la Dramaturgia.pdf
February 24, 2017 | Author: Roberto Pérez León | Category: N/A
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HENRI GOUHIER LA PRESENCIA LA ESENCIA DEL TEATRO En el comienzo de su Poética distingue Aristóteles de la epopeya la tragedia y la comedia: son tres artes imitativas, pero la primera imita narrando; las otras dos, “presentando a todos los personajes, como actuando, como en acción”. “Es lo que ha hecho llamar a sus obras, al decir de algunos, dramas, porque imitan a personajes actuando”.1 La “imitación” de un hombre actuando no puede ser más que una representación, es decir, una acción hecha presente. En representación hay presencia y presente. Esta doble relación con la existencia y con el tiempo constituye la esencia del teatro. Relación con la existencia: El que entra en escena no es el representante de una personalidad, el delegado de un ausente: representa a un personaje, transformando una sombra en realidad. El embajador no es el soberano de quien representa, le presta su voz. El actor es el emperador que representa: le presta su ser. Relación con el tiempo: Toda existencia es actual, toda presencia real es realidad presente; el que entra en escena y el que está sentado en la sala son contemporáneos, viven al mismo tiempo, si no en el mismo tiempo. Un cuadro, una estatua, una novela, un poema son siempre intermediarios entre una acción vivida o imaginada y aquel que mira o lee; son siempre monumentos, monumenta o monimenta, los recuerdos de un encuentro entre el artista y el acto de que quiso hacer una forma. Cuando Eugenio Delacroix dibuja o pinta a Hamlet en el cementerio de Elsinor, alzando el cráneo de aquel que fue bufón del rey –Alas, poor Yorick–, fija una escena, un alma, una filosofía en blanco y negro, testimonio inmóvil, en lo sucesivo, de su encuentro con esta creación de Shakespeare que se llama Hamlet. La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, responde a otra intención: sus cinco actos son acciones en busca de actores que las actualicen. Actualización de la acción por actores... La música, también, es un texto en el papel que espera del músico o del cantante un juego que le restituya su materia sonora. Pero, como el cuadro o el poema, la música es un intermediario: el canto no es el acto, el ejecutante no es el actor. La Sinfonía fantástica,”episodio de la vida de un artista”, no es más que el “reflejo melódico” del drama en que se lanzaba Berlioz, tomando a miss Harriett Smithson por Ofelia. Por alucinante que sea el lied del Rey de los alisos, Schubert sigue siendo un narrador, y su intérprete, un recitador. En el teatro es la acción misma la que debe repetirse. No se trata de recitar, sino de resucitar. Se ejecuta en el concierto la partitura del segundo acto del Tristán; se alzan los cantantes en el momento en que su papel los reclama; se contestan mirando al público o a su partitura: se realiza la música, no la acción; y, sin embargo, la música dice mucho
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[...] Aristóteles insiste incesantemente en el hecho de que el teatro imita a personas en acción. “La tragedia no imita a los hombres, sino a una acción y una vida”. Su análisis se refiere a la tragedia, el de la comedia pertenece s la parte perdida de la obra; pero una vez puesto entre paréntesis lo que concierne solamente a lo trágico, quedan algunas proposiciones que afectan a las diversas formas del teatro. Dos causas natuales determinan las acciones: el carácter y el pensamiento. La acción teatral corresponde a personajes que tienen tal o cual carácter, estos o los otros pensamientos. Por consiguiente, “llamo fábula, al conjunto de acciones realizadas; llamo carácter, a lo que nos hace decir de los personajes que vemos actuar que tienen estas o aquellas cualidades; entiendo por pensamiento, todo aquello que los personajes dicen para demostrar cualquier cosa o declarar lo que resuelven”. Tenemos, pues tres partes en la obra. La más importante es la acción. En efecto, sin acción no podría haber tragedia: pero hay tragedia sin caracteres y una fábula conmovedora es preferible a largas tiradas morales, por bien torneadas que estén. “La fábula es el principio y como el alma de la tragedia.” Primaciá de la acción sobre la sicología y las ideas, tal es la pura doctrina aristotélica. Aristóteles añade una cuarta parte a la fábula, los caracteres y los pensamientos: la elocución o estilo, interpretación en prosa o en verso de lo que los personajes tienen en el espíritu. Pero, puesto que se trata de personajes actuando y no de un recitador, existirá una quinta parte, el espectáculo, o, mejor, “la organización del espectáculo”. La organización del espectáculo, no es obra del poeta en cuanto poeta. Depende de una técnica que no encuentra sus reglas en un Arte poética. “para la escenificación, el arte del hombre encargado de los accesorios, es más importnte que el del poeta”. “El hombre encargado de los accesorios” no es, por otra parte, el único técnico que interviene al lado del poeta. El lenguaje de la tragedia está “dispensado de aderezos”; “los aderezos” son el ritmo, la melodía y el canto; el más importante es el último.
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más de lo que la escena puede mostrar. El concierto reanima una música y, mediante ella, evoca un drama: no resucita a los seres con su drama. Representar es hacer presente mediante presencias. El “hecho dramático” es, pues, el actor. No hay teatro sin poeta, pero hay poesía sin teatro: el arte del comediante y el de la comedia viven uno para el otro, y el uno del otro. El autor está en cualquier parte donde crear no es representar; el actor está solamente en la escena y no puede estar en ninguna otra parte. El misterio del teatro reside, además de en el actor, en la presencia real, aun antes de ser metamorfosis. Misterio profano del que una experiencia cotidiana nos revela los efectos, y que justifica la inferioridad o la inferioridad, según los casos, de la conversación sobre la correspondencia, o de la pregunta oral sobre el examen escrito. Un hombre está ahí. Yo afirmo que es alto, delgado y moreno; apenas intervengo para afirmar que está ahí: su presencia se afirma en mí. Lo sé alto, delgado y moreno, le sé también existente y presente; pero ambos conocimientos son muy diferentes. El primero es un saber detallado y progresivo; descubro poco a poco lo que es este hombre, y después quién es este hombre. El segundo es uno e instantáneo: este hombre está ahí, nada más y nada menos. Puedo establecer un conocimiento: describo el hombre que se halla ante mí; puede transmitir este conocimiento: los recuerdos están llenos de “retratos”. Este hombre está ahí: ¿Qué otra cosa se puede decir? Su presencia será, sencillamente, el objeto de una información. El pensamiento no pasa de un conocimiento a otro por grados, sino por una inversión: hay que volverse hacia la realidad más concreta. La inteligencia abstrae de lo real sus cualidades, que le restituirá después en forma de atributos del juicio; cuando lo ha vaciado de todas sus cualidades no podría separar la existencia de lo existente: la abstracción no impresiona. La existencia no puede ser atributo porque es el lugar de los atributos; no puede ser una propiedad, porque es la propietaria: no queda más que soportar su presencia. Un conocimiento de este orden no es una sensación porque no es ni especialmente visual ni táctil, ni auditiva: no es propia de ningún sentido, aunque cada percepción le deba su consistencia. Menos aún es un sentimiento, si esta palabra designa una afección del sujeto, que se siente feliz, descontento o triste. Tampoco le conviene la palabra “intuición”: una intuición que no aprehende el yo del sujeto se refiere a un objeto; porque la existencia no es nunca objeto; es lo que hay de objetivo en el objeto: un espesor sin contornos, una opacidad sin formas, una música sin pentagramas, otras tantas abstracciones desesperadas para designar lo que el objeto no dejará nunca apresar en él. El mejor término es, sin duda, el que un día proponía Gabriel Marcel: la realidad se nos da con una seguridad, seguridad poderosa y continua como la base que sostiene al canto, seguridad que me permite avanzar sin el temor a caer en el vacío. El antecedente inmediato de la presencia es también un don. Porque está ahí, yo sé de ese hombre lo que ningún documento, ninguna descripción o ninguna fotografía me podrá enseñar. Un conocimiento a distancia es frecuentemente más completo y más exacto; a veces el biógrafo comprende a su héroe mejor que lo hicieran los más sutiles de sus contemporáneos. Pero el retroceso beneficia al conocimiento y, una vez más, de la presencia no emana ningún conocimiento: más bien crea una especie de complicidad propicia a miradas indiscretas. Este hombre está en mi universo, yo estoy en el suyo: la vida me obliga a simplificar y saco la, conclusión inmediata de que nos hallamos en el mismo; henos aquí, por un instante, embarcados juntos y hace falta poner acordes nuestros juicios. Ahora bien, esta familiaridad comprende una sagacidad más viva y más penetrante que la reflexión, si no más justa; sagacidad que dispensa terminar las frases, permite comunicarse sin palabras, lee en los ojos y corrige las mentiras de la boca por el imperceptible temblor de una mano. Gracia de la presencia... Gracia de la adivinación y no gracia de inspiración, socorro del director espiritual, agudeza del diagnóstico médico, fuerza de los jefes verdaderos. Captarla, tal es el milagro del retrato. Manejarla, tal es el secreto del conferenciante. Desearla como fundamento de un arte, tal es la esencia del teatro. LA REPRESENTACIÓN La representación no es una especie de episodio que se añade a la obra; la representación forma parte de la esencia misma del teatro; la obra dramática está hecha para ser representada: tal intención la define. Sin esa intención, existirá un diálogo, un texto que, en el papel, ofrece las apariencias de una obra teatral, y nada más. Los dramas filosóficos de Renan no son dramas, y no porque sean filosóficos, sino, sencillamente, porque no son teatro. Lo que les falta es una condición muy humilde, una virtualidad, una posibilidad: la posibilidad de ser representadas que dibuja la escena en el diálogo e impulsa a los personajes fuera del libro. “En el silencio del gabinete, en las horas felices en que se es el único dueño de la obra, os parece, escribiendo sus diálogos, ver a los personajes moverse y actuar. Se llega a imaginar la impresión del espectador; se oye su risa. Se siente su emoción. Cuando un personaje debe convencer, seducir o dominar,
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se aplica uno a graduar la escena de modo que la conquista parezca verosímil. Se intenta colocar aire entre las respuestas. Se deja al espectador el tiempo necesario para experimentar totalmente una sensación antes de invitarle a otro movimiento de los sentimientos. Se prepara la entrada de los protagonistas. Se les proporcionan también salidas intentando no recurrir a esos trucos groseros y rituales que desencadenan el aplauso...” Y Tristan Bernard concluye, sonriendo: “Es todo ese trabajo solitario que los escritores llaman en su ambición, su pretensión y su presunción, el arte del teatro”. Un texto dramático es una acción teatral en potencia. Tenéis el derecho a decir que la representación externa no añade nada a determinadas obras y que, para vosotros, incluso estropea la perfección de Berenice o de una comedio de Musset. Sin embargo, una representación interior será el espontáneo acompañamiento de vuestra lectura. No se lee Berenice o una comedia de Musset, como una novela; ni aun el intelectual que no tendría ninguna necesidad de ver para oír y cuya inteligencia no solicitaría ninguna complicidad de la imaginación en sus goces, ¿cómo no penetraría en un mundo donde se deslizan fantasmas de actores? La “cosa teatral” no es “cosa literaria”, precisamente porque no es una cosa: hasta en el libro existe siempre el actor. En vano buscaría aquí el lector el diálogo con el autor. Una confusa intuición de las entradas y las salidas crea un espacio donde los personajes más rebeldes a hacerse tangibles encuentran una sombra de cuerpos; las palabras destacan del texto con inflexiones que acentúan su sentido con un valor dramático; especialmente, la fábula no aparece nunca a través del escritor que la ve. Racine no cuenta la novela de Tito y Berenice. Racine no es tampoco el speaker de la radio que me dice: Berenice está sentada, Tito da algunos pasos hacia ella... El autor no sube a la escena, ni aún a la escena imaginaria de su lector; desaparece como escritor a fin de dejar frente a frente a sus personajes y los testigos de su vida; incluso cuando éstos no se hallan en el teatro siguen siendo espectadores. El texto de la obra dramática es ya un mundo de formas en movimiento. Por miedo a dar demasiada importancia al espectáculo se nos suele recordar hoy que “una pieza dramática es una obra escrita antes de ser una obra hablada”, como no se cansa de repetir Pierre Brisson, primero en sus interesantes crónicas del Temps, y después en El Figaro. Henry Becque llegaba a decir: “El verdadero teatro es teatro de biblioteca”. Y Courteline: “Lo importante para un autor es poseer un teatro escrito, que se pueda leer después de haberlo oído”. Si tales fórmulas significan que las cualidades literarias de un texto no son en modo alguno indiferentes a su destino, y que sólo ellas permiten a la obra sobrevivir a una afortunada actualidad y hasta a los fracasos ante un público mal preparado para comprenderla, nada más justo. Sencillamente, es observar que el teatro es un arte y que si la belleza es la razón de ser del arte, el teatro debe ser creación de belleza en todas sus partes, comenzando por el texto, que es, la parte central. Pero traducir las observaciones de Becquie y de Courteline como lo hace Pierre Brisson: “Las grandes obras dramáticas son obras de biblioteca, y la representación no es para ellas más que un añadido”, es negar la esencia misma del teatro. Para una obra verdaderamente dramática, permanecer en una biblioteca, no es solamente esperar lectores: es esperar actores.
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LA ACCIÓN Un drama es una acción ¿Qué es la acción?2
DIGRESIÓN SOBRE EL ACTO VOLUNTARIO Preguntando en un examen de bachiller sobre la psicología de la voluntad, un buen alumno responde: El acto voluntario tiene cuatro tiempos: Primero, me planteo un problema. Segundo, medito, pensando el pro y el contra. Tercero, decido; y Cuarto, ejecuto. Este esquema puede relacionarse con el otro más general, que divide el alma en tres facultades; inteligencia, sentimiento y voluntad. Sucede entonces que: Primero, la inteligencia plantea el problema Segundo, la meditación es un examen de los motivos proporcionados por la inteligencia y de los móviles sugeridos por el sentimiento. Tercero, la decisión es el acto propio de la voluntad; y en cuanto al cuarto tiempo, se suele ver en él un apéndice o un episodio accidental, por el acto voluntario es completo incluso si, en el último momento, no tengo la posibilidad material de ejecutarlo. Un alumno mejor, va más lejos: expone “teorías”, muestra cómo todas las “teorías” sobre la voluntad tropiezan en el acto tercero. Pues bien, cuando yo decido cedo a una fuerza que era inherente a determinados motivos o móviles; la balanza se inclina bajo el peso de las ideas y el impulso de los sentimientos. Entonces la voluntad no queda como bloqueada en el tercer tiempo; estaba difundida en las representaciones que giraban en mi espíritu en las representaciones que giraban en mi espíritu durante la deliberación. Pero, ¿qué es la voluntad difusa, si la voluntad es esencialmente una concentración, un esfuerzo dirigido? Y sobre todo, si hay continuidad desde la deliberación hasta la decisión, ¿dónde acaba la inteligencia y dónde comienza la voluntad? ¿Dónde está el límite entre el sentimiento y la voluntad? ¿hay una voluntad distinta de las otras dos facultades? O es que la voluntad surge en el acto tercero, juicio imprevisto y quizá imprevisible al final de una investigación y de una discusión imparciales. Pero, ¿de dónde procede? ¡Qué misterioso es este juez que asiste invisible e inmóvil a la deliberación y que irrumpe bruscamente para ordenar la acción! Verdaderamente se parece mucho al deus ex machina, que interviene porque hace falta un desenlace para acabar la comedia. Sin exponer una psicología completa de la voluntad, basta una sencilla mirada a la vida interior para describir la conciencia en disposición de dudar, deliberar y decidir. El principio del acto voluntario está en el cuarto tiempo del esquema escolar: es el desarrollo concreto de tal acto lo que ocupa constantemente nuestro espíritu, es el pensamiento de la ejecución. Si volvemos al esquema escolar, el primer tiempo es el que plantea un acto posible. ¿Qué acto ejecutar? Deliberar es considerar la ejecución de tal o cual acto justificándola o desaprobándola. Decidir es, naturalmente, decidir ejecutar. Ejecutar es transformar esta voluntad de acto en acto de voluntad. El pensamiento de la ejecución se mueve entre los posibles. Su espacio es el porvenir. Su conocimiento es previsión y su lenguaje predicción. Su clima es el de la hipótesis. Se conjuga en condicional y en futuro: la decisión sustituye lo que será a lo que sería. En el presente no existe ya el pensamiento de la ejecución, sino el acto ejecutado, gesto e idea en el relámpago de un instante.
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Aristóteles no parece distinguir la acción de la fábula. Tiene interés en reservar la palabra acción para designar la idea dramática, especie de “esquema dinámico”, principio de vida y de unidad, y las palabras fábula o intriga, para calificar la trama de las acciones concretas que exteriorizan una acción. Ha expresado esto muy acertadamente Pierre-aimé Touchard, en Dionysos, Apologie pour le théâtre: “La acción es en el movimiento ortgánico por el que una situación –en la tragedia-- o un carácter –en la comedia--, nacen, se desarrollan y concluyen. La intriga es el enredo de los acontecimientos en medio de los que se desarrolla esta acción. La intriga puede ser simple o compleja. La acción es siempre una. si en un espectáculo aparece súbitamente un asesino que ahoga a un niño (escena cuyo efecto patético es seguro y jamás se agota), puede provocarse un reforzamiento de la intriga, pero también permanecet totamente extraño a la acción si el desarrollo de la tragedia no exige necesariamente este asesinato.” [...]
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Ejecutar supone un ejecutante. ¿Saldré? Es a mí a quien veo saliendo. Dudo porque llueve, me veo bajo la lluvia, con todos los inconvenientes de la situación, compensados o no por las ventajas de la salida. ¿Decidir, no es hojear un álbum de siluetas con un signo de interrogación sobre cada una de ellas, que representan un yo posible? La decisión es a la vez un impulso y una detención: el acto de detenerse en una de estas imágenes. Querer, es quererse de tal o cual forma, renunciando a quererse de tal o cual otra. El pensamiento de la ejecución supone una razón de ejecutar: luego las razones de actuar pertenecen al orden del bien. ¿Qué hacer? La pregunta sobreentiende las palabras que introducirán el punto de vista de la perfección. ¿Conviene que yo tome ese camino? ¿Es bueno que ceda a ese deseo? ¿Será mejor que yo llegue a ser esto o aquello? Cualquiera que sea la escala de valores adoptada, que se trate de moral o utilidad o simple distracción, el pensamiento de la voluntad es el de un yo que se busca, frente a un porvenir que, como espejo de múltiples caras, proyecta en torno suyo imágenes de su destino. La deuda de la voluntad significa el recogimiento de la personalidad ante sus personajes. ¿cuál de estos posibles yos soy yo verdaderamente? En el límite, la voluntad serena coincide con la vocación. Así, al fiat de la decisión no es en modo alguno la conclusión lógica de un razonamiento ni el resultado mecánico obtenido al pesar un objeto, ni el martillazo de un tasador, oculto tras la razón, que calcula las subastas, señala el momento en que la personalidad se complace en un personaje y se detiene en él. La deliberación es el ensayo de los posibles yos; me he probado varios abrigos, retengo “el que me sienta bien”, con o sin arreglos; me he revestido con diversos yos, uno de ellos me sienta tan bien o me capta tan fuertemente que me encuentro perfectamente a mis anchas y me reconozco en él. El misterio de la voluntad se encuentra en esa seducción en la que yo soy el seductor de mí mismo. El desarrollo concreto del acto voluntario en un film, o mejor dicho, la colección de los diversos filmes que representan mis posibles porvenires. Cada uno me proyecta en determinado medio físico y social; me veo entre otros hombres; evoco los paisajes de cada destino que se me abre, siento ya las penas y las alegrías de esas situaciones que mi decisión puede crear. Me detendré considerando los escenarios de mi futura vida y las relaciones que me impondrá. En la existencia cotidiana mis hábitos y la sociedad me ofrecen yos aptos para ser llevados, que una sencilla rectificación acomoda rápidamente: la deliberación no tiene tiempo de alcanzar la precisión y el relieve de un dibujo animado. Pero esas sombras fugitivas que rozan la conciencia son sombras de personajes, bocetos de escenas, restos de diálogos, direcciones de movimientos. Piénsese en los compromisos solemnes, elección de una carrera, sorpresa de una obligación imprevista. La elección aparece muy recubierta por un pensamiento cuyo contenido no es solamente conceptual, un pensamiento con personajes y con escenas, donde la imagen tiene un rostro y los objetos tienen un alma, donde las ideas abstractas son gestos estereotipados y donde el razonamiento corre al través de un escenario. Si es así, ¿no hay que tomar al pie de la letra una expresión tal como: la conciencia es el teatro de una deliberación? SIGNIFICACIÓN DEL TEATRO La conciencia que delibera es, en realidad, un teatro, y la decisión un desenlace. Una verdad profunda ilumina, de igual modo, el doble sentido del personaje, que designa la máscara del comediante y la persona, como el doble sentido de actor significa a la vez al hombre “comprometido” y al que sube a la escena. La diferencia entre la representación interior y la representación es, en primer lugar, la misma que concierne a la esencia de todo arte. La actividad estética es esencialmente desinteresada: unas frutas pintadas por Chardin y otras colocadas sobre una mesa no nos lanzan el mismo mensaje. Estas últimas son un objeto de contemplación. Las segundas se hallan ante mí; yo estoy ante las primeras. Este cambio de posición en el interior de la relación que nos une, señala bien el revés del interés que es el desinterés; las considero por sí mismas y no por mí; en la renuncia a mi universo cotidiano, como sí, bruscamente, “las exigencias del mundo hubieran dejado de interesarme”. Ante las frutas del cuadro siento hambre, no tengo prisa en la catedral que visito, no soy ingeniero ante la cascada. El poeta detiene el brazo del leñador y defiende las viejas piedras contra los decretos del urbanismo aliado a la higiene. Se trate del creador o del aficionado, y se detenga ante la naturaleza o ante una obra de arte, la percepción estética es a la vez contemplación y recreo: contemplación que libera al espíritu del espacio vital y suspende la condición de hombre; recreo que le ofrece una delectación más que una ciencia. El teatro es el film del acto voluntario desviado de la conciencia actuante y convertido en espectáculo a favor del desinterés estético. El pensamiento organizado en personajes y escenas deja de ser verdadero: concluye en una existencia ficticia en el escenario y no en una existencia real en la tierra: En adelante sólo se trata de simulacros de “compromiso”. La persona no entra en ninguno de sus personajes; se aparta de
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ellos como si rehusara vivir en ellos con el fin de dejarlos vivir por sí mismos y para sí mismos. El yo no se compromete, se contenta con prolongar la acción interior en una acción exterior; el pensamiento de la ejecución se retira del acto voluntario , y si volviéramos al esquema clásico en cuatro tiempos, diríamos: Existe arte teatral cuando la exteriorización es sustituida por la ejecución. Mediante el teatro, la acción cede el lugar a la acción. Paradoja, porque conserva las apariencias de una acción real y actual. El poeta y el novelista narran; cualquiera que sea la emoción del narrador, un relato es siempre una operación en frío. Hasta una novela que se presenta como una sucesión de cartas no nos ofrece sus aventuras a la primera ojeada. Son dos personajes y no el autor quienes manejan la pluma; no se dirigen a nosotros, sino unos a otros. Sin embargo, la ficción sólo les presta vida para escribir; el novelista, disfrazado de archivero, sólo atribuye existencia real y actual al papel. El dramaturgo, como el novelista, juega con los dos sentidos de la palabra “interés”, y hace que una acción interese a hombres que no están directamente interesados en ella. Pero en el teatro, el desinterés estético no aprovecha de aquél más que un cierto retroceso ya preparado. Por el contrario, los intereses representados conservan sus candente actualidad, aunque actualmente no quemen a nadie. Las desgracias de Andrómaca y Hermione nos interesan, aunque no en el sentido en que les interesa aunque no en el sentido en que les interesaban a ellos; y, sin embargo, nos interesan a nosotros, desinteresados, en la misma medida en que les interesan a ellos, que están comprometidos en la acción. No nos interesan ni siquiera en el primer sentido más que a condición de no interesarnos en el segundo. El rey y la reina de Dinamarca abandonan la sala cuando los comediantes reproducen su antigua crimen ¡What, frighted, with false fire! ¡Cómo se burla Hamlet, a causa de un disparo sin bala! En efecto, esto ya no es un juego. Una pieza que es la repetición de mi historia cesa de ser una historia: me coloca en una situación que fue verdadera y que sigue siéndolo, y me lanza de nuevo en el plano de la acción. La brusca huida del rey Claudio acusa la diferencia entre la acción ejecutada y la acción exteriorizada. El pensamiento de la ejecución es un pensamiento organizado en personajes y escenas, del que yo soy el centro. La acción parte de mí y vuelve a mí; dibuja alrededor del yo un círculo donde los seres y las cosas existen con relación a él. La mortalidad, por otra parte, no es más que la resistencia a la tentación natural de transformar este egocentrismo en egoísmo. Pero el yo de la acción es demasiado interno para exteriorizarse como tal; repr4esenta lo que nunca será exterior. En el momento en que siento ante el telón dejo de ser actor en la escena del mundo sin llegar a ser actor en la escena del teatro; soy comparsa, y sobre todo, confidente. Y esto incluso si soy el autor de la obra. No actuando ya, mi yo pierde su posición central; mi vida personal ya no es el eje de la biografía. Lo que entonces cuenta para mí es Andrómaca. Instalado en la periferia de un universo que no es el mío, estoy dispuesto a seguir con toda mi alma hechos que no me acompañarán. En el origen del teatro existe la voluntad, pero una voluntad que ha cesado de desear. LAS DOS DIRECCIONES DE LA ACCIÓN La esencia del teatro es la exteriorización del acto voluntario. Una observación psicológica muy corriente muestra a la actividad llegando a ser voluntaria cuando se opone a una resistencia; hay elección cuando la solución no se ofrece como "partiendo de sí", siguiendo una expresión corriente muy profunda. Así pues, la resistencia puede venir de dos lados: de mí o de lo que es externo a mí. Dos tipos de acciones caracterizan mi conducta voluntaria: unas están dirigidas de manera que venzan un obstáculo que reside en el sujeto, otras se vuelven contra un obstáculo constituido por los objetos. Tal distinción es verdaderamente simplista; supondría que, fácil y rigurosamente, podemos separar el interior del exterior. La sociedad es exterior a mí en forma de instituciones, códigos y organismos constituidos; pero es interior a mí bajo forma de convicciones, imperativos colectivos, actitudes imitadas, frases hechas. La naturaleza son los árboles, los ríos, un clima, un medio, todo lo que existe en una geografía llamada humana; es también mi naturaleza: órganos, apetitos, los pliegues del hábito y los repliegues de la herencia. El destino, la fatalidad, pueden sentirse como un poder lejano del que somos juguetes, o como una fuerza que camina en nosotros sin parecer, sin embargo, venir de nosotros. Dios es el padre que reside en los cielos al mismo tiempo que el "dueño interior", "alguien que es en mí más yo mismo que yo". Pero poco importa aquí que la trascendencia y la inmanencia no sean jamás radicales en la existencia concreta. Basta que la resistencia a la voluntad se sienta más como interior que como exterior para que surjan dos tipos de acción, tanto en el teatro como en la vida. Entonces el problema es saber si se requieren los mismos medios de exteriorización para representar estos dos tipos de acciones. Un conflicto entre el amor y el honor divide el alma de Rodrigo; Tito se mueve entre su deber de emperador y su pasión por Berenice: Dramas ambos de la vida interior. Pero el universo
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donde viven Rodrigo y Tito es mayor que el de su drama, o mejor dicho, su drama atañe a otros que los poetas han dejado voluntariamente entre bastidores. Corneille habría podido conducirnos al campo de Rodrigo y al terreno de batalla donde triunfa de los moros. Racine habría podido seguir a Tito al senado, dar una ilustración suntuosa al encuentro del emperador y el imperio. Shakespeare acompaña a Bruto a la guerra y a Coroliano en el foro. Cada autor elige el punto de vista de lo real que le conviene. No hay ninguna jerarquía entre estos puntos de vista, no es más refinado uno que otro, éste no es más dramático que aquél. La representación obedece sólo a una sola exigencia: la que se halla inscrita en la naturaleza de la acción a representar. Cuando la acción se dirige contra una resistencia interior, es únicamente psicológica, puesto que los dos términos de la oposición son potencias del alma. La exteriorización aparece, sobre todo, como una aprehensión del conocimiento y coincide con un esfuerzo de lucidez. La expresión normal del teatro es un lenguaje cuya superioridad intelectual y precisión sentimental nadie pone en duda. La materia de la obra estará, sobre todo, hecha de palabras. Esto no quiere decir que la representación sea superflua; por íntimo que sea el drama, el teatro es presentación; el arte de una Bartet en Berenice lanza una nueva luz sobre un texto veinte veces releído. Pero, justamente, la representación depende aquí casi únicamente de la presencia del actor; el director es, ante todo, el profesor de sus actores. Decorados, vestidos e iluminaciones no son más que una cuadro. Su discreción no desvía jamás la atención de lo esencial, que está en las almas. Es preciso evocar en torno a Roxana una Turquía más poética que histórica, cuyo exotismo crea, a la primera ojeada, una desorientación; no haría falta mucha imaginación para añadir a Bayaceto el lujo de un gran espectáculo con visiones de Oriente: tal cosa sería un contrasentido. Cuando la acción se dirige contra una resistencia exterior, sus dos polos no son ya de la misma naturaleza y hacia falta representar al segundo bajo las apariencias sensibles que lo manifiestan en su exterioridad. Racine hubiera podido comenzar Athalie con la aparición de Jezabel; sin embargo, no lo ha hecho. No introduzcamos fantasmas en su tragedia y, sin ver nada más que a la vieja reina temblorosa, escuchemos la narración el sueño. Para Shakespeare comienza la tragedia de Hamlet con la aparición del rey asesinado. Esta juega un papel fundamental en la obra, puesto que sin ella Hamlet no sería más que un estudiante melancólico y enamorado. No se puede escamotear el espectro con el pretexto de que simboliza un presentimiento del joven príncipe o de su conciencia moral; tampoco está permitido tratarle como una alucinación: la sobra ha sido vista por los gentilhombres de la guardia. El poeta ha querido una materialización lo más sensible e impresionante posible; hace falta, pues, sentir la noche que invade la terraza de Elsinor, oír sonar las campanadas de la media noche y temblar con los vivos que reciben la visita de un muerto. Texto, dicción, gestos, juegos de luz, arquitectura del decorado e invenciones del director, forman, en verdad, un todo viviente. Si uno de estos elementos llega a faltar, la tragedia de Hamlet no goza ya de una existencia integral. "Creaciones" del director, la palabra no es lo bastante fuerte y no califica ningún abuso de poder. Un muerto que habla plantea un terrible problema al director contemporáneo. El público cree tan poco en los fantasmas, que no tiembla fácilmente ante su proximidad. ¿Cómo seguirá siendo trágica la tragedia, a pesar del espectro que precisamente debe darle el tono? Emile Fabre, en la Comedia Francesa, reducía su sustancia a la voz de Albert Lambert bajo el reflejo de un casco. Georges Pitoëff proyectaba una sombra creciente e imperiosa como la llamada de un viejo rey. Una mancha verde atravesaba la escena de Gaston Baty, loco resplandor que será la estrella de Hamlet. Estos dos tipos de representación no corresponden en modo alguno a dos teorías, sino a dos hechos: aquí y allá la acción exige su exteriorización. No existe, por un lado, un teatro donde las palabras lo serían todo y, por otro, un teatro en el que no fuesen más que un delgado libreto. Hay obras en que las palabras dicen, poco más o menos, casi todo, y obras en que se requieren otros medios de expresión. El que Hamlet deba su forma perfecta a la poesía de la escenificación, no disminuye ni la importancia ni la belleza del poema. Tampoco hay, por un lado, un teatro psicológico, y por otro un teatro más o menos preocupado del alma: el fantasma de Elsinor impregna la tragedia más psicológica e incluso la más intelectual de Shakespeare. Un drama no es menos psicológico porque un hombre choque contra un poder que actúa sobre él desde el exterior. Cuando H.R.Lenormand cuenta la posesión del europeo por África, ésta debe ser para nuestros ojos y para todo nuestro cuerpo "el cuadrado de fuego en el vientre de la tierra", de que habla Claudel; es también el demonio que despierta en las raíces íntimas del ser un mundo de impulsos, de sugestiones, de perversiones. Los dos tipos de exteriorización no son, de ningún modo, incompatibles; pueden coexistir en la presentación de una misma obra. El teatro, como expresión de una voluntad que actúa, sigue simplemente las dos direcciones de una voluntad que desea. Henri Gouhier: La esencia del teatro, Ediciones del Carro de Tepsis, Buenos Aires, pp. 19-23, 28-41.
