Democracia y el Progreso que al que ya no ven fuera de ellos no lo ven porque está más adentro: “Francia atraviesa una fase de vulgaridad. París, centro irradiador de es­ tupidez universal. A pesar de Molière y Béranger, nunca se hu­ biera podido creer que Francia iría a tal velocidad por la vía del Progreso... El Diablo. El pecado original. Es más difícil amar a Dios que creer en él. Por el contrario, a los hombres de este siglo les es más difícil creer en el diablo que amarlo. Todo el mundo le sirve y nadie cree en él”.6 Entonces, ya que lo malo conocido vale más que lo bueno por conocer, es oportuno entonar de una vez, como un verdadero cristiano, las “Letanías de Satán”: Tú, cuya mano inmensa tapa los precipicios Al sonámbulo errante junto a los edificios, ¡Oh Satán, ten piedad de mi grande miseria! Tú que impones tu marca, oh cómplice sutil, En la frente del Creso despiadado y vil, ¡Oh Satán, ten piedad de mi grande miseria! Como un verdadero cristiano, digo, porque al menos esto nos hace despabilar. Nos saca de nuestras mecedoras, de nuestros bonitos cánticos, de nuestras blasfemias cobardonas. Nos hace darnos cuenta, por contraste, de cuánta falta nos hace el verda­ dero Miserere. 6 Baudelaire, “Projet de Préface aux Fleurs du mal”, Oeuvres completes, p. 132. Nótese que las dos frases acerca de la dificultad de amar a Dios mayor que la de creer en él y de la dificultad de creer en el Diablo mayor que la de amarlo, se sitúan de lleno en nuestra problemática: la fe demoníaca consiste en creer en Dios sin amarlo y, por ende, sin darse cuenta, en amar al Diablo imitando su fe.

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Como decía Léon Bloy a propósito de los Chants de Maldoror, el mundo de la eficacia y del espectáculo necesita de esa “Buena Nueva de la Condenación”. Si no la escucháramos, se proclamaría para sí misma. En el siglo XX, que tan poco creyó en el diablo, los más incrédulos confiesan su satanismo agudo, pero no llegan a enfocar bien del todo las cosas y se quedan en una visión grosera que les sirve para blanquear sus manos. Porque tuvimos a Hitler y a Stalin, por supuesto. Pero tam­ bién tuvimos a los Aliados, y tuvimos esa fecha maravillosa que vendría que ni pintada para una jornada mundial del Demonio (bajo el patronazgo de la Unesco): el 8 de agosto de 1945. Es el día en que el tribunal militar de Nürenberg codificó jurídi­ camente la noción de crimen contra la Humanidad. Dos días después de Hiroshima. La víspera de Nagasaki. De suerte que los que denunciaban el gran crimen eran también los mismos que, teniendo ante los ojos los efectos de la primera, largaban también la segunda bomba... El 8 de agosto es también la fiesta de Santo Domingo. Un día, un fraile le preguntó: “Maestro Domingo, ¿estas grandes desdichas no acabarán nunca?” Tras un largo silencio respondió: “Ciertamente, toda esta maldad acabará... Acabará, pero su término está lejos. Muchos derra­ marán su sangre de aquí a entonces”. Allí arriba, un ejército combate por mí

¿Tenemos que desesperar de nuestra condición? San Pablo coloca el cuadrilátero un poco alto: Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, con­ tra los Espíritus del Mal que están en las alturas (Ef 6, 12). En este pasaje, el Apóstol rompe un viejo cliché: el combate no es tanto contra la carne como contra los espíritus. Desde este punto de vista, el cristianismo es un antiespiritualismo. Pero, ¿qué pueden hombres contra ángeles? Estos, tanto los malos 121

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como los buenos, tienen poder sobre todo lo que les es inferior en naturaleza, a saber, no sobre nuestro espíritu, pero sí sobre nuestra carne, precisamente: pueden trabajar los cuerpos hasta plegarlos en contorsiones improbables; pueden actuar sobre la imaginación componiendo imágenes falaces o perturbadoras, apropiadas para parasitar la razón o para motivar la voluntad. Igual que un enemigo que tuviera inteligencias en el inte­ rior de la ciudad que está sitiando. Sus ataques son tanto más capciosos cuanto que vienen de nuestro propio fondo. A veces parecen incluso hacer cuerpo con nuestro ser, aunque ignore­ mos su procedencia ajena, y la aguja que nos atraviesa pase por ser nuestra propia fibra. El espíritu malo usa de nuestra carne, buena por naturaleza, pero herida en el origen y por eso más dócil a sus manipulaciones. Por eso el que entra en el combate espiritual puede cometer este error: luchar contra su propia car­ ne sin ver la mano que empuña la navaja; pensar que él mismo es un tirado, malo e irrecuperable por causa de las pasiones que lo invaden o de las imágenes que lo acusan. Máximo el Confesor insistía en las dificultades de una lucha como ésa: “Lo mismo que pecar de pensamiento es más fácil que pecar de obra, el combate contra los recuerdos es más duro que el combate contra las cosas”.7 Los psicoanalistas reconoce­ rían la pertinencia cínica de estas palabras. Pero la zona de los combates se extiende mucho más allá del inconsciente psíquico: “Los demonios nos hacen la guerra mediante los pensamientos, y esa guerra es más dura que la que nos hacen las realidades exteriores”.8 Puedo huir de las cosas adversas con mis piernas, cerrarles mis párpados, entrar en mí y encontrar refugio. Pero, 7 Saint Maxime le Confesseur, Centuries sur Vamour\ I, § 63, Philocalie des Pères neptiques, 6, Abbaye de Bellefontaine, 1983, p. 26. 8 Ibidem, § 91, p. 30.

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¿qué puedo contra las imágenes interiores? Me siguen por todas partes y si cerrara los ojos más fuerte sería mi obsesión. El diablo es más portátil que un teléfono móvil, está más implantado que un marcapasos. También él sabe entrar con todas las puertas cerradas: los sectarios que creen que la suciedad sólo está en el exterior, lo único que hacen es recibirla mejor en su círculo cerrado. El combate, por consiguiente, ¿no es demasiado desigual? Santo Tomás de Aquino se plantea la cuestión: “No es justo exponer a la guerra al débil contra el fuerte, al ignorante con­ tra el astuto. Ahora bien, los hombres son débiles e ignorantes, mientras que los demonios son poderosos y astutísimos. Así pues, Dios, que es autor de toda justicia, no debe permitir que los demonios ataquen a los hombres. Además, para ejercitar la paciencia de estos últimos, el combate que les presentan el mundo y la carne ya es de sobra suficiente”.9 ¿No será que la Providencia tiene un poquito de mala idea? ¿No tenemos ya que luchar contra las preocupaciones del mundo y las debili­ dades de la carne? ¿Por qué añadirles a ese enemigo inasequible que las maneja como hábil lanzador de cuchillos? En fin, ¿cómo nosotros, pesados mamíferos, íbamos a estar por encima de tan aéreas criaturas? Ellos confian en sus carros, dice el salmista, nosotros confiamos en el Nombre del Señor nuestro Dios. Ese Nombre, al parecer, basta para hacernos mucho más sabios y poderosos. Para manifestár­ selo a Madián y a Amalee, con una fuerza de centenares de miles de soldados, el Eterno reduce el ejército de Gedeón de veintidós mil a trescientos hombres y le concede vencer a un adversario tan numeroso como la langosta armados únicamente con... ¡cán­ taros! Bueno, ¿no tenemos nosotros un cántaro a mano? ¿No 9 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 114, 1, 2-3.

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soy bastante cántaro yo mismo? Al menos puedo aspirar a serlo, pues es cierto que un cántaro para servir un vaso de agua con caridad es más poderoso que todas las coaliciones tenebrosas. “Para que la lucha no sea desigual, explica Tomás de Aquino, el hombre recibe en compensación principalmente la ayuda de la gracia divina y, en segundo lugar, la custodia de los ángeles. Por eso dice Eliseo a su sirviente: No temas, que hay más con nosotros que con ellos (2 R 6, 16)”. Y Guejazí, atemorizado por las legio­ nes arameas que rodean la ciudad, ve de pronto que la montaña estaba llena de caballos y carros defuego en torno a Eliseo. Así, cada alma es objeto de un combate invisible entre ángeles y demonios. Si viéramos en frente de nosotros lo que se trama por encima de la permanente de una portera quedaríamos mu­ cho más sobrecogidos que por la mayor superproducción de Hollywood, e incluso más que por una cuarta guerra mundial. ¿Qué hay en el fulano más insulso? Un cristo en potencia, una humanidad añadida para el Señor. Por ella se enfrentan incal­ culables milicias angélicas, lo mismo que otros lo hacen por el oro o por el petróleo: los ángeles saben que ahí es donde está la verdadera riqueza. Y el ángel de la guarda, más especialmente que cualquier otro, vigila que la tentación no sobrepase nunca las fuerzas de aquel al que protege o, al menos, como el de Doña Prouhéze en El zapato de raso, que nuestros pecados sirvan tam­ bién para algo. Pero más profundamente aún actúa la gracia que nos protege a la vez que nos expone. La vida divina en nosotros, por poco que la acojamos, atrae y repele a la vez los asaltos de­ moníacos. Los atrae y los incita a redoblar su rabia porque los demonios quieren apartarnos de esa vida. Los repele y los deja impotentes porque el menor grado de la gracia es mayor que todo el bien de la naturaleza, incluso la angélica. Su valor puede con el número. Pero hay que dejarla actuar en nosotros. Teresa de Ávila tiene en cuenta con frecuencia esa inversión de la situación que hace al cántaro más ofensivo que una bom124

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ba y a las manos unidas más fuertes que las que manejan un cañón: “Cuando en un tiempo de alboroto, en una cizaña que ba puesto, que parece lleva a todos tras sí medio ciegos, porque es debajo de buen celo, levanta Dios uno que los abra los ojos y diga que miren los ha puesto niebla para no ver el camino, ¡qué grandeza de Dios, que puede más a las veces un hombre solo o dos que digan verdad, que muchos juntos!, tornan poco a poco a descubrir el camino, dales Dios ánimo”.101Una sola criatura terrosa, una niña pequeña incluso, puede resultar temible para toda la jauría de los espíritus malos, porque recoge en su alma la caridad divina. Esa es la razón por la que no podemos invocar el poderío de esa jauría como excusa perpetua. “Dejarse llevar demasiado fácilmente por pretextos de solicitación demonía­ ca”11 no podría encontrar en las realidades vislumbradas aquí ninguna justificación. Pero esas realidades nos impiden asimis­ mo proferir una acusación absoluta contra quienquiera sea aquí abajo. El combate no es principalmente contra la carne y la sangre. Acusador de nuestros hermanos es uno de los nombres del demonio (Ap 12, 10). De cómo nada es diabólico de por sí, sino que todo se puede reconquistar

Nada es diabólico en sí mismo. Satán es el príncipe de este mundo, pero sería falso deducir de ello que las cosas de este mundo sean malas. A él mismo le gustaría hacérnoslo creer: confundiendo el mal y el ser podríamos acabar odiando el universo salido de las manos del Creador y refugiándonos en nuestros privativos mundos interiores. Puesto que el mal es una 10 Santa Teresa de Ávila, Camino de perfección, capítulo XXI, 9. 11 “Foi chrétienne et demonologie”, L ’Osservatore Romano (version française), 4 de julio de

1975.

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privación, lo irreal, lo virtual, lo ficticio, lo que no es y lo que no actúa constituyen precisamente el dominio privado del Ma­ ligno. Ninguna realidad pertenece de por sí a la maldad. Si se hiciera el inventario de las cosas que se le atribuyen, todas y cada una podrían ser devueltas a un orden benéfico. — Consideremos la palabra seréis como dioses (Gn 3, 5). ¿No es la palabra satánica por excelencia? — Quizás, pero un salmo pone en boca del mismo Señor: Yo había dicho: “¡Vosotros, dioses sois, todos vosotros, hijos del Altísi­ mo!”(Sal 81, 6). — ¿Y el número 666? Es la cifra de la Bestia en el Apocalipsis (Ap 13, 18). —También es el número de los hijos de Adonicam, en el libro de Esdras (Es 2, 13). Dejaron el exilio de Babilonia y vol­ vieron a la Tierra prometida. Además, Adonicam significa “mi Señor se ha levantado”. — Pero, ¿y la serpiente? ¡No se puede negar que la serpiente es un símbolo del diablo e incluso del diablo en persona en el Génesis! —También es un símbolo tradicional del Crucificado. En el desierto, Moisés fabrica una serpiente de bronce y los hebreos que la miran son librados de la mordedura de las serpientes abrasadoras (Nm 21, 6-9). Jesús mismo se identifica con ella: Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna (Jn 3, 14-15). — Pero, ¿y los cabritos qué? Toda una iconografía represen­ ta al diablo bajo la forma de un macho cabrío. Además, Jesús 126

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afirma que en el juicio el pastor separará las ovejas de los cabritos (Mt 25, 32). —Podemos acabar locos como cabras, pero también el ma­ cho cabrío, el famoso chivo expiatorio, es una figura de Cristo. Está escrito en el Levítico: Tomad un macho cabrío para el sacri­ ficio por elpecado (Lv 9, 3). Y, en fin, antes de ponernos a hablar sobre el gran y malvado lobo, digamos que también el lobo, emblema de Satán, puede ser símbolo de luz y de fecundidad, como la loba de Roma o el lobo blanco de Apolo (ese Apolo-Sol que “tuvo el honor de ser asimilado alegóricamente a Jesucristo por la Iglesia occidental de los primeros siglos”12). —¿Ni siquiera nos quedaremos con el sapo? El sapo, por fa­ vor, es el símbolo de la lujuria... —El sapo es útilísimo en los jardines. Devora los gusanos pa­ rásitos. En su Diccionario de arqueología cristiana, Dom Leclercq llega a apuntar que, junto con la rana, fue uno de los “símbo­ los de la resurrección”. La trasformación del renacuajo acuático en el voluminoso animal anfibio proporcionaba, en efecto, una especie de imagen suya. Pero hemos dicho que el sapo se comía los gusanos parásitos: no deberíamos tampoco hacernos una idea maléfica de estos últimos. El Mesías en persona se asimila a su pobre especie: Y yo, gusano, que no hombre (Sal 21, 7). —Con esto no podremos: la cruz invertida... ¡Es la joya de los satánicos, la perversión pura! —¡El blasón del primer Papa! ¡El signo del martirio de San Pedro que, por humildad, no quiso ser crucificado al derecho, como su Maestro!... 12Louis Charbonneau-Lassay, Le bestiaire du Christ, Albin Michel, Paris, 2006, p. 307.

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—Entonces, el pentáculo, esa estrella de cinco puntas que se opone a la estrella de David... —Se pueden ver pentáculos en algunas iglesias. Por lo demás, cinco es el número de panes que multiplica Jesús en cinco mil (Mt 16, 9). Y es también el número que corresponde a una recompensa otorgada al pueblo que sigue los mandamientos de Dios: Perseguiréis a vuestros enemigos; que caerán ante vosotros a filo de espada. Cinco de vosotros perseguiréis a cien... (Lv 26, 7-8). — ¿Y los cuernos, qué pasa con los cuernos? — Los del carnero enviado por Dios y que salva a Isaac de la inmolación (Gn 22, 13). —¿Y la cola, que arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo (Api 2, 4)? —Moisés también le ofrece al Eterno el rabo del cordero sa­ crificado (Lv 8, 25). — ¿Y el azufre fétido? — El aliento de YHVH, cual torrente de azufre (Is 30, 33)... El teorema “ninguna cosa pertenece de por sí a la maldad” implica también este corolario: “cualquier cosa, salvo Dios y sus santos, puede ser corrompida”. El sable, el hisopo,' un icono de la Virgen Santa, un tabernáculo hecho caja fuerte, el retablo del1 1 [En el original francés, esta relación de cosas corruptibles comienza por le sabre, le goupillon,... (el sable, el hisopo,...). Pero la expresión francesa le sabre et le goupillon es la forma habitual­ mente peyorativa de aludir a la conjunción del ejército y la Iglesia. N. del 71]

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Cordero místico convertido en reclamo de estancias turísticas... A pesar de todo, príncipe de este mundo. Que el ritual propon­ ga un exorcismo hasta para el agua muestra que hasta la materia que lava puede servirle a él para ensuciar. Pero todo lo que se ha corrompido, tiene que restaurarlo el justo. De nuevo, el mal moral no es una cosa, malum non estaliquid, como dicen los escolásticos, sino cierto uso desordenado de las cosas. Lo vimos en el relato de la caída: allí donde las cosas son apetecibles a la vista y luego buenas para comer, la mirada se nubla y el fruto se convierte en, primeramente, bueno para comer (ese fruto que sólo era, el único entre todos, apetecible a la vista y, sin duda, incluso agradable al tacto). La culpa no produce nada real. Solamente no sigue el orden requerido. No pertenece a la creación, sino a la descreación. Es necesaria esta insistencia. Nos evita ese defecto habitual de demonizar tal o cual realidad en sí misma. Lo que el magisterio llama “cultura de la muerte” no es un conjunto de objetos malignos. Es un uso perverso de los mis­ mos objetos que la “cultura de la vida” usa bien. Un dvd de pornografía degradante puede ser útil para calzar una cómoda (lo mismo que una película pringada de sentimentalismo). Una voluminosa biblia litúrgica puede emplearse como arma con­ tundente para golpear mortalmente al prójimo. Está claro que dicho dvd sólo será un calzo mediocre y que la biblia valdrá más como medio para alcanzar sabiduría: uno y otra fueron conce­ bidos para un uso distinto contenido intencionalmente en ellos y que nos incita a tender a él. Pero nada impide, una vez que ambas cosas existen, corromper una de ellas usando la fuerza o restaurar la otra usando la dulzura. Pongamos otros dos ejem­ plos, quizás más neutros y más iluminadores. El diagnóstico prenatal fue inventado por el profesor Lejeune para cuidar del niño disminuido lo más precozmente posible, pero nos servi­ mos de él para eliminarlo in útero, porque una vez fuera somos 129

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demasiado sensibles para ahogarlo mirándolo de frente. El En busca del tiempo perdido de Proust ha llegado a ser un florón de los gay & lesbian studies, pero puedo arrancarlo a esa reducción segregativa y reabrir las páginas del libro a la luz trágica de un tiempo reencontrado para volver a perderse. Mil autos de fe no equivaldrían a un solo acto de fe. Más vale una relectura crítica. Un fuego que purifique más que un fuego que consuma. Tanto más cuanto que hay obras sulfurosas que esconden diamantes bajo su ganga y obras que exhalan incienso que no son más que bisutería barata. Examinadlo todo (panta) y quedaos con lo bueno (1 Ts 5, 21). Considerando esa forma de examinar al fuego, el Anticristo de Nietzsche es más cristiano que todo lo que uno pueda sacar alguna vez de un catecismo de los años setenta. Ser católico es ser universal. Ay de aquel que adujera ese título para destruir lo que quiera que fuese: su misión, como la luz que expulsa las tinieblas, es disipar la ilusión de lo que no es. Usar cada cosa, como diría el Eclesiastés, en su lugar y momento. El diablo triunfa cada vez que despreciamos una parcela de la crea­ ción, porque a través de ese desprecio se insulta al Creador. Por lo demás, hasta del mismo demonio se puede desviar su ataque y emplearlo como en esas fábulas donde las nalgas ardientes de un diablillo se usan para hacer hervir la marmita: “No era ciertamente intención de los tiranos que, por sus persecuciones, irradiara la paciencia de los mártires”, pero la gracia sabe ser­ virse para su vida propia de aquello mismo que quiere matarla —sin lo cual ya no sería la gracia soberana. Con ella, pues, no hay que rechazar — a priori— nada. Todo está por recoger. Entre la perdición y el orgullo: el diablo dividido

El diablo es, etimológicamente, el que pasa a través. Rom­ pe el vínculo, levanta el obstáculo, divide lo que estaba unido. Vislumbramos el desorden reinante en el pandemónium y di130

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jirnos que su única unidad consistía en su odio común. Pero, a decir verdad, es muy probable que también esté dividido en su estrategia de combate contra los hombres. Se presentan ante él dos tácticas rivales: la que nos empuja al error y se sirve de nuestra debilidad y la que nos empuja al orgullo y se sirve de nuestra fuerza. Porque, sin bien el odio a los hombres lo incita a rebajarlos muy por debajo de sí mismo, el odio a Dios lo lle­ va a convertirlos a una rebeldía como la suya. Su rebelión nos exalta mientras su envidia nos aplasta. Si bien, por un lado, nos arrastra por el fango, por el otro, fomenta nuestros soberbios levantamientos. Induciendo por allí al error, incitando por aquí a la traición, lo veremos tan pronto inhumano, tan pronto hu­ manista, tan pronto profesor de angelismo, tan pronto culpable de bestialismo. O bien hace del hombre una cosa que él posee o bien, mediante el halago, hace de él su émulo. Acordémonos de que Cristo lo llama a la vez mentiroso y padre del mentiroso (Jn 8, 44). ¿Se trata de una redundancia o de la distinción en­ tre esas dos tácticas contrarias, de esa división interna del falso que quiere que o bien creamos lo falso o bien seamos falsos? El demonio quiere que seamos engañados y, sin embargo, no desdeña que, sobre la espuma de su estela y como justificando su camino, seamos lúcidamente engañadores. Mentiroso, nos embauca y ejerce su dominio sobre nosotros, pero también, y en ello radica su contraprestación, nos proporciona circunstan­ cias atenuantes, ya que la ignorancia y la debilidad disminuyen la gravedad del pecado. Padre de los mentirosos, no nos miente necesariamente, pero nos invita a mentir como él, a ser, como él, falsos en la misma verdad, lo cual constituye un camino más seguro hacia la condenación. Ahí lo tenemos debatiéndose. Pi­ sotea al hombre para aliviar sus celos, se prohíbe por lo tanto enorgullecerlo. Lo eleva, por el contrario, para cazarlo en su orgullo, se impide entonces aliviar su envidia. “Los demonios, escribe San Agustín, inducen al error por su celo engañador y por una intención celosa según la cual ponen 131

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su alegría en la perdición de los hombres”.1314El no va más de esa perdición parece encontrarse en la posesión. El hombre aban­ dona entonces su buen sentido y se convierte en algo así como la sala de juegos de una plétora maligna. Lo vemos hablando lenguas que no ha aprendido nunca, descubriendo cosas lejanas y ocultas, contorsionando su columna vertebral con proezas de acróbata, en fin, blasfemando y gesticulando con payasadas sa­ crilegas. Con todo eso se puede hacer una película que ponga la carne de gallina. Pero no manifiesta todavía lo que es el espíritu del demonio, porque, para el que pertenece a lo demoníaco, eso son sólo niñerías. El pobre diablo no es más que un títere. Los demonios lo cabalgan hasta el punto de ponerlo fuera de sí de forma que apenas está presente en las torpezas que se realizan con su cuerpo. No es más que la víctima de una violación angé­ lica. Lo mejor, lo peor, sería que se convirtiera en verdugo. Desde esa perspectiva, la posesión es una vía menos ideal que cierta filantropía. Dostoyevski le hace decir lo siguiente al dia­ blo que se le aparece a Ivan Karamazov bajo el aspecto de un caballero “parásito”: Satanas sum et nihil humani a me alienum puto.lA Es la célebre divisa del humanismo, que no hay que sor­ prenderse de encontrar travestida de tal guisa. Satán no deja de ser generoso: quiere así que cada hombre sea a su manera, no un poseído, sino el único dueño de sí mismo, sin tener que dar cuentas ni gracias. Por eso ya no propone esas horribles con­ vulsiones que se ven en El exorcista, sino, lo cual es mucho más terrible, cursos de desarrollo personal, de confianza en sí mismo y de manejo rápido de la palabra, siempre que uno no se deje manejar por ella. Más que poseedor se convierte en defensor de los propietarios. Nos invita a un pecado lúcido y, por tanto, 13 San Agustín, De divinatione daemonum, capítulo VI, 10. 14 Fiodor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, libro XI, capítulo IX: “Soy Satán y estimo que nada que sea humano me es ajeno”.

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luciferino: mejor que reinar sobre el universo obedeciendo a Dios, no obedecer más que a uno mismo, servirme de las cosas de Dios para mi propio provecho y coronarme así como sátrapa esquizofrénico de un mundo de estrásk y de estrés, fantasmal y autónomo. Jules Michelet presintió claramente esta verdad, cuando en las tinieblas de su Edad Media ve al príncipe de las tinieblas como un precursor de las Luces: “Satán es el gran pros­ crito y concede a los suyos el gozo de las libertades de la natura­ leza, el gozo salvaje de ser un mundo que se basta a sí mismo”.15 Ser un mundo que se basta a sí mismo: de ninguna forma se podría expresar mejor lo que nos tienta, lo que nos fascina en el pecado. Para conseguirlo hay que tener la cabeza muy clara, y también creer tenerla muy grande. El demonio posee mejor al hombre no poseyéndolo, sino arrastrándolo a esa suficiencia planetaria. Que puede, por lo demás, adoptar formas remilgadas y de apariencia benigna. Baudelaire lo señalaba a propósito de George Sand, cuando ella pretendía con su “buen corazón” que “los verdaderos cristianos no creen en el Infierno”: “No puedo pensar en esa estúpida criatura sin cierto estremecimiento de horror. Si me la encon­ trara, no podría aguantarme las ganas de tirarle una pila de agua bendita a la cabeza”.16 Entre la tentación y la prueba: el diablo exasperado

Hay otra cosa que despedaza al demonio. La historia de Job se lo enseñó. Y asimismo todas sus desventuras con esos ilumi­ k [El estrás es un vidrio inventado por el joyero alemán Georg Friedrich Strass a partir de mine­ rales encontrados en el río Rin con el que consiguió excelentes imitaciones de piedras preciosas que se hicieron muy célebres en la corte del rey francés Luis XV. N. del T ] 15Jules Michelet, La sorcière, VIII, GF, Paris, 1966, p. 99. 16 Baudelaire, Mon coeur mis à nu, XVI, Oeuvres complètes, p. 411.

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nados que son los santos. Lo olvidaría si no pudiera leerlo en Tomás o incluso ahora en esta página (página que pudo leer an­ tes que cualquier lector, antes que el mismo editor y casi antes que yo —pero ciertamente antes que el Salvatoi en persona). Y esto es lo que lo exaspera: que lo que él programa como una tentación para perder, la providencia lo reprograma como una prueba para santificar. “A propósito de los ataques de los demo­ nios, debemos considerar dos cosas: los ataques en sí mismos y su papel en el plan divino. El ataque mismo proviene de la ma­ licia de los demonios que, por envidia, se esfuerzan en impedir el progreso de los hombres y que, por orgullo, remedan el poder divino: lo mismo que los ángeles de Dios son enviados como ministros para la salvación de los hombres, ellos se designan a sí mismos como ministros para su perdición. Pero esos ataques son sometidos finalmente al orden de Dios que, según sus de­ signios, sabe servirse del mal, ordenándolo hacia el bien”.17 Lo que el diablo perpetra por malignidad, Dios lo permite por amor. De suerte que aquél se encuentra a pesar suyo como instrumento de éste. Por medio de su rencilla condena al peca­ dor y así sirve a la justicia; prueba al santo y así sirve a la mise­ ricordia: lo único que consigue es que obtenga más méritos y que su gracia se haga más resplandeciente. Así ocurre con el rey Ajab y con el justo Job. En la historia del primero, el demonio, a pesar suyo, favorece una corrección: Dijo Miqueas: “Escucha la palabra de YHVH: He visto a YHVH sentado en un trono y todo el ejército de los cielos estaba a su lado, a derecha e izquierda. Preguntó YHVH: ¿Quién engañará a Ajab para que suba y caiga en Ramot de Galaad?’ Y el uno decía una cosa y el otro otra. Se adelantó el Espíritu, se puso ante YHVH y dijo: ‘Yo le engañaré’. 1 [El autor juega aquí con el hecho de que la editorial que publica su original francés se llama Salvator. N del 7!] 17 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 114, 1.

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YHVH le preguntó: ‘¿De qué modo?’ Respondió: ‘Iré y me haré espíritu de mentira en la boca de todos sus profetas’. YHVH dijo: ‘Tú conseguirás engañarlo. Vete y hazlo así’”{\ R 22, 19-22). En la historia del segundo, Satán favorece una prueba a pesar de él: Y YHVH dijo al Satán: “¿Te has fijado en mi siervo Job? ¡No hay nadie como él en la tierra: es un hombre cabal, recto, que teme a Dios y se aparta del malí Aún persevera en su entereza, y bien sin razón me has incitado contra él para perderle” (Jb 2, 3). En la medida en que el aikido de la providencia emplea la fuerza del Adversario contrariando sus intenciones, el mal que hace a los demás le hace daño a él en el corazón. ¿Cómo no iba a exaspe­ rarse? Y eso en los dos sentidos del término: su tarea se ha vuelto más penosa y su rencor más cruel. En el libro del Deuteronomio, el capítulo 13 (precisamente el número de la mala suerte que se transforma aquí en buena suerte) comienza con este sorprendente pasaje: Si surge en medio de ti un profeta o vidente en sueños, que te propone una señal o un prodigio, y llega a realizarse la señal o elprodigio que te ha anun­ ciado, y te dice: “Vamos en pos de otros dioses (que tú no conoces) a servirles”, no escucharás las palabras de eseprofeta o de ese vidente en sueños. Es que YHVH vuestro Dios ospone a prueba para saber si verdaderamente amáis a YHVH vuestro Dios con todo vuestro corazón y con toda vuestra alma (Dt 13, 2-4). La tentación del diablo viene así redoblada por una tentación de Dios: el es­ píritu malo la obra para coger en falta, el Espíritu Santo para recuperar en gracia, y eso significa, desde este punto de vista, que el falso profeta, el contra-mesías mismo es una bendición. El ateísmo nos tienta, la herejía busca seducirnos, la comodi­ dad encerrarnos en un capullo, la persecución desanimarnos, todo querría reclutarnos para otros dioses-, pero ése es también el medio del que se sirve el Eterno para que su criatura temporal pueda ser desbastada, como el rostro que se afina en el mármol a golpes de buril. 135

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Tertuliano comienza su Prescripción contra las herejías con unas palabras que incluyen las herejías en el ordenamiento salvífico: “Las circunstancias de los tiempos presentes me obligan también a recordar que no tenemos que conmocionarnos con esas herejías, ni por su existencia —pues su aparición fue predi­ cha— ni por el hecho de que perviertan la fe de algunos —pues­ to que no tienen otro fin que poner a prueba la fe exponiéndola a la tentación. Se debe, pues, a la sinrazón y a la falta de reflexión que la mayoría se escandalice de ver que las herejías cobren ta­ maña influencia”. No es que no haya que combatir contra sus seducciones, muy al contrario. Pero el combate no lo es tanto por la destrucción del mal como por el crecimiento del bien. A través de él, nuestra fe superficial, quizás incluso una pizca de­ moníaca —fe de cabeza y visceras— debe profundizar, descen­ der a la inteligencia y al corazón, llegar a ser esa fe que la caridad abrasa lo bastante como para que pueda pasar por las llamas. El diablo sirve, sin quererlo, para desechar lo diabólico (o bien para anclarlo mejor en nosotros, puesto que se trata de una prueba). Y lo dispone así la atención de un Dios de ternura, no el divertimento de un genio dramaturgo. Porque uno podría creer, a la manera de un Séneca, que el Señor se da un espec­ táculo y se complace coronando peones. Eso sería confundirlo con el Adversario. Dios no manipula a nadie. Su providencia no es oscura más que a fuerza de luz. En ella no hay tiniebla alguna. Solamente que, por un don sin retractación, ha querido cria­ turas libres y capaces de mérito: no puede hacer nada si dichas criaturas se entregan voluntariamente al mal, pero hace todo lo que puede para que los males se corrijan unos a otros (mientras que el Adversario hace todo lo que puede para que se exciten unos a otros): los guijarros opacos y cortantes que se sacuden en un saco acaban por pulirse y hacerse brillantes y lisos. Satán nos hace, pues, caer en la miseria y ésa es ocasión para Dios de prodigar su misericordia. Felix culpa, el pecado es sa­ 136

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tánico en sí, pero el Altísimo nos arranca de él por pura gracia, sirve para gloria suya, para nuestra humildad, y contribuye a anudar y desanudar la alabanza en nuestros labios. Con ello el diablo se enrabia más. Redobla su astucia. Cambia de aparien­ cia. Nunca termina de hacernos caer. Y su exasperación aumen­ ta sin fin porque cuanto más nos hunde, más riesgo hay de que nuestro alzamiento sea mayormente glorioso. Conoce muy bien la parábola: ¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le descarría una de ellas, ¿no dejará en los montes las noventay nueve, para ir en busca de la descarriada? Y si llega a encontrarla, os digo de verdad que tiene más alegría por ella que por las noventa y nue­ ve no descarriadas. De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que sepierda uno solo de estospequeños (Mt 18, 1214). En la medida en que descarría la oveja, en esa medida, si la oveja se deja encontrar por el Señor, el demonio coopera a su alegría. Y no sólo a la de Dios. A la de sus directos rivales, pues Lucas habla de la alegría del Cielo entero y, más especialmente, de la alegría de los ángeles (Le 15, 10). Se puede comprender su amargura. Se pueden adivinar todos los esfuerzos de su inte­ ligencia para que la oveja acabe en paradero desconocido. Para que se metamorfosee en lobo. Definitivamente.

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Segunda Lección Un orquestador de debates

¡Su risa! Ésa es el arm a del príncipe de este m undo. Se oculta lo m ism o que miente, adopta todos los aspectos, incluso el nuestro. N unca espera, no se queda quieto en ningún sitio. Está en la m irada que lo desafía, está en la boca que lo niega. Está en la angustia mística, está en la seguridad y la serenidad del necio... Georges Bernanos, Bajo el sol de Satán

Del temblor de tierra al temblor de cielo

El primero de noviembre de 1775 los muy católicos habi­ tantes de Lisboa festejan el día de Todos los Santos cuando un enorme temblor de tierra sacude por tres veces la ciudad: se hunde la catedral de Santa María, caen las basílicas de Sao Paulo, Santa Catarina y Sao Vincente de Fora, se derrumba la iglesia de la Misericordia. Los fieles son triturados de un golpe mientras cantan Señor, ten piedad. Se abren en el suelo grietas de cinco metros sin cuidarse del trazado de las calles ni de los edificios. ¡Las mujeres y los niños primero! Los que escapan al abismo huyen hacia el mar que retrocede: tras ellos, sus casas se deslizan con sus familiares dentro; ante ellos, vuelven a la superficie viejos restos de barcos. Pero las olas desaparecidas vuelven todas juntas de una vez en un inmenso maremoto que se lleva a los supervivientes. La tierra había engullido su ración 139

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de hombres, el agua acaba de engullir la suya: ¿cómo no iba el fuego a reclamar su parte? Los derrumbamientos de las chime­ neas domésticas dispersan los rescoldos, después, poco a poco las llamas se van uniendo para formar incendios que durante cinco días harán sus estragos. La Opera Phoenix, flamante, lla­ mea de verdad: nunca renacerá de sus cenizas. El Palacio Real se abrasa con los setenta mil volúmenes de su biblioteca; lienzos de Correggio, Tiziano y Rubens sirven de leña. El Elospital de Todos los Santos, el mayor del mundo, se consume con varios centenares de pacientes suyos. En total mueren más de sesenta mil personas, grandes y pequeños, buenos y malos, repartidos en cuatro categorías: los aplastados bajo los escombros, los tra­ gados por la tierra, los ahogados por el oleaje y los carbonizados por las llamas... Hay horrores que encuentran culpables. Pero, en este caso, ¿qué se hace? La violencia es tal que ni justicia ni injusticia aparecen a nivel humano. Y al mismo tiempo el desencadenamiento del horror se encadena con un encarniza­ miento tan refinado, una tortura tan sutil... ¿A quién acusar entonces? ¿A Dios? ¿Al destino? ¿Qué fado podría estar a la al­ tura del quejido? La sacudida se propaga por el pensamiento europeo y su sombría fractura va a alojarse en lo más profundo del pensamiento de la Ilustración. “El temblor de tierra de Lisboa, comenta Adorno, bastó para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz”. Lo que ha hecho tambalearse la tierra hace que se tambalee su visión del Cielo. Su Poema sobre el desastre lo manifiesta (con alejandrinos cuya rotundidad nada hace tambalear): Pensador engañado que clamas: “Todo es bueno”; Acércate y contempla esas ruinas horribles, Tantos restos, escombros, cenizas desdichadas, Las mujeres, los niños, que amontonados yacen...

