La Esucaristía TREVIÑO

July 2, 2021 | Author: Anonymous | Category: N/A
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(Contraportada) «La Eucaristía es la síntesis de los divinos misterios, el compendio de las maravillas de Dios, el corazón de la Iglesia, el venero inagotable de vida para las almas. Brotó del corazón de Dios como el fruto maduro y opulento de su ternura inenarrable, como el recuerdo inmortal de su paso por la tierra, como el prodigio estupendo que realiza sus amorosos anhelos de vivir en nosotros y de que nosotros vivamos en El. Estas páginas son un cántico al augusto misterio; engastan esta perla preciosa en el oro purísimo de un estilo inspirado por un hondo sentimiento y por un arte exquisito. Bendígalas Dios para que sean fecundas como el grano de trigo que muriendo en el seno de la tierra produce fruto copioso, como la uva opulenta que pisada en el lagar embalsama con su fragancia. Bendígalas Dios para que difundan por el mundo la blancura de la Hostia inmaculada y el suave calor del vino de salud. Bendígalas Dios para que a través de ellas, diáfanas y luminosas, las almas vislumbren la adorable belleza de Jesús, y por ella lo amen, con amor acendrado, y en ellas aprendan a devolverle ternura por ternura, don por don, sacrificio por sacrificio.» (Del prólogo del excelentísimo señor Luis M. Martínez, arzobispo de México.)

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J. G. TREVIÑO Misionero del Espíritu Santo

LA EUCARISTÍA DEDICADA AL CONGRESO EUCARISTICO INTERNACIONAL DE BARCELONA

AÑO 1952

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Nihil obstat: LIC. RICARDO URBANO

Imprimatur: † José María, Obispo Aux. y Vic. Gen.

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La Eucaristía es la síntesis de los divinos misterios, el compendio de las maravillas de Dios, el corazón de la Iglesia, el venero inagotable de vida para las almas. Brotó del Corazón de Jesús como el fruto maduro y opulento de su ternura inenarrable, como el recuerdo inmortal de su paso por la tierra, como el prodigio estupendo que realiza sus amorosos anhelos de vivir en nosotros y de que nosotros vivamos en Él. Estas páginas son un cántico al augusto misterio; engastan esta perla preciosa en el oro purísimo de un estilo inspirado por un hondo sentimiento y por un arte exquisito. Bendígalas Dios para que sean fecundas como el grano de trigo, que, muriendo en el seno de la tierra, produce fruto copioso, como la uva opulenta, que pisada en el lagar embalsama con su fragancia. Bendígalas Dios para que difundan por el mundo la blancura de la Hostia inmaculada y el suave calor del vino de salud. Bendígalas Dios para que, a través de ellas, diáfanas y luminosas, las almas vislumbren la adorable belleza de Jesús, y por ella le amen con amor acendrado, y en ellas aprendan a devolverle ternura por ternura, don por don, sacrificio por sacrificio. México, 10 de julio de 1938. † LUIS M. MARTÍNEZ. Arzobispo de México.

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ÍNDICE

I......................................................................................................................................5 Perfume y lágrimas........................................................................................................5 II...................................................................................................................................11 En el regazo de Jesús...................................................................................................11 III.................................................................................................................................21 Las tres etapas de la Eucaristía....................................................................................21 IV.................................................................................................................................33 Las dimensiones de la Eucaristía.................................................................................33 V..................................................................................................................................46 Recuerdo, esperanza y realidad...................................................................................46 VI.................................................................................................................................61 La Eucaristía y la ingratitud........................................................................................61 VII...............................................................................................................................70 La transformación eucarística......................................................................................70 VIII..............................................................................................................................76 La institución...............................................................................................................76 IX.................................................................................................................................81 El recuerdo de Jesús....................................................................................................81 X..................................................................................................................................86 La Eucaristía y la tristeza humana...............................................................................86 XI.................................................................................................................................93 ¡Mírame!......................................................................................................................93 XII.............................................................................................................................102 Los anhelos del amor.................................................................................................102 XIII............................................................................................................................109 La adoración perpetua...............................................................................................109 XIV............................................................................................................................121 Hostia de alabanza.....................................................................................................121 XV.............................................................................................................................127 La consumación.........................................................................................................127 XVI............................................................................................................................133 Epílogo......................................................................................................................133

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I PERFUME Y LÁGRIMAS «Fracto alabastro...!» (Rota el ánfora...) (Mc 14, 3).

Me complace considerar a María Magdalena —la divina apasionada del Evangelio— como la precursora de esa generación cada vez más numerosa y ferviente, cada vez más escogida y amante, la generación de las almas eucarísticas. ¿No tuvo ella un atractivo especial, desafiando censuras y despreciando críticas para honrar el Cuerpo de Jesús que ahora veneramos bajo las envolturas del Sacramento? Fue la primera vez el día de su conversión, en la casa de un opulento fariseo, en medio del bullicio y alegría del festín. Envuelta en los pliegues de un manto, vasto y riquísimo, se abre paso entre la multitud, y, arrojándose a los pies de Cristo, los abraza y los unge, los cubre de ósculos ardientes, los baña con sus lágrimas y los enjuga con su cabellera destrenzada. Para manifestar su honda pena, para implorar el perdón que anhela su alma, no dicen sus labios una palabra; no tiene otro lenguaje que ese lenguaje mudo del corazón que tan bien comprende mi Cristo amado: las lágrimas (Lc 7, 37-50). *** Faltaban seis días para la suprema despedida. ¿Había recibido Magdalena, en las tinieblas de Betania, la revelación del sacrificio próximo, y, sobre todo, la revelación eucarística? Todo inclina a suponerlo. Y la escena se repite. Es otro festín, el último a que asiste públicamente Jesús. Una muy natural asociación de imágenes despierta el recuerdo, en Cristo y en Magdalena, de aquel primer banquete en que 6

alcanzó su perdón, y del otro en cuya solemnidad había de inaugurarse el ágape perenne y celestial, la Eucaristía. Con esa industriosa previsión propia del que ama, Magdalena había comprado una libra de un perfume de nardo purísimo, de muy alto precio (1), encerrado en una ánfora de alabastro artísticamente cincelada. Y se adelanta en medio del silencio que una escena inesperada produce. Para no destruir aquella obra de arte, ¿la abrirá con sumo cuidado y derramará con medida el perfume riquísimo? No es así el amor; antes bien, conoce la ciencia del don absoluto y total, del don consumado y perfecto. Sobre el mosaico del pavimento se oye un ruido seco. «Fracto alabastro...!» ¡Magdalena ha hecho pedazos el ánfora preciosa y derramado sobre la cabeza de Cristo todo el perfume exótico hasta la última gota! ¡Admirables intuiciones tiene el amor! ¿Las tuvo el de Magdalena para comprender todo el alcance de aquella acción, para descubrir todo su profundo simbolismo? Sea de ello lo que fuere, el Corazón de Jesús sí que las tuvo, y, estremecido de ternura, contempló en aquel frasco roto y en aquel perfume derramado un símbolo conmovedor de su Eucaristía. Tal era su Corazón, ánfora de purísimo alabastro, cincelada por la mano misma de Dios y henchida con el perfume más rico que han conocido los cielos: una divina mixtura de la majestad del Amor divino y de la ternura del amor humano Llevándolo encerrado en su pecho, pasó por este suelo. Pero la víspera de morir, su amor, que como nadie conoció la ciencia del don absoluto y total, del don consumado y perfecto, tomó en sus santas y venerables manos su Corazón, y, haciéndolo pedazos sobre la mesa del Cenáculo —fracto alabastro!—, derramó en la Eucaristía todo el perfume de su amor, hasta la última gota. Y se llenó toda la casa del olor del perfume («Et impleta est domus ex odore unguenti!» ¡Y toda la Humanidad, y todos los siglos, y todo el Universo se llenó con la fragancia de tan divino perfume! ¡Pero qué estulticia y necedad la de los hombres! ¡También la Eucaristía los ha escandalizado—«Et fremebant in eam!—y la han tachado de un exceso y desperdicio! ¡Y han censurado al Amor que sus corazones mezquinos y ruines no eran capaces de comprender! 1

Más de 300 denarios. Un denario era el jornal de un obrero; por consiguiente, el precio de aquel perfume podía igualar al jornal de un obrero durante un año.

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Viendo Jesús que murmuraban de Magdalena, sale, ante todo, a su defensa: Lo que ha hecho conmigo es una obra buena. De antemano ha ungido mi cuerpo para la sepultura. Magdalena ha realizado la obra buena por excelencia, la obra del amor, y se ha adelantado a ungir mi Cuerpo para la sepultura. ¿Será adelantarse demasiado suponer que en estas palabras, Jesús, veladamente, hace saber a su amada que ha comprendido el alcance eucarístico de su buena acción? Magdalena se adelanta—¡así es siempre el amor!—, y antes que ese Cuerpo amado se envuelva en los sudarios eucarísticos, y antes que venga a sepultarse en ese sepulcro nuevo del sagrario, el corazón apasionado de aquella mujer, a nombre de toda la generación de las almas creyentes, derrama sobre Jesús un perfume riquísimo, ¡símbolo del amor con que siempre se verá envuelta, a través de todos los siglos, la Eucaristía adorada! «Praevenit ungere Corpus meum in sepulturam! Ad sepeliendum me fecit!» Y sólo así comprendo a fondo la importancia que Jesús da a aquella buena acción, asegurando con la solemnidad del juramento que dondequiera se predique el Evangelio —y se predicará por toda la faz de la tierra— esta acción será conocida y alabada; y mientras el Evangelio sea anunciado y venerada la Eucaristía, no perecerá su recuerdo. Dondequiera que se proclame el Evangelio, en todo el mundo, se contará lo que ha hecho en memoria de ella (Mt 19, 6-12). *** Pocos días después vino la cruel realidad; Jesús acababa de expirar, y Magdalena, junto a la cruz, en su posición favorita, está abrazada a los pies ensangrentados y yertos del Amado. Bajan finalmente de la cruz los santos despojos, y, en nombre de la Humanidad, los reciben en sus brazos y los embalsaman con la mirra y el áloe de Nicodemo, María la Inmaculada y María la Arrepentida; el amor inocente y el amor rehabilitado. ¡Y mejor que con aquellos perfumes riquísimos, las dos almas que más amaron a Cristo embalsamaron el Cuerpo destrozado con el perfume incomparable de sus lágrimas! ¡Oh lágrimas de María, oh lágrimas de Magdalena! ¡Supremo homenaje de la Humanidad sobre los despojos amados de Cristo! *** Clareaba apenas el día después del sábado, y ya vemos entre las sombras adelantarse un grupo de mujeres, a cuya cabeza va Magdalena con sus acostumbrados perfumes; ¡encantadora monotonía del amor! 8

Las otras, encontrando vacío el sepulcro, retroceden su camino. Magdalena se queda llorando cabe el sepulcro abierto. Su perseverancia se ve recompensada, y cuando los labios de Jesús pronuncian aquella palabra —¡Maria!— que es toda una epifanía íntima y embriagadora, Magdalena se arroja a sus pies para abrazarlos, para cubrirlos de ósculos y lágrimas; ¡encantadora monotonía del amor! Siempre el mismo tema: ¡Perfume y lágrimas! Y si los perfumes de Magdalena no sólo han llenado con su fragancia toda la casa de Betania, sino que han embalsamado las páginas inmortales del Evangelio y han trascendido a través de todos los siglos, las lágrimas de Magdalena —perfume del corazón— han llenado algo más vasto y profundo: han embalsamado algo más inmortal y divino: ¡el Corazón de Cristo! Cuando vengo a los pies de tu sagrario y no tengo perfumes riquísimos que ofrecerte, ¡oh mi Cristo amado!, cuando sólo puedo presentarte mis lágrimas que corren calladamente, ¡cuánto me consuela pensar que la primera ofrenda que recibió tu Eucaristía fueron las lágrimas de una pecadora! No desdeñarás, pues, las mías, así sean, como lo son de verdad, lágrimas de un pecador, pobre y miserable. Y quiéralo Dios que, como el alabastro de Magdalena, este corazón que no quiere latir sino para amarte, cuando se haga pedazos por la muerte —fracto alabastro!—, para Ti sea su última gota de sangre y sea para Ti su postrer estremecimiento de amor. Pero Magdalena no sólo se esforzó en honrar el Cuerpo de Jesús —lo cual puede representar el culto eucarístico exterior—; hizo mucho más: consoló el Corazón del Cristo dolorido, lo cual representa lo más íntimo del espíritu eucarístico. Maria la Inmaculada fue el consuelo de Jesús, sobre todo en las intimidades de Nazaret. Pero, cosa notable, durante los años de la vida pública de Cristo, esta misión de María se interrumpe, o, por lo menos, se vela con un manto de pudor y de humildad. Y entonces Jesús, que era genuinamente humano y con necesidad de consuelo por lo mismo, cuando su Corazón desbordaba amargura, hostigado por sus enemigos, desencantado por las miras tan bajas de los suyos, herido por la rebeldía e ingratitud de los otros, tomaba el camino tan conocido de Betania, entraba familiarmente en el hogar de Lázaro, y en aquella alma amiga y predilecta buscaba el alivio de las confidencias —tan necesario y tan difícil— en el secreto de la intimidad. 9

¿Quién podrá declarar las intimidades de Jesús con Magdalena en las conversaciones de Betania? ¿Quién podrá tan siquiera levantar un poco el velo que nos oculta ese arcano de amor? No sabemos de cierto sino esta palabra del Maestro: María ha escogido la mejor parte. («Maria optimam partem elegit») (Lc 10, 42). No me figuro que en esas conversaciones íntimas Jesús se haya ocupado en exponer su doctrina. ¡Oh, no! Entones no aparece el Maestro, sino el Amigo; no va a enseñar, sino a consolarse; no va a esparcir la luz, sino a derramar la amargura en que desborda su Corazón. ¡Qué delicado y exquisito, qué ardiente y puro debe haber sido el corazón de Magdalena para ser capaz de consolar el Corazón de un Hombre-Dios! ¡Y pensar que había sido el corazón de una pecadora! Le hablaría Cristo de la ingratitud, ¡ah sí!, de esa herida tan honda, tan honda de los corazones nobles y delicados. Le hablaría de la perfidia y obstinación de sus enemigos. Haría mucho más —cuando las confidencias comienzan, el corazón ya no se puede contener—: levantaría el velo del porvenir: su Iglesia, sus sacerdotes, la persecución, su próxima muerte y su Pasión dolorosa, pero, sobre todo, su Eucaristía. ¡Dios mío!, ¿cómo declarar la dulzura de esos momentos? Jesús, hablando con un acento de ternura divina. Magdalena, la amada, a sus plantas —su lugar favorito—, escuchando, y sus ojos en los ojos de Jesús, y su alma fundida, licuada, en el alma de Jesús. Jesús, sintiéndose comprendido y amado inmensamente. Magdalena, experimentando esa dicha embriagadora, la de sentir que en su corazón, en su amor, su Amado encontraba consuelo y descanso. ¡Misterios que no es da.do comprender sobre la tierra! *** Pasó el tiempo, y tras de Magdalena han venido otras almas escogidas que al pie del sagrario han continuado la misión de Betania y han sido para Jesús consuelo y descanso. No son ahora los hombres ni menos rudos, ni menos ingratos, ni menos egoístas que entonces. Y el Corazón delicado y exquisito de Cristo necesita consuelo. Ser el consuelo de Jesús, tal es la misión. íntima de las almas eucarísticas. Ha elegido la mejor parte. ¡Qué horas de cielo, en verdad, las que esas almas pasan al pie del sagrario! No hablan, sino escuchan; tampoco Jesús se dedica en ese momento a instruirlas. No, es la hora de las confidencias..., los ojos en los 10

ojos de Jesús, el corazón en el Corazón de Jesús y el alma sintiéndose desfallecer al comprender íntimamente que su corazón es para Él consuelo y bálsamo. Optima pars! Y, una vez más, ¡cuánto anima pensar que después de María, el corazón donde Cristo buscó consuelo, el corazón que escogió para sus más íntimas confidencias, fue el corazón de una pecadora rehabilitada por el amor. ¡Cómo se comprende que de verdad este Pastor amado no vino a buscar a las ovejas fieles, sino a las extraviadas; no a los justos, sino a los pecadores; no a los sanos, sino a los enfermos del alma! Y así, Magdalena fue la precursora de las almas eucarísticas, derramando sobre el Cuerpo de Cristo perfume y lágrimas, y vertiendo sobre su Corazón dolorido bálsamo de consuelo y fragancia de amor.

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II EN EL REGAZO DE JESÚS «Et erat recumbens in sinu Iesu.» (Y descansaba en el regazo de Jesús.) (Jn 13, 23)

Diecinueve siglos hace que Cristo Señor nuestro instituyó la Sagrada Eucaristía. Y en esa noche memorable, tengo para mí que pensaba en vosotras, almas eucarísticas, y que este pensamiento fue consuelo dulcísimo para su Corazón sagrado. En todos los personajes que intervinieron en el drama de la Eucaristía y del Calvario, Jesús, no solamente veía aquella persona real, a aquel personaje histórico, sino que, a través de él, la mirada profética de Cristo contemplaba a otras almas que, en el decurso de los siglos, habían de intervenir en el mismo drama de la Eucaristía, desempeñando el mismo papel. Aquellos personajes eran, sin dejar de ser reales, un símbolo, eran una figura; eran, si se me permite la expresión, personajes-tipos. Así, por ejemplo, en Judas no solamente veía al Iscariote, al apóstol judío, sino que en él miraba a la legión de almas traidoras, y en el beso de Judas, Jesús sufría la afrenta de tantas comuniones sacrílegas. En Pedro, en el apóstol que había sido puesto a la cabeza de los demás, que había sido proclamado piedra fundamental de la Iglesia, Jesús veía a las almas escogidas; y en la negación y en el perjurio de Pedro, que unos momentos antes había repetido: «aun cuando todos te abandonen, yo no te abandonaré jamás (Mc 14, 29), Jesús veía la deserción de las almas elegidas, de las que, habiendo jurado al pie de los altares: «Seré tuya para siempre», después, en la hora de la humillación, y cuando es necesario participar de las ignominias de Cristo, vuelven atrás, le abandonan y a la faz del mundo juran y perjuran que «jamás han conocido a semejante 12

hombre». Y así, desertan y se alejan, sin darse cuenta, quizá, que sobre su frente llevan escrita, como un estigma, esta palabra: ¡perjura! En la cobardía de Pilatos, Jesús sufrió la cobardía de todos los cristianos vergonzantes, víctimas del respeto humano, que no tienen valor para confesar a Cristo ante los hombres; la cobardía de los gobernantes, sobre todo, que, por no perder su puesto, venden su fe y condenan a Cristo, y pretenden después lavarse las manos —prueba de que las sienten tintas en sangre—, ¡como si el agua fuera capaz de lavar semejantes manchas! Así pudiéramos ir discurriendo y comprobando cómo todos los personajes de la Pasión fueron personajes-tipos, y cómo a través de ellos Jesús veía toda una legión de almas. Y por esto mismo, la Pasión de Cristo fue más acerba y dolorosa, porque condensaba en aquellos momentos y abarcaba en aquellas horas toda una Pasión de siglos. *** Pero no solamente los que intervinieron como verdugos o como jueces, sino también, por dicha nuestra, ese pequeño puñado de almas que consolaron a Cristo eran personajes-tipos, porque también a través de ellos Jesús contemplaba toda una legión de almas. Así, en la Verónica, que, camino del Calvario, enjugó su rostro cubierto de inmundicias, Jesús veía tantas almas compasivas que habían de compartir sus ignominias y consolar sus dolores; ¡veía tantas Verónicas en aquella Verónica! En las lágrimas y lamentos de las mujeres que le compadecieron cuando, agobiado bajo el peso de la cruz, subía al Calvario, Jesús contemplaba todas las lágrimas que se habían de verter al recuerdo de su Pasión. En Simón de Cirene, Cristo aceptaba la ayuda de muchos cireneos que compartirían su cruz. Y las almas eucarísticas, ¿dónde estaban representadas? ¿A través de qué personaje de la Pasión y del Cenáculo contempló Jesús a esa legión de almas que hasta el fin de los siglos le habrán de consolar? Magdalena tiene, sin duda, hermosos puntos de contacto con las almas eucarísticas; es como su precursora, según lo acabamos de mostrar; pero, ante todo, simboliza el arrepentimiento y representa de una manera típica a las almas convertidas que lavan sus pecados con sus lágrimas, que se arrojan a los pies de Cristo y se abrazan de su cruz.

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¿María? María ocupa un lugar aparte; Ella vale, no sólo por un alma, sino por un mundo de almas; es toda una creación. Para Cristo, María es «su única» (Cant 6, 8). Dejémosla aparte. No solamente por exclusión, sino por razones muy profundas, pienso que Jesús veía a las almas eucarísticas en la persona del discípulo amado. Juan fue el discípulo predilecto; los demás apóstoles le designaban con este mote: el discípulo aquel a quien amaba Jesús. Y él con ingenuidad encantadora, muy ufano de su título, gustaba de llamarse de igual manera: El discípulo a quien amaba (Jn 23, 23; 21, 7-20). ¿Por qué esa predilección del Señor? ¿Sería porque Juan era el más joven de los apóstoles? ¿Sería, sobre todo, porque era virgen, y virgen permaneció? (2). No debemos olvidar, sin embargo, que las predilecciones de Dios tienen este sello divino: que no buscan su causa y su justificación en la criatura, sino, al contrario, las predilecciones de Dios causan la bondad de la criatura preferida. Y así, en lugar de decir ¿qué había en San Juan para que fuera predilecto de Jesús?, debemos mejor preguntarnos: Siendo predilecto de Jesús, ¿cuáles fueron los dones con que le enriqueció, frutos de esa predilección? *** En primer lugar, le escogió joven. ¡Qué hermoso es que Dios escoja a las almas para su servicio desde la primera edad! ¡Qué grato es ofrecerle no un corazón ajado, marchito, envejecido, sino un corazón con la frescura todavía y los entusiasmos de la juventud! Pero el que seamos llamados a su servicio en los primeros años de nuestra vida o más tarde, ¿no depende, en primer término, de las predilecciones de Dios? Esta prueba do amor le dio el Señor a San Juan: era el más Joven de los apóstoles. También le escogió virgen, prerrogativa íntimamente enlazada con la anterior. Es el único de los apóstoles de quien la Iglesia asegura que era virgen (3). Consta expresamente en el Evangelio que San Pedro fue casado; de los demás nada sabemos con certeza. Pero San Juan siempre ha aparecido ante la piedad cristiana envuelto en la fragancia de una pureza exquisita. En segundo lugar, Jesús le dio un corazón incomparable. ¡Qué corazón el de San Juan! Hay que leer su Evangelio y sus epístolas, sobre 2 3

«Virgo electus ab ipso, virgo in aevum permansit.» (Brcv. Rom.) Ibidem.

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todo la primera, que es la epístola del amor (4); hay que recordar aquellos dos episodios encantadores (5) que de él nos refiere la tradición, para sospechar algo de los tesoros de ternura que su corazón encerraba. Ese corazón que se revela en su vida y en sus escritos es como una visión del paraíso terrestre; «en él se encuentra, en él se ve, en él se siente, en él se respira un candor como de niño, una ternura como de mujer, una frescura vigorosa como la de nuestros más hermosos jóvenes; en ella, una serenidad y una pureza que hacen pensar en las de los ángeles» (6) Y el último presente que le hizo fue hacerle mártir. Juan con toda verdad bebió el cáliz de Cristo como el mismo Jesús se lo aseguró: «Mi cáliz lo beberás» (Mt 20, 23). Lo bebió porque sufrió el martirio, y si no murió de él, fue por un milagro; del baño de aceite hirviendo salió rejuvenecido. Después sufrió también por la causa de Cristo el destierro de Patmos. He aní los tres presentes que a Juan le hizo la predilección de Jesús: lo hizo virgen, le hizo amante, lo hizo mártir: amor, dolor, pureza, ¡divina trilogía! Pero como presentes tan singulares no podían permanecer inútiles, Dios Nuestro Señor le asignó una misión especial a San Juan. Todos los apóstoles tuvieron su misión: San Pedro fundó la Iglesia; San Mateo escribió el primer Evangelio; los demás apóstoles fundaron Iglesias particulares. San Juan, como apóstol, fundó las Iglesias del Asia; como evangelista, escribió el cuarto Evangelio; como profeta, compuso el Apocalipsis; como doctor, dictó tres epístolas. Pero todavía San Juan tuvo otra misión, una misión muy intima. El discípulo amado fue el consuelo de Jesús. Las almas vulgares encuentran mil almas que las comprendan; todas ellas hablan e| mismo lenguaje, todas tienen las mismas ideas. ¡Las ideas vulgares son tan comunes! Pero a medida que un alma se eleva, se va 4

Véanse especialmente: 2, 7-11; 3, 10-18, y los capitulo» IV y V que nos hablan de la causa, raíz, y frutos de la caridad. 5 El primero, referido por Clemente de Alejandría y por Eusebio, es el de aquel joven que San Juan confió a los cuidados de un obispo. Cuando después de algún tiempo volvió a visitarlo, se encontró con que el joven se había extraviado y convertido en jefe de bandoleros. San Juan le fue a buscar, y sus lágrima» le hicieron volver al buen camino y llegar basta la santidad. El otro, narrado por San Jerónimo, se refiere a los últimos años de la vida del santo, cuando, llevado a la iglesia en brazos de sus discípulos, toda su predicación se reducía, a, repetirles: «Hijitos mío, amaos los unos a los otros.» Cansados de oír siempre lo mismo, lo preguntaron : «Padre, ¿por qué nos repites siempre lo mismo?» A lo que contestó el santo: «Porque éste es el precepto del Señor, y si so cumplo, está hecho todo. » 6 Monseñor Gay: «Conférences aux mères chrétiennes», t, II, página 407.

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aislando, porque encuentra menos almas que la comprendan. Y cuando llega a la cumbre, se ve sola y no encuentra quien comprenda sus ideas, quien entienda su lenguaje. Esa alma sufre entonces un martirio tan desconocido como doloroso: la incomprensión de los hombres. Nadie como Cristo conoció ese martirio, ¡Qué alma como la suya! ¿Dónde encontrar ideales más nobles y elevados? No era posible que los hombres, sobre todo los hombres de aquel tiempo, tuvieran la mentalidad de Cristo. Por eso, para que Jesús no estuviera solo, a su lado Dios colocó a María. Nadie como Ella comprendió a Jesús, y en el Corazón de María encontraron eco todos los ideales de aquel Corazón divino. Pero tuvo que separarse de Ella; pasaron los años dulcísimos de Nazaret, y fue necesario entrar de lleno en las luchas de su vida pública. Entonces como nunca sufrió Jesús la incomprensión de los hombres y aun la de sus mismos discípulos. Él, tan paciente, tan bondadoso, llega, sin embargo, a quejarse con estas palabras tan fuertes: «¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os sufriré?» (Mc 9, 18). «¿Tampoco vosotros comprendéis estos misterios?» (Mt 15, 16). Hablaba Jesús de los misterios del reino de los cielos, ¡y aquellos hombres groseros no pensaban sino en un reino temporal donde serían ellos los príncipes y gozarían de todas las comodidades y de todos los honores, y todavía disputaban sobre quién sería en ese reino el primero de ellos! ¿Cómo no habría de sufrir Jesús al ver su doctrina entendida tan materialmente? Magdalena, sin duda, comprendía a Jesús, porque el amor tiene intuiciones maravillosas; pero Betania estaba lejos, y sólo de tarde en tarde podía el Maestro refugiarse en ella. Necesitaba Cristo tener cerca de Él un alma que lo comprendiera, y esa alma fue San Juan. Tal fue el primer consuelo que el discípulo amado ofreció a su Maestro: comprenderle. Nadie como él comprendió la doctrina de Cristo. Cuando, después de la resurrección, pescaban los apóstoles en el lago de Tiberiades y Jesús se les apareció en la ribera, ninguno de ellos le reconoció; sólo la mirada pura y luminosa de Juan descubrió al instante quién era, y dijo a Pedro: ¡Es el Señor! (Jn 21, 7). Cuando Magdalena, en la mañana de Pascua, encontró a Cristo, le confundió con el hortelano; Juan no hubiera sufrido semejante error; él, como siempre, hubiera exclamado: «¡Es el Señor!» Esta escena nos revela el alma de Juan. Después de Maria, ¿habrá un alma que haya comprendido a Jesús como su discípulo amado? 16

¡Qué diferencia tan notable entre el cuarto Evangelio y los tres primeros! Estos, tan semejantes entre sí, nos ofrecen la historia de Cristo y sintetizan admirablemente su predicación; pero aquél, más que la historia del hombre público, del taumaturgo, es la historia de su alma, la revelación de su Corazón, la demostración de su divinidad. Y en sus epístolas nos revela a su vez la esencia misma del Cristianismo —el amor—, que es también la sustancia misma de Dios. «Dios es caridad» (Jn 4, 16) es una definición de Dios que sólo podía haber escrito la pluma de Juan. Otro consuelo brindó a Jesús su discípulo amado. Todos los apóstoles, por esa misma incomprensión de la doctrina de su Maestro, sufrieron el escándalo de la cruz, menos Juan. ¡Qué pena tan cruel para el Corazón de Cristo la infidelidad de sus apóstoles! Uno le traicionó, renegó de Él otro, todos los demás le abandonaron... ¡Cuánto duele la infidelidad! Y mil veces más, cuando esa infidelidad nos hiere en la hora de la humillación y del dolor. Que nuestros amigos nos abandonen en la prosperidad es poca cosa; pero que nos vuelvan las espaldas precisamente cuando el sufrimiento nos desgarra y la humillación nos abate, es mil veces más duro. Juan consoló a Jesús con su fidelidad, y cuando todos huyeron, sólo él subió con Jesús al Calvario, sólo él permaneció fiel al pie de la cruz. No con palabras, como Pedro, sino con la elocuencia de los hechos le decía a Cristo mientras agonizaba: «Mira, todos han huido, todos te han abandonado; pero aquí está el discípulo a quien Tú amas. » Y en su Evangelio, él mismo pudo dar de sí este testimonio de su fidelidad: «Estaba junto a la cruz de Cristo María con Juan, el discípulo a quien amaba Jesús.» (Jn 19, 25). Juan proporcionó otro consuelo, y muy delicado, al Corazón de Jesús. Uno de los sufrimientos de Cristo al morir, uno de los más íntimos y propios de su Corazón filial, fue dejar abandonada al morir a su Madre Santísima, fue pensar que iba a quedar sola y por tantos años. Si interrogamos a nuestro propio corazón filial, nada nos haría sufrir tanto al morir como dejar abandonada a una madre anciana, sin ningún apoyo, expuesta a la indigencia, y, en todo caso, en esa soledad del corazón en que se queda una madre cuando pierde a su hijo único. Una madre no tiene más tesoro que su hijo; cuando lo pierde, pierde todo, y a ella como a nadie podía dirigírsele la frase célebre de Lamartine: «Un solo ser te falta, y te parece desierto el Universo.» Y Jesús iba a dejar así a su Santísima Madre. Pero desde lo alto de su cruz ve a Juan; sabe que en el corazón del discípulo predilecto hay algo de 17

su propio Corazón; no puede dudar de su fidelidad, porque los hechos se lo están demostrando —es el único apóstol que está al pie de la cruz—; y, volviéndose a María, le dice: Mujer, he ahí a tu hijo. Y al discípulo: He ahí a tu Madre. Ya podía morir tranquilo Jesús; había confiado a María al corazón más fiel que encontró al pie de su cruz. En el testamento de Cristo, el discípulo amado tuvo la mejor parte: Pedro recibió la Iglesia; Juan, a María. Y por eso concluye el evangelista: Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como cosa suya. ¡Qué relaciones tan íntimas deben haber enlazado el Corazón de María y el corazón de Juan! ¡Cómo deben haberse comprendido! ¡Cómo deben haberse amado! Pero esto es inefable. *** En fin, el gran consuelo que Juan ofrendó a Jesús, sobre todo en aquella noche de la Eucaristía y de Getsemaní, fue el consuelo de comprender la Eucaristía. San Juan es el único evangelista que nos refiere la promesa de la Eucaristía (Jn 6, 22-72), esa página pletórica de doctrina y de un dramatismo emocionante, donde Jesús levanta por primera vez los velos del misterio y revela al mundo el prodigio de la Eucaristía. Entonces se inician también sus dolores eucarísticos con la deserción de la mayor parte de sus discípulos; ¡aquella palabra que revelaba al mundo el amor de Cristo le pareció demasiado dura! Y cuando Jesús vio que se alejaban todos, preguntó a sus apóstoles tristemente: ¿También vosotros me queréis abandonar? (20). Contestó Pedro, asegurando la fidelidad de los doce; pero Jesús, que leía el porvenir, sabía bien que, más que en Pedro y que en todos los demás, debía confiar en Juan, y en el corazón del discípulo amado encontró Jesús un consuelo a la decepción de los que entonces le abandonaron, porque no comprendieron la Eucaristía. Después, si Juan no nos refiere la institución del misterio, es porque ya lo han hecho los otros evangelistas y San Pablo; pero Juan es el único que nos refiere los episodios conmovedores que la acompañaron; sobre todo, él es el único que nos ha conservado el sermón incomparable de la última cena, esa página la más divina quizá del Evangelio, la que después de veinte siglos de meditación todavía no se comprende, porque encierra abismos de ternura y misterios inefables de amor,.., 18

Cuando Jesús entregó su Cuerpo y su Sangre a sus apóstoles, todos se quedaron sobrecogidos de admiración; el temor que hace estremecer a la criatura cuando se pone en contacto con lo divino, les hacía sospechar que ahí había algo muy grande e incomprensible. Sólo Juan con su mirada de águila penetró muy adentro en el misterio. Y comprendió que encerraba abismos de amor y de dolor; que si en él Jesús amaba a los suyos hasta el fin (Jn 13, 1), con ocasión de él los «suyos» le harían gustar lo más amargo de la ingratitud. Esa ingratitud Jesús la saboreaba de antemano en aquella noche, y Juan, que lo adivinó, quiso consolar a su Maestro como consuelan los pequeños. ^ Yo he contemplado la escena encantadora; cuando una madre sufre, cuando llora y su pequeñito contempla su dolor, el corazón del niño se siente conmovido, y quiere consolar a su madre. No le pregunta por qué sufre; los niños no deben saber esos motivos. No le da razones para que se resigne; comprende que ése no es su papel. ¿Cómo consuelan los pequeños? Saltan a los brazos de su madre, se refugian en su regazo, la colman de caricias, lloran con ella, y con ese lenguaje de amor parecen decirle; «Mira, no sufras, que tu hijo te ama.» Así consoló Juan a su Maestro. Y he aquí cómo me explico la escena inefable: «Et erat recumbens in sinu Iesu.» (Y estaba recostado en el regazo de Jesús.) ¿Para qué? ¿Con qué objeto? Para decirle con el mudo lenguaje del amor; «Maestro mío, yo te comprendo, comprendo tu amor y comprendo tu dolor..., y quisiera consolarte, consolarte con mis caricias, con mis lágrimas, con mi amor, porque no tengo más...» « Y estaba recostado en el regazo de Jesús...» *** Basta lo dicho para convencernos que el discípulo amado fue el consuelo de Jesús. Pero, corno decía al principio, en Juan, Jesús contemplaba a todas las almas eucarísticas, y en el consuelo de Juan, Jesús saboreó en aquella hora amarguísima el consuelo de todas ellas. Por eso, cuando Jesús sintió cerca de su Corazón palpitar el corazón del discípulo predilecto, en aquel corazón sintió las palpitaciones de amor de todas las almas que en la sucesión de los siglos habrían de comprender su Eucaristía y que, para consolarle, habrían de pasar su vida al pie de su sagrario, de día y de noche, ¡No fue sólo Juan, fue toda la pléyade de almas eucarísticas la que 19

se escondió en aquella noche en el regazó de Cristo! Y estaba recostado en el regazo de Jesús! *** Me resta tan sólo hacer una breve aplicación de todo lo dicho. Las almas eucarísticas son también predilectas de Jesús y a ellas también se les puede llamar «las almas aquellas a quienes ama Jesús». Pero, ¿qué hay en nosotros, objetarán, para que Jesús nos ame con predilección? Recordemos de nuevo que la causa de las predilecciones divinas no está en la criatura, está en Dios mismo: Dios ama, porque quiere amar; Dios tiene predilección, porque quiere tenerla; nada tan libre como su amor. Y Dios ha querido que las almas eucarísticas sean sus predilectas. Más bien debieran preguntar: ¿cuáles son los efectos de esa predilección divina en nuestras almas? Guardada la debida proporción, son los mismos que hemos considerado en San Juan; son esos tres dones que constituyen como la esencia de la Eucaristía: el amor, el dolor y la pureza. Deben estar seguras que al darles Jesús una devoción especial por la Eucaristía, las ha dotado de un corazón exquisito, delicado y generoso, con una gran capacidad para amar. Por otra parte, el amor tiende a la imitación La imitación de Jesús en su estado habitual de hostia, en su vida secular de víctima, implica una participación especial del sacrificio de Cristo, del misterio de la cruz. Y, por último, es imposible comulgar diariamente la carne inmaculada de Jesús, beber su Sangre que engendra vírgenes, bañarnos en la luz de ese Sol de la custodia, sin que su pureza nos contagie, sin que su blancura nos purifique, sin que su fragancia virginal nos embalsame. Así, pues, las almas eucarísticas llevan —a lo menos en germen—, como prendas de la predilección de Jesús, estos tres dones: el amor, el dolor y la pureza. *** Y ellas, en correspondencia, ¿qué deben ofrecer a Jesús? ¿Cuál es su misión especial? Como Juan, deben ser el consuelo de Jesús. Para lo cual deben, en primer lugar, comprender a Jesús, comprender su doctrina, que se compendia toda en amar, y sufrir, que tiene como 20

código el Evangelio, como símbolo la Cruz, como vitalidad la Eucaristía, como término el Cielo. En segundo lugar, deben ser fieles a Jesús, fieles a su vocación, a su misión especial. De manera que Cristo desde lo alto de su nueva Cruz —la Hostia Santa—, donde vive clavado hace diecinueve siglos, siempre vea al pie de ella a sus almas predilectas, pudiéndose también decir de ellas como del discípulo amado: «Stabant juxta crucem» (Estaba junto a la cruz). Para consolar a Jesús, en tercer lugar, es necesario amar a la Santísima Virgen, tomarla como madre nuestra y hacer para Ella las veces de Jesús, de tal manera que María encuentre en nuestras almas como un reflejo de su Hijo amado. Finalmente, nada consuela a Jesús como comprender su Eucaristía, comprender el amor que significa y los dolores que encierra; porque entonces el alma siente la necesidad imperiosa de consolarlos, siquiera sea como consuelan los pequeños, con su amor, con su delicadeza, con sus caricias, haciendo lo que hizo San Juan —«Et erat recumbens in sinu Iesu»—, saltando a los brazos de Cristo, escondiéndose en su regazo, para hacer sentir a su Corazón que muy cerca de él palpita otro Corazón que lo comprende y que lo ama... Eso es lo que debemos hacer en nuestra adoración al Santísimo. Esa hora de adoración, de día o de noche, debe reproducir la escena inefable del Cenáculo, ¡Y estaba recostado en el regazo de Jesús! Porque dos son los puestos de honor del alma eucarística, al pie de la, Cruz y en el regazo de Cristo. Uno no va sin el otro, y los dos se completan mutuamente. Si así lo hacemos, podemos estar seguros de que cuando pase la vida mortal y luzca para nosotros el día de la eternidad que no tiene ocaso, al hablar los ángeles de las almas eucarísticas que poblaron la tierra, las designarán con las mismas palabras con que distinguían al discípulo amado —«Discipulus ille quem diligabat Iesu» (Las almas aquellas a quienes amaba Jesús)—, y si somos fieles en vivir al pie de la Cruz y al pie de la Custodia, nuestra eternidad consistirá en reproducir perennemente la escena deliciosa del Cenáculo: «Et erat recumbens in sinu Iesu.» (Y para siempre viviremos en el regazo de Jesús...)