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JOHN HOWARD LAWSON LA ESTRUCTURA DRAMÁTICA El estudio de la historia de la teoría y la técnica del drama indica que el enfoque del dramaturgo a la situación y al carácter, está determinado por las ideas que prevalecen en la clase y época del dramaturgo. Estas ideas representan un largo proceso de desarrollo cultural; las maneras de pensar heredadas de generaciones anteriores pasan por un cambio y adaptación constantes, y reflejan la dinámica de las fuerzas económicas y de las relaciones de clase. La forma que el dramaturgo utiliza, es también producto de una evolución histórica. La tradición teatral europea tiene su origen en Grecia: cuando el primer actor, Tespis, apareció en el siglo VI a.n.e., respondiendo a los fragmentos del coro durante los antiguos ritos celebrados en honor a Dionisio, el drama surgió como representación de un relato en pantomima y diálogo. Con el desarrollo de la estructura de la obra teatral, se hizo posible formular leyes para la técnica. Se hacía ya evidente en el teatro ático que el drama trataba sobre las acciones de hombres y mujeres, y que el sistema de acontecimientos debe tener cierto tipo de diseño o de unidad. Los dos principios generales que rigen la acción como un cambio de fortuna, y como una unidad estructural que completa la acción y defina sus límites, fueron establecidos por Aristóteles. Estos principios se olvidaron en la Europa medieval, porque el drama dejó de existir como imitación planeada y actuada de una acción, y el lugar que ocupaba fue sustituido por festivales campestres, ceremonias religiosas y trovadores, formas éstas de comunicación dramática, pero que carecían de estructura que pudiera llamarse dramática en el sentido aristotélico propiamente dicho. La reaparición renacentista de la obra teatral como relato actuado coincidió con el redescubrimiento de Aristóteles y la aceptación de sus teorías. Sin embargo, el teatro de Shakespeare, Lope de Vega y Calderón tenían un radio de acción y una libertad de movimiento que trascendía la fórmula aristotélica. El drama reflejaba el despertar de una nueva fe en el poder de la ciencia y la razón, y en la voluntad creadora del hombre. El desarrollo de la sociedad capitalista trajo un énfasis creciente en la personalidad, y en los derechos y obligaciones del individuo dentro de un sistema social relativamente fluido y un proceso de expansión. El drama centró su atención en el conflicto psicológico, en la lucha de hombres y mujeres por cumplir sus destinos, por realizar sus aspiraciones y deseos conscientes. El teatro del siglo pasado se caracterizó, como obserbara Brunetière en 1894, por un debilitamiento, relajamiento, desintegración de la voluntad. A pesar de que el teatro independiente a la vuelta del siglo trajo una madurez y una conciencia social mayores en la escena europea y norteamericana, no recuperó el secreto de la voluntad creadora. No estamos intentando definir leyes abstractas y eternas de la construcción dramática. Nos preocupan aquellos principios que son aplicables al teatro de nuestra época y que arrojan luz sobre las relaciones entre las formas contemporáneas y la tradición en la cual éstas se han originado. Por lo tanto, comenzaremos por una definición de la naturaleza del drama según su desarrollo en la época moderna. Su característica esencial e insoslayable es la de presentar un conflicto de la voluntad. Pero esta afirmación es demasiado general como para tener algún significado preciso en cuanto se refiere a la estructura dramática. El primer capítulo procura suministrar una definición más específica de la ley del conflicto, considerando la conciencia y la fuerza de voluntad como factores que contribuyen a crear el movimiento dramático y que conducen la acción hacia un clímax significativo. ¿Qué queremos decir, entonces, cuando nos referimos a la acción? Esta cuestión se plantea en el segundo capítulo. En cierto sentido, cualquier acontecimiento puede ser descrito como acción: una pelea de boxeo, un grupo de hombres en manifestación, el funcionamiento de una máquina de remachar, una guerra mundial, una anciana que se cae de un tranvía, el nacimiento de quíntuples. Es obvio que estas cosas, en estado bruto y desorganizado, no constituyen una acción dramática que cumpla los requisitos de una efectiva presentación escénica. Si restringimos el término a los acontecimientos que ocurran dentro del marco de una obra teatral, nos encontramos todavía con que la palabra incluye un desconcertante conjunto de incidentes: todo lo que ocurre en escena, entradas y salidas, gestos y movimientos, detalles de diálogo y situación, pueden ser clarificados como acción. Tenemos que descubrir la cualidad funcional o estructural de la acción dramática. Encontramos esta cualidad en la progresión que lleva la acción hacia un clímax. La acción estalla a lo largo de una serie de crisis ascendentes. La preparación y consecución de estas crisis, que mantienen la obra en movimiento continuo hacia una meta determinada, es lo que nosotros denominamos acción dramática.
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Habiendo arribado a este punto, se hace evidente que no podemos proseguir sin pasar a hacer un análisis de la estructura global de la obra dramática. El examen del conflicto y de la acción tendrá sólo un sentido limitado mientras se relacione con escenas y situaciones. Todavía nos estamos refiriendo a una meta o crisis hacia la cual la obra se dirige. ¿Pero cuál es esta meta y qué relación tiene con los acontecimientos que conducen a ella? Nos vemos obligados a volver al problema aristotélico de la unidad. ¿Qué es lo que le da cohesión al sistema de acontecimientos? ¿Qué es lo que lo hace completo y orgánico? El tercer capítulo, “La unidad en función del clímax”, señala el punto apical hacia el cual hemos estado avanzando a lo largo de nuestro recorrido por la historia y le técnica teatrales. El clímax de una obra –puesto que es el punto en que la lucha de la voluntad consciente para lograr sus fines alcanza su máxima intensidad y dimensión-- es la clave de la unidad de la obra. Es la base misma de la acción, y determina el valor y el significado de los acontecimientos que le han precedido. De faltarle al clímax fuerza e inevitabilidad, la progresión habrá de ser débil y confusa porque carece de una meta; no hay prueba final que lleve el conflicto a una solución. Los otros dos capítulos tratan del método del dramaturgo en cuanto a selección y organización de la secuencia de acontecimientos que conducen al clímax. Aquí empezamos a relacionar más íntimamente la forma dramática con la filosofía social sobre la cual se basa. La acción-base expresa las convicciones del dramaturgo acerca del destino social del hombre, del dominio que el individuo ejerce sobre su suerte o su incompetencia para enfrentarse a “los golpes y dardos de la insultante fortuna”. La acción que precede al clímax, es una exploración de las causas que extrañan juicios sociales y sicológicos. La exploración de las causas lleva al dramaturgo más allá del área que abarca la estructura de la obra. Las vidas de los personajes no se circunscriben a los acontecimientos que tienen lugar a la vista de los espectadores. Esta gente tiene su historia. La sala que se abre frente a las candilejas es parte de un edificio, que está en una cierta calle o en un lugar campestre, con su paisaje o su ciudad; una urdimbre mayor de gentes y de acontecimientos, un mundo que late en torno a ellos. Podemos decir que esta prolongación de la acción escénica todos la imaginan, la dan por descontada. Pero las obras más efectivas son aquellas en que el ámbito exterior, el sistema de acontecimientos no contemplado por el público en la escena, ha sido ricamente explorado y plasmado. En tales obras, los personajes poseen la dimensión misma de la realidad; poseen vida propia, brotan de un ámbito que nos es posible sentir y comprender. Por lo tanto, es necesario referirnos al proceso de selección en relación con dos aspectos: el cuarto capítulo estudia este proceso a partir de la acción escénica, el quinto capítulo analiza al ámbito mayor dentro del cual la acción propiamente dicha de la obra, está inserta, y del cual deriva su realidad más profunda. LA LEY DEL CONFLICTO Ya que el drama trata de las relaciones sociales, un conflicto dramático debe ser un conflicto social. Podemos imaginarnos una lucha dramática entre un hombre y otros hombres, o entre un hombre y su medio, incluyendo las fuerzas sociales y las de la naturaleza. Pero es difícil imaginarnos una obra teatral en la cual las fuerzas de la naturaleza luchan entre sí. El conflicto dramático presupone el ejercicio de la voluntad consciente. Un conflicto carente de voluntad consciente es completamente subjetivo u objetivo; como dicho conflicto no tendría que ver con la conducta del hombre en relación con otros hombres o su medio, no sería un conflicto social. La definición siguiente puede servir de base a la discusión. El carácter esencial del drama es el conflicto social en el cual se ejerce la voluntad consciente: unas personas luchan con otras, individuos contra grupos, grupos contra grupos, o individuos o grupos contra fuerzas sociales o naturales. La primera impresión que causa esta definición es que aún es muy amplia para ser de algún valor práctico: una pelea de boxeo es un conflicto entre dos personas, que tiene cualidades dramáticas y un ligero, pero apreciable, significado social. Una guerra mundial es un conflicto entre unos grupos y otros grupos, que posee profundas implicaciones sociales. Una pelea de boxeo o una guerra mundial puede suministrar el tema para un conflicto dramático. Esto no es sólo una cuestión de compresión o selección, aunque la compresión y la selección son evidentemente necesarias. El elemento dramático (que trasforma el material potencial de una pelea de boxeo o una guerra en el drama en sí) parece encontrarse en la manera en la cual se proyectan las expectaciones y motivos de las personas o grupos. Esto no es una cuestión que sólo concierne al ejercicio, de la voluntad consciente; incluye la clase y el grado de voluntad consciente ejercida. Brunetière nos dice que la voluntad consciente debe ser dirigida hacia un objetivo específico: compara la novela de Lesage, Gil Blas, con la obra teatral Las bodas de Fígaro, la cual Beaumarchais basó en la novela. Gil Blas, como todos los demás, quiere vivir, y si es posible, vivir agradablemente. Esto no es lo que llamamos tener voluntad. Pero Fígaro quiere lograr una cosa definida: impedir que el conde Almaviva ejerza sobre Susana el privilegio señorial. Al fin tiene éxito, y admito, ya que se ha dicho con anterioridad, que no es
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exactamente a través de los medios que él había seleccionado, la mayoría de los cuales se vuelven contra él; pero aun así, su voluntad siempre se ha encaminado hacia lo que quería. No ha cesado de idear medios para lograrlo, y cuando estos medios han fracasado, no ha cesado de inventar otros nuevos.
William Archer se opone a la teoría de Brunetière alegando que, “aunque describe el tema de muchos dramas, no plantea ninguna verdadera diferencia, ninguna característica común a todo buen drama, y que ninguna otra forma de ficción posea”. La objeción de Archer parece estar dirigida principalmente contra la idea de la volición específica: Menciona un número de obras en las cuales él estima que no existe ningún conflicto de voluntad genuino. Sostiene que Edipo y Espectros no están incluidos dentro de los límites de la fórmula de Brunetière. Evidentemente, Archer quiere decir que el choque de voluntades entre personas no está suficientemente definido en estos dramas. Dice: “Nadie puede decir que la escena del balcón en Romeo y Julieta o que la escena de ‘Galeoto fu il libro’ en la obra Paolo y Francesca, de Stephen Phillips, no son dramáticas; sin embargo, el objeto de estas escenas no es un choque, sino una concordancia estática de voluntades.” Esto confunde un conflicto entre personas con un conflicto en el cual se ha establecido un objetivo consciente y definido en contraposición a otras personas o fuerzas sociales. Resulta obvio que el “choque de voluntades” en la escena del balcón de Romero y Julieta, no es entre dos personas en escena. Sería absurdo sugerir que el dramaturgo limitara arbitrariamente su arte a la presentación de querellas personales. Brunetière nunca plantea que tal oposición directa es necesaria. Al contrario, nos dice que el teatro muestra “el desarrollo de la voluntad humana, que acomete los obstáculos opuestos a ella por el destino, la fortuna o las circunstancias”. Y de nuevo dice: “Esto es lo que pudiera llamarse voluntad, fijar una meta y dirigir todo hacia ella, tratar de que todo concuerde con ella.” ¿Puede existir alguna duda en cuanto a que Romeo y Julieta estén fijando un objetivo y tratando de “que todo concuerde con él”? Saben exactamente lo que quieren, y están conscientes de las dificultades con las cuales tropezarán. Esto es igualmente cierto en los trágicos amantes de Paolo y Francesca. La utilización de Archer de Edipo y Espectros como ejemplos, es de considerable interés, porque muestra la tendencia de su pensamiento. Dice que Edipo “no lucha en lo absoluto. Sus luchas (en lo que esta palabra puede aplicarse a sus desacertados esfuerzos por librarse de las onerosas tareas que le impone el destino) son cosas del pasado; en el transcurso real de la tragedia simplemente se retuerce bajo las revelaciones sucesivas de errores pasados y crímenes involuntarios”. El reparo que hace Archer a esta ley del conflicto va más allá de la cuestión de actos específicos de volición: aunque repudia tomar en cuenta las implicaciones filosóficas de la teoría, su propio punto de vista es esencialmente metafísico; acepta la idea de una necesidad absoluta que niega y paraliza la voluntad. Archer descuida un importante rasgo técnico de Edipo y Espectros. Ambas obras emplean la técnica de comenzar con una crisis. Esto necesariamente significa que una gran parte de la acción es retrospectiva. Pero no quiere decir que la acción es pasiva en su visión retrospectiva ni en la actividad crucial incluida en la estructura de la obra. Edipo constituye una serie de actos conscientes, dirigidos hacia fines bien definidos: los actos de hombres y mujeres de férrea voluntad determinados a impedir un peligro amenazante. Sus actos conducen directamente hacia un objetivo que están tratando de esquivar; uno no puede concluir que el ejercicio de la voluntad consciente presupone que la voluntad logra su propósito. Verdaderamente la intensidad y el significado del conflicto se halla en la falta de identificación entre el objetivo y el resultado, entre el propósito y la realización. Edipo no es de ningún modo una víctima pasiva. Al principio de la obra se da cuenta de que existe un problema y conscientemente trata de resolverlo. Esto lo conduce a un violento conflicto de voluntad con Creonte. Luego Yocasta comprende a donde va a conducir la búsqueda de Edipo; se enfrenta a un terrible conflicto interno; trata de prevenir a Edipo, pero éste rehúsa abandonar el sendero trazado por su voluntad; venga lo que venga, debe averiguar su origen. Cuando Edipo confronta la insoportable verdad, comete un acto consciente: se ciega; e incluso en la escena final con sus dos hijas, Antígona e Ismena, todavía se sigue enfrentando al significado de los acontecimientos que lo han vencido, y toma en consideración el futuro: el efecto de sus propios actos sobre sus hijas, la medida de su propia responsabilidad. Ya he dicho que Espectros es el estudio más vital de lbsen sobre la responsabilidad social y personal. La vida de la señora Alving es una larga lucha consciente por, controlar el medio. Oswaldo no acepta su destino; se opone a él con toda la fuerza de su voluntad. El final de la obra muestra a la señora Alving enfrentándose a una terrible decisión, una decisión que conduce su voluntad a un punto crítico: debe decidir si matar o no a su propio hijo que se ha vuelto loco. ¿Cómo sería Espectros si fuera, (como sostiene Archer) una obra sin una lucha consciente de voluntades? Es muy difícil concebir la obra de esta forma: los únicos acontecimientos que quedarían parcialmente sin cambiar, serían la locura de Oswaldo y el incendio del orfanato. Pero no habría acción
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alguna que condujera a estas situaciones. Y hasta el grito de Oswaldo, “dame el sol”, sería por necesidad omitido, ya que expresa voluntad consciente, el orfanato nunca hubiera sido construido. Aunque Archer niega que el conflicto está invariablemente presente en el drama, no coincide con la teoría de Maeterlinck que niega la acción y halla fuerza dramática en un hombre que “se somete cabizbajo a la presencia de su espíritu y su destino”. Archer sabe bien que el teatro debe enfrentarse a situaciones que afectan las vidas y emociones de seres humanos. Ya que no aprueba la idea de un conflicto de voluntad, sugiere que la palabra crisis es más universalmente característica de la representación dramática. “El drama –dice-- puede ser llamado el arte de las crisis, como la ficción, el arte de los desarrollos graduales”. Aunque ésta no es una definición que lo incluya todo, no puede negarse que la idea de crisis añade algo muy pertinente a nuestro concepto del conflicto dramático. Uno puede imaginar fácilmente un conflicto que no alcanza una crisis; en nuestra vida diaria tomamos parte continuamente en tales conflictos. Una lucha que no logra alcanzar una crisis, no es dramática. Sin embargo, no podemos estar satisfechos con la declaración de Archer de que “la esencia del drama es la crisis”. Un terremoto es una crisis, pero su significado dramático se halla en las reacciones y actos de los seres humanos. Si Espectros consistiera sólo en la locura de Oswaldo y el incendio del orfanato, incluiría dos crisis, pero no voluntad consciente ni preparación. Cuando los seres humanos son involucrados en acontecimientos que conducen a una crisis, no se quedan parados sin hacer nada, mientras contemplan el clímax que se aproxima. Los seres humanos tratan de moldear los acontecimientos en provecho propio, de librarse de dificultades que son previstas parcialmente. La actividad de la voluntad consciente, al buscar una salida, crea las propias condiciones que precipitan la crisis. Henry Arthur Jones, cuando analiza los puntos de vista de Brunetière y Archer, trata de combinarlos al definir una obra teatral como “una sucesión de suspensos y crisis, o como una sucesión de conflictos inminentes y conflictos en pleno desarrollo, impulsados por clímax ascendentes y acelerados desde el comienzo hasta el final dentro de un esquema interrelacionado” Ésta es una definición muy sugerente. Pero es una definición de construcción dramática más que de principio dramático. Nos dice mucho sobre la construcción, particularmente en la mención de “clímax ascendente y acelerado”. Pero no menciona la voluntad consciente y, consecuentemente, arroja muy poca luz sobre el factor sicológico que da al clímax su significado social y emocional. El significado de las situaciones se encuentra en el grado y clase de voluntad consciente ejercida, y en cómo ésta funciona; la crisis, la explosión dramática, se crea mediante una ruptura entre el objetivo y el resultado; en otras palabras, mediante un cambio de equilibrio entre la fuerza de voluntad y la fuerza de la necesidad social. Una crisis es el punto en el cual el balance de fuerzas es tan tenso que a veces se quiebra, y causa así una nueva alineación de fuerzas, un nuevo esquema de relaciones. La voluntad creadora del drama se dirige hacia un objetivo específico. Pero el objetivo que selecciona debe ser suficientemente realista para hacer posible que la voluntad tenga algún efecto sobre la realidad. Nosotros, como público, debemos ser capaces de comprender el objetivo y la posibilidad de su culminación. El tipo de voluntad que se ejerce, debe surgir de una conciencia de realidad que corresponda a la nuestra. Éste es un factor variable, que puede ser determinado exactamente por un análisis del punto de vista social del público, Pero no sólo estamos interesados en la conciencia de la voluntad, sino también en la fuerza de la voluntad. El ejercicio de la voluntad debe ser suficientemente riguroso como para sostener y desarrollar el conflicto hasta llegar a un desenlace. Un conflicto que no logre alcanzar una crisis, es un conflicto de voluntades débiles. En las tragedias griegas e isabelinas, el punto de máxima tensión es generalmente alcanzado con la muerte del héroe: es destruido por las fuerzas que se oponen a él, o se quita su propia vida en reconocimiento de su derrota. Brunetière concluye que la fuerza de la voluntad es la única prueba del valor dramático: “Un drama es superior a otro según la cantidad de voluntad ejercida sea mayor o menor, según la suerte sea menor y la necesidad, mayor.” Uno no puede aceptar esta formulación mecánica. En primer lugar, no hay modo de medir la cantidad de voluntad ejercida. En segundo lugar, la lucha es relativa y no absoluta. La necesidad es simplemente la totalidad del medio, y como hemos observado, es una cantidad variable, dependiente de conceptos sociales. Esto es una cuestión de calidad como de cantidad. Nuestro concepto sobre la calidad de la voluntad y la calidad de las fuerzas a las cuales se opone, determina nuestro reconocimiento de la profundidad y extensión del conflicto. El arte dramático más elevado no se logra oponiendo la voluntad más gigantesca contra la necesidad más absoluta. La lucha agonizante de una voluntad débil, que busca un ajuste a un medio inhospitalario, puede contener elementos de un drama conmovedor. Pero por muy débil que pueda ser la voluntad, puede ser suficientemente fuerte como para sostener el conflicto. El drama no puede ocuparse de personas cuyas voluntades estén atrofiadas, que sean incapaces de tomar decisiones que tengan al menos un significado, que no adopten actitudes conscientes en cuanto a los acontecimientos, que no se esfuercen por controlar su medio. El grado preciso de fuerza de
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voluntad requerida es la fuerza que se necesita para llevar la acción a su término, para crear un cambio de equilibrio entre el individuo y el medio. La definición con la cual comenzamos este capítulo, puede ser reexaminada y redactarse de la siguiente manera: El carácter esencial del drama es el conflicto social --personas contra otras personas, o individuos o grupos contra fuerzas sociales o naturales-- en el cual la voluntad consciente, ejercida para la realización de objetivos específicos y comprensibles, es suficientemente fuerte como para traer el conflicto a un punto de crisis. LA ACCIÓN DRAMÁTICA La definición con la cual termina el capítulo anterior sirve como punto de partida para tratar la acción. La crisis principal que conduce el conflicto dramático unificado a un punto culminante, no es la única crisis en la obra: el movimiento dramático prosigue con una serie de cambios en el equilibrio. Cualquier cambio en el equilibrio constituye una acción. La obra teatral es un sistema de acciones, un sistema de cambios menores y mayores en el equilibrio. El clímax de la obra es la máxima alteración en el equilibrio que puede tener lugar bajo las condiciones dadas. Al examina a Aristóteles, notamos la importancia del tratamiento que le da a la acción, no como una cualidad de la construcción, sino como la esencia de la construcción, el principio unificador que se encuentra en el centro mismo de la obra. Hasta ahora no hemos desarrollado este punto; hemos examinado las fuerzas creadoras del conflicto dramático; pero no hemos demostrado de qué manera estas fuerzas toman una forma definitiva: la afirmación de que una obra teatral es un sistema de acciones que conduce a un cambio mayor de equilibrio, es una generalización, pero nos da una pista muy ligera de la estructura del sistema; no nos muestra cómo se determina el comienzo, el medio y el final del sistema. En este sentido, el problema de la acción es el problema total de la construcción dramática y no puede considerarse cómo una cuestión separada. Sin embargo, resulta útil analizar el significado de la acción como cualidad. Esto es importante porque es él único aspecto del problema que se tiene en cuenta en los estudios técnicos del drama. Se nos dice que un fragmento de diálogo, una escena o una obra teatral completa posee la cualidad de acción, o carece de ella. Ya que generalmente se admite que esta cualidad es esencial al drama, ésta debe estar estrechamente relacionada con el principio de acción que unifica toda la estructura. Este capítulo trata sólo la acción como una cualidad que da impacto, vida y color a ciertas escenas. Saint John Ervine dice: “Un dramaturgo, cuando habla de acción, no quiere decir con ello bullicio o sólo movimiento físico: quiere significar desarrollo y crecimiento.” Ervine se lamenta de que las personas tardan en comprender esto: “Cuando se les habla de acción, inmediatamente se imaginan que uno quiere decir hacer cosas.” No puede haber duda alguna de que acción implica “desarrollo y crecimiento”, pero uno puede estar de acuerdo con aquellos que se aferran a la idea de que la acción significa hacer cosas. Si la voluntad consciente no motiva a las personas a hacer cosas, ¿de qué modo puede manifestarse? El desarrollo y el crecimiento no pueden ser resultado de la inactividad. George Pierce Baker dice que la acción puede ser física o mental con tal de que cree una respuesta emocional. Esto es de muy poco valor a no ser que sepamos qué es lo que constituye una respuesta emocional. Ya que lo que nos mueve en cualquier acción, es el espectáculo de un cambio de equilibrio entre el individuo y el medio, no podemos hablar de cualquier acción como exclusivamente mental o exclusivamente física; el cambio debe afectar la mente del individuo tanto como la realidad objetiva con la cual está en contacto. Dicho cambio no implica necesariamente bullicio o violencia, pero sí debe implicar hacer algo, porque si nada se hace, el equilibrio permanecería estático. Es más, el cambio de equilibrio no ocurre mecánicamente en un punto determinado; es un proceso que incluye la expectación de cambio, el intento de realizar un cambio, así como el propio cambio. ¿Cómo aplicamos este principio a una escena específica o grupo de escenas? Brunetière define la acción volviendo a su punto de partida: el ejercicio de la voluntad consciente. Dice que el uso de la voluntad consciente sirve para “diferenciar la acción del movimiento o la agitación”. Pero esto es un círculo vicioso. La voluntad consciente es un punto de referencia necesario al estudiar la acción, pero no puede ser confundido con la acción misma. Examinamos la voluntad consciente para descubrir el origen y validez de la acción. Pero ni vemos ni oímos la voluntad consciente. Lo que vemos y oímos es un acontecimiento físico, que debe ser definido en términos de oír y ver. Brunetière explica lo que él entiende por acción --que se diferencia del movimiento o agitación-mediante un ejemplo que no es nada convincente. “Cuando dos hombres, desde posiciones opuestas, se interesan en un asunto vital para ambos, tenemos una contienda, u obra teatral, interesante, excitante y absorbente.” Creo que todos hemos visto a estos dos hombres a los cuales se refiere Brunetière.
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Frecuentemente se ven en la vida y a menudo también los encontramos detrás de las candilejas, los cuales “desde posiciones opuestas se interesan en un asunto vital para ambos”. Por lo tanto, suponer que hay “una contienda u obra teatral”, es ser optimista. Un debate no es una acción, por muy consciente y dispuestos que sean los participantes. Es igualmente obvio que una gran conmoción pueda provocar una cantidad ínfima de acción. Una obra puede que contenga un duelo en cada escena, una batalla campal en cada acto... y los espectadores estar rendidos de sueño o sólo despiertos por la bulla. Empecemos por diferenciar acción (movimiento dramático) de actividad (con lo que queremos decir movimiento general). La acción es una especie de actividad, una forma de movimiento en general. La efectividad de la acción de depende de lo que hace la gente, sino del significado de lo que hace. Sabemos que la raíz de este significado se encuentra en la voluntad consciente. Pero, ¿cómo se expresa el significado en el movimiento dramático? ¿Cómo hemos de juzgar su relación objetiva? ¿Es posible que un significado profundo pueda ser expresado en el diálogo de dos personas sentadas una frente a la otra y que no se muevan durante una escena importante? El soliloquio de Hamlet, “Ser o no ser”, es dramáticamente efectivo. ¿Es acción? ¿O debe ser criticado como un elemento estático en el desarrollo de la obra? La acción puede estar limitada a un mínimo de actividad física. Pero debe notarse que este mínimo, por reducido que sea, determina el significado de la acción. La actividad física siempre está presente. El estar sentado en una silla implica el acto de sentarse, el empleo de cierto esfuerzo muscular para mantener la posición. Hablar implica el acto de hablar, el uso de los músculos de la garganta, el movimiento de los labios, etc. Si se trata de un conflicto intenso, el solo hecho de sentarse o hablar implicará un esfuerzo físico proporcionalmente mayor. El problema de la acción es el problema de encontrar la actividad característica y necesaria. Debe abarcar movimiento físico (por reducido que sea) de alguna clase y éste debe poder trasmitir un cierto grado de expresión. En cuanto a esto, un estudio del arte de la actuación será de gran valor para el dramaturgo. Los métodos de Stanislavski y de Vakhtangov, a pesar de sus limitaciones, son de inmenso valor para el actor, ya que lo ayudan a encontrar la actividad física exacta que expresa la dirección emocional, los hábitos, los propósitos y los deseos de los personajes. El actor trata de crear el personaje en término de movimiento significativo y vital. El problema dramaturgo es similar: debe encontrar una acción que intensifique y agudice el conflicto de voluntad. De esta manera, dos personas frente a frente, sin moverse y hablando pausadamente, pueden ofrecer el grado exacto de actividad en una determinada escena. Pero lo importante en la escena no es la pequeña actividad de movimiento, sino su cualidad: el grado de tensión muscular, de expresividad. Aunque la escena aparentemente permanece estática, su elemento estático es negativo. El elemento positivo es el movimiento. ¿Qué puede decirse entonces con respecto al diálogo? El diálogo es también una forma de acción. El diálogo que sea abstracto o que trate de ideas o sentimientos generales, no es dramático. El diálogo es válido sólo cuando describe o expresa alguna acción. La acción proyectada por la palabra hablada, puede ser retrospectiva, o potencial, no puede solamente acompañar al diálogo. Pero la única prueba del diálogo consiste en lo concreto que sea, en su impacto físico, y en la cualidad de la tensión que proporciona. La idea de que el diálogo puede revelar simplemente un estado mental, es ilógica: el acto de hablar objetiviza el estado mental. Mientras la acción permanezca en la mente, los espectadores no saben nada de ella. En cuanto el personaje habla, el elemento de la actividad física y el propósito están presentes. Si el diálogo es oscuro y no es concreto, solamente sacaremos una impresión vaga de conciencia y de propósito y, por lo tanto, será un diálogo pobre. Sin embargo nos preguntamos: ¿por qué es que habla este hombre? ¿Qué es lo que desea? Aunque él nos asegure que su condición mental es completamente pasiva, no podemos creerlo: nosotros todavía no deseamos saber por qué está hablando y qué es lo que espera obtener con su conversación. Existe también otra característica importante de la acción: se puede llamar fluidez. Es evidente que la acción, por su propia naturaleza, no puede ser estática. Sin embargo, si la actividad se repite, o si su conexión con alguna otra actividad es omitida, nos puede dar la impresión de ser estática. La acción (en contra-posición a la actividad) debe estar en proceso de realizarse, así es que debe brotar de otra acción, y conducir a otra diferente. Cada cambio de equilibrio implica cambios de equilibrio anteriores y venideros. Esto también significa que debe considerarse el tiempo dedicado a cada acción, el tiempo que resulta necesario en relación con la cantidad de actividad. La situación en la cual dos personas están sentadas una frente a la otra y están habiendo tranquilamente, puede ahora considerarse a la luz de varias preguntas definidas: ¿Están meramente sentadas? ¿O el hecho de estar sentadas denota una cierta etapa del conflicto? ¿Es que el hecho de estar sentadas implica un cambio en las relaciones entre ellas o en las relaciones entre ellas y su medio? ¿Están
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sentadas por temor a moverse? ¿O es que el hecho de estar sentadas le proporciona a alguna de ellas cierta ventaja en una contienda? ¿El hecho de estar sentada implica que una tiene como propósito exasperar, amedrentar o molestar a la otra? ¿O es que las dos están esperando noticias, o algún acontecimiento, y es por eso que se sientan para consolarse o fortalecerse una a la otra? La pregunta más seria en relación con esta escena, es una que solamente puede ser contestada si estudiamos su progresión en conexión con las escenas que preceden y siguen, y en conexión con la obra en su totalidad. La escena, en las varias formas en que ha sido descrita, contiene la expectación de un cambio de equilibrio. Si dos personas se sientan una frente a la otra porque tienen miedo de moverse, o porque desean exasperar o amedrentar a la otra persona, o porque están esperando alguna noticia, el elemento de tensión está presente, sin duda alguna. Pero debemos preguntarnos si esta tensión conduce a algo. La escena debe lograr realmente un cambio en el equilibrio, tanto con relación a escenas previas y venideras como con relación al movimiento dentro de la escena en sí misma. Si la escena no produce tal cambio, la tensión es falsa y, por consiguiente, falta el elemento de la acción. La progresión requiere movimiento físico; pero también se encuentra en el movimiento del diálogo, en la extensión y desarrollo de la acción a través de la palabra. El soliloquio de Hamlet puede ser considerado bajo este aspecto. Su discurso expresa un cambio inminente en el equilibrio, ya que él está decidiendo si debe o no suicidarse. Esto representa una nueva fase en la lucha de Hamlet, y conduce inmediatamente a otra fase, ya que el soliloquio es interrumpido cuando se encuentra con Ofelia. El lenguaje hace el conflicto objetivo, y proyecta el problema en imágenes bien definidas. La actividad física expresa la tensión: un hombre solitario en el escenario se enfrenta a la muerte. Pero la soledad fluye rápidamente de una acción a otra. Si la acción del soliloquio se mantuviera por largo rato, ésta se tornaría estática. Nótese la posición en que se encuentra el soliloquio del suicidio, Está precedido por la escena en la que el rey y Polonio planean que Ofelia, accidentalmente, se encuentre con Hamlet, para que los enemigos de éste puedan espiar a sus espaldas: está seguida por una escena muy emotiva entre Ofelia y Hamlet, en la cual él se da cuenta de que ella lo está traicionando. “¿Sois honesta? (...) ¿Sois hermosa? (...) ¡Vete a un convento! ¿Para qué quieres ser madre pecadores?” A menudo se habla de Hamlet como de una obra subjetiva. La voluntad de Hamlet flaquea y encuentra difícil ejecutar las tareas que le son impuestas. Pero su tentativa de ajustarse al mundo en que vive, se presenta en términos vigorosamente objetivos: sabe que no puede confiar en sus amigos, Rosencrantz y Guildenstern, que incluso la mujer que ama lo engaña. Así es que desesperadamente acomete otra fase del problema, sondear la verdad con relación a su madre y su tío, probar una y otra vez el hecho que lo tortura. Esto se dramatiza en la violenta actividad de la obra representada dentro de la obra en sí. Entonces, después de saber la verdad sin lugar a dudas, se ve forzado a encarar las insoportables implicaciones de la verdad en la escena con su madre. Aquí también la actividad objetiva acompaña al conflicto mental: Hamlet mata a Polonio y luego compara el retrato de su padre muerto con el retrato de su tío vivo; el fantasma entra a prevenir a Hamlet de su “embotada resolución”, a aconsejarlo para que trate de comprender mejor a su madre: “Interponte en la lucha que sostiene con su alma.” Esta frase es un ejemplo extremadamente pertinente de la acción-diálogo. Nos presenta una imagen, no de alguien que siente, sino de alguien que hace algo. Acción dramática es actividad combinada con movimiento físico y diálogo; incluye la expectación y logro de un cambio en el equilibrio que es parte de una serie de tales cambios. El movimiento hacia el cambio de equilibrio puede ser gradual, pero el proceso de cambio debe efectuarse. La falsa expectación y preparación no son acciones dramáticas. La acción puede ser compleja o simple, pero todas sus partes deben ser objetivas, progresivas y significativas. Esta definición es verdadera en cuanto a todo lo que se ha hablado. Pero no podemos pretender que esté completa. La dificultad se encuentra en las palabras “progresiva” y “significativa”. La progresión tiene que ver con la estructura y la significación tiene que ver con el tema. Ninguno de los dos problemas puede ser solucionado hasta que encontremos el principio unificador que le dé a la obra el sentido de totalidad, que combine una serie de acciones en una sola acción que sea orgánica e indivisible. LA UNIDAD EN FUNCIÓN DEL CLÍMAX “No es una cuestión fácil –escribió Corneille en 1660-- poder determinar lo que en realidad es la unidad de acción.” Corneille prosiguió: “El poeta debe tratar su material de acuerdo con “lo probable” y “lo necesario”. Esto es lo que dice Aristóteles, y todos sus comentadores repiten las palabras que les parecen tan claras e inteligibles que no hay uno de ellos que se haya dignado más que el mismo Aristóteles a decirnos qué cosa es lo “probable” y qué lo “necesario”. Esto indica tanto el alcance del problema como la dirección en la que debemos buscar la solución. Al seleccionar un tema, el dramaturgo se guía por su concepto de lo probable y lo necesario; la determinación
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de lograr un fin probable despierta la voluntad consciente; la “férrea armazón de la realidad” establece un límite necesario a la acción de la voluntad. Aristóteles hablo simplemente de “principio, medio y fin”. Se ve claramente que una obra que comienza al azar y concluye porque han transcurrido dos horas y media, no es una obra de teatro. La necesidad de instrumentar el concepto social de constituye el tema, impone el principio y el fin, así como el ordenamiento de las partes en un sistema relacionado. El principio general de que la unidad de acción es idéntica a la unidad de tema, es indiscutible. Pero esto no soluciona el problema, porque el concepto de la unidad temática es tan abstracto como el concepto de la unidad de acción. En la práctica, la verdadera unidad debe ser una síntesis del tema y de la acción, y debemos averiguar cómo es que se logra esta combinación. Muchos dramaturgos prácticos piensan que la construcción es una cuestión de aplicar astutamente una fórmula sencilla: Frank Craven (tal como lo cita Arthur Edwin Krows) sugiere: “Métalos en un enredo y sáquelos de él.” Emile Augier aconseja al dramaturgo así: “Hágalos llorar suavemente en el quinto acto y salpique los demás con un poco de agudeza.” Bronson Howard habla del arte dramático como: “el arte de usar el sentido común con el estudio de las emociones ajenas y propias”. Lope de Vega, que publicó en 1609 El nuevo arte de hacer comedias en este tiempo, hizo un resumen breve, pero útil, de la construcción: En el acto primero ponga el caso, en el segundo enlace los sucesos de suerte que hasta el medio del tercero apenas juzgue nadie en lo que para. De acuerdo con Dumas hijo, “antes que el dramaturgo cree cualquier situación, debe hacerse tres preguntas. Si me hallara en esta situación: ¿Qué haría yo? ¿Qué haría otra gente? ¿Qué debiera hacerse? El autor que no se sienta dispuesto a hacer este análisis, debe renunciar al teatro, pues nunca se convertirá en un dramaturgo.” Éste es un consejo práctico y acertado y, por lo tanto, también posee una sólida base teórica. Estas tres preguntas son de importancia elemental, e incluyen el punto de vista del dramaturgo, la psicología de los personajes, y el significado social de la situación. Pero Dumas no le fija límites a las posibilidades de “¿qué debiera hacerse?” En relación con esto, se puede analizar una serie de situaciones difusas y desorganizadas desde el punto de vista social, Dumas no pregunta: ¿Cómo se creó la situación, en primer lugar? ¿Qué impulsó al dramaturgo a recordar o imaginar esta situación, y a seleccionarla como parte de su estructura dramática?, En esta pregunta --que abarca el proceso por el cual el tema es concebido y desarrollado en la mente del dramaturgo--, se encuentra la esencia de la unidad. Si nos volvemos a discusiones más teóricas de la técnica, encontramos que la cuestión del origen y desarrollo del tema se omite o se trata como un misterio. Al plantear su teoría de que “el drama puede llamarse el arte de las crisis”, Archer nos dice que “una escena dramática es una crisis (o clímax cuyo fin es preparar la situación para un clímax final que es el eje de la acción”. Una tensión sostenida y creciente cohesiona las escenas dramáticas. “Una gran parte del secreto de la arquitectura dramática se encuentra en una palabra; tensión, es decir, engendrar, mantener, suspender, aumentar y resolver un estado de tensión.” George Pierce Baker dice que el interés sostenido en una obra teatral depende de “claridad y énfasis acertado” y “una tercera cualidad esencial: movimiento (...) una intensificación progresiva del interés, un deseo apremiante de saber lo que pasará a continuación”. Y de nuevo nos dice: “Debe haber un buen movimiento dentro de la escena, el acto y hasta en la obra completa.” Freytag, con su acostumbrada grandilocuencia, describe la estructura dramática como la “efusión de la fuerza de voluntad, la realización de un hecho y su reacción sobre el espíritu, movimiento y contramovimiento, contienda y contracontienda, elevación y hundimiento, cohesión y desunión”. ¿Arroja esto alguna luz sobre lo que Aristóteles llamó “la unión estructural de las partes”? La tensión, la “intensificación progresiva del interés”, el “movimiento y contramovimiento”, son cualidades de la acción, pero no necesariamente implican una acción orgánica y completa en sí. Si Aristóteles está en lo cierto cuando expresa que la unidad de las partes debe ser tal, “que si una de ellas es desplazada o suprimida, el todo quedará desajustado y alterado”, debe existir alguna prueba definida de unidad, por la cual se pueda juzgar y descartar “una cosa cuya presencia o ausencia no produce ningún efecto”. A menudo se cree que la unidad puede lograrse mecánicamente por medio de la concentración física del material: la acción debe ser centrada sobre un individuo o estar estrecha mente asociada a un grupo de individuos, o sobre un solo incidente o un grupo muy limitado de incidentes. Pero intentos de este tipo traicionan su propio objetivo. Aristóteles esclarece esta cuestión con su lucidez acostumbrada: “Infinitamente variados son los incidentes en la vida de un hombre que no pueden ser reducidos a la unidad; y así también existen muchas acciones de un hombre de las cuales no podemos hacer una acción.” Tampoco el dramaturgo puede “hacer una acción”, limitando el ámbito del movimiento de la obra ni reduciendo su obra a “la vida de un hombre”. Muchas obras teatrales alcanzan la concentración temática
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más intensa al manipular un sinnúmero de acontecimientos y personajes. Por ejemplo, Los tejedores de Gerhart Hauptmann, introduce diferentes grupos de persona en cada acto. El tercer acto nos muestra un nuevo grupo de personajes en la hospedería de la aldea. El quinto acto nos lleva al taller del viejo tejedor Hilse, en Langen-Bielau y nos presenta a Hilse y su familia, ninguno de los cuales ha tomado parte en el desarrollo previo de la acción. Pero la obra produce el efecto de una construcción armoniosa y unida. Por otra parte, Both Your Houses, que presenta solamente una ligera anécdota, es innecesariamente difusa. La película rusa Tres cantos a Lenin abarca un vasto campo de actividad, incluyendo incidentes de la carrera de Lenin, el trabajo y la vida de las masas soviéticas, y el efecto causado por su muerte sobre la gente en todas las partes de la Unión Soviética. Y, sin embargo, esta película es compacta, clara, y ordenada en su construcción. La fuerza unificadora es la idea¸ pero una idea, por muy integral que sea, no es en sí dramática. Por medio de una transformación aparentemente milagrosa, la abstracción en la mente del dramaturgo cobra vida. Saint John Ervine dice que “una obra teatral debe ser un organismo vivo, tan vivo que cuando se le corte alguna parte, ¡el cuerpo sangre!” ¿Cómo se produce esta entidad viviente? ¿Le insufla el creador el aliento de la vida a su creación por medio de la intensidad de su propio sentimiento? Esta vida que posee la obra, ¿es más emocional que estructural? ¿O es el proceso creativo a la vez emocional y profundamente racional? En los trabajos críticos de Schlegel, hallamos la contradicción entre la teoría de la inspiración artística y la lógica profunda del proceso creador revelado en su forma más clara. Schlegel exigió “una unidad más profunda, más intrínseca y más misteriosa”. Tenía razón al decir que la unidad “surge de la actividad primaria de la mente humana”. Pero confundió la cuestión al añadir que “la idea del uno y el todo no es de ningún modo derivada de la experiencia”. ¿Cómo puede saberse o experimentarse algo, a no ser a través de la actividad primaria humana? Aunque declaró que la unidad se halla más allá del conocimiento racional, el mismo Schlegel tocó el punto esencial del problema y señaló el camino hacia un entendimiento preciso del modo en que la idea de la unidad dramática se deriva de la experiencia. La unidad de acción, dijo, “consistirá en su dirección hacia un solo fin; y a su totalidad pertenece todo lo que se halla entre la primera determinación y la ejecución del hecho (...) su comienzo absoluto es la aserción del libre albedrío, y el reconocimiento de la necesidad, su final absoluto”. Esto parece situar el ámbito de la acción dentro de límites definitivos: pero el comienzo absoluto y el final absoluto son sólo ficciones a no ser que seamos capaces de alcanzar un entendimiento práctico del significado de cómo el libre albedrío y la necesidad operan sobre la experiencia. En tanto estos conceptos permanezcan en un plano metafísico, los límites de lo probable y lo necesario serán los mismos que los del universo. Esta fue la dificultad que Schlegel no pudo vencer. Hemos visto que la relación entre el libre albedrío y la necesidad es un eternamente cambiante balance de fuerzas: esta continuidad de movimiento impide la idea de comienzos y finales absolutos; no podemos concebir una aserción de libre albedrío que sea genuinamente libre, esto sería una decisión no motivada en un campo desconocido de la experiencia. Cuando la voluntad se afirma en cierta dirección, la decisión está basada en la suma total de las necesidades que hemos experimentado anteriormente. Esto nos permite formar, más o menos, un cuadro correcto de las futuras probabilidades que gobiernan el curso de nuestra acción. Por tanto, los comienzos de una acción no son determinados sólo por la idea de que la voluntad debe ser afirmada; tanto el comienzo como el final de la acción están arraigados firmemente en la necesidad; el final constituye la prueba, la aceptación o repudio, de la idea o del concepto dé la necesidad que motivó el comienzo. Esto nos conduce a un concepto genuinamente orgánico de la unidad: el movimiento del drama no anda suelto entre los polos opuestos del libre albedrío y necesidad: la determinación de realizar un acto incluye la visualización de la apariencia que éste tendrá y de cuáles serán sus consecuencias cuando haya sido llevado a cabo: no existe dualismo de lo probable y lo necesario; probabilidad es lo que imaginamos que sea la necesidad antes que suceda. Así, pues, cada detalle de la acción está determinado por el final hacia el cual se mueve la acción. Pero este final no es más absoluto que el comienzo: no representa la necesidad en ninguna forma absoluta: por necesidad queremos decir las leyes que rigen la realidad; la realidad es fluida y no la podemos imaginar en ninguna forma absoluta. El clímax de la obra teatral, que es el punto de más alta tensión, da la expresión más completa de las leyes de la realidad según las concibe el dramaturgo. El clímax resuelve el conflicto por un cambio de equilibrio que crea un nuevo balance de fuerzas: la necesidad que hace inevitable este acontecimiento; es la necesidad del dramaturgo: expresa el significado social que lo condujo a inventar la acción.