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Ante el seísmo, la teología racionalista conoce el mismo co­ lapso que los edificios de Lisboa. El mal es de una oscuridad irreducible a la luz del espíritu humano. Y Voltaire, en el prefa­ cio a sus versos, escribe estas asombrosas palabras: “Unicamente la revelación puede desanudar ese gran nudo que han anuda­ do los filósofos”. Pero precisa que sus críticas contra Leibniz y Pope no van en el mismo sentido que las de los teólogos que les oponen la doctrina del pecado original: no, la naturaleza huma­ na no está tan herida, la caída no es el verdadero epicentro de todas las catástrofes. El pesimismo volteriano se contorsiona en este punto en un extraño optimismo. Pero resulta que no mu­ cho más tarde, para resolver algunas cuestiones más políticas, Voltaire avala la postura de los filósofos que denuncia y añade a su poema sobre el desastre otro poema, mucho menos vibrante, sobre la Ley natural. ¡Adiós a la Revelación! A partir de ese mo­ mento pretende “establecer la existencia de una moral universal e independiente, no sólo de toda religión revelada, sino de todo sistema particular sobre la naturaleza del Ser supremo”. A lo que se añade un Cándido que se burla de tal manera de la teo­ dicea que favorece una ateodicea lo mismo de presuntuosa. Las lágrimas de 1755 se enjugan en el sarcasmo. ¿Cómo comprender esa transición? En toda su crítica, Vol­ taire no tiene en cuenta al diablo. Va atribuyendo el mal de forma progresiva a la providencia misma, no por el mejor de los mundos posibles, sino por el peor, un mundo en el que lo único que queda es cultivar el jardín. Rousseau lo explica en sus Confesiones-. “Voltaire, aun aparentando siempre creer en Dios, en realidad nunca ha creído más que en el diablo, puesto que su pretendido Dios no es más que un ser maléfico que, según él, sólo goza haciendo daño”.1Olvidar al diablo para pensar el mal es acabar, sin saberlo, creyendo sólo en él. 1 Jean-Jacques Rousseau, Les confessions, Libro noveno, Gallimard, col. “Folio”, Paris, 1973,

pp. 182-183.

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Recuerdo ese acontecimiento y sus marcas en cierto pensa­ miento porque ponen de manifiesto una admirable secuencia en la que se perciben las garras del experto. El demonio está tras el cataclismo. Pero estaba también tras la teodicea. Y estará también tras la negación de esta última. Es él el que sugiere una justificación racionalista de Dios que se conforma con una resignación intelectual y ya no está abierta al abismo de la Cruz. Es él, también, el que coordina el furor de los elementos y las pequeñas negligencias humanas para que desemboquen en el llamado desastre natural, que viene a contradecir la justificación precedente. Es él, finalmente, el que, alentando el rechazo de toda fe en la providencia, compromete al hombre en la procura solitaria de su salvación. Optimismo de la teodicea, pesimismo de la antiteodicea, progresismo ateo (o también racionalismo deísta, fideísmo irracional, racionalismo descreído), la colisión del horror y el error le permite jugar una simultánea en todos esos tableros. Lo que sigue querría hacernos entrever mejor cómo se ope­ ra toda esa gran maquinación. No en el plano estrictamente práctico —cómo se ensamblan una serie de irresponsabilidades corrientes nuestras para producir una catástrofe excepcional— porque la cadena que entremezcla las acciones visibles y las in­ visibles está hecha con eslabones demasiado singulares. Sino, allí donde la concatenación más abstracta y general se hace más comprensible, en el plano especulativo o ideológico: cómo se orquestan errores contrarios para sustentarse unos a otros y con­ tribuir a nuestra confusión recíproca y a nuestra destrucción mutua. De las bestialidades a la Bestia

Las grandes guerras y los grandes desastres proceden de fac­ ciones que se alzan unas contra otras y que, sin embargo, se 142

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entretejen unas con otras. Hermanos enemigos: el capitalista y el comunista, el relativista y el dogmático, el puritano y el libertino, etc. Observamos así necedades antagonistas que com­ piten, pujan, escalan a los extremos, como diría Clausewitz,™ en fin, se engranan unas con otras como las ruedas de una tritu­ radora gigantesca y supremamente inteligente: un mecanismo que recluta a pobres diablos y los machaca de tal forma que, quejándose siempre de una mitad del torno, reactivan la mitad de detrás, ¡y así se empieza una nueva vuelta! A esta máquina de triturar hombres el magisterio reciente la llama “estructura de pecado”. La expresión se usa con frecuen­ cia, pero raramente se comprenden sus implicaciones. La pri­ mera es que dicha estructura no es fruto de una sola decisión, ni siquiera comunitaria. No corresponde a una sola institución humana, porque desborda a sus actores. Puede imputarse este desbordamiento a la pérdida de visibilidad y de responsabilidad que implica la división burocrática del trabajo. Pero la cosa va más lejos aún. La estructura de pecado tiene como trasfondo un conjunto de instituciones adversas, un encaje de intenciones contrarias, conflictos que se coordinan y nos engatusan para llevar al error al valiente cigoto. El efecto perverso que resulta de ello sobrepasa la perversidad de los hombres que contribu­ yen. Aparecen éstos, pues, como “inocentes culpables”, nunca del todo inocentes, pero tampoco enteramente culpables. Y ése es quizás el logro mayor de una estructura como ésta: favorecer crímenes masivos, pero con aspecto de nadería, sin odio, por higiene y por mecánica, de suerte que las conciencias no queden demasiado perturbadas. Cada cual se cree en su derecho. Cada cual puede sentir que combate el error opuesto. Y cada cual se m [La “escalada a los extremos” es una tesis del teórico de la guerra Clausewitz, que justifica, en el contexto del conflicto entre estados, una espiral de acción y reacción incalculable en sus consecuencias, una vez que la máquina de responder al estado rival se ha puesto en marcha. N. del r.]

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podrá quejar, más tarde, de haberse equivocado sólo a medias: “No es culpa mía, yo no lo sabía, me han engañado, etc.” He aquí, pues, un complot cuyos conspiradores no se han puesto de acuerdo e incluso se denuncian recíprocamente. He aquí una necedad multiforme que se anticipa mejor que el más fino estratega y que sabe preparar una emboscada con un genio que excede a sus protagonistas. Es la fábula de unas abejas cuyos intereses individuales y divergentes convergen, en la semi-inconsciencia, no para producir miel, sino una fantástica amar­ gura. ¿Cómo comprender esta garra invisible? Según Bernanos, un fenómeno como ése puede servir de base a una demostración por reducción al absurdo de la existencia de un Genio Maligno más maligno que el cartesiano: “O bien la Injusticia no es más que otro nombre de la Necedad —y yo no me atrevo a creerlo, porque no para de tender trampas, mide sus golpes, tan pronto se yergue tan pronto repta, adopta cualquier rostro, hasta el de la caridad— o bien es lo que imagino, tiene su voluntad en algún lugar de la Creación, su conciencia, su monstruosa me­ moria. Si quieren pensarlo bien, convendrán ustedes en que no puede ser de otra forma, que estoy expresando en mi lenguaje una verdad de experiencia... Así pues, la Injusticia pertenece a nuestro mundo familiar, pero no le pertenece por completo. Esa faz lívida, cuyo rictus se asemeja al de la lujuria, petrificada en el repugnante recogimiento de una codicia impensable, está entre nosotros, pero el corazón del monstruo late en alguna otra parte, fuera de nuestro mundo, con solemne lentitud, y nunca le será dado a ningún hombre penetrar en sus designios”.2 Por algo se escribieron esas líneas bajo el fuego de la guerra de España. Las exacciones cometidas por los republicanos contra 2 Georges Bernanos, Les grands cimetières sous la lune, I, III, en Essais et écrits de combat, I, Ga­ llimard, col. “Bibliothèque de la Pléiade”, Paris, 1971, pp. 405-406.

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los católicos llevaron a numerosos católicos a optar francamente por el bando contrario, el de los fascistas. Para rechazar al diablo rojo abrazaron al demonio azul. Pero también estaba, compli­ cando la situación y sirviendo a los otros dos de contrapunto, el súcubo blanco del pacifismo. ¿Cómo evitar una trampa sin caer en la otra? ¿Cómo franquear ese estrecho donde no sólo estaban el abismo de Caribdis y los dientes de Escila, sino tam­ bién las dulces torpezas de Calipso? Bernanos fue protegido por su sentido de lo demoníaco. Evitó tragarse acá o allá el triple anzuelo (lo cual lo enemistó para siempre con su familia de la Acción Francesa). Maritain también adivinaba la maniobra an­ gélica. Pretendió salir de ella franco sin tomar partido por Fran­ co: perdió la amistad del gran dominico Garrigou-Lagrange y, aun siendo oblato de la abadía de Saint-Pierre, se convirtió en persona non grata en Solesmes. La argumentación de Bernanos hace remontarse las bestiali­ dades humanas a la Bestia del Apocalipsis. Tras nuestras bes­ tialidades concurrentes y cómplices se encuentra la imagen y la obra de esa Bestia. Pero dicha argumentación no proporciona una verdadera demostración. Adolece de lo que, en teología, se llama un argumento de conveniencia. Se le añade la fe, porque, si uno se atiene a la razón natural, puede muy bien creer que el proceso es inmanente. Ese es el camino que toma la apologética de René Girard: “El Satán de los Evangelios sinópticos, escribe, y el diablo del Evangelio de Juan significan el mimetismo con­ flictivo, incluido el mecanismo de victimización”.3 La rivalidad mimética y la competencia victimaria bastarían para explicar esta maquinaria sin recurrir a ingeniero alguno (¿lo mismo que el darwinismo bastaría para comprender una selección sin seleccionador?). La gran orquestación cuyos principios intentaremos desentrañar puede, en efecto, entenderse sin hacer referencia al 3 René Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, Grasset, Paris, 1999, p. 66.

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director de la orquesta. Pero eso sería librarse a un doble peli­ gro: Io reducir a un mecanismo algo que siempre está lleno de inventiva; 2o responder a ese mecanismo con las sutilezas de una lógica, cuando hay que desbaratarlo con el ardor de un amor. El heresiarca dogmático

No hay un solo dogma, dijimos, cuya exacta verdad no co­ nozca el demonio. Ahora bien, eso es precisamente lo que lo habilita para sugerir herejías sin número. El conocimiento de una cosa hace conocer también su privación: un buen gramáti­ co sabe cómo inducir a cometer toda clase de faltas de ortogra­ fía; un informático especialista en antivirus sabe cómo fabricar virus implacables. La fe del diablo le permite sugerirnos una variedad indefinida de impiedades. Como dogmático frío, sabe muy bien cómo inspirar o, más bien, expirar, mediante despla­ zamientos insensibles, movimientos infinitesimales, tal o cual desviación en el hombre persuadido de su superior rectitud. Llega a ser así el heresiarca de los herejes más hostiles entre ellos. Aprovecha, además, el combate contra la herejía —es su espe­ cialidad— para atizar otra de sentido contrario. Y si comprueba la tenacidad de nuestra ortodoxia, aún le queda su mejor car­ ta: llevarnos a una fidelidad tan estricta como la suya, es decir, igualmente desprovista de caridad. Nos damos cuenta ahora de lo que San Pablo quiere decir cuando afirma que Satán no sólo es el príncipe de este mundo, sino el dios de este mundo (2 Co 4, 4): hay una gran mezcolanza, los abogados de la fe son tan malos que preparan la llegada de la infidelidad, los infieles muestran una inteligencia y a veces una humildad que los hacen atractivos, y detrás de todo, moderador inmoderado, animador de animadores, director de orquesta del guirigay humano, el Adversario favorece esos debates sin diálo­ go y se ríe del espectáculo de nuestras agarradas. 146

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Thomas Browne, en esa gran suma del siglo XVII inglés ti­ tulada Pseudodoxia epidémica, o examen de numerosas ideas reci­ bidas y verdades generalmente admitidas, consagra dos capítulos del primer libro a aquel que llama el “último y común pro­ motor de las opiniones falsas”. Después de haber evocado “las debilidades de la naturaleza humana”, subrayando que “Adán, abandonado a sus propios principios muy bien habría podido pecar solo”,4 insiste en el hecho de que existe “también fuera un Agente invisible y promotor secreto cuya actividad pasa des­ apercibida y que se ríe de nosotros en las tinieblas: se trata del primer urdidor del error y del enemigo probado de la Verdad, del diablo”. Y añade modestamente: “Intentar redactar la lista de todas sus astucias es una aritmética demasiado complicada para el hombre”. Pretender haberlas visto con claridad comple­ tamente sería convertirse en el títere de su actividad más oculta: sería algo vano, se ignoraría que este ángel huidizo e hiperactivo no para de inventar nuevos ardides y que proliferan con dema­ siada rapidez para que se pudiera cuantificarlos. El diablo no es un doctrinario. No está atado a un engaño o a un sistema específico. Goza de una flexibilidad tal que gusta de orques­ tar errores contrarios. Su firma ilegible, tanto en el plano de la afectividad como en el plano de la inteligencia, es jugar desde todas las bandas de la mesa de poker. Así, Browne habla de “la extraña manera en la que nos llena de errores y nos incita con el engaño a falsedades contradictorias”. Y, de entre esas falsedades, nuestro autor inglés relaciona cinco que él estima primordiales y que se irritan entre sí: “Que no hay Dios; que hay muchos dioses; que él mismo es Dios; que él es inferior a los ángeles o a los hombres; que él no es nada en absoluto”.5 4 Thomas Browne, Pseudodoxia epidémica,, libro I, capítulo X, José Corti, París, 2004, p. 79. Puesto que la culpa moral involucra formalmente la voluntad, siempre se peca solo en última instancia y eso es, dijimos, lo que constituye la fascinación solitaria del mal. 5 Ibidem, p. 88.

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¿Por qué ese pentágono de errores? ¿Por qué no hay siete u ocho, como en esa parábola que los editores titulan “retorno ofensivo del espíritu impuro”11? ¿Por qué no seiscientos sesenta y seis como en el Apocalipsis? ¿Por qué no incluso seis mil ocho­ cientos veinte y seis, como en una legión? ¿Hay una lógica que conduzca a esa cifra? ¿No deberíamos, ordenando las cuestiones y siguiendo luego a Aristóteles en su Ética, reducirlos a dos? Porque, después de todo, nos enfrentamos a tres cuestiones: una acerca de la existencia de Dios, otra acerca de la del diablo y la tercera acerca de su naturaleza, y para cada una tenemos dos errores opuestos: no hay Dios/hay varios; el diablo no es/el dia­ blo es un absoluto; el diablo es menos que un hombre/el diablo es más que un ángel (y como el cuarto y sexto errores coinciden, llegamos al número de cinco). Sea cual sea la proliferación del error, su principio parece ser siempre la dualidad. Los dos frag­ mentos de la verdad escindida se convierten en adversarios y, por consiguiente, a causa de su inestabilidad, se fragmentan a su vez y así sucesivamente, en cadena, como en la fisión nuclear. Lo verdadero sometido a tensión

El filósofo constata que a cada virtud se le oponen dos vicios, uno por exceso y otro por defecto. El valiente es aquel que no es ni cobarde ni temerario; el generoso, ni avaro ni pródigo; el cas­ to, ni insensible ni lujurioso. Así, los vicios van de dos en dos, como los discípulos enviados en misión, pero allí donde éstos son dos testigos que se difuminan y se corroboran, aquéllos son dos enemigos que se excusan y se excitan. Porque uno siempre* n [Se refiere el autor a los distintos editores de la Biblia, que suelen dar título a las diferentes secciones dentro de los capítulos para facilitar la lectura. Las versiones francesas de la Biblia suelen titular “Retour offensif de l’esprit impur” (“Retorno ofensivo del espíritu impuro”) al pasaje Mt 12, 43-45 (paralelo a Le 11, 24-26) en que un demonio expulsado vuelve más tarde con otros siete peores que él. N. del T.\

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puede poner al otro como coartada: “No soy pródigo como ese otro”, explica el avaro, y el lujurioso: “No soy como esas purita­ nas”. Contra esa doble ladera, el justo medio de la virtud apare­ ce como la cuerda de cumbres de una sierra y, por tanto, como punto de equilibrio y de tensión. Los dos discípulos que llevan el mismo anuncio forman como un tiro de dos caballos en mar­ cha porque, en cada ocasión, deben ponerse de acuerdo entre ellos y con la Verdad misma. Esa unidad reclama más energía que cualquier división. No hay duda de que la división es agita­ da, su caos puede dar la apariencia de la más fuerte animación: el cadáver que se descompone hormiguea más que el hombre vivo. Pero el hombre vivo, sobre todo si está en oración, de ro­ dillas e inmóvil, está en tensión hacia la energía más alta. Eso mismo ocurre con la Verdad tal como es captada por nuestra inteligencia. Para nosotros, siempre está en tensión (es decir, a la vez ofrecida y reclamando, junto con nuestra aten­ ción, cierta tensión en el enunciado). Mientras que el ángel co­ noce las cosas de manera completa en una sola intuición, nues­ tra inteligencia debe avanzar laboriosamente hacia lo verdadero, a través de las rudas sendas del juicio y del razonamiento. “El intelecto humano, escribe Tomás, no obtiene desde la primera aprehensión el conocimiento perfecto de una realidad; primero conoce algo de ella, por ejemplo, su quididad, que es el ob­ jeto primero y propio del intelecto, después las propiedades, los accidentes y las maneras de ser que rodean la esencia de esa realidad. Y a causa de ello, le es necesario al intelecto unir los elementos conocidos [mediante la afirmación], o separarlos [mediante la negación], y después de esa composición o divi­ sión pasar a otra realidad [por ejemplo, mediante deducción o inducción], lo cual es razonar”.6 Este camino discursivo es de larga duración, la prueba la tenemos en estas páginas que, para 6 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae>I, 85, 5.

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acotar esa sola realidad que es la fe de los demonios, se ven obli­ gadas a multiplicarse, a sacar consecuencias, a aportar matices, a equilibrar ciertas afirmaciones demasiado densas. Llegar a la verdad acerca de un tema (no hablo de captarla confusamente) reclama tiempo y estudio y es algo que sólo puede ser refractario a la instantaneidad del eslogan. Hasta el enunciado de una verdad simple en sí misma, para nosotros, es siempre complejo, y tanto más complejo cuanto más simple es esa verdad, pues no está formada por elementos diversos que nuestra inteligencia podría componer o dividir se­ gún su costumbre. Esa complejidad corresponde a una tensión entre extremos. Por ejemplo, el hombre es un animal racional: debo mantener unidas su animalidad y su racionalidad, su carne y su espíritu, y articular la una con la otra sin confundirlas ni separarlas. Ahora bien, esa tensión se va haciendo cada vez más fuerte a medida que nos acercamos a realidades más simples. Los enunciados de la fe católica están ahí para facilitar la adhe­ sión a la verdad simplicísima de Dios (como los diversos rasgos están ahí para hacernos conocer el rostro único e indivisible de una persona). Pero en sí mismos son múltiples y soportan una tensión máxima: Dios es uno y trino, Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, María está redimida y es inmaculada, la Iglesia es sin pecado pero no sin pecadores, etc. El heresiarca dogmático lo sabe muy bien. Su placer maligno consiste en aprovechar nuestra debilidad para deshacer esa ten­ sión. Nos incita a ello con una doble atracción. La primera atracción tiene que ver con el angelismo: ¡Qué bien estaría alcanzar la verdad simple de manera simple, a la manera de los ángeles! ¡Cuántos esfuerzos nos ahorraríamos, cuántas rectificaciones e incluso errores! (sí, porque, como el hombre presa de vértigo en un camino escarpado, lo que nos precipita es cierto temor al error). Ese modo angélico, intuitivo, 150

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de conocer no es humano, y la desgracia quiere también, claro está, que “quien quiere hacerse ángel se hace bestia”.fi Al redu­ cir la tensión se disminuye el misterio, que se nos escapa en el momento mismo en que creíamos inmovilizarlo con una llave a nuestra medida. La segunda tiene que ver con el autonomismo: elegir la parte de la verdad que nos conviene y, después, dejar la otra, tener la dicha de construir uno mismo su propio sistema. Ese es el sen­ tido de la palabra “herejía”. El griego hairésis, en efecto, designa la acción de tomar partido, de hacer una elección. Elijo tal as­ pecto del dogma —Jesús es Dios— pero rechazo tal otro —no es el Dios del Antiguo Testamento (es el caso del marcionismo). Se tiene la impresión de ser más libre. En verdad, no se ha salido del supermercado. De la primera letra de la Biblia, o el dos entre el dúo y lo dual

El comienzo de la Biblia es la palabra “comienzo”. En hebreo, bereshit. Si bien la primera letra de toda la Sagrada Escritura es la letra beth (lo cual, en español, nos da precisamente una homonimia con la Bestia, princesa del falso pretexto). Ahora bien, el carácter inicial de esa beth abunda en numerosas signi­ ficaciones. Los rabinos del Talmud se plantearon por tanto la cuestión: ¿Por qué fue creado el mundo con la letra beth?Es la segunda letra del alfabeto, el comienzo comienza con lo que es segundo: ¿No habría sido una mayor inspiración empezar con la primera, la aleph, que es además por la que comienza Elohim? ft [Pascal, Pensées, § 358. El célebre pensamiento de Pascal del que Hadjadj extrae aquí un fragmento dice así: “El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que quien quiere hacerse ángel se hace bestia”. N. del T.\

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Hubiera bastado permutar las palabras del primer versículo y escribir simplemente: Elohim en el principio creó los cielos y la tierra. Pero con ese orden conforme a lo que es primero para nosotros, habríamos perdido el sentido de la trascendencia. Los rabinos lo recuerdan tanto como Aristóteles: lo que para noso­ tros es primero es segundo en sí mismo. No tenemos acceso di­ recto a Dios, al Ser absolutamente primero. Nos hace falta pasar por la mediación de las criaturas y de la Torah. La misma grafía de la letra proporciona un indicio: “La beth está cerrada por to­ dos sitios y sólo se abre hacia delante, dice rabí Yona en nombre de rabí Levi [el mismo rabí Yona habla, notémoslo, como se­ gundo]. No tienes derecho a preguntar: ¿Qué hay por encima, por debajo del mundo, antes y después de él? Te interrogarás solamente acerca de lo que es posterior al día de la creación del mundo”. Pero, hablando sólo de lo posterior, ¿no se corre el riesgo del agnosticismo? No se debería decir nada del Creador. La continuación del midrash rechaza esa interpretación: “Co­ mentario de Bar Qapara: Pregunta a los tiempos antiguos, que te han precedido desde el día en que Dios creó al hombre sobre la tie­ rra (Dt 4, 32)”. Se trata de recordar que el Altísimo nos supera y que nuestro conocimiento, que sólo se le aproxima partiendo de sus efectos, lo vislumbra pero no lo comprende. Nuestra po­ sición es siempre segunda. Desde que empieza la partida, esa primera letra del Génesis nos invita a la humildad. Pero posee dos sentidos más que se responden y que respon­ den a nuestra reflexión. La letra beth es el número dos. Y beth, en hebreo, es también la casa. Sólo el Eterno es absolutamente Uno. La creación está, pues, del lado de lo que sale de la Unidad absoluta. El dos es nuestra morada. Pero, ¿cómo entender ese dos? ¿Qué significa vivir en la Casa del Dos? ¿Es el número del par o de la dualidad? ¿De la duplicidad o del diálogo? Lo que ya percibimos filosóficamente lo volvemos a encontrar en la Bi­ blia. El dos viene a sellar la tensión de una prueba. 152

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El muy célebre capítulo tercero del Eclesiastés concibe ese desdoblamiento como el del tiempo humano: Todo tiene su mo­ mento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir; su tiempo el plantar, y su tiempo el arrancar lo plantado. Su tiempo el matar, y su tiempo el sanar... La sabiduría consiste en tomar conciencia de que nuestra condición no es la misma según las edades de la vida, de que una sola y misma ac­ titud, aunque fuera la más olímpica, no basta para la existencia y de que el presente está siempre abierto a un porvenir radical, en donde puede darse la impensable recaída o la remisión ines­ perada. Eso remite también a esa otra interpretación talmúdica de la beth inaugural: “Existen el mundo presente y el mundo venidero”.7 El Génesis comienza por el dos porque nuestra ha­ bitación es doble: la pasajera y la eterna. Y el lapso entre una y otra es el tiempo de la gracia ofertada. Querer todo desde ahora o trasladar todo al porvenir, estar demasiado seguro de la pro­ pia salvación o bien demasiado seguro de la propia perdición, es pretender una unidad que no es nuestra y es —presunción o desesperanza que consiguen helar la fuente— rehusar la sor­ presa de Lo que viene. ¿No ése el pecado del ángel? Mejor que recibir, tras un periodo de prueba, la bienaventuranza divina, prefirió darse una felicidad inmediatamente accesible y forzo­ samente inferior. El dos se explica de otra forma en el libro de Ben Sirá. Mani­ fiesta un doble sentido. En el capítulo trigésimo tercero, el de la dualidad: Frente al mal está el bien, frente a la muerte, la vida. Así frente al piadoso, el pecador. Fíjate, pues, en todas las obras del Altísimo, dos a dos, una frente a otra (Si 33, 14-15). Ahora bien, este último versículo se retoma en el capítulo cuadragé­ simo segundo, como un estribillo, pero esta vez para afirmar la conyugalidad: Todas las cosas de dos en dos, una frente a otra, 7 Ibidem.

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y nada ha hecho deficiente. Cada cosa afirma la excelencia de la otra, ¿quién se hartará de contemplar su gloria? (Si 42, 24-25). En el primer caso se trata de no confundir lo que es realmente contrario, por ejemplo, la justicia y la injusticia; en el segundo, de no separar lo que realmente está unido, por ejemplo, la jus­ ticia y la misericordia. Y en este último caso, se afirma que una cosa afirma la excelencia de la otra, es decir, que una no podría funcionar sin la otra. Puesto que consiste en mantener ese dos unido, la verdad es siempre, por lo tanto, trinitaria: está uno, el otro y su relación. Es el dos del dúo. Pero el diablo se presenta para que se rompa la relación y el uno se alce contra el otro. Es el dos de lo dual. Así pues, el número dos es el de la prueba: o bien se va hacia menos que dos, en la separación o en la confusión (pero como el Uno en sí nos está negado ese menos que dos vale por una división indefinida); o bien se va hacia más que dos, en la aper­ tura hacia un tercero inaprensible. Porque, ¿qué es esa relación que puede unir las cosas más diversas, incluso reunir también al piadoso y al pecador? O mejor, ¿quién realiza esa relación? Ben Sirá habla de las obras del Altísimo o también de su gloria. Eso significa que lo que en última instancia realiza la unidad en la diversidad es precisamente aquel que es el misterio en persona, el Espíritu creador y redentor del universo. Ahora bien, ese mis­ terio no permite que uno se quede en el simple conocimiento. Exige que se pase al reconocimiento, es decir, a lo que se sus­ tenta en los reencuentros y la acción de gracias. La razón última de las cosas no es una razón, sino un amor. Los seres sustentan su existencia y su comunión en un don absolutamente gratuito, sin otro motivo que él mismo. Por eso ataca el diablo esa relación. La encuentra insopor­ table. Le sugiere que todo es gracia, tanto en el orden natural como en el orden sobrenatural (gracia en el sentido estricto). Lo convoca a una infinita gratitud. Ahora bien, según su propia 154

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lógica, hace falta que todo sea una conquista. Y basta sentirse libre. ¿Cómo no iba, por consiguiente, a arrojarse en picado, como un quebrantahuesos sobre un cordero, contra aquel que realiza la relación última entre las cosas? No tanto para romper­ la absolutamente como para falsificarla: hacer de ella una presa más que una acogida, un objeto de conocimiento más que un sujeto de reconocimiento. Cómo se vuelven locas las virtudes

En cuanto el reconocimiento del Tercero se pierde, las virtudes se dispersan y se hacen odiosas. El mal más especioso no se en­ cuentra en el vicio reconocido. El vicio en tanto que vicio no tiene la fuerza de seducirnos. Nuestra voluntad no puede querer el mal por el mal. Para moverla es precisa una cierta apariencia de bien. Nos topamos aquí con el revés del pesimismo de La Rouchefoucauld. Sus máximas siempre tienen la forma restrictiva: “A sólo es B”, donde B es un vicio y A una virtud. El epígrafe de sus “reflexiones morales” anuncia claramente esa estructura genética de todo lo que sigue a continuación: “Nuestras virtudes sólo son, con mucha frecuencia, vicios disfrazados”. Ahora bien, partiendo de esa misma constatación, la penetración del metafìsico vuelve moralista la sospecha. En lugar de la fórmula restrictiva: “Esto sólo es eso”, le hace falta emplear la fórmula expansiva: “Eso es más que esto, y depende de esto”. El mal no es nada bueno en sí, para atraernos siempre tiene que tomar del bien su fachada, y lo que hace La Rouchefoucauld, al desvelar el mecanismo de nuestra hipocresía o de nuestro orgullo, es denunciar la debilidad ontològica del vicio: para fascinarnos le es necesario adornarse con plumas de pavo real, pretenderse superior, en fin, disfrazarse de virtud. Y ese disfraz es tanto más fácil cuanto que no consiste en fingir virtud, sino, para que sigamos estando persuadidos de nuestra rectitud, en separar una virtud de su virtud cónyuge, en romper el tiro en donde una afirma la excelencia de la otra. 155

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Ya lo había visto perfectamente Chesterton. Se repite frecuen­ temente de él en nuestro entorno esta frase: “las ideas modernas son ideas cristianas que se han vuelto locas”, frase que, sacada de su contexto, deformada en su contenido, llega a ser una cantine­ la y enloquece ella misma. Se ha olvidado, en el entretiempo, el principio de esa locura ideal: el desmembramiento de la estructu­ ra trinitaria de lo verdadero, la dislocación del organismo de las virtudes conexas. Este es el pasaje de la Ortodoxia de donde está extraída la frase: “El mundo moderno no es malvado; en cier­ tos aspectos es incluso demasiado bueno. Está lleno de virtudes salvajes y desperdiciadas. Cuando cierta orden religiosa se tam­ balea —como se tambaleó el cristianismo bajo la Reforma— los vicios no son los únicos en encontrarse liberados. Ciertamente, los vicios son liberados y vagan a la aventura y hacen estragos. Pero también las virtudes son liberadas y vagan, más salvajes todavía, y hacen estragos aún más terribles. El mundo moderno está invadido por las viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Las virtudes se han vuelto locas por haber sido aisladas unas de otras, obligadas a vagar cada una en su soledad. Vemos a sabios apasionados por la verdad, pero su verdad es despiada­ da; a humanistas preocupados únicamente de la piedad, pero su piedad —siento decirlo— es con frecuencia mentirosa...”8 Esas líneas beben en lo profundo de los últimos versículos del Salmo 61: Dios ha hablado una vez, dos veces, lo he oído: Que de Dios es la fuerza, tuyo, Señor, el amor; y: Que tú al hombre pagas con arreglo a sus obras. Gilbert K. Chesterton, Orthodoxie, Gallimard, col. “Idées”, Paris, 1984, pp. 43-44.

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Siempre oímos la única palabra divina en la Casa del Dos, a través de un par de enunciados que hay que mantener unidos. En este caso, la misericordia {tuyo, Señor, el amor) unida a la jus­ ticia (tú al hombre pagas con arreglo a sus obras). Pero como esto no funciona, el mundo, según Chesterton, introduce el divor­ cio en ese difícil matrimonio y resulta que cada virtud se vuel­ ve tanto más segura de sí misma cuanto más adúltera. El dúo se trasforma en dualidad. La complementariedad se quiebra en contrariedad. Como hemos visto, el genio diabólico no consiste tanto en rechazar el bien como en acapararlo para provecho propio (rezar sin respetar el orden divino, decía Tomás). De esa forma extravía incluso nuestro deseo de hacer el bien aislando las bondades que la verdad vincula: la justicia sin misericordia, que se vuelve crueldad, frente a la misericordia sin justicia, que se vuelve laxismo; la humildad sin magnanimidad, que se vuel­ ve modestia perezosa, frente a la magnanimidad sin humildad, que se vuelve activismo vanidoso... y finalmente, la verdad sin amor, que es la fe de los demonios, frente al amor sin verdad, que es la filantropía del diablo. Corremos tras esas virtudes par­ ciales que son vicios completos y el mundo puede perecer por nuestra diligencia. El principio de Calcedonia: sextuplicidad del error y más...

