La Entrevista Como Reportaje Miguel Ángel Bastenier

April 18, 2017 | Author: Freddy Ortiz Pujols | Category: N/A
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Miguel Ángel Bastenier

I

La entrevista se puede considerar como un género en sí mismo, pero yo tiendo a entenderla como sub-género del reportaje; como un reportaje que se hace a una persona en un ambiente determinado; una excursión del periodista a la realidad, pero con características propias. De ahí lo de subgénero.

Hay tres clases, básicas, de entrevistas: pregunta-respuesta; la que yo llamo y explicaré romanceada; y temática; amén de todas las combinaciones o híbridos que se quiera entre todas ellas, de lo que prescindo porque me gusta la geometría del pensamiento. Empecemos por esta última, que es la menos común. Se emplea casi exclusivamente en la prensa norteamericana y consiste en una entradilla de presentación del personaje y una selección de temas, de ahí lo de temática, bajo cuyo epígrafe se agrupa todo lo que el entrevistado/a haya dicho de interés sobre los mismos. Sirve para encuentros en los que lo que más importe sea dejar constancia de unos puntos de vista normalmente muy técnicos sobre asuntos de alguna complejidad política, científica, cultural. Casi no se practica actualmente.

En la pregunta-respuesta, su nombre ya nos dice de qué formato se trata, y es probablemente la más difícil de hacer. Evidentemente, no se trata de transcribir una conversación, lo que resultaría impublicable por extensión, sentido y respeto al lector, sino de una selección de respuestas, que normalmente se producirán en forma dispersa, sin relación forzosamente directa con la pregunta que hayamos formulado, con lo que hay que hacer mucho corte y confección. Si todavía ponemos en limpio lo grabado —yo tomo notas a mano y con eso construyo la conversación, aunque grabe como testimonio— buscaremos la entrevista en el interior de los 40 o 50 minutos de diálogo, entendiendo que hay siempre varias entrevistas a elegir, parecidas pero no idénticas, porque de que arranquemos con una u otra pregunta se deducirá una secuencia distinta de las mismas, y hasta habrá preguntas que entren o no entren, según la que ponga en circulación el texto. Hay que apiezar la entrevista de una forma que prácticamente nunca coincidirá con la conversación tal cual se desarrolló. Por esa razón es una ficción veraz, porque no ocurrió como se lee, pero sí que ha de responder a la intención genuina del personaje. E igualmente, no hay razón para que las preguntas sean exactamente las que se espetaron en la conversación, sino que al agrupar fragmentos por sentido no por cronología de cuándo se dijeron, escribo la pregunta una vez que he decidido cuáles son las respuestas

que me interesan, y esos interrogantes han de ser lo más breves y concretos posible, lo justo para que se sepa de qué hablamos.

Abomino, casi no hace falta decirlo, de las entrevistas en las que hay un presunto duelo entre periodista y personaje, a ver quién es más listo; el periodista en mi concepción es apenas un médium que elige y decide, pero no un rival de aquel a quien vamos a ver. No diré que la fórmula magistral no pueda existir, pero es excepcional, y solo vale cuando son dos potencias las que se encuentran, y es más un diálogo para la posteridad que una entrevista de periódico: Gabo y Fidel, por ejemplo.

La romanceada es aquella en que el autor cuenta, sitúa al personaje, recrea un ambiente, entra y sale de los contextos necesarios para intercalar cuando lo considera oportuno los entrecomillados de aquellas declaraciones que deben llegar textuales al lector. En esta fórmula, que es la que yo prefiero, ni siquiera hace falta consignar preguntas, sino que se va directamente a las respuestas escalonadas dentro de una lógica narrativa, o sea que agotamos los temas de una vez, sin esparcirlos por el texto donde buenamente caigan o en el orden de su presunta importancia, lo que sería más factible en el formato anterior. La entrevista romanceada vale para todo, pero seguramente en el dominio de la cultura es donde mejor funciona, aunque la prensa británica, por ejemplo, casi no usa otra fórmula, porque es la que mejor expresa la realidad.

Romancear es desentrañar, poner en contexto, hacer tanto un perfil y un análisis como una entrevista, que es el cascarón que encierra las respuestas a un sinnúmero de interrogantes, mientras que la pregunta-respuesta es solo una fantasía con apariencias de realidad, con la que es cierto que también hay que aspirar al análisis y perfil, pero la tarea es mil veces más ímproba, aunque también más cómoda si nos conformamos con solo salir del paso. Y, sin embargo, los periódicos en español se inclinan muy mayoritariamente por la anterior, pienso que por la ilusión de ser más objetivos; lo que es solo eso, una ilusión.

Quedan muchas cosas por decir como preparación de la entrevista; formas de arrancar la conversación; diferencias entre entrevistas hechas en la lengua de la publicación o que exijan traducción; los secretos de la tribu, en definitiva, como dice mi admirado Daniel Samper. Y tantas cosas más que dejo para la próxima entrega. Pero no me cabe duda de que la entrevista es una apasionante culminación de nuestro trabajo.

II

Hemos hablado de la entrevista como subgénero del reportaje, puesto que es la visita del reportero a la realidad, pero centrada en una sola persona y su ambiente; ahora quisiera que viésemos su preparación y construcción. Lo primero es lo primero: familiarizarse con el personaje, pero añadiré que mis entrevistas han sido casi siempre de política y en bastantes casos a no hispano-hablantes, lo que da una mayor latitud para expresar en castellano lo que nos han dicho, como corresponde a una traducción-versión, que no traición.

No se entrevista a quien no se conoce. Hay que estudiar el personaje, leer sobre su persona, informarse con quienes le conocen, normalmente periodistas del país, próximos de quien se trate. De aquí que un periodista con agenda lo tiene más fácil que el que va a pelo. Esa preparación es necesaria no solo para preguntar adecuadamente, sino por cuestiones técnicas: romper el hielo, demostrando al interesado que has hecho los deberes, que no caes por allí solamente porque te lo han mandado; que vale la pena que se tome en serio los 45 o 50 minutos que suelen hacer falta para trabajar como es debido.

Y en esa investigación preliminar hay que buscar algo significativo que pueda agradar e incluso adormecer al personaje. Poco antes de que muriera asesinado entrevisté al primer ministro de la India, Rajiv Gandhi, hijo de Indira, y le sorprendí preguntándole por el osito Biswa, que tenía en gran estima cuando era un niño interno en un colegio super-exclusivo de las estribaciones del Himalaya. Rajiv Gandhi, que era extremadamente tímido, se relajó ya para toda la entrevista y por eso dijo una barbaridad: que el derribo por un misil norteamericano de un avión de pasajeros iraní con más de 100 muertos —él, como piloto comercial que había sido— estaba seguro de que no podía ser un error. Es la pregunta ganzúa que abre de par en par la entrevista, y que a veces se encuentra y otras, no.

Ni remotamente todas las preguntas son para publicar, sino que bastantes pretenden llevar pausadamente al entrevistado hacia donde convenga, crear una situación de aparente complacencia, que puede romperse, sin embargo, cuando llegamos al meollo de la cuestión. Una docena de preguntas a las que se conteste con sentido e interés suelen bastar, aunque es seguro que tendrás que hacer muchas más. Las preguntas, tanto en la versión pregunta-respuesta como la novelada, romanceada como yo la llamo, pueden ser todo lo largas y explicativas como sea preciso, pero la publicación debe ser escueta porque lo que importa es la respuesta, y excuso decir que no deben incluir, ni inducir, una respuesta determinada. Igualmente, una entrevista sin repreguntas es probable que cojee porque casi nada, si es mínimamente, trascendente queda claro en una primera tentativa, si bien que no lo publicaremos como repregunta, sino como una pregunta más de la que la

respuesta vendrá a será una síntesis de las diversas y fragmentarias contestaciones recibidas.

Puede haber un momento en que el periodista sonría casi imperceptiblemente cuando ha oído de boca del entrevistado el titular. Mi fotógrafo preferido, Raúl Cancio, y yo nos mirábamos y sonreíamos cuando eso pasaba, porque ya podíamos respirar tranquilos. Habíamos llegado a Itaca. En nuestro trato durante esos tres cuartos de hora no tratamos de ser simpáticos ni lo contrario con el personaje, mantenemos una actitud correcta pero profesional, no le damos la razón con vigorosos asentimientos de cabeza, ni nos mostramos despectivos por mucho que en nuestro fuero interior nos rebelemos contra lo que estamos oyendo, aunque es verdad que las excepciones existen y puede que convenga en algún caso mimar al entrevistado.

Ni remotamente todas las preguntas son para publicar, sino que bastantes pretenden llevar pausadamente al entrevistado hacia donde convenga.

Las preguntas más delicadas es mejor que queden para el final, cuando se haya creado algo parecido a un lazo funcional con la persona y lo esencial de la entrevista esté ya conseguido. Al primer ministro israelí Simón Peres tenía que preguntarle inevitablemente por el asesinato de un alto dirigente de la OLP, que se había atribuido a su dirección, y costó Dios y ayuda que no cortara la entrevista; y al presidente peruano Alberto Fujimori le pregunté, ya como despedida, qué le evocaba la palabra España, a lo que contestó, impertérrito, “saqueo, exterminio, destrucción”, tal como salió publicado en EL PAÍS. Carlos Castaño, el mayor líder paramilitar que haya conocido Colombia, admitió, también sin enarcar una ceja, que los paras vivían del narco porque su misión superior, salvar a Colombia aún contra su voluntad, no les permitía pasarse de pulcros. No había que correr el riesgo de que se frustrara el resto de la conversación. No pretendo ni pienso haber agotado el tema, por lo que algún día podríamos seguir elaborando el discurso de cómo entrevistar a personajes de alguna entidad internacional. Lo que aquí he querido reflejar es que este subgénero es una fabricación a posteriori, de cuando escribimos, y que nunca puede ser una literalidad del diálogo sostenido. Es una fabulación que debe ser, sin embargo, enteramente veraz.

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(En El País, diciembre 2014 - enero 2015)

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