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El clímax es la realización concreta del tema en términos de un acontecimiento. En un sentido práctico, para el dramaturgo esto significa que el clímax es el punto de referencia mediante el cual se puede determinar la validez de cada elemento de la estructura. A veces es, posible plantear el tema de una obra en una sola frase: por ejemplo, Wednesday’s Child, de Leopold Atlas, trata de los sufrimientos de un adolescente muy sensible cuyos padres están divorciados; ésta es una declaración adecuada del tema que constituye el motivo unificador del drama. Es evidente que cada escena de la obra contribuye al cuadro del sufrimiento del adolescente. La acción mantiene la unidad del tema, pero, ¿quiere esto decir que el movimiento de la obra esté urdido de forma tan compacta que cada episodio de la acción resulta inevitable, que la eliminación de cualquier parte causa la “desunión y alteración” del todo? No podemos responder a esta pregunta refiriéndonos a la trama de la obra o a su propósito: el mismo tema podría haber sido presentado por otro ordenamiento de incidentes. Uno podría inventar decenas, cientos o miles de incidentes, que tuvieran una relación directa con los sufrimientos de un adolescente sensible de padres divorciados. Si examinarnos el clímax de Wednesday’s Child, hallamos un modo adecuado para probar el desarrollo de la obra: ya no hacemos preguntas vagas sobre el tema. Preguntamos: ¿Qué le sucede al adolescente? ¿Cuál es el planteamiento final de su problema en términos de acción? El dramaturgo debe haber encarnado su significado vital, su conciencia y propósito respecto a las vidas de los personajes, en el acontecimiento del clímax. ¿Conduce cada escena a este planteamiento final? ¿Podría omitirse cualquier acontecimiento sin desunir y alterar el final? La escena final de Wednesday’s Child muestra a Bobby Phillips vestido con un uniforme en un colegio militar, terriblemente solo, pero valientemente determinado a portarse como todo un hombre. Esto es una conclusión genuinamente conmovedora, pero inmediatamente notamos que el clímax en sí no está completamente logrado. Si el clímax es la prueba del significado de la obra, el clímax debe ser suficientemente claro y vigoroso como para mantener unida la obra: debe se una acción, completamente desarrollada y que implique un cambio definitivo en el equilibrio entre los personajes y su medio. [...] El clímax a menudo es considerado como el punto central de la acción, seguido por la “acción decreciente” que conduce al desenlace o solución. Un análisis detallado sobre “clímax y desenlace” se incluye en un capítulo posterior. Por ahora, es suficiente señalar que el término clímax se emplea para abarcar la etapa final y más intensa de la acción. No es necesariamente la escena final; es la escena en la cual se alcanza la fase final del conflicto. [...] Centrar la acción sobre un objetivo definido crea el movimiento integrado que es la esencia del drama: le da un nuevo significado a la “claridad y énfasis acertado” y a la “intensificación progresiva del interés” del cual habla Baker; brinda aplicación práctica a la afirmación de Archer de que el “clímax final” es “el eje de la acción”. El principio de la unidad en función del clímax no es nuevo; pero que yo sepa, no ha sido claramente analizado o aplicado. El enfoque que más se ha ajustado a un planteamiento lógico de este principio puede encontrarse en An Essay on Dramatick Poesie, de John Dryden: “En cuanto a la tercera unidad, la unidad de acción, los antiguos no quisieron decir más que lo que quieren decir los lógicos con su finis: el fin o ámbito de cualquier acción; aquello que es primero en intención y último en ejecución.” Muchos dramaturgos han señalado la necesidad de probar la acción en términos del final. “No debiera comenzar su obra –dice Dumas hijo-- hasta que tenga claro en su mente la escena final, el movimiento y el diálogo.” Ernest Legouve da el mismo consejo: “Me pregunta cómo se escribe un drama. Empezando por el final.” Percival Wilde es de la misma opinión: “Comience por el final y retroceda hasta que llegue al principio. Entonces comience.” El consejo de “comenzar por el final” es bueno en lo que cabe. Pero el autor que intente aplicar este consejo como una regla tajante y cortante, obtendrá resultados muy pobres; el acto mecánico de escribir el clímax primero, carece de valor a no ser que uno entienda la función del clímax y el sistema de causa y efecto que lo une a la obra total. Las leyes de pensamiento que sostienen el proceso creativo requieren que el dramaturgo comience con la idea principal. Puede que no esté consciente de esto; puede pensar que el instinto creativo surge de pensamientos casuales y carentes de propósito; pero el pensamiento desorganizado no puede conducir a una actividad organizada; sin embargo, por muy vaga que sea su actitud social, es suficientemente consciente y definida como para conducirlo a la representación volitiva de la acción. Baker dice: Una obra teatral puede comenzar casi de la nada: un pensamiento aislado que pasa rápidamente por la mente; una teoría de la conducta o del arte que uno firmemente cree o sólo desea examinar; un fragmento de diálogo oído por casualidad o imaginado; un ambiente real o imaginario, que crea emoción en el observador; una escena perfectamente aislada cuyos antecedentes y consecuencias son aún desconocidos; una silueta vislumbrada en la muchedumbre que por alguna razón llama la atención del dramaturgo, o una figura estudiada
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de cerca, un contraste o semejanza entre dos personas o condiciones de vida; un simple incidente señalado en un periódico o en un libro, escuchado en una conversación, u observado, o un relato, contado sólo en sus rasgos esenciales o con lujo de detalles.
No cabe duda que un dramaturgo puede comenzar con cualquiera de estos detalles reales o imaginados. Puede completar toda una obra teatral uniendo espontáneamente fragmentos de experiencia e información sin llegar a comprender los principios que sostienen su actividad. Pero tanto si lo sabe o no, el proceso no es tan espontáneo como parece. El “fragmento de diálogo”, o “una silueta vislumbrada en la muchedumbre”, o un relato detallado, no le llaman la atención por casualidad, la razón se halla en el punto de vista que ha desarrollado como resultado de su propia experiencia; su punto de vista es suficientemente definido como para hacerlo sentir la necesidad de cristalizarlo; quiere hallar los acontecimientos que le den un significado a la visualización mental que ha hecho de los mismos. Cuando él encuentra “un fragmento de diálogo” o “una silueta vislumbrada en una muchedumbre” o un relato, no se contenta con que esto pruebe o justifique su punto de vista; si se contentara con esto, se detendría ahí mismo y no continuaría su actividad. Lo que busca es la representación volitiva más completa de la idea-base. La idea-base es abstracta, porque es la suma total de muchas experiencias. No puede sentirse satisfecho hasta que la haya convertido en un acontecimiento vital. La idea-base es el comienzo del proceso. El próximo paso es el descubrimiento de una acción que exprese la idea-base. Esta acción es la más fundamental de la obra; es el clímax y el límite del desarrollo de la obra, porque encarna la idea de necesidad social del dramaturgo, la cual define el alcance y propósito de la obra. En su búsqueda de esta acción-base, el autor puede reunir o inventar las ideas, incidentes o personajes que quiera; puede que suponga que estos son de valor en sí; pero lógicamente no puede probar su valor o ponerlos a funcionar hasta que encuentre el acontecimiento fundamental que sirva como clímax. El significado de cualquier incidente depende de su relación con la realidad; un incidente aislado (en una obra o en la vida real) adquiere significado para nosotros cuando apela a nuestro sentido de lo que es probable y necesario; pero no existe una verdad absoluta respecto a la probabilidad y necesidad; el sistema de incidentes que constituye una obra depende del concepto que tenga el dramaturgo sobre lo que es probable y necesario; hasta que no haya definido esto fijando el objetivo y alcance de la acción, sus esfuerzos no pueden poseer unidad ni propósito racional. Mientras las leyes del movimiento vital avanzan de causa a efecto, las leyes de representación volitiva retroceden de efecto a causa. La necesidad de esto se halla en el hecho de que la representación es volitiva; el dramaturgo crea de lo que él sabe y ha experimentado, y por eso es que debe recordar su conocimiento y experiencia para seleccionar las causas que conduzcan a la meta que la voluntad consciente ha escogido. De este modo, la concentración sobre la crisis y el análisis retrospectivo de causas, que encontramos en gran parte de las mejores obras dramáticas del mundo (la tragedia griega y las obras sociales de Ibsen), sigue la lógica del pensamiento dramático en su forma más natural. La extensión de la acción en el teatro isabelino surge de un punto de vista social más amplio y menos inhibido, que permite una investigación más libre de las causas. El sistema dramático de acontecimientos puede alcanzar cualquier grado de extensión o complejidad, siempre y cuando el resultado (la acción-base) esté claramente definido. No cabe duda que muchos dramaturgos construyen la acción preliminar de un drama concebido sin saber cuál será el clímax. Hasta cierto punto, se puede justificar que un dramaturgo haga esto, porque puede ser el mejor medio de esclarecer su propósito. Pero debe estar consciente de los principios que guían su esfuerzo, y que son operantes aunque no esté consciente de ellos. Al desarrollar incidentes preliminares, él busca la acción-base; incertidumbre en cuanto a la acción-base indica incertidumbre en lo que se refiere a la idea-base; el dramaturgo que tantea su paso hacia un clímax desconocido está confundido en cuanto al significado social de los acontecimientos con los cuales está tratando; para poder remediar esta confusión conceptual debe estar consciente de ella; debe tratar de definir su punto de vista, y darle forma viva al clímax. Está justificado al escribir material preliminar al azar sólo si sabe por qué está escribiendo al azar; gran parte de este material preliminar le será útil, porque surge del punto de vista confuso que el dramaturgo está tratando de esclarecer, pero cuando ha eliminado esta confusión y descubre el significado y alcance de la acción, el dramaturgo debe someter su obra a un riguroso análisis en términos del clímax. De otro modo, la confusión conceptual persistirá; la acción será irregular o desorganizada; la conexión entre los acontecimientos y el clímax será oscura. Pudiera ser, como en el caso de un número sorprendente de obras teatrales modernas, que el autor haya inadvertidamente omitido el clímax por completo. Al usar el clímax como un punto de referencia, debemos recordar que estamos tratando con materia viva y no con materia inorgánica. El clímax (como cualquier parte de la obra) es un movimiento, un cambio de equilibrio. La interrelación de las partes es complicada y dinámica. El clímax sirve como una fuerza unificadora, pero no es estático. En tanto que la obra se construye en función del clímax, cada acontecimiento, cada elemento de la acción reacciona sobre el clímax, reformándolo y revitalizándolo.
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Esto nos resulta claro, si pensamos que el dramaturgo es una persona que ejecuta un acto: actuar sin un propósito consciente es irracional; cambiar nuestro propósito mientras tratarnos de lograrlo, es muestra de debilidad y confusión; también indica que el propósito no fue lo suficientemente bien analizado antes que el acto fuese emprendido. Si el propósito, no puede ser logrado, entonces debe abandonarse el acto. (El dramaturgo puede mostrar el fracaso de sus personajes, pero no puede mostrar su propio fracaso al escribir una obra teatral.) Pero cada paso en la ejecución del acto añade algo a la comprensión de nuestro propio fin y modifica su significado y deseo Archer dice sobre los cuadernos de apuntes de Ibsen: “Que yo sepa, en ningún otro lugar obtenemos una visión tan clara de los procesos de la mente de un gran dramaturgo." El método creativo de Ibsen, como él mismo lo revela en sus cuadernos, muestra que él va de la idea-base a la acción-base; el desarrollo de la obra teatral consiste en encauzar cada incidente hacia el acontecimiento del clímax. El primer paso de Ibsen es la declaración del tema en términos abstractos. El concepto social subyacente en Hedda Gabler ya ha sido mencionado. Ibsen presenta el problema de manera cuidadosa y concreta: “La desesperación de Hedda la origina la existencia indudable de un sinnúmero de ocasiones para alcanzar la felicidad en el mundo, pero ella no las puede descubrir. Es la necesidad de un objetivo en la vida lo que la atormenta.” Luego desarrolla una serie de breves bosquejos y pequeños fragmentos de diálogo. Este material abarca el curso completo de la obra teatral; su propósito evidente es el de encontrar la acción física que exprese el tema. [...] EL PROCESO DE SELECCIÓN El principio de la unidad en función del clímax no soluciona el proceso creativo de la obra teatral. Es el comienzo del proceso; el clímax no provee un selector automático mediante el cual se escogen y ordenan los hechos. ¿Cómo es que funciona la selección? ¿Cómo es que se mantiene y se aumenta la tensión? ¿Cuál es la relación causal inmediata entre las escenas? ¿Qué papel desempeñan el énfasis y el ordenamiento? ¿Cómo establece el dramaturgo el ordenamiento preciso, o la continuidad, de los hechos? ¿Cómo decide cuáles son las escenas importantes y cuáles las de orden secundario, y los vínculos entre ellas? ¿Cómo decide la duración de cada escena, el número de los personajes? ¿Qué es la probabilidad, el azar y la coincidencia? ¿Y qué hay acerca de lo sorpresivo en la obra? ¿Qué hay de la escena obligatoria? ¿Qué parte de la acción debe representarse en el escenario, y cuál se comunica retrospectivamente o en forma de narración? ¿Qué relación exacta guarda la unidad del tema con la unidad de acción en la progresión de la obra? Todas estas doce preguntas deben ser estudiadas y contestadas: las preguntas están estrechamente vinculadas, y se relacionan con problemas que pueden ser clasificados en dos grupos: problemas del proceso selectivo y problemas de continuidad (que es una etapa posterior y más detallada del proceso selectivo). Habiendo definido el principio de la unidad, debemos ahora proceder a averiguar cómo funciona; debemos seguir la pista de la selección y el ordenamiento del material desde la idea-base hasta la obra ya terminada. Un dramaturgo crea una obra teatral. Sin embargo, uno no puede concebir la obra como creada de la nada, o de la totalidad abstracta de la vida, o de lo desconocido. Por el contrario, la obra ha sido creada con materiales bien conocidos por nosotros, materiales que deben serle familiares a los espectadores; de otra forma, el público no tendría manera de establecer contacto con los acontecimientos que ocurren en el escenario. No sería exacto decir que un dramaturgo es alguien que inventa incidentes. Resulta más satisfactorio considerar su labor como un proceso de selección. Se puede concebir al dramaturgo como una persona que entra en un gran almacén lleno de posibles incidentes; teóricamente, el contenido del almacén es ilimitado; pero cada dramaturgo, dentro del campo de su elección, está limitado por la extensión de sus conocimientos y su experiencia. Para poder seleccionar creativamente, debe poseer una gran imaginación; la imaginación es la facultad de poder combinar esas imágenes mentales derivadas de conocimientos y experiencias, para darle a estas imágenes nuevos significados y potencialidades. Estos significados y potencialidades aparentan ser nuevos, pero su novedad radica realmente en la selección y en su ordenamiento. Toda obra de teatro –escribe Clayton Hamilton-- es una dramatización de una historia cuyo ámbito es mayor que la obra en sí. El dramaturgo debe estar familiarizado no sólo con los relativamente poco numerosos acontecimientos que él muestra en el escenario, sino también con los muchos otros acontecimientos que ocurren fuera del escenario durante el transcurso de la obra, otros acontecimientos que tienen lugar entre un acto y otro, e innumerables otros que suponemos que hayan ocurrido antes de empezar la obra.
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Si examinamos esta aclaración cuidadosamente, encontramos que sugiere dos problemas que son de fundamental importancia al analizar el proceso de selección. En primer lugar, ¿cuáles son esos otros acontecimientos que suponemos que hayan ocurrido? Teóricamente, se puede suponer que cualquier cosa haya ocurrido. “El principio parece ser --dice Archer-- que los procesos lentos y graduales, y las líneas separadas de causalidad, deben dejarse fuera del cuadro.” Sin duda, esto es cierto, pero de nuevo nos hallamos en la oscuridad en cuanto a qué son estos “procesos lentos y graduales”. ¿Son simplemente lo que menciona el dramaturgo en el curso de la acción, o son algunas de las “líneas separadas de causalidad” que el público le dé por inventar? El hecho de que la acción tenga lugar dentro de un contexto mayor de acontecimientos, es indiscutible; se debe determinar la extensión y carácter de este contexto. En segundo lugar, Hamilton habla de “una dramatización de una historia” como si la historia, incluyendo todos los acontecimientos que pueden suponerse que hayan ocurrido, ya existiera, en vez de estar en el proceso de realizarse. El error (común en todos los estudios técnicos del drama) se encuentra en confundir la confección de una obra teatral con la confección de la historia. Esto se basa en la noción de que el dramaturgo tiene un cierto relato que contar y que la técnica consiste en la estructuración acertada de la historia que ya existe. El dramaturgo a menudo puede limitar su campo de selección al construir una obra alrededor de un acontecimiento conocido: puede dramatizar una novela o una biografía o una situación histórica. El teatro antiguo trataba historias ya existentes; los griegos hicieron uso de los mitos religiosos y las fábulas semihistóricas: los isabelinos extraían su material principalmente de los romances e historias que ya se habían contado muchas veces. Esto no cambia de ningún modo la naturaleza del proceso: cuando el dramaturgo sólo traspone material de un medio a otro, resulta ser un mero peón literario: por ejemplo, el diálogo puede ser tomado literalmente de una novela; esta tarea no es completamente mecánica, porque requiere la habilidad de saber seleccionar y ordenar los diálogos. Pero el dramaturgo creador no puede quedar satisfecho con la repetición de diálogos o situaciones: después de seleccionar una novela o una biografía o un acontecimiento histórico, procede a analizar este material, y a definir la acción-base que expresa su propósito dramático: al desarrollar y remodelar el material, utiliza ampliamente sus propios conocimientos y experiencia. Shakespeare utilizó la historia y las fábulas como bases sobre las cuales edificó la arquitectura de sus obras teatrales; pero seleccionó libremente para poder crear una base firme; y construyó libremente, siguiendo los dictados de su propia conciencia y voluntad. No se puede comprender el proceso de selección, si presuponemos que los acontecimientos a ser seleccionados ya se conocen. Si el proceso es creativo, ninguna parte de la historia se encuentra ya confeccionada, todo es posible (dentro de los límites del conocimiento y experiencia del dramaturgo) y nada se sabe. La gente encuentra muy difícil poder concebir una historia como algo que está en proceso de realización: existe confusión en este punto en todos los libros de texto sobre dramaturgia, y constituye un obstáculo para todos los que escriben obras teatrales. Si el dramaturgo considera su historia como una serie fija de acontecimientos, no será capaz de probar el desarrollo con relación al clímax. Él dirá que esto es imposible. Discutirá de forma parecida: ¿Cómo podemos saber algo del clímax hasta que sepamos sus causas? Y cuando sepamos las causas, ya, sabemos la obra. “Me propongo escribir una obra teatral --dice este dramaturgo imaginario-- acerca de una situación que hallo conmovedora y digna de atención. No tengo prejuicios; estoy interesado en la vida tal como es; investigaré las causas y efectos que conducen a la situación significativa que he escogido, y los que ésta origina. Esta situación puede ser el clímax o no; resolveré esto cuando llegue el momento, y no llegaré a conclusiones hasta que no haya sopesado todos los factores.” Ésta es la lógica de un periodista y no la de un creador. Uno no puede tratar una situación de un modo creativo simplemente abordándola como lo haría un reportero. En cuanto el dramaturgo aborda la situación de un modo creativo, la trasforma sea cual fuere su origen, cesa de ser un hecho, y se convierte en una invención. El autor no está investigando un grupo de causas fijas; está seleccionando voluntariamente las causas partiendo de todo lo que sabe y ha pensado desde el día en que nació. Es absurdo plantear que el creador inventa una situación y luego inventa las causas que supuestamente conducen a ella, y de este arreglo de su propia inventiva, extrae conclusiones de lo que quiere decir su invención. Galsworthy dice: “El dramaturgo perfecto reúne a sus personajes y hechos dentro del recinto de una idea dominante, que colma el anhelo de su espíritu.” El dramaturgo que está lejos de ser perfecto, también quiere colmar, conscientemente o no, “el anhelo de su espíritu” en su selección de acontecimientos. La mayoría de las personas piensan que el dramaturgo está limitado en cuanto a la selección de acontecimientos dramáticos (“debe ser tan difícil pensar en situaciones”), pero, por otra parte, creen que es completamente libre al interpretarlos. Claro que es difícil pensar en situaciones, y esto depende del poder de imaginación del escritor; pero selección de acontecimientos está rígidamente controlado por su idea
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dominante. El campo de su elección es relativamente libre; es la idea dominante lo que controla el autor y le impide el investigar todas las posibilidades. Evidentemente es deseable que el proceso de selección abarque el mayor terreno posible. Por otro lado, mientras más abarque, mayores serán las dificultades. Cualquier acontecimiento, por muy sencillo que sea, es el resultado de la acción de fuerzas enormemente complejas. Mientras más libremente el dramaturgo investigue estas fuerzas, más difícil le será llegar a una decisión sobre la significación de los diversos acontecimientos contribuyentes, Para poder abarcar racionalmente el mayor campo posible, el dramaturgo debe poseer un objetivo definido: una investigación general de causas y efectos sin un punto de referencia preciso, se hace inevitablemente vaga. Si el dramaturgo ha resuelto completa y detalladamente la acción-base, avanza más libre y firmemente en el complejo proceso de seleccionar las causas posibles. Obras teatrales con un clímax inadecuado generalmente muestran un desarrollo demasiado simplificado de la causalidad: al no tener un punto de referencia global, el autor no tiene nada que lo guíe en la selección de acontecimientos y se ve forzado a tratar sólo con las causas más simples para así poder evitar una irremediable confusión. Lessing describió el proceso selectivo con una comprensión sicológica brillante: El poeta halla en la historia a una mujer que asesina a su marido y a sus hijos. Un hecho como éste puede despertar piedad y terror; él lo toma y lo trata como una tragedia. Pero la historia no le dice más que el hecho en sí, y éste es tan horrible como fuera de lo corriente. A lo más provee tres escenas, las cuales, al carecer de circunstancias detalladas, resultan improbables. ¿Qué hace, pues, el poeta? Como, más o menos, merece este calificativo, la improbabilidad o la suma brevedad le parecerá la mayor falta de esta obra. Si se halla en la primera condición, considerará, en primer término, cómo inventar una serie de causas y efectos mediante los cuales estos crímenes improbables puedan ser explicados de la manera más natural. No satisfecho con fundamentar su probabilidad sobre la autoridad histórica, tratará de construir los caracteres de sus personajes, tratará de eslabonar intrínsecamente los acontecimientos que colocan a sus personajes en acción, tratará de definir las pasiones de cada personaje de manera precisa, tratará de conducir estas pasiones en etapas graduales, hará de tal modo todo esto que consideramos el curso de los acontecimientos como algo natural y común.
Este análisis retrospectivo es un proceso en el cual la necesidad social se trasforma en probabilidad humana: la acción-base es el fin de un sistema de acontecimientos, el planteamiento más completo de la necesidad: los acontecimientos anteriores parecen ser una masa de probabilidades y posibilidades, pero cuando son seleccionados y ordenados, observamos el movimiento racional de las necesidades y propósitos que hace inevitable la solución final. A menudo se encuentra un elemento de improbabilidad en un clímax, porque representa la experiencia acumulada del autor sobre necesidad social, y es, consecuentemente, más intensa y concluyente que nuestra experiencia diaria. La selección de acontecimientos previos se hace con vistas a justificar esta situación, a mostrar su significado en términos de nuestra experiencia corriente. Hemos respondido ahora a la segunda cuestión surgida en torno a la descripción de Clayton Hamilton sobre el proceso selectivo: el campo de la investigación no es un campo conocido en el sentido estrecho de la palabra; es tan amplio como la experiencia total del dramaturgo. Pero es sistema de causas que él busca, es específico, y está relacionado con un acontecimiento definido. Es más, él no busca un encadenamiento de causas y efectos, sino causas, por muy diversas que éstas sean, que conduzcan a un efecto. Este sistema de causas tiene el objetivo de mostrar que el fin y alcance de la acción es inevitable3, que es el desenlace racional de un conflicto entre individuos y su medio. Pero aún no nos hemos referido a la cuestión contexto mayor: ¿Está el dramaturgo seleccionando sólo la acción que tiene lugar en el escenario? ¿O está seleccionando un sistema más amplio de acción? Si este último es el caso, ¿cómo se limita este sistema más amplio? ¿Dónde comienza y dónde termina? Ésta es la base de todo el proceso de selección. Para poder comprender el proceso, debemos visualizar todos los acontecimientos que está manejando el dramaturgo; tenemos que conocer lo que necesita para poder completar el contexto interno y el externo. Esto significa que tenemos que volver a la acción-base (el comienzo del proceso) y obtener una idea más clara de su papel en la coordinación de la acción en su conjunto. Sería mejor escoger un acontecimiento específico como ejemplo de una acción-base: tenemos como punto de partida una situación que es característica del drama de salón moderno: una esposa se suicida para eliminarse de una situación triangular insoportable, para dejar libres a su marido y a la mujer que él ama. Esto ocurre en The Shining Hour, de Keith Winter. ¿Por qué el autor ha seleccionado este incidente? 3
Claro está, esto no constituye una inevitabilidad absoluta. Cuando hablamos de necesidad social e inevitabilidad, usamos los términos en relación con la concepción de la realidad del autor. La obra teatral no va más allá de esta concepción.