Pero no sólo está la estrategia de la separación. Recordemos las citas del Eclesiastés y del Eclesiástico: también está la estra­ tegia de la confusión, más perturbadora, menos reparable, que correspondería por otra parte a la tercera tentación en el desier­ to, tras la carne sin espíritu y el espíritu sin la carne, un espíritu disminuido en una carne mundana... El cristiano que oye que no hay que separar ni confundir, sino más bien distinguir para unir, puede acordarse de Jacques Maritain (Distinguirpara unir es el primer título de su gran libro Los grados del saber), pero debe acordarse primero de lo que se podría llamar el principio 157

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de Calcedonia, que es como una versión sobrenatural del prin­ cipio de contradicción. El 22 de octubre del año 451 es una de las fechas más decisi­ vas para el pensamiento. Es el día en que el Concilio de Calce­ donia publica una profesión de fe que explicita las de Nicea y Constantinopla, especialmente en lo relativo a las dos natura­ lezas de Cristo. Su preámbulo habla de “cerrar la puerta a toda maquinación (mécheme) contra la verdad”. Ahora bien, ¿cuál es la llave que cierra esta maquinaria de los errores? Al parecer se la podría encontrar en esta segunda definición: “Confesamos un solo y mismo Cristo, Hijo, Señor, el único engendrado, recono­ cido en dos naturalezas, sin confusión, sin transformación, sin división, sin separación, no siendo en modo alguno suprimida por la unión la diferencia entre las dos naturalezas, sino siendo conservadas más bien y confluyendo la propiedad de una y otra en una sola hipóstasis, un Cristo que no se fracciona ni se divide en dos personas, sino un solo y mismo Hijo, único engendrado, Dios Verbo, Señor Jesucristo, según lo que, desde hace mucho tiempo, los profetas enseñaron acerca de él, lo que Jesucristo mismo nos ha enseñado y lo que el Símbolo de los padres nos ha transmitido”. La naturaleza humana y la naturaleza divina están unidas en la persona del Verbo sin confusión ni separación. No sólo es que ambas estén intactas, sin disminución ni desnaturalización de ninguna otra clase, sino que cada una contribuye a la exce­ lencia de la otra: el Verbo es tanto más divino cuando se encar­ na; Jesús es tanto más humano por ser también Dios. Mi amigo Thierry Paillard me hizo darme cuenta de hasta qué punto este principio calcedoniano era un principio nupcial: la unión de las dos naturalezas humana y divina en la única persona de Cristo encuentra su primer símbolo en el abrazo conyugal del hombre y la mujer. Es, por otra parte, lo que dice San Pablo cuando habla del matrimonio: Por eso dejará el hombre a su padre y a 158

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su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia (Ef 5, 31-32). Las nupcias del hombre y de la mujer en la habitación común significan las nupcias de la divinidad y la humanidad en el Verbo hecho carne. Y tampoco en este caso una absorbe a la otra, sino que, en la relación, se realza su identidad: la mujer es tanto más femenina por unirse al hombre y, por unirse a la mujer, el hombre es tanto más viril. Volviendo a la definición de las dos naturalezas en una sola persona divina, cuando se abandona el equilibrio nupcial de la verdad no hay ya dos errores genéricos, sino que vienen roda­ dos seis. Tres provienen de la separación, según que se opte por uno u otro de los separados o que se opte por su yuxtaposición sin verdadera coyuntura: Cristo sólo es un hombre, sólo tenía apariencia divina; Cristo sólo es un Dios, sólo tenía apariencia humana; Cristo es a la vez Dios y hombre, pero en dos personas distintas bajo una carne esquizofrénica. Tres provienen de la confusión, según que, en la mezcla, se disminuya una u otra o bien las dos naturalezas: Cristo es Dios que se disminuye para entrar en la naturaleza humana, Cristo es un hombre sin alma, pero cuya alma ha sido reemplazada por el Espíritu de Dios o cuya humanidad se ha disuelto como una gota de miel en el océano de la divinidad; finalmente, Cristo es un semihombre semidiós, reducción y mezcla de las dos en una sola naturaleza inédita. Por supuesto, esto no es todo. Bajo estos errores gené­ ricos se pueden agrupar múltiples variantes. Como ejercicio, y mediando los arreglos necesarios en cada cambio de tema, el lector puede aplicar estas mismas fórmulas al caso de la relación entre el hombre y la mujer, el alma y el cuerpo, la persona y el bien común, la acción y la contempla­ ción, la naturaleza y la gracia, la justicia y la paz, etc. Podrá fa­ bricar su pequeño hexágono de errores contrarios y darse cuenta de cómo, una vez abandonadas las nupcias de lo verdadero, esos 159

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errores se interpelan mutuamente como en una acera donde se mendiga. Esos errores, repitámoslo, se encuentran en una relación de incitación recíproca. Oponiéndose a uno siempre se corre el riesgo de caer en el otro. En el prefacio de una obra polémica, Gustave Thibon precisa de manera oportuna: “La salud bioló­ gica, moral o social es sólo una línea divisoria, a menudo muy estrecha, entre dos vertientes igualmente peligrosas. Nada se­ ría, por tanto, más contrario a nuestro pensamiento que juzgar como tomas de posición absolutas e incondicionales la mayor parte de los ataques o de las advertencias que se encontrarán en estas páginas. Cuando atacamos un exceso es para restablecer la armonía y no por amor al exceso contrario. El médico que lucha con todas sus fuerzas contra el insomnio o la fiebre no es, sin embargo, partidario de la letargía o de la hipotermia”.9 Lo cual no impidió que su obra — ¡ay!— fuera recuperada por algunos de los ideólogos de Vichy... Pero, a ese riesgo polémico se añade otro pedagógico (¿no vimos ya qué pedagogo era Satán?): el deseo de simplificar la verdad, de hacerla más humanamente accesible, de atrapar me­ jor a la clientela de buscadores de sentido. Ajustarse a dogmas aceptables para la inteligencia media de los hombres. Favorecer una adhesión natural, como una carta en el correo. Pero, ¿en­ tonces cómo iba a seguir siendo divino el mensaje? Así, Sabelio cree servir a sus feligreses explicándoles que la Trinidad es una manera de decir, no que haya tres personas cuya comunión constituya un solo Dios-Amor, sino un solo Dios que se llama Padre en tanto ha creado el mundo, Hijo en tanto que salva al mundo y Espíritu en tanto que glorifica al mundo redimido. Desde luego así se facilita el catecismo. Pero así se confunde lo 9 Gustave Thibon, Retour au réel, H. Lardanchet, Lyon, 1943, p. xii.

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que es más simple a nuestros ojos con lo que es más simple en sí. Por otro lado, este esfuerzo por remitir la fe teologal al efecto de una apologética lo único que consigue es reducirla, en cuanto a su modo, a la fe de los demonios. Por qué los hijos de este mundo son más astutos

En una parábola propia de Lucas, Jesús parece alabar la mal­ versación de un administrador astuto e infiel. Habiendo cons­ tatado su amo que disipaba sus bienes, le anuncia una próxima destitución. Como no se ve ni mendigando ni trabajando la tierra, aprovecha entretanto para condonar a los deudores de la propiedad una parte de su deuda, a fin de hacerse amigos para cuando esté en la calle: — ¿Cuánto debes? —Cien medidas de aceite. —Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuen­ ta. Y tú, ¿cuánto debes? —Cien cargas de trigo. —Toma tu recibo y escribe ochenta... El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz. Yo os digo: Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas (Le 16, 8-9). Es difícil la interpretación de este pasaje y nos contentaremos aquí con hablar sólo de uno de sus sentidos, que prolonga nuestra reflexión. ¿Por qué los hijos de este mundo son más astutos, más pruden­ tes, más sabios incluso (otras tantas aproximaciones al término phronimos) que los hijos de la luz? El versículo no habla de una superioridad absoluta, sino relativa a lo mundano, a la generación a la que pertenecen esos hijos. Se pueden aducir tres razones al respecto. La primera es que los hijos de este mundo no propo­ nen a este mundo más que cosas que están a su nivel, le rascan donde le pica, no lo peinan a contrapelo. Nunca hablan de lo eterno, con lo que se ahorran balbuceos y situaciones compro­ 161

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metidas. Segunda razón: no conocen los límites morales de los hijos de la luz, que aman a su prójimo. Para obtener algo de estos últimos todos los medios son buenos. No cuentan los estados de ánimo. Si tienen escrúpulos, porque no dejan de experimentar­ los en gran número, son sólo de tipo pragmático, en relación a tal falta de eficacia o a tal fracaso comercial. Tercera razón, que nos reconduce a nuestras observaciones precedentes: los hijos de este mundo se sienten bien rompiendo la tensión del enunciado de lo verdadero. Pueden lanzar eslóganes, consignas simplistas, apelaciones tanto más fuertes cuanto más laxos son sus conteni­ dos, sin matices ni profundidad. Si la intimidad del misterio se disipa en la propaganda y la publicidad, los clichés mundanos se abrillantan, los atajos revolucionarios se amplifican. Para ellos, por tanto, para los hijos de este mundo, todo va so­ bre ruedas, mientras que los hijos de la luz están —como Jacob al acabar el combate con el ángel— cojos. San Pablo compara su condición con la de vasos de barro que llevan un tesoro. Son hombres como nosotros, pequeños, oscuros y, no obstante, son hijos de la luz. Son fabricantes de lonas, carpinteros, cobradores de impuestos, antiguas prostitutas, pescadores pecadores y, sin embargo, nos anuncian la vida eterna. También tienen algo de equívoco, de torpe, de irrisorio, de metepatas, yo diría incluso de falso, debido a la desproporción entre lo que son y lo que testimonian. Son, como en Platón, los supervivientes de la Ca­ verna: por pura bondad vuelven a descender a ella para liberar a sus antiguos compañeros, pero sus ojos, acostumbrados ahora a la luz del día, ya no se arreglan para ver entre las sombras; ya no tienen discernimiento para los fantasmas, ya no tienen reflejos para los asuntos que agitan el mundo inferior. Aparecen entonces como tontos o como hipócritas. Incluso como tortu­ radores, pues proponen una verdad que nos arranca de nuestras confortables opiniones. Quieren llevarnos hacia el sol, pero, a nosotros, amigos de la penumbra, sus rayos nos hacen daño, es como si quisieran reventarnos los ojos. 162

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Pero, ¿qué puede querer decir el Verbo cuando ordena: Haceos amigos con el Mammón injusto? No hay que servir a Mammón, se nos dice más adelante. Lo cual no quiere decir que no haya que servirse de él. ¿Con vistas a qué? No a Mammón mismo, sino a la amistad. Así es como puede interpretarse ése precepto en relación con nuestro propósito: en el combate contra la injusticia y el error, podéis serviros de ciertos medios de este mundo, pero atención, el fin no es ser más eficaces, porque la eficacia de esos medios sólo es absoluta para este mundo, o de otra forma, para Mammón mismo. El fin es hacerse amigos, es decir, al combatir con las riquezas injustas no abandonar nunca la caridad. Porque ésa es una falsedad peor que el séxtuple error. Una falsedad que es la séptima maravilla del demonio, el aquelarre de las hechiceras, el retorno masivo del maligno una vez que se ha limpiado bien la propia inteligencia: Cuando el espíritu in­ mundo sale del hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo; y, al no encontrarlo, dice: “Me volveré a mi casa, de donde salí”. Y al llegar la encuentra barrida y en orden. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí, y elfinal de aquel hombre viene a serpeor que elprincipio (Le 11, 24-26). ¿Qué estado es ése que es mucho peor que estar poseído y que supone incluso que se ha expulsado previamente a un pri­ mer diablo? ¿No deberíamos admitir que tal como se describe es posterior a la conversión? ¿Y no hay que afirmar, además, que evoca por sí mismo a los otros siete diablos, que acoge los seis errores más una falsedad idéntica a la suya? Ya se habrá comprendido que esa falsedad no radica en el conocimiento, sino en los hechos. Consiste en defender la ver­ dad sin amor, digamos incluso, la verdad sin verdad, que es la ilusión más temible de todas: el error que se considera a sí mismo sin error, el desfallecimiento sin fallo que Ib señale a la inteligencia claramente. El contenido es verdadero, pero la ma­ 163

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ñera es falsa. El conocimiento está ahí, pero sin reconocimien­ to. Aunque excite, en frente, a todos los falsos contenidos, cuyas maneras podrían ser un poco más verdaderas. Y es que la verdad se declara nupcial y en tensión no sólo en su enunciado, sino también en su modo y en su finalidad. Por decirlo en aristotéli­ co, la comunión no sólo se da en la causa material (el enunciado verídico), sino también en la causa formal y en la causa final, porque ella es la causa eficiente. Lo que es es en sí mismo co­ munión. Como fuente de la verdad, la comunión debe aparecer en el enunciado verdadero, pero también debe manifestarse en la manera de óomunicarlo y como fin de esa comunicación. El anuncio de la verdad se realiza en el amor divino al prójimo, especialmente al pecador, no para tener razón, sino para estar con él — comulgando. Se trata menos de dar una lección que de acoger a un hermano. Eliminado ese impulso de comunión, por muy ortodoxa que sea nuestra palabra, procederá de un hálito impuro, poseerá un fondo demoníaco. Y nos habremos hecho enemigos con las Riquezas justas. Contra esa falsedad sin error canta San Pablo, en la Epístola a los Corintios, un himno a la caridad: Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera PLENITUD DE FE COMO PARA TRASLADAR MONTAÑAS, SI NO TENGO CA­ RIDAD, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara

mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha (1 Co 13, 1-3). La palabra griega, oudeis, traducida aquí por “nada” se descompone etimológicamente en ou-dheis, lo cual hace referencia al no-uno más que al no-ser (o nada). La ausen­ cia de caridad conduce a la negación de la unión. Y ese himno al que habitualmente se le pone acento arrullador, aparece de pronto como terrible: puedo hablar la lengua de los ángeles, tener una fe “total”, repartir mis bienes y entregar mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, todo eso viene del Maligno. ¿No 164

Un orquestador de debates

se ajusta el diablo rasgo por rasgo a las tres situaciones descritas por San Pablo? Habla la lengua de los ángeles; es lo bastante es­ piritual para que las montañas no sean un obstáculo a su fe; no posee ningún bien material y no cesa de entregarse a las llamas o, más que un mártir, en ellas se siente como en casa.

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Tercera Lección La gran maquinación: ateísmo y fariseísmo

D e Screwtape, subsecretario del estado satánico a su “so­ brino” W orm w ood, demonio subalterno. “...Q uerem os tam bién que la Iglesia siga siendo pequeña, no sólo para que los menos hombres posibles aprendan a conocer al Ene­ migo, sino sobre todo para que los que se vuelvan hacia él se coloquen en ese estado de exaltación enfermiza y de fari­ seísmo agresivo característicos de una sociedad secreta o de una pandilla. C. S. Lewis, Cartas del diablo a su sobrino

Origen níaco

y valor del ateísmo desde el punto de vista demo­

Los ataques más ásperos de Cristo no son contra ateos, sino contra escribas y doctores de la Ley. Forzosamente, se dirá, en razón del contexto histórico: in illo tempore, se llevaban los hi­ pócritas, no los ateos, al menos no a la manera moderna, de los afirman que Dios no existe. Sería, sin embargo, menospreciar la omnipotencia divina creer que el Verbo, si hubiera sido necesa­ rio, no habría podido encarnarse en otro tiempo o bien predicar en otro lugar. Nada impedía al Padre haber enviado a su Hijo en misión visible cerca de ateos notorios. ¿Acaso no había, más cerca o más lejos, discípulos de Demócrito, Protágoras o Epicuro? ¿No podía, habiendo elegido una época en que su venida, 167

La fe de los demonios

según ciertos eclesiásticos, hubiera sido mucho más saludable, haber maldecido en directo a tal o cual indígena del planeta Marx? Sin problemas. Pero no lo hizo. ¿Por qué esa aparente dimisión? ¿Por qué ese encarnizamiento con los creyentes? Yo adelantaría dos motivos al respecto. El primero es que el ateís­ mo moderno es una herejía cristiana; era preciso, por tanto, que se hubiera proclamado el cristianismo para que apareciera esa herejía. El segundo es que el ateísmo especulativo no es el peor de los males; los demonios saben que Dios existe, que los judíos forman el pueblo elegido, que Jesús es el Mesías, no son por ello menos diabólicos, al contrario... El primer motivo se deduce del proceso que hemos observado a lo largo de toda la lección precedente. En un ensayo que se titula Elfin de los tiempos modernos, Romano Guardini muestra qué desleal es la modernidad: hurta sus principios de entre las nociones cristianas para volverlos contra el cristianismo mismo. La consistencia del mundo creado, la realidad del libre albedrío, el sentido de la historia, la afirmación de una laicidad, la gloria de la carne, la dignidad del trabajo manual..., todo eso es sólo una sombra en el paganismo y sólo encuentra su consistencia a la luz judeocristiana. Pero, del siglo XVI al XVII, se pasa del humanismo beato al humanismo ateo, del optimismo cristiano al progresismo racionalista. La fe en el Salvador había aportado confianza en el hombre; se podía intentar creer en el hombre a secas, buscar una moral natural, sin referencia a la Revelación, etsi Deus non daretur, según la expresión del apologista Grocio (icomo si Dios no existiera). Tanto más cuanto que los excesos y los crímenes cometidos por creyentes y otros eclesiásticos ha­ cían difícil la fe en las virtudes inmediatas del bautismo. Esa lógica de recuperación desleal no es característica, de to­ das formas, de los Tiempos Modernos. Es de todas las épocas, propia de todo ir y venir: el demonio nos hace poner en juego un exceso contra otro y lanza sus tentáculos partiendo de los 168

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trozos de la verdad fragmentada. A este respecto, se podría decir que la Edad Media fue desleal, por ejemplo, cuando no supo hacerle un sitio al Israel de la carne, mientras heredaba algo de su espíritu. Y que los tiempos de la Contrarreforma fueron desleales, por ejemplo, cuando tendían, como reacción al pro­ testantismo, a poner las grandezas del sacerdocio por encima de las grandezas de la santidad. En resumen, sólo en la eterni­ dad encontraremos una época absolutamente leal... Por lo que concierne a nuestra historia, el trigo bueno crece con la cizaña, el columpio va y viene, las desviaciones se van interpelando, lo mismo que la separación de la Iglesia y el estado estuvo precedi­ da de su turbia colusión, que el clericalismo suscitó la reacción del anticlericalismo y que el molinismo, a medida que proponía una apologética más racionalista, provocaba al mismo tiempo, a su derecha, el fideísmo protestante y, a su izquierda, el racio­ nalismo ateo. En cuanto al segundo motivo, puede explicitarse con la si­ guiente pregunta: ¿nuestro ateísmo es lo que más satisface a los demonios? Pierre Bayle pretendía lo contrario afirmando que “a los demonios les gusta más la idolatría que el ateísmo”: “La razón de ese proceder es, en mi opinión, ésta: que los ateos no rinden honor alguno al demonio, ni directa ni indirectamen­ te, e incluso niegan su existencia; siendo así que él tiene tan gran parte en las adoraciones que se le rinden a los falsos dioses que la Sagrada Escritura declara, en diversos lugares, que los sacrificios ofrecidos a los falsos dioses son sacrificios ofrecidos a los diablos”.1 La tesis es interesante, pero se basa en dos su­ posiciones muy cuestionables: por una parte, que el ateísmo no es una idolatría; por otra, que los ateos no rinden, ni siquiera indirectamente, culto alguno al demonio. Ahora bien, la idola­ tría consiste en rendir a una criatura el honor que sólo se debe a 1 Pierre Bayle, Pensées diverses sur la comète, § 113, GF Flammarion, Paris, 2007, pp. 255-256.

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Dios (es decir, en hacer de ella el principio primero de su exis­ tencia) y más específicamente en adorar la obra de sus manos: ¿quién puede decir que, en ese sentido, el ateísmo no es idólatra? Gracias a él, divinizamos el dinero, la técnica, la razón cerrada (mucho peor que la casa cerrada0), la pose desesperada (no lo bastante desesperada para desgarrarse en oración). En cuanto al homenaje rendido a los demonios, el ateísmo promueve, por así decir, un culto oculto. Ya leimos en Baudelaire cómo señalaba con más perspicacia que Bayle: “Es más difícil amar a Dios que creer en él. Por el contrario, a los hombres de este siglo les es más difícil creer en el Diablo que amarlo. Todo el mundo le sirve y nadie cree en él. Sublime sutilidad la del Diablo”.*2 Rei­ vindicar la propia autonomía absoluta, creer en el progreso por la industria, querer hacerse a uno mismo por puños de forma onanista, es amar al diablo sin creer en él porque es imitar su prescripción. Nada de misas negras, porque no tenemos nada que ver con ellas, pero nuestro corazón sirve de hostia profa­ nada y los humos de nuestras fábricas pueden abastecer de un incienso conveniente. Pero, ¿de qué ateísmo hablamos? ¿De un ateísmo militante que lucha contra la creencia en Dios? ¿O bien de un ateísmo muelle, una especie de comodidad agnóstica que se sitúa al mar­ gen de la fe o de la anti-fe? ¿Cuál de los dos es el mejor desde un punto de vista demoníaco? Sobre esta cuestión, en Los demonios, el obispo Tijon se pronuncia sonriendo ante el maléfico Stavroguin. Allí donde Baudelaire hablaba de amar al diablo sin creer en él, Dostoyevski evoca la posibilidad de no creer hasta el pun­ to de llegar a estar extremadamente cerca de la verdadera fe: “El ateísmo total es más respetable que la indiferencia mundana... ° [Maison cióse (casa cerrada, literalmente) es una de las formas habituales de referirse en francés a las mancebías. N. del T.] 2 Véase la nota 6 de la página 120.

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El ateo perfecto está de pie en el penúltimo escalón anterior a la fe perfecta (lo suba o no lo suba), mientras que el indiferente no tiene ninguna fe, aparte de un miedo maligno”.3 El ateo virulento está obsesionado con Dios. Se mueve en la a-teología, que es una teología en negativo. Y si su ateísmo se fundamenta en un sentido agudo del mal irrecuperable en el mundo, en la Iglesia y' en su propio corazón, entonces no está lejos de la inversión. Simone Weil habla de “ateísmo purificador”. Pero más valdría hablar de purificación del ateísmo: para llegar hasta el final de su empresa, ser lo más puro posible, el ateo no debe hacer de su ateísmo una nueva religión, de su propio juicio un dios; así se dispone a la verdadera trascendencia, a la acogida de lo que está más allá del bien y del mal humanos... Ese ateísmo no les podría gustar demasiado a los demonios. Si lo atizan es para, inmediatamente, moderar su fuego y llevarlo a esa tibieza que vomita el Eterno, a esa indiferencia que cree en la verdad de la neutralidad, que se fabrica un mundo donde Dios se convier­ te en una opción más que en el secreto de todas las cosas. Para los demonios, esa indiferencia es un éxito mundano in­ cuestionable. Conduce a un mundo de engañifa donde la di­ versión sienta plaza de liturgia cósmica. Pero, ¿es realmente un éxito infernal? ¿Aumenta así la natalidad entre los condenados? La oposición entre éxito mundano y éxito infernal corresponde a la división, en el espíritu diabólico, entre la envidia y el orgu­ llo. A través de nuestra indiferencia triunfa su envidia, puesto que nos envilece, retira a Dios del campo de nuestro deseo y de nuestras preocupaciones. Pero no se satisface su orgullo. Su rebelión hace escuela sólo superficialmente. No es seguro que esos corazones que la ignoran detesten verdaderamente la gra­ cia. No, si esa ignorancia es involuntaria, si proviene de una co­ 3 Fiodor Dostoyevski, Les démons (deuxième partie), Actes Sud, col. “Babel”, Arlès, 1995, p. 499.

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mida de coco sufrida desde la infancia, el demonio no gana en toda la línea. Puede, incluso, que al final pierda: es un gusto que el hombre pase aquí abajo junto a la verdad y viva bajo un techo asfixiante, pero si ese hombre es humilde, si pone en práctica lo poco que sabe sobre la justicia, si reconoce de alguna forma el ser recibido, aun cuando no tuviera ningún conocimiento del Donante, ¡maldición!, a pesar de todo, está salvado. Habrá vivido quizás un infierno a su paso por la tierra, pero ¿para qué, si está perdido para el infierno que no acaba? El ateísmo involuntario del que rechaza a una Iglesia sobre la que está equivocado y a la que acoge en su corazón con otros nombres, para los demonios, es sólo una victoria de oropel. Les permite entenebrecer la tierra, no poblar el abismo. Parafrasean­ do a Cristo, Satán podría quejarse: “No es diciendo: ‘Ni Dios ni amo’ como se descenderá a mi Principado del abismo, sino haciendo la propia voluntad separada, como yo, que gozo en la gehenna. Muchos me dirán aquel día: ‘Satán, Satán, ¿no fuimos ateos en tu nombre y en tu nombre expulsamos a los cristianos y en tu nombre cometimos persecuciones y te halagamos de muchas más formas?’ Entonces les mostraré mi trasero dicien­ do: ‘Jamás os poseí enteramente. ¡De mí os alejasteis cuando no practicasteis la justicia de los fariseos!”’ Los hombres están llenos de incoherencias: pueden pretender que Dios no existe y, sin embargo, vivir en la fe de una cierta bondad. Por eso, el ateísmo del carbonero no puede satisfacer enteramente al pobre diablo. Haría falta añadirle el contentamiento, el rechazo a la Comu­ nión como tal, cierta participación en la mala fe demoníaca. En el condenado no faltó ningún conocimiento, ninguna gracia para poder decirle que sí a Dios. Se mantiene apartado lejos del Cielo por propia elección y el infierno posee a sus ojos bastantes encantos para gozar de su predilección. Aun cuando tras su muerte recibiera todo el conocimiento que no tenía, no haría más que persistir en su rechazo. De la misma forma que, 172

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para estar en el séquito del Mesías, basta que el propio corazón, aunque sólo fuera en el último momento, no rechace el pequeño resplandor de verdad que se entrevé y que contiene implícita­ mente a la Verdad completa, para precipitarse tras Satán hace falta que el propio espíritu se enorgullezca contra lo que se entre­ vé de la Misericordia y que se recele de la Misericordia completa. El supremo interés del demonio es que yo me glorifique en mí mismo. Ésa es su liberalidad. Y su suprema victoria es cooperar en nosotros a ese rechazo lúcido semejante al suyo. Para él no se trata de impedir todo conocimiento de Dios, sino todo reco­ nocimiento; no se trata de minar toda fe, sino la fe energúmena por caridad(Ga 5, 6). El ateísmo especulativo es para él un bien relativo, útil, todo lo más. Es mucho mejor el ateísmo práctico: una gnosis que hincha, contra el agapécpie edifica (1 Co 8, 1). En una de sus Crónicas angélicas, Vladimir Volkoff cuenta la historia de un sabio ruso que habría descubierto una demostra­ ción simple y accesible a todos de la existencia de Dios. Cuando lo arresta la policía soviética, él se espera la deportación a Siberia, pero el jefe de la Checa lo acoge con los brazos abiertos. Incluso prepara una conferencia de prensa para difundir sin tardanza su demostración: “¿Que la buena gente hará peregrinaciones como si fuera gimnasia, cantará cánticos en lugar de la Internacional y adorará los iconos en vez de leer los murales? ¿Por qué nos iba eso a molestar? Nosotros nos reconvertiremos más rápidamente que ellos. Vladimir Illich aquí presente se hará elegir patriar­ ca...” Algo así ocurre con el Gran Inquisidor de Los hermanos Karamazov: no hay que destruir la fe, sino recuperarla: “¿No comprendéis que, si demostramos la existencia de Dios, recu­ peraremos el órgano de la fe como se recuperaría una fábrica de maquinaria pesada que se adaptara para fabricar cañones?”4 Se acuerda uno del endemoniado de Cafarnaúm y de su Sé quién 4 Vladimir Volkoff, Chroniques angéliques, “La preuve”, Fallois, Paris, 1997.

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eres tú. Afirma a Dios. Pero esa prueba de su existencia sirve para evitar la prueba de su amor. Si Satán expulsa a Satán, o el pecado irremisible

Nuestra pregunta: “¿Qué es lo que en nosotros alegra más al diablo?” se puede formular de otra manera: “¿En qué consiste el pecado irremisible que se llama también blasfemia contra el Espíritu Santo?” Pedro Lombardo distingue seis clases que se­ rán retomadas por la Tradición: la desesperación, la presunción, la lucha contra la verdad conocida, la envidia por las gracias otorgadas a nuestros hermanos, la resolución de no hacer peni­ tencia y la obstinación complaciente en los bienes mediocres.5 No hay necesidad alguna de cuernos ni de azufre: basta aprobar en una de esas seis asignaturas para obtener el diploma en sata­ nismo agudo. Las seis tienen en común que designan la culpa de resistirse a la misericordia y que no manifiestan ni ignorancia ni debilidad, sino malicia en estado puro: se conoce la verdad, pero para no reconocerla en absoluto; se controlan las pasio­ nes, pero para ser su único dueño. La gracia divina siempre está ofreciéndose (Dios es tan simple de Espíritu que no sabe hacer otra cosa) y uno prefiere, sin embargo, echar el ojo al platillo del vecino, quejarse de no haber tenido una suerte parecida: Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado! (Le 15, 29-30). El hermano mayor tienen celos del pródigo que re­ gresa y se cierra a lo que estaba destinado para él solo. Apenarse por no haber tenido la suerte del otro, o bien, ponerse adrede en lo contrario, convertirse en un excéntrico, es renunciar a llegar 5 Véase Santo Tomás de Aquino, Summct Theologiae, II-II, 14, 2.

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a ser original: se busca la singularidad por comparación con los demás y partiendo de la propia talla, en lugar de buscar la unicidad por comunión con el único, usando como rasero su origen absoluto. Todo eso se corresponde con el pecado del ángel malo. Pero es también el del buen escriba. Volvamos a la fuente evangélica, a esos versículos que son los primeros en enunciar esas nociones de culpa eterna y de blasfemia contra el Espíritu Santo. El des­ cubrimiento es duro. El satanismo apuntado aquí no remite al otro, al ignorante, al débil, sino que se parece a nuestra perfec­ ta ortodoxia. Se podría encontrar a esta hora en cristianos que leen un libro sobre la fe de los demonios y cuyo celo les hace descubrirla en otros (“Tú conoces, lector, a ese monstruo sen­ sible, / ¡Hipócrita lector, igual y hermano mío!”). Observamos ya cómo el combate contra la herejía puede engendrar la herejía contraria, cómo finge Satán expulsar sin tregua a Satán para mejor afirmarlo bajo formas diferentes... Así, los guardianes de la Ley declaran: “Por el príncipe de los demonios expulsa los demonios”. El, llamándolos junto a sí, les decía en parábolas: “¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsis­ tir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado sufin. Pero nadie puede entrar en la casa delfuerte y saquear su ajuar, si no ata primero alfuerte; entonces podrá saquear su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno ”. Es que decían: “Está poseído por un espíritu inmundo ” (Me 3, 23-30). 175

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— ¡Pero nosotros no somos como esos escribas! Si Jesús hi­ ciera hoy un milagro delante de nosotros, lo reconoceríamos inmediatamente, lo llevaríamos en triunfo, porque no somos como nuestros padres, nosotros no asesinamos a los profetas, sino que los celebramos, nosotros les edificamos iglesias... —Decís: “Si nosotros hubiéramos vivido en el tiempo de nues­ tros padres, no habríamos tenido parte con ellos en la sangre de los profetas!” Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas. ¡Colmad también vosotros la medida de vuestros padres! (Mt 23, 30-32). El que testimonia con suficiencia, testimonia contra sí mis­ mo, sea cual sea la veracidad de su testimonio, porque el ver­ dadero testigo de la Verdad no puede ser autosuficiente: signo puro, debe ser transparente para Aquel de quien da testimonio, que él reconoce como mayor y ante el cual se humilla y desapa­ rece para que otro pueda ir a su encuentro. Ahora bien, lo que proporciona esa transparencia del signo es la opacidad misma del amor, de ese amor que ama al Otro en él mismo, más allá de lo que se conoce de él, más allá de la sola transparencia in­ telectual. De donde, si la culpa eterna consiste en denunciar la presencia del diablo allí donde en realidad se encuentra Dios, su error no es tanto intelectual, relativa al objeto que se de­ nuncia, como moral, relativa a la manera en que se denuncia. Los escribas dicen: Por el príncipe de los demonios expulsa a Los demonios, y nosotros sólo vemos en ello su grosera equivocación en cuanto a la identidad de Jesús. El fondo de su acusación no está en esa metedura de pata que nosotros podemos evitar con facilidad, sino en el proyecto de un mesianismo cuyo curso con­ trolan ellos completamente, de un cristianismo sin un Cristo que vendría a desbaratar su plan: Que su Venida no sea la de un Nazareno vivo y libre, inasible y activo, sino la de un socio cuyo papel está escrito y que no se sale de las líneas previstas por la puesta en escena de los especialistas. 176

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La cosa es lo bastante curiosa como para que la destaquemos: Jesús llama a Satán “el fuerte” (ischyros), título que los impro­ perios del Vienes Santo atribuyen al Señor (Hagios Ischyros). ¿Cómo es que el fuerte está, pues, atado, siendo el fuerte? ¿Y cómo es que el crucificado es fuerte, estando crucificado? Ha­ bría que pensar que el fuerte está atado por su misma fuerza. Aunque advenga esa gracia que sólo se acoge deponiendo el propio poder para ser revestido de un poder superior, ahí está impotente, atrapado en su camisa de fuerzas: es como el gatito que quisiera cazar el rayo de sol. Así ocurre con esos doctores de la Ley que pretenden conocer tan bien al Mesías según sus profecías y que no pueden reconocerlo en carne y hueso. Su cristianismo se centra en una verdad abstracta y no en la Ver­ dad en persona. Se realiza en un saber y no en un encuentro. En consecuencia, en él la delación sustituye a la hospitalidad; la voluntad de poder al deseo de comunión. Lucas nos advierte de ello en las dos referencias a los demonios con las que encuadra la misión de los setenta y dos discípulos. Ante esta misión, Juan toma la palabra: “Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírse­ lo, porque no viene con nosotros”. Pero Jesús le dijo: “No se lo impi­ dáis, pues el que no está contra vosotros, estápor vosotros”{Le 9, 4950). A la vuelta de esta misión los Setenta y Dos exclaman con alegría: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. El les dijo: “Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada os podrá hacer daño; pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos de que vuestros nombres estén escritos en los cielos”{fe 10, 17-20). Satán cae, pero nosotros podemos caer con él, exactamente como la primera Mujer sabia, demasiado segura de saber replicar a la Serpiente. Y si caemos es por alegrarnos de nuestro poder en tanto que poder (los demonios se nos someten) y de quererlo en exclusiva (se lo hemos impedido porque no viene con nosotros). Ahora bien, lo que debe provocar 177

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nuestra alegría es una gracia que nosotros no hemos merecido y que también se le ofrece al otro, al extraño, al endemoniado incluso, pecador como nosotros y quizás menos que nosotros después que seamos cristianos y de que podamos pecar como él a pesar de nuestros dones mayores. Los recién convertidos dan los inquisidores más virulentos. Consciente de ese grandísimo peligro, San Pablo prohíbe su ordenación a un lugar demasiado elevado: Que el epíscopo no sea neófito, no sea que, llevado por la soberbia, caiga en la misma condenación del Diablo (1 Tm 3, 6). No hay como un cristiano con celo para entrar en la plenitud de lo demoníaco: ¿No era Satán el primero de los serafines y como “hermano pequeño de Cristo”, según Lactancio, estaba provisto en el instante de su creación de la mayor gracia? También él, en un primer instante, estaba lleno de gracia, pero, en el instante si­ guiente, estaba vacío para no estar lleno ya más que de sí mismo. Hay en ello como una prelatura del mal que se abre junto al otro, con el otro, como un abuso de bienes sociales. Santiago lo recuerda tras haber señalado la fe de los demonios. Ya no se trata solamente de la peligrosa altura del altar, sino de la de toda cátedra profesoral: No os hagáis maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que nosotros tendremos un juicio más severo (St 3, 1). En la medida que nuestro conocimiento de la verdad crece, en la medida en que se manifiesta nuestro em­ peño en transmitirla, en esa medida aumenta nuestra capacidad de pecar más gravemente: no sólo en lo formal, porque peca­ mos bajo el sol, sino en lo material, porque podemos disfrazar, aunque fuera una sola iota, el depósito de la fe y porque nuestro pecado afecta entonces a una materia gravísima: “En efecto, es mucho más grave corromper la fe que asegura la vida del alma que falsificar la moneda que permite satisfacer las necesidades de la vida temporal”.6 Lo demoníaco es precisamente, para no­ 6 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, 11,3.

