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Luis Vega Reñón
luis vega reñón la fauna de las falacias
Catedrático de Lógica en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Director de la revista digital Revista Iberoamericana de Argumentación. Ha sido profesor visitante en diversas universidades, como Cambridge (Reino Unido), UNAM, UAM y Xalapa (México), Nacional de Colombia (Bogotá), Buenos Aires y Córdoba (Argentina), CEAR (Santiago de Chile) y Universidad de la República (Montevideo). Es responsable de programas y cursos de argumentación en estudios de máster y posgrado. Autor de numerosos artículos y varios libros sobre historia y teoría de la argumentación, como La trama de la demostración (1990), Las artes de la razón (1999), Si de argumentar se trata (22007), y coeditor, en esta misma Editorial, del Compendio de lógica, argumentación y retórica (22012).
LA FAUNA DE LAS FALACIAS L u i s V e g a R eñón
Las falacias no solo han sido un tema tradicional en la historia de los estudios sobre la argumentación, sino que han desempeñado un papel de primer orden en su renacimiento durante la segunda mitad del siglo xx. Actualmente siguen representando un estímulo para la detección y análisis de la argumentación falaz, así como un desafío para la construcción de una teoría lúcida, comprensiva y crítica de la argumentación. Este libro trata de responder a estas demandas en dos planos principales: uno, teórico y crítico; el otro, histórico y documental. En primer lugar, frente a la inercia de las nociones y clasificaciones escolares, desarrolla una concepción del discurso falaz que permite comprender su sutileza y explicar su importancia crítica. Luego, examina a esta luz las principales propuestas actuales para marcar sus contribuciones y limitaciones propias, aparte de considerarlas no solo en las perspectivas clásicas sobre la argumentación (lógica, dialéctica, retórica), sino en la más moderna, socioinstitucional, interesada en la llamada «esfera pública del discurso». En segundo lugar, y como complemento de estas revisiones y discusiones, avanza unas líneas maestras de la construcción histórica de la idea (o las ideas) de falacia, al hilo de diez momentos capitales por su condición fundacional, significación e influencia y aportando una antología de sus textos más representativos.
ISBN 978-84-9879-453-3
9 788498 794533
e d i t o r i a l
t r o t ta
Ilustración de cubierta: Henri Rousseau, El sueño (1910).
La fauna de las falacias
La fauna de las falacias Luis Vega Reñón
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Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Filosofía
© Editorial Trotta, S.A., 2013 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail:
[email protected] http://www.trotta.es © Luis Vega Reñón, 2013 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-463-2
ÍNDICE GENERAL
Prefacio................................................................................................. La fauna de las falacias: una exploración introductoria.........................
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Parte I PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS DEL ESTUDIO ACTUAL DE LAS FALACIAS 1. Los buenos deseos........................................................................... 1. El estudio de las falacias: elucidación teórica, investigación empírica......................................................................................... 2. La teoría de las falacias como objeto de deseo............................ 2.1. Los supuestos. El supuesto clave de correlación o «contrapartida»........................................................................ 2.2. Las demandas................................................................... 2.3. Las coberturas................................................................... 3. Orientaciones del estudio empírico de las falacias......................
35 35 37 38 43 49 52
2. Variaciones en torno a la teorización de las falacias.................
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. Variaciones históricas................................................................. 1 2. Variaciones metateóricas: hipótesis acerca de una teoría de las falacias....................................................................................... 2.1. Hipótesis nulas................................................................. 2.1.1. No hay una teoría de las falacias ni, al parecer, puede haberla............................................................... 2.1.2. Otra modalidad radical........................................... 2.2. Hipótesis mínimas............................................................ 2.2.1. Teorías de la contrapartida..................................... 2.2.2. Las propuestas de Walton........................................ 2.2.3. La propuesta de Woods...........................................
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
2.3. Hipótesis máximas............................................................ 2.3.1. La propuesta reductiva de Lawrence H. Powers...... 2.3.2. La propuesta unificadora de Polycarp Ikuenobe...... 3. Las
falacias a través del espejo de la teoría de la argumenta-
ción................................................................................................
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1. Las ideas tradicionales sobre la argumentación falaz................... 1.1. El llamado «tratamiento estándar».................................... 1.2. ¿Hay falacias formales?..................................................... 2. Perspectivas actuales I. Las perspectivas clásicas......................... 2.1. La perspectiva lógica......................................................... 2.2. La perspectiva dialéctica................................................... 2.3. La perspectiva retórica...................................................... 3. Perspectivas actuales II. La nueva perspectiva de la «lógica del discurso civil».............................................................................
98 98 100 103 108 111 114
Referencias bibliográficas.......................................................................
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Parte II LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA Sección 1 PERSPECTIVA HISTÓRICA 1. El padre Aristóteles........................................................................
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1.1. Los orígenes............................................................................ 1.1.1. Tipos y casos en busca de una denominación común..... 1.2. El carácter falaz de las refutaciones sofísticas........................... 1.2.1. Conceptos y planteamientos básicos.............................. 1.2.2. Explicaciones y clasificaciones....................................... 1.3. Las falacias en la Retórica y en los Primeros Analíticos............. 1.4. Otras contribuciones después de Aristóteles: los estoicos, Galeno, Alejandro........................................................................ Referencias bibliográficas.................................................................
144 146 148 149 151 155
2. Una versión medieval de las falacias...............................................
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2.1. El legado griego....................................................................... 2.2. La recepción medieval............................................................. 2.2.1. Contribuciones medievales: el caso de la petición de principio........................................................................ 2.3. El planteamiento de De fallaciis............................................... 2.4. Contrastes y señales posmedievales......................................... Referencias bibliográficas.................................................................
162 164
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168 170 172 173
ÍNDICE GENERAL
Intermedio. Signos de nuevos tiempos en el trato con falacias........
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1. Los ídolos de Bacon................................................................... 2. Signos de nuevos tiempos.......................................................... Referencias bibliográficas.................................................................
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3. La Lógica de Port-Royal y su propósito de formar el juicio. ........
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3.1. La significación histórica de la Lógica como arte de pensar...... 3.2. La consideración del discurso falaz.......................................... Referencias bibliográficas.................................................................
180 185 188
4. John Locke y la distinguida familia de los argumentos ad............
189
4.1. Una concepción gnoseológica de la Lógica............................... 4.2. La familia de los argumentos ad............................................... Referencias bibliográficas.................................................................
189 191 194
5. El desengaño ilustrado de Feijoo. ..................................................
196
5.0. Una cuestión preliminar........................................................... 5.1. El marco del desengaño........................................................... 5.2. El contexto de la lógica natural................................................ 5.3. Concepción y tratamiento de las falacias.................................. Referencias bibliográficas.................................................................
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6. Las falacias políticas según Jeremy Bentham..................................
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6.1. Contexto y texto..................................................................... 6.1.1. El «gobierno de la palabra». Hamilton y Bentham......... 6.1.2. Historia del texto.......................................................... 6.2. Una idea no tradicional de falacia............................................ 6.3. Cuestiones de interpretación................................................... Referencias bibliográficas.................................................................
205 205 207 208 210 213
7. La bendición de las falacias lógicas por el arzobispo de Dublín, Richard Whately...........................................................................
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7.1. La recuperación del punto de vista formal en Lógica............... 7.2. Algunas nociones básicas: argumento, silogismo, falacia.......... 7.3. Cuestiones de clasificación....................................................... Referencias bibliográficas.................................................................
215 216 218 222
8. Arthur Schopenhauer, el maestro en argucias..............................
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8.1. Dialéctica erística o Arte de tener razón: problemas de interpretación................................................................................. 8.2. Un marco filosófico................................................................. 8.3. Hacia un nuevo arte de tener razón......................................... Referencias bibliográficas.................................................................
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
9. Las falacias en el Sistema de Lógica de John Stuart Mill. ........... 9.1. El marco de la filosofía del error y el contexto de la lógica de la prueba............................................................................... 9.2. La idea de falacia y la clasificación de las falacias................... 9.3. Notas para un balance de la fortuna histórica de la contribución de Mill........................................................................... Referencias bibliográficas.................................................................
231 231 233 238 239
10. El pulso de los paralogismos en la Lógica viva de Vaz Ferreira....
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10.1. Una figura paradójica............................................................ 10.1.1. La Lógica viva y el campo de la argumentación......... 10.1.2. La Lógica viva en el terreno de la deliberación.......... 10.2. El paralogismo como contribución a la formación de la idea moderna de falacia................................................................ 10.2.1. Fuentes de inspiración e ideas propias....................... 10.2.2. La significación del concepto de paralogismo............ 10.3. Ideas para tener en cuenta en el campo actual de la argumentación.................................................................................... Referencias bibliográficas.................................................................
241 243 244
Un cuadro histórico de la formación de la idea de falacia......................
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246 246 249 253 258
Sección 2 TEXTOS 1. Aristóteles (384-322 a. n. e.)......................................................... 2. ¿Tomás de Aquino? Sobre las falacias (siglo xiii)........................... 3. Antoine Arnauld (1612-1694) y Pierre Nicole (1625-1695)......... 4. John Locke (1632-1704).............................................................. 5. Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764). Teatro Crítico Universal..... 6. Jeremy Bentham (1748-1832)...................................................... 7. Richard Whately (1787-1863)...................................................... 8. Arthur Schopenhauer (1788-1860).............................................. 9. John Stuart Mill (1806-1873)...................................................... 10. Carlos Vaz Ferreira (1872-1958)..................................................
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Índice analítico......................................................................................
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PREFACIO Sostengo que combatir la falacia es la raison d’être de la Lógica. Sidgwick, 21890
En este libro intento una revisión general, es decir, analítica, histórica y crítica de la cuestión de las falacias, un asunto principal de la teoría de la argumentación desde su lejana fundación aristotélica hasta nuestros días. Cierto es que no constituye la razón de ser de la Lógica o, para el caso, del estudio de la argumentación. Puede hacernos sonreír el énfasis puesto por Sidgwick en su cruzada contra las falacias a finales del siglo xix, aunque formara parte de un programa bienintencionado de orientación práctica de la vieja disciplina. Pero, en cualquier caso, al margen de esa vindicación algo exaltada, el replanteamiento de las falacias resulta obligado hoy por varios motivos. Para empezar, en diversos medios relacionados con los estudios sobre el discurso y la argumentación hay un interés y una preocupación crecientes por los usos y abusos del discurso público, no solo debido al auge de las técnicas de comunicación y de las estrategias de inducir a la gente a hacer o pensar algo, sino también debido al mejor conocimiento de los problemas que anidan en la trama cognitiva y discursiva del dar y pedir razón de algo a alguien o ante alguien1. Por otra parte, el análisis de la argumentación falaz ha tenido una estrecha relación con el despegue de los estudios de la argumentación en los años setenta del pasado siglo y aún sigue desempeñando hoy un papel crucial en la identificación y evaluación de argumentos. Así escriben Ralph H. Johnson y J. Anthony Blair, nuestros relatores oficiales del nacimiento y los primeros pasos de la actual lógica informal: «Dado el modo como se ha desarrollado la lógica informal en estrecha asocia 1. Es una vigilancia crítica que también trasluce inquietudes comunes como las que se cifran en el título indignado de algunos libros contra los sinsentidos que nos rodean, por ejemplo el de Baggini (2010): ¿Se creen que somos tontos? 100 formas de detectar las falacias de los políticos, los tertulianos y los medios de comunicación.
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
ción con el estudio de la falacia, no es sorprendente que la teoría de la falacia haya representado la teoría de la evaluación dominante en lógica informal» (2002: 369)2. Y, en fin, ya ha pasado tiempo, más de cuarenta años, desde la publicación de la obra que iniciara el estudio moderno de las falacias: Fallacies de Charles L. Hamblin (1970, 22004). Ha corrido bastante agua bajo los puentes desde entonces y parece haber llegado el momento de dejar que remansen las corrientes, observar el caudal y hacer balance. Este libro trata de responder a estas demandas en tres planos principales. En primer lugar, frente la inercia de las nociones y clasificaciones escolares, desarrolla una concepción del discurso falaz capaz de comprender su sutileza y de explicar su importancia crítica. Luego, examina a esta luz las principales propuestas actuales para marcar sus contribuciones y limitaciones propias, amén de considerarlas no solo en las perspectivas clásicas sobre la argumentación (lógica, dialéctica, retórica), sino en la más moderna, socioinstitucional, interesada en la llamada «esfera pública del discurso». Por último, como complemento de estas revisiones y discusiones, avanza unas líneas maestras de la construcción histórica de nuestra idea (o ideas) de falacia, al hilo de diez documentos textuales significativos por su condición fundacional o por su carácter representativo. Hamblin constataba la ausencia de una teoría de las falacias que mal podían compensar, de un lado, la existencia de un tratamiento tradicional, inmune —según él— al curso de la historia, y, de otro lado, la confección de catálogos de muestras escolares y especímenes disecados de argumentos falaces. En la actualidad, seguimos careciendo de una teoría cabal de la argumentación falaz, pero creo que nuestra conciencia histórica y crítica se ha vuelto más sabia: por una parte, conocemos ciertos hitos —nombres y aportaciones— que han venido marcando la construcción de nuestra idea de falacia; por otra parte, sabemos que no hay una clasificación única y definitiva de los modos y casos en que una argumentación falaz puede llegar a serlo. Así que las falacias tienen historia; más aún, la suya es una historia interminable. Pues no hay un procedimiento efectivo de identificación y, menos aún, de prevención de las falacias: no todas las falacias llevan en la frente una marca clara o un estigma indeleble, las hay que se dejan sentir apenas, antes que definir, y siempre estamos expuestos a incurrir en paralogismos, descuidos por incompetencia o inadvertencia, fallos para los que no estamos inmunizados. En este, como en otros trances, es imperativo aprender de los errores, sean propios o ajenos. En todo caso, lo que nos encontramos en el discurso común y en los debates especializados es una prolífica fauna de falacias 2. «Informal logic and the reconfiguration of logic», en Gabbay et al. (eds.) (2002), esp. pp. 355-356, 369, 374-377.
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PREFACIO
vivas, más o menos francas o encubiertas, algunas rutinarias, otras recidivas, pero muchas de ellas nuevas y acuciantes. Puede haber complicaciones añadidas en función de la manera más libérrima o más restrictiva de hablar de las falacias. En el primer caso, cabrían en el saco muy diversos tipos de errores, sesgos e incluso falsedades o malentendidos; en el segundo, apenas habría sitio para algo más que los esquemas tradicionales de argumentos falaces e inferencias fallidas. Luego habrá ocasión de ir haciendo precisiones al respecto. Ahora adelanto que voy a entender por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación y en esa medida se presta a error o induce a engaño pues, en realidad, se trata de un falso (pseudo-) argumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su expresión en un marco argumentativo —donde se da por supuesta, sin ir más lejos, la pretensión de discurrir o discutir con alguien de modo razonable y tratar así de convencerlo—, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas, o a una manipulación de la interacción discursiva. En el fondo representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. De ahí que las falacias sean un recurso tan socorrido como censurable, una tentación que hemos de vigilar en aras de la salud y el valor del discurso, sea el nuestro propio, para cuidarnos de incurrir en paralogismos, o sea el de nuestras conversaciones y discusiones con los demás, para guardarnos de los sofismas y de toda suerte de falacias en general. Así pues, tenemos buenas razones para evitar las falacias pese a los retos escépticos de este tenor: «¿Por qué argumentar bien si, para vencer en la discusión o salir del paso, será siempre más fácil y a veces más eficaz hacerlo mal?». Unas razones tienen que ver con el entendimiento propio y ajeno, y con la comunicación con los demás. Otras se fundan en la responsabilidad de argumentar bien e incrementar así nuestras posibilidades de tener creencias verdaderas y tomar decisiones acertadas, frente a la pereza de hacerlo mal. Cierto es que ninguna de ellas será determinante en la medida en que no hay ninguna razón que efectivamente nos obligue a razonar —como tampoco la lógica nos obliga a ser lógicos—. Pero, por otro lado, la negativa radical a razonar nos condenaría al autismo discursivo y, en definitiva, al silencio para no caer en inconsistencias pragmáticas cuando menos. La discusión de estas y otras cuestiones asociadas encontrarán su lugar propio en la Parte I del libro dedicada a considerar los problemas y las alternativas teóricas y filosóficas que se debaten actualmente acerca de las falacias.
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
El libro está organizado en dos partes, precedidas de una introducción que quiere ser una invitación y una guía para adentrarse en el mundo de las falacias. La Parte I consiste en revisiones y discusiones conceptuales, teóricas y filosóficas, en torno a cuestiones como, por ejemplo, la viabilidad de una teoría normativa o explicativa de las falacias. Su replanteamiento crítico y analítico se desarrolla a lo largo de tres capítulos en cierto modo autocontenidos, y sin embargo, también en cierto modo, concéntricos. La Parte II contempla la construcción histórica de la idea de falacia en dos secciones: la primera sección avanza unos apuntes de contextualización de sus caminos y formas de desarrollo; la segunda sección contiene una selección de diez textos relevantes, bien por su condición de contribuciones básicas o fundacionales en algún sentido, bien por su valor sintomático y representativo. Algunos pasajes, en especial de la Parte I, han sido discutidos durante estos últimos años, en varios foros y ante diversos auditorios: en el marco de másteres y simposios en las universidades de Alicante, Valencia, Salamanca, Santiago de Compostela, UNED, y en el curso de congresos y seminarios en las de Miahuatlán, Morelia y UNAM (Instituto de Investigaciones Filosóficas), Diego Portales en Santiago de Chile, Nacional de Córdoba (Argentina) y Montevideo. Recuerdo especialmente las conversaciones con Carlos Pereda, Raymundo Morado, Ariel Campirán y Gabriela Guevara, al otro lado del Atlántico, y con Manuel Atienza, Eduardo de Bustos, José Miguel Sagüillo, Lilian Bermejo y Paula Olmos, aquí —digamos— en casa. Pero, claro está, aunque ahora no pueda nombrar a todos los demás interlocutores uno por uno, he de agradecer su inteligencia y comprensión en todas esas ocasiones, así como reconocer el apoyo de dos proyectos de investigación financiados por el Ministerio llamado entonces de Ciencia e Innovación (FFI200800085, ya cumplido, y FFI2011-23125, actualmente en curso). Supongo que el lector ya habrá podido sospechar que el título del libro no es gratuito en la medida en que 1) las falacias distan de ser los animales del discurso disecados que catalogan los manuales al uso, 2) la teoría de las falacias es un deseo todavía frustrado y 3) el empeño tradicional en su definición y clasificación sigue siendo problemático. Quizás pueda ayudarle a irse haciendo una idea de la jungla de las falacias un famoso cuadro, El sueño (Le rêve), una fantasía onírica y naíf pintada por Henri Rousseau en 1910, el año de su muerte. Rousseau nunca había viajado fuera de Francia. Así que es probable que esta escena selvática, como otras de tema y trama similares, tuviera una punta de inspiración en los jardines botánicos parisinos. Él mismo confesaba que al entrar en un invernadero y ver las plantas exóticas de tierras lejanas, tenía la sensación de adentrarse en un sueño. El cuadro, ahora alojado en el MoMA de Nueva York, es un cumplido ejemplo de la técnica que aplicaba Rousseau a la representación de sus imaginarias junglas. Empezaba pintando 14
PREFACIO
los cielos y el fondo e iba añadiendo capas de óleo hasta concluir con la figuración a veces iluminada y nítida, a veces en penumbra o desvaída, de los personajes, animales y plantas; podía llegar a usar más de cincuenta tonalidades de verde en estas ensoñaciones selváticas. En El sueño asistimos a un amplio espectro de matices y figuras que van desde los seres animados más expuestos hasta los apenas entrevistos cuando parecen fundirse con la espesa jungla del fondo. En primer plano resalta una mujer desnuda de largas trenzas, recostada en un diván en actitud incierta: como si soñara y observara su sueño. Hay dos pájaros sobre ella, en la parte alta a la izquierda del cuadro. En segundo plano y casi confundido con la espesura, se vislumbra por encima y a la izquierda de la mujer un elefante con la trompa levantada. Por el centro del cuadro asoman dos leonas. Tras ellas viene un mono con delantal multicolor que toca una especie de flauta. Más atrás y por encima, contra un raro trozo de cielo, se perfila un pájaro de larga cola. Sobre él, a su izquierda, apenas se deja ver un mono pequeño colgando de una rama. En la parte baja, a la derecha del cuadro, zigzaguea una cola de serpiente. Al fondo y por diversas partes, fundidos con la vegetación, parece haber otros animales no identificables, quizás monos o pájaros. (Véase la reproducción de la portada). Creo que esta es una buena imagen, exótica pero cabal, de la fauna de las falacias como seres vivos que habitan en la jungla del discurso: unas falacias se muestran nítidas y flagrantes, otras se hallan medio escondidas hasta a veces confundirse con la espesura y las hay, en fin, que parecen dejarse sentir antes que definir, como ocurría a los llamados en el siglo xvi «espíritus animales». El cuadro es, en suma, una viva estampa de lo que cabe encontrar en el animado mundo de la argumentación falaz antes de proceder a su discusión y revisión analítica. El lector puede hallar otra valiosa pista en un relato de Julio Cortázar con el curioso título 62. Modelo para armar. En su presentación dice Cortázar que este título puede llevar a creer que las diferentes partes del relato se proponen como piezas permutables, pero a continuación precisa: Si algunas lo son, el armado a que se alude es de otra naturaleza, sensible ya en el nivel de la escritura donde recurrencias y desplazamientos buscan liberar de toda fijeza causal, pero sobre todo en el nivel del sentido donde la apertura a una combinatoria es más insistente e imperiosa. La opinión del lector, su montaje personal de los elementos del relato, serán en cada caso el libro que ha elegido leer.
Si rebajamos el énfasis de esta declaración y nos aplicamos el cuento al presente libro, las cosas pueden quedar así. El libro, como ya he adelantado, consta de dos partes relativamente independientes y claramente distintas en el fondo y la forma. El lector es muy dueño tanto de 15
LA FAUNA DE LAS FALACIAS
su selección, con arreglo a sus propios intereses, como de su orden de lectura. Uno puede demorarse en la primera, si los intereses que priman en su caso son más analíticos y conceptuales, teóricos y filosóficos: por ejemplo, ¿cómo se plantea, discute y trata de conceptualizarse o explicarse hoy en día la argumentación falaz? —una cuestión de radical importancia para el renacimiento moderno de los estudios sobre la argumentación y de significación crucial para la construcción de la propia teoría de la argumentación—. O, por ejemplo, ¿sobre qué supuestos éticos del uso de la razón y en qué bases cognitivas y discursivas se puede fundar el juego limpio argumentativo? Puede incluso cambiar el orden de los tres capítulos en la medida en que estos, como ya he indicado, resultan autocontenidos. Pero si la curiosidad histórica es, en principio, lo que más le mueve, el lector puede centrar su atención en la Parte II, sea en la selección de textos capitales o contribuciones representativas de la sección segunda sea en los apuntes de presentación y contextualización avanzados en la primera sección. Cualquiera de estas opciones es compatible con el propósito general que me ha llevado a escribir el libro y con los objetivos más específicos que han inspirado las dos partes y las dos secciones señaladas. Solo me queda pedir al lector la complicidad de su buen ánimo y desearle la mejor suerte en la aventura.
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS: UNA EXPLORACIÓN INTRODUCTORIA La filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del mal razonamiento como la teoría del bueno. John Stuart Mill, A System of Logic (1843), V, i, § 1 No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta. Hamblin (1970, cap. 1) Buen entendedor. Arte era de artes saber discurrir. Ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños. Baltasar Gracián, Oráculo manual (1647), aforismo 25
Trasladada a nuestros términos, la directriz de Stuart Mill establece que la teoría de la argumentación, para ser completa, debería comprender tanto la teoría de la mala argumentación como la teoría de la buena. Hoy conocemos posturas más fuertes en este sentido: hay quienes sostienen que la teoría de la mala argumentación es un corolario de la teoría de la buena, en razón de que el mal argumento no es sino aquel que no cumple alguna de las condiciones o viola alguna de las reglas que definen el bueno. Pues bien, los casos que suelen considerarse más característicos e instructivos de malos argumentos son precisamente las falacias. Por ejemplo, según un exitoso manual de Edward Damer, «una falacia es una violación de uno de los criterios del buen argumento»1. En esta línea es tentador suponer que sería fácil contar con una teoría de las sombras, una teoría de la argumentación mala o falaz, como contrapartida de una teoría de la luz, una teoría de la argumentación buena o correcta. Sin embargo, la constatación de Hamblin (1970), en el que se considera el libro fundacional del estudio moderno de las falacias, viene a ser un jarro de agua fría: «La verdad es que nadie, en estos días, está es 1. Damer (52005: 43; cursivas en el original). Así pues, una enumeración de los criterios del buen argumento puede deparar a contraluz una matriz clasificatoria de las falacias, y esta es efectivamente la clave de catalogación que adopta Damer, entre otros muchos autores en este campo.
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
pecialmente satisfecho de este rincón de la lógica… No tenemos en absoluto una teoría de las falacias en el sentido en que tenemos teorías del razonamiento o de la inferencia correcta» (Hamblin, 2004: 11). Esta declaración todavía no se ha visto desmentida en la actualidad, así que las esperanzas de obtener a contraluz de las lógicas sistemáticas del argumento válido una teoría de la falacia parecen fallidas. El punto se agudiza si reparamos en que las falacias han sido desde antiguo, desde el apéndice Sobre las refutaciones sofísticas de los Tópicos de Aristóteles (siglo iv a. n. e.), los malos argumentos más estudiados. De manera que, en suma, no deja de ser un hecho curioso, tan llamativo como frustrante, que todavía hoy, veinticinco siglos después del inaugural ensayo aristotélico, sigamos sin tener una teoría cabal de las falacias. Lo que siempre hemos tenido han sido clasificaciones, unas mejor y otras peor fundadas, algunas sin más criterio que una suerte de orden alfabético para un listado de denominaciones2. Así que llama la atención no solo la disparidad de claves y criterios de clasificación, sino más aún el empeño taxonómico mismo, en especial si se recuerda una lúcida observación de Augustus de Morgan: «No hay una clasificación de los modos como los hombres pueden caer en el error; y es muy dudoso que pueda haberla siquiera» (1847: 237; cursivas en el original). Años después, a principios del siglo xx, un profesor oxoniense de Lógica, Horace W. B. Joseph cerraba el círculo de estas desilusiones de partida: «La verdad puede tener sus normas, pero el error es infinito en sus aberraciones y estas no pueden plegarse a ninguna clasificación» (1906: 569). En nuestros días aún se piensa esto mismo y no solo acerca del error en general sino, en particular, acerca de las argumentaciones: «Ninguna lista de categorías enumerará jamás exhaustivamente todos los modos como puede ir mal una argumentación», sentencia Scott Jacobs (2002: 122). Para empezar a saber de qué hablamos, convengamos en llamar falacia a una mala argumentación que, a primera vista al menos, parece razonable o convincente, y en esa medida resulta especiosa. Es una idea har 2. Véanse, por ejemplo, los socorridos listados del ya citado Damer (52005) o de Pirie (32003). En español, cf. el convencional de García Damborenea (2000); o los propuestos por Herrera y Torres (22007) o Bordes (2011). En la red, «Fallacy Files» presume de una «complete alphabetical list of fallacies» con 175 especímenes, aunque el artículo «Fallacies» de Bradley Dowden en la Internet Encyclopedia of Philosophy suma 205 —30 más que la anterior— bajo la que llama una «partial list of fallacies»; modestia que parece augurar a las empresas clasificatorias una tarea de Sísifo: inagotable. Por lo demás, también disponemos de versiones y actualizaciones on line en español de la famosa Guía de falacias de Stephen Downes, por ejemplo, en http://filotorre.sinnecesidad.com/falacias.pdf. Cuando me refiera a falacias concretas, daré por supuestos estos listados sin mayores explicaciones.
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UNA EXPLORACIÓN INTRODUCTORIA
to genérica. Pero, por ahora, nos puede prestar tres buenos servicios: uno, acotar el campo de referencia de las falacias aquí pertinentes al dejar fuera las que discurren al margen de un contexto o un propósito argumentativos3; dos, hacernos sospechar de ciertos discursos persuasivos; y tres, advertirnos de las dificultades de encajar esos casos en los casilleros conocidos, en especial cuando envuelven trampas o lazos que se dejan sentir con más facilidad que identificar y definir. Consideremos la muestra siguiente. Se trata de un mensaje publicitario puesto en circulación por la empresa R. J. Reynolds Tobacco Company en los años 1984‑1986, con la intención de contrarrestar la opinión antitabaco establecida y blanquear su imagen, al menos ante un público potencial como la gente joven4. Dirigiéndose a los jóvenes precisamente, la tabacalera recomendaba: No fumes. Fumar siempre ha sido un hábito de adultos. E incluso para los adultos, fumar se ha convertido en algo muy controvertido. Así que, aunque somos una compañía tabacalera, no creemos que sea buena idea que la gente joven fume. Pero sabemos que dar este tipo de consejos para los jóvenes puede resultar a veces contraproducente. Claro que si te pones a fumar solo para demostrar que eres adulto, estás probando justamente lo contrario. Porque decidir fumar o no fumar es algo que deberías hacer cuando no tengas nada que probar. Piénsalo. Después de todo, puede que no seas suficientemente adulto para fumar. Pero eres suficientemente adulto para pensar.
Cabe sospechar que este alarde «reflexivo» nos quiere hacer pasar gato por liebre, esconde algún truco. Lo difícil aquí, como en la ejecución de un buen ilusionista, es identificar el truco y explicarlo. Puede que no se encuentre mencionado entre las variedades tradicionales de falacias clasificadas en los manuales. También puede suceder que lo no dicho, la fuente y los objetivos tácitos del mensaje, junto con el tenor del texto en su conjunto sean los que, en principio, hacen desconfiar de una 3. Me refiero a las que suelen llamarse «falacias» entre psicólogos o entre economistas, como la «falacia de la conjunción» —consistente en la subestimación de la improbabilidad conjunta de casos independientes—, o la «falacia del jugador» —que ignora el carácter aleatorio de tiradas sucesivas—, o la «falacia del coste no recuperable» —que mueve a seguir invirtiendo en una empresa inviable—. Consisten por lo regular en sesgos e ilusiones cognitivas debidas a precipitación heurística, o a incompetencia o inadvertencia, y en este sentido, como veremos, podrían considerarse una suerte de paralogismos extraargumentativos. 4. Pueden verse otras muestras de esta campaña publicitaria de Reynolds, y detalles sobre su contexto, en Eemeren et al. (32008: 320-328). El intento de salvar la cara y de presentar una buena imagen de la compañía ha sido especialmente destacado por Gamer (2000: 307-314).
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argumentación especiosa, antes que tal o cual punto argumentativo en concreto. En ese caso, además de la falacia como producto o como texto argumentativo, vendríamos a considerar la argumentación falaz como proceso, movimiento o maniobra, dentro de una estrategia de inducción de creencias, actitudes o disposiciones; y así pasaríamos de un enfoque atomista de las falacias a un enfoque holista de la argumentación falaz. ¿Se le ocurre algo al avisado lector en cualquiera de esos respectos? Una pista: reparemos en las relaciones entre lo tácito y lo expreso y, dentro de este plano, entre lo declarado y lo sugerido. Para este segundo contraste puede ayudarnos una presentación sucinta de la argumentación principal del publicista: a) Fumar siempre ha sido cosa de adultos. b) Incluso para los adultos se ha vuelto algo controvertido. c) Así pues, no es buena idea que los jóvenes fumen. d) En suma, si eres joven, no fumes. Argumentación que podemos iluminar y reconsiderar a luz de lo que el mensaje, en su texto y contexto, sugiere. Es decir, en los términos: 1) Las razones a y b son las únicas que se mencionan como razones por las que los jóvenes no deberían fumar: hacen aconsejable que si eres joven, no fumes. 2) Ahora bien, no son buenas razones: los consejos de este tipo pueden ser a veces contraproducentes. 3) Si solo hay malas razones para no hacer algo, entonces no hay buenas razones para no hacerlo. 4) Claro está que también puede haber malos motivos para hacerlo, como el deseo de probar que eres adulto, de modo que piensa sobre la decisión que vas a tomar al margen de ellos. 5) En cualquier caso, que no te líen: juzga por ti mismo. No estará de más reparar en que el criterio de edad aducido no es cronológico e insalvable, sino social —los adultos pueden y tienen el hábito de fumar—, y elástico —los jóvenes ya son adultos para pensar—, de modo que, aparte de ser el único motivo que aparentemente cuenta para no fumar, resulta equívoco. A todo esto se suman dos imágenes proyectadas por el tono mismo del mensaje: i) la generosa neutralidad de una empresa tabacalera —que dista de ser, por cierto, una ONG educativa—5; ii) la autonomía del consumidor —al que, por lo demás, se 5. El anuncio es una espléndida muestra de la moderna tendencia publicitaria que trata de «vender» una buena imagen social o incluso ética de la marca, antes que, o al margen de, la venta de sus productos.
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le hurtan las razones más serias y determinantes, como la exposición a un hábito con riesgo de la salud no solo propia, sino ajena, o las derivaciones y complicaciones de distinto tipo (dentarias, pulmonares, etc.), a la hora de tomar una decisión informada y sensata sobre si fumar o no fumar—. En consecuencia, estas proyecciones (i)-(ii) no dejan de ser engañosas en sí mismas, ni dejan de contribuir al efecto global especioso que el anuncio procura. Pues bien, ¿bajo qué etiqueta de los repertorios usuales de falacias identificamos este anuncio? A la vista de los catálogos tradicionales, no parece que tenga prevista una casilla o cuente con unas señas de identidad predefinidas. Bien puede tratarse de uno de esos trances de los que advertía Gracián al buen entendedor: donde las viejas artes escolásticas no bastan y hay que entrever o «adivinar» el engaño6. Ante casos de este tipo, las labores tradicionales de disección y taxidermia de las falacias acusan varias limitaciones. Unas son más bien didácticas al representar una especie de muestrarios de ejemplos ad hoc, cada caso en su casilla, sin mayor interés ni mejor uso que el habilitado para un recinto escolar. Otras resultan más serias como, en particular, estas dos: la insuficiencia crítica y la irrelevancia teórica del procedimiento. a) La insuficiencia crítica se debe, en principio, a unas complicaciones de la detección de la argumentación falaz para las que el tratamiento taxonómico de tipos, especies y casos no está preparado. Son complicaciones como las nacidas de la existencia en ciertos contextos de usos falaces de unos esquemas argumentativos que bien pueden tener aplicaciones cabales y legítimas en otros contextos; son, por tanto, complicaciones como las impuestas por la identificación y evaluación contextual de los diversos usos discursivos de una determinada —se supone— clase de argumentos. Pero la insuficiencia también se debe, además, a la imposibilidad de fundar sobre esa base una política o una estrategia efectivamente preventivas: los casilleros de falacias son hormas de reconocimiento a posteriori, puesto que, en razón de las complicaciones ya sabidas, no cabe asegurar que todos los argumentos de una determinada forma lógica, y con independencia de su contexto particular de uso, sean falaces o no lo sean. b) La irrelevancia teórica aún es más flagrante. La larga historia de las variedades y variaciones clasificatorias no nos ha deparado, desde luego, una teoría establecida de la argumentación falaz; pero tampoco nos ha proporcionado un criterio o un conjunto de criterios taxonómicos 6. Pueden verse otras muestras de distinto tipo y de diverso grado de complejidad, así como detalles para su análisis y evaluación, en mi ensayo Introducción al estudio de las falacias (2001) especialmente en el apartado 1, «La resistencia de las falacias a las clasificaciones». Es accesible on line en la Comunidad virtual de Lógica, Argumentación y Retórica, www.innova.uned.es, y en http://e-spacio.uned.es/fez.
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determinantes de una clasificación unitaria y efectiva, ni las recidivas discusiones al respecto permiten esperar que —por decirlo con el dubitativo acento de Augustus de Morgan— pueda haberla un buen día. Tras estos primeros escarceos con el tratamiento naturalista, clasificatorio, de falacias nos encontramos con algunos resultados provisionales de interés. Según parece: 1) No hay una teoría general de la argumentación falaz. 2) Tampoco hay una clasificación única y definitiva de los modos y casos en que una argumentación falaz puede llegar a serlo. 3) Más aún, es dudoso que algún día contemos con ella. Manteniendo la imagen biológica de la fauna de las falacias, podríamos decir que en este campo no solo no hay un Darwin —es decir, no hay algo equivalente a una teoría general—, sino que todavía no ha nacido siquiera un Linneo —es decir, tampoco hay una taxonomía establecida—. Más aún: uno se sentiría tentado a añadir que ni se les espera, si no fuera por la persistencia del afán de clasificación en aras, se supone, de la formación crítica de los estudiantes o de la pedagogía. Sin embargo, todavía hoy Frans van Eemeren, Bart Garssen y Bert Meuffels abren una panorámica histórica del estudio de las falacias con esta declaración que parece tener pretensiones tanto de reseña de lo hecho hasta ahora en este campo como de directriz del trabajo posterior: «El objetivo general del estudio de las falacias es describir y clasificar las formas de argumentación que deberían considerarse infundadas (unsound) o incorrectas» (2009: 2). Me temo que esta declaración, entendida como reseña, es parcial y, tomada como directriz, resulta problemática. En cualquier caso, no marcará el objetivo del presente estudio de las falacias, cuyo propósito será más bien de análisis conceptual, revisión teórica y reconstrucción histórica como ya apuntaba en el Prefacio. Para seguir con esta exploración inicial del terreno y empezar con el análisis conceptual, bueno será precisar la idea de argumentación falaz y de falacia. Nuestros usos cotidianos de los términos ‘falaz’ y ‘falacia’ abundan en su significado crítico o peyorativo: insisten en la idea de que una falacia es algo en lo que se incurre o algo que se comete, sea un engaño o sea algo censurable hecho por alguien con la intención de engañar. Efectivamente, en los diccionarios acreditados del español actual, el denominador común de las acepciones de ‘falacia’ y ‘falaz’ es el significado de engaño y engañoso7. Son calificaciones que pueden aplicarse a muy diversas cosas: argumentos, actitudes, maniobras y otras varias suer 7. Cf., por ejemplo, el Diccionario de la lengua española, de la Real Academia (Espasa, Madrid, 222001); el Diccionario de uso del español, de María Moliner (Gredos, Madrid, 21998); o el Diccionario del español actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos (Aguilar, Madrid, 1999). También pueden verse las asociaciones comunes de ‘falacia’ con ‘fraude’ y ‘engaño’ en http://ideasafines.com.ar.
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tes de actividades, tramas y enredos. Aquí vamos a atenernos a las actividades discursivas: solo estas resultarán falaces. Ahora bien, dentro del terreno discursivo, la imputación de ‘falaz’ o de ‘falacia’ también puede aplicarse a diversos actos o productos como asertos (p. ej., «el tópico de que los españoles son ingobernables es una falacia»), preguntas (p. ej., «la cuestión capciosa ‘¿Ha dejado usted de robar?’ es una conocida falacia»), normas (p. ej., «una norma tan tolerante que estableciera que no hay normas sin excepciones sería falaz») o argumentos (p. ej., «no vale oponer a quien se declara a favor del suicidio un argumento falaz del tenor de ‘Si defiendes el suicidio, ¿por qué no te tiras por la ventana?’»). Por otro lado, en ese vasto campo vienen a cruzarse y solaparse, amén de conchabarse, falsedades y falacias. Pero unas y otras son errores de muy distinto tipo: la falsedad tiene que ver con la falta de veracidad, en un sentido subjetivo, o con la falta de verdad, en un sentido objetivo; en el primer caso, lo que uno dice no se ajusta a lo que él efectivamente cree; en el segundo caso, lo que uno dice con referencia a algo no se ajusta a lo que esto efectivamente es. En cambio, el error del discurso falaz consiste en otra especie de incorrección o engaño que no es propia de unas meras declaraciones o proposiciones —lugares para la verdad o la falta de verdad—, sino peculiar de las tramas argumentativas de proposiciones y, en general, de las composiciones discursivas que tratan de dar cuenta y razón de algo a alguien con el fin de ganar su asentimiento —aunque para ello puedan envolver, como ya he sugerido, mentiras o falsedades—. Así pues, también supondremos que los términos ‘falaz’ o ‘falacia’ se aplican primordialmente a ciertos discursos: a los que son o al menos pretenden ser argumentos. Por derivación, podremos considerar falaces otras unidades discursivas (proposiciones, preguntas, etc.) en la medida en que formen parte sustancial de una argumentación o contribuyan a unos propósitos argumentativos. Recordemos, por ejemplo, una encendida y despiadada soflama que Francisco Rico —profesor universitario, académico de la Lengua y colaborador de El País— dirigió desde la tribuna de opinión del periódico (11/01/2011) contra la recién aprobada ley antitabaco, a la que tildaba de «ley contra los fumadores». El artículo terminaba con la apostilla: «PS. En mi vida he fumado un solo cigarrillo». Esta declaración levantó una nube de protestas contra la impostura de un Francisco Rico que había sido y seguía siendo fumador habitual. Pues bien, ¿constituye un remate argumentativo de la diatriba de Rico contra la ley, según entendieron la mayoría de los lectores del artículo? ¿O, más bien, representa una especie de juego irónico o de guiño para los conocedores de la vida y costumbres de Rico, una licencia retórica en suma? En el primer caso, podría oficiar como una especie de prevención frente al reparo de que sus ataques a la ley venían dictados por sus intereses de fumador y como una prue23
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ba adicional de la plausibilidad y neutralidad de las críticas vertidas en el artículo. En el segundo caso, no pasaría de ser una broma quizás poco afortunada en el marco de una tribuna de opinión de un periódico de información. En el primer caso, se trataría de una apostilla falaz a la que cabría acusar de falsedad o engaño en tal sentido. En el segundo caso, se prestaría más bien a una crítica estilística y a una sanción moral o deontológica. (Por lo demás, dada la ambigüedad quizás deliberada en que se movía esta nota final de Rico, no es extraño que se viera acusada y juzgada en todos estos sentidos). El ejemplo muestra, por otra parte y una vez más, que no siempre será inequívoca la condición falaz o, siquiera, argumentativa del caso planteado. Pero sigamos. Pasándonos de generosos, podríamos reconocer incluso ciertos procedimientos generadores de falacias o ciertas maniobras que producen unos efectos nocivos similares sobre la interacción discursiva en un marco argumentativo —así se habla, por ejemplo, de «maniobras falaces» de distracción o de dilación en una discusión o en un debate parlamentario—. Ahora bien, sea como fuere, convengamos en que las falacias tienen lugar de modo distintivo en un contexto argumentativo o con un propósito argumentativo. En suma, para empezar, vamos a considerar falaces ciertas argumentaciones o argumentos, incluidos los pseudoargumentos que traten de pasar por argumentos genuinos en un determinado contexto discursivo. Y por extensión podrían considerarse falaces asimismo ciertos procedimientos y elementos discursivos en la medida en que constituyeran o formaran parte de un proceso de argumentación o pretendieran tener valor o propósito argumentativo, como la apostilla antes examinada en la interpretación mayoritaria de sus lectores. En este sentido, también será bueno recordar que nuestro término falacia proviene del étimo latino fallo, fallere, un verbo con dos acepciones de especial interés: 1) engañar o inducir a error; 2) fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entenderé por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error, pues en realidad se trata de un pseudoargumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas por su aparición o uso en un marco argumentativo, de modo que las razones aducidas para asumir la proposición o la propuesta que se pretende justificar no tienen realmente la fuerza o la virtud pretendida, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosas. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos. Son dignos de mención tres en particular: su empleo extendi24
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do o relativamente frecuente, su atractivo suasorio o su poder de captación, su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en el destinatario del discurso. De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, catalogación, análisis y resolución crítica de las falacias. Pero, por otro lado y más allá de estos servicios críticos, la consideración de las falacias también puede suministrarnos hoy noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación. Este papel de síntoma y de espejo del estado del campo de la argumentación, al que no suelen prestar atención los libros de falacias, será debidamente atendido y aprovechado más adelante —véase Parte I, cap. 3—. De momento, sigamos buscando y precisando algunos conceptos básicos para continuar avanzando en la exploración del terreno. Hay dos de cierta solera histórica y mayor relieve analítico: los conceptos de sofisma y de paralogismo como especies de falacia. Un sofisma es un ardid o una argucia deliberadamente engañosa, mientras que un paralogismo constituye más bien un error o un fallo involuntario de razonamiento. Hay quienes, en la actualidad, han considerado esta distinción como una referencia intencional o psicológica, irrelevante a la hora de examinar un argumento8. Pero creo que resulta tan pertinente en el presente contexto como lo es en un contexto jurídico la existente entre dolo y culpa, pongamos por caso, entre el asesinato y el homicidio involuntario, a la hora de calificar y juzgar un acto delictivo. En todo caso, espero mostrar en lo que sigue el interés de la distinción y de la interrelación de sofismas y paralogismos para una posible teoría normativa de la argumentación y, en particular, para la conceptualización de las falacias. Para empezar con buen pie, conviene advertir que la distinción entre sofismas y paralogismos no debe tomarse como una demarcación neta y tajante. Hay argumentos en los que no sería fácil determinar si hay dolo, es decir, sofisma, o hay simple culpa, es decir, paralogismo, y aún son más frecuentes las situaciones en que los casos de una y otra especie se entretejen en la trama de un proceso discursivo falaz. Consideremos, por ejemplo, la argumentación siguiente, esgrimida con la pretensión —quizás loable— de establecer la necesidad de argumentar: Que argumentar es una capacidad inherente al ser humano es algo sobre lo que no hay duda alguna. Es más, si alguien no estuviese totalmente conven 8. Por ejemplo, Walton (2011: 378) afirma que el ser intencionado o no es algo que no importa desde el punto de vista del análisis del argumento y de la determinación de su carácter falaz. Bueno, tal vez no importe mucho en este último caso, pues tanto los sofismas como los paralogismos son falaces; pero es importante para su análisis, evaluación y juicio, en los planos discursivo, cognitivo y argumentativo, como se verá, sin ir más lejos, a propósito de la distinción entre sofismas y paralogismos.
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cido de ello, no tendría más remedio que ofrecer razones para, así, poner en claro que su opinión está bien fundamentada, y tratar, por tanto, de convencer al resto de la validez de su posición; se vería, por tanto, inevitablemente condenado a argumentar para justificar y fundamentar su posición. El ser humano asienta su vida, pues, en su capacidad argumentativa9.
El argumento cuenta, en principio, con la ventaja de partir de una creencia común o, por lo menos, ampliamente difundida en el sentido de lo que Aristóteles llamaba éndoxon, esto es, algo que estima plausible todo el mundo o la mayoría de gente o los entendidos, a saber: la creencia en que argumentar es propio del ser humano. Siendo así, la carga de la prueba podría recaer sobre quien pusiera en cuestión este sentir común. Ahora bien, la tesis de que argumentar es una capacidad inherente y, más aún, inevitable porque solo puede cuestionarse argumentando, no deja de envolver una petición de principio. De entrada, cabe argüir que no consiste tanto en una capacidad inherente como en una habilidad tal vez distintiva pero en todo caso adquirida, como el lenguaje, por ejemplo, y seguramente ligada a determinadas prácticas lingüísticas —recordemos los célebres casos de niños «salvajes» crecidos sin contacto ni comunicación humana, que luego se ven seriamente limitados, cuando no imposibilitados, en el ejercicio de sus «capacidades lingüísticas»—. En segundo lugar, tampoco es cierto que si alguien cuestiona la necesidad de argumentar, se vea «inevitablemente condenado» a hacerlo, a argumentar, para justificar su posición: por un lado, puede adoptar esa posición escéptica sin justificarla; por otro lado, la necesidad o el compromiso de argumentar solo se vuelven imperiosos una vez que está decidido el jugar a este juego; salvo circularidad, no son autofundantes ni autocomprensivos10. En cualquier caso, para terminar, la aserción final acerca del asentamiento de la vida del ser humano en su capacidad argumentativa resulta a todas luces una extrapolación tan infundada como desmedida, a pesar del marcador ilativo «pues» que trata de presentarla como recapitulación y consecuencia. Conforme a 9. García Moriyón et al. (2007: 13). El énfasis tipográfico de negritas y cursivas pertenece al original. 10. Puede traerse a colación en este punto la crítica paralela de Popper a la pretendida autofundamentación del racionalismo ingenuo. «La actitud racionalista se caracteriza por la importancia que le asigna al razonamiento y a la experiencia. Pero no hay ningún razonamiento lógico, ni ninguna experiencia que puedan sancionar esta actitud racionalista, pues solo aquellos que se hallan dispuestos a considerar el razonamiento y la experiencia y que, por lo tanto, ya han adoptado esta actitud, se dejarán convencer por ella. Es decir, que debe adoptarse primero una actitud racionalista […] y esa actitud no podrá basarse, en consecuencia, ni en el razonamiento ni en la experiencia» (Popper, 1957: 413‑414). En suma, el reconocimiento de la argumentación, con los compromisos y las obligaciones correspondientes, presupone la disposición a argumentar o la adopción de una actitud «prodiscursiva», antes que a la inversa.
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este análisis, la parte primera, destinada a establecer de modo concluyente la necesidad de argumentar, representa un paralogismo. Es un tipo de confusión no infrecuente en filosofía, propiciada por el uso y abuso de los argumentos que se han venido a denominar performativos, es decir: argumentos cuya conclusión no cabe negar sin caer en una contradicción, ni cabe establecer deductivamente sin caer en una petición de principio; son argumentos típicamente llamados a sentar tesis trascendentales. En cambio, la segunda parte, que se cierra con una especie de conclusión infundada pese a su aparente cogencia consecutiva y recapitulativa, podría considerarse engañosa o especiosa al tener un aire capcioso y, en esa medida, representaría un sofisma. Estas y otras complicaciones del mismo género invitan a concebir el campo de la argumentación como un terreno común en el que medran tanto las buenas como las malas hierbas; entre las malas hierbas, figuran las múltiples variantes de la argumentación falaz que se extienden desde el yerro más ingenuo debido quizá a incompetencia o inadvertencia, en el extremo del paralogismo, hasta el engaño urdido subrepticia y deliberadamente, en el extremo opuesto del sofisma. Aunque muchas variantes se solapen y la región de la argumentación falaz parezca una especie de continuo, no se borra la distinción y separación entre ambos extremos, de modo parecido a como una gama de grises no difumina la distancia entre lo blanco y lo negro. Los casos más interesantes de paralogismos son los que tienen lugar como vicios discursivos o cognitivos que pueden contraerse con la misma práctica de una pauta de razonamiento fiable en principio. Así, por ejemplo, confiamos en polarizaciones y oposiciones para introducir cierto orden en la conceptualización del mundo11 o para aprovecharnos de la eficacia y la economía discursivas de pautas de argumentación como «el silogismo disyuntivo», aunque nos confundan las falsas contraposiciones o se nos vaya la mano en unas categorizaciones de falsos opuestos como las denunciadas por Carlos Vaz Ferreira en su Lógica viva (1910) (véase más abajo Parte II, Sección 2, Texto 10)12. O, por poner otro caso, seguimos confiando en nuestra inveterada tendencia a generalizar, p. ej., a efectos de identificación, previsión o prevención, aunque esto no deje de llevarnos a veces a generalizaciones precipitadas o a categorizaciones indebidas. Un 11. Recordemos el papel sociocultural de ciertos pares de opuestos como izquierda/derecha, estudiados hace tiempo por los antropólogos, o en un terreno cognitivo más concreto, el papel que las tablas de opuestos desempeñaron en unos primeros desarrollos del pensamiento griego, como la cosmología pitagórica o la teoría tradicional de los elementos. Puede verse a este respecto Lloyd (1987). 12. Los datos completos de las ediciones citadas de los autores tratados en la Parte II se hallarán en las respectivas referencias bibliográficas de la Sección 1 como también en las fuentes indicadas antes de los respectivos textos de la Sección 2.
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ejemplo es la reacción de la paloma que empolla sus huevos cuando ve deslizarse hacia el nido a la alargada y zigzagueante Alicia, en el capítulo 5 de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll. La paloma recela de la niña que se mueve culebreando entre las hojas de la copa del árbol donde ha puesto el nido, una niña que tiene el cuello largo y, para colmo, confiesa que ha comido huevos… ¡Es una serpiente! De modo que la prudencia preventiva de la paloma, más bien infundada o irracional, si se quiere, desde un punto de vista teórico o cognitivo, parece hasta cierto punto razonable desde otro punto de vista práctico o estratégico13. En esta perspectiva del fallo de funcionamiento o de una mala ejecución de nuestras habilidades discursivas, se explica fácilmente la naturalidad con que podemos caer en paralogismos, la dificultad de corregirlos e incluso la peculiaridad de que a veces, aun siendo casos de mal proceder discursivo, nos parezcan buenos: se trataría de una situación parecida a la de los procedimientos o los mecanismos familiares que se nos descomponen o, en nuestra torpeza, descomponemos, de modo que, concluyendo con palabras del ya mencionado Vaz Ferreira, lo que podría haber sido instrumento de la verdad se convierte en instrumento del error (Lógica viva [1910], 2008, p. 132). Un mérito de Vaz Ferreira ha sido justamente el haber llamado la atención sobre los aspectos discursivos, psíquicos y cognitivos de los paralogismos, tras la idea de falacia de confusión avanzada por el System of Logic de Stuart Mill (1843) (véanse más abajo los textos 9 y 10 de la Sección 2 de la Parte II y, en la Sección 1 de esa misma Parte, los comentarios históricos al respecto). Este planteamiento ha tenido posteriormente una inesperada confirmación y una notable proyección a través del estudio, a partir de la década de los años ochenta, de los llamados «heurísticos», recursos eficientes en condiciones acotadas de procesamiento de la información por limitaciones de tiempo, memoria o competencia específica, que pueden prestarse a fallos de presunción o a distorsiones de juicio en casos no normales o en otros dominios cognitivos14. Con todo, al margen de la significación cognitiva de los paralogismos y según una suposición habitual de la tradición lógica, las falacias más relevantes son las que tienden al polo de los sofismas efectivos y con éxito, es decir, las estrategias capciosas que consiguen confundir o engañar al receptor, sea un interlocutor, un jurado o un auditorio. Han sido, 13. En esta misma línea, investigaciones experimentales sobre el aprendizaje han mostrado que ciertos animales tras una mala experiencia con determinados alimentos, descartan todos los que se ofrecen en análogas circunstancias: drástica medida que si bien les depara más creencias o prevenciones falsas que verdaderas, puede contribuir a mejorar sus probabilidades de preservación y supervivencia. 14. Ahora, al parecer, casi nadie se acuerda ya de Vaz Ferreira. Las primeras proyecciones de este punto de vista sobre el terreno de las falacias proceden de los años noventa; cf., p. ej., Jackson (1995).
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al menos, las falacias mejor atendidas y más estudiadas. El secreto de su importancia radica, en principio, en su interés y su penetración crítica; se supone, desde luego, que la familiaridad con los sofismas es una exigencia de la formación del pensamiento crítico y de la madurez discursiva, sea a efectos defensivos, o sea incluso a efectos agresivos, como estratagemas para hacer valer nuestra posición ante un adversario o para atraerlo a nuestra causa. Por otro lado, esta idea del sofisma como argumentación especiosa nos permite detectar no solo el recurso a argumentos espurios, sino la manipulación falaz de formas correctas de razonamiento —análogamente a como podemos reconocer el discurso que trata de engañar incluso con la verdad—. Este punto tiene cierto interés. Permite reparar en que así como puede haber malos argumentos que no son falaces, también pueden darse argumentos válidos que obran como falacias15. Avanzando un paso más, podemos advertir no solo sus efectos perversos sobre la inducción de creencias o disposiciones, sino su contribución a minar la confianza básica en los usos del discurso. Este será un punto sustancial a la hora de considerar propuestas como la que se podría llamar «maquiavelismo preventivo» de A. Schopenhauer (1864) (véase más abajo el Texto 8 de la Sección 2 de la Parte II). Pero su importancia también estriba en lo que unos sofismas cumplidos nos revelan acerca de la argumentación en general. En tales casos, la argumentación falaz se perpetra y desenvuelve en un marco no solo discursivo sino interactivo, donde la complicidad del receptor resulta esencial para la suerte del argumento: para que alguien engañe, alguien tiene que ser engañado. La dualidad de sofismas y paralogismos presenta así una curiosa correlación: el éxito de un sofisma cometido por un emisor trae aparejada la comisión de un paralogismo por parte de un receptor, de modo que la complicidad del receptor viene a ser codeterminante de la suerte del argumento. Más aún, como es difícil que una misma persona se encuentre al mismo tiempo en ambos extremos del arco de la argumentación falaz, el sofístico y el paralogístico —pues nadie en sus cabales logrará engañarse ingenua y subrepticiamente a la vez a sí mismo—16, entonces la 15. El reconocimiento de casos de este tipo, bajo la forma de silogismos o refutaciones deductivas que resultan sofísticos en su contexto de aplicación, se remonta a Aristóteles (Refutaciones sofísticas, 169b20-25). También cabe pensar, por poner otro ejemplo, en el uso de ciertas reglas deductivas clásicas como la que permite derivar una proposición cualquiera de una contradicción («de una contradicción se sigue cualquier cosa»), con el propósito —así infundado— de establecer una proposición concreta o una conclusión determinada. 16. Aunque uno pueda transitar más o menos clara o confusamente entre los extremos del arco. Así como no se excluye la existencia de múltiples casos intermedios entre ambos extremos, el sofístico y el paralogístico, tampoco cabe excluir la de otros casos no infrecuentes en los que uno puede —e incluso a veces quiere— engañarse a sí mismo. Lo que no puede es hacerlo a la vez con plena deliberación y total inadvertencia: hallarse en uno y otro extremo al mismo tiempo. Todo esto supone cierta analogía de la idea de sofis-
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eficacia del sofisma típico comporta la efectividad de la interacción correspondiente entre los diversos agentes involucrados. Dicho de otro modo y en homenaje a nuestro héroe de la infancia, Robinson Crusoe: Robinson, náufrago y solitario en la isla, no consumará un sofisma efectivo antes de Viernes. Pero no tiene por qué ocurrir así en el caso de los paralogismos, puesto que no todo paralogismo es el resultado de una estrategia deliberadamente engañosa, ni para su comisión es necesario contar con la intervención de otro agente distinto del que incurre en la confusión o el fallo discursivo. En suma: un paralogismo puede ser monológico, cosa de uno mismo, mientras que un sofisma es más bien dialógico, cosa de dos al menos, y un sofisma solo se cumple efectivamente con la complicidad de un paralogismo17. Llegados a este punto, creo que podemos avanzar un mapa provisional para señalar algunos puntos cardinales en el terreno discursivo de la mala argumentación y de las falacias en general. a.1) n o argumentar —ignorar al interlocutor en la discusión, no responder, no mantener la conversación— cuando es debido. a.2) a rgüir —importunar, interferir— cuando no a) Casos de mal proceder es pertinente. a.3) o tros tipos de maniobras o movimientos ilícitos, como las de dilación, distracción u ocultación del punto en cuestión.
b) E rrores, ilusiones inferenciales c) Comisión de falacias
b)
fallos y faltas de razonamiento, entre los que cabría incluir casos de incoherencia o akrasia en la argumentación práctica.
c.1) inadvertida → paralogismos c.2) d eliberada → sofismas
Por lo demás, ciertos casos o procedimientos concretos de los tipos (a) y (b) pueden tener o adquirir un carácter falaz y constituir alguna ma con una concepción clásica de la mentira, de raíz agustiniana, y remite a la discusión abierta en torno al «autoengaño», punto en el que ahora no puedo detenerme pese a su interés discursivo y cognitivo. Sobre el curso moderno de esta discusión, puede verse el número monográfico de Teorema sobre Autoengaño: problemas conceptuales (XXVI/3 [2007]). 17. Una observación de paso: vengo siguiendo la práctica habitual de referirme indistintamente a los agentes discursivos y a los argumentos como incursos en falacias. Sería más apropiado decir que un agente comete o incurre en una falacia, mientras que su argumentación contiene o consiste en una falacia. Pero supongo que esa práctica común es inocua y no representa una confusión mayor añadida.
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UNA EXPLORACIÓN INTRODUCTORIA
suerte de falacias de acuerdo con su papel discursivo o su propósito argumentativo en su contexto18. Recapitulemos el terreno recorrido en esta exploración inicial. En el supuesto de que argumentar es una actividad de dar cuenta y razón de algo a alguien o ante alguien, con el fin de lograr su comprensión y ganar su asentimiento19, hemos partido de la noción básica o idea general de que es falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —al menos por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error, pues en realidad se trata de un pseudoargumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. En la perspectiva conceptual adoptada, los rasgos principales de las falacias vienen a ser, en suma, los tres siguientes: i) la comisión de una falta o un fraude contra las expectativas o los supuestos de la comunicación discursiva y de la interacción argumentativa en curso, que desde un punto de vista normativo trae consigo la anulación y confutación del argumento en cuestión, o su retractación y reparación, si se quiere mantener la conversación argumentativa; ii) el hecho de tratarse de una comisión común o relativamente sistemática, esto es, de un vicio discursivo y no de una mera falta de virtud —como si se redujera a un simple fallo o una transgresión ocasional, un despiste aislado—; iii) el encubrimiento del vicio o la (falsa) apariencia de virtud, de modo que una falacia siempre será, inadvertida o deliberadamente, engañosa. Por añadidura, a estos rasgos primordiales de las falacias los suelen acompañar, sobre todo en los manuales escolares, otros rasgos secundarios o subsidiarios que han tenido en ocasiones tanta o incluso mayor difusión que los primeros. Recordemos, en particular, su uso extendido y su fortuna popular, es decir: el especial atractivo de los recursos falaces; la ejemplaridad consiguiente de su detección y de su reducción o disolución crítica; el rendimiento práctico de su estudio como recursos suasorios, como estratagemas erísticas o, incluso, como ejercicios de formación y entrenamiento en el dominio de las artes del discurso; y en fin, su probada eficacia al servicio de estrategias de confrontación y de lucha dialéctica en la palestra del discurso público. 18. Para un tratamiento más comprensivo y detallado, véase el apartado 2, «Una brújula para orientarse por el terreno», de mi ya citada Introducción al estudio de las falacias, accesible on line. 19. Sobre esta idea de la argumentación puede verse la entrada «Argumento/Argumentación» en Vega y Olmos (eds.) (22012).
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Parte I PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS del estudio actual de las falacias
1 LOS BUENOS DESEOS Lo que necesitamos realmente es una teoría de las falacias. Woods y Walton, 1982: ix
1. El estudio de las falacias: elucidación teórica, investigación empírica
El estudio de las falacias presenta en la actualidad las dos dimensiones habituales en los estudios sobre el discurso. Consiste, por un lado, en propuestas y elucidaciones de carácter conceptual o teórico; incluye, por otro lado, ciertas investigaciones empíricas. En el primer caso conviene recordar el papel motivador de la «teoría» de la falacia al oficiar como la teoría de la evaluación de argumentos dominante en el momento del despegue de la lógica informal —según refieren los ya citados Johnson y Blair (2002)—. En esta línea, bien podríamos partir de las dificultades y problemas que plantean la identificación y la evaluación intuitivas de los argumentos, para reconocer la importancia de un diagnóstico más eficiente, explicativo y razonado, sobre la base de conceptos y criterios explícitos. Reparemos en que las falacias, como las mentiras, no suelen traer señalada en la frente su condición: son engaños sin marca lingüística propia. De modo que un buen propósito sería ir sustituyendo las intuiciones y juicios iniciales, por ejemplo, del tipo: «Hay algo en ese argumento que me huele mal», mediante instrumentos analíticos y normativos de detección y de sanción crítica que hagan justicia tanto a nuestras experiencias discursivas como a las tradiciones reflexivas acerca de estas prácticas. Así, podríamos contar con indicaciones generales del tipo de «un buen argumento es el que está libre de falacias y la presencia de una falacia puede considerarse, en principio, una debilidad o un defecto de un argumento, cuando no un fallo fatal» u otras por el estilo, que apuntaran en la dirección de un concepto establecido de falacia. Por desgracia, como siguen comentando Johnson y Blair tras mencionar el papel motivador del estudio de las falacias y 35
PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS DEL ESTUDIO ACTUAL DE LAS FALACIAS
hacerse eco de dicha indicación, «el problema con esta intuición es que hay poco consenso sobre la teoría correcta general de la falacia o sobre cómo emplear las falacias en calidad de instrumentos para la crítica de argumentos» (2002: 369). De donde se desprende que, en el terreno teórico, nos vamos a ver ante una multiplicidad de programas, orientaciones y conceptualizaciones alternativas. La segunda dimensión del estudio de las falacias, su investigación empírica, se encuentra, desde luego, menos atendida y desarrollada que la primera. En realidad, los usos de la argumentación falaz y sus aspectos derivados —p. ej., el empleo involuntario o deliberado de falacias, el reconocimiento de tácticas y estrategias falaces, su valoración, su sanción, etc.—, en grupos experimentales, solo han merecido escasa atención y un estudio esporádico hasta los años noventa. Y tampoco puede decirse que, en el curso de la primera década del presente siglo, la situación de los estudios empíricos de la argumentación falaz haya mejorado espectacularmente. Hoy continúan obrando, en cierta medida al menos, los motivos y circunstancias que determinaban su escaso interés o su descuido en el siglo pasado. En particular, los tres siguientes: 1) El estudio de la argumentación en general, de las falacias en particular, corre en buena parte a cargo de lógicos y filósofos; son académicos que no suelen caracterizarse por sus ocupaciones o preocupaciones experimentales, salvo cuando se trata de apelar a experimentos mentales con propósitos teóricos o analíticos. 2) No se dispone de un cuerpo convenido y estable de conceptos y planteamientos teóricos capaces de proporcionar hipótesis de contrastación cruciales o interesantes, de modo que la investigación empírica sigue careciendo de norte o de objetivos definidos y queda más bien al albur de voluntades o de intereses ocasionales. Sin embargo, algo se ha mejorado en este sentido a través de la incipiente puesta a prueba de algunos códigos programáticos como la normativa de la discusión pragmadialéctica (véase, p. ej., Eemeren, Garssen y Meuffels, 2009). 3) Faltan, en fin, criterios reconocidamente efectivos de discriminación, dentro del campo del discurso común e informal, entre la argumentación correcta o intachable y la argumentación falaz, por contraste con la tradición escolar de las sedicentes «falacias formales (o lógicas)» que, al menos, contaba con unos criterios presuntamente eficaces de validación e invalidación de argumentos. Pero también en este caso hay buenos deseos, aunque nazcan al calor de supuestos problemáticos, como considerar que un argumento falaz es justamente el correlato negativo o el envés de un buen argumento, suposición que induce a confundir el argumento falaz con el mal argumento.
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LOS BUENOS DESEOS
Sin embargo, por otra parte, no han dejado de aparecer nuevas áreas de estudio cuyos resultados podrían proyectarse sobre ciertos casos de falacias. Un área que ha cobrado especial relieve es la centrada en la investigación y explicación de los errores de razonamiento y de juicio que han venido a ser un campo de prueba de teorías psicológico-cognitivas como la teoría del proceder dual o de los dos sistemas: 1) el heurístico e intuitivo, de respuesta inmediata, y 2) el analítico y reflexivo, de respuesta mediatizada por el procesamiento de información y la memoria y el tiempo disponibles. Así pues, con todo y con buena voluntad, se pueden apreciar señales de un nuevo o un mayor interés en los estudios empíricos de este género. Pero antes, como aún parecen ser las motivaciones teóricas las que llevan la voz cantante en las investigaciones en torno a las falacias, será conveniente prestarles oído. Consideraremos en primer lugar los estudios de la argumentación falaz que responden directamente a propuestas o a intentos de dilucidación teórica de la idea de falacia, de los criterios de identificación y de las normas de evaluación correspondientes. 2. La teoría de las falacias como objeto de deseo
Como ya he adelantado, en el estado actual de los estudios sobre la argumentación no se puede esperar una teoría cabal y única de las falacias. De hecho, con lo que nos encontramos es con una variedad de programas y propuestas concurrentes, dentro de un abanico de orientaciones básicas que se dejarían contraer a tres líneas principales: a) la línea escolar y trivial de los repertorios que se adecuan a las claves de clasificación tradicionales o proponen ciertas adaptaciones o simplificaciones nuevas, con el mismo espíritu taxonómico; b) la vía de los estudios sectoriales o individuales de tipos, familias o ejemplares de falacias que han adquirido una relevancia singular debido a su popularidad o a su solera histórica; c) la vía alternativa de los intentos programáticos de sistematización y de explicación general de la condición falaz de una argumentación, frente a las opciones anteriores (a) y (b). Desde (c) cabe descalificar los resultados de (a) y (b) como respuestas parciales y ad hoc a las cuestiones planteadas por la necesidad de una teoría precisa y comprensiva de las falacias. Es una acusación característica de quienes proponen una alternativa programática como la pragmadialéctica y, en efecto, ha sido reiterada por Frans H. van Eemeren y Peter Houtlosser en diversas ocasiones como uno de los motivos determinantes de los nuevos pasos que ellos mismos han dado en esta línea1. Pero no debe considerarse simplemente un cargo sesgado o de 1. Véase, p. ej., Eemeren y Houtlosser (2003); Eemeren y Houtlosser (2008); Eemeren (2010).
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parte interesada, pues se trata de una denuncia generalizable a la situación dominante en la medida en que las vías (a) y (b) siguen siendo las más cómodas y transitadas. No es extraño, entonces, que se extienda la conciencia de los inconvenientes de la situación actual en este terreno teórico: las dificultades que cercan no solo la identificación efectiva de falacias o de usos argumentativos falaces, sino la justificación y explicación de su condición falaz y la congruencia entre los diversos procedimientos de detección y evaluación empleados. Son motivos que antes de obrar en favor de una opción teórica determinada, mueven a reconocer la necesidad y la urgencia de teoría. Por otro lado, al margen de esos puntos críticos y por debajo de las diversas propuestas y programas, no deja de apreciarse una especie de pretensión relativamente común o al menos dominante, marcada por determinados supuestos de la búsqueda de teorías y por algunas demandas de la teorización en este campo. Como aún no contamos con una reflexión metateórica y una discusión sistemáticas acerca de un patrón de ese género, esos supuestos y demandas habrán de explicitarse a través de programas particulares o propuestas concretas. Veamos primero los supuestos, en particular, una suposición de correlación ampliamente extendida y característica, y a continuación las condiciones deseables o demandas que a veces quieren elevarse a la categoría de requisitos de cualquier teoría que se precie en el campo de la argumentación. 2.1. Los supuestos. El supuesto clave de correlación o «contrapartida» Los supuestos sobre el modo de proceder al abordar la construcción de una teoría de las falacias pueden contemplarse a través del transparente programa «reduccionista» que ha avanzado Christopher Lumer, 2000. La reducción propuesta consiste en obtener la teoría de la falacia por derivación a partir de una teoría positiva de la buena argumentación que proporcione unos criterios precisos para los argumentos válidos y adecuados en el caso considerado. El orden pertinente será el siguiente: 1) Para empezar, hay que disponer de esa teoría de la buena argumentación cuya función es proveer de criterios exactos y determinantes de buenos argumentos. 2) El segundo paso consiste en definir la falacia como el argumento que no cumple o no satisface dichos criterios de bondad. Dado que un buen argumento puede considerarse válido o adecuado para el caso, una falacia resultará, en consecuencia, un mal argumento de uno u otro tipo: será una falacia de validez argumentativa si no cumple en ningún caso las condiciones determinantes del buen argumento; será una fala38
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cia de adecuación argumentativa si no las cumple en el presente caso, aunque sí pueda hacerlo en otras ocasiones. Por ejemplo cabría pensar, respectivamente, en una falacia de petición de principio, que nunca alcanza a tener valor de prueba en sus contextos específicos de uso, y en la variante tu quoque de la falacia ad hominem que puede resultar una apelación falaz o apropiada según el contexto. 3) El tercer paso constituye más bien una aspiración, de modo que nos invita a pasar al plano derivado de las demandas que revisten la forma de desiderata: debe procurarse una sistematización y una explicación de las falacias en relación con tales criterios. 4) El cuarto y último paso se añade en atención y por respeto a la tradición histórica del estudio de las falacias. Consiste en definir con precisión y explicar el carácter falaz de todos los tipos tradicionalmente conocidos y analizados de falacias, en la línea de (3), o, si fuera el caso, rechazar el cargo de falacia y responder a las cuestiones pendientes (Lumer, 2000, esp. 405-408). Una peculiaridad adicional de esta propuesta reduccionista de Lumer es su sesgo monológico y textual que le lleva a distinguir entre la incorrección de un argumento y la incorrección de un debate o un proceso argumentativo dialógico, y a proponer a este respecto que i) no toda falacia es un caso de debate incorrecto —como se puede apreciar, según Lumer, en las falacias que aparecen solas y separadas en los libros sin formar parte de una discusión—, y ii) la teoría del debate incorrecto presupone la teoría del argumento incorrecto. De acuerdo con estos rasgos, la propuesta de Lumer presenta un perfil lógico-epistemológico de la teorización sobre las falacias, perfil que no es, desde luego, la única representación teórica posible o razonable de este terreno. Pero el punto que merece especial atención es el supuesto clave de correlación o incluso de «contrapartida» que viene a tratar la teoría de las falacias como una teoría de las sombras a la luz de la teoría de la buena argumentación. Se trata de un supuesto con una larga historia y con el sostenido y tácito aprecio de lo que parece ir de suyo o darse por descontado. Quizás una temprana declaración franca sea la que aduce el provocador Petrus Ramus, en sus Animadversiones aristotelicae (1543), como argumento para excluir el estudio de las falacias en la dialéctica por resultar innecesario: ¿No debería proceder la descripción cabal de los vicios a partir de la oposición directa de las virtudes de modo que para cualquier tipo de virtud se diera únicamente un tipo de vicio y a la inversa? Así, en la medida en que hay dos virtudes generales en la dialéctica, una de Invención y otra de Juicio,
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debería haber dos vicios generales, opuesto y enemigo uno de la Invención verdadera, el otro del Juicio correcto; y así también se oponen a las virtudes del discurso sensible los vicios contrarios del engaño, y el argumento capcioso al verdadero, y la mala disposición de lo inventado a su disposición correcta y constante» (loc. cit., f. 70; puede verse en Hamblin, 2004: 138).
Ahora bien, este supuesto de cara-y-cruz viene a obrar tanto en unos planteamientos monológicos o relativamente ingenuos —los de Lumer y Ramus, que hemos visto— como en otros planteamientos no monológicos y más sofisticados. De hecho, en nuestros días, el supuesto presenta versiones de dos tipos: unas, a-sistemáticas o sin pretensiones de articulación sistemática; otras, sistemáticas o con pretensiones en este sentido. Las primeras suelen partir de unos criterios o condiciones característicos del buen argumento, cuya violación conlleva el cargo de falacia. Veamos dos muestras. 1) A juicio de Johnson y Blair: Las premisas de un argumento deben ser aceptables (vs. verdaderas) y proporcionar un apoyo pertinente y suficiente para la conclusión (vs. implicarla deductivamente). Una falacia es entonces una violación de uno o más de estos criterios de aceptabilidad, pertinencia (relevance) y suficiencia (2002: 370).
Así pues, el criterio ARS (acceptability, relevance, sufficiency) o uno similar (ARG [acceptability, relevance, good ground]) es el que determina a contraluz el carácter falaz del argumento en cuestión, sin mayores pretensiones explicativas. Este es, según Johnson y Blair, «el planteamiento de la lógica informal de las falacias» (2002: 371). 2) T. Edward Damer desarrolla este planteamiento hasta obtener a partir de los criterios del buen argumento una plantilla de organización de las falacias a la que denomina «teoría de las falacias». Los criterios arbitrados son: estructura inferencial correcta, pertinencia, aceptabilidad, suficiencia y capacidad de réplica. Una falacia es una violación de uno de los criterios del buen argumento. Cualquier argumento que no satisfaga uno o más de los cinco criterios es falaz. Las falacias surgen, pues, de un fallo estructural del argumento, de la no pertinencia de una premisa, del carácter inaceptable de una premisa, de la insuficiencia de la combinación de premisas para sentar la conclusión o del hecho de no dar una respuesta efectiva a las impugnaciones más serias de la posición sostenida o de la argumentación en su favor (52005: 43; las cursivas pertenecen al original).
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Pero Damer no deja de observar que una teoría de la falacia, debidamente desarrollada es «una clave de la construcción de buenos argumentos. De ahí que una falacia sea mucho más que algo que evitar en la argumentación» (ibid.). Es una observación de gran interés para considerar, a la inversa, el tratamiento de las falacias como un espejo en el que podría mirarse el tratamiento de la buena argumentación, y para replantearse en esta línea las posibilidades y limitaciones de un supuesto de correlación. Con todo, la plasmación ejemplar de la asunción y el uso del supuesto de correlación con pretensiones teóricas más precisas y sistemáticas se encuentra en ciertos pronunciamientos pragmadialécticos sobre las falacias. Así, tras considerar el precario estado actual de la investigación teórica de las falacias, Van Eemeren y Houtlosser declaran: En esta tesitura es bueno observar que a pesar de que entre los teóricos de la argumentación en general se reconoce que una teoría adecuada de las falacias presupone una teoría adecuada de la argumentación correcta, no se reconoce en absoluto por lo general que, además, estas dos teorías deben estar conectadas de modo que cada falacia tenga, por así decir, su «contrapartida» correcta. La relación entre la falacia y su contrapartida debe ser de hecho tal que la razón de la incorrección de la falacia esté directamente relacionada con la razón de la corrección de su contrapartida (2003: 289).
No estará de más anotar que, en este planteamiento pragmadialéctico, el supuesto fuerte de correlación por «contrapartida» pretende no solo determinar de manera sistemática las falacias, sino dar razón de su ilegitimidad por constituir violaciones de una o más reglas de buena conducta argumentativa y, más en general, por representar el negativo de una contribución positiva al buen curso y desenlace de una discusión crítica. Ahora bien, en cualquier caso, sea en su variante monológica, sea en sus variantes dialécticas más o menos sistemáticas, el supuesto de correlación ha de afrontar el problema de la distinción entre los argumentos buenos, malos y falaces, punto con el que ya nos habíamos topado a propósito de los sofismas en nuestra exploración inicial del terreno (véase más arriba la exploración introductoria). Baste reparar, de momento, en que no todo argumento malo resulta automáticamente falaz —no lo será si se trata de una mera muestra de incompetencia o de torpeza, sin mayor trascendencia discursiva o fraudulenta—; ni a la inversa, no toda argumentación falaz es un compendio de malos argumentos: así como decir la verdad puede prestarse a tender una trampa o urdir un engaño, así también un argumento lógicamente correcto puede prestarse a un uso falaz. 41
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Hay, por lo demás, caracterizaciones y análisis de las falacias que no envuelven esta suposición de una especie de correlación o de contrapartida. Una muestra podría ser el planteamiento pragmático desarrollado por Douglas N. Walton entre 1995 y 2009. En 1995, Walton consideraba que una falacia es una práctica discursiva que se distingue por estos rasgos básicos: i) consiste en un error o un fallo sujeto a crítica, corrección o refutación; ii) tiene lugar en lo que se supone que es un argumento; iii) está asociada a un engaño o una ilusión; iv) viola una o más normas del diálogo razonable o se desvía de los procedimientos aceptables en este tipo de diálogo; v) es un caso perteneciente a un tipo sistemático y subyacente de técnica erróneamente aplicada de argumentación razonable; vi) constituye una violación seria, frente a un mero error, un despiste o un fallo ocasional de ejecución de esa técnica. No es preciso que una falacia concreta tenga todos y cada uno de estos rasgos: por ejemplo —concedía entonces Walton—, la falacia de pregunta múltiple puede que no se avenga a (ii) en la medida en que preguntar es un acto de habla bien distinto de argüir o avanzar un argumento. Sin embargo, todos ellos representan condiciones a las que habrá de atenerse una teoría satisfactoria de las falacias. Claro que, como luego observará, también será un punto crítico distinguir entre los casos o usos falaces y los no falaces de un determinado argumento. Pero es mucho más tarde, en 2009, cuando Walton vuelve sobre el asunto para proponer una caracterización más amplia y comprensiva de la noción de falacia de acuerdo con los rasgos siguientes: i*) consiste en un argumento; ii*) suele ser un caso o una instancia de un esquema de argumentación revisable o rebatible; iii*) el esquema es razonable, pero su uso resulta erróneo en algún aspecto o alguna medida; iv*) incumple o no se ajusta al criterio de prueba correspondiente al diálogo en el que se supone que está tomando parte el agente que argumenta; v*) pero parece plausiblemente correcto en el contexto dado de diálogo; y vi*) cometer este uso viciado o incurrir en él representa un serio obstáculo para alcanzar el objetivo del diálogo en curso2. En suma, cabe entender que un uso falaz consiste en un error o un fallo decisivo en el empleo de un esquema argumentativo, sea un fallo de orden interno, por incumplir alguna de sus condiciones, sea de orden externo, por emplear un esquema inapropiado o por emplear de modo inapropiado un esquema dado o, en fin, por incurrir en un desplazamiento del diálogo.
2. Cf. Walton (1995: esp. 237-238) y Walton (2011: 405).
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2.2. Las demandas Podemos seguir el planteamiento pragmadialéctico por ser quizás el más crítico con las penurias de la situación actual y el más elaborado en su intento de responder a ellas3. A juicio de Van Eemeren y Houtlosser, tres serían las demandas principales entendidas como requisitos de la teorización en el campo de las falacias, a saber: 1) La efectividad de la detección y determinación de las violaciones o incorrecciones que constituyen pasos o movimientos falaces en el curso de un debate. Se trata, más bien, de un desiderátum, pues descansa en la existencia de criterios no solo específicos sino efectivamente aplicables que permitan decidir en casos concretos si se ha violado o no una norma. Ya sabemos que este punto puede resultar arduo y delicado. La cuestión se complica si, en la línea de considerar no solo la trama dialéctica sino la urdimbre retórica del debate que la pragmadialéctica viene adoptando, nos encontramos con maniobras estratégicas falaces que obligan a matizar la referencia a sus «contrapartidas» razonables. Entonces habrá que identificar las modalidades relevantes de maniobras estratégicas que tratan de alcanzar tanto los objetivos críticos o justificativos de la argumentación como sus objetivos suasorios (retóricos), mediante la reducción de sus eventuales tensiones. Pero también habrá que reconocer que cada una de esas modalidades despliega una especie de «continuo» de actuaciones falaces y razonables que se dejarán identificar con mayor o menor facilidad según discurra la discusión en su contexto. Todo lo cual, en suma, parece atenuar o matizar la suposición fuerte de correlación del que el programa pragmadialéctico quería partir al principio. 2) Alguna capacidad explicativa de la eficacia suasoria o de la inadvertencia común de los casos falaces. Esta pretensión descansa a su vez en ciertas presunciones o atribuciones de razonabilidad de los pasos o movimientos argumentativos, al tiempo que ha de afrontar también el «continuo» de actuaciones correctas e incorrectas del maniobrar estratégico empleado. 3) La integración sistemática en una perspectiva teórica que además procura acogerse a una cobertura filosófica. La integración viene propiciada por el marco paradigmático de la discusión crítica que discurre con el propósito de resolver una diferencia de opinión de acuerdo con un procedimiento convenido y normado. La cobertura es la que puede proporcionar una filosofía falibilista y, en particular, un pro 3. Véanse los ya citados Eemeren y Houtlosser (2008: esp. 38-40) y Eemeren (2010: cap. 7, 187-212).
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grama de razonabilidad o «racionalidad» como el propuesto por el racionalismo crítico popperiano. No está claro si estas demandas pragmadialécticas han de entenderse en el sentido fuerte de condiciones o requisitos de una teoría de las falacias o en el sentido débil de desiderata o aspiraciones de la teorización al respecto. En el momento actual, al menos, tienen más de lo segundo que de lo primero. Pero, al margen de esta cuestión, pueden sugerir otra proyección y rendir otro servicio. Pueden ser útiles, por ejemplo, como puntos cardinales para dibujar un mapa de nuestras opciones al respecto. Veamos. La primera, digamos (a), ya nos ha permitido apuntar diversas rutas alternativas: a.1) Monológica (Ramus, 1543; Lumer, 2000). a.2) Dialógica
2.1) «contrapartida» en versión asistemática (Damer, 52005). 2.2) «contrapartida» en versión sistemática (pragmadialéctica). 2.3) sin suposición de «contrapartida» (Walton 1995, 2009).
La segunda, digamos (b), también sugiere una bifurcación de caminos: b.1) El que adopta una perspectiva más bien descriptiva en aras de una explicación de carácter naturalista de las falacias, consideradas básicamente errores o sesgos cognitivos. Puede admitir diversas variantes como, por ejemplo, las propuestas por Woods (2003), Turner (2003), Wenzel y Tindale (2007) o Walton (2010). b.2) El que adopta una perspectiva más bien normativa y tiende a servirse de recursos analíticos, aunque también procure alguna suerte de puesta a prueba empírica de ciertas presunciones y supuestos de procedimiento. En esta línea, volvemos a encontrarnos con el protagonismo de la pragmadialéctica.
Y, en fin, la tercera, (c), se presta a trazar un esquema sumario y general de las orientaciones básicas que cabe seguir en torno a la cuestión capital de si es viable una teoría de la argumentación falaz. Podemos agruparlas según los tres tipos socorridos de hipótesis en otras disciplinas como las sociales: hipótesis nula, mínima, máxima. Según la hipótesis nula, no hay ni podría haber una teoría de las falacias si por falacia se entiende un argumento inválido con apariencia de validez, puesto que, por contraste con las teorías sistemáticas lógicas sobre las formas y las inferencias válidas, no disponemos ni cabe disponer de una teoría pareja de la invalidez (Massey, 1981). Otra variante da en considerar que la empresa misma de la teorización normativa de las falacias sería improcedente (Cummings, 2004). Según una hipó44
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tesis mínima, puede haber teorías de la falacia, aunque, de momento, quizás no las haya en un sentido cabal y sistemático. Hay, al menos, caminos practicables en tal sentido, bien por vías de carácter normativo o de carácter pragmático en las líneas ya mencionadas de la pragmadialéctica y de Walton, bien por vías más naturalistas y descriptivas como la preconizada por John Woods������������������������������ ����������������������������������� (1982, 2003). Por último, según la hipótesis máxima, podemos disponer de teorías relativamente fuertes y sistemáticas de las falacias en la medida en que tratan de reducir su variedad a una sola falacia capital o madre de todas las falacias para unificar así su evaluación y su tratamiento. Una candidata a este papel con cierta fortuna histórica ha sido la falacia de ambigüedad o equivocidad: nos encontramos con una primicia en el tratado Sobre las falacias debidas al lenguaje de Galeno (siglo ii)4 y luego tiene alguna aparición esporádica, por ejemplo, en Feijoo (1739) —véase más abajo las notas históricas de la Parte II, Sección 1—; al fin, alcanza a nuestros días con propuestas como la «teoría de la falacia única» de Powers (1995), aunque la ambigüedad o equivocidad ya no sea la única que se ofrece como candidata para el papel de falacia paradigma de todas las falacias. Si recapitulamos todo lo anterior, obtenemos en suma el siguiente esquema de la situación en torno a la existencia o viabilidad de una teoría de la argumentación falaz: c.1) Hipótesis nula
1.1) No hay tal teoría ni, al parecer, puede haberla. 1.2) Sería una empresa improcedente.
2.1) T eorización viable en la línea de la «contrapartida». c.2) Hipótesis mínima 2.2) P or la vía pragmática de los esquemas argumentativos. 2.3) Por una vía explicativa cognitiva naturalista.
c.3) Hipótesis máxima Teorías reductivas o unificadoras de las falacias. Más adelante, en el capítulo 2, veremos con más detenimiento estas variantes, de modo que el esquema también puede tomarse como un guion de estudio. Ahora bien, la significación de la tercera demanda va más allá de este primer servicio de clasificación de orientaciones básicas en torno a la cues 4. Aristóteles, en Sobre las refutaciones sofísticas, ya se refería a alguna sugerencia en este sentido cuando declaraba: «También es evidente que no todas las refutaciones dependen de la ambigüedad como algunos dicen» (177b8-10), pero no da más noticias al respecto.
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tión de la viabilidad de una teoría propiamente dicha de las falacias. Además apunta a las cuestiones de integración y contempla la existencia posible —más aún, deseable a juicio de los pragmadialécticos— de una especie de cobertura o fundamentación filosófica que garantice la idoneidad y la coherencia de las normas de evaluación de la argumentación falaz. Pero en este punto prevalecen las referencias alusivas y bienintencionadas, por ejemplo, en la línea del racionalismo crítico popperiano que suele invocar Van Eemeren, sobre las propuestas o las elaboraciones concretas. Más aún, a la hora de concretar, Van Eemeren y sus colaboradores parecen preferir unos planteamientos metadiscursivos a una cobertura filosófica propiamente dicha, de modo que a las reglas de primer orden del código de buen comportamiento argumentativo vienen a sumarse otras reglas de segundo y de tercer orden, relativas a la disposición de los agentes discursivos y al marco de la discusión. Sin embargo, no faltan indicaciones de lo que cabría considerar una «filosofía popperiana» de la argumentación racional o, mejor dicho, razonable de acuerdo con la orientación pragmadialéctica. Para empezar, hay una asunción franca del falibilismo característico de ese racionalismo crítico. Esto puede suponer tanto el descarte de una suerte de autofundamentación racionalista, como el rechazo de cualquier suerte de justificacionismo que pretenda una legitimación absoluta o definitiva. El primero puede responder a los motivos ya declarados por Popper en La sociedad abierta y sus enemigos (1945) para descartar el racionalismo acrítico basado en el principio de que debe desecharse todo supuesto o toda pretensión que no se funden en el razonamiento (o en la experiencia). El punto estriba en que no hay ningún razonamiento ni experiencia que pueda sancionar la actitud racionalista misma, pues solo quienes se hallan dispuestos a tomar en consideración el razonamiento y la experiencia y que así, por lo tanto, ya han adoptado dicha actitud, se dejarán convencer por razones, pruebas o evidencias materiales (������������������������������������������������������������� Popper������������������������������������������������������� , 1957: II, cap. 24, p. 414). El rechazo del justificacionismo y de su pretensión de una legitimación absoluta del recurso a la razón descansa, por su parte, en la consideración de que conducen en última instancia a alguna variante de un funesto trilema. En su versión como «trilema de Münchhausen», la pretensión justificacionista se ve abocada a optar por una de estas alternativas: i) el regreso al infinito en busca de razones que justifiquen la apelación a la razón; ii) la circularidad del proceso de remisión; iii) el corte del proceso en un punto arbitrario; ninguna de las tres es satisfactoria5. La crítica se puede ex 5. Otras variantes son el «trilema de Freis» con las alternativas: i) regreso al infinito; ii) dogmatismo o detención dogmática; iii) psicologismo de la evidencia sensorial inmediata; y el «trilema de Agripa» con las alternativas: i) regreso al infinito; ii) circularidad; iii) dogmatismo.
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tender a cualquier referencia fundacional trascendental, en el sentido de pretender que haya razones determinantes de la adopción de una actitud racional o razonable, pretensión que, por lo demás, nos devolvería al caso anterior. Un defensor de una (auto-)fundamentación trascendental, como Karl-Otto Apel, puede replicar en dos direcciones: una negativa, dirigida a probar el absurdo del falibilismo; otra positiva, dirigida a mostrar la necesidad de la fundamentación. En el primer caso, denuncia que una tesis como la falibilista, al enunciar una condición aplicable a toda proposición, resulta paradójica, pues también se aplica a sí misma: entonces, si la tesis misma es una proposición falible, no puede establecer que no pueda haber proposiciones no falibles; y si no se considera falible, ella misma se desdice. Ahora bien, si la tesis falibilista es insostenible, la tesis contrapuesta en favor de una fundamentación ha de ser verdadera (véase Apel, 1985, 1987). En una dirección más positiva, Apel recurre a un argumento de corte trascendental que trata de sentar la necesidad de la autofundamentación sobre la base de que su negación conduciría a su propio desmentido: por ejemplo, nadie puede cuestionar la argumentación o sus presupuestos constitutivos sin argumentar, de modo que tal pretensión crítica o escéptica vendría a incurrir en una contradicción performativa que da en cuestionar y negar lo que justamente está haciendo y presuponiendo6. Pero esta vindicación trascendental y a priori de una autofundamentación de la argumentación no solo envuelve ciertos supuestos que un escéptico resabiado no asumiría, como el de estar de entrada e inevitablemente dentro del juego de la argumentación, sino que adolece de ciertas oscuridades y confusiones, por ejemplo entre el carácter constitutivo o regulativo de los presupuestos en cuestión. En cualquier caso, como ya he sugerido, no parece escapar indemne a la crítica popperiana del racionalismo acrítico. En lugar de esas apelaciones trascendentales, la pragmadialéctica contempla una especie de fundación inmanente de la normatividad en el sentido de que la disposición a argumentar obliga a reconocer la fuerza de las razones, en el marco de la confrontación, de acuerdo con un principio 6. El modelo canónico de este tipo de argumentos es la vindicación aristotélica del principio mismo de no contradicción frente a quienes temerariamente pretenden negarlo sin renunciar al uso del lenguaje unívoco, inteligible y significativo. Cf., por ejemplo, Aristóteles, Metafísica, 1006a18-1009a5. Una peculiaridad de este tipo de argumentación —con el que ya nos hemos encontrado antes— consiste en tratar de probar que si, por un lado, la deducción de la tesis en cuestión envuelve una petición de principio, por otro lado, su negación incurre en autocontradicción, de modo que resulta una especie de demostración indirecta. Pero, desde luego, no todas sus pretendidas aplicaciones tienen la misma fortuna.
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guía claramente popperiano: la exposición y sujeción de las alegaciones o pretensiones en juego a la confrontación crítica. Otro punto, menos popperiano pero más acorde con nuestras posibilidades y limitaciones discursivas en el terreno de la argumentación, es la sustitución de la directriz maximalista de racionalidad por las desideratas de razonabilidad y aceptabilidad. Se supone que quien emprende una discusión en términos argumentativos, apela de modo implícito a la razonabilidad en un doble sentido: 1) Se compromete tácitamente a seguir las reglas de juego de la discusión, tanto a la hora de ofrecer razones como a la hora de responder a la demanda de razones. 2) Asume tácitamente que el interlocutor también actuará como un partenaire o como un crítico razonable al evaluar el argumento o considerar las razones aducidas. Este segundo supuesto envuelve, en principio, la expectativa de la razonabilidad de la otra parte y, a la luz del primero, la confianza en una razonabilidad compartida. Pero entonces aún puede tener mayor significación al apuntar una disposición a la universalización de las razones: cualquier participante en, o asistente a, la discusión las reconocería. Cabe reparar, de paso, en que esta presunción de razonabilidad también contribuye a entender la facilidad con la que solemos incurrir en alguna falacia y a explicar por qué las falacias suelen pasar inadvertidas. Por otro lado, la aceptabilidad y la razonabilidad se relacionan en un plano que se podría considerar práctico o instrumental: una argumentación es aceptable en la medida en que es un medio efectivo de resolver una diferencia de opinión de acuerdo con las reglas de la discusión y a partir de los procedimientos aceptados por las partes. Las reglas son razonables en la medida en que son adecuadas para resolver diferencias de opinión. Según esto, la aceptabilidad referida a la argumentación descansa en la razonabilidad de las reglas, que a su vez remite a su capacidad resolutiva. [En general,] la razonabilidad de un procedimiento se deriva de sus posibilidades de resolver diferencias de opinión (problem validity), en combinación con su aceptabilidad por parte de los que debaten (conventional validity). A este respecto, las reglas de discusión y argumentación en una teoría dialéctica de la argumentación se deben examinar tanto en términos de su efectividad para la resolución de problemas como en términos de su aceptabilidad intersubjetiva (Eemeren y Grootendorst, 2004: 132).
Con todo y a pesar del singular relieve que hoy tiene la pragmadialéctica en la empresa de elaborar una teoría comprensiva de la argu48
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mentación, no estará de más traer a colación otras muestras de lo que podría oficiar como cobertura filosófica en este ámbito. Para nuestros propósitos de ilustración y sugerencia, bastará considerar una cobertura específica, como la representada por los presupuestos del discurso práctico que han formulado Robert Alexy (1978) y Jürgen Habermas (2008), y otra quizás más genérica, de inspiración varia pero de elaboración propia, que pretendo fundar en determinadas presunciones básicas. 2.3. Las coberturas La propuesta de Habermas (2008), aunque se refiere originariamente al discurso práctico, no deja de tener proyección sobre un ámbito más amplio de la comunicación y la argumentación. Consiste sustancialmente en un elenco de condiciones básicas del juego de la razón. Estas condiciones que, según el propio Habermas (2008: 101-102), obran como presupuestos tácitos más que como normas constitutivas, dentro de un determinado marco discursivo, son las siguientes: 1) En el nivel lógico-semántico o de los productos discursivos: 1.1) Ningún hablante debe contradecirse. 1.2) Todo hablante que aplique un predicado F a un objeto a, debe estar dispuesto a aplicar el predicado F a cualquier otro objeto que coincida con a en los aspectos pertinentes. 1.3) Una misma expresión no puede ser empleada por distintos hablantes con significados diversos. 2) En el nivel pragmático o de los procedimientos dialécticos: 2.1) Los hablantes solo pueden afirmar aquello en lo que verdaderamente creen. 2.2) Quien introduce un enunciado o norma que no es objeto de la discusión, debe dar una razón para ello. 3) En el nivel de los procesos de interacción o retóricos: 3.1) Todo sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en la discusión. 3.2) a) Todos pueden cuestionar cualquier afirmación. b) Todos pueden introducir una afirmación cualquiera en el discurso. c) Todos pueden expresar sus posiciones, deseos y necesidades. 3.3) A ningún hablante se le puede impedir el uso de los derechos establecidos en (3.1) y (3.2) por medios coactivos procedentes del interior o del exterior del discurso.
En esta propuesta pueden verse normas similares o parejas a algunas de las que constituyen el código pragmadialéctico del buen proceder argumentativo en un debate armado para dirimir de modo razonable una diferencia de opinión, aunque Habermas, como ya he dicho, ten49
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ga presente, no solo la discusión teórica o el debate crítico sino la argumentación práctica. Pero también cabe observar algunos puntos problemáticos propios y específicos. Por ejemplo, la estipulación (2.1) parece excluir las discusiones exploratorias o la puesta a prueba de hipótesis o de opciones tentativas, aparte de marcar un énfasis exclusivo sobre las aserciones y los compromisos expresos. El punto (3.1), a su vez, podría considerarse limitado por (2.2), en la medida en que esta condición modula la capacidad de participación de cualquier agente: ¿también puede intervenir libremente el que se remite a relatos o historias de vida en calidad de razones de su nueva contribución? Una dificultad parecida ronda la precisión (b) de (3.2), cuya liberalidad no se aviene a ciertas constricciones previas como las avanzadas por (1.1), (2.1) y (2.2). En suma, se trata de algunos problemas de articulación y de jerarquización entre los presupuestos, que no se resuelven con su mera clasificación y distribución en los diversos planos del discurso argumentativo conforme al consabido marco tripartito de productos, procedimientos y procesos. Otra cobertura más genérica podría ser la inspirada en la concepción de la falacia como un peligro o una amenaza de distorsión o de quiebra de ciertas presunciones implícitas básicas, idea que desde un punto de vista discursivo y cognitivo reviste especial interés. Entendamos por presunción la acción de dar por buena una afirmación o un procedimiento salvo que, o hasta que, se pruebe lo contrario. Las presunciones así entendidas tienen dos rasgos característicos en un contexto argumentativo. Por un lado, comportan una distribución de la carga de la prueba, que en principio corre por cuenta no de quien asume la presunción sino de quien se opone a ella. Y, por otro lado, tienen un carácter revisable o rebatible, antes que falsable, es decir: resultan susceptibles de corrección, antes que de refutación o de anulación. Por lo que resta, no estará de más precisar que las presunciones que voy a explicitar no son manifestaciones de una confianza «natural» o primaria, subyacente como un tejido imprescindible de nuestra interacción discursiva —una confianza de la que cualquier duda o revisión serían parasitarias—, sino que representan una especie de confianza reflexiva que habremos de revisar y restaurar si nos hemos visto en la tesitura de cuestionarla7. Pues bien, las presunciones básicas que propongo asumir expresamente son las tres siguientes: 1) Presunción de inteligibilidad: todo agente discursivo pretende entender y darse a entender en una conversación, es decir: toda intervención 7. Acerca de esa confianza primordial y otras confianzas derivadas puede verse Pereda (2009).
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en una conversación (acto de habla, gesto, etc.) pretende ser inteligible, ser congruente con el curso de la conversación. La presunción recoge el conocido principio de cooperación de Grice (1975): «Si quieres intervenir, haz tu contribución según lo exijan, en su momento, la intención o la dirección de la conversación en curso», y sus máximas derivadas. Estas máximas también son adoptadas por la pragmadialéctica en calidad de principios de comunicación bajo la fórmula sintética: «Sé claro, honesto, eficaz y ve al grano». 2) Presunción de fiabilidad: toda información o referencia pretende ser fiable y su fuente emisora ser digna de crédito, es decir: la información y la fuente de información tratan de contribuir al propósito general y al objetivo específico de la interacción discursiva, por ejemplo, a la resolución del problema planteado, a la superación de una diferencia de opinión, a la inducción de una creencia o una disposición, etcétera. 3) Presunción de razonabilidad: toda acción o movimiento argumentativo pretende ser razonable, es decir: trata de contribuir al planteamiento de la cuestión o al desarrollo del debate de acuerdo con las reglas de juego de la razón pertinentes en su contexto. Una señal de su carácter básico reside en la incongruencia que traería consigo el intento de negarlas. Efectivamente, resultaría una incoherencia pragmática que alguien atentara contra la presunción de inteligibilidad alegando: «A propósito de lo que está en discusión, yo digo que tal y tal, pero no pretendo que nadie entienda lo que quiero decir». Lo mismo cabe pensar de un alegato contra la presunción de fiabilidad en los términos: «Te aseguro que es así, pero no me creas». Y, en fin, qué se podría hacer ante una declaración de intenciones como esta: «Bien, vamos a discutir en serio el asunto; pero no esperéis que me atenga a ningún tipo de razones». En consecuencia, estas presunciones parecen fundar y justificar la sanción normativa —sea como fallo por corregir, sea como fraude por denunciar— de las actividades o estrategias discursivas falaces, en la medida en que estas atenten contra, o al menos contravengan, los presupuestos del juego de dar y pedir razones en el curso de una confrontación argumentativa. Pasemos a considerar ahora la otra vertiente de los estudios actuales que había anunciado al principio, las orientaciones y aportaciones de la investigación empírica de las falacias argumentativas.