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Estamos seguros que no ha sido seleccionado porque sea pintoresco o sorprendente. Se seleccionó porque es el punto de máxima tensión en un importante conflicto social. El mero hecho de que una mujer se suicide bajo estas circunstancias, no es razón suficiente para considerar que esta situación tenga el valor de una acción-base. La situación debe ser construida y visualizada en detalle. Al examinarla, al determinar por qué ha sido escogida, el dramaturgo inevitablemente comienza por buscar las causas anteriores; al mismo tiempo, esclarece su propia concepción; se asegura de que el acontecimiento encarna adecuadamente su punto de vista social, que significa lo que él quiere que signifique. No dramatiza el acontecimiento por su importancia aislada; es más, aisladamente carece de importancia. Tiene un significado moral, un lugar dentro de la estructura social. Este acontecimiento plantea muchos problemas generales, especialmente en cuánto a la institución del matrimonio, las relaciones entre los sexos, la cuestión del divorcio, el derecho a la autodestrucción. Debe tenerse en mente que estos problemas no han de considerarse de modo abstracto; carecen de valor como comentarios generales, o como puntos de vista expresados por los distintos personajes. El acontecimiento no está aislado: está relacionado con la totalidad de la sociedad, pero no es tampoco un símbolo abstracto de varias fuerzas sociales; dramatiza estas fuerzas sociales tal como éstas afectan la conciencia y la voluntad de las personas. En otras palabras, el dramaturgo no trata individuos desvinculados de un medio, o un medio desvinculado de individuos, porque ninguna de estas cosas es dramáticamente concebible. La gente a veces habla del amor o los celos como emociones “universales”: supongamos que se nos cuente que el suicidio de una esposa se debe a una simple combinación de amor y celos, y que no existen otros factores. Es evidente que esto es tan “universal” que carece de sentido; en cuanto tratamos de examinar a la mujer como persona para poder comprender las razones de su acción, nos vemos forzados a investigar todos los factores psicológicos y ambientales. Decir que su acción se debe a pura pasión, es tan fantástico como decir que se debe a puro respeto por las leyes de divorcio británicas. Mientras más pensemos sobre la mujer como persona, más nos veremos forzados a defenderla o acusarla, a averiguar si su acción está socialmente justificada o si es censurable. Hacemos esto porque somos seres sociales; no podernos pensar en acontecimientos sin pensar en nuestra propia relación con nuestro medio. El análisis sugerido por Dumas no es sólo deseable, sino inevitable. Debemos preguntar: “¿Qué haría yo? ¿Qué haría otra gente? ¿Qué debiera hacerse?” El dramaturgo ha seleccionado la situación como un medio de representación volitiva; su examen de la situación no es imparcial; su significación está determinada por su voluntad. La actitud que uno toma respecto a una situación similar puede plantearse en términos muy abstractos: a) La emoción es el único significado de la vida; o b) La sociedad burguesa muestra señales de una creciente decadencia. Aquí tenemos dos modos diferentes de pensamiento que conducen a diferentes interpretaciones de cualquier acontecimiento social. Si aplicamos estas actitudes al caso del suicidio, tenemos: a) la mujer muere gloriosamente al sacrificarse para que los dos amantes puedan tener su shining hour (momento de esplendor”); b) el suicidio es el resultado neurótico del falso concepto de la mujer sobre el amor y el matrimonio, cuyas raíces se encuentran en la decadencia de la sociedad burguesa. No quiero decir en que el enfoque del autor debe formularse tan sencillamente, o tenga que seguir un esquema tan obvio, como en los referidos ejemplos. Las actitudes sociales pueden ser muy diversas y muy individuales. (La mayor acusación hecha al teatro moderno es su uso de trillados esquemas de pensamiento, y la falta de lo que lbsen llamó “individualización enérgica”.) No obstante, por muy individual que sea el punto de vista del autor, éste debe ser intelectualmente claro y emocionalmente vital (que es otra manera de decir que debe ser completamente consciente y fuertemente deseado). Si éste es el caso, la acción-base toma una forma definida y detallada: la manera en que muere la mujer, las reacciones de los otros personajes, las circunstancias ambientales, el lugar y la época, son dictados por la idea dominante del autor. Él no escoge un tema y le sobrepone un significado. Cualquier significado que sea sobrepuesto carece de valor dramáticamente. No extrae, una lección del acontecimiento; sería más correcto decir que toma el acontecimiento de la lección. (La misma lección que desea sacar, está basada en la suma total de su experiencia.) La estructura de la acción-base no depende tanto de las historias y actividades anteriores de los personajes, como de las relaciones de los individuos con su medio en un momento dado de máxima tensión: si este momento es visualizado, nos dice tanto de sus caracteres que podemos reconstruir sus actividades previas mucho mejor. Si la voluntad consciente de los personajes se muestra bajo presión, los conocemos como seres vivos que sufren. El dramaturgo no puede expresar su idea dominante por medio de tipos o personas con cualidades simplificadas. El creador no se aleja y observa la situación que él mismo ha creado. Está tan comprometido corno si la mujer fuera su propia esposa; ella es un ser complejo, porque el autor la ha seleccionado (como ha seleccionado a su propia esposa) debido a la importancia que tiene para él.
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No hay dada abstracto en cuanto al final de Casa de muñecas. La lucha de Nora con su marido es vívidamente emocional y está agudamente personificada. Sin embargo, este acontecimiento surge del deseo de Ibsen de decir algo de importancia histórica sobre la emancipación de la mujer. Ya que comprende claramente el problema, es capaz de presentarlo en su punto de efervescencia en la culminación del conflicto. ¿Alcanza el clímax su fuerza a pesar de lo que Ibsen quiere decir, o gracias a él? ¿Hubiera podido expresar su significado social por medio de marionetas? Expresó su tema tan perfectamente en la partida de Nora que, como dice Shaw: “El portazo detrás de ella es más trascendental que el cañón de Waterloo o de Sedán.” Estudiemos ahora el clímax de The Shining Hour y considerémoslo como un punto de referencia en la acción de la obra. El suicidio tiene lugar al final del segundo acto. Accidentalmente un granero coge fuego y la mujer se lanza hacia las llamas. El tercer acto trata sobre el efecto que tiene el hecho en los dos amantes, y su decisión final de que su amor es lo bastante grande como para sobreponerse a la tragedia. La actitud del autor está matizada por el romanticismo, pero no es del todo romántica. En ciertos momentos nos brinda una aguda visión psicológica del aspecto neurótico de los personajes; pero su planteamiento final es confuso: debemos tener valor y esperar que todo salga bien. Es evidente que el autor tiene algo definido que decir; esto explica la vitalidad de la situación. (Ha sentido su tema demasiado profundamente como para dejarlo diluir en una conversación.) Pero no ha analizado ni asimilado su propia concepción; esto explica el hecho de que el suicidio es casual, y que el tercer acto resulte demasiado largo y, a la vez, un anticlímax. No sentimos que la muerte de la esposa sea la única salida, que esté atrapada por fuerzas que han agotado su vitalidad, qué no haya otra escapatoria. Si volvemos a considerar las primeras escenas de The Shining Hour, encontramos que el desarrollo de la acción no se construye en lo absoluto alrededor de la esposa, sino alrededor del hombre y la otra mujer. El drama, como sugiere su título, es una intensa historia amorosa. ¿A qué conclusión debemos llegar entonces? ¿El dramaturgo se equivocó al escribir la obra o es el clímax el que está equivocado? Éste es el caso literalmente. Ya que el interés está concentrado en los amantes, éste no puede convertirse en una acción en la cual ellos, por muy afectados que estén, pasen a desempeñar un papel pasivo. El suicidio no cambia las relaciones entre ellos; simplemente los conmueve; al final de la obra se van juntos, lo cual podrían hacer también si la esposa estuviera viva y sana. Aunque los amantes dominan la obra, la muerte de la esposa es, indudablemente, el incidente más significativo en el curso de la acción. Puede llamársele con justeza la acción-base porque encarna la idea dominante del autor en un acontecimiento significativo. [...] El uso de la acción-base en el proceso de selección depende del grado en que se dramatice el significado social de un acontecimiento; debe mostrar un cambio en el equilibrio que afecte la relación entre los individuos y la totalidad de su medio. Si no muestra tal cambio, no puede auxiliar al dramaturgo en una investigación de las primeras etapas del conflicto entre estos personajes y su medio. El significado social de la acción-base puede ser físico o psicológico. Por ejemplo, el incendio del granero en The Shining Hour es accidental; el suicidio también es mayormente impremeditado, Si al acontecimiento físico, el fuego, se le diese un significado social, cesaría de ser accidental, y nos permitiría ver el origen de una serie de acontecimientos anteriores. El incendio de edificios en las obras teatrales de lbsen (en Espectros y El maestro Solness) indica la extraordinaria significación que puede incorporarse a dicho incidente. La condición sicológica que precede inmediatamente al suicidio, se presta al complejo análisis social. Supongamos que el acto es la consumación de un deseo de suicidarse que ha sido anteriormente expresado: resulta imperativo examinar el origen de este deseo, las condiciones externas que lo han despertado y la base social de estas condiciones. Por otra parte, supongamos que el acto es principalmente el resultado de la idea romántica del autosacrificio; debe existir un largo conflicto en el cual esta idea romántica luchó contra las realidades de un medio desfavorable. El suicidio es la culminación de un largo período de cambio, concesiones y ajustes; la mujer se ha retorcido y cambiado, y ha sufrido en su intento de escapar al desastre. El final de Casa de muñecas muestra una acción que combina individualización intensa con alcance histórico. Cuando Helmer dice: “Ningún hombre sacrifica su honor, ni por aquella a quien ama.” Nora responde: “Millones de mujeres lo han hecho.” Sabemos que esto es cierto, que Nora no está sola, que su lucha es parte de una realidad social mayor. Ésta es la respuesta a la cuestión de un contexto mayor; el concepto de la necesidad, expresado en la acción-base del drama, es más amplio y profundo que toda la acción de la obra. Para pode dar a la obra su significado, este esquema de causalidad social debe dramatizarse, debe extenderse más allá de los acontecimientos que tienen lugar en el escenario y conectarlos con la vida de una clase, de una época y de un lugar. El alcance de la concepción del dramaturgo: ésta debe explorar los antecedentes, y ser
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suficientemente amplia, para garantizar la inevitabilidad del clímax, no en términos de caprichos u opiniones individuales, sino en términos de necesidad social. Hasta las peores obras tienen, en un grado confuso e incierto, esta cualidad de extensión. Es una cualidad básica de la representación volitiva. Nos da la clave de lo que uno puede llamar la característica física predominante de una acción. Una acción (la obra completa, o cualquiera de las acciones subordinadas de la cual está compuesta) es un movimiento contradictorio. Esta contradicción puede ser descrita como extensión y compresión. Desde un punto de vista filosófico, esto significa que una acción encarna tanto la voluntad consciente como la necesidad social. Si traducimos esto términos prácticos, significa que una acción representa nuestra voluntad inmediata concentrada en lograr que algo se haga; pero también encarna nuestra experiencia previa y nuestro concepto de probabilidad futura. Si consideramos una acción como una perturbación del equilibrio, observamos que las leyes de este movimiento se semejan a las de un motor en combustión: la comprensión produce la explosión, que a su vez produce una extensión de energía; el grado de extensión corresponde al grado de energía. Se puede comparar la compresión a la tensión emocional producida; la extensión es el trastorno social que resulta de la descarga de la tensión. El principio de extensión y compresión es de gran importancia al estudiar la mecánica del movimiento dramático. Por ahora, estamos interesados en él según afecta la unidad orgánica de la obra teatral. Este principio explica la relación de cada acción subordinada al sistema de acontecimientos; cada acción es una explosión de la tensión que se extiende a otras acciones de la obra. La acción-base posee la comprensión máxima, y también la extensión máxima, ya que une los acontecimientos dentro del sistema. Pero la obra en su conjunto es también una acción que posee, como tal, las cualidades de compresión y extensión: su energía explosiva es determinada por su unidad como conjunto; y tenemos de nuevo que el grado de extensión que abarca un sistema más amplio de causalidad, corresponde al grado de energía producida. El proceso puede esclarecerse si lo consideramos en relación con el ejercicio de la voluntad consciente. Todo acto de la voluntad implica conflicto directo con el medio; pero el acto está también ubicado en un esquema total de cosas con el cual está directa o indirectamente conectado y con el cual el acto se supone que armonice. La conciencia del individuo refleja este esquema mayor con el cual quiere armonizar; su volición emprende la lucha contra los obstáculos inmediatos. La acción escénica de una obra teatral (el sistema interno de acontecimientos) abarca el conflicto directo entre individuos y las condiciones que se oponen a su voluntad o la limitan; observamos este conflicto a través de la voluntad consciente de los personajes. Pero la conciencia de cada personaje incluye su propia visión de la realidad con la cual él quiere finalmente armonizar sus acciones. Si hay una docena de personajes en la obra, una docena de visiones de la realidad final pueden ser incluidas o sugeridas: todas estas concepciones inciden en el contexto social (el sistema externo de acontecimientos) en el cual se ubica la obra: pero la única prueba de su valor, el único principio unificador en el doble sistema de causalidad, se encuentra en la conciencia del autor. La acción-base es la clave del doble sistema: como encarna el grado más alto de compresión, también posee el mayor grado de extensión. Es el momento más intenso de un conflicto directo con obstáculos inmediatos: los acontecimientos que tienen lugar en el escenario se limitan a este conflicto directo. El comienzo de este conflicto es, como señaló Schlegel, “la aserción del libre albedrío”. Pero esta aserción está lejos de ser, como dijo Schlegel, un “comienzo absoluto”. La determinación de luchar contra los obstáculos está basada en lo que uno cree probable; una visualización de necesidades futuras que se deriva de nuestra experiencia de las necesidades presentes y pasadas. El clímax resume los resultados de este conflicto, lo juzga en relación con el esquema total de las cosas. A menudo existe mucha incertidumbre en cuanto al significado exacto de causa y efecto: suponemos que toda la cuestión general de la conexión racional de los acontecimientos, la liquidamos con una referencia casual a causa y efecto. Anteriormente hice el comentario de que una obra teatral no es una cadena de causa y efecto, sino un ordenamiento de causas que conduce a un efecto. Esto es importante porque nos permite comprender el concepto de la unidad: si pensamos en causas y efectos indistintos, se pierde el punto de referencia mediante el cual la unidad se puede probar. Es útil considerar la acción-base como el único efecto que enlaza el sistema de causas. Pero esto es sólo una formulación conveniente. Cualquier acción incluye causa y efecto; el punto de tensión en una acción es un punto en el cual la causa se transforma en efecto. La extensión de una acción no es sólo la fuerza impulsora que produce los resultados, sino también su relación dinámica con sus causas. El alcance de sus resultados es el alcance de sus causas. La acción-base es una explosión que motiva un cambio máximo de equilibrio entre los individuos y su medio. La complejidad y fuerza de este efecto depende de la complejidad y fuerza de las causas que motivaron la explosión. La extensión de la acción interna está limitada a las causas que se encuentran en la voluntad consciente de los personajes. La extensión de la acción externa está limitada a las causas que se encuentran en la voluntad consciente de los personajes. La extensión de la acción externa
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está limitada a las causas sociales que constituyen el contexto de hechos dentro del cual se mueve la acción. Para facilitar el análisis, contemplamos este doble sistema de acontecimientos como un sistema de causas: tal como realmente se presenta en el escenario, esto aparece como un sistema de efectos. No vemos ni oímos el ejercicio de la voluntad consciente; no vemos ni oímos las fuerzas que constituyen el medio. Pero el significado dramático de lo que vemos y oímos se halla en sus causas: el efecto total (tal como es proyectado en la acción-base) depende de la totalidad de las causas. Habiendo considerado la teoría subyacente en el enfoque del dramaturgo hacia su material, podemos ahora proseguir investigando los pasos mediante los cuales el autor dramático selecciona y construye el contexto más amplio que circunda la acción. EL CONTEXTO SOCIAL Volvamos a la situación específica mencionada en el capítulo anterior. Supongamos que el suicidio de una mujer fiel tiene lugar bajo condiciones dramáticamente ideales: la situación sugiere posibilidades de piedad y terror; las implicaciones sociales son de gran alcance. Pero el sistema de causalidad que conduce a este acontecimiento sigue inactivo; solamente nos estamos refiriendo a posibilidades e implicaciones, ya que el efecto del acontecimiento no puede ser comprendido hasta que sus causas sean dramatizadas. El dramaturgo conoce el significado de la situación; la piedad y el terror potencial constituyen una realidad para él. Pero debe probar que su concepción de la realidad está justificada; debe mostrar el esquema total de cosas que hace que este acontecimiento sea vital en el sentido más profundo. El dramaturgo se enfrenta a una multiplicidad infinita de causas posibles. Muy bien podría empezar por hacer una lista de preguntas relacionadas con la historia del acontecimiento. Quizás el hecho más superficial sea que el esposo se ha enamorado de otra mujer. Muchas mujeres no se suicidan por esta razón. Al ir a analizar los factores psicológicos del caso, descubrimos que los problemas de gran alcance, tanto sociales como económicos, deben investigarse. Es evidente que las relaciones de la mujer con su esposo tienen un carácter emocional especial. Esto significa que la relación con su medio es también de carácter especial. Debemos estudiar su medio, sus actitudes emocionales hacia otras personas, sus antepasados, educación y nivel económico. Al mismo tiempo, esto nos obliga a considerar los antepasados, educación y nivel económico de todas las personas con las cuales ella se asocia. ¿Ganan su dinero trabajando o viven de una renta? ¿Cuáles han sido sus ingresos durante los últimos diez años, de dónde provienen y cómo los gastan? ¿Cuáles son sus diversiones, sus experiencias culturales? ¿Cuáles son sus normas éticas y hasta qué punto las ponen en práctica? ¿Cuáles son sus ideas en relación con el matrimonio y qué hechos han condicionado esas ideas? ¿Cuál ha sido su experiencia sexual? ¿Tienen hijos? Si no, ¿por qué? Se puede seguir la trayectoria de estos factores a través de muchos años. Pero la historia personal de la mujer, psicológica y física, es también de gran interés. ¿Cuál ha sido su estado de salud? ¿Ha mostrado síntomas neuróticos? Queremos saber si ha mostrado previamente predisposición hacia el suicidio: ¿cuándo y bajo qué condiciones? Queremos saber algo sobre su niñez, sus actividades físicas y mentales cuando era niña. Pudiera ser necesario construir una historia personal similar acerca de otros personajes, especialmente del marido y de la mujer. Cada investigación personal nos conduce a un complejo de relaciones, que encierran determinantes sociales y psicológicos diferentes. Esta lista parece prohibitiva, pero es solamente una breve sugerencia de las posibles vías de especulación que se abren al dramaturgo para poder organizar su material. Aparte de lo incompleto que resulta esta lista, ¿qué otras impresiones provoca? Las preguntas no son muy específicas, y tienden a ser sicológicas en vez de concretar hechos; son estáticas en vez de dinámicas. Pero son precisamente acontecimientos objetivos, reales y dinámicos, los que estamos buscando. El campo que abarcan estas preguntas debe ser abarcado, pero ésta no es la manera de hacerlo. La tentativa de construir una historia completa de todo lo que condujo al momento del clímax, conduciría a la culminación de una vasta cantidad de datos innecesarios. Si se lleva a cabo rigurosamente, tal labor sería más ambiciosa que toda la obra de Proust. El proceso de la selección no es un proceso narrativo. El dramaturgo no está buscando material ilustrativo y sicológico, sino un sistema de acciones; así como el clímax final sintetiza un cambio máximo en el equilibrio entre los personajes y su medio, cada una de las crisis subordinadas es un cambio de equilibrio que conduce al cambio máximo y total. Cada crisis es efectiva en proporción a su compresión y extensión. Ninguna acción de la obra puede ser más significativa que la acción-base, ya que, en ese caso, iría más allá del ámbito de la obra. Una lista, más o menos narrativa, como la que se ha mencionado, sólo servirá para sugerir la clase de acontecimientos que buscamos: acontecimientos que sintetizan las vidas emocionales de los personajes en momentos de tensión explosiva, y cuyo efecto sobre el medio tenga la mayor repercusión posible.
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Al planear el contexto más amplio de la obra, el dramaturgo organiza materiales que, obviamente, son menos dramáticos que la obra en sí: acontecimientos que suponemos que hayan sucedido antes del comienzo de la obra, o que se dan a conocer durante el transcurso de ella, o que tienen lugar fuera del escenario o en el intervalo entre los actos, no pueden ser tan vitales como la acción visible que se desarrolla ante nosotros. Pero no debe suponerse que el contexto externo es una ficción difusa, que contiene meramente unas vagas referencias a la vida pasada de los personajes y las fuerzas sociales de la época. Ya que el esquema más amplio de acontecimientos representa el alcance de la concepción del dramaturgo, ésto debe estar tan dramatizado como sea posible. El dramaturgo que piensa en las causas finales que determinan su drama en términos narrativos, trasladará algo de esta forma narrativa a la acción que presencia el público. Al visualizar estas causas fundamentales en crisis significativas y acumulativas, el escritor establece las bases para la selección posterior, y más detallada, de la acción escénica. La reserva de acontecimientos, detrás y alrededor de la obra, le proporciona fluidez y seguridad a la acción, y le da más significado a cada frase del diálogo, a cada gesto, a cada situación. Ahora tenemos dos principios que nos proporcionan una ayuda adicional al estudiar las condiciones previas que conducen a una situación de clímax: 1) buscamos sólo las crisis; 2) tratamos de esbozar un sistema de acontecimientos que no solamente abarque la acción interna de la obra, sino que amplíe el concepto de necesidad (el esquema total de vida en el cual se ha ubicado el clímax) hasta el límite de sus posibilidades. Vemos que en algunos de estos acontecimientos la voluntad consciente se expresa mucho más enérgicamente que en otros: éstos son los acontecimientos más dinámicos, aquellos que motivan los cambios más profundos en el medio y que poseen mayor fuerza impulsora. Pero esos momentos explosivos son producidos por otros acontecimientos que son menos explosivos porque encierran una necesidad social más impregnable, a la que se le opone una voluntad consciente menos despierta. ¿Cuál es esta necesidad social más impregnable y de dónde surge? Surge de enérgicas manifestaciones previas de la voluntad consciente que han sido lo suficientemente poderosas como para cambiar y cristalizar condiciones en esta forma fija: es esta forma de aparente necesidad social impregnable la que define los límites del esquema dramático. El dramaturgo acepta esta necesidad como el cuadro de la realidad en el cual se estructura la obra. No puede ir más allá de esta necesidad e investigar los actos de la voluntad que lo crearon, porque hacerlo así sería poner en duda su valor fundamental y negar el concepto de la realidad tal como se expresa en el clímax. Los acontecimientos menos explosivos son aquellos que constituyen el contexto externo; estos acontecimientos son dramáticos e incluyen el ejercicio de la voluntad consciente; pero son menos dinámicos; producen menos efectos sobre el medio; muestran la solidez de las fuerzas sociales que moldean la voluntad consciente de los personajes y que constituyen los obstáculos esenciales a los cuales debe enfrentarse la voluntad consciente. Si volvemos a la lista de preguntas concernientes al suicidio de la esposa, y tratamos de explicar estos principios, encontramos que debemos ordenar las preguntas en grupos y tratar de crear una situación que sea la culminación de los factores sociales y sicológicos implicados. Por ejemplo: ¿cuál es el nivel económico de la familia? ¿Cuáles han sido sus ingresos durante los últimos diez años, de dónde provienen y cómo los gastan? No estamos interesados en estadísticas, aunque las estadísticas pueden ser de valor al dramatizar el hecho; pero debemos hallar un acontecimiento que posea la mayor cantidad posible de implicaciones; no es necesario que el acontecimiento sea una crisis financiera; estamos interesados en cómo el dinero afecta la voluntad consciente de esta gente, cómo determina sus relaciones hacia personas de su propia clase y de otras clases, cómo matiza sus prejuicios, ilusiones y modos de pensar. La acciónbase sirve como punto de referencia. Por lo tanto, el acontecimiento debe expresar los elementos de la acción-base: la actitud de la mujer hacia el suicidio o su miedo a la muerte, su actividad sentimental hacia el matrimonio y el amor, su dependencia emocional y su falta de confianza en sí misma. Una situación económica servirá para exponer las raíces sociales de estas actitudes. Se puede aplicar el mismo principio para analizar la niñez de nuestro personaje principal. No queremos encontrar acontecimientos aislados o sensacionales que tengan alguna conexión psicológica con el clímax; tal conexión, aislada de los antecedentes, probablemente resultaría más estática que dinámica. La infancia de una mujer no es una serie de incidentes de mayor o menor trascendencia que deben catalogarse, sino un proceso para ser considerado en conjunto. La clave de este proceso es el hecho de que ella ha dado fin a su vida bajo ciertas condiciones conocidas. Suponemos que la suma total de esta infancia se revela en un conflicto básico entre la niña y su medio (en el cual otras personas toman parte); debemos considerar también los otros personajes y el medio en su conjunto. Conocemos la etapa final del conflicto. Queremos cristalizar las etapas anteriores en acontecimientos culminantes. Si el fondo de la obra lo constituye la vida rural de la clase media inglesa, debemos considerar los profundos cambios que han tenido lugar en esta vida: los hogares apesadumbrados de la clase media
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sacudidos por la guerra mundial, el armisticio celebrado por la gente ebria de cansancio y esperanza, el quebrantamiento de viejos valores sociales, las profundas perturbaciones económicas. Las obras teatrales de Ibsen muestran una concienzuda dramatización del contexto externo. Acontecimientos que han ocurrido en el pasado, en la infancia de los personajes, desempeñan un papel importante en la acción. En Espectros, lbsen proyecta toda una serie de crisis en la vida anterior de los personajes. En el primer año de su matrimonio, la señora Alving abandonó a su marido y se ofreció a Manders, pero él la obligó a volver a su hogar; cuando nació su hijo, ella tuvo que “luchar doblemente duro, librar una batalla desesperada para que nadie supiera la clase de hombre que era el padre de mi hijo”; pronto se enfrentó a otra crisis: su marido tuvo un hijo ilegítimo con la sirvienta de su propia casa; tomó otra decisión desesperada: sacó a su hijo del hogar a la edad de siete años y no le permitió volver mientras viviera su padre. A la muerte de su marido, decidió construir y fundar un orfanato como tributo a la memoria del hombre que había odiado enconadamente. Uno se asombra de la concreción de estos acontecimientos. La construcción es poderosa y la acción detallada se ha representado agudamente. El límite del contexto externo de la obra es el matrimonio de la señora Alving. lbsen consideraba la familia como la unidad básica de la sociedad. De la acción-base de Espectros en la cual la señora Alving debe decidir si matar a su propio hijo o no, surge una pregunta que el autor no puede contestar; nos trae cara a cara con la necesidad social que define y unifica la acción. El matrimonio marca el comienzo, y la extensión final, de todo el esquema. La esencia de la acción-base se encuentra en la pregunta de Oswaldo: “Nunca te pedí la vida. Pero, ¿qué clase de vida fue la que me diste?” El concentrado conflicto de la voluntad que se proyecta en la acción escénica, comienza con el retorno de Oswaldo del extranjero, En este punto, las voluntades se tornan conscientes y activas: el conflicto no implica un intento de cambiar la estructura fija de la familia, es un conflicto que tiene necesidades menores para así ponerlas en conjunción con esta necesidad mayor; la familia libre del vicio, la mentira y la enfermedad, es la meta por la cual los personajes están luchando y la prueba del valor de sus acciones. En Hamlet, el límite de la extensión de la acción es el envenenamiento del padre de Hamlet, que el autor presenta en una acción visual mediante el recurso de la obra dentro de la obra. El problema que interesa a Shakespeare (y que tuvo significación social inmediata en su época) es la liberación de la voluntad en la acción. La habilidad de actuar decisivamente y sin inhibiciones era vital a los hombres del Renacimiento que estaban poniendo en tela de juicio los valores fijos del feudalismo. Cuando Hamlet dice: “La conciencia nos hace unos cobardes”, él expresa la fuerza de ideas y restricciones que son tan reales como los “espectros” de los cuales habla la señora Alving. Es así como el contexto externo presenta un sistema de acontecimientos creado por la pasión y la avaricia de gente de fuerte voluntad, Éste es el mundo de Hamlet, a cuyas necesidades él tiene que ajustarse. De este modo, un hecho de violencia constituye el final y el comienzo de la acción y define su alcance. Por otro lado, la acción escénica comienza con la entrada del fantasma; éste es el punto en el cual la voluntad consciente de Hamlet despierta y es dirigida hacia un objetivo definido. El fantasma representa la justificación del objetivo; le dice a Hamlet que él es libre para realizar este acto dentro del marco de la necesidad social. Le dice que la acción es necesaria para poder conservar la integridad de la familia. Pero el concepto de la familia está cambiando; esto explica la confusión de Hamlet, su incapacidad de liberar a su voluntad; su afecto hacia su madre lo ciega, no puede vengarse rápidamente de ella, y, sin embargo, no la puede comprender; está confundido por la “extensa corrupción que nos pudre por dentro” que profana la sociedad en que vive. Se vuelve a su madre y a Ofelia en busca de ayuda, y ninguna de las dos logran dársela, porque ambas dependen, económica y moralmente, de los hombres a los cuales están ligadas. Esto también es parte de “la férrea armazón de la realidad” a la cual debe enfrentarse Hamlet. La acción-base muestra a Hamlet ajustándose a la necesidad y muriendo por lograr su objetivo; sus últimas palabras están dedicadas exclusivamente al mundo de la acción. ¡No podré oír las nuevas de Inglaterra, pero yo aseguro que ha de ser elegido Fortimbrás al trono de Dinamarca
El proceso de selección es fundamentalmente un proceso de análisis histórico. Existe una analogía entre la labor del dramaturgo y la labor del historiados; el dramaturgo no puede manipular su material satisfactoriamente si su enfoque es personal o estético; por otra parte, el énfasis puesto sobre las fuerzas sociales probablemente resulte abstracto. El estudio de los acontecimientos históricos y el uso del método histórico, beneficia mucho su trabajo. El antiguo método de estudiar historia era estático y antihistórico: una serie de batallas, tratados, caprichos aislados y actos de individuos sobresalientes. Plejánov habla de los puntos de vista históricos de
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los materialistas franceses del siglo dieciocho de la siguiente manera: “Religión, hábitos, costumbres, el carácter completo de un pueblo es, desde este punto de vista, la creación de una o varias grandes personalidades que actúan con objetivos definidos.” Hace cincuenta años, las biografías de grandes hombres mostraban a estos héroes realizando nobles actos y expresando elevados pensamientos en un mismo ambiente fijo. Hoy en día, el método de la historia y la biografía ha sufrido un gran cambio. Se ha reconocido que una biografía satisfactoria debe mostrar al individuo en relación con toda la época. La tendencia hacia el escándalo y a bajar del pedestal al individuo, es una corriente menor de esta tendencia: en vez de hacernos real a un individuo en términos de su época, se le hace parcialmente real en términos de sus vicios. Al tratar una época, el historiador (como el dramaturgo) se enfrenta al problema de la selección: debe investigar anécdotas personales, obras de ficción e históricas, comentarios periodísticos, archivos militares y civiles. Debe encontrar un esquema de causalidad en ese material. El esquema lo determina la concepción del historiador sobre el significado de los acontecimientos; la interconexión y progresión (el contemplar la historia como un proceso en vez de como una colección aislada de incidentes carentes de significado) depende de cómo el historiador enjuicie los valores y de cuáles sean sus ideas respecto al objetivo del proceso. Si examinamos un acontecimiento histórico, o un grupo de acontecimientos, veremos que es necesario definir el ámbito de una acción dada. Para poder comprender la Guerra de Independencia norteamericana, debemos coordinar la acción en función del punto a tratar --la victoria de las colonias-- o en función de un asunto posterior de más envergadura. Si consideramos el final de la guerra como el ámbito de la acción, esto da un enfoque particular a cada incidente del conflicto. Nos da una clave de la lógica de los acontecimientos, y también les da color y textura. En el sentido dramático y militar, Valley Forge alcanza un significado especial visto desde Yorktown. No se puede tratar un solo incidente de la Revolución Norteamericana sin considerar las complejas fuerzas comprendidas dentro de ella: la personalidad de los líderes, las metas de la clase media norteamericana, las relaciones de propiedad existentes en las colonias, las ideas de libertad que imperaban en aquella época, la táctica de los ejércitos enemigos. Esto no quiere decir que se presente un cuadro confuso o demasiado cargado. Significa que la selección se ha hecho con un entendimiento de las relaciones entre las diferentes partes y el todo. Supongamos que queremos examinar uno de los aspectos menos heroicos y más personales de la Guerra de Independencia norteamericana: por ejemplo, la tragedia personal de Benedict Arnold. ¿Podríamos considerar dramáticamente su traición sin considerar la historia de su época? Una de las cosas más significativas sobre la muerte de Benedict Arnold es el hecho de que si él hubiera muerto un poco antes, hubiera sido el héroe más grande de la guerra, las razones que hicieron de él un traidor, estaban estrechamente ligadas con las razones que motivaron la desesperada magnificencia de su marcha a Quebec. Esto es un conflicto personal fascinante, pero es tan inconcebible como lo es un cuento relatado por un idiota a no ser que sepamos los antecedentes históricos, las fuerzas sociales que impulsaron a la revolución, la relación de Arnold con estas fuerzas, lo que significaba la revolución par él, la cultura moral de su clase. El dramaturgo puede suponer correctamente que él está tratando un segmento de la historia (independientemente del hecho que su historia esté basada en hechos reales o sea de su invención). El dramaturgo que piense que sus personajes no son tan históricos como Benedict Arnold, que ellos están más desligados y no tan inmersos en el remolino de la historia, no les está haciendo justicia a ellos ni a las situaciones en las cuales los coloca. ¿Es que entonces no habrá ninguna diferencia entre obras que tratan hechos conocidos o personajes famosos, y aquellas que tratan problemas domésticos íntimos? Mi tesis consiste exactamente en esto. En ambos casos, el dramaturgo debe comprender a sus personajes en relación a su época. Esto no quiere decir que la obra en sí contenga referencias e incidentes que abarquen un área demasiado grande. El fin de la selección es ser selectivo; la base de la acción debe ser amplia y sólida: la acción en sí puede implicar una selección meticulosa de incidentes. En el teatro de hoy en día, la tendencia es hacia obras que se erigen, por así decirlo, sobre zancos, que carecen de una base apreciable. Por otro lado, los dramaturgos más jóvenes y más socialmente conscientes, afanosos en mostrarnos la amplitud y profundidad de los acontecimientos, caen en el otro extremo. Herbert Kline comenta sobre esto en relación con una reseña de dramas cortos para un público proletario: El resultado es lo que puede llamarse la trama portadora de todo. Por ejemplo, una obra tratará (...) de presentar la situación de mineros oprimidos y hambrientos, los planes de los que controlan las minas para mantener los salarios bajos y los dividendos altos, el apoyo de la huelga de los mineros por la clase obrera, las
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condiciones laborales de los mineros en la Unión Soviética, y muchos otros detalles, entre ellos un llamamiento al público para recaudar fondos en apoyo de la huelga de los mineros.