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III LAS TRES ETAPAS DE LA EUCARISTÍA «In finem dilexit.» (Amó hasta el exceso.) (Jn 13, 1).

Cuando San Pablo exclamaba con aquella su elocuencia característica: Cristo es de ayer, y de hoy, y de todos los siglos (Heb 13, 8), no hacia otra cosa que sintetizar admirablemente toda la historia de la Humanidad, descubrirnos el fondo y la sustancia misma del plan providencial con el cual Dios gobierna al mundo, revelarnos el centro de gravitación en torno del cual gira, más que el mundo de los astros, el mundo de las almas... En verdad, ¡oh Cristo divino!, todos los siglos que caen del otro lado de tu Cruz no fueron sino la preparación de tu venida, el exordio de tus enseñanzas, la aurora de tu día, el adviento de tu navidad; todos los que se han sucedido de este lado de tu Cruz no son sino el cuadro magnífico en que se ha desenvuelto tu acción y realizado tu misión divina, el templo en que ha resonado tu palabra, el campo de batalla donde has librado tus combates, el reino donde has conquistado tu soberanía... Aquéllos son el pedestal grandioso donde se destaca tu figura divina; éstos, la aureola que debe nimbar tu frente o las sombras que deben hacer resaltar más la luz de tu doctrina y el fuego de tu amor... ¡Oh Cristo amado! ¡Tú eres todo en todas las cosas! (Col 3, 11). ¡Eres el centro de la historia como el centro de las almas, la luz de los espíritus y la vida de los corazones, como la base de la familia y el lazo de unión de las sociedades! ¡Llenas con tu recuerdo los tiempos que fueron, eres la única realidad del presente, la única esperanza del porvenir! ¡Eres de ayer, y de hoy, y de todos los siglos! Pero si por tu palabra, por tu acción, por tu Iglesia, eres de ayer, y de hoy, y de todos los tiempos, lo eres sobre todo por tu Eucaristía... 22

¡Ah, sí, tu Eucaristía con su vida veinte veces secular llena todos los siglos, te hace presente en todos los lugares, es el supremo esfuerzo de tu amor para estrechar contra* tu Corazón a todos los hombres! Tres etapas descubro en tu vida eucarística, tres manifestaciones cada vez más elocuentes, tres ascensiones en que tu amor por grados se acrecienta hasta amarnos sin medida —los amó hasta el extremo—: el sagrario, el altar, mi corazón...; en el sagrario eres mi compañero; en el altar, mi víctima; en mi corazón, mi vida. Hazme ver, buen Jesús, cómo a estos tres excesos de tu Eucaristía deben corresponder por parte mía otros tres divinos excesos: la adoración perpetua, la inmolación constante, la donación total.

II. EL SAGRARIO. ¿Por qué Jesús no ha limitado su presencia en la Eucaristía a los momentos solemnes de la santa misa? ¿Por qué no la ha prolongado tan sólo durante las horas en que, en medio de luces y de flores, recibe las adoraciones y los homenajes de sus hijos, ¿Por qué permanece también a lo largo de las noches, y aun en los sagrarios, donde vive en el abandono y en el olvido, y no recibe a las veces sino las profanaciones del sacrilegio? Ese milagro persistente de la presencia real de Jesús, aun en los momentos en que se le profana, nos parece un exceso, nos parece un derroche, no sólo inútil, sino atentatorio contra la majestad divina. Bastaba permanecer presente cuando sólo recibiera honra y veneración, parece un exceso continuar su presencia sólo para recibir ultrajes; parece inútil prolongarla a través de las sombras y de la soledad de las noches. Pues bien, precisamente por eso lo hará; porque hacer un derroche supremo de amor, que va hasta el exceso, que no tiene medida, fue lo que Jesús se propuso al inventar la Eucaristía: «In finem dilexit!»... Recuerdo que un sacerdote muy amante de la Eucaristía, en esos momentos tan hermosos después de una función religiosa, cuando el órgano deja oír sus últimos acordes y el humo del incienso como una vaporosa nube envuelve el tabernáculo; cuando los fieles empiezan a desfilar, y se apagan las luces, y se extinguen los cánticos, y viene a morir junto al sagrario el murmullo de las últimas plegarias; en esos momentos en que las almas enamoradas de Jesús se arrancan, por decirlo así, del pie de sus 23

altares,.., aquel santo sacerdote, pensando en las largas horas de la noche en que Jesús iba a permanecer solo al guardarlo dentro del sagrario y, dando vuelta a la llave, encerrarlo en su prisión de amor, conmovido hasta el fondo del alma, le decía: «Tú tienes la culpa, ¡por enamorado!..., ¡por enamorado!...» Y tal es en verdad la suprema razón de todas las locuras, de todos los extremos de la Eucaristía. *** ¡El amor vela!... ¿No habéis visto a una madre al pie de la cuna de su hijo prolongar sus vigilias hasta muy avanzada la noche? Después de haber arrullado su sueño, continúa velando para envolver con sus plegarias el alma de su pequeñuelo, contemplando con inquietud el porvenir oscuro como la noche que los envuelve... Jesús no puede permitir que una madre le gane en amar; Él debe conocer todas las ternuras maternales, debe superarlas. Por eso su amor vela el sueño de sus hijos, los envuelve con sus plegarias, los cobija con sus alas, como la gallina a sus polluelos (Mt 23, 37). Tales consideraciones vienen a mi mente cuando, en medio de la semioscuridad de la noche, contemplo las aldeas y los poblados apiñarse en torno de la iglesia donde vive Jesús, donde vela su Corazón (Cant 5, 2). La iglesia con su campanario, elevándose en los aires, semeja un inmenso ángel de guarda que vela nuestro sueño, una madre que ora junto a la cuna de sus hijos. Además, nadie sabe la hora de la partida. Una enfermedad grave nos puede sorprender a la mitad de la noche, y es preciso que el viático de la última jornada esté siempre preparado. Así es, en efecto: a cualquier hora del día o de la noche en que lo solicitemos, el sacerdote está seguro, al abrir la puertecita del sagrario, de encontrar allí a Jesús, dispuesto siempre a acompañarnos en el terrible paso del tiempo a la eternidad. *** Para Jesús, el porvenir no tenía velos; sabía por una consoladora visión del porvenir que las locuras de su Eucaristía tendrían eco siquiera en algunos corazones que saben de generosidad; que si Él convenía en quedarse solo a lo largo de las noches, sin más compañía que la vacilante luz de una lámpara, habría corazones enamorados que no consentirían en dejarlo abandonado, que interrumpirían su sueño, que renunciarían a un 24

legítimo descanso, y que —lámparas vivientes —alumbrarían las soledades del santuario y disiparían sus sombras de olvido y abandono. Y nada le importó a Jesús la triste perspectiva de vivir en muchos sagrarios abandonado y solo... Su Corazón se estremeció conmovido, pensando que los excesos de su Eucaristía harían nacer como divina floración todas esas magníficas obras de adoración perpetua, de adoración nocturna, esas Congregaciones religiosas que tendrían por fin adorar constantemente a Jesús Sacramentado, de día y de noche. Su amor se sintió correspondido, viendo levantarse toda una falange de almas enamoradas que lo dejarían todo para pasar la vida al pie de un sagrario y cuyo amor sería tan grande, su corazón tan dilatado, que, en un grandioso abrazo, estrecharían para calentarlos a todos los sagrarios del mundo, a los más solos, a los más ultrajados... *** La primera etapa de la Eucaristía es el sagrario; el primer exceso de su amor es la presencia constante, de día y de noche, cuando lo adoran y cuando lo ultrajan...; la primera manifestación de nuestra correspondencia, almas eucarísticas, ¿no deberá ser la adoración perpetua? ¡Oh, si siempre pudiéramos vivir al pie de un sagrario! ¡Oh, si las necesidades de esta vida de miseria no nos obligaran a arrancarnos de su lado! Una pobre alma extraviada por los errores del protestantismo decía, para confusión de muchos católicos: «Si yo creyera en la presencia real de Jesús en la Eucaristía, pasaría mi vida al pie de un sagrario, y nada ni nadie sería capaz de arrancarme de allí.» ¿No es esto para avergonzarnos de nuestra poca generosidad en visitar a Jesús Sacramentado? No pasemos un solo día sin visitarlo; multipliquemos esas visitas, aun cuando sean muy breves, si tenemos la dicha de vivir bajo un mismo techo con Él. No pasemos delante de un templo sin entrar un momento o, por lo menos, sin hacer una visita espiritual. Además, las visitas espirituales las podemos multiplicar a todas horas, en medio de nuestras tareas cotidianas, como cuando despertamos durante la noche, y tanto más cuanto mayor sea nuestro amor; porque, después de todo, ¿quién puede poner trabas al amor? ¿Quién puede resistir al corazón? Cuando el amor une, ¿quién puede separar? (Rom 8, 35). ¿Quién puede impedimos o qué cosa puede ser un obstáculo para que nuestro corazón viva en adoración perpetua a los pies de Jesús Sacramentado? 25

Donde está tu tesoro, allí está tu corazón (Mt 6, 21). Si nuestro tesoro es la Eucaristía, vivirá nuestro corazón en el sagrario...

II. EL ALTAR. Después de la presencia perpetua, el amor de Jesús ha llegado en la Eucaristía a otro exceso: la inmolación constante. La última palabra de amor, su último extremo y supremo triunfo, es dar la vida por el Amado; así lo aseguró Cristo, cuyo Corazón conocía bien las leyes del amor (Jn 15, 13). Y ese gozo íntimo, ese placer inefable de amar hasta la sangre, hasta la inmolación, no lo han gustado los ángeles, no se conoce en el cielo; es patrimonio exclusivo del hombre... Sin embargo, ¡qué limitado es el amor humano! ¡En su mismo triunfo se agota! Cuando el guerrero inmola su vida en aras de la patria, cuando el mártir ofrece a Cristo el testimonio de la sangre, puede saborear la fruición suprema del amor, pero no puede gustarla sino una sola vez; no tiene el hombre sino una sola vida que sacrificar, y sólo una vez puede inmolarla. Por eso las almas que de verdad han sabido amar, las que han sentido que su amor supera con mucho a todas las pruebas que de él pueden ofrecer, han dicho a su Dios, en la audacia de sus deseos: «¡Si tuviera mil vidas para sacrificártelas mil veces...!» Pero para el hombre, finito y limitado, es ésta una ilusión irrealizable. El amor divino, sin embargo, realizó un imposible... *** Dios, en medio de los esplendores de la eternidad, soñó en amar al hombre con un amor sangriento y doloroso, y se hizo hombre, y en su Corazón se dieron cita y abrazo indisoluble todas las grandezas del amor divino y todas las ternuras del amor humano, y pudo gustar la suprema satisfacción de dar la vida por los que amaba, y pudo decir a la Humanidad entera desde lo alto del Calvario: «Yo te he amado hasta el exceso de la Sangre, hasta la locura de la inmolación: in finem dilexit!» Pero inmolarse una sola vez... ¡Qué poca cosa es esto para un amor infinito e insuperable! ¡Inmolarse millares de veces, sacrificarse por toda la redondez de la tierra, hacer que se levantara siempre, pujante y victorioso, el grito de su Sangre siempre fresca, constantemente vertida, no en un Calvario, sino en millares de calvarios multiplicados por todas partes 26

y perpetuados a través de todos los siglos, éste fue el supremo triunfo del amor divino! Y aquel grito que lanzaron los labios moribundos de Cristo: Sitio! — ¡tengo sed insaciable de sufrir!—, encontró eco en el Corazón de Dios, y su omnipotencia supo realizarlo. ¿Qué son tres horas de agonía, qué es una vida de sacrificios? El amor de Cristo exigía para calmar su sed una vida de siglos para inmolarse, una agonía que durara mientras viviera sobre la tierra la Humanidad culpable. Y por eso se clavó en la cruz de las especies eucarísticas, donde vive inmolado, donde se sacrifica constantemente, donde sangra hace veinte siglos... ¡La Eucaristía perpetuó la Pasión, inmortalizó la cruz, cristalizó el sacrificio del Calvario! Adoremos este nuevo exceso del amor de Cristo... Nos enseña la fe que el sacrificio del altar es el mismo sacrificio de la cruz, la misma Víctima, el mismo Sacerdote (7), con su mismo valor, con su misma realidad. La única diferencia está en el modo: allá, el sacrificio fue cruento; acá, incruento. En el Calvario, la Sangre se separó del Cuerpo de una manera pasible y física; en el altar, de una manera impasible y mística, es decir, misteriosa; pero en uno y en otro realmente. No se contentó la inmensa caridad de Cristo con dar una vez la vida por sus amados; quiso llevar la inmolación a un exceso inaudito, quiso inmolarse realmente a todas horas, en todos los lugares de la tierra...; ¡no un Calvario, sino millares! Tantos cuantos altares se han levantado en los países civilizados, entre los hielos de las regiones polares, sobre la arena del desierto, en medio de los bosques de la India, en las islas solitarias de la Oceanía y hasta en alta mar, allí donde no hay más templo que la inmensidad del cielo, ni más altar que el maderamen de una frágil embarcación... ¡Trescientas cincuenta mil Misas diarias! ¡Qué prodigalidad en el sacrificio! *** Todavía más: Jesús ha encontrado el secreto de prolongar, en cierto modo, su inmolación de la santa Misa mientras dura su presencia sacramental; ¿no vive de inmolación en la Eucaristía? Y ésta seria otra razón de su permanencia constante: prolongar su sacrificio. Si a Jesús en su vida gloriosa le vio San Juan como inmolado —Vi un cordero que estaba de pie, a pesar de que había sido sacrificado (Apoc 5, 6)—. con mayor razón podemos asegurar de su vida eucarística que vive inmolándose por nosotros constantemente. 7

C. Trid. (Sess. XXII, 2).

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De tal manera es la inmolación mística, el estado esencial de Jesús en la Sagrada Eucaristía, que las mismas palabras que le dan el ser eucarístico, esas mismas lo sacrifican. En efecto, las palabras de la consagración son las que operan al mismo tiempo la separación mística entre la Sangre y el Cuerpo de Cristo —en lo cual está la esencia del sacrificio —(8), y las que lo hacen presente en la Eucaristía. La acción, pues, que le hace presente bajo las especies es la misma que le inmola; en otros términos; no está presente, sino inmolándose; por eso la inmolación es el estado fundamental, esencial de Jesús en la Eucaristía; por eso ahí le llamamos Hostia por excelencia. Pero veamos más de cerca hasta dónde es real y verdadero el estado de inmolación de Jesús en la Eucaristía. La inmolación pasible de Jesús no se realizó tan sólo durante su Pasión, se extendió a toda su vida; haciéndose hombre, vivió, no sólo inmolado, sino aniquilado, dice San Pablo (9). Pero la Eucaristía superó al aniquilamiento de su vida pasible. En medio de las pobrezas del pesebre, aparecían, sin embargo, los encantos de un Niño celestial; hasta en las ignominias del Calvario podía admirarse con trágicos rasgos el heroísmo de un mártir, y en el mismo sepulcro le quedaba a Jesús todavía la forma humana, aunque yerta y destrozada. Pero en la Eucaristía, en esa frágil hostia, en esa partícula que el más ligero viento puede arrastrar, en esa brizna que apenas pueden percibir los sentidos..., ¿qué queda ahí de la majestad divina, qué resta siquiera de la apariencia humana? En la Eucaristía, Jesús abdica toda dignidad exterior, oculta todas las manifestaciones sensibles de su presencia, y, ligado de pies y manos, y más encadenado que en el Pretorio, y más impotente que en la cruz, y más escondido que en la Pasión, parece autorizar los sarcasmos de la incredulidad, como dar ocasión a las profanaciones y pretexto a las blasfemias de sus enemigos. ¿Qué más adelante podía llevar su inmolación, su aniquilamiento? Todas las sátiras 8

Esta separación mística consiste en que, en virtud de las palabras de la consagración, sólo se pone el Cuerpo de Cristo bajo las especies de pan y sólo la Sangre bajo las especies de vino; es verdad que, juntamente con el Cuerpo, está la Sangre, el Alma y la Divinidad en la Hostia, y que, juntamente con la Sangre, está el Cuerpo, el Alma y la Divinidad en el Cáliz; pero esto es en virtud de que el Cuerpo de Cristo es un Cuerpo vivo y unido hipostáticamente al Verbo divino, De manera que si durante el tiempo que Jesús estuvo en el sepulcro se hubiera dicho Misa, en la Hostia no hubiera estado la Sangre, y en el Cáliz no hubiera estado el Cuerpo. Las palabras de la consagración tienen, pues, la virtud de presentar separados «místicamente», no físicamente, el Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo cual es una real, aunque misteriosa inmolación. (Cf. Santo Tomás, III, q. 81, a. 4, ad. 2 et 3. —-Hugon: «La Sainte Eucharistie». páginas 311 y sigs.) 9 «Semetipsum exinanivit» (Filip 2, 7).

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que lanzaban los profetas contra los ídolos, contra los falsos dioses del paganismo, ¿no puede ]a impiedad tomarlas en sus labios para lanzarlas contra la Sagrada Eucaristía? ¿Qué poder es el de esos dioses, decía el profeta, que no pueden valerse por sí mismos, que necesitan ser llevados por sus sacerdotes de un lugar a otro y ser guardados con mil cerrojos para no ser robados? ¡Y Jesús en la Eucaristía; si no le mueven, no se mueve; si no le llevan, no irá por Sí mismo; si no le encierran con mil precauciones, queda expuesto a todos los ultrajes del sacrilegio! ¡Qué impotencia, qué humillación, qué aniquilamiento! En una palabra: ¡qué inmolación inaudita, qué exceso de amor!... In finem dilexit! *** De aquí se sigue, con la avasalladora elocuencia de los hechos, que las almas eucarísticas deben vivir de inmolación. Y la experiencia lo comprueba: desde las sombras de las catacumbas, en medio de los esplendores de aquellos siglos de fe —los siglos medievales—, entre las luchas de nuestros tiempos modernos, siempre la Hostia santa ha sido el germen del sacrificio y la semilla del heroísmo. Ella engendró esas tres glorias de la doctrina de Cristo: el heroísmo del martirio, el heroísmo de la virginidad, el heroísmo del apostolado; ella las ha conservado en medio de una sociedad cada día más degenerada y envilecida; ella ha enseñado a las almas a renunciar todos los placeres que manchan y degradan, a abrazar todos los sacrificios que purifican y ennoblecen, a entregarse a todas las abnegaciones que inspira el gran precepto de Cristo: ¡Amad a los hombres como Yo los he amado! (Jn 15, 12). No digamos, pues, que amamos a Jesús-Eucaristía, a Jesús-Hostia viviente, si no nos sacrificamos por Él; la medida de nuestro sacrificio será la medida de nuestro amor.

III. MI CORAZÓN. Después de la presencia perpetua y de la inmolación constante, el último exceso de la Eucaristía es la donación total; tras el sagrario y el altar, la postrera etapa del misterio de amor es nuestro corazón, donde su vida eucarística se viene a consumar; después de haberse constituido el compañero inseparable de nuestro destierro y la víctima constante de nuestros delitos, viene a nuestro corazón a dársenos en la realidad de su ser, en la sustancia de sus misterios, en la plenitud de sus gracias; a 29

infundirnos la vida y a ser para nuestras almas semilla de resurrección, prenda de gloria y germen divino de inmortalidad. *** Es propio y exclusivo del Ser infinito darse sin agotamiento, sin mengua siquiera; derramar sobre un alma la plenitud de sus gracias sin quitar un ápice a las demás. Así es el misterio de Cristo. Cristo es el don universal; nació para todos, murió por todos y será la recompensa de todos los justos. Pero de tal manera es el don de todos, que en verdad es el don particularísimo de cada uno. El misterio de Cristo es tan totalmente para mí, como si no hubiera otro hombre sobre la tierra; y así lo puede afirmar cada alma, por pequeña que sea, y hacer suyas las palabras del Apóstol: Me amó, y se entregó a la muerte por mí («Dilexit me et tradidit semetipsum pro me.») (Gál 2, 20). Pero esto no lo acabamos de comprender, y para que no nos sintiéramos como perdidos y olvidados entre la muchedumbre de los mortales, Jesús inventó una maravilla de amor donde su omnipotencia pudo condensar todos sus misterios, desde las blancuras de su infancia hasta las sombras de su muerte; un compendio admirable de todos sus prodigios que contiene sin mengua toda la inmensidad de su amor, que es fuente de todas las gracias, memorial de su vida, recuerdo viviente de sus dolores, prenda de nuestra resurrección y germen divino de la vida eterna; un sacramento que encierra al Cristo inmortal, al que es de ayer, y de hoy, y de todos los siglos; al Cristo que convidó con su regazo y brindó con sus consuelos a todos los que sufrían; pero de tal manera particularizado, que puedo yo llamarle mi Cristo, mi Jesús —¡oh, sí!; quien sabe de amores comprenderá lo que digo y cómo es una necesidad del amor poder decir sin mentira ni exageración: ¡mi Jesús!, totalmente mío, exclusivamente mío—. Y ese sacramento, maravilla de amor y compendio de todos los prodigios, los primeros cristianos lo llamaban los santos misterios, y nosotros, con más exquisito simbolismo y pensando que es el supremo abrazo con que Cristo acaricia a cada una de nuestras almas y las reúne a todas en su Corazón inmenso, lo llamamos la Santa Comunión. *** Alma eucarística que sabes de amores, dime, ¿ahí en el sagrario de tu iglesia, en el copón de tu capilla; dime, no hay en él una hostia pequeñita destinada por Jesús sólo para ti, exclusivamente para ti? 30

Porque para Dios no hay casualidades, nada se verifica al acaso; por eso en esa hostia que mañana comulgarás, Jesús ha bajado del cielo especialmente para ti, desde el cielo la ha escogido como vehículo para llegar hasta tu corazón y como instrumento para dársete en toda la plenitud de su ser y en toda la inmensidad de su amor. ¡Esa es tu Hostia; óyelo bien, tu Hostia, donde Jesús se ha ocultado sólo para ti, donde ha compendiado todos sus misterios y encerrado todas sus gracias sólo para ti; donde, sobre todo, palpita y vibra todo su amor, su amor inmenso, su amor incansable, ¡sólo para ti, sólo para ti! ¿Puedes todavía dudar de que Jesús ha muerto por tu amor como si sólo tú hubieras necesitado redención sobre la tierra cuando en esa hostia que recibes cada mañana viene a morir en tu propio corazón? Porque la presencia sacramental —el ser eucarístico, podíamos decir —, al corromperse las especies, viene en cierta manera a expirar en tu alma; y por eso, cuando su vida eucarística se consuma en tu corazón, bien podía el divino Amante exclamar como en la cruz: ¡Todo está consumado! ¡Los amé hasta el fin! Una vez más, como en el Calvario, muriendo nos da la vida: «Mortem nostram, moriendo destruxit!» (10). ¿Podía Jesús amarnos más particularmente, más totalmente. La Eucaristía, consumando su existencia en el corazón humano, es la última palabra del amor sobre la tierra. Después ya no quedan sino las magníficas epifanías del Paraíso. Y ¿comprendes ahora, alma eucarística, por qué a este último exceso de amor de Cristo debe corresponder por tu parte una donación total, una vida de sacrificio y de abnegación sin límites? ¿Qué cosa podrás negarle a quien cada mañana te da cuanto es y viene a expirar en tu propio corazón? *** Supongamos por un momento que Jesús hubiera sido más parco en amarnos, que no hubiera hecho esos derroches ni llegado a esos excesos, que, en lugar de muchas comuniones en la vida, no pudiéramos hacer sino una sola; que, en lugar de millares de sagrarios, no hubiera sino uno solo; que, en vez de millones de Misas, sólo se pudiera celebrar una sola vez al año, por un solo sacerdote en un solo lugar. ¡Cómo en ese caso se trocaría la indiferencia y frialdad de los cristianos en un entusiasmo delirante v cómo acudirían de todas partes del mundo a ese Sancta Sanctorum, donde 10

Pref. de Cruce.

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no el sepulcro de Cristo, sino el mismo Jesús podía ser venerado! ¡Qué devoción para oír esa Misa única en que podríamos presenciar renovadas en toda su realidad las escenas del Calvario! ¡Y qué preparación y acción de gracias para acercarnos a esa Mesa celestial, y abrir nuestros labios, y recibir en nuestro corazón a Aquel de quien no fue digna morada ni el seno purísimo de María! ¡Cómo esa comunión única formaría el centro de nuestra vida: los primeros años, iluminados con la luz de esa esperanza, nimbados los postreros con los fulgores de su recuerdo! En buenas palabras, si Jesús hubiera amado menos, hubiera sido amado más. ¿Será posible? ¿El derroche de sus gracias y los excesos de su amor sólo han servido para enfriar nuestro fervor y desdeñar la prodigalidad de sus dones? ¡Oh! Si antes, al contrario, y por fin vencidos cayéramos de rodillas, exclamando con el discípulo amado: ¡Y nosotros hemos creído en el Amor! («Et nos credidimus caritati!») (1 Jn 4, 16). *** ¡Oh sagrario querido, donde vive perpetuamente Jesús! ¡Oh altar santo, donde constantemente se inmola por mí! ¡Oh mi Hostia cotidiana, la mía, la exclusivamente mía, donde vive Jesús sólo para mi, donde se me da totalmente con la magnificencia de sus misterios y la profundidad de sus dolores y la grandeza de su amor! ¡El sagrario, el altar, mi corazón! ¡Mi compañero, mi víctima, mi vida! ¡Su presencia perpetua, su inmolación constante, su donación total! *** ¡Oh Cristo divino, Tú eres todo en todas las cosas! Eres el centro de la Historia como el centro de las almas; la luz de los espíritus, la vida de los corazones como la base de la familia y el lazo de unión de las sociedades; llenas con tu recuerdo todos los tiempos que fueron, eres la única realidad del presente y la sola esperanza del porvenir; eres de ayer, y de hoy, y de todos los siglos. ¡Lo eres por tu palabra, por tu acción, por tu Iglesia; pero, sobre todo, por tu Eucaristía! ¡Por ella llenas todos los tiempos, vives en todos los lugares, te sacrificas en todas partes y estrechas contra tu Corazón a todos los que amas!

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¡Oh Cristo amado, por todas las locuras de tu Eucaristía, por todos los excesos divinos de tu amor bendito, bendito seas!

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IV LAS DIMENSIONES DE LA EUCARISTÍA «Quae sid longitudo, et latitudo, et sublimitas, et profundum.» (Cuál es la longitud, la anchura, la sublimidad o altura, y la profundidad.) (Ef 3, 18).

En una magnífica oración de San Pablo que nos ha conservado la epístola a los Efesios, pide el Apóstol que Cristo habite en nuestros corazones, a fin de que, fortificados por su espíritu, seamos capaces de comprender cuál sea la longitud y la anchura, la profundidad y la sublimidad del amor de Cristo, amor que desafía todo conocimiento. Pero, ¿quién podrá sondear el amor de Cristo si es un abismo? ¿Quién lo podrá medir si es de verdad inmenso? Hay, sin embargo, entre las obras del amor divino una en la que, sin dejar de ser misterio, aparece ese amor más a nuestro alcance y se abaja hasta nuestra limitada inteligencia: es la Eucaristía. Si queremos, pues, vislumbrar algo de las dimensiones de la caridad de Cristo, estudiemos la Eucaristía y contemplemos sus proporciones divinas.