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3. Orientaciones del estudio empírico de las falacias
Creo que se pueden reunir bajo el socorrido número de tres las orientaciones relevantes: 1) Una tradición de investigaciones psicológicas sobre el razonamiento, marcada por su orientación cognitiva antes que argumentativa. Su objeto principal de estudio son, en esta línea, los errores de inferencia, especialmente deductiva, por ejemplo, en el ámbito del razonamiento silogístico o, luego, en el del razonamiento lógico-proposicional donde ciertos usos poco «naturales» como el del conector condicional han dado lugar a experimentos clásicos8. La discusión gira en torno a las fuentes del error y a los elementos condicionantes —como sesgos heurísticos, factores pragmáticos contextuales o ambientales, etc.— de fallos inferenciales o de un proceder incorrecto a la luz, digamos, de la lógica estándar, del cálculo de probabilidades o de la teoría de la decisión. Dentro de esta tradición no cabía esperar, en principio, que las falacias discursivas propiamente dichas merecieran gran atención; de hecho, parecen haberse limitado a algún estudio aislado. Es ilustrativo, por ejemplo, el del propio Wason (1968) que, por lo demás, se muestra más interesado en la disolución crítica de argumentos falaces por autocontradicción que en su investigación empírica9. Esta tradición ha adquirido en los años noventa y siguientes una proyección filosófica que le ha dado mayor significación al tocar el punto de la racionalidad discursiva. Así, del reconocimiento y la explicación de «errores» o desviaciones de la norma racional (lógica, probabilística, etc.) se ha pasado a la discusión de la presunción y del concepto mismo de racionalidad normativa. Entonces cabe discutir si la significación de los resultados empíricos acerca de errores o fallos inferenciales, con respecto a la atribución de racionalidad a los agentes experimentales, viene a ser: o bien a) determinante, de modo que no cabe tal atribución, o bien b) nula e irrelevante, puesto que la cuestión es conceptual o analítica, no experimental —la interpretación misma de una conducta como fallo inferencial descansa en la presunción de su racionalidad—, o bien c) heurística, en la medida en que remite a una búsqueda de explicación de tales fallos en el marco de una concepción razonable y acotada de esa presunción de racionalidad10. De ahí tam 8. Son bien conocidos el experimento de las tarjetas de Wason y sus variantes. Hay visiones y revisiones panorámicas en Wason y Johnson (eds.) (1968) y Val (comp.) (1977). 9. Amén de mantener la vieja concepción de las «falacias lógicas» como inferencias deductivas lógicamente inválidas que revisten, sin embargo e inexplicablemente, cierta apariencia de validez. Véase Wason (1968). 10. Véase, p. ej., el informe de Shafir y LeBoeuf (2002).
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bién se han derivado resultados de interés en torno a la diferenciación entre los heurísticos, o atajos cognitivos, y los sesgos o errores sistemáticos inducidos por motivos que suelen considerarse «no racionales» en la medida en que responden a disposiciones o actitudes (emociones, intereses, etc.) ajenas al proceso cognitivo y discursivo considerado. Una consecuencia notable de esta investigación empírica es la corroboración de la distinción entre la inducción consciente y deliberada de errores —correspondiente al sofisma— y la inadvertida —correspondiente al paralogismo—, por una vía independiente que procede al margen de dichas correspondencias. En cualquier caso, revisten especial significación los estudios relacionados con la investigación y explicación de los errores cognitivos de razonamiento, en particular, con determinados sesgos como el de confirmación o el de creencia11. El primero se revela en la famosa tarea de la selección de cartas de Wason (1977): disponemos de cuatro cartas con una letra mayúscula en una cara y un número en la otra, y las colocamos sobre la mesa de modo que las caras visibles sean: B, D, 3, 7. Entonces formulamos el siguiente enunciado referido a las cuatro cartas, que puede resultar verdadero o falso: «Si hay una letra D en una cara de una carta, entonces hay un número 3 en su otra cara». La tarea que corresponde a los sujetos del experimento es decidir qué cartas y solo ellas sería necesario volver para comprobar si el enunciado es verdadero o es falso. La mayor parte de las respuestas seleccionan la carta cuya cara visible es D o las cartas cuyas caras visibles son D y 3. Ahora bien, al ser un condicional que únicamente resulta falso en el caso de una carta que tiene una cara D pero no tiene otra cara 3, las únicas cartas que se deberían volver serían D y 7. El sesgo se inclina hacia la confirmación del enunciado y descuida su refutación, a partir de la cara visible 712. Pero el segundo sesgo tiene mayor relieve en el presente contexto, pues se refiere a la evaluación de argumentos formulados en términos de silogismos. En este caso, la prueba descansa en las diversas correlaciones entre la validez o invalidez del argumento y la creencia o descreencia en la conclusión. Las tasas de aceptación del silogismo en cuestión varían según la correlación: son más «racionales» cuando ambas calificaciones coinciden (validez y creencia, invalidez y descreencia); se vuelven más sesgadas cuando las calificaciones entran en conflic 11. Véase, p. ej., Evans (2004). 12. Véase Wason (1977). Estudios posteriores han mostrado que los sujetos cumplen la tarea de comprobación de modo mucho más satisfactorio desde el punto de vista lógico, cuando el condicional viene motivado por referencia a una situación concreta que favorece la «elección racional». Cf. Manktelow y Over (1991); Klayman (1995).
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to (validez vs. descreencia y, sobre todo, invalidez vs. creencia). Los resultados obtenidos a este respecto por Evans (1983) se dejan resumir en la tabla siguiente, que también recoge los silogismos empleados originalmente: Argumento / Conclusión Válido
Válido
Inválido
Inválido
Creíble
Increíble
Creíble
Increíble
Ejemplo
Aceptación
Ningún perro policía es vicioso. Algunos perros bien entrenados son viciosos. Luego, algunos perros bien entrenados no son perros policía.
89 %
Nada que sea nutritivo es caro. Algunas pastillas de vitaminas son caras. Luego, algunas pastillas de vitaminas no son nutritivas.
56 %
Ningún producto adictivo es barato. Algunos cigarrillos son baratos. Luego, algunos productos adictivos no son cigarrillos.
71 %
Ningún millonario trabaja duro. Algunas personas ricas trabajan duro. Luego, algunos millonarios no son ricos.
10 %
Si entendemos por sesgo un error sistemático, no eventual o circunstancial, el sesgo de creencia típico de la aceptabilidad del caso puede deberse bien a ignorar información pertinente para «la lógica de la tarea» —por ejemplo, elementos determinantes de su resolución o realización correcta—, bien a dejarse influir por otros factores o motivos que no tienen que ver con ella. Por lo demás, estos resultados no solo son significativos para el estudio de sesgos de creencia, sino que cobran mayor relieve en el contexto de la investigación y puesta a prueba de ciertas propuestas explicativas de nuestro irregular comportamiento en cuestiones de razonamiento y resolución de problemas, como la llamada «teoría del proceder dual» o «de los dos sistemas»: un sistema o modalidad de proceder más bien heurístico y primario vs. un sistema o modalidad de proceder más bien analítico y re54
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flexivo13. Más adelante, al considerar los planteamientos de orientación más descriptiva o explicativa en el tratamiento conceptual de las falacias, volveré sobre esta teoría. Puede que algunas de las características que atribuye al sistema heurístico, primario e irreflexivo, sean relevantes para explicar casos de paralogismos en los que se incurre por inadvertencia. Pero también el otro sistema, el reflexivo, puede ser un perezoso cómplice en el recurso a atajos o verse sorprendido en un caso de incompetencia específica. 2) Investigaciones orientadas a la discusión de cuestiones particulares, inspiradas por lo regular en motivos teóricos. Una ha sido, por ejemplo, la planteada por las relaciones tensas y distantes entre la validez normativa y la eficacia práctica de la argumentación. En este sentido, tienen interés algunos resultados como los destacados por O’Keefe (2003). Hay ciertos aspectos de la conducta argumentativa que los teóricos suelen considerar deseables desde el punto de vista normativo, a saber: i) la formulación clara y precisa de lo que se sostiene; ii) la explicitación de las razones que sirven de apoyo; iii) la consideración y resolución de las objeciones o contraargumentos previsibles; iv) el examen crítico de los argumentos aducidos. Pues bien, la revisión de varios estudios empíricos en el último tercio del pasado siglo ha llevado a O’Keefe a la constatación de que esas virtudes no son incompatibles con el éxito práctico y la eficacia persuasiva, antes al contrario parecen contribuir a ellos en la mayoría de los casos. Lo cual, naturalmente, no excluye la existencia de argumentos intachables que carecen de efectividad o de eficacia, ni impide, a la inversa, el eventual éxito suasorio de una argumentación incorrecta o falaz —recordemos también a este respecto la alta tasa de aceptación de una conclusión creíble derivada de un silogismo inválido, con la que nos encontrábamos en el experimento antes citado de Evans (1983)—. Otro aspecto digno de mención en sentido positivo es el hecho contrastado de que las faltas de honestidad discursiva en el curso de una discusión suelen ser juzgadas críticamente por los observadores o por el resto de los participantes (véase Schreier, Groeben y Christmann, 1995). Son noticias que, en conjunto, ayudan a tener fe o al menos esperanza en el género humano. 3) Investigaciones dirigidas a la confrontación práctica y la contrastación empírica de determinados supuestos o programas teóricos, en particular, la cuestión de si, y hasta qué punto, las normas que siguen o dicen 13. Véase el informe de uno de los avanzados en esta línea de investigación, Evans (2008), y las acotaciones de Neys (2006). Puede verse una exposición más reciente y comprensiva en Kahneman (2012), Primera Parte, «Dos sistemas», pp. 33-143.
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seguir los argumentadores comunes y corrientes en sus discusiones críticas convienen con, o difieren de, las normas ideadas o propuestas para este tipo de discusión. Aquí la cuestión es nuestra posible fe en ciertas teorías. Un estudio relativamente pionero ha sido el de Bowker y Trapp (1992) acerca de si los argumentadores ordinarios distinguen satisfactoriamente entre los argumentos sólidos y buenos, y los débiles o malos. Aunque la investigación no asume de entrada una concepción precisa a ese respecto, por ejemplo, un criterio definido de solidez, los resultados discurren en buena parte en la línea de los criterios habituales en esa época, como el criterio de Johnson y Blair ARS (acceptability, relevance, suficiency) o el criterio asociado ARG (acceptability, relevance, good ground), que hallan así una suerte de confirmación relativa, aunque un tanto vaga y genérica14. Una investigación empírica mucho más precisa y cuidadosamente diseñada es la emprendida por Van Eemeren, Garssen y Meuffels (2009) para poner a prueba el código de las reglas pragmadialécticas de la discusión razonable. Conviene tener presente que, en esta perspectiva, una falacia consiste en cualquier infracción o violación de las reglas que suponga un obstáculo o una amenaza para la resolución de la diferencia de opinión que ha provocado o alimenta la discusión. Más precisamente, «el término falacia está conectado sistemáticamente con las reglas de la discusión crítica y se define como un acto de habla que prejuzga o frustra los esfuerzos por resolver una diferencia de opinión» (ibid.: 27). Los autores también introducen una distinción capital para sus propósitos de contrastación, la que media entre la validez con respecto al problema y la validez convencional. La primera se refiere a la contribución necesaria y efectiva de las reglas a la resolución de diferencias de opinión sobre la base de los méritos o razones alegadas, cuestión que determinar por medios analíticos o conceptuales, en suma, teóricos. La segunda se refiere a la aceptación de tales contribuciones por parte de los agentes implicados en la discusión, y se trata de una cuestión que determinar por investigación empírica. La validez con respecto al problema y sus criterios es prioritaria sobre la validez convencional y su proceder efectivo, pues no tendría sentido asumir reglas vacuas o improcedentes. Así que la investigación empírica de la validez convencional de determinadas reglas de discusión, como las propuestas por el código normativo de la pragmadialéctica, supone su validez con respecto al problema. Más aún: dicho código no solo dirige la investigación, sino que determina su significado y alcance.
14. Sobre los criterios mencionados, véase la voz «Criterios/Modelo ARG» en Vega y Olmos (eds.) (22012: 155-157).
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Por lo que toca a los resultados, quizás el más relevante sea la comprobación de que, en términos generales, las intervenciones discursivas en las que se produce una violación de las reglas no se consideran razonables, mientras que las contribuciones que no las violan se estiman razonables. Aunque los autores se cuidan de distinguir entre lo razonable y lo persuasivo o convincente, no deja de ser un resultado análogo a los de O’Keefe. Hay, sin embargo, algunas cuestiones abiertas que se reconocen pendientes, en particular las que siguen: a) Cuando se produce una violación o una incorrección, ¿por qué los argumentadores legos o corrientes juzgan esa contribución poco razonable, y estiman razonable en cambio la contribución correcta? ¿Qué tipo de normas subyacen en estos juicios de razonabilidad o no razonabilidad de las distintas intervenciones? b) ¿Coinciden esas presuntas normas, y siendo así hasta qué punto, con las arbitradas por el código de discusión pragmadialéctico? Es decir, ¿hasta qué punto la normativa pragmadialéctica —que se supone convalidada con respecto al problema de resolver las diferencias de opinión— resulta convencionalmente válida? En este caso, los autores sugieren una respuesta que consideran atractiva, aunque reconocen que no sería muy satisfactoria empíricamente: las falacias son violaciones de reglas instrumentales para la solución razonable de diferencias de opinión, de modo que la validez a este respecto puede explicar, en parte al menos, el reconocimiento inherente a la validez convencional (Eemeren, Garssen y Meuffels, 2009: 220). Pero este intento de justificación teórica, antes que explicación propiamente dicha, no deja de tener un aire de petición de principio o de reiteración de los supuestos de prioridad que han orientado la investigación desde sus inicios. En un estudio concreto del caso de las falacias ad hominem, Van Eemeren, Garssen y Meuffels (2008) parecen dar un paso más en la línea de la correspondencia entre lo que los sujetos experimentales juzgan razonable y el código pragmadialéctico de discusión, así como en la línea de cierto paralelismo entre lo estimado razonable y lo efectivamente persuasivo, hasta concluir que hay un respaldo fuerte para estas dos tesis: En general, 1) los argumentadores ordinarios solo consideran persuasivos unos pasos de la discusión si son razonables, y 2) las concepciones que los argumentadores ordinarios tienen de la razonabilidad están en gran medida de acuerdo con las normas teórico-críticas de la pragmadialéctica (195)15. 15. La segunda tesis invita a excluir referencias alternativas; en particular, los autores descartan la explicación de la conducta razonable ante las falacias en términos de cortesía.
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De estas primicias de investigación empírica de las falacias se desprenden unas consecuencias ciertamente provisionales pero no carentes de interés, como las siguientes. En primer lugar, se trata de una investigación cuya dimensión y significación empíricas parecen teóricamente sobredeterminadas, de modo que no tiene la autonomía y el alcance que parece tener la investigación paralela, en un marco más cognitivo que discursivo, de las fuentes y las condiciones de error en psicología del razonamiento. Por otra parte, son reconfortantes los resultados en torno a la correspondencia relativa entre las actuaciones correctas o incorrectas y los juicios comunes de razonabilidad o no razonabilidad, respectivamente, acerca de ellas. Aunque no dejan de parecer luego un tanto sospechosas las confirmaciones que en esta línea suelen recibir los criterios o las reglas de buena conducta argumentativa que se toman en consideración, como en particular las pragmadialécticas; es una impresión a la que contribuye, entre otros motivos, la desatención a posibles alternativas explicativas o normativas. Y, en fin, tampoco deja de haber temas de investigación prometedores y accesibles pero relativamente descuidados, en particular, los relacionados con la explicación de los errores discursivos y con los factores eventualmente involucrados; precisamente en esta línea hay señales de un nuevo interés por la correlación entre ciertos tipos de falacias y determinados sesgos inducidos por motivos presuntamente «irracionales»16. Entre estos factores generadores de fallos o propiciadores de fraudes pueden contarse: a) los psicológicos y más bien personales, como las estrategias de proyección o de autoengaño que procuran aliviar o proteger al sujeto de disonancias cognitivas o desequilibrios emotivos; b) los psicológicos o más bien «antropológicos», digamos, como los recursos heurísticos o estereotipados; y c) los socioinstitucionales, como los condicionantes del marco institucional en el que tienen lugar las acciones e interacciones discursivas. Son, desde luego, personajes familiares en la investigación psicológica y social. Pero lo que sería preciso estudiar frontalmente y en detalle es su repercusión en el campo de la argumentación, es decir: lo que haría falta sería tanto considerar su papel en la producción y reproducción de falacias como explorar la perspectiva explicativa que su consideración nos abre. Volveremos sobre estas cuestiones más adelante, cuando llegue el momento de recordar la tradición generativa y, en particular, el enfoque naturalista en la aproximación a la argumentación falaz (véase más abajo, cap. 2, § 2.2.3).
16. Véase el informe de Correia (2011). Por lo demás, la presunción de irracionalidad sigue siendo problemática como fuente de discusión entre analistas filósofos e investigadores experimentales.
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2 VARIACIONES EN TORNO A LA TEORIZACIÓN DE LAS FALACIAS El desarrollo de los medios adecuados para tratar con las falacias es un componente vital de cualquier teoría normativa de la argumentación. En mi opinión, el tratamiento de las falacias puede verse incluso como la prueba decisiva de cualquier teoría de la argumentación: ¿es capaz de tratar de modo satisfactorio con todas las falacias? Eemeren, 2010: 187
Según el propio Van Eemeren, un tratamiento teórico debe cumplir dos condiciones para que pueda considerarse satisfactorio: 1) ser suficientemente comprensivo, en el sentido de no ignorar o, menos aún, excluir alguna de las variedades notorias y significativas de falacias; 2) no ser un tratamiento ad hoc. No ser ad hoc, a su vez, quiere decir, por una parte, no acomodarse al legado escolar de las falacias tradicionales como si fueran fósiles naturales que la teoría está obligada a desempolvar, reclasificar o glosar, sin mayores expectativas sistemáticas; también significa, por otra parte, no contentarse con un tratamiento específico para cada caso, sin preocuparse por una perspectiva teórica unitaria o, siquiera, por una metodología de análisis congruente. Pero, salvadas estas condiciones, aún queda mucho espacio libre para varias y diversas aproximaciones a la construcción de una teoría. De hecho, cualquier observador puede apreciar la existencia tanto de variaciones históricas en la orientación del tratamiento teórico de las falacias como de variaciones filosóficas o metateóricas en torno a la viabilidad de una teoría de la argumentación falaz. En el capítulo anterior ya tuvimos ocasión de aproximarnos a ellas, pero su interés y su relieve las hacen merecedoras de mayor atención. 1. Variaciones históricas
En la segunda parte, al llegar el momento de esbozar una reconstrucción histórica de la formación y desarrollo de las ideas sobre las falacias, veremos con detalle algunas de estas variaciones. En principio, cabe reco59
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nocer que disponemos de diversas perspectivas para apreciarlas. Podríamos, por ejemplo, seguir el rastro de dos concepciones de las falacias: unas las ve en tanto fallos o defectos internos del producto examinado, como el debido al incumplimiento de una condición o un criterio de evaluación, desde un punto de vista textual y monológico relativamente afín al de la lógica formal o informal tradicional; otras, en cambio, las considera más bien fallos o defectos externos del proceder argumentativo, como el debido al mal uso de un esquema o a la violación de una norma de procedimiento, desde un punto de vista contextual y dialógico. No serían, por lo demás, perspectivas absolutamente incompatibles entre sí; pueden tomarse como complementarias. Pero ahora tiene más interés otra visión panorámica de mayor alcance y significación, y a ella me voy a atener. Es la centrada en dos tradiciones u orientaciones principales que han venido conformando a lo largo de la historia nuestra concepción de las falacias. Para distinguirlas acentuaré uno de sus respectivos rasgos y llamaré «discursiva» a una, más interesada en la identificación y evaluación de falacias usuales, y «cognitiva» a la otra, más interesada en considerar la aparición o producción de errores discursivo-cognitivos y procurar una explicación al respecto1. En la tradición discursiva, que cabe remontar a las Refutaciones sofísticas de Aristóteles, se adopta una perspectiva más bien normativa sobre la comisión de falacias, entendidas como vicios discursivos censurables que suponen un contexto expresamente argumentativo, y cobran especial importancia su detección y prevención. En la tradición cognitiva, donde obran de modo especial otras raíces más modernas como los ídolos de Francis Bacon, se adopta una perspectiva más descriptiva; las falacias se consideran errores —y fuentes de error— discursivo-cognitivos, y merecen especial atención su generación y explicación. No son alternativas estancas ni excluyentes, sino que, por lo regular, marcan tendencias que se dejan sentir con mayor o menor peso en diversos autores, en un mismo autor a veces. Así, en Aristóteles, la discursiva tiene más presencia e importancia que la cognitiva, aunque esta también se deje ver en las referencias a la falta de competencia discursiva de los propios agentes o a ciertas semejanzas de aspecto para explicar la apariencia de corrección de los argumentos falaces. Y saltando al otro extremo del arco histórico, veintitantos siglos después, encontramos que los paralogismos reciben en Vaz Ferreira un tratamiento combinado, aunque en su Lógica viva prevalece la orientación cognitiva, y se presta mayor atención a los modos y las causas de incurrir en el error, antes que a otras cuestiones más afines 1. Una y otra comparecen bajo las denominaciones de tradición lógico-dialéctica y tradición naturalista en la entrada de Carlos Pereda «Falacia», en Vega y Olmos (eds.) (22012: 249-253).
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a la orientación discursiva, como las normas de evaluación y corrección del discurso o los criterios de discernimiento entre la argumentación falaz y la cabal o correcta. Ambas orientaciones marcan o acentúan aspectos diversos de la condición falaz al considerarla en diferentes perspectivas. La orientación discursiva es una tradición con mayor solera histórica y tiene mayor peso en las contribuciones clásicas al estudio de la argumentación falaz. Está interesada en la identificación y evaluación de las falacias como actuaciones discursivas ilegítimas —sean productos, procesos o procedimientos—, de modo que la condición falaz consiste no solo en un fallo o una falta de virtud, sino en la violación de una norma o en un vicio positivo. Así pues, las falacias son objeto no solo de corrección sino de denuncia, sanción y censura, y su comisión no es en principio una opción razonable. La corrección y la sanción pueden tener además mayor o menor alcance: en el primer caso, la condición falaz daría al traste sin remedio con el argumento, mientras que en el segundo caso produciría un daño reparable. Y, en fin, en esta perspectiva normativa también cobra relieve la distinción entre sofismas y paralogismos; no precisamente como un punto, digamos, «psicológico» de intención o inadvertencia, sino como una cuestión, digamos, «jurídica» de depuración de responsabilidades en una línea similar a la tendida entre el polo del dolo, que aquí correspondería al sofisma, y el polo de la culpa, correspondiente al paralogismo. La tradición cognitiva, por su parte, se halla interesada en la producción y explicación de las falacias como errores, fallos o sesgos primordialmente cognitivos. En esta orientación, más descriptiva y explicativa que normativa, son cuestiones relevantes las fuentes de error y las condiciones o los factores generadores de errores, que pueden y suelen tener que ver con ciertos modos naturales de responder cognitivamente a las demandas del medio. La condición falaz estriba en un proceder viciado o deficiente que parece estar en orden o aparenta discurrir como es debido. Esta noción de falacia puede ser más genérica que la discursiva. En todo caso, las falacias son objeto de corrección e incluso de comprensión falibilista no solo en el sentido de que con frecuencia nos vemos abocados a cometer errores y muchas veces los cometemos de buena fe, sino incluso en el sentido de que a veces es razonable cometerlos2. Por lo demás, esta tradición se ha desarrollado en dos direcciones, una —digamos— naturalista, que se atiene a referencias y explicaciones de carácter antropológico y psicológico, y la otra socioinstitucional, más pendiente de marcos ideológicos y matrices prácticas. 2. Cf., p. ej., Vaz Ferreira (2008: 118-119) sobre ciertos usos razonables de la falsa precisión. Para un planteamiento general y programático puede verse Woods (2005).
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Pese a sus tendencias divergentes, nuestras dos tradiciones no constituyen, como ya he advertido, orientaciones netas y excluyentes, y en ocasiones pueden concurrir en mayor o menor grado como una suerte de variantes tendenciales. Al margen de esta relativa convivencia, no dejan de compartir desde sus respectivas perspectivas ciertos rasgos que se suponen característicos del perfil de las falacias. Me limitaré a mencionar dos. Por un lado, comparten la idea de la (falsa) apariencia de las falacias, sea inducida por factores subjetivos u objetivos, sea debida a inadvertencia o fraude; en todo caso, se trata de un aspecto añadido que distingue una falacia de un mero fallo, sesgo o error, y que por ello pide no solo discernimiento, sino alguna suerte de explicación. Por otro lado, ambas comparten el reconocimiento de cierta normatividad en juego, bien en sentido débil, bien en sentido fuerte. En su sentido débil, digamos como normatividad1, descansa en la presunción de un saber hacer o de una competencia discursiva y cognitiva: aplicada a los casos falaces, marca el proceder de un modo indebido o el no proceder tan bien como se debería. En su sentido fuerte, como normatividad2, aparte de contar con una presunción similar de la capacidad pertinente de los agentes y con la disposición por su parte a su ejercicio razonable, señala el incumplimiento o la violación de una norma del discurso y apunta, más allá de un código específico, una amenaza a ciertas condiciones o supuestos o propósitos del discurso mismo. 2. Variaciones metateóricas: hipótesis acerca de una teoría de las falacias
Recordemos el cuadro de «hipótesis» avanzadas en torno a la viabilidad de una teoría de las falacias (véase más arriba cap. 1, § 2.2). Servirá para armar la exposición de estas variaciones: 1) Hipótesis nulas
1.1) No hay tal teoría ni, al parecer, puede haberla. 1.2) Sería una empresa improcedente.
2) Hipótesis mínimas
2.1) Teorización viable en la línea de la «contrapartida». 2.2) Por la vía pragmática de los esquemas argumentativos. 2.3) Por una vía explicativa cognitiva naturalista.
3) Hipótesis máximas Teorías reductivas o unificadoras de las falacias.
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2.1. Hipótesis nulas Bajo este epígrafe se agrupan las consideraciones que ponen en cuestión la viabilidad misma de una teoría de las falacias, en el sentido de que no cabe contar con una teoría adecuada al respecto, por diversos motivos, o incluso en el sentido de que la pretensión misma de una teoría cabal en este terreno resulta improcedente. 2.1.1. No hay una teoría de las falacias ni, al parecer, puede haberla Un primer motivo de la inviabilidad de una teoría comprensiva y sistemática de las falacias es la infinitud de los errores que puede cometer el ser humano. «El error es infinito en sus aberraciones», sentenciaba un profesor oxoniense de Lógica, Horace H. B. Joseph, a principios del siglo xx. Esta referencia es un leitmotiv de una tradición académica moderna sobre las falacias, anterior y posterior al bueno de Joseph (1906: 569), en la que se encuentran, por ejemplo, Augustus de Morgan (1847: 237), Morris R. Cohen y Ernest Nagel (1934: 382) o Scott Jacobs (2002: 122)3. Se supone que esa «mala infinitud» no solo desafía cualquier intento de catalogación y clasificación, sino que condena cualquier tratamiento sistemático de la argumentación falaz a ser incompleto e insatisfactorio. Pero un motivo de este género no es muy convincente. Por un lado, hace referencia a errores cognitivos y discursivos en general antes que a falacias en particular; el caso más aproximado sería el de Jacobs cuando alude expresamente a «los modos como puede ir mal una argumentación». Por otro lado, es una objeción contra las pretensiones taxonómicas tradicionales antes que contra unas pretensiones teóricas que bien pueden contemplar unos determinados tipos o patrones en número finito, en lugar de la mala infinitud de todos los casos lógicamente posibles. Y, en fin, como hace notar Johnson (1995), se trataría de una cuestión análoga a la de los errores gramaticales que, con ser también numerosos y frecuentes, no impiden ni desautorizan la elaboración de una teoría gramatical. Hay motivos más serios. De acuerdo con la idea tradicional de falacia como argumento inválido que aparenta validez, una teoría de la falacia debería incluir una teoría de la invalidez y una teoría de la (falsa) apariencia. Pues bien, para empezar, la pretensión de esa teoría de la invalidez no está justificada. En primer lugar, parece alentar suposiciones erróneas al calor de una falsa analogía entre la determinación de la va 3. Pero no faltan precedentes tan lejanos como la referencia de la Logique de PortRoyal (1662) a la inagotable fecundidad del espíritu humano para alumbrar errores (Parte III, cap. XX, p. vi).
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lidez y la determinación de la invalidez. Esta es la situación denunciada por la tesis de asimetría de Massey (1975)4. En segundo lugar y como consecuencia de las peculiaridades lógicas de la invalidación, no cabe disponer, al menos por el momento, de una teoría adecuada y efectiva a este respecto; así que, en suma, no podemos contar con una teoría adecuada de las falacias, concluye Massey (1981). Se puede detallar un poco más esta objeción aparentemente radical a través de ciertos principios y ciertas suposiciones. Así, nos encontramos con dos principios: 1) Principio de la forma: Todos los argumentos que son instancias —o casos de aplicación— de formas argumentativas válidas, son argumentos válidos. Es decir, si un argumento dado, A, es instancia de una forma válida, A es válido. Pero también vale su conversa: si A es válido, A es instancia de una forma válida. De modo que, en suma, tenemos una versión fuerte de (1) como principio de la forma lógica: 1*) Principio de la forma lógica: un argumento cualquiera, A, es válido si y solo si A es instancia de una forma argumentativa válida; por «válida» cabe entender aquí «convalidable en algún sistema lógico disponible». 2) Principio de la traducción: Las traducciones formales de argumentos válidos son válidas y las de argumentos inválidos son inválidas. Es decir, sea AF la traducción formal de un argumento dado A; entonces, AF es válida o inválida según que A sea válido o inválido. Ahora, para alentar las expectativas de una teoría de la invalidez, se añade a estos principios una suposición crítica: la suposición de que el caso de la invalidez procede como el de validez, de modo que un argumento es inválido si es instancia de una forma inválida —versión débil paralela al principio (1)—, o es inválido si y solo si es instancia de una forma inválida —versión fuerte paralela al principio (1*)—. Sin embargo, no solo el principio (2) de traducción ya es de suyo discutible, sino que esta suposición adicional de correspondencia entre validez e invalidez resulta falsa: descansa en una derivación ilegítima del principio de la forma tanto en su versión fuerte como en su versión dé 4. Hay precedentes críticos en este sentido. Oliver (1967) ya había denunciado la falsa analogía que daban en suponer algunos manuales entre un criterio usual C: «el argumento A es válido si es instancia de una forma argumentativa válida», y el pseudoanalogado C': «el argumento A es inválido si es instancia de una forma argumentativa inválida». Está claro que C' no se sigue de C, contra esa suposición escolar habitual por entonces. Uso el neologismo «instancia» en el sentido técnico de caso de aplicación de una forma o un esquema lógicos.
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bil. Baste reparar, sin ir más lejos, en que todos los argumentos que revistan una forma silogística canónica y, por ende, sean reconocidos como válidos en la lógica aristotélica, serían instancias de formas inválidas en la lógica de conectores de enunciados estándar5. ¿A qué carta nos quedamos? O, por ejemplo, considérese este remedo de argumento A: Si algo ha sido creado, todo ha sido creado. Ahora bien, todo ha sido creado. Luego, algo ha sido creado.
A puede revestir una forma proposicional, AFP, o una forma cuantificacional AFC: AFP: ‘P → Q AFC: ‘∃x (Cx) → ∀x (Cx) Q ∀x (Cx) ∴ P’ ∴ ∃x (Cx)’ Forma inválida6. Forma válida.
Según el criterio (1*) de validez, A sería un argumento válido conforme a su versión de convalidación AFC; pero según el criterio paralelo de invalidez antes supuesto, A también resultaría inválido bajo la versión AFP. A juicio de Massey, lo menos que se desprende de tales casos es la falsedad del supuesto paralelismo. Por el contrario, hay que reconocer la existencia de una asimetría, a saber: Para mostrar que un argumento es válido, basta parafrasearlo en una forma argumentativa demostrablemente válida de algún sistema lógico existente; para mostrar que un argumento es inválido, es necesario mostrar que no puede parafrasearse en una forma argumentativa válida de ningún sistema lógico, real o posible (Massey, 1975: 66; cursivas en el original).
En el presente contexto, la objeción de Massey puede prestarse a un despliegue como el siguiente: a) Las falacias son, en todo caso, argumentos inválidos. Entonces, b) para mostrar que un argumento cualquiera es una falacia, hemos de mostrar que es un argumento inválido. Pero c) no hay un método formalmente adecuado para mostrar que un argumento cualquiera es inválido. Así pues, d) no estamos en condiciones de mostrar que un argumento cualquiera es inválido de un modo
5. Por ejemplo, el silogismo canónico en barbara: «Todo A es B, todo B es C; luego, todo A es C», cobraría en lógica de conectores la forma: «P, Q; luego, R», obviamente inválida. 6. Se trata de la famosa «falacia lógica de afirmación del consecuente».
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teórica o sistemáticamente adecuado. Luego, e) no hay una teoría adecuada de las falacias. Este desarrollo crítico ha suscitado a su vez varias réplicas de mayor o menor gravedad y relevancia. Una, relativamente temprana y en todo caso contundente, fue la de Govier (1987) que hacía referencia a la relación entre el carácter falaz y la invalidez de los argumentos que da en suponer Massey en (a) y (b). Ninguno de estos supuestos es aceptable. La invalidez lógica no es una condición necesaria —ni una condición suficiente— del carácter falaz de un argumento: hay argumentos inválidos que pueden no ser falaces y argumentos válidos que pueden serlo. Aparte de que pensar en los términos de (a) y (b), equivaldría como mínimo a reducir todos los argumentos, y por derivación las falacias, a deducciones pretendidas, y así dejar la lógica informal, y por derivación la teoría de la argumentación falaz o no, prácticamente sin empleo. Como muestra de otras observaciones críticas de orientación distinta podemos recordar las de Woods (1995) que, por su parte, formula una contratesis de simetría en los términos: «No hay teoría de la validez o de la invalidez para los argumentos en lenguaje natural». Esta vuelta de tuerca descansa en la constatación de que no hay un procedimiento que asegure la efectividad de traducción unívoca desde un lenguaje natural a un lenguaje lógico formalizado. De ahí que el principio de traducción que subyace en las empresas de convalidación o invalidación formal no sea operativo y este fallo condene al fracaso ambas empresas. Por lo demás, Woods también asegura que no hay teoría de la invalidez en absoluto, ni siquiera informal. Recordemos, por ejemplo, el criterio informal usual de invalidación de un argumento en razón de que, en su caso, no se excluye la posibilidad de que las premisas sean verdaderas y la conclusión falsa. Pues bien, este criterio dista de constituir una teoría. En realidad, no es sino el mero reverso de una definición de la consecuencia lógica o de la relación de seguirse lógicamente de —si A es un argumento lógicamente válido, su conclusión se sigue de las premisas en el sentido de que no es posible que estas sean verdaderas y la conclusión sea falsa—. Más adelante, a la hora de considerar una perspectiva tradicional o «estándar» sobre las falacias en el capítulo siguiente, volveremos a revisar la relación entre validez formal y validez, con resultados que vienen a desmentir no solo ciertos supuestos y extrapolaciones como los planteadas por Massey, sino los principios básicos mismos de ese planteamiento, como el principio fuerte de la forma y el principio de la traducción.
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2.1.2. Otra modalidad radical Según otra modalidad de hipótesis nula, el empeño en perseguir una teoría de la falacia es improcedente. De ser así, nos encontraríamos con dificultades más serias, en apariencia al menos, que las que militaban antes contra la viabilidad de una teoría cabal y sistemática. Pues en esta perspectiva radical la empresa no solo resultaría inviable, sino que su planteamiento mismo estaría lejos de ser razonable o siquiera inteligible. Bien, esto es lo que en parte se teme y en parte denuncia Cummings (2004). Las aspiraciones de un teórico de las falacias han de ser, a juicio de Cummings, similares a las de un investigador científico que busca teorías completas, objetivas y ciertas sobre el objeto de su investigación. Ahora bien, mientras que el científico da por supuesta la efectividad de sus recursos racionales, de modo que su empeño es en principio razonable, el teórico de las falacias no puede contar con ellos en la medida en que su objeto de examen e investigación es justamente la racionalidad argumentativa misma. Así que habrá de suspender sus propios presupuestos y renunciar a esa racionalidad que se está poniendo en cuestión, para confiar en otra suerte de tribunal metafísico y trascendental que vuelve la empresa, en su conjunto, ininteligible. Este es, por lo demás, el destino al que se verá condenado cualquier filósofo que trate de teorizar sobre la racionalidad en general: el de verse enfrentado a cuestiones irresolubles, por poner en cuestión los medios racionales de plantearlas y resolverlas, y abocado a una empresa ininteligible, por tener que apelar a una instancia irracional. Dejemos al margen las ideas un tanto peregrinas de Cummings sobre algunos propósitos de la investigación científica —los de construir teorías completas y ciertas, en especial— y sobre la imperiosa replicación de esos ideales de compleción, objetividad y certeza en el estudio de las falacias. Aquí nos bastará recordar dos puntos críticos. En primer lugar, es obvio que el examen de unos productos o usos de la argumentación, que discurren en un lenguaje objeto o de primer orden, puede hacerse en un lenguaje metadiscursivo o de orden superior sin por ello tener que renunciar en absoluto a la efectividad de los usos de la razón discursiva: se trata de una capacidad reflexiva y analítica del discurso, una especie de autocontención que no remite a extrapolaciones metafísicas o a fugas fuera del ámbito de la razón. De modo análogo, cabe examinar y corregir ciertos usos y abusos habituales del español con el propósito de establecer una gramática de la lengua española que, a su vez, puede exponerse en un español correcto sin que el gramático crítico y expositor haya de experimentar ningún calambre mental o lingüístico por ello. El segundo punto es tan simple como el primero. También estriba en deshacer otro equívoco subyacente en el planteamiento de Cum67
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mings: el propósito característico del investigador de la argumentación falaz no consiste en buscar razones para ser racional, empresa que quizás interese al filósofo de la racionalidad que no es necesario que nuestro investigador lleve consigo o dentro de sí mismo. Antes bien, su propósito característico consiste en determinar las condiciones y los casos en que el discurso es falaz y, si los intereses del investigador son más generales y sistemáticos, en elaborar una teoría comprensiva, coherente y plausible al respecto. 2.2. Hipótesis mínimas Las hipótesis mínimas nacen del supuesto de que la teoría de las falacias es una empresa legítima y viable que, por cierto, va siendo hora de llevar a cabo. Esta disposición tiene mayor interés que la negativa anterior en la medida en que sus muestras nos hacen saber o, al menos, tratan de darnos a conocer algunas características relevantes de las falacias en la perspectiva de la teorización propuesta. Más aún, puede ocurrir que dicha caracterización pretenda ser la derivada de una conceptualización más o menos cabal y sistemática de la buena argumentación o del buen argumento, así que el empeño en una teoría viable de las falacias formaría parte de la búsqueda más general de una teoría de la argumentación. Este es justamente el caso de las teorías que proponen entender las falacias como una suerte de «contrapartida» de la argumentación cabal y correcta, de modo análogo a como las sombras son contrapartida de la luz. Como veremos, no será esta la única forma de plantearse o de avanzar una conceptualización teórica de la argumentación falaz. Pero dada la significación y el interés de las concepciones que parten de esa presunta correspondencia entre la cara de la buena argumentación y la cruz de la argumentación falaz, empezaremos por ellas la consideración de las propuestas que apuestan por la viabilidad de la teorización en este pantanoso terreno. 2.2.1. Teorías de la contrapartida Una muestra puede ser la representada por dos figuras señeras en la vindicación y en los primeros desarrollos de la moderna Lógica informal, así como testigos de excepción de esta historia naciente, Ralph Johnson y J. Anthony Blair. Ellos mismos han atestiguado los estrechos lazos que habían unido esos primeros pasos con el interés por el estudio de las falacias. El propio Johnson declara que fue el influjo de las falacias calificadas de «informales» lo que les movió a dar el nombre de «Lógica informal» —en vez del más convencional por entonces: «Lógica aplicada»— a la nueva disciplina anunciada en el primer simposio internacional de Windsor (Ontario), en junio de 1978. 68
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Unos años después, en 1987, Johnson comentaba la revitalización de la teoría de las falacias en la línea de su definición por contrapartida: (F#) Una falacia es un argumento que viola uno de los criterios/estándares del buen argumento y que se da en el discurso con la frecuencia suficiente para merecer ser bautizado (Johnson, 1995: 116).
Esta propuesta descansaba en los siguientes supuestos: 1) La gente comete errores en el razonamiento y la argumentación. 2) Una categoría importante de estos errores puede caracterizarse como no formal. 3) Los errores no formales pueden identificarse con arreglo a tipos. 4) Tales errores tienen lugar en el razonamiento con la frecuencia suficiente para garantizar la utilidad de que sean catalogados y enlistados. Pero Johnson y Blair podían ofrecer una versión más explícita de esta propuesta como la recogida en 1993: «Por falacia entendemos un patrón de argumentación que viola uno o más de los criterios (pertinencia, suficiencia, aceptabilidad) que deben satisfacer los buenos argumentos» (48). Los criterios en cuestión (acceptability, relevance, sufficiency [ARS]/ good ground [ARG]) constituían, quizás, la caracterización más popular del buen argumento entre finales de los años setenta y principios de los noventa. La propuesta asumía ahora, además, otra suposición bastante discutible: el supuesto de que la distinción entre los argumentos buenos o correctos y los argumentos falaces es neta y exhaustiva; nos vemos una vez más ante las sombras y la luz, solo que ahora bajo un sol de justicia a mediodía. Johnson y Blair no dejaban de añadir una puntualización interesante: El cargo de falacia no es nada más que un tanteo inicial del argumento. Es un intento de localizar una debilidad potencial, no la aserción terminante de que, debido a ese fallo, hay que echar el argumento por la borda. Aun en el caso de que el cargo de falacia esté justificado, esto no significa que el fallo del argumento sea irreparable (1993: 51).
En términos de Blair (1995: 333), se trataba de adoptar una visión de la falacia como un daño reparable (the injury view) en una argumentación —por ejemplo, mediante la incorporación de cláusulas de cautela o de nuevas pruebas— antes que como un daño fatal o un mal irreparable (the fatality view) que da al traste con el argumento en su totalidad y sin remedio. De ahí resulta una perspectiva gradualista y comprensiva de la gravedad del cargo de falaz imputado en primera instancia a un argumento. 69
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Pero seguramente el empeño más cabal y deliberado de teorización en la línea de la contrapartida es, hoy en día, el programa de la autodenominada «pragmadialéctica». Para empezar, dejemos que sean dos portavoces tan autorizados como Van Eemeren y Houtlosser quienes declaren este empeño del programa: … Es bueno observar que aunque los teóricos de la argumentación reconocen generalmente que una teoría adecuada de las falacias presupone una teoría adecuada de la argumentación correcta, esto no significa en absoluto el reconocimiento general de que, además, las dos teorías deberían conectarse entre sí de modo que cada falacia tuviera, por así decir, su contrapartida correcta. La relación entre la falacia y su contrapartida debería ser en efecto tal que la razón de la incorrección de la falacia estuviera directamente relacionada con la razón de la corrección de su contrapartida (2003: 289).
Es decir, la teorización adecuada de los argumentos falaces y la de sus correlatos legítimos o correctos no solo han de discurrir parejas, sino que deben compartir una misma base sistemática y explicativa. Apuntada esta declaración de intenciones y principios, no estará de más una presentación inicial del programa y de sus pretensiones teóricas. Para empezar, su propio nombre indica una composición de pragmática y dialéctica. Por lo que concierne a la primera, consiste en la visión del discurso argumentativo como un intercambio contextualizado de actos de habla complejos —formados sobre la base de actos de habla simples como aserciones, por ejemplo—, que se inspira en parte en la teoría estándar de los actos de habla de Searle pero sobre todo en Grice, singularmente en su principio de cooperación y sus máximas de comunicación. El principio de cooperación, según es bien sabido, regula las contribuciones al curso de la conversación, de modo que respondan a su dirección y propósito en cada momento, y se toma como una presunción propiamente dicha: «En ausencia de pruebas en contra, los oyentes pueden asumir que el hablante se atiene al principio de Cooperación» (Eemeren y Grootendorst, 1992: 50). Las máximas, dirigidas a los que participan en calidad de proponente y oponente en una discusión, se dejan concretar en estos términos: «Sé claro, honesto, eficaz y ve al grano». Por lo que se refiere al segundo miembro, la dialéctica, consiste en la visión del intercambio discursivo entre los participantes en la discusión como un intento metódico de resolver una diferencia de opinión sobre la base de los méritos respectivos de las posiciones encontradas y mediante un procedimiento de confrontación regulado. Una discusión de este tipo se considera crítica, oficia como paradigma del debate razonable y supone un código de buena conducta o de buen proceder argumentativo a este respecto. Las pretensiones teóricas del programa son, a su vez, de dos tipos: unas son más bien analíticas, las otras en cambio sistemáticas. Las pri70
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meras tienen que ver con el análisis y la determinación de la calidad de la actuación discursiva en el curso de un intercambio dialéctico y se centran en la distinción entre i) normas para dicernir pasos o maniobras razonables y no razonables; ii) criterios para decidir cuándo se ha violado efectivamente una norma; iii) procedimientos para establecer si un determinado acto de habla argumentativo satisface o no esos criterios de transgresión de una norma. Las segundas componen el núcleo distintivo del programa en su empeño de teorización de la buena argumentación y las falacias. Consisten sustancialmente en la disposición de tres elementos capitales de la constitución sistemática del programa, a saber: i´) La adopción de la discusión crítica como modelo y marco general del objetivo característico de resolver de modo razonable y aceptable una diferencia de opinión. ii´) La propuesta de un conjunto de normas o reglas de procedimiento dialéctico, cuyo cumplimiento sanciona la resolución razonable del debate y, en consecuencia, la buena conducta argumentativa en ese contexto. iii´) La estipulación de una conexión sistemática de las falacias con dichas reglas: cada transgresión de una regla representa una amenaza, un obstáculo o un movimiento en falso con respecto a esa pretendida resolución, así que constituye una falacia. En este supuesto se funda la pretensión fuerte del programa: la idea de que la razón de la incorrección de una falacia guarda una relación estrecha y directa con la razón de la corrección de la regla violada o ignorada. A estas pretensiones básicas, se añade otra también relevante en la perspectiva teórica: una pretensión integradora de ciertos aspectos y planteamientos coetáneos en el estudio de la argumentación, como los lógicos y los retóricos, amén de los dialécticos. Así, según una declaración de finales de los ochenta, atenta a la asociación entonces común de la lógica con el producto expreso de la argumentación, de la dialéctica con el procedimiento de intercambio y de la retórica con el proceso de comunicación, «en el planteamiento dialéctico, el planteamiento orientado al producto y el orientado al proceso de la argumentación están combinados»7. Más tarde, a partir de los años 1998 y siguientes, el programa procurará integrar en efecto, a través de la idea de maniobra estratégica, ciertos aspectos retóricos como el objetivo de persuadir a la otra parte en la discusión. En esta perspectiva, el objetivo de la argumentación deviene doble: consiste en 1) resolver de modo razonable y normalizado una di 7. Véase Eemeren y Grootendorst (1988: 281). Pero, en aquellos años, la integración de los aspectos y procesos retóricos no pasaba de ser, en el mejor de los casos, un deseo que no se había hecho realidad.
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ferencia de opinión en el marco de una discusión crítica, y 2) persuadir de esa resolución o hacerla aceptable a la otra parte. De este modo a la razonabilidad dialéctica viene a sumarse la eficacia retórica. Conociendo estos supuestos no va a constituir ninguna sorpresa la concepción pragmadialéctica de la argumentación falaz. Se desenvuelve, digamos, en tres planos. En el plano superior, contempla una suerte de criterio directriz o metacriterio para caracterizarla y sancionarla: una falacia representa una obstrucción o frustración de la resolución razonable de una diferencia de opinión en el curso de una discusión crítica8. En el segundo plano, se ofrece un criterio general de identificación: una falacia consiste en la violación de una o más reglas del código de buena conducta argumentativa en el curso de dicha discusión. Se supone que el cumplimiento de las reglas facilita el logro del objetivo de la discusión crítica, tanto como su incumplimiento lo dificulta, y es la codificación cabal de estas reglas la que hace funcional, operativa y discriminatoria, la directriz superior. «El problema de distinguir entre la argumentación correcta y la argumentación falaz coincide con el problema de determinar si una regla pragmadialéctica de la discusión ha sido violada» (Eemeren y Houtlosser, 2003b: 397). En el desarrollo ulterior del programa en términos de maniobras estratégicas, estas violaciones cobrarán la forma de descarríos o descarrilamientos (derailments) que priman la efectividad suasoria a costa de la razonabilidad: «… las falacias no son movimientos enteramente diferentes en comparación con sus contrapartidas razonables, sino descarrilamientos o descarríos de estas contrapartidas razonables» (Eemeren, 2011: 37). Es interesante que esta idea del maniobrar estratégico en el curso del debate, para atender el doble objetivo de justificación y persuasión, traiga consigo la imagen de una especie de continuo entre los movimientos razonables y los falaces, y una sensibilidad mayor hacia el contexto de la discusión. Por último, en un tercer plano más concreto y aplicado, también cabe considerar ciertos criterios específicos como los derivados de la regulación propia de un determinado marco institucional del discurso público, por ejemplo, el jurídico, pero también el parlamentario, el médico o el académico, que parecen orientar las líneas más recientes de la investigación dentro del programa (véase Eemeren, 2011: 40-42). La popularidad del programa pragmadialéctico entre los interesados por la argumentación reside principalmente en su codificación de la buena conducta o del buen proceder argumentativo en el curso de una discusión crítica, regulación correspondiente al segundo plano antes señalado. Aun 8. Ya sabemos que por discusión crítica se entiende la que procede a dirimir la cuestión discutida de modo razonable y sobre la base de los méritos propios de las posiciones concurrentes.
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que no siempre ha tenido una versión única y uniforme9, aquí me atendré a la más conocida: una versión canónica que propone un código de diez mandamientos de la buena argumentación o, quizás mejor dicho, del buen argumentador, cuyo incumplimiento determina el cargo de falacia. Como ya sabemos, este código descansa en un supuesto básico: el propósito característico de una discusión crítica consiste en la resolución razonable de la cuestión planteada. De ahí se desprenden dos directrices primordiales: a) La conducta discursiva de los participantes en la discusión será cooperativa en tal sentido; lo cual, sin ir más lejos, implica velar por el éxito de la conversación: hacer que las contribuciones sean oportunas y congruentes con el sentido de la conversación, y regirse por las máximas asociadas a este principio de cooperación, como las de ser veraz, ser claro y no decir sino lo pertinente. b) Cada una de las partes adoptará una disposición razonable hacia el curso y la suerte de la argumentación, es decir, estará dispuesta a reconocer no solo la fuerza, sino la debilidad relativa de sus argumentos frente a los argumentos contrarios y a renunciar a su posición cuando se vea indefensa ante ellos. Por otro lado, también se supone que una discusión crítica tiene lugar entre dos partes que actúan como los personajes dialécticos de un proponente y un oponente, en torno a una tesis o una propuesta en cuestión, y que el proceso atraviesa ideal o típicamente por cuatro fases: 1) fase de apertura en la que se exterioriza o plantea un conflicto; 2) fase de confrontación en la que se negocia y se acuerda la manera de llevar a cabo el debate; 3) fase argumentativa, en la que entran en juego las argumentaciones y contraargumentaciones en torno a la cuestión debatida; y 4) fase de clausura y desenlace, durante la cual se considera la forma apropiada de concluir la discusión y se conviene en su punto final. La regulación de la interacción dialéctica habrá de tener en cuenta estas fases del proceso de la discusión. El código propuesto es, como ya había anunciado, un decálogo. Acompañaré la formulación de cada una de las diez reglas con la mención de algunas transgresiones típicas en su caso. I. Ningún participante debe impedir a otro tomar su propia posición, positiva o negativa, con respecto a los puntos o tesis en discusión. Se aplica ante todo a la fase inicial. Las transgresiones de la regla dan en descartar un posible punto de confrontación —«Mire, de eso no 9. Su primera formulación procedía en términos afirmativos y negativos de deberes y obligaciones, véase Eemeren y Grootendorst (1987). Luego fueron ganando espacio las formulaciones negativas, p. ej., en Eemeren y Grootendorst (1992: 208-209), hasta llegar a cubrirlo por completo en términos de prohibiciones en Eemeren y Houtlosser (2004: 190-196). Por lo demás, las reglas no siempre han sido exactamente diez. Véase Zenker (2007a).
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quiero ni oír hablar»— o al propio interlocutor —«Usted no está en condiciones de contradecirme a mí», «Esta es una cuestión demasiado sutil para sus entendederas»—, o quizás a uno y otro —«Nadie en su sano juicio me discutirá esto»—. II. Quien sostenga una tesis, está obligado a defenderla y responder de ella cuando su interlocutor se lo demande. Se aplica ante todo a la fase (2) en que se acuerda el procedimiento que seguir. También puede violarse de distintos modos, por ejemplo, eludiendo la carga de la prueba —«Los hechos hablan por sí mismos», «Te aseguro que es así, palabra (por mis muertos, etc.)»— o tratando de endosársela al interlocutor —«Si no me crees, demuéstrame que no tengo razón»—. III. La crítica de una tesis debe versar sobre la tesis realmente sostenida por el interlocutor. Puede aplicarse a todas las fases del proceso y regula el papel del oponente. Un oponente viola esta norma cuando atribuye al proponente una tesis ficticia o una propuesta harto simplificada, cuando caricaturiza su posición para hacerle decir lo que no dice —«Sé muy bien cuál es su postura en esta discusión del proyecto de ley. La resumiré en pocas palabras: usted pretende que los delincuentes entren por una puerta en el juzgado y salgan tan ricamente por la otra», «Usted dice A, pero dado que usted es empresario (o sindicalista, o miembro de una ONG, o lo que se tercie), lo que usted sostiene es B, una tesis inaceptable por ser claramente interesada»—. IV. Una tesis solo puede defenderse con argumentos referidos justamente a ella. Aunque sea una regla especialmente oportuna en la fase tercera o argumentativa, podría considerarse correlativa de la anterior para el papel del proponente. Suele transgredirse trayendo a colación razones no pertinentes o alegaciones que poco o nada tienen que ver con la posición asumida —«Hay siete planetas porque el cosmos es una composición perfecta y el siete es la suma de dos números cabales en su género, el número par cuatro y el número impar tres»—. También pueden violarla referencias demasiado genéricas o desviadas del punto en discusión —p. ej., motivaciones del tenor de «Así es, porque así piensa, en el fondo, todo el mundo», o del tipo de «Todos hemos de aceptar esta ley de calidad de la enseñanza porque a todos, al margen de nuestras ideas sobre política educativa, nos preocupa la educación de nuestros hijos», cuando se supone que son varias y diversas las alternativas legales acordes con esta preocupación—.
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V. Todo interlocutor puede verse obligado a reconocer sus supuestos o premisas tácitas y las implicaciones implícitas en su posición, debidamente explicitadas, así como verse obligado a responder de ellas. La regla también se aplica especialmente a la fase argumentativa. Un proponente puede transgredirla negándose a admitir tales supuestos o implicaciones; un oponente, a su vez, puede violarla por exageración o por deformación de lo que pretende descubrir y explicitar en la parte contraria. En el primer caso, el proponente trata de eludir las responsabilidades contraídas o, en particular, la carga de la prueba; en el segundo caso, el oponente trata de descalificar la tesis en cuestión embarcándola en compromisos desmesurados o absurdos. Por lo demás, puede ocurrir que en una discusión acalorada se sucedan las transgresiones de uno y otro tipo por parte de los contendientes. Sirva de muestra el breve extracto de un debate retransmitido por la BBC a principios de 1990: los participantes eran matemáticos y la discusión giraba en torno al alcance y la significación de las pruebas asistidas por ordenador en matemáticas, un tema candente no solo por la creciente presencia de los ordenadores en la resolución de problemas complejos, sino por otras cuestiones asociadas, como las planteadas por el desarrollo de la inteligencia artificial, en general, y por el desafío que las nuevas pruebas por ordenador representaban para la idea de demostración matemática, en particular, habida cuenta de la suposición tradicional de que tal demostración consiste en un proceso cabalmente deductivo, comprensible y controlable por los miembros de la comunidad matemática. Pero veamos cómo, en ese extracto, dos participantes en el debate, uno en el papel de proponente (P) y otro en el de oponente (O), ignoran o violan la regla V. Dejo al lector el placer de detectar por su cuenta los dos tipos de transgresión. O: Si admites que todos los resultados de las pruebas asistidas por ordenador, como «el teorema de los cuatro colores», son teoremas matemáticos genuinos, aceptas implícitamente que hay pruebas matemáticas al margen de la idea clásica de demostración y que, a veces al menos, el conocimiento matemático discurre como un conocimiento empírico. P: Bueno, yo no diría tanto. La verdad es que rehúso pronunciarme sobre cosas como la índole del conocimiento matemático o la idea de demostración: son cosas de filósofos. O: Pues yo aún diría más: tu admisión del «teorema de los cuatro colores» implica que habrás de reconocer que los ordenadores de cierta potencia, p. ej., de quinta generación, han de ser admitidos como miembros ordinarios de la American Mathematical Society10. 10. El resultado de los «cuatro colores» (bastan cuatro colores distintos para dividir cualquier mapa en regiones, de manera que no haya dos regiones adyacentes, con líneas
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VI. Debe considerarse que una tesis o una posición ha sido defendida de modo concluyente si su defensa ha consistido en argumentos derivados de un punto de partida común. También se aplica ante todo a la fase argumentativa del proceso de la discusión, aunque luego tenga incidencia sobre su desenlace. Puede verse violada por ambas partes. Por parte del proponente de una tesis, cuando da en tomar una suposición que le conviene como si fuera un supuesto que hubiera compartido desde un principio su oponente —son transgresiones típicas las presuposiciones sembradas de equívocos y las peticiones de principio «Tengo razón en afirmar lo que afirmo porque es la pura verdad»—. Y es violada por parte del oponente cuando pone en duda o desmiente, como táctica autodefensiva, alguno de los puntos que se habían convenido o asumido inicialmente —«Sí, en algo así habíamos quedado, pero es que no me entendiste bien (donde dije digo quería decir Diego)»—. VII. Debe considerarse que una tesis o una posición ha sido defendida de modo concluyente si su defensa ha consistido en argumentos correctos o resultantes de la oportuna aplicación de esquemas o pautas de argumentación comúnmente admitidas. Es una regla paralela a la anterior, si bien atiende a otro género de convenciones o acuerdos que no se refieren tanto a puntos sustantivos como a formas de procedimiento inferencial y discursivo. Entre sus violaciones figurarían muchos y variados ejemplares de la fauna tradicional de las falacias, en particular: a) la familia de las falacias cometidas en nombre de una pauta inadecuada, o b) la familia de las cometidas mediante la aplicación inadecuada de una pauta. Entre las primeras (a) descuellan la que se ampara en una autoridad dudosa −«La decisión política de desarrollar los programas de armamento nuclear es acertada porque cuenta con la bendición del doctor K, todo un nobel de física»— y la que se remite a unas consecuencias deseables o indeseables —«Eso tiene que ser verdad (o eso no puede ser verdad) porque contribuye a consolidar (o, respectivamente, a destruir) los sagrados valores de nuestra fe cristiana»—. Entre las segundas (b) destacan el abuso de la generalización —«Sé muy bien cómo se las gastan los inmigrantes procedentes de Z: una vez contraté a uno de allí»—, o el abuso de la analogía —p. ej., el argumento de Platón (Timeo, 32a-b) según el cual los elementos del universo, al no ser planos de frontera comunes, que tengan el mismo color) fue establecido en 1976, mediante una prueba que incluía unos procesos de comprobación de configuraciones posibles que solo podían verificarse por ordenador. Estos procesos, en algunos tramos, resultaban inaccesibles para el usuario, así que contravenían la cogencia y la posibilidad de un control consciente y deliberado del proceso discursivo tradicionalmente asociadas a la idea clásica de demostración. No obstante, la comunidad matemática ha reconocido este resultado como un teorema establecido, confirmado luego por una prueba más sencilla en 1996.
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sino sólidos, requieren dos medias proporcionales para hallarse en proporción continua; de ahí que el demiurgo colocara el agua y el aire entre el fuego y la tierra, de modo que el fuego fuera al aire como el aire al agua, y el aire fuera al agua como el agua a la tierra—. VIII. Los argumentos (deductivos) utilizados en el curso de la discusión deben ser válidos o convalidables mediante la explicitación de todas las premisas tácitas codeterminantes de la conclusión. Esta regla, que también afecta sustancialmente a la fase argumentativa del proceso de la discusión, podría considerarse como una señal de que la perspectiva dialéctica es capaz de acoger, dentro de su propio marco, una perspectiva lógica sobre la corrección del argumento como producto textual. Ahora bien, la explicitación cabal y la convalidación de los tradicionalmente llamados «entimemas» o argumentos textualmente incompletos, presentan por lo regular más problemas que los previstos tras una lectura rutinaria de su texto expreso. Baste reparar en que cualquier argumento dado podría ser, en principio, completado y reformulado de modo que resultara trivialmente completo y válido, a través de su condicionalización: si son ciertas las premisas P1, P2, …, Pn, no es menos cierta la conclusión C. Por otro lado, no estará de más recordar una imagen habitual de la argumentación cuando se piensa en entimemas: en el marco de una conversación y en la perspectiva de la interacción discursiva, todo argumento es un iceberg con parte de su masa oculta y un tanto a merced de la dinámica subyacente en el curso de la comunicación, de modo que a veces el cumplimiento cabal de esta regla parecerá un empeño irrealizable. En todo caso, toca uno de los puntos del análisis de la argumentación más sensibles a los problemas de la interpretación y sus proyecciones cooperativa y caritativa. IX. El fracaso en la defensa de una tesis debe llevar al proponente a retractarse de ella y, por el contrario, el éxito en su defensa debe llevar al oponente a retirar sus dudas acerca de la tesis en cuestión. La regla se aplica a la fase final del proceso de la discusión y trata de orientar su posible resolución en un desenlace convenido por las dos partes enfrentadas. Pero puede prestarse a transgresiones y abusos tanto por una parte como por la otra: el proponente puede, por ejemplo, conferir un valor absoluto a su triunfo relativo sobre las objeciones del antagonista —«Como, al parecer, ya no te quedan más réplicas, lo que sostengo es verdad»—; mientras que el oponente puede, en el caso contrario, tomar como absolutamente falsa la tesis que el proponente no ha sabido defender. Son tentaciones peligrosas porque hacen depender la suerte de una discusión del menos competente y más lerdo de los participantes. En el mundo habitual de la argumentación, rara vez visitado por verdades o falsedades absolutas, por un truismo lógico o por una 77
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contradicción expresa, cobran suma importancia las virtudes y las habilidades dialécticas de quienes discuten, pues de ellas, en buena medida, dependerán el desenlace del debate y la consideración ulterior que la tesis en cuestión pueda merecer. Es bien sabido que una discusión inteligente puede llevar un asunto bastante más allá de su escasa entidad inicial, mientras que una discusión torpe u obtusa puede arruinar las expectativas suscitadas por una gran cuestión. En la historia de la filosofía, la degeneración de los problemas más radicales o sustanciales suele achacarse a los epígonos escolásticos de los maestros del pensamiento. Pero no hace falta remontarse a la historia de las ideas; hoy bastaría zapear los debates montados en televisión sobre grandes temas de la actualidad —cada uno de ellos, por cierto, «el tema (o lo que sea) del siglo»—, para dar con vivos y variados ejemplos de debates degenerativos. X. Las proposiciones no deben ser vagas e incomprensibles, ni los enunciados deben ser confusos o ambiguos, sino ser objeto de la interpretación más precisa posible. La regla se aplica, desde luego, a todas las fases del proceso y puede verse violada por cualquiera de los participantes en la discusión. En todo caso, sus violaciones son fuentes harto conocidas de falacias y de trampas y trapacerías argumentativas, que se aprovechan del amplio margen de maniobra abierto por los malentendidos, los equívocos, la incierta oscuridad. Por lo demás, al margen de este contexto dialéctico, la regla también alcanza a las frases oraculares y a las sentencias de significado tan profundo que resulta insondable. Tras haber expuesto las tablas de la ley de la confrontación racional de acuerdo con la codificación pragmadialéctica estándar, puede tentarnos la idea de resumir al modo tradicional estos diez mandamientos del buen argumentador en dos, a saber: I*. Guardarás por encima de todo una actitud razonable, cooperativa con el buen fin de la discusión. II*. Tratarás las alegaciones de tu contrincante con el respeto debido a las tuyas propias. Una ventaja de caer en la tentación es declarar estas dos presunciones básicas acerca de la disposición razonable de las partes involucradas en una discusión crítica. Pero el decálogo también parece prestarse a la exposición de una conformación interna que no deja de tener interés desde el punto de vista de la teoría de la argumentación en general, incluida la falaz. Creo que se pueden apreciar tres núcleos normativos presididos por tres directrices capitales, a saber: i) el juego limpio, por el que velarían ante todo las reglas I, II, V, IX y X; ii) la pertinencia de las alegaciones o 78
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los argumentos a favor de una posición, conforme a la regla IV, y de las objeciones o los argumentos en contra, conforme a la regla III; iii) la suficiencia y efectividad de la argumentación en orden a la resolución de la cuestión o al buen fin del debate, con arreglo a VI, VII, VIII y IX. Y, en fin, también cabría pensar en una suerte de prioridad relativa de la directriz (i) sobre las directrices (ii) y (iii), y de la (ii) sobre la (iii), donde el seguimiento de las segundas supone el de las primeras. Por lo demás, el decálogo acusa ciertos problemas de interrelación y alcance de las reglas en los que no nos detendremos aquí11 porque lo que ahora más nos interesa del programa es su proyección teórica, su significación como teoría de la contrapartida. Así pues, anotemos para terminar algunas de las limitaciones y dificultades del programa en esta perspectiva. Una limitación interna estriba en su planteamiento algo estrecho y restrictivo, a pesar de que luego admita proyecciones más amplias hacia una filosofía de la razonabilidad. Entonces, ¿por qué tomar en principio el concepto de argumentación falaz contra el fondo de un concepto de buena argumentación en vez de considerarlo contra el fondo de un modelo de racionalidad que permitiera construir, en paralelo o por derivación, tanto uno como otro? Otra limitación reside en la escasa atención prestada al poder de persuasión y de engaño de la argumentación falaz. Es cierto que recientemente, en el ya citado Eemeren (2011), por ejemplo, hay un intento de corrección por referencia a una presunción de razonabilidad que, en principio, cubriría la actuación de los participantes hasta que, o salvo que, en un caso dado se mostrara lo contrario. En principio, diríamos, nadie que esté dispuesto a intervenir en una discusión crítica de modo razonable, violará sus reglas hasta que eventualmente resulte lo contrario; y de esta confianza o crédito inicial pueden beneficiarse todas las intervenciones, incluso las que por inadvertencia o inducidas por el fragor del debate empiezan a descarriarse hasta dar en falacias flagrantes. Creo que es prometedora esta línea de referencia a las presunciones de confianza y cooperación para entender la plausibilidad de que parecen gozar algunas maniobras falaces, aparte de abrir una sugerente perspectiva sobre las falacias como parásitos discursivo-cognitivos de cursos de conversación inteligente; pero por ahora no pasa de ser una referencia pendiente de elaboración, sin alcance explicativo. Al margen de estas limitaciones, el programa debe afrontar los problemas típicos de las versiones de la contrapartida. Por ejemplo, ¿cómo 11. Tienen que ver con cuestiones de reducción mutua entre las reglas según sus diferentes codificaciones y más aún con la aspiración del programa a presentar las reglas como condiciones necesarias del buen curso de una discusión crítica. Cf., por ejemplo, el examen de Zenker (2007b).
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se distingue la mala argumentación o el proceder incorrecto de la argumentación efectivamente falaz? En otras palabras, ¿cómo se distingue la falta de virtud del vicio positivo? Creo que es un punto de cierta importancia para cualquier teoría con fuertes pretensiones normativas sobre las falacias. Otra cuestión similar es la planteada por el caso de los falsos argumentos que tratan de pasar o de hacerse valer como argumentos y en esa medida devienen falacias. En otras palabras, con relación a un discurso o intercambio discursivo con pretensiones argumentativas, ¿cómo se distinguen las violaciones de reglas o faltas regulativas, que caracterizan un mal argumento, de las deficiencias o defectos constitutivos, que más bien determinan la inexistencia del pretendido argumento? Y, subsiguientemente, ¿qué incidencia tendría esta distinción en la concepción y el tratamiento de las falacias? Estas cuestiones, además, nos llevan a una cuestión principal para una teoría que pretende una conexión sistemática entre la argumentación correcta, conforme con las reglas, y la falaz. ¿Estas reglas, en su conjunto, determinan de modo suficiente o de modo necesario la argumentación cabal? ¿Demarcan con nitidez y precisión las luces de la argumentación correcta de forma que, correlativamente, queden fijadas las sombras de la argumentación falaz? Para empezar, el programa mismo reconoce que la codificación canónica es insuficiente para resolver como es debido una diferencia de opinión. Desde 1995, viene apelando a otras «condiciones de orden superior, relativas a las actitudes y disposiciones de los que debaten y a las circunstancias de la discusión», y solo en conjunción con el cumplimiento de estas condiciones pragmáticas y socioinstitucionales, la observancia de las reglas puede constituir una condición suficiente12. El problema consiste entonces en precisar esas condiciones adicionales, de orden superior, con el fin de que no se conviertan en una suerte de línea de fuga abierta. Pero, por ahora, solo hay indicaciones genéricas de i) unas condiciones de segundo orden y ii) otras de tercer orden. Entre las primeras figuran ciertas actitudes y disposiciones hacia la interacción discursiva, p. ej., del tipo de «todo el que avanza una proposición debe estar dispuesto a argumentar en su favor y a escuchar la opinión de la otra parte al respecto». Las segundas se refieren más bien a circunstancias del marco del debate, p. ej., en la línea de que han de permitir que los participantes no solo puedan obrar con arreglo a sus disposiciones en el sentido anterior, sino que sean libres de proponer y defender sus puntos de vista, así como de cuestionar los adoptados por los demás. En todo caso, el programa supone que las reglas canónicas o de primer orden constituyen condiciones necesarias, pues cada una de ellas establece una pauta determinante de la con
12. Véase Eemeren y Grootendorst (1995: 153, esp. n. 7).
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secución del propósito de la discusión crítica —en caso de cumplimiento de la regla— o del fracaso —en caso de incumplimiento o violación—. Pero ninguna de estas contribuciones, la positiva y la negativa, son a su vez objeto de justificación ni se ponen a prueba de manera específica13. Según parece, se consideran evidentes. En suma, la suficiencia y la necesidad de la regulación propuesta dependen sustancialmente de las suposiciones del propio programa sobre la naturaleza y la significación paradigmática de la discusión crítica en el ancho campo de la argumentación. 2.2.2. Las propuestas de Walton Podría decirse que el canadiense Douglas N. Walton representa, casi por sí solo, la segunda empresa productora de libros y artículos sobre argumentación, solo superada por la pragmadialéctica en su conjunto. El campo de las falacias ha sido precisamente un terreno en el que ha trabajado desde un principio y al que nunca ha dejado de volver de cuando en cuando. Le ha dedicado hasta ahora doce libros monográficos, varios artículos y abundan las referencias a este tema en otras publicaciones14. Parece útil y no muy desatinado distinguir tres etapas o momentos del desarrollo de su investigación y estudio de las falacias. Siguiendo una convención habitual las marcaré con subíndices numéricos, de modo que, en principio y en términos muy sumarios, nos encontraremos con un Walton1 interesado en las aplicaciones de la Lógica al análisis de tipos de falacias, un Walton2 que adopta unas nuevas bases pragmáticas, quizás a partir del creciente influjo de la pragmadialéctica, y un Walton3 que alcanza la madurez de esta orientación con la propuesta de esquemas argumentativos presuntivos y la consideración de patrones dialógicos de argumentación rebatible. Veamos. Walton1. Esta fase viene a cubrir los años setenta y ochenta, con muestras como Woods y Walton (1982) o Walton (1987), y recopilaciones de ensayos y trabajos como Woods y Walton (1989). Se caracteriza por la elaboración de una especie de lógica y dialéctica de la argumentación informal como una lógica aplicada a estudios sectoriales, es decir, como un estudio de estructuras o «formas» lógicas subyacentes en determinados tipos clásicos de falacias. Así, comprende aplicaciones de la lógica inductiva al análisis de falacias secundum quid o post hoc ergo propter hoc; o de la lógica del razonamiento plausible al argumentum ad verecundiam; o de la lógica de relaciones a la ignorantia elenchi; o de otras varias lógicas (modal, doxástica, epistémica, etc.). Dos problemas de este 13. Como ya hemos visto en el capítulo anterior, lo que el programa ha empezado a poner a prueba es el reconocimiento y la aceptación de ciertas reglas entre diversos grupos de sujetos experimentales. Véase Eemeren, Garssen y Meuffels (2009). 14. Véase Tindale y Reed (2011: 9).
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planteamiento son: 1) el estatuto algo incierto de las aplicaciones y proyecciones informales del análisis lógico «formal» o estructural; 2) la dificultad de proporcionar coherencia y cohesión teórica a los diversos procedimientos empleados y los distintos casos examinados. Tal vez por estos motivos de insatisfacción o quizás por otros más atentos al auge de la pragmática, lo cierto es que Walton a finales de los años ochenta abandona este programa de análisis y con él a su compañero de viaje, Woods, más formalista. Una señal de cambio o, al menos, de transición —pongamos, un Walton1-2— es su Plausible argument in everyday conversation, donde empieza a cobrar relieve la determinación contextual y dialógica del carácter falaz de un argumento15. Walton2. Se trata de una fase de construcción de una teoría pragmática de la falacia, cuya muestra más representativa es Walton (1995). La construcción se asienta en la asunción normativa del consabido principio de cooperación de Grice y sus máximas conversacionales. A esta luz, una falacia puede verse como una intervención en el curso de una conversación que se supone que es un argumento aducido como una contribución al propósito de la conversación en su línea discursiva, pero que en realidad interfiere o bloquea dicho propósito. Por otra parte, estas intervenciones discursivas tienen lugar en el contexto de un diálogo, diálogo que no ha de limitarse a ser una discusión crítica —según daba en suponer el programa pragmadialéctico—, sino que puede pertenecer a otros tipos, como la negociación, la deliberación, la investigación o la simple querella, y puede, por consiguiente, atenerse a otras regulaciones específicas. En este sentido, la idea primordial de falacia deja de referirse a la violación de una regla y remite más bien al desplazamiento ilegítimo, por lo regular subrepticio, de un tipo de diálogo a otro. Otro aspecto importante del giro pragmático es el cambio del anterior foco de atención que se centraba en unas presuntas estructuras subyacentes, lógicas o dialécticas, en favor de un nuevo interés por los esquemas argumentativos. En esta perspectiva, el análisis de las falacias se hace cargo de dos tareas principales: i) la identificación de las falacias como casos o «instancias» de aplicación de determinados patrones de argumentos o esquemas argumentativos; ii) la detección y corrección de un mal uso o abuso del esquema en cuestión, generalmente debido a un desplazamiento ilícito de un tipo de diálogo a otro. La perspectiva pragmática también permite dibujar un perfil relativamente preciso de falacia. Según A pragmatic theory (1995: 237-238), sus rasgos básicos vienen a ser los siguientes. Una falacia 15. Véase Walton (1992, 1995). Cf. la lúcida reseña de R. J. Johnson en Argumentation 12/1 (1998), pp. 115-123; pero ya anteriormente había revisado los pasos de Walton en la nueva dirección Tindale (1997). Revisiones más recientes pueden verse en la parte II, «Schemes and Fallacies», de Reed y Tindale (eds.) (2011: 101-185).
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1) consiste en un fallo, lapsus o error sujeto a crítica, corrección o refutación; 2) tiene lugar en lo que se supone que es un argumento; 3) está asociada a un engaño o ilusión; 4) constituye una violación de una o más máximas del diálogo razonable o se desvía de los procedimientos aceptables en este tipo de diálogo; 5) es un caso de un tipo fundamental y sistemático de técnica erróneamente aplicada de argumentación razonable; 6) es una violación seria, frente a un error, un despiste o un fallo ocasional. Tales serían los aspectos que una teoría debería cubrir o, al menos, disponerse a atender para ser una teoría satisfactoria de la falacia. Ahora bien, como reconoce el propio Walton, no todos los casos conocidos de falacias cumplen todas y cada una de estas condiciones; por ejemplo, la falacia de presuposición o pregunta múltiple parece no avenirse a (2) en la medida en que la actividad lingüística de preguntar difiere de la actividad discursiva de argüir o argumentar. Al margen de estas puntualizaciones —de las que no dejará de hacerse cargo luego el propio Walton al corregir la condición (2) en el sentido de incluir no solo argumentos, sino estrategias argumentativas y movimientos en un contexto dialógico—, la teoría pragmática nos proporciona, en fin, una definición congruente de falacia que, a tenor de Walton (2011), reza: Una falacia es un argumento, un patrón de argumentación o algo que trata de ser un argumento, que incumple algún criterio de corrección dentro de un contexto conversacional pero que, por diversos motivos, tiene una apariencia de corrección en ese contexto y supone un serio obstáculo para la realización del objetivo del diálogo (380).
Walton3. En los últimos años, Walton ha ido desarrollando estas ideas bajo una reconsideración de los esquemas argumentativos como formas de argumentación rebatible y sujeta a evaluación por su capacidad de cumplimiento o de respuesta a las condiciones o cuestiones críticas pertinentes específicamente en su caso. Las muestras más cumplidas son el recién citado ensayo escrito para Synthese (2011) y prepublicado on line en 2009 sobre el razonamiento rebatible y las falacias informales, y un artículo publicado en Informal Logic (2010), en torno a la cuestión de por qué las falacias parecen ser argumentos mejores de lo que son, artículo que trata de dotar a los esquemas argumentativos de una capacidad no solo analítica sino explicativa. 83
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Consideremos, por ejemplo, el esquema de una argumentación que discurre sobre la base del dictamen de un experto. En una versión estándar consta de: — Premisa mayor: E es un experto o una fuente autorizada en el dominio D al que pertenece la proposición P. — Premisa menor: E asegura que la proposición P es verdadera (falsa). — Conclusión: P es verdadera (falsa). Este esquema representa un tipo de argumento rebatible que no se deja reducir o asimilar a una deducción o a una inducción. Más bien se trata de un argumento que puede sostenerse de modo provisional o presuntivo cuando no se cuenta con un conocimiento cierto y cabal al respecto, y mientras no se disponga de pruebas en contra. Pero, en este sentido, no deja de ser rebatible y está expuesto a unas cuestiones críticas (CC) como las siguientes: CC1) Cuestión de competencia: ¿Hasta qué punto es fiable E como fuente experta? CC2) Cuestión de dominio: ¿Es efectivamente E un experto en el dominio D? CC3) Cuestión de dictamen: ¿Lo que asegura E implica P? CC4) Cuestión de crédito: ¿Es E una fuente digna personalmente de crédito? CC5) Cuestión de consistencia: ¿Es P consistente con lo que afirman otros expertos? CC6) Cuestión de pruebas: ¿Se funda P en la evidencia disponible? Dados estos supuestos, el argumento que discurre sobre la base del dictamen de un experto puede tener usos razonables y usos o abusos falaces. Usos razonables en la medida en que representa un proceder tentativo y rebatible que, de momento al menos, responde satisfactoriamente a las cuestiones críticas que suscita. Pero, por el contrario, también puede admitir usos o abusos falaces en la medida en que eluda estas cuestiones o no las responda del modo debido, sino que se precipite en un vértigo de autosuficiencia y autoritarismo. Cabe generalizar esta observación en el sentido de que una de las raíces principales de la argumentación falaz reside en el mal entendimiento o en el mal uso de la premisa mayor, premisa que debe tomarse como un aserto o una regla no incondicional, cerrada y categórica, sino abierta a excepciones y pendiente de nueva o mejor información, de modo que el argumento resulte rebatible16 y su 16. Sobre esta noción puede verse la entrada «Rebatible, argumento» en Vega y Olmos (eds.) (22012: 511-513).
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proponente, inicialmente comprometido con la conclusión, pueda retractarse de ella llegado el caso. Claro está que, por otro lado, también hay falacias consistentes en maniobras que resultan falaces en un diálogo no a causa de una falta de razonabilidad inherente al argumento, sino debido al modo como se emplean en una secuencia de movimientos para tratar de impedir al interlocutor poner en cuestión la tesis asumida o siquiera continuar el diálogo. De ahí se desprende la doble dimensión que puede adquirir el carácter falaz de un argumento: una dimensión más bien inferencial, por incumplimiento de alguna condición crítica del esquema argumentativo correspondiente, y una dimensión dialéctica, por interferencia o por bloqueo de la respuesta del interlocutor o de la parte contraria. El resultado es una nueva definición pragmática de falacia que trata de ser más comprensiva y precisa que la avanzada en 1995 —véase la definición recogida en Walton (2011: 380), antes citada—. De acuerdo con la versión revisada, una falacia es: i) un argumento, ii) que con frecuencia consiste en una aplicación de un esquema argumentativo rebatible, iii) que es razonable pero que está empleado erróneamente y iv) no se atiene al estándar de prueba correspondiente al diálogo en que se supone que el argumentador está participando, v) aunque bien puede parecer correcto, en dicho contexto de diálogo, y vi) su comisión opone un serio obstáculo a la consecución del objetivo del diálogo (2011: 405). Sin embargo, el papel de los esquemas de argumentación rebatible cobra especial importancia como contribución teórica al estudio de las falacias si se repara en dos de sus proyecciones, una con pretensiones analíticas y la otra con pretensiones explicativas, relativamente singulares dentro del estado actual de dicho estudio. La primera consiste en la detección de nuevos tipos de intervenciones o movimientos falaces, que podrían pasar inadvertidos fuera del contexto dialógico de aplicación de los esquemas argumentativos. Cabe mencionar en este sentido los tres siguientes: a) la retractación o anulación ilícita de un compromiso; b) el blindaje o el encastillamiento frente a la rebatibilidad o la exposición a las cuestiones críticas correspondientes; c) la reversión ilegítima de la carga de la prueba, un punto sumamente sensible y complicado del discurso presuntivo, en general, y de las secuencias dialógicas de argumentos presuntivos en particular. La segunda proyección tiene que ver con la búsqueda de una explicación de las apariencias que dan a las falacias visos de ser argumentos mejores de lo que son. El camino seguido en esta búsqueda discurre a través de los procedimientos llamados «heurísticos» en psicología y ciencias cognitivas hasta venir a dar en una especie de «paraesquemas» falaces asociados a los esquemas argumentativos, según se muestra y detalla en Walton (2010). 85
PROBLEMAS Y PERSPECTIVAS DEL ESTUDIO ACTUAL DE LAS FALACIAS
Los heurísticos son procedimientos empíricos y más o menos expeditivos de solución de problemas en condiciones subóptimas de procesamiento de la información disponible, como las determinadas por la escasez de tiempo, la complejidad del asunto o la competencia del propio agente. En un proceder heurístico, la eficiencia prima sobre la calidad o corrección de la respuesta, de modo que este tipo de atajo o de recurso puede conducir bien a aciertos, bien a errores o sesgos. A su vez, un paraesquema consiste en una representación de la estructura de un heurístico discursivo como una forma rápida e irreflexiva de inferencia que salta de modo más o menos inmediato a la conclusión y suele usarse comúnmente para tomar decisiones en situaciones precarias e imperiosas. Por ejemplo, en la línea del esquema argumentativo que discurre sobre la base de la opinión o del dictamen de un experto, nos encontramos con el heurístico: «Si es la opinión de un experto, atente a ella»17. El paraesquema correspondiente discurre así: X es un experto, X asegura que P —heurístico (si es la opinión de un experto, atente a ella)—; así que P es cierto.
El paraesquema sustituye la conexión inferencial plausible y rebatible del esquema (si E es un experto y asegura que P, entonces normalmente P es verdadera o al menos, en principio, digna de crédito) por el heurístico, e ignora por añadidura las condiciones críticas pertinentes tanto en lo que se refiere a las asunciones o supuestos acerca de la calidad y significación del juicio de E como en lo que se refiere a la ausencia de circunstancias que motiven la revisión de esa presunta inferencia (p. ej., el hecho de que E no sea una persona a la que se considere digna de confianza, o el hecho de que P sea inconsistente con lo que otros expertos en el mismo dominio aseguran sobre el particular). Según esto, «cada paraesquema discurre asociado a un esquema de fondo como un doble fantasmal. Entra en juego para explicar la relación entre un argumento razonable que se ajusta al esquema argumentativo y un argumento del mismo tipo empleado de modo que resulta falaz» (Walton, 2010: 160‑161)18. Esta explicación se pretende conseguir mediante la conexión entre la noción lógica de esquema y la psicológica o cognitiva de heurístico: 17. Otros heurísticos discursivos eficientes en otros contextos podrían ser: «Si no hay razón para considerar P falsa, acéptala como verdadera», «Si algo es temible (deseable), evita (haz) lo que lo provoca». 18. Ahora bien, no es preciso que el argumentador tenga el paraesquema en mente. Se trata de un concepto metódico etic, del observador o analista, no de un concepto emic o del agente discursivo mismo.
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el paraesquema muestra, por un lado, que el argumento es falaz, pero, por otro lado y gracias a la mediación del heurístico, ayuda a comprender por qué el argumento parece mejor de lo que es en la medida en que el proceder heurístico es un modo natural e irreflexivo de pensamiento eficiente. Un heurístico es un recurso que puede ser sumamente útil, aunque no constituya la solución óptima, y en ocasiones puede resultar un medio inevitable para salir del apuro; mientras que, por otra parte, no constituye de suyo un procedimiento falaz o ilegítimo. Esta propuesta pragmática de Walton3, con su mayor complejidad y poder de sugerencia, supone un considerable avance sobre las anteriores de Walton1 o Walton2, pero no deja de tener un flanco abierto a ciertos apuntes críticos. Me limitaré a mencionar los tres puntos siguientes. 1) Para empezar, el planteamiento explicativo envuelve algunas limitaciones: solo alcanza a los casos que se prestan a una reconstrucción en términos de esquemas argumentativos, de modo que parecen quedar fuera ciertas falacias clásicas, como las de ambigüedad, petición de principio, cuestión múltiple —punto reconocido por el propio Walton (2010: 175)—. 2) En segundo lugar, está la discutible apelación a unos paraesquemas. ¿Por qué hay que postular un doble falaz de un esquema argumentativo en lugar de referirse a un mal uso que pasa o se quiere hacer pasar por bueno? ¿Por qué dar a la tergiversación o al uso impropio de un esquema la entidad de un esquema parejo? ¿Se debe a una secreta o tácita inspiración en los patrones falaces de afirmación del consecuente o negación del antecedente vs. los paralelos formales del Modus ponens o del Modus tollens? Pero en este caso sí habría duplicidad de esquemas, inválidos vs. válidos, mientras que en el otro caso no: estamos ante «un doble fantasmal», confiesa Walton (2010: 160). 3) Y por último, se nota la ausencia de referencias psicológicas o filosóficas a la racionalidad o la razonabilidad o, al menos, a una base o cobertura de las referencias a heurísticos y de las explicaciones de tipo generativo, punto que no se declara ni se examina. Es decir, se echa en falta alguna suerte de complemento teórico en este sentido, como el que podría proporcionar una orientación cognitiva naturalista, p. ej., en los términos explicativos de la teoría del equipamiento de supervivencia racional (rational survival kit) que ahora ha venido a sostener precisamente su antiguo compañero de aventuras, John Woods (2003). Podría ser interesante esta especie de reencuentro entre ambos pioneros del estudio de las falacias, ya en terrenos propios o aledaños de la racionalidad práctica, después de la divergencia inicial entre la orientación más bien lógica de Woods y la decididamente pragmática de Walton. 87
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Pues bien, aprovechemos este nuevo derrotero para explorar a través de Woods y siquiera por encima las perspectivas explicativas abiertas en una orientación cognitiva naturalista sobre las falacias. 2.2.3. L a propuesta de Woods como muestra de una orientación cognitiva naturalista Recordemos las dos tradiciones históricas apuntadas en el apartado 1 de este mismo capítulo, la tradición discursiva y la cognitiva. En esta segunda, las falacias consisten ante todo en determinados tipos de proceder que tienden a producir errores cognitivo-discursivos, y demandan no solo una sanción normativa de tales fallos o deficiencias sino cierta explicación de su producción. Como ya sugería, podemos considerar una muestra ejemplar de este planteamiento a través de las ideas avanzadas por John Woods en contribuciones relativamente recientes de los años 2003-200519. Estas ideas se concretan en una propuesta que, para empezar, descansa en tres supuestos: 1) Una falacia es paradigmáticamente una ejecución deficiente o fallida, desde un punto de vista discursivo-normativo, a cargo de un agente provisto de razón. 2) En consecuencia, su consideración remite a un agente que tiene a su disposición ciertos recursos de acción (agency) razonable, tanto cognitiva como estratégica, frente a las demandas de una situación. Esta disponibilidad permite una ordenación de tipos de capacidad de acción, entre el nivel máximo que podrían representar bien un modelo teórico idealizado de actuación, bien una comunidad institucional, y el nivel mínimo y real de la disponibilidad limitada e imperfecta, representada por la capacidad de acción práctica de un individuo. Así pues, cabe estimar que la realización de una determinada tarea cognitiva puede resultar más o menos cumplida o adecuada según el nivel de disposición y de adecuación correspondiente. De modo que, por un lado, viene a ser una respuesta satisfactoria con arreglo a los precarios recursos que están a disposición del individuo en la situación dada, mientras que, por otro, puede no serlo con arreglo a un estándar de prueba más exigente o a los recursos metódicos e institucionales disponibles para una comunidad profesional o especializada. 3) En todo caso, cualquier evaluación o consideración normativa se rige por el principio de que deber implica poder. Por consiguiente, ningún agente cognitivo puede ser censurado por realizar mal una tarea para
19. Véase el ya citado Woods (2003), así como Woods (2004, 2005).
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la que no esté capacitado o no se encuentra en condiciones de hacer bien. Los errores o fallos producidos en tales condiciones no son falaces. Para serlo han de tratarse de tareas que i) pueden ejecutarse, y ii) deben hacerse bien o mejor que como se han hecho —en atención a diversos parámetros como fines, medios, competencia propia, recursos disponibles, etc.—. También podemos situar este supuesto en el marco de la idea de competencia que sugiere Turner (2003). Ser competente para la tarea X es poseer las habilidades y destrezas que permiten hacer X; pero esto además supone detectar y corregir errores de ejecución, repetir y mejorar aciertos, aprender en ambos casos de lo hecho por uno mismo y por los demás; de modo que ser competente no solo significa saber cómo se hace algo, sino saber cómo se hace bien, así que envuelve el conocimiento de ciertos estándares de evaluación y cobra un carácter normativo. Pues bien, el razonamiento y la argumentación son actividades que se prestan a ejecuciones más o menos afortunadas dentro de nuestro ámbito de competencia discursiva. De estos supuestos se desprenden notables consecuencias tanto para la idea tradicional de falacia, en el sentido de mal proceder discursivo que parece bueno, como para una concepción moderna más compleja. En el primer caso, por ejemplo, cabe apreciar la existencia de argumentos que parecen buenos porque efectivamente lo son con respecto a un determinado nivel de capacidad de acción o de respuesta, pero no son buenos debido a que no cumplen las exigencias de una pauta racional de actuación teórica o práctica. Ahora bien, tienen más importancia las derivaciones de los supuestos para una nueva concepción naturalista de las falacias. Algunas de estas derivaciones se pueden concretar en las siguientes: a) Sobre la noción de falacia. Se trata de una ejecución deficiente o defectuosa, desde el punto de vista discursivo-cognitivo, con la apariencia de que todo está bien. Dicho en términos más explícitos, consiste en un error, fallo o sesgo sistemático —no ocasional— o sintomático —típico—, que parece estar cognitivamente en orden o aparenta proceder discursivamente como es debido. Por otra parte, estos sesgos y fallos constituyen casos o tipos de casos de ejecución deficiente o defectuosa de habilidades racionales que son necesarias para la supervivencia humana (véase Woods�������������������������������������������������������������������� 2004: 15). Por añadidura, en este contexto, conviene distinguir entre [a] una dimensión cognitiva, relacionada con las creencias verdaderas o falsas, que corresponde a la racionalidad teórica y se mueve en el plano de las virtudes intelectuales, y [b] una dimensión estratégica, que se remite al éxito y la supervivencia, corresponde a la racionalidad prudencial o práctica, y se mueve en el plano de las virtudes prácticas. Esta distinción permite, por ejemplo, diferenciar entre los casos falaces de argumentación que discurren en la línea de la generalización precipitada y otros casos no 89
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falaces o aceptables estratégicamente que, a través de generalizaciones de ese tipo, resultan prudentes o preventivos en la práctica20. b) Sobre el tratamiento de las falacias. La consideración tradicional de dos parámetros de la condición falaz: i) parecer un argumento correcto y ii) no serlo en realidad, resulta simplista e inadecuada. Hay que tomar en cuenta otros aspectos como los recogidos en el triplo: , donde C es un agente cognitivo y discursivo, R es un conjunto de recursos cognitivos y T es un conjunto de tareas que C ha de ejecutar en tiempo real y en condiciones determinadas. R incluye como parámetros la información, el tiempo y la capacidad computacional disponibles para C en la situación dada. C, a su vez, es un agente dotado de medios de procesamiento de información y con capacidad para tener creencias, hacer inferencias y tomar decisiones, de modo que puede servirse de razonamientos teóricos o prácticos y atender a demandas de racionalidad teórica o de prudencia y oportunidad estratégicas. Como ya sabemos, los agentes en cuestión pueden ser individuales o institucionales y las capacidades respectivas no pueden ser evaluadas con arreglo a un mismo patrón, pues, por ejemplo, una comunidad científica puede salvar ciertas limitaciones a las que se ve sujeto un miembro de la comunidad. Por otro lado, los individuos actúan normalmente con recursos escasos en situaciones de precariedad, de modo que se ven en la tesitura de servirse de estrategias de compensación como estas: propensión a la generalización precipitada, tendencia a inferencias genéricas, discernimiento de tipos naturales, razonamiento por defecto, tendencia a una economía de creencias y presunciones como la proporcionada por la confianza en los demás, saber hacer o conocimiento práctico inconsciente (véase Woods 2003: 2 ss.). c) Sobre la explicación de las falacias. Los sesgos o errores que se prestan a una calificación y sanción como casos de falacias suelen tener lugar a) dentro de un comportamiento relativamente eficiente y «natural», o más concretamente b) en la utilización de heurísticos o en el recurso a otra suerte de «atajos» discursivo-cognitivos como vías de respuesta inmediata a las demandas de la situación. Bien conocido es, por ejemplo, el heurístico de representatividad estudiado por Tversky y Kahneman en sus investigaciones en psicología del razonamiento, que han hecho popular la figura paradigmática de Linda21. Otro heurístico notable 20. Recordemos una vez más los experimentos de aprendizaje de animales que tras una mala y penosa experiencia con ciertos alimentos de un sabor determinado, rehúyen todos los que tienen el mismo o parecido sabor. Véase García et al. (1972). Cf. la revisión y el planteamiento general de Stitch (1985). 21. Linda es una mujer de 31 años, soltera, franca y brillante. Está titulada en Filosofía. Siendo estudiante, se interesó en cuestiones de discriminación y justicia social, y participó en manifestaciones antinucleares. Supongamos que, con estos antecedentes, su ocupación probable se mueve en el rango de las siguientes: i) es maestra de escuela elemen-
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es el denominado por Gigerenzer (2000) take the best, digamos: «atente a lo mejor». Supone una evaluación y un orden de la significación de las señales o indicaciones disponibles para una conclusión o una decisión (véase Gigerenzer, 2000). Por ejemplo, estamos navegando en el mar sin ver tierra y queremos saber si nos encontramos relativamente cerca de la costa por las señales de que disponemos: pájaros en general, andarríos o lavanderas en particular, objetos que flotan en el agua, etc. Podemos considerar que la señal más determinante de la cercanía de la costa es la presencia de determinados pájaros como los andarríos o lavanderas. Entonces discurrimos así: «Si estuviéramos cerca de la costa, veríamos volar andarríos; vemos efectivamente que vuelan andarríos; así que estamos cerca de la costa». Inferencia que parte de la afirmación del consecuente y envuelve un esquema lógicamente inválido: . Pero, en realidad, nuestro razonamiento responde a la pauta heurística: . Se trata de un recurso propio de una racionalidad acotada por factores como las limitaciones psicológicas de procesamiento de la información (p. ej., tiempo, memoria, competencia), las características del dominio específico de aplicación y el ajuste entre el heurístico empleado y estas características concretas: los fallos de esta «racionalidad ecológica» pueden producir errores y dar lugar a razonamientos o previsiones falaces. Más recientemente, ha empezado a estudiarse la incardinación de los heurísticos y las respuestas rápidas en estructuras psicológicas. Una propuesta en este sentido contempla la existencia de dos tipos de procesamientos, unos también denominados «heurísticos» frente a otros que se califican de «analíticos». Los del primer tipo corresponden a respuestas de ejecución rápida, determinada por el estímulo dado, irreflexiva o independiente de sistemas superiores de control —como los basados en tal; ii) trabaja en una librería y toma clases de yoga; iii) es feminista activa; iv) es trabajadora social en un psiquiátrico; v) es cajera de banco; vi) es feminista y cajera de banco. El experimento pide a los sujetos un orden de probabilidad relativa para los casos (iii), (v) y (vi). Sus respuestas priman esta ordenación: 1) feminista activa, 2) feminista y cajera de banco, 3) cajera de banco, donde (vi) se estima más probable que (v). Experimentos específicos con (v) y (vi) confirmaron luego tal estimación. Este resultado constituye una flagrante violación del cálculo de probabilidades, pues la probabilidad de la conjunción se considera mayor que la de uno de sus miembros . Pero responde de modo natural a la representatividad que, a tenor de la descripción de Linda, tiene en su caso el ser feminista, frente al ser meramente cajera. Véase Tversky y Kahneman (1983: 293-315). Cf. la revisión comprensiva de Hertwig y Gigerenzer (1999).
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la reflexión consciente, en ciertas reglas o en el lenguaje discursivo—, o confiada en estereotipos, mientras que los procesamientos analíticos corresponderían a esos sistemas superiores de control cognitivo y discursivo; véase en particular Evans (2008)22. Siguiendo estas líneas de explicación, podemos encontrarnos con diversas caracterizaciones y motivos de la condición falaz de una respuesta a la demanda planteada, como las siguientes, por ejemplo: • Respuesta inadecuada o fallida por discurrir al límite o fuera del ámbito de las competencias (extrapolación a otros dominios) o por verse afectada por factores motivacionales (intereses, emociones, etc.). Véase Turner (2003). • Ejecución inferior a la debida al tener lugar en condiciones precarias y limitadas de información y memoria, capacidad de procesamiento, tiempo —segúnWoods (2003)—, en suma: al acusar los costes computacionales de la elaboración de la respuesta. • Fallo inducido por la primacía de la eficiencia sobre la calidad en un marco de racionalidad ecológica determinado por el ajuste entre, por un lado, los recursos heurísticos, que habrían de usarse del modo debido, y por otro lado, los dominios específicos de empleo que suponen conocimiento experto; son condicionantes que revelan el caso de la racionalidad limitada o acotada, hoy bastante familiar en estudios de toma de decisiones y en filosofía de la economía. • Actuación racionalmente deficiente, sea debido a unos automatismos propiciados por los procesamientos irreflexivos característicos de ciertos procesos «heurísticos», sea debido a otras circunstancias de limitación cognitiva o de interferencia emotiva. Reparemos en que estas respuestas deficientes o fallidas han de contar con otros rasgos añadidos para ser falaces; sin ir más lejos han de aparentar una corrección o efectividad que no tienen, e inducir por ello a error de juicio o a confusión. Por lo demás, el planteamiento cognitivo naturalista no deja de admitir ciertas proyecciones ulteriores, unas de carácter más bien epistemológico o filosófico, otras de carácter complementario sociocultural. Una muestra de las primeras podría ser la idea lúcida y comprensiva de falibilismo que propone Woods (2005: 445):
22. Los procesos de uno y otro tipo parecen contar con localizaciones propias en la corteza cerebral prefrontal (Goel y Dolan [2003], citados en Norman [2009]). Por otra parte, como ya he sugerido, también es frecuente presentar uno y otro tipo de procesamiento como dos sistemas, véanse Neys (2006) y Kahneman (2012).
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El falibilismo no es simplemente el reconocimiento de que unos seres como nosotros cometemos errores a veces o incluso los cometemos a veces de buena fe. Es más bien la consideración de que a veces los errores se cometen de modo razonable.
Por lo que se refiere a la proyección sociocultural complementaria, podemos caer en la cuenta de que viene propiciada por el entendimiento de las falacias no sobre el telón de fondo de los buenos argumentos, sino sobre el telón de fondo de un modelo de racionalidad teórica o práctica. Ahora bien, estos modelos no dejan de responder a las tradiciones y marcos socioculturales que obran en las comunidades de referencia. Según esto, la identificación y evaluación de ciertos fallos o sesgos falaces responde antes a pautas de reconocimiento y sanción comunitarias que a los dictados de la razón objetiva o abstracta. En general, si consideramos las falacias como violaciones o como incumplimientos de unas normas de racionalidad, en un contexto sociocultural determinado, habremos de tomar en cuenta el modelo o los modelos de racionalidad que obran en dicho contexto, bien entendido que esta contextualización no implica una relativización en la que todo vale o cualquier cosa da igual. 2.3. Hipótesis máximas En este tercer género de hipótesis acerca de la viabilidad de una teoría de las falacias, voy a atenerme a dos tipos de versiones: uno reductivo y otro unificador. Como muestra del primer caso contamos con el programa de reducir las falacias al caso único de la falacia de equivocidad o ambigüedad, por ejemplo, en la línea seguida por Galeno o Feijoo y, en nuestros días, por Lawrence H. Powers (1995)23. Como muestra del segundo tipo, con una versión que no trata de reducir sino de unificar el tratamiento de las falacias por referencia al caso paradigmático de la petición de principio, avanzada por Polycarp Ikuenobe. No voy a considerar versiones triviales como la que postula una reducción al caso de non sequitur sobre la suposición tácita o expresa de que toda falacia tiene una estructura deductiva lógica o, cuando menos, implica un error o un fallo inferencial que invalida el argumento, suposición que a estas alturas y a todas luces no es de recibo. 2.3.1. La propuesta reductiva de Lawrence H. Powers Adopta de entrada una perspectiva epistémica: considera que la argumentación es un discurso dirigido a dar razones de una proposición o 23. Los casos de Galeno y Feijoo se tratan más abajo en las notas y textos históricos de la Parte II.