Peace on Earth, de Albert Maltz y George Sklar, es, hasta cierto punto, un ejemplo de la trama portadora de todo. La intención en estos casos es digna de alabanza: los dramaturgos están tratando de ampliar el ámbito de la acción, pero como el material no está bien asimilado, queda sin dramatizar. La historia no es una venta de artículos misceláneos con fines benéficos. Uno puede hallar muchos ejemplos del método histórico en obras teatrales de poco alcance en su acción que tratan con limitadas situaciones domésticas. Por ejemplo, dos obras teatrales inglesas de los años mil novecientos poseen un considerable alcance histórico; Chains, de Elizabeth Baker (1909), y Hindle Wakes, de Stanley Houghton (1912). Estas no son grandes obras; carecen de gran profundidad o penetración; sin embargo, ambas están construidas sólidamente sobre la base de un enfoque proletario de las fuerzas sociales de la época. La independencia de Fanny, en Hindle Wakes, su desprecio por el código moral, tiene menos significado social que la declaración de independencia de Nora, en Casa de muñecas. No obstante, Fanny es una figura histórica; su actitud hacia el hombre, su integridad, su falta de profundidad, su alegre confianza de que puede derrotar al mundo, éstas son las cualidades de miles de muchachas como Fanny; su rebelión, en 1912, anuncia la rebelión general, los gestos valerosos, pero fútiles, de la era de Greenwich Village. Cuando Fanny rehúsa casarse con Alan, quien es el padre del hijo que espera, él dice: “Yo sé por qué no te casas conmigo.” Ella dice: “¿De veras? Pues desembucha, compadre.” Alan: “No quieres echar a perder mi vida.” Fanny: “Gracias, muy agradecida por el piropo.” Resulta interesante comparar esto con el tratamiento que Shaw da al sexo en Hombre y superhombre, en el cual nos muestra una mujer “eterna” en busca de un compañero “eterno”. Las discusiones de Shaw, a pesar de su brillantez, son siempre generales, y sus caracterizaciones son estáticas, porque nunca logran alcanzar una perspectiva histórica. Hindle Wakes está realistamente ubicado en la era de 1912: la industria del tejido, el paternalismo de los patronos, los problemas económicos, las relaciones entre las clases. Esto es igualmente cierto en Chains, un cuadro cuidadosamente documentado de la vida de la baja clase media inglesa en 1909. El ambiente de los negocios y del hogar, las costumbres, las finanzas y la cultura, el deseo fútil de escapar, son mostrados con una precisión casi científica. Actualmente en la Unión Soviética se discute ampliamente el método del realismo socialista, un enfoque estético fundamental que rompe con el romanticismo y el naturalismo mecanicista del siglo diecinueve. He rehuido hacer referencias al teatro soviético, porque mi conocimiento sobre él es limitado; solamente se han traducido unas cuarentas obras teatrales rusas, y algunos artículos cortos sobre la teoría del teatro. El realismo socialista es un método de análisis y selección históricos concebidos para alcanzar el mayor grado de compresión y extensión dramática. S. Margolin, en una discusión sobre “El artista y el teatro”, describe cómo el realismo socialista afecta la labor del diseñador de escena: él debe: “observar cada vez más profundamente el múltiple fenómeno de las realidades vitales (...). El espectador soviético sólo puede ser impresionado por la imagen generalizada que arroja luz sobre toda la época; sólo esto es lo que él considera gran arte. El naturalismo, una herencia de la burguesía, es fundamentalmente contrario a la tendencia del teatro soviético". La frase, “una imagen generalizada”, es vaga; la impresión de una época sólo se puede dar cuando la acción proyecta el intenso ejercicio de la voluntad consciente en relación con todo el medio. Las recientes películas rusas ejemplifican esto. Chapáev y La juventud de Máximo presentan un conflicto personal que tiene extensión suficiente como para incluir “una imagen generalizada que arroja luz sobre toda la época”. El alcance de la acción de Chapáev está limitado a una fase particular de la Revolución Rusa: el período del confuso y heroico despertar de los campesinos y trabajadores, que se lanzan a defender su recién obtenida libertad y forjan una nueva conciencia de su mundo en el ardor del conflicto. La muerte de Chapáev se selecciona como el punto de más alta tensión en este sistema de acontecimientos. El contexto histórico de la acción es extremadamente complicado. Trata de: 1) la lucha militar; 2) el trasfondo político; 3) la composición social de las fuerzas en pugna; 4) la sicología individual y los conflictos personales del propio Chapáev; 5) la función personal de Chapáev en la lucha militar, sus méritos y errores como comandante; 6) el problema moral, que concierne al derecho a la felicidad del individuo en oposición a sus deberes revolucionarios. Desde un punto de vista abstracto, este material parece ser demasiado complicado para integrarse en un sólo relato. Sin embargo, esto es exactamente lo que se ha hecho, y su realización es tan asombrosamente eficaz, que el resultado es una película muy sencilla. El material se ha concretado por medio de una hábil selección. Por ejemplo, la escena en la cual Chapáev explica tácticas militares colocando
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papas sobre una mesa, nos muestra mejor cómo guía sus tropas que una docena de batallas y maniobras. El carácter de Chapáev combina un violento temperamento, escandaloso buen humor, un primitivo deseo de conocimiento y presunción infantil. Todo esto está concentrado en una pequeña escena en la cual él discute la figura de Alejandro Magno con el comisario. ¿Y qué nos dice acerca de los puntos de vista sociales de las fuerzas contendientes? El conflicto entre Furmanov y Chapáev sobre el saqueo de los campesinos da la clave del espíritu del ejército bolchevique (y al mismo tiempo desarrolla el carácter de Chapáev). El ambiente del ejército blanco, las relaciones entre soldados y ofíciales, se nos muestra en un brillante incidente dramático: el sirviente del coronel Borozdin le ruega a éste que salve la vida de su hermano; el coronel finge acceder a su petición y cínicamente confirma la sentencia de muerte. La lucha militar se presenta en escenas que son inolvidablemente dramáticas; por ejemplo, el “ataque psicológico”, en el cual los blancos avanzan impasiblemente fumando tabacos. ¿Y qué hay acerca del problema moral? La delicada historia de amor entre Ana y Pietka cristaliza la amarga contradicción entre la felicidad personal y la gran tarea que hay que realizar. Esto se dramatiza con especial fuerza en la escena en que él le hace el amor y le enseña a manejar una ametralladora. La historia de amor no es un tema secundario. El amor y la juventud forman parte de la revolución; pero no hay tiempo para un idilio romántico; la lucha debe seguir adelante. De manera similar, no hay tiempo para lamentarse cuando Chapáev muere bajo el fuego de las ametralladoras: la caballería roja pasa rápidamente por la escena para continuar la lucha. [...] Yellow Jack (Fiebre amarilla), la contribución más notable de Sidney Howard al teatro, es un notable ejemplo de selección histórica que abarca un amplio campo de acontecimientos. La perspectiva de Howard posee limitaciones definidas. Pero Yellow Jack tiene un ámbito poco común en teatro. Esto indudablemente se debe, en cierta medida, al carácter de la trama. El asunto trata sobre el progreso de la ciencia médica durante el período más intenso de su desarrollo. Parece que las posibilidades del material interesaron vivamente a Howard. La grandeza del tema lo obligó a hallar un método apropiado de presentación. Por otra parte, podía muy fácilmente haber tratado el tema de una manera ahistórica: como la lucha de grandes individuos “aislados”; o como un relato de color local, que aprovechara el ambiente de Cuba en 1900; o como una historia del deber, abnegación y pasión, con una intensa historia de amor entre la señorita Blake y Carroll. Estas especulaciones no son descabelladas; son los métodos del teatro moderno. Es asombroso que Howard se haya librado de esos métodos en su obra, y haya progresado hacia una técnica más amplia. Al hablar de una técnica más amplia, no me estoy refiriendo al ordenamiento escénico físico de Yellow Jack. Howard explica en una nota que “la obra fluye en un ritmo de constante cambio de luz”. Esto es un modo efectivo de integrar el movimiento de las escenas, y que fue brillantemente realizado en la escenografía de Joe Mielziner y la producción de Guthrie McClintic. Pero la realización técnica de un dramaturgo no se mide por el hecho de que su obra la constituya una escena o cuarenta, o si utiliza una escenografía constructivista o una que corresponde al recibidor de una casa. El énfasis en los decorados de una producción es una de las manifestaciones más tontas de la tradicional discusión sobre forma y contenido. Las necesidades de la acción determinan el número y la clase de escenografías; el dramaturgo también debe guiarse, como lo aconsejó Aristóteles, por las limitaciones de la sala teatro. Howard hubiera podido limitar el movimiento de Yellow Jack a una escenografía convencional sin que por ello restringiera el ámbito histórico. Lo importante de Yellow Jack es su intento de tratar la lucha contra la fiebre amarilla como un proceso, un conflicto en el cual están involucrados tantos los individuos como toda una época. La limitación de Howard se encuentra en el énfasis puesto por él sobre ciertos factores del medio, y el descuido de otras líneas de causalidad. Esto se debe a un hábito mental que ya se analizó en la discusión de The Silver Cord. Al igual que la obra anterior, donde las revelaciones científicas del sicoanálisis se trasforman en una “némesis científica”, en Yellow Jack, el poder de la ciencia médica se idealiza y se hace cósmico. El autor está algo deslumbrado por la idea de la ciencia “pura”, separada de la interacción de las fuerzas sociales y económicas. Esta incapacidad para aprehender la totalidad de su material, es evidente en la escena final de la obra. Aquí la concepción de la lucha del hombre por la ciencia debe expresarse en términos del conflicto más profundo y crucial: y, sin embargo, la última escena es estática; Stackpoole, en su laboratorio londinense, en 1929, explica en vez de luchar: “Reed traspasó la enfermedad del mono al hombre; Stokes, del hombre al mono. Ahora la traspasaremos del mono al hombre otra vez.” Podrá decirse que esto es un resumen, que la esencia de la acción concierne a los acontecimientos de Cuba, en 1900. Pero un resumen no puede ser menos dramático que los hechos que lo componen. Yellow Jack alcanza el clímax en la escena donde se completa el experimento en los cuatro soldados. Pero este clímax se mantiene en las escenas cortas que le siguen. En la escena del experimento, el autor ha tenido mucho cuidado de evitar que la acción alcance un momento de máxima tensión, lo que le permite, consecuentemente, elevarla en las escenas siguientes, en África occidental y Londres. También pudiera decirse que la intención de estas escenas finales, es la de demostrar que la lucha por la ciencia continúa. Pero ésta es la esencia de la obra. El autor no quiere decirnos que la lucha por la ciencia continúa,
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sino que se vuelve menos importante y menos dramática, Los momentos finales, pues, debían haber sido completamente dramatizados. La primera escena de la exposición tiene lugar en el laboratorio de Stackpoole en Londres, en enero de 1929, y volvemos a este mismo laboratorio en la escena final. Este principio es el punto lógico para el comienzo de la acción escénica. Al comenzar en 1929, el dramaturgo nos muestra la rutina de las investigaciones médicas modernas, en las cuales el hombre se enfrenta al peligro mortal con heroica indiferencia. A partir de aquí, la acción progresa a las luchas dramáticas del pasado; observamos la creciente fuerza emocional y el significado de la lucha a medida que los hombres se esfuerzan y lentamente conquistan el germen mortal. Pero si examinamos la primera escena cuidadosamente, encontramos que contiene muchas ideas que no llegan a desarrollarse en el curso de la obra. Estas ideas son de máxima importancia; son elementos del contexto social, esenciales, para la total comprensión de la acción; como se introducen en esta forma incompleta, constituyen meros indicios carentes de valor concreto. La escena introductoria comienza con la discusión entre Stackpoole, y un comandante de la Real Fuerza Aérea y un funcionario de la colonia de Kenia. Estos últimos se oponen a la cuarentena de seis días para los pasajeros que van por avión de África occidental a Europa. El dramaturgo sabe que el imperialismo está en conflicto con la ciencia “pura” en el año 1929; está tanteando su camino para utilizar esta concepción. Pero no ha podido cristalizar este problema dramáticamente. Esto debilita la estructura de la causalidad; reduce el alcance de los acontecimientos en Cuba, en 1900. No podemos comprender la ciencia en relación con la vida del hombre y sus aspiraciones, si no comprendemos las fuerzas sociales y económicas que afectan el desarrollo de la ciencia. Evidentemente existe una conexión entre la presión gubernamental británica en cuanto a la colonia de Kenia y los intereses económicos de los Estados Unidos en Cuba. Pero esto queda como una asociación de ideas en la mente del dramaturgo y nunca se nos explica. El clímax expone la incertidumbre conceptual: un científico solitario habla consigo mismo en un vacío. El último discurso de Stackpoole arroja su sombra sobre cada una de las escenas de la obra; la acción se debilita por el hecho de que no se da a la acción-base su extensión y fuerza emocional completa. El principio dominante que guía el proceso de selección es el principio de que la fuerza explosiva de la obra no puede ser mayor que la extensión --las implicaciones sociales-- de la acción. El contexto social, por muy vasto que pueda ser, carece de valor a no ser que cumpla los requisitos de la acción dramática: debe ser concreto, definido y progresivo. El desarrollo de la acción escénica es un proceso ulterior de selección y ordenamiento: el análisis concentrado y la proyección de acontecimientos dentro del contexto social. Esto es una cuestión de problemas estructurales más detallados; habiendo determinado las fuerzas dinámicas que sostienen el movimiento de la obra, el dramaturgo se enfrenta a la composición dramática. LA COMPOSICION DRAMÁTICA Al abordar la composición, entramos en un terreno más familiar que ha sido sondeado y valorado en innumerables volúmenes sobre la técnica del drama. Respiramos con más tranquilidad al oír los conocidos encabezamientos de los capítulos: “La exposición”, “El diálogo”, “La caracterización”. Pero nuestro enfoque es consecuente con el análisis estructural que hemos desarrollado en la Tercera Parte, e incluye una investigación de los factores sicológicos y sociales que gobiernan la selección y organización de los materiales del dramaturgo. Las partes de un drama son unidades subordinadas de la acción. Cada parte está relacionada con el conjunto por el principio de la unidad en función de clímax, pero cada parte tiene también vida propia y significación, y el proceso interno de crecimiento de la tensión que conduce a una crisis. El estudio de la composición es la organización detallada de las escenas y situaciones, tanto en su estructura interna como en sus relaciones con el sistema de acontecimientos en su conjunto. El primer capítulo utiliza un término tomado del cine: es interesante notar que no hay una palabra, en el vocabulario técnico del teatro, que corresponda exactamente a la continuidad; este término describe la secuencia o eslabonamiento de las escenas. La ausencia de tal término en el vocabulario teatral puede atribuirse a la tendencia de pensar en las escenas y actos como entidades separadas, sin prestar atención a su fluidez y movimiento orgánico. La continuidad abarca cierto número de problemas que se discutieron al comienzo del capítulo “El proceso de selección”: el aumento y el mantenimiento de la tensión, la duración de las diferentes escenas, las transiciones abruptas y graduales, la probabilidad, la casualidad y la coincidencia. Al final del primer capítulo, se formulan doce principios de la continuidad. Después de examinar la forma en que las escenas se ordenan y conectan en general, procederemos a considerar la secuencia específica de escenas que constituye una estructura dramática. Cuatro capítulos se ocupan de las cuatro partes esenciales de la estructura: exposición, progresión, escena obligatoria y clímax.
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La caracterización se define en muchos libros de texto teatrales como el retrato de cualidades que de alguna manera se asignan misteriosamente a una persona que el dramaturgo ha inventado. Estas cualidades no tienen una clara relación con la estructura de la pieza, y las acciones en que participan los individuos, sólo son incidentalmente ilustrativas de los rasgos que componen su carácter. El sexto capítulo trata de disipar esta ilusión, y de mostrar que el estudio separado de la caracterización constituye un error. El drama retrata gente en acción; cada movimiento de la presentación prueba y explora el funcionamiento de la voluntad consciente; cada momento es caracterización, y el drama no puede tener otra función o propósito. El séptimo capítulo adopta un punto de vista similar respecto al diálogo; lo considera una parte indivisible de la estructura de la pieza, que no puede separarse de la acción de la cual es una parte esencial. El diálogo prosaico y poco inspirado de tantas piezas modernas, expresa la voluntad confusa y distorsionada de personajes que han perdido su capacidad de acometer acciones decisivas. La Cuarta Parte concluye con un breve, y necesariamente inconcluso, capítulo sobre el público. Puesto que una pieza deriva su vida y significado del público, aquí estamos entrando en un campo totalmente nuevo de investigación. El capítulo se presenta como un epílogo; debería considerarse mejor como un prefacio fragmentario de un libro que deberá escribirse algún día.
LA CONTINUIDAD Puesto que la continuidad es un asunto de secuencia detallada, su estudio puede realizarse mejor mediante el análisis minucioso del movimiento de una pieza en particular. Yellow Jack es un buen ejemplo del método dramático, y es especialmente valiosa por su fondo histórico, que da al estudioso una oportunidad de comparar la selección de los incidentes hecha por el dramaturgo, con la descripción de Paul De Kruif sobre los acontecimientos de Cuba (de donde Howard sacó el plan de su obra), y con el campo más amplio de materiales históricos accesibles al autor. Como ya hemos usado a Yellow Jack como ejemplo de selección histórica, ahora podemos comenzar en el punto donde dejamos el análisis anterior y hacer la disección de cada paso en el desarrollo de la acción. La exposición está dividida en tres partes: Londres, en 1929; África occidental, en 1927, y las primeras escenas en Cuba (1900). ¿Qué se gana mediante esta triple exposición? Cada una de estas escenas sirve a un propósito diferente: La acción en Londres muestra la amplitud de la lucha contra la fiebre amarilla y sugiere el peligro; el incidente de África occidental dramatiza el peligro, amplía el significado emocional mediante el recurso de profundizar en la voluntad consciente de los hombres que luchan en la batalla de la ciencia; las primeras escenas cubanas definen el problema: el conflicto específico entre el hombre y su medio se desarrolla en Cuba. Debe destacarse que el conflicto, tal y como el dramaturgo lo concibe, no está limitado a los sucesos de Cuba. Puesto que la acción (no el contexto social, sino la acción escénica propiamente) trasciende estos acontecimientos, la exposición debe presentar posibilidades de extensión que sean iguales a la extensión de la acción escénica. Por esta razón, las escenas en Londres y África occidental son necesarias. La obra comienza con una escena de conflicto directo en relación con la cuarentena de los pasajeros de África occidental. La discusión es interrumpida cuando el asistente de Stackpoole se corta con una pipeta que contiene gérmenes de fiebre amarilla. Acción rápida: Stackpoole, que ha tenido la enfermedad, le dona sangre. Así el peligro, el problema humano, la lucha inconclusa contra la enfermedad, se proyectan dramáticamente. Hay un rápido cambio al África occidental, dieciocho meses antes; la transición está bien lograda; los tambores se tocan en la oscuridad; la luz se intensifica lentamente. Aquí, de nuevo, tenemos la ecuación humana: los hombres solitarios, desesperados en la selva, y la lucha científica: el doctor Stokes logra inocularle la fiebre amarilla a un mono. De nuevo la oscuridad y oímos a un cuarteto cantar, There'll be a hot-time in the old town tonight. Estamos en el Campamento de Columbia, en Cuba, en 1900. Ambas transiciones son notables en varios aspectos: 1. El uso del sonido como aditamento del movimiento dramático. 2. El valor del contraste abrupto, el toque de los tambores que irrumpe en el laboratorio londinense, el nostálgico canto que rompe el silencio de la selva. 3. El logro de cristalizar un lugar y una época mediante recursos claros y simples. Al inicio de la escena de Cuba, se ven las siluetas de los soldados que avanzan cargando camillas con cadáveres. El sentimiento de la muerte, de un ejército destruido por un enemigo desconocido, se presenta con fuerza y ayuda a dar a la obra su profundidad social. No hay elementos metafísicos en este tratamiento del destino; la enfermedad es un enemigo que debe enfrentarse y derrotarse.
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Aquí tenemos un problema interesante en la selección: ¿Qué momento de la lucha contra la fiebre amarilla en Cuba escoge el autor? Escoge un momento de descorazonamiento, cuando la Comisión de la Fiebre Amarilla está disgustada y desesperada. Este es el punto que el autor naturalmente debía seleccionar: el ciclo del conflicto es: a. El reconocimiento de las dificultades y la determinación de superarlas. b. Desarrollo progresivo de la lucha. c. Logros parciales. d. Nuevas dificultades y mayor determinación. La primera escena de Yellow Jack nos muestra a un científico que se enfrenta a un problema desesperado; luego, de regreso al África, desaliento y logros; después Cuba, el comienzo de otro ciclo. Hasta ahora el autor ha seguido una línea única muy simple: bosqueja históricamente la lucha contra la fiebre amarilla y muestra el trasfondo y las asociaciones históricas. Pero en las escenas cubanas, Howard debe dividir la obra en dos series separadas de acontecimientos, que se fusionan mucho después en la acción. Ésta es una de las razones más profundas que motivan la escenografía de Howard, el ordenamiento de los escalones y plataformas sobre los cuales la acción puede trasladarse con un cambio de luces. Esto permite al autor ocultar el hecho de que (hasta el experimento final) la historia de los cuatro soldados norteamericanos está sólo muy ligeramente vinculada con la de la Comisión Norteamericana de la Fiebre Amarilla. El movimiento escénico hace que esta conexión parezca más estrecha de lo que en realidad es. Las dos primeras escenas en Cuba son una continuación de la exposición, que introducen las dos líneas separadas de acción. Vemos el miedo a la enfermedad entre los soldados. Busch pide a la señorita Blake que le mire la lengua. Y encima, en la plataforma central, la Comisión de la Fiebre Amarilla expone el problema: “¡Fuimos enviados aquí para poner fin a este horror! ¡A aislar un microbio y encontrar una cura! Y hemos fracasado.” Con esto termina la exposición y comienza la acción creciente; el momento de transición es la formulación de Reed de la tarea que debe acometerse; debe hallarse el portador de la enfermedad: “¿Qué fue lo que se arrastró, saltó y voló a través de la ventana de aquella prisión militar, picó a aquel prisionero y se fue por donde había venido?” Es interesante notar que no hay elemento de sorpresa en el desarrollo de la obra. El público sabe qué fue lo que voló a través de la ventana de la prisión militar. La tensión se deriva de la fuerza del conflicto, no de la incertidumbre de su solución. No hay suspenso artificial en lo que concierne a la historia; la tensión se sostiene solamente por la selección y el ordenamiento de los acontecimientos. El problema de continuidad más serio en Yellow Jack, es el manejo de las dos líneas separadas de acción: el grupo de soldados y el grupo de científicos. En esto, Howard no ha logrado un éxito completo. ¿Se debe a que no resulta conveniente tener dos líneas de desarrollo que se fundan en un punto posterior de la pieza? En absoluto. El manejo de dos (o más) hilos de acción es uno de los problemas más usuales de la continuidad. En The Children’s Hour, de Lillian Hellman, la construcción está desorganizada a causa de la incapacidad de la autora para manejar las dos acciones separadas (pero conectadas): 1. El conflicto entre las dos mujeres y la niña maliciosa. 2. La situación triangular entre las dos mujeres y el doctor Cardin. Pero de aquí, como en Yellow Jack, las dos líneas de acción son necesarias: el desarrollo y la interconexión de estas dos series de acontecimientos constituyen el núcleo del significado de la autora. Ella ha sido incapaz de definir este significado y llevarlo a un punto decisivo. La raíz del problema está en el clímax; el clímax expone la confusión conceptual que divide la obra en un sistema dualista. La dificultad en Yellow Jack es del mismo tipo. Howard no ha aclarado la actividad de los cuatro soldados en relación con el tema; su decisión de sacrificarse en la lucha contra la fiebre amarilla es heroica, pero accidental. ¿Qué significa esto? ¿Que la vida humana debe sacrificarse en la gran batalla por la ciencia? Seguro. Pero, ¿es el sacrificio de los científicos que arriesgan sus vidas conscientemente por un fin consciente, más heroico o menos que el heroísmo un tanto casual de los cuatro soldados? Howard no ha tomado una posición decisiva respecto a esta cuestión. La actividad de los cuatro soldados tiende a convertirse en una charla difusa, ociosa. Puesto que su función posterior es algo pasiva, para ellos no hay nada que hacer, excepto hablar y esperar su turno. Howard trató de dar a los cuatro soldados profundidad y significación. Trató de mostrar sus puntos de vista sociales y económicos. Pero estos puntos de vista están muy débilmente conectados con el problema dramático. Sus opiniones son meros comentarios, no constituyen una fuerza motriz. Los soldados son el elemento más estático de la obra.
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El mayor logro de Howard radica en la progresión dinámica de la lucha de los científicos por descubrir el germen portador. Los caracteres de Reed y los otros médicos no son muy sutiles ni están profundamente delineados. No obstante, cada escena tiene una fuerza emocional creciente. Cada escena es un momento de crisis, seleccionada y dramatizada con el mayor cuidado; cada escena presenta un serio problema humano, pero el problema humano no oculta las implicaciones sociales; el conflicto es observado, no desde un solo ángulo, sino en sus múltiples aspectos. Las actividades involucradas en la lucha contra la enfermedad son muy variadas: el hombre de ciencia debe tener una paciencia infinita y seguridad, el más ligero error puede deshacer el trabajo de meses; debe dudar de sus propias conclusiones y probarlas una y otra vez; debe estar dispuesto a ofrendar su propia vida; debe enfrentarse al problema moral de tomar la vida de otros si es necesario. El científico está bajo presiones económicas y sociales; sufre interferencias de sus superiores; a menudo no es comprendido por la opinión pública; a menudo se hace burla de él y se le ignora. Estas fuerzas constituyen la totalidad del medio al cual debe ajustarse el científico. En Yellow Jack, vemos este proceso de ajuste en sus momentos de máxima tensión. La primera escena importante en la acción creciente es la visita a Finlay, a quien todos han ignorado. “Durante diecinueve años, la ciencia se ha reído de mí, comandante --dice Finlay--, del viejo chiflado de Finlay y de sus mosquitos.” Reed replica: “Yo también sé lo que es esperar, doctor Finlay.” Uno nota que el conflicto en esta escena es múltiple; el orgullo de Finlay lo hace oponerse a Reed; pero también está claro que teme que los otros roben su descubrimiento y se lleven la gloria. Vemos el pathos de la larga espera de Finlay, pero también lo vemos codicioso y amargado. 4 La escena con Finlay es el punto natural para el comienzo de la acción creciente; su convicción de que un mosquito hembra es el portador de la enfermedad, obliga a los médicos a enfrentarse al problema de experimentar en seres humanos; aquí el autor pudo fácilmente haber unificado su drama en un conflicto personal en relación con el deber y la conciencia. Pero logró presentar a estos hombres tal y como son realmente los hombres, con temores y ambiciones personales, que viven en un mundo cuyos perjuicios y opiniones no pueden ignorarse. Dice Reed: “Mandan a sus hijos a que sean masacrados en el combate, pero si uno intenta hacer algo en esta guerra, ¡nos comen vivos!” La necesidad de probar su teoría en los seres humanos conduce inevitablemente a la crisis final: el experimento en los cuatro soldados. ¿Cuál es la estructura de los acontecimientos componentes? 1. Los hombres deciden experimentar en sí mismos. 2. El comandante Reed es obligado a regresar a Washington; la ausencia del jefe provoca el descuido que interfiere con la precisión del experimento. 3. La escena crucial en la cual comprenden que Carroll parece haber contraído la fiebre amarilla. 4. El descuido hace el experimento incierto; Carroll ha realizado la autopsia de un hombre muerto de fiebre amarilla y, por lo tanto, no hay ninguna prueba de que fuera el mosquito el causante de la enfermedad. 5. Esto obliga a Lazear y Agramonte a correr un riesgo desesperado; invitan a un soldado que pasa, Dean, a entrar al laboratorio; éste deja que uno de los mosquitos de los tubos de ensayo lo pique, sin saber por qué le piden eso. 6. Carroll parece agonizar. En una escena muy emotiva, Lazear aguarda y espera que Carroll no muera en vano. Lo único que puede justificar sus sufrimientos, sería la noticia de la enfermedad de Dean, que confirmaría el hecho de que los mosquitos son los portadores de la enfermedad. La enfermera entra y le pide al médico asistente atienda un nuevo caso: LAZEAR. ¿Cuál es el nombre del soldado? LA SEÑORITA BLAKE. Dean... William H., compañía A, séptimo regimiento de caballería. LAZEAR. (A Carroll.) ¡Ahora sabemos! ¡Me entiendes! ¡Ya sabemos! Pero el hecho de que los médicos lo sepan, no es suficiente. Todavía hay dudas; Lazear se enferma sin la ayuda de ningún mosquito. Ahora que ya han ido tan lejos, deben probar su caso en un experimento público, controlado. No hay otra forma. Esto conduce a: 7. La solicitud de dos voluntarios y la decisión de los cuatro soldados de arriesgar sus vidas. Es obvio que, hasta la crisis final, los cuatro soldados están muy descuidados en la acción. Pero la continuidad en lo que respecta los científicos, es magistral. Examinemos la anatomía de estos 4
El drama de Howard presenta equivocadamente la personalidad de Finlay. Durante la histórica visita de Reed a Finlay, éste, sin reservas de ninguna clase, le brindó a Reed toda la información que poseía; incluso le ofreció las muestras de los huevos del mosquito Aedes, el cual consideraba que era el transmisor de la fiebre amarilla.
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acontecimientos: lo que realmente sucede es un ciclo de actividad que puede expresarse de la manera siguiente: una decisión de seguir un cierto curso de acción, la tensión que surge al realizar la decisión, un triunfo inesperado, y una nueva complicación que requiere otra decisión en un plano superior. Cada triunfo es la culminación de un acto de voluntad, que produce un cambio de equilibrio entre los individuos y su medio. Este cambio requiere nuevos ajustes, y hace inevitables las nuevas complicaciones. La pieza está proyectada en tres de estos ciclos. Primer ciclo: Deciden experimentar en sí mismos; la partida del comandante Reed causa una complicación; el descubrimiento de la enfermedad de Carroll es un momento de triunfo; su descuido al haberse expuesto es un nuevo retroceso. Segundo ciclo: Los médicos que quedan, toman una decisión desesperada: la brutal escena en la cual usan a Dean como un “conejillo de indias humano” sin que él lo sepa. Esto parece injustificable; cuando vemos a Carroll aparentemente agonizando, sentimos que todo es inútil; en el momento de mayor tensión, la noticia de la enfermedad de Dean trae el triunfo, seguido por nuevas dudas. Tercer ciclo: La gran decisión de hacer un experimento público controlado; los cuatro soldados deciden ofrecerse de voluntarios; esto es seguido por la escena crucial en que los cuatro aguardan su destino. Hay algo muy claro en estos tres ciclos: cada uno es más corto que el anterior, los puntos de tensión son más pronunciados y se elimina la acción explicativa entre los mismos. En el tercer ciclo, los acontecimientos están estrechamente agrupados y cada uno de ellos, es en sí mismo un punto de crisis excelente, que incluye un acto de voluntad decisivo por parte de los personajes: la decisión de los científicos y la decisión de los cuatro soldados. No debe suponerse que el esquema de Yellow Jack puede imitarse como una fórmula arbitraria. Pero el principio que sustenta el esquema, es básico, y puede aplicarse en todos los casos. El material se ordena en varios ciclos. Si examinamos los ciclos individualmente, encontramos que cada uno es una pequeña réplica de la construcción de un drama, incluyendo exposición, acción creciente, choque y clímax. Habiendo seleccionado los puntos culminantes de la acción, el dramaturgo pone gran cuidado en preparar e incrementar la tensión, para que estas escenas dominen sobre las demás. El punto culminante del primer ciclo es el descubrimiento de la enfermedad de Carroll. El del segundo es la escena ante el lecho de Carroll. ¿Cuáles son los medios técnicos a través de los cuales el autor incrementó el efecto de estas crisis? En primer lugar, enfatiza continuamente el peligro y la importancia del acontecimiento: estamos convencidos de que todo depende de que uno de ellos se enferme y que la enfermedad termine en la muerte. Pero decirnos esto no es suficiente. El efecto se incremento destacando la presión existente sobre los personajes. Esto puede describirse como aumentar la carga emocional. Quizás podemos explicar la técnica ilustrándola en su forma más cruda. Por ejemplo, un personaje dice: “No puedo soportarlos, otro dice: “Debes...” “No puedo, prefiero morir”, etc., etc. Esto se hace generalmente en todas las películas, en el momento y en la forma más inadecuada. El uso más brillante de este recurso podemos encontrarlo en las piezas de Clifford Odets. Él es extraordinariamente hábil en aumentar el efecto de una escena subrayando la tensión emocional. Esto es totalmente legítimo si la emoción surge de las necesidades internas del conflicto. El único peligro radica en la utilización trillada de la tensión artificial como un sustituto del verdadero desarrollo dramático. Se puede aumentar la carga emocional de varias semanas. A veces se hace mediante la repetición de palabras o de movimientos que crean un ritmo. El sonido de tambores en El emperador Jones, de Eugene O'Neill, es un ejemplo del uso de ritmo mecánico. El hombre en capilla, en el primer acto de The Last Mile, de John Wexley, que se mantiene repitiendo la palabra “Hol...mes”, crea una tensión física creciente que también es sicológica; la repetición expone la perturbada voluntad consciente del hombre, dándole así significación dramática. El desarrollo de la tensión debe estar unificado respecto al clímax hacia el cual se dirige la tensión en aumento. En Yellow Jack, mientras los médicos experimentan en sí mismos, es obvio que están casi al borde del colapso. Hay disputas repentinas. Dice Agramonte: “¡He agotado mi paciencia!” Cuando le toca a Carroll el turno de ser picado por un mosquito, arroja lejos de sí al tubo de ensayo que le ofrecen: “¡No me apuntes con eso! “ (Selecciona el n° 46, que había picado a un caso que no había desarrollado aún los síntomas de la enfermedad; ésta es la causa directa de que la contraiga. Los otros mosquitos habían picado a casos ya avanzados. Más adelante en la obra, los hombres están casi yéndose a los puños. Carroll grita furioso: “¡Esta maldita cosa me ha vuelto loco! ¡Me siento mal!” Los otros dos lo miran y comprenden de repente que tiene la fiebre amarilla. Pero el final de la escena es repentinamente tranquilo, y se logra crear un efecto mediante una información cuidadosamente carente de emoción sobre todo lo que está en juego: Lazear: “Estoy terriblemente asustado.” Agramonte: “¿De qué? ¿De que Carroll tenga la fiebre amarilla o de que no la tenga?” Lazear. “De las dos cosas.” Así, el desarrollo de la tensión llega a su punto culminante, en el cual el balance de fuerzas cambia, y una nueva situación se crea que conduce a una nueva serie de tensiones. No es una cuestión de presentar el fluir natural de los acontecimientos; la actividad debe comprimirse y aumentarse; la velocidad del
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desarrollo y el punto de explosión deben determinarse con referencia al clímax del ciclo y al clímax de la obra en su conjunto. El final de la escena citada muestra el valor de un contraste repentino de atmósfera; el cese abrupto de la emoción y el restarle importancia a la situación determinan el momento del clímax. La claridad del diálogo de Howard también debe notarse. Expone las cuestiones esenciales con precisión extraordinaria. Las transiciones --tanto físicas como emocionales-- son un problema técnico difícil. En Yellow Jack, los soldados son de gran valor al dramaturgo en este sentido. Aunque no ha sabido darles una participación organizada en el desarrollo de la acción, los usa con efectividad para mantener el movimiento de las escenas: cuando cantan viejas canciones, la silueta de hombres que portan camillas, fragmentos de conversación. Estas transiciones ilustran dos rasgos muy importantes de la continuidad: 1. Los contrastes abruptos, que cortan una escena en su punto culminante y proyectan tajantemente una actividad de un tipo completamente diferente, y preservan la unidad por el mismo vigor del contraste. 2. La superposición --la presentación simultánea de dos tipos de actividad--, en la cual la segunda acción se inicia antes que la primera esté completa. Ambos recursos están claramente ilustrados en Yellow Jack; ambos --en varias formas y con diferentes modificaciones-- pueden encontrarse en la mayoría de las obras. En cuestión de transiciones --y en otros problemas de continuidad--, el dramaturgo puede aprender mucho del estudio de la técnica cinematográfica. Arthur Edwin Krows señala que el cine hace uso extensivo de lo que él describe como el “método de corte y flash (súbita aparición)”: “El principio que rige este método, es el de “cortar” la línea principal de interés e introducir una subordinada (...) El principio de corte y flash es un principio de la propia mente humana. El cerebro humano siempre está interrumpiendo y produciendo ideas, una sugiere y fortalece a la otra.” El valor sicológico del contraste, y el uso de acontecimientos subordinados que fortalecen la línea principal de interés, sugieren un campo muy amplio de investigación, respecto al cual el cine ofrece un valioso material. V.I. Pudovkin, ha hecho un aporte inicial importante en el estudio de la continuidad cinematográfica: Sus Lecciones de cinematografía son lectura obligatoria de cualquier estudioso del teatro. Pudovkin usa la escena de la masacre de la multitud en la escalinata de Odesa, en El acorazado Potemkin, como ejemplo del ordenamiento de los incidentes hecho por Einsenstein: “El tratamiento de la huida de la muchedumbre es sobrio y no muy expresivo, pero el cochecito con el niño dentro que, abandonado por la madre asesinada, se precipita por la escalinata, posee una intensidad trágica y nos impresiona terriblemente.” En éste, y otros ejemplos similares de corte, se logra el efecto mediante el análisis preciso de las relaciones de los incidentes y el cálculo exacto del tiempo de las transiciones. Dice Pudovkin: “Cada acontecimiento implica un proceso semejante a aquél que en matemática se llama diferenciación: es decir, se debe hacer una disección del acontecimiento en sus elementos constitutivos.” EI incidente del cochecito es la acción-base de los acontecimientos de la escalinata de Odesa: concentra el máximo de compresión emocional y genera la mayor extensión del significado. Muchas discusiones técnicas se han dedicado a la probabilidad y a la coincidencia. Puesto que no hay probabilidad abstracta, la prueba de la probabilidad de cualquier incidente radica en su relación con el concepto social encarnado en la acción-base. Enfocado bajo esta luz, la cuestión de qué es plausible y qué no lo es, deja de estar sujeta a juicios variables e inconcluyentes para convertirse en una cuestión de integridad estructural. Que el público acepte o rechace el concepto social que sustenta la pieza, depende de que la conciencia de la necesidad social del autor concuerde o no con las propias necesidades y esperanzas del público. Esto también es cierto de cualquier escena o personaje en la obra. Pero la validez de la escena o el personaje en el esquema dramático no depende de su relación con los acontecimientos en general, sino de su valor de uso en relación con la acción-base. El propósito de la pieza es probar que la acción-base es probable y necesaria. Por tanto, nada en la pieza que sea esencial al desarrollo del clímax puede ser improbable, a menos que el clímax mismo sea improbable. El elemento de coincidencia forma parte de cualquier acontecimiento: suponer que podemos eliminar la coincidencia en la presentación de una acción, es suponer que podemos alcanzar el conocimiento de todas las condiciones anteriores de la acción. Una coincidencia pasa inadvertida si se conforma a nuestra idea de la probabilidad. La acción de Yellow Jack es histórica y probable. Pero aun si cada acontecimiento fuera una transcripción directa de fuentes histórica verídicas, la verosimilitud de la combinación de acontecimientos dependería, no de la exactitud de la transcripción, sino del propósito y punto de vista del autor. Podemos encontrar coincidencias en todas las escenas de Yellow Jack. Carroll selecciona un cierto tubo de ensayo; Dean es lo suficientemente tonto como para dejarse picar por el mosquito en el laboratorio. Lazear contrae la fiebre amarilla en el momento oportuno. Estos hechos son plausibles y necesarios, porque contribuyen a la inevitabilidad del esquema de acontecimientos.
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Hay una diferencia importante entre improbabilidad física e improbabilidad sicológica. Repetidamente hemos subrayado el hecho de que un drama encarna tanto la conciencia como la voluntad del autor. El resultante cuadro de la realidad es volitivo y no fotográfico. Nuestras visiones y esperanzas se basan en nuestra experiencia; cuando los hombres se imaginan un lugar extraño, o un paraíso futuro con jerarquías de ángeles, trazan el cuadro con los colores y las formas de la realidad tal y como la conocen. En la Edad Media, la visión del cielo correspondía a la probabilidad sicológica; Dante llenó el cielo, el purgatorio y el infierno con los ciudadanos de Florencia. La prueba de la Divina Comedia es su verdad sicológica; sería absurdo cuestionar esta verdad sobre la base de que esos hechos son físicamente imposibles. Las leyes del pensamiento nos permiten intensificar y extender nuestra visión de la realidad. Una obra teatral, de acuerdo con las leyes del pensamiento, crea convenciones que violan la plausibilidad física sin que surja ningún problema: aceptamos a los actores como personas imaginarias; aceptamos la escenografía como lo que evidentemente no es; aceptamos una serie de acontecimientos que comienzan a las ocho y cuarenticinco y terminan a las once, y que se repiten cada noche a la misma hora y en el mismo lugar. Muchos de los acontecimientos que presentó el teatro del pasado, nos parecen improbables porque representan convenciones que ya están fuera de moda. Estas convenciones no son solamente técnicas. Las convenciones teatrales son el producto de las convenciones sociales. No podemos juzgar estos recursos por su probabilidad física, sino por su significado y propósito. La poción que el fraile Lawrence da a Julieta para que parezca muerta, es el clásico ejemplo de un recurso que los escritores técnicos describen como algo inherentemente improbable. Las convenciones de este tipo fueron comunes en el teatro isabelino. Lo que en realidad nos perturba sobre el incidente hoy en día, es nuestra incapacidad de comprender la necesidad social que justificó el uso de la poción por parte del fraile. Confrontamos la misma dificultad para comprender la acción-base de Romeo y Julieta; las muertes en la tumba de Julieta nos parecen excesivas y demasiado coincidentes, porque en nuestra sociedad estas muertes hubieran ocurrido por razones diferentes. Si examinamos la obra históricamente, si tratamos de verla como fue vista por los públicos de la época, encontraremos que las redes de causalidad son seguras e inevitables. El espectro en Hamlet es otra convención del mismo tipo. En una reciente producción de Hamlet, el melancólico danés expresó los parlamentos que se atribuyen al espectro, dando así la impresión de que la aparición es la voz del subconsciente de Hamlet. Esto distorsiona el significado de Shakespeare, y le resta validez al papel que desempeña el espectro en el drama. Al hacerse la visión más natural, se hace menos real. Un dramaturgo moderno puede, con toda propiedad, introducir un espectro en una pieza realista. Pero no será tan tonto como para pedirnos que creamos en la naturalidad del espectro; pero un actor en el papel de un muerto puede servir a un propósito real y comprensible; debemos saber qué significa el muerto, no como símbolo, sino como un factor en la acción viviente; si el efecto sobre la acción corresponde a la realidad tal y como la conocemos, aceptamos la verdad sicológica de la convención por la cual se produce el efecto. (Por ejemplo, el propósito de las máscaras en El gran dios Brown es comprensible inmediatamente; todos tenemos el hábito de ocultarnos tras una máscara imaginaria en ciertas ocasiones, mientras otras veces hablamos con sinceridad y nos desenmascaramos. Aceptamos las máscaras en el mismo momento en que las vemos; la dificultad en El gran dios Brown radica en la propia confusión del autor respecto al fin que sirve el uso de las máscaras; al avanzar la obra nos sentimos más confundidos, porque O'Neill trata de que signifiquen más de lo que en realidad significan.) El dramaturgo que no comprende la cuestión de la plausibilidad, generalmente simplificará y enfatizará de modo excesivo la conexión inmediata de causa y efecto entre los acontecimientos. Estará tan ansioso por inventar causas probables que descuidará el alcance de la acción. Si examinamos las coincidencias en Yellow Jack, encontraremos que la pieza deriva gran parte de su fuerza de lo directo de la acción y la poca importancia atribuida a los detalles explicativos. El regreso del comandante Reed a Washington es un incidente importante en la primera parte de la pieza; un dramaturgo inepto se hubiera preocupado sobre las razones de la partida del comandante Reed, y hubiera interrumpido la acción para ofrecer explicaciones. También podría haber introducido toda una escena para explicar el carácter del soldado Dean, para aumentar la probabilidad de la escena en que se usa Dean para el experimento. Esto hubiera sido innecesario, porque la relación causal esencial es la relación entre el acontecimiento y la acción-base de la obra. Lo que hace avanzar el drama es la introducción de nuevas causas que aparte del hecho de que se originen o no en la acción precedente, cambian el conflicto e introducen nuevos obstáculos, y, de este modo prolongan e intensifican la conclusión final. La idea de que una pieza teatral es una línea ininterrumpida de causa y efecto, es peligrosa, porque impide el agrupamiento de diversas fuerzas que conducen al clímax. Si Yellow Jack consistiera en un simple ordenamiento de causas y efectos directos, sería mucho menos compleja e interesante. Uno podría suponer que el tratamiento que dio Howard a los cuatro soldados, pudo haber sido más efectivo si hubieran estado más estrechamente relacionados con el trabajo de los médicos: el fallo en el
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manejo de los soldados radica en su conexión con la acción-base, y no en sus contactos con los médicos. Dos o más líneas de causalidad pueden estar completamente separadas, siempre que se mueven hacia un fin común. Si la actividad de los soldados fuera significativa en relación con el tema, su conexión con los médicos sería clara hasta en el caso de que no hubiera interacción de causa y efecto entre los dos grupos hasta el momento del clímax. La compleja acción de las obras de Shakespeare nunca deja de dirigirse hacia un punto de máxima tensión. Cuando estas piezas parecen difusas al público moderno, esto se debe a una producción inadecuada y al hecho de no comprender la concepción en que se basan las obras. Shakespeare no dudó en introducir nuevos elementos y líneas separadas de causalidad. El conflicto no es cuestión de “una cosa que conduzca a otra”, sino una gran batalla en la cual muchas fuerzas se dirigen a una contienda final. En Hamlet, el asesinato del rey ocurre después que Hamlet ha hecho un esfuerzo desesperado, después que literalmente se ha extenuado el cerebro y el corazón, por tratar de encontrar otra solución. La presencia de Rosencrantz y de Guildenstern introduce un factor completamente nuevo; la llegada de los actores, aunque no la causa la acción precedente, conduce la obra en otra dirección. El envío de Hamlet al extranjero, su regreso y la escena en la tumba de Ofelia, son formas de desarrollar posibilidades inesperadas de la acción, que postergan e intensifican el resultado. “El hecho de retardar --dice Krows-- siempre debe añadir algo a la acción misma.” El drama, continúa Krows, puede adquirir “vitalidad al postergarse”. Esto es cierto, pero la verdadera vitalidad radica, no en la postergación, sino en la introducción de nuevas fuerzas que creen un nuevo balance de fuerzas y hagan que la postergación sea necesaria y progresiva. Esto aumenta la tensión, porque aumenta las posibilidades de un desencadenamiento de fuerzas que están presentes en la situación y que se desencadenarán en el momento del clímax. Se acostumbra a hablar de la tensión como de u vínculo casi místico a través de las candilejas, de una identificación síquica entre el público y los actores. Resulta mucho más esclarecedor considerar la palabra en su significado científico. En electricidad, significa una diferencia de potencia; en ingeniería, se aplica a la cantidad de fuerza y de presión que puede calcularse con exactitud. En la composición de una obra teatral, la tensión depende de la resistencia tensora de los elementos del drama, del grado de fuerza y presión que pueda soportarse antes de la explosión final. Los principios de la continuidad pueden resumirse de la siguiente manera: 1. La exposición debe estar plenamente dramatizada en términos de acción. 2. La exposición debe presentar posibilidades de extensión que sean iguales a la extensión de la acción escénica. 3. Pueden seguirse dos o más líneas de causalidad si encuentran su solución en la acción-base. 4. La acción creciente se divide en número indeterminado de ciclos. 5. Cada ciclo es una acción y tiene la progresión característica de una acción: exposición, ascenso, choque y clímax. 6. El aumento de la tensión cuando cada ciclo se acerca a su clímax, se logra mediante el incremento de la carga emocional; esto puede hacerse enfatizando la importancia de lo que está sucediendo, subrayando el medio, el valor, la ira, la histeria, la esperanza. 7. El tempo y el ritmo son importantes para mantener e incrementar la tensión. 8. El eslabonamiento de las escenas se logra mediante contrastes abruptos o por la superposición de líneas de interés. 9. Cuando los ciclos alcanzan la acción-base, el tempo se aumenta, los clímax subordinados son más intensos y están más estrechamente agrupados, y la acción entre los puntos culminantes se acorta. 10. La probabilidad y coincidencia no depende de la probabilidad física, sino del valor del incidente en relación con la acción-base. 11. La obra teatral no es una simple continuidad de causa y efecto, sino una interacción de fuerzas complejas; pueden ser introducidas nuevas fuerzas sin preparación previa, siempre que su efecto en la acción sea manifiesto. 12. La tensión depende de la carga emocional que la acción pueda soportar antes que se alcance el momento de la explosión. John Howard Lawson: Teoría y técnica de la dramaturgia, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1976, pp. 267-368.
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MARÍA DEL CARMEN BOBES EL DIÁLOGO DRAMÁTICO DIÁLOGO Y DIALOGISMO [...] El habla es el resultado, el producto objetivado, de la actividad de un hablante que emite un enunciado con el que se dirige a un oyente con el propósito de ser entendido, ya que en otro caso no hubiera dado forma sémica a su pensamiento. El sujeto al que se dirige el mensaje puede estar presente o no, puede incluso no estar determinado, pero en cualquier caso no es un sujeto pasivo, porque condiciona, con un efecto feedback la actividad del emisor y su expresión. En este sentido se puede decir que todo enunciado es diálogo (Jacques, 1985). Es necesario, no obstante, diferenciar el dialogismo general de la comunicación sémica, consustancial a ella por la existencia de dos sujetos (emisor y receptor) en relación interactiva (expresióncomunicación/interpretación-efecto feedback), y por el hecho de que el código utilizado tenga valor social, y el diálogo, forma de expresión en la que dos o más sujetos alternan su actividad en la emisión y recepción de enunciados. El diálogo es forma única y obligada del discurso dramático, porque es la forma en que pueden intervenir los personajes en la obra (con variantes que analizaremos) y es forma alternativa con el monólogo y optativa, por tanto, en el relato y en el poema, cuyos personajes pueden hablar directamente o no dejarse oír nunca. Esto es independiente del dialogismo que se establece entre el autor y los lectores de todos los géneros literarios, que es semejante al que se da en todos lo usos del lenguaje. Adelantamos que el diálogo dramático es directo entre los personajes y es la forma que utiliza en este género literario el dialogismo. El diálogo que eventualmente puede encontrarse en la novela en alternancia con el monólogo del narrador o de otro personaje es siempre, sin excepción, un “discurso referido”, en el sentido que Bachtine da a esta expresión, es decir, un lenguaje incluido en otro lenguaje: es el habla de los personajes transmitida por el habla del narrador que se convierte por lo general en una especie de coro de voces, al asumir las de todos en un único discurso. El diálogo dramático, discurso directo de los personajes ante el espectador, se diferencia claramente del dialogismo general y también de las formas del diálogo narrativo, porque tiene unos rasgos propios, característicos, que vamos a analizar utilizando conceptos e interpretaciones que proporcionan las teorías hasta ahora formuladas sobre el diálogo en general y sobre el dialogismo. EL DIÁLOGO EN GENERAL El diálogo es un discurso de enunciados segmentados en partes que emiten dos o más interlocutores; es un discurso que avanza mediante secuencias expresadas por varios hablantes. Esto por lo que se refiere a la forma y distribución de los enunciados, pero además, y para que exista diálogo, y no sea repetición de enunciados como si fuesen ecos, o como si fuesen argumentos autónomos de monólogos segmentados e intercalados, los hablantes deben cederse la palabra limitando y terminando con signos lingüísticos perceptibles para el otro (entonación, fórmulas de cierre, etc.) sus intervenciones, deben escuchar por turnos y aportar razones para que el discurso progrese, tanto en lo que se refiere a la información como por lo que se refiere a la argumentación y construcción lógica. Para conseguirlo, cada interlocutor debe tener en cuenta lo que dicen los demás e intervenir con la parte de su argumentación total que convenga en cada momento, porque si dice toda la argumentación de una vez hace un monólogo, una conferencia, no un diálogo, y debe asumir lo que dicen los demás, para argumentar a favor o en contra, para no repetir los mismos argumentos y para llegar a conclusiones, o abrirlo a nuevas matizaciones. Esto quiere decir que el diálogo no es nunca superposición de monólogos (“diálogo de sordos”), ni es un intercambio lúdico de secuencias sin sentido, sino que es una interacción verbal, continuada y fragmentada, efectivamente comunicativo para los interlocutores, con doble codificación (en realidad tantas como hablantes, ya que cada uno utiliza el lenguaje desde su propia competencia y con sus propias modalizaciones en el momento de hablar), y con doble contextualización (cada hablante aporta su propio contexto y su propio marco de referencias respecto a los cuales hay que interpretar sus intervenciones, so pena de caer en equívocos, a veces explotados por la comedia). Todos estos aspectos concurren en un conjunto armónico formalmente y en una unidad semántica por relación al mismo marco de referencias, que comprenden y comparten los interlocutores, independientemente de su acuerdo o desacuerdo sobre temas o puntos concretos que producen los enfrentamientos entre ellos. Las exigencias fundamentales del diálogo son, pues, la formal (alternancia de los discursos) y la semántica (unidad a pesar de la doble codificación y la doble contextualización) y están vinculadas
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directamente a la presencia de dos (o más) interlocutores, que actúan como emisor y receptor alternativamente. En la obra dramática la unidad de los discursos dialogados de los personajes está asegurada por la existencia de un autor único, que organiza las intervenciones de los personajes de acuerdo con la función y el carácter que les asigna orientándolos hacia el sentido general de la obra. Pero, además, la unidad está garantizada por la presencia de un receptor único en cada lectura, aunque el acto de la lectura y de la representación se repita en el primer caso tantas veces como sea, dando lugar a lectores discontinuos, y el acto de la representación se dirija a espectadores múltiples y simultáneos: cada lector-espectador organiza en una interpretación única el sentido. La obra dramática utiliza como única forma de expresión los diálogos y con ellos construye la historia, presenta a los personajes, manipula el tiempo y denota los espacios. Los datos informativos aparecen de un modo discontinuo a lo largo del texto, en forma lineal en el texto escrito y con simultaneidades en la representación. El receptor, tanto del texto como de la representación, forma una unidad con todas las informaciones que recibe de forma discontinua organizándolas en un sentido, que procede no sólo de los datos, sino del lugar que ocupan en el texto: la obra dramática semantiza, como el relato, la distribución, el orden y la temporalidad (sucesividad/simultaneidad) de los elementos que incluye. Quiere esto decir que el espectador que sólo asistiese al tercer acto de una obra carecería de las referencias y el marco que habrían dado el primero y el segundo y podría interpretar los signos del tercero de una forma diferente a la que exige el conjunto único de los tres actos, en el orden en que están; el montaje que la obra dramática lleva incorporado es parte fundamental de su sentido. La pasión, la furia, la ansiedad y hasta la crueldad que Yerma muestra para su marido en la conversación que tiene con la vecina en el tercer acto de la obra no tendría sentido en el primero y no lo tiene tampoco para un espectador que se incorporase a la representación en el tercer acto. La unidad de sentido de la obra procede del autor único, pero también del receptor único que se mantenga desde el principio al final y que relacione los signos, presentados en forma discontinua y en una sucesión determinada, en un signo global, de referencias internas, autónomo, único. La alternancia de los sujetos de la enunciación en el diálogo dramático (no el de la enunciación de la obra, que es el autor) se traduce en el cambio de los índices de persona, las señales de ostensión, las concordancias (de referencia extralingüística o gramatical) y en el paradigma de los tiempos verbales usados. Todos estos signos lingüísticos que relacionan el discurso con el hablante en su calidad de tal, con los objetos que están en el espacio inmediato y con el tiempo en presente que discurre mientras se habla, tienen como centro alternativo al personaje que habla, que está en “relación constante y necesaria” con su propio discurso. Este rasgo se encuentra en el diálogo con carácter no específico, sino por ser discurso directo de cada uno de los hablantes. Los índices personales, los signos de ostensión y las concordancias cambian de referencia real al ser utilizados alternativamente por diferentes sujetos, a los que denotan no como individuos, porque en ese caso serían nombres con notas intensivas de significación, sino como hablantes. La identificación de los personajes se realiza mediante su nombre “propio” en el texto escrito y por la figura del actor que lo representa en la escena; las referencias al hablante se realizan siempre de la misma manera, con los índices de ostensión. El diálogo se ha definido, en general, por la forma, es decir, por el juego de alternancias de los sujetos porque esto es lo más inmediato y destacado de esta forma de discurso, pero no tiene menos relieve para caracterizarlo, la interacción verbal que se produce entre los interlocutores y que se traduce en la concurrencia de argumentos en progresión que participan del contenido y de la distribución del discurso. Para estudiar el diálogo dramático y sus rasgos fundamentales se hace necesario fijar los del diálogo en general, como forma y como proceso de comunicación. Para ello no es suficiente el análisis del aparato retórico de alternancia de enunciados y el cambio de los índices de persona y de los elementos ostensivos del lenguaje o del gesto. Se dan casos de discursos segmentados e intercalados alternativamente, que no pueden considerarse propiamente diálogos; por ejemplo, los discursos científicos o filosóficos que son una exposición teórica en la que alguien va asintiendo intermitentemente, o aquellas exposiciones “narrativas” de un hablante, al que el receptor va pidiendo alguna aclaración para conseguir la apariencia de diálogo con sus intervenciones. En estos casos hay un comunicante que informa o narra y es el que expone todo el contenido del texto, y un receptor que interrumpe para aclarar puntos de lo expuesto, pero sin aportar nada. El primero utiliza el lenguaje en la función representativa, el segundo lo utiliza en función fática o conativa para hacer hablar al otro o para darle testimonio de que lo escucha. No hay diálogo en estos supuestos, porque no hay intercambio. Benveniste ha dicho que no utiliza bien el lenguaje el que no sitúa a su interlocutor en la posición del Tú con la posibilidad de que asuma, a su vez, el Yo con todas las posibilidades de alternar, aportar
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argumentos, datos e información. El sujeto del monólogo utiliza el lenguaje como si no hubiese otros sujetos lingüísticos con los mismos derechos, que puedan intervenir en un plano de igualdad: el monólogo sitúa al receptor en una posición fija, sin reconocerle la de sujeto. Por el hecho de tomar la palabra en una situación de intercambio verbal directo, el sujeto se asigna automáticamente la persona gramatical que le corresponde como hablante, es decir, la primera; sitúa también en tiempo presente el tiempo de su discurso (no el de la historia, que es otra cosa) y se sitúa en un aquí que se convierte en centro del espacio compartido con su interlocutor. La situación típica de la enunciación es, por naturaleza, egocéntrica, y no precisamente por el tema (que también puede centrarse en el Yo), sino porque el que habla se convierte en centro del proceso comunicativo, centro del tiempo y centro del espacio, y desde él se medirá todo, y no sólo físicamente. B. Russell llama a los índices de persona, espacio y tiempo, “particulares egocéntricos”. Otros autores, siguiendo a Peirce, los denominan “signos indéxicos” y se refieren a todos los elementos léxicos con los que el hablante actúa como con su dedo índice, es decir, para señalar algo presente en el acto de hablar. Jakobson ha generalizado en la lingüística el término shifters (tomado de O. Jespersen) para referirse a los indicadores textuales. El nombre no es determinante; los “signos indéxicos”, los shifters señalan la posición física del hablante y la relación lingüística con un interlocutor, pero no todas las relaciones ya que el discurso directo tiene indicios de egocentrismo en otros elementos del lenguaje, como los adjetivos valorativos, los modalizadores verbales, etc., que remiten a la posición anímica o ideológica del hablante respecto al enunciado y a su contenido, y que podrían explicar actitudes irónicas, escépticas, distanciadas, comprometidas, etc., ante el tema tratado o ante el interlocutor. Algunos autores, entre los que está Benveniste, se resisten a calificar de “egocéntricos” los índices de locución directa, alegando que precisamente en el diálogo no son patrimonio de un sujeto, sino de todos. Ortega y Gasset, apoyándose en tesis husserlianas, desarrolló algunas nociones sobre lo que él llamó “conceptos ocasionales” o “conceptos circunstanciales”, especie de términos vacíos que se llenan de contenido en el uso concreto de la lengua. En estos conceptos entrarían los índices personales y espaciotemporales, que son palabras vacías, de valor exclusivamente denotativo, son notas propias de significación, que pueden ser utilizados por todos y cada uno de los sujetos de la enunciación para referirse a sí mismos y a sus circunstancias inmediatas de espacio, tiempo y objetos. Los diferentes sujetos que vayan utilizando la lengua como hablantes tienen los mismos derechos de uso, independientemente de su status personal, funcional o semántico. El Yo y todos los signos indéxicos denotan al que habla y sólo mientras habla, y cualquiera de los interlocutores es Yo. El discurso no es egocéntrico porque el Yo sea el tema del diálogo, sino porque es un lenguaje directo y el que está usándolo centra todas las referencias personales, espaciales, temporales y gramaticales del discurso. La lingüística suele analizar el discurso como una actividad del sujeto hablante o como un producto que resulta de esa actividad (lingüística estructuralista). La investigación lingüística descriptiva y taxonómica toma por objeto la forma y contenido del habla, la estructural fabrica, mediante operaciones de abstracción, un “objeto científico”, que es el sistema lingüístico. Hay otra orientación en el estudio lingüístico, que nos interesa destacar aquí: la que tiene en cuenta la naturaleza de los actos que se realizan con el habla, la teoría de “los actos de habla” (Speech Acts), que formulan Austin, Searle, Grice, etc. Todas las teorías procuran una objetividad que garantice su carácter científico y que se base en la posibilidad de identificar formas en la expresión, bien directamente, o bien al conmutarlas, si hacen cambiar los sentidos. Los elementos y las relaciones de la actividad lingüística que no dejan huella en los enunciados, es decir, los elementos virtuales o latentes cuya identificación no puede lograrse con oposiciones formales o semánticas, han sido olvidados generalmente en la teoría lingüística, y sin embargo son de importancia grande en la teoría del discurso literario, que debe encontrar el modo de acceder a su identificación. En el diálogo los sujetos utilizan alternativamente la palabra y se erigen en centro de las referencias egocéntricas; sus marcas formales son los elementos indéxicos de la lengua. Hay algunas formas de interacción de los sujetos que son difícilmente objetivables, por ejemplo los condicionamientos que el receptor impone al emisor, y que sin embargo están de algún modo expresados, porque en otro caso no los percibiríamos. Yo-Tú son el sujeto-objeto del diálogo, son elementos marcados de la enunciación: pero hay que advertir que se han señalado las notas destacadas del Yo, pero no se ha visto en el Tú más que la alternativa del Yo, es decir, su capacidad y su derecho para alternar en el uso de la palabra. El Yo usa la palabra y el Tú la recibe, es decir, tiene un status propio en la comunicación, como objeto de un sujeto, y no sólo como sujeto alternativo. Quizá la sutileza de la distinción se aclare con un ejemplo tomado de un uso concreto, un diálogo de Yerma y Juan en el acto lI, cuadro segundo de Yerma: JUAN. --Cada hombre tiene su vida.
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YERMA. --Y cada mujer la suya. No te pido que te quedes. Aquí tengo todo lo que necesito. Tus hermanas me guardan bien. Pan tierno y requesón y cordero asado como yo aquí, y pasto lleno de rocío tus ganados en el monte. Creo que puedes vivir en paz. JUAN. --Para vivir en paz se necesita estar tranquilo. YERMA. --Y tú no estás. JUAN. --No estoy. Cuando Yerma usa el Yo no sólo maneja todos los índices que le permite el sistema de lengua español, y lo mismo cuando lo usa Juan, sino que además Yerma habla de un modo especial cuando su interlocutor es Juan, es decir, el discurso de Yerma está condicionado porque su Tú en él sea su marido, y lo mismo le ocurre a Juan. Yerma responde con una afirmación general “y cada mujer la suya”, a la afirmación general que ha propuesto Juan como argumento, “cada hombre tiene su vida”, y se sitúa en un enfrentamiento en el que ella reclama igualdad: si el hombre tiene una vida que le obliga a marcharse para cuidar su hacienda, la mujer tiene la suya que, según cree Yerma, la obliga a quedarse en casa si tiene hijos que cuidar. El sarcasmo de las frases que siguen insiste en la misma idea, al destacar Yerma que Juan pretende tratarla como a los animales de su propiedad. Yerma, que puede --según las normas de uso lingüístico-- asumir el Yo, es una persona, no un animal que se siente satisfecho con buenos pastos y buen pastor. Si fuese así Juan podría estar tranquilo, pero no lo está. Yerma reclama a gritos otro trato. Ahora bien, este contenido, que se deriva del texto, no puede objetivarse en una parte de él, en las formas léxicas, en la distribución, en las presuposiciones que puedan servir de marco, y sin embargo, está en el discurso como significado acumulado que el lector o espectador percibe desde el primer diálogo entre Juan y Yerma, y que se continúa en el diálogo de las lavanderas, o en las conversaciones de Yerma con las vecinas, con Víctor, con todos. En el texto dramático el diálogo va precedido del nombre propio del sujeto de la enunciación; en la representación la figura del actor es suficiente para indicar al personaje sujeto de la enunciación. En el diálogo narrativo, sin embargo, los índices personales no resultan suficientes para denotar al hablante en su individualidad personal, precisamente porque están a disposición de todos en el momento en que toman la palabra, y el narrador debe apostillar quién está hablando, o bien recoger indicios de número, de género, de relación, de notas personales que lo aclaren en concordancias gramaticales o extratextuales (dijo ella, afirmó el primo, opinó el carpintero, etc.). Alexandrescu, al referirse al diálogo dramático habla de un tercer actuante, que no interviene en el habla, que no deja marca en el texto, pero que resulta decisivo para caracterizarlo, es el que llama actuante englobante, u observador. Es una convención admitida por todos y debe actuar como si no estuviera. Bachtine habla también de ese observador al que llama tercero en el diálogo o superdestinatario, que no interviene en el diálogo de los personajes, pero inicia una relación dialógica con el autor. El actuante observador está presente en el diálogo, comparte el espacio de la representación con los personajes que están dialogando, y no está ante un diálogo referido y desarrollado, por tanto, en pasado, pero no puede intervenir. Esta circunstancia es fundamental para caracterizar al diálogo dramático frente a otras formas de diálogo real: el uso estándar del diálogo permite a todos los presentes actuar como oyentes, pero también como hablantes, todos están virtualmente cualificados para intervenir, aunque de hecho no lo hagan. En la representación no ocurre así, pero más que escándalo semiótico --como lo denomina Alexandrescu-- es una de tantas convenciones escénicas: el diálogo de los personajes, aunque discurra en presente gramatical y en el espacio inmediato del ámbito escénico en cuya sala está el espectador, pertenece a otro tiempo, a otro espacio. Personaje y espectador no comparten el tiempo y tampoco el espacio. En todos los órdenes el teatro es un fenómeno recursivo en el que un acto de comunicación completo y cerrado (diálogo de los personajes) queda envuelto en otro proceso de comunicación completo (autor-espectador), y ambos son procesos autónomos, sin interferencias entre sí, a no ser que se traspasen expresamente los límites, como intenta alguna forma de teatro moderno, o como ocurría en alguna de las obras de Shakespeare en la que algún actor “rompía el telón” y se dirigía al público para comentar lo que ya ha había pasado en escena o lo que iba a suceder. Sin embargo en estos casos el que establece la comunicación entre los dos mundos, el de los personajes con sus diálogos, el del autor-espectador con su dialogismo, no es un personaje, es un actor que olvida momentáneamente que está representando y se sitúa fuera de la ficcionalidad que construye en la escena. En la novela el lector tiene un papel semejante al del actuante observador, y, sin embargo, el hecho no produce escándalo, porque no se da la convención añadida en el teatro, de la identidad de tiempo “presente” y de espacio compartido: el lector está en el presente real, el personaje está en su presente o en su pasado imaginarios. El escándalo semiótico de la representación dramática procede, en todo caso, de
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esa convencionalidad que sitúa el tiempo presente para el escenario y para la sala, y un espacio común, aunque la continuidad o simultaneidad no es más que fingida. Hay, pues, unos hechos observables en el diálogo general que se modifican en el dramático y que podemos enumerar como sigue: 1. Todo enunciado verbal es dialógico por el hecho de dirigirse a un receptor (incluso cuando es reflexivo y aparece como un monólogo interior o exterior) y esperar de él que lo interprete. La respuesta que puede originar no es necesariamente verbal, tampoco es necesariamente inmediata ya que existe la comunicación en diferido o a distancia. Ni el mismo tiempo, ni el mismo espacio son necesarios para que se verifique una comunicación. El dialogismo de la comunicación verbal se basa en el hecho de que se formule el mensaje con signos de un código de valor social que puede ser interpretado. Ni siquiera es necesario que la interpretación sea un hecho, basta con que sea posible para que exista dialogismo, y que el emisor lo sepa. 2. El diálogo como forma específica de la comunicación intersubjetiva es una enunciación directa, cara a cara, de un Yo y un Tú, con todo el aparato que arrastra este tipo de enunciado: particulares egocéntricos, modalizadores, términos valorativos, sistema temporal presente y espacio compartido. La relación del diálogo con la situación inmediata se manifiesta a través de los índices personales y sus variantes textuales, a pesar de lo cual el aparato retórico egocéntrico no individualiza a los personajes en su ser, sino en su actividad de hablantes en sus turnos de intervención: sus rasgos individuantes proceden de descripciones, actuaciones o posiciones relativas, y suelen apoyarse en la existencia textual de un nombre propio. 3. La enunciación directa es la expresión alternativa de dos o más interlocutores y por tanto hay más de una codificación, la que aporta cada hablante, y más de una contextualización, por la misma causa. Los hablantes utilizan un código común y tienen unos saberes compartidos que les permiten entenderse; a medida que avanza el diálogo van informándose de los datos del otro y acercando o distanciando sus propias posiciones. La competencia de los interlocutores rara vez coincide, pero ambos deben tener voluntad de acercamiento, por el mero hecho de dialogar, de usar términos comunes y de exponer argumentos, por lo menos hay siempre voluntad de convencer al otro. Las modalizaciones del habla (el querer, poder y saber hablar) pueden ser más distantes al comienzo del diálogo y pueden acercarse a medida que avanza, o bien pueden mostrarse como irreductibles. 4. La doble contextualización y la doble codificación aportadas al proceso verbal dialogado, entran en un nuevo proceso de interacción caracterizado por la disposición de los hablantes a informar, acercar o convencer al otro haciéndole cambiar sus modalidades de saber, querer o poder hablar respecto al contenido de que tratan en su intercambio verbal. La obra dramática se desarrolla en diálogos sucesivos que suponen un avance o un retroceso, en todo caso una alteración, de las posiciones iniciales de los personajes. Por lo general no hay diálogos lúdicos, que serían espacios en blanco, en una obra que no utiliza otros medios para construir la trama, al menos otros medios verbales, y que se desarrolla en un tiempo limitado. La acción se desarrolla mediante el diálogo que tiene unos valores lingüísticos como forma de expresión y un valor pragmático en relación con los sujetos que lo realizan. Al estudiar el diálogo no se ha prestado, en general, mucha atención a esa dimensión pragmática, porque, como ya hemos repetido, la teoría lingüística actuaba sobre el sistema y no sobre el habla. El sistema, como abstracción que es, prescinde de las circunstancias, mientras que el habla, y en particular en su dimensión de proceso, está situada siempre en unas dimensiones espaciotemporales. No cabe duda de que la lengua como sistema es una abstracción de tipo epistemiológico y convencional, y tampoco cabe duda de que el sistema está alejado de la realidad concreta, de los actos de habla en los que la comunicación se muestra como un proceso interactivo. Si alguna escuela lingüística ha atendido a lo pragmático, se ha limitado a las circunstancias de la emisión y ha desatendido, por lo general, al receptor, porque se consideraba la actividad del hablante y no el proceso en su conjunto. 5. El diálogo que se realiza entre varios interlocutores, todos con los mismos derechos y oportunidades, puede contar con un observador, como ocurre en el teatro. La competencia de este tercer actuante consiste en interpretar el mensaje en las formas en que se manifiesta: como habla directa, con doble contextualización y doble codificación, la unidad del conjunto, el juego de alternancias (si se respeta o no), las sucesivas aproximaciones o alejamientos, etc. Este observador, situado fuera del diálogo, al margen de la interacción, está previsto en algunas formas de diálogo, y desde luego está previsto siempre en el diálogo dramático, pero con una modalidad que interesa destacar para diferenciarlo del diálogo televisivo, por ejemplo; los interlocutores dramáticos actúan como si no hubiese ningún observador. La presencia de un observador, aunque sea silencioso, influye en el comportamiento verbal de los interlocutores y puede lograr la apertura del discurso englobado, si buscan su asentimiento, su reprobación, etc. No es éste el caso del diálogo dramático.
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Uno de los casos patentes de condicionamiento del actuante englobante sobre el discurso se da precisamente no en el diálogo, sino en el monólogo: el soliloquio en voz alta no tendría sentido si no se contase con la presencia del observador, pues sería suficiente, como es el caso de la novela, el monólogo interior. Un personaje que masculle palabras y no se deje entender utiliza la lengua como formante de protesta, de distracción, en su materialidad. El signo escénico tiene siempre, aun en estos casos, dos receptores: el interno, que dialoga o escucha, aunque sea a sí mismo, el discurso, y el externo, que sólo escucha. Por último aludiremos a las fórmulas que el diálogo presenta como proceso conformado socialmente: frases de comienzo, de cierre, de rechazo, de ánimo, etc., que carecen de valor informativo, pueden convertirse en el teatro en índices pragmáticos que vinculan materialmente la palabra con su entorno social. LOS ACTOS DEL DIÁLOGO Además de los rasgos lingüísticos, formales o semánticos, del diálogo, y además de sus valores pragmáticos como acto de comunicación interlocutorio, el diálogo presenta algunos aspectos propios del lenguaje en general, que se concretan de un modo específico en el diálogo dramático: me refiero a su capacidad de “hacer”, añadida a su capacidad de “decir”. Al dialogar se contrasta la competencia cognoscitiva y la competencia verbal de los hablantes, así como su voluntad de intercambio sobre informaciones con el deseo expreso o tácito de provocar o modificar conductas o actitudes. Los diálogos son procesos que tienen carácter de actos morales en sí mismos, es decir, son actos libres (si no, sería interrogatorio) con contenidos diversos y formas también diversas. El que habla no se limita a repetir, como si lo llevase previamente impreso, unas fórmulas: sus palabras pueden ser una acción o una acción o una reacción que se materializa en una relación de dominio o de sumisión, de poder, de halago, de concesión, etc., y pueden ser una amenaza, una información, una petición, etc. El interlocutor puede adoptar una determinada actitud ante los actos de habla de su oponente y expresaría por medio de la palabra, o por medio del silencio (falta de palabra). El teatro utiliza el diálogo generalmente en este aspecto para construir, a medida que avanzan acciones y reacciones, un argumento. La teoría de los Speech Acts puede aportar algunos conceptos para aclarar las posibilidades del diálogo y sus valores fácticos. Existen, por otra parte, además de las fórmulas a que ya hemos aludido más arriba y que son de carácter lingüístico, otras fórmulas o modelos sociales de comportamiento dialógico que rigen los turnos de intervención, como en toda actividad humana que se realice en cooperación y con alternativas. Suele haber formas lingüísticas que responden a cortes y límites de los turnos de intervención. El conocimiento de los hablantes y su competencia dialógica no se manifiesta sólo en una competencia de tipo lingüístico que les permite utilizar y comprender los términos léxicos y las relaciones gramaticales en el contexto; el que participa en un diálogo o el actuante envolvente que intenta comprenderlos a todos en conjunto y con todos sus aspectos, necesita también una competencia semiótica más amplia que la lingüística para saber cuándo puede y debe intervenir, cómo debe escuchar, qué sentido pueden tener las interrupciones o los silencios, qué parte debe entender como fórmulas y qué partes son realmente informativas, o conativas, expresivas, etc. La mayoría de los hablantes españoles tienen muy claro cuando están en el uso de la palabra que aquél es su turno, lo que no parecen tener tan a mano es cuándo desencallar y escuchar o ceder la palabra... Los enunciados, aparte de las fórmulas y de su expresión lingüística, tienen una fuerza ilocutoria o perlocutoria que se manifiesta en el texto concreto con un valor semiótica que se añade al lingüístico y que se apoya en el contexto y en las implicaciones y presuposiciones textuales de todos los signos utilizados. La sociología se ha interesado por las actividades humanas que se articulan por turnos; la filosofía analítica ha precisado el valor añadido de los esquemas formales que sirven de canon al comportamiento dialogado y hoy disponemos de algunos conceptos y algunos criterios que nos permiten analizar el diálogo en general y el dramático en particular. Destacamos como conceptos básicos para el estudio del diálogo y de sus valores semióticos, el concepto de estrategia conversacional que apunta directamente a la actividad de los interlocutores; el de implicación cuya dimensión textual es inmediata; el principio de cooperación conversacional, que se refiere a las intervenciones de los hablantes. Las aplicaciones pueden ser de varios tipos, las convencionales, que tienen carácter lingüístico y social, y las conversacionales, que están creadas por el texto y son válidas únicamente en sus límites. A éstas pertenecen las más frecuentes en la obra literaria y tienen en el teatro el mismo valor que los signos circunstanciales, es decir, se hace actuar a la palabra codificada en su ser material para crear relaciones válidas circunstancialmente, en un conjunto limitado.
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Podríamos añadir un tercer tipo de aplicaciones, las textuales, referidas a los personajes en sus relaciones con el autor: su credibilidad, su distancia, el enfoque irónico, sarcástico, compasivo, etc., con el que están vistos algunos personajes y que es necesario tener en cuenta para interpretar sus turnos y sus palabras y dar sentido adecuado a sus actos de habla. Podemos señalar algún ejemplo en textos dramáticos en los que puede advertirse este tipo de aplicaciones. La escena primera de Ligazón es un diálogo entre la Mozuela y la Raposa: el tema concreto de ese primer diálogo es la belleza de la joven, su salero y una gargantilla. El valor ilocucionario del diálogo se concreta en una “petición” por parte de la vieja y una “negación” por parte de la joven; aparte de unas fórmulas de cortesía que se utilizan con una finalidad pragmática de “halago”, para disponer favorablemente al interlocutor y preparar la petición, los términos del diálogo no expresan ese contenido y sin embargo aplican conversacionalmente una petición. El actuante observador, el lector o el espectador, interpreta el diálogo como una petición inequívocamente, y así lo entiende también en el interior del diálogo la Mozuela, ya que después de un rechazo continuado de objetos y argumentos, que no tienen nada que ver con el verdadero contenido de la petición, lo dice paladinamente: “lo que miro, tía, es la encubierta que usted trae...” La petición es un contenido implicado en el texto como consecuencia de otras aplicaciones más amplias, de tipo social, apoyadas en el halago, el soborno, el consejo; el rechazo queda implicado en el texto por la actitud negativa de la Mozuela respecto a todo lo que dice y ofrece la Raposa: palabras y objetos son rechazados sistemáticamente y esto da lugar a que el espectador advierta cómo son las relaciones implicadas, aunque no expresadas, en el texto. Los ejemplos de aplicaciones conversacionales son muy frecuentes en el diálogo dramático, dado su carácter literario y la capacidad de abrirse a sentidos múltiples. Tomamos otro más sutil que el anterior de Yerma: el cuadro segundo del acto II es un diálogo entre Víctor, Yerma y Juan. Dice Víctor: “tu marido ha de ver su hacienda colmada”. No hace falta que se anuncie quién habla, no puede ser Juan, no puede ser Yerma, ha de ser alguien fuera del matrimonio: éstas serían aplicaciones gramaticales de cualquier tipo de forma lingüística en presencia (por el tú). Yerma contesta con una frase que es una fórmula admitida como verdadera por la sociedad: “el fruto viene a manos del trabajador que lo busca”. En ese contexto, las aplicaciones no son sólo sociales (por ejemplo es una sociedad que estima el trabajo, que considera justo que el trabajo tenga su recompensa...), son sobre todo textuales y de carácter literario por su ambigüedad: hay una primera significación literal en el sentido de que Yerma admite la afirmación de Víctor y le da sentido general; pero además el espectador sabe a esta altura de la obra que Yerma desvía generalmente el valor denotativo de la lengua hacia sentidos relacionados con sus problemas personales: su propia contextualización. El lector o espectador está alertado por los diálogos anteriores, sabe que esa frase es un reproche al marido: si Juan pusiese tanto interés en tener un hijo, como pone en atender a su hacienda, lo tendrían. Este sentido está claramente implicado en la actitud de Yerma que cree que no tienen hijos por falta de interés de su marido. Implicaciones sociales, conversacionales y textuales amplían el sentido de ese enunciado y lo sitúan en un marco pragmático propio: las relaciones Yerma-Juan, que son el tema de la obra dramática. Para que el diálogo transcurra normalmente debe haber entre los hablantes un deseo de cooperación, que se manifieste en la disposición favorable a interpretar los enunciados dentro del marco de su referencia y de acuerdo con los presupuestos necesarios para darles sentido. No basta comprender el tema y reconocer las aplicaciones que pueda tener, es preciso darle un esquema de valores que hacen coherente el diálogo. Los interlocutores suponen que están hablando de un tema común y lo relacionan con la situación extralingüística hasta los términos que les permite su propia competencia: si las referencias de los enunciados de cada hablante no coinciden, se genera un malentendido, que crea situaciones de ambigüedad, que suelen aprovecharse en el teatro cómico, o que son la base de la ironía sofocleana, o que en el teatro del absurdo ponen de manifiesto la dificultad de la comunicación humana por medio del lenguaje. Las intervenciones de los hablantes deben mantener la referencia común y partir de modalidades comunes, aunque los contenidos que discuten no sean aceptados y se produzca un enfrentamiento. Cuando el contenido de “querer” no es el mismo se establece el diálogo con la esperanza de aproximar posiciones y de convencer al otro, y si falla esa aproximación, el “querer” puede negarse hasta para hablar, con lo cual uno de los interlocutores se niega a serlo, y el diálogo se interrumpe. En la escena de Ligazón que hemos analizado en sus implicaciones, la Mozuela interrumpe el diálogo, porque no tiene deseo de cooperación con la Raposa, no quiere sobrepasar el marco de aplicaciones conversacionales inmediatas, porque no quiere favorecer la “petición” y su expresión directa ni indirecta. La Raposa propone ese marco en forma “encubierta”, la Mozuela lo advierte y la rechaza. Las normas del principio de cooperación se deducen de una general enunciada por Grice: “La contribución de cada uno de los hablantes debe corresponder a lo que se exige de él”. Aceptado este
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principio general, los enunciados de los interlocutores admiten un análisis por contraste con las cuatro categorías kantianas: cantidad, calidad, relación y modalidad. La cantidad se refiere a la información que debe aportar cada uno de los hablantes. La relación pide que esa información sea pertinente. La cualidad exige que esa aportación sea veraz, y, por último, la modalidad, parece que el lenguaje estándar tiene unas normas que difícilmente puede aceptar el lenguaje literario: a) evitar la oscuridad, b) evitar la ambigüedad, c) ser breve, y d) ser claro. Searle ha hecho también algunas observaciones sobre la intensidad de los actos ilocutorios que tienen interés para comprender adecuadamente el diálogo y sus posibilidades: los actos de habla pueden manifestarse en formas que implican una mayor o menor urgencia o fuerza; por ejemplo, una petición puede formularse como un ruego, como un imperativo, de forma indirecta, como un enunciado atributivo: quiero ir al cine/podemos ir al cine?/ponen una buena película... La mecánica del diálogo, los modos de conexión de los enunciados y las fórmulas de apertura y cierre pueden adquirir un valor semántico y sumarse al sentido de los términos lingüísticos que lo expresan. T. van Dijk habla de tres modos generales de conexión: por el sentido, por el contexto, por la forma gramatical; se podría añadir una coherencia que procede y se basa en el valor ilocucionario de las intenciones que no se expresan directamente, pero están latentes en el subtexto, en la subconversación. Por ejemplo, en el diálogo de Yerma que hemos analizado, todas las frases que dice Yerma son coherentes con su deseo obsesivo de tener un hijo, aunque pueden parecer, y de hecho son incoherentes como réplica inmediata a lo que se va diciendo, de modo que más que diálogo parecen exabruptos. El análisis lógico, formal y semántica del diálogo permite establecer unas formas canónicas, aunque no con carácter normativo por supuesto, para ponerlas en relación con los valores semióticos de implicación y de cooperación del lenguaje dialogado. Por ejemplo, la pregunta es el medio por el que un hablante intenta aumentar su información sobre un tema. La pregunta tiene dos aspectos: uno imperativo (petición de información) y otro epistémico, subordinado al anterior (el contenido de la información y el deseo de conocer); a no ser que se trate de una figura retórica, en cuyo caso manifiesta el tono, el estilo, la forma de hablar de un interlocutor, la pregunta puede considerarse un imperativo epistémico. Éste sería el modelo canónino y en contraste con él pueden analizarse las variantes concretas del uso literario. Las preguntas, no obstante, suelen apartarse del modelo y adquirir diversos sentidos, que se aclaran en el contexto. La unidad que forma la pregunta con su respuesta se basa en una relación más amplia “norma/cumplimiento” y en un contenido común: lo que se pretende saber, lo que se sabe y lo que se quiere decir. Desde el punto de vista lógico la teoría sobre la pregunta-respuesta debe basarse en una teoría del conocimiento. La observación de los textos dramáticos nos permite afirmar que las preguntas directas suelen tener efectivamente un componente imperativo y otro epistémico, pero las preguntas indirectas suprimen el primero, de modo que la respuesta no se siente como urgente y el interlocutor puede eludirla. El diálogo dramático está lleno de preguntas latentes, de enunciados que implican deseos de saber y que no se plantean como preguntas directas, al menos directamente sobre el tema real sobre el que se desea saber. Una pregunta directa como “¿has terminado de regar?” quiere decir en Yerma “¿te quedarás en casa esta noche?”, y con frecuencia las contestaciones se dirigen a la pregunta no formulada. Otro problema que la teoría pregunta-respuesta como fórmula de diálogo debe afrontar es el de la pertinencia de la respuesta, es decir, su “informatividad” en relación con el conocimiento que directa o indirectamente se solicita. La contestación es una noción pragmática y para valorar su pertinencia debe tenerse en cuenta: a) el propósito del hablante, b) el conocimiento que tiene en el momento que formula la pregunta, y c) el contenido de lo que quiere saber. En la obra de teatro oscila la pertinencia de las preguntas y de las respuestas y varía el propósito con el que se hacen. Una pregunta ingenua en el primer acto puede resultar impertinente en el segundo e intolerable en el tercero. Una pregunta puede buscar una negativa o una afirmación de contenidos epistémicos, como es lo normal, pero puede también provocar una conducta, en cuyo caso la respuesta no es un enunciado, puede ser una acción. La pregunta, al igual que la exclamación, la orden, el ruego, etc., son enunciados conductales que requieren un comienzo extraverbal y, con frecuencia, un complemento extraverbal. El diálogo dramático utiliza con frecuencia la pregunta y la exclamación en relaciones inmediatas con la realidad presente. Un diálogo empieza con una pregunta de Yerma: “¿cómo están las tierras?”; es una pregunta normal, a la que Juana contesta con un enunciado conducta: “ayer estuve podando los árboles”. La respuesta no da la información requerida sobre las tierras, sino sobre el trabajo en ellas; es una contestación pertinente para la intención de Yerma, cuya pregunta va más allá de su propia formulación: no le interesan las tierras sino el trabajo de su marido en ellas. La siguiente pregunta: “¿te quedarás?” es un
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imperativo epistémico y exige una contestación directa, pero además acumula sentidos que proceden de implicaciones conversacionales: en el segundo acto de la tragedia, el espectador sabe que Yerma quiere que su marido no tenga tanto interés por la tierra y por sus ganados y que se quede en casa por la noche; y esto que sabe el espectador, lo sabe también el marido cuya respuesta no se limita a contestar a lo solicitado, sino que contesta también a las aplicaciones y da esa explicación conducta: “he de cuidar el ganado. Tú sabes que esto es cosa del dueño”. Yerma se sitúa directamente en enfrentamiento con Juan y, perdida la esperanza de que él se quede en casa, reconoce expresamente el verdadero contenido de su pregunta anterior: “no te pido que te quedes”. En las preguntas pueden distinguirse varios aspectos: su estructura gramatical, su contenido real y las presuposiciones que implican. Las normas gramaticales de lenguaje rigen la estructura superficial de la pregunta; el contenido semántico es su valor epistémico y las presuposiciones son el conjunto de datos anteriores a la formulación de la pregunta que permiten hacerla. Además añadimos las aplicaciones literarias que son siempre contextuales y que pragmáticamente pueden ampliarse tanto como permita la competencia del lector. Lo que hemos visto que ocurre con las preguntas ocurre también con otras fórmulas expresivas frecuentes en el diálogo: los enunciados condicionales, las oraciones desiderativas, las peticiones, etc., en general todo lo que sea un proceso binario que exige una respuesta, una confirmación, una concesión. El diálogo se hace complejo al añadir a las denotaciones propias de los términos que utiliza, las connotaciones, las implicaciones de todo tipo, las expectativas que generan sus modos de conexión, los procesos lingüísticos abiertos, etc. La forma más sencilla es aquella en la que el diálogo sigue las formas del lenguaje estándar, pero esto ocurre pocas veces en el diálogo dramático, a pesar de que a veces la apariencia pueda hacerlo creer así: una primera lectura no agota, ni mucho menos, los sentidos que puede tener la obra en su conjunto, y tampoco en cada una de sus partes o diálogos. Es preciso un análisis del diálogo dramático que permita acceder a los sentidos lingüísticos y a los valores literarios, porque “si las frases de una obra de ficción sirven para realizar actos diferentes a los que corresponden a su sentido literal, es preciso que tengan otro sentido”. Efectivamente, si hay alteración de las normas de uso y de frecuencia (formas canónicas), si se introducen relaciones nuevas, necesariamente se crean sentidos nuevos. El análisis del diálogo dramático en sus formas, en su distribución, en sus sentidos lingüísticos, es el preludio necesario para descubrir las alteraciones que le dan sentido literario. Searle enumera las normas que rigen el diálogo “normal”: 1. Condiciones iniciales: el diálogo se realiza sobre el esquema semiótica general: el hablante, las formas significativas, el oyente, y las relaciones que entre ellos se establecen. Es decir, es un acto de habla, como todos. 2. Condiciones sobre el contenido de los enunciados: los actos de habla pueden tener diversos contenidos: peticiones, promesas, amenazas, etc., expresadas en forma directa o indirecta. 3. Condiciones de los hablantes: interés del hablante por informar, pedir, convencer o realizar cualquier otro acto ilocucionario, bajo formas directas o indirectas como en el caso anterior, pero de forma que se pueda entender. A esta actitud de hablante corresponde el interés del oyente por ser informado, por conceder lo que le pide, por reaccionar ante la amenaza, por participar en el diálogo. Todas estas actitudes se manifiestan en enunciados conductales que deben ser interpretados así. 4. Condiciones en las formas de relación: pueden establecerse diálogos en una actitud de sinceridad, de rechazo, de ironía, de engaño, etc. Los interlocutores tantean las posibilidades, se ponen de acuerdo previamente, o de hecho siguen una actitud que se trasluce en el uso que hacen del diálogo. El espectador accede a las claves en que debe interpretar el diálogo, si tiene competencia para ello, y es frecuente que no tenga en cuenta la procedencia o realización de los diferentes interlocutores y de sus enunciados. 5. Condiciones de esencialidad: los interlocutores coinciden en lo que es un acto ilocucionario concreto y si uno hace una petición, aunque sea en forma indirecta, el otro debe admitir que la entiende como tal, independientemente de que la conceda o no. 6. Condiciones de significado: son un desarrollo de las anteriores. El hablante intenta producir en el oyente el conocimiento del contenido real de su enunciado, qué es lo que pide, qué promete, qué propone, cuál es la amenaza que formula. El oyente debe darse por enterado para que el diálogo sea eficaz. Estas tesis sobre los actos de habla, sobre la lógica de la conversación y del diálogo, sobre los turnos de intervención y las formas de relación en esos turnos, es decir, los valores sémicos que se añaden a los lingüísticos, permiten comprobar el sentido de los diálogos literarios, y crean una competencia en el lector semejante a la que procede del conocimiento de las normas gramaticales, o del léxicon de la lengua.
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La semiotización de los recursos expresivos intensifica el valor de los términos lingüísticos y convierte un mensaje verbal en un mensaje literario, polivalente, ambiguo. DIÁLOGO DRAMÁTICO - DIÁLOGO NARRATIVO En un primer acercamiento al diálogo dramático, y después de señalar los caracteres generales del dialogismo de la enunciación lingüística y de la forma dialogada, pasamos a señalar algunas diferencias, es decir, rasgos de oposición, entre el diálogo literario como se utiliza en la obra dramática y en el relato. El discurso narrativo puede utilizar diálogos en alternancia con el monólogo del narrador. Las diferencias que estos diálogos “narrativos” presentan respecto a los diálogos “dramáticos” derivan de un hecho fundamental: el diálogo narrativo es siempre un “discurso referido”, es decir, un discurso entre personajes que transmite un narrador, bien sea conservando sus formas originales (diálogo directo), bien introduciéndolo en su propio discurso (diálogo indirecto). En cualquier caso, en el relato, la palabra del narrador envuelve la expresión de los personajes, aun cuando en la transcripción directa se conserve el estilo directo, sin subordinación a verbos de lengua y aunque se mantenga el sistema de deícticos egocéntricos de los personajes (índices personales, relaciones espaciotemporales). El narrador no desaparece nunca del discurso narrativo: antes o después del diálogo de los personajes, cuando no en forma de apostillas, interviene el narrador para decir quiénes son los que hablan, cómo hablan, y aludir a su situación corporal, espacial y temporal; en muy pocas ocasiones el narrador renuncia, aunque deje hablar directamente a los personajes, a su capacidad reflexiva y ofrece opiniones, valoraciones, o destaca actitudes, tonos, expresiones no-verbales, etc., sobre los personajes, los temas de su diálogo, o incluso sobre las formas verbales que utilizan. Esto resulta imposible en el diálogo dramático: el autor puede identificarse con un personaje y hablar a través de él, pero no puede dejar oír su palabra ni como autor ni como narrador, porque no hay espacio para nadie entre los personajes y los espectadores (o lectores) de la obra dramática. La articulación de los turnos en el diálogo dramático es más rigurosa y está más formalizada que en el discurso narrativo, por exigencia del tiempo presente en que discurren siempre y por la falta de una tercera persona que los organice desde afuera. El diálogo narrativo admite pausas tan amplias como se quiera: en el capítulo XXX de La Regenta, el protagonista, don Fermín de Pas, inicia un diálogo con don Víctor mediante una petición directa: “¿Tendrá usted... por ahí... un poquito de agua?”, que no sigue hasta ocho páginas más adelante: “amigo mío, lucho entre el deseo de satisfacer la impaciencia de usted y el temor de no acertar...”, y en el medio de estas dos intervenciones del mismo personaje, ocho páginas bebiendo agua sucia, mientras el narrador cuenta con detalle las andanzas de don Fermín durante todo el día. Tal interrupción es impensable en un diálogo escénico: no puede detenerse la acción y mantener a los personajes inmovilizados o bebiendo agua. El cine, más cercano a la novela que al teatro en sus recursos narrativos, ha resuelto la expresión de recuerdos intercalados partiendo de un fundido o de una inmovilización de un primer plano de un rostro absorto que recuerda, o simplemente mediante un flashback que puede iniciarse de cualquier modo. Los diálogos en la novela pueden ser reiterativos, es decir, no singulativos, porque el narrador los transcribe como quiere y puede advertir que se repiten más o menos igual en días diferentes; en el diálogo dramático esto es imposible: sólo el diálogo singulativo es admitido por el convencionalismo temporal presente del escenario: cada escena tiene su diálogo, que puede ser modélico, pero que en ningún caso es síntesis de dos o más, y en ningún caso se repite en la misma obra. Pérez de Ayala en su novela Belarmino y Apolonio presenta un diálogo directo de Felícitas con Belarmino, y afirma que en los mismos términos se repetía el mismo diálogo todos los días; “Clarín”, en La Regenta, transcribe diálogos habituales cuyas variantes son mínimas en un modelo en el que aclara que están incluidos todos. Los deícticos y signos de ostensión en general que relacionan la palabra con la situación y el diálogo dramático con el espacio escenográfico, no son tan directos y tan frecuentes en el diálogo narrativo como en el diálogo dramático, ya que el narrador suple con su palabra los recursos de intensificación necesarios para señalar o determinar qué objetos presentes tienen relación con la palabra. El diálogo narrativo no suele repetir palabras y utiliza la anáfora con cierta frecuencia. El diálogo dramático puede repetir términos para señalar el nerviosismo de un personaje, para presentarlo y describirlo como tartamudo, puede repetir un término con matices de ironía, de duda, de sorpresa, etc., superponiendo este sentido al denotativo y matizándolo con gestos, movimientos, objetos, etc. Veamos estas teorías en la práctica de un análisis del cuadro segundo del acto II de Yerma: JUAN. --[...] Yo no tengo fuerza para estas cosas. Cuando te den conversación cierra la boca y piensa que eres una mujer casada. YERMA (Con asombro). --¡Casada!
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JUAN. --Y que las familias tienen honra y la honra es una carga que se lleva entre dos. (Sale la HERMANA con la jarra, lentamente.) Pero que está oscura y débil en los mismos caños de la sangre. (Sale la otra HERMANA con fuente de modo casi procesional. Pausa.) Perdóname. (YERMA mira a su marido, éste levanta la cabeza y se tropieza con la mirada.) Aunque me miras de un modo, que no debía decirte: perdóname, sino obligarte, encerrarte, porque para eso soy el marido. YERMA. --Te ruego que no hables. Deja quieta la cuestión. Se repiten varios términos (casada, honra, perdóname) directamente y se repite el mismo contenido mediante signos diferentes: Yerma mira a su marido (gesto), y él dice: me miras de un modo. Estas reiteraciones dan intensidad al contenido semántico denotativo y añaden connotaciones y matices que no tiene la expresión singulativa: el asombro y la ironía con que Yerma repite “casada”; la intención imperativa con que el marido repite “honra”; el cambio de actitud que implica el repetir “mirada” en el gesto (sin codificar) y la palabra (me miras de un modo). Por el contrario, el diálogo dramático no suele repetir los términos de los objetos que cita, porque la referencia es ostensiva y el objeto persiste con su presencia en el escenario. Por ejemplo, en Ligazón, la Mozuela y el Afilador sostienen un diálogo en torno a unas tijeras, que se convierte en signo de “muerte”, y como las tienen a la vista del espectador, las citan una vez y luego anafóricamente repiten su funcionalidad: Vengan las tijeras. / Tómalas y lúcete. / Van a quedarte de plata. / Sácales buenos filos y asegúralas el eje. / Te las dejaré como... / que no me queden muy recias. / Para partir en el aire un cabello te han quedado... Una sola vez se nombran las tijeras y se muestran una y otra vez señalándolas como objeto de la palabra y de las acciones de los dos dialogantes. La acción avanza mientras las tijeras acumulan connotaciones de muerte con términos que sí se repiten: “afilar”, “filos”, “afiladas”. El contraste del diálogo anterior con el que mantienen la Mozuela y su madre, la Ventera, no puede ser más acusado. En éste se revisan los términos, se matizan los sentidos de “suerte” y de “arte”, que parecen entender de modo bien diferente la madre y la hija: ¿Dónde podrías esperar mayor suerte? / ¿Suerte con un punto que cambia como la veleta? / Para fijar esos hombres es el arte de las mujeres. / ¿Y cuando que me faltase tal arte, quién me reparaba? La repetición de términos es frecuente en el diálogo narrativo en condiciones y por razones sensiblemente diferentes de las que explican las repeticiones en el diálogo dramático. El narrador generalmente ironiza poniendo el mismo término con distinto sentido en los enunciados de dos o más personajes. Veamos un ejemplo: Iré a la capilla con el vestido que he de llevar al baile. / ¿Cómo puede ser eso? / Siendo... son cosas de mujer, señor curioso. El cuerpo se separa de la falda... y como pienso ir oscura... pudo llevar el cuerpo a confesar... y veremos el cuello al levantar la mantilla. Y quedaremos satisfechos. / Así lo espero. Éste es el final de un largo diálogo directo, sin introducciones ni presentación por parte del narrador, que sostienen Ana Ozores y don Fermín al abrirse el capítulo XXIV de La Regenta. Cuando acaba el diálogo, el narrador toma la palabra y traspone algunos términos a su propio lenguaje ironizando sobre ellos: Don Fermín quedó muy satisfecho del vestido, aunque no de que “fuéramos al baile”. El vestido según pudo entrever acercando los ojos a la celosía del confesionario, era bastante subido... Las distintas estrategias en el uso de los términos y sus conexiones, los turnos y participación en el habla de los interlocutores, la introducción de temas y su cierre son también diferentes en el diálogo dramático y en el narrativo. El espectador al que llegan todos los términos sin posibilidad de volver atrás, debe organizar su lectura, única, coherente y cerrada con todos los indicios añadidos procedentes de un diálogo que en principio se presenta como ingenuo, espontáneo. La novela proporciona a los lectores los recursos de conexión y de introducción y cierre por medio de la palabra del narrador y en simultaneidad con su visión y su lenguaje. El narrador, siempre en el texto, de modo implícito o explícito, cumple su función de distribuidor de la materia novelesca, de informador de rupturas o relaciones, de coordinador de espacios y tiempos, de juez entre posiciones divergentes, etc., y da al lector una interpretación inmediata de los signos que utiliza.
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Las diferencias, pues, entre el diálogo dramático y el novelesco derivan del mismo hecho: la presencia de un narrador en la novela frente a la necesidad de limitarse al diálogo en el drama. Por otra parte, dadas las sucesivas renuncias que el narrador viene haciendo desde el realismo a sus privilegios de omnisciencia temporal, espacial o síquica, algunos de los rasgos de oposición que son perfectamente válidos en la novela y el teatro del siglo XIX, pierden eficacia cuando intentamos aplicarlos en el teatro actual, al menos en algunas de sus orientaciones más destacadas. EL DIÁLOGO EN LA OBRA DRAMÁTICA El diálogo es la forma de discurso que utiliza el Texto Dramático, en el Texto Literario y en su representación. Como forma lingüística participa de los rasgos propios del dialogismo general de la comunicación verbal y como diálogo literario tiene unas notas específicas, frente al diálogo en general. Es un diálogo que se manifiesta siempre en presente, en un espacio centrado por la deíxis personal, como todo lenguaje directo, y desarrolla una historia que convencionalmente viven los interlocutores. El tiempo presente, el espacio inmediato, la convencionalidad de la historia como vivida ante el espectador o lector (nunca narrada) son los rasgos más destacados del diálogo dramático. La historia dramática es siempre vivida, no recitada o contada, por unos personajes encarnados en el cuerpo y en la apariencia física de los actores, que utilizan la palabra en simultaneidad con otros signos, cinésicos, mímicos, proxémicos, etc., para informar durante un tiempo limitado, a los espectadores que convencionalmente no están presentes. Conviene dejar de relieve, como punto básico en argumentaciones que desarrollaremos más adelante, que el tiempo presente es vivido por unos personajes que son humanos y, por tanto, tienen una dimensión histórica, y esto implica que tienen un pasado que puede explicar su presente o puede recordarse en el presente, es decir, vivirse actualmente en el recuerdo, la ironía, el carácter, etc., con que se manifieste un determinado personaje. Tenemos que recordar también que el Texto Dramático en sus dos facetas de Texto Literario y Texto Espectacular recorre un proceso de comunicación con fases diversas de lectura y de representación, respectivamente. El Texto Literario se expresa en forma lineal, puesto que el sistema lingüístico así lo impone y es recibido por un lector que desde el título hasta el final, con el diálogo, las acotaciones y todo lo que pueda estar eventualmente escrito (prólogo, explicaciones, conclusiones, etc.), construye su propia lectura. El Texto Espectacular, destinado a la representación, transforma la expresión lineal y sucesiva del lenguaje, en una expresión escénica en la que es posible la simultaneidad de signos verbales y no-verbales. El Texto Literario admite diferentes lecturas y paralelamente el Texto Espectacular admite diferentes representaciones, que pueden ser tan diversas como propongan los directores de escena, y en una segunda fase, la representación puede ser “leída” de modo diverso por los espectadores. El Texto Dramático, es decir, la obra en su totalidad, como fenómeno artístico con caracteres propios, que comprende una forma literaria y una forma espectacular, se incluye en un proceso de comunicación entre el Autor y el Espectador que tiene valor dialógico, y que se dirige virtualmente a todos los que tengan competencia para entenderlo o interpretarlo en el sentido más amplio que se puede dar a este término. El Texto Dramático puede ser analizado como un producto, es decir, como un conjunto de enunciados lingüísticos y no-verbales, cuyo carácter literario exige una gramática lingüística y además una Gramática del Texto. Finalmente el Texto Dramático puede ser considerado como un conjunto de actos, todos ellos manifestados con palabras, pero de índole diversa, cuyo contenido moral puede precisarse, según hemos visto, mediante los conceptos proporcionados por la teoría de los Speech Acts. Las diferencias que existen entre las dos formas de recepción, la lectura y la representación, y las diferencias que puede aportar a la teoría dramática el enfoque metodológico que siga, del que se deriva una consideración de la obra como proceso, como forma, como contenido, han dado lugar a muy diferentes valoraciones de la obra dramática y del género teatral a lo largo de la historia literaria. El proceso de comunicación Autor-Lector se realiza exclusivamente por medio de signos lingüísticos, en su uso o función literaria. Pero el proceso de comunicación dramático, según ya hemos dicho reiteradamente, se alarga, y esto lo diferencia de los otros géneros literarios, hasta la representación con las figuras humanas interpuestas de Director de escena y Actor, que convierten los signos escritos del diálogo en signos verbales en la escena y los signos escritos del texto espectacular en los signos para- verbales o no-verbales que acompañarán al diálogo en la escena. Los personajes, encarnados en los actores, realizan una forma de comunicación directa que comprende tanto la palabra de los diálogos, como todos los demás signos que emiten con su cuerpo: gestos, distancias, posiciones, movimientos, y acompañan a la palabra y son sucesivos, cada uno en su nivel como
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la palabra, aunque pueden ser simultáneos en los diferentes sistemas. La palabra es sucesiva con la palabra, un gesto es sucesivo con otro gesto, pero palabra y gesto pueden ser simultáneos. El cuerpo de los actores, con sus vestidos y sus maquillajes, se convierte también en emisor de signos (mensajes intencionados), o de síntomas (mensajes que interpreta el receptor, aunque no sean emitidos con intención por el sujeto), que remiten a una época, a una clase social, a una ideología, etc., y que se caracterizan, frente a los del grupo anterior, porque son estáticos, al menos relativamente: un gesto puede cambiar de un momento a otro en el mismo acto, un vestido no suele cambiar. Es importante esta diferencia que acabamos de señalar, porque los signos que no cambian, que están en el escenario en forma estática, pueden significar y pueden comunicar, pero no “dialogar”. Lo mismo ocurre con los objetos del espacio escenográfico que pueden acompañar a los actores en su tiempo escénico, con diferentes capacidades de presentación, de expresión y de diálogo. La concurrencia de signos en el Texto Espectacular es muy amplia. Todos los signos que están en el texto escrito por medio de la palabra se cambian en la escena por sus propias referencias. En este sentido se ha propuesto, como una de las posibilidades de la representación, prescindir de la palabra y sustituir el diálogo incluso por signos no-verbales que puedan integrarse no sólo en el espacio, sino en el tiempo, es decir que puedan dialogar, intercambiar y cambiar mensajes entre los actores. Éstos serían los signos dinámicos no-verbales. Puesto que la palabra es común al teatro y a los otros géneros literarios, se ha pensado que se debería insistir en el uso de los signos no verbales. El problema está en si se podrá prescindir de la palabra en los diálogos. Y, por otra parte, ¿merece la pena prescindir de la palabra?, ¿es cierto que la palabra es antiteatral, como afirma Artaud, y sólo los signos no-verbales son específicamente teatrales? Sobre las posibilidades de desarrollar un diálogo dramático sin palabras se ha experimentado en el teatro de este siglo en forma que parecería inverosímil en otros tiempos. El teatro anterior al siglo XX, con una concepción discursiva del drama, que lo aproximaba bastante a la narración, tuvo una dependencia muy acusada de la palabra. El teatro actual que busca su propia identidad frente al gran desarrollo que la novela ha conseguido en sus recursos de expresión y frente a la aparición del cine que se impone con fuerza en poco tiempo, experimenta sobre sus propias posibilidades, y pretende por una parte prescindir de la palabra y, por otra, desarrollar el diálogo. En estos experimentos el teatro ha mostrado que es posible reconocer dialogismo e incluso establecer diálogo por medio de signos no-verbales, pero en el juego de acciones y reacciones que se escenifican con gestos, con movimientos, con luces, con signos del tiempo, se limitan bastante las posibilidades de significación respecto a la palabra. Se puede “pedir” con gestos, pero parece difícil que se pueda “pedir un plazo condicional”; se puede expresar la “duda” con gestos, pero parece difícil que se pueda “reflexionar sobre la duda”. La figura de Hamlet abatida, con sus medias caídas, sus gestos de desánimo, su actitud corporal agobiada, puede resultar signo de la duda y del desánimo, pero no puede ser reflexiva de la misma duda y desánimo. Es imposible expresar por gestos una reflexión o una opinión sobre el gesto, es imposible expresar con luz una reflexión sobre los valores connotativos de la luz. Y es que el único sistema recursivo de signos es el lenguaje en su función metalingüística. No vamos a entrar en los problemas que respecto al diálogo plantearía un teatro sin palabras, porque por ahora es una aspiración que muy limitadamente se ha cumplido. El escenario, en la mayor parte de los Textos Dramáticos, utiliza signos verbales y no verbales en simultaneidad y utiliza diálogo como forma de expresión verbal y, en menos cantidad, no-verbal. No parece razón suficiente para no usar la palabra el que se utilice en otros géneros literarios, y no hay necesidad de declararla no específica del teatro por el hecho de que la utilicen otros géneros. Si fuese necesario eliminar todo lo no específico, no sólo el teatro, sino también los otros géneros, quedarían vacíos. Los signos no-verbales del teatro también se utilizan fuera de él; la palabra se utiliza en el relato y en el poema, ¿cuál de ellos la tomará por específica? Lo específico de un género pueden no ser los signos, sino el modo o la combinación en que se usen. Históricamente el teatro ha utilizado el lenguaje para su expresión y lo ha utilizado en forma dialogada y acompañado de otros signos de sistemas diversos. Generalmente las teorías del teatro han destacado la palabra sobre los demás sistemas de signos. Es un hecho histórico y social que las obras dramáticas se han manifestado así y que hoy siguen manifestándose así, a pesar de los experimentos marginales que se hacen y que resultan interesantísimos cuando los incorporan a la palabra; no entramos en el deber ser del teatro, porque esto nos apartaría de la posición fenomenológica que hemos anunciado que seguiríamos. Nos limitamos al ser histórico del teatro; la búsqueda de un deber ser implica admitir la posibilidad de alcanzar una definición esencial del fenómeno dramático que serviría de canon, de deber ser, frente a las manifestaciones históricas del ser. Y desde esta perspectiva, el teatro, en su inmensa mayoría, se ha manifestado en textos dialogados. Veltrusky considera el diálogo como el rasgo específico del teatro, según hemos dicho más arriba, y lo mismo hacen otros autores, como Szondi. Por el contrario, Kowzan afirma que “la forme dialoguée, si
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typique des ouvrages dramatiques, n'est pas le caràctere indispensable; I'existence de monologues et de pièces à un seul personnage le prouve suffisamment”. Esta posición nos parece más aceptable que la de Velstrusky: no puede admitirse que el diálogo sea rasgo específico del teatro, porque, aparte de que hay obras dramáticas monologadas (que podría interpretarse como un diálogo reflejo, o como el sincretismo de un sujeto respecto a los papeles de emisorreceptor), encontramos diálogo en la novela y en el poema lírico. Hay novelas escritas totalmente en diálogos, como El abuelo, de Galdós y, en su mayor parte, las novelas de Yvy Compton-Burnett (Una herencia y su historia, Padres e hijos, Criados y doncellas...) y hay poemas escritos en forma dialogada sin perder por ello su intensidad y su carácter lírico, como el Cántico espiritual que, por cierto, también incluye un narrador, a pesar de lo cual no es sospechoso de narratividad. Por otra parte hay que señalar que el Texto Dramático, es decir, la obra literaria escrita en diálogo para ser representada, no es el único género que provee al teatro (que es, según Veltrusky, “otro arte”) de textos: se han escenificado con frecuencia textos líricos y textos narrativos, no escritos originalmente para ser representados. Para mostrarlo ahí está la reciente versión que Lola Herrera ha dado de Cinco horas con Mario, la novela de Delibes, presentada originalmente como un monólogo interior narrativo y que sigue siendo un monólogo, exterior, en la adaptación, ya que sólo la protagonista tiene la palabra, si bien incorpora a la suya la de Mario. En este sentido hay un diálogo subyacente Carmen-Mario, que es un enfrentamiento constante, una interacción verbal pasada, que ella recupera al recordar. A estos argumentos hay que añadir que “ce n'est pas toujours dans les oeuvres proprement dramatiques, tragédies et comédies, que se rencontrent les meilleures scènes parlées. Rabelais a porté à sa perfection l'art du monologue et du dialogue”, y, por otra parte, “la forme dialoguée [...] n'est pas non plus l'attribut exclusif de la littérature dramatique. Le dialogue philosophique a, depuis Platon jusqu'au Paul Valéry, une tradition ving-trois fois séculaire. Et combien de poémes lyriques, dans toutes les langues, qui sont construits entièrement en forme dialoguée”.5 Tenemos que partir, por tanto, de dos hechos: el teatro suele utilizar el diálogo como expresión y generalmente lo realiza con signos lingüísticos, aunque también puede conseguir diálogo con signos temporales no-lingüísticos sin llegar a las matizaciones que son posibles mediante el lenguaje verbal. El diálogo es la forma más frecuente del lenguaje verbal dramático, pero no es exclusivo del género; tampoco son exclusivos del género dramático los signos no-verbales: todos, sin excepción, se utilizan en otros ámbitos no literarios: discursos, clases, mimos, espectáculos lumínicos, etc. Admitidos estos hechos, podemos afirmar que estadísticamente, como un hecho de frecuencia, la expresión canónica del teatro es el diálogo lingüístico; los monólogos escenificados son generalmente representaciones en las que un personaje cuenta su pasado (narración) o reflexiona sobre él, y no vive, como sería propio del teatro, en el presente escénico; o bien, aunque haya un solo personaje en escena, hay diálogo reflejo, en el que se dirige a sí mismo y contesta, o se dirige a otros personajes que no están en escena, pero conecta con ellos mediante instrumentos, el teléfono o el magnetófono (La dernière bande, de lonesco, por ejemplo), o bien a través de una ventana o una puerta habla con personajes que están en el espacio escénico latente que amplía el espacio escénico presente. Incluso una obra corno Acto sin palabras es un diálogo realizado con signos temporales no-verbales: movimientos, gestos, actitudes, entre un hombre que pretende coger un caldero y el oculto personaje que lo tienta con él y luego le impide cogerlo. En estas formas de monólogo o de aparente falta de diálogo y hasta de palabra, el análisis de las modalizaciones del lenguaje, que se mantienen, nos muestran que estas obras escenifican conductas interactivas de dos o más personajes (uno de ellos visible en el escenario, los otros ocultos) que tratan de modificar el saber, querer o poder hablar, del otro, es decir, las modalidades previas al habla. Los límites de los hechos literarios no son siempre tajantes, ni siquiera en las formas y, por tanto, aun conociendo las excepciones anteriores, podemos afirmar que el Texto Dramático, tanto en su aspecto de Texto Literario como en su valor de Texto Espectacular, tiene como forma propia de expresión el diálogo, mientras que la lírica y el relato usan el monólogo, y cuando utilizan el diálogo lo dan como “lenguaje referido”, no directo. El Texto Dramático utiliza dos formas de expresión bien diferenciadas: las acotaciones, que son un monólogo del autor y tienen una función imperativa, o al menos conativa, y los diálogos, que son lenguaje directo de los personajes y tienen función literaria. 5
“no es siempre en las obras propiamente dramáticas, tragedias y comedias, que se encuentran las mejores escenas habladas. Rabelais llevó a la perfección el arte del monólogo y del diálogo” “la forma dialogada no es tampoco el atributo exclusivo de la literatura dramática. El diálogo filosófico tiene, desde Platón hasta Paul Valery, una tradición de veintitrés siglos. Y cuántos poemas líricos, en todas las lenguas, son construidos completamente de forma dialogada”.
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Las acotaciones cobran mayor o menor importancia, según época y autores, y según el tipo de teatro, realista, sicologista, que se haga. Las informaciones llamadas “intersticiales” sirven para que el autor explique qué tipo de personaje tiene en su mente; en muchas ocasiones lo que dicen las acotaciones no puede traducirse a los signos escénicos, porque es un hecho de recepción, pero el autor, aun sabiendo esto, lo pone para aclarar qué actitudes, o qué mirada, o qué ropa ha de llevar el actor. Por ejemplo, Buero Vallejo describe, en Madrugada, el aspecto de la protagonista: “Amalia aparece poco a poco, con los párpados enrojecidos y la faz descompuesta. Es una hermosa mujer, de gran presencia y poderosa mirada. Lleva un traje negro lujoso, aunque sobrio, que sugiere ostentación antes que luto. Se ha peinado cuidadosamente y adornado con gargantilla y pendientes de brillantes. El contraste que todo ello forma con el dolor de su expresión hace aún más impresionante su aspecto”. Adamov utiliza con abundancia las acotaciones a fin de facilitar la construcción imaginaria del lector o la puesta en escena de un director. Serpieri cree que la abundancia de acotaciones es más bien signo de crisis del diálogo, por eso no son frecuentes ni en el teatro griego ni en el isabelino, porque el diálogo es autosuficiente. Autores como Pirandello o Beckett llegan a hacer un uso funcional de las acotaciones; Romero Esteo llega incluso a explicar el interior de los personajes fuera del diálogo. No hay, pues, una norma que tenga que seguirse necesariamente. No hay por qué exigir que el diálogo sea autosuficiente para crear personajes y acciones y que la lengua de la acotación se refiere a lo circunstancial: no hay por qué suprimir las acotaciones, ni por qué suprimir el diálogo. Cada uno de los creadores del texto dramático debe hacer lo que crea más oportuno para su propia creación. El diálogo de los personajes dramáticos es un proceso comunicativo cuyo valor ilocucionario y perlocucionario está fijado en el texto. Lo que hace un personaje mediante su palabra, sea una petición, una amenaza, una promesa, está ya formulado definitivamente, y los efectos que consigue sobre los otros personajes están también fijados definitivamente en el texto. Por el contrario, la comunicación que se establece entre el autor y el espectador por medio de una forma literaria, que es el diálogo fijado de esos personajes también fijados, es un proceso de interacción abierto, que puede cambiar de sentido en el espacio y en el tiempo, como el de toda creación artística, por relación a la competencia del lector y por relación al horizonte de expectativas en el que se interprete. El Texto Dramático en su conjunto es un proceso de comunicación con caracteres propios desde el punto de vista semiológico: es un proceso recursivo en el que la lengua actúa como forma envolvente de sí misma. Esto es posible precisamente porque la expresión se realiza con signos lingüísticos, ya que ningún otro sistema de signos es capaz de recursividad, aunque sea capaz de comunicación, e incluso de diálogo y, por supuesto, de expresión y significación. El proceso de comunicación dramático tiene los tres elementos básicos del esquema semiótico desdoblados, de modo que el proceso se alarga y se bifurca: PROCESO DE COMUNICACION DRAMATICO 1. Emisor (Autor) Acotaciones (T. secundario) 2. Forma
Diálogo (T. principal)
1’. Emisor (Personaje) 2’. Forma (Enunciados) 3’. Receptor (Personaje)
El emisor primero, el autor del texto, se dirige a varios receptores que son lectores diferenciados por el modo de actuar frente al texto: el lector normal, estándar, que interpreta el texto en una lectura, y el lectordirector que da a su interpretación una nueva forma, la escénica, en la que convierte el lenguaje de las acotaciones en sus referentes reales y el lenguaje de los diálogos escritos en lenguaje hablado con todo el acompañamiento de elementos paralingüísticos que exigen, pero todo ello en una unidad de sentido que es su propia “lectura” del texto escrito. Por último, el Espectador que, como tal, no tiene acceso al texto escrito, y sólo recibe la representación del texto espectacular, a través de la lectura hecha por el director. El emisor crea los diálogos que los actores reviven en escena y les incorpora los signos de situación y tiempo presentes, como exige el proceso de la representación, que de este modo condiciona mediante un efecto feedback el acto de la creación y la forma de la obra. Todo el proceso de comunicación dramática constituye lo que podemos denominar un macroproceso en el que se realizan varios procesos parciales que se integran armoniosamente en el final. Destacamos una diferencia sustancial en los modos de recepción del lector del texto y del espectador de la representación. Aquél recibe el texto en la forma habitual de la literatura y de todo texto
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lingüístico, es decir, en forma sucesiva y lineal. El espectador recibe linealmente la historia, que se desarrolla en un presente progresivo, pero con signos que pueden manifestarse en simultaneidad con otros. El texto dramático, y dejando aparte el sentido y las formas, sobre las que volveremos más adelante, es en su totalidad un acto de habla ilocucionario de tipo normativo, independientemente de que el diálogo de los personajes pueda tener también en algunos momentos este carácter, la recursividad afecta a todos los aspectos, si así se dispone. “El discurso del drama consiste en algunas seudoaserciones, pero en su mayor parte consiste en una serie de instrucciones para los actores sobre el modo en que deben actuar”. Hay varias clases de actos ilocucionarios, y entre ellos los llamados Directivos, se caracterizan porque constituyen tentativas por parte del hablante para inducir al oyente a hacer algo, a seguir una determinada conducta. En estos actos, aparte de esa relación especial entre los sujetos, que es de tipo conativo, según el término de Jakobson, el contenido proposicional es también característico y consiste siempre en el Cumplimiento de una acción futura. Si aplicamos estas tesis y conceptos al análisis de una obra dramática concreta, podemos entender que Yerma es un conjunto de normas que deben seguir un director de teatro y unos actores que quieran representar un enfrentamiento entre una pareja estéril. El autor, más que un mundo ficcional, ha creado una especie de recetas para expresar lo que puede hacerse y lo que puede decirse en una situación como la que él presenta como historia de fondo y que es un supuesto de unas relaciones humanas. Los dramas podrían entenderse así como “modelos” de comportamiento intersubjetivo, en las circunstancias que señala el texto, y el diálogo no sería más que un signo histórico cuyo contenido es la concreción de lo que puede decirse en esas circunstancias en que se sitúa. Es probable que la fuerza social que siempre ha tenido el teatro derive de su concepción como “modelo” de conducta humana en la sociedad familiar (con preferencia, según advirtió ya Aristóteles) o general. La fuerza ilocucionaria de los enunciados dramáticos tiene unos efectos perlocucionarios sobre el director y los actores, que luego la proyectan hacia el público en ese modelo que se presenta en escena vivamente. El diálogo dramático puede, pues, entenderse como parte de las instrucciones que el autor da para expresar situaciones de duda, de amor, de frustración, de enfrentamiento, etc., de la misma manera que da instrucciones en las acotaciones sobre el gesto, el movimiento, etc. El texto literario, todo el texto, podría entenderse como una sucesión de instrucciones contenidas en el discurso de una manera discontinuo, pero con un sentido único. Si analizamos algunos textos dramáticos parecen confirmar esta hipótesis: las acotaciones son acciones, que se acompañan de las palabras de los diálogos, algo así como “haz esto” y a la vez “di esto”, con lo que llegaríamos a invertir la interpretación tradicional. En La rosa de papel, Valle-Inclán pone a un protagonista, Julepe, que está buscando un burujo con cuartos, y esa acción es central en la obra, mientras que las palabras que va diciendo --que son amenazas a las vecinas, si no encuentra la bolsa, y disparates en general-- carecen de importancia funcional, de modo que fácilmente podrían cambiarse: cuando aparece la bolsa, se acaba el discurso de Julepe. El análisis del diálogo dramático como proceso semiótico envuelto en el esquema recursivo que hemos propuesto, permite diferenciar algunos niveles y establecer algunas relaciones entre los elementos que participan en él. Los dos procesos que tienen respectivamente por sujetos al autor-espectador y al personaje-personaje son modos de interacción bien diferenciados. “Hay que tener en cuenta que entre el autor y el receptor hay una diferencia fundamental: el autor es una persona única y singular, mientras que el receptor es cualquier persona. El autor decide la constitución de la obra, mientras que el receptor la recibe terminada y no puede cambiar nada en su constitución objetiva, como máximo puede entenderla de diferentes maneras y esta concepción suya de la obra se manifiesta sólo en un momento fugaz, mientras que la obra misma sigue existiendo”. La interactividad que se da en este proceso, fijada por parte del emisor y variable por parte del receptor, es necesariamente diferente de la que se produce en el proceso comunicativo interior, en el diálogo de los personajes, ya que “en la manifestación lingüística los papeles del autor del discurso y del receptor no son, de ninguna manera irreversibles. El rol activo del sujeto hablante le incumbe alternativamente a cada uno de los interlocutores y el individuo oyente no está de ninguna manera privado de la posibilidad de tomar la palabra. Ésta es la fórmula fundamental de la manifestación lingüística, el diálogo”. La doble situación del proceso comunicativo en el lenguaje dramático ha sido advertida por otros autores: “La réplique la plus banale est destinée à la fois au personnage auquel elle s'adresse et au public [...], définir la nature et la qualité d'une réplique ou d'un dialogue, c'est définir avant tout le rapport que s'établit entre ce juge (au sens large du terme) qu'est le public. Ces deux effects peuvent être presque semblables, sans jamais coïncider vraiment [...] mais ils peuvent également être opposés qu'il est possible...”.
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Los dos procesos de comunicación que se dan en forma convergente en un único proceso final en la obra dramática son posibles por la recursividad del sistema lingüístico (digo que dicen) y quedan diferenciados en todas sus coordenadas, de modo que el “escándalo semiótico” de que habla Alexandrescu, únicamente se da si se olvidan las convenciones iniciales y se toma la forma literaria (diálogo de los personajes) como forma de la comunicación directa autor-espectador. El autor invita al espectador a presenciar un diálogo entre personajes, convencionalmente desarrollado en presente y en presencia. Todavía cabe otra consideración sobre la forma del diálogo dramático, que puede aclarar algunos de los problemas planteados en torno a la existencia o no de diálogo en algunas obras. La semiología, ya lo hemos dicho repetidamente, estudia todo el proceso de la comunicación, no se limita como hace el estructuralismo a las formas, al producto acabado; en este sentido, la semiología tiene en cuenta los estados preverbales que han hecho posible la expresión. La competencia cognoscitiva del hablante previa al uso de la lengua, la voluntad de utilizarla y la posibilidad de hacerlo, son las tres modalidades, a las que nos hemos referido como saber, querer y poder hablar. La teoría literaria ha pretendido aclarar, para comprender la obra, la competencia del escritor a través de las circunstancias de su vida y de su época: la obra sería la realización de una determinada competencia. La pragmática ha intentado buscar las posibilidades de interpretación del texto literario desde la perspectiva del receptor, siempre abierta a nuevos horizontes de expectativas. La comunicación exige intencionalidad (querer comunicar) en el momento de la emisión, pero elige intencionalidad también (querer descodificar) en el momento de la recepción. Aquí reside el fundamento del dialogismo como actividad compartida sobre un texto. En el supuesto de que el autor no tuviese intención de comunicar podría utilizar signos válidos sólo para él, en otro caso, si los signos pueden ser descodificados, hay intención de comunicar y el receptor se incluye en el mensaje. Ésta es la situación que se da en el proceso dramático envolvente, es decir, en la relación Autor-Espectador. El autor emite un mensaje dialógico, que además tiene forma de diálogo, para lo cual se ve obligado a ponerlo en la boca de sus personajes. La comunicación que se efectúa entre los personajes es el proceso interior en ese esquema y en él hay dialogismo y diálogo; es decir, cada uno de los hablantes tiene intención de comunicar, utiliza un sistema de signos común con el interlocutor y toma la palabra en un turn-taking determinado y sujeto a unas normas. Planteado el tema, el diálogo dramático discurre como un esquema polémico entre los hablantes, cuyos recorridos, diferentes y con frecuencia opuestos, van a interferirse en un momento de sus trayectorias y van a progresar hacia un desenlace de concordia o de discrepancia. La comunicación implica un hacer persuasivo y una manipulación modalizante: cada sujeto quiere convencer al otro y alterar su grado de saber, proporcionándole información; su grado de querer, ofreciéndole argumentos convincentes; o su grado de poder, limitando o ampliando su libertad de elección. Los tres aspectos de la interacción modal pueden advertirse en el diálogo dramático, es decir, en el que sostienen los personajes, no en el dialogismo. Podemos comprobar que el diálogo dramático refleja la interacción de los hablantes y el intento de transformación recíproca respecto a las modalidades: el hacer verbal, los contenidos semánticos de ese hacer verbal y las bases en las que se asientan las relaciones de conducta de los personajes, se modifican a medida que transcurre el diálogo. En Ligazón la Raposa intenta convencer a la Mozuela con informaciones y con argumentos para que admita un cortejo; todos los diálogos de la obra no son más que variantes de ese mismo objetivo, con cambio de sujetos: la Raposa, la Ventera, el Bulto, y con cambio de relaciones entre ellos (celestina, madre, pretendiente). El continuado rechazo se intensifica hasta el desenlace de muerte. Igualmente Yerma es un conjunto de diálogos, cada vez más tensos, entre Yerma y su marido, sobre un tema respecto al cual tienen posiciones encontradas: para ella el hijo es una necesidad biológica que justificaría su vida, para él los hijos son gastos. Todas las intervenciones de Yerma tienen como objetivo cambiar el querer de Juan haciéndole saber la importancia que el hijo tiene para ella, y al no conseguirlo, lo mata. La lección de lonesco es un diálogo de enfrentamiento entre dos símbolos: el Profesor y la Discípula, en un tema, el poder, que termina también con la muerte. Hay dramas que se desarrollan desde una concepción diferente del diálogo y que llevan a otros desenlaces, pero siempre el discurso dramático se presenta como una sucesión de desequilibrios modales entre sujetos que mantienen una interacción progresiva para superar esos desequilibrados y que llegan a una situación de equilibrio o de ruptura total. Frente a un sujeto que sostiene unos valores (sentimiento) o unas tesis (conocimiento), o unas posibilidades (poder), hay otro que mantiene las contrarias. Las dos posiciones se crean mutuamente y se presentan a través del diálogo. En este sentido es posible que la tesis de la desaparición del personaje en el drama actual tenga algunos visos de verosimilitud: las figuras del sujeto y del antisujeto se crean en torno a
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situaciones modales enfrentadas: el antisujeto pone obstáculos al hacer verbal del sujeto, empezando por las modalizaciones, y el sujeto hace lo mismo respecto al antisujeto; en este sentido son intercambiables: la distinción entre uno y otro (aparte de circunstancias de figura, situación personal, familiar, social, que son funcionalmente irrelevantes) se localiza en las modalizaciones de que parten, y por tanto son previas a su descripción física y síquica. El diálogo dramático no es sólo la alternancia de dos contextos y dos codificaciones, sino también la concurrencia interactiva de dos modalizaciones. No obstante, admitiendo que el enfrentamiento del diálogo se inicie ya en las modalizaciones y que corresponda al actuante, ya que es anterior a la descripción del personaje, hay que advertir que esto ocurre en algunos dramas, pero no en otros donde el enfrentamiento se realiza en las descripciones incluso, a las que se da valor fisonómico. Al producirse el diálogo hay una especie de “contrato inicial” en la posición de los sujetos por el que se avienen a hablar, a tratar el mismo tema, el mismo marco de referencias y las mismas presuposiciones, y hay una especie de “contrato fiduciarios que implica la confianza de cada uno de convencer al otro y que justifica el diálogo. Es muy significativa la trayectoria que sigue Yerma: la protagonista intenta en los primeros actos convencer a su marido de la necesidad de que tengan hijos, pero no lo consigue y después de la escena de la saludadora y del enfrentamiento con Juan en la casa de la Vieja Dolores, decide callarse y dice para cerrar el cuadro primero del acto III: “que mi boca se quede muda”, y en el cuadro segundo, las acotaciones aclaran: Yerma está abatida y no habla. Ni habla, ni quiere que le hablen: “¡qué me vas a decir que yo no sepa!”, dirá a la Vieja, y poco después, “calla, calla”, hasta el último diálogo que desemboca en muerte. Yerma ha roto su propio “contrato fiduciario” y no confía en el valor de la palabra, en el diálogo. Por otra parte, los hablantes, a medida que avanza el intercambio de palabras, toman conciencia de las actitudes que mantienen y establecen su estrategia frente a los personajes que actuarán como ayudantes, oponentes, y para ello siguen las modalizaciones más adecuadas: frente a los ayudantes siguen una actitud informativa, pues no interesa cambiar su “querer”, frente a los oponentes tratan de cambiar su “poder”, o su “saber”. Con frecuencia los dos sujetos de un enfrentamiento realizan un juego de poder frente al otro, y suelen disputar por relaciones de dominio, o por lo menos por actitudes que pueden llevar al dominio: la ley, los hijos, los celos, el amor... A veces, el diálogo en su juego de turn-taking, llega a olvidarse de su propio tema y se convierte en enfrentamiento de modalidades exclusivamente, como ocurre con La lección, cuyo argumento no tiene consistencia, o como ocurre en buena parte del teatro simbolista. En otras ocasiones, el diálogo se agota en los juegos del turn-taking, como ocurre en la comedia de salón o en “la obra bien hecha”, que no tiene más trascendencia que la obra misma. Las variantes son muy numerosas y se realizan unas veces en el tema, otras en las formas del diálogo, otras en las modalidades, otras en los hablantes. Sin duda podría hacerse una clasificación de las obras dramáticas por las formas de utilizar el diálogo como proceso de comunicación, en todos sus aspectos y en todas sus fases. CARACTERES DEL DIÁLOGO DRAMÁTICO La comunicación literaria, a la que pertenece le diálogo dramático, está sometida, como toda comunicación, a unas exigencias mínimas que se concretan en la presencia de unos elementos básicos (emisor, signos, receptor) y unas operaciones primarias (expresar, comunicar, interpretar). Cumplidos esos mínimos, el lenguaje de la literatura se distancia del lenguaje funcional porque genera sus propias referencias y sus propias normas de relación en los límites del texto. Una obra literaria, sin renunciar a la significación lingüística de sus términos y de sus enunciados, añade los sentidos que se derivan de las relaciones literarias contextuales o intertextuales que puede tener. Dentro de la obra literaria y sus propios caracteres, el diálogo tiene unos determinados rasgos frente al monólogo: alterna los emisores, es lenguaje directo generalmente, aporta doble contextualización y doble codificación, se presenta como un proceso interactivo de modalizaciones y de intercambio lingüístico. En algunos textos dramáticos se ha intentado introducir el narrador entre los dos procesos (autorespectador: proceso envolvente/personaje- personaje: proceso envuelto). Buero Vallejo en El tragaluz pone unos comentaristas que seleccionan la materia que se va a dramatizar, la distribuyen en un orden, y, en cierto modo, la valoran porque seleccionan una parte entre otras, es decir, proyectan sobre los diálogos un punto de vista particular desde un tiempo y un espacio alejados de la acción: dos personajes futuros tienen posibilidades mecánicas de recoger el presente (para ellos, pasado) y ponerlo en escena siguiendo una temporalidad. Cuando ese tiempo se sitúa en escena como presente, los narradores quedan fuera del mundo representado. Algunas obras de Benavente hacen que algún personaje ponga a los espectadores en antecedentes de lo que ha pasado antes de levantarse el telón, o cuenta lo que está viendo a través de una ventana, con lo que se amplía el tiempo y el espacio escénicos. Pérez de Ayala advirtió lo artificioso que resulta este recurso en el teatro. En Bodas de sangre, en La casa de Bernarda Alba y en Yerma, la vecina, la criada, la vieja son personajes que informan sobre hechos e historias anteriores al drama necesarios para
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comprender la angustia de la madre del novio, la riqueza de una sola de las hijas de Bernarda, lo que justifica que sea cortejada por Pepe el Romano, o sobre la honradez y la fertilidad de la familia de Yerma. La temