La Fábrica Del Bien (Perspectivas) - Antonio Valdecantos
December 26, 2020 | Author: Anonymous | Category: N/A
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© Antonio Valdecantos
© EDITORIAL SÍNTESIS, S. A. Vallehermoso, 34 - 28015 Madrid Teléf.: 91 593 20 98 http://www.sintesis.com ISBN: 978-84-995802-3-4
Impreso en España - Printed in Spain
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Índice
Prólogo
I. La moral como metonimia 1. Lo inventado y lo dado 2. El efecto Maquiavelo 3. El efecto Mandeville 4. La inversión del mal 5. Géneros artificiales y metonimias disciplinares 6. La autonomía de la doctrina moral 7. Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte 8. Metonimias y anomalías 9. Plantas que aprenden botánica 10. La teoría como interrupción
II. Ars aestimativa 11. Conceptos encabalgados 12. Lo natural y lo artificial 13. Lo natural y lo excepcional 14. La moral y la estimativa 15.La paradoja de la doctrina perfecta 16. La estructura de la experiencia estimativa 9
17. Defensa de lo inestimable
III. El bien y la fábrica del mundo 18. Orden, virtud y fortuna 19. Appetitus discendi incognitam 20. Momentos sin tiempo 21. Lo nuevo y lo igual 22. La construcción moral de la realidad 23. La verdad como coincidencia y como desajuste 24. El mundo mal hecho 25. Defectos de fábrica
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Prólogo El bien, el mal y el conocimiento son las tres palabras decisivas del diccionario común de Occidente, pero no lo son por la robustez de su contenido ni por la armonía de sus combinaciones. Occidente es aquel lugar donde el conocimiento del bien está perpetuamente sitiado por el del mal –y hasta confundido muchas veces con él– y donde el saber mismo puede llegar a juzgarse el mayor de los bienes y también el mayor de los peligros. Los esfuerzos más insignes de la historia intelectual occidental se han empleado en la edificación de una ciencia que enseñe cómo es el mundo y que al hacerlo muestre la lista completa de los males y los bienes, con especial atención a los más eminentes de unos y otros. La posesión de dicha ciencia y su aprovechamiento se han tomado desde antiguo precisamente como el más admirable de los bienes humanos o por lo menos como una empresa a cuyo servicio sólo cabía admitir a las más honorables de las virtudes. Pero conocer el bien, distinguirlo del mal y obrar de modo acorde con ese conocimiento es tan sólo una mitad de la historia del espíritu. Porque la otra mitad ha consistido en enfrentarse –unas veces con grandeza, otras sólo con dignidad y las más con cobardía, con capitulación o con autoengaño– a los fracasos y peligros de esa ciencia, a sus excesos, sus fraudes, sus vanidades y sus falacias, como si en el conocimiento del bien estuviera siempre entrometida alguna porción de mal y a veces el peor de todos ellos. La ciencia del bien y del mal es el más antiguo de todos los saberes prohibidos –e incluso de los saberes humanos en general– y también el más celebrado y el más temido. Sobre las consecuencias que tuvo probar el fruto del árbol correspondiente más vale no insistir en lo que ya se sabe: que todos tenemos muchas razones para haber perdido esa clase de apetito pero el que más y el que menos se resiste a quedarse con las ganas. Es probable que la historia del saber occidental consista en la ingestión sucesiva de diversas especies de frutos lo bastante semejantes al del árbol prohibido para que quepa hacerse una idea suya aproximada y lo bastante distintos para que las secuelas de su consumo sean inofensivas. A pesar de estos cuidados, no hemos llegado a conocer a ciencia cierta aquel sabor y seguimos expuestos al poder destructor de gran número de tentaciones. El resultado es que en la ciencia del bien y del mal se guarda el conocimiento más antiguo de todos pero nadie ha llegado a poseerlo nunca, ni siquiera en una cantidad mínimamente apreciable. Esta ciencia tiene, sin embargo, un rasgo todavía más inquietante, y es que, si a alguien se le ofreciese de verdad su posesión, la respuesta
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sería, lo más seguro, negativa. De poder aprenderse, la ciencia del bien y del mal no pertenecería a los manjares más apetecidos, por lo menos en paladares normales. Si un bocado bastó para traer la perdición al mundo, mejor no imaginar qué habría ocurrido en caso de que la dieta ordinaria de nuestros primeros padres se hubiera basado en esa especie frutal. Seguramente lo decisivo del relato del Génesis no está en que Eva probara y Adán la secundase, sino en que ninguno de los dos perseveró en la prueba, aun antes de que Yahvé les pidiera cuentas. Aunque las Escrituras no aclaran nada al respecto, es verosímil la sospecha de que el fruto en cuestión se quedó sin terminar de comer. No se sabe si la vergüenza posterior vino de haber comido o de haberse limitado a probar; lo único que sabemos es que “fueron abiertos los ojos de ellos ambos y conocieron que estaban desnudos; entonces cosieron hojas de higuera y hiciéronse delantales”, según la traducción de la Biblia del Oso. Una hipótesis que quizá convendría explorar –aunque no será objeto de este libro, por lo menos explícitamente– es que la vergüenza fue debida a la parte de fruto que se despreció y no a la que se había tomado1. Como se sabe, a la ciencia de lo que hay en cuanto que lo hay la llamaba Aristóteles “la ciencia buscada”, es decir, la ciencia que no se tiene, que se anhela tener y cuyo hallazgo compensaría con creces los trabajos de la búsqueda. Desde luego Aristóteles desconfiaba mucho de que alguien llegase a encontrar una ciencia así, aunque no es fácil imaginarlo disculpando a quien la abandonara después de haberla encontrado. La ciencia buscada de Aristóteles es deseable sin restricción, pero con la del bien y el mal no sucede lo mismo. Porque la ciencia del bien y del mal incita sin vergüenza a poseerla –y lo hace incluso entre las más ignaras criaturas de la especie– pero refrena pudorosamente la propensión a aprenderla del todo. Alguien podría afirmar que con su fruto sucede como en la fábula de la zorra y las uvas: que, por haberse visto las consecuencias de probarlo, muchos se convencen de que está verde. Ha de advertirse, sin embargo, que la analogía no resulta pertinente, y eso se debe a que en realidad el fruto es amargo de por sí, sin necesidad de autoengaño, y se distingue porque siempre estará verde. No atrae como los placeres, sino como ciertos objetos prohibidos que se supone no resultarán agradables al gusto o a la vista pero suscitan un interés mórbido. La ciencia del bien y del mal no produce ninguna recompensa, es inútil para la práctica –cuando no contraproducente–, no mejora a quien la posee y tampoco parece ayudar a la obtención de otros conocimientos; no hay ninguna otra ciencia que imponga o aconseje aprenderla ni ninguna razón que la haga deseable, salvo las proporcionadas por ella misma. Quien llegase a dominarla quedaría seguramente inhabilitado para el aprendizaje de cualquier otra cosa y se convertiría en un ser maldito y apestado.
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Se sabe desde muy antiguo –o no se sabe, pero tiende a saberse– que la filosofía no es una ciencia genuina ni un saber verdadero, sino más bien una ciencia frustrada o una tendencia al saber, tendencia que nunca logra ni logrará alcanzar su objeto. Es cierto que de manera periódica surgen doctrinas según las cuales la ciencia y la filosofía deberían ser una sola cosa, o lo son de hecho en determinados casos ejemplares, o lo serán cuando la filosofía desarrolle la ciencia que lleva dentro, es decir, cuando deje de ser filosofía o cuando lo sea en un sentido que haga inapropiado el seguirla llamando así. Lo que la experiencia enseña, sin embargo, es que los anuncios de que la filosofía está a punto de convertirse en ciencia –ya vengan de Hegel, ya de Quine– son pronósticos que se autorrefutan. Para bien o para mal la filosofía sigue estando muy lejos de la ciencia, no ha llegado a alcanzarla o no ha tenido tiempo de hacerlo, y quizá esté destinada a seguir así en todas partes y para siempre. En realidad, si la filosofía versa sobre algo es sobre su propia frustración. Nacida para saberlo todo y para regir soberanamente la acción, a lo que se dedica es a examinar por qué no logra ni lo uno ni lo otro, por qué no es verosímil que vaya a lograrlo alguna vez y por qué, sin embargo, no dejará nunca de proponérselo. La filosofía se ocupa esencialmente de investigar qué ha pasado para que su vocación de ser ciencia haya tenido que frustrarse. Muchos pensadores de todas las épocas han creído, sin embargo, que podían burlar hasta cierto punto este aciago destino de la filosofía rebajando sus pretensiones o cambiándolas. En lugar de querer saberlo todo y en especial lo más difícil, lo más universal y lo más sagrado, la filosofía habría de limitarse, según ellos, a tratar de saber algo sobre los saberes realmente existentes, y en lugar de querer regir la acción humana de modo que la razón llegase a ser la norma del mundo, debería contentarse con reflexionar sobre las normas realmente vigentes (en la ciudad o en la conciencia) tratando, si acaso, de mejorarlas. En cierto modo, la tarea más excelsa de la filosofía tendría que ser aprender la ciencia del bien y del mal sin que estuviese ya prohibida y sin que procurase la condenación; hacernos como dioses, pero con el beneplácito de éstos o quizá con su ayuda, después de mostrarles que nos hemos hecho merecedores de su ciencia. A todo adulto mentalmente sano le resultará natural creer que nada de esto es posible, pero la tarea de la filosofía –una tarea que frecuentemente acaba en la insania– consiste en pensar que sí lo es y por qué, lo que implica, antes y al mismo tiempo, pensarlo, es decir, hacer como si lo fuera y creer que lo es. Cuando no puede lograrse la posesión de un objeto porque está prohibido o porque echaría a perder cualquier otro logro –y la ciencia del bien y del mal reúne ambas propiedades–, es frecuente buscar un sustituto
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que posea algunos de los rasgos deseables de la cosa proscrita y ninguno de los que la vician. La ciencia del bien y del mal dispone de un ventajoso sucedáneo de ese tipo, un sucedáneo al que llamamos moral. La moral es la forma moderna de la ciencia del bien y del mal, aunque el resultado sea una ciencia adelgazada, medrosa y cabizbaja. A ella le incumbe en los tiempos modernos la administración del mal y del bien; ella dice lo que ha de hacerse y evitarse (aunque sólo en un ámbito acotado de asuntos), dignifica a quien la posee, contribuye notablemente a la salvación del alma según algunas versiones y según otras a la mejora y el progreso del género humano, produce cierto género de satisfacción (aunque de una clase peculiar, llamada precisamente moral) y está llena de posibles aplicaciones. La moral tiene todo lo bueno del fruto prohibido sin tocarle ninguno de sus vicios, y ocuparse de la moral es como cultivar la ciencia proscrita sólo que sin condenarse y sin paladear sus amargores. A la filosofía no le faltan nunca sucedáneos de sus propios deseos imposibles, y la moral resulta ser uno de ellos. La moral es como la penicilina, como los cepillos de dientes o como las pensiones para la vejez; los argumentos en favor de su desaparición o en contra de su conveniencia resultan inaceptables del todo y apenas son dignos de tomarse en serio. Es un fruto tardío de la civilización y está entre sus productos más apreciables; abogar contra el altruismo, contra el interés por el prójimo, contra la imparcialidad o contra el arreglo razonado de los conflictos es propio de gentes cínicas y desalmadas o de personas con muchas ganas de llamar la atención. Si la moral no se hubiese inventado (aunque en este libro se sostendrá que la moral no fue exactamente un objeto de invención), el mundo sería sin duda ninguna más inhóspito y más desapacible. Pero la filosofía no tiene ningún deber de mirar con veneración las cosas imprescindibles. Es su tarea pensar lo que hubo de ocurrir para que aquello que llamamos moral proporcionase la manera canónica de tratar con los bienes y los males. Eso implica, desde luego, extrañarse de por qué esto es así y en cierto modo dejarse perturbar por ello: no ver en la moral la casa que uno habita y con la que está familiarizado, sino un hospicio fortuito en el que ha acabado instalándose por cierta concatenación de azares, como cuando uno cree que va a dormir un par de noches en un lugar y se queda allí toda la vida. Según un prejuicio muy frecuente, la tarea filosófica esencial que cabe respecto de los bienes y los males es perfeccionar, pulir, enriquecer y fortalecer el conjunto de normas, principios, criterios u orientaciones al que suele llamarse moral. Sin duda ninguna, el perfeccionamiento o reforma de la moral es una tarea digna de la mayor estima, pero eso no significa que se trate de una empresa necesariamente filosófica. Es
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verdad que muchos filósofos han contribuido asiduamente a dicha tarea y algunos lo han hecho de manera destacada, aunque ni esta tarea les está destinada a ellos en exclusiva ni mucho menos es la única que pueden efectuar con la moral. A veces los constructores y reformadores morales han sido buenos filósofos y es cierto que la construcción y reforma de los sistemas morales genera a veces buena filosofía, pero la buena filosofía es en esos casos un producto lateral y no intencionado. La moral, como la luz eléctrica, resulta imprescindible para vivir con cierto decoro, pero no todo lo imprescindible en la vida ha de estar al cuidado de los filósofos; si los apagones y los cortocircuitos hubieran de ser arreglados por profesores de Filosofía, es bastante probable que la civilización tuviera que regresar al poco tiempo al candil o a la lámpara de gas. En realidad, la historia de la filosofía muestra más casos de almas retorcidas, tercas, vanidosas, protervas e insensibles que de sus contrarios, y no está claro que se saliera ganando gran cosa con que todos los clásicos resultasen haber sido dechados de virtud. No está ni mucho menos claro que el filósofo tenga grandes cosas que decir sobre eso que se acostumbra a llamar los desafíos morales de nuestro tiempo2. Tal cosa no implica, sin embargo, que la filosofía haya de dejarlo todo como está o pueda desentenderse de toda preocupación pública; de hecho, no deja casi nada como estaba, aunque los efectos de su actividad casi nunca son los previstos ni los deseados. El filósofo no es el señor de la praxis (ni siquiera su sirviente o ayudante); es un extraño compañero de viaje en los trayectos más variopintos, un viajero extravagante que no sabe a ciencia cierta adónde va y que de pronto abandona el tren de la manera más inopinada. Resulta curioso que no se suscite casi nunca la cuestión de por qué la filosofía moral no trata su objeto de manera semejante a como la estética trata al arte. Quien haya hecho alguna vez este parangón habrá comprobado que suele incomodar por igual a los profesores de una y otra disciplina. Si un filósofo del arte se empeñara de pronto en aconsejar a los artistas sobre cómo conducirse en su práctica y en dar soluciones a las dudas que éstos tienen sobre qué hacer o dejar de hacer, no parece que ese individuo pudiese cosechar muchos éxitos, ni filosóficos ni prácticos. No en vano, lo que llamamos estética se funda en que una pretensión así sería ilegítima y nadie la tomaría en serio. La razón de esta circunstancia estriba, sin duda, en lo que se conoce como la autonomía del arte, una autonomía que excluye del todo la tutela filosófica (y quizá cualquier otra, salvo la comercial). Pero la moral también se distingue por ser autónoma, o eso se dice, y sin embargo no le ocurre lo que al arte en sus relaciones con la filosofía. Más bien parece que le sucede lo contrario, es decir, que si dejase de estar atendida por los filósofos correría el riesgo de degenerar y echarse a perder. De volverse, en una palabra,
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heterónoma. Una razón de esta disparidad entre el arte y la moral proviene de que el primero no fue inventado por los filósofos mientras que de la segunda no se puede proclamar esa negación sin muchísimas cautelas. Se cree que la filosofía es la guardiana de la moral y quien la cuida y alimenta; sin filosofía, la moral caería en manos desaprensivas que la pervertirían y la matarían de inanición. La filosofía –se supone– no puede dejar sola a la moral ni un instante porque el mundo está lleno de gentes interesadas en que desaparezca. Retirarle a la moral sus cuidados filosóficos sería según esta manera de pensar, como animar al mal a que se enseñorease por completo del mundo. Todas estas suposiciones son erróneas, pero se fundan en una que no lo es. No es cierto que la moral necesite de la filosofía para perpetuarse porque, en efecto, es autónoma, pero quizá no lo sea en el sentido que los filósofos suelen dar a dicha palabra. La moral es autónoma porque camina por su propio pie sin necesidad de filosofía en la que apoyarse, y de hecho lleva algunos siglos caminando de ese modo. Es un producto civilizatorio como otros, y al igual que otros durará lo que esté escrito en el destino de la civilización. Sin embargo, la moral surgió como el efecto no intencionado de ciertas preocupaciones filosóficas, según se tratará de mostrar en la primera parte de este libro. Fue una hechura de filósofos que pronto cobró consistencia propia, y es un error suponer que sigue dependiendo de quienes la concibieron. En realidad, lo que la filosofía suele afirmar de la moral es que se trata de una tarea inacabada y de una promesa incumplida o que, por lo menos, falta todavía mucho para que se acabe o se cumpla. Mientras esté sin terminar –y nadie cree por ahora que su fin quede muy próximo–, no se la puede abandonar a su propia suerte, y menos que nadie podrían hacerlo los filósofos, a los cuales se supone que les incumbe, antes de nada, explicar por qué está inacabada la moral y sacar de esa explicación motivos para concluirla. Sin embargo, hay un sentido importante en el cual la moral ya está cumplida. Porque afirmar que la moral moderna se formó para ser llevada a la práctica no es decir toda la verdad. Hasta cierto punto podría decirse que la moral se formó para lo contrario: para definir qué es lo que todos convienen en considerar máximamente deseable y obligado con independencia de los hechos y en contra suya. La moral moderna está pensada, entonces, para que se cumpla, pero no para que se cumpla del todo o, si se quiere, contando con que no se cumplirá. La moral necesita tener partes importantes sin cumplir, incluso partes que sean de cumplimiento imposible. Está concebida de tal manera que al mundo le falte siempre algo por moralizar, es decir, de tal modo que el triunfo de la moral sea siempre parcial e insuficiente. Pero eso no quita –al contrario–
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para que la moral haya triunfado del todo en el interior de las cabezas de los hombres modernos. Con independencia de sus éxitos mundanos, se supone que la moral es la que enseña cómo sería la realidad en caso de que ésta fuera como debe ser. En la batalla por decidir cuáles son los ideales merecedores de argumentación racional el triunfo de la moral ha sido pleno: abandonarla o enfrentarse a ella equivale a despreciar el razonamiento y la argumentación. La moral ha logrado el monopolio de la legitimidad cuando de deliberar y juzgar se trata, o por lo menos cuando se trata de deliberar y juzgar en conciencia y de manera imparcial. No en vano, la imparcialidad y la conciencia son hechuras de la moral moderna y tienen su lugar asegurado en la civilización como lo tiene el hábito de saludar o el de no escupir en el sue-lo. Lo que le ocurre a la moral es que su vigencia se reduce a su propia esfera y esa esfera es limitada, pero de semejante condición limitada no se libra ninguna de las esferas de valor en que está fragmentada la cultura moderna. La moral no rige para pintar o hacer crítica de pintura, ni tampoco a la hora de buscar pareja, de pensar en la muerte, de hacer excursiones o de mudarse de casa. Es verdad que tiene vocación imperialista y que siempre anda mirando de reojo a otras esferas para avasallarlas, pero cualquier adelanto en una dirección implicará el retroceso en otras. Hace setenta y cinco o cien años muchos europeos asociaban espontáneamente la palabra “moral” con la contención sexual y casi ninguno con la abstinencia de comer carne, mientras que hoy día lo primero suena anacrónico y hasta grotesco y lo segundo figura en programas morales de rigurosa vanguardia académica y política. Las fronteras del ámbito moral son mudables, pero lo que importa es que no falten, estén donde estén, de manera que no todo sea moralmente relevante. En este libro predomina lo destructivo y lo negativo pero, contrariamente a lo que podrían creer algunos lectores, no todo en él son disoluciones y destrozos. Sí es cierto, desde luego, que no contiene nada semejante a lo que se suele llamar “una propuesta”, e incluso podría leerse como un alegato contra la conveniencia de hacer propuestas o como un escarmiento de las burlas que las propuestas infligen a sus proponentes. En las páginas que siguen se invitará al lector a que tome cierta distancia respecto de sus ideas ordinarias sobre el bien y sobre el mal y a que las vea como un cuerpo extraño que sin advertirlo se le ha metido dentro. La tesis principal de este libro es que los males y los bienes no son lo que la moral dice que son; para hacerse una idea del bien y del mal que no resulte engañosa es necesario salirse de la moral y mirarla con cierta turbación; quizá no con el pasmo de un místico, sino con el del anatomista que al abrir un cuerpo ve que no están las vísceras que aparecen en los libros de anatomía y encuentra extraños órganos sin
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nombre conocido. Al diseccionar la moral, es probable que el resultado diste mucho del que se suponía, tanto que lo más frecuente será correr un tupido velo sobre él. Según se sostendrá aquí, los bienes y los males no tienen forma de norma sino de excepción, y tampoco el conocimiento correspondiente es normal ni regular. Los bienes no son las instrucciones con las que se levanta la fábrica del mundo ni los males sus infracciones. El mundo es un delicado encaje de piezas precariamente acopladas, pero el bien y el mal son desencajes de esa fábrica, rarezas que no cuadran con sus previsiones ni con sus alrededores y que no pueden ser vistas ni entendidas mientras se ve y se entiende el mundo. Al igual que en los bienes y los males no importan las reglas sino sus suspensiones, el saber del bien y del mal tampoco es un cuerpo doctrinal articulado, sino cierta clase de interrupción o de quiebra de las doctrinas morales admitidas. Tener una visión del mundo implica fundarse en una robusta serie de supuestos sobre lo bueno y lo malo, en particular sobre si el mundo está bien o está mal hecho y sobre cuándo la visión que de él se tiene es buena y es mala. Pero lo que merece llamarse teoría consiste en ciertos modos de interrumpir las visiones que se tienen del mundo. Y, si la teoría es una interrupción de la visión, entonces quizá haya que concluir que la teoría moral es, por su parte, cierta forma de moral interrumpida o puesta en suspenso. Este libro podría leerse como una invitación a la teoría si no fuera porque resulta de muy mala educación invitar a nadie a episodios tenebrosos que complican innecesariamente la vida, que hacen per-der la orientación y que apartan de las buenas costumbres. La teoría no siempre es luminosa, se deleita a menudo en el mal y a veces no contribuye mucho a la perfección de quien la cultiva. Lo anterior, que se sabe desde muy antiguo, ha sido con frecuencia objeto de disimulo desde que se tuvo noticia de ello. A quien vaya buscando virtud o felicidad –o la buena conjunción de ambas– se le puede invitar a gran número de banquetes, pero no al de la teoría. Hay, por lo menos, un tipo de lector a quien este libro defraudará hasta la indignación: ese tipo humano, tan abundante en todas las épocas y todos los lugares –y no sólo, ni mucho menos, entre los profesionales del pensamiento–, que ve los males del mundo como una pertinaz desdicha debida a la falta de buena filosofía. A este lector no hay aquí nada que ofrecerle como no sea un intento de aclarar qué ha tenido que ocurrir para que sus creencias suenen tan respetables. Lamento mucho tener que desengañar a muchas personas, pero este libro parte del convencimiento de que la filosofía es inútil, anacrónica y no siempre propensa a la sociabilidad. Cuando es buena no está al servicio de nada o traiciona, a menudo sin querer, aquello a cuyo servicio está. Es cierto que, por razones de supervivencia, necesita decir lo contrario de cuando en cuando. En realidad
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necesita disimular tan a menudo que corre un riesgo muy severo de llegar a creerse con el mayor candor sus propias mentiras (mucho más, desde luego, que aquéllos a quienes éstas van destinadas). La historia de la filosofía es, y sigue siendo en grandísima medida, la de los efectos de ese disimulo, aunque no conviene en absoluto que semejante noticia llegue a oídos de la opinión pública ni de los redactores de planes de estudios. Me complace agradecer a Javier Gomá Lanzón el haber dedicado, en noviembre de 2005, uno de los seminarios de filosofía de la Fundación Juan March a la presentación de una parte de este libro y a su discusión con colegas y amigos. Son varias las personas que han tenido la amabilidad de glosar o criticar borradores de algunas partes del volumen. En la medida de lo posible recojo en notas algunos intentos de respuesta a sus comentarios. El libro se ha escrito durante una temporada relativamente larga y ha sufrido interrupciones, aceleraciones y arrepentimientos. Conviene advertir que no todo lo que aquí se sostiene habría podido ser suscrito por el autor en el momento de empezar a escribirlo. Ahora quizá sí, pero no porque me reconozca en lo que el libro dice, sino porque tiendo a verlo como la obra de un extraño con quien estoy más o menos de acuerdo en unos cuantos puntos, los bastantes para no tener reparos en estampar la firma debajo. Quizá no sea oportuno pedirle mucho más a quien termina de escribir un libro, ni en general al que da por concluida alguna cosa.
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Parte I La moral como metonimia
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Capítulo 1 Lo inventado y lo dado
Cuando se oye que alguien ha inventado algo hay varias maneras de entender la noticia: puede que se haya logrado concebir un objeto nuevo o una nueva manera de actuar más o menos provechosa gracias al talento, al esfuerzo o a la suerte, y también es posible que alguien haya urdido una ficción, ya sea para deleitar o instruir, ya para engañar. Se inventan recetas de cocina, teléfonos sin cable y marcapasos para el corazón, pero también coartadas verosímiles, historias disparatadas y rumores falsos. Aunque con suspicacia mutua y procurando no mezclarse, se juntan de ordinario en la invención instrumentos con que sobrevivir y perversiones casi pueriles. La utilidad y el despilfarro, la averiguación y el engaño, el rigor y el capricho son los propósitos más comunes de los fabricantes de invenciones. Ciertos inventos se concibieron en pro de la salud, otros para procurar placer y algunos para hacer daño, aunque a menudo las invenciones de cada clase fracasan en la obtención de sus propios fines y logran eficazmente los ajenos. Inventar algo es alterar el orden del mundo produciendo o concibiendo lo que antes no estaba, o sólo fingiéndolo. Haber inventado cierta cosa puede ser la mayor ocasión de gloria y también el modo más expeditivo de convertirse en un bellaco, pero todas las formas de invención tienen en común el dar como resultado un producto con el que no se contaba hasta entonces o algo que ni siquiera llega a ser un producto y con lo que no se puede ni contar. Algunas invenciones fueron durante mucho tiempo objetos de deseo, otras sorprenden por su novedad y otras son puro engaño, pero lo que resultaría absurdo es afirmar que alguien ha inventado algo ya existente antes de la invención. Si acaso creerá haberlo hecho, porque las invenciones siempre son nuevas; son, no en vano, la fábrica de novedades más formidable que hay. Los autores de invenciones coinciden en dejar el mundo, para bien o para mal, distinto de como lo encontraron; por eso pertenecen unas veces a la clase más elevada de personas y otras a la más despreciable. La cultura moderna ha sido una cultura de la invención, y la historia moderna una historia de invenciones: la historia de lo que antes no estaba. Las invenciones han proporcionado lo mejor y lo peor; son las ocasiones más señeras de gloria y de perdición y muchas veces no se sabe con certeza si pertenecen a lo primero o a lo segundo. El bien y el mal siempre han estado muy cerca el uno del otro y por eso hubo que inventar una 21
ciencia que los distinguiera, pero los tiempos modernos no sólo han de distinguir el bien del mal, sino también lo mejor de lo peor. Que algo haya sido inventado implica que nunca terminaremos de saber lo que es, y también que la mayor parte de nuestros juicios sobre el particular pueden estar equivocados. Inventar significa todo lo anterior, pero semejante significación es puramente inventada, y además lo fue no hace mucho. Porque antes de que el inventar fuera asunto de ingenieros que amueblan el mundo y de poetas que lo exorcizan, lo consagran o lo maldicen, invención equivalía sin más a hallazgo, a aparición o a cosa encontrada. Como es bien sabido, inuenire quería decir descubrir o hallar, e inuentum era lo encontrado o descubierto y la acción de encontrar o descubrir1. Así, el ars inueniendi que tanto obsesionó a Leibniz no era propiamente una técnica de la invención en casi ninguno de los sentidos que hoy se dan a este término, sino un arte de descubrir todo aquello que la naturaleza se complace en esconder o en disimular; se suponía que cualquier objeto que alguien inventase estaba ya presente antes de la invención, aunque nadie se hubiese dado cuenta de ello todavía. Con el concepto de invención ha ocurrido algo francamente llamativo; mientras que hoy día resulta del todo natural oponer lo inventado a lo descubierto, hace tan sólo un par de siglos esa oposición habría resultado imposible de entender, porque inventar algo equivalía a haberlo encontrado. Antes de que inventar pasara a ser lo contrario de descubrir, a lo que se oponía el inuenire era a algo que hoy pertenece de lleno a la turbia semántica de la invención: lo referido por el verbo fingere, o sea, el figurar cosas o hacer figuras2. Si alguien fingía algo, se entendía que lo había urdido con el pensamiento como quien compone figuras de arcilla con las manos, y eso ya era señal bastante de que no lo había inventado. Cuando inventar equivalía a descubrir, se creía que los mejores hallazgos son aquellos que le salen a alguien al paso como resultado del método o de la fortuna3; lo que hacía falta para inventar bien era, sobre todo, adiestrarse en el arte de prestar atención. Pero esa creencia se vino abajo en cuanto triunfaron dos tipos humanos –el inventor tecnológico y el inventor poético– aparentemente reñidos entre sí. La eficacia técnica y la imaginación transgresora se repartieron amistosamente el concepto de invención y ninguna de las dos partes se quedó con ganas de invadir el territorio de la otra. Según este pacto entre ingenieros y poetas, sólo se admitiría como valioso lo inventado, y sólo se juzgaría inventado lo resultante del ingenio de los unos y del genio de los otros. Fuera de la fantasía y fuera de la técnica, nada habría que mereciese la pena inventar. Hablo, claro está, de la época que empieza con la revolución industrial y termina con la surrealista. Aunque la palabra “invención” no ha perdido nunca vigencia, la oposición entre lo 22
descubierto y lo inventado se transformó en muchas ramas de las humanidades y las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX en otra muy semejante pero distinta: la de lo dado y lo construido. Muchos de los esfuerzos culturales más destacables de dicho período se distinguieron por mostrar que ciertas prácticas, creencias o propósitos tenidos habitualmente por cosa dada, subsistente desde siempre y quizá imposible de variar, eran en realidad el resultado de una invención o construcción llevada a cabo en cierto momento por gentes que servían a determinados fines o que procuraban satisfacer el interés propio4. El catálogo de los objetos construidos creció formidablemente mientras iba menguando el de los objetos dados, y lo mejor que cabía hacer con un joven estudioso en busca de tema de tesis era recomendarle que mostrase cómo algo tradicionalmente tenido por perteneciente a lo dado correspondía en puridad a lo construido; se entendía, no en vano, que la principal tarea de la cultura letrada era aumentar el primer catálogo y empequeñecer el segundo. Es posible que el día de mañana los historiadores llamen a la época mencionada “la era de lo construido”. Una secuela de este furor inventivo o constructivo fue el amplio crédito que obtuvo la doctrina según la cual todo es, en distintos grados y maneras, el resultado de una construcción o invención y no hay propiamente nada dado que quepa descubrir. Aquí las palabras “todo” y “nada” deben entenderse en su sentido más amplio y también en el más literal; absolutamente cualquier objeto de estudio podía ser descrito como algo construido, y en especial debían serlo todos aquellos que para el sentido común pertenecían sin discusión al reino de lo dado: ser es haber sido construido. Pero esta desmesura amenaza en seguida con quitarle toda relevancia a la idea misma de construcción; allí donde todo está construido, nada lo estará de un modo que suscite mucho interés. Para que sea pertinente desenmascarar algo mostrando su carácter construido, resulta indispensable que el éxito del desenmascaramiento no esté asegurado de antemano porque cuando no es posible fracasar el triunfo carece de todo valor. Si merece la pena dedicarse a estas tareas es porque la condición construida de los objetos culturales –es decir, de todos los objetos, pues todo resulta ser cultura– no es algo palpable ni que se declare a simple vista; la naturaleza construida de las cosas gusta de ocultarse. Si lo construido no pareciera dado, el desenmascaramiento sería ocioso; nadie se complace en decirle a otro “esta cara no es la tuya” cuando lleva puesta una careta de mala calidad y se le nota la goma detrás de las orejas. La idea de que hay alguien a quien desenmascarar se halla estrechamente emparentada con la idea misma de descubrimiento. Así, cuando se desenmascara algo como construido, lo que se hace es descorrer cierto velo o cobertura (como quien le quita a alguien una máscara que oculta
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sus facciones) y poner al descubierto lo que hay por debajo (o lo que hay detrás, según la metáfora espacial que se prefiera). Se supone que las construcciones están recubiertas de capas protectoras que ocultan su carácter construido. Una vez quitado lo que se había añadido encima, quedan las cosas en su desnudez, tal como efectivamente son, es decir, tal como fueron hechas. La ontología de la construcción se asemeja a una forma de platonismo algo estrafalaria pero no por ello menos primitiva: sostiene que las cosas tienen una verdadera esencia enmascarada por velamientos muy tupidos y cree que esa verdad puede llegar a conocerse si uno aprende el arte de desconfiar de las apariencias. Los objetos construidos lo están de tal modo que parecen naturales y dados; han sido preparados para no ahorrar el placer de desenmascararlos y lo único que se puede hacer con ellos es esforzarse cuanto antes en mostrar que son meras construcciones. Sin embargo el construccionismo no es, ni mucho menos, platónico del todo, pues lo que queda después de desnudar a las cosas no es algo mejor que su cobertura (la Idea o Forma no es más noble que la apariencia sensible), sino justamente al contrario; a los objetos culturales se los desenmascara para quitarles el prestigio de que inmerecidamente gozaban, para poner de manifiesto que estaban sobrevalorados y que el aprecio en que se los tenía resultaba de la superstición, del mito y de la ignorancia, cuando no de intereses espurios o criminales. En efecto, las humanidades y las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XX fueron, en parte muy importante, un enorme empeño devaluativo. Al aprendiz de mandarín se le ha venido adiestrando, casi desde la infancia, para que se convenciera de que en realidad no hay razones para admirar ninguna obra, época, personaje ni episodio. Desde entonces, las facultades de letras y humanidades parecen diseñadas para que sus alumnos se convenzan de que todo lo que apreciaban cuando entraron en ellas carece en realidad de valor. Resulta natural que entre los cultivadores de las ciencias humanas y sociales haya un número de resentidos superior al de otras profesiones; la metafísica construccionista incluye, no en vano, el destacado corolario de que para devaluar a alguien no hace falta ser mejor que él. El mundo del desenmascarador es un orden muy bien concertado en el que todas las construcciones encajan. No en vano, si todo es construcción, el mundo mismo también tiene que serlo. Según esta cosmología, el mundo está, desde luego, construido o, mejor dicho, lo están los distintos mundos que han ido elaborándose con propósitos varios y en circunstancias diversas. Un mundo construido no da, desde luego, sorpresas; basta con encontrar el plan de la construcción para desentrañar la función de cada pieza y explicar la economía del conjunto. Si los mundos no hubieran resultado de una construcción, no habría nada que averiguar acerca de ellos, porque conocer algo es saber cómo se
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construyó y con qué fines. No cabe, entonces, la ingenuidad de conocer el mundo como si uno pudiese encontrarse con él de golpe o de descubrirlo como algo dado; lo único a lo que se puede aspirar es a desentrañar construcciones del mundo como se desentraña la construcción de cualquier otra cosa. En realidad, la idea de un mundo construido (un todo que tiene la misma hechura que cada una de sus partes) es la forma contemporánea que adopta la sempiterna ilusión de un mundo ordenado y hecho a la medida de la comprensión humana. Es la última versión disponible de la vieja idea según la cual todo lo que hay puede llegar a ser comprendido, es decir, abarcado, entendido y justificado. A sabiendas o no, con gusto o sin él, los construccionistas son criptoparmenídeos adictos a la doctrina de que pensamiento y ser son lo mismo: si algo interesa de verdad, más tarde o más temprano llegaremos a conocerlo, y si no sabemos cómo podría llegar a conocerse, eso es indicio de que no debe interesar. Cada vez que ves algo hubo alguien que lo construyó: todo es como tú podrías descubrir que es. Además, el mundo y sus partes se construyen según fines, de modo que sólo prosperan las construcciones que son rentables para sus autores. Esta regla de oro puede aplicarse también a quien se esfuerce en conocer los mundos construidos: no trae cuenta perder el tiempo en construcciones que no se puedan desenmascarar. La metafísica construccionista es pura economía aplicada. El mundo está hecho por gente como nosotros que, al construirlo, actúa como nosotros solemos actuar; es como nuestro apartamento o como nuestro chalet adosado, quizá un poco mayor y más antiguo, pero no mucho más. Nada extraña que la idea de un dios creador del mundo se haya secularizado dando lugar a una entidad cuasiteológica –la episteme, el paradigma, el esquema conceptual, el inconsciente social o, en términos más populares, la cultura o el sistema– que es quien propiamente construye el mundo. Al igual que la teodicea explica por qué aquello que no parece ser obra o creación divina también lo es de hecho, aunque de modo astuto o alambicado, la cosmodicea muestra que aun lo que en el mundo no parece construido también lo está. La teodicea ha cumplido en la historia funciones muy destacables y variadas, pero la verdad es que la cosmodicea construccionista resulta inmejorable como ideología para la clase media. Es un enigma el porqué de la poca fortuna académica y publicística que ha tenido el tema de la moral como invención o construcción. Por razones que se derivan fácilmente de la evolución de la historia de las ideas en el último tercio del siglo XX, la filosofía moral se ha mantenido libre del fervor construccionista preponderante en las humanidades y en gran parte de las ciencias sociales y, salvo en sentidos de la palabra “construcción” que nada tienen que ver con el que ahora nos ocupa, el mostrar que la
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moral es cosa inventada o construida no forma parte de los programas de investigación habituales en el ramo. Nunca faltará, es cierto, un puñado de nietzscheanos y de psicoanalistas que reiteren las viejas sospechas contra la moral, pero lo habitual es que lo hagan extramuros del gremio y quizá con desgana y sin mucho convencimiento. El teórico moral, y no digamos quien se ocupa de ética aplicada, está lo suficientemente seguro de la robustez, importancia y actualidad de su oficio para que nadie se atreva a sugerirle que sus ocupaciones son materia de invención o una construcción que puede desenmascararse. Por suerte o por desgracia, la moral es una excepción en las humanidades y en la propia filosofía. Nadie en 1960 o 1970 habría podido imaginar una disciplina académica que comprendiese al mismo tiempo en su objeto de estudio la justicia internacional, el significado de las proposiciones valorativas, las desigualdades en la asignación de recursos, la clonación humana, la corrupción de los gobernantes, el trato a los animales, la participación política, la dieta alimenticia, la cronología de los escritos de Aristóteles, el cuidado de las generaciones futuras, el amor a los bosques, parques y jardines, la cuestión de si las ideas políticas de Heidegger dispensan o no de su lectura, los conflictos de identidades, los escrúpulos de conciencia de los empresarios, el uso de fertilizantes, de drogas y de preservativos, la desobediencia civil, la deontología de los dentistas, la eugenesia y la eutanasia, y todo ello rehuyendo la mera especulación y con vistas a elaborar soluciones prácticas que respondan a cada uno de los grandes retos contemporáneos. Pero, sin duda, lo que menos se hubiera podido concebir hace tan sólo cuarenta años es que semejante disciplina fuese socialmente tomada en serio y creciese, no en vano, a partir de las apremiantes solicitudes de toda clase de organizaciones, de minorías culturales, empresas, movimientos sociales alternativos y poderosos grupos eclesiásticos, filantrópicos y financieros. La principal característica de esta extraña disciplina académica es que no puede explicarse tan sólo a partir de la hybris y la voluntad expansiva de sus cultivadores. Al contrario: el especialista en ética suele trabajar cubriendo demanda, y con frecuencia demanda de mercado. La moral, que se había quedado fuera del pacto cultural entre tecnólogos y artistas por ser un añejo residuo premoderno, ha cobrado un protagonismo académico y social que nadie se esperaba. Confinada durante décadas, y aun durante siglos, en una provincia periférica de la filosofía, un terreno colindante con el de los manuales de confesión, las normas de etiqueta y la jurisprudencia penal, lo que hoy suele llamarse ética (la ética es el nombre de moda de la moral) goza de un prestigio social avasallador. Se cultiva preferentemente en las facultades de filosofía, de derecho y de ciencias
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sociales, pero no sólo en ellas ni mucho menos. Su vocación no reconoce límites; ya no es una mera rama de la filosofía –algunos cultivadores de la ética se enojan cuando se reduce a tan poca cosa el objeto de sus empeños– y ni siquiera una especialidad académica más, sino una compleja práctica social de la que la teoría sólo constituye un aspecto. No es objeto de este libro explicar por qué la moral ha llegado a hipertrofiarse de forma tan inmoderada, pero sí es oportuno señalar que el viejo pacto cultural entre artistas y tecnólogos (aquél por el que se consagraron los tipos de invención socialmente legítimos) ha de complementarse en nuestros días con uno nuevo entre los practicantes del desenmascaramiento y los de la edificación. Que estos dos tipos de profesores se hayan repartido las asignaturas humanísticas de las universidades es casi anecdótico; lo que más importa es que han definido los dos modelos relevantes de personalidad intelectual, los dos tipos posibles de aquello que tradicionalmente se llamó conciencia. En efecto, el intelectual letrado contemporáneo puede elegir entre parecerse al tipo del desenmascarador –y manejar entonces todos los recursos de la visión construccionista del mundo– o parecerse al del moralista edificante y responder a alguno o a varios de los retos más candentes a que se enfrenta la época5. Éstas son las dos grandes formas que nuestro tiempo ha elegido para comprenderse a sí mismo en pensamientos (o por lo menos en declaraciones y consignas), y la verdad es que los cultivadores de cada una de dichas formas se conducen con el mayor respeto hacia quienes promueven la otra. Lo que aquí se reparte no son ya dos formas de invención, porque ninguno de los dos héroes culturales aspira a inventar nada (el uno desenmascara invenciones y el otro se enfrenta a retos). Lo que propiamente se establece son las dos formas canónicas de entender el mundo contemporáneo: en la forma del desenmascarador, el mundo tal como está construido (esto es, hecho a la medida de nuestra comprensión); en la forma del moralista, el mundo tal como sería si estuviera bien hecho (es decir, cortado a la medida de nuestros mejores deseos). Resulta muy difícil saber de antemano cuánto durará este pacto cultural. Aunque la época ha hecho bandera de lo efímero, sus aspiraciones de eternidad están muy acendradas y el pronóstico es francamente difícil6. “¿Quién querría introducir un nuevo principio de toda moralidad e inventar ésta por vez primera?”, se preguntaba Kant en una nota de la Crítica de la razón práctica7. Es improbable que alguien suscite preguntas así sin tener preparada de antemano una respuesta más o menos censoria y muy tranquilizadora: la moral no pertenece a las cosas que se inventan, sino a las que se descubren o se encuentran dadas, aunque luego quepa, eso sí, pulirlas, reformarlas o mejorarlas. Si la moral resultara ser cosa inventada, muchas 27
personas caerían en una severísima desazón; tal resultado autorizaría a pensar con coherencia un mundo ajeno a toda moral, a suponer que la aparición de ésta se dio en cierto momento histórico –como la del arado romano, el mesmerismo o el sufragio censitario– y a temer que, antes o después, la moral acabará convertida en materia obsoleta, arrinconada por nuevas y más oportunas invenciones. Para mucha gente, esta tesis no sólo es que sea falsa, sino que tiene que serlo a la fuerza. Según una manera muy frecuente de razonar, ciertas afirmaciones no pueden ser verdad, y no pueden serlo por el muy respetable motivo de que entonces saldrían ganando los malvados, los poderosos o algún otro género de enemigos. En nuestro caso, nunca podría ser verdad aquello que agradase a los inmoralistas o que les trajese algún beneficio; si la moral resulta de la contingencia histórica, entonces habrá habido épocas en que todo estuvo permitido (moralmente permitido, hay que apresurarse a añadir) y vendrán siglos en que volverá a estarlo. De acuerdo con esta doctrina, el descubrimiento de que la moral es una invención tendría que producir el regocijo de los elementos más corruptos y degenerados de la sociedad. Entre quienes se desasosiegan imaginando cosas así, la peor de las amenazas para la supervivencia de la moral sería el que ésta fuese contingente y que pudiera no haber existido nunca, que lo moral y lo humano estuviesen emparentados tan sólo por obra del azar y que el vínculo entre ellos fuese incierto. Por regla general, conviene desconfiar de los argumentos que intentan desacreditar una tesis en virtud de las consecuencias nocivas que su verdad traería para alguna buena causa; más bien invitan a sospechar que la causa en cuestión quizá no era tan buena como se creía. Hay causas muy nobles a las que la verdad no sienta del todo bien. Es posible que la tarea de la filosofía moral no consista en devolverle la tranquilidad al mundo sino en quitársela del todo, pero, en cualquier caso, no nos ocuparemos ahora de las desgracias que podrían sobrevenir si cundiese la creencia de que la moral es cosa inventada; es probable que no tuvieran mucha influencia –ni muy buena ni muy mala– fuera de las discusiones filosóficas8. La tesis de que la moral está inventada la pueden sostener almas delicadísimas y también la más torpe especie de gentes, y no volverá mejores a los unos ni peores a los otros. No guarda mucha relación con la felicidad de la humanidad ni con su ruina; tan sólo, si acaso, con las maneras en que se usan determinados conceptos, algo que forma parte, ciertamente, de la felicidad y de la ruina, pero que quizá no constituya la parte principal de ninguna de las dos. Cuando la cultura contemporánea multiplica sus demandas moralizantes, lo que hace es exacerbar sin freno dos querencias humanas antiquísimas: la de tener a alguien a quien acusar de que las cosas no son como deben ser y la de contar con alguien que no sea
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ciego a lo que está bien si el autor de lo que está bien es uno mismo. Estos dos impulsos pueden brotar de fuentes muy limpias y de otras que no lo estén tanto, pero en cualquiera de los casos exigen poseer la idea más clara y autorizada posible de un mundo moralmente bien hecho. Por “moralmente bien hecho” debe entenderse que se trata de un mundo ideal pero, sobre todo, que ha de ser comparable con el que hay: apto para señalar los males y los vicios de este mundo y apto también para mostrar sus glorias. Que un mundo esté moralmente bien hecho significa en última instancia que proporciona autoridad para desacreditar la mala factura de cualquier mundo peor que él y para proclamar con satisfacción que algún otro se le asemeja en parte. Es esencial para un mundo así salir ganando con las comparaciones, pero también consentir que haya empate de cuando en cuando. Y, sin duda, es necesario que este mundo ideal no constituya una mera invención para que su autoridad tenga vigencia. Si alguien se rebela contra esa autoridad, lo primero que dirá será que la moral es una invención de unos pocos y que él no se somete a invenciones; la rebeldía será ilegítima sólo en la medida en que todo el mundo entienda que el revoltoso estaba equivocado en sus juicios. Pero cuando se cree que la moral pertenece a lo dado, esta creencia tiene que matizarse un tanto. Porque lo cierto es que casi nadie equipara la moral a los objetos que, sin más, están dados y aptos para su hallazgo o descubrimiento. Se supone que la moral está dada, pero se supone que lo está de una manera peculiar: no se encuentra ahí afuera, donde están esperándonos los objetos habituales de hallazgo, sino más bien en el interior de cada cual, en un interior lo bastante sagrado para que sea inviolable, pero lo bastante transparente para que todos nos podamos hacer una idea cabal de lo que hay en la interioridad ajena. La moral se encuentra en una cierta interioridad común, en un espacio íntimo compartido en el que todos encontramos lo mismo (lo interior fue, no en vano, el objeto de las ciencias morales o del espíritu). Cuando Kant decía admirar el cielo estrellado, admiraba algo exterior a él que, sin embargo, le era dado (aunque desde luego en un sentido peculiar del verbo “dar” que excluía el que Kant pasase a ser dueño del cielo). Pero cuando sentía admiración por la ley moral, lo que admiraba era algo encontrado en su interioridad, y encontrado de tal modo que el donante había de ser él mismo. Tal circunstancia también era, desde luego, incompatible con que Kant fuese dueño de promulgar la ley moral que le viniera en gana. Porque lo que sí está, para Kant, desnudamente dado es el hecho mismo de tener que obrar como donante de cierto tipo de ley. Lo que uno descubre, halla o encuentra es que tiene que pensarse como el autor de determinada ley grabada en el interior de uno; uno descubre la ley al advertir que fue promulgada por uno mismo, al sorprenderse a sí mismo en el momento de promulgarla.
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Pero por fortuna no es obligatorio elegir entre la idea de que la moral pertenece a lo dado y la ominosa cosmodicea construccionista. Uno se puede librar de ambas supersticiones y si lo hace quizá comprenda que aquello a lo que llamamos moral llegó a formarse de manera más bien azarosa y sin que nadie hubiera podido predecir dicha formación. No en vano, lo que entendemos por moral resultó de lo que hicieron y pensaron gentes que creían hacer algo muy distinto de lo que hacían. La moral no es un objeto construido con arreglo a cierto propósito ejemplar o aborrecible; es, como suelen ser las obras humanas, el resultado de una coincidencia de cálculos, despistes, astucias, confusiones y torpezas mezcladas con unas cuantas buenas intenciones y otras tantas villanías. Saber que la acción humana constituye el fruto de semejante desorden es quizá lo más esencial que cabe saber sobre ella. Pero la moral forma parte de ese mismo desorden, y esto sólo puede ignorarlo quien crea la piadosa historia que la moral moderna inventa sobre sí misma. La tarea no es sencilla, pero sería muy saludable pensar un poco qué otra historia podría contarse; una historia que no trate de ocultar ese desorden y que se esfuerce por describirlo, aunque sólo sea en parte.
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Capítulo 2 El efecto Maquiavelo
Niccolò Machiavelli y Bernard Mandeville son dos insignes ejemplos de inmoralistas desahogados, confesos y recalcitrantes. Nunca le han faltado al mal servidores eminentísimos cuyo olvido sería injusto, pero el mérito de estos dos autores sobrepasa con mucho al de los malvados más espantables. Resulta francamente difícil encontrar a alguien que esté en condiciones de desdeñar a cualquiera de ambos personajes: los malos porque lo son menos que ellos y los buenos porque su noción de la bondad consiste en esencia, como se tratará de mostrar aquí, en volver del revés lo que Mandavila y Maquiavelo dijeron sobre el bien y el mal1. En efecto, los servicios prestados por estos dos escritores a la formación del concepto moderno de la moral son tan sobresalientes como poco reconocidos. La idea moderna de moralidad no habría podido formarse sino como respuesta a los ataques procedentes de individuos como Maquiavelo o como Mandeville, aunque limitarse a afirmar esto sería quedarse corto; lo que ocurrió propiamente fue que la moral moderna –esto es, la moral sin más, tal como se entiende de ordinario esta palabra– no habría llegado a adquirir consistencia de no ser porque, en lugares y momentos diversos, se sintió la necesidad de identificar qué era exactamente lo que gentes como Bernardo de Mandavila y Nicolás Maquiavelo habían atacado con tantísima saña. No siempre que alguien se escandaliza por algo está en condiciones de determinar con precisión cuál es la materia y la razón del escándalo; para escandalizarse basta a menudo con ceder a hábitos muy rutinarios, sobre los que quizá no convenga nunca preguntar demasiado. Algunos casos de escándalo apremian, sin embargo, a hacer explícito aquello que el escandalizado ya cree saber de sobra; esto sucede principalmente cuando interesa convencer a otros de que deberían sentir u opinar lo mismo que uno. Hay moralidad, tal como la conocemos, porque en cierto momento se creyó que ni el secretario florentino ni el médico holandés podían llevar razón en lo que sostenían y se juzgó necesario explicitar los motivos del escándalo que suscitaban. La mayor parte de sus contemporáneos creyeron que Maquiavelo y Mandeville habían atacado, más que un cuerpo de doctrina, un punto de vista sobre el mundo, un punto de vista que –tal como se lo concebía– tenía que preexistir necesariamente a dichos ataques aunque nadie lo 31
hubiera reconocido hasta entonces como tal. Lo que distingue al uso moderno del término “moral” de sus empleos medievales y antiguos es que a partir de cierto momento lo moral pasó a ser un punto de vista entre otros alternativos o, si se prefiere decirlo así, la moralidad pasó a ser una esfera autónoma, algo que hasta entonces habría resultado ininteligible. Desde muy antiguo, el ámbito de lo moral estaba borrosamente definido como la suma de una serie de asuntos, relacionados con la motivación de la acción, el juicio sobre el bien y el mal, los afectos o pasiones, los objetos merecedores de mayor estima, cierto tipo de deberes y una lista variable de cuestiones conexas. Véase por ejemplo la relación de temas que, según Diógenes Laercio, entraban en la moral de los estoicos: “La parte moral de la filosofía la dividen en los asuntos de los móviles o impulsos, de los bienes y males, de las pasiones, de la virtud, de la finalidad, de lo máximamente digno o valioso, de las acciones y de los deberes (lo que ha de hacerse y lo que está prohibido)”2. Cabría replicar que el ámbito de lo moral, modernamente considerado, no se distingue demasiado de todo lo anterior, pero lo que importa aquí no son las materias a las que la moral se refiere, sino cierta manera especial de ordenarlas y de pronunciarse sobre ellas, una manera al lado de la cual todo lo anterior resulta inaceptablemente prolijo y confuso. Para entender la formación de la idea moderna de moral conviene empezar por Maquiavelo y, más que por él mismo, por su temprana leyenda diabólica. Suele considerarse un momento decisivo de la historia de los conceptos políticos aquél en el que el nuncio Giovanni della Casa, en un memorial dirigido a Carlos V (algo después de 1547), acuña la expresión ragione di stato, ya usada por Guicciardini sin intención terminológica. El emperador se había apoderado de Plasencia y se negaba a devolvérsela a su señor natural, el duque de Parma, Octavio Farnesio, lo que incomodó profundamente al abuelo del duque, el papa Pablo III, a quien Della Casa representaba en Venecia. El nuncio exhorta al césar a conducirse con sinceridad y equidad, pues, si terminara guiándose por la torcida ragione di stato, que lo sacrifica todo al logro del provecho, entonces ya no habría manera de distinguir entre los reyes y los tiranos ni entre los hombres y los animales3. Semejante “razón de Estado” vino a identificarse en las décadas posteriores, como es sabido, con algunas de las enseñanzas de Nicolás Maquiavelo, doctor del crimen y órgano de Satanás4, que tan honda inquietud habían causado ya en la Europa de entonces y cuya tenebrosa reputación no se había extinguido todavía doscientos años después, cuando Voltaire editase el bienintencionado y algo cándido Antimaquiavelo o refutación del “Príncipe”, de Federico el Grande5. A pesar de la mala fama de la razón de Estado, no faltaron desde muy temprano 32
intentos de aprovechar esta doctrina con fines nada malditos e incluso edificantes. Si no el primero ni el mejor, el más representativo de quienes trataron de domesticar teológicamente la razón de Estado fue el clérigo católico Juan Botero, secretario de Carlos Borromeo y conocido sobre todo por su libro Della ragione di Stato, de 1589. Lo más característico de la obra de este autor ecléctico fue su tendencia a mostrar que, si se la entiende correctamente, la razón de Estado es compatible con la doctrina cristiana y con los intereses de un príncipe católico. La figura de Botero, cuyo perfil intelectual es romo y no puede suscitar mucho interés, llama la atención por ser el precursor de una larga serie de conciliadores, de gentes que se esfuerzan por quedarse con lo mejor de dos mundos, una actitud, más o menos admirable, que se funda en la idea de que existen, en efecto, dos mundos diferenciados. El caso de Botero deberá recordarse más adelante, cuan do nos ocupemos de lo que llamaré el programa moderado de la moral moderna6. Pero volvamos a Maquiavelo. Desde muy antiguo, es un tópico afirmar que al florentino debe considerársele el padre de la “autonomía de la política”, una autonomía lograda, desde luego, a expensas de la moral, que sería precisamente aquello de lo que la política tuvo que emanciparse para hacerse autónoma. Es ocioso discutir si, en caso de que fuese cierto que Maquiavelo hizo lo que se le atribuye, merece por ello la gloria o la condenación; lo único que interesa ahora mostrar es que Maquiavelo no podía tener ninguna idea de “la moral” como algo de lo que “la política” hubiera de distinguirse para lograr la autonomía. Quien haya leído el célebre estudio de Isaiah Berlin sobre “La originalidad de Maquiavelo” estará familiarizado con la idea de que el florentino propuso una especie de encrucijada o dilema: o tomas el camino del cristianismo y de las costumbres y valores tradicionales (y entonces podrás creer en la salvación del alma y hallar consuelo a tus angustias, aunque no vivirás nunca en un régimen político libre), o tomas la vía de la virtù pagana, en cuyo caso podrás gozar, si eres príncipe, de las cualidades necesarias para conservar tu estado y darle esplendor y, si eres ciudadano, de lo que se requiere para defender la libertad de la ciudad o para ganarla. Pero lo que no cabe, y en esto radica según Berlin la lección principal de Maquiavelo, es tratar de obtener los dos fines al mismo tiempo: ser buen cristiano y ser libre, asegurarse la salvación y ganar la gloria, disfrutar de la caridad y merecer la admiración o causar el estremecimiento7. El intento del florentino no fue, si Berlin lleva razón, emancipar a la política de la religión o de la moral, ni distinguir entre los valores específicamente políticos y los morales, sino, más bien “entre dos ideales de vida incompatibles, y por tanto dos moralidades”8. En el universo moral de Maquiavelo tiene que rechazarse la moral cristiana porque lo que se trata de defender es otro mundo –el de Pericles, el de 33
Escipión y el de César Borgia–, un mundo en el que no importa obtener la salvación, sino la gloria. En un mundo así, dice Berlin, los hombres “no están eligiendo una esfera de medios (llamada política) como opuesta a una esfera de fines (llamada moral), sino que optan por una moralidad rival (romana o clásica), una esfera alternativa de fines. En otras palabras, el conflicto es entre dos moralidades, cristiana y pagana (o, como algunos desean llamarla, estética), no entre esferas autónomas de moral y política”9. En efecto, el florentino opuso lo que muy bien podríamos llamar dos moralidades. Pero el resultado fue que a partir de entonces pasó a llamarse “moral” a lo contrario de una de las dos. Lo que Maquiavelo llevó a cabo fue un reajuste extraordinariamente audaz del repertorio moral heredado. Ese repertorio se componía de una larga serie de cuestiones tocantes a los asuntos, ya referidos, de la virtud, las pasiones y los vicios, lo debido y lo prohibido, los fines de las acciones, y los bienes y los males (en particular, el bien supremo y el mal radical), una lista de cuestiones que había variado relativamente poco desde la antigüedad. Para las respuestas a los problemas comprendidos en ese repertorio se suponía vigente cierto canon, constituido, entre otras obras, por las Escrituras, los libros de los padres de la Iglesia, de los doctores escolásticos, de Aristóteles y sus comentaristas y de los historiadores y moralistas romanos, y lo que Maquiavelo se empeñó en mostrar fue que cierta manera de leer y citar a esta última parte del canon podía poner patas arriba la mayor parte de las respuestas habituales a muchos problemas del repertorio. La tarea de Maquiavelo fue persuadir de que en el canon hay conflictos a los que no se había prestado atención, y dispensarles la atención tanto tiempo negada. El resultado es una encrucijada, aunque no entre la moral y otra cosa, sino entre dos opciones posibles dentro de lo que hasta entonces había sido la philosophia moralis. Podrían citarse centenares de pasajes para ilustrar el modo en que Maquiavelo se queda con ciertos elementos del canon y rechaza otros, pero acaso sea útil acudir a la conocida y muy escandalosa proclama del final de los Discursos en la que sostiene que a la patria se la puede servir con ignominia: dove si dilibera al tutto della salute della patria, dice, non vi debbe cadere alcuna considerazione né di giusto né d’ingiusto, né di piatoso né di crudele, né di laudabile né d’ignominioso; y lo único que corresponde es, posposto ogni altro rispetto, seguire al tutto quel partito che le salvi la vita e mantenghile la libertà10. El florentino defiende aquí que se prescinda de toda consideración sobre la justicia, sobre la piedad y, lo que parece más grave, sobre “lo laudable y lo ignominioso”, o sea, sobre lo que es objeto de honor y de vergüenza. Quizá Maquiavelo no estaba tratando con esto de destruir la moral, pero sí se llevaba por delante un buen pedazo de las creencias más habituales acerca de los temas recogidos en 34
el repertorio tradicional. Además, las palabras citadas deben entenderse en un contexto más amplio, del que también forma parte lo dicho en la sección 40.ª del libro III de los Discursos sobre los fraudes que son ocasión de gloria. Maquiavelo cree que nunca resulta loable defraudar a quienes creen que uno obrará de buena fe, aunque del fraude se derive la conquista de un reino o un estado: io non intendo quella fraude essere gloriosa che ti fa rompere la fede data ed i patti fatti 11. Pero si el enemigo cuenta ya de antemano con que uno no es de fiar, entonces el fraude sí que es digno de aprobación, y aun de alabanza y gloria: ancora che lo usare la fraude in ogni azione sia detestabile, nondimanco nel maneggiare la guerra è cosa laudabile e gloriosa12. Maquiavelo parece interesado en sostener una cadena de tres aseveraciones. La primera es que los fraudes pueden ser lícitos o no según las expectativas que tengan vigencia en cada momento; la segunda, que los fraudes lícitos pueden proporcionar gloria, y la tercera que no se debe anteponer la obtención de la gloria a la libertad de la patria. A la libertad se la puede servir, por tanto, con gloria y con ignominia, y esto dependerá de las circunstancias de cada caso. Desde luego, Maquiavelo no ha inventado los conceptos de gloria, de libertad, de ignominia, de fraude ni de fede data; lo único que hace es combinarlos de tal modo que la ignominia y la gloria se tomen como medios potestativos para el logro de la libertad y, a su vez, también el fraude y el cumplimiento de la palabra dada sean medios opcionales para el logro de la gloria. Quizá lo mejor sería tener juntas la libertad, la gloria y la fede data, pero esos ideales funcionan de tal suerte que a menudo debe sacrificarse alguno de ellos; él cree que la libertad no debe ser nunca objeto de sacrificio (ésta es su tesis sustantiva), aunque da por supuesto que, cualquiera que sea la tesis sustantiva que se sostenga, tendrá que sacrificarse siempre alguna opción (ésta es su tesis formal). Las tesis de Maquiavelo resultaron por doquier abominables y malditas, aunque eso no implica (más bien ocurrió al contrario) que fueran excluidas de toda discusión. En una tradición agonal y dialéctica, como sin duda lo ha sido la de la filosofía y la teología resultantes de la herencia griega y judeocristiana, ni siquiera las tesis más escandalosas han estado por regla general excluidas de la palestra argumentativa. Buena parte de la historia del pensamiento occidental consiste en apologías y defensas o en intentos de refutación y de reducción al absurdo que exigen tomarse muy en serio los argumentos de los adversarios, sin excluir los más extremados. Sólo en una cultura así ha podido tener éxito una institución tan refinadamente perversa como la del “abogado del Diablo”, una práctica que a nadie sorprende y que resulta del todo natural a cualquiera que esté familiarizado con las artes dialécticas, es decir, casi a cualquier europeo culto. Lo 35
característico del caso Maquiavelo no fue que las ortodoxias culturales y religiosas –tanto la católica como las protestantes, tanto las modernizantes como las neoescolásticas– condenaran ferozmente al florentino, y eso que ciertamente lo hicieron, y sin ahorrar ferocidad. Importa mucho destacar que, de haber ocurrido solamente tal cosa, las doctrinas maquiavélicas habrían sido opiniones morales inaceptables, aunque morales al fin y al cabo. Pero, por raros azares de la historia de las ideas, el escándalo suscitado por Maquiavelo hizo que sus doctrinas no se tomaran como tesis condenables proferidas dentro del género de la disputa tradicional sobre cuestiones heredadas, sino como fundadoras de un género de argumentación nuevo –el que pronto se llamaría razón de Estado– que no debía confundirse ni mezclarse con el tradicional. La razón de Estado era una manera de argumentar más que una materia; se trataba de un modo, un estilo y un contexto de argumentación que no iba encaminado a establecer la verdad o la ortodoxia sobre cuestiones librescas transmitidas por una larga tradición oral y escrita, sino a determinar lo conveniente en cada caso para el príncipe o el reino (o para los caudillos republicanos y sus virtuosos seguidores, cada vez más numerosos unos y otros conforme se extendían las guerras de religión). Discutir lo dicho por Maquiavelo constituiría por tanto una actividad distinta de comentar los Salmos o los Proverbios, o las obras de Cicerón o Aristóteles, o de disputar sobre la contumelia, la vesania o la intemperancia. Y no porque el secretario florentino hubiera inventado una nueva materia de disputas sino porque, cuando se discutía sobre lo exigido por la razón de Estado, de lo que se trataba era de dar consejo al príncipe (o al jefe de los insurrectos) para lograr el triunfo más definitivo o la maniobra más astuta, y no de brillar en la comunidad de los doctos como el dialéctico más implacable o el comentador más sutil13. Maquiavelo había querido defender ciertas tesis muy corrosivas y escandalosas sobre una porción de asuntos que resultaban fáciles de identificar en el repertorio tradicional. Había querido, usando los términos de Berlin, defender cierto tipo de moralidad, pretendidamente neopagana, oponiéndola a lo que según él habían sido las aportaciones cristianas al espíritu y a las costumbres, y estaba interesado, sobre todo, en mostrar que una y otra manera de conducirse eran incompatibles y no se debía buscar su conciliación. La desaprobación que suscitaron las tesis de Maquiavelo podría haberse reducido a una condena más o menos severa, y eso habría implicado admitirlo como un interlocutor que habla de los mismos asuntos que uno, un interlocutor abominable al que quizá se pueda mandar a la hoguera, y si se lo condena o se lo quema vivo es precisamente porque afirma tesis que no pueden consentirse en el tipo de disputas del
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que uno participa. Pero no fue esto lo que se hizo con el Doctor del Crimen ni con su memoria. El hecho de que surgiera muy pronto una razón de Estado cristiana es expresivo de la curiosa maniobra mental que se llevó a cabo con el maquiavelismo. Porque muy pronto se decidió que Maquiavelo hacía algo distinto de lo conocido y acostumbrado. Eso que Maquiavelo se traía entre manos era ciertamente abominable, era impío y ensalzaba los peores vicios; sin embargo, lo que más importa es que aquello que Maquiavelo hacía también podía llevarse a cabo de manera cristianamente correcta. Cabía determinar en cada caso la conveniencia del príncipe cristiano conforme a razonamientos exclusivamente políticos, en un sentido de la palabra “política” que tan sólo un siglo antes no habría resultado fácil de entender. Razonar políticamente ya no significaba determinar lo exigido por el bien común y la ley natural, sino descubrir lo que conviene en cada caso para mantener el poder, para aumentarlo o para conquistarlo. Maquiavelo no había sido el inventor de este género de razonamiento, aunque sí su cultivador más destacado y también el de mejores dotes persuasivas. El maquiavelismo resultaba espantoso, pero mostraba un modo de proceder cuyas ventajas eran muy difíciles de ignorar; era al mismo tiempo un escándalo terrible y un descubrimiento promisorio. La cuestión de si cabía razonar de manera sólo “política” sin caer en las monstruosidades del florentino resultó una pregunta inevitable; tan inevitable resultaba suscitarla como responderla con la afirmativa14. Cultivar el género argumentativo de la razón de Estado no implicaba, desde luego, pasar a referirse a asuntos distintos de los que habían ocupado a la tradición de la philosophia moralis y del derecho natural; los temas eran ciertamente los mismos, y lo que variaba era sólo la manera de tratarlos o, como antes se ha dicho, el punto de vista. Lo más importante de la razón de Estado es precisamente esa condición de punto de vista, algo hasta entonces desconocido. Ahora bien: que algo sea un punto de vista implica que no es el único. En la idea misma de una razón de Estado está contenida la suposición de que hay otras perspectivas desde las que tratar la misma materia de que ella se ocupa. Sin embargo, la definición de la razón de Estado no implica meramente la existencia de otros puntos de mira distintos del suyo. Lo que define de manera más precisa a la razón de Estado no es que constituya aquel lugar desde el que se examinan las acciones humanas conforme a la conveniencia del príncipe (esto último no sería ninguna novedad apreciable), sino que lleva a cabo dicho examen prescindiendo de consideraciones morales, con un uso de la palabra “moral” que, según es fácil de advertir, habría resultado imposible antes de que existiese la razón de Estado. Lo propio de la razón de Estado es razonar autónomamente sobre las conveniencias del poder, pero
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esa autonomía no puede pensarse sin más como independencia de cualquier otro punto de vista, sino de uno particular que se toma como alternativo. La razón de Estado no se define enfrentándose a la totalidad del repertorio y el canon tradicionales (esto habría sido absurdo, además de falso), sino por su oposición a cierto punto de vista alternativo desde el cual las acciones humanas presentan otro aspecto, llamativamente diferente, en el que las conveniencias del poder y los modos de satisfacerlas no son lo que importa. Ese punto de vista alternativo al de la razón de Estado no existía ni podía existir antes de ella; la razón de Estado se inventó a ella misma e inventó al mismo tiempo a su opuesto. Que una rara conspiración de elementos se haya empeñado en llamar moral a ese punto de vista pertenece a los más arbitrarios decretos del azar. Desde luego, Maquiavelo no tenía ninguna idea clara de que él fuese precisamente un inmoral, pero esto es lo que menos importa de todo. En el período que abarca desde el Príncipe al Antimaquiavelo se fue elaborando poco a poco la idea de que, entre las muchas formas posibles de volver del revés lo sostenido por Maquiavelo, había una muy fácil de reconocer y de defender, y que ese maquiavelismo invertido merecía el nombre de moral en un sentido que no era el anterior a la aparición de la razón de Estado. Que Maquiavelo defendiese a menudo la astucia y la doblez, que recomendase cambiar de juicio cada vez que se estimase necesario hacerlo y que todos sus razonamientos pudieran ser leídos como la secuela de un franco egoísmo eran elementos bastantes para que, adecuadamente vueltos del revés, definiesen todo un punto de vista coherente. Allí donde Maquiavelo sostenía, según se ha visto, que a veces deben omitirse las consideraciones sobre la justicia, la piedad y la honra, se defenderá con vehemencia que esos valores son incondicionales y no pueden subordinarse a otros, como en general ningún valor propiamente “moral” puede supeditarse a otro de otra clase; allí donde Maquiavelo recomienda entregarse a aquella facción que asegure la vida propia o la de la ciudad y un vivir libre, se afirmará que ni la vida ni la libertad tienen verdadero significado moral como no se defiendan de manera digna y honrosa; allí donde los fraudes, la ruptura unilateral de los pactos y el faltar a la palabra dada se consideran episodios poco gloriosos en circunstancias normales aunque dignos de la mayor estima cuando la ocasión lo exige y en particular en la guerra, el punto de vista moral apreciará sobremanera la veracidad, los contratos, las promesas y los pactos, y los tendrá incluso por instituciones muy representativas de lo que debe entenderse por moral y de lo que no debe estar sujeto a mudanzas de opinión ni a consideraciones de conveniencia. Ése fue el punto de vista de lo que modernamente se ha venido entendiendo por moral, aunque para que llegara a definirse con claridad tuvieron que surgir después nuevas doctrinas desafiantes y nuevos motivos de escándalo.
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Podría replicarse que todo lo anterior, más que un punto de vista, lo que constituye propiamente es una doctrina alternativa a la de Maquiavelo: que no sólo es una manera de ver las cosas, sino las cosas mismas que se ven. Hay que señalar, sin embargo, que la formación de la idea moderna de moral resultó un tanto inconsecuente. Aunque se supuso que la moral había de proporcionar mandatos claros y vinculantes (incluso inapelables y categóricos) y que las obligaciones morales se oponían a menudo a las conveniencias políticas, pronto se descubrió que el proceder político y el moral podían coexistir siempre que se ejecutasen en ámbitos distintos. La disputa entre la moral y la política no versaba sobre la validez absoluta de las tesis de una y otra, sino sobre las ocasiones en que debía seguirse cada una y las actividades que debían estar sujetas a la una y a la otra. Que la razón de Estado había de tener vigencia en algún ámbito, y que con la moral había de ocurrir otro tanto (de manera que sus ámbitos respectivos debían separarse con el mayor celo), esto no era nada fácil de negar, salvo por gentes muy pugnaces e intransigentes. Los conflictos entre el punto de vista político y el moral no lo han sido normalmente sobre su legitimidad en términos absolutos, sino sobre cuál de ellos ha de aplicarse a cierta ocasión particular o a cierto género de ocasiones. Para que la razón de Estado dejase de ser una tesis y se convirtiese en un punto de vista fue preciso, por tanto, elaborar versiones moderadas del maquiavelismo, versiones que, como la de Juan Botero, la de los llamados tacitistas, o la de tantísimos escritores políticos del Barroco, fueran aceptables por la ortodoxia de las distintas confesiones cristianas o fueran, por lo menos, compatibles con ella. En su cruda desnudez, las doctrinas de Maquiavelo habrían estado condenadas por siempre a quedarse en lo que el florentino quiso que fueran, a saber, un conjunto de tesis morales escandalosas. Pero en cuanto llegó a descubrirse –y eso ocurrió bastante pronto, como ya se ha visto– que cabía una razón cristiana de Estado y que ese modo de razonar no se aplicaba a la totalidad de las acciones humanas, sino sólo a ámbitos cuidadosamente tasados, empezó a resultar tentador el considerar el razonamiento “político” como una manera de argumentar que podía alternarse con otras en momentos y ocasiones distintas, a semejanza de lo que ocurre cada vez que sobre un mismo objeto coexisten varios puntos de vista15. Ni Maquiavelo ni aquellos de sus contemporáneos que se turbaron con sus doctrinas fueron los fundadores de la moral moderna. El uno creyó ser un moralista escandaloso y los otros creyeron asistir a un escándalo moral. Pero ninguno de los dos bandos sabía que estaba colaborando en una empresa cuyo resultado no habría satisfecho a ninguno. Si se la mitigaba un poco en sus partes más truculentas y se aseguraba su conciliación
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con las enseñanzas cristianas, la razón de Estado dejaría de ser motivo de escándalo y pasaría a mostrar cierto tipo de verdad sobre la acción humana, una verdad pertinente sólo en algunas circunstancias y que se oponía a lo que había de admitirse en otras ocasiones. Que se oponía, en particular, a otro punto de vista, impensable sin la razón de Estado. Nadie admitiría haber nacido para que otro tuviera un adversario al que oponerse, aunque ésa es precisamente la verdadera condición fundacional de la moral moderna: un contrario con el que luchar y con el que repartirse el territorio en momentos de tregua.
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Capítulo 3 El efecto Mandeville
Entre las quejas contra Maquiavelo y la razón de Estado que terminaron por fundar el ámbito autónomo de la moral era frecuente la identificación escandalizada entre aquella manera de razonar y el crudo y desnudo interés. Así, Federico el Grande atribuyó al secretario florentino la opinión de que “el interés es el alma de este mundo, y a él debe someterse todo, incluidas las propias pasiones”1, de forma no muy distinta a la que siglo y medio antes había empleado Botero en su propósito de cristianizar el maquiavelismo: “los príncipes, que no poseen afectos por naturaleza, se inclinan a éste o aquel lado, según que el interés mueva su espíritu y su afecto; porque, en fin de cuentas, razón de Estado es, poco más o menos, razón de interés”2, de ese mismo interés, quizá, que según La Rochefoucauld “a unos los ciega y para otros es la luz”, que “habla toda clase de lenguas y representa toda clase de personajes, incluso el del desinteresado”3. La noción moderna del interés es, podría decirse, constitutivamente excesiva: los intereses que en verdad importan son casi siempre inmoderados, insaciables y fuera de toda medida, y semejantes fuerzas del alma pueden desencadenarse en la adquisición del poder y en la de las riquezas, en la administración del Estado y en la de la casa. Lo que desde Weber viene llamándose ética protestante fue una estrategia para poner el exceso al servicio del orden, para servirse del afán de obtener ganancias convirtiéndolo en el móvil de una conducta metódicamente reglada. El ethos económico del protestantismo ascético fue una manera (y no la última, ciertamente) de reconducir el interés al reino de la virtud, pero Mandeville no sentía ningún aprecio por el puritanismo: ni por la verdad de sus supuestos ni mucho menos por la bondad de sus fines. Hay razones para atribuir a la obra de Bernardo de Mandavila y a su recepción un papel semejante al que tuvo Maquiavelo en la formación de la idea moderna de la moral: el efecto Mandeville es homólogo al efecto Maquiavelo, aunque quizá sea más complejo (no en vano, supone dado el primero). La esfera moral moderna está montada a partir del supuesto de que el punto de vista de la razón de Estado no puede ser el único pero, de igual manera, se mantiene a fuerza de creer que razonamientos por el estilo de los de la Fábula de las abejas están moralmente equivocados o son, si se prefiere, ajenos a toda moral. Sin duda ninguna, la mayor parte de las mentes modernas (incluidas las de 41
quienes se escandalizan) han creído que estos dos autores estaban acertados en multitud de asuntos, pero lo que importa es que, si se les da la razón en algo a Maquiavelo o a Mandeville, habrá de dárseles siempre desde otro punto de vista distinto del moral. Nunca han dejado el toscano y el bátavo de suscitar una mezcla variable de escándalo, fascinación, morbosidad y pavor, aunque nadie duda de que, si uno se expresa en términos propiamente morales, esa confusión de sentimientos tiene que resolverse con la mayor premura; quizá las enseñanzas de dichos autores sean recomendables para saber cómo funciona de hecho la sociedad, o para ilustrarse sobre rasgos turbios de la condición humana o como lecturas agridulces para adultos un poco escépticos; nada de esto puede, sin embargo, confundirse con lo específicamente moral porque, en relación con lo moral, Mandeville y Maquiavelo son mitos fundacionales; sin ellos, la moral no podría distinguirse de todo lo demás. Lo que Mandeville sostuvo en su Fábula de las abejas, publicada en 1705, resulta inseparable de la forma expositiva de este opúsculo de apenas una docena de hojas en octavo. Aunque las ediciones posteriores del escrito llegaron a alcanzar las quinientas páginas largas, lo cierto es que todos los añadidos giran en torno a la Fábula primitiva y a su estructura retórica4. Para captar lo que quizá sea uno de los rasgos más profundos de la obra, conviene no desatender el subtítulo de la primera edición: Los bribones que se vuelven honrados. Mientras que el título propiamente dicho (El panal rumoroso) no anticipa nada del contenido (se limita a servir de etiqueta identificadora, como quien dice “La tortuga y la liebre” o “La cigarra y la hormiga”), el subtítulo sí que lo hace, o eso, por lo menos, hay que deducir de las convenciones vigentes. Quien conociera el subtítulo sin haber leído aún la fábula no estaba, ciertamente, en condiciones de adivinar la moraleja, aunque sí podía hacerse cargo del topos o asunto que se iba a tratar: sinvergüenzas que –no se sabe todavía de qué manera– adquieren la honradez; ésa es la historia que se ha prometido contar, y lo que queda por ver es el modo en que ocurre la anunciada mudanza. Como se da por supuesto que los lectores tienen que reprobar la bribonería y estimar la honradez (nadie escribiría fábulas sin esa premisa), se los supone también interesados en extraer alguna lección sobre el paso de la primera condición a la segunda, una lección de momento ignota que quizá llegue a ser útil a algún bribón para convertirse en persona respetable. Pero gran parte del sentido de la obra radica precisamente en la violación de esa expectativa. Como es sabido, la fábula describe un panal en el que cunden las costumbres más inmoderadas, mendaces y cínicas que a la imaginación de la época le cupiese imaginar. Entre los habitantes de esa cloaca moral no faltan, sin embargo, quienes se escandalizan
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por el mundo en que viven y, gracias a esas críticas, el panal acaba perdiendo su depravada condición y se convierte en un panal honrado. La secuela es el empobrecimiento y la ruina; convertidas en virtuosas, las abejas tienen que volar a otra parte porque el panal ya no ofrece condiciones de vida. La moraleja de la fábula concluye advirtiendo contra la pretensión de que “gozar de los beneficios del mundo, y ser famosos en la guerra, y vivir con holgura” sean fines que puedan lograrse “sin grandes vicios”5; la virtud resulta ser contraproducente en una sociedad de cierto tamaño que aspire a la prosperidad, porque las vías que conducen al beneficio público transitan más bien por entre el lujo, el orgullo, el fraude y la vanidad. El objeto de la sátira de Mandeville es, desde luego, la sempiterna legión de censores que se rasgan las vestiduras por los vicios de sus contemporáneos, pero hay que notar que dicha sátira se extiende también al lector desprevenido: quien acudiera a la fábula esperando enseñanzas sobre el paso de una sociedad viciosa a otra honrada (que era lo prometido por el subtítulo) no sólo quedará defraudado en sus expectativas, sino también desairado y escarnecido. Tanto los moralistas de la fábula como el incauto lector que se esperaba otra cosa son víctimas del efecto cómico de ignorancia; la fábula perdería toda su gracia si los personajes supieran lo que va a pasar y si los lectores conocieran el final6. Hasta donde llegan mis noticias, no se ha advertido que, en realidad, la tesis mandevilliana de que los agentes sociales ignoran el significado de sus acciones porque éstas llevan a consecuencias no intencionadas está ya implícita en la estructura de toda narración cómica y también en la de la mayor parte de las sátiras. Las acciones cómicas y las que son objeto de sátira resultan irrisorias porque el agente no sabe propiamente lo que hace y porque esa ignorancia mueve a risa y a sarcasmo o –si la ignorancia se juzga merecida– a menosprecio y desdén. Tampoco conviene olvidar que el poner en ridículo a alguien que cree ser dueño de las consecuencias de sus actos, o por lo menos conocedor de ellas, es una forma fundamental de la ironía; no en vano, el tema del aprendiz de brujo o el del alguacil alguacilado son casos muy célebres de las inversiones del curso esperado de los acontecimientos en que consisten las ironías de destino o de situación7. La tesis de Mandeville podría parafrasearse diciendo que los agentes sociales son, en general, personajes de sátira a la espera de un escritor que se complazca en escarnecerlos. Esta barroca suposición había sido muy frecuente a lo largo de todo el siglo anterior a la Fábula, pero la manera mandevilliana de expresarla resultó inusualmente provocativa. Lo que Mandeville quiso dar a entender podría recogerse, como antes ocurrió con Maquiavelo, en una tesis sustantiva y otra formal. Antes de pasar a enunciarlas, debe advertirse que Mandeville comparte plenamente y da por supuesta la 43
tesis formal de Maquiavelo: que la virtud y la prosperidad sean incompatibles es un indicio de que, en general, no resulta posible conciliar todos los propósitos que se consideran valiosos. Téngase presente que quienes se escandalizan por el vicio no suelen aspirar a una sociedad de la que se hayan eliminado comodidades y ventajas; más bien aspiran a que la virtud y la prosperidad reinen juntas, que es precisamente lo que los convierte en tipos risibles una vez conocido el resultado de sus empeños. La tesis sustantiva de Mandeville defiende que, en sociedades de cierta envergadura, la prosperidad social es el resultado de acciones individuales movidas por resortes egoístas, por la búsqueda compulsiva de placeres suntuarios (y, en general, desordenados y excesivos) y por la satisfacción de pasiones pertenecientes a las tradicionalmente tenidas por más bajas y deshonestas. Esta tesis debe atemperarse un poco señalando que no todos los miembros de la sociedad han de conducirse así; acaso baste con que lo hagan los agentes socialmente protagonistas, representados en la Fábula por juristas, médicos, sacerdotes y militares. De igual modo que, según Maquiavelo, la humildad y la resignación cristianas no pueden conducir a la gloria ni a la libertad, Mandeville está convencido de que no hay ningún motivo para creer que la prosperidad sea la recompensa de la virtud. Maquiavelo creía que si uno aspira a la libertad ciudadana (o a mantener y engrandecer su estado, en caso de que sea príncipe) entonces debe deshacerse de la mayor parte de los valores propios de quien busca la salvación del alma, pero nunca se habría preocupado por esta incompatibilidad de no ser porque creía firmemente que el vivir civil y el vivir libre son superiores a la esclavitud cristiana. Por su parte, Mandeville sostenía que quien aprecie la prosperidad pública tiene que renunciar a cualquiera de los ideales de virtud conocidos (y aquí debe suponerse que no sólo se excluye el ideal ascético cristiano, sino también el republicano clásico, que Mandeville no podía ignorar), aunque, como en el caso de Maquiavelo, eso se afirma porque ya se tiene el convencimiento de que una vida de prosperidad material en una nación grande y populosa es superior a los modos tradicionales de vivir. De las dos tesis de Mandeville, la formal ha sido quizá la que más atención ha merecido en los tres últimos siglos. Sostiene que, en general, las acciones humanas individuales conducen a efectos no previstos por los agentes y, en particular, que las acciones movidas por propósitos de los considerados malos o despreciables producen regularmente consecuencias pertenecientes a las tenidas por buenas o valiosas, y viceversa. Esta última parte de la tesis de Mandeville se presta a una versión más restringida. Como las cosas valiosas o buenas no son todas ellas compatibles entre sí y se agrupan, valga la expresión, en familias de bienes, muchas veces enfrentadas con otras
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familias, lo que Mandeville creía era que a menudo el buscar un bien de cierta familia – por ejemplo, la honradez– acaba conduciendo al logro de algo que –como la ruina económica– es un mal en relación con otra familia enfrentada de bienes, en este caso la formada en torno a la prosperidad. Puede que esta versión modesta corresponda fielmente a lo que quiso dar a entender el autor de la Fábula de las abejas, pero también caben lecturas más ambiciosas e inquietantes. Acaso esta alquimia de bienes y males (o esta “heterogonía de los fines”, como a veces se la llama hoy día, con expresión de Wilhelm Wundt) se dé también, y no de manera puramente episódica, entre propósitos y logros que tienen signo valorativo opuesto en el seno de una misma familia de bienes: que los propósitos del amor al propio linaje no sólo conduzcan a ser odiado por la ciudad, sino que sean también la semilla de odios domésticos cruentos. Aunque parece claro que Mandeville sostuvo la versión modesta, la de que somos como Antígona cuando se desgarra entre la ley de la ciudad y la de la sangre, resulta difícil dejar de atribuirle la ambiciosa: la de que dentro de la propia ley de la sangre o de la ciudad pueden suscitarse conflictos tan trágicos como entre una y otra ley8. A semejanza de lo que ocurrió con la razón de Estado, la manera de razonar de Mandeville constituyó todo un punto de vista sobre la acción humana, un punto de vista cercano al de Maquiavelo aunque diferenciado en sus propósitos (políticos los del florentino, propios del homo oeconomicus los del holandés) y opuesto también, sin duda ninguna, a esa inversión de la política autónoma que llamamos moral. En efecto, la moral moderna es el resultado de ver la acción humana de manera opuesta a lo que Mandeville y Maquiavelo tienen en común. Debe destacarse algo que comparten los puntos de vista de Maquiavelo y de Mandeville y en lo que ambas se oponen a lo que acabó siendo la moral moderna. Los puntos de vista de la razón de Estado y del homo oeconomicus examinan, desde luego, la acción humana de manera normativa, creyendo estar en condiciones de recomendar en cada caso lo más acertado para los fines del poder (o del vivere libero) y de la prosperidad. Pero es esencial a uno y otro punto de vista el pretender fundarse en un conocimiento muy sólido y seguro de las propiedades de la conducta humana e incluso de sus leyes. Las normas de actuación que cabe extraer de estos dos puntos de vista tienen que derivarse, para ser válidas, de un conocimiento profundo de cómo es el poder y la sociedad humana y de cómo se manejan, o de un conocimiento cierto –por usar el término clave– de los hechos, entendiéndose por “hechos” todo aquello cuya verdad puede establecerse sin tener en cuenta la aprobación o desaprobación que suscita. La mayoría de los herederos de Maquiavelo y de Mandeville ha hallado una satisfacción enorme (y huelga decir que casi siempre
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infundada) en verse a sí mismos como científicos naturales que tratan los hechos humanos con la misma exactitud y capacidad predictiva de que hacen gala los investigadores del mundo físico. Eso no significa, sin embargo, que los saberes herederos de estos dos puntos de vista dejen de ser normativos. Al contrario: sus cultivadores siempre han pretendido derivar sus recomendaciones de la autoridad de los hechos, convencidos de que el conocimiento positivo de las cosas humanas no se justifica sólo por la curiosidad que satisface, sino también y sobre todo por las utilidades que procura. A mayor acribia y frialdad en el conocimiento de los hechos –es decir, cuanto menos se rija uno por consideraciones sobre el bien y el mal–, tanta mayor eficacia práctica tendrá el conocimiento que se obtenga. Se trata de esa vieja manera de razonar según la cual los hechos son los hechos y no hay más cera que la que arde, guste o no guste, un estilo de razonamiento correspondiente a un saber con fama (mala o buena) de desapacible y poco lisonjero, casi diabólico a veces o por lo menos propio de una dismal science. Por el contrario, el punto de vista moral se concibió como una manera de juzgar rigurosamente contrafáctica, como un modo de ver las cosas dentro del cual estaba prohibido deducir normas a partir de hechos. Sin la idea de que una cosa son los hechos y otra los valores, una el ser y otra el deber, sin la vieja idea sistematizada por Hume, Kant, Weber y Moore, probablemente el punto de vista moral no habría llegado a existir. Es característico de la moral moderna el examinar las acciones humanas tal como éstas se cree que deben ser o que es bueno, justo o recomendable que sean, y el hecho de que no lleguen nunca a ser así no constituye una objeción moral. El punto de vista moral cobra su autonomía desentendiéndose del conocimiento de los hechos y negándoles a éstos toda autoridad sobre los deberes y los valores. En el tipo ideal de la moral moderna (o, como pronto se verá, de su versión radical, que no es la única), todo lo tocante a hechos se considerará propio de otros puntos de vista, y si un hecho justifica una norma, la autoriza o la respalda, eso ya será señal bastante de que la norma en cuestión no es propiamente moral, sino tan sólo una regla prudencial o pragmática, una recomendación sin fuerza normativa suficiente9. No es un episodio marginal que las fuentes principales de hechos sobre la acción humana fuesen precisamente Maquiavelo y Mandeville y otros autores por el estilo.
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Capítulo 4 La inversión del mal
Cabe entender la idea de la moral que la cultura europea elaboró durante los siglos XVII y XVIII –desde luego sin conciencia cierta de lo que hacía y a base de efectos no queridos y de azares inopinados– como el resultado de la obsesión por librarse de las funestas enseñanzas de Maquiavelo y de Mandeville sin renunciar a las promisorias ventajas que tales doctrinas ofrecían para el conocimiento de la sociedad, la política y la naturaleza humana. Falta por ver los elementos esenciales de dicha idea de la moral o, mejor, de lo que debería llamarse el programa radical de la moral moderna. Porque, como se mostrará, hay también un programa moderado consistente en buscar, bajo formas a las que apenas me he referido hasta ahora, alguna componenda o arreglo entre el programa radical y ciertas tesis afines a Maquiavelo o a Mandavila que, debidamente rebajadas, se juzgaban aceptables. El programa radical y el moderado cuentan con una misma idea de lo que es la moral y de lo que cae dentro y fuera de ella, aunque el moderado se esfuerza en probar que la conducta moral puede fundarse en la que no lo es o derivarse de ella, mientras que el radical es intransigente en esta materia. El primer supuesto, y quizá el más decisivo, del programa radical es que, si la actuación humana ha de merecer la calificación de moral, tendrá que ser, casi por definición, una actuación altruista y desinteresada. Con esto no se quiere dar a entender meramente que las doctrinas morales modernas hayan abogado por el altruismo o se hayan opuesto a sus adversarios, sino algo más profundo (y hasta los tiempos modernos ininteligible), a saber, que el que una acción humana sea moralmente pertinente, y tenga sentido por tanto disputar sobre su corrección o su ilicitud propiamente morales, depende de si es o no es una acción en la que el altruismo constituya una opción en liza; las acciones que no guarden relación alguna con la posibilidad de obrar de manera altruista o egoísta, por destacables que sean para otros propósitos, no serán nunca moralmente relevantes. El egoísta es el estereotipo moderno del hombre inmoral, y lo es de un modo que ni la antigüedad ni la edad media podrían haber concebido; el egoísta moderno no se define por andar escaso de la virtud de la liberalidad o de la magnanimidad ni por faltarle el amor caritativo y fraterno a sus semejantes, sino por tener como principal motivación el interés propio, calculado como lo haría un príncipe maquiavélico o una abeja 47
mandevilliana antes de que el panal se echase a perder. Lo que la moral moderna recomienda no es la largueza ni la caridad, sino el altruismo reglado y sistemático. La moral no exige que uno sea generoso con los bienes propios ni obliga a profesar amor a nadie; le basta con que uno cumpla ciertos deberes generalizables. Con nadie hay que ser más altruista que con otros, ni tampoco puede el altruismo depender del amor, de la inclinación o de algún género de parcialidad, pues entonces quedaría invalidado. El desinterés por uno mismo del que la moral moderna blasona se prolonga en realidad en un desinterés semejante por cualquier rasgo que individualice a otro ser humano destacándolo de entre los demás. Pero, como ya se ha dicho, lo que más importa aquí no es que una acción sea moral o inmoral, sino su condición moralmente relevante, el hecho mismo de que tenga sentido someterla a discusión moral en lugar de abandonarla como materia indiferente, privada e indecidible. La principal novedad de la moral moderna es que no todos los tipos de acciones poseen interés desde su punto de vista; la visión que se obtiene en la atalaya moral permite distinguir ciertas acciones de perfil nítido y muy destacadas –bien para aprobarlas, bien para condenarlas– y deja a otras muchas confusas y desvaídas, sin que el ojo encuentre en ellas ocasión alguna de juicio. Lo que el punto de vista moral selecciona son acciones aptas para juzgar sobre su condición egoísta o altruista, precisamente el mismo tipo de acciones que los seguidores de Maquiavelo o de Mandeville juzgaban relevantes cuando examinaban la acción humana. A la perspectiva moral le saltan a la vista las mismas cosas que a Maquiavelo o a Mandeville; a la primera para condenar y a los dos últimos para alabar, pero esto es lo que menos importa aquí; lo esencial de la moralidad moderna no es lo que aprueba o rechaza, sino lo que está interesada en examinar1. Al igual que la teoría del conocimiento surgió para dar razones de por qué no había que ser escéptico, la moral nació para refutar al egoísta y desprestigiarlo2. El segundo elemento de la moral moderna, en su programa radical, puede obtenerse volviendo del revés la estima que Maquiavelo y Mandeville dispensaban a la astucia. Para uno y otro la capacidad de disimular la verdadera intención y de simular otras falsas era una facultad muy sobresaliente en el logro de los fines más valiosos; no en vano, la mayor parte de los que son dignos de aprecio parecen obtenerse a base de astucia, y además, por lo menos según Mandeville, el mundo mismo tiene una naturaleza astuta, que tuerce las acciones de los individuos burlándose de su intención. No todo, desde luego, puede decirse conforme uno lo siente o lo piensa, si quiere tener éxito en la vida, y ésa es la regla de oro de la razón política y de la económica: justamente lo contrario de lo 48
que el punto de vista moral exige a las acciones humanas. Kant vio, como es sabido, en la supeditación de la ley moral al amor propio la manifestación más clara del mal radical3, pero podría haber sido más consecuente todavía y haber proclamado que la encarnación de dicho mal es el individuo egoísta que además actúa con astucia y engaño. El programa radical de la moral moderna es enemigo de la astucia en más de un sentido: cree, en primer término, que el engaño, el fraude y el velamiento de la intención constituyen, como el egoísmo, ejemplos estereotípicos de inmoralidad; cree además que ni en la deliberación de las acciones ni tampoco en su juicio puede presuponerse una naturaleza social astuta que tuerza las intenciones –hay, más bien, moralidad en la medida en la que los agentes son dueños de sus actos y pueden imputárseles; en la medida, por tanto, en que las acciones son huellas fieles de sus agentes– y cree en fin que lo característico de la moral son ciertas intenciones sinceramente albergadas en el fuero interno de las personas y aptas para ser expresadas con transparencia, bien mediante la palabra veraz, bien mediante una acción limpia que hable verazmente de su autor. El espacio de la moral es el de una interioridad transparente y aquello que tiene que ocultarse es, por ello mismo, inmoral. La moralidad moderna exige pureza de intención en un sentido doble: que la intención no esté contaminada y que se exprese de manera nítida. Pero, además, lo que distingue al valor propiamente moral de otras formas de valor es el tener su sede en un convencimiento íntimo que no sea fruto de la coacción externa. Actuar correctamente porque uno haya interiorizado cierta obligación exterior –acatando, por ejemplo, el mandato de quien tiene poder por la sola razón de que lo tiene– carece de valor moral; dicho valor radica en la exteriorización sincera de una interna voluntad transparente. “Sólo existe un medio seguro e infalible para conservar una buena reputación en el mundo”, puede leerse en el ya citado Antimaquiavelo del rey Federico de Prusia, “y no consiste sino en ser de hecho tal como uno quiere aparecer ante los ojos del público”4. Al no tener fuerza exterior, la moral es inerme: si faltas a ella, tendrás que ser tú mismo quien se imponga la pena desde tu propio fuero interno, que moralmente no podrá negarse a hacerlo. En el mundo de Maquiavelo y de Mandeville, un mundo al que llamaríamos barroco de no ser porque el uno vivió demasiado pronto y el otro demasiado tarde para pertenecer a esa época, se daba por hecho que las intenciones humanas son regularmente opacas y que el éxito en la vida se deriva de la posesión de semejante arte de la opacidad. Pero el punto de vista desde el cual se divisa una humanidad de sospechosas figuras enmascaradas no es en manera alguna el punto de vista moral; si alguien cree que la astucia constituye el rasgo principal de la naturaleza humana, tendrá que dejar de creerlo en cuanto actúe o piense en términos morales. Hay que advertir, 49
como ya se ha apuntado, que esta alternancia de puntos de vista no es ni mucho menos una rareza: la formación del punto de vista moral no sólo se llevó a cabo al mismo tiempo que se formaban otros puntos de vista, sino también bajo la condición de que pudieran alternarse. El tercer componente de la idea moderna de moral puede descubrirse pensando en la negación de la tesis formal de Maquiavelo, o pensando, más bien, en lo que ocurre cuando se acepta la tesis del conflicto entre bienes y, acto seguido, se acota un ámbito de acciones libre de dicho conflicto. Que los bienes humanos se hallan peleados entre sí y son a menudo incompatibles unos con otros es casi un lugar común de la modernidad, a diferencia de la mayor parte de la filosofía premoderna, para la cual el conflicto era señal inequívoca de error5. Pero la moral moderna se formó excluyendo de su jurisdicción todas aquellas formas de valor y de bien que pudieran entrar en conflicto con los mandatos de altruismo desinteresado surgidos de un fuero interno transparente. Sin duda ninguna, una moralidad edificada con los materiales que se acaban de ver estará reñida con la razón de Estado, con el mercado capitalista, con las propensiones suntuarias y con la visión de la vida humana como una obra de arte, y también con todo aquello que resulta aconsejable para el discreto, para el libertino, para el cortesano, para el prestamista y para el héroe. Pero esto no quiere decir que la moral sea inconsistente en su interior; tan sólo significa que lo es con otras esferas de valor que no son la suya y que además es bueno que no se confundan con ella. Precisamente porque la moral resulta incompatible con otros puntos de vista (puede alternarse con ellos, pero nunca coincidir con alguno de ellos al mismo tiempo) es por lo que puede ser ella misma un sistema coherente y sin fisuras. No en vano, su territorio se acotó para evitar el conflicto, como cuando se delimita un Estado étnicamente puro o se hace gerrymandering6. Dentro de la esfera moral no hay contradicciones, inconsecuencias ni conflictos, ni tampoco podría haberlos. A menudo parece que la moral está enfrentada consigo misma y presenta conflictos internos a ella, pero esta impresión es el resultado de no haber sido capaz, o de no serlo todavía, de resolver los conflictos en cuestión; todo aparente conflicto tiene su solución en caso de que pertenezca a la moralidad, aunque muchas veces no se sepa cómo resolverlo. Sin embargo, la idea moderna de la moral no se conforma con la mera coherencia; aspira a formar un sistema riguroso cuyas partes estén mutuamente implicadas y que excluya la arbitrariedad, la excepción y la duda. Ha de tenerse en cuenta que en un sistema así deberían entrar elementos tan difíciles de ensamblar como bienes, intenciones, fines, obligaciones, ejemplos, pasiones, virtudes, pecados, prohibiciones, 50
creencias sobre la naturaleza humana, la muerte o los dioses (y también sobre la usura, la fornicación o la mendacidad) y una abigarradísima ristra de variopintas criaturas morales. En medio de tanta confusión no resultaba fácil idear sistemas dotados de cierto rigor deductivo porque no se sabía propiamente cuáles serían las piezas de una arquitectura así. A la compulsión sistemática del espíritu europeo se le deben intentos sublimes como la revisión more geometrico de la doctrina de las pasiones acometida por Espinosa, que constituyó una rareza cultural sin precedentes y sin sucesores. Pero la mejor manera de acercarse al ideal de un sistema riguroso, simple y de uso reglado era convertir la moral en un análogo del derecho, esto es, en un sistema de obligaciones, autorizaciones y prohibiciones (derivadas todas ellas de cierto conjunto sistemático de principios) que, de acuerdo con los elementos ya vistos, se especializase en acciones desinteresadamente altruistas –y asimismo, desde luego, en sus contrarias– y rehuyese los premios y castigos exteriores, otorgando la potestad de alabar y censurar tan sólo a la conciencia, su predilecta y muy delicada hija. Esto quería decir que, si bien las normas morales podían coincidir con las del derecho positivo, sus fuentes y vigencia eran distintas, como también ocurría con los mandatos divinos. La obligación moral se debe tan sólo a la conciencia y ha de estar adecuada y completamente secularizada, aunque después pueda servir de fundamento a los deberes jurídicos y religiosos, un fundamento que sólo puede proporcionar quien antes se ha ganado una heroica autonomía7. La idea de moralidad que surgió de la negación de las concepciones inmoralistas se distingue por un conjunto de aserciones o tesis y, sobre todo, por una serie de supuestos sobre lo que es moralmente pertinente y lo que no. La moral autónoma es en sustancia un sistema de deberes no religiosos ni jurídicos (aunque a menudo coincidentes con algunos de los unos y de los otros), surgidos del fuero interno (aunque de obligatoria exteriorización y explicitación), incondicionados (aunque con expectativas de reciprocidad), universales y de altruismo desinteresado. Semejantes deberes han de surgir de un tipo especial de motivación, distinta de la ordinaria, y van unidos a ciertas creencias, deseos, intenciones y pasiones (a ciertos “movimientos del alma”, por usar los términos de las Leyes de Platón)8. Por todo lo anterior la moral ha de adoptar la forma de un sistema de normas interiorizadas dispuesto de tal manera que nadie pueda admitir una de ellas sin hacerlo con todas las demás; en ese sistema normativo no cabe hacer excepciones ni sería lícito (moralmente lícito) cumplir con él sólo en parte. Cada uno de sus componentes depende, de manera más próxima o más remota, de todos los restantes y el no acatar alguno es como desobedecer a todos a la vez. Pero el rasgo más destacable de este sistema 51
normativo es que, por dirigirse al fuero interno de la conciencia (un fuero que se supone todos comparten y que es igual para todos) obliga a todos por igual, sin distinción posible entre personas y sin excepciones ni acepciones. La vigencia de un sistema normativo como ése ha de ser por fuerza universal y es natural que lo sea, ya que ha sido previamente definido como lo que cualquier conciencia (cualquier conciencia moral) encuentra dentro de sí cuando se hace cargo de sí misma, y algo no es una conciencia si no es una fuente de mandatos que cualquiera puede hallar en su interior. La conciencia es una interioridad impersonal y precisamente por esto resulta ser universal. El asiento de la moral moderna es cierta clase de personalidad que al mirar hacia dentro de sí misma descubre la obligación de sacrificar todo lo que no sea impersonal en ella. Nada puede ser materia de la moral como no lo sea de esta impersonal personalidad. Pero lo mostrado hasta ahora es tan sólo el programa radical de la moral moderna. Algo convendría decir, aunque de ello se hablará más adelante, sobre el carácter esencialmente programático de la idea misma de moral; en efecto, tanto en su versión radical como en la moderada, se ha dado por supuesto que la moralidad habría de irse desarrollando en el tiempo por medio de una lenta evolución de las ideas y las costumbres, una marcha despaciosa pero capaz de dar a veces saltos de gigante. Quítese la idea de que la moral está sujeta a progreso, y dejará de entenderse todo, porque la moral es un programa de futuro, y el futuro mismo es un tiempo moralmente concebido. Pero puede dejarse ahora de lado esta condición progresiva o programática para exponer de manera sucinta la versión moderada de la moral moderna. Mientras que el programa radical fue intransigente con las tesis inmoralistas de raigambre maquiavélica y mandevilliana, el moderado se mostró siempre favorable a buscar componendas que muchos radicales han tenido siempre por claudicaciones. Para ver en qué ha venido consistiendo el programa moderado, será provechoso el mismo esquema del radical, pues a cada uno de los tres grandes supuestos de éste les corresponde una versión moderada. El programa moderado no está tan convencido como el radical de que las acciones morales correspondan por esencia a un desinterés altruista. Los moralistas moderados aprecian sobremanera el altruismo –no menos que los radicales– y les resultaría del todo repugnante un mundo de individuos entregados a sí mismos y a su provecho particular, pero se distinguen de los radicales en que conciben el altruismo como la prolongación o la culminación del propio interés cuando de éste se logra tener una idea adecuada; uno es altruista no porque sacrifique sus intereses ni los deplore o maldiga (como torvamente propugnan los radicales) sino porque tiene una idea adecuada de ellos, dentro de la cual está contenida la preocupación por los demás y por su bienestar. El altruismo es el interés
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propio bien entendido, y para convencerse de ello basta con reparar, según los defensores del programa moderado, en lo poco satisfactoria y gratificante y en lo poco provechosa a medio y largo plazo que resulta la vida del egoísta. Cualquier concepción inteligente y coherente del interés propio deberá entonces incluir la preocupación por el interés ajeno, como una de sus partes más importantes. No es necesario, por tanto, y ni siquiera es recomendable, desentenderse del propio provecho para cumplir con las exigencias morales. Hace falta tan sólo moderarlo y templarlo, y a semejante tarea colabora muy eficazmente el interés mismo cuando está correctamente elaborado. La moralidad se compone, ciertamente, de acciones altruistas, pero el altruismo es una flor que tiene sus raíces en el autointerés; esto ocurre porque los intereses humanos son en cierto modo homeopáticos: ellos mismos proporcionan el remedio contra los males que acarrean9. Al igual que Juan Botero había domesticado la razón de Estado adaptándola a la conveniencia del príncipe cristiano, toda una legión de escritores morales, políticos y económicos se aplicó, desde Hobbes hasta los clásicos del utilitarismo, a mostrar cómo es posible fundar la conducta cooperativa en móviles egoístas. En sustancia, el programa moderado se fundó en dos supuestos: por un lado, los seres humanos tienen inteligencia bastante para darse cuenta de que un autointerés desbocado (ese vórtice avasallador tan temido por Federico el Grande) es en realidad dañino y contraproducente; por otro, no faltan entre sus pasiones más arraigadas algunas que los llevan a gozar de la cercanía del prójimo y a refrenar en favor suyo otras pasiones. Con una adecuada capacidad de cálculo –eso a lo que se viene llamando, no se sabe con qué motivo, “razón” o “racionalidad” en las Islas Británicas y en Norteamérica de Hobbes en adelante– y con unas pasiones en las que no falte cierta dosis de benevolencia, con todo eso ya es bastante, según el programa moderado, para que la moral tenga asegurado su fundamento, un fundamento mucho más sólido que el que se obtendría cediendo a la pretensión, tan inhumana como insensata, de negar los propios intereses. Lo anterior no quiere decir de ninguna manera que los moderados aprecien el altruismo menos que los radicales ni que tengan dudas sobre el hecho de que lo moralmente pertinente es lo sensible a la confrontación de altruismo y egoísmo; al contrario: en esto último muestran una claridad todavía mayor. Radicales y moderados han estado completamente de acuerdo, cualesquiera que hayan sido sus diferencias, en que la moral es eso sobre lo que ellos están divididos. Por lo que atañe al segundo elemento de la idea moderna de moral, el programa moderado difiere del radical en dos asuntos muy significativos. No cree, en primer
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término, que la pureza de intención tenga mucha importancia moral y tampoco opina que la astucia sea el mayor de los males. Esto último se desprende con facilidad de la concepción homeopática que los moderados tienen de la moral. Por su capacidad de convertir males en bienes –y, cosa peor, de tener en el mal la principal fuente del bien– lo menos que puede decirse de la naturaleza humana es que está astutamente dispuesta. Mandeville había imaginado la sociedad como una formidable máquina que convertía el egoísmo desenfrenado en prosperidad general, extrayendo por tanto de los males individuales más despreciables cierto tipo particular de bienes sociales. Al programa moderado de la moral moderna, desde David Hume a David Gauthier, le ha bastado con unas pocas modificaciones para encontrar las virtudes ocultas en el vicio mandevilliano10. Cámbiese la sociedad por el individuo y póngase un autointerés templado donde Mandeville ponía desenfreno y se obtendrá como resultado la más moral de las prosperidades: una conducta cooperativa, la práctica de la justicia, la obediencia y la laboriosidad y el aprecio por la felicidad pública. La estofa moral humana es constitutivamente astuta y si no lo fuese no habría manera de asegurar una actuación conforme a la moralidad. Lo que le ocurre es que dicha astucia resulta servicial y benefactora: no es un demonio, sino un hada11. Limítate, dice, a buscar tu propio interés con inteligencia, que yo me encargaré de todo lo demás. Si no fuera por las astucias de nuestra naturaleza, muy poco es lo que habría que esperar del género humano, según los moderados de la moral. Es muy comprensible que al programa moderado no le importen las intenciones y prefiera las consecuencias. No en vano, son éstas últimas las únicas propiamente morales. Si sólo tuviéramos intenciones, los moderados no serían capaces de encontrar la moral en ninguna parte; el programa moderado no sólo es consecuencialista, sino que, de acuerdo con él, la moral misma es consecuencia de otra cosa. Ha de notarse que, en una manera de hablar que atienda a las consecuencias y cure muy poco de las intenciones, la noción misma de altruismo invita a ser sustituida por otra. O, mejor dicho, a ser vista no desde el punto de vista de las ideas que tiene quien lleva a cabo determinado tipo de acciones, sino más bien desde el de aquél a quien afectan las acciones en cuestión. De este modo, quizá el altruismo haya de ser sustituido por la beneficencia, es decir, no importará el que yo beneficie a otros en virtud de ciertas intenciones que poseo, sino el que otros resulten beneficiados a causa de mis acciones, aunque esta causalidad esté sometida a astucias y sea difícil encontrar en ella pureza de intención. Una vez eliminada la idea de un tránsito diáfano de las intenciones a las consecuencias, ha perdido todo interés atender a la pureza de aquéllas. El espacio de la moral no es ya el de una 54
interioridad que se exterioriza, sino tan sólo el de ciertos resultados, que en sí mismos apenas dicen nada sobre las intenciones que los motivaron. El programa moderado logra lo mismo que el radical, aunque cree lograrlo mejor y a menor precio. El moderado claudica pero, como suele ocurrir en estos casos, no claudica a disgusto. Si hubiese que comparar la clase de episodios humanos que el programa moderado considera morales –o, mejor dicho, las dos clases que han de tenerse en cuenta: la de los episodios moralmente correctos y la de los moralmente relevantes– con lo seleccionado como moral por el programa radical, uno se encontraría con la sorpresa de que son casi coincidentes. Auxiliar a los heridos, socorrer a los pobres, defender a los humillados, moderar el gasto, pensar en el día de mañana, ser limpio en las cuentas, pagar el coste de decir la verdad, cumplir las promesas pudiendo evitarlo, y otras acciones análogas son sin disputa los paradigmas de la moralidad, y lo son por igual para los radicales intransigentes y para los moderados claudicantes; la analogía entre todas estas acciones se capta con tanta facilidad que resultaría natural poner un “etcétera” al final de la lista recién expresada; todos sabemos que lo moral es aproximadamente eso, aunque después discrepemos sobre las fuentes de dicho tipo de conductas o lleguemos incluso a dudar sobre si merece la pena obrar moralmente. También pueden surgir discrepancias sobre qué es lo que en puridad tienen las acciones morales que las convierta en partes de la moralidad; los partidarios del programa radical dirán que todas esas acciones surgen de una motivación altruista, mientras que los moderados sostendrán que producen consecuencias favorables para personas distintas del agente (aunque el agente mismo no resulte excluido). Pero la clase de los episodios moralmente relevantes se halla muy bien delimitada, y lo está en unos términos que antes de la razón de Estado y del homo oeconomicus, antes de Maquiavelo y de Mandeville, antes de que las esferas política y económica cobrasen autonomía, habrían sido imposibles de establecer con tanta claridad. Es cierto que la virtud premoderna comprendía todo lo enumerado, pero lo comprendía junto a muchos más elementos, no hacía especial hincapié en todos ellos y nunca habría podido identificar justo esa clase, tan robustamente definida que parece natural a la mayor parte de los europeos y americanos posteriores al siglo de la Ilustración. Para examinar el modo en que el programa moderado trató al tercer elemento de la moral moderna conviene tener en cuenta que su afición por un Derecho altamente formalizado no era tanta como la que distinguía a los partidarios del programa radical. Más que una codificación, el programa moderado prefiere una colección de reglas de prudencia, de ejemplos y de precedentes por el estilo de los que tienen vigencia en el
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derecho consuetudinario. El programa moderado también aspira a construir un sistema de normas, pero la racionalidad de ese sistema es, por emplear los términos de Weber, más material que formal12. Es fácil de comprender la querencia consuetudinaria del programa moderado; mientras que la mayor parte de los radicales solían creer en un mundo de nueva planta iluminado por el formidable resplandor de la antorcha de la moral, muchos moderados creían que el progreso consiste en mejorar paulatinamente lo que las generaciones humanas han ido legando a sus sucesoras. Las ideas de Edmund Burke sobre la revolución francesa son muy representativas de la pugna entre los programas moderado y radical. Los moderados han estado siempre persuadidos de que existe algo a lo que llamar con toda propiedad la moral, pero han confiado más en el saber hacer de las personas juiciosas que en códigos articulados y declaraciones de principios. Su afición por el cálculo sereno y desapasionado y por la búsqueda discreta de la conveniencia les ha hecho siempre más afines a la inmemorial tradición del juicio prudente que sus impacientes colegas radicales. El programa moderado confía en que las gentes tienen un saber tácito, por lo común fiable, sobre qué sea la moral y qué lo moralmente correcto, y no cree que se gane nada encerrando ese saber en fórmulas definitivas. El programa radical creyó en leyes morales; el moderado en regularidades. Los radicales sólo apreciaban las normas estrictas cumplidas por mor de ellas mismas; los moderados desconfiaron de todo lo que no fueran hábitos largamente arraigados. Pero los unos y los otros concibieron la moral como una robusta estructura normativa cuyas partes habían de estar fuertemente vinculadas unas con otras, bien con cadenas de hierro, bien con lazos de seda13. Esa poderosa estructura llamada moral adoptó, como se verá más adelante, la forma de una naturaleza paralela a la constituida por los hechos y sus leyes. Cuando algo se considera natural y no resultado del artificio (aunque no se trate de la naturaleza primariamente dada, sino de otra que se superpone a la primera), es fácil creer que preexiste a toda actuación y pensamiento humano. Lo primero que hubo que hacer con el punto de vista moral nada más inventarlo fue proclamar que había existido siempre. Seguramente ningún concepto podría sobrevivir sin cierta cantidad de olvido o de ignorancia sobre cómo se formó y sin cierto grado de amnesia sobre cómo fue aprendido. Usar un concepto exige muchas veces acordarse de algunos usos anteriores, pero a menudo implica también haberse olvidado de la mayor parte de su historia. El conocedor cuidadoso de la genealogía de todos sus conceptos apenas podría usar ágilmente ninguno, porque acertar con un concepto es haber dado con la forma de amnesia que le corresponde.
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Capítulo 5 Géneros artificiales y metonimias disciplinares
Un género de entidades puede llamarse natural cuando aquello que tienen en común sus miembros precede al acto clasificatorio de fijar dicho género y es independiente de ese acto de clasificación y quizá de cualquier otro acto humano1. Así, se dice del oro o del agua que constituyen géneros naturales porque lo que hace que todas las muestras particulares de oro sean oro o que sean agua todas las muestras particulares de agua es anterior al momento en que alguien usó por primera vez para designar a ciertos tipos de materia las palabras “oro” o “agua” –o sus equivalentes en lenguas arcaicas– y es anterior también al momento en que alguien vio y tocó por primera vez el agua o el oro, los cuales también habrían sido lo que son aunque nadie les hubiera prestado atención ninguna, o en un mundo en el que rigieran clasificaciones peregrinas y no hubiera una denominación para el oro ni para el agua, y desde luego seguirían siendo agua y oro aunque las correspondientes palabras cayeran en desuso o desapareciera el lenguaje humano entero, siempre que se mantuvieran indemnes el agua y el oro2. Algunos autores muy apreciados –desde Aristóteles en los Tópicos y en los Segundos analíticos hasta Saul Kripke en Naming and Necessity– han afirmado que hay géneros definidos de manera esencial, esto es, que el afirmar de ciertas entidades particulares que pertenecen a cierta especie o ciertas especies a cierto género implica afirmar que pertenecen de manera necesaria o, si se prefiere, que la entidad o especie en cuestión no podría ser lo que es sin pertenecer a esa especie o a ese género3. El asunto de los géneros naturales suscita cuestiones ontológicas apasionantes, profundas y escurridizas, que aquí apenas habrá ocasión ni siquiera de vislumbrar. Muchas gentes creen que estos géneros son una suerte de portillo por medio del cual el mundo bruto, preconceptual e independiente de todo pensamiento penetra en el lenguaje y en los conceptos –a menudo con insolencia y siempre con terquedad–, obligando a usar las palabras y a pensar de manera muy determinada. Es posible que así sea, pero la creencia en que existen géneros naturales no necesita suponer estas intromisiones furtivas de la bruta naturaleza en el muy civilizado orden conceptual. Basta con afirmar –y esto puede creerse sin ninguna violencia– que al formarse algunos géneros se forman suponiendo que el género ya existía antes de la formación. Sería muy insensato un mundo en el que todo aquel que formase un género 58
presumiera de que sus miembros no tenían nada en común antes de que él lo decidiese. Si acaso, ese lujo puede permitírselo el Dios de la teología filosófica tradicional en algunas de sus versiones. Ciertos géneros se erigen de manera constituyente y performativa, como cuando al fundarse un club o asociación se forma al mismo tiempo el género de sus miembros; ni el esencialista más extremoso se atreverá a decir que la clase de los afiliados a la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País existía –salvo para un dios presciente– antes de la fundación de dicha sociedad. Pero otros géneros poseen una vocación muy acendrada de echar raíces en el pasado y, cuando se fundan, no pueden dejar de hacerlo sin efectos retroactivos. Por muy nominalistas que llegase a ser –y seguramente lo era– el primer europeo que vio un ornitorrinco, habría profesado un nominalismo de lo más extravagante si hubiese creído que tan notanda bestezuela no existía antes de ser descubierta por él. El uso humano de los conceptos y de las palabras está organizado de tal suerte que determinadas innovaciones conceptuales o léxicas tienen que presentarse como novedades exigidas por algo más antiguo, no conceptual ni verbal. No hace falta sostener la vertiginosa doctrina según la cual es un rasgo profundo y esencial del mundo el poseer géneros naturales captables por nosotros para afirmar que nuestras maneras razonables de formar géneros permiten formar algunos con intención retrocedente, como cosa descubierta o encontrada más bien que construida o –en el sentido moderno de la palabra– inventada. Puede ahora definirse la moral, según ha venido usándose este concepto en el capítulo anterior, como un género compuesto por diversas entidades y especies de entidades. Lo que llamamos moral es una reunión de obligaciones, prohibiciones y permisos, de razones o principios que validan a las tres especies anteriores, de juicios de valor favorables, desfavorables y condenatorios, de nociones generales sobre el valor, el bien, lo debido, lo correcto, lo justo o lo aceptable y sus contrarios, y también de cierto tipo de deseos, creencias, intenciones y pasiones. Trátase de una reunión francamente abigarrada, pero lo cierto es que, según la corriente principal del pensamiento moderno, la moral es un género natural, semejante al agua o al oro. Es decir: que para la mayor parte de los pensadores modernos y para las creencias ordinarias influidas por ellos todas esas especies se encuentran enlazadas entre sí de un modo que no depende de quien las reúna. Cuando se forma el género de la moral, de la moralidad o de lo moral (y parece preferible esta última denominación, que indica mejor su carácter colectivo o compuesto, o sea, su condición misma de género), se forma de manera retrogresiva y ex post factum. Parece que el género de lo moral estaría mal formado si se hubiese establecido en forma instituyente; eso quitaría todo valor a lo instituido porque obligaría a pensar en un pasado
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ayuno de moral. Lo cierto es que el pensar en un pasado así podría haber resultado muy atractivo para los tiempos modernos, tan felices de ser los primeros en todo, pero dichos tiempos han estado empeñados desde siempre en ocultar que la moral está formada a su imagen y semejanza. Por motivos culturales profundos y muy curiosos, la modernidad se ha empeñado en que la moral fuese eterna; el pacto cultural moderno tiene que dar por buenas algunas cosas que no sean modernas y una de ellas es la moral. Si se llegase a la conclusión de que la moral no es un género natural, nadie le daría mucha importancia o por lo menos no se la trataría con el respeto que de ordinario se le tributa. Lo peor que tienen los géneros naturales es que a veces pueden formarse algunos que no lo son y que, sin embargo, reciben carta de naturaleza por motivos muy diversos4. El género de lo moral se compone, según se ha visto, de especies variadas de elementos, unidas entre sí por participar de ciertos rasgos que son los ya mencionados de desinterés o imparcialidad, transparencia y universalidad sistemática. Habría resultado imposible, desde luego, formar dicho género de no haber sido por la urgencia de responder a doctrinas tenidas por escandalosas. Antes de producirse el efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville, la moral tal como la entendemos no es que no hubiera sido posible: es que nadie habría entendido su pertinencia u oportunidad, lo que equivale a decir que nadie la habría entendido. Pero lo más característico de esos dos efectos fue que, una vez producidos, borraron concienzudamente toda huella veraz de su papel en la formación de la idea moderna de moral. Hay géneros que no son naturales en absoluto pero cuyos autores están muy interesados en hacer creer que lo son; en realidad es poco frecuente salirse con la suya en este tipo de propósitos porque el hombre moderno suele ser suspicaz y celoso, y no concede fácilmente el privilegio de la naturalidad. Pero, una vez que la operación ha triunfado, es dificilísimo persuadir a nadie –incluso estar uno mismo persuadido del todo– de que el género que se muestra como natural no lo es y se limita a parecerlo. De entre las habilidades de los autores de géneros, la más apreciable (y quizá también la más temible) es la de for-mar a veces géneros que parecen naturales y no lo son. El efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville triunfaron en la medida en que lograron ocultarse: lo que se opone a la razón de Esta do y al homo oeconomicus tiene que ser a la fuerza previo a ellos, se piensa, porque tiene que ser lo mismo que aquello a lo que dichos errores se oponían. Maquiavelo y Mandeville son escandalosos, se cree, porque violan la moral, algo que, se supone, ya existía antes que ellos, ya que de lo contrario no habrían violado nada y no serían escandalosos en ningún sentido. El principal éxito de la formación de la idea moderna de moral radica en que todos hemos dado por bueno su fraudulento delirio retroyectivo. El primero que usó, en la
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lengua que fuese, una palabra traducible por “agua” pensó que todos sus predecesores ignoraban esa palabra pero podían designar cualquier muestra de lo que a partir de aquel momento iba a llamarse agua diciendo “eso” o señalando con el dedo de determinadas maneras que implicaban una neta distinción entre eso y todas las otras cosas. “Agua” es, entonces, un nombre para eso, y ciertamente habría valido cualquier otro, con tal de haber servido para todas las muestras de eso y sólo para ellas. Es característico de todas las fundaciones de géneros naturales el imaginar un pasado así, pero no siempre las imaginaciones honradas reciben la recompensa de que su género sea aceptado. Conviene acostumbrarse a que algunos de los géneros que tenemos por naturales sean el producto de una ilusión naturalizante y retrocesiva desbocada más allá de toda sensatez. Para que tal cosa no se diera sería preciso tener el raro don de que todos los géneros que formáramos como naturales coincidiesen con los que la naturaleza tenía ya formados de antemano. Pero hay que contar con que por lo menos algunos de nuestros géneros naturales no lo son en realidad. Suponer lo contrario sería quizá suponer demasiado; sólo los defensores de una versión muy primitiva del idealismo sostendrán que para que un género sea natural basta con que nosotros lo hayamos formado creyendo honradamente que lo es. Ya se ha visto en el capítulo anterior que la formación de la idea moderna de moral no fue el resultado de ninguna conspiración más o menos oscura. Al contrario, fue un proceso muy largo cuyos agentes apenas sabían lo que hacían y muchas veces estaban gravemente engañados sobre lo que se traían entre manos. Nadie tuvo el empeño de desacreditar a Maquiavelo o a Mandeville inventando toda una moral anterior a ellos que se compusiera precisamente de la negación de sus tesis. Lo que hizo de la formación de la moral moderna un proceso perverso no fue que hubiese gente sin escrúpulos dedicada al empeño de inventar mentiras, sino que las ilusiones en que se funda la idea moderna de moral fueron sinceramente creídas por quienes las forjaron. Si la moral ha sido un engaño, los primeros en caer en él fueron sus propios autores. En particular, la moral moderna resultó, como se ha visto, de una ilusión de naturalidad, de la creencia en que aquello que se estaba formando era un género cabalmente natural. Pregúntesele a cualquier filósofo moderno por lo que pasaba en el mundo antes de que se acuñase el más antiguo equivalente de la palabra “moral”; todos convendrán en que la invención de la palabra es lo que menos importa, porque antes de que se poseyese el término, ya sabían todos identificar eso que después se llamó moral. Tal cosa no tuvo nada de extraño: los animales humanos se creen con frecuencia sus propias ilusiones con mayor empeño que las verdades.
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De todas las creencias que tenemos por verdaderas, muchas son fruto de la obcecación, de la pereza y del error; una vida lúcida cincuenta años más larga le proporcionaría a cualquiera un número considerable de retractaciones, desengaños y arrepentimientos (piénsese en cuántas falsedades se habría llevado cada cual al otro mundo de haber muerto hace diez años o quince), aunque también, sin duda, la ocasión de muchísimos errores nuevos. Nuestras creencias son falibles no porque puedan estar equivocadas, sino porque muchas de ellas lo están de hecho y nunca nos enteraremos de ello; seguramente, hemos de contentarnos con saber que algunas lo están, sin que nos sea dado siempre averiguar cuáles. Esto ocurre también con los géneros naturales; no siempre acertaremos al considerar natural un género: en la idea misma de género natural está comprendido el que si los géneros son naturales no lo son porque así lo decida quien los forma o reconoce. Hay una razón muy profunda para que la moral tenga que parecer natural y se resista tenazmente a reconocer que es una ilusión. Esa razón, que ya se ha sugerido y habrá de desarrollarse más adelante, estriba en que la moral se ha entendido como una naturaleza paralela, como un orden distinto del primariamente tenido por natural: natural también a su manera y, distinto, por tanto, en número y no en especie5. Aquello a lo que se llama moral ha de pertenecer a lo encontrado y descubierto porque su forma misma es una forma natural, aunque corresponda a otra naturaleza6. La moral será por fuerza un orden sistemático: será toda una naturaleza o de lo contrario no será nada. Vista desde dentro, la moral es una segunda naturaleza. Sin embargo, mirándola desde fuera, desde la bruta naturaleza exterior, la moral no tiene nada natural que la individualice. El género de lo moral no se identifica del mismo modo que el de los melocotones, los escarabajos o los volcanes. Una mirada que fuera puramente natural sería ciega para reconocer lo moral porque en el mundo natural la moral pasa inadvertida y se confunde con otras cosas. Desde el punto de vista físico, dar de comer al hambriento y quitarse una mosca de encima son simplemente dos formas muy parecidas de mover el brazo. Ahora bien: cuando se la mira desde dentro, el aspecto que presenta la moral no es que sea un aspecto natural, sino que es el de toda una naturaleza. No se trata entonces de que lo moral sea natural por oposición a otras cosas que no lo son; el asunto radica en que se dé esa naturaleza llamada moral. Y, en efecto, si algo es naturaleza (tanto si pertenece a ella como, a fortiori, si es ella), poca duda puede caber de que pertenece a lo descubierto y encontrado. Estas expresiones resultan además llamativamente defectuosas, porque la naturaleza no forma parte de lo encontrado, sino que es el conjunto de lo encontrado. Pero si naturaleza es lo encontrado y si lo moral es otra naturaleza (o sea, es una), 62
entonces lo moral será también lo encontrado, sólo que bajo otro orden de las cosas encontradas. La condición natural de lo moral se halla establecida a partir de la moral misma, sin que la naturaleza exterior pueda decidir nada acerca de ello. Faltan, sin embargo, varios pasos todavía para poder hacerse cargo de la escurridiza contranaturalidad de lo moral. Baste, de momento, con advertir que la condición natural de lo moral está inducida desde dentro; si no fuera natural, la moral no sería nada, y tampoco sería nada si esa naturalidad fuera simplemente la condición que tiene todo lo perteneciente a la naturaleza. Es frecuente encontrarse con críticas más o menos malhumoradas de un tropo que, hasta donde llega mi conocimiento, carece de denominación especial y que propongo llamar metonimia disciplinar7. Son conocidos tanto el fenómeno como las críticas que recibe: piénsese cuántas veces se dice “climatología adversa” en lugar de “tiempo desapacible” o, para designar al territorio nacional, se hace mención de “la geografía española”. La hechura pretenciosa y ridícula de estas expresiones las ha desprestigiado con toda justicia; como ejemplos de lo kitsch en el lenguaje, quizá sean inmejorables. Normalmente se deben a periodistas semicultos y su uso delata una fastidiosa hinchazón de espíritu; constituyen, en efecto, locuciones muy representativas de ese aburrido espécimen del hombre bien informado y que está al día, alguien con quien nadie prudente querría compartir un almuerzo y que se referirá invariablemente a “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” cada vez que las personas juiciosas dicen “lo que pasa en la calle”. La metonimia disciplinar es fácil de definir: toma la disciplina, la ciencia o rama del conocimiento que estudia cierto objeto o conjunto de objetos por los objetos mismos. Las metonimias disciplinares resultan contagiosas y muy proselitistas; seguramente son expresión elocuente de una cultura satisfecha de sí misma y encantada de conocerse. “Ningún objeto sin su rama de saber” es el lema que más felices podría hacer a los entusiastas de la metonimia disciplinar. Se engañaría, sin embargo, quien creyese que este tropo es una moda frívola impuesta por periodistas con afán de alargar los artículos8. En realidad se trata de una práctica muy antigua y, como se verá, hay creencias respetables y muy apreciadas que dependen de metonimias disciplinares. Como a menudo sucede con los tropos, la metonimia disciplinar pasa inadvertida en muchas ocasiones. La geografía española y la climatología adversa son casos más bien caricaturescos que llaman la atención por lo superfluo y gratuito; en circunstancias así no hay ninguna necesidad de echar mano de metonimias, pero esto no pasa siempre, según se verá. Un ejemplo muy viejo, y creo que ya desusado por completo, es el del nombre 63
“notomía” (esto es, “anatomía”) aplicado al esqueleto humano. La anatomía, o arte de abrir el cuerpo, pasaba a designar, por metonimia disciplinar, el resultado de su ejercicio o, mejor dicho, lo que puede verse después de dicho ejercicio. Pero no dicha visión en su totalidad (la “notomía” no es, sin más, el cuerpo humano anatomizado), sino una parte suya –el esqueleto– que de entre todo lo que puede hallarse al abrir un cuerpo es lo que más recuerda a la forma del cuerpo entero. A la metonimia se le superpone, por tanto, una sinécdoque. Es notable que el cuerpo humano dé lugar a más de una metonimia de este tipo; así, para ponderar la belleza de alguien se dice que tiene una fisonomía agraciada9 y, desde luego, resulta frecuente llamar a las enfermedades y a otros males “patologías”, así como decir que alguien tiene problemas psiquiátricos en lugar de mentales (en esta metonimia puede que haya algo de eufemismo). Afirmar de una persona muy tímida (enfermizamente tímida, como quizá se dirá) que su timidez es patológica constituye un caso de hipérbole reduplicada. Porque, por acendrada que esté, la timidez no se suele considerar en sentido propio una enfermedad cuando se dice de alguien que es “enfermizamente tímido” (no suele decirse, desde luego, de nadie que padece una varicela enfermiza o una enfermiza cardiopatía). Lo que se quiere decir no es nada tocante a la enfermedad de la timidez, sino que la timidez de que se habla es como si fuera una enfermedad. Ahora bien, adjetivar la timidez como patológica implica dar un paso más allá de lo meramente enfermizo. Que la timidez sea patológica quiere decir que constituye un objeto muy preciso y tipificado de consideración por parte de cierto tipo de especialistas, o que podría serlo10. A nadie se le habría ocurrido echar mano de una hipérbole así de no vivir en un mundo en el que la atribución de cierto objeto a un campo del saber (o su toma de posesión por dicho campo) constituye el mejor procedimiento para determinar lo que la cosa es en su género. Nuestra clasificación de las cosas se lleva a cabo por medio de una paralela clasificación de los saberes existentes sobre las cosas. El árbol de Porfirio, que ordena los entes en géneros y especies, no da sombra como no sea mirando al de Raimundo Lulio, que clasifica las ciencias, artes y disciplinas. Hay, sin embargo, un salto posterior, que es el que se produce cuando en lugar de decir que la timidez de fulano es patológica se dice que esa timidez es “una patología”, o que es una patología el racismo, o la afición inmoderada al teléfono, o cualquier otra circunstancia desagradable que caiga bajo la jurisdicción o dominio de algún especialista médico, o que se supone que pudiera caer o que merecería caer11. La formación de la metonimia “patología” consta, pues, de varios pasos, todos ellos justificados. No es, por tanto, una metonimia gratuita o caprichosa, por el estilo de la climatología o la geografía12. 64
Un caso muy claro de metonimia caprichosa es la de “metodología” por “método”. Constituye algo semejante a una hipérbole el llamar “método” a lo que no suele ser más que un conjunto desordenado de ejemplos, trucos, rutinas y ardides de los que se acostumbra a echar mano para lograr cierto fin, ya sea práctico, productivo o teórico. Y postular la existencia de una disciplina llamada metodología y dedicada al estudio de tan dudoso y lábil objeto constituye un exceso que sólo toman en serio (o tomaban) los autores de planes de estudios de las facultades de filosofía y algunos profesores de tendencia neopositivista. Tratar, por tanto, de la “metodología” de algo (sea la mecánica cuántica, sea la preparación de meriendas) implica incurrir en una metonimia de las que podrían llamarse “de prestigio”. Mi método para hacer tal o cual cosa será una metodología cuando esté tan convencido de sus bondades que juzgue inexcusable enseñarlo públicamente. Es una desmesura parecida a la de quien dice que tiene una teoría sobre el catarro de Jenara o sobre la infidelidad de Rufino. Consecuencia muy frecuente de estos usos es crear la ilusión de la existencia real de una doctrina, disciplina o teoría muy sólida allí donde no existe nada de esto o tan sólo existe como proyecto más o menos voluntarista de algunos individuos o escuelas. Un caso interesante y no del todo fácil es el de la tecnología. A primera vista, “tecnología” es puro archisílabo por “técnica”, concebido quizá con el propósito de realzar la importancia de la técnica o su dignidad (como “metodología” hace con el método). En efecto, puede hablarse muy en serio de la técnica del zapatero remendón y sólo en broma de su tecnología. “Tecnología” es una especialización de “técnica”, usada para referirse a técnicas sofisticadas, muy modernas y recientes (o, como suele preferirse decir, “avanzadas” o “punteras”) y que se ejecutan sin apenas esfuerzo físico, con predominio del utillaje de precisión y ausencia de materiales pesados. Si no estoy en un error, el plural hace aumentar considerablemente el prestigio de lo designado: las tecnologías siempre serán más importantes que la tecnología13. Además, en la expresión “nuevas tecnologías”, el adjetivo es redundante siempre que el sustantivo se pronuncie con la debida solemnidad. La formación del término “tecnología” es anómala, pues nunca ha habido, que se sepa, una disciplina llamada “tecnología” que tomase como objeto a la técnica. Lo más seguro es que la palabra se formase por medio de una mímesis respecto de aquellos términos que, como “patología”, designan disciplinas existentes o, como “metodología”, ideales disciplinares imaginarios14. Todos los casos vistos lo son de metonimias cuyo abandono no habría de tener consecuencias irreparables. Si se quisiera, a la palabra formada mediante dicho tropo se la podría susituir por otras que no constituyesen metonimia. Esto resulta muy claro en los 65
casos caprichosos de las metonimias de sala de redacción, pero también en todos los demás ejemplos mencionados. Si sustituimos “anatomía” por “cuerpo”, “fisonomía” por “rostro”, “patología” por “enfermedad” y “tecnología” por “técnica” no diremos exactamente lo mismo (pues el sentido, aquí como casi siempre, determina la referencia), pero ciertamente seguiremos entendiéndonos sin grave quebranto. Hay casos, sin embargo, en que no sucede así. Porque algunas metonimias disciplinares son constitutivas. Quiere decirse con esto que no modifican objetos preexistentes, sino que crean ellas mismas el objeto al producirse la metonimia15. Contrariamente a la hipérbole foucaultiana, el hombre existía antes de que se inventasen las ciencias humanas, pero hay ocasiones en las que lo que parece previo resulta de algo posterior16. Como sabe cualquier hablante del castellano, “historia” designa tanto el curso de los acontecimientos sucedidos como la narración de esos acontecimientos y la disciplina que estudia su curso. El distingo entre historiografía e historia (la primera de las cuales se dedicaría al estudio de la segunda) es útil y pertinente, aunque su uso resulta puramente gremial y el hablante ordinario se desempeña perfectamente sin él. Que algo había de anómalo en la palabra “historia” es conocido desde antiguo, a partir del momento en que se popularizó la idea de que historia son las res gestae o acontecimientos llevados a cabo de manera memorable y también lo es la narración ordenada y racional de dichos acontecimientos, la historia rerum gestarum17. Quien quiera definir “historia” como el conjunto de las cosas ocurridas y no como su relato o estudio tendrá, más tarde o más temprano, que acudir al segundo sentido. Acaso pueda definirse la historia como el curso general de los acontecimientos de un determinado ámbito espacial (o del mundo en su totalidad) durante determinado lapso de tiempo (o durante todos los tiempos conocidos), y cabe añadir a continuación que la ocupación intelectual dedicada a lo anterior se llama también historia, pero eso sería proceder seguramente al revés de lo debido. Lo de menos aquí es que “historia” en el sentido de historia rerum gestarum sea anterior cronológicamente a su sentido de res gestae (esto no pasaría de ser una cuestión “histórica”, por cierto en los dos sentidos de la palabra). Lo que importa es que no habríamos tenido el segundo sentido si no hubiéramos tenido también el primero, proposición cuya contraria no es verdadera. Cabe imaginar perfectamente un mundo en el que a aquello de lo que trata la narración y la ciencia históricas no se le hubiese llamado nunca “historia” (se le podría haber llamado de otra manera, o de ninguna, o de varias); en un mundo así, la palabra “historia” no tendría ningún misterio y si a un periodista se le ocurriese de pronto llamar también “historia” a aquello que estudia la historia, eso parecería tan rebuscado como llamar “la 66
geografía española” al territorio español, aunque todo el mundo entendería de qué se trata. Sería éste un mundo un poco libresco en el que las cosas se clasifican según ramos del saber, aunque un mundo así no podría resultar extraño apenas a ningún habitante del nuestro. Si imaginamos otro mundo en el que “historia” se refiriese sólo a las res gestae y a nadie se le hubiese ocurrido usar esa palabra para designar la narración o el estudio de dichas res, probablemente ese mundo sería igual de feliz o de desgraciado que el primero, pero lo que no podría entenderse es el proceder de alguien que de pronto usa la misma palabra para designar la narración o estudio de las res gestae. Eso sería como llamar “flor” al estudio de las flores o decidir que los relatos de homicidios son también un homicidio. Podemos, sin duda, imaginar un mundo así, aunque ese mundo apenas tendría nada que ver con el nuestro. Lo cierto es que no tendríamos res gestae si no tuviéramos historia rerum gestarum. Existiría probablemente el recuerdo y el registro de muchos acontecimientos pasados, de largos procesos de cambio y de fases más o menos prolongadas de invariancia o de estancamiento, pero lo que no existiría es la trama peculiar de todos esos ingredientes a la que se llama historia. La historia es un objeto de estudio para el historiador porque éste ha atribuido a la realidad la peculiar estructura que tiene la actividad que él lleva a cabo. Lo ocurrido tiene la forma de los relatos o explicaciones de lo ocurrido; como es dócilmente afín a nuestras historias, muy bien podemos denominarlo historia, confundiéndolo con aquéllas y sin que parezca mal la confusión. Llamar así al curso de los acontecimientos, de los procesos y de las épocas es el resultado de una metonimia disciplinar. Pero las mejores metonimias son las que no lo parecen, y a esta operación metonímica le acompañó el mayor de los éxitos. A todo el mundo le parece natural que “historia” designe al mismo tiempo lo ocurrido y el examen de lo ocurrido, y normalmente hay que hacer cierto esfuerzo para aclararse sobre la condición anómala de la palabra. Para que funcione conforme a lo que se espera de ella, es conveniente olvidarse de que aquello es una metonimia y obrar como si fuera un término propio, o de los tomados por propios. Éste es el modo, ciertamente enrevesado, en que la palabra “historia” constituye una metonimia disciplinar. Es, desde luego, una metonimia que se oculta, como si los historiadores estuvieran empeñados en persuadir de que a las res gestae ya se las llamaba “historia” antes de que existiese ninguna historia rerum gestarum. Y como si, además, los historiadores hubiesen tenido éxito en esa empresa. El caso de la historia invita a pensar en el viejo tema de la naturaleza imitando al arte. Es una metonimia muerta, y quizá sea provechoso hacerla viva. No es, sin embargo, el único caso. La siguiente
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metonimia disciplinar que podría examinarse posee una estructura parecida: es la de la moral, como el lector habrá sospechado ya18.
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Capítulo 6 La autonomía de la doctrina moral
La moral moderna se formó de la manera más azarosa imaginable, fantaseando sobre su origen, dependiendo de sus adversarios, acomodándose a lo que se suponía contrario a ellos y ocultando su dependencia. Lo que es la moral no viene determinado por sí misma, sino por lo que se empeña en creer de sus rivales. Sin unos contrarios tan malvados la moral no habría adquirido consistencia propia ni se habría persuadido de que era más antigua y genuina que ellos. A la moral le complace sobremanera presumir de autónoma, pero su autonomía, como se tratará de mostrar, no puede ser más tortuosa. La palabra “autonomía” la usan personas muy variadas y puede emplearse con muchos sentidos. Quienes se dedican a la filosofía moral la usan en sus clases y sus escritos con notable profusión, aunque no siempre con claridad. Porque hay por lo menos tres sentidos de la palabra “autonomía” que conviene distinguir cuando la usan los filósofos morales. El primero, y quizá el más fácil de entender, se refiere a cierta propiedad peculiar que se supone tenemos los individuos humanos a diferencia de los animales o que se cree deberíamos alcanzar o debería reconocérsenos por corresponder a la dignidad de la condición humana. Cuando se sostiene, por ejemplo, que los individuos humanos nos autolegislamos racionalmente (no como los mandriles) o que algunos individuos humanos se autorrealizan en la vida (no como la gente alienada o adocenada) o que es bueno dejar a las personas que elijan su propio plan de vida (no como sucede y ha sucedido casi siempre en la historia humana), a eso que se defiende se lo llama “autonomía”1. Muchas veces se cree que alguna de estas nociones de la autonomía individual merece llamarse autonomía “moral” para no confundirla, por ejemplo, con la autonomía de movimientos, de la que carecen los impedidos, o con la autonomía económica, de la que carecen los pobres o los menores de edad. Si se sostiene, como sostenía Kant, que la autonomía moral es la obediencia a leyes racionales que uno se da a sí mismo, entonces los animales son heterónomos y también lo somos las personas cada vez que obramos por móviles distintos del respeto a esas leyes2. Si se afirma que la autonomía moral consiste en la autorrealización personal, entonces hay heteronomía moral cuando uno no es autor de su propia personalidad y está al albur de la propaganda, de la manipulación o de inclinaciones envilecidas. Si se cree que tiene autonomía moral quien está libre de 69
impedimentos para la elección de su propio plan de vida, entonces padecerá heteronomía moral quien sufra tales limitaciones (lo que sin duda ocurre con la inmensa mayoría de los miembros de nuestra especie). No es necesario por ahora seguirse ocupando de este primer sentido de la autonomía moral. Baste con insistir en que se refiere a cierto tipo de propiedad que pueden tener o dejar de tener o que deben tener o que se supone que tienen, los individuos humanos. El segundo de los sentidos en que se habla de autonomía (y de heteronomía) en contextos morales es quizá el más frecuente. Aparece cuando se discute sobre cuál es la fuente última de la moral, es decir, del conjunto de valores, concepciones del bien y normas no jurídicas que el cuerpo social o un individuo admiten como los mejores valores, bienes y normas. Según algunos, la moral está determinada por la religión o se deriva de ella; lo que uno debe hacer si quiere obrar moralmente es adoptar los valores, bienes y normas que recomiendan ciertos textos sagrados o sus intérpretes. Puede ser que a uno le parezca mejor o peor esa moral, pero, la quiera o no, tiene que aceptarla. De quienes así piensan se dice que son partidarios de una moral heterónoma. La religión no es, sin embargo, la única fuente de heteronomía. Muchas gentes creen que la moral de una sociedad (y con ella la de los individuos que son miembros suyos) está determinada por la historia, o por ciertas condiciones climáticas o ambientales, o por la estructura social, o quizá por ese desordenado almacén de objetos múltiples al que se llama cultura. Se posee entonces cierta moral, o se participa de ella, en virtud de alguno de esos factores o de todos ellos juntos, y esa moral que se tiene es ciertamente heterónoma, ya que no ha sido uno quien la ha elegido; se la han dado a uno hecha. Otras personas están convencidas de que la moral es producto de la determinación biológica o por lo menos está muy condicionada por los rasgos naturales de nuestra especie. Cuando creemos que la moral la hemos hecho nosotros estamos, según estas doctrinas, engañados por nuestro afán de protagonismo; al igual que otros animales se conducen como lo hacen porque están determinados a hacerlo, así nosotros nos limitamos a actuar dentro de lo permitido por nuestra naturaleza o de lo exigido por ella. Una moral así resulta francamente heterónoma. Pero éstos son ejemplos de heteronomía, y falta por saber qué es lo que ha de tener una moral si quiere ser de veras autónoma. En realidad la idea de una moral autónoma se define negativamente; la moral es autónoma cuando no es heterónoma o, dicho de manera menos desesperante, cuando no depende de nada ajeno a ella misma y no reconoce ninguna instancia superior. Que no haya nada ajeno que la determine significa que los usuarios de la moral correspondiente estarán en condiciones, cada vez que se les
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solicite, de dar justificaciones de las normas, valores y bienes que aceptan. Pongamos por ejemplo una moral en la que exista la norma de no decir mentiras o, si se prefiere, en la que se juzgue que el mentir es malo y deshonroso. Para saber si esa moral es autónoma o heterónoma lo mejor que se puede hacer es preguntar a sus usuarios por qué es malo mentir o por qué no se debe. Caben, desde luego, varias respuestas a esta pregunta. Algunos contestarán que mentir no es lícito porque lo dice el octavo mandamiento de la ley de Dios; otros que está mal porque siempre ha estado mal y así se enseña y se admite desde siempre; otros que no trae cuenta hacerlo porque cuando uno miente se ruboriza y los demás lo notan; otros argüirán que no se debe mentir porque, si la mentira pudiera justificarse, entonces no se sabría si la justificación de la mentira es o no es mentira y la idea misma de justificación perdería todo valor, y otros proclamarán que el respeto a las personas exige no mentir y que con eso basta para que la mentira sea ilícita3. De esas cinco respuestas, las tres primeras son variedades de los tipos de justificación que se dan en las morales heterónomas; sólo las dos últimas corresponden a una moral autónoma. Para que la moral merezca esta calificación es preciso que posea fuentes propias de justificación y de validez: una norma, una valoración o una concepción del bien es aceptable dentro de una moral autónoma si su admisión no depende de instancias decisorias ajenas a la propia moral. Sin embargo, la moral autónoma dice fundamentarse casi siempre en principios o en reglas de procedimiento. El que las personas poseen una dignidad no sujeta a discusión o el que una norma de rango general tiene validez en todos los casos y no sólo en aquéllos en los que la norma beneficia a uno son ejemplos, respectivamente, de dichos principios y de dichas reglas. Pero si estos principios o normas son lo que fundamenta a una moral autónoma, entonces cabe preguntar qué autonomía es ésa que necesita depender de algo, aunque sean principios y reglas. La pregunta no es baladí, y quien quiera tratar de responderla debe prepararse para complicaciones filosóficas bastante procelosas. Una de las respuestas que se le puede dar es que, aun siendo los principios y reglas fundamentadores algo externo a la moral, la aceptación de dichos principios y reglas es genuinamente autónoma, de manera que también lo será la moral que se funde en ellos. Otra manera de responder consiste en corregir la idea de que la moral autónoma tiene propiamente fundamentos. Los principios y las reglas no serían en ese caso algo externo a la moral, sino un componente suyo. No serían como los cimientos encima de los cuales se construye un edificio, sino la parte central de una malla o una red. Aquello a lo que se llama fundamentos es entonces algo genuinamente moral, tanto o más que aquello que se
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supone fundamentado por ellos. Pero esa discusión, que no es ni mucho menos ociosa, puede ahora pasarse por alto; lo que importa es que la aceptación de una moral autónoma no puede depender de ninguna decisión que los usuarios de dicha moral hayan de adoptar heterónomamente. El cuadro de la moral autónoma que acaba de darse necesita una corrección de cierta importancia. Porque cabe la posibilidad de que haya una sobredeterminación en las fuentes de validez de una moral así, y esto no debe extrañar a nadie. No será difícil entender qué quiere decir que una moral autónoma esté sobredeterminada en cuanto a su validez y para ello es provechoso volver al ejemplo de la mentira. La mentira puede censurarse moralmente porque es desagradable a Dios, porque la pigmentación de nuestro rostro la desenmascara con facilidad (y eso provoca inconveniencias) y también porque atenta contra la dignidad de las personas; según se ha visto ya, sólo la tercera justificación es autónoma. Todo esto es cierto, pero a menudo ocurre que quien echa mano de la tercera justificación puede también valerse de las otras dos; que acuda a unas o a otras (o a la coincidencia entre ellas) dependerá del contexto en que justifique sus acciones. ¿De modo que una moral autónoma puede ser también heterónoma, según cómo se mire? Pues quizá sí, porque la autonomía o heteronomía de una moral se refiere al modo en que sus usuarios describen y justifican dicha moral, y a veces la descripción de ésta como autónoma es compatible (o lo es en muchos aspectos) con la descripción que la pinta como heterónoma. Para que una moral sea autónoma no es condición necesaria, por tanto, la inexistencia de fuentes externas de validez; puede haber fuentes externas con tal de que coincidan con las internas en aquello a lo que prestan validez o de que, en caso de conflicto, prevalezca lo determinado por las fuentes internas. Queda un tercer y último sentido en que se usa el término “autonomía” en relación con los asuntos que nos ocupan. Basta para verlo con cambiar un poco el título de cierto artículo célebre de John Rawls, uno de los filósofos morales más influyentes de la segunda mitad del siglo XX en buen número de países. Lo que sostuvo Rawls, en efecto, en su escrito de 1974 “The Independence of Moral Theory”4 quizá pueda expresarse de manera parecida hablando de la autonomía de la doctrina moral. Que la doctrina moral sea autónoma o independiente quiere decir que es una empresa intelectual dotada de identidad propia, que puede cultivarse sin tener que cultivar otras al mismo tiempo y que es considerablemente indiferente a los logros y los fracasos de las demás. El término “autonomía” parece más prudente que el de “independencia”, porque disciplinas o doctrinas independientes del todo no las hay ni va a haberlas nunca. Quizá no esté exento de interés investigar la relación entre el primer sentido de la autonomía moral y el
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segundo, pero en lo sucesivo prescindiremos de esta relación y nos ocuparemos tan sólo de la que puede establecerse entre los otros dos, o sea, entre la autonomía de la moral y la autonomía de su doctrina5. Hay una manera muy natural de establecer la filiación entre la autonomía de la moral y la autonomía de la doctrina moral, una manera tan aceptable para el sentido común como para la ortodoxia de la filosofía académica contemporánea: la doctrina moral es autónoma porque la moral lo es también, de modo que la autonomía de la ethica docens es una secuela de la autonomía de la ethica utens. Pero, según trataré de mostrar, dicha filiación es incorrecta a más no poder. Su plausibilidad le viene de una creencia supersticiosa: la de que las propiedades de los objetos de estudio, o por lo menos algunas, se transmiten a los estudios mismos –y quizá también a los estudiosos– por una suerte de contagio. Las disputas sobre la autonomía de las disciplinas o de los campos del saber suelen ser rebatiñas de política académica más o menos maquilladas; no en vano es muy raro dedicar esfuerzos ingentes a mostrar que la disciplina de uno es manifiestamente heterónoma o dependiente6. Eso no significa, sin embargo, que haya que desentenderse de los quehaceres que ahora nos ocupan; no todas las razones que dan los académicos para afirmar su autonomía gremial son siempre igual de malas, y hasta puede que algunas sean a veces parcialmente aceptables. Lo que sostendré es que esto no ocurre con la doctrina moral. Aunque desde luego sí parece que ocurre. ¿O no está social y culturalmente consagrada la autonomía de la moral tanto como pueda estarlo la de lo que más? Es curioso que las dificultades para definir la especificidad de lo moral no sean obstáculo – más bien al contrario– para afirmar su autonomía. Pueden ser autónomas, ciertamente, entidades de las cuales todavía no se sabe bien las razones para que sean autónomas y con la moral ocurre precisamente eso: que no se sabe cuál es su diferencia específica, pero se sabe perfectamente que ha de haberla. Todo esto es muy de filósofos –sobre todo alemanes o germanizantes, para quienes la distinción entre daß y was no tiene ningún secreto– pero también incurren en ello personas que no son ni alemanas ni filósofas. Se piensa a menudo que, aunque no lo conozcamos todavía, tiene que haber algo en lo que la moral se distinga de todo lo otro; quizá no lo descubramos nunca, pero esto no es ninguna contrariedad, porque lo que importa no es descubrirlo o dejar de hacerlo, sino no interrumpir la empresa de seguirlo buscando. Y, siendo éstas las reglas del juego, lo cierto es que nunca va a surgir una razón poderosa para abandonar la busca de la diferencia específica de lo moral. Por muchas razones que se den en contra del proyecto, siempre cabrá pensar que entre todas las razones que no se han encontrado 73
todavía habrá una mucho mejor que cualquiera de las conocidas. Pero cabe pensar también que quizá ocurra al revés y que se admite con naturalidad que la moral es autónoma porque antes se ha admitido que lo es su doctrina. Quizá esto sea verdad, aunque de serlo escandalizará a mucha gente, y no sin razón, porque entonces puede que sean ciertas –se temerá– más cosas que no se tienen por tales. ¿O es que los objetos en general son un producto de las doctrinas que se elaboran sobre ellos? Esto último no parece muy plausible, pues hay entidades como las ratas, la tuberculosis y la muerte (y también, claro, las orquídeas, los ruiseñores y quizá el amor) que, claramente, seguirían existiendo en ausencia de toda doctrina sobre ellas. Incluso es probable –aunque nunca se sabe– que el hombre existiera antes de que se formasen las ciencias humanas. Lo que ocurre es que una cosa no lleva a la otra; puede suceder que la moral sea un producto de su doctrina y de aquí no ha de seguirse que a las orquídeas y a las ratas –ni siquiera al hombre– tenga que sucederles lo mismo. Es verdad que para algunos lo anterior es generalizable y aun está pensado para servir a alguna generalización desmadrada, pero también lo es que se puede ser más circunspecto y prudente al respecto. En lo sucesivo se sostendrá la tesis de que sin autonomía de la doctrina moral no hay autonomía de la moral (aunque quizá se debiera haber escrito, en lugar de “hay”, “habría habido” o “habría”). Como se sabe, no siempre es el arte el que imita a la naturaleza, sino que a veces sucede al revés: la naturaleza misma produce casos de lo que cabría llamar antimímesis7. Para la mayor parte del pensamiento poético y estético anterior al siglo XIX, habría resultado un escándalo admitir que la imitación se produce de manera inversa, prepóstera o cefalópoda: lo natural es objeto de mímesis por lo artístico y tal circunstancia es precisamente lo que permite que esto último se convierta en genuina obra de arte. Quiere ello decir que, si el arte ha de ser arte, necesita de toda necesidad imitar, e imitar precisamente a la naturaleza (que, correlativamente, puede definirse como lo que puede ser imitado, aunque no necesite serlo). El arte no imita, pues, a toda la naturaleza (quedan siempre residuos de naturaleza aún no imitada, y algunos de naturaleza que nunca merecerá imitación), pero todo arte imita, desde luego, a la naturaleza. De manera parecida a la poética obró la epistemología moderna. Al igual que las obras de arte representaban la naturaleza, así lo hacían también las ideas alojadas en la mente de los seres que están dotados de esta facultad. El arte reemplaza o sustituye a la naturaleza y lo mismo ocurre con el conocimiento verdadero compuesto de articulaciones adecuadas de ideas. La epistemología moderna es como la poética clásica: no toda la naturaleza está representada en la mente del sujeto de conocimiento (salvo
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según algunos heterodoxos, como Leibniz) pero, desde luego, todo lo que está en la mente del sujeto tiene su antecedente en la naturaleza, ya sea en la exterior, ya en el material innato que trae consigo desde antes de nacer el propio sujeto de conocimiento8. Hay una alternativa muy vieja a todo esto; es la doctrina según la cual el mundo constituye una especie de mente o espíritu o se corresponde con cierta mente o espíritu o, si se prefiere decirlo al revés, la idea de que nuestras mentes individuales (aunque no sólo ellas) son una parte o momento de la Mente o Espíritu en general. Esta doctrina audaz y vertiginosa resulta estimable por más de un motivo y ha gozado de prestigio en ciertos momentos históricos, pero el nuestro no se encuentra entre ellos. Tanto los partidarios de la metáfora del espejo como los adictos a la de la lámpara creen normalmente que sus metáforas sólo son buenas si son aplicables a todo9. Más que metáforas, lo que quieren es hacer alegorías. Para ellos sería inadmisible la opinión de que en el mundo hay espejos, hay también lámparas y hay cosas que no son ni lo uno ni lo otro; que resulta recomendable ver qué es cada cosa y no confundir unas con otras. Una conclusión tan prudente resulta prosaica y roma, muy poco propia de filósofos, que son gente, no hace falta aclararlo, amante de lo general. Pero quizá sea esto lo primero que conviene poner en tela de juicio, porque ¿de dónde viene la idea de que si algo es un espejo entonces todo debe ser espejo y todo ha de ser lámpara si algo es lámpara? Semejante concepción, pese a sus visos de modernidad, tiene un aspecto casi presocrático; parece suponer, desde luego, que la totalidad de lo que hay puede reducirse a un solo principio o elemento. La mímesis generalizada podría ser sustituida por la poíesis generalizada (como si todas las cosas hubieran sido forjadas a partir de cierto concepto previo), y entonces las acusaciones de idealismo serían frecuentes y quizá violentas. Pero semejante imputación sólo sería justa si la doctrina de que la naturaleza imita al arte valiera como una ontología total de la naturaleza y proclamase la tesis de que, allí donde hay naturaleza, antes hubo un arte (humano o divino) al que aquélla copió con mejor o peor fortuna. Tal cosa es falsa, desde luego, si bien su falsedad no puede nada contra la afirmación de que sí se dan esas copias (o esos intentos de copia fiel) aunque sólo ocurra a veces; aquí el asunto no es cómo son las cosas en general (porque en general las cosas no tienen una sola manera de ser), sino cómo es cada una y qué grupos o tipos forman. La antimímesis no es norma, sino excepción o anomalía. De modo que muy bien la moral puede ser producto de la doctrina moral sin que otras cosas sean producto de la doctrina correspondiente. Cuando Mefistófeles dijo que, si gris es la teoría, verde y dorado es el árbol de la vida, ignoraba la existencia de árboles que son un poco grises. 75
Variante destacada de esta idea según la cual la naturaleza (por ejemplo la moral, tomada como sustantivo) imita al arte (por ejemplo “moral”, como adjetivo que va con “doctrina”) es la afirmación de que las doctrinas morales se encarnan en la sociedad, o quizá en instituciones o prácticas particulares suyas10. No siempre está claro qué quiere decirse cuando se afirma que las doctrinas morales se encarnan socialmente, pero lo que sostienen los partidarios de la tesis de la encarnación (un concepto, por cierto, seguramente criptoteológico) es que muchas veces las normas, los valores o las concepciones del bien que tienen vigencia en una sociedad, y también algunas instituciones y prácticas suyas, son como son porque así lo establecieron doctrinas morales que han triunfado. En realidad es bastante confusa la idea que una forma de vida “se encarna” en instituciones y éstas en creencias o en normas. En la cultura filosófica anglosajona de finales del siglo XX y comienzos del XXI, el verbo “to embody” designa algo parecido a lo que designaban “ausdrücken” o “aussprechen” en el alemán de los historicistas de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Que alguien crea en la verdad de algo o que alguien tenga algo por bueno o por debido es, se dice, la “encarnación” (hablando a la anglosajona de hoy) o la “expresión” (a la alemana de ayer), de una “forma de vida” o de cierta totalidad organizada. La idea de que algo se encarna o se expresa en otra cosa y de que es esencial tomar eso en consideración para no engañarse sobre la naturaleza de lo encarnado o expresado y lograrla explicar es intuitivamente poderosa, pero oculta un fallo conceptual de no poca importancia: mientras que lo expresado o encarnado es fácil de identificar –mi creencia de que la tierra es esférica o mi juicio normativo de que todos tienen derecho a un mínimo de recursos–, aquello que se expresa o encarna es algo esencialmente indeterminado que se resiste a toda descripción satisfactoria. ¿Es el liberalismo político? ¿Es la ontoteología, el logocentrismo o el olvido del ser? ¿Es la apropiación matemática o tecnológica del mundo? ¿Es alguna construcción ideológica típica del capitalismo tardío? ¿Es acaso todo lo anterior al mismo tiempo? Resulta fructífero creer que pueden descubrirse relaciones entre enunciados, instituciones, visiones del mundo, valores y prejuicios y que el adecuado conocimiento de dichas relaciones puede procurar (aunque no lo hará siempre ni necesariamente) un aumento de conocimiento sobre una creencia o una norma, pero no puede ser más falaz (falacia de la expresión podría llamarse a esto) creer que algo sin determinar explica cabalmente algo que está determinado11. Quizá una manera más modesta y razonable de afirmar lo anterior es decir que la sociedad no sería como es si no hubieran triunfado las doctrinas que han triunfado o si el triunfo se hubiera producido en otros términos. La doctrina, en efecto, introduce, por 76
decirlo al modo de Peirce, “diferencias en la práctica”12. Muchas veces resulta difícil seguirles la pista a las encarnaciones de una doctrina, que no suelen ser sencillas ni transparentes; saber reconocer un trozo de práctica como una huella doctrinal es labor que se presta a todo tipo de dificultades. Pero si hay algo que esté fuera de duda es que no se conoce ninguna doctrina moral encarnada de manera exhaustiva y fiel el cuerpo social. En caso de que las doctrinas se encarnen, lo harán en forma fragmentaria y a menudo en un sentido no previsto ni preconizado por su autor. Esto, cuya verdad no deja lugar a dudas, conduce a un atolladero de lo más cenagoso. Porque tampoco ofrece dudas el que, por regla general, los autores de doctrinas morales trabajan con el propósito de que las gentes les hagan caso, acepten sus doctrinas y actúen conforme a ellas: uno no puede ocuparse de doctrina moral sustantiva siendo indiferente a la recepción que van a tener sus conclusiones. El filósofo moral está entonces en una tesitura un poco trágica, porque tiene que concebir doctrinas para que se encarnen de manera recta y exhaustiva aun a sabiendas de que le acabarán siendo infieles: quien presuma de poder imaginar lo que el mundo hará con sus ideas no sabe seguramente lo que dice. La mejor lección práctica que puede impartir quien se ocupa de proclamar cómo debe ser el mundo (o cómo no debe ser) es estar preparado para que la recepción de sus tesis tenga consecuencias inverosímiles y quizá desagradables para su inspirador. La responsabilidad del intelectual no es la de quien tiene dominio sobre sus obras, sino la de quien lo ha perdido antes de terminar de hablar. Cabe, desde luego, tratar de ser más astuto que el destino y, advirtiendo que el mundo no le hará caso a uno del modo previsto, procurar que se lo haga de alguna otra manera más adaptada al curso esperable de las cosas. Pero esta listeza, tan frecuente en los intelectuales de todas las épocas, no siempre resulta aconsejable. Ni revela mucha dignidad ni tampoco una inteligencia demasiado luminosa: ¿o es que el haberse adaptado uno a las circunstancias es indicio de que las circunstancias se adaptarán a lo que uno ha llegado a creer sobre ellas?
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Capítulo 7 Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte
Los fenómenos de antimímesis son por lo general muy enrevesados y a menudo resultan perversos. Según se ha visto ya, invitan a generalizaciones delirantes, como si por haber una antimímesis tuviese que haber muchísimas y cada trozo de naturaleza hubiera resultado en forma premeditada de algún ejercicio artístico. Pero de la relación entre la naturaleza y el arte ya habrá ocasión de volver a ocuparse. Ahora conviene llamar la atención sobre un caso notable de antimímesis, de cuya existencia no se sigue que semejantes fenómenos abunden más de lo que sue-le creerse, aunque tampoco menos. Como ya se ha adelantado, la creencia en que la moral es autónoma es una secuela de la pretensión de autonomía de ciertas doctrinas morales. Digo, nótese bien, la creencia (que puede ser verdadera o falsa y estar o no estar justificada) en que la moral es autónoma y me refiero a doctrinas morales con pretensión de autonomía más o menos cumplida o frustrada. Pero antes de razonar esta afirmación y algunas de sus implicaciones, permítaseme destacar un rasgo esencial de la idea misma de que la moral es autónoma. Si alguien aboga por la autonomía de la moral, parece que ha de sostener al mismo tiempo que dicha autonomía es cosa conocida por sus usuarios: si los agentes morales carecen de toda noticia de dicha autonomía, entonces quizá ya no tenga ningún sentido el que la moral sea autónoma o deje de serlo. Para que mi moral sea autónoma, tengo que saberlo; nadie puede ser autónomo ignorándolo, porque la autonomía excluye por definición esta forma de ignorancia. La autonomía, para ser tal, tiene que ser autoconsciente; del usuario de una moral autónoma no sólo se espera que admita cierto conjunto de nor-mas o de valores o de concepciones del bien, sino, sobre todo, que ese conjunto de elementos no esté impuesto por una autoridad humana o divina o por la inapelable autoridad de la naturaleza. Uno puede quizá obedecer los mandatos de una moral heterónoma desconociendo su fuente o estando confundido en torno a ella (puede, por ejemplo, abstenerse de robar aun sin saber que el séptimo mandamiento prohíbe robar, o ser compasivo desconociendo que eso es producto de cierto proceso hormonal), pero en las morales autónomas una ignorancia así tiene que estar excluida del todo. Si alguien con propensión al hurto deja 78
de cometerlo en virtud de una moral que es autónoma, eso significa que su acción ha estado motivada por la aceptación de ciertos principios (o criterios, o modelos, o ejemplos, o lo que fuere) pertenecientes a un tipo especial, conscientemente diferenciado de las motivaciones heterónomas y bien identificado por quien actúa con autonomía. Quien diga que su moral siempre ha sido autónoma y que no se había enterado de ello hasta ahora usa alguna palabra de manera incorrecta. Desde luego, no todos los usuarios de las morales autónomas conocen la palabra “autonomía” ni saben emplearla, pero hay algo que ninguno de ellos puede ignorar si ha de ser tenido por partícipe de una moral autónoma. Lo que deben saber son seguramente dos verdades muy elementales. La primera es que esa motivación (llamada “moral” o como se la llame) que los lleva a no cometer hurto es del mismo tipo peculiar que aquella que en otras ocasiones los lleva a, pongamos por caso, no abrir los cajones de la mesa del despacho de un colega antipático cuando éste se ha ausentado un momento, a auxiliar a los heridos de las carreteras o a sentir admiración por personas y hechos ejemplares. La segunda es que ese tipo peculiar de motivaciones es distinto de otras (aunque a veces pueda tener cierta conexión con ellas): de las religiosas, de las fundadas en el acatamiento a los poderes establecidos, o de las derivadas de impulsos primarios. Actuar moralmente de manera autónoma es cosa propia de gentes que están al tanto de lo que la moral autónoma es, una noticia que según algunos sistemas filosóficos resulta ser consecuencia inmediata de la posesión de determinadas facultades o cualidades: la razón, ciertas pasiones o un peculiar sentido moral. El usuario de una moral autónoma tie-ne, pues, que saber descubrir la semejanza que hay entre las motivaciones de distintos tipos de conducta y lo que distingue a esas motivaciones de otras que ha de aceptar a la fuerza. Si no supiera lo primero sería una especie de autómata moral, pero ignorar lo segundo o tener dudas profundas sobre ello significaría algo peor, a saber, que para él las formas morales de motivación (las que ha llamado “morales” o con el nombre que quiera, una vez que ha descubierto la analogía que hay entre ellas) no son cosa que se distinga esencialmente de otras motivaciones1. El usuario de la moral autónoma sabe que su moral posee ese rasgo y tiene que saberlo aunque de su vocabulario esté ausente la palabra “autonomía”. Tener una moral autónoma significa, entonces, saber agrupar las motivaciones humanas de cierta manera y saber distinguir cierto grupo de motivaciones de otros grupos rivales. Pero estar metido de lleno en una moral autónoma es, como se advertirá, más difícil de lo que a primera vista parece. Porque una vez mostrado lo anterior se han de dar todavía unos cuantos pasos para advertir que la autonomía de la moral es un caso de antimímesis.
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El usuario de la moral autónoma sabe lo que sabe (es decir, agrupar y separar) porque lo ha aprendido o porque se ha habituado a darlo por supuesto. Una autonomía innata resultaría sobremanera extraña, aunque es cierto que muchas veces los animales humanos tendemos a remontarnos todo lo posible en la antigüedad de lo que más estimamos, como si la condición reciente o adquirida de algo fuera en su menoscabo. Si la moral ha de ser autónoma, tiene que ser fruto del aprendizaje (o quizá de la habituación), pero además ha de ser opcional y contingente. Que las morales autónomas sean opcionales quiere decir tan sólo que sus usuarios pueden concebirse a sí mismos y a sus sociedades sin ningún rastro de dicha moral. Su falta se vendrá a considerar quizá como una pérdida, aunque como una pérdida de un tipo no muy distinto al de la ausencia de industria láctea, de instrumentos de viento o de pasta dentífrica, cosas de las que sería una desgracia tener que prescindir, aunque se inventaron en un momento dado y sin ellas el mundo resultaría empobrecido pero sería concebible. Que las morales autónomas sean contingentes significa, por su parte, que su aparición no fue un episodio necesario (aunque estuviera dotado quizá de la potestad de crear necesidades)2. Hubo un día en que no existían morales autónomas y ese día puede regresar. La moral autónoma es cosa que uno ha aprendido y que podría no tener, cosa inventada y no descubierta. Tiene que ser, por cierto, todo eso si quiere ser autónoma. Una moral, para ser autónoma, necesita serlo con alternativas –porque de lo contrario sería la única moral posible en ese contexto, vale decir, vendría impuesta y por tanto sería heterónoma– y necesita también poder haber sido de otro modo. Si la moral que tengo es la única que puedo tener y que podría haber tenido, entonces ya no la poseo de manera autónoma. Nada hay de escandaloso en que las morales autónomas tengan historia ni en que su autonomía sea un episodio histórico. Lo escandaloso sería más bien lo contrario. Que la autonomía de la moral constituya una secuela de la existencia y del triunfo de doctrinas morales con pretensión de autonomía es cosa que suena a heterodoxa porque se tiende a creer que si la moral es autónoma ha de serlo por motivos más sólidos, más trascendentales y más profundos. Esta torcida antimímesis tiene el aspecto de ser una casualidad o una especie de anomalía y aun de trampa. Pero la autonomía de la moral no ha de deberse necesariamente a una génesis necesaria, y, lo que es más, no puede tener una génesis necesaria si es que ha de ser autónoma de veras. En caso de que esto sea cierto, debilita mucho la principal objeción que puede hacerse a la tesis de que la autonomía de la moral es antimimética. Porque el reproche principal resulta ser de principio: si en verdad la moral es autónoma, semejante hecho posee tanta importancia y dignidad que no puede deberse a que simplemente ha habido gente interesada en que la
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disciplina que cultiva es autónoma respecto de las demás. Es una objeción del mismo tipo de la que antes se vio contra cualquier sospecha de que la moral no fuera algo dado. Una vez vencida dicha objeción, sólo queda probar que, en efecto, ha sido la autonomía de la doctrina la que ha producido la autonomía de su objeto, y mostrar, desde luego, cómo ha ocurrido semejante cosa3. La autonomía de la doctrina moral es un extraño episodio de la historia intelectual europea. El efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville produjeron, como se ha visto, la formación de un punto de vista –el que azarosamente se acabó llamando “moral”– definido por oposición a las esferas de la razón de Estado y de la razón económica, previamente autónomas por su parte. Pero la edificación de toda una moral tan autónoma como la política y la economía, de todo un cuerpo de normas, valores y bienes específicamente morales e independientes de otros puntos de vista (o, mejor dicho, la creencia de que ese cuerpo normativo ya se ha empezado a construir e irá progresando y robusteciéndose de manera irreversible) no habría podido darse de no ser por el surgimiento de cierto tipo de saber que decía tomar a la moral como su objeto y que era reconocible como un tipo autónomo de doctrina4. Semejante autonomía doctrinal no fue, desde luego, un logro sencillo. En realidad, lo resultante del efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville podría haber dado lugar a algo muy distinto, y también habría podido perderse del todo. Para que uno y otro efecto produjesen lo que llamamos moral fue preciso que el saber europeo se organizase a lo largo del siglo XVIII de un modo un tanto anómalo y peregrino. Si la historia intelectual europea hubiera sido de otro modo, es probable que la suma de lo que (según tradiciones y lugares) se llama humanidades, ciencias sociales, ciencias humanas o ciencias del espíritu recibiera hoy el nombre de ciencias morales, una denominación que a la altura de finales del siglo XVIII gozaba de un futuro francamente prometedor. En grandísima medida, la cuestión de la autonomía de la doctrina moral es la misma que la del fracaso de las ciencias morales o, si se quiere, de su fragmentación. La mayor parte de quienes se ocuparon de moral en el siglo de la Ilustración anhelaban construir un cuerpo de conocimiento que transfiriese a los asuntos humanos el éxito obtenido por la física de Newton. Casi cualquier hombre dieciochesco que opinase de cuestiones “morales” podía aspirar al título de “filósofo moral”, pero en un sentido semejante a aquél en el que cualquier investigador de la naturaleza reclamaría la condición de “filósofo natural”5. Filosofía natural y ciencia natural eran prácticamente sinónimas, y también lo eran entre sí filosofía moral y ciencia moral. Lo que aquí debe explicarse –un enigma no carente de interés– es por qué pervivieron el segundo y el 81
tercer término y por qué el primero y el cuarto acabaron convertidos en antiguallas. Para esto resulta crucial el destino de lo que se llamó ciencias morales, y su diver-sa fortuna en unas y otras culturas nacionales. El propósito y el resultado del Tratado sobre la naturaleza humana, de Hume, son en esto muy reveladores. Como es de sobra sabido, Hume presentaba el Treatise como “un intento de introducir el método experimental de razonamiento en asuntos morales” y, desde luego, la obra no puede entenderse sin ese subtítulo. El tratado ofrece, en efecto, el mapa de lo que podría ser una ciencia natural de la moral, en el programático sentido que el joven Hume podía dar a semejante idea. Hume suponía que “moral” designaba aproximadamente el territorio acotado por el efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville, y estaba convencido de que, examinadas sin prejuicios, las pasiones humanas podían proporcionar un fundamento suficiente a ese tipo de conducta –altruista, transparente y universalizable– a la que cabía considerar “moral”. Al hilo de ese proyecto, Hume creyó oportuno exponer una serie de consideraciones sobre las ideas, el espacio y el tiempo, el conocimiento y la probabilidad, el escepticismo, la causalidad, la identidad personal, la justicia y otras materias, y mostrar, desde luego, que lo que él llamaba “moral” –un ámbito consistente en ciertas pasiones de las que se derivaban ciertos deberes– era algo totalmente independiente de la razón y que en modo alguno podía estar determinado o gobernado por ella. El célebre lugar del Tratado en el que se declara inválida toda inferencia de conclusiones normativas a partir de premisas fácticas ha interesado mucho más a los lectores del siglo XX que a los del XVIII; desde luego para Hume no tenía nada de inquietante ni implicaba un desafío el que no se pudiera pasar deductivamente de hechos a normas. La filosofía moral o ciencia de la naturaleza humana adoptaría como objeto principal de estudio la facultad de experimentar pasiones y de regirse por algunas de ellas, y no la facultad de razonar conectando unos hechos con otros, algo en lo que nadie vio un motivo particular de escándalo o de extrañeza. Aunque esa ciencia estudiara hechos – el hecho, por ejemplo, de que se poseen ciertas pasiones–, Hume estaba empeñado en convertir a esa ciencia en una guía para la acción, y no porque la ciencia en cuestión ordenase nada a nadie, sino porque mostraba cuál era la conducta moralmente correcta, o por lo menos hacía ver que aquella manera de proceder a la que la mayor parte de las personas a las que se concede crédito consideran moralmente correcta se deriva en realidad del hecho de que los seres humanos experimentan, por regla general, determinados sentimientos de determinada manera. Sin necesidad de ir más lejos, Hume creía que del descubrimiento de que no se puede transitar de “es” a “debe” se seguirían
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trastornos muy severos para la moral tradicional6. La idea de una ciencia moral consistía a fin de cuentas en la creencia de que podían descubrirse los resortes (físicos o sociales) de la conducta tenida por moralmente correcta o ejemplar. Una vez explicados por la ciencia moral esos motores y mecanismos, la conducta moral quedaba científicamente ilustrada (o filosóficamente, tanto da). No por ello iba a ser más correcta que antes, pero sí que extraería beneficios indirectos del espíritu científico (o filosófico); si la moral hubiera resultado inexplicable, eso habría equivalido a declarar el fracaso de la ilustración científico-filosófica y a reducir la moral a una entidad oscurantista y un objeto de superstición; una moral sin ilustración no sería en manera alguna una moral ilustrada. La ciencia moral es el descubrimiento de los hechos que nos llevan a tener la moral que tenemos. Sin embargo, el siglo de las Luces no fue unánime en cuanto al significado de la palabra “hecho” ni en cuanto a la relación de este término con la moral. Si Hume no hubiera estado convencido de que su ciencia de la naturaleza humana se limitaba a descubrir y esclarecer la moral como un objeto preexistente a dicha ciencia –de manera rigurosamente semejante a como el mundo estudiado por Newton ya existía antes de la mecánica newtoniana–, apenas nada de su empresa intelectual habría tenido ningún sentido, aunque tampoco lo habría tenido si Hume y sus lectores no hubiesen esperado nada –si no hubiesen esperado ningún resultado práctico y moral– de la tarea de una ciencia así. Tratar de estudiar una moral que uno no ha visto en ninguna parte o hacer como si fuera irrelevante el que esa moral estuviese realizada en algún momento y lugar o dejase de estarlo serían empresas del todo vanas para Hume y para la mayor parte de sus lectores. Cuando Kant aseguraba haber sido despertado por Hume de su sueño dogmático, es probable que no pensara tan sólo en que todo conocimiento tiene que provenir de la experiencia. Seguramente estaba pensando también –aunque se tratase de un pensamiento confuso de los que se tienen en los despertares, y que no se sabe si corresponden al mundo de la vigilia o al del sueño– que en ninguna parte puede encontrarse con certeza una actuación humana movida por la razón. Ciertamente, lo que Kant entendía por razón apenas tiene nada que ver –salvo en esto– con lo que entendía Hume. En esto y en que la razón es un hecho, aunque para Kant el Faktum der Vernunft consiste tan sólo en que la facultad racional tiene que poseer de manera necesaria jurisdicción sobre algo (y también en que ese algo no puede ser el mismo que Hume sostenía). Pero Kant creyó que de la moral no había propiamente nada que saber, salvo su forma. En la medida en que cupiese describir la conducta de alguien como una conducta moral, esa descripción estaría condenada a una vacilación tan corrosiva como
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la duda escéptica. Sobre la moral no hay hecho alguno que poder mostrar, ningún hecho que no sea el Faktum mismo de la razón. En la idea de la moral que tiene Kant, algo es moralmente obligatorio con independencia de cualquier hecho, y ningún hecho puede tener papel alguno a la hora de establecer lo moralmente correcto o válido. Una vez que se ha llegado a una conclusión como la anterior, podría decirse que los hechos son precisamente aquello que nunca podría intervenir en la decisión de lo moralmente correcto. Pero esto es tanto como afirmar que no hay ciencia moral alguna. La doctrina moral será normativa sin poder ser descriptiva de nada; si fuera descriptiva, sería menos autónoma. Lo que ahora resulta es que la doctrina moral tiene que ser autónoma no sólo con respecto al derecho y a la religión, sino también con respecto a la ciencia moral7. Al igual que antes, también ahora deben distinguirse un programa radical y otro moderado en lo tocante a la autonomía de la doctrina moral. También como antes, el programa moderado puede encontrar inspiración en Hume y el radical en Kant, aunque ni mucho menos sólo en ellos. La solución radical es clara y terminante: la doctrina moral es una empresa intelectual que no debe nada a ninguna otra rama del saber y que en cierto modo ha de ser soberana sobre todas ellas. Hay disciplinas –todas las demás– que se dedican concienzudamente al descubrimiento y cuidado de los hechos, pero cabe concebir una –una por lo menos– que se desentienda del todo de esta tarea; si esa disciplina es concebible, será desde luego autónoma en el sentido más estricto de la palabra. No sólo no dependerá de ninguna otra, sino tampoco de aquello de lo que cualquier disciplina depende; será autónoma con respecto a las otras ramas del árbol de las ciencias y, lo que es más importante, también con respecto a la férrea constricción de los hechos. Cuando la doctrina moral se pronuncia en favor de cierta obligación, cuando declara que algo es lícito o lo prohíbe, aunque alguna otra doctrina normativa (de índole jurídica o religiosa, o fundada en algún género de conveniencia o cálculo social, político o económico) invalide esos pronunciamientos, la doctrina moral es soberana y se traicionaría si entrase en negociaciones con las otras doctrinas normativas, si les ofreciera transacciones o si les aceptase componendas. Quiere esto decir, y no es poca cosa, que la doctrina moral resulta ser autónoma respecto de cualquier otra construcción normativa, pero lo que más importa es que esa misma autonomía faculta a la doctrina moral para hacer oídos sordos a cualquier reconvención que provenga del mundo de los hechos. En caso de conflicto entre los hechos y la moral, tiene que prevalecer esta última, pero decir lo anterior sería decir poca cosa; que la moral vaya por su lado y los hechos por el suyo no tiene nada de anómalo y es lo que ocurrirá en circunstancias normales, salvo que la actuación humana logre domeñar a los hechos y reducirlos a lo que la moral ordena, algo
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desde luego obligado pero de infrecuente cumplimiento. Este ideal de una doctrina normativa genuinamente moral pertenece a la tradición de la historia intelectual europea desde el siglo XVIII. Es el ideal de un cuerpo de doctrina netamente diferenciado de cualquier ciencia de hechos –incluidas las ciencias que se llamaron morales y después sociales, humanas o del espíritu–, el ideal de un uso del razonamiento libre de toda sujeción a la servidumbre de la experiencia. Un cuerpo de doctrina así tendrá que coexistir, desde luego, con otras doctrinas normativas y con el conocimiento fáctico normal; el mundo en el que la moral ha de ser soberana (la moral entendida ahora como doctrina moral, como aquello por lo que la práctica se debe regir) es un mundo en el que hay derecho y seguramente religión, y del que la ciencia no puede faltar, incluida la ciencia moral (con este nombre o con otro), pero lo que importa es que en un mundo así todos esos departamentos de la cultura están netamente separados de la doctrina moral, o por lo menos que la doctrina ha de ser autónoma con respecto a ellos. A la inversa no ocurrirá, sin embargo, lo mismo. Así, se sostendrá a veces que el derecho tiene que estar subordinado, por lo menos en parte, a la moral; otras veces se dirá, como el propio Kant lo hizo, que la religión no es el fundamento de la moral, sino al revés, y, conforme adelanten los tiempos y sus progresos, se empezará a creer que la moral tiene mandatos que imponerle a la ciencia. Pero nada de esto menoscaba –más bien ocurre al revés– la autonomía de la doctrina moral y con ella la de la moral misma. Que la doctrina moral haya de tener vigencia en un mundo en el que rigen también doctrinas normativas de otro tipo (y doctrinas que no son normativas) obliga a un reparto de jurisdicciones y a cierta división del trabajo, o por lo menos al intento de una distribución así. La cláusula más decisiva es, desde luego, de principio: los hechos no son nada menos que hechos, pero tampoco nada más. Lo anterior lleva a trazar una robusta muralla que separe el territorio de los hechos del de la moral, un espacio éste que estará poblado por deberes, por normas, por valores, por preferencias, por bienes o por lo que quiera que sea, aunque no consentirá intromisión de hechos. Y una vez establecida dicha cláusula, ya cabe trazar fronteras interiores que separen lo moral de otras formas de lo normativo. Ésta es la doble autonomía de la doctrina moral, autónoma respecto de los hechos y también respecto de los deberes que no son morales, aunque quizá sea mejor exponerla en sentido inverso: fue cierta especie de normas, valores y deberes la que se preocupó con éxito de afirmarse como una jurisdicción netamente normativa y en modo alguno fáctica. La clase de las normas, valores y deberes que convenía distinguir de su correspondiente forma de conocimiento (la “ciencia moral”) podía ser así claramente identificada como objeto de una doctrina que ya sólo podía ser normativa. A esta última
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se la acabó llamando filosofía moral (o ética). Que junto al adjetivo “moral” los sustantivos “ciencia” y “filosofía” quisiesen decir cosas distintas fue el origen de la autonomía de la moral. Según la versión moderada de la autonomía de la doctrina moral, no existe una parcela normativa netamente distinguida de lo que no es normativo, o por lo menos no existe tal como lo enuncia la versión radical. Para la versión moderada, la doctrina moral es autónoma, pero lo es con no pocas limitaciones. Será una rama de la psicología de las emociones, o de la psicología social, o de la sociobiología o de la etología, una rama que podrá distinguirse de otras de la misma disciplina pero que estará determinada en gran parte por ellas o, por lo menos, mantendrá con algunas de ellas lazos de mutua dependencia. Interesa notar que la versión moderada de la autonomía de la doctrina moral está subordinada a la radical. Es ésta la que erige una disciplina netamente identificable y la que, al erigirla, define un objeto claro, fundando propiamente lo que se llama moral. Si la versión radical de la autonomía no se hubiera dado, habría habido, qué duda cabe, versiones moderadas (la moderada de Hume fue, no en vano, anterior a la radical de Kant), y habrían sido esas versiones las que hubieran definido la moral, las que hubieran identificado con claridad el resultado del efecto Maquiavelo y del efecto Mandeville. Esa identificación habría sido más vaga y difusa que la producida por las versiones radicales, pero ciertamente se habría dado. Ahora bien, lo cierto es que, una vez producida la versión radical, es ella la que se convierte en hegemónica. El efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville acabaron dando de sí lo que conocemos como moral porque hay doctrinas con pretensiones de autonomía radical que así lo establecen. Sin embargo, una vez fundado ese objeto –una vez, si se quiere, formado, es decir, constituido no a propio intento sino como efecto lateral–, queda disponible para que otros tipos de doctrina lo adopten como suyo. Ese “punto de vista” que el efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville convirtieron en una necesidad cultural cristaliza en lo que llamamos moral gracias a que ciertas doctrinas suscitaron por antimímesis la impresión generalizada de que su objeto era anterior a ellas. Para que ese proceder tuviera éxito, los autores de dichas doctrinas tuvieron que convencerse previamente de que no estaban inventando nada –en ninguno de los sentidos modernos de lo que es el inventar– y de que se limitaban a descubrir algo eterno y a explicarlo; tuvieron que persuadirse de que era el arte el que imitaba a la naturaleza y no la naturaleza al arte. No cabe duda de que eran sinceros en esta apreciación, aunque ciertamente estaban engañados; un rasgo muy notable de lo que llamamos moral es que está formada de tal modo que resultaría inquietante creer que aquello no existió siempre. Y para definir un objeto así, las
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doctrinas radicalmente autónomas eran inmejorables. Si uno posee una doctrina que no puede deber nada a ninguna otra, es fácil concluir que el objeto sobre el que versa es igualmente autosubsistente, pues de lo contrario no lo sería la doctrina. Los partidarios moderados de doctrinas morales autónomas van casi siempre a remolque de los radicales, como si su tarea fuese tomar la versión de la moral que dan éstos y atemperarla un poco. La moral es para ellos un licor apreciable pero de excesiva graduación alcohólica y tiene que ser cuidadosamente rebajado8. Una doctrina moral autónoma en su versión moderada es siempre parte de otra doctrina más amplia: de alguna doctrina de tipo naturalista o quizá de alguna construcción histórica (o de alguna combinación histórico-evolutiva de ambas). Lo que se llama moral es, correlativamente, cierta parte de la conducta humana –y en algunos casos también de la de algunos animales no humanos–o cierto resultado de la evolución o de la historia universal o del proceso de modernización. Los cultivadores de doctrinas morales moderadamente autónomas suelen creer que su tarea aventaja con mucho a la de los teóricos radicales; tienden a pensar que se quedan con lo mejor de éstos rehuyendo sus defectos, y que la moral que describen es más rica y más realista, más flexible y más humana que la que obsesiona a sus aprioristas colegas radicales. Según los moderados, la autonomía de la moral es cosa tasada y limitada, tanto como lo está la de la doctrina. Eso no quita para que lo moral –y al mismo tiempo la doctrina que versa sobre ello– sea fácil de identificar y no se preste a confusiones; en realidad, moderados y radicales llaman moral a lo mismo. La metonimia disciplinar de la moral no presenta, como se ve, una estructura sencilla. Aquello a lo que con falsa inocencia denominamos moral no podría ser objeto de designación alguna sin viejas y frondosas doctrinas que lo identificaran, lo definieran y lo reglaran. Que un explorador imponga su propio nombre al territorio que acota no tiene nada de sorprendente; lo que resulta más llamativo es que con el tiempo llegue a creerse que el explorador tomó su nombre del territorio explorado. Lo que llamamos moral es una doble anomalía: surgió como lo opuesto a la inmoralidad y es el resultado de doctrinas que dan su nombre al objeto que estudian. Ambas anomalías tienen que ser cuidadosamente disimuladas para que la moral pueda hacerse valer; la moral parece fundarse en la transparencia, pero ella misma no puede permitirse ese lujo. Con frecuencia el moralista abomina del retórico o por lo menos lo mira con prevención, y no es raro que así sea; la moral tiene mucho que temer de la retórica porque ella misma es una metonimia muerta.
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Capítulo 8 Metonimias y anomalías
Al lector atento del De anima de Aristóteles las metonimias disciplinares no pueden resultarle extrañas. En un lugar decisivo y muy conocido del libro III se afirma, no en vano, con toda franqueza que “la ciencia en acto y su objeto son la misma cosa”1, y en otro se proclama sin rebozo que “tratándose de seres inmateriales lo que intelige y lo inteligido se identifican, toda vez que el conocimiento teórico y su objeto son idénticos”2. Una y otra tesis, obsoletas y quizá escandalosas para el lector contemporáneo, resultan para Aristóteles de lo más plausible y fácil de admitir. Que la epistéme haya alcanzado su enérgeia, es decir, que se haya desarrollado hasta la perfección que le es propia, significa que ha logrado saber aquello que le corresponde saber –su prâgma, objeto o asunto– y que lo conoce no meramente en potencia, sino de manera completa, cumplida y perfecta, es decir, que lo conoce del todo y no le queda nada por saber sobre él. Si la captación no hubiera sido perfecta, quedaría algo de prâgma, mucho o poco, sin aprehender, como cuando uno ve un árbol pero no lo ve del todo porque su vista no llega a algunas partes o no las ve todas al mismo tiempo. Sin embargo, la ciencia no obra igual que la sensación (aunque sea análoga a ella), y de la epistéme que no ha llegado a alcanzar su enérgeia no puede decirse que haya dejado fuera ninguna parte de su objeto; habrá partes del árbol que estén fuera de la vista, es decir, en un lugar al que la vista no llega, pero no hay ningún lugar fuera de la ciencia que a ésta se le hurte. Lo que ocurre cuando la ciencia es imperfecta es que algunas de sus partes, ciertos trozos de su propio interior, no se han desarrollado aún. Aquello que no se ha llegado a inteligir en acto está dentro del entendimiento, sólo que de manera potencial, y en ese caso se dirá que la ciencia (todavía parcial y rudimentaria) no coincide con su objeto; la coincidencia se efectuará cuando la ciencia se actualice del todo, es decir, cuando llegue a la perfección todo lo que tenía dentro de sí, y en ese momento resultaría absurdo afirmar que hay objetos de conocimiento no conocidos. La relación de la ciencia especulativa con su objeto no debe entenderse como la que hay, por ejemplo, entre la geografía y el territorio; en este último caso, la ciencia perfecta y el asunto sobre el que versa serán siempre entidades distintas (salvo quizá en la historia contada por Borges) porque el territorio es cosa externa al saber sobre él, pero en la ciencia especulativa no se da esa exterioridad, de manera que 89
su perfección será la coincidencia con el objeto, y decir que ciencia y objeto no coinciden equivale a afirmar que hay todavía dentro de la ciencia potencias sin actualizar, como el café que aún no ha subido hasta llenar la totalidad de la cafetera y por tanto no coincide con ella. Pese a haber proporcionado durante siglos el modelo de todo conocimiento científico válido, la epistéme aristotélica es una provincia anómala y exótica de la república de las ciencias, casi una comarca sin administración y sin censo, de la que se ignora si está poblada y por quién podría llegar a estarlo. El régimen normal del conocimiento científico es el de un objeto externo a quienes lo conocen y al resultado de su actividad, y ésta es la razón de que las metonimias disciplinares sean metonimias; si la ciencia coincidiera con su objeto, una y otro podrían designarse con el mismo nombre, que no constituiría en manera alguna un tropo, sino la designación más propia de ambas entidades o, dicho con rigor, de la única entidad que una y otro son. Las ciencias o saberes que echan mano de metonimias disciplinares no son ciertamente como la epistéme de Aristóteles, pero las metonimias que emplean se fundan en la ilusión de que pueden parecerse a ese tipo de ciencia. Cuando se usa un tropo de manera consciente se supone que aquello que se dice no es literalmente cierto (no se habla de rubíes, de perlas o de estrellas con todas las de la ley; se habla de otras cosas, o se habla de ellas pero de manera anómala, sin hablar del todo de ellas y sin terminar de decir lo que se dice, o terminándolo pero suspendiéndolo a continuación), y así ocurre con las metonimias disciplinares. Sin embargo, éstas son metonimias muertas, fósiles o ciegas: los tropos de los que hablaba Nietzsche, “que se han desgastado y han perdido su fuerza sensible, monedas que se han desfigurado y ya no cuentan como monedas, sino como metal”3. Seguramente quien habla de la climatología adversa o quien dice haber recorrido la geografía española sabe que habla de manera un tanto especial –acaso se enorgullezca de lo que cree una expresión elegante, propia de los periodistas y de la gente de mundo–, pero no está claro que le suceda lo mismo a quien dice que cierto hecho está motivado por la historia o que fulano carece de moral o está falto de ética. Las metonimias disciplinares de la historia y de la moral son tropos muertos que no se reconocen como tales, y que además no pueden reconocerse si han de tener vigencia. De advertirse su condición de metonimias, la historia y la moral perderían toda la terrorífica santidad de lo absoluto, se convertirían en cosa relativa y variable, dependiente de ciertos relatos y de ciertas doctrinas, de accidentes tan azarosos como que las disciplinas delimiten su objeto a base de imponerle el nombre de la propia disciplina. En su Retórica o Arte de hablar, publicada por primera vez en 1675, Bernard Lamy
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se adelantaba a quien quisiera criticar el uso de metonimias proclamando la total inocencia de dicho tropo. La metonimia no será nunca fuente de confusión porque la relación entre el término literal y el término trópico es tan estrecha e inmediata que pensar en el segundo es casi como pensar en el primero. Así, cuando se afirma que César ha devastado las Galias, que todo el mundo lee a Cicerón o que París está atemorizado, hay, dice el padre Lamy, “un vínculo tan grande entre el jefe y su ejército, entre un autor y sus escritos, entre una villa y sus ciudadanos, que no puede pensarse en lo uno sin que se presente de inmediato la idea de lo otro, de modo que este cambio de nombre no causa confusión alguna”4. Pero las metonimias no siempre son tan candorosamente inocentes. La proximidad de los conceptos es a menudo un tanto truculenta; hay, no en vano, proximidades que matan. La metonimia, hipálage o denominatio ha tenido diversas definiciones en la historia de la retórica, aunque la mayor parte de ellas son deudoras de las de Cicerón y la Retórica a Herenio. Así, esta última llama denominatio a “la figura con la cual tomamos de elementos próximos o vecinos una expresión que permita comprender algo que no haya sido designado con su propio nombre”5, mientras que Cicerón caracterizó la hypallagé o metonymía de los rétores y gramáticos griegos como “palabras cambiadas” (uerba mutata), en oposición a las “palabras transferidas” (uerba tralata) de la metáfora; así, la metáfora transfiere el significado de una palabra a otra por semejanza (per similitudinem), mientras que la metonimia cambia la palabra propia por “otra que signifique lo mismo tomada a partir de algo que se siga de ella (ex re aliqua consequenti)”6. Si la metáfora es un salto hacia lo semejante, la metonimia es una suerte de corrimiento o deslizamiento que no reconoce los límites fijados de las cosas y se apropia de lo que está al lado. En el árbol de Porfirio, una metáfora consiste en injertar en una rama un trozo de otra muy lejana aunque parecida por su aspecto, mientras que una metonimia consiste en atar una rama a la más próxima. De hacer caso a Lamy, las metonimias se revelan siempre como tales, dan la cara y no ocultan su condición. Nadie creerá que ha sido César en persona quien ha devastado las Galias, porque una persona sola no está en condiciones de acometer un empeño así; de modo que, al ver la metonimia, el entendimiento se dirige de manera inmediata, sin necesidad de pararse a pensarlo, hacia aquello de entre lo más próximo a César que sí es capaz de devastar las Galias, a saber, su ejército. La metonimia es lícita porque el movimiento recién descrito resulta completamente natural; quien creó el mundo puso las cosas unas junto a otras para facilitar que nos expresáramos con metonimias, pero las distinguió lo bastante para que, cada vez que lo hiciéramos, nos diésemos cuenta de que cometemos metonimia y 91
de que nos conducimos de manera anómala. Muchas de las metonimias más habituales son en realidad catacresis de metonimia. Se llama catacresis (es decir, uso de algo más allá de lo propiamente debido o correcto, o sea, abuso: abusio es el nombre de la catacresis en latín) al fenómeno que se da cuando no existe ninguna palabra que designe propiamente cierta cosa y se echa mano de una metáfora, una metonimia o una sinécdoque para colmar la laguna (aunque aquí las lagunas sean sólo metafóricas). Si hubiese un término que designase el estrechamiento de una botella en su parte superior o las apoyaturas que, colocadas encima del suelo, sostienen una mesa o una silla, no hablaríamos del cuello de la botella ni de las patas de la mesa o de la silla –que son dos casos muy claros y hasta triviales de catacresis de metáfora–, pero el lenguaje humano es con frecuencia más menesteroso de lo que debiera, y necesita abusar de palabras que se concibieron con otros propósitos, como cuando se emplean los calcetines para guardar el dinero o se aloja a los huéspedes en la habitación que fue del servicio. Quien lea los ejemplos de catacresis de metonimia dados por Pierre Fontanier en Les figures du discours –una de las sistematizaciones más notables de toda la historia de la retórica, publicada entre 1821 y 1830– se encontrará con casos tales como “un Rubens” o “un Miguel Ángel” (por los correspondientes cuadros, claro está), “una máscara” (por el enmascarado) o “la toga” (por las gentes del derecho), “la Corte” (por los cortesanos), “la Comedia” (como designación del edificio y no de lo representado en él) o “la Maternidad” (también como edificio)7. Hay dos ejemplos de Fontanier a primera vista extraños: el del colegio y el del tribunal. Lo primero que conviene señalar a este propósito es que ninguno de los dos casos tiene, por lo menos en nuestra época, apariencia de metonimia; no suenan a lenguaje figurado (Fontanier tituló, no en vano, el capítulo correspondiente “Des tropes comme pures catachrèses, et, par conséquent, comme non vraies figures”)8 y su aspecto no indica nada que se aparte del lenguaje literal. Sin embargo, llamar tribunal al conjunto de los jueces o examinadores que juzgan sobre un asunto es propiamente una metonimia de continente, que designa al grupo de personas o a la institución que forman con el nombre del lugar donde, expuestos a la mirada pública, se reúnen para juzgar. De manera inversa, “colegio” constituye una metonimia de contenido, que designa cierto edificio con el nombre de la corporación de maestros que tiene a su cargo determinadas enseñanzas en aquel lugar (aunque “colegio” designaba en realidad, y sigue haciéndolo, más tipos de corporaciones)9. Lo cierto es que nadie lleva a cabo razonamientos así cuando se refiere a un tribunal o a un colegio, y sería bastante difícil que ocurriese ya que, por lo general, nadie 92
recuerda cuál era el sentido originario y literal del término en cuestión. Se trata de metonimias muertas o fósiles, como suele llamárselas, o por lo menos mortecinas, moribundas o agonizantes. Otra calificación para estas metonimias –y en general para las expresiones trópicas cuando se usan como lenguaje literal– podría ser, sin duda, la de ciegas: son tropos que no se ven a sí mismos como tropos y que ocultan su condición (si vale la prosopopeya), aunque acaso la mejor calificación es la de metonimias desfiguradas10. Aquí se rompe con el mayor estrépito lo que Lamy veía en las metonimias: ya no es que sea transparente o inmediata –como quería Lamy– la relación entre el término trópico y el propio, sino que no hay término literal alguno y así el trópico puede pasar por literal sin que eso produzca ningún tipo de extrañeza: “tribunal” y “colegio” se toman como los nombres naturales del tribunal y del colegio, y se necesitaría un violento ejercicio de anámnesis social para poder recuperar aquel significado literal originario, y captar entonces no la relación entre lo literal y lo trópico, sino la que hay entre una palabra que funcionaba literalmente y un objeto desprovisto o exento de palabra. Esta suerte de olvido de la condición metonímica de un término no está determinado, sin embargo, por el hecho de que se trate de una catacresis. Si lleva razón Fontanier en que “la Comedia”, “una máscara” y “un Rubens” son catacresis de metonimia, no parece que eso obligue a calificarlas de metonimias muertas, ciegas o desfiguradas. Ni todas las catacresis son ciegas ni todos los tropos ciegos son catacresis. Lo que distingue propiamente a estas últimas es, como ya se ha señalado, su carácter supletorio o auxiliar, esto es, el hecho de que, si no se hubiera echado mano de un término que se usaba para designar otra entidad, entonces la entidad designada habría quedado sin denominación, no sería tal o cual cosa, sino un mudo o balbuciente “esto”. Son tropos a la fuerza y por necesidad (inopiae causa, según los términos de Cicerón)11, no como los demás, que siempre están movidos en mayor o menor medida por una intención lúdicra, suntuaria o de ornato (suauitatis causa)12. Pero lo que distingue a los tropos muertos, fósiles o ciegos es precisamente el olvido de su condición trópica, el que se empleen sin conciencia de que son tropos y sin advertir en su significado ningún carácter excepcional o anómalo, aunque debe señalarse que, desde luego, dicha “conciencia” no es un fenómeno privado, acontecido en profundas interioridades; el señalar algo como un tropo y el retirarle esa condición pertenece a las capacidades comunes de los hablantes, entre las que se encuentra, desde luego, la de detectar la condición anómala de cierta palabra y también la de decidir que esa anomalía no impide su uso porque lo convierte tan sólo en un uso anómalo13. 93
Que no todas las catacresis son tropos desfigurados ni todos los tropos desfigurados son catacresis puede ilustrarse con los dos ejemplos que vienen a continuación. Si se piensa en el ala radical o en la moderada de un partido político, grupo de presión o escuela de doctrina, resultará claro que la palabra “ala” funge como una metáfora muerta. En efecto, nadie imaginará en ningún rincón de la mente que el partido es como un ave ni que vuele, ni habrá inconveniente, llegado el caso, en atribuirle más de dos alas –cosa muy difícil o quizá imposible si la metáfora estuviera viva–, ni tampoco se pondrá en relación la cuestión de las alas moderada y radical del partido con el asunto de si éste vuela muy alto o muy bajo en los pronósticos electorales o con el de si tal o cual dirigente es persona de altos vuelos (el vuelo del partido, por el contrario, es una metáfora viva cuyo empleo exige pensar al mismo tiempo en aves, ángeles o aviones, pero rarísimamente en las alas del partido, a las que es ajeno cualquier componente volador). Ahora bien, no parece claro en absoluto que “ala” constituya aquí catacresis, pues basta con pensar en las palabras “sector” o “facción” para darse cuenta de que aquello que quería designarse no está ayuno de claras y adecuadas denominaciones14. Para hallar una catacresis que no está muerta ni desfigurada, piénsese en los dos componentes que se hacen encajar en un enchufe y a los que se suele designar como “macho” y “hembra”. Se trata sin duda ninguna de una catacresis de metáfora, pues de no haberse producido la extensión o abusio de significado a partir de los nombres de los dos sexos (considerados a partir de su disposición para la cópula), no se tendrían denominaciones separadas para cada una de las partes del enchufe. Pero eso no implica en absoluto que el macho y la hembra del enchufe sean metáforas muertas. Algo francamente extraño debería ocurrir para que un hablante olvidase la condición metafórica de estas dos palabras, un olvido que podría implicar, no en vano, la posibilidad de confusión entre la una y la otra. En efecto, se trata de un par de términos diferenciados y opuestos que en modo alguno podrían intercambiarse entre sí, y la imposibilidad de confusión depende de que el hablante tenga presente un contexto en que la relación entre el macho y la hembra no es la de las dos partes de un enchufe, sino la que se da en la cópula entre los dos sexos de los animales superiores. Que en algún grado y medida debe tenerse presente ese contexto literal resulta claro no bien se repare en lo que le ocurriría a quien confundiese uno con otro el macho y la hembra del enchufe. Nótese lo difícil que resulta imaginar a alguien confundiendo de manera pertinaz el macho del enchufe con la hembra o titubeando sobre el particular. La rareza de esa confusión o vacilación proviene sin duda de que no se trataría de un error ordinario, sino claramente debido a no haber relacionado el significado metafórico con el literal, una
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relación que no parece suscitar ninguna posibilidad razonable de titubeo, salvo para quien desconociese del todo las funciones del macho y la hembra en la cópula sexual. Si el error resulta tan poco verosímil es porque se supone que el hablante se traslada él mismo al otro contexto cada vez que habla de enchufes y no puede dejar de tomar este contexto en consideración15. Compárese lo anterior con el uso de la expresión “apretar los machos”, una metáfora ciega en la que el significado literal ha quedado olvidado del todo y es un enigma para la mayor parte de los hablantes. Pero la hembra y el macho del enchufe son catacresis que para poder usarse necesitan avisar a gritos de su condición de tropo. Puede haber, desde luego, catacresis estando el tropo en carne viva. Es útil comparar los tropos desfigurados con las transposiciones infantiles que ha estudiado Rafael Sánchez Ferlosio en su escrito sobre este asunto16. Cuando la niña a la que se refiere Ferlosio llama “afluente” a la bocacalle que va a parar a una vía principal, “tubería” al camino por el que un gusano ha tenido que abrirse paso para penetrar al interior de la manzana, o “gato” al tigre visto por primera vez en la casa de fieras17, no hay ciertamente metáfora en el sentido habitual, porque la transposición no ha tenido en cuenta la existencia de esferas de significado separadas entre las cuales cupiera un traslado o transporte. Esas transposiciones infantiles son previas a la constitución de las mencionadas esferas o provincias de la realidad, y así el tigre es gato porque “gato” viene a funcionar como un nombre de todo lo que sea felino (vale decir, de todo animal que tenga cierto aspecto), sin atender a la distinción –desconocida para la niña, o muy confusa– entre la esfera de lo doméstico y la de lo salvaje, y lo mismo ocurre con las tuberías de la manzana y los afluentes urbanos, respectivamente previos a la distinción entre los contextos de la fontanería y la fruta y de la hidrografía y el urbanismo. Para que se dé metáfora (o en general tropo), se ha de hacer una excepción en el régimen normal de la ordenación de la realidad en géneros y especies. Tiene que darse cierta invasión o allanamiento de propiedad que se apodere de una palabra perteneciente a otra esfera y la traslade a aquélla en que se la quiere usar, como cuando se toman los dientes de alguien y, arrancándoles con daño unas cuantas notas de su significado, se las traslada a las partes salientes de una rueda o engranaje, desnaturalizando al diente y despojándolo de su género nativo (las partes del cuerpo) para entrometerlo en otro (las partes de la máquina). Pero allí donde todavía no haya división de contextos o de géneros y especies no habrá tropos tampoco. Ahora podría compararse el gato de la casa de fieras de Ferlosio con otro caso infantil del que seguramente dará fe el testimonio de muchos lectores. Se trata de lo que le ocurre al niño al que de pronto se le enseña que la especie de palanca con la que se 95
levanta un coche para que el mecánico pueda manipularlo por debajo recibe precisamente el nombre de “gato”. Lo más probable es que el niño no entienda al principio esa extraña manera de hablar consistente en llamar “gato” a un objeto metálico y haya que explicarle que, en efecto, se trata de un modo de hablar un poco peculiar, fundado en que los gatos de verdad son capaces de meterse debajo de los coches y ese aparato también, de manera que hasta cierto punto puede llamarse gato a la palanca. En la medida en que el niño logre captar la analogía (nada afortunada, desde luego, pues tratará de imaginar un gato –animal– levantando un coche al meterse debajo de él, cosa francamente poco imaginable), admitirá “gato” como el nombre de cierta palanca, pero lo tomará por una palabra rara y artificiosa que no es como las demás, y lo considerará quizá un fastidio, una palabra que hay que aprenderse, no como las otras, que son las que cada cosa tiene de por sí. Es posible que se complazca con lo que juzga un uso caprichoso y también cabe que le incomode esa manera tonta de hablar o que no entienda por qué hay cosas sin nombre que se lo quitan a los animales. El tigre de la casa de fieras es un gato grande y malencarado, pero el gato del mecánico no es en manera alguna un gato, aunque se lo llame así: ésta es la diferencia entre la transposición infantil, previa a la constitución definitiva del orden de las especies, y la metáfora que desbarata ese orden prevaliéndose de la indigencia ajena. Sin embargo, la metáfora ciega –al igual que en general los tropos ciegos o desfigurados– es el resultado de un quebrantamiento del orden que ha sido perdonado, olvidado o condonado, o al que nadie ha prestado mucha atención, como si se tratase del allanamiento de una morada cuyo propietario no tiene ningún interés en reclamarla, la abandona, y hace que el usurpador se revista de la honradez del dueño legítimo18. Lo que ocurre con las metáforas ciegas ocurre también con las metonimias que tienen esta condición, y el caso de las disciplinares es muy ilustrativo. Las metonimias son uerba mutata, palabras deslizadas en un corrimiento que invade territorios ajenos19, ya estén ocupados, ya se hallen, en caso de catacresis, sin legítimo propietario. Nada hay de reprensible, salvo para los encargados del Registro de la Propiedad, en que las palabras se metan en esfera ajena por corrimiento o por traslado. Pero lo característico de algunos tropos ciegos es ocultar cuidadosamente las circunstancias en que se produjo la adquisición de propiedad y esforzarse por mostrar que dicha adquisición tiene tanta antigüedad como el reparto originario de títulos que se efectuó cuando la naturaleza decidió organizarse en géneros y especies. Cualquier defensor del orden establecido que tenga un mínimo de pundonor tratará de poner a cada cual en su sitio y de hacer ver que ciertas gentes hacen pasar por propiedades inmemoriales adquisiciones muy recientes, no 96
todas obtenidas honradamente. Movidos por el amor a la propiedad y la suspicacia ante las adquisiciones dudosas, estos defensores del orden tradicional se esforzarán por desacreditar al advenedizo y por restablecer la dignidad de los propietarios más antiguos y honorables. Por el contrario, quien esté convencido de que la mayor parte de las propiedades de este mundo se adquieren por la rapiña y la violencia o por el azar y el abandono no mostrará excesiva disposición a salir en defensa de los títulos de propiedad más vetustos. Pero sí que cabe encontrar a alguien que, persuadido de que las propiedades antiguas tienen un origen tan poco glorioso como las modernas, se empeñe en desenmascarar a quien presuma de limpieza, y en particular a quien, denunciando con escándalo la pervertida distribución de los bienes de este mundo, proclame sin embargo que el origen de los suyos se libra de la mancha ordinaria. La moral sí es una metonimia ciega y una catacresis a la vez. Es el resultado de la naturalización de una anomalía de la construcción de un orden sistemático a partir de una rareza en el orden de las cosas. La moral quiere para sí una ventajosa condición de segunda naturaleza y, al mismo tiempo, la mención de honor como género natural en la naturaleza primera, como si el dudar sobre esto último pusiera en peligro el disfrute de lo anterior. La moral es una metonimia ciega, y urge recordar que lo es. Constituye el resultado de borrar furtivamente los límites entre una disciplina y su contenido, como si alguien se empeñase en decir que “copa” significa primariamente la cantidad de bebida alcohólica que es recomendable echar en un vaso abombado y de ahí viniese la curiosa costumbre de llamar también “copa” a esa clase de recipientes. Habría que aguardar a la llegada de un espectador muy desvinculado de los usos y costumbres del país y muy conocedor de los ancestros olvidados de la tribu para enterarse de que las cosas ocurrieron al revés: que hubo un momento en que sólo se llamaba “copa” a cierto recipiente de vidrio en el que se vertía lo que después se llamó copa. Pero sería muy difícil que ese espectador encontrase buena acogida. Hablar aquí de “contenido” es desde luego un uso metafórico –ciego a más no poder– que se funda en la consideración figurada de las disciplinas como recipientes (o “continentes”) que pueden llenarse con sus respectivos objetos. Cuando quiera que alguien se empeñe en devolver la visión a algún tropo ciego se encontrará con otros que, como éste del contenido, habrán de seguir sin recobrar la vista. Reconocer anomalías en palabras que se usan de manera ordinaria sólo puede llevarse a cabo dentro de un modo de hablar tenido por ordinario, aunque esto se logre a fuerza de ignorar la condición anómala de muchos términos y de trozos muy importantes de la práctica que se lleva a cabo. Quien llama la atención sobre el carácter trópico de una palabra tenida por normal, lo que hace es señalarla con el dedo y hacer
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que se destaque del fondo indiferenciado con el que estaba confundida, como quien pinta de colores vivos algo rodeado de gris. Para ello, claro está, es necesario mantener el fondo pintado de gris y dar por supuesto que cada vez que uno habla de tropos habla en la manera normal y literal de hablar. Esto último resulta en verdad imposible, aunque sólo sea porque las propias palabras “metáfora” y “tropo” son ellas mismas metáforas y tropos20. Sin embargo, el hablar de tropos se funda en el supuesto de que mientras se habla de ellos no se hace uso de ellos; de lo contrario, la distinción entre lo que es trópico y lo que no lo es habría empezado a borrarse, y con ella algunos supuestos demasiado esenciales en el pensamiento y en la práctica21. La moral, sin ir más lejos. Para que la idea moderna de moral siga erguida como una institución respetable, es necesario olvidar su pasado y su formación. Ciertas instituciones sólo se mantienen con la creencia de que han existido siempre, y describir una época en la que no existieron es invitar a que dejen de existir. “Moral” constituye una rara y enrevesada metonimia de incierta naturaleza. Tiene de natural lo que tienen los objetos muy artificiosos cuando se ha olvidado su procedimiento de fabricación; los hombres y mujeres modernos han dado por buena la moralidad –o la han repudiado por mala– creyendo que era algo que uno se encontraba hecho. Pero la única naturaleza de la moral moderna es la resultante de haber imitado al arte. La moral se presenta como una forma particular de naturaleza, y la primera obligación del teórico es desnaturalizarla. No está claro, como se verá, que semejante tarea sea compatible con el adecuado cumplimiento de las exigencias de la práctica moral. Ver la moral como un artificio que se hace pasar por natural interrumpe y boicotea muchas prácticas sociales, y seguramente se juzgará como una desviación por las autoridades morales competentes. A todos se nos ha enseñado que la obligación moral tiene que tomarse al pie de la letra, de modo que quien vea en semejante obligación el resultado de un uso figurado de las palabras comete un pecado mortal merecedor de severísima penitencia. Si aspira a regir vidas y fortunas y a ser acatada como una autoridad respetable, lo primero que tiene que hacer la moral es disimular su anómala y metonímica fábrica.
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Capítulo 9 Plantas que aprenden botánica
La metonimia disciplinar que dio origen a la moral fue un deslizamiento inopinado, como cuando se extiende una mancha o los continentes van a la deriva, pero tuvo que hacerse pasar por natural para que produjese el efecto que convenía; si la moral hubiera contado de sí misma su propia historia metonímica habría quedado al punto gravemente desacreditada. Aquí no se trata, sin embargo, de restablecer el orden anterior a la aparición de la metonimia de la moral –un orden en el que supuestamente se hablase sin tropos y de manera propia o natural, por lo menos en lo tocante a esto–, ni ninguna otra clase de orden. Se trata tan sólo de mostrar que la idea de que la moral es algo natural y dado se funda en una ficción –una ficción de la que quizá sea imposible deshacerse del todo– y que la historia de la moral no es una historia natural, aunque sin duda lo parezca y en cierto modo haya que seguirlo creyendo1. Lo que viene a continuación no es más que un caso particular de lo que sucede cuando se descubre que algo que se tenía por verdadero e inconmovible es puramente ficticio y se advierte, sin embargo, que ese descubrimiento ha de ser olvidado de inmediato porque la ficción que desenmascara resulta ser imprescindible en la práctica. Es éste, sin duda, un viejo asunto que siempre dará motivos para volver a ponerlo de moda. Apenas habrá nadie libre de dicho pecado para tirar la primera piedra a quien lo cometa de manera flagrante. Resulta muy habitual olvidar ciertas verdades de las que uno se ha enterado inoportunamente; esto es cosa bien sabida y no hará falta probarla ahora. Lo que interesará es ver cómo, a pesar de todo, esos olvidos no son siempre totales y si la moral se encuentra en esa tesitura. Cada uno de mis actos considerados moralmente es un episodio más de una larguísima cadena: un episodio de la historia de la moral (por emplear dos metonimias al mismo tiempo). Cada vez que alguien profiere juicios morales, delibera moralmente o lleva a cabo alguna consideración perteneciente al ámbito de lo que se llama moral añade su grano de arena a un montón que viene formándose desde hace casi cinco siglos. Somos fabricantes involuntarios de un aparatoso artefacto que nos obliga a seguirlo fabricando y a creer al mismo tiempo que no es resultado del arte fabril, sino de la pura naturaleza, casi como si levantásemos una torre de adobe y creyésemos cuidar del crecimiento de un árbol. Pero quienes iniciaron la fabricación de la moral no estaban en 99
una tesitura muy distinta de la nuestra. No eran, desde luego, gentes mendaces que hubieran logrado engañar a sus contemporáneos y a la posteridad; más bien se engañaban a sí mismos sobre lo que hacían (con una forma, por cierto, muy candorosa de autoengaño) y nosotros los secundamos. Ellos tampoco creían fabricar nada y estaban convencidos de que lo que se traían entre manos era plenamente natural. La historia de la moral moderna es la historia de la formación de una metonimia y del olvido de su condición de metonimia, la historia de unos personajes que creen obrar de manera libre, autónoma y soberana habiendo olvidado que esa manera de actuar es precisamente la que está escrita en cierto tipo de doctrinas sobre cómo actúa cualquier personaje cuando lo hace con libertad y autonomía. Para el agente moral cada una de sus acciones será un comienzo absoluto, como si en él estuviera la única causa de lo que hará y como si no hubiera todo un mundo detrás de él (dicho agente cree ser, no en balde, autónomo), pero ésa es precisamente la manera en que hace mucho tiempo se estableció que actúan los animales humanos cuando actúan como agentes morales. Cada personaje de la moral tiene que creer que es él quien comienza la historia, pero tiene que creerlo porque alguien escribió una historia cuyos personajes se conducen así. Para obrar como espera de mí el autor del relato cuyo curso quiero seguir tengo que olvidarme de que soy el personaje de una historia y tengo que obrar, por tanto, con autonomía, como obra alguien que no es un personaje sino una persona, una auténtica personalidad moral. La moral moderna es un formidable repertorio de normas, pero no sólo es eso; es, antes que nada, la descripción de cómo obrará alguien que actúe de determinada manera, a saber, de un modo lo bastante desinteresado, imparcial y transparente para que cualquiera tenga que obrar así y nadie pueda librarse de tener que imitarlo. La actuación moral consiste en imitar esa conducta, pero no como quien copia la actuación de otra persona, sino como quien encuentra su propia norma dentro de sí mismo. La moral tiene que reproducir cierto modelo sin copiarlo; ha de lograr componer algo igual al modelo, pero sin tener el modelo delante: tan sólo pensando en que lo que hace tiene que ser modelo para otros. Si triunfa en lo segundo, también acertará en lo primero. La moral no tiene historia natural. Su formación no es como la de los géneros naturales, sino como la de los tropos muertos, y su historia es de la de una anomalía cuyo carácter anómalo tiene que ser olvidado. Esto quiere decir que la historia de la moral ha de contarse como una historia natural, aunque ciertamente no lo sea y a sabiendas de que no lo es. Las historias naturales poseen una estructura muy distinta a la de las historias de tropos muertos: por ejemplo, la historia de las alas de las aves es una historia natural, pero la de la moral se parece más a la de qué hubo de ocurrir para que
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las gentes se acostumbraran a llamar “ala” a una parte de una casa o a una facción de un partido o escuela. Esta última historia es esencialmente la de un olvido; se parece al testimonio de quien está viendo caer algo en el olvido y lo cuenta, como quien ve una gota de cera resbalar por la superficie de una vela hasta confundirse con ella pero antes de que se confunda da cuenta de lo que ve. Contar la historia de un olvido implica contar qué es lo olvidado, y contar de alguien que se ha olvidado de algo exige ciertamente nombrar lo que se olvidó. No cabe, en efecto, contar un olvido sin mostrar lo olvidado, es decir, sin recordarlo, salvo que el narrador tampoco conozca lo que se olvidó o quiera colaborar en su ocultamiento. Ha de tenerse en cuenta, sin embargo, que las historias anómalas narran episodios en los que el propio narrador y el lector también tendrían que intervenir en cierto modo, aunque sólo fuese como personajes futuros supuestos por el relato. Puedo leer con toda coherencia una historia según la cual los habitantes de cierta isla se olvidaron hace mucho de la existencia de un país con el que hasta entonces tenían comercio frecuente y nunca más se acordó ya de él ninguna de las generaciones venideras. Pero si ocurre que he vivido siempre en esa isla, entonces perteneceré a aquéllos de quienes habla la correspondiente historia, es decir, a los condenados al olvido perpetuo, un olvido que se quebranta, por lo menos en parte, cuando conozco la historia en cuestión. Leer historias anómalas de este tipo implica haber dejado de olvidar algo que, según la historia, tiene que seguir olvidándose. En ellas uno adopta el papel de personaje futuro que se supone no leerá nunca la historia que trata de él (porque entonces el olvido no sería eterno), pero ése es el personaje que uno sería si la historia no hubiera llegado a escribirse, no el que uno es mientras la lee. Leerla y verse uno leyéndola es destruir ese supuesto y conocer, no en vano, otra historia, una cuyo final es distinto y contrario al que se cuenta en lo que uno lee. Esto no significa, sin embargo, que la segunda historia anule a la primera o la desmienta, ni que la primera sea mera ficción y la segunda una realidad que desenmascara a la ficción. De hecho, para que uno pueda verse como alguien que desmiente la profecía contenida en el libro que lee es necesario comprenderlo en el género de los libros proféticos; si lo que uno está leyendo se compone sólo de fantasías, entonces uno no desmiente ni deja de desmentir nada2. Lo importante es que, en la medida en que el lector lea esa historia como algo que habla de él, tiene que asumir al mismo tiempo que habla de dos personajes distintos, aunque los dos sean uno. Otra manera de decir lo mismo es afirmar que el lector entra en la historia anómala de dos maneras: como personaje que la está leyendo y como personaje que no la leerá nunca o que vive en un mundo en el que esa historia no se ha escrito. La mejor historia de un
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olvido sería la de un narrador que, según escribiera, fuese olvidándose poco a poco de lo que quería con-tar y acabase contando otra cosa, aunque al principio hubiera dejado constancia escrita de aquello que no quería hacer caer en el olvido. Si el lector (e incluso el narrador) tuviese que retroceder en la lectura para poderlo recordar y experimentase al volver a leerlo la impresión de novedad de quien lee algo por primera vez, muy bien podría decirse que ese narrador casi milagroso se ha salido con la suya. La retórica clásica agrupó bajo el nombre de metalepsis (en latín transumptio)3una gama no muy bien definida de casos que, por lo menos a primera vista, se confunde fácilmente con la metonimia4. No interesa ahora la esencia ni la casuística de la metalepsis, sino sólo una de las modalidades que puede adoptar, tal como la expuso Fontanier. Esta metalepsis es la que se da cuando “a un poeta o a un escritor se lo representa produciendo por sí mismo aquello que en realidad se limita a describir o narrar”5. Cada vez que se dice que Cervantes decidió matar a don Quijote o Sófocles a Yocasta se comete una de estas metalepsis que Gérard Genette ha llamado “de autor”, como si la realidad se metiera en la ficción y transgrediera la distinción entre lo real y lo imaginario. La retórica clásica llamaba metalepsis a “la transgresión ascendente, la del autor que se inmiscuye en su ficción (como figura de su capacidad creativa) y no a la inversa, a una injerencia de su ficción en su vida empírica”6, y Genette propone llamar antimetalepsis a esta última transgresión, tan frecuentemente en la literatura contemporánea: piénsese en “Continuidad de los parques”, de Cortázar, o de manera más sencilla en el personaje de Niebla que se presenta en casa de Unamuno7. Es magnífico, y muy significativo para nuestro propósito, el ejemplo de Voltaire aducido por Fontanier, donde la metalepsis convierte a Newton en el autor casi divino de lo explicado por su filosofía natural: Comètes, que l’on craint à l’égal du tonnerre, Cessez d’épouvanter les peuples de la terre: Dans une ellipse immense achevez votre cours, Remontez, descendez, près de l’astre des jours: Lancez vos feux, volez, et revenant sans cesse, Des mondes épuisés ranimez la faiblesse... Terre, change de forme, et que la pesanteur, En abaissant le pole, élève l’équateur. Pole immobile aux yeux, si lent dans votre course, Fuyez le char glacé des sept astres de l’Ourse: Embrassez dans le cours de vos longs mouvemens Deux cents siècles entiers par delà six mille ans8.
No tiene desperdicio esta irónica divinización de Newton, que pasa a ser una visto 102
como especie de vicario o lugarteniente de Dios para cuestiones cosmológicas. El movimiento de los astros, es decir, el objeto de la física celeste, se toma como causado y ordenado por la disciplina que lo estudia y, lo que es más, por el creador de la teoría física que se supone verdadera (en la misma tradición del “God said, Let Newton be! and all was light”, de Pope). Descubrir las leyes del movimiento es como haberlas promulgado, de manera que lo que hace la naturaleza es secundar al científico y hacer cumplir lo que éste ha tenido a bien establecer. Se trata, desde luego, de un caso de antimímesis, aunque aquí sea una antimímesis irónica. Hay un neto efecto irónico en suponer que los teóricos mandan a los hechos obrar de manera que sus teorías lleven razón, y la ironía se funda seguramente en la profunda ambivalencia de una suposición así. Quien imagina al filósofo natural impartiendo órdenes a los astros lo concibe, por un lado, como una especie de dios o semidiós, o por lo menos como la personificación de los sobrehumanos poderes que previamente se han atribuido a la ciencia. Para que se dé la metalepsis han de acumularse una antonomasia (Newton es el filósofo natural), una prosopopeya (el sabio personifica la ciencia) y una hipérbole (los poderes de la ciencia, de suyo formidables, se amplifican hasta resultar omnímodos), pero lo anterior no es bastante, porque el efecto que se logra no corresponde a lo que cabría esperar de semejante acumulación –que proporcionaría una especie de apoteosis de Newton, algo muy tentador para algunos ilustrados, aunque todo ilustrado tenga que reprimir la tentación no bien ésta se insinúe9–, sino más bien al disparate y la desmesura que resultan de ella: si la ciencia es tan poderosa que ella misma promulga las leyes que dice haber descubierto, entonces su descubrimiento ya no es una tarea muy meritoria y el científico se limitará a descubrir sus propias ocurrencias. La hipérbole del científico como demiurgo lleva a la hipóbole del científico como un pobre hombre infatuado que sólo es capaz de descubrir lo que él mismo ha escondido debajo del mantel, y el orden que adopta la sucesión de las dos figuras (en el que inevitablemente la hipóbole viene después de la hipérbole) hace que prevalezca la figura final, que es un cruel rebajamiento irónico de las pretensiones demiúrgicas del sabio. Desde luego, este final no es definitivo porque muchas gentes volverán a la primera figura, pero la ironía del texto radica precisamente en la imposibilidad de evitar este movimiento pendular. Si bien se mira, muchas expresiones que en manera alguna inducen a sospecha pueden interpretarse como metalépticas con mucha más facilidad de la que se cree. Alguien puede leer u oír que Lerodinda le ha bajado los humos muy notoriamente a Duñogoico y, dejando aparte el carácter figurado de la expresión “bajar los humos”, nada hay en esto que resulte anómalo o contrario a los usos corrientes. Quienquiera que diga o
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escriba “Lerodinda logró bajarle los humos a Duñogoico de la manera más expeditiva” se referirá a algún episodio de la vida de estas personas, sin importar mucho que su vida sea real o ficticia, porque Lerodinda y Duñogoico pueden ser dos amigos o parientes míos y también dos personajes de la novela que estoy leyendo. O son reales o son de ficción, pero esto no implica que ambos tengan que pertenecer a la misma clase; que uno posea una de las dos condiciones no exige que el otro haya de poseer la misma. Muy bien pueden ser real uno y de ficción el otro aunque, si no se conoce nada más, entonces lo único que sabemos es que puede haber metalepsis o antimetalepsis, no cuál de las dos figuras es la que de hecho se da. Ignoramos, en efecto, si Lerodinda es la novelista y Duñogoico un personaje suyo (y entonces lo que ocurre es que ella ha escrito ciertas páginas en las que suceden episodios que le hacen perder a él la altanería de la que estaba poseído, o que se la reducen un poco) o si es Duñogoico el escritor y Lerodinda su personaje, en cuyo caso la expresión tendrá que interpretarse de manera inversa: Duñogoico se proponía desarrollar un argumento muy ambicioso y audaz en cierta novela de la que ya tenía bastantes páginas escritas, pero en determinado momento se ha dado cuenta de que el personaje de Lerodinda, ya muy bien perfilado y hasta definido – tanto que no podía permitirse el lujo de sacrificarlo–, le estropeaba del todo el argumento y lo obligaba a cambiar el plan de la novela en beneficio de otro más modesto y no tan estridente. Desde luego, decir que Lerodinda le estropea algo a Duñogoico o que lo obliga a tal o cual cosa se convierten, una vez se sabe que Lerodinda es un personaje y Duñogoico su autor, en casos de antimetalepsis. Otra manera de decir que los personajes de las obras alteran el curso de lo que su autor tenía previsto –y una manera, por cierto, bastante habitual– consiste en afirmar que dichos personajes han cobrado autonomía. Hay mucho de irónico en esta autonomía antimetaléptica. Declarar que un personaje ficticio ha cobrado autonomía supone admitir que el régimen normal de los personajes de ficción es heterónomo, vale decir, que la ley vigente en la ficción es la promulgada por el autor y ninguna otra posible, de manera que lo que da a entender quien afirme que los personajes se vuelven autónomos es que el autor ha perdido soberanía, algo que para éste constituirá al mismo tiempo una derrota y una victoria. En efecto, el autor queda doblegado por los resultados de su propia obra al no poder ejecutar el plan de ésta tal como lo tenía proyectado, pero también experimenta un triunfo gloriosísimo al ver que los personajes que creó poseen consistencia y verosimilitud bastantes para imponer un curso narrativo distinto del previsto. Todo buen narrador –y quizá en general todo buen escritor– tiene que estar dispuesto a soportar estas derrotas porque sus mejores victorias son inseparables de ellas. Cuando se dice que
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cierto personaje de ficción es autónomo, ya se ha cometido antimetalepsis. El personaje ficticio autonomizado se distingue por su soberana indocilidad; es una criatura ficticia que se conduce como las reales y se olvida de que tenía un destino narrativo que cumplir. Como es fácil de notar, esta “autonomía” de los personajes de ficción es justamente la inversión de lo que les ocurre a las personalidades morales modernas, las cuales fueron concebidas precisamente como autónomas porque estaban obligadas a actuar de manera libre conforme al punto de vista moral. La personalidad moral moderna es autónoma porque hay ciertas doctrinas autónomas que dicen que lo es (o que tiene que serlo). Se trata, a la inversa de lo que antes ocurría, de personajes dóciles que están contentísimos de parecerse a lo que se ha escrito sobre ellos. La personalidad moral es tan autónoma que se halla convencida de que seguiría siéndolo aun en ausencia de toda doctrina moral; si verdaderamente estoy persuadido de que debo no tomar a la humanidad sólo como un medio o de que he de procurar la felicidad del mayor número, estaré convencido de que también debería hacerlo en caso de no haber existido ciertos autores que exhortaban a esas conductas. Que yo sea quien soy no depende de que haya historias que hablen de mí; se habla de mí porque soy como soy, no soy como soy por lo que se cuente de mí, algo de lo que ya era consciente don Quijote cuando decía que él sabía muy bien quién era...10. Las anteriores consideraciones, y en general la definición de esta forma de la metalepsis y de su contraria, han dado por supuesto que siempre hay una neta distinción entre los personajes reales y los ficticios, y que precisamente por eso semejante distinción puede transgredirse. Pero es probable que en la mayor parte de los relatos que el género humano ha producido en régimen de ficción (o por lo menos sin el propósito de contar hechos efectivamente ocurridos) haya aparecido, aunque de forma disimulada o trastornada –con otro nombre o mudándose alguno de sus rasgos– por lo menos algún personaje de los tenidos con razón o sin ella por reales. La introducción de personajes reales en la ficción no es un caso de metalepsis ni corresponde a ningún tropo o figura, y de tan habitual como resulta no merece ninguna denominación especial. Las narraciones ficticias no lo son nunca del todo (y quizá tampoco lo sean del todo las reales, aunque ahora esto puede dejarse aparte). Toda narración tiene algún grado de ficción, y esto lleva a una pregunta muy sencilla: ¿qué ocurre cuando decimos que Shakespeare mata a Ricardo II o que Dante salva y manda al cielo a Sigerio de Brabante o a Joaquín de Fiore? ¿acaso dejan de ser metalépticas estas afirmaciones porque los personajes mentados sean históricos y no ficticios? La verdad es que sería muy extraño que así ocurriera, porque matar a Ricardo II (en este sentido poco cruento de lo que es matar)
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resulta, para Shakespeare o para cualquiera, una tarea muy semejante a la de matar a Otelo. A cualquier narrador, y no sólo a los de ficción, nos podemos referir con metalepsis (y también desde luego con antimetalepsis, si decimos que Leibniz le está amargando la vida a un biógrafo de Newton). Para que haya posibilidad de metalepsis basta con hablar de alguien que se refiere a cierto episodio o circunstancia y, en lugar de atribuirle el referirse a ello, imputarle su causación. Pero la noción de metalepsis puede ensancharse todavía un poco más, de modo que las narraciones –ficticias o históricas– no sean los únicos lugares en que puedan aparecer. Si se afirma, por ejemplo, que cierta doctrina racista hace de los arios una raza superior o que determinada teoría social convierte a todos los pequeñoburgueses en unos ignorantes y en unos desdichados, resulta claro que las expresiones “hace” y “convierte” no deben tomarse en sentido literal, sino de manera estrictamente metaléptica; los arios no son superiores ni los pequeñoburgueses desdichados salvo dentro de esas doctrinas o según ellas, y estos casos no se distinguen apenas en nada de lo que ocurre cuando se dice que tal o cual narración, ficticia o no, hace de los ladrones gente virtuosa o convierte a los aristócratas en unos fantoches. Aquí como en otras ocasiones, la metalepsis consiste en hacer pasar por enunciación de re lo que sólo es enunciación de dicto. Conviene advertir en seguida sobre una posibilidad nada extravagante y tampoco inusitada: la de que el personaje real referido en una narración lea la narración o tenga noticia de ella (según el conocido esquema de los personajes de la segunda parte del Quijote que han leído la primera) y que esa noticia tuerza el rumbo de sus acciones futuras –aunque sea de modo nimio y casi imperceptible–, bien porque el personaje actúe dándole la razón al relato, bien porque se la quite, en particular cuando el relato se sitúa en un tiempo no acontecido aún. Esto último se parece mucho, desde luego, al viejo asunto de la profecía que se cumple a sí misma y la que se autodestruye. Quien se refiere a otros –narrativamente o de otro modo– enunciando lo que harán no alterará con eso la conducta futura de los agentes referidos (la enunciación carece de propiedades mágicas), pero sí que podrá llegar a hacerlo si es precisamente la noticia que el agente tiene de lo referido la que causa, del todo o en parte, el que la acción se realice del modo en que se enunció. Muchas predicciones llegan a resultar acertadas a causa de su conocimiento por quienes ejecutan lo predicho y también pueden falsarse conforme al mismo esquema, a saber, cuando el agente obra de cierta manera precisamente para evitar que se cumpla lo que se ha vaticinado acerca de él. En muchas ocasiones, las doctrinas sociales, políticas y económicas –y también ciertamente las morales– contienen un buen número de
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predicciones, tanto que no resulta inadecuado concebir dichas doctrinas como predicciones en grande11. Pero la naturaleza de las cosas y de las personas es, como se sabe, muy amiga de imitar el arte de los teóricos, y no resulta nada extraño que las doctrinas sobre el comportamiento humano se vuelvan verdaderas precisamente a causa de su difusión, es decir, a causa de que los objetos sobre los que versan son también sujetos que las conocen y, como plantas que aprenden botánica, pueden actuar movidos por su afán de parecerse a lo que han aprendido o de distinguirse de ello12. Si fuese cierto, por ejemplo, que la persuasión entre individuos de diferentes culturas es un fenómeno infrecuente a causa de la difusión de ideas relativistas que predicen la improbabilidad de la persuasión intercultural13, entonces podría decirse también que el relativismo hace de las culturas compartimientos estancos. Pero, desde luego, el verbo “hacer” tiene que entenderse aquí de dos maneras distintas al mismo tiempo. Por un lado está el sentido metaléptico en virtud del cual las culturas son, según el relativismo, compartimientos estancos y por otro el sentido literal, conforme al cual el relativismo “hace” literalmente a las culturas compartimientos estancos por obra de su difusión. Este uso de “hace” es una silepsis o conceptio, de modo que el término no podría entenderse cabalmente si se perdiera de vista alguno de sus dos sentidos. Aunque “silepsis” puede adoptar en retórica varios significados14, aquí se usa en su sentido quizá más habitual, a saber, el que designa a una palabra que debe tomarse al mismo tiempo en dos sentidos, uno recto y otro figurado, o figurados ambos, como cuando en el Buscón se dice que el padre de don Pablos “era de muy buena cepa, y, según él bebía, es cosa para creer”, en donde “cepa” tiene que tomarse como “vid”, en sentido recto, y también como “abolengo”, en sentido figurado15. Importa reparar en lo anterior para hacerse cargo de una propiedad muy notable de las metalepsis, a saber, su capacidad de literalizarse, de perder su condición de tropo y de pasar a designar algo totalmente literal. Y no se trata, nótese bien, de que alguien haya querido jugar con las palabras empleándolas con doble sentido para hacer silepsis, sino de que el mundo mismo ha jugado con los usuarios de las palabras de modo que tengan que cometer silepsis sin proponérselo. Una palabra que comenzó usándose en sentido figurado ha pasado a tener que usarse de manera recta, y no conforme al esquema según el cual algunos tropos se desfiguran y se vuelven ciegos, sino según otro más anómalo y retorcido; la palabra se usa con dos sentidos distintos que tienen vigencia a la vez aunque la tengan por separado. Uno de esos dos sentidos es el metaléptico y el otro el sentido recto, aunque este último no sea anterior a la metalepsis sino posterior a ella. Quizá haya motivos para denegarle la condición de término recto, propio o literal a lo que no es más 107
que la anomalía de una anomalía, pero también es probable que todo lo normal tenga que definirse a fin de cuentas como un fallo o desvío de lo anormal. Lo cierto es que la moral nos hace autónomos y nos obliga a prestarle acatamiento autónomo; esto es algo que ha de ser creído y obedecido por todo el que se instale en el punto de vista moral, y tiene que serlo sin perturbaciones ni anomalías que distraigan de la obediencia o que disuadan de ella. Todo lo que uno haya aprendido sobre metonimias, metalepsis, silepsis y otras anomalías conviene que sea olvidado tan pronto como se pueda, porque apenas nadie es capaz de obedecer a autoridades que se fundan en ficciones. Para hacerse valer, la autoridad de la moral tiene que presentarse como la menos artificial de todas.
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Capítulo 10 La teoría como interrupción
Recordar el origen de un tropo muerto no acaba con el tropo y tampoco lo resucita. Una metonimia desfigurada que en verdad lo sea se seguirá usando del mismo modo antes y después de reparar en que está desfigurada. Para devolverle la vida a un tropo muerto habría que suprimir la designación que se lleva a cabo con él: hacer que las botellas dejaran de estrecharse en su parte superior o que las mesas ya no se apoyasen en el suelo. Quien no esté dispuesto a pagar este tributo, será mejor que no caiga en la infatuación sacrílega de querer resucitar a los muertos, porque la tarea de devolver la figura a todos los tropos que la han perdido puede resultar interminable. Para designar cosas y en general para hablar es preciso correr un velo de ignorancia que oculte la condición trópica de las palabras que se usan sin valor de tropo. Ese velo puede levantarse algunas veces, pero con la condición de que sean pocas y de que uno se olvide de lo que ha visto detrás de él. Quien quiera ser un hablante normal no puede verse al mismo tiempo como el personaje de una historia anómala. Las historias anómalas producen, como ya se ha visto, el ominoso efecto de que uno tenga que olvidarse de lo que ha aprendido, haciendo como si el haberse enterado de que el tropo es tropo no tuviera ninguna importancia y apenas fuese verdad. Y lo más seguro es que se triunfe en este empeño olvidadizo, porque la totalidad de las prácticas a las que uno está vinculado y de los conceptos que usa –que definen, no en vano, todo aquello que puede atribuírsele a uno, vale decir, aquello que uno es– conspiran para que uno obre como si no se hubiese enterado de nada. Quien persistiera en tomar como vivas las metáforas o las metonimias muertas que emplea correría el riesgo de no poder articular más de una docena de palabras seguidas sin quedar trabucado, sin tartamudear o sin quedarse en silencio. Pensar seriamente en águilas o en palomas cuando uno actúa como portavoz del ala moderada o en orejas y vientres pequeños mientras opera del corazón y manipula aurículas y ventrículos no son ejercicios recomendables para quien se dedique a la política o a la cirugía. Si alguien se empeñase en tener presente la anómala historia de todos los conceptos que usa, sería alguien prácticamente incapaz de hacer nada y de llegar a ningún resultado provechoso. Cualquier capacidad que conduzca al éxito pragmático lleva incorporada la atrofia de la capacidad de resucitar tropos vivos; lo más 109
seguro es que si hubiese algún experto en devolver a la vida todos los tropos muertos que se encuentra en el camino, se trataría de un individuo con dificultades muy severas de supervivencia. El tropo muerto es la secuela de un olvido, y el darse cuenta de que el tropo es tropo constituye un triunfo de la memoria sobre ese olvido. Pero semejante victoria, de poder darse con todas sus consecuencias, lo reduciría a uno a la inacción y al silencio (y, si uno fuera sistemático del todo, al silencio de por vida). El resultado es un olvido reduplicado, que conviene procurar sea definitivo. Así pues, la eficiencia práctica (y a la moral le gustaría ser una de las formas, aunque la mejor y más distinguida, y por tanto la más disimulada, de dicha eficiencia) se asienta sobre un olvido doble: en primer término, el de aquella condición figurada que convierte a ciertos tropos en tropos muertos; en segundo, el de todas las historias anómalas que tratan de recordar esa condición figurada1. La historia habitualmente concebida es, desde luego, maestra de la vida, y de no poder serlo apenas podría aspirar a ningún título de legitimidad. Pero no parece claro en absoluto cuál es el sentido en que podría llegar a ser maestra de algo –y menos de la vida– esa historia anómala que, tratando de resucitar ciertos objetos, paraliza y casi mata a quien se esfuerza en resucitarlos. Las enseñanzas de esa historia no son sólo inútiles, sino también pervertidoras y corruptoras, o por lo menos contraproducentes para la vida, si hacemos caso de una larga serie de testimonios que transcurre desde Cicerón a Nietzsche2. Forma parte de la práctica ordinaria de la moral el suponer que su historia pertenece a las historias naturales. Jugar a la moral moderna a sabiendas de que se trata de una anomalía lo convertiría a uno en un jugador pervertido y seguramente no muy diestro, en alguien con creencias turbadoras acerca de lo que hace, como quien, teniendo que excavar una roca, cree que está encima de una ciénaga. Sobre la moral hay que creer una historia inventada para poder practicar su juego. En realidad, estas maneras de proceder son bastante frecuentes; no en vano, numerosas acciones humanas como la danza, la política o el cortejo suponen conocimientos olvidados, recordados y vueltos a olvidar. Para que la práctica moral resulte practicable, es obligatoria una dosis muy alta de olvido y de resistencia a los recuerdos inoportunos. La práctica moral funciona así, pero tiene, como quizá todas las prácticas, momentos paralizadores en los que quien la ejercita queda fijado en cierta imagen, obsesión o sospecha que detiene la práctica y la congela durante cierto tiempo, un tiempo casi siempre muy breve, aunque interminable o eterno en algunos casos trágicos. La historia de la moral como anómala metonimia producirá seguramente esa fijación, y también su olvido. La anomalía durará apenas un momento, el momento en el que se ha llegado a comprender que lo que uno está haciendo ha de 110
tomarse como natural pero es en realidad el resultado de una anomalía cuya consciencia durará probablemente muy poco, lo bastante poco como para que resulte fácil no recordarla. El momento en el que se advierte que todo resulta ser anómalo es un momento paralizador; mientras dura quizá no se pueda hacer otra cosa, y si se hace se hará mal o se ejecutará con éxito por pura casualidad (quizá porque uno no está paralizado del todo). “Unas veces pienso, otras veces existo”, decía Paul Valéry según la conocida cita de Hannah Arendt3. Los momentos en que uno no es sino que piensa suelen ser efímeros aunque se quiera prolongarlos como quien quiere proseguir con un sueño cuando se da cuenta de que está a punto de despertarse o de que ya se ha despertado. A menudo resulta tentador quedarse detenido en ese momento paralizador en el que se ha comprendido que todo es anómalo, pero es casi seguro que el deseo de seguir paralizado constituya un deseo imposible, porque si surge es señal de que ya se ha puesto algo en movimiento. Esas interrupciones de la práctica merecen el nombre de teoría con más justicia que las doctrinas normativas empeñadas en inventar la moral y en hacer pasar esa invención por el descubrimiento de un género natural. Haríamos bien en llamar teoría moral a lo que se ve o se adivina en ciertos momentos de interrupción de la práctica moral. La teoría así entendida no es contemplación porque contemplar significa tener la mirada fija en un objeto durante un tiempo prolongado, un tiempo que da de sí para mirar y volver a mirar, para comparar la visión presente con las pasadas y hasta para dejarse vencer por el tedio o por el embotamiento de seguir viendo algo que aturde, que enajena y que puede consumir al contemplador. Quien contempla suele tener todo el tiempo que quiere y a veces más del que necesita, mientras que al teórico el tiempo se le escapa tan deprisa como todo lo demás. Parecidas son las razones por las que la teoría no es la visión de un espectáculo. Si lo fuese, tendría que estar interesada en visiones previamente anunciadas, repetibles y programadas a voluntad, visiones preparadas con cuidado para ser vistas de determinada manera y para ser descritas a otros, los cuales podrán verificar la bondad de la descripción acudiendo a nuevas ejecuciones del mismo espectáculo. Pero la teoría no tiene nada que ver con esto. No es un espectáculo porque ningún teórico estará interesado en contemplar algo que ha sido preparado a propósito para que él lo vea, una visión cuyo principio y cuyo final están dispuestos de antemano y que ha sido concebida para que al espectador le entren por los ojos ciertos objetos y otros se le hurten, como dando a entender que hay cosas que no pueden pasar sin ser vistas y otras que deben quedar ocultas, y que esto se decidió de manera definitiva cuando se concluyó el plan del espectáculo, un plan en el que el propio espectador está incluido precisamente
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en condición de espectador y no en otra. La lucidez de la teoría no es fácil de soportar más allá de unos cuantos instantes raros e imprevisibles. El teorizar no es un estar mirando, sino un entrever efímero y accidentado, y los intentos (casi siempre infructuosos) de recordar semejante visión o entrevisión. Más que cualquier otra cosa, la teoría es una interrupción de la visión ordinaria, y suele terminar con un regreso al orden, con una reanudación de las prácticas normales y con la negación o el olvido de los muy efímeros episodios anómalos en los que la normalidad se vio bajo una luz inquietante y extraña. La teoría se desvanece pero vuelve, aunque retorna en momentos igualmente efímeros, instantes que uno cree van a poderse perpetuar, a diferencia de sus predecesores, y que también se perderán a continuación, porque la continuación de la teoría siempre es algo distinto de ella. De ordinario, la expresión “teoría moral” se usa para designar lo que en los capítulos anteriores se ha llamado “doctrinas”. Conforme a este arraigado uso, una teoría moral es un conjunto razonado de mandatos, prohibiciones y juicios de valor que trata de reglar la práctica humana en alguno de los ámbitos pertenecientes a lo que se llama moral o en todos ellos. Pero una vez que se comprende que la moral es el resultado de una anomalía y que su historia tiene muy poco de natural, la expresión “teoría” puede usarse para designar precisamente la visión que surge de la acción humana cuando se comprende que lo llamado de ordinario “moral” es el efecto de anomalías históricas y conceptuales cuidadosamente disimuladas. Aquí se abogará en lo sucesivo por este segundo uso. No está del todo claro que la teoría moral así concebida sea una actividad moralmente recomendable. Sólo a partir de un rancio prejuicio intelectualista puede afirmarse de cualquier cosa que, si ella es buena, también lo será el pensar adecuadamente sobre ella. Al igual que el pensamiento correcto sobre el mal no es malo sino bueno (o eso por lo menos es lo que suele decirse), tampoco hay nada en los bienes que haga a su teoría participar de su bondad. Más bien ocurre al contrario: es verosímil que en algunas ocasiones el pensamiento o consciencia del bien termine por desvirtuarlo, distraiga de su fruición y lo eche inicuamente a perder. Lo más probable es que la moral exija casi cualquier otra cosa antes de ponerse a teorizar sobre ella, en lugar de entregarse a esa disipación suntuaria y ociosa, egoísta y difícil de exigir a todos por igual, ese capricho que distrae de las verdaderas urgencias morales. Desde el punto de vista moral, la teoría es una desviación y una impertinencia: no sirve para nada ni a nada, ni se somete a ninguna condición, pero no por ello es un imperativo incondicionado, porque en realidad no puede ordenársele a nadie. La teoría no termina nunca de afirmar aquello que parecía iba a afirmar: tan sólo lo muestra como algo que no acaba de decirse, como algo
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que, en caso de ser verdad, no lo podríamos admitir como tal más allá de un momento. La teoría, en efecto, no acaba de decirse, y esto significa por lo menos que se interrumpe y queda inacabada y también que retornará muchas veces; la teoría queda sin terminar, vuelve a aparecer y, nada más desvanecerse, es como si hiciese mucho tiempo que no se sabe nada de ella. La mayor parte de la filosofía valiosa (en moral y en cualquier otro asunto) es un intento de enunciar con normalidad algo de lo que uno vio en los raros momentos en que –abandonándolo o siendo abandonado por él– creyó entender el decurso normal de las cosas de modo hasta entonces insospechado. Momentos de sobresalto o de sosegada extrañeza en los que se ve lo normal como algo inverosímil e inaudito, aunque lo inquietante y anormal sea el momento mismo. Declarar lo que uno ha visto es una de las ceremonias más importantes y prestigiosas de la cultura occidental; por eso resulta conveniente llevarla a cabo con la debida pureza y por eso la mentira es uno de los pecados morales más vergonzosos. Parece que la tarea de la filosofía debería consistir en tratar de expresar de manera ordenada y precisa aquello que uno ha visto o comprendido cuando ha examinado las cosas con lucidez, es decir, en perpetuar esos momentos o exprimirlos, sacando de ellos todo lo que de pronto acertaron a elucidar. Si algo es verdad tendrá que serlo siempre, no sólo durante un momento, porque la fugacidad no es el signo de la verdad sino el de la apariencia. Resulta probable que la filosofía sea algo parecido a eso y que los buenos textos filosóficos tengan que medirse por su fidelidad a cierto momento y a lo que todavía puede dar de sí. Pero lo anterior quizá es más que nada el resultado de una ilusión, porque el buen filósofo está acostumbrado a haber perdido el estado de gracia y a fingir competentemente momentos y lugares en los que no estuvo. En realidad eso no constituye ningún desastre porque nadie está presente en momentos así y sería fraudulento exponerlos como propios: el que está presente en ellos no es nunca uno mismo. El filósofo está especializado en explicar cómo serían esos momentos en caso de que efectivamente se dieran: dibuja los planos de una ciudad en la que no ha estado nunca o que sólo ha visto durante instantes brevísimos4. La diferencia entre haber estado en persona y haber oído relatos o visto representaciones no es decisiva, porque a la teoría le importa poco la experiencia directa. La teoría no es una vivencia que uno pueda tener o no tener; es una anomalía que les puede ocurrir a las cosas y que uno puede concebir o imaginar, sin que la concepción y la imaginación sean propiamente cosa de uno. La teoría no le ocurre a uno al ver ciertas cosas; les ocurre a las cosas al ser vistas de cierto modo por cualquiera. La teoría moral en el sentido que estamos dándole consiste en ver cómo serían
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ciertas suspensiones o interrupciones de la moral habitual, ciertos momentos anómalos en los que la moral se ve de un modo incompatible con su práctica. Pero esto no significa, claro está, que toda transgresión o quebrantamiento de la moral reglamentaria sea un caso de teoría moral. Para serlo no basta con que uno infrinja ciertos deberes o conculque ciertas normas; es necesario que se haya formado –aunque sea por un momento y al hilo de otros quehaceres, y quizá sin haber calibrado bien el sentido de lo que hacía– una visión de lo moral distinta de la que la moral oficial produce sobre sí misma. Es probable que la expresión “teoría moral” sea contradictoria o por lo menos conflictiva, porque la moral es un hábito y la teoría una interrupción del hábito. Teorizar sobre la moral implica salirse de ella, aunque la escapada sea muy breve; implica ver en la moral acostumbrada un rostro inquietante, o verla violentamente fuera de su contexto, o ver el aspecto que ofrece el mundo cuando la moral se retira de él o cuando aún no ha llegado a aparecer. Desde la antigüedad se ha creído muchas veces que la teoría es una forma de vida, pero ese juicio consiste más que nada en la expresión de un deseo. De un deseo, por cierto, imposible de cumplir, porque la vida del teórico carece propiamente de forma, y si la tiene es tan poco teórica como la de cualquiera: la teoría es en realidad el intento de recuperación de momentos en los que se perdió la forma que se poseía o apareció una que en seguida se escapó; la teoría puede ocupar una vida entera, pero a condición de quitarle a la vida su forma5. Podrían distinguirse por lo menos tres formas de lo que llamo teoría, tres modos en los que cierta visión de algo se impone de manera efímera y se desvanece sin poder recuperarse nunca del todo. La primera es la más elemental y sencilla de exponer, aunque al mismo tiempo la menos edificante de todas y la más corrosiva que la teoría puede alcanzar. Es la visión que se tiene de las cosas cuando, viéndolas de la manera habitual y sin ningún ingrediente nuevo que distinga esa visión de las anteriores, lo visto se muestra, sin embargo, como falso, como insatisfactorio o como inaceptable. Esos momentos producen la interrupción de un hábito muy arraigado que se adquirió con esfuerzo y quizá con suerte. Son, por ejemplo, los momentos en que uno, de pronto, ve en determinada persona, por la que ha sentido estima o incluso afectos muy profundos y apasionados, a un bellaco o a alguien desprovisto de toda valía. No se trata de una revelación súbita que muestre de pronto lo que las cosas son ni que le haga a uno cambiar de juicio de manera repentina, porque no es ninguna conversión lo que está en juego aquí. No es un cambio de visión, sino el mantenimiento de la que había, pero percibida de un modo que se ve como inmantenible. Es una visión angustiada y quizá melancólica que no deja de tomar en consideración a ninguno de los elementos que ya se
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conocían, pero que los ve de pronto como algo que no merece ningún aprecio. Lo más frecuente en momentos como éste no es la conversión ni la huida, sino una prudente –y también melancólica– vuelta a la normalidad, como cuando uno despierta de una pesadilla en la que, sin embargo, cree haber reconocido rasgos verdaderos del mundo real. Se trata de no aceptar aquello que se reconoce, y precisamente porque se lo reconoce muy bien. Esas interrupciones del hábito (en este caso no de un hábito del corazón, sino del espíritu) se distinguen desde luego por su brevedad y porque quien las experimenta negará haber tenido cualquier cosa que ver con ellas, aunque no dejará de temer que en el momento más inoportuno vuelva a desencadenarse una interrupción semejante. Son visiones ominosas que a veces pueden atrapar a quien las experimenta, dejándolo detenido en ellas o perturbándolo de por vida, pero lo más frecuente y lo mentalmente más higiénico es que uno no se deje afectar y recupere el hábito nada más sobreponerse a la invasión. Todo aquel que haya emprendido alguna vez un empeño intelectual de cierta longitud y ambición sabe que hay momentos en los que de pronto se comprende que la tarea está fundada sobre un error o sobre una trivialidad, y esos momentos son capaces de desbaratar la obra entera, que pasa a ser vista como una empresa condenada al fracaso. El escritor, investigador o artista maduro se sobrepondrá en seguida a semejantes irrupciones; toda obra acabada es el resultado de haber ahogado esos momentos ominosos y de haber tenido la fortaleza (o quizá la debilidad) de olvidarse de ellos6. Es el propio hábito que lo familiariza a uno con la obra que se trae entre manos lo que hace que se borren esos fantasmas abominables. Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que aquello que se percibe en momentos así sea falso o disparatado; que sea efímero e insoportable no le quita nada de su verdad, sólo la convierte en una verdad efímera e insoportable. En realidad, los hábitos del espíritu que llevan a convencerse de la idoneidad de la propia obra están urdidos a base de olvido y de autoengaño; quien sea fiel a los momentos antes referidos no podrá admitir nunca el final o acabamiento de nada. La segunda de las formas de la “teoría” de algo es la que corresponde a la visión de la cosa desprovista o desgajada de todo lo que la rodea, o por lo menos de aquello que la acompaña de manera habitual. De ordinario, las cosas se presentan asediadas por sus alrededores, sus circunstancias, sus contextos y sus trasfondos, y la cultura contemporánea nos ha enseñado hasta la saciedad –hasta la trivialidad muchas veces– que sin esos alrededores la cosa no es nada, o por lo menos no habría en ella nada que entender. Porque entender algo es, sin duda ninguna, hacerlo encajar con su contexto, y los frutos del entendimiento son tanto mejores cuanto mejor sea dicho encaje. Pero no
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siempre la teoría es una forma del entendimiento. En ciertas ocasiones puede verse a la cosa descoyuntada del marco en el que cobra sentido, como cuando a algo se lo saca de su uso y se lo coloca en un desván o en un lugar que no le corresponde7. Aquí no interesan los actos en que alguien se deshace de cierto objeto y lo desactiva, sino aquellos episodios en los que se ha cobrado una visión inusitada y se ha establecido una contextualización inverosímil, casi imposible8. Piénsese en un objeto y en todos los puntos de vista desde los que ha sido mirado alguna vez (la historia de sus visiones) y desde los que puede mirarse (la geografía de sus perspectivas). Esa historia y esa geografía son la circunstancia de la cosa, pero la cosa tiene a veces puntos de vista casi inaccesibles, puntos de vista que nadie acertará a imaginar o en los que apenas nadie podrá colocarse para ver nada, puntos de vista que no pertenecen a la circunstancia de la cosa aunque quizá sí a la de otras. El aspecto que presenta la cosa desde esos puntos de mira es el objeto de la teoría en este segundo sentido. El objeto sacado de quicio y llevado a un contexto que no es el suyo deja de ser el objeto que es porque, como se nos ha enseñado, las cosas son lo que son sólo en su contexto. Y no se trata de hacerles adquirir uno nuevo ni de lo que con cierta ligereza se llamaría recontextualizarlas, sino literalmente de verlas como si fueran otra cosa, o por lo menos de imaginarlas en un contexto tan inverosímil que les haría perder su identidad, sólo que imaginándolas mientras la están perdiendo. Muy a menudo se postula, por ejemplo, como el principal objetivo del conocimiento histórico la actualización o reactualización de un personaje o de una idea9. Esto equivaldría, desde luego, a sacar algo de su contexto, aunque quizá no del modo más provechoso ni más afortunado. Pero piénsese en el caso contrario, cuando el presente se imagina visto por el pasado, es decir, examinado desde un punto de vista literalmente inaccesible. Esta visión del presente que lo despresentifica del todo es efímera a la fuerza y tiene que desvanecerse con la mayor celeridad. Los hábitos que lo llevan a uno a saber desempeñarse en el tiempo presente excluyen desde luego el quedarse clavado en un punto de vista inaccesible, de modo que el retorno a la normalidad ya se habrá efectuado cuando se empiece a reflexionar un poco sobre lo ocurrido. Las efímeras estancias que uno efectúa en estos puntos de vista inaccesibles no están por regla general buscadas a propósito. Se trata de lugares fuera de todo itinerario, a los que uno se acerca mientras va de paso con otra dirección o quizá sin ninguna, porque de ordinario la búsqueda deliberada de puntos de vista inverosímiles está condenada al fracaso. Queda por mencionar la tercera especie, que quizá sea la más fecunda para nuestros propósitos. Se trata de una forma indirecta de “teoría” de algo, que no corresponde a 116
ninguna visión de la cosa correspondiente, sino a lo que sería el aspecto de todo lo demás sin ella. Es en cierta manera una inversión de la segunda especie. Al igual que antes se examinaba la cosa sin nada de lo que de manera natural la rodea, ahora se capta la imagen de lo que sería el mundo sin la cosa, un mundo del que forman parte los alrededores inmediatos de ella y también parajes alejados. Esta visión es muy violenta y difícil de mantener; recuerda a los esfuerzos infructuosos que alguien puede llegar a hacer para olvidarse de una persona, acontecimiento u objeto: si me convenzo de que tengo que olvidarme de algo, lo haré teniendo presente aquello de lo que me tengo que olvidar, y el resultado será mantenerlo en la memoria, quizá con más viveza que otros objetos. Imaginar todo lo demás sin algo es también una tarea casi paradójica, y sin embargo hay ocasiones en que esta visión surge de manera inopinada, cuando uno de pronto e involuntariamente se olvida de la cosa o no repara en ella. No es que haya habido un esfuerzo deliberado por prescindir de la cosa, sino que por puro descuido o abandono se obra sin contar con ella, como si no existiera, como cuando se pone la mesa con un cubierto de menos porque se ha olvidado a uno de los invitados. Pensar en la comida que se habría celebrado sin ese comensal (cuyo servicio ha sido desde luego añadido, con rubor y remordimiento, nada más advertir el despiste) es una manera muy eficaz de pensar en él y de captar lo poco o mucho que significa, las razones de su presencia y la variación que él introduce en el almuerzo o en el mundo. Al celebrarse la comida, se reprimirá seguramente el recuerdo de ese ominoso momento en que su cubierto no estaba presente en la mesa. En este caso, los causantes de que la visión de la mesa con un comensal menos sea efímera y hasta nefanda son el rubor y el remordimiento, pero en otras ocasiones tampoco faltarán motivos para abreviar al máximo la visión. Cualquier persona que se precie de su virtud negará haber tenido visiones así, porque el haber llegado a tenerlas, aun de manera fugaz, no es indicio de buena condición moral. Algo parecido ocurre cuando lo sustraído no son personas: los olvidos y las exclusiones son siempre reprobables y faltan al deber de tener en cuenta todo lo relevante. No está claro, por ejemplo, que se pueda acometer en serio el esfuerzo de imaginar el siglo XIV sin la Divina Comedia, porque la mayor parte de lo que se sabe sobre ese siglo supone la existencia de dicha obra. En las operaciones del entendimiento no es lícito poner y quitar lo que uno quiera en el momento que estime más oportuno. Seguramente, pensar en un conjunto de cinco elementos como si lo fuera de cuatro es una manera incorrecta e injustificable de pensar, salvo, claro está, que se piense a título contrafáctico o de ficción, es decir, como algo destinado a cancelarse más tarde o más
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temprano. Estas excepciones del entendimiento pueden resultar muy útiles siempre que se las use como licencias, pero aquí no se trata de jugar regladamente al juego de las ficciones o al de las hipótesis, sino de sopesar el papel que tienen ciertas interrupciones no regladas del juego normal del entendimiento. Más que las ficciones elaboradas a propio intento importan aquí las interrupciones involuntarias que durante un momento parecen verdad y se imponen como una amenaza, aunque la amenaza se olvide en seguida y se crea que no llegó nunca a darse. No se trata de una ficción continuada, sino de una realidad alternativa que asalta al entendimiento y que se impone como realidad mientras dura el asalto. Esta forma de teoría consiste en acertar a ver cómo sería el mundo sin la cosa y ver a continuación el mundo que efectivamente hay no tanto como un mundo distinto de aquél cuanto como algo que todavía está distinguiéndose de él, convirtiéndose en lo que es sin haber terminado todavía de hacerlo: ver por tanto lo ordinario como el agotamiento de una interrupción. Puede llamarse teoría a cierta visión de las cosas en alguno de los sentidos que se han mencionado, pero sobre todo a los intentos de hablar o escribir acerca de esa visión; a los intentos, si se quiere decir así, de rememorarla y reproducirla. Hablar, escribir o pensar acerca de visiones anómalas de las cosas es un intento de resucitar la visión –la cual se tuvo, claro está, con palabras, aunque quizá con palabras que no terminaron de encontrarse (que no se hallaron del todo y que no acertaron a juntarse unas con otras)–, un intento que seguramente se juzgará como frustrado, porque se dirá que la recuperación no ha estado a la altura de lo visto. En realidad, la teoría es esta elaboración de la visión, porque no habría visiones sin palabras que hablasen de ellas. Más que experimentar ciertas interrupciones, teorizar es hablar y escribir acerca de ellas. El teórico que dice lo que ha visto acaba, naturalmente, diciendo otra cosa, porque mucho de lo visto se perderá al decirlo y también aparecerá materia no vista, producto tan sólo del afán fracasado de recuperación. El teorizar no es ver, sino decir lo que se ha visto y con ello dejar de decirlo e inventar otras cosas (tanto en el sentido antiguo como en el moderno de las invenciones). Entre la teoría y su objeto de visión no habrá nunca coincidencia porque nadie estará en condiciones de llegar a verificarla. Desde luego, toda teoría resulta anómala desde el punto de vista de las prácticas que están relacionadas con ella. La teoría de una cosa consiste en ver algo que la cosa es –o, mejor dicho, haberlo visto sin poder recordarlo del todo– y que resulta incompatible con las prácticas que la cosa exige. Parece humano y muy estimable el propósito de ser fiel en la práctica a los anómalos momentos de teoría; lo que vale en la teoría también ha de ser bueno para la práctica, según se nos ha enseñado. Y en verdad es falso que la teoría
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esté exenta de toda consecuencia o efecto en la práctica. La teoría influye de mil modos en la práctica, aunque apenas ninguno de ellos sea el que el teórico hubiera previsto o querido. La fidelidad a la teoría es un piadoso deseo que honra a quien lo posee, pero produce con frecuencia la ilusión de creer que semejante virtud puede contarse entre las habituales de las prácticas. De ordinario, el teórico que va en busca de fidelidades está atrapado en un dilema: o la práctica se doblega y se ciñe a la teoría tal como el teórico desea (y entonces la práctica está salvada) o la desatiende y desobedece, en cuyo caso es infiel y está perdida. Pero resulta llamativo cuánto egocentrismo hay en el teórico que inventa este dilema, como si la teoría perteneciera a quien la alumbró y esa propiedad facultara también para adueñarse legítimamente de la práctica. El teórico prefiere que la práctica no le haga ningún caso antes de que tome su teoría de manera arbitraria, caprichosa, ciega, parcial, incoherente o perversa, que son las maneras habituales en que la práctica atiende a la teoría. De casi toda teoría puede predecirse que repercutirá en la práctica, pero casi nunca cómo ni cuándo, y la teoría moral no es una excepción. Lo más frecuente es que no ocurra ninguno de los dos episodios comprendidos en el anterior dilema: la práctica no suele atenerse a lo que piensan los teóricos, pero tampoco procede de espaldas a toda teoría. De ordinario, las prácticas reflejan trozos deslavazados de teoría, interpretaciones fragmentarias, mendaces, desvaídas, truncadas, ajenas a los propósitos originarios, entendidas a medias, traídas por los pelos, tomadas por lo que no son, contaminadas de doctrinas varias o de superstición y prejuicio, mezcladas torpemente o llenas de erratas, de confusiones y de lagunas. Esto ocurre con las teorías en los dos sentidos de la palabra: con la teoría como doctrina y también con la teoría como interrupción. Los teóricos quieren modelar una práctica que se les escurre de entre las manos y que ni siquiera lleva impresas sus huellas dactilares, sino tan sólo deformaciones suyas difíciles de reconocer, mientras que los agentes andan compulsivamente a la busca de una teoría que oriente o que legitime su práctica, sin saber que eso no hay teórico que pueda proporcionárselo. La relación entre la teoría y la práctica es esencialmente irónica, como la que habría entre alguien que se propusiera mandar y unos subordinados que, aun estando ávidos de recibir órdenes, las malentendieran sistemáticamente. La teoría y la práctica son anómalas la una para la otra, y nada tiene de extraño que así sea. Eso que llamamos la moral fue el resultado anómalo del triunfo de cierto tipo de doctrinas, unas doctrinas que, por su parte, surgieron como efecto no intencionado de ejemplos escandalosos de inmoralidad. No habría moral sin anomalías que disimular y esconder, pero el efecto de estas últimas es doble y en cierto modo trágico: tenerlas en
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cuenta paraliza cualquier práctica, y pasarlas conscientemente por alto implica pagarle a la ignorancia un tributo que acabaría con la hacienda de cualquiera. La teoría moral es una anomalía de la moral, pero no es la única, según se tratará de mostrar en las dos partes siguientes de este libro. Si la formación de la moral fue anómala, su interior mismo también lo es. Aquello a lo que se llama el bien es una anomalía con vocación de normalidad y una normalidad ansiosa de absorber todas las anomalías. El bien es un compuesto de lo uno y de lo otro, pero no es un compuesto armonioso ni equilibradamente distribuido; no es, como sostendré, la conciliación de esos dos polos, sino el espacio en el que pelean, o quizá la pelea misma. Tener normas admirables y quebrantarlas de manera ejemplar son quizá los dos grandes impulsos en torno a los cuales se ha montado en los últimos veinticinco siglos la idea del bien, y es probable que la historia del bien consista sobre todo en una sucesión de esfuerzos por mostrar que esos dos impulsos son el mismo. En realidad, todo esto es bastante natural, porque las historias no suelen inventarse para hacer crecer el desasosiego. Pero el bien no se inventó para dejar a nadie complacido; todos los indicios apuntan a que fue pensado para lo contrario.
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Parte II Ars aestimativa
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Capítulo 11 Conceptos encabalgados
Como la paz, la prosa y la vigilia, y como quizá la vida misma, la naturaleza pertenece al linaje, exquisito y abigarrado, de los conceptos prepósteros. Antes de definir qué conceptos sean éstos y de poner algún ejemplo más que los ilustre, resulta obligado justificar en lo posible su nombre. Es prepóstero el poner delante aquello que estaba o debía estar detrás y viceversa, trastornando la manera recta en que se ordenan las cosas y sus partes, y obra de manera prepóstera quien convierte lo principal en apéndice de lo subordinado, quien llama la atención sobre lo fútil haciéndolo pasar por importante o quien, valiéndose del descuido, la costumbre o el exceso de confianza, presenta a algo como anterior a otra cosa y más esencial u originario que ella, cuando en realidad lo postulado como previo surgió como la negación de aquello que se tiene por posterior, accidental y adventicio, y no podría haberse pensado nunca en ello de no haber existido esto último. A menudo, el resultado de las actuaciones prepósteras es que lo principal y primitivo llega a parecer adventicio. Al haberse vuelto las cosas del revés, lo principal es secundario respecto a lo secundario y lo primitivo pasa a verse como derivado: ésta es la razón por la que con frecuencia la guerra, el verso y el sueño, y quizá también la muerte, tienden a verse como la ausencia de sus contrarios1. Repárese, por ejemplo, en la palabra “conservador” tal como ha venido usándose en la política y la cultura europea de los últimos dos siglos. Parece que nadie puede ser “conservador” si no se declara partidario de conservar lo que hay o cree que hay, pero el empeño mismo de conservar depende de la posibilidad (no meramente lógica, sino encarnada en alguna amenaza verosímil) de una mudanza brusca o de una corrupción de lo existente. “Conservador” se opone entonces a “revolucionario”, a “rebelde” o a “revoltoso” y sería muy difícil imaginar qué tipo de conservadores podría haber en un mundo en el que nadie hubiese sentido nunca la amenaza de una mudanza radical del orden político o económico2. El hecho de que apenas nadie sea capaz hoy día de dar crédito a esta oposición y vea más natural la de “conservador” con “progresista” (donde el primer término tiende a fundirse cada vez más con “reaccionario”) trastorna las cosas lo bastante para dejar el asunto y buscar otros terrenos menos escabrosos. En efecto, el conservador no suele oponerse en las circunstancias presentes a ninguna sacudida 122
revolucionaria, sino, si acaso, a la aceleración excesiva de la marcha del progreso, una marcha que, debidamente atemperada, muchos conservadores son los primeros en dar por buena. La eliminación de la expectativa o amenaza revolucionaria altera de manera definitiva el concepto de lo conservador, pero, aun en este caso un tanto anómalo, fue necesario para que hubiese conservadores el que, por lo menos en una fase pasada, existiese la amenaza de revolución o de alteración grave de las cosas. Así pues, un concepto es prepóstero cuando, habiéndose formado tan sólo como la negación o el opuesto de otro, se presenta, sin embargo, como término principal o primitivo. Lo prepóstero es, desde luego, una categoría relativa, salvo para quien crea que hubo una ordenación originaria de las cosas y de sus partes y que esa ordenación puede describirse fielmente. Para todas las demás personas, las actuaciones y los conceptos son prepósteros tan sólo en relación con cierto estado anterior. Esta relatividad de lo prepóstero no ha de llevar, sin embargo, a sostener que todo puede ser prepóstero según como se lo mire. De los conceptos prepósteros cabe decir, en principio, que no habrían podido formarse sin su contrario, pero esto no dejará contento a todo el mundo porque es fácil replicar que el depender de sus contrarios es algo que les pasa en realidad a todos los conceptos que poseen antónimo. ¿Acaso “día” no se opone a “noche” en un sentido muy semejante a aquél en el que “hombre” lo hace con “mujer”, y de un modo sin el cual no habría ni días ni noches ni hombres ni mujeres? Poca duda cabe de que los conceptos tienen el contenido que tienen en virtud de su pertenencia a una red de conceptos, dentro de la cual siempre se han de distinguir, para individualizarse, de aquellos que están más próximos. Si tuviéramos un solo concepto, no tendríamos ninguno, y tampoco lo tendríamos si no estuviera pegado a otros o asediado por ellos. Para que la liebre sea liebre tiene que distinguirse de todos los demás animales y de géneros que no son animales, pero tiene, sobre todo, que distinguirse de los conejos. Por regla general, los usuarios normales de cualquier lengua saben distinguir las palabras que tienen contrario de las que no. “Alto” se opone a “bajo” como “largo” a “corto” y lo habitual es aprender juntos los dos pares de conceptos. Estos pares son rígidos, pero la rigidez es compatible con la variedad porque, desde luego, “alto” también se opone a “profundo” y “largo” a “ancho”. Hay, además, términos difíciles como “dulce”: si se nos pregunta qué es lo contrario de lo dulce, casi todos diremos que lo amargo, pero no es disparatado imaginar a alguien que sepa emplear competentemente la palabra “dulce” ignorando el uso de “amargo”. Que la miel o las galletas de chocolate sean dulces depende, qué duda cabe, de lo amargos que sean el café y las aceitunas, pero no depende de ello de manera esencial. Para usar el concepto de lo dulce basta con
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saberlo colocar dentro de una serie en la que también figuren lo salado y lo picante y muchos sabores más. Podría decirse que la antonimia de lo dulce y amargo es accidental: estos dos conceptos pueden aprenderse (y usarse, sin más) como partes de cierta oposición y también sin recurrir a ella. Es verdad que cuando un concepto se aprende al mismo tiempo que su antónimo, resulta muy difícil llegar a borrar la antonimia; si hemos aprendido que lo dulce es lo contrario de lo amargo (aunque quizá lo que hayamos aprendido es que lo contrario de lo dulce es lo amargo), ya nos costará mucho trabajo olvidarnos de esa manera de organizar los conceptos. En realidad, el concepto mismo de “lo contrario” se aprende tomando como paradigmas pares de cosas cercanos a los que parecen esenciales y extendiéndolo poco a poco a los inesenciales. Pero lo prepóstero es más que todo esto. Un caso fecundo para el rastreo de conceptos prepósteros lo constituyen los pares de palabras que designan una virtud y su correspondiente falta, o viceversa. Como se advertirá con facilidad, un “viceversa” así no está ni muchísimo menos fuera de disputa porque en las virtudes y vicios es muy difícil que se dé la paridad. Puede tomarse como ejemplo el término “pereza”. Un rasgo que llama la atención de la palabra “pereza” es su condición turbia3. Por un lado, la pereza puede definirse sin dificultad de forma parecida a la de los términos que suelen llamarse fácticos o descriptivos, términos que no parecen necesitar de valoración para poder usarse (y nótese que “fáctico” y “descriptivo” son a su vez términos prepósteros). Tengo pereza cuando me resisto a ejecutar acciones que me exigen esfuerzo o que me resultan fastidiosas o incómodas, o cuando mi falta de ganas hace que las lleve a cabo tarde o no las concluya o las termine con descuido. Pero, naturalmente, si llamo perezoso a fulano o lamento lo perezoso que soy, no me limito a declarar lo anterior; lo que hago es afirmarlo dando a entender al mismo tiempo que tal cosa no debe aprobarse y que sería mejor tener ganas de hacer aquello que uno hace con pereza. Podría decirse que la pereza tiene dos componentes, uno fáctico o descriptivo y el otro normativo o valorativo, pero dichos ingredientes existen de forma tan sólo idealizada, pues lo que más importa es que andan inseparablemente acoplados. En caso de que la separación de los dos componentes pudiera llevarse a cabo, ya no tendríamos el término en cuestión, sino otros dos distintos de él. Cabe replicar que el significado de la palabra “pereza” podría variarlo alguien que tuviese un juicio favorable sobre lo que la palabra significa, de modo que, por ejemplo, la pereza de Paul Lafargue fuese un concepto distinto de la pereza de un puritano o la del suegro de Paul Lafargue. Allí donde los lafarguianos dicen “pereza” habría que entender lo mismo que entendemos cuando lo dice el hablante normal, sólo que cambiando el
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signo de la valoración y tomando como bueno lo que el hablante normal tiene por malo4. Pero lo que hace el lafarguiano no es propiamente cambiar el significado de la palabra, sino usarla, por así decir, entre comillas, suspendiendo el compromiso habitual que los hablantes tienen con lo que dicen5. Si me refiero a Nicolai Ceaucescu como “Danubio del pensamiento” (era éste, al parecer, uno de los epítetos oficiales del inestimable mandatario rumano) y lo hago de manera irónica o con sarcasmo, emplearé, desde luego, las mismas palabras de alguien que hablase en serio, pero negándome a comprometerme (o suspendiendo el compromiso) con lo que se espera que se sigue de esa atribución. Si hablo con ironía, mis palabras pueden parafrasearse por “‘Danubio del pensamiento’, como diría un partidario frenético de Ceaucescu”. Y algo semejante ocurre con la pereza en boca de quien pronuncia su apología: cada vez que diga “la pereza” querrá decir “lo que los tontos de los puritanos llaman ‘pereza’”, o algo semejante. La supresión de compromiso o su debilitamiento son anomalías frecuentes en el lenguaje y en el uso de los conceptos, y éste es un caso de esa anomalía6. Casi nunca es posible practicar un corte limpio entre los dos ingredientes de un término y quedarse con el descriptivo volviendo el valorativo del revés. Lo típico de los términos turbios es que un cambio en un componente no puede llevarse a cabo sin cambios en el otro; cualquier mudanza tiene repercusiones cerca de donde se produce y también muy lejos. Todo esto puede quedar ilustrado por los usos de términos peyorativos formados en medio de comunidades de usuarios gazmoñas o muy pudibundas para referirse a actos o hábitos sexuales tenidos por reprensibles. Así, términos como “lascivo”, “licencioso” o “salaz” desaparecen en cuanto se muda su carga valorativa, como si el cambio de signo se llevara la palabra entera por delante. Una vez que ser lascivo deja de ser un vicio, no es que el término “lascivia” se pase a usar en sentido neutro o favorable, sino que deja de usarse, salvo de manera irónica, entrecomillada o paródica, es decir, sin comprometerse el hablante con los valores evocados por su ironía. Lo que más importa, sin embargo, de un término como “pereza” es que va asociado de manera constante a su correspondiente concepto positivo o favorable, en este caso a “diligencia”. En la oposición de pereza y diligencia, la primera es una falta de la segunda, una insuficiencia o ausencia suya. Lo digno de elogio o lo que, por ser normal, no exige mención ni comentario es la diligencia, y sólo cuando ésta flaquea ha lugar a hablar del vicio o aberración de la pereza7. Aquí el vicio se concibe en términos parecidos a los de la falsificación de la moneda. En efecto, una moneda es falsa cuando, dados ciertos criterios sobre lo que es moneda de curso legal, la pieza en cuestión incumple alguno de 125
ellos. Puede haber innumerables modos de falsificar moneda: la aleación, mezcla o ejemplar correcto señala lo que puede valer como buena moneda, mientras que todo lo demás será fraudulento. Seguiría habiendo moneda de curso legal aunque hubiese desaparecido la falsa –aun a falta de todo vicio, lo correcto seguiría siendo correcto porque basta con que esté definido como tal– pero la diligencia no es como la moneda válida, porque de no haber perezosos no habría nadie diligente8. Determinar la recta composición de una moneda es un acto performativo que establece las reglas de cierta práctica, reglas que naturalmente tienen que ser explícitas, sin embargo, nunca hubo nadie que instituyera la práctica de la diligencia ni de la moderación ni de la valentía. La busca compulsiva de fundamentos en moral es la superstición consistente en suponer que todas las prácticas humanas –o las que se consideran moral-mente pertinentes– fueron instituidas mediante un performativo así, o pueden verse como si lo hubieran sido. La autenticidad anticipa sus posibles transgresiones, pero la diligencia sólo puede venir después de ser efectivamente transgredida. Hay muy buenas razones para que el individuo humano que camina con menos de cinco extremidades inferiores no reciba ninguna denominación especial. Nadie ha visto nunca a alguien con cinco o más piernas, y sería muy extravagante designar a alguien distinguiéndolo de seres así. Naturalmente, andar con menos de cinco piernas es una virtud, y no pequeña, si bien pertenece a las que no tienen nombre; en caso de que existiera el vicio correspondiente, existiría con toda certeza el correspondiente nombre de virtud: la cualidad de los minusquintúpedos, por ejemplo. Cabría, sin embargo, obrar de tal modo que se considerase primitiva la noción de “caminar con menos de cinco piernas”, y derivada o posterior la de “caminar con cinco”. Quienes hicieran lo primero serían, por ejemplo, rectípedos y los segundos oblicuípedos. Así se habría borrado toda huella de que primero vino la excepción y luego la norma. Estará ya claro que el término “diligente” es como el término “rectípedo”; una palabra como, pongamos, “desperezoso”, semejante a “minusquintúpedo”, habría sido más transparente, pero es difícil que los términos de virtud cedan la primacía conceptual a palabras que designen vicios a los que ellos se oponen. Como si el reconocimiento de que la virtud es cosa derivada del vicio y no al revés desvirtuase a la virtud y la hiciese sospechosa9. “Diligente” se llama, entonces, a quien no es perezoso o a quien logra vencer a la pereza, mas, una vez establecido así su significado, muy bien puede optarse por decir que el perezoso es el falto de diligencia. Los nombres de virtudes son tan prepósteros como celosos de ocultar su condición prepóstera. Es probable que, si se descubriese que todas las virtudes son parasitarias de, por lo menos, un vicio, las virtudes quedasen, en efecto, 126
desvirtuadas, casi tanto como la prosa lo está en relación con el verso10. Porque donde esta alteración no se produce es, desde luego, en las nociones de verso y prosa. Cualquiera que sea la definición que del verso se dé o la noción tácita que se tenga, parece claro que “prosa” ha de significar “aquel escrito que no está en verso”. Más adelante habrá ocasión de ocuparse de la condición obligatoriamente escrita de la prosa; baste por ahora con hacer un poco de caso al sentido común y tomar nota de que la prosa es, sin duda, lo que no es verso, y prosaico, por su parte, lo que manifiesta de modo llamativo propiedades contrarias a las del verso o a las que suelen asociarse a él como características suyas. La prosa se toma, por oposición al verso, como la manera natural o espontánea de escribir (y aun de hablar, si se ha de hacer caso del viejo chiste de monsieur Jourdain, aunque, como se verá más adelante, nadie habla estrictamente en prosa), aquella que todos usamos de oficio, por defecto de otra cosa y cuando no está vigente ninguna constricción particular. Buscar qué palabra ha de usarse atendiendo a dónde se acentúa, a cuáles son sus dos sílabas finales (o la última en ciertos casos) o al monto total de sílabas del conjunto que forma esa palabra con algunas de las que la preceden –no sin antes haber dispuesto las anteriores de modo que faciliten el hallazgo de una palabra afortunada– quizá sea una tarea apasionante, pero natural lo es muy poco. Cuando este ejercicio se desempeña con éxito, y sobre todo cuando parece espontáneo, resulta singularmente admirable; quizá esta producción cuasiespontánea de lo que parece milagroso sea la fuente del aurático prestigio, cercano muchas veces a lo sagrado, que los poetas han tenido en ciertos momentos y ambientes11. El verso es artificioso y la prosa es natural, pero a veces lo artificioso, si es de una artificiosidad excelente, puede llegar a parecer natural. A esta forma de naturalidad vicaria o derivada le resulta esencial el tener que contentarse con parecer naturaleza, aunque en ocasiones la imitación supere al original, sea copiada por éste y termine confundiéndose con él. En esto se asemeja a la noción de una “segunda naturaleza” de la que habrá ocasión de tratar más adelante. Cuando se examina el arte del versificador, se halla por contraste que la prosa es natural; si uno no está sometido al yugo de la convención métrica y habla con naturalidad, hablará o escribirá en prosa. Semejante descubrimiento tiene mucho de engañoso, como va a verse en seguida, pero la idea de que hay un escribir natural no habría podido formarse sin la experiencia de que a veces el escribir está forzado; quítensele las cadenas y quedará la prosa, que es propiamente lo que había antes de que las cadenas se inventasen. El mérito del verso radica entonces en su dificilísima violencia, en escribir o hablar –o “cantar”, como con toda razón se dice– admitiendo obligaciones que no pertenecen al hablar o escribir normal, pero de tal suerte que se mantenga el 127
resultado como cosa escrita o hablada, y por tanto inteligible. Si se quiere definir el verso hay que definirlo como cierta anomalía o desvío con respecto a la prosa, que es lo normal y natural. Sin embargo, la noción misma de “prosa” no habría llegado a formarse de no ser por la existencia previa de lo que constituye, según esta concepción, una anomalía suya. Lo desviado tiene que definirse en virtud de lo recto, pero a nada se podría llamar recto si no hubiera algo que se desviase. Cierta manera de escribir, de narrar o de cantar, dotada de peculiaridades que podrían describirse de muchas maneras, pasa a ser señalada precisamente como un desvío o excepción con respecto a todas las demás formas de escribir, narrar o cantar, a las cuales se atribuye el nombre general de “prosa” y la condición de término por defecto12. Debe añadirse, sin embargo, un par de advertencias. La primera es que no resulta inevitable ni necesario poseer un término para “todo lo que no es verso”, de igual forma que no lo es tener una palabra para designar todos los animales que no tienen pico o todas las ciudades que no tienen catedral. “Lenguaje en verso” podría ser como “animal con pico” o como “ciudad con catedral”, clases que no exigen un nombre particular para su complementaria. Que haya o no haya de hecho un nombre así resulta de lo más contingente. La segunda observación es que la palabra “prosa” constituye en muchos de sus usos una sinécdoque. Todo el mundo sabe que prosa es cualquier cadena de palabras que no forman verso, pero desde luego hay que aclarar muy cuidadosamente lo que se entiende aquí por cadena de palabras. Resulta, por ejemplo, disonante decir que una conversación telefónica ordinaria, un telegrama o un mensaje de correo electrónico de tres líneas son muestras de prosa, por poco verso que haya en ellas. “Prosa” parece referirse sólo a lo escrito, y de manera especial a aquellos escritos que, no sometidos a las servidumbres del verso, muestran sin embargo un cuidado verbal semejante hasta cierto punto al de éste (un cuidado que puede llegar a incluir, como se verá, el uso ocasional y disimulado de sartas de palabras correspondientes al esquema de un verso)13. De manera que la prosa estará constituida por escritos sometidos a ciertas constricciones distintas de las del verso; no es prosa, por tanto, toda clase de escritura desatada14. Dejaremos ahora este sentido especialísimo de la prosa (un sentido predominantemente estimativo15, que obliga a cualificar el nombre con un adjetivo de valor: se habla de la prosa de fulano para decir que es buena o torpe, pretenciosa o fluida) y nos quedaremos con el más general de composición escrita que no está en verso. Interesa advertir que, queriéndose oponer a “verso” sin más, a lo que se opone propiamente es a “verso escrito”. Pero el verso no es siempre materia de escritura –según algunos sólo lo es de modo accidental y vicario, aunque no hace falta entrar ahora en tan asendereada 128
cuestión–, de modo que lo que se considera “opuesto al verso” se opone tan sólo a ciertos episodios, más o menos frecuentes, de verso. No debe desatenderse esta circunstancia, que quizá se encuentre también en otras parejas de conceptos semejantes a la del verso y la prosa y, sobre todo, conviene parar mientes en que la selección o especialización del significado de “prosa” no pasa inadvertida para el usuario habitual de la palabra, aunque sí para los diccionarios. Nadie llama prosa a una conversación telefónica, aunque así debería ocurrir de hacer caso a las definiciones oficiales de la prosa16. Pero es conocido desde antiguo el artificio consistente en introducir en medio de la prosa palabras que obedecen al esquema métrico de algún tipo de verso. Aunque la aparición de rima en medio de la prosa se considera muchas veces vicio –y razones hay para ello–, no lo es en absoluto el empleo en prosa de esquemas métricos pertenecientes a la tradición literaria o a la poesía popular de la lengua correspondiente. Así, en castellano, el octosílabo o el endecasílabo pueden producir efectos rítmicos que el lector u oyente advierte de ordinario con agrado, aunque no los reconozca de manera espontánea como propios del verso. Unos párrafos más arriba, el lector habrá encontrado la expresión “antes que las cadenas se inventasen”, que es un endecasílabo o lo sería si hubiese aparecido junto a otros versos y no intercalado en mitad de prosa. Quizá en este caso –que estaba, todo sea dicho, preparado a propio intento– el lector puede notar cierto efecto de extrañeza en lo inhabitual (para el castellano escrito, que no para el hablado) de “antes que”, en lugar de “antes de que”. El efecto que se busca no es el de que el lector descubra el endecasílabo, sino el de procurarle una sensación de extrañeza que no tenga por qué reconocer como un caso de endecasílabo. Se habrá de leer aquello como si fuera un endecasílabo, pero sin que lo sea en verdad, porque los endecasílabos no se dan en prosa. El prosista que introduce un verso subrepticio es un embaucador que juega a la confusión; para usar del verso, antes hay que haber dicho “esto es verso” o haberlo dejado claro mediante algún procedimiento inequívoco. Una protesta así es tan vieja como el Fedro. En el discurso de Lisias que figura al comienzo de dicho diálogo pueden encontrarse ejemplos de isocolon que, desde luego, Platón aduce como muestra de las malas artes de la retórica. La lengua hablada ha de ser natural, mientras que semejantes artificios constituyen una suerte de transposición –fraudulenta porque pasa inadvertida– de las maneras propias de la escritura. El fraude de Lisias consistiría en no haber avisado sobre el género empleado, el haberse callado arteramente la necesaria cláusula “¡ojo, que esto es verso!” ¿Cabe llamar propiamente verso a las fugaces intromisiones de sílabas contadas en
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mitad de la prosa? De ninguna manera, porque esas interferencias anómalas son verso que se oculta y que necesita ser entendido como cosa distinta del verso. Parecen verso por su esquema métrico, pero no lo son porque no tiene vigencia la convención que exige leer u oír aquello teniendo presente semejante esquema (más bien, al contrario: como se ha visto ya, es preciso no tener presente la convención para que el artificio dé el resultado apetecido). Se necesita entonces una noción del verso que excluya estas anomalías y las considere como lo que son: prosa anómala que tiene que ocultar toda huella de sus devaneos. En realidad una definición así no resulta nada difícil. Giorgio Agamben ha propuesto una idea muy sorprendente de las condiciones del verso acudiendo a aquella anomalía de la versificación en la que el verso parece prosa: a lo que suele llamarse encabalgamiento17. En los dos primeros versos de este cuarteto de Garcilaso: ¿Quién me dijera, cuando las pasadas horas que’n tanto bien por vos me vía que me habiades de ser en algún día con tan grave dolor representadas?18
o cuando se lee, en el ejemplo que trae Agamben, …La porta bianca … La porta che, dalla trasparenza, porta nell’opacità…
el lector está obligado a leer violentando, desde luego, las pausas exigidas por la sintaxis de la oración. De ordinario, los finales de verso –que señalan un corte estrictamente métrico– coinciden con algún final de oración o de sintagma, pero esta expectativa es precisamente la que no cumple el encabalgamiento, al obligar a un corte métrico que no es sintáctico. Como es de rigor advertir en cuanto se repare mínimamente, semejantes cortes están excluidos por principio de la prosa que echa mano de esquemas métricos. En ella, los fines de “verso” tienen que coincidir a la fuerza, para surtir efecto rítmico, con finales de unidad sintáctica, y resultaría inconcebible lo contrario. No cabe el encabalgamiento en la prosa más o menos rítmica, porque entonces se perdería toda apariencia de verso. El encabalgamiento sólo puede darse en el verso de verdad y es imposible en el verso aparente; de ahí que su posibilidad sea, según Agamben, lo que más propiamente distingue al verso de la prosa19. Pero el encabalgamiento, como el propio Agamben se complace en reconocer, es un mecanismo que en cierto modo 130
prosifica al verso o hace que se pierda su rasgo más característico. Lo que distingue al verso es una anomalía que en cierto modo lo acerca a la prosa: si oyéramos un poema cuyos versos estuvieran todos encabalgados, sólo las pausas artificiales entre verso y verso permitirían caer en la cuenta de que aquello no es prosa. Pero es precisamente esta anomalía dentro de la anomalía lo que permite distinguir al verso de la prosa; si no existiera el encabalgamiento, entonces todos los cortes métricos coincidirían con algún corte sintáctico y el verso sería equivalente a cierto tipo de prosa en la que, por casualidad o artificio, los finales de unidad sintáctica se dispusieran conforme a cierta medida. Esta descripción, sin embargo, no puede convenir a la naturaleza del verso, porque lo único que importa en éste es que se satisfaga cierto esquema métrico; que el final de esquema coincida con un final de unidad sintáctica es cosa del todo irrelevante, y para que se ponga de manifiesto que lo es resulta preciso “cortar el verso” con encabalgamiento, con un corte dispuesto para mostrar a las claras que, aunque a veces puedan coincidir, las divisiones del verso son distintas de las de la prosa20. Comentando el cuarteto de Garcilaso arriba citado, señalaba Fernando de Herrera que “cortar el verso” del modo que se lleva a cabo para iniciar el segundo no es vicio sino virtud, i uno de los caminos principales para alcançar l’alteza i hermosura del estilo, como en el eroico latino, que romper el verso es grandeza del modo de dezir. Refiero esto porque se persuaden algunos que nunca dizen mejor que cuando siempre acavan la sentencia con la rima. I oso afirmar que ninguna maior falta se puede casi hallar en el soneto que terminar los versos d’este modo, porque aunque sean compuestos de letras sonantes i de sílabas llenas casi todas, parecen de mui umilde estilo i simplicidad, no por la flaqueza i desmaio de letras, sino por sola esta igual manera de passo, no apartando ningún verso, que iendo todo entero a acabarse en su fin, no puede tener alguna cumplida gravedad ni alteza ni hermosura de estilo, si bien concurriessen todas las otras partes. Pero cuando quiere alguno acompañar el estilo conforme con la celsitud i belleza del pensamiento, procura desatar los versos, i muestra con este deslazamiento i partición cuánta grandeza tiene i hermosura en el sugeto, en las vozes i en el estilo, porque lo hace levantado, compuesto i bellíssimo en la forma i figura del dezir esta división i lo aparta de la vulgaridad de los otros. Mas este rompimiento no á de ser contino, porque engendra fastidio la perpetua semejança21.
Los encabalgamientos tienen una enorme importancia poética y merecen plenamente el elogio de Herrera. También la tienen, como se verá en seguida, conceptual. Pero recapitulemos un poco. El concepto de la prosa define en primera instancia su extensión como la complementaria de la del verso, un concepto de extensión menor que, además, constituye una anomalía de la prosa. Así pues, el verso es un concepto al que cabría llamar anómalo, mientras que la prosa es un concepto prepóstero. Como los demás conceptos prepósteros, el de la prosa tiene que usarse olvidando que es prepóstero, y este fin se logra justamente gracias a la condición anómala de su complementario: si el verso es anómalo, entonces la prosa –o sea, lo que no es verso– es lo natural y normal. 131
Semejante circunstancia no es privativa de la prosa y el verso; puede hallarse en todo par de conceptos de los que uno sea prepóstero y el otro anómalo. Ahora bien, aquello a lo que se refieren los conceptos prepósteros muestra en ocasiones, de manera más o menos fragmentaria, apariciones de lo designado por el correspondiente concepto anómalo. Toda paz tiene momentos de agitación belicosa, en la vigilia no faltan las cabezadas, las ensoñaciones y los desmayos, y en la prosa también hay más de una vez verso subrepticio o advenedizo, o lo que parece tal. Nada de esto implica, sin embargo, que a deslices episódicos así se los pueda llamar guerra, sueño ni propiamente verso. Lo que en puridad distingue al sueño es admitir sobresaltos y duermevelas y seguir siendo sueño y otro tanto sucede con la guerra y la suspensión provisional de hostilidades: los encabalgamientos son la tregua del verso, pero lo que distingue a la guerra de los disturbios que ocurren en tiempo de paz es que sólo la primera admite treguas; una guerra de la que estuviera excluida toda posibilidad de tregua sería un conjunto de hostilidades quizá muy violento y destructivo, pero le faltaría la formalidad de la guerra, que consiste en poder suspenderse a sí misma de manera limitada. Los conceptos anómalos tienen también sus propias anomalías; el encabalgamiento, la tregua y la duermevela pertenecen a la clase de los conceptos que, en homenaje al primero de ellos, pueden llamarse encabalgados. Como a continuación se tratará de mostrar, hay más casos de conceptos prepósteros, anómalos y encabalgados. Quizá el más destacable de todos sea el que se mencionó al comienzo mismo de este capítulo.
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Capítulo 12 Lo natural y lo artificial
El verso es anómalo y la prosa prepóstera, al igual que ocurre con la guerra y la paz, el sueño y la vigilia, la montaña y el llano y el trabajo y el ocio. La tregua, el sonambulismo, el altiplano y las vacaciones son los respectivos encabalgamientos de estos cuatro pares de conceptos, aunque no siempre que hay un término anómalo y otro prepóstero puede descubrirse también uno encabalgado. Ahí están, no en vano, la enfermedad y la salud, la muerte y la vida, el matrimonio y la soltería o el judío y el gentil, cuyas oposiciones carecen de encabalgamiento. Podría alegarse que las mejorías pasajeras, la fama inmortal –la “tercera vida” de Manrique–, el matrimonio blanco y el judío asimilado constituyen los respectivos términos encabalgados de estas oposiciones, aunque ni mucho menos parecen tan indiscutibles como los que se mencionaron hace un momento. Cabe replicar también que el ejemplo sueño-vigilia-sonambulismo admite una alternativa vigiliasueño-ensoñación, en la que el término anómalo sería la vigilia y el prepóstero el sueño. A pesar de lo contraintuitivo del caso (que presupone la antigua y venerable paradoja según la cual lo normal es estar dormido y la vigilia constituye una mera interrupción del sueño), el ejemplo no es un disparate. La ensoñación sería un término encabalgado porque proporcionaría la excepción “normal” de lo anormal, algo que no puede extrañar a nadie que se haya entregado alguna vez a ensoñaciones. Pero precisamente uno de los conceptos que aquí están en juego es el de la naturaleza, una noción que pertenece a las más ingratas de definir de todo nuestro aparato conceptual, y no sólo a causa de su condición medular, indispensable y primitiva. Como ya se ha adelantado, es un concepto prepóstero, pero su mayor dificultad estriba en que pertenece al mismo tiempo a dos oposiciones de términos: lo natural y lo artificial por un lado y lo natural y lo monstruoso o contranatural por otro. El asunto sería más sencillo si alguna de esas dos oposiciones pudiera tomarse por anterior o principal, pero no resulta nada claro que eso sea posible, de modo que probablemente estemos condenados a tener en cuenta a las dos sin poder llegar a dirimir nunca la cuestión de la primacía. Comenzaremos, sin que esto implique una toma de partido, por la oposición entre lo natural y lo artificial. Es sin duda muy antigua la oposición de naturaleza y arte, que enfrenta lo natural a 133
lo sometido a algún artificio o regla humana deliberadamente seguida. Desde luego, el arte y lo artificial son aquí abreviaturas de una gran variedad de actividades; la técnica, la política, la artesanía, el derecho o las artes consideradas bellas son formas del arte, pero también lo son la guerra, la agricultura, el juego, la pesca y los buenos modales. Lo primero que llama la atención es que la oposición no parece tan nítida como la del verso y la prosa; tanto que no sería insensata la objeción de quien propusiese que se llamara “artificial” simplemente a todo lo que no es “natural”, con lo que se obtendría un par de términos prepósteros, pero de relación inversa a la que pensaba encontrarse. Quizá cabría salir del apuro limitándose a decir que “artificial” es lo que se sigue de la actuación humana y “natural” todo lo demás. Eso es muy cierto, pero deja sin contestar la pregunta de por qué a lo que resulta de la actuación humana se lo llama precisamente “artificial” y no de otro modo. La denominación es una flagrante sinécdoque, que recuerda mucho al caso de la prosa, sólo que aquí se produce en el término anómalo y no en el prepóstero. Seguramente, la oposición de lo artificial y lo natural tiene como caso estereotípico la comparación de un objeto físico cuya génesis consta que ha sido humana con otro cuya génesis se sabe que no lo ha sido. La naturaleza es antes que nada un vasto conjunto de objetos materiales que están ahí sin intervención humana y habrían estado aunque nadie los hubiera visto. Lo artificial se hace en último término a base de piezas no artificiales y es al conjunto de estas últimas a lo que se llama a fin de cuentas “naturaleza”. La naturaleza es una enorme colección de géneros naturales y el artificio un vasto repertorio de invenciones. El paradigma de lo artificial es un objeto material construido con arreglo a cierto propósito y que sirve regularmente a él, aunque sea para fabricar otros objetos artificiales. A veces se producen artificios inútiles o estúpidos que pueden desecharse o que constituyen un estorbo, pero por regla general se cree que las artes humanas son inteligentes y providentes y cuando no lo son se las reconviene por no serlo. La naturaleza es, por tanto, todo aquello que no deriva de ningún artificio humano, y el artificio humano se distingue por obrar a sabiendas de lo que se hace y con arreglo a procedimientos razonables. Si esto es así, muy bien podría haberse dado el caso de suponer que la naturaleza, es decir, lo que no es artificial, constituye un amasijo desordenado de cosas sin propósito, una agregación informe de objetos y trozos de objetos inasequible a todo plan humano o de algún otro ser sensato y previsor, una mezcolanza inarmónica –o, si armónica, tan sólo a trozos y por casualidad–, deslavazada, estridente, arbitraria, peligrosa y torpe. No en vano, el concepto de naturaleza ha sido un cajón de sastre en el que se ha depositado de todo a lo largo de los siglos, y no ha de extrañar que lo anterior abunde considerablemente, bien por medio de la idea de una
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materia informe –la hyle o la sylua– bien mediante las visiones turbadoras y abismáticas de la estética de lo sublime, esa invención de quienquiera que fuese el pseudo Longino recuperada por el hipersensato Edmundo Burke, un hombre dado sobre todo a las pláticas de club y temeroso de todo exceso revolucionario (que era lo más desmesurado, turbador y asombroso que a un caballero dieciochesco podía tocarle conocer en esta vida)1. Pero en la historia de las concepciones de la naturaleza ha predominado, casi desde sus orígenes, el supuesto de que lo natural constituye una totalidad ordenada, algo apto para ser tomado como la obra de un artífice sabio y previsor. Que se haya creído o no en la existencia de tal artífice es lo de menos en la historia del concepto; importa sobre todo la aptitud que la naturaleza presuntamente muestra para ser obra de un artífice así. Es característico de los conceptos prepósteros el definir algunas de sus propiedades valiéndose de rasgos del correspondiente término anómalo. Al igual que la prosa es el discurso no versificado que tiene propiedades semejantes por su cuidado y esmero a las que muestra el verso, así la naturaleza, para ser genuina naturaleza y no un caos, necesita también mostrar rasgos propios del arte2. Y, a semejanza de lo que ocurre con la prosa, surge aquí también la ambigüedad: muchas veces lo natural es lo mera y brutalmente natural, lo que, al contrario de los artificios humanos, ignora toda ley y es incapaz de orden alguno. Será entonces naturaleza todo aquello que, no habiendo sido causado por un artífice humano, muestra propiedades que podrían corresponder, sin embargo, a la obra consciente de un artífice no humano. En la formación del concepto interviene una operación lógica que es desde luego falaz pero que pertenece al tipo de paralogismos gracias a los cuales los conceptos pueden formarse y los animales humanos tenemos aparato o sistema conceptual. El paso consiste en que, una vez que alguien se ha persuadido de que hay partes de la naturaleza obedientes a lo que podría ser un designio demiúrgico o artificial, puede concluir que todos los demás objetos se atienen también a ese designio, aunque advertirlo no sea fácil. Se trata entonces de justificar lo que parece menesteroso de justificación; la tarea que se impone es la de una fisiodicea o justificación de la naturaleza por alojar criaturas que parecen indignas de un artífice inteligente y providente. La idea de que la naturaleza como tal tiene una finalidad formal –y no sólo la tiene el color de este camaleón o la tela de esta araña– es el supuesto más frecuente de los autores de fisiodiceas3. Como bien se ve, la noción de naturaleza muestra rasgos característicos de los conceptos prepósteros. La existencia de objetos artificiales se convierte en la anomalía de un mundo que ha quedado definido como aquél en el que lo natural es que las cosas no 135
se produzcan de manera artificiosa. Por mucho que la naturaleza pueda tomarse como si fuese producto de un artífice, es obligado distinguir entre el artífice humano que desde luego no proyectó el plan de la naturaleza y el hipotético artífice no humano que podría haberlo proyectado. Lo propiamente natural será aquello que, pareciendo en fragmentos más o menos amplios la obra de un artífice, no lo es sin embargo, o por lo menos su artífice no es humano. Si la naturaleza no pareciera a menudo artificial sería un desorden inasequible a todo concepto y seguramente a toda intuición –no podría ser nombrada, examinada ni contemplada, ni siquiera experimentada–, pero si fuera artificial de verdad entonces ya no sería naturaleza. Al igual que la prosa contiene a veces fragmentos de verso, así la naturaleza, inartificial por definición, presenta a veces trozos que parecen producto del designio de un artífice inteligente. Tienen, sin embargo, tan poco de arte estos fragmentos de naturaleza como de verso tiene la prosa de sílabas contadas, y por razones parecidas. La anomalía reduplicada que era en el verso el encabalgamiento lo es en la artificiosidad humana la noción, antigua y perdurable, de una segunda naturaleza. En efecto, lo que distingue al arte propiamente dicho de aquellas apariciones más o menos fugaces en la naturaleza de lo que parece ser arte es el carácter indeclinablemente consciente y premeditado de lo artificioso. Es cierto que los panales de abeja y las telas de araña son lo más parecido que hay a objetos artísticos, pero les falta toda presencia del concepto del arte, que es lo que distingue a las operaciones propiamente artificiosas4. Ahora bien, pertenece al concepto mismo del arte el tener que ejercerse como resultado de un hábito, adquirido mediante la disciplina o perfilado a partir de cierta capacidad natural5. El artista, como el técnico y el artesano, produce objetos de manera consciente y reflexiva, pero sin que esa consciencia pueda estar presente en todos los momentos del operar. Aquel artista o artesano que tiene que pensar todo lo que hace antes de hacerlo es todavía un artista o artesano en ciernes, que no domina su oficio. Poseer el concepto del arte significa haber aprendido que a veces hay que operar sin dicho concepto. Los objetos técnicos y artísticos, como también las instituciones humanas invisibles, constituyen una especie de naturaleza paralela y son en ese sentido una segunda naturaleza externa que se independiza de la voluntad de su autor. Pero no es éste, como es conocido, el único sentido ni el principal de la idea de una segunda naturaleza. Es la segunda naturaleza del artista la que hace de su obra propiamente arte, en los sentidos más amplios de “arte” y de “artista”. Para que el artista actúe como tal, resulta necesario que su actuación muestre una cierta regularidad habitual, de un género distinto a la que rige los procesos naturales, pero análoga a ella. Si se quiere entender lo que 136
hace el artista no podrá olvidarse ni que actúa en cierto modo por naturaleza ni que esa naturaleza es distinta de la naturaleza primera6. Desde luego, semejante atribución de una segunda naturaleza al artista favorece mucho la hipótesis de una naturaleza primera dotada también de condición artista. Explotar las consecuencias de esta analogía fue la tarea de Kant en la tercera Crítica y un resultado de su empresa es que la crítica del juicio estético y la del teleológico se muestren inseparables. En cuanto al artista se le atribuye una segunda naturaleza, el concepto mismo de naturaleza pasa factura por haber sido usado así. Al haber una segunda, la primera tiene que compartir algunos de sus rasgos; la idea de una segunda naturaleza impide mirar con inocencia a la primera como si fuese la única. Pero, como es sabido, el concepto de una segunda naturaleza suele aplicarse sobre todo al ámbito de la moral. El lugar fundacional de este concepto se halla en el libro VII de la Ética Nicomáquea, donde Aristóteles cita dos versos de Eveno de Paros según los cuales “el hábito es cosa duradera y termina por ser naturaleza”7. Aristóteles creía que quien posee las virtudes o excelencias del carácter posee un modo de ser consistente en cierto hábito o costumbre. Estas consideraciones, de las que se deriva lo esencial del vocabulario de la filosofía moral posterior a Aristóteles, definen al virtuoso como poseedor o partícipe de algo que es análogo a la naturaleza. El virtuoso no necesita esforzarse para obrar virtuosamente (en esto se distingue del meramente enkratés, el continente o fuerte de voluntad), de modo que su conducta muestra una apariencia de naturalidad. Pero semejante naturalidad, como se ha visto, sólo es aparente porque constituye a fin de cuentas una naturalidad adquirida y porque además el virtuoso obra a sabiendas de lo que hace y podría, por así decirlo, suspender el automatismo del hábito y dar razón de la motivación de sus acciones. Los manuales escolares suelen presentar a Aristóteles y a Kant como figuras enfrentadas y aun como los respectivos caudillos de lo que al parecer son las dos grandes escuelas o tendencias de la filosofía moral: la teleológica y la deontológica (dos tendencias que, hasta cierto punto, se corresponden respectivamente con los programas moderado y radical de la moral moderna). Pero estas contraposiciones quizá sólo tengan interés para los autores de dichos manuales y para quienes tienen que examinarse de ellos. Según la visión ordinaria, Kant es un filósofo moral antinaturalista y esto quiere decir, sobre todo, adversario de la pretensión de que las leyes morales puedan reducirse a leyes naturales. Es cierto que Kant desaprobaba por entero esta pretensión, pero no porque creyese que las leyes estrictamente morales son antinaturales, sino precisamente porque configuran, según él, una especie de naturaleza paralela que los seres racionales están obligados a implantar en la naturaleza comúnmente 137
entendida (y que de hecho van implantando aun sin proponérselo). Lo esencial de la metafísica moral de Kant no es que elimine la noción aristotélica de una segunda naturaleza, sino que la transforme de una manera que para Aristóteles habría resultado muy difícil de entender. Aristóteles y Kant no se oponen por echar mano de la naturaleza el primero y abjurar de ella el segundo, sino más bien por las distintas nociones de naturaleza de que se sirve cada uno8. La diferencia principal entre Aristóteles y Kant radica en que para el primero la naturaleza muestra un orden informal o espontáneo mientras que para Kant el único orden posible de la naturaleza es el definido por un sistema de leyes. Pero lo que importa ahora es que ambos comparten la idea de que hay un ámbito cuyo rasgo más señalado es precisamente el constituir una naturaleza paralela. Sin ello lo moral no sería moral, como el verso no sería verso sin el prosaico encabalgamiento. Al igual que la prosa tiene a veces fragmentos de verso sin por ello dejar de ser prosa, así el actuar por inclinación natural posee a veces según Kant rasgos de los tenidos tradicionalmente por morales – cuando se atiene a los consejos de la sagacidad, prudencia o astucia–, mientras que, según Aristóteles, caben también destellos de vida virtuosa o de vida feliz que, sin embargo, no son virtud ni felicidad al igual que una golondrina no hace verano. Pero los consejos de la sagacidad son, desde luego, ajenos a la forma de la ley, mientras que la bondad y la dicha fugaces son ajenos a la forma del hábito, y de ahí que carezcan de valor. Tanto para Aristóteles como para Kant, la virtud es un artificio con forma de naturaleza e importa mucho que no falte ninguno de los dos elementos: si careciese de esa forma no sería virtud, pero si no fuese artificio tampoco lo sería, porque entonces no podría distinguirse de la inexorable naturaleza física, admirable como lo es el cielo estrellado pero no como la ley interior ni como los bienes sublunares. La naturaleza es prepóstera porque se forma a partir de la anomalía del artificio, pero entre el término prepóstero y el anómalo hay otro encabalgado: el artificio que parece natural. Gracias a que se dan artificios que aun siéndolo de manera inequívoca parecen sin embargo naturales, puede definirse con claridad lo artificial: si no existieran, resultaría posible tomar cualquier objeto artificial como un ser natural más, como uno de tantos seres naturales que se muestran como si fuesen artificio. La segunda naturaleza parece naturaleza porque no lo es. Su nota más destacada estriba en la confusión que suscita: si uno no está atento, puede llegar a tomarla como naturaleza sin más. El artificio es una anomalía de la naturaleza, pero el artificio cuasinatural es una anomalía reduplicada. Es por ver artificios que parecen naturaleza sin serlo por lo que uno puede cerciorarse de que hay objetos que son realmente artificiales; imitar a alguien sólo es
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posible para otro distinto del imitado, y así la existencia de algo que imita a la naturaleza constituye una señal cierta de que hay algo que es distinto de ella. La segunda naturaleza del artista y la que corresponde a lo que llamamos moral son las dos manifestaciones más destacadas del término encabalgado que permite distinguir el anómalo artificio de la prepóstera naturaleza. La moral consiste entonces en cierta naturalización de lo artificial: en un orden sistemático de actuaciones razonadas y providentes que adopta la misma forma sistemática del orden natural, o una forma análoga al de éste. Conceptos como el de una segunda naturaleza, son la anomalía redoblada que se agazapa en los conceptos anómalos, y merecen el nombre de “encabalgados” no sólo por rendir honor al encabalgamiento del verso, que sorprendentemente define a éste por oposición a la prosa. También lo merecen porque en cierto modo se sitúan a caballo entre el término prepóstero y el anómalo, y permiten que el segundo se distinga no por aquello que parece alejarlo del primero, sino por aquello que más lo acerca a él. Los términos encabalgados son como puentes, aunque quizá lo más exacto sea decir que son puentes cortados. Dichos términos parecen permitir un fructífero comercio entre un lado y otro del foso salvado por ellos, pero tal cosa no es más que un señuelo, porque lo que establecen en verdad es una frontera imposible de cruzar, una aduana cerrada a cal y canto con un vigilante inflexible y cruel. Es como si, por creer que los fosos se vadean con facilidad, a los dos territorios no les bastase con un foso para estar separados y necesitasen un puente –algo que se inventó para facilitar el tránsito–, pero un puente pensado para que de ningún modo pudiera recorrerse. La moral es esto, pero antes de extraer las conclusiones a las que ello invita es preciso atender al otro par de conceptos opuestos en que cobra definición la idea de naturaleza. Como en seguida se verá, lo natural no se opone sólo a lo artificial, sino también a lo excepcional y monstruoso. El destino del concepto de naturaleza está sellado por este par de oposiciones, pero, según se tratará de mostrar, el de la moral también lo está. El de una moral que muy bien podría apellidarse, como en adelante se hará aquí, “deuterofisita” (de deútera, segunda, y phy´sis, naturaleza).
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Capítulo 13 Lo natural y lo excepcional
La naturaleza comenzó siéndolo de las cosas1. La idea de naturaleza parece implicar la de un conjunto de seres o entidades que pertenecen a ella y, al mismo tiempo, la de cierta propiedad de cada ser –precisamente la más esencial de todas– que lo convierte en miembro de ese conjunto de entidades. Tal duplicidad de sentidos no tiene nada de misteriosa ni de casual: con “naturaleza” se designa la extensión de cierta clase y, al mismo tiempo, cierto rasgo de cada uno de sus miembros. La naturaleza de algo no es, desde luego, cualquier cualidad suya, sino aquélla en virtud de la cual posee las demás cualidades que posee. La naturaleza de algo es aquello que lo distingue del resto de las entidades y permite, al mismo tiempo, comprender su relación con ellas y el lugar que ocupa en la totalidad de las cosas. Y a esa totalidad puede llamársela también “naturaleza”, pues constituye una totalidad de entidades ordenadas y dotadas cada una de ellas de su propia naturaleza2. La estructura de esta noción de la naturaleza resulta ser plenamente la de un concepto prepóstero. Natural es aquello que se corresponde con su verdadera naturaleza, pero la invención de un concepto así tuvo que llevarse a cabo con la vista puesta en entidades que no corresponden a su naturaleza, que se salen de ella o que la poseen de manera defectuosa o torcida. Cuando Aristóteles, por ejemplo, se refiere a la theriótes o brutalidad, está claro que piensa en conductas humanas semejantes a las de las fieras, pero eso no quiere decir que el animal humano haya pasado de pronto a otro género de animales –tal cosa sería una inconcebible metábasis eìs állo génos–, sino que ocurre en cierto modo como si el hombre hubiera perdido algunas de las notas esenciales del género o de la especie a que pertenece: quien muestra brutalidad es como si hubiera negado su genuina condición y se hubiera quedado sin género al que pertenecer propiamente3. Naturaleza es, así pues, lo que se opone a lo monstruoso. Distintamente a los monstruos, ella está bien hecha, lo está como es debido y como corresponde: da a cada entidad lo que es suyo, y lo suyo de cada entidad es precisamente su naturaleza. Nada de lo que hay propiamente en ella –y todo cuanto está en ella está allí propiamente– es monstruoso o contrario a la naturaleza, y por eso es natural, porque no posee nada contrario a lo que la naturaleza es, o sea, a lo que las cosas son en cuanto miembros de 140
una clase o género, es decir, en cuanto poseedoras de una naturaleza. La naturaleza es, entonces, el conjunto de todo aquello que se ajusta a su género y que está libre, por tanto, de las monstruosidades u horrores de lo degenerado. Cada una de las partes de la naturaleza son, pues, naturaleza en sí mismas. Si no hubiera monstruos, no habría naturaleza a la que poder reconocer. Pero los monstruos no son la única interrupción anómala del orden natural. Porque, junto a los monstruos, aunque opuestos a ellos en el aprecio que se les dispensa, se encuentran también las maravillas y los milagros, y se halla asimismo lo que unifica estos últimos episodios en un concepto común: la huidiza y apreciada categoría de la gracia. Conviene ir, sin embargo, un poco más despacio. Si por algo se distinguen lo degenerado y lo monstruoso es por sacudir la atención con el más profundo de los desagrados; la vista cree que no soportará el espectáculo monstruoso, un panorama que se rehúye de inmediato deseando no volver a encontrarse nunca con una visión así. Importa destacar que lo monstruoso propiamente dicho solivianta el ánimo por no parecerse a nada de lo que se tiene visto, se conoce o se recuerda. Lo más destacable del monstruo es el no saber a qué género pertenece –que parezca no pertenecer a ninguno es lo que convierte a algo en antinatural–, o el advertir que el género al que el monstruo podría pertenecer lo expulsa fuera de sus fronteras y lo condena a errar sin domicilio lógico conocido. Ha de notarse el diverso sentido que poseen las experiencias de la recurrencia y de la repetición, pues desde luego tiene un sentido netamente distinto el ver de nuevo el mismo monstruo (o creer que se trata del mismo, aun no siéndolo) que el ver otro ejemplar del género correspondiente. Sin embargo, lo que la vista quiere es no volver a encontrarse nunca con ese mismo monstruo y tampoco con ninguno parecido a él4. Que aquello no se repita nunca, ni por sí ni tampoco en forma de cosa que se le parezca, salvo quizá como remembranza morbosa o irónica. Ver lo monstruoso –y llamarlo monstruoso– equivale a no querer volver a verlo y en cierto modo a suponer que lo que se ha visto es como si no se hubiese visto; uno estaría dispuesto a dar lo que fuera por no haberlo llegado nunca a ver. Si, de acuerdo con la etimología, saber o conocer es haber visto, el conocimiento de lo monstruoso lo es de aquello en lo que uno nunca habría querido fijar la vista. Pero esto pasa en puridad con el conocimiento de muchas otras cosas. Desde luego, lo maravilloso o prodigioso se asemeja no poco a lo monstruoso. Tanto lo uno como lo otro se han entendido, y a menudo se entienden, como algo destinado a reintegrarse en el orden de la naturaleza. Tratar algo como un portento o como una anomalía monstruosa equivale, según esta frecuente concepción, a no haber entendido lo
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que es, o, por lo menos, a no haberlo entendido todavía. A menudo se cree, no en vano, que una de las formas canónicas del progreso del conocimiento es precisamente la conversión de lo misterioso y anómalo en plenamente natural. Si algo te parece monstruoso –o un prodigio, tanto da para el caso–, eso es señal de que no lo has entendido, quizá a causa de estar cegado por supersticiones, y adviértase que el estar cegado se refiere a una alteración de la visión. Pero siempre que hay reconocimiento de algo como antinatural lo hay porque la vista se comporta de manera distinta de la ordinaria. El monstruo es aquello que exige imperativamente apartar la vista cuando está presente y la memoria cuando está pasado, pero lo prodigioso o maravilloso es lo que demanda mantener la visión o fijar la reminiscencia tanto tiempo como sea posible. La crítica ilustrada de los milagros es muy representativa de esta tarea normalizadora (o, lo que es lo mismo, naturalizadora) de lo anómalo. Reintegrar al monstruo en la naturaleza es siempre un triunfo, mientras que reintegrar al milagro lo será tan sólo para quien no crea en los milagros5. Que lo anómalo esté destinado a naturalizarse parece una tesis deudora de la noción de progreso, de modo que no obligaría a nada a quien abjurase de dicha noción. Pero esto quizá no sea cierto del todo. No es necesario albergar bajo el cráneo una mente progresista para advertir que lo anómalo corre siempre el riesgo de ser absorbido por la insaciable voracidad de la naturaleza o, de lo contrario, el de ser olvidado. Conviene examinar lo anterior con algo de detalle. Naturalizar lo monstruoso es seguramente una tendencia muy profunda y respetable del espíritu. Se trata con ella en definitiva de buscar que pueda soportarse lo insoportable, de reducir a orden y concierto lo que inquieta fuera de toda medida y de convertir todo paraje inhóspito en una habitación acogedora. Que sea una tendencia muy profunda no significa, claro está, que se trate de una empresa sencilla, pues hay monstruos que rehúyen tenazmente su naturalización. Pero, en caso de lograrse, la naturalización de lo monstruoso tranquiliza y devuelve a la normalidad: aquello que tanto te incomodaba y sobre lo que no podías tener la vista puesta sin un sobresalto muy convulso lo puedes mirar ahora como un simple caso de cierto género más amplio, que tiene su sitio dispuesto en el orden general del mundo; míralo como una parte de éste y verás que la vista ya no se te escapa: podrás mirar hacia otro lado con toda tranquilidad. Si, por lo menos en parte, no pudiéramos naturalizar lo monstruoso, la vida sería muy difícil de soportar. Esta notable ventaja tiene, sin embargo, un precio que quizá no todo el mundo pague con agrado. Resulta fácil adivinar de qué precio se trata, pues por un mecanismo del todo paralelo a aquél con el que se naturaliza lo monstruoso y se lo acomoda en una casilla del orden establecido se vuelve igualmente normal lo
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admirable y maravilloso. Cuando se ha aprendido a naturalizar, ya no es posible reservar en exclusiva los mecanismos de naturalización para aquello de lo que se quiere huir. La naturalización nos arrastra contra nuestra voluntad, reduciendo también a orden a aquello que quizá gustaría que estuviese fuera de él y debiera estarlo. La extrañeza de este deber consiste en que, cuando lo excepcionalmente admirable queda explicado por leyes naturales, parece que eso constituye un atentado contra ciertos imperativos exigidos por lo admirable. Bien está la psicopatología para explicar los parricidios, pero después explica también la obra de Shakespeare, y lo peor es que lo hace de manera análoga. En la sociología de la dominación de Max Weber aparece un concepto, sobresaliente y célebre, que se asemeja mucho a la naturalización de la gracia. Weber creía, como es sabido, que la dominación carismática (Charisma, de kháris, “gracia”) se transforma, una vez perdida la gracia del caudillo carismático, en dominación tradicional o legalracional. Eso sucede por medio de lo que Weber llamaba Veralltäglichung, o sea, conversión del carisma en Alltag, o reducción a la cotidianidad o rutina6. Pero la rutinización del carisma equivale, desde luego, a su pérdida. Según Weber, el carisma es objeto de atribución o de “don”, y la rutinización implica una suerte de desgaste de esa atribución. Lo que el propio Weber llamó Entzauberung o “desencantamiento” ha de verse como algo paralelo a la pérdida de la gracia; los tiempos modernos habrían perdido, según él, todo encantamiento, incluido el que ellos mismos produjeron mediante un “carisma de la razón”. Es característico del racionalismo occidental el producir una reducción de todo a lo mensurable y calculable, e interesa notar que el diagnóstico de Weber puede entenderse precisamente en los términos a que me he referido más arriba: la modernidad comenzó queriendo someter a control las aberraciones de la naturaleza – Benjamin Franklin, uno de los puritanos típicos para el Weber de La ética protestante, inventó, como todo el mundo sabe, el pararrayos– pero esa misma voluntad de control la llevó a quererlo dominar todo y a lograrlo. La llamada “jaula de hierro” podría redescribirse como la prisión de aquellos que, por querer naturalizar el mal, están condenados a hacer lo propio con el bien7. Así pues, la naturalización de lo monstruoso y la de lo prodigioso poseen la misma estructura, pero resulta un escándalo que la compartan cuando esto se advierte desde el punto de vista de quien admira un prodigio. Difícilmente puede caberle, en efecto, condena más ominosa. Pertenece a la lógica de la admiración el querer sustraer lo admirado a la serie de las otras cosas admirables. La naturalización de lo prodigioso es su devaluación; equivale a una suerte de reconocimiento de que uno estaba equivocado cuando admiraba algo o a alguien fuera de toda medida. Lo que con los monstruos es consuelo, con los prodigios es desencanto. 143
Lo expuesto en este capítulo y en el anterior invita a una conclusión sencilla y gratificante. Parece fácil concluir que el concepto de naturaleza se fragua en dos oposiciones de términos: la que enfrenta lo natural y lo artificial y la que opone lo natural a lo excepcional, aunque en esta última lo excepcional adopta a su vez dos formas opuestas, que son lo monstruoso y lo portentoso. Por lo que atañe a la primera de las dos oposiciones, ya se ha visto que lo natural posee la forma de un concepto de los que hemos llamado prepósteros, mientras que lo artificial corresponde a un término de los que pueden llamarse anómalos. La relación entre lo natural y lo artificial podía tomarse de manera análoga a la que hay entre la prosa y el verso, y entonces cabía encontrar un fenómeno semejante al del encabalgamiento, al de la anomalía reduplicada en la que estriba la posibilidad misma de distinguir con propiedad lo que es verso de lo que no. En el caso de lo natural y lo artificial, esa anomalía reduplicada –merecedora de la denominación de concepto encabalgado o de encabalgamiento conceptual– es la noción de una “segunda naturaleza”, y no faltan razones para entender la moral moderna precisamente como la edificación de una segunda naturaleza, más robusta e inexorable que la que Aristóteles había imaginado. Y si todo esto es lo que ocurre con la oposición de naturaleza y artificio, es fácil aplicar el mismo proceder a la oposición de naturaleza y excepción, o a las dos oposiciones de naturaleza y monstruo y naturaleza y portento. Como antes, “naturaleza” será un término prepóstero definido gracias a su oposición con los términos anómalos del monstruo y el portento y, al igual que antes, podrá buscarse algún concepto que proporcione el deseable término encabalgado. La empresa no parece difícil, porque las ideas de lo monstruoso y lo portentoso naturalizados, la idea tranquilizadora de lo uno y la desencantada de lo otro resultan muy aptas para proporcionar el ansiado concepto puente. Conviene advertir que, en caso de que este esquema resultase coherente, no estaría falto de ventajas para definir algunas notas destacables de la moral moderna. Acabar con supersticiones vanas y derribar ídolos falsos son, no en vano, partes esencialísimas de los fines de cualquiera que se atenga a lo que se supone son los ideales morales de la modernidad, de manera que muy bien cabría tomar el monstruo y el portento naturalizados –o, por mejor decir, la reducción a naturaleza de lo que erróneamente se tenía por monstruos y portentos– como partes medulares del programa moral deuterofisita. Muy bien podrían unirse estos dos términos encabalgados al que ya se tenía, y entonces resultará un conjunto bien armónico: la moral moderna toma de la naturaleza física su principio organizador y se encamina a la eliminación de toda parcialidad, algo que necesita fundarse en una visión del mundo de la que se han eliminado –o están en proceso de eliminación– los temores infundados y las
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esperanzas vanas. El mundo de la moral moderna no reconoce particularidades ni jerarquías: todos somos iguales en él y también están igualados todos los deberes y todas las prohibiciones. En ese mundo no hay prodigios ni milagros, ni tampoco abominaciones espantables; lo bueno es lo debido (o lo útil) y lo malo lo indebido (o lo perjudicial), y en esto se comprende todo lo moralmente pertinente. Este esquema resulta atractivo porque tiene una parte no pequeña de verdad. Es cierto que en la moral moderna, sistemática y uniformizadora, no tienen ningún lugar los monstruos ni los portentos, y que esta naturalización o normalización de lo excepcional fue decisiva para que la moral moderna pudiera llegar a darse. Ni la devoción ni la abominación son en los tiempos modernos categorías propiamente morales; son residuos de la época en que se admitían milagros, maravillas, destinos aciagos y maldiciones fatales, creencias todas ellas que van perdiendo importancia conforme crece la explicación racional de la naturaleza y su dominio técnico, el refinamiento de las costumbres y la institución de un sistema de mandatos íntimos, imparciales y altruistas, primero para el trato de los burgueses entre sí y después para las personas en general. Aunque todo lo anterior está muy cerca de la verdad, lo que interesa ahora mostrar es algo un poco más modesto, a saber, que la oposición de naturaleza y excepción –una oposición en la que el primer término es netamente prepóstero y el segundo claramente anómalo– carece en rigor de término encabalgado en el sentido que hemos dado a estas palabras, y que el concepto de una excepción naturalizada o normalizada no desempeña ese papel ni podría hacerlo. Nada tiene esto de particular ni de sorprendente, porque los encabalgamientos de términos son rarezas que no se prodigan en el orbe de los conceptos. Ni todos los términos de una lengua son, desde luego, prepósteros, ni junto a todos los prepósteros es posible encontrar uno encabalgado; la existencia de estas clases de conceptos es en sí misma una anomalía, y no es sensato esperar que las anomalías se apoderen de la lengua si es que ha de seguir habiendo lengua. Tampoco debe sorprender que un concepto como el de naturaleza surja en dos oposiciones de las cuales sólo una tenga término encabalgado, aunque este hecho no se halla, según se verá en seguida, exento de consecuencias. La excepción normalizada o naturalizada no es un término encabalgado por una razón sencilla: cuando un monstruo o un portento pasa a integrarse en lo natural, en esa misma operación deja de ser monstruo o portento. Se reduce a naturaleza, y esto significa que es capturado y adoptado por ella, proclamándose en ese acto no sólo su condición natural, sino también que dicha condición es anterior al acto mismo. La reducción a naturaleza es un acto performativo que se presenta sin embargo como una
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constatación: aquello que se tomaba por monstruo o portento no lo era en puridad; constituía un error el creerlo así, al igual que constituye un error el seguir creyendo en otros monstruos y portentos, aunque todavía no se haya logrado reintegrarlos a la naturaleza y reducirlos a ella, es decir, aunque todavía no se haya mostrado que aquello que parece del todo irregular tiene su sitio en la regla de las cosas y no implica ningún desafío ni ninguna infracción del orden regular del mundo, del orden de una naturaleza en la que a nada le falta su propia naturaleza. Distintamente a los exorcismos y las secularizaciones, la reducción de la excepción a naturaleza no expulsa demonios ni priva a nada de su carácter sagrado; es como si los demonios o lo divino no hubieran estado nunca en aquello que se exorciza o seculariza. El encabalgamiento es verso que se parece a la prosa, al igual que la tregua es guerra semejante a la paz o la segunda naturaleza artificio que imita a lo natural, pero cuando un monstruo o un portento imita a la norma de la naturaleza o se parece a ella, eso basta para que ya sea naturaleza sin más, porque ser un monstruo o un portento consiste sólo en parecerlo, en manifestarse como tal y suscitar el tipo de reacción, espantada o devota, que suscitan esos seres o esas apariencias. Cuando una excepción se asimila a la naturaleza deja de ser excepción porque el serlo consiste tan sólo en resistirse a una asimilación así, en no parecerse a lo que es normal o natural. Si se tiende un puente entre naturaleza y excepción, no podrá impedirse que las excepciones lo recorran sin obstáculos, porque poner un pie en el puente es como haberlo puesto ya en el otro lado del foso; puede haber algo a caballo entre la naturaleza y la excepción, pero si lo hay será naturaleza y habrá que proclamar que siempre lo ha sido. Una consecuencia de todo lo anterior es que no cabe pensar seriamente en lo que sería un sistema de excepciones. Quien intente ver lo que las excepciones tienen en común tratará de formar un género con ellas a base de captar las semejanzas que muestran, pero en caso de que lo logre habrá mostrado que las excepciones tienen su propio lugar en el orden natural, un lugar dotado de su propia naturaleza, semejante a otros lugares y en el que se alojan entidades semejantes entre sí. Si algo distingue a las excepciones es que no forman género y no son naturaleza; su diferencia no es la que define a los géneros ni a las especies, ni tampoco la que distingue a un individuo de otro de la misma especie. Si a algo se asemejan las excepciones es a las especies que sólo pueden constar de un individuo –según les ocurre, como es conocido, a los ángeles en la metafísica tradicional–, aunque no resulta claro que esas especies puedan, por su parte, agruparse en un solo género. En rigor, tratar de excepciones como se trata de cualquier otra clase de cosas es en sí mismo una anomalía, porque implica tomar como género a
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algo que no lo es. No tendríamos naturaleza si no hubiera dos oposiciones en las que ella funge como término prepóstero, pero sólo en una hay un tercer término, un término encabalgado o puente que une y separa al mismo tiempo a los dos opuestos. En la primera oposición, la de naturaleza y artificio, el concepto encabalgado proporciona un alojamiento muy cómodo y espacioso a la moral moderna tal como ésta se formó a partir del efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville. La moral moderna quiere ser, en efecto, una naturaleza paralela, algo que, sin ser naturaleza propiamente dicha –porque eso corresponde al dominio de lo que se llama los hechos, y la moral es autónoma con respecto a ellos– muestre sin embargo un orden equiparable al suyo y contenga las leyes de lo que debe ser con tanta claridad y robustez como la naturaleza física contiene las leyes de los hechos. La naturaleza no es la materia de la moral moderna, pero sí es su forma. La materia de la moral está compuesta por deberes desinteresados, altruistas, imparciales, íntimos e iguales para todos y por cuantas pasiones, deseos, creencias, intenciones y juicios sirven a esos deberes, pero su forma es la de una ley vinculante que se impone inexorablemente a toda pasión, deseo, creencia, intención o juicio, de manera semejante a como las leyes físicas se imponen a la singularidad de los hechos y los convierten en naturaleza. Que ésta sea mi apetencia, mi capricho o mi albedrío particular nada cuenta en la moral, de manera semejante a como en la física no importa que un cuerpo sea sagrado, antipático, atractivo, desagradable o kitsch. Lo natural es, pues, la forma de la moral, y eso impide de raíz que lo excepcional tenga algún lugar en ella. Las razones son sencillas: las excepciones no tienen forma de naturaleza, salvo que dejen de ser excepciones. Hay motivos muy profundos para que el concepto del bien de la moral moderna no haya correspondido al bien portentoso, sobresaliente y extraordinario, ni tampoco el del mal a lo monstruoso, abominable y siniestro. Semejantes ideas del bien y del mal no habrían podido formar nunca un sistema de bienes y males; no habrían podido formar en rigor nada dotado de forma, porque no existe modo de que configuren un análogo de la naturaleza. En la moral moderna, el único destino de las anomalías monstruosas y portentosas es pasar a ser naturaleza y dejar de ser anomalía. La moral moderna se impone a sí misma dos tareas fundamentales: hacer que la segunda naturaleza moralice progresivamente a la primera y lograr que todo monstruo y todo portento se disuelva y naturalice. Es preciso reconocerle un éxito más que notable en el último de estos propósitos. Poca duda puede caber de que la cultura moderna ha normalizado y trivializado lo portentoso y lo admirable hasta atrofiar casi por completo la capacidad de experimentarlo, y otro tanto ocurre con los
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males descomunales, cuya estructura más profunda se distingue por la banalidad. Pero estos odiosos triunfos son en realidad los únicos, porque todo lo demás es fracaso. Desde luego, el mundo no parece caminar hacia su moralización: la primera naturaleza no se parece en nada a la segunda ni se advierten señales de que eso vaya a ocurrir. Se parece ciertamente al artificio, tanto que el artificio puede que sea su genuina forma en un sentido literal, pero se trata de un artificio que nada tiene de moral ni de artístico tal como lo moral y lo artístico se definieron cuando se les dio la forma de una segunda naturaleza. La moral moderna tiene, en efecto, forma de naturaleza, pero tal cosa casi equivale a afirmar que tiene forma de derrota. Sólo casi, ciertamente. Porque la moral moderna, que no ha triunfado en el siglo, que ha fracasado al renaturar la naturaleza física, que no rige, conforme a su ambición, como la señora natural de acciones y pasiones, que no se sienta a la mesa de los poderosos del mundo salvo cuando éstos quieren santificarse con una invitada pobre, ha gozado sin embargo de su propia forma particular de victoria. La moral ha fracasado en los cuerpos, pero ha triunfado en las cabezas y quizá ése es el triunfo que correspondía a su destino. La moral ha decidido sin disputa cuál es el canon del bien. La moral deuterofisita ha organizado un astuto reparto de ámbitos y esferas de valor y se ha quedado con una parte para administrarla directamente o, mejor dicho, para reclamar el derecho de su administración. La moral moderna ha inventado todo un dominio de hechos objetivos en los que ella no tiene potestad y todo un ámbito de preferencias subjetivas en el que ella renuncia a intervenir; así es como se ha ganado el derecho a una jurisdicción propia, distinta de las dos anteriores, y lo cierto es que ese derecho nadie se lo regatea. Que los hechos son los hechos y que mis gustos son mis gustos no forma parte de lo que la cultura contemporánea esté dispuesta a discutir, pero lo que importa sobre todo es que tampoco está dispuesta a poner en tela de juicio la existencia de un tercer reino que no se compone de hechos ni de gustos, sino de cierto tipo de obligaciones y exigencias (más sus correlativos derechos), y ese tercer reino se delimita conforme a lo que la moral deuterofisita moderna reclama para sí8. Para semejante victoria lo de menos es que las mencionadas obligaciones se cumplan o no, de igual forma que para la existencia de la esfera de los hechos no es necesario que éstos lleguen a conocerse en una proporción elevada ni para la existencia de la esfera de los gustos se requiere que a uno le agrade efectivamente lo que come, lo que compra o el sitio al que va de veraneo. La moral ha triunfado en dos empresas no poco esforzadas: ha triunfado al fijar el catálogo de lo que verdaderamente interesa para arreglárselas en el mundo –tres cosas y sólo tres, a saber: hechos, normas y gustos– y ha triunfado desde luego
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persuadiéndonos a todos de que lo único que cabe decir con sentido sobre el bien y el mal se sitúa en el segundo apartado.
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Capítulo 14 La moral y la estimativa
Una de las cuestiones que más preocupan a los tratadistas de moral es la del género al que ésta pertenece, y, según la respuesta canónica, la moral constituye una especie del género de lo normativo, del que formarían parte también el derecho, las convenciones políticas y sociales, las reglas de los juegos y en general todos los sistemas de instrucciones, prohibiciones, consentimientos y permisos, así como los hábitos y usos no estrictamente reglados que contienen estructuras normativas implícitas. Conforme a la manera habitual de pensar, la moral es la joya de la corona normativa; los demás tipos de normas tienen desde luego su propia dignidad y obligan dentro de su jurisdicción respectiva, pero lo que está moralmente exigido lo está con carácter absoluto o soberano: la moral manda en ella misma y a menudo se sostiene que debe tutelar también todas las demás normas. Esta suposición es sin duda ninguna una secuela de la moral deuterofisita y no hay que profesarle más aprecio que a ella. Quien se convenza de que lo moral tal como lo conocemos no es una especie natural sino un anómalo resultado histórico estará muy bien dispuesto a abandonar semejante compulsión normativa. Muchos desengañados de la moral moderna tendrán quizá la tentación de buscar otro género que no esté invadido por las normas, y a algunos les resultará prometedor el formado por lo que podría llamarse valores. El sueño de una Teoría General de los Valores es sin duda muy atractivo y gratificante, aunque tropieza con dos obstáculos de importancia: el primero es que los valores no constituyen un género y el segundo es que la teoría de algo nunca proporciona, si es buena, el resultado que se buscaba con ella. A pesar de todo ello, la idea de una teoría general del valor puede prestar algún servicio indirecto de no poca importancia. Puede suministrar, como se tratará de exponer a continuación, algún auxilio terminológico, con la condición de esforzarse un poco en volver las palabras contra sí mismas. En un artículo de 1923, Ortega propuso el nombre de “Estimativa” –una de las potencias del alma en la psicología escolástica– para designar la “ciencia de los valores” concebida como un saber “a priori de verdades absolutas”1. Noes necesario dar la razón a Ortega en su defensa de una ciencia así –ni siquiera estar familiarizado con las distintas corrientes de “filosofía de los valores” tan en boga en la Europa de comienzos del siglo 150
XX– para sacar provecho del término “estimativa”. Ortega lo usaba como nombre de una ciencia o disciplina, pero ya sabemos que las metonimias disciplinares pueden llegar a ser fecundísimas definiendo objetos; nada hay de irregular en llamar también “estimativa” a aquello de lo que se ocupa la estimativa. Aparte de unas cuantas consideraciones muy agudas sobre la objetividad de los juicios de valor y sobre la condición “turbia” de algunos términos2, el escrito de Ortega invita a subsumir lo moral (el ámbito entre cuyos valores se encuentran lo bueno y lo malo, lo bondadoso y lo malvado, lo justo y lo injusto, lo escrupuloso y lo relajado, lo leal y lo desleal) en un ámbito más amplio que constituiría el objeto de la estimativa, un ámbito en el que entran, por ejemplo, lo capaz y lo incapaz, lo caro y lo barato, lo abundante y lo escaso, el conocimiento y el error, lo exacto y lo aproximado, lo evidente y lo probable, lo bello y lo feo, lo gracioso y lo tosco, lo elegante y lo inelegante, lo armonioso y lo inarmónico, lo sagrado y lo profano, lo divino y lo demoníaco, lo supremo y lo derivado, o lo milagroso y lo mecánico3. Cuando se pierde el temor reverencial por la moral deuterofisita, es fácil ver en los valores llamados morales tan sólo un grupo limitado de casos –y quizá no el más interesante– de un conjunto mucho más amplio y rico: el de las palabras que aparecen típicamente en los juicios de valor. Muy bien puede llamarse estimativa al estudio de los usos de estas palabras y a aquello de lo que se ocupa dicho estudio, es decir, a lo que se hace cuando se emplean palabras como ésas. No está claro que la estimativa sea la ciencia del bien y del mal que nos costó la expulsión del paraíso, pero sí es el conjunto de saberes –y de ignorancias– que sustituye a esa ciencia imposible. La estimativa es una vieja y destartalada hacienda con todo tipo de pabellones, estancias, corredores, desvanes, sotabancos, patios y jardines, muchos de ellos abandonados y no pocos a medio construir. Es difícil hacerse una idea precisadel tamaño de una finca como ésa, porque los planos que se poseen son muy pocos y están manifiestamente obsoletos. Para hacer un plano nuevo habría que haber recorrido la hacienda en su integridad y esa tarea no está al alcance de nadie. Además, algunas partes tienen una planta tan complicada y laberíntica que cualquier plano fiel tendría que aproximarse al tamaño de la dependencia en cuestión, casi como les ocurrió a los cartógrafos de Borges. A mayor abundamiento, si uno no cree del todo en la división entre los juicios de valor y los de hecho (y el propio Ortega animaba a esa increencia), entonces los límites de la estimativa se expanden vertiginosamente. Desde antiguo, el sentido común y la mayor parte de los filósofos están habituados a tomar los desacuerdos y los conflictos como un indicio cierto de que las cosas no van bien en la moral. Cuando dos personas disienten sobre lo que hay que hacer o cuando 151
alguien advierte incoherencias llamativas en las ideas que posee sobre el bien, el deber o la justicia, se supone que urge dejar cualquier otro empeño y procurar que semejantes trastornos duren lo menos posible4. Tan arraigado se halla este supuesto que, muy a menudo, lo distintivo de la empresa moral se hace coincidir sin más con el logro razonado de acuerdos y la eliminación feliz de toda anomalía. ¿De qué iba a tratar, si no, la filosofía moral?5Este axioma divide a los filósofos y a gran parte de la gente común en dos bandos: el de los que creen que los desacuerdos son eliminables o pueden serlo a la larga y el de los que sostienen que dicha limpieza ética es imposible o hay que abandonarla como si lo fuese. A estos últimos resultaría natural llamarlos escépticos si no fuera porque entonces los primeros podrían recibir el siniestro nombre de dogmáticos y el mundo estaría casi lleno de partidarios del dogmatismo, algo capaz de quitar el sueño a cualquiera. En lo que sigue se alimentará la sospecha de que la disputa puede y debe evitarse, aunque no acudiendo a una tercera vía más o menos conciliadora –en filosofía las conciliaciones sólo se han de admitir en casos de extrema necesidad–, sino buscando motivos para poder desengancharse de la insidiosa adicción a los acuerdos. Según se ha mostrado ya, la idea de moral que cobró forma entre los siglos XVI y XVIII –la moral deuterofisita entendida como una naturaleza paralela– estaba pensada para arrojar cualquier desacuerdo fuera de sus fronteras. Entre la moral y sus esferas rivales podía haber disputas y conflictos y, lo que es más, debía haberlos (pues de lo contrario la esfera moral no habría podido distinguirse y autonomizarse), pero era condición de dichos desacuerdos exteriores el que de puertas adentro reinase un orden inquebrantable. Si algo es de verdad un conflicto, lo será entre la moral y alguna otra cosa; los conflictos internos a la esfera moral son provisionales y durarán tan sólo el tiempo necesario para adquirir la visión genuinamente moral del problema de que se trate o para elaborar una doctrina moral que elimine tales perturbaciones. En la visión moral de un problema es inadmisible que haya otra visión del problema, incompatible con ella, y que esa visión sea también moral. Conviene reiterar, sin embargo, que dicha esfera libre de conflictos internos sólo ha existido en forma de proyecto, aunque eso no constituye ningún escollo serio –quizá suceda al contrario– para las concepciones oficiales de la moralidad deuterofisita. La eliminación de todo desacuerdo no es un logro del que la moral pueda presumir, sino una meta a la que irá acercándose progresivamente aunque nunca llegue a alcanzarla del todo. El cuadro que la moral deuterofisita ha pintado de la deliberación y el juicio humanos ha sido, desde luego, enormemente influyente en la cultura moderna: el acuerdo es por sí solo señal de éxito o está en camino de serlo, y el desacuerdo lo es siempre de fracaso. Los acuerdos se consiguen, se 152
alcanzan, se culminan e incluso se cierran; una vez logrado un acuerdo nunca faltan razones para la celebración. Los desacuerdos, por el contrario, se deben a la incapacidad, a la confusión, al ensimismamiento o a la mala fe, o quizá a la falta de procedimientos adecuados de diálogo; el desacuerdo es la semilla del enfrentamiento y a menudo de la violencia, cuando no un castigo o una maldición del destino. El abandono de esta pertinaz afición a los acuerdos es una política muy recomendable para obtener un cuadro de la deliberación y el juicio mejor que el proporcionado por la moral deuterofisita, un cuadro de lo que de verdad hacemos cuando deliberamos y juzgamos y también de cuándo y por qué las deliberaciones y juicios son más estimables. En la estimativa humana, lo que llamamos moral no tiene una importancia muy destacada. No la tiene, desde luego, de hecho, y esto lo concederán de buen grado casi todos los deuterofisitas, según los cuales todavía ha de quedar mucho para moralizar adecuadamente el mundo, pero tampoco la tiene de derecho, pues la idea de que la moralidad es la joya de la corona de la estimativa humana –la esfera destinada a regir soberanamente la conducta– constituye el resultado de creer con precipitación lo que la moral deuterofisita dice de sí misma: que semejante moral es algo dado que uno puede encontrar en su fuero interno y que todos encontraremos por igual en la medida en que nos desprendamos de motivaciones e intereses espurios (o, lo que es lo mismo, inmorales). Para curarse del morbo deuterofisita y despojar a la moral moderna de la arrogancia con que se reviste, no es necesario, sin embargo, extirpar del todo la moralidad de nuestras cabezas. Basta mirarla con el distanciamiento con que se mira a los objetos históricamente formados, como el canto gregoriano, el teatro isabelino o los salones dieciochescos; basta con verla como el resultado de un cúmulo de episodios que se dieron accidentalmente y cuyos autores les confirieron muchas veces un sentido inapropiado o arbitrario, o que pasaron completamente inadvertidos. Lo que llamamos moral es simplemente un episodio más de la historia de la estimativa, no algo que radique en las profundidades de la naturaleza humana y pueda descubrirse en ellas. Se tratará de mostrar en adelante que, si uno se enfrenta a la estimativa humana como algo de lo que la moral es un mero episodio, el papel de los desacuerdos y de los conflictos pasa a ser muy distinto y mucho más decisivo. Hasta ahora se ha usado el concepto de estimativa de manera informal y más bien borrosa, como el conjunto de todos los fenómenos valorativos de no importa qué tipo. La noción de estimativa – seguramente para grave disgusto de muchas clases de personas– comprende en una misma categoría elementos que de ordinario se toman por separado: los gustos pictóricos, la reprobación llamada moral, las afinidades de carácter o de temperamento, el juicio que
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merece una novela, una teoría científica o un discurso parlamentario, la fascinación erótica, las cavilaciones sobre la profesión que uno va a escoger o la duda sobre si merece la pena seguir con su religión, su pareja o su ideología son todos ellos episodios estimativos, y el calificarlos así de manera indistinta se debe a que tienen en común notas que resulta aconsejable destacar. Es posible que el pensamiento sea, antes que cualquier otra cosa, un arte de hacer distinciones –una actividad consistente en separar lo que estaba unido–, pero muy a menudo las buenas distinciones exigen reagrupar previamentela materia que dividen; antes de ponerse a distinguir, se necesita muchas veces juntar materiales de diversa procedencia para llevar a cabo separaciones que antes no se habían intentado. Esto es precisamente lo que sucede con la estimativa. Distinguir dentro de ella lo que en verdad tiene importancia o relevancia –lo estimativamente relevante, si se quiere llamarlo así– exige haberse deshecho antes de distinciones desafortunadas, como lo es la que opone lo propiamente moral a aquello que no lo es. Decía Wittgenstein hablando de Hegel que nunca podría entenderle, porque se empeñaba en poner junto lo separado, mientras que él prefería lo contrario6. Pero separar las cosas y juntarlas puede que sean dos formas de la misma operación. Debería ahora intentarse una definición más exigente y precisa del término “estimativa”, aunque en parte se ha anticipado ya lo principal de lo que aparecerá a continuación. Por estimativa no sólo cabe entender, de manera negativa o genérica, todo lo correspondiente a la valoración humana sin importar sus clases. Una manera más provechosa de referirse a lo mismo sería decir que la estimativa tiene como dominio o jurisdicción las deliberaciones y los juicios que llevan a cabo las personas, es decir, todos aquellos episodios en que alguien se ocupa de cosas tales como qué hacer o dejar de hacer, de creer, de preferir, de odiar o de enorgullecerse y en que alguien piensa en algo pasado, posible, imaginario o futurible tomándolo como objeto de aprobación, de condena, de asco, de envidia, de emulación, de veneración, de desdén, de exigencia, de burla, de ejemplo, de ocultamiento o quizá de tolerancia7. Según una vieja tradición, sólo sedelibera sobre lo que, por poder ser de otra manera, consiente que uno decida cómo ha de ser 8. Correlativamente, sólo se juzga sobre aquello que, antes de que se produjese, pudo tener otro aspecto distinto del que finalmente tuvo. Esta misma tradición, o una muy afín a ella, proclama que la deliberación y el juicio lo son siempre de acciones o de su posibilidad o resultado. Pero quizá convenga ser un poco menos estrictos a propósito de los objetos de juicio y deliberación. Porque muchas veces también aquello que sólo podrá ser de una manera solicita la atención y su examen como acontecimiento futuro. En cierto modo, sobre lo inevitable también se delibera cada vez que se piensa sobre si se 154
acepta o no, si uno se engaña o no acerca de ello o simplemente si uno está equivocado o no lo está al tomarlo como inevitable. Y el juicio tampoco se reduce, sin duda ninguna, a lo que pudo ser de otro modo; normalmente, no se deja de juzgar algo porque se sepa o se sospeche que fue el resultado del destino; muchas veces, son objeto de juicio episodios o estados de cosas en los que la autoría libre es desconocida o resulta irrelevante. Que algo pudiera haber sido de otra manera no es siempre lo que más importa para apreciarlo o para abominar de ello. Las deliberaciones y los juicios raramente se producen como episodios independientes, autocontenidos y fácilmente reconocibles; de ordinario, se delibera y se juzga al hilo de otras acciones y como parte de ellas, sin conciencia clara de estar precisamente deliberando o juzgando y sin que pueda ponérsele principio o fin de manera terminante a la operación de deliberar o de juzgar, una operación que es parasitaria de otras y que no siempre puede separarse netamente de ellas. El ámbito de la estimativa es, entonces, el de las operaciones de deliberación y de juicio tomadas en su sentido más amplio. Ese ámbito puede dividirse, desde luego, en varias provincias o parcelas. Pero la idea misma de una estimativa como conjunto de las deliberaciones y juicios de valor (todos los juicios y deliberaciones son en cierto modo de valor) parece implicar que no todos sus elementos componentes tienen el mismo peso o valen lo mismo. Hablar de valor es pertinente sólo cuando unas cosas valen más o valen menos que otras; allí donde todo da igual, el valor deja de tener importancia y nadie hablaría de él. Es constitutivo de la idea misma de una estimativa el que haya elementos (es decir, objetos de deliberación o de juicio) especialmente relevantes, objetos sobresalientes que se destacan, a veces con claridad y otras después de una minuciosa búsqueda, de entre el fondo de las demás cosas estimables. Además, mejor que de objetos valiosos, convendría hablar de objetos evaluables o sensibles al valor. Las valoraciones no siempre llevan un inequívoco signo positivo o negativo; muchísimas veces el valor de las cosas radica precisamente en su ambigüedad o en su ineptitud para la decisión valorativa terminante. No siempre que uno valora ha dicho la última palabra sobre el objeto que valora. Algunos objetos de juicio, como los libros que uno lee, las personas que uno conoce o los países que uno visita, deben precisamente gran parte del valor que se les da a que su evaluación nunca podrá cancelarse de una vez por todas ni darse por agotada; juzgar de manera definitiva y reducirlo todo a un par de enunciaciones terminantes se consideraría con razón un caso claro de mal juicio9. Pero todo es, en definitiva, evaluable y sensible al valor. Que no haya juicios de hecho ayunos de toda carga valorativa10 (libres de valores, por emplear la vieja manera 155
de hablar)11, que no pueda describirse la nuda facticidad de nada sin alguna idea sobre lo que es una buena y una mala descripción de facticidades, que los valores estén derramados por doquier y entremezclados inseparablemente con los hechos, no implica en modo alguno que todos los valores sean de la misma hechura. La condición ubicua del valor se funda, por el contrario, en que en cualquier parte puede surgir un objeto sobresaliente que solicite imperativamente una valoración. Esa valoración será favorable, desfavorable, ambivalente o incierta (no siempre es posible cumplir con el imperativo y casi nunca lo es cumplir del todo), pero lo que importa es que no admite la indiferencia. Lo evaluable puede serlo en términos ordinarios –y en este sentido todo es en alguna medida evaluable– y puede ser objeto de una evaluación singularmente relevante. Un objeto de evaluación es singularmente relevante cuando la atención que demanda obliga a variar la evaluación con que contaban otros muchos objetos, ordinarios y extraordinarios; algo es tanto más relevantemente valioso, despreciable, ambiguo, inquietante o incierto cuantas más mudanzas obliga a llevar a cabo en la evaluación de otros objetos y en la consideración de otros objetoscomo relevantes o irrelevantes. El día en que se descubre que algo vale la pena más que ninguna otra cosa (o que pertenece a lo más odioso y repugnante, o a lo que nos obligará a cambiar alternativamente de juicio durante mucho tiempo) es una fecha memorable no por lo que haya sucedido en ella, sino porque cambia los días venideros y la memoria de los anteriores. Que algo tenga la mayor importancia se nota, sobre todo, en su repercusión sobre las cosas triviales y que importaban poco. Hay estimativa porque no todo vale igual y lo que importa de ella son, por consiguiente, las desigualdades de valor. Según una vieja y poderosa querencia humana, si algo es bueno o valioso tiene que ser concorde con el resto de las cosas que también lo son; algo es bueno cuando forma parte del sistema de los bienes y tiene su lugar establecido en él12. A partir de la tesis de la conciliabilidad de los bienes es fácil llegar a una conclusión todavía más audaz –aunque igualmente familiar–, aquélla según la cual lo que importa de las cosas valiosas es lo que tienen en común: lo que las identifica como miembros homogéneos de una única clase o, en forma menos exagerada, lo que funda las varias analogías que entre los bienes pueden descubrirse. Según la concepción del valor que ha sido hegemónica en el pensamiento occidental desde mucho antes de la aparición de la moral deuterofisita, los valores son diversos entre sí, pero no se los aprecia por su diversidad –eso es un accidente irrelevante en el mejor de los casos y lamentable en el peor– sino por lo que cada uno tiene en común con todos los demás. La normalización del bien que la moral moderna llevó a su último extremo tenía sin duda raíces muy 156
profundas y muy platónicas. Que dos bienes sean valiosos de maneras perturbadoramente distintas, que no se acierte a percibir lo que puedan tener en común y que sean bienes sin tener nada que ver entre sí es probablemente el escándalo más inaceptable con que la metafísica occidental puede llegar a encontrarse. La mayor parte de la historia del pensamiento es, no en vano, un esforzado intento de mostrar que ese escándalo está mal concebido y no puede acontecer. Pero no hay estimativa gracias a estos dogmas, sino a pesar de ellos y porque lo que enuncian no es verdad. Lo que importa en la estimativa es lo que sobresale y se destaca, ora por su bondad, ora por su maldad, ora por algún otroelemento que lo sustraiga a la norma de las cosas o por rasgos excepcionales que no se sabe a qué cualidades corresponden. Si lo que importa en la estimativa es lo que se sale de las estimaciones normales, es natural la tentación de afirmar que la estimativa es un conjunto o sistema de excepciones. Pero ya se ha visto cuán precipitada y engañosa es una tesis así, porque quien quiera formar un género a base de excepciones se quedará sin excepciones o sin género. De manera que si la estimativa es un sistema de estimaciones, no parece que pueda incluir dentro de sí lo que más importa de ella, sino sólo lo que importa menos: lo que, aun queriéndose parecer a lo importante, no logra parecerse lo suficiente y se queda en normal. La estimativa no se define, pues, por lo que tiene dentro, sino por lo que no cabe en ella. La estimativa no se divide en la clase de lo moral y la de lo que no lo es; se divide en la clase de lo que tiene relevancia y la que no. Pero, mientras que la clase de lo moral era hija del inmoderado aprecio por los acuerdos, la de lo estimativamente relevante surge de lo contrario: está formada gracias a lo que ciertas disensiones y discordias pueden llegar a dar de sí. Se mostrará a continuación cuánto se sale ganando si se deja de pensar que las discrepancias y desarreglos estimativos son objetos de prevención o de cura, virus más o menos dañinos que conviene eliminar y que se recordarán como desgracias. Porque en la estimativa los estados de orden son sólo transiciones más o menos precarias entre conflicto y conflicto. La empresa estimativa no triunfa cuando acaba con el desorden de cierta manera ejemplar; triunfa cuando produce desórdenes singularmente afortunados. Las disonancias entre individuos humanos y entre las creencias, deseos, pasiones y propósitos de un mismo individuo no son perturbaciones o cuerpos extraños que hayan entrado de matute en la estimativa humana. Son piezas esenciales de su mecanismo y, sobre todo, son la sede de lo que más importa en ella, a saber, de aquellos episodios especialmente relevantes y sobresalientes que son capaces de alterar la valoración de una cantidad numerosísima de objetos. Para seguir adelante habrá de perfilarse todavía un poco más lo que hay que
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entender por estimativa. Pensemos qué ocurriría si se sostiene que la estimativa de una persona es cierta clase (no importa de momento cuál) de las creencias de esa persona. Aunque insuficiente y muy tosco, lo anterior no yerra del todo el blanco; sin duda, parte esencial de la diferencia entre los valores del cardenal Newman y los de Oscar Wilde radica en que creían cosas muy dispares sobre cierto número de asuntos. Puede exigirse además, y la exigencia es sensata, que a las creencias tenga que acompañarlas su justificación: la estimativa de alguien sería cierta clase de sus creencias unida a la justificación que reciben o a cierto tipo de justificaciones. Mi estimativa consistirá en las creencias que tengo acerca de lo que está bien y mal, de lo que merece y no merece la pena, de lo que he de hacer para no pasar vergüenza y de un número muy crecido de asuntos –todos ellos relacionados con mis deliberaciones y juicios y con lo que creo son las buenas deliberaciones y los buenos juicios– pero todas esas creencias, o por lo menos muchas de ellas, irán acompañadas de justificaciones, es decir, de defensas ante posibles ataques, verosímiles o sólo imaginarios. Que a las creencias tengan que acompañarlas sus justificaciones se debe a que no todo el mundo tendrá la creencia correspondiente y a que habrá quien repruebe que yo la tenga y me solicite su abandono. En general, el tener creencias implica creer que a menudo habrá que renunciar a alguna de ellas porque no se será capaz de salir airoso de los ataques recibidos, pero implica también la confianza en que muchas de las creencias propias están lo bastante guarnecidas para resistir ataques de la mayor envergadura. Entre otras muchas, hay dos objeciones solventes a que la estimativa sea eso. La primera objeción impugnará que pueda hablarse de estimativa en términos tan individuales: las creencias son de naturaleza colectiva porque, aunque algunas sean poseídas por un solo individuo (al igual que hay aserciones que sólo uno ha pronunciado) conviene darse cuenta de que los materiales con que trabajan creencias y aserciones son públicos y están al alcance de cualquiera. Que mi estimativa sea mía es, entonces, lo que menos importa de ella; podría haber sido de otro y además está formada por creencias en su mayoría poseídas por otros. La segunda objeción es que, si algunas de las creencias humanas versan sobre lo que está bien o mal y sobre lo que se debe hacer o dejar de hacer, estas creencias guardan una relación estrecha, aunque a veces oscura, con lo que sus poseedores hacen y dejan de hacer. Tomar la estimativa como un conjunto (individual o, rindiéndose a la primera objeción, colectivo) de creencias, o de creencias unidas a justificaciones, es entonces el producto de un corte muy precipitado. Cualquier cosa que sea lo que haya de entenderse por estimativa, parece sensato incluir en ella no sólo lo que se cree, sino también lo que se quiere hacer (así como quizá ciertos
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sentimientos o pasiones) y, desde luego, lo que efectivamente se hace y se omite. Ante esta segunda objeción me parece que no quedamás remedio que rendirse. Invita a abandonar la idea de que la estimativa de alguien es un conjunto de creencias y a sustituirla por la de que es cierto conjunto, mejor o peor articulado, de creencias (y sus justificaciones), deseos, propósitos y pasiones y de las acciones y omisiones ligadas a ellas. Algo semejante a esto, aunque no del todo coincidente, puede expresarse diciendo que la estimativa de alguien es un conjunto de articulaciones de elementos tales como creencias (y sus justificaciones), deseos, propósitos, pasiones, acciones y omisiones. Las articulaciones estimativas son sincategoremáticas: son esquemas de la forma “__porque__”, “__para que__”, “__ya que__”, “__al igual que__”, “__a semejanza de__”, “__contrariamente a__”, “__a causa de__”, “__de modo que__” (y otras, desde luego), cuyos espacios en blanco pueden ser ocupados por términos categoremáticos como creencias, deseos, propósitos, pasiones y acciones. Pero pasemos a la objeción mostrada en primer lugar: que si las creencias (las articulaciones, podría rectificarse ahora) son colectivas, entonces la estimativa tendría que ser también algo de naturaleza pública y no tendría mucho sentido hablar enfáticamente de mi estimativa ni de la de ningún individuo en particular. Algunos no resistirán a la tentación de inferir de aquí que nadie es muy original en asuntos estimativos, y que el afán de rebeldía conviene dejarlo para otros quehaceres. Lo que afirmaba, sin embargo, la objeción no es que no pueda haber creencias poseídas de hecho por un solo individuo, sino que no hay creencias que sólo pueda poseer cierto individuo particular. Así, por muy sociales que sean las articulaciones de todos, nada quita para que Bernáldez tenga una estimativa que, de hecho, sólo la tenga Bernáldez. La suya es tan social como la que más (será antisocial, pero lo que es antisocial en cada caso está, desde luego, socialmente definido). El rebelde estimativo es rebelde no porque lo diga él, sino porque se lo dicen aquellos contra quienes se insubordina13. De momento podemos desempeñarnos razonablemente bien con la idea de que la estimativa de una persona o de un grupo es cierto conjunto articulado de creencias, acciones, pasiones y deseos. Pero en caso de que esto tenga sentido, parece que exige admitir dos conclusiones: que nadie puede carecer de estimativa, porque no es opcional el tenerla o dejar de tenerla, y que una cosa es eso y otra el tener una estimativa explícita14. En efecto, resulta imposible imaginar cómo sería un adulto ajeno a toda estimativa: deliberar y juzgar no son actividades opcionales que uno pueda cultivar o, si quiere, dejar de lado, y no lo son porque la práctica normal de las otras operaciones humanas exige la deliberación y el juicio. A primera vista, el deliberar y el juzgar no 159
exigen que se posea una doctrina muy elaborada sobre la deliberación ni sobre el juicio; ni siquiera exige el conocimiento de palabras como “deliberación” o “juicio”, u otras emparentadas con ellas. No todo el mundo que delibera y juzga tiene por costumbre hablar de sus deliberaciones y juicios contemplándolos como si fuesen objetos de doctrina. Las estimativas explícitas (de las que las doctrinas estimativas constituyen los ejemplos más sofisticados) aparecen, según se verá, cuando se advierte que la estimativa tácita propia no es la única posible y se decide distinguirla de las otras. Parece mediar todo un abismo entre la burda estimativa de quien, no conociendo otros valores que los suyos, tiene por cosa reprobable el reflexionar sobre ellos y las sofisticadas doctrinas estimativas de los filósofos y de los reformadores sociales, religiosos y culturales. Toda doctrina estimativa intenta ordenar la deliberación y el juicio recomendando ciertos ejemplos y rechazando otros, o proporciona una relación de objetos o estados valiosos y de otros que han de ser evitados, o quizá una lista de criterios de lo bueno, lo malo y lo indiferente, o de principios a los que la deliberación y el juicio han de someterse. Las doctrinas estimativas no se limitan a dar vueltas alrededor de las deliberaciones y de los juicios, sino que procuran señalar cómo son cuando son buenos. Una doctrina estimativa no sólo proporciona una visión; proporciona, sobre todo, una guía que puede usarse en momentos de tribulación, de perplejidad o de duda. Las doctrinas estimativas llevan siempre incorporado un manual de instrucciones para cuando no se sabe qué juicio sostener o cómo concluir las deliberaciones. Al igual que las estimativas tácitas andan entremezcladas con otras muchas articulaciones de creencias, de deseos o de pasiones, así también las doctrinas estimativas suelen encontrarse en medio de otras clases de cuerpos doctrinales: muchas veces van unidas a religiones más o menos secularizadas, a ideologías, a visiones científicas del mundo, a supersticiones o a resultados de la propaganda, y de ordinario a mezclas de todo lo anterior. Muchas veces, y por motivos sobremanera variados, los individuos y los grupos explicitan su estimativa implícita. Una manera muy natural de hacerlo consiste simplemente en enumerar articulaciones de creencias, deseos, pasiones o acciones: referir aquello que uno cree o desea, o de lo que se avergüenza o indigna, lo que teme u odia, lo que ha hecho y evitado hacer, unido a otros objetos de creencia, deseo o pasión o a ciertas acciones. Si esa enumeración se lleva a cabo con buen tino, entonces quizá ya no haga falta explicitar nada más. Pero aquí el buen tino equivale a la capacidad de seleccionar lo más significativo y saber reconocerlo. Exponer la estimativa propia no es una operación inocente: implica haber reflexionado sobre ella o hacerlo al hilo de la exposición. Naturalmente, la mera exposición no es lo único que uno puede hacer con
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sus articulaciones estimativas. Muchas personas se esforzarán en dar cuenta de esas articulaciones procurando destacar su coherencia, mostrando a qué consecuencias llevan, argumentando que son mejores que otras articulaciones rivales, contextualizándolas o tratando de derivarlas de ciertos ejemplos de buena deliberación o de cierto conjunto de supuestos, principios o leyes. En verdad, las explicitaciones estimativas pueden llegar a ser muy complicadas. Algunas de ellas pertenecen, no en balde, al canon de la historia de la filosofía; así, el contenido de las Éticas aristotélicas puede interpretarse como el resultado de una tal explicitación, según lo sugiere el propio Aristóteles cuando dice que lo que hace es tithénai tà phainómena o “hacer que el parecer común se sostenga”15. Algunas doctrinas estimativas son, si vale la expresión, explicitaciones de articulaciones estimativas implícitas de un individuo o, como en el caso de lo que quizá pretendió Aristóteles, de todo un grupo social. Pero, desde luego, no todas las explicitaciones dan lugar a doctrinas de las que se recogen en la historia de la filosofía. En la vida ordinaria de los individuos y de los grupos humanos se dan multitud de episodios explicitadores más o menos afortunados y provechosos. Aun entre gentes que no han oído nunca la palabra “doctrina” ni nada que tenga que ver con ella se dan estos episodios, y se dan en dos tipos fundamentales de contextos. El primero es interpersonal o intersocietal. Gentes que nunca se habían tomado muy en serio la explicitación de nada pasan de pronto a hacerlo porque se encuentran con estimativas rivales que las apremian. Yolísiga, que es la mujer menos propensa en este mundo a explicitar nada, ha cobrado un trato estrecho con Derinolda, cuyas articulaciones difieren mucho de las suyas. Ya sea amistoso su comercio con dicha persona, ya sea hostil, apenas podrá Yolísiga eludir el explicitar algo, bien para reafirmarse en su estimativa bien para dejarse influir por la de Derinolda o convertirse a ella (y lo que vale de las dos amigas vale también de pueblos enteros, de modo que en lugar de hablar de estos dos personajes podríamos referirnos sin mucha variación a los galbiodinitas cuando entran en contacto con los herfiócidas). El segundo contexto es intrapersonal o intrasocietal. Los galbiodinitas, que nunca tuvieron mucha gana de variar nada en sus articulaciones estimativas, sufren de pronto mudanzas severas en sus creencias, deseos, pasiones y acciones. Para ello no han tenido ninguna necesidad de tratar con los herfiócidas, porque la revuelta ha sido endógena. Han empezado a surgir conflictos donde parecía que no iba a haberlos nunca. El acuerdo que reinaba sobre las buenas articulaciones se ha roto, y ahora los galbiodinitas ya no saben a qué carta quedarse. Hay entre ellos varias facciones en disputa y no se sabe cuál saldrá victoriosa: si la de, por ejemplo, los galbiodinitas favorables a las costumbres tradicionales o la de
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los proclives a abolir la herencia y a consentir el adulterio (al que ellos ya no llaman, ciertamente, adulterio). Mientras ocurría todo esto, muchos galbiodinitas se han dado cuenta de que eran adversos al adulterio y partidarios de la herencia, algo en lo que nadie había reparado antes por creer que todo esto eran cosas que iban de suyo. Gracias a que alguien ha puesto en tela de juicio algo, se ha visto que había algo que poner en tela de juicio y se ha tenido que determinar qué es. Lo que vale de los galbiodinitas vale también, desde luego, de las cuitas íntimas de Yolísiga o Derinolda. Importa aquí que todos estos casos lo son de conflicto y, más en particular, de desacuerdo. Una consecuencia de todo ello es que, por lo menos en lo que toca a la tarea de explicitar, los desacuerdos no son algo accidental, adventicio o que convenga eliminar cuanto antes. Al contrario: sin desacuerdos, ni Derinolda ni los galbiodinitas se habrían tomado el trabajo de explicitar nada y su estimativa estaría condenada a un silencio vitalicio. No es que haya estimativa porque los individuos o los grupos seamos capaces de ponernos de acuerdo sobre nuestras deliberaciones y juicios; si la hay es porque a menudo estamos en desacuerdo unos con otros y con nosotros mismos16. Uno se da cuenta de la estimativa que tiene –y de que tiene estimativa– cuando advierte algún tipo de quiebra en sus articulaciones. Una estimativa libre de anomalías pasaría completamente inadvertida a su poseedor, pero una estimativa inadvertida es un bien mostrenco que a nadie puede suscitar interés.
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Capítulo 15 La paradoja de la doctrina perfecta
Lo que acaba de exponerse ocurre, decíamos, con las explicitaciones estimativas que hace la gente común, ignorante de toda doctrina. Pero hay por lo menos dos motivos para corregir una conclusión así. El primero es que en la mayor parte de las sociedades modernas no hay apenas nadie ignorante de toda doctrina estimativa; en modos muy variados, el que más y el que menos sabe algo de moral edificante, de cruda economía, de política astuta o de estética transgresora1. A sabiendas o no, casi todo el mundo explicita sus articulaciones estimativas echando mano de alguna doctrina, normalmente vulgarizada, de modo que no resulta nada fácil encontrar personas en estado de inocencia o candor predoctrinal. El segundo es que, aun los mismos autores de doctrinas estimativas se desempeñan cuando se consagran a explicitar en forma parecida a la de los individuos y los grupos no profesionalizados. Ningún autor de doctrinas explicita nada como no sea con la vista puesta en explicitar articulaciones alternativas o en explicitar de otra manera las mismas articulaciones. Sin desacuerdo no sólo no habría estimativa explícita; tampoco habría doctrinas sobre ella. Ciertamente, no todas las doctrinas estimativas son explicitadoras en el sentido que le he dado a esta expresión, o, mejor dicho, no todas ellas son meramente explicitadoras. Junto a estas doctrinas están, desde luego, las que no se proponen como fin último explicitar nada, sino sustituir las articulaciones que se supone vigentes por otras mejores. Cuando Sócrates se esfuerza por trastornar las convicciones de sus conciudadanos o cuando Espinosa propone una doctrina de las pasiones y las acciones ásperamente contraria a los supuestos más profundos de la conciencia ordinaria dan el modelo de lo que es una doctrina moral revisionista2. Buscar el desacuerdo parece un rasgo constitutivo de toda doctrina así (aunque sólo sea como primer paso para instaurar un nuevo acuerdo posterior), de modo que quizá no haya demasiado que discutir: sin el propósito del desacuerdo no habría propósito de revisión. Pero lo que acaba de decirse provocará seguramente objeciones parecidas a ésta: si un revisionista, tal como ha sido descrito, desea combatir las articulaciones vigentes de modo que queden sustituidas por otras nuevas, cabe pensar que no podrá ser revisionista con respecto a estas últimas ni tampoco lo deseará. El revisionista tiene que serlo, entonces, provisionalmente o, mejor 163
dicho, mientras no triunfe, de modo que a lo que aspirará es propiamente al acuerdo, aunque dicho logro exija el desacuerdo como paso previo. Parece claro que hay y habrá siempre revisionistas así, pero eso no significa que todos hayan de reconocerse en ese retrato. Por lo que toca a Sócrates (aunque no a Platón), sería un despropósito atribuirle la creencia en lograr un estado de cosas social o político en que su mayéutica fuera ya innecesaria. Y por lo que hace a Espinosa quizá pueda afirmarse otro tanto: el triunfo de su doctrina sólo podría darse en medio de una humanidad más excelsa, algo tan difícil, ya se sabe, como raro. En estado puro, las doctrinas explicitadoras son las que buscan meramente reconstruir articulaciones. Sin embargo, es muy difícil encontrar en alguna parte semejante estado puro. Lo habitual es que las doctrinas que se proponen explicitar no lo consigan del todo y logren fines que no se proponían. No siempre que uno quiere explicitar algo es del todo fiel a lo que estaba implícito, y esto no pasa sólo con las doctrinas estimativas; es muy frecuente (quizá es inevitable) en todo paso de lo tácito a lo expreso. Basta con darse cuenta de lo que ocurre en casos triviales; imaginemos que nunca he expresado a nadie mis opiniones sobre Floricinio y que de pronto se me presenta una circunstancia muy propicia para hacerlo. Diré, por ejemplo, que Floricinio es un individuo atroz y desconsiderado, falto de todo escrúpulo e insensible a lo que no sean sus propios intereses, bastante viles por cierto; además, para apoyar lo anterior aduzco unos cuantos ejemplos. Bien; todo esto lo creía yo sobre Floricinio desde hace mucho y lo que hago ahora es explicitar mis creencias en forma de afirmaciones. Pero lo que más interesa es que, desde luego, resultaría muy difícil afirmar que mi declaración ha sido exhaustiva. Alguien me hace la inoportuna pregunta de si con lo que he dicho he expresado todo lo que creía sobre Floricinio y casi nadie en esas circunstancias contestaría que sí. El expresar deja siempre residuos3. Caben, sin embargo, preguntas todavía más incómodas. Un interlocutor suspicaz podría interrogarme por ejemplo de la manera siguiente: “está bien, pero ¿todo lo que acaba usted de decir sobre Floricinio lo creía ya antes de decirlo?” Es probable que no me sienta muy halagado por este proceder de mi interlocutor y que le conteste que sí con enojo o incluso con malos modales, pero esto quizá no evite su pregunta posterior, un poco más venenosa: “¿de verdad nada, absolutamente nada de lo que acaba de decir, aunque sea un leve y nimio matiz sobre la atrocidad de Floricinio o sus manifestaciones, le ha venido a la cabeza según lo decía?”4. Ahora bien: a esta inoportuna pregunta sólo se puede responder con un sonoro “¡nada en absoluto!” cuando el acto de expresar creencias haya sido muy breve y nada significativo. A poco complejo que sea mi acto de 164
explicitar, añadiré en él detalles que enriquezcan –y que en muchas ocasiones alterarán y en algunas corromperán– las calladas creencias que tenía sobre Floricinio. Yo nunca había dado mucha importancia, por ejemplo, al hecho de que Floricinio trata a los dependientes de comercio con muy poca consideración y a menudo con despotismo, pero, según hablaba, me he dado cuenta de que este detalle podía venirme bien en apoyo de mis afirmaciones, ya que –lo he recordado en ese momento– Floricinio estuvo empleado en una honrada tienda de coloniales cuando cursaba el bachillerato y esto constituyó para él y para sus delirios de grandeza un trauma severísimo; a partir de ahora, el resentimiento de este individuo contra su propio pasado se convierte para mí no sólo en un agravante de su brutalidad sino también en un ingrediente esencial de ella. Las explicitaciones dejan, pues, residuo inexplícito y además aportan novedades de su propia cosecha. Desde luego, toda acción verbal guarda relaciones más o menos estrechas con alguna intención, pero sólo las acciones más rudimentarias reproducen sin residuo y sin añadido cierta intención originaria5. En determinadas circunstancias las explicitaciones no sólo reconstruyen; también revisan. Si dejamos de hablar de la atrocidad de Floricinio y nos ocupamos de la elaboración de doctrinas estimativas, el asunto puede que siga teniendo su interés. Porque lo que hacen estas doctrinas es o explicitar o revisar, pero la dicotomía de explicitación y revisión es útil sobre todo cuando se comprende que no vale siempre y que los casos más interesantes son mestizos. En las explicitaciones hay mucha revisión y también hay en las revisiones más explicitación de la que se cree. Lo que distingue a las buenas explicitaciones no es que sean fieles a lo que estaba implícito, sino que aporten novedades de interés con las que no se había contado. Acaso es éste un uso algo extraño de la palabra “buenas”, pero quizá sea el mejor. Cuando alguien explicita lo que creía, puede preguntársele si ha ganado algo con su explicitación (aparte del explicitar mismo), y la única manera de afirmar que se ha ganado algo es reconocer que la explicitación ha aportado novedades. En algunos casos, dichas novedades son desacuerdos de cierto tipo y estos casos son los más valiosos de todos. Desde luego, entre explicitar de manera muy pobre articulaciones que merezcan la pena y hacer explicitaciones muy ricas de articulaciones deleznables, vale más quedarse con lo primero, pero en tal caso parece claro que la virtud no lo es del arte de explicitar, sino de algún otro. En su condición de explicitaciones, las mejores son las novedosas, y son tanto mejores cuanto menos se hubiera podido predecir su resultado antes de que llegara a darse. La capacidad de producir desacuerdo entre lo que se barruntaba que iba a ser la explicitación de algo y lo que al fin llega a explicitarse es una virtud del autor de doctrinas, y una virtud no
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pequeña. El desacuerdo es entonces un ingrediente obligatorio de las doctrinas estimativas explícitas, tanto de las oficiales como de las espontáneas. Los motivos son dos: porque sin desacuerdos no podrían desarrollarse explicitaciones dignas de interés y porque un rasgo destacado de las explicitaciones interesantes es que producen, por su parte, nuevos desacuerdos. Están, en cierto modo, antes de las explicitaciones y después de ellas, lo que invita a ver las doctrinas estimativas como momentos de tránsito entre unos conjuntos de disensiones y otros que vendrán después. Sólo quien esté muy enganchado a la compulsiva adicción del acuerdo tenderá a creer que nada de esto tiene en realidad demasiada importancia. Pero las razones contra el desprestigio de los desacuerdos que han aparecido hasta ahora no son las únicas ni quizá las más poderosas. Para hacer plausible lo que quiero sostener será útil un sencillo experimento mental. De entre quienes se dedican a estas tareas, a los más audaces los anima el propósito de elaborar nuevas doctrinas de la deliberación y el juicio, mejores que las conocidas y que las refuten o dejen obsoletas. Otros, de ambición más templada, toman de entre las doctrinas disponibles aquella que les parece la mejor o la menos mala y se esfuerzan por perfeccionarla, por criticar a sus rivales o por aplicarla a diversos ámbitos de la práctica. Un tercer grupo prefiere intentar mixturas o componendas entre doctrinas ya existentes, añadiendo a veces algo de su propia cosecha. Ninguno de ellos, salvo en momentos de delirio, cree estar en posesión de la doctrina perfecta y muy pocos piensan que les falta poco para alcanzarla; no se conoce, por ejemplo, a ningún filósofo moral que tenga sobre su disciplina la curiosa idea que tenía Kant de la lógica de su tiempo. Pero, cuando se les pregunte a cualquiera de ellos por si vale la pena buscar una doctrina estimativa máximamente robusta y perfeccionada, la mayoría responderá que sí, que eso va de suyo y que además el progreso doctrinal puede describirse en la forma de una aproximación paulatina a una doctrina de esas características. Lo que está en juego aquí no es otra cosa que la noción misma de progreso, sin duda una de las palabras más prestigiosas en la jerga de las doctrinas morales. En lugar de darle vueltas a la utopía de la doctrina perfecta, se podría barajar una hipótesis algo más humilde. El experimento mental que se necesita no es nada rebuscado; consiste en imaginar lo que ocurriría con una doctrina estimativa que, sin llegar a ser ni muchísimo menos perfecta, fuese notoriamente más poderosa y mejor que cualquiera de las que conocemos o podemos vislumbrar. Desde luego, poca cosa cabe decir del contenido de una doctrina así, porque dar muchos detalles de ella equivaldría a elaborarla. Pero lo que de ningún modo está prohibido es pensar en aquellos rasgos y
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efectos suyos que la convertirían en una doctrina mucho mejor que las conocidas. Algo que desde luego sí tendría que seguirse de ella es una disminución del estado de indefensión en que sus usuarios se encuentran ante gran número de problemas y dilemas prácticos: perplejidades de las que ahora no sabemos librarnos pasarían de pronto a mejor vida; intuiciones en las que creemos a ciegas cristalizarían en conceptos claros; normas hasta entonces confusas, o quizá insospechadas, empezarían a parecer de obligado cumplimiento; viejas ideas muy arraigadas y tenidas por valiosas se vendrían abajo por la fuerza de la evidencia; deliberaciones y juicios que de ninguna manera se nos podrían haber ocurrido antes surgen ahora con toda naturalidad y se convierten en algo tan trivial que apenas admite discusión. Es corriente creer que nuestros malestares estimativos son, por lo menos en parte, la secuela de no tener una doctrina suficientemente robusta o de no tenerla todavía: si desconocemos lo que se debe hacer y lo que no, si tenemos dudas sobre lo bueno y lo malo, si no sabemos a qué carta quedarnos en numerosas cuestiones prácticas de interés, si no estamos seguros de cuál es la mejor manera de vivir, todo esto se debería principalmente a nuestra desdichada carestía doctrinal. Es cierto que las doctrinas por sí solas no hacen el mundo feliz ni justo, pero lo que se trata de imaginar aquí no es una filosofía moral para uso exclusivo de estudiosos y comentaristas, sino una que posea mucho más éxito social que cualquiera de las conocidas (tal cosa podría deberse en parte a las bondades de la propia doctrina y en parte a la suerte; pero séanos dado imaginar que además la doctrina tiene suerte). Una nota importante de esta doctrina mejorada es que su fuerza motivadora sería capaz de vencer casi cualquier resistencia. Ni la pereza o la desidia ni ninguna pasión que milite contra la doctrina, ni ninguna creencia o deseo de signo contrario estará normalmente en condiciones de enfrentarse con éxito a las deliberaciones y juicios que la doctrina mejorada recomienda. A falta de filosofías morales perfectas, parece que una doctrina como ésa es lo mejor a que podría aspirarse; quien sostuviera que no vale la pena ir en su busca lo tendría muy difícil para convencer a cualquier autor de doctrinas estimativas que fuese mínimamente consecuente. Una afirmación así se parecería mucho a la de que ha de abandonarse toda esperanza de doctrina; acaso pudiera contar con buenas razones, pero no con razones válidas dentro de lo que es la práctica de elaborar doctrinas estimativas y discutirlas. Esto, que parece evidente, no carece, sin embargo, de dificultades. Nos encontramos en la tesitura de tener que procurarnos doctrinas cada vez mejores a sabiendas de que nunca encontraremos una que sea perfecta. La heroica tarea consiste en aproximarse poco a poco a un ideal doctrinal que nunca se logrará en su plenitud. Quien esté
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familiarizado con la filosofía de Kant verá muy natural todo esto. La doctrina perfecta se verá como un “ideal regulativo” gracias al cual pueden elaborarse doctrinas imperfectas cada vez mejores. Aunque resulte imposible el logro de un estado en que la indefensión estimativa haya desaparecido del todo, es obligado, sin embargo, tomarlo como fin último. La mejora parcial de las doctrinas es, entonces, un resultado que se obtiene como efecto lateral de buscar algo que se sabe no va a poder lograrse. Eso no quiere decir que cualquier objetivo sea bueno con tal de que sus efectos laterales resulten favorables (quizá el pensar en una doctrina monstruosa podría tener consecuencias provechosísimas), pero imaginar la doctrina perfecta produce logros beneficiosos precisamente porque produce aproximaciones a ella. Pensar en la doctrina perfecta no es un simple truco para ir mejorando doctrinas, porque un esbozo anticipatorio de la doctrina perfecta proporcionará un valioso criterio de evaluación de doctrinas, las cuales serán tanto mejores cuanto más se acerquen a dicho ideal. Esta concepción vagamente kantiana del desarrollo de las doctrinas estimativas en general y morales en particular goza de gran prestigio en la filosofía y en el sentido común. Unida a ideas muy arraigadas acerca del progreso científico y técnico y de la superioridad de lo posterior sobre lo anterior, instituye un trasfondo de creencias poderosísimo en las sociedades modernas. No me propongo aquí, desde luego, decir nada sobre cómo podrían socavarse –en caso de que pudieran serlo– convicciones tan sólidamente cimentadas; tan sólo me referiré a lo que son algunas deficiencias de esta concepción en lo que toca al progreso de las doctrinas estimativas. Una premisa tácita de la concepción progresista de la estimativa humana es que el triunfo de la doctrina perfecta es imposible y otra, tan tácita como esencial, la de que, en caso de que resultase posible, sería obviamente deseable6. Sobre la verdad de la primera no le cabe a nadie ninguna duda, y ésta es quizá la causa de que la segunda se dé por buena sin demasiado examen: como es sabido, sobre lo imposible no cabe deliberación. Pero por fortuna no siempre ha de lamentarse que las cosas no puedan ser, y ésta es una de las veces en que el lamento carece de razones. La deseabilidad de la doctrina perfecta puede, en efecto, impugnarse y merece el esfuerzo de argumentar en su contra. A primera vista, esta declaración apenas es de recibo y se juzgará paradójica por razones semejantes a las que desaconsejan el negarse a buscar doctrinas mejores. Piénsese por un momento en alguien que afirmara la conveniencia de mejorar las doctrinas estimativas (ya se ha visto que esto no es sensato no tomarlo en serio) pero negara al mismo tiempo que la doctrina perfecta es deseable y valiosa. Un argumentador así no sólo sostendría que se puede prescindir de todo ideal regulativo (quizá porque
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según él tales ideales no desempeñan ningún papel de importancia en el progreso de las doctrinas estimativas). Vendría a afirmar algo más, a saber, que –no sabemos todavía por qué– la doctrina perfecta es indeseable. Pero nuestro argumentador habría de sostener, o así parece, algo de muy desaseada hechura: que las doctrinas tienen que ser mejoradas, aunque sólo un poco y hasta cierto punto, no vayan a aproximarse demasiado a la indeseable doctrina perfecta. Esto tan extravagante es, si bien se mira, lo que han de sostener los prudentes y moderados defensores del progreso de las doctrinas morales a los que la buena educación filosófica impide amar la doctrina perfecta. El progreso de las doctrinas habría de detenerse en cierto momento (aunque ignoremos cuál sea) porque a partir de ahí ya no habría continuación del progreso, sino involución; se habría obtenido ya la doctrina mejor que la cual ninguna otra doctrina puede ser pensada. Pero semejante experimento mental parece llevar a una conclusión un tanto incómoda. Desde luego, tratar de argumentar contra la conveniencia de doctrinas mejores que las conocidas se asemejaría a un ejercicio sofístico no poco artificioso (¿acaso lo que procede es buscarlas peores?) Ni siquiera las mentes más conformistas harían ascos a innovaciones de las que, por hipótesis, sólo resultaría ganancia. Desdeñar doctrinas que aminoren nuestra indefensión estimativa es como negar que las doctrinas estimativas pueden ser mejoradas, cosa que sólo puede permitirse quien sostenga que posee una inmejorable. Sin embargo, la doctrina perfecta es indeseable, y creerlo no constituye disparate alguno. Aunque, al igual que antes, no quepa afirmar apenas nada de su contenido (decir cuál sería éste equivaldría a elaborar la doctrina), sí que es posible pensar con sentido en ciertas condiciones que habría de cumplir. La doctrina perfecta lo sería, desde luego, por haber acabado con todo síntoma de menesterosidad y por dotar a sus usuarios de una fuerza motivadora netamente superior a la proporcionada por cualquier otra fuente alternativa de motivación. Esta segunda exigencia cabría cumplirla, eso sí, de manera indirecta, pues la doctrina podría inducir la formación de hábitos muy admirables o de sentimientos excelentemente ordenados que hiciesen innecesario el recurso directo a ella. Si es adecuado atribuir a la doctrina perfecta estos dos poderes de eliminación de la perplejidad y de fuerza motivadora máxima –y no parece insensato hacerlo, habida cuenta de que la creciente satisfacción de esas exigencias acostumbra a valer como criterio de progreso–, acaso sea útil acudir a alguna doctrina realmente existente que permita observar de cerca y sin ficciones esos dos poderes ejerciéndose juntos. Aunque seguramente no exista ninguna doctrina semejante, sí que se conoce una familia de doctrinas oficiales y espontáneas (o quizá un estilo) muy útil para examinar los dos poderes en cuestión.
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Semejante familia resulta fácil de reconocer: es la familia de los rigoristas7. Los tipos ideales de control racional de la vida que expuso Max Weber son, sin duda, la mejor ilustración que puede encontrarse de lo que habitualmente se llama rigorismo moral8. Y por su parte la búsqueda de la doctrina estimativa perfecta tiene que encontrar siempre en el rigorismo un clima grato y hospitalario. Lo que distingue al rigorista es precisamente que cree gozar de un conjunto de principios y normas máximamente seguros (y dignos de aplicación irrestricta) aptos para regir la vida individual en todos sus aspectos imaginables. Quien lleva una vida rigorista –y hay que advertir, desde luego, que las creencias religiosas no son aquí lo decisivo– es un individuo rígido, seguro de sí hasta la exageración (aunque esa seguridad resulte a veces de su radical incertidumbre teológica en particular o cognoscitiva en general), inflexible e intolerante. Además, el buen rigorista tiene otra formidable facultad: es capaz de hacer derivar cada una de sus acciones de una norma o principio: una y una sola acción para cada principio y un solo principio para cada acción. El rigorista es alguien que tiene prohibido decir “no sé por qué lo hago” y también “no sé lo que he de hacer”. Parece que si el rigorista es merecedor de censura lo es por su inflexibilidad y por la exhaustividad con que ordena su vida. Lo que resulta odioso en esta clase de estimativa es su resistencia tenaz a todo cambio de articulaciones; en realidad, el rigorista que ha logrado serlo con excelencia no conoce ninguna razón para variar nada; lo que le distingue es precisamente creer que ha alcanzado una condición en la que cualquier cambio sería, según él, un cambio para peor9. La pregunta de porqué parece repugnante el rigorismo es similar a la de por qué resulta reprensible la doctrina perfecta: todo depende de que se considere deseable o no un estado en el que ya no sean necesarios los cambios sustanciales de articulaciones estimativas. Conviene notar que un mundo en el que hubiese triunfado la Gran Doctrina atrofiaría sobremanera el juicio práctico de sus habitantes y llevaría a una sarcástica paradoja: en caso de que alguna acción fuera singularmente valiosa en ese mundo lo sería en la medida en que se sustrajera al poder motivador de dicha doctrina, es decir, en la medida en que ésta fuera incumplida o simplemente ignorada. Es cierto que en la gran doctrina podría estar contenida la posibilidad o la licitud de poner en suspenso la doctrina de vez en cuando, pero esto tampoco arreglaría mucho las cosas, porque las transgresiones que interesan son precisamente aquellas que la doctrina no habría podido anticipar10. Para las doctrinas realmente existentes la hipótesis de la estimativa perfecta es útil sobre todo porque de la respuesta que se dé a la pregunta de si es deseable o no depende casi todo lo demás que a ellas les es dado afirmar. 170
Lo que distingue a la doctrina perfecta es precisamente la eliminación de toda anomalía. Pero es esto, y no otra cosa, lo que la convierte en algo indeseable, y tanto más indeseable cuanto más perfecta sea11. Nada hay que lamentar en el descubrimiento de que la moral se hace pedazos y esos pedazos son anomalías. Tal cosa será una pérdida para quien crea que la vida humana está incompleta sin un sistema que le dicte su norma, pero no es obligatorio creer una cosa así, y en caso de que lo fuera sería mejor no cumplir esa obligación. Sólo dentro de una compulsión deóntica desatada es fácil creer que lo más valioso son las normas y lo peor sus quebrantamientos. Se malentiende del todo lo que son los bienes cuando se toma por paradigma del bien el cumplimiento de una norma, y lo mismo ocurre con los males cuando se cree que el peor mal que puede haber es la desobediencia a cierto mandato obligatorio. En realidad, cuando a algo o a alguien se lo juzga o percibe como valioso en un sentido seriamente relevante del valor – cuando encarna un valor de los que verdaderamente importan– las normas no cuentan nada, o importa muy poco lo que puedan contar, y otro tanto ocurre con los males máximamente relevantes. La fábrica moral del bien nos da un producto manufacturado cuya elaboración industrial nos resulta opaca, y es hora de desmontar sus piezas. Otro tanto ocurre con la del mal.
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Capítulo 16 La estructura de la experiencia estimativa
El atolladero de la doctrina perfecta –ese ominoso lugar en el que todos los deuterofisitas tienen que embarrancarse alguna vez, aunque siempre presumirán de haberlo evitado– invita a un drástico cambio de punto de vista sobre lo estimativo: a no mirarlo desde las articulaciones ya constituidas y organizadas ni tampoco desde las que sería deseable lograr, sino desde sus momentos de cambio o mudanza; no desde un sistema conocido ni desde la expectativa de otro por conocer, sino desde las ocasiones en que los sistemas se rompen. Al igual que lo que más importa en los sistemas de creencias son sus cambios (y eso lleva a prestar atención, sobre todo, a las anomalías de dichos sistemas y a los desacuerdos que ellas producen)1, el objeto más destacado de la filosofía moral pasa a estar formado, en cuanto uno empieza a mirar con prevención los dogmas deuterofisitas, por mudanzas de articulaciones estimativas, mudanzas a veces perturbadoras y casi siempre inopinadas. Un prejuicio lamentable de la mayor parte de las doctrinas estimativas es que lo que importa son las ya hechas o las que podrían hacerse. Pero ese prejuicio se funda en el supuesto de que ya tenemos en esencia la doctrina adecuada (o que nuestras articulaciones estimativas están bien como están) o en el de que es posible y deseable encontrar la doctrina perfecta. Nadie está obligado, sin embargo, a tener que elegir entre ser conservador y ser perfeccionista. Aquello de lo que más orgulloso puede estar uno en materia estimativa no es ninguna de estas dos cualidades, sino los cambios que lleva a cabo en las articulaciones que tiene (eso, claro está, en caso de que el orgullo sea una pasión digna de estima y de que lo estimativo pueda mover a orgullo, cuestiones ambas no poco contenciosas). Lo esencial radica en dejar de mirar los cambios como el momento de transición de una doctrina a otra –o de un conjunto de articulaciones a otros– para mirar las doctrinas y las articulaciones como aquello que precede y que sucede a las mudanzas estimativas. Porque no es que los cambios sean momentos de tránsito entre estados de orden; más bien ocurre al revés: los estados de orden son lo que hay entre cambio y cambio. Si se altera de este modo el punto de vista, también se alterará casi todo lo demás en materia estimativa. Cambiar de articulaciones no son accidentes que hayamos de sufrir (hasta que vengan épocas mejores) por culpa de las malas doctrinas que tenemos; los momentos de esplendor de la estimativa no son los de 172
normalidad, sino los de cambio2. Cabe replicar que con todo esto no se llega quizá muy lejos y preguntar acto seguido si basta acaso con que algo constituya una mudanza para que ésta sea deseable o buena. Sería muy insensato, sin duda, responder que sí a esta quisquillosa cuestión, aunque es probable que quien la suscite tampoco esté libre de creencias poco justificadas: casi con seguridad una pregunta así estará movida por la nomolatría y por el convencimiento de que, si hay excepciones o arrepentimientos, por algo malo será. Es cierto que hasta ahora no nos hemos preocupado de distinguir las buenas mudanzas de las malas, sino sólo de sugerir que son los cambios lo que en verdad importa y no lo que hay entre ellos. Quien se duela de este vicio quizá pueda hallar algún lenitivo en las consideraciones que vienen a continuación acerca de la manera en que se producen las mudanzas estimativas –o por lo menos algunas de ellas–, aunque también es posible que los efectos no sean calmantes, sino todo lo contrario. La mayor parte de las doctrinas, tanto oficiales como espontáneas, poseen, por voluntad de sus autores o en contra suya, tendencias conservadoras muy arraigadas. Lo único que quiere decirse con esto es que todo el mundo posee cierto instinto (no particularmente digno de elogio ni de vituperio) favorable a no mudar sus articulaciones estimativas. Esta tendencia es compulsiva en algunas personas y grupos, pero no necesita serlo en todos los casos para que constituya, en efecto, una tendencia inveteradísima. Quienes tienen creencias, deseos, pasiones, intenciones y propiedades parecidas gozan de todos esos bienes, entre otros motivos, porque lo que poseen muestra un alto nivel de coherencia, y el nivel es alto porque si no lo fuera no habría creencias, deseos ni nada de lo anterior. La coherencia no es una norma que alguien nos imponga desde fuera; la cumplimos sin darnos cuenta, aunque podemos advertir esta circunstancia, darla por buena y esforzarnos por seguirla. Nos damos cuenta de que obedecemos regularmente la norma de la coherencia cada vez que advertimos que hay veces en que la quebrantamos sin querer y, sobre todo, cuando advertimos que somos capaces de romperla deliberadamente, aunque sólo sea de manera parcial o local3. Las articulaciones estimativas de los animales humanos tienden a ser coherentes y lo son casi siempre, pero nunca del todo. Aunque son coherentes, tienen anomalías, y las anomalías de las articulaciones estimativas pueden entenderse como fallos de coherencia que uno puede reconocer como tales. En presencia de una anomalía, cabe esforzarse por anularla y reducirla a la armonía del conjunto, cosa que se logrará muchas veces, pero no siempre. Pero las mudanzas de articulaciones estimativas ocurren cuando ha habido una anomalía o unas cuantas que no han podido eliminarse. En esos casos, puede decirse que uno –o cierta sociedad– está en desacuerdo consigo mismo. 173
Propongo usar la noción de “experiencia estimativa” para designar la memoria individual y social de las mudanzas de articulaciones estimativas ocurridas. La experiencia estimativa individual de alguien será su elaboración del registro de las mudanzas estimativas que ha llevado a cabo y también de aquellas otras de las que tiene noticia (y adviértase que no hay en esto prioridad ninguna de la experiencia personal: la memoria es de naturaleza pública, y así uno recuerda tanto lo que le pasó como las cosas que le han contado). La experiencia estimativa colectiva o social es el acervo común de mudanzas de que se tiene noticia y hay, naturalmente, muchos modos de elaborarla. Puede parecer que este uso de la palabra “experiencia” es un tanto heterodoxo, pero quizá sea un buen sucesor de los empleos tradicionales del término una vez que se han descubierto razones poderosas para creer que el empirismo no es más que un episodio de la historia de las ideas, relativamente largo pero poco interesante (aunque quizá no tan largo: sólo abarca del siglo XVII al XX o quizá al XXI)4. Que se puedan registrar y recordar las anomalías no implica, sin embargo, que exista un sistema de anomalías o algo semejante. La experiencia es más bien “un mosaico sin pegamento, con múltiples piezas sueltas, libres, que tienen valor en sí mismas, por sí mismas y en relación con las demás, formando diferentes asociaciones y conexiones cambiantes”, como ha dicho Ramón del Castillo hablando de William James5. Hay gentes con mucha y muy buena experiencia estimativa (y nótese que es difícil resistirse a la tentación de sustituir “experiencia” por “sabiduría”), pero eso no significa que las mudanzas felices puedan ser objeto de predicción, y ni siquiera significa que las mudanzas valiosas tengan que parecerse entre sí. Los dos rasgos principales de toda experiencia estimativa son, pues, que su forma es la de una historia o narración y que se compone esencialmente de anomalías. Si cupiera imaginar un individuo humano que nunca hubiese experimentado un cambio severo de estimaciones, no quedaría más remedio que imaginarlo desprovisto de experiencia. La memoria se organiza a base de acontecimientos o episodios que establecen hitos en medio de los cuales pueden situarse períodos de continuidad o de reposo. Si el pasado no hubiese experimentado ninguna mudanza en su interior, apenas podría ser recordado. El arte de la memoria consiste en saber manejar muchos hitos que permitan escandir la materia de recuerdo y así identificar recuerdos singulares. El pasado de quien tiene una buena memoria se distingue del pasado del amnésico en que se halla cuidadosamente fragmentado, repartido entre un número muy grande de segmentos; al memorioso le viene a la cabeza cierto momento o circunstancia y de inmediato sabe colocarla en el segmento que le corresponde, sin confundirla con algo que vino antes o después –el 174
tiempo es para él materia de distinciones–, mientras que el individuo de memoria quebradiza tiende a ver el pasado como una continuidad apenas interrumpida; los acontecimientos se le confunden unos con otros porque no sabe propiamente dónde está cada uno. La experiencia estimativa es histórica y funciona como la memoria. En la experiencia estimativa de un individuo particular, lo relevante son los episodios en que ha tenido que variar sus articulaciones y sus hábitos de deliberación y juicio, los “hábitos del corazón” y los “hábitos del espíritu” de que hablaba Tocqueville. La experiencia estimativa está formada, como la memoria, a base de lugares y de hitos6. Conviene advertir que la experiencia estimativa individual no se distingue en nada importante de la colectiva. A primera vista, la colectiva es más incierta y conflictiva que la individual, y eso anima a verla como un amasijo desordenado de memorias individuales, pero –según se sabe desde muy antiguo– la experiencia individual es tan conflictiva y a menudo tan violenta como la colectiva. Puede que sea útil concebir al depositario de la experiencia individual no como un yo, sino como una república de yoes, pero lo esencial de este símil no radica en que el yo compuesto se divida en yoes individuales, sino en que estos últimos tampoco podrían ser vistos como átomos. Una vez que el yo se concibe como divisible, resulta muy difícil que la división no lo sea ad infinitum. El individuo y la colectividad (o, mejor dicho, las muchas maneras de identificar individuos y colectividades) son simplemente niveles de enfrentamiento, escenarios de conflicto más angostos o más dilatados. La experiencia estimativa es el modo que tienen individuos y colectividades de percibir sus conflictos internos –también, sin duda, los externos– y de organizarlos. Naturalmente, las percepciones y organizaciones de los conflictos son ellas mismas conflictivas, y se opondrán muy a menudo a otras que uno mismo o sus contemporáneos hayan llevado a cabo o vayan a producir en el futuro; no hay, desde luego, una única manera de describir un conflicto, su valor y su significado, pero en cualquier caso los lugares de la experiencia estimativa tienen que ser anomalías: gracias a ellas pueden identificarse los segmentos de coherencia y de orden y se encuentra disponible el acervo de deliberaciones y juicios del que cabe echar mano para modelar la estimativa futura. La experiencia estimativa de un individuo o de una sociedad vale lo que valen sus anomalías. Las doctrinas estimativas –del tipo y rango que fueren, desde las muy rudimentarias y espontáneas a las de más exquisita factura– toman como objeto la experiencia, o una selección más o menos artificiosa de ella, para reconstruirla o revisarla, y así puede decirse que la experiencia forma parte de la doctrina (al igual que las multitudes forman
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parte de lo que alguien dice cuando habla de las multitudes). Pero sería un delirio pensar que las doctrinas se sustraen a la experiencia estimativa; ellas también son trozos de experiencia, grandes o pequeños, importantes o triviales, memorables o apenas dignos de recuerdo. Hablar de las multitudes no libra a nadie de pertenecer a ellas, y cada vez que se contempla la experiencia propia con un gesto –veraz o impostado– de distanciamiento, ese mirar teórico está destinado a mezclarse con los objetos que percibe. De la experiencia estimativa forman parte también los episodios en que hubo que explicitarla para dar cuenta de ella o para someterla a revisión. Algunas anomalías de la experiencia adoptan, como se ha visto, la forma de doctrinas y esto significa que las doctrinas que merecen la pena son valiosas, a fin de cuentas, por el valor que tuvieron como anomalías con respecto a la experiencia estimativa que las precedió. De la experiencia estimativa de una persona formará parte muy destacada aquella deliberación que la llevó a abjurar del patriotismo o de la estima por determinado confesor y aquel violento juicio adverso sobre el origen de su fortuna familiar o sobre alguien que hasta entonces había sido amigo suyo, aquella noche en que decidió afiliarse al Partido y la mañana en que resolvió abandonarlo, el momento en el que rompió su matrimonio y el momento en que se arrepintió de ello, pero también sus lecturas de Sade, de Tolstói, de Orwell o de Lacan y la asimilación, más o menos tormentosa, del feminismo de la diferencia, el vegetarianismo, las enseñanzas de De Maistre o el marxismo althusseriano. Y, desde luego, no sólo las doctrinas oficiales y librescas forman parte de la experiencia estimativa; muy a menudo, las gentes llevan a cabo arreglos más o menos habilidosos de las doctrinas de que tienen noticia y las adaptan a circunstancias e intereses variadísimos, presumiendo muchas veces de tener su propia doctrina sobre algo. Cualquier individuo que haya adquirido una formación intelectual media en algún momento de la historia moderna y contemporánea ha tenido noticia de doctrinas estimativas muy variadas y casi siempre opuestas unas a otras. Claro está, sin embargo, que no hay necesidad de formación libresca para que quien tiene una estimativa elabore doctrinas sobre ella; ya se ha visto que casi cualquier ocasión de conflicto estimativo lo es de distanciamiento teórico –en varios de grados de sofisticación de lo teórico– con respecto a la experiencia propia. En la historia europea y americana de los últimos trescientos años, la moral se ha enseñado y divulgado como algo dado –no inventado ni construido– y como una clase natural de articulaciones estimativas. No es, como he tratado de mostrar, ni lo uno ni lo otro, pero eso no significa, desde luego, que los conceptos surgidos de esa concepción de la moral hayan carecido de importancia. El uso de muchos de ellos ha sido y es asiduo en
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el mundo moderno; muy raro sería encontrar a un adulto socializado que no estuviera en condiciones de argumentar moralmente, de emplear un buen puñado de conceptos morales y aun de dar alguna explicación sobre qué cosas son morales y cuáles no. Gran parte de la educación de los europeos y americanos modernos ha sido una educación moral. La moral es una institución social como lo son el boxeo, las casas de empeño, el bachillerato y las sociedades gastronómicas. Pero a las instituciones sociales –incluidas las más honorables y ejemplares– no es sensato creerles todo lo que dicen de sí mismas. Los conceptos morales tienen vigencia, qué duda cabe, aunque la que tienen no es del tipo que reclama la moral. La moral sólo ha cobrado autonomía a partir de los relatos justificatorios que da de sí misma, y no hay mejor síntoma de ello que el hecho de que casi todas las palabras que se usan en sentido moral se usan también en otros, sin que sea posible siempre deslindar el sentido propiamente moral evitando que se confunda con cualquiera de los demás. Lo que en realidad se usa en muchos conceptos estimativos es una abigarrada mezcolanza de sentidos morales y no morales, con una falta de disciplina que debería escandalizar a quienes creen que la moral es una naturaleza paralela. Para ser una naturaleza, lo es de la manera más desarreglada imaginable. La pretendida naturaleza paralela que debería ser la moral es en puridad un amasijo de anomalías, y sólo constituye una naturaleza ordenada –o está en vías de serlo– para la visión optimista de los autores de doctrinas morales y su piadoso público. El papel de la moral deuterofisita en la cultura contemporánea se parece al que tendría una religión cuyo culto y dogma fueran un completo desorden, cuyos mandatos no fueran seguidos apenas por nadie y cuyos textos sagrados pudieran interpretarse en multitud de sentidos caóticos, pero todo lo anterior con el extraño añadido de que mucha gente dijera apreciar altamente dicha religión en su fuero interno y sostuviera que todos deberíamos regirnos por lo que manda su atribulado clero. En realidad el rey va desnudo, pero muchos súbditos se visten con prendas parecidas a las que se atribuyen al rey. En la estimativa que verdaderamente se da, la moral aparece sólo de manera fragmentaria: aquí una sortija cuya piedra no se sabe dónde está, ahí un bolígrafo de propaganda con la tapa de una estilográfica de oro, allá un manto con la cola tan larga que hay que usarlo de alfombra, acullá una corona de cartón. Cualquiera que sea el mapa de lo estimativo con el que se cuente –y ya se ha advertido contra la tentación de buscar un mapa que sea exacto–, la moral deuterofisita ocupará en él un lugar seguramente muy pequeño. De entre las casi infinitas maneras de estimar y despreciar, de admirar y espantarse, de tomar algo por imprescindible, por obligado, por abominable, por intocable o por perfecto, de preferir y negligir, de
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enorgullecerse y avergonzarse, de añorar y proyectar, de odiar, permitir, tolerar, recomendar, transigir, desatender, quebrantar, indignarse o profesar devoción, las prácticas propias de la moral deuterofisita son un rincón angostísimo y recóndito. Sólo los azares de la historia han dado a la moral deuterofisita un protagonismo y una importancia que probablemente no merezca. Y no porque sea despreciable o tenga que abolirse; al contrario: poseer un conjunto de reglas, criterios, normas y principios sobre la actuación altruista, transparente y generalizable es una gran suerte, y no cabe ninguna duda de que las épocas que gozan de todo eso son más afortunadas que las que están ayunas de bienes así. Pero lo anterior no es óbice para que la moral deuterofisita haya estado poseída de una infatuación torpe y destemplada, como si el resto de lo estimativo no fuese más que una serie de fenómenos sin importancia (es decir, sin importancia propiamente moral) y pudieran dejarse a las preferencias privadas o tribales de personas y grupos, a la inspiración arbitraria de escritores y artistas y a la libertad de cada cual, una libertad sin más cortapisas que las estrictamente “morales”, es decir, las derivadas de los posibles perjuicios que uno pudiera infligir a otros en el uso de su libertad. La moral deuterofisita es un violentísimo empequeñecimiento de la estimativa. Que no haya apenas palabras para designar aquello que se ha empequeñecido es, desde luego, un síntoma elocuente del éxito que ha acompañado a la jibarización; una miniatura de cabeza pasa por ser una cabeza de tamaño natural sólo allí donde nadie recuerda el tamaño normal de las cosas. Conviene esforzarse en mostrar que la moral deuterofisita es una rara metonimia y el efecto de procesos ciegos e inopinados, mostrando que el género al que pertenece no es el de lo “normativo”, un género que parece cortado a su medida. No es lo normativo y apenas es un género: es lo estimativo, un amasijo de géneros formado por la acumulación de todo tipo (de todo género) de materiales, un témpano insondable cuya punta, mínima aunque llena de presunción, es la moral deuterofisita. Restablecer los fueros de lo estimativo constituye una tarea filosófica ineludible y también una empresa cultural urgente, aunque quizá condenada al fracaso. Se trata principalmente de denunciar que la moral deuterofisita fue la reducción de algo muchísimo mayor y de comprender y dividir de otro modo esa inasible enormidad. No es cuestión tan sólo de defender la estimativa contra la moral deuterofisita, sino sobre todo de señalar que lo que importa de la estimativa y aquello de lo que la filosofía moral tiene que hacerse cargo es de los desacuerdos, de las excepciones y las irregularidades, de lo que no cuadra en las ideas que se tienen sobre la estimativa propia y ajena, de lo que se aprecia, recomienda, aprueba, estima o aconseja fuera de los criterios habituales de la estimación, el aprecio, la recomendación, la aprobación o el consejo, y también de
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lo que irrumpe como un mal que no se adapta a las maneras establecidas del mal. Pero no se trata solamente –aunque también se trata de ello, porque no carece de importancia– de borrar los efectos de la reducción de la estimativa a moral deuterofisita. Los estragos de esta moral, que reduce lo estimable a la coincidencia de ciertas normas con acciones que las cumplen, son tan sólo un caso particular de otros vicios más antiguos: los derivados de juzgar que lo bueno es esencialmente una adaptación, una correspondencia o una coincidencia. Se trata de atender a lo contrario: al bien como algo que se sale de su quicio, que no cuadra ni encaja, pero acaso baste con desatender la coincidencia, con dejar de obsesionarse con ella y tomarla como un episodio más de la experiencia estimativa. Que el bien –como la verdad– es una adaptación, una correspondencia o ajuste, forma parte de aquellas ideas sobre el bien (y curiosamente también sobre el mal) que más difíciles resultan de erradicar, no ya del sentido común, sino sobre todo de ese otro sentido interior que queda cuando uno se libra de la comunicación ordinaria. Que el adaptarse es bueno y que el bien es una adaptación (a una norma o a algo que aún no se sabe lo que es, o a lo que quiere algún dios), esto es lo que apenas nadie podrá quitarle de la cabeza a casi nadie que piense y hable sobre el bien, en la plaza pública o en el retiro interior. Que la forma del bien es, por el contrario, la inadaptación constituye el patrimonio de una herencia acaso muy antigua, pero reprimida, una herencia de ésas que mucha gente se avergüenza de tener y de las que es dificilísimo hacerse cargo debidamente. Como ya se ha visto, son el desajuste y la anomalía lo que organiza dicha experiencia, más que las normas y los criterios. “Moral” es un título de honor que se aplica a lo más importante de la estimativa humana, y quizá no pase nada malo por perder este hábito y eliminar la palabra, pero en caso de no hacerlo puede que el término “moral” merezca estar sometido a un régimen de significado bipolar, semejante a lo que ocurría en griego con el término phármakon o en latín con altus o con ualetudo, los cuales podían adoptar significados opuestos en distintas circunstancias. Opuestos, eso sí, en virtud de esquemas de pensamiento muy determinados, en los cuales tiene que regir una polaridad terminante entre remedio y veneno, alto y profundo, o salud y enfermedad. En este tipo de esquemas resulta claro que la palabra phármakon es la cancelación de una oposición, como si fuera lícito prescindir del hecho de que el phármakon cure o mate, algo que para los hablantes del griego (al menos por la época que refleja el Fedro de Platón)7 no se consideraba pertinente, bastando con señalar aquel campo al que apuntaba la palabra phármakon o dando si acaso un significado “disyuntivo”: tal palabra se refiere a esto, o bien a esto otro8. De manera semejante, 179
“moral” podría designar “disyuntivamente” las regularidades y sus rupturas. Si se piensa en la estimativa a partir de sus lugares de quiebra y si se toman en serio los desacuerdos y las excepciones –es decir, los casos en los que un grupo o un mismo individuo sostienen juicios contrarios sobre un mismo asunto o sobre asuntos estrechamente vinculados entre sí, y las ocasiones en que la vigencia de una norma, regla, criterio o principio tiene que ser suspendida porque se cree que resultaría desaconsejable mantenerla en esas circunstancias particulares–, el panorama que se divisa apenas tiene nada que ver con el que habían pintado los herederos del efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville. Los fundadores de la moral deuterofisita descubrieron, como ya se ha expuesto, todo un “punto de vista”, pero sin duda hay más lugares desde los que mirar la estimativa, al igual que puede verse un territorio desde las alturas y desde los llanos, o una época histórica desde los momentos de conflicto y desde los períodos de calma. En efecto, es esencial a la estimativa humana el componerse de llanuras y de accidentes. Lo excepcional o accidental no podrían definirse sin presuponer la existencia de lo normal, pero tampoco al revés (ya se ha visto cómo la formación de la moral deuterofisita fue el resultado de cierto juego de conceptos prepósteros y encabalgados). Y en realidad la moral deuterofisita también podría verse como un sistema en el que lo que más importa son las anomalías. Esto, que puede parecer disparatado o caprichoso, lo parecerá menos si se presta atención al hecho, casi trivial, de que la moral deuterofisita está obsesionada –¿cómo no iba a estarlo?– por su propio cumplimiento. Pero el concepto de cumplimiento no puede formarse sin el de frustración o falta: se dice de algo que está cumplido o completo distinguiéndolo de modos fragmentarios o malogrados de la misma cosa y se habla del cumplimiento de algo al advertir su contraste con el incumplimiento de otras cosas; un mundo en el que todo estuviese cumplido no permitiría captar cumplimiento alguno. Sabemos lo que es la moral no porque triunfa, sino porque fracasa. Para que se formara la moral deuterofisita fue preciso convencerse de que las maneras en que Maquiavelo y Mandeville dieron cuenta de la acción humana eran buenas descripciones, aunque la moral estaba obligada a convertirlas en malas. El triunfo de la moral es siempre la derrota de fuerzas opuestas –fuerzas normalmente protofisitas9– que en ausencia de la moral vencerían siempre de manera inexorable. Para la moral deuterofisita, todo lo que, cayendo dentro de su jurisdicción, no está modelado por ella es un accidente o una anomalía, algo que la moral está obligada a corregir, porque quien no está con ella está contra ella. La moral deuterofisita es una manera de evitar incumplimientos, un formidable procedimiento para enderezar la conducta indebida de personas, grupos e
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instituciones, una portentosa maquinaria con la que derribar alturas y cubrir hondonadas, procurando que el relieve del territorio sea lo más uniforme posible. Ahora bien: la moral deuterofisita no sería nada sin este relieve. El día en que ella triunfase del todo, ya no habría manera de apreciar su triunfo ni de reconocerlo, salvo echando mano de la memoria y recordando cómo era el mundo cuando la moral no había triunfado todavía. Pero si la moral tiene que ver sobre todo con el relieve, conviene reparar en que la palabra misma “relieve” también es bipolar: denota altura tanto como llanura o hundimiento (y es, por tanto, una palabra “disyuntiva”), pero denota sobre todo el hecho de que algo sobresalga o no. Decir que la moral se ocupa, sobre todo, de lo normal es lo mismo que decir que se ocupa sobre todo de lo anómalo. Una norma cumplida es lo mismo que una anomalía corregida. Así pues, la estimativa humana se halla organizada a base de anomalías, lo cual no debería resultar muy costoso de reconocer para nadie, ni siquiera para los abogados más concienzudos de la moral deuterofisita. Sin embargo, nadie ha afirmado nunca que lo importante (lo relevante) en moral sea cualquier tipo de normas o normalidades, sino precisamente un género particular de ellas o, lo que es lo mismo, cierto tipo de incumplimientos, los incumplimientos de los que, de hacer caso a Maquiavelo y a Mandeville, está llena la acción humana. Se trataría de mirar qué relación hay entre las anomalías y las normalidades cuando se le quita importancia a la moral deuterofisita, cuando se la mira como un episodio estimativo más y no el más destacable de todos. A partir de ese momento empieza a ser fácil comprender que los bienes y los males más destacados –o por lo menos muchísimos de ellos– tienen forma de anomalía. Esto no significa ni mucho menos que todas las anomalías sean dignas de aprecio, al igual que la moral deuterofisita tampoco sostenía que todas las normalidades fueran morales. Lo que sí sostenía y sostiene la moral deuterofisita es que los bienes, los únicos bienes que pueden interesar, tienen forma de norma, y una vez que este torvo y malencarado supuesto pierda prestigio (en parte porque se comprenda que tiene una génesis azarosa y que la historia intelectual europea podría haber discurrido de otro modo), será fácil advertir que en realidad los bienes más destacables no se pueden comprender como el cumplimiento de un mandato, el seguimiento de un principio o la aplicación de un criterio o de una regla. Las joyas de la corona estimativa pueden ser todo eso, pero describirlas así, apreciarlas en virtud de eso, equivaldría a devaluarlas. En efecto, cuando algo se considera singularmente apreciable es posible que se someta a ciertas regularidades, pero sería inadecuado afirmar que debe su singularidad a ese sometimiento. Aquello que se
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admira especialmente o a lo que se profesa singular devoción no es estimable por la norma que cumple en caso de que la cumpla, sino más bien por las expectativas y regularidades que rompe; más por no parecerse a lo normal y acostumbrado que por pertenecer a algún hábito o regla. Lo bueno extraordinario y lo bueno típico o normal son dos modalidades del bien, y no es ninguna extravagancia ni un capricho filosófico afirmar que en la experiencia estimativa humana tiene más relieve lo primero que lo segundo. Casi se trata de una tautología, dado lo que parece significar la palabra “relieve”. “L’homme, comme être physique”, escribió Montesquieu al comienzo del Espíritu de las leyes, “est, ainsi que les autres corps, gouverné par des lois invariables; comme être intelligent, il viole sans cesse les lois que Dieu a établies, et change celles qu’il établit luimême”10. Ahora bien: algo muy parecido ocurre con los males desusadamente relevantes. Cuando un mal resalta por su insoportable desmesura, cuando constituye un serio candidato a la condición de mal descomunal o absoluto, es probable que haya una o muchas normas, principios, criterios y reglas violadas por ese mal, pero lo que importa sobre todo es que semejante violación resulta muy poco o nada elocuente en relación con la condición desmesurada del mal: al contrario, se refiere a las maneras de medirlo cuando lo esencial es que no es mensurable por ninguna escala y que se sale de todas ellas. Cualquier regla, norma, criterio o principio tiene que esforzarse por anticipar sus propios cumplimientos y sus propias infracciones y por prever con mayor o menor clarividencia cómo serán, a qué obedecerán y a qué tendrán que oponerse. Pero los bienes y los males extraordinarios se distinguen por no haber sido previstos ni como cumplimiento ni como infracción, y es precisamente en esa imprevisión –más aún: en esa imprevisibilidad; nadie podría haberlos anticipado tal como se presentaron– donde radica su bondad o maldad particular. Lo más peculiar de los bienes extraordinarios radica en que introducen el desacuerdo obligando a revisar el catálogo de bienes que hasta entonces se aceptaba y dividiendo a las gentes en sus juicios, pues un bien excepcional raras veces es apreciado de manera unánime. La señal de las excepciones que importan radica, entonces, en el efecto que producen en lo normal. Para saber lo que interesa sobre una anomalía lo mejor es mirar a lo ordinario y ver la repercusión que en ello ha dejado lo anómalo. Una tendencia muy arraigada de los animales humanos los lleva a querer naturalizar y allanar toda anomalía, tratando de reducirla a lo normal o, cuando la anomalía se juzga valiosa, de ajustar lo normal a ella. No es sensato creer que esta propensión vaya a desaparecer alguna vez, aunque sí conviene oponerle resistencia mientras sea posible. Porque los lugares
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decisivos de la experiencia estimativa no son las anomalías que se normalizaron, sino las que siguieron siendo excepcionales o las que como tales se recuerdan. Puede ser que en muchas formas de la experiencia humana haya que dar la mayor importancia a los episodios de asimilación, a ciertas ocasiones en las que se aprendió de una irrupción con la que no se contaba y se fue capaz de incorporarla a la trama de lo normal. Sin esta capacidad de aprendizaje seríamos quizá seres torpes, opacos y hasta brutales, y no sobreviviríamos mucho tiempo. Pero en la experiencia estimativa la asimilación importa poco porque lo que más valor tiene y el lugar desde el que se estima todo lo demás es aquello que no puede asimilarse. El principal efecto de lo anómalo sobre lo ordinario no consiste en huellas o en transformaciones, sino precisamente en que no ha llegado a haberlas. Llamamos lo normal a una esponjosa materia que se esfuerza en asimilar a toda costa lo extraordinario, pero no lo llamamos normal porque logre asimilarlo muchas veces, sino porque fracasa algunas. Los hitos de la memoria estimativa son siempre cuerpos extraños que desgarran el tejido normal de la experiencia. Ésa es la genuina forma –o falta de forma– del bien y del mal, y de igual modo que ella no se parece a nada más, tampoco hay nada que logre parecerse a ella. En la experiencia estimativa, como en cualquier otra forma de experiencia, no importa sólo aquello que sobresale para mal o para bien, pero únicamente en relación con lo que sobresale puede identificarse todo lo demás. Hay experiencia estimativa porque hay cambios en aquello que se da por bueno y malo y porque el régimen normal de los males y los bienes sufre desmesuras, excesos, quiebras y excepciones. La mudanza y la excepción son los dos grandes lugares de la experiencia. Cambiar lo que había y salirse de lo que hay son lo que permite que haya habido algo y que lo haya. Tanto la mudanza como la excepción están destinadas a resolverse en normalidad –la mudanza es el prólogo de algo destinado a perdurar mucho o poco– y así la normalidad y la norma están condenadas a ser entendidas en virtud de otra cosa muy poco normal que se resolvió en ellas (que se deshizo en ellas al consumarse). La permanencia y la regularidad son hijas de la anomalía y acabarán produciendo anomalías nuevas; ése es su sino. Resulta natural que toda estimativa aprecie sobremanera lo que perdura y lo que se somete a una sola regla o a un único sistema de reglas. Pero toda estimativa vacilará siempre entre lo normal y lo anómalo; cada vez que estime lo primero podrá recordársele que esa normalidad constituye el fruto de viejas mudanzas y está definida como normal sólo en virtud de ciertas excepciones, y cada vez que aprecie lo segundo habrá de saber que semejante estimación será brevísima y se interrumpirá de muy mala manera. Lo esencial de la estimativa es lo que menos perdura en ella, pero resulta muy raro que la esencia de
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algo, si es que es esencia, sea tan efímera. En realidad, la experiencia estimativa se compone de momentos decisivos que están a punto de concluir en normalidad y de larguísimos trechos normales que ya han olvidado su dependencia de momentos decisivos. Es corriente creer que la esencia de algo pertenece al corazón mismo de la cosa o por lo menos a su interior y que es lo que más perdura de ella. Pero en la estimativa de los animales racionales lo esencial se distingue por desaparecer en seguida y por estar fuera del orden normal de las estimaciones.
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Capítulo 17 Defensa de lo inestimable
Se define lo inestimable como aquello que nunca podría llegar a apreciarse como corresponde1. Lo inestimable es constitutivamente excesivo y convierte en insuficiente a toda estimación que de ello se haga; el aprecio que le corresponde no podrá tributársele nunca, salvo sólo en parte, y a esa parte siempre le faltará mucho para poder corresponder, esto es, para alcanzar cierto nivel que resulte suficiente, un nivel que debe existir pero se ignora dónde está. Se tiene, pues, conocimiento de que hay algo que falta, e incluso de que falta mucho, pero nada más puede decirse de ello, porque de poderse decir ya se habría recorrido en cierto modo la distancia que queda por recorrer. Cualquier estimación que se haga de lo inestimable será, así pues, inadecuada, aunque sea la más generosa de todas las posibles. Esto es lo que quiere decir “inestimable”: no aquello al lado de lo cual toda estimación sería excesiva –que habría sido quizá el significado esperable de la palabra– sino aquello para lo que cualquier estimación es pequeña y casi no llega a valer como estimación. En la estimativa de los animales humanos el concepto de lo inestimable ha de desempeñar sin duda ninguna algún papel, quizá misterioso y anómalo. Puede que ese papel sea fundamental en cierto sentido de esta palabra –y eso es precisamente lo que aquí se sostendrá–, pero de lo que no hay duda es de que las estimaciones habituales, las que sí pueden llevarse a cabo y no se enfrentan a excesos ni a defectos insuperables, dependen en cierto modo de la estimación que no puede darse. Cuando se estima algo del modo ordinario y se le aplican los predicados habituales con que se forman juicios de valor –ya sean predicados positivos o negativos, favorables o desfavorables–, esa estimación se lleva a cabo mediante una ponderación más o menos cuidadosa entre cuyas pesas y medidas las de lo inestimable son las más destacadas del sistema. Pero ocurre que lo más importante del sistema no pertenece a él; está en sus márgenes o sus afueras y no podría obtener nunca carta de naturaleza. Las estimaciones comunes, ordinarias, normales y posibles dependen entonces de las descomunales, extraordinarias y anormales, lo cual es otra manera de decir que las posibles dependen de las imposibles. Desde luego, semejante dependencia no puede ser más paradójica. A la hora de estimar, los ejemplos más poderosos son los de lo inestimable, y quizá en última instancia toda 185
valoración favorable se justifique en virtud de cierta semejanza con lo inestimable positivo –con aquello que nunca se estimará lo bastante–, mientras que toda depreciación acaso sea un intento de comparar aquello que quiere devaluarse con lo inestimable negativo, con lo que, por mucho que se desprecie, hará pequeña cualquier abominación. Pero lo inestimable es precisamente lo que no se parece a nada de lo estimable, y esto quiere decir que la comparación no puede en rigor llevarse a cabo; lo inestimable no puede ser en modo alguno la norma de lo estimable porque es lo menos normal que hay: entre lo inestimable y lo que puede estimarse no hay comparación. Decir que entre dos entidades no hay comparación posible es un caso muy destacado de preterición2: digo que no son comparables cosas que de hecho sí que estoy comparando, aunque las juzgo incomparables porque la comparación que me gustaría no me sale; los objetos se resisten a ella y me desmentirían cada vez que intentase persuadir de que he tenido éxito. He fracasado en la comparación que buscaba y concluyo que ninguna otra es una verdadera comparación. Sin embargo, hay comparaciones que terminan en fracaso y esto no las hace peores. Si comparo un pato con un águila en su aptitud para volar, en seguida diré que son incomparables o que no hay comparación, pero lo único que significa esto es que no lleva razón quien sostenga que dichas aves vuelan de manera parecida. El águila y el pato son en realidad estrechamente comparables porque el resultado de su parangón apenas lo pondrá nadie en tela de juicio; proporcionan una lección de disparidad y de aproximación fracasada y sirven de escarmiento a quien crea que las semejanzas entre las cosas son siempre indicio de que unas están cerca de otras. La semejanza es muy a menudo mera condición necesaria de la más violenta disparidad. Si no careciésemos de lo inestimable no podríamos estimar nada, porque a veces las estimaciones exitosas parecen depender de las que no pueden ejercerse. Esto se advierte muy bien cada vez que se comete hipérbole con el término. Se dice de tal o cual cosa o persona que es inestimable, y con eso se quiere dar a entender que, aunque sí que pueda ser estimado, se lo toma como si no pudiera serlo, como si la estimación que se está ejerciendo estuviese condenada al fracaso y al defecto. Algo puede ser estimado con plena justeza, pero se deplora que así sea porque dicho bien valdría mucho más (o mucho menos) si la apreciación hubiera sido insuficiente. La estimativa humana parece erigirse sobre el supuesto de que los objetos de deliberación y juicio reciben la valoración que les corresponde cuando la estimación es adecuada, pero la creencia en la posibilidad de una adecuación no existiría si no se supusiera que las estimaciones más importantes y sobresalientes tienen que ser inadecuadas a la fuerza. Resulta, pues, que lo inestimable no es comparable con nada, pero lo estimable goza de la condición que tiene por
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compararse en vano con lo inestimable, con algo que sólo se estima (bien o mal) por defecto, como si el canon al que algo ha de atenerse fuera más incierto y confuso que aquello que ha de atenerse a él. Lo que más importa, lo decisivo de la estimativa es entonces algo que no se estima lo bastante, como si lo que está mal estimado fuese la norma de lo que se estima adecuadamente. Importa mucho advertir que esta forma defectuosa de lo inestimable se asemeja mucho a la que posee la memoria o, por mejor decir, lo memorable. La categoría de lo memorable es, desde luego, estimativa, pues lo memorable es lo que merece ser recordado, aquello a lo que se infligiría un daño y en cierto modo una injusticia si se lo olvidase o si no se lo recordase adecuadamente. Conviene añadir, sin embargo, que sería una equivocación situar lo memorable sólo en el pasado. Uno puede tener consciencia de que algo que está viendo o haciendo –algo, por tanto, del todo presente– es ya memorable; no sólo que lo será en el futuro cuando se haya convertido en pasado, sino que es memorable ahora, es decir, ya ahora merece ser recordado. Pero que algo merezca ser recordado ahora no significa tan sólo que hay que preservarlo del olvido que puede llegar a sufrir el día de mañana (y este temor está unido al nacimiento mismo de la historia), sino también que cualquier atención que se le dispense es pequeña porque merecería ser recordado en la totalidad de sus detalles. Dejar de percibir alguno de ellos es no estar a la altura del objeto, no corresponder a la suerte (buena o mala) de haberlo conocido. Memorable es aquello respecto de lo cual toda imperfección del recuerdo se juzga como una desgracia que uno sufre y como una injusticia para con su objeto. Y debe advertirse nuevamente que esto no es cosa exclusiva del pasado, sino que lo es también, y quizá sobre todo, del presente y del futuro. El ansia de que ocurran hechos memorables aún no vistos –hechos que uno ni siquiera acierta a imaginar– y el afán de producirlos por cuenta propia son quizá las pasiones humanas que más relación guardan con la memoria. Se supone que la memoria está sometida a un régimen normal dentro del cual se recuerda adecuadamente aquello que es provechoso o que está próximo y otro extraordinario en el que se recuerda aquello cuyo olvido no podría uno perdonarse. Ciertamente el régimen normal de la memoria tiene también sus propios accidentes, y muchos de ellos serán fastidiosos e incluso trágicos; hay fallos de memoria que pueden acarrear perjuicios grandes, como ocurre si uno no recuerda el número de teléfono de los bomberos en el momento en que se está empezando a quemar su casa. Semejante olvido puede llegar a ser funesto, pero no por eso se dirá que el número de teléfono en cuestión es memorable. Al olvidarlo me he hecho daño a mí mismo y quizá a otros, pero no a
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aquello que he olvidado, que es lo que precisamente ocurre cuando se olvida lo memorable. Los fallos en la memoria ordinaria son accidentes, pero los fallos de la memoria que cabe llamar extraordinaria –la que atiende a objetos memorables– son constitutivos de esa clase de memoria3. Lo raro de la memoria extraordinaria sería recordar lo memorable de manera completa. En cierto modo, semejante cosa constituiría una impiedad, aunque sería el cumplimiento de lo que la cosa merece y de aquello que le corresponde. Quien recordase lo memorable y lo recordase del todo presumiría de haber agotado el valor de la cosa y de haberse apoderado o apropiado completamente de él, algo que no puede estar al alcance de la memoria de nadie; el recuerdo completo es, en efecto, una apropiación, pero lo memorable no puede ser objeto de apropiación o por lo menos de una apropiación completa4. Este no poder agotarse de lo memorable se presenta tanto en objetos o episodios cuyo recuerdo resulta grato como en aquellos que, aun siendo desagradables o incluso espantosos, reclaman también un acto de memoria que no puede satisfacerse del todo. Tal cosa puede resultar paradójica, pues lo espantoso y lo monstruoso pueden definirse, según se ha visto ya, como lo que hace apartar violentamente la vista y con ella el recuerdo. Lo espantoso vendría a ser entonces lo contrario de lo memorable, aunque debe señalarse que, si eso es verdad, no lleva en modo alguno a incluir la memoria de lo espantoso en la memoria ordinaria. Quizá sea cierto que lo espantoso es justamente lo contrario de lo memorable, pero entonces se habrá de concluir que lo memorable guarda relaciones muy estrechas con su contrario. Es verdad que lo espantoso mueve a torcer la vista y a no querer mirar ni recordar, pero también lo es que la vista y el recuerdo están, al mismo tiempo, inquietantemente solicitadas por lo espantoso. Lo están de un modo muy sutil en el que es preciso detenerse un momento. Piénsese en un caso muy elemental y hasta trivial de aparición de un objeto repugnante o espantoso, un animal que suscite asco y miedo, por ejemplo. Sin duda ninguna, los ojos rehuirán la visión de ese animal en la mayor parte de las ocasiones, pero eso no significa que la memoria tenga que comportarse de la misma manera. Muchas veces el recuerdo de lo espantoso buscará de manera mórbida la reactualización de aquella aparición espantosa, y lo hará como una especie de sustituto catártico o purgado de esa visión que no pudo soportarse. El recuerdo completo de lo espantoso se tomaría como una liberación y será frecuente que quien lleva a cabo dicha remembranza lamente no poder recordar del todo. Eso no significa que lo espantoso sea memorable, pero sí que posee una estructura semejante a la de aquello que llamamos memorable. Tanto en un caso como en el otro, el objeto reclama una rememoración completa y en 188
ambos casos esa rememoración es imposible5. Cuando se trata de lo que es memorable en sentido estricto, el recuerdo completo sería una especie de profanación, pero algo muy semejante sucede con su opuesto, porque el recuerdo completo de lo espantoso –un recuerdo que se llevase a cabo sin insuficiencia alguna– resultaría quizá tan insoportable como la visión misma que se rehuyó. En los dos casos se quiere algo que no puede alcanzarse y que si se obtuviera provocaría el mayor de los arrepentimientos, pero tanto en uno como en el otro caso el impulso de lograr el recuerdo completo es poderosísimo. Sin estos desvaríos de la capacidad de recordar, la memoria no sería lo que es6. La estructura de lo memorable se reproduce en lo inestimable. En ambos casos se da una imposibilidad de saturación o de coincidencia entre lo exigido y deseado y lo que puede lograrse, aunque eso no lleve a dejar de buscar la coincidencia. Y lo que menos importa es que aquello que no puede estimarse o recordarse se identifique con el mal o con el bien. Hay una raíz común del mal y del bien que puede hallarse en ciertos bienes y males extraordinarios, incapaces de estimarse y recordarse como debieran. No se ha señalado en las anteriores consideraciones que lo inestimable negativo –lo inestimable que corresponde a lo “desestimable”, aunque esta denominación es inadecuada del todo7: se trata más bien de lo despreciable8, y no en el sentido de aquello que puede no tomarse en consideración, sino en el de aquello que siempre podrá ser objeto de un desprecio mayor que el que hasta ahora se le ha dispensado–, que lo inestimable negativo, digo, se distingue también por no poder ser estimado como debiera, aunque aquí “estimado” valga en puridad por “desestimado”. Pero estimar significa propiamente ponderar y, aunque se trata de un término inherentemente valorativo, es en su origen neutro en cuanto al signo del valor. Hay que apresurarse a añadir que la expresión “neutro en cuanto al signo del valor” es muy artificiosa y quizá desafortunada, porque ese signo es algo que viene después y aparte de la condición “estimable” de algo, estimable en el sentido de que reclama valoración, y una valoración muy intensa que repercutirá seguramente en muchas otras. Algo es inestimable –en un sentido, por lo demás, del todo literal– también cuando solicita una estimación tan negativa que excede la capacidad de despreciar o desestimar. En realidad importa relativamente poco que aquello que no pueda satisfacerse sea la estimación positiva o el desprecio; lo que importa es que el objeto reclama una valoración –cualquiera que ésta sea– que excede las capacidades habituales de valorar, de modo que la valoración que se termine haciendo será siempre defectuosa y no corresponderá a lo exigido por el objeto. En los bienes y males sobresalientes lo que importa no es que se trate precisamente de bienes o precisamente de males, sino su condición excesiva, inasequible para la capacidad estimativa de que se 189
dispone y que se conoce. Resulta, pues, que la estimativa de los animales humanos se distingue sobre todo por no poder satisfacer aquello que con más seriedad se propone; no puede, en efecto, estimar lo inestimable, y esta resistencia a una estimación adecuada toca por igual a bienes y males excepcionales: en lo inestimable –que es lo más importante de la estimativa– la diferencia entre bienes y males importa menos que lo que tienen en común. Rasgo esencial de lo inestimable (tanto positivo como negativo) es que establece la prohibición más tajante de asimilar los objetos inestimables a los de estimación ordinaria. Si lo inestimable se normaliza y se reduce a un objeto o episodio más, se ha violentado con ello su condición inestimable y no se le ha hecho justicia. En realidad no cabe justicia con lo inestimable porque nunca se le llegará a tributar el aprecio o desprecio que propiamente merece, pero esa injusticia es menor que la producida al rutinizarlo y convertirlo en cosa ordinaria y perteneciente a las normalmente aptas para la estimación. Esta prohibición de asimilar resulta muy clara cuando lo inestimable es un bien (sería una profanación como también lo sería el recuerdo completo, aunque aquí sería una profanación vil, que no podría tener como excusa el exceso de devoción), pero también lo es cuando se trata de un mal, porque la asimilación de los males descomunales a los ordinarios es, además de una falsificación que rebaja inadmisiblemente la cantidad de mal poseída por aquello que se asimila, un daño que se le inflige a quien sufrió el mal y un beneficio inmerecido que se regala a quien lo perpetró. Algo semejante a lo anterior ocurre cada vez que alguien, con fortuna o sin ella, intenta explicar cierto mal descomunal, normalmente tratando de desentrañar sus causas. Cuando se dice que las causas de un mal excepcional fueron éstas o aquéllas, puede sospecharse que por debajo de la explicación se esconde el propósito de exculpar o de mitigar un tanto la magnitud del daño. Se supone –y no siempre supersticiosamente– que un mal es tanto más espantoso cuanto más inexplicable sea, y que descubrir causas viene a equivaler a descubrir excusas. Este beneficio de la causalidad, como lo ha llamado Javier Muguerza9, trivializa el mal y lo devuelve a lo cotidiano y ordinario; por eso tiende a verse a veces, con razón o sin ella, como una manifestación de impiedad, de una impiedad muy parecida a aquélla en la que incurre quien explica o encuentra las causas de algo tenido por admirable. Hay, como ya se vio en el capítulo 13, buenas razones para este malestar, porque explicar algo entraña necesariamente una normalización de lo explicado: explicar algo es hallarle un sitio en cierta serie de causas y efectos, de leyes y casos o de fines y medios, una serie inexorable que es ciega a las diferencias individuales y que convierte, no en vano, a lo explicado en parte indiscutible de la naturaleza. Pero
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con la prohibición de asimilar se trata precisamente de impedir –aunque desde luego a la desesperada– semejante naturalización de lo que en ningún caso debe naturalizarse10. Puede verse ahora con claridad que la moral autónoma cortada por el patrón de una segunda naturaleza, la moral surgida del efecto Maquiavelo y del efecto Mandeville, la moral resultante de una formación azarosa que oculta sus azares y se presenta como si fuese algo dado, constituye una infracción flagrante de esa prohibición de asimilar lo inestimable a lo ordinario. La moral moderna ordena naturalizar toda excepción y, en caso de que la naturalización no se logre, aconseja desatenderla del todo. La moral deuterofisita es una camisa de fuerza aplicada a la estimativa humana para evitar que se mueva por los impulsos que le son más propios. Pero lo cierto es que muchos de los objetos (y también los sujetos) más dignos de aprecio y más valiosos, incluso los que son valiosos y apreciables de un modo tan incondicionado que uno tiene la tentación de colocar el correspondiente valor en las cercanías de lo moral, pertenecen más claramente al género de lo inestimable –o sea, a ese género que no es propiamente un género– que a la clase de lo moralmente pertinente. Lo más estimable de todo, lo que es tan estimable que resulta ser inestimable, se sale fuera de los límites de la moral, ese triste y oscuro rincón. Pero la importancia de las excepciones se advertirá con mucha mayor claridad si, dejando de lado los bienes y su esperanza, se desciende a los infiernos de aquello a lo que se llama el mal cuando del mal se habla en serio, los males que de puro abominables y despreciables, resultan también, como ya se ha visto, inestimables. La moral moderna surgió como una esfera más de valor, pero quiso ser la esfera de valor hegemónica. No nació para ser un modo particular de la estimativa, sino la manera seria de efectuar estimaciones. La moral no admitía autoridad por encima de ella –ése es uno de los rasgos de su condición autónoma– y en ningún caso podría admitir que de fuera llegasen bienes o males más destacables que los suyos11. Sin embargo, el mal que verdaderamente importa se sale fuera del ámbito de lo moral; lo que importa del mal no es nada que la moral deuterofisita esté en condiciones de proporcionar, y para el bien sucede otro tanto. En caso de que tenga que seguir habiendo moral, habrá que hacer sitio a otra esfera (o a más de una, o a algo que no será una esfera) de valoraciones excepcionales. Pero entonces la moral deuterofisita se reducirá a algo en verdad muy poco importante. Hay, sin embargo, como se ha mostrado ya, un punto de vista desde el cual las anomalías de lo monstruoso y de lo prodigioso son precisamente lo que más importa en la estimativa. Desde ese punto de vista miramos con frecuencia los humanos nuestras acciones y, si tuviéramos que prescindir de él, no sería posible la comprensión de nada. Ése es el punto de vista según el cual hay bienes que no admiten parangón y 191
que rompen el sistema de los bienes. Ese punto de vista puede coincidir con aquél según el cual algunos males exceden también la medida de lo que cabe llamar “mal” de manera regular o sistemática. Llamar bienes a algunas cosas implica hacerlas de menos; llamar males a otras implica trivializarlas o reducirlas a los males ordinarios o cotidianos y al lado de estas experiencias del mal y del bien radicales, todo lo demás es cosa sin mucho interés, y sin mucho interés de un tipo que cabe caracterizar como propiamente moral. La pertinencia de este último adjetivo se justifica porque las experiencias en cuestión obligan a revisar de golpe aquello a lo que hasta entonces se le dispensaba interés o atención moral. Sin duda ninguna, esto rompería la consideración de lo moral como una segunda naturaleza y lo colocaría en un ámbito que no puede ser en ningún caso natural, ni en sentido propio ni paralelo o figurado. Pero el asunto de si cabe entender la moral de otra manera para que en ella tenga sitio lo inestimable no es, como ya se ha visto, una cuestión demasiado importante. Si la palabra “moral” ha de usarse para designar a lo que los tiempos modernos han entendido por moral, entonces no servirá, desde luego, como nombre de lo que más importa en la estimativa humana. Ahora bien: si la palabra “moral” es una especie de título de honor que se le concede a lo estimativamente más decisivo, entonces hay excelentes motivos para entender por moral algo muy distinto de lo ordinario: la moral sería otro nombre de lo inestimable, esa especie que no es una especie. La moral deuterofisita ha dejado y seguirá dejando una impronta tan fuerte en los modos de hablar, de pensar y de actuar que sería muy ingenuo creer en que una cómoda estipulación sobre el uso de ciertas palabras lograse contrarrestar la fuerza de esa impronta. Quizá la mejor manera de servirse del término “moral” es una manera irónica, que no se comprometa con el sentido habitual de la palabra y la deje continuamente entrecomillada, un uso parecido al de la expresión “teoría moral” tal como antes apareció. Si lo que importa de la estimativa es la anomalía, si las anomalías que interesan son las memorables, si la anomalía es la forma del bien y del mal y lo memorable o inestimable su materia, y si se acude ahora a la idea de la teoría moral como interrupción que antes se expuso, se advertirá fácilmente que la teoría moral y la memoria de lo inestimable poseen un aspecto muy semejante. En realidad la teoría es una memoria, inevitablemente frustrada, de ciertas anomalías; es un tipo especial de memoria de interrupciones. A primera vista, esos momentos de interrupción no corresponderán necesariamente a episodios prodigiosos o monstruosos ni serán siempre momentos inestimables, pero su relevancia para la teoría es semejante a la que lo inestimable tiene para la vida. En la estimativa humana lo portentoso no termina nunca de estimarse,
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mientras que en la teoría no termina nunca de recuperarse la interrupción de la visión ordinaria. Por su parte, la prohibición de asimilación a lo ordinario tiene también su parangón en la teoría: el pecado mortal del teórico (un pecado en el que no deja de caer una vez y otra) es trivializar la interrupción reduciéndola a lo interrumpido por ella. El teórico moral maneja, al igual que todos sus contemporáneos, un manual de instrucciones para entender las acciones y las pasiones humanas pero, a diferencia de la mayor parte de sus contemporáneos, logra ver esas acciones y pasiones como si el manual no existiera, y procura dejar un registro, oral y casi siempre escrito (la teoría es antes que nada una forma de escritura) de esas interrupciones en el uso del manual. Con ello el teórico no hace nada muy distinto de lo que hacen sus contemporáneos cuando se enfrentan a objetos inestimables, porque la teoría es una suerte de memoria de lo anómalo, aunque una memoria ciertamente defectuosa. Todo aquel que trata con lo inestimable ejecuta una actividad hasta cierto punto semejante a la del teórico. Es cierto: reconocer algo como inestimable y pensar en ello o hablar de ello es como elaborar una especie de teoría de la cosa inestimable. Al igual que hay doctrinas estimativas oficiales y espontáneas, doctrinas formalmente elaboradas a cargo de profesionales del ramo y doctrinas informales más o menos anónimas y constituidas por la coincidencia de materiales variados, también la teoría moral puede ser más o menos oficial y más o menos espontánea. Estimar lo inestimable se parece mucho a entregarse a la teoría deteniendo la práctica. Sin la posibilidad de este género de interrupciones es probable que la vida humana no se distinguiera de la de los brutos, y resulta fácil de comprender que cada cual procure, en la medida de sus fuerzas, perseverar en sus propias interrupciones y alargarlas a la desesperada. El destino de lo inestimable es como el de la teoría: durar poco y quedar fuera del orden de las cosas. Pero semejante destino puede adoptar dos formas: de acuerdo con la primera se desvanecerá sin dejar rastro y conforme a la segunda tratará inútilmente de perpetuarse y se empeñará en hacer de lo normal algo también inestimable. Huelga decir que en las numerosas ocasiones en que sucede esto último, el efecto no es el que se buscaba, sino su ruina o su caricatura, o quizá el advenimiento de algo, más o menos digno de aprecio, que no estaba comprendido en las expectativas ni en las intenciones de nadie. Es vocación de todo lo inestimable querer normalizarse a cualquier precio, y el precio suele consistir, qué duda cabe, en dejar de ser inestimable. La excepción normalizada es una de las figuras más frecuentes del bien y del mal ordinarios, tanto que casi podría decirse que todas nuestras normas, hábitos y rutinas tienen su origen en alguna anomalía. Retener el último momento de lo anómalo antes de
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que terminase en normalidad es quizá el empeño más difícil de toda experiencia estimativa. Quien se acostumbra a ver en cada norma, en cada regla y en cada criterio el último momento de la anomalía precedente llevará mucho adelantado en el aprendizaje del arte de lo inestimable, aunque esta habilidad no le servirá de gran cosa para desempeñarse exitosamente en la vida: todo eso es, en efecto, muy bueno en la teoría pero no sirve para la práctica (salvo si se quiere estropearla), ni sirve propiamente a nada. Quien asiente a una norma pensando en la anomalía de la que surgió aceptará la norma irónicamente y de manera poco ejemplar: sin duda ninguna, la exigencia de respetar los derechos civiles de todos surgió en los tiempos modernos unida a la idea republicana de que el servicio militar tenía que corresponder a la totalidad de los varones aptos y no sólo a los privilegiados y a los mercenarios. A una nación de ciudadanos le iba aparejado un ejército de ciudadanos, y la creencia en la igualdad era inseparable de la tesis, tan radical como extravagante, de que a la guerra habían de ir todos, una tesis de extrema izquierda que socavaba sañudamente los cimientos del orden tradicional12. Sin esta quiebra de una normalidad tan arraigada no habría surgido la normalidad igualitaria hoy imperante, o por lo menos su historia habría sido otra. Reconocer lo anterior no resultará del agrado de apenas ningún defensor de la igualdad, pero no está escrito que la experiencia estimativa vaya a ser siempre agradable para todos. Si todo lo inestimable está destinado a rutinizarse, lo principal de la experiencia estimativa consistirá en recorrer al revés ese camino disipatorio, procurando remontarse de la norma a las anomalías que la precedieron. Semejante recorrido no es lo mejor que cabe aconsejar desde el punto de vista moral: hace perder confianza en valores acreditadísimos, los pone entre comillas sacándolos de su contexto y desnaturaliza la trama normativa de la que forman parte. Fomenta también el desapacible convencimiento de que todo lo que ahora se admira está destinado a olvidarse o a trivializarse más tarde o más temprano e invita a creer que las huellas de los bienes más valiosos traicionan siempre a aquello de lo que son huella. Es cierto que no todo resulta así de tenebroso, pues también los males descomunales participan de la misma condición disipatoria: en cuanto el mal absoluto trata de consolidarse en el mundo, la regularidad y el hábito lo amansan en mayor o menor medida. La norma civiliza a la barbarie y convierte en rutina a lo más venerable; ésa es su ambigua faz. Pertenece al destino de los animales humanos pasar la mitad del tiempo normalizando sus excepciones y la otra mitad tratando infructuosamente de recordarlas.
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Parte III El bien y la fábrica del mundo
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Capítulo 18 Orden, virtud y fortuna
En la tradición filosófica el pensamiento sobre el bien y el mal ha dependido siempre – antes y después de que se inventase o formase la moral deuterofisita moderna– de la creencia en un sistema ordenado de bienes, un sistema con defectos y con lugares vacíos (llamados males) y con una suerte de clave de bóveda o elemento unificador: el bien de bienes por relación con el cual todo lo debido, valioso o exigible goza de la condición que tiene. En la mayor parte de las versiones de la moral moderna el único bien que interesa es el que puede expresarse en normas, pero esas normas suelen estar jerarquizadas de tal manera que la validez de una cualquiera de ellas se debe tan sólo a que se deriva de otras que son del todo evidentes y cuya fuerza de obligación resulta racional o pasionalmente irresistible. A veces se ha creído que lo ordenado por estas normas incondicionales coincide con lo que tendría que querer una voluntad racional pura, y ello lleva en seguida a atribuirle a dicha voluntad la condición de un bien irrestricto (el único, no en vano, de dichos bienes según Kant, lo único “bueno sin restricción” en este mundo y fuera de él). Sin embargo, aun estas versiones radicales y extremas de la moral moderna han pagado su tributo a la idea del supremo bien humano tal como las tradiciones anteriores a la modernidad lo habían concebido. Para Kant, como es harto sabido, la felicidad no era el supremo bien pero sí que formaba parte de él: la felicidad merecida por el virtuoso, o si se quiere la virtud recompensada por la felicidad o coaligada con ella, constituía el más alto de los bienes, aquel que había de ser posible (o, si se quiere, no imposible) como secuela de la vigencia de la ley moral. La moral kantiana concluía ordenando que las leyes morales fueran pensadas como algo que tendría que convertirse en ley de la naturaleza física o, lo que es lo mismo, exigiendo la edificación de todo un mundo moral encima de las ruinas del existente; ese mundo moral sería, conforme a su propia idea, un mundo racionalmente ordenado, y sólo él lo sería. Pero antes de que surgiese la moral deuterofisita las doctrinas clásicas del bien ya habían unido estrechamente el más alto de los bienes humanos a la idea de un mundo racionalmente ordenado: la felicidad, beatitud o bienaventuranza era, en la mayor parte de sus versiones, cierto reconocimiento del orden del mundo o cierta comunión con él. Un mundo bien hecho o bien ordenado podía ser adecuadamente disfrutado por los 197
animales racionales mediante su comprensión o contemplación, y tal disfrute era, no en vano, el mayor de los bienes propios de dicha clase de seres, aquél con el que éstos se completaban o cumplían y una parte muy señalada, por tanto, de la bondad del mundo, un ingrediente esencial de su razonabilidad y bienhechura. La moral deuterofisita había heredado de las doctrinas antiguas y medievales de la felicidad una concepción de la estimativa humana en la que cualquier bien (o cualquier norma) tomaba su valor (o su validez) de su inserción en la trama de un mundo bien hecho, ya fuese éste el mundo por descubrir o el mundo por edificar. Para aquilatar mejor la idea de la estimativa humana que podría acompañar a la pérdida de confianza en la moral deuterofisita, es preciso detenerse un poco en algunos episodios de la historia de la felicidad. Como se tratará de mostrar, en el interior mismo de este concepto están presentes elementos que amenazan con hacer saltar por los aires la idea de un orden racional del mundo y la del bien humano como un reconocimiento de ese orden y una inserción en él. Es posible, según se sugerirá, que en la historia del bien supremo no importe tanto el camino principal que nace del orden y conduce nuevamente hacia él como los desvíos que apartan del destino obligado. En efecto, en el concepto mismo de la felicidad están guardadas desde antiguo las semillas de otra concepción del bien, aquélla según la cual sólo cabe llamar bienes a ciertas anomalías del orden del mundo o a ciertas quiebras de su normalidad. Pero antes de llegar a esas anomalías es preciso recorrer algunos trechos de la historia de la felicidad en su curso regular y ordinario. Conforme a una larga tradición, lo que se llama felicidad es el más alto de los bienes que el hombre puede alcanzar, o por lo menos un ingrediente necesario del bien humano más elevado1. Seguramente la historia conceptual de la felicidad es más fácil de contar que la de otras nociones morales y metafísicas. Con lo anterior a esto colabora no poco el que en la filosofía y la cultura de los últimos dos siglos el concepto de felicidad haya estado ausente del catálogo de los lugares comunes de la época –esas ideas a las que con tanta pedantería como exactitud se califica de emblemáticas– y muchas veces ni siquiera al de las palabras que son dignas de tomarse del todo en serio. Si hubiese que contar la historia de la felicidad en los últimos doscientos años, el esfuerzo quizá fuese grande, pero estaría recompensado por la brevedad. Este concepto no ha formado parte significativa de ningún sistema de filosofía académica, y su papel en la cultura literaria y en el pensamiento extraoficial tampoco ha sido muy memorable. Hay razones para ello. Por un lado, el pensamiento contemporáneo ha creído tener motivos suficientes para verse a sí mismo como una filosofía del mal: el pensamiento que legítimamente debía corresponder a una cultura de la frustración y el desengaño, cuando no del desastre y de
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la catástrofe (aunque todas las épocas son malas por igual, la contemporánea se ha distinguido por atribuirse a sí misma un comercio privilegiado con el mal). Pero por otro lado –y esto quizá a la larga importe más– las elaboraciones contemporáneas de las nociones tradicionales de la felicidad apenas han tenido ninguna enjundia especulativa. De tener que encontrar un sucesor de la noción de felicidad, habría que acudir quizá al bienestar o a la calidad de vida, dos conceptos que interesan mucho en la economía y en la propaganda, pero que apenas han heredado nada de la riqueza y el espesor teorético de la eudaimonía o la beatitudo2. A quien esté interesado por el sentido que tenía la palabra “felicidad” cuando se usaba de manera consistente o a quien se le interrogue por su decadencia o su desuso, no es probable que los términos “bienestar” o “calidad de vida” vayan a interesarle gran cosa; o le sabrán a poco –a algo que apenas coincide con una parte pequeñísima de la vieja felicidad– o los desechará del todo y los cederá gustosamente a profesores de economía y a traficantes de ideología. Seguramente hay muchos ingredientes de las formas clásicas de felicidad que nada tienen que ver con ningún bienestar y que son contrarios a cualquier calidad de vida. El bienestar y la calidad de vida mantienen con la felicidad una relación parecida a la que la racionalidad guarda con la razón y las hamburguesas de McDonald’s con el hígado de pato; siempre hay gustos para todo, pero no es fácil que un mismo paladar apetezca por igual los dos manjares3. Los usos contemporáneos de la noción de felicidad son casi siempre póstumos, de manera parecida a lo que ocurre cuando por motivos suntuarios, piadosos u ornamentales se saca del armario la vestimenta de un difunto y uno se la pone. Es cierto que a veces los conceptos póstumos recobran inesperadamente su vigencia, pero tales episodios son accidentes muy desdichados –motivados mayormente por la falta de líquido disponible– y se procura que sean efímeros. Es como cuando uno se pone la ropa de un finado porque no tiene otra; lo mejor será que se note poco y que sea la última vez. A los conceptos póstumos pueden tocarles muy diversas clases de fortuna; no en vano, algunos de ellos son capaces de mantenerse durante siglos. Cuando un concepto ha quedado obsoleto o póstumo, es frecuente considerar todo su pasado como si fuese la víspera de su desaparición4. Una vez fuera de uso, los conceptos parecen tener una historia sencilla y lineal, consistente en la reiteración de unos pocos elementos constantes. Mientras los conceptos se mantienen con vida, acaban por desmentir todas las historias que se cuentan sobre ellos (y si las autorizan lo hacen por equivocación), porque de ordinario cada nuevo uso de una palabra obliga a revisar lo que se sabía sobre sus usos anteriores. Las palabras vivas responden a quienes hablan de ellas, mientras que las póstumas se 199
limitan a repetirse, encapsuladas e iguales a sí mismas5. En esto los conceptos recuerdan a las personas; cuando alguien muere, es como si todos los momentos de su vida empezasen a parecerse muchísimo unos a otros, algo que, por supuesto, no podría haber ocurrido en vida, porque la vida de los conceptos se distingue por una pluralidad o conflicto de interpretaciones que no decaerá hasta que el concepto muera. En lo que toca a la felicidad, puede intentarse establecer no una constante, sino quizá dos. Cabe afirmar que hay dos ingredientes esenciales en el concepto de la felicidad desde que empezó a usarse hasta que se convirtió irremediablemente en moneda desgastada. Por un lado, la felicidad parece exigir cierta conformidad: para ser feliz es necesario conformarse, ceñirse o adaptarse a algo exterior a uno, y se llama felicidad a esa conformidad o conveniencia. Lo exterior que hace feliz al feliz consiste, por su parte, en cierto orden, que a veces es sin más el orden del mundo o el del ser. Nadie puede ser en verdad feliz adaptándose a algo accidental, pasajero, adventicio o asistemático, porque entonces la felicidad carecería del debido respaldo, y las garantías de la felicidad conviene que sean lo más seguras posible. La felicidad es conformidad con un orden, pero no con cualquiera; no, desde luego, con un orden local que sea una isla dentro de un caos, ni tampoco con un orden borroso o incierto, sino con el orden verdadero de las cosas captado en su mayor amplitud posible. La conformidad será, entonces, el hallazgo del lugar o momento, del quicio preciso que a uno le corresponde en dicho orden. Es probable que la idea misma de que las cosas o el ser tienen un orden propio, independiente de la voluntad ordenada o desordenada de las mentes, no sea más que una secuela de la necesidad de encontrar algo con lo que el feliz tenga que convenir o conformarse. El mundo ordenado es aquello a lo que uno tiene que adaptarse para que pueda ser llamado feliz y nace de la necesidad de una adaptación o ajuste perfecto, surgida casi siempre de la experiencia de la desdicha como dislocación o desajuste. Alguien amigo de la terminología podría llamar a esto la doctrina de la felicidad como correspondencia. Pero lo anterior es solamente la primera parte del ingrediente principal de la felicidad, porque la otra es una cierta concordia interior, una conveniencia entre sí o ajuste recíproco de las partes o momentos de uno, una concepción de la felicidad, podría decirse, como coherencia. La idea de que la felicidad es concordia se funda en el temor a la ruptura interior y en la sospecha de que la unidad de uno consigo mismo es delicadamente frágil. Quien tienda a ver en el rompimiento del yo la mayor de las desgracias será muy favorable a la doctrina de la felicidad como coherencia. Para que se dé la felicidad es preciso que cada momento y cada parte del yo ocupe su sitio de manera
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pacífica. Lo contrario de la felicidad es la contienda del yo contra sí mismo o guerra civil interior, una figura de la desdicha tan poderosa y frecuente por lo menos como lo es la del desquiciamiento o la ausencia de pertenencia al orden exterior de las cosas. En el infeliz todo es sedición interna, turbación, descoyuntamiento y furia autodestructiva, mientras que el hallazgo de la felicidad proporciona el apaciguamiento de las hostilidades íntimas y la esperanza de que esa concordia será eterna o muy duradera. Hay según esta concepción un orden interno del yo como lo hay en el mundo exterior, y esos dos órdenes pueden romperse. El primero puede suspenderse e incluso destruirse, a veces de manera definitiva; el segundo, por su parte, es irrompible, pero uno puede desacoplarse de él, dejar de acatarlo y asimismo ignorarlo del todo. Es frecuente que corran parejas las dos formas de desdicha, porque la sedición interior es una secuela inmediata de la falta de ajuste con el orden de las cosas y también a la inversa. La felicidad consistirá entonces en lograr al mismo tiempo esas dos formas de ajuste y en cobrar consciencia de ese acoplamiento, apreciándolo y gozando de él, y teniendo cualquier otro goce por algo inferior, por un vulgar y desordenado placer. Por felicidad tiene que entenderse, si es que uno quiere usar la palabra o hacerse la ilusión de que la usa con sentido, el logro simultáneo de una unión con el orden del mundo y una unión con el orden interno propio. Como la felicidad es una y no dos, exige pensar que los dos órdenes son el mismo, algo que sería poco verosímil de no darse esta exigencia. Para que pueda pensarse la felicidad tienen que coincidir una coincidencia y la otra. Pero conviene añadir ahora otros dos elementos que resultaron necesarios para que el concepto de felicidad pudiera llegar a formarse. A diferencia de los anteriores, no son componentes esenciales ni accidentales del concepto, sino amenazas que ponen en peligro la existencia misma de la felicidad. Se trata de dos escándalos: el de la desdicha del justo y el de la felicidad del malvado. Uno y otro escándalo tienen fácil escapatoria, por lo menos en apariencia: si se dice del justo que es desdichado, esa atribución no es verdadera ni puede serlo, y lo mismo ocurre con el malvado feliz, porque la felicidad es la secuela o premio de la virtud, y de ninguna manera puede faltarle al bueno ni sobrarle al malo. La doble coincidencia, consigo mismo y con el orden del mundo, que le acontece al feliz, ha de guardar relaciones muy íntimas con la virtud, tanto que en algunos casos se creerá que virtud y felicidad son dos nombres de lo mismo. Pero si esta identificación de felicidad y virtud hubiera sido la regla general, entonces no tendríamos dos conceptos sino uno y la historia de la estimativa humana sería muy distinta de lo que es. La formación del concepto de felicidad es el resultado de una solución moderada o
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de compromiso al problema de los dos escándalos. La solución, francamente inestable, en que se funda la acuñación del concepto, consiste en que el escándalo del malvado feliz resulta inaceptable del todo, mientras que el caso del justo desdichado no podrá llegar a eliminarse nunca. La felicidad está pensada para que el malvado no pueda ser feliz jamás, pero no para que el justo y el virtuoso sean felices siempre. La aparente felicidad del malvado no es felicidad; ésta es la solución estipulativa del primero de los escándalos. Pero la cruz de la felicidad radica en que el virtuoso puede ser desdichado aunque no deba, y de esta cruz penden las principales dificultades del concepto de felicidad. La filosofía griega antigua echó mano de la fortuna para evitar este escándalo, mientras que el cristianismo intentó salir airoso del trance acudiendo a la gracia. Gracia o fortuna son lo que le falta a quien obra con justicia –o a quien parece hacerlo– para alcanzar la felicidad o la bienaventuranza6. Resulta entonces que la felicidad es una doble conformidad o ajuste, en el sentido que antes se veía, pero esa conformidad no coincide sin más con la del virtuoso a su virtud. Para comprender todo el significado de este arreglo de los dos escándalos es útil pensar en lo que habría sido el compromiso contrario. Pues muy bien podría haber ocurrido que la felicidad del malvado se declarase posible y que, sin más, se hubiese decidido por estipulación que el justo es siempre feliz. El resultado habría sido una felicidad que el justo obtiene siempre por su propia virtud y que el vicioso alcanza algunas veces a causa de la fortuna o de un don especial. Aunque a primera vista una idea así parece un tanto extravagante, no hay en realidad motivos para que resulte ininteligible. Al contrario: un mundo en el que el justo recibiera siempre su recompensa sería indudablemente un mundo justo, y sería además un mundo generoso y magnificente en el que a veces se pasaría por alto que el malvado es malvado, se le condonaría su vicio, se lo tomaría como si fuera un virtuoso –el virtuoso que podría haber sido– y se consentiría su felicidad. No hay ninguna contradicción en imaginar una felicidad así, pero lo cierto es que eso ya no sería la felicidad tal como la hemos conocido, sino algo distinto de ella, algo que quizá hubiese resultado más duradero y más resistente a las tormentas morales de los tiempos modernos, pero que no correspondería, desde luego, a lo que por felicidad ha llegado a entenderse. Aun no resultando contradictorio, es difícil imaginar que ese concepto nonato hubiera podido gozar de mucho éxito. La razón estriba en que a partir del momento en que se piensa que la felicidad sobreviene a la virtud y es su secuela segura, y se elimina, por tanto, cualquier elemento de incertidumbre, de fortuna o de gracia, a partir de ese mismo momento se pierde un ingrediente que quizá resulte esencial en el concepto de la
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felicidad, a saber, la irrupción de lo novedoso y sorpresivo, el advenimiento de algo que rompe expectativas y que no es sin más la confirmación de lo que se esperaba, el surgimiento de algo que su poseedor no puede considerar propiamente como un producto o una secuela de la actuación propia, sino más bien como cosa adventicia que llega de lejos (aunque uno pueda acomodarse y adaptarse a ello, sin duda ninguna: de lo contrario no habría felicidad), como algo que uno no fabrica, sino con lo que se encuentra. Resulta entonces que ese acomodo al orden de las cosas y al orden propio ha de guardar una relación importante con la actuación del feliz, pero no puede equivaler a la obra de éste ni al resultado de sus obras, ni siquiera del conjunto de todas ellas. En la medida en que la felicidad socrática o la estoica se identifiquen con la virtud, defenderán una concepción de la felicidad muy vigorosa, pero algo disminuida al lado de, por ejemplo, la aristotélica. Encontrar lo que uno no esperaba –aunque hubiese albergado enormes esperanzas de felicidad y acumulado méritos sobresalientes para ella– o lo que muy bien podría haberse roto por el camino o podría no haberse dado (pues en efecto la felicidad es un don) constituye un ingrediente esencial de la felicidad, tanto que si se sacrifica se obtendrá una felicidad alicorta y cercenada: la felicidad controlable, previsible y anticipable propia de quien puede conocerla como el autor conoce su obra. Importa advertir que en una concepción como ésa la felicidad del malvado se convierte en cosa inverosímil. Un mundo en el que el supremo bien se reduzca a la secuela de la virtud quizá no deje ningún sitio a la indulgencia, el perdón, la magnanimidad o el olvido; quien llevase a cabo alguna de esas excepciones no sería probablemente un virtuoso. La eliminación de la posibilidad de que sea feliz el malo resulta decisiva para dignificar la felicidad afortunada del justo. Porque, si es imposible que el malo sea feliz, entonces cualquiera que se descubriese dotado de felicidad adquiriría con ello la certidumbre de que la suya es plenamente merecida. La felicidad es un regalo, pero un regalo que, si se quiere, puede verse como una retribución. Quien pudiera ver su propia dicha como indigna la vería como cosa que no le corresponde, como algo no sólo tramposo, sino ajeno a él e inconveniente, casi como si correspondiera a otro y él la hubiera robado. Viéndose feliz, el feliz ya sabría que ha sido virtuoso, de manera que experimentaría propiamente la coincidencia –una coincidencia más– de virtud y fortuna, cierta virtud afortunada a la que le ha tocado un premio que podría haber perdido y cierta fortuna virtuosa que se niega a quienes no la merecen. Una definición de la felicidad que fuera compatible con la felicidad del malvado no podría aceptarse porque rompería un tabú de enorme envergadura. En la medida en que se piense que al malvado le puede ir bien y que hay un tipo especial de felicidad que es la
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suya –de modo que el malo es feliz a su manera y puede, por tanto, tributársele cierto tipo especial de honores, circunstancia ésta por la que Maquiavelo y Mandeville estaban muy interesados–, en la medida, pues, en que el malvado represente alguno de los tipos posibles de cumplimiento de los fines humanos y su vida sea reconocible como ejemplar, en esa medida el concepto mismo de la felicidad pasará a ser inmanejable. La muerte de la felicidad sobreviene cuando resulta natural honrar al malvado y admirarlo. No en vano, se había creído durante siglos con honda convicción que el vicioso no guardaba coherencia en su conducta ni en sus pensamientos ni correspondía propiamente a ningún lugar en el orden de las cosas, salvo quizá (y aquí ha de advertirse el tremendo peligro de toda teodicea) a aquellos males que algún dios consiente para que pueda apreciarse el bien. Pero a partir de cierto momento –un momento de la historia de la separación entre hechos y valores o de la fundación de los unos y de los otros– comenzó a resultar del todo natural la idea de que el malvado pudiese ser un hombre coherente y admirable a su manera. El problema del malvado ya no era que careciese de lugar, sino precisamente lo contrario: que lo poseía sin remedio y que el suyo era un lugar como cualquier otro. O, lo que es peor todavía, que el desempeño correcto de algunas de las prácticas más importantes y apreciadas de la vida civil, como el comercio, la industria y el crédito o como la mismísima política, exigían que quien se dedicase a ellas se convirtiera en un malvado y hacían de quien triunfara en ellas un malvado altamente honorable. Pero eso significa que se deshace la idea misma de un orden moral del mundo –un mundo bien dispuesto y bien hecho–, y que se deshace también la de una paz o concordia interior que dote al yo de consistencia. Como el mundo ha quedado hecho pedazos, la moral es sólo uno de ellos, de modo que quien aspire a la virtud no puede aspirar al mismo tiempo a la integridad ni a la paz, sino más bien a lidiar violentísimamente con sus propias pasiones e intereses, y a hacerlo de por vida. La disolución del orden del bien y de su reflejo subjetivo hizo pedazos el mundo bien hecho en el que los hombres europeos estaban acostumbrados a confiar, pero promovió en seguida la formación de un orden autónomo paralelo y alternativo, un mundo bien hecho que estaba por hacer y que había empezado a erigirse el mismo día en que el antiguo se dio por cancelado. En ese día oscuro, tormentoso y agobiante aconteció precisamente la invención de la moral moderna. La idea de felicidad de las doctrinas clásicas – entendiendo ahora por clásicas las anteriores a la moral deuterofisita– se vino abajo en el momento en que se vio que la acción y el juicio ya no podían confiar en un orden dado del mundo. Desde luego se podía seguir confiando en dicho orden, y quizá con más seguridad
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que nunca, cuando de lo que se trataba era de conocer el mundo conforme a los cánones de la filosofía natural y experimental, pero nunca cuando el mundo hubiera de tomarse en sentido moral conforme al nuevo sentido que se le había encontrado a esta vieja palabra. De acuerdo con este significado, el orden del mundo tenía que ser un diseño de nueva planta producido por la propia moral y distinto del encontrado en los hechos. La felicidad tenía que dejar de ser el reflejo subjetivo de un mundo bien construido para convertirse en el reflejo objetivo de un yo rectamente autolegislado, pero, una vez convertida en eso, ya no había muchos motivos para seguir llamándola felicidad. La moral deuterofisita necesitaba sin duda ninguna una idea del mundo bien hecho, aunque necesitaba más todavía que no se la confundiese con las tradicionales ni tampoco con el mundo bien ordenado cuyo conocimiento correspondía a la ciencia. Sin una dislocación severa del concepto de felicidad como la llevada a cabo por Kant no habría sido posible llegar a pensar en el mundo bien hecho de la moral moderna, pero seguir pensando después de Kant en la felicidad pasó a ser un obstáculo para concebir el mundo moral, e incluso para tratar de imaginarlo. La confianza en el progreso, y en particular esa confianza altiva y sangrienta a la que se llamó filosofía de la historia, dispensaba de preocuparse por la felicidad; el mundo bien hecho apuntaba luminosamente en el horizonte y nadie sensato querría designarlo con las mismas palabras que se empleaban entre las tinieblas. La felicidad era como la escalera de mano que se tira de un puntapié después de haber subido por ella y que en ese mismo momento se convierte en un objeto inútil y quizá suntuario, una joya para los coleccionistas –pero sólo para ellos– y un estorbo para las gentes prácticas. En el mundo bien hecho anhelado por el hombre moderno apenas se hallaría nada de lo que pudiera haber hecho feliz a ninguno de sus antecesores. El mundo feliz de la cultura moderna es un mundo en progreso continuo hacia lo mejor, un mundo que cambia constantemente de rostro, que nunca puede detener su marcha y que cumple su destino moral mediante la rivalidad, la guerra, la astucia, el pillaje, la disciplina de los cuerpos y la doma de los espíritus. Ése es el mundo que los modernos querían edificar y nada tiene de extraño que resultase disonante llamarlo feliz.
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Capítulo 19 Appetitus discendi incognitam
Como se ha visto, la felicidad era según sus concepciones clásicas la repercusión del orden del mundo en el individuo humano y el ajuste de éste con dicho orden. Hay muchas razones para que la doctrina clásica de la felicidad no sólo se fundase en lo anterior, sino que adoptase precisamente la forma de una doctrina de la contemplación. La figura de quien mantiene la mirada fija en algo y se deleita con ello sin desear otro placer mayor es quizá la mejor representación que puede darse de un mundo apto para ser disfrutado mediante su entendimiento y de un yo que alcanza su plenitud cuando se adapta a sus alrededores; el ojo contemplador es seguramente el mejor órgano de la adaptación y del ajuste. Tampoco tiene nada de extraño que la moral moderna se desinterese del todo por la contemplación; en realidad tiene muy poco o nada que contemplar porque todo lo deseable para ella está todavía por hacer y no podría encontrarse en ningún lugar visible. Se contempla lo que uno ha encontrado y lo que, por lo menos mientras dura la contemplación, pemanece igual a sí mismo, pero el mundo bien hecho de la moral moderna no es un objeto de hallazgo y además exige acercarse a él de manera progresiva e incesante, sin poder detener nunca la marcha y sin pararse en ningún sitio. La única manera de contemplar que tiene el hombre moderno es hacerlo mientras sigue andando, algo que quizá no sea lo más recomendable para una buena contemplación. Es esencial al progreso el no poder ser contemplado porque cada momento es distinto del siguiente, y el gozo que cada uno de ellos procura sólo se puede experimentar acompasándose con su trepidante frenesí; un mundo en progreso no se queda quieto nunca y nadie puede quedarse quieto dentro de él. Ajustarse o conformarse al mundo bien hecho de la moral moderna es, así pues, renunciar a todo ajuste y toda conformidad. Cuando Aristóteles proclamó que el sumo bien es la unión del bien vivir y el bien obrar estaba pensando sin duda, según se ha visto ya, en que la desdicha consiste en una forma de desajuste, precisamente el que sobreviene si vive mal uno que obra bien: “Los que van diciendo que quien sufre torturas o quien ha caído en infortunios muy grandes es feliz con tal de que sea bueno”, dejó dicho Aristóteles, “hablan por hablar, a sabiendas o no”1. El desafortunado es eso y poco más: un desdichado al que nadie querrá convertir 206
en objeto de honor. Lo será sin duda de compasión y podrá serlo de elogio si es un hombre virtuoso –aunque lo más seguro es que no le resulte fácil adquirir virtud–, pero elogio y honor son ciertamente movimientos del alma muy distintos. Nótese que para Aristóteles la felicidad no es, distintamente a la virtud, objeto de elogio o alabanza (épainos), sino de honor (timé)2, que es cosa “más grande y mejor”3. Las cosas dignas de elogio lo son “por ser de cierta cualidad y por guardar cierta relación con algo”4, y así se elogia al bueno y a la virtud “por sus acciones y sus obras”, y a quien es ágil o robusto porque su constitución física es de cierta cualidad y por servir para lo bueno y lo noble5. Pero la felicidad no tiene, literalmente, relación con nada distinto de sí misma ni sirve, desde luego, para nada distinto de ella, y por eso no se la elogia –no se dice de ella que es buena por esto o por lo otro–, “sino que se la exalta y bendice (makarízei) como a cosa más divina y mejor”6. Y para Aristóteles habría resultado absurdo dispensar honores así al hombre desventurado. Que el más infeliz de los hombres no sea sólo objeto de compasión, sino que le correspondan en cierto modo atributos sagrados habría resultado incomprensible para Aristóteles y quizá para cualquier griego: es cosa si acaso de Jerusalén, pero no ciertamente de Atenas. Sin duda ninguna fue Aristóteles quien erigió esa robusta institución cultural de la que está expulsado el malo y en la que al virtuoso, sin embargo, no se lo admite siempre. Para Aristóteles no es que la felicidad tenga que conformarse a nada, sino que ella misma consiste en una conformidad y además exige una concordia nada menos que entre todos los momentos de la vida humana o entre la mayor parte de ellos. Así ocurre por lo menos antes de llegar al libro X de la Ética Nicomáquea, en el que de pronto pasa a ser cierta contemplación, es decir, una operación consistente en adaptarse o ceñirse a algo exterior perfecto, que hace perfecto a quien lo contempla. Semejante felicidad es la de alguien que, al mirar la perfección, está tan fuertemente atraído por lo contemplado que casi pasa a formar parte de ello. A lo mirado, que es perfecto, le ocurre el ser mirado por un contemplador, de manera que éste es alguien que se ha acoplado o adaptado al mejor orden o a lo mejor de ese orden. El mejor acoplamiento que puede caberle a un animal humano7 es el de quien se relaciona con la perfección ocupando el mejor punto a su alcance, a saber, un punto de vista. Resulta claro que, cuando pensaba en una felicidad contemplativa, Aristóteles creía que el sabio teorético entregado a esta actividad u operación autosuficiente lograba un ajuste suyo consigo mismo y con el orden de las cosas netamente más perfecto y duradero que lo que podría corresponder a la felicidad del valiente o a la felicidad del templado. No es que el feliz aristotélico se entregue a la contemplación para encontrarse principalmente a sí mismo (eso sería demasiado 207
cartesiano y moderno), sino que aquello que el feliz contempla puede contemplarse porque lo visto y quien lo ve tienen en común lo suficiente para que la visión sea verdadera y no arbitraria. Esa actividad, “la única que parece ser amada por sí misma, pues nada se extrae de ella salvo el contemplar”8 solicita ser ejercida de manera continua y sin las interrupciones a que se prestan otras actividades, y lo que en ella actúa es “lo más poderoso de todo lo que hay en nosotros y gira alrededor de lo más digno de conocimiento”9, o sea que actúa el noûs o intelecto, algo que, por su parte, “parece poseer la comprensión de lo valioso y lo divino”10. La felicidad es contemplación porque la contemplación es lo que permite obtener la más alta de las adecuaciones o conformidades. Pero la función del intelecto no es otra, y en caso de que los dioses se preocupen de las cosas humanas (esto no lo pone en duda Aristóteles, que presume de ser un reelaborador del parecer común), entonces “será razonable que celebren más lo mejor y más congenial a ellos (y esto sería el intelecto) y que premien a quienes más lo aman y más honores le dispensan”11. Que entre el intelecto y lo divino tenga que haber una afinidad o congenialidad para que se dé la visión del hombre feliz constituye un caso particular de una exigencia más amplia, a saber, la de que sean afines o congeniales lo felizmente contemplado y quien contempla felizmente, cualquier cosa que sea el objeto de la contemplación (divino o no) y cualquiera que sea la facultad con que se lo contempla (el intelecto u otra). Tomás de Aquino, alguien más cercano a nosotros que a Aristóteles si hay que hacer caso de la cronología, advirtió muy perspicazmente cuán necesaria era dicha afinidad. Pero ni los rasgos de lo divino aristotélico ni los de lo divino tomista serán aquí los temas principales de atención; lo que verdaderamente importa es la semejanza, la familiaridad y la cercanía que se da entre el contemplador y su visión. En la exposición tomista de la beatitudo humana hay un punto en el que se suscita la cuestión de si aquello que contempla el bienaventurado es completamente desconocido para él12. Dicha opinión está representada por el pseudo Dionisio, quien afirmaba que el hombre se une a la divinidad “como a cosa del todo desconocida”13. Esto es ciertamente inaceptable para el de Aquino, que le opone la autoridad de la primera epístola de Juan: “cuando él apareciere, seremos semejantes a él, porque lo veremos como él es”14. La beatitud que concibe Tomás de Aquino es una en la que lo contemplado produce cierta semejanza en quien lo contempla; el bienaventurado no está extrañado ni fuera de sitio –como tendría que ocurrir de hacer caso a la teología negativa–, sino que la contemplación provoca precisamente ese efecto de semejanza o de ajuste que resulta imprescindible para que haya beatitud. A quien no ha visto todavía la cara de Dios (aunque haya poseído en alto 208
grado la virtud teologal de la esperanza) le resulta imposible cualquier anticipo de semejante visión, pero cabría afirmar que el bienaventurado que contempla el rostro divino lo contempla como algo familiar. Hasta cierto punto, podría decirse que lo reconoce, en el sentido de lo déjà vu o de la agnición poética. El bienaventurado tiene la visión de algo afín o semejante a él, de algo que no habría podido describir antes de verlo pero que, una vez empezado a ver, se percibe como emparentado con uno. Al igual que Aristóteles, Tomás tampoco puede admitir una bienaventuranza que consista en la ruptura de toda expectativa y en la contemplación de algo totalmente desproporcionado en relación con quien contempla; lo que el bienaventurado contempla no puede ser nunca lo absolutamente otro. El platónico Agustín de Hipona ya había señalado muy vigorosamente que, para haber felicidad, ésta tiene que ser objeto de recuerdo o reminiscencia. No la amaríamos ni aspiraríamos a ella si no la conociésemos; al oír el nombre de la felicidad, “reconocemos todos apetecer la cosa misma significada”15, y esto no ocurriría “salvo que la cosa misma cuyo nombre es ése se hallase contenida en la memoria”. Según esta concepción, no se puede poseer la felicidad hasta que no se logre reconocerla como justamente aquello que se buscaba. Agustín propone dos modos de búsqueda de la felicidad: el primero es “por medio del recuerdo, como ocurre si me he olvidado de ella y aún retengo el haberme olvidado”; el segundo, “por apetito de aprenderla como cosa desconocida (appetitus discendi incognitam), ya porque nunca hubiese tenido noticia suya, ya porque me hubiese olvidado de ella tanto que ni siquiera recordase haberme olvidado”16. Ahora bien, semejante apetito pondría el afán de encontrar la felicidad a la altura de la curiosidad vana, como si la felicidad nos resultase completamente ajena17. Pero no es ése el anhelo de felicidad que poseemos. El anhelo de felicidad es el de cierto tipo de reconocimiento o agnición, y conviene advertir que Agustín distingue entre dos modos de reminiscencia. Una consiste en reconocer algo tan olvidado que ni siquiera queda el recuerdo de ese olvido, de modo que con el reconocimiento se reconoce al mismo tiempo la cosa olvidada y el olvido de la cosa. La otra consiste en reconocer algo y en reconocerlo precisamente como el objeto de cierto olvido que se recordaba, aunque se recordaba sin objeto. Podría parecer que Agustín está pensando en un imposible conceptual cuando habla de recordar un olvido. Puedo recordar haberme olvidado de algo o de alguien, pero esto sólo puedo hacerlo después de que el olvido desaparezca; lo que no puedo es recordar que me he olvidado de fulano o de cierta cosa y seguir en el olvido; esto último es una imposibilidad, que recuerda a la contradicción pragmática de hacer esfuerzos por olvidarse de algo. 209
Pero queda todavía otra opción, que es en la que sin duda piensa el africano. Uno se ha olvidado de algo y recuerda ese olvido; lo que recuerda, entonces, es cierta pérdida de la que se siguió el no poder decir qué fue exactamente lo que se perdió. Se recuerda que hubo pérdida sin recordar lo perdido; de ello sólo queda el nombre y queda también el impulso de recuperarlo, con el convencimiento de que, una vez que se recupere, no habrá ninguna duda sobre la identidad entre lo que se recupera y lo que se dejó de tener. Es como la agnición de alguien de quien se recuerda el nombre y cuándo y cómo se olvidó su semblante pero no el semblante mismo (y téngase en cuenta que la beatitud consiste precisamente en la contemplación de cierto rostro) hasta que se lo vuelva a ver, momento en el que ya no habrá duda de quién es. La felicidad constituye entonces una forma del reconocimiento, pero debe advertirse que en su enunciación aristotélica el reconocimiento se fundaba en algo incompatible con el tipo de agnición que aquí se da. En efecto, los reconocimientos de que habla la Poética de Aristóteles lo son siempre de personas que han mudado severamente de aspecto, por lo general a causa de la edad o del paso del tiempo. La forma canónica de la agnición consiste en descubrir –y en hacerlo de manera súbita, como si se tratara de una revelación– que cierto rostro corresponde a la misma persona que en otro tiempo se conoció con otra faz; el reconocimiento es una suerte de superposición de los dos rostros, el recordado y el presente, haciéndolos coincidir en uno solo. Pero semejante cosa resultaría imposible en la felicidad agustiniana, pues hay que suponer que aquello que el bienaventurado contempla se mantiene inmutable y no puede sufrir envejecimiento ni deterioro. El rostro de Dios tiene que ser siempre el mismo; no es él lo que ha cambiado, sino uno el que ha experimentado un olvido culpable y un rememoramiento feliz18. Este reconocimiento de lo familiar nunca está, sin embargo, libre de ambigüedades, porque se trata de una familiaridad a la que puede costar trabajo acostumbrarse. Es como quien se deslumbra por una luz demasiado poderosa, según le ocurría a alguien que casi fue contemporáneo de Tomás. En efecto, en la séptima esfera del cielo, Beatriz le sonríe a Dante y le advierte que si riese abiertamente no podría soportar la visión y quedaría reducido a cenizas como Sémele cuando quiso contemplar directamente a Zeus. Si mi belleza no se atemperase, le dice Beatriz, produciría tanto resplandor que perecerías como cuando un rayo quema el ramaje: se non mi temperasse, tanto splende, che ’l tuo mortal podere, al suo fulgore, sarebbe fronda che trono scoscende19
Y al final de ese mismo canto sobreviene el trueno ensordecedor, tan altisonante que 210
no se asemeja a nada de lo que hay en el mundo y resulta del todo ininteligible: e fero un grido di sì alto suono, che non potrebbe qui assomigliarsi; né io lo ’ntesi, sì mi vince il tuono20
Ya en el octavo cielo, Dante ve de pronto la legión de los bienaventurados, semejante a una multitud de estrellas luminosas, y en medio de ellas un sol que las ilumina a todas, a semejanza de lo que, según la cosmología medieval, ocurre respecto del sol con las estrellas; por entre esa viva luz aparecía la divina sustancia luciente, tan clara que Dante no puede sostener la mirada: vid’ i’ sopra migliaia di lucerne un sol che tutte quante l’accendea, come fa ’l nostro le viste superne; e per la viva luce trasparea la lucente sustanza tanto chiara nel viso mio che non la sostenea21
La capacidad de contemplar sin deslumbramiento es entonces la más característica del bienaventurado, y va ligada al cumplimiento de todos los demás deseos, según revelación de Benito de Nursia en el séptimo cielo: tu alto deseo de ver mi rostro, Dante, se cumplirá en la última esfera, que es donde se cumplen todos; allí, en la única parte en donde todo está donde siempre ha estado, cada deseo es perfecto, maduro y entero: Ond’ elli: Frate, il tuo alto disio s’ adempierà in su l’ ultima spera, ove s’ adempion tutti li altri e ’l mio. Ivi è perfetta, matura e intera ciascuna disïanza; in quella sola è ogne parte là ove sempr’ era 22
Puede verse ahora que ese apetito de aprender la felicidad como algo ignoto y nunca visto, que Agustín reprueba, se aviene estupendamente con la idea, inapropiada también para Tomás de Aquino, de unirse a un dios que fuese “cosa absolutamente desconocida”, a la manera del pseudo-Dionisio. Quien anhela la felicidad sabe que desea algo y que desea algo perdido, pero no sabe exactamente qué es lo que desea, porque el saberlo con claridad equivaldría a poseerlo y a haber vencido ya al olvido. El desasosiego de no poder hallar lo perdido es expresión de una turbación generalizada. Nada tiene entonces de raro que la infelicidad sea como una guerra y la bienaventuranza como la paz; obtenida ya la felicidad, el hombre “permanece apaciguado con su deseo en calma”, dice
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Tomás23. Y por su parte el deleite que constitutivamente debe acompañar a la beatitud trae causa del aquietamiento o calma de cierto apetito. “En el hecho mismo de devolverle a alguien lo merecido”, afirma el de Aquino, “la voluntad del merecedor se aquieta, y esto es deleitarse”24. Resulta muy significativo, desde luego, que se diga “lo merecido” (merces) y “el merecedor” (merens). En cierto modo, parece como si el bienaventurado experimentase deleite –y la consiguiente calma de su turbación, la consiguiente pacificación– porque recobra algo suyo que se le quitó y se le debía; no en otra cosa consiste, en efecto, ser retribuido. Sin embargo, el dios cristiano no es de los que se complacen quitándoles a los mortales lo que es suyo para después darles el placer de devolvérselo. Quien alcanza la bienaventuranza se experimenta a sí mismo reintegrado, es decir, restaurado en una condición perdida, y por tanto retribuido, aunque esa retribución podría perfectamente no haberse dado, y en ningún caso habría resultado exigible. El deleite del bienaventurado no sólo proviene de que termina su desasosiego, sino también de que no se podía contar en modo alguno con que fuese a terminar, por muchos méritos que se hubiesen acumulado para ello. Casi podría decirse que Dios multiplica la incertidumbre para poder acrecentar la fruición de quien alcanza la beatitud; una felicidad probable o sujeta a revisión sería quizá más acorde con los criterios ordinarios de la justicia, pero causaría sin duda ninguna menos deleite, o, por lo menos, no causaría cierto tipo de placer que es el que parece convenir al supremo bien: el deleite propio de quien experimenta su autorrecuperación cuando había olvidado en qué consistía su integridad y cuando nada lo llevaba a poder hacerse a la idea de que iba a obtener su reintegración. El deleite que proporciona la bienaventuranza es el debido a una recuperación e incluye, aunque no se reduzca a él, el causado por el paso a la beatitud a partir de un estado de miseria y caída. El bienaventurado lo es más por no haberlo sido siempre y por no haber tenido seguridad ninguna en la recuperación de su olvidada concordia primera, de su, por decirlo con fray Luis de León, origen primera esclarecida. Al igual que el pecado original se convierte en una felix culpa, así también la incertidumbre de la espera y la impredecibilidad del resultado son ingredientes de la felicidad. La beatitud tiene que guardar alguna relación con la justicia, pero si no guardase ninguna con la gracia –que es el nombre teológico de la fortuna–, entonces no habría lugar a hablar de felicidad o beatitud. La felicidad consiste en cierto tipo de paz, pero la paz es un término prepóstero que no podría entenderse sin la guerra. El hombre, una vez lograda la beatitud, prosigue pacífico en la satisfacción de su deseo; prosigue, por tanto, en un régimen de paz 212
perpetua en el que no sólo disfruta de la paz sino también de todos los demás bienes deseables. Según se dice, Cicerón había escrito en el Hortensius que “es bienaventurado el que tiene todo lo que desea, o a quien todo sucede a la medida de su deseo.” Agustín hubo de corregir esta definición aclarando que “es bienaventurado el que tiene todo lo que quiere y no hay nada que quiera mal”25, aunque Tomás de Aquino lleva a cabo una glosa decisiva: si se trata “de lo que el hombre quiere según aprehensión de la razón, entonces el tener todo aquello que se quiere no corresponde a la beatitud sino más bien a la miseria, ya que lo que se tiene de este modo estorba al hombre para tener lo que quiere por naturaleza”26. Sin embargo, si se trata simpliciter de todo lo que el hombre quiere por su apetito natural, entonces sí es cierto que es feliz quien tiene todo cuanto quiere, pues resulta que “nada hay que sacie el apetito natural del hombre salvo el bien perfecto, que es la beatitud”27. En cierto modo el de Aquino cree que es innecesaria la restricción de Agustín “…y nada quiere mal”, porque si el hombre alcanza todo cuanto quiere, entonces tendrá que alcanzar, entre otras cosas, la beatitud. Ciertamente, decir que alcanzará la beatitud entre otras cosas parece una manera inapropiada de hablar, habida cuenta de que la beatitud no es un deseo cualquiera, sino la más alta de las cosas deseables. Pero basta con alcanzar la beatitud para que ya no haya nada que uno quiera mal, de modo que entonces sí es cierto que el feliz tiene todo cuanto quiere, a la manera ciceroniana que Agustín creía tener que corregir. El feliz no puede tener malos deseos, porque todos sus deseos están en paz, y nuevamente esta paz será fuente de deleite y lo será en medida importante por el recuerdo de las épocas de guerra civil entre deseos. El desorden de los deseos y la incompatibilidad entre ellos resultan ser entonces una circunstancia antecedente que hace a la beatitud más deleitable. Hay entre los deseos desordenados y la búsqueda de la verdad una analogía cierta; así como la razón “concibe no pocas veces como verdadero lo que en realidad le impide conocer la verdad”, igualmente se desean cosas que impiden obtener todo cuanto naturalmente se apetece. La satisfacción conjunta de todos los deseos es como el hallazgo conjunto de todas las verdades: una y otro están impedidos por ciertos deseos y por ciertas cosas tenidas por verdaderas. Pero esto ocurre tan sólo mientras el alma no obtiene la quietud de la bienaventuranza. La beatitud “tiene por sí estabilidad y la tiene por siempre”28 y “no es compatible con mal alguno”29; es un bien completo y “de ella no puede provenir mal alguno a quien la posea”30. La doctrina tomista de la beatitudo versa, así pues, en esencia sobre la contemplación como efecto de un orden interior recuperado y reintegrado. El supremo bien humano es entonces un ajuste feliz con el objeto de cierta 213
visión perfecta, pero ese ajuste lo es al mismo tiempo con aquello que a uno le correspondía ser. La visión perfecta es deleitable porque resulta familiar; una vez que se obtiene, se disfruta de ella como de algo que muestra afinidad con uno aunque muy bien podría haberle sido negada. Sin embargo se trata de una retribución justa que uno podría no haber recibido: quien creyéndose justo se condena percibirá que su noción de la justicia y la verdadera noción que está en poder de Dios no coinciden en absoluto, pero quien goza de la beatitud gozará también advirtiendo que Dios le ha otorgado un sentido de la virtud concorde con el suyo. Si el rostro de Dios se viese como cosa del todo desconocida no se reconocería como el rostro de Dios aunque se revelase patentemente que es suyo, y eso no sería beatitud. Para Tomás de Aquino, al igual que para Agustín, el supremo bien humano tiene que adoptar la forma de un reconocimiento porque de lo contrario habría otro bien superior a él. En efecto, si veo a Dios y no lo reconozco puedo concebir todavía un bien mayor, que es ver a Dios y además reconocerlo. Una creación en la que el mayor de los bienes humanos fuera la visión de Dios como un desconocido (aunque la visión lo mostrase inequívocamente como Dios) sería una creación imperfecta e implicaría un desorden difícil de admitir. En ella, el mundo sería totalmente ajeno a la presencia de Dios y a cualquier rastro suyo, tanto que quien lo viese al alcanzar la beatitud sería incapaz de enlazarlo con ninguna idea que antes tuviera sobre él. Lo visto en la visión beatífica trastornaría por completo cualquier noción que uno poseyese de Dios, de manera que todas las que se pudieran haber formado en el mundo serían inadecuadas y falsas por igual. Pero eso significaría que en el mundo no es posible formar noción alguna de Dios (si siquiera aproximada) y si ese mundo se considera a pesar de ello un mundo ordenado, entonces su orden presunto es una pura ilusión humana y un error. La comparación entre un mundo ordenado sin ninguna huella de Dios y otro, ordenado también, en el que pueda formarse alguna imagen suya –reconocible como tal al alcanzar la beatitud– da como resultado que no se puede llamar propiamente orden a lo que reina en el primero. Si la visión beatífica no tuviese nada de reconocimiento, acontecería totalmente aparte del orden del mundo y a contrapelo suyo. Acontecería a pesar de dicho orden, es decir, quebrantándolo o ignorándolo, de manera que el bien humano supremo provendría de una quiebra del orden de los demás bienes, o de su ignorancia. Pero esto equivale a decir que el orden en cuestión no sería tal: si el mayor de los bienes no forma parte de la serie ordenada de ellos, entonces ésta no será propiamente una serie ordenada. Una beatitud como ésa consistiría, de hecho, en una suspensión o una excepción del
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orden normal de las cosas o, lo que es lo mismo, del orden normal de los bienes. Podría darse sólo en la medida en que ese orden fuera imperfecto, vale decir, en la medida en que el mundo no estuviera ordenado del todo o padeciera desórdenes llamativos. Es natural que la doctrina tomista se preocupe por mostrar que la beatitudo no puede ser eso; en caso de que lo fuera, el resto de la fábrica del bien se vendría abajo con estrépito. Pero es de la mayor importancia el que las doctrinas clásicas de la felicidad hayan temido la amenaza de una confusión semejante, un error que para ellas es imperdonable. Desde luego, la moral deuterofisita no podría mostrar nunca ningún interés por este asunto, que según su punto de vista carecería de sentido y resultaría invisible. Pero puede que todo ello sea muy distinto en una estimativa dentro de la cual no tengan validez ni el orden deuterofisita ni el tradicional. Porque, allí donde no hay un mundo bien hecho sistemáticamente ordenado, el bien más memorable que puede concebirse sí que adoptará la forma de una visión que no sea el reconocimiento de nada, que carezca de precedentes y que se salga del curso normal de las cosas. Lo decisivo de un bien así radica en que siempre exigirá ser recordado sin que esa exigencia pueda satisfacerse en su plenitud y en que cualquier parecido con otros bienes anteriormente estimados se juzgará nimio y poco significativo31. Ese bien será descomunal precisamente porque todos sus antecedentes y todas sus rememoraciones tendrán que fracasar, aunque estas últimas se sigan intentando por siempre. Será descomunal e inestimable y no será, sin embargo, un bien supremo porque los demás bienes no están en una relación reglada con él ni en rigor se le parecen. Contrariamente al bien supremo tradicional, el bien descomunal no consiste en ajuste alguno ni lo implica; más bien tiene la forma de la suspensión y del desacoplamiento y es en esa forma en donde radica su condición memorable. La felicidad de las doctrinas clásicas, ese resto anacrónico sin uso posible para la moral deuterofisita, tiene sin embargo un régimen peculiar de pervivencia. Desde luego, para una estimativa que desconfíe del mundo bien hecho resulta todo un tesoro, aunque no por lo que afirma sino por lo que niega: no por ser la coronación del orden de los bienes sino por su proverbial temor a que alguien pueda entenderla como cierta interrupción o quiebra de ese orden. Allí donde la felicidad, la eudaimonía o la beatitudo son antiguallas fuera de contexto, lo que importa de ellas ya no son los usos habituales que recibieron mientras tuvieron vigencia; puede que importen más algunas amenazas y algunos peligros que estaban agazapados por entre aquellos usos. Tras la aparición de la moral moderna, la felicidad perdió casi todo contexto serio posible, y una de las secuelas de que un concepto se descontextualice es que sus desvíos, sus malentendidos y sus incorrecciones pueden cobrar más importancia que sus usos canónicos. La felicidad
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como desacoplamiento memorable es un memorable desvío de la doctrina clásica del supremo bien humano. Es un cuerpo extraño en nuestro esquema conceptual, como un mueble de otra época dejado por los anteriores habitantes de la casa que ocupamos, un objeto extemporáneo que se conserva porque han fracasado los intentos de deshacerse de él o porque nadie se ha propuesto en serio su abandono. Quien guarda enseres viejos en casa se expone a que le condicionen la elección de los nuevos que haya de comprar y para que esto ocurra no es necesario mantener las antiguallas en su uso primitivo; basta con no tirarlas y con que ocupen algún espacio. El principal servicio que la historia de las ideas puede hacerle a la actualidad no es el de actualizar el pasado, pero tampoco el de restituirle su verdadero contexto. Es, más bien, el de preservar lo que queda de pasado de modo que puedan surgir descontextualizaciones insospechadas que sacudan la tranquilidad del presente tanto como lo habrían hecho con la del pasado. Hay una forma de pervivencia de los conceptos consistente en que, después de muchos siglos, se vislumbra en cierta palabra anacrónica un uso posible que fue desechado, reprimido u olvidado cuando la palabra era usual, o que ni siquiera llegó a concebirse pese a estar del todo disponible. No está fuera de disputa que a eso haya de llamárselo pervivencia –ni siquiera recuperación o rescate– aunque sí se trata sin lugar a dudas de episodios felices; la mejor historia de las ideas es la que de cuando en cuando produce logros así, casi siempre sin haberlos buscado. Puede que la felicidad sea uno de esos residuos felices, pero en caso de que lo sea nadie debe esperar de ella que le ordene la vida ni el mundo.
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Capítulo 20 Momentos sin tiempo
Quien lea el De uita beata de Séneca encontrará allí que la felicidad es “una vida que conviene a su propia naturaleza”, y que eso sólo puede acontecer “si el alma está sana y en posesión perpetua de su propia salud” y si además “es fuerte e impetuosa, si padece con nobleza, si es cuidadosa con el cuerpo y con lo que a él pertenece y lo es sin desazón, si atiende a las demás cosas que constituyen la vida y si aprovecha los regalos de la fortuna sin ponerse a su servicio”1. Es también dicha uita beata –y lo es de un modo que, como se verá, no puede dejar de suscitar perplejidad– apta temporibus, o sea, adecuada a los tiempos o adaptada a ellos2. No faltará quien esté tentado de traducir incluso, de la manera más literal, “apta para los tiempos”. Que la felicidad sea cosa adaptable o ceñida a los tiempos significa en primer lugar que está acompasada al cambio de las circunstancias y a toda novedad que pueda surgir, por inopinada que resulte. La felicidad se adapta a lo que hay entre cesura y cesura, pero esto es otra manera de decir que a lo que propiamente está adaptada es a lo que hay entre tiempo y tiempo, o sea, a la ruptura de los tiempos entre sí, algo a lo que sólo cabe una adaptación dificilísima, casi paradójica. La felicidad se ciñe entonces a la variación de los tiempos, pero sin variar con ellos ni romperse; más que quebrarse con los tiempos, los une o los ata unos con otros de modo que sean propiamente tiempos, es decir, muestras particulares de tiempo, el cual podrá por tanto convertirse en especie (hasta entonces había sido un enorme y dilatado particular: el tiempo, el único tiempo que cabía). Porque, si los tiempos son volubles y la felicidad se ciñe a ellos, entonces la felicidad también será algo sobremanera tornadizo, pero la felicidad se distingue precisamente por lo contrario, es decir, por no poder ser inconstante3. Parece, pues, que para que haya tiempos en cuanto muestras de tiempo, y no en cuanto puro destrozo suyo, tiene que suponerse vigente cierta noción de la felicidad, una noción que asegure que los distintos tiempos son todos de la misma jerarquía. El desdichado no ve los tiempos como miembros de una sola especie, sino tan sólo como trozos descoyuntados que no son partes de nada, y el verlos así es signo de desdicha, elemento constituyente suyo o quizá su contenido mismo, mientras que el feliz los ve
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como partes de un orden, como piezas bien dispuestas de una vida ordenada4. Esto no significa en modo alguno que sólo el feliz pueda concebir la vida como una ordenación de los tiempos ni que el orden sea lo que de hecho contempla el hombre dichoso; lo único que quiere decir es algo mucho más modesto, a saber, que el tiempo no descoyuntado ha de pensarse como aquello que concebiría la persona feliz si la hubiera. Porque la felicidad no es el nombre de ninguna entidad a la que se pueda señalar con el dedo; la felicidad está tan sólo en el pasado de alguien que ha muerto o en la perturbación, muchas veces irónica, que produce la palabra misma cuando se la compara con el lugar y el momento en que se la pronuncia. Hay, por tanto, propiamente tiempo porque cabe pensar en la felicidad, pero como algo precario, incierto, fantasmal y propiamente imposible, o por lo menos huidizo y traicioneramente breve. La palabra “felicidad” nace puesta entre comillas, porque decir felicidad equivale a decir algo semejante a “lo que sería la felicidad en caso de que existiese” o “aquello a lo que se llamaría felicidad en caso de que fuera concebible del todo” o “aquello a lo que en ciertos momentos, no se sabe por qué, da en llamarse felicidad”. Aquello, en suma, que convertiría en tiempo a los tiempos, que es, si bien se mira, todo lo contrario de adaptarse a ellos. Sin felicidad no habría un tiempo ordenado (y tampoco a la inversa), pero ocurre que el tiempo se desordena en cuanto se lo mira con atención y entonces la idea de felicidad se descompone con él. Se desintegra como lo hace la palabra “hircocervo” o la palabra “flogisto” cuando pasan a ser nombres de errores o de ilusiones; uno puede hablar del flogisto y del hircocervo todo el tiempo que quiera, pero cada vez que lo haga se limitará a hablar de palabras mal pronunciadas, de signos que no designan nada o, mejor dicho, que se equivocan al tratar de designar algo, que dejan la designación a medio hacer y tienen que abandonarla. La palabra “felicidad” se usa sin saber si designa algo o no; desde luego, no denota nada presente ni que pueda mostrarse y siempre estará por ver si tiene algo que designar. Nunca puede hacerla suya quien la pronuncia o, por lo menos, no puede hacerse propia en el momento mismo en que es pronunciada. La idea de felicidad implica que los tiempos están rotos pero que van a componerse o ya han empezado a hacerlo. Se empieza a pronunciar o a escribir la palabra “felicidad” creyendo que los tiempos van a ordenarse y la palabra misma los ordena durante un momento, pero en cuanto se termina de pronunciar o de escribir ya ha dado tiempo a que vuelvan a descomponerse. La felicidad es el nombre de una designación frustrada, aunque esto no constituye un argumento contra la palabra ni contra su empleo; en realidad, casi todas las designaciones están frustradas o terminan por malograrse alguna vez.
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Un caso instructivo de entrecomillamiento irónico de la noción de felicidad puede encontrarse en “De Vita Beata”, un poema muy conocido de Jaime Gil de Biedma. Como todo el mundo sabe, Gil de Biedma es autor de un libro llamado Moralidades, y algunos lectores de las memorias de Carlos Barral recordarán quizá que la primera conversación entre los dos poetas trató de literatura los ratos en que llevó este último la voz cantante “y de filosofía moral cuando era Jaime quien mandaba”5. Lo que Barral recuerda sobre el asunto con más claridad es “una afirmación curiosa y significativa: que la inteligencia moral era la última forma epistemológica que se sedimentaba y la capa superior del conocimiento”. Otra muestra del interés de Jaime Gil por las cuestiones estimativas puede hallarse en una entrevista de 1981, concedida a Arcadi Espada y Ramón Santiago: “Lo fundamental”, dice allí, “es que la poesía intenta recrear una realidad donde el divorcio, que es un divorcio sin concesiones a partir del siglo XVII, entre las significaciones y los valores, por un lado, y las cosas y los hechos por otro, ha desaparecido”. Y prosigue: La poesía debe aspirar a dar una imagen del mundo que no sea una interpretación única de la realidad, en que exista una identidad entre la cosa y su significación, entre el valor y el hecho. La poesía moderna tiene que crear una identidad y, al tiempo, un mecanismo comunicativo con el lector que le permita tener la conciencia de que esa identidad es subjetiva y precaria, que no se extiende más allá del poema6.
Lo señalado por estas palabras quizá equivalga a sostener que la identidad entre cierta cosa y el valor que se le confiere –esto es, el que la cosa no pueda pensarse sin ese valor y el que dicho valor tampoco pueda propiamente concebirse fuera de dicha cosa– es un efecto poético capaz de subvertir lo que a partir del siglo XVIII constituye, según Gil de Biedma, el supuesto de toda designación y de toda enunciación: que los hechos (o las cosas) van por su lado y los valores (o las significaciones) por el suyo. Si la poesía consiste en ese efecto estimativo de presentar los valores fundidos con los hechos y los hechos con los valores, mostrando al mismo tiempo que tal cosa sólo ocurre dentro de esa especie de paréntesis que es la poesía, puede ser útil ver qué ocurre cuando el poema trata de un concepto estimativo, como ocurre en “De Vita Beata”: En un viejo país ineficiente, algo así como España entre dos guerras civiles, en un pueblo junto al mar, poseer una casa y poca hacienda y memoria ninguna. No leer, no sufrir, no escribir, no pagar cuentas, y vivir como un noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia7.
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Estos versos deben de estar escritos entre 1961 y 1963 y su título no carece de importancia. Se podía haber titulado “Verano” o “Jubilación” o “Fin de semana” (o quizá “Un amigo de Llafranc va a prestarme su casa”), y entonces se leería, sin duda, de modo distinto. Todos estos nombres son temporales, o tienen implicaciones temporales (el título que efectivamente lleva el poema también las tiene, si se ha de hacer caso de Séneca), pero hay una nota de cierta importancia para medir el intervalo de tiempo en que ocurre la vita beata del autor. No hace falta que el pueblo marítimo esté en España, aunque es esencial que esté en un país tan viejo y tan ineficiente como el mencionado y que la beatitud acontezca entre dos guerras civiles, seguramente muy sangrientas8. Lo anterior no quiere decir, desde luego, que el tiempo del poema abarque desde el final de la primera guerra al comienzo de la segunda; basta con que se sitúe entre las dos y que comprenda un período relativamente largo, lo bastante largo para que en él quepa el lento habituamiento a cierto modo de vida. De ese modo de vida ha de señalarse que importan muy poco el principio y el final: no sabemos muy bien cuándo empezó a vivir el poeta en esa casa y ese pueblo, aunque sí sospechamos que se va a quedar a vivir allí ya para siempre. El comienzo coincide quizá con el momento en que su inteligencia se declaró en ruina, pero las ruinas (o quizá habría que decir los arruinamientos) son procesos muchas veces paulatinos. Cuando el techo de una vivienda se viene de pronto abajo, se dice que hay que declararla en ruina, pero normalmente dicha ruina ya se ha visto venir antes en forma de amenaza. Las de la inteligencia da la impresión de que pertenecen al tipo de ruinas que se temen desde hace mucho y que basta con que se vean venir durante cierto tiempo para que ya sean irreversibles del todo, aunque no se declaren de manera explícita. Uno de los efectos de esta manera de ver las cosas –que es una manera de ver el tiempo– estriba en llegar a creer que las cosas siempre fueron así, cosa que quizá suceda cada vez que uno se habitúa a algo. Los hábitos no sólo señalan la expectativa de que todo seguirá siendo igual; cada vez que lo logran (y lo logran cuando se consolidan, o sea, cuando de verdad son hábitos) es porque al mismo tiempo hacen imaginar un pasado que no fue; si estás habituado a algo lo estás como si lo hubieses estado desde siempre. Esto le ocurre al habitante de la casa de Jaime Gil de Biedma; sin duda se mudó a vivir allí en un momento dado, pero a él le parece –y ha de parecerle también a todo aquel que vea inteligentemente lo que le pasa– como si siempre hubiera vivido en aquel lugar. Es natural que en circunstancias así no se posea “memoria ninguna”9. El poema parece estar escrito antes de que el habitante se haya mudado a esa casa y como deseando ese momento o, dicho de un modo que quizá sea más exacto, 220
preconizándolo. En cierto modo se trata de una especie de programa: esto es lo que yo sostengo que hay que hacer, esto es lo que propiamente quiero hacer, o lo que querría hacer si me fuese posible. Quizá más que un programa es un plan apenas entrevisto y en seguida desechado, aunque con visos de que vuelva a suscitarse. Pero veamos lo que cabe hacer en una casa semejante. O, más bien, lo que no se hace en ella: leer, sufrir, escribir y pagar cuentas, cuatro actividades que seguramente el habitante ejercía con harta asiduidad antes de vivir en régimen de vita beata. Un lector atolondrado tenderá a ver aquí a un señor que está harto de hacer determinadas cosas (esas cuatro y quizá alguna otra más) y que es feliz viviendo al lado del mar sin tener que hacerlas, es decir, habiéndose librado de ellas. Incluso un lector así se sorprenderá de que leer y escribir estén en el mismo plano que sufrir y pagar cuentas, pero quizá a la voz que se expresa no le gustase leer ni escribir, o le gustase pero sufriese a la larga con ello. Esta lectura es incorrecta porque lo más destacado que le pasa al habitante es que no se acuerda de cuando leía, escribía, sufría y pagaba cuentas (no añora, por tanto, el placer, propio de los bienaventurados, de mirar de cuando en cuando al infierno). Y no es que no se recuerde a sí mismo leyendo, escribiendo, sufriendo o pagando cuentas, sino que se ha olvidado de lo que pasaba a su alrededor mientras él se dedicaba a tales empeños. Algún goce experimentará, qué duda cabe, pero no parece que sea el placer de la liberación. Hacer no hace este hombre propiamente nada, salvo disfrutar de haber perdido la memoria de las cosas malas, lo que quizá equivalga a haber dejado incluso de disfrutar. En efecto: si gozar implica tener conciencia de ello, entonces este hombre no disfruta propiamente de nada, porque en la conciencia del disfrute está el que eso es disfrute y no dolor –o sea, que en lugar de lo primero se pudo haber dado lo segundo–, pero este señor ya no guarda memoria de daño ninguno. Vive, eso sí, como viven los nobles arruinados: distintamente a los ricos (cuya ruina implica la desaparición o aniquilación de la riqueza), los nobles poseen curiosas y paradójicas ruinas de nobleza. Pero el poeta explicita en seguida los términos de la analogía: él vive, o se propone vivir, entre las ruinas de su inteligencia. La memoria lo ha abandonado por completo, pero la inteligencia ha dejado algo, ha dejado ruinas, piezas incompletas sacadas de su contexto. No es una inteligencia pulverizada o aniquilada, sino una inteligencia que ha dejado residuos (y esto lo escribe, si llevo razón, una inteligencia todavía no arruinada). Una inteligencia puede ser feliz siempre que esté incompleta y hecha pedazos y con tal de que le falte la memoria: eso es lo que parece proclamar el poema. Es decir, que lo malo de la inteligencia es su estructura o arquitectura y su acompañamiento por la memoria (o acaso es la memoria la que le da estructura, de modo que sin memoria la inteligencia es
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propiamente un puñado de ruinas). Por lo demás, la inteligencia del hombre feliz es como la del desdichado, sólo que la del primero es ruinosa. En ella cabe encontrar (o en algún trozo de ella, mejor dicho) lo mismo que en algún trozo de la inteligencia del desdichado. Pero lo que le pasa a éste es que dicho trozo está articulado con otros, mientras que en el feliz de Gil de Biedma se ha quedado suelto. El feliz entiende las cosas con claridad, pero no es capaz de juntar unas con otras, porque las comprende separadas y no se acuerda (“memoria ninguna”) de lo que ha comprendido otras veces. Es como si la memoria fuera la cola de contacto de la inteligencia y cuando se deteriora o derrite el pegamento se va cada pieza por su lado y muchas se caen y se rompen. Hay muchos lujos que una inteligencia así puede permitirse, pero hay uno (en caso de que sea lujo) que desde luego le está vedado: no puede ser una inteligencia práctica, y no puede serlo en ninguno de los sentidos que el pensamiento europeo y americano ha dado a esta expresión durante siglos. El habitante de la casa del poema de Jaime Gil de Biedma no debe de ser un hombre muy consistente en sus preferencias, ni muy coherentemente autointeresado, ni tampoco un prudente aristotélico o cristiano ni un moralista ilustrado o un artista de su propio yo. Sabe cosas porque tiene fragmentos de sabiduría, pero no sabe lo que ha de hacer porque este tipo de conocimiento no puede ser un saber fragmentario. Las ruinas de inteligencia, acompañadas de desmemoria, no podrían dar de sí nunca una inteligencia práctica. Acaso este hombre tiene la facultad de iniciar acciones, pero no la de terminarlas, ni siquiera la de prolongarlas mínimamente; para obrar en sentido pleno, uno tiene que acordarse de lo que quiere hacer. Las ruinas de inteligencia de Jaime Gil impiden la actuación inteligente, pero impiden también la contemplación, si por tal hay que entender una mirada sostenida. El inteligente ruinoso no puede contemplar nada. Puede, si acaso, tener fogonazos de visión, cada uno de los cuales se agotará en sí mismo, y ello sin ser consciente en absoluto de que hubo otro tiempo en que sí contemplaba. La felicidad del habitante de la casa no es ni activa ni contemplativa; le basta con empezar a obrar o con empezar a mirar, o sea con lo que nosotros llamamos empezar, que para él no es un comienzo interrumpido porque no es ni siquiera un comienzo. Y cabe suponer, por cierto, que lo que hoy está en ruinas fue en su día un edificio robusto y esplendoroso, algo que ignora el habitante de la casa. Una vez admitido que todo lo anterior es una especie de programa estimativo, uno puede preguntarse si el autor se lo toma suficientemente en serio. La pregunta pertinente quizá sea doble; por un lado: ¿de verdad cree usted que la felicidad es esto? y por otro: ¿de verdad le gustaría a usted vivir así? Me parece que lo que el poema hace es decir que
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sí a las dos preguntas; en efecto, eso es lo que el poeta quiere para cuando sea feliz. El lector se enfrenta ahora a una secuencia de movimientos. En el primero de ellos lo más normal es que piense que el poeta no está hablando en serio, que la felicidad (anacrónicamente llamada, además, vita beata, con sus connotaciones, en el castellano contemporáneo, de levítica mojigatería) es cualquier cosa menos eso y que el poeta está hablando en broma, quizá para poner en evidencia que la felicidad misma es un imposible o algo que nunca se sabe lo que es. O que está hablando, mejor dicho, con ironía, es decir, diciendo algo en cuya verdad literal no cree, pero que, al decirlo, posee efectos saludables, bien de tipo cómico, bien de mostración de perfiles inéditos de las cosas, bien de invención fantástica de aspectos alternativos de ellas. A los enunciados irónicos no se los da por verdaderos, pero su principal resultado es que inducen a no dar tampoco por verdaderos a otros que hasta entonces sí que se tenían por tales. Puede que éste sea, a fin de cuentas, el efecto buscado: la felicidad no es, naturalmente, eso, pero tampoco es nada de lo demás que se supone que es. El poema es irónico, aunque su ironía es de las que se ponen en duda a sí mismas. Supongamos, en efecto, que el lector se toma el poema irónicamente. Eso significará que, según el lector, el poeta no se tomaba en serio lo de irse a vivir al lado del mar y todo lo demás. Fue un propósito que el poeta no concibió de veras, salvo si acaso para escribir un poema que tratase irónicamente de la felicidad o de la vita beata. Hay una posibilidad muy seria de que la interpretación del poema tenga que detenerse aquí; esto ocurrirá, desde luego, si el poema no gusta especialmente. En ese caso, uno da por buena esa lectura y ya no hay más que leer: se trata de un juego irónico (ciertamente bien pensado), y el lector tiene bastante con el descubrimiento de las reglas de ese juego. Pero puede ser que el poema guste, lo que quiere decir que se leerá varias veces, quizá también que se quedará en la memoria (si el lector no la ha perdido y todavía no es feliz), y que ese concepto –irónico o no, ahora es lo de menos– de la felicidad se ha incorporado al repertorio que el lector tiene de visiones o definiciones de dicha palabra. Quien lee ya no está tan seguro como al principio de que la felicidad no puede ser en modo alguno eso que allí se dice; lo más probable es que no lo sea, pero también es fácil que le ronde durante mucho tiempo la sospecha de que sí, lo cual es mucho decir tratándose de un concepto de los llamados morales. Lo anterior tiene una consecuencia para la interpretación del poema, y es que al autor le tuvo que pasar algo muy parecido a lo que le pasa al lector. El poeta quiso ensayar irónicamente con la felicidad, pero la ironía le salió demasiado bien, de modo que a la larga tuvo que pensar que el programa estimativo trazado resultaba, tomado en serio, mejor que cualquier alternativa. Ha de
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notarse, no hace falta aclararlo, que aquí lo de menos es que Jaime Gil de Biedma se propusiera de hecho hacer todo esto; lo que importa es que el poema habla de alguien a quien le pasa esto10. La ironía que aquí está en juego es intermitente. Su secuencia es la de un vaivén entre interpretación irónica e interpretación literal, aunque cada turno sea distinto de todos los anteriores. Esta estructura alternante permite, por cierto, prescindir de por dónde se empieza, es decir, de si la propia intención es irónica o no lo es. Tal cosa importa muy poco porque los resultados vendrán a ser más o menos los mismos, con la única diferencia de que la ironía estará en un caso en los turnos pares y en el otro en los impares. Y el resultado verosímil de este ir y venir de la ironía a la seriedad y de la seriedad a la ironía es que llega un momento en que una y otra terminan por aproximarse tanto que llegan a confundirse. El creer en serio que la felicidad es tal o cual cosa no parece ser ya lo mismo que al empezar la intermitencia irónica, como tampoco lo es el jugar a imaginarse conceptos alternativos de la felicidad. El resultado es que, por lo menos en lo que toca a la felicidad, la seriedad y la ficción andan muy próximas la una de la otra. Tener un buen concepto de la felicidad es, entonces, haber logrado imaginar uno que no se sepa si es bueno en el sentido serio de la palabra o sólo en el sentido de una buena ficción. Hay un matiz en “De Vita Beata” que se presta bien a este juego irónico y creo que lo ejemplifica. Al lector que ve el título y que tiene la expectativa de que los versos que vienen debajo van a tratar de la felicidad (entendida quizá de una manera más o menos estoica y senequista), el que después la felicidad sea un asunto de vivir al lado del mar en régimen de apartamiento le ha de parecer una buena confirmación de las expectativas. También que el hombre feliz viva despreocupado de lo que atormenta a las demás gentes. Para eso vendrá bien, por cierto, la “poca hacienda” de la que se habla. Cosas que parecen, desde luego, muy estoicas y que invitan a ver estoicismo senequista en todo lo demás, incluyendo lo que no tiene nada de estoico. Porque, desde luego, a Séneca le habría repugnado el que alguien relacionase la felicidad con no se sabe qué ruinas de la inteligencia. Lo que ocurre aquí es que el poema ha logrado crear una atmósfera en la que el peculiar sacrificium intellectus del poeta parece casar sin dificultad con todo lo demás. Pero no tendría por qué hacerlo, y además es bastante extraño que lo haga. La noción de la felicidad que impregna, por así decir, la atmósfera del poema es una en la que se da por de contado la identificación de felicidad, virtud y conocimiento, algo completamente ajeno a lo que el poeta propone como felicidad. La tesis de que la felicidad tiene que ver con el conocimiento no puede sostenerla nadie que abogue por
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una inteligencia en ruinas y por la desaparición de la memoria, dos circunstancias que desde luego tiran por tierra la posibilidad de virtud. El estoico de Gil de Biedma no podría ser más heterodoxo; no es, de hecho, en modo alguno un estoico, aunque, al final, uno se imagina mejor a este personaje que a los estoicos de verdad: es como si a partir de ahora lo natural fuese que quien vive con poca hacienda en una casa al lado del mar sin leer, escribir ni pagar deudas, viva también entre las ruinas de su inteligencia. Contra la tradición estoica según la cual el aumento de conocimiento es aumento de felicidad, el poeta parece creer con el libro de los Proverbios que quien acrecienta ciencia acrecienta dolor. Rasgo muy notable de esta anormal felicidad lo es su cabal falta de autoconsciencia; sólo puedo ser feliz si no sé que lo soy. Aquí no se trata tan sólo de que la felicidad sea esencialmente un subproducto, sino –como dándole una vuelta más a esta misma tuerca– que ni siquiera puede el feliz tener noción alguna de sí mismo como alguien feliz. La felicidad sólo puede lograrse con la condición de que esa palabra desaparezca del vocabulario de uno o que por lo menos su empleo no suscite ningún interés, que se haya convertido en un término desgastado, trivial e indigno de toda estimación. Como ya se ha visto, la ironía de Jaime Gil de Biedma estriba en afirmar sobre la felicidad cosas que no se pueden sostener en serio, pero mostrando al mismo tiempo que tampoco puede sostenerse nada de lo que hasta entonces se creía en serio sobre el particular. Es una ironía contaminante que se hace hasta cierto punto verdad porque acaba con cualquier otra verdad. La noción de felicidad que aquí se propone se disuelve a sí misma, pero lo importante es que disuelve también cualquier otra que se esgrima como alternativa. Podría quizá encontrarse en “De Vita Beata” una negación de lo que a juicio de su autor ocurre con las identidades entre hecho y valor propias de la poesía. Porque, según Gil de Biedma, esa identidad es efímera y no trasciende nunca los límites del poema (o por lo menos el lector tiene que quedar persuadido de que eso es así). El poema sería un reducto o coto particular en el que las significaciones y las cosas no están divorciadas, un contexto en el que, por ejemplo, un pueblo, el mar, una hacienda menguada y la falta de memoria han de ir unidas de manera necesaria a cierta idea de la felicidad, sin que sea posible romper ese vínculo dentro del poema y siendo necesario, en cambio, hacerlo en cuanto se sale de él. Pero lo que en este poema se dice de la felicidad quizá implique obrar de manera contraria, quebrando el vínculo dentro y restableciéndolo fuera. Porque, en efecto, todo aquello de lo que el poema habla habiendo avisado de antemano de que iba a tratar de la felicidad no está relacionado con ese valor más que irónicamente y en una forma, por tanto, sobremanera precaria. En el interior del poema el vínculo entre
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hechos y valores –entre el contenido del poema y el título que le precede– tiene que suponerse roto o pendiente de un hilo y, sin embargo, una vez terminada la lectura, el lector advertirá que su noción de la felicidad ha quedado seriamente tocada por el poema: hasta cierto punto se anuda fuera del poema el vínculo que dentro se había roto, porque el lector ha pasado a creer que cada vez que a partir de entonces piense en la felicidad va a hacerlo en virtud de unos vínculos tan precarios con las cosas como los que dentro del poema se manifestaban. Gil de Biedma estaba empeñado en mostrar que la poesía dice lo que en la vida no vale pero, como a menudo ocurre, la ironía es un mecanismo que se escapa de las manos de quien lo maneja. En unas anotaciones de Juan Benet sobre Baroja escritas apenas una década después del poema de Jaime Gil puede hallarse lo que quizá sea una inversión de esta ironía de la felicidad. No es verosímil encontrar en alguna parte de las obras de Baroja una definición de la felicidad que el autor pudiera hacer suya, pero sí que puede hallar algo muy parecido quien lea la magnífica “Barojiana” de Benet, publicada en 197211. En un lugar de este escrito, mientras Benet cuenta cómo vivía Baroja por la época en que él lo visitaba en Madrid, en su piso de Ruiz de Alarcón, 12, se refiere la inoportuna llegada de cierto untuoso periodista que se propone entrevistar al viejo escritor. El visitante está empeñado en que todo va bien en el mundo, en España y desde luego en la vida de su entrevistado, y Baroja no hace más que llevarle la contraria; sin duda ninguna, este hombre le resulta proverbialmente antipático y quizá despreciable. No importa que Baroja le diga que padece insomnio, que la casa donde vive es fría, que el carbón está caro, que ha perdido el interés por todo, que a su edad tiene que seguir escribiendo para ganarse la vida y una porción de declaraciones caústicas y melancólicas; según su visitante todo eso es signo de que a Baroja, en definitiva, le va muy bien en la vida. “Pero a fin de cuentas en general se encuentra usted bien, ¿no es así?”, dice el periodista, a quien Benet no llega a llamar nunca estúpido, mamarracho o cretino, que es lo que habría hecho Baroja de tener que contar este sucedido o uno semejante. “No, señor”, le replica Baroja, ya un poco alterado, “en general me encuentro mal, bastante mal”. Y concluye: “Pero me da lo mismo encontrarme bien que encontrarme mal”12. Según Benet, no cabe hallar mejor caracterización de la beatitud –Benet evita la palabra “felicidad”– que ésta. En casa de Baroja “enseñaban que no había que prestar atención a una serie de palabras altisonantes; sobre todo a aquellas que vienen a definir ciertos objetivos que se reputan como primarios, como la felicidad, el éxito, la fortuna, el poder”13. El lector quizá advierta cierto parecido de familia entre la caracterización de Baroja y la de Gil de Biedma. Pero conviene ver todo esto un poco más despacio. 226
Supondremos en adelante algo que Baroja no dice pero que Benet se apresura a apostillar, a saber, que la declaración barojiana es un intento de caracterización de la felicidad (aunque seguramente a Baroja debía de darle igual saber qué es la felicidad o no saberlo). En caso de que lo sea, sucede desde luego algo semejante a lo que pasa con el poema de Gil de Biedma: la primera impresión es de ironía porque, literalmente, nadie puede decir en serio que le dé igual que las cosas, en general, le vayan bien o mal y, a continuación, llamar felicidad a eso. Merece la pena pararse un momento a pensar en lo que ocurriría si Baroja o cualquiera proclamase de pronto que les da igual que a cierta persona –o, por subir el nivel retórico, a la humanidad en su conjunto– le vaya mal o le vaya bien. Sin duda ninguna, eso sería un enunciado cínico e inmoral, y no merecería más reflexión que la necesaria para la condena, para el desprecio o para el pago con la misma moneda. Pero no es esto, desde luego, lo que se ha dicho. Baroja parece convencido de que, por lo menos en determinadas circunstancias, resultaría grotesco –y quizá inmoral– usar con sentido la palabra “felicidad” u otra de parecido significado. Una de las principales desgracias de la vida humana es, no en vano, precisamente ésa: que algo tan quimérico, y si bien se mira tan atolondrado y necio como la felicidad, algo que pertenece al vocabulario de los periodistas untuosos y de las señoritas cursis (y acaso también de algunos tribunos sanguinarios), tenga vigencia como aspiración y perturbe la vida de las gentes. De tenerse que usar esa palabra, sólo cabría hacerlo, en la forma ya vista, entre comillas. En el poema de Gil de Biedma se sugiere que, si felicidad es lo que allí se dice que es, entonces la palabra tiene que dejar de usarse porque apenas corresponde a lo que allí se dice ni tampoco a ningún otro uso coherente. Pero lo que se señala en la “Barojiana” de Benet es que, una vez eliminado del todo cualquier uso razonable de la palabra “felicidad”, entonces sí que cabe llamar a algo felicidad (o propiamente “beatitud”): a la eliminación misma de la palabra. Que a alguien le dé igual estar bien que estar mal implica a fortiori que no tiene ningún interés en ser feliz, y una felicidad en la que no está interesado su poseedor no puede recibir este nombre. A quien dice no tener interés por la felicidad cabe replicarle que usa mal por lo menos una de las palabras que usa. Sin embargo, cabe perseverar en ese vicio verbal y persuadirse de que la distinción entre encontrarse uno bien y encontrarse mal carece totalmente de interés y es algo que sólo aprovecha a los periodistas untuosos. Uno puede desentenderse de las reglas de uso de ciertas palabras, con la condición, eso sí, de no usarlas y de no prestarles ninguna atención al oírlas, tomándolas como sonidos desgastados que significan mucho para cierta gente pero que pasan inadvertidas para cualquier persona sensata. La conclusión de Benet es que a esto puede llamársele
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“beatitud” y que ésta es la única beatitud posible, una beatitud sin concepto o palabra que pueda referirse propiamente a ella, porque en cuanto se trate de definir qué es la beatitud o se fije el significado de este término habrá que hacerlo con arreglo al vocabulario habitual de los bienes y los males, y eso llevará en seguida a decir que ser indiferente al bien y al mal es lo mejor que hay o lo más deseable, algo que tira por tierra todos los esfuerzos anteriores. Pero entonces la beatitud no es decible, sino sólo mostrable: es lo que acontece cuando se niega la pertinencia de hablar de felicidad. Tanto en la visión de Gil de Biedma como en la de Baroja y Benet el concepto de felicidad desmonta implacablemente sus propios supuestos. O bien el hablar de la felicidad lleva a no poder decir nada aceptable sobre ella (de manera que nunca puede decirse que la felicidad sea algo) o bien la única felicidad posible es la que se sigue de eliminar del todo el concepto (de modo que eso tampoco es felicidad). En cualquiera de los dos casos lo que resulta es que el mayor de los bienes humanos no puede literalmente concebirse y que la única manera de hacerlo es entre comillas, como algo que al decirlo no se está diciendo del todo e incluso se está negando que se diga. Quien tome en serio a Gil de Biedma y a Baroja y Benet no puede ya tomarse en serio la felicidad, y eso equivale a tener que sostener que la idea misma de un bien humano sistemáticamente ordenado es como el flogisto o como el hircocervo, vale decir, que la idea de que los bienes humanos presentan una estructura coherente está destinada a autodestruirse en cuanto termine de ser enunciada. Pero que la felicidad sea sólo ironía resulta una conclusión tan inaceptable para las doctrinas premodernas del bien como para la propia moral deuterofisita. En realidad, la moral deuterofisita se funda en que la felicidad ha de ser sacrificada y tal cosa exige, naturalmente, que haya algo que sacrificar. Según el programa radical, la felicidad tiene que postergarse en relación con la virtud y según el moderado tiene que sacrificarse en parte para producir una felicidad más segura y mejor; conforme al primero, el bien supremo humano es, como ya se ha visto, la felicidad merecida y conforme al segundo la mayor posible para el mayor número. Es cierto que una vez que la moral deuterofisita echa a andar ya no necesita a la felicidad para nada, pero también es verdad que sin ésta no habría podido inventar su propio vocabulario14. El concepto de la felicidad es una escalera de mano con la que subir al promontorio donde la moral moderna está encaramada y que puede tirarse a continuación, pero si la escalera está hecha de madera carcomida puede que la ascensión no sea posible o por lo menos que no resulte fácil. Sin la felicidad o con una que fuese sólo irónica, la moral moderna no sólo habría perdido la posibilidad de concebir el más alto de los bienes, sino también la de
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ordenar las formas del bien en un sistema coherente. Con las ironías conviene tener cuidado, sobre todo al deshacerse de ellas: uno cree haberle pegado un puntapié a una escalera y quizá lo que ha pasado es que, de rebote, la escalera le ha pegado a uno un golpe muy traicionero en la cabeza. Es posible que el bien y el mal no sean lo que la moral deuterofisita dijo que son y, por si faltaran razones para sospecharlo, la condición irónica de la felicidad invita a ello con premura. Si la felicidad se desmonta a sí misma, entonces los bienes particulares ya no son una parte, un aspecto o un modo de cierto sistema general del bien; si a ese sistema se le quita la idea de felicidad no sólo se lo despoja de su parte más preciada, sino también del criterio con que se jerarquizan los bienes y del principio con que se ordenan. Gracias a la felicidad, en efecto, los bienes podían organizarse en una escala y en toda una red de dependencias; cuanta más proximidad mostrase su concepto al de la felicidad, más jerarquía habría de poseer y cuanto mayor fuera el alejamiento de ella mayor razón habría para que esos bienes tan disminuidos pudieran llamarse males. Conviene advertir que cuando Kant subordinó la felicidad a la dignidad de su merecimiento –permitiendo con ello al programa deuterofisita radical gozar de una noción del bien supremo impecablemente secularizada– no atacó en modo alguno la idea de que todos los bienes han de estar referidos al mayor de todos ellos. Al contrario: la colocó en el corazón mismo de la moral, todos cuyos mandatos tenían que apuntar en último término hacia el soberano bien posible en el mundo. Pero si la felicidad era una ironía, entonces lo será también todo aquello de lo que la felicidad ha acabado formando parte, y el bien supremo de Kant no se librará de este sino. A la idea de un mundo moralizado le tocará la misma suerte que a la felicidad, y quizá también a la idea misma de un mundo ordenado, concebible y representable, lo que casi equivale a la idea misma de un mundo. Es posible que el mundo bien hecho haya pasado a la triste categoría de los conceptos grandilocuentes que sólo pueden emplearse cuando se los pone en boca de otros o cuando se mira el resultado de su descomposición. Un resultado de la historia del supremo bien es que la idea de un mundo bien hecho no puede tomarse en serio: que se ha convertido en una broma y que no es serio seguir hablando de ella como si no hubiera pasado nada. Uno habla de un mundo bien hecho, pero a continuación no sólo tiene que arrepentirse, sino que no puede ser coherente con sus anteriores palabras. Creyendo haber digerido la vieja felicidad, haberla asimilado y haberla traducido a su propio voca bulario, puede que la moral moderna haya sido objeto de unas cuantas burlas despiadadas por parte de esa astuta zorra irónica15.
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Capítulo 21 Lo nuevo y lo igual
La principal excepción, y quizá la única de envergadura, al justificado desinterés por la felicidad que ha mostrado la filosofía contemporánea puede encontrarse en unos cuantos momentos de la obra de Walter Benjamin. Como en seguida se verá, las iluminaciones de Benjamin sobre la felicidad no son sencillas de glosar ni de entender. Nada tiene de extraño que no hayan pasado a formar parte del canon de la filosofía moral del siglo XX; hay, sin duda ninguna, muchas razones para que la historia disciplinar de la moral niegue su hospitalidad a este tipo de discurso. Gershom Scholem menciona tres lugares en los que Benjamin se refiere a “la dialéctica entre lo nuevo y lo siempre igual”1. El primero es una recensión de 1929 titulada “El regreso del flâneur”2. El segundo es el escrito “Sobre la imagen de Proust”, de 19333. El tercero es una carta a Adorno, de 9 de diciembre de 19384, donde expone que dicha dialéctica debería ser la culminación del tercer capítulo de su proyectado libro sobre Baudelaire. La reseña de 1929 defiende una vigorosa oposición entre vivencia y experiencia5, en un contexto en el que Benjamin parece tomar partido por la segunda: “La vivencia apetece lo que sólo ocurre una vez y lo sensacional; la experiencia lo que siempre es igual a sí mismo.” El paseante baudeleriano parisino o berlinés es un ejemplo de lo segundo, porque lleva a cabo un aprendizaje de lo que no cambia. “Aprender”, dice Benjamin, “sólo puede hacerlo quien va en busca de lo duradero”, quien posee “una soberana inclinación a lo que permanece” y, por añadidura, una “repugnancia aristocrática contra los matices.” El paseante “recuerda como un niño y se aferra fuertemente” a ese recuerdo “como la vejez a la sabiduría”, a un recuerdo único que sustituye a la pluralidad y a lo singular: cierta reja en lugar de miles de ventanas, cierta caja de cigarros en lugar de un millar de estancos, el rótulo de cinc de un tugurio, la gata de una portera6. Nada se dice aquí sobre la felicidad, pero esa antinomia de vivencia y experiencia, de lo efímero y lo duradero, tiene una estructura muy semejante a lo que en el escrito sobre Proust de 1933 se llamará la “dialéctica de la felicidad”. La “voluntad de felicidad” tiene doble filo, dice, porque hay una “forma hímnica” y una “forma elegíaca” de la felicidad. La felicidad hímnica corresponde a “lo inaudito, lo nunca acontecido, la
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cima de la bienaventuranza”; la felicidad elegíaca a “la repetición eterna, la eterna restauración de la felicidad originaria, primera”, una felicidad que cabría calificar de “eleática” y que Proust metamorfosea en recuerdo7. Finalmente, en la carta a Adorno anuncia Benjamin que la tercera parte de su libro sobre Baudelaire expondrá una “caracterización filosófica de lo moderno” mediante el estudio de “la dialéctica de lo nuevo y siempre idéntico”8. Si hay que hacer caso de estas declaraciones, lo que se dibuja es el perfil de una felicidad ambivalente, un concepto con dos rostros dotado de cierta “dialéctica”. Podría pensarse que la felicidad es una articulación de vivencias y experiencias, de himnos y elegías, de irrupciones y repeticiones, que comprende a cada uno de esos ingredientes como momentos, unos momentos destinados quizá a cierta superación reintegradora. Parece natural concebir una “dialéctica de la felicidad” en la que la vivencia de lo novedoso y lo inaudito pase a ser absorbida por un recuerdo restaurador y en la que los recuerdos puedan ser siempre materia de renovación. Aquello que sucede contra todo pronóstico, que por su condición efímera se desintegra nada más ocurrir y que sólo ocurre una vez, podría sin embargo, conforme a esa dialéctica, convertirse en materia para la repetición rememorativa. Podría pasar a ser objeto de apropiación, reintegrarse y convertirse en experiencia, cobrar los rasgos de lo duradero y estar disponible para su feliz repetición siempre que hiciera falta: que todo lo que a uno le guste recordar esté disponible para poder recordarlo a gusto cada vez que uno quiera. Y que, al igual que lo efímero puede hacerse duradero y la vivencia experiencia, también quepa recorrer el camino inverso. Que cada vez que uno repita sus recuerdos, éstos traigan alguna novedad y no sean iguales a las anteriores repeticiones. Que la experiencia sea una caja de sorpresas con un depósito inagotable de nuevas vivencias. Se trataría, qué duda cabe, de una dialéctica feliz: poder repetir siempre los buenos momentos haciendo que cada vez aporten una novedad. Hay, sin embargo, buenas razones para afirmar que la idea de Benjamin no es tan feliz como ésa. La dialéctica de la felicidad no tiene mucho que ver con tan dulces ensoñaciones y sí, por el contrario, con lo que ocurre en el acto, desapacible, inoportuno y violento, del despertar. En un fragmento de Los pasajes habló Benjamin, en efecto, del despertar como “el giro dialéctico, copernicano, de la rememoración”9, pero despertarse no es, desde luego, mantener el sueño sino interrumpirlo. Si cuando se recuerdan las cosas es al despertar, entonces el recordar algo no consiste en insertarlo en su propio contexto y recuperar al mismo tiempo el contexto y la cosa, sino más bien en encontrarse con la cosa dislocada de su contexto, fuera del pasado en el que estaba. Si las cosas se 232
recuerdan al despertar, entonces no se recuerdan cuando su contexto es objeto de recuperación, sino cuando se pierde definitivamente; en la trama presente de la vigilia lo recordado no tiene sitio y tiene que ganárselo con violencia, mientras que la trama pasada del sueño es precisamente lo que acaba de perderse y lo que acaba de expulsar al recuerdo. Semejante recuerdo no es una recuperación, sino una invasión; no una visita, sino un asalto; no repite ni restaura ninguna felicidad originaria ni tampoco proporciona la cima inaudita de la bienaventuranza. Más que traer la felicidad o mostrarla, la niega y la escatima. Antes de ese giro copernicano que también es dialéctico, se creía –dice otro fragmento de Los pasajes– que lo “sido” del pasado era un punto fijo al que el presente tenía que acercarse por medio de tanteos, como si el pasado estuviera quieto y tuviera que ser objeto de una lenta y respetuosa aproximación. Pero el resultado del giro copernicano consiste, mediante lo que Benjamin llama una “inversión” dialéctica, en que ahora es “lo sido” quien ha de perpetrar un asalto o irrupción invasora, todo un accidente inoportuno y violento en la conciencia que se ha despertado. El despertar es entonces el “caso ejemplar del recuerdo”, vale decir, un caso en el que aquello que se recuerda se hace pertenecer, como ya se ha visto, a un contexto irrecuperable desde el presente despierto, como algo que irrumpe en el ahora, pero en lo que el ahora no podría nunca irrumpir10. El recuerdo asalta como algo que es ajeno y que sin embargo entra a saco en lo propio, y no lo asalta instándonos a que nos apropiemos de ello, sino colocándose furtivamente entre lo propio sin serlo, y de un modo que impide su expulsión. Con tal clase de recuerdos da igual querer ser hospitalario que no serlo, porque se trata de huéspedes a la fuerza. Ésta es, no en vano, la vuelta del pasado y esto es lo inaudito. Benjamin copió y glosó un par de veces sendos trozos de La vida de las formas, una obra del historiador y crítico francés Henri Focillon. En el primer trozo, Focillon define así el estilo clásico del arte: “Un breve minuto de plena posesión de las formas. Se presenta como una rápida felicidad, como la akmé o florecimiento de los griegos: el fiel de la balanza oscila sólo debilísimamente. Lo que espero no es verla oscilar de nuevo, ni mucho menos el momento de la fijeza absoluta, sino, en el milagro de esta inmovilidad vacilante, el temblor ligero, imperceptible, que me indique que vive”11. He aquí la otra cita: “En el instante en que ella nace [la obra de arte], es un fenómeno de ruptura. Hay una expresión corriente que nos lo hace sentir de manera muy viva: ‘hacer época’ (faire date); eso no es intervenir pasivamente en la cronología, eso es violentar el momento”12. En efecto, la irrupción violenta y efímera de lo novedoso no puede limitarse, si verdaderamente ha sido una irrupción, a alterar la cronología. No sabemos lo que podría venir después de dicha irrupción, pero lo que sí podemos imaginar es que, después de 233
ella, nada podría ser recordado tal como lo recordamos ahora; algunos hechos del pasado alterarían completamente su forma y otros no podrían recordarse en absoluto. No sabemos si esa irrupción sería propiamente recordable pero, en caso de serlo, quizá nos quedaríamos sin la mayor parte de los recuerdos que tenemos ahora y habríamos de adoptar otros que ahora no consideramos nuestros, ni consideramos cosa ocurrida. Cuando Benjamin piensa en la irrupción de esta “rápida felicidad” piensa, desde luego, en el advenimiento mesiánico. En el “Fragmento teológico-político” de 1920 o 192113, dejó dicho que el reino de Dios no es meta, sino final (no Ziel, sino Ende), y “el orden de lo profano no puede construirse sobre el pensamiento del reino de Dios”. Nada de esto parece en principio muy difícil de comprender: la irrupción mesiánica es un corte o quebrantamiento general de los tiempos que no puede tomarse como aquello a lo que los tiempos tienden o se acercan, porque los tiempos como tales no se acercan a ello – más bien se alejan– y es la irrupción mesiánica la que sale al encuentro de ellos en el momento menos pensado, en un momento que propiamente nadie podría pensar. Ahora bien: si esto es así, entonces “la búsqueda de felicidad de la humanidad libre tiende ciertamente a alejarse de aquella dirección mesiánica; pero al igual que una fuerza puede, en su camino, favorecer a otra [que está] en el camino contrario, así el orden de lo profano [puede favorecer, por su parte,] la venida del reino mesiánico”14. Es decir, que cuanto más se esfuerce la humanidad en la conquista profana de su felicidad –y seguramente no hay para la humanidad nada profano que no pueda ser objeto de conquista–, más lejos se hallará del logro mesiánico de esa felicidad. Benjamin cree que lo profano no es una “categoría del reino de Dios”, y seguramente hace muy bien en creerlo, aunque también cree que es una categoría, y que lo es mucho, “de la más silenciosa de sus aproximaciones”. Ello es así “porque en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso”. Pero mientras ocurre todo lo anterior, hay nada menos que una “intensidad mesiánica inmediata del corazón, del hombre individual interior”, y esta interioridad tiene como único camino el sufrimiento. Lo que probablemente quiso decir Benjamin con lo anterior es que quien busca la felicidad mundana no puede querer al mismo tiempo el advenimiento del Mesías –y en eso la felicidad y la redención son opuestas–, si bien, extrañamente, “en la felicidad todo lo terreno aspira a su ocaso, y sólo en la felicidad le está destinado hallar el ocaso”15. La dificultad de entender a Benjamin radica en que aparentemente la felicidad profana y terrena no tiene nada que ver con ningún ocaso, sino más bien con todo lo contrario, con la culminación y la sobreabundancia de los dones de la tierra. Pero, de hecho, ocurre que la búsqueda de felicidad terrena prepara el 234
ocaso de lo terrenal, porque en la felicidad profana el cumplimiento y el ocaso son propiamente lo mismo. El disfrute feliz de un bien terrenal es en realidad el consumo de ese bien o su agotamiento; los bienes terrenos se consuman consumiéndose, esto es, anulándose. La felicidad mundana es cosmofágica, conduce “a la eternidad de un ocaso”, a estar consumiéndose por siempre y hacer eterna su caducidad. La felicidad mundana es “el ritmo de esta mundanidad eternamente caduca”, el modo según el cual la caducidad de las cosas va ordenándose y repitiéndose. Ahora bien, a mayor progreso de la caducidad, más proximidad (“silenciosísima proximidad”) del Mesías. Ésta es quizá la única forma de progreso que tiene valor para Benjamin (aunque dicho valor no pueda ser más irónico): la del progreso constante en el desgaste y consunción del mundo16. En el escrito sobre “Destino y carácter” se contiene una pista muy valiosa para adivinar algunos de los ingredientes que Benjamin atribuía a la felicidad. Después de sostener que la noción de carácter lleva inevitablemente a la de destino –un eco de la sentencia de Heráclito: êthos ánthropoi daímon–, Benjamin apunta que los griegos relacionaron muy perversamente el destino y la felicidad. Que alguien esté destinado a la felicidad o que la felicidad de alguien sea obra de su destino (por ejemplo, de esa manifestación del destino que es el carácter, y en este ejemplo está comprendida la felicidad del virtuoso) no implica de ninguna manera que dicha felicidad sea la confirmación de la inocencia del feliz. El destino va unido de manera inexorable a la desdicha y a la culpa, y prueba de ello es que si alguien está destinado a la felicidad, ese destino significa antes que nada que estará expuesto a la tentación de la peor de las culpas, la hybris o infatuación desbocada que acompaña a la felicidad. Los dioses hacen felices a los hombres para que tengan ocasión de ensoberbecerse y de caer así en la peor de las culpas, y ésta es la relación entre la felicidad y el destino: allí donde hay destino, no puede haber inocencia. De lo antedicho podría deducirse que la felicidad es esencialmente una trampa del destino, que es tan sólo una añagaza de los dioses griegos para volver contra los hombres su infinita capacidad de ensoberbecerse; los hombres irían en busca de felicidad para tener así algo de lo que infatuarse, y no hay duda de que la felicidad es lo mejor para alguien propenso a la hybris. Si esto es así, la felicidad misma sería algo parasitario del destino, una odiosa excrecencia suya. Pero a juicio de Benjamin la verdadera felicidad está completamente aparte de toda noción de destino (y, debe añadir a continuación el lector, de toda noción de carácter), porque “lo que la felicidad hace al feliz es justamente sustraerlo al engranaje de los destinos y a la red de lo propio.” La felicidad sí que está entonces del lado de la inocencia; “felicidad (Glück) y bienaventuranza (Seligkeit)
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conducen, pues, al igual que la inocencia, fuera de la esfera del destino”. No en vano, Hölderlin decía de los dioses bienaventurados que eran schicksallos, “carentes de destino”17. La felicidad consiste, por tanto, en no depender del destino, a semejanza de una pieza que está suelta, desatada de un engranaje o descoyuntada de él, pero también en sustraerse a cierta “red de lo propio”18. Soltarse de un engranaje no parece ser, sin embargo, lo mismo que librarse de esa misteriosa “red de lo propio”, metáfora que podría sugerir quizá una especie de tela de araña tejida a base de las secreciones del propio yo, una suerte de exteriorización de materiales interiores que no es difícil asimilar a la idea de carácter. La felicidad consistiría entonces en librarse de un férreo destino exterior o de un enmarañado carácter interior: dejar de ser lo que uno tenía que ser por estar donde está colocado y por estar hecho de lo que está hecho. Es, por tanto, un descolocarse respecto del orden de las cosas y respecto del orden interior, dos órdenes con forma de destino. Librarse del destino e ignorarlo, o, si se prefiere, que el destino no sepa nada de uno ni de sus culpas, que uno no tenga nada por lo que estar destinado a nada: eso es la inocencia y la felicidad. Puede que la felicidad sea eso, pero entonces nada o muy poco parece tener que ver con la manera clásica de concebir dicha noción. Se diría incluso que la niega clamorosamente, pues la felicidad benjaminiana es justo lo contrario de aquel ajuste o acoplamiento con el orden del mundo o del ser y de aquella buena disposición de las partes y momentos del yo en que, según se ha visto, consistía la felicidad cuando este concepto se usaba con sentido. Si la felicidad es romper amarras con el orden y destino de las cosas y con uno mismo y si el feliz se convierte en un fragmento desacoplado, sin tiempo ni lugar, entonces muy bien podría decirse que Benjamin ha vuelto completamente del revés lo que la ortodoxia del pensamiento occidental ha venido llamando felicidad. Cabría preguntarse entonces qué motivos tiene Benjamin, y cuáles podrían tener sus lectores, para llamar felicidad justamente a algo contrario a lo que una inmemorial tradición ha llamado así. Sin embargo, ya se ha visto que para Benjamin la felicidad no es simplemente eso. Si bien se mira, la noción de felicidad que aparece en “Destino y carácter” es un resultado, o mejor un momento suelto y efímero, de la “dialéctica de la felicidad” que había aparecido en el escrito sobre Proust. Porque, si se atiende ahora a la inocencia o carencia de culpa, no será difícil identificarla con la felicidad originaria o “eleática” de la que se hacía mención en “Sobre la imagen de Proust”. Resultará que por un lado el yo se sustrae al destino exterior y a las cadenas o redes de su propio destino interior, pero por otro cada momento de felicidad le hace 236
recobrar un origen inocente. A primera vista, estos dos elementos actúan en direcciones contrarias, pues en apariencia la restauración del origen es el restablecimiento de una identidad perdida, nada que tenga que ver con abandonar las redes de lo propio. Sin embargo, ocurre que las redes de lo propio son una hechura del destino y por tanto una secuela de la culpa. Uno tiene carácter y destino porque se le pueden atribuir culpas; la historia del carácter propio es la historia de las culpas que uno ha llegado a tener y de las que ha logrado evitar que pudieran atribuírsele. Por tanto, la felicidad originaria es aquella en la que uno no tiene todavía una identidad culpable, lo que probablemente equivalga a decir que no tiene identidad en el sentido habitual del término. El feliz está carente de destino, como los dioses de Hölderlin, y por eso mismo carece de culpa. En definitiva, la identidad de alguien consigo mismo consiste en que son una misma persona quien transgredió la ley, quien es culpable de ello, quien está destinado a pagar la culpa correspondiente y quien debe esforzarse en no cometer nuevas transgresiones. Pero si el feliz es inocente, ya no ha lugar a preguntarse si es el mismo: ¿el mismo que quién? La pregunta no es pertinente porque la respuesta no sería significativa para nadie. Esas respuestas sólo tienen valor para alguien que tema que cierta persona se está librando o queriendo librar de cierta culpa, del destino que le corresponde: no creas que eres distinto y que por serlo vas a librarte: no, eres el mismo19. Pero si no hay necesidad de atribuir culpa tampoco la hay de atribuir identidad. Uno está libre de esa pregunta, y no es, naturalmente, que uno sea un ventajista, un polizón o un aprovechado, es decir, un culpable que finge no serlo; lo único que le ocurre es que es inocente, que está libre de juicio. Se puede volver ahora a la dialéctica de la felicidad a partir de un texto muy difícil y enigmático de Benjamin, la breve nota “Agesilaus Santander”, escrita en Ibiza en 193320. No procede aquí dar cuenta de todas las dificultades y recovecos de este texto en sus dos versiones, y me limitaré a discutir aquellos asuntos que atañen directamente al tema de la felicidad y su dialéctica. El ángel que dejó fijada su imagen en la pared de la casa de Agesilaus Santander, en Berlín, se parece, dice, “a todo aquello de lo que debí separarme: personas y sobre todo cosas”21 y tiene el don de hacer transparentes las cosas en un sentido especialísimo: viéndolas se ve al mismo tiempo quién es aquel para quien tendrían que constituir un regalo o un don, a quien tendrían que estar, por tanto, destinadas. El ángel regala ese don: el de ver las cosas como si fueran dones. Sin esa visión transparente, que sólo él puede proporcionar, no se sabe qué son las cosas o, lo que es lo mismo, para quién son. “Por eso soy superior a cualquiera en hacer regalos”22. Efectivamente, Agesilaus Santander juega con ventaja, porque cada vez que tiene que 237
regalarle algo a alguien, tiene en efecto algo que regalarle, que siempre será el mejor regalo. Las cosas, por su propia condición, están destinadas a cierta persona aunque esto no lo sepa nunca el destinatario del don, para el cual la dádiva acontece siempre de manera gratuita. Nótese que el obsequio y lo obsequiado estaban destinados mutuamente, aunque el obsequiado ignorase su destino. Pero quien es experto en esa clase de regalos se queda con las manos vacías en seguida, de manera que ya no tiene propiamente qué regalar. Ironía notoria: quien podría otorgar dones no tiene nada que dar. El ángel le clava la vista a Agesilaus Santander y, pudiendo lanzarse sobre él, se limita a mirarlo fijamente durante mucho tiempo y se marcha por donde ha venido, sin dejar de mirarlo y sin necesidad de darse la vuelta. Lo que quiere el ángel es arrastrar a Agesilaus Santander “por el camino al futuro por donde él vino”; quiere “la felicidad: el conflicto en el que se une el éxtasis de lo único, de lo nuevo, de lo aún no vivido, con el júbilo de lo reiterado, del volver a tener, de lo vivido.” Y el escrito agrega: “No tiene por esto que esperar nada nuevo en ningún camino que no sea el del retorno, cuando se lleva consigo un nuevo hombre”. Parece que la felicidad es un conflicto, y un conflicto en el que se unen dos polos o dos series de elementos. Pero antes de examinar qué ocurre con este conflicto y con la correspondiente unión, interesa cada serie por separado. En la primera aparecen lo único, lo nuevo y lo aún no vivido. No se trata, ciertamente, de una serie de tres elementos, sino de uno solo, dotado de tres atributos. Desde luego es algo único en su especie, sin nada que se le iguale, como en la angelología cristiana23. Y ciertamente es nuevo, pero lo es en un sentido reñido con un valor asociado a menudo a lo nuevo: el de lo reciente; lo que quiera que sea no es reciente porque no se ha dado – no está regalado– todavía. Es una novedad que envejece, que deja de ser nueva en cuanto ocurre o propiamente es. Si algo es nuevo, lo será porque todavía no ha sido. Bien: ése es el éxtasis que corresponde a la felicidad. Pero veamos ahora el tocante al júbilo. Producirá júbilo lo ya vivido, algo, por tanto, perteneciente al pasado y que no es en modo alguno nuevo. Eso vivido y pasado se reitera ahora, y quien lo tuvo (y quizá lo perdió) lo vuelve a poseer ahora. Esta recuperación jubilosa tiene la estructura de un regalo, y quizá de un regalo con el que no se contaba. Corresponde ahora tratar de desentrañar qué significa el que en un conflicto se unan el éxtasis y el júbilo. Que entre uno y otro ha de haber conflicto parece fuera de toda duda: si el éxtasis sobreviene por la irrupción de la novedad y el júbilo por la recuperación de lo ya ocurrido, si el éxtasis es cosa de la entrada en lo futuro y el júbilo de la vuelta de lo pasado, y si el ángel quiere lo uno y lo otro, entonces tiene propósitos
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contradictorios o por lo menos conflictivos, de manera que la felicidad será más que nada la expresión de un conflicto o el nombre de una pugna entre opuestos, algo ciertamente muy alejado de la idea clásica de la felicidad como concordia. Quizá fuese posible llamar felicidad a algo semejante a esto –tomándola, por ejemplo, como una alternancia de victorias de uno y otro bando–, pero lo que dice Benjamin es que en el conflicto “se unen” los dos polos y que eso es la felicidad: no la unión que acontece después del conflicto o por medio de él, sino el conflicto mismo en el cual se da la unión. Para entender esta expresión ha de advertirse que el ángel ha emprendido un trayecto desde el futuro hasta Agesilaus Santander mirándolo a éste de cara y buscando su mirada. El ángel viene del futuro, y esto significa que viene de algún lugar en el que a Agesilaus Santander le tocará estar en cierto momento, un momento para el que todavía falta tiempo, mucho o poco. Si lo que se propone el ángel es llevar consigo al hombre hacia ese lugar, entonces parece claro que lo que quiere es mostrarle algo que para el hombre es único, nuevo y aún no vivido y llevarlo hacia ello. Pero semejante viaje equivale en realidad a precipitar a Agesilaus Santander en su propio destino. Que alguien quiera conducirlo a uno al futuro significa que quiere ahorrarle tiempo y transportarlo de inmediato hacia algún lugar por el que uno tendría que llegar a pasar en algún momento, y esta conducción equivale a adelantarse al destino y a anticiparlo. Si la felicidad consistiera sólo en esto, no merecería propiamente el nombre de felicidad porque lo único, lo nuevo y lo no vivido serían tan sólo el señuelo tras el que se escondería el destino, y para mayor miseria un destino sufrido por adelantado. Nótese, sin embargo, cuál es la manera –o más exactamente la postura– en la que el ángel emprendería ese viaje al que quiere arrastrar al hombre. El ángel se sabe la ruta con tanta pericia que para llegar al sitio de donde vino camina de espaldas. No es necesario reparar en esto para darse cuenta de que el viaje del ángel con el hombre es un retroceso pero, por si hiciera falta aclararlo, hay que imaginar al ángel yendo hacia atrás y transportando al hombre consigo, es decir, transportándolo también hacia atrás. Lo más natural sería quizá imaginar al hombre viajando hacia el futuro con la vista puesta en él, aunque acompañado de un ángel que mira hacia atrás. Pero esta visión –la primera, seguramente, que acude a la imaginación– tiene que corregirse en seguida, porque es fruto de la misma ilusión que cree hallar la felicidad de lo nuevo donde no se encontrará más que la desdicha del destino. Lo que en realidad quiere el ángel es arrastrar al hombre de manera que el propio hombre vaya también de espaldas: que ese viaje no sea de progreso sino de regreso y que, creyendo ir en busca de novedad, lo que halle sea recuperación. O, si se prefiere, que la novedad proporcione la recuperación de lo pasado
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y la recuperación irrumpa como una novedad. El ángel regresa del futuro del que partió, pero en realidad ese futuro sólo era tal para el hombre; para el ángel que regresa es propiamente pasado, porque lo que hace ahora el ángel es volver con la cabeza vuelta y recuperar el punto y hora en que emprendió el viaje de ida con la mirada hacia delante. Lo que quiere el ángel es que al hombre le ocurra lo mismo que a él: que regrese a la novedad de lo pasado, o si se prefiere, que regrese a la inocencia de aquél a quien no se le piden cuentas por sus culpas. Para el ángel el conflicto es francamente liviano y fácil de resolver o de superar. Como Heráclito, podría decir que “camino arriba y abajo, uno y el mismo”24. Es un ángel dialéctico que no falla en ninguna de sus superaciones, pero el hombre quizá no sea como él, por mucho que él lo quiera. Al querer arrastrarlo, el ángel le enseña al hombre lo que sería la felicidad. Para el hombre, sin embargo, el conflicto no puede resolverse; los dos polos están ciertamente juntos y hasta unidos, y lo están porque son inseparables, pero su unión es la de quienes tratan de destruirse sin cesar y no terminan nunca de hacerlo. En el hombre no son felices ni la novedad ni la repetición: la novedad porque es traidoramente fugaz y la repetición porque lo único que produce es tedio o sujeción al destino. El ángel no logra darle al hombre lo que quisiera darle, aunque quizá sí el regalo que le corresponde, que es el de hacerse ideas de la felicidad en las que esté junto todo aquello que tendría que cohonestarse sin poder hacerlo. El ángel muestra un futuro que no sea destino y un pasado que no sea culpa, pero pertenece al destino y a la culpa humana el que futuro y pasado no sean lo que el ángel muestra. El regalo del ángel es entonces una palabra que sólo significa la imposibilidad de su significado. La felicidad sería para Benjamin que de pronto el pasado fuese distinto de como fue, eso que según una larguísima tradición occidental no está ni siquiera en poder de ningún dios25. Benjamin parece creer que en algunas ocasiones la felicidad se muestra como posible o incluso como presente –cada vez que el curso del destino se interrumpe y uno se libra de él–, pero la felicidad es una interrupción rápidamente interrumpida. Para que la felicidad permaneciera, ése tendría que ser su destino, aunque entonces ya no sería felicidad. Que la felicidad parezca posible es, por tanto, sólo un error. Es la consecuencia de no haber entendido (o, mejor dicho, de haber dejado de entender durante un momento) cómo se mueven los hilos del destino del mundo. Allí donde hay mundo no hay felicidad porque la felicidad no es más que un breve desacoplamiento, un incidente pasajero que no afecta al curso normal de las cosas y que de hecho no llega a ocurrir del todo. Cuando Aristóteles se hizo eco del dicho según el cual ni siquiera un dios puede convertir lo pasado en cosa no ocurrida, difícilmente le podría haber entrado en la cabeza 240
la idea de que a la violación de esa imposibilidad pudiera llamársela felicidad algún día. La felicidad de Benjamin es una ruptura del orden del mundo: del orden en su sentido propio de disposición adecuada y concorde de sus partes y también en el sentido más restringido de secuencia ordenada de los acontecimientos en el tiempo. Es la quiebra de lo uno y de lo otro, y por tanto no es propiamente nada, porque no tiene lugar ni momento en el orden de las cosas. Allí donde hay algo y cuando lo hay no hay felicidad, y la felicidad no tiene allí ni tiene cuándo. El más alto de los bienes está reñido con el orden del ser y una consecuencia de esta pelea es que nada de lo que hay (y, sobre todo, nada de lo que puede haber) guarda ninguna relación ni semejanza con el bien que en verdad interesa. Si la felicidad no tiene nada que ver con el mundo, entonces el mundo tampoco tiene nada que ver con el bien, salvo quizá con bienes poco decisivos y valiosos.
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Capítulo 22 La construcción moral de la realidad
Durante un buen puñado de siglos, el espíritu europeo estuvo persuadido de que el orden del ser y el del bien eran coincidentes en su extensión. Que algo tuviera ser o existencia implicaba que de ese ser podían afirmarse ciertos atributos o predicados, los cuales le corresponderían de manera adecuada si la afirmación resultaba verdadera, siendo la existencia misma también un predicado, según una parte considerable de esta tradición. Pero decir lo que algo es y decirlo con verdad era declarar al mismo tiempo la bondad de ese ser, ya que la afirmación verdadera de los predicados de algo era lo mismo que la inclusión de la entidad en cuestión en un orden bien constituido de géneros y especies. El bien no añadía nada nuevo al ser; era tan sólo otra manera de designarlo. Para que una entidad estuviese completamente desprovista de bondad resultaba necesario que no existiera, es decir, que no fuera una entidad. Si se compara la verdad, aunque sea la más humilde o la más funesta de todas, con una falsedad, habrá de proclamarse siempre que lo verdadero es mejor que lo falso, y lo será por cierto en términos absolutos, ya que la verdad es buena sin más y la falsedad (el decir de lo que es que no es o de lo que no es que es) mala o carente de bien o, lo que es lo mismo, carente de ser. Y si fuese posible comparar una entidad cualquiera con algo que no es (es decir, si la expresión “algo que no es” no fuera contradictoria), entonces podría advertirse que cualquier entidad, aun la más insignificante o despreciable y hasta la más depravada y maldita, es mejor que la ausencia de entidad. El ser es mejor que la nada porque si en la nada hubiera algún bien eso ya sería ser. “La cosa, cualquiera que ella sea”, puede leerse en una de las obras canónicas de la ontoteología clásica, “aun siendo inferior y hasta la más baja de la tierra, al ser una naturaleza y una esencia es buena fuera de toda duda, ya que posee su propio modo y especie en su propio género y orden.” La mayor parte de los lectores modernos reprimirán con dificultad una mueca de fastidio, o quizá de indignación, ante estas palabras de Agustín de Hipona en la Ciudad de Dios1. Resulta difícil encontrar una expresión más elocuente de supuestos violentamente contrarios a los que el espíritu moderno ha adoptado sobre el bien y el mal: la declaración no sólo es antipática, desconsiderada, dogmática y conformista –todo lo que no debe tener una declaración si 242
quiere halagar a un número grande de oídos–, sino que se opone a lo que quizá constituya uno de los principios esenciales de la concepción moderna del mundo. No cabe ninguna duda de que es dificilísimo afirmar de pronto la existencia de semejante “concepción moderna del mundo”, pero la lectura de una proclama como la agustiniana invita a confiar en que sí: todos estamos en contra de eso y empezamos a estar en contra a partir de cierto momento histórico; ese momento fue sin duda el inicio de la historia moderna y todos los que están en contra son aquéllos a los que nos referimos cuando hablamos enfáticamente de nosotros. Nosotros, los modernos, no creemos que algo sea bueno por el solo hecho de ser o de existir. Para nosotros el orden del ser y el de la bondad –y quien dice la bondad puede decir lo correcto, lo aceptable, lo debido o lo que merece aprobación– son netamente distintos, aunque a veces puedan solaparse. De entre lo que existe, algunas entidades son buenas (o aceptables, debidas, correctas o justas) y otras no lo son, mientras que de entre lo que es bueno (o aceptable, debido, correcto o justo), creemos que algo de todo eso existe en la realidad y mucho de ello no. Nada hay de extraño en lo anterior para el espíritu moderno; lo raro sería lo contrario. Para nosotros los modernos es casi ininteligible la pretensión de que cualquier entidad sea mejor que la ausencia de ser; resulta obvio que muchas cosas que tienen existencia sería mejor que no la tuvieran, y nadie se lamentaría por esa mutilación o reducción del orden del ser. Los modernos miramos si algo existe o no y después juzgamos si es bueno o es malo. O al revés: hacemos juicios de valor o de preferencias y después vemos si hay algo en el mundo que satisface nuestros deseos. Pero en cualquiera de los dos casos la cuestión del ser (lo que los modernos llamamos cuestiones fácticas o de hecho) y la del bien (lo que nos gusta llamar juicios valorativos o normativos) son netamente distintas, no se suscitan al mismo tiempo y no pueden en modo alguno confundirse. Quien esté convencido de todos estos principios del espíritu moderno tenderá a creer que la tesis agustiniana (y otras muchas que la precedieron y siguieron) es sencillamente fruto del oscurantismo y del atraso. Al igual que las mejores mentes de la antigüedad afirmaron tesis completamente erróneas sobre cuestiones astronómicas, geográficas, biológicas o físicas –tesis que se han probado falsas gracias al progreso de las teorías, de las observaciones y de la experimentación científica– también en lo tocante a la moral ha realizado la humanidad un progreso cierto que nos coloca en un plano de neta superioridad con respecto a Platón, Aristóteles, Agustín de Hipona o Tomás de Aquino. Se dirá, por ejemplo, que el estudio de las obras de estos autores resulta muy recomendable para apreciar sus ocasionales aciertos –harto laudables y meritorios, si se comparan con el atraso de la época– pero también para advertir sus yerros y captar sus
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fuentes de error, así como para admirar más y valorar mejor el lento progreso de la humanidad hacia la verdad, el bienestar y la justicia. Si se mira sin prejuicios, no tiene nada de extraño que los antiguos creyeran tesis tan disparatadas sobre el bien y el mal; de hecho, sostenían también creencias misóginas, esclavistas, antidemocráticas, intolerantes, elitistas, retrógradas y muchos de ellos homófobas; no es extraño que quien se equivoca en sus juicios de valor tenga igualmente una concepción inaceptable de lo que en general significan el bien y el mal. La concepción de bienes y males propia de la ontoteología clásica sería el resultado tenebroso de una lamentable –aunque a menudo culpable– falta de ilustración. Haríamos muy mal en fiarnos de esta manera whig, petulante y filistea de juzgar la concepción del bien de la metafísica clásica. Como se tratará de mostrar, no es nada fácil apartarse francamente de ese modo de ver las cosas y, de hecho, la moral deuterofisita moderna no es más que una pequeñísima variación en el esquema conceptual de la vieja ontoagatología2. Pero antes es preciso detenerse un poco en las ideas sobre el mal propias de esta tradición de pensamiento. También en esto Agustín de Hipona es un exponente inmejorable. Para Agustín fue una obsesión, según es conocido, el combate con las doctrinas maniqueas que tanto le habían atraído en su juventud. Su afán de doblegar al maniqueísmo –una doctrina que atribuía al mal realidad propia y que consideraba el mundo como un combate entre el bien y el mal, entendidos como dos principios reales y antagónicos– lo llevó a expresar de una manera singularmente vigorosa algo que ya había estado presente en la filosofía antigua desde Platón y quizá desde Parménides, a saber, que el mal no tiene entidad propia y que debe entenderse tan sólo como una privación del bien. Así, cuando Agustín habla de la ceguera o de la sordera, las toma no sólo como una privación del genuino bien del ojo y del oído (o, mejor dicho, como una disminución muy grande de la plenitud de su ser) sino como una suerte de manifestación indirecta del propio bien. Si vemos un ojo ciego, vemos con admirable claridad que la perfección del ojo es la vista, y sin esto no sabríamos qué es la ceguera ni nos parecería un mal. De la misma manera que el bien es la perfección de una entidad, el mal es una privación suya, es decir, la posesión muy disminuida, quizá infinitesimal, de las perfecciones propias de esa entidad. Agustín tenía muy buenas razones teológicas para sostener esta noción del mal. Después del pecado original, la naturaleza que Dios había creado en toda su plenitud y dotado de toda perfección, quedó severamente disminuida en sus perfecciones. Pero esto no significa que dejase de ser naturaleza, ni que cada entidad dejara de ser, por su parte, natura et essentia y pasase a carecer de modus et species3. Lo que resulta de la caída no es un mundo pervertido en el que las 244
cosas hayan dejado de ser lo que son o estén confundidas o desordenadas; el orden de las cosas se ha conservado para que puedan volver a su plenitud en la consumación de los tiempos, pero se ha conservado, por así decir, dejando a cada entidad singular en un estado defectuoso o de deterioro. El mal no aniquila la perfección de la cosa: simplemente la reduce, aunque la reducción puede resultar severísima. El mal es una suerte de desgaste, pero no puede llegar a ser tan destructivo que haga perder a la cosa su forma o especie, es decir, su lugar en el orden de las cosas. El mal quita, deteriora y daña, pero no desfigura ni deforma: esto es propiamente lo que significa privación. Podría parecer que una metafísica de la privación será siempre menos pesimista o más clemente que una metafísica de la destrucción o de la aniquilación, pero tal cosa sería un error. En realidad basta con que las perfecciones de una entidad estén disminuidas, aunque no necesariamente de manera violenta, para que la entidad correspondiente sea un trozo del mal. No es que Agustín quiera encerrar al mal en unos confines lo más angostos posible proclamando que todo lo demás es bueno, sino más bien al contrario: el mal es insoportablemente ubicuo porque está allí donde el ser de las cosas sufre alguna privación, por pequeña que sea, es decir, el mal está presente por doquier aunque no haya propiamente nada que esté presente, salvo el bien mismo disminuido y frustrado. En el mundo de la ontoagatología clásica cada entidad tenía su propio grado de perfección (o de privación, si se prefiere). Todas las entidades eran buenas, pero no había dos que tuvieran justamente el mismo grado de bondad, de modo que el juzgar o estimar consistía en acertar con la medida exacta de bien propia de cada entidad o, si se quiere, con el puesto que ocupaba en la jerarquía de los entes. Para establecer cuánta bondad tenía algo era necesario comparar la cosa con lo que ella verdaderamente es, con su idea o forma, o con lo que sería si cumpliera plenamente su finalidad, o con lo que era originariamente, en la mente de Dios, o en el mundo anterior a la caída. Juzgar sobre el bien de algo implicaba poder recordar o conocer –de manera imperfecta y defectuosa, claro está– la perfección y plenitud de la entidad de que se tratase, el original del que lo percibido y juzgado es una copia más o menos fiel. La metafísica clásica creyó casi siempre en la existencia de un mundo máximamente verdadero, bueno y bello, distinto del familiar y acostumbrado. Ese mundo podía ser el de las ideas o formas, o el que precedió a la caída y sobrevendrá con la consumación de los tiempos, o el de las esferas supracelestes donde los movimientos son perfectos, pero en cualquiera de los casos ese mundo superior es la sede de la verdad, la bondad y la belleza –la sede, por tanto, del genuino ser– y debe distinguirse del ámbito en el que se mueve la experiencia ordinaria de los mortales, un ámbito en el que los entes no alcanzan
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su perfección, aunque participen de ella, tiendan a ella o la imiten. Pero la metafísica clásica fue, por lo general, hostil a la creencia de que este ámbito ordinario de experiencia constituía un completo caos, un desorden disparatado y absurdo o un pozo sin fondo rebosante de podredumbre óntica. Un absoluto desorden en el que a ninguna entidad le correspondiese ningún predicado esencial, un precipicio vertiginoso sin géneros ni especies, sin primeros principios del conocimiento y sin ninguna sombra, huella o signo de la perfección, es del todo inconcebible y carecería de ser. No constituiría, desde luego, un mundo, lo que para la metafísica clásica es cosa de capital importancia, ya que, aunque caído, imperfecto y frustrado, el ámbito común de la vida mortal es precisamente un mundo, otro mundo distinto del verdadero, pero mundo como él. Con frecuencia se cree que la idea moderna del mundo es el resultado del desencantamiento de la visión tradicional, una visión constituida por la metafísica clásica, por ciertas creencias religiosas, por residuos y reactualizaciones mitológicas y por fantasías de pintores y poetas. La física matemática, la circunnavegación del globo, el liberalismo político, la secularización del cristianismo, el racionalización formal del derecho, la administración burocrática, y finalmente la democracia de masas, la guerra nuclear, la telecomunicación planetaria y la ingeniería genética serían el resultado de una mudanza radical en la imagen que se tiene del mundo de la experiencia ordinaria, un mundo que a juicio de millones de almas modernas es el único que hay. Para construir la imagen de un mundo así fue necesario, según se dice, eliminar toda jerarquía metafísica y toda escala de perfecciones. Los entes ya no gozan de cierto grado de proximidad a su genuina plenitud ni sufren cierto grado de privación; su ser no está determinado por su semejanza o diferencia con réplicas existentes en otro mundo ni por lo que les falta para alcanzar la perfección. Los únicos predicados verdaderamente relevantes de cualquier entidad son los proporcionados por determinaciones cuantitativas de tipo aritmético o geométrico, las únicas que deben descubrirse si se quiere conocer el mundo en su verdadero ser y manipularlo con verdadero aprovechamiento. En este mundo desencantado ya no es cierto que todo lo que hay sea bueno, bello y verdadero en modos distintos; todo lo que hay en este mundo lo hay por igual y nada tiene más ni menos ser que ninguna otra cosa. Para cada cosa, el ser es lo mismo que para cualquier otra. Esta imagen del mundo es indiferente a la bondad, la belleza y la verdad, las cuales pasan a ser impresiones subjetivas que se tienen acerca de un mundo homogéneo. En un mundo como éste, resulta claro que el ser no implica el bien ni el bien el ser, y que el conocer cómo es el mundo y el juzgar si está bien o mal han de ser operaciones netamente diferenciadas. Lo que parece claro –o por lo menos así ha parecido muchas
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veces– es que el mundo de los modernos no necesita de otro mundo paralelo, es el único mundo, y de ahí su soberbia y su melancolía. La modernidad no necesita mundos aparte del único que hay, salvo en la imaginación de los poetas, en el delirio de los esquizofrénicos y en los turbios intereses de unos cuantos sacerdotes oscurantistas y su resentida parroquia. Creer en otros mundos será lícito o tolerable cuando no quede más remedio (a causa de tendencias irracionales de la naturaleza humana, que el progreso irá domeñando y educando poco a poco hasta que resulten insignificantes) o siempre que se trate de ideas inofensivas que no dañen a nadie más que a su poseedor y que no sean un insulto para el decoro público, para la ilustración y para el provecho social. Esta concepción tiene sus detractores –gentes para quienes ese tipo de creencias son las responsables de los peores males que la humanidad ha sufrido y puede sufrir– y también sus abogados, convencidos de que basta ser consecuentes del todo con estas creencias para que se terminen por erradicar todos los males, de cualquier especie que sean. Pero, como en seguida se verá y ya se ha anticipado, no es necesario pronunciarse sobre si esta concepción es digna de celebración o de lamento, porque en realidad una concepción así no tuvo vigencia nunca. La moral deuterofisita moderna surgió también del contraste entre dos mundos y de la forja de un mundo perfecto, no deteriorado, plenamente racional y sometido a un orden exhaustivo. Este mundo o naturaleza paralela no residía, sin embargo, como ocurrió en la metafísica clásica, más allá del mundo físico de la experiencia ordinaria, sino más acá, en la interioridad subjetiva, en sus razones o en sus pasiones. El verdadero mundo, el mundo tal como tiene que ser, puede colocarse en el reino de las ideas o en los cielos, en la mente de un dios, en el comienzo de los tiempos o en su final, y también en el interior del yo. Las diferencias entre unos lugares y otros no son cosa baladí, pero importan más las semejanzas entre ellos; todos se conciben como perfectos, como distintos del mundo físico familiar y opuestos a él, y como el origen o el destino –o ambas cosas– del imperfecto mundo ordinario. Nos ocuparemos ahora de la versión moderna de ese Mundo Bien Hecho, que es el mundo moral de la interioridad. El orden racional de la naturaleza física moderna es un orden de hechos que se impone a las criaturas humanas como a cualquier otro cuerpo sometido a leyes naturales. En ese mundo matematizado no hay diferencias esenciales entre el cuerpo de los seres racionales y cualquier otro trozo de materia que estuviera dotado de las mismas propiedades físicas. Sin embargo, el descubrimiento de que el mundo es así, el hallazgo de que el libro de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos y el propósito de sacar partido de ese conocimiento para aumentar la capacidad de intervenir en el mundo
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físico y transformarlo no lo han llevado a cabo entidades físicas cualesquiera: de las matemáticas no se ocupan los cuerpos, sino las mentes. Por la misma época en que la física matemática daba los primeros pasos en su esforzada empresa de conocimiento y de control del mundo, el espíritu europeo se agitaba angustiado por peligros desconocidos. La traducción y difusión de los textos principales del escepticismo antiguo, unida a las perplejidades suscitadas por la ruptura de la unidad confesional de Europa y por el descubrimiento en las Indias Occidentales de modos de vida del todo inopinados, hizo que las fuentes de certeza racional de las que había bebido secularmente el conocimiento del mundo amenazasen con secarse. Es verdad que quedaba expedita la vía fideísta consistente en entregarse exclusivamente a la certeza de la fe despreciando las insidias seductoras del conocimiento racional –la puta razón a cuyas solicitudes Martín Lutero presumía de haber permanecido sordo– y quizá habría sido ése el destino del espíritu europeo de no haberse inventado un procedimiento ingenioso y atractivo para vencer racionalmente al escepticismo en su mismo terreno y arrebatándole sus armas. Cuando Descartes fundamentó los nuevos conocimientos de la física matemática y los viejos de la metafísica (desprovistos ya éstos de la noción tradicional del bien y reducidos a la demostración de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma), lo hizo en el más puro estilo escéptico y acentuando hasta la exageración los motivos de duda que los partidarios antiguos y modernos del escepticismo habían encontrado para desconfiar de la validez del conocimiento. Como es bien sabido, la duda cartesiana se disuelve precisamente radicalizándose al máximo. Cuando del edificio del conocimiento no queda nada en pie, se descubre que esa destrucción se funda precisamente en un yo que no puede dudar de que la destrucción es obra suya y que tiene de esa destrucción y de sí mismo una idea insuperablemente clara y segura. La claridad y distinción con que el yo advierte que piensa será precisamente el criterio con el que se mida el resto de las ideas de ese yo, el resto de los pensamientos que el yo forma en su interior sobre sí mismo, sobre Dios y sobre el mundo externo. Basta con retirarse a profundizar en la propia interioridad para descubrir ideas tan claras y distintas que no pueden pensarse como falsas y que se imponen con la mayor de las evidencias, y esas ideas resultan ser admirablemente aptas para entender la física matemática y perfeccionarla. Al enemigo escéptico se lo doblega con una victoria mucho más despiadada de lo que nadie hubiera podido imaginar, y se lo vence precisamente con el arsenal escéptico. Descartes concluyó con toda naturalidad que podemos estar seguros del orden racional del mundo externo porque nuestra interioridad está ordenada de tal suerte que basta con someterse a su propia disciplina para que el conocimiento de lo exterior caiga
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como un fruto maduro. El mundo exterior es una colosal maquinaria en la que todas las piezas encajan conforme a leyes sabias e inexorables, pero esto lo sabemos gracias tan sólo a que nuestro interior es un prodigioso anudamiento de claridades, un orden de razones que se articulan ágilmente y conduce de unas a otras con facilidad y sin violencia. Sin el orden de la interioridad, el del mundo externo seguiría existiendo, pero no sabríamos nada de él, o por lo menos no podríamos estar seguros de lo que creyéramos. Una vez descubierto el orden de la interioridad como fundamento de certeza, puede discutirse si las ideas de que se compone son innatas o adquiridas, si están producidas por la propia mente a partir de la reflexión sobre sí misma o si lo que hacen es ordenar impresiones del mundo exterior obtenidas mediante los sentidos. Puede disputarse hasta los menores detalles sobre la trama que forman esas ideas y sobre sus relaciones con las cosas a que se refieren, pero lo que no está en tela de juicio es que esas ideas están en el interior de uno (aunque a veces las posea también Dios, un dios con disfraz de geómetra o de ingeniero, sospechosamente cortado por el mismo patrón del yo pensante) y que configuran una totalidad armoniosa y bien ordenada, todo un mundo de ideas con una hechura semejante a la del mundo exterior. El mundo de ideas forjado por las doctrinas modernas del conocimiento es una especie de duplicación o de reflejo interior del mundo exterior. En la metafísica clásica había un mundo exterior perfecto compuesto de las cosas tal como verdaderamente son; en la epistemología moderna hay un mundo interior compuesto de réplicas de las cosas hechas a nuestra medida. Quizá no pueda decirse que este mundo interior es perfecto, pero sí que presta servicios francamente admirables; dado el tipo de seres que somos, la interioridad que tenemos es lo mejor a lo que podríamos aspirar. Ha de advertirse que el desafío escéptico desempeñó en la edificación de este orden de la interioridad un papel hasta cierto punto semejante al del efecto Maquiavelo y el efecto Mandeville en la formación de la idea moderna de la moral. El orden de la interioridad se descubre cuando las fuentes habituales de certeza han caído en el descrédito y cuando además hay formas de conocimiento rigurosamente nuevas, para las que los modos clásicos de conocer resultan inapropiados. Por su parte, la moral moderna surge, según se ha visto, como una contrafigura de lo que Maquiavelo y Mandeville recomendaban para la actuación humana. El orden de la interioridad es lo que resulta de la duda escéptica vuelta contra ella misma, de tomar como paradigma de la certeza aquel estado mental que se posee cuando se acaba de superar la duda. La moral moderna, por su parte, es lo que resulta de dar por buenas las definiciones de lo que Maquiavelo y Mandeville consideraron relevante en la actuación humana y descubrir a continuación que si se toma como objeto
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de la moral lo que ellos tomaron como objeto de la antimoral, si se abandona todo lo demás y si se sostiene sobre tales asuntos lo contrario de lo que creyeron estos dos autores, entonces resulta un orden de ideas mucho más robusto, coherente y claro de lo que la filosofía tradicional había enseñado al respecto. Pero falta por ver todavía cómo del orden de la interioridad propio de la doctrina moderna del conocimiento pudo surgir el diseño del mundo de la moral deuterofisita. Según ha quedado dicho, el mundo interior del individuo moderno se constituyó como una suerte de reflejo o copia del mundo exterior. Las ideas se entendían como representaciones de las cosas, justamente al contrario de lo que ocurría en algunas versiones de la ontoteología clásica, como la platónica, donde las cosas eran copia de las ideas. La flecha de la representación iba, así pues, de las ideas a las cosas en el esquema clásico y de las cosas a las ideas en el moderno, si bien la palabra “idea” había cambiado de significado lo bastante para permitir dicha inversión con toda naturalidad. Sin embargo, el mundo interior moderno aspiró pronto a que la flecha de sus representaciones pudiera apuntar en los dos sentidos. También se ha visto ya que el orden de la interioridad es un todo bien ordenado –nada menos que todo un mundo– aunque, según las versiones, puede estar constituido por ciertos efectos o huellas que dejan las cosas exteriores en la mente o por resultados de la actividad espontánea y soberana de esa mente. Tanto una versión como la otra, tanto la del Filaletes lockeano de los Nouveaux Essais de Leibniz como la del Teófilo por cuya boca habla el autor de la obra, corresponden fielmente a un orden de la interioridad: en lo que no discrepan Teófilo y Filaletes es en que los dos hablan del mismo mundo, aunque uno diga tenerlo metido en su integridad dentro de un alma sin ventanas y el otro esté convencido de que su mente estaba vacía antes de que los objetos exteriores empezasen a dejar sus reflejos en ella. Debe advertirse que esta noción de un orden de la interioridad apto para ser entendido como un sistema a la vez espontáneo y receptivo, se presta admirablemente a servir de armazón a un orden moral que suceda al viejo esquema de lo bueno convertible con el ser. En cualquiera de las versiones de la teoría moderna del conocimiento, la interioridad es un mundo paralelo que representa el mundo exterior; sólo falta un paso para concebir un mundo interior de ideas, un mundo paralelo al exterior y concebido con vistas a que éste lo copie o lo represente. Basta con recuperar el esquema clásico en el que las ideas no copian a las cosas, sino al revés, sin que esta recuperación afecte al ámbito donde la flecha apunta en sentido inverso. La solución es sobria y sencilla: se llamará conocimiento al conjunto de las ideas que representan debida o adecuadamente
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las cosas y se llamará moral al conjunto de las ideas que deberían ser copiadas o representadas por las cosas. En uno y otro caso se trata de órdenes de la interioridad; ambos son internos, pero por fuerza son órdenes distintos. Una vez definida la relación de la interioridad con la exterioridad como una relación consistente en copias o representaciones, no queda más remedio que admitir las dos direcciones en que esas copias pueden darse: necesariamente dos y nada más que dos. El conocimiento es el orden interior de las ideas formadas; la moral el de las formantes. Que las ideas formadas constituyen todo un mundo, un orden total y autosubsistente, o que lo constituyen las ideas formantes, parece un uso metafórico o figurado de la palabra “mundo”. El mundo literal parece ser siempre el exterior, al igual que en la metafísica clásica se creía que el mundo de verdad era el de las ideas, siendo el de las cosas algo puramente vicario o delegado, como el uso metafórico de una palabra con respecto a su uso literal. Mundo en sentido propio lo es el mundo real; lo demás son metáforas más o menos aceptables, al igual que el gato es cierto felino y además hay un gato metafórico con el que se levantan los coches en los talleres, y otro en el que se guardaba el dinero, y otro que es el natural de Madrid. La división de lo literal y lo metafórico resulta aquí esencial para determinar cuál es la jerarquía de los mundos; la decisión de qué ha de tomarse como literal y qué como metafórico es lo que importa para decidir qué es lo que propiamente hay; sin embargo, la moral moderna es inherentemente contrafáctica o contraóntica, y lo es por razones históricas bien precisas, pues se formó como una alternativa a ciertos esquemas sobre cómo actúan de hecho los seres humanos. La moral deuterofisita es un mundo metafórico que debe convertirse en un mundo literal. Está constituida, por lo menos en su programa radical, como un mundo perfecto, un mundo puramente concebido que, en su concepto, ha de resultar intachable; si se acepta la crítica a un elemento del mundo paralelo de la moral, eso basta para desacreditarlo como parte de ese mundo, porque en dicho mundo está todo lo que debe ser y sólo lo que debe ser4. La moral deuterofisita ha trasladado al interior del yo lo que la metafísica tradicional tenía colocado en los cielos, en el principio de los tiempos o en la consumación de éstos. En realidad, la idea de que la moralización del mundo advendrá al final de los tiempos o se desarrollará paulatinamente tendiendo a una realización final, aun sin estar presente en todas las versiones de la moral deuterofisita, es una querencia casi constante en ella. No en vano, la moral moderna fue inventada por gentes ávidas de encontrar sustitutos secularizados del reino de Dios en la tierra y de la resurrección de la carne. Si a la moral deuterofisita se le resta la filosofía progresista de la historia seguirá conservando su coherencia, pero perderá la mayor parte de su fuerza y casi todos los
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motivos que la hicieron atractiva a ojos de muchas gentes. Para la moral deuterofisita, el mundo físico muestra todo el orden racional que la interioridad cognoscente es capaz de reflejar y está llamado a mostrar todo el orden racional que la interioridad moral sea capaz de proyectarle. La moral deuterofisita no habita un único mundo; se mueve entre el que hay y el que debe haber ahí fuera y emprende sus viajes a través de mundos interiores; por lo menos a través de dos mundos interiores: uno reflejo y el otro reflejante. Seguramente esos cuatro mundos están bien hechos, pero lo que importa a la moral deuterofisita es que el mundo moral interior no es bueno, sino perfecto, y que una especie que lleva en sus adentros un mundo así está obligada a convertir el mundo exterior en un espejo de esa perfecta interioridad.
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Capítulo 23 La verdad como coincidencia y como desajuste
La tarea de la moral moderna consiste en hacer que el turbio y desarreglado mundo exterior –un mundo que está bien hecho para quien lo conoce pero no para quien lo juzga– pase a reflejar la límpida interioridad humana, ese manojo de leyes racionales aptas para mover a la acción o de pasiones apacibles capaces de poner a la razón a su servicio. Ningún moderno habría podido sobrevivir en el mundo si ese mundo fuera el único; para el hombre moderno, tener un solo mundo es como no tener ninguno. El conocimiento y la moral –quizá las dos instituciones más prestigiosas en el Occidente de los últimos siglos– constituyen sendas maneras de hacer coincidir entre sí los mundos divididos de la modernidad. Cuando las ideas que se for-man en el interior humano se acoplan o coinciden con lo que ocurre de hecho en el mundo exterior, el hombre moderno suele decir que eso es la verdad, y, cuando los hechos del mundo se adaptan a las normas imparciales, altruistas, transparentes y universales que uno tiene en su interior, a ese acoplamiento se lo suele llamar justicia. Pero la justicia es, como se tratará de mostrar, una suerte de verdad a la inversa. Quien quiera saber algo de las relaciones entre el bien y el mundo no podrá despreocuparse de la cuestión de la verdad, y convendrá que desconfíe de algunos prejuicios muy nocivos que el pensamiento contemporáneo ha puesto en circulación con éxito. Se admite de ordinario que un juicio es verdadero cuando lo afirmado por él ocurre realmente en el mundo. Sea o no verdadero lo que acaba de decirse, es menester detenerse un momento en dos de las expresiones recién empleadas: “de ordinario” y “realmente”. Si alguien dice que de ordinario pasa esto o lo otro, resulta muy aconsejable mirar el contexto de la expresión y preguntarse cuál es la carga valorativa que lleva incorporada esta locución adverbial. “De ordinario” puede usarse en sentido favorable, como apoyo de la aserción que viene después o en la que esta locución está incrustada, y también en sentido peyorativo, dando a entender que la afirmación en cuestión merece revisarse. Todo depende de si se cree que lo ordinario es bueno o es malo y de las creencias que se les supongan sobre el particular a los destinatarios de la expresión correspondiente. Quien esté convencido de que las opiniones co-munes que se 253
comparten sobre cierto tipo de asuntos o las costumbres vigentes son en general correctas y quien crea que regirse por la opinión común es un buen procedimiento para resolver dudas y eliminar perplejidades, tenderá a usar la expresión “de ordinario” como una locución de autoridad, mientras que los adversarios del común parecer o quienes desconfíen del valor que tienen las creencias habituales sobre determinadas cuestiones pronunciarán esa expresión en sentido censorio, y casi siempre como prólogo de un juicio propio adverso a lo que se tiene por común y habitual. Una misma persona podrá pronunciar, sin duda, la locución “de ordinario” dándole alternativamente, incluso dentro de una misma conversación, uno y otro sentido, aunque es cierto que quien propende a tener la mayor estima por lo ordinario hasta tanto no se le den argumentos en contra (y a veces aun contra los mejores argumentos) suele estar reñido con quien cree que todo lo ordinario es sospechoso o digno de desprecio (incluso si las razones que se le dan en contra son impecables). Además la expresión “de ordinario” se usa suponiendo que se entiende cuál es el ámbito en el que lo ordinario resulta serlo. Si digo que de ordinario se come a las dos y media de la tarde, hay que suponer que no me refiero a lo que es habitual en Alemania o en Inglaterra, y ni siquiera en Italia o Portugal. “De ordinario” lleva incorporada la referencia a un contexto tácito, que normalmente no hace falta explicitar. Pero no resulta nada fácil determinar cuál es el contexto tácito al que se refiere la expresión “se admite de ordinario…”, usada al comierzo del párrafo anterior. Podría pensarse que la admisión en cuestión se produce de manera habitual y común entre los lectores de libros de filosofía de comienzos del siglo XXI, o entre las personas adultas de cualquier tiempo y lugar, o que es frecuente entre los europeos y americanos relativamente cultos, o entre gentes de clase media, o quizá que es una constante de la tradición filosófica occidental, desde no se sabe qué momento remoto. Quizá la especificación del contexto en que lo ordinario es ordinario tiene mucho que ver con el valor favorable o desfavorable que se le dé a la expresión, y también a la inversa. A poco que se piense vendrán fácilmente a la cabeza ejemplos en los que la estimación reduce o ensancha el ámbito de lo ordinario, y también casos en que la ampliación o reducción de ese ámbito hace mudar de valoración. En el caso que ahora interesa las palabras objeto de examen pueden usarse de más de una manera, y conviene prestar cierta atención a ello. La manera más sencilla de entender la admisión ordinaria de que nos ocupamos consiste en suponer que se da por buena la concepción referida de la verdad y que, en apoyo de sus bondades, se aduce la aceptación generalizada de esa concepción, una aceptación que probablemente se atribuya a muchos filósofos contemporáneos distintos
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del que habla, al sentido común de las personas ilustradas de hoy día, a muchas mentes de otras épocas y en general a las personas sensatas o a la mayor parte de quienes se han parado a pensar sin prejuicios sobre cuestiones así. Si se le da crédito a esta interpretación, se tendrá la expectativa de que en seguida viene una defensa de esa concepción de la verdad contra todos sus atacantes. Cabe, sin embargo, una segunda interpretación, en la que el autor de las palabras mencionadas se dispone a iniciar un combate contra el parecer ordinario en lo tocante a la verdad. En este segundo caso, el contexto tácito estará formado probablemente por colegas dogmáticos, adocenados y perezosos, por la opinión mostrenca de gente poco cultivada, manipulada o confundida y quizá también por lo que fue el parecer unánime en épocas muy rancias y atrasadas. Quien quiera defender la concepción de la verdad que se menciona defenderá al mismo tiempo la conveniencia de hacer caso de las creencias ordinarias y tenderá a sostener que éstas son las naturales y esperables en cualquier persona normalmente constituida, mientras que aquéllos para quienes la verdad no es lo que ahí se dice darán por sentado que las opiniones mayoritarias no son siempre fiables (un motivo para sospechar que no lo son a menudo, o casi nunca) y añadirán quizá que tampoco está tan claro que tanta gente y tan variada haya pensado eso sobre la verdad (a pesar de que lo parezca). En breve habrá ocasión de volver a lo anterior, pero ahora es imprescindible preguntarse por el sentido que posee la palabra “realmente” para quien dice que una proposición o juicio es verdadera cuando lo que afirma el juicio ocurre realmente en el mundo. Hay muchas razones para creer que no pasa nada significativo si se suprime el adverbio “realmente” en esa afirmación. Quizá se trate tan sólo de una expresión enfática o redundante, como si las palabras “ocurre” y “en el mundo” se escribiesen en cursiva o en negrita o se pronunciasen alzando la voz o haciendo más lenta la pronunciación, con interés en que no pasaran inadvertidas. Quítese, pues, “realmente” y nos entenderemos todos mejor, además de ganar tiempo y espacio. Pero, aparte de que el tiempo y el espacio ganados es francamente poco, todo lo anterior apoya justo lo contrario de lo que afirma. En efecto, si esa palabra cumple tan sólo la función de advertir y de llamar la atención, el eliminarla resultará tan inaceptable como quitar avisos de peligro en una carretera con el argumento de que el peligro es siempre más claro que cualquiera de sus señales. Para la compulsión eliminativa casi todo es eliminable salvo ella misma, pero el problema de la verdad surge precisamente a partir de señales de aviso, a partir del acto de detener o demorar la atención en algo que muy bien podría pasar inadvertido. Si se elimina el adverbio “realmente”, que sin duda no añade nada muy sustantivo a la
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proposición en la que está, el problema de la verdad no estaría en condiciones de suscitar interés; se resolvería de una manera totalmente satisfactoria para todos, tan satisfactoria que todo el mundo quedaría convencido de que en realidad no habría merecido la pena ocuparse de este asunto. Es cierto que para muchos profesores de filosofía ése es precisamente el paradigma de solución de un problema filosófico: un estado en el que se crea con tranquilidad que habría sido mucho mejor para todos no tener que ocuparse del problema en cuestión. Todas estas personas suelen ser profesionales muy concienzudos y exitosos, pero lo que hacen no tiene apenas nada que ver con la filosofía porque los problemas filosóficos suelen surgir de expresiones superfluas, complicaciones innecesarias, lujos gratuitos y devaneos irresponsables, precisamente todo aquello que evitaría un buen administrador de su tiempo y un inspector conceptual mínimamente severo. La mayor parte de las cuestiones en torno a la verdad se suscitan en cuanto se piensa un poco por qué es necesario añadir “realmente” a “lo que afirma el juicio ocurre en el mundo”. Porque muy bien podría suceder que un juicio afirmase algo y lo afirmado ocurriese en el mundo, pero ocurriese de manera desvaída, incierta, vaga, parcial o dudosa, o que ocurriera en el mundo, pero en esa parte suya constituida por las fantasías, delirios, deseos o esperanzas de ciertos animales superiores, o que ocurriese en el mundo pero de manera vicaria, a saber, en los mecanismos de percepción de esos animales, y quizá sólo en tales mecanismos. “Realmente” es un aviso para no despeñarse por ninguno de estos traicioneros precipicios y una advertencia de que, si uno no extrema la disciplina más de lo acostumbrado, lo normal será precipitarse por alguno de ellos. Es un recordatorio de todas las víctimas, algunas culpables pero muchas inocentes, que ha causado el exceso de confianza en el orden de la interioridad. Si lo anterior es cierto, entonces no está claro del todo que esta concepción de la verdad sea tan de sentido común y tan ordinaria como se decía. A menudo, desde luego, el acuerdo con el sentido común se esgrime como razón en pro de una doctrina filosófica; la condición intuitiva de éstas vendría a ser una virtud de las más destacables y aun podría decidir en casos difíciles sobre la tesis filosófica que uno debería aprobar. Pero la idea misma de un sentido común o de una conciencia ordinaria es ajena al sentido común y a la conciencia ordinaria. A semejanza de términos como “payo” o “gentil”, el sentido común tiene que caracterizarse desde fuera de él; del mismo modo que los payos son quienes no son gitanos mirados desde el punto de vista de éstos –y nadie podrá nunca definirse como payo salvo que esté hablando de gitanos o con ellos–, así el sentido común tiene que definirse a partir de sus excepciones1. La filosofía no es la única de
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entre ellas: seguramente, la idea del sentido común surgió por contraposición a la locura y la extravagancia y para impugnar éstas. Pero lo cierto es que, una vez formada dicha categoría, los filósofos han hecho un uso muy asiduo de ella, bien para vituperarla como aquello de lo que la filosofía ha de separarse, bien para proponerla como aquello que los filósofos deben imitar o restablecer. Cuando se da esta segunda circunstancia hay que temer casi siempre que el filósofo está inventando un sentido común en beneficio propio. El pecado de soberbia menos venial del filósofo es suponer que quienes están fuera o por debajo de las maneras filosóficas de pensar constituyen un grupo homogéneo y uniforme en sus creencias. No es que sean aquellos que no piensan como nosotros (con independencia de lo que efectivamente crean), sino aquellos que piensan de determinado modo que nosotros debemos imitar o rehuir. Por algún motivo enigmático y quizá supersticioso los filósofos tienden a creer que el sentido común es espontáneamente realista. Se supone que las personas sin conocimientos filosóficos no sólo creen en la existencia del mundo exterior, sino que además opinan que el conocimiento que poseen de las distintas partes del mismo lo es de esas partes propiamente (y no, por ejemplo, de ideas, imágenes o datos sensoriales), que dichas partes del mundo son, desde luego, independientes de la mente y que el decir la verdad sobre algo significa que las cosas son en sí mismas como se dice que son, y seguirían siendo así con independencia de lo que uno creyera o dijera. Pueden multiplicarse las dudas sobre si las personas llamadas ordinarias creen todo lo anterior o no, pero lo cierto es que eso es lo que cree sobre las personas ordinarias la mayor parte de los filósofos, ya sea para alabarlo, ya para vituperarlo. Y cabe sospechar que la atribución de un realismo espontáneo al “sentido común” forma parte de toda una estrategia para pasarle al adversario la carga de la prueba. Comoquiera que, de oficio y por defecto, todo el mundo es realista, se necesitan muy robustos y poderosos argumentos para mudar semejante estado de cosas; hacen falta quizá argumentos nuevos, pues si los hasta ahora disponibles hubieran sido de buena calidad, entonces el sentido común no sería como es. Pero todo lo anterior interesa principalmente en relación con la verdad en moral, es decir, con aquello en lo que consista la verdad de los juicios morales (y, en general, de los juicios estimativos) o, si se quiere, la validez objetiva, y no meramente intramuros de cada persona, de las normas moralmente válidas. Si bien se mira, la moral deuterofisita moderna ha sido constitutivamente idealista, y no es fácil interpretarla en términos favorables al realismo2. Su noción de la verdad no es, en efecto, la de un ajuste o correspondencia con el mundo tal como éste es (con el mundo físico o primera
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naturaleza) porque a la moral deuterofisita no le interesa la verdad sin más, sino lo que tiene que ser verdad; su asunto no son los hechos que se dan, sino los que deberían darse o sería bueno que se diesen, de manera que los ajustes y correspondencias de que se ocupa la moral apuntan bien a los hechos que se darían en un mundo moralizado. Esta variante de la doctrina de la verdad como correspondencia no es una herejía ni una rareza; es simplemente una de las dos mitades de la versión moderna de dicha doctrina. La versión habitual de la verdad como una correspondencia con lo que realmente se da es retrospectiva: se piensa que los juicios vienen después de los hechos, que éstos quedan atrás, disponibles para poder ser consultados, y que, para ver si un juicio es verdadero, hay que volverse de espaldas y cotejar los hechos con el juicio que se tiene delante. Pero en la otra mitad de los casos la correspondencia es prospectiva y lo que hace es cotejar el juicio con su realización futura en el mundo. Algo será moralmente verdadero cuando sea digno de ocurrir en un mundo moralizado; de ser moralmente falso, el mundo moralizado rechazará ese juicio y no consentirá que se produzca el hecho correspondiente. El juicio no se compara con lo que tiene detrás, sino con lo que le espera delante, de modo que para rechazar algo se dirá que eso en un mundo moral no podría ocurrir nunca, esto es, que si ocurre es porque este mundo está mal hecho, pero en un mundo bien hecho eso no podría ser verdad. Quien crea que esta concepción no es muy sólida ni muy científica hará bien en abandonar igualmente la doctrina retrospectiva de la verdad como correspondencia porque en realidad no tiene mucha importancia el que los hechos se coloquen detrás o se coloquen delante. En ambos casos se cree que los hechos configuran un mundo (el mundo es el conjunto de todos los hechos), que puede determinarse el ajuste o desajuste entre los juicios y los hechos y que, para que haya verdad, el ajuste tiene que darse realmente. Sin duda, el sentido del adverbio “realmente” es distinto en la doctrina prospectiva, pero puede que no tan distinto como a primera vista parece. “Realmente” es un aviso para exigir que lo que dice el juicio ocurra de verdad y no se quede en una ilusión, una fantasía, un mero dato sensorial o un delirio. Pero hay que advertir que esto vale también –y vale literalmente– para la moral deuterofisita, la cual impone desde luego la exigencia de que lo moralmente mandado no se quede en buenos deseos, en esperanzas piadosas o en cumplimientos a medias. Las obligaciones morales tienen que cumplirse de verdad, tienen que obedecerse realmente, y es preciso avisar sobre esto cuantas veces haga falta, sin temor a la redundancia, porque hay muchas veces en que parece que las obligaciones se han cumplido y en realidad están sin cumplir. En esa compulsión repetitiva y en ese temor a que creamos estar en un mundo moral sin estar
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realmente en él, en esa sospecha sobre el bajo nivel de nuestras exigencias, radica la relación entre la moral y la verdad. Cabe replicar que lo anterior no es lo que habitualmente se entiende por realismo moral, y la réplica es del todo oportuna. El realismo moral, tal como esta expresión se emplea en la filosofía contemporánea y en particular en la académica angloparlante, es un conjunto de doctrinas según las cuales la validez o corrección de los juicios de valor y de las normas morales ha de estar respaldada por el mundo, entendiéndose aquí por mundo no el moral que debe ser sino el que efectivamente hay, es decir el mundo físico de la primera naturaleza. Para los realistas morales la validez normativa no se inventa, sino que se descubre. Aunque ese descubrimiento sea distinto, desde luego, de los científicos y geográficos, es análogo a ellos en que el descubrir la validez normativa de algo equivale a reconocer que el mundo exterior nos fuerza a admitirlo y prestarle acatamiento, de manera semejante a lo que ocurre cuando nuestras facultades perceptivas nos obligan a admitir algo como un hecho. Muy bien puede uno negarse a acatar lo que el mundo nos obliga a acatar moral y cognoscitivamente, pero los realistas creen que esto no es más que un acto de autoengaño, tan censurable si afecta a un ámbito como si afecta al otro: negarse a aceptar que la violación es mala sería como negarse a admitir que la nieve es blanca. El realismo moral constituye una expresión de la tendencia, poderosa a veces en la cultura moderna, a unificar la imagen del mundo y someter todo lo que se tiene por válido, sean las leyes de Mendel o la regla de la mayoría, a una única jurisdicción. Pero la cruz más pesada con que ha de cargar el realista moral es que su realismo resulta muy poco acorde con el sentido común prevaleciente. En efecto, la idea de que la verdad de las leyes científicas es análoga a la de la ley moral constituye una idea contraintuitiva y forzada, propia de filósofos académicos con aficiones científicas (o con prejuicios cientificistas) pero sin mucho trato con las otras parcelas de la cultura contemporánea y con el sentir de la gente corriente. Tal cosa quizá no sea un vicio, pero sí ha de parecérselo a quien defienda el realismo precisamente por sus buenas relaciones con el sentido común. De hecho, uno de los acuerdos tácitos de la cultura moderna es que la imagen científica del mundo, aun siendo en cierto modo emblemática –es decir, la principal enseña o estandarte de los tiempos modernos–, no tiene una validez irrestricta en todos los asuntos de la vida humana, y ha de coexistir con la esfera moral, con la estética, con la política o con la erótica3. La ciencia moderna, al igual que la moral, fue el resultado de una división de esferas de validez y no es fácil que siga habiendo moral si no está en una esfera propia. Esto no es asunto de juicios de valor, sino de hechos históricos muy tercos, difíciles de volver del revés.
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El realismo moral, fundado en una analogía entre la verdad del conocimiento y la validez normativa, puede tener la tentación de ir más allá de la analogía y querer convertir la validez moral en una forma de la verdad como correspondencia con el mundo, y también la de reducir la analogía a la mera proclamación de que la validez moral es objetiva y no se reduce a lo que se quiere hacer de ella en cada circunstancia, que se impone por sí, muchas veces contra los deseos de las personas, y que uno se encuentra a menudo con sus mandatos como se enfrenta a hechos con los que no contaba y que tiene que admitir. Cuando el realismo moral cae en esta segunda tentación se torna una doctrina plausible y sensata a la que, sin embargo, no se ve con claridad por qué llamarla realismo ni en qué sentido afirma que las relaciones de la moral con el mundo físico son especialmente estrechas. Cuando, por el contrario, cae en la primera tentación, el realismo moral se convierte en una amenaza que, por lo menos a primera vista, no es para tomar a broma. El programa realista consistiría en hallar una serie de normas o de juicios de valor debidamente asentados en hechos y, por tanto, de validez garantizada. En caso de que este realismo prospere, la discusión moral habrá terminado o se reducirá al adecuado descubrimiento de hechos; después ya no habrá más disputas morales y si las hay serán ridículas o despreciables, como lo sería el discutir si la nieve es blanca o si los huracanes son realmente peligrosos o meras discusiones de detalle. Por regla general, el realista moral es alguien tan convencido de ciertas ideas o intuiciones sobre lo que está bien y mal o sobre lo que debe hacerse y evitarse que desea fervientemente elevarlas a la categoría de la verdad objetiva, de una verdad lo más parecida posible a la que reina en lo que llama “la ciencia”. Afortunadamente esta versión cruda y malencarada del realismo moral se queda en un mero programa y sus amenazas no se cumplen, aunque no por ello dejan de proferirse. Pero la verdad propia de la moral deuterofisita es la correspondencia con un mundo bien hecho que no coincide, naturalmente, con el mundo físico. Quien quiera librarse para siempre de la doctrina de la verdad como correspondencia hará bien en abjurar de la moral deuterofisita y su mundo ideal destinado a realizarse. Es posible, no obstante, que algunos deuterofisitas melancólicos desconfíen de la posibilidad de realizar verdaderamente la moral y crean que el mundo bien hecho está destinado a no salir nunca del orden de la interioridad. Para esta clase de modernos desengañados, el mundo moral puede prestar excelentes servicios cada vez que se quiera criticar o execrar algún trozo del mundo realmente existente; más aún: si no existiera el mundo moral en el orden de la interioridad, entonces no cabría someter nada a juicio y habría que limitarse a dar por buena la realidad tal como es, en todos sus detalles y manifestaciones. Estos
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deuterofisitas no son irrealistas; se limitan a creer que es muy difícil o quiza imposible realizar la moral de verdad, y se ocupan sobre todo de señalar el error y de criticarlo con la mayor constancia posible. Desde luego sus críticas tienen que llevarse a cabo desde el mundo bien hecho, por contraste con él y en nombre suyo, por lo menos si quieren ser críticas realmente morales, morales de verdad, y no simples opiniones o expresiones de mera preferencia. No hay que confundir, sin embargo, a estos deuterofisitas melancólicos con los verdaderos idealistas morales. Tanto en la moral como en el conocimiento la cuestión del realismo surge a propósito de la atención compulsiva que se dispensa a locuciones como “de verdad” y adverbios como “realmente”. El deuterofisita desengañado sostiene que la moral debe realizarse en el mundo –o la teoría en la práctica, como se dice a veces–, pero tiende a creer que tal cosa no ocurre de verdad casi nunca; es, podría decirse, un realista insatisfecho o pesimista, como lo sería un realista cognoscitivo que desconfiase de las capacidades humanas para conocer el mundo como realmente es. Contra lo que pudiera parecer, ninguno de estos dos realistas frustrados tiene nada de escéptico, salvo quizá algunos gestos melancólicos. El uno está persuadido de que el mundo es como es, independientemente de que lo conozcamos o no, y el otro cree con firmeza que el mundo debe ser de cierto modo, independientemente de que se satisfagan o no sus pretensiones. Sólo se distinguen de los realistas habituales en el pesimismo, y comparten desde luego la creencia en un mundo bien hecho al que debe ajustarse el orden de la interioridad. Pero pensemos ahora en un personaje distinto: en un idealista cognoscitivo a quien le basta con que su interioridad haya elaborado adecuadamente cierta creencia conforme a las leyes propias del orden interior del yo para que dicha creencia se tome sin más como verdadera. Este idealista se opone a quien cree que no basta con esa elaboración adecuada de puertas adentro y que el mundo exterior tiene que respaldar la creencia correspondiente4. En puridad, la concepción realista de la verdad está montada precisamente en contra del primero de estos personajes. El filósofo norteamericano Donald Davidson definió muy bien el espíritu de lo que él llamaba y suele llamarse antirrealismo: el antirrealismo, dice Davidson, “es una manifestación del impulso, irreprimible en la filosofía occidental, de asegurarse de que todo lo que es real puede ser conocido: el antirrealismo trata de lograr esto negándole la existencia a todo aquello que, según él, está más allá de donde llega el conocimiento humano”5. Se podría ahora tratar de imaginar a qué tipo humano corresponde el antirrealismo en la moral. Si el antirrealismo cognoscitivo sostiene que todo lo real puede conocerse y que nada que no pueda ser conocido es real, no resulta difícil pensar en alguien propenso a sostener que 261
todo lo bueno puede ser apreciado y que nada que no pueda apreciarse o estimarse es bueno. Otra versión de este antirrealismo moral sería la de quien dijera que todo lo normativamente exigible puede ser reconocido y obedecido y que, si algo no puede obedecerse, entonces no es normativamente exigible. Lo cierto es que estas dos últimas tesis están muy cerca del principio “si debo, entonces puedo”, un principio sin el cual la moral deuterofisita nunca habría llegado a erigirse. Puede que el antirrealismo moral sea esto, pero de ser así quizá muchos piensen que resulta inevitable ser antirrealista. Lo que aquí se suscita es el problema de si puede haber bienes o deberes de los que nunca lleguemos a enterarnos, bienes o deberes que sobrepasen las capacidades humanas de reconocer algo como un deber o un bien y de actuar consecuentemente con ello. Esto último necesita, desde luego, de cierta aclaración, puesto que muy bien pudiera ocurrir que entrara dentro de nuestras capacidades el reconocer o acatar algo como un bien o un deber y, sin embargo, excediese a dichas capacidades el actuar en consecuencia. La respuesta del antirrealista sería quizá que si en verdad se da ese desajuste y no se trata meramente de un caso de incontinencia, entonces el deber o bien en cuestión no se reconoce en puridad, sino tan sólo de manera ficticia o hipotética: lo que sería bueno o sería un deber en caso de que estuviéramos hechos de otra manera. Pero, si se admite este modo de razonar, entonces ya no hay forma de salir del antirrealismo, porque cualquier bien o deber que nos sobrepasara podría ser declarado a continuación un bien o deber meramente aparente. Sin embargo, la cuestión que se ventila aquí es la de un supuesto sobrepasamiento de nuestras capacidades estimativas por bienes que no se estimarían como tales. Lo que hace el antirrealista es precisamente negar que dicho sobrepasamiento pueda darse, pero importa señalar que esta tesis antirrealista no es ni mucho menos incompatible con las dos formas de realismo moral que antes se han señalado. No lo es con el realismo moral de la primera naturaleza porque el partidario de esta doctrina creerá por regla general que nuestra mente está perfectamente preparada para el conocimiento de verdades morales objetivas y que los hechos morales no son de condición huidiza ni andan escondidos o inaccesibles, sino que su conocimiento es fácil para la conciencia ordinaria a poca ilustración que tenga, y será tanto más fácil cuanto más se hagan sentir los adelantos del progreso moral. El realista moral no cree que los hechos vayan a darle sorpresas ni vayan a desbaratar sus convicciones; al contrario, piensa que las robustecerán y las harán intocables. Y, por su parte, parece claro que el realismo moral de la segunda naturaleza tampoco tiene grandes objeciones que oponer al antirrealista del que hace un momento hablábamos. Al contrario: quien crea en un mundo moral bien hecho en el que ciertos juicios tienen que ser verdaderos creerá también, por
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regla general, que ese mundo está sacado del orden moral de nuestra interioridad y coincide con él, pues de lo contrario no tendríamos ningún derecho a llamar moral a un mundo así. Todo lo anterior lleva a la conclusión de que lo que importa no es la disputa entre el realismo y el antirrealismo moral (una disputa que a menudo se limita a un ejercicio escolástico sin mucha enjundia filosófica), sino otra distinta. La disputa que verdaderamente interesa es la que enfrenta al antirrealista (o idealista) tal como antes ha sido descrito con su más genuino rival, un oponente al que quizá no quede más remedio que calificar de antiidealista o anti-antirrealista6. Lo que sostiene este oponente es que no podemos estar en absoluto seguros de que los bienes (y también los males) no sobrepasen nuestras capacidades estimativas y lo que seguramente sospecha es que esos sobrepasamientos son más frecuentes de lo que suele creerse. El antiidealista cree que hay más bienes y más males de los que él y sus contemporáneos (e incluso sus congéneres) están dispuestos a admitir y de los que pueden soñar sus filosofías, aunque no sea capaz desde luego de señalar qué bienes y qué males son ésos. O dicho de otro modo: cree que la bondad y la maldad de las cosas no siempre se ciñen a nuestras nociones del bien y del mal, de modo que para apreciar debidamente ciertos bienes o para advertir ciertos males necesitaríamos capacidades que no tenemos y que no somos capaces de imaginar adecuadamente. Esta manera de exponer la tesis del sobrepasamiento parecerá a muchas gentes toda una provocación. En efecto, parece afirmar la existencia –quizá en cierto lugar inaccesible– de unos bienes y males misteriosos que nadie va a conocer ni estimar nunca adecuadamente y que exigirían de nosotros cualidades imposibles o inverosimiles. O por lo menos parece negar la posibilidad de desembarazarse de esa hipótesis. Sin embargo, esta hipótesis es necesaria en determinados momentos de la experiencia estimativa humana y, lo que es más, no cabe prescindir de ella si dicha experiencia ha de ser valiosa y memorable. Los individuos y las comunidades suelen tener su repertorio de bienes y males, así como ideas más o menos claras y normalmente tácitas sobre lo que podría llegar a incorporarse a dicho repertorio. La novedad en la experiencia estimativa consiste en hacer reformas en el repertorio, aunque esta clase de catálogos suelen estar protegidos contra cambios demasiado severos. La experiencia estimativa humana contiene expectativas sobre lo que podría pasarle, y semejantes expectativas son, por regla general, profecías que se cumplen a sí mismas. Pero a veces sobrevienen quiebras de esa experiencia producidas fuera de toda expectativa. Muchos juicios sobre acciones, personas, creencias o acontecimientos –así como los
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compromisos que con tales juicios se adquieren– habrían parecido del todo inverosímiles en momentos anteriores de la vida de quien los profiere, tanto que a veces son casi ironías del destino. No son pocas, ni siempre misteriosas o extravagantes, las mudanzas estimativas que, antes de producidas, habrían merecido en quien las ejecuta el juicio más desfavorable. Supongamos además que se nos pide que imaginemos mudanzas radicales de nuestra estimativa futura, cambios que ahora no seríamos capaces de acometer pero que quizá puedan darse alguna vez y que en caso de producirse se llevarían por delante toda la regularidad de nuestra estimativa. Estos usos de la imaginación no son nada sencillos y resultan poco gratificantes, porque exigen imaginarse a uno mismo apreciando cosas que juzga despreciables o, lo que es peor, despreciando aquello que más admira. Pero todavía cabe pedirle más a la imaginación, aunque ella no pueda responder tampoco aquí a lo que se le demanda. Se le puede solicitar que piense en bienes (o en males) que hoy ni siquiera se está en condiciones de imaginar ni de concebir, bienes y males que sobrepasen las capacidades presentes de aprecio y censura estimativa, o tan sutiles y difíciles de advertir que no lleguen a ser percibidos por las capacidades de que se dispone. Por definición no cabe concebir bienes y males así antes de experimentarlos, si bien no resulta inconcebible llegarlos a experimentar y tener que variar entonces la idea que se tiene de lo concebible; si esto no se diera alguna vez, la experiencia estimativa sería una rutina muy mostrenca. No cabe decir, desde luego, qué bienes o qué males están fuera de nuestra capacidad de reconocimiento, pero sí que puede darse alguna vez la irrupción de bienes o males así; negar la verosimilitud o la posibilidad de que ocurra tal cosa equivale a presumir de tener la estimativa propia sometida a un control que quizá no pueda llegar a estar nunca en las manos de nadie. Pero una vez que se admita lo anterior es difícil negarse a nuevas y poco cómodas concesiones. Admitamos, en efecto, que a veces pueden darse alteraciones radicales en la escala de los bienes y los males, mudanzas que no sólo hacen variar la lista de lo que uno tiene por malo y por bueno, sino también el sentido que ha de dársele al bien y al mal. Y convengamos también en que el experimentar dichas alteraciones suele pertenecer, aunque de manera excepcional y anómala, a la experiencia estimativa humana. Postulemos incluso que mucha gente está en condiciones de contar tres o cuatro irrupciones semejantes de la novedad estimativa acaecidas en su vida. Si se admite todo esto, resultará muy arbitrario y caprichoso dictaminar acto seguido que cada persona experimenta precisamente las irrupciones novedosas que le corresponde experimentar –ni una más ni una menos– y que esas irrupciones estaban en la lógica de su estimativa, tanto como lo estaban los momentos de orden y de funcionamiento regular. Eso es tanto como recuperar a última hora el
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antirrealismo y afirmar de pronto que está en nuestras capacidades el poder ser superadas algunas veces, tres quizá o acaso cuatro. Pero no es esto de lo que se estaba hablando. Porque, para tomarse en serio lo que significa una irrupción de bienes o males con los que no cabía contar, no basta con pensar en las irrupciones conocidas; es preciso tener en cuenta que algunas no se han dado y que otras no se darán nunca, aunque esto resulte paradójico porque entonces no habría nada que tener propiamente en cuenta. Con las palabras “algunas” y “otras”, lo único que se quiere decir es que no se sabe nada del aspecto que habrían llegado a tener esas irrupciones, de cómo habrían podido ser. Lo que importa es afirmar que nuestro saber sobre irrupciones es francamente modesto y que son pocas las que conocemos y también las que podemos imaginar. A continuación de “son pocas”, es fácil añadir “en comparación con las que podrían darse”, y quizá no haya que hacer ascos al añadido, siempre que este “podrían” se refiera a un poder que nos sobrepasa y no a una posibilidad presente en nuestro repertorio modal. Hablar de pronto de un poder que nos sobrepasa puede parecer extravagante o muy poco ilustrado (y hasta místico), pero estas acusaciones son hijas, en realidad, de la confianza en que no hay nada importante que no tenga a nuestras capacidades por medida. Pertenece, sin embargo, a la experiencia más vieja del bien y del mal que uno no decide sobre lo que es malo y lo que es bueno, o por lo menos que no decide siempre. Hay muchos más males y bienes que los experimentados, y tal cosa es imprescindible para que haya males y bienes que realmente se experimenten. Pero si ha de haber irrupciones así, es preciso afirmar que no todas ellas pueden anticiparse ni de todas ellas cabe afirmar nada muy preciso antes de que se produzcan. El pensar en bienes y males que no lleguen a conocerse es en realidad una extensión de la idea según la cual ciertos bienes y males son inestimables. Si alguien afirma que a los individuos, a las colectividades y a la humanidad les quedarán siempre bienes y males por experimentar y bienes y males sin estimar adecuadamente, la afirmación resultará extraña, aunque quien la niegue tiene que comprometerse del todo con la tesis de que la experiencia del bien y del mal puede agotarse alguna vez, una tesis inverosímil y desmesurada. Seguramente la muerte individual consiste entre otras cosas en una especie de agotamiento de la experiencia del bien y del mal –todos gozaremos de un bien y padeceremos un mal que serán respectivamente los últimos de su clase– y, por su parte, el pensar en la extinción de la humanidad lleva a imaginar al mismo tiempo una suerte de cancelación de toda experiencia, estimativa y de cualquier otro tipo. Sin embargo, tanto la muerte individual como la de la especie son episodios de amputación, truncamiento o cercenamiento, y no
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de cumplimiento ni de plenitud. Son amputaciones (y aun cuando estén anunciadas siguen siéndolo) porque producen en la experiencia un corte súbito por medio del cual el individuo o la humanidad quedan arrancados de lo que va a venir después. Al muerto o a la humanidad extinta ya no le queda nada por experimentar, ciertamente, e incluso puede decirse que lo ha experimentado todo, pero afirmar tal cosa es el resultado de ver la muerte o la extinción como algo ya ocurrido que clausura la experiencia pasada y la convierte en una totalidad, y quizá en una totalidad ordenada. Ahora bien: el pensar la muerte individual o colectiva como una amputación lleva a colocarse en el momento mismo de la extinción y a concebir ésta como separación con respecto a lo que está sin experimentar o por experimentar. Decir que a alguien o a la humanidad no le quedaba nada por experimentar en el momento de la muerte equivale casi a dar ésta por buena o a decir que ha llegado a la hora apropiada. Implica que lo sabemos todo sobre aquello que podría haber venido después, lo cual no habría sido más que repetición de lo conocido. No parece, sin embargo, que todas las muertes individuales se ajusten a un esquema tan halagüeño, ni que la extinción de la especie pueda pensarse en términos tan tranquilizadores. La muerte es amputación y no cumplimiento, y lo que hacen las amputaciones es cortar la irrupción de toda novedad. Las amputaciones no truncan propiamente lo que vino antes que ellas, sino lo que ya no va a venir después. El agonizante ve el relámpago, pero ya no oirá el trueno ni verá el amanecer del día siguiente, porque todo eso es lo que se le ha sustraído: true-nos, amaneceres e irrupciones de todas clases, que el muerto ya no podrá contar. La interrupción sustrae experiencias, se las lleva consigo y las deja sin experimentar. Las experiencias que faltan son las que quedan. Es del todo habitual en castellano, y no sólo en tono coloquial, usar de manera intercambiable los verbos “faltar” y “quedar”; puede decirse que faltan veinte minutos para el final de la clase y también que quedan veinte minutos, y se dice lo mismo en los dos casos. Lo que queda es lo que falta por consumir o por usar o experimentar. Lo que queda de whisky en el vaso es lo que me falta por beber, y una vez terminado el vaso ya no faltará ni quedará nada. Pero no es fácil representar la experiencia estimativa humana como si fuera una hora de clase o un vaso de whisky, porque a esa experiencia siempre le quedará algo, y eso que le quede no siempre podrá describirse como una forma de lo ya experimentado. El creer que hay sin experimentar o por experimentar implica creer también que no se tiene una idea suficientemente clara de ellos. La ausencia de dicha idea no debe conducir, sin embargo, a dejar de contar con episodios así. Cuando a un objeto no le corresponde ni puede corresponderle ninguna idea clara, puede dejar de prestársele toda atención, pero
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eso es el producto de un dogma cartesiano; en realidad, hay objetos inherentemente confusos y de los que sólo caben nociones negativas que no dejan de solicitar una atención destacada, incluso obsesiva, aunque semejante atención no pueda encontrar nunca algo en lo que quedar satisfecha. De los males y bienes no experimentados y que sobrepasan nuestras capacidades no cabe, desde luego, formar una idea mínimamente clara, pero esta imposibilidad se debe a la condición excedente o supernumeraria de dichos males o bienes; lo más que puede decirse es que, en caso de irrumpir, no podremos sustraernos a ellos y que algunos de ellos probable-mente obligarán a revisar el orden habitual de nuestros bienes y males o a romperlo. La moral deuterofisita y las doctrinas clásicas de la felicidad son maneras de concebir el bien como un ajuste y el bien supremo como un ajuste perfecto. El modelo de la primera y de las segundas es el de la verdad como adecuación, un modelo que, de igual forma que puede aplicarse al ajuste cognoscitivo del yo con el mundo, vale también para la coincidencia moral del mundo con el yo. Realistas y antirrealistas han proporcionado distintas versiones del conocimiento y la moral como coincidencia, pero lo primero que se piensa cuando se le pierde el respeto a la moral deuterofisita y a la idea misma de un mundo bien hecho es que la estimativa humana está gobernada por la regla del desajuste y no por la de la adecuación. Ya se ha vis-to que los males y los bienes relevantes constituyen fracasos del ajuste a los esquemas estimativos comunes, y de la verdad puede decirse algo muy semejante. La verdad, o por lo menos las verdades que no son triviales y que poseen relevancia, son antes que cualquier otra cosa faltas de coincidencia entre lo que uno creía y aquello que tiene que pasar a creer, o entre lo que uno tiene que creer y lo que le gustaría, o entre lo que cree de manera caprichosa y precipitada y lo que ha de creer de manera sensata, o entre lo que cree por rutina y lo que comprende con lucidez, o entre lo que cree quien está equivocado y lo que cree quien no lo está. No cabe ninguna duda de que existe también la verdad sin quiebras, sin negaciones, sin alternativas y sin amenazas, la aceptada siempre, por todos y en todas partes; no hay duda de que la verdad también es eso, pero tam-poco la hay de que esas verdades no tienen demasiado interés desde el punto de vista de la verdad. Puede que para la vida resulten muy útiles y hasta sagradas, pero sólo se las llamará verdades cuando se tema que no lo sean, cuando haya alguien empeñado en que no lo son o cuando se recuerde el momento en que todavía no se aceptaban. La verdad es lo que surge después de estar engañado o de haber fracasado en su logro. No es, por tanto, el nombre de nuestras certidumbres más seguras, sino el de lo que ha de venir cuando algunas de ellas –quizá sacrosantas e irrenunciables ahora– tengan que abandonarse sin
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piedad. Para algunas gentes, el descubrir la verdad de cierta cosa y abandonar el error correspondiente no sólo es motivo de gozo, sino también señal de progreso. Se supone que si alguien descubre una nueva verdad ya está más cerca que antes de la verdad general de las cosas, porque tiene las verdades que tenía más una nueva. Pero esta creencia es fruto de una superstición muy pueril, porque no hay nada en la naturaleza de la verdad que la convierta en una potencia inmunizadora. Nadie adquiriría ciertas verdades sin cometer al mismo tiempo errores imperdonables y sonrojantes. No se sabe de ninguna verdad a la que sólo pueda llegarse sin cometer ningún error y que sólo pueda producir consecuencias verdaderas, pero ésta es, de hecho, la extraña creencia que suele tenerse sobre la verdad. A cualquiera de nuestras verdades más queridas está pegado un enorme enjambre de errores, y no de errores que sólo se revelarán como tales en un día lejano, sino de errores crasos y crudos, tan poco presentables que si se mostrasen nos desacreditarían por completo. Para confiar del todo en las verdades que tenemos es mejor no preguntar por los errores que las rodean. La verdad de algo no es un trozo de ningún mundo bien hecho; es sólo el fracaso de otras maneras de pronunciarse sobre trozos del mundo, y nada hay en la verdad que le asegure el éxito de por vida. Un dogma muy acreditado sobre la verdad manda creer que si algo es verdadero lo es por formar parte del sistema de todas las verdades y por tener su sitio en él. Probablemente sea necesario aprobar un dogma así para desempeñarse con provecho en la vida, pero se trata de un error manifiesto, un error de la misma familia que aquél según el cual algo es bueno cuando forma parte de un mundo bien hecho, habido o por haber, y malo cuando es un defecto de dicho mundo.
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Capítulo 24 El mundo mal hecho
Según he tratado de argumentar, en el trasfondo de la moral moderna y de las doctrinas que la precedieron hay cierta idea del mundo sin la cual habrían resultado imposibles las nociones del bien y del mal que el pensamiento occidental ha ido formando y destruyendo. El mundo es un supuesto de todos los objetos, pero a veces pasa a tomarse como un objeto más. En distintas maneras el juicio estimativo versa sobre bienes y males (o sobre lo bueno y lo malo en sus múltiples variedades, así sustantivas como adjetivas y adverbiales), pero hay ocasiones en las que entre la materia de semejante modo del juzgar puede hallarse también el mundo mismo, esa elusiva materia de esperanzas y temores tan familiar como desmesurada. El mundo no es sólo una creencia en la que se está; a veces se convierte en una idea que se tiene. Que el mundo sea bueno o malo, un bien o un mal (quizá el bien o el mal), o que esté bien o mal hecho, son afirmaciones que se profieren a menudo, pero resultan un tanto extrañas si se las compara con el resto de los usos que se hace de los conceptos estimativos. El mundo es un objeto de juicio, pero quizá sea un objeto anómalo. Es el conjunto de todas las cosas (o acaso de todos los hechos), pero su bondad no es la de todas las cosas. Nada puede ser una cosa y estar fuera del mundo, pero sí puede haber cosas malas en un mundo bueno, y también al revés. El mundo no es exhaustivamente bueno ni exhaustivamente malo. Quien sostiene que el mundo está bien hecho (o quien experimenta esa sensación o impresión) puede reconocer males en él, y no sólo puede, sino que tiene inevitablemente que hacerlo, y también encontrará bienes quien crea que el mundo está mal. Nada más decir que el mundo está bien hecho, uno encuentra motivos para pensar seriamente lo contrario, y nada más afirmar que está mal, uno se da cuenta de que quizá tenga que desdecirse de ello más tarde o más temprano, o por lo menos hacer como si nunca lo hubiera dicho o pensado en serio. La mayor parte de los juicios estimativos tienden a perpetuarse y ayudan a buscar razones para su fortalecimiento, pero esto no parece ocurrirles a los que tienen el mundo por objeto. El mundo es un concepto estimativamente anómalo porque, nada más ser objeto de juicio, dicho juicio parece disolverse, como si nadie pudiese proclamarlo sin arrepentirse a continuación. La respuesta a la pregunta por si el mundo es bueno no está determinada del todo 269
por las demás estimaciones que puedan hacerse sobre trozos del mundo. Cuando se suscita esta cuestión nadie espera en realidad convencer de nada a quien no lo estuviera de antemano. Es como preguntar si la botella está medio llena o medio vacía. El partidario de la bondad del mundo admitirá desde luego la existencia del mal, y la explicará, por cierto, en términos parecidos a aquéllos con los que la teodicea justifica a Dios por los males del mundo. Su mundo es un mundo bueno con vetas de mal; a veces las vetas son extensas y profundas, pero ése es el precio que hay que pagar por la preponderancia de la bondad. Por su parte, el defensor de que el mundo está mal hecho razonará justamente al revés: el mundo en general es un disparate, aunque no falten islas u oasis de bien; la bondad existe, aunque como excepción o anomalía. ¿Se puede elegir entonces –cabe preguntarse–, entre ver el mundo como algo bueno con partes malas y como algo malo con partes buenas? Desde luego, ni el meliorista ni el peyorista son normalmente gente dada a medir bienes y males, y la pregunta no puede contestarse diciendo “calculemus!”. En cierto modo se parece a la que suscitan los dibujos que pueden representar según como se los mire a una vieja cascarrabias y una joven seductora o a dos rostros y una vasija. Por supuesto que podemos mirar el mundo de las dos maneras, pero lo que importa es que, distintamente a los dibujos de los pasatiempos, hay contextos en que una de las maneras de mirar es obligatoria y la otra tiene que sacrificarse. La elección entre las dos visiones del mundo que se han mencionado no puede dejar a nadie indiferente. Pero sobre todo hay una enorme diferencia entre lo que le ocurre a uno después de haberse tomado en serio una concepción y después de experimentar la otra. La experiencia de haber pensado o sentido que el mundo está bien hecho forma parte seguramente del repertorio de experiencias aconsejables para los individuos humanos maduros, tanto que quien no la ha tenido nunca quizá sea una persona malograda o frustrada. Lo notable aquí es que esa experiencia tiende por sí misma a perpetuarse o por lo menos a prolongarse mucho; cuando se interrumpe es porque aparece algo que se empeña en interrumpirla y en mostrar que a la larga el mundo no está tan bien hecho como la experiencia quería. En cierto modo, la experiencia de satisfacción con el mundo queda “refutada” por experiencias posteriores que le dicen a uno: “en realidad no tenía usted tantas razones para experimentar lo que estaba experimentando”, algo muy semejante a decir “se equivocaba usted del todo cuando creía que el mundo estaba bien hecho”. El convencimiento de que el mundo está mal hecho resultaría imposible sin la previa experiencia de que está bien, o, por lo menos, sin la previa expectativa de semejante experiencia. Siento que el mundo está mal hecho
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cuando no encuentro razones para ver que es bueno y, sobre todo, cuando juzgo que he estado equivocado cada vez que creía que estaba bien y descubro que yerra quien cree que está bien. La idea de que el mundo está mal hecho puede surgir, entonces, como una suerte de “crítica” a la idea de que es bueno, es decir, como una crisis o rompimiento de dicha idea. Es característico de la experiencia de la bienhechura del mundo el que, si se la intenta alargar, perderá en seguida su valor. Puedo, a pesar de todo, seguir creyendo que el mundo está bien hecho, pero tenderé a verlo como algo que me cuesta muchísimo trabajo mantener contra viento y marea, y quizá termine viendo mi creencia como un fruto del autoengaño. Si se intenta retrasar el final de experiencias así, perderán todo valor, porque su valor está precisamente en su brevedad. Pero hay otro elemento de interés en este asunto. Un rasgo que distingue al rigorista moral es la proclividad a considerarse culpable, en determinadas circunstancias, por haber experimentado el sentimiento de que el mundo está bien hecho. En todas las épocas hay individuos y corporaciones especializadas en provocar el sentimiento de culpa de las personas y a veces esas gentes son poderosísimas; no en vano, en ciertos ambientes es sólito afear a cualquiera –con preferencia a alguien no demasiado feliz– el disfrute de bienes de los que otros han carecido o carecen. Como el mundo es siempre de condición miserable, nunca faltará ocasión de exigirle a cualquiera que pida toda clase de disculpas por no pertenecer a los más desgraciados de los hombres. En los ambientes en que estos usos tienen preponderancia, es frecuente que las gentes desarrollen técnicas hipócritas y fariseas de simulación del sentimiento de culpa; los golpes de pecho y otras penitencias de esta clase de personas llaman la atención por su histrionismo, pero semejantes hábitos se consolidan muy a menudo y a fuerza de perdurar se vuelven veraces. Si me paso demasiado tiempo fingiendo sentimiento de culpa por tener calefacción en casa, acabaré sufriéndolo de veras. La generación masiva de sentimiento de culpa entre las personas es propia de una de las peores especies de individuos que ha producido el género humano. Estos amantes compulsivos de la culpa y la penitencia, abundantes en ciertas ideologías políticas y corrientes religiosas, estarían dispuestos a dar cualquier cosa para evitar que la miseria desapareciese del mundo. Viven de ella y sacan de ella su propia virtud y la potestad de conferírsela a otros y, sobre todo, de denegársela1. El amante de la culpa adora la existencia de males que poder echar en cara del prójimo y lo peor es que a esta ominosa clase de personas nunca le faltarán argumentos para mostrar que han sorprendido a cualquiera en la más espantable de las faltas. Desde antiguo es sabido que la naturaleza y la razón humanas son sensibles, y hasta hipersensibles, a las imputaciones
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más variadas de responsabilidad. Pero veamos ahora el caso de la petición de responsabilidades por haber experimentado un sentimiento de aprobación del mundo. Si damos por de contado, como creo debe hacerse, que los sentimientos de satisfacción con el mundo son efímeros, lo más esperable en un momento aleatorio de la vida de una persona es encontrarla con la vaga y tácita disposición a afirmar que no es verdad que el mundo sea bueno. Supongamos además que, por algún motivo, uno ejercita la disposición en cuestión y explicita la impresión correspondiente. En un momento así no será difícil que llegue alguien a recordarte, con intención probablemente farisea, que no siempre has pensado ni dicho lo que ahora piensas y dices, y que en cierta ocasión llegaste a expresar tu impresión de que el mundo sí estaba bien hecho. Imaginemos que la acusación es justa. Cabe la posibilidad, y con ella cuenta el repartidor de culpas, de que uno se avergüence francamente de su proceder pasado. Y puede contarse con ella porque, en efecto, no es necesario que alguien vaya buscando la exaltación en otros de dicho sentimiento para que éste se desencadene; en algunas ocasiones puedo sentir vergüenza por haber visto el mundo con ojos demasiado favorables y también puedo llegar a sentirla por no haberla sentido en su momento ni tampoco después. Este sentimiento de vergüenza se desencadena típicamente en tesituras en las que uno no puede hacer suyas razones que tuvo en un momento dado; se trata sin duda de una vergüenza un tanto enrevesada si se la compara con la que siento por haber roto un jarrón sin querer2. Quizá forme también parte de la decencia de las personas y de la dignidad de su experiencia el avergonzarse por haber experimentado satisfacción con el mundo. Esto no significa, sin embargo, que dicho sentimiento deba fomentarse, porque en realidad carece de razones. En ocasiones así la vergüenza se desencadena porque la circunstancia es hasta cierto punto semejante a la de muchos casos en que uno se ruboriza de manera justificada: casos en los que a uno se le atribuyen –y se le atribuyen con verdad– acciones o pasiones con cuyo agente o paciente no quisiera identificarse. Pertenece a la buena elaboración de la vergüenza el aprender a domeñar la que se siente en semejantes casos aun sin extirparla del todo, pues alguien que careciera por entero de estas debilidades estaría expuesto quizá a taras estimativas que no le gustaría padecer. Es tarea imposible pronunciarse de manera fundada en pro de una de las dos visiones: o un buen mundo con su parte mala o uno malo con su parte buena. Alguien podría alegar que son visiones equivalentes y que la elección es cosa de preferencia subjetiva, como quien cuenta los cajones de un aparador empezando por arriba o por abajo. Pero éste no es el mismo caso, como ya se ha visto. La orientación que puede
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dársele a quien vaya buscando una buena elección entre la botella medio llena y medio vacía es que no desperdicie las ocasiones de ver el mundo como algo bien hecho; esas ocasiones se dan de cuando de cuando, aunque son muy breves y terminan en el momento menos pensado. En los sueños agradables sucede a veces que uno se da cuenta de que aquello es un sueño y de que está próximo el momento de despertarse; quien sueña –y en ese momento ya no puede decirse del todo que esté soñando– hará todos los esfuerzos posibles para retrasar el despertar, pero ninguno de ellos le servirá de nada. Algo muy semejante sucede con el sentimiento o juicio de que el mundo está bien hecho; uno quisiera seguir teniéndolo durante todo el tiempo, pero el sentimiento o juicio se empeña en desvanecerse. Con semejantes momentos lo único que puede hacerse es no desconfiar de que vuelvan (aunque no procurarlos a propio intento, porque la empresa fracasaría) y recordar los que uno disfrutó (aunque ese recuerdo será seguramente agridulce). Conviene distinguir entre el sentimiento o juicio de que el mundo está mal hecho y el correspondiente a la idea de que no es verdad que esté bien. El primero de ellos tiene unas propiedades semejantes al de que el mundo es bueno, aunque sólo sea su condición efímera y transitoria. El sentimiento de que el mundo está, en un sentido radical, mal hecho tiende a disiparse porque su mantenimiento sería incompatible con la actuación humana ordinaria; su consolidación es poco verosímil porque nadie sabría vivir así mucho tiempo. Como en el caso del sentimiento anterior, resulta muy recomendable que los individuos humanos hayan tenido alguna vez este sentimiento o juicio. Quien nunca lo haya experimentado será un individuo disminuido y carecerá seguramente de toda lucidez; el sentimiento de que el mundo está mal hecho forma parte también, al igual que su opuesto, de las experiencias humanas indispensables. El principal dato de experiencia en relación con todo lo anterior era que la consideración del mundo como algo que está bien hecho se hallaba condenada a la provisionalidad más perentoria. En caso de que uno tuviera esa experiencia, debería prepararse para dejar de tenerla. O, dicho de otro modo, la representación del mundo como algo que está bien hecho es una representación que en cierto modo tiene que cancelarse a sí misma porque lleva puesta una etiqueta con fecha de caducidad. Consiste en representar algo diciendo al mismo tiempo que la representación no es buena, en un mecanismo parecido al de la ironía (y quizá también al de la tolerancia)3, que es sólo provisional y desde luego defectuosa. La lección que se extrae de lo anterior es que, cualquiera que sea la representación del mundo que uno haga, esa representación tiene que quedar truncada, y esto ocurrirá si uno se representa el mundo como algo ordenado, razonable y bueno igual que si se lo representa como el
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lugar de todas las tinieblas. Resulta entonces que una representación completa y cabal del mundo sólo puede hacerse de manera estimativa, dando el mundo por bueno o dándolo por malo mientras se lo representa, pero semejantes construcciones estimativas tienen que quedar a la fuerza inacabadas porque se interrumpen a sí mismas, y en esto el mundo bien hecho se parece muchísimo al mal hecho. Cosa distinta es, sin embargo, pensar que no es verdad que el mundo esté bien. Este juicio ya no es efímero y perecedero como lo son los dos anteriores, sino que, adecuadamente asentado, puede durar una vida entera. Un juicio así es en cierto modo el punto de equilibrio en que termina el vaivén entre los sentimientos de aprobación y desaprobación del mundo. Cuando se apaga el sentimiento de que el mundo está bien hecho, lo que sobreviene no es normalmente el contrario, sino esta percepción desengañada y melancólica. A quien no ha experimentado nunca la bondad del mundo le faltan seguramente recursos para juzgar el mundo como algo que no es verdad que esté bien hecho, y también a quien no ha experimentado nunca su maldad. Porque, si bien se mira, ésta es también la resolución o conclusión de la experiencia de un mundo malo, y lo es por el propio carácter provisional y precario de dicha experiencia. La sensación de que el mundo está mal hecho ha de ser por fuerza breve porque tomada en serio –y no hay manera de no tomar en serio ciertas cosas; tenerlas es tomarlas en serio– resulta insoportable, pero no equivale ni mucho menos a la de que no es cierto que el mundo esté bien hecho. Una añeja doctrina del significado de los términos morales proclama que dichos términos son en última instancia cierta expresión de sentimientos o estados del ánimo. Esta doctrina apenas hay nadie ya que la defienda, salvo precisamente para usos como éstos de “bueno” y “malo” en relación con el mundo y cosas parecidas. Lo que la doctrina enseña es francamente sencillo: que si digo que el mundo está mal hecho lo que quiero decir en realidad es que estoy triste, melancólico o en horas bajas, mientras que si digo que el mundo está bien hecho semejante cosa es una abreviatura (o una perífrasis larga) de que estoy contento, jocundo, pletórico, inmoderadamente optimista o algo por el estilo. Puede que todo esto sea cierto, pero en caso de que lo sea no hay ningún motivo para aplicárselo en exclusiva a usos de “bueno” como éste y no al de “ésta sí que es una buena manzana” o “Baldomera sí que es una buena persona”. O somos emotivistas o no lo somos, pero es un poco raro serlo sólo en los casos difíciles. Alguien podría replicar que, cuando digo que eso de que el mundo está bien hecho no es verdad, no hablo en puridad del mundo mismo, sino probablemente de mí, o acaso de mi mundo. Sin embargo, ninguna de las dos afirmaciones es cierta al pie de la letra. Quien se expresa
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de esta manera no pretende, desde luego, contar hechos que le hayan ocurrido a él, ni se refiere tampoco a un mundo privativo suyo. Ésta es una nueva forma de resucitar la objeción emotivista, y la manera de hacerle frente es la misma que acaba de esbozarse: en la medida en que sea verdad que al decir cosas así hablo de mí mismo en lugar de hablar del mundo, también hablaré de mí mismo y no de las cosas en los usos más triviales del término “bueno” (usos que el esquema emotivista consideraría meramente fácticos, semejantes a “un buen gorro de dormir” o “una buena estilográfica”). Según esta doctrina, habría que admitir la extravagante idea de que si digo que éste es un buen abrecartas no estoy hablando propiamente de ningún abrecartas sino de mí (aunque desde luego en mi relación con los abrecartas). Pero si el mundo no fuera un objeto de estimación, seguramente ningún otro objeto lo sería, ni siquiera los abrecartas o los gorros de dormir. Cualquier juicio estimativo y seguramente también cualquier deliberación acaba entablando tarde o temprano relaciones muy estrechas (aunque no siempre fáciles y a veces tormentosas) con los juicios que se llevan a cabo sobre la bienhechura o maldad del mundo. Y no porque el mundo funde los juicios estimativos ni funde propiamente nada. Para la tradición ontoteológica occidental y para su revisión ilustrada, el que algo sea bueno, estimable o valioso depende de su adecuada inserción en el orden de las cosas: en el ya existente o en uno por venir. Quítese la idea de un mundo que está bien ordenado o que puede y debe llegar a estarlo y se habrá perdido del todo la gramática que permite hablar de bienes y males. La fábrica del bien es la misma que la del mundo, ya sea éste el mundo encontrado o el que está por encontrar. Es posible seguir creyendo, qué duda cabe, en el mundo de la ontoteología o en el de la ilustración, pero una creencia y la otra están seriamente reñidas con la experiencia del mundo mal hecho tal como antes se ha expuesto, y también –lo que es más importante– con la de que el mundo no está bien hecho. Mantener el bien de la ontoteología o la moral deuterofisita después de la experiencia de la malhechura del mundo es mantener lo uno o lo otro a pesar de dicha experiencia, cancelándola u olvidándola. Pero tomar en serio dicha experiencia obliga a otra metafísica moral, si cabe llamar así a lo que se cree sobre el lugar de los bienes y los males en la fábrica del mundo. La experiencia del mundo mal hecho, que es el episodio capital de toda experiencia estimativa, hunde sus raíces en ciertos males inasimilables, males desmesurados que no pueden integrarse ni siquiera en un sistema coherente de prohibiciones. Afirmar de cierto mal descomunal que debería estar prohibido o que constituye una infracción del buen proceder de las cosas o de las personas sería pecar por defecto y expresarse de manera
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casi frívola. Por supuesto que los males descomunales son una infracción –aunque la norma infringida tenga que instituirse ad hoc y ex post factum–, pero afirmar eso es quedarse irresponsablemente corto, porque tal cosa podría afirmarse de cualquier mal ordinario. Lo característico del mal descomunal es que, cualesquiera que sean los otros males y bienes del mundo presente o venidero, hace imposible pensar consistentemente en un mundo bien hecho, en un mundo que absorba ese mal, lo atempere, lo haga desaparecer o lo redima. Ese mundo bien hecho del que el mal descomunal hubiese desaparecido pasaría a ser un mundo mal hecho por la sencilla razón de que estaría mal concebido: se habría formado sin atender a elementos que exigen atención y malentendiendo cosas esenciales. El mal descomunal no es una privación ni es la “partera del bien”, como la ontoteología y la ilustración habrían podido pretender4. Su esencia es infecciosa y contaminante; no puede dejar como estaba lo que tiene a su alrededor, y ni siquiera lo que tiene lejos, en el espacio o en el tiempo. No es tampoco, por las razones vistas, una infracción. Sin duda ninguna, los males descomunales se olvidan y se trivializan porque de lo contrario apenas podría hacerse otra cosa que pensar en ellos. Si hubiese que hacerse cargo constantemente de su desmesura, resultaría un mundo insoportablemente espantoso, un mundo desaforado y descomunalmente malo. Pero lo que resulta del mal descomunal no es eso, sino tan sólo la negación de que el mundo esté bien hecho. El mal descomunal no está siempre presente, pero sí que puede comparecer de manera vicaria, en forma de memoria más o menos intensa. Ahora bien: basta con una memoria puramente intelectual y libresca del mal descomunal para que la bienhechura del mundo tenga que ser cancelada. El agente de esa cancelación es la memoria del mal descomunal (la memoria de dicho mal, pues su experiencia directa, que necesariamente es efímera, lleva a algo más: lleva de manera directa al mundo mal hecho), pero conviene advertir que semejante mal descomunal no es patrimonio exclusivo de ciertos episodios históricos del siglo XX que fueron los que suscitaron el que este género de cuestiones reclamase oportunidad. En realidad, el mal descomunal es frecuente, existía bastante antes de que se produjese lo que llamamos Auschwitz; la principal novedad de Auschwitz no son los acontecimientos mismos, sino más bien su elaboración: no tanto lo ocurrido cuanto su percepción como algo insoportable, a semejanza –sólo que a la inversa– de lo que ocurrió según Kant con la revolución francesa, en la que lo esencial resultaba ser el entusiasmo suscitado, más que la fuente de semejante entusiasmo. Antes del siglo XX se habían producido muchos horrores a los cuales sería impío declarar más soportables que Auschwitz, pero ninguno se percibió como algo rigurosamente descomunal o que
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quebrase toda la experiencia anterior5. Al contrario: los grandes males de la historia universal han solido elaborarse en forma épica y han proporcionado un caudal inagotable de gloria a tronos y civilizaciones. La estructura estimativa profunda del mal descomunal y de su elaboración consiste en que la experiencia de un mal así repercute negando toda plausibilidad al juicio de que el mundo está bien hecho. Ése es el verdadero lugar del mal descomunal en el mundo, un lugar ubicuo que se lleva por delante la concepción o representación del mundo como algo bueno: el mal descomunal acaba diseminándose y dejando huella en todas partes. El mundo es un objeto de estimación, aunque lo sea muy anómalo. Constituye, de hecho, un objeto estimativo sin el cual probablemente no podría estimarse ningún otro bien. Esta afirmación es literalmente cierta tanto para la moral moderna como para las doctrinas tradicionales del bien, puesto que en la una y en las otras cualquier mandato y cualquier juicio de valor dependen de un mundo bien hecho en el que todos los mandatos se cumplen o en el que todos los entes alcanzan su plenitud. Pero el juicio y la experiencia de que no es verdad que el mundo esté bien hecho repercuten también en todos los rincones de la estimativa. No en vano, la posibilidad misma de la estimativa humana radica en este juicio y en esta experiencia. Hay en general bienes y males porque no es verdad que el mundo esté bien hecho, y es la suspensión de la aceptación estimativa del mundo como totalidad buena lo que precisamente permite descubrir fragmentos de bien. Ciertas excepciones salen a veces al paso a contrapelo de esa ordenada ausencia de bien que recibe el nombre de mundo, y a esas excepciones se las llama bienes. Contrariamente a lo que supusieron la moral moderna y las doctrinas clásicas del bien, los bienes son raros, efímeros, desordenados, incompletos y precarios porque no están dentro del mundo –ni del presente ni de otro que esté por venir– sino en sus bordes, en sus desperfectos y en sus inconsecuencias. Los bienes que importan no forman un sistema ni un género; a algo se lo llama en serio “bien” cuando se lo saca del género a que pertenece y se niega la conveniencia de formar uno nuevo con ese bien y con otros o, lo que es lo mismo, cuando se juzga que es inestimable. Otro tanto ocurre, según se ha visto ya, con los males verdaderamente dignos de ser tomados en serio. A esos episodios descomunales los llamamos bienes cuando se nos muestran como una anomalía en la fábrica del mundo y los llamamos males cuando proporcionan confirmación de que no puede ser verdad que el mundo sea bueno. Ésa es en rigor la diferencia entre el bien y el mal, una diferencia que para mostrarse necesita suponer todo un mundo, si bien un mundo imposible de representar adecuadamente, truncado e incompleto. El pensamiento occidental ha creído de ordinario que para que hubiera
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bienes y males había que concebir al mismo tiempo un mundo y concebirlo bien. Este viejo dogma está muy cerca de la verdad, pero lo que importa es la distancia (corta aunque decisiva) que lo separa de ella. No habría bienes ni males ni habría posibilidad de estimarlos (ni de verlos como inestimables) sin un mundo que concebir. Pero el bien y el mal no dependen de que ese mundo se conciba bien. Tampoco en puridad de que se conciba mal. Se muestran, por el contrario, al dejar de concebirlo bien y en el momento mismo en que la representación del mundo como algo bien ordenado tiene que abandonarse.
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Capítulo 25 Defectos de fábrica
Los bienes no son partes del buen orden de las cosas, sino al contrario: el bien es un desperfecto de la fábrica del mundo. No sólo la experiencia del bien puede darse en un mundo que no sea bueno, sino que el rasgo más característico de aquello a lo que llamamos bienes es el de no poder pertenecer a un mundo bien hecho. Se capta lo esencial del bien cuando se comprende que los bienes son ínsulas extrañas en medio de un océano de mal o de sorda indiferencia estimativa; más que una manifestación de ningún orden, el bien es una rareza que surge no se sabe cómo y que llama la atención por su contraste con aquello que lo rodea. Pero la aparición del bien, su hallazgo o su logro producen a menudo la impresión de una restauración del orden perdido del mundo, como si se hubiera dejado de pensar que el mundo estuviera bien hecho pero después surgiesen elementos que animasen a creer de nuevo en ello. La aparición del bien es la promesa de una restauración del bien perdido y aun de una redención de los males pasados, aunque esa impresión –que seguramente es inevitable y pertenece a la condición misma del bien– resulta ser tan breve como engañosa. El advenimiento de un bien suele llevar también dentro de sí una pro-mesa de eternidad: esto que ahora surge no podrá desaparecer nunca porque merece formar parte de la fábrica del mundo. Pero semejante supuesto es una ilusión cruel, tan despiadada como inevitable en la estimativa humana. Los bienes no redimen ni restauran nada, ni se quedan en el mundo como disonancias eternas; se limitan a irrumpir, a perdurar más o menos y a anunciar su desaparición o marcharse sin previo aviso. Su modo de existir es múltiple, porque son bienes mientras duran, mientras se los espera y mientras se los recuerda, y también mientras se los imagina o concibe sin haber existido nunca. Pero el conjunto de todas sus maneras de ser tiene principio y fin. Pertenece a la condición del bien el estar severamente limitado, y no sólo en el tiempo, sino también en su extensión a trozos de mundo distintos del suyo. Contrariamente a ciertas formas del mal, que contaminan sus alrededores y repercuten en lugares remotos, el bien suele ser desesperadamente local. A su lado pueden surgir, de hecho, los males más espantosos y los más extraños a toda bondad; de hecho, los bienes y los males se entreveran y muchas veces se confunden. El bien es raro y fugitivo, pero a veces deja huellas de su desaparición. Las deja, sobre 279
todo, en forma de ambigüedad o ambivalencia. Algo que fue bueno de manera fugaz o que ni siquiera llegó a serlo (o que lo es ocasionalmente, en un breve fogonazo) muestra el rostro de lo ambiguo, de aquello que puede persuadir de su bondad pero acaba haciendo deseable –de manera equivocada y a menudo mórbida– precisamente lo que no tiene de bueno, que es casi todo. Las chispas de bien, que pueden suscitarse entre los males más terribles, prometen salvar lo que tienen a su alrededor, y con ello al mundo en el que surgen. Pero esa ilusión no sólo es perecedera, sino también muy dañina. Con frecuencia los males se burlan de los hombres y los maltratan haciéndoles creer en un bien más prolongado, más frecuente y más fiable del que hay y puede haber. Que el bien sea una excepción o una anomalía de la fábrica del mundo implica quizá que el concepto de mundo no puede emplearse con tanta facilidad como se cree. Porque, si bien se mira, la idea misma de mundo exige en cierto modo el supuesto de que el mundo está o puede estar bien hecho, o por lo menos que alguien lo haya concebido así alguna vez y haya tenido cierto éxito en su concepción: el suficiente para que mereciera la pena tratar de refutarla. Pensar que hay mundo (más bien que un desordenado surtido de impresiones falsas y alucinaciones caprichosas, un amasijo que apenas se deja describir y que varía de persona en persona, de lugar en lugar y de instante en instante) exige pensar a la vez que aquello en que se piensa tiene orden y concierto y que corresponde de manera adecuada a una totalidad de objetos y de acontecimientos razonablemente ordenados y concertados. Pensar que hay mundo es haber empezado a pensar que el mundo está bien hecho, aunque uno pueda, desde luego, abandonar ese pensamiento sin terminar de aceptarlo. Cuando uno se representa o se figura el mundo y su representación es buena, eso significa que el mundo la autoriza o la aprueba como buena, lo cual casi equivale a que la admite en su seno como una parte más de su orden bien concertado. Esto último suscita, sin embargo, una objeción muy sencilla y a la vez muy sólida: ¿es que el valor de lo representado tiene siempre que transferirse a la representación? ¿es que acaso no cabe una buena representación de un mundo malo (igual que una mala de un mundo bueno)? ¿es que Aristóteles estaba completamente despistado cuando escribió la Poética y ahora nos damos cuenta de que todas las figuras de algo que sea malo tienen que ser malas figuras? La objeción no sólo tiene de su parte a Aristóteles y al sentido común; su mejor baza proviene de que quien experimenta la malhechura del mundo o no acierta a encontrar su bienhechura suele estar convencido de que semejante experiencia no es un mero estado de ánimo sino toda una pintura de las cosas, y una pintura mejor que otras alternativas (mejor, por ejemplo, que otra en la que el mundo resultase estar
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bien hecho, la cual no sería buena, ciertamente). Lo que ocurre es que las buenas representaciones de un mundo que no es bueno no son buenas porque encajen con él, sino al contrario: porque constituyen anomalías de su malhechura. Al mundo no le gusta que lo pinten como algo mal hecho y procura evitar contratiempos así. Prefiere, desde luego, oír cantar sus alabanzas, aunque en realidad tales alabanzas suelen dar motivos adicionales para persuadirse de que el mundo es bastante lamentable. El mundo no está bien hecho, pero eso no significa en manera alguna que esté desordenado. Su orden no es el que establecería un gobernante sabio, benévolo, discreto y previsor, sino el que impondría un mandatario ventajista que ha logrado el poder de manera poco honrosa, que teme perderlo en seguida y que se atiene a los productos más arbitrarios de su voluntad, unos decretos de los que el orden, desde luego, no estará ausente, porque es propio de los malos gobernantes ahormar personas y cosas para que quepan en sus caprichos, a menudo muy geométricos y sistemáticos y no poco ordenados. El orden del mundo se parece a lo que sería el resultado de una larga historia de infeliz gobernación en la que se hubieran sucedido innumerables versiones del orden: órdenes pueriles, vesánicos, delirantes o autistas, pero también atolondradamente bienintencionados y sanguinariamente virtuosos. Los restos de todo eso no configuran un caos, sino cierta forma de orden, una forma, desde luego, ominosísima. No ha sido posible en el pensamiento occidental concebir el bien ni estimarlo sin el supuesto de que forma parte de un mundo bien hecho. Sin embargo, la estructura de la experiencia estimativa parece obligar a eliminar dicho supuesto, por lo menos en el caso, quizá no obligatorio, de querer seguir teniendo una concepción del bien. Los bienes son anomalías y no forman parte de ninguna regla sistemática. A lo sumo se agrupan en constelaciones más o menos dichosas y más o menos raras; irrumpen en la experiencia ordinaria y a menudo se entremezclan con los males, pero casi podría decirse que no son de este mundo. El bien es una anomalía y no tiene un orden al que pertenecer, pero va buscando desaforadamente la inauguración de un orden nuevo en el que perpetuarse. Ésta es la vocación y el destino de la mayor parte de los bienes, una cruz con la que tienen que cargar inexorablemente y en la que está escrita su condena. Pensar de algo que es un bien es casi lo mismo que desear que se extienda y que perdure, que deje de ser fugaz y azaroso y que –puesto que indudablemente lo merece– adquiera la consistencia de lo robusto y lo resistente, de lo regular y lo necesario. Todos los bienes fomentan afanes de perpetuación o por lo menos de conservación segura. La moral deuterofisita y las construcciones estimativas que le precedieron –aunque aquélla de manera destacadísima– son estrategias de perpetuación del bien. Pertenece a
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la naturaleza de la estimativa humana el querer hacer de los bienes un ingrediente necesario de la fábrica del mundo (de éste o de otro), pero a ese deseo debería irle unida la conciencia de que en él se encuentra precisamente la ruina del bien. No es nada difícil para el entendimiento, la imaginación ni la voluntad formar robustos sistemas de bienes (lo difícil sería más bien resistirse a esa tendencia), sistemas que no dejen ningún cabo suelto y procuren abarcar la totalidad de lo que se considera relevante en la vida humana o en el mundo. La moral deuterofisita es uno de los muchos sistemas posibles que se han erigido para reducir el bien a una regla permanente. Su miseria es la misma que la de todo intento de asegurarse del bien: construir sistemas es fácil, pero cosa muy distinta es que lo que ellos sistematicen sea el mismo bien que se quería preservar a toda costa. Al dejar de ser anómalo, el bien pierde lo que le hacía ser estimable; sería incorrecto decir que se desnaturaliza, porque lo que le ocurre es justamente lo contrario: que se integra en la naturaleza ordinaria de las cosas o trata de fundar una naturaleza paralela. En la condición del bien está el querer hacerse mundo, un querer inevitable que no pocas veces se sale con la suya. En ese tránsito los bienes dejan de ser lo que eran, aunque es verdad que en lo que eran ya estaba comprendida la vocación de mundanizarse y hacerse naturaleza. El destino del bien, como ya se ha visto, es naturalizarse o desaparecer. La moral deuterofisita es una estrategia de perpetuación del bien porque para los creyentes en ella sería un escándalo admitir que los actos sobresalientes de altruismo, de entrega al beneficio público y de servicio apasionado a la causa de la verdad, de la igualdad o de la justicia tienen que ser rarezas excepcionales, sólo posibles a contracorriente del orden del mundo. Que esas excepciones dejen de serlo y pasen a ser norma ordenada o naturaleza paralela es precisamente el propósito de la moral deuterofisita. En esto la moral moderna no es más que una de las muchas formas posibles bajo las que cabe concebir el destino normalizador del bien. Sería muy arduo, además de despiadado, extirpar de la condición humana la tendencia a preservar el bien y a inventar estructuras que traten de convertirlo en norma y de perpetuarlo. La experiencia enseña que de los intentos de normalización del bien han surgido ventajas muy apreciables como el seguro obligatorio de enfermedad, los derechos civiles de los negros o la escolarización general, atrocidades siniestras como los campos de concentración soviéticos, la revolución cultural china o la reforma agraria de Pol Pot, y resultados inquietantemente ambiguos como la generalización de la televisión, el turismo o la internet. Pertenece a la experiencia estimativa humana que el tránsito de las excepciones a las normas produzca glorias, crímenes y ambivalencias, y sobre todo que no se sepa asegurar las primeras, evitar los segundos y enderezar las terceras. Los
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animales humanos seguirán creyendo por siempre que las aberraciones y las ambigüedades son sólo accidentes desgraciados, padecidos por haberse desviado de la actuación justa –de la línea recta que señala el rumbo de la conversión de las buenas excepciones en buenas normas– y se resistirán candorosamente a admitir que quizá no haya ventajas sin crímenes ni glorias sin horrores. Semejante resistencia irá produciendo, como es natural, nuevas ambigüedades, nuevos crímenes y nuevas deliciosas ventajas, algunas de ellas tan gloriosas que taparán el lado oscuro de las ambigüedades y harán olvidar los crímenes, los disculparán o los justificarán; ésta es, guste o no, la costumbre inmemorial y no hay motivos para pensar que vaya a mudarse. Esconder con el mayor cuidado el lado siniestro y odioso del bien constituye el principal imperativo de la civilización, un imperativo que en general se cumple ejemplarmente; el día en que la transparencia sustituya del todo al disimulo, la humanidad tendrá un trago muy amargo que beber. Un trago quizá mortal. Puede verse ahora con cierta claridad que la moral deuterofisita es sólo una de las formas que adopta la normalización mundana del bien. Antes de que aquélla surgiera, la ontoteología clásica había desarrollado ya mecanismos muy sutiles y admirables para asegurarse de que el bien –y en particular el bien supremo humano– tuviera un lugar en el orden del mundo. Que es concebible un bien máximo al que puede designarse con el nombre de felicidad, que ese bien constituye la cúspide de un sistema ordenado de bienes entre los que se encuentran todos los objetos de aprecio, de elogio y de honor (de tal suerte que cada uno de dichos objetos se manifiesta como un bien en cuanto resulta ser un componente del bien máximo) y que semejante bien resulta de la coherencia entre los demás bienes y aun consiste en ella fueron creencias indiscutibles durante siglos y todavía perviven en confusa mixtura con las propias de la moral deuterofisita. La idea misma de un bien máximo, sumo o supremo lleva incluida la creencia en el carácter perdurable de dicho bien, en la posibilidad de una victoria sobre lo efímero y tornadizo y en la redención, absorción o compensación de los males padecidos. Quítese el concepto de la felicidad y lo que se obtendrá será un repertorio de bienes desordenado y confuso, un amasijo de objetos a los que se llama bienes por motivos incompatibles entre sí, a veces injustificados y desde luego diversos, objetos tan disímiles y variopintos que convertirán al bien en un desdichado concepto equívoco. Tanto la moral deuterofisita como lo que queda de las doctrinas tradicionales sobre la felicidad o la vita beata engañan sobre el bien –y al mismo tiempo sobre el mal–, pero también muestran alguna de sus señas más destacables. Engañan desde luego al hacer creer que la forma del bien es la norma o el orden (y la del mal la infracción o el
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quebrantamiento), pero prestan un alto servicio al poner de manifiesto que el destino del bien está en querer normalizarse y el del mal en tratar de convertirse en mero incumplimiento de normas. Lo que llamamos bienes son en puridad las excepciones, las anomalías o las rarezas de un mundo que no está bien hecho, y no se comprenderían como bienes sin la previa experiencia de que la bienhechura del mundo no es cierta; si el mundo estuviera bien hecho no tendríamos bienes, porque no habría nada a lo que designar de ese modo. Los bienes son flores raras de un páramo inhóspito, y para cobrar la figura del bien necesitan destacarse de un fondo descolorido, sucio y mal pintado. El bien es, como ya se ha visto, una anomalía que resulta de la excepción en la ausencia de bienes y dicha ausencia es, por su parte, el resultado de males sobresalientes que no han sido capaces de cancelarse. Pero hay en el pensamiento de las épocas más variadas –y no faltará quien se atreva a añadir que la hay en la condición humana– una resistencia invencible a pensar en el bien como excepción o anomalía. La experiencia del bien, y con ella su pensamiento, es efímera y fugaz, aunque apenas nunca se la reconocerá como tal. Para edificar una doctrina del bien, y en particular una doctrina moral, es preciso olvidarse de que los bienes son excepciones y persuadirse de que existen maneras –o tienen que existir– de estar en posesión del bien y de acoplarlo a la armazón del mundo. Ya se ha visto que la moral se funda en el olvido de su propia formación, pero ese olvido no es ni mucho menos el único; para la fabricación de cualquier doctrina sistemática de los bienes y los males es preciso anular toda la experiencia que se posee de los unos y de los otros: hacer como si nunca se hubiera tenido noticia de que los bienes que más importan son materia de disonancia, no recordar los instantes en que ciertos males hicieron desmoronarse los cimientos mismos de la comprensión de las cosas y proclamar que el bien anidará en la tierra o anunciar que lo ha hecho ya, sosteniendo con todo convencimiento que el destino del bien es instalarse en la fábrica del mundo y el del mal reducirse a desperfectos de fábrica. La experiencia enseña que al bien pueden acontecerle dos destinos: el de desaparecer pronto y el de perdurar transfigurado en normalidad, y que, de sucederle lo segundo, lo normal apenas guardará, salvo por azar, mucha huella del bien. Pero esto último también tiene que olvidarse, desde luego, para creer que la norma es la forma del bien y la infracción la forma del mal. Tanto la moral deuterofisita como la doctrina antigua y moderna de la felicidad se fundan en este olvido. Son casos de autoengaño sobre lo que uno ya sabe y de resistencia al aprendizaje muy representativos de lo que ocurre en otros muchos ámbitos. Seguramente el mundo no está hecho para que nadie sobreviva en él sin una dosis muy cuantiosa de olvido y sin tener que desaprender la mayor parte de lo que le ha sido
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enseñado; sería muy farisaico rasgarse las vestiduras por esto y presumir de estar libre de culpa. Es probable que el mantenimiento del orden público, del decoro civil y del progreso social exijan de consuno el olvido y el autoengaño sobre la composición de la fábrica del bien y sobre cómo llegó ésta a levantarse. Pero no está nada claro que la filosofía guarde relaciones muy estrechas con los tres valores recién mencionados, ni en realidad con ninguno de los que los hombres más aprecian en su vida común. La filosofía se distingue por socavar los cimientos de las convicciones más profundas, y no sólo de las que son antipáticas ni de las que gustaría ver desprestigiadas. De ordinario se cree que la filosofía es un medio para fortalecer lo que uno cree y desacreditar lo que repudia, pero todo el mundo sabe que ésa es una concepción ventajista y que apenas puede hallarse una muestra de buena filosofía que satisfaga propósitos tan benévolos. Si la filosofía se distingue por algo es por estropearlo todo, incluso cosas que se tienen por sagradas, y especialmente estas últimas. Al descubrir que la historia de la moral moderna está falseada –necesariamente ha de estarlo mientras siga habiendo moral– y que la idea de un bien máximo o supremo se disuelve a sí misma y al disolverse descoyunta el sistema de los bienes, al descubrir esto y tener que invalidar después uno y otro descubrimiento y al pensar lo que implican el descubrimiento y su invalidación, la filosofía hace con la moral y con el bien lo único que está en su mano hacer: sacarlos fuera del lugar en el que cómodamente reposan, suspender su régimen normal, mirar qué pasa cuando se produce esa interrupción, ver cómo termina y contarlo todo de la manera más exacta posible. La teoría es el relato de una interrupción, y la teoría moral son las observaciones que cabe anotar sobre las interrupciones del régimen normal de la moral, de los males y de los bienes. Sin duda ninguna, la fábrica del bien trabaja normalmente a pleno rendimiento, pero a veces puede sufrir sabotajes que la paralicen durante un rato. Son esos ratos los que permiten examinarla por dentro, aunque las naves se queden a oscuras y haya que entrar con linternas casi apagadas, procurando no llamar la atención. La teoría moral es el informe que puede escribirse de ese tipo de entradas furtivas. Teorizar sobre el bien es referir lo que se entrevió en momentos excepcionales, momentos en los que el bien estaba a punto de extinguirse o a punto de transformarse en norma, y lo más natural es que esos relatos sean balbucientes, titubeantes y un tanto fragmentarios. Innumerables veces se ha llamado teoría a la visión de un mundo en orden, un mundo en el que cada cosa está en su sitio y que exige perentoriamente ser celebrado y glorificado. Pero la teoría no es algo que se lleve a cabo para mayor gloria del mundo. En realidad, la teoría del bien y del mal es como la de cualquier otra cosa, y lo mejor
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que puede recomendársele a quien desee desempeñarse bien con las cosas es que se dedique a ellas y prescinda de su teoría. El bien es un desorden que se escapa sin dejar huella o que cristaliza en macizas estructuras normativas. La gramática y los hábitos de los mortales racionales están concebidos para seguir reconociendo bienes allí donde éstos se han extinguido y allí donde han cristalizado en otra cosa (a veces apreciable y a veces no, esto es asunto del azar). Ver bajo la especie del bien todo lo realmente visible es una tendencia humana muy anterior al primero de los filósofos que se atrevió a defender este género de tesis, y probablemente sea una tendencia digna de preservarse. Pero quizá la teoría sea una ocupación esencialmente inhumana. La teoría no consiste en entender el mundo, sino en ciertas secuelas que resultan de no entenderlo y de perseverar hasta el final en dicha falta de entendimiento. También en dar razón de esa empresa frustrada de la manera más exacta posible y con la menor solemnidad, la mayor modestia, el mejor humor y el menor patetismo de que uno sea capaz.
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Prólogo 1 Terminada ya la escritura de este libro, he leído con aprovechamiento Ciencia del bien y del mal, de Javier Echeverría (Barcelona, Herder, 2007), cuyo original tuvo su autor la amabilidad de enviarme y muchas de cuyas preocupaciones comparto, empezando, claro está, por la que le da título. 2 Por algún extraño motivo la cultura contemporánea ha cobrado una afición tan inmoderada a los retos que nada tiene ni puede tener la menor importancia si no adopta la forma, literal o figurada, de un desafío. Merecería la pena algún esfuerzo para combatir esta agotadora moda, aunque el empeño excede con mucho las fuerzas de un individuo particular. Por mi parte me he ocupado del asunto en mi escrito “Sobre la naturaleza de los retos y desafíos y su inmerecido prestigio en la filosofía moral”, en Retos pendientes en ética y política, editado por José Rubio Carracedo, José M.ª Rosales y Manuel Toscano Méndez, Madrid, Trotta, 2002, pp. 331-342.
Capítulo 1 – Lo inventado y lo dado 1 Inuenire es hallar algo que le sale a uno al paso o que iba buscando, y tiene prácticamente el mismo valor que reperire, aunque el primero de los términos era más popular y el segundo no perduró en la baja latinidad. Véase el Dictionnaire étymologique de la langue latine. Histoire des mots, de A. Ernout y A. Meillet, 4.ª edición, París, Klincksieck, 1967, s. v. Resulta curioso que la pervivencia de reperire sea también anómala: desde luego, “repertorio” no denota nada que tenga ver con encontrar o hallar algo. Quien hable de un repertorio de invenciones o un repertorio de hallazgos no tendrá, desde luego, ninguna conciencia de estar diciendo lo mismo en ambos casos, ni tampoco de cometer redundancia. 2 Fingere es originariamente modelar alguna sustancia plástica, dándole figura. No en vano, el fingir y la figura comparten raíz. El término latino figura pasó relativamente pronto a ser casi sinónimo de forma, y a servir como traducción de la palabra griega eídolon y sobre todo de skhêma. “Fictor cum dicit fingo figuram imponit”, dice Varrón en De lingua latina, 6, 78. Véase el ya citado Dictionnaire étymologique, de Ernout y Meillet, s. v. Es imprescindible sobre este asunto Figura, de Erich Auerbach, traducción de Yolanda García y Julio A. Pardos, con estudio preliminar de José Manuel Cuesta Abad, Madrid, Trotta, 1998. 3 Por prejuicios fáciles de explicar, la historia de los progresos de la invención se ha contado habitualmente como la historia de los triunfos del método. Hay, sin embargo, toda una historia paralela, que es la de la fortuna. El lugar clásico de la vindicación de esta última es la obra de Robert K. Merton y Elinor G. Barber, esperada durante decenios, y aparecida primeramente en italiano, Viaggi e avventure della serendipity. Saggio di semantica sociologica e sociologia della scienza, Milán, Il Mulino, 2002. Puede verse sobre este y otros aspectos de la sociología de la ciencia de Merton la tesis doctoral de Ana Fernández Zubieta, Génesis y desarrollo interdisciplinar del programa mertoniano para la ciencia, Universidad Carlos III de Madrid, 2003. 4 La bibliografía contemporánea sobre invenciones es tan copiosa y variada que sería una temeridad presumir de saber cuándo surgió la invención de la invención. Una candidatura sólida –y anterior a la proclama foucaultiana de que el hombre es una invención reciente– la constituye el libro de Jean Starobinski, L’invention de la liberté. 1700-1789, Ginebra, Skira, 1964, aunque quizá el hito decisivo fue, casi veinte años después, la compilación de Eric Hobsbawm y Terence Ranger, The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1983 (con ecos en todas partes, incluso muy pronto en España a cargo de Jon Juaristi: El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca, Madrid, Taurus, 1987). El amante de las invenciones tiene lectura para una temporada si reúne, por ejemplo, los escritos póstumos de Michel de Certeau, L’invention du quotidien (dos volúmenes, el segundo de ellos con Luce Giard y Pierre Mayol; París, Gallimard, 1990 y 1994), La invención de la literatura, por Florence Dupont (de 1994, traducción de Juan A. Matesanz, Madrid, Debate, 2001), La
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invención del color, por Philip Ball (de 2003, traducción de José Adrián Vitier, México, Turner/Fondo de Cultura Económica, 2005), La invención del arte. Una historia cultural, por Larry Shiner (también de 2003, traducción de Eduardo Hyde y Elisenda Julibert, Barcelona, Paidós, 2004), y La invención de Irlanda, por Declan Kiberd (de 1996, traducción de Gerardo Gamborini, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005). Desde luego, la lista se podría alargar mucho, y alguna invención más aparecerá en páginas venideras. En los asuntos que más atañen a este libro el clásico es sin duda The Invention of Autonomy: A History of Modern Moral Philosophy, de J. B. Schneewind (Cambridge, Cambridge University Press, 1997), aunque quizá el pionero del fervor inventivo en materia moral fue Ethics: Inventing Right and Wrong, de J. L. Mackie (Nueva York, Viking Press, 1977). No siempre, sin embargo, la invención va seguida de genitivo objetivo, y para eso está La invención de Caín, de Félix de Azúa (Madrid, Alfaguara, 1999). Claro que entonces la invención probablemente más antigua sería una muy parecida a la de la moral: la de Morel, por Bioy Casares en 1940. 5 Puede verse sobre lo anterior mi artículo “El uso público de las humanidades”, en el volumen colectivo Del pensar y su memoria. Ensayos en homenaje al profesor Emilio Lledó, compilado por Luis Vega, Eloy Rada y Salvador Mas, Madrid, Uned, 2001, pp. 519-546. 6 Sin duda, el ingeniero ha quedado fuera del pacto cultural porque ya no es necesario tener gente con inventiva técnica. La máquina de inventar se mueve por sí sola; es automática del todo. Un reparto parecido al que promovió Rorty en Contingencia, ironía y solidaridad. Véase mi nota “La goma de borrar y el cortaplumas. Algunas dificultades de la noción de privacidad en la filosofía política de Richard Rorty”, comunicación presentada a la IX Semana de Ética y Filosofía Política, Valencia, 1992. 7 “Como si el mundo hubiese permanecido hasta él ignorante de lo que sea el deber o hubiera estado sumido en un continuo error a este respecto”, agregaba Kant después de hacerse la interrogación retórica que se acaba de reproducir (traducción de Roberto R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000, p. 59; edición de la Academia, vol. V, p. 8). [La cursiva es mía, A. V.] 8 Aunque ciertamente los efectos sociales de la filosofía no dependen de quienes cultivan esta disciplina. Véase mi artículo “Defensio Philosophiae contra Apologistas”, en J. A. Estrada, J. A. Pérez Tapias, eds., ¿Para qué filosofía?, Granada, Universidad de Granada, 1996, pp. 149-161.
Capítulo 2 – El efecto Maquiavelo 1 No hay ninguna razón en contra de castellanizar el apellido Mandeville conforme al precedente de su homónimo el viajero inglés del siglo XIV Jehan de Mandeville o sir John Mandeville, conocido siempre en España como Juan de Mandavila. El transcribir nombres propios y apellidos según sus lenguas de origen es una costumbre tan discutible como reciente, que a veces encubre la ignorancia de la propia lengua y no siempre es garantía de conocimiento de las ajenas. Alternaré en lo sucesivo el uso tradicional y el habitual. 2 Stoicorum Veterum Fragmenta, recopilados por J. von Arnim, vol. III, fr. 1 (Diog. Laërt., VII, 84), Leipzig, Teubner, 1905, p. 3. Existe una reimpresión reciente con traducción al italiano y aparato crítico de Roberto Radice, e introducción de Giovanni Reale, Milán, Bompiani, 2002. 3 Véase la clásica obra de Friedrich Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, traducción de Felipe González Vicén, con estudio preliminar de Luis Díez del Corral, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, pp. 48-50. 4 Doctor sceleris es expresión que recoge Isaiah Berlin en “La originalidad de Maquiavelo”, Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas, traducción de H. Rodríguez Toro, México, Fondo de Cultura Económica, 1983, pp. 85-143. “Sceleratum Satanae organum” es expresión de 1592 del jesuita Antonio Possevino, citada, como otras del mismo jaez, por Francisco Javier Conde, El saber político en Maquiavelo, Madrid, Ministerio de Justicia/CSIC, 1948. “Peste del Renacimiento” lo llamó Menéndez Pelayo en los
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Heterodoxos, 5.ª edición de la Bac, Madrid, 1998, vol. 1.º, p. 791. 5 Sobre la variedad de interpretaciones y lecturas de las obras de Maquiavelo es imprescindible el libro de Claude Lefort, Le travail de l’oeuvre Machiavel, París, Gallimard, 1972. 6 Un buen ensayo sobre Botero, con amplios apéndices documentales, se encontrará en los Escritos sobre el Renacimiento, de Federico Chabod, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, pp. 228-408. Los avatares de la formación de la idea de una razón de Estado cristiana están muy bien expuestos en la obra clásica de Francisco Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957. 7 “La originalidad de Maquiavelo”, cit. 8 Ob. cit., p. 105. 9 Ob. cit., pp. 115-116. Es posible que la encrucijada en la que se separan los mandatos de la religión cristiana y los no menos exigentes del vivere libero republicano y pagano no fuese alcanzada por los europeos ni los americanos de los siglos posteriores; la mayor parte de los republicanos modernos fueron cristianos radicales más amantes del retorno a la pureza evangélica que a la antigüedad pagana de la pólis o la ciuitas y el republicanismo moderno quizá sea tanto o más savonaroliano que maquiaveliano. Aparte del imprescindible The Machiavellian Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, de J. C. A. Pocock, Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 1971 (hay traducción castellana de Eloy García, Madrid, Tecnos, 2002), no deben dejar de leerse los ensayos recogidos en el segundo volumen (Renaissance Virtues) de las Visions of Politics, de Quentin Skinner, Cambridge, Cambridge University Press, 2002, y en particular el quinto y el sexto (“Republican Virtues in an Age of Princes” y “Machiavelli on Virtù and the Maintenance of Liberty”). 10 N. Machiavelli, Discorsi sopra la prima deca di Tito Livio, seguiti dalle Considerazioni intorno ai Discorsi del Machiavelli di Francesco Guicciardini, edición de Corrado Vivanti, Turín, Einaudi, 2000, III, 41, p. 323. “[P]ues en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria”, reza la traducción castellana de Ana Martínez Arancón, Madrid, Alianza, 1987, p. 411, “no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que dejando de lado cualquier otro respecto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad.” 11 III, 40, p. 322. “[N]o me parece loable el fraude que rompe la fe y los pactos”, traducción citada, p. 409. 12 Ibíd. “Aunque el fraude es siempre detestable en cualquier acción, sin embargo en la guerra es un recurso digno de alabanza y de gloria.” Es muy provechoso el comentario sobre estos pasajes de Harvey C. Mansfield en su obra Machiavelli’s New Modes and Orders. A Study of the “Discourses on Livy”, Chicago, The University of Chicago Press, 2001, pp. 424-427. Hay que advertir que, cuando Maquiavelo censura el defraudar a quienes confían en uno, lo hace probablemente porque considera un acto de bajeza y poca virilidad (algo, por tanto, contrario a cualquier código de virtù) el suscitar expectativas de conducta franca y veraz para después defraudarlas. Lo mejor y más virtuoso será no fomentar nunca expectativas así y presentarse siempre como alguien que se conducirá con el adversario como los adversarios suelen conducirse entre sí, y no de otra extraña manera. 13 Véase el ensayo de Rafael del Águila, “Modelos y estrategias del poder en Maquiavelo”, en R. R. Aramayo, J. L. Villacañas Berlanga, eds., La herencia de Maquiavelo. Modernidad y voluntad de poder, México, Fondo de Cultura Económica, 1999, pp. 209-239. Del mismo autor puede verse La senda del mal. Política y razón de Estado, Madrid, Taurus, 2000. Acabado de escribir el presente libro, he tenido ocasión de leer con provecho La república de Maquiavelo, del propio Rafael del Águila y Sandra Chaparro, Madrid, Tecnos, 2006. 14 Del mismo año de la obra de Botero son los Politicorum sive civilis doctrinae libri sex, de Justo Lipsio, tan influyentes en la Monarquía Católica a partir de su traducción en 1604 por Bernardino de Mendoza (hay una edición reciente de esta traducción, con prólogo y notas de Javier Peña y Modesto Santos, Madrid, Tecnos, 1997). Quien leyera las Políticas de Lipsio o, unas décadas después, la Política o razón de estado sacada de
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Aristóteles, de Pérez de Mesa, o las Introducciones a la política o la Razón de estado del rey católico don Fernando, de Saavedra Fajardo, o la celebérrima Idea de un príncipe político cristiano representada en cien empresas, del mismo, sabía con toda certeza que “política” tenía un significado escurridizo, como si fuese el nombre de algo propenso al descarrío que convenía tener atado y que, una vez sometido a la religión, podía ponerse al servicio de ésta y del príncipe católico. No puede ser más elocuente el que “razón de Estado” y “política” se convirtieran pronto, con la mayor naturalidad, en términos intercambiables. 15 Cuando Gracián promete en la introducción de El héroe una “razón de Estado de ti mismo”, la promesa era francamente audaz, pues extender a la conducta individual ordinaria la “política y reglas con que se dirigen y gobiernan las cosas pertenecientes al interés y utilidad de la república” (que es como el Diccionario de Autoridades definirá en el siglo siguiente la razón de Estado), implicaba sin duda ninguna suponer que la esfera política podía adueñarse sin ningún reparo de la moral. Nótese, sin embargo, que Gracián está pensando en la cristianísima versión de Botero, cuya traducción de los Diez libros de la Razón de Estado le resultaba familiar. Véase la edición de El héroe y el Oráculo manual y arte de prudencia, por Antonio Bernat Vistarini y Abraham Madroñal, Madrid, Castalia, 2003, p. 67. Debe verse sobre este asunto el estudio de Elena Cantarino, De la razón de Estado a la razón de estado del individuo. Tratados político-morales de Baltasar Gracián (1637-1647), Valencia, Universidad de Valencia, 1996.
Capítulo 3 – El efecto Mandeville 1 Federico II de Prusia, Antimaquiavelo o refutación del “Príncipe” de Maquiavelo, traducción, introducción y notas por Roberto R. Aramayo, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, p. 104, cfr. pp. 16-17. Esta afirmación le habría sido, creo, de cierto provecho a Albert O. Hirschman en su ya clásico Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo previos a su triunfo, traducción de J. Solé Solé, Barcelona, Península, 1999. Lo más interesante de la crítica de Federico a Maquiavelo es la acusación de sostener una psicología extravagante y poco realista, como si el interés estuviera en condiciones de sobreponerse a las pasiones y de regirlas, a semejanza de lo que hacen con la materia física la ley de la gravitación de Newton o los vórtices de Descartes. Pero Maquiavelo –como Adam Smith conforme a la interpretación de Hirschman– sí que creía que hay un impulso pasional netamente dominante, y estaba, desde luego, muy lejos de la concepción atribuida por Hirschman a Montesquieu y a Steuart, según la cual el interés suaviza y civiliza las pasiones. El llamado Capitolo dell’ambizione es quizá uno de los tratamientos más completos de esa “mente humana insaciable, altiva/ falsa y cambiante, y sobre toda cosa/ maligna, injusta, impetuosa y fiera” (vv. 55-57 del “Capítulo de la Ambición”, Antología de Maquiavelo, editada por Miguel Ángel Granada, Barcelona, Península, 1987, p. 225). 2 G. Botero, Aggiunte fatte alla sua ragione si stato, Venecia, 1606, pp. 67 y ss., cit. por F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, cit., pp. 70-71. 3 La Rochefoucauld, Réflexions morales, máximas 39 y 40, en Moralistes du XVIIe siècle, édition établie sous la direction de Jean Lafond, París, 1992, p. 138. Resulta más que probable que el concepto moderno de interés, tal como aparece, por ejemplo, en las caracterizaciones de la razón de Estado que acaban de citarse, tenga su origen en el vocabulario estrictamente económico y sus elaboraciones teóricas más precisas en las condenas morales de la usura. Véase, por ejemplo, Usura: del uso económico de la religión en la historia, de Bartolomé Clavero, Madrid, Tecnos, 1984. 4 El título original de la Fábula de 1705 fue The Grumbling Hive: or, Knaves Turn’d Honest (o sea, El panal rumoroso, o los bribones que se vuelven honrados), y a ella se añadieron una “Investigación sobre el origen de la virtud moral”, unas “Observaciones”, un “Ensayo sobre la caridad”, una “Investigación sobre la naturaleza de la caridad”, una “Reivindicación” y seis “Diálogos”. Todo ello se encontrará en la traducción castellana de José
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Ferrater Mora, La fábula de las abejas, o Los vicios privados hacen la prosperidad pública, editada por el Fondo de Cultura Económica (México, 1982), que recoge también el valioso comentario de F. B. Kaye. Ni que decir tiene que la historia de la recepción e interpretación de Mandeville no es tan enrevesada ni tan tormentosa como la de Maquiavelo, ni ha dado lugar a obras tan notables en la historiografía de las ideas. 5 La fábula de las abejas, cit., p. 21. 6 En realidad, el mecanismo puede que sea un poco más perverso: el lector avisado se ríe del lector incauto que esperaba otra cosa, tanto como de los personajes escarnecidos. He expuesto algunas ideas que completan lo anterior en “La burla según Kant”, capítulo 3.º de Apología del arrepentido y otros ensayos de teoría moral, Madrid, Mínimo Tránsito/Antonio Machado Libros, 2006. 7 Una buena exposición se encontrará en la Poétique de l’ironie, de Pierre Schoentjes, París, Seuil, 2001, pp. 48-74. 8 Véase sobre el conflicto trágico en Antígona el capítulo 4.º de Rocío Orsi, El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles, Madrid, Plaza y Valdés, 2008. 9 La cuestión de la vigencia o desmantelamiento de la dicotomía entre hechos y valores es uno de los pocos asuntos de interés (el otro es el de las pasiones, denominadas emotions o “emociones”, a la manera psicologista) que la filosofía académica anglosajona de los últimos años ha tratado en materia de moral. En varias obras de Hilary Putnam puede encontrarse su tesis, al mismo tiempo profunda y clara, sobre la dependencia mutua de hechos y valores. Véanse por ejemplo los escritos recogidos en Realism with a Human Face, edición de James Conant, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1992, y El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos, traducción de Francesc Forn i Argimon, Barcelona, Paidós, 2004. Me he ocupado de este género de cuestiones en mi artículo “Entre Leviatán y Cosmópolis. Kant, Hobbes, la dicotomía hecho/valor y los efectos no intencionados de las teorías políticas”, recogido en el volumen colectivo La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración. A propósito del bicentenario de “Hacia la paz perpetua” de Kant, compilado por Roberto R. Aramayo, Javier Muguerza y Concha Roldán, Madrid, Tecnos, 1996, pp. 275-324.
Capítulo 4 – La inversión del mal 1 De una manera más general, podría afirmarse que el lugar de este primer elemento de la moral moderna no ha de ser ocupado por el altruismo, sino por la imparcialidad, una actitud más elaborada y abstracta que el altruismo y que se aplica a contextos más amplios. Es posible que así sea, pero lo cierto es que históricamente el altruismo vino antes, aunque en realidad lo que precedió a todo lo demás fue el egoísmo: basta con atender a la palabra “desinterés”, que no es otra cosa que el interés a la inversa. Dos de las obras más representativas (aunque no de las más apasionantes) de la filosofía moral y política contemporánea, The Possibility of Altruism, de Thomas Nagel, y la edición ampliada de Justice as Fairness, de John Rawls (a las que hay que añadir Equality and Partiality, del primero) se han dedicado, no por casualidad, al examen de estas cuestiones. En enorme medida, y seguramente en exceso, la filosofía moral de finales del siglo XX ha sido una meditación en torno a la imparcialidad, de igual modo que la del siglo XVIII lo fue en torno al altruismo. Las tres obras mencionadas pueden encontrarse en traducción castellana, respectivamente de Ariel Dilon (México, Fondo de Cultura Económica, 2004), de Andrés de Francisco (Barcelona, Paidós, 2002) y de Francisco Álvarez (Barcelona, Paidós, 1996). De la última me he ocupado en mi nota “Thomas Nagel, de la mente a la política”, Revista de Libros, 11 (1997), pp. 18-19. 2 La tesis de que la epistemología es el producto de tomar demasiado en serio el desafío escéptico ha sido desarrollada, a mi modo de ver convincentemente, por Michael Williams, Unnatural Doubts. Epistemological Realism and the Basis of Scepticism, Princeton (Nueva Jersey), Princeton University Press, 1996. El caso de la moral es, si no estoy equivocado, asombrosamente análogo.
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3 En La Religión dentro de los límites de la mera razón, traducción de Felipe Martínez Marzoa, Madrid, Alianza, 1969, p. 46: “[E]l hombre (incluso el mejor) es malo solamente por cuanto invierte el orden moral de los motivos al acogerlos en su máxima: ciertamente acoge en ella la ley moral junto a la del amor a sí mismo; pero dado que echa de ver que no pueden mantenerse una al lado de la otra, sino que una tiene que ser subordinada a la otra como a su condición suprema, hace de los motivos del amor a sí mismo y de las inclinaciones de éste la condición del seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que, como condición suprema de la satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima universal del albedrío.” Agradezco a la profesora María José Callejo una sustanciosa e iluminadora conversación sobre este pasaje de Kant. 4 Federico el Grande, Antimaquiavelo, cit., p. 93. 5 Los trabajos de Martha C. Nussbaum en los años ochenta y primeros noventa del siglo XX mostraron, sin embargo, que en la antigüedad hay toda una tradición alternativa –no la de los filósofos, pero sí la de los poetas trágicos– en la que la excelencia humana es intrínsecamente conflictiva. Véase sobre todo La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, traducción de Antonio Ballesteros, Madrid, Visor Dis, 1995. Me he ocupado de esta obra, la más importante de la primera etapa de Nussbaum, en “La otra genealogía de la moral”, La balsa de la Medusa, 38/39 (1996), pp. 183-190. Es imprescindible sobre esto el libro ya citado de Rocío Orsi, El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles. 6 La vieja práctica consistente en trazar de manera artificiosa los límites de los distritos para favorecer la probabilidad de cierto resultado electoral. 7 Javier Muguerza me ha sugerido la conveniencia de añadir a los efectos Maquiavelo y Mandeville un tercero, el efecto Kant, con el que la moral moderna se independizaría de la religión de manera semejante a como con los dos anteriores lo hizo de la política y de la economía. En verdad es tentador añadir la religión a los adversarios de la moral gracias a los cuales ésta se constituye como algo autosubsistente. Lo cierto es, por lo menos, que al igual que la moral moderna se esforzó desde el principio en doblegar y reducir a su dominio las esferas política y económica gracias a cuya oposición se había constituido –y así las empresas de moralizar la política y la economía son irrenunciables para cualquier moralista que se precie–, también la moralización de la religión es un programa típicamente moderno que habría resultado inconcebible antes de que la moral cobrase autonomía por medio de los efectos que hemos señalado. En puridad, semejante moralización de la religión no sólo es una empresa kantiana, sino que con ella puede definirse también cualquier otra de las ideas de religión natural que proliferaron en la Ilustración. 8 “El alma conduce, sin duda, todo lo que se encuentra en el cielo, la tierra y el mar con sus movimientos, cuyos nombres son querer, analizar, cuidar, aconsejar, opinar correcta, equivocadamente, cuando se alegra, sufre dolor, se atreve, teme, odia, ama, y todos los que son movimientos relacionados con éstos o primeros agentes”, Leyes, X, 896e-897a, traducción de Francisco Lisi, Madrid, Gredos, 1999. La enrevesada expresión “actitudes proposicionales” es frecuente en la filosofía académica anglosajona desde Russell, pero además de artificiosa es opaca; apenas nadie sabrá lo que significa como no conozca muchas más cosas que la expresión ni siquiera insinúa. Que una creencia o un deseo sea una “actitud proposicional” quiere decir, someramente expuesto, que los verbos de creencia o de deseo rigen, aunque no siempre, proposiciones subordinadas sustantivas (“cree que las liebres son reptiles” o “desea que el marido de su amiga se rompa un brazo”), de modo que tales verbos expresan en realidad cierta actitud con respecto a las proposiciones regidas por ellos. 9 Un clásico sobre este asunto es Remedio en el mal. Crítica y legitimación del artificio en la era de las luces, de Jean Starobinski, traducción de J. L. Arántegui, Madrid, Visor Dis, 2000. 10 Seguramente es David Gauthier el heredero contemporáneo más destacado del programa moderado de la moral moderna. Véase su obra esencial, La moral por acuerdo, traducción de Alcira Bixio, Barcelona, Gedisa, 1994.
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11 El Mefistófeles del Fausto de Goethe: “Una parte de aquella fuerza que quiere siempre el mal y siempre crea el bien” (vv. 11614-11615), expresión que Max Weber volvió del revés: “Die Kraft, die stets das Gute will und stets das Böse schaft”, cfr. José María González García, Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en la sociología de Max Weber, Madrid, Tecnos, 1992, p. 166. 12 Los conceptos de racionalidad formal y material son francamente difíciles de definir con precisión. Véase sobre todo Economía y sociedad, traducción de J. Medina Echavarría, J. Roura Parella, E. Ímaz, E. García Máynez y J. Ferrater Mora, México, Fondo de Cultura Económica, 1964, pp. 64 y ss. y 80 y ss. Por mi parte he tratado de dar una definición de una y otra noción en “Cómo encajar acciones en contextos. Sobre la ‘comprensión explicativa’ en la filosofía de la ciencia social de Max Weber”, en A. Estany, D. Quesada, eds., Actas del II Congreso de la Sociedad de Lógica, Metodología y Filosofía de la Ciencia en España, Bellaterra, Universidad Autónoma de Barcelona, 1997, pp. 374-377. 13 J. G. A. Pocock ha estudiado en varios ensayos la decisiva importancia de las manners (en oposición algunas veces y en alianza otras con las leyes) en la formación de la idea moderna de virtud. Las “maneras” de la virtud, resultantes casi siempre del dulce y honrado comercio, son decisivas, desde luego, en los dos programas de la moral moderna, aunque lo sean de modo distinto. Es cosa cierta que el poder civilizador y amanerador del comercio está en el corazón mismo del programa moderado, pero eso no implica que el radical se funde siempre en una austeridad clasicista adversa a todo tráfico de riquezas econoómicas y de delicadezas sociales. Puede que la filosofía práctica de Kant sugiera aquí y allá una contención tan espartana en la vida del virtuoso y un aprecio tan desmesurado por la veracidad de su palabra y por la severidad de su ley que cualquier pulimiento del trato y las costumbres resulte ensombrecido y postizo, cuando no sospechoso. Pero lo cierto es que semejante forma de virtud es tan sólo una de las caras de la moneda kantiana; la otra, no siempre bien acoplada con la anterior, corresponde a una “historia filosófica” en la que el progreso material guía al moral o lo arrastra astutamente. Las tormentosas relaciones entre la moral y la historia kantianas son ejemplo de una tensión entre escasez y prosperidad y entre leyes y modales de cuya administración –más generosa o más austera, más normativa o más consuetudinaria– surge la virtud moderna en sus distintas y no siempre armoniosas variedades. Los mencionados análisis del historiador y teórico neozelandés pueden encontrarse, por ejemplo, en los dos últimos ensayos de los reunidos por Julio A. Pardos en su edición de J. G. A. Pocock, Historia e Ilustración. Doce estudios, Madrid, Marcial Pons, 2002: los titulados “Virtudes, derechos y manners: un modelo para historiadores del pensamiento político” y “Los límites políticos de la economía premoderna”, pero también en los restantes de esta compilación. Véase asimismo la obra ya citada de A. O. Hirschman y el muy recomendable libro de Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud: la formación de la idea moderna del trabajo, Barcelona, Península, 2001.
Capítulo 5 – Géneros artificiales y metonimias disciplinares 1 Puede pasarse ahora por alto la distinción tradicional entre géneros y especies, que ya aparece en Aristóteles (y aun en el propio Platón) y que fue objeto de atención filosófica más escrupulosa a partir de la Isagogé o “Introducción” de Porfirio a las Categorías de Aristóteles. De este último texto, decisivo en la historia de la filosofía (y aun en la de la cultura sin más) habrá ocasión de ocuparse más veces en este capítulo. Hay una reciente edición, con traducción castellana y la latina de Boecio, más introducción, notas y apéndices, por Juan José García Norro y Rogelio Rovira, Barcelona, Ánthropos, 2003. Se consultará con provecho la introducción de Alain de Libera a la edición trilingüe francesa (suya y de Alain-Philippe Segonds), París, Vrin, 1998, y el extenso comentario de Jonathan Barnes a la preparada por él (Oxford, Clarendon Press, 2003). 2 Se suele preferir “clase natural” como traducción de natural kind, que es el término habitual en la filosofía analítica. La bibliografía sobre los géneros o clases naturales es copiosísima, sobre todo en la filosofía académica anglosajona de los últimos cuarenta años.
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3 En realidad, Aristóteles afirmó que todos los géneros, si es que en verdad son géneros, tenían que ser así: “Pues el género”, se dice en el libro VI de los Tópicos, 142 b 27-29, “quiere significar la esencia y de lo que se dice en la definición es lo primero que se supone (tò dè génos boúletai tò tí esti semaínein, kaì prôton hypotíthetai tôn en tôi horismôi legoménon)”. La determinación del género aparece también en Segundos analíticos, 98 a 1-24. Sobre estos últimos, que no se encuentran entre los textos más fáciles ni más elegantes del Filósofo, se manejará con provecho el comentario del ya mencionado Jonathan Barnes en el volumen correspondiente de la Clarendon Aristotle Series: Aristotle, Posterior Analytics, segunda edición, Oxford, Clarendon Press, 1993. Un estudio muy completo, sobre estas cuestiones aunque fastidioso por su jerga, es el de David Charles, Aristotle on Meaning and Essence, Oxford, Clarendon Press, 2002. La obra clásica de Saul Kripke –sus conferencias de Princeton de 1970– puede encontrarse en traducción castellana de Margarita Valdés: El nombrar y la necesidad, 2.ª edición revisada, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1995 (el asunto de las clases naturales aparece en la tercera conferencia). Otra presentación de las tesis de Kripke se encontrará en su ensayo “Identidad y necesidad”, recogido en la compilación de Luis M. Valdés Villanueva, La búsqueda del significado. Lecturas de filosofía del lenguaje, Madrid, Tecnos, 1991, pp. 98-130. Otro texto casi igualmente decisivo en la tradición analítica es “The Meaning of ‘Meaning’”, de Hilary Putnam, un artículo de 1975 (hay traducción castellana de Juan José Acero: “El significado de ‘significado’”, en la compilación recién citada de Luis M. Valdés, pp. 131-194). Los lectores que quieran iniciarse en estas cuestiones, y muchos de los iniciados, no se arrepentirán de leer Kant y el ornitorrinco, de Umberto Eco, traducción de Helena Lozano, Barcelona, Lumen, 1999. 4 Ha de advertirse, dicho sea de paso, que la cuestión de si algo es o no es un género natural se solapa notablemente –tanto que casi equivale a ella– con la de si el género se establece de manera constativa o performativa. Tanto que quienes crean que esta última oposición puede debilitarse o desconstruirse tenderán por su parte a pensar que en definitiva lo moral es tan natural o poco natural como cualquier otra cosa. 5 La diferencia en número o numérica es, en la lógica tradicional, aquella que distingue a dos particulares de una misma especie no divisible en otras especies, de una species ultima o specialissima (así, este hombre respecto de aquel otro), mientras que la diferencia específica distingue a una especie del género próximo al que pertenece (el hombre respecto del animal). Véase el apartado IV de la Isagogé de Porfirio (pp. 24-36 de la citada edición de García Norro y Rovira). 6 Puede verse sobre esto “La naturaleza por duplicado”, ensayo 1.º de mi libro La moral como anomalía, Barcelona, Herder, 2007. 7 Se ocupó de estas metonimias Fernando Lázaro Carreter en El dardo en la palabra, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 1997, pp. 364-367. Lázaro menciona “climatología”, “geografía”, “anatomía” y “etimología”; “no deben de ser muchos más”, añade (pp. 364-365), “los casos en que el nombre de una ciencia designa también el objeto por ella estudiado”. 8 En un memorable artículo, “La moda del archisílabo” (El País, 21 de septiembre de 1995), Aurelio Arteta propuso este término para designar los términos artificial e innecesariamente alargados, concebidos para darles a las palabras –o a quien las pronuncia– un plus de importancia o de seriedad. “Si al desgraciado circo del chiste le crecían los enanos, en nuestro circo verbal nos crecen a ojos vistas las palabras”, dice Arteta, y “por alguna regla que al psicólogo del lenguaje le tocaría desvelar, el blablablá ya no lo parece tanto cuando se torna en blablablabla.” Así se dirá ejercitar, y no ejercer, complementar por completar, problemática por problema, finalidad por fin, credibilidad por crédito, peligrosidad por peligro, fundamentar por fundar, utilización por uso, ejemplarizante por ejemplar o generalizado por general, y también, por cierto, ética en lugar de moral. Arteta ha vuelto sobre la cuestión y ha proporcionado nueva copia de ejemplos en “Arrecian los archisílabos”, El País, 10 de agosto de 2005. 9 En realidad, “fisonomía” es también una etimología popular, que forma esta palabra en lugar de
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“fisiognomía”, como si se tratase de una “ley (nómos) de la naturaleza” cuando en realidad no es más que un “discernimiento” (gnóme), el propio del buen discernidor (gnómon). “Fisiognómica” y “fisiognomónica” han sido los vocablos cultos tradicionales, y de la vacilación entre la adaptación correcta y la etimología popular da fe la variedad en las lenguas: physionomie en francés, fisionomia en italiano, physiognomy en inglés o Physiognomik en alemán. Véase la Historia de la Fisiognómica. El rostro y el carácter, de Julio Caro Baroja, Madrid, Istmo, 1988. Belén Altuna prepara un ambicioso y muy prometedor estudio sobre el rostro y la moral, del que puede verse un anticipo en su ensayo “Las preguntas morales del rostro”, presentado al encuentro “Moral, ciencia y sociedad en la Europa del siglo XXI” que se celebró en San Sebastián en marzo de 2005. El texto está recogido en el deuvedé de dicho encuentro, compilado por Roberto R. Aramayo y Txetxu Ausín (Madrid, CSIC, 2005). 10 El origen de la idea de Estado guarda, si bien se mira, una relación muy estrecha con este procedimiento metonímico de formación de conceptos. Dos estudios de Quentin Skinner resultan muy iluminadores sobre el particular: “From the State of the Princes to the Person of the State” (revisión de un texto de 1989) y “Hobbes and the Purely Artificial Person of the State” (revisión de otro texto de 1999), que se encontrarán respectivamente en los volúmenes 2.º (pp. 368-413) y 3.º (pp. 177-208) del ya citado Visions of Politics. 11 El uso en que acabo de incurrir –que no había sido deliberado– de la palabra “jurisdicción” es una catacresis mediante cambio de disciplina u oficio. “Jurisdicción” no es meramente “competencia”; es la competencia legítima y oficialmente acreditada como consecuencia de un reparto reglado. 12 Aunque desconozco este uso, “patología” puede designar además al paciente de una enfermedad, según Lázaro, El dardo en la palabra, cit., p. 410. 13 De manera parecida a como “las libertades” son siempre más apreciables que la libertad. Es difícil averiguar cuál es la razón de esta preferencia por el plural. Quizá tenga que ver –aunque se trata de una humilde conjetura– con el supuesto de que si algo es bueno tiene que comprender dentro de sí diversas opciones que se acomoden a las preferencias de cada persona o grupo. Se trataría en ese caso de la concepción del bien como un menú o, mejor dicho, del bien a la carta, algo muy de moda y muy respetuoso con las identidades. 14 Según he oído sostener a Javier Echeverría, “tecnología” se distingue de “técnica” en que designa, además de a la técnica misma, al discurrir o discutir sobre ella. Pero la tecnología, para él, no equivale sin más a la suma de la técnica por un lado y el discurso sobre la técnica por otro (como quien dice los dinosaurios y el discurso sobre ellos), sino que comprende a las dos cosas como unidad, ya que el discurso sobre la técnica no sería ajeno a la técnica misma. La propuesta de Echeverría es ingeniosa, aunque me parece que racionaliza lo que se acuñó de otro modo, haciendo de la casualidad virtud. 15 Dejo de lado, por no tratarse estrictamente de metonimias disciplinares, casos tan frecuentes como los del desastre ecológico o la catástrofe humanitaria. El primero de ellos parece muy próximo a la metonimia disciplinar, aunque lo que propiamente mienta ahí “ecológico”, más que algo relacionado con la disciplina de la ecología, es “que cae dentro del conjunto de intereses propio de los ecologistas”, de la misma manera que una catástrofe es “humanitaria” cuando afecta sobre todo a bienes de cuyo cuidado o recuperación se ocupan las organizaciones humanitarias, o quizá cuando se cree que recibirá muestras de solidaridad procedentes, sobre todo, de personas con talante o hábitos humanitarios. 16 Son muy apropiadas a este respecto las nociones de “posterioridad anterior” y “anterioridad posterior”, tal como las ha usado José Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2004. 17 Es imprescindible sobre este asunto el opúsculo de Reinhart Koselleck, historia/Historia, traducción e introducción de Antonio Gómez Ramos, Madrid, Trotta, 2004. Véase también la Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, del propio Gómez Ramos, Madrid, Akal, 2003. 18 No poseo conocimientos suficientes para estar seguro de que el caso de la economía sea otra metonimia disciplinar, aunque muchas veces parecen animar a ello los análisis de Deirdre N. McCloskey en The Rhetoric of
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Economics, 2.ª ed., Madison, The University of Wisconsin Press, 1998.
Capítulo 6 – La autonomía de la doctrina moral 1 Mi artículo “¿Es posible lograr un equilibrio reflexivo en torno a la noción de autonomía?”, en el libro colectivo, compilado por Roberto R. Aramayo, por Javier Muguerza y por mí, El individuo y la historia. Antinomias de la herencia moderna, Barcelona, Paidós, 1995, contiene una discusión de estos sentidos de la autonomía individual. Es muy fructífera la exposición del concepto de autonomía (en sus relaciones con el de autenticidad) que lleva a cabo Carlos Thiebaut en su Vindicación del ciudadano, Barcelona, Paidós, 1998, pp. 8397. Puede verse una crítica del argumento de Thiebaut por Benjamín Alcalá en La balsa de la Medusa, 45-46 (1998), pp. 216-225. No debe dejar de leerse el texto de Gerard Vilar, “Autonomía y teorías del bien”, capítulo 11 de su libro La razón insatisfecha, Barcelona, Crítica, 1999. Sigue siendo muy recomendable, de Gerald Dworkin, su Theory and Practice of Autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988. 2 Más adelante se verá que esto no es del todo cierto. Lo que probablemente quiso decir Kant es que uno es autónomo aunque no ejerza su autonomía. Lo esencial de la autonomía kantiana es que ha de ser atribuida a las personas aunque su comportamiento no anime mucho a hacerlo. Quien obra de manera heterónoma no es por ello alguien heterónomo. Al contrario: se le imputa su falta de autonomía por ser precisamente una falta, vale decir, un desajuste con respecto a lo que él es en verdad, o sea, un ser autónomo. Como ha dicho Carlos Thiebaut en el texto a que se refiere la nota anterior, la autonomía es “presuntiva”. Una muy oportuna desconstrucción de la oposición entre lo autónomo y lo heterónomo es la que ha llevado a cabo Carmen González Marín en “Autonomía y heteronomía”, Isegoría, 30 (2004), pp. 203-217. Piénsese, dice, en el caso de don Quijote como paradigma de sujeto heterónomo (el loco es, sin duda, la heteronomía colmada) que, sin embargo, “en el fondo representa muy bien la unidad interna y la falta de fracturas que parece tan deseable desde la postulación de la autonomía” (p. 213). La heteronomía pasa a ser una especie de ironía de la autonomía, pero algo muy semejante es lo que le ocurre, según González Marín, al veraz incondicionado kantiano, una suerte de loco quijotesco “incapacitado para percibir conflictos de valores o entre principios […], un miope moral, un ciego ético” (ibíd.). En efecto, lo heterónomo es para la moral moderna una enfermedad o un vicio –algo que desvía de la verdadera naturaleza de las cosas–, pero conviene advertir que la propia moral también se concibe a sí misma como un desvío con respecto al tipo de conducta que de hecho predomina entre los mortales, y como un desvío ciertamente radical. El resultado es que tanto la autonomía como la heteronomía son máximamente “naturales” y máximamente “antinaturales”, en dos sentidos de un término y del otro que, aun queriendo ser opuestos, mantienen un grado inquietante de analogía. 3 La mentira es, no en vano, una de las grandes cuestiones morales de todos los tiempos. Debe leerse sobre el particular el libro de Carmen González Marín, De la mentira, Madrid, La balsa de la Medusa/Antonio Machado Libros, 2002. 4 Recogido ahora en sus Collected Papers, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1999. Hay traducción castellana de este artículo, por Miguel Ángel Rodilla: “La independencia de la teoría moral”, en Justicia como equidad, Madrid, Tecnos, 1987. 5 El lector encontrará una buena exposición de los problemas conceptuales suscitados por los términos “moral” y “ética” y de las relaciones entre la moral vivida (o ethica utens) y la moral pensada (o ethica docens) – o, si se quiere, entre la moral y su doctrina– en la Ética de José Luis L. Aranguren, vol. 2.º de sus Obras completas, Madrid, Trotta, 1994, pp. 160-502. 6 O quizá no lo sea tanto. Muy a menudo los cultivadores de una disciplina se vuelven locos probando que la suya es reductible a otra más amplia o más “científica”. Esto, que es muy frecuente entre filósofos y otras gentes de humanidades, suele ser indicio de procesos de arrepentimiento o de transfuguismo disciplinar. Lo que sí resulta
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rarísimo es encontrarse con alguien empeñado en mostrar que su disciplina puede reducirse a otra con menos prestigio social o poder académico, o menos adelantada y, por emplear la horrísona expresión de moda, menos puntera. Que cierta rama de la filosofía es reductible a una ciencia o a la intersección entre varias o que alguna de las disciplinas humanísticas debe subsumirse en alguna ciencia natural son consignas muy habituales, y lo son sobre todo entre los cultivadores de las disciplinas aspirantes al alto honor de poder ser reducidas. Si uno cultiva una disciplina tenida por rancia y obsoleta hará bien en tratar de mostrar que ese saber puede convertirse en una parte de cierta disciplina más científica o más de moda, o por lo menos esto es lo que habrá de proclamar cuando rellene formularios para solicitar fondos de I + D + i. Declararse, por ejemplo, cultivador de la retórica no es demasiado recomendable, pero si se razona que esta disciplina debe tomarse toda ella como una aplicación o extensión de la ciencia cognitiva, entonces las cosas cambian considerablemente, igual que si alguien dedicado a la heráldica presenta sus quehaceres como una rama de la semiótica o un especialista en Porfirio se proclama cultivador de los estudios de género. 7 La enunciación más conocida de la idea de que la naturaleza imita al arte es la de Oscar Wilde en “La decadencia de la mentira”, que se encontrará en sus Intenciones, traducción y notas de Ricardo Baeza e introducción de Salvador Clotas, Madrid, Taurus, 2000, pp. 11-48. 8 Es el “espejo de la naturaleza” que hizo célebre Richard Rorty en su libro del mismo título. Leibniz dijo, como se sabe, que cada mónada es un espejo del resto del universo (y algunas hasta de ellas mismas). El caso de Leibniz es el de una generalización total de la metáfora del espejo, que la destruye, pues si todo son espejos en el mundo entonces ya no se sabe lo que distingue a un espejo de otra cosa ni lo que significa propiamente que algo sea un espejo. 9 Según la ha expuesto Robert B. Brandom, La articulación de las razones. Una introducción al inferencialismo, traducción de Eduardo de Bustos y Eulalia Pérez Sedeño, Madrid, Siglo XXI, 2002. 10 “[En las tradiciones] la indagación intelectual […] forma parte de la elaboración de un modo de vida social y moral del cual la indagación intelectual misma [es] un elemento integrante, y en cada tradición las formas de esa vida [están] encarnadas (embodied) con grados de imperfección mayores o menores en instituciones sociales y políticas que también extraen su vida de otras fuentes.” La cita es de Alasdair MacIntyre (Whose Justice? Which Rationality?, Notre Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, 1988, p. 349), pero muy bien podría deberse a una amplísima gama de filósofos morales, epistemólogos y filósofos o sociólogos de la ciencia, no todos ellos de filiación relativista, neoaristotélica o comunitarista. 11 Me he ocupado de estas cuestiones en mi tesis doctoral El mito del contexto. Tres argumentos sobre el ideal contextualista en la filosofía moral contemporánea, Universidad Autónoma de Madrid, 1994, y en Contra el relativismo, Madrid, La balsa de la Medusa/Visor Dis, 1999. 12 Véase Charles Sanders Peirce, “Cómo esclarecer nuestras ideas”, en El hombre, un signo. El pragmatismo de Peirce, edición de José Vericat, Barcelona, Crítica, 1988, p. 210.
Capítulo 7 – Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte 1 Parecería que puede cumplirse la segunda condición sin la primera. Lo que le ocurriría entonces a este individuo es que sabría distinguir una a una las motivaciones que son morales de las que no lo son, pero sin ser capaz de conectar las primeras entre sí. Creo, empero, que esto es conceptualmente imposible. Sabe, por ejemplo, que no hay que robar con independencia de lo que digan los Mandamientos o el Código Penal o el código genético y sabe también que no hay que cometer adulterio con independencia… de lo que digan los Mandamientos o el Código Penal o el código genético. Con esto creo que ya se ha establecido una conexión muy apropiada entre las dos motivaciones. Después se podrá llamar al conjunto resultante “la moral” o como se
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prefiera. 2 La moral autónoma muestra, en efecto, propiedades semejantes a las de los procesos que suelen llamarse de “dependencia de la senda”. Véase sobre esta noción el libro de Juan Antonio Rivera, El gobierno de la fortuna, Barcelona, Crítica, 2000. En cierto modo se opera aquí una “síntesis de la fatalidad”, según expresión de Rafael Sánchez Ferlosio, en “Cuando la flecha está en el arco, tiene que partir” (José María González García y Carlos Thiebaut, eds., Convicciones políticas, responsabilidades éticas, Barcelona, Anthropos, 1990, pp. 245-278, recogido también en R. Sánchez Ferlosio, Ensayos y artículos, vol. II, Barcelona, Destino, 1992, pp. 475-513). Sobre los temas de este último escrito, puede ver el lector mi ensayo “El sujeto construido”, en el volumen compilado por Manuel Cruz, Tiempo de subjetividad, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 199-220. 3 Véase el magnífico libro de J. B. Schneewind, ya citado aquí con otro propósito, The Invention of Autonomy. Será también muy provechosa la lectura de un artículo del mismo autor, “De l’historiographie de la philosophie morale”, en Yves-Charles Zarka, ed., Comment écrire l’histoire de la philosophie?, París, Puf, 2001, pp. 171-184. En la excelente tesis doctoral de la profesora Marta García Alonso, Una comprensión teocéntrica de la realidad: Juan Calvino (Madrid, Facultad de Filosofía de la Uned, 2004) se encontrará una versión de la historia de la autonomía moderna alternativa a las concepciones tradicionales, tan proclives a ver en la Reforma la matriz del yo autónomo. 4 La palabra “doctrina” es anómala en castellano por lo que hace a su papel en el mapa de los conocimientos y de las prácticas. Una doctrina no suele ser exclusivamente teórica, ni tampoco exclusivamente práctica. Suele ser más bien una combinación de ambos ingredientes, aunque eso no significa que consista en un conjunto de afirmaciones de hecho de las que se sigan normas o valoraciones. Puede consistir, por ejemplo, en un conjunto de mandatos unido a cierta interpretación sobre el significado de dichos mandatos, y entonces ya no será, desde luego, una colección de deberes derivados de hechos. “Doctrina” tiene, salvo en el campo del derecho, cierto sabor arcaizante que la convierte quizá en una palabra atractiva, salvo, desde luego, para paladares estragados por la ingesta masiva de actualidad. 5 Sólo semejante, pues en este segundo campo las exigencias eran sin duda más severas. Mientras la filosofía natural se profesionalizaba a marchas forzadas y se convertía en una disciplina ascética (abandonando como alma que lleva el diablo el espíritu dilettante y casi recreativo de los primeros tiempos de la Royal Society londinense), los cultivadores de las ciencias morales pertenecían todavía a la plácida y nada profesional república de las letras, esa comunidad universal de hombres discretos, benéficos e ingeniosos que, no en vano, proporcionó a Kant el apacible modelo del “uso público de la razón”. 6 Recuérdese lo que dice Hume al respecto: “[E]stoy seguro de que una pequeña reflexión sobre esto subvertiría todos los sistemas corrientes de moralidad, haciéndonos ver que la distinción entre vicio y virtud ni está basada meramente en relaciones de objetos ni es percibida por la razón.” Tratado de la naturaleza humana, libro III, parte 1.ª, sección III, traducción de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 690. 7 Un clásico sobre estas cuestiones es La razón sin esperanza (Siete trabajos y un problema de ética), de Javier Muguerza, Madrid, Taurus, 1977. 8 Esto no significa, por cierto, que todos los radicales sean más rigoristas que todos los moderados; como suele ocurrir en casos así, unos llevan la fama y otros cardan la lana. El radical es rigorista por definición, pero muchos moderados superan en rigorismo a algunos radicales. Quien haya leído la Autobiografía de Mill sabe de sobra que el utilitarista consecuente puede alcanzar unos grados de terrorismo moral muy superiores a los de cualquier kantiano. Desde luego, la obsesión por el altruismo como paradigma de la conducta moral es quizá mayor entre los moderados que entre los radicales.
Capítulo 8 – Metonimias y anomalías
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1 […] tò autò dé estin he kat’enérgeian epistéme tôi prágmati, Acerca del alma, III, 431 a 1, traducción de Tomás Calvo Martínez, Madrid, Gredos, 1978. 2 […] epì mèn gàr tôn áneu hy´les tò autó esti tò nooûn kaì tò nooúmenon, he gàr epistéme he theoretikè kaì tò hoútos epistetòn tò autó estin, III, 430 a 3-5, también según la traducción de Tomás Calvo. 3 F. Nietzsche, Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne, en Sämtliche Werke, eds. Giorgio Colli y Mazzino Montinari, Múnich-Berlín, Deutscher Taschenbuch Verlag-Walter de Gruyter, 1980, vol. 1.º, p. 881. Estas palabras se refieren a la metáfora, pero Nietzsche también prestó atención a la metonimia, y lo hizo en unos términos de inconfundible sabor nominalista: “los abstracta”, dice en unas notas de 1872, “provocan la ilusión de que ellos son la esencia, es decir, la causa de las propiedades, mientras que sólo a consecuencia de esas propiedades reciben de nosotros una existencia figurada. Es muy instructivo en Platón el tránsito del eíde a las idéai: aquí tenemos la metonimia, la sustitución radical de la causa y del efecto” (“Descripción de la retórica antigua. Semestre de invierno de 1872”, en Escritos sobre retórica, edición de Luis Enrique de Santiago Guervós, Madrid, Trotta, 2000, p. 110). En el mismo texto, identifica Nietzsche literalidad o ausencia de figuración con “naturalidad”: “No hay ninguna ‘naturalidad’ no retórica del lenguaje a la que se pueda apelar: el lenguaje mismo es el resultado de artes puramente retóricas”. Y un par de páginas más adelante: “Los tropos no se añaden ocasionalmente a las palabras, sino que constituyen su naturaleza más propia. No se puede hablar en absoluto de una ‘significación propia’ que es transpuesta a otra cosa sólo en determinados casos” (ob. cit., pp. 91 y 93). Son imprescindibles sobre este asunto los capítulos 5.º y 6.º de la primera parte de Alegorías de la lectura. Lenguaje figurado en Rousseau, Nietzsche, Rilke y Proust, de Paul de Man, traducción de Enrique Lynch, Barcelona, Lumen, 1990, pp. 126-157. 4 Bernard Lamy, La rhétorique ou l’art de parler, libro II, capítulo 3.º, edición crítica de Benoît Timmermans, París, Puf, 1998, p. 163. 5 Retórica a Herenio, IV, 32, 43, según la traducción castellana de Salvador Núñez, Madrid, Gredos, 1997, p. 276. Cfr. el Manual de retórica literaria. Fundamentos de una ciencia de la literatura, de Heinrich Lausberg, traducción de José Pérez Riesco, Madrid, Gredos, 1967, § 565. 6 Tralata dico, ut saepe iam, quae per similitudinem ab alia re aut suauitatis aut inopiae causa transferuntur, mutata, in quibus pro uerbo proprio subicitur aliud, quod idem significet, sumptum ex re aliqua consequenti. Cicerón, Orator ad M. Brutum, XVII, 92-93, ed. A. Yon (Les Belles Lettres), cfr. Lausberg, ob. cit., § 566. 7 Pierre Fontanier, Les figures du discours, con introducción de Gérard Genette, París, Flammarion, 1977, pp. 214-215. Lo que más llama la atención de estas metonimias es que apenas son distinguibles de las normales. 8 Capítulo 1.º de la 3.ª parte de Les figures du discours, cit., p. 213. 9 Las corporaciones colegiales reciben a veces el nombre de “claustro” mediante otra metonimia de estructura nada sencilla. Por su frecuente uso de términos medievales cuyo sentido originario apenas resulta transparente, el lenguaje académico es muy pródigo, de hecho, en catacresis de metonimia. Un caso muy semejante al de “colegio” es el de “facultad” (según pervive, por ejemplo, en el inglés faculty), que designaba al conjunto de los doctores facultados para una de las cinco enseñanzas de la universidad tradicional: la inferior, o de Artes, y las superiores, de Teología, Cánones, Leyes y Medicina. 10 Desde luego, tanto “muerto” como “fósil” y “ciego” son usos metafóricos que, por su parte, no están muertos ni son fósiles o ciegos, como si el nombre de estos tropos expresara el temor supersticioso a poseer la misma condición de aquello que designa. 11 Orator ad M. Brutum, loc. cit. 12 “Métaphores forcées”, llama Fontanier a las catacresis de metáfora (Les figures du discours, p. 217 de la edición mencionada). Resulta tentador afirmar que la palabra “tropo” se usa de manera literal, propia o natural
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cuando se refiere a los tropos llamados vivos, y que llamar tropo a un tropo muerto es incurrir en uso figurado de la palabra. Quien cayese en esta tentación no andaría muy desacertado, pues pensar un tropo muerto como tropo es tratarlo como si estuviese vivo, y sacarlo por tanto del régimen normal de uso que le corresponde. Porque ciertamente la palabra “tropo” designa palabras sacadas fuera de su régimen normal, y sólo violentando su uso puede empleársela para designar palabras normales (que, a su vez, son sacadas fuera de la norma, por lo menos mientras dure su consideración como tropos, antes de que sean devueltas a su empleo “muerto”). 13 “Esta licencia”, dice Rafael Sánchez Ferlosio, “o autodispensa ocasional de las reglas de juego del tráfico lingüístico, o, mejor todavía, este recurso eventual a reglas de emergencia, que, como tales, se encuentran a otro nivel de convención y de legalidad (al igual que esos dispositivos de seguridad, igualmente reglamentados en las constituciones del Estado moderno, que se llaman expresamente ‘estados de excepción’), tiene incluso en la emisión oral de la palabra su propio signo indicador, que consiste en una no por leve menos inequívoca inflexión en el tono de voz, acompañada casi siempre de una pausa de valor relativo doble, que precede inmediatamente a la palabra metafórica, como indicando el cambio de nivel significante a que el oyente tiene que atenerse para la correcta interpretación del texto”. (“Sobre la transposición”, Ensayos y artículos, vol. II, Barcelona, Destino, 1992, p. 49). 14 Contra el parecer de Fontanier, quien sí aduce el nombre aile como ejemplo de catacresis de metáfora (Les figures du discours, p. 216 de la edición citada). Ha de advertirse que el empleo de “facción” que acabo de hacer –tomándolo sin más como equivalente a cierta parcialidad de un grupo más amplio– es una sinécdoque, y que el sentido propio de esta palabra es, según la Academia, el de “bando, pandilla, parcialidad o partido violentos o desaforados en sus procederes o en sus designios” (Diccionario de la lengua española, 21.ª edición). Si no estoy engañado, “facción” ha pasado a ampliar su uso hasta referirse a cualquier sector (o “corriente”, otra metáfora) de un grupo más amplio; de otro modo resultaría llamativa (cosa que no creo que ocurra) una expresión como “facción moderada”. El originario sentido restringido sí que pervive, en cambio, en el adjetivo “faccioso”, al que la Academia define con razón como “inquieto, revoltoso, perturbador de la quietud pública”. Sobre catacresis y tropos vivos, véase Michele Prandi, Gramática filosófica de los tropos. Configuración formal e interpretación discursiva de los conflictos conceptuales, traducción de M.ª del Camino Girón y Marta Tordesillas, Madrid, Visor Dis, 1995, capítulo 3.º. 15 Tanto que, de tener que escribirlo, muchos hablantes pondrán seguramente entre comillas “macho” y “hembra” referidos a enchufes y en la expresión oral es probable que acompañen la emisión de alguna señal que marque anomalía, extrañeza, impropiedad o acaso picardía. 16 “Sobre la transposición”, cit. Hay un excelente comentario de este texto, por José Luis Pardo: “El concepto vivo o ¿dónde están las llaves? Ensayo sobre la falta de contextos”, Archipiélago, 31 (1997), pp. 40-49. 17 El tigre que, en efecto, podía verse en Madrid, en la primera jaula a mano izquierda según se entraba a la Casa de Fieras del Retiro (en la misma fila, por tanto, que concluía, ya casi en la verja de Menéndez Pelayo, con el ancianísimo elefante, el discreto y avisado Perico, superviviente de la Guerra de la Independencia y quizá de sobresaltos más antiguos), hasta que una reforma modernizadora desmanteló, calculo que en 1971 o 1972, aquel espléndido jardín de olores indescriptibles, y levantó en sustitución suya el muy didáctico, higiénico y absurdo parque zoológico que hoy pervive en los extremos de la Casa de Campo, un lugar tan desabrido y tan a trasmano que su visita es totalmente excusable y que no creo pueda suscitar en nadie destello alguno de inteligencia. 18 Salvo mejor parecer, el gato del mecánico es –como el macho y la hembra del enchufe– un ejemplo de catacresis viva, que designa algo carente de otra designación y que, sin embargo, no pierde la condición figurada. 19 Con “deslizamiento de referencia”, según expresión de Michel Le Guern, La metáfora y la metonimia, traducción de A. Gálvez-Cañero, Madrid, Cátedra, 1990, p. 17. 20 Como bien saben los lectores de Derrida. Véase sobre todo “La mitología blanca. La metáfora en el texto filosófico”, en Márgenes de la filosofía, traducción de Carmen González Marín, Madrid, Cátedra, 1998, pp. 247-
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311. 21 El lector que simpatice poco con Derrida podrá acercarse con provecho a lo que ha expuesto y mostrado Blumenberg sobre la metafórica “de fondo” a lo largo de toda su obra. Véase una presentación muy esclarecedora en sus Paradigmas para una metaforología, traducción y estudio introductorio de Jorge Pérez de Tudela, Madrid, Trotta, 2003.
Capítulo 9 – Plantas que aprenden botánica 1 Sobre el concepto de “historia natural” y su disolución, véase Wolf Lepenies, Das Ende der Naturgeschichte, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1976. En la segunda parte de sus Juegos de duelo. La historia según Walter Benjamin, Madrid, Abada, 2004, José Manuel Cuesta Abad ha examinado cuidadosamente algunos avatares de este concepto, a partir sobre todo del uso que Adorno hizo de él en “Die Idee der Naturgeschichte”, Gesammelte Schriften, I. Philosophische Frühschriften, edición de R. Tiedemann, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1973, pp. 345-365. 2 Es necesario comprenderlo como profecía por lo menos mientras dura el acto de leer tomado en serio. Entre el lector de ficción que confunde ésta con la realidad y el que lee por puro entretenimiento o evasión y sin incurrir por tanto en confusión alguna hay una tercera clase de lectores para los cuales la ficción es algo completamente serio mientras dura la lectura o mientras ésta se recrea, algo dotado del tipo especial de seriedad que corresponde a lo que se sabe tiene que cancelarse o suspenderse. Al lado de este tercer tipo, que es el verdadero lector de ficciones, los otros dos son ineptos por igual, aunque siempre tenga más grandeza quien confunde las fantasías con la realidad que quien las emplea para matar el tiempo. 3 Podría usarse el cultismo “trasunción”, que tendría en su favor la existencia, amplísimamente aceptada, del término “trasunto”. Y efectivamente la metalepsis consiste, según se verá en seguida, en sustituir la mención de una cosa por la de su trasunto, copia o imitación, con todos los ecos miméticos que esta palabra tiene. 4 Véanse los dos ejemplos que proporciona José Antonio Mayoral en su sistematización de la doctrina retórica clásica española (Figuras retóricas, Madrid, Síntesis, 1994, pp. 248-249). Son éste de Garcilaso: “La sombra se veía/ venir corriendo apriesa/ ya por la falda espesa/ del altísimo monte”, y este otro de Quevedo: “¿Qué te han hecho, mortal, de estas montañas/ las escondidas y ásperas entrañas?/ ¿Qué fatigas la tierra?/ Deja en paz los secretos de la sierra/ a quien defiende apenas negra hondura”. 5 Fontanier, ob. cit., p. 128. 6 Gérard Genette, Metalepsis. De la figura a la ficción, traducción de Luciano Padilla, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 31. 7 Y a fin de cuentas, dice Genette, cada vez que decimos que tal hombre “es un auténtico Don Juan” nos metemos de lleno en la antimetalepsis (ob. cit., p. 154). 8 Fontanier, loc. cit. 9 El 18 de floreal del año II (7 de mayo de 1794), Robespierre dirigió a la Convención el discurso que se ha transmitido bajo el título “Sobre las relaciones de las ideas religiosas y morales con los principios republicanos y sobre las fiestas nacionales” (se encontrará en Maximiliano Robespierre, Discursos e informes en la Convención, traducción, introducción y cuadro cronológico de Agustín García Tirado, Madrid, Ciencia Nueva, 1968). En la propuesta de disposición con que acaba dicho discurso se proclama que “el pueblo francés reconoce la existencia del Ser supremo y de la inmortalidad del alma” y se establece una prolija serie de fiestas que la República habrá de celebrar: “Al Ser Supremo y a la Naturaleza. Al Género humano. Al Pueblo francés. A los Bienhechores de la humanidad. A los Mártires de la libertad. A la Libertad y a la Igualdad. A la República. A la Libertad del Mundo. Al amor a la Patria. Al odio a los tiranos y a los traidores. A la Verdad. A la Justicia. Al Pudor. A la Gloria y a la
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Inmortalidad. A la Amistad. A la Frugalidad. A la Buena fe. Al Desinterés. Al Estoicismo. Al Amor. A la Fe conyugal. Al Amor paternal. A la Ternura maternal. A la Piedad filial. A la Infancia. A la Juventud. A la Vejez. A la Desgracia. A la Agricultura. A la Industria. A nuestros Progenitores. A la Posteridad. A la Felicidad” (pp. 204-205 de la citada edición). En el mismo discurso, el Incorruptible había pontificado que “el verdadero ministro del Ser supremo es la Naturaleza; su templo, el universo; su culto, la virtud; sus fiestas, el júbilo de un gran pueblo reunido bajo sus ojos para estrechar los dulces nudos de la fraternidad universal y para ofrecerle el homenaje de los corazones puros y sensibles” (p. 195). Esta proclama de Robespierre, inmejorable como expresión del programa radical de la moral moderna, es la antístrofa de los episodios del 20 de brumario del año II (10 de noviembre de 1793), cuando, en lo que había sido Notre Dame, y evitándose el uso de estatuas para rehuir la idolatría, la Razón fue erigida como objeto de culto, representada por la joven mademoiselle Maillard. “La Raison”, dice sin respeto ninguno Michelet, “vêtue de blanc avec un manteau d’azur, sort du temple de la Philosophie, vient s’asseoir sur un siège de simple verdure. Les jeunes filles lui chantent son hymne; elle traverse au pied de la montagne en jetant sur l’assistance un doux regard, un doux sourire. Elle rentre, et l’on chante encore… On attendait… C’était tout. Chaste cérémonie, triste, sèche, ennuyeuse” (Michelet, Histoire de la Révolution française, ed. Gérard Walter, Bibliothèque de la Pléiade, París, Gallimard, 1952, vol. 2.º, libro XIV, capítulo III, p. 646). Max Weber escribió algunas líneas imperecederas sobre la “glorificación carismática de la razón” en Economía y sociedad, cit., p. 937. Me he referido a estas cuestiones en “La moral como profesión”, 4.ª parte de la ya citada Apología del arrepentido y otros ensayos de teoría moral. 10 “Sólo un loco como don Quijote es capaz de decir: ‘Yo sé quién soy’”, o por lo menos eso es lo que cree el profesor Juan Miguel Palacios –a mi modo de ver con acierto– que es la doctrina de Kant sobre el conocimiento del propio yo: “Al declarar incognoscibles las cosas en sí, el idealismo trascendental ha de reducir a la persona moral al espectáculo de su mera mueca fenoménica; y al recusar la posibilidad de un conocimiento al menos analógico de la realidad misma a partir de sus fenómenos, esa mueca se ha de mostrar siempre inexpresiva y desconcertante” (“Del conocimiento de sí mismo en la filosofía trascendental de Kant”, en J. M. Palacios, El pensamiento en la acción. Estudios sobre Kant, Madrid, Caparrós, 2003, p. 39). 11 Y ello sin necesidad de acudir a la vieja tesis, tan habitual en la ortodoxia de la filosofía de la ciencia del siglo XX, de la simetría entre explicación y predicción –que vendrían a fungir como las dos caras de una misma moneda–, una tesis según la cual la sustancia de toda explicación científica satisfactoria radica en los acontecimientos futuros que logra predecir con éxito. Ya sea que se admita dicha complementariedad de explicación y predicción, ya sea que se tome la capacidad predictiva de las teorías científicas como un valor de entre los que la ciencia tiene que obeceder, resulta muy difícil no tomar las predicciones cumplidas como una de las señales más esenciales, si no la que más, por las que la ciencia es apreciable. 12 La profecía que se cumple a sí misma y la que se destruye a sí misma son viejos temas de la teoría social. La reflexión contemporánea sobre el tema fue iniciada por dos artículos clásicos de Robert K. Merton: “The Unanticipated Consequences of Social Action”, en Sociological Ambivalence and Other Essays, Nueva York, The Free Press, 1976, y “La profecía que se cumple a sí misma”, en Teoría y estructura sociales, México, Fondo de Cultura Económica, 1974. Deben verse sobre el particular dos estudios de Emilio Lamo de Espinosa: el capítulo 4.º de La sociedad reflexiva. Sujeto y objeto del conocimiento sociológico, Madrid, Centro de Investigaciones Sociológicas, 1990, y el 24.º de La sociología del conocimiento y de la ciencia, Madrid, Alianza, 1994 (con José María González García y Cristóbal Torres Albero). 13 Según he sostenido en mi libro, ya citado, Contra el relativismo. 14 Véase Lausberg, ob. cit., §§ 519 y 701-708. 15 Tomo el ejemplo del Manual de retórica española, de Antonio Azaustre y Juan Casas, Barcelona, Ariel, 1997, p. 108. Fontanier distinguió cuidadosamente entre silepsis de metonimia, silepsis de sinécdoque y silepsis de metáfora (ob. cit., pp. 105-108), según el tropo a que correspondiera el sentido figurado de la palabra. En
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nuestro caso se trataría de una silepsis de metalepsis.
Capítulo 10 – La teoría como interrupción 1 Olvidando las figuras, es decir, olvidando los fingimientos o ficciones y obrando como si todo fuese natural y exento de figuración. Semejante normalidad del lenguaje es, desde luego, una mera ilusión, pero una ilusión necesaria que se vuelve verdad a fuerza de confiar en ella. La lucha contra la retórica se parece mucho, no en vano, a la actitud prematuramente adulta del niño que se insubordina contra el carácter figurado y fantástico de los pensamientos infantiles y que aboga por el disciplinado rigor del hablar y el pensar de los mayores. Para el niño, el adulto es alguien que no juega nunca, ni con las palabras ni con las cosas, salvo que esté entre niños. La ficción y la figuración, en efecto, cobran carta de naturaleza en la conducta infantil, y la cobran muy a menudo porque el adulto está convencido de que eso es lo que corresponde al proceder del niño y lo que el adulto fomenta y logra con el mayor de los éxitos. El adulto inventa un niño ficticio –en el doble sentido de que está inventado y de que se entretiene perpetuamente con ficciones– y el niño comprende perfectamente la imagen que el adulto se ha hecho de él y se rebela contra ella, abogando por un rigor imaginado (o sea, ficticio) muy superior al que cualquier adulto podría ser capaz de alcanzar aun con la mayor y más fortunada de las fortunas. Otras veces, quizá la mayoría, copia dicha imagen, y eso es a lo que llamamos infancia. Además resulta habitual que los adultos también se acostumbren a parecerse a la idea que los niños se hacen de ellos, y al triunfo en ese propósito es a lo que suele llamarse madurez. 2 Véase el escrito, merecidamente célebre, de Reinhart Koselleck, “Historia magistra vitae”, en Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos his tóricos, traducción de N. Smilg, Barcelona, Paidós, 1993. Convendría añadir, recordando la segunda Intempestiva de Nietzsche que en términos modernos “vida” es casi todo lo que no es historia, en lugar de ocurrir al revés. 3 “Tantôt je pense et tantôt je suis”, cit. por Hannah Arendt, La vida del espíritu, traducción de Ricardo Montoro y Fernando Vallespín, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 228. “El Yo pensante carece de edad y no está en ninguna parte” (p. 236). “El pensar está […] ‘fuera del orden’ [por usar la expresión de Heidegger en Einführung in die Metaphysik], no sólo porque detenga todas las otras actividades, tan necesarias para el hecho de vivir y sobrevivir, sino también porque invierte todas las relaciones normales: lo que está cerca y se manifiesta directamente a los sentidos se halla ahora lejos, y lo que está distante deviene en realidad presente. Cuando pienso no me encuentro donde estoy en realidad; no estoy rodeado de objetos percep tibles a los sentidos, sino de imágenes invisibles para todos los demás” (p. 105). 4 “En los terrenos que nos ocupan”, dejó apuntado Walter Benjamin en los materiales de Los Pasajes, “sólo hay conocimiento a modo de relámpago. El texto es el largo trueno que después retumba” (Libro de los Pasajes, N: Teoría del conocimiento, teoría del progreso, N, 1, 1, edición de Rolf Tiedemann, traducción de Luis Fernández Castañeda, Isidro Herrera y Fernando Guerrero, Madrid, Akal, 2005, p. 459). En efecto, la teoría es el largo trueno de un relámpago brevísimo, un relámpago que el teórico no siempre ha logrado ver. 5 Puede verse sobre este asunto mi opúsculo “El hombre que se equivocaba de conversación. En torno a las notas sobre Wittgenstein de Oets Kolk Bouwsma”, Isegoría, 31 (2004), pp. 151-164. 6 El óptimo género de los intérpretes está compuesto quizá por quienes se han ejercitado en el arte de descubrir esos momentos de desplome de la escritura, aunque su habilidad no consista en averiguar cuándo flaqueó el pulso de quien escribía –esto tiene un interés si acaso psicológico– sino en ser fiel a sus propios momentos de flaqueza lectora, momentos en los que el empeño de seguir leyendo se muestra como una tarea imposible o como el objeto de una maldición. La principal diferencia entre quien escribe y quien lee radica en que el segundo tiene, por regla general, muchos libros a su alcance si abandona el que le irrita, aburre o atormenta, cosa de la que el primero suele carecer. Un lector puritanamente responsable con su lectura sería aquel que sólo
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dispusiera de tres o cuatro libros, sin posibilidad de hacerse con más, y para quien el abandono de la lectura fuese como el abandono de un hijo o la abdicación de un trono. Difícilmente cabe imaginar mejor intérprete y mejor crítico que un lector así, un lector que declarase el momento exacto en el que la lectura de un texto se vuelve una maldición y que con ello renunciase a toda autoridad para seguir interpretando nuevos escritos. 7 “Fuera de quicio”, como lo está el mundo según Hamlet (acto 1.º, escena 5.ª, traducción de Luis Astrana Marín: Grandes tragedias, vol. IV de las Obras de Shakespeare, Madrid, Espasa, 2000, p. 126), o el hombre según Hannah Arendt (“Introducción a la política I”, en ¿Qué es la política?, introducción de Fina Birulés, traducción de Rosa Sala Carbó, Barcelona, Paidós, 1997, p. 56), o con los mismos ecos shakespearianos, el tiempo histórico según Antonio Gómez Ramos (Reivindicación del centauro, Madrid, Akal, 2003, p. 37). 8 “Al coleccionar”, escribió Walter Benjamin, “lo decisivo es que el objeto sea liberado de todas sus funciones originales para entrar en la más íntima relación pensable con sus semejantes” (Libro de los Pasajes, cit., H 1 a, 2, p. 223). El proceder del coleccionista consiste según Benjamin en sacar las cosas de su contexto usual (que es tanto el habitual como aquél en el que resultan útiles) para proporcionarles uno nuevo al que en cierto modo estaban destinadas. Pero no está claro que el teórico actúe exactamente así. Procede más bien como un coleccionista frustrado que no lograse reunir las piezas en una colección coherente porque las perdiese en el camino, se las quitasen o las tuviese que empeñar para seguir comprando piezas. 9 Pueden verse mis trabajos “Denuesto de la actualidad”, en el volumen colectivo Que piensen ellos. Microensayos, Madrid, Ópera Prima, 2001, pp. 81-90, y “El alma encapsulada”, 6.ª parte de Apología del arrepentido y otros ensayos de teoría moral, cit. A lo que sugiero puede encontrársele un contrapunto muy oportuno de Benjamin: “El verdadero método para hacerse presentes las cosas es plantarlas en nuestro espaci〈o〉 (y no nosotros en el suyo). (Eso hace el coleccionista, y también la anécdota.) Las cosas, puestas así, no toleran la mediación de ninguna construcción a partir de ‘amplios contextos’. La contemplación de grandes cosas pasadas –la catedral de Chartres, el templo de Paestum– también es en verdad (si es que tiene éxito) una recepción de ellas en nosotros. No nos trasladamos a ellas, son ellas las que aparecen en nuestra vida” (Libro de los Pasajes, cit., H 2, 3, p. 224).
Capítulo 11 – Conceptos encabalgados 1 En “Los lectores del ayer. Introducción de Ogai el Viejo”, recogido en El geco. Cuentos y fragmentos, Barcelona, Destino, 2005, p. 43, cuenta Rafael Sánchez Ferlosio: “Se propagó [cierta opinión] tardía y repentina como el cardo de mayo entre el pasto de febrero, solamente a mediados de la quinta paz, esto es, la que sucedió a la quinta guerra, puesto que no se contaba como paz la concordia primitiva, anterior a toda guerra, repugnando la idea de que el propio nombre ‘paz’ pudiese preexistir a la guerra y a su nombre ni, por tanto, convenir retrospectivamente a aquel estado mudo todavía de semejante voz (al modo en que la caricia, según lo que ella es, no habría necesitado ni aun podido concebirse si primero la mano y la mejilla no se hubiesen reunido en la opuesta figura de la ofensa corporal)”. 2 “Es un tópico afirmar”, ha escrito J. G. A. Pocock en un lúcido ensayo, “que lo conservador, rectamente entendido, sólo puede darse como respuesta a un desafío radical, de manera que no ha de sorprender hallar latente en el propio conservador un radicalismo en potencia”. Véase “Josiah Tucker on Burke, Locke, and Price. A Study in the Varieties of Eighteenth-Century Conservatism”, en Virtue, Commerce, and History. Essays on Political Thought and History, Chiefly in the Eighteenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, p. 158. 3 “Términos turbios” es quizá la mejor traducción de “thick terms”, denominación que suele emplearse en inglés para designar palabras en las que, como ocurre con “amable”, “torvo”, “solícito” o “asilvestrado”, la condición fáctica y la valorativa se encuentran confusamente mezcladas. Sobre estos términos pueden verse The
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Sovereignity of Good, de Iris Murdoch, Londres, Routledge, 2001, y de Hilary Putnam, entre otras obras, Razón, verdad e historia, traducción de J. M. Esteban, Madrid, Tecnos, 1987; Realism with a Human Face, ed. por J. Conant, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1990, y Words and Life, ed. por J. Conant, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1994. 4 Nótese que aquí “signo” es una metáfora, como lo ha sido “componente” unas líneas más arriba. Es notable, y merece la pena reparar en ello, que el uso de términos científicos en contextos no científicos suele ocultar su carácter metafórico o figurado. “Los conceptos”, dice Iris Murdoch con más razón de la que ella podía sospechar, “son en sí mismos profundamente metafóricos y no pueden analizarse en componentes no metafóricos sin perder sustancia”. (The Sovereignity of Good, cit., p. 75. [La cursiva es mía, A. V.]). Si un físico habla de cuerdas, nadie duda de que usa una metáfora, pero si un parlamentario habla de las tres dimensiones que tiene el tratado con Abisinia –o si lo hace el practicante de alguna disciplina humanística– eso pasa por señal de lenguaje muy depurado que rehúye la imprecisión. Como lo metafórico se supone que es de suyo inexacto y licencioso, hay que suponer también que las metáforas usadas por la ciencia son siempre cuerpos extraños provenientes de otros lugares. Pero, cuando en discursos no científicos aparecen de pronto metáforas tomadas de la ciencia, éstas no se entenderán normalmente como metáforas, sino como terminología depuradísima que hace crecer el rigor y combate a la imprecisión (tareas éstas totalmente impropias de una metáfora). Adviértase además que la metáfora matemática del “signo” no es en absoluto inocente y que alimenta la doctrina de que “bueno” y “malo” se reducen a la condición de una suerte de operadores del álgebra moral, lo que parece suponer que son conceptos morales primitivos (siendo los demás derivados) o que pertenecen a una categoría aparte. El lector interesado por estas cuestiones sacará provecho del libro de Jeanne Fahnestock, Rhetorical Figures in Science, Oxford, Oxford University Press, 2002. 5 Según ocurre con las ironías, o por lo menos con muchas de ellas. Algunos teóricos han sostenido –a mi modo de ver con acierto– que la ironía es una especie de mención. Véase de Dan Sperber y Deirdre Wilson, “Les ironies comme mentions”, Poétique, 36 (1978), pp. 399-412. Me he ocupado de este asunto en “El ironista y el tolerante”, ensayo 2.º de La moral como anomalía, cit. 6 Estas suspensiones de compromiso son pretericiones: me comprometo y no me comprometo con lo que digo. Aunque quizá estuvieran mejor descritas como antipretericiones: digo que me comprometo cuando en realidad no lo hago, o lo hago de un modo muy raro. Se encontrará una discusión algo extensa de la figura de la preterición en mi artículo “Yoes pretéritos”, recogido en la compilación de Mariflor Aguilar Rivero, Los límites de la subjetividad, México, Fontamara/Unam, 1999, pp. 103-135. 7 Una diferencia destacable entre la filosofía moral moderna y la antigua, si puede tomarse a Aristóteles como representativo de la antigua, es que en ésta el elogio (épainos) es esencial, mientras que en la moderna no puede serlo. La filosofía moral moderna se inventó para condenar o para eximir de condena, y en ella el elogio, como también la admiración, es cosa prescindible. Véase sobre esta última Aurelio Arteta, La virtud en la mirada. Elogio de la admiración moral, Valencia, Pre-Textos, 2002. 8 Aunque ciertamente toda definición de la corrección de algo sea en puridad una censura, denuncia o castigo anticipado de sus posibles infracciones. Sin infracción que perseguir o que concebir no hay corrección, pero eso no impide distinguir entre criterios de corrección que van a la zaga de sus infracciones y otros que se adelantan a ellas. 9 Resulta tentador, como el lector advertirá fácilmente, señalar en este momento que la moral moderna es un concepto prepóstero definido a partir de sus anomalías maquiaveliana y mandevilliana. Aunque la moral aparecerá más adelante, baste por ahora con afirmar tan sólo que los términos prepósteros y el resultado del efecto Maquiavelo y del efecto Mandeville son casos paralelos de amnesia en la formación de conceptos, aunque se trata de amnesias estructuralmente distintas. 10 Naturalmente, las presentes consideraciones están pensadas para el esquema más simple de oposición
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virtud/vicio (o vicio/virtud, como sería más aconsejable denominarlo). No cuadran, por tanto, o lo hacen de manera tan sólo parcial, con el esquema aristotélico vicio/virtud/vicio en el que la virtud desempeña el papel de mesótes o, como suele decirse, “término medio”. Pero, dejando a un lado los casos en que los vicios carecen de nombre y por tanto la tríada puede reducirse a una oposición binaria, lo que hacen las virtudes aristotélicas no es más que complicar un poco el esquema binario. 11 En páginas certeras de Ulysses Unbound (Cambridge, Cambridge University Press, 2000), Jon Elster ha dado una buena visión de ciertas prácticas artísticas como ejercicios de autoconstricción, en un sentido análogo al del ardid de Odiseo con las sirenas. El verso, por ejemplo, sería la asunción –libre como la de Odiseo– de ciertas constricciones métricas. Alguien que podría escribir en prosa se autolimita y lo hace en verso, como el fotógrafo que decide ceñirse a la fotografía en blanco y negro o quien vende el ordenador y decide escribir sólo a mano. Elster lleva razón, pero sería erróneo pensar que quien asume una autoconstricción se halla en estado de virginidad compromisoria. Todo compromiso es, sin duda ninguna, una deposición de libertad, pero de una libertad ya enajenada y desgastada. El comprometerse con algo produce siempre una ilusión de libertad que hace recordar falsamente los tiempos anteriores al compromiso como no sometidos a ninguna constricción, y huelga decir que se trata de un recuerdo falso: en realidad, nadie se comprometería con nada si en el acto del compromiso no viera una liberación de anteriores ataduras, tanto más constrictivas cuanto más drástico y exigente sea el compromiso. 12 Los términos prepósteros tienen vocación de ocupar la clase complementaria a la de los anómalos, pero antes importa mucho definir cuál es la suma lógica de las dos clases, ya que la oposición no suele ser exhaustiva. 13 Véase el magnífico ensayo de Carlos Piera, “La conveniencia de la prosa”, en su libro Contrariedades del sujeto, Madrid, La balsa de la Medusa/Visor Dis, 1993. No faltan buenos y abundantes estudios sobre la naturaleza de la prosa, desde el clásico de Eduard Norden, Die antike Kunstprosa vom VI. Jahrhundert v. Chr. bis in die Zeit der Renaissance, Leipzig, Teubner, 1898, hasta los de Wlad Godzich y Jeffrey Kittay, The Emergence of Prose: An Essay in Prosaics, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1987, o (una muestra más de la afición contemporánea a ver invención en todas partes) Simon Goldhill, The Invention of Prose, Oxford, Oxford University Press, 2002. 14 Según la expresión del Quijote que ha usado José Carlos Mainer en su libro del mismo título, La escritura desatada, Madrid, Temas de Hoy, 2000. Pero véase también, más adelante, el valor que tiene “desatado” para Fernando de Herrera, pp. 181-182, infra. 15 En el sentido de lo estimativo que se empleará a partir del capítulo 14.º de este libro. 16 Véase la primera acepción de “prosa” que da la Academia: “Estructura o forma que toma naturalmente el lenguaje para expresar los conceptos, y no está sujeta, como el verso, a medida y cadencia determinadas.” La segunda es: “Lenguaje prosaico en la poesía”. DRAE, 21.ª edición, Madrid, Espasa, 1992, s. v. “prosa”. 17 Giorgio Agamben, Idea de la prosa, traducción de Laura Silvani, Barcelona, Península, 1989, pp. 21-23. 18 Garcilaso de la Vega, Soneto X, 2.º cuarteto, en Obra poética y textos en prosa, edición de Bienvenido Morros con estudio preliminar de Rafael Lapesa, Biblioteca Clásica, n.º 27, Barcelona, Crítica, 1995, p. 25. 19 “[N]inguna definición del verso es totalmente satisfactoria, a excepción de la que certifica su identidad respecto de la prosa a través de la posibilidad del enjambement”, ob. cit., p. 21. Agamben usa siempre la palabra francesa. 20 La cuestión de los encabalgamientos es otro motivo para volver al ya citado libro de José Luis Pardo La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía, en particular pp. 283 y ss. 21 Fernando de Herrera, Anotaciones a la poesía de Garcilaso, edición de Inoria Pepe y José M.ª Reyes, Madrid, Cátedra, 2001, pp. 269-270. La grafía de Herrera es peculiar; así la y queda sustituida siempre por la i, aunque de un modo que no he respetado plenamente, pues Herrera le quita sistemáticamente a la i el punto. Puede
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verse un facsímil de las Obras de Garci Lasso de la Vega con anotaciones de Fernando de Herrera, al Ilustrissimo i Ecelentissimo Señor Don Antonio de Guzman, Marques de Ayamonte, Governador del Estado de Milan i Capitan General de Italia, en Sevilla por Alonso de la Barrera, Año de 1580, reproducción editada por las Publicaciones de la Universidad de Sevilla en 1998.
Capítulo 12 – Lo natural y lo artificial 1 La pasión suscitada por lo grande y sublime de la naturaleza es la turbación, y “la turbación (astonishment) es aquel estado del alma”, dice Burke en la Investigación sobre lo sublime y lo bello, “en el que todos los movimientos están suspendidos, con cierto grado de horror. En este caso, la mente está tan enteramente llena de su objeto que no puede atender a ningún otro, ni en consecuencia razonar sobre el objeto que la embarga. De aquí dimana el grande poder de lo sublime, que lejos de ser producido por nuestros razonamientos, los anticipa y nos arrastra con fuerza irresistible”. A Philosophical Enquiry into the Sublime and the Beautiful, and Other PreRevolutionary Writings, parte 3.ª, sección 1.ª, Harmondsworth, Penguin, 1998, p. 101. 2 Este carácter artista de la naturaleza debe distinguirse, desde luego, de los fenómenos de antimímesis de que se hizo mención en el capítulo 6. Los casos en los que “la naturaleza imita al arte” son casos de imitación no preconcebida y tan antimimética como antiartística. Véase mi escrito “La naturaleza por duplicado”, ensayo 1.º de La moral como anomalía, cit. 3 Los conceptos prepósteros constituyen una forma de olvido. Se hace como si uno se hubiese olvidado de cómo eran las cosas antes de volverlas del revés, según la manera que ya se ha visto en la primera parte de este libro. Cada concepto prepóstero lleva siempre incluida su propia forma particular de amnesia. 4 Robert B. Brandom ha distinguido entre el actuar por reglas y el actuar por conceptos de reglas. Esta segunda capacidad sería específicamente humana, en el sentido de que sólo los humanos la tenemos por tener capacidad de lenguaje, “sapiencia” y no mera “sentiencia”. Véase Making It Explicit: Representing, Reasoning and Discursive Commitment, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 1994. 5 La teoría kantiana del genio es decisiva para este propósito, por proponer la idea de que es la naturaleza misma (la primera naturaleza) quien se expresa en la obra de arte genial por la mediación del genio. Es muy notable que Kant concibiese una cosa así, en la que la huella del genio en la obra parece inequívoca, tan distintamente a lo que ocurre con la acción movida por la ley moral, cuya huella es siempre disputable. 6 Debe destacarse que el término “naturalidad” se ha degradado considerablemente. En un primer momento, probablemente significaba la posesión de una segunda naturaleza (como “autenticidad” es ser irreductible a los demás). Hoy día, auténtico y dotado de naturalidad es sin más quien hace lo primero que se le ocurre o lo que le resulta más fácil exigiendo que los otros lo respeten y aun lo aprecien como cosa excelente. Esto se funda, desde luego, en una presunción de reciprocidad. 7 Ética Nicomáquea, VII, 1152 a 32-33. 8 Pueden verse distintos lugares de la Crítica de la razón práctica. Mírense, por ejemplo, las pp. 116, 156 y 157-58 de la traducción de Roberto R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000 (Kants Werke, Akademie-Textausgabe, Berlín, Walter de Gruyter, 1968, vol. V, pp. 43, 69 y 70).
Capítulo 13 – Lo natural y lo excepcional 1 La expresión latina rerum natura, literalmente “naturaleza de las cosas” debe traducirse sin más por “naturaleza” (o incluso por “realidad”, como lo ha hecho Agustín García Calvo en el título de su edición del De rerum natura de Lucrecio, Zamora, Lucina, 1997; véanse explicaciones en la p. 29 de sus “Prolegómenos”).
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2 Merece la pena tomar en consideración la palabra castellana “naturaleza”, derivada de “natural” al revés de lo que ocurría en latín y ocurre en las demás lenguas. En esto el castellano es como el latín con la derivación ciuisciuitas respecto del griego polítes-pólis. 3 El lector interesado en estos asuntos leerá con provecho Wonders and the Order of Nature, de Lorraine Daston y Katharine Park, Nueva York, Zone Books, 1998. Son instructivos también los materiales compilados por Annie Ibrahim, Qu’est-ce qu’un monstre?, París, Puf, 2005. Abundante e interesantísima copia de teratología española se hallará en Antonio Lafuente y Javier Moscoso, eds., Monstruos y seres imaginarios en la Biblioteca Nacional, Madrid, Doce Calles, 2000. 4 Esto no sólo ocurre con lo propiamente monstruoso, sino también, como ha expuesto Carlos Thiebaut comentando el Desastre n.º 44 de Goya, también con lo intolerable en general: “El yo lo vi de Goya recupera lo intolerable de entre nuestros olvidos y nuestras cegueras y su ancla de realidad hace surgir a borbotones, como hemorragia incontenible, un grito, un ¡nunca más! que reiteramos cada vez que esa realidad nos abofetea, cada vez que nos topamos con eso que no creíamos posible, que no nos resignamos a creer posible, o cada vez que, cansados de percibirlo, dejamos de verlo” (De la tolerancia, Madrid, La balsa de la Medusa/Visor Dis, 1999, p. 12). 5 En el desenlace del episodio de las bodas de Camacho, del Quijote, está compendiado todo lo que la cultura moderna ha hecho y pensado con los milagros. Cuando todos creían moribundo a Basilio el pobre, que había fingido una sangrienta herida para casarse in articulo mortis con la bella Quiteria y arrebatársela a Camacho el rico, y cuando todos juzgan sobrenatural la súbita recuperación, gritando “¡Milagro, milagro!”, Basilio replica con justiciero cinismo pragmático “¡No milagro, milagro, sino industria, industria!”, y manifiesta al mismo tiempo que los milagros son a menudo cosa fingida y que la industriosidad y el ingenio pueden ser más eficaces que el milagro en todo lo que de él ha solido esperarse tradicionalmente (Don Quijote, capítulo XXI de la 2.ª parte, edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico con la colaboración de Joaquín Forradellas, Barcelona, Crítica, 1998, p. 806). 6 Puede verse sobre todo esto “La moral como profesión”, en mi ya citada Apología del arrepentido y otros ensayos de teoría moral. 7 Volviendo del revés la caracterización de Mefistófeles en el Fausto de Goethe (vv. 1335-1336) y leyendo como hizo Weber “la fuerza que quiere constantemente el bien y constantemente crea el mal (die stets das Böse will und stets das Gute schaft)”. Véase José M.ª González García, Las huellas de Fausto. La herencia de Goethe en la sociología de Max Weber, Madrid, Tecnos, 1992. 8 Alguien podría replicar que lo anterior no es cierto, por lo menos en su integridad. ¿O es que la creencia en que los hechos son independientes de cualquier valoración y construcción social no es de las más desprestigiadas de la cultura de hoy? ¿Y no ocurre algo semejante con la idea de que los gustos son cosa espontánea, impermeable y que va de suyo? Ciertamente es así, pero no resulta menos cierto que los defensores del carácter construido de los hechos gustan por lo general de presentarse como descriptores objetivos de una realidad terca –es un hecho que los hechos están construidos– o como portavoces de algún conjunto de intereses que se toma como cosa dada y a la que se trata de servir con la mayor obediencia: ésta es la hora, se dirá, de contar las cosas tal como de hecho interesan a tal o cual punto de vista, por lo general propio de algún grupo de identidad. En lo que se refiere al tópico contemporáneo de que el gusto resulta de una elaboración social –un lugar común tan desgastado que apenas quiere decir nada– conviene señalar que los defensores de esta idea nunca estarán dispuestos a afirmar que los gustos pueden ser objeto de crítica. Tengo los gustos que tengo porque he estado expuesto a tales y cuales condicionamientos, y ya está: esto es todo lo que hay que decir al respecto. Pero algo muy semejante a lo anterior es lo que ha defendido desde hace varios siglos (en su versión popular) la doctrina moderna de la división de esferas de valor: tengo los gustos que tengo por los motivos que sea, y esos motivos pueden exponerse pero no criticarse.
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Capítulo 14 – La moral y la estimativa 1 “Introducción a una Estimativa –¿Qué son los valores?”, Obras completas de José Ortega y Gasset, Madrid, Taurus, 2004, pp. 531-549. El texto se publicó por primera vez en 1923, en el número 4 de Revista de Occidente. La fortuna posterior de este término no ha sido demasiado grande, aunque algún autor muy ajeno a la tradición orteguiana ha vindicado algunas tesis del texto. Me refiero a Hilary Putnam, en “Pragmatism and Relativism: UniversalValues and Traditional Ways of Life”, texto recogido en el volumen ya citado Words and Life, pp. 188-189. Es afín también a la tradición de la estimativa la axiología de la ciencia que Javier Echeverría viene desarrollando en los últimos años. Véanse sobre todo los dos primeros capítulos de su libro Ciencia y valores, Barcelona, Destino, 2002. 2 Véase la nota 3 del capítulo 11. 3 Ortega, “Introducción a una Estimativa”, cit., p. 548. 4 Es abundante la bibliografía contemporánea sobre el tema de si existe “una única respuesta correcta” a los problemas morales. Este tema suscita disputas muy acaloradas entre los partidarios de la respuesta única –gentes de tendencia cognitivista y a veces realista– y quienes dudan de la posibilidad de esa respuesta o la niegan. Encontrará el lector una presentación de estos debates en el libro de Jürgen Habermas, Verdad y justificación, traducción de Pere Fabra y Luis Díez, Madrid, Trotta, 2002. El presente asunto guarda una relación muy estrecha con el que se expondrá más adelante, en el capítulo 23.º. 5 Una defensa muy pugnaz de esta tesis se encontrará en el libro de Tom Sorell, Moral Theory and Anomaly, Oxford, Blackwell, 2000. 6 “No creo que pudiera progresar en la lectura de Hegel. Me parece que Hegel siempre quiere decir que las cosas que parecen diferentes en realidad son lo mismo, mientras que mi interés es mostrar que las cosas que parecen lo mismo son en realidad diferentes”. Se trata de una nota del otoño de 1948 tomada por M. O’C. Drury, “Conversaciones con Wittgenstein”, en Rush Rhees, Recuerdos de Wittgenstein, traducción de R. Vargas, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 252. Ramón del Castillo ha glosado esta observación de Wittgenstein en su libro, de muy recomendable lectura, Conocimiento y acción. El giro pragmático de la filosofía, Madrid, Uned, 1995, pp. 229 y ss. 7 Como sabe el lector de la Retórica de Aristóteles, la deliberación y el juicio son fenómenos estrechamente unidos: epeì dè héneka kríseós estin he rhetoriké (kaì gàr tàs symboulàs krínousi kaì he díke krísis estín)… La traducción de Quintín Racionero (Madrid, Gredos, 1990, p. 307) es como sigue: “Puesto que la retórica tiene como objeto 〈formar〉 un juicio (dado que también se juzgan las deliberaciones y la propia acción judicial es un 〈acto de〉 juicio)…”, traduciendo krísis por “formar un juicio” o por “acto de juicio”, díke por “acción judicial” y krínein por “juzgar”. Resulta tentador echar mano aquí de una estipulación hasta cierto punto semejante a la empleada en su traducción de la tercera Crítica de Kant (Madrid, Mínimo Tránsito/Antonio Machado Libros, 2003), por Roberto R. Aramayo y Salvador Mas, quienes vierten Urteil por “juicio” y Urteilskraft por “discernimiento”. Con una convención análoga podría resultar en Aristóteles lo siguiente: “Puesto que la retórica tie-ne como objeto el discernimiento (ya que también se discierne sobre las deliberaciones y el propio juicio es un discernimiento)…” Sin embargo, no creo que ninguna estipulación, por elegante que sea, suprima el hecho de que “juicio” se refiere en castellano al mismo tiempo a krísis y a díke, ni cancele tampoco la íntima relación entre uno y otro término. En cualquiera de los casos, lo que importa es señalar que para Aristóteles las deliberaciones implican juicio, y lo hacen en un sentido quizá más profundo del muy elemental consistente en que alguien juzgue sobre si tal o cual deliberación es buena o mala; al igual que una sentencia judicial implica el juicio de que la sentencia es justa (tanto que el distinguir aquí “juicio” de “sentencia” parece artificioso), así también el deliberar (o mejor el haber deliberado) implica “juzgar” que la deliberación es conveniente o adecuada. En el krínein estaría entonces la raíz común de juicios y deliberaciones. En relación con estos asuntos el lector consultará con
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provecho el artículo de Jèssica Jaques Pi, “Sobre la traducció del terme Urteilskraft”, Enrahonar: Quaderns de Filosofia, 36 (2004), pp. 127-138. 8 Ética Nicomáquea, VI, 1139 b 6-10. 9 Antonio Gómez Ramos me ha reprochado que este esquema se funda en un supuesto implícito que quizá convendría poner en duda: el de la simetría del mal y del bien, como si cada uno de ellos fuera sin más la imagen invertida del otro. Es bastante probable que lleve razón, pero el poner en duda ese supuesto llevaría, me parece, a una subversión muy radical de las maneras habituales de concebir el bien y el mal, una subversión quizá recomendable pero de consecuencias muy destructivas. Da vértigo pensar qué ocurriría con una estimativa en la que lo bueno y lo malo fueran tan sólo dos predicados estimativos más, y no especialmente destacables ni netamente opuestos; una estimativa para la que quizá todo fuera ambivalente en distintos grados y maneras (y por tanto bueno y malo a la vez) y en la que los predicadosmás destacables fueran, pongamos por caso, lo raro, lo fugaz y lo enigmático. Sin embargo, pensar en serio en una estimativa así sería muy instructivo para comprender mejor la que de hecho tenemos, y no necesariamente para cobrarle más aprecio del ordinario, sino quizá para vislumbrar algunas de las razones por las que estamos condenados a conservarla. 10 Tampoco hay, naturalmente, puras deliberaciones de hecho, si se me permite la expresión. El mito de la existencia de puros juicios de hecho parece corresponderse con aquellas deliberaciones en las que alguien presume de limitarse a constatar hechos –normalmente con tanto cinismo como complacencia: los hechos son los hechos– y decidir aquello que se acomoda a ellos o que éstos exigen. Nótese, sin embargo, que casi siempre que se razona así, queriendo hacer de la necesidad virtud, proclamando que no hay más cera que la que arde o que la vida es dura, el razonamiento no puede ser más valorativo: acaba, en efecto, dando por bueno lo que hay y le falta poco para exclamar que en definitiva está bien que las cosas sean como son, porque las ilusiones son siempre inferiores a la realidad, además de una irresponsable pérdida de tiempo. 11 Véanse los célebres escritos de Max Weber al respecto, sobre todo “La ‘objetividad’ del conocimiento en la ciencia social y la política social” y “El sentido de la ‘libertad de valor’ de las ciencias sociológicas y económicas”, que se encontrarán en castellano en M. Weber, Ensayos sobre metodología sociológica, traducción de José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu, 1973. 12 El supuesto al que tantas veces se ha referido Isaiah Berlin. Véase por ejemplo “The Pursuit of the Ideal”, en The Crooked Timber of Humanity. Chapters in the History of Ideas, ed. Henry Hardy, Nueva York, Alfred A. Knopf, 1991. 13 Caben, desde luego, y me parece que son frecuentes, los casos en los que alguien reivindica su condición rebelde o contestataria, pero lo hace sin apenas probabilidades de éxito. Debería ser una verdadera tragedia proclamarse rebelde y encontrarse la solicitud denegada, pero episodios así son muy frecuentes en un mundo en el que la rebeldía es casi una actitud oficial. 14 No sé si la idea de que el tener una estimativa no es algo opcional constituye una elaboración adecuada de la tesis de Aranguren sobre la “moral como estructura” (véase el capítulo 7.º de su Ética, en el volumen 2.º de las Obras completas, Madrid, Trotta, 1994, pp. 206-217). En cualquiera de los casos, la lectura de Ortega por Aranguren es del mayor interés para este asunto (en su trabajo de 1958, La ética de Ortega, pp. 503-539 del mismo volumen). Sobre las relaciones de lo implícito y lo explícito es imprescindible el ya citado libro de José Luis Pardo, La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía. 15 Ética Nicomáquea, VII, 1145 b 2. Véase sobre este pasaje el capítulo 8.º de La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega, de Martha C. Nussbaum, traducción de A. Ballesteros, Madrid, Visor Dis, 1995, y el muy clásico artículo de G. E. L. Owen, “Tithenai ta phainomena”, en S. Mansion, ed., Aristote et les problèmes de méthode, Lovaina, Publications de l’Université de Louvain, 1961, pp. 83-103. Puede verse sobre esto mi escrito “Teodicea, nicotina y virtud”, ensayo 3.º de La moral como anomalía, cit. 16 De la estimativa en general puede decirse algo semejante a lo que decía Isaiah Berlin de la teoría política
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en particular: que sólo tiene sentido cuando hay conflicto entre fines (“¿Existe aún la teoría política?”, en Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos, traducción de H. González Aramburo, México, Fondo de Cultura Económica, 1983). Puede ser instructivo contrastar el parecer de Berlin con el de Leo Strauss, para quien la filosofía política parece ser simplemente imposible en los tiempos modernos por falta de acuerdos sustanciales sobre el bien. Estamos condenados, en esto, a ser seguidores de Berlin o de Strauss (salvo, claro está, que uno decida sumarse a la piadosa procesión de quienes creen que nuestro tiempo sí que proporciona acuerdos, o por lo menos su base, la tendencia hacia ellos o la consciencia de su necesidad).
Capítulo 15 – La paradoja de la doctrina perfecta 1 Véanse sobre el particular los trabajos de Emilio Lamo de Espinosa citados en la nota 12 del capítulo 9. 2 Según el uso establecido por Peter F. Strawson. Una selección útil de algunos textos suyos sobre el particular es la titulada “Análisis y metafísica descriptiva”, en B. Russell, R. Carnap, W. V. O. Quine y otros, La concepción analítica de la filosofía, selección e introducción de Javier Muguerza, Madrid, Alianza, 1981, pp. 597-644. 3 Éste es precisamente el asunto de que se ha ocupado José Luis Pardo en La regla del juego, cit., bajo la forma de un “juego 2” que nunca logra explicitar del todo lo que ocurre en el “juego 1”. 4 El razonamiento estimativo procede por medio de mecanismos semejantes al anacoluto. Puede verse sobre esto el primer ensayo de mi ya citada Apología del arrepentido. 5 Esto, que es crucial en el lenguaje hablado, lo es todavía más en la escritura. No se puede escribir un texto de más de cinco o seis líneas a base de decir sólo lo que uno quería decir y todo ello. La coincidencia entre un texto escrito y la intención que lo guió sólo podría ser certificada por quien tuviera disponible algún testimonio de la intención que fuera comparable con el texto, es decir, por quien tuviera disponible otro texto previo, el cual a su vez necesita un tercer texto para dar fe de su respectiva intención, y así hasta el infinito. Todo lo anterior es cosa muy sabida, tanto que la ilusión de haber escrito justo lo que uno quería pertenece a las más pueriles de todas y debería ser objeto de severa represión en las aulas, aunque más bien parece que ocurralo contrario: que el afán insensato de “expresión” se tome por un ideal pedagógico y hasta estético y social. Es probable que el atribuir esta propiedad a las explicitaciones estimativas me haga ganar méritos a ojos de algunas personas para pasar a ser tenido por un practicante de la desconstrucción (en particular a ojos de la profesora Carmen González Marín, a juicio de la cual este libro se inscribe de lleno en dicha práctica). 6 Sería un error suponer que el progresismo es una ideología o una opción que puede tomarse, rechazarse o abandonarse. En realidad, todos los contemporáneos somos progresistas sin haberlo decidido nunca, y no está en nuestro poder dejar de serlo. Cuando Wittgenstein escribió en 1930, a mi modo de ver con razón, que “nuestra civilización se caracteriza por la palabra ‘progreso’” y añadió que “el progreso es su forma, no una de sus cualidades”, no se refería desde luego a algo de lo que participaran ciertas personas o visiones del mundo y otras no. Es del todo falaz suponer que el progresismo sea un bando o partido cultural o político opuesto a otros, porque cualquiera que se mueva dentro de lo que Wittgenstein llamaba “nuestra civilización” está obligado a ser progresista y a serlo con el mayor convencimiento. Esa civilización es una colosal empresa que consiste, prosigue Wittgenstein, “en construir un producto cada vez más complicado”, y se distingue porque nadie puede sobrevivir en ella si no colabora en la complicación del producto. Hacer profesión de progresismo o presumir de eso que se llama “convicciones progresistas” es como enorgullecerse de ser mortal o creer que uno usa sujeto y predicado porque ha decidido hacerlo a causa de cierta opción ideológica. Pertenece a la superstición progresista creer que el progresismo es un resultado de la voluntad. La anotación de Wittgenstein forma parte de sus Vermischte Bemerkungen; véase en castellano Aforismos. Cultura y valor, edición de Georg Henrik von Wright y Heikki Nyman, traducción de Elsa Cecilia Frost y prólogo de Javier Sádaba, Madrid, Espasa, 1995, p. 40.
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7 El nombre de “puritana” viene a las mientes con apresuramiento, pero no es afortunado del todo. Contrariamente a lo que sugieren algunos usos populares de la palabra, el puritano no es alguien sujeto a un código explícito –no es, con palabras de Antonio Machado, “un hombre al uso que sabe su doctrina”–, sino más bien un creyente en el rigor profundo de la interioridad o, lo que es lo mismo, de lo que está íntimamente implícito. El progreso del peregrino, de John Bunyan, es el mejor clásico de esta tradición. Puede leerse una muy solvente edición castellana, por Javier Alcoriza y Antonio Lastra, Madrid, Cátedra, 2003. 8 Véase sobre todo, como es natural, La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo, editada entre otros lugares en el volumen 1.º de los Ensayos sobre sociología de la religión, traducidos por José Almaraz y Julio Carabaña (Madrid, Taurus, 1987) aprovechando la anterior versión de Luis Legaz Lacambra. Sobre estas cuestiones sigue siendo fundamental la obra clásica de José Luis L. Aranguren: El protestantismo y la moral, que se encontrará en el vol. 2.º de sus Obras completas, Madrid, Trotta, 1994. Pero, desde luego, quien quiera hacerse una idea de cómo el rigorismo más acerbo constituye una tentación de alguno de los clásicos más venerables de la historia de la filosofía moral, debe leer sin demora el conmovedor opúsculo de Kant “Sobre un presunto derecho a mentir por filantropía”, cuya traducción por Juan Miguel Palacios se encontrará en la recopilación de Roberto R. Aramayo, Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1986. Del propio Aramayo puede verse con provecho “El enfoque jurídico de la mendacidad según Kant”, en Crítica de la razón ucrónica. Estudios sobre las aporías morales de Kant, prólogo de Javier Muguerza, Madrid, Tecnos, 1992. Sobre el rigorismo de la veracidad, véase también el ya citado artículo de Carmen González Marín, “Autonomía y heteronomía”, Isegoría, 30 (2004), pp. 203-217. 9 Claro que el rigorista suele creer que todavía le queda mucho camino por delante para convertirse en un rigorista cabal: más bien se verá como un pecador que todavía tiene que mortificarse y perfeccionarse mucho. El rigorista que crea estar muy adelantado en el camino de la perfección es desde luego un mal rigorista, como también debería serlo el ilustrado que cree hallarse cerca de la definitiva iluminación de los tiempos. No era esta última, ciertamente, la idea que tenía Kant, quien se limitaba a tomar su propia época como un conjunto excepcional de indicios de la existencia de un proceso de ilustración, y no en modo alguno de que ésta se estuviese acercando a la cima. 10 En el seno de cualquier doctrina estimativa resulta pertinente preguntarse si es lícito obrar de manera contraria a la que la doctrina exige o preconiza o quizá de un modo que ella no sea capaz de determinar con precisión (o quizá en unos términos que no sería bueno que ninguna doctrina estableciera). A esta pregunta han contestado muchas doctrinas estimativas, y de entre sus respuestas cabe señalar ahora dos muy características. De la primera es buena muestra cierto tipo de ideas recurrentes en la filosofía de finales del siglo XX, y que pueden encontrarse de maneras distintas en autores como Habermas o Rorty; es la consistente en dividir el ámbito de la acción humana en dos apartados, uno de los cuales es pertinente para la vigencia de la doctrina y el otro no (que el primero sea el de lo público o el de lo “moral” y el segundo el de lo privado o lo “ético” es aquí lo de menos desde el punto de vista de la estructura de las doctrinas; lo importante es que se dé el deslinde, que ciertamente podría establecerse de otros modos y con otras palabras). La segunda merece ser llamada aristotélica por encontrarse su mejor ilustración en la discusión de la virtud de la justicia o dikaiosy´ne del libro V de la Ética Nicomáquea. Según esta respuesta, la determinación de lo que es bueno hacer está sujeta a anomalías o excepciones (en el caso de Aristóteles, la llamada epieikeía o equidad), de modo que no siempre resulta adecuado obrar según lo que la doctrina establece con carácter general; además la doctrina no señala cuándo ha de ser puesta en suspenso, sino que lo deja al arte de la ocasión (un arte, eso sí, que sólo posee quien por regla general obra según la doctrina). Para la primera respuesta el summum ius es siempre summum ius, aunque haya ámbitos en donde no quepa aplicar semejante norma;para la segunda, el summum ius puede ser a veces summa iniuria. Como muy bien ha mostrado Antoni Domènech (De la ética a la política, Barcelona, Crítica, 1988, pássim), una diferencia esencial entre la filosofía moral antigua y la moderna estriba en que la primera puede permitirse la transgresión ocasional de las normas y la segunda es rigorista del todo.
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11 Lo cual no implica, sin embargo, la falaz conclusión de que necesitemos doctrinas menos perfectas o más humanas y fáciles de cumplir. La idea de que las doctrinas morales tienen que ser adaptadas a cumplidores poco exigentes resulta tan poco plausible como la defensa de una epistemología que recomendase a los científicos dedicarse a hechos fáciles de explicar y de entender por todos, rehuyendo los difíciles. Francamente no se sabe cuál de las dos opciones del dilema es la peor.
Capítulo 16 – La estructura de la experiencia estimativa 1 He defendido una tesis semejante a ésta en mi libro, ya citado, Contra el relativismo. 2 Es probable, como me ha sugerido Javier Muguerza, que este modelo de la dinámica de las doctrinas estimativas deba mucho al propuesto por Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas. En caso de que así sea, no creo que la dependencia vaya a procurarme muchos elogios entre los filósofos de la ciencia de hoy día, para la mayor parte de los cuales Kuhn ya no pertenece al repertorio de autores dignos de cita. Felices tiempos –y breves– aquéllos en los que la filosofía de la ciencia era una disciplina culturalmente iconoclasta y especulativamente estimulante. 3 La coherencia no es una mera regularidad en el sentido en que Robert Brandom habla de “regularismo” ni tampoco una compulsión “regulista” (en la jerga de Brandom). Basta con que los animales humanos sean capaces de tener ciertos conceptos de la coherencia para eliminar la posibilidad de una coherencia meramente “regular”. Véase la primera parte del ya citado Making It Explicit. Representing, Reasoning, and Discursive Commitment. 4 Una vez, vale decir, que uno ha leído a Sellars y ha visto que lleva razón. Todo esto podría entenderse como una continuación del cuento sellarsiano de Jones. Véase “El empirismo y la filosofía de lo mental”, en Ciencia, percepción y realidad, traducción de Víctor Sánchez de Zavala, Madrid, Tecnos, 1971. 5 Ramón del Castillo prólogo a William James, Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar, Madrid, Alianza, 2000, p. 15. 6 El estudio clásico sobre este asunto es el justamente célebre de Frances A. Yates, The Art of Memory, Londres, Routledge y Kegan Paul, 1966. 7 Es clásico sobre la cuestión el texto de Jacques Derrida, “La pharmacie de Platon”, en La Dissémination, París, Seuil, 1972, pp. 77-213. 8 Que el significado de una palabra sea “disyuntivo”, es decir, que tenga la estructura opcional de un conjunto de referencias a las que poder aplicarse, no debería resultar escandaloso. En realidad muchas palabras son, en una forma o en otra, “disyuntivas”, y lo son siempre que haya algún tipo de polisemia (algo ciertamente muy difícil de evitar en las palabras). Ahora bien, la condición “disyuntiva” de palabras como phármakon, altus o ualetudo es algo más inquietante, puesto que se trata, no en balde, de una opción entre algo y su contrario. Sin embargo, lo disyuntivo de este significado puede mantenerse a condición de que se entienda “disyunción” en el sentido “inclusivo” del conector lógico “∨”, que expresa el que se dé lo que aparece a su derecha, o lo que aparece a su izquierda o ambas cosas. A este fenómeno se lo llama a veces enantiosemia y su discusión goza de mucha raigambre. Recuérdese el escrito de Freud de 1910 sobre “El doble sentido antitético de las palabras primitivas” (Obras completas, traducción de Luis López-Ballesteros, Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, vol. 5.º, pp. 1620-1624), fundado en un estudio de Carl Abel con el mismo título: “Über den Gegensinn der Urworte”, recogido en sus Sprachwissenschaftliche Abhandlungen, Leipzig, Verlag von Wilhelm Friedrich, 1885. Buenos estudios sobre la enantiosemia son los de Giulio Lepschy, “Enantiosemy and irony in Italian lexis”, en The Italianist, 1 (1981), pp. 82-88, y “Freud, Abel e gli opposti”, en Sulla lingüistica contemporanea, Bolonia, Il Mulino, 1989, pp. 349-378. 9 En el programa moderado de la moral moderna no hay propiamente una “segunda naturaleza”, sino que es
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la primera la que, debidamente entendida, proporciona todo lo que la moral necesita. Pero lo que eso significa propiamente es que la naturaleza misma (la primera y única, sin necesidad de desdoblamiento) se basta para contrarrestar las tendencias perversas e inmorales que ella misma posee. De ahí que en rigor el programa moderado sea más bien “protofisita” o fundado sólo en una naturaleza primera. 10 De l’esprit des lois, I, 1, Œuvres complètes de Montesquieu, París, Didot, 1838, p. 191. Sobre estos asuntos es imprescindible el libro, ya clásico, de Carmen Iglesias, El pensamiento de Montesquieu. Ciencia y filosofía en el siglo XVIII, Madrid, Alianza, 1984. Véase también, de la misma autora, “La teoría del conocimiento en Montesquieu”, en su libro Razón y sentimiento en el siglo XVIII, Madrid, Real Academia de la Historia, 1999, pp. 365-422.
Capítulo 17 – Defensa de lo inestimable 1 “Tan valioso que no puede ser estimado como corresponde”. Por su parte es estimable lo “que admite estimación y aprecio”, lo “digno de aprecio y estima” (DRAE, 21.ª edición, Madrid, Espasa, 1992). 2 Puede revisarse mi texto ya citado “Yoes pretéritos” (véase nota 6 del capítulo 11). 3 He anticipado parte de lo que aquí digo en el epílogo de mi ya citada Apología del arrepentido. 4 Manuel Cruz me ha objetado que muchas veces se llama memorable a algo que no sufre ninguna mengua de memoria, sino al contrario: a aquello que se recuerda con un grado máximo de devoción o relevancia y que por eso mismo se juzga digno de ser recordado siempre. La objeción es desde luego muy atinada, pero quizá pueda respondérsele que al juzgar algo como digno de perpetuo recuerdo se está ya anticipando la posibilidad de olvido, aunque sólo sea como amenaza. Que algo sea memorable supone que no todo podrá ser recordado siempre, y que eso a lo que se llama memorable tiene que librarse de pertenecer a las cosas olvidadas. La categoría de lo memorable se refiere a la justicia de la memoria futura y se funda en la experiencia de que la memoria no es siempre justa; llamar memorable a algo es reclamar justicia el día de mañana, pero toda reclamación de justicia futura está animada por el temor o la amenaza de un futuro injusto. 5 En realidad, la rememoración completa de un objeto o de un episodio es imposible siempre, aunque lo que hace la memoria ordinaria es instituir escalas dentro de las cuales el recuerdo puede satisfacerse de manera suficiente (así el recordar un número de teléfono: quien recuerda un número lo recuerda completamente). Para considerar completo un recuerdo basta con tomar como superfluos ciertos elementos y no tenerlos en cuenta a la hora de establecer lo que ha de recordarse (por ejemplo, la ocasión en la que tomamos nota de ese número de teléfono). 6 “Podría hablarse”, dejó escrito Walter Benjamin, “de una vida o de un instante inolvidables, aun cuando toda la humanidad los hubiese olvidado. Si, por ejemplo, su carácter exigiera que no pasase al olvido, dicho predicado no representaría un error, sino sólo una exigencia a la que los hombres no responden, y quizá también la indicación de una esfera capaz de responder a dicha exigencia: la del pensamiento divino”, “La tarea del traductor”, en Angelus Novus, traducción de H. A. Murena con prólogo de Ignacio de Solá-Morales, Barcelona, Edhasa, 1970, pp. 128-129. Benjamin parangona este sentido de lo inolvidable con lo que, en virtud de su forma, es traducible y debe por tanto ser traducido aunque nunca lo sea de hecho. La idea de lo memorable a la que me he referido coincide, desde luego, con lo inolvidable a lo que se refiere Benjamin. En efecto, está en la esencia de ciertas cosas el tener que ser recordadas, como está en la esencia de ciertos textos el tener que ser traducidos, y conviene reparar en que esta exigencia de traducción es seguramente imposible de satisfacer del todo: siempre faltarán lenguas a las que traducir y siempre podrá haber (es decir, deberá haber) nuevas traducciones a una lengua determinada. Que es justo lo que le ocurre a lo inolvidable y lo memorable: siempre faltarán ocasiones de recordarlo y repeticiones del recuerdo. Debo a Antonio Gómez Ramos haberme llamado la atención sobre la pertinencia de estas líneas de Benjamin para el asunto que ahora nos ocupa.
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7 Desestimar es según la Academia “no hacer bastante aprecio de alguien o de algo” y “denegar, desechar”, DRAE, 21.ª edición, cit. 8 Repárese un momento en lo que significa que algo sea inapreciable. Se considera inapreciable a aquello que no puede distinguirse o identificarse por medio de la percepción, aunque el término vale también como sinónimo de “inestimable”. El matiz que introduce lo inapreciable es el de lo demasiado pequeño y quizá demasiado sutil para la capacidad perceptiva que se posee. Si se trata de la vista, lo inapreciable es lo que no puede verse y, por tanto, no merece la pena verlo. Hay aquí desde luego una suposición completamente falaz y subjetivista: puesto que mis ojos no dan de sí para ver cierto objeto, el verlo no debe de ser tan importante y el objeto muy bien puede quedarse sin gozar de visión. Algo que casi equivale a declarar que sólo merece la pena ver lo que uno puede ver, es decir, que lo bueno está hecho a la medida de la capacidad de reconocimiento de lo bueno que tiene uno, o cierta comunidad, o todos en general. Hay toda una metafísica implícita en este uso de la palabra “inapreciable”, una metafísica opuesta por cierto a la de lo “inestimable”. 9 En varios trabajos inéditos que compondrán próximamente su libro La ética a la intemperie. Puede verse mientras tanto su trabajo “Sobre la condición ‘metafísica’ y/o ‘postmetafísica’ del sujeto moral”, en María Herrera Lima, ed., Jürgen Habermas: moralidad, ética y política. Propuestas y críticas, México, Alianza, 1993, pp. 173-191. 10 Puede ser instructivo examinar lo que se quiere decir cuando se afirma (sobre todo en primera persona del singular, pero no sólo) que uno “no se explica” cierta cosa. No explicarse algo significa juzgar algo como incomprensible, inverosímil y disparatado, pero no cualquier cosa, sino una que se desaprueba o que constituye una desgracia. Cuando alguien dice que no se explica algo y otro le responde que sí se lo explica, es probable que el primero se sienta atacado en su dignidad de persona contrariada o herida, y con harta razón, pues explicarse algo es haber empezado a aceptarlo, y muchas veces haberlo terminado de aceptar. Conviene añadir, por cierto, que “explicarse algo” sólo tiene sentido como negación de “no explicarse algo”: sería absurdo que alguien dijera de pronto que se explica tal o cual cosa sin que nadie hubiera proclamado antes que no se lo explica. 11 Cosa muy distinta fue, como es natural, el resultado de este proceso. El punto de vista moral surgió, según se ha mostrado ya, como un punto de vista diferenciado de otros –señaladamente el político y el económico, correspondiente a una política y una economía inmorales– pero destinado a prevalecer sobre ellos. Ese destino se reveló, sin embargo, bien pronto como falso y la moral se hubo de convertir en una esfera valorativa más, condición en la que aún pervive para disgusto de todo tipo de maximalistas morales remisos a poner límites a su aplicación. 12 Véase Rafael Sánchez Ferlosio, Campo de Marte 1. El Ejército Nacional, Madrid, Alianza, 1986, §§ XXV-XXXVII.
Capítulo 18 – Orden, virtud y fortuna 1 Sobre la utilidad y desventaja del descontento para la felicidad o, si se quiere, sobre la dependencia mutua de la felicidad y su contrario, debe verse el breve “Elogio de la infelicidad”, de Emilio Lledó, en su libro del mismo título, Valladolid, Cuatro Ediciones, 2005, pp. 13-15. 2 Véase por ejemplo –y el ejemplo no es de los filosóficamente peores– la compilación de Martha Nussbaum y Amartya Sen, Calidad de vida, traducción de Roberto Reyes Mazzoni, México, Fondo de Cultura Económica, 1996. 3 La palabra “calidad” acompaña muchas veces a la palabra “excelencia” en la propaganda comercial, incluida la de las instituciones universitarias y académicas públicas que darían lo que fuera por ser privadas y gustan de imaginarse a sí mismas como empresas. Al igual que ocurre en toda propaganda, estos términos no se
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usan con la vista puesta en la verdad, sino en la captación de clientes: los alumnos y sus padres, las empresas en sentido estricto de la palabra, los bancos, la bolsa y distintas instancias de lo que se llama “la sociedad” (entendiéndose por sociedad el conjunto de todos los potenciales clientes y copartícipes del negocio) son quienes han de apreciar la excelencia y la calidad del producto académico de que se trate en cada caso, una excelencia y una calidad que además serán periódicamente evaluadas (en realidad evaluadas sin cesar) por agencias encargadas de este fin. Lenguaje estimativo en estado puro, como bien se ve. 4 El fenómeno se asemeja a lo que expone Javier Marías en Negra espalda del tiempo sobre la muerte imprevista o adelantada, esa muerte que “contamina hacia atrás y esparce sus llamas retrospectivas que todo lo alteran, no sólo el día: nos damos cuenta de que el indiferente anteayer se convierte de golpe en ‘los últimos años’, según la fórmula de las crónicas y biografías, que a menudo dicen eso del muerto, ‘durante sus últimos años…’, como si hubiera podido anticiparlo nadie; y el anodino ayer se estiliza por el filo de las repeticiones, que lo veneran y cincelan y fijan ya para siempre porque de pronto ha adquirido la ominosa condición de víspera que en su hoy no tenía” (Negra espalda del tiempo, Madrid, Alfaguara, 1998, pp. 209-210). Con los conceptos no es necesario que la muerte sea imprevista o adelantada para que su historia adquiera la “ominosa condición de víspera”; todo su pasado puede llegar a convertirse con facilidad en una víspera del presente. Puede verse un análisis agudísimo de la mencionada obra en “La negra espalda de Javier Marías”, por Juan Antonio Rivera, Claves de Razón Práctica, 111 (2001), pp. 68-76. 5 Puede ser útil para este propósito acudir a lo que R. G. Collingwood llamaba incapsulation. Véase sobre ello “El alma encapsulada”, capítulo 6.º de mi ya citada Apología del arrepentido. 6 Sobre las transformaciones del concepto de fortuna y de sus imágenes véase José M. González García, La diosa fortuna. Metamorfosis de una metáfora política. Madrid, Mínimo tránsito/Antonio Machado Libros, 2006.
Capítulo 19 – Appetitus discendi incognitam 1 Ética Nicomáquea, VII, 1153 b 19-21. 2 EN, I, 1101 b 12. 3 EN, I, 1101 b 22-23. 4 EN, I, 1101 b 13-15: “phaínetai dè pân tò epainetòn tôi poión ti eînai kaì prós ti pôs ékhein epainésthai”. Adviértase que el poión y el prós ti son dos de las diez categorías, y que Aristóteles había intentado, tan sólo unas pocas páginas atrás (en 1096 a 19-36) una suerte de tabla de las categorías del bien. 5 EN, I, 1101 b 17-18: “(epainoûmen) tòn iskhyròn dè kaì tòn dromikòn […] tôi poión tina pephykénai kaì ékhein pos pròs agathón ti kai spoudaîon”, es decir, que el robusto y el ágil son por naturaleza de cierta manera y están dispuestos (ékhein) en relación con algo bueno y noble. Hay como se advierte tres categorías en juego. 6 EN, I, 1101 b 27. Aristóteles habló con tanto convencimiento en lo que hoy llamamos Metafísica de la sustancia o entidad (la primera de las categorías) como algo divino que resulta tentador parangonar a la felicidad con la sustancia y erigirla en el primero de los bienes. De la sustancia primera se predican, como se sabe, las demás categorías, mientras que ella no se predica de ninguna. Análogamente, los demás bienes están enderezados a la felicidad, pero la felicidad no está enderezada a ningún otro distinto de ella misma. La sustancia individual es en puridad inefable, pero la felicidad también lo es; se la honra y bendice, pero no se sabría decir por qué ni tiene para qué. 7 María José Callejo me ha reconvenido por el uso excesivo de la expresión “animal humano” y no le falta razón en su censura. Es verdad que los hombres somos animales y también lo es que esta expresión permite adoptar un tono suavemente escéptico que rebaja en ocasiones el exceso de concentración del lenguaje filosófico. También es cierto que la facultad estimativa era poseída, según la concepción tradicional de las facultades del
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alma, tanto por los brutos como por los hombres. Otra razón en pro es que quien dice “animal humano” despierta fundadas sospechas de estar afiliado a alguna variedad de naturalismo, cosa que será siempre motivo de perverso regocijo para alguien que, como el que suscribe, está muy lejos de profesar esa errónea y antipática doctrina. Todas estas razones apoyan el uso de la expresión en cuestión, pero quizá no un uso tan frecuente como el que yo le daba antes del reproche de la profesora Callejo. Ella prefiere hablar, más que de los animales que son humanos –o por lo menos con tanta frecuencia– de los racionales que son mortales, de modo que el hombre se distinguiera no sólo de los brutos, sino también de dioses y ángeles. Me parece, en efecto, que es esencial para concebir lo que sean los hombres distinguirlos de estas dos últimas clases de entidades, y me parece además que con esta distinción cuenta también una y otra vez todo aquel que dice no tomarla como un objeto serio de pensamiento. Que no somos dioses ni ángeles es quizá lo más importante de lo que somos, en caso de que seamos algo, y huelga decir que las creencias o la falta de creencias religiosas de cada cual son lo de menos en este asunto. “Il ne faut pas”, escribió Pascal, “que l’homme croie qu’il est égal aux bêtes ni aux anges, ni qu’il ignore l’un et l’autre, mais qu’il sache l’un et l’autre” (Pensées, 121, en Œuvres complètes, préface d’Henri Gouhier, présentation et notes de Louis Lafuma, París, Seuil, 1963, p. 513). 8 EN, X, 1177 b 2-3. 9 EN, X, 1177 a 20-21. 10 EN, X, 1177 a 15. 11 EN, X, 1179 a 25-28. Nótese de paso que el intelecto se convierte aquí en objeto de amor (agapésthai) y de honor, no de elogio. El intelecto es, por tanto, un fin en sí mismo que no se justifica por sus resultados, quizá porque lo que de él resulta ya está comprendido en él. 12 Tomás de Aquino, Summa Theologiae, edición crítica Leonina, IaIIae, q. 3, a. 8 (en adelante, S Th). 13 “Dicit enim Dionysius, in 1 cap ‘Myst. theol.’, quod id quod est supremum intellectus homo Deo coniungitur sicut omnino ignoto” (S Th, loc. cit.). 14 I Jn, 3, 2: “oídamen hóti eàn phanerothêi hómoioi autôi esómetha, hóti opsómetha autòn kathós estin.” Vulgata: “scimus quoniam cum ipse apparuerit, similes ei erimus; quoniam videbimus eum sicuti est” (Nuevo Testamento trilingüe, ed. José María Bover y José O’Callaghan, 5.ª edición, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2001). He dado la traducción de Casiodoro de Reina (Biblia del Oso), edición de José María González Ruiz, Madrid, Alfaguara, 1986. 15 Confesiones, X, XX, 29, 29-36, edición de P. de Labriolle, París, Les Belles Lettres, 1994. 16 Confesiones, X, XX, 29, 25-40. 17 Es difícil sustraerse a la tentación de evocar aquí aquellos lugares del libro V de las Confesiones en los que Agustín desprecia la curiosa peritia y la inpia superbia de quien se entrega a predecir eclipses, o a aestimare saeculum (libro V, III, 3-4). Debe verse sobre esto la tercera parte de Die Legitimität der Neuzeit, de Hans Blumenberg (Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1976). 18 Hannah Arendt se ocupó de este asunto en El concepto del amor en san Agustín, traducción de Agustín Serrano de Haro, Madrid, Encuentro, 2002, pp. 74 y ss. 19 Dante, Commedia, con el comentario de Anna Maria Chiavacci Leonardi, Milán, Arnoldo Mondadori, 1997, Paradiso, XXI, 10-12. “Y si no la templase, tanto esplende/ que tu mortal poder, a su fulgor,/ fronda sería a la que el trueno hiende”, según la traducción de Ángel Crespo (Barcelona, Seix Barral, 1977) que aparecerá también en notas posteriores. 20 Paradiso, XXI, 140-142: “y tal grito arrancaron de su seno/ que con nada podía compararse:/ ni lo entendí, vencido por el trueno.” 21 Paradiso, XXIII, 28-33: “yo vi sobre millares de lucernas/ un sol que a todas ellas encendía/ como el nuestro a las mil vistas supernas;/ y por la viva luz transparecía/ la luciente sustancia, que tan clara/ dio en mi
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vista, que no la sostenía.” 22 Paradiso, XXII, 61-66: “Y él dijo: ‘Hermano, tu deseo pío/ pronto te colmará la última esfera/ donde se calman los demás y el mío./ Allí es perfecta, madura y entera/ toda esperanza; allí sólo es hallada/ cada parte do siempre ya estuviera.” 23 S Th, IaIIae, q. 3, a. 4: “Al fin último del hombre le corresponde la paz, aunque no como si lo fuese la propia beatitud esencialmente, sino porque se relaciona con ella de manera antecedente y de manera consecuente. Antecedente en cuanto ya se ha apartado todo lo que causaba perturbación y lo que estorbaba al fin último. Consecuente porque el hombre, alcanzado ya su fin último, permanece apaciguado con su deseo en calma. (Pax pertinet ad ultimum hominis finem, non quasi essentialiter sit ipsa beatitudo; sed quia antecedenter et consequenter se habet ad ipsam. Antecedenter quidem, inquantum iam sunt remota omnia perturbantia, et impedientia ab ultimo fine. Consequenter vero, inquantum iam homo, adepto ultimo fine, remanet pacatus, suo desiderio quietato.)” 24 S Th, IaIIae, q. 4, a. 1: “Ex hoc ipso quod merces alicui redditur, voluntas merentis requiescit, quod est delectari. Unde in ipsa ratione mercedis redditae delectatio includitur”. 25 “Beatus est qui habet omnia quae vult, et nihil male vult”. De Trinitate, I, 13, c. 5 (Migne, Patrologia Latina, 42, 1020). 26 S Th, IaIIae, q. 5, a. 8: “Si vero intelligatur de his quae homo vult secundum apprehensionem rationis, sic habere quaedam quae homo vult, non pertinet ad beatitudinem, sed magis ad miseriam, inquantum huiusmodi habita impediunt hominem ne habeat quaecumque naturaliter vult”. 27 S Th, ibíd.: “Si enim intelligatur simpliciter de omnibus quae vult homo naturali appetitu, sic verum est quod qui habet omnia quae vult, est beatus: nihil enim satiat naturalem hominis appetitum, nisi bonum perfectum, quod est beatitudo”. 28 S Th, IaIIae, q. 2, a. 3: “Sed beatitudo habet per se stabilitatem, et semper”. 29 S Th, IaIIae, q. 2, a. 4: “Cum beatitudo sit summum hominis bonum, non compatitur secum aliquod malum”. 30 S Th, ibíd.: “Cum beatitudo sit bonum perfectum, ex beatitudine non potest aliquod malum alicui provenire”. 31 Se juzgará literalmente nimio, es decir, se juzgará al mismo tiempo en los dos sentidos opuestos de la palabra enantiosémica “nimio”, pues se estimará un parecido irrelevante, de poca importancia y traído por los pelos y, por ello mismo, un parecido excesivo y desmesurado en relación con la semejanza que realmente hay entre un bien y el otro.
Capítulo 20 – Momentos sin tiempo 1 Séneca, De uita beata, III, 3 (Dialogues, vol. II, edición de A. Bourgery, París, Les Belles Lettres, 1923). Hay traducción castellana de Julián Marías: De la felicidad, Madrid, Revista de Occidente, 1943. 2 Ibíd. “Adaptable a las circunstancias” en la traducción de Marías, “prête à tout évenément” en la de Bourgery. 3 No en vano, al feliz se le atribuye a menudo la indiferencia al paso de los tiempos o a su ciclo; satisfacción del pensamiento contemplativo hace a los felices no advertir apenas los calores ni los hielos, ni ciclo de los unos y los otros: lievemente passava caldi e geli,/ contento ne’ pensier contemplativi, se decía en Paradiso, XXI,116-117: “Levemente pasé calor y hielo/ en mi vida feliz contemplativa”. 4 “Ahora ya sabemos”, dice Antonio Gómez Ramos, “que el tiempo histórico está en sí mismo roto
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descoyuntado, out of joint, que diría Hamlet– por el inacabamiento del pasado y por la exigencia del recuerdo” (Reivindicación del centauro. Actualidad de la filosofía de la historia, Madrid, Akal, 2003, p. 37), pero el desdichado sabe más de lo que sabemos todos: sabe que tampoco merecería la pena dejar acabado el pasado (o acabar con él) y está convencido de que no hay grandes cosas que recordar. 5 Carlos Barral, Años de penitencia, Madrid, Alianza, 1975, pp. 210-213. 6 Jaime Gil de Biedma, Conversaciones, edición y prólogo de Javier Pérez Escohotado, Barcelona, El Aleph, 2002, p. 125. 7 Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo, Barcelona, Seix Barral, 1982, p. 173. 8 Las historias de la España contemporánea han escatimado un asunto que el poema suscita con irónico velamiento. La pregunta podría ser: ¿creía la intelectualidad progresista española en torno a mediados de los años sesenta que su generación iba a conocer una nueva guerra civil? Si el testimonio de Gil de Biedma ha de tener algún valor, habría que concluir quizá que se trataba de una pregunta reprimida y que nadie estaba en condiciones de suscitarla con claridad. Los españoles dedicaron muy poco tiempo a preparar la segunda de las guerras civiles en que pensaba Jaime Gil y ésta es quizá una de las causas de que no llegara a producirse (quizá tengamos otras, pero no ésa). No llama nada la atención, por cierto, algo que, si se repara un poco, debería resultar un tanto chocante, a saber, la adjetivación del país como “ineficiente”. El término se lee, desde luego, de manera irónica y como un guiño antipatriótico: todos sabemos –viene a suponerse– que España es un desastre y un dechado de ineficiencias, y el poema se lo recuerda a quien crea lo contrario. Sin embargo, no está claro –o por lo menos no lo está cuarenta y tantos años después– qué valor hay que darle a dicha declaración: si el irónico de quien no tiene en mucha estima los países y las cosas eficientes y se complace mórbidamente en la ineficiencia del propio país, o el propio de un mensaje de “protesta” contra el atraso nacional y el triunfalismo vacuo del régimen imperante. Es harto probable que la segunda lectura resulte del todo válida: al fin y al cabo, a la poesía no le está prohibido llorar la falta de eficacia ni añorar un mundo (o por lo menos un país) en el que se cumplan los plazos y se respeten los horarios. La vita beata del poema es, desde luego, la vida “ineficiente” de alguien cansado de su país y cansado quizá de esforzarse por su modernización y su racionalización, dos valores que gozaban del mayor prestigio, incluso poético, en la España de los años sesenta del siglo XX. Nada que deba sorprender sobre un lugar y un momento increíblemente prosaicos y pacíficos, más aptos para iniciarse en la racionalidad burocrática y económica que para preparar guerras civiles. 9 Como señaló Dionisio Cañas en su antología anotada de Gil de Biedma (Volver, Madrid, Cátedra, 1986), es posible que el poema rinda homenaje al “Prólogo-epílogo” de El mal poema, de Manuel Machado (1909). Allí dice escribir M. Machado, desde luego, “[e]n un pobre país viejo y semisalvaje, / mal de alma y de cuerpo y de facha y de traje”, y se propone abandonar la pluma tanto “por quitarle a la sola palabra su amargura” como “porque España no puede mantener sus artistas” (Manuel Machado, Poesía (Opera Omnia Lyrica), Barcelona, Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, 1940, p. 106). 10 Sobre la ironía en Gil de Biedma puede verse Pere Ballart, Eironeia. La figuración irónica en el discurso literario moderno, Barcelona, Quaderns Crema, 1994, pp. 507-533. 11 En un número monográfico de la revista Triunfo, dedicado al centenario del nacimiento de Baroja. El texto está recogido en Otoño en Madrid hacia 1950, Madrid, Alianza, 1987, pp. 15-51. 12 “Barojiana”, cit., p. 29. 13 Ibíd. 14 El caso de la felicidad se asemeja al de la virtud, otro término imprescindible para la formación de la moral deuterofisita aunque innecesario y hasta molesto una vez que ésta adquiere autonomía. Ciertamente hay nociones modernas de la virtud, y no poco robustas, pero resulta llamativo que quienes abogan por restablecer la plena vigencia de su uso sean defensores de la rehabilitación de doctrinas antiguas o medievales.
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15 Sobre el zorro como animal irónico véase el ya citado libro de Pierre Schoentjes, Poétique de l’ironie, pp. 31-32.
Capítulo 21 – Lo nuevo y lo igual 1 G. Scholem, “Walter Benjamin y su ángel”, en Los nombres secretos de Walter Benjamin, traducción de Ricardo Ibarlucía y Miguel García-Baró, Madrid, Trotta, 2004, p. 90, n. 33. 2 “Die Wiederhehr des Flaneurs”, Gesammelte Schriften, vol. III: Kritiken und Rezensionen, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1972, pp. 194-199. Se trata de un comentario del libro de Franz Hessel, Spazieren in Berlin, Leipzig y Viena, Verlag Dr. Hans Epstein, 1929. 3 “Zum Bilde Prousts”, Gesammelte Schriften, vol. II-1: Aufsätze. Essays. Vorträge, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1977, pp. 310-324. 4 Es la carta –la larga carta– n.º 111 de la Correspondencia (1928-1940) de Adorno y Benjamin, editada por Henri Lonitz. Hay traducción castellana, por la que cito, de Jacobo Muñoz y Vicente Gómez Ibáñez, con introducción del primero, Madrid, Trotta, 1998, pp. 278-285. 5 Erlebnis y Erfahrung, respectivamente, vid. “Die Wiederkehr des Flaneurs”, cit., p. 98. Nótese que en castellano Erlebnis puede traducirse por “experiencia”, y así habría de hacerse probablemente siempre si Ortega no hubiera inventado “vivencia”. 6 “Die Wiederkehr des Flaneurs”, loc. cit. 7 “Zum Bilde Prousts”, cit., p. 313. 8 “Benjamin a Adorno. París, 9 de diciembre de 1938”, en Correspondencia (1928-1940), cit., p. 280. 9 Passagen-Werk, K 1 1 (p. 394 de la ya citada traducción castellana). 10 “Instancia ejemplar del recordar”, según la traducción castellana citada. Passagen-Werk, K 1 2 (Libro de los Pasajes, loc. cit.). 11 La cita es de Henri Focillon, La vie des formes, París, 1934, p. 18. En uno de los materiales preparatorios para las “Tesis sobre la historia” (Gesammelte Schriften, cit., pp. 1229-1252), Benjamin anota: “Podría asociarse a la interrupción mesiánica del acontecer la definición del ‘estilo clásico’ en Focillon”. (“Apuntes sobre el concepto de historia”, ms. 1095, según la traducción de Pablo Oyarzun Robles, en Walter Benjamin, La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre la historia, Santiago de Chile, Lom-Arcis, 1996, p. 71). 12 “Apuntes sobre el concepto de historia”, ms. 1096. La vie des formes, cit., p. 94 (traducción de Pablo Oyarzun, loc. cit.). 13 Según la opinión de los editores Tiedemann y Schweppenhäuser, y contra Adorno, quien siempre sostuvo que el texto fue compuesto hacia 1938, que es cuando Benjamin se lo leyó a él. 14 “Fragmento teológico-político”, según la traducción de Pablo Oyarzun en La dialéctica en suspenso, cit., p. 182. El texto se encontrará en el vol. II-1 de los Gesammelte Schriften, pp. 203-204. 15 Esta y las anteriores citas pertenecen al “Fragmento teológico-político”, loc. cit. 16 “Todo consiste en advertir”, ha escrito José Manuel Cuesta Abad, “que para Benjamin la idea de felicidad (telos de lo profano) se relaciona con la de redención (telos de lo mesiánico) ‘como’ una cosa se refiere a otra, esto es: como representación. La felicidad es aquí, antes de recibir cualquier determinación ética, apariencia referida a otra cosa, imagen y representación, Bild y Vorstellung. Aquello otro que la felicidad representa –y a lo que se refiere y con lo que se relaciona– no es sino la Redención, que pondrá fin a la historia consumando su vinculación con lo mesiánico.” J. M. Cuesta Abad, Juegos de duelo. La historia según Walter Benjamin, cit, p. 141.
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17 “Schicksal und Charakter”, Gesammelte Schriften, vol. II-1, cit., p. 174. Hay traducción castellana, por la que cito: “Destino y carácter”, en Angelus novus, cit. Rafael Sánchez Ferlosio es autor de dos textos muy destacables que hacen pie en este escrito de Benjamin y que desde luego he tenido presentes: el § 23 de “La señal de Caín”, en El alma y la vergüenza, Barcelona, Destino, 2000, pp. 101-107; y el discurso de recepción del premio Cervantes en 2005, “Destino y carácter”, Claves de Razón Práctica, 153 (julio de 2005), pp. 4-12. 18 “Das Glück ist es vielmehr”, dice Benjamin, “welches den Glücklichen aus der Verkettung der Schicksale und aus dem Netz des eignen herauslöst” (loc. cit.). No es baladí que lo que haga la felicidad sea herauslösen, o sea, desatar o sustraer, una especie de potenciación del auslösen, es decir, del redimir o salvar mesiánico. 19 Véase Rafael Sánchez Ferlosio, “El reincidente”, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Barcelona, Destino, 1993, pp. 143-148. 20 Una traducción castellana se encontrará en el texto de Scholem, “Walter Benjamin y su ángel”, recogido en su libro ya citado, Los nombres secretos de Walter Benjamin, pp. 59-64. 21 G. Scholem, “Walter Benjamin y su ángel”, cit., p. 63. 22 Ibíd. 23 Tomás de Aquino, S Th, Ia, q. 50, a. 4. 24 Hodòs áno káto mía kaì outé. Diels-Kranz, fr. 60. 25 “Nadie delibera sobre lo pasado, sino sobre lo futuro y lo posible, y a lo pasado no le cabe no haber sucedido (tò dè gegonòs ouk endékhetai mè genésthai); por eso dijo con razón Agatón: ‘de una sola cosa está privado el dios:/ de convertir lo ya hecho en cosa no ocurrida (mónou gàr autoû kaì theòs sterísketai,/ agéneta poieîn háss’ àn êi pepragména)’” (Aristóteles, Ética Nicomáquea, VI, 1139 b 7-11).
Capítulo 22 – La construcción moral de la realidad 1 “Res ipsa quaecumque et inferior usque ad infimam terram, quoniam natura et essentia est, procul dubio bona est, habens modum et speciem suam in genere atque ordine suo” (De ciu. Dei, XII, 6, 354). 2 El nombre de ontoagatología, que no he visto usado, puede emplearse ventajosamente para designar la tradición de pensamiento en la que, por usar la fórmula escolástica, ens et bonum conuertuntur. Es muy difícil, como se verá, considerar la ontoagatología un puro resto del pasado. 3 En el texto antes citado (nota 1 de este capítulo), modum et speciem suam es probablemente un caso de hendíadis. De ser así, habría de leerse “su propio modo de hermosura” o “su propio modo de belleza”, valiendo species por “hermosura a la vista”. Pero no hay una gran diferencia entre leer esto y leer “modo y especie”, sin hendíadis. No en vano, de la hendíadis (sustitución de “A de B” por “A y B”, o sea, hèn día d´ys: uno mediante dos) se predica una inestabilidad semejante a la característica de otras figuras retóricas ya vistas en este libro. 4 Es disputable la licitud del uso del verbo “estar” que acaba de hacerse. Ciertamente, no cabe decir sin más que en ese mundo paralelo “sean” las cosas (aunque si por “ser” hay que entender lo que es objeto de la metafísica y si la única metafísica posible es la de las costumbres, entonces eso es lo que propiamente es, y ninguna otra cosa), pero sí que cabe, probablemente, decir que “están”, a semejanza de cuando algo está transitoria o accidentalmente en un sitio que no le corresponde. En efecto, el lugar que les corresponde es otro, no ése; el lugar que les corresponde es aquél en el que propiamente serán, han de ser o deben ser, o es su destino racional que sean.
Capítulo 23 – La verdad como coincidencia y como desajuste
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1 El sentido común es prepóstero, conforme a lo que por “conceptos prepósteros” se ha entendido en el capítulo 11.º. 2 La oposición pertinente es, sin lugar a dudas, la de los términos “realismo” e “idealismo”. La filosofía académica angloparlante, que es el contexto en donde más atención se ha prestado a este asunto en los últimos lustros, es partidaria de oponer “realismo” y “antirrealismo”. Quizá semejante elección de palabras no sea más que una maniobra para excluir de la discusión cualquier referencia a tradiciones europeas no angloparlantes, en particular el idealismo especulativo alemán, que, por su lejanía cultural, su elevado grado de dificultad y su estilo escasamente paratáctico suele resultar desconocido para la mayor parte de la profesión filosófica anglosajona. Creo, sin embargo, que merece la pena, por las razones que se verán, aprovechar la expresión “antirrealismo”. 3 Se suele situar en la llamada Zwischenbetrachtung de Max Weber la principal exposición de esta división de esferas de valor: “Excurso. Teoría de los estadios y direcciones del rechazo religioso del mundo”, en Ensayos sobre sociología de la religión, vol. I, traducción de José Almaraz y Julio Carabaña, Madrid, Taurus, 1984, pp. 527-562. 4 El idealista cognoscitivo opina –por decirlo con la jerga de la filosofía académica anglosajona– que la justificación de una creencia implica su verdad y es bastante para que la creencia sea conocimiento. En la gnoseología que suelen practicar los filósofos analíticos es habitual definir el conocimiento –haciendo pie en un momento del Teeteto de Platón– como “creencia verdadera justificada”, es decir, como aquella creencia que cumple el requisito de tener un respaldo en el mundo (tal cosa es la verdad) y también el de atenerse a los procedimientos aceptables de formación de creencias (a eso se lo llama justificación). Que la creencia tenga que ser verdadera y justificada excluye de la condición de conocimiento a las creencias verdaderas que se han obtenido por casualidad (y por tanto sin justificación) y a las creencias que, aun gozando de toda justificación, resultan desmentidas por los hechos (y no son, por tanto, verdaderas). A partir de un brevísimo artículo de dos páginas publicado en 1963 en la revista Analysis por Edmund Gettier –un profesor de la Universidad de Massachusetts en Amherst, nacido en 1927 y conocido sólo por este artículo, pero sin duda el autor más citado en toda la epistemología anglosajona contemporánea– comenzaron a proliferar los debates, todavía en curso, sobre la conveniencia de revisar la definición del conocimiento como creencia verdadera justificada. Si se toman en serio los dos ejemplos que proporciona Gettier (y que no es necesario detallar ahora), se advertirá que una creencia puede ser verdadera y estar justificada aunque eso no baste para admitirla como conocimiento. Puedo creer, inventando ahora un ejemplo distinto de los de Gettier, que en el despacho de al lado hay un hombre y una mujer y puedo creerlo de manera justificada por haber oído durante largo rato una voz femenina y otra masculina que discutían acaloradamente (incluso les he llamado la atención a través del tabique y me han pedido perdón los dos, ella con muy buenos modales y él de mala gana). Al cabo de un rato, irrumpo en la sala en cuestión y veo que, en efecto, hay un hombre y una mujer, pero me entero de que el hombre ha estado callado durante todo el tiempo, y lo que pasaba era sencillamente (o no tan sencillamente) que la mujer tenía una enorme capacidad dramática y de imitación de voces, y ha estado entreteniendo a su compañero durante un rato larguísimo con una discusión fingida. En este caso un poco estrambótico (aunque los ejemplos de Gettier y sus comentaristas son todavía más enrevesados) es verdad lo que creo porque hay dos personas de distinto sexo en la habitación, y también estoy justificado en creerlo porque he estado oyendo dos voces de distinto sexo durante un rato prolongado (lo que suele bastar para cerciorarse de que hay un hombre y una mujer cerca), aunque no parece aceptable decir que yo tenía propiamente conocimiento, porque la verdad y la justificación estaban totalmente desligadas la una de la otra. Durante los últimos cuarenta años, los estudiosos anglosajones de la gnoseología han dedicado la mayor parte de sus empeños a tratar de resolver este tipo de rompecabezas. 5 D. Davidson, “Indeterminism and Antirealism”, en Subjective, Intersubjective, Objective, Oxford, Clarendon Press, 2001, p. 69. 6 Las discusiones sobre el recto uso de las palabras acabadas en -ismo son por regla general tediosas y
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baldías, aunque mucha filosofía académica (en particular analítica) emplea ingentes esfuerzos en discusiones así. El lector que con toda razón se enoje por esta manera de hablar hará bien en llamar a la tesis antirrealista tesis del ajuste y a la anti-antirrealista tesis del sobrepasamiento.
Capítulo 24 – El mundo mal hecho 1 Es imprescindible sobre esto R. Sánchez Ferlosio, “Rayado como una cebra”, en Ensayos y artículos, vol. I, Barcelona, Destino, 1992, pp. 748-757. 2 Avergonzarse de no estar avergonzándose es un imposible conceptual (si bien lo es con una restricción que se mostrará en seguida), pero avergonzarse de la falta pasada de vergüenza sí que constituye un episodio plenamente concebible y hasta frecuente, como si aquella vergüenza que se debió experimentar en su momento hubiera quedado a la espera de poder manifestarse y se desencadenase ahora con mayor crudeza. Por su parte, la vergüenza por la desvergüenza presente parece cosa imposible, pero lo que no resulta imposible es juzgar (y hasta sentir con oprobio y desazón) que uno debería avergonzarse y no lo hace, es decir, reconocer como vergonzosa la propia actuación presente. Conviene advertir, sin embargo, que la contrición atribulada por lo vergonzoso de la conducta propia en el momento presente se halla muy cercana a la vergüenza de verdad, si es que no equivale en algunos casos a ella, de manera que la imposibilidad conceptual de avergonzarse de la desvergüenza debería atenuarse un tanto. 3 He tratado de exponer las semejanzas entre uno y otro fenómeno en “El ironista y el tolerante”, ensayo 2.º del ya citado La moral como anomalía, Barcelona, Herder, 2007. 4 Véanse sobre el mal como privación y como “partera del bien” las conferencias pronunciadas por Carlos Thiebaut en el Seminario de Filosofía de la Fundación Juan March en diciembre de 2002, publicadas con el título “Concepciones del mal en la filosofía política contemporánea” en el n.º 7 de la revista Azafea (Universidad de Salamanca, 2005). Por mi parte he respondido a ese texto con otro titulado “El mal común”, aparecido en el mismo número de Azafea, pp. 87-103, y que recoge mi intervención en el debate que siguió a las conferencias de Thiebaut. 5 Aunque viene fácilmente a las mientes el terremoto de Lisboa de 1755 como la gran sacudida que hizo saltar por los aires el apacible lugar que ocupaba el mal en el espíritu europeo. En cierto modo, Lisboa fue el Auschwitz del siglo de las Luces; las tenebrosas acusaciones que una humanidad tan dolorosamente herida y atemorizada como orgullosa de su virtud dirigía a un Dios poco ilustrado son del mismo tenor que las de la humanidad del siglo XX contra sí misma. El modelo de esta queja escandalizada empieza siendo el ilustrado, pero en seguida se advierte que intentar una antropodicea sería igualmente escandaloso, y que no cabe lamentarse de Auschwitz como de Lisboa, es decir, no cabe proclamarse ilustrado sino impostando muchísimo la voz.
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Índice Título de la página Derecho de Autor Página Índice Prólogo I. La moral como metonimia
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Capítulo 1 Lo inventado y lo dado 21 Capítulo 2 El efecto Maquiavelo 31 Capítulo 3 El efecto Mandeville 41 Capítulo 4 La inversión del mal 47 Capítulo 5 Géneros artificiales y metonimias disciplinares 58 Capítulo 6 La autonomía de la doctrina moral 69 Capítulo 7 Unas cuantas dudas para quien no crea que la naturaleza imite al arte 78 Capítulo 8 Metonimias y anomalías 89 Capítulo 9 Plantas que aprenden botánica 99 Capítulo 10 La teoría como interrupción 109
II. Ars aestimativa
121
Capítulo 11 Conceptos encabalgados Capítulo 12 Lo natural y lo artificial Capítulo 13 Lo natural y lo excepcional Capítulo 14 La moral y la estimativa Capítulo 15 La paradoja de la doctrina perfecta Capítulo 16 La estructura de la experiencia estimativa Capítulo 17 Defensa de lo inestimable
III. El bien y la fábrica del mundo
122 133 140 150 163 172 185
196
Capítulo 18 Orden, virtud y fortuna Capítulo 19 Appetitus discendi incognitam Capítulo 20 Momentos sin tiempo Capítulo 21 Lo nuevo y lo igual Capítulo 22 La construcción moral de la realidad Capítulo 23 La verdad como coincidencia y como desajuste Capítulo 24 El mundo mal hecho Capítulo 25 Defectos de fábrica 324
197 206 217 231 242 253 269 279
Notas
287
325
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