I. CUÁL ES LA LONGITUD La longitud de la Eucaristía en su duración. ¿Cuándo nació? ¿Cuándo habrá de extinguirse la vida eucarística de Cristo? Nació en la noche de la traición, en la noche de la agonía y del abandono. En la noche en que iba a ser entregado, traicionado («In qua nocte tradebatur.») Todos los siglos, con todo lo que han contenido, con todo lo que guardan todavía de olvido y de ingratitud, de blasfemia y de 34

odio para el Cristo del Cenáculo, oprimieron cruelmente aquel Corazón divino, le hicieron terrible presión, le abrieron ancha herida, y, como de algunos árboles de Arabia, brota al desgarrarlos delicada esencia y suavísimo perfume, así, de aquel Corazón herido por secular ingratitud, brotó la esencia de su amor: la Eucaristía, perfume dei cielo, bálsamo divino... Nació en la noche en que sus amigos le vendieron, y renegaron de Él, y le abandonaron cobardemente. «In qua nocte tradebatur.» Pero no, digo mal; no nació entonces; esa fue la hora de la realización, la hora deseada con inmenso deseo —«Desiderio desideravi»—, la hora que el evangelista llama «la hora de Jesús» —«Sciens Iesus quia venit hora eius»—; pero en su Corazón, la Eucaristía ya había nacido de muy atrás: nació con el primer latido de su Corazón, y en los silencios de Belén y Nazaret palpitaba esta locura de amor, y las íntimas comunicaciones con María tenían este divino tema... Mas si Cristo tiene un Corazón humano que empezó a latir en el tiempo, tiene también un Corazón divino, es decir, un amor que no ha tenido principio, que es eterno, porque es la esencia misma de la. Divinidad; y comoquiera que la Eucaristía es la obra del amor divino de Cristo, antes que de su amor humano, la Eucaristía tiene su origen en el seno de Dios y se pierde en los arcanos de la eternidad... «In principio erat.»,.. ¡Qué consolador es pensar que Dios eternamente ideó este exceso de amor, que, hablando en nuestro lenguaje, con ansias eternas deseó que llegara «su hora», que viniera esa noche que esplendería deliciosamente, porque sería luminosa como el día, porque brillaría en él el sol eucarístico que no tiene ocaso... «Et nox sicut dies iluminabitur et nox illuminatio mea in deliciis meis!» ¡Qué conmovedor es pensar que al nacer en la eternidad la Eucaristía, Dios me tuvo presente, y enumeró todas las visitas que le permitiría a su amor, y contó todas mis comuniones, y su amor tan delicado agradeció anticipadamente la hospitalidad que le daría en el tiempo, como si en ella ganara Él y fuera el favorecido, y no yo, miserable criatura de un día! Me preguntaba cuándo nació la Eucaristía, y ya puedo contestarme: nació en el Corazón divino; su origen se pierde en la eternidad. «In principio erat.»,.. Y ¿cuánto durará la vida eucarística de Jesús? Hasta la consumación de los siglos. Así lo aseguró Él mismo cuando, hablando, sin duda, no sólo 35

de su asistencia moral, sino también de su presencia eucarística, dijo: Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos («Usque ad consummationem saeculi.») Bien pueden sus enemigos negarle el derecho que conceden al último de los parias, recluyéndolo en el estrecho recinto de sus templos; bien pueden cometer los más abominables ultrajes haciendo así visible y exterior la Pasión oculta de la Eucaristía; así pueden los mismos que se llaman sus amigos multiplicar sus besos traidores y renegar de Él con sus obras, y abandonarle ingratos... Jesús no se irá; ¡le retiene su palabra, le encadena su amor! Hasta la consumación de los siglos. Y mientras haya una lágrima que enjugar, mientras exista un dolor que compartir, mientras viva sobre la tierra un culpable por quien ofrecerse en expiación, la Eucaristía continuará palpitando en el silencio de nuestros sagrarios abandonados... *** Y ¿cuándo habrá de extinguirse la vida eucarística de Jesús? ¿Será posible que la Eucaristía se acabe con el tiempo y muera con los siglos? La fe nada nos dice, y deja libre a la piedad para sondear el misterio. Y a la piedad cristiana le repugna instintivamente que la Eucaristía se extinga del tocio con el tiempo y que el Pan de la vida tenga que morir. En Jesús resucitado observamos una marcada tendencia a conservar las huellas de su Pasión; y así, vemos que en su Cuerpo glorioso guarda, no sólo las cicatrices de las heridas de su costado, de sus manos y de sus pies, sino, a lo que parece, algo más, las mismas aberturas; pues cuando se aparece a sus discípulos y con ellos a Tomás, el Incrédulo, le dice a éste: Introduce tu dedo en la herida de mis manos; trae tu mano, e introdúcela en la herida de mi costado. (¡Qué herida, que para palparla se necesita toda la mano!) Y si Jesús ha conservado en el cielo sus llagas —recuerdo vivo de su Pasión—, ¿no conservará de alguna manera su Eucaristía, reproducción real de su Pasión y de su muerte? San Juan, el Vidente, contempla en las visiones del Apocalipsis a Cristo, no en las ignominias de la tierra, como Isaías, sino en los esplendores del cielo. Y ¿cómo le ve? Bajo el símbolo de un cordero y de un cordero inmolado. «Tamquam occissum.» Paréceme ver en ese cordero el símbolo de la Eucaristía, en ese Cordero inmolado desde el principio del mundo (Apoc 13, 8) —decíamos que 36

la Eucaristía nació en la eternidad—, en ese Cordero que aun en los esplendores de su gloria aparece siempre como víctima, como hostia. Además, el maná, símbolo manifiesto de la Eucaristía, que aumentó al pueblo escogido en su peregrinación por el desierto, no tema ya razón de ser cuando los israelitas entraron por fin en la tierra de promisión; sin embargo, lo guardaron con veneración suma en el «Sancta Sanctorum», en la misma Arca de la Alianza. La Eucaristía es también el alimento en el destierro, el viático en la peregrinación por el desierto de la vida; y cuando muramos, cuando entremos por fin en la tierra de promisión, menos agradecidos que los israelitas, ¿no guardaremos, siquiera como un recuerdo, el maná que nos alimentó en el destierro, la Eucaristía? Y cuando llegue el momento supremo de separarnos de esta mansión de lágrimas, cuando se agigante en el alma la esperanza de poseer a Dios sin temores, y de contemplarle sin velos, y de amarle sin desmayos, ¿nos atormentará la pena de saber que recibimos la última Hostia consagrada y que decimos adiós para siempre a esa divina compañera de nuestro destierro?... Entonces el alma eucarística, reuniendo todas sus fuerzas, gastando en este supremo esfuerzo las últimas energías de una vida que se hunde, lanzaría para expirar ese conmovedor grito de los peregrinos de Emaús: Quédate con nosotros Señor, porque ya se hace tarde (Mane nobiscum quoniam advesperascit) Hay gritos del alma que encuentran tan poderoso eco en el Corazón de Dios, que no puede menos que escucharlos, aun cuando para ello tuviera que desplegar toda su omnipotencia. Y paréceme que éste es uno de ellos, y que a él contestaría el Cristo del Cenáculo con aquellas palabras que dirigió a un alma santa: «Si no hubiera instituido ya la Eucaristía, brotarla ahora de mi Corazón.» En fin, no se concibe el sacerdocio sin el sacrificio, ni un sacerdocio eterno sin un sacrificio eterno. Ahora bien: Jesús es Sacerdote, y su sacerdocio es eterno —Sacerdos im aeternum—; ¿no debemos entonces concluir que puesto que su sacrificio es el sacrificio eucarístico, este debe ser de alguna manera eterno? ya existió en la antigua alianza, en los primeros sacrificios que eran su figura y a los que daba virtud y hacía aceptables; existe ahora que cristo reina en el cielo, ¿y será posible que al tener su plena consumación en la glorificación de todos los elegidos, entonces se desvanezca y muera? La piedad cristiana desea y pide que no falte del todo en el cielo la amada Eucaristía. Que sea una Eucaristía luminosa la Eucaristía del cielo; con velos, porque de otra manera no sería la que adoramos en las 37

oscuridades de la fe; pero velos transparentes, luminosos, porque de otra manera no sería Eucaristía celestial... Y así, la Eucaristía iría de eternidad a eternidad, envolviendo en la inmensidad de su amor este mísero instante que se llama los siglos... *** Cuando el mártir de los derechos de Cristo, García Moreno, cayó herido de muerte bajo el hierro homicida de los sicarios de la masonería, sello sus labios con estas palabras inmortales: ¡Yo muero; pero Dios no muere! ¡Ah! Cuando mis ojos moribundos contemplen por última vez la Hostia de mi viático, quisiera sellar mis labios con esas mismas palabras: Yo muero —si, ¡en buena hora!—, yo muero, miserable criatura de un día; pero Él, ¡El no morirá jamás! Se apagará la lumbre de mis ojos que tantas veces se han bañado en la luz de ese Sol divino; quedarán yertos mis labios que tantas veces le han dicho palabras de amor; mis miembros rígidos no me permitirán arrastrarme siquiera hasta el pie de su sagrario, donde de día y de noche pasé las mejores horas de mi vida; dejará de latir este corazón que tanto le ha amado...; moriré, sí; mis despojos miserables irán a descomponerse en 1a oscuridad de una fosa, me olvidarán los que me aman, no quedará de mi sino huesos descarnados, ceniza y polvo... Pero, ¡qué importa! ¡Él no muere! Ese Astro divino seguirá iluminando a las nuevas generaciones, que continuarán ofreciéndole su adoración y su amor; esa Hostia santa, inmaculada y pura, seguirá brillando sin ocaso, porque es de ayer, y de hoy, y de todos los siglos, y su reinado no tendrá fin. Olvídenme en buena hora los hombres, Tú no me olvidarás; porque así como mientras viví sobre la tierra diariamente celebré esos misterios en recuerdo de tu amor, como Tú lo pediste —Haced esto en memoria mía—, Tú también —¡qué consolador es pensarlo! —celebrarás esos misterios después de mi muerte en recuerdo del corazón que no cesó de amarte mientras latió sobre la tierra... Si la muerte fuera el fin y con ella se acabara todo, aquel pensamiento bastaría para hacerme bajar alegremente al sepulcro... Pero no, la muerte no es el fin, todo lo contrario, ¡es el principio, es la aurora, es el día que comienza! El que come de este pan vivirá eternamente. Mejor que el poeta, no sólo puedo decir: «No moriré del todo», sino que, al borde mismo del sepulcro y entre las mismas fauces de la muerte, la puedo desafiar, porque cada hostia consagrada ha dejado en mi alma y en mi 38

mismo cuerpo un germen de vida eterna. ¿Adónde está, ¡oh muerte!, tu victoria? Y si aquí en mi alma vive la Eucaristía, que es la resurrección y la vida, mis ojos que se nublan con las sombras de la muerte volverán a mirar; mi lengua, que empieza a enmudecer, tornará a hablar y entonará un cántico inmortal, y mi corazón, «que bate el pecho con aleteos de pájaro moribundo», volverá a latir con una vida que no tendrá fin... Si aquí habita la Eucaristía, el pan que da la vida eterna, ¿cómo ha de triunfar la muerte?... *** ¡Oh fuente de gracia que brota hasta la vida eterna! ¡Oh testimonio eterno de un Dios eterno! ¡Oh pan viviente que das la vida al hombre! Haz que de ti viva, que saboree tu incomparable dulzura y seas para mi ser efímero y caduco ambrosía divina y celestial! «Panis vivus, vitam praestans homini, praesta meae menti de te vivere, et te illi semper dulce sapere.» *** Tal es la longitud de la Eucaristía, tal la largueza del Amor que la ha creado; va de eternidad a eternidad, envolviendo en su inmensidad divina este instante que se llama los siglos..., comunicando al hombre —criatura de un día —vida inmortal y eterna.

II. «CUÁL ES LA ANCHURA No sólo la Eucaristía se extiende a todos los siglos; abraza también todas las épocas y todos los lugares y a todos los hombres... Esta misma Eucaristía que adoro, brilló entre las oscuridades de las catacumbas y templó para el último combate el esforzado corazón del mártir...; cuando el altar de preferencia para celebrar los divinos misterios era un altar vivo, el pecho de un confesor de la fe. Esta misma Eucaristía que venero fue la que hizo germinar aquellos siglos épicos, los siglos medievales, siglos de fe pujante y vigorosa que no pudo traducirse mejor que en esos poemas de mármoles y luces —las 39

catedrales góticas—, que con sus agudas flechas parecen cristalizar todas las aspiraciones del hombre a lo infinito... Esta misma Eucaristía que amo salvó a la Iglesia en las grandes crisis del Renacimiento, de la pretendida Reforma y de todos los últimos y más terribles extravíos de la mísera razón humana; y por eso. ahora como nunca, el culto eucarístico es la suprema manifestación de la religiosidad de nuestros pueblos que luchan por conservar la fe tan perseguida. *** También la Eucaristía se extiende a todos los lugares. Encerrada en filigranas de piedra, engastada en oro y guarnecida de gemas preciosas y brillantes riquísimos, la Hostia santa es el alma de nuestras suntuosas catedrales europeas, el centro de sus grandiosas manifestaciones de culto, no sólo bajo sus bóvedas, sino también de las que se organizan en nuestros tiempos a plena luz, donde no hay más templo que la inmensidad... Y es la misma que hace alegre la pobre iglesia rural, que congrega en torno suyo las chozas de la aldea, como la gallina a sus polluelos; y la misma la encontramos si cruzando los mares vamos de uno al otro confín de la tierra, así entre las nieves perpetuas de las regiones árticas como en el corazón mismo del continente africano; en la soledad de las pampas argentinas como en las selvas vírgenes de la India; en medio de las abrasadoras arenas del Sahara como perdida sobre árida roca en la inmensidad del océano... ¿Qué sería del misionero si no llevara consigo el divino poder de erigir un sagrario adondequiera que va? ¿Adónde encontraría el valor heroico, la constancia indomable, el consuelo divino? Y así Jesús ha sembrado por toda la faz de la tierra tantas hostias consagradas que parecen envolver en su blancura a toda la tierra, del Oriente al Occidente, del Septentrión al Mediodía. Hay más; no sólo la Eucaristía está esparcida por toda la faz de la tierra; cobija también a todos los hombres, de todas las razas, y de todas las lenguas, y de todos los pueblos; para ella no hay ya gentil ni judío, bárbaro ni escita, esclavo ni libre, sino sólo almas... Y la Hostia santa baja todas las mañanas, discretamente, a la media luz de la madrugada al corazón de la hija del pueblo, de la pobre sirvienta, de la esposa del obrero, que se priva de su descanso y muy de mañana va a buscar su pan cotidiano, el pan que ha de darle la provisión de fuerzas para sobrellevar el peso del día que carga tanto sobre los hombros del pobre...; y, a través de las rejas, va a posarse como un ósculo de amor sobre los labios de la virgen, 40

para alimentar en su corazón esas dos divinas floraciones de la Eucaristía: la pureza y el sacrificio; la pureza, que hace a las vírgenes; el sacrificio, que forma a los mártires...; y desciende al corazón del niño para conservar su inocencia, sale al encuentro del hijo pródigo que vuelve de muy lejos, es segura prenda de perdón para el pecador arrepentido, y hasta a su lecho —sea suntuoso o miserable—, va a buscar al moribundo para sembrar en su corazón que desfallece un germen de vida eterna...; y la recibe el sacerdote y el fiel, el rico y el pobre, el santo y el pecador rehabilitado —«O res mirabilis, manducat Dominum, pauper, servus et humilis!»—, sembrando por todas partes fuerza y valor, luz y pureza, perdón y consuelo, inmortalidad y amor... La gran miseria del amor sobre la tierra es la separación —en el cielo nunca diremos adiós a los que amamos—; pero en el destierro, ¡cuántas pérdidas! Las vicisitudes de la vida y la muerte, sobre todo, imponen a cada paso la necesidad de separarse a los seres que se aman. Y cuando así no fuera, viene Dios mismo con la austeridad de su doctrina, con las divinas exigencias de su amor, y separa al hermano de su hermano, al amigo de su amigo y al hijo de su madre... Y Jesús, que vino a traer remedio a todas nuestras miserias y consuelo a todos nuestros dolores, ¿no tendrá una divina invención para acercar las distancias, para anular las separaciones, para unir a las almas, a pesar de todos los vaivenes de la vida? Si, a la verdad, v ese lazo de unión, ese abrazo grandioso que abarca a todos los corazones. que acerca a todas las almas, que reúne en un solo Corazón a todos los corazones, es la Eucaristía. Dime, sino, pobre niño, que lloras lejos de tu madre, la Hostia santa que recibes en la capilla de tu colegio, ¿no es la misma que alimenta a aquel corazón maternal allá lejos en la iglesia solariega? Y tú, joven de corazón tan sensible, que, sin embargo, has llevado a cabo el supremo sacrificio de dejar a los tuyos en esa Hostia del sagrario de tu convento, ¿no encuentras el calor del hogar lejano? Y tú, fatigado misionero, encanecido en la ruda tarea, ¿por qué rehúsas el descanso merecido, el retomo a la patria donde te esperan los brazos abiertos de los que te aman? ¿Por qué, sino porque la Hostia santa te une todos los días con los seres queridos?... *** 41

Pero las distancias en la tierra, después de todo, son poca cosa; la Eucaristía franquea el abismo que separa el tiempo de la eternidad y nos une también con los que fueron... Pobre huérfano que lloras sobre esa tumba recién abierta, la Hostia que recibes es la misma que sembró vida eterna en ese corazón que ahora duerme para despertar mañana, porque ella es resurrección y vida, y el Jesús que ahí se oculta es el mismo que ahora contempla esa alma tan amada, que en los esplendores de la gloria no olvida a los que dejó sobre la tierra... ¡Ah, sí! La Eucaristía es el gigantesco abrazo, el grandioso estrechamiento del Corazón de Cristo que reúne a todos los que se aman y penan separados. Y tan unidos. estamos, que formamos un solo cuerpo, como dice San Agustín: «Porque comemos un solo pan, siendo tantos, no formamos, sin embargo, sino un solo cuerpo. ¡Oh sacramento de la compasión de Jesús! ¡Oh símbolo de unidad! ¡Oh vínculo de amor!» («O sacramentum pietatis, o signum unitatis, o vinculum caritatis!»)

III. «Y LA SUBLIMIDAD Y LA PROFUNDIDAD Esta época de orgullo y presunción está muy lejos de entender, de vislumbrar siquiera, a qué incomprensible distancia campea la majestad divina sobre toda grandeza humana... «Todo mi ser —gemía David— es como nada delante de Ti, y todas las naciones de la tierra —afirma el profeta— son en tu presencia como si no fueran...» (Sal 38, 6; Is 11, 17). Dios es la plenitud del poder, de la sabiduría, del amor; el hombre, un abismo de indigencia, de ignorancia, de egoísmo. Todo en Dios es posesión absoluta e inadmisible; todo en el hombre es transitorio, accidental, caduco. Todo en Dios es consumado, acabado y perfecto; todo en el hombre es limitado, esbozado, necesariamente incompleto... Dios es el ser; el hombre es la nada (11). Dios es la vida; el hombre se arrastra hacia la muerte. Dios es la verdad y el amor; el hombre, a lo más, es una capacidad, un deseo, una aspiración hacia la verdad, hacia el amor... Ya por su naturaleza, Dios y el hombre —lo Infinito y lo finito— se encuentran a una distancia inconmensurable. Pero el hombre ahondó el abismo del pecado, se sumergió en él, y entonces un caos inmenso, infranqueable, se extendió entre Dios y el pecador: «chaos magnus firmatum est» (Lc 16, 26). Dios, la luz; el hombre, la oscuridad. Dios, la 11

«Yo soy lo que es, y tú eres lo que no es», dijo Nuestro Señor a Santa Catalina de Sena.

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pureza; el hombre, la corrupción. Dios, la santidad; el hombre, el pecado... «Magnum chaos!» Y, sin embargo, cuanta mayor es la indignidad del hombre, tanto más crece en él la necesidad de Dios. ¿Quién, pues, llenará ese doble abismo? ¿Quién salvará esa distancia? ¿Quién podrá subir hasta la sublimidad de Dios, y al mismo tiempo, bajando, llegar hasta tocar las profundidades del hombre?... *** Desde el seno del Padre, de los íntimo de aquel santuario augusto de paz, de luz, de plenitud; entre los esplendores de la santidad y de las adoraciones del cielo, descendió el Verbo y se aniquiló a Sí mismo (Filip 2, 7). tomando nuestra carne, haciéndose hombre..., y bajó más todavía: tomó sobre Sí todas nuestras debilidades y gustó la amargura de todos nuestros dolores... (Is 53, 4). Yo le contemplo en aquella noche que le vio agonizar, tendido por tierra, tembloroso, sangriento..., y recuerdo que el profeta le llamó leproso, herido por la mano de Dios; no un hombre, sino un gusano de la tierra... ¡De qué alturas ha descendido! ¡A qué abismos ha bajado! O sublimitas! O profundum! Pero ese descenso de Cristo no ha sido un hecho pasajero; se ha inmortalizado en la Eucaristía. La misión de Cristo, que se reduce a ser el lazo de unión entre Dios y el hombre, a anular esa distancia infinita y a colmar ese abismo insondable, se ha perpetuado en la Eucaristía. Si, como acabamos de decir, la Comunión es el dulcísimo abrazo con que Cristo estrecha a los que ama, la Eucaristía es el abrazo grandioso, gigantesco, que estrecha a lo Infinito con la finito, a Dios con el hombre... O sublimitas! O profundum! Tiene, pues, la Eucaristía dos aspectos —no sé cuál es el más admirable—: uno, que toca a Dios, y se pierde en el seno del Padre; otro, que toca al hombre, bajando hasta el abismo de las miserias humanas... Para Dios, es amor que adora; para el hombre, amor que compadece. Para Dios, es adoración que glorifica; para el hombre, compasión que salva... ¿Quién podrá ponderar esas dos últimas dimensiones de la Eucaristía? ¿Quién podrá decir lo que es esa sublimidad que se pierde en Dios, y esa profundidad que se abisma en el hombre?... Antes que para el hombre, la Eucaristía es para Di os. Expliquémoslo. 43

Lo único absoluto, lo único necesario, es Dios; fuera de Dios, lo único que vale es su gloria, lo único que prevalece son sus derechos, lo único que impone por encima de todas las rebeliones humanas es su voluntad. Ahora bien: hay algo que compendia toda la gloria que Dios puede recibir de las criaturas y que, al mismo tiempo, satisface todos sus derechos y realiza toda su voluntad: es el gran deber de la adoración. El mismo amor, ¿qué es en sus cumbres, en su última expresión, en el mismo arrobamiento y en el éxtasis, sino adoración? Desde el salvaje que dobla la rodilla ante una divinidad que presiente, hasta el alma más santa que se extasía y derrama en la presencia de su Dios vivo y verdadero, toda religión se compendia y se consuma en la adoración. Por eso toda la misión de Cristo sobre la tierra fue suscitar verdaderos adoradores de su Padre, que le adoren en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). En espíritu y en verdad, es decir, unidos a Cristo, que es la verdad; movidos por su espíritu, que es el amor sustancial, el Espíritu divino. Y para suscitar adoradores, empezó por el gran adorador de su Padre. Tal era el sentido supremo que daba a todos los misterios de su vida: adoración eran sus pobrezas y sus trabajos, sus lágrimas y su sangre, su muerte misma. «Jesús llenó de adoración sus profundos silencios de la cuna, sus oscuros trabajos de Nazaret, sus largas noches de oración en las montañas. En el Calvario, para traducirla mejor, la expresó con la voz de las lágrimas y de la sangre y con el grito supremo de la muerte...» (12). En el cielo. Jesús continúa adorando, y sobre la tierra de adoración ha llenado los siglos de su vida eucarística. Y si su sacrificio es perpetuo y su inmolación constante, es precisamente porque la forma suprema de la adoración es el sacrificio. En ese pobre altar, en medio de las vulgaridades que rodean de ordinario la celebración de la santa Misa —adornos sin arte, cánticos sin alma, asistentes distraídos—. ahí se realizan esos profundos misterios. Jesús, deponiendo el aparato de su gloria, baja del cielo, se esconde en la Hostia..., y haciendo suyas... las mudas adoraciones de la Naturaleza y las silenciosas del firmamento, las adoraciones dolorosas de los hombres y las extáticas de los ángeles, las adoraciones, en fin, de todo el Universo, las eleva al cielo, y con el clamor de su sacrificio las ofrece en supremo homenaje de adoración... 12

Beaudenom: «La messe», pág. 60.

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¡Qué espectáculo: Jesús, como hombre, como criatura, compendiando y llevando en Sí a toda la creación y aniquilándose delante de su Padre celestial! ¡La nada que se inclina ante el Infinito!... Y esa adoración, desde esos abismos de indigencia, de dependencia absoluta, levanta su clamor («De profundis clamavi») (Sal 29, 1). y se eleva y trasciende los cielos, penetra en aquella luz inaccesible (1 Tim 6, 16) donde Dios habita, y entra en aquellas inmensidades de luz, y ahí se eleva —batiendo sus potentes alas —, se eleva más y más hasta llegar a donde toda inteligencia creada se pierde, y toda mirada se nubla, y toda criatura desfallece..., ahí donde la misma alma de Jesús, que ha dejado muy atrás toda la Creación, se detiene..., porque todo lo finito tiene limites, conoce barreras y sufre impotencias insuperables... Más allá sigue todavía lo infinito, envuelto en la divina tiniebla, haciéndose comprender sólo por su misma inaccesibilidad, y arrojando al alma de Jesús en un éxtasis de eterna adoración... O sublimitas! *** Reflexionemos una vez más que todos esos misterios no se verifican allá muy lejos y muy alto, en lo más arcano del cielo; no. esos misterios se realizan en la exigua y humilde pequeñez de la Hostia santa... Y esa sublimidad que encierra la divina Eucaristía va a parar... ¿adónde? Cuando el Verbo, el esplendor del Padre, la hermosura de su sustancia (Heb 1, 3) bajó al relicario más puro de la Humanidad, al lugar más santo de la tierra: el seno de María, la santa Iglesia, sin embargo, no vacila en exclamar: «¡No retrocediste ante el horror del seno de la Virgen!» (13). Pues ¿qué decir cuando se trata de bajar al corazón del hombre? «No conozco sino el corazón de un hombre honrado —decía De Maistre, hablando de su propio corazón—, y os aseguro que es cosa horrible.» Pues ¿qué será el corazón de un malvado, de un sacrílego? ¡Y hasta allá se abaja el Jesús dulcísimo de la Eucaristía! ¡Cuántas veces la mano inocente del sacerdote colocará la Hostia santa sobre labios manchados! Y la Eucaristía no se retira —«¡No retrocediste!»—, sigue adelante, baja, baja hasta el fondo de aquella sentina, de aquella inmunda cloaca, más asquerosa que el mismo infierno... ¡Dios mío, Dios mío!... ¡La Hostia inmaculada, la Blancura divina en el fondo de ese albañal!... Ahora comprendo el gusano y no hombre («vermis 13

Himno Te Deum.

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et non homo») de Isaías, no un hombre, un gusano que se retuerce en inmundo y asqueroso fango... ¡Ah! ¿Cómo puede Dios permitir eso, eso que no tiene nombre?... No pocas razones podrían alegarse; tal vez la suprema sea ésta: cuanto más se abaja la Eucaristía, tanto más grande es su inmolación, y, por consiguiente, la adoración que de ella nace más alto sube y con acentos más conmovedores vibra en el Corazón de Dios. Cristo ha permitido la infamia del sacrilegio para poder elevar, desde el abismo de un corazón en pecado y en medio de las inmundicias de la culpa, el gemido inenarrable de su divina adoración. ¡Oh, qué hondo baja y qué alto sube!... «Et sublimitas, et profundum!» *** Ante esos misterios que deslumbran, que anonadan, no queda sino doblar la rodilla, inclinar la frente y en silencio adorar... «Tantum ergo Sacramentum, veneremur cernui!»

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V RECUERDO, ESPERANZA Y REALIDAD «Panem de caelo praestitistieis, omne delectamentum in se habentem.» (Les diste un pan celestial que tiene todos los sabores.)

La Sagrada Escritura nos enseña que Dios nuestro Señor da a cada viviente su alimento apropiado y en el momento oportuno; que abre su mano y colma de dones a toda criatura. «Et tu das escam illorum in tempore opportuno. Aperis manum tuam et imples omne animal benedictione» (Sal 133, 15-16). Los santos lo han comprendido mejor que nosotros y se han llenado de ternura considerando esa Providencia paternal de Dios que a todo se extiende y de todo se preocupa: de vestir a los lirios del campo, de alimentar a los pajaritos que pían en los nidos (Mt 6, 26-29), y ni siquiera se olvida de uno solo de nuestros cabellos (Mt 10, 30). La ternura y solicitud con que las madres alimentan a sus hijos la aprendieron del Corazón de Dios: Él la puso en sus entrañas cuando las hizo madres. Ahora bien: Cristo dijo que no sólo de pan vive el hombre (Lc 4, 4); porque en el cristiano, además de la vida natural, de la cual el pan es el alimento ordinario, tiene otra vida, una vida sobrenatural, una vida que es participación creada de la vida increada de Dios; el cristiano en gracia, no sólo es un viviente natural, sino un viviente divino. Y esa vida divina en el hombre necesita alimentarse; la Providencia de Dios, que da a todos los vivientes su alimento apropiado y oportuno, no podía faltar en lo más importante y necesario. Y ¿cuál puede ser el alimento apropiado de una vida divina sino Dios? El que vive la vida de Dios no puede alimentarse sino de Dios. Por eso Cristo, que vino a traernos a la Divinidad envuelta en el ropaje de la naturaleza humana, dijo: Yo soy el Pan —el Pan vivo, el Pan bajado del cielo—, tomad y comed (Jn 6). 47

Y este Pan no sólo es el alimento apropiado porque es divino, sino también porque se adapta a las diferentes necesidades de quien lo come. Aseguran los Libros Santos que el maná —símbolo de la Eucaristía— tenía el gusto y la suavidad de todos los sabores (Sab 16, 20); con mayor razón el verdadero Pan bajado del cielo: al niño le sabe a inocencia; es pureza para la virgen, consuelo para el que sufre, vigor para el que lucha, viático para el moribundo, y de él, como del amor divino, se puede también decir: que a eterna vida sabe. «Omne delectamentum in se habentem!» Para mejor declarar cómo la Eucaristía tiene todos los sabores, veamos cómo este Pan, que da la vida eterna, reúne lo que el tiempo dispersa, y es al mismo tiempo un recuerdo, una esperanza y una realidad.

I. LA EUCARISTÍA Y EL RECUERDO. La vida, la verdadera vida, no es solamente ese instante fugitivo que pasa; el alma, como sustrayéndose al tiempo, tiene el privilegio de adelantarse al presente por la esperanza y de retener el pasado que se le escapa por el recuerdo. Y así, la vida humana está formada de recuerdos y esperanzas, enlazados por la realidad del instante fugitivo que se va... El niño despierta a la vida consciente lleno de esperanzas, pero pobre, muy pobre de recuerdos; ¿qué puede recordar si no ha vivido todavía? Después de la consagración de Luis XV, alguien le decía: «Señor, sois hermoso como una esperanza.» Lo mismo puede decirse a todo niño: es hermoso como una esperanza, como una promesa. Mas, a medida que avanzamos en la senda de la vida, vemos cómo se van apagando las esperanzas y cómo va creciendo el tesoro de nuestros recuerdos. Y así como pueden calcularse los años que ha vivido la encina secular por las capas sucesivas que forman su tronco, así podríamos medir la edad de un alma por los recuerdos que encierra. ¡Cuánto ha vivido quien, en pocos o en muchos años, ha acumulado en su alma un tesoro de recuerdos riquísimos! Y en ese sentido se podría decir que vivir es recordar. El anciano sólo vive de recuerdos, y en su alma decepcionada de los hombres sólo palpita «la esperanza de morir».

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Pero entre el recuerdo y la esperanza hay un instante, fugaz si se quiere, que se llama la realidad; y así se completan los tres elementos de la vida humana: el recuerdo, la esperanza y la realidad. La Eucaristía tiene esos tres sabores que forman la suavidad de la vida: sabe a recuerdo, sabe a esperanza y sabe a realidad. Como el recuerdo, tiene la dulce melancolía de un bien añorado; como la esperanza, prende en el alma la llama del deseo que nos hace ir adelante persiguiendo el bien que anhelamos; como la realidad, nos da la fruición del bien poseído y, siquiera un momento, nos hace poseer lo que esperamos: omne delectamentum in se habentem! *** Yo llevo en el alma el recuerdo de tres comuniones que forman lo mejor de mi tesoro, es decir, lo mejor de mi pobre vida. Desde luego, la primera comunión, ese primer ósculo divino sobre la blancura prístina del alma, ese primer abrazo de Jesús en el que pone toda la exuberancia del amor divino, esa comunión que sabe a inocencia, a candor, a pureza, que sabe a ternuras maternales... En ella se compendian todos los recuerdos de la infancia, y su fragancia de cielo deja perfumada el alma para toda la vida... Dejamos de ser niños el día en que nuestra primera comunión se convirtió en un recuerdo lejano, velado ya por las brumas de nuestras primeras faltas y miserias; el día en que una mano sacrílega rasgó los velos pudorosos de nuestra primera inocencia... El recuerdo de nuestra primera comunión lo guardamos en el alma como un rinconcillo de paraíso donde parece haberse refugiado nuestra inocencia perdida... Después, la comunión del día de la profesión religiosa, del día de la donación mutua, total y para siempre. ¡Con qué generosidad, con qué entusiasmo, virgen aún de toda infidelidad, nos entregamos a Jesús! Y, por lo mismo, ¡con qué intimidad hasta entonces desconocida el alma lo sintió suyo! ¡Con qué sabor inefable pudo decirle «mi Jesús»! El alma era una hostia; Jesús, otra Hostia. Una Hostia frente a otra hostia. Después se lanzaron la una en la otra, se entregaron, se unieron en un mismo sacrificio, se fundieron en una misma donación: Hostia pro hostia (14). 14

Nótese que la profesión religiosa se hace de ordinario ante una hostia consagrada, que en seguida se comulga.

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Esa hostia pequeña, ante la cual se pronuncian los votos religiosos que nos inmolan, sabe a sangre, a sacrificio, a inmolación. Poco antes, el alma ha sentido con una intensidad extraordinaria el vacío de la separación y de la soledad. El mundo que sólo ve el exterior no comprende lo que cuesta romper los lazos más sagrados que nos unen con los seres queridos. Hay un momento en que el alma, en el silencio y en la realidad de su retiro, gusta, saborea y apura hasta las heces el cáliz amargo de la separación. Sintiéndose sin padre, sin madre y sin hogar, y en medio de personas que le parecen extrañas, adustas o indiferentes, empieza a experimentar en su corazón oprimido esa honda sensación del vacío...: lo ha perdido todo y, en cambio, no siente poseer nada... Pero la prueba pasa, y el día de los santos votos llega. Nos damos a Jesús y Jesús se da a nosotros... Y cuando, consumada la inmolación, estrechamos a Jesús, al Jesús de nuestra profesión religiosa, contra nuestro pecho, sentimos hondamente, deliciosamente, inefablemente, que Él es Padre, y es Madre, y es hogar, ¡y es TODO! Omne delectamentum in se habentem! *** Para otras almas privilegiadas hay un día más grande que éste: es el día de nuestro sacerdocio, es el día de la primera misa. ¡Oh, qué comunión aquélla! Ya no es una hostia, por decirlo así, extraña; no, es mi hostia, la mía, donde yo he puesto a Jesús, la que yo he consagrado por primera vez, la hostia de mi primera misa... ¡Ah, si se sospechara siquiera a lo que sabe esa primera comunión sacerdotal!... Pero eso es inefable... ¿La vocación sacerdotal no nacerá el día de la primera comunión? ¿No será su semilla la primera hostia sembrada por Dios en la tierra virgen de nuestro corazón? Yo presiento que en aquella primera entrevista, Jesús murmura en el fondo del corazón inocente una palabra misteriosa... El niño, con la inconsciencia de su edad, no la comprende; pero el eco de esa palabra se va reforzando en cada comunión, y cada vez resuena más clara, hasta que irresistible, con la fuerza irresistible del amor, se deja oír: «¡Ven!... ¡Ven!... Quiero tu corazón virgen de todo amor profano, quiero tu alma inocente para ungirla con la unción sacerdotal que transforma al hombre y lo hace otro Yo. Quiero que pases por la tierra haciendo el bien,

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evangelizando la paz, prodigando mis perdones, llevando las almas a Mí... ¡Ven!... ¡Ven!...» Y seguimos su voz. Largos fueron los años de preparación en el retiro del Seminario, penosos los esfuerzos, difícil la preparación. A veces, el mundo nos presentó sus atractivos fascinadores y el demonio no se dio tregua para apagar o entibiar siquiera la llama del amor único. Pero nos alentaba siempre la esperanza de aquel día... Esa esperanza hacía renacer nuestras fuerzas en las horas de abatimiento o de tentación; esa esperanza nos consolaba de la ausencia de los que amábamos; esa esperanza era la luz que iluminaba nuestra vida. Los años pasaron. Poco a poco nos fuimos acercando al altar. Un día la obra de amor se consumó. Nos postramos ante el Pontífice, y al levantarnos éramos sacerdotes para siempre... ¿Quién podrá declarar las relaciones inefables entre la primera comunión del niño y la primera comunión del sacerdote? La primera, tiene la frescura inefable de la primera caricia de amor; la segunda, tiene algo de la fruición, de la plenitud de la unión consumada y eterna; porque cuando se es sacerdote, se es para siempre, pese al infierno, y, salvo una traición inaudita, la consagración sacerdotal hace que Jesús tome posesión de aquella alma de una manera irrevocable y eterna. La primera comunión del niño es como la semilla; la primera comunión del sacerdote es como el fruto; aquélla era la fuente; ésta, el río caudaloso que va a perderse en ese océano que es Dios... Por eso el recuerdo de esas dos primeras comuniones lo llevamos en lo íntimo del alma. Y cuando la soledad virginal cuesta, cuando el dulce calor del hogar atrae, cuando el deber se hace penoso, cuando la ingratitud hiere y el fracaso abate, yo entro en el santuario de mi corazón, y despierto ahí esos recuerdos queridos, y ellos consuelan toda pena, y animan toda laxitud, y con energías renacientes vuelvo a tomar mi cruz y a seguir mi camino de Calvario, que camino de Calvario es el de todo sacerdote que se esfuerza por ser fiel a su vocación divina... *** Y, fuera de esto, ¿quién no cuenta entre sus mejores recuerdos los de ciertas comuniones? La comunión al terminar aquellos ejercicios espirituales en que definitivamente nos convertimos; en ella saboreamos la suavidad, la delicadeza del perdón de Jesús, de ese Jesús tan delicado, que para no 51

lastimar al alma, recordándole que ha pecado, no le dice: «Te perdono»; en su lugar les dice: «¡Te amo!» La comunión después de la pérdida de los seres queridos, la primera comunión de huérfanos. ¡En ella gustamos qué hondamente sabe consolar Jesús! Y las comuniones en las grandes circunstancias de la vida, y tantas otras en las que Jesús se ha comunicado al alma de una manera especial. Y así es como la comunión, siendo un incomparable recuerdo, tiene los más variados sabores: sabe a inocencia, y a pureza, y a perdón, y a consuelo, y a sangre, y a Jesús: Omne delectamentum in se habentem!

II. LA EUCARISTÍA Y LA ESPERANZA. Imposible sería la vida sin la esperanza; a ella se aferra el hombre tenazmente, y más bien prefiere forjarse una esperanza falaz que decepcionarse con la realidad de una desesperación que mata. Unicamente la impiedad, desmentida y contradicha por nuestra misma naturaleza, pudo decir: «Sólo llegan a encontrar el secreto de la vida los que ahogan sus tristezas y prescinden de la esperanza» (15). Nada más absurdo. La esperanza es la virtud del dolor; sin ella es imposible sufrir, porque es imposible sufrir sin algún consuelo, y el fondo de todo consuelo es un rayo de esperanza. La alegría de la tierra, la felicidad de esta vida está en la esperanza: los bienes temporales, cuando los deseamos, ilusionan; decepcionan cuando los poseemos; y los bienes eternos no los poseemos sino en la esperanza. Y sin la esperanza, ¿qué empresa se atrevería el hombre a acometer, sobre todo si es ardua y difícil? Podría también decirse que la esperanza es la forma del amor sobre la tierra; en el cielo, es posesión inadmisible, fruición perfecta, sosiego definitivo; en la tierra, el amor es aspiración que aguijonea el alma, deseo jamás satisfecho plenamente, confianza que cree y se abandona, esperanza que nos hace caminar siempre adelante, hacia la meta de nuestras aspiraciones. La tierra es el país de la esperanza; Jesús la trajo al mundo. ¿Qué podríamos esperar sin Jesús? Y porque María nos dio a Cristo, podemos llamarla con un nombre que, después del de Madre, es el más consolador: Spes nostra (Esperanza nuestra). En el Cielo la esperanza se transforma en realidad. En el infierno toda esperanza muere... Y no sería infierno si en su 15

Renán: «Le livre de Job», pág. 88.

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noche eterna brillara siquiera un fugaz rayo de esperanza. Cuando Dante se acercaba a aquel abismo de la desesperación, empezó a escuchar sollozos desgarradores: —Maestro —(preguntó—, ¿qué mal tan grave padecen que los hace sollozar tan fuerte? —Han perdido la esperanza de morir! Y por eso a la entrada del infierno el mismo poeta grabó esta célebre inscripción: «Los que pasáis por aquí, dejad toda esperanza» (16). *** Es notable la insistencia con que la Sagrada Escritura nos recomienda la esperanza. Más aún: ¿no es la esperanza como el tema fundamental de la Escritura y como el fondo de toda religión sobre la tierra? En los innumerables años que precedieron a la venida de Cristo, el centro de la religión era la esperanza del Mesías, divinamente cantada por David. Después, la Iglesia no ha vivido sino esperando esa última venida del Señor, esa suprema Parusía, que pondrá fin a los tiempos y clausurará las edades; y por eso la última palabra de los Libros Santos es la palabra del deseo, la palabra de la esperanza: «Veni!» (¡Ven!, ¡ven!) (Apoc 22,26). San Pablo, en especial, es el hombre de la esperanza. A Dios le llama el Dios de la esperanza (Rom 15, 13); quiere que nos sintamos sobre la tierra como extranjeros y peregrinos (Heb 11, 13), porque no tenemos aquí abajo morada permanente si no buscamos la del cielo (Heb 13, 14); nos enseña que la fuente de la alegría está en la esperanza —spe gaudentes (Rom 12, 12)—; que todo lo que contienen las Sagradas Escrituras ha sido escrito para que tengamos esperanza (Rom 15, 4); no quiere que nuestras lágrimas sobre la tumba de los seres queridos sean «como las de los otros que no tienen esperanza» (1 Tes 4, 12); desea que vivamos «esperando la feliz esperanza, es decir, el advenimiento de la gloria del gran Dios Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2, 13). Y el mismo apóstol, sintiendo hacia el fin de su carrera agigantarse su esperanza, lanza aquel grito conmovedor: ¡Deseo que mi cuerpo se deshaga para vivir con Cristo! («Desiderium habens dissolvi et esse cum Christo») (Filip 1, 23). *** 16

«Divina comedia». Inferno canto III.

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¡Ah! ¡Si aprendiéramos a esperar! ¡Si viviéramos de esperanza! ¡Cómo renacerían nuestras fuerzas! ¡Cómo tomaríamos con ánimo nuestra cruz para seguir a Cristo! Los mundanos tienen fijos los ojos de su esperanza sobre la tierra: «oculos suos statuerunt declinare in terram» (Sal 16, 11); nosotros, muy al contrario, debiéramos tener fija en el Cielo la mirada de nuestra esperanza: Se consumen mis ojos de mirar hacia arriba («Attenuati sunt oculi mei, suspicientes in excelsum!») (Is 38, 14). Cuando la tentación arrecia, cuando el deber es duro, cuando las penas de la vida agobian, la esperanza del Cielo sería la fuerza que nos sostuviera y el consuelo que nos animara. Precisamente porque es tan necesaria la esperanza, Nuestro Señor se propuso establecerla sobre los más sólidos fundamentos. En cierta manera podríamos decir que se preocupó más de consolidar nuestra esperanza que nuestra misma fe. La fe descansa en la verdad divina; en cuanto a la esperanza, no se ha limitado Dios a fundarla en la fidelidad de sus promesas, sino que nos ha dado las prendas más seguras de la felicidad, con que nos brinda. De ellas, la más excelente, la más satisfactoria, la que encierra todas las demás, es Jesús. El Padre nos ha dado a Jesús para que tuviéramos esperanza (Tim 1, 1). Por eso San Pablo exclamaba: Habiéndonos Dios dado a su Hijo, ¿acaso con Él no nos lo ha dado ya todo? (Rom 8 32). Pero como si no le bastara el don de Jesús que por la Encarnación hizo a la Humanidad en general, nos ha hecho ese mismo don a cada uno, de la manera más particular y personal posible, por medio de la Eucaristía. La Eucaristía es la prenda más segura de la esperanza cristiana. ¿De qué audacias no será capaz nuestra esperanza llevando en nuestra alma la Eucaristía? Y, desde luego, la santa Misa, «esa irradiación sustancial, universal, incesante del sacrificio sangriento del Calvario; ese trofeo siempre viviente de la invasión que el amor inmolado ha hecho en el mundo sometiendo a su voluntad y disponiendo a su antojo de lo que más necesariamente se impone a toda criatura: el número, el tiempo y el lugar; la santa Misa, que pone ante nuestros ojos a esa Víctima que desapareció de la tierra hace más de mil novecientos años, reproduciendo a cada momento, en todas las edades, bajo todos los cielos, y simultáneamente, no sólo la muerte de esa Víctima sagrada, sino su vida entera, su vida divina y su vida humana, con 54

todos sus estados, con todas sus fases, con todas sus hermosuras, con todas sus eficacias prodigiosas; reproduciéndola para Dios a quien glorifica, satisface, encanta y subyuga; reproduciéndola para nosotros a quienes comunica, si lo queremos, la sustancia de todo lo que ha alcanzado de ese Dios encadenado y seducido; la santa Misa, en fin, que viene, a lo largo de todos los siglos, a clamar, en todas las lenguas y a todos los hombres sin excepción, al pequeño y al grande, al santo y al pecador: «¡Mira cuánto te ha amado Dios, pues todavía se inmola Jesús por ti!» ¡Ah!, convengamos que la santa Misa es una prenda tal, que, después de haberla recibido, y más, recibiéndola cada día, debiéramos no sólo esperar, sino vivir embriagados de esperanza. *** Pero la Eucaristía no sólo es sacrificio, también es comunión; y tal vez como comunión sea una prenda más segura si cabe, más personal, por lo menos, de nuestra esperanza; Jesús se sacrifica en el altar por todos los fieles, de una manera especial por los que asisten, y, sobre todo, por quienes la santa Misa se aplica; pero por la comunión viene a mí, para mí sólo. Es una prenda no para todos, sino para mí solo, y viene a establecer, no en los demás, sino en mí solo, una inquebrantable esperanza. ¡Qué aplicación tan personal tienen entonces las palabras del Apóstol: «¿Qué cosa me podrá negar Dios, si me ha dado a su Hijo, y con Él me ha dado ya cuanto puedo desear?» Cada comunión deposita en nosotros un germen de inmortalidad, no sólo para nuestra alma, sino aun para nuestro mismo cuerpo. De tal manera, que resucitará con una vida más plena, más gloriosa, más beatificante, el cuerpo que más y mejor se haya alimentado con el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por eso, con especial solemnidad, dijo Jesús estas palabras: Yo soy el Pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; pero el que coma de este Pan bajado del cielo no morirá, vivirá eternamente (Jn 6, 48-52). Y con marcada insistencia repite la misma afirmación en todas las formas posibles (Jn 6, 53-59). De aquí que la Iglesia en la solemnidad del Cuerpo de Cristo cante: «¡Oh sagrado banquete en el que comemos a Cristo! Es un recuerdo de su Pasión que llena al alma de gracia, dándole prenda segura de la felicidad eterna» (17). *** 17

Antiph. «O sacrum convivium».

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En fin, la sagrada Comunión encierra otra esperanza: la comunión de hoy es prenda de la comunión de mañana... ¡Y qué consolador es el destierro cuando se desliza entre comunión y comunión, cuando cada mañana apunta sobre la tierra de nuestra alma, oscura y fría, el sol eucarístico de nuestra hostia cotidiana! Con razón cantaba un alma: Con un abrazo estrecho, Señor, todos los días me abismas en amores de cielo al comulgar; y si esa dicha en breve se acaba, me consuela pensar que siempre bueno mañana volverás... Si de luchar cansado o en pos de vago anhelo vacilo en el combate reñido contra el mal, me augura la victoria saber que me sostienes que para darme aliento mañana volverás... Si caigo, si cobarde cediendo a la inconstancia por negligencia llego promesas a quebrar; a restañar la herida con tu divina Sangre cual médico amoroso mañana volverás... Que llore o que sonría que sufra yo o que goce, no acierto otro tesoro ni Edén que desear. Por eso me repito, confiado en tus bondades, con íntima esperanza: 56

mañana volverás... *** «¡Felices nosotros que esperamos otra vida!... Para nosotros, la agonía de una persona querida es una despedida, sí, triste como todas las despedidas, pero con tristeza templada por suavísima esperanza. Porque nosotros en esa despedida no decimos ¡hasta nunca!, palabras amargas como la hiel de la desesperación, que dejan tras de sí un eco lúgubre semejante al caer de las paletadas de tierra sobre un cadáver. Nosotros, en esa despedida, decimos ¡hasta luego!, palabras dulces como la miel de la esperanza, a un tiempo tristes y alegres, que tienen un encanto particular, semejante al gracioso rostro de los niños cuando a un tiempo lloran y ríen... Agoniza, sí, esa persona querida, que entonces más que nunca parece vida de nuestra vida, porque nuestra vida se ensombrece conforme aquella vida se apaga... Aterrados, doloridos, como despechados, porque nada podemos para defenderla contra la muerte, vemos aquel extenderse poco a poco sobre el rostro la palidez del último desmayo, como avanzan poco a poco las sombras de la tarde...; vemos aquel vidriarse lentamente los ojos hasta tomar una imponente fijeza semejante a la mirada inexpresiva de las estatuas...; vemos aquel levantarse y aquel hundirse el pecho con el estertor fatigoso, como si quisiera sacudir una mano pesada que le oprimiese... ¿Hay mayor triunfo de la muerte?... ¡Y, sin embargo, entonces, entonces mismo, desafía a la muerte la verdadera vida, y la vence y le quebranta el aguijón, si el moribundo es tan dichoso que en esa postrera lucha recibe la Eucaristía!... ¡Qué momento aquél!... ¡Jesucristo, la verdadera vida, está allí, en la Hostia consagrada, frente a frente de la muerte!... Y sobre aquella lengua seca, tratada, borrosa, que apenas si acierta a balbucir: ¡Señor, no soy digno de que entres en mi morada!..., se desliza la Hostia pura, la Hostia santa, la hostia inmaculada, hasta ponerse junto aquel corazón que bate el pecho con aleteos de pájaro moribundo... ¡Ay, yo creo que si aplicáramos los oídos del alma en el momento mismo en que la Hostia se sepulta en aquel semicadáver, oiríamos a Jesucristo decir con voz suavísima al moribundo: ¡No temas!... ¡Yo soy la resurrección y la vida!... (Ego sum resurrectio et vita!) ¡Qué grandioso, qué sublime, qué divino es ese dejar la Eucaristía, como semilla de inmortalidad, entre las mismas garras de la muerte!... ¡Allí está la Eucaristía!... Y porque está allí, aquellos ojos volverán a mirar, aquellas mejillas volverán a colorearse, aquella boca 57

volverá a sonreír, aquellos brazos volverán a estrecharnos, aquella lengua volverá a hablarnos para decirnos: ¡no llores más! ¡Aquí estoy Yo!... Si está allí la Eucaristía, la vida, ¿cómo ha de triunfar la muerte?... (18). *** Y así es como la Eucaristía combina admirablemente la dulzura del recuerdo con la suavidad de la esperanza. «Omne delectamentum in se habentem!»

III. LA EUCARISTÍA Y LA REALIDAD. Dios Nuestro Señor nos ha creado para el cielo. Por eso la tierra no es sino un lugar de destierro donde nos sentimos extranjeros y peregrinos; y, semejante a los nómadas, que hoy fijan su tienda aquí para plegarla mañana y fijarla más allá, sin tener nunca morada permanente, así nosotros, desterrados —desterrados hijos de Eva—, vamos siempre en pos del cielo por un sendero de lágrimas y sinsabores —en este valle de lágrimas— sin tener morada permanente. Porque el cielo es nuestra patria, es nuestro hogar, «el dulce hogar» —sweet home—, como cantan los sajones; allí nos espera el buen Dios, que es nuestro Padre, cuyo seno de ternura infinita no guarda comparación con el regazo maternal; allí nos espera María, derramando por todas partes la dulcedumbre incomparable de su mirada y la ternura amorosísima de su corazón de Madre; allí nos esperan todos los seres queridos que la muerte nos ha arrebatado, y allí reanudaremos los dulces afectos, las santas amistades de la tierra. Sí, el cielo es nuestra patria, es nuestro hogar. La tierra es un lugar de miseria y de pecado. ¡Cuánto cuesta a un alma que no se ha envilecido sentir el contacto del mal, ver el pecado reinando en todas partes, manchándolo todo, inundando la tierra como un segundo diluvio! ¡Sentir hambre de pureza y vivir en medio del fango! ¡Tener anhelos vivísimos de perfección y pagar a cada paso tributo a la humana debilidad! Pero el cielo es la mansión de la pureza. ¡Oh dicha ardientemente deseada; allí no pecaremos más! Entraremos con el alma blanquísima, y su albura fulgurante no se empañará nunca, se conservará siempre inmaculada. 18

Coloma: «La Eucaristía», págs. 69-71.

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La tierra es un lugar de castigo, es una prisión. Nuestro Señor la maldijo después del primer pecado, y no producirá para el hombre sino espinas y abrojos. Tenemos que regarla con el sudor de nuestra frente, con las lágrimas de nuestros ojos y cuántas veces con sangre del corazón, mojando nuestros labios en todas las amarguras de la vida. Pero el cielo es el lugar de las recompensas y del premio eterno. Allí no habrá duelos, ni separaciones, ni dolor, ni lágrimas, porque la mano misma de Dios las enjugará para siempre. En el cielo todo deseo será saciado, toda dicha cumplida, toda paz inalterable. *** Y todo esto, es el cielo, porque el cielo es la visión de Dios, el amor de Dios, la posesión de Dios; pero visión sin velos, amor sin deficiencias, posesión inadmisible y eterna. ¿Qué mucho, por tanto, que, a medida que pasan los años, se vaya apagando todo deseo, si no es el inmenso, el hondo, el irresistible deseo del cielo, de la posición de Dios? Y Jesús, que conoce a fondo el corazón humano, no pudo ver que sufriéramos viendo el cielo diferido hasta el fin de la vida; y, como nos ama tanto, su amor no pudo soportar dilaciones; como si se le hiciera tarde entregarse a nosotros en una donación plena y total. Y, para endulzar nuestro destierro, para que nos embriagáramos sobre la tierra con el perfume de pureza del Paraíso, para que empezáramos a paladear en este lugar de prueba la posesión de Dios, creó, para desahogo de su amor y consuelo del nuestro, un cielo de la tierra: la Eucaristía... Un cielo velado, porque todavía caminamos entre las oscuridades de la fe; un cielo fugaz —como un relámpago en noche cerrada, como eco de lejana armonía—, pero verdadero cielo. ¡Oh, la Eucaristía no es sólo una esperanza, es una realidad! Allí está Jesús envuelto en la blancura de la Hostia santa, como en otro tiempo apareció bajo los encantos del Niño de Belén, del adolescente de Nazaret, del joven taumaturgo de Galilea, de la Víctima del Calvario. Allí está Jesús, y en Él está la plenitud de la Divinidad con el Verbo, está el Padre y el Espíritu Santo. ¿Poseeremos algo más en el cielo? El modo de la posesión será distinto, la cosa poseída será la misma. La Eucaristía es el cielo de la tierra. Cuando la Hostia santa viene a nuestros labios, como un ósculo divino; cuando baja a nuestro corazón, siquiera sea por un fugaz momento, 59

¡es el cielo que se nos entra por los labios, es el cielo que se encierra en nuestro corazón!... ¡Oh! La Eucaristía no es sólo un recuerdo, no es sólo una esperanza; ¡la Eucaristía es una divina realidad, porque es un cielo anticipado! Con razón el sacerdote, cuando la pone en nuestros labios, nos dice: ¡Que el Cuerpo de Cristo guarde tu alma para la vida eterna! Como si quisiera decir: ¡con este tesoro que te entrego, que tu vida se pase entre cielo y cielo, entre el cielo de la tierra y el cielo del Paraíso, entre el cielo momentáneo del destierro y el cielo eterno de la patria! *** Señor Jesús, Amado mío, ¡yo tengo hambre de cielo!... ¡Me cansa la tenaz persistencia de mis miserias! ¡Me desgarra ver el pecado avasallándolo todo! ¡Me asfixia la atmósfera de corrupción que se respira por todo el mundo! ¡Yo tengo hambre de cielo!... ¿Hasta cuándo te poseeré, único amor del alma, hasta cuándo serás para siempre mío, hasta cuándo te estrecharé contra mi corazón y sentiré que tus brazos divinos se anudan en torno mío con ese abrazo que no se desatará jamás? ¡Oh Cristo amado, yo tengo hambre de cielo!... «Te comprendo, alma querida; Yo también fui desterrado, y pasé por los caminos de esta vida buscando el cielo, el seno de mi Padre. Por eso la despedida de los míos la endulzaba con estas palabras: Vuelvo a mi Padre, que es vuestro Padre. Sin embargo, para alivio de mi destierro, en lo más íntimo de mi alma llevaba el cielo, veía la mirada de mi Padre y sentía el fuego de su abrazo en el Espíritu Santo. Y también para ti quise dejar un cielo íntimo: la Eucaristía. Ven al pie de mi sagrario y respira el ambiente de pureza y de paz que lo envuelve, lejos del mundo impuro y envilecido. Ven y come mi Carne y bebe mi Sangre, y palpitaré de amor en tu corazón, y mis brazos te estrecharán con un abrazo que no se desatará jamás —si tú lo quieres—, mientras llega el abrazo eterno de los cielos... El que come mi Carne y bebe mi Sangre, en Mí permanece y Yo permanezco en él. ¿Puedes desear más sobre la tierra?» «¡Gracias, dulce Señor del amor; gracias por ese rinconcito de paraíso a donde podernos refugiar lejos del mundo el sagrario! ¡Gracias por ese jirón de cielo que nos has dejado para alegrar la tierra, la 60

Eucaristía! Bien dijiste: ¡Felices los que padecen hambre y sed, porque serán saciados!... *** Y así es cómo la Eucaristía tiene esos tres sabores que forman la suavidad de la vida: sabe a recuerdo, sabe a esperanza y sabe a realidad. Como el recuerdo, tiene la dulce melancolía de un bien añorado; como esperanza, prende en el alma la llama del deseo que nos hace ir siempre adelante en pos del bien prometido; como la realidad, nos da el gozo de la posesión, y siquiera por un momento fugaz esconde el cielo en nuestro corazón: «Omne delectamentum in se habentem!»

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VI LA EUCARISTÍA Y LA INGRATITUD «In qua nocte tradebatur, accepit panem...» (En la noche en que iba a ser traicionado, tomó el pan...) (1 Cor 2, 23).

Oh Dios mío —escribía un célebre autor (19)—, cuando comencé esta obra hace catorce años (20), inscribía en su frontispicio, como principio supremo y luminoso del Cristianismo, estas dos palabras que me parecían resumirlo todo: el amor de Dios por el hombre, el amor del hombre por Dios. Pero hoy, más viejo, decepcionado de tantas cosas, no me atrevo ya a sostener el paralelo. Borro el amor humano, tan débil, tan miserable, absolutamente indigno de entrar en comparación con el divino, y ya no inscribo en la última página de mi libro sino una palabra ante la cual me prosterno, lleno de admiración, de estupor y de gratitud: el amor infinito de Dios por el hombre. Esta es la primera y la última palabra de todo el Cristianismo.» Ahora bien: sobre la tierra, la otra por excelencia del amor de Dios al hombre, su última palabra, es la Eucaristía. De manera que si todas las relaciones de Dios con el hombre y del hombre con Dios, es decir, toda la religión, se compendia en el amor, igualmente, todo el amor de Dios al hombre y del hombre a Dios tiene —o, por lo menos, debiera tener— como centro de unidad la Eucaristía. Si tratáramos de hacer la apología, la historia íntima de la Eucaristía desde que fue prometida en las primeras predicaciones de Jesús hasta que la instituyó, desde la primera Misa de la Iglesia naciente en el día de Pentecostés hasta la última que haya de celebrarse sobre un mundo que se desquicia, debiéramos poder afirmar que la Eucaristía es como un ánfora 19 20

Monseñor Bougaud. «Le Christianisme et les temps présents», t, V, pág. 427.

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divina en la cual se encierra todo el amor que Dios ha derramado sobre la tierra y todo el amor que la tierra ha elevado hasta Dios. Así lo creía en mi juventud sacerdotal; ¿por qué fue preciso que una amarga experiencia me decepcionara, haciéndome palpar la cruda realidad? Y no me faltaba razón al creerlo entonces así; porque tratándose de las almas fieles, la Eucaristía no es otra cosa que el gran centro del amor, la suprema unidad del amor, donde se concentra y unifica todo el amor de Dios al hombre, todo el amor del hombre a Dios. Pero, ¡ay! ¡Es tan reducido el número de las almas fieles, y aun en éstas hay tantas deficiencias y tan profundas miserias! Por tanto, si queremos compendiar en dos palabras la historia íntima de la Eucaristía, no solamente no podemos sostener el paralelo entre el amor de Dios al hombre y el amor del hombre a Dios, unificados y concentrados en ella, sino que tenemos que poner al lado del amor divino la ingratitud humana... Sí; la Eucaristía es una luz que brilla en la oscuridad de una noche que dura veinte siglos: luz de amor, noche de traición. Por eso San Pablo dijo admirablemente: «In qua nocte tradebatur, accepit panem.» (En la noche de la traición instituyó la Eucaristía.) Por tanto, estas dos palabras lo compendian todo: amor e ingratitud. ¿Qué es la Eucaristía para el hombre? Amor, luz purísima de amor. ¿Qué es el hombre para la Eucaristía? Noche de traición, que es la más negra de las ingratitudes: «In qua nocte tradebatur, accepit panem!»

I Hacía cerca de dos años que Jesús predicaba su doctrina celestial, que el Sembrador divino arrojaba su semilla por los campos de Galilea, al mismo tiempo que multiplicaba los prodigios a su paso y hasta de la orla de su manto dejaba escapar una virtud que lo curaba todo. Pero hasta entonces no había dicho una sola palabra ni hecho una alusión siquiera a su obra maestra la Eucaristía. Con un cuidado exquisito se aplicó a preparar el ánimo de sus discípulos antes de empezar a descorrer el velo que había ocultado hasta entonces el misterio adorable. Y no creyendo aún suficiente la predicación y los milagros, de dos largos años, hace dos nuevos prodigios directamente encaminados a la revelación de su otra maestra. 63

Con sólo cinco panes y dos peces alimenta a una multitud de más de cinco mil, como más tarde alimentará a toda la Humanidad con el divino Sacramento multiplicado en millares de hostias consagradas (Jn 6, 5-15). Y esa misma noche, mientras sus discípulos luchaban contra las olas que un gran viento había levantado, Él caminó sobre las aguas majestuosamente, probando con la evidencia del milagro que tenia poder para sustraer su Cuerpo a las leyes de la Naturaleza (Jn 6, 16-21). Al siguiente día se reúnen todos en la sinagoga de Cafarnaún. Jesús empieza a hablar. Con infinita prudencia, con un tacto exquisito, preludia la gran revelación, hablando de la necesidad de la fe en Él y de la recompensa con que Dios la premiará. ¿Ya están los ánimos suficientemente preparados? Así lo podía esperar Jesús, y, abriendo sus labios divinos, dejó caer sobre la tierra por primera vez la revelación de la Eucaristía... «Yo soy el Pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron. Pero he aquí el Pan descendido del cielo, y quien lo coma no morirá. Yo soy el Pan vivo bajado del cielo, y quien coma de este Pan vivirá eternamente. El Pan que Yo os daré es mi Carne inmolada por la vida del mundo...» (Jn 6, 48-52). ¿Qué efecto produjeron las palabras de Jesús? ¿Cómo recibieron los hombres la primera revelación de la Eucaristía? ¿Cayeron de rodillas, y postrados en tierra adoraron e:i silencio el gran misterio de amor, preludiando el himno de adoración que habían de repetir las generaciones creyentes: «Tantum ergo, Sacramentum veneremur cernui?» (21). ¡Qué triste decepción! Aquella revelación los escandaliza. ¡Qué dura es esta palabra («Durus est hic sermo!») ¿Dura la palaba suprema del amor? ¿Dura la Eucaristía? Y por primera vez, después de dos años de fidelidad, una crisis terrible se suscita entre sus discípulos; las murmuraciones crecen, la rebelión estalla y todo termina en una desbandada general, en una deserción completa. 21

«A tan grande Sacramento veneremos postrados». Hymn. «Pangue lingua».

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La primera vez que aparece sobre la tierra la luz de la Eucaristía brilla sobre una noche de abandono... Jesús ve alejarse a todos. Y cuando sólo queda el grupo de los doce, les dice melancólicamente: ¿También vosotros me queréis abandonar? El Corazón amargado de Cristo encontró siquiera el consuelo de la fidelidad de los doce. ¿A quién iremos, Señor —exclamó la fe ardorosa de Pedro—, si sólo Tú tienes palabras de vida eterna? Pero aun en aquel consuelo debía encontrar Jesús un nuevo desengaño. Mirándolos con un dejo de honda tristeza, les dice: ¿No os he elegido Yo a los doce? ¡Y, sin embargó, uno de vosotros es un demonio! Y esto lo decía, agrega el evangelista, por Judas Iscariote, que le había de entregar, a pesar de ser uno de los doce. La fidelidad de éstos no era, pues, sincera en todos; había uno que hipócritamente fingía permanecer fiel a Jesús, pero que en su corazón ya le había traicionado. Es la primera vez que en el Evangelio aparece el traidor y el anuncio de su traición. Desde este momento, a través de los siglos se encontrará siempre en la Eucaristía la ternura de Cristo amargada por la traición de algún nuevo Judas... Y así, la Eucaristía es, desde el momento en que fue prometida, luz de amor brillando en una noche de traición: «In qua nocte tradebatur, accepit panern...»

II Algunos meses después de la mañana de Cafarnaún en que Jesús descorrió el velo que ocultaba el misterio divino y prometió la Eucaristía, llegó aquella noche de recuerdo dulcísimo en la que había de entregarnos su Cuerpo y su Sangre como prueba suprema de su amor. Pero entonces también aparece de nuevo la figura siniestra del traidor. Hacía más de un año que el Señor no solamente le sufría con paciencia divina, sino que con una delicadeza y solicitud admirables había tratado de volverle al buen camino. Trabajo inútil; el alma de Judas se había endurecido en el mal. Y ante el desastre de un alma de apóstol que se hunde, el Señor se emociona vivamente —se conmovió en su espíritu («turbatus est spiritu et protestatus est») (Jn 13, 21)—, y descubre al fin el 65

secreto que ha oprimido su Corazón hace tanto tiempo: ¡En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me traicionará! (Jn 13, 21). Estas palabras, cayendo en medio de la alegría del banquete pascual, llenan de estupor a los Apóstoles. Cada ano interroga a su propia conciencia, y no encontrándose culpable, pregunta inquieto en alta voz al Maestro divino que conoce el porvenir: ¿Seré yo acaso, Señor? Pero Jesús, sin dar una contestación precisa, se limita a repetir, como una queja, la misma afirmación: Uno de los doce, que conmigo come a la misma mesa, me entregará (22). Los judíos en esa época comían, según la costumbre oriental, medio recostados en divanes, en cada uno de los cuales había lugar ordinariamente para tres personas; de allí su nombre de triclinios. En uno de ellos se encontraban Jesús, Pedro y Juan. Recostados sobre el lado izquierdo, Pedro quedaba detrás de Jesús y Juan por delante, pudiendo así fácilmente tomar la postura que el mismo apóstol recuerda varias veces en su Evangelio con tanta fruición: Reposaba en el regazo de Jesús (Jn 19, 26; 21, 7-20).

Pedro, siempre ardiente, no sufre esperas, quiere conocer cuanto antes al traidor, y le hace una señal a Juan para que interrogue en secreto al Señor; conocía demasiado las predilecciones de Jesús, y que no rehusaría el Maestro revelar el secreto a su discípulo amado. ¿Quién es, Señor? —le dice Juan al oído. Aquel a quien voy a ofrecer un bocado —le contesta Jesús en el mismo tono de voz. Entre los orientales, cuando el señor de la casa quiere honrar de una manera especial a alguno de sus invitados, le ofrece un bocado con su propia mano. Judas recibe aquella muestra de distinción y amistad sin conmoverse. Antes bien, esta delicada insinuación de Jesús, despreciada, consuma la obra de su endurecimiento. Por eso el evangelista dice que habiendo Judas comido el bocado, entró en él Satanás. («Post buccellam introivit in eo Satanas.») La situación de Judas se hace insostenible; su presencia, por otra parte, es un obstáculo a las confidencias que Jesús va a hacer a los discípulos fieles, así como a la institución del gran misterio (23). El Señor 22

San Mateo dice: «Uno de los que comen del mismo plato que Yo»; porque entre los orientales se pone en la mesa un gran plato común del cual todos comen. 23 El Evangelio de San Mateo y de San Marcos indican con bastante claridad que Judas salió del Cenáculo antes de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio. No

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toma entonces la iniciativa para resolver el conflicto, y le dice: Lo que vas a hacer, hazlo de una vez. («Quod facis, fac citius.») Los apóstoles, si exceptuamos a Juan y quizá a Pedro, piensan que el Señor le ha hecho a Judas algún encargo, como comprar provisiones para el día siguiente o dar la limosna a los pobres como en esa fiesta se acostumbraba. Judas se levanta, y sale del Cenáculo. San Juan termina su relato con estas palabras de una «trágica brevedad», como alguien ha dicho: Era ya de noche («Erat autem nox.») (Jn 13, 30). *** Fuera del Cenáculo era noche cerrada..., noche a favor de cuyas tinieblas corre el traidor a consumar su crimen, y hacen los enemigos de Cristo los preparativos para apoderarse de aquella presa tan deseada; noche en que Jesús había de agonizar hasta bañarse en su propia Sangre, en que había de ser aprehendido, maniatado, escupido, abofeteado por sus enemigos y vendido, negado y abandonado de los suyos; noche preñada de lágrimas y de sangre, cuyos tormentos, angustias y martirios serán un misterio que Dios no revelará sobre la tierra. ¿Quién sabe a fondo lo que el Señor sufrió en esa noche? Como si temiera Jesús que la Humanidad se escandalizara, permitió que la noche arrojase sobre sus más grandes ignominias, sobre sus desgarramientos más íntimos el pudoroso velo de sus tinieblas. «Erat autem nox!» Todo lo cual lo expresa San Pablo con estas palabras: «In qua nocte tradebatur.» (En la noche la traición.) Pero en esa noche quiso el Señor que brillara una luz —Dijo: de las tinieblas brille la luz («dixit de tenebris lucem splendescere») (2 Cor 4, 6)—, luz que había de convertir la noche en un día espléndido. («Et nox sicut dies illuminabitur.) Y la luz que brilló en la noche de la traición fue la Eucaristía. («In qua nocte tradebatur, accepit panem») Si Jesús nos hubiera hecho el don de la Eucaristía en medio de la gloria del Tabor, o entre los «hosanna» de su entrada triunfal, o en la solemne despedida de la Ascensión, o en medio del fuego de Pentecostés, ya hubiera sido un don inapreciable. Pero, ¿no es una circunstancia concomulgó, por consiguiente, ni fue ordenado sacerdote. ¡Es un consuelo pensar que el sacrilegio no manchó la primera Misa y la primera comunión! Es opinión común entre los exegetas modernos, y lo es también de no pocos antiguos. Cf. Fillion: «Essais d’exégèse», págs. 311-326.

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movedora que Jesús haya escogido para instituir el misterio del amor la noche misma de la traición y la víspera de su Pasión y de su muerte? Como si quisiera decir: cuando me venden, Yo me entrego; cuando me niegan, Yo me doy; cuando todos me abandonan, Yo me quedo para acompañar al hombre hasta la consumación de los siglos. «In qua nocte tradebatur, accepit panem!» Mañana me sacrificarán mis verdugos; pero hoy el amor es el único sacerdote que me inmola —(«amor sacerdos immolat») —(24); mañana me clavarán en la cruz durante tres horas; pero en esta noche el amor me encadena para siempre en todos los sagrarios que me guarden y en todos los corazones que me reciban. «Qui pridie quam pateretur, accepit panem.» (25). ** Era ya de noche. Más noche era aún cuando Judas, seguido de la cohorte, llegó a Getsemaní para consumar su traición. «¿Cómo reconocer a Jesús?», se habían preguntado los soldados (26). Pero el traidor resuelve la dificultad: Aquel a quien yo bese, Ése es. Y Judas, cínicamente, se adelanta hacia Jesús: Ave, Rabbi —le dice, y le besa—. «Et osculatus est eum.» Cuando la Ternura infinita se siente besada por la traición, sólo sabe decir estas palabras que no son reproche, sino sentida queja, y, más todavía, supremo esfuerzo del amor de Cristo para conquistar el corazón de Judas: Amigo mío, pero ¿a qué has venido? Judas, ¿con un beso me vas a entregar? Qué verdad es que los corazones nobles son como ciertos árboles de Arabia, que cuando los hieren sólo saben destilar perfumes. Todo fue en vano; el corazón de Judas estaba endurecido, petrificado, y la traición se consumó. *** Además de su realidad histórica, el beso de Judas es un símbolo; me parece que en él están representadas las comuniones sacrílegas. 24

Hymn. Vesp. tem. pasch. Canon Missae. 26 Una antigua tradición asegura que había un gran parecido entre Jesús y Santiago el Menor, su primo hermano. 25

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Nada tan sagrado como el beso, suprema invención del amor; por él parece que las almas pretenden librarse de las ataduras del cuerpo, y exhalarse, y fundirse hasta formar una sola cosa. Hay un beso divino, y como todo lo divino, eterno, infinito, sustancial; es el ósculo que inefablemente se dan el Padre y el Hijo; es el Espíritu Santo Hay un beso que Dios da a las almas. ¿No se abre el libro más divino del Antiguo Testamento —el Cantar de los Cantares —con este deseo audaz del alma enamorada de su Dios: Me besó con el beso de sus labios? Este ósculo santo no es otra cosa que la unión mística del alma con cada una de las tres divinas Personas: el Padre besa, sus labios son el Verbo, su ósculo es el Espíritu Santo (27). Hay un beso que Jesús da a las almas y las almas a Jesús; ese beso es la comunión eucarística. ¿Qué hacemos cuando comulgamos? Abrimos nuestros labios; sobre ellos pone el sacerdote la Hostia santa. ¿No es esto como un ósculo entre el alma y Jesús? Por eso, cuando la comunión es sacrílega, el beso es traidor. Y cuando un alma manchada con alguna culpa grave se atreve a comulgar así, los labios del Señor podían murmurar: Alma querida, pero ¿a qué has venido? ¿Con un beso me vas a traicionar? Cuando Jesús ofreció su rostro divino al beso de Judas, sintió que presentaba su Eucaristía a todos los sacrilegios futuros, y en aquel beso traidor resintió de antemano el ultraje y la honda herida de todas las comuniones sacrílegas... *** Era ya de noche. Aquella noche de la traición era también un símbolo, la imagen de otra noche que dura ya veinte siglos, noche de traición, de ingratitud, de perfidias, de sacrilegios. ¿No es así como la mayor parte de los hombres han correspondido al don de Dios? ¿Hay acaso un sólo día en que, en alguna parte del mundo, no se cometa algún sacrilegio? Y ¡cuántos cristianos que viven como si no existiera la Eucaristía! Muchos dejan pasar meses y aun años sin recibirla, sin visitarla siquiera. Apenas si —a más no poder — oyen distraídos una Misa, la más breve que encuentran, se irritan si se alarga un poco y la omiten por cualquier pretexto. ¡Cuántos que no cuentan en su vida sino la primera comunión, y 27

Cf. San Bernardo: Serm. 7.

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si acaso la última, como viático! ¿No es eso noche de desamor e ingratitud? Ya lo había dicho San Juan: Y la luz brilla en las tinieblas; pero las tinieblas la han rechazado, no la han comprendido (Jn 1, 5). Esa luz es la Eucaristía; esas tinieblas son la traición y la ingratitud de los hombres. Una vez más: In qua nocte tradebatur, accepit panem! *** ¡Oh Cristo amado, dulce Señor del amor, enséñanos la ciencia de la fidelidad constante, de la correspondencia amorosa, del don integral! Cuando anunciaste la traición de Judas, dijiste con la firmeza de quien lee el porvenir: Conozco a los que he elegido («Scio quos elegerim.») (Jn 12, 18). Cuando elegiste a Judas conocías ya su crimen, y, sin embargo, le amaste, y la perspectiva cierta de su traición no hizo desmayar un momento tu amor: le amaste hasta el fin, hasta el borde del abismo eterno en que se hundió. Señor Jesús, también nuestras infidelidades y traiciones las conociste de antemano —conozco a los que he elegido—; y, sin embargo, nos amas, y tu amor no se resfría, y tus perdones no se agotan, y tu paciencia no se cansa... ¡Oh fuente de amor eterno, inmortal!, ¿qué diré de Ti? (28). Te alaben los ángeles, que siempre te fueron fieles; te consuele el amor de María, que no te traicionó jamás. Pero a los que, a pesar de nuestras miserias, te amamos, enséñanos la ciencia de la fidelidad heroica, de la correspondencia generosa y delicada, del don total y perfecto; para que en la noche secular en que brilla la luz suavísima de la Eucaristía seamos como esa lámpara que palpita cerca de tu sagrario, envolviéndole en una caricia de ternura y de amor...

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Imit. I, III, 10.

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VII LA TRANSFORMACIÓN EUCARÍSTICA Tomando el pan en sus santas y venerables manos, lo bendijo, lo partió y se lo dio. (Canon de la Misa).

Nada más grande en el Universo que Jesucristo —dice Bossuet—, y nada tan grande en Jesucristo que su sacrificio.» Y comoquiera que este sacrificio se perpetuó en la Eucaristía, podemos concluir que nada más grande en el Universo como este Sacramento adorable. La Eucaristía es, en efecto, el centro del Cristianismo, el alma de la vida cristiana, el ejemplar acabado de la más alta perfección religiosa. En ella compendió Jesús todos sus prodigios, perpetuó todos sus estados y por ella nos sigue dando en comunión sus Misterios, sus Virtudes, su Vida. Por eso pienso que las palabras que la instituyeron no sólo son sagradas porque realizaron el milagro inefable; lo son también porque contienen misterios profundos, altas enseñanzas y programa acabado de perfección. *** Dios Nuestro Señor nos tomó primeramente en sus santas y venerables manos cuando su poder nos sacó de la nada y nos infundió la vida: «Tus manos me hicieron y me moldearon» (Sal 118, 73); y en las manos de su poder permanecemos mientras permanecemos en el ser; si esas manos se apartaran de nosotros, si dejaran de sostener nuestra existencia fragilísima, volveríamos a la nada. Y en las manos de su justicia caen las almas que durante esta vida rehusaron obstinadamente el abrazo de su amor; lo que la Sagrada Escritura afirma ser cosa horrenda: «Es cosa horrenda caer en las manos del Dios vivo» (Heb 10, 31). 71

Pero tiene Nuestro Señor una manera especial de tomarnos en sus santas y venerables manos. Porque así como Jesús tomó el pan para convertirlo en su propia sustancia y renovar su sacrificio, de la misma manera Dios toma entre la multitud, segrega, escoge al alma eucarística para convertirla en otro Jesús y sacrificarlo. Es esto estar no sólo en las manos de su amor, sino de su predilección; no sólo en sus manos creadoras, sino sacerdotales. Y, una vez más, Jesús eleva los ojos al cielo buscando con su mirada —que es pureza y luz— la mirada de su Padre celestial, para darle gracias por aquella nueva eucaristía que va a reproducir.

LO BENDIJO... Pero, ¿cómo se podrá realizar el nuevo prodigio? ¿Cómo se podrá hacer del alma como una prolongación de su Eucaristía? «Lo bendijo, lo partió, se lo dio»; he ahí las tres acciones eucarísticas que reproducen el milagro. Bendecir es decir una buena palabra; benedicere. Pero si bien se considera, sólo hay una palabra esencialmente buena; es la palabra por excelencia, el Verbo de Dios. Toda la vida del Padre consiste en pronunciar esta palabra. La dijo antes de todos los tiempos —«ante luciferum»— (Sal 109, 4), la pronunció en el principio —«in principio»— (Jn 1, 1), y no se extinguirá jamás en sus labios; con ella llena los ámbitos de la eternidad. Todas las criaturas, todas las maravillas del Universo y todos los arcanos del orden sobrenatural no son sino el eco débil de aquella palabra eterna, por ella han sido hechas todas las cosas (Jn 1, 3). Esta es la palabra que brota del fondo del Corazón de Dios —«Eructavit cor meum verbum bonum» (Sal 44, 1)—; la palabra sustancial y omnipotente; la palabra que expresa y declara todo lo que es Dios en la inmensidad de su ser, en la plenitud de sus perfecciones, en la eternidad de su vida; palabra que es por lo mismo suprema sabiduría, alabanza cumplida y cántico eterno a la gloria de Dios. Toda bendición no es, por consiguiente, ni puede ser, sino una derivación, una extensión de esa bendición suprema por la cual el Padre dice a su Verbo, Dios engendra a su Hijo. La generación del Verbo es la única bendición divina, y esa misma bendición, al derramarse sobre la tierra, se llamó Jesús; Jesús es la única bendición del Padre... Recibirla plenamente es transformamos en Cristo, y todas las demás bendiciones que 72

del cielo descienden sobre la tierra, en tanto nos bendicen, en cuanto que nos dan algo de Cristo, su gracia, sus virtudes, sus dolores... Que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en el cielo (Ef 1, 3). Por tanto, el Padre nos toma en sus santas y venerables manos para bendecirnos, es decir, para transformarnos en Jesús...

LO ROMPIÓ... Y ¿cómo nos transforma? Despedazándonos, triturándonos: «fregit!». Porque para transformamos en Jesús es necesario purificarnos, no solamente arrancando todo lo que la naturaleza tiene de vicioso, sino aun de imperfecto; porque no podemos asimilamos a Jesús-Víctima sin dolor; porque el fin de esta transformación es prolongar su sacrificio. ¡Qué capital es el papel del dolor en la transformación eucarística! El dolor la prepara, el dolor la acompaña y es el dolor el fruto que la consuma. Y no podía ser de otro modo, pues lo mismo pasa en la transformación, y hasta en la misma preparación de la materia de este Sacramento. La piedra del molino tritura el grano de trigo, sin lo cual no podría convertirse en pan inmaculado; en el lagar, los granos de uva son exprimidos, y parece que se les hace destilar toda su sangre..., pero sólo así pueden transformarse en vino generoso. Y en la transustanciación, las palabras que hacen a Jesús presente, esas mismas son las que lo inmolan; de manera que el sacrificio es el camino por donde baja del cielo a la tierra; en ella vive cuando se nos da en comunión sacramental, que no es otra cosa que la última etapa de su inmolación Y así, en la Eucaristía, el dolor se encuentra en el principio, y en el medio, y en el fin. Justo es, por consiguiente, que en el alma llamada a ser una eucaristía para Jesús, el dolor lo haga todo. El dolor la purifique, preparando la unión; el dolor grabe en el alma los rasgos sangrientos de Jesús inmolado; y el dolor —un dolor fecundo, redentor, divinizado— sea el fruto de esa transformación en la que el alma, sin dejar de ser humana, se hace divina. Llegada el alma a esta altura, es, lo repito, como una eucaristía para Jesús; porque así como en la Eucaristía del altar, bajo las apariencias de 73

pan y vino se esconde Jesús inmolado, Jesús víctima, así en esa alma, bajo envolturas humanas, se esconde algo divino: el mismo sacrificio de Jesús, prolongado. En otros términos, de dos maneras ha perpetuada Jesús su sacrificio: en la Eucaristía del altar, donde continúa sufriendo místicamente, donde se inmola de una manera incruenta, la única compatible con su estado glorioso; y en el alma-eucarística, donde continúa sufriendo místicamente también, pero donde se inmola de una manera cruenta y dolorosa. Los dolores, las penas, los sufrimientos de esa alma, Jesús los hace suyos poniendo en ellos eficacia, fecundidad y valor divinos. El alma ofrece su capacidad de sufrir y Jesús la dignidad que su Persona daba a sus propios sufrimientos mientras fue posible. Es entonces, para Jesús, aquella alma feliz como una prolongación de su Humanidad —«une humanité de surcroit», decía sor Isabel de la Trinidad—, un reflejo de la Encarnación, una imitación de su Eucaristía...

LO DIÓ... Ya no queda sino consumar el sacrificio. Y lo que lo consuma es la entrega, la donación, la comunión: ¡se lo dio! La donación es fruto tan necesario del amor, que se confunde con él: amar es darse. Por eso esta donación, que perfecciona y consuma la transformación del alma eucarística,. la realiza el Espíritu Santo —el amor personal de Dios—, a quien corresponde consumar todas sus obras y su Vida misma. El Padre celestial toma en sus santas y venerables manos al alma y la bendice con la suprema bendición, que es la transformación en Cristo. Esta transformación es toda ella obra de pureza y de luz, porque el Verbo es Luz de Luz: lumen de lumine, y Cristo es la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9); porque el Verbo es la Pureza del Padre, esplendor del Padre v hermosura de su sustancia (Heb 1, 3), y Jesús es esa misma Pureza increada que se derramó sobre la tierra para iluminarla y purificarla. Purificada el alma, Jesús se la une, se la asimila, triturándola, despedazándola por el dolor. Entonces el alma es víctima con Cristo, y con Él está clavada en la misma cruz: estoy crucificado con Cristo (Gál 2, 19). Y así como en el Calvario Jesús se ofreció a Dios y se entregó a las almas por el Espíritu Santo («per Spiritum Sanctum semetipsum obtulit immaculatum Deo») (Heb 9,14), ya que el amor fue lo único que lo inmoló, 74

así también, al renovar su sacrificio en el alma eucarística, se ofrece con ella al Padre por el Espíritu Santo, y por el Espíritu Santo se da con ella a las almas en mística comunión. Mira, Padre —dice Jesús—, ésta ya no es una simple criatura humana, es una concha que encierra una perla, es una ánfora que guarda riquísimo perfume... Esa perla es tu Verbo, ese perfume es la fragancia de mi sacrificio que sube hasta Ti «in odorem suavitatis» (como un perfume suavísimo). Y después de ofrecerla al Padre para su gloria, la entrega a los hombres para su salvación. Nada tan universal como los santos; son nuestras sus virtudes, que son para nosotros modelo a nuestro alcance y. por consiguiente, poderoso estímulo: son nuestras sus satisfacciones, que suplen nuestras deficiencias; es nuestro su sacrificio, que, por ser prolongación del de Jesús, redime, santifica y salva. Esto es verdad, especialmente del alma eucarística. Cuando Jesús la entrega a los hombres, bien puede decir: ¡Este es mi Cuerpo; ésta es mi Sangre! Y en verdad, místicamente, el corazón de esa alma es un cáliz lleno de la Sangre de Jesús hasta desbordarse sobre el mundo culpable: Hic est calix Sanguinis mei! ¡Alma feliz! ¡Déjate dar por Jesús a los hombres «como hostia de alabanza, porque el mundo blasfema...; como hostia de lágrimas, porque el mundo ríe...; como hostia de reparación, porque Dios es sin cesar ultrajado!» (29). Frumentum Christi sum! ¡Sé el trigo de Cristo triturada por el mundo que te desprecia y el demonio que te persigue; triturada en tu cuerpo por el trabajo, la enfermedad, la mortificación voluntaria; triturada en tu corazón por las separaciones, las decepciones, la ingratitud; triturada en tu voluntad por la obediencia; triturada en tu mismo ser por las operaciones divinas; triturada totalmente por la muerte, que será tu último sacrificio y tu postrera misa!...

PUREZA..., DOLOR..., AMOR... Sintetizando, podríamos decir: En la transformación eucarística intervienen las tres divinas Personas, el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, con relaciones especiales.

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Monseñor Gay.

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El Padre bendice con una bendición de pureza que hace al alma otro Jesús. El Verbo sacrifica, asimilándosela por el dolor. El Espíritu Santo consagra, ofreciéndola, entregándola al Padre y a los hombres en mística comunión por el amorY así, a las tres acciones eucarísticas: bendecir..., partir..., dar, corresponden tres frutos: pureza..., dolor..., amor... Todo lo cual lo expresó alguien en esta hermosísima poesía: «El fruto de la vid sin el pesado esfuerzo del lagar no fuera vino, ni el trigo candeal sin el molino se convirtiera en pan inmaculado; si por dolor no fuera transformado en pan de vida y en licor divino el amor, no cumpliera su destino de darse en comunión siempre al Amado; sin la cruz, para mí Jesús no fuera pan de salud y cáliz de alegría, y Él mismo en mi miseria no viviera, y pues su amor me dio su Eucaristía, mi amor no fuera amor si no le diera por un milagro de dolor la mía.»

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VIII LA INSTITUCIÓN Esto es mi Cuerpo.

Entre las notas propias del Evangelio, ninguna tan característica como la sobriedad, la sencillez con que sabe describir las acciones más sublimes y narrar los actos más heroicos. Tal sucede tratándose de la institución de la Eucaristía. «Tomó Jesús el pan, y lo bendijo, y lo partió, y lo dio a sus discípulos, diciéndoles: Tomad y comed; este es mi Cuerpo» (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19). Y por comentario, ni una palabra, ni una exclamación siquiera..., como si los evangelistas quisieran darnos a entender que el único comentario digno de este prodigio era caer de rodillas y adorar en silencio: «Tantum ergo Sacramentum veneremur cernuit» ¿Nos será permitido, sin embargo, que intentemos, con la audacia que inspira el amor y el respeto que infunde lo divino, penetrar un poco en el misterio y presentir lo que pasó por el Corazón de Cristo cuando instituyó la Eucaristía adorable? *** Las últimas luces de la tarde, tamizadas por magníficos cortinajes de damasco, acaban de morir; dentro del Cenáculo, algunas lámparas iluminan apenas las vastas bóvedas de aquella mansión grande y suntuosa; era de noche, era ya de noche, ¡como si la Naturaleza misma quisiera envolver en el pudor de sus velos la intimidad más deliciosa y más divina que contemplaron los siglos! Era también de noche en las almas: noche de obcecación y endurecimiento en la ciudad deicida que no había querido reconocer ni aprovechar «el tiempo de su visita»! noche de tristeza y de temores en el corazón de los discípulos; noche de amargura mortal en el Corazón de su Maestro, y más allá la noche del pecado envolviendo a todo el mundo y a 77

todos los siglos... ¡Y en el seno de esa noche cerrada, y teniendo como fondo esas tinieblas seculares, iba a hacer explosión y a brillar con claridad celestial la luz de la Eucaristía divina! Ya el traidor se había marchado; ¡no era posible que la primera Misa, la primera comunión del mundo se manchara con la presencia del infame (30). Los discípulos fieles, con el corazón lleno de presentimientos, adivinando algo solemne y trágico, se vuelven taciturnos, callan; Cristo, sintiéndose ya sólo entre amigos, deja que su Corazón se dilate, se ensanche, se desborde como un río que sale de madre. «Desiderio desideravi!», exclama; con un deseo ingente, vehementísimo, que ha ido creciendo a cada momento de su vida, ha deseado celebrar esta Pascua con sus discípulos. Esta Pascua, es decir, la última; no sólo porque va a morir, y es éste el banquete de la despedida y del adiós postrero, sino última, porque será la definitiva, la que habrá de celebrarse hasta el fin de los tiempos, la Pascua que le permite quedarse, a pesar de que se va; la Pascua que lo sacrifica al mismo tiempo que lo hace presente, la que le da la muerte sin agotar su vida... «Antequam patiar.» (Antes de padecer.) Mañana, la ingratitud, la envidia, el odio, la cobardía, todas las pasiones bajas e innobles de la Humanidad se conjurarán para sacrificarle; pero Jesús se adelanta, y antes de que los hombres le sacrifiquen, Él mismo se inmola; antes de que los verdugos le claven tres horas en la cruz, Él mismo se clava en la cruz de las especies eucarísticas hasta el fin de los siglos; antes de que le crucifique el odio, le crucifica el amor: «Amor sacerdos immolat!»... Ha llegado su hora, la hora de amar a los suyos como nunca los había amado. *** Pero, ¿por qué una nube de tristeza y desaliento envuelve la frente del Maestro y nubla el fuego de su mirada? Descorriendo el velo del porvenir, los ojos de Cristo contemplan el panorama de los siglos cristianos. ¿Cómo va a recibir la Humanidad el don supremo de la Eucaristía? ¿Cómo le va a corresponder? Y ante aquellos ojos divinos se desenvuelve la punzante realidad, una a una todas las profanaciones: la impiedad, negando o insultando su 30

El texto de San Mateo y de San Marcos permite suponer que Judas partió antes de la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

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presencia; la perfidia, yéndole a buscar hasta el humilde refugio de sus sagrarios, sin retroceder ante la confianza conmovedora del que se entrega inerme y sin defensa...; una a una todas las comuniones y misas sacrílegas —¿cuántas, Dios mío?—; una a una todas las indelicadezas de los que se llaman suyos: ¡tantas iglesias solas, tantos sagrarios fríos, donde la Eucaristía se ve abandonada en lienzos desgarrados y sucios como a un pordiosero se abandona en un jergón miserable! Te olvidas de tu majestad, Señor, le dirían los ángeles que invisibles le rodeaban; ¿Por qué la arrastras por el suelo, por qué la envileces de esa manera? ¿Para qué esa delicadeza exquisita, ese derroche de ternura y tal exceso de amor, si la tosquedad del corazón humano no sabrá corresponderá ni apreciarlo? «Ergo sine causa!» Trabajarás en vano, desperdiciarás los más ricos tesoros de tu Corazón, sólo conseguirás hacer más inexcusable la malicia de los hombres y la ingratitud de los buenos... Y veía Cristo pasar la Humanidad entera; ¡la mayor parte ni conocería siquiera el don sagrado! Y de los cristianos, ¡cuántos, cuántos que dejarían pasar años, la vida quizá, sin recibir en sus corazones la Hostia de amor! ¿Ante la certidumbre de semejante espectáculo retrocederá el amor invencible de Cristo? *** Pero no, éste no era el cuadro completo; no eran sino las sombras, y sobre ellas debían resaltar los colores y las luces. Y Jesús continuó mirando... La pequeña hostia blanca será una semilla: arrojada a los cuatro vientos, producirá toda una floración divina. Y desfila ante los ojos de Cristo el innumerable ejército de los mártires. En ellos, la semilla divina germina heroísmos de sangre. Embriagados con la Sangre de Cristo, han exclamado: ¡Sangre por sangre! ¡También nuestro corazón es un cáliz desbordante —Este es el cáliz de mi sangre—, que nuestra sangre se derrame para testificar que eres nuestro Dios, para proclamar que eres nuestro Rey! Y luego la casta teoría de las almas puras, hermosas en el esplendor de su claridad. En ellas, la semilla divina germina pureza y su corazón virgen conserva para Cristo, en medio de un mundo que se corrompe y se degrada, la frescura del amor primero. 79

Y la falange intrépida de los misioneros dejándolo todo —patria, amigos, familia— para sembrar hostias consagradas en nuevos corazones; atravesando los mares para levantar nuevos sagrarios, siquiera sea al abrigo de pobre techo pajizo. De la Hostia santa ve Cristo nacer la caridad en todas sus formas, con todos sus prodigios, hasta la meta del supremo heroísmo; el sacrificio de la propia vida. La ve conservándole al niño su candor y al joven su pureza, llenando de abnegación el corazón de la madre cristiana, rehabilitando al caído y dando serenidad divina a la ancianidad, consolando tantos dolores, pacificando tantas agonías y derramando luz de' divina esperanza sobre tantas separaciones y sobre tantos sepulcros... Y vio la gloria secreta de esas noches de adoración con los sacrificios que supone y las intimidades que provoca, y la gloria manifiesta de sus triunfos eucarísticos: la Hostia santa, en magníficos relicarios, paseada en triunfo a través de los centros más populosos, y a su paso, doblándose tantas rodillas e inclinándose tantas frentes y derramando lágrimas tantos ojos..., y esos Congresos internacionales que, como un himno gigantesco, irán repitiendo en sus estrofas, de año en año, en todos los climas, bajo todos los cielos, en todos los idiomas de la tierra, las glorias de la Eucaristía... Y ya no vaciló...; lumbre divina irradió en sus ojos, ternura incomparable iluminó su rostro, temblaron de emoción sus labios, y entreabriéndose por fin, dejaron caer estas palabras que realizaron el prodigio: «Tomad y comed: ESTE ES MI CUERPO.» *** Alma eucarística que esto lees, en verdad, en verdad te digo: Jesús pensó en ti en aquella hora, Jesús tuvo presente ante su mirada tu alma querida, Jesús comprendió que sin esa Hostia santa que adoras, sin esa pequeña hostia blanca que recibes cada mañana, te sentirías muy sola en tu destierro...; sabía que tu corazón sufriría hambre de amor, que padecería nostalgias de cielo...; que en el camino de la vida tendrías tantos sinsabores y bajo apariencias que engañan llevarías ocultas tantas amarguras... Y por ti, para no dejarte huérfana, para que tuvieras un corazón amigo que te comprendiera, para que en él vaciaras la amargura rebosante del tuyo, Jesús pasó por todos los sacrilegios y profanaciones e ingratitudes, y en aquella noche, por ti —¡óyelo bien!—, por ti instituyó la Eucaristía y por ti se quedó en esa pequeña hostia blanca que en tu corazón albergas cada 80

mañana... ¿Comprendes ahora, alma querida, cuánto te ama el Cristo del Cenáculo y de la Eucaristía?...

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IX EL RECUERDO DE JESÚS «En memoria mía (Canon de la Misa).

No es el recuerdo la obra del amor divino, de ese amor que es inmortal y hace inmortales a los que ama, de ese amor poderoso como la muerte (Cant 8, 6), y más que ella, no sólo porque traspasa los umbrales del sepulcro, sino también porque en la eternidad es donde alcanza su feliz consumación y su estabilidad perenne; ni cuadra bien al amor inmortal la debilidad del recuerdo, reveladora de un corazón que lucha contra la separación, el olvido y la muerte..., y que quiere, sin embargo, sobrevivirse en el corazón de los que ama. No, el recuerdo no es la obra del amor divino. Pero es delicado fruto del amor humano: revela su ternura que cautiva, declara su debilidad que conmueve y va impregnado de la dulce melancolía de la despedida y de la ausencia... El recuerdo es el sacramento del amor, y si no temiera profanar una palabra demasiado sagrada, yo la llamaría la EUCARISTIA DEL AMOR HUMANO, como llamó Santo Tomás a la Eucaristía el RECUERDO DEL DOLOR DE CRISTO («Memoriale mortis Domini»); por consiguiente, el RECUERDO DE SU AMOR. *** Nace el recuerdo de la necesidad que tiene el amor de no morir: para siempre ha sido en todo tiempo la fórmula del amor. Pero, ¿no es ésta una fórmula vana, una ambición irrealizable? ¿Cómo hacer perenne el amor cuando, si no la muerte, la separación nos persigue, y engendrando el olvido, produce la muerte del corazón, como se quejaba el salmista: Echados al olvido, hemos muerto para el corazón (Sal 30, 3). ¿Cómo hacer perenne el amor aquí donde toda flor se marchita, y 82

todo canto se apaga, y toda vida se extingue, aquí donde’ siempre hay que decir adiós a los que amamos?... Cuando acosado por la separación, cuando enardecido por la despedida el amor se agiganta, brota la flor del recuerdo espontáneamente. Es una flor que nace siempre sobre ruinas... No moriré del todo, dice el amante; yo encontraré la manera de sobrevivir en el corazón de los que amo, y mi amor salvará las distancias de los lugares y las distancias de los tiempos; porque si la muerte es poderosa separando, ¡el amor es más poderoso uniendo! Y ¿qué hace entonces el que ama? Toma lo que a mano está —¿qué importa el don cuando sólo es un símbolo, el símbolo de la suprema donación del amor?—, pone en aquello algo de sí mismo, lo perfuma con su amor y lo entrega al amado: Cuando lo veas, acuérdate de Mi, y ¡ámame siempre! ¡Encantadora misión la del recuerdo! ¡Ahí va, surcando los mares, salvando las distancias, atravesando los tiempos, haciendo presente al que es ido, reviviendo al que está muerto, flotando sobre tantos naufragios, floreciendo sobre tantas ruinas! Porque el recuerdo exterior —esa flor, esas líneas, esa imagen— no es otra cosa que un instrumento que trata de producir o de acrecentar el recuerdo interior, el recuerdo que vive en el corazón, como la siempreviva sobre la tumba, como la hiedra sobre el tronco secular... A la vida, a esta nuestra potare vida, sólo el amor la ilumina y transfigura. Y ¿qué nos queda de tantos amores sinceros, de tantos cariños santos, sino la dulce melancolía del recuerdo que ilumina la tarde de nuestra vida, como los últimos fulgores de un sol que se hunde en el ocaso?... Y así, la vida humana, en su hermoso idealismo, se resume en dos palabras: esperanza cuando nace, recuerdo cuando décima y muere. Y no sé a la verdad cuándo es más hermosa, si cuando la ilumina la esperanza con la alegría de una mañana, o cuando la colora el recuerdo con los suaves matices de un atardecer... Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que cuando la juventud ha pasado, cuando las ilusiones de la vida se han desvanecido, cuando las esperanzas se han realizado o muerto, cuando hemos llegado a los límites del tiempo y ante los umbrales misteriosos de la eternidad, si algo queda de nosotros en los que nos han amado, es el recuerdo.... Y cuando hasta el recuerdo se extingue y muere, podemos entonces gemir 83

con el salmista: Echados al olvido, hemos muerto para el corazón, hemos muerto para el amor... *** Dios, que nos había amado desde el fondo de su eternidad con la majestad serena y la grandiosa plenitud dei amor divino, quiso amarnos en el tiempo con la pasión ardiente, con la conmovedora debilidad del amor humano. Y para, amarnos así, se formó un corazón como el nuestro que conoció todas nuestras ternuras y delicadezas, con la debilidad de las lágrimas y la tristeza de las despedidas... ¡Qué consolador es pensar que' Jesús, como nosotros, sintió desfallecer su corazón cuando fue necesario decir adiós a los que amaba! Era la víspera de su Pasión, la tarde de su vida («ad vitae vesperam»), como cantó Santo Tomás. Más que nadie, Cristo conocía la debilidad del corazón humano, sabía que, a pesar de su doctrina, de sus beneficios y de su Sangre, los hombres le olvidarían..., y se aprestó a luchar contra el olvido. Y el Corazón de Cristo, que no había hecho otra cosa que amar sobre la tierra, enardecido entonces por la despedida, conmovido ante la tristeza de los que iba a dejar huérfanos sobre la tierra, lleva su amor hasta el extremo, hasta el fin; y ¿qué hace? Inventa un recuerdo,.., un recuerdo, sí, porque nos ama como hombre; pero un recuerdo divino, porque nos ama como Dios... Y ese recuerdo divino que no sólo va impregnado con su amor, sino que contiene su Corazón palpitante, ese recuerdo divino que excede a todas las ambiciones del corazón humano, pero que colma todos sus anhelos, ese recuerdo es la EUCARISTIA. El Señor de la misericordia y de la compasión nos ha dejado un recuerdo que compendia todos los prodigios de su amor (Sal 110, 4). ¡Qué divina y qué humana es la Eucaristía! ¡Divina por el poder que la ha creado, humana por el Corazón que la inventó! ¿Quién de nosotros, en las angustias de la separación, si tuviera poder divino, no inventara una Eucaristía de su Corazón, para irse y quedarse, para permanecer, a pesar de las ausencias, para vivir cuando se muere, para hacer inmortal nuestro amor en el corazón de los que amamos? *** ¡Cristo divino! ¿Qué fuera de tu amor sin la Eucaristía? Ha mucho tiempo gemirías como David: Echados al olvido, hemos muerto para el corazón. A pesar de tu doctrina admirable, de tu palabra luminosa, de tu 84

Sangre redentora, ha mucho tiempo que tu recuerdo, a través de tantos siglos, entregado a las perpetuas inconstancias del corazón humano, mucho tiempo hace que se hubiera desvanecido y apagado, como se esfuman en el ocaso los últimos fulgores del sol moribundo, cuando las sombras de la noche invaden el firmamento... Pero, no, mientras palpite en el fondo del sagrario tu recuerdo inmortal, tu Eucaristía divina, palpitará también tu amor en el corazón de los humanos: «Non moriar, sed vivam!» Ahora comprendo por qué Cristo clausura la sublime sencillez de la institución con estas palabras: ¡Haced esto en memoria mía! ¡Celebrad estos misterios y recordad mi amor, y amadme siempre!... *** Con razón, después de haber instituido la Sagrada Eucaristía, Jesús exclama: ¡Levantaos, y vamos! (Jn 14, 31). Sí, ya puede Cristo marchar al Calvario, ya puede cubrirse con la púrpura de su Sangre, envolverse en las sombras de la muerte y bajar al sepulcro... Su amor no morirá, el polvo del olvido no cubrirá su memoria, ¡la Eucaristía mantendrá siempre viva la llama de su amor sobre la tierra! Y dondequiera que haya un altar —y los hay en todas partes—, los fieles se reunirán, lo mismo en los tiempos de paz como en los de persecución, tomará un sacerdote el pan y el vino, lo transformará en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús, y caerá de rodillas, exclamando: «In mei memoriam!» — ¡en recuerdo de Cristo!—, eco de las palabras del Cenáculo, eco que no se ha extinguido a través de los siglos, eco que no se apagará mientras duren los tiempos, eco que tendrá una divina resonancia en la eternidad feliz. *** En la realización de este supremo deseo de Jesús al instituir la Sagrada Eucaristía, descubro la mejor preparación para la comunión eucarística, la más hermosa acción de gracias, la manera más delicada de visitarle en el silencio de su sagrario o en el esplendor de su custodia: recordar el amor de Jesús, y recordándolo, avivar el nuestro. Siempre que nos acercamos a la Eucaristía, debiéramos escuchar esta palabra, que es una queja —¡tantos lo olvidan!—, y es un reclamo — ¡desea tanto que le amemos!—; esa palabra que en los labios de Cristo y dirigida a pecadores como nosotros tiene una humildad que confunde y 85

una ternura que extasía: ¡«Acuérdate de Mí, acuérdate de cuánto -te he amado!» ¡En memoria mía!... Pero también, ¿no encontramos en ella la mejor fórmula de nuestra oración eucarística? Si, a mi vez puedo yo también decirle: «Memento mei!» (¡Acuérdate de mi! ¡Acuérdate de mi amor!) Jesús jamás olvida, pero ¡le gusta tanto que se lo pidamos! Es ésa una oración humilde: no merecemos que nuestro recuerdo viva en su Corazón; es una oración confiada, porque sabemos ciertamente que será oída; es una oración tan agradable a Dios, que la primera vez que la murmuraron labios humanos —¡y eran labios criminales!— abrieron las puertas del cielo. Como las flores al calor del sol primaveral, nuestras almas se abren ahora bajo el fuego de la Eucaristía; ¿pero mañana? Como los hijos en el hogar paterno, vivimos ahora al calor de un sagrario; ¿pero mañana?... Mañana será la separación, vendrá la soledad, el frío del aislamiento, peores que la misma muerte. Por tu amor, por amor a las almas, será preciso dejar este hogar, del cual eres Tú el calor, la ternura y todo el encanto... Entonces, Jesús amado, ¡acuérdate’ de mi! ¡Acuérdate del corazón que, a pesar de tantas flaquezas y miserias, nunca ha tenido otro amor que el tuyo; acuérdate que por Ti lo ha dejado todo y se ha desgarrado con las más dolorosas separaciones...; acuérdate que si vaga desterrado lejos de los suyos, por riscos y hondonadas, por soledades y desiertos, es para hacerte amar, es para sembrar hostias en los corazones que no te conocen ni te aman; porque bien lo sabes, es ésta la única esperanza que sobrevive sobre la ruina de tantos desengaños!... Para entonces, sobre todo, Jesús amado, acuérdate de mí. ¡Oh!, y fatigado ya de la vida, y trabajado por la nostalgia del cielo, merezca oír de tus labios la dulce respuesta: «La vida es un día que declina contigo, unido a Ti, transformado en Ti, allí donde toda esperanza se realiza, y todo deseo se colma, y es inútil el recuerdo, porque los que se aman están presentes, viven unidos, son inmortales y su amor es eterno...

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X LA EUCARISTÍA Y LA TRISTEZA HUMANA Dio a los tristes el cáliz de su Sangre (31)

Diecinueve siglos de Eucaristía!... ¿Quién podrá comprender lo que significan? Por parte de Dios, es toda una historia de amor, de amor que no desfallece, ni se agota, ni se cansa; de amor que se derrocha como el perfume riquísimo de Magdalena y se esparce por todo el mundo y embalsama todos los siglos; de amor que se resuelve en luz que ilumina a las almas, en fortaleza que las viriliza para las luchas de la vida, en gracia que las santifica y las une con Dios, en gozo espiritual que alivia la pesadumbre de sus tristezas... Por parte del hombre, es una mezcla extraña, incomprensible, de luces y sombras, de amor y de odio, de ingratitud y agradecimiento, de alabanza y blasfemias... ¿Quién podrá enumerar todos los actos de amor que han brotado al contacto de la Hostia santa o al pie del sagrario querido? ¡Cuántas adoraciones de día y de noche, cuántas vigilias en las que la Hostia de bendición ha sido el sol que las ha Iluminado deliciosamente! ¡Cuántas procesiones triunfales en las que la Hostia divina ha sido aclamada por multitudes semejantes a las del Apocalipsis, de toda tribu y lengua y nación! Pero al mismo tiempo, ¿quién podrá contar los sacrilegios, profanaciones y ultrajes de unos, como las ingratitudes, los olvidos, las incomprensiones de otros? Durante diecinueve siglos, la Humanidad, por medio de sus mejores representantes, ha hecho derroches de ciencia, de arte y, sobre todo, de abnegación y de sacrificio, que ha depositado a los pies de Jesús Sacramentado como el 31

Hym. «Sacris sotemniis». In fest. Corporis Christí.

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más elocuente cántico de alabanza, como el supremo homenaje de amor. Las obras escritas para defender o para ensalzar al misterio de amor no tienen número. Las catedrales de los siglos de fe no son otra cosa que la joya que engarza esa piedra preciosa de la Eucaristía: todo en ellas converge hacia el santuario, hacia el altar donde la Hostia se sacrifica, hacia el tabernáculo donde se guarda el depósito santo, hacia el trono donde se ostenta la Hostia radiosa. Y la caridad cristiana, que ha sabido encontrar una abnegación para cada miseria de la Humanidad, no se ha inspirado ni sostenido sino gracias a la Eucaristía. En esta oración no dejemos pasar inadvertido el aniversario de la institución del misterio adorable, y tengamos un recuerdo de gratitud por este beneficio y los innumerables que con él nos han venido. Por nuestra parte, y para celebrar este acontecimiento, vamos a hacer algunas reflexiones, que ojalá sirvan para hacernos comprender mejor el tesoro que en el sagrario poseemos. *** La hora de la despedida, los últimos momentos que pasan unidos los seres que se aman antes de darse el adiós definitivo, es siempre una hora solemne y grave Es, sobre todo, triste. La tristeza es su nota dominante y característica. Jesús, que vivió tan plenamente nuestra vida humana, quiso también gustar la tristeza de las despedidas. Se despidió del hogar dulcísimo de Nazaret antes de emprender su vida apostólica. Se despidió de los suyos que estaban en el mundo la víspera de su Pasión y de su muerte. Trasladémonos a aquella noche inolvidable. Contemplemos aquella «cámara alta» de bóvedas amplias de recia arquitectura ricamente ataviada. Presenciemos aquella cena en que Jesús reúne por última vez a los que «le habían permanecido fieles en sus trabajos y persecuciones» para decirles adiós algunas horas antes de morir. No faltó al principio la alegría que acompaña a todo banquete; pero después del anuncio profético de la traición que esa misma noche se había de abatir sobre el Maestro después de la salida furtiva del traidor, la tristeza, como una nube negra y pesada, empezó a cernerse sobre todos los comensales. Los apóstoles están tristes. Jesús lo deja entrever en sus palabras: «Que no se turbe vuestro corazón, hijitos míos, ya no estaré mucho con 88

vosotros..., ya no os diré muchas palabras,..; un poco de tiempo, y no me veréis más... Porque os he dicho todo esto, vuestro corazón se ha llenado de tristeza...; pero no os dejaré huérfanos...; volveré a vosotros..., y vuestras tristezas se convertirán en gozo..., en un gozo que nadie os podrá arrebatar» (Jn 14). Y si hubiéramos podido penetrar en el Corazón sacratísimo de Cristo en aquellos momentos solemnes, ¿cuál hubiera sido la nota dominante? Sin duda, el amor; pero el amor puede tomar tantas formas, puede ser audacia que lucha y esperanza que palpita, puede ser alegría que canta y tristeza que llora... En otros términos, ¿cuál fue el matiz dominante de su amor en aquella noche memorable? Era natural que en la noche de la despedida y de la agonía su amor se empapara de tristeza. Glorioso, ya no volvería a estar triste con la tristeza de la tierra, en la patria de la alegría eterna; y por nuestro amor quiso por última vez saborear la amargura de la tristeza hasta el extremo, de una tristeza que le causó herida mortal: Triste esta mi alma hasta la muerte. Él, tan parco en manifestar sus sentimientos íntimos, declara sin ambages que está triste hasta la muerte. En el Cenáculo es una tristeza serena y majestuosa que se desborda en ternura y compasión; en Getsemaní es una tristeza llena de angustia que le hace agonizar y casi morir. Pero en uno y en otro caso es la tristeza la nota dominante de esa noche. *** ¿No es ésta la nota dominante en los dolores de la Humanidad? Desde que, expulsada del Paraíso terrenal, vaga errante y desterrada por los caminos de este mundo, la Humanidad está triste. Están tristes los malos. A pesar de sus alegrías locas y de sus fiestas efímeras, la tristeza corroe su corazón como fruto de su pecado y primera sanción de la ley divina conculcada. Y esa tristeza mala, mezcla de remordimiento y desencanto, enerva o desespera, produce abatimiento o rebelión.

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Los buenos están tristes también (32). Hay una tristeza buena, serena y pacífica, como la de Cristo en el Cenáculo, que puede aunarse perfectamente con la alegría santa que nunca debiera faltar en el corazón del justo. Diríase que el amor en el alma tiene dos miradas: si ve al cielo, es alegría; si a la tierra, tristeza. ¿Cómo es posible, en efecto, ver sin tristeza que el pecado se multiplica por todas partes, que hay libertad para todo menos para lo bueno, que los niños se pervierten, que la juventud se corrompe, que las almas se condenan a millares? ¿Cómo no estar triste cuando en nuestro propio ser comprobamos, al lado de las nobles aspiraciones de la gracia, las bajas inclinaciones de la naturaleza? ¡Tener ideales de pureza y sentir las atracciones del cieno! ¡Padecer hambre de perfección v chocar cada día con una miseria persistente e inagotable! Y si el alma ha sido herida ya por el amor divino, con esa herida de la cual nadie se cura jamás sobre la tierra, ¡cómo languidece, suspirando por la visión clara y la posesión plena del Amado! Esta tristeza, que no es otra cosa que nostalgia de Dios, ha inspirado muchas de las mejores páginas de nuestros libros santos y de la literatura cristiana (33). Por otra parte, si analizamos —llanamente y sin elevarnos a conceptos filosóficos— lo que es la tristeza, vendremos a la misma conclusión: que la tristeza es herencia de toda la Humanidad y fondo común de todos nuestros dolores. Todos los sentimientos del corazón humano se pueden compendiar y reducir al amor. Ahora bien: el amor respecto al bien que ama se puede encontrar en dos circunstancias extremas: o lo posee, y entonces es gozo, alegría, fruición; o no lo posee, y entonces es pena y tristeza, aunque esté templada por la esperanza. Y en el caso mismo en que el amor goza de ¿a posesión del amado, hay lugar a la tristeza mientras esa posesión no sea plena, mientras persista el temor y la posibilidad de perderla. 32

«Es notable en la vida de los santos que casi todos han sentido esa melancolía sin la cual —decían los antiguos— no hay genio alguno... La melancolía es inseparable de todo espíritu que va lejos, de todo corazón que es profundo. Lo cual no quiere decir que nos complazcamos en ella, porque es una enfermedad que enerva cuando no se la sacude y que no tiene más que dos remedios: la muerte o Dios... Hay lágrimas en todo el Universo, y son tan naturales, que aun cuando no tuvieran causa, correrían sin ella, por el sólo encanto de esa tristeza indefinible de la cual nuestra alma es la fuente profunda y misteriosa...» (P. Lacordaire.) 33 Véase el «Libro de Job», los salmos, los profetas y, sobre todo, algunas páginas de San Pablo.

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¿Qué bien hay sobre la tierra, divino o humano, que podamos poseer plenamente? ¿Cuáles son los afectos que no podemos perder en este mundo donde todo fenece, cuáles los seres queridos de los que no estemos en peligro de separarnos un día? De esta manera, nuestras alegrías legítimas dejan un ancho margen a la tristeza. En cuanto a las almas de los santos, bien puede asegurarse que no hay otras ni que hayan gozado más ni que hayan sufrido más sobre la tierra. Como en alta mar, arriba se extiende, sereno y luminoso, el cielo de la posesión anticipada de Dios; en tanto que abajo se agita el mar amarguísimo de sus dolores, de sus tristezas, y se abre el abismo hondísimo de sus deseos insaciables. Como en las montañas gigantes, coronadas de nieve que refleja la luz de los cielos, en la cima del alma delos santos brilla siempre la luz divina, reina la paz perfecta y la serenidad consumada, mientras en los valles se acumulan las sombras se desatan las tempestades. Conmueve considerar este aspecto tan humano de las almas de los santos que recuerda al Cristo del Cenáculo y de Getsemaní, triste hasta la muerte en la noche de la traición... *** Como en aquella vez en que contemplando a la multitud hambrienta tuvo compasión de ella y la alimentó con un prodigio, en esta noche memorable Jesús también contempló a la Humanidad agobiada bajo el peso de sus tristezas, y, compadecido, inventó un licor divino que alegrara el corazón y consolara las penas de los que amaba, y ese licor es su Sangre misma... A los tristes les dio el licor divino de su Sangre. La Eucaristía es el verdadero remedio y el consuelo eficaz de la tristeza humana, precisamente porque por ella nos unimos con Dios y con todo lo que en Dios amamos. Por el sagrario, Dios vive con nosotros; por la comunión, vive en nosotros, y si no se hiciera esta unión en las sombras de la fe y no persistiera la triste posibilidad de perderlo, esta posesión de Dios nada tendría que envidiar a la del cielo; pero en cuanto a la cosa poseída, no hay diferencia alguna. La comunión, por otra parte, no sólo nos une con Dios, sino también con todos los que amamos en Dios; porque este sacramento acentúa y afirma de una manera especial esa misteriosa unión que la Iglesia llama comunión de los santos. Si todos comemos del mismo pan y bebemos del mismo vino, si nos sentamos a la misma mesa en el hogar universal que es 91

la Iglesia de Dios, si nos unimos y estrechamos con el mismo Cristo, que es la patria a donde tendemos y el camino por donde vamos (34), ¿cómo las distancias materiales ni la misma muerte podrán separar a los que Dios mantiene unidos? ¿Puede haber una fuerza disgregante que venza a la fuerza unitiva de Dios? ¿Qué poder creado puede separar a los que están unidos en el amor de Cristo? La Eucaristía acerca todas las distancias, anula todas las separaciones, consuela todas las tristezas y puede unir en el inmenso abrazo de Cristo a todos lo que en Él se aman: ¡A los tristes les dio el licor divino de su Sangre! *** «Omnes ex eo bibite!» (Bebed todos de él), concluye el mismo Santo Tomás de Aquino. En una ocasión dejó Jesús caer sobre la Humanidad doliente estas ternísimas palabras: «¡Venid a Mí todos los que sufrís bajo el peso de vuestros dolores y Yo os consolaré!» Y esta invitación la repite y esta promesa la cumple en todos los sagrarios de la tierra. Si gozamos, comprendo que nos olvidemos de Cristo; pero si sufrimos, ¿qué cosa más natural que busquemos consuelo? Vayamos a la Eucaristía y en ella lo encontraremos sobreabundante. ¿Lloramos la separación o la muerte de un ser querido? Busquémoslo en el Corazón de Cristo y lo encontraremos ahí, que en ese Corazón divino se dan cita todos los que en él se aman. ¿Nos entristece ver que los afectos humanos, aun los más legítimos, aun los más sinceros, se entibian, se apagan y mueren, y sentimos el frío de la soledad del corazón? En el sagrario hay alguien que nos ama hace siglos y cuyo amor suple y compensa sobreabundantemente la ausencia de todos los afectos humanos. ¿La turbación y la inquietud nos agita? La Eucaristía es el sacramento de la paz, y en ella encontrarán descanso todas nuestras aspiraciones. ¿Nos cuesta vivir, y el tedio, «ese tedio inexorable que forma como el fondo de la vida humana, enerva nuestras fuerzas y pretende apagar nuestro entusiasmo? La Eucaristía es el pan de la vida; quien lo coma tendrá la vida en sí mismo, poseerá a Aquel que es la resurrección y la vida.

34

San Agustín: Sermo 123, c. 3.

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¿Tenemos hambre, un hambre infinita, una sed insaciable de Dios? Comamos a Dios, bebamos a Dios, que para esto se hizo alimento y bebida. Sí, vayamos a la Eucaristía, comamos el pan que hace a los fuertes — dio a los débiles el manjar de su Cuerpo (35)—; bebamos el vino que consuela a los tristes —dio a los tristes el licor de su Sangre (36)—; comamos, amigos, bebamos y embriaguémonos, carísimos (Cant 5, 1)—; y encontraremos así el verdadero consuelo a todas las tristezas de la tierra.

35 36

Hymn. «Sacris solemniis.» Ibidem.

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XI ¡MÍRAME!... Jesús, habiéndole mirado, le amó (Mt 10, 12).

No hay lenguaje más íntimo, más profundo, más expresivo que la mirada. Cuando la palabra desfallece y es impotente para expresar nuestros más hondos sentimientos, una mirada lo dice todo... Se ha dicho que los ojos son las ventanas del alma, en cuanto que el mundo exterior no puede llegar hasta ella sino pasando por los sentidos, especialmente por los ojos. Pero también se puede afirmar que los ojos son las ventanas del alma, porque por ellos nuestro espíritu, como que se asoma al exterior y se deja ver de los demás hombres. Una mirada expresiva no es otra cosa que un rayo de luz en el cual palpita el alma. Como si ésta no pudiera asomarse al mundo exterior sino envuelta en un manto de luz. No podría escoger vestidura más adecuada, ya que la luz es el cuerpo que más se aproxima al mundo de los espíritus. Y la luz de la mirada parece que no nace de los ojos, sino que brota del alma misma, como su emanación visible, como su irradiación viviente. Por eso impresionan tanto los ojos de los ciegos y los ojos de los muertos; unos y otros están apagados y sin vida. Así se explica también que lo que domina en el alma sea también el rasgo característico de la mirada. El alma de los niños es todo candor, y el candor es lo que caracteriza su mirada. ¡Con qué ingenuidad miran los ojos de los niños! ¡Qué transparente es su mirada! El alma de una madre es todo amor, ¡y qué ternura hondísima fulgura en su mirada cuando contempla a su hijo! Un alma bajo el influjo de una pasión, ya sea el amor o el odio, la envidia o la venganza, la cólera o la tristeza, de ninguna manera la manifiesta más vivamente que por los ojos. Y el dolor, más que con los sollozos y las lágrimas, se revela en la mirada. 94

Es, por tanto, muy verdadero que la mirada es el lenguaje más intimo, más profundo, más expresivo. *** De la mirada humana pasemos a considerar la divina. La mirada de Dios no es otra cosa que su ciencia, que todo lo sabe y todo lo ve, puesta al servicio de alguno de sus atributos. Así, por ejemplo, esa mirada con que Dios ve la tierra y la hace estremecer —«qui respicit terram et facit eam tremere» (Sal 103, 32)—, no es otra cosa que su ciencia al servicio de su poder: tan grande es, que le bastaría ver la tierra para desquiciarla si así le pluguiese. Esa otra mirada de enojo que tiene para el mal —«in peccatores respicit ira illius (Eccli 5, 7) —, es su ciencia al servicio de su justicia, pronta a castigar el pecado. Y la mirada compasiva con que contempla nuestras aflicciones y trabajos —«afflictionem et laborem manuum mearum respexit Deus» (Gén 31, 42)—, no es sino su ciencia al servicio de su Providencia paternal, que considera nuestras necesidades para remediarlas. Pero, sobre todo, su mirada amorosa, esa mirada que no se aparta jamás de sus hijos —«oculi Domini super justos» (Sal 33, 16; Ped 3, 12)—, es también su ciencia al servicio de su amor. Refiere un alma privilegiada que en una ocasión, después de comulgar, experimentó que algo verdaderamente inefable envolvía todo su ser, como si se sumergiera en un océano de ternura, como si se viera envuelta en una caricia infinita. Y al mismo tiempo comprendió que aquello no era otra cosa que la mirada del Padre posándose sobre su alma. De esa mirada nacimos todos y de ella vivimos y continuaremos viviendo, como el río de su manantial, como el rayo de luz del foco que lo produce. Como la ciencia de Dios es infinita, con ella ha conocido eternamente a todas las criaturas que pueden existir, a todas, aun a las que jamás llegarán a la existencia. Y de entre esa multitud innumerable de seres posibles, Dios escogió, por un acto libre de su voluntad a los que de hecho habrían de existir. Es la mirada divina, que de fría se vuelve amorosa,. Con aquélla ve y conoce a todas las criaturas posibles; con ésta mira a las que su amor ha escogido para darles el ser. De manera que cada uno de nosotros, por miserable que sea, puede afirmar: Dios eternamente me ha mirado con una mirada de ternura infinita. 95

¡Mirada amorosa! ¡Mirada de ternura infinita! ¡Mirada eterna!... ¿Sospechamos el misterio que estas palabras encierran? Y llegado el momento del tiempo por mismo Dios determinado, esa mirada nos dio el ser, y la existencia, y la vida. «Y esa mirada divina, que es mi primer principio, continúa fija en mí. De ella vivo como el arroyo de la fuente de donde emana; ella me sostiene como una raíz, me vivifica como una savia, me ilumina como un sol, me envuelve como una atmósfera» (37), me engendra como una paternidad, me acaricia y consuela como no sabe hacerlo la misma ternura maternal. *** Pero de tal manera nos ha amado Dios, que no se contentó con mirarnos a lo divino con los ojos de su ciencia y el fuego de su amor, sino que para acomodarse a nuestra flaqueza y para satisfacer las exigencias de nuestra manera propia de amar, quiso mirarnos con ojos humanos como los nuestros, ojos que se iluminaran con la alegría, que se ensombrecieran con la tristeza y se empañaran con las lágrimas; ojos donde palpitara toda la ternura de un corazón sensible como el nuestro. ¡Cómo miraría Jesús!... ¡Con qué suavidad inefable! ¡Con qué ternura hondísima! ¡Con qué dulzura embriagadora! ¡Con qué profundidad insondable! ¡Con qué atracción irresistible! ¡La mirada de Jesús Niño, encerrando tesoros de candor, de inocencia, de pureza, suficientes para blanquear al mundo! Esos ojos de quien alguien dijo hermosamente: Ojos bellos que miráis con inefable dulzura, ojos llenos de ternura que de amores me inflamáis; miradme con el amor del Corazón infinito del que se hizo pequeñito para aliviar mi dolor (38). ¡Los ojos de Jesús Niño retratándose en los ojos de María Inmaculada: dos purezas unidas, dos luces combinadas, dos fuegos fundidos en una sola hoguera de amor! 37 38

Mgr. Gay: Retraité», pág. 45. José Luz Ojeda; «Claridad», pág. 159.

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¡Los ojos de Jesús adolescente, creciendo sin cesar en gracia y bondad! ¡Los ojos de Jesús hombre, posándose sobre los niños, los enfermos, los afligidos, los pecadores! Con qué complacencia contemplaría a los pequeñitos que dejaba trepar por sus rodillas y esconderse en su regazo y a quienes abrazaba y colmaba de caricias. Con qué amor vería al joven del Evangelio, cuando el mismo texto sagrado nos dice: Habiéndole mirado, le amó, mirada que de amorosa se convirtió en triste, al ver que aquella alma escogida se alejaba de Él. Con qué compasión posaría sus ojos sobre la viuda de Naín cuando le dijo: ¡No llores más! Con qué atracción fascinadora miraría a Magdalena para arrebatarla a sus vicios y convertirla y santificarla. En la institución de la Eucaristía, cuando después de elevar los ojos al cielo los posó sobre sus Apóstoles, cuando de sus labios brotó aquella ternísima despedida del Cenáculo, ¿quién sería capaz de describir lo que expresaba la mirada de Jesús? Con qué delicado reproche miraría a Pedro después de su pecado —«repexit, Petrum» (Lc 22, 61-62)— para que en el corazón del Apóstol se abriera una fuente de lágrimas perenne. Y la mirada de Jesús al encontrarse con la de María en el camino de la Amargura, y aquella última de sus ojos moribundos que se apagaron sobre su Madre dolorosa, como una caricia postrera, como un ósculo de despedida... ¡Ojos divinos de Jesús! ¡Quien los vio una vez no podrá olvidarlos jamás, y como el gran poeta místico podrá decir: ¡Oh cristalina fuente, si en esos tus semblantes plateados, formases de repente los ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados! (39). *** Esos ojos divinos que apagó la muerte volvieron a encenderse en la mañana de la resurrección, como dos soles cuya lumbre no se apagará 39

San Juan de la Cruz: «Cántico espiritual», estrofa XII.

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jamás Y con ellos volvió a ver a María la Inmaculada y a María la Arrepentida y a todos sus amados. Pero cuarenta días después se elevó a los cielos, y, despidiéndose definitivamente de la tierra, una nube le ocultó para siempre a nuestras miradas... Desde entonces —y van a ser veinte siglos— los pobres mortales no han vuelto a sentirse bañados en la luz de la mirada divina de Cristo. Sin embargo, desde lo alto del cielo, donde reina a la diestra del divino Padre, continúa mirándonos. Y no sólo porque su ciencia infinita todo lo sabe, sino porque como hombre, no sólo con su ciencia infusa y adquirida. sino con sus ojos corporales, con los mismos ojos que lloraron tantas veces sobre la tierra, desde el cielo continúa mirándonos. Sí. nos ve a todos los suyos, y no con una mirada vaga y general, sino a cada uno individualmente, con una mirada particular y precisa, atenta y profunda, amorosa y paternal. Es el buen Pastor que conoce a todas sus ovejas y a cada una la mira y la llama por su propio nombre (Jn 10, 2). Ciertamente que las fuerzas solas de la naturaleza humana. aun transfigurada por la gloria, no bastarían para abarcar con una mirada a todos los hombres: pero éste es un privilegio que corresponde a su humanidad sacratísima, instrumento actual de santificación de todas las almas. ¡Ah! ¡Si tuviéramos conciencia de esa mirada y la siguiéramos siempre como esas flores que siempre vuelven su corola hacia la luz del sol! Pobre alma abandonada de los hombres que no tienes un corazón que te comprenda, piensa en que Jesús te mira, te mira siempre, y que su mirada revela una compasión infinita por tus penas ¿Qué importa entonces que nadie aprecie lo que trabajas y que nadie comprenda lo que sufres? Vuélvete a Jesús, busca su mirada que te envuelve amorosamente, y dile: ¡Tú sólo eres testigo de lo que sufro y trabajo! ¡Pero Tú me bastas!... *** Los que se aman y se miran se sienten irresistiblemente atraídos, y, por consiguiente, no pueden permanecer separados Por eso Jesús inventó la Eucaristía, para salvar las distancias, para no mirarnos desde las lejanías del cielo, sino cerca, muy cerca de nosotros, tanto que si se rasgaran los 98

velos del misterio, podríamos escuchar su respiración anhelante, podríamos vernos retratados en sus pupilas divinas. Porque es muy consolador para la piedad cristiana saber que Jesús desde la Hostia santa nos mira, Y no sólo con su ciencia divina, ni sólo con su ciencia humana, infusa y adquirida, sino también con sus ojos corporales, con los mismos ojos que iluminan la Jerusalén celestial —«et lucerna eius est Agnus» (Apoc 21, 22)— y regocijan a los bienaventurados, con los mismos ojos que sonrieron y lloraron tantas veces sobre la tierra... (40). Por la Hostia santa Jesús vuelve a visitar este mundo que conoció en los años de su vida mortal. Y las mismas escenas se reproducen. Paseada en solemnes procesiones, expuesta en su trono eucarístico, dada a los niños en primera comunión, llevada a enfermos en alimento y a los moribundos en viático, Jesús continúa posando su mirada de complacencia sobre los niños, su mirada de compasión sobre los que sufren, su mirada comprensiva sobre los desamparados, su mirada que enciende viva llama de esperanza sobre las angustias de los que van a morir... No ignoro que, dada la manera misteriosa cómo Jesús está en el Sacramento (41), no puede hacer uso de sus sentidos corporales sin un milagro. Y aunque la revelación no nos dice expresamente si ese milagro se verifica o no, la piedad cristiana y las exigencias del corazón —«que tiene razones que la razón no comprende— no puede menos que suponerlo. ¿La fe sencilla y cordial del pueblo fiel no está unánime en afirmar esta creencia? ¿No es éste uno de los encantos más atractivos que experimentan las almas eucarísticas al pie de la Hostia santa? Pero también la razón viene en ayuda de esta creencia, porque no ve inconveniente alguno en admitir este milagro, y sí encuentra serias conveniencias para suponerlo.

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Que Nuestro Señor, gracias a un milagro especial, haga uso de sus sentidos en la Sagrada Eucaristía, es opinión de graves teólogos. Desde luego, el sabio y piadoso P. Hugon. O. P. Véase «Tractatus dogmatici», vol. III, pág. 388, así como su obra «L’Eucharistie», páginas 175-179. Son también de esta opinión: Serra, Gonet, Dalgains y los cardenales Franzelin y Cienfuegos. Suárez juzga probable esta opinión. 41 Que sea. necesario un milagro para que Nuestro Señor haga uso de sus sentidos es la Eucaristía, es opinión común de los teólogos. La razón es que el Cuerpo de Cristo no está en la Eucaristía con extensión local, sino al modo de las sustancias. Y para que los sentidos tengan su modo natural de obrar, necesitan la extensión local.

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Desde luego, repugna a la dignidad de la Humanidad sacratísima de Cristo que su Cuerpo glorificado permanezco en la Hostia sin el uso perfecto de sus sentidos; y esto no por un momento pasajero, sino durante siglos y en todos los sagrarios de la tierra. ¿Un cuerpo con sus sentidos ligados, con ojos que no ven. con oídos que no oyen, es lo propio de un cuerno glorioso? ¿Es lo que pide la dignidad suprema de Cristo? Porque no debemos perder de vista que el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía no es el Cuerpo pasible de la tierra, instrumento de dolor y de inmolación, sino el Cuerpo impasible y glorioso del cielo. Por otra parte, bien pueden los teólogos analizar el misterio eucarístico y enumerar los milagros que ahí se verifican y disputar si son tantos más o menos; para la piedad cristiana ahí no hay más que un gran milagro; ¡el milagro del amor! Milagro único y sublime, fuerza omnipotente que todo lo vence y clave luminosa que todo lo explica. Y ese milagro de amor que convirtió a Dios en víctima del hombre, que le encadenó en el sagrario para ser nuestro perpetuo amigo y compañero, que lo transformó en nuestro alimento y comunión, ese milagro de amor, digo, tuvo una ley que el Evangelio nos ha conservado: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. (Jn 13, 1). Esa es su ley: HASTA EL FIN! Y ¿sería esa su ley, si después de haber realizado tantos prodigios y derogado tantas leyes de la Naturaleza para acercarse al hombre, se hubiera detenido ante un último milagro, dejando velados los ojos divinos de Jesús en la Eucaristía? Además, la Eucaristía es la respuesta magnánima de Cristo a las exigencias del corazón humano; es el acercamiento y la acomodación, por una condescendencia inaudita, del amor divino a las debilidades del amor humano. ¿No bastaba la presencia de Dios en todas partes por su inmensidad, la presencia especial en el alma por la gracia, la presencia de Cristo en su Iglesia? ¿No era suficiente el sacrificio del Calvario? ¿No bastaba de suyo la comunión a Cristo por la fe, la esperanza, la caridad, la oración, la gracia? Absolutamente todo eso hubiera bastado para santificarnos; pero Dios, que conoce las exigencias del amor humano, sabe que nuestro corazón pide más, que necesita algo sensible donde localizar a su Dios para poder decir: ¡Allí está!; requiere algo donde fijar sus miradas para poder afirmar: ¡Él es!; pide con vivas ansias estrechar contra su pecho al que ama para adorarle en silencio... Y para satisfacer esos anhelos del corazón humano tan justos —puesto que Dios mismo los puso ahí—; para 100

saciar esa conmovedora ambición de todo nuestro ser, para eso Cristo instituyó la Eucaristía. Pero nuestros anhelos no se hubieran visto plenamente satisfechos, si no estuviéramos seguros de que Jesús nos mira desde la Hostia santa. Ya es mucha pena que nuestros ojos mortales no puedan mirarle, pena que hacía exclamar a la virgen de Avila: Véante mis ojos, dulce Jesús bueno; veante mis ojos, muérame yo luego (42); s pero se comprende que así debe ser, porque el estado de prueba en que vivimos ahora exige esta privación; si pudiéramos ver a Jesús en la Eucaristía, ya no viviríamos en el destierro ni el cielo tendría ya más que ofrecernos ni que darnos. Pero nos consolamos de no poderle ver con una esperanza y una realidad: la esperanza de que el cielo descorrerá todos los velos y la realidad de que ya desde ahora nos mira Él desde la Hostia santa con sus ojos divinos, como nos ama con su Corazón sagrado. *** Alma querida, ya sea que sufras, ya sea que goces, ve al pie de la Hostia santa, y deja que te compenetre la dulcedumbre suavísima de la mirada de Jesús... Como los enfermos se exponen a los rayos del sol para sanar, así tú expón a los rayos de la custodia tus más intimas miserias. ¿Para qué diluyes tu amor en una vana palabrería? ¿Para qué vuelves insípidas tus confidencias desvirtuadas por una locuacidad pueril? Que el silencio de la Hostia santa te enseñe a callar. Y cuando los labios callen, que la mirada continúe hablando... Si; dile todo a Jesús en una mirada... Que esa mirada sea súplica, adoración, amor... Pon en ella toda tu ternura, todos tus anhelos, todas tus tristezas, todo tu desencanto de la vida, toda tu alma palpitante...

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Obras, poesía III.

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Aviva tu fe, y, a través de los velos eucarísticos, busca la mirada de Jesús, y que ella y la tuya se crucen y se enlacen y se unan en una misma luz, en un mismo fuego de amor... ¿Para qué quieres más? Ruégale sólo que no deje de mirarte. Dile confiadamente: ¡Mírame y ten misericordia de mí! O con la audacia del amor y recordando la palabra del Evangelio — Habiéndole mirado, le amó— dile también: —¡Mírame y... ámame!...

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XII LOS ANHELOS DEL AMOR Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. (Jn 13, 1)

Nadie nos ha amado como Jesús. Todos sus misterios no son sino las diversas etapas, los diferentes matices de su sacrificio. Pero su sacrificio no es más que la gran prueba de su amor... Y amor nos están diciendo las pobrezas de Belén y los silencios de Nazaret; y amor nos predican las fatigas de su vida apostólica; y amor, las tristezas de Getsemaní y la suprema agonía del Calvario... Pero hay uno entre los misterios de Cristo que compendia todos los demás, que los encierra y los resume, donde Jesucristo, por decirlo así, inmortalizó su sacrificio, y que es, por consiguiente, la prueba culminante de su amor. Es la EUCARISTIA. De ella con toda verdad pudo decir San Juan que Jesús, habiendo amado a los suyos en todos los momentos de su vida, habiéndolos amado siempre, en la Eucaristía los amó sin medida, hasta el exceso. De tal manera, que Dios, omnipotente como es, ya no tiene más que damos; y nosotros, infinitos como somos en nuestras ambiciones, no tenemos más que pedirle... ¡Los amó hasta el fin!... Y para que lo comprendamos un poco mejor, quiero hacer algunas reflexiones para hacer ver, en primer lugar, cómo el amor humano tiene tres grandes exigencias que, sin embargo, nunca las ve realizadas sobre la tierra. En segundo lugar, que estas tres exigencias de nuestro corazón, Jesucristo las satisface plenamente en la Eucaristía.

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Y, finalmente, cómo nuestro corazón, sobrenaturalizado por la gracia, puede corresponder a esas finezas de la Eucaristía, poniendo igualmente en nuestra pobreza esas tres condiciones a nuestro amor.

I ¿Cuáles son las grandes exigencias del amor humano? En primer lugar, el amor humano quiere ser total. Para convencernos de esta verdad, no tenemos más que interrogar a nuestro propio corazón. ¿Quién es el que verdaderamente ama que no repita a cada paso: «Te amo con todo el corazón»? ¿Y quién es el que ama así, que no desee escuchar, como una música celestial, de los labios de la persona amada, la misma afirmación: «Yo también te amo con toda mi alma»? Amar con todo el corazón es la gran ambición del corazón humano; pero, desgraciadamente, nunca se realiza. Nuestro corazón, infinito en sus ambiciones, es muy limitado en sus realidades. Por consiguiente, por sincero, por legítimo, por santo que sea un afecto humano, tiene que ser limitado: lo que damos a uno, lo quitamos a otro. Y, por consiguiente, nunca podemos amar con todo el corazón. *** La segunda exigencia del amor humano es que no sufre separaciones. Una madre, ¿no desearía que su hijo no creciera nunca para conservarlo siempre en su regazo? Y cuando el hombre comprende lo que vale el corazón de una madre, ¿no es verdad que desearía siempre ser pequeño para esconderse, como en otro tiempo, entre sus brazos?... Pero el amor humano tiene grandes enemigos: es el espacio y el tiempo; el espacio, que produce las separaciones; el tiempo, que acaba por marchitar los afectos más sinceros. Los espíritus pueden estar donde quieran, pueden transportarse de un lugar a otro con la rapidez del pensamiento. Por eso los espíritus, siempre que quieren, pueden estar unidos. Pero los cuerpos están encadenados al lugar, y, por consiguiente, con mucha facilidad se establecen separaciones entre las personas que se aman. Porque, aunque nosotros seamos espíritus por nuestra alma, somos materia por nuestro cuerpo, y nuestra alma está unida y atada a la materia. 104

De ahí que sobre la tierra, la gran pena, el gran sufrimiento del amor, es la separación, es el no poder siempre estar unidos con los que amamos. *** La última exigencia del amor humano es la que se expresa con estas palabras tan misteriosas y tan arcanas: Para siempre. Volvamos a interrogar a nuestro corazón y comprenderemos que no se puede amar de veras sin repetir: Yo te amo para siempre. Sin embargo, tampoco este deseo lo ve realizado el amor sobre la tierra. ¿Quién es el que puede jactarse de amar para siempre? El tiempo lleva a cabo su obra destructora: destruye los grandes acantilados, desgrana las rocas más duras y resistentes, y, por un trabajo de erosión, llega a desmoronar las mismas montañas. ¿La Historia no nos atestigua de grandes, de magníficas ciudades, de las cuales no quedan casi ni ruinas? En el libro de Jonás se afirma que Nínive era una ciudad de tres días de camino, es decir, que era preciso caminar tres días para poderla recorrer de un extremo a otro; lo que supone una distancia de cerca de cien kilómetros. ¿Cuántas ciudades hay actualmente en el mundo que tengan esas dimensiones? Sin embargo, de Nínive no queda nada... Pero no solamente el tiempo destruye las cosas materiales; también afecta a nuestro corazón. Este pobre corazón humano es limitado, es inconstante, se cansa... y llega un día en que los afectos, como las flores de nuestros campos, se ajan, y se marchitan, y se mueren... Deseamos amar para siempre..., quisiéramos que nos amaran para siempre... Pero no es más que ambición de nuestro corazón, que no ve nunca realizada...