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sotros, poner en circulación esa falsa moneda, esos billetes gran­ des que imitan en todo a los verdaderos, excepto por una ligera filigrana infalsificabie que es el Rostro del Amor crucificado. Los fariseos, perdón, los cristianos de hoy, y no los publicanos y las prostitutas, son los únicos capaces de acercarse a la perfección demoníaca, a esa fe orgullosa, segura de su salvación, despreciativa con los demás pecadores. Cristo nos envía como ovejas entre lobos. Para asumir esa situación mortal, de nuevo esa tensión trágica de la verdad —no sólo en su enunciado, sino también en su testimonio— debemos ser prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas (Mt 10, 16). A la vez palomas y serpientes, pero sin ser dobles, puesto que la palabra aquí traducida por “sencillo” significa literalmente “sin mezcla”. ¿Cómo hacerlo? En cuanto se pierde la Caridad orientada por la Verdad, la paloma se vuelve necia, permite hacer el mal, o bien serpiente doble, y colabora en él directamente. Y por querer haber resguardado nuestra comodidad, al ser ovejas entre lobos, nos convertimos rápidamente en lobos disfrazados de ovejas (Mt 7, 15), más voraces por presentarnos con un hocico benigno. El grito de Job y la fe de sus amigos

Una cumbre de lo demoníaco se encuentra en los amigos de Job. Las peores calamidades que debe sufrir el justo no son el robo de sus bienes, la muerte de sus hijos o la úlcera que de­ vora su cuerpo, sino los consejos de su mujer y después de sus amigos. La primera lo invita a maldecir a Dios y morir. Los otros, por el contrario, inician una defensa de Dios que tiende a hacerle perder el ánimo. Y los peores son estos últimos. Su mujer, al menos, reconoce la oscuridad del mal y por eso le pide que reniegue de la bondad divina. Sus amigos desprecian el misterio y declaran que es normal, que no hay por qué gritar contra el cielo. Elifaz de Temán lo reprueba: “Tú que afirmabas 179

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a otros, ¿has perdido la fe? No tienes derecho a ceder”, como si la fe del santo fuera como el saber de los demonios, una obsti­ nada propiedad intelectual. Bildad de Súaj lo acusa: “Lo que te pasa es porque, o tus hijos o tú, habéis pecado, y si pretendes lo contrario, ¿no es ésa la prueba de tu orgullo y, por tanto, de que eres un pecador?”, como si todo se redujera a una justicia estricta y no a la prueba de una misericordia más radical. Sofar de Naamat lo desanima: “Dios es absolutamente trascendente, cómo ibas a poder disputar con él?”, como si esa trascendencia no tuviera que trabajar para nosotros, suscitar el exceso del gri­ to, provocar la violenta escena de matrimonio que es signo de una Alianza más profunda que todos los mimos. Esos buenos amigos quieren buenas cuentas a cualquier pre­ cio: hay que taponar esa brecha en el edificio de la doctrina, amordazar esa boca del pobre que gime demasiado fuerte. Sus discursos no son falsos, pero los dicen de manera falsa y todo se desvía en ellos. Sus intenciones están lejos de ser malas, pero en lugar de llorar con el que llora, quieren secar sus lágrimas con sus pañuelitos —y la espera del Salvador ya no tiene razón de ser. Pretenden estar con Dios y contra Job sin tener el amor que Dios le tiene a Job. San Juan Crisòstomo comenta: “Es evidente que el que se encarga de dar una palabra de consuelo necesita tanta habilidad como el que cura las heridas. Con razón recibie­ ron de Job el nombre de ‘médicos de desdicha’ los que irritaban su herida y lo hacían por malignidad... Sus palabras no sólo no llevan ningún consuelo, sino que incluso inspiran un profun­ do desánimo y desarrollan largamente discursos acusadores”.7 Encargados de dar una palabra de consuelo, pero prodigando palabras desprovistas de consuelo: Juan Crisòstomo dice exac­ tamente lo que son los amigos de Job. Su celo se da tanta prisa en defender al Eterno que olvidan que el Eterno es el defensor 7 San Juan Crisòstomo, Comentario sobreJob, IV, 1.

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del pobre. Su solicitud se impacienta tanto por ayudar a Job con sus argumentos que le impiden, al no implorar con él, buscar su consuelo en Dios. A propósito de Elifaz, señala Tomás de Aquino: “Reprende a Job por su impaciencia... pero él muestra el temperamento de un hombre muy impaciente e irascible, que no soporta escuchar hasta el final lo que se le dice y que se pone nervioso desde la primera palabra”.8 Así es a menudo el “catho”, que cae sobre el desdichado para desembucharle su catecismo. Pero las cosas pueden ir de otra forma y nuestro desolador consuelo al revés que el de los amigos de Job. Ya no sospechamos que el agobiado es un pecador, pero le repetimos que “Dios es amor”, que ape­ nas le queda sitio para el desamparo, y si escuchamos al otro es menos para escucharlo que para vernos escuchando, para jugar al buen samaritano y pagarnos el billete para el cielo. La teodicea peor que el ateísmo

En su notable opúsculo Sobre el fracaso de todos lo intentos de teodicea, Kant se detiene también en los amigos de Job. Lo hace tanto más cuanto que él puede acusarse a sí mismo de haber caído de lleno en esta maléfica benevolencia, treinta y dos años antes, cuando siendo todavía leibniziano, y más aún wolffiano, escribía sus Consideraciones sobre el optimismo y sos­ tenía el racionalismo beato del “mejor de los mundos posibles”. Ahora, y contra los dictadores de la resignación óptima, asume la defensa del que grita sobre su montón de estiércol: “Job dice lo que piensa, lo que siente, y lo que todo el mundo sentiría en su lugar. Sus amigos, por el contrario, hablan como si el Todo­ poderoso, cuya conducta juzgan, no fuera más que su auditor y Saint Thomas d’Aquin, Exposition sur le livre de Job, Téqui, Paris, 1998.

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como si prefirieran atraer sus buenas gracias a decir la verdad. La perfidia que ponen en afirmar, de cara al exterior, cosas que ellos deberían reconocer que no han experimentado, así como en simular una convicción que en realidad no tenían, contrasta violentamente con la rectitud de Job, tan alejada de cualquier halago mentiroso”. Y Kant concluye más adelante: “El que se dice a sí mismo, o lo que viene a ser lo mismo en materia de religión, el que dice a Dios: Yo creo, sin haber echado quizás ni una sola mirada a su fuero interno para ver si verdaderamente, al menos en alguna medida, tiene conciencia de esa convicción, ese hombre dice no sólo la mentira más inútil en relación con Aquel que sondea los corazones, sino también la más crimi­ nal”.910La más criminal de las mentiras radica en esa fe cuyo celo es sólo exterior: el que la confiesa con los labios nunca ha des­ cendido al fondo de su corazón para ver allí su propia angustia, para confesar que las cosas no están tan claras. Sin embargo, hay un peligro siempre que se critica a los ami­ gos de Job: se arriesga uno a presentarse como uno más de sus amigos, pero mejor que los otros. Kant se podría haber conten­ tado con decir que ninguna teología agota la experiencia del mal, puesto que éste exige una respuesta existencial y no una solución teórica. Pero acaba por concluir que la razón no podría alcanzar un conocimiento cierto de Dios. El vaivén del balancín le hace pasar de Wolff a Hume, de una teodicea racional a un racionalismo agnóstico, al cual se le yuxtapone —y ésa es la especificidad kantiana— una especie de fideísmo práctico. En el fondo de la Crítica de la razón pura opera el drama de Job. Cuando Kant explica: “He debido suprimir el saber para susti­ tuirlo por la creencia ,w busca, por una parte, atrincherar la fe 9 Emmanuel Kant, Considérations sur l’optimisme et autres textes, Vrin, Paris, 1972, pp. 207 y 213. 10 Emmanuel Kant, Critique de la raison pure, Préface à la seconde édition, Garnier-Flamma­ rion, Paris, 1987, p. 49.

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como fuera del entendimiento, en un santuario privativo donde no pueda alcanzarlo el escepticismo y, por otra, quiere dejarle un espacio a la angustia del justo en contra del optimismo metafísico. Pero eso también es creer que dicha angustia se sitúa en el plano metafísico y reducirla asimismo a un problema especula­ tivo. Es también suponer que el saber y la fe son competidores, lo cual conduce a clasificar a esta última dentro del orden de la naturaleza. Para Kant, la perfidia de los amigos no está tanto en haber hablado sin verdadero amor cuanto en que lo han hecho sin sinceridad profunda. Su exigencia es la de una fe consciente y no superficial. Ahora bien, ¿quién negaría que los demonios son sinceros cuando proclaman: Eres el santo de Dios? El proble­ ma no es la mayor o menor franqueza de la fe, sino que esa fe no se encuentre sólo en el orden de la naturaleza, que se trate de saber o de creencia, de inteligencia o de voluntad, sino que sea transportada al orden de la gracia. No se evita la fe demoníaca poniendo en tela de juicio las pruebas racionales de la existencia de Dios. Se hace subrayando que no bastan para la Salvación. Entonces nos damos cuenta de que esas pruebas no invalidan, sino que refuerzan la prueba: superar la claridad de la razón es una renuncia mayor que tener que superar su penumbra. Si la teodicea es peor que el ateísmo lo es por lo que puede tener en común con este último: el proyecto totalitario —la pretensión de la razón de este mundo de totalizar lo real, en lugar de reconocer esa parte maldita o ese corazón bendito que se nos escapa (el racionalismo no es la verdadera racionalidad, que siempre sabe confesar su más allá). Cuando se es ateo, lo normal es querer tener la última palabra; cuando se cree en un Dios trascendente, la cosa es más perversa. Haría falta aceptar el “dos” de nuestra condición, profesar que el Uno pertenece absolutamente sólo a Dios, pero resulta que uno se esfuerza en realizar desde ahora la unidad perfecta, humanamente, prime­ ro en el plano de la ciencia, después en el plano de la Ciudad. Así, el siervo demasiado útil intenta blanquear a Dios a los ojos 183

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de los hombres. El misterio del mal ya es sólo un problema cuya solución, tanto teórica como práctica, se puede encontrar. Pero esa justificación de Dios se convierte en una justificación del mal. El rabino Richard L. Rubenstein es de los pocos que pensaron no sólo la relación de la Shoah con la racionalización de la existencia, sino sobre todo la de esa racionalización con cierta teodicea cristiana para la cual los caminos del Señor serían para nosotros enteramente sondables y penetrables. La figura de Malthus es uno de los pivotes de esa buena intención totali­ taria: “Su Ensayo sobre el principio de población es una teodicea, es decir, un intento de demostrar la racionalidad inherente a los caminos del Creador todopoderoso. Malthus era cristiano creyente e incluso sacerdote de la Iglesia anglicana. Pero fue también el creador de una de las ideologías más influyentes para la legitimación de un sistema sociopolítico en el que los valores morales heredados de la tradición judeocristiana dejaron paso a simples cálculos de pérdidas y ganancias, siempre más exactos y moralmente neutros. Al considerar la penuria de los recursos, el exceso de la fecundidad humana y la lucha universal por la vida como expresiones de la providencia divina, Malthus argumen­ taba de hecho a favor de la racionalidad esencial de un orden social en que los valores del Mercado sustituían inexorablemen­ te a los principios de la tradición”.11 La cuestión era, para este pastor cristiano, la muerte de los pobres, cada vez más numerosos: ¿por qué la permitía Dios? Malthus habría podido, como Job, quedarse en ese grito. Pero, ¿cómo contentarse con un grito que es precisamente la ruptura de todo contentamiento? Quiso, pues, explicar, legitimar, de­ mostrar que esas muertes ocurrían, desde cualquier punto de vista, para lo mejor. Algunos años más tarde, Marx tendrá la misma experiencia. Dirá, quizás contra Malthus, que la religión 11 Richard L. Rubenstein, The Age o f Triage, Beacon Press, Boston, 1983, pp. 34-53.

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es el opio del pueblo. Pero su lógica será en el fondo la misma: él se cree, según la expresión de Raymond Aron, “confidente de la providencia”, poseedor de las leyes de la Historia, sabedor de que el mal tiene su principio en la propiedad privada y de que el sufrimiento de los proletarios conduce dialécticamente a la sociedad sin clases. Allí donde Malthus acababa justificando la violencia del Mercado, Marx justifica la de la Revolución. Comenzamos a entreverlo: de Malthus a Darwin, que aplica el principio de población a toda la naturaleza, y después de Marx a Hitler, quienes, cada uno a su manera, lo reinyectan en el orden político, el teísmo desaparece, pero la teodicea permanece en esencia, como autodicea, con esa suficiencia que cree poseer la última palabra sobre el origen y sobre el fin de la historia humana. La ilusión de la cristiandad

La posibilidad de lo demoníaco vaga por toda la obra de Kierkegaard. Es lo que da lugar a su definición de verdad: “La ver­ dad es la subjetividad o la interioridad”, definición que influirá en la de Heidegger. Lo serio de esta noción de Kierkegaard es que intenta hacernos salir del plano nocional para que la verdad se haga carne en nosotros. Kierkegaard lo sabe: la Verdad es una persona, y no un texto, de suerte que si el texto subsiste es ante todo para recordar la voz que lo excede y a la que revela: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6 —Se podría pensar que todo el existencialismo, hasta el de Sartre, procede, vía Kierkegaard, de esa afir­ mación evangélica). La peor de las mentiras, por tanto, ya no es no decir la verdad, sino decirla sin cesar para luego no vivirla. La palabra de sabiduría se corresponde con la más perversa de las charlatanerías, puesto que es una charlatanería que se ignora a sí misma o que considera su baba como rocío del cielo: un medio de diferir siempre el paso a la existencia, de huir de la verdad del discípulo abrazando la del profesor.

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Kierkegaard define lo demoníaco como la angustia ante el bien. No todo pecador está endemoniado. El que está en el mal y tiene angustia del mal ya está iluminado por la luz del arrepentimiento: visto desde arriba ya tiene un pie en el Reino. Pero al que yace en el mal y tiene angustia del bien no lo ilumina ninguna luz para volver: pertenece a la especie de los demonios. Pero, esa angustia del bien podría muy bien darse so capa de una defensa del bien: lo impor­ tante es diferir, aplazar, la asunción de nuestro ser en ese bien. “La verdad siempre tiene apóstoles que hablan con fuerte voz, pero la cuestión es saber si el hombre quiere reconocerla plenamente, de­ jarla penetrar totalmente en su ser, si quiere aceptar todas sus con­ secuencias sin reservarse, para el peor de los casos, una escapatoria y no traicionarlas tampoco con un beso de Judas”. Y Kierkegaard compara más tarde al endemoniado partidario de la ortodoxia más dura con “ese filósofo moderno inventor de una nueva demos­ tración de la inmortalidad del alma, pero incapaz de probarla en peligro de muerte por no tener a mano sus apuntes”.12 Desde esa perspectiva, lo opuesto del creyente ya no es tanto el incrédulo. El ortodoxo rígido se zafa tanto como el librepen­ sador, se resiste mejor a ella, a esa Verdad que habría querido asumir en ellos una especie de carne nueva: “Cuando un orto­ doxo rígido pone todo su cuidado y su erudición en demostrar que cada palabra del Nuevo Testamento procede del apóstol en cuestión, entonces desaparece poco a poco la interioridad y él acaba comprendiendo algo completamente distinto de lo que pretendía. Cuando un librepensador emplea toda su sagacidad en probar que el Nuevo Testamento no fue escrito antes del siglo II, a lo que teme es a la interioridad; de ahí su preocupación por calificar a toda costa al Nuevo Testamento como un libro más entre tantos”.13 Volvemos a encontrar esa orquestación diabóli­ 12 Soren Kierkegaard, Le concept de l'angoisse, Gallimard, col. “Tel”, Paris, 1990, pp. 309-310. 13 Ibidem, p. 314.

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ca que se divierte en dos ámbitos. Y de entre los dos adversarios, de entre el ateo con su extrapolación dudosa y el exégeta con sus miles de notas a pie de página, el que está más cerca del diablo es el segundo: se parece al elegante portavoz de la tentación en el desierto. Su fe ya no actúa y su propia boca lo condena. De ahí procede la crítica de Kierkegaard a la cristiandad. No tiene el carácter accidental de una indignación ante el penoso estado de la Iglesia danesa. Procede de su sentido de lo demo­ níaco y señala a la vez la fuerza mayor y, sin ninguna duda, el punto débil de su pensamiento. La cristiandad se presenta ante él como la más radical subversión del cristianismo. Produce la ilusión de que el cristianismo se manifieste como un estado ci­ vil. Gana en extensión lo que pierde en intensidad.14 Su fe tan fácil ya es sólo exterior y, por consiguiente, demoníaca: “¡Qué significa que tantos miles de hombres se digan cristianos sin ninguna dificultad! ¿Cómo pueden adoptar ese nombre... esos hombres que hacen de cierta integridad cívica su ideal?”15 Desde que el cristianismo se convierte en la ley de una socie­ dad temporal, su triunfo se transforma en un fracaso: “El cris­ tianismo ha sido abolido por su propagación, por esos millones de cristianos de nombre cuyo número oculta la ausencia de cris­ tianos y la irrealidad del cristianismo... Toda la cristiandad (es decir, todo el cristianismo histórico tal como se ha impuesto) no es otra cosa que el esfuerzo del género humano por salirse con la suya, por desembarazarse del cristianismo, pretendiendo ser su cumplimiento”.16 El ataque se dirige, más que al poder romano, a la reducción del cristianismo a una moral. El segui­ 14 Vease Soren Kierkegaard, Vingt et un articles, Oeuvres complètes, 19, Éditions de l’Orante, 1982, p. 44. 15 Kierkegaard, Point de vue explicatifde mon oeuvre d'écrivain, Oeuvres complètes, 16, 1971, p. 17. 16 Kierkegaard, L'instant, Oeuvres complètes, 19, p. 145.

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miento de Cristo se transforma en persecución de un deber. La paradoja se reemplaza por la apariencia, el sufrimiento por el consuelo. En una palabra, el Creer queda expurgado de su Cruz: “En el cristianismo de la cristiandad, la cruz se convierte en algo así como el caballo mecánico o la trompeta de un niño”. Su escándalo se resuelve en la escansión de una bonita coral. Lo que no es de este mundo es absorbido por los reinos de este mundo: los cristianos sucumben a la tercera tentación. Como consecuencia, en una sociedad como ésa, el que quiera disipar el espejismo debe hacer una antiprofesión de fe: “Si todos están en la ilusión de decirse cristianos y si hay que trabajar en contra de ello, dicha acción debe ser realizada indirectamente y no por un hombre que proclame bien alto que es un cristiano extraor­ dinario, sino por un hombre que, mejor informado, declare que no es cristiano”.17 Comenzar a ser verdaderamente cristiano es reconocer que no se es, no todavía, no de tal forma que se pueda hacer de ello una exhibición. En La subversión del cristianismo, Jacques Ellul retoma el pen­ samiento de Kierkegaard y concluye a partir de él que la secula­ rización no es más que la continuación de la cristiandad por sus mismos medios. El paradigma mundano prosigue su sustitución de la mística por la moral, del drama por la norma, de la gracia por la naturaleza. Prosigue hasta volverse contra los cristianos “que no se conducen de forma distinta a cualquier otro”, por­ que las malas acciones de la cristiandad se condenan en nombre de la moral... La sociedad secular parece con razón más honesta que la cristiandad mundana: aquélla, al menos, excluye a Cristo abiertamente. El verdadero cristiano no tiene, pues, por qué quejarse. Pues en ella se encuentra la ocasión para una renova­ ción del verdadero cristianismo, el de la minoría humillada, de la antimoral, de la contracultura, de la sal de la tierra, etc. 17 Kierkegaard, Point de vue explicatifde mon oeuvre d'écrivain, Oeuvres complètes, 16, p. 19.

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Kierkegaard es favorable a la “minoría” hasta el extremo si­ guiente: “Se puede muy bien ser cristiano completamente solo. Y si no se tiene una firmeza de espíritu muy grande, como me­ dida de precaución cristiana, ¡más vale ser poco numerosos!... Ser cristiano es ser sal y consentir en el sacrificio. Pero para eso no están hechos ni los miles, ni (menos aún) los millones, ni (mucho menos aún) los países, reinos, estados, ni (¡en absolu­ to!) el mundo entero. Por el contrario, si se trata de provecho, de mediocridad, de todo lo que es contrario a la sal, de la insulsa necedad, la posibilidad de todo eso empieza con los cien mil y aumenta con cada millón para culminar en el momento en que el mundo entero se ha hecho cristiano. Por eso se preocupa ‘el hombre’ de hacer cristianos a todos los pueblos, reinos, países, al mundo entero; hay interés en ello —porque ser cristiano se convierte entonces en algo muy distinto de lo que significa en el Nuevo Testamento”.18 La evangelización del mundo, como ve­ mos, nunca es más que una mundanización del Evangelio. Lle­ var a Cristo a las multitudes no es más que rechazar el instante de llevarlo a uno mismo. El esfuerzo de la misión se vuelve hacia este cobarde objetivo: fabricarse un entorno agradable donde el martirio sea imposible, donde se felicite al misionero. Pero inmediatamente se plantea una cuestión: ¿Por qué pu­ blica todo esto Kierkegaard? ¿Por qué, incluso, en el límite, se tendría que publicar la Biblia? ¿No pone su difusión al alcance de todos su uso perverso? ¿No conduce a hacer de la Biblia un libro más? Además, hasta lo escrito aparece ya como sospecho­ so, puesto que leer y escribir tampoco es poner en práctica. En fin, si el cristianismo ya no es de una Iglesia que congrega, ¿se reducirá a un individuo que se pretende incomprendido?

Kierkegaard, Vingtetun anieles, Oeuvres completes., 19, p. 44.

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Tiene razón Kierkegaard en denunciar la ilusión de la cris­ tiandad. Pero se equivoca al negarla como tal y al rechazar toda institución cristiana. Sus publicaciones que hablan de interiori­ dad dan testimonio contra él y demuestran lo bien fundado de una conveniente propagación. Quiero decir que la institución cristiana posee por naturaleza el mismo sentido que la obra de Kierkegaard: análoga al texto que remite más allá de la letra, es como un signo, y hasta como un sacramento, que recuerda lo que obra en el secreto de la institución aparente, que hace cir­ cular la Sangre del Cuerpo místico. Sabemos que la ideología del Bien que se realiza por la fuer­ za de la institución conduce al totalitarismo. Sabemos que lo esencial está en “la ‘pequeña bondad’ que va de un hombre a su prójimo”, pero sería contradictorio proseguir diciendo con Lévinas que ese amor al prójimo “se pierde y se deforma desde que se pretende doctrina, tratado político o teológico, Partido, Estado e incluso Iglesia”.19 Porque el que eso dice enuncia tam­ bién una doctrina, y esa doctrina tiene necesidad, para expan­ dirse, de cierta institución que repita: Lo que hicisteis con el más pequeño, lo hicisteis con Dios... Despreciando las mediaciones, queriendo ser cristiano completamente solo o en petit comité, no se ve cómo la fe iba a escapar mejor al orgullo, al espíritu de partido, al espíritu impuro, por tanto. El temor a lo demoníaco parece formar parte aquí también de lo demoníaco. No ha sido vencido por la confianza en ese Resucitado que ordena: Id, pues, y haced discípulos de todas las gentes (Mt 28, 19). La cristiandad es sin duda un riesgo, el riesgo de una hipo­ cresía diabólica, de una tibieza vomitiva, de una perversidad plena so capa de caridad, pero ¿por qué iba a ser un riesgo que no haya que correr? No consiste en una identificación de la 19 Emmanuel Lévinas, Entre nous, Grasset, París, 1991, p. 242.

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Iglesia y el estado, lo cual sería efectivamente un desastre. Deja concebir un estado que no se repliega sobre sí mismo, sino que dispone un lugar vacante y libre para el anuncio del misterio divino, y una Iglesia que tiene tanto más que dar al mundo cuanto menos mundana sea. Por encima de todo, contra un elitismo que degradaría el Evangelio en una gnosis exotérica, la cristiandad permite proponer la fe a todos, especialmente a la gente corriente, devorada de otra forma por las seducciones del mercado. Esa pobre gente que contempla la pantalla, ¿qué no habría dado de sí si la tendencia general hubiera sido contem­ plar la hostia? Todos esos pequeños que están hechos, más que los sabios, mucho más que yo mismo, para irradiar la santidad, resulta que agonizan bajo las patas de la bestia. Guardarse de la cristiandad por miedo a la falsedad y guardarse de toda apologética por miedo al orgullo es creerse con demasiada facilidad libres de orgullo y de falsedad. La apologética es urgente no para producir la fe, sino para disponer a ella, despejando el terreno de todo error con vistas a que se pueda librar la verdadera e íntima batalla. La extensión del cristianismo como cristiandad es algo deseable no por el éxito mundano de la Iglesia, sino por la santificación de los pobres que, de otra forma, son tomados como rehenes. Ciertamente que la cristiandad no es un término. No es el Reino de los cielos. Al contrario, en una sociedad donde se conoce la verdadera caridad, siendo iguales todas las demás cosas, el pecado es mucho peor. Es posible que haya más condenados en una cristiandad lúcida que en una sociedad agnóstica por igno­ rancia. Por eso, la cristiandad no es un fin absoluto. Aun cuando todo el mundo se hiciera cristiano, el Reino sólo se seguiría encon­ trando en lo que los profetas llaman elpequeño Resto. Esa noción del “Resto de Israel” no es, sin embargo, numérica. No designa a una minoría de elegidos. Significa que sólo es elegido aquel que pasa por la prueba, es decir, el que permanece —tras haber sido cribado como trigo. La cristiandad es precisamente el lugar donde no se deja de recordar ese primado de la crisis espiritual (del grie­ 191

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go krinein, pasar por la criba) sobre la comodidad moral. Como sociedad donde el cristianismo se anuncia estructuralmente, es imposible no anunciarlo, aunque con su banalización la Buena Nueva corra el riesgo de parecerse a una vieja caprichosa y aun­ que haga falta, por tanto, combatir sin tregua para no reducir a un manual de saber vivir lo que es ante todo la gracia de un saber resucitar y, por consiguiente, previamente, de un saber morir La gran jugada doble: Iglesia pequeña y mundo ateo

El rey Salomón, en la dedicación del Templo, acaba su gran plegaria con estas muy católicas palabras: Para que todos lospue­ blos de la tierra sepan que YHVH es Dios y no hay otro, y vuestros corazones estarán enteramente con YHVH, nuestro Dios, para ca­ minar según sus decretos y para guardar sus mandamientos como hoy (1 R 8, 60-61). Guardar desde ahora sus mandamientos es estar en tensión hacia ese futuro en el que todos los pueblos sabrán que el Señor es Dios. Claro que esa universalidad pue­ de acabar en idolatría, como advierte el mismo autor sagrado: Salomón amó a muchas mujeres extranjeras (el sabio llegó a la ci­ fra astronómica de setecientas esposas y trescientas concubinas) y se puso a seguir a Astarté, Milkom, Kemosh y muchos otros dioses falsos (1 R 11, 1-8). Se quiere hacer que todos los pue­ blos vengan al Eterno y, al final, el Eterno se intercambia por ídolos de calderilla. El deseo de comunión se ahoga en la codicia del comercio. El peligro es cierto, Kierkegaard lo recuerda. Pero eso no impide que esto sea verdad: vuestros corazones estarán enteramente con el Señor en la medida en que el Señor no esté sólo en vuestro pueblo, como una pequeña propiedad vuestra, sino en todos los pueblos de la tierra. No se trata de conquista ni de anexión, sino de humildad y de ofrenda. Aquí comienza a dibujarse lo que puede ser la estrategia del demonio con respecto al ateísmo. Una sociedad enteramente 192

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atea no es lo bastante placentera para él. Tras una cristiandad cuya colusión con el poder hizo sus delicias, tiende a promover simultáneamente una sociedad secular y, en medio de ella, un pequeño número de cristianos que se encierre en un fariseísmo superior —el fariseísmo del publicano, de alguna forma— que consiste en sentirse mejores al poder posar como minoría per­ seguida. C. S. Lewis lo señaló así en una de sus obras maestras, Cartas del diablo a su sobrino, título que en francés se traduce habitualmente por “Táctica del diablo”. En ella, un diablo jefe divulga, en efecto, algunos sabios consejos para tentar dedicados a un demonio de segunda al que él llama su sobrino, porque no podría llamarlo hermano. Su intención a propósito del pequeño número de cristianos se explica con finura: “Queremos que la Iglesia siga siendo pequeña, no sólo para que los menos hom­ bres posibles aprendan a conocer al Enemigo, sino sobre todo para que los que se vuelvan hacia él se coloquen en ese estado de exaltación enfermiza y de fariseísmo agresivo característicos de una sociedad secreta”.20 Ésa es la maquinación de Satán que contenta a la vez su envidia y su orgullo, su celosa tiranía y su eficacia condenadora: la propagación del ateísmo, por un lado, que sumerge a los hombres en una ignorancia a veces bestial; la defensa de una Iglesia-secta, por otro, que fabrica cristianos casi tan malignos como él. A esos cristianos los extravía el demonio con una doble tác­ tica. Tan pronto los empuja hacia una falsa interioridad como hacia una exterioridad polémica. Screwtape, el demonio divul­ gador, escribe en primer lugar: “Concentra la atención de tu protegido en su vida interior... Distráela de sus deberes más elementales para dirigirla hacia las tareas más elevadas y más ‘espirituales’. Acentúa en él ese rasgo tan humano que nos es tan útil: el horror o simplemente la negligencia relativos a las 20 C. S. Lewis, Tactique du diable, EBV, Bâle, 1980, p. 28.

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obligaciones que, sin embargo, parecen evidentes. Llévalo hasta el punto de que pueda hacer su examen de conciencia durante una buena hora sin descubrir ni una sola de las culpas que saltan a la vista de cualquiera que haya vivido bajo su mismo techo o haya trabajado en su misma oficina”.21 El espíritu malo es siempre favorable a los ejercicios espiritua­ les, siempre que no se trate de una espiritualidad de la Encar­ nación. Pero también es favorable a un apostolado muy activo, siempre que no sea el de la caridad: “Mientras conceda más importancia a las reuniones, a los panfletos, a la política, a los movimientos, a la causas y a las cruzadas que a las oraciones, a los sacramentos y al amor al prójimo, será de los nuestros —y cuanto más ‘religioso’ sea (como nosotros lo entendemos), con más seguridad nos pertenecerá... Lo único que cuenta es hacer del cristianismo una religión mistérica de la que tu protegido se sienta uno de sus iniciados”.22 De lo que se trata es de dejarnos creer que ser cristiano es un título —siendo más miserables que los demás— y, por ende, llevarnos a producir un cristianismo a nuestro gusto, con su Cristo travestido de tradicionalista o de progresista, dolorido o hedonista, conservador o revolucionario, cristo de Apolo o cristo de Pablo o cristo de Cefas, que podamos ser más católicos que el Papa, o más papistas que la Iglesia: “Si es necesario que los hombres se conviertan, al menos hemos de mantenerlos en esa disposición de espíritu que yo llamaría ‘cristianismo y . Ya me entiendes —el cristianismo y la crisis, el cristianismo y la nueva psicología, el cristianismo y el orden nuevo, el cristia­ nismo y la curación por la fe, el cristianismo y la investigación parapsicológica, el cristianismo y el vegetarianismo, el cristia­ 21 Ibidem, p. 15. 22 Ibidem, pp. 29 y 80.

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nismo y la reforma de la ortografía. Si es necesario que sean cristianos, al menos, que lo sean con un rasgo distintivo. La fe se sustituye por una idea de moda teñida de cristianismo”.23 Una idea de moda es decir tanto como una idea que se contenta con ir a la contra, siempre que se tome una hostia en su salsa. Lo esencial de ese “y” es detraer del cristianismo su misterio de gracia. Una vez más, la fe de los demonios consiste no en abolir, sino en, si me atrevo a decirlo, realizar una fe a la medida de la época, de las necesidades, de los caprichos. Nada mejor para ello que formar ya sea una gran Iglesia del mundo, como si el Eterno tuviera una necesidad absoluta de estar en boga, ya sea una pequeña Iglesia de privilegiados, como si sólo tuviera necesidad absoluta de nosotros. Bienaventuranzas del infierno: la misericordia pirateada

Acordémonos de los demonios que se instalan en el alma ba­ rrida y ordenada. Siete más uno, ocho, es el número de las bien­ aventuranzas. Como Satán es el “mono de Dios”, me imagino la parodia: Bienaventurados los ricos de su propio espíritu, porque de ellos son los principados de este mundo. Bienaventurados los duros, porque poseerán la tierra con­ quistada. Bienaventurados los que lloran, siempre que digan que el malo es siempre el otro. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de su propia justicia, porque siempre sabrán reivindicar. 23 Ibidem, p. 81.

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Bienaventurados los misericordiosos, porque practicarán la eutanasia. Bienaventurados los corazones que se sienten puros, porque verán al diablo. Bienaventurados los pacifistas, porque firmarán otros atenta­ dos como el de Múnich. Bienaventurados los que se jactan de ser perseguidos y que se otorgan el derecho a perseguir a su vez, porque de ellos son los principados de este mundo. Es sólo una versión discutible. La sirena sabe modular mil variaciones para que nuestros tímpanos sean sensibles a sus sor­ tilegios. Lo esencial, si el misterio de Dios es un misterio de amor, es caricaturizar el amor mismo. El ángel imitador ha con­ seguido tal éxito que tenemos que emplear siempre con reserva una palabra que recuerda tanto los culebrones más empalagosos como las reivindicaciones más mortíferas. El que quiere ser cris­ tiano de veras se ve casi obligado, al estilo de Bloy, a ir contra el “amor” y preferir la cólera. ¿Qué hacer ante locuciones como “hacer el amor” o “hacer caridad” que, tanto una como otra, profanan el acto al pretender consagrarlo? Es fuerte la tentación de rechazar la retórica del Dios manso y humilde de corazón y de optar en su lugar por los rayos del Dios terrible, según el comienzo del Salmo 35: Un oráculo para el impío es elpecado en elfondo de su corazón; temor de Dios no existe delante de sus ojos. Pero, reteniendo el terror contra el amor porque éste último es entregado a la prostitución por toda lengua, el diablo sale de apuros (o más bien hunde su astilla). Para Satán, el Satán, o sea, el Adversario, es Dios. Le viene bien hacerlo aparecer bajo la sola luz del Dies irae, como asimismo le gusta mostrarlo bajo la sola fórmula del Dios es amor: lo importante es separar a los dos, o trueno o malva... El gran engaño, en nuestras cristiandades descristianizadas, consiste en recuperar la compasión para volverla contra Cristo. 196

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Compasión de tripas sensibles contra la del corazón ardiente: que habría consistido en hacer abortar a María para evitarle el repudio y a la vez ese hijo destinado a un suplicio monstruo­ so y, si fuera demasiado tarde para tal solicitud, en, al menos, darle a Jesús no el vinagre en el Gólgota, sino un cóctel lítico en Getsemaní. Los cristianos sociales temen pasar por tortura­ dores, aunque acaban cediendo a la amabilidad letal. Pero los “católicos tradicionales”, frente a ellos, se prestan también a ese juego de la compasión: que todo se reduzca a la lucha contra el aborto y que se olvide anunciar la Gracia que salva al miserable (especialmente al que aborta), lo cual regocija infinitamente al infierno. Tenemos ante nosotros el debate modelo, perfecta­ mente orquestado por el pandemónium. Para tocar el fondo de la fe demoníaca hay que afirmar, sin duda, que el diablo cree en su propia misericordia. Sabe que hace el mal en relación a Dios, pero no piensa que, en relación a él mismo, tal cosa sea mal, de otra forma no se entregaría plenamente a hacerlo. Aunque no haya en él error especulativo, hay, por el contrario, un error afectivo y moral: “Es evidente que el diablo obró mal, pero no juzga que obrara mal, porque no comprende su culpa como un mal, sino que persevera en ella con espíritu obstinado. Esto pone de manifiesto la falsedad del conocimiento práctico o afectivo”.24 Sigue, pues, persuadido de que lo que Dios reprueba es, no obstante, de por sí una mara­ villa. Atención: sabe que la Verdad lo reprueba, pero prefiere su ficción, porque es sólo suya, más solitario que cualquier cartujo, más que cualquier trapense en la Trapa. Y cada tarde lo encuen­ tra recitando su Magníficat: Proclama mi alma su propia grandeza, Se alegra mi espíritu en mí, mi propio salvador, 24 Santo Tomás de Aquino, De malo, 16, 6, 8.

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Porque me he erigido como mi propio dueño, Desde ahora me dirán autónomo todas las generaciones. Todo está ahí: no quiere acoger la misericordia de Aquel que es; por eso se satisface con la misericordia de la nada. Dios lo creó gratuitamente. Que se atenga a ello: él obrará gratuitamen­ te. Porque también tiene él su gracia. Pero no es la gracia del amor. Es la gratuidad de lo absurdo. Y ambas se parecen en que brotan ex nihilo, como el relámpago. Pero, para la primera, se trata de una creación ex nihilo, para la segunda, de una nada ex nihilo. Cuando pretende beber de un pozo que no ha recibido, que sólo le pertenecería a ella, que estaría fuera de toda comu­ nión con Dios y con los demás, la criatura sólo puede volverse a su nada. La misericordia diabólica consiste, por lo tanto, en procurar la paz no por medio del ser, sino por medio de la nada, no por medio de la sobreabundancia, sino por medio de la su­ presión: “¿Te duele el alma? Niega la existencia del alma. ¿Te duele Dios? Niega el misterio de Dios. ¿Te duele el mal? Niega que se trate de un mal. Mejor que la distinción entre el trigo bueno y la cizaña que aguardan hasta la cosecha celeste, se arrasa con todo gratis, o bien se hace como si sólo hubiera trigo...” Política del avestruz o táctica de tierra quemada, es innegable que son consuelos al alcance de la mano, que uno se puede dar a sí mismo, con el placer de haber tenido la iniciativa de la mi­ sericordia. Esta misericordia negativa, imitación de Dios sin Dios, es una razón bastante buena para ir al infierno. Es un acto de indepen­ dencia. En lugar de una libertad que recibo al dar mi consenti­ miento a una alianza, una libertad que yo me otorgo cortando los puentes, porque la ruptura también puede ser indisoluble y la nada, en cierta manera, puede aparecer como un absoluto, más allá de las cosas, inmutable, impasible, inaccesible. Dios me ha creado sin que yo lo quiera. Pues bien, yo haré, en re­ vancha, algo que él no quiera. Con una gratuidad análoga, con 198

La gran maquinación: ateísmo y fariseísmo

una invención también desprovista de motivos, aun cuando mi hacer sólo consista en deshacer, aun cuando mi mejor placer me sumerja en una mala tristeza. La descreación posee, en negativo, una gratuidad semejante a la de la creación. La misericordia que aniquila la miseria por medio de la negación inmediata puede fascinar más, incluso, que la misericordia que transfigura la mi­ seria con una gracia laboriosa. En relación a la Cruz que condu­ ce a la alegría, una buena bala en la cabeza, un amable bálsamo en el corazón, parecen más expeditivos. No me refiero, por su­ puesto, a esos pobres suicidas a los que hunde la desesperación, ni a esos tristes sentimentales a los que calma un chupete, sino a quienes, seguros de sí mismos y rompiendo las formas, se han suicidado espiritualmente, casi sin darse cuenta.

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TERCERA

PARTE

SOL DE SATÁN Y NOCHE DE LA FE (o de lo que no tienen los demonios: la carne, la muerte, la gracia)

No se afirma la fe de los demonios sin graves consecuencias so­ bre nuestro enfoque acerca del mal moral. Está prohibida a par­ tir de ahora toda concepción gnóstica de la redención, así como toda reducción carnal del pecado. Por concepción gnóstica de la redención entiendo la idea de que el conocimiento especulativo o una técnica de autodominio serían suficientes para salvarse, lo que conduciría a reducir siempre el pecado a la ignorancia o a la debilidad, o dicho de otra forma, a nuestra condición carnal, siendo la carne a la vez el velo y el obstáculo. Esta visión de las cosas contaminó el pensamiento cristiano a través del estoicis­ mo, sin duda todavía muy querido para el Pascal de las Entrevis­ tas con el señor de Sacy. Epicteto, que enuncia: “Cuando alguien te hace un mal, él es quien se equivoca”, escribe además: “Sólo hay un camino que lleve al hombre a ser libre, despreciar todo lo que no depende de nosotros”.1 Ser dueño de uno mismo, no dejarse sofocar por las pasiones de la carne y las representaciones erróneas del espíritu, ésa sería la única vía de la salvación. Ahora bien, el demonio no tiene pasiones que desvíen su voluntad ni representaciones que falseen su inteligencia. Es perfectamente dueño de sí mismo. Nunca ha buscado nada que no dependa exclusivamente de él. Su ciudadela interior es tan inexpugnable que ni siquiera Dios sabría entrar en ella. En cuanto a nosotros, 1 Blaise Pascal, Manuel, XLII y XIX.

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es verdad, la mayor parte de nuestras andanzas proceden de la ignorancia y de la debilidad. Y el demonio sabe aprovechar­ se de ellas hasta tal punto que fiarse absolutamente de todo lo que es carnal sería caer en el error contrario. Pero ignorancia y debilidad no alcanzan lo demoníaco puro. Contrariamente a la tan difundida (se puede adivinar por quien) idea, lo peor no se corresponde ni con la barbarie ni con la bestialidad, y lo que hace de nosotros aún hoy seres tan permeables al nazismo es que lo denunciamos como si se tratara de una explosión salvaje que se llevó por delante a los Untermenschen, aunque afectaba especialmente a seres refinados que sabían mantenerse durante cinco horas escuchando Tristan und Isolde. Que el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Me 14, 38), eso por descontado, pero esa palabra de Cristo puede tomarse en un sentido que acusa el peligro de un pecado puramente espiritual. La prontitud del espíritu puro le da la posibilidad de cometer culpas sin error, de echarse completamente en brazos de un mal que él toma como su bien, sin circunstancia atenuan­ te alguna. Reducir toda culpa a la ignorancia y a la debilidad es no ver la raíz de la culpa que mata. Y caer, con el desprecio a la carne, en el desprecio a la caridad. Carne y caridad se parecen por dos razones. Por una parte, amar como ser carnal es tener un punto débil, experimentar cierta dependencia y, por tanto, ser vulnerable. Por otra par­ te, tanto la carne como la caridad desbordan la simple claridad natural de la razón, aquélla por debajo, ésta por encima: ambas exigen una moral que no es sólo la del dominio, que en todo caso no tiene nada que ver con una moral heroica. La carne y la caridad, ligadas la una a una muerte física y la otra a una muerte mística, implican cierto padecimiento: el hecho de ser entrega­ do a otro, para lo mejor y para lo peor, y de pasar, por lo tanto, en su condición terrestre, por una prueba. La tentación de las filosofías fue proponer una consolación que por sí misma nos 204

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haga eludir esa prueba. Allí donde San Pablo habla de gemidos, las filosofías paganas hablan de ataraxia. Allí donde Cristo pide coger la propia cruz para un gozo desgarrador, las espiritualida­ des humanas ordenan borrar la angustia con un contentamien­ to perfecto. Siempre flirtean con el pecado del ángel: que no es haber fracasado en la prueba (Dios vendría entonces a rescatar), sino haberla rechazado, pura y solitariamente, haberle negado toda pertinencia, porque la autonomía le pareció preferible a la comunión. En el decisivo Libro XIV de La ciudad de Dios, San Agustín descubre en esa tentación estoica una complicidad demoníaca. En descarga de la carne, recuerda: “¿No puede ocurrir que la idolatría o la herejía sean con frecuencia una razón para abste­ nerse de las voluptuosidades de la carne?... Aunque de la corrup­ ción de la carne nacen cierta inclinación al vicio y ciertos deseos desordenados, guardémonos de atribuirle a la carne todos los desórdenes de la vida; porque eso seríajustificar al demonio, que no está en la carne. No se puede, en efecto, llamar al demonio fornicador o borracho, ni acusarlo de ningún otro vicio carnal, aunque sea el instigador oculto de parecidos crímenes, pero sí de ser infinitamente soberbio y envidioso”.2 Para defender el amor, aun en lo que tiene de cegador, añade: “Todas las pasio­ nes son buenas o malas según que el amor sea bueno o malo... A veces, la emoción, no de una codicia reprensible, sino de una loable caridad nos arranca lágrimas a pesar nuestro... Si, pues, se llama apatía a la completa insensibilidad del alma, ¿quién no ve que esa insensibilidad es el mayor de todos los vicios?’3 Quien hace a la carne responsable de todos los desórdenes “justifica al demonio”: ése estima que domar sus deseos carnales sería sufi­ ciente para hacerse bueno y olvida, por tanto, el mayor desor­ 2 San Agustín, La ciudad de Dios, libro XIV, 2-3. 3 Ibidem, 7 y 9.

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den, que es el orgullo. Quien hace del dominio de sí el necplus ultra de la moral cae en “el mayor de los vicios”: desconoce ese amor que nos arranca de nosotros mismos y nos hace llorar “a pesar nuestro” y rechaza, por tanto, la moral de la misericordia. Porque la verdadera moral no es una moral de éxitos. Es una moral de fracasos, de fallos, de esa miseria que la misericor­ dia viene a aprovechar, de esa concupiscencia que nos hinca en tierra para que con nosotros, pero también a pesar nuestro, la gracia venga a levantarnos. El borracho que regaña por lo bajo con lo invisible atraerá siempre la indulgencia y la simpatía. El religioso imbuido de sí mismo siempre provocará la mayor de las repugnancias. En El triunfo de la humildad, una pieza dramática de Santa Teresita, Lucifer se dirige a San Miguel a propósito del mal que amenaza especialmente a las carmelitas: “Me da mucha risa tu ejército de vírgenes... ¿No sabes que yo también tengo derechos sobre él? Soy el príncipe del orgullo; ahora bien, si las vírgenes son castas y pobres, ¿qué tienen más que yo? También yo soy vir­ gen y, prodigando riquezas a los hombres, las desprecio para mí como si fueran hum o... Me vas a contestar: ¿y tú practicas la obediencia?... Ay, Miguel, soy tan astuto como tú... No, yo no obedezco de buen grado, pero me someto a las órdenes de Dios contra mi voluntad; las vírgenes también pueden obedecer guardando en el fondo de su corazón su propia voluntad, pue­ den obedecer y desear mandar; ¿qué hacen entonces más que yo?”4 En verdad hacen menos, si realmente son religiosas: dejan hacer al Esposo. En estas últimas lecciones evocaremos lo que mejor nos pro­ tege del mal virginal o, si se puede hablar así, del pecado inma4 Sainte Thérèse de l’Enfant-Jésus et de la Sainte-Face, Théâtre au Carmel, Cerf-DDB, Paris, 1985, p. 257.

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culado de los demonios; nos acercaremos a la verdadera fe teo­ logal en su doble tensión carnal y caritativa. Sólo decir que las páginas que siguen son aún más balbuceantes que las anteriores. De todas formas, su claridad sería de temer: para eclipsar el sol de Satán no hay más que la Noche oscura.

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Primera Lección El fruto de las entrañas

Dios mío, eso sólo quiero: tu palabra en mis entrañas. Sal 39, 9

Enemistad pondré entre ti y la mujer

Un clásico del esplritualismo es demonizar la carne y, a tra­ vés de ella, a la mujer. A una y otra se las califica de instrumenta diaboli. Por la mujer cayó Adán; por la carne de su carne perdió el espíritu; y su descendencia lleva en sus fibras desde entonces la mancha de una concupiscencia venenosa y la inclinación ha­ cia ella. De hecho, el diablo sabe cogernos por las partes bajas y, desde el caos sensual, empujarnos a la falta. Si uno experi­ mentara la exigencia de la pureza no podría más que sentir, en consecuencia, la necesidad de mortificar sus miembros. De eso a ver en lo carnal un feudo perteneciente al malo sólo hay un paso. Y caemos una vez más en el error contrario. Porque el demonio, obviamente, está demasiado satisfecho con esa forma de ver las cosas: no hay nada que el espíritu puro odie tanto como la Encarnación, y sus primeras palabras en la Biblia: No comáis de ningún árbol, traicionan la ambición de una sustan­ cia que no se alimenta de carne, y por tanto sin el peso de la carne. 209

La fe de los demonios

Pero además de esas primeras palabras de la serpiente tene­ mos las últimas palabras del Eterno cuando se encuentran los dos: Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gn 3, 15). Según este versículo, lo que va contra lo demoníaco y acaba por aplastar la cresta de su orgullo son estas dos cosas que los tratados de teología olvidan muy a menudo: lo femenino y la filiación. Pero, ¿cómo se entiende esto? Y hablando en primer lugar de lo femenino: ¿qué significa esa enemistad especial y hasta exclusiva entre la Mujer y la Serpiente? San Agustín leía este pasaje en un sentido muy figurado: “Dios no pone enemistad entre la serpiente y el hombre, la pone sola­ mente entre ella y la mujer. ¿Acaso es así porque el demonio no engaña ni tienta a los hombres? Es evidente que los engaña... ¿Por qué, pues, esas palabras sino para mostrarnos con claridad que no podemos ser tentados por el diablo más que a través de esa parte animal representada por medio de la imagen y seme­ janza de la mujer?”1 Si sólo hay enemistad entre la serpiente y la mujer es porque la mujer es aquí una alegoría de nuestra parte sensible; sensible a las sugerencias del demonio. La parte intelectual escaparía al poder de este último, y aun cuando ella es el principio del pecado mortal, puesto que es necesario haber consentido para pecar formalmente, no sufre las perturbacio­ nes y los ataques directos de los espíritus malos. No puedo, sin embargo, dejar de pensar que esta interpretación se opone al sentido obvio del texto. ¿Por qué esa enemistad iba a ser más la marca de un defecto que la de una fuerza? Agustín, en la con­ tinuación de su comentario, cambia súbitamente de perspec­ tiva y propone una lectura distinta y más justa: “Hay también enemistades establecidas entre la simiente del diablo y la de la 'mujer; la simiente del diablo significa las sugerencias perversas 1San Agustín, Del Génesis contra los maniqueos, libro II, capítulo XVIII.

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El fruto de las entrañas

y la de la mujer los frutos de buenas obras mediante los cuales se resiste a la tentación del mal. El diablo observa la planta del pie de la mujer para ponerla bajo su yugo, si ella se deja llevar a los gozos prohibidos; por su parte, ella observa la cabeza de la serpiente para rechazarla desde que la tentación del mal se deja sentir”. La mujer ya no aparece aquí como esa debilidad malea­ ble a las empresas demoníacas. Es el lugar de una resistencia. La resistencia de las buenas obras, dice Agustín. ¡Sea! Pero, ¿por qué esas buenas obras se ven a la luz de lo femenino? De que realmente se trata de lo femenino en cuanto tal, y no de otra cosa, tenemos un indicio en la clausura de esta se­ cuencia. Una vez que Adán acaba de escuchar su castigo, resulta que se nos dice como contrapeso: El hombre llamó a su mujer “Eva”, por ser ella la madre de todos los vivientes (Gn 3, 20). Es la primera vez que aparece ese nombre. Está claro que Eva es la misma santa notoques del jardín. Pero este nombre sólo le corresponde después de la caída. En el momento de su creación, Adán la llama solamente “mujer”, ishah, derivado de la palabra “hombre”, ish, una derivación nominal que significa que ella ha sido sacada de sí mismo. Viene la caída y la caída por la mujer: se comprendería que Adán la llamara de ese momento en adelante la “Mortal” o la “Mortífera”. Pero la llama Havah, la “Viviente”. Lo que más nos sorprende es la yuxtaposición de la muerte en el hombre y de la vida en la mujer. Léanse los dos versículos correspondientes (Gn 3, 19-20) como se suceden, sin transición alguna: “Con el sudor de tu frente comerás elpan, hasta que vuelvas al suelo, pues de élfuiste formado. Porque erespolvo y al polvo volverás”. El hombre llamó a su mujer “Eva”, por ser ella la madre de todos los vivientes... La transición es tan violenta que los editores se sienten obligados a colocar un punto y aparte entre el 19 y el 20. El anuncio de la muerte debería haber arran­ cado en Adán un grito de espanto, empujarlo, por venganza, a degollar a su mujer o, al menos, a insultarla a grito pelado. En lugar de hacer tal cosa, la nombra con el nombre mismo de la 211

La fe de los demonios

Vida, sin ningún otro juicio. ¿Por qué? Según todos los indicios porque escuchó la maldición de la serpiente: cree en el carácter salvífico, vivificante, de esa enemistad entre lo femenino y lo demoníaco. Para entrever tal cosa, conviene decir primero qué es lo feme­ nino. Conocemos la concretísima definición de Aristóteles en su De generatione animalium: “Entendemos por macho aquel ser que engendra en otro y por hembra aquel ser que engendra en sí”. Lo masculino corresponde a una operación transitiva y, por eso, visible: arroja su simiente fuera de sí mismo; su tiempo sexual es corto, su espacio, el de afuera; es el espacio-tiempo de la eyaculación. Lo femenino corresponde a una operación in­ manente y por eso invisible: acoge en sí algo que se hace a pesar suyo; su tiempo sexual es largo, su espacio, el de la interioridad; es el espacio-tiempo de la gestación. Llevar al otro en sí, dejar que se opere en su seno un oscuro crecimiento, ¿no son esas cualidades de lo femenino exactamente las del alma en relación con su Creador y Salvador? Porque el alma —y el Cantar de los Cantares bastaría para probarlo al pintar al pueblo elegido bajo la figura de la esposa— debe estar metafísicamente en una postura femenina en relación con Dios: la de una receptividad a la gracia que opera en nosotros a pesar nuestro, como en la parábola propia de Marcos que compara el Reino con un grano que crece por sí solo. De esa postura femenina es precisamente de la que reniega lo demoníaco. El diablo no tiene entrañas. No acoge al otro en su corazón, como aquello que sería más querido que uno mismo. Su voluntad de poder se reencuentra más explícitamente en el símbolo, no de lo masculino, sino de lo fálico, es decir, de un masculino que querría autoconstituirse como una denegación de un femenino capaz de limitar su poder: símbolo de la con­ quista exterior, de la posesión del otro al hacerlo gozar, del do­ minio de lo visible, de la penetración que no quiere recibir nada 212

Elfruto de las entrañas

a pesar suyo. Por supuesto, esa división entre lo femenino y lo masculino no se corresponde con exactitud a la de la mujer y el hombre. Esta puede dejarse seducir por lo demoníaco. Como el hombre ya no es masculino, sino fálico, ella ya no es femenina, sino histérica: “La Venus eterna (capricho, histeria, fantasía) es una de las formas seductoras del Diablo”.2 Esa Venus eterna es la mujer que renuncia a las profundidades de la matriz, es decir, a un recogimiento fecundo de lo invisible. Se puede pensar, por consiguiente, que la enemistad entre la mujer y la serpiente significa, en general, la receptividad a la gracia contra la reclusión en su pura naturaleza. Por eso remite en particular, de forma preeminente, a la Virgen Santa, cuya matriz es abisal y no es alcanzada por lo fálico. La Tradición la muestra pisando la serpiente con sus pies. Un instinto delicado e infalible representa siempre esta pisada marial como algo que se ejerce sin lucha, como si no ocurriera nada. María no vence al diablo como el Arcángel. San Miguel derriba por tierra al Dragón, activamente, apuntando hacia él y blandiendo la lanza o la espada. Nuestra Señora, por el contrario, se mantiene so­ bre la serpiente como si esta última no estuviera debajo. No se preocupa por ella. No pone su mirada en el talón. Todo su ser, en su feminidad, no es más que acogida al Altísimo. Si aplasta a Satán es por añadidura, porque no cesa de ser un receptáculo desbordante de gracia. Y por eso ella aplasta a Satán mejor que el Arcángel: lo priva hasta del prestigio del combate. Desde el siglo XVI los grandes comentaristas del Génesis re­ conocen en nuestro pasaje lo que corrientemente se llama un “protoevangelio”, es decir —apenas consumada la caída y en el mismo corazón de la maldición divina— el feliz anuncio del Verbo hecho carne, nacido de una mujer, que traerá la victoria 2 Charles Baudelaire, Mon coeur mis à un, XXVII.

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sobre el demonio. Grignion de Monfort escribe a este propósi­ to: “La antigua serpiente teme más a María, no sólo que a todos los ángeles y a los hombres, sino, en cierto sentido, que a Dios mismo. No es que... el poder de Dios no sea infinitamente mayor que el de la Virgen Santa, pues las perfecciones de María son limitadas, sino que Satán, primeramente, por ser orgulloso, sufre infinitamente más siendo vencido y castigado por una pe­ queña y humilde sierva de Dios, y su humildad lo humilla más que el poder divino”.3 Esta página es admirable desde el punto de vista antropológico: María da más miedo a Satán que Dios, no sólo porque es humilde (lo que también un ángel puede ser), sino también porque es carnal o, diciendo las dos cosas a la vez, porque acoge en sus entrañas la plenitud del misterio divino. ¿Qué hay más normal que el Espíritu Santo triunfe del espíritu malo? Que triunfe de él por medio de un espíritu bienaventu­ rado, como el arcángel Miguel, es todavía tolerable. Pero que lo aplaste por medio de una pobre mujer de carne es lo más insoportable para el espíritu maléfico, eso es lo que lo humilla de veras y realiza la sabiduría de Dios. Las entrañas femeninas (rahamim en hebreo significa a la vez “entrañas” y “misericordia”) son, pues, signo de receptividad a la gracia, ciertamente, pero de una receptividad espiritual y car­ nal que compromete al cuerpo entero. Este compromiso remite sin duda a la caridad fraterna, a la acción litúrgica, al martirio. Su insuperable horizonte se encuentra, no obstante, en la fisio­ logía marial, en la fisiología de esta mujer cuyas inteligencia y voluntad, aunque también todo su organismo rodeando al úte­ ro-santuario, se movilizan como el de cualquier mujer encinta, pero aquí para nutrir al Verbo, por estar encinta de Dios —ese cuerpo femenino como un templo más vivo y más vasto que el 3 Louis-Marie Grignion de Montfort, Traité de la vraie dévotion à la Sainte Vierge, I, Médiaspaul, 1997, pp. 62-63.

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Templo de Jerusalén, ese vientre tabernáculo más sagrado que los tabernáculos de nuestras iglesias. Lo demoníaco y la filiación

La enemistad no es sólo entre la mujer y la serpiente, también entre sus dos linajes (o “simientes” literalmente). Pero en esta ocasión la misma palabra designa dos realidades esencialmente diferentes. La descendencia de la mujer es carnal; la de la ser­ piente es espiritual. La primera depende de la filiación en el abrazo; la segunda de la sugerencia en el orgullo. Quien dice filiación dice, por tanto, dos cosas que el orgullo rechaza, a sa­ ber, el espíritu de infancia y la piedad filial. El salmo lo deja entender: ¡Oh YHVH, Señor nuestro, qué glorioso tu nombre por toda la tierra! Tú que exaltaste tu majestad sobre los cielos, en boca de los niños, los que aún maman, dispones baluarte frente a tus adversarios, para acabar con enemigos y rebeldes (Sal 8, 2-3). El baluarte donde se estrella el enemigo no está en la fuerza, sino en aquella debilidad. A diferencia de los espíritus puros, el hombre, antes de sen; maduro, conoce el “verde paraíso de los amores infantiles”. Los ángeles nacen adultos, libres y perfectos en el acto. Nosotros pasamos por esa edad de vulnerabilidad y de dependencia ex­ tremas y, por esa misma razón, de despreocupación también y de gozoso abandono. El Altísimo no podía haber encontrado nada mejor que ese paso por la infancia, que marca para siem­ pre el fondo de nuestro ser, para preservarnos en lo posible del mal definitivo. Bernanos es de los que mejor se dieron cuen­ ta de ello. Toda su obra va y viene entre esas dos polaridades contrarias de la infancia y de lo demoníaco. Albert Béguin lo recuerda al hilo de su biografía: “Apenas hay personaje, en toda la obra de Bernanos, que no se vuelva un día hacia su infancia y que no conserve oscuramente, hasta en el seno de la peor de 215

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las degradaciones, la nostalgia del amanecer puro de su vida”.4 Y citemos las palabras de Simone Alfieri a Emmanuel Ganse en Un mal sueño: “Quizás haya una parte de usted mismo que ha escatimado hasta ahora. Olvidado, más bien. ¡La infancia tiene una vida dura! Sólo que, amigo mío, ¡no se fíe! No es la prime­ ra vez que alguien como usted lo intenta, y por muy acuciado que haya estado por ofrecer al público ese bocado tan delicado, pienso que ninguno ha conseguido desarraigar por completo de sí mismo al niño pequeño que fue en otro tiempo. Los más listos sólo han ofrecido vanos simulacros, horribles muñecas de cera. En todo caso, si todavía existe dentro de usted, consérvelo. Es poco creíble que le quede lo suficiente para ayudarle a vivir, pero seguramente le servirá para morir”. Desarraigar de uno mismo al niño pequeño que uno fue es intentar hacerse el ángel y, por ende, llegar a ser un demonio. Uno se contempla a sí mismo como especie de pleno derecho, sin vínculo alguno de dependencia con las demás criaturas, sin un origen que reconocer, salvo el que fabriquen las opciones tomadas como demiurgo de la propia vida. La frase de Bernanos sobre Hitler es significativa: “El señor Hitler no ha hecho más que realizar los sueños de su edad madura”. Los sueños de la edad madura son los de la dominación. Los recuerdos de la infancia son los de la admiración. Mientras que aquéllos lo esperan todo de un acrecimiento del propio poder, éstos aguar­ dan un don que nos fascina y que no lleva más allá. La memoria de esta edad primera se mantiene desde entonces como princi­ pio de las conversiones más elevadas: la infancia es en nosotros como una reserva, el recuerdo de lo posible, de cierta inocencia y, por tanto, para el hombre viejo que se zambulle en ella, la vuelta de cierta frescura y la posibilidad de volver a empezar otra vez. Puesto que no tiene infancia, puesto que nace adulto, el 4 Albert Béguin, Bernanos, Seuil, col. “Écrivains de toujours”, Paris, 1954, p. 5.

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ángel no puede volverse atrás: sus opciones son irrevocables, se entrega a ellas sin moderación, sin potencialidad ninguna, sin el anclaje en esos comienzos que nos da la soltura para recomenzar una y otra vez hasta el umbral de la muerte, de reabrir en uno mismo la disponibilidad al misterio. Así pues, la infancia es en nosotros la fuente de la renovación —esa provisión de aceite que permite a las vírgenes prudentes estar abiertas a la venida incalculable. Si bien el espíritu de infancia no es sólo docilidad a una providencia paterna, disposición a la gracia —cosas que el ángel bueno también detenta— sino punto de apoyo para el arrepentimiento, posibilidad de retorno aun cuando se haya caído. Porque las caídas, en el niño pequeño, no duelen. Y sabe también desarmar la cólera de su padre echándose en sus bra­ zos. La filiación implica también esa piedad que funda la comu­ nidad fraternal. La gran tentación moderna, demo(nio)crática, es intentar constituir una fraternidad sin padre, es decir, una comunidad de individuos puros, sin carga histórica, sin ese vín­ culo de carne que escapa a la elección. Porque uno no elige su familia, su lengua materna, ni siquiera su propio cuerpo, y la utopía libertaria sería verse como espíritu puro, sin el deber de asumir y purificar una herencia, verse incluso como demonio, queriendo reconocer en la autoridad del padre sólo el poder y no la ternura, sólo al que se impone y no al que instruye. “¡Hi­ jos!, exclama el subsecretario del estado satánico, así es como [Dios] los llama en un manía incurable de degradar el mundo espiritual con esa clase de unión contra natura con esos anima­ les de dos patas”.5 Al diablo no le importa reconocer en Dios al Creador, pero reconocer en él al Padre, ¡eso no! Sobre todo cuando, después de que el Hijo eterno se hiciera carne, Dios se haya convertido en el Padre de esos sucios animales poco racio­ 5 Lewis, Tactique du diable, p. 13.

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nales, y Padre suyo tanto en el sentido espiritual como en el car­ nal: ¿cómo admitir esa fraternidad no buscada, esa comunión, no con una elite, sino con toda esa canalla de barro y sangre? Así, la fe teologal se enraíza en esa realidad carnal de la fi­ liación. Ser creyente es ser hijo. Ahora bien, ser hijo es asumir libremente una historia que pasa por el cuerpo y que Dios tran­ sita físicamente con su gracia, a pesar nuestro y a pesar de nues­ tros crímenes, como revela en Mateo la genealogía de Cristo. Se dice en el último libro de la Torah: Por el amor que os tiene y por guardar eljuramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado YHVH con mano fuerte (Dt 7, 8). No sólo por amor a nosotros, como pretenden el espiritualismo gnóstico y la amnesia fundamentalista, despreciando la carne y la tierra, la cultura y la histo­ ria, sino también por la fidelidad a la promesa hecha a nuestros padres, por medio de ese vínculo de las entrañas que nos obliga, contra toda tentación revolucionaria o demiúrgica, a alcanzar la novedad de los frutos a través de la veneración de las raíces (no sin la poda de las ramas). Sin ese arraigo filial, nuestra fe no puede hacer otra cosa que deslizarse hacia lo demoníaco. Israel, o el combate con el Angel

Esa fidelidad del Eterno al juramento hecho a nuestros padres nos recuerda que la fe, orientándonos hacia el Cielo, nos inscri­ be mejor en la historia. No es una sabiduría que se deduzca por sí misma, hace referencia ante todo a un acontecimiento (el del Mesías crucificado bajo Poncio Pilato y resucitado al tercer día según las Escrituras) y supone, por lo tanto, el reconocimiento de un pasado común y de esa deuda infinita para con la inmen­ sa cadena de los testigos que se han ido sucediendo hasta llegar a mí. Ahora bien, esa cadena está provista de un eslabón duro, que además es un misterio carnal: la presencia del pueblo judío, heredero de esa misma promesa, todavía promesa a sus ojos aun 218

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cuando haya llegado el tiempo de su cumplimiento. Aparece, pues, un cuerpo extraño en medio de las naciones, como asi­ mismo en los márgenes de la Iglesia. Aparece una especie de monstruo que exactamente no se ve concernido ni por el apego telúrico a un suelo, a unos muertos, a una sangre, ni por la entrada en una santidad que se ofrece a todos los hombres. Los judíos constituyen una forma de existencia distinta, que no es ni la de una nación particular ni la de la Iglesia universal. Irre­ ductibles a la historia en su dimensión natural e irreductibles también a lo sobrenatural tal como se realiza plenamente en la jerarquía apostólica. Aguafiestas, por tanto, obstaculizado res de la vuelta en redondo y, por eso, incitadores de la crucifixión. Se comprende que toda tentativa totalitaria se abata especialmente sobre ellos: constituyen un error de caja, una operación que no quiere entrar en el total, un fenómeno paranormal, por así decir, sobre el que tropieza la razón que quisiera cerrarse como sistema. Podemos captar la existencia de lo particular y pode­ mos circunscribir su movimiento dialéctico hacia lo universal, pero resulta que siempre se colocan atravesados y tan pronto arrancan a los pueblos de sus particularismos estrechos, como impiden al mundo entrar en un universalismo nivelador. Son signo de una irrupción de la eternidad en el tiempo. Son el rastro de esa gracia que sale del capricho de Dios. Por eso, y hasta el final, serán escándalo para todo intento de naturaliza­ ción de la Historia. Ya se inspire dicho intento en el hitlerianodarwinismo, estimando que lo superior emerge de una selección natural; en el liberalismo puro, creyendo que lo mejor proviene de la libre competencia del mercado; en la ideología de los de­ rechos humanos, remitiendo todo a la igualdad de individuos sin pertenencia; en el espíritu revolucionario, queriendo hacer tabla rasa del pasado, la política que recuse este enigma de la historia no podrá más que tropezar con la presencia de los ju­ díos y esforzarse en reducirlos o bien por eliminación o bien por asimilación. 219

La fe de los demonios

¿Cómo no iba a tener el demonio, aquel que rechaza la prue­ ba de lo que lo llevaría más allá de sí mismo, una especie de preocupación selectiva por ellos? Su presencia singular está liga­ da al misterio mismo de la Encarnación. Tomás de Aquino lo recuerda: “Todas las naciones debían tener acceso a la salvación realizada por Cristo, pero éste sólo podía nacer de un pueblo determinado, de donde se deducen para este pueblo prerroga­ tivas especiales”.6 Tomar carne, para el Verbo, supone no sola­ mente una mujer en tanto que individuo hembra, sino también una hija en tanto que heredera de una cultura que ella transmite a su Hijo, o dicho de otra forma, una judía. El Señor, explica la gran teología católica, eligió a ese pequeño pueblo, lo formó a partir de Abraham, Isaac y Jacob, le dio leyes para que fuera la cuna del Verbo encarnado. Una vez que ese Verbo irradia sobre las naciones, ¿se vuelve inútil la presencia de ese pueblo? ¿Va a renegar el hombre adulto del seno que lo llevó dentro? ¿El tiem­ po de las nupcias va a despreciar al del noviazgo? ¿La casa cons­ truida va a hacer del andamio un cubo de la basura? El demonio sugiere con frecuencia a los cristianos que las cosas deberían ser así. Su manera de actuar contra el misterio de Israel es multifor­ me: puede incitar a los judíos al orgullo de raza, como si su elec­ ción no fuera un don de Dios; o bien empujarlos a confundirse en el movimiento de la historia como un pueblo cualquiera; o bien arrastrar a los no judíos a hacerlos desaparecer como tales; o también, más específicamente, animar a los cristianos a creer que los judíos son una anomalía en la epopeya de la Salvación, que todos deberían haberse hecho católicos, que su resistencia es una traba para el triunfo de la Iglesia universal. En verdad, este misterio de Israel, irreductible a la Iglesia visible, es interior a la misma Iglesia. Es el sello de su abertura secreta. Porque pone lo exterior dentro y lo singular en el corazón de lo católi­ co, prohíbe a los cristianos encerrarse en un universalismo de la 6 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, 98, 4, 1.

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uniformidad y de la globalización. Hay algo que resiste. Hay un don de Dios sin vuelta atrás que nos recuerda que, aunque se dé a través de su Esposa la Iglesia, el Eterno no es, sin embargo, propiedad de los cristianos. A quien no quiere perderse en la fe de los demonios le es necesario, por consiguiente, reconocer el verdadero misterio de Israel. Se demuestra así el amor a la Encarnación. A este propó­ sito, escribe San Pablo en la Carta a los Romanos: Pues no quie­ ro que ignoréis, hermanos, este misterio, no sea quepresumáis de sa­ bios (Rm 11, 25). Ignorar el misterio de Israel es complacerse en el propio conocimiento: ¿no es ésta una definición de esa fe que se pavoneaba diciendo: Sé quién eres tú: el Santo de Dios? To­ más de Aquino no teme comentar la frase de Pablo: “Ignorantia huius mysterii esset vobis damnosa —la ignorancia de ese misterio sería condenatoria para vosotros”. Los condenados ignoran a Israel, no con una ignorancia teórica, porque entonces no se­ rían culpables de ella, sino con una ignorancia práctica, activa, orgullosa, porque la elección judía es un testimonio tanto de la humillante gratuidad de la gracia como de la vocación divina de la carne. Satán, acordémonos, quiere quedarse en el toma y daca de la pura naturaleza, en una fe monetaria que existe como hay una moneda fiduciaria y considera inicua esa elevación de la carne humana al rango de los espíritus puros: no puede más que denunciar esa Elección como una injusticia mayor. Cuerpo

y ofrenda

El peso del cuerpo, en la oración, es también lo que lo ele­ va contra el diablo. Lo demuestra una secuencia del Evangelio según San Mateo que se despliega entre el primer y el segundo anuncios de la Pasión y que se articula alrededor de la Trans­ figuración en el Tabor (Mt 16, 21-17, 22). Este breve conjun­ to, a caballo entre dos capítulos, basta para exhibir toda una

La fe de los demonios

espiritualidad de la carne contra la espiritualidad del orgullo. Pedro acaba de hacer su profesión de fe: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, a lo que Jesús le responde: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonds, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. En ese punto, una lectura precipitada podría dejar creer que la carne y la sangre son malas, que no participan en la gloria futura y que Pedro se siente confortar en un espiritualismo beato. Pero resulta que Jesús anuncia su crucifixión, que sólo puede tener lugar por el ministerio de la carne. Pedro protesta, como sabemos, contra la ignominia de ese su­ frimiento corporal arrojado al corazón del Dios vivo, y entonces Jesús le ordena: ¡Quítate de mi vista, Satanás! (literalmente, ¡pasa tras de mí, Satán!)- Luego explica a sus discípulos la condición para pasar detrás de él y no dejarse enrolar por el príncipe de las tinieblas: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Si bien la carne no basta (ni siquiera todo el orden natural) para confesar la fe teologal, sí es al menos ne­ cesaria para que esa fe sea testimoniada en la ofrenda. Porque lo específico del hombre en relación con los ángeles es poder ofrecer su cuerpo, lo que Jesús llama “su cruz”, con un posesivo de desposesión. En este mundo herido, es decir, tan suturado por la arrogancia, ofrecerse implica también abrirse y abrirse implica sufrir, aunque esa ofrenda imposible para toda la jerarquía angé­ lica no tiene otro sentido para el discípulo que el de llevar su cruz. Charles de Foucauld lo descubre muy pronto: nuestra grandeza en relación con las criaturas celestes se encuentra en esa pequeñez de una carne pasible: “Hay que sacar la fuerza de mi debilidad, servirse para Dios de esta misma debilidad, ofrecérsela... En este triste mundo, tenemos en el fondo una dicha que no tienen ni los santos ni los ángeles, la de sufrir con nuestro Bienamado”.7 7 Charles de Foucauld, Lettres et carnets, Seuil, Paris, 1966, p. 26.

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Esta doctrina en sí misma es demasiado dura. Difícil de ad­ mitir. O más bien, admitirla fácilmente sería un gran peligro —caer en el dolorismo. Es necesario, pues completarla con algo que constituye su recurso gozoso. Tenemos el acontecimien­ to del Tabor: seis días después de esas palabras, el tiempo que hizo falta para la creación del mundo, la Transfiguración nos hace volvernos hacia su recreación. Muestra físicamente a los discípulos que el cuerpo está llamado a la gloria divina. Esta anticipación pasajera de la resurrección tiene lugar para darles el sentido de la Pasión: no el sufrimiento por sí mismo, sino por el paraíso hoy (Le 23, 43), operándose el paso del uno al otro a través del acto de la ofrenda. Sin ese hedonismo cristiano, el cuerpo no sería ya más que un chivo expiatorio, con gran satis­ facción del demonio. Es necesaria su vocación a la alegría para que esté abierto a la cruz sin complacencia mórbida. Viene después una cuestión sobre Elias, Elias que sobre el Tabor ha aparecido hace un momento junto a Moisés, aquel cuyo cuerpo fue sustraído a los hebreos por el Señor para evitar la idolatría, aquel cuyo cuerpo viviente fue arrebatado en un carro de fuego para incitar a la esperanza. Nos topamos aquí de lleno con el problema del cuerpo en la salvación. Y la cuestión que se plantea: “¿No debe venir primero Elíah?” puede entenderse como: “¿Qué hay de aquel cuerpo que no conoció la muerte?” Ahora bien, Jesús responde que Elias vino ya, pero no lo recono­ cieron sino que hicieron con él cuanto quisieron. Así también el Hijo del hombre tendrá que padecer de parte, de ellos. Los discípu­ los comprenden que habla de Juan el Bautista, ciertamente, y del carácter insustituible del cuerpo: Elias no debe reencarnarse, su venida en Juan el Bautista es el cumplimiento que hace otro de su misión. Pero Cristo habla aquí insistiendo en el vínculo entre la gloria y la cruz en la carne, como articulando los dos episodios precedentes del anuncio de la Pasión y de la anticipa­ ción de la Resurrección: aquel a quien se espera para la instau­ ración del Reino tendrá que sufrir como un malhechor. 223

La fe de los demonios

Aparece de pronto el padre del niño epiléptico que muchas veces cae en elfuego y muchas en el agua, y que le pide a Jesús que tenga piedad de él: Se lo he presentado a tus discípulos, pero ellos no han podido curarle. Y de golpe Cristo se le acerca y exclama: ¡Oh generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo estaré con vo­ sotros? ¿Hasta cuándo habré de soportaros? Expulsa al demonio del niño y después viene este diálogo: Los discípulos se acercaron a Jesús, en privado, y le dijeron: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?”Díceles: “Por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéisfe como un grano de mostaza, diréis a este monte: 'Desplázate de aquí allá ’, y se desplazará, y nada os será imposible. En cuanto a esta clase [de demonio], sólo se la puede expulsar con la oración y el ayuno”. Este último versículo está omitido en la Biblia de Jerusalén, porque falta en algunos manuscritos y parece ser una importación amplificada de Me 9, 29. No obstante, en el con­ texto que hemos acotado, es decisivo. ¿No es sorprendente que la ausencia de fe se relacione con la ausencia de oración y de ayuno? ¿Qué relación hay entre saltarse una comida y transpor­ tar una montaña? Se ve que con este versículo se puede concluir nuestra secuencia antes del segundo recordatorio de la Pasión que viene: sirve para insistir una vez más en la unión de la fe y de la carne y saca de la Transfiguración este principio práctico: la oración y el cuerpo deben unirse, en el discípulo, en su resis­ tencia al demonio. ¿Qué significa el ayuno, en efecto, sino la participación del cuerpo en la oración? Algunos Padres ven en ello una imitación de la vida angélica. Eso no quiere decir que ayunar sea hacer como si no tuviéramos cuerpo. Sucumbiríamos así a la tenta­ ción de un cierto dualismo. Los ángeles, además, no ayunan. Se regalan sin cesar intelectualmente. El ayuno es un acto del cuerpo y si imita a los bienaventurados serafines no es tanto porque haga de nosotros espíritus puros, sino porque tiende a hacernos presentar, como ellos, en ofrenda todo nuestro ser entero, desde el extremo más sutil del alma hasta los meandros 224

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de las entrañas. No hay desprecio a la carne ni esplritualismo os­ tentoso algunos: por el contrario, se exige que cuidemos nuestra piel, que el esfuerzo se oculte bajo una bella y ligera apariencia. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro, para que tu ayuno sea visto, no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te re­ compensará (Mt 6, 17-18). Este es el fundamento teológico de un maquillaje santo: el que ayuna debe perfumarse; el que hace penitencia debe usar cosméticos. La mortificación no debe ser mortal ni para uno mismo ni para los demás, sino que, como la poda de los ávidos de belleza, concentra la savia vivificante y convierte a las rosas que florecen en espléndidas guirnaldas. Así es la asombrosa sabiduría del Verbo hecho deseo, muy alejada de toda anorexia suicida. El ayuno, aun cuando no se hiciera mediante la privación del alimento, está ahí para señalar la exigencia de una oración encarnada. Porque la oración no es evasión. Rezar por un amigo enfermo es tomarse en serio su enfermedad y haber experimen­ tado ante ella la propia impotencia. No es el refugio de la inac­ ción, sino como la fuente y la cima de una acción ordenada, que orienta la salud del cuerpo también hacia la santidad del alma. Pero, para eso, es precisa la implicación de la carne que se ofrece y que sufre por el otro: “La encarnación es la garantía de que no estamos en lo imaginario”.8 Pobres medios para una suprema riqueza

Esta afirmación del cuerpo en la oración y el ayuno rubrica también la potencia de su desnudez. La fecundidad espiritual del cuerpo no procede de los numerosos artefactos con los que 8Joseph Ratzinger, L ’esprit de la liturgie, Ad Solem, Genève, 2001, p. 175.

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podría prolongarse. Gregorio Magno observa que el diablo, es­ píritu puro, no necesita riquezas materiales y nos las cede de buena gana. Esta liberalidad sólo sirve para proporcionarle más agarraderos: puede poseernos por medio de nuestras posesiones; con las cosas a las que estamos apegados, puede llevarnos como con una correa. El desprendimiento es, pues, el mejor escudo espiritual. La desnudez, nuestra más sólida armadura. Como Jacob en el cuadro de Delacroix, hay que abandonar las armas demasiado pesadas para luchar con las manos desnudas, como en una danza, con el ángel del Señor. Como el joven David en el valle del Terebinto, hay que rechazar el pesado equipamiento de Saúl para desafiar a Goliat en singular combate: “Los espíri­ tus del mal no poseen nada como propio en este mundo. Debe­ mos, pues, luchar desnudos con esos seres desnudos. Porque si un hombre vestido lucha con un hombre desnudo, rápidamen­ te es derribado en tierra, porque ofrece muchos agarraderos. ¿Y qué son en efecto todos los bienes terrestres, sino una especie de vestido para el cuerpo? El que se prepare, pues, para combatir al diablo, que deje sus vestidos para no sucumbir”. Pero Gregorio advierte enseguida: “No basta abandonar lo que es nuestro, si no nos abandonamos también a nosotros mismos”.9 Si de esa desnudez sacamos orgullo, como esos campeones del ayuno que desprecian a sus hermanos poco dotados para la ascesis, nos ha­ cemos semejantes a esa serpiente de la que el Génesis nos dice que era el más desnudo de todos los animales del campo. Estar des­ nudo para luchar contra el demonio que está desnudo es a la vez una exigencia y una prueba: una vez igualadas las armas se corre el riesgo de ser arrastrado a su terreno. La desnudez debe llegar hasta esa desapropiación que consiste, según Francisco de Sales, en “poner todas las cosas en las manos de Nuestro Señor para

’ Citado y traducido por Jean-Louis Chrétien, La voie nue, Éditions du minuit, Paris, 1990,

p. 41.

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que él disponga de ellas como le plazca, y servirlo igualmente sin ellas que con ellas”.101 Jacques Maritain indicó muy bien el peligro de una Nueva Evangelización que olvidara esa desnudez para reducir su nove­ dad a la vieja tentación: contentarse con recurrir a los grandes medios del mundo, tener bastante con integrar nuevas tecnolo­ gías. Recuerda él que el apostolado de Jesús se llevó a cabo sólo mediante la presencia de un Cuerpo en una túnica sin costuras: “¿Cuáles fueron los medios temporales de la Sabiduría encarna­ da? Predicó en las aldeas. No escribió libros, un medio dema­ siado cargado de materia, no fundó periódicos ni revistas. No preparaba discursos ni conferencias, abría la boca y el clamor de la sabiduría, la frescura del cielo pasaba sobre los corazones. ¡Qué libertad! Si hubiera querido convertir el mundo con los grandes medios del poder, con los ricos medios temporales, con los métodos americanos, qué fácil hubiera sido. ¿No le ofreció alguien todos los reinos de la tierra? Haec omnia tibi dabo. ¡Qué ocasión para el apostolado! Nunca se encontrará otra parecida. La rechazó”.11 Más que nunca, en estos tiempos azarosos de la digitalización del anuncio y de la comunión de banda ancha, hay que insistir en la actualidad, en la permanente novedad, de la proximidad física en el orden más espiritual. Lo cual no quiere decir que se tengan que despreciar libros, periódicos, conferencias, multi­ media, superproducciones, sino más bien comprender que esos medios pesados, superiores cuando se trata de vender una mer­ cancía, son inferiores cuando se trata del testimonio de la fe. Puedo predicar el amor al prójimo con un arma de propaganda 10 Saint François de Sales, Entretiens spirituels, en Oeuvres, Gallimard, col. “La Pléiade”, Paris, 1969, p. 1035. 11 Jacques Maritain, Religion et culture, III, en Oeuvres complètes, vol. IV, Saint-Paul, Paris, 1983, p. 233.

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masiva, en mundovisión. Pero más vale predicar ese amor en una proximidad corporal, sin pantalla ninguna, porque, aunque el arma de propaganda masiva sea de una eficacia óptima para la promoción de un eslogan de odio o de una videoconsola, es impotente para hacer que una persona se encuentre en la pre­ sencia de otro semejante. Podemos incluso pensar que hay tanta distancia entre el amor al prójimo y la Buena Noticia virtual como entre el abrazo conyugal y la pornografía: “Esos medios, escribe Maritain, son los medios propios del mundo y, desde el pecado de Adán, manifiestan el dominio del príncipe de este mundo. Nuestro oficio es arrancárselos en virtud de la sangre de Cristo. Sería absurdo despreciarlos o rechazarlos, son necesa­ rios, forman parte del tejido natural de la vida humana. La re­ ligión debe consentir en recibir su ayuda. Pero, por la salud del mundo, conviene que se salvaguarde la jerarquía de los medios y sus justas proporciones relativas”. Y explica el filósofo que, en el ámbito de la fe, la jerarquía es inversa. Los medios temporales ricos y pesados de la potencia mundial están subordinados a los medios temporales pobres y ligeros del apóstol: No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias. Y no saludéis a nadie en el camino (Le 10, 4). Esa pobreza es el medio más rico contra el que ofrece todos los reinos de la tierra. Hemos de creer además que, para una óptima comunicación, el Creador nos ha dotado, con nuestro cuerpo, nuestros ojos, nuestras manos, nuestra boca, de todo lo necesario para llegar a lo esencial. Si la telefonía móvil hubiera sido lo mejor en este orden de cosas, podemos estar seguros de que nos hubiera dotado del poder de la telepatía. Ahora bien, no hay nada de eso. Únicamente nuestros brazos limpios son apropiados para abrazar a un hermano. Únicamente nuestras palmas desnudas tienen el poder de acariciar un rostro. Y hace falta que nuestras bocas abandonen el megáfono para ser capaces de besar. En esto, el modelo de la comunicación perfecta se encuentra en los sacramentos. Ahí es donde se comunica lo que hay de más 228

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grande; ahora bien, esa comunicación se opera siempre en la proximidad corporal, en el contacto físico: el sacerdote sumerge a ese hombre en la piscina bautismal, pone las manos sobre su cabeza para darle la fuerza del Espíritu, hace entrar a Cristo en su mandíbula para que lo mastique, descarga el alma del horror que la posee dejando que ese penitente se arrodille ante él... En los sacramentos, siempre se da la presencia mutua de los cuerpos: imposible confesarse por el Messenger o comulgar por webcam. Los dones supremos del Eterno reclaman la mediación de esta carne perecedera y, en lugar de difundirse a distancia, sin rostro, sin encuentro con el prójimo, la gracia se hace más viva si se ofrece a través de un cura bien gordo. Eso es lo terrible para el demonio. Hemos visto que, según Grignion de Montfort, en cierta forma temía más a María que a Dios mismo, porque le resultaba más humillante ser aplasta­ do por una joven que por el Todopoderoso en sí. ¿Qué decir cuando es derribado no sólo por un ser de carne, sino por un tipo que ni siquiera es inmaculado, por un pecador ordinario, es decir, por un pobre sacerdote que recita su fórmula y por cuyo intermedio da Dios su misericordia? El diablo no puede soportarlo. Es un hueso atravesado en la garganta: detesta el sacerdocio hasta el extremo. ¡Ese poder divino que lo empuja mediante un cuerpo miles de veces a la más mínima es una atrocidad! El, el ángel que no conoce el peso de la carne, que no sufre las limitaciones del tiempo y del espacio cósmicos, resulta que puede ser golpeado por un viejecito barrigón en la iglesia de Pruillé-le-Chétif a las 18 horas y 47 minutos. Y además, ya no puede hacer valer nuestro imaginario sobre una gracia invisible y distante que nos podríamos arrogar sin rodeos. Ya no puede hacernos soñar con una mística soberbia que desdeñaría pasar por nuestro prosaico prójimo. Tocamos aquí el misterio del papado. Muchos vieron en él una instancia diabólica que pervertía el espíritu del Evangelio: 229

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cesaropapismo denunciado por los ortodoxos, papa-anticristo según la calificación de Lutero... Ciertamente, al primado de Pedro afirmado por Jesús le sigue inmediatamente el /Quítate de mi vista, Satanás! Como el demonio es humillado por el sacer­ docio, no puede hacer otra cosa que emprenderlas especialmen­ te con los sacerdotes, convertirlos en blancos privilegiados de su amor y, en el momento en que uno es elevado a la jerarquía apostólica, abatirse voluptuosamente sobre él: ¡con qué severi­ dad, por tanto, no se arrojará contra el Soberano Pontífice para hacerle tomar gusto por el poder y la pompa! Pero, considerar solamente este posible abuso es dar de lado a lo que Dios quiere. Ahora bien, la institución pontifical que Dios quiere contraría radicalmente al espiritualismo demoníaco, porque es una con­ secuencia extrema de la Encarnación. A ese espíritu tan puro le gustaría que el cristianismo fuera exclusivamente una serie de dogmas ideales, un cuerpo de doctrina sin cuerpo palpable alguno. Sin duda alguna, el cuerpo le proporciona una zona de juegos para sus sugerencias, pero nada podría matarlo de abu­ rrimiento más que el hecho de que ese cuerpo sea el lugar de la irradiación divina. Y exactamente eso es lo que pasa tanto con el Papa como con el mártir: es el vicario de Cristo, de suerte que el cristianismo no es una ideología, sino un magisterio vivo. Sus fieles se congregan no sólo alrededor de la unidad de unas ideas generosas, sino alrededor de la unicidad de ese prójimo de carne y hueso, con su careto particular, su ascendencia polaca o bávara, o incluso negra, que asume las peripecias dolorosas de la historia, sus tics que quizás nos lo hagan antipático y fácilmente caricaturizable, pero que nos impiden planear en una ola de abstracción y obligan a que la relación con el Evangelio se ejerza mediante una caridad concreta y filial hacia ese carcamal vesti­ do de blanco: un pobre hombre, en el fondo, si se considera en relación con la Majestad divina, pero por eso mismo ejemplar de esos pobres hombres que somos nosotros, signo sensible del Verbo que se ha hecho uno de nosotros. 230

El fruto de las entrañas Si no amas a tu hermano a quien ves

Es San Juan quien habla: En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano... Si alguno dice: “Amo a Dios ”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano (ljn 3 , 10 y 4, 20-21). La línea divi­ soria entre los hijos de Dios y los hijos del diablo no se coloca, pues, entre los que dicen: “Amo a Dios” y los que dicen “No lo amo”. La Primera Epístola de San Juan hace ver al creyente otra posibilidad más peligrosa para él: declarar con unción: “Amo a Dios” y no ser más que un pequeñuelo del demonio. La verda­ dera separación está, pues, entre quienes aman a su hermano a quien ven, es decir, quienes aman a su prójimo, y quienes son “misadelfos” (como diríamos “misóginos”), es decir, quienes lo detestan o, para ser más precisos, quienes lo aprecian enorme­ mente —cuando no lo ven. Esta palabra recuerda que el amor a Dios y el amor al prójimo no forman más que un solo mandamiento que, como la luna bajo el sol, posee su cara oculta y su cara visible. El problema es que podemos confundir la negrura de la sombra, que se debe a la potencia misma de la luz, con la negrura de las tinieblas, debida a su ausencia. ¿Cómo saber que es a Dios a quien se ama y no a alguna quimera elucubrada por la quietud de nuestra conciencia? Se hace tentador, para evitar toda ambigüedad, re­ bajarse a una visibilidad sin sombra —el amor al hombre, tan evidente, tan accesible— y no preocuparse ya del amor a Dios, tan oscuro, tan indeciso. Pero conocemos la historia de Peter Schlemihl, que vendió su sombra por una bolsa de donde se sacaba dinero sin fin: la pérdida de la sombra es la pérdida del alma y la luz en la que uno se encuentra después sólo puede ser una luz falsa —un sol de Satán— como esos neones circulares 231

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de los supermercados cuyo falso mediodía borra la silueta negra a nuestros pies. No se puede dudar de la resonancia de ese mandamiento: Ama a tu prójimo a lo largo de la historia, que hizo posible el ateísmo moderno. Y volvemos a encontrar al príncipe de este mundo como portaestandarte en los dos bandos e incubador de su doble primogenitura: entre los que pretenden amar a Dios sin amar a su hermano, y entre los que pretenden amar a su hermano sin amar a Dios. De un lado, la teocracia inhumana; del otro, el humanismo ateo. Contra esa cobarde división hay que insistir en dos cosas. La primera, que amar al otro consiste en querer su bien. No se trata sólo de buenos sentimientos, sino de la objetividad de la bienaventuranza. ¿En qué consiste ese bien capaz de colmarlo verdaderamente? ¿Cuál es para él la dicha propiamente suya y que no es sólo mi proyecto sobre él? ¿Cuál es, además, la alegría capaz de resistir a la injusticia y a la muerte? ¿Y cómo se la daré yo, que soy mortal y estoy corroído por el pecado? Entonces se descubre en nosotros nuestra radical impotencia para procurar­ le por nuestras solas fuerzas el bien personal e incorruptible que exige el amor; entonces se revela, a pesar de nuestros buenos sentimientos, nuestra incapacidad de amarlo eficazmente por nosotros mismos. Porque yo quiero que mi hija estudie en la Escuela Politécnica y, si ésa no es su vocación, quizás acabe sien­ do una puta (lo cual no quiere decir, sino todo lo contrario, que no haya aprobado segundo de Primaria) y, después, de todas formas, acabará pronto comida por los gusanos: contra eso no podré hacer nada. ¿Cómo, entonces, no gritar al Cielo? ¿Cómo, a no ser que mi amor sea chato y frío, no reclamar un Salvador? Pero, aun considerando solamente el aspecto gozoso de nuestra condición, ¿cómo no reconocer que toda verdadera alegría vie­ ne de algo más lejano que nuestro poder y que siempre aparece como una gracia? Así, el rostro visible remite al rostro oculto en 232

El fruto de las entrañas

la sombra y el amor al otro sólo está asegurado en el amor a ese Otro que es el único que me permite no sólo no reducir al otro a una ambición mía, sino también dirigirlo a él mismo y dirigir su camino hacia el gozo supremo. La segunda, que se trata aquí del amor al prójimo. Ahora bien, ¿qué persona responde a ese nombre? La que puedo ver y nombrar con su nombre propio, la que se encuentra ahí justo al lado de mi camino, justo oponiéndose a él, y con la que, quizás, no tengo afinidades especiales; en resumen, aquel con quien me cruzo y que se convierte en mi cruz. La parábola con la que Jesús responde a la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” nos habla de un sacerdote y de un levita que van hacia Jerusalén, ven tirado en el suelo a un viajero herido y pasan de largo (Le 10, 31-32). ¿Qué van a hacer a Jerusalén esos dos dichosos creyentes? Predicar el amor a los hermanos, por supuesto. Y la preocupación por esa predicación los absorbe tanto que apenas tienen tiempo que perder con el pobre que roza sus albas. Son verdaderos filántropos. En nombre de Dios aman al Hombre. Pero ese amor al Hombre, que da pie a las más líricas decla­ maciones, permite también descuidar el amor al prójimo. El apóstol Judas es el héroe de ambos: cuando, en Betania, María Magdalena coge una libra de nardos para ungir los pies de Jesús (el pobre por excelencia, pues el mismo Dios lo ha arrojado al abismo más profundo de nuestra miseria), Judas clama por el despilfarro, dice que con los trescientos denarios que cuesta ese perfume se habría podido ayudar a los pobres y rentabilizarlo en gloria humanitaria. El starets Zosima,p en Los hermanos p [Los starets de la tradición ortodoxa rusa nacieron en Optina Pustyn, un lugar (cercano a Kozelsk, en Moscú) de enorme importancia para la vida espiritual de Rusia y el mejor ejemplo del renacimiento espiritual ruso de finales del siglo XVIII. El monasterio de Optina, uno de los primeros y más antiguos monasterios de eremitas rusos, fue un milagroso oasis espiritual en donde se repitieron los dones de la gracia de Dios de los primeros siglos del monacato, que recibieron su expresión más completa en un servicio especial, el starchestvo. En efecto, los starets

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Karamazov, cuenta la conversación de un amigo suyo médico: “Amo, me decía, a la humanidad, pero, para gran sorpresa mía, cuanto más amo a la humanidad en general, menos amo a la gente en particular, como individuos. Más de una vez he soña­ do con pasión servir a la humanidad y quizás hubiera subido al calvario verdaderamente por mis semejantes, si hubiera hecho falta, aunque 1ro puedo vivir con una persona dos días seguidos en la misma habitación, lo sé por experiencia. En cuanto siento a alguien cerca de mí, su personalidad oprime mi amor propio y estorba mi libertad. En veinticuatro horas puedo pillarle tirria a la mejor persona: al uno porque se queda demasiado tiempo sentado a la mesa, al otro porque está resfriado y no hace más que estornudar”.12 E Ivan el rebelde le dice más adelante a su hermano Aliosha: “Tengo que confesarte algo: nunca he podido comprender cómo se puede amar al prójimo. Creo, precisamen­ te, que al prójimo es al que no se puede amar; por lo menos, sólo se le puede amar a distancia”.13 ¿Quién no se reconoce en estas confesiones? Con el amor al prójimo, ¡se acabaron los ideales! ¡Fuera los bonitos discursos! ¡Muerte a la ensoñación romántica! Hay que soportar al comi­ lón y al que estornuda. ¿Dónde encontrar la fuerza? El amor sin ilusión al que siempre está cerca es para nosotros lo más difícil. A nuestra vanidad le repugna. Nuestra fatuidad se siente agre­ dida. En el amor, tenemos fuerza bastante para franquear con el pensamiento miles de kilómetros, pero para dar un solo paso de Optina se distinguían por el mayor de todos los dones: el don de sensatez y también el de perspicacia, el don de curación y el de obrar milagros. Se trata de un servicio profètico que realizaban los starets, como hacían los profetas en los tiempos apostólicos, consolando a los ne­ cesitados y anunciando las cosas futuras, según la voluntad de Dios. Más tarde la palabra starets ha adquirido en ruso varias acepciones: “anciano pobre y ciego”; “anciano” (con el matiz del respeto y la estima); “monje anciano”, “ermitaño” (en general), “monje” o persona, carente de estado monástico alguno, que se considera “preceptor espiritual de los creyentes”. N del T] 12 Dostoyevski, Lesfrères Karamazov, II, IV, pp. 101-102. 13 Ibidem, V, IV, p. 332.

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parece necesaria una gracia divina. Hay que creer en una provi­ dencia muy positiva para pensar que a ese tío que se atraviesa en mi camino, es precisamente Dios quien lo envía. El sentido de esta procedencia divina de la marujona y el fu­ lano remite a lo que, a pesar de ser designado por la tradición con un nombre lamentable, encubre la apertura más concreta posible a la providencia: el deber de estado. La Vida, por me­ dio de mi cuerpo, me coloca en un lugar y en una función con unos próximos que me son dados y unas tareas que conforman mi vocación propia; no debo desertar de esa avanzadilla; ahí es donde tengo que amar, porque sólo ahí puedo amar realmente. San Francisco de Sales insiste en esta situación local y particu­ lar del mandamiento divino como “la palabra más grande y la menos escuchada de la conducta espiritual”: “Y quienquiera no la cumpla, aun cuando hiciera resucitar a los muertos, no deja de estar en pecado, y de condenarse, si muere así. Por ejemplo, como está mandado que los obispos visiten a sus ovejas, les en­ señen, las guíen, las consuelen, si yo permanezco toda la semana en oración, si ayuno toda mi vida, si sólo hago eso, me pierdo. Si una persona hace un milagro estando casado y no cumple los deberes del matrimonio con su cónyuge o no se preocupa de sus hijos, es peor que si fuera infiel, dice San Pablo”.14 De hecho, está endemoniada espiritualmente. ¿No consiste la culpa del demonio, como decía Santo Tomás, en “rezar sin observar el orden requerido por Dios”? De igual forma, si yo me consumo en oración cuando debiera socorrer a mi prójimo, si resucito a un muerto cuando debiera acostarme con mi mujer (es el ejem­ plo que pone San Francisco de Sales), me hundo en la fe de los demonios. 14 Citado por el canonigo Vidal, Aux sources de la joie avec saint François de Sales, Monastère de la Visitation, Annecy, 2006, p. 29.

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También en este caso, lo que constituye el obstáculo es cierto tipo de espiritualismo. Para no caer en él con Satán, la caridad quiere que la fe en la Encarnación llegue a ser una fe encarnada y que el amor a Dios se concrete en el amor a tal cuerpo vulne­ rable. Como con tanta justeza escribe Denis Vasse: “Solamente la referencia al cuerpo hace que un hombre sea prójimo para otro hombre”.15 Y esa referencia es la que le duele al diablo, porque ese señor espiritual es favorable a la fe, siempre que sea desencarnada, y se convierte de buena gana en promotor de la caridad, en tanto que sea sólo discursiva o se mantenga a dis­ tancia. No olvidemos que también él es invisible. A menudo, no sé por qué, cuando se habla de lo invisible, sólo se piensa en co­ sas buenas y elevadas. Pero dicha palabra conviene también al pandemónium. Y lo que constituye el fondo de la rabia de ese pandemónium es que, por la Encarnación, el Eterno se haya hecho visible en un niño, y que lo visible, a partir de ahora, sea el único camino hacia el Dios invisible, que el cuerpo, de ahora en adelante, esté en contacto directo con el Verbo infinito. Por eso promueve lo mismo la idolatría que la iconoclasia, la ado­ ración a una imagen por ella misma o la adoración del odio a toda imagen; por eso induce al humanitarismo lo mismo que a las persecuciones, a un hombre engatusado como un cerdo que se ceba o a un hombre degollado como ganado que se sacrifica. Separador, le gusta mucho que se ame a Dios sin el prójimo, o que se ame al prójimo sin Dios. Sembrador de confusión, admite esa mística humanista donde la caridad fraterna reduce a la nada a la liturgia, lo mismo que esa mística de palabrería donde la liturgia reduce a la nada a la caridad fraterna. Para él, lo esencial es arrancar el rayo de sol del lugar de donde brota, 15 Denis Vasse, Le temps du désir, Seuil, col. “Points-Essais”, Paris, 1997, p. 41.

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rechazar esa mutua involución de la carne y del Espíritu Santo, del prójimo y de Dios, en el verdadero amor. Elogio de una puta (vuelta a la Epístola de Santiago)

Todo lo precedente se encuentra en la Epístola de Santiago: si yo fuera exegeta habría podido limitarme en mi discurso a su solo comentario. Alrededor de su afirmación central de que los demo­ nios son también creyentes, y vinculando la fe a las obras, no deja de ordenar su realización en el cuerpo. Comparando esta epístola con la de Pablo a los Romanos, el gran reformador decía: “Estos dos textos son diametralmente opuestos: la fe es la que justifica y la fe sola no justifica. Si alguien puede hacer concordar esos dos pa­ sajes, le pondré mi birrete en la cabeza y aceptaré que me trate de necio”.16 Se sobreentiende, sin duda, que la necedad convendría más a quien se pusiera a demostrar semejante concordancia. Pero yo quisiera que aceptáramos hasta el final su desafío y que, a partir de ahora, pudiéramos tratar a Lutero de necio —por respeto. Hay que reconocer que nuestro rabí Jacob lleva un poco lejos la inversión de los puntos de vista: Porque así como el cuerpo sin espíritu está, muerto, así también lafe sin obras está muerta (St 2, 26). Paralelismo increíble que invierte las relaciones: ¿No era más lógico ver la fe como lo que da la vida a las obras? ¿No está la fe del lado del espíritu y las obras del lado del cuerpo? Ahora bien, en este texto, lo que está del lado del cuerpo aparece como más espiritual que lo que está del lado del espíritu. Se compren­ de la perplejidad de Lutero. Estaríamos también tentados de ex­ pulsar del canon la Epístola de Santiago como una excrecencia monstruosa. Pero eso sería vincular a cada palabra un sentido tan unívoco que se impediría ese juego de significantes que li­ 16 Martin Luther, Propos de table, XLVI, Aubier, Paris, 1992, p. 348.

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bera el pensamiento. Porque la fe, para Santiago, ya lo hemos dicho, no es la fe teologal, la fides operans per caritatem, de San Pablo. Es una fe sin confianza en Dios, puramente teórica. Por fuera, profesa los mismos artículos, sabe también adorar, como el endemoniado de Gerasa; por dentro, es de otra naturaleza. ¿Cómo distinguirlas en sustancia? El árbol se reconoce por sus frutos: aunque sean exteriores, sólo ellos atestiguan el vigor de la savia. Las obras son signos del espíritu que anima una fe viva. La Epístola de Santiago comienza también hablando de laprue­ ba de lafe (St 1,3). No nos equivoquemos acerca de ese genitivo: es subjetivo, no objetivo. Se refiere menos a la fe que es probada que a la fe que prueba.q La prueba fundamental no es exterior: no la gestionan las persecuciones del mundo o los picotazos del ateís­ mo tanto como la concupiscencia del mismo creyente. Cada uno esprobado por su propia concupiscencia que lo arrastray lo seduce (St 1, 14). ¿Cómo desprenderse de esta inclinación? Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos (St 1, 22). Yo prefiero traducir: Sedpoetas de la palabra y no os contentéis... vertiendo el griego original poietai por “poetas”, porque, mejor que “realizadores” u “obradores”, ese término su­ giere la inventiva de la fe viva. Dicha poesía se opone a dos cosas sobre las que Santiago insiste por dos veces con un quiasmo, de una y otra parte de la mención principal de la fe de los demonios: la exageración del discurso y el olvido de los pobres. Si alguno se cree religioso, pero no pone freno a su lengua, sino que engaña a su propio corazón, su religión es vana (St 1, 26). Habla, sin duda, de aquel que sólo es auditor de la Palabra. También del que la enseña. Pero, precisamente, para ser creíble, q [La versión española de la Biblia de Jerusalén traduce ese genitivo optando por el sentido objetivo, precisamente al revés de como le gustaría al autor, pues dice exactamente: La calidad probada de vuestra fe produce la paciencia en el sufrimiento. N. del T]

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tiene, además de enseñarla, que sangrarla. Si su palabra no es más que una finta para no entrar en la poesía concreta de la fe, si no es más que una arenga moralizadora, que echa sobre las es­ paldas de los demás fardos que él mismo no roza ni con el dedo meñique, su pretendida evangelización de los demás coincide con una infestación demoníaca de su propio corazón. Por otro lado, la preocupación por las riquezas es signo de mi­ seria teologal: Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad; el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5, 3-6). La fe muerta está muerta por la voluntad de poder. A ella se opone no una volun­ tad de poder contraria que la apuntalaría en su mismo princi­ pio, sino la vulnerabilidad del justo {él no os resiste). Porque, si la fe está viva, es una riqueza ampliamente suficiente y uno ya no tiene la preocupación de amasar otras, sino más bien la de distribuir las propias a los pobres, y hasta la propia sangre. Y nos encontramos ahora ante lo más maravilloso de esta epístola, maravilla que pondrá los pelos de punta tanto a los moralizantes como a los inmoralistas, en fin, a todos los separa­ dores de la carne y de la verdad: entre los de Abraham y de Job, aparece engastado como un rubí de la fe en el corazón de este texto el nombre de Rajab, la puta de Jericó (St 2, 25): Del mis­ mo modo Rajab, la prostituta, ¿no quedó justificada por las obras dando hospedaje a los mensajeros y haciéndoles marchar por otro caminoi Estamos, en el sentido literal del término, ante pura pornografía: “prostituta”, en el griego de Santiago, se dice con la palabra porné. En cuanto a los dos espías despachados por Josué/Jesús son curiosamente designados con el término aggélous, que significa “enviados”, pero al que se da también el sentido de 239

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“ángeles”. Anunciación a la Puta, pues, que prefigura la Anun­ ciación a la Inmaculada. Lo confirma ese cordón escarlata en su ventana con el que hace huir a los dos mensajeros, símbolo de la sangre derramada que redime a los pecadores. En esos dos detalles, San Hilario de Poitiers reconoce en Rajab una figura de la Iglesia: “La prostituta recibe a dos exploradores enviados por Josué para reconocer el país: la Iglesia que congrega a los pecadores recibe la Ley y la Profecía enviadas para reconocer la fe en los hombres, y por ellas confiesa que Dios es Dios arriba en el cielo y abajo en la tierra. Porque tras la generación espiritual del Señor, su nacimiento corporal está atestiguado con estas pa­ labras: Después apareció ella [la sabiduría] en la tierra, y entre los hombres convivió (Ba 3, 38). De esos mismos exploradores recibe la Iglesia el signo de la salvación en el escarlata, color evi­ dentemente simbólico, en el plano de los honores, de la realeza, y en el plano físico, de la sangre. Dos realidades que se aplican a la Pasión, ya que el Señor fue revestido de un manto de ese color (Jn 19, 3) y la sangre manó de su costado (Jn 19, 31)”.17 Este comentario sobre Rajab entrelaza la fe y el cuerpo cen­ trando el episodio en el misterio de la Encarnación. Se nos pone de manifiesto que esa insistencia en las obras no es una predi­ lección por la fanfarronería: Rajab esconde a los enviados. No es tampoco una declaración moralizante, una especie de aburgue­ samiento de la fe que valora a la dama benefactora que reparte limosnas evidentes: Rajab es una puta. Simplemente manifiesta, en contra del esplritualismo demoníaco, que la fe verdadera se irradia en la carne y que esa carne, aun estando sumergida en el “pomo”, a menudo puede volver a florecer e ingresar en el linaje de las matriarcas que forman la genealogía de Cristo. En efecto, Rajab se casa con Salmón (“la paz”), probablemente uno 17 Saint Hilaire de Poitiers, Traité des mystères, II, 9, en Thèmes etfigures bibliques, DDB, Paris, 1984, pp. 59-60.

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de los dos enviados, y llega a ser madre de Booz, tatarabuelo de David y célebre soñador (Mt 1,5). Dante no lo olvidará. En su Paraíso la coloca a la vez en el firmamento del Cielo de Venus y en la Rosa blanca que se despliega alrededor de María.18Folquet de Marsella, el trovador que llegó a ser obispo, hace esta sor­ prendente declaración: “Fue elevada por encima de cualquier otra alma en el triunfo de Cristo”. Con Rajab se cumpliría la palabra de Jesús a los fariseos: Las rameras llegan antes que voso­ tros al Reino de Dios (Mt 21, 31). Con Rajab, en cualquier caso, se manifiesta esa ley de libertad, esa magnificencia de la gracia que escandaliza al demonio y salva al pecador: Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la mise­ ricordia se siente superior [se ríe del] al juicio (St 2, 13). Ésta es una burla insoportable para el Acusador: presupone que nadie se salva a sí mismo, y que la verdadera felicidad es un don. Todo eso será real, en efecto, sólo si reconozco primero que todo don perfecto no viene de mí, sino que viene de lo alto, des­ ciende del Padre de las luces, en quien no hay cambio ni sombra de rotación (St 1, 17). De ese reconocimiento proceden las tres conclusiones que hemos sacado con Santiago: T) la primacía de la escucha sobre el discurso; 2“) la primacía de la caridad frater­ na sobre el enriquecimiento mundano; 3“) la primacía de las en­ trañas de misericordia sobre la cuchilla del juicio (la posibilidad de que la ramera se convierta en santa). Se desprende así por tres veces la evidencia de que la fe viva no es posesión nuestra, sino que más bien nos desposee, nos hace entrar en el impulso de una donación que nos traspasa, cuya iniciativa no tenemos nosotros y cuyo fin no somos nosotros. En el orden teologal, no tenemos la fe, la fe nos tiene a nosotros. Porque, desde el momento en que yo pretenda tenerla, debo preguntarme si no es más bien el demonio el que me tiene a mí. 18 Dante Alighieri, Paraíso, IX, 114-120 y XXXII, 15.

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Segunda Lección Aunque es de noche1

U n dem onio se apareció a un anciano y le dijo: “Soy Cris­ to ”. A nte tal visión, el m onje cerró los ojos. El dem onio le dijo: “Soy Cristo, ¿por qué cierras los ojos?” El anciano replicó: “N o quiero ver a Cristo aquí abajo, sino en la otra vida”. Ante estas palabras, el diablo desapareció. Apotegm a de los Padres del desierto

Si así fixe tomado el que creía...

Nunca acabará nuestra exégesis de la Tentación en el desier­ to. Se encuentra en ella ese versículo exorbitante que podría servir para una meditación de siglos: Entonces el diablo lo lleva consigo a la Ciudad Santa y lo pone sobre el alero del Templo (Mt 4, 5). ¿Colocar a Jesús en el pináculo del lugar sagrado no es lo que debe hacer el piadoso constructor de catedrales? Además, ¿no es ésta una primera ascensión de Cristo, una especie de parodia de la Ascensión futura? Pero, entre esas pocas palabras, hay un verbo mucho más inquietante: paralambanein, tomar consigo. Ese verbo ya lo había empleado Mateo. Y lo había 1 “Aunque es de noche” [en español en el original] es el estribillo de un poema de San Juan de la Cruz.

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puesto en boca de un arcángel. Cuando José piensa en repudiar en secreto a aquella de la que se siente indigno, el ángel Gabriel se le aparece en sueños: José, hijo de David, no temas tomar con­ tigo a María tu mujer (Mt 1, 20). Nuestro verbo deja entender aquí una connotación nupcial. El pasaje de la Tentación que lo emplea tres capítulos más adelante se hace, por ello, pavoroso. ¿Puede el diablo tomar consigo a Jesús como José toma consigo a María? El gran escritor dominico Louis Chardon confiesa su “ho­ rror” a este respecto: su “divino Maestro” se deja “abordar por Satán en el desierto, que acerca sus manos sacrilegas hasta abrazar a su majestad sagrada, hasta apretarla en su seno y es­ trecharla en sus brazos, con el propósito de llevarla al pináculo del templo y a la cumbre de la montaña. ¡Jesús entre las manos de Satán! ¿Quién lo iba a creer? ¡Estrechado contra su pecho! ¿Quién no se espanta de tal cosa? De tenerlo entre esas brasas, ¿quién no queda paralizado de terror? No puede uno persua­ dirse fácilmente de que pueda hacer con él lo que quiera. Que Jesús lo sufra, que lo permita, que consienta en ello y que, para ello precisamente, acomode su voluntad a la de ese monstruo infernal serían cosas increíbles si la imposibilidad pudiera en­ contrar un sitio donde alojarse entre los objetos de la fe”.2 Se asombra el fiel de esa permisividad de Dios que deja que el diablo llegue a dar ese abrazo. Puede quedar espantado. Pero la travesía de ese espanto es el camino hacia una paz insondable. Porque el abrazo en cuestión nos hace ver que no hay horror, ni siquiera el acoplamiento satánico, al que no haya descendi­ do el Salvador, de suerte que, en nuestra noche más negra sigue escondiéndose su luz inviolada.

2 Louis Chardon, La croix de Jésus [1647], Cerf, Paris, 1937, p. 80.

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Pero esto quiere decir también, recíprocamente, que en la cla­ ridad mundana, la de una ascensión demasiado visible al vértice del templo, puede alojarse el príncipe de las tinieblas. En Bajo el soldé Satán, las últimas palabras del diablo disfrazado de tratante de ganado adoptan esa sinceridad total que constituye el fondo de su engaño: “Te he tenido junto a mi pecho; te he mecido en mis brazos. ¡Cuántas veces aún me harás mimos creyendo estre­ char al otro junto a tu corazón! Porque ése es tu signo. Ese es en ti el sello de mi odio”.3 El sello de su odio es mecernos en amor propio. Pero, por muy fuerte que nos estreche, Cristo, que se ha dejado estrechar por todas las fuerzas diabólicas hasta agotarlas, está siempre ahí, y espera nuestro abandono. Porque Bernanos no teme hacer decir al santo de Lumbres que la caída es defini­ tiva, que ya estamos vencidos por Satán. Pero esa derrota no es nuestra perdición: es el comienzo de nuestra salvación. Tema­ mos, pues; no sea que... alguno de vosotros parezca llegar rezagado (Heb 4, 1). ¿Cómo? ¿Ya hemos caído? ¡Magnífico! Sólo cuando ha pasado mucho tiempo después de ser demasiado tarde para nuestras fuerzas, empezamos con la gracia de Dios. No hay nin­ guna otra escapatoria para nosotros, vencidos desde el origen, más que dejarnos vencer además por el Altísimo: “¿Cómo ronda el diablo? Ronda como león rugiente, buscando a quién devorar (1 P 5, 8). ¡Quién no caería en las garras de ese león, si otro león, el León de la tribu de Judá, no lo hubiera vencido! Vemos, pues, al León contra el león, al Cordero contra el lobo”.4 En su Ciencia experimental de cosas de la otra vida, el padre Jean-Joseph Surin afirma que, tras el advenimiento de Cristo, los demonios se esfuerzan más en unirse a los hombres, en im­ primir en su memoria e imaginación similitudes con sus pen3 Georges Bernanos, Sous le soleil de Satan, en Oeuvres romanesques, Gallimard, col. “Bibliothè­ que de la Pléiade”, Paris, 1962, p. 184. 4 Dom Anschaire Vonier, La victoire du Christ, capitulo 8, L’oeuvre, Paris, 2009.

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samientos, a fin de imitar la Encarnación. No se trata de que el demonio quiera hacerse carne, sino más bien de que intenta, fundiéndose en su presa, desencarnarla, adormecerla en un sue­ ño angélico o animal. No tiene poder sobre nuestra conciencia, pero puede manipular nuestra imaginación y presionar sobre nuestros afectos: invitándonos al orgullo, perturba nuestra con­ ciencia hasta el punto de que llegamos a creerla tanto mejor cuanto peores nos hayamos vuelto, o tanto peor cuanto más comience a rayar en ella la luz. “¡Me harás mimos creyendo estrechar al otro junto a tu corazón!” La única manera de salir de ahí es evitar la vana introspección y remitirse a su inescruta­ ble misericordia. San Pablo nos da esta palabra: Cierto que mi conciencia nada me reprocha; mas no por eso quedo justificado. M i juez es el Señor (1 Co 4, 4). Y San Juan nos da esta otra palabra simétrica: Y tranquilizaremos nuestra conciencia ante El, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia (1 Jn 3, 19-20). En uno y otro caso, se trata de no erigirse en juez supremo, ni siquiera en juez compasivo, y de no fiarse de las propias luces, aun cuando fueran brillantes. La gracia de la reconciliación

Detengámonos un instante en este hecho: el demonio se las da de víctima. Por esa razón es llamado el Acusador. Pero sabe también perdonar en la medida en que el perdón le sirva de instrumento de poder y le permita no ver su propia injusticia. Llega a ser incluso “un fanático de la conciliación”.5 ¿Qué fueron si no los grandes totalitarismos del siglo XX? Grandes tentativas de una reconciliación definitiva por las solas fuerzas del hombre (y cuando se trata de nuestras solas fuerzas, 5 Bernanos, Sous le soleil de Satan, p. 290.

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por cierto, el diablo siempre echa una mano). El nazismo qui­ so producir, a través del Reich milenario, una Europa por fin unida y saneada. El comunismo quiso sacarnos para siempre de la lucha de clases. Adalberto, un católico asesino de Ruanda explica así lo que motivó el genocidio: “Deshacerse de un peli­ gro para siempre”, y Pío, otro artista del machete, lo corrobora evocando “el deseo de ganar la partida definitivamente”.6 Se trata de nuevo de la parábola del grano de trigo y la cizaña. El Enemigo es quien sembró su cizaña en mitad del grano bueno mientras dormían los sirvientes; pero también es quien sugiere a los sirvientes el afán bienintencionado de eliminar toda mala hierba para eliminar así el trigo verde. De igual forma han aca­ bado en destrucción todos nuestros grandes proyectos de re­ conciliación. Todavía hoy, con la mayor de las compasiones posibles, el noble designio de fabricar un hombre nuevo paci­ ficado y perfeccionado por la técnica acabará por dar al traste con el obsoleto sapiens sapiens. Y, si se aspira al error contrario, la fanática ambición de someter el mundo a Dios por el terror acabará entregando el mundo al Diablo. El hombre no debe tener la última palabra. Por supuesto, los agnósticos podrían decir eso mismo: tanto el religioso como el ideólogo pretenden tener la última palabra, nosotros decimos que Dios es incognoscible y, de esa manera, somos bastante humildes. Así se evita el totalitarismo, sin duda, pero no se evita la mutilación: una vida boca abajo llenándose el gaznate en el comedero. Porque la penúltima palabra se convierte ipso facto en la última palabra, si no hay última palabra eficaz. El religioso ferviente, lejos de ser fanático, sabe que la última palabra es de Dios y que él mismo no debería tenerla ni para condenar ni para absolver. Si condena por sí mismo corre el riesgo de equi­ vocarse y cae en la superficialidad. Si absuelve por sí mismo, 6Jean Hatzfeld, Une saison de machettes, Seuil, col. “Points”, Paris, 2003, p. 254.

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corre el riesgo de ser laxo y se desliza con facilidad hacia una forma sorda de chantaje: “Te he perdonado, yo, el inocente, la víctima, ¡tienes conmigo una deuda aún mayor!” Esa manera de dárselas de víctima absoluta, reivindicando la justicia o jactán­ dose del propio perdón, está en el origen de todas esas revanchas y extorsiones que se perpetran con tanta más crueldad cuanto más justificadas se creen ante la conciencia. En esa justicia pre­ suntuosa, en ese perdón arrogante, se encuentra el demonio. Porque la verdadera reconciliación exige, por el contrario, de­ jarse reconciliar primero con el Padre de las misericordias, el único que puede transformar en hermanos a los fratricidas que somos nosotros, fratricidas desde el origen, fratricidas incluso cuando pretendemos otorgar un perdón cuya fuente pura se­ ríamos nosotros mismos. Por eso se presenta San Pablo ante los corintios no como maestro, sino como débil embajador de una reconciliación cuyo primer beneficiario es él: En nombre de Cristo os suplicamos: ¡dejaos reconciliar con Dios! (2 Co 5, 20). Lo cual quiere decir también: “Sin Dios no os dejéis reconciliar, sería una diabólica ilusión”. Para intentar acercarse a esa verdad, habría que releer la pa­ rábola del deudor despiadado (Mt 18, 23-35). Es esa historia de un siervo insolvente que debe cien mil talentos, que es tanto como decir una suma infinita. Se arroja a los pies de su amo su­ plicándole y el amo, apiadado de él, le perdona toda su deuda. Pero resulta que, al salir tan aligerado por tal gracia, el sirviente se deja ir con todo su peso sobre un compañero que le debe cien denarios, que es tanto como decir, en comparación, casi nada. El texto dice que lo coge del cuello y, desoyendo su súplica, lo hace arrojar en prisión. ¿Qué ha pasado? El siervo que ahora se ve libre de deudas se las da de víctima pura e inocente. Reclama justicia para sí. Sin clemencia alguna hace aplicar la ley, cuan­ do habría debido ejercer el perdón. Y, sin embargo, ¿no habría dado lo mismo que hubiera perdonado con tal que hubiera con­ donado su deuda en tanto que víctima pura? Habría podido 248

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mirar a su agradecido compañero desde arriba, como si él fuera el príncipe de la misericordia (querer ser el principio del bien, lo hemos visto, es el mal original). El despiadado apiadado se lo habría hecho notar bien: “Mira lo que me debes, puesto que no te he enviado a prisión. ¡Anda! Voy a olvidar los cien denarios también, sí, los voy a olvidar y te recordaré a menudo que los he olvidado...” De esa manera insiste en otra deuda, más espiritual, y lo encadena en otra prisión, psicológica, moral, más aislante que la prisión de piedra. Esta desigualdad entre la víctima pura y el verdugo puro no permite una verdadera reconciliación, ni siquiera preconizando una amnistía general. No deja entrar en la fraternidad. Para perdonar de verdad y en profundidad, sin usurpar una posición divina, hace falta que yo reconozca que también soy pecador, y un pecador bastante peor que aquel al que yo perdono, sea por­ que yo haya pecado tras recibir el perdón de Dios, sea porque, por una gracia especial, haya sido preservado. Pero sé que sin esa gracia de lo alto no habría podido dejar de ser un verdugo más infame que todos los demás verdugos. Entonces se realiza la verdadera reconciliación. Tampoco por las solas fuerzas del hombre, sino en primer lugar por su debili­ dad. Por su propia miseria confesa, que acoge al otro miserable en la Luz de una Misericordia infinita. Esa miseria no olvida la palabra de Pablo: Cuando estoy débil, entonces es cuando soyfuerte (2 Co 12, 10). Cree asimismo que la palabra de Zacarías se rea­ liza: ¡Mirarán al que atravesaron! ¡Y adelante! ¡Todos deicidas! ¡Yo el primero, el más cobarde, el más frío bajo la fiebre de un amor falso...! Y entonces puede tener lugar la reconciliación. Quien tiene la fe teologal, esa fe que se dice tan consoladora, debe aprender primero que es un asesino. Cree, duro como el hierro, que ha entregado a la muerte al Hijo y descubre que ese Hijo se ha encontrado con él en el fondo de su miseria para ha­ 249

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cerle misericordia. Así, y sólo así, como hijo pródigo, pero cuyo retorno es festejado por su Padre, como consecuencia, puede hacer misericordia. Francisco de Asís, viendo a un condenado a muerte, reconoce ante él que, sin la Misericordia divina, habría sido un criminal peor, y el condenado puede arrepentirse. Ca­ talina de Siena bebe la sangre de un decapitado como si fuera para ella la del Redentor. ¿Cómo no iba a ocurrir lo mismo con María, la Virgen Inmaculada? Ella sabe en su corazón que, sin esa gracia por prevención, que procede de la Cruz de su Hijo, ella tampoco habría sido la Hija de Sión, sino más bien la Gran Prostituta de Babilonia. Y porque lo sabe, la sierva humilde, en su pureza extrema puede ser el “Refugio de los Pecadores”. Si se hubiera creído inmaculada por ella misma, si se hubiera fiado de sus propias luces para tener la iniciativa de la misericordia, en fin, si se hubiera pavoneado de su plenitud de gracia como de algo debido a ella, habría sido hija de Satán. Pero es la Madre de Dios y lo es por haber sido entregada a Dios como una niña pequeña que no es nada sin su Padre. Del primer mandamiento, o el ateísmo judeocristiano

No tener la última palabra, dejarse desgarrar por una tras­ cendencia, ser arrancado de las luces estrechas de uno mismo para entrar en una claridad cegadora, ése es el sentido del pri­ mer mandamiento. Algunos catecismos lo enuncian de forma positiva para hacer mejor las rimas en “-ás”: “A un solo Dios adorarás” (“El día del Señor descansarás”, “A tu padre y a tu madre honrarás”, etc.) Pero, en la Torah, al menos en lo que se acostumbra a llamar el Decálogo, la fórmula es negativa: No habrá para ti otros dioses delante de mí (Ex 20, 3). Ese “mí”, que hace del Decálogo no una declaración de derechos humanos, sino un diálogo amoroso, la relación de un Yo y de un Tú, ese “mí” en el versículo precedente hace referencia al Tetragrama, es decir, al Nombre impronunciable: la parte positiva de la 250

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fórmula nos arroja a un abismo. Queda la negativa, a nuestro alcance: No habrá para ti otros elohim. Teología a martillazos. El amanecer de Dios comienza con el crepúsculo de los ídolos. La fe reclama que no tengamos otros dioses; que, por ese lado, seamos perfectos ateos. Los paganos no se equivocaban. ¿Cómo calificar a unos tipos que no inmolaban al Emperador, que olvidaban a Venus y a Mitra y que faltaban a ese integrismo que pretendía que uno se tenía que acostar con prostitutas sagradas? A sus ojos, los pri­ meros cristianos hacían profesión de ateísmo. Eran culpables de un crimen público. Por darles muerte a los dioses, había que castigarlos con la pena capital. Justino se ve obligado a defen­ derse: “Se nos llama ateos. Sí, ciertamente somos ateos de esos supuestos dioses, pero creemos en el Dios verdadero, padre de la justicia, de la sabiduría y de las demás virtudes, en quien no hay mezcla de mal alguno”.7 Tertuliano, a su vez, entona su alegato: “Hemos dejado de honrar a vuestros dioses desde el momento en que hemos reconocido que no son tales. Lo que tenéis, pues, que exigirnos es que probemos que no son dioses y, de ahí, que no hay que rendirles culto”.8Esa es la consecuencia del primer man­ damiento en su formulación negativa: probar que los dioses no son dioses. Así, la fe implica la razón, y la razón crítica. El diálogo con el Dios vivo exige que no nos equivoquemos de interlocutor y, por lo tanto, que seamos ateos para todos los dioses muertos. El ateísmo moderno es, en ese sentido, una herejía cristiana. Procede de este ateísmo judío y cristiano. Pretende prolongar su destrucción de los ídolos, pero hace un ídolo de su propio martillo. El genio de Feuerbach consiste en situar ese ateísmo con gran exactitud no contra las religiones, sino en el seno de su 7 Saint Justin, Grande apologie, en Justin martyr, Oeuvres complètes, Migne, Paris, 1994, p. 25. 8 Tertullien, Apologétique, Les belles lettres, Paris, 1929, p. 25.

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progreso histórico: “La religión es el ser de la humanidad en su infancia; pero el niño ve su esencia fuera de sí, en el hombre: en la infancia, el hombre es objeto para sí mismo bajo el aspecto de otro hombre. Por eso, el progreso histórico de las religiones consiste en que ahora se considera como subjetivo lo que las re­ ligiones primitivas tenían por objetivo o, dicho de otra manera, en que se conoce ahora como humano lo que en otro tiempo se contemplaba y adoraba bajo las especies de Dios. Para la que le sucede, toda religión es idolatría”.9 La confesión es de aúpa: el ateísmo pretende inscribirse den­ tro del impulso del combate mosaico contra la idolatría como su última etapa y culminación. Mediante el gesto mismo de su ruptura reconoce su dependencia respecto de la Revelación bíblica. Y su deuda especial respecto del cristianismo. Porque, en ese proceso consistente en “conocer como humano lo que en otro tiempo se contemplaba y adoraba bajo las especies de Dios”, la fe cristiana, con su Dios-Hombre y su Hostia-Verbo, parece poner un jalón decisivo. El ateísmo moderno no es sólo un desplazamiento desde el Dios trascendente al dios inexistente; es también la deriva de una devoción centrada en la humanidad de Cristo hacia una religión de la Humanidad a secas. La erradicación demasiado humana de la idolatría está abocada a la fabricación del ídolo humanista —como a un retorno al Becerro de oro. De hecho, cuando uno imagina acabar con la falsa devoción con sus pro­ pias fuerzas, cae en la devoción a uno mismo, es decir, en el culto demoníaco por excelencia, y los ídolos comienzan a pu­ lular bajo materiales intangibles: el Progreso, la Revolución, el Mercado, el Planeta, el Otro... 5 Ludwig Feuerbach, Manifestes philosophiques, traducción de Louis Althusser, 10/18, 1973, pp. 96-97.

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Ese último concepto es de los más interesantes. Más que cualquier otro, parece desafiar la idolatría y responder al pri­ mer mandamiento con una pureza insuperable. En el nombre del Otro, del Completamente-Otro, se pretende admitir a un Dios inaccesible, pero a fin de rechazar todo dogma, toda Igle­ sia, toda religión instituida como fabricaciones humanas ya que mezclan lo Completamente-Otro con lo Idéntico para arrogarse un pretendido acceso a la divinidad. Pero, ¿qué es ese Comple­ tamente-Otro abstracto, sin rostro ni palabra ni contacto, sino una forma vacía y el negativo del yo? Ahora bien, si no se trata más que de una forma vacía, puedo rellenarla a voluntad, según el capricho del momento. Y si no se trata más que del no-yo, del no-humano, entonces lo humano y el yo siguen siendo los principios positivos. Una vez más, el ídolo se rompe sólo para mejor idolatrar el gesto de la ruptura. El demonio nos ayuda a mantener el tipo, nos susurra al oído: “No escuches Israel, Dios es Completamente-Otro, está más allá de todas las sinagogas y de todas las catedrales hechas por mano de hombre. Estos mandamientos que ennegrecen sus rollos y reverberan en sus bóvedas no los grabes en tu corazón, no se los repitas a tus hijos. Sólo son voces humanas. La mía es en verdad completamente otra, sin timbre, sin rostro, sin Nombre propio, pues nos llama­ mos Legión...” La salida de la idolatría supone una salida del orgullo y, por consiguiente, un rompimiento cuya iniciativa no tenemos no­ sotros: un golpe de gracia, el relámpago de una Revelación. Está en la apertura al Completamente-Otro, sin duda, pero a ese Completamente-Otro real que se acerca con un rostro que no­ sotros no hemos elegido, que nos da una palabra más profunda que nuestro silencio, porque no es la nuestra ni su negativo, y que viene a tocarnos por sorpresa. Los dogmas y los sacramen­ tos no tienen otro sentido. Juan XXIII decía que un concilio era un encuentro con el Rostro del Resucitado. Los dogmas son también los rasgos misteriosos del Rostro divino; los sacramen­ 253

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tos son sus tactos más íntimos; y unos y otros te llevarán adonde tú no quieras (Jn 21, 18). Un Dios Completamente-Otro que no se revela nunca es sólo un espíritu vago y sin amor. Sería el espíritu del diablo, un espíritu que, prefiriendo todas las más­ caras inventadas por él mismo al rostro recibido del Creador, renuncia a su personalidad, opta por la alteridad informe: el otro siempre otro, sin diálogo sostenible, sin fidelidad posible, sin encarnación que lo ate a un cuerpo. Contra el ángel de luz

Por otra parte, ¿no ha experimentado usted nunca esa repen­ tina torpeza que se apodera de sus miembros en el momento que usted empieza a rezar? Hay en ello una especie de prodigio. Hace un momento estábamos en pleno vigor para discutir e indignarnos con los impíos y aparece esa viga invisible que se descuelga del techo y nos aplasta de lleno como un matamoscas a una avispa industriosa. ¿De dónde viene esa súbita depresión? ¿Solamente de uno mismo? ¿No es más bien como la fuerza de algún Otro que nos rodea y nos impide hacer el mal? La vida de oración es a lo que el demonio ha renunciado. La detesta más que a ninguna otra. A los suyos no tiene más remedio que pre­ servarlos de ella. Es un hiperactivo infatigable y lleno de nuevos proyectos urgentes. Querría que todo dependiera únicamente de sus esfuerzos. No le gusta brillar más que por mérito propio. Se le hace imposible estar calmo. Por su influjo, de esa manera tan misteriosa, sufrimos esa enfermedad que consiste en “no saber estarse quieto en una habitación”. Pero admitamos que vamos más allá de este obstáculo para principiantes y llegamos a ser unos campeones de la oración. El diablo sigue ahí todavía para ayudarnos. Pesa entonces en la memoria del religioso, en su inclinación al placer, suscita en él una impaciencia de la beatitud similar a la suya. “Mas algunos, 254

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como traen estos bienes espirituales tan afuera y tan manuales en el sentido, caen en mayores inconvenientes y peligros que a los principios dijimos... Porque aquí hace el demonio a muchos creer visiones vanas y profecías falsas... Aquí los suele llenar el demonio de presunción y soberbia, y, atraídos de la vanidad y arrogancia, se dejan ser vistos en actos exteriores que parez­ can de santidad, como son arrobamientos y otras apariencias... Tantas falsedades y engaños suelen multiplicarse en algunos de éstos, y tanto se envejecen en ellos, que es muy dudosa la vuelta de ellos al camino puro de la virtud y verdadero espíritu. En las cuales miserias vienen a dar, comenzando a darse con de­ masiada seguridad a las aprensiones y sentimientos espirituales, cuando comenzaban a aprovechar en el camino”.101 Juan de la Cruz insiste siempre en el peligro de la seguridad. Porque nuestro sentimiento de seguridad aquí abajo no puede ser otra cosa que el colmo de la amenaza: nuestro pequeño pa­ raíso es ya nuestro infierno, el infierno de la presunción. Sen­ tirse perfectamente al abrigo es ya haber caído en tierra, puesto que en esa situación uno ya no se desgarra en un grito dirigido al Salvador. Teresa de Avila recuerda que, en la comodidad ma­ terial y moral, estamos tanto más como en tiempos de guerra: “Desasiéndonos del mundo, y deudos, y encerradas aquí con las condiciones que están dichas, ya parece que lo tenemos todo hecho, y que no hay que pelear con nada. ¡Oh hermanas mías!, no os aseguréis, ni os echéis a dormir, que será como el que se acuesta muy sosegado, habiendo muy bien cerrado sus puertas por miedo de ladrones, y se los deja en casa. Ya sabéis, que no hay »peor ladrón que el de casa, pues quedamos nosotras mesmas .1 1 10 San Juan de la Cruz, La noche oscura, libro 2, capítulo 2, 3. 11 Santa Teresa de Avila, Camino de perfección, capítulo X, 1.

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La entrada en religión puede desembocar en la gehenna. Y todo progreso espiritual dar ocasión a un desastre mayor: “Cuanto más se recibe, más riesgo se corre de sucumbir al orgullo”.12Por eso el demonio es habilidoso “endulzando y deslumbrando” el alma. Y ello hasta un punto que nosotros no imaginamos: “Como se dis­ fraza de ángel de luz (2 Co 11, 14), el alma sólo ve luz por todas partes”.13 Una fe que nos llevara a estar muy seguros de nosotros mismos, una fe sin noche, por ser a la medida de nuestras propias luces, nos haría peores que el ateo que experimenta la existencia de Dios. Ese ateo seguiría aún en el sufrimiento por causa de otro, mientras que nuestro orgulloso espiritual ya no espera nada más que gozar de los resplandores de sus cirios. Esas páginas tan terribles de nuestros dos grandes carmelitas no deben más que inspirar la mayor de las confianzas. Si no lo entendemos es porque hemos olvidado que la noción de con­ fianza es en sí misma desgarradora. Prohíbe creer en la fortaleza lograda con nuestras manos. Confiesa nuestra angustia y apela a otro. La confianza en Dios presupone la desconfianza en uno mismo. Felipe Neri le advertía a Jesús: “No te fíes de Felipe”. Y Vicente de Paúl confiaba en sus Conversaciones espirituales: “Toda mi vida he temido encontrarme en medio del nacimien­ to de alguna herejía. Yo veía los grandes estragos que habían hecho las de Lutero y Calvino y cuántas personas de todas clases y condiciones habían absorbido el pernicioso veneno queriendo gustar las falsas dulzuras de su pretendida reforma. Siempre he tenido miedo de verme enredado en los errores de alguna nueva doctrina, antes de darme cuenta de ello”.14 No nos llamemos a engaño, esta confesión es un homenaje al genio y a la supe­ 12 Véase el estudio del padre Lucien-Marie de Saint-Joseph, “Satan dans l’oeuvre de saint Jean de la Croix”, en Satan, DDB, Paris, 1978 (reimpresión del número de los Études carmélitaines de 1948). 13 San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, libro 3, capítulo 10. 14 Entretiens spirituels de saint Vincent de Paul, Seuil, Paris, 1960, p. 902.

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rioridad de Calvino y de Lutero: si esos grandes cayeron en el error, en los tejemanejes del Maligno, ¿cómo yo, que soy más pequeño, no iba a temer caer a mi vez? ¿Cómo, para librarme de tal desgracia, no me iba a entregar a una obediencia tan libre como completa al magisterio de la Iglesia? La verdadera fe hace, pues, entrar en la duda, no de Dios, sino de uno mismo: “Señor, Dios mío, me he convertido en un enig­ ma para mí mismo ante tus ojos”.15Y esa duda destruye el ídolo de mi compostura y me obliga a abandonarme en una confianza tanto más inquebrantable cuanto mejor destruido fuera el ídolo en el poder del Altísimo. Juan de la Cruz recuerda a propósito del demonio: “No hay poder humano comparable al suyo; sólo el poder divino es capaz de superarlo, sólo la luz divina es capaz de desenredar sus artificios. El alma no podrá triunfar de una tal fuerza sin la oración; no sabrá desbaratar parejos artificios sin la humildad y la mortificación”. Frente al diablo, la humildad es la “precaución” primera. Pero esa humildad no consiste en aba­ jarse uno mismo. Eso sería seguir embriagándose en los propios proyectos, caer en lo que hemos reconocido como el pecado de Adán. Juan de la Cruz lo precisa con un solo trazo: “Quien se apoya en sí mismo es peor que el demonio”, y eso vale también para quien se apoya en sí mismo para tirarse por el suelo, para reducirse a la nada, para entregarse a no se sabe qué esclavitud que libera de responsabilidades. La verdadera humildad no con­ siste en rebajarse. Consiste en dejarse levantar por Dios. Y eso es lo más difícil. Consiste enseguida en levantar a los demás ante sus ojos. Y eso es lo más doloroso: “La humildad consiste en alegrarse del bien del otro como del tuyo propio, en desear que los otros te sean preferidos en todas las cosas, a desearlo, digo yo, muy sinceramente”.16 Nada de inclinar la cerviz de manera 15 San Agustín, Confesiones, X, 33. 16 San Juan de la Cruz, “Las precauciones”.

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ostensible, nada de componer una triste figura, sino una alegría tanto más constante cuanto que supone nuestra nulidad y nues­ tro descanso en el Eterno. El amor en la noche

Dejarse abrir a la luz divina es entrar en esa noche del abrazo en que la mujer se abandona a la penetración del esposo. El fiel, en cierta manera, sabe cada vez menos, sabe menos que el ateo mismo. Cuando los demás creen saber y no saben, la sabiduría de Sócrates es saber que no sabe nada. La sabiduría del cristiano es conocer a Dios como inefable y dejar su saber a la puerta para entrar en los caminos nocturnos del amor: “Por tanto, toda alma que hiciese caso de todo su saber y habilidad para venir a unirse con la sabiduría de Dios, sumamente es ignorante delan­ te de Dios, y quedará muy lejos de ella... Y solos aquellos van teniendo sabiduría de Dios que, como niños ignorantes, depo­ niendo su saber, andan con amor en su servicio... De manera que, para venir el alma a unirse con la sabiduría de Dios, antes ha de ir no sabiendo que por saber”.17 La fe teologal es, por tanto, a la vez cierta y oscura. Algunos, en razón de su oscuridad, la tienen por incierta: se extravían en el camino de una ciencia que se contenta con esas sombras y esos reflejos a medida de nuestros ojos de búho. Otros, en razón de su certidumbre, la tienen por bastante clara: se protegen tras el baluarte de una doctrina que teme la noche viviente de los amantes. Si los primeros están seducidos por los demonios, es­ tos últimos se les parecen. Para el demonio, claro está, el objeto de la fe no es claro en sí mismo: la visión beatífica es a lo que él ha renunciado para siempre. De una manera general, el que cree 17 San Ju an de la C ruz, Subida al monte Carmelo, libro 1, capítulo 4, 5.

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algo no ve ese algo, sino la fiabilidad del testigo que lo cuen­ ta. Así, yo creo con certeza que Napoleón perdió la batalla de Waterloo viendo los documentos innumerables y convergentes que lo atestiguan. Creo sin género de duda en la existencia de las cámaras de gas por los testimonios de esos judíos que no se han puesto de acuerdo (esa ausencia de acuerdo impide una corroboración tal que los testimonios sean en todos los puntos superponibles; ahora bien, precisamente en esos defectos que prueban su veracidad es donde el negacionista pretende fundar sus sospechas). Si pongo en duda esos testimonios evidente­ mente fiables caigo en la paranoia: debo forjarme una teoría de la pérfida Albión; debo maquinar una tesis de la conspiración judía; sí, los que escaparon se habrían concertado para inventar ese horror y servirse de él como medio de presión, como esos otros judíos, los Apóstoles, se habrían concertado para inventar la Resurrección. Una paranoia como ésa es imposible hasta para un ángel caído. El testimonio de Cristo y de la Iglesia, fortale­ cidos por milagros, si no basta para plegar la inteligencia hu­ mana, basta, por el contrario, para convencer a una inteligencia angélica. Los demonios creen en la Encarnación, la Trinidad y todos los demás misterios que no ven en ellos mismos porque se ven “obligados por la evidencia de los signos; y por eso el verbo creer se emplea de manera equívoca cuando se aplica a los fieles y a los demonios, pues la fe en ellos no procede de una luz in­ fusa de gracia, como en los fieles”.18Por consiguiente, en lo que se refiere a su medida absoluta, la fe de los demonios es menos clara que la fe teologal: no se beneficia de la luz infusa de la gra­ cia. Si es más clara es en lo referente a su medida subjetiva: no sufren el abrazo de esa luz que los supera, permanecen en una creencia proporcionada a su naturaleza, que no los lleva más allá de sí mismos, que no tiene por qué acabar en amor. 18 Santo T om ás de Aquino, De peritate, qu. 14, art. 9, ad 4.

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La certeza de la fe teologal tiene, pues, de paradójico lo si­ guiente: allí donde la certeza científica se apoya en la claridad, ella recibe la suya en las tinieblas. Es una certeza que no en­ cuentra su apoyo en nosotros mismos, sino en Dios. La fe es, pues, más objetiva y más cierta que toda ciencia, pues tiene por principio lo Real absoluto y la Verdad en persona, pero es más oscura que la ignorancia y la duda. El ignorante no es trabajado de esa manera por la noche. Y el que duda no se pone en cues­ tión a sí mismo hasta ese punto. No vemos nada, pero es como si sintiéramos que Dios nos ve y traspasa nuestra nada. Porque como la fe tensa la inteligencia hacia Aquel que sacó todo de la nada, de alguna forma, precisamente haciéndonos pasar de nue­ vo por la nada nos hace unirnos con todas las criaturas y entrar en comunión con ellas. Su certeza es nuestro desequilibrio y ese desequilibrio se convierte en nuestro impulso. Su dinamismo interno nos hace pasar del conocimiento al amor. La ausencia de visión de la que adolece la fe reclama el albergue del amor que sabe unir a pesar de la noche: “Las demás virtudes teologales comportan en su misma noción una cierta distancia en relación a su objeto: la fe se refiere a lo que no se ve, la esperanza a lo que no se tiene. Pero el amor de caridad se refiere a lo que se tiene ya: de cierta manera, en efecto, el amado está en el que ama y, por su parte, el amante es llevado, por su afección, a no hacerse uno más que con su amado; por eso se dice en San Juan: Quien permanece en el amorpermanece en Dios y Dios en él (1 Jn 4, 16)”.19 Mientras que la fe es sólo para el tiempo, la caridad es la misma en el tiempo y en la eternidad. El amor acoge al otro, no sólo tal como nuestra inteligencia se lo representa y se lo acomoda, sino, traspasando todas sus representaciones como otros tantos velos que simultáneamente 19 Santo T om ás de A quino, Summa Theologiae, I-II, 66, 6.

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lo distinguen y lo ocultan, lo acoge tal como es hasta en la des­ nudez de su abismo. Pero Tomás de Aquino añade que, si bien alguien podría es­ tar seguro de tener la fe, no se puede estar absolutamente seguro de tener la caridad. La fe perfecciona la inteligencia, que pue­ de captarse a sí misma, mientras que la caridad perfecciona la voluntad, el sentimiento, que conserva algo del impulso cuyo origen y fin no percibe: El viento sopla donde quierey oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8). A menos de una excepcional confirmación en gracia, que se reserva a esos santos que Dios afirma sólo para clavarlos mejor a su Cruz, la fe formada por la caridad, la fe verdaderamente salvífica, se ignora a sí misma en cuanto tal. Aunque estoy seguro de tenerla en tan­ to conocimiento (y de tener también ese tener que me excede), no estoy seguro de tenerla en tanto que asentimiento amoroso. Por eso, mientras que estoy peregrinando en esta tierra mi sal­ vación no es mía. La fe que justifica puede ser ontológicamente mía, pero psicológicamente no me pertenece. Una de las grandes angustias para el fiel aquí abajo es no estar nunca seguro de que ama a Dios. Esa angustia es, sin embargo, el principio de las más ardientes declaraciones de amor. En los últimos pasos de su Camino de perfección, y comentando la úl­ tima petición del Padrenuestro, Teresa de Ávila puede gemir: “Y así lo suplico yo al Señor me libre de todo mal para siempre, pues no me desquito de lo que debo, sino que puede ser por ventura cada día me adeudo más. Y lo que no se puede sufrir, Señor, es no poder saber cierto que os amo, ni si son aceptos mis deseos delante de Vos”.20

20 Santa Teresa de Ávila, Camino de perfección, capítulo XLII, 2.

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La fe de los demonios Más allá de la fe que se toma el pulso y del estudio que no cree

La psicología dice que quienquiera ama verdaderamente piensa que aún no ama lo bastante. Pero no se trata aquí de psicología. Aunque la fe tiene alguna proporción con nuestro tejido temporal, puesto que es sólo para el tiempo, la caridad, ya lo hemos dicho, es para la vida eterna. Más extensa que no­ sotros mismos, aunque en nosotros mismos, escapa a nuestra comprensión. Este es su vínculo con la humildad: nadie esta seguro de ser humilde y el que se cree lo bastante ya no lo es. Ahora bien, esa incertidumbre, tanto respecto de la humildad como del amor, es lo que permite escapar a las contorsiones introspectivas y fundamenta la despreocupada libertad de los hijos de Dios. El fiel no es alguien que se toma el pulso, que se toma la temperatura, que siente que cree mucho esta mañana, un poco menos por la tarde y que llega a la noche descreyendo, a menos que tras el cierre de la contabilidad de la jornada palpe de golpe esa enorme fe que mide su volumen de negocios. Cuando evoca su “tentación cristiana”, Michel Houellebecq muestra que nunca ha superado esa concepción sentimental y egocéntrica, digamos hipocondríaca, de la fe: “Oh sí, esas pa­ labras [las de la misa] penetraban en mí, yo las recibía directa­ mente en pleno corazón. Y durante cinco o diez minutos, cada domingo, yo creía en Dios...”21 La frase es cómica por otorgarle al Eterno un crédito de algunos minutos. Pero así demuestra que el objeto de la creencia houellebecquiana no era el Eterno, sino el tiempo. Menos mal que no se empecinó en hacerse cris­ tiano de esa manera: no quería a Dios, sino la sensación de algo que nuestra pequeñez pueda hacernos estimar como lo suficien­ 21 Michel Houellebecq y Bernard-Henri Lévy, Ennemis publics, Flammarion-Grasset, Paris,

2008, pp. 147-148.

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temente “divino”. No obstante, hay que reconocer que el Señor no es como un amante vanidoso, no nos pregunta: “¿La notas?” Pero el diablo, probablemente sí. Admitamos que, favorecido por el ángel de luz, Michel Houellebecq hubiera llegado al es­ tado por él codiciado de satisfacción constante, con lágrimas placenteras y fuertes palpitaciones. Se habría creído entonces en la Iglesia de Cristo, cuando sólo habría estado en la concha de un molusco. Es, pues, una gracia de Dios que por ahora se haya vuelto un descreído. Ese descreimiento puede estar más cerca de la verdadera fe que aquella creencia centrada en sí mismo. Para evitar esas intermitencias del corazón, ese equilibrio en­ tre creencia y descreimiento según la impresión del momento, ¿no habría que renunciar a la creencia por demasiado subjetiva e idólatra, y reductora de Dios al sentimiento de Dios, y pre­ ferir más bien el estudio y el respeto objetivo por la Ley? Es lo que tendió a pensar el judaismo rabínico, y hasta nuestros días. Cuando Alain Finkielkraut le decía a Benny Lévy que él no podía ser practicante porque no tenía fe, éste le respondía que nadie le estaba pidiendo que creyera. Dios ordena únicamente estudiar su Palabra y ponerla en práctica: “El punto de partida no es una evidencia interior, es la incomprensión total. Este texto es completamente oscuro —y sin embargo nos llama. Ése es el punto de partida. No se expresa en términos de creencia. Dejemos esos términos a los demás, no son cosa nuestra, no es nuestro lenguaje, no ocurre así entre nosotros”.22 Benny Lévy deja entender que eso es lo que ocurre entre los cristianos. Si fuera así, sin duda, más valdría ser judío. Pero esa creencia que denuncia el rabino, completamente psicológica, es más bien una ilusión confortable: se la llevará el viento de la primera prueba, a menos que el diablo la atice obstinadamente. A decir verdad, la teología católica define la fe teologal, por el contrario, como 22 Alain Finkielkraut y Benny Lévy, Le livre et les livres, Verdier, Lagrasse, 2006, p. 94.

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La fe de los demonios

Benny Lévy define el estudio: no como una simple evidencia interior, como la fe de los demonios, sino como la acogida a una Palabra dada, la respuesta a una llamada objetiva que nos supera, que libera en nosotros resonancias inauditas y que nos compromete a cumplir los mandamientos: Quien dice: “Yo lo conozco ”y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la ver­ dad no está en él (1 Jn 2, 3). Como escribe con mucha justeza Jean-Louis Chrétien: “Pre­ guntarme a mí mismo cómo creo yo es, una vez más, interro­ garme sobre mí, buscar algo en mí, de mí, para mí, girar en torno a mí como un lobo en una jaula y no dejar a Dios hacer su obra, que es venir, hablar y prometer, venir el primero, ha­ blar el primero, prometer el primero”.23 ¡Al diablo, pues, con los embaucamientos de la creencia que se toma el pulso y con el ombliguismo del “sentimiento religioso”! Una y otra vez, la serpiente que se muerde la cola, mientras que, en el caso de la verdadera fe, se trata más bien de ese frailecillo ciego que abre la boca. Por supuesto, la fe teologal puede hacer que en nosotros se abran sus florecillas rosas y procurarnos emociones dichosas; pero ocurre como con la flor de la patata: pueden ser pisoteadas, estar marchitadas, muertas, y los frutos pueden ser saqueados por los cuervos, lo esencial sigue estando a salvo, el tubérculo comestible está siempre ahí escondido, crece en las tinieblas. La fe hace que el fiel entre en una oscuridad más profunda que la noche del ateísmo, que es sólo una noche superficial, y en una luz más deslumbrante que las claridades de Satán, que son claridades a su medida. Se ve mejor qué deficiente puede ser la expresión “tener fe”. Sólo los demonios tienen fe como se tiene un objeto en la palma de la mano y se maneja a voluntad. Pero 23Jean-Louis Chrétien, “Figures bibliques de la joie”, en Sous le regard de la Bible, Bayard, Paris,

2008, p. 79.

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la fe formada por la caridad, más que poseerla el fiel, lo desposee a él de sí mismo. Es un tener que le hace perder todo, incluso él mismo, por Cristo. Tan cierto es que no tiene la fe, que la fe lo tiene a él, que lo desnuda y lo deja abrazarse en el amor. El modelo de esta virtud lo revela de inmediato. María no se planta ante la Revelación como ante la claridad de un teorema, ni disfruta de la fe como del más romántico de los sentimientos. Camina en la ignorancia más que en el conocimiento. Y conoce el desgarro más que las delicias: Y a ti misma una espada te atra­ vesará el alma, le profetiza el viejo Simeón (Le 2, 35). Para ella, el misterio es aún más misterioso, pues su oscuridad no procede de un defecto, sino de un exceso de luz. Su fe es más perfecta porque la arroja mejor en brazos de lo incomprensible. Su no­ che es más intensa porque es más bien una noche de bodas. El episodio del niño perdido y hallado en el Templo lo dice literal­ mente. Aquella cuya fe no desfalleció no deja de gritar retoman­ do y sobrepasando los gritos de Job: Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando (Le 2, 48). ¡Cómo? ¿María preguntándole a Dios: Por qué nos has hecho esto? ¿María expresando un tormento suyo causado por Jesús? Es habitual amortiguar esta queja para no perturbar demasiado los pasteles de la imaginería sulpiciana. Sin embar­ go, la palabra que pone Lucas en los labios de la Virgen Santa, odunomenos, “angustiado”, “atormentado”, “torturado”, es la misma que pone en boca del rico que se abrasa en el Hades: Es­ toy atormentado en esta llama (Le 16, 24). La fe de María es una fe sin falta, no es una fe, sin embargo, sin fractura: sufre aquí abajo algo comparable a las penas del infierno y que consiste en la espada de ese amor que abre en su corazón una fractura lo bastante grande para acoger en ella la plenitud desgarradora del misterio divino. A su pregunta: ¿Por qué nos has hecho esto? Dios responde con su voz de niño de doce años. Una revelación directa de la que María y José deberían estar al corriente a partir de entonces. Pero el Evangelio declara: Ellos no comprendieron 265

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la respuesta que les dio (Le 2, 50). María no comprende los di­ chos de su hijo. ¿Qué la distingue entonces de aquellos otros de los que el Hijo dirá, citando a Isaías, que oyen sin entender (Le 8, 10)? Simplemente esto: Su madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón (Le 2, 51). La Palabra es una espa­ da, su corazón es vaina para ella.24 Allí donde otros lo cierran, el suyo sigue abierto para que lo incomprensible more en él con todo su cortante filo. El sitio de Dios en mi alma está vacío (Madre Teresa)

Apenas publicadas en inglés, las cartas privadas de Madre Te­ resa suscitaron estupor. El mundo la había promovido como modelo del entusiasmo humanitario y resulta que el modelo re­ velaba una angustia mística irrecuperable para cualquier publi­ cidad: “La situación física de mis pobres abandonados en plena calle, sin nadie que los encuentre útiles, que los ame, que los re­ clame, es la imagen exacta de mi propia vida espiritual, el estado de mi amor por Jesús...”25 Así, la Premio Nobel de la Paz vivía una guerra de las más profundas; así, aquella que veíamos exteriormente sonriente, estaba interiormente desolada: “‘Siempre sonriendo’: Las hermanas y la gente lo señalan siempre —Pien­ san que mi fe, mi confianza, el amor, llenan todo mi ser, que mi intimidad con Dios, mi unión a su Voluntad, deben absorber mi corazón — ¡Si supieran! Si supieran que mi alegría es sólo la máscara tras la que oculto el vacío y la miseria...”26 Ante esta confesión, los demasiado crédulos quedan conster­ nados, los muy cínicos disfrutan. Unos y otros, sea con pesar, 24 La imagen es del padre Pierre-Thomas Dehau en su admirable librito En prière avec Marie. 25 Carta al padre Neuner del 12 de mayo de 1969, en Madré Teresa, Come be my light, The private writings o f the “Saint o f Calcutta”, Doubleday, New York, 2007. 26 Carta al padre Picachy del 3 de julio de 1959.

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sea con arrogancia, están de acuerdo en el fondo en repetir el proverbio: “Médico, cúrate a ti mismo”. Ignoran el corazón del misterio cristiano. No comprenden que esa máscara de la que habla la santa no es la de la hipocresía. Por el contrario, es la máscara de la sinceridad más abisal, una sinceridad que toca fondo, no en un estado psicológico y pasajero, sino en esa ale­ gría divina en la que ella cree y que, en este mundo, pasa por la Cruz. De una Teresa a la otra, parece que la vida mística se haya simplificado, pero asimismo que la “noche de la fe” se haya hecho progresivamente un poco más prosaicamente oscura. Te­ resa de Avila pinta con fuerza la avenida que penetra en las siete moradas, Teresa de Lisieux abre su “pequeña senda”, pero tam­ bién se sumerge en sequedades espantosas. Teresa-Benedicta de la Cruz, pasando por una puerta más breve y aún más corriente, muere en Auschwitz: entra en la cámara de gas como Elias en el Horeb, prosternándose ante el silencio de Dios. Teresa de Calcuta parece seguir un sendero aún más ordinario y, no obs­ tante, se hunde en esas tinieblas que no comprende. No se trata de que le falte la ciencia carmelitana; es que esa ciencia ya no le alcanza en esa noche a la que ella ha descendido: “El sitio de Dios en mi alma está vacío. En blanco. No está Dios en mí... Mi alma no es más que un trozo de hielo —No tengo nada que decir —Me escribe usted: ‘Está tan cerca de usted que usted no puede verLo, ni escucharLo, ni siquiera gustar de Su presencia’. No comprendo lo que tal cosa quiera decir, padre, y sin embar­ go me gustaría mucho poder comprenderlo...”27 En una carta que dirige a Jesús, Teresa compara su sufrimien­ to con el de los condenados: “Dicen que la gente sufre en el infierno una pena eterna a causa de la pérdida de Dios y que, si 27 Cartas al padre Neuner del primero de abril y del 8 de noviembre de 1961.

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tuvieran la más mínima esperanza de poseer a Dios, pasarían a través de todo ese sufrimiento. Siento en mi alma exactamente ese mismo dolor terrible de la pérdida —la pérdida de Dios que no me quiere— de Dios que no es Dios — de Dios que, en rea­ lidad, no existe (Jesús, por favor, ¡perdona mis blasfemias!— me han pedido que lo escriba todo). Esas tinieblas me rodean por todas partes. No puedo elevarme hacia Dios: ninguna luz, nin­ guna inspiración penetra mi alma. Hablo del amor a las almas, de un tierno amor por Dios —las palabras franquean mis labios y yo desespero de creer en ellas. ¿Para qué trabajo? Si no hay ningún Dios no puede haber ninguna alma. Y si no hay alma, entonces —Jesús— Tú tampoco, Tú no eres verdadero... El Cielo, ¡qué vacío! Ni la menor idea del Cielo entra en mi espíri­ tu. Porque no hay esperanza. Estoy horrorizada por notar todas esas terribles cosas que atraviesan mi alma. Deben herirte”.28 Cito este largo pasaje porque muestra la “contradicción” en la que se mantiene la santa. El taladro de la duda penetra cada vez más en ella para descubrir el yacimiento de una fe más pre­ ciosa: esa fe que decíamos que no se tiene, sino que nos tiene a nosotros y que nos lleva a una noche en la que ya no hay socorro humano, en la que hay que abandonarse al abismo de la miseri­ cordia. Así, dudando de Jesús, Madre Teresa se sigue dirigiendo a Jesús. Al hablar del lugar vacío dejado por Dios, le sigue re­ conociendo un lugar. Lo que le hace locamente concluir: “Soy tuya. Hunde en mi alma, en mi vida, los sufrimientos de Tu Corazón. No te preocupes por mis sentimientos. No te preocu­ pes siquiera por mi dolor. Si mi separación de Ti conduce a los demás a Ti y, en su amor y su compañía, Tú encuentras tu gozo y tu placer — ¿por qué, Jesús mío?— deseo con todo mi corazón soportar todo lo que soporto —y no sólo ahora— sino también durante toda la eternidad, si ello fuera posible”. 28 Carta al padre Picachy del 3 de septiembre de 1959.

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¿Por qué, pues, esa profundización de la noche? La vida espi­ ritual no sería más que una ilusión si propusiera la evasión lejos de las noches de la Historia. Al contrario: para ser verídica, para ser redentora, esa vida debe esposarlas en profundidad, de suer­ te que las humaredas del más puro incienso se humillen ante las de los hornos crematorios. La noche de este siglo XX genocida y ateo, la que quería amar a los más pobres, fue como obligada a refugiarse en aquéllos —que el soplo de su caridad entrara en el lugar mismo de la asfixia. Y por eso esas cartas, en razón misma de su angustia, son de la más elevada consolación. Dan testimonio de la presencia de Dios allí mismo donde parece huirnos. Nos congregan en el lugar de nuestra propia noche. La teología mística explicaba la noche de la fe primeramente a partir de la trascendencia de Dios: unirse al Altísimo exige del alma purificaciones que le retiran todos su apoyos mundanos y la limpian hasta la mé­ dula de los huesos. Con Madre Teresa, esa noche toma otro sentido más. Ya no se trata solamente de unirse a Dios en la oscuridad y en la desnudez de las nupcias, se trata también de unirse al prójimo más miserable. Ahí radica la diferencia entre la obra teresiana y una obra humanitaria: “Queridas hijas mías, sin nuestro sufrimiento nuestra obra sería sólo una obra social, muy buena y útil, sin duda, pero no sería la obra de Jesucristo —una parte de la Redención. Jesús quiso venir en ayuda nues­ tra compartiendo nuestra vida, nuestra soledad, nuestra agonía y nuestra muerte. Todo eso lo tomó sobre El y lo llevó hasta la noche más sombría. Si nos redimió, fue sólo haciéndose uno de nosotros. Nuestra misión es hacer otro tanto: toda la angustia de los pobres, no sólo su pobreza material, sino también su mi­ seria espiritual, debe ser redimida, y nosotras debemos buscar en ello nuestro lote”.29 29 Carta general de julio de 1961.

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Imitación del Verbo que se aniquila para llevar a sí al hombre fascinado por la nada (Flp 2, 7). Lección seguida ya por Moisés y San Pablo. Cuando el Eterno habla de erradicar a esos hebreos de dura cerviz, Moisés le plantea este ultimátum: Si te dignas perdonar su pecado... y si no, bórrame del libro que has escrito (Ex 32, 32). Y al decir San Pablo: Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos (1 Co 9, 22), cuando se trata de la Salvación de los judíos declara: Pues desearía seryo mismo anate­ ma, separado de Cristo, por mis hermanos (Rm 9, 3). Ese deseo de ser separado de Cristo por amor al prójimo es la mejor manera de estar inseparablemente atado a él. El mismo Cristo en la Cruz con su “¿Por qué me has aban­ donado?”, pero quizás aún más en el Monte de los Olivos, pro­ porciona un ejemplo de dicha contradicción. Su oración sigue el mismo movimiento que las cartas de Teresa: Abba [habla un niño muy pequeño, asustado, que dice “papá” como nosotros llamamos a la “mamá”] Padre, todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú... (Me 14, 36). ¿Qué significa apartar esa copa? Nada menos que el rechazo de la Redención. Acordémonos de que, después de haber agotado toda tentación en el desierto, el diablo se fue, acechando el momento oportuno. Ahora bien, ha llegado ese mo­ mento. Es la hora de las tinieblas. El alma de Jesús está triste hasta el punto de morir. Se ve tentado a hurtarse a su misión, a rechazar a la Misericordia misma. ¿No es eso exactamente pare­ cerse a Satán? Resulta, pues, que Dios desciende hasta el interior del rechazo, de alguna manera lo esposa, para que hasta los que rechazan su Misericordia puedan seguir siendo sorprendidos por su gracia. No lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú. Llegados a este punto de nuestro estudio, los clichés no po­ drían haber quedado más invertidos. Los demonios tienen fe; los justos experimentan de alguna forma las penas de los con­ denados. Satán endulza y deslumbra el alma del religioso, a fin 270

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de que, en ese placer, ya sólo piense en él mismo y en su bonita oración; Dios arrastra a Teresa a la angustia de los ateos, a fin de que, en esa participación, su santidad irradie hasta ellos: “Si un día llego a ser santa, seré sin duda una santa de las ‘tinieblas’. Me ausentaré del Cielo para siempre, para encender la lámpara de los que en la tierra están en las tinieblas”.30 Esta noche de la fe se parece a la noche del ateísmo, aunque en verdad la lleva dentro como una madre lleva a su hijo en su seno, para darle una luz que ella no comprende. Que se cante el Credo Cuando recitamos el Credo, no decimos “Creo que Dios es Uno” ni siquiera “Creo a Dios”, sino Credo in Unum Deum, “Creo en Dios...”, en el sentido más fuerte de la preposición: es una tensión, un vuelo, un impulso hacia Dios como el de una novia que se dirige a su primera cita. ¿Quién iba a cantar la Crítica de la razón práctica? ¿Quién haría melismas con la Declaración de los Derechos del Hombre? El Credo no pretende solamente desplegar una serie de afirmaciones doctrinales, ni encadenar algunos artículos jurídicos, sino decir una Revela­ ción como una declaración de amor que ensancha el corazón. Qui propter nos homines et propter nostram salutem... ¡Sí, por nosotros, por nuestra salvación (lo que supone nuestra miseria irremediable para nuestros remedios), el Verbo bajó del Cielo, como un esposo penetró nuestra carne, se unió al hombre! ¡Ah! El Credo es palabra, pero también es lo que nos deja mudos de admiración. Por eso se canta: “El Credo puede cantarse, escribe Ernest Elello, porque no es solamente la exposición de una doc­ trina; da razón de la alegría”.31 Ese canto no es la autohipnosis 30 Carta al padre Picachy del 6 de marzo de 1962. 31 Ernest Helio, Le siécle, XXXII, “Hamlet en opera”, Perrin, Paris, 1923, pp. 224-225.

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conquistadora de una Internacional: es la confesión de nuestra debilidad que apela a una Justicia que no es la nuestra. Ese can­ to tampoco es una melodía que dora una certeza especulativa, como un ornamento superfluo: expresa la esencia de esa certe­ za exorbitante y abrasadora de que el Eterno nos quiere —en cuerpo y alma. ¿Cómo no iba a dar el amor una serenata bajo el balcón del Cielo? Pero no sólo esto. En su exultación temblorosa, el Credo despliega una dimensión a la vez humilde y coral. —Humilde, porque los abismos que se profesan en él superan simultánea­ mente las capacidades de nuestra inteligencia y los méritos de nuestra vida; ahora bien, el canto, más que añadir una maestría artística a la maestría teológica, da testimonio de un exceso, de un desbordamiento, de lo que no se puede decir conteniendo la palabra. — Coral, porque esa profesión de la fe resuena en la comunión de la Iglesia; ahora bien, el unísono, al fundir la mul­ titud de las voces en un solo cuerpo sonoro, atestigua la unidad en la diversidad (el unísono gregoriano más que la polifonía barroca, porque pone de relieve la diversidad sustancial de los timbres, mientras que la polifonía realza el valor de la diversidad accidental de las notas). El Credo es además uno de los pocos cantos perfectamente gratuitos. ¿Por qué se canta, en efecto, sino por cantar? Dichosos los que viven en tu casa, Señor, siempre cantan tus amores (Sal 83, 5). La doctrina y los acontecimientos que testimonia son los que procuran la vida eterna. Son efectivamente, por lo tanto, la senda de un canto siempre nuevo. Se cantan para anunciar la posibilidad de cantar sin fin. No dicen nada que no sea el amor que nos abre esa posibilidad. Mozart lo hace sentir con el Et incarnatus est de su Gran Misa en do menor: las vocalizaciones de la soprano, prolongando en su misterio la A del factus est, nos hacen olvidar el contenido del artículo. ¿De qué se trataba? Ya no se sabe muy bien, pero se sabe que tiene que ver con un 272

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deseo irresistible. La pérdida de articulación tiende a borrar las palabras, pero la gracia de las modulaciones nos hace percibir mejor el sentido: entrar en la alegría de Aquel que es amor, abo­ carse a la fuente del canto. Y sin embargo, entre los que cantan el Credo, algunos, qui­ zás nosotros mismos, no tienen caridad, y los que la tienen no poseen la seguridad plena de tenerla. ¿Cómo puede uno im­ ponerse un “Creo en Dios” que parece tan difícil de decir sin cierta presunción? Sin duda, cuando la caridad nos falta indi­ vidualmente, la caridad colectiva de la Iglesia hace que nuestra profesión sea verdadera a pesar de todo y, por eso, suple nuestra falsedad personal: creemos entonces en Dios en la medida en que creemos en el seno del Cuerpo de Cristo. No mires nuestros pecados, suplica el sacerdote, sino la fe de tu Iglesia. T ambién en esto aparece el Credo como una coral, pero más como una fuga para coro: la fe del santo suple la del pecador y unos retoman el canto allí donde otros se pierden cantándolo. ¿Y quién sabe si ese tal, en ese instante, cuando sus labios blasfeman, más allá de su ignorancia, en el secreto de su corazón, no está yendo hacia Dios? ¿Quién sabe si no es él quien suple las carencias de mi corazón, aunque sea en mis labios donde se expresa esa Verdad que él sigue confusamente? En Credo in Deum, el acusativo la­ tino puede traducirse como un hacia, pero también como un contra, y sabemos que algunos se creen contra los que están to­ talmente en contra, y que otros creen ir hacia los que van hacia. Los primeros, entonces, llevan a los segundos, aun cuando sean los segundos quienes predican la Salvación. Lo que éstos articu­ lan con sus bocas, aquéllos lo modulan con sus almas. Falta decir que entonar “Creo en Dios” sin abandonarse a Dios personalmente, sin ofrecerse por entero, como el ruiseñor que pone todo su pequeño ser en cantar sus trinos durante la noche, es correr el riesgo de la más grave falsedad, aun cuan­ do la voz poseyera su justeza más sonora. Cantar el Credo es 273

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también comprometerse a una prueba decisiva. Con el don de la gracia se abre también la posibilidad infernal de su rechazo, y ese rechazo, lo sabemos a partir de ahora, puede, a pesar de todo, profesar públicamente: Sé que eres el Santo de Dios. Profe­ sión de fe de un verdadero profesional, motivo de orgullo para él y de desprecio para con los incrédulos. ¿Qué elegiremos? ¿El sol de Satán o las tinieblas del Altísimo? ¿La claridad del credo demoníaco, que es natural y no está abierto a la gracia, o esa noche de la fe amante, que es sobrenatural y tanto más fuerte cuanto más se apoya en la debilidad y la oscuridad el acto de fe? Desde el momento en que queremos transformar aquí abajo esa noche en sol, y contentarnos en nosotros mismos, pasamos de Dios al diablo, caemos seguros de haber conseguido elevarnos a nosotros mismos. Una caída tan terrible sólo les es posible a aquellos que han recibido mucho. El infierno está, en primer lugar, poblado de creyentes, pues los demonios también creen. Y si está poblado de hombres, ciertamente lo está menos de ateos que de católicos o incluso de apóstoles como Judas (Dante se especializó en alojar en él a algunos obispos). Lo mismo se puede decir, no obstante, del Pa­ raíso... Sin embargo, los bienaventurados están en la Luz plena. Se acabó el Credo: están cantando Veo en Dios. Sí, nuestro futu­ ro más divino es perder la fe. En el Cielo todos son videntes. Por tanto, allí arriba sólo hay no creyentes. Pero su visión gloriosa conserva lo que aquí abajo constituía la sustancia de su noche mística y doliente: acoger a Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros (Ef 3, 20).

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Tercera Lección Para ser escrita por la gracia con la propia sangre

¡Ven! Apocalipsis, passim

Agradecimientos

En primer lugar, a Jean-Noël Dumont, que me invitó en 2005 al Colegio Superior, en Lyon, para intervenir en el ciclo de con­ ferencias El ateísmo interrogado. Allí, ya con el título de “La fe de los demonios”, hice un esbozo de la meditación que se acaba de leer. Sin esa primera invitación no existiría este trabajo. Después, a Gabriel Raphaël Veyret, que casi no tuvo bastante con su ángel de la guarda y sus dos arcángeles patrones para atraparme y publicar este libro. Ya hacía propaganda de él sin haberlo leído, obligado por mis retrasos a una noche oscura editorial y a repetidos actos de abandono. Me he dado cuenta a posteriori de lo oportuno que era que este libro apareciera en la editorial Salvator. Por una vez, ese nombre en la parte baja de la cubierta es más importante que el título y que mi propio nombre, tan es verdad que tenemos necesidad de un Salvador. Luego, al padre Serge-Thomas Bonino OP, a quien consulté por su rigor teológico, y que me dio su amistoso nihil obstat. Es inútil decir que recomiendo su libro Los ángeles y los demonios a aquellos que quieran profundizar en la angeología subyacente en estas páginas. También a Céline Migeot, la bella helenista que se prestó a releer mi manuscrito y a hacerme beneficiario de sus luces

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antiguas. Por mucho que la importuné con mil cuestiones de traducción, siempre me respondió con alegría. Finalmente, a mi mujer y a mis hijas, a las que descuidé para escribir líneas decisivas sobre el concepto de “deber de estado”. No pueden dejar de perdonarme estos paréntesis (¿demonía­ cos?). Por ellas soy un ser de carne y no sólo de papel. Ellas son el ostensorio de Dios en mi vida e, infinitamente más que mis libros, mi verdadero camino de fe.

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Esta iniciativa editorial se sostiene principalmente gracias al trabajo, la confianza y la buena voluntad de las personas que creen en ella. Si usted desea colaborar en este proyecto puede enviar su donativo a: Arzobispado de Granada Fundación Nuevo Inicio Plaza Alonso Cano s/n 18001 Granada, España Banco Santander Central Hispano CC: 0049 0004 95 2814422084

Fabrice Hadjadj nació en Nanterre en 1971 de padres de ascendencia judía e ideología maoísta. Vivió su infancia entre Túnez y Francia. Ahora reside en la Provenza francesa, donde ejerce como profesor de Filosofía y Literatura. Convertido al catolicismo en 199fl, a veces se presenta a sí mismo como “un judío de nombre árabe y de confesión católica”. Es ensayista y dramaturgo, está casado con la actriz de teatro Siffreine Michel, de la que tiene cuatro hijas y actualmente enseña en el instituto privado Sainte-Jeanne ti’Arc y en el Seminario de Toulon. Muchos cristianos piensan que sus enemigos más peligrosos están entre los libertinos y los lujuriosos, sin embargo, los demonios son ángeles e ignoran los placeres de la carne. Otros los buscarían entre los ateos o los agnósticos, pero los demonios creen, nos recuerda Santiago, y tiemblan. No hay un solo artículo de fe que no tengan por cierto. Quizás lo demoníaco no sea algo tan exterior como imaginamos. Este libro no es un tratado de demonología, sino una reflexión sobre la lógica del mal, un pequeño breviario de combate (y de vulnerabilidad), una lección de ka(ra)tecismo para, como dice San Pablo, aprender a “ejercer el pugilato, sin dar golpes en el vacío” (1 Co 9, 26).

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