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justificar un alegato. Además acaricia la idea de que en el argumento falaz concurren un aspecto negativo, es decir, algún vicio o incapacitación, y un aspecto positivo, es decir, alguna virtud o capacidad. De una parte, una falacia da en el vicio de incumplir algún criterio o condición de adecuación a sus pretensiones justificativas, o en el de no constituir una razón auténtica. Mientras que, de otra parte, tiene la virtud de aparentar lo que no es, una justificación cabal, y con ella la capacidad de inducir a engaño. En todo caso, Powers propone la que denomina «teoría de la falacia única» (Powers, 2005: 287), que radica en la ambigüedad. Pero lo cierto es que la propuesta no envuelve una teoría, sino que más bien descansa en una concepción de falacia y en algunas aplicaciones selectivas. De acuerdo con esa concepción, una falacia consiste en un fallo en el proceso de argumentación o en un error en el procedimiento de prueba, producido por servirse de equívocos o jugar con la ambigüedad. Gracias a ella, el argumento malo o inválido puede aparentar la calidad o validez de la que en realidad carece: un argumento clara y descaradamente inválido no sería una falacia. Por lo demás, la ambigüedad puede residir en la estructura gramatical o en los términos léxicos o en ambos componentes del argumento falaz. No han faltado, desde luego, críticas a esta «teoría», que el propio Powers —aunque trata de apoyarla en la autoridad fundacional de las Refutaciones sofísticas de Aristóteles— califica de «controvertida». Baste mencionar dos de Ikuenobe para que todo quede en casa de la hipótesis máxima: 1) A propósito de las falacias, no cabe hablar de ninguna virtud sino, si acaso, de vicio positivo: el de amenazar y atentar efectivamente contra el propósito de prueba distintivo de la argumentación. 2) Las falacias tienen una dimensión primordialmente cognitiva y no pueden reducirse a la dimensión lingüística en que hacen pensar los errores o las confusiones debidas a la ambigüedad. 2.3.2. La propuesta unificadora de Polycarp Ikuenobe Como he adelantado, ahora ya no se trata de reducir las falacias a una falacia única, sino de unificar su tratamiento en atención a un paradigma de prueba falaz como el representado por la petición de principio. Ikuenobe también asume un planteamiento epistémico en razón de los propósitos que atribuye a la argumentación, a saber: uno primero y primordial, el intento de proporcionar una prueba adecuada en orden a otro, segundo y secundario, la intención de persuadir a alguien de que acepte determinada proposición (2004: 200). Propone un principio o una directriz unificadora que se pretende plausible y no reductiva: considerar las falacias como fallos o errores en el método de justificación que 94
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impiden aportar las razones o evidencias pertinentes para satisfacer la demanda de una prueba adecuada. Siguiendo esta línea, las falacias vienen a consistir en dos pasos solidarios: i) aducir una prueba inadecuada; ii) disfrazarla sistemáticamente como si fuera adecuada o crear la ilusión de que lo es, mediante el recurso a creencias o proposiciones que necesitarían estar probadas o verse reconocidas pero no lo están. Según esto, la petición de principio constituye la falacia paradigmática para entender a) las diferentes modalidades de inadecuación de la prueba, p. ej., la de asumir un supuesto que en realidad no es admitido o se halla en discusión, o la de pasarlo por alto o ignorarlo; b) los diversos modos de disfrazar la falsa prueba para hacerla pasar por adecuada y efectiva. Toda falacia descansa en la asunción ilegítima de algún punto controvertido como una base de prueba (2004: 204); en consecuencia, toda falacia envuelve alguna suerte de petición de principio. Esta consideración, sostiene Ikuenobe, permitirá unificar de modo relativamente comprensivo e integrador la pluralidad y diversidad de las falacias sin tratar de reducir a una variante o a una causa única sus efectos deletéreos sobre el discurso argumentativo. También en este caso conviene ser breve y contentarse con la mención de un problema: si la posición reductiva de Powers adolecía de privilegiar una determinada dimensión de la argumentación falaz, su constitución lingüística, la postura unificadora de Ikuenobe no deja de primar asimismo una perspectiva determinada sobre la argumentación en general, la perspectiva epistémica congruente con sus pretensiones de prueba, sin prestar la atención debida a otras perspectivas, dialécticas o retóricas, por ejemplo, más acordes con otros propósitos y usos del discurso argumentativo. En ambos casos, el precio que pagar por un mayor o más ambicioso compromiso de sistematización teórica es un recorte de las perspectivas analíticas sobre el terreno y una limitación de ese mismo terreno práctico de los usos de la argumentación como acción e interacción discursiva. Pero no parece que nuestros problemas teóricos acerca de las falacias se vayan a solucionar, en absoluto, con estos tipos de dieta.
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3 LAS FALACIAS A TRAVÉS DEL ESPEJO DE LA TEORÍA DE LA ARGUMENTACIÓN Through the Looking Glass and what Alice found there Lewis Carroll (1871)
Para empezar, no estará de más recordar tres cosas ya señaladas en páginas anteriores. La primera es que aún no existe una teoría de la argumentación en el sentido de teoría como cuerpo establecido y sistemático de conocimientos al respecto; la denominación más bien designa un campo de estudios, por más señas interdisciplinarios1. Las otras dos tienen que ver con la idea de falacia. Recordemos que nuestro término falacia proviene etimológicamente del latino fallo, que cuenta con dos acepciones principales: 1) engañar o inducir a error; 2) fallar, incumplir, defraudar. Siguiendo ambas líneas de significado, entendemos por falaz el discurso que pasa, o se quiere hacer pasar, por una buena argumentación —al menos, por mejor de lo que es—, y en esa medida se presta o induce a error, pues en realidad se trata de un pseudoargumento o de una argumentación fallida o fraudulenta. El fraude no solo consiste en frustrar las expectativas generadas en el marco argumentativo, sino que además puede responder a una intención o una estrategia deliberadamente engañosa. En todo caso, representa una quiebra o un abuso de la confianza discursiva, comunicativa y cognitiva sobre la que descansan nuestras prácticas argumentativas. A estos rasgos básicos o primordiales, las falacias conocidas suelen añadir otros característicos: en particular, su empleo extendido o frecuente, su poder tentador y su uso táctico como recursos capciosos de persuasión o inducción de creencias y actitudes en el destinatario del discurso. De todo ello se desprende la ejemplaridad que se atribuye a la detección, análisis y resolución crítica de las falacias, así como la urgencia de su comprensión conceptual y explicación teórica. 1. Véase el panorama trazado en la entrada «Argumentación, teoría de la» en Vega y Olmos (eds.) (22012: 55-66).
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Pero la consideración de las falacias también puede suministrarnos hoy, más allá de sus servicios y sus demandas específicas, noticias y sugerencias de interés en la perspectiva de una teoría general de la argumentación —«el saber que buscamos», cabe decir parafraseando a Aristóteles (Metafísica, 982a4)—. Pues bien, este papel de síntoma y de reflejo del estado del campo de la argumentación será el que primordialmente nos interesará aquí para redondear esta parte primera dedicada a la teorización sobre la argumentación falaz. Dado que el tratamiento estándar o, mejor se diría, escolar sigue más o menos vigente e impenitente en nuestros días, iniciaré esta revisión con el examen crítico de alguna de sus presunciones, como la existencia de falacias formales. Aparte de su pervivencia rutinaria, no deja de ser una tradición digna de consideración en la medida en que ha alentado buena parte de los prejuicios establecidos sobre las falacias. Luego presentaré un cuadro panorámico del estado actual del campo de la argumentación sobre la base de una infraestructura pragmática, en parte sugerida más arriba en el cap. 1, § 2.3, y a la luz de las tres perspectivas clásicas: lógica, dialéctica y retórica, a la que se ha venido a añadir modernamente, en especial desde los años ochenta, una cuarta perspectiva socioinstitucional. A través de este juego de espejos encontraremos nuevas luces e indicaciones para reorientar el estudio de las falacias en la línea de los desarrollos conceptuales y críticos en curso, dentro del campo de la argumentación. 1. Las ideas tradicionales sobre la argumentación falaz
1.1. El llamado «tratamiento estándar» Comencemos recordando una tradición escolar de trato con las falacias que recibe desde el influyente Hamblin (2004 [1970]) la denominación de «tratamiento estándar». Según Hamblin se cifra en esta definición: «Un argumento falaz es un argumento que parece válido pero no lo es» (2004: 12)2. Conforme a esta noción —desprendida, se supone, de la idea de refutación sofística de Aristóteles3—, las falacias tienen tres características básicas: son 1) argumentos que 2) aparentan ser válidos, pero 2. Puede que este planteamiento no tenga la implantación y la solera que le atribuye Hamblin. Según Hans V. Hansen la tradición dominante tendería más bien a ver la falacia como un argumento que, en general, aparenta ser mejor de lo que es (Hansen, 2002). 3. Dice Aristóteles en su presentación de Sobre las refutaciones sofísticas: «Es obvio que unos silogismos lo son realmente mientras que otros, aunque no lo sean, lo parecen» (164a22-23). Este parecer sin ser puede deberse a cierta semejanza (164a25) o a una falsa impresión producto de la inexperiencia (164b29).
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3) no lo son en realidad. Esta caracterización se ha visto descalificada en varios puntos y por diversos motivos. Las condiciones de validez, por ejemplo, solo se aplican de modo preciso a la validación lógica —formal o semántica— de argumentos deductivos, así que el mundo posible de las falacias resultaría demasiado amplio al acoger cualquier argumento no convalidable lógicamente —es decir, la mayoría de nuestras argumentaciones efectivas en el discurso común—; o, por el contrario, resultaría demasiado restrictivo al atenerse únicamente a unas apariencias de deducción. Pero ha sido justamente la remisión a unas falsas apariencias, al aparentar lo que no es, el punto que ha suscitado más discusión. Una cuestión que cabría plantearse es la extensión o el alcance presupuestos: podemos pensar no solo en el argumento que pasa por válido sin serlo, sino en lo que parece ser un argumento pero no lo es. Admitiendo este caso límite incluiríamos entre las falacias los discursos falsamente argumentativos y nos toparíamos con el problema inicial de discernir las actividades verdaderamente argumentativas de las que no lo son. Para empezar, las falacias son acciones o interacciones discursivas, de modo que no toda maniobra que bloquee o eluda la comunicación en el marco de una discusión será falaz: no es una falacia de evasión de la carga de prueba el hecho de poner la música a todo volumen y volver la espalda a quien nos pide que justifiquemos nuestra posición. Pero hay interacciones discursivas que pueden ser argumentativas o no según su versión y su uso contextual: asaltar a un viandante con la frase «¡La bolsa o la vida!» no es una falacia intimidatoria (ad baculum), no es un argumento, sino lisa y llanamente un asalto o una intimidación; mientras que su versión en los términos: «Si no me da la cartera, le pego un tiro en la sien. Claro que usted es muy dueño de proceder como quiera. Pero yo le aconsejaría que eligiera bien. Así que, ¡usted mismo!», podría considerarse un argumento coercitivo o intimidatorio con visos falaces de advertencia. No faltan otros casos problemáticos: recordemos, por ejemplo, las maniobras de distracción y dilación encaminadas a diferir la adopción de una medida o una resolución parlamentaria que Bentham, en su ensayo pionero de 1824 (véase más abajo Parte II, Texto 6), incluía entre las falacias políticas; son sustancialmente estratagemas discursivas y desde luego, al margen de su conformidad con el reglamento de la Cámara, no cabe duda de su incorrección en la perspectiva del buen curso y buen fin de una deliberación, pero no por ello calificaríamos de falaz cualquier muestra de filibusterismo político en general. En suma, el argumentar genuino, frente al que aparenta serlo pero no lo es en realidad, consiste en el uso discursivo del lenguaje con unas pretensiones distintivas como las de justificar algo ante alguien o convencer de algo a alguien o, mejor, ambas cosas a la vez: lograr el asentimiento de alguien a lo que proponemos por las razones que aducimos al respecto. 99
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Sin embargo, como ya adelantaba, es la referencia misma al «parecer lo que no es», a la falsa apariencia, la que ha sido objeto de mayor atención y discusión. Unos la repudian por suponer una injerencia psicológica en la idea de argumento falaz; hay quienes la diluyen en el aura sociológica del uso notorio y del eco popular de ciertas pautas falaces de inferencia o de argumentación; mientras que otros la mantienen con el fin de explicar el éxito suasorio de las falacias, su capacidad de inducir a la confusión o al error, o como referencia al contexto y a los destinatarios de la argumentación. Pero la apelación a las apariencias no bastaría para explicar el poder de seducción de la argumentación falaz, pues en ocasiones sería ese mismo «aparentar lo que no es» lo que precisaría definición y explicación. Quizá por eso algunos se vuelven hacia sus causas. Hay quienes buscan motivos más bien internos como la semejanza estructural con pautas de inferencia acreditadas, o la afinidad con ciertos estereotipos de pensamiento o de razonamiento o, incluso, la capacidad de generar presunciones infundadas o creencias poco fiables. Hay quienes se atienen en cambio a otros motivos externos de la falsa apariencia, como la simulación o la falsificación deliberada. En todo caso, por más interno que sea el punto de partida (una estructura lógica, un patrón epistémico, etc.), el punto de llegada ha de ser una interacción pragmática en un contexto en el que un discurso con pretensiones argumentativas pasa, o trata de hacerse pasar ante alguien, por lo que no es. 1.2. ¿Hay falacias formales? Otro punto discutible e instructivo de la tradición escolar es la distinción entre falacias formales y materiales. Está ligado en cierto modo al anterior —entre quienes ven una fuente de confusión falaz en la semejanza con una estructura lógica o con un patrón de deducción—, y tiene incidencia sobre la discusión del papel de la lógica formal en el ámbito de las falacias en particular y de la argumentación en general. Serían formales las falacias detectables por su propia forma o estructura lógica (p. ej., unos argumentos que pasan por concluyentes pero descansan en una inferencia ilegítima o en el uso erróneo de los operadores lógicos). Serían materiales, en cambio, las diagnosticables por vicios del contenido o la materia tratada, más allá o al margen de la forma (p. ej., las falacias fundadas en unas premisas falsas o irrelevantes para la conclusión pretendida o las que procuran sacudirse de encima la carga de la prueba de la conclusión en juego). Puede ser ilustrativo el planteamiento de la que llamaré «escuela de Buffalo»4. Parte de la consideración de dos planos: uno óntico-semán 4. Procede de John Corcoran y de quienes han estudiado Lógica con él en la Universidad de Buffalo, Nueva York. Véase Corcoran (1989); Sagüillo (2000); Boger (2003).
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tico, el otro epistémico. En el primero nos encontramos con la idea de argumento como sistema bipartito compuesto por un conjunto de proposiciones (premisas) y una proposición (conclusión). Un argumento es válido si media una relación de consecuencia entre sus contenidos semánticos de tal manera que la información dada en la conclusión se halla contenida en la existente en las premisas; en otro caso, es inválido. Es un dominio gobernado por el principio fuerte de la forma (lógica): dos argumentos de la misma forma son ambos válidos o ambos inválidos (véase más arriba, cap. 2, § 2.1.1). Asimismo, en el plano epistémico, la idea primera es la de argumentación como sistema tripartito compuesto por un conjunto de premisas, una conclusión y una cadena de razonamiento entre ellas. Este plano comporta —al menos implícitamente— un sujeto que razona y es un dominio regido por un principio de cogencia (cogency) o de coerción lógico-epistémica5: Dos argumentaciones de la misma forma son cogentes ambas (ambas tienen encadenamientos concluyentes) o no es cogente ninguna de las dos. Otra idea importante en este contexto es la de deducción. Una deducción es una argumentación cuya cadena de razonamiento muestra o hace evidente para un sujeto epistémico que la conclusión se sigue lógicamente de las premisas; así pues, el término ‘deducción’ solo se aplica a éxitos lógico-cognitivos, no a fracasos, y no cabe hablar de una deducción «fallida» o «errónea», calificativos reservados, por ejemplo, para las pruebas falaces. El principio pertinente reza: Toda argumentación de la misma forma que una deducción constituye a su vez una deducción. La tercera idea relevante en este plano epistémico es la de prueba. Una prueba es una deducción cuyas premisas se reconocen o asumen como verdaderas, referencia que introduce en la prueba componentes no formales (p. ej., conjeturas, datos o, en suma, proposiciones o contenidos «materiales»), de donde se deriva un corolario divergente de los principios anteriores, el corolario C1: No toda argumentación de la misma forma que una prueba constituye a su vez una prueba. Una deducción de la proposición P cuyas premisas consideradas en un principio verdaderas han resultado ser al cabo del tiempo falsas, no constituye una prueba de P. Por ejemplo, una deducción de la tesis «La Tierra está inmóvil» a partir de premisas como «La Tierra ocupa el centro de la esfera cósmica» no es una prueba efectiva de la inmovilidad de la Tierra, aunque en tiempos pasara por tal (en razón de que, estando en el centro, la Tierra se mantiene equidistante de todos los puntos de la superficie esférica). Por lo que concierne a las falacias, se considera falaz toda argumentación pretendidamente deductiva que discurra a partir de las premisas 5. Una buena ilustración de la idea de cogencia podría ser la expresada por Wittgenstein en los términos: «Sigo una demostración y digo: ‘Sí, así tiene que ser’» (1978: § 30, 136).
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de un argumento inválido y, por ende, a través de una cadena de razonamiento no concluyente. Serán entonces falaces las pruebas que resulten fallidas al no cumplirse, sin ir más lejos, sus pretensiones deductivas. Así pues, se supone que la invalidez lógica de un argumento es una condición suficiente para determinar el carácter falaz de la argumentación correspondiente. Pero no es una condición necesaria en la medida en que pueden concurrir otros errores o faltas relativas a los componentes no formales de las pruebas, como la falsedad de alguna de sus premisas —conforme al ejemplo anterior—. Ahora bien, del corolario C1 se desprende otro corolario C2: No toda argumentación de la misma forma que una prueba fallida constituye a su vez una prueba fallida. Así que, a la luz de las consideraciones precedentes, resulta en conclusión el corolario C3: No toda argumentación de la misma forma que una falacia es una falacia. De donde se sigue que la circunstancia o la propiedad de ser falaz no se preserva a través de la forma lógica y, en consecuencia, se presta a serios equívocos su calificación o consideración como formal. También cabe decir, en términos más generales, que si bien la validez se preserva y transmite a través de la forma lógica a todos los argumentos de esa misma forma, ya no ocurre lo mismo con la invalidez ni, desde luego, con la propiedad informal de constituir una prueba epistémica, sea efectiva o sea fallida. Creo que este resultado limita seriamente la suficiencia atribuida a los criterios formales para la detección de falacias y, en especial, pone en tela de juicio la referencia misma a unas falacias presuntamente formales. Pero la determinación y la existencia de tales falacias, en el campo de la argumentación, son más problemáticas aún por otros dos motivos. 1) Para empezar, no hay una teoría de —o un método efectivo para— la formalización adecuada de la argumentación común, ni es previsible si se consideran las interacciones argumentativas en sus propios contextos discursivos. 2) Para colmo, aun prescindiendo de la pragmática de los usos y contextos de la argumentación, un mismo texto argumentativo podría revestir formas distintas en diversos lenguajes o sistemas lógicos. Sea, por ejemplo, un argumento del tenor de A: «Todo X es Y; y por otro lado, todo X es Z; luego, algún Z es Y». Pues bien, esta inferencia sería una deducción formalmente válida en la lógica silogística, como silogismo de la forma darapti, pero también sería una inferencia inválida en la teoría estándar de la cuantificación6. 6. Cuya versión normalizada —digamos, preformalizada— de A podría ser el argumento A*: ‘Si algo es X, entonces es Y (no hay X que no sea Y); y por otro lado, si algo es X, entonces es Z (no hay X que no sea Z); luego, hay al menos un Z que es Y’, traducción que a su vez suscitaría la cuestión de si estamos ante un mismo argumento. Para otras consideraciones adicionales, me remito a la discusión ya abierta en el cap. 2, § 2.1.1, a propósito de las ideas de Massey y de Woods en torno a la viabilidad de una teoría «estándar» de las falacias.
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En fin, ¿no va siendo ya hora de despedirse de las falacias formales? ¿Por qué no reconocer la distinción entre los errores lógicos o fallos inferenciales, similares a los errores aritméticos que uno puede cometer haciendo cuentas, y las falacias propiamente dichas? Por lo demás, esta revisión de la tradición escolar sobre las falacias también pone en cuestión la significación e incluso la pertinencia directas de la formalización lógica al uso dentro del terreno interactivo, inestable y pantanoso de la argumentación falaz. Quédense estos reparos en meros apuntes de pasada porque ahora tiene más interés seguir adelante nuestra exploración a través de nuestros espejos: ¿cómo se ve y estudia este terreno desde otros enfoques o perspectivas en curso? 2. Perspectivas actuales I. Las perspectivas clásicas
Las últimas décadas del siglo xx nos han legado la reanimación de tres perspectivas clásicas sobre la argumentación: lógica, dialéctica y retórica, así como la incorporación de una cuarta más moderna, la socioinstitucional. Pueden servirnos de referencia no solo por su raigambre histórica en la teoría de la argumentación7, sino por el arraigo popular de ciertas metáforas familiares. Así: el punto de vista lógico estaría representado por la metáfora de la construcción de argumentos y nociones asociadas (solidez, fundamentación, etc.); el dialéctico, por la visión de la argumentación como un combate, con sus armas, vicisitudes y leyes de la guerra; el retórico, por la imagen de la presentación o representación de un caso en un escenario ante un auditorio; el socioinstitucional, por la imagen leibniziana de una balanza de la razón (trutina rationis) asociada al paradigma de la deliberación. Desde luego, ninguno de estos enfoques puede considerarse autosuficiente ni exhaustivo, ni siquiera los tres clásicos lo son en su conjunto; por añadidura tampoco resultan incompatibles o excluyentes entre sí, sino solidarios, aunque uno pueda cobrar eventualmente más importancia que otro según la índole del caso considerado. Por otro lado, su planteamiento como perspectivas puede prestarse a ciertos problemas y, de hecho, no ha dejado de suscitar alguno. Una cuestión latente es, por ejemplo, la de si consisten en meras perspectivas, es decir, enfoques instrumentales o fenoménicos, o se re 7. Las tres perspectivas clásicas, nacidas del padre común, Aristóteles, pero separadas y dispersas en la época moderna, han cobrado nueva vida en nuestros días a principios de los años ochenta. La cuarta, aunque también cuenta con raíces grecolatinas, especialmente en la retórica deliberativa del discurso público, procede más bien de Leibniz en atención a su referencia a la ponderación de las razones en la resolución de casos de jurisprudencia, y se ha reanimado a finales del pasado siglo gracias a una confluencia de motivos discursivos, éticos y sociopolíticos, relacionados con la esfera pública.
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miten a dimensiones efectivamente constitutivas de la argumentación. Aquí no voy a entrar en esta discusión, de modo que me serviré de ellas como un recurso simplemente expositivo. Las cuestiones no ya latentes sino efectivamente debatidas se refieren más bien a la caracterización de dichas perspectivas. Por ejemplo, Kock (2009) sostiene que la retórica no es una perspectiva, sino un género o un tipo de argumentación que se distingue por su dominio propio y tiene como paradigma la argumentación práctica acerca de propuestas en ámbitos públicos de discurso. Puede que este punto de vista haga justicia a una tradición retórica clásica, grecorromana, que tuvo notable vigencia hasta, podríamos decir, Petrus Ramus (véase Adrián, 2008). Pero hoy, precisamente a la luz de los recientes desarrollos que están teniendo lugar en los estudios sociales, éticos y políticos de la argumentación en la esfera pública del discurso, p. ej., en torno a la deliberación pública o colectiva, esa proyección de la retórica ya no puede considerarse propia y distintiva e induce a perder de vista ciertos aspectos básicos de la argumentación colectiva sobre asuntos de interés común. Otra alternativa más reciente ha sido la propuesta por Blair (2012b): revisa críticamente la correspondencia habitual desde los años ochenta de la lógica con la visión del argumento como producto, de la dialéctica con la visión de la argumentación como procedimiento y de la retórica con la visión de la argumentación como proceso; en su lugar propone considerar la retórica como teoría de los argumentos presentados en los discursos de un orador a un auditorio, la dialéctica como teoría de los argumentos empleados y confrontados en las conversaciones, y la lógica como teoría del buen razonamiento en cada caso. Pero la revisión crítica de Blair es un tanto simplificadora, su reducción de la retórica a una suerte de oratoria unidireccional y no interactiva no parece justificada en nuestros días y, en fin, ignora la perspectiva socioinstitucional sobre la argumentación que, a mi juicio, ha venido a sumarse a las tres perspectivas clásicas. En lo que sigue adoptaré el planteamiento tradicional de estas perspectivas sin mayores pretensiones que la de facilitar luego la exposición de las cuestiones que aquí nos interesan, relacionadas con su visión y tratamiento de las falacias. Así pues, de entrada, esbozaré un cuadro esquemático para dar una idea inicial y sumaria de sus papeles y aspectos respectivos. Pero antes, en aras de una concepción integradora de la «teoría de la argumentación», no estará de más precisar los puntos de partida. Como ya es sabido, parto de una idea de la argumentación entendida en tanto actividad de dar cuenta y razón de algo a alguien o ante alguien con el fin de lograr su comprensión y su asentimiento. Puede discurrir a través de proposiciones, de propuestas y de elementos funcionalmente equivalente, a efectos argumentativos, p. ej., imágenes. El paradigma de proposición es la aserción, la afirmación o negación de que 104
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algo es el caso; su lugar «natural» es el razonamiento teórico y su pretensión de ajuste en la dirección es evaluable en términos de verdad/falsedad o de mayor/menor plausibilidad. Una propuesta, en cambio, es otro tipo de acto de habla del tenor: «lo indicado [pertinente, conveniente, debido, obligado] en el presente caso es hacer [no hacer] Z»; su lugar «natural» es el razonamiento práctico y su dirección de ajuste en la dirección es evaluable en términos de viabilidad/inviabilidad o mayor/menor aceptabilidad, acierto, oportunidad. Pues bien, proposiciones y propuestas pueden considerarse compromisos cuando pasan a actuar dentro del juego argumentativo de dar y pedir razones o, dicho de otra forma, en el interior de «un espacio de razones»8. Un compromiso no es un mero acto de habla, sino una interacción social entre dos o más agentes que intercambian información y se influyen mutuamente al menos en la medida en que crean determinadas expectativas sobre su comportamiento ulterior en calidad de agentes discursivos. Esto supone cierta coordinación —presidida por las presunciones básicas ya conocidas, véase más arriba cap. 1, § 2.3— en la que el compromiso adquiere un sentido que no se identifica siempre y necesariamente con las intenciones de los agentes. Este sentido procede justamente de su inserción en un «espacio de razones» y su contribución al juego de dar y pedir razón en dicho espacio de expectativas, autorizaciones y responsabilidades entre unos agentes capaces de asumir obligaciones, prohibiciones y habilitaciones para actuar, «jugar», del modo debido y ser reconocidos y juzgados por ello. Por consiguiente, al caracterizar un episodio o una situación como argumentación no estamos dando una descripción empírica de algo simplemente dado, sino que lo estamos colocando en el espacio de las razones, de la comprensión y la justificación, y en el juego de las prohibiciones, habilitaciones y obligaciones contraídas al respecto. Así, dar razón de una proposición o una propuesta es producir otras proposiciones que permitan o habiliten al agente para asumirla, es decir, que justifiquen su asunción y la hagan convincente ante los demás participantes en el juego; pero esta asunción comporta asimismo una responsabilidad y unas obligaciones inferenciales ante ellos, amén de incompatibilidades con otras presunciones o asunciones. En cualquier caso, el desempeño racional del juego de la argumentación supone la competencia no solo para hacer algo, sino para hacer lo debido y del modo debido en su contexto discursivo. De ahí cabe derivar unos primeros criterios para juzgar sobre la condición argumentativa o no de una in 8. La expresión procede de la tradición de análisis de Wilfrid Sellars y Robert Brandom. Cf., por ejemplo, Sellars (1997); Brandom (2002). La idea de este juego y este «espacio» de razones es más precisa que la noción genérica de «juego de la razón» subyacente en las pretensiones y presunciones discursivas que ya tuvimos ocasión de ver en el cap. 1, § 2.3.
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tervención y sobre su carácter falaz, incorrecto o especioso, tras admitir su condición de argumento. No se trataría de un argumento si careciera de las pretensiones de justificación, comprensión y convicción de la actividad de argumentar; y resultaría falaz si aparentara o tratara de aparentar el seguimiento de unas reglas de juego, en realidad incumplidas. Sobre esta base pragmática, cognitiva y normativa, podemos pasar a considerar los que hoy suelen considerarse y destacarse como aspectos discernibles, pero no estancos ni excluyentes sino complementarios, de la actividad de argumentar. a) El argumento como producto, consistente en la expresión cabal o entimemática de un argumento, por ejemplo, en su expresión textual; objeto característico del análisis lógico, sea formalizado o informal. b) La argumentación como interacción argumentativa, que a su vez podría entenderse b.1) como procedimiento, p. ej., confrontación reglada entre argumentos y contraargumentos, objeto característico de la normalización dialéctica del debate o de la discusión racional; b.2) como proceso, p. ej., como una interacción entre personas o como la acción de una persona sobre otras en directo o en diferido; objeto característico del punto de vista retórico sobre la inducción suasoria o disuasoria de creencias o de disposiciones a actuar en el interlocutor o en el público. c) La argumentación como fenómeno socioinstitucional que tiene lugar dentro de, o entre, grupos sociales en espacios públicos de discurso, bajo modalidades diversas como, pongamos por caso, la consulta (polling) pública, la negociación, la deliberación de un jurado o el debate parlamentario. Objeto característico de estudio de una lógica del discurso en la esfera pública o, digamos para abreviar, «lógica civil». Podemos construir entonces el siguiente cuadro general de enfoques o perspectivas.
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Perspectiva LÓGICA
Aspectos destacados de la argumentación Productos ≈ argumentos textuales. • Forma básica: < premisas — nexo ilativo — conclusión > P. ej.: «Todo tiene una causa; luego, hay una causa de todo». • Determinación de la validez o solidez del argumento por criterios lógicos o metodológicos. — Un paradigma: la prueba concluyente. — Noción de falacia: prueba fallida o fraudulenta. Una imagen: la argumentación como construcción, el argumento como edificio → solidez, fundamentación…
DIALÉCTICA
Procedimientos ≈ argumentación interactiva y dinámica. • Normativa del debate (p. ej.: papeles de proponente-oponente) → reglas de primer orden / de orden superior. «No evasión de la carga de la prueba / simetría interactiva». • Determinación de las actuaciones correctas o incorrectas de interacción y confrontación entre los papeles argumentativos con el fin de resolver de modo razonable una diferencia de opinión. — Un paradigma: la discusión racional. — Noción de falacia: violación del código. Una imagen: la argumentación como un combate → leyes de la guerra, normas de la confrontación (juego limpio…).
RETÓRICA
Procesos ≈ procesos de comunicación y de influjo interpersonal con propósitos suasorios o disuasorios. P. ej.: discursos de Bruto y Marco Antonio ante el cadáver de César (Shakespeare, Julio César, acto III, escena ii). • Recursos y estrategias de interacción personal. • Estudio de recursos efectivos y estrategias eficaces para inducir creencias, acciones o disposiciones. — Un paradigma: el discurso convincente. — Falacia: distorsión de la interacción, manipulación. Una imagen: (re)presentación en un escenario con la presunta complicidad o implicación del auditorio.
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Perspectiva
Aspectos destacados de la argumentación
SOCIODebate público ≈ procesos colectivos de discusión de proINSTITUCIONAL puestas y ponderación de alternativas para resolver una
cuestión práctica de interés o dominio público. P. ej.: debate del jurado en el filme 12 angry men [Doce hombres sin piedad], dirigido por S. Lumet, 1957; cf. 12, dirigido por Nikita Mikhalkov, 2007.
• Regulación en los planos discursivo y procedimental, socioético y sociopolítico, modulada según el marco institucional del debate (p. ej.: elecciones, asamblea o referendo, parlamento, jurado, ejercicio escolar). • Consideración y puesta a prueba de procedimientos transparentes, accesibles e incluyentes de interacción simétrica entre agentes autónomos + variaciones según sea deliberación, negociación, mediación, consulta, etc. — Un paradigma: la deliberación pública. — Matriz generadora de falacias, debidas a opacidad o inaccesibilidad; exclusión; heteronomía o dependencia; asimetría de la interacción. Una imagen: la balanza de la razón.
En lo que sigue, procuraré detallar brevemente alguno de estos puntos característicos de cada uno de los enfoques o perspectivas. El socioinstitucional, debido a su relativa novedad y su creciente importancia, merecerá mayor espacio. 2.1. La perspectiva lógica En realidad se trata de un enfoque lógico-epistemológico que considera los argumentos como productos textuales, como tramas semánticas de premisas (P) y conclusión (c) con una urdimbre ilativa o, si se quiere, como variaciones en torno a un eje esquemático (c, dado que P) del tenor de: ‘P, luego c’; ‘P, así que probablemente c’; ‘en los supuestos P, lo obligado (debido, conveniente, oportuno) es c’, etc. Asimismo, adopta como paradigma argumentativo la demostración o, cuando menos, la prueba en el sentido de argumento en el que unas proposiciones —aserciones o presunciones de conocimiento— P sientan, avalan o justifican una proposición —aserción o pretensión de conocimiento— c. Es natural, en fin, que a la hora de evaluar los argumentos, apele a unos criterios lógicos o metodológicos de corrección, de solidez o de acreditación epistémica. 108
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En este contexto, una falacia viene a ser sustancialmente una prueba o un intento de justificación epistémica fallidos por seguir un procedimiento viciado, de modo que se trata de un error o un fallo relativamente sistemático y, por lo regular, encubierto o disimulado al ampararse en recursos retóricos o emotivos para compensar la carencia o la insuficiencia de medios de persuasión racional. Un modelo arquetípico de falacia en este sentido epistémico es la petición de principio, el tipo de argumento que pretende probar, o aparentar la prueba de, la conclusión en cuestión c* sobre la base de una premisa P* no menos controvertida, o en todo caso inadecuada —bien porque P* es una aserción equivalente a c*, bien porque P* presupone a su vez c* o descansa en ella— (Ikuenobe, 2004: 189-211). Como ya hemos visto en el cap. 2, § 2.3.2, este punto, a saber: la falta de una justificación debida o la inadecuación de la justificación pretendida, quiere ser precisamente un principio unificador de las falacias por debajo de las variedades que pudieran presentar los fiascos y los disfraces discursivos. Ahora bien, más allá o al margen de esta referencia a un presunto paradigma, el enfoque lógico-epistémico puede presentar variantes muy diversas. Una relativamente singular y procedente de nuestro medio hispano es la ofrecida por Carlos Pereda en su tratamiento del concepto de falacia desde 1986 hasta hoy9. En sustancia, una falacia es un mal argumento que parece bueno, de modo que las nociones básicas vienen a ser las de argumentar, ser un buen/mal argumento y parecer lo que no se es. «Argumentar —a tenor de Pereda (1986: 115)— es una manera de tratar problemas cuando diferentes creencias entran en desacuerdo»; reparemos, de paso, en esta referencia a creencias u objetos epistémicos, no a creyentes, esto es, sujetos o agentes discursivos y epistémicos. Más precisamente, la idea de argumentar se elabora a través de las tres condiciones de 1) valor, 2) comprensión y 3) verdad. Según esto, «A es un argumentar sobre las creencias C si A es una acción tal que (1) de plantearse un problema con respecto a C, A podría tratarlo» (1986: 116); además, «(2) si [en A] las premisas y sus relaciones, y relaciones con la conclusión respectiva, se constituyen con algún grado de inteligibilidad» (1986: 117); y, en fin, puesto que las relaciones pertinentes son las de respaldar, justificar, probar y ofrecer garantías, han de discurrir en términos de apoyos cognoscitivos, es decir, a través de enunciados o asertos capaces de ser verdaderos o falsos; así pues, «(3) se ofrecen apoyos cognoscitivos, internos y externos, al enunciado propuesto para tratar el problema que procura tratar el argumento A» (1986: 118; véase asimismo 22012: 250). Estas tres condiciones se suponen constitutivas o necesarias, pero basta su presunción explícita para constituir un argumento.
9. Cf. Pereda (1986; 1996; 22012: 249-253).
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A partir de ahí, se vuelven regulativas, pues el grado en que un argumento sea bueno o malo dependerá de la medida en que se cumplan o incumplan (cf. 1986: 118; 22012: 250). Un argumento es malo cuando no satisface una o varias de esas presunciones (1), (2), (3), esto es: por falta de valor respecto del problema que se quiere tratar, por falta de comprensión o por falta de verdad (22012: 250-251). De ahí resulta una noción precisa de falacia: «El argumento A es una falacia si y solo si (a) A es un mal argumento, pero (b) A parece un buen argumento» (1986: 115; 22012: 249). En consecuencia, toda falacia es un mal argumento —incluido el caso extremo en que ni siquiera llegue a constituir un argumento—, pero no todo mal argumento es una falacia; para serlo, precisa además parecer bueno. Este parecer no consiste, por cierto, en una apreciación o un atributo de un sujeto, sino en una simulación o una apariencia objetivamente engañosa determinada por la conformación del propio argumento. Pereda también considera la distinción entre unas faltas directas, relacionadas con el incumplimiento de la condición (3) de verdad, aunque también incluyen los fallos inferenciales, que se producen con el argumento en marcha, y unas faltas indirectas, en cierto modo más básicas, debidas a incumplimientos de las condiciones (1) de valor o (2) de comprensión. Sobre estos supuestos conjetura que el parecer un buen argumento responde precisamente a la existencia de estas faltas indirectas (1986: 127), así que todas las faltas indirectas producen falacias, mientras que solo lo harían algunas faltas directas (22012: 251). En esta sucinta recensión, podemos ver reflejados algunos rasgos característicos de la perspectiva lógico-epistémica que adopta Pereda. Para empezar, cuenta con una noción relativamente definida y criteriológica del argumento falaz, conforme a la estipulación analítica de unas condiciones constitutivas y regulativas. En segundo lugar, se muestra restrictiva al reconocer los argumentos y, en consecuencia, las falacias: se componen de enunciados o de asertos, y de relaciones de inferencia lógica y de apoyo epistémico entre ellos, de modo que consisten, al menos primordialmente, en productos textuales de carácter proposicional. Y por último, se trata de un planteamiento monológico e impersonal, correspondiente a una teoría de la argumentación sin agentes discursivos y a una epistemología sin sujetos epistémicos. Las virtudes de este tipo de planteamientos lógico-epistémicos residen en la propuesta de unos criterios finos y precisos para determinar la calidad del argumento analizado, y en la existencia de modelos contrastados para juzgar sobre sus pretensiones de prueba. Las limitaciones tienen que ver con unos supuestos como los siguientes: 1) la argumentación puede responder a diversos propósitos, pero el fundamental es probar algo, así que el objetivo primordial de un argumento es probar o justificar debidamente una proposición —frente a otros secundarios o 110
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derivados como inducir a alguien a aceptarla—; 2) de ahí que su calidad sea ante todo epistémica y que las condiciones determinantes de esa calidad se remitan a una justificación objetiva interna; y en esta línea, 3) el análisis y la evaluación se atienen a un producto argumentativo autónomo, al texto de una prueba o una demostración, más bien al margen de los contextos efectivos de uso del argumento y de los marcos de interacción de los agentes discursivos. Las falacias resultan, en fin, tipos fraudulentos de prueba o casos de pruebas disfrazadas y fallidas. En suma, esta perspectiva lógico-epistémica tiende a primar uno de los propósitos de la argumentación, el cognitivo o informativo, a tomar la demostración como arquetipo o modelo argumentativo y se limita a considerar los argumentos como productos textuales, autónomos y monológicos —hasta convertir la petición de principio en falacia paradigmática—10. Pero en la argumentación hay más cosas que las que esperan ver los ojos de los lógicos dados a leer textos de argumentos: hay, por ejemplo, interacciones dialógicas, discusiones y procedimientos de dar y pedir razones de lo que alguien sostiene ante algún otro. 2.2. La perspectiva dialéctica Un enfoque dialéctico se centra en la interacción discursiva, más bien normalizada, entre unos agentes que desempeñan papeles opuestos y complementarios en el curso de un debate, el de proponente o defensor de una posición y el de oponente o adversario. De ahí que su paradigma o modelo argumentativo sea la discusión crítica, y que el aspecto de la argumentación situado en primer plano sea el curso seguido en la confrontación en orden a la consecución del buen fin de la discusión y conforme a unas determinadas reglas de procedimiento. El propósito principal de conducir la discusión a buen puerto y la normativa del debate deparan las condiciones y normas que ha de cumplir la buena argumentación: se supone que, por contraste, el bloqueo de la resolución racional del conflicto o la violación de las reglas de juego definen la mala argumentación en general o, al menos, son la marca de un proceder perverso o ilícito. En consecuencia, será falaz la intervención argumentativa que, en el contexto de la discusión, atente contra las condiciones o las reglas que gobiernan el buen curso y el buen fin cooperativo de la discusión, de modo que, por ejemplo, no respete las máximas conversacionales que presiden el entendimiento mutuo y la fluidez de la comunicación, o viole alguna de las reglas del código de la discusión crítica. 10. Sin embargo, más allá de estos límites epistémicos o desde una perspectiva más comprensiva, el estudio de la propia petición de principio puede complicarse y refinarse bastante, según muestra Walton (2006).
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El mismo Pereda (1994) también ha considerado otro modelo de argumentación viciada en este sentido que, en principio al menos, parece discurrir en paralelo a su concepción del argumento falaz. Se trata de la idea de vértigo argumental, una idea de especial relieve y significación para el análisis crítico de las argumentaciones y discusiones en filosofía y en el discurso común. Ahora nos vamos a mover en el marco de unos ciclos argumentales que funcionan como ataque o defensa de un enunciado (1994: 81) y envuelven tanto papeles discursivos, pro/contra, como respaldos de aseveraciones que se rigen por unas reglas específicas inferenciales, morfológicas y procedimentales. En este contexto, epistemológico una vez más pero reanimado por la tensión dialéctica del debate, los vértigos argumentales vienen a ser tendencias viciosas que acompañan a la inevitable asunción de un punto de vista y a la consiguiente dirección o sesgo de la atención. Tienen lugar, en particular, cuando los argumentos se usan para: a) exagerar de modo ilegítimo el alcance de unas creencias supuestamente verdaderas; b) debilitar o desdeñar las creencias opuestas; c) blindarse frente a los ataques que provengan de supuestos o puntos de vista alternativos; y por añadidura, d) la prolongación de la discusión, la reafirmación de la propia posición o el blindaje frente a la contraria se suelen hacer de modo no deliberado o intencionado, sino de manera inconsciente al calor de la discusión. Por contraposición a estos vicios, Pereda (1994) recomienda el cultivo de ciertas virtudes epistémicas, como la integridad, el rigor o la coherencia interna, y la atención a ciertas reglas prudenciales, en especial estas cuatro: I) ante perplejidades, conflictos o problemas de creencias, piensa que tratarlos con argumentos conforma el modelo para hacer frente a tales dificultades; II) ten cuidado con las palabras; III) evita los vértigos argumentales; IV) procura que tus argumentos no sucumban a las tentaciones extremas de la certeza o la ignorancia, ni a las del poder o la impotencia (cf. 1994: 1-10). Salta a la vista no solo el cambio de marco de referencia de estos nuevos vicios cognitivo-dialécticos, sino incluso su presentación más informal y casi conversacional, menos estipulativa y analítica, que la ofrecida en el caso de las falacias: lo que allí era dictamen, ahora se vuelve consejo y advertencia. Pero la propuesta no solo más representativa sino quizás más influyente en esta línea ha sido una bien conocida a estas alturas: la pragmadialéctica. Como ya sabemos, considera que las falacias son procedimientos de argumentación que contravienen sistemáticamente la finalidad o las normas de la discusión crítica; pueden definirse más específicamente como actos de habla que sesgan o frustran los esfuerzos dirigidos a resolver una diferencia de opinión11. Siendo las falacias transgresiones, su 11. La propuesta se remonta a una de las contribuciones fundacionales de la escuela de Ámsterdam; véase Eemeren y Grootendorst (1992). Luego, a veces, parece atenuarse el
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determinación se confía al código de reglas que vienen a violar. Como también hemos visto, este código normativo se deja resumir en una suerte de decálogo presidido por dos mandamientos básicos de la discusión crítica y tres directrices del debate racional. Rezan esos mandamientos: i) guardarás por encima de todo una actitud razonable, cooperativa con el buen fin de la discusión, y ii) tratarás las alegaciones de tu contrincante con el respeto debido a las tuyas propias. Las directrices, a su vez, procuran velar por 1) el juego limpio, 2) la pertinencia de las alegaciones cruzadas, y 3) su suficiencia y efectividad en orden a la resolución de la cuestión o con miras a un buen fin del debate. Entre sus méritos se cuentan desde poner la interacción discursiva del juego de dar y pedir razones en primer plano o constituir una propuesta sistemática y normativa, hasta reconocer el relieve de procedimientos ilegítimos un tanto descuidados por la tradición, como la evasión de la carga de la prueba o el bloqueo de la capacidad de intervención de la otra parte en la discusión. Mayor virtud es, a mi juicio, la introducción de un planteamiento de sumo interés en la perspectiva general de una teoría de la argumentación: la consideración de dos planos a los que ya he hecho referencia, a saber, la infraestructura pragmática del discurso y la estructura regulativa de la interacción dialéctica, en el estudio de la argumentación. Pero luego da en tratar esta interacción argumentativa en unos términos más convencionales e institucionales —entre actores de papeles proponente/oponente— que comunes y efectivos —entre agentes que conversan o se enfrentan cara a cara, entre personas de carne y hueso—. Por lo demás, acusa ciertos problemas de indeterminación y tiende a asociar en exceso el cargo de falacia a la idea de mala argumentación, al juzgarla contrapartida de la buena. En este punto puede ser oportuna la revisión de Walton (1995) cuando añade a la incorrección o falta de virtud la simulación u otra suerte de vicio como el uso relativamente sistemático de una estratagema engañosa con el propósito de ganar una ventaja ilícita sobre el contrario, para, sin ir más lejos, distinguir entre la falacia y el error casual o la falta de competencia. En suma: una falacia es una argumentación que incumple alguna de las normas de procedimiento correcto, en un determinado marco de diálogo o contexto de discusión, pero simula o reviste una apariencia de corrección y énfasis inicial en la argumentación como acto de habla para adoptar un punto de vista más estratégico y aproximado a nuevas ideas, como la de esquema argumentativo. Aunque la pragmadialéctica no ha llegado a la pragmática del compromiso, en el sentido antes precisado. Por otro lado, más recientemente Van Eemeren y Houtlosser vienen a definir las falacias como «descarrilamientos» de maniobras estratégicas en aras de la persuasión, cf. Eemeren y Houtlosser (2003). Pero no ha variado la creencia inicial en que toda argumentación falaz es el correlato viciado o ilegítimo de un proceder argumentativo correcto o legítimo y así remite a la contrapartida correspondiente de argumentar bien o como es debido.
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constituye un serio obstáculo para la realización de los fines propios de la discusión o del diálogo. De modo que al final volvemos a encontramos en esta perspectiva dialéctica con el viejo tópico de la apariencia —si bien bajo un aspecto más activo e incisivo de simulación—, frente a otras consideraciones pertinentes como la eficacia suasoria e inductora. Será al tercero de los enfoques mencionados, el de la retórica, al que corresponda la vindicación de estas últimas. 2.3. La perspectiva retórica Una perspectiva retórica centra la mirada en los procesos de argumentación que discurren sobre la base de relaciones interpersonales de comunicación y de inducción, y en sus eventuales efectos persuasivos, suasorios o disuasorios12. Paradigmática en este sentido podría ser la defensa de un caso ante un interlocutor, un jurado o un auditorio sobre cuyas creencias, disposiciones o decisiones acerca del caso en cuestión se procura influir. De modo que son consideraciones de eficacia y de efectividad las que priman a la hora de juzgar sobre la argumentación: eficacia y efectividad que, por una parte, no se siguen necesariamente de las virtudes internas lógicas o dialécticas de los argumentos y los procedimientos empleados13, y que, por otra parte, pueden darse sin ellas. En esta perspectiva cobran relieve ciertos aspectos pragmáticos y contextuales descuidados por las perspectivas lógica y dialéctica complementarias. Por ejemplo, el éthos, el talante y la personalidad del argumentador o del orador —amén de su «imagen», su «encanto» y su actuación—; el páthos, la disposición receptiva de los interlocutores o del auditorio; la oportunidad, kairós, de una intervención con arreglo al marco, la situación y el momento del discurso. En el presente contexto cabe referir genéricamente el primero al agente inductor y el segundo, al receptor, mientras que las referencias en el último caso pueden concretarse en la dependencia que la argumentación tiene con sus marcos determinados de desenvolvimiento. Por lo que concierne a las falacias en particular, estos tres parámetros determinan nociones como las siguientes. Del inductor lo que cuenta es ante todo su intención persuasiva. Esta inten 12. Ni que decir tiene que, a todo lo largo de este libro, vengo hablando de inducción no en el sentido técnico en metodología de la llamada «argumentación o inferencia inductiva», sino en el sentido usual de pretensión o acción de inducir a alguien a creer o hacer algo. 13. En este aspecto, la relación entre la justificación o la calidad interna de un argumento y su eficacia o su poder de convicción tiene una contingencia similar a la que los teóricos de los actos de habla advierten en la relación entre la fuerza ilocutiva de un acto de habla y su efectividad perlocutiva: no basta pedir a alguien 100 € del modo apropiado y que esa persona entienda las razones de nuestra petición, para que efectivamente las asuma como razones determinantes y, acto seguido, nos preste los 100 €.
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ción persuasiva puede ser recta e ingenua cuando el propio argumentador incurre en un paralogismo que, inadvertidamente, trata de transmitir al receptor. Pero si la intención se supone falaz, entonces habrá de ser dolosa o fraudulenta: el agente es consciente de emplear un recurso capcioso para inducir al receptor a adoptar una creencia o una decisión. Por parte del receptor, lo que cuenta es ante todo su asunción, su complicidad objetiva con el error, la confusión o el engaño inducidos, al margen de si es más o menos inconsciente de participar en un enredo o de ser engañado. Según esto, cabría distinguir entre un intento falaz, la «mentira» propuesta o el engaño pretendido por el inductor, y una falacia efectiva, la cumplida con la anuencia del receptor engañado, la mostrada en la línea de pensamiento o de conducta que este adopta bajo la presión o la influencia inducida. Solo son falacias propiamente dichas las falacias efectivas: lo que podríamos decir de un intento falaz que no logra su propósito de persuadir, engañar o confundir, es que se trata de una falacia fallida. Con ello también se marca y acentúa la cooperación del receptor en el éxito de una falacia cabal: un discurso no será cabalmente falaz si no llega a producir sus deletéreos efectos sobre el entendimiento, la voluntad o los sentimientos del receptor. Pero, al mismo tiempo, esta consideración hace relativa la idea de falacia a la competencia discursiva del receptor y a unos contextos de uso concretos: habrá falacias frustradas o fallidas, o simplemente inanes, para determinada gente en determinados contextos y que, sin embargo, resultarán cabales y efectivas para otra gente en esos u otros contextos —cabe suponer que los autores de manuales sobre falacias, por ejemplo, Damer (52005) o Tindale (2007) no asumen ni sostienen los argumentos que aducen como ejemplos, aunque los hayan seleccionado precisamente por su eco popular o por su presunto éxito—. De donde se desprende que, desde un punto de vista retórico, puede que no haya formas genéricas de falacias, salvo en los manuales o en los catálogos, porque distintos usos argumentativos aparentemente de un mismo tipo, en diversos contextos, conforman y determinan en realidad distintos argumentos. Hay otra contribución del punto de vista retórico no menos relevante tanto con respecto a las falacias usuales y comunes como en relación con la argumentación más en general. Se trata de una llamada de atención no ya sobre unos determinados usos sino sobre las estrategias argumentativas. Ateniéndonos al presente caso de las falacias, importa reparar en la existencia de estrategias y estratagemas falaces. Son falaces, en esta línea, la estrategia escénica y la estratagema discursiva deliberadamente capciosas del inductor que logran engañar o enredar al receptor y consiguen en definitiva hacer efectivo su propósito suasorio o disuasorio. A juzgar por nuestros diccionarios, el significado común en español de los términos ‘falacia’ y ‘falaz’ suele moverse en este sentido, tendente al 115
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que he sugerido para el empleo discriminatorio de ‘sofisma’14. Las estrategias y estratagemas falaces pueden envolver viejos lugares comunes o estereotipos de nuevo cuño positivamente motivadores, de dominio público y eco popular, como los que suelen adoptar o crear las campañas publicitarias. Pero pueden asimismo obrar como estrategias preventivas e inhabilitadoras de la capacidad de respuesta lúcida y autónoma del receptor. Por lo regular, en las estrategias eficaces, suelen no solo buscarse sino concurrir ambos efectos: el impulsor, a efectos suasorios en favor de nuestros propósitos, y el inhibitorio a efectos disuasorios en prevención o anulación de la resistencia de los otros. Una estrategia falaz viene a ser entonces un recurso planeado y deliberado de introducir sesgos, condiciones, obstáculos o impedimentos al proceso de interrelación discursiva, entre el inductor y el receptor, a expensas de la simetría que cabría suponer en una interacción franca entre los agentes involucrados; pero conlleva además, cuando no resulta fallida, una distorsión de la comunicación y de la interacción equitativa e inteligente entre esos agentes. La distorsión de la comunicación radica básicamente en la no transparencia discursiva del inductor: en la ocultación o el disfraz de sus intenciones y en la utilización de recursos argumentativos especiosos. La distorsión de la interacción estriba en la no reciprocidad o asimetría: el inductor se erige a sí mismo en autoridad, él sabe bien lo que conviene o se debe hacer en tal situación, y condena al receptor a la condición de sujeto pasivo, encerrado en un marco de opciones predeterminadas o incapacitado para asumir sus propias responsabilidades o adoptar sus propias opciones. La distorsión, por lo que toca al receptor, consiste en su heteronomía: el receptor viene a quedar al servicio de los fines del inductor, sea en orden a lo que este pretende hacer creer, sea en orden a lo que pretende decidir o efectuar. Recordemos esta tríada de distorsiones: opacidad, asimetría, heteronomía, relevante por su alcance general y por su impacto perturbador no solo sobre la argumentación racional, sino sobre la comunicación y la interacción discursiva inteligente. En todo caso, la finalidad suasoria o disuasoria de una estrategia falaz es lograr la adhesión —una respuesta conforme o una actitud rendida, o al menos complaciente— de aquellos a los que se dirige y, en este sentido, no difiere mucho del pleno convencimiento que se espera de una buena argumentación: la diferencia estriba en los medios empleados para este fin y en el grado subsiguiente de lucidez y de autonomía con que los destinatarios se dejan persuadir o convencer. 14. Por ejemplo, ‘falacia’, según el Diccionario de la Real Academia Española (2001), significa: 1) el engaño, fraude o mentira con se intenta dañar a alguien; o 2) el hábito de emplear falsedades en daño ajeno. El Diccionario del español actual de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos (1999) la identifica con engaño o mentira. ‘Falaz’, califica a su vez, lo embustero o falso, según el DRAE, y lo engañoso, falso o mentiroso, según el Diccionario de uso del español de María Moliner (1998).
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Este último punto invita a una postrera consideración de las relaciones entre la argumentación persuasiva, la manipulación y la seducción, cuya revisión nos permitirá ahorrarnos malentendidos y, en último término, una descalificación tan tópica como infundada de la retórica. El tópico consiste en pensar que la retórica conlleva una intromisión de emociones, artificios y figuras literarias en el discurso, una ingerencia de recursos suasorios, en suma, que lo envuelve en una sombra de irracionalidad y hace que toda argumentación persuasiva se vuelva sospechosa justo en la medida en que se supone eficaz. Pero la eficacia comunicativa y persuasiva no es sino el fruto natural de la calidad retórica: una buena retórica es una retórica eficiente, así como un buen argumento, desde una perspectiva retórica, es un argumento efectivamente convincente. Para tener esto claro es importante precisar las nociones involucradas: manipulación, seducción, argumentación persuasiva. Entiendo por manipulación (discursiva) una interacción comunicativa de A dirigida a inducir a B a creer o hacer algo, en la que se dan estas tres condiciones: 1) A persigue con ella un interés propio que puede no coincidir con los intereses de B —condición de interés propio—. 2) Los intereses y propósitos de A están ocultos o son inaccesibles para B —condición de opacidad—. 3) B se ve inducido a responder en el sentido pretendido sin que medien por su parte ni advertencia, ni consentimiento —condición de dependencia—. Todas estas condiciones admiten grados y matizaciones. La condición (1) no excluye que el interés de A sea uno de los presuntos intereses de B, como en el caso del padre que trata de velar por la salud de su hijo, ni excluye, por el otro lado, que el interés de A se oponga a los presuntos intereses de B, como en el caso del proxeneta que trata de ganarse a su víctima en beneficio propio. Por otro lado, las condiciones (2) y (3) pueden darse de modo más o menos pleno. Cuando ambas se cumplen efectivamente y el interés propio del inductor va en contra de los intereses del inducido, nos encontramos ante una manipulación maliciosa o fuerte. La seducción (discursiva), a su vez, puede prescindir de (1) y tener lugar de modo desinteresado o ni siquiera consciente e intencionado, pero en todo caso obra conforme a (3) y el seducido resulta dependiente del seductor hasta el punto de que, por lo regular, ni siquiera tiene la ocasión de considerar reflexivamente su relación de dependencia: le basta con disfrutar de ella. Y, en fin, una argumentación persuasiva es una interacción con pretensiones de inducción en la que se da (1) y puede incluso darse de algún modo (2), pero en ningún caso (3). Como ya sabemos, en la perspectiva retórica importa considerar junto al propósito justificativo, epistémico y dialéctico, de la argumentación cabal un propósito suasorio correlativo consistente en su efectividad pragmática o su eficacia comunicativa. También hemos visto que la práctica de esta virtud de la argumentación persuasiva su117
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pone cierta complicidad y participación del persuadido. En esta línea, una argumentación persuasiva resulta razonable en la medida en que no solo cuenta con buenas razones, sino que además estas razones son asumidas o reconocidas por el interlocutor o el destinatario del discurso, de modo que este se deja llevar por ellas con cierto grado de conocimiento y de consentimiento. En definitiva, una buena argumentación persuasiva, siendo ejemplarmente retórica, no descansa en manipulaciones o seducciones como las que puede envolver una argumentación falaz desde este punto de vista. Así que, al vernos ante un «argumento retórico», miremos con atención su trama y condición antes de exclamar «¡Falacia!» y tocar madera. Por desgracia, no son estas confusiones y prevenciones las únicas que suelen pesar sobre la retórica discursiva. Y, desde luego, no es ahora el momento de disolverlas todas. Pero hay un prejuicio especialmente difundido entre lógicos y filósofos referido a la relación entre lógica y retórica o, mejor dicho, a la falta de relación entre una y otra, que algo tiene que ver con los equívocos precedentes y que ya va siendo hora de desterrar. Descansa en el supuesto de una partición del campo del discurso en el par de opuestos lógica vs. retórica, de acuerdo con el «axioma»: 1) La razón es a la lógica lo que la seducción a la retórica. De donde se deriva por alternancia o permuta de medios15 la conclusión: 2) La razón es a la seducción como la lógica a la retórica, «teorema» que sentencia su exclusión mutua. Esta partición conlleva una idea sesgada de la retórica que aún se mantiene como si el tiempo, desde mediados del pasado siglo hasta hoy, hubiera transcurrido en vano16. La verdad es que uno de los legados reconocidos de la segunda mitad del siglo xx ha sido la constitución de la Retórica como una nueva o renovada disciplina dentro del campo de la argumentación, más allá de la tradición escolar que la reducía a la oratoria o a un género ornamental literario o estilístico y, por cierto, al margen de su inclusión entre las malas artes de la comunicación de masas. Esa renovada condición discursiva nos permite reivindicarla como una perspectiva ineludible y solidaria de la argumentación falaz.
15. Si a:b:: c:d, entonces a:c:: b:d, según la teoría clásica de proporciones (Euclides, Elementos, V, 16). 16. Se ha asegurado incluso que «la oposición ‘lógica/retórica’ representa un antagonismo cultural fundamental», véase Cattani (2008: 119).
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3. Perspectivas actuales II. La nueva perspectiva de la «lógica del discurso civil»
Según algunas presentaciones de las perspectivas clásicas: lógica, dialéctica y retórica, las tres en conjunto se suponen suficientes para cubrir conjuntamente el amplio espectro de la argumentación. También en combinación se bastarían no solo para tratar aspectos tan diversos de la interacción argumentativa entre agentes discursivos como los que hemos visto, sino para abordar problemas de otro género no menos relevantes. Un punto pendiente al que deben responder es, por ejemplo, el problema de la coordinación y articulación de las tres perspectivas mismas, integración que en teoría al menos parece deseable —frente a prejuicios sobre la partición del campo del discurso como el antes denunciado a propósito del par lógica vs. retórica—. Otros problemas que aguardan propuestas integradoras son el ya sugerido de las relaciones entre la calidad y la eficacia de un recurso argumentativo, o la cuestión más general aún de las relaciones entre la normatividad y la efectividad de la argumentación, sea buena, mala o falaz. Como la buena argumentación, al menos según criterios lógicos y dialécticos, no implica el éxito o el efecto pretendido, antes al contrario puede ocurrir que las peores razones y las más engañosas resulten las más eficaces a la hora de actuar sobre las creencias, decisiones o acciones de un lector, un interlocutor o un auditorio, ¿por qué argumentar bien en vez de hacerlo deliberada y subrepticiamente mal, por qué debatir con franqueza y honestidad en vez de abatir al contrario con sofismas? Hoy, sin embargo, se están abriendo nuevos horizontes argumentativos como el del discurso público en determinados ámbitos de carácter social o institucional, y nos estamos viendo ante nuevos cruces de caminos como los marcados, pongamos, por la negociación o por la deliberación en su calidad de encrucijadas del discurso práctico y del discurso público. Todo esto apunta hacia un nuevo programa de exploración y de investigación en teoría de la argumentación que llamaré «lógica del discurso civil»17. Creo que se trata de un terreno discursivo y una perspectiva argumentativa irreductibles a las anteriores en la medida en que tienen problemas propios, falacias peculiares y no pueden considerarse una mera prolongación o proyección de las perspectivas clásicas al espa 17. Empleo ‘civil’ como versión de public en expresiones del tipo de public sphere, public reason, public argument, public deliberation. Me ha sugerido este término una tradición hispánica que lo aplica al discurrir común, en un marco práctico social, y se remonta al siglo xviii (p. ej., a autores como Benito Jerónimo Feijoo, Andrés Piquer, Gregorio Mayans). En francés pueden detectarse, ya un siglo antes, usos en un sentido similar y en el contexto de las falacias comunes y cotidianas, p. ej., en la Logique de Port-Royal (1662, 51683), Parte III, cap. xviii: «Des mauvais raisonnements que l’on commet dans la vie civile & dans les discours ordinaires».
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cio público, de modo análogo a como la racionalidad pública social no se limita a ser una mera extensión o generalización de la racionalidad privada o individual, según sabemos hoy por resultados críticos como el teorema de Arrow o el llamado «dilema discursivo»18. En todo caso, su campo peculiar de referencia, la esfera del discurso público, cuenta hoy con una identidad propia y con unos rasgos y problemas distintivos. Me permitiré un excurso a este respecto. Se supone, de entrada, que el terreno del discurso es un ámbito de interacción lingüística con tres dimensiones básicas: una pragmática, marcada en este caso por el uso del lenguaje con propósitos o pretensiones argumentativas; otra cognitiva, determinada por la comunicación de ideas, emociones, etc.; y una tercera sociocultural, que remite a la situación y al contexto de interacción y entendimiento. La marca argumentativa consiste en determinados usos expresos e interactivos de la razón, en particular, en el uso de la argumentación como modo de dar cuenta y razón de algo a alguien o ante alguien con el fin de justificar nuestras propuestas y de lograr su adhesión o su asentimiento a lo que proponemos. Por otro lado, lo público es en principio lo accesible a todos, concerniente a todos y a disposición de todos —algo de interés y dominio públicos—, dentro de una comunidad de referencia; descansa en la efectividad, fluidez y calidad de la comunicación entre sus miembros. Se trata de un constructo19 no solo conceptual, sino histórico y normativo, a la luz de reconstrucciones como la de la esfera pública burguesa avanzada por Habermas, amén de otras varias contribuciones y revisiones posteriores. Hoy nos encontramos además con algunas complicaciones añadidas, dos en especial: 1) la pluralidad de los públicos que suelen concurrir en nuestras esferas de interacción comunitaria (concurrencia de grupos y culturas); 2) la construcción de nuevos espacios públicos telemáticos —p. ej., comunidades «virtuales», foros de debate— que pueden determinar cambios del discurrir en público20. Hay, en fin, efectos inducidos por el marco 18. Véase, p. ej., Pettit (2001), List (2006). 19. Este carácter de constructo puede reflejarse en los diversos sentidos adquiridos por el término. Se han destacado tres: 1) lo público como lo común o general, p. ej., en la expresión «interés (o bien) público» versus «intereses (o bienes) privados»; 2) lo público como lo manifiesto o expuesto a todos; 3) lo público como lo abierto o a disposición de todos, p. ej., «plaza pública». Véase Rabotnikof (2011). 20. Uno de estos cambios puede ser el inducido por la aparición, junto o frente a la tradición de la publicidad presencial, de una nueva publicidad virtual o electrónica como la propiciada por la comunicación mediada y mediatizada por el ordenador. La publicidad presencial supone no solo comunicación corporal e integral, directa, en persona, sino publicidad en el sentido de estar ante los ojos de los otros, bajo su mirada, según advertía un antiguo proverbio griego recordado por Aristóteles (Retórica, 1384a34): «La vergüenza está en los ojos». En esta línea, la vergüenza: i) trae consigo una conciencia de la exposición y riesgo personales, pudor, autocontención; ii) plantea el actuar en público como
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sociocognitivo del grupo que determinan errores y falacias de carácter específico, como los fenómenos bien conocidos de pensamiento grupal, que tienden a distorsionar o ignorar la evidencia disponible a cada miembro en favor de la convergencia y la cohesión del grupo, o de polarización de actitudes y posturas en el curso de discusiones, o siquiera conversaciones, entre grupos21. Pasemos a contemplar ahora un caso ilustrativo de la argumentación dentro de este ámbito práctico social: en particular, el caso paradigmático de la deliberación. Entiendo por deliberación en este contexto una interacción argumentativa entre agentes que tratan, gestionan y ponderan información, opciones y preferencias, en orden a tomar de modo responsable y reflexivo una decisión o resolución práctica sobre un asunto de interés común y debatible, al menos en principio, mediante los recursos del discurso público, p. ej., mediante razones comunicables y compartibles más allá de los dominios personales o puramente profesionales de argumentación. Supone no solo una interacción dialéctica entre alternativas, sino una confrontación interpersonal de los proponentes, cuya presencia real puede propiciar tanto estrategias de poder e influencia, como actitudes de cautela e incluso inhibición de maniobras descaradamente falaces22. Su éxito descansa, entre otras cosas, en la disposición al entendimiento mutuo y a la coordinación de las intervenciones —no necesariamente al consenso— y en la fluidez de la comunicación, p. ej., en la experiencia de que compartir información ayuda a salvar las limitaciones del conocimiento individual. El éxito puede consistir en un resultado satisfactorio para el colectivo, aunque no sea el mejor o el más satisfactorio para cada uno de los individuos, de modo de que ese resultado no se obtendría si cada cual se empeñara en seguir el dictado de su razón práctica personal. Este ámbito del discurso público o del discurrir en público, aunque sea motivación para contribuir al curso de la conversación ateniéndose a las convenciones pertinentes con el fin de lograr estima y reconocimiento: se trata de una manifestación del llamado «papel civilizador de la hipocresía»; iii) comporta una asunción de responsabilidades, una obligación de responder de las propias opiniones y propuestas, frente a las objeciones o ante las opiniones y propuestas alternativas. A esta publicidad presencial se suele contraponer una publicidad electrónica, que supone: i*) una presencia virtual, transcrita y leída en la pantalla del ordenador (no sentida, ni vista); ii*) un personaje y una actuación o representación, antes que un agente personal con sus señas reales de identidad —salvo la dirección IP (Internet Protocole) de la interfaz del dispositivo en red—; y, en suma, iii*) una publicidad desvergonzada (en particular, en chats). Con todo, las contraposiciones de este tipo deberían considerarse más sintomáticas que categóricas. 21. Sobre el pensamiento grupal, véase Janis (1982). Sobre las polarizaciones, Sunstein (2009). 22. Para evitar complicaciones ulteriores, dejo al margen la deliberación virtual por vía electrónica.
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terreno abonado para ciertos esquemas argumentativos como los llamados «conductivos», conoce diversos tipos de argumentación parejamente plausibles y rebatibles (defeasible), que discurren sobre bases pragmáticas y conversacionales de entendimiento y pueden seguir pautas parecidas de procedimiento; por ejemplo, la compuesta por estas fases o movimientos: 1) planteamiento del asunto y apertura; 2) distribución de información; 3) avance de propuestas y contrapropuestas; 4) ajustes y revisiones; 5) adopción de una resolución, y 6) confirmación de la resolución tomada y cierre23. También se presta a estrategias diversas, p. ej., unas más bien competitivas frente a otras más bien cooperativas donde el oponente no actúa como un rival sino como una fuente de recursos alternativos o complementarios (de información, revisión, etcétera). Pero la deliberación, en el sentido práctico y público relevante aquí, se distingue por la importancia que cobran ciertos rasgos como los siguientes: i*) El proceso discurre a partir del reconocimiento de una cuestión de interés público y pendiente de resolución que, por lo regular, incluye conflictos o alternativas entre dos o más opciones posibles o entre dos o más partes concurrentes. ii*) La discusión se teje no solo con proposiciones, sino con propuestas. iii*) Las propuestas envuelven estimaciones y preferencias que descansan, a su vez, en consideraciones contrapuestas de diverso orden y de peso relativo que pueden dar lugar a inferencias no ya simplemente lineales o hiladas dentro de un mismo plano, sino mixtilíneas y pluridimensionales, aunque la confrontación responda a un propósito común o apunte al mismo objetivo. iv*) Las propuestas, alegaciones y razones puestas en juego tratan de inducir al logro consensuado de resultados de interés general. Los rasgos (i*) y (ii*) determinan la vinculación de la deliberación al ámbito de la razón práctica. La distinción entre proposiciones y propuestas que comporta (ii*) puede ser ilustrativa de la peculiaridad argumentativa de la deliberación, así que me demoraré un momento en ella, aunque ya he apuntado una distinción al respecto al presentar los puntos de partida de la idea general de argumentación (véase más arriba § 2). Una propuesta es una unidad discursiva o un acto de habla directivo y comisivo del tenor de «lo indicado [pertinente, conveniente, debido, obligado] en el presente caso es hacer [no hacer] X». Se refiere a una acción y expresa una actitud hacia ella. Así pues, envuelve tanto ingredientes prácticos como normativos y no se deja reducir a un mero «bueno, hagamos X»
23. Un proceso similar es el considerado por Hitchcock, McBurney y Parsons (2001).
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—aunque a veces, p. ej., en una sesión de brainstorming, se admitan propuestas tentativas—. También puede verse como la conclusión de un razonamiento práctico en la medida en que el proponente está dispuesto no solo a asumir lo que propone sino a justificar su propuesta o, llegado el caso, a defenderla. Según esto, las propuestas se avienen a su registro como compromisos objetivables o expresos, antes que a la ontología mental BDI (Belief, Desire, Intention) usual en el tratamiento de los actos de habla, y están relacionadas con la asunción y distribución de carga de la prueba. De modo que se prestan a un análisis lógico modal peculiar, por ejemplo, a una lógica deóntica no monótona o revisable de las obligaciones condicionales contraídas bajo la forma de compromisos24. Lo cual supone varias tareas: unas analíticas, como la exploración de sistemas de condicionales normativos y la opción entre formalizaciones alternativas; otras dinámicas25, como la resolución de los problemas de la revocabilidad de las normas y la retractabilidad o cancelación de compromisos; y otras, en fin, dialécticas o interactivas como el delicado punto de la asunción y distribución de la carga o responsabilidad de la prueba. Por otro lado, las propuestas no son calificables como verdaderas o falsas, sino como aceptables o inaceptables a la luz de diversas consideraciones de justificación, pertinencia, selección o viabilidad como las antes mencionadas en calidad de preguntas críticas. Esto es importante para distinguir entre las propuestas del discurso práctico y las proposiciones del discurso argumentativo en general. Las proposiciones se mueven en la dirección de ajuste del lenguaje al mundo, queremos que nuestras proposiciones se ajusten a la realidad; las propuestas se mueven en la dirección inversa de ajuste del mundo al lenguaje, queremos que la realidad se ajuste a nuestras propuestas. De ahí se sigue que, siendo el mundo uno y común para todos, si lo que uno dice es verdad, es una proposición verdadera, quienes piensen y digan lo contrario estarán en un error. En cambio, al ser nuestros planes, fines y valores posiblemente distintos y distantes entre sí, el hecho de ser plausible y razonable una propuesta no implica que sean infundadas o irracionales todas las demás que se opongan a ella; así como los argumentos a favor de una alternativa no cancelan los que pueda haber en contra de esa misma opción, ni los que puedan aducirse en favor de otras opciones. En suma, las propuestas hacen de la deliberación una empresa no solo colectiva sino plural, en la que cuentan tanto los medios y los cálculos del razonamiento 24. Hoy todavía en fase de construcción. Cf., por ejemplo, las sugerencias acerca de una lógica deóntica de «condicionales derrotables» avanzadas por Alchourrón (2010, ed. póstuma). 25. En el sentido de Benthem (2009), quien, por cierto, asegura que «todavía no hay buenas lógicas epistémicas dinámicas con dinámica de compromisos» (22, n. 19).
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práctico instrumental como los valores y fines que guían y dan sentido a la acción. Esta última referencia permite ver que la normatividad en juego no solo tiene que ver con la lógica deóntica o con la estructura de los compromisos dentro del proceso deliberativo, sino con otros aspectos sustantivos y éticos del discurso público. Sigamos. De los rasgos (i*) y (iii*) se desprende que la cuestión o el conflicto no puede dirimirse mediante una rutina o un algoritmo o método efectivo de resolución26. Además, conforme a (iii*), la evaluación del curso y desenlace de una deliberación se remite a consideraciones de plausibilidad, criterios de ponderación y supuestos de congruencia práctica, antes que a los criterios usuales de corrección de una línea inferencial o un esquema argumentativo. En fin, (iv*) indica la orientación hacia un interés u objetivo común, por encima o aparte de los intereses personales o privados de los participantes; objetivo no siempre logrado, pues la suerte del proceso deliberativo es sensible a las estrategias discursivas adoptadas —p. ej., competitivas vs. cooperativas—, así como a otras condiciones y circunstancias relativas al marco y a la conformación social, comunicativa, etcétera. Todo esto deja entrever la complejidad de una evaluación o una estimación del curso y del desenlace de un debate que envuelve no solo unas condiciones precisas para la calidad y el éxito de la deliberación —o al menos capaces de fundar expectativas razonables en tal sentido—, sino ciertos indicadores de la efectividad o del cumplimiento de esas expectativas. Entre esas condiciones se cuentan las que facilitan el flujo de la información y la participación, y buscan neutralizar unos factores de distorsión como los que habíamos visto anteriormente en la perspectiva retórica de las falacias. Son, por ejemplo, exigencias de: a*) publicidad —no simple transparencia versus opacidad de la fuente de información, sino también accesibilidad e inteligibilidad de las razones en juego—; b*) igualdad de las oportunidades de todos los participantes para intervenir en el proceso —no solo para escuchar, sino para hacerse oír en el curso de la discusión—; c*) autonomía del proceso —no solo negativa, como exclusión de coacciones o de injerencias externas, sino positiva, en el sentido de mantener abierta la posibilidad de que cualquier participante se vea reflejado en el curso o en el resultado—. De ahí cabe obtener precisamente algún indicador del éxito, consistente en la medida en que los participantes reconocen que han contribuido a, o influido en, el nudo y el desenlace del 26. Aquí no nos vale la ilusión del joven lógico Leibniz cuando ante una cuestión debatida invitaba a las partes a sentarse ante un ábaco y decirse una a la otra: «Calculemos», sino la perspicacia del Leibniz maduro jurista cuando recomienda la ponderación de alternativas y el recurso a una balanza de razones, cuya posesión considera «un arte mayor que la fantástica ciencia de conseguir oro»; véase sus Breves comentarios sobre el juez de las controversias o Balanza de la razón (ca. 1669-1671), en Dascal (2008: 2, § 60, p. 19).
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proceso, o en la medida en que se sienten reflejados en él de algún modo, aunque discrepen del curso seguido o de la resolución final. En consonancia con estos supuestos, serán falaces las maniobras discursivas torpes o deliberadas que vengan a bloquear la comunicación entre los agentes deliberativos, a reprimir su participación libre e igualitaria o a sesgar de cualquier otro modo el curso o el desenlace de la deliberación en contra del interés común y en favor de intereses «siniestros» —al decir de Bentham, esto es, intereses de partes o de grupos que miran por sus ventajas y privilegios en perjuicio de los derechos individuales y de los objetivos comunitarios—27. Entre tales falacias cabe contar las falacias políticas denunciadas por el propio Bentham, p. ej.: las que tratan de acallar la discusión de una medida o postergar indefinidamente su adopción, o las que tratan de contaminar y confundir a los encargados de concretarla. Hoy podríamos añadir otras varias, como la de minar con sospechas y suspicacias preventivas una resolución por tomar o la de cargar con imputaciones meramente alusivas e inconcretas la resolución tomada. Son falacias nacidas del trato social y que han crecido y madurado con el desarrollo del discurso civil, con el planteamiento y la discusión de asuntos comunes de carácter práctico en espacios públicos. Así que no es extraño que se vuelvan relativamente inmunes a los tratamientos ordinarios como, por ejemplo, el que Tindale indica tras una presentación inicial y sumaria de la argumentación falaz en su Fallacies and argument appraisal (2007). Dice Tindale que «las formas de evitar el razonamiento falaz, sea el hecho por nosotros o el dirigido a nosotros, se reducen a algún tipo de educación» (2007: 16); esto es, se supone que son cosa de aprendizaje y de competencia en las artes del discurso. Pero lo que ponen de manifiesto unas falacias como las sembradas en las deliberaciones o en otras modalidades del discurso civil es la existencia de condiciones o supuestos determinantes del ejercicio y de la eficacia real de esas artes aprendidas: en situaciones socioestructurales de opacidad, asimetría o no reciprocidad y heteronomía, o en situaciones socioculturales de discriminación del acceso, del uso, del reconocimiento o de la publicidad de unas «buenas razones», no parece muy efectiva esa terapia didáctica o educativa. Equivaldría a tomar el rábano por las hojas o, en mejores palabras, supondría ignorar los condicionantes sociopolíticos y la normativa ética que, los unos por debajo y la otra por encima, envuelven y codeterminan el ejercicio de la racionalidad dis 27. Según Bentham (1990: 202 ss.), es siniestro el interés que hace valer no un derecho o un interés privados, sino un interés parcial o de grupo frente al principio fundamental de todo buen gobierno, a saber: la mayor felicidad del mayor número. Así pues, lo opuesto al interés público no son los intereses de los individuos que componen una sociedad, sino los intereses parciales o particulares de los grupos que siguen vías tortuosas para obtener ventajas ilegítimas o mantener privilegios injustificados. Los intereses siniestros conscientes y deliberados son la primera causa de las falacias en este marco.
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cursiva, de modo que también han de ser dignos de consideración por parte de una teoría lúcida de la argumentación. No en vano, en nuestros días, nos encontramos con encrucijadas del discurso práctico y del discurso civil y ante confluencias éticas, políticas y discursivas como las contempladas por los programas e ideales de la llamada «democracia deliberativa». Esta nueva y compleja perspectiva, al mejorar nuestra lucidez, no solo nos depara nuevas vistas, sino nuevos problemas que vienen a añadirse a los antes visibles en las perspectivas clásicas. Mencionaré dos de distinto tipo. 1) Un desafío abierto en el estudio tradicional de las falacias, especialmente a la luz del enfoque retórico, consiste en un maquiavelismo preventivo como el propuesto por Schopenhauer para salir bien librado de las malas artes de un antagonista en una discusión. Dice nuestro desengañado filósofo: «Si dominasen la fidelidad y la franqueza, sería muy distinto; pero como su uso no es frecuente, también está permitido dejar de utilizarlas, o de lo contrario uno se verá mal pagado. Lo mismo ocurre en la discusión; si le doy la razón al adversario mientras parece que la tiene, será difícil que él lo haga en el caso inverso; más bien procederá per nefas; por eso tengo yo que hacer lo mismo» (Schopenhauer, 4201128, p. 49, nota 3). He aquí un reto insidioso en varios aspectos. Por ejemplo, un supuesto del tipo «Piensa mal y acertarás», ¿puede justificar las malas artes frente al contrario y el recurso a estratagemas falaces? Por otro lado, la estrategia de recurrir al fraude y al engaño, en suma, a las falacias, ¿puede utilizarse no ya de modo ocasional sino de forma general y sistemática en nuestras interacciones argumentativas? Dejo al lector la respuesta a esta última pregunta, aunque me permito sugerirle que sería una cuestión similar a la que plantearían el empleo sistemático del fraude en nuestros intercambios comerciales, o el uso sistemático de la mentira en nuestras conversaciones y comunicaciones cotidianas, y así apunto una pista: son todas ellas estrategias inviables y, más radicalmente, autodestructivas. Las ideas de Arthur Schopenhauer no dejan de tener un remedo irónico en el terreno político. Antes que él, los satíricos Jonathan Swift y John Arbuthnot, en el prospecto promocional de un Arte de la mentira política, ya habían declarado que «la mejor manera de contradecir una mentira es oponerle otra» (Swift, 2006: 62). Pero este mismo folleto también apunta la peculiar índole de las estrategias falaces en este ámbito del discurso público al definir la mentira política como «el arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables con miras a un buen fin» (Swift, 2006: 30; subrayado en el original). Una cuestión capital en este contexto podría ser enton
28. Véase más abajo Parte II, Sección 2, Texto 8.
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ces la planteada como tema de concurso por la Real Academia de Ciencias de Berlín en 1778: «¿Es útil o conveniente engañar al pueblo, bien induciéndolo a nuevos errores, o bien manteniendo los existentes?»29. Salta a la vista que una cuestión de este género no puede dirimirse simplemente con los métodos conceptuales y los criterios normativos al uso en los tratamientos de las falacias tradicionales. 2) El otro problema tiene asimismo una notable relevancia teórica y crítica, aunque su proyección práctica sea menos notoria. También recuerda en cierto modo una cuestión similar a propósito de las relaciones entre criterios de calidad y efectividad en el contexto de las perspectivas clásicas, que hemos visto asomar en apartados anteriores. Pero en la compleja perspectiva democrático-deliberativa el punto adquiere una nueva tonalidad y un especial relieve. Se trata de los problemas de correlación y ajuste planteados por la existencia de dos tipos de criterios a la hora de considerar, juzgar y evaluar una deliberación en el sentido en que la venimos entendiendo: hay unos criterios epistémico-discursivos 1) relativos a la calidad interna y al poder de convicción racional de los alegatos, las consideraciones y las propuestas aducidas; y hay unos criterios ético-políticos 2) relativos a la conformación del marco social de interacción discursiva. En el caso de (1), nos encontramos en el plano epistémico-discursivo de las condiciones y directrices relativas a los supuestos constitutivos de la argumentación, como la disposición a asumir las reglas del juego de dar-pedir razón, la disposición a contar con algún procedimiento de discriminación de mejores/peores razones —aunque no haya un consenso definido al respecto— y la disposición a reconocer el peso o la fuerza de la mejor razón o del mejor argumento frente a sus oponentes. En cambio, en el caso de (2), nos movemos en el plano ético-político de las condiciones y directrices democráticas de ejercicio del discurso, sean procedimentales, como la libertad y la autonomía de juicio, la simetría o reciprocidad de la interacción —que implica no solo igualdad sino distribución equitativa de la información y de las oportunidades de intervenir—, y la publicidad o transparencia de las fuentes, o sean sustantivas, como la referencia a asuntos de interés o de repercusión pública. Pues bien, la cuestión es: ¿Cómo se relacionan ambos planos? Terminaré con unos apuntes al respecto.
29. Véase la edición de algunas contribuciones a cargo de Javier de Lucas (1991). El concurso fue convocado bajo los auspicios de Federico II de Prusia, pero a instancias de Condorcet, con quien ya venía discutiendo sobre el asunto. La Academia dictaminó dos ganadores ex aequo: el matemático Frédéric de Castillon, con un ensayo en favor de una respuesta afirmativa —a la que se inclinaba el rey Federico II—, y el jurisconsulto Rudolf Zacharias Becker, con un ensayo en favor de una respuesta negativa, a la que se inclinaba el marqués de Condorcet.
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a) El cumplimiento de las condiciones o directrices (2) no parece suficiente para asegurar el cumplimiento de las condiciones (1) o, en otras palabras, de una supuesta efectividad de (2) —que no sería poco suponer—, no se seguiría automáticamente la de (1). Ahora bien, en la relación contrapuesta, ¿el incumplimiento de (1) podría implicar un incumplimiento de (2) al menos en el sentido de que toda estrategia falaz supone o comporta la violación de alguna de las condiciones (2), como la transparencia o la reciprocidad de la interacción discursiva? ¿Arrojaría esto una nueva luz sobre los supuestos estructurales del ejercicio racional del discurso público? b) Asimismo, del cumplimiento de ciertas condiciones y directrices (1) tampoco se desprende necesariamente el cumplimiento de unos supuestos (2). En teoría caben casos de cumplimiento relativo de (1) que no se atienen a las condiciones (2), como el ideal de la polis platónica gobernada por unos reyes filósofos que toman, se supone, unas medidas fundadas en las mejores razones sin respetar la reciprocidad o la autonomía de los súbditos; o como, en general, cualquier forma de despotismo ilustrado. c) No obstante, pudiera ser que el cumplimiento de (2) tendiera a favorecer el cumplimiento de (1) en la práctica de la razón y la deliberación públicas; así como el cumplimiento de (1), su adopción e implantación como forma de uso público de la razón, podría favorecer a su vez la implantación de las condiciones (2). Pero, a fin de cuentas, ¿no sería esto una suerte de pensamiento desiderativo o, peor aún, una variante del desesperado recurso del barón de Münchhausen para salir de la ciénaga en la que se había hundido tirando hacia arriba de su propia coleta? Creo, en suma, que aun siendo planos independientes, no dejan de ser solidarios. Esta consideración nos remite a un nuevo problema de comprensión e integración que se añadiría al antes planteado por las tres perspectivas clásicas sobre la argumentación. Hoy, en fin, es una agenda teórica y crítica muy cargada la que las falacias nos endosan.
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Parte II LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
Sección 1 PERSPECTIVA HISTÓRICA Es difícil que haya un tema más recalcitrante o que haya cambiado tan poco en el curso del tiempo. Después de dos milenios de estudio activo de la lógica y, en particular, tras haber superado la mitad del siglo más iconoclasta, el siglo xx, todavía nos encontramos con que las falacias se clasifican, presentan y estudian en buena medida a la manera antigua. Hamblin, 2004: 9
Los apuntes que siguen no tratan de ser una historia de la idea de falacia argumentativa, historia que, por cierto, aún está por hacer. Pero sí quieren abrir una perspectiva panorámica de la formación y desarrollo de los conceptos de falacia y de argumentación falaz en el pensamiento comúnmente llamado «occidental», a través de ciertas vías y algunos hitos de constitución. También pretenden, en este mismo sentido, contextualizar y facilitar la lectura de unos textos que bien se pueden considerar en ciertos casos contribuciones decisivas y en otros casos muestras representativas de diversos momentos de ese proceso de desarrollo. Consisten en diez extractos tomados de muy diversos autores: Aristóteles, Tomás de Aquino (atribución), Antoine Anauld y Pierre Nicole, John Locke, Benito Jerónimo Feijoo, Jeremy Bentham, Richard Whately, Arthur Schopenhauer, John Stuart Mill y Carlos Vaz Ferreira, cuyos textos aparecen en este orden y en sucesivos apartados individuales en la sección siguiente. Un propósito derivado de estos apuntes históricos y de los propios textos es mostrar que la tesis recién citada de Hamblin (2004 [1970]) sobre la nula o escasa variación de la idea y el tratamiento de las falacias en el curso de su larga historia, es una apreciación errónea, resulta una impresión falsa. Puede que esta falsa impresión de Hamblin tenga algo que ver con su caracterización del tratamiento que denomina standard y, más aún, con su creencia en que dicho tratamiento constituye una tradición que se remonta, cómo no, a Aristóteles. Aquí no entraré en la discusión de estos supuestos —por lo demás ya puestos en tela de juicio—1. En todo 1. Cf. Hansen (2002). Recuérdese que, según ese presunto tratamiento estándar, una falacia vendría a ser un argumento «que parece válido, pero no lo es» (Hamblin, 2004: 12).
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
caso, lo cierto es que la concepción y el estudio de las falacias, en general, y de la argumentación falaz en particular, han conocido notables cambios en los «dos milenios» que menciona Hamblin. Cambios en la ampliación y restricción del campo de análisis; cambios en los criterios de detección, clasificación y evaluación de casos; cambios en el relieve, en el espacio y, en definitiva, en el reconocimiento concedido a su análisis mismo dentro de la disciplina de la Lógica. De ahí también se desprenden actitudes diversas hacia ellas: por ejemplo, una noción restringida de falacia lógica puede propiciar la confianza en su determinación efectiva por contrapartida, como el reverso negativo de una argumentación cabal, si se entiende que una falacia no es sino la transgresión de alguna regla o condición lógica y el número de estas reglas es fijo y determinado —idea que se remonta a los padres de las grandes lógicas griega y budista (Aristóteles y Dignaga)—; mientras que una noción amplia de falacia como error o fallo discursivo o cognitivo propicia una desconfianza radical en su posible determinación, puesto que las fuentes y las formas del errar humano no dejan de ser prácticamente infinitas. Cabe incluso considerar que una y otra concepción, la más restringida y la más amplia, tienen cierta relación con dos orientaciones relevantes para el tratamiento de las falacias en el sentido argumentativo que nos importa: las tradiciones que he calificado como «discursiva» y «cognitiva» al ocuparme anteriormente (Parte I, cap. 2, § 1) de las variaciones históricas en torno a la teorización de las falacias. Recordemos que ambas orientaciones marcan o acentúan aspectos diversos de la condición falaz al considerarla en diferentes perspectivas. La orientación discursiva es una tradición con mayor solera histórica y tiene mayor peso en las contribuciones clásicas al estudio de la argumentación falaz. Está interesada en la identificación y evaluación de las falacias como actuaciones discursivas ilegítimas —sean productos, procesos o procedimientos—, de modo que la condición falaz consiste no solo en un fallo o una falta de virtud, sino en la violación de una norma o en un vicio positivo. Entonces las falacias son objeto no solo de corrección sino de denuncia, sanción y censura, y su comisión no es en principio una opción razonable, rasgos que parecen determinar una noción relativamente restringida de falacia. La tradición cognitiva, por su parte, se halla interesada en la producción y explicación de las falacias como errores, fallos o sesgos primordialmente cognitivos. En esta orientación más descriptiva y explicativa que normativa son cuestiones relevantes las fuentes de error y las condiciones o los factores generadores de errores, que pueden y suelen tener que ver con ciertos modos naturales de responder cognitivamente a las demandas del medio. La condición falaz estriba en un proceder viciado o deficiente que parece estar en orden o aparenta discurrir como es debido. Así pues, esta noción de falacia es más comprensiva y puede 140
PERSPECTIVA HISTÓRICA
ser más genérica que la noción discursiva. En todo caso, las falacias son objeto de corrección e incluso de comprensión falibilista no solo en el sentido de que con frecuencia nos vemos abocados a cometer errores y muchas veces los cometemos de buena fe, sino incluso en el sentido de que a veces es razonable cometerlos. Pero recordemos, asimismo, que a pesar de sus diferencias, estas dos tradiciones no constituyen orientaciones netas y excluyentes, y en ocasiones pueden concurrir en mayor o menor grado como una suerte de variantes tendenciales. Por lo demás, también es sabido que al margen de esta relativa convivencia, no dejan de compartir desde sus respectivas perspectivas ciertos rasgos que se suponen característicos del perfil de las falacias. En el lugar antes indicado, el § 1 del capítulo 2, se mencionan dos de estos rasgos compartidos: a) La idea de la (falsa) apariencia de las falacias, sea inducida por factores subjetivos u objetivos, sea debida a inadvertencia o fraude; en cualquier caso, se trata de un aspecto añadido que distingue a una falacia de un mero fallo, sesgo o error, y que por ello demanda no solo discernimiento, sino alguna suerte de explicación. b) El reconocimiento de cierta normatividad en juego, bien en sentido débil, bien en sentido fuerte. En su sentido débil, digamos como normatividad1, descansa en la presunción de un saber hacer o de una competencia discursiva y cognitiva: sanciona el proceder de un modo indebido o el no proceder tan bien como se debería. En su sentido fuerte, como normatividad2, aparte de suponer una presunción similar de la capacidad pertinente y una disposición a su ejercicio razonable, señala el incumplimiento o la violación de una norma del discurso e incluso, más allá de transgredir un código específico, puede representar una amenaza a ciertas condiciones o supuestos o propósitos del discurso mismo. Por otra parte, aun siendo una impresión falsa la imagen fija de un tratamiento estándar —al menos fuera de los recintos y usos escolares—, podemos reconocer no solo confluencias como las indicadas, sino la existencia de algunos rasgos relativamente comunes o estables en la caracterización de las falacias, especialmente el ser i) razones o argumentos defectuosos, fallidos o incorrectos, pero ii) aparentemente legítimos o impecables e, incluso, convincentes y, en fin, iii) susceptibles no solo de descripción y análisis crítico sino de evaluación o sanción normativa. Es curioso que en estos puntos —en su condición de fallos o fraudes discursivos bajo una falsa apariencia de virtud o de licitud argumentativa y, por ende, sujetos a corrección o sanción—, también convengan otras concepciones procedentes de las culturas lógicas orientales en cuya consideración no voy a entrar por limitarme, como ya he adelantado, al pensamiento occidental. La lógica india, por ejemplo, cuenta con una noción relativamente precisa de falacia en los términos de hetvabhasa («falacia de razón» o «razón falaz»). Según el Nyaya-sutra, sistematizado a me141
LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
diados del siglo ii d.n.e., se trata de una razón defectuosa o meramente aparente, cuyo empleo en un debate es uno de los motivos determinantes no solo de la derrota del infractor sino de su reprensión. Además de los propósitos —unos más generales o panorámicos y otros más específicos o de contextualización de los autores y textos seleccionados— que declaraba al principio, los apuntes que siguen también responden a la intención de que el lector pueda juzgar por sí mismo sobre la importancia y el peso relativos de las variaciones y las coincidencias en la formación y el desarrollo de nuestras ideas relacionadas con las falacias y con la argumentación falaz. En consonancia con este propósito añadido, esbozo al final de esta Sección un cuadro comprensivo y esquemático del desarrollo histórico de la idea de falacia, en el que se resumen diversos aspectos de las principales variedades y cambios que han ido teniendo lugar a ese respecto.
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1 El padre Aristóteles
Las Refutaciones Sofísticas (RS) de Aristóteles, un apéndice de los Tópicos dedicado a este tipo de contrapruebas fallidas y engañosas, son el texto fundacional del estudio de las falacias. El propio Aristóteles, en el apartado final del ensayo, afirma su paternidad con respecto al estudio de la argumentación en general —y de la argumentación falaz, en particular, dado este contexto—. Por contraste con el arte de la retórica, que ya contaba con cierta continuidad a partir de sus inicios, en el estudio del razonamiento Aristóteles declara no haber encontrado ninguna primicia en que apoyarse: Sobre las cuestiones de retórica ya se había dicho mucho y desde antiguo, mientras que sobre el razonamiento (perì dè toû syllogídsesthai) no había en absoluto nada anterior que citar, sino que hemos tenido que empeñarnos y emplear largo tiempo en investigaciones tentativas (RS, 184a9-184b3).
De ahí que el autor no solo pida comprensión hacia su trabajo, sino el reconocimiento del mérito que tiene haber sentado unos principios. Nadie, hasta ahora, ha desmentido la declaración de paternidad en tales términos del viejo Aristóteles, ni le ha negado su reconocimiento1. Pero esto no nos impide rastrear ciertos orígenes anteriores a su fundación del estudio de la argumentación falaz, «sofística», en términos de entonces.
1. Ni siquiera alguien tan reacio como Federico Enriques: «Aristóteles es tenido por padre de la lógica; pero solo cabe considerarlo como recopilador y sistematizador de lo que —en este campo— fue elaborado antes de él, cualquiera que haya sido la contribución original que pudiera haber aportado al sistema» (Enriques, 1949: 8).
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
1.1. Los orígenes
Hoy, desde luego, no podemos fechar la aparición de la idea primigenia de argumento falaz. Pero sí podemos constatar la presencia de dos supuestos de su detección en la época de los sofistas anteriores a Aristóteles. Estos supuestos son: 1) La distinción entre una argumentación mejor o más fuerte (kreítton) y otra peor o más débil (hétton). 2) La conciencia de la posibilidad del uso ilegítimo del argumento peor para imponerse al argumento mejor en una causa forense o en un debate público. Un testimonio puede verse en las Las nubes (ca. 424 a. n. e.), la comedia de Aristófanes que ironiza a propósito de Sócrates representado en el papel de sofista. Los sofistas, según el personaje Estrepsíades, «dicen que enseñan dos clases de discurso: uno mejor (o más fuerte), cualquiera que sea, y otro peor (o más débil); y aseguran que con el segundo pueden ganar hasta las causas más inicuas» (vv. 112-115); más adelante, el mismo personaje pide a Sócrates que enseñe a su hijo Fidípides «los dos razonamientos, el fuerte, sea el que fuere, y el débil, que triunfa sobre el fuerte por medio de lo injusto; enséñale, al menos, el razonamiento injusto», con el fin de salir indemne de un juicio de deudas. «Lo aprenderá de boca de los razonamientos mismos», responde Sócrates (vv. 882-886). Palabras que dan paso a una puesta en escena de la disputa entre el discurso o razonamiento justo (díkaios lógos) y el injusto (ádikos lógos). Los sofistas se habían interesado por este tipo de debates y habían desarrollado en especial la confrontación discursiva como forma de debate público; esto les había valido su caracterización por parte de Platón como antilogikoí, los que oponen un logos a otro (Sofista, 232b). Protágoras mismo aseguraba que cualquier asunto se presta a argumentos opuestos y, como muestran los llamados Discursos dobles (Díssoi lógoi), las contraposiciones de este género consistían en debilitar o rebatir un argumento dado, A, mediante un contraargumento que el propio A generaba. Es un proceder crítico cuya variante más fuerte como «refutación por reducción al absurdo» se suele remontar a Zenón de Elea y los orígenes de la dialéctica, antes y al margen de la sofística. La tradición retórica, por su parte, también venía destacando la importancia de la lysis en el sentido de refutación o impugnación, así como los recursos relacionados con la confrontación discursiva. En la Retórica a Alejandro, el primer manual que hoy se conserva, tienen un papel principal las estrategias de amplificación de las alegaciones propias y minimización de las contrarias, y aparece en escena la argumentación ad 144
E l padre A ristóteles
hominem bajo la forma tu quoque como excusa para aducir en el peor de los casos2. Estos precedentes sofísticos y retóricos presentan tres características notables: a) El marco dialógico de la confrontación discursiva, que luego elaborará Aristóteles en Tópicos VIII, mediante la regulación de los papeles del proponente, responsable de la tesis puesta en cuestión, y el oponente que trata de rebatirla o, cuando menos, de hacer que quien responde de ella caiga en contradicción. No es casual que las primeras falacias estudiadas sean argumentos con pretensiones de refutación. b) El contexto del discurso público, no privado: es decir, la consideración del discurso que tiene lugar en los litigios, en las causas judiciales o en las deliberaciones políticas. Cabe preguntarse si, en estos contextos, la conciencia de los discursos fraudulentos y engañosos, esto es, sofismas en el sentido que ya he precisado en la introducción de este libro, no es anterior a la de los errores propios, es decir, paralogismos; al menos, el caso de los sofismas puede parecer más relevante. De hecho, el ensayo de Cicerón Sobre la invención retórica solo menciona los errores que un orador puede detectar en su contrincante, los modi reprehensionis, mientras que la Retórica a Herenio cataloga como vitiosa argumentatio tanto los errores que interesa denunciar en el oponente como los que conviene evitar en uno mismo —sin que, por cierto, se siga de ahí que el escrito citado de Cicerón sea anterior a esta Retórica anónima—. c) La calidad y la fuerza de un argumento parecen relativas a las del contraargumento correspondiente en la confrontación, pero no deja de haber algún criterio externo de valoración, como la aprobación de los jueces o del auditorio, según indican los listados retóricos de errores que denunciar o evitar. En estos repertorios se mezclan los casos falaces y los usos lingüísticos inapropiados, y todos ellos se mencionan por intereses y con propósitos prácticos. Su objetivo no es recopilar las directrices e infracciones de la discusión crítica, sino instruir sobre cómo ganar el caso. Para estos efectos, importa mucho saber aprovecharse de los errores del contrario, en particular, cuando este viola o ignora ciertos estándares culturalmente establecidos de verosimilitud y razonabilidad. Otro indicio en la misma línea son las referencias críticas e irónicas de Aristófanes a las enseñanzas de los sofistas —por no hablar de su cari 2. Digamos como una réplica del tipo de: «Y tú, qué» o «Nadie está libre de tropezar en la misma piedra». Véanse las formas de la argumentación ad hominem en mi ya citada Introducción al estudio de las falacias (2011) accesible on line en la Comunidad virtual de Lógica, Argumentación y Retórica, www.innova.uned.es, y en el repositorio digital de la Biblioteca de la UNED, http://e-spacio.uned.es/fez.
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caturización platónica, p. ej., en Eutidemo—3. Pero todo esto supone la existencia tácita de tales normas y su conocimiento público, al menos por parte del auditorio o del jurado; de lo contrario, la denuncia de las infracciones no sería eficaz. En último término, son motivos de eficacia los que presiden la catalogación de errores tanto en su condición de falacias o malas inferencias, como en su condición de formulaciones torpes o inapropiadas. Ambos aspectos seguirán presentes de algún modo en los catálogos aristotélicos, no solo en el tratamiento de los entimemas aparentes del capítulo 2.24 de la Retórica, que constituye la primera discusión expresa de las falacias dentro de la tradición retórica, sino también en la clasificación más elaborada de las Refutaciones sofísticas, que inicia el análisis de las falacias en la tradición lógica. 1.1.1. Tipos y casos en busca de una denominación común Entre los siglos vi y iv a. n. e., en el largo despertar de nuestra conciencia discursiva en Occidente, hay, como hemos visto, prácticas deliberadas de argucias y argumentos capciosos; también se dan unos primeros pasos en su detección y denuncia en el curso de una confrontación o de un debate. Falta, sin embargo, un término y un concepto específico de falacia. Ya hemos observado que en las referencias y clasificaciones de la tradición retórica se entremezclan los casos falaces y los usos lingüísticos inapropiados, sin una idea precisa de la argumentación falaz hasta que Aristóteles apunta el criterio de la (falsa) apariencia de legitimidad cuando habla de «entimemas aparentes». Ahora bien, lo que resulta aún más llamativo es que la ausencia de un término técnico se haga notar incluso entre los que están elaborando un nuevo lenguaje para el análisis conceptual y la reflexión filosófica: Platón en primera instancia, pero también el propio Aristóteles. Platón no escatima la exposición de tretas y recursos falaces —y no solo en los conocidos pasajes de Eutidemo (p. ej., 275d-278b, 283c284e, 297e-298e)—; ni, por cierto, se priva de su uso llegado el caso. Según Robinson (1942), son varios los tipos de falacias considerados por Platón: entre ellos, el de la pregunta múltiple o la cuestión compleja (p. ej., 3. En Eutidemo, Sócrates escenifica ante Critón una conversación de los sofistas Eutidemo y Dionisodoro con el joven Clinias, al que proponen la cuestión: «¿Quiénes son los que aprenden, los sabios o los ignorantes?», con el fin de mostrar sus habilidades sofísticas refutando cualquier respuesta mediante el uso equívoco de los términos en juego: ‘aprender’ (manthánein), ‘sabio’ (sophós) e ‘ignorante’ (amathés) (275d-276c). En el mismo diálogo, tras algunas otras perlas, aparece también esta famosa y delirante inferencia del propio Dionisodoro: dado que Ctesipo posee un perro, un mal perro, por cierto, y este perro tiene cachorros —desde luego, tan malos como el progenitor—, «entonces, siendo padre y siendo tuyo, Ctesipo, el perro es tu padre y tú eres el hermano de los cachorros» (298d-298e).
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Gorgias 466c-d, 503a); el de la falsa analogía (p. ej., Cármides, 165e; República, I 337c); el de la conversión falaz de una premisa (p. ej., Protágoras, 350c-351b) y, en fin, diversos casos de ambigüedad. A juicio de Robinson, en alguno de estos casos de ambigüedad es donde Platón se aproxima a un término específico como anfibolous (Crátilo, 437a). Con todo y con eso, en Platón solo se encuentran referencias genéricas al ingrediente falaz o capcioso del discurso álogon, erístico y sofístico, un ingrediente fundido con su contexto y cuyo carácter falaz tampoco se distingue por lo regular de la falsedad material4. Platón tiene, en suma, cierta conciencia del uso y de la dimensión falaz, capciosa o especiosa del discurso, aunque no se trate de un conocimiento o de un discernimiento cabal y preciso. Por lo demás, no parece que esos aspectos le merezcan mucha atención en el marco de sus intereses y preocupaciones más sustantivas que lingüísticas. Platón no suele normalmente examinar, contra lo que será casi norma en Aristóteles, los usos múltiples y a veces problemáticos del lenguaje discursivo. Salvo en determinados casos, como en el contexto del Crátilo antes citado en que discute la imposición de nombres, no parece considerar que la ambigüedad sea una cuestión de especial interés para el filósofo, por contraste con los usos y abusos de los sofistas. Con independencia de los intereses críticos y reflexivos de los forjadores de un lenguaje técnico filosófico, puede que el uso del verbo paralogídsomai y sus asociados en el sentido de comisión discursiva de un fraude o de un engaño, tenga el significado más aproximado a lo que hoy se entiende comúnmente por falaz, en su amplio espectro de significación. Hay usos constatados en este sentido en el siglo iv y no solo en Aristóteles, sino en otros autores como Esquines. Pero el propio Aristóteles emplea paralogismo en varias acepciones, a veces para indicar un simple error de razonamiento (p. ej., RS, 165a17), otras veces para denotar una refutación solo aparente (p. ej., RS, 164a21) y en ocasiones para referirse a un argumento falso en general (p. ej., RS, 183a17). Así que, en definitiva, las denominaciones aristotélicas: ‘refutación sofística’, ‘refutación aparente’, ‘razonamiento erístico’, ‘argumento falso’, vienen a ser las que más se acercan a unos términos técnicos para denotar una falacia y, en particular, una deducción espuria o falaz. Pero, desde luego, no alcanzan a cubrir lo que hoy entendemos específicamente por argumentación falaz, ni alcanzan a distinguir algunas de sus variedades principales, como las 4. Cf. Robinson (1942), Sprague (1962). Por otra parte, aunque sigue abierto a discusión el punto de las relaciones posibles entre las concepciones platónica y aristotélica de este tipo de discurso, creo que la idea platónica de argumento sofístico que se aproximaría más a la idea aristotélica de refutación aparente sería la de refutación que incurre en falsedad o es pragmáticamente inconsistente.
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polarizaciones del sofisma y el paralogismo. Y por añadidura tampoco tienen un uso consistente, de modo que no pasan de ser aproximaciones. ‘Argumento falso’ parece ser la denominación más general a la luz de Tópicos, VIII 12, 162b3-16 —véase este pasaje entre los textos traducidos más abajo—. ‘Argumento erístico’ y ‘argumento sofístico’ pueden tomarse como equivalentes, dentro de una tradición de usos cargados como los de Platón o Aristófanes, a la que no es ajeno Aristóteles, para indicar el deseo de ganar o de convencer discursivamente a cualquier precio, incluso mediante argumentos especiosos. Dentro de esa tradición, los argumentos sofísticos no son meros errores personales, monológicos o privados, como pudiera serlo un paralogismo. Pero Aristóteles no parece conceder importancia a esta distinción, pues tanto en el caso de quien trata de engañar como en el caso de quien es engañado, la fuente del engaño vendría ser la misma: o el engaño proviene del lenguaje empleado o se debe a confusiones sustantivas, extralingüísticas. La denominación de ‘argumento (silogismo, refutación) aparente’ podría considerarse, en fin, la más técnica o, al menos, la más característica de la concepción aristotélica del discurso falaz5. 1.2. El carácter falaz de las refutaciones sofísticas
Aristóteles asume la matriz dialógica de la confrontación, pero esta, en el marco de Tópicos, pasa a ser una interacción regulada entre dos personajes dialécticos en torno a una proposición discutible que se pone en cuestión, por ejemplo: «¿Se puede enseñar la virtud?». Hay dos supuestos tácitos que aparecen explicitados en diversos lugares, uno por el propio Aristóteles, a saber: los contendientes están dispuestos a dirimir el asunto por la vía de la argumentación, pues nadie discute con alguien que se niegue a ello; el otro, por sus comentadores como Alejandro de Afrodisia, a saber: las proposiciones que son objeto de debate son proposiciones plausibles en principio, pues tampoco cabe discutir cuestiones indecidibles del tipo de «¿Es par o es impar el número de las arenas del mar?». Los personajes son un proponente y un oponente; el primero, con su afirmación de una de las alternativas (la virtud se puede enseñar/ no se puede enseñar), asume el compromiso de responder a las cuestiones u objeciones del oponente, así que actúa como responsable y respon 5. Así pues, la hipótesis adoptada por Hans V. Hansen: «Las falacias son errores lógicos y las refutaciones sofísticas son sofísticas porque contienen falacias» (1996: 319; cursivas en el original), no resulta adecuada en varios sentidos: por un lado, introduce una distinción más bien moderna y anacrónica entre las falacias, como errores no solo lógicos sino monológicos, y los argumentos sofísticos, dialógicos; por otro lado, no es cierto que la condición falaz se deba únicamente a un error lógico, pues también envuelve un aparentar lo que no es.
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diente; el segundo, a su vez, solo puede dar por sentado lo admitido por su interlocutor para hacer que este incurra en contradicción. El sentido de la interacción dialéctica en Tópicos no es, en principio, una confrontación entre argumentos contrapuestos (díssoi lógoi), ni un debate teórico en busca de una solución doctrinal o acerca de la verdad/falsedad de una proposición, sino un ejercicio práctico, en el que ambos contendientes dan prueba de sus habilidades, la incisiva del oponente y la defensiva del respondiente. El propósito declarado de los Tópicos consiste, justamente, en proporcionarnos un método que nos capacite para discurrir deductivamente acerca de cualquier cuestión que se plantee, partiendo de unas premisas plausibles y de modo que si sostenemos algo a ese respecto, no incurramos en ninguna inconsistencia (100a18-21). He ahí un fino rasgo de la sabiduría aristotélica: lo que importa no es vencer, sino más bien no verse vencido en la confrontación. Dentro de este marco general, Aristóteles declara los servicios específicos del estudio de las refutaciones sofísticas (RS 16, 175a5-17). Dos se suponen de especial interés para el filósofo: 1) La conciencia de, y la puesta en guardia ante, los problemas relacionados con el uso del lenguaje, p. ej., los generados por términos equívocos o expresiones ambiguas. 2) La formación y el desarrollo de nuestras habilidades argumentativas en orden a preservarnos de errores, sean inducidos (p. ej., por un sofista), sean propios. Hay un motivo adicional que puede interesar a todo el mundo: el de ganar reputación o prestigio como persona experta y avisada si se trata de censurar una argumentación. Responden quizás a esta motivación los pasajes dedicados a exponer ciertas argucias y estratagemas dialécticas y retóricas (p. ej., RS 15, 174a16-174b41). 1.2.1. Conceptos y planteamientos básicos Como ya he sugerido, el tipo de argumentación que Aristóteles considera es ante todo la deducción a partir de premisas plausibles. Aristóteles habla de syllogismós. Se trata de un término técnico, donde los haya, dentro del lenguaje aristotélico. Pero no deja de tener usos diversos: como razonamiento en general, como deducción más en particular y, más específicamente, como tipo canónico de deducción válida perteneciente al sistema lógico de los caps. 4-7 del libro I de los Primeros Analíticos. Aquí tiene el sentido de deducción, un sentido algo peculiar conforme a su concepción aristotélica como un discurso que parte de unas cuestiones puestas de tal modo que necesariamente ha de seguirse, a través de lo es149
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tablecido, algo distinto de lo establecido (cf. RS, 165a1-2). Es decir, el silogismo aquí pertinente es una deducción que se atiene a estas condiciones: i) la conclusión se sigue necesariamente de las premisas aducidas; ii) la conclusión es una proposición distinta de cualquiera de esas premisas; iii) la conclusión se sigue intrínsecamente de ellas. Según (i), se trata en principio de una deducción válida que descansa en una relación de consecuencia lógica entre las premisas y la conclusión; según (ii), esta relación no es reflexiva —a diferencia de nuestra idea estándar de consecuencia lógica—; según (iii), comporta una pertinencia fuerte de las premisas con respecto a la conclusión —por contraste con nuestra concepción estándar de la consecuencia formal—. Una refutación (elénchos) es a su vez, en este contexto, un silogismo conducente a la contradicción de la conclusión en cuestión (RS, 165a3-4), esto es, una deducción de la proposición contradictoria de la tesis mantenida por el interpelado o respondiente en el debate dialéctico. Así pues, una refutación suma a las anteriores (i)-(iii) la condición: iv) la conclusión es la proposición contradictoria de la tesis en cuestión. Por otra parte, a la luz del propósito de los Tópicos (100a17-21) antes citado, cabe entender este cometido refutatorio o contraargumentativo como la deducción bien de a) una proposición contradictoria de la tesis sostenida por el respondiente, bien de b) una proposición inconsistente con las premisas asumidas por él —de acuerdo con una variante aristotélica de la argumentación ad hominem—. Una refutación sofística es, en fin, una refutación aparente: parece cumplir las condiciones (i)-(iv) sin hacerlo efectivamente. Por ejemplo, una petición de principio no cumpliría (ii), así como una falacia de falsa causa —o de atribución causal en falso— no cumpliría (iii); serían, pues, deducciones o contrapruebas fallidas; resultarían además sofísticas si aparentaran o dieran la impresión de lo contrario. Sin embargo, este tipo de argumentación también puede darse en otros casos, a tenor de: «Llamo refutación y deducción sofísticas no solo a las que parecen deducción o refutación, pero no lo son, sino también a las que siéndolo, solo en apariencia son apropiadas para el caso» (RS, 169b20-23); así puede ocurrir, por ejemplo, si se emplean argumentos no geométricos en geometría. Recordemos, por añadidura, el caso del razonamiento erístico: según los Tópicos, «un razonamiento erístico es el que parte de cosas que parecen plausibles, pero no lo son, y también el que pareciendo una deducción, sin serlo, parte de cosas plausibles o que lo parecen» (100b16-18), así que también resulta sofístico. Una refutación sofística es, en suma, la que aparenta partir de 1) unas proposiciones plausibles 150
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para concluir 2) deductivamente y 3) del modo pertinente 4) la proposición contradictoria de la tesis puesta en cuestión, pero en realidad falla en uno o más de estos respectos (1)-(4), de modo que solo es una contraprueba aparente. Estas nociones permiten hacerse una idea relativamente precisa de la fundación aristotélica del análisis de las falacias. Su contribución se puede resumir en tres puntos de especial significación en la perspectiva de una posible «teoría de la argumentación falaz». Son los puntos siguientes: i) es falaz la argumentación que aparenta ser una prueba o contraprueba, pero ii) en realidad resulta una prueba o contraprueba fallida; más aún, iii) toda prueba o contraprueba fallida y aparente es el reverso de una genuina, al menos en el sentido de que cualquier fallo, defecto o incumplimiento de una refutación genuina determina una refutación aparente correspondiente. El punto (i) avanza una característica distintiva de la concepción aristotélica: la falsa apariencia que induce a engaño o a error, característica que luego tendrá considerable fortuna en el tratamiento tradicional de las falacias. El punto (ii) preludia un supuesto típico de la perspectiva lógica sobre las falacias, aunque esta perspectiva pueda luego no compartir el deductivismo aristotélico de origen. El punto (iii) marca, en fin, la temprana aparición de un supuesto que todavía hoy sigue activo —p. ej., en la orientación pragmadialéctica—: el supuesto de correlación o de contrapartida, según el cual una falacia denota una falta de virtud y toda falacia consiste en una argumentación mala por incumplir o violar algún requisito o norma definitorios de la buena; en consecuencia, la «teoría» de la argumentación falaz vendría a ser justamente la derivada de la «teoría» de la buena argumentación. Es, con todo y como ya sabemos (véase Parte I, cap. 1, § 2.1), un supuesto discutible en la medida en que ignora la eventualidad del uso falaz de buenos argumentos; eventualidad que, por cierto, no dejó de prever Aristóteles al mencionar entre los argumentos falsos el caso de las deducciones concluyentes cuyo empleo no es realmente pertinente en el contexto de referencia, p. ej., cuando se aducen argumentos solo aparentemente médicos en medicina o pruebas solo aparentemente geométricas en geometría (Tópicos, 162b7-11). 1.2.2. Explicaciones y clasificaciones Recordemos los servicios que, según la opinión común, cabe esperar del estudio de las falacias. Son más bien prácticos en la medida en que tienen 151
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que ver con la adquisición y la demostración de competencias y habilidades argumentativas. Pero uno de ellos, en particular, pendiente de la detección y del tratamiento de ambigüedades y equívocos, responde a motivos más teóricos relacionados con los problemas que pueden generar nuestros usos del lenguaje. Y, en efecto, los intereses que mueven a Aristóteles no solo son prácticos, instructivos y preventivos, sino analíticos, de detección, y teóricos o «filosóficos», de explicación. El planteamiento aristotélico envuelve dos planos teóricos: el de la contraprueba fallida, en la línea del punto (ii) antes señalado, y el de la falsa apariencia de una prueba efectiva, en la línea de (i). Las explicaciones en ambos respectos no están desarrolladas, pero se dejan traslucir en algunas referencias a sus causas. Las causas de una contraprueba fallida residen bien en las proposiciones (premisas, conclusión no justamente contradictoria), bien en el razonamiento mismo o bien en la inadecuación contextual de la prueba en su conjunto (cf. p. ej., Tópicos, 162b3-16; RS, 169b20-22). Remiten a incumplimientos o violaciones de las condiciones de una refutación genuina. Por su parte, las causas de la falsa apariencia serán objetivas cuando el error descanse en cierta semejanza con la contrapartida genuina; o subjetivas cuando el error se deba a la incompetencia o a la inexperiencia del agente discursivo que se vea engañado por ella (cf., p. ej., RS, 164a22-164b29). Son, por otro lado, los propósitos aristotélicos de detección y explicación los que dan sentido a su ensayo de clasificación y reducción de las contrapruebas aparentes o refutaciones sofísticas. Aristóteles no ofrece un catálogo al uso, ni un listado arbitrario —p. ej., por orden alfabético—, como los que luego cundirán en las presentaciones de las falacias. Aparte de indicar las causas del error, Aristóteles pretende una especie de clasificación cabal y natural de los tipos falaces de error discursivo en función de sus fuentes. Y por si fuera poco, no deja de sugerir la ulterior sistematización o reducción de algunos de estos tipos a uno principal. También en esta línea, Aristóteles marcará el camino de ensayos posteriores, tanto en la Antigüedad como en tiempos modernos e incluso en nuestros días. Hay, piensa Aristóteles, dos clases de fuentes del razonamiento erróneo. Unas tienen un carácter lingüístico: determinan las falacias que dependen esencialmente de nuestro modo de expresión o de la naturaleza del lenguaje; las otras son de carácter extralingüístico: aquí las falacias provienen de otros aspectos y referencias del discurso. Entre las primeras (RS, 165b23-30), se cuentan la equivocidad léxica (homonimia), la ambigüedad proposicional (anfibología), la composición y división de los elementos de la frase, el acento y la forma de la expresión. La equivocidad y la ambigüedad ya eran viejas conocidas6, pero las restantes 6. Un lugar clásico es el pasaje ya mencionado del Eutidemo, 275d-278b, en el que primero se explota y luego se desenreda la equivocidad de manthánein, que puede signi-
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también resultaban familiares en el uso cotidiano, aparte de ser recursos socorridos —p. ej., en declaraciones oraculares, a efectos retóricos, etc.—. A estas seis se suman otras siete no determinadas por el lenguaje (RS, 166b20‑27). Estas son: las que tienen que ver con predicaciones accidentales, esto es, no convertibles, o con atribuciones modales erróneas; las atribuciones absolutas, o no absolutas sino referidas a un aspecto, un lugar, un momento o una relación con algo; las debidas al desconocimiento de la refutación (ignorantia elenchi) o, más precisamente, al incumplimiento de las condiciones de una prueba contradictoria efectiva de la tesis en cuestión; las relacionadas con la consecuencia —dan en suponer de modo indebido la simetría o convertibilidad de la relación de consecuencia, de modo que si un consecuente b se sigue de un antecedente a, entonces a se seguiría a su vez de b—; las que dan por sentada la conclusión que se pretende establecer (petitio principii); las que aducen como causa lo que no es causa; las que funden varias y diversas cuestiones o preguntas en una sola y así prejuzgan o sesgan la respuesta (falacia de la cuestión múltiple). También podían considerarse casos familiares, al menos en ciertos medios filosóficos, retóricos e intelectuales de la Atenas de los siglos v y iv a. n. e. En cualquier caso, estas trece clases de falacias han constituido su «clasificación natural» en la lógica escolar durante siglos: han sido las especies dadas o «creadas ab initio» de la fauna de las falacias. Por otro lado, como ya he sugerido, Aristóteles no deja de mostrarse a veces más sutil o más sensible a los especímenes falaces y nos invita a reconocer algún otro tipo de refutación sofística en atención a las deducciones que son concluyentes, pero inadecuadas o improcedentes para el asunto tratado, aunque aparenten serlo. Llamo refutación y deducción sofisticas no solo a las que parecen refutación o deducción y no lo son, sino también a las que aun siéndolo, solo en apariencia son apropiadas para el caso (RS, 169b21-23 cf. también el ya citado Tópicos, 162b7-11).
Más aún, conviene considerar una precisión adicional a tenor de la revisión de la noción de refutación aparente que propone el capítulo 10 de RS: «si se da una refutación aparente, la causa de su falsedad estará en el razonamiento o en la contradicción (en efecto, debe añadirse el caso de la contradicción) y a veces en ambos» (171a5-8). Y entonces, con respecto a la contradicción en particular, habrá que recordar las precisiones avanzadas en el cap. 5 de RS: ficar tanto aprender lo que no se sabe como comprender algo aprendido, equivocidad a la que Aristóteles alude en RS, 165b31-33.
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Una refutación es una contradicción de uno y el mismo predicado —no del nombre, sino de la realidad— y no de un sinónimo, sino del nombre mismo, a partir de las premisas asumidas y que se sigue necesariamente de ellas (sin que incluyan el punto originario en cuestión), y se da en el mismo respecto, relación, modo y tiempo (167a23-27).
Llegados a este punto, será útil volver la vista atrás con el fin de recapitular los resultados «teóricos» del análisis aristotélico. En principio, son criterios determinantes de la refutación sofística los siguientes: a) aparentar que es un silogismo, sin serlo efectivamente, por algún fallo o defecto de los tipos (i)-(iii), indicados anteriormente en el apartado § 1.2.1. b) aparentar que es apropiado para el caso, pero sin serlo por b.1) no concluir lo contradictorio de lo que se pretende refutar —tipo (iv), véase § 1.2.1—, o b.2) aducir razones o consideraciones no pertinentes o ilegítimas en el caso planteado. Dicho en términos más explícitos, que además propician el uso de los criterios a efectos no solo de evaluación sino de detección, una refutación puede ser solo aparente y resultar una contraprueba fallida por uno o más de los defectos siguientes: 1) no contradice el caso real, sino su denominación; 2) contiene algún sinónimo en vez del término original; 3) las premisas no han sido asumidas por el respondiente; 4) la conclusión contradictoria no se sigue necesariamente de ellas; 5) el punto originario del debate o el «principio» que está en cuestión se encuentra entre las premisas asumidas; 6) la prueba no resulta efectivamente contradictoria en el mismo respecto, relación, modo o tiempo. Algunos de estos fallos determinantes tendrán luego larga vida. Por ejemplo, (1)-(2) y (6) aparecen en Boecio, (1) y (6) en Ammonio; y después reaparecen en tratados bizantinos medievales (véase Hamblin, 2004: 104-106). Pero mayor importancia reviste la sugerencia de reducir todas las variantes determinadas por esos criterios y recogidas en las clasificaciones que derivan de sus fuentes lingüísticas o extralingüísticas, a un defecto principal, a la ignorantia elenchi o ignorancia de la refutación. Pues, a juicio de Aristóteles, «todas las variedades incurren en la ignorancia de la refutación: unas, en función de la expresión, en cuanto que la contradicción, que es lo propio de la refutación, es aparente, y las otras, en función 154
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de la definición de deducción» (RS 6, 169a18-22); es decir, en función de los rasgos (i)-(iii) definitorios del silogismo —véase § 1.2.1—. Con todo, Aristóteles no parece interesado en sentar sobre esta base una teoría reductiva maximalista, en el sentido de las hipótesis teóricas máximas consideradas más arriba en el apartado 2.3 del cap. 2 de la Parte I. 1.3. Las falacias en la Retórica y en los Primeros Analíticos
Para hacerse una idea comprensiva de la concepción aristotélica de la argumentación falaz, no estará de más recordar también algunas observaciones complementarias en otros escritos, en particular en la Retórica y en los Primeros Analíticos. El pasaje más elocuente de la Retórica es el referido a los entimemas aparentes (II 24, 1400b34-1402a29). Empieza declarando: «Puesto que puede haber un silogismo y otro que, sin ser tal, lo parezca, forzosamente habrá también un entimema y otro que, sin ser tal, lo parezca, dado que el entimema es una clase de silogismo» (1400b34-1401a1). El tratamiento paralelo a los criterios y las variantes de la refutación aparente es el que ahora tienen los lugares comunes de los entimemas de este género. Estos lugares, en parte reservorios y en parte generadores de entimemas especiosos, son: 1) Los que proceden de la expresión, bien 1.1) al formular como conclusión dada lo que aún no se ha concluido, bien 1.2) por equivocidad. Así como los consistentes en: 2) Afirmar del todo lo que es verdad de las partes o a la inversa. 3) Inclinar hacia la aceptación o el rechazo del argumento por medio de la ampliación o exageración. 4) Usar un signo (indicio) o un único caso como evidencia concluyente. 5) Representar lo accidental como esencial. 6) Partir de la consecuencia (esto es, del consecuente para establecer el antecedente). 7) Tomar o presentar como causa lo que no es causa. 8) Omitir el cuándo y el cómo. 9) Confundir las atribuciones absolutas y relativas. Los tipos (3) y (4) no se encuentran en RS; (3), en especial, es un recurso de indudable ascendencia retórica desde la coetánea Retórica a Alejandro. También es novedosa la argucia de hacer pasar una conclusión de contrabando conforme a (1.1). Por otro lado, no figuran aquí la petición de principio, ni la fusión de varias y diversas cuestiones 155
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en una. Y, en fin, el caso (7) se describe como una interpretación del post hoc en calidad de propter hoc, esto es, como el mal entendimiento de una mera sucesión temporal bajo la forma de una vinculación o conexión causal, versión que no aparece en RS —ni, por lo demás, en los Primeros Analíticos (APr.)—, aunque luego vendrá a ser la preferida por la tradición. Mientras que la Retórica presenta un tratamiento en cierto modo paralelo al seguido en RS, los Primeros Analíticos parecen contentarse más bien con una especie de adaptación sumaria al marco general de la prueba deductiva que tiene lugar en los caps. 16-21 del libro II. No es extraño que en este contexto adquieran mayor importancia las fuentes extralingüísticas como fuentes de pruebas fallidas. Una muestra instructiva es, por ejemplo, la siguiente: Postular y asumir la cuestión originaria es un tipo de fallo en demostrar lo que se ha planteado7. Pero este fallo se da de diversos modos. Pues, en efecto, se da si uno no ha razonado silogísticamente [«silogizado»] en absoluto, o si ha partido de premisas menos conocidas o igualmente desconocidas, o si ha deducido lo anterior a partir de lo que es posterior (porque la demostración procede a partir de lo que es más convincente y prioritario) (APr., 64b28-33).
Según esto, en el contexto programático de la teoría de la demostración de los Analíticos, se acentúa el tinte epistémico de la falacia como prueba fallida y se desactiva o al menos se desdibuja su marco dialéctico. Como ya sabemos, la petición de principio aún representa hoy una falacia paradigmática desde un punto de vista lógico epistémico. Otras falacias identificables, aparte de las que envuelven la suposición o petición del punto en cuestión, son la ignorancia de la refutación —o más bien, en este caso, la ignorancia de las condiciones de la prueba silogística—, el tratamiento como causa de lo que no lo es y quizás la suposición de la simetría o convertibilidad de la relación de consecuencia, que tiene especial relieve en el marco de la demostración. No faltan, por lo demás, algunas referencias a los errores y las tácticas discursivas relacionados con el sistema silogístico (véase, p. ej., APr., 66a25-66b2).
7. Se trata, naturalmente, de un caso general de petición de principio: «Siempre que se trata de probar lo que no es evidente de suyo por medio de ello mismo, se pide la cuestión. Esto puede hacerse postulando directamente lo que se ha de probar; pero también cabe recurrir a algunas otras proposiciones probadas por medio del principio en cuestión» (APr., 64b2-65a1).
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1.4. Otras contribuciones después de Aristóteles: los estoicos, Galeno, Alejandro
En el estudio de las falacias no parece haber contribuciones reseñables de los estoicos. Cierto es que la lógica estoica mostró interés no solo por la argumentación concluyente sino por la no concluyente. Pero sus planteamientos eran de carácter estrictamente lógico y, por ende, textual y monológico, sin consideraciones dialécticas ni proyecciones retóricas. Desde luego, no prestan especial atención a la argumentación falaz. No obstante, Mates puede registrar su conocimiento del círculo vicioso (ho diállelos trópos) en pretendidas pruebas (1985: 142). Por otro lado, su presunta catalogación de las falacias como argumentos no concluyentes o «indefinidos» según Sexto Empírico (p. ej., Contra los matemáticos, VIII, §§ 429-434), no deja de ser llamativa en ciertos aspectos, como el de hacer equivalente la condición de argumento falaz a la condición de argumento malo o defectuoso, y contar entonces como falaces los argumentos con premisas falsas y con premisas superfluas, pero no incluir en cambio —al menos expresamente— entre ellos la petición de principio. Es una omisión curiosa, pues la idea más aproximada a una falacia, entre los estoicos, sería la de prueba inválida o fallida8. Hay, no obstante, una definición que Sexto Empírico atribuye a los «dialécticos», es decir, los lógicos estoicos, en Esbozos pirrónicos: «Un sofisma es un argumento plausible y dispuesto con engaño para admitir una conclusión que es falsa, o se asemeja a lo falso, o es no evidente o inadmisible de cualquier otro modo» (II, § 229). Al margen de su estudio de los argumentos concluyentes y no concluyentes, los estoicos también mantuvieron y transmitieron el interés de algunas escuelas megáricas en diversas paradojas cognitivas y discursivas —como los casos de Electra, el calvo, el cornudo, el sorites, el mentiroso—, que cobraron fama gracias a ellos y a su finura analítica, bajo la forma de argumentos «irresolubles (áporoi lógoi)», esto es, inaceptables aunque no sea fácil resolver o descartar el absurdo que envuelven o al que conducen. Otro punto interesante por su influencia posterior fue la atención que prestaron a la ambigüedad, dada la relación que asumían entre la expresión (léxis) y lo expresado (lektón) y la suposición añadida de que en un argumento la cadena de las aserciones debe corresponderse con la vinculación de sus significados proposicionales. Galeno tiene cierto relieve en este contexto. Una contribución digna de mención es su ensayo Sobre las falacias debidas al lenguaje. Galeno 8. Cf. un intento de convertir estas referencias genéricas en una «teoría» de las falacias, González Ruiz (1993).
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se mueve en un marco monológico, sin mayor interés por la dialéctica o la retórica —aunque no falte alguna alusión a los errores del sofista, p. ej., 3 100 18, 101 5—, y se atiene a las falacias (sophismata) lingüísticas. Los casos que considera principales son los relacionados con la ambigüedad. Su idea de la ambigüedad se podría resumir como sigue. Para empezar, una proposición es ambigua si su uso o su inscripción tiene al menos dos significados distintos. En términos más precisos: una proposición es ambigua si admite dos o más paráfrasis o implicaciones irreducibles entre sí. Sean a una proposición dada y a1, a2, dos paráfrasis de a. Entonces, i) a1 y a2 son irreducibles entre sí si ninguna de ellas es a su vez paráfrasis de la otra; ii) a1 y a2 tienen implicaciones irreducibles entre sí si la conjunción de a1 con alguna otra proposición p implica la proposición q, mientras que la conjunción de a2 con esa misma proposición p no implica q. Por lo demás, a1 y a2 no se implican entre sí. Recordemos, por ejemplo, la respuesta del oráculo de Delfos a la consulta del rey de Lidia, Creso, sobre la suerte de su plan de campaña: «Si Creso cruza el Halys, destruirá un imperio». Admite dos paráfrasis: a1) «Si Creso cruza el Halys, destruirá el imperio enemigo» y a2) «Si Creso cruza el Halys, destruirá su propio imperio»; está claro que ambas paráfrasis son mutuamente irreducibles y dan lugar a implicaciones no menos incompatibles, como el infortunado Creso bien pudo comprobar. Según Galeno, una expresión puede tener uno de estos tipos de ambigüedad: a) actual, consistente en un doble o múltiple significado, sea por una causa léxica, esto es, por homonimia, sea por una causa sintáctica, es decir, por anfibología; b) potencial, doble o múltiple significado debido a su conformación verbal superficial, esto es, subsanable sin cambios de léxico o de construcción sintáctica, como los casos de ambigüedad inducidos por pausas o acentuación. c) aparente, ambigüedad léxica o sintáctica fácilmente reducible. Por ejemplo, a partir de a): «al ser de día, no es de noche», caben las paráfrasis sintácticas a1): «si es de día, entonces no es noche» y a2) «o es de día o es de noche», lógicamente equivalentes y reducibles entre sí (cf. Galeno, Eisagogé, 3.5). Pues bien, sobre estos supuestos, Galeno se propone una sistematización de las falacias lingüísticas en dos pasos: 1) Toda falacia lingüística se reduce a los casos recogidos en el catálogo aristotélico de las falacias derivadas de fuentes lingüísticas (Sobre las falacias, cap. 2, p. 92 8 ss.). Como ya sabemos, el propio Aristóteles se había hecho también ilusiones en tal sentido (RS, 165b23-31). 158
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2) Todos los casos del catálogo aristotélico de las falacias lingüísticas se reducen a casos de ambigüedad (cap. 3, pp. 102 16-104 6). Galeno también cree contar con un argumento que obliga a reconocer la ambigüedad como falacia o vicio del lenguaje sustancial en justa correspondencia con su virtud esencial, la de significar. Según esto, el vicio o falta de virtud del lenguaje consistirá en no significar o en significar mal, de modo inadecuado. Ahora bien, como no cabe considerar lenguaje lo que no significa, el no significar no sería un vicio del lenguaje propiamente dicho ni produciría un sofisma, ya que nadie podría reconocer una expresión no significativa o asumir una proposición ininteligible. «Solo nos queda, por tanto, la alternativa de que los sofismas del lenguaje se producen por no significar bien, y esto ocurre porque el significado es ambiguo» (cap. 2, p. 96 6-8). La tesis de la reducción de las falacias lingüísticas a casos de ambigüedad no dejará de tener cierta fortuna histórica. Se verá incluso generalizada en términos de una formulación universal: toda falacia descansa en un equívoco —generalización que, por cierto, ya no podría contar con la anuencia de Aristóteles (cf. RS, 177b8-10)—. Así, a juicio de Benito Jerónimo Feijoo, «hablando con propiedad, el principio único de donde viene la falacia al silogismo, o que hace al silogismo falaz, es la ambigüedad de alguna voz» («Desenredo de sofismas», § 1, 2, en Teatro Crítico Universal, t. VIII [1739], véase más abajo, Texto 5). Y en nuestros días, Lawrence H. Powers (1995) ha sostenido la que llama «teoría de la falacia única», según la cual solo hay en realidad una falacia, la falacia de equivocidad consistente en manejar la ambigüedad de modo indebido (véase más arriba, Parte I, cap. 2, § 2.3.1). Según la tradición escoliasta que pervive en la recepción medieval de las Refutaciones sofísticas, Alejandro de Afrodisia, un coetáneo de Galeno algo más joven que él y a su vez distinguido comentador de Aristóteles, hizo un planteamiento y una clasificación similar en un comentario hoy perdido. Pero Sten Ebbesen (1981) ha mostrado que el «Alejandro» o el «Comentador» citado o referido en los textos medievales de la segunda mitad del siglo xii y principios del xiii, no es Alejandro de Afrodisia, sino un autor tal vez inexistente, cuyo supuesto comentario es producto de escolios y de versiones como la de Jacobo de Venecia9. Donde Galeno habla de ambigüedad, «Alejandro» se refiere a duplicidad de significado y quizás a doblez (a partir de dittón, «doble»). Pero su esquematización de las falacias determinadas por el lenguaje sigue los pasos de Galeno: hay un doble actual, sea equivocidad de términos, sea anfibología de frases; hay un doble potencial, bien de acento sobre los términos, bien de composición
9. Véase Ebbesen (1981), en particular, vol. I, V.3, pp. 242-244 y V.15, pp. 286-289.
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y división de las frases; hay, en fin, un doble imaginario o aparente, correspondiente a la forma de expresión. Este último puede ser un punto relativamente original: se da cuando una expresión con un significado determinado parece tener otro diferente debido a alguna semejanza10. Bajo la versión latina de ‘dittón’ como ‘multiplex’ —de modo que la duplicidad deviene multiplicidad—, la clasificación de «Alejandro» alcanzó a tener cierto eco en la lógica y la filosofía del lenguaje medieval. Referencias bibliográficas
A. Ediciones en español11 Aristóteles, Tratados de Lógica (Órganon), t. I: Categorías, Tópicos, Sobre las refutaciones sofísticas, trad. de M. Candel, Gredos, Madrid, 1982. Cicerón, La invención retórica, trad. de S. Núñez, Gredos, Madrid, 1997. Contra los profesores (Adversus mathematicos, I-VI), trad. de J. Bergua, Gredos, Madrid, 1997. Galeno, «Sobre los sofismas del lenguaje», en Tratados filosóficos y autobiográficos, ed. y trad. de T. Martínez, Gredos, Madrid, 2002, pp. 385-402. Retórica a Alejandro, ed. y trad. de J. Sánchez Salamanca, Ediciones de la Universidad de Salamanca, Salamanca, 1989. Retórica a Herenio, trad. de S. Núñez, Gredos, Madrid, 1997. Sexto Empírico, Esbozos pirrónicos, trad. de A. Gallego y T. Muñoz, Gredos, Madrid, 1993. Sofistas. Testimonios y fragmentos, trad. de A. Melero, Gredos, Madrid, 1996.
B. Literatura secundaria Blair Edlow, R. (1977), Galen on Language and Ambiguity [ed. comentada de Galeno, De captionibus (On fallacies)], E. J. Brill, Leiden. Botting, D. (2012), «What is a sophistical refutation?»: Argumentation 26/2, pp. 213-232. Boyer, G. (1988), «Aristotle on fallacious reasoning in Sophistical Refutations and Prior Analytics», en OSSA Conference 1997, Argumentation and Rhetoric, cederrón, Mac Master University/Ontario Society for the Study of Ar 10. Esta referencia es críptica. Por otra parte, los ejemplos traídos a colación —verbos cuya conjugación parece desmentir su significado o nombres cuyo género parece desmentir el de los referentes denotados— tampoco ayudan mucho; son los aducidos por Aristóteles para mostrar los equívocos debidos a la forma de expresión (RS, 166b10-19). Hay detalles del planteamiento y de la clasificación en Hamblin (2004: 97-101), aunque la autoría haya de revisarse a la luz de Ebbesen (1981). 11. Las fuentes o ediciones críticas de los textos de referencia se encuentran en sus lugares respectivos en la sección siguiente de esta Parte II, sección dedicada a recoger (extractos de) los propios textos.
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gumentation, Hamilton (ON). Cf. también D. Hitchcock, «Comments on George Boyer’s ‘Aristotle on fallacious reasoning …’», ibid. Braert, A. (2007), «The oldest extant rhetorical contributions to the study of fallacies (Cicero On Invention, 1.78-96, and Rhetoric to Herennius, 2.31-46: Reducible to Hermagoras?)»: Argumentation 40/4, pp. 416-433. Ebbesen, S. (1981), Commentators and Commentaries on Aristotle’s Sophistici Elenchi, E. J. Brill, Leiden, 3 vols. Enriques, F. (1949 [1922]), Para la historia de la lógica, Espasa-Calpe, Buenos Aires. González Ruiz, E. (1993), «La clasificación estoica de las falacias», en M. Beuchot y E. González Ruiz, Ensayos sobre teoría de la argumentación, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, pp. 53-64. Hamblin, C. L. (2004 [1970]), Fallacies, Methuen & Co., Londres; reimp. Vale, Newport News (VA). Hansen, H. V. (1996), «Aristotle, Whately, and the taxonomy of fallacies»: Lecture Notes in Computer Science 1085, pp. 318-330. Hansen, H. V. y Pinto, R. (eds.) (1995), Fallacies. Classical and contemporary readings, The Pennsylvania State University Press, University Park (PA). Mates, B. (1985), Lógica de los estoicos, Tecnos, Madrid. Poulankos, J. (1997), «The logic of Greek sophistry», en D. N. Walton y A. Brinton (eds.), Historical Foundations of Informal Logic, Ashgate, Aldershot, pp. 12-24. Powers, L. H. (1995), «Equivocation», en H. V. Hansen y R. C. Pinto (eds.), Fallacies. Classical and contemporary readings, The Pennsylvania State University Press, University Park (PA), pp. 287-301. Robinson, R. (1942), «Plato’s consciousness of fallacy»: Mind 51/202, pp. 97114. Schreiber, S. G. (2003), Aristotle on False Reasoning, State University of New York, Albany. Cf. la reseña de G. Boyer, Informal Logic, 23/1 (2003): 79-90. Sprague, R. K. (1962), Plato’s use of fallacy: A study of the Euthydemus and some other dialogues, Routledge & Kegan Paul, Londres. Woods, J. y Hansen, H. V. (1997), «Hintikka on Aristotle’s fallacies»: Synthese 113, pp. 217-239. (Cf. J. Hintikka (1997), «What was Aristotle doing in his early logic, anyway? A reply to Woods and Hansen»: Synthese 113, pp. 241-249).
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2 Una versión medieval de las falacias
Como muestra notable del tratamiento medieval, contamos con una pequeña monografía Sobre las falacias (De fallaciis) que ofrece una versión de la materia acorde con la tradición aristotélica de las Refutaciones sofísticas en el medio escolástico del siglo xiii —se ha datado hacia 1244‑1245—. Ha sido atribuida al propio Tomás de Aquino, aunque su autoría sea discutible. Sea por este patrocinio, sea por la disposición clara y sintética del texto, la monografía alcanza a tener cierta fortuna. Viene a sustituir en algún caso el tratado VII, dedicado a las falacias, de los Tractatus o Summulae logicales de Pedro Hispano, como testimonia el cambio que se produce en R. Llull desde su primerizo Compendium logicae Algazelis (1265-1272), compuesto a partir del manual de Pedro Hispano, hasta su Logica nova, donde toma pasajes enteros —con erratas incluidas— del De fallaciis (véase Wyllie y Fidora, 2009). También puede ser una indicación en el mismo sentido su posterior influjo en autores tan lejanos en el tiempo y el espacio como Alonso de la Vera Cruz ([1554] 1989). 2.1. El legado griego
Pero antes de detenernos en esta muestra escolástica, no estará de más considerar brevemente el problema general de las relaciones del pensamiento medieval con sus fuentes clásicas y, en concreto, la cuestión de su recepción. Pues una cosa es el legado potencial, es decir, todos aquellos textos que por vía directa o indirecta eran, en principio, accesibles a los autores y comentadores escolásticos desde el siglo xii, y otra cosa bien distinta es su recepción y su asunción efectiva1. 1. En otro lugar he dedicado especial atención a esta cuestión en punto a la transmisión y recepción de la idea de demostración. Véase Vega Reñón (1999: 29-52).
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El legado griego que tiene mayor interés en lo que concierne a las falacias se podría resumir en estos puntos: 1) Hay dos tradiciones o hijuelas principales: la herencia aristotélica, con su consideración dialéctica y epistémica de la prueba o contraprueba fallida; y la herencia estoica, centrada en el análisis semántico y monológico del discurso, y en la lógica del argumento defectivo. Ambas se reciben no solo por el cauce de los canales latinos como Cicerón o Boecio, sino a través de las «escolásticas» griega y bizantina de los comentadores. La primera tradición está representada sobre todo por la versión de Boecio del tratado aristotélico: De sophisticis elenchis, que empieza a tener especial reconocimiento a mediados del siglo xii. La segunda tradición, aunque no deje de hallar eco y resonancia en autores como Cicerón o Séneca, tiene una efectividad más bien práctica y difusa, por ejemplo, en la jurisprudencia romana. 2) Como ya hemos podido entrever en el apartado 1.4 anterior, son las falacias dependientes del lenguaje las que cobran especial relieve entre los comentadores y escoliastas. También sabemos, por otro lado, de la existencia de intentos independientes de sistematización de tipos de ambigüedad (Galeno) o de multiplicidad («Alejandro»). 3) No falta además algún apunte crítico sobre la falta de explicación teórica en Aristóteles. Por ejemplo, según el autor desconocido de unas Cuestiones sobre las Refutaciones sofísticas del siglo xii: Dice el comentador [e. d. «Alejandro»] que Aristóteles prestó escasa atención a la sofística, porque si es preciso tratar cabalmente de la falacia, primero hay que definirla, en segundo lugar se han de sentar sus principios, a saber, la causa de la apariencia y de la deficiencia, en tercer lugar se han de distinguir sus especies y modos, y en cuarto lugar se ha de mostrar la falacia en sus aplicaciones falaces. También dice el comentador que el Filósofo [e. d. Aristóteles] puede excusarse de la insuficiencia de su tratamiento, puesto que argüir de modo sofístico no es una ocupación propia de filósofos, sino más bien de niños (De Rijk, 1962: I, 192).
Quizás sean unas observaciones de este tipo las que estén en el origen de las propuestas medievales de explicación causal de las falacias por referencia a las causas o principios de la (falsa) apariencia y del defecto o inexistencia correspondientes. También merece atención la consideración de la sofística como una ocupación infantil; puede ser sintomática de una incipiente trivialización de los casos de falacias en las escuelas.
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2.2. La recepción medieval
La recepción medieval parece moverse en tres direcciones generales marcadas más bien por la transmisión del legado (a) o más bien por diversos intereses autóctonos (b) y (c). a) La consideración de las falacias en el marco de la discusión sofística, conforme a la tradición «aristotélica». Aquí nos encontramos con ciertas nociones básicas sintomáticas como las de fallacia, paralogismus, sophisma, dentro de una terminología que procede de las traducciones de Boecio y parece quedar establecida en la segunda mitad del siglo xii, aunque no deje de presentar algunas variaciones. b) La relación de las falacias dependientes del lenguaje con la investigación medieval sobre la lógica y la filosofía del lenguaje, p. ej., cuestiones en torno al significado y la referencia, en especial con la teoría autóctona de la suppositio. c) La relación de las paradojas y los puzles discursivo-cognitivos, de diverso origen (aristotélico, estoico) con ciertos sofismas (sophismata), que tienen tanto una dimensión analítica y teórica de dilucidación, como una dimensión escolar de entrenamiento y puesta a prueba o examen. En este contexto, ‘sofisma’ no designa un tipo de falacia discursiva, sino una expresión que pide ser desambiguada mediante el análisis lógico, sea por motivos de precisión conceptual, sea con fines prácticos o escolares como poner a prueba la competencia analítica de un examinando. Ilustraré brevemente cada uno de estos aspectos. a) Entre las nociones básicas, la idea de paralogismus, por ejemplo, responde según las Glose in Aristotilis Sophisticos Elencos (De Rijk, 1962: I, 193 18-23)2, a la composición etimológica de ‘logismus’, es decir, ‘silogismo’ y ‘para’, tanto en el sentido de ‘iuxta’, ‘lo que está al lado o cerca, es afín, se parece’, como en el sentido de ‘contra’, ‘lo contrario, lo opuesto’, de modo que «paralogismo», en suma, significa el discurso que parece un silogismo pero no lo es. A su vez, sophisma viene a designar en la Summa Soph. Elenchorum el argumento aparente que en realidad no es argumento «donde haya argumento, no hay ningún sofisma» (I, 384 25-26, 32). Fallacia, por su parte, viene a corresponder al ‘elenco sofístico’ de la traducción de las Refutaciones sofísticas por parte de Boecio y remite a los trece tipos de las falacias aristotélicas; incluso la Summa recién citada recoge el punto de la reducción de las falacias a la «ignorancia del elenco»: «Se dice que la ignorancia del elenco es el prin 2. En los textos citados (Glose in Arist. Sophisticos Elencos, Summa Sophisticorum Elencorum y Fallacie Vindobonenses) sigo la edición de L. M. de Rijk (1962).
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cipio y el origen de todas las falacias, cuando se toma en sentido amplio» (I, 416 16-17); pero, ‘fallacia’ también puede equivaler a ‘paralogismus’ para significar un silogismo aparente. Por otro lado, en el tratado De fallaciis del siglo xiii, ‘fallacia’ funciona asimismo como una denominación del lugar o tópico sofístico «puesto que es de suyo causa del engaño» (cap. 4, 88079; véase más abajo, Texto 2). Conviene observar a este respecto que en los lugares sofísticos concurren las dos causas o principios del argumento sofístico: el principio motor o causa de la apariencia, que mueve a asentir, y el principio del defecto o causa de la inexistencia de lo que se aparenta (ibid.). Este planteamiento ya estaba presente en los Tractatus de Pedro Hispano, donde, por lo demás, también se llama fallacia tanto el engaño resultante en nosotros como la causa o principio de ese engaño (VII, § 26). No dejan de tener interés otros términos o expresiones relacionados como, en particular, la de ‘disputatio sophistica’. A mediados del siglo xii, se denominaba así la discusión o refutación que discurría «a partir de premisas que parecen probables, pero no lo son» (cf. Summa Soph. Elenchorum, 277 25-26; Fallacie Vindobonenses, 497 5-6); también incluía la deducción o el silogismo aparente, según la Summa (26-27). Más adelante, la propia Summa introduce unas distinciones significativas a propósito de las diversas especies de disputatio sofística, a saber: el silogismo aparente (redargutio), el falso, el implausible o paradójico (inopinabile), el solecismo y el parloteo. Así, dice la Summa: Todas las especies de refutación sofística concluyen lo improcedente (inconveniens), aunque no todas concluyen lo falso. Pues hay un improcedente que es falso y otro que no lo es. Lo improcedente falso es lo que concluyen el silogismo aparente, el falso y el implausible. Lo improcedente que no es ni falso ni verdadero es lo que concluyen estas dos especies: el solecismo y el discurso que se ve obligado a repetir lo mismo, esto es, a parlotear» (405 27-23).
‘Improcedente’ (inconveniens) viene a significar en este contexto lo que resulta contra derecho e inapropiado. En fin, la idea de silogismo aparente, en el sentido de redargutio, es precisada por el magíster Alberico en las Glose in Arist. Soph. El. como «refutación sofística en la que infiere lo que no se sigue, pero parece seguirse, preservada la construcción discursiva conforme al arte de la gramática». La primera condición, la inferencia que envuelve una relación de consecuencia meramente aparente, distingue esta especie sofística de otras como las que conducen a una conclusión falsa o a una conclusión paradójica; la segunda condición, de carácter gramatical, la distingue a su vez del solecismo y del parloteo (205 27-30); por lo demás, dicha refutación puede discurrir tanto en el plano lingüístico como en el extralingüístico, según la conocida clasificación principal de Aristóteles (206 5). 165
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b) Por lo que concierne a la relación del estudio de las falacias con cuestiones de lógica y filosofía del lenguaje, tienen especial relieve las falacias verbales en la versión de «Alejandro», referida a la multiplicidad actual, potencial o imaginaria. Un punto importante en esta perspectiva es la vinculación inicial de las falacias con ciertas contribuciones medievales originales como la teoría de las propiedades de los términos y de la suppositio. Por ejemplo, el estudio de las falacias debidas al uso o la naturaleza del lenguaje, en el nuevo marco del análisis gramatical de la función de los términos en el contexto de la proposición, estimula la discusión y el desarrollo de las teorías de la significación en la segunda mitad del siglo xii y, posteriormente, de la teoría de las propiedades de los términos (véase De Rijk, 1967: II, i, 491-512). Un caso ilustrativo es el de la univocatio, univocidad, por contraposición a la identitas, identidad, y a la equivocatio, equivocidad, nociones de interés para determinar la significación y la apelación del término considerado. Así, un término usado en diversos casos para denotar a un mismo individuo, está empleado idénticamente, p. ej., en la oposición «Sócrates es anterior a Platón» vs. «Sócrates no es anterior a Platón». Un término usado en diversos casos para denotar cosas diversas, manteniendo su significado, está empleado unívocamente, p. ej., en la distinción «Sócrates es (un) hombre (en particular)» vs. «Sócrates no es (el) hombre (en general)». Un término usado en diversos casos para denotar cosas diversas sin mantener su significado, está empleado equívocamente, p. ej., en la falsa oposición «el can (el mamífero) es un animal doméstico» vs. «el can (la constelación) no es un animal doméstico». Solo en el primer caso, la negación de la proposición original resulta contradictoria o, dicho de otro modo, la oposición entre las dos proposiciones citadas es una contradicción («Sócrates es anterior/ no es anterior a Platón»). La univocidad, por su parte, se describe como el uso que mantiene el significado pero cambia la suposición o la apelación, caso este que incluye las referencias temporales determinadas por el tiempo verbal (presente, pretérito, futuro). Por ejemplo, el término ‘hombre’, empleado en sentido unívoco, puede suponer o «estar por»: 1) una categoría gramatical en «hombre es un nombre sustantivo» —uso del término ‘hombre’ con suposición material—; 2) una categoría lógica en «hombre es una especie» —uso con suposición natural—; 3) un tipo determinado de cosas en «el hombre es el rey de la creación» —uso con suposición simple—; 4) alguien en particular, «este hombre es (fue, será) magistrado» —uso del término como apelación o con suposición personal—.
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Estos casos y otros en el mismo sentido han llevado a considerar que el estudio de la proposición a la luz de las falacias dependientes del lenguaje, la equivocidad en especial, y de la nueva teoría gramatical marca el origen de la lógica terminista en el siglo xii. Posteriormente, entre finales del siglo xii y principios del xiii, se volverán las tornas: será la teoría del significado y de las propiedades de los términos la que servirá a su vez para el análisis de los engaños sofísticos. c) Como ya he sugerido, ‘sophisma’ también se moverá, en especial en el siglo xiv, en unos contextos de análisis conceptual, de investigación lingüística y de ejercitación escolar, distintos del tradicional. Allí el término mismo de ‘sophista’ cobrará un nuevo sentido para designar al estudiante o al maestro de ‘sophismata’. En estos casos, ‘sofisma’ designa tanto la proposición ambigua que es objeto de estudio como el desarrollo discursivo de su análisis: parte de una hipótesis (casus, señalado por una cláusula del tipo «supongamos que…»), y discurre deductivamente a través de su prueba (probatio) y contraprueba (improbatio) hasta una resolución —luego también puede seguir una réplica a los argumentos opuestos y una determinación final—. Una muestra puede ser la siguiente: Pongamos por caso la afirmación «todo Sócrates es menor que Sócrates». — Deducción I: «El pie de Sócrates es menor que Sócrates; la cabeza de Sócrates es menor que Sócrates.., y así sucesivamente por lo que se refiere a cualquiera de sus partes integrantes. En suma, todas y cada una de las partes de Sócrates son menores que Sócrates. Por consiguiente, todo (e. d. aquello que sea) Sócrates es menor que Sócrates». — Deducción II: «Todo Sócrates es menor que Sócrates. Ahora bien, todo (e. d. el todo invidualizado) Sócrates es justamente Sócrates. Por lo tanto, Sócrates es menor que Sócrates, lo cual es absurdo». En I, el término ‘todo’ está tomado en un sentido distributivo y sincategoremático, como referencia pronominal a cualquier parte de Sócrates. (Probatio). En II, en cambio, ‘todo’ está tomado en un sentido nominal, categoremático, que designa a un individuo en su conjunto, esto es, a Sócrates mismo. (Improbatio). Entonces se daría una falacia de equivocidad si de una premisa con el ‘todo’ empleado en I se tratara de inferir una conclusión con el ‘todo’ presente en II. Otras aplicaciones analíticas son las de los sophismata llamados physicalia, como «lo infinito es finito» dicho acerca de la constitución de una magnitud continua: es una proposición verdadera si ‘infinito’ se toma en el sentido sincategoremático de que para cualquier magnitud finita dada 167
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hay otra mayor que ella —descansa en la posibilidad de una serie de incrementos infinitamente sucesivos incluso dentro de un intervalo finito—; en cambio, resulta falsa si ‘infinito’ pasa a designar, en un sentido categoremático, una magnitud mayor que todas las magnitudes finitas. 2.2.1. Contribuciones medievales: el caso de la petición de principio Las consideraciones anteriores en torno a la recepción medieval escolástica ya muestran su carácter activo y contributivo, no meramente «receptivo». Pero no estará de más apreciar en un caso concreto la importancia y el alcance de sus contribuciones. Bastará tomar como ilustración el caso de la famosa falacia de petición de principio. Como en otros casos, no faltan indicaciones aristotélicas de su significación en distintos planos y sentidos. Pero no dejan de ser méritos de los analistas medievales su desarrollo expreso e, incluso, algún apunte en una dirección que hoy podría estimarse vivamente actual y vinculada a los progresos de la pragmática de la argumentación. Los desarrollos indicados consisten en el tratamiento de la falacia de petición de principio en tres planos básicos y de acuerdo con tres tipos de condiciones definitorias: a) En un plano lógico, la petición de principio consiste en dar por supuesto en alguna de las premisas del argumento lo que se pretende concluir. Su análisis se funda en unas condiciones de identidad proposicional que determinan su carácter de prueba fallida, al descansar en la asunción o presuposición de una premisa lógicamente dependiente —p. ej., por implicación o por definición— de la conclusión que se pretende probar o establecer. Por otra parte, en el capítulo de las contribuciones interesantes se puede anotar una lúcida observación de Pedro Hispano que remite a nuestra conocida distinción entre la validez deductiva de la petición y su nulidad demostrativa: Y se ha de saber que esta falacia no impide el silogismo que infiere, sino el silogismo que prueba. Pues, de entre los silogismos, uno infiere solamente, mientras que otro tanto infiere como prueba (Tractatus VII, § 148; cf. 1986: 150).
Si el tratado De fallaciis fuera efectivamente obra de Tomás de Aquino, esta distinción ya estaría establecida a mediados del siglo xiii, pues en su cap. 15 (véase más abajo Texto 2) se comenta en el sentido de que la falacia «no peca» contra la fuerza ilativa del argumento, siempre que guarde la relación debida entre el antecedente y el consecuente, sino que «peca» contra su capacidad de prueba al no cumplir la condición de que lo aducido sea más o mejor conocido que aquello que se pretende probar. 168
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b) En un plano dialéctico, la petición de principio consiste en tratar de extraer una conclusión de algún supuesto o principio que el contrincante en la discusión no acepta. Las condiciones de identidad son en este caso dialógicas y se refieren a la adopción de una premisa que resulta para el interlocutor no menos discutible que la pretendida conclusión. c) En un plano epistémico, la petición de principio consiste en intentar probar una proposición no sabida o incierta a partir o sobre la base de alguna otra no menos desconocida o dudosa. Las condiciones de identidad vienen a ser ahora epistémicas y se refieren a la falta de evidencia no solo de la conclusión en cuestión, sino de lo que se aduce como justificación al respecto. En este contexto tampoco falta una observación que hoy nos puede sonar sorprendentemente familiar y próxima. Guillermo de Sherwood, tras aclarar que «lo pedido» o supuesto no es la conclusión, sino el principio, es decir, el punto que ha originado la cuestión, se remite a la intención del agente de la pretendida demostración: Así pues, el punto originario de la cuestión es lo que mueve al demostrador como un fin mueve a un agente (efficientem). En consonancia con esto, no se debería decir que una petición del punto originario de la cuestión se limita a una inferencia como tal; antes bien, se debería considerar la intención del demostrador. Mejor aún, se debería decir que constituye a veces una petición del punto originario de la cuestión y otras no» (Introductiones in logicam, VI, § 324; véase la edición de N. Kretzmann, William of Sherwood’s Introduction to Logic, University of Minnesota Press, Mineápolis, 1966: 159).
La consideración de las intenciones y los estados cognitivos de los participantes en la discusión, con respecto a lo puesto en cuestión, es hoy uno de los criterios que se estiman determinantes del carácter falaz o no de este tipo de argumentación en su contexto. En última instancia, estos análisis tratan de responder a las demandas de explicación que algunos lógicos medievales se plantean a raíz de algunas indicaciones aristotélicas. En particular, las que quieren precisar las causas de los dos rasgos distintivos de las falacias: su carácter fallido como argumento o como prueba, y su falsa apariencia de efectividad. En el caso de la petición de principio, la causa de lo primero, es decir, la causa de la inexistencia de la pretendida virtud, reside justamente en la identidad entre lo que se pretende dar por sentado o admitido y lo que se pretende probar o justificar; la causa de lo segundo, es decir, la causa del vicio de la falsa apariencia, estriba justamente en la engañosa o meramente aparente diversidad entre ambos extremos.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
2.3. El planteamiento del De fallaciis
Este pequeño tratado se mueve dentro del cauce central de la tradición aristotélica. Su terminología es boeciana y adopta la versión de «Alejandro» de las falacias lingüísticas, en particular, la referencia a la multiplicidad actual, potencial e imaginaria (véase De fallaciis, ed. cit., cap. 5, 88081). Por otra parte, trata de combinar dos planos de consideración: el dialéctico de la discusión ya estandarizada entre un respondiente y un oponente, y el epistémico, de acuerdo con el interés cognitivo del estudio del razonamiento correcto e incorrecto. En este último aspecto cabe destacar algunos puntos relevantes. A tenor del Proemio (cap. 4), el razonamiento incorrecto puede presentar una doble dimensión según que uno a) razone consigo mismo o b) razone con otro. En el primer caso se trata de una reflexión propia que incurre en errores involuntarios —de los que se descarta el autoengaño deliberado—. En el segundo caso se produce en el curso de una discusión bajo la forma habitual de una victoria sofística que se logra por inducción engañosa al error a través de una argumentación que aparenta discurrir del modo debido; responde a una intención o a una estrategia deliberada y su éxito alimenta la vanagloria del sofista. Dos puntos de especial interés en este planteamiento son, por un lado, su posible aproximación a la distinción, dentro de las falacias, entre el paralogismo cometido de manera inconsciente e involuntaria por uno mismo, de modo que puede acontecer en un marco monológico de discurso, y el sofisma cometido como una forma consciente e intencionada de tratar de engañar a otro, de modo que ha de producirse en un marco dialógico3; por otro lado, su posible relación con la teoría clásica, agustiniana, de la mentira y el engaño. Con respecto a este segundo punto, en la medida en que De fallaciis fuera efectivamente obra de Tomás de Aquino, cabría pensar en su familiaridad con el tratado agustiniano sobre la mentira, De mendacio. Entonces también resultaría significativa la perspectiva del Aquinate sobre la relación del engaño con la mentira y sobre sus grados cuando, comentando las Sentencias de Pedro Lombardo, declara: «El engaño (falla-
3. No es una distinción perfectamente clara y de dominio público en la época y en el contexto escolástico medieval del tratado. Por ejemplo, Guillermo de Sherwood, en sus Introductiones in Logicam, identifica la disputatio, entendida como medio por el que una persona puede organizar su pensamiento, con el propio silogismo sobre la base de que la sustancia de la disputa no es otra cosa que el silogismo, así que este planteamiento ignora o no repara en la dualidad de marcos monológico/dialógico (véase la edición de N. Kretzmann, William of Sherwood’s Introduction to Logic, cit., cap. 6, § 1, pp. 132-133).
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cia), que es complemento de la mentira, puede darse en tres grados»4, a saber: 1) más débil, como engaño correspondiente a una mentira o falsedad de carácter jocoso, que solo se da en el hablante que bromea con un oyente; 2) como engaño producido por una mentira «oficiosa», que solo se da en la opinión del oyente que malinterpreta al hablante; 3) como engaño debido a una mentira perniciosa que envuelve, por parte del hablante, la intención dolosa de engañar o confundir al oyente, de modo que implica no solo un grado más fuerte sino una interacción efectiva más estrecha que los grados anteriores. No estará de más recordar que, en todo caso, el tratado excluye expresamente la posibilidad del autoengaño deliberado. El tratado también avanza unas líneas de sistematización y de explicación de las falacias habituales dentro de la tradición aristotélica escolástica. La clasificación de las falacias responde al legado de las seis clases lingüísticas y las siete extralingüísticas. Por añadidura, reitera su pretendida reducción a la ignorancia de la refutación (ignorantia elenchi), presidida por la noción convenida del elenco como el silogismo de la contradicción. Según esto, toda falacia viene a consistir en la violación de alguna de las condiciones requeridas por un silogismo genuino o una contradicción efectiva, de modo que lo argüido falazmente no pasa de ser una refutación aparente. Así nos encontramos una vez más ante la asunción tácita del supuesto de la determinación de la argumentación falaz por correlación o por contrapartida —sin atender en este caso a las precisiones añadidas por Aristóteles en RS (véase más arriba, Parte II, cap. 1, § 1.2). Por lo que concierne a las causas de su condición falaz, la causa de la apariencia —o principio que mueve a su aceptación— es la semejanza aparente de la contradicción defectuosa con la cabal y la causa de la inexistencia —o falta de validez como argumento o de efectividad como prueba— es la diversidad real entre una y otra. También tiene cierta solera tradicional el recurso a la infraestructura discursiva de los tópicos como lugares dialécticos que pasan a ser lugares sofísticos en la medida en que deparan máximas o ilaciones meramente aparentes. Una falacia constituye por sí misma un lugar sofístico puesto que de suyo causa engaño (cap. 4). Pero de nuevo se aprecia cierta limitación o insensibilidad, por contraste con la lucidez aristotélica, cuando no se considera el caso de las pruebas aparentes que fallan no por falta 4. «Fallacia, quae est mendacii complementum, in tribus gradibus consistere potest» (Super Sent., lib. 3, d. 38, q. 1, a. 2). Está claro que esta acepción de fallacia como engaño no coincide exactamente con el uso del término en De fallaciis para designar la argumentación falaz o el razonamiento incorrecto, pues, sin ir más lejos, esa acepción del comentario a las Sentencias no parece admitir el marco monológico del razonamiento incorrecto de uno cuando delibera consigo mismo.
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de validez, sino por falta de pertinencia, a pesar de darse en un contexto demostrativo. Igualmente se mantienen los dos criterios básicos para pronunciarse sobre la condición falaz de una argumentación o un razonamiento: 1) la ilegitimidad de conducir a un resultado discursiva o cognitivamente erróneo o inaceptable, en suma, improcedente (inconveniens); 2) la falsa apariencia de discurrir como es debido, condición esta que se declara necesaria (caps. 4, 14). Así pues, el carácter falaz de un razonamiento o una argumentación no se reduce a su falta de virtud, como podría hacer pensar una extrapolación precipitada del supuesto de contrapartida, sino que además conlleva una apariencia engañosa —aunque el engaño pase inadvertido cuando la víctima es uno que razona o arguye consigo mismo—. A estas consideraciones se añade, en fin, la perspectiva no tanto normativa como explicativa de las causas de uno y otro factor determinante del carácter falaz de la argumentación: una causa es la que hace que el argumento sea inefectivo debido a la inexistencia del nexo conceptual o inferencial pretendido; la otra causa funciona como un principio motor del asentimiento y es la que le proporciona al argumento la falsa apariencia de tener justamente aquello que le falta para ser efectivo o correcto. 2.4. Contrastes y señales posmedievales
Para tener una visión más completa del tratamiento escolástico de las falacias, no estará de más añadir un apunte sobre su desarrollo posterior en la época de la llamada «escolástica posmedieval». Aunque este desarrollo responda sustancialmente a la tradición escolar que acabamos de considerar, no faltan ciertos contrastes y señales de los nuevos tiempos que merecen atención. Tomaré como fuente de referencia el capítulo sobre las falacias del Compendio de lógica de Juan de Santo Tomás, tomado de la primera parte de su Ars logica editada inicialmente en la primera mitad de la década de 16305. Por otra parte, aquí me limitaré a mencionar tres muestras que no solo ilustran una revisión influyente en la tradición escolástica posmedieval, sino que apuntan ciertas orientaciones modernas del estudio escolar de las falacias. La primera consiste en el tratamiento de la reducción de las falacias. Para empezar, se mantiene la clasificación en los dos géneros aristotélicos, el lingüístico y el extralingüístico, pero al mismo tiempo se recogen ciertos elementos de la tradición, tanto de los comentadores como 5. Sigo la edición y traducción española de Mauricio Beuchot: Juan de Santo Tomás (1986), lib. III, cap. xiv, pp. 135-137. También hay, desde luego, autores más apegados a la tradición como el ya citado fray Alonso de la Vera Cruz.
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medieval. Así, las falacias lingüísticas o «por parte de la dicción» se reducen a la equivocidad, en la línea ya trazada desde Galeno; mientras que las extralingüísticas o «por parte de la cosa significada» se remiten a defectos del silogismo o a violaciones de sus reglas, en suma, a casos de inferencia deductiva inválida o ilegítima. Pero será esta segunda referencia la que tome la parte del león. Como advierte Juan de Santo Tomás: «Ha quedado explicado casi todo lo que pertenece a las falacias al tratar los defectos de los silogismos, pues las falacias son defectos de la consecuencia» (1986: § 381, 135). El que avisa no es traidor. En realidad, todas las falacias vienen a reducirse a este tipo de defectos: unos son comunes, como los relativos a la suposición, la ampliación o la restricción, la apelación, o a las relaciones de oposición, equipolencia, conversión o exponibilidad; los otros son violaciones de las reglas específicamente silogísticas. Este tratamiento es sintomático de la seleccionada como segunda muestra, a saber: la creciente importancia de la perspectiva lógica formal y de un marco de análisis monológico de la argumentación, frente a la tradición aristotélico-medieval del marco dialógico, dialéctico, del estudio de las falacias. La tercera muestra es coherente con esta reorientación y consiste en la menguante importancia de la falsa apariencia y de la dimensión intencional y normativa de la crítica de la argumentación falaz. Una indicación a este respecto podría ser la búsqueda de explicación de su carácter sofístico a través de las dos causas tradicionales vistas bajo una nueva luz: a) La causa de la apariencia sigue siendo el principio motor o el motivo del asentimiento a lo improcedente, pero en las falacias lingüísticas esta causa se encuentra en la dicción, es decir en la naturaleza o el uso del lenguaje y al margen de su posible dimensión intencional. b) La causa del defecto sigue siendo la inexistencia de la característica debida y constituye la razón de no ser lo que se aparenta. Ahora bien, tanto en las falacias lingüísticas, como en las extralingüísticas, esta causa se encuentra en las cosas u objetos de referencia, de modo que también parece pasar a un segundo término la dimensión normativa del discurso falaz. Referencias bibliográficas
A. Ediciones Alonso de la Vera Cruz (1989 [1554]), Libro de los elencos sofísticos, trad. de M. Beuchot, UNAM, México. Aristoteles Latinus, VI 1-3. De Sophisticis Elenchis [Boecio, Jacobo de Venecia, Guillermo de Moerbeke], ed. de B. C. Dod, E. J. Brill, Leiden, 1975.
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Intermedio. Signos de nuevos tiempos en el trato con falacias
Antes de seguir adelante con un nuevo texto, me tomaré la licencia de referirme a una idea que no suele considerarse en este contexto, pero que merece atención por su papel en la conformación de otra tradición histórica algo distinta de la tradición más bien discursiva que venimos estudiando. Se trata de la idea baconiana de ídolo y de la tradición más bien cognitiva y crítica que en cierto modo, podría decirse, despega con esta idea1. 1. Los ídolos de Bacon
Para empezar, los ídolos de Bacon son unos personajes familiares en la historia de la filosofía, pero no dejan de resultar una noción algo confusa. Consisten, por un lado, en predisposiciones al error congénitas o en disposiciones adquiridas. Envuelven, por otro lado, aberraciones y representaciones falsas o deformadas de la realidad. E incluso deparan falsas apariencias, especialmente los que Bacon llama «ídolos de la nación o de la tribu» al venir asociados a la conversión del entendimiento humano en un falso espejo que deforma y distorsiona la naturaleza de las cosas reflejadas en él2. Pero esto no es todo, pues, según los aforismos 26-37 del Novum Organum de Bacon, también tiene importancia 1. Empleo los calificativos de una y otra tradición, discursiva/cognitiva, en el sentido ya declarado y usado anteriormente en la Parte I, especialmente en el § 1 del cap. 2, y al principio de esta Parte II. 2. La concepción de la mente humana como un espejo generador de falacias y falsas apariencias tiene gran importancia en la filosofía baconiana. Baste una elocuente muestra: «Efectivamente, la mente humana dista mucho de ser como un espejo claro y liso en el que los rayos de las cosas se puedan reflejar según su verdadera incidencia, antes bien viene a ser como un espejo encantado, lleno de supersticiones e imposturas, si no se la libera
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en el orden discursivo-cognitivo la contraposición de las anticipaciones de la mente a las interpretaciones de la naturaleza. Las anticipaciones son modos de entender prematuros y temerarios, así como concepciones o prenociones racionales transferidas al estudio de la naturaleza, que contrastan con la interpretación recta o el conocimiento obtenido por la vía legítima de la experiencia (afor. 26). Las anticipaciones y su instrumentalización dialéctica pueden ser útiles en las disciplinas que solo tratan con opiniones y máximas y donde se pretende el triunfo del espíritu, no el de naturaleza (afor. 29). En la ciencia natural, en cambio, se han dirigir las inteligencias hacia el estudio de los hechos, sus series y sus órdenes y, por tanto, se ha de renunciar a esos tópicos y nociones comunes en favor de la realidad (afor. 36). Estas referencias apuntan a una doctrina general de Bacon sobre las falacias que viene a ser el contexto inmediato de los ídolos de la mente. Hay tres grandes clases de falacias: a) las falacias sofísticas, de las que bien ha dado cuenta Aristóteles; b) las de interpretación, producidas por el uso erróneo o confuso de nociones comunes o anticipaciones genéricas que deriva en sofismas; y c) los ídolos, determinantes ante todo de deformaciones y falsas apariencias. Según el pasaje más famoso del Novum organum (1620), que podemos acotar como el comprendido entre los aforismos 39 y 68 del libro I, hay cuatro especies de ídolos que ocupan la mente, a saber: ídolos de la tribu, de la caverna, del foro y del teatro. Responden sustancialmente a esta sumaria caracterización: 1) Los de la tribu se deben a la propia naturaleza humana, son congénitos al género humano e inherentes al entendimiento como espejo deformante o como espejo infiel que mezcla su propia constitución con la de las cosas y las corrompe (afor. I 41). — No son erradicables, aunque puedan ser reconocidos y quizás neutralizables. 2) Los de la caverna proceden de la naturaleza individual, así como de la educación y de las circunstancias personales de cada uno (afor. I 42). — Vienen a ser en parte innatos, en parte adquiridos. Tampoco son erradicables. Pero sí pueden neutralizarse mediante estudios analíticos y sintéticos complementarios de la realidad natural (afors. I 57-58). 3) Los del foro nacen con el trato social y vienen inducidos furtiva o subrepticiamente a través del lenguaje (afor. I 43). — Son inevitables, pero también se muestran reducibles, aunque unos con más facilidad que otros: en el primer caso se encuentran los y pule» (Advancement of Learning [1605], lib. II, xiv.9; cf. El avance del saber, Alianza, Madrid, 1988, p. 140).
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que nombran cosas que no existen, en el segundo, los que confunden o malentienden lo existente (afor. I 59). 4) Los del teatro obedecen a las doctrinas y sectas filosóficas, así como al empleo de malos métodos de prueba (afor. I 44). — Resultan adventicios y eliminables, pero no dejan de sucederse o de reaparecer continuamente (afors. I 61-67). Las características apuntadas suscitan la cuestión de determinar el posible alcance de una expurgación del entendimiento, como la que se plantea el propio Bacon en la presentación del plan de su Instauratio Magna (1620). Parece problemática en el caso de los ídolos no erradicables: ¿podría consistir en alguna especie de vigilancia crítica de nuestras presuntas luces naturales? El caso de los ídolos erradicables resulta en cambio más tratable: cabe recurrir a la depuración del lenguaje, por un lado, y, por otro, al examen y la refutación de las doctrinas y los malos procedimientos filosóficos. Con todo Bacon también parece tener momentos de optimismo que le hacen pensar en un antídoto efectivo contra los ídolos en general, sin mayores distingos: según el aforismo I 40, hay ciertamente un «verdadero remedio para destruir y disipar los ídolos», que consiste en «la formación de nociones y principios mediante la inducción legítima». Puede que esto le lleve a sugerir, en el mismo aforismo, un paralelismo entre esta corrección metódica de los ídolos y la crítica lógica de las falacias: «Existe la misma relación entre un tratado de los ídolos y la interpretación de la naturaleza que entre el tratado de los sofismas y la dialéctica vulgar». 2. Signos de nuevos tiempos
Pero, a mi juicio, la doctrina de los ídolos que ofuscan o nublan la mente no solo tiene repercusión en la filosofía del conocimiento empírico y en la metodología de la ciencia natural. También preludia la posterior crítica ideológica de los prejuicios por parte de John Toland en Inglaterra, o de Helvetius y el barón de Holbach en Francia —es sintomático que préjugés sea precisamente el término preferido por Condillac para la traducir el baconiano idola—. En todo caso, parece plausible la conocida tesis de Hans Barth que defendía la conversión de la teoría de los ídolos en la teoría de los prejuicios desarrollada en el siglo xviii, de acuerdo con los ideales no solo críticos sino emancipatorios de la Ilustración (véase Barth, 1951: 29-62). En este sentido, alcanza a tener una proyección sobre la crítica de las falacias que va más allá del paralelismo antes sugerido por Bacon —en el aforismo I 40—, hasta el punto de que hoy, retrospectivamente, podemos considerar la doctrina de los ídolos no solo 177
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como una de las raíces modernas de la ya consabida tradición cognitiva en la historia de las falacias, sino como la primicia de una nueva dimensión del estudio del discurso falaz que, en sus inicios, discurre al hilo de la tradición crítica moderna de los prejuicios y de las ideologías establecidas. Esta anticipación consiste en un giro de la atención hacia los condicionantes psicológicos y socioculturales, «ideológicos», de los sesgos y errores discursivo-cognitivos, y hacia la perspectiva del discurso común, antes de constituirse en la llamada «esfera del discurso público», aspectos ambos que hoy se contemplan dentro del marco de la dimensión socioinstitucional del análisis de las falacias. La tradición crítica de los prejuicios se alimenta, por su parte, de diversos motivos, unos iniciales y con marchamo baconiano, otros más decididos y marcados por el movimiento de la Ilustración. Entre los primeros cabe destacar dos: i) la crítica de la superstición como perversión de la verdadera religión y como obstáculo para el conocimiento y la interpretación racional de la naturaleza; ii) la denuncia de los intereses sociales del estamento eclesiástico como concausas de la superstición popular. Entre los segundos, resaltan tres: i´) la crítica de los prejuicios religiosos mismos como una manifestación y forma de fanatismo; ii´) la extensión de esta crítica ideológica al ámbito del poder social y político en general como manifestación y forma de despotismo; iii´) la nueva consideración del conocimiento y del discurso públicos. El desarrollo de estas líneas de la tradición crítica de los prejuicios supone una ampliación sustancial de la doctrina original de los ídolos de Bacon en un doble sentido: una extensión a) al reconocimiento del ámbito de las ideologías sociales y políticas, más allá del dominio de la ciencia natural; y b) a la consideración de las relaciones, intereses y poderes sociales establecidos como causas generadoras e inductoras de opacidad o encubrimiento, error y confusión, con su correlato de perversión no solo cognitiva sino moral. De ahí que vaya mucho más lejos de lo que la expurgación de los errores y sesgos del entendimiento permitía entrever a Bacon. Según la Ilustración, en último término, la depuración crítica de los prejuicios supone el ejercicio de la libertad de pensamiento y es fruto de la libre discusión. Expresado del modo sentencioso que conviene a los valores invocados y a la época: Todo vicio, dicen los filósofos, es un error del espíritu. Los crímenes y los prejuicios son hermanos. Las verdades y las virtudes son hermanas. Pero ¿cuáles son las matrices de la verdad? La contradicción y la discusión. La libertad de pensamiento trae consigo los frutos de la verdad (Helvetius, 1989: 276).
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Referencias bibliográficas
A. Ediciones The Works of Francis Bacon, ed. de J. Spedding, R. L. Ellis y D. D. Heath, Longman and Co., Londres: Instauratio Magna, Novum Organum, t. I., 1858, pp. 120-146 y 147-365, respectivamente. Trad. inglesa, t. IV, 1860, pp. 5-33 y 39-248. Francis Bacon, The Great Renewal. The New organon, ed. de L. Jardine y M. ���� Silverthorne, Cambridge University Press, Cambridge, 2000.
B. Literatura secundaria Barth, H. (1951), Verdad e ideología, FCE, México. Brandt, R. (1986), «Francis Bacon. Die Idolenlehre», en J. Speck (ed.), Grundprobleme der großen Philosophen, Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga, pp. 9-34. Helvetius, C. A. (1989 [1772], De l’homme, de ses facultés intellectuelles et de son éducation, vol. II, Fayard, París. Rossi, P. (1990), Francis Bacon: de la magia a la ciencia, Alianza, Madrid (esp. caps. 4-6).
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3 La Lógica de Port-Royal y SU propósito de formaR el juicio
3.1. La significación histórica de la Lógica como Arte de pensar
Según reconoce de buen grado el Avis liminar de La logique ou l’Art de penser de Antoine Arnauld y Pierre Nicole1, la obra tuvo un origen casual: se debió más al azar de una conversación que a motivos académicos. Una persona —probablemente Arnauld—, no muy entusiasta de los estudios lógicos, se comprometió a enseñar al joven duque de Chevreuse en cuatro o cinco días todo cuanto fuera de utilidad en esta disciplina. El manuscrito original, que seguramente recapitulaba la enseñanza impartida en las Petites Écoles de Port-Royal, alcanzó tal profusión de copias que los autores decidieron imprimir el texto para evitar equívocos y errores2. Más allá de esas circunstancias de composición y publicación, esta Lógica tiene unos objetivos prácticos, epistemológicos y éticos que pueden cifrarse en la formación del juicio, puesto que esta ha de ser la ocupación principal del espíritu. Es elocuente a este respecto el «Discurso» de presentación de la primera edición. Veamos algún fragmento: 1. No es fácil distinguir la contribución de cada uno, en razón de su propia discreción como hombres piadosos y retraídos de Port-Royal. Si acaso, parece que Nicole se ocupó de los dos discursos preliminares y que la composición del cuerpo de la obra fue compartida, con mayor peso y autoridad de Arnauld, especialmente en la Parte IV sobre el método. 2. Una vez impreso, el libro ganó aún mayor popularidad y se convirtió en el manual paradigmático de la lógica «moderna» desde mediados del siglo xvii hasta finales del siglo xix. En este periodo llegó a sumar 62 reimpresiones francesas, 13 versiones latinas, ocho inglesas, una italiana y una española. Ya en vida de los autores había tenido cinco ediciones (1662, 1664, 1668, 1671 y 1683) y 14 impresiones. El texto que seguiré aquí corresponde a la 5.ª edición, según la edición crítica de P. Cair y F. Girbal, La logique ou l’Art de penser, contenant, outre les regles communes, plusieurs observations nouvelles, propres à former le jugement. Par Antoine Arnauld & Pierre Nicole, PUF, París, 1964. Citaré esta edición como Logique, indicando, en su caso, parte, capítulo, sección y página, por este orden.
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en el que se hace ver el propósito de esta nueva Lógica3. Nada hay más estimable que el buen sentido y la justedad del espíritu para discernir lo verdadero de lo falso. Todas las otras cualidades del espíritu tienen usos limitados; pero la exactitud de la razón tiene una utilidad general en todas las partes y en todas las ocupaciones de la vida. No solo es en las ciencias donde es difícil distinguir la verdad del error, sino en la mayoría de las cuestiones tratadas por los hombres y de los asuntos en que se ocupan. Hay casi por doquier diferentes caminos, unos verdaderos y otros falsos, y es a la razón a la que toca elegir. Los que eligen bien son los que tienen el espíritu justo4; los que toman el mal camino son los que tienen el espíritu falso. Y esta es la primera y la más importante de las diferencias que cabe introducir entre las cualidades del espíritu de los hombres. De modo que nuestra dedicación principal debería ser la de aplicarse a formar el propio juicio hasta volverlo tan exacto como pudiera llegar a serlo, y es a este fin al que deberían tender la mayoría de nuestros estudios. Nos servimos de la razón como si fuera un instrumento para adquirir las ciencias cuando, por el contrario, deberíamos servirnos de las ciencias como instrumento para perfeccionar la razón. Los hombres no han nacido para emplear su tiempo en medir líneas, en examinar las relaciones entre ángulos, en considerar los diversos movimientos de la materia. Su espíritu es demasiado vasto, su vida demasiado corta y su tiempo demasiado precioso para ocuparlos en tan limitadas tareas. Sin embargo, están obligados a ser justos, equitativos y juiciosos en todo cuanto dicen, en todo cuanto hacen y en todos cuantos asuntos tratan. Y es en esto en lo que especialmente se deben ejercitar y formar (Logique, pp. 15-16). discurso primero,
Por lo que se refiere a la tradición de la disciplina en particular, los autores no solo son conscientes de la trascendencia de su propósito, sino de su novedad: Parece que los filósofos ordinarios apenas se han ocupado de otra cosa que no sea dar reglas de los buenos y malos razonamientos. Ahora bien, aunque no se pueda decir que estas reglas son inútiles, puesto que a veces contribuyen a descubrir los defectos de algún razonamiento embarazoso y a disponer sus pensamientos de un modo más convincente, con todo no debe creerse que la utilidad de este servicio llegue además muy lejos, pues la mayor parte de los errores de los hombres no consiste en dejarse engañar por malas consecuencias, sino en dejarse arrastrar a falsos juicios de los que se derivan malas consecuencias5. Es a esto a lo que apenas han procurado remedio cuantos hasta ahora 3. Primera edición, Savreux, de Launay, Guignart, París, 1662; Logique, pp. 15-26. 4. Según la primera edición de 1662: «justo y razonable». 5. ‘Consecuencia’ mantiene aquí el sentido tradicional de ‘inferencia’, de modo que una inferencia inválida sería un caso de «mala consecuencia». Esta atribución del error al juicio, antes que a la deducción o a la inferencia, es uno de los rasgos cartesianos de la Lógica de Port-Royal. En Descartes era una tesis con una formulación más categórica: el entendimiento no yerra en la deducción o ilación pura (Regulae II, A.T. X, 365), sino en el juicio sobre lo que no ha sido suficiente o debidamente advertido (p. ej., Principia Phil.,
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han tratado de lógica. Y es lo que constituye el objeto principal de las nuevas reflexiones que se encontrarán por doquier en este libro» (Logique, p. 21).
Para otras aclaraciones y precisiones de los propios autores sobre el sentido de su obra, no estará de más recordar algún fragmento del Discurso de la segunda edición. discurso segundo, que contiene la respuesta a las principales objeciones que
se han hecho contra esta Lógica6. No han faltado personas que se han visto sorprendidas por el título de Arte de pensar y querrían poner en su lugar arte de razonar bien. Pero se les ruega que caigan en la cuenta de que, teniendo la Lógica el propósito de dictar las reglas para todas las acciones del espíritu, tanto para las ideas simples como para los juicios y los razonamientos, apenas existía otra palabra que abarcara todas estas acciones diferentes, y pensamiento, ciertamente, las comprende todas; pues las ideas simples son pensamientos, los juicios son pensamientos y los razonamientos son pensamientos. Es verdad que podría haberse titulado arte de pensar bien; pero esta adición expresa no era necesaria al hallarse suficientemente indicada por el término arte, que por sí mismo denota un método de realizar bien cualquier cosa, como el propio Aristóteles ha señalado. Una objeción bastante más sustancial es la formulada contra la multitud de cosas tomadas de las diversas ciencias que se encuentran en esta Lógica. Como ataca enteramente su propósito y así nos da pie para explicarlo, es preciso examinarla con más atención. ¿A qué viene, dicen , toda esa mezcolanza de Retórica, Moral, Física, Metafísica, Geometría? ¿No hubiera sido preferible facilitarnos una lógica simple y desnuda del todo, en la que las reglas se nos explicasen con ejemplos tomados de los casos corrientes y molientes en vez de sobrecargarlas con tantas referencias que las ahogan? Pero los que así razonan, no han prestado suficiente atención al hecho de que un libro no podría seguramente tener mayor defecto que el de no ser leído, puesto que no servirá sino a quienes lo lean. De modo que todo lo que contribuya a hacer que un libro se lea, contribuirá también a hacerlo útil. Ahora bien, lo cierto es que si se hubiera seguido su propuesta y se hubiera compuesto una lógica completamente seca y escueta, con ejemplos al uso como animal o caballo, por muy metódica y exacta que hubiese podido ser, no habría venido sino a aumentar el número de tantas lógicas como llenan el mundo y que nadie lee7. Pars I, art. xxxii, A.T., VIII-1, 17). Por otra parte, es bien sabido que Descartes y los autores de la Lógica no concedían una importancia decisiva a las diferencias entre ideas, juicios y razonamientos, puesto que todas ellas eran pensamientos, modalidades del pensar. Véase más abajo el primer párrafo del discurso segundo. 6. Discurso añadido en la segunda edición, Charles Savreux, París, 1668; Logique, pp. 26-35. 7. En 1606, Bartolomé Keckermann, un profesor de Lógica interesado en su historia, escribía: «Desde el comienzo del mundo no ha habido nunca un periodo tan proclive
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Pero no ha sido este el principal objetivo que ha dado lugar a esta mezcla , a saber: el de atraer lectores haciéndola más amena que las lógicas usuales. Se ha pretendido, además, seguir la manera más natural y más provechosa de tratar este Arte, al remediar en la medida de lo posible un inconveniente que vuelve su estudio prácticamente inútil. Porque la experiencia muestra que de los miles de jóvenes que estudian lógica, no llegan a diez los que aún sepan algo de ella seis meses después de haberla cursado. Pues bien, parece que la verdadera causa de este olvido o de este descuido tan común reside en que, con ser todas las materias de las que trata la Lógica sumamente abstractas y alejadas de aplicación alguna, encima se les añaden ejemplos poco atractivos y de los que no se habla jamás en ninguna otra parte. Además, como esos ejemplos tópicos no dan a entender que esta arte pueda aplicarse a algún caso de provecho, acostumbran a encerrar la Lógica dentro de la Lógica, sin extenderla más allá de sí misma, cuando en realidad es una disciplina que no ha sido creada sino para servir de instrumento a las demás ciencias. De modo que al no haber visto nunca su verdadera función, jamás la ponen en uso y gustan de prescindir de ella como si se descargaran de un conocimiento trivial e inútil. En consecuencia, se ha estimado que el mejor remedio de este inconveniente consistía en no disociar, según se hace de ordinario, la Lógica de las otras ciencias a las que se halla destinada, sino en ligarla a conocimientos sólidos a través de ejemplos de modo que se vieran al mismo tiempo las reglas y la práctica, con el fin de aprender a juzgar esas ciencias por la Lógica y de retener la Lógica por medio de esas ciencias. Así que poco importa que la diversidad amenace con ahogar los preceptos, puesto que nada puede contribuir más a su buen entendimiento, ni mejor a su retención, que esa misma diversidad, habida cuenta de que tales preceptos son de suyo demasiado sutiles para dejar huella en el espíritu si no se los vincula a algo más atractivo y más tangible (Logique, pp. 26-29).
Estas referencias introducen la Lógica en el mundo coetáneo de los debates religiosos y filosóficos8, las nuevas ideas metodológicas y científicas9 e incluso la tradición retórica ciceroniana, al tiempo que le dan un aire informal que la aproxima a lo que hoy se conoce y se enseña como «pensamiento crítico» (Critical Thinking). Todo ello induce a considerar a la lógica, o en el que se hayan escrito más libros sobre lógica y hayan florecido más los estudios de lógica que este periodo en que vivimos» (Praecognitorum Logicorum Tractatus III, Hanoviae, 1606, 109). Y para entonces todavía eran escasos los manuales compuestos en lenguas vernáculas que luego se prodigarán en el curso del siglo xvii. 8. Por ejemplo, en torno al jansenismo predicado y practicado en Port-Royal. Las fuentes intelectuales más influyentes sobre Arnauld y Nicole son, en teología y moral, san Agustín, y en filosofía, Descartes. 9. Bacon y Galileo, por ejemplo, son citados con aprobación, a veces frente a un anticuado Aristóteles. Pero en este terreno la autoridad más reconocida por Arnauld y Nicole es la de su correligionario Pascal.
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algunas cuestiones relacionadas con el papel y la significación histórica de esta obra, más allá de su éxito editorial y académico, que podemos resumir en tres puntos: a) qué representa la Lógica de Port-Royal en su propio medio; b) cuál puede ser su proyección actual; c) cuáles son sus principales señas de identidad. a) Representa el paradigma de la lógica tradicional que asiste al nacimiento de la filosofía moderna (Descartes, nueva metodología inductiva), de la nueva sensibilidad moral nacida de los rigores jansenistas y de la nueva cultura de la conversación (nueva forma de discurso público en círculos distinguidos, «salones») (véase, p. ej., Caraveri, 2003). Responde a nuevos intereses lógico-epistemológicos, metodológicos y éticos —e incluso apologéticos—: el diagnóstico y la prevención de errores y sesgos cognitivos en el pensamiento y el discurso, con especial atención a las cuestiones de método en el campo de las ciencias y a las cuestiones morales y prácticas de la vida civil. Frente a la lógica tradicional de las escuelas, procura un marco cognitivo de la disciplina en el que vindicar, en palabras de Descartes, la lógica «que enseña a conducir bien la razón para descubrir las verdades que se desconocen» (carta-prefacio de 1647 a la versión francesa de sus Principia philosophiae; Descartes, Œuvres et lettres10, p. 565). En el terreno analítico y crítico, prima la falsedad de juicio en la comisión de errores sobre los fallos o defectos inferenciales (Discurso I; Parte III, introducción). b) Según Maurice Finocchiaro, cabe considerarla como precursora de nuestra lógica informal o teoría de la argumentación o al menos, vista retrospectivamente, como el antecedente clásico de una tradición cuyo desarrollo está representado actualmente por ella (1997: 394). Como ya he adelantado, me parece más pertinente contemplarla en una línea más afín al Critical Thinking, así como en la perspectiva de la «lógica civil» o del discurso público. Declaraciones como la siguiente pueden ilustrar este campo de aplicación de esa suerte de pensamiento crítico: falsedad de espíritu no solo es causa de los errores que se introducen en las ciencias, sino de la mayoría de las faltas que se cometen en la vida civil, querellas injustas, procesos mal fundados, opiniones temerarias, empresas mal concertadas. Pocas hay que no tengan su origen en algún error o fallo de juicio, de modo que no existe defecto alguno en cuya corrección se deba estar más interesado (Discurso primero; Logique, p. 17).
Por otra parte, abunda en rasgos de informalidad muy próximos a los constituyentes de ese movimiento crítico, como, por ejemplo, estos: 10. R. Descartes, Œuvres et lettres, ed. de André Bridoux, NRF (La Pléiade), París, 1996.
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1) los intereses prácticos y formativos; 2) la concreción real y el carácter multidisciplinario de los ejemplos; 3) la concepción instrumentalista de la lógica. En suma, para los lógicos de Port-Royal, sobre el análisis y la regulación formal o expresa del discurso prevalecen la luz natural de la razón y las observaciones dirigidas a la formación del juicio, es decir: a la discriminación entre verdad y falsedad, y la prevención del error. Por ejemplo, en su opinión, conviene evitar el defecto de atenerse a las reglas más que al buen sentido, o el aire de pedantería que afectan algunos lógicos, y para ello «debemos examinar la solidez de un razonamiento por la luz natural antes que por las formas» (III, cap. ix; Logique, pp. 204-205). c) Entre sus señas de identidad merecen destacarse: c.1) el marco epistemológico de las operaciones del espíritu —recuérdese la noción de «Lógica» avanzada en la presentación (Logique, p. 37); c.2) la referencia a la luz natural de la razón; c.3) el nuevo programa formativo, conceptual y analítico frente a las secuelas escolásticas y a ciertas pretensiones humanistas, dentro del cual se incluye un interés inédito por las falacias que tienen lugar en el discurso común y en los asuntos prácticos; y, en fin, c.4) una idea ponderada y apreciativa de la Retórica: si, por un lado, no puede ocultar ni suplantar la falsedad, «solo lo que es verdadero es bello» (III, cap. xx; Logique, p. 278), por otro lado debe realzar y hacer atractiva la verdad, en vez de crear aversión hacia ella por una presentación torpe, y «este es el precepto más importante de la Retórica, tanto más útil por cuanto sirve para reglar el alma así como las palabras» (ibid., p. 288). 3.2. La consideración del discurso falaz
La Logique de Port-Royal representa, como ya he sugerido, la incorporación de la tradición de las falacias a un nuevo contexto escolar en el que su análisis adquiere una nueva orientación, como la marcada por unos intereses cognitivos y prácticos atentos a asuntos comunes, y cobra un nuevo sentido, como el constituido por la formación del espíritu y la prevención del error de juicio. De ahí se derivan algunos otros rasgos característicos. Para empezar, la Logique adopta una peculiar posición frente a las tradiciones escolares coetáneas (escolásticas, humanistas). En efecto, se mueve en la perspectiva práctico-cognitiva de la formación del juicio, y del replanteamiento del análisis de los errores discursivos tanto en las ciencias, con nuevas falacias, como en la conversación sobre temas comunes, con nuevas consideraciones de carácter dialógico y retórico —frente a los defectos silogísticos, de carácter monológico, o las reglas convencionales de la 185
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dialéctica escolar—. Esta opción no deja de tener ciertas repercusiones de importancia de diverso orden. Mencionaré tres: a) Un relativo abandono del marco dialéctico de la tradición escolar, en favor del nuevo marco discursivo-cognitivo presidido por cuestiones de análisis gnoseológico —aunque no dejen de persistir algunos vestigios del marco tradicional, cf. p. ej., III, cap. xix, sec. 1; cap. xx, sec. 7—. b) Una consideración entreverada de juicios erróneos, malos razonamientos y disposiciones o actitudes censurables, que descansa en la indistinción ya apuntada entre juicios y razonamientos: No nos hemos detenido a distinguir los falsos juicios de los malos razonamientos y hemos indagado indiferentemente las causas de unos y de otros, tanto porque los falsos juicios son fuentes de los malos razonamientos y los producen por consecuencia necesaria, como porque, de hecho, hay casi siempre un razonamiento oculto y latente en lo que nos parece un simple juicio, así como siempre hay algo que sirve de motivo y de principio para este juicio. Por ejemplo, cuando se juzga que un bastón que parece curvado dentro del agua, es en efecto curvo, este juicio descansa en una proposición general falsa: lo que parece curvado a nuestros sentidos, es curvo realmente; y envuelve así un razonamiento, aunque no desarrollado» (III, cap. xx; Logique, pp. 260-261).
c) La consideración de un nuevo terreno discursivo, en especial al tratar el mal razonamiento en la vida civil y en el discurso ordinario (III, cap. xx) que, al tener que ver con la conducción de la propia vida, se estima más frecuente y más relevante que el mal razonamiento en la ciencia tratado anteriormente (III, cap. xix). Según Hamblin (2004: 150), ese capítulo xx se mueve en el nuevo terreno baconiano de las predisposiciones. A mi juicio, contribuye en todo caso a la apertura de la perspectiva del discurso público en la historia de la formación de nuestro concepto de falacia. Todo lo apuntado conduce a un tratamiento original de las falacias que, para terminar, podríamos cifrar en los seis puntos que siguen: 1) Su consideración descriptiva, analítica y evaluativa informal, que descansa en la glosa de ejemplos y muestras concretas, frente a: i) los catálogos tradicionales de tipos y esquemas falaces (con una actitud además no exenta de cierto escepticismo hacia ellos, cf. más abajo punto 6); ii) los tratamientos más sistemáticos o canónicos de otras partes de la Lógica o de la metodología, como, por ejemplo, la sistematización expresa de las reglas del silogismo (III, caps. v-xi), o las pretensiones axio186
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máticas en cuestiones cognitivas (IV, cap. vii) o, en fin, la regulación metodológica (IV, cap. xi). 2) La determinación de las causas principales de los errores de juicio y de razonamiento en los asuntos comunes y prácticos, que se concretan en dos tipos de motivos —unidos y cómplices, pero distinguibles por su mayor o menor influjo según el caso—, a saber: a) unos interiores (III, cap. xx, pp. 261-274) consistentes en sesgos subjetivos, que dan lugar a sofismas provocados por el amor propio, el interés y la pasión; b) otros exteriores (ibid., pp. 274-289), procedentes de fuentes extrasubjetivas como las que obran en errores inducidos por la falsa apariencia de los objetos o por otros factores externos, y producen sofismas debidos a inducciones falsas, apelaciones o usos indebidos de la autoridad, confusiones entre fondo-forma; pero estos motivos son insuficientes por sí solos, pues ha de mediar algún sesgo subjetivo —por ejemplo, un juicio precipitado— para que se produzcan sus especiosos efectos. 3) El tratamiento algo diferenciado entre los sofismas 1-9 del cap. xix, propios de materias filosóficas o científicas, donde se consideran argumentos-producto o textos monológicos, y los razonamientos incorrectos en la vida civil, cap. xx, referidos a asuntos prácticos y a la consideración de la argumentación como proceder dialógico o como proceso retórico en temas comunes de conversación. 4) La identificación de los sofismas con los malos razonamientos en la línea tradicional de que el mal razonamiento es el complementario del bueno, de modo que el conocimiento de las reglas del buen razonamiento procura el reconocimiento del malo o incorrecto (véase III, cap. xix, p. 241). Se trata, una vez más, del socorrido supuesto de correlación o de contrapartida para la identificación del discurso falaz por contraste con el correcto o bueno. 5) No hay una definición expresa del concepto de sofisma, sino una noción algo genérica de los sofismas como faltas notorias en las que se incurre con mayor frecuencia al razonar, sea en dominios filosóficos o científicos, sea en asuntos comunes y prácticos de la vida civil (III, cap. xx, p. 260). Pero también cuentan con algunas otras señales más específicas, como la de consistir en errores que revisten importancia en diversos dominios cognitivos (III, cap. xix, p. 242) y la de representar incluso corrupciones del espíritu y del discurso (véase, p. ej., III, cap. xx, sec. 8, pp. 271-272). 6) Arnauld y Nicole dan muestras, en fin, de un discreto escepticismo sobre la reducción o prevención de tales errores dada la disposición común de la condición humana, por ejemplo, su «espíritu de contradicción», y la constatación de que «la fertilidad del espíritu para alumbrar malas razones es inagotable» (III, cap. xx, p. 266).
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Referencias bibliográficas
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4 John Locke y la distinguida familia de los argumentos ad La lógica ha cobrado un aspecto completamente diferente del que presentaba anteriormente: qué distinta es su forma en el Ars Cogitandi, Recherches de la vérité, etc., de la que tenía en Smigletius y en los comentadores de Aristóteles. Pero a nadie debemos un mayor avance en esta parte de la filosofía que al incomparable señor Locke. W. Molyneux, Carta dedicatoria de Dioptrica Nova, B. Tooke, Londres, 1693, p. 31 4.1. Una concepción gnoseológica de la Lógica
El testimonio de Molyneux puede dar una idea de la consideración y del prestigio que tenía el Essay concerning Human Understanding de Locke como libro de Lógica, a juicio de sus contemporáneos. Hoy también podemos convenir en que representa la culminación de la orientación informal y epistemológica seguida por Port-Royal: una orientación centrada no precisamente en las relaciones formales entre proposiciones, sino en los poderes de la mente humana y en el desarrollo y mejora de nuestras facultades cognitivas. El propósito de la Lógica, en esta línea, es sentar principios para el empleo correcto de esas facultades. El propio Hume nada a favor de esta corriente de una Lógica gnoseológica2: «La única finalidad de la Lógica es explicar los principios y operaciones de nuestra facultad de razonar y la naturaleza de nuestras ideas»3. 1. Ars cogitandi es la edición de la Lógica de Port-Royal o Arte de pensar en latín: Logica, sive ars cogitandi, Martyn, Londini, 1677. La Recherche de la vérité es la conocida obra de N. Malebranche, aparecida entre 1674, vol. I, y 1675, vols. II y III. Martinus Smigletius (Smiglecius) fue autor de un difundido manual de Lógica escolástica posmedieval: Logica [1618], H. Crypps, Oxford, 1658, 2 vols. 2. Utilizo este añejo término filosófico para distinguir esta forma histórica de la Lógica entendida como disciplina de las facultades intelectuales, frente a la Lógica epistémica, especializada en el estudio de las modalidades epistémicas mediante operadores del tipo de X cree que, conoce que, sabe que. 3. A Treatise of human nature, ed. de L. A. Selby-Bigge, rev. de P. H. Nidditch, Clarendon, Oxford, 1978, Introducción, p. xv.
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La declaración de Hume puede tener para nosotros el valor añadido de apuntar una doble caracterización de esta lógica en nuestros días. Por un lado, se la denomina «lógica de las ideas» (Yolton, 1955); por otro lado, se la conoce como «lógica de las facultades» (Buickerood, 1985). En realidad, no parecen caracterizaciones excluyentes sino más bien complementarias. Según esto, la Lógica se mueve en un doble plano: en el de las ideas y en el del razonamiento. En el primer caso, ya está clara su vocación gnoseológica pues idea es, según Locke por ejemplo, un término empleado para denotar en general «todo lo que sea objeto del entendimiento cuando el hombre piensa» (Essay, lib. I, cap. i, § 8, p. 47). También sabemos que, a partir de la gnoseología cartesiana y de la Logique de Port-Royal, lo que en primera instancia interesa es su constitución criteriológica como ideas claras y distintas o determinadas. En el segundo caso, la atención se centra en los nexos conceptuales e inferenciales entre las ideas, desarrollados por el razonamiento sobre el supuesto de la capacidad natural de nuestras facultades para observar y establecer conexiones «naturales», intuitivas e ilativas, entre ellas. Por otro lado, la lógica de las facultades de Locke se ahorra el paso de Arnauld y Nicole por los elementos lógico-lingüísticos tradicionales, proposiciones y silogismos, para ir más directamente de las ideas al razonamiento. En cualquier caso, ya nos encontramos lejos de las lógicas tradicionales, más o menos «aristotélicas». Cunde, por ejemplo, la denuncia de los patrones silogísticos de inferencia por su incapacidad heurística y su improductividad cognitiva, de modo que solo tendrían un papel expositivo acartonado por su falta de naturalidad y su artificio escolar. Dentro de este marco, los sofismas no merecen una consideración específica y vienen a tratarse como casos de absorción o disolución en errores discursivo-cognitivos (véase, p. ej., Essay, lib. III, cap. x, «Sobre el abuso de las palabras», §§ 2-7, 14, 17-21, 26-34, donde se consideran las malas o falsas adscripciones de palabras a ideas). Tampoco hay muestras de interés en las falacias con que otros tratan de engañarnos o nosotros tratamos de engañar a otros, sino más bien en los errores con los que nos engañamos nosotros mismos. Esta es una disposición constante y peligrosa, en la medida en que somos más indulgentes con nosotros mismos que con los demás. Los tipos de error más notorios se dan: a) en el plano de las ideas, por ejemplo, al adoptar ideas oscuras o confusas como base del subsiguiente razonamiento; o b) en el plano del razonamiento, como fallos o defectos discursivos que, por cierto, no suelen prodigarse una vez que contamos con ideas claras y precisas. Este planteamiento se desarrolla en The Conduct of the Understanding y se contrapone al proceder que tienden a seguir los «maestros de Lógica» aristotélicos, cuyos silogismos pueden operar formalmente de modo válido con cualquier suerte de contenido material, aceptable o inaceptable. Se trata, en suma, 190
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de un planteamiento monológico interesado no ya en la confrontación dialéctica o en el convencimiento de un oyente o un oponente, sino en la adquisición propia de conocimiento cierto o probable y en la autopreservación de errores, gracias las luces naturales de la razón, tanto intuitivas como inferenciales. Al margen del tratamiento derivado y genérico que reciben las falacias como errores discursivo-cognitivos, suele considerarse que el desarrollo más amplio y sofisticado del estudio epistemológico del error en el siglo xvii se encuentra en Recherche de la vérité de Nicolas Malebranche (1674-1675), que replantea la cuestión en términos no tanto de una «lógica de las ideas» como de una «lógica de las facultades», aunque una y otra deban conjugarse. Malebranche se atiene a este principio general de procedimiento metódico: «Tener claro el razonamiento es siempre necesario para descubrir la verdad sin miedo a equivocarse. De este principio depende una regla general acerca de nuestros objetos de estudio, a saber: que debemos razonar solamente sobre cosas de las que tengamos ideas claras» (Recherche…, VI.I, § ii; cursivas en el original)4. 4.2. La familia de los argumentos ad
Con todo, la presencia de Locke en una historia de la construcción del concepto de falacia no responde tanto a su tratamiento gnoseológico de los errores discursivo-cognitivos, como a su presentación de cuatro miembros distinguidos de la que luego será una famosa familia de argumentos: la familia de los argumentos ad. Estos argumentos consisten en un determinado género de apelaciones o remisiones a una instancia de la que se esperan ciertas funciones o poderes de justificación, acreditación o alguna suerte de apoyo —p. ej., pueden comprender desde invocaciones del sentir popular o del peso de una tradición hasta apelaciones a sentimientos del interlocutor, como la compasión o el miedo—. Son, como decía, cuatro los tipos de argumentos de este género que considera Locke en un pasaje breve y relativamente autónomo hacia el final del cap. xvii «Sobre la razón» del libro IV, dedicado al estudio del conocimiento y de la probabilidad. No se trata precisamente de una clasificación de falacias, sino de procedimientos discursivos para ganarse el asentimiento de los otros o acallar sus reservas, así que funcionan en contextos dialógicos. El interés histórico de ese pasaje estriba en ser, digamos, el acta de bautismo —no de nacimiento— de esta familia como grupo de ale 4. Véase N. Malebranche, De la recherche de la vérité, en la edición de A. Robinet de sus Œuvres complètes, Vrin, París, 1960 ss., vols. 1-3. Hay traducción española: Acerca de la investigación de la verdad: donde se trata la naturaleza del espíritu del hombre, Sígueme, Salamanca, 2009.
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gaciones o apelaciones ad. En este sentido, conviene precisar una vez más que originariamente no estamos ante unas falacias ad como las recogidas hoy en los catálogos escolares al uso, sino ante unos argumentos que podrán ser, llegado el caso, empleos falaces de apelaciones ad. En particular, se deben a Locke las denominaciones de tres de esas alegaciones o apelaciones: ad verecundiam, ad ignorantiam y ad judicium, aunque en algún punto vengan a recoger o complementar aspectos ya reconocidos. En un argumento ad verecundiam apelamos al respeto que merece la opinión de un autor consagrado o reconocido como autoridad en la materia. En un argumento ad ignorantiam exigimos a nuestro oponente en un debate que admita nuestras pruebas si no dispone de ninguna otra mejor. En un argumento ad judicium fundamos nuestra conclusión en pruebas extraídas de unos fundamentos objetivos del conocimiento cierto o probable, al margen de las virtudes, limitaciones o condiciones propias de los sujetos. Por lo que se refiere al tipo restante, la argumentación ad hominem, el propio Locke declara que es un nombre en uso. Ahora bien, según es bien sabido, son diversas las modalidades de argumentos cubiertas por esta denominación y tienen distintas raíces. Las dos modalidades básicas de alegación ad hominem en una discusión consisten en: a) argüir a partir de las suposiciones o las asunciones propias de nuestro interlocutor, es decir: ex concessis —a partir de lo que él mismo nos ha concedido o reconocido en el curso de la discusión—; b) argüir por referencia no al asunto en cuestión o a la tesis opuesta, sino a determinadas características personales o no pertinentes de nuestro oponente. Las raíces de una y otra parecen ser las siguientes (véase ������� Nuchelmans, 1996): a.1) La idea aristotélica de lógos peirastikós, o argumentación que pone a prueba lo sostenido por quien debe responder de una proposición (p. ej., Tópicos, 101a30-35; Refutaciones sofísticas, 165b4-6), transmitida a través de Boecio como disputatio temptativa: se trata de una prueba o contraprueba de valor relativo, pues depende de los supuestos o asunciones de la parte que sostiene la tesis en cuestión. a.2) Una noción relacionada es la de demostración o prueba refutadora (demonstrare elenchice), por oposición a la de demostración absoluta (demonstrare simpliciter). Es el tipo de prueba que Aristóteles aduce en la Metafísica (IV 4, XI 5) contra los que niegan el principio de no contradicción, puesto que los primeros principios no admiten otra suerte de prueba que la obtenida de los propios supuestos de quienes se empeñan en 192
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negar o impugnar su validez: «De tales principios no hay demostración en sentido absoluto, pero sí la hay como refutación contra este » (Metafísica, XI 5, 1062a2-3). La expresión ad hominem en este contexto se difundió a través de los Comentarios de Tomás de Aquino a la Metafísica de Aristóteles. Por ejemplo, Pedro Fonseca, en sus comentarios de 1615 a esos pasajes, insiste en que un primer principio solo puede demostrarse ad hominem, mediante la confutación de la persona que lo niega a partir de sus propias palabras, ex dictis illius. A lo largo del siglo xvii se extenderá este uso a cualquier asunto debatido en el sentido de argüir sobre la base de lo asumido por el adversario. b.1) La distinción aristotélica entre resolver una cuestión por referencia a lo dicho (pròs tón lógon) o por referencia a la persona (pròs tón ánthropon), en RS, 178b17. Se trasmite luego en los términos medievales: solutio ad orationem y solutio ad hominem; esta presenta un carácter de prueba aparente o falaz en el marco de la contraposición entre argumentar ad rem, con relación al objeto del debate, y argüir ad hominem como vía de escape o de distracción del punto en cuestión. b.2) Por otro lado, no falta una tradición de origen retórico que también viene a incidir en la diferencia entre ocuparse del asunto planteado (prágma) y hacer referencias improcedentes a la persona involucrada o concernida (prósopon). Cabe recordar, por último, la propuesta de Schopenhauer de introducir una doble distinción: por un lado, entre argumentación ad rem y ad hominem, entendida esta segunda en el sentido (a), y por otro lado, entre argumentación ad hominem, conforme a dicho sentido, y argumentación ad personam, tomada esta expresión en el sentido (b), de modo que la argumentación ad personam es una estratagema discursiva falaz, condición que no tiene de suyo la argumentación ad hominem, la apelación a lo que nuestro propio interlocutor ha supuesto o admitido en el curso de la discusión. Por lo demás, la familia de argumentos ad siempre ha sido acogedora y abierta, dispuesta a admitir nuevos miembros al margen de sus inclinaciones virtuosas o falaces. Y la verdad es que pronto da muestras de esta gentil disposición. Leibniz, en su réplica Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (1765), ya menciona la posibilidad de añadir nuevos tipos de apelaciones, también de uso frecuente, a los señalados por Locke: … como el que podría denominarse ad vertiginem [vértigo], cuando se razona así: Si no se admite esta prueba, no disponemos de medios para alcanzar la certeza en el punto en cuestión, lo cual resulta absurdo. Este argumento es conveniente en determinados casos como, por ejemplo, en caso de que
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alguien quisiera negar las verdades primitivas e inmediatas, e. g., que nada puede ser y no ser al mismo tiempo, o que nosotros mismos existimos, pues de tener razón, no habría ningún medio de conocer nada (lib. IV, cap. xvii, § *19)5.
Naturalmente la familia no ha dejado de crecer con el paso del tiempo y en la actualidad, según el registro que llevan algunos catálogos escolares colgados en la red, sus miembros se siguen multiplicando ad nauseam. Referencias bibliográficas
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5 El desengaño ilustrado de Feijoo
5.0. Una cuestión preliminar
Según Arturo Ardao, al llegar a Feijoo nos encontramos ante el primer filósofo de lengua española: «Benito Jerónimo Feijoo resulta ser, en el siglo xviii, el fundador de la filosofía de lengua española, comprensiva de entonces en adelante tanto de la filosofía española como de la filosofía hispanoamericana» (1963: 41) En términos más explícitos: «Aunque algún escritor menor le anteceda, Feijoo fue el primer pensador español representativo que vierte su filosofía en el idioma nacional, haciendo, además, la política expresa de dicho idioma» (ibid.). Cierto es que el propio Feijoo declara dos razones para escribir sus ensayos críticos en castellano: 1) «Para escribir en el idioma nativo no se ha menester más razón que no tener alguna para hacer lo contrario». 2) Siendo su designio desengañar al público de creencias erróneas, «no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzase a todos el desengaño» (Teatro Crítico, t. I., Prólogo, pp. lxxx-lxxxi). También cabe entender esta segunda razón como un buen motivo para emprender una política cultural en esa línea. Con todo, me temo que el juicio de Ardao es discutible por no decir arbitrario. Por lo que a nuestro tema se refiere en el presente contexto, Feijoo no fue el primero en tratar de Lógica en lengua vernácula, ni en vindicar una política del uso del castellano para la instrucción científica. De corresponderle a alguien esos méritos, antes contaría Pedro Simón Abril por sendas primicias de i) una Lógica en castellano concebida como la primera entrega de su programa de Filosofía, Primera parte de la filosofía llamada la Lógica o parte racional (1587), y ii) un memorando al rey Felipe II sobre la conveniencia de la enseñanza en vulgar, Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas 196
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(1589)1. Aunque puede que se le juzgue autor «menor» y no «representativo», estimaciones que entonces deberían justificarse. En cualquier caso, Feijoo no es el primer autor que trata de las falacias de modo relativamente notable en español. Recordemos una vez más a nuestro intrépido Simón Abril, Primera parte de la filosofía llamada la Lógica, o parte racional, lib. III, caps. xxxiii, «Qué cosa es discurso engañoso, y cuántas maneras hay de él…» y xxxiv, pp. 297-299 y 299‑3062, donde puede leerse: Es, pues, el discurso engañoso aquel que o por falsas proposiciones, o por mala forma de disposición, pretende engañar al con quien trata, y traerlo a que confiese algún error, o disparate con que dé que reír a los que los estuvieren escuchando (xxxiii, 297). De esta definición se colige llanamente que hay dos maneras de discursos engañosos: una que, tomando principios falsos por verdaderos, viene en figura y modo a colegir una cosa falsa, y otra que, viciando la figura o el modo, colige mal lo que pretende (ibid., 297-298).
La primera es realmente discurso y «colige muy bien», la falta no reside en la ilación sino en los principios o premisas. La segunda, en cambio, «peca en la disposición o forma del discurso», de modo que solo merece el nombre de discurso con «este aditamento, discurso engañoso» (198). La falta en la ilación puede producirse a su vez de dos maneras: «la una consiste en no tomar bien el término medio, y la otra en no guardar la disposición del modo y la figura» (298); en el primer caso, el medio se tomaría por ejemplo en dos sentidos distintos; en el segundo, se violaría alguna regla silogística (298-299). Por lo demás, los vicios de tomar mal el medio, como reza el título mismo del cap. xxxiv, «se reducen a trece diferencias, de las cuales las seis consisten en el vocablo, y las siete en las cosas significadas por él» (299), en la línea de la tradición aristotélica. Hay, sin embargo, una interesante alusión final a propósito de la cuestión o pregunta múltiple: dice Simón Abril que conviene distinguir las cosas para considerar cada una por sí misma y no todas a bulto, pues una «sofistería» frecuente de «algunos que proponen negocios 1. La vindicación de la lengua vulgar para los estudios clásicos y para los científicos es un motivo recurrente en P. Simón Abril. Por ejemplo, en su inédita Segunda parte de la filosofía llamada fisiología o filosofía natural, pueden verse declaraciones del tenor de: «Todo lo cual con el Divino favor avemos trabajado para el bien i utilidad de nuestra naçion, i onra i aumento de nuestra lengua Castellana: para que los nuestros puedan en su misma lengua saber las cosas graves i dinas de entender, no menos que las supieron los Griegos i los Latinos, i todas las demas naçiones antiguas en las suyas propias» (Biblioteca Real, Madrid. Ms. II/1158, folio 4v). Y desde luego, Simón Abril no estaba solo en esta empresa vindicativa, véase García Dini (ed.) (2006). 2. Cito por la edición moderna de 1886, indicando en su caso capítulo y página.
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de república» consiste en proponer lo que quieren que se haga junto y revuelto con lo que parece ser muy útil, para que determinando hacer esto se haga también aquello (305). Por lo demás, también es digno de mención un contemporáneo de Feijoo, autor de la considerada mejor Lógica del siglo xviii en España, también escrita en castellano. Se trata de Andrés Piquer y de su Lógica moderna o arte de hallar la verdad y perficionar la razón (1747)3. En su Parte II, se dedican dos capítulos a los sofismas, el XI, que trata de los sofismas en general, y el XII, que se ocupa de los «sofismas que ocasiona el amor propio» en particular. A juicio de Piquer, un sofisma es «un razonamiento que nada concluye, y tiene apariencia superficial de concluir» (cap. XI, § 201). Partiendo de esta noción, hace un estudio detenido de los sofismas independientes del lenguaje por su importancia en la Filosofía natural (§§ 201-213), campo en el que Piquer tiene más interés dado su ejercicio profesional de la medicina. No falta, sin embargo, la obligada referencia final a la «equivocación de las voces» (§ 214), determinante de la existencia de cuatro términos en el silogismo. Pero conviene reparar en que a estos ecos de la tradición escolar, se añade un motivo de la Lógica de Port-Royal en el cap. XII, el caso de los sofismas debidos al amor propio: errores de juicio o estimaciones viciadas, propiciadas de modo casi natural por un amor propio desordenado —aunque Piquer supone que pueden reformularse en términos silogísticos—. 5.1. El marco del desengaño
El desengaño es un tópico arraigado y fecundo en la cultura española desde el Barroco. Allí presentaba dos dimensiones, una más bien psicológica y emotiva que envolvía un sentimiento de pérdida, una desilusión e incluso alcanzaba a tener cierta proyección moral como pena y escarmiento; otra más bien cognitiva, consistente en un caer en la cuenta del error de apreciación cometido que abre una salida del autoengaño. Su marco primordial era el topos barroco del gran teatro del mundo, donde la realidad se presenta y se desenvuelve como representación. En este marco, cobran especial relieve, por un lado, la parábola y la alegoría en función de la importancia que tiene saber interpretar, leer o descifrar los signos y señales de las acciones y las cosas; por otro lado, y en consecuencia, 3. Imprenta de José García, Valencia. La Lógica moderna conoció en 1771 una segunda edición más elaborada y extensa, y aún otra tercera en Madrid: Imprenta de Joaquín Ibarra, 1781. Las referencias que siguen son a esta última edición. Según Marcelino Menéndez Pelayo, esta Lógica de Piquer «es sin disputa la mejor, la más razonable y más docta del siglo xviii» (Historia de las ideas estéticas en España, CSIC, Madrid, 1974, vol. II, p. 108).
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el problema de la relación y distinción entre realidad y apariencia, dentro de un escenario de (re)presentaciones, espejos, espejismos y exempla o emblemas. Recordemos la sentencia ya citada de Gracián: «Arte era de artes saber discurrir; ya no basta: menester es adivinar, y más en desengaños» (Oráculo manual y arte de prudencia, afor. 25). De ahí el papel crítico que toca al descifrador y al arte práctico de la prudencia, nuestra guía ante las apariencias y frente a los engaños: «Siempre el desengaño fue pasto de la prudencia» (ibid., afor. 100). Ahora bien, con las primicias de la Ilustración se va armando un nuevo marco para el desengaño, en el que este pierde sus connotaciones anteriores como desilusión o decepción al tiempo que adquiere un sentido cognitivo más preciso y una proyección más activa y sociocultural. Es sintomático el propósito declarado del Teatro Crítico Universal, a saber: liberar al público de «especies perniciosas» y «errores comunes». En el mismo Prólogo Feijoo asegura: Tan lexos voy de comunicar especies perniciosas al público que mi designio en esta Obra es desengañarle de muchas que, por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales; y no sería razón, cuando puede ser universal el provecho, que no alcanzase a todos el desengaño (t. I [1726], Prólogo, pp. lxxx-lxxxi)4.
Para que no le quepan dudas al lector, también ha aclarado: Error, como aquí le tomo, no significa otra cosa que una opinión que tengo por falsa, prescindiendo de si la juzgo o no probable. Ni debaxo del nombre de errores comunes quiero significar que los que impugno sean transcendentales a todos los hombres. Bástame para darles ese nombre que estén admitidos en el común del Vulgo o tengan entre los Literatos más que ordinario séquito (ibid., p. lxxx).
En este nuevo marco, Feijoo, no solo se sabe desengañado, sino que asume consciente y decididamente el arduo papel de «desengañador». «Inmenso trabajo toman sobre sí los desengañados que en esta materia se meten a desengañadores» (t. V [1733], Discurso 5.º, § I, 3, p. 103). La materia en cuestión no es otra que la vasta extensión de los errores debidos a, y mantenidos como, pretendidas «observaciones comunes» (véase Marichal, 1971). Amén de este propósito crítico, el desengaño ilustrado se distancia del barroco en otros dos puntos sustanciales: por un lado, en su dimensión social como desengaño público; por otro lado, en el sentido positivo y activo del empeño en la liberación del error, del prejuicio, de la superstición y de la pasión (véase Álvarez de Miranda, 1992). En
4. Citamos por la tercera edición de 1781.
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suma, desengañar es una labor propia de desengañados que se convierten en desengañadores al tratar de sacar a la gente de los errores comunes, en una tarea de educación e ilustración. Según Álvarez de Miranda (1992: 575), la lucha contra error común, la opinión falsa y ampliamente extendida, constituye un episodio esencial en la primera fase de la Ilustración en España. Precisamente el lema «desengaño de errores comunes», que define expresamente el objetivo del Teatro Crítico Universal en su propio título, viene a ser una especie de fórmula consagrada (véase Álvarez de Miranda, 1992: 574-578). Pero no estará de más considerar algún punto sensible para apreciar las posibilidades y los límites de la crítica ilustrada. Uno especialmente indicado en el presente contexto puede ser el caso de los argumentos de autoridad o, más en general, el caso de la apelación a la autoridad y del uso de autoridades. En principio y en situaciones normales de conflicto, Feijoo da preferencia a la razón frente a la autoridad y, tratándose de autoridades, a la autoridad acreditada frente a la que simplemente descansa en su antigüedad. Sin embargo, en su concepción de la autoridad, Feijoo sigue la estela de la hermenéutica teológica de Melchor Cano y procura combinar la veneración debida a la virtud y la especial competencia en un dominio determinado, en particular el de la fe (t. VIII, Discurso 4.º, § V 28). A primera vista, parece tratarse de una suerte de subsunción religiosa, católica, de ciertos aspectos del éndoxon aristotélico, como el ser una opinión plausible al provenir de alguien digno de crédito. Ahora bien, por un lado, ya se habían abierto otras vías de consideración de la autoridad como las sugeridas por la Logique de Port-Royal acerca de los sofismas de autoridad o por Locke sobre la argumentación ad verecundiam. Por otro lado, no deja de apreciarse en la práctica de Feijoo una doble vara de medir. Supuesta la libertad de disentir de los santos en el dominio de las ciencias naturales, donde no parecen tener singular competencia, Feijoo mantiene la necesidad de guardarles el respeto y la reverencia debidas bien a su virtud, bien a sus doctrinas teológicas. En cambio, Avicena y Averroes, cuya autoridad era reconocida en los cursos de Artes, solo merecen en general un trato diametralmente opuesto: «Yo no sé por dónde merezcan tanta contemplación», protesta Feijoo, amén de asumir de buen grado el juicio de Luis Vives que ya tildaba sus doctrinas de «delirios coránicos» (ibid., Corolario 29). 5.2. El contexto de la lógica natural
Otro factor determinante del sentido que adquiere la crítica de los errores discursivo-cognitivos y de las falacias en este momento de la Ilustración es el contexto disciplinario de la Lógica, marcado por la reforma 200
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moderna de estos estudios a partir de la Lógica de Port-Royal y de otros manuales que acusan su influencia. Esta reforma se mueve en una doble dirección, en la línea de una simplificación de la Lógica escolar y en la de una búsqueda de la utilidad y eficacia de las reglas. Con ello plantea una disyuntiva entre la disciplina moderna, fundada en las luces naturales de la razón, y la tradicional, fiada del aparato silogístico, que suele categorizar en los términos: «Lógica natural» vs. «Lógica artificial». Puestas así las cosas, Feijoo, hombre curioso y culto de su tiempo, no duda en declarar las razones que a su juicio avalan la superioridad de la Lógica natural en el tratamiento de las falacias. Pueden resumirse como sigue: a) La Lógica natural es más útil y está mejor dispuesta para el descubrimiento o la detección de los sofismas (t. VIII, § III 11). Por otro lado: «Si la Lógica natural no es buena, no sirve la artificial sino para embrollar y confundir» (t. VII, Discurso 11.º, § V 19). b) Las reglas de la Lógica artificial, por su parte, no cubren todos los sofismas (ibid., § III 8) y además son subsidiarias, representan una especie de andamio del que se prescinde una vez asentado el edificio del aprendizaje (ibid., § II 5). c) En suma: «Digo que para descubrir los trampantojos sofísticos, la Lógica natural hace mucho más que la artificial» (t. VIII, Discurso 2.º, § III 11). Ahora bien, esto no convierte la tradición escolar artificial en una disciplina superflua o inútil. Feijoo le reconoce de buen grado cierto sentido y rendimiento. Solo que sus servicios consisten no tanto en la detección de los casos de sofisma como en la determinación y explicación técnica de los vicios cometidos. De ahí se desprende que los propósitos de Feijoo irán en consonancia con el moderno contexto reformado: no buscarán la desaparición de la disciplina escolar, sino la reducción de sus reglas y la reforma de su enseñanza con el fin de hacerla más útil y eficiente. En esta línea, por ejemplo, solo serán reglas dignas de memoria las que sean generales y estén efectivamente en uso (t. VII, Discurso 11.º, §§ II 7, V 19). También es congruente con este contexto el lugar destacado que ocupan las falacias entre los abusos cometidos en las disputas verbales (t. VIII, Discurso 1.º). Piensa Feijoo que unos de los abusos más notorios y, a veces, ridículos que tienen lugar en las disputas verbales o los debates dialécticos, son los enredos sofísticos. También considera que, además de su tradicional descalificación tanto discursiva como moral, se hacen acreedores a mayor censura porque se oponen directamente al objetivo del debate: «El fin de la disputa es aclarar la verdad, el del sofisma oscurecerla» (ibid., § V 17). Pasemos ya a ocuparnos de la idea que Feijoo se forma de las falacias. 201
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5.3. Concepción y tratamiento de las falacias
Feijoo entiende por falacia el abuso o vicio discursivo que tiene la apariencia de ser un buen razonamiento o una «buena ilación» (t. VIII, Discurso 2.º, § I 2). No se trata de un vicio formal notorio, pues entonces no podría mantener la apariencia de un buen argumento. Tampoco consiste en un caso de falsedad patente, defecto que no cabría reducir a una regulación general al depender de la materia tratada (ibid., § I 3-4). El vicio que reviste especial importancia para Feijoo es la ambigüedad. Así se trasluce a través de una argumentación relativamente explícita como la siguiente: i) El carácter falaz estriba en la apariencia de ser buena que presenta una ilación que es mala en realidad. ii) Esta apariencia proviene de la ambigüedad con que se emplea alguno de los tres términos que conforman el silogismo. iii) Ambigüedad cuyos efectos deletéreos son, a su vez, causas determinantes de la mala ilación. En consecuencia: iv) «el principio único de donde viene la falacia del silogismo, o que hace al silogismo falaz, es la ambigüedad de alguna voz» (t. VIII, Discurso 2.º, § I 2). Esta consideración da al planteamiento de Feijoo el aire de una «teoría de la reducción» de las falacias —tradicionales o aristotélicas— a la ambigüedad. La teoría se puede desarrollar de modo expreso en estos términos: a) Las falacias en cuestión son las recogidas en el catálogo aristotélico de Sobre las Refutaciones. Sofísticas, sin prestar mayor atención a la distinción tradicional entre las relativas a la expresión y las relativas a lo expresado: unas y otras se puede reducir a una sola «que es la ambigüedad de la expresión» (ibid., § I 1). Una prueba de esta tesis podría ser la argumentación anterior que relaciona la ambigüedad con la apariencia como condición característica de las falacias. Otra prueba adicional es su ejemplificación en la falacia de accidente, a través del sofisma: «Sócrates es diferente de Corisco, Corisco es hombre, luego, Sócrates no es hombre». Si ‘diferente’ se toma en el sentido de diferencia plena y cabal, la ilación es buena, pero la primera premisa resulta falsa; si ‘diferente’ se toma en otro sentido parcial e inesencial, la primera premisa es verdadera pero la ilación es mala (ibid.)5. 5. Mauricio Beuchot y Edgar González (1987) también contemplan una tesis más fuerte a este respecto: la reducción de toda falacia, sea de la tradición aristotélica o no, a la ambigüedad. Es una generalización que Feijoo no se plantea; por lo demás, tampoco recuerda las falacias tratadas por Aristóteles fuera del catálogo citado de las Refutaciones sofísticas. En su versión más débil, dentro de la limitación a este listado aristotélico tradicional, Beuchot y González convienen en que esas variantes sofísticas son reducibles bien
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b) Esta reducción puede abrigar ciertas pretensiones explicativas, en la medida en que la ambigüedad se propone como causa de la apariencia característica del carácter falaz de un silogismo, al tiempo que los vicios consiguientes de la ambigüedad, como la existencia de cuatro términos y la indeterminación de la consecuencia, determinan su invalidez. c) En todo caso, la reducción facilita una regla general para la detección y solución de las falacias. La regla consiste en observar si entre los términos que emplea el argumento, hay alguno cuyo significado sea ambiguo «en orden al intento de la disputa»; observada la ambigüedad de algún término, se exige al arguyente que precise su significado; precisión que, en fin, hace patente la falacia (ibid., § II 7). Este procedimiento también se puede aplicar a todos los casos en que se advierte que no vale la inferencia, pero no se sabe dónde reside la falacia: si no se aprecia defecto en la forma a la luz de las reglas silogísticas, entonces alguno de los términos pecará de ambigüedad. Y a partir de ahí se procede según la rutina anterior (ibid., § II 9). La «teoría de la reducción» de las falacias al vicio capital de ambigüedad tiene, según es bien sabido, precedentes tanto lejanos como próximos a Feijoo. Un precedente lejano es la monografía de Galeno, Sobre las falacias debidas al lenguaje. Recordemos sus dos pasos reductivos: 1) toda falacia lingüística se reduce a las recogidas en el catálogo aristotélico de las falacias dependientes del lenguaje; 2) todos estos casos se reduce a casos de ambigüedad (véase más arriba, Parte II, cap. 1, § 1.4). Un precedente próximo se encuentra en la Institutio Logica (1658) de Pierre Gassendi. Gassendi también propone la reducción de todos los «lugares» de los silogismos sofísticos a uno: la ambigüedad. Véase Institutio, Pars III, Canon xxi: «Unus fere Locus ad Syllogismum Sophisticum ambiguitas est, ex cuius retectione manifestum fit, eum, qui videbatur, Syllogismum non esse»6 (1981: 67). Gassendi hace referencia asimismo al procedimiento general de resolución: detección de la ambigüedad y distinción pertinente de los significados implicados (ibid.: 69). Incluso considera los casos del Mus non rodit caseum, que remite a Séneca, y del Quod non amisisti, habes (ibid.), que recuerda Feijoo (véase más abajo el Texto 5). Pero, naturalmente, de ahí no se desprende que Feijoo copiara o siguiera a Gassendi: bien pueden haberse inspirado los dos en una tradición común. De hecho, en la tradición escolástica coetánea, ya estaba asumida la reducción de las falacias aristotélicas «de dicción», o depena la ambigüedad, bien a la sinonimia —caso únicamente reservado para la falacia de petición de principio— (véase Beuchot y González, 1993: 65-77, esp. 66 y 69-71). 6. «Uno viene a ser el lugar para formar el silogismo sofístico, la ambigüedad, de cuya explicitación resulta manifiesto que lo que parecía un silogismo, no lo era» (cursivas en el original).
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dientes del lenguaje, a la ambigüedad de un término o de una proposición. Véase, por ejemplo, Juan de Santo Tomás, Artis logicae prima pars (ca. 1631; 21634 en Alcalá), lib. III, cap. xiv, §§ 382-383 (1986: 135). Referencias bibliográficas
A. Ediciones Pedro Simón Abril, Primera parte de la filosofía, llamada la Lógica o parte racional…, Imprenta de Juan Gracián, Alcalá de Henares, 1587; reed. Imprenta Barcelonesa (La Verdadera Ciencia Española, LXVII), Barcelona, 1886. Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas, Imprenta de Pedro Madrigal, Madrid, 1589. Melchor Cano, De locis theologicis (1563), ed. y trad. de J. Belda, BAC, Salamanca, 2006. Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal (1726-1739), nueva imp. Joaquín Ibarra, Madrid, 1778-1779, 8 vols. Pierre Gassendi, Institutio Logica, ed. de H. Jones, Van Gorcum, Assen, 1981. Andrés Piquer, Lógica Moderna, o Arte de hallar la verdad y perficionar la razón (1747, 2.ª ed. rev. 1771), Joachin Ibarra, Madrid, 31781. Juan de Santo Tomás, Compendio de Lógica, ed. de M. Beuchot, UNAM, México, 1986.
B. Literatura secundaria Álvarez de Miranda, P. (1992), Palabras e ideas: el léxico de la Ilustración temprana en España (1680-1760), Boletín de la Real Academia Española, Anejo LI, Madrid. Ardao, A. (1962), La filosofía polémica de Feijóo, Losada, Buenos Aires. Ardao, A. (1963), «Feijóo, fundador de la filosofía de lengua española», en Filosofía de lengua española, Alfa, Montevideo, pp. 41-45. Beuchot, M. y González Ruiz, E. (1993), «Las falacias aristotélicas y Fray Jerónimo de Feijoo», en Ensayos sobre Teoría de la Argumentación, Universidad de Guanajuato, Guanajuato, pp. 65-77. García Dini, E. (ed.) (2006), Antología en defensa de la lengua y la literatura españolas (siglos xvi y xvii), Cátedra, Madrid. Marichal, J. (1971), «Feijoo y su papel de desengañador de las Españas», en La voluntad de estilo, Seix Barral, Barcelona, pp. 135-149. Sánchez-Blanco, F. (1999), La mentalidad ilustrada, Taurus, Madrid.
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6 Las falacias políticas según Jeremy Bentham
Sidney C. Rome, en una reseña tan breve como lúcida (1953) de la edición revisada del libro sobre las Falacias políticas de Bentham, a cargo de Harold A. Larrabee (1952), hacía notar que esta obra de Bentham había conocido una suerte parecida al Sermón de la Montaña: como el Sermón, estaba llena de los que hoy han devenido tópicos comunes y, sin embargo, siguen siendo demandas de la educación de cualquier ciudadano que se precie. Podemos pensar con Rome que se trata de una herencia de la Age of Reason y de la época de instauración de las primeras repúblicas modernas en Europa y América, cuando algunos entusiastas se empeñaban en aunar la libertad política con la libertad intelectual y la responsabilidad moral y discursiva. Una cumplida muestra de este empeño es justamente el pionero y accidentado ensayo de Bentham sobre las falacias políticas. Veamos desde más cerca este contexto y la suerte misma del texto. 6.1. Contexto y texto
6.1.1. El «gobierno de la palabra». Hamilton y Bentham El interés de Bentham por las falacias políticas se enmarca entre las últimas décadas del siglo xviii y las primeras del xix, un tiempo de maduración de la autoconciencia del parlamentarismo británico a través de las ideas del racionalismo ilustrado sobre el debate público. Según un dicho de la época, el régimen parlamentario se caracteriza justamente como «el gobierno de la palabra»1. Dos preocupaciones propias del nuevo ámbito de discurso 1. «Parliamentary government is government by talking», frase atribuida por Josef Redlich a un político inglés según E. García en el «Estudio preliminar» de su edición de Hamilton (1996: 23, n.1).
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público son: 1) establecer un ordenamiento jurídico del Parlamento y unas reglas de procedimiento parlamentario; 2) instruir a los parlamentarios en las artes del debate, la deliberación y la confrontación sobre asuntos de interés público. Tácticas parlamentarias de Bentham (1781) trata de responder a la primera. Lógica parlamentaria de Hamilton (1808) y Falacias políticas de Bentham (1816, 1824), dos obras de muy distinta orientación, conformación y fortuna, vienen luego a hacerse cargo de la segunda. Los apuntes de Hamilton nada tienen que ver con lo que hoy nos diría su título: componen una serie desordenada y fragmentaria de 554 máximas, observaciones y consejos para argüir con eficacia y desenvolverse con éxito; quieren servir a unos propósitos prácticos, sin mayores miramientos teóricos, metodológicos o éticos. En cambio, el estudio de Bentham tiene aspiraciones críticas y sistemáticas, y se desenvuelve en el marco de un ambicioso programa de reforma política y de regeneración ético-discursiva del debate político. El propio Bentham se encarga de marcar las diferencias: El libro de Gerard Hamilton es una suerte de escuela donde los medios de abogar por una buena causa y por una mala causa se presentan con la misma franqueza y se inculcan con el mismo desvelo por el triunfo. En pocas palabras, lo que a veces se ha supuesto que pretendía Maquiavelo, no solo lo pretende Gerard Hamilton, sino que lo hace sin disimulo. Cabe alegar en defensa de Hamilton que las instrucciones para administrar venenos pueden ser útiles para quien las lee con la intención opuesta de prevenirse mejor contra ellos. Pero en el caso de Hamilton, la manera como escribe deja poco lugar a dudas sobre si lo que sugiere es para ser aceptado o rechazado. El objetivo considerado es, lisa y llanamente, hacer que en un debate parlamentario —o en una asamblea legislativa— prevalezca lo que uno se propone, sea lo que fuere… ¡Venid a mí quienes queráis salir airosos y os enseñaré cómo! (The Book of Fallacies/Handbook of political fallacies, Introducción, § 7; cf. Falacias políticas, 1990: 12 y 14).
Los intereses discursivos, éticos y políticos del análisis crítico de Bentham���������������������������������������������������������� son francos y llamativos tanto en su aplicación de juventud a las falacias anárquicas de los revolucionarios franceses, en los años 1790, como en este estudio de las falacias de los conservadores británicos, entre 1810 y 1820. De ahí provienen los dos rasgos capitales de su tratamiento de las argucias de este género: i) La consideración de las falacias políticas no solo como formas erróneas o especiosas de argüir, sino como intentos de impedir o abortar la argumentación racional en ámbitos públicos de deliberación, singularmente en el discurso parlamentario. En este sentido envuelven tanto productos discursivos como procedimientos. ii) La confianza en que bastaría la exposición cabal de las estratagemas falaces, intencionadas o no, para anular su poder o neutralizar su eficacia. 206
L as falacias políticas seg ú n J eremy B entham
«La sofistería es una hidra cuya fuerza quedaría destruida si se hicieran visibles todas sus cabezas» (The Book of Fallacies/Handbook of political fallacies, Introducción, § 4). Ambos supuestos distinguen el estudio crítico de Bentham y le reservan un lugar singular en la historia de las falacias. Un lugar parejo al que suele merecer en la historia del pensamiento político por supuestos del tenor de: «El fin o el objetivo que ha de perseguir toda medida política, establecida o propuesta, es la mayor felicidad del mayor número de personas interesadas en ella, durante el mayor tiempo posible» (The Book of Fallacies/Handbook of political fallacies, cap. IX; cf. Falacias políticas, 1990, Parte 5.ª, cap. VIII, p. 218). 6.1.2. Historia del texto Según Burns (1993: 689), ya hay indicios manuscritos de un esbozo de lo que será el Libro de las falacias hacia 1806 o 1807, e incluso de un estado embrionario anterior. No era el primer estudio dedicado por Bentham a las falacias políticas. En la última década del siglo precedente ya se había ocupado de las que llamaba anarchical fallacies, falacias características de programas democrático-revolucionarios como, en particular, las contenidas, a su juicio, en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada por la Asamblea Nacional Constituyente en la Revolución francesa. Y hacia 1811, formaban parte del plan original de publicación de una obra sobre las falacias políticas que incluía el análisis de la «falacia del predicador de anarquía». Pero unos diez años después, tal vez por consideraciones de oportunidad política, renunció a publicar este complemento crítico de las falacias de carácter conservador e inmovilista denunciadas en The Book of Fallacies. Por otro lado, dado el descuido y desapego que el propio Bentham suele mostrar hacia sus propios escritos, no será este el único motivo que contribuya a que la historia de la publicación de esta obra resulte animada. Cuenta con dos ediciones: a) una edición de Étienne Dumont (1816), Traité des sophismes politiques, que en realidad es tanto una traducción como una versión del propio editor, elaboradas sobre material manuscrito de Bentham; se publica como anexo a Tactique des assemblées législatives y todavía incluye los análisis críticos de sophismes anarchiques; b) una edición a cargo de «un amigo», Peregrine Bingham (1824), The Book of Fallacies, más controlada por el autor, aunque el editor también llega a tomarse algunas libertades. No han faltado versiones españolas desde el siglo xix —al margen de que el utilitarismo de Bentham se haya dejado sentir entre algunos protagonistas intelectuales de la España moderna—. Las versiones han seguido por su parte la doble vía de las ediciones de partida, aunque la de Dumont se ha convertido más bien en una curiosidad histórica a partir 207
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de los años cincuenta, en particular desde la revisión de Harold A. Larrabee (1952): Handbook of political fallacies, que afina y normaliza la edición de Bingham. El texto fijado por esta revisión de Larrabee es el que voy a seguir aquí. 6.2. Una idea no tradicional de falacia
Bentham parte de una caracterización inicial de falacia en función de su propósito y de los probables efectos de su empleo, que se cifran en inducir a engaño o a error a cualquier persona a la que se proponga como argumento (véase Introducción, § 1). Luego ofrecerá una noción algo más precisa: a su juicio, se denominará falacia cualquier discurso tendente a producir y mantener esos efectos, con intención de engañar o sin ella. Justamente la pretensión de que se mantengan ciertas prácticas o instituciones perniciosas es un rasgo distintivo de las falacias frente al error vulgar, aunque sea el engaño el rasgo tradicionalmente destacado (Introducción, § 5). También tiene interés la distinción ulterior entre la intención dolosa o mala fe, la temeridad o intención culpable y la acción carente de la intención de causar daño aunque lo produzca como secuela propia, distinción introducida por analogía con el tratamiento jurídico de los casos de fraude (Parte 5.ª, cap. IX). Se trata, en suma, de una noción de falacia que discurre al margen de la tradición de los patrones lógicos, las reglas dialécticas o la referencia común a las falsas apariencias. Así pues, nos encontramos con un planteamiento ajeno a la tradición escolar, que más bien se mueve en el marco de un programa de reforma política y regeneración ético-discursiva. En este sentido viene a combatir la mala pero común asociación entre el ejercicio de la política y el discurso falaz, a la que opone una consideración más lúcida y comprensiva de las causas y fuentes de las falacias. Las falacias que le importan son, especialmente, las que tienen que ver con la adopción o el rechazo de alguna medida de gobierno, sea legislativa o administrativa, y consisten ante todo en la alegación o vindicación de unos intereses siniestros, esto es, intereses propios de un individuo o un grupo que son contrarios a, o resultan incompatibles con, los intereses de la comunidad a la que el individuo o el grupo pertenecen. Pero, por otro lado, Bentham no se resiste a la tentación de catalogar las falacias políticas, aunque también en este punto deja su sello original. Su criterio primordial no es lógico o metodológico, sino partidista: las falacias se dividen en las procedentes de los de dentro (fallacies of the ins) y las procedentes de los de fuera (fallacies of the outs) de las instituciones de poder. Además las falacias de los instalados en el poder pueden distinguirse —según constata Dumont— por la autoridad, el peligro, la dilación 208
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o la confusión (nombre debido al amigo editor Bingham), referencias que forman una especie de líneas sucesivas de defensa —podrían recordar la estrategia de la teoría jurídica de los status o stasis2—, frente al discurso que aboga por cambios o reformas de la situación. Si la autoridad determina que las cosas son como son, así han de ser. Cuando falla esta invocación, cabe recurrir al peligro de las consecuencias e imprevistos que conlleva lo nuevo. Si ambas apelaciones se muestran ineficaces, tratemos de retrasar la discusión de las medidas innovadoras o amortiguar su fuerza o su alcance. ¿Tampoco resultan las tácticas dilatorias? Probemos, en fin, a crear confusión, de modo que, en último término, no esté claro lo que se propone, ni se sepa a ciencia cierta qué es lo que está en cuestión. Por lo demás, Bentham nombra otras muchas falacias fuera de este catálogo principal, falacias que hoy son aún más populares y socorridas que en aquellos días: la falacia del autobombo, que elude cualquier imputación, la falacia de la sabiduría de los antiguos, la falacia de la identificación («quien me ataca a mí, ataca a la Nación»), la falacia del fin que justifica los medios, la falacia de la réplica oportunista («no es cuestión de procedimientos, sino de personas» o «no es cuestión de personas, sino de procedimientos»), las falacias de imputación al adversario (con imputaciones de mala intención, malos motivos, conexiones sospechosas…), etcétera. Hay, no obstante, una especie de denominador común básico de esta amplia batería de recursos: consiste en la no pertinencia de las alegaciones y de ahí se derivan otras consecuencias no solo perniciosas para el ejercicio del discurso público, sino censurables tanto en el caso de quienes las aducen como en el caso de quienes las aceptan. Ahora bien, en cualquier caso, el planteamiento de Bentham parece abocado a enfrentarse al problema de distinguir entre las falacias discursivas y otros tipos de maniobras ilícitas, por ejemplo, cuando se recurre a la interrupción y dilación del debate o a ciertas estratagemas obstruccionistas o intimidatorias. Aunque puede que la concepción comprensiva de Bentham no vea aquí ningún problema y asuma, llegado el caso, alguna complicidad entre unas y otras, falacias discursivas y maniobras ilícitas, como la sugerida al hilo de la característica común quinta de las falacias, señalada en la Parte 5.ª, cap. I: «En razón de su no pertinencia, constituyen una pérdida de tiempo que estorba y retrasa el despacho de los asuntos necesarios y útiles». También cabe apuntar una raíz común y general de las falacias: el desequilibrio en las relaciones y en el ejercicio del poder. Sobre esta base Bentham puede denunciar otras causas y fuentes determinantes de las argumentaciones, apelaciones y maniobras falaces. Re 2. Considera, por ejemplo, si ha ocurrido el hecho denunciado, cómo se define o califica, cómo se evalúa y cómo se ha procedido a lo largo del proceso. Véase «Status, teoría de los», en Vega y Olmos (eds.) (22012: 572-573).
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cordemos que nos encontramos ante unas falacias características de procesos de deliberación y, más en general, ante usos y abusos del discurso público en un marco institucional como el parlamentario. Así pues, cabe esperar la influencia efectiva tanto de unas causas sociales e institucionales, p. ej., los intereses opuestos al interés público y al juego limpio de la confrontación de razones, como de una fuente consistente en la asimetría del poder que sesga la contraposición entre mantenimiento y cambio de la situación dada. Intereses siniestros de los ins y los outs, que militan contra el mayor bien de la mayoría siendo complementarios unos, en la medida en que aspiran a sustituirse en el poder, y comunes otros. Reparemos un momento en estos últimos. Una causa, en este respecto, es el ejercicio corrupto del poder y la existencia de una opinión pública ante la que dar razones, como condiciones necesarias del discurso falaz: el primero, sin la segunda, no precisaría acudir a maniobras falaces, pues no tendría que dar razones o rendir cuentas; la segunda, sin el primero, no se vería inducida a caer en los errores y las confusiones derivadas. Por añadidura, la demanda y la multiplicación de las falacias se ve propiciada bajo la Constitución británica (Parte 5ª, cap. VIII), que ampara la discusión en cierto modo libre de los asuntos públicos: sin la existencia de instituciones como el Parlamento y sin la publicidad de los debates, no habría tal demanda. Pues la falacia es un fraude y el fraude, señala Bentham, es un gasto inútil cuando todo ha de hacerse por fuerza. De ahí la condición un tanto ambigua o, al menos ambivalente, de las democracias modernas que brindan oportunidades parejas para el ejercicio libre del discurso razonable y del especioso. Y de ahí, en fin, la necesidad de convocar junto a la libertad política, la responsabilidad moral y discursiva. 6.3. Cuestiones de interpretación
El ensayo de Bentham sobre las falacias políticas no se acomoda fácilmente a un género intelectual o literario determinado. Por eso no es extraño que haya sido objeto de diversas ubicaciones y tentativas dispares de determinar su sentido. En particular, se pueden cifrar en tres las interpretaciones más relevantes. Dejo al lector la oportunidad de pronunciarse sobre la que considere más acertada. La primera es la avanzada por Jacob H. Burns (1993). Burns repasa las intervenciones políticas de Bentham marcadas por sus contribuciones críticas: la dirigida durante los años setenta, en su veintena, contra las falacias del conservadurismo legal representado por William Blackstone3; 3. Véase, por ejemplo, su escrito Comment on the Commentaries (de Blackstone, 1765 ss.), publicado póstumamente en ed. de C. W. Everett, Oxford, 1928, y recogido
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la emprendida veinte años después, en los años noventa, contra las falacias anárquicas de la democracia revolucionaria a la luz de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Asamblea Nacional Constituyente francesa (1789), empresa que Bentham tilda no solo de confusa sino de inviable, salvo que incurra en perversiones sociopolíticas como las sufridas por la propia Francia. En este famoso texto, Anarchical fallacies, Bentham también aduce, por cierto, un motivo para descalificar el manifiesto de la Asamblea tan curioso como el siguiente: Es en Inglaterra, antes que en Francia, donde el descubrimiento de los derechos del hombre debería haberse originado: somos nosotros, los ingleses, quienes tenemos el mejor derecho para ello. Es en el lenguaje inglés donde la transición es quizás más natural que en otros muchos, en cualquier caso más que en el francés (L-18, § 700).
Después de otros veinte o treinta años, cumplidos los setenta, Bentham cambia de nuevo el foco de su atención crítica para dirigirlo contra las falacias del conservadurismo político y con esta disposición escribe sus notas del libro de las falacias. Así situada, concluye Burns, esta contribución de Bentham viene a ser un arma de confrontación política, de modo que no responde a ningún interés teórico o analítico, sino que sirve más bien a unos propósitos prácticos y políticos. Una segunda interpretación del Handbook of political fallacies es la que propone Marie J. Secor (1989) en su revisión del libro como una contribución básicamente retórica, incluso a despecho de las intenciones políticas y críticas de su autor. En esta perspectiva, la obra de Bentham pertenece al género de la retórica deliberativa y no precisamente a la disciplina de la Lógica que venía acogiendo tradicionalmente la detección y el tratamiento de las falacias. Secor cree contar con varias y poderosas razones para esta asignación a la Retórica. Para empezar, Bentham no define la falacia en términos formales como la violación de un procedimiento silogístico o lógico, en general. Por otra parte, al centrar su atención en los argumentos empleados en el debate parlamentario, está indicando que sus intereses se mueven en la dirección de la que los retóricos denominan «retórica deliberativa», en la línea de un discurso que recomienda una acción o una medida que tomar o que evitar en un contexto político determinado. En tercer lugar, las consideraciones y los recursos de análisis que utiliza Bentham son asimismo más característicos de la Retórica que de la Lógica. Y, por último, su tratamiento crítico de las falacias también acusa una fuerte ascendencia reluego junto con el ensayo crítico A fragment on Government en la ed. de The collected works of Jeremy Bentham, inicialmente a cargo de J. H. Burns y H. L. A. Hart, Oxford University Press, Oxford/Nueva York, 1968 ss.
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tórica antes que lógica, pues no consisten en errores de razonamiento, sino más bien en alegaciones y apelaciones fundadas en convenciones socioinstitucionales sobre lo que conviene argüir para cambiar o mantener una situación dada. La tercera interpretación en discordia proviene de una relectura del texto que hace Rob Grootendorst (1997) a la luz del programa de la pragmadialéctica. Grootendorst reconoce que las falacias políticas no son falaces desde un punto de vista lógico tradicional, no discurren como argumentos que parecen válidos pero no lo son. Ahora bien, tampoco resultarían falaces desde un punto de vista retórico como el adoptado por Perelman, Burke o la propia Secor, en la medida en que funcionan como procedimientos efectivos de persuasión o disuasión. En realidad, tienen un carácter dialéctico, pues constituyen violaciones de reglas del debate racional sean de primer orden o de segundo orden. Una muestra del primer caso son las falacias de autoridad que violan la regla de pertinencia para la cuestión considerada. Una muestra del segundo pueden ser las falacias de dilación que bloquean la resolución efectiva del asunto en cuestión a través de su discusión crítica. En última instancia, lo que pretende Bentham es vindicar la crítica pública y denunciar los abusos y estrategias que impiden nuestro ejercicio del discurso como seres razonables. Un corolario de esta interpretación pragmadialéctica es que no hay falacias típica o exclusivamente políticas, si es cierto que a fin de cuentas las actuaciones falaces en este terreno se limitan a violar el código normativo común del discurso racional como cualquier otro desmán contra las normas de la discusión crítica. Grootendorst admite, sin embargo, cierta relación especial entre las falacias y la política en razón del especial papel y la mayor responsabilidad de los políticos en su uso del discurso público. Con todo, a mi juicio, creo que las falacias denunciadas por Bentham tienen una carga retórica deliberativa, en un sentido similar al señalado por Secor (1989), y una especificidad socioinstitucional que no parecen verse reconocidas por su reducción pragmadialéctica, un tanto simplista. En cualquier caso, la consideración expresa de unas alegaciones y estrategias falaces antes casi inadvertidas como las políticas4, asociadas a la 4. Cierto es que no falta una tradición de la, digamos, mentira política que se remontaría a Platón y cuya muestra más llamativa y próxima a Bentham sería el opúsculo satírico The art of political lying (1712), atribuido a Jonathan Swift, pero escrito por su amigo John Arbuthnot. Véase J. Swift, El arte de la mentira política, Sequitur, Madrid, 2006. La mentira política «es el Arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo en aras de un buen fin» (p. 31), definición que constituye la divisa de este renacimiento de la tradición en las nacientes democracias modernas. La originalidad de Bentham reside en su consideración de argumentaciones y estrategias falaces —no reducibles, por cierto, a meras mentiras— y en su referencia específica al marco institucional parlamentario.
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emergencia de las democracias parlamentarias, no deja de ser una indicación más de la construcción histórica de nuestra idea de falacia. Referencias bibliográficas
A. Ediciones Jeremy Bentham, Falacias políticas a. Ed. E. Dumont (1816), Traité des sophismes politiques. Versiones españolas del siglo XIX: Tratado de los sofismas políticos, trad. de F. Ayala, Leviatán, Rosario, 1946, reimp. 1986. Extractos en J. M. Colomer, Bentham. Antología, Península, Barcelona, 1991, pp. 159-180. b. Ed. P. Bingham (1824), The Book of Fallacies, Hunt Londres. Ed. rev. de H. A. Larrabee, Handbook of political fallacies, Johns Hopkins, Baltimore, 1952; reimps. Harper Torchbooks, 1962/T. Y. Crowell, 1971, Nueva York5. Falacias políticas, introd. de B. Pendás y trad. de J. Ballarín, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990. Jeremy Bentham (1991 [1791]), Tácticas parlamentarias, ed. de B. Pendás (recoge una traducción de 1834 a partir de la versión francesa de Dumont [1816]), Publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid. William G. Hamilton (1996 [1808]), Lógica parlamentaria, versión bilingüe, Publicaciones del Congreso de los Diputados, Madrid.
B. Literatura secundaria Burns, J. H. (1974), «Bentham’s critique of political fallacies», en B. Parekh (ed.), Jeremy Bentham: Ten critical essays, Frank Cass, Londres, pp. 154-167. Grootendorst, R. (1997), «Jeremy Bentham’s Handbook of Political Fallacies», en D. Walton y A. Brinton (eds.), Historical Foundations of Informal Logic, Ashgate, Aldershot (UK)/Brooksfiels (VT), pp. 114-124. Parekh, B. (ed.) (1993), Jeremy Bentham. Critical Assessments. Vol. III, Law and Politics, Routledge, Londres/Nueva York. Incluye: — Anonymus, «A Supplementary Sheet to Bentham’s Book of fallacies» (Metropolitan Quarterly Magazine, I [1826]), pp. 664-685. — Dalgarno, M. T. [1975], «The contemporary significance of Bentham’s Anarchical fallacies. A reply to William Twining», pp. 727-735. — Twining, W. [1975], «The contemporary significance of Bentham’s Anarchical fallacies», pp. 700-726.
5. La edición de Larrabee añade como apéndice una referencia a la recensión de Sidney Smith (Edinburgh Review LXXXIV [agosto de 1825], pp. 367-389), recensión que incluye el famoso discurso «The Noodle’s Oration», donde se despliegan y ejemplifican todas las falacias tratadas en el Book of Fallacies. Véase este discurso en las pp. 262-265 de la edición de 1952 a cargo de Larrabee ya citada.
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Rome, S. C. (1953), «Bentham’s Handbook of Political Fallacies»: The William and Mary Quarterly (Institute of Early American History and Culture), 3.ª serie, 10/2, pp. 313-314. Schofield, P. (2006), Utility and Democracy: The political thought of Jeremy Bentham, Oxford University Press, Oxford/Nueva York. Secor, M. J. (1989), «Bentham’s Book of Fallacies: Rhetorician in spite of himself»: Philosophy and Rhetoric 22, pp. 83-93.
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7 La bendición de las falacias lógicas por el arzobispo de Dublín, Richard Whately
7.1. La recuperación del punto de vista formal en lógica
Richard Whately ocupa un lugar especial en la historia de la lógica escolar británica. Augustus de Morgan lo distinguió con el título de «restaurador del estudio de la lógica en Inglaterra»1. De hecho, devolvió a la lógica tradicional el carácter formal que se había ido diluyendo entre las manos de los lógicos de «las facultades» o de «las ideas» y, en este sentido, representa una primicia del nuevo rigor de la lógica moderna. Tienen relieve en particular: a) Su concepción de la Lógica como una disciplina abstracta y normativa, ciencia antes que arte, que discurre estrechamente vinculada al lenguaje como una «gramática del razonamiento», al margen de las aplicaciones a la regulación de las facultades cognitivas que le solía atribuir la «lógica gnoseológica» (véase más arriba, §§ 3.1 y 4.1). A su juicio, esta «lógica», interesada en la formación del juicio y la depuración del conocimiento, adolece de una confusión similar a la que supondría confundir la óptica con la oftalmología. b) Su consideración del silogismo como un esquema inferencial puramente formal, dispuesto para determinar la validez de cualquier argumento. Las dos son, en opinión de James van Evra (1984), contribuciones efectivas a mejorar la calidad escolar de la lógica británica y a preludiar la lógica moderna. 1. En su artículo «Logic» para la English Cyclopedia (Londres, 1869). Recogido en A. de Morgan, On the Syllogism and Other Logical Writings, ed. de P. Heath, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1966, p. 247.
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Como muestra del nuevo —o renovador— punto de vista de Whately puede ser ilustrativa su réplica a los críticos coetáneos de la silogística tradicional que no habían acertado a ver el sentido y alcance de su carácter abstracto y normativo como disciplina formal: La Lógica ha sido considerada habitualmente por estos objetores [los críticos modernos de la tradición aristotélica] como si su cometido consistiera en deparar un método peculiar de razonamiento, en vez de un método de analizar el proceso mental que debe tener lugar invariablemente en todo razonamiento correcto. En esa línea, han contrastado el modo común de razonar con la silogística y han destacado con aire de triunfo la habilidad argumentativa de muchos que no han aprendido nunca este sistema. Error no menos grueso que el de quien considerase la Gramática como un Lenguaje peculiar y se pronunciara contra su utilidad sobre la base de que muchos hablan con corrección sin haber estudiado nunca los principios gramaticales. Pues la Lógica, que es, como si dijéramos, la Gramática del Razonamiento, no presenta el Silogismo regular como un modo singular de argumentación, destinado a sustituir cualquier otro modo, sino como la forma a la que todo razonamiento correcto puede reducirse en última instancia y que, por consiguiente, sirve (cuando empleamos la Lógica como un Arte) para el propósito de poner a prueba la validez de cualquier argumento (Elements of Logic, Introducción, 14-15; cursivas en el original)2.
Esta perspectiva operativa no deja de determinar los conceptos pertinentes de argumento, de silogismo o argumento válido, y de falacia o argumento falaz. 7.2. Algunas nociones básicas: argumento, silogismo, falacia
Sobre las nociones de argumento y silogismo demos al propio Whately la palabra: Un argumento es una expresión en la que «a partir de algo sentado y acreditado como verdadero (e. d. las Premisas), debe admitirse además que algo otro (e. d. la Conclusión) es verdadero al seguirse necesariamente (o al resultar) de aquello». Y dado que la Lógica tiene que ver cabalmente con el uso del lenguaje, se sigue que un silogismo (que es un argumento expuesto en una forma lógica regular) debe ser «un argumento expresado de manera que su carácter concluyente quede de manifiesto a través de la mera forma3 de la expresión», esto es, sin tomar en consideración el significado de los términos. Por ejemplo, en este silogismo: «Y es X, Z es Y; por consiguiente Z 2. Sigo la séptima edición (B. Fellowes, Londres, 1840). 3. En el texto se lee force; parece tratarse de un errata en lugar de form, pero se mantuvo en diversas impresiones de los Elements (cf. Evra, 2008: 84, n. 20).
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es X», la conclusión es inevitable, sea lo que sea aquello por lo que se entiende que están respectivamente los términos X, Y, Z. Y, en última instancia, a esta forma pueden amoldarse todos los argumentos legítimos (Elements of Logic, Libro II, cap. III, § 1, pp. 81-82; las comillas y las cursivas se encuentran en el original).
La validez del silogismo citado descansa en la regla o principio del dictum de omni, de nullo —supuestamente aristotélico—, que puede formularse así: «Todo lo que se predique de un término distribuido4, sea afirmativa o negativamente, puede predicarse de la misma manera de todo lo contenido bajo él» (ibid., § 2, pp. 82-83). Este principio tiene además un alcance general al obrar como patrón de convalidación: «Esta regla puede aplicarse en última instancia a todos los argumentos (y su validez descansa en última instancia en su conformidad con ella)» (83). Naturalmente, esto no implica que su aplicación sea inmediata y directa a todos los tipos de argumentos, como Whately se cuida de remarcar con cláusulas del tenor de «en última instancia» y con la admisión de reglas subsidiarias. Pero esta reserva práctica no es óbice para su significación teórica y su proyección metódica. Por lo que se refiere a su significación, basta reparar en el especial estatuto del dictum como «principio universal de razonamiento» (Libro I, § 3, p. 33; el énfasis es del propio Whately). Por lo que se refiere a su proyección metódica, basta recordar sus servicios como test de convalidación de los argumentos legítimos y de invalidación de los argumentos falaces. Pues si todo argumento puede reducirse al esquema abstracto de su forma silogística, también podrá establecerse si responde a la regla de convalidación y es efectivamente válido, o no, y entonces quedará en evidencia su carácter incorrecto o falaz o, incluso, su condición de argumento aparente que en realidad no es tal (Libro I, § 4, p. 41). La reducción a forma silogística y la confrontación con las reglas o leyes lógicas no es, desde luego, el único recurso disponible para este cometido de detección y exposición del carácter no concluyente y falaz de un argumento. Otro recurso más informal y al alcance de los no versados en lógica, consistiría en aplicar el mismo proceder inferencial a otro caso con una conclusión palmariamente absurda. Por ejemplo, si se trata del argumento: «Todos los legisladores sabios adecuan sus leyes al genio de su nación; Solón lo hizo así; luego, Solón fue un legislador sabio», bastaría mostrar que no es lógicamente concluyente mediante este caso parejo: «Todos los vegetales crecen; un animal crece; luego, es un vegetal». Pero, señala Whately, «establecer 4. Un término está distribuido cuando se toma en sentido universal y aplicable a todos los casos que caen bajo él. Suele venir indicado por operadores del tipo de «todo X», «cada X», «ningún X», etc. En cambio, los operadores particulares, como «algún X», señalan lo contrario. (Véase Libro II, cap. II, § 2).
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tales leyes [las leyes o reglas lógicas] y utilizarlas como test es evidentemente un modo de proceder más seguro y sumario, así como más filosófico» (Libro I, § 3, p. 31). Recapitulando lo dicho hasta ahora sobre la regulación formal de la lógica: Las reglas con las que ya contamos nos permiten desarrollar los principios sobre los que procede todo razonamiento, sea cual fuere el tema tratado, y determinar la validez o el carácter falaz de cualquier argumento en lo que se refiere a la forma de expresión. Esta constituye por sí sola la provincia de la Lógica (Libro III, Introducción, p. 167).
El concepto de falacia quiere ser congruente con estos supuestos, aunque no deja de incorporar algún aspecto que sería difícil calificar de lógico-formal. Para empezar, en los Elementos de Lógica se sugiere una doble perspectiva sobre la falacia que Whately no solo no señala, sino que tampoco da la impresión de advertir: por un lado, nos vemos ante una actividad de argüir; por otro lado, ante un argumento como producto. En el primer caso, contamos con esta definición: «Por falacia se entiende comúnmente ‘cualquier modo falso de argumentar que parece reclamar nuestra convicción y ser decisivo para la cuestión planteada, cuando en justicia no lo es’» (Libro III, Introducción, p. 163). En el segundo caso, se nos ofrece esta otra noción de falacia: «Cualquier argumento o aparente argumento que declara ser decisivo para la cuestión planteada, aunque en realidad no lo es» (Fallacy, en «Index to the principal technical terms», 448); en este caso, se omiten tanto la actividad de argumentar en favor de su producto, un argumento, como el reclamo de nuestra convicción. Hay, por último, otro par de rasgos de las falacias que resultan independientes de una y otra caracterización, pero complementan su perfil y responden con más nitidez al punto de vista lógico de Whately, en particular, a su noción de argumento: uno es su carácter básicamente monológico, el otro es su índole deductiva. 7.3. Cuestiones de clasificación
Como acabo de indicar, el campo de los argumentos falaces se circunscribe a los argumentos deductivos5. Esta limitación, al margen de ser discutible especialmente en su época y en la tradición metodológica 5. Whately, guiado por su criterio formal de convalidación, considera que toda argumentación inductiva es reducible a la deductiva, véase Libro IV, cap. 1, «On induction», pp. 263-265 en particular.
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británica, tiene el mérito de contar con un criterio claro y primordial de clasificación. A saber: en toda falacia, la conclusión se sigue o no se sigue de las premisas. Si la conclusión no se sigue de las premisas, nos encontramos con las falacias lógicas, que pueden ser de dos tipos: formales o semilógicas —casos de ambigüedad—. Las falacias lógicas consisten en errores o fallos con respecto a las reglas silogísticas, sea en un aspecto puramente formal6, sea en aspectos relacionados con el significado de los términos como cuando se incurre en un tratamiento equívoco del término medio del silogismo. Si la conclusión se sigue de las premisas, nos encontramos con las falacias no lógicas o materiales que pueden provenir de alguna premisa errónea o indebidamente asumida —p. ej., en el caso de una petición de principio o atribución de falsa causa— o de una conclusión no pertinente —p. ej., por ignorancia del punto en cuestión—. Sin embargo, Whately también es consciente de ciertas circunstancias que lastran el ejercicio de este criterio simple y meridiano de clasificación: así, de entrada y en orden a su efectividad, no cabe contar con unas reglas cuyo mero conocimiento nos permita una aplicación mecánica y efectiva a la detección de la argumentación falaz; y por otra parte, en el plano taxonómico, las clasificaciones de falacias, en general, no dejan de envolver cierta indeterminación y arbitrariedad, al menos en el sentido de que un argumento falaz determinado puede prestarse a diversas denominaciones o ubicaciones. Tiene interés reparar en los casos considerados por Whately dentro de cada una de las dos clases principales de falacias, lógicas y materiales. Entre las falacias lógicas, se incluyen: dar por falsa la conclusión porque la premisa es falsa o porque el argumento es incorrecto; inferir la verdad de una premisa en virtud de la verdad de la conclusión; discurrir de la negación del antecedente a la negación del consecuente (un caso de proceder ilícito), o de la aserción del consecuente inferir el establecimiento del antecedente (un caso de medio no distribuido). Por su parte, son falacias materiales notorias las ya mencionadas: la petición de principio, la atribución de una falsa causa y la no pertinencia de la conclusión obtenida. La falacia de petición de principio, calificada como «falacia de premisa indebida» consiste en «aquellos casos en los que la premisa o muestra palmariamente ser la misma que la conclusión, o se prueba efectivamente a partir de la conclusión, o es tal que así podría probarse de modo natural y apropiado» (Libro III, § 13, p. 226). Ahora bien, en su presentación inicial, Whately no deja de 6. Según Hamblin (2004: 195), fue Whately quien introdujo la distinción expresa de unas falacias formales a partir de una indicación del Compendium de Aldrich (1691). De ser así, deberíamos a Whately no solo la bendición de las falacias lógicas sino el bautizo de las formales.
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advertir con su lucidez habitual una relación pragmática de la falacia con los agentes discursivos y cognitivos involucrados, que podría relativizarla hasta el punto de que «no es posible marcar con precisión la distinción entre la falacia en cuestión y un argumento legítimo, puesto que lo que puede constituir un razonamiento correcto y legítimo para una persona, podría ser para otra una ‘petición de la cuestión’ en la medida en que para una la conclusión pudiera ser más evidente que las premisas, y para la otra a la inversa» (III § 3, 177-178). Es un punto que solo en nuestros días ha vuelto a cobrar atención y relieve. La falacia de atribución de una falsa causa, non causa pro causa (§ 14), es otro caso de premisa fallida o deficiente. El fallo reside en no establecer debidamente la existencia de la pretendida causa o en no tratarse de una conexión causal en el sentido debido, como cuando se toma un signo por una causa —por ejemplo, se considera que la disponibilidad y circulación de moneda en un país es causa de su riqueza, cuando en realidad sería su efecto y, en todo caso, representaría una señal—. El punto estriba en la distinción entre una causa y una razón, es decir, entre la conexión causa-efecto y la secuencia premisas-conclusión, contra la tradición lógica escolar que tendía a ignorarla (véase § 14, 233). Pero a juicio de Whately la falacia no descansa, en última instancia, en un punto lógico o conceptual, sino en la asunción de una causación falsa o espuria, de modo que se trata de una falacia material, no de una falacia lógica. La falacia de no pertinencia de la conclusión viene a corresponder a la tradicional ignoratio elenchi y consiste, según Whately, en un desplazamiento de la cuestión planteada (§ 16). Valga, por ejemplo, esta muestra de alegación improcedente: Se ataca el sistema seguido en una universidad; los objetores se ven incapaces de mantener la acusación inicial de que las Matemáticas están actualmente relegadas allí y pasan a alegar que esta universidad nunca ha tenido reconocimiento por parte de los matemáticos, alegato «que no solo no establece, sino que echa por tierra su propia aserción inicial, pues si la universidad nunca ha tenido éxito en esa empresa, esa no puede ser la causa del declive actual» (ibid., 248). Hay una variante que se produce no tanto por un cambio de alegato como por una pretendida ampliación de las premisas: «‘Y además’ es una expresión que se puede oír a menudo por parte de un litigante que pasa a aducir un nuevo argumento cuando aún no ha establecido, pero tampoco abandonado, el aducido en primer lugar» (ibid.). Junto con estas falacias tradicionales, Whately recoge otros casos que evidencian su sensibilidad discursiva y su finura de análisis. Uno sería la llamada falacia de la objeción (§ 17) consistente en «mostrar que hay objeciones contra algún plan, teoría o sistema, e inferir de ahí que habría que rechazarlo; cuando lo que debería haberse probado 220
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es que hay más objeciones o más fuertes contra su aceptación que contra su rechazo» (250), que reintroduce en este campo unas consideraciones de confrontación y de grado de plausibilidad de propuestas poco habituales en la tradición escolar. Otro caso notable es la falacia de establecer o refutar una parte de lo que, respectivamente, se debería probar o rebatir, para dar por zanjada la cuestión sin más, esto es, sin hablar del resto, donde también conviene tener en cuenta los servicios que puede prestar la complicidad de una conclusión tácita en ese mismo sentido: Fácilmente se caerá en la cuenta de que nada está menos indicado para el éxito de la falacia en cuestión que establecer de manera clara, desde un principio, la proposición que se pretende probar o la que se debe probar. Es más conveniente empezar con las premisas e introducir una prolongada cadena discursiva antes de llegar a la conclusión. El oyente descuidado dará por supuesto que la cadena llevará a la conclusión debida y, en el momento de llegar al fin, estará dispuesto a dar por sentado que la conclusión sacada es la debida, mientras su idea del punto en cuestión se ha ido volviendo gradualmente imprecisa. Contribuye mucho a esta falacia la práctica corriente de dejar que supla la conclusión el oyente, quien, por cierto, se encuentra así menos preparado para advertir si era eso «lo que había que demostrar», que si la conclusión se hubiera formulado con precisión. Se trata, pues, de una práctica en el mejor de los casos sospechosa, y en general es preferible evitarla, así como dar y pedir una formulación precisa de la conclusión objeto de argumentación (§ 19, 256-257).
Un aspecto digno de mención de las falacias de este tipo es el carácter dialógico que adoptan al envolver la colaboración del «oyente descuidado» o del que viene a suplir la conclusión. Puede ser un síntoma de que ya no estamos solo ante argumentos, sino también ante prácticas de argumentar. Este y otros casos falaces, como el desplazamiento del asunto tratado o del punto en cuestión, pueden prestarse a lo que ha denunciado McKerrow (1997: 110) como un problema: el de incluir las estrategias falaces entre las falacias. Así, el desplazamiento de la cuestión sería un error o fallo propio de una estrategia, no de un razonamiento o un argumento. Pero, como ya sabemos, la consideración y el tratamiento de las estrategias falaces parecen ser actualmente una extensión no solo permitida sino obligada en el estudio de la argumentación falaz.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
Referencias bibliográficas
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7. La Encyclopaedia Metropolitana fue una ambiciosa obra concebida por Samuel Taylor Coleridge para proponer perspectivas de progreso que pudieran verse enraizadas en el pensamiento y las instituciones tradicionales. El retorno de Whately a la lógica aristotélica, depurada de sus excrecencias escolásticas y de alguna contaminación escolar moderna, así como situada en su marco coetáneo con ejemplos vivos o de actualidad y un buen sentido crítico, puede representar una expresión cabal de ese programa.
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8 Arthur Schopenhauer, el maestro en ARGUCIAS
Schopenhauer merece un lugar en estos apuntes por un famoso ensayo sobre cerca de cuarenta estratagemas falaces que, por un lado, le ha acreditado popularmente una reputación parecida a la del héroe homérico Odiseo, ho polyméchanos (el rico en astucias), y que, por otro lado, lleva la suspicacia erística al extremo del absurdo. Su contribución viene a ser, entonces, tan perspicaz y sugerente como descreída y problemática. Empecemos por algunos problemas en torno al texto mismo. 8.1. Dialéctica erística o Arte de tener razón: problemas de interpretación
Los problemas en torno al sentido del texto arrancan de su propio origen, así como no faltan cuestiones terminológicas derivadas de su título mismo. Para empezar, se trata de un opúsculo perteneciente al legado manuscrito de Schopenhauer, recopilado por Paul Deussen para un proyecto de edición de sus obras completas, pero luego revisado y editado por Arthur Hübscher. Redactado hacia 1830-1831, se trata de un opúsculo no solo inédito en vida del autor, sino en parte descalificado por él mismo a la luz de lo que declarará más tarde en Parerga y paralipómena, al recordar las condiciones iniciales de gestación de su Dialéctica erística: Las argucias, artimañas y embrollos a los que se aferra simplemente para tener razón son tan numerosos y variados, pero también tan regularmente recurrentes, que en años pasados se convirtieron para mí en una materia propia de reflexión que se orientó hacia lo puramente formal, una vez que hube conocido que, por muy distintos que pudieran ser tanto los temas de discusión como las personas, las argucias y las tretas siempre se repetían
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y eran muy fáciles de reconocer. Eso me llevó a la idea de separar netamente la mera forma de tales argucias y tretas de su materia, y exhibir algo así como un exacto preparado anatómico. Así pues, reuní todos los artificios fraudulentos que tan a menudo aparecen en las disputas y expuse claramente cada uno de ellos en su esencia peculiar, ilustrándolos con ejemplos y dando a cada uno un nombre; finalmente, añadí los medios que aplicar contra ellos, algo así como las defensas para esas tretas, de ahí nació una dialéctica erística formal. Su establecimiento puramente formal sería entonces un complemento de aquella técnica de la razón que, compuesta por la lógica, la retórica y la dialéctica, se ha expuesto en el capítulo noveno del segundo volumen de mi obra principal [esto es, El mundo como voluntad y representación] (Parerga y paralipómena, vol. II, cap. II, § 26, pp. 55-56; cursivas en el original).
Pero este proyecto inicial no solo no contaba con el apoyo exterior de precedentes o de intentos paralelos, sino que, a fin de cuentas, solo merecerá una especie de extracto o «resumen de lo esencial en toda discusión» para el propio Schopenhauer. Él mismo confiesa cierto hastío de sus anteriores afanes de exploración naturalista: Sin embargo, en la revisión ahora acometida de aquel trabajo mío anterior, encuentro que no es ya acorde a mi estado de ánimo hacer un examen detallado y minucioso de los rodeos y artificios de los que se sirve la común naturaleza humana para ocultar sus carencias, así que me lo ahorro (ibid., 57).
Por lo demás, el propio título de Dialéctica erística es un resultado laborioso de análisis crítico, según dan a entender sus notas y referencias al respecto. Y el subtítulo de Arte de tener razón, dentro del sentido genérico de tener, también puede dar lugar a ciertas complicaciones terminológicas si no se observa una distinción capital en este contexto entre «tener razón» (Recht haben), en sentido objetivo, y «llevar razón» (Recht behalten) o tenerla en sentido subjetivo1, distinción en la que Schopenhauer insiste con más contundencia y coherencia conceptual que verbal o terminológica. Al margen de estos aspectos relacionados con el texto mismo, su interpretación no ha dejado de suscitar cuestiones y variaciones añadidas. Aquí podemos limitarnos a considerar las disponibles a través de las versiones españolas. La más antigua, por remontarse a la edición de F. Volpi (ed. orig. 1991), sitúa la dialéctica erística en la tradición kantiana y en franca contraposición a la dialéctica de Hegel. Según Volpi, Kant ya inicia una reducción de la dialéctica a la erística en la línea de su tratamiento de la dialéctica como lógica de la apariencia o de la ilusión, por 1. «Llevar razón» en un sentido parejo a «tener o llevar ventaja» (véase el Diccionario del español actual, de M. Seco, O. Andrés y G. Ramos, «llevar», acepción 9), especialmente en el curso de una discusión.
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contraste con la lógica analítica que constituye el organon formal. La ilusión consiste en querer transformar las ideas de la razón en contenidos objetivos, pretensión que conduce en último término a las antinomias de la razón. Pero no es este, desde luego, el sentido propio de la dialéctica erística de Schopenhauer. Garzón (1997), por su parte, se inclina más bien por una contextualización filosófica autónoma. El ensayo representa un estudio de la naturaleza humana o, al menos, de un aspecto característico del entendimiento humano: su tendencia a recurrir a ciertos mecanismos y subterfugios discursivos para convencer y triunfar en la discusión. Y deja traslucir también otro motivo peculiar: el papel de la voluntad, que cierra sus puertas a la verdad y se sirve de toda clase de ardides y sofismas mientras se atrinchera detrás de las limitaciones y carencias del entendimiento; como el propio Schopenhauer sentencia al declarar la falta de éxito de quien pretenda aducir razones y demostraciones: «razones y pruebas contra la voluntad son como si un fantasma de sombra golpeara una roca» (1997: 130-131). Moreno (ed. orig. 1997), en fin, sin descartar la base antropológica que sugieren las reiteradas referencias a la malignidad natural humana, prefiere considerar el opúsculo como un ejercicio de lucidez, una guía de desenmascaramiento y un compendio de sabiduría práctica, que podría ser producto tanto de las frustraciones vividas por Schopenhauer, p. ej., en el terreno académico, como de los desengaños leídos, en Gracián, por ejemplo. Pues, en último término, los defectos en cuestión no son justamente la maldad, la vanidad, la obstinación o la prepotencia del género humano, sino las malas disposiciones que anidan en cada uno de nosotros (42011: 32). No son estas, por cierto, las únicas interpretaciones disponibles. Cabría aventurar incluso la posibilidad de ver cierto tono ligero y cierto aire irónico en el escrito o, al menos, en algunas advertencias «maquiavélicas» como la de esta nota a pie de página: Maquiavelo escribió al príncipe que aprovechase cada instante de debilidad de su vecino para atacarle, pues de lo contrario este se aprovecharía a su vez de los suyos. Si dominasen la fidelidad y la franqueza, sería muy distinto; pero como su uso no es frecuente, también está permitido dejar de utilizarlas, o de lo contrario uno se verá mal pagado. Lo mismo ocurre en la discusión; si le doy la razón al adversario mientras parece que la tiene, será difícil que él lo haga en el caso inverso; más bien procederá per nefas; por eso tengo yo que hacer lo mismo. Se dice fácilmente que debe buscarse únicamente la verdad, sin el prejuicio del amor a la propia opinión; pero no se puede anticipar que el otro también lo haga; esta es la causa por la que tenemos que abstenernos de pretenderlo (Dialéctica erística, p. 49, n. 3. Véase más abajo, Texto 8, p. 327, nota *).
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Pero una interpretación en esa línea menor y retórica, supuestamente caritativa, no se compadecería ni con el tenor del opúsculo en su conjunto, ni con la revisión posterior en el apartado sobre la controversia de Parerga y paralipómena (II, cap. II, § 26), ni más en general con el ideario antropológico y epistemológico de Schopenhauer. Así pues, en lo que sigue, no estará de más una alusión a este marco filosófico antes de pasar a la consideración específica del sentido de la dialéctica erística como arte de tener subjetivamente o llevar razón en las discusiones habituales. 8.2. Un marco filosófico
Naturalmente, este no es el lugar ni el momento de esbozar el pensamiento filosófico de Schopenhauer. Bastarán algunas indicaciones pertinentes para enmarcar las referencias del propio texto tanto de orden, digamos, antropológico como de orden epistemológico. Las primeras son las reiteradas alusiones a la maldad natural del género humano según se manifiesta en la cerrazón y la mala fe usuales en las controversias. Cuadran con el ideario ético de Schopenhauer que contempla a cada individuo humano contraído a un carácter innato e inmutable formado por una combinación de egoísmo, malicia y compasión. El egoísmo, que procura conseguir el bienestar y evitar el daño propios, es el dominante y más extendido; la malicia, que busca el daño ajeno, y la compasión, que busca su bienestar, tienen en cambio menos peso y serían excepcionales en estado puro. Ese egoísmo constitutivo bien puede inspirar la utilización de todo tipo de artes de autodefensa, tanto en la vida como en el discurso, sin que haga falta el refuerzo negativo de la parte alícuota de malicia. Pero hay además otros motivos epistemológicos que también contribuyen a las malas artes y las argucias en la discusión. Schopenhauer menciona en diversos momentos dos: 1) la incertidumbre derivada del carácter oculto de la verdad y 2) la debilidad o las limitaciones de nuestro entendimiento. De ahí que el interés por preservar y mantener la propia posición, y llevar razón, tenga que imponerse a la asunción pronta y desinteresada de la presunta verdad o a los ideales de objetividad de la razón. Cundo estos supuestos generales se aplican al caso concreto de la discusión, no faltan declaraciones problemáticas. Por un lado, Schopenhauer no solo insiste en la bruta realidad de la confrontación entre sujetos que pretenden tener razón o, al menos, pasar por tenerla frente al adversario, sino que además recomienda sesgar la disputa antes de rendirse a las evidencias de la verdad. Pero, por otro lado, también parece reconocer que hay debates auténticos y que la verdad debería 226
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ser el resultado de la discusión. Bien, no parece fácil conciliar en todo caso una y otra disposición, tanto la voluntad de hacerse valer por encima del otro como la esperanza de obtener algún fruto objetivo, o siquiera intersubjetivo, de la discusión —máxime si, según consta en la presentación de la base de toda dialéctica, la determinación de si se tiene o no razón objetiva es lo que debe dirimirse por medio de una discusión propiamente dicha, lo cual nos envuelve en un círculo de indeterminación—. Como tampoco es fácil, incluso en una discusión seria, contener las malas inclinaciones y saber cuándo hay que parar antes de precipitarse por la pendiente de las estratagemas y la mala fe. No es muy consoladora la recomendación con que Schopenhauer remata su reconsideración de la controversia en el ya citado apartado de Parerga y paralipómena: «Que a cada cual le proteja aquí su genio bueno, a fin de que no tenga que avergonzarse después» (62)2. Ahora bien, puede que el propósito de la dialéctica no sea la consolación. Veamos entonces cuál parece ser su sentido y su finalidad. 8.3. Hacia un nuevo arte de tener razón
Para empezar, Schopenhauer trata de hacer un hueco para su nuevo género de dialéctica entre las disciplinas discursivas del legado aristotélico. Aquí ha de situarse, de un lado, frente a la lógica que busca la verdad o procura determinar la convalidación efectiva de lo que se sabe verdadero; de otro lado, frente a la sofística que busca el engaño o procura determinar la convalidación aparente de lo que se sabe falso. La dialéctica erística, por su parte, solo busca tener razón, ya sea en el sentido positivo de llevar razón en lo que uno arguye, ya sea en el sentido negativo de no caer en inconsistencia ni verse refutado en el curso de la discusión. Siendo más específico, Schopenhauer viene a distinguir entre i) la dialéctica natural o el empeño en llevar razón, propiciado por la incertidumbre de la verdad, por la debilidad del entendimiento y por la inclinación torcida de la voluntad, dentro de la supuesta maldad congénita del género humano, es decir, una erística o arte práctica de llevar razón; y ii) la dialéctica científica, que se caracteriza por desempeñar un cometido descriptivo y analítico de esa práctica natural, es decir, por ser una erística o arte disciplinaria de la argumentación o de la discusión. Como él mismo declara: 2. Nuestro autor, buen vendedor de mercancía dudosa, no deja de recordar además el auxilio que también cabe esperar de la autoeducación propiciada por la comprensión de su dialéctica erística (ibid.).
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Desde nuestro punto de vista, la tarea principal de la dialéctica científica es formular y analizar las estratagemas desleales utilizadas en la discusión, a fin de que en los debates verdaderos se las reconozca de inmediato y se las destruya. De ahí que, en su planteamiento, esta deba asumir que su propósito final va dirigido al hecho de obtener razón, y no al esclarecimiento de la verdad objetiva. A pesar de que he buscado a lo largo y ancho, no me resulta conocido que se haya logrado algo en este sentido; por lo tanto, este es todavía un campo sin cultivar. Para alcanzar el fin propuesto debería acudirse al manantial de la experiencia, observando en los debates cotidianos de nuestro entorno el modo en que uno u otro de los contrincantes utilizó esta o aquella estratagema, y acto seguido, aquellos ardides que aparecen con más frecuencia, reducirlos a sus principios generales para poder formular desde ellos los stratagemata más usuales, que no solo han de ser útiles después para la propia ventaja, sino también para impedir que sean usados cuando el adversario pretenda utilizarlos en su provecho (Dialéctica erística, p. 56. Véase más abajo, Texto 8, p. 331).
De estos propósitos se derivan los servicios que cabe esperar del arte de tener razón y de su catálogo de estratagemas discursivas. Son, por una parte, servicios teóricos, como el de sentar «la base de toda dialéctica» o el marco general del debate o la discusión. Son, en segundo lugar, servicios analíticos y críticos, como los que pueden prestar la formulación y el análisis de las pautas seguidas comúnmente por los procedimientos usuales de mala fe, a los que pueden acompañar indicaciones no tanto de prevención o inmunización frente a ellos como de detección, tratamiento y desintoxicación. Son, en fin, servicios instrumentales y prácticos, bien en su calidad de reservorio de argucias y recursos de libre disposición, bien en su calidad de ejercicios discursivos que podrían constituir una suerte de esgrima intelectual dispuesta para el entrenamiento en la defensa y el ataque. La comparación con el arte de la esgrima le sirve a Schopenhauer una vez más para liberar la dialéctica erística del compromiso de la lógica con la verdad y del imperativo de tener objetivamente razón: la dialéctica erística es como el maestro de esgrima que desempeña su oficio sin reparar en cuál de los duelistas tiene verdaderamente razón en la porfía que ha llevado al duelo. Ahora bien, la propuesta de esta nueva dialéctica erística o arte de tener razón no parece librarse de algunos problemas abiertos por las declaraciones schopenhauerianas. Me limitaré a mencionar tres de mayor relieve e importancia: El primero es el planteado por la suposición de una especie de maldad humana natural o una suerte de indisposición discursiva congénita. ¿Es compatible con los supuestos pragmáticos de nuestra comunicación lingüística efectiva? 228
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El segundo es el planteado por la suspicacia y la presunción de mala fe generalizadas, tanto en el plano discursivo como en el cognitivo, que se oponen a la presunción básica de confianza en que descansan, una vez más, nuestra interacción y entendimiento mutuo3. En el tercero vienen a desembocar las reservas anteriores. Se trata del problema de la viabilidad de un arte maquiavélico de la argumentación como programa sistemático y general, más allá de sus posibles servicios en casos determinados. Recordemos una vez más las palabras de Schopenhauer: Si dominasen la fidelidad y la franqueza, sería muy distinto; pero como su uso no es frecuente, también está permitido dejar de utilizarlas, o de lo contrario uno se verá mal pagado. Lo mismo ocurre en la discusión; si le doy la razón al adversario mientras parece que la tiene, será difícil que él lo haga en el caso inverso; más bien procederá per nefas; por eso tengo yo que hacer lo mismo (Dialéctica erística, 49, n. 3. Véase más abajo, Texto 8, p. 327 nota *).
Pues bien, por un lado, ¿un supuesto del tipo «piensa mal y acertarás» puede justificar las malas prácticas de la argumentación frente a un contrario y el uso de tretas o estratagemas falaces? Por otro lado, la estrategia de recurrir al bloqueo, al engaño y a las falacias, ¿podría utilizarse de modo general y sistemático en nuestra interacción argumentativa? Imagínense, por comparación, los deletéreos efectos de una sospecha y mala fe sistemáticas sobre las transacciones comerciales: ¿sobreviviría el libre comercio a la generalización de esta especie de paranoia aguda o desconfianza delirante? Y, en fin, la liberación con respecto a la verdad lógica o epistemológica que postula Schopenhauer con respecto a su nuevo arte de tener razón, ¿implica también su exención de los compromisos éticos, especialmente cuando se trata del uso del discurso común en asuntos de interés público? Referencias bibliográficas
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Arthur Schopenhauer, Parerga und Paralipomena (1851), vol. II, Paralipomena, ii, § 26. En Sämtliche Werke, vol. V, Suhrkamp, Stuttgart/Fráncfort d. M., 1986, pp. 32-42.
Traducciones — Fulgencio Egea Abelenda (1921), Algunos opúsculos de Arturo Schopenhauer, Reus, Madrid, cap. II, «Sobre lógica y dialéctica», pár. 26, pp. 34-41, fragmento de Paralipomena (§ 26) sobre la controversia y «la esencia de toda disputa». — Luis F. Moreno Claros (42011 [1997]), Dialéctica erística, o el arte de tener razón, expuesta en 38 estratagemas, Trotta, Madrid. — Dionisio Garzón (1997), El arte de tener razón expuesto en 38 estratagemas, Edaf, Madrid. — Jesús Alborés Rey (2002), El arte de tener razón. Expuesto en 38 estratagemas, ed. de Franco Volpi (1991), Alianza, Madrid.
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9 Las falacias en el Sistema de Lógica de John Stuart Mill
9.1. El marco de la filosofía del error y el contexto de la lógica de la prueba
Declara Mill al comienzo del libro II de A System of Logic, al entrar en materia de razonamiento o inferencia, que el objeto propio de la Lógica es la prueba (II, cap. i, § 1). Este planteamiento que hoy podría parecernos más bien metodológico, en la medida en que las pruebas incluyen elementos de observación, generalización y deducción, constituye el contexto de su detenido y prolijo estudio de las falacias en el libro V del Sistema de Lógica. Pero este estudio se enmarca a su vez en una «filosofía del error», según él mismo se encarga de precisar (V, cap. i, § 3, p. 737). Mill reconoce varios y notables patrocinadores y precedentes de su filosofía del error: el patrocinio más antiguo podría ser el de Sócrates; entre sus precedentes cuentan la teoría de los ídolos de Bacon —en particular, los ídolos del teatro representados por la sucesión de las sectas filosóficas—, así como las sugerencias sobre los motivos de los errores comunes apuntadas por la Lógica de Port-Royal o, en fin, los testimonios más recientes y expresamente citados de Hobbes y Malebranche —véase Rosen (2006: 126-132)—. Pero esta franqueza intelectual de Mill no debe ocultar los aspectos originales y característicos de su contribución, en buena parte relacionados con la importancia de su estudio de las falacias. Un punto relevante es, por ejemplo, que las pretensiones de la filosofía del error de Mill no son solo críticas y preventivas de los sesgos, fallos y fracasos cognitivos, según parecía ser la norma, sino explicativas de la naturaleza del error. Pues la prevención de los errores supone la comprensión y explicación de su producción. Las falacias, por su parte, son casos de error cognitivo en primera instancia, aunque también puedan tener repercusiones en la conducta individual y en la práctica social. Pero suponen un tipo algo especial de error: por un lado, no consisten en errores casuales u ocasio231
LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
nales, sino en vicios metódicos o sistemáticos; por otro lado, provienen de fuentes intelectuales, en calidad de sesgos o fallos cognitivos, no de fuentes «morales» o actitudinales, como la indiferencia hacia la verdad o las inclinaciones pasionales, que actuarían a lo sumo como predisposiciones o como causas indirectas. De ahí que, a juicio de Mill, «si la sofistería del entendimiento deviniera imposible, la de los sentimientos, al carecer de instrumento para obrar, quedaría reducida a la impotencia» (V, i, § 3, p. 739). Otro punto distintivo es el papel no ya externo o inerte, sino interno y activo, de nuestra falibilidad en la búsqueda de conocimiento. Mill tiene una opinión dividida de la condición humana con respecto al error: mala, en razón de los sesgos inherentes a la propia naturaleza humana y de experiencias como la interminable sucesión de prejuicios y doctrinas infundadas; buena, en atención a una cualidad de la inteligencia humana que constituye «la fuente de todo cuanto de respetable hay en el hombre como ser intelectual y moral», a saber: la capacidad de rectificar los errores (On Liberty, cap. ii, § 7, p. 231). En esta virtud descansa además el mayor peso (preponderance) de las opiniones racionales y la conducta racional en la historia de la humanidad —salvo que nos encontremos, y siempre hayamos estado, en una situación desesperada— (ibid.). La corregibilidad supone, desde luego, la libre expresión del pensamiento, la confrontación de pareceres y la concurrencia de ideas1. En suma, tiene lugar en la discusión crítica, donde se manifiestan sus virtudes cognitivas; así, si uno rehúye o no puede responder a las objeciones o los argumentos opuestos a su opinión, carece de base para sostenerla; por lo demás, la discusión también puede convertirse en una fuente no solo de comprobación, sino de descubrimiento. Ahora bien, en su desarrollo, cobran un importante papel la detección y la crítica de los errores consistentes en falacias, debido, por un lado, a la necesidad de disponer de antídotos contra nuestras confusiones y prejuicios, y por otro lado, a la conveniencia de poder mantener nuestra posición con el mejor derecho. Así pues, el estudio de las falacias, aunque no sea una panacea universal del discurso cognitivo, ni pueda erradicar nuestros sesgos, tanto congénitos como adquiridos, es un servicial aliado del análisis crítico y puede propiciar el desarrollo de hábitos de prevención y habilidades de detección. Dentro de este marco de la filosofía del error y de la rectificación, la concepción de la Lógica en calidad de estudio de la prueba es, como ya había adelantado, el contexto en el que Mill propone el análisis y la 1. La significación del capítulo II del ensayo de Mill On Liberty (1859) ha sido tradicionalmente muy reconocida y comentada. Puede verse, por ejemplo, la introducción de A. Izquierdo a la traducción española de G. Cantera: Sobre la libertad, Edaf, Madrid, 2004. Tampoco faltan apuntes sobre su significación desde el punto de vista argumentativo, cf., p. ej., Finocchiaro (2005) y Hansen (2007).
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explicación de los errores caracterizados como falacias. Consisten en pretendidas evidencias que no lo son en absoluto o en pruebas aparentemente concluyentes que en realidad no llegan a serlo. Ahora bien, de esta caracterización negativa no cabe extraer criterios efectivos de identificación o de clasificación —tanto las pretensiones como los errores humanos pueden ser infinitos—. Por fortuna, la teoría de la prueba pone de manifiesto tres elementos básicos del proceso de probar que algo es el caso: la observación, la generalización y la deducción. Pues bien, cada uno de ellos permitirá distinguir un tipo o una clase básica de falacias. A ellos se vienen a sumar otros errores que se dan al margen de las pruebas, las creencias a priori, con abundantes muestras no solo en prejuicios ordinarios sino en convicciones filosóficas y científicas; hay, en fin, un cajón de sastre de falacias de confusión, en el que hallan acomodo algunas falacias tradicionales de especial renombre. Aparte de estas adiciones, cabe anotar algún que otro punto curioso: por ejemplo, puede que, dentro de la orientación «empirista» de Mill y de una lógica de la prueba, resulte llamativa la falta de consideración de los errores, sesgos y falacias experimentales2. Con independencia de estos aspectos, el estudio de las falacias desde la perspectiva «lógica» del error en el empleo de las pruebas tiñe el análisis de Mill de un tinte mentalista y predialéctico, apenas desmentido por los casos discutidos —en contraste con los ensayos críticos de Mill sobre la libertad, sobre la condición femenina o sobre otros temas sociales—. En el Sistema de Lógica, una falacia consiste básicamente en la operación intelectual errónea de admitir o emplear una prueba insuficiente o fallida como prueba. De ahí que el interés principal de Mill se centre en determinar las condiciones en las que la mente humana se persuade a sí misma de que cuenta con una base fundada o suficiente para una conclusión a la que no ha llegado por ninguno de los procedimientos legítimos de inferencia y que, por lo demás, tampoco ha contrastado mediante ellos (V, i, § 2, 737). Pero ya va siendo hora de pasar al interior del terreno milliano de las falacias. 9.2. La idea de falacia y la clasificación de las falacias
En términos generales, Mill considera que las falacias son errores muy frecuentes y extendidos, que se cometen de modo natural y resultan di 2. Es un punto destacado por Hon (1991). Lo atribuye a que la clasificación de Mill está más pendiente de criterios lógicos discursivos, relacionados con la inferencia, que de los métodos de experimentación. Se trata, por lo demás, de una actitud tradicional y generalizada en el estudio de las falacias desde las perspectivas de la lógica y de la teoría de la argumentación.
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fíciles de corregir e imposibles de erradicar. Ahora bien, las falacias no son errores de cualquier tipo dentro de este género: no son, para empezar, fallos casuales debidos, por ejemplo, a falta de atención, en la medida en que no implican el uso de un mal método o el mal uso de un método, sino que resultan del no uso de método. Tampoco son errores que provengan de motivos o actitudes psicológicos, como disposiciones pasionales o predisposiciones emotivas (amor propio, etc.), que explicarían por qué se ha caído en una falacia, pero no en qué consiste precisamente la falacia al ser esta una cuestión lógica, no ya psicológica. Por otro lado, las causas «morales» o motivaciones psicológicas obran indirectamente a través de las intelectuales, no directamente —p. ej., la indiferencia ante la verdad no puede producir, por sí misma, una falsa creencia, aunque induzca a pasar por alto las pruebas y controles apropiados; la inclinación no es una fuente directa de malos razonamientos, pues «no podemos creer en una proposición solo porque nos guste, o solo porque nos aterrorice, creer en ella» (V, i, § 3, 738)—. Así que las falacias se distinguen de otros errores comunes por ser fallos relativamente metódicos y sistemáticos, y de otros errores o sesgos inducidos por constituir fallos cognitivos derivados de fuentes intelectuales —una señal, entre otras, de que el Sistema de Lógica parece ser menos «psicologista» de lo que nos contaban algunas historias posfregeanas de la lógica—. Un poco más adelante, Mill dejará traslucir una idea más precisa de falacia al exponer el propósito del libro V, dedicado a ellas, en el Sistema de Lógica: se trata del examen de los diversos tipos de a) evidencias aparentes que no son evidencias en absoluto, y de b) pruebas aparentemente concluyentes que en realidad no llegan a serlo (V, i, § 3, 739). Esta noción no parece muy prometedora para los fines analíticos y explicativos que se propone Mill (cf., p. ej., ii, § 1, 740). Él mismo reconoce «que las cosas que no sirven para probar una conclusión dada, son a todas luces infinitas, y que esta propiedad negativa, al no ser dependiente de ninguna otra positiva, no puede servir de base para una clasificación real» (i, § 3, 739). Tiene importancia este reconocimiento en la medida en que descarta las socorridas teorías de la correlación o la contrapartida, del par «cara-y-cruz», para la determinación de las falacias como vicios derivados de la falta de la correspondiente virtud. Pero esto no implica renunciar a la pretensión de una clasificación bien fundada, como declara Mill: … las cosas que, no siendo pruebas, se prestan a pasar erróneamente por tales, son susceptibles de clasificación por referencia a la propiedad positiva que poseen de aparentar ser pruebas. Podemos organizarlas a nuestra elección sobre la base de uno de estos dos principios: bien con arreglo a la causa que las hace parecer pruebas, aunque no lo sean, o bien con arreglo al tipo particular de prueba que simulan ser (ibid.).
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Otra pretensión loable de la clasificación de Mill es su propósito no solo analítico sino explicativo. A la lógica no le interesa el mero registro de ciertas especies de error en las pruebas, sino la manera y la causa de incurrir en tal error. «La cuestión no es investigar qué hechos han sido, en un tiempo u otro, tomados equivocadamente como pruebas de algunos otros hechos, sino determinar cuál es en los hechos la circunstancia que dio lugar a esta equivocación» (ii, § 1, 740). En principio, cabe adelantar un diagnóstico genérico, el error radica en una garantía falsa o infundada de la conjunción entre las evidencias o elementos de juicio y la conclusión de la pretendida prueba. Es decir: Las falsas conclusiones, tanto como las conclusiones justas, tienen una relación invariable con una fórmula general explícita o implícitamente entendida. Cuando de un hecho inferimos algún otro que en realidad no se sigue de él, estamos admitiendo o, siendo consecuentes, deberíamos admitir una proposición general infundada con respecto a la conjunción entre ambos fenómenos (ii, § 1, 741)3.
Veamos cómo se cumplen en los tipos concretos de falacias identificados por Mill estas pretensiones y propósitos. Su clasificación recoge cinco clases. Tres de ellas tienen una clara constitución inferencial, de modo que se avienen al diagnóstico general y a la condición de ser una pretendida, pero solo aparente, prueba. Son las falacias inductivas, cometidas en la observación o en la generalización, y las deductivas, representadas paradigmáticamente por los razonamientos que violan la regulación del silogismo. Pero el caso de las otras dos es menos claro, y no tanto el de las falacias de confusión, dado su carácter harto comprensivo y heterogéneo, como el de las falacias de simple inspección o a priori, que no parecen envolver de suyo inferencias o pruebas. Empecemos considerando esta última clase, la de las falacias de simple inspección o a priori, por ser la primera que Mill enumera. En ella se tomaría la relación de conexión o incompatibilidad entre dos cosas como una verdad autoevidente, que nos consta por sí misma a priori, sin necesidad de prueba, o de modo que su simple inspección basta para crear una presunción en su favor que nos exime de mayores o mejores pruebas. Por lo regular, dan en predeterminar la índole o el curso de la realidad de acuerdo con el orden o el curso del propio pensamiento. Abundan las muestras no solo entre los tópicos comunes —p. ej., «nombra al diablo y asomará» (iii, § 2, 748)—, sino entre los supuestos de la filosofía y de la ciencia. Así, una suposición que obra tácitamente en buena parte de los 3. Las declaraciones de este tipo hacen recordar el famoso esquema argumentativo básico de Toulmin (1958): datos, conclusión y garante inferencial (data, claim, warrant), salvadas las distancias y diferencias. Cf. Hansen (1997: 129-130).
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errores existentes en el mundo es la siguiente: «el orden de la Naturaleza debe ser el mismo que el orden de nuestras ideas» (iii, § 3, 751). En ella descansan dogmas como: «dos cosas que no podemos pensar la una sin la otra deben coexistir»; asimismo, en la línea cartesiana, lo que puede ser concebido clara y distintamente debe ser verdad y debe existir si su idea comprende la existencia (ibid., 750), «las cosas que no pueden ser pensadas juntas no pueden coexistir» o en otra variante, «todo lo que es inconcebible no existe» (ibid., 751). Otro caso: «lo que puede ser pensado aparte, existe aparte» (ibid., § 4, 757), plasmado, por ejemplo, en la existencia de abstracciones o ideas, por un lado, y de casos particulares o instancias concretas, por otro. La suposición también alimenta reflejos como el de la doctrina de los contrarios en antítesis naturales. Otras muestras populares incluirían la imposibilidad de que exista gente en las antípodas o de que una causa obre donde no está (versus la gravitación o la acción a distancia, ibid., 754), o el supuesto de que lo semejante es producto de lo semejante. El punto crítico no es su falsedad o su referencia vacua, sino su autosuficiencia dogmática, es decir, la exclusión de justificación e incluso de puesta en discusión o puesta a prueba, de modo que resultan creencias infundadas. En este sentido, Mill se muestra más lúcido que sus posibles fuentes, como un ya lejano Bacon. Conforme al orden de exposición de Mill, las falacias que siguen a continuación son las que tienen carácter inferencial y discurren de manera metódica, con pretensiones fallidas de pruebas. El fallo o el error puede darse en cualquiera de los procedimientos que componen el proceso completo de probar que algo es el caso: la observación y la generalización, como procedimientos inductivos, y el razonamiento, como proceder deductivo. De ahí resultan, en correspondencia, tres clases de pruebas aparentes y erróneas: a) Los sesgos de observación, cuya causa principal es el influjo de opiniones preconcebidas sobre la consideración selectiva o arbitraria de los datos, p. ej., de modo que se resaltan los favorables y se ignoran o desestiman los adversos. b) Los errores de generalización, que a su vez pueden provenir de una concepción falsa del método inductivo o de la incomprensión del proceder empírico y pueden dar lugar, por ejemplo, a atribuciones causales infundadas o a analogías falsas o improcedentes. Y en fin, c) los sofismas deductivos derivados de incumplimientos de las reglas silogísticas o de otras formas de non sequitur, en suma, argumentos lógicamente inválidos a pesar de sus pretensiones o apariencias de poder concluyente. Son los que más se ajustarían a la tradición y, en particular, Mill remite a Whately para su detección y tratamiento silogísticos, pero los que menos cabría esperar de sus ideas sobre la inferencia real y sobre el papel de inferencia aparente que correspondería a la deducción clásica. En todo caso, el detenido análisis y denuncia de las falacias inductivas, de (a) observación y (b) ge236
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neralización, es el que suele considerarse la contribución más original y significativa del estudio de Mill, aunque algunas de ellas también se encuentren en la tradición crítica de inspiración empirista. En el caso (b) se incluyen las reducciones —p.ej., de todo fenómeno a un principio explicativo—, la confusión entre regularidades empíricas y leyes causales —amén de inferencias ilegítimas del tipo «post hoc, ergo propter hoc»—, y analogías sesgadas. Una muestra interesante es la máxima de sentido común «lo que nunca ha sido, nunca será», pues parece dar cobertura a derivaciones ideológicas, como la asunción de que los negros no pueden ser tan civilizados como los blancos porque de hecho nunca lo han sido, o la presunción de que las mujeres son inferiores a los hombres porque de hecho siempre lo han sido (v, § 4, 788). En el último tipo de falacias examinado por Mill, bajo el nombre prestado de «falacias de confusión»4, vienen a coincidir especímenes varios y diversos, entre los que figuran las falacias de más rancio abolengo: ambigüedad, petición de principio, ignorancia de la cuestión. Las muestras que allí se encuentran también son las que cabría esperar: en su mayor parte, falacias discursivas de filósofos. La fuente del error de las falacias de esta clase, en su conjunto, «reside no tanto en una falsa apreciación del valor probativo de la prueba dada, como en la concepción vaga, indeterminada y flotante de lo que es una prueba» (vii, § 1, 809). Pero su noción misma también incluye cierta indeterminación. Por una parte, Mill había avanzado que «casi todas las falacias cabrían en rigor dentro de nuestra quinta clase, las falacias de Confusión» (ii, § 3, 745). Claro está que este reconocimiento no implicaba una suerte de reducción de todas las falacias a una clase única o principal5, sino que más bien ilustraba, en su contexto, la relativa arbitrariedad que puede darse en la atribución de un caso concreto a una determinada clase en exclusiva frente a otra, aunque la distinción entre las diversas clases no deje de tener sentido y utilidad6. Por 4. Mill, al parecer, tomó este nombre del estudio de la clasificación de las falacias políticas de Bentham, más precisamente de la adoptada en su versión francesa inicial a cargo de Étienne Dumont (1816). No es, por cierto, el único préstamo notorio del Libro de las falacias políticas de Bentham del que se sirve Mill. Otro será, p. ej, la idea de considerar no solo peticiones de principios argumentativas, sino «apelativas» que también prejuzgan y dan por supuesto el punto en cuestión, como —en la política británica de la época— el uso del peyorativo «innovación» (innovation) para designar lo nuevo pero deplorable, frente al meliorativo «perfeccionamiento o adelanto» (improvement) que designa, en cambio, lo nuevo y deseable (vii, § 2, 823). 5. Recordemos el apunte aristotélico de la reducción de todas las refutaciones sofísticas a la ignoratio elenchi, o las propuestas tradicionales (p. ej., desde Galeno hasta, pongamos, Feijoo) de reducción a la ambigüedad, ambas incluidas, como ya sabemos, entre las falacias de confusión. 6. Mill se hace eco expresamente de las observaciones de Whately, Elements of Logic, III, § 1, 171-172.
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otra parte, ahora también viene a reconocer que «toda falacia de confusión, una vez esclarecida, llegará a ser (y es casi superfluo el repetirlo) una falacia de algún otro tipo» (vii, § 2, 826). Esta declaración no desmiente la anterior, pero sí podría introducir en la categoría de las falacias de confusión, junto con la impresión de cajón de sastre, un aire de casillero provisional dentro de su generalidad. Más tarde, será su seguidor, Alexander Bain, el que acentúe estos rasgos de provisionalidad y generalidad que hacen que esta clase resulte indefinida e indefinible, pues, a su juicio, «nadie puede prever los laberintos, las incoherencias, las perplejidades y los enredos posibles para el entendimiento humano» (1879: vol. II, 376). Ahora bien, la historia continúa: esta indeterminación, que viciaba la categoría a los ojos de Bain —y a los de cualquier taxónomo coetáneo que se preciara de serlo—, se convertirá en una virtud que la vuelve especialmente interesante para un especialista posterior en paralogismos, Carlos Vaz Ferreira (véase el capítulo siguiente). 9.3. Notas para un balance de la fortuna histórica de la contribución de Mill
La reputación y difusión que tuvo pronto el Sistema de Lógica de Mill —baste recordar sus varias reediciones en vida del autor— y, más en particular, algunos influjos concretos como la inspiración que parecen encontrar los paralogismos de Vaz Ferreira en las falacias de confusión, pueden hacer pensar en una fortuna histórica considerable de las ideas de Mill sobre las falacias. En realidad no fue así. Para empezar, el libro V sobre las falacias tuvo escaso eco y reconocimiento, frente a los de otros temas y libros del Sistema de Lógica, como la discusión de las cuestiones relacionadas con los nombres (libro I), la inferencia (libro II), la inducción (libro III) o la lógica de las ciencias «morales», esto es, humanas y sociales (libro VI). El propio Mill no le reconocía a veces la entidad de libro sino más bien la de capítulo. Por otra parte, tampoco se produjo ninguna contribución singularmente notable y menos aún decisiva dentro de la tradición de la Lógica de las facultades y de la «escuela de la experiencia», como el propio Mill prefería decir frente a la llamada «escuela (o secta) empirista». Se mantuvo durante algún tiempo y en determinados círculos su perspectiva mentalista, con intereses no solo analíticos sino explicativos y, en cierto modo, preventivos de las falacias cognitivas. Pero apenas se supo sacar partido de la novedad más sustancial de este planteamiento: la categoría sistemática de los errores y falacias relacionados con las inferencias inductivas. Puede que a esto contribuyeran tres factores de diversa importancia: a) El hecho ya apuntado de que el propio Mill, aun llamando 238
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la atención sobre la inferencia empírica, no considerara los errores de experimentación, ni otros sesgos de recolección y tratamiento de datos. b) El rumbo que tomará la discusión en torno a la inducción a partir de intervenciones como la de William Whewell (1840), Filosofía de las ciencias inductivas fundada en su historia. c) La especialización ulterior de la metodología de los errores y sesgos (experimentales, métricos, estadísticos, etc.) dentro de las diversas ciencias empíricas. Pero los motivos más decisivos, en la medida en que afectarán no solo a la suerte del libro V sobre las falacias sino a la del propio Sistema de Lógica en su conjunto, serán, por una parte, los cambios producidos en la lógica británica de la segunda mitad del siglo xix —inducidos no solo por la aparición y desarrollo del álgebra de la lógica, sino por eventuales intereses hacia las paradojas (p. ej., en la línea de Lewis Carroll) o hacia la lógica práctica (p. ej., en la línea de Alfred Sidgwick)—; y serán, por otra parte, los nuevos problemas y planteamientos que marcan la orientación de la filosofía y la teoría de la lógica desde principios del siglo xx —por ejemplo, en las líneas husserliana o posfregeana—.
Referencias bibliográficas
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10 EL PULSO de los paralogismos en la Lógica viva de Vaz Ferreira
10.1. Una figura paradójica
La figura de Vaz Ferreira, vista a la luz de la Historia de la Lógica, presenta un perfil algo paradójico. Su nombre no figura en ninguna Historia de la Lógica, sea formal o informal. Sin embargo, su Lógica viva (1910) es la muestra más lúcida y sugerente de lo que cabe entender por «lógica civil» en la cultura hispana, una tradición Guadiana de apariciones y desapariciones que se remonta al siglo xvi1. Más aún, su visión y tratamiento de los paralogismos representa una contribución singular en el proceso histórico de formación de nuestra concepción de las falacias —aunque, por cierto, no hallara eco ni reconocimiento en su momento—. Como colofón, mostraré que además no deja de apuntar algunas ideas dignas de consideración en nuestros días. Vayamos por partes. Para empezar, es notoria la invisibilidad de Vaz Ferreira en la historia de la lógica. Con esto no me refiero a la invisibilidad genérica más o menos habitual de la mayoría de los filósofos que escriben en español tanto en su feudo cultural propio como en los extraños. Me refiero, en primer lugar, a su falta de reconocimiento en el dominio específico de la lógica. Sirva de muestra José Ferrater Mora: en el término «Lógica» de su Diccionario de Filosofía, ninguna de las diversas lógicas formales, informales o filosóficas, entre las que se cuentan lógicas vitales y concretas, acoge a Vaz o su Lógica viva; ítem más, en la monografía de Fe 1. Llamo «lógica civil» a una tradición del análisis lógico informal que se ocupa con cuestiones más bien prácticas y de interés común, discurre en el lenguaje autóctono de la comunidad de referencia y tiene un curso extraescolar o extracurricular, con apariciones esporádicas. En nuestra cultura hispana se puede seguir su entrecortado curso desde Pedro Simón Abril (1587) hasta Vaz Ferreira o Recaséns Siches en el siglo xx, pasando por otros autores como Gracián, Mayans, Piquer, Feijoo o Balmes.
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rrater (1957), Qué es la lógica, su nombre solo aparece como sujeto en un ejemplo de enunciado de identidad: «Vaz Ferreira es igual al más conocido filósofo uruguayo»2. Me refiero, en segundo lugar, a su falta de incidencia efectiva o de repercusión en el curso histórico de la lógica: la obra de Vaz discurre al margen no solo de los espectaculares avances coetáneos de la lógica formal, sino de las sugerencias esporádicas que afloran en la lógica práctica o informal (p. ej., en la línea de Alfred Sidgwick y su Fallacies [1884, 21890]). En este contexto, la Lógica viva se mantiene aislada como un libro curioso, antes que como una contribución académica. No han faltado intentos de explicación de la invisibilidad y del aislamiento de la lógica vazferreiriana. Por ejemplo, Jorge Liberati achaca su falta de continuidad en su propio medio académico al desvío de sus principios e intereses por parte de las generaciones siguientes, un tanto insensibles a la investigación sobre el lenguaje e inclinadas a otra suerte de estudios, p. ej., sociales (1980: 85). Puede que otro factor de discontinuidad haya sido el estilo analítico del propio Vaz, poco transferible en la medida en que su sensibilidad y finura ante el discurso común parecen irreducibles a cualquier rutina metódica. Lo cierto es que, según dejaba entrever el ejemplo antes citado de enunciado de identidad que aducía Ferrater, esta falta de eco en lógica contrasta con la resonancia de Vaz Ferreira en la filosofía uruguaya y con su influencia en la cultura latinoamericana, hasta el punto de ser considerado —junto con Rodó— un «formador de generaciones» en ambos sentidos, el filosófico y el cultural3. En todo caso, quizás al hilo de esta vindicación filosófica y, desde luego, en la estela del moderno despegue y desarrollo de los estudios sobre la argumentación, la Lógica viva de Vaz parece haber cobrado nueva vida. Podría tratarse, a primera vista, de una suerte de recuperación retrospectiva, de un «reinar después de morir» como suele decirse en castellano en honor de Inés de Castro, reina consorte de Pedro I de Portugal a título póstumo. No es un recurso insólito en historiografía de la Lógica: 2. Véase J. Ferrater Mora, Qué es la lógica, Columba, Buenos Aires, 1957, 31965, p. 14. Las referencias al Diccionario de Filosofía se hacen a la edición póstuma actualizada: Ariel, Barcelona, 1994, 4 vols. 3. Es un contraste que acusa, sin ir más lejos, el Diccionario de Filosofía de José Ferrater Mora: baste comparar el trato que recibe en las voces «Lógica» —nulo— y «Vaz Ferreira, Carlos» —encomiástico—. Según Jorge Liberati (2005), tras inaugurar Vaz hacia 1910 con su Lógica viva una nueva forma de hacer filosofía, un puñado de profesores, filósofos y pensadores, discípulos o seguidores de la generación siguiente, se sintió fuertemente atraído por el fervor de una nueva lógica naciente. Pero es una idea sumamente genérica la de esa nueva «lógica». Más bien se trata de una orientación filosófica hacia, y una vindicación de, la experiencia integral y lo concreto, presentes en Eduardo Dieste, Luis Gil Salguero, Juan Pedro Massera o Carlos Benvenuto, hasta alcanzar en parte la «lógica de la inteligencia» de Arturo Ardao. A su vez, la influencia cultural de Vaz se hizo sentir, por ejemplo, a través del semanario Marcha (1939) y se mantuvo durante la primera época de los Cuadernos de Marcha (1967-1974).
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así, se ha querido recuperar a un Leibniz inédito como padre fundador de la lógica simbólica moderna o, luego, a Bolzano como precursor de Tarski en virtud de su concepto de deducibilidad (Ableitbarkeit)4. Pues bien, veamos cómo funciona este recurso de recuperación a propósito de Vaz Ferreira. Creo que hay dos casos de retroproyección especialmente notables: uno nos remite a la lógica informal, el razonamiento crítico o el estudio de la argumentación en general; el otro, en particular, a ciertas cuestiones que se resisten a una resolución única y terminante, y que han de ser objeto de ponderación y deliberación. 10.1.1. La Lógica viva y el campo de la argumentación Varios lectores de la Lógica viva en nuestros días han visto en ella un preludio de diversas ramas actuales del estudio de la argumentación: «el pensamiento crítico» (Piacenza, 1989), la «lógica de la argumentación» y la «lógica informal» (Andreoli, 1996), la «lógica de la inteligencia» o la «teoría de la argumentación» (Ardao, 2000). Se supone que con estas ramas comparte al menos tres aspectos dignos de atención: a) la referencia al lenguaje común y a casos concretos en distintos ámbitos del discurso público (académico, político, cotidiano) como campo de aplicación del análisis; b) el carácter lógico informal de este análisis y de sus medios reflexivos y ponderativos de detección y evaluación de confusiones, errores y malentendidos («paralogismos»); c) los propósitos educativos, no solo críticos sino terapéuticos de esta empresa que, a su vez, ha sido calificada como «analítica del error» (Arias, 1948: 104), «semiótica del error» (Liberati, 1980: 10) y «terapéutica del lenguaje» (Andreoli, 1993). No estará de más recordar lo que decía Vaz a este respecto en una conferencia pedagógica (1915). Allí distinguía claramente entre la lógica formal abstracta o teórica, por un lado, la lógica aplicada o metodología, por otro. Y añadía: … el vacío de la enseñanza práctica de la lógica, una lógica para la vida, una lógica sacada de la realidad y utilizable para la realidad. Pienso que la dirección sería parecida a la que yo he procurado seguir en un modesto ensayo: tratar de estudiar, pero en la realidad viviente, en las discusiones de los hombres, en las conversaciones, en resumen, en la realidad de la vida práctica, las causas más frecuentes del error y las formas que el error toma habitualmente en la vida (citado en Ardao, 2000: 60-61). 4. Véase, p. ej., J. Danek, Les projets de Leibniz et de Bolzano, deux sources de la logique contemporaine, Presses de l’Université de Laval, Quebec, 1975.
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Según Vaz, las tres lógicas serían disciplinas necesarias y complementarias, de modo que el reconocimiento de la tercera no llevaría en absoluto a la exclusión de las otras dos, en particular de la primera (la lógica formal), valiosa tanto por la verdad que encierra como por los servicios que prestan su precisión y el ejercicio de sus reglas. Por lo demás, no solo este interés por las conversaciones y las cuestiones de la vida práctica es una marca del ensayo emprendido en la Lógica viva. Otro sello de su originalidad es su orientación y su sentido al partir de la psicología y proyectarse hacia una ética del entendimiento: de ahí procede la preocupación primordial del autor por la detección, la denuncia y la disolución de nuestras habituales confusiones. 10.1.2. La Lógica viva en el terreno de la deliberación Dentro del marco general recién esbozado, hay una anticipación particular que hoy está mereciendo singular atención: se trata de un combinado de argumentación práctica y deliberación pública que Núñez (2008) denomina «lógica de las discusiones». Puede que esta denominación obedezca al capítulo de la Lógica viva que Vaz titula «La lógica y la psicología de las discusiones, etc.». Pero, a mi juicio, su lugar propio es el capítulo dedicado a discernir entre las cuestiones explicativas y las normativas5. Las cuestiones normativas presentan, para empezar, ciertos rasgos distintivos (Vaz Ferreira 2008b: 87-89, y apéndice, 96 ss.): i) consisten en problemas prácticos de acción o de seguimiento de un ideal, es decir, se trata de hacer lo preferible, lo indicado o lo debido en el caso dado; ii) carecen de solución perfecta o, cuando menos, de una solución única y forzosa; iii) su discusión baraja alternativas que son objeto de comparación y confrontación mediante un examen y evaluación de sus respectivas ventajas e inconvenientes, valores que, por cierto, no se dejan reducir a cuantificación o, en general, a una métrica exacta; iv) la preferencia por una opción puede acusar el peso no solo de esas razones, sino de ciertos motivos subjetivos, amén de responder a diferencias de temperamento. 5. Cf. Núñez (2008). «La lógica y la psicología de las discusiones» se ocupa de la diferencia entre el componente lógico y el efecto o impacto psicológico, no siempre acordes en la argumentación, véase Vaz Ferreira (2008b: 152 ss.), mientras que «Cuestiones explicativas y cuestiones normativas» (ibid.: 87-106) no solo procura distinguir unas de otras —p. ej., en razón de que las primeras se prestan a procedimientos metódicos o estandarizados y a una solución única, pero no así las segundas—, sino que confía el tratamiento de las normativas a una suerte de deliberación reflexiva y ponderativa, especialmente relevante en el presente contexto.
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Más tarde, Ardao (1961: 47) añadirá como rasgo (v) la pluralidad de fundamentos de elección igualmente legítimos. Su tratamiento discursivo envuelve, en segundo lugar, tres fases principales: 1) la investigación y determinación de todas las soluciones u opciones posibles; 2) el estudio y la valoración de las ventajas y los inconvenientes de cada una de ellas; 3) la elección efectiva, en función de las condiciones y circunstancias concurrentes de acuerdo con los rasgos (ii), (iii) y (iv) antes señalados. Por último, este proceso no es inmune a confusiones y paralogismos típicos. Uno de alcance general reside en confundir la elección ponderada, propia y peculiar de estas cuestiones normativas, con la solución perfecta, única o cabal, que demandan las cuestiones explicativas. Otros son más bien específicos de cada una de las fases. Así, en la fase 1), podemos incurrir en la ignorancia o la omisión de posibles alternativas, o en falsas o forzadas oposiciones; en la 2), podemos descartar una alternativa simplemente por presentar algún inconveniente, o negar o atenuar los contras de la opción preferida o los pros de las opciones opuestas a ella; en la 3), podemos tratar esa opción preferida como si fuese efectivamente la solución obligada o la única pertinente, o apelar a una pseudométrica de la cuantificación o de la falsa precisión para fijarla y establecerla. El creciente auge de la deliberación pública a partir de los años ochenta puede invitarnos a ver retrospectivamente en estas indicaciones una aproximación original y sustantiva. Ahora bien, para llegar a los programas contemporáneos sobre esta «esfera del discurso público», faltarían unos pocos —si bien decisivos— pasos. A saber: a) Tratar un asunto de interés y de dominio públicos —condición que de hecho cumplen varios ejemplos tratados en la Lógica viva como el divorcio, la adscripción a un partido político, las formas de gobierno, etc. (cf. 2008b: 98-106)—. b) Habérselas con una pluralidad no solo de alternativas, sino de posibles aspectos o dimensiones de la cuestión, así como ponderar expresamente los méritos respectivos de las opciones en juego6, de acuerdo con ciertas normas lógicas, institucionales y éticas, establecidas o al menos convenidas. c) Considerar no solo proposiciones o aserciones teóricas e imperativos o directivas prácticas derivadas, sino más específicamente propuestas. 6. Punto que ha propiciado incluso algún ensayo en la dirección de una métrica de la ponderación, sin mucha fortuna por el momento (cf., p. ej., R. Alexy, «La fórmula del peso», adenda a su Teoría de la argumentación jurídica, CEPC, Madrid, 22007, pp. 349-374). Lo cierto es que aún nos movemos dentro del campo metafórico de la «balanza de la razón» (trutina rationis), abierto y explorado inicialmente por Leibniz, y donde conviene cuidarse de lo que Vaz llamaba «falsas precisiones».
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En cualquier caso, a pesar de su interés y poder de sugerencia, la significación histórica de la Lógica viva no estriba precisamente en estas retroproyecciones, un tanto genéricas y aproximativas, sino además y sobre todo, en una contribución específica a nuestra idea moderna de falacia: su visión y tratamiento de los paralogismos. 10.2. El paralogismo como contribución a la formación de la idea moderna de falacia
Con el fin de situar en la historia efectiva del tema de las falacias la contribución de Vaz, traigamos una vez más a colación aquí dos tradiciones principales que han venido conformando nuestra concepción de falacia: la discursiva y la cognitiva. En la tradición discursiva, que cabe remontar al ensayo Sobre las refutaciones sofísticas de Aristóteles, se adopta una perspectiva más bien analítica y normativa sobre la comisión de falacias; las falacias se entienden como vicios discursivos censurables, de modo que suponen un contexto expresamente argumentativo; y cobran especial importancia su detección y prevención. En la tradición cognitiva, donde también cuentan raíces más modernas como los ídolos de Francis Bacon, se adopta una perspectiva más descriptiva, las falacias se consideran errores —y fuentes de error— cognitivos, antes que discursivos, y merecen especial atención su generación y explicación. Como ya sabemos, estas dos tradiciones no representan alternativas de suyo incompatibles ni excluyentes, sino que, por lo regular, marcan tendencias que se dejan sentir con mayor o menor peso en diversos autores. Así, los paralogismos reciben en Vaz un tratamiento combinado, aunque en la Lógica viva prevalece la segunda orientación y se presta mayor atención a ciertos aspectos naturalistas, como los modos y las causas de incurrir en el error, que a otros tradicionalmente analíticos, como unas normas de evaluación y corrección de la argumentación o unos criterios de discernimiento. Pero no son precisamente estos los puntos que mejor determinan la significación histórica de la idea de paralogismo, sino otros relacionados con la originalidad y la singularidad de esta contribución en su momento. 10.2.1. Fuentes de inspiración e ideas propias Desde Arias, si no antes, es un lugar común referirse a una triple fuente de inspiración de las ideas de Vaz: el empirismo y el psicologismo procedentes de Mill, el pragmatismo de James y la corriente de la conciencia viva desvelada por Bergson (Arias 1948: 99 ss., 105-106). A estas fuentes cabría sumar el trato con otros autores como Nietzsche, por ejem246
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plo, pero creo que su influencia no es tan palpable en la Lógica viva. También podemos considerar que la recepción crítica de Mill y la orientación autónoma de Vaz a partir de las falacias de confusión del libro V de System of Logic marcan de modo especial la noción de paralogismo. Para empezar, la Lógica viva se mueve en el marco cognitivo milliano de una filosofía del error: no en vano sus comentadores suelen hablar a este respecto de una «analítica del error» (Arias 1948: 104), una «semiótica del error» (Liberati, 1980: 10) o, en suma, una «filosofía del error» (Claps, 1950: 12). Arias se muestra más explícito: la Lógica viva viene a ser «una psico-lógica que tiende a mostrar en distintos campos (las discusiones cotidianas, la educación y la ciencia principalmente) las raíces del error. Su intención es normativa, pedagógica, y está orientada por una concepción empirista y psicologista que tiene su antecedente más directo en Stuart Mill» (1948: 105). Pero es el propio Vaz quien declara la clave de esta recepción de Mill y de su reorientación posterior. En el detenido tratamiento de las falacias que cubre el libro V de System of Logic, Mill había introducido una clase inédita y algo indeterminada, con cierto aire de cajón de sastre: las falacias de confusión, es decir, errores discursivos cometidos por un pensamiento confuso e indistinto como el que incurre inadvertidamente en ambigüedad, petición de principio o ignorancia de la cuestión —fallos que, una vez advertidos, pueden parecer sorprendentes «en un espíritu sano»—7. Vaz recoge esta propuesta, pero ya en «Un paralogismo de actualidad» (1908) hace notar que no constituyen en realidad una clase de falacias, sino un modo de caer en ellas, sea cual sea su clase. De manera que habrá diversos modos psicológicos de caer en las falacias: sin razonar o casi sin razonar ; razonando muy confusamente, menos confusamente, y así por grados hasta el caso en verdad menos común del mal raciocinio distintamente concebido (Vaz Ferreira 2008a: 34).
Por lo demás, su comisión no revelaría solo incompetencia, poca inteligencia o falta de instrucción, pues tales paralogismos también pueden darse de forma «incipiente, indecisa, subdiscursiva» en mentes preparadas (ibid.: 35). Estas observaciones llevan a reconocer diversos modos de incurrir en usos —o de hallarse en estados— paralogísticos, en particular: a) un modo explícitamente discursivo; b) un modo confuso pero explicitable; c) un modo confuso e irreducible al discurso expreso o, al decir de Vaz, «subdiscursivo» o «prediscursivo», que sería el más común y característico8. 7. Véase J. S. Mill, A System of Logic, Ratiocinative and Inductive… [1843], V, On Fallacies. En Collected Works, vol. VIII**, ed. de J. M. Robson, Routledge, Londres 1974, cap. II, §§ 2-3, pp. 742-745. 8. Véase Palladino (1962: esp. 170, 173).
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Esta revisión obedece a una profunda convicción formulable en estos términos: «lo que expresamos es una mínima parte de lo que pensamos y lo que pensamos es una mínima parte de lo que psiqueamos [es decir, de lo que vivimos intelectual, sensitiva y afectivamente]»9. De este supuesto se desprende un par de ideas básicas de la «psico-lógica» de Vaz: i) ni los esquemas verbales, ni menos aún los patrones lógicos, pueden imponerse y ahormar los procesos psicológicos; ii) hay una actividad psíquica fluida pre- o subdiscursiva ignorada o desatendida por la lógica tradicional. Ambas ideas se oponen a la pretensión clásica del análisis lógico de atenerse al razonamiento expreso (2008b: 190), que es, por cierto, una directriz congruente con la concepción tradicional de los sofismas como falacias clara y distintamente concebidas (ibid.: 34-35, 46). Frente a esta idea de sofisma, los paralogismos que a Vaz Ferreira le importa detectar y examinar vienen a ser procesos por los que caemos —o nos encontramos— en estados de neblina que tiñen, velan o enturbian nuestra mente, «nos impiden ver y pensar con justeza» (ibid.: 144)10. La singularidad de este planteamiento de los paralogismos sube de punto si se tiene en cuenta que, según todos los visos, responde a una evolución de su propio pensamiento en torno a dos supuestos críticos conexos: a) la esquematización ejercida por el lenguaje sobre el pensamiento y por el pensamiento mismo sobre la fluidez mental psíquica; y en consecuencia, b) la inadecuación del pensamiento para representar la realidad mental y, más aún, la inadecuación del lenguaje tanto con respecto al pensamiento y el discurrir mental —tema recurrente en 1910— como con respecto a la realidad —tema ya presente en 1908—11. La inadecuación lingüística, según 1908, se debe a la naturaleza misma del lenguaje y, en particular, al esquematismo impuesto por el uso insoslayable de unos términos como los generales. Esta disposición esquematizadora no solo constituye una limitación, sino que puede ser una fuente de errores y confusiones, por ejemplo, entre el lenguaje y la realidad cuando proyectamos sobre las cosas mismas presuntas contradicciones generadas por los usos lingüísticos. Pero la actitud de Vaz ante el lenguaje no se limitará a ser tan simple y unívoca. Por un lado, en su Curso expositivo de Psicolo 9. Esta formulación se encuentra en Claps (1979: xxii). 10. En ocasiones, Vaz lamenta verse obligado a esta suerte de expresiones metafóricas para dar cuenta de los fenómenos confusos e innominados aludidos: «Me desespera tener que usar estas metáforas < ‘teñir’, ‘velar’, ‘enturbiar’, etc.>: el lector querrá interpretarlas de acuerdo con la buena psicología» (2008a: 35). Cf. también una acotación en análogo sentido a propósito de lo que, en otro contexto, denomina «instinto lógico» o «buen sentido hiperlógico» (2008b: 193, n. 1). 11. Según Ardao (1996: 14-15), esta evolución en torno al esquematismo y la inadecuación lingüística y cognitiva arranca de 1903. Con todo, las relaciones entre el plano lingüístico y el plano conceptual no dejaron de ser un tanto imprecisas, por contraste con las planteadas entre ambos planos y el de la realidad.
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gía elemental (1897) encarece los servicios del lenguaje como medio de clasificación —los términos generales recogen clasificaciones elaboradas por nuestros antecesores—, y como vía de análisis —pues la necesidad de expresar nuestras ideas las aclara y define en nuestro espíritu—; ambos tipos de servicios bastan para comprender la utilidad inapreciable del lenguaje. Por otro lado, en (1908) y (1910) como ya sabemos, hace constar su inadecuación por naturaleza —principalmente debida al esquematismo de los términos generales— no solo para la representación de la realidad, sino con respecto al pensamiento y el discurrir mental. De ahí se desprenden unas limitaciones del análisis lógico tradicional que conviene recordar, en especial esta: «Los hechos fundamentales olvidados por la lógica clásica eran dos: el carácter fluctuante, vago y apenumbrado de las connotaciones de los términos, y la no adecuación completa del lenguaje para expresar la realidad» (2008b: 189)12. O, peor aún, podemos encontrarnos con un vivero de errores y confusiones entre todos estos planos. Pero esto no será todo si, dando un paso más allá para situarnos en un plano reflexivo superior, reparamos en que la verdadera misión de las palabras es depararnos esquemas para pensar (2008b: 187), y en el servicio que esta función puede rendir en determinados dominios restringidos, p. ej., en matemáticas. Por último, Vaz no deja de señalar las expectativas de una nueva época en nuestros tratos con el lenguaje, pues con el afinamiento de nuestro sentido crítico si, de una parte, aprendemos a usar mejor el lenguaje (2008a: 44), de otra parte, también estamos aprendiendo a independizarnos de las palabras (2008b: 36). 10.2.2. La significación del concepto de paralogismo Más allá de estas consideraciones sobre la singularidad del estudio de los paralogismos, a la luz de sus antecedentes y de su marco conceptual en Vaz Ferreira, la idea misma de paralogismo representa, siquiera virtualmente, una aportación original y sustantiva en un doble sentido: tanto i) a la identificación y tratamiento de una determinada variedad de falacias, como ii) a la compleja formación de nuestra idea moderna de falacia13. En el pri 12. No son estos los únicos reproches que podría merecer la lógica tradicional a juicio de Vaz: cabría añadir su inadaptación y falta de respuesta ante las exigencias de unos usos discursivos concretos y prácticos y, por añadidura, su ocultación o suplantación de los complejos procesos que envuelven por lo regular las discusiones, como el modo de presentarse la cuestión, los planos mentales en que sitúan los interlocutores o la ponderación pertinente de los grados de resolución razonable que admite. 13. Hablo de representación siquiera virtual, es decir: de lo que podría haber representado, para reiterar el hecho de que esa aportación fue ignorada en su momento y hoy se mantiene aún en una especie de limbo.
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mer caso, recordemos la nueva perspectiva de los modos graduales de confusión más o menos inadvertida que componen la mayor parte de los paralogismos según Vaz, frente a la constitución expresa y la taxonomía fija de las falacias tradicionales; así como también podemos reparar, en particular, en ciertas modalidades de paralogismos dentro de esa perspectiva —p. ej., la falsa oposición o la falsa precisión—, que al publicarse la Lógica viva no se encontraban ni eran previsibles en los catálogos escolares. Para apreciar, en el segundo caso, la significación de la idea de paralogismo en el contexto de la formación de nuestra idea moderna de falacia, hagamos un breve recordatorio de sus características principales. a) Un paralogismo consiste, para empezar, en un error cognitivodiscursivo, que no es simplemente casual u ocasional, sino que representa un sesgo frecuente y por añadidura sintomático de una disposición o un proceder generadores típicos de errores. Una versión moderna de esta concepción podría ser la propuesta por Fogelin y Duggan, cuando dicen que usamos el término «falacia» para criticar «cualquier procedimiento general empleado en la fijación de creencias que tiene una tendencia inaceptablemente alta a generar creencias falsas o infundadas con respecto a ese procedimiento de fijar creencias» (1987: 257). b) Los paralogismos constituyen además falacias de confusión en el sentido declarado en Vaz «Un paralogismo de actualidad» (véase 2008a: 34-35): es decir, se dan en realidad como casos y modos de comisión, más o menos inadvertida, no como clases netas o especies naturales, según daba en suponer la lógica tradicional. De ahí proceden sus peculiares problemas de detección y de diagnóstico, hasta el punto de que a veces se hacen sentir «instintivamente» antes que dejarse definir como razonamientos expresos (véase el capítulo «Valor y uso del razonamiento» de Lógica viva, 2008b: 190-193, en especial). Puede haber, sin embargo, ciertos indicadores morfológicos, por ejemplo, el uso de términos como «no…, sino…» para llevar una contraposición entre alternativas al extremo de su exclusión mutua en contextos en los que dichas alternativas resultan complementarias o tienen lugar no de modo absoluto sino gradual (véase Liberati, 1980: 24 ss.). Por otra parte, el análisis de casos y de modos de comisión efectiva de paralogismos también puede evidenciar ciertas modalidades o formas típicas de cometerlos: la falsa oposición, el pensar por sistemas antes que por ideas que tener en cuenta, la cuantificación indebida o la falsa precisión, las confusiones de planos (lingüístico-real) o de cuestiones (de palabras y de hechos, normativas y explicativas), las falacias verbo-ideológicas. c) Por lo que se refiere a la explicación o etiología de los paralogismos, Vaz considera dos tipos de generadores: unos son a su juicio más básicos 250
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y cabría calificarlos de «naturales» en la medida en que se derivan de la naturaleza misma del lenguaje; los otros tienen que ver más bien con las disposiciones o actitudes propias de quien los comete. En el primer caso, nos encontramos con la generalidad y el esquematismo consabidos del lenguaje referencial. En el segundo caso, nos encontramos con malos hábitos cognitivos o con actitudes indebidas de autoafirmación, obstinación, etc. d) El tratamiento de estos errores es delicado y complejo. En principio, no hay un procedimiento efectivo de inmunización frente a ellos —pueden darse inopinadamente en personas competentes y razonables—. En su lugar, cabe recurrir a medidas reflexivas y prudenciales, en particular dos: 1) prestar atención a los modos como se suele caer en paralogismos, y 2) adoptar en consecuencia las debidas cautelas para prevenirlos y, en la medida de lo posible, evitarlos. Por otro lado, para estos efectos de tratamiento, no hemos de limitarnos a los recursos lógicos del razonamiento expreso; también habrá que contar con otros recursos «instintivos» y ciertas habilidades coadyuvantes ganadas con la experiencia discursiva, como un «instinto empírico» o un «instinto lógico» o el «buen sentido hiper-lógico» (véase 2008b: 190-193 en especial)14. A pesar de las dificultades de detección y prevención de los paralogismos, su estudio no deja de tener un propósito crítico y terapéutico, el de salir al paso y deshacer confusiones habituales en la práctica común del discurso. El objetivo terapéutico ha sido destacado por diversos comentadores de los textos lógicos de Vaz Ferreira, por ejemplo, por Andreoli: [El mencionado objetivo] se vincula con el análisis de las confusiones verbales y equivocaciones en cuanto a la naturaleza de los problemas, producidas ya sea por interferencias provenientes de hábitos intelectuales, como por distorsiones generadas por actitudes y expectativas que tienden a autoverificarse y, más profundamente aún, por la inadecuación del lenguaje 14. El razonamiento es útil cuando concurren ciertas condiciones: 1) que los que razonan o discuten se encuentren en el mismo plano; 2) que su espíritu no esté unilateralizado, ni prevenido intelectual o afectivamente por sistemas; y 3) que se razone y discuta para averiguar la verdad, no para triunfar. Pero aun supuestas estas condiciones, «no hay que creer que el raciocinio, tal como estamos acostumbrados a ejercitarlo, sea todo y sea siempre bastante» (2008b: 191). Hay un buen sentido hiperlógico que ayuda a resolver cuestiones de grados (ibid.: 147) y a controlar y completar el raciocinio (ibid.: 192). Así pues, «cuando hemos visto y pesado por el raciocinio las razones en pro y las razones en contra que hay en casi todos los casos, cuando hemos hecho toda la lógica (la buena lógica) posible, cuando las cuestiones se vuelven de grados, llega un momento en que una especie de instinto —lo que yo llamo el buen instinto hiper-lógico— es el que resuelve los casos concretos. Y sería bueno que la lógica no privara a los hombres de esta forma superior de buen sentido» (ibid.: 147). Se trataría de «una especie de instinto que sale de la experiencia general, que es como un resumen y concentración de la experiencia y que nos indica más o menos, que nos hace sentir aproximadamente cuál debe ser aquel grado más justo» (ibid.: 193). Vaz, según es bien sabido, no se sentía muy feliz con expresiones como «instinto empírico» o «instinto hiper-lógico».
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tanto respecto al pensamiento que quiere expresar como en relación con la complejidad a la que pretende referir (1993: 10-11).
Ardao, a su vez, sostiene que buena parte de la Lógica viva puede remitirse a una teoría del malentendido. Las dos fuentes de las falacias y los paralogismos son el ejercicio equivocado o la malograda expresión del pensamiento propio, de donde se derivan los malentendidos del no entendimiento o de la no comprensión del pensamiento ajeno, bien por fallos de emisión, bien por deficiencias de recepción (1996: 32-33; las cursivas se encuentran en el original). En todo caso, por decirlo en unos términos tomados del análisis moderno de las falacias, Vaz parece inclinarse hacia una teoría del daño reparable (injury theory), objeto, por otra parte, de estimación y tratamiento gradual, antes que hacia una teoría del error incorregible y fatal (fatality theory) que da completamente al traste con el argumento15. Por lo demás, Vaz también sabe reconocer en determinadas usos y contextos paralogísticos ciertos aspectos posiblemente estimulantes (p. ej., en la falsa oposición, 2008b: 67-70), o razonables (p. ej., en la falsa precisión, 2008b: 118‑119), de modo que los efectos o las secuelas de las disposiciones o procedimientos matrices de paralogismos también pueden resultar no solo negativos sino positivos, aunque en el balance final tiendan a prevalecer y sean más graves los negativos hasta el punto de requerir una atención especial y un tratamiento crítico. Recapitulando esta caracterización de los paralogismos, podemos destacar los tres aspectos siguientes. En primer lugar, dada su condición psico-lógica concreta, consisten en procesos, estados o disposiciones normalmente detectables y evaluables por sus síntomas, efectos o secuelas, incluso en el caso de darse en un nivel pre- o subdiscursivo y hacerse sentir antes que amoldarse a nuestros esquemas verbales, a nuestros patrones lógicos o, en general, a sus trasuntos escolares. En segundo lugar, constituyen —o inducen a— confusiones, sesgos o distorsiones en las que se incurre con facilidad y con menor, mayor o a menudo total inadvertencia. Se hallan muy extendidos en el discurso común y en algunos especializados (como el político o el filosófico), y son difíciles de prevenir, aunque algunos puedan parecer pueriles tras ser detectados. Por último, desde un punto vista cognitivo-discursivo, son no solo errores, sino fuentes de error con serias repercusiones tanto en el orden del pensamiento —donde pueden llevar a la ofuscación y la falta de entendimiento— como en el terreno de la acción —donde pueden llevar a la inac 15. Véase J. A. Blair, «The place of teaching informal fallacies», en H. H. Hansen y R. C. Pinto (eds.), Fallacies. Classical and contemporary readings, The Pennsylvania State University Press, University Park (PA), 1995, p. 333 en particular.
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tividad—. En esta perspectiva no representan fallos ocasionales o errores esporádicos, sino tendencias o hábitos constitutivos de vicios. Con todo, no sería cabal la imagen de la contribución, siquiera virtual, de la idea vazferreiriana de paralogismo a la concepción histórica de las falacias sin contemplar asimismo a esta luz sus limitaciones y sus deficiencias. También podemos contraerlas a tres muestras especialmente significativas: 1.) La ausencia de una infraestructura pragmática, que malamente podrían compensar las referencias psicológicas a procesos mentales, discursivos o subdiscursivos16. 2) La adopción, tal vez inconsciente e ingenua, de un punto de vista monológico que induce a considerar productos verbales o textuales antes que procedimientos o procesos de interacción argumentativa. No faltan alusiones a situaciones dialógicas, p. ej., a la dinámica de la discusión y a la diferencia entre la constitución o el carácter del mensaje y su recepción o impacto psicológico. Pero, incluso en estos casos, el foco de atención crítica se dirige a la confrontación entre individuos y a la generación de malentendidos, antes que a una efectiva interacción discursiva. Puede ser sintomática en este sentido la ignorancia de la dinámica interactiva existente entre los sofismas, fraudes deliberados, y los paralogismos, fallos o errores inadvertidos. 3) El papel confiado al talento analítico y al olfato crítico personal, que se hace tanto más llamativo cuanto más se hace notar la falta de una teoría propiamente dicha de la detección, prevención y disolución de los paralogismos. Pero esas referencias psico-lógicas, por lo demás imprecisas, ¿podrían considerarse un sucedáneo aceptable de los medios conceptuales y metódicos que demanda el estudio de las falacias o, al menos, un recurso eficiente mientras vamos cubriendo nuestras carencias teóricas y analíticas? Es evidente que no. Menos aún si Vaz se considera condenado —y de paso nos condena— a esquematismos o a penumbras. A la luz de lo que hoy vamos sabiendo sobre sesgos y heurísticos, es evidente que Vaz también resulta víctima de una pobre psicología. 10.3. Ideas para tener en cuenta en el campo actual de la argumentación
Para terminar y como colofón de esta revisión de la contribución de Vaz al concepto moderno de falacia, propongo trasladar sus ideas sobre los para 16. La situación aún es peor si se repara en el carácter especulativo de la «psicología bergsoniana» de Vaz, muy alejada de los actuales desarrollos en psicología de la mente y en ciencias cognitivas.
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logismos desde su lugar psico-lógico de origen hasta el campo actual de la argumentación para considerar sus posibles sugerencias o «ideas para tener en cuenta» en este terreno. No faltarán, por cierto, proyecciones sobre otros campos vecinos o, en parte, solapados —p. ej., zonas de la filosofía de la lógica o de la psicología cognitiva— que no podré considerar aquí. De entrada, el planteamiento de Vaz propicia una visión de la argumentación como una suerte de iceberg discursivo, cuya parte oculta o «sub-discursiva» es mucho mayor que la porción visible, el argumento explícito. Pero esta imagen, como ya he apuntado, nos conduce hoy a la pragmática de las relaciones entre lo implícito y lo explícito antes que a la psicología supuestamente pre-lingüística o sub-lingüística de la Lógica viva. El trasfondo marino del iceberg de la argumentación no son precisamente las corrientes de la vida mental, sino más bien el tejido lingüístico de la comunicación y la conversación entre los agentes discursivos —donde el diálogo o la deliberación de uno consigo mismo, lejos de ser el caso paradigmático, solo es un caso derivado y límite, punto que quizás el propio Vaz habría asumido a pesar de su monologismo ingenuo—. Así pues, el traslado propuesto también lleva a modificar lo que se entiende por paralogismo o por falacia en general: ya no consistirá en una disposición o un estado del espíritu, o en un modo de pensar —y menos aún de psiquear—, sino en una actividad discursiva que tiene lugar en un contexto y con un propósito argumentativos (para dar cuenta y razón de algo a alguien, o para inducirle a creer o hacer determinadas cosas, por ejemplo). Todo lo cual supone, en fin, contar no solo con las dimensiones «pluriagenciales» —si se me permite la expresión para hablar de varios y diversos interlocutores o agentes— e interactivas del discurso argumentativo, sino con las perspectivas pertinentes para su visión y reconocimiento, p. ej., la dialéctica o la retórica, más allá de los aspectos lógicos y psicológicos en los que se detiene Vaz Ferreira17. Por otra parte, en nuestro marco argumentativo actual, las referencias a los paralogismos como errores o fuentes de error en el sentido de usos o disposiciones concretas, frente a la idea tradicional de unas clases o patrones generales de falacias, suscitan un punto delicado. Sea C un contexto discursivo dado: ¿cabe distinguir entre el empleo falaz de un argumento en C y el empleo de un argumento falaz en C? Una consecuencia de la distinción sería admitir, en el primer caso, la posibilidad de un uso falaz o paralogístico de un buen argumento, posibilidad no contemplada por quien se atenga únicamente al segundo caso. Vaz, a tenor de sus observaciones 17. Es sintomático que en las ocasiones en que advierte la incidencia de las maneras de presentar opiniones, planteamientos, ejemplos o argumentos, solamente se refiera a sus efectos psicológicos por contraste con los lógicos, sin contemplar su condición retórica —quizás bajo el influjo de una vieja idea de la retórica como mera oratoria—; cf., p. ej., 2008b: 110-111, 152-158, 178, 198-199.
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críticas al planteamiento de las falacias de confusión por parte de Stuart Mill y de su insistencia en los modos concretos de incurrir en usos o estados paralogísticos, apoyaría no solo esta distinción, sino la prioridad del primer caso sobre el segundo. Una postura más radical, favorecida por la visión de la argumentación desde el punto de vista de la retórica, lleva a reducir el segundo caso al primero al sostener que los distintos usos de un mismo (patrón de) argumento conforman y determinan en realidad distintos argumentos en sus contextos de empleo. Pero, sin dar este paso reductor, también cabe reconocer la posibilidad de casos prácticamente indistinguibles o inciertos entre ambos extremos. Supongamos, en todo caso, que nos encontramos no solo con usos falaces concretos sino también con esquemas o falacias típicas reconocibles. ¿Cabría pensar en estas clases o tipos reconocidos de falacias como si fueran cristalizaciones de prácticas discursivas relativamente comunes y arraigadas, antes de pasar a su registro escolar en los catálogos o los manuales? Esta sugerencia casaría perfectamente con algunos rasgos de los paralogismos vazferreirianos: su comisión fácil y frecuente, por lo regular inadvertida; su arraigo y la dificultad de erradicarlos; su naturalidad, en suma. Creo que además la idea podría rendir importantes servicios al estudio teórico de la argumentación falaz. Dos, en especial. Por un lado, podría contribuir a explicar el atractivo y la capacidad de confusión o el poder de engaño que normalmente se atribuye a este género de discurso. Por otro lado, podría abrir una interesante perspectiva analítica en el tema de las falacias, dentro de la tradición cognitiva naturalista. Los dos servicios descansan en un mismo supuesto básico: la consideración de los paralogismos como casos o modos de mal funcionamiento de unas habilidades discursivas en las que solemos confiar. Un mal funcionamiento que, a la luz de la distinción convencional entre paralogismos —fallos inadvertidos— y sofismas —fraudes deliberados—, puede ser más bien endógeno y «espontáneo», como el fallo producido en el discurso monológico del propio agente, o más bien exógeno e inducido como el error o la confusión producidos en el receptor por el éxito de una estrategia sofística del emisor del discurso. Ahora bien, en todo caso, ese mal funcionamiento no es un fallo ocasional, sino que representa una tendencia con una inversión de signo: un modo de proceder que en ciertos contextos y con ciertos usos podría tener ciertas virtudes estimulantes, en otros ámbitos de aplicación y con otros usos constituye un vicio. Según esto, los paralogismos o las falacias en general, lejos de reducirse a meras disfunciones, constituyen confusiones habituales y errores de cierta trascendencia, amén de ser censurables como prácticas incorrectas; son vicios, hábitos o disposiciones perniciosas que piden corrección. Por vicioso o viciado en este contexto podemos entender un 255
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procedimiento discursivo que, sin necesidad de ser deliberadamente perverso, conduce normalmente a la adopción o al mantenimiento de creencias injustificadas, o de actitudes infundadas o de resoluciones no razonables, según el asunto en cuestión. Tal sería el caso general de los paralogismos, mientras que algunos sofismas o estrategias falaces, en particular, supondrían un modo de proceder deliberadamente inductor, perverso y engañoso, que por lo demás supondría ciertas relaciones de interacción entre agentes discursivos. Pero, aquí, el punto crítico no radica simplemente en si estos modos falaces de proceder violan alguna pauta, regla o condición del buen argumentar o del argüir como es debido, según parece obligado en algunos tratamientos normativos de las falacias —pues aun concediendo que toda práctica falaz sea una mala práctica argumentativa, no se sigue que toda mala argumentación sea una falacia—. El punto más bien estriba en que esos procedimientos viciosos o viciados dan al traste con la calidad de la argumentación o de la confrontación, sesgan la interacción y obstruyen o deterioran su curso y su desenlace, en el marco discursivo dado. Recordemos, en fin, otro rasgo distintivo del tratamiento vazferreiriano de los paralogismos para aprovechar la que aquí habrá de ser una última idea que tomar en cuenta. Se trata del cuidado y la lucidez de Vaz a la hora de ponderar tanto algunas virtudes como los claros vicios que pueden anidar en las actitudes determinantes de paralogismos: así, no olvida el valor y el poder estimulante de la contraposición, la precisión o el pensar por sistemas, al menos bajo ciertas formas y en ciertos contextos, aunque luego se echen a perder y sus perniciosas secuelas arrojen un saldo negativo. Vaz, en esta línea, da a entender que sus usos viciosos o viciados provienen de alguna suerte de extrapolación, arrogancia o exceso que convierte un procedimiento prometedor en un sesgo ruinoso. Y esto puede ocurrir, por cierto, tanto con las buenas ideas como con las buenas observaciones18. La cuestión que entonces podría sugerir el discernimiento mostrado por Vaz en punto a las virtudes y vicios de los modos de proceder que dan en paralogismos, vendría a ser esta: Cómo es que ciertos procedimientos habituales posiblemente fiables y estimulantes, virtuosos, degeneran o se vician en ese mismo sentido discursivo y cognitivo. 18. Por ejemplo, en la doctrina sistemáticamente naturista, «una idea excelente, como es la de seguir hasta cierto punto, hasta cierto grado, según los casos, las indicaciones naturales, ha sido echada a perder, y, en vez de ser ella un instrumento de verdad, se nos ha convertido en un instrumento de error; nos ha servido, por ejemplo, para destruir o para inhibir la acción de otras muchas verdades» (2008b: 131-132). O a propósito de una posición higienista que llevara a sostener una teoría de la vacuna permanente por infección continua con microbios, «una observación buena, excelente para haber hecho de ella un uso moderado y razonable, la hemos echado a perder y la hemos convertido en una causa de error, y de error funesto» (2008b: 133).
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E L P U L S O de los paralogismos en la L ó g i c a v i v a de V az F erreira
No faltan en el entorno actual del estudio de las falacias indicaciones que pueden ayudarnos a situar esta cuestión en un marco teórico más básico y comprensivo. Nuestras habilidades, como agentes discursivos, forman parte de nuestras habilidades racionales como agentes, necesarias para nuestra supervivencia y nuestra calidad humana de vida. Estas habilidades tienen dos dimensiones o ámbitos de desempeño relevantes en el presente contexto: una cognitiva, relacionada con la información y su tratamiento, que viene a corresponder a la racionalidad teórica; otra estratégica, relacionada con el éxito de planes o proyectos y, en general, con nuestras actuaciones e interacciones con el entorno, que viene a corresponder a la racionalidad prudencial o práctica. Como agentes discursivos en una y otra dimensión, contamos con ciertos recursos, en especial información, tiempo y capacidad de procesamiento, de los que disponemos en mayor o menor grado —pero siempre limitado—. Por ejemplo, si se trata de acometer y llevar a buen término empresas científicas o tecnológicas de cierta envergadura, una comunidad o una institución establecida dispone de esos recursos en mayor grado que cualquiera de sus individuos. En todo caso, siempre dispondremos de ellos en grado limitado y habremos de actuar con información incompleta, falta de tiempo y dificultades de procesamiento —como las experimentadas, en el terreno específicamente discursivo, con condicionales, negaciones y cuantificaciones incrustadas, modalidades iteradas, probabilidades compuestas, etc.—. Así que nos veremos abocados, en el marco de una economía de recursos precarios, a situaciones de riesgo donde habremos de confiar en ciertas habilidades comprobadas en la ejecución de tareas, aunque nunca tengamos por lo regular el éxito asegurado. Confiaremos, por ejemplo, en polarizaciones y oposiciones para introducir cierto orden en la conceptualización del mundo o para aprovecharnos de la eficacia y la economía discursivas de pautas de argumentación como el «silogismo disyuntivo», aunque a veces nos confundan las falsas contraposiciones o se nos vaya la mano en categorizaciones de falsos opuestos, extrapolaciones y, como Vaz diría, «trascendentalizaciones» erróneas. O, por poner otro caso, seguiremos confiando en nuestra inveterada tendencia a generalizar, p. ej., a efectos de identificación, previsión o prevención, aunque esto no deje de llevarnos a veces a generalizaciones precipitadas, a actitudes inadecuadas o a creencias indebidas19. Mantendremos ciertas presunciones incluso aunque las cosas vengan a complicarse cuando nos movamos entre diversos contex 19. John Woods ha insistido en este caso y en el de la estimación de probabilidades conjuntas. También propone reinterpretar las falacias tradicionales en este marco del funcionamiento precario y la actuación fallida de nuestras habilidades en la ejecución de tareas cognitivas. Véase J. Woods, The death of argument. Fallacies in agent-based reasoning, Kluwer, Dordrecht, esp. pp. 8-15 y 351 ss.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
tos discursivos o cuando, por ejemplo, entremos en conflicto entre lo que no es razonable desde un punto de vista, pongamos el teórico o cognitivo, pero sería razonable desde otro punto de vista, pongamos el práctico o estratégico20. En esta perspectiva del fallo de funcionamiento o de una mala ejecución de nuestras habilidades discursivas, se explica fácilmente la naturalidad con que podemos caer en paralogismos, la dificultad de corregirlos e incluso la peculiaridad de que a veces, aun siendo casos de mal proceder discursivo, nos parezcan buenos: se trataría de una situación parecida a la de los procedimientos o los mecanismos familiares que se nos descomponen o, en nuestra torpeza, descomponemos, de modo que, en palabras de Vaz, echamos a perder una idea excelente y lo que podría haber sido instrumento de la verdad se convierte en instrumento del error (2008b: 132). El problema es que, por lo regular y salvo en dominios restringidos de aplicación de algoritmos elementales y métodos efectivos, no disponemos ni de criterios a priori de prevención de deslices o descuidos, ni de pautas capaces de garantizar el éxito. Por lo tanto, hemos de aprender de nuestros errores, así como de nuestros aciertos o, mejor dicho, hemos de aprender de nuestros errores en el marco de nuestros aciertos, porque de lo contrario puede que no sobrevivamos el tiempo suficiente para seguir aprendiendo. Referencias bibliográficas
A. Ediciones Carlos Vaz Ferreira, Lógica viva, Escuela Nacional de Artes y Oficios, Montevideo, 1910; Losada, Buenos Aires, 41945. Carlos Vaz Ferreira, Textos, 2. Sobre filosofía teórica [incluye «Un paralogismo de actualidad» y «Trascendentalizaciones matemáticas ilegítimas y falacias correlacionadas»], Biblioteca Nacional/FHCE, Montevideo, 2008a. Carlos Vaz Ferreira, Textos, 4. Sobre lógica [incluye Lógica viva], Biblioteca Nacional/FHCE, Montevideo, 2008b.
B. Literatura secundaria Andreoli, M. (1993), El pensamiento social y jurídico de Vaz Ferreira, Facultad de Derecho/Universidad de la República, Montevideo. Andreoli, M. (comp.) (1996), Ensayos sobre Carlos Vaz Ferreira, FHCE/Universidad de la República, Montevideo. 20. Cf. los estudios citados en el cap. 2, § 2.2.3, de la Parte I, o los resultados conocidos en otros ámbitos de la teoría de la decisión en ciencias sociales que muestran que a veces no es inteligente empeñarse en ser estrictamente racional.
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E L P U L S O de los paralogismos en la L ó g i c a v i v a de V az F erreira
Ardao, A. (1961), Introducción a Vaz Ferreira, Barreiro y Ramos, Montevideo. Ardao, A. (1972), «Génesis de la Lógica viva»: Cuadernos de Marcha 46, pp. 31-41. Ardao, A. (2000), Lógica de la razón y lógica de la inteligencia, Marcha/FHCE, Montevideo. Arias, A. C. (1948), Vaz Ferreira, FCE, México. Caorsi, C. E. (2008), «Introducción», en Textos de Carlos Vaz Ferreira 2. Sobre filosofía teórica, Biblioteca Nacional/FHCE, Montevideo, pp. 11-26. Claps, M. (1950), «Vaz Ferreira. Notas para un estudio»: Número 2/6-8, pp. 5-29. Claps, M. (1979), «Prólogo», en C. Vaz Ferreira, Lógica viva. Moral para intelectuales, Ayacucho, Caracas, pp. ix-xlviii. Fogelin, R. J. y Duggan, T. J. (1987), «Fallacies»: Argumentation 1, pp. 255-262. Liberati, J. (1980), Vaz Ferreira, filósofo del lenguaje, Arca, Montevideo. Liberati, J. (2005), «Tendencia lógica después de Vaz Ferreira»: Cuyo. Anuario de Filosofía Argentina y Americana 21/22 (2004-2005), pp. 191-208. Núñez, M.ª G. (2004), «El análisis del discurso según Carlos Vaz Ferreira»: Enfocarte , pp. 4-24 [2004, 01/05-30/07]. Núñez, M.ª G. (2008), «En diálogo: lógica de las discusiones y acción comunicativa»: Contextos [Montevideo] 9, pp. 5-21. Palladino, J. (1962), «La Lógica viva y la teoría de los sofismas»: Revista de la Facultad de Humanidades y Ciencias [Montevideo], pp. 165-192. Piacenza, E. (1989), «Vaz Ferreira y el análisis filosófico», en L. M. Barreto y E. Piacenza (comps.), II Congreso Nacional de Filosofía. Ponencias, Sociedad Venezolana de Filosofía/Universidad Católica Andrés Bello, Caracas, pp. 177-190. Sasso, J. (1996), «Análisis y penumbra: sobre la práctica filosófica de Vaz Ferreira», en M. Andreoli (comp.), Ensayos sobre Carlos Vaz Ferreira, cit., pp. 129-148. Seoane, J. (2008), «Introducción a Lógica viva: ¿Es posible desarrollar el análisis argumental vazferreiriano?», en Textos de Carlos Vaz Ferreira 4. Sobre lógica, Biblioteca Nacional/FHCE, Montevideo, pp. 11-31. Vega Reñón, L. (2008), «Sobre paralogismos: ideas para tener en cuenta»: Crítica. Revista Hispanoamericana de Filosofía 40/119, pp. 45-65.
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Un cuadro histórico de la formación de la idea de falacia
Como anunciaba al principio de estas notas de contextualización histórica, uno de sus propósitos consistía en mostrar que la tesis de Hamblin (1970) sobre la nula o escasa variación de la idea y el tratamiento de las falacias, en el curso de su larga historia, es una apreciación errónea, una impresión falsa. De hecho, hemos visto que la concepción y el estudio de las falacias, en general, y de la argumentación falaz en particular, han conocido notables cambios en los «dos milenios» que menciona Hamblin. Cambios en la ampliación y restricción del campo de análisis; cambios en los criterios de detección, clasificación y evaluación de casos; cambios en el relieve, en el espacio y, en definitiva, en el reconocimiento concedido a su análisis mismo dentro de la disciplina de la Lógica. He intentado recoger y resumir en un cuadro sinóptico de desarrollo histórico algunas muestras e indicaciones bajo varios epígrafes: rasgos más acusados de la idea de falacia en cuestión; clases de falacias distinguidas; explicaciones de la comisión de falacias; perspectivas en las que se consideran y, por último, las fuentes correspondientes en cada caso señalado. Aunque las referencias son sumamente sintéticas y abreviadas, con el fin de presentar una panorámica general relativamente manejable, he procurado atenerme a las notas de contextualización y a los propios textos que el lector puede encontrar en la segunda sección de esta Parte II1. Sin embargo, no conviene que los árboles nos hagan perder de vista el bosque. Así que, en principio, será oportuno recordar que a pesar 1. Las dos únicas referencias a la literatura historiográfica son las conocidas: Ch. L. Hamblin, Fallacies, Methuen, Londres, 1970; Vale, Newport News (VA), 2004, y H. V. Hansen, «The straw thing of fallacy theory: The standard definition of ‘fallacy’»: Argumentation 16 (2002), pp. 133-155.
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U n cuadro histórico de la formación de la idea de falacia
de los cambios, no han faltado tradiciones dominantes como las que he llamado discursiva y cognitiva en el cap. 2, § 1, de la Parte I, —al margen de las inercias escolares—, ni deja de haber ciertos rasgos comunes o coincidentes que dan un perfil característico a la argumentación falaz. Entre esos rasgos básicos de las falacias descuellan los tres que siguen: i) ser alegaciones, razones o argumentos defectuosos, fallidos o incorrectos; ii) pero aparentemente legítimos o impecables e incluso convincentes; iii) y en fin, susceptibles no solo de descripción y análisis crítico, sino de evaluación o sanción normativa.
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Error / sesgo cognitivo + de-formación del juicio
Error / sesgo cognitivo (predispos.- represent. falsas)
Formalmente / materialmente defectivas - inválidas
Lingüísticas (6) / Extraling. (7) + Reduc.→ ignorantia elenchi
Falsa apariencia Condición fallida o defectiva * Supuesto de correspondencia: refut. aparente vs. genuina, efectiva.
- tradicionales, inducción insuf. - amor propio, interés, pasión - autoridad; confusión fondo/ forma
Ídolos: tribu, caverna, foro, teatro (no erradicables / reducibles)
Argüir con uno mismo: error involunt. vs. con otros: engaño deliberado
Reduc. de las lingüísticas → ambigüedad
Clases
Rasgos más acusados
Cognitiva
Dialéctica
Monológica
Dialéctica y dialógica Lógica y monológica Retórica
Perspectivas
BACON Novum Organum
De fallaciis (siglo xiii) atrib. a Tomás de Aquino
«Alexander (Comentador)» referido en el siglo xii
ALEJANDRO Comentario a los Tópicos de Aristóteles
GALENO Sobre las falac. depend. del lenguaje
ARIST. Refut. Sofísticas Primeros Analíticos Retórica
Fuentes
Causas internas / externas Lógica de las facultades Lógica o Arte de pensar Discurso público común: de Port-Royal [las internas saberes + vida civil son necesarias]
Causas psicosociales e ideológicas
Demanda expresa de principios de apariencia y deficiencia ↓ Propuestas específicas: apariencia / inexistencia
Alusiones a motivos obj. y subjetivos (inexperiencia)
Explicaciones
CUADRO SINÓPTICO DE DESARROLLO HISTÓRICO
LA FAUNA DE LAS FALACIAS
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Argumento que parece mejor en su tipo de lo que realmente es
Catálogos escolares
Falsa oposición, pensar por sistemas, hecho/valor, trascendentalización, etc.
Confusión paralogística
Argumento que parece válido pero no lo es
Inspección / Inferencia: Ind. (Observ., Generaliz.); Deduc.; Confusión.
[Pendientes por falta de teorías de la apariencia y de la invalidez]
Esquematismos del lenguaje y del pensamiento
Causas intelectuales vs. motivos morales
Psíquico-discursiva y cognitiva
Filosofía del error Metodología
Lógica formal
Dictum: fundamento último + test de convalidación/invalid.
- Lógicas: formales, semilógicas - No lógicas: fallo en prem./concl. Desplazamiento de carga de la prueba Incertidumbre (verdad oculta) + limitación mental + maldad
Discurso público parlamentario
Causas socioinstitucionales (p. ej., intereses siniestros) Condiciones necesarias: juicio de la opinión pública + corrupción
Políticas: autoridad, peligro, dilación, confusión La falta de pertinencia como denominador común
Tradición discursiva escolar
Reducción→ ambigüedad
Perspectivas Gnoseológica
Explicaciones
[Argumentos ad verecundiam, ignorantiam, hominem, judicium]
Clases
Prueba aparente + error metódico o sistemático
a) Propósito o probabilidad de inducir a engaño. b) Consecuencias perniciosas cognitivas o prácticas
Rasgos más acusados
Precipitado de la tradición (Hansen, 2002)
Tratamiento estándar (según Hamblin, 1970)
VAZ Lógica viva
MILL Sistema de Lógica
SCHOPENHAUER Dialéctica erística
WHATELY Elements of Logic Elements of Rhetoric
BENTHAM El libro de las falacias políticas
FEIJOO «Desenredo…»
LOCKE Ensayo sobre el entendimiento humano
Fuentes
U n cuadro histórico de la formación de la idea de falacia
Sección 2 TEXTOS
La siguiente antología reúne diez textos especialmente relevantes en el estudio histórico de la argumentación falaz, bien por su importancia fundacional, bien por su carácter representativo, bien por su influencia escolar —disyunción por cierto no exclusiva—. Los textos seleccionados son: 1. Pasajes fundacionales de Aristóteles (384-322 a. n. e.), tomados en especial de su ensayo Sobre las refutaciones sofísticas. 2. Primeros capítulos de un opúsculo que podría considerarse representativo del tratamiento escolástico medieval, Sobre las falacias, atribuido a Tomás de Aquino (1225-1274). 3. Extractos del manual más influyente en la lógica tradicional asociada al despegue de la filosofía moderna, La Lógica o Arte de pensar (1662, 51683) de los señores de Port-Royal Antoine Arnauld (1612-1694) y Pierre Nicole (1625-1695). 4. Un apartado del Ensayo sobre el entendimiento humano (1690) de J. Locke (1632-1704) que, por su brevedad y su carácter autocontenido, se recoge íntegro: son cuatro parágrafos que han venido a significar la presentación en sociedad de la famosa familia de los argumentos ad… —no siempre falaces, desde luego—. 5. Fragmentos de ensayos de Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) incluidos en los tomos VII (1736) y VIII (1739) de su Teatro Crítico Universal. 6. Extractos del Libro de las falacias (1824, ed. de P. Bingham) de Jeremy Bentham (1748-1832), quizás más conocido por el título de Falacias políticas. 7. Apartados básicos del libro III, «De la falacias», de los influyentes Elementos de Lógica (1826, 71840) de Richard Whately (1787-1863), más un fragmento notable de sus Elementos de Retórica (1828). 265
LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
8. Pasajes programáticos de la Erística, el arte de tener razón expuesto en 38 estratagemas (1864, publicación póstuma) de Arthur Schopenhauer (1788-1860). 9. Fragmentos sustanciales del libro V, «Sobre las falacias», del Sistema de Lógica [1843] de John Stuart Mill (1806-1873). 10. Extractos de la Lógica viva (1910, 41945) de Carlos Vaz Ferreira (1872-1958). Estos textos son, a mi juicio, unos puntos cardinales de referencia de la historia de las ideas sobre las falacias, una historia que he esbozado precisamente al hilo de ellos en el primer bloque de esta Parte II, como el lector que haya llegado hasta aquí ha podido comprobar. Ahora van solos, sin glosas ni comentarios en la esperanza de que, más allá de esas primeras noticias históricas, los propios textos sepan cuidarse y explicarse, hablar por sí mismos. De ahí que, a veces, los textos incluyan no solo referencias al tema de las falacias, como es de esperar, sino extractos que contextualizan el planteamiento o declaran el pensamiento, la filosofía, digamos, de los autores. Por lo demás, solo habrá, según obligue la ocasión o el caso, alguna breve nota aclaratoria o alguna referencia adicional por mi parte. Soy responsable de la selección y de las traducciones. Las versiones están hechas sobre la base de las fuentes indicadas en cada caso. En adelante, en el cuerpo de los textos, me serviré de las siguientes convenciones tipográficas: usaré los paréntesis angulares ‘< >’ para indicar pasajes omitidos en la traducción y para explicitar expresiones elididas en el original; los corchetes ‘[ ]’ para acotar mis propias interpolaciones, por lo regular, las páginas del original y a veces variantes terminológicas; las comillas latinas ‘« »’ para enmarcar citas; y, en fin, el asterisco ‘*’ para señalar una nota a pie de página del autor del texto, si la hubiera, y así diferenciarla de las mías, que irán numeradas de la forma habitual.
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1. ARISTÓTELES (384-322 a. n. e.) Fuente Topica et Sophistici Elenchi, ed. de W. D. Ross, Oxford University Press, Oxford, 1958; reimp. con correcciones 1963, 1970.
A. Contexto silogístico del estudio de la refutación Es completamente absurdo discutir acerca de la refutación [elenchós] sin haberlo hecho primero acerca del silogismo [syllogismós], puesto que una refutación es un silogismo; del mismo modo que es preciso tratar de la deducción [syllogismós] antes que de la falsa refutación, pues tal tipo de refutación es una deducción aparente de la contradicción. Por tanto, si se da una refutación aparente, la causa residirá bien en el razonamiento [syllogismós], bien en la contradicción (debe añadirse, en efecto, el caso de la contradicción), y a veces en los dos (Refutaciones sofísticas, 10, 171a1-8). Si no falla en ninguno de los dos respectos, es una verdadera prueba [alethès syllogismós] (ibid., 171a11-12)1. B. Marco general Tópicos I, 1 [100a18] El propósito de este estudio es hallar un método con el que podamos construir silogismos sobre cualquier problema que se propon 1. Este párrafo es importante no solo porque explicita las relaciones entre la deducción y la refutación, sino porque muestra la variedad de sentidos en que cabe entender el término syllogismós dentro del Organon aristotélico. Esquemáticamente podemos pensar en las siguientes acepciones según el contexto: i) Silogismo0 = razonamiento, en general. ii) Silogismo1a = deducción concluyente, prueba deductiva; silogismo1b = deducción a efectos refutatorios en una confrontación dialéctica, bien como deducción de una proposición contradictoria de la tesis en cuestión, mantenida por el proponente, bien como deducción de una proposición inconsistente con alguna otra anteriormente asumida por este mismo proponente, en suma: una contraprueba deductiva. iii) Silogismo2 = modo o esquema del sistema silogístico. Los dos primeros casos, especialmente el segundo, tanto en la vertiente probatoria como más aún en la refutatoria, son los pertinentes en los Tópicos y en su apéndice Sobre las refutaciones sofísticas. Mientras que el lugar propio del tercer caso, el uso de silogismo en su sentido aristotélico más técnico y característico, son los Primeros Analíticos.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
ga a partir de premisas plausibles y gracias al cual, si nosotros mismos sostenemos algo, no digamos nada que sea inconsistente. Así pues, hay que declarar primero qué es un silogismo y cuáles son sus diferentes variedades para que pueda entenderse qué es el silogismo dialéctico, pues esto es lo que buscamos en el presente estudio. [100a25] Un silogismo es un discurso en el que, sentadas ciertas cosas, se da necesariamente a la vez, a través de lo establecido, algo distinto de lo establecido. Es una demostración cuando el silogismo parte de cosas verdaderas y primordiales o de cosas cuyo conocimiento se ha obtenido a través de cosas verdaderas y primordiales. Es dialéctico, en cambio, el silogismo construido a partir de cosas plausibles. Ahora bien, son verdaderas y primordiales las cosas que son dignas de crédito no por otras sino por sí mismas (pues tratándose de los principios del conocimiento no hay que inquirir el porqué, sino que cada principio ha de ser digno de crédito en sí mismo). Por otra parte, son cosas plausibles las que así se lo parecen a todos o a la mayoría o a los sabios y, entre estos, a todos o a la mayoría o a los más conocidos y reputados. Y un silogismo erístico es el que parte de cosas que parecen plausibles pero no lo son, o también el que aparentando ser un silogismo (sin serlo) parte de cosas plausibles o que parecen plausibles. Digamos, pues, que el primer caso de los silogismos erísticos mencionados es efectivamente un silogismo, mientras que el otro es erístico pero no es un silogismo, porque parece proceder como un silogismo pero no lo hace en realidad. [101a5] Además de todos los silogismos mencionados están los paralogismos que parten de lo que es propio de una ciencia específica, como los que podemos encontrar en la geometría o en ciencias emparentadas con ella. Este tipo, en efecto, parece diferir de los silogismos mencionados, pues quien traza figuras falsas no discurre a partir de cosas verdaderas y primordiales, ni de cosas plausibles , sino que construye el silogismo a partir de premisas que, aun siendo características de una ciencia, no son verdaderas. Así, por ejemplo, construye el paralogismo bien trazando de forma incorrecta los semicírculos, bien tirando ciertas líneas como no debe hacerse. Tópicos VIII, 12 [162b3] Un argumento se llama falso de cuatro modos. De un primer modo cuando parece concluir sin ser concluyente, y recibe el nombre de silogismo erístico. De otro modo cuando concluye, pero no con respecto a lo que se había propuesto (lo cual ocurre sobre todo en los argumentos que llevan a lo imposible). O bien concluye con respecto a lo que se había propuesto, pero no según el método apropiado (esto es, cuando parece ser un argumento médico sin ser médico, o geométrico sin ser geométrico, o dialéctico sin ser dialéctico), tanto si lo que se si268
ARISTÓTELES
gue es falso como si es verdadero. Y de otro modo, si concluye mediante falsedades. La conclusión de tal argumento será a veces falsa y a veces verdadera, pues una falsedad siempre se concluye mediante falsedades, mientras que una verdad puede concluirse incluso de premisas no verdaderas, como ya se había dicho anteriormente2. C. Las refutaciones sofísticas Sobre las refutaciones sofísticas 1 [164a20] Tratemos acerca de las refutaciones sofísticas, refutaciones aparentes que son en realidad pseudosilogismos3. Empecemos por las primeras en su orden natural. Es evidente que unos silogismos lo son realmente mientras que otros, aunque no lo son, lo parecen. En efecto, tal como se da en otros casos debido a cierta semejanza entre lo genuino y lo fraudulento, así pasa en los argumentos. Pues también unos están en buenas condiciones físicas, mientras que otros lo aparentan inflándose y ataviándose como hacen los pueblos tribales , y unos son hermosos a causa de su belleza, mientras que otros aparentan serlo con adornos. Lo mismo ocurre en las cosas inanimadas; pues también entre estas, unas son auténticamente de plata o de oro, mientras que otras no lo son pero parecen serlo a nuestros sentidos, p. ej., cosas hechas de litargirio y de casiterita parecen de plata, y otras de pátina dorada parecen de oro. Del mismo modo, hay a veces un silogismo o una refutación , mientras que otras veces no hay tal cosa, pero la inexperiencia hace que lo parezca; pues la gente inexperta ve las cosas como desde lejos. 2. En Tópicos, VIII 11, 162a10. Cf. también Primeros Analíticos, II 2. Según esto, la falsedad de los argumentos puede darse de cuatro modos o entenderse en cuatro sentidos: 1) como (pseudo-)silogismo erístico (100b23-25) o sofístico (Refutaciones sofísticas 2, 165b7-8). 2) Como deducción efectiva, pero con una conclusión no pertinente para el punto en cuestión; según Aristóteles, se da con frecuencia en los intentos de refutar una proposición por la reducción a lo imposible de alguna otra proposición, es decir, en casos de lo que se llamaría ignorantia elenchi (ignorancia del punto en cuestión). 3) Como deducción efectiva, pero a partir de premisas improcedentes o inadecuadas. 4) Como argumento válido, pero no sólido —esto es, con alguna premisa falsa—: en el argumento lógicamente válido, de las verdades solo se sigue otra verdad, mientras que una falsedad solo se sigue de falsedades (de alguna falsedad en las premisas). 3. Adopto aquí «pseudosilogismo» como versión del término «paralogismo» que Aristóteles, según hemos visto, ya empleaba en otro sentido más específico en Tópicos (101a5-6), cf. supra, B. Seguiré esta versión genérica en todo este contexto.
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El silogismo parte efectivamente de unas cuestiones puestas de modo que necesariamente ha de seguirse, a través de lo establecido, algo distinto de lo establecido; una refutación es a su vez un silogismo que deduce la contradicción de la conclusión . Ahora bien, las hay que no hacen esto, sino que lo aparentan en función de muchas causas y, entre estas, la más natural y prolífica es la que obra a través de los nombres. Como en una discusión no es posible aducir de forma presencial las cosas mismas de que se trata, sino que empleamos los nombres como símbolos en lugar de ellas, creemos que lo que sucede con los nombres, sucede también con las cosas, tal como les ocurre con los guijarros de cálculo a los que cuentan. Pero no hay tal semejanza: los nombres, así como el conjunto de las expresiones, son limitados en número, mientras que las cosas son numéricamente infinitas. Es, pues, inevitable que una misma expresión y un mismo nombre signifiquen varias cosas. Por tanto, al igual que en el caso anterior, los que no son hábiles para manejar los guijarros de cálculo, son engañados por los que saben hacerlo, de la misma manera, en el caso de los argumentos, los que no están familiarizados con el poder de los nombres, incurren en pseudosilogismos, tanto en sus propias discusiones como si escuchan a otros. Por este motivo, pues, y por los que luego se dirán, hay que aparentan ser silogismos y refutaciones pero no lo son en realidad. Ahora bien, como para algunos aparentar que son sabios es de más provecho que serlo sin parecerlo (pues la sofística es lo que aparenta ser sabiduría pero no lo es, y el sofista es uno que se lucra por medio de lo que aparenta ser sabiduría pero no lo es), está claro que, para ellos, también es esencial aparentar que desempeñan la tarea de un sabio antes que hacerlo sin que parezca así. Y por limitarnos a un punto de contraste, la tarea del que sabe es, en todo caso, evitar los sofismas acerca de lo que sabe y ser capaz de poner en evidencia al que los comete. Lo cual consiste, de un lado, en la capacidad de dar razones y, del otro, en la de asegurarse al recibirlas. Así pues, los que quieran ser sofistas se verán obligados a buscar argumentos del género indicado; les será efectivamente de provecho, porque una facultad de este tipo le hará a un hombre parecer sabio, y este es el objetivo que vienen a proponerse. Es evidente, en suma, que existe tal género de argumentos y que tener esta facultad es lo que pretenden los que llamamos sofistas. Pero digamos ya cuántas son las especies de argumentos sofísticos, de cuántos elementos consta esa facultad, cuántas vienen a ser las partes de este estudio, y las demás cosas que integran esta técnica.
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ARISTÓTELES
2 [165a36] En la discusión se dan cuatro géneros de argumentos: didácticos, dialécticos, críticos4 y erísticos. Son didácticos los que prueban a partir de los principios propios de cada materia y no a partir de las opiniones del que responde (puesto que es preciso que el discípulo se convenza); son dialécticos los que deducen la contradictoria a partir de premisas plausibles; son argumentos críticos los construidos a partir de premisas plausibles para el que responde y que se ve obligado a saber cualquiera que presuma de tener un conocimiento al respecto —el modo de proceder ya se ha precisado en otros textos [cf. Tópicos, VIII 5]—; son erísticos los que discurren deductivamente o parecen discurrir así a partir de cosas que parecen plausibles, pero no lo son. De los argumentos demostrativos se ha tratado en los Analíticos5; de los argumentos dialécticos y de los críticos, en otros lugares [en los Tópicos, I-VIII]; de los contenciosos y erísticos hablemos ahora. 3 [165b12] En primer lugar, hay que considerar cuántos objetivos se proponen los que contienden y aspiran a vencer . Estos objetivos son cinco: la refutación, la falsedad, la paradoja, el solecismo6 y, el quinto, hacer que el adversario parlotee en vano —esto es, obligarle a que repita lo mismo varias veces— . 4 [165b23] Los procedimientos de refutar son dos: unos, dependen del lenguaje, mientras que otros proceden con independencia del lenguaje. Los que producen una apariencia dependiendo del lenguaje son, por su parte, seis: la equivocidad, la ambigüedad, la composición, la división, la acentuación y la forma de expresión. Cabe asegurarse de esto tanto por inducción como por deducción —y puede que mediante 4. Peirastikoi, esto es, argumentos que ponen a prueba las presunciones o habilidades del contrincante para someterlas a examen crítico, o que simplemente sirven de ensayo y ejercicio. El término «críticos» puede recordarnos una línea actual de trabajo en argumentación, como la del llamado Critical Thinking, que se orienta a la formación de habilidades discursivas mediante la puesta a prueba y la ejercitación. 5. Los argumentos demostrativos son los calificados antes como didácticos. A la luz de la cronología de los escritos del Órganon, esta referencia a los Analíticos se considera una interpolación posterior. 6. Es decir, se trata de hacer que el otro contendiente incurra en una contradicción, en una falsedad, en una paradoja —opinión que contraviene otras opiniones plausibles (éndoxa) o el sentir común— o en una incorrección gramatical, respectivamente.
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otras pruebas también— de que esas son todas la maneras como podríamos significar lo que no es una misma cosa con los mismos nombres o expresiones. Así pues, las refutaciones dependientes del lenguaje son de esos tipos. Por su parte, los pseudosilogismos que se dan con independencia del lenguaje son de siete tipos: están, primero, los que dependen del accidente; segundo, las atribuciones absolutas o las no absolutas sino referidas a un aspecto, un lugar, un momento o una relación con algo; tercero, los debidos al desconocimiento de la refutación; cuarto, los que dependen de la consecuencia; quinto, los debidos a dar por sentada la conclusión que inicialmente se pretendía deducir; sexto, poner como causa lo que no es causa; y séptimo, convertir varias cuestiones en una7. 6 [169a19-22] Todas las refutaciones aparentes caen, en suma, bajo el desconocimiento de la refutación: unas en virtud del lenguaje en cuanto que la contradicción, que es lo propio de la refutación, resulta aparente; y las otras en razón de la definición del silogismo [esto es, por no cumplir sus condiciones definitorias]. 8 [169b20] Llamo refutaciones y silogismos sofísticos no solo a los que parecen ser un silogismo o una refutación y no lo son, sino también a aquellos que, aun siéndolo, solo son apropiados en apariencia para el punto en cuestión. Tales son los que no refutan ni prueban que son ignorantes respecto de la naturaleza del punto en discusión, que era justamente lo que correspondía a la técnica de poner a prueba. Ahora bien, esta técnica es una parte de la dialéctica; y esta puede deducir una conclusión falsa debido a la ignorancia del que 7. Algunas de estas alusiones pueden resultar crípticas por ser demasiado sumarias. En los dos primeros casos, se trata de modo indebido una identificación, una predicación o una atribución modal —p. ej., considerando convertibles o transitivas unas predicaciones que no lo son—, o una referencia o respecto. En el tercero, se da una ignorantia elenchi: se procede a contradecir un punto que no está en cuestión. En el cuarto caso se da en suponer la simetría o convertibilidad de la relación de consecuencia, de modo que si el consecuente B se siguiera del antecedente A, entonces A también se seguiría de B. El quinto viene a incurrir en una petitio principii. El sexto es el conocido por la tradición como non causa pro causa, donde «causa» significa razón, así pues, consiste en aducir algo no pertinente como si fuera una razón determinante; en cambio, en la Retórica, pasa a ser equivalente a la confusión entre la relación de sucesión y la de causalidad, p. ej., como B se da después de A, la causa de B es A (Rhet., 1401b31-34). El séptimo, en fin, es un caso de pregunta o cuestión múltiple o también, a veces, de presuposición indebida.
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responde. Pero las refutaciones sofísticas, aunque deduzcan la contradictoria de la tesis, no ponen de manifiesto si ignora la cuestión; y , en efecto, enredan con tales argumentos incluso al que sabe. Que las conocemos por el mismo procedimiento, es evidente: pues, en efecto, cuantas veces les parece a los oyentes que la conclusión se deduce a partir de las cuestiones planteadas, otras tantas le parecerá así también al que responde [esto es, al proponente o responsable de la tesis en cuestión], de modo que los razonamientos falsos se darán por esas cuestiones, bien sea por todas o por alguna: pues lo que uno cree haber concedido sin haber sido cuestionado, lo sostendría también si fuera cuestionado. Solo que a veces hay casos en los que, al preguntar sobre lo que aún falta, se ponen de manifiesto los errores, por ejemplo, en las dependientes del lenguaje y en los solecismos. Luego, si los pseudosilogismos de la contradicción responden a la apariencia de refutar, es evidente que las deducciones de conclusiones falsas se deberán a tantos elementos cuantos concurran en las refutaciones aparentes. Ahora bien, la refutación aparente está en función de los elementos constitutivos de la genuina refutación, pues cada uno de estos que falle dará lugar a una refutación meramente aparente. Y de este modo tendremos todas las causas de las que surgen los pseudosilogismos: pues no lo serán en virtud de más causas, sino que todos lo serán en virtud de las mencionadas. 34 [183b16] Está claro que todo lo que nos habíamos propuesto se ha cumplido cabalmente; sin embargo, no debemos olvidarnos del sentido del presente estudio. En todo descubrimiento hay, en efecto, resultados recibidos que, tras su primera elaboración, han conocido avances parciales y paulatinos por parte de aquellos que se han hecho cargo de ellos; hay, por contra, descubrimientos originales que, por lo común, tienen inicialmente un desarrollo pequeño, pero de mayor utilidad que los progresos ulteriores a partir de ese inicio; porque el principio es sin duda, como suele decirse, lo más importante de todo. De ahí que sea también lo más difícil. Pues cuanto mayor es el potencial de una cosa, tanto menor es su tamaño y más difícil es que se deje ver. Ahora bien, una vez hallado el principio, más fácil resulta desarrollarlo y añadir lo que falta. Como así ha ocurrido en el caso de la retórica y en el de prácticamente todas las demás artes. Efectivamente, los que hallaron los principios de la retórica, la hicieron progresar muy poco en su conjunto, mientras que los autores actualmente consagrados, recogiendo la herencia de una especie de tradición que la había hecho avanzar paulatinamente, la han 273
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llevado a su punto actual de perfección. Así, Tisias inmediatamente a continuación de los precursores, Trasímaco después de Tisias, Teodoro tras él y luego muchos otros han hecho múltiples contribuciones; por eso no es extraño que el arte cuente con esa riqueza. En cambio, por lo que concierne al presente estudio, no es que una parte estuviera previamente elaborada y otra parte no, sino que no había nada en absoluto. Pues la formación impartida por los instructores a sueldo acerca de los argumentos erísticos venía a ser semejante a la labor de Gorgias: unos daban para aprender de memoria procedimientos retóricos, mientras que otros daban procedimientos de puesta en cuestión, que, en opinión de los unos y de los otros, acostumbraban a seguir los discursos respectivos. De modo que la enseñanza impartida a sus discípulos era expeditiva, pero asistemática. Así, al dar no la técnica, sino lo que se deriva de la técnica, creían estar educando; como si uno declarara que iba a transmitir el conocimiento de cómo evitar el daño en los pies, pero no enseñara ni la técnica del oficio , ni los medios de procurarse el calzado adecuado, sino que ofreciera un surtido variado de zapatos de todas clases: este no dejaría de prestar un servicio útil, pero no transmitiría un conocimiento técnico. Pues bien, sobre las cuestiones de retórica ya se había dicho mucho y desde antiguo, mientras que sobre el razonamiento no había en absoluto nada anterior que citar, sino que hemos tenido que empeñarnos y emplear largo tiempo en investigaciones tentativas8. Y si, tras su consideración, os parece que, aun teniendo en cuenta las condiciones de partida, nuestro método es adecuado en comparación con los de aquellos otros estudios que se han desarrollado en el curso de una tradición, entonces a todos vosotros o a quienes hayáis seguido nuestras lecciones no os restará sino mostrar vuestra comprensión hacia sus lagunas y un profundo reconocimiento por sus hallazgos.
8. Las Historias de la Lógica suelen citar esta declaración como el acta de la fundación de la Lógica a cargo del propio Aristóteles. Así parece ser si la Lógica se incluye en lo que hoy llamaríamos «Teoría de la argumentación», pues a este ámbito discursivo general es justamente al que se refiere la investigación que vindica Aristóteles en el presente texto.
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2. ¿TOMÁS DE AQUINO? Sobre las falacias (siglo xiii) Fuentes De fallaciis, opúsculo de atribución dudosa a Tomás de Aquino (1225-1274). Corpus Thomisticum, Opera philosophica, ed. de R. Spiazzi, Marietti, Turín, 1954; transcripción en cederrón de R. Busa, Editel, Milán, 1992.
Sobre las falacias Proemio Hay un doble modo de razonar: correcto e incorrecto [88071] Como la lógica es la ciencia racional, inventada además para el razonamiento, y razonar puede hacerse de modo correcto e incorrecto, uno y otro modo reclaman la atención del lógico con el fin de llegar mediante el razonamiento correcto al conocimiento verdadero de las cosas y evitar el error de la falsedad eludiendo el razonamiento incorrecto. Ambos modos de razonar competen a una persona [uni homini], tanto en relación consigo misma como en relación con otra persona. Pues uno puede razonar correcta o incorrectamente tanto al reflexionar él mismo, como al conversar con otro. Ahora bien, el razonamiento incorrecto en la reflexión propia solo se produce de forma involuntaria, porque nadie trata de engañarse a sí mismo. Pero el razonamiento incorrecto dirigido al otro procede a veces con toda intención por parte del que razona, por ejemplo, cuando uno pretende poner a prueba al otro o ganar para sí la gloria de la victoria. El razonamiento dirigido a uno mismo solamente puede llamarse silogismo o alguna otra especie de argumentación. En cambio, el dirigido a otro no es meramente un silogismo o una argumentación, sino una discusión [disputatio], pues discurre entre dos personas, a saber, una que se opone y otra que responde . Y, por tanto, a la hora de ocuparse de los falsos razonamientos, hay que tratar primero de la discusión.
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Capítulo 1 Sobre la discusión conforme a su género [88073] La discusión es el acto silogístico de una persona dirigido a otra para mostrar algo que ha sido propuesto. Al decir acto se señala el género de la discusión y al calificarlo de silogístico se indica el instrumento del debate, el silogismo, bajo el cual se hallan comprendidas todas las demás especies de argumentación como lo imperfecto bajo lo perfecto; así la discusión se distingue de los actos corporales, como correr o comer, y de los actos voluntarios, como amar y odiar. Pues calificarlo como silogismo muestra que se trata de un acto de la razón y decir de una persona a otra indica los dos papeles, el de oponente y el de respondiente, entre los que discurre la discusión; punto que también se añade para diferenciarla del razonamiento propio de quien razona consigo mismo. Así mismo, al mencionar la finalidad de mostrar lo propuesto, se indica el efecto de la discusión, o su término o su fin próximo, y por esto la discusión se distingue de los silogismos ejemplares que no se aducen para poner de manifiesto algo que ha sido propuesto sino para ejemplificar una forma silogística. Capítulo 2 Sobre las cuatro especies de la discusión [88075] Cuatro son las especies de la discusión, a saber: la doctrinal, la dialéctica, la tentativa y la sofística, que por otro nombre también se llama litigiosa. Doctrinal o demostrativa es la dispuesta para la ciencia, procede de los principios primeros, verdaderos, conocidos de suyo y propios de aquella ciencia de la que trata la discusión, y tiene lugar entre el que enseña y el que aprende. La discusión dialéctica parte, a su vez, de cosas probables y tiene por objeto una opinión o una propuesta. Por lo demás se llama probable lo que les parece a todos o a muchos o a los sabios y, entre estos, a todos o a los principales y más conocidos. La discusión tentativa es la dirigida a poner a prueba algo a través de lo que asume el respondiente1. La sofística a su vez está orientada a la gloria de aparentar ser sabio: de ahí que se llame sofística, algo así como sabiduría aparente. Y discurre a partir de lo que aparenta ser verdadero o probable, pero no lo es, o bien, hablando en términos absolutos [simpliciter], mediante la asunción de proposiciones falsas que parecen verdaderas o arguyendo en virtud de proposiciones falsas. Las argumentaciones lógicas discurren 1. Los calificativos ‘probable’ y ‘tentativa’ proceden de la versión de Boecio (probabilis, temptativa) de los originales aristotélicos éndoxos y peirastikós, respectivamente. Véase su traducción de las Refutaciones sofísticas en la ed. citada de B. G. Dod (1975), Aristoteles latinus, VI 1-3.
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¿TOMÁS DE AQUINO? Sobre las falacias
en virtud de proposiciones verdaderas, de las que depende todo el valor de la argumentación, como este argumento: «Sócrates es hombre; luego, Sócrates es animal» discurre en virtud de esta proposición: «De todo cuanto se predique la especie, también el género», que es en términos absolutos verdadera. A la manera de los sofistas se arguye así: «Sócrates es animal; luego, es hombre», que discurre en virtud de esta proposición falsa: «De todo cuanto se predique el género, también la especie». Capítulo 3 Sobre la discusión sofística [88077] Dejando a un lado las demás modalidades de discusión, ahora nos interesa la que tiene que ver con la sofística. Como ya se ha dicho, la sofística busca la gloria queriendo parecer sabia. Trata de conseguirlo mediante una victoria aparente sobre el adversario con el que discute, cosa que efectivamente se produce cuando le lleva a algo improcedente [inconveniens]. El término de la discusión sofística es algo improcedente adonde el sofista procura conducir al respondiente, y recibe el nombre de meta, esto es, fin o término. Así pues, conviene considerar dos cosas: primero, las metas de este tipo; segundo, los modos de argumentar con los que los sofistas procuran conducir al respondiente. Las metas son cinco: la refutación [redargutio], lo falso, lo implausible [inopinabile], el solecismo y la vana palabrería [nugatio]2. La refutación consiste en la admisión de lo previamente negado o en la negación de lo previamente admitido, obtenidas en virtud de la argumentación [vi argumentationis]. Por ejemplo, si el que responde negara comer carne cruda, se argüiría de modo sofístico en contra así: «Comiste lo que compraste; carne cruda compraste; luego, carne cruda comiste». Si en virtud de una argumentación de este tipo, el respondiente concede lo que antes había negado, queda refutado. Y tal modo de argumentar se llama elenco si el silogismo es bueno; o se llama elenco aparente si parece ser un silogismo o una contradicción, pero no lo es. Pues, en efecto, el elenco es el silogismo de la contradicción. Ahora bien, si uno niega lo admitido 2. La terminología empleada (inconveniens; redargutio, inopinabile, soloecismus, nugatio), también procedente de la traducción de Boecio de las Refutaciones sofísticas, se había asentado en la segunda mitad del siglo xii. A mediados de este siglo, la Summa sophisticorum elenchorum ya distinguía dos tipos de conclusión improcedente (inconveniens), la consistente en lo falso bajo las formas de una refutación, una falsedad o algo implausible, y la que no remitía a lo falso ni a lo verdadero, sino que consistía en un solecismo o en palabrería (véase la edición de L. M. de Rijk, Logica Modernorum, Van Gorcum, Assen, 1962, vol. I, p. 405). Por lo demás, puede que conviniera rescatar el antiguo e inusual término de confutación como versión específica de redargutio en este contexto, en vez del genérico refutación.
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o admite lo negado, pero no lo hace en el curso de la misma discusión, ni en virtud del argumento, sino por propia voluntad, entonces no se trata de una refutación. A su vez, lo falso, en el sentido en que se toma aquí, es lo manifiestamente falso o la admisión de algo manifestamente falso que el respondiente se ve obligado a asumir en virtud de la argumentación sofística; por ejemplo, esto: «Todo can puede ladrar; una constelación celeste es can; luego, una constelación celeste puede ladrar»3. Lo implausible es aquello que va contra la opinión de todos o contra la opinión de muchos, aunque sin ser falso. Difiere de lo falso porque todo lo falso es implausible, pero no vale a la inversa, pues algo que vaya contra la opinión común sin ser falso resultará, no obstante, implausible, como que una estrella sea mayor que la Tierra, o que un rey poderoso y feliz sea mísero, infeliz y desgraciado, si se ve vencido. a la que alguien puede llevar de modo sofístico así: «Aquel a quien le ocurre verse vencido por otro, es infeliz, porque el que se ve vencido es infeliz; ahora bien, al rey le ha ocurrido verse vencido por el enemigo; luego, es infeliz». El solecismo es un vicio cometido contra las reglas de la gramática en la conformación de las partes de la oración, como ‘varón blanca’ o ‘los hombres corre’, a lo cual puede alguien verse conducido de modo sofístico así: «Tú sabes esto, esto es piedra; luego, tú sabes piedra», algo que según la gramática no se dice4. La vana palabrería es la repetición inútil de la misma cosa en la misma parte , como ‘el hombre hombre corre’. Digo en la misma parte porque si se pusiera lo mismo en el sujeto y en el predicado no habría palabrería vana, como en «este hombre es un hombre». Y se califica de inútil la repetición puesto que si se repitiera lo mismo para dar énfasis a la expresión, como al decir «Dios, Dios mío, atiéndeme», no sería vana palabrería. a la que alguien puede verse conducido de modo sofístico así: «Esta nariz es una nariz chata, ahora bien, chata es lo mismo que nariz chata; luego, esta nariz es una nariz nariz chata». Conviene saber que lo improcedente afecta a diversas ciencias. Pues, en efecto, la refutación atenta contra la metafísica, a la que concierne la consideración de este primer principio: las cosas contradictorias 3. ‘Can’ (Canis) era el nombre de una constelación celeste casi tan popular en esta sección de los tratados lógicos, como pudiera serlo en los tratados de Astronomía. Otros personajes habituales de la lógica medieval de las falacias fueron no solo el inevitable Sócrates sino el Corisco, con el que más tarde nos vamos a encontrar (véase más abajo, cap. 4), y que no en vano había sido introducido por el propio Aristóteles. 4. En el original latino está mucho más clara la impropiedad de la construcción gramatical de este remedo de argumento. Dice: «Tu scis hoc; hoc autem est lapis. Ergo tu scis lapis», donde el segundo lapis (piedra) tendría que ser lapidem, en acusativo como corresponde a su condición de objeto directo del verbo scis (sabes) —exigencia gramatical que, por lo demás, destruiría la apariencia de identidad del predicado de la segunda premisa y de la conclusión—.
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no son verdaderas a la vez. Lo falso, a su vez, contra la ciencia natural que considera la realidad sensible, donde la verdad y la falsedad son manifiestas, y de modo similar contra la matemática, en la que reside la máxima certeza. Lo implausible, en cambio, va contra la dialéctica que discurre a partir de lo más probable según la opinión de todo el mundo, o de mucha gente o de los sabios. El solecismo atenta contra la gramática. La palabrería va contra la retórica, a la que corresponde hablar con elegancia. Y de este modo, como el sofista lleva al que responde a lo improcedente en cada ciencia, parece ser sabio en todo. Capítulo 4 De las falacias conforme a su género [88079] Ahora nos quedan por ver los modos de argumentar con los que el sofista pretende conducir al que responde a las improcedentes de que hemos hablado. Se debe saber que tal como la argumentación dialéctica obtiene su solidez de un lugar verdadero, así la argumentación aparente obtiene su aparente solidez de un lugar aparente. El lugar que garantiza la solidez de la argumentación dialéctica es la relación ilativa de la proposición inferente a la inferida, que se llama máxima, o diferencia de la máxima, como en los casos del género, la especie, el todo y la parte, de cuyas relaciones ilativas proviene la verdad de la proposición máxima sobre la que se asienta la verdad del argumento dialéctico. Así, por ejemplo, de la relación ilativa de la especie al género se toma esta máxima: «De todo aquello de lo que se predica la especie, también el género», de la que se forma este argumento: «Sócrates es hombre; luego, Sócrates es animal». Y de modo parecido, el lugar sofístico consiste en una relación de la proposición inferente a la inferida de donde se toma una proposición falsa, pero que aparenta ser verdadera, con arreglo a la cual discurre el argumento sofístico, como cuando se dice: «Conozco al que viene, Corisco viene; luego, conozco a Corisco». Aquí se discurre del accidente al sujeto, es decir: del que viene a Corisco, en virtud de esta máxima: «Lo que es verdad del accidente, también del sujeto»; máxima que en realidad resulta falsa a causa de la disparidad entre el accidente y el sujeto, aunque parezca verdadera en virtud de su coincidencia. Así pues, dos concurren en el lugar sofístico citado. Uno es la causa de la apariencia, lo que hace que el argumento parezca bueno, también llamado principio motor porque mueve a asentir al argumento sofístico; y en el argumento anterior consiste en la asociación del accidente al sujeto. El otro es el principio del defecto porque produce la falta de necesidad en el argumento, también llamado causa de la inexistencia, que en el argumento anterior consiste en la disparidad entre el accidente y 279
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el sujeto. Por estos dos se produce la caída humana en el engaño, debido a que una cosa aparenta ser algo y no lo es. De ahí que el lugar sofístíco se llame por otro nombre falacia puesto que es de suyo causa del engaño, aunque uno no se engañe efectivamente a sí mismo, salvo cuando no se da cuenta. Además, tal como los lugares dialécticos se distinguen según las diversas relaciones ilativas de las que resulta la solidez del argumento y de las que proceden los argumentos mismos, así los lugares sofísticos o falacias se distinguen con arreglo a los principios motores de los que proviene la aparente solidez de los argumentos sofísticos. Esto ocurre de dos modos. Uno tiene lugar a partir de las palabras, cuando dada la unidad de la palabra se cree en la unidad de la realidad por ella significada; por ejemplo, las cosas que se significan con el nombre ‘can’ parecen ser una porque este nombre, ‘can’, es uno. El otro tiene lugar a partir de las cosas: dado que algunas cosas convienen entre sí en algún respecto, parecen ser absolutamente una, como antes se había dicho a propósito del accidente y el sujeto. Capítulo 14 Acerca de la falacia por ignorancia de la refutación (ignorantia elenchi) [88099] Como el silogismo y la contradicción forman parte del concepto de refutación5, todo lo que contravenga la definición del silogismo y de la contradicción, contraviene la definición de la refutación. Y por eso, como en cualquier falacia, el fallo es debido a la omisión de algún elemento definitorio del silogismo o de la contradicción, toda falacia se reduce a la ignorancia de la refutación como a un principio general. Pero como, por otra parte, en la definición de la refutación se hace constar la contradicción en calidad de diferencia específicamente constitutiva, es la omisión de las condiciones requeridas por la contradicción la que constituye especialmente la ignorancia de la refutación como una falacia especial. Ahora bien, como no puede haber haber falacia si falta la apariencia, para que la falacia se remita a la contradicción es preciso que se dé una contradicción aparente y con ello que algo falte a la verdad de la contradicción. Capítulo 15 Acerca de la falacia de petición de principio [88101] Se ha de saber que esta falacia no peca contra la fuerza ilativa de la argumentación, puesto que, dadas las premisas, la conclusión se sigue correctamente al observarse la relación debida del antece 5. Refutación corresponde a elenco. Recordemos que, según declaraba el capítulo 3 [88077] en la presentación de esta noción, «el elenco es el silogismo de la contradicción».
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dente al consecuente [inferentis ad illatum]. Pero peca contra la capacidad de prueba del argumento, puesto que lo aducido como prueba debe ser más manifiesto , condición que aquí no se cumple. Así pues, aquí el fallo no estriba en que la conclusión no se siga de las premisas, dado que las inferencias antes citadas6 discurren con arreglo a los lugares dialécticos, sino que reside en que se pide la admisión de la misma proposición como si fuera distinta. De ahí que si en los precitados modos de argumentar se asumen las premisas por ser mejor conocidas y no en calidad de suposiciones, el argumento no será sofístico sino dialéctico.
6. Citadas anteriormente como ejemplos de los cinco modos en que puede darse la falacia: 1) mediante la suposición de una definición; 2) mediante la suposición del caso universal para probar el particular; 3) mediante la suposición de cada caso particular para probar el universal; 4) mediante la suposición del caso en sentido dividido para probarlo en sentido compuesto; 5) mediante la suposición del caso correlativo. Veamos una muestra del primer modo y otra del quinto y último. Conforme al modo (1), se trata de probar que un hombre corre; para estos efectos, se pide suponer que un animal racional mortal corre y, asumido este supuesto —que, al envolver precisamente la definición de hombre, sería lo que hay que probar—, se arguye así: «Un animal racional mortal corre; luego, un hombre corre». Conforme al modo (5), para probar que Sócrates es padre de Platón se aduce este argumento: «Platón es hijo de Sócrates; por consiguiente, Sócrates es padre de Platón».
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3. ANTOINE ARNAULD (1612-1694) Y PIERRE NICOLE (1625-1695) Fuente La logique ou l‘Art de penser, contenant, outre les regles comunes, plusieurs observations nouvelles, propres à former le jugement [1662, 51683], par Antoine Arnauld & Pierre Nicole, ed. crítica de P. Clair y F. Girbal, PUF, París, 1965 (las referencias de página son a esta edición).
A. Contexto Lógica o Arte de pensar que contiene, además de las reglas comunes, varias observaciones nuevas apropiadas para la formación del juicio, título significativo en un doble sentido: i) la adscripción a la tradición escolar de la Lógica regulativa no ya de la razón sino, más en general, de las operaciones del pensamiento, y ii) la aportación de nuevas consideraciones dirigidas a la formación del juicio, pues esta es justamente la ocupación principal y distintiva del espíritu humano, como ya declaraba el Discurso de la primera edición (1662) que daba a conocer el propósito de la obra (véanse más arriba las Notas históricas, 3; también p. 15). Veamos la propia presentación de la disciplina: La Lógica es el arte de conducir bien la razón en el conocimiento de las cosas, tanto para instruirse uno mismo como para instruir a otros. Este arte consiste en las reflexiones que los hombres han hecho sobre las cuatro operaciones principales de su espíritu: concebir, juzgar, razonar y ordenar. Todo esto se realiza de modo natural y a veces mejor por parte de aquellos que no saben ninguna de las reglas de la Lógica que por parte de quienes las han aprendido. Así que este arte no consiste en hallar la forma de realizar estas operaciones, puesto que la naturaleza misma nos la proporciona al dotarnos de razón, sino en unas reflexiones sobre lo que la naturaleza nos hace hacer, que sirven para tres cosas: La primera es asegurarnos de que usamos bien la razón . La segunda es descubrir y explicar más fácilmente el error o el defecto que pueda darse en las operaciones del espíritu . 282
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La tercera es hacernos conocer mejor la naturaleza de nuestro espíritu mediante las reflexiones que realizamos sobre sus acciones (pp. 37-38). El estudio de los sofismas responde primordialmente al segundo objetivo. Pues bien, al consistir en razonamientos, su estudio corresponde a la parte III del tratado. B. Textos Parte III, Del razonamiento (pp. 177-178). Esta parte que ahora vamos a tratar y que incluye las reglas del razonamiento, está considerada la más importante de la Lógica y es casi la única que se expone con cierto cuidado. Pero cabe dudar si es también tan útil como se supone. La mayor parte de los errores de los hombres, como ya hemos dicho en otro sitio, proviene de razonar sobre la base de falsos principios, mucho más que de razonar mal a partir de unos principios1. Parte III, cap. xix, pp. 241-259. De las diversas maneras de razonar mal que se llaman sofismas Aunque si se conocen las reglas de los buenos razonamientos, no es difícil reconocer los que son malos, sin embargo, como los ejemplos que hay que evitar suelen llamar más la atención que los ejemplos que hay que seguir, no será inútil presentar las principales fuentes de los malos razonamientos, llamados sofismas o paralogismos2 porque esto contribuirá a evitarlos con más facilidad aún. Los reduciré a siete u ocho al ser algunos tan burdos que no merece la pena mencionarlos. 1. Probar algo distinto de lo que está en cuestión. Este sofisma es llamado por Aristóteles ignoratio elenchi, es decir, ignorancia de lo que uno debe probar contra su adversario. Es un vicio muy común en las controversias humanas. Se discute acaloradamente y, a menudo, los interlocutores no se entienden entre sí. La pasión o la mala fe hacen que uno atribuya a su adversario lo que este dista de sentir, a fin de 1. Nicole ya había avanzado en el Discurso Primero (1662) esta tesis característica de la nueva orientación informal, aunque luego la Logique no deje de ocuparse de los sofismas tradicionales. 2. No parece que Arnauld y Nicole estén interesados en distinguir entre sofismas y paralogismos como luego será habitual en la tradición escolar francesa, donde los primeros son argucias deliberadamente capciosas o engañosas, mientras que los segundos consisten en errores involuntarios; véanse, p. ej., las voces sophisme y paralogisme en A. Lalande, Vocabulaire technique et critique de la philosophie, F. Alcan, París, 1926; PUF, 202006.
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combatirle con mayor ventaja, o le impute consecuencias que imagina que pueden seguirse de su doctrina, aunque él las desapruebe y niegue como propias3. Todo esto puede referirse a esta primera especie de sofisma que un hombre sincero y de bien debe evitar a toda costa. 2. Suponer verdadero lo que está en cuestión Es lo que Aristóteles llama petición de principio, y resulta totalmente contrario al verdadero proceder de la razón, pues en todo razonamiento lo que sirve de prueba debe ser más claro y más conocido que lo que se quiere probar. Galileo le acusa, sin embargo, y con justicia, de haber incurrido él mismo en tal defecto al pretender probar que la Tierra está en el centro del mundo por este argumento: La naturaleza de las cosas pesadas es tender al centro del universo y la de las cosas ligeras es alejarse de él. Ahora bien, la experiencia nos hace ver que las cosas pesadas tienden al centro de la Tierra y que las cosas ligeras se alejan de él. Luego, el centro de la Tierra es el mismo que el centro del universo. Está claro que en la premisa mayor de este argumento hay una manifiesta petición de principio. Pues bien vemos que las cosas pesadas tienden al centro de la Tierra; pero ¿cómo sabía Aristóteles que tienden al centro del universo sin dar por supuesto que el centro de la tierra es el mismo que el centro del universo? Es justamente la conclusión que se pretendía probar por este argumento. También cabe relacionar con este tipo de sofisma la prueba cuya conclusión se obtiene de un principio diferente del punto que está puesto en cuestión, pero del que se sabe que no es menos problemático para aquel con quien se discute. Finalmente, pueden remitirse a este sofisma todos los razonamientos en los que se prueba una cosa que no se conoce por otra que es tanto o más desconocida, o una cosa incierta por otra que es tanto o más incierta. 3. Tomar por causa lo que no es causa Este sofisma se llama non causa pro causa. Es muy frecuente entre los hombres y se incurre en él de muchas maneras. Una, por el simple desconocimiento de las verdaderas causas de las cosas. Así, los filósofos han atribuido mil efectos diversos al horror al vacío, del que se ha pro 3. Tanto la deformación de la opinión del contrario como la atribución de consecuencias imaginarias e inaceptables a sus tesis, son sesgos no aristotélicos que parecen preludiar la falacia de caricaturización que suele denominarse «falacia del pelele (o muñeco de paja)».
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bado en nuestro tiempo y por experimentos muy ingeniosos que no tiene otra causa que el peso del aire, según puede verse en el excelente tratado de Pascal que acaba de aparecer4. Esos mismos filósofos enseñan por lo común que los vasos llenos de agua se rompen al helarse porque el agua congelada se comprime y así deja un vacío que la naturaleza no puede soportar. Sin embargo, se ha llegado a reconocer que no se rompen sino porque, al contrario, el agua helada ocupa más espacio que antes de congelarse, y esta es también la causa de que el hielo flote en el agua. A este mismo sofisma cabe remitir los casos en que se aducen causas remotas y que nada prueban para demostrar o bien cosas de suyo bastante claras, o bien cosas falsas o al menos dudosas. La otra causa que hace caer a los hombres en este sofisma es la necia vanidad que nos lleva a avergonzarnos de reconocer nuestra ignorancia. Pues a esto se debe que prefiramos inventarnos causas imaginarias de las cosas de las que se nos pide razón, antes que confesar que no sabemos la causa. Y la manera como evitamos la confesión de nuestra ignorancia es bastante divertida. Cuando observamos un efecto cuya causa nos es desconocida, nos imaginamos haberla descubierto una vez que hemos unido a ese efecto una palabra general del tipo de virtud o facultad que no forma en nuestro espíritu ninguna otra idea nueva, a no ser la de que el efecto tiene alguna causa, cosa que ya sabíamos antes de haber dado con tal palabra. Nadie ignora, por ejemplo, que las arterias laten, que el hierro cuando está próximo a un imán va a unirse a él, que la hoja de sen es purgante y que la adormidera produce sueño. Los que no presumen de saber y no tienen por vergonzosa la ignorancia, confiesan francamente que están al tanto de esos efectos, pero no conocen sus causas. Mientras que los sabios que enrojecerían de hacer tal confesión, se las arreglan de otra manera y abrigan la pretensión de haber descubierto la verdadera causa de esos efectos, a saber, que hay en las arterias una virtud pulsátil, en el imán una virtud magnética, en la hoja de sen una virtud purgativa y en la adormidera una virtud dormitiva. Y aún hay otras palabras que sirven para volver sabios a los hombres con poco esfuerzo, como simpatía, antipatía, cualidades ocultas5. 4. Las Experiences nouvelles touchant le vide fueron publicadas por Pascal en octubre de 1647 (Pierre Margat, París). Sin embargo, el texto parece referirse a su Traité de l’équilibre des liqueurs et de la pesanteur de la masse de l’air, compuesto por la misma época pero editado el año siguiente de su muerte por Florin Périer en 1663 (Deprez, París). Véase B. Pascal, Œuvres complètes, Seuil, París, 1963, pp. 194-263. 5. Las referencias a «virtudes» y «facultades» (o «potencias»), y a «simpatías/ antipatías», «cualidades cultas», etc., eran cargos comunes contra ciertas pretensiones escolásticas de explicación causal en filosofía natural.
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También se debe incluir en este tipo de sofisma este error común del espíritu humano: post hoc, ergo propter hoc. Algo ha acontecido a continuación de tal cosa, luego es preciso que tal cosa sea su causa. 4. Enumeración incompleta Apenas hay otro defecto del razonamiento en el que las personas diestras incurran con más facilidad que el de realizar enumeraciones incompletas, y no considerar suficientemente todas las formas como algo puede ser o puede llegar a darse. Esto les hace concluir temerariamente o bien que algo no es, porque no es de cierta forma aunque pueda ser de otra, o bien que es justamente de tal forma, aunque pueda ser de alguna otra que no han tomado en cuenta6. 5. Juzgar acerca de una cosa por algo que solo le conviene de modo accidental Este sofisma tiene el nombre escolar de fallacia accidentis. Se incurre en él cuando se saca una conclusión absoluta, simple y sin restricciones, de lo que solo es verdad por accidente. Es lo que hace tanta gente que se despacha a gusto contra el antimonio porque, mal aplicado, produce efectos nocivos. O lo que hacen quienes endosan a la elocuencia todos los malos efectos que genera su abuso, o a la medicina los errores de algunos médicos ignorantes. También se incurre a menudo en esta mala forma de razonar cuando se toman las meras ocasiones por verdaderas causas7. 6. P asar del sentido dividido al sentido compuesto, o del sentido compuesto al sentido dividido Uno de estos sofismas se llama fallacia compositionis; el otro, fallacia divisionis. Se comprenderán mejor mediante ejemplos. Jesucristo dice en el Evangelio hablando de sus milagros: los ciegos ven, los cojos andan, los sordos oyen. Esto solo puede ser verdad si se entienden estas cosas por separado y no de modo conjunto, es decir, en un sentido dividido y no en un sentido compuesto. Pues los ciegos no ven mientras están ciegos y los sordos no oyen mientras están sordos. Pero los que habían sido ciegos y han dejado de serlo, ahora ven; y lo mismo respecto de los sordos. 6. Se trata de una falacia inédita en el catálogo tradicional escolar. Consiste en una disyunción no exhaustiva, en la que no se consideran todas las opciones pertinentes para descartar o para sentar un caso determinado. Vaz Ferreira mucho más tarde, en las primeras décadas del siglo xx, también será muy sensible a este «paralogismo». 7. No es fácil ver en qué difieren tanto este caso, como el anterior, de los errores correspondientes al sofisma 3, que da en tomar o proponer como causa de algo lo que no es su causa.
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Hay, por el contrario, proposiciones que solo son verdaderas en un sentido opuesto a este que es el dividido. Como, por ejemplo, cuando san Pablo dice que los maldicientes, los fornicadores, los avaros no entrarán en el reino de los cielos. Pues esto no quiere decir que no se salvará ninguno de los que hayan tenido estos vicios, sino que solamente aquellos que sigan ligados a esos vicios y no los abandonen para convertirse a Dios, no tendrán parte en el reino del cielo. Salta a la vista que no se puede pasar de uno de estos sentidos al otro sin cometer un sofisma8. 7. Pasar de lo que es verdad en cierto respecto a lo que es verdad sin más Es lo que recibe el nombre escolar de a dicto secundum quid ad dictum simpliciter. He aquí algún ejemplo. Los epicúreos probaban incluso que los dioses debían tener forma humana porque no hay ninguna otra más bella y todo lo que es bello debe darse en Dios. Era razonar muy mal. Pues la forma humana no es belleza en un sentido absoluto, sino solo con respecto al cuerpo. Y así, al ser una perfección en cierto respecto, pero no una perfección sin más, no se sigue que deba darse en Dios porque todas las perfecciones se den en Dios, puesto que solo las perfecciones absolutas o sin más, es decir, las que no envuelven ninguna imperfección, son las que se dan necesariamente en Dios. 8. A busar de la ambigüedad de las palabras, lo que cabe hacer de diversas maneras Pueden incluirse en este tipo de sofisma todos los silogismos que están viciados porque tienen cuatro términos, bien porque el término medio está tomado particularmente en las dos premisas, bien porque se toma en un sentido en la primera y en otro sentido en la segunda, o bien, en fin, porque los términos de la conclusión no tienen el mismo sentido en la conclusión y en las premisas. Pues no reservamos la calificación de ambiguas solo para las palabras que son palmariamente equívocas, algo que no induce a error casi nunca, sino que por ambigüedad entendemos todo aquello que puede hacer cambiar el significado de una palabra, sobre todo cuando los hombres no reparan fácilmente en este cambio al tomar por una y la misma cosa las diversas cosas que está significando un mismo sonido. Sobre este punto se puede ver lo dicho al final de la primera parte, donde también se habló del remedio que se debe aplicar a 8. Un sofisma de ambigüedad al menos, si el paso consiste en tomar un sentido por otro en un mismo contexto discursivo (véase más abajo, sofisma 8). Por otra parte, si el paso es inferencial, también sería un sofisma tanto inferir de una premisa en sentido dividido una conclusión en sentido compuesto como inferir de una premisa en sentido compuesto una conclusión en sentido dividido —caso no mencionado en la 1.ª edición de 1662, pero incluido en la 5.ª edición de 1683—.
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la confusión de las palabras ambiguas mediante definiciones tan precisas que nadie pueda verse engañado9. Así que me contentaré con aducir algún ejemplo de este tipo de ambigüedad que a veces induce a error a personas competentes. Como la que se encuentra en las palabras que significan un todo que cabe tomar o colectivamente, referido a todas sus partes en conjunto, o distributivamente, referido a cada una de ellas. Por medio de esta distinción hay que resolver este sofisma de los estoicos que daban en concluir que el mundo era un animal dotado de razón: Lo que tiene uso de razón es mejor que aquello que no lo tiene en absoluto. Ahora bien, no hay nada, decían ellos, que sea mejor que el mundo. Luego, el mundo tiene uso de razón. La premisa menor de este argumento es falsa, porque atribuye al mundo lo que no conviene sino a Dios, un ser tal que nada puede concebirse más perfecto ni mejor10. Pero, limitando el caso a las criaturas, aunque se pudiera decir que nada hay mejor que el mundo tomado colectivamente como la universalidad de todos los seres creados por Dios, todo lo que cabe concluir es, a lo sumo, que el mundo está dotado de uso de razón por lo que se refiere a algunos de sus componentes, como los ángeles y los hombres, pero no que el todo en su conjunto sea un animal dotado de uso de razón. De igual modo razonaría mal quien dijera: El hombre piensa. Ahora bien, el hombre está compuesto de cuerpo y alma. Luego, el cuerpo y el alma piensan. Pues para atribuir el pensamiento al hombre entero, basta con que piense según una de sus partes integrantes, sin que de ahí se siga en modo alguno que piense según la otra. 9. Sacar una conclusión general de una inducción deficiente Se habla de inducción cuando la investigación de muchos casos particulares nos lleva al conocimiento de una verdad general. Así, cuando se ha comprobado en bastantes mares que allí el agua es salada, y en bastan 9. Cf., por ejemplo, el capítulo xii de la parte I, en el que los autores introducen además la distinción entre la definición nominal, reclamada por Pascal para la geometría, y la definición real (ed. cit., pp. 86 ss.). Los autores no parecen atender a la demarcación tradicional entre falacias lingüísticas y extralingüísticas, de modo que la ambigüedad podría darse en ambos casos. Más adelante, en el cap. xi de la parte IV, que presenta una reducción del método de las ciencias a ocho reglas principales, Arnauld formula dos reglas correspondientes a las definiciones; no dejar los términos oscuros o equívocos sin definir y no emplear en las definiciones otros términos que los perfectamente conocidos o ya explicados (ibid., p. 334). 10. Noción aducida por san Anselmo en el Proslogion (compuesto en Bec hacia 1078) para derivar de ella la necesidad de reconocer la existencia de Dios, conforme al llamado más tarde «argumento ontológico»; también fue empleada en un sentido similar por Descartes. Aquí no tiene, naturalmente, esas pretensiones y obra solo como una noción establecida o común en el medio cultural de la Logique.
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tes ríos que el agua es allí dulce, se concluye con carácter general que el agua del mar es salada, y la de los ríos, dulce. Las diversas pruebas realizadas de que el oro no disminuye con el fuego, han hecho juzgar que esto es verdad de cualquier oro. Y como no se ha encontrado un pueblo que no hable, se considera muy cierto que los hombres hablan, es decir, se sirven de sonidos para significar sus pensamientos. En todo caso y con la reserva de otro lugar para tratar esta materia, baste decir aquí que las inducciones deficientes, es decir, las que no son completas, suelen hacer caer en el error11. Me contentaré con ofrecer un ejemplo notable. Todos los filósofos habían aceptado hasta nuestros días como verdad indudable que, estando una jeringa obstruida, era imposible tirar del pistón sin reventarla, y que por medio de bombas aspirantes se podía hacer subir el agua hasta la altura que se quisiera. Y lo que hacía creerlo con tal firmeza era que se suponía haberlo verificado por una inducción bien asentada tras haber hecho una infinidad de experimentos. Pero tanto lo uno como lo otro ha resultado falso. Pues nuevos experimentos han puesto de manifiesto que cabe tirar del pistón de una jeringa, por muy obstruida que esté, siempre que se emplee una fuerza igual al peso de una columna de agua de más de treinta pies de altura y del grosor de la jeringa; así como han hecho ver que, por medio de una bomba aspirante, no se podría elevar el agua más allá de los 32 o 33 pies12. Parte III, cap. xx, pp. 260-289. De los malos razonamientos que se cometen en la vida civil y en los discursos ordinarios13 Hasta aquí hemos visto algunos ejemplos de las faltas más comunes que se cometen al razonar en materias científicas. Ahora bien, como el principal empleo de la razón no se da en este tipo de temas que tienen poco 11. Error que, al igual que el caso 4 de «enumeración imperfecta», no venía recogido en los catálogos escolares de falacias. Hoy, bajo la denominación corriente de «generalización precipitada», ha venido a ser una de las falacias más conocidas y tratadas —e incluso, en ciertos contextos, discutidas—. 12. Fue, al parecer, una observación que intrigó a los fontaneros de Florencia en 1643 y luego sirvió como unos de los puntos de partida para los estudios y experimentos de Torricelli y de Pascal. Pueden verse al respecto el tratado de Pascal sobre el vacío, antes mencionado (nota 4), y su carta a Périer del 15 de noviembre de 1647 (en la ed. citada de sus Œuvres complètes, pp. 221-222). 13. Este capítulo es uno de los lugares que acusan el desarrollo que ha tenido lugar desde la 1.ª edición (1662) hasta la 5.ª (1683). En la primera, se trataba del cap. xviii; su redacción tenía un aire más suelto y moralizante, con abundantes consideraciones particulares y psicológicas. En la última, aunque los cambios ya se inician en la 2.ª edición de 1664, el tratamiento es más general y metódico e, incluso, un tanto sistemático, por ejemplo, a partir de la distinción entre causas de error internas y externas.
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que ver con la conducta en la vida diaria y en los que incluso es menos peligroso equivocarse, sería sin duda mucho más útil considerar en general qué es lo que induce a los hombres a los falsos juicios que se forman acerca de cualquier materia; principalmente en cuestión de costumbres y en otros asuntos que son importantes en la vida civil y que constituyen un tema común de sus conversaciones. Pero dado que esta tarea exigiría un tratado aparte que abarcara casi toda la Moral, nos contentaremos con señalar aquí, de modo general, alguna de las causas de esos falsos juicios que tan comunes son entre los hombres. No nos hemos detenido a distinguir los falsos juicios de los malos razonamientos y hemos indagado indiferentemente las causas de unos y de otros, tanto porque los falsos juicios son fuentes de los malos razonamientos y los producen por consecuencia necesaria, como porque, de hecho, hay casi siempre un razonamiento oculto y latente en lo que nos parece un simple juicio, así como siempre hay algo que sirve de motivo y de principio para este juicio. Por ejemplo, cuando se juzga que un bastón que parece curvado dentro del agua, es en efecto curvo, este juicio descansa en una proposición general falsa: lo que parece curvado a nuestros sentidos, es curvo realmente; y envuelve así un razonamiento, aunque no desarrollado. Por lo tanto, considerando en general las causas de nuestros errores, parece que pueden reducirse a dos principales: una interior, consistente en el desorden de la voluntad que perturba y trastorna el juicio; la otra exterior, referida a los objetos sobre los que juzgamos y que inducen a engaño a nuestro espíritu por falsas apariencias14. Y si bien estas causas casi siempre actúan unidas, hay, no obstante, algunos errores en los que una pesa más que la otra, motivo por el cual nos ocuparemos de ellas por separado. Sobre los sofismas debidos al amor propio, el interés o la pasión 1. Si se examina con atención lo que por lo común ata a los hombres a una opinión antes que a otra, se hallará que no es la penetración de la verdad y la fuerza de las razones, sino más bien algún lazo del amor propio, del interés o de la pasión. Tales son los pesos que inclinan la balanza y nos llevan a decidir en la mayor parte de nuestros casos de duda; eso es lo que da el mayor impulso a nuestros juicios y lo que a ellos nos aferra más fuertemente. Juzgamos acerca de las cosas no por lo que ellas son 14. Esta distinción puede ser un precedente de la propuesta por John Stuart Mill entre las fuentes morales e intelectuales del error (Sistema de Lógica, lib. V, cap. 1, § 3; ed. cit., pp. 737-738 en especial), aunque su influjo y su peso relativos difieran de los que la Logique reconoce a los motivos internos y externos. Según Mill, las morales solo obran de modo indirecto, como predisposiciones, y consisten principalmente en la indiferencia a la verdad y en inclinaciones sesgadas; las intelectuales obran de modo directo y determinante para dar lugar a pruebas aparentes pero infundadas o fallidas.
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en sí mismas; sino por lo que son con respecto a nosotros, y hacemos de la verdad y de la utilidad una misma cosa. Sobre los falsos razonamientos que surgen de los objetos mismos Ya se ha señalado que las causas interiores de nuestros errores no deberían separarse de aquellas otras derivadas de los objetos, que pueden llamarse exteriores, dado que las falsas apariencias de los objetos no serían capaces de hacernos caer en el error si la voluntad no impulsara al espíritu a formarse un juicio precipitado cuando aún no tiene luces suficientes al respecto. Pero como la voluntad no puede ejercer ese dominio sobre el entendimiento cuando se trata de cosas completamente evidentes, salta a la vista que la oscuridad de los objetos contribuye en buena medida a nuestros errores. Así como, por cierto, se dan con frecuencia casos en los que apenas se deja notar la pasión que lleva a un mal razonamiento. De ahí que sea útil considerar por separado las ilusiones que surgen principalmente de las cosas mismas. 4. Las falsas inducciones por las que se derivan proposiciones generales a partir de ciertas experiencias particulares, son una de las fuentes más comunes de los falsos razonamientos de los hombres. No hacen falta más que tres o cuatro ejemplos para formar una máxima o un lugar común del que servirse en calidad de principio para determinar todos los casos15. 6. Pero no hay razonamientos falsos más frecuentes entre los hombres que aquellos en los que se incurre, bien al juzgar temerariamente acerca de la verdad de algo sobre la base de una autoridad insuficiente para garantizarla, bien al decidir sobre el fondo de un asunto por la forma. Daremos al primer caso el nombre de sofisma de la autoridad, al segundo, el de sofisma de la forma. Para comprender hasta qué punto son comunes, basta con reparar en que la mayoría de los hombres no se deciden a adoptar una opinión en vez de otra por razones sólidas y esenciales que les harían conocer la verdad, sino por ciertas marcas exteriores y ajenas que se corresponden mejor, o que ellos estiman que se corresponden mejor, con la verdad que con la falsedad. La razón es que la verdad interior de las cosas se halla con frecuencia oculta y que los espíritus de los hombres son por lo común débiles y obtusos, y están llenos de neblinas y falsas claridades, mientras que las mar 15. Vienen a ser un trasunto de las inducciones deficientes o generalizaciones precipitadas cometidas en el campo científico —véase el caso 9 del cap. xix, más arriba—.
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cas exteriores son, por el contrario, meridianas y palpables. Así pues, como los hombres se inclinan de buen grado hacia lo que les resulta más fácil, se colocan casi siempre del lado desde el que aprecian las marcas exteriores que disciernen con facilidad. Pueden reducirse a dos principales: la autoridad de quien propone la cosa y la forma como está propuesta. Estas dos vías de persuasión son tan poderosas que arrastran a casi todo el mundo. Aquí no vamos a abordar la empresa de establecer las reglas y los límites precisos de la deferencia que se debe a la autoridad en las cosas humanas, sino que se trata simplemente de señalar algunas faltas de bulto que se cometen en tales asuntos16. A menudo solo se toma en cuenta el número de testimonios sin reparar en si este número hace que sea más probable que se haya dado con la verdad. Esto no es razonable. Pues, como un autor de nuestro tiempo ha señalado con buen criterio, en los asuntos difíciles y en los que se impone que cada uno dé con la verdad por sí mismo, es más verosímil que la halle uno solo que no el que sea descubierta por muchos. Así que no es una buena relación de consecuencia la siguiente: Esta opinión es la que sigue el mayor número de filósofos; luego, es la más verdadera. Es frecuente dejarse persuadir por ciertas cualidades que no guardan relación alguna con la verdad de las cosas de las que se trata. Hay así una multitud de personas que creen sin mayor discernimiento a los que tienen más edad y más experiencia en aquellas cosas que justamente no dependen de la edad ni de la experiencia, sino de las luces del espíritu. 7. Cierto es que si hay errores disculpables son aquellos en los que incurrimos al condescender con el sentir de quienes estimamos que son gentes de bien. Pero hay una ilusión bastante absurda de suyo y que, sin embargo, es muy común: la de creer que alguien dice verdad porque es de noble cuna, es rico u ostenta una alta dignidad. Pero esta ilusión es mucho más fuerte aún en los Grandes mismos, que no han tenido el cuidado de corregir la impresión que su fortuna les produce de modo natural en su espíritu, que la que pudiera darse en sus inferiores. Pocos hay que 16. Según Hamblin, estamos asistiendo a la primera aparición de la falacia ad baculum bajo el rótulo de sofisma de autoridad (2004: 156-157), e incluso a cierta forma moderna de argumentación ad hominem (157). Según Hansen y Pinto, aunque este tratamiento de la autoridad difiera del que se daría a la argumentación ad verecundiam, no deja de envolver alusiones a la fuerza y a la popularidad. De modo que, a su juicio, aun sin catalogar ni identificar las falacias correspondientes como miembros de la ilustre familia ad, «cabe sostener que es la Lógica de Port-Royal la que constituye el locus classicus del género de las falacias ad, no el Ensayo de Locke» (1995: 12). Desde luego, es un estatuto que no se le suele reconocer; y, en cualquier caso, las alusiones y observaciones de Arnauld y Nicole se parecen más a una especie de pool germinal que a una fuente o un lugar preciso de nacimiento.
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no hagan razón de su condición o de sus riquezas, y que no mantengan que sus opiniones deben prevalecer sobre las de quienes están por debajo de ellos. No pueden tolerar que gentes a las que miran con desprecio pretendan tener tanta capacidad de juicio y tanta razón como ellos; y esto es lo que les vuelve tan impacientes ante la menor contradicción. 8. Hay algo que es aún más engañoso en los errores que provienen de las formas. Pues, de modo natural, nos inclinamos a creer que una persona tiene razón cuando habla con gracia, con facilidad, con gravedad, con moderación y con dulzura; así como a creer, por el contrario, que alguien está equivocado cuando se expresa de forma desagradable, o da muestras de arrebato, acritud o presunción en sus palabras y acciones. Sin embargo, si solo se juzga sobre el fondo de las cosas por estas formas externas y sensibles, es imposible que uno no se equivoque con frecuencia. Pero así como es razonable estar en guardia para no concluir que una cosa es verdadera o falsa porque ha sido propuesta de tal o cual manera, también es justo que quienes deseen persuadir a los demás de una verdad que han llegado a conocer, se afanen en revestirla de las formas que mejor le vengan para ser aceptada, y en evitar las formas odiosas que solo son capaces de alejar a los hombres de ella. Si se toman en serio y honran la verdad, no deben deshonrarla cubriéndola con las marcas de la falsedad y la mentira; y si la aman sinceramente, no deben atraer sobre ella el odio y la aversión de los hombres por la forma abstrusa de proponerla. Este es el precepto más importante de la Retórica, tanto más útil por cuanto sirve para reglar el alma y las palabras. Pues aun siendo dos cosas bien diferentes, equivocarse en el fondo y equivocarse en las formas, con todo, las faltas en cuestión de formas son a menudo mayores y más considerables que los errores de fondo.
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4. JOHN LOCKE (1632-1704) Fuente J. Locke, An Essay concerning Human Understanding [1690], ed. de P. H. Nidditch, Clarendon Press, Oxford, 1975, 81991 (las referencias de página son a esta edición).
A. Contexto El Essay de Locke se ha considerado no solo exponente, sino promotor de la nueva lógica «de las ideas» (Yolton, 1955) o «de las facultades» (Buickerood, 1985), que ya había empezado a difundirse en el continente bajo la influencia de Descartes. Se trata de una lógica que no está interesada en las relaciones formales entre proposiciones —ni siquiera en la distinción entre forma y contenido a este respecto—. Está interesada en los constituyentes cognitivos de la mente humana, primordialmente las ideas, en el estudio y mejora de nuestras facultades dirigidas al conocimiento o a la opinión fundada, y en la prevención del error. Así pues, esta nueva lógica no consiste ni en la lógica formal de la tradición antigua y medieval, ni en la lógica psicológica de las leyes de la razón que luego contemplará el siglo xix, sino en una suerte de lógica epistemológica que acompaña los primeros pasos de la ciencia y metodología modernas. El contexto inmediato del texto seleccionado es un capítulo dedicado a la discusión de la facultad y los usos de la Razón, donde los párrafos 19-22 representan una digresión dedicada a un tema de reflexión autocontenido. A pesar de que a la lógica de las ideas o de las facultades le importan mucho más los errores cognitivos en general que las falacias discursivas en particular, esta digresión de Locke no deja de tener cierta importancia. Pero se trata de una importancia histórica, antes que teórica o analítica: es el acta de bautismo —no de nacimiento— de lo que podríamos llamar la «familia ad», una familia tan fecunda como rancia y prominente en el reino de las falacias.
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B. Texto Libro IV, cap. xvii, §§ 19-22, pp. 685-687. § 19. Antes de abandonar este asunto, puede que valga la pena reflexionar un poco sobre cuatro tipos de argumentos que los hombres [686] emplean comúnmente en sus razonamientos con los demás para vencer su resistencia a dar su asentimiento o, al menos, para imponerse a ellos hasta reducir al silencio su oposición. Primero. El primero consiste en aducir las opiniones de aquellos hombres que por su cultura, eminencia, poder o alguna otra causa se han hecho un nombre y han asentado su reputación en la estimación común con alguna suerte de autoridad. Cuando alguien tiene reconocida una dignidad de algún tipo, se considera una falta de modestia por parte de los otros privarle de algún modo de ella, y poner en tela de juicio la autoridad de que está investido. Suele censurarse, como muestra de orgullo desmedido, que uno no suscriba fácilmente lo que han determinado los autores consagrados y ha sido asumido con respeto y sumisión por los demás; y se tiene por insolencia que un hombre formule y mantenga su propia opinión en contra del caudal legado por la Antigüedad, o que la ponga en el platillo de la balanza frente a la de un instruido doctor o algún autor consagrado. Quien basa sus tesis en tales autoridades, cree que con ello debe sacar adelante su causa y está presto a tildar de desvergonzado a cualquiera que ose contradecirlas. Este es el que creo que cabe llamar argumentum ad verecundiam1. § 20. Segundo. Otro procedimiento del que los hombres se valen comúnmente para apremiar a otros, y para obligarles a doblegar su juicio y admitir la opinión objeto de debate, consiste en exigir al adversario que admita lo que ellos aducen como prueba o que indique otra mejor. Y llamo a esto argumentum ad ignorantiam2. § 21. Tercero. Un tercer procedimiento es presionar a un hombre con las consecuencias derivadas de sus propios principios o sus conce 1. ‘Verecundia’ significa modestia, discreción o respeto. Este tipo de argumento apela a la actitud de reconocimiento que debe inspirar, se supone, una autoridad legítima o acreditada. No se trata del sofisma de autoridad considerado en la Lógica de Port-Royal, P. III, cap. xx (véase más arriba), en el que se aducen autoridades aparentes o no pertinentes. 2. Aunque la denominación también parece ser original de Locke, la exigencia de una contraprueba o un contraargumento mejor como recurso para defender la causa propia ya era familiar en la tradición retórica. En todo caso, plantea una de las cuestiones relativas a la carga o responsabilidad de la prueba, un asunto de importancia en la argumentación retórica y jurídica, pero ignorado por la tradición lógica.
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siones previas. Esto es lo que ya se conoce por el nombre de argumentum ad hominem3. § 22. Cuarto. El cuarto es el empleo de pruebas extraídas de cualquiera de los fundamentos del conocimiento o de la probabilidad. Lo llamo argumentum ad judicium. Este es el único de los cuatro que comporta una verdadera instrucción y nos hace avanzar en el camino del conocimiento. Puesto que: 1) No argumenta que la opinión de otro hombre esté en lo cierto solo porque yo no la contradiga debido al respeto que le tengo o en virtud de cualquier otra consideración que no sea mi propia convicción. 2) No prueba que otro hombre siga el camino correcto, ni que yo deba tomarlo con él solo porque yo no sepa [687] de otro mejor. 3) Ni se sigue que otro hombre esté en el camino correcto porque me haya mostrado que yo estoy en el equivocado. Puede que yo sea modesto y por eso no me oponga a dejarme persuadir por otro; puede que yo sea un ignorante, incapaz de aducir algo mejor; puede que yo esté en un error y que el otro me muestre que es así. Motivos que, quizás, puedan inclinarme a aceptar la verdad, pero no me sirven para asumirla. Esta asunción debe provenir de las pruebas, de los argumentos y de la luz que surge de la naturaleza de las cosas mismas, y no de mi vergüenza, ignorancia o error4.
3. Locke se está haciendo eco de una denominación usual en el siglo xvii para los argumentos que también se llamaban ex concessis en la tradición escolar. Hoy, sin embargo, es otro el tipo de argumentos en que primero se piensa bajo la denominación de argumentación ad hominem: el de los que se refieren a las circunstancias personales de quien sostiene una tesis o debate un asunto, en vez de referirse a la tesis o al asunto en cuestión. A diferencia de los considerados por Locke, los argumentos que descansan en esta referencia extemporánea —que también se dice ad personam— suelen constituir un recurso discursivo no solo no pertinente sino falaz. 4. Al igual que la argumentación ad hominem se ha relacionado con la dialéctica de Aristóteles, este tipo de argumentación ad judicium se ha querido relacionar con sus pruebas demostrativas o didácticas, que discurren a partir de los debidos principios (cf. Hamblin 2004: 161). Sin embargo, conviene reparar en la distinción lockeana entre el conocimiento —siempre cierto y en este sentido semejante al saber demostrado— y la probabilidad, de modo que la argumentación ad judicium cubre un espectro bastante más amplio de pruebas que el limitado a las pruebas apodícticas de Aristóteles.
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5. Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764). Teatro Crítico Universal A. Una reforma de la disciplina de la Lógica Fuente * Tomo VII (1736). Nueva impresión: ed. de A. Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros, Joaquín Ibarra, Madrid, 1778.
Discurso undécimo: «De lo que conviene quitar en las Súmulas1», pp. 288-298. [Extractos] § II 5. Pero acaso a los principiantes serán necesarias las reglas expresadas2, aunque después se hayan de olvidar o no tengan uso; del modo que los andamios son precisos para formar el edificio, y después se derriban, porque él se sostiene por sí mismo sin ese auxilio. Digo que en parte convengo en ello, como aquellos preceptos se den muy sucintamente: pues en ellos se aprenden las voces facultativas propias para expresar las buenas o malas condiciones de los argumentos. Estoy persuadido a que todo hombre de buena razón, al momento que sobre materia que tiene estudiada, se le propone un silogismo vicioso, sin atención a regla alguna, y aun sin memoria y estudio de ella, conoce que es defectuoso; esto es, que la ilación no es buena, y aún dará alguna explicación del vicio que tiene aunque no con voces propias y facultativas. ¿Quién al oír aquel vulgar sofisma: Mus est vox monosyllaba, sed vox monosyllaba non manducat caseum; ergo mus non manducat caseum3, 1. «Súmulas», esto es, tratadillos o compendios, se llamaban los manuales de la Lógica escolástica que se impartía en el curso de Artes, una enseñanza preparatoria en las Escuelas menores para el estudio en las Facultades o Escuelas mayores (Derecho, Medicina, Teología). Solían ser versiones elementales y menguadas de los tratados medievales de Lógica escolástica, en las que buena parte de este legado ya se había trivializado en rosarios de reglas, o simplemente había desaparecido. 2. Reglas de modalidades, apelaciones, conversiones, equivalencias. 3. En adaptación del latín al español: Ratón es una palabra bisílaba, pero una palabra bisílaba no come queso; luego, un ratón no come queso.
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no conocerá que es un modo de argüir defectuosísimo, y se reirá de el que lo propone? Pero no sabrá decir que el vicio que tiene es la variación de suposición4. 6. Y si se mira bien, se hallará que ningún Escolástico, sea principiante o no, toma en disputa las reglas Sumulísticas como medio para examinar si algún silogismo es vicioso o no. La prueba es clara, porque para eso sería menester detenerse en el examen de cada silogismo una o dos horas; pues todo ese tiempo sería menester para ir repasando mentalmente todas las reglas y contemplando si en la aplicación falta, o no, la observancia de cada una. Lo más, pues, que pueden servir las reglas al Escolástico, es para dar razón del vicio del silogismo, cuando el Arguyente se la pide. 7. Pero ni aun esta utilidad se logra, sino en una mínima parte. Rarísimo es el Escolástico que tiene presente todas las reglas. A este rarísimo no se le da espacio para reflexionar lo que es menester para ver a qué regla se falta en el silogismo; conque ya por falta de tiempo, ya por falta de memoria, solo a unas poquísimas reglas generales se recurre en la disputa: pongo por caso si se varió la apelación, si se varió la suposición, si se infiere la consecuencia de dos proposiciones negativas, si se deduce de dos particulares, si hay algún término en el consiguiente que no aparezca en las premisas, etc.5. Luego convendría instruir solo en estas reglas generales que son las que han de tener en uso y no descender a tanta menudencia, cuya enseñanza consume mucho tiempo y después no es de servicio. 4. Según la teoría de la suposición legada por la tradición del análisis lógico escolástico medieval, el término mus (ratón) se usa en la primera premisa con una suposición material en la medida en que esta palabra se denota a sí misma como término, pero pasa a tener en la conclusión una suposición formal al denotar el objeto que significa o el roedor al que se refiere. Este cambio incurre en ambigüedad y viola la regla que prohíbe a un silogismo contar con más de tres términos (véase t. VIII, Discurso 2.º, § I 2, infra). 5. La apelación es otra propiedad de los términos considerada por la teoría de la suposición; difiere de esta en que la apelación siempre se refiere a una cosa existente, mientras que la suposición puede no solo significar sino referirse a algo inexistente; por ejemplo, el término ‘Anticristo’, según Pedro Hispano (Tractatus, X, 1), tiene significado y suposición, pero no apelación. Una variación de apelación podría ser la que cambia la referencia de un término común como ‘hombre’ cuando pasa de referirse al hombre como especie existente, p. ej., en «el hombre es un animal racional», a referirse a los hombres particulares, p. ej., en «el hombre es un lobo para el hombre». Como muestra de variación de suposición, recuérdese el ejemplo anterior (véase nota 4, supra). Por otro lado, según las reglas silogísticas, no cabe obtener una consecuencia válida ni a partir de dos premisas negativas, ni a partir de dos premisas particulares: en el primer caso, porque no hay un término común de comparación y, en el segundo caso, porque el término medio no está tomado en sentido universal o distribuido; así pues, en ambos casos, la relación entre el sujeto y el predicado de la posible conclusión queda indeterminada. Por último, la presencia de un nuevo término en la conclusión, además de los empleados en las premisas (mayor, medio y menor), violaría la regla de que el silogismo no puede tener más de tres términos.
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§ III 8 Confieso que si se pudiesen dar reglas para desenredar todo género de sofismas, sería utilísimo aprenderlas y conservarlas presentes en la memoria aunque fuese a costa de mucho estudio. Pero el mal es que todas las que dan los que con más prolijidad escriben las Súmulas no alcanzan a manifestar ni aun la centésima parte de las trampas de que se puede usar en la disputa. Aquellos antiguos dialécticos Crisipo, Euclides de Megara y Eubúlides inventaron varios sofismas cuyo desenredo no se ha logrado con todas las reglas sumulísticas prolijamente estampadas en tantos libros. Tales son aquellos de la invención de Eubúlides a quienes él, con alusión a la materia de que trataban, dio los nombres de el Mentiroso, el Engañador, la Electra, el Sorites, el Velado, el Cornuto, el Calvo6. 11. El ingenio humano siempre fue más fértil en cavilaciones para oscurecer la verdad que en discursos para descubrirla. § V 19. No por eso concluyo que las Súmulas sean inútiles, sino que la utilidad que se puede sacar de ellas se logrará con los poquísimos preceptos generales, que se reducen a dos pliegos. Con ellos y con una buena Lógica natural, se puede cualquiera andar arguyendo por todo el mundo. Y si la Lógica natural no es buena, no sirve la artificial sino para embrollar y confundir. B. A busos dialécticos y sofismas. Una propuesta de reducción a la ambigüedad Fuente Tomo VIII (1739). Nueva impresión: ed. de P. Marí, a cargo de la Real Compañía de Impresores y Libreros, Joaquín Ibarra, Madrid, 1779.
Discurso primero: «Abusos de las disputas verbales», pp. 1-12. § I 1. He oído y leído mil veces (mas ¿quién no lo ha oído y leído?) que el fin, si no tal, primario de las disputas escolásticas es la indagación de la verdad. Convengo en que para eso se instituyeron las disputas; mas no es ese por lo común el blanco a que se mira en ellas. Dirélo con voces escolásticas. Ese es el fin de la obra; mas no del operante. O todos, o casi todos, los que van al Aula o a impugnar o a defender, llevan hecho 6. Hoy algunos de ellos se considerarían más bien paradojas, como sin ir más lejos el caso del mentiroso: «Un hombre profiere esta Yo miento. En la cual se infiere que si dice la verdad, miente, porque eso es lo que afirma en la proposición; y del mismo modo se infiere que si miente, dice verdad» (§ III 10, p. 293). En cambio, sería un sofisma el Cornuto, véase Discurso 2.º, § II 10, infra.
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propósito firme de no ceder jamás al contrario, por buenas razones que alegue. Esto se proponen y esto ejecutan. 5. Mas por lo que mira a aclarar la verdad en los asuntos que se controvierten en las Escuelas, es verosímil que esta se estará siempre escondida en el pozo de Demócrito7. Bien lejos de ponerse los conatos que se jactan para descubrirla, yo me contentaría con que no se pusiesen para oscurecerla. No de todos lo profesores me quejo; pero sí de muchos que en vez de iluminar la aula con la luz de la verdad, parece que no piensan sino en echar polvo en los ojos de los que asisten en ella. A cinco clases podemos reducir a estos, porque no en todos reinan los mismos vicios, aunque hay algunos que incurren en todos los abusos que vamos a tratar. [Primer abuso, el de los que disputan «con demasiado ardor» (§ II, 6 [p. 3]). Segundo abuso, «herirse los disputantes con dicterios» (§ III, 10 [5]). Tercer abuso, «la falta de explicación por lo que se refiere al significado de los términos empleados, de modo que ambas partes, ‘arguyente’ y ‘sustentante’, pueden estar diciendo lo mismo sin enterarse» (§ IV, 14 [7])]. § V 16. El cuarto abuso es argüir sofísticamente. Los Sofistas hacen un papel tan odioso en las Aulas como en los Tribunales los tramposos. Entre los antiguos Sabios eran tenidos por los truhanes de la escuela. Luciano los llamó Monos de los Filósofos. Y yo les doy el nombre de Titereteros de las Aulas. Una y otra8 son artes de ilusiones y trampantojos. Platón (in Euthydemo) dice que la aplicación de los Sofistas es un estudio vilísimo y ridículos los que se ejercitan en él. Poco antes había dicho (sentencia digna de Patón) que es cosa más vergonzosa concluir a otro con sofismas, que ser concluido de otro con ellos. En las guerras de Minerva, como en las de Marte, menos deslucido sale el que es vencido peleando sin engaño, que el que vence usando de alevosía. 17. Es el Sofisma derechamente opuesto al intento de la disputa. El fin de la disputa es aclarar la verdad; el del Sofisma, oscurecerla . 18. Estoy bien con la máxima, que han practicado algunos, de no dar a los Sofismas otra respuesta que la de un gracejo irrisorio. Un Sofista le probaba a Diógenes que no era hombre, con este argumento: Lo que yo soy, no lo eres tú; yo soy hombre; luego, tú no eres hombre. Respondióle Diógenes: Empieza el silogismo por mí, y sacarás una conclusión verdadera. Motejo agudo; porque para empezar por Diógenes el 7. La sentencia que Diógenes Laercio atribuye a Demócrito: «En realidad, nada sabemos. La verdad yace en lo profundo» (Vidas de los filósofos…, IX, § 72), cobró fama en la posteridad bajo la versión: «La verdad yace en (el fondo de) un pozo». 8. La empleada en las Aulas y la empleada en los Tribunales.
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silogismo, era preciso que el Sofista lo formase así: Lo que tú eres, no lo soy yo; tú eres hombre; luego, yo no soy hombre. 19. Son los sofismas unos nudos, como el gordiano, mejores para cortados que para desatados. Desátalos el estudio, córtalos el desprecio. Aquello es más difícil, esto más útil; porque los sofistas, viendo que se trabaja en deshacer sus enredos, haciendo gala de la dificultad que en ello se encuentra, toman más aire para proseguir en ellos, y al contrario, cesarían en ese fútil ejercicio, corridos de ver que no se les daba otra respuesta que la irrisión. 20. Esto se debe limitar a los sofismas que evidentemente son tales. De esta clase son todos aquellos argumentos que intentan probar una cosa evidentemente falsa . 21. Mas como en las aulas rara o ninguna vez se proponen sofismas contra verdades evidentes, y aunque se propusiesen, siempre quedaría desairado el que respondiendo solo con el desprecio, tácitamente confesase su inhabilidad para desatar el nudo, en el discurso siguiente9 daremos una instrucción general para disolver todos, o la mayor parte de los sofismas. § VI 22. El quinto y último abuso, o defecto, que hallamos en las disputas verbales, es la establecida precisión de conceder, o negar, todas las proposiciones de que consta el argumento. Este defecto (si lo es) es general, pues todos lo practican así. Ocurren muchas veces en el argumento proposiciones de cuya verdad o falsedad no hace concepto determinado el que defiende. Parece ser contra razón que entonces conceda, ni niegue. ¿Por qué ha de conceder lo que ignora si es verdadero, o negar lo que no sabe si es falso? ¿Pues qué expediente tomará? No decir concedo ni niego, sino dudo. Esto manda la santa ley de la veracidad. Discurso segundo, «Desenredo de sofismas», pp. 13-30. § I 1. Aristóteles, en el Libro primero de los Elenchos10, señaló trece principios de la falacia de los argumentos sofísticos, o trece capítulos por donde los silogismos pueden ser falaces. De estos trece capítulos, los seis constituyó en dicción, y los siete en la cosa expresada por la dicción. Pero bien mirado, todos los que señaló Aristóteles, tanto los primeros como los segundos, se pueden reducir a uno solo, que es la ambigüedad de la expresión. 2. Hablando, pues, con propiedad, el principio único de donde viene la falacia del silogismo, o que hace al silogismo falaz, es la ambigüe
9. Véase más abajo Discurso segundo, «Desenredo de sofismas». 10. De sophisticis elenchis, es decir, Sobre las refutaciones sofísticas.
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dad de alguna voz. La razón es, porque la falacia del silogismo consiste, según el mismo Aristóteles, en la apariencia que tiene de ser buena la ilación, siendo mala en la realidad, y esta apariencia solo puede venir de la ambigüedad de alguno de los tres términos de que consta el silogismo, el cual, tomándose en diferentes partes del silogismo en diverso sentido, falta la identidad de las extremidades con el medio; por consiguiente, no puede ser buena la ilación. 3. De aquí infiero, lo primero, que no es silogismo falaz o sofístico aquel donde la ilación ciertamente es mala por faltarse notoriamente a la forma; como este: El hombre es animal; el asno es animal; luego, el hombre es asno. La razón es porque aquí falta enteramente la apariencia de ser la raciocinación buena. Infiero, lo segundo, que tampoco es propiamente argumento sofístico aquel que no por defecto de la forma, sino por alguna proposición falsa, infiere un consiguiente notoriamente falso. 6. Estos argumentos [las aporías de Zenón de Elea en torno al movimiento] y otros semejantes, cuya dificultad no pende de las voces de que usan, sino del principio que toman, aunque infieran un consiguiente evidentemente falso, como el que infería Zenón, no son comprendidos, como dije, en la clase de los argumentos sofísticos; porque la falacia no está en la forma, sino en la materia. Por cuya razón tampoco para disolverlos se pueden dar reglas generales. Cada uno tiene su especial dificultad, que no se puede evacuar sino mediante la penetración del principio en que se funda, y materia que toca. § II 7. Volviendo, pues, a los silogismos o argumentos propiamente sofísticos, digo, que así como la falacia de todos se puede reducir a un principio solo, que es la ambigüedad de las voces, también a una regla única se puede reducir la solución de todos ellos, que es observar si entre las voces de que usa el argumento, hay alguna cuya significación sea ambigua en orden al intento de la disputa. Digo en orden al intento de la disputa, porque hablando absolutamente apenas hay voz en cuya significación no quepa alguna ambigüedad. Observada la ambigüedad de la voz, se le debe precisar al arguyente a que determine su significación; lo cual hecho, se verá patente la falacia. 9. La regla, pues, que en esto cabe es una y única. Cualquiera de mediana razón, al proponerle un argumento falaz, a la simple inspección de él, y antes de advertir en qué está la falacia, conoce que el consiguiente no se infiere en realidad de las premisas. Advertido esto, si se ve que según el sonido de las voces no hay defecto en la forma, es cierto que alguna de ellas es de significación ambigua; lo cual reconocido, como las voces son pocas, a brevísimo examen se descubrirá cuál es la que adolece de este defecto; en cuyo caso se le debe precisar al que arguye a que determine la significación. 302
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10. Pongo dos ejemplos en dos sofismas vulgarísimos y antiquísimos. Sea el primero aquel pueril silogismo: Mus est vox monosyllaba; sed vox monosyllaba non rodit caseum; ergo mus non rodit caseum11. Cualquiera, a la simple vista del silogismo, comprende que el consiguiente no se infiere y, juntamente, que atento solo el sonido de las voces, el argumento guarda la debida forma. De aquí infiere que hay en él alguna voz ambigua, y al momento hallará que la ambigüedad está en la voz mus, la cual en la mayor supone por sí misma y en la menor por el animal significado por ella. Sea el segundo el que por su materia llamaron los antiguos «cornuto»: Quod non amisisti, habes; sed non amisisti cornua; ergo, cornua habes12. Con el mismo método se hallará fácilmente que la ambigüedad está en el non amisisti [no has perdido]. No haber perdido se dice con propiedad de lo que se ha poseído, pero abusivamente de lo que nunca se poseyó. Así, con estos términos: proprie loquendo, impropie loquendo [hablando con propiedad, no hablando con propiedad], se puede distinguir mayor y menor. Más: no perder una cosa es conservarla, o en sí misma o en equivalencia suya. Sustitúyase en el silogismo el verbo conservar a no perder, y saldrá la menor evidentemente falsa. § III 11. Digo que para descubrir los trampantojos sofísticos, la Lógica natural hace mucho más que la artificial. Un buen entendimiento con mediana reflexión, sin atender a regla alguna más que a la general que hemos señalado, conoce luego si en el argumento se usa de alguna voz con ambigüedad: si su significación es o equívoca, u oscura, o impropia, etc., y descubierto esto, está descifrado el enigma. C. Apéndice sobre la referencia a autoridades Discurso cuarto: «Argumentos de autoridad», pp. 41-53. § II 4. No solo nace la gloria de los hombres grandes cuando muere la vida; pero cuanto más se alejan de la vida, tanto más crece su gloria. Puede decirse con alguna verdad, que no solo cuando mueren empiezan 11. Adaptación en español: Ratón es una palabra bisílaba; pero una palabra bisílaba no roe queso; luego, un ratón no roe queso. Se trata del ejemplo escolar ya aducido en el t. VII, Discurso undécimo, § II 5, con la variante manducat («come», véase nota 3, supra), en lugar de rodit. 12. Lo que no has perdido, lo tienes; no has perdido los cuernos; luego, tienes cuernos. También es un caso escolar y recurrente en estos Discursos de Feijoo. Descansa en el supuesto de dirigirse a alguien que nunca ha tenido cuernos, con el propósito de inducirle a considerarse cornudo o, por lo menos, no poder responder a esta imputación. De ahí la pertinencia de la observación final: si se adopta la versión «lo que conservas, lo tienes; conservas los cuernos; luego, tienes cuernos», la premisa menor, es decir, «conservas los cuernos», resulta obviamente falsa a la luz del supuesto.
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a ser elogiados; sino que son más elogiados, cuanto más muertos ; y como los vinos, si no se pierden enteramente, son más apreciados cuanto más añejos. 5. Este mayor aprecio no tiene fundamento alguno razonable. La senectud de los hombres puede hacerlos hombres más sabios; pero no a los Escritos la senectud de los mismos. 6. Es, pues, conforme a la razón que a la doctrina de los hombres grandes que florecieron en los siglos anteriores a nosotros, concedamos toda aquella diferencia que merecen como grandes; pero acordándonos siempre de que fueron hombres. La antigüedad no los ha deificado. Pudieron errar algo, como hombres, cuando escribieron; y si dejaron tal o cual yerro cuando salieron de esta vida, es cierto que no lo enmendaron después. § III 7. ¿Qué persuade todo lo dicho, sino que en las disputas debe preferirse la razón a la autoridad? Aun la misma autoridad concede la preferencia a la razón. 10. La que merecen los Santos Doctores, la explicó con exactitud el Ilustrísimo Cano en su famosa obra De Locis Theologicis, lib. 7, cap. 113, donde después de distinguir tres clases de cuestiones o materias: la primera, de las que tocan a la fe; la segunda, de las teológicas pero inconexas con los dogmas revelados; la tercera, de las que pertenecen a las ciencias naturales, en seis conclusiones va señalando el grado de autoridad que tienen los Santos Doctores con respecto al grado de autoridad de los Santos Doctores, ya unidos, ya divididos, respectivamente, a cada una de estas clases. Las conclusiones son como siguen. 11. Primera. Sanctorum auctoritas, sive paucorum, sive plurium, cum ad eas facultates affertur, quae naturali lumine continentur, certa argumenta non suppeditat; sed tantum pollet, quantum ratio naturae consentanea persuaserit. [La autoridad de los santos, sean pocos o muchos, no proporciona argumentos ciertos cuando se refiere al campo de aplicación de las facultades comprendidas por la luz natural; sino que vale tanto cuanto sea el valor de convicción de la razón natural acorde con ella]. 12. Segunda: Unius, aut duorum Sanctorum auctoritas, etiam in his quae ad Sacras litteras & doctrinam Fidei pertinent probabile quidem argumentum subministrare potest; firmum vero non potest. Ita despicere, & pro nihilo habere, imprudentis erit. Suspicere & habere por certo, erit 13. Melchor Cano (1509-1560). En su innovador tratado De locis theologicis libri duodecim (Salamanca, 1563), se propone trasladar a la teología el método que Aristóteles habría expuesto en los Tópicos sobre la base de unos lugares comunes considerados sedes y señales de argumentos (lib. 1, cap. 3). Las conclusiones citadas por Feijoo se encuentran en el capítulo 3 —no en el capítulo 1— del libro 7. Por otro lado, se citan en latín sin traducción: ahora Feijoo parece suponer que sus lectores son bilingües.
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omnino imprudentis. [La autoridad de uno o dos santos, en lo que concierne a la sagrada escritura y a la doctrina de la fe, puede suministrar un argumento probable, desde luego, pero no un argumento firme. Así que menospreciarla y tenerla en nada, será imprudente. Venerarla y tenerla por cierta también será por lo general imprudente]. 13. Tercera. Plurium Sanctorum auctoritas, reliquis licet paucioribus reclamantibus, firma argumenta Theologo sufficere, & praestare non valet. [La autoridad de muchos santos, aun siendo menos el resto de los que se oponen, no tiene el poder suficiente para proporcionar y garantizar al teólogo argumentos firmes]. 14. Cuarta. Omnium etiam Sanctorum auctoritas in eo genere quaestionum, quas ad Fidem diximus minime pertinere, fidem quidem probabilem facit; certam tamen non facit. [La autoridad de todos los santos, en aquel género de cuestiones de las que dijimos que tocan mínimamente a la fe, depara una creencia sin duda probable, pero no cierta]. 15. Quinta. In expositionem Sacrarum Litterarum communis omnium Sanctorum veterum intelligentia certissimum argumentum Theologo praestat ad Theologicas assertiones corroborandas. [La interpretación común de todos los santos antiguos referida a la exposición de la sagrada escritura garantiza al teólogo un argumento certísimo para la confirmación de aserciones teológicas]14. 16. Sexta. Sancti simul omnes in Fidei dogmate errare non possunt. [En un dogma de fe no pueden equivocarse a la vez todos los santos]15.
14. Según parece, Cano mostraba más respeto por la sanción de la Antigüedad que Feijoo. 15. La posición crítica de Feijoo y estas «conclusiones» de Cano cobran interés en la perspectiva histórica de los argumentos de autoridad, desde la idea aristotélica de plausibilidad como opinión digna de crédito, en la medida en que responde al parecer de todos o de la mayoría, o de los sabios acreditados, hasta la idea actual del crédito que merece el dictamen técnico de un experto en su dominio de competencia. Por ejemplo, léase «santo» como «persona acreditada o experta en el dominio de la fe». Recordemos, en esa perspectiva histórica, las ideas expresadas por la Lógica de Port-Royal sobre el sofisma de autoridad, por Locke sobre los argumentos ad verecundiam y, en fin, por Bentham sobre el recurso falaz a la autoridad en política, ideas que abren otras líneas de consideración y desarrollo de la autoridad.
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6. JEREMY BENTHAM (1748-1832) Fuente The Book of Fallacies, ed. de P. Bingham, Londres, 1824. Ed. rev. de H. A. Larrabee, Handbook of political fallacies, Baltimore, 1952/Nueva York 1962, 1971.
El libro de las falacias Introducción [pp. 3-16] [3] Sección 1. Qué es una falacia Con el nombre de falacia se suele designar cualquier argumento empleado o tema sugerido con el propósito o la probabilidad de inducir a engaño, o de hacer que adopte una opinión errónea cualquier persona a cuya consideración se proponga el argumento. [5] Sección 3. Relación entre falacias y errores vulgares Error —vulgar error en latín— es el nombre que se da a una opinión que, teniéndose por falsa, se considera únicamente en sí misma y no por las consecuencias de cualquier clase que puedan derivarse de ella. Se llama vulgar por referencia a las personas que la sustentan, tanto por su gran número como por su bajo nivel de respetabilidad o inteligencia. La denominación de falacia se aplica a cualquier tipo de discurso tendente, con o sin intención, a provocar la adopción de una opinión errónea o, por mediación de alguna otra opinión errónea [6] ya sustentada, a hacer incurrir o perseverar en una determinada línea de actuación perniciosa. Así, es un error vulgar creer que las personas que vivieron en los primeros tiempos o en el pasado eran, por haber vivido en esos tiempos, más sabias o mejores que las que han vivido después o en tiempos modernos; pero utilizar ese error con la pretensión de hacer que se mantengan unas prácticas o instituciones perniciosas, es una falacia. La mayoría de los que originariamente emplearon el término falacia consideraban el engaño no como una mera consecuencia más o menos probable de tales argumentos, sino como la consecuencia efectivamente perseguida al menos por algunos de quienes los esgrimían. Elenchoi sophiston, argumentos propios de los sofistas, es el nombre dado por Aris306
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tóteles a los trece argumentos que algunos de sus comentaristas latinos llamaron fallaciae (de fallere, engañar), de donde viene el término actual falacia. Argumentos que Aristóteles juzgaba, sin lugar a duda, instrumentos de engaño, pues siempre que los menciona, la intención de engañar consta expresamente o se da por supuesta. Sección 4. Falacias políticas La presente obra se limita al examen y la explicación de solo una clase de falacias: las relativas a la adopción o el rechazo de alguna medida de gobierno, sea legislativa, sea administrativa . Bajo el título de Tratado sobre las falacias políticas, esta obra tendrá la naturaleza y el efecto propios de un manual sobre el arte de gobernar, y serán su finalidad práctica y su objetivo la introducción de aquellas características del buen gobierno que todavía nos faltan, así como su perpetuación por medio de la razón, único instrumento idóneo para producir un efecto útil. Dos son los modos como puede emplearse en este empeño el instrumento de la razón. El primero y más directo consiste en mostrar positivamente, en relación con cualquier medida [7] propuesta, por qué vías cabe alcanzar el fin que se dice perseguir y cuáles serían las consecuencias. El segundo y menos directo consiste en poner de manifiesto la falta de pertinencia de los argumentos engañosos que pueden apartar a los hombres de la senda de la razón, para así prevenir y destruir su fuerza persuasiva. Un trabajo anterior tenía por objeto producir buenos argumentos1; el presente tiene como propósito exponer los malos, revelar su verdadera naturaleza y destruir así su fuerza perniciosa. La Sofistería es una hidra cuya fuerza quedaría destruida si se hicieran visibles todas sus cabezas. En esta obra se han buscado con diligencia y se han puesto en evidencia las principales y más activas entre ellas. Sección 5. Clasificación de las falacias Tantos son los medios de persuasión que este libro mostrará como falacias, que resulta de todo punto indispensable una guía de clasificación para que el entendimiento pueda hacerse una idea cabal de esta materia. Para construir tal clasificación con perfecta precisión lógica sería preciso disponer de más [8] tiempo del que el autor o el editor2 pueden dedicar a la tarea. Pero al ser preferible una clasificación imperfecta a la ausencia de clasificación, el autor ensayó varios principios de división 1. Bentham alude a su Traité de la législation civile et penale, publicado originariamente en francés por cuenta de E. Dumont (París, 1802); hay traducción española de 1821, reimpresa en edición a cargo de M. Rodríguez Gil en Editora Nacional, Madrid, 1981. 2. El autor es Bentham, el editor es Peregrine Bingham.
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en categorías. Uno fue el de la situación de los que profieren las falacias, especialmente en un cuerpo legislativo como un parlamento: habría así falacias de los de dentro [the Ins]; falacias de los de fuera [the Outs] y falacias de una y otra parte [Either-side Fallacies]3. Un principio de subdivisión hacía referencia a la facultad a la que se aplica la falacia en los sujetos sobre los que actúa: falacias de los afectos, falacias del juicio; y falacias de la imaginación. A cada uno de los grupos de falacias delimitados mediante este principio se le atribuyó una locución latina que expresara la facultad o afecto a que se apela, no por pedantería, sino para resaltar, marcar y dejar claro su concepto. Así, tenemos argumentos dirigidos: 1) Ad verecundiam (al respeto o la modestia); 2) Ad superstitionem (a la superstición); 3) Ad amicitiam (a la amistad); 4) Ad metum (al miedo); 5) Ad odium (al odio); 6) Ad invidentiam (a la envidia); 7) Ad quietem (a la inacción); 8) Ad socordiam (a la indolencia); 9) Ad superbiam (a la soberbia); 10) Ad judicium (al juicio), y 11) Ad imaginationem (a la imaginación). John Locke ha empleado del mismo modo expresiones latinas para distinguir cuatro clases de argumentos: Ad verecundiam, Ad ignorantiam, Ad hominem, Ad judicium. M. Dumont, que publicó hace pocos años una traducción o más bien una versión de una parte considerable del presente trabajo, dividió las falacias en tres clases de acuerdo con el objetivo particular para el que cada una de ellas parecía inmediatamente aplicable. Suponía que unas estaban destinadas a eliminar toda discusión; otras, a postergarla; y otras, en fin, a causar perplejidad cuando la discusión no pudiera eludirse. Llamó a las primeras falacias de autoridad; a las segundas, falacias de dilación; y a las últimas, falacias de confusión, al tiempo que añadía al nombre de cada una la locución latina que indicaba la facultad o el afecto al que apelaba principalmente. [9] El presente editor ha preferido la disposición de Dumont a la seguida por el autor . Además del objeto inmediato de cada clase de falacias, ha tomado en consideración la materia de cada una, con el fin de agrupar todas las falacias que se asemejan por su materia bajo una misma categoría. Las categorías se han dispuesto por el orden en que 3. Los neologismos de Bentham, the Ins y the Outs, vienen a sustituir denominaciones anteriores como Court party y Country party, respectivamente. Ins o Court Party son los partidarios del Gobierno. Las falacias cometidas por los de dentro tienden a eternizar su posición, mientras que los de fuera tratan de derrocarlos y sustituirlos mediante descalificaciones, por ejemplo. Este juego de poder hace a unos y a otros perseguir sus propios intereses en detrimento de los públicos e incurrir además en falacias comunes. Pero las partes también han de tener en cuenta en sus cálculos políticos otro aspecto de la situación: las buenas medidas pueden beneficiar a todos, vengan de donde vinieren, así como su bloqueo o dilación puede perjudicar a todos, se hallen dentro o fuera. Cf. Parte V, cap. VIII, «De cómo el estado de los intereses crea la demanda de falacias»; en Falacias políticas, pp. 218-221.
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puede esperarse que recurran a ellas, según demande el caso, los enemigos de toda mejora. En primer lugar, las falacias de autoridad, incluidas las alegaciones personales encomiásticas [laudatory personalities], cuya materia es la autoridad en sus diversas formas y cuyo objetivo inmediato consiste en reprimir, bajo el peso de tal autoridad, todo ejercicio de la facultad de razonamiento. En segundo lugar, las falacias de peligro, incluidas las alegaciones personales denigratorias [vituperative personalities], cuya materia es la sugerencia de un peligro bajo diversas formas y cuyo objeto consiste en reprimir totalmente, al conjuro de ese peligro, la discusión de la medida propuesta. En tercer lugar, las falacias de dilación, cuya materia es la afirmación de razones para la dilación bajo diversas formas y cuyo objeto consiste en postergar la discusión con el propósito de eludirla por completo. En cuarto lugar, las falacias de confusión, cuya materia se compone principalmente de generalidades vagas e indefinidas y cuyo objeto estriba, una vez que la discusión ya no puede evitarse, en causar tal confusión en las mentes de los oyentes que les impida formarse un juicio cabal del asunto tratado4. Parte Primera. Falacias de autoridad Capítulo I. Naturaleza de la autoridad [pp. 17-42] [17] El primer camino seguido por los adversarios de cualquier medida propuesta en orden a procurar la mayor felicidad del mayor número de personas ha sido comúnmente el de intentar reprimir por completo el ejercicio de la facultad de razonamiento, mediante la invocación del carácter concluyente de una autoridad, en sus distintas formas, con respecto a las medidas propuestas. Sección 1. Análisis de la autoridad [19] La siguiente es una escala de los grados probables de fuerza legítimamente persuasiva atribuibles a supuestas expresiones de autoridad: 4. En estos grupos se pueden incluir algunas de las variedades antes mencionadas. Por ejemplo, entre las falacias de autoridad se cuenta la alegación ad verecundiam; entre las de peligro, la apelación ad metum; entre las de dilación, las apelaciones ad quietem y ad socordiam. El grupo cuarto, el de las falacias de confusión, recoge además otras falacias más escolares y tradicionales, como las propiciadas por abusos lingüísticos o las que descansan en una suerte de petición de principio o en una falsa imputación causal (en tomar por causa lo que no es causa).
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1. Autoridad derivada del estatuto profesional, considerada el nivel superior de la escala. 2. Autoridad derivada del poder, pues cuanto mayor sea la cantidad de poder de cualquier clase que un hombre tiene, más se aproxima la autoridad de su opinión a la del experto por lo que se refiere a la facilidad de obtener los medios conducentes a una opinión correcta. 3. Autoridad derivada de la opulencia, pues siendo la opulencia un instrumento de poder, parece que tiene que figurar a continuación de este en la escala de la facilidad para obtener los medios que aseguren una opinión correcta. 4. Autoridad derivada de la reputación, tomada en el sentido de reputación general y no de reputación específica y relacionada, pues la correspondiente a esta última es una especie de autoridad que podría situarse al nivel de la del estatuto profesional. Únicamente la primera de estas cuatro clases de autoridad comprende tanto los motivos como los medios. En la medida en que cuenta con los motivos que conducen a la información correcta5, el experto cuenta también con los medios; pues debe a la fuerza de sus motivos la posesión de todos los medios que ha adquirido. Y de que tenga los motivos, se sigue que tenga los medios. Pero en los otros tres casos, sean cuales fueren los medios que la situación de un hombre le permite alcanzar, no se sigue que posea los motivos para hacer uso de ellos. Por el contrario, en la medida en que una persona asciende en la escala del poder sobre el nivel común, en esa misma medida aumenta la posibilidad de que caiga por debajo de ese nivel en cuanto se refiere a los motivos para el esfuerzo. [25] Sección 2. En qué casos es falaz la apelación a la autoridad La apelación a la autoridad puede denunciarse como falaz cuando, en el curso de un debate sobre una cuestión que puede ser comprendida por los participantes y con respecto a la cual también resultarían, por tanto, comprensibles los argumentos más estrechamente ligados a su discusión, se prefiere, no obstante, recurrir a la autoridad o una argumentación no pertinente, en lugar de atenerse a los argumentos pertinentes a los que cabría recurrir. El uso más falaz de la autoridad se da cuando los que intervienen en una discusión pueden formarse un juicio correcto sobre la base de los oportunos argumentos y, en lugar de presentarse estos argumentos, se 5. Entre los motivos que llevan a un hombre a aplicarse a recoger información correcta en el ejercicio de la profesión en que es experto, Bentham menciona la esperanza de ganarse la vida o el miedo de no ganársela, y supone que tales motivos valen para cualquier ocupación que pueda rendir un beneficio.
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trae a colación la opinión, verdadera o supuesta, de una persona cuya profesión u otra situación particular envuelven un interés opuesto al interés público6. Capítulo II. La sabiduría de los antepasados o argumento chino. Ad verecundiam [pp. 43-51] [43] Exposición Este argumento consiste en establecer una supuesta incompatibilidad entre cierta medida que se propone y las opiniones de quienes, en tiempos pretéritos, habitaban en el país de los que debaten la medida; opiniones extraídas de las palabras expresas de algún autor de aquella época o de las leyes e instituciones entonces vigentes. Explicación Esta falacia proporciona un llamativo ejemplo de cómo un mismo intelecto puede albergar opiniones contradictoras entre sí, gracias al influjo conciliador de la costumbre, esto es, del prejuicio. Pues, en efecto, esta falacia, tan frecuente en el campo del Derecho, se halla en oposición directa con un principio universalmente admitido en todos los demás ámbitos del saber humano como fundamento de todo conocimiento útil y de toda conducta racional. «La experiencia es la madre del saber» es una máxima transmitida al presente y prometida al futuro por la sabiduría de los tiempos pasados. «¡No!», alega [44] esta falacia, «la verdadera madre de la sabiduría no es la experiencia, sino la inexperiencia». Un absurdo tan manifiesto se refuta por sí mismo. La propia expresión que significa la parte del tiempo a la que se refiere la falacia, encierra una proposición falsa y engañosa que, al correr de boca en boca de todos, acaba por tomarse como cierta. Los que el lenguaje vulgar llama viejos tiempos, cualquiera que sea el periodo al que se aplique la falacia, deberían calificarse de jóvenes o tempranos. Entre individuos coetáneos y en igual situación, el más viejo posee, como tal, más experiencia que el más joven. Pero entre generaciones lo cierto es lo contrario. Aun si, conforme a la norma del lenguaje vulgar, llamáramos vieja a la generación precedente, esta no podría tener, como tal, más experiencia que la siguiente. En lo que se refiere a los materiales o las fuentes del saber que obtenemos por los sentidos, ambas se hallan en pie de igualdad; pero respecto de los materiales y las fuentes que se transmiten 6. En un apéndice a este capítulo, Bentham presenta a los hombres de leyes y a los hombres de Iglesia como personas especialmente expuestas a pronunciamientos y abusos falaces, en contra del interés público y en aras de sus propios intereses siniestros —sobre este concepto véase más abajo Parte V, cap. II—.
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por mediación del hombre, la generación posterior cuenta con una indudable ventaja. Denominando vieja o mayor a la generación anterior se incurre en una desfiguración tan burda y una falsedad tan incontestable como si llamáramos viejo al niño que está en la cuna. [45] Así pues, ¿en qué consiste la sabiduría de los tiempos llamados viejos? ¿Es la sabiduría de las canas? No. Es la sabiduría de las cunas*. Parte Segunda. Falacias de peligro Capítulo I. Alegaciones personales denigratorias. Ad odium [pp. 83-94] [83] A esta clase pertenece un grupo de falacias tan estrechamente relacionadas entre sí que, para empezar, bien podemos enumerarlas y hacer algunas observaciones sobre ellas en conjunto. Las falacias pertenecientes a este grupo pueden denominarse como sigue: 1) imputación de malos propósitos; 2) imputación de mala condición; 3) imputación de malos motivos; 4) imputación de inconsecuencia; 5) imputación de relaciones sospechosas (noscitur ex sociis); 6) imputación fundada en llevar el mismo nombre (noscitur ex cognominibus). Todas estas falacias revelan la intención común de desviar la atención de la medida al hombre, de modo que la imperfección de una propuesta se desprende de la maldad de quien la apoya, mientras que la excelencia de una propuesta se desprende de la maldad de quien se opone. [84] Explicación Son varias las consideraciones que vienen a probar la futilidad de esta clase de falacias, y la ligereza de quienes las dan por buenas (por no hablar de la poca honradez de quienes las emplean). Está, de entrada, la característica general de no pertinencia que comparten esta y las demás falacias. Viene luego su completa falta de poder concluyente, incapacidad igualmente manifiesta de aplicarse la falacia tanto a la peor como a la mejor medida imaginable. Parte Quinta. Causas de las falacias Capítulo I. Características comunes a todas las falacias expuestas [pp. 227-228] * Nadie negará que en épocas precedentes ha habido hombres eminentes que se han distinguido por su humanidad y genio. A ellos debemos todos los avances hechos en el curso de la mejora humana. Pero al no poder desarrollar sus talentos sino al compás del desarrollo de los conocimientos de su época y al no poder obrar sino en las circunstancias entonces existentes, es absurdo confiarse a su autoridad en una época y en unas circunstancias distintas por completo.
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[227] Los distintos argumentos que hemos denominado falacias comparten las características siguientes: 1. Cualquiera que sea la medida en cuestión, no son pertinentes para decidir al respecto. 2. Su empleo abona la presunción de que se carece de argumentos de peso o incluso de argumento alguno en absoluto. 3. No son necesarios para ningún buen propósito. 4. No solo pueden emplearse todos ellos para malos propósitos, sino que en efecto suelen ser emplearse así, es decir, para obstaculizar o impedir la adopción de medidas dirigidas a hacer desaparecer los abusos y las imperfecciones existentes en la estructura y la práctica del gobierno. 5. Debido a su falta de pertinencia, constituyen una pérdida de tiempo que obstaculiza y retrasa el despacho de los asuntos útiles y necesarios. 6. Su condición de no pertinentes para el caso, así como la deshonestidad y flaqueza que revelan, los hacen ser tan irritantes que destemplan el ánimo y pueden incluso conducir a derramamientos de sangre. 7. Por parte de quienes los emplean, revelan falta de honradez o debilidad intelectual, o cierto desprecio de la inteligencia de aquellos a cuyas mentes se dirigen. 8. Por parte de quienes les prestan atención, revelan debilidad intelectual; en fin, por lo que se refiere a aquellos que pretenden darles crédito y los usan a su vez, prueban su falta de sinceridad. La conclusión práctica es que cuanto más pueda evitarse el empleo y la aceptación de estas falacias, más vigor cobrará el entendimiento público, más quedará su moral purificada y mejor llegará a ser la práctica del gobierno. Capítulo II. Primera causa del empleo de estas falacias: el interés siniestro7 consciente de sí mismo [pp. 229-234] [229] Las causas del empleo de las falacias pueden enumerarse así: 7. Según Bentham es «interés siniestro» (sinister interest) el que hace valer una pretensión parcial o de grupo frente al principio fundamental de todo buen gobierno, a saber: la mayor felicidad del mayor número. El gobernante debe actuar en interés común de los gobernados. El interés común surge de la suma de los intereses de los miembros de la sociedad, de modo que lo opuesto al interés público no son los individuos —ni sus derechos privados—, sino los intereses particulares, parciales o de grupo, que abren o siguen una vía tortuosa para obtener ventajas ilegítimas o privilegios injustificados y constituyen por ello intereses siniestros que es preciso combatir y neutralizar. El gobernante debe articular sabiamente lo público y lo privado, tomando en cuenta la opinión pública, erigida, mediante una especie de ficción útil, en «tribunal de la opinión pública». Cf., no obstante, la complicada relación entre el interés público y el interés privado que Bentham apunta en este mismo capítulo. Según Schofield (2006: 5), la noción de interés siniestro, elaborada entre los años 1804 y 1809, marca la diferencia entre el Bentham ilustrado del siglo xviii y el Bentham radical del siglo xix.
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1. El interés siniestro, del tipo «consciente de sí mismo». 2. El prejuicio engendrado por el interés. 3. El prejuicio engendrado por la autoridad. 4. La defensa propia o conciencia de la necesidad de defenderse frente a las falacias opuestas. En cuanto a la primera de estas causas, el interés siniestro que es consciente de sí mismo, hay que decir que todo hombre público está sujeto a la influencias de dos intereses distintos: el público y el privado. Su interés público lo constituye la parte que le toca en la felicidad y bienestar de la comunidad en su conjunto. Su interés privado está formado por la parte que tiene en el bienestar de alguna porción de la comunidad, más reducida que su porción más numerosa. La porción más pequeña posible del bienestar público que constituye el interés privado de un hombre es la que forma su propio interés personal o individual. Estos dos intereses, el público y el privado, casi siempre son no solo distintos, sino contrarios; hasta el punto de que si alguno de ellos hubiera de perseguirse de modo exclusivo, sería a costa del sacrificio del otro. [230] Si se considera toda la duración de la vida humana, no ha existido ni puede existir hombre que, pudiendo sacrificar el interés público al suyo personal, no lo haga. Lo más que puede hacer el hombre más celoso del interés público (o lo que viene a ser otra manera de decir lo mismo, el más virtuoso) es procurar que el interés público (incluida la parte que en él le corresponde) coincida con sus intereses personales con la mayor frecuencia que sea posible. Capítulo IX. Diferentes papeles que pueden desempeñarse en relación con las falacias [pp. 253-256] [253] Con los argumentos falaces pasa lo mismo que con la falsa moneda: es preciso el concurso de personas distintas, en diferentes papeles, para ponerlos en circulación. Para poner en circulación un chelín falso han de juntarse el que lo acuña, el que lo emplea y el que acepta. Y estos mismos papeles distintos se pueden desempeñar para poner en circulación un argumento falaz. Pero en el caso del argumento falso, el que lo acuña tenderá también a usarlo. Mientras que serán muchos más quienes lo usen sin haberlo acuñado. También hay que considerar los diversos estados mentales que la ley distingue en la autoría de un fraude: 1) conciencia dolosa o mala fides; 2) temeridad o, a veces, culpa; y 3) acción no culposa o actus carente de la intención de dañar aunque produzca como resultado un daño. Ya se trate de argumentos o de chelines, el dolo consiste en la conciencia de la falsa condición de lo que se transmite como bueno. 314
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[254] De las tres operaciones tan estrechamente conectadas (acuñación, empleo, aceptación), es obvio que las dos primeras pueden ir acompañadas de intención dolosa. En cuanto a la aceptación, para dictaminar a ese respecto, debe distinguirse entre sus modalidades interna y externa. Cuando la opinión, por falsa que sea, es efectivamente tenida por cierta por la persona a la que ha sido propuesta, su aceptación puede calificarse de interna. En cambio, cuando son los demás quienes del discurso o de la conducta o de otros signos dados por una persona concluyen que esta ha aceptado en su fuero interno una opinión, podemos hablar de aceptación externa. En el orden natural de las cosas, estas dos especies de verificación aparecen juntas: la externa sigue a la [255] interna como una consecuencia natural. Sin embargo, una y otra pueden producirse de forma independiente. Aunque reconociera la fuerza de un argumento, puedo afectar no haberla reconocido; y aunque no me hiciera ninguna impresión, puedo dar a entender que sí me la ha hecho, fuerte o ligera según me convenga. Es obvio que la aceptación interna no puede producirse con conciencia dolosa; pero esta puede dictar, y así ocurre de hecho, la aceptación externa siempre que esta última no venga acompañada de una aceptación interna. Hasta aquí hemos expuesto una distinción nítida entre la intención dolosa y la temeridad; ahora bien, en el curso de un examen más detenido, aparecería una suerte de estado intermedio entre ambas. Es ahí donde el poder de persuasión de un argumento admite diversos grados, como cuando un argumento que tiene cierto predicamento sobre la mente de quien lo emplea, es propuesto por él como si su peso fuera muy superior. Capítulo X. Utilidad de la exposición precedente [pp. 257-259] [257] Bien cabría preguntarse: ¿Qué utilidad práctica tienen estas disquisiciones sobre los estados y las características mentales de quienes emplean estos instrumentos de engaño? Su exposición sirve para oponer el freno de la razón al uso de esas armas tan ponzoñosas. Así como al hacerse la virtud de la sinceridad objeto de amor y veneración, resultará aborrecido el vicio opuesto, cuanto más extendido esté y más profundo sea el conocimiento público de la insinceridad de quien emplea este género de argumentos, tanto mayor será la fuerza de los motivos que obliguen a abstenerse de emplearlos. Supongamos que la tendencia engañosa y perniciosa de tales argumentos y, en consecuencia, la doblez de quienes recurren a ellos, quedaran claramente impresas en las mentes de los hombres; supongamos también que la virtud en forma de sinceridad fuera objeto de respeto 315
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público general, y el vicio contrario fuera objeto de aversión y desprecio; entonces, la práctica de este tipo de impudicia se haría tan infrecuente como la de aquellas otras indecencias que logra reprimir la autoridad moral. Si el objeto de esta obra consistiera en probar la naturaleza engañosa y el nulo valor de estos argumentos, la exposición de la catadura intelectual de las personas que los emplean no podría aceptarse como prueba. Por llamativa que resulte su falta de probidad, los argumentos valen lo que valen, ni más ni menos. Pues presentar como prueba de la falsedad de un argumento la inmoralidad de quien se sirve de él, es un procedimiento que, en este libro, hemos contado entre las falacias. Pero creemos haber sentado debidamente la impropiedad y la nocividad de estas falacias sobre otras bases, [258] bases ahora inobjetables. Por ello también hemos de procurarnos los medios más eficaces para conseguir un fin tan deseable como el de desterrar por completo el uso de estas ponzoñosas armas. Sin embargo, el simple hecho de mostrar una argumentación deshonesta no constituye su única ni su principal perversidad. Es, más bien, en su aceptación como argumentos concluyentes o de peso, donde radica su mayor, singular y fundamental perversidad. Al objetivo de conseguir que uno se avergüence de quedar en evidencia con tales argumentos, hay que añadir el objetivo ulterior de que se sienta vergüenza de su aceptación, siempre que se sepa que se les dispensa cualquier otra acogida que no sea el desprecio y la aversión. Porque si la práctica de la insinceridad es algo de lo que habría que avergonzarse, no es menos vergonzoso alentarla o tolerarla. Como la tendencia a las falacias que nos ocupan es realmente perniciosa, todo el que contribuya a desterrarlas por medios lícitos e irrecusables habrá prestado sin duda un buen servicio a su país y a la humanidad. [259] El momento en que esos instrumentos engañosos hayan quedado por completo al descubierto, de modo que ya sean inservibles para inducir a engaño, marcará un hito en la historia de la civilización.
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7. RICHARD WHATELY (1787-1863) Fuente Elements of Logic (1826), B. Fellowes, Londres, 71840.
Elementos de Lógica A. Idea de Lógica Introducción [pp. 1-20]. [1] La Lógica, en la acepción más extensa que este nombre pueda tener con propiedad, puede considerarse como la Ciencia, y también como el Arte, del razonamiento. Investiga los principios sobre los que discurre la argumentación y proporciona reglas para preservar la mente del error en sus deducciones. Su cometido más apropiado es, sin embargo, el de fundar el análisis del proceder de la mente en el razonamiento y, en esta perspectiva, constituye en sentido estricto una Ciencia, como ya he dicho. Mientras que considerada con respecto a las reglas prácticas antes mencionadas, puede ser llamada Arte de razonar. Esta distinción ha sido pasada por alto o no señalada con claridad por la mayoría de los autores que han tratado la materia. La Lógica ha sido contemplada simplemente como un Arte por muchos, y su pretensión de ocupar un lugar entre las Ciencias se ha visto incluso negada expresamente por algunos. [14] La Lógica ha sido considerada habitualmente por estos objetores [críticos modernos de la tradición aristotélica] como si su cometido consistiera en deparar un método peculiar de razonamiento1, en vez de un método de analizar el proceso mental que debe tener lugar invariablemente en todo razonamiento correcto. En esa línea, han contrastado el modo 1. Whately podía estar pensando en Locke, entre otros. Recordemos el famoso pasaje de su An Essay concerning Human Understanding (1690): «Si el silogismo se considera el único instrumento propio de la razón y medio de conocimiento, se seguirá que, antes de Aristóteles, no hubo ningún hombre que conociera o pudiera conocer algo por medio de la razón, y que desde la invención del silogismo tampoco llega a uno de diez mil que lo haga. Pero Dios no ha sido tan mezquino con los hombres como para limitarse a hacerlos criaturas bípedas y dejar a Aristóteles la tarea de hacerlos racionales» (IV, cap. xvii, § 4; ed. de P. H. Nidditch [1975], p. 671).
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común de razonar con la silogística y han destacado con aire de triunfo la habilidad argumentativa de muchos que no han aprendido nunca este sistema. Error no menos grueso que el de quien considerase la Gramática como un Lenguaje peculiar y se pronunciara contra su utilidad sobre la base de que muchos hablan con corrección sin haber estudiado nunca los principios gramaticales. Pues la Lógica, que es, como si dijéramos, la Gramática del Razonamiento, no presenta el Silogismo regular como un modo singular de argumentación, destinado a sustituir cualquier [15] otro modo, sino como la forma a la que todo razonamiento correcto puede reducirse en última instancia y que, por consiguiente, sirve (cuando empleamos la Lógica como un Arte) para el propósito de poner a prueba la validez de cualquier argumento . También ha habido protestas de que la Lógica deja sin tratar las dificultades mayores, amén de aquellas que son la fuente de los principales errores en el razonamiento, a saber, la ambigüedad o indistinción de los términos, y las dudas en relación con los grados de evidencia de diversas proposiciones. Objeción que no se verá desmontada por ningún intento, como el de Watts2, de establecer «reglas para formar ideas claras» y para «guiar el juicio», sino por la réplica de que no ha de censurarse ningún arte por no enseñar más que lo que cabe dentro de su provincia, ni desde luego más de lo que pueda enseñar cualquier arte concebible. [16] Un sistema de conocimiento universal de tal alcance que nos instruyera en el significado o los significados cabales de todo término, y en la verdad o falsedad —condición cierta o incierta— de toda proposición, de modo que viniera a reemplazar todos los demás estudios, es lo menos filosófico que cabría esperar o siquiera imaginar. Y encontrar un defecto en la Lógica por no realizar esa tarea es como poner reparos a la ciencia de la óptica por no dar vista a los ciegos; o como quejarse de unas lentes porque no prestan ningún servicio a quien no ha aprendido nunca a leer. En realidad, las dificultades y los errores antes aludidos no se dan en el proceso mismo de Razonamiento (que es él único ámbito apropiado de la Lógica), sino en la materia sobre la que versa. Este proceso habrá discurrido de modo correcto si se ha atenido a las reglas lógicas, que excluyen la posibilidad de que se deslice algún error entre los principios de que partimos en la argumentación y la conclusión que deducimos de ellos. Pero a pesar de todo, esta conclusión puede ser falsa si los principios de partida lo son. Del mismo modo que la habilidad aritmética no asegurará el resultado correcto de un cálculo a menos que sean correc 2. Isaac Watts (1674-1748), un autor muy popular por su composición de himnos, también publicó un manual de cierto éxito: Logick, Or The Right Use of Reason, John Clark, Londres, 1725, al que se refiere críticamente Whately en este y otros pasajes de los Elements.
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tos los datos con los que calculamos; pero nadie menosprecia por este motivo la Aritmética. [17] Pues bien, los reparos contra la Lógica no descansan en un fundamento mejor. B. Idea de falacia Libro III. De las falacias [pp. 163-260]. Introducción Por falacia se entiende comúnmente «cualquier modo falso de argumentar que parece reclamar nuestra convicción y ser decisivo para la cuestión planteada, cuando en justicia no lo es»3. Teniendo en cuenta que la fácil detección y la clara exposición de las falacias resultan ambas más importantes y también más difíciles de lo que muchos piensan, propongo adoptar una perspectiva lógica sobre el asunto; esto es, distribuir las diferentes falacias en las categorías más convenientes y hacer un análisis científico del procedimiento que tiene lugar en cada una. Después de todo, por cierto, en la detección práctica de cada falacia individual, es mucho lo que ha de depender de la agudeza tanto natural como adquirida. No cabe dar reglas cuyo mero aprendizaje nos capacite para aplicarlas con celeridad y certeza mecánicas. Aun así, veremos que la adopción de una visión general correcta del tema de las falacias y la familiarización con las [164] discusiones científicas sobre el particular tenderán, sobre todo, a generar ese hábito mental como la mejor disposición para la práctica. Se trata, desde luego, del mismo caso que se da con respecto a la Lógica en general. Rara vez, en la práctica cotidiana, se formula uno a sí mismo su propio razonamiento o el de otros en los términos cabales de un silogismo en Barbara. Pero la familiaridad con los principios lógicos tiende considerablemente (como bien saben los que han tratado realmente con ellos) a engendrar hábitos de razonamiento claro y bien fundado. Pero sería ajeno a mis presentes propósitos investigar a fondo el modo como ciertos estudios operan en la producción remota de determinados efectos sobre la mente; baste sentar el hecho de que los hábitos del análisis científico (además de la belleza y dignidad intrínsecas de tales es 3. Es interesante reparar en la noción de falacia que aparece en el «Índice de los principales términos técnicos», recogido al final de los Elementos de Lógica. Allí Whately define la falacia como «cualquier argumento o aparente argumento que declara ser decisivo para la cuestión planteada, aunque en realidad no lo es» (p. 448). Whately ha pasado de la perspectiva de la argumentación como actividad, en el cuerpo del texto, a la perspectiva del argumento como producto, en el índice final, según parece, sin advertencia. En todo caso, no es una distinción que Whately sugiera o tenga en cuenta. Por otro lado, esta noción del índice de términos también omite el reclamo de la convicción.
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tudios) reportan ventajas prácticas. Así pues, propongo discutir el tema de las falacias sobre la base de unos principios lógicos, y posiblemente esté de más disculparse por ello después de lo dicho anteriormente en defensa, en general, de la Lógica. [167] Las reglas con las que ya contamos4 nos permiten desarrollar los principios sobre los que procede todo razonamiento, sea cual fuere el tema tratado, y determinar la validez o el carácter falaz de cualquier argumento en lo que se refiere a la forma de expresión. Esta constituye por sí sola la provincia de la Lógica. Pero es evidente que, a pesar de todo, seguimos expuestos a vernos engañados o perplejos en [168] la argumentación debido a la asunción de premisas falsas o dudosas, o por el uso de términos ambiguos o confusos. En consecuencia, muchos autores de tratados de Lógica, queriendo que sus sistemas aparecieran tan perfectos como fuera posible, se han propuesto dar reglas para «conseguir ideas claras» y para «guiar el juicio». E imaginándose o dando por cierto el éxito en esta empresa, han dado a la Lógica la denominación coherente de «Arte de usar la razón». Y lo sería en verdad, y estaría muy cerca de reemplazar todos los demás estudios, si pudiera determinar por sí misma el significado de todo término y la verdad o falsedad de toda proposición, tal como efectivamente puede hacerlo respecto de la validez de todo argumento. El desprecio justamente debido a tales pretensiones ha recaído injustamente sobre la propia Ciencia Y esos autores de tratados de Lógica [169] se han visto censurados no —como debiera haber sido— por hacer tales declaraciones de intenciones, sino por no cumplirlas. En especial, se ha objetado que las reglas de la Lógica nos siguen dejando inermes en el punto más importante y difícil de un curso de razonamiento, a saber, en la determinación del sentido de los términos empleados y en la eliminación de su ambigüedad. (E)s una queja harto injustificada, en la medida en que no hay, ni posiblemente pueda haber, un sistema de ese género, destinado a disipar efectivamente la ambigüedad de los términos. Ahora bien, no es pequeña ventaja que las reglas de la Lógica, aun sin poder precisar y eliminar por sí solas la ambigüedad de cualquier término, sí señalen, no obstante, cuál es el término que hay que examinar en el argumento al dirigir nuestra atención al término medio como aquel sobre cuya ambigüedad es más probable que se construya una falacia. 4. En especial, las expuestas en el libro II de estos Elementos de Lógica, donde Whately���������������������������������������������������������������������������������������� se hace cargo de la tradición silogística en términos lógicamente depurados y relativamente formales. La regla básica y primordial es el dictum tradicional de omni y de nullo, entendido sobre la base de la teoría de la distribución. En Elementos de Lógica tiene varias formulaciones. La que podría considerar más precisa es: «Todo lo que se predique de un término distribuido, sea afirmativa o negativamente, puede predicarse de la misma manera de todo lo contenido bajo él» (lib. II, cap. III, § 2, pp. 82-83).
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§ 2 La conclusión, en toda falacia, o se sigue o no se sigue de las premisas. [173] Si la conclusión no se sigue de las premisas, es obvio que el fallo está en el razonamiento y solo en él. Por esta razón hablamos de falacias lógicas, al consistir propiamente en violaciones de las reglas de razonamiento que compete establecer a la Lógica. Sin embargo, una clase de ellas son puramente lógicas por cuanto la mera forma de la expresión manifiesta su carácter falaz, sin referencia alguna al significado de los términos. A esta clase pertenecen las falacias por: 1) término medio no distribuido; 2) proceder ilícito; 3) ambas premisas negativas, o conclusión afirmativa a partir de una premisa negativa, y a la inversa; a las que cabe añadir 4) las que tienen ostensiblemente (es decir, expresos) más de tres términos. Las de la otra clase pueden calificarse con más propiedad como semilógicas, a saber: todos los casos de término medio ambiguo, salvo el de su no distribución, pues aunque en tales casos no se siga la conclusión y aunque las reglas de la Lógica muestren que así es, con todo, tan pronto como se establezca la ambigüedad del termino medio, el descubrimiento y la determinación de esta ambigüedad exigen atender al sentido del término y tener conocimiento de la materia en cuestión. Así pues, aquí, [174] la Lógica «no nos enseña cómo encontrar la falacia, sino solo dónde buscarla», y sobre la base de qué principios sentenciarla. § 3 Las de la clase restante (es decir, aquellas en las que la conclusión se sigue de las premisas) pueden llamarse falacias materiales o no lógicas. [176] Son de dos tipos*: 1) cuando las premisas son tales que no deberían haberse asumido; 2) cuando la conclusión no es la requerida, sino otra no pertinente. Esta falacia es llamada comúnmente ignoratio elenchi, dado que el argumento que uno aduce no es el elenchus (esto es, la demostración de la contradictoria) de la aserción de su oponente, que es lo que debería ser, sino que demuestra, en cambio, alguna otra proposición que se le parece. De ahí que, al definir la Lógica qué es la contradicción, algunos pueden preferir agruparla con las falacias lógicas, en la medida en que parece venir a caer bajo la jurisdicción de este arte. Sin embargo, quizás sea mejor atenerse a la división originalmente propuesta, tanto en razón de su claridad como también en consideración a que pocos se sentirían inclinados a imputar a la falacia en cuestión el cargo de no ser concluyente y resultar, en consecuencia, un razonamien * Pues está claro que el fallo, si hay alguno, debe darse, 1) en las premisas, o 2) en la conclusión, o 3) en la conexión entre unas y otra.
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to ilógico. Por lo demás, suponer en todos los casos un oponente y una contradicción tiene visos de ser un planteamiento artificial y tortuoso . [177] El otro tipo de falacias por razón de la materia comprenderá (hasta donde el lenguaje vago y oscuro de los autores de Lógica nos permite conjeturar) la falacia de non causa pro causa y la de petitio principii. La primera de ellas se subdivide luego en a non vera pro vera y a non tali pro tali; esta última significaría según parece argüir a partir de un caso no parejo como si lo fuera; lo cual es, en lenguaje lógico, contar con una premisa suprimida que es falsa, pues en ella es donde se asume el paralelismo. Y la fórmula non vera pro vera significará de modo parecido que la premisa suprimida es falsa. Así pues, en lenguaje llano, esta falacia viene a consistir ni más menos que en la falsedad (o en la asunción ilegítima) de una premisa. El tipo restante, la petitio principii (petición de principio), tiene lugar cuando una premisa, sea verdadera o sea falsa, es claramente equivalente a la conclusión o depende de ella para su propia admisión. Hay que reparar, no obstante, en que las premisas deben implicar virtualmente la conclusión en todo razonamiento correcto. De manera que no es posible fijar con precisión la diferencia entre [178] la falacia en cuestión y un argumento legítimo, pues lo que para una persona podría constituir una petición de principio, bien puede ser para otra un razonamiento correcto y legítimo, en la medida en que a uno la conclusión le puede resultar más evidente que la premisa en cuestión, mientras que al otro le ocurre lo contrario. La forma más plausible de esta falacia es la argumentación en círculo, y cuanto mayor sea el círculo, más difícil será detectarla. § 4 No hay falacia que no pueda incluirse de modo apropiado en alguna de las categorías anteriores. Las que se ven enumeradas por separado y distinguidas frente a estas en los tratados lógicos son en realidad variedades suyas y, por ende, se recogen con más propiedad en las subdivisiones correspondientes. Como en el esquema adjunto [véase la página siguiente].5 [180] § 5 Me propongo ofrecer algunos detalles más acerca de cada una de las falacias que han sido enumeradas y distinguidas. Pero antes de proceder a esto, será conveniente avanzar dos observaciones de carácter general: 1) sobre la importancia, y 2) sobre la dificultad de detectar y describir las falacias. 5.
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[179] Falacias lógicas (esto es, cuando la falta se da estrictamente en el proceso mismo de razonar: la conclusión no se sigue de las premisas) ↓
↓
Puramente lógicas (§ 7)
Semilógicas
(esto es, cuando el carácter falaz es manifiesto en la mera forma de expresión)
(ambigüedad del sentido del término medio)
Medio no distribuido, proceder ilícito, etc.
↓
↓
En el contexto
En sí mismo
↓
↓
Accidentalmente Por conexión entre los diversos sentidos: semejanza, analogía, causa y efecto, etc.
↓
↓ [§ 11] Composición y División
↓ [§ 12] Accidente
Falacias no lógicas o materiales (esto es, cuando la conclusión se sigue de las premisas) ↓
↓ Premisa indebidamente asumida
↓
Conclusión no pertinente (ignoratio elenchi)
↓
[§ 13] Petitio principii
Premisa dependiente de la conclusión
↓
Círculo
[§ 14] Premisa falsa o infundada
↓
Asunción
de una proposición que no es justamente la misma que la cuestión planteada, pero la implica indebidamente
↓ ↓
↓
↓
↓
[§ 17] Objeciones
[§ 16] Desplazamiento de cuestión
[§ 15] Términos complejos y generales
[§ 15] Apelación a pasiones:
↓ A algo no pertinente en absoluto
↓
ad hominem, ad verecundiam, etc.
De premisa a premisa alternativamente5
5. Aquí he presentado por separado, una a continuación de la otra, las dos ramas principales, las falacias lógicas y las falacias no lógicas o materiales, que aparecen agrupadas conjuntamente, en un solo esquema arbóreo, en la p. 179 de Elements of Logic.
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1. Al parecer, la mayoría de las personas dan por sentado que una falacia es temible solamente en calidad de arma dispuesta y manejada por un sofista hábil. O si conceden que alguien, con intenciones honestas, puede incurrir en una falacia de manera inconsciente, en el calor de la discusión, todavía suponen que donde no hay disputa, no hay motivos para temer la argumentación falaz. Ahora bien, incluso en el razonamiento que podríamos llamar solitario, hay mucho peligro de deslizarse y caer sin darse cuenta en alguna falacia, donde uno puede engañarse hasta el punto de actuar sobre la base de la conclusión así obtenida. Por razonamiento solitario entiendo el caso en el que uno no está buscando argumentos para zanjar la cuestión debatida, sino que está ocupado en extraer del conocimiento previamente disponible alguna inferencia útil. [187] § 6 La segunda observación es que si bien el razonamiento correcto siempre resulta tanto más prestamente admitido cuanto más claramente se percibe como tal, el razonamiento falaz, por el contrario, aun viéndose rechazado nada más ser detectado, tendrá mayores probabilidades de obtener aceptación cuanto más oscurecido y desfigurado se presente por el estilo tortuoso y la complejidad de su expresión. Es así el que mejor se presta al desliz accidental de un razonador descuidado, o a la propuesta deliberada del sofista. Tampoco quiere el sofista que se adviertan su oscuridad y su complejidad; antes bien, procura que la expresión aparezca tan clara y simple como sea posible, cuando en realidad es la red más enmarañada que puede urdir. Así pues, mientras que es usual expresar nuestro razonamiento por medio de elipsis, de modo que se sobreentienda una premisa (o incluso dos o tres pasos enteros en el curso de una argumentación), sobreentendido que puede suplirse fácilmente al ser perfectamente obvio, el sofista suprime de modo paralelo lo que no es obvio, sino que constituye en realidad la parte más débil del argumento; y no se ahorra ninguna otra estratagema para desviar nuestra atención del lugar en el que reside la falacia (su arte se asemeja mucho al del prestidigitador). De ahí la inseguridad, antes mencionada, con respecto a qué clase habría que adscribir una falacia individual concreta. Y de ahí que la dificultad de detectar y exponer una falacia sea mucho mayor que la de comprender y desarrollar un proceso de argumentación correcto. Lo mismo ocurre en la detección y captura de un delincuente a pesar de sus artes de ocultación y disfraz; cuando ha sido apresado y llevado a juicio, y se presentan al tribunal todas las pruebas del delito, su condena y castigo no tienen mayor dificultad. Este es justamente el caso de las falacias que se aducen a título de ejemplos en los tratados de Lógica: ya han sido efectivamente detectadas y han recibido una formu324
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lación tersa y cabal, de modo que solo hay que hacerlas comparecer para, digamos, recibir la sentencia. Elementos de Retórica (1828) Parte I, cap. III, § 2. De acuerdo con el uso más correcto del término, una «presunción» en favor de una suposición cualquiera quiere decir, no un predominio de la probabilidad en su favor (como a veces se ha pensado erróneamente), sino una ocupación previa del terreno de discusión, de modo que implica que la suposición debe mantenerse en pie hasta que se aduzca una razón suficiente en contra; en pocas palabras, que la carga de la prueba recae sobre el que la discuta. Así, es un principio legal bien conocido que todo hombre (incluido el preso llevado a juicio) ha de presumirse inocente hasta que su culpa quede establecida. Esto no significa, por cierto, que hemos de dar por sentado que es inocente; porque si este fuera el caso, tendría derecho a una liberación inmediata. Ni significa que, de antemano, es más probable que no que sea inocente; o que la mayoría de los que se ven llevados a juicio lo es efectivamente. Solo significa, obviamente, que la «carga de la prueba» corresponde a los acusadores —así que el acusado no es el llamado a demostrar su inocencia, ni ha de ser tratado como un delincuente mientras no la demuestre; sino que son ellos quienes han de formular los cargos contra él, y si él puede rebatirlos, queda absuelto—. Si uno tiene la «presunción» de su parte y puede rebatir todos los argumentos que se formulan en contra de su posición, ha logrado, por el momento al menos, la victoria. Pero si abandona esta posición y permite que se pase por alto la presunción, con lo que de hecho está renunciando, quizás, a uno de sus más fuertes argumentos, puede dar la impresión de estarse empleando en un débil ataque en lugar de hacer una triunfante defensa6.
6. He añadido este pasaje de los Elementos de Retórica por dos razones: a) Una nota de Whately, en el contexto de la consideración de la falacia ad hominem (Elements of Logic, § 15, p. 245), dice: «El argumentum ad hominem tendrá a menudo el efecto de desplazar de modo no ilegítimo la carga de la prueba y hacer que corresponda al adversario», y remite justamente a este pasaje de los Elementos de Retórica (Parte I, cap. iii, § 2). Parece pensar en casos de incoherencia atinentes a la cuestión debatida, a tenor del ejemplo: si un cazador de zorros es acusado de barbarie, puede cambiar las tornas replicando: ¿Y por qué usted se alimenta de carne de inocentes ovejas? b) La segunda razón es la importancia del concepto inicialmente jurídico de presunción, en cierto modo complementario de la noción dialéctica de plausibilidad. Durante un tiempo se creyó que este apartado representaba su introducción expresa en teoría de la argumentación, pero hoy es sabido que precisamente hay precedentes en contextos jurídicos.
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8. ARTHUR SCHOPENHAUER (1788-1860) Fuentes Eristik, publicación póstuma en J. Frauenstädt (ed.), Aus Schopenhauers handschriftlichem Nachlaß, Brockhaus, Leipzig, 1864. (Legado manuscrito de ����� Schopenhauer). Escrito en torno a 1830-1831. En la ed. de A. Hübscher, Schopenhauer. Der handschriftliche Nachlaß, DTV, Múnich, 1985; vol. III, pp. 666-695. Parerga und Paralipomena (1851), vol. II, Paralipomena, ii, § 26. En Sämtliche Werke, vol. V, Suhrkamp, Stuttgart/Fráncfort d. M., 1986, pp. 32-42.
Erística, el arte de tener razón expuesto en 38 estratagemas La dialéctica erística* es el arte de discutir, y discutir de tal modo que uno siempre lleve razón, es decir, per fas et nefas [por medios tanto lícitos, como ilícitos]. Uno puede, por cierto, tener razón objetiva en la cuestión misma debatida y, sin embargo, carecer de ella ante los ojos de los presentes e incluso a veces ante sus propios ojos. Así ocurre cuando, por ejemplo, el adversario rebate mi prueba y esto se considera una refutación de la tesis misma, para la que, sin embargo, bien puede haber otras pruebas; en tal caso, como es natural, la relación se invierte para el adversario: parece llevar razón aunque objetivamente no la tenga. Por consiguiente, la verdad objetiva de una proposición y su validez conforme a la aprobación de los contendientes y oyentes son dos cosas distintas. (De esto último trata la dialéctica).
* ‘Erística’ no es sino una expresión más dura para decir lo mismo. Aristóteles, según Diógenes Laercio, V 28, emparejó la retórica y la dialéctica, cuyo objetivo es la persuasión, to; piqanovn, así como la analítica y la filosofía, cuyo fin es la verdad. Aristóteles distingue: 1) la lógica o analítica, como la teoría o disciplina para la obtención de silogismos verdaderos o apodícticos; 2) la dialéctica o disciplina para la obtención de silogismos que se tienen por verdaderos, que generalmente pasan por tales, e[ndoxa, probabilia (Tópicos, I 1-12). Silogismos con respecto a los cuales no está demostrado que sean falsos, pero tampoco que sean verdaderos (en sí y por sí mismos), silogismos en los que tampoco es esto lo que importa. ¿Y qué es esto sino el arte de llevar razón, con independencia de que, en el fondo, se tenga o no? Así pues, consiste en el arte de conseguir una apariencia de verdad sin preocuparse del fondo del asunto.
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¿A qué se debe esto? A la maldad natural del género humano. Si esta maldad no existiera, si fuéramos honestos por naturaleza, intentaríamos que la verdad saliera a la luz en todo debate, sin preocuparnos en absoluto de que se adaptara a la opinión primera que hubiéramos sostenido o a la opinión del otro; esto sería indiferente o, en cualquier caso, muy secundario. Pero ahora es lo principal. La vanidad innata, especialmente susceptible en punto a nuestra capacidad intelectual, se niega a aceptar que aquello que habíamos sostenido al principio resulte falso y sea, en cambio, cierto lo propuesto por el adversario. En este caso, todo lo que uno tendría que hacer sería esforzarse por juzgar correctamente, y para ello debería pensar primero y hablar después. Pero a la vanidad innata la mayoría de los seres humanos suman la locuacidad y una congénita mala fe. Hablan antes de pensar y luego, cuando se dan cuenta de que su afirmación es falsa y no tienen razón, deben aparentar que es al revés. El interés por la verdad que en la mayoría de los casos bien pudo haber sido el único motivo para sostener la tesis supuestamente verdadera, se rinde ahora del todo al interés por la vanidad: lo verdadero debe parecer falso y lo falso verdadero. Sin embargo, incluso esa mala fe, la obstinación en mantener una tesis que a nosotros mismos ya nos parece falsa, aún tiene una excusa. Con frecuencia, al principio de la discusión, estamos firmemente convencidos de la verdad de nuestra tesis; pero ahora la argumentación del adversario parece desbaratarla; si de inmediato nos damos por vencidos, no es raro que descubramos luego que, con todo, éramos nosotros quienes teníamos razón: el argumento salvador no se nos ocurrió a tiempo. De donde colegimos la máxima de oponernos a la argumentación del adversario, aun cuando parezca correcta y convincente, en la creencia de que esa corrección no es sino aparente y que, en el curso de la discusión, ya se nos ocurrirá otro argumento para rebatirla o para establecer de algún otro modo la verdad de nuestra posición. De ahí que nos vemos casi obligados a actuar con mala fe en las disputas o, al menos, fácilmente tentados a hacerlo. Así se amparan mutuamente la debilidad de nuestro entendimiento y la inclinación torcida de nuestra voluntad. Este es el motivo de que, generalmente, el que entable una discusión no se bata por la verdad, sino por su propia tesis como pro ara et focis [por el altar y el hogar] y per fas et nefas, dado que, según se ha mostrado, no cabe hacer otra cosa. Así pues, por regla general, no hay quien no quiera imponer su tesis aunque, de momento, llegue incluso a parecerle falsa o dudosa*. Los * Maquiavelo prescribe al príncipe que aproveche todo momento de debilidad de su vecino para atacarle, pues de lo contrario este sería a su vez quien se aprovechara de los suyos propios. Si reinaran la lealtad y la buena fe, el caso sería muy distinto; pero como
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medios para lograrlo son, en buena medida, los que a cada uno le deparen su propia maldad y su astucia; esto se aprende en la experiencia cotidiana de la discusión. En efecto, así como todo el mundo tiene su propia dialéctica natural, también cuenta con su propia lógica natural. Si bien aquella no le guiará con tanta seguridad, ni mucho menos, como esta. No es fácil que alguien piense o infiera en contra de las leyes lógicas: los juicios falsos son frecuentes, pero sumamente raros los silogismos falsos. Por lo común una persona no da muestras de carecer de lógica natural; sí, en cambio, de falta de dialéctica. Esta última es un don natural desigualmente repartido (en lo que se asemeja a la capacidad de juicio, mientras que la razón está distribuida de forma más homogénea). Es frecuente, por cierto, dejarse confundir y confutar por una argumentación aparente en un punto en que se tiene razón, o justamente a la inversa; y el que sale vencedor de una discusión tiene muchas veces que agradecérselo no tanto al acierto de su juicio al formular su tesis, como a la astucia y habilidad con que supo defenderla. Aquí, al igual que en todos los casos, lo innato es lo mejor*. Sin embargo, el ejercicio y la reflexión sobre las artimañas con las que cabe derribar al adversario, o sobre las que este suele utilizar por su parte, contribuyen mucho a convertirse en un maestro del arte. Así pues, aunque la lógica quizás no tenga de hecho utilidad práctica, sí puede ser útil la dialéctica. Creo que también Aristóteles concibió su lógica (analítica) básicamente como fundamento y preparación de la dialéctica, y que esta vino a ser para él lo principal. La lógica se ocupa de la mera forma de las proposiciones; la dialéctica, de su contenido o materia. De ahí que la consideración de la forma, en cuanto universal, debiera preceder a la consideración del contenido, en cuanto particular. Aristóteles no define el objeto de la dialéctica tan estrictamente como yo lo he hecho. Cierto es que le asigna como objeto principal la discusión, pero también al mismo tiempo el descubrimiento de la verdad (Tópicos, I, 12). Desde luego, es consciente de la distinción y separación entre la verdad objetiva de una tesis y el hecho de hacerla valer o de obtener su aprobación, pero no las diferencia con la nitidez suficienno podemos confiar en su práctica, uno tampoco puede practicarlas, pues no se vería recompensado. Lo mismo ocurre en la discusión: si le doy la razón al adversario tan pronto como parezca tenerla, es difícil que él haga lo propio cuando se vuelvan las tornas; más bien actuará per nefas; por consiguiente, yo tengo que hacer lo mismo. Es fácil decir que se debe buscar únicamente la verdad, sin prejuicios en favor de la propia tesis; pero como no cabe anticipar que el otro lo haga, tampoco nosotros debemos hacerlo. Además, si tan pronto como me parezca que el otro tiene razón, renuncio a una tesis que inicialmente había considerado verdadera, puede ocurrir que renuncie a la verdad y asuma el error, inducido por una impresión momentánea. * Doctrina sed vim promovet insitam (Si bien la educación desarrolla la fuerza innata) (Horacio, Carmina, IV, 4 33).
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te para confiar esto último únicamente a la dialéctica*. Sus reglas para alcanzar este último propósito se hallan entremezcladas con las correspondientes al primero. De ahí que me parezca que Aristóteles no supo rematar airosamente su tarea en este caso. Para definir con nitidez la dialéctica, es preciso considerarla únicamente como el arte de llevar razón (sin preocuparse en absoluto de la verdad objetiva, que es asunto de la lógica), cosa que será, desde luego, tanto más fácil cuando efectivamente se tenga razón en la cuestión misma de que se trata. Pero la dialéctica, como tal, debe enseñar únicamente el modo de defenderse frente a ataques de todo tipo, especialmente contra los que proceden con mala fe, y el modo como uno mismo puede atacar lo que el otro afirma sin caer en contradicción y, sobre todo, sin verse refutado. Hay que distinguir claramente el descubrimiento de la verdad objetiva del arte de hacer valer como ciertas las tesis propias: lo primero es objeto de una pragmateiva (ocupación) completamente distinta, es obra de la facultad del juicio, de la reflexión, de la experiencia, * Por otra parte, en el libro sobre las Refutaciones sofísticas, Aristóteles se ocupa en exceso de separar la dialéctica de la sofística y la erística: allí se supone que la distinción debe estribar en que los silogismos dialécticos son verdaderos tanto en la forma como en el contenido, mientras que los erísticos o sofísticos (que solo se distinguen por sus propósitos respectivos: el de los primeros —erísticos—, hacerse con la razón, y el de los segundos —sofísticos— conseguir con ello reconocimiento y, a través de este, dinero) son falsos. Pero saber si las proposiciones son verdaderas o no, respecto de su contenido, es algo siempre demasiado incierto para extraer de ahí un criterio de determinación; y son menos que nadie los que discuten quienes pueden tener plena seguridad, pues incluso el resultado de la discusión solo ofrece un indicio incierto al respecto. Por consiguiente, en la dialéctica de Aristóteles debemos incluir la sofística, la erística y la peirástica, y definirla como el arte de llevar razón al discutir; para lo que, desde luego, el mejor medio es tener efectivamente razón en la cuestión debatida. Sin embargo, dado el sentir de la gente, esto no es suficiente y, por otra parte, dada la debilidad de su entendimiento, tampoco es absolutamente necesario. Hay, pues, una serie de estrategias que, al ser independientes del hecho objetivo de que se tenga razón, también se prestan a utilizarse cuando objetivamente no se tiene; aunque si este es el caso, tampoco es algo que pueda saberse casi nunca con absoluta certeza. Mi punto de vista, pues, es que hay que distinguir la dialéctica de la lógica más estrictamente que Aristóteles; esto es, dejar a la lógica la verdad objetiva, en la medida en que esta sea formal, y limitar la dialéctica al arte de llevar razón. Por otro lado, no cabe separar de esta la sofística y la erística, como hacía Aristóteles, ya que esa diferencia se remite a una verdad material objetiva sobre la que no podemos estar seguros de antemano, sino más bien preguntarnos con Poncio Pilato: «¿Qué es la verdad?». Pues «veritas est in puteo (ejn buqw`/ hJ ajlhvqeia [la verdad está en lo profundo])», según el dicho de Demócrito (Diógenes Laercio, IX, 72). Es fácil proclamar que, cuando se discute, no se debe tener otro fin que el de poner de manifiesto la verdad; pero el hecho es que no se sabe dónde está, y uno se ve inducido a error tanto por los argumentos del contrario como por lo argumentos propios. Por lo demás, re intellecta, in verbis simus faciles [entendido el asunto, expresémonos con claridad]; y puesto que, en general, se acostumbra a tomar el nombre dialéctica como sinónimo de lógica, deseamos dar a nuestra disciplina la denominación de dialéctica erística.
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y no existe un arte específico al respecto; lo segundo es, en cambio, objeto de la dialéctica. Se la ha definido como lógica de la apariencia: esto es falso; pues, de ser así, solo serviría para la defensa de tesis falsas. Pero incluso cuando uno tiene de su parte la razón, necesita la dialéctica para defenderla. Además hay que conocer las estratagemas de mala fe para saber afrontarlas y hasta para, llegado el caso, saber emplearlas y atacar al adversario con sus propias armas. Por lo tanto, en la dialéctica hay dejar a un lado la verdad o considerarla como algo accidental, y preocuparse únicamente de cómo defender las tesis propias y cómo rebatir las del otro. Y con respecto a las reglas del arte, no se debe tener en cuenta la verdad objetiva porque en la mayoría de los casos se desconoce su paradero. Con frecuencia ni uno mismo sabe si tiene efectivamente razón o no, a veces cree tenerla y se equivoca, otras veces son ambas partes las que lo creen puesto que veritas est in puteo (ejn buqw`/ hJ ajlhvqeia [la verdad está en lo profundo], Demócrito). Al surgir la discusión, por regla general, cada una de las partes cree tener la razón de su lado; durante su transcurso, ambas partes empiezan a dudar; es a su desenlace al que corresponde determinar y confirmar la verdad. Pero la dialéctica no tiene que entrar en esto, del mismo modo que el maestro de esgrima tampoco repara en a quién le asistía realmente la razón en la porfía que ha conducido al duelo. Atacar y parar, eso es lo que cuenta, al igual que en la dialéctica, que es una esgrima intelectual. Solo así entendida puede establecerse como una disciplina por derecho propio, pues si nos propusiéramos la determinación de la pura verdad objetiva, nos encontraríamos dentro de la simple lógica; y si, por el contrario, nos propusiéramos la imposición de tesis falsas, nos moveríamos dentro de la mera sofística. Y en ambos casos se daría por supuesto que ya sabríamos qué es lo objetivamente verdadero o falso, punto sobre el que rara vez se tiene certeza de antemano. El verdadero concepto de la dialéctica es, por consiguiente, el formulado: esgrima intelectual para llevar razón en las discusiones. Así pues, en este sentido, la dialéctica debe consistir simplemente en una recapitulación y una exposición, bajo la forma de un sistema y un conjunto de reglas, de aquellas técnicas dadas por la naturaleza, de las que se sirve la mayoría de la gente para llevar razón aun cuando advierta, en el curso de la discusión, que la razón no está de su parte. De ahí que sería absurdo que en la dialéctica científica se tuviera en cuenta la verdad objetiva y su elucidación, pues esto no acontece nunca en aquella otra dialéctica natural y originaria, cuyo propósito no es otro que tener razón. La tarea principal de la dialéctica científica, en el sentido en que nosotros la entendemos, es la de exponer y analizar las estratagemas de la mala fe en la discusión, para reconocerlas y anularlas de inmediato en los debates reales. Por eso, en su exposición, debe asumir que su finalidad es el hecho de tener razón, no la verdad objetiva. 330
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Hasta donde yo sé y pese a haber buscado por doquier, nada se ha progresado en esta línea. Así que se trata de un terreno virgen. Para lograr nuestro propósito, habría que acudir a la experiencia, observar cómo una u otra parte emplea esta o aquella treta en los debates que se dan con frecuencia en nuestro entorno, y reducir a principios generales las estratagemas más usuales bajo diversas formas, que luego podrían servir no solo para emplearlas en propia ventaja, sino para neutralizarlas cuando sea el adversario quien las utilice. Lo que sigue debe considerarse un primer intento. La base de toda dialéctica En primer lugar hay que considerar lo esencial de toda discusión, qué es lo que realmente ocurre en ella. El adversario (o nosotros mismos, para el caso es igual) ha planteado una tesis. Para refutarla hay dos modos y dos vías. 1. Los modos: a) ad rem [con referencia al objeto de discusión], b) ad hominem o ex concessis [con referencia a las concesiones previas de aquel con quien se discute]. Es decir, o mostramos que la tesis no concuerda con la naturaleza de las cosas, con la verdad objetiva absoluta, o mostramos que no concuerda con otras afirmaciones o concesiones del adversario, esto es, con la verdad subjetiva; esto último no es más que una prueba relativa y no afecta al punto de la verdad objetiva. 2. Las vías: a) refutación directa, b) indirecta. La directa ataca la tesis en sus fundamentos; la indirecta en sus consecuencias. La directa muestra que la tesis no es verdadera; la indirecta, que no puede ser verdadera. a) En orden a una refutación directa podemos proceder de dos maneras. O mostramos que los principios de la afirmación en cuestión son falsos (nego maiorem, minorem [niego la premisa mayor, la menor]), o admitimos los principios, pero mostramos que la afirmación no se sigue de ellos (nego consequentiam) y atacamos así la consecuencia, la forma de la conclusión. b) En orden a una refutación indirecta utilizamos la apagogé o el contraejemplo [instancia]1. a) Apagogé: tomamos la tesis del adversario como si fuese verdadera y luego mostramos lo que se sigue de ella si la empleamos como premisa de un silogismo en combinación con cualquier otra proposición 1. Según el DRAE (222001), el término ‘instancia’ aún conserva el significado de su antiguo uso escolar, el de impugnación mediante un caso concreto en un contexto argumentativo. Todas las versiones españolas que he visto mantienen dicho término aquí como si fuera una expresión técnica. Pero hoy está completamente fuera de uso en este sentido y parece preferible su correspondiente actual: ‘contraejemplo’.
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reconocida como cierta; a continuación deducimos del silogismo una conclusión manifiestamente falsa, bien porque contradice la naturaleza de las cosas, bien porque contradice las demás afirmaciones del adversario, es decir, falsa ad rem o ad hominem (Sócrates en Hipias mayor y otros lugares). Por consiguiente, la tesis también es falsa, puesto que de premisas verdaderas solo pueden seguirse conclusiones verdaderas, aunque de premisas falsas no siempre se sigan conclusiones falsas. (Si contradice abiertamente una verdad incuestionable, hemos reducido ad absurdum al adversario). b) El contraejemplo (e]nstasi~, exemplum in contrarium). Refutación de la tesis general mediante la indicación directa de casos particulares comprendidos en esa afirmación que la desmienten; de modo que la tesis misma tiene que ser falsa. Este es el armazón básico, el esqueleto de toda discusión; tenemos, pues, su osteología. A esto se reduce en el fondo todo discutir. Aunque puede darse de modo efectivo o solo en apariencia, con razones auténticas o espurias, y como en este punto no podemos pronunciarnos con seguridad, los debates resultan tan largos y obstinados. Tampoco podemos separar lo real de lo aparente, puesto que ni siquiera los propios contendientes lo saben de antemano. Así que pasaré a exponer las estratagemas sin tener en cuenta si objetivamente se tiene o no razón, dado que ni siquiera uno mismo puede saberlo con certeza y debe dilucidarse a través del debate. Por lo demás, en toda discusión y en toda argumentación, en general, es preciso que los contendientes estén de acuerdo en algún punto de partida sobre cuya base, como si se tratara de un principio, podamos debatir el asunto en cuestión: contra negantem principia non est disputandum [no cabe discutir con quien niega los principios]. Sobre la controversia Fuente Parerga y paralipómena II, Paralipomena, cap. ii, § 26. En Sämtliche Werke, ed. de W. Freiherr von Löhneysen, Suhrkamp, Stuttgart/Fráncfort d. M., 1986, vol. V, pp. 32-42.
[32] La controversia, la discusión sobre un asunto teórico, puede resultar muy fructífera, sin duda, para las dos partes implicadas, ya que sirve para rectificar o para confirmar lo que una y otra pensaban, amén de dar lugar a que surjan ideas nuevas. [33] Es un roce o colisión de dos cabezas que con frecuencia produce chispas. Pero también se asemeja al choque de dos cuerpos en el que el más débil se lleva la peor parte, mientras que el más fuerte sale ileso y lo proclama con sones de victoria. Teniendo 332
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esto en cuenta, es necesario que ambos contrincantes se aproximen, al menos en cierta medida, tanto en conocimientos como en ingenio y habilidad, para hallarse de este modo en igualdad de condiciones. Si a uno de los dos le faltan los primeros [conocimientos], no estará a la debida altura, así que no podrá entender los argumentos del otro; es como si en el combate estuviera fuera de juego. Si le falta lo segundo [ingenio y habilidad], la indignación que le provoque esa carencia le llevará paso a paso a recurrir a toda clase de engaños, enredos e intrigas en la discusión y, si se ve puesto en evidencia, terminará por ponerse grosero. [34] Las astucias, ardides y bajezas a las que se recurre con el propósito de llevar razón son tantos y tan variados, y se repiten con tan regularidad, que en años anteriores constituyeron para mí materia de reflexión. Se limitaba esta a sus aspectos puramente formales, tras haber advertido que aun siendo tan dispares los temas en discusión, así como las personas implicadas, se reiteraban una y otra vez en el curso de las discusiones las mismas astucias y los mismos ardides, lo cual los hacía fácilmente identificables. Esto me condujo entonces a la idea de separar en tales estratagemas lo puramente formal de lo material, para de esta manera, como si de un [35] limpio preparado anatómico se tratara, observarlas con detalle. Por eso reuní las tretas más utilizadas en la discusión y asigné a cada una lo propio de su esencia, las ilustré con ejemplos y distinguí cada caso con un nombre particular. Además, finalmente, añadí los medios preventivos, es decir, las paradas correspondientes a cada ataque. De ahí surgió toda una dialéctica erística formal. Las argucias o estratagemas ocupaban en ella, en calidad de figuras dialéctico-erísticas, un lugar semejante al que ocupan en lógica las figuras silogísticas, y en retórica, las figuras retóricas, con las que tienen en común el ser en buena medida innatas, dado que su práctica precede a la teoría, de modo que para usarlas no es preciso haberlas aprendido con anterioridad. Este planteamiento puramente formal sería un complemento de aquella técnica de la razón que consiste en la lógica, la dialéctica y la retórica, cuya exposición se encuentra en el capítulo noveno del tomo segundo de mi obra capital2. [Presentación del armazón básico o esqueleto de toda discusión, consistente en reiterar su exposición de La base de toda dialéctica, véase más arriba, pp. 331-332].
2. Se refiere a El mundo como voluntad y representación, vol. II, Complementos al libro I, 2.ª parte, cap. 9. Cf. la edición de Roberto R. Aramayo, FCE/Círculo de Lectores, Madrid, 2003, pp. 106-110.
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[38] Toda forma de ataque en la discusión puede reducirse a la del procedimiento aquí presentado: tales ataques son a la dialéctica lo que a la esgrima son [39] las estocadas regulares. Las artimañas o stratagemata que he reunido serían comparables a su vez a las fintas y, en fin, los ataques personales a lo que los maestros académicos de esgrima llaman golpes bajos. Como prueba y ejemplo de las estratagemas reunidas, sirvan las siguientes. Ampliación. La tesis del adversario se interpreta en un sentido más amplio del que él pretendía o incluso del que había expresado, para luego refutarla con facilidad bajo esta interpretación. Uso abusivo de la implicación. A la tesis del adversario se le añade, a menudo tácitamente, una segunda tesis emparentada con la primera a través del sujeto o del predicado. De ambas, tomadas como premisas, se extrae una conclusión falsa y casi siempre inaceptable, que se atribuye al adversario. Diversión. Si durante [40] la discusión se advierte que la controversia sigue un curso desfavorable y el adversario lleva las de ganar, se procura evitar el resultado a tiempo mediante una mutatio controversiae, es decir, desviando la discusión del asunto principal y, en caso de apuro, saltando directamente a otra proposición. Luego se intenta atribuir esta al adversario para combatirla en lugar de la tesis principal y convertirla así en el objeto del debate, de modo que el adversario tenga que abandonar la partida a medio ganar para emplearse en una nueva defensa. [41] De tales estratagemas reuní y expuse cerca de cuarenta. Pero el examen de todos estos subterfugios que junto con la obstinación, la vanidad y la mala fe, se alían con la cortedad y la incapacidad humanas, ahora me resulta repugnante. Por lo demás me bastan esas muestras para tomar en serio las razones antes aludidas y evitar la discusión con ese tipo de gente que es el que más abunda. Siempre se puede intentar ayudar a la inteligencia del otro con argumentos, pero en cuanto su contraargumentación dé pruebas de terquedad, conviene dejar la cuestión de inmediato, pues poco ha de faltar para que acuda al engaño, y lo que en teoría es un sofisma, en la práctica es una vejación. Las estratagemas de las que hablo son todavía más indignas que los sofismas, pues en ellas la voluntad se pone la máscara de la inteligencia para representar su papel, algo siempre abominable. Pocas cosas despiertan tanta indignación como advertir que alguien no tiene intención de comprender. Quien no admite que prevalezcan las buenas razones del contrario denota padecer de una inteligencia débil o de una inteligencia sometida al dominio de la propia voluntad, es decir, indirectamente debilitada; de modo que solo hay que enzarzarse con alguien así cuando la naturaleza de la profesión o la imposición del deber lo hagan necesario. 334
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No obstante, he de admitir, para reconocerles su parte de razón a los engaños mencionados, que muchas veces puede que actuemos apresuradamente al renunciar a nuestra opinión ante un argumento certero del adversario. [42] Cabe incluso que la prueba con que defendíamos nuestra tesis fuera efectivamente falsa y que, sin embargo, haya otra correcta para acreditarla. Ante una impresión de este género, hay gentes honestas y amantes de la verdad que no se rinden fácilmente y de inmediato a un argumento, sino que intentan seguir defendiendo su causa, aunque la argumentación contraria las haga dudar. En esto se asemejan al comandante de un ejército que procura mantener un poco más de tiempo una posición que sabe insostenible, con la esperanza de que lleguen refuerzos. Confían en que mientras se defienden con malos argumentos, se les irán ocurriendo otros buenos, o en que acabarán por advertir la falsedad del argumento del adversario. De ahí que esta ilusión obligue casi necesariamente a pequeños engaños en la discusión, puesto que, de momento, uno no está luchando por la verdad sino por su tesis. Lo cual es, por otra parte, consecuencia de la incertidumbre de la verdad y de la deficiencia del entendimiento humano. Pero también existe el peligro de ir demasiado lejos, de empeñarnos demasiado tiempo en falsas convicciones, de que finalmente nos ceguemos y, cediendo a la maldad de la naturaleza humana, defendamos nuestra tesis per fas et nefas, con estratagemas de mala fe, y luchemos por ella mordicus (con todas nuestras fuerzas). Que a cada uno le ampare en este trance su genio particular y luego no tenga que avergonzarse. La clara comprensión de lo que hemos presentado aquí es también de suma importancia para una autoeducación en este sentido.
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9. JOHN STUART MILL (1806-1873) Fuente A System of Logic, Ratiocinative and Inductive, being a connected view of the principles of evidence and the methods of scientific investigation (1843).
Libro V. Sobre las falacias [En CW, VIII, ed. de J. B. Robson, Routledge, Londres, 1974, pp. 735-831]. «Errare non modo affirmando et negando, sed etiam sentiendo, et in tacita hominum cogitatione contingit» (Hobbes, Computatio sive logica, cap. v)1. «Il leur semble qu’il n’y a qu’à douter par fantaisie, et qu’il n’y a qu’à dire en général que notre nature est infirme; que notre esprit est plein d’aveuglement; qu’il faut avoir un grand soin de se défaire de ses préjugés, et autres choses sembables. Ils pensent que cela suffit pour ne plus se laisser séduire à ses sens, et pour ne plus se tromper du tout. Il ne suffit pas de dire que l’esprit est foible, il faut lui faire sentir ses foiblesses. Ce n’est pas assez de dire qu’il es sujet à l’erreur, il faut lui découvrir en quoi consistent ses erreurs» (Malebranche, Recherche de la verité)2.
[735] Capítulo I. De las falacias en general § 1. [La teoría de las falacias: una parte necesaria de la Lógica]. Es una máxima de los escolásticos que contrariorum eadem est scientia: no sabe 1. «El errar acontece no solo en la afirmación y la negación, sino también en la sensación y en el pensamiento tácito de los hombres». Esta cita y la siguiente presiden el Libro V sobre las falacias. 2. «Les parece que solo cabe dudar por imaginación y que solo cabe decir, en general, que nuestra naturaleza está enferma; que nuestro espíritu está completamente obcecado; que es preciso poner sumo cuidado en defenderse de los prejuicios y otras cosas parecidas. Piensan que esto basta para no dejarse seducir más por los sentidos y para no engañarse más del todo. No basta con decir que el espíritu es débil, es necesario hacerle sentir sus debilidades. No es suficiente decir que está sujeto a error, es necesario descubrirle en qué consisten sus errores».
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mos realmente lo que una cosa es a menos que seamos capaces de dar una explicación suficiente de su contraria. Conforme a esta máxima, una parte considerable de la mayoría de los tratados de Lógica está consagrada al tema de las falacias, y esta práctica es demasiado digna de consideración para que nos apartemos de ella. La filosofía del razonamiento, para ser completa, debe comprender tanto la teoría del razonar mal como la del razonar bien. Hemos intentado sentar los principios por los que pueda comprobarse la suficiencia de cualquier prueba, y puedan determinarse de antemano la naturaleza y el conjunto de evidencias necesarias para establecer una conclusión dada. Si se siguieran estos principios, entonces, aunque el número y la importancia de las verdades acreditadas estuvieran limitados por las oportunidades, o por la habilidad, el ingenio y la paciencia del investigador individual, por lo menos no se asumiría el error en lugar de la verdad. Pero el género humano, fundado en su experiencia, conviene en atestiguar que, desde luego, se halla muy lejos de alcanzar este tipo siquiera negativo de perfección en el uso de sus poderes de razonamiento. En la conducción de la propia vida —en los asuntos prácticos de la humanidad— las inferencias erróneas, las interpretaciones incorrectas de la experiencia, son absolutamente inevitables, a no ser que se haya cultivado mucho la facultad de pensar; y en la mayoría de los hombres, por más alto que sea el nivel de cultura alcanzado, las inferencias erróneas de ese tipo, con los errores correspondientes en la conducta, son lamentablemente frecuentes. Incluso en las investigaciones a las que se han dedicado sistemáticamente las inteligencias eminentes, y con respecto a las cuales la mente colectiva del mundo científico siempre está dispuesta a apoyar los esfuerzos y a corregir los errores de los [736] individuos, solo en las ciencias más perfectas y cuyo objeto es menos complicado se ha llegado a expulsar, hablando en términos generales, las opiniones que no están fundadas en inducciones correctas. En los sectores de la investigación relativos a los fenómenos más complejos de la Naturaleza y especialmente en aquellos que tienen por objeto el hombre, bien como persona moral o intelectual, o como sujeto social, o incluso como entidad física, la diversidad de las opiniones que aún prevalecen entre las personas instruidas, y la confianza pareja con que los partidarios de las más opuestas maneras de pensar se aferran a sus creencias respectivas, prueban no solo que en estas materias no se han generalizado los buenos métodos de filosofar, sino que por lo regular se han adoptado los malos; prueban que los investigadores, en general, no solo no han dado con la verdad, sino que a menudo han profesado el error; que incluso la porción más cultivada de nuestra especie no ha aprendido aún a abstenerse de sacar conclusiones que no están acreditadas por las pruebas. 337
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La única salvaguardia completa contra el mal razonamiento es el hábito de razonar bien, la familiaridad con los principios del razonamiento correcto y la aplicación práctica de estos principios. Pero no carece de importancia considerar cuáles son los modos más comunes de razonar mal; por qué apariencias es más probable que la mente se deje seducir y desviar de la observancia de los verdaderos principios de la inducción; cuáles son, en suma, las variedades más comunes y peligrosas de prueba aparente que siguen las personas al incurrir en opiniones para las que no existen pruebas realmente concluyentes. Un catálogo de las variedades de esas pruebas aparentes que no son realmente pruebas, es una enumeración de las falacias. Así pues, sin esta enumeración, la presente obra quedaría manca en un punto esencial. Y si bien los autores que no incluyen en su teoría del razonamiento nada más que la deducción, se ciñen, de acuerdo con esta limitación, al examen de las falacias procedentes de esta parte del procedimiento de investigación, nosotros, que pretendemos hacernos cargo del procedimiento en su conjunto, debemos añadir a las directrices para hacerlo bien, las prevenciones contra hacerlo mal en cualquiera de sus partes, sea la parte deductiva o la parte experimental la que se encuentre en falta, sea una deficiencia relativa a la deducción y la inducción conjuntamente. § 2. [Las equivocaciones casuales no constituyen falacias]. Al considerar las fuentes de la inferencia infundada, no es preciso reparar en los errores que provienen, no [737] del uso de un método incorrecto, ni de la ignorancia del correcto, sino de un lapsus casual, debido a la precipitación o a un descuido, en la aplicación de los verdaderos principios de la inducción. Los errores de este tipo, como las equivocaciones accidentales en la cuenta de una suma, no reclaman un análisis o una clasificación de carácter filosófico; las consideraciones teóricas no arrojan luz sobre los medios de evitarlas. En el presente tratado lo que requiere atención no es la simple falta de destreza en la ejecución correcta de la operación (cuyos únicos remedios son la creciente atención y la práctica asidua), sino la forma radicalmente incorrecta de ejecutarla; las condiciones bajo las cuales la mente humana se persuade a sí misma de que tiene bases suficientes para sentar una conclusión a la que no ha llegado por ninguno de los métodos legítimos de inducción —y que ni siquiera, bien por descuido o bien por precipitación, ha tratado de comprobar por dichos procedimientos legítimos—. § 3. [Las fuentes morales de la opinión errónea, cómo se relacionan con las intelectuales]. Hay otra rama de la que podría llamarse Filosofía del error que debemos mencionar aquí, aunque solo sea para excluir338
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la de nuestro tema de referencia. Las fuentes de las opiniones erróneas son de dos tipos, morales e intelectuales. Las morales no entran dentro del alcance de este. Pueden clasificarse con arreglo a dos apartados generales: la indiferencia con respecto a la consecución de la verdad y las inclinaciones sesgadas, cuyo caso más común es aquel en que nos vemos arrastrados por nuestros deseos; aunque estemos tan expuestos a la adopción indebida de una conclusión desagradable como a la de una conclusión agradable, siempre que sea de tal condición que excite alguna de nuestras más fuertes pasiones. Las personas de carácter tímido son las más predispuestas a creer cualquier declaración dirigida a alarmarlas. Es, por cierto, una ley psicológica, deducible de las leyes más generales de la constitución de la mente humana, que una pasión fuerte nos vuelve crédulos con respecto a la existencia de los objetos idóneos para excitarla. Pero las causas morales de las opiniones, aunque las más poderosas de todas en la mayoría de las personas, no son sino causas remotas: no actúan directamente, sino por medio de causas intelectuales con las que guardan la misma relación que la que tienen las llamadas en medicina causas de predisposición con las causas determinantes. La indiferencia con respecto a la verdad no puede, de suyo y por sí misma, producir una creencia errónea: actúa impidiendo a la mente reunir las pruebas apropiadas, o someterlas a las condiciones de una inducción legítima y rigurosa; omisión que la expone indefensa a la influencia de [738] toda suerte de pruebas aparentes que se presentan espontáneamente o suponen el menor esfuerzo intelectual. La inclinación sesgada tampoco es una fuente directa de conclusiones erróneas. No podemos creer en una proposición solo porque nos guste, o solo porque nos aterrorice, creer en ella. La más fuerte inclinación a encontrar verdadero un conjunto de proposiciones, no hará al espíritu más débil capaz de creérselas sin la menor traza de un motivo intelectual —sin prueba alguna, ni aparente siquiera—. Actúa indirectamente poniéndole ante los ojos los motivos intelectuales para creer de forma distorsionada o parcial. Le hace apartarse del fastidioso trabajo de una inducción rigurosa, cuando sospecha que el resultado puede resultar desagradable; y, en el examen al que procede le hace aplicar lo que depende en cierta medida de su voluntad, su atención, de manera sesgada, prestando suma atención a las pruebas que parecen favorecer la conclusión deseada y muy poca a las que parecen contrariarla. La inclinación también obra induciéndole a buscar afanosamente razones, o aparentes razones, que apoyen las opiniones conciliables, o rebatan las inconciliables, con sus intereses o sus sentimientos. Y cuando estos intereses y estos sentimientos son compartidos por un gran número de personas, se aceptan y se ponen en circulación unas razones que no se 339
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escucharían ni por un momento si la conclusión no tuviera nada más fuerte que tales razones para hablar en su favor. Los prejuicios sesgados naturales o adquiridos de la humanidad están promoviendo continuamente teorías filosóficas cuya única recomendación consiste en proporcionar premisas para probar unas doctrinas predilectas o para justificar unos sentimientos favoritos; y cuando una de estas teorías ha quedado desacreditada hasta el punto de no prestar ya este servicio, siempre hay otra dispuesta a reemplazarla. Cuando esta parcialidad se ejerce en favor de una creencia o de un sentimiento, viene a menudo aderezada con epítetos halagüeños; y el hábito contrario de subordinar cabalmente el juicio a las pruebas, se ve estigmatizado con diversas denominaciones inmisericordes del tenor de escepticismo, inmoralidad, frialdad, dureza de corazón y otras por el estilo, según la naturaleza del caso. Sin embargo, a pesar de que las opiniones de la generalidad de los hombres tengan, cuando no dependen de un mero hábito inculcado, sus raíces en las inclinaciones mucho más que en el entendimiento, una condición necesaria para el triunfo de los sesgos morales es haber pervertido antes la inteligencia. Toda inferencia errónea, aun teniendo su origen en causas morales, envuelve la operación intelectual de la admisión de pruebas insuficientes [739] en calidad de suficientes. Y quien estuviere en guardia contra toda suerte de pruebas no concluyentes que podrían tomarse erróneamente por concluyentes, no correrá peligro de verse inducido a error ni por la inclinación más fuerte. Hay mentes tan poderosamente armadas en el aspecto intelectual que no podrían cerrar sus propios ojos a la luz de la verdad, por más que, efectivamente, lo desearan; no podrían, con toda la inclinación del mundo, dejarse colar malos argumentos haciéndolos pasar por buenos. Si la sofistería del entendimiento deviniera imposible, la de los sentimientos, al carecer de instrumento para obrar, quedaría reducida a la impotencia. Por consiguiente, una clasificación comprensiva de todas aquellas cosas que, sin ser prueba, se prestan a aparentar que lo son ante el entendimiento, incluirá de suyo todos los errores de juicio que provengan de causas morales, con la única exclusión de los fallos que se cometen en la práctica aun contando con mejor conocimiento. Así pues, el objeto de esta parte de la investigación en la que ahora vamos a entrar será el examen de los diversos tipos de evidencias que no son evidencias en absoluto, y de las pruebas aparentemente concluyentes que en realidad no llegan a serlo. No es una materia refractaria a una visión y una clasificación comprensivas. Cierto es que las cosas que no sirven para probar una conclusión dada, son a todas luces infinitas, y que esta propiedad negativa, al no ser dependiente de ninguna otra positiva, no puede oficiar de 340
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base para una clasificación real. Pero las cosas que, no siendo pruebas, se prestan a pasar erróneamente por tales, son susceptibles de clasificación por referencia a la propiedad positiva que poseen de aparentar ser pruebas. Podemos organizarlas a nuestra elección sobre la base de uno de estos dos principios: bien con arreglo a la causa que las hace parecer pruebas, aunque no lo sean, bien con arreglo al tipo particular de prueba que simulan ser. La clasificación de las falacias que vamos a intentar en el capítulo siguiente, descansa en ambas consideraciones a la vez. [740] Capítulo II. Clasificación de las falacias § 1. [En qué criterios debería basarse una clasificación de las falacias]. Al tratar de establecer ciertas distinciones generales que demarquen entre sí los diversos tipos de falacias, nos proponemos un objetivo completamente diferente del pretendido por muchos pensadores eminentes que, bajo la denominación de falacias políticas u otras falacias, solo han dado una simple enumeración de cierto número de opiniones erróneas, proposiciones generales falsas de uso frecuente, loci communes de malos argumentos sobre algún tema particular. A la Lógica no le interesan las falsas opiniones que a la gente se le ocurre sostener, sino la manera como viene a sostenerlas. La cuestión no estriba en determinar qué hechos se han tomado erróneamente, en algún momento, por pruebas de otros hechos, sino qué característica presente en los hechos ha inducido a alguien a esta suposición equivocada. Cuando se supone, si bien incorrectamente, que un hecho es probatorio o indicativo de algún otro, debe haber una causa del error. El hecho presuntamente probatorio debe hallarse conectado de algún modo determinado con el hecho del que se supone prueba —debe guardar con él una relación determinada, sin la cual no sería considerado bajo este aspecto—. Esta relación puede venir sugerida por la simple visión conjunta de los dos hechos emparejados, o puede depender de alguna operación mental por la que se ha establecido una asociación previa entre ambos. Pero, en todo caso, la relación debe presentar cierta peculiaridad. El hecho que, aun por la más extravagante aberración, puede tomarse como prueba de otro hecho, debe hallarse en una posición especial con respecto a este hecho; y si pudiéramos averiguar y precisar esta posición especial, podríamos conocer el origen del error. No podemos considerar un hecho como indicio de otro a menos de suponer que los dos se dan conjuntamente siempre o en la mayoría de los casos. Si creemos que A es indicio de B, si cuando vemos A nos sentimos inclinados a inferir de ahí B, la razón es nuestra creencia en que de darse A, también se dará B, siempre o en la mayoría de los casos, en calidad de antecedente o de consecuente o de concomitante. 341
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Si cuando vemos A nos sentimos inclinados a no esperar B —si creemos que A [741] es indicio de la ausencia de B—, es porque creemos que, de darse A, B no se dará nunca o solo rara vez. En suma, las conclusiones erróneas, no menos que las correctas, tienen una relación invariable con una fórmula general, expresa o tácitamente implicada. Cuando de un hecho inferimos algún otro que en realidad no se sigue de él, estamos admitiendo o, siendo consecuentes, deberíamos admitir una proposición general infundada con respecto a la conjunción entre ambos fenómenos. Así pues, a cada particularidad de los hechos o de nuestro modo de considerarlos que nos induzca a creer que ciertos hechos están habitualmente unidos cuando no lo están, o que no están unidos cuando en realidad lo están, le corresponde un tipo de falacia. Y la enumeración de las falacias consistirá en la especificación de las particularidades de los hechos y las peculiaridades de nuestro modo de considerarlos que dan lugar al error. § 2. [Las cinco clases de falacias]. En principio, pues, la conexión o incompatibilidad supuesta entre dos hechos puede que consista en una conclusión a partir de la evidencia (esto es, una conclusión derivada de otra o de otras proposiciones), o puede que sea admitida sin ninguna justificación en tal sentido; admitida, según se dice, en razón de su propia evidencia intrínseca; asumida como una proposición autoevidente, como una verdad axiomática. Esto da lugar a la primera gran distinción, la existente entre Falacias de Inferencia y Falacias de Simple Inspección. Entre estas últimas deben incluirse no solo todos los casos en que se cree y se tiene por verdadera una proposición sin ninguna prueba extrínseca en absoluto, sea una experiencia específica, sea un razonamiento general; sino también los casos más frecuentes en que la simple inspección crea una presunción en favor de la proposición. Esta presunción no basta para determinar la creencia, pero basta para neutralizar los principios estrictos de la inducción regular y para generar una predisposición a creer en atención a unas razones que se considerarían insuficientes si dicha predisposición no existiera. Esta clase, que incluye el conjunto de los que se podrían denominar Prejuicios Naturales y que llamaré indiscriminadamente Falacias de Simple Inspección o Falacias a priori, encabezará nuestra lista. Las Falacias de Inferencia, o conclusiones erróneas a partir de unas supuestas pruebas, deben subdividirse de acuerdo con la naturaleza de las pruebas aparentes de donde las conclusiones se derivan; o (lo que viene a ser lo mismo) de acuerdo con el tipo particular de argumento correcto que la falacia en cuestión simula. Pero hay que hacer primero una distinción que no responde a ninguna de las divisiones de los 342
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buenos argumentos, sino que proviene de la naturaleza de los malos. Podemos saber con exactitud en qué consisten las pruebas y, no obstante, sacar una conclusión falsa de ahí. Podemos hacernos una idea cabal de las premisas, de cuáles son los puntos de hechos alegados o los principios generales que fundamentan la inferencia y, no obstante, nuestra conclusión puede resultar errónea porque las premisas son falsas o porque hemos inferido de ellas algo que no podrán garantizar. Pero un [742] caso quizás aún más frecuente es aquel en que el error procede de que no concebimos nuestras premisas con la debida claridad, esto es (según se ha mostrado en el Libro precedente)3, con la debida precisión. De modo que nos formamos una concepción de las pruebas cuando las recogemos o asumimos, y otra distinta cuando nos servimos de ellas; o bien, sin caer en la cuenta o, en general, inconscientemente, introducimos, según vamos discurriendo, otras premisas en lugar de las propuestas al principio, o una conclusión diferente de la que tratábamos de probar. Esto da lugar a una clase de falacias que pueden llamarse justamente (en expresión tomada de Bentham) Falacias de Confusión4, donde se incluyen, entre otras, todas las que tienen como fuente el lenguaje, por proceder de la vaguedad o de la ambigüedad de nuestros términos o de asociaciones casuales entre ellos. Cuando no se trata de una Falacia de Confusión, esto es, cuando la proposición admitida, así como la prueba en la que descansa su admisión, tienen una concepción precisa y una expresión inequívoca, cabe hacer dos subdivisiones que se bifurcan. La prueba aparente puede consistir en hechos particulares o en generalizaciones previas, es decir, el proceso discursivo puede simular la inducción simple o la deducción. Y de nuevo esa prueba, consistente ya en unos presuntos hechos, ya en unas proposiciones generales, puede resultar falsa en sí misma o, siendo verdadera, no justificar la conclusión que trataba de fundamentar. Esto nos da, en primer lugar, unas Falacias de Inducción y unas Falacias de Deducción, y luego una subdivisión de cada una de ellas con arreglo a si la supuesta prueba es falsa o verdadera pero no concluyente. Las Falacias de Inducción en las que son erróneos los hechos sobre cuya base procede la inducción, pueden denominarse Falacias de Observación. La denominación no es rigurosamente exacta o, mejor dicho, no es exactamente coextensa con la clase de falacias que propongo que designe. La inducción no siempre descansa en hechos inmediata 3. Libro IV, «De las operaciones subsidiarias a la inducción», cap. ii, § 5 [«Lo que se entiende por concepción clara»]. En esta edición de A System of Logic a cargo de Robson, cf. VIII**, pp. 658-659 en especial. 4. J. Bentham, The Book of Fallacies, Parte IV, «Fallacies of Confusion», p. 213 (véase p. 309 aquí).
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mente observados, sino a veces en hechos inferidos; y cuando estos últimos son erróneos, el error puede no ser un caso de mala observación, en el sentido estricto del término, sino un caso de mala inferencia. Será conveniente, no obstante, reunir en una sola clase todas las inducciones cuyo error estriba en no comprobar suficientemente los hechos en los que se basa la teoría: bien porque el fallo se deba a una mala observación o simplemente a una falta de observación, y ya se trate de una mala observación directa o proceda por medio de indicios que no prueban lo que se supone que vienen a probar. Al carecer de un término comprensivo que designe la comprobación por cualquier procedimiento, me arriesgaré a mantener el rótulo de Falacias de Observación para esta clase de falacias, en el sentido que acabo de explicar. [743] Las falacias inductivas de la otra clase, aquellas donde los hechos son exactos pero no garantizan la conclusión, se denominarán con propiedad Falacias de Generalización. Y estas, a su vez, se subdividen en diversas clases subordinadas o grupos naturales, algunos de los cuales serán indicados en el correspondiente lugar. Ocupémonos ahora de las Falacias de Deducción, a saber, aquellos modos de argumentación incorrecta en los que las premisas, algunas al menos, son proposiciones generales, y el argumento consiste en una deducción. También podemos subdividirlas, por cierto, en dos especies similares a las dos subclases precedentes, es decir, las que cuentan con premisas falsas y las que cuentan con premisas que, aun siendo verdaderas, no garantizan la conclusión. Pero la primera de estas especies debe caer bajo alguno de los rótulos ya mencionados. Pues el error debe darse o bien en las premisas que son proposiciones generales, o bien en las que aseveran hechos particulares. En el primer caso se trata de una Falacia Inductiva, de una u otra clase; en el segundo caso, de una Falacia de Observación; a no ser que, en ambos casos, se haya asumido la premisa falsa por simple inspección, de modo que se trate de una Falacia a priori. O, en fin, puede que la concepción de las premisas, sean del tipo que sean, no haya tenido nunca la precisión suficiente para deparar una conciencia clara de los medios por los que se ha llegado a ellas, tal como ocurre en el caso del llamado razonamiento circular; y entonces la falacia es de Confusión. Por tanto, con respecto a las falacias que tienen propiamente su asiento en la deducción, solo queda como única clase la de aquellas donde las premisas del argumento no aseguran la conclusión; en suma, los diversos casos de argumentación viciosa contra los que nos previenen las reglas del silogismo. Las llamaremos Falacias de Razonamiento. Así pues, contamos con cinco clases discernibles de falacias que pueden representarse en el siguiente cuadro sinóptico
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de simple inspección
Falacias
de inferencia
1. Falacias a priori
a partir de pruebas distintamente concebidas
falacias inductivas
falacias deductivas a partir de pruebas indistintamente concebidas
2. Falacias de Observación 3. Falacias de Generalización 4. Falacias de Razonamiento 5. Falacias de Confusión
[744] § 3. [La remisión de una falacia a una u otra clase es a veces arbitraria]. Sin embargo, no debemos esperar que los errores concretos de los hombres caigan, siempre o siquiera comúnmente, de manera tan inequívoca en una de estas clases que no puedan hacer referencia a otra. Los argumentos erróneos no admiten divisiones tan netas como los argumentos válidos. Un argumento cabalmente formulado, con todos los pasos distintamente marcados, en un lenguaje inmune a los malentendidos, puede, si es erróneo, pertenecer netamente a uno de estos cinco tipos; o, en realidad, a uno de los cuatro primeros, puesto que el quinto, en tales supuestos, quedaría descartado. Pero no es propio de la naturaleza del mal razonamiento expresarse con esa nitidez. Cuando un sofista, engañándose a sí mismo o queriendo engañar a los demás, llega a verse obligado a declarar su sofistería de modo tan palmario, ya no hay necesidad, en la mayoría de los casos, de que prosiga su exposición. En todos los argumentos, y en todo lugar salvo en las escuelas, se suprimen algunos nexos discursivos. Tanto más [a fortiori] cuando el que arguye tiene intención de engañar o es un razonador incapaz o inexperto, poco habituado a comprobar el curso de su razonamiento. Y en esos pasos de razonamiento que discurren tácitamente y sin plena o ninguna consciencia, es donde con más frecuencia se desliza el error. Para detectar la falacia, debe declararse la proposición silenciosamente asumida; pero es muy probable que el razonador nunca se haya planteado en realidad qué es lo que estaba asumiendo; así que su refutador debe juzgar por sí mismo cuál habría de ser, en orden a sostener la conclusión, la premisa elidida, si no puede sacársela por el procedimiento de interrogación socrático. De ahí las palabras del arzobispo Whately: Con frecuencia ha de resultar dudosa o aun arbitraria la cuestión no solo de a qué género debe remitirse cada tipo de falacia, sino incluso a qué tipo corresponde una determinada falacia individual; pues como es habitual que
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se suprima una premisa en el curso de cualquier argumentación, cuando se trata de una falacia, ocurre con frecuencia que se deja a los oyentes la alternativa de suplir o una premisa que no sea verdadera, o en otro caso una que no pruebe la conclusión. Por ejemplo, si un hombre se explaya sobre la desgracia del país y en esta línea concluye que el Gobierno es tiránico, hemos de suponer que asume o bien que «todo país en desgracia sufre una tiranía», lo cual es evidentemente falso, o bien que «todo país bajo una tiranía es desgraciado», lo que aun siendo verdad no prueba nada por no estar distribuido el término medio.
Conforme a nuestra distribución, el primer caso se contaría entre las Falacias de Generalización, el segundo entre las de Razonamiento. ¿Qué hemos de suponer que el hablante quiere darnos a entender? Seguramente (si él se entiende a sí mismo) [745], justo lo que cada uno de sus oyentes tenga a bien preferir: unos pueden asentir a la premisa falsa; otros, admitir el silogismo inválido5.
Por consiguiente, casi todas las falacias cabrían en rigor dentro de nuestra quinta clase, las Falacias de Confusión. Rara vez podrá una falacia corresponder exclusivamente a una de las otras clases; solo podemos decir que si se cubrieran todos los huecos de conexión que pudieran suplirse en un argumento válido, lo que resultaría sería así (una falacia de tal clase) o así (una falacia de tal otra clase); o a lo más que podemos llegar es a que lo más probable es que la conclusión se derive de una falacia de determinada clase. De modo que en el ejemplo recién citado, el error cometido puede remitirse con mayor probabilidad a una Falacia de Generalización: a tomar por cierto un indicio o un elemento de prueba incierto; a partir de un efecto para concluir una sola de sus posibles causas cuando hay otras que igualmente lo habrían podido producir. Sin embargo, por más que las cinco clases se solapen y a menudo parezca arbitrario asignar un error determinado a una de ellas en particular en vez de a alguna otra, es bastante útil distinguirlas. Será conveniente reservar un lugar aparte, a título de Falacias de Confusión, para aquellas donde la confusión es la característica más obvia; donde no cabe asignarle otra causa al error cometido que el descuido o la incapacidad para plantear debidamente la cuestión y para entender las pruebas de modo claro y preciso. En las cuatro clases restantes situaré no solo los casos en que se aprecia claramente que la evidencia es la que es y aun así se extrae de ella una conclusión errónea, sino también aquellos casos en que, si bien no falta cierta confusión, la confusión no es la única
5. Whately, Elements of Logic, Libro III, § 1, pp. 171-172.
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causa del error y hay una sombra de motivación a este respecto en la naturaleza de las pruebas mismas. Cuando al distribuir estos casos de confusión parcial entre las cuatro clases, haya alguna duda sobre el lugar preciso de la falacia, supondré que esta se da en aquella parte del procedimiento en la que, a juzgar por la naturaleza del caso y por las tendencias de la mente humana, sería más probable el error en las circunstancias concretas dadas.
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10. CARLOS VAZ FERREIRA (1872-1958) Fuentes Lógica viva (1910), Losada, Buenos Aires, 41945. Reed. en Textos de Carlos Vaz Ferreira. 4. Sobre lógica, Biblioteca Nacional y Departamento de Publicaciones, Universidad de la República, Montevideo, 2008. «Un paralogismo de actualidad» (1908), recogido luego en Fermentario, Losada, Buenos Aires, 1938, pp. 116-139. Reed. en Textos… 2. Sobre filosofía teórica.
A. Lógica viva [7/351] Prólogo de la primera edición (1910). Tengo en proyecto un libro que sería positivamente útil si pudiera escribirlo algún día, y si en la realización se aproximara siquiera al ideal que concibo. Sería un estudio de la manera como los hombres piensan, discuten, aciertan o se equivocan —sobre todo, de las maneras como se equivocan—, pero de hecho: un análisis de las confusiones más comunes, de los paralogismos más frecuentes en la práctica, tales como son, no tales como serían si los procesos psicológicos fueran superponibles a sus esquemas verbales. No una Lógica entonces, sino una Psico-Lógica… Sencillamente, un libro (que sería, si se quiere, la segunda parte de cualquier tratado de lógica de los comunes), con muchos ejemplos, tomados no solo de la ciencia sino de la vida corriente, de las discusiones diarias; destinado no a demostrar o a aplicar ninguna doctrina sistemática, sino solo al fin positivamente práctico de que una persona cualquiera, después de haber leído ese libro, fuera algo más capaz que antes de evitar algunos errores o confusiones que antes no hubiera evitado, o hubiera evitado con menos facilidad. Tal como lo concibo, el libro no necesitaría tener composición sistemática. Más: en realidad, lo considero indefinido; o, mejor, lo que concibo no es un libro, sino un tipo de libros que podrían escribirse en número indefinido, porque su materia es inagotable, y siempre serían útiles. [8/36] He aquí algunos títulos de los que podrían servir para agrupar (sin demasiada estrictez) el material de un libro de esa clase: 1. El primer número corresponde a la paginación de la edición de Buenos Aires; el segundo, a la de Montevideo.
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Paralogismos comunes: sus manifestaciones, sus causas; circunstancias que hay que tener presentes, o hábitos mentales que conviene contraer, para evitarlos (la esquematología de las falacias está casi acabada por la obra de los lógicos; pero no su psicología). Ejemplos de malos razonamientos (tomados de la realidad); su análisis. Muchos de esos malos razonamientos serían utilizables didácticamente, como ejercicios (en distintos grados de la enseñanza), señalándose al estudiante la tarea de analizarlos. Estudio lógico y psicológico de discusiones tomadas de la realidad (es aplicable la misma observación anterior). Estudio de la lógica habitual de ciertos profesionales (Diderot hablaba de «idiotismos morales» en los profesionales de las diversas artes; estos otros serían los idiotismos lógicos). Observaciones de orden teórico concernientes a las relaciones de la psicología y la lógica, del pensamiento y el lenguaje, etc., destinadas a corregir los conceptos falsos que el esquematismo de la lógica ha originado. Esto es algo que hoy flota en el ambiente. [9/37] Monografías lógicas de algunas cuestiones reales en debate. Prefiero no continuar, porque la clasificación ya de por sí desnaturaliza la lógica viva. No sé si las otras obras especulativas que he emprendido, y mi vida de acción, me dejarán alguna vez el tiempo y la serenidad necesarias para escribir tal libro, ni si soy realmente capaz de escribirlo. Tal vez el carácter no sistemático de él, su fin práctico de pura utilidad, me permitirán ir publicando fragmentariamente y sin orden predeterminado, algunos de los apuntes que continuamente preparo, dándoles al efecto, provisionalmente, un mínimum de forma2. Pueden ser útiles; y pueden determinar a algún otro a escribir obras análogas a la que proyecto; yo lo desearía, e invito a ello, muy sinceramente, a los pensadores. B. «Un paralogismo de actualidad» [176/34] Cuando estudiamos en los tratados lo que es una petición de principio o un círculo vicioso, nos parece inconcebible que en estado de salud mental se pueda incurrir en tales falacias. Hasta la ambigüedad de términos y la ignorancia de la cuestión nos parecen causas de 2. Efectivamente, este fue el camino seguido desde la 2.ª edición (1919), como allí mismo declara la nota añadida por Vaz Ferreira al respecto: «Al aplicar esta obra en la enseñanza, fui notando la conveniencia de hacerle algunas ampliaciones y correcciones. Faltándome tiempo para una revisión general —y también por no quitar espontaneidad a la exposición originaria; y por respetarla—, he preferido agregar algunos apéndices». En las ediciones subsiguientes, hasta la última que pudo hacer en vida (51952), mantuvo este procedimiento de correcciones, ampliaciones y apéndices del texto inicial.
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error que cualquier persona de juicio medianamente recto podría evitar con un poco de atención y, entre tanto… Lo que hay es que esos tratados, o nuestra manera de entenderlos, nos hacen pensar predominantemente en las falacias, no como son en la realidad psicológica, sino como serían si el que incurre en ellas hiciera el mal raciocinio de una manera clara, expresa, discursiva. Mucho hizo Stuart Mill por corregir esta tendencia, con su estudio de los sofismas de pruebas indistintamente concebidas; pero creo que se equivocó al suponer que las falacias de confusión eran una clase de las falacias; más bien, y ya que es fuerza establecer esas clases, refiriendo también [177/] a ficticios esquemas típicos nuestros malos razonamientos como lo hacemos con los buenos, hay que presentar las falacias de confusión, no como una clase de falacias, sino como un modo de caer en las falacias, sea cual sea su clase. De manera que habrá diversos modos psicológicos de caer en las falacias: sin razonar, o casi sin razonar (simple inspección, a cuya pretendida clase se aplicaría la misma observación): razonando muy confusamente, menos confusamente, y así por grados hasta el caso en verdad menos común del mal raciocinio distintamente concebido. Todo esto nos llevaría muy lejos: basta haber sugerido cómo es posible que nuestro paralogismo produzca efectos considerables3. Pero hay algo más importante todavía, en el mismo sentido: pensando ligeramente, tenemos tendencia a creer que solo puede caer en una falacia la persona que no tiene inteligencia, o instrucción, o experiencia lógica suficiente para evitarla, y que quien sea capaz de no incurrir en la falacia no caerá nunca en ella; error, una vez más, procedente de nuestra misma costumbre de simplificar [/35] los procesos mentales; así será, y aun no demasiado categóricamente, para el caso extremo; e indudablemente podemos afirmar que en la inteligencia de tal persona, cuya inteligencia o instrucción conocemos, no llegará tal falacia a formarse completa y definitivamente clara; pero esto no quiere decir que, incipiente, indecisa, subdiscursiva, no origine ella en esa mente estados confusos, no perturbe u oscurezca en ciertos momentos el proceso intelectual, o lo vele ligeramente, o entorpezca la exposición, la desnaturalice o la enturbie como por una oscura acción de presencia (me desespera tener que usar estas metáforas; el lector querrá interpretarlas de acuerdo con la buena psicología). 3. Se trata del paralogismo que es objeto de examen en este artículo: el consistente «en atribuir a la realidad las contradicciones en que a menudo se incurre, y muchas veces es forzoso incurrir, en la expresión de la realidad; en trasportar la contradicción de las palabras a las cosas; en hacer de un hecho verbal o conceptual un hecho ontológico» (174/31). A juicio de Vaz Ferreira, representa una muestra paradigmática de la imposición directa de nuestros esquematismos lógicos y de nuestras insuficiencias lingüísticas a la realidad, sin tomar las debidas precauciones y distancias, de donde pueden desprenderse «trascendentalizaciones» como las que presentan algunos sistemas de Filosofía (ibid., 177/35).
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C. Lógica viva [11/39] Errores de falsa oposición Una de las mayores adquisiciones del pensamiento se realizaría cuando los hombres comprendieran —no solo comprendieran, sino sintieran— que una gran parte de las teorías, opiniones, observaciones, etc., que se tratan como opuestas, no lo son. Es una de las falacias más comunes, y por la cual se gasta en pura pérdida la mayor parte del trabajo pensante de la humanidad, la que consiste en tomar por contradictorio lo que no es contradictorio; en crear falsos dilemas, falsas oposiciones. Dentro de esa falacia, la muy común que consiste en tomar lo complementario por contradictorio, no es más que un caso particular de ella, pero un caso prácticamente muy importante. Empecemos por algunos ejemplos, simples, a veces hasta groseros, tomados, como todos los otros, de la realidad, y que servirán para comprender la naturaleza del paralogismo. De un discurso: La unión entre los pueblos no la forman hoy día la comunidad de la lengua, de la religión y de las tradiciones, sino que surge de la comunidad de las almas en un ideal de progreso, de libertad y de simpatías recíprocas.
He aquí un párrafo como tantos que se leen naturalmente todos los días, sin que nada en ellos, a primera vista, nos llame la atención; contiene, sin embargo (si se lo toma literalmente), una falacia grosera: falacia de falsa oposición. La [12] unión entre los pueblos no la forman la comunidad de la lengua, de la religión y de las tradiciones, sino que surge…, etc. Para el que escribió, y para el que lee desprevenido, hay oposición entre esas cosas: si la unión entre los pueblos es formada por la comunidad de la lengua, de la religión y de las tradiciones, no será formada por los ideales de progreso, de libertad, etc., y si es formada por los ideales de progreso y de libertad, como afirma el autor, entonces no será formada por la comunidad de la lengua, de la religión y de las tradiciones —como si hubiera oposición—. Se crea así un falso dilema. En realidad, la unión de las naciones es formada, o podría ser formada, por todas esas cosas juntas, en proporciones diversas: podrán entrar todos esos elementos, en proporciones variadas; podrán entrar solamente algunos de ellos; pero no hay oposición entre unos y otros. Es un mal razonamiento. [18/45] Ahora, debo advertirles que en la mayoría de los casos prácticos nuestro paralogismo no se ve tan claramente. En la realidad, lo que hace la falacia de falsa oposición es, sobre todo, confundir más o menos: 351
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como sombrear las cuestiones. Vean ustedes algunos casos, ya menos fáciles de percibir. Es difícil, para el que no esté prevenido, percibir, por ejemplo, la pequeña sombra del paralogismo de falsa oposición que hay en este párrafo: Todos estos libros (se refiere el autor a uno de John Lubbock), que nos enseñan el arte de ser felices, de tener voluntad, de prolongar la vida, y otras cosas semejantes, no sirven para nada. Nadie es feliz por receta, ni convierte su ánimo flojo en voluntad conquistadora y activa porque un día halló en las páginas de un libro el secreto de esa transformación. Sin embargo, infinitas personas compran esos libros y los leen con deleite y con fe, creyendo que van a servirles de algo, que van a encontrar allí el secreto de ser dichosos, de ser fuertes o de llegar a viejos.
En realidad, la verdad sobre este punto es la siguiente: la influencia de los libros que dan recetas sobre la felicidad u otras análogas, es secundaria [/46] y nunca vale tanto como el temperamento y como otras muchas causas de felicidad. Pero se percibe aquí el sombreo de la falsa oposición: el autor ha exagerado. [19/] La contradicción (falsa) que subconscientemente ha sentido entre otras causas o razones de felicidad y la lectura de libros, ha falseado su pensamiento y le ha hecho afirmar que la influencia de la lectura de libros es nula; no ya que es menos eficaz (esta es la verdad) que otras causas, sino que es completamente nula. Veamos un caso mucho más sutil todavía. De un artículo de la Revue Philosophique: Los sociólogos, como de la vida los biologistas, hacen del bien social la única medida de la moralidad, de manera que su moral es una moral no de la lucha, sino de la solidaridad. Cuando se objeta a esto que la solidaridad es un hecho más bien que una orden, una realidad más bien que un ideal…
Yo creo que nadie, que no estuviera muy especialmente prevenido, notaría que todo este párrafo está como velado por una sombra de falsa oposición, tanto en las ideas que se atribuyen otros, como en el mismo pensamiento del autor. Ante todo, aparecen algunos «sociólogos» que, como de la vida los biologistas, hacen del bien social la única medida de la moralidad; estarían, pues, en un estado mental paralogístico al creer que la moralidad solo puede medirse por una cosa sola, y que esta excluye a las demás. Después se nos dice que su moral es una moral, no ya de la lucha, sino de la solidaridad; como si una moral tuviera que ser forzosamente y solamente una de estas cosas; y como si no pudiera, como si no debiera haber una moral que tomara todo en cuenta y que fuera a la vez moral de solidaridad, moral de lucha, etc. Y después, a estos sociólogos y biologistas, se les objeta que la solidaridad es más un hecho 352
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que una orden, una realidad más que un ideal; y aunque se dice «más», se siente que hay una exclusión ahí; como lo prueba el hecho de que la objeción que sigue (y que no leo por brevedad) está basada en que, si es un hecho, no es una orden, y en que, si es una realidad, no es un ideal. Hay tres casos del paralogismo (bastante sutiles y difíciles de percibir) en seis líneas. [23/50] Naturalmente, no estando preparado y muy ejercitado en percibir la falacia como por una especie de instinto, cualquiera se deja llevar por razonamientos de esta especie, y cae en ella… Cualquiera, digo: yo la estoy explicando aquí; ella es para mí una especie de obsesión, y tengo como un instinto especial, formado por el ejercicio, para descubrirla por todas partes; entre tanto acaba de ocurrirme lo siguiente: Corrigiendo las pruebas de uno de mis libros, me encuentro con esta frase: «Entre tanto, los cambios sociales no se hacen por la argumentación, por la teoría, sino que los hombres cambian de estado de espíritu». [24/] Era una falsa oposición: si los cambios sociales se hacen porque los hombres cambian de estado de espíritu, no se hacen por la argumentación, por la teoría…; excluía completamente a la argumentación y la teoría como causas de cambio. Entonces al corregir las pruebas, puse «principalmente»: «los cambios sociales no se hacen principalmente por la argumentación» y el paralogismo quedó corregido. Pero lo interesante es lo siguiente: cuando ayer preparaba estas lecturas para la presente lección, tenía apuntada la página 119 de mi libro Moral para intelectuales, donde se encontraba el paralogismo. No lo había subrayado. Empiezo a leer esa página, creo encontrarlo; y era otro; otro, que se me había escapado no solo al escribir el libro, sino en la misma corrección, y que, si bien aparecía algo paliado, no lo estaba bastante. De modo que había dos en la misma página4. He aquí el segundo: «Y no nos damos cuenta de que el progreso y los cambios sociales nunca o casi nunca se hacen a consecuencia de raciocinios, sino que lo que cambia es el estado de espíritu». Es cierto que aquí está atenuado en cierto sentido por el casi nunca; pero nada más que en cierto sentido: pues parece entenderse que, salvo [/51] esos casos especiales comprendidos en el casi nunca, no hay más que una causa; y en cuanto a los casos de casi nunca, parece que fueran casos en que se hace por otra causa. En tanto que, en realidad, probablemente cada progreso se hace a la vez por las dos causas; y lo que yo debía haber dicho, era que los cambios de estado de espíritu tienen una influencia mucho mayor que los razonamientos en el progreso. 4. Véase la edición citada de Textos (Montevideo, 2008), 1. Sobre moral y la cuestión social, p. 113.
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[41/65] Una última observación sobre este paralogismo. Él es una de las causas, tal vez la más importante, de las que hacen de la historia del progreso intelectual de la humanidad, una especie de ritmo de exageraciones. Difícilmente una idea ha llegado a imponerse sin haber pasado antes por este período de la exageración. De que la humanidad sea el «ebrio a caballo, que, si lo enderezan de un lado, se cae por el otro», el sofisma de falsa oposición es una de las causas. A tal punto pensar por esta falsa oposición de exageraciones se ha hecho un hábito mental de los hombres, hasta tal punto se trata de algo que parece condicionado por alguna anomalía mental, que si por excepción algún observador [42/] o pensador presenta desde el principio una observación, una explicación o una teoría en su grado justo, sucede una de estas tres cosas: O bien, primer caso: no llama la atención. [/66] Segundo caso: Un escritor presenta desde el principio su doctrina o sus observaciones en el grado justo, con las reservas y atenuaciones debidas. Pues se prescinde de estas reservas y atenuaciones, y se procede como si la doctrina se hubiera presentado exagerada . [43/67] Finalmente, puede ocurrir un tercer caso. El público, desconcertado por las reservas, por las atenuaciones que indican el esfuerzo del pensador para presentar su teoría justa y exacta, pretende forzarlo a dar una fórmula simplista y exagerada: «Pero, en resumen, al fin y al cabo, en fin de cuentas, ¿qué es lo que opina usted? ¡Decídase, resuelva!» —procurando así arrancarle una fórmula simplista y exagerada, sobre la cual se efectuará después el trabajo de siempre—. Apéndice sobre el paralogismo de falsa oposición Pudo decirse en el texto que este paralogismo tiene una virtud estimulante. La falsa oposición es, efectivamente, estimulante, en arte y en pensamiento, en vida y en acción. [44/68] Es estimulante en arte, donde los creadores, los productores, pueden encontrar en la misma estrechez de sus conceptos, en su oposición o su rivalidad contra [45/] conceptos, tendencias o escuelas, una fuerza; y, muchas veces, la encuentran de hecho. De la crítica, ya podría decirse esto con menos razón; pero siempre cabría juzgar la polémica extremada y unilaterizada, como una fuerza excitante. En pensamiento, ciertos pensadores han intensificado y quizá fecundado el suyo con la unilateralidad. Y en acción, es evidente cómo muchos de los grandes activos fueron estrechos; y aun para ciertos apostolados, reformas, movimientos, la estrechez y la falta de crítica han podido ser factores muy eficaces. 354
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Es indudable, en consecuencia, que algunos efectos buenos de la falsa oposición interfieren con los malos. [47/70] Resumen: que, sin perjuicio de algunos efectos estimulantes de la falsa oposición, predominan los malos; y que, además, la tendencia a reconocer y a perseguir ese paralogismo no puede producir prácticamente malos efectos. [78/96] Apéndice sobre cuestiones explicativas y normativas Punto no bien explicado en el texto, evidentemente por no haber sido acabado de pensar cuando este se hizo5. Es efectivamente cierto que hay dos clases de cuestiones: las que se refieren a cómo es algo y las que se refieren a cómo debe hacerse algo o qué debe hacerse o desearse; esto es: las cuestiones que hemos llamado respectivamente explicativas y normativas. Pero, al tratar de las normativas, primero, no expliqué más que uno de los paralogismos que pueden cometerse en ellas y, segundo, no lo expliqué completamente bien. El plan del texto debió ser el siguiente (y corríjase ahora lo que haya de ser corregido en este sentido): [79/97] El examen de una cuestión normativa comprende tres momentos. Primer momento: investigación o determinación de todo lo que podría hacerse o desearse; especificación de todas las soluciones que podrían tomarse. Segundo momento: estudio de las ventajas e inconvenientes; más comprensivamente, de los bienes y males de cada una de esas soluciones. Y, tercer momento: elección. Ahora bien. En cada uno de esos tres momentos, pueden cometerse diversos errores y paralogismos6 En el primer momento, los paralogismos posibles consisten, sobre todo en no tomar en cuenta o en no prever todo lo que podría hacerse, esto es, en no prever o no enumerar completamente las soluciones posibles. Estos errores por omisión son muy comunes [80/] El segundo momento consiste en el estudio de las ventajas e inconvenientes, o de los males y los bienes, de cada una de las soluciones. En él, errores posibles, muy frecuentes o fáciles: cuando se trata de soluciones ya aplicadas, por la dificultad de la observación; cuando se trata de soluciones simplemente aplicables o posibles, por la dificultad, mayor generalmente, de la previsión. Y en el tercer momento, muchas dificultades. Entre ellas, la especial que resulta de lo no evaluable: para elegir, muy a menudo hemos de tener en cuenta cualidades o factores morales, estéticos, etcétera: en resu 5. Cf., por ejemplo, la versión inicial en la 1.ª edición de Lógica viva (Tipografía de la Escuela Nacional de Artes y Oficios, Montevideo, 1910, pp. 47-60). 6. Las cursivas pertenecen al original, así como el punto inmediatamente después de Ahora bien.
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men, [/98] valores no cuantificables; a lo que hay que agregar la diferencia de temperamentos, que hace que ciertas ventajas o inconvenientes deban pesar más o pesen más de hecho para unos que para otros. Ahora, además de esos errores y dificultades especiales de cada uno de los tres momentos —y esto es lo que habría convenido que se explicara bien en el texto—, está el error muy característico de estos problemas, que es precisamente el único que allí expliqué: creer que en las cuestiones normativas debe existir forzosamente una solución sin inconvenientes y discutir, pensar, etcétera, en consecuencia. [119/130] Pensar por sistemas y pensar por ideas para tener en cuenta Vamos a encontrar ahora otra de las causas más frecuentes de los errores de los hombres, y sobre todo del mal aprovechamiento de las verdades, al estudiar, como vamos a hacerlo, la diferencia entre pensar pos sistemas y pensar por ideas para tener en cuenta. Hay dos modos de hacer uso de una observación exacta o de una reflexión justa: el primero es sacar de ella, consciente o inconscientemente, un sistema destinado a aplicarse en todos los casos; el segundo, reservarla, anotarla, consciente o inconscientemente también, como algo que hay que tener en cuenta cuando se reflexione en cada caso sobre los problemas reales y concretos. Entremos inmediatamente en algunos ejemplos. Supongamos que se me ocurre la reflexión de que es conveniente en la higiene, en la medicina, en la enseñanza, en otros muchos órdenes de actividad o de pensamiento, seguir a la naturaleza. A favor de esta tendencia pueden invocarse ciertos hechos y hacerse ciertos razonamientos. Hechos: constataríamos la superioridad de adaptación de los animales salvajes con respecto a los animales domesticados; en la misma raza humana, ciertos males especiales de la civilización, etc. Y también, reflexiones: así (nos diríamos), por una causa cualquiera, y sea cual sea la explicación que se admita, haya sido [120/] la raza humana creada por un ser superior que la ha adaptado a las condiciones en que había de actuar, o haya resultado de una evolución que ha producido naturalmente esa misma adaptación, es un hecho, de todos modos, que el hombre está adaptado al mundo en que vive; por consiguiente, debe seguir las indicaciones naturales, no debe perturbar, alterar la vida natural, etc. [/131] He aquí hechos, y reflexiones de aspecto razonable. Les decía que hay dos maneras de utilizarlos. La primera sería hacerse un sistema (lleve o no un nombre que acabe en ismo): crear, por ejemplo, una escuela, que podría llamarse naturismo, y cuya síntesis fuera esta: siempre, en todos los casos, tenemos una guía infalible en la Naturaleza. 356
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Y la segunda sería la siguiente: para cada caso que se me presente, caso de dietética, de higiene, de medicina, de pedagogía, me propongo tener en cuenta la adaptación del hombre a las condiciones naturales, y la tendencia de los actos naturales a ser provechosos. Les pido que analicen bien la diferencia entre estos dos estados de espíritu. A primera vista, parece que en el primer caso estamos habilitados para pensar mejor que en el segundo, puesto que tenemos una regla fija, tenemos una norma que nos permite, parece, resolver todas las cuestiones. Cuando se nos presente un caso, no tenemos más que aplicar nuestro sistema. ¿Es bueno inyectarse tal suero? No, porque los sueros no son «naturales»: hay que dejar que sea el organismo el que combata las enfermedades. Tal sistema de alimentación ¿es bueno? Sí (comer frutas), porque es natural: no (comer dulce), porque no es natural. ¿Cómo debemos abrigarnos? Según las indicaciones que nuestro organismo se encargará de hacernos: ¿Tenemos frío?… nos abrigamos; ¿tenemos calor?… no nos abrigamos. —Vean qué fácil es, o parece, pensar, en este caso—. En cambio, parece que del segundo modo nos hemos quedado [121/] en la incertidumbre. «Hay que tener en cuenta esa idea…»; ¿en qué casos?, ¿hasta qué grado?, ¿dentro de qué límites?… Todo esto nos parece vago. Pero en la práctica (fíjense en esto, que es fundamental), el que se ha hecho, consciente o inconscientemente, su sistema, para casos como estos, se ha condenado a pensar teniendo en cuenta una sola idea, que es la manera fatal de equivocarse en la gran mayoría de los casos (basta, para que el error sea casi fatal, que la realidad de que se trate no sea de una gran simplicidad). El que se hiciera «naturista» en nuestro sentido expreso y sistemático, se condenaría a no admitir, por ejemplo, nunca, jamás, una operación quirúrgica; a no admitir nunca, jamás, un remedio, una inyección, etc. Y ¿qué resulta de aquí? Que una idea excelente, como es la de seguir [/132] hasta cierto punto, hasta cierto grado, según los casos, las indicaciones naturales, ha sido echada a perder, y, en vez de ser ella un instrumento de verdad, se nos ha convertido en un instrumento de error; nos ha servido, por ejemplo, para destruir o para inhibir la acción de otras muchas verdades. ¿Cómo se debía haber pensado? Reservando nuestra idea. [122/133] En realidad, deberíamos simplemente haber tomado en cuenta nuestra observación para guardarnos de las exageraciones; para guardarnos, por ejemplo, de la sistematización opuesta . [136/145] [S]urge la cuestión de grados; y la cuestión de grados no se puede resolver de un modo geométrico. Lo único formulable es esto: «En pro, hay tales razones; en contra, hay tales otras; hay que tenerlas 357
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en cuenta a unas y a otras; pensar y proceder sensatamente según los casos». [137/146] En realidad, lo que hay que hacer, y esto es lo difícil, es equilibrar esas ideas; y, para esto, nadie es capaz de dar una fórmula: la solución más o menos justa, más o menos sensata, se encuentra en los casos de la vida práctica, tomando en cuenta todos los razonamientos; por ejemplo, los que hicimos en uno y otro sentido en el caso general anterior. No puede eximirse nadie de la tarea de pensar; no se puede dar un sistema hecho donde hay cuestión de grados. [138/147] Ahora, ¿qué se deduce de aquí? Se podría deducir una especie de apología del buen sentido; pero no del buen sentido vulgar o, mejor dicho, del buen sentido entendido vulgarmente, sino de otro buen sentido más elevado: del que yo llamaría buen sentido, no infra-lógico, sino hiper-lógico. El sentido común malo, ese que con tanta razón ha sido objeto del estigma de la filosofía y de la ciencia, el que ha negado todas las verdades y todos los descubrimientos y todos los ideales del espíritu humano, es el sentido común inconciliable con la lógica: el que no admite el buen razonamiento. Pero hay otro buen sentido que viene después del razonamiento o, mejor, junto con él. Cuando [139/] hemos visto y pesado por el raciocinio las razones en pro y las razones en contra que hay en casi todos los casos, cuando hemos hecho toda la lógica (la buena lógica) posible, cuando las cuestiones se vuelven de grados, llega un momento en que una especie de instinto —lo que yo llamo el buen sentido hiper-lógico— es el que nos resuelve las cuestiones en los casos concretos. Y sería bueno que la lógica no privara a los hombres de esta forma superior de buen sentido. [142/149] Apéndice: ampliación y corrección al capítulo: «Pensar por sistemas y pensar por ideas para tener en cuenta» Creo que el texto hace efecto de que yo creyera y enseñara que pensar por sistemas es siempre malo. Debió explicarse bien en él que pensar por sistemas es malo en los casos en que no se debe pensar así. (Ese capítulo [/150] era el estudio de otro paralogismo más: «El paralogismo de falsa sistematización»; y este debió ser el subtítulo). Hay casos en que pensar por sistemas es legítimo y conveniente. Y, sin refinar demasiado, los casos más comunes, por ejemplo, de las matemáticas o de la mecánica: para multiplicar enteros, para extraer raíces, para trazar una perpendicular o para hallar la superficie de un triangulo, se aplica una regla encontrada y establecida de antemano, y esta es precisamente la característica de pensar por sistemas, o sea, aplicar en los casos particulares que se van presentando una regla de conducta general, ya de antemano establecida. Razonar en cada caso, en ejemplos como esos, podrá ser útil de cuando en cuando para refrescar el razonamiento, para 358
CARLOS VAZ FERREIRA
mejorar la comprensión, tal vez para impedir que los procedimientos se vuelvan demasiado reflejos (aun cuando esto último, desde otros puntos de vista, es en esos casos muy útil); pero ni es necesario, ni alterará el resultado. Y no solo en matemáticas y en mecánica se encontrarán los casos, sino en otras ciencias; especialmente entre las ciencias que tratan de la materia inerte; y también hasta para algunos hechos de la vida. No se puede decir de antemano cuáles sean esos casos, aunque abunden más en ciertos órdenes de conocimientos. Si en general se quisiera [143/] establecerlos, se diría que, en grueso, en esquema, se puede pensar por sistemas (esto es: es legítimo y conveniente hacer el raciocinio antes y una vez por todas, y en cada caso aplicarlo sin razonar de nuevo para ese caso), se puede pensar, digo, en esa forma, allí donde: primero, se sabe todo, lo de hecho y lo de principio; esto es: cuando se poseen bien todos los datos de la cuestión, y todos los principios que han de ser aplicados; y segundo: cuando todo esto se puede combinar, integrar —diremos— en el sistema. (Podría ocurrir, entre paréntesis, lo primero sin que ocurriera lo segundo: en posesión de todos los datos y principios, podríamos ser incapaces de integrarlos, sea por la naturaleza misma de los hechos, o por impotencia de la razón humana general, o por impotencia especial de la nuestra). Pero esta manera de pensar por sistemas, o sea, por razonamientos hechos de antemano, se va haciendo cada vez más difícil y peligrosa a medida que se trata de cosas más complejas; y, en los órdenes de la moral, y de la psicología, y en la literatura, en la filosofía, en lo social, y en muy amplio grado en lo práctico, entonces… lo del texto; esto es: los peligros de pensar por sistemas, y la conveniencia de pensar por ideas para tener en cuenta y con ellas examinar cada cuestión y del modo más amplio. [190/190] Valor y uso del razonamiento Suele creerse que siempre se debe pensar o discutir única y exclusivamente por raciocinios; mejor dicho, por raciocinios formulables verbalmente. Esto es, por una parte, creencia vulgar; es, por otra parte, un postulado de la lógica tradicional, la cual pretendía dar las reglas teóricas del raciocinio, partiendo del principio, consciente o inconsciente, de que toda creencia, toda discusión, etc., puede formularse por raciocinios exclusivamente, o que, por lo menos, debería formularse por raciocinios exclusivamente, debiendo considerarse eso como el ideal. A esta opinión extrema se ha opuesto alguna vez otra opinión extrema opuesta. Muchos lógicos observadores, muchos hombres de ciencia también, han notado que en la práctica el raciocinio resulta para los hombres sumamente engañoso y falaz; que todo, o casi todo, ha podido demostrarse, o parecer que se demostraba, por razonamientos [191/191] Y entonces viene aquella otra actitud extrema, que consiste en decirse: «El razonamiento no sirve para nada; el razonamiento es falaz, es engañador; 359
LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDEA DE FALACIA
es un peligro para el espíritu humano, razonar: dejémonos llevar única y exclusivamente por el instinto o por el sentido común». Otro hecho, todavía, parece corroborar a primera vista esta última opinión, y es que buena parte de los espíritus falsos son a menudo formidablemente aficionados a razonar. Conviene que nos acostumbremos a observar y a entender lo que hay de verdad en esta cuestión del valor del raciocinio, cuya solución dista mucho de ser tan absoluta y tan simplista como las que presentan las dos tendencias opuestas y extremas. Podríase, desde luego, anticipar que el raciocinio es muy legítimo y sumamente útil en la práctica, siempre que concurran ciertas condiciones; primera de ellas, que los que razonan o discuten se encuentren más o menos en el mismo [192/] plano; segunda, que su espíritu no esté unilateralizado, ni prevenido intelectual o afectivamente por sistemas (en este caso puede decirse que el raciocinio es inútil, que no sirve sino tal vez para falsear más el espíritu unilateralizado); y tercero, especialísimamente, que se razone y se discuta para averiguar la verdad; no como discuten ordinariamente los hombres, esto es, para triunfar. Pero, aun supuestas esas condiciones y todas las demás, correlativas, que la práctica nos ha enseñado como favorables para que el razonamiento sea útil, aun supuestas esas condiciones, no hay que creer que el raciocinio, tal como estamos acostumbrados a ejercitarlo, sea todo, y sea siempre bastante. Hablamos, en una de las anteriores lecciones, de lo que allí llamamos el «buen sentido hiperlógico», esto es, esa especie de instinto lógico que, en las cuestiones de grados sobre todo (y muchísimas son cuestiones de [/192] grados, en la práctica), venía a intervenir después del raciocinio, o simultáneamente con él, para equilibrar los razonamientos opuestos, para mantener constantemente el juego de las múltiples ideas e impedir que una de ellas predominara indebidamente sobre las demás y nos llevara a la falsa sistematización. Vamos a volver ahora sobre esas cuestiones de grados, tomándolas desde otro punto de vista: no ya, ahora, como ejemplos para mostrar los inconvenientes habituales de pensar pos sistemas, y la conveniencia de pensar por ideas directrices, sino estudiándolas como casos en que el raciocinio puro falla, y en que la clase de buen sentido que vamos a describir dentro de un momento, necesita controlar o completar el raciocinio. Sea un caso semejante a los que analizábamos en aquella lección. Supongamos que se discute el problema de cuál debe ser el color del papel de los libros de los textos escolares. Un raciocinio sería el siguiente: conviene que entre el color de la tinta y el color de papel haya la mayor diferencia posible, con el objeto de que las letras puedan distinguirse con mayor facilidad, lo cual ahorra trabajo a la vista; de aquí se deduciría, por ejemplo, que la inscripción negra sobre el papel blanco es la mejor. Otro raciocinio 360
CARLOS VAZ FERREIRA
sería el siguiente: conviene que no haya demasiado contraste entre el color de la tinta y el color del papel, porque el contraste hiere la vista y la hace sufrir. Así se llegaría a concluir que el papel debe ser amarillento, o tal vez casi negro; en fin, no sabríamos dónde detenernos… Aquí hay dos raciocinios. Cada uno de ellos, aislado, parece bueno. Cuando hemos hecho los dos, notamos que hay una cuestión de grados, que debemos combinar los dos raciocinios y decirnos: «Conviene, por una parte, que haya bastante diferencia entre el color del papel y el color de la letra, para que la letra se vea bien; por otra parte, conviene también que el contraste no sea demasiado grande, porque entonces llegaría a herir la vista». Hasta aquí el raciocinio. Ahora: ¿cuál es el punto preciso al que debe llegar, y del que no debe pasar la diferencia? ¿Cuándo es «excesiva» o deja de serlo? No niego que, teóricamente, pueda tenerse la esperanza de resolver este punto por raciocinios; pero en las condiciones prácticas en que nos encontramos lo más que podemos hacer en cuanto a raciocinio es lo que ya hemos hecho, esto es: hacer los dos raciocinios, limitar el uno por el otro, y llegar a la conclusión de que debe haber algún punto, algún grado que sea el más conveniente o el más adecuado. Pero ¿cómo puede resolverse cuál es ese grado? Únicamente por la experiencia. Bien, en este caso, la experiencia sería posible: observar los resultados que producen [/193] textos impresos de diferente manera. Pero como en la vida práctica la experiencia en muchos casos no es posible o no está a nuestro alcance o no es cómodo realizarla, o no se ha realizado, sencillamente, faltando la experiencia, nos encontraríamos completamente desarmados en estos casos de grados, si no tuviéramos lo que se puede llamar el instinto empírico, esto es, una especie de instinto que sale de la experiencia general, que es como un resumen y contracción de la experiencia, y que nos indica más o menos, que nos hace sentir aproximadamente cuál debe ser aquel grado más justo. [194/] Nótese bien que este instinto empírico no viene en lugar del razonamiento, sino además del razonamiento. Pues bien, en gran parte de las cuestiones que discutimos en la vida, el razonamiento interviene con esa función y ese alcance. Hay juegos de razonamientos, que se traducen en cuestiones de grados, las cuales han de ser resueltas por el instinto empírico, no pudiendo prescindirse de ninguno de los dos factores, sobre todo del último. El instinto empírico gana con que el razonamiento le prepare las cuestiones: el razonamiento es completado por el buen sentido hiperlógico*, controlador del raciocinio.
* Siento que no es bueno este término: el que habría deseado encontrar querría decir el buen sentido en cuanto no es contrario al raciocinio o a la buena lógica.
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ÍNDICE ANALÍTICO
A priori, falacia: 235, 344s Ad absurdum, reducción: 332 Ad baculum: 99, 292 n. 16 Ad hominem: 57, 144s, 192s, 325 n. 6, 331 Ad ignorantiam: 192 Ad judicium: 192, 296 Ad personam: 193, 296 Ad verecundiam: 192, 295, 311 Ambigüedad, falacia de: 45, 94, 158s, 299 Argumentación: 11s, 27, 106 Argumentación rebatible: 56, 85 Argumento falaz / malo / pseudoargumento: 13, 22s, 30, 41 Argumento como producto, procedimiento, proceso, fenómeno socioinstitucional: 106 Argumento performativo: 27, 47 Argumentos ad, falacias: 191-193, 265, 294, 308 Autoridad, argumento, falacia de: 200, 291, 303-305, 309s Carga de la prueba: 50, 75, 85, 325 Causas (fuentes, principios) de la argumentación sofística o falaz: 163, 171, 173, 208 Código pragmadialéctico: 49, 73-78 Compromiso: 105 Compuesto / Dividido, sentido: 286s Condiciones de valor, comprensión, verdad: 109 Confusión, falacia de: 28, 237s, 250, 309, 343
Contrapartida, teorías de la: 38-41, 44, 62, 68-70 Correlación (contrapartida), supuesto de: 39 Criterios del buen argumento: 56, 69 Criterios epistémico-discursivos / éticopolíticos: 127 Cuestión múltiple, falacia de la: 153 Debate público: 108, 205 Deducción: 149s, 344 Deliberación: 121-124, 244s Desengaño barroco / ilustrado: 198-200 Dialéctica erística: 227s, 326, 329 Dictamen experto: 84, 86 Dictum de omni, de nullo: 217 Dilación, falacia de: 209, 212, 309 Discursiva / cognitiva, orientación, tradición: 60s, 140s, 246 Discurso público: 120, 145, 184, 186 Discusión (disputatio): 165, 275 Discusión crítica (racional): 72s, 79, 113 Discusión sofística: 164, 277s Error: 63, 185, 231-233, 247, 250, 255 Error (fallo, ilusión) inferencial: 52 Esfera pública del discurso: 104, 106, 120, 245 Esquema argumentativo: 84, 86, 122 Falacia: 13, 18s, 22-24, 97 — idea de f., cuadro de la construcción histórica de la: 260s
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LA FAUNA DE LAS FALACIAS
Falacia única, teoría de la: 93s, 159 Falacias, rasgos principales de las: 24s, 31, 141, 261 Falaz, argumentación: 13, 98s Falibilismo: 46s, 92s Falsa causa (non causa pro causa): 150, 220 Falsa oposición, paralogismo de: 351-354 Fases — de la argumentación: 73 — de la deliberación: 122, 245 Forma (forma lógica), principio de la: 64 Formal, falacia: 100-103 Generalización, falacia de: 344 Heurístico: 35, 37, 86, 90s Hipótesis nulas, mínimas, máximas de teorización de las falacias: 45, 62 Ídolos (de la tribu, de la caverna, del foro, del teatro): 176s Ignorantia elenchi (ignorancia de la cuestión, de la refutación): 280 Interés siniestro: 313s Lingüísticas / extralingüísticas, falacias, refutaciones sofísticas: 152s, 158, 171, 173 Lógica, falacia: 219 Lógica civil: 109, 119, 184 Lógica de las ideas (facultades): 190s Lógica informal: 11s, 35, 40, 68, 184, 243 Lógica natural vs. artificial: 201, 299, 303, 328 Manipulación discursiva: 117 Modus ponens / tollens: 87 Monológico / dialógico: 30, 39, 60, 110, 158, 163, 170, 173, 191, 218 Naturalista, orientación teórica: 62, 88-92 Non sequitur: 93, 236 Normativa / explicativa, cuestión, perspectiva: 14, 44, 172, 355 Normatividad, en sentido débil / fuerte: 62, 141
Normativo, código, punto de vista: 31, 55s, 113 Paraesquema argumentativo: 86 Paralogismo: 27, 29s, 170, 250s, 255s, 268 Pensar por sistemas / pensar por ideas para tener en cuenta: 356-359 Perspectivas lógica, dialéctica, retórica, socioinstitucional: 103, 107s Petitio principii (petición de principio): 94s, 156, 168s, 280s Plausible: 26, 91, 123, 200, 271 Política, falacia: 206, 212 Post hoc ergo propter hoc: 156, 237, 286 Pragmadialéctica, teoría: 70-81 Pragmática, teoría: 82s, 85 Prejuicios, tradición crítica de los: 178 Presunción: 50s, 62, 70, 79 Presunciones de inteligibilidad, fiabilidad, razonabilidad: 50s Proposición / Propuesta: 104s, 123 Prueba: 94s, 101s, 107s, 111 Razonabilidad: 48, 51 Razonamiento práctico: 105, 123 Reducción, teorías de la: 93, 202s Refutación: 150, 267 Refutación sofística: 150s, 269 Seducción discursiva: 117 Sesgo: 53s, 61, 90, 93 Silogismo: 149s, 216s, 266s, 270 Silogismo erístico: 268s, 271 Sofisma: 25, 27, 29s, 170 Solidez: 56, 108, 279s Teoría de la falacia, de la argumentación falaz: 14, 17, 22, 37, 44s, 62 Tratamiento estándar: 98s Validez / invalidez: 53s, 56, 63-66, 101s, 217 Vértigo argumental: 112
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