II Ahora bien: esas tres condiciones, esas tres exigencias Jesús las realiza plenamente en la Sagrada Eucaristía. Verdaderamente ahí nos ama con todo el Corazón: por la Eucaristía está siempre unido con nosotros, y en la Eucaristía nos ama para siempre. Jesús nos ama en la Eucaristía con todo el Corazón^ no solamente porque mediante la Comunión, como nos dice nuestro Catecismo, recibimos el Cuerpo, el Alma, la Sangre, la Divinidad de Jesucristo —'todo 105

Jesucristo, Dios y Hombre, se nos entrega en la comunión—, sino porque verdaderamente allí, en la Hostia santa, Jesús nos da todo su Corazón. Y démonos cuenta que ese Corazón divino encierra dos grandes tesoros: el amor divino y el amor humano; en él se han fundido, se han combinado, se han dado un abrazo eterno lo más grande del cielo y lo más grande de la tierra: el AMOR. Y cada uno de esos amores, separadamente, tiene caracteres encantadores: el amor divino es sereno como un cielo sin nubes, es inmutable como la eternidad, es un océano que ni orillas ni fondo tiene: océano de paz, océano de gozo, océano de plenitud... Y el amor humano vibra al contacto de todas las emociones, conoce todas las ternuras, sabe de todas las delicadezas, se expresa con el lenguaje de las sonrisas y de las lágrimas y tiene también el grito ingente del sacrificio y de la sangre... Y eso, que es lo más precioso del cielo y de la tierra, el amor divino y el amor humano, se funden, se combinan, forman una sola esencia, que es el Corazón de Cristo... Y ese Corazón de Cristo, divino y humano, totalmente, sin medida, sin reservas, sin divisiones, se nos entrega en la Eucaristía. Verdaderamente, allí Jesucristo nos ama con todo el Corazón. *** Pero también por la Eucaristía Jesús anula las separaciones. Él había podido quedarse con nosotros en la Eucaristía en un solo lugar de la tierra, y con eso hubiera bastado para que su presencia perfumara todo este mísero destierro... Pero no, no fue avaro de sus dones, no quiso separarse de nosotros. Y por eso, así como el sembrador arroja a manos llenas la semilla en los surcos sin fin, así Cristo tomó en sus santas y venerables manos a puñados las hostias consagradas y las sembró sin medida, con largueza verdaderamente divina, en el surco de las almas... ¿Adónde podemos ir que no encontremos un sagrario? ¿Adónde podemos ir que cada mañana no podamos recibir la hostia consagrada? Jesús ha anulado las separaciones... ¿Y no es éste uno de los grandes encantos de la vida religiosa el que Jesús venga a vivir con nosotros bajo el mismo techo, el que su presencia eucarística llene, perfume toda esta casa, como el perfume de Magdalena llenó de fragancias riquísimas toda la casa de Betania? 106

Él nunca se separa de nosotros, Él nunca nos abandona, Él ha anulado todas las separaciones, Él está siempre con nosotros. Yo estaré con vosotros, unido íntimamente con vosotros, todos los días, hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20). *** Y por eso también el amor de Jesús en la Eucaristía es para siempre. Si en alguna parte podemos saborear esa perennidad del amor de Cristo, es cerca de un sagrario, es cuando tenemos nuestra hostia de cada día palpitando en nuestro propio corazón. Entonces comprendemos mejor que nunca lo que significan estas palabras: «Tu idem ipse es» (Tú, Jesús, eres siempre el mismo). Los hombres cambian, los afectos humanos desfallecen, las amistades mueren, los afectos más sinceros nos traicionan... «Tu idem ipse es» (Pero Tú, Tú, Jesús divino, eres siempre el mismo). Y es el mismo que conocimos en nuestro primer encuentro con Él, cuando se dieron un abrazo aquellas dos blancuras: la de nuestra alma inocente y la de la Hostia de nuestra primera comunión... Jesús es siempre el mismo; el mismo cuando, hijos pródigos, nos arrojamos en sus brazos y sentimos la caricia de su misericordia y la ternura de sus perdones... Pasan los años, y Jesús es siempre el mismo... ¿No es el mismo que volvimos a encontrar aquí cuando, trayendo todavía el corazón sangrando por las separaciones de los seres queridos, lo visitamos por primera vez en el sagrario de ésta su Casa... Y es el mismo Jesús que recibió nuestros primeros votos en medio del entusiasmo de nuestra juventud; el mismo que recibió nuestra promesa de amarlo para siempre el día de nuestra profesión perpetua, y el mismo que encontramos después de veinticinco años, en nuestro jubileo religioso... Y si la vida se nos alarga, lo encontraremos también después de cincuenta y más años... Y Él será el mismo cuando vaya a visitarnos a nuestro lecho de muerte; cuando reciba nuestra última renovación, la renovación de nuestras promesas de amor, que no es otra cosa la profesión religiosa; cuando se nos dé como Viático para el viaje del cual no se regresa nunca... Tú eres siempre el mismo. Jesús es siempre el mismo, y Él como nadie nos puede decir en la Eucaristía que nos ha amado para siempre. 107

III Por último, ¿quién no comprende que nuestro deber, sobre todo siendo almas a quienes ha tocado la dicha de tener una vocación eucarística; quién no comprende que nuestro deber es corresponder a la Eucaristía del cielo con nuestra pobre eucaristía de la tierra, es decir, con un amor que, en cuanto sea posible y gracias a la caridad divina, pueda realizar también estas tres exigencias, estos tres deseos del Corazón de Cristo? Jesús quiere que lo amemos con todo el corazón. Y esto no quiere decir que renunciemos a los afectos legítimos y santos que Él mismo nos ha ordenado tener; lo que quiere decir es que en el Corazón de Cristo debemos amar a todos los que amemos sobre la tierra; en Él debemos encontrarlos a ellos, de tal manera, que no sean dos afectos, uno de la tierra y otro del cielo, uno para amar a los seres queridos y otro para amar a Cristo, sino un solo amor que los abrace a todos. Y entonces, sin quitarle nada a Cristo, podemos amar a todos y amarlos con todo el corazón. *** Pero también debemos siempre estar unidos con Él. Jesús dijo estas palabras que no son un deseo, sino una realidad, porque sus palabras son «verdad y vida?: El que come mi Carne y bebe mi Sangre, permanece en Mí y Yo permanezco en él. La comunión hace que no nos separemos nunca de Jesús, que lo llevemos siempre en nuestro corazón; porque aun cuando desaparezca la presencia eucarística, permanece siempre una presencia misteriosa, pero real, de Jesucristo, no sólo como Dios, sino también como hombre (43), en lo íntimo de nuestros corazones. Pensemos siempre en Jesús, recordémoslo a cada paso, no nos separemos jamás de Él, porque Él quiere que permanezcamos siempre unidos. Así nos lo dijo en aquella noche memorable: Permaneced siempre en mi amor (Jn 15, 9). *** Y por último, debemos amarlo siempre... ¡Oh la fidelidad del amor! 43

Por el influjo vital que Jesucristo ejerce constantemente en nosotros. Ese influjo vital proviene de Jesucristo, no sólo como Dios, sino también como hombre.

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Hace pocos días, un alma que desde su juventud se consagró a Dios en la vida religiosa, que hace mucho tiempo había hecho sus votos perpetuos, traicionó sus compromisos, fue perjura a sus juramentos y abandonó el servicio de Dios en la forma más desastrosa... Cuando se sufren esas penas, se comprende algo de lo que debe pasar por el Corazón de Cristo. ¡Cómo deben dolerle las traiciones de los que se han consagrado a Él! Por eso, con humildad, sin duda alguna, pero con la osadía del amor, debemos nosotros, para consolarlo, repetirle: «¡Yo te amo para siempre! ¡Aun cuando todos te abandonen y todos te olviden, yo no te quiero abandonar ni te quiero olvidar, porque quiero serte fiel, porque te quiero amar para siempre!...» Y entonces verdaderamente corresponderemos a la Eucaristía del cielo con la pobre eucaristía de la tierra... Y como Jesús nos ama totalmente, y se une siempre con nosotros, y nos ama para siempre, así también nosotros lo amaremos con todo el corazón, viviremos unidos siempre con Él al pie de su sagrario y le seremos siempre fieles... Y cada vez que nos acerquemos al sagrario donde vive Jesús, cada vez que contemplemos la Hostia que adoramos de día y de noche, cada vez que palpite su Corazón en nuestro pobre corazón humano, podremos decirle con toda verdad: «¡Jesús, te amo para siempre! ¡Para siempre en medio de las vicisitudes de la tierra! ¡Para siempre en medio de los esplendores de la eternidad...!»

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XIII LA ADORACIÓN PERPETUA Te adoro devotamente, ¡oh Dios escondido!, que con toda verdad estás presente bajo las especies eucarísticas: mi corazón, rendido y subyugado, te contempla y desfallece. (44)

La Eucaristía es el centro del Cristianismo, el alma de nuestro culto, la síntesis de la liturgia, el vigor de nuestra alma y la fuente de nuestra vida. Sin ella, la religión cristiana sería una religión helada y fría, como lo son todas las sectas protestantes; sin ella, nuestras iglesias no tendrían calor de vida ni podrían distinguirse de un salón de conferencias; sin ella, se cegaría la fuente del heroísmo absoluto, se desconocería la ciencia de la abnegación perfecta y del don total. Por eso el Protestantismo, si bien es cierto que ha logrado formar almas buenas, nunca ha forjado almas heroicas y santas, porque le falta la Eucaristía, germen divino de heroísmo y de santidad. Para darnos alguna cuenta de lo que sería el mundo de las almas sin la Eucaristía, habría que imaginarnos lo que sería el mundo material si se apagara el sol que lo alumbra y le da vida. Sin él, todo seria noche cerrada, tinieblas insoportables como las que envuelven a los ciegos; sin él, ninguna semilla germinaría, ni se abriría ninguna flor, ni maduraría ningún fruto. Sin la Eucaristía, sol de las almas, languideceríamos con el espíritu ciego y el corazón helado, y los gérmenes de santidad, y las flores de las virtudes, y los frutos de perfección se agostarían faltos de los efluvios de calor y de los hálitos de vida que sólo brotan dé la Eucaristía. No vayamos, sin embargo, a creer que el culto eucarístico se estableció desde los primeros siglos de una buena vez y tal como ahora lo 44

Himno «Adoro te», atribuido a Santo Tomás de Aquino.

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admiramos. Así como el sol no aparece repentinamente con todo el fuego que tiene en su cénit, sino que desde la medianoche hasta el mediodía hay toda una gama de luz en creciente, así el culto eucarístico se ha ido desarrollando poco a poco, se ha ido desenvolviendo a través de los siglos, y sólo Dios sabe cuándo llegará a su pleno mediodía ese Sol divino. Sin duda, que entonces el tiempo no tendrá ya razón de ser, y se abrirán al fin las puertas de la eternidad... *** En los primeros siglos de la Iglesia, casi todo el culto eucarístico se concentró en el sacrificio del altar. Y aun éste ¡con qué parsimonia — aunque también con qué solemnidad —se celebraba! Una sola Misa en cada población, y no todos los días. En Roma, sólo el Papa; en las ciudades episcopales, sólo el obispo, concelebrando con él los demás sacerdotes (45). Pero poco a poco se fue introduciendo la costumbre de conservar la Sagrada Eucaristía fuera de la Misa, ya en las casas de los fieles para que éstos pudieran comulgar por sí mismos cuando no podían asistir al santo sacrificio, ya en las iglesias para llevarla a los enfermos en viático o a las prisiones para fortalecer a los confesores de la fe (46). Más tarde esta costumbre se transformó en ley, y, por lo menos, las catedrales, abadías, iglesias parroquiales y conventuales deben conservar de día y de noche el sagrado depósito. La conservación de las hostias consagradas fuera del santo sacrificio tuvo como consecuencia natural que la devoción eucarística se prolongara también fuera de la Misa, en torno de la sagrada reserva; si bien es cierto 45

Por lo mismo, no había sino un solo altar en cada iglesia. Además, la Misa era siempre cantada y solemne. Sólo cuando se introdujo la Misa rezada —que es como una abreviación de la cantada —se erigieron los altares laterales o menores, que vinieron a facilitar la multiplicación de las Misas, aunque atenuaron el simbolismo del altar único. Un solo altar simbolizaba la unidad de Dios, de la Iglesia, de la fe, del sacrificio, etc. 46 Los primeros tabernáculos o sagrarios para conservar la Sagrada Eucaristía eran unos nichos o aberturas practicados en el muro detrás del altar o en una columna, y cerrados por una puerta. Más tarde vinieron las «palomas eucarísticas», especie de relicarios de metal en forma de paloma, con una abertura con tapa en la parte superior, por donde se introducían las especies consagradas. La paloma se suspendía, mediante un cordón o cadena, de la cúpula del «ciborium» que cubría el altar, o de una especie de báculo que se levantaba detrás del mismo altar, como todavía puede verse en la abadía de Solesmes.

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que en aquella época remota el culto de la Eucaristía no tenía el esplendor de los tiempos actuales. Es muy de notar que una de las causas que más contribuyeron al desarrollo del culto de la Eucaristía, fue un deseo que espontáneamente nació en el corazón de los fieles: el deseo de contemplar la Hostia consagrada. Actualmente no comprendemos la insistencia con que entonces los fieles se esforzaban no sólo por recibir en comunión el Cuerpo de Nuestro Señor, sino también por verle y contemplarle. La célebre abadesa de Helfta, Santa Gertrudis, en el libro de sus revelaciones, dice: «Entendí que cuantas veces contemplamos, con deseo y devoción, la Hostia en la cual se oculta el Cuerpo de Cristo Sacramentado, otras tantas aumentamos nuestro mérito para el cielo y nos aseguramos eternamente gozos especiales en la futura visión de Dios.» (47). De Santa Dorotea de Dantzig, dice su historiador que tenía un inmenso deseo, tanto de recibir como de contemplar el sacramento de la Eucaristía (48). Por éstos y otros testimonios que podrían citarse, se comprende que el deseo de ver la Hostia era una de las formas más populares de la devoción eucarística de la Edad Media. Tanto, que los teólogos de esa época se proponían esta cuestión, que ahora nos parece inútil: si peca el que mira la Hostia consagrada estando en pecado, como hace un sacrilegio el que comulga no estando en gracia. Y, naturalmente, contestaban que no; antes bien, si el pecador mira la Hostia con devoción y humildad, éste puede ser el principio de su conversión, porque «Dios gusta de escuchar las oraciones de sus fieles, sobre todo en el momento mismo en que contemplan el Cuerpo de Cristo.» (49). Al principio solamente podían contemplarlo en los momentos de la comunión, puesto que la ceremonia de la elevación de la Hostia y del Cáliz, después de la consagración, no existía en los primeros siglos de la Iglesia. Pero precisamente de ahí nació ese rito. Los Concilios y los decretos episcopales que en los siglos XII y XIII prescriben que la Hostia se eleve después de consagrada, tienen cuidado de precisar que esta ceremonia tiene por objeto mostrar la Hostia de manera que pueda ser vista por los fieles: «Ita quod possit ab omnibus videri.» (50). 47

«Insinuationes divinae pietatis», 1. IV, c. XXV. Salzbourg. 1662, página 510. «Analecta bollandina», t. IV. pág. 408. 49 Guillaume d’Auxerre: «Summa aurea». París, 1500, fol. 260-261. 50 Pueden citarse los Concilios de Rouen (1235Í, Trèves (1277), Exeter (1287) y Bayeux (1300), y el célebre decreto de Eudes de Sully, obispo de París (1196-1208), que es el primer documento conocido sobre la Elevación. 48

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Para satisfacer este mismo deseo, nacieron otras ceremonias, de las cuales quedan todavía algunos vestigios; por ejemplo, la de encender una o varias luces en el momento de la elevación, sobre todo cuando la Misa se celebra muy de mañana (51); la de abrir las puertas del coro y recorrer las cortinas que rodean al altar; la advertencia al turiferario para que al incensar la Hostia procure que la nube de incienso no sea tan espesa que impida la vista del Sacramento; el toque de campanas, las genuflexiones el canto de ciertos motetes, como el «O salutaris», «Ave verum», «Adoro te», etc., etc. (52). Creciendo en los fieles la devoción de contemplar la Hostia no se satisficieron con verla en los momentos fugaces de la elevación y de la comunión, sino que quisieron contemplarla muy de propósito y con toda calma fuera de la santa Misa. De aquí nació una nueva forma de devoción eucarística: la exposición del Santísimo fuera de la Misa. Al principio se inició muy tímidamente; por ejemplo, cuando un moribundo no podía recibir el viático, le llevaban, sin embargo, la Hostia consagrada para que la contemplara, y de esta manera pudiera hacer una comunión espiritual más fervorosa que supliera a la sacramental de que se veía privado (53). O bien, cuando una Hostia había sido objeto de un milagro eucarístico, se ponía la Hostia milagrosa en un relicario para que los fieles pudieran contemplarla y venerarla (54). A las veces, también los armarios 51

Esta ceremonia de encender una o más luces a la hora de la Elevación no tuvo por objeto (a lo menos a los principios) dar mayor solemnidad a este acto, sino facilitar la vista de la Hostia en el momento de la Elevación. «Cuando no puede ser visto el Cuerpo, porque se celebre muy de mañana, puede el diácono tener un cirio bien encendido por detrás del sacerdote, para que así pueda ser visto.» (Degand: «Dict. d’archeol. et de liturgie», t. IV, col. 1.057.) La «tercerilla», que actualmente se usa en algunos países, es un recuerdo de este rito antiquísimo. 52 La piedad de esos tiempos se manifestó en numerosas jaculatorias para saludar el Cuerpo de Cristo cuando se manifestaba en el momento de la Elevación. De ahí nacieron el «O salutaris», el «Ave verum», el «Adoro te», etc. En especial, el «O salutaris Hostia», se acostumbraba cantar durante la Elevación, lo que actualmente no debe hacerse en la Misa cantada, por una prohibición de la Sagrada Congregación de Ritos de 20 de abril de 1901. 53 Como aconteció en la última enfermedad de Santa Juliana del Monte Cornillon («Acta Sanctorum, aprilis», t. I, pág. 473) y a la Beata Ida de Nivelles (Schoutens: «Histoire du cuite du S. S. en Belgique», pág. 167). Vestigios de esta costumbre se encuentran en la administración del Viático según el ritual toledano. 54 Hay tres custodias u ostensorios que datan del siglo XIII, y son las más antiguas que se conocen; pero una, por lo menos la de Hasselt-Herchenrode (1286), servía primitivamente para exponer una Hostia milagrosa.

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eucarísticos que guardaban la sagrada reserva tenían una pared con reja o de cristal llamada oculi —lo que actualmente no es permitido—, por donde podía gozarse de la vista de la Hostia contenida en algún relicario (55). Por inspiración de Dios, la Beata Juliana del Monte Cornillon inició la fiesta del Corpus Christi, que, después de lentos progresos, acabó por establecerse en todo el mundo (56). Comprende esta fiesta ocho días, durante los cuales se expone públicamente la Sagrada Eucaristía, así como una procesión solemne. Y aunque a los principios esta procesión se hacía con la Hostia encerrada en el copón, pronto se hizo como en nuestros días, poniendo al descubierto la Hostia en un ostensorio para que fuera vista y adorada por los fieles. Al principio, la exposición pública del Santísimo no tenía lugar sino en la fiesta y octava del Corpus; pero poco a poco se fue acostumbrando exponerlo algunas veces durante el año, hasta llegar en algunas partes a exponerlo todos los jueves, aunque, sin duda, por poco tiempo (57). Contribuyó grandemente a que se multiplicaran las exposiciones del Santísimo la institución de las Cuarenta Horas. San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, invitó a sus fieles a adorar al Santísimo públicamente expuesto durante cuarenta horas en los tres días de Carnaval. Pronto se extendió esta práctica a Roma y a otras ciudades, así como a otros días del año. Clemente VIII la transformó en una especie de adoración perpetua, disponiendo que las Cuarenta Horas se prosiguieran sin interrupción de iglesia en iglesia. Este es el origen de la adoración perpetua del Santísimo Sacramento. El Papa mismo la inauguró en la Navidad de 1592. La forma de las primeras custodias se tomó de los relicarios que contenían reliquias de los santos, especialmente de los que contenían reliquias de la Pasión, sobre todo de la verdadera cruz. De aquí que hayan tenido al principio la forma de cruz, o de linterna, o de torrecilla. Estas custodias no tenían rayos de luz. Hasta el siglo XVI y XVII vinieron las custodias en forma de sol, que tanto se han popularizado. Ultimamente se ha vuelto con mucho acierto a la custodia-cruz, tan simbólica y devota. 55 Cf. A. Philippe: «Les armoires eucharistiques dans l’est de la France», 1924, págs. 101-126. 56 La fiesta del Corpus se celebró por primera vez en Lieja el año 1237. Urbano IV la extendió a todo el mundo en 1264. 57 Los orígenes de la exposición pública del Santísimo Sacramentó son muy oscuros y discutidos, aunque es indudable que dicha exposición nació del deseo de ver la Hostia. Parece que comenzó en el siglo XIII, y que en esa época sólo se hacía cada año con motivo de la fiesta del Corpus. En el siglo XIV se empezó a acostumbrar la exposición fuera de la. fiesta del Corpus, y en el siglo XV ya se encuentran casos de ciertas exposiciones permanentes, como en Dantzig y en Munich.

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Interrumpida por la Revolución, se reanudó al terminar ésta; y entonces fue cuando se instituyó en Roma una Asociación, la Adoración Nocturna, para sostener la adoración de las Cuarenta Horas durante las noches. Pío VII, al volver del destierro, la alentó, y León XII, en 1824, la erigió en archicofradía. El espíritu de reparación que también encaja en la devoción a la Sagrada Eucaristía hasta formar uno de sus elementos indispensables, pronto encontró un alimento especial en la adoración nocturna. ¿No es de noche cuando más se ofende a Nuestro Señor con orgias y fiestas mundanas? ¿No busca el vicio con frecuencia las sombras de la noche para ocultarse y gozar de mayor libertad? Por otra parte, ¿no es también de noche cuando la adoración implica mayor esfuerzo y sacrificio? Por eso la Asociación de la Adoración Nocturna de Hombres, que ya vimos cómo nació, se extendió pronto por varias naciones del mundo, especialmente por Italia, Francia, España, Alemania, Inglaterra. Bélgica, Suiza, Polonia y varias naciones del Asia y de la América latina, entre ellas Méjico, donde se encuentra muy floreciente (58). Y para los fieles que no pueden asistir a estas velaciones nocturnas, como las mujeres, los enfermos, etc., monseñor De la Bouillerie, en 1884, fundó la Asociación de la Adoración Nocturna a Domicilio, que señala a sus miembros una hora mensual de adoración nocturna, durante la cual acompañan a Jesús Sacramentado desde su hogar, visitándolo en espíritu en sus sagrarios. Esta obra también se ha extendido por todo el mundo, y el célebre P. Mateo, apóstol del Sagrado Corazón, ha trabajado mucho en propagarla. Pero para que se estableciera la exposición perpetua, no como un hecho aislado, sino general, no recorriendo templos ni cambiando cada día adoradores, sino erigiendo a Jesús Sacramentado un trono estable y una corte fija, era preciso encontrar almas que consagraran toda su vida, en una forma estable y permanente a este único fin, es decir, fue necesario que la vida religiosa tomara este nuevo rumbo, una orientación eucarística. En los principios, la vida religiosa se organizó, sobre todo, en vista de la oración pública, del «Opus Dei». del culto en todo su esplendor. Vinieron después las órdenes dedicadas al ejercicio de los diversos 58

La Adoración Nocturna mejicana tiene su centro en el templo expiatorio nacional de San Felipe de Jesús, en la ciudad de Méjico. Es muy de notar que la Adoración Nocturna en Francia tuvo por iniciador a un judío convertido, Hermann, que más tarde se hizo religioso carmelita.

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ministerios, como la predicación, la enseñanza, o bien el remedio de las necesidades de orden inferior en los hospitales, orfelinatos y asilos. Pero después de haber recorrido todo el Cuerpo místico de Cristo aliviando todos sus males, justo era que la vida religiosa tornara a su centro y que se ocupara, no ya como Marta en servirle, sino como María en contemplarle. Y así, vemos cómo en estos últimos tiempos han nacido Institutos religiosos cuyo fin principal es el culto a la Sagrada Eucaristía, la adoración perpetua de Jesús Sacramentado expuesto de día y de noche en sus iglesias y capillas. O bien, algunos monasterios de Ordenes antiguas han injertado este espíritu sobre el viejo tronco secular (59). Si hay tantas almas religiosas que se consagran por amor a Cristo a aliviar todas las miserias humanas: la orfandad, la pobreza, la vejez, la enfermedad, la ignorancia, el desamparo; ¡cómo no había de haber quienes se dedicaran a la persona misma de Jesucristo, que vive realmente por la Eucaristía en medio de nosotros, para acompañarle de día y de noche, para desagraviarle de la ingratitud de los hombres, para calmar su hambre y su sed de amor! Y si a este nuevo y admirable florecimiento de Congregaciones religiosas eucarísticas agregamos los Congresos nacionales e internacionales que desde hace más de veinticinco años están afirmando y proclamando, en todos los cielos, la soberanía universal y el reinado social de la Eucaristía, tenemos ahí el mediodía a que ha llegado el Sol eucarístico en nuestros tiempos (60). No se detendrá aquí seguramente, y con el salmista podríamos decirle: ¡Con tu hermosura y tu belleza, avanza, apresúrate y reina! (Sal 44, 5). *** Del brevísimo resumen que acabamos de hacer de la historia del culto eucarístico a través de los siglos (61), se deduce un dato muy digno de 59

Así, por ejemplo, hay carmelitas sacramentarlas, capuchinas eucarísticas, etc. Entre los Institutos esencialmente eucarísticos, podemos señalar los Padres de los Sagrados Corazones, los Padres del Santísimo Sacramento y los Misioneras del Espíritu Santo; las diferentes comunidades religiosas de la Adoración Perpetua, las Esclavas del Santísima Sacramento, las Religiosas de la Cruz y el nuevo instituto de Capuchinas Eucarísticas. 60 Sobre el origen de Pos Congresos eucarísticos, véase «La cruz», t. II, pág. 112. 61 Sobre este asunto, véase Dumoutet: «Le désir de voir l’Hostie et les origines de la dévotion au Saint-Sacrament. París, }926. «Eucharistia», Encyclopédie populaire

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estudio y consideración: uno de los principales elementos que originaron el progreso de) culto eucarístico fue el deseo de ver, de contemplar la Hostia santa, deseo que, al calor de la gracia, brotó espontáneamente del corazón del pueblo cristiano. Por eso no le bastó contemplar la Hostia en los momentos fugitivos de la elevación y de la comunión; y para satisfacer esa necesidad, nacieron las exposiciones fuera de la Misa y las procesiones eucarísticas. Aquéllas se fueron prolongado y multiplicando poco a poco y en diferentes formas hasta llegar a la exposición constante y a la adoración perpetua de la Sagrada Eucaristía. ¿Cómo explicar este deseo tan espontáneo, tan constante y tan activo? Me parece que la explicación podría ser ésta: Dios nos hizo para el cielo: ese es nuestro fin sobrenatural. Por eso nada tan arraigado, tan profundo, como el hambre y la sed de contemplar a Dios de amarle y de poseerle que atormenta a toda alma noble no cegada por las pasiones ni esclavizada por las criaturas. Prueba elocuente de ello es el alma de los santos, donde nada hay tan característico como su hambre de Dios, que va creciendo a medida que avanzan en la vida, que se agiganta cuando están ya próximos al fin. El santo cura de Ars exclamaba: «Dios mío, puesto que no puedo verte sin morir, que muera para verte... Dios mío, puesto que no puedo amarte perfectamente sino después de mi muerte, que muera para amarte... Dios mío, puesto que no puedo poseerte sino muriendo, que muera para poseerte... ¿Cuándo vendrá, en fin, ese feliz momento en que mi alma, separada de este cuerpo de pecado, emprenda el vuelo hacia la patria y vaya a reposarse en el regazo de su Amado? Arranca, ¡oh Dios mío!, de mi corazón, arranca a mi alma de esta prisión para establecerla en la feliz libertad de tus hijos... ¡Oh ángel de mi guarda, di, te lo ruego, a mi muy Amado que languidezco de amor por Él, que tengo un deseo infinito de poseerle!» Todas las almas santas podían suscribir estas palabras.

sus l’Eucharistie, publiceé sous la direction de Maurice Brillant. París, 1934.

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Y Nuestro Señor, que conoce mejor que nosotros ese deseo, porque Él mismo lo puso en nuestro corazón, tuvo lástima de sus hijos a causa de la espera tan prolongada a que ha tenido forzosamente que sujetarnos. Y por eso buscó cómo adelantarnos de alguna manera la felicidad del cielo, y lo encontró en la Eucaristía... La Eucaristía nos da a saborear un poco la visión del cielo, el amor de la bienaventuranza, la posesión de la patria; por eso es, con razón, nuestro cielo de la tierra. Supongamos una madre cuya hija ha abrazado la vida religiosa en una Orden de rigurosa clausura. No volverá a ver el rostro de su hija; pero, ¿no es un inmenso consuelo para su corazón de madre poderla visitar y saber ciertamente que al otro lado de aquella reja y detrás de aquellos velos está su hija, porque oye su voz, porque casi percibe su respiración, aunque no la vea? Y un hijo que ha tenido la desgracia de perder la vista, ¿no se consuela de no poder contemplar el rostro de su madre, estrechándola entre sus brazos y Ajando en ella sus ojos apagados, pero detrás de los cuales palpita toda su alma? De una manera semejante, el alma que padece nostalgias de cielo, que tiene hambre y sed de contemplar a Dios, de amarle y de poseerle, encuentra en la Eucaristía un alivio a esa pena y una como anticipación de la felicidad del cielo, porque puede Ajar sus ojos en la Hostia santa, y con la certeza de la fe puede exclamar: ¡Allí está. ¡Es Él! «Te adoro rendidamente —como los ángeles y los bienaventurados te adoran en el cielo—, ¡oh Dios mío!, escondido, pero presente bajo los velos eucarísticos; y al contemplarte, mi corazón desfallece de amor, rendido y subyugado por tu presencia divina.» «Adoro te devote, latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas; tibi se cor meum totum subjicit, quia te contemplans, totum deficit.» O bien: «¡Oh Jesús, que a través de estos velos te contemplo ahora!, concédeme lo que con tanto ardor anhelo, que, descorridos los velos, contemple la hermosura de tu rostro, y contemplándola sea dichoso eternamente.» «Iesu quem velatum nunc aspicio, oro, fiat illud quod tam sitio: ut te revelata cernens facie, visu sim beatus tuae gloriae.» 118

Como ha podido notarse, entre la contemplación y la adoración hay una unión íntima, una conexión tal que las hace inseparables. Adoramos contemplando, contemplamos adorando. En el cielo se vive en una perpetua adoración, porque se goza de una contemplación eterna. En la tierra, donde de alguna manera debemos imitar la vida del cielo, la piedad de los fieles se ha esforzado por hacer de la Hostia santa el centro de una contemplación y de una adoración perpetua, en cuanto es posible a la fragilidad humana. Pero una y otra cosa han reclamado la exposición perpetua del Santísimo Sacramento. La Hostia santa, constantemente expuesta en su trono eucarístico; las almas contemplándola y adorándola de día y de noche; ¿no es esto, en verdad, el cielo de la tierra, es decir, un. esbozo, un reflejo, una anticipación consoladora de la vida felicísima de la patria? *** Hay, sin embargo, una diferencia importantísima entre la adoración y la contemplación del cielo y la adoración y contemplación de la tierra, que importa mucho señalar. Porque los ángeles y los bienaventurados adoran en el gozo; su felicidad nace precisamente de la contemplación de la Divinidad, de la visión beatífica: contemplar a Dios, amarle, poseerle, gozar de Él, todo es uno. En tanto que la adoración de la tierra, muy al contrario, se hace en el dolor. Sin duda, que a las veces derrama el Señor la suavidad de sus consuelos en la adoración dei Santísimo, especialmente en la adoración de noche (62), y que entonces el corazón se siente desfallecer, totum deficit. Pero no es esto, sino algo pasajero. El hecho normal es que la adoración perpetua, y especialmente la adoración nocturna, interrumpiendo el sueño a distintas horas de la noche, no puede hacerse sin un gran sacrificio. Es una adoración en la que literalmente gastamos las fuerzas, la salud, la vida.

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«¡Oh, los felices momentos pasados al pie del sagrario en medio del silencio, de la soledad y de las sombras de la noche!... A solas con Jesús cuando todo duerme, a solas con Jesús cuando todo calla... Hablar entonces de amorosos desahogos, de dulces intimidades, y consolarse mutuamente y anonadarse el alma, en la presencia de Dios... Y luego con la osadía del amor arrojarse en sus brazos, diciendo sin repetirlo nunca —porque la palabra del amor tiene siempre nuevos matices, nuevos encantos, dulzuras nuevas—, diciéndole cuánto se le ama... ¡Oh, los felices momentos pasados al pie del sagrario, a solas con Jesús cuando todo duerme, a solas con Jesús cuando todo calla…! ¿Quien podrá declarar sus encantos?...»

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Es un hecho que la adoración nocturna, no una que otra vez, sino constantemente; en los días de fervor sensible como en las épocas de aridez; en la juventud, cuando se goza de salud perfecta, cuando las fuerzas están en todo su vigor y el entusiasmo en todo su apogeo, como cuando declina la vida y la salud se resiente y las fuerzas se agotan y el entusiasmo se apaga; la adoración así es imposible sostenerla sin un gran temple de voluntad, sin un constante sacrificio, es decir, sin la fuerza de un gran amor que la inspire y la sostenga. Por eso decía el Beato Padre Eymard, fundador de los Religiosos del Santísimo Sacramento, dirigiéndose a ellos mismos: «No creamos haber hecho nada, mientras no amemos a la Eucaristía apasionadamente.» Sólo un amor apasionado y tesonero es capaz de inspirar y sostener los sacrificios que implica la adoración perpetua. Después de un día laborioso en que, agotadas las fuerzas, nada reclama con tanto derecho como vehemencia, nuestro pobre organismo que algunas horas de descanso y de sueno reparador, hay que negárselo, y espoleando y haciendo violencia de la pobre naturaleza, hay que arrastrarla hasta el pie de la Hostia santa. O bien hay que interrumpir el sueño quizá en las horas en que es más profundo, y levantarse con energía para ir a pasar una hora de rodillas sin poder formular un afecto, sin acertar a decir una palabra, porque todas las energías se agotan en esa lucha contra el sueño en la que las voluntades más enérgicas acaban por sucumbir. Y cuando después de muchos esfuerzos se ha logrado vencer, suena la hora de terminar la adoración y hay que volver al lecho cuando el sueño se ha disipado ya. Entonces la lucha se invierte, esforzándonos por reconciliar el sueño; y cuando después de una o dos horas de insomnio empieza a retornar, suena la hora de levantarse de nuevo. Y esta lucha se repite día tras día, año tras año, porque hay sacrificios a los cuales jamás se acostumbra la naturaleza. Y esto es cuando hay salud; ¿y si falta? ¿Qué esfuerzos no es necesario hacer para arrastrarse a la adoración cuando el malestar de las enfermedades o de los achaques crónicos en tan variadas formas vienen a afligir a la pobre naturaleza? Porque la salud no tarda en faltar. La experiencia enseña que en las congregaciones de Adoración Perpetua, pronto la enfermedad llega, y, a lo que parece, se abrevia la vida. ***

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Alma adoradora, que desearías pasar las horas de adoración al pie de la Hostia santa con un fervor que imitara siquiera de muy lejos al amor de los adoradores del cielo, que no te extrañen ni te escandalicen esas flaquezas: el cansancio, la somnolencia, la sequedad, la impotencia, el «no poder más»... Te duele pensar que todo eso signifique falta de amor. Pero no es así. Todo lo contrario, son pruebas de amor, porque son actos de sacrificio. Porque el dolor es amor... ¡Cómo no se ha de conmover el Corazón de Cristo al ver que le adoras no en el gozo —como se adora en el cielo—, sino en el dolor, como sólo se puede adorar en la tierra! ¡Cómo no ha de ser consolador para ti saber que le adoras a costa de tu salud, gastando tu fuerza, agotando tu vida! Todo lo que rodea el trono eucarístico te está enseñando que así es como se adora sobre la tierra: los cirios brillan, gastando poco a poco su cera...; la lámpara alimenta su llama palpitante, quemando su aceite...; el incienso se eleva en volutas perfumadas, fundiéndose en las brasas del incensario...; las flores ostentan sus matices y vierten sus aromas, marchitándose... Así tú, alma adoradora —que eres cirio animado y lámpara viviente, que eres incienso que se evapora y flor que se marchita—, agotas tus fuerzas, sacrificas tu salud, inmolas tu vida, gota a gota, al pie de la Hostia santa... ¿No será éste un sentido más realista de las palabras de Santo Tomás: Adorándote, todo mi ser desfallece, se consume y muere? ¡Dichosas las almas a quienes ha tocado en suerte la sublime vocación de adoradoras! ¡Qué dulce debe ser su muerte, porque no será sino la última adoración de la tierra, que sin interrupción irá a prolongarse en la adoración eterna e infinitamente jubilosa de los cielos!...

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XIV HOSTIA DE ALABANZA Te sacrificaré una hostia de alabanza. (Sal 115, 17)

Si pudiera definirse lo inefable, si pudiera condensarse en una expresión humana todo lo que es Jesús, todo lo que fue su vida, las miradas de sus ojos, los latidos de su Corazón, los anhelos de su alma, los abismos de su ser, los tesoros de su vida, pienso que esa expresión comprensiva y sublime sería ésta: Jesús es el supremo glorificador del Padre, o mejor quizá: Jesús es la gloria del Padre (63). Sin duda que Jesús, nuestro Redentor, vino al mundo para salvarnos y hacernos eternamente felices; pero de tal manera plugo a Dios unir la felicidad de la criatura con la glorificación del Creador, que no puede alcanzarse la una sin la otra; de manera que el hombre no puede ser eternamente feliz sino glorificando a Dios eternamente, y Dios no ha querido encontrar su gloria sino en la felicidad eterna del hombre. Mas como las operaciones divinas no pueden tener por último fin a la criatura, se sigue de aquí que en último término la misión de Jesucristo sobre la tierra fue alabar y glorificar a su divino Padre, en nombre suyo y en nombre de toda la creación. Ya en el seno de Dios, el Verbo —¡misterio inefable!— es la eterna alabanza del Padre celestial: alabanza perfecta e infinita, glorificación sustancial y consumada. Pero por una condescendencia incomprensible, esa alabanza, que llena la inmensidad y la eternidad de Dios, quiso resonar en el tiempo, quiso pronunciarse con labios humanos, y con miradas humanas declararse, y revestirse de una forma al parecer incomprensible con el gozo inadmisible de Dios: el sacrificio. Y el Verbo se hizo carne, y la alabanza 63

Excelentísimo señor Martínez.

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divina se hizo humana, y Jesús pudo tomar en sus manos el cáliz de su Sangre y sacrificar a su Padre una HOSTIA DE ALABANZA: Tibi sacrificabo hostiam laudis!... (Sal 115, 17). Desde entonces, del fondo de la tierra, lugar de miseria y de pecado, se eleva constantemente hasta el seno de Dios la más cumplida alabanza, la más perfecta glorificación, la que se eleva de todos nuestros altares, la que se encierra en todos nuestros sagrarios, la que se encarna en esa Hostia de alabanza que llena todos los tiempos y se sacrifica en todos los lugares. Ahora bien: si la obra de Cristo sobre la tierra es una obra de alabanza, quiere decir que es una obra esencialmente litúrgica. Y en efecto, la Hostia de alabanza, el sacrificio de Cristo, no es otra cosa que el centro, el alma, la fuente de la liturgia cristiana: el centro donde todo converge, el alma que todo vivifica, la fuente de donde todo nace. Todo lo demás — Oficio divino, ritos y ceremonias, cánticos y oraciones, sacramentos y sacramentales —gira en torno del sacrificio de Cristo como una preparación o como un fruto, como el oro en que la Iglesia engasta esta piedra preciosísima o como los reflejos que despide y las luces que irradia. *** Después de haber glorificado a su Padre, como lo declaró solemnemente en la oración del Cenáculo —Ego te clarificavi super terram; opus consummavi, quod dedisti mihi ut faciam (Jn 17, 4)— y de haber perpetuado esa palabra perfecta sobre la tierra por medio de la liturgia cristiana, Jesús subió a los cielos, no solamente para gozar de la gloria que había conquistado para su Humanidad sacratísima, sino, sobre todo para inaugurar en el cielo la liturgia perfecta y consumada, la liturgia de la Iglesia triunfante. Porque el sacerdocio de Cristo no es temporal, sino eterno (Heb 7, 24; Cf. Sal 109, 4), y como todo sacerdocio exige una victima adecuada, y en el sacerdocio de Cristo Él mismo es el Sacerdote y la Víctima, se sigue de aquí que Jesucristo en el cielo sigue siendo Sacerdote eterno y Víctima eterna, y allí, con mayor razón que en la tierra, sigue siendo HOSTIA PERFECTA DE ALABANZA, centro, alma y fuente de la liturgia del cielo. San Juan, en los capítulos IV y V del Apocalipsis, nos levanta un poco el velo y nos deja ver algo de lo que será la liturgia del cielo cuando los tiempos se hayan consumado. Arrebatado en éxtasis contempla la visión grandiosa y la describe. Ve a Jesús ejerciendo su sacerdocio en la 123

asamblea de los elegidos (64), en el centro de la Creación redimida ( 65), en medio del trono mismo donde reina el Señor. El Espíritu septiforme reposa sobre Él y le inspira su sacerdocio (Apoc 5, 6). Está en pie como sacrificador; está inmolado como una víctima universal y perpetua, y en su unión, la Creación entera entona la alabanza que no cesa ni de día ni de noche: Santo, Santo, Santo es. el Señor Dios Omnipotente, que era, que es y que será. Y, mientras ejerce su sacerdocio soberano, todos los elegidos se postran y, teniendo en sus manos arpas y copas de oro llenas de perfumes, entonan el cántico nuevo de los redimidos: «Digno eres, Señor, de tomar el libro y de romper sus sellos, porque has sido inmolado y con tu Sangre nos has redimido para Dios de toda tribu, y de toda lengua, y de todo pueblo, y de toda nación, y nos has hecho reyes y sacerdotes para nuestro Dios, y reinaremos sobre la tierra» (Apoc 5, 9-10). Ve después a la multitud innumerable de los ángeles que rodean a los elegidos, y cómo a dos coros continúa la divina salmodia, cantando ahora los ángeles con una gran voz: «Digno es el Cordero que ha sido inmolado de recibir el poder, la divinidad y la sabiduría, la fuerza y el honor, la gloria y la bendición» (Apoc 5, 12). Y todas las criaturas que están en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y todo lo que allí se encuentra, exclama: «Al que está sentado en el trono (al Padre) y al Cordero, bendición, y honor, y gloria, y poder en los siglos de los siglos.» Y los cuatro animales misteriosos contestan «Amén». Y los veinticuatro ancianos se postran y adoran en silencio... (Apoc 5, 14). *** Por otra parte, el sacrificio eucarístico no se termina tampoco en el altar; puesto que la comunión es parte integrante de él, la Hostia santa viene a entonar la última nota de su himno de alabanza en el corazón del que comulga. De manera que la comunión, si bien es cierto que tiene por fin alimentar y dar vida a nuestras almas, su último fin es mucho más elevado: puesto que nuestro cuerpo es templo vivo (1 Cor 3, 17), donde la Trinidad beatísima ha hecho su morada (Jn 14, 22); puesto que nuestro corazón es como el altar de ese templo, la Hostia santa viene por la comunión a sacrificarse en ese templo, a inmolarse en ese altar, asimi64

Los elegidos están simbolizados en esta visión por los veinticuatro ancianos sentados en sendos tronos, vestidos con blancas vestiduras y coronados con coronas de oro. 65 La Creación está simbolizada por los cuatro animales misteriosos.

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lándose nuestras alabanzas y haciendo suyos nuestros sacrificios de alabanza que desde el fondo del corazón de cada cristiano se eleva hasta el seno de Dios para glorificarlo: Sacrificium laudis honorificabit me (Sal 49, 23). Ésta es la manera perfecta de cumplir la recomendación de San Patio: «Os conjuro, hermanos míos, para que ofrezcáis vuestros cuerpos como una hostia viviente, santa, agradable a Dios» (Rom 12, 2). Pero no sólo en los momentos de la comunión se realiza esta obra de alabanza, puesto que Jesús ha dicho: «El que come mi Carne y bebe mi Sangre permanece en Mí y Yo en él.» Si permanece el Sacerdote-Víctima, debe permanecer, prolongarse y perpetuarse la alabanza. «El alma cristiana —dice Orígenes— es un altar fijo donde el sacrificio se perpetúa de día y de noche.» «Por Él, pues, ofrezcamos siempre, continuamente, una hostia de alabanza a Dios, fruto de los labios que celebran su santo nombre»: «Per ipsum ergo offeramus hostiam laudis semper Deo, id est, fructum labiorum confitentium nomini ejus» (Heb 13, 15). A esta especie de liturgia intima nada falta, ni el incienso y la armonía de las cítaras de la célebre visión de San Juan: la oración del alma se eleva en torno del sacrificio como un perfume suavísimo que hace decir al Señor: «¿Quién es ésta que sube del desierto como una columna de humo exhalando la mirra y el incienso y todos los perfumes?» (Cant 3, 6) El sonido de las cítaras lo forma la armonía de todos los actos de amor, de todos los deseos y sentimientos tan diversos que brotan entonces en el corazón bajo la inspiración del Espíritu Santo, armonía sublime, verdadero eco del «cántico nuevo» del coro de los elegidos, cuando todas las potencias del alma y del cuerpo, como las cuerdas de una lira, se armonizan por la pureza y la mortificación» (66). «Entonces —dijo el Padre celestial a Santa Catalina de Sena—, esa alma canta un cántico delicioso, acompañándose con un instrumento cuyas cuerdas ha acordado tan bien la prudencia, que vibran todas con una santa armonía para gloria y el honor de mi nombre. Esta armonía la producen las grandes cuerdas que son los sentidos del cuerpo. El primero que la hizo oír fue mi Verbo muy amado cuando se revistió de tu Humanidad; unida a la Divinidad, produjo sobre la cruz una música inefable que encantó al género humano», pero que, sobre todo, ha complacido infinitamente al Corazón de Dios. *** 66

Bernardot: «De l’Eucharistie à la Trinité». pág. 136.

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Así, pues, la liturgia íntima del alma, la liturgia oficial de la Iglesia militante y la liturgia de la Iglesia triunfante son una misma, puesto que el sacrificio que se' realiza en nuestros corazones, y el sacrificio que se ofrece en nuestros altares de piedra, y el sacrificio que se perpetúa en el altar del cielo es uno mismo, uno mismo el Sacerdote que lo ofrece, una misma la Hostia inmolada, Jesucristo, centro, alma y fuente de toda alabanza que llega hasta el trono de Dios, como es uno mismo el Espíritu que inspira esa divina alabanza. Nuestras íntimas alegrías y nuestros dolores secretos, los cánticos que la Iglesia entona en medio del esplendor de las solemnidades litúrgicas, así como el inefable «Aleluia» y el inenarrable «Amen» de los cielos, no son otra cosa que las notas de un mismo Cántico, los acordes de un solo Himno, «los gemidos inenarrables» de un mismo Espíritu, los elementos de un Sacrificio único, de esa Hostia de alabanza que la creación redimida y santificada eleva hasta el trono del Altísimo para bendecirlo, exaltarlo y glorificarlo por Cristo, con Cristo y en Cristo: Por El, con El, y en El, a ti, Dios Padre omnipotente en unidad con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria («Per ipsum, et cum ipso, et in ipso est tibi, Deo Patri omnipotenti in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria») (Canon Missae). *** «¡Oh nuestro Verbo amado! Tú eres un cántico que Dios se canta interiormente a Sí mismo, el cántico que Dios canta al mundo y que en retorno el mundo puede en adelante cantar a Dios, el fruto infinito de su inteligencia, la forma viviente de sus perfecciones, la enunciación de su ser, su espléndida manifestación, su dulce, su majestuosa, su embriagadora belleza... Eres la floración de Dios, su juventud, su frescura, su primavera, su canto matinal...» Pero esta música de Dios viene hasta nosotros revestida de nuestra carne. «¡Oh la gracia sin semejante de esta melodía, que es tu vida sobre la tierra, Salvador mío, la sucesión de tus misterios, la serie de tus revelaciones, el curso de tu palabra, el encadenamiento de tus milagros, de tus instituciones, de tus sufrimientos!» Mas también eres Tú, ¡oh mi Jesús!, el cántico que toda la creación entona a su Creador, el canto unánime de todas las criaturas unidas, incorporadas a Ti. 126

«¡Qué ritmo, qué medida, qué unidad, qué variedad, qué ondulaciones, qué suavidad, qué plenitud en esa música que eres Tú, acorde viviente y eterno de Dios y de sus criaturas, tan diversas, tan libres y todas tan increíblemente amadas!... »¡Oh Dios mío, que yo te cante, y conmigo todos mis hermanos, ese dulce y tan amado cántico que es Cristo Jesús, tu Hijo y nuestro Salvador, y que mi vida entera se pase en cantarlo! »¡Que te diga siempre: Jesús, nada más que Jesús, siempre Jesús, todo Jesús!... O más bien, que Jesús mismo, que es el espíritu de mi espíritu y el corazón de mi corazón, que Jesús, que es mi gozo y mi abundancia anterior; que Jesús se cante a Ti, en mí y por mí...; que Él sea el Verbo, la expresión, el cántico de mi acción de gracias, el cántico de mi amor y de mi sacrificio, y que todas las energías, espirituales y corporales, con que me has dotado le obedezcan tan bien, tan constantemente, tan plenamente, que le sean a toda hora lo que las cuerdas de una lira bien templada son a la voz de quien las pulsa para sostener y embellecer su canto» (67).

67

Monseñor Gay: «Elévation sur la vie et la doctrine de N.-S. J.-Ch.» Elévation 99, págs. 268-274.

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XV LA CONSUMACIÓN Habiendo amado... los amó hasta el fin. (Jn 13, 1)

No se llega a las cimas de la vida cuando vibran en el corazón los entusiasmos de la juventud y se experimenta el recio empuje de sus bríos; ni siquiera cuando, llegados a la edad viril, palpita por todo nuestro ser sangre fecunda y pujante savia; antes bien, ¡quién lo creyera!, ascendemos a las cumbres de la vida precisamente cuando nuestro cuerpo, próximo a derrumbarse en el sepulcro, va a dejar en libertad al alma, que ya bate sus alas para emprender el vuelo... Se nublan entonces todas las luces de aquí abajo, e iluminándose la vida con los fulgores de la eternidad que avanza, se ve con una claridad como nunca se había visto, se quiere con una energía como nunca se había querido, se ama con una ternura con que nunca se había amado... Hemos llegado a las cumbres de la vida... ¿Y qué descubriremos desde semejantes alturas? Una verdad que todo lo unifica y sintetiza; una verdad que compendia todas las enseñanzas de la ciencia de la vida, enseñanzas que sólo se adquieren «o con mucha lentitud o con mucha crueldad», como ha dicho alguien. Al enunciarla tiene un doble aspecto: La única realidad es el amor. Fuera de él, todo es mentira y vanidad. Me acuerdo de una excursión, hace muchos años, a una montaña muy elevada. Era en los primeros días del mes dé febrero; polvoroso estaba el camino, árida la tierra y tropical el sol. Durante muchas horas luchamos por arribar a la cima. La pendiente de la montaña era muy pronunciada, y estando desprovista de vegetación, si se exceptúa su última meta, el sol quemaba literalmente, aumentando en gran manera la fatiga. ¡Cuántas veces nos vimos al punto de renunciar a nuestra empresa y retroceder! Lle128

gamos al fin. Y grande fue nuestra sorpresa cuando, sentándonos para descansar, descubrieron nuestros ojos un grandioso espectáculo, un magnifico panorama que no es para describirlo, sino para contemplarlo. Así es la vida. Demasiado prosaica en su realidad cotidiana, tiene, sin embargo, al fin, consoladora unidad y no sospechada belleza. Si no hemos sido almas vulgares, si vivir para nosotros ha sido la penosa ascensión hacia el ideal, el día en que hollando las cimas de nuestra vida echemos una mirada hacia atrás, descubriremos un magnífico panorama, contemplaremos un espectáculo grandioso. Y lo que entonces dará unidad a nuestra vida, lo que dará valor y hermosura y belleza será el amor, el amor legítimo y santo, el amor puro y divino..., y fuera de eso comprobaremos que todo ha sido mentira, y todo vanidad. *** Por eso la Humanidad ha recogido con veneración y respeto las últimas palabras de sus grandes hombres; por eso la Iglesia ha conservado como suprema enseñanza las últimas palabras de sus santos. Son las que formulan, en cuanto lo permite la flaqueza de nuestro lenguaje, la última intuición sobre su vida cuando la contemplación con luz divina desde las últimas cumbres, antes de emprender el vuelo... Y, cosa rara, todas nos hablan de amor... Monseñor Gay, esa alma de artista, sedienta de belleza, para quien Jesús fue el ideal y la síntesis de toda hermosura —por eso tomó como lema: «Omnia et in ómnibus Christus»—, al morir, sus últimas palabras fueron éstas: «RIEN NE MEURT! » (¡NADA MUERE! ¡NADA MUERE!) Y con razón, desde las cumbres de su vida contemplaba todo bajo la luz del Amor, y sus ojos veían que JESUS AMOR era la clave de la Historia, el alma de la Iglesia, el centro de atracción de las almas, el descanso de los corazones..., y veía al Amor unificándolo todo, y haciendo estable lo que pasa, y dando vida a lo que muere, y volviendo inmortal lo que es efímero...; y así, no contemplando sino el Amor, tuvo razón de exclamar: «RIEN NE MEURT!» Nada pasa, nada fenece, nada muere, porque todo tiene consistencia y vida e inmortalidad en el amor ( 68)... Es el Amor convertido en inmortalidad... El P. Perreyve, esa alma tan exquisita, «ese espíritu tan elevado, ese corazón tan dulce», a quien el P. Lacordairc legó ese magnífico 68

«Omnia in ipso constant» (Col 1, 17).

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testamento: «Tú vivirás eternamente en mi seno como un hijo y como un amigo», murió estrechando y besando el crucifijo con estas últimas palabras: «¡OH, SI! ¡LE AMO CON TODO MI CORAZON!» De la misma manera, la santa de nuestros días, sor Teresa del Niño Jesús, vive de amor y muere en una explosión de amor. Es el Amor convertido en vida... La Madre Maria Teresa, fundadora de las religiosas de la Adoración Reparadora, muere con los ojos fijos en el cielo, el rostro súbitamente transfigurado y exclamando con voz entrecortada: «¡Veo..., veo..., veo...!» Es el amor convertido en Luz... Y el P. De Ravignan: «¡OH, MORIR, MORIR, QUE DICHA!» Es el amor convertido en felicidad... Y en fin. el P. Lacordaire: «¡ABREME, DIOS MIO, ABREME!» Es la súplica a la cual debe corresponder el entra en el gozo de tu Señor. Es el amor convertido en gozo... ¿Para qué multiplicar los ejemplos? El amor que todo lo unifica y transfigura es LA CUMBRE DE LA VIDA. *** Jesús, que llevó una vida genuinamente humana, también tuvo un momento en que llegó a las cumbres. Y ¿cómo la contempló entonces y cuáles fueron las palabras que nos declaran esa suprema intuición? Hay en la vida de Jesús dos momentos culminantes: la noche de la Eucaristía y la agonía del Calvario. La noche del Cenáculo, Jesús contempló en una mirada de conjunto todos los años de su vida, y la intuición que de ella tuvo. San Juan —cuyo amor es luz que descubre los más delicados matices y se eleva hasta las más altas regiones —la declara con esta palabra: «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin» —«Cum dilexisset, in finem dilexit!» (San Pablo)—, cuyo amor es fuego que arrebata, que lucha y que consume —la declara, a su vez, con ese su sello tan personalista, diciendo: «Dilexit me!» (¡Me amó a mí!) La vida de Jesús se compendia en el amor. Alguien lo ha declarado magistralmente así: «Y Jesús vino a traer el amor a la tierra; es el amor mismo que pasó triunfalmente por el mundo, que llamó a todos para aliviar sus miserias y calmar sus anhelos. Su vida fue un poema de amor, y cada uno de sus misterios, estrofas del cántico divino. 130

El tema del amor recorrió en la vida de Cristo la gama opulenta de todos los acentos divinos: fue regia desnudez en Belén, inefable silencio en Nazaret, luz de vida y explosión de poder en las riberas del Tiberiades, gloria en el Tabor, lágrimas y ternura en Betania, tristeza de muerte en Getsemaní y un dolor inmenso, victorioso, en el Calvario.» (69). Y esa vida que se resume en el amor se consume en el amor: «CUM DILEXISSET... IN FINEM DILEXIT!» ¡Oh, nosotros vivimos trabajados por un hambre inmensa de amor! Lo buscamos anhelantes como el hambriento busca un pedazo de pan, como el sediento corre en pos de una fuente límpida, como el náufrago lucha por alcanzar el puerto, como el desterrado suspira por el hogar ausente y la patria lejana... Y ¿podemos preciarnos de haberlo encontrado? ¡Ah, sí! Lo encontramos el día en que, en arrobamiento íntimo, con una dulzura inenarrable, caímos de rodillas ante su sagrario y pudimos exclamar: «¡TU, EUCARISTIA ADORABLE, TU ERES EL AMOR!» Sí, la Eucaristía es el «In finem dilexit», es la consumación del amor de Cristo, es la cima de su vida... Como la flor que para marchitarse exhala su más delicada esencia, como la lámpara que para extinguirse despide su más intensa llamarada, como el sol que, para hundirse en el ocaso, derrama sobre la tierra, como postrer caricia y despedida, sus rayos más delicados; así, Jesús la noche de la traición, la víspera de su muerte, antequam patiar, consuma su vida pasada en el amor en un supremo, divino, incomparable arranque de amor: la EUCARISTIA. ¡OH MI CRISTO AMADO!, LA EUCARISTIA ES LA CONSUMACION, LA CUMBRE DE TU VIDA. *** Vino después la cima del Calvario. Y desde aquella altura suprema, desde aquella atalaya sangrienta, Jesús pronuncia la última palabra que deja caer sobre la tierra: «CONSUMMATUM!» Y ¡qué hondo sentido paréceme descubrir en ella!

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Monseñor Martínez: Discurso de apertura en el Congreso Eucarístico Nacional, octubre de 1924.

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Se trata, sin duda, de la consumación de las Escrituras en la vida mortal de Cristo. Asegura Jesús que todas las profecías se han cumplido en Él, y que no ha faltado ni una iota.. Pero esta palabra, me atrevo a creer, tiene mucha más amplia y grandiosa aplicación. Desde aquella última cima de su vida, la mirada profética de Jesús rasga todos los velos, franquea todos los espacios, envuelve todos los tiempos...; más aún: se cierne en las alturas de la eternidad, allá cuando la era de los tiempos se ha cerrado, cuando el número de los elegidos está completo, cuando el juicio supremo y final está pronunciado y cumplido... Y ¿qué contempla la mirada de Jesús? Lo ve todo, cielo y tierra, ángeles y hombres, toda la Creación, todo el Universo, CONSUMADOS EN LA UNIDAD DEL AMOR...; contempla al Amor divino, al Amor sustancial, infinito, semejante a un océano que todo lo inunda, como una inmensidad que todo lo llena, como una vida que todo lo vivifica, como una luz que todo lo ilumina, como una unidad que todo lo une! ¡AMOR, AMOR, Y SOLO AMOR!... ¡Magnífica síntesis, grandiosa consumación, ingente unidad!... Y todo eso lo ve como fruto de su Pasión y de sus dolores, como precio de su Sangre y de su muerte. Con razón en la noche de la Eucaristía, Jesús no puede pedir otra cosa sino la consumación en la unidad: «UT SINT UNUM SICUT ET NOS!» En la cumbre del Calvario, Jesús ve oída ya su oración, y no como una súplica, sino como una realidad, sus labios se sellan para la tierra dejando caer esta suprema afirmación: CONSUMMATUM! ¡Todo lo contemplo consumado ya en la grandiosa síntesis del Amor! Y así, no se trata solamente de la consumación de la Escritura, de la palabra escrita de Dios, sino de la palabra viviente y eterna, de la consumación del Verbo —en el cual Dios ha recapitulado todas las cosas (Ef 1, 10. Texto griego) —, de la consumación del Verbo en el amor, es decir, en el Espíritu Santo. Y así como antes de los tiempos sólo había Dios..., así también, después de los tiempos todo quedará consumado en la unidad de Dios. Todo ha salido del Padre, que es el principio, por el Verbo —por quien todo fue hecho—; todo ha de volver al Padre por el Verbo para consumarse en Dios por el Espíritu Santo, el Amor que unifica y que consuma. CONSUMMATUM! CONSUMMATUM! ***

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«¡Oh región sublime, región de amor, región única a donde el alma encuentra un día nuevo, una vida nueva, una atmósfera respirable..., donde sólo Dios aparece y todo lo demás queda en la sombra... Descanso divino en la omnipotencia abajada hasta nuestra alma por amor; reposo desconocido del mundo en la verdad misma; sed del alma repentinamente saciada por el infinito; confusión suprema de una nada pecadora ante su Dios, que ni de eso mismo se apercibe, porque no ve ni puede ver sino a su Creador!... ¡Oh Padre, Maestro, Amigo, Esposo!... (70). *** Y así, el Amor es la cumbre de nuestra pobre vida terrestre; es la cima de todas las cosas y de todos los tiempos; es la altiplanicie, serena y estable, de la eternidad; y, para decirlo de una vez, es LA CONSUMACION DE LA VIDA INTIMA DE DIOS Y DE TODAS LAS COSAS EN DIOS... Y ese Amor que ha de realizar tan grandiosa síntesis, ese Amor avasallador que ha de unificarlo todo en Dios, ESE AMOR ES EL ESPÍRITU SANTO... ¡Oh Amor, si acabáramos de comprenderte!... ¡Oh Amor, que eres fortaleza que todo lo vence y suavidad que todo lo cautiva, fuego que todo lo enciende y luz que todo lo ilumina, fragancia que todo lo perfuma y vida que todo lo consuma y unifica! ¡Si de Ti impregnáramos toda nuestra vida, si no hiciéramos otra cosa sino amar, si no dejáramos a nuestro paso por esta tierra miserable sino la dulcísima estela del amor!... ¡Oh cristianos, hermanos míos, paréceme que no amamos bastante, nosotros, alimentados con el Amor, la Eucaristía; ungidos con el Amor, el Espíritu Santo; destinados a consumarnos eternamente en el Amor, en Dios} ¡Amar, amar, amar, con un amor que todo lo transfigure, con un amor que todo lo unifique, con un amor que todo lo consume! Plegue a Dios que, a lo menos, al hollar las cumbres de nuestra vida, al arrojar la última mirada sobre los años que hemos vivido, al contemplarlos, no ya con la luz de este mundo que se apaga, sino con la radiante, que de los cielos baja, podamos exclamar: DILEXIT! 70

«Diario spirituale de Lucia Christina». Turín, 1912.

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Y esa palabra sea la síntesis, LA CONSUMACION DE NUESTRA VIDA.

XVI EPÍLOGO Has reflexionado alguna vez, alma amada que Jesús está expuesto en su trono de amor, no para recibir las adoraciones de los ángeles —aunque éstas no le falten allí—, sino para recibir las tuyas? ¿No pata gozar con los bienaventurados —que para eso se hubiera quedado en el cielo—, sino para recibir la confidencia de tus penas y endulzar tus amarguras y consolar tus sinsabores? Ven a adorar a esa Hostia santa..., cuando tanto se ofende a Cristo, cuando se hace tanta burla de su realeza y reniegan tantos de su soberanía, es de corazones bien nacidos venir a reconocer públicamente que Él es nuestro Soberano de amor y nuestro Rey divino, y que a É! se debe toda alabanza, y todo honor, y toda gloria. Ven a adorar a esa Hostia de misericordia y de paz descúbrele tus llagas, cuéntale tus caídas, exponle tus miserias. Al que vino a borrar con su Sangre todos los pecados del mundo no le haces injuria ofreciendo tus pecados a sus perdones. Como un grano de arena se pierde en la inmensidad del océano, así tus pecados arrojados en e. seno infinito del Corazón de Cristo. Ven cerca, muy cerca de esa Hostia amada... y abre tu corazón a todas las confidencias. Ven a llorar en su regazo todos los sinsabores del destierro, todas las traiciones de la amistad, todas las soledades del corazón; todos los desengaños de la vida encuentran eco en ese Corazón que sabe de dolores... Allí encontrarán descanso tus inquietudes, y resolución tus dificultades, y firmeza tus propósitos, y hartura todas tus hambres de amor. Ahí aprenderás la ciencia del sacrificio oculto, de la abnegación constante, de la dulzura incansable, de la perfecta alegría. No digas que no tienes tiempo; di mejor que no le amas...; si le amaras, lo dejarías todo para visitarle. 134

No digas que no tienes qué decirle; di mejor que no le amas...; si le amaras, tus labios hablarían de la abundancia del corazón; o si enmudecían, sólo seria porque los corazones que se comprenden no necesitan palabras; bástales el silencio... No alegues excusa alguna; haz la experiencia, ve hoy mismo a pasar irnos momentos, en el silencio de su santuario, a los pies de su trono de amor..., y deja que tu corazón hastiado y dolorido se sumerja en la atmósfera de paz y se bañe en la luz purísima de ese Sol eucarístico,.., ¡y estoy seguro de que volverás mañana! ¡Oh Cristo mío, quién pudiera traer a tus plantas millares de corazones que te ofrendaran el perfume de su adoración y de su amor! ¡Quién pudiera encadenarlos al pie de tu sagrario, convertidos en lámparas vivientes! ¡Quién pudiera enamorar al mundo entero de tu Eucaristía adorada, de suerte que sólo en ella buscáramos —porque sólo en ella puede encontrarse— el verdadero consuelo, la única esperanza, el supremo amor...! *** ¡Eucaristía adorada..., epifanía perpetua..., caridad celestial..., abrazo eterno..., beso divino!... Tú eres el candor del niño, la delicadeza del alma virgen, la ternura del corazón maternal, la fuerza vital del sacerdote, el perdón del culpable, el único alivio del desterrado... Tú llenas todas las aspiraciones del corazón, porque en ti se encuentran todos los amores: amas como padre, y como hermano, y como amigo, y como esposo... Pero, sobre todo, amas como madre... Sin tu calor, los huérfanos no hubieran podido resistir la nostalgia de ese ángel que llamamos Madre... No nos has dejado huérfanos. ¡En Ti tenemos Madre! Y sin el atractivo de tu cariño, no contemplaría el mundo el extraño espectáculo de la orfandad de amor: a esas madres sin hijos, porque te los han sacrificado; a esos hijos sin madre, porque se han arrancado de sus brazos para consagrarse a tu servicio... ¡Ah! Qué bien puedes decirme desde este tu oscuro ocultamiento: «Mírame, ¿ves en mí algo que no sea amor?» De todo te has despojado, menos de tu amor. «Hic latet et Humanitas.» ¡Oh avaro de amor! ¡Oh pródigo de amor! Avaro de nuestro amor, pródigo del tuyo... 135

Eucaristía de mi vida, yo abrigo la esperanza de llegar un día a despojarme de todo, no dejando sino el amor, para que pueda a mi vez decirte: «Mírame, ¿ves en mí algo que no sea amor?» Si ahora te hiciera esa pregunta, ¡qué triste sería tu respuesta! Porque ¡cuántas cosas hay en mí que no son amor! ¡Cuánta negligencia en tu servicio! ¡Cuántos afectos puramente naturales! ¡Cuánto amor de mi mismo! No debiera más bien preguntarme: ¿Hay en mí algo que sea amor? Sí. Me atreveré a decirte que hay en mi «algo» que no es más que amor: el puro y verdadero deseo de amarte y de sacrificarme por Ti. No quiero amar la vida, sino para adorarte, y quisiera que todos mis movimientos, respiraciones, inmolaciones y dolores, y toda mi sustancia y todo mi ser sólo fueran para Ti alabanza perpetua de adoración y de amor... *** Cuando mi existencia llegue a su ocaso, entonces como nunca comprenderé la locura de tu amor; porque siento que al recibir en mi pecho la última hostia, al decirte adiós, divina compañera de mi destierro, con el deseo de contemplar la lumbre eterna de hito en hito, sentiré la angustia de dejarte sobre la tierra... Y puesto que a una locura bien puede contestarse con otra locura, permite que te manifieste el audaz deseo de mi alma: Quiero con la pureza y el sacrificio formar como un sacramento de amor, como una eucaristía de mi corazón... Tú eres mi Sacerdote de esa consagración. Purifícame, sacrifícame. Realiza, ahora que es tiempo, todas las muertes de mí mismo que necesites para multiplicar mi sacramento tantas veces como sagrarios hay sobre la tierra... ¡Ah, quién pudiera vivir siempre sumergido en un cáliz de dolor para celebrar así una misa eterna! Y «siempre que hagas esto —yo te conjuro—, hazlo en memoria mía». Pero, ¿qué muerte necesitas de mí? La muerte del amor propio en todas sus formas y con todas sus consecuencias: inmolación en el silencio..., silencio en el olvido..., paz en la humillación..., aclimatación en el dolor..., sonrisa constante..., bondad incansable..., caridad perfecta... Y ya desde ahora, cada vez que me inmoles, cada vez que muera seré feliz con el pensamiento de que cada muerte es una hostia que tomas para mi consagración, para mi sacrificio. Como el mártir Ignacio, quiero ser tu trigo, ése es mi anhelo apasionado: te entrego mi corazón para que sea estrujado, triturado, molido en la amargura, en la humillación, en el olvido, en la soledad... De ese 136

modo se realizará el ideal de mi vida: amor por amor, locura por locura, corazón por corazón... *** Cuando se realice nuestra eterna unión y te pueda ver cara a cara, ¡ay! „ no sé cómo te amaré más, porque escondido fue como te encontré por vez primera, escondido me rotaste el corazón con toda la frescura del primer amor... He visto corazones amantes recordar con gozo el día feliz en que se encontraron por vez primera, sin olvidar el lugar y las más insignificantes circunstancias del encuentro. Así, nosotros dos, ¡con qué ternura recordaremos el destierro, testigo de nuestras primeras intimidades, aquella capilla silenciosa, aquel sagrario querido... Yo recordaré lleno de amor y gratitud la humilde vestidura sacramental con que te conocí oculto y velado... Tú recordarás la vestidura de miseria y debilidad que ocultó mi amor sobre la tierra... Y así como ahora mis ojos mirando al cielo buscan ansiosos la realidad, así entonces las miradas de mi alma se abajarán sobre el destierro, buscando su cielo eucarístico salpicado con los millares de hostias esparcidas por la tierra... *** ¡Oh misterio de amor..., locura de amor..., exceso de amor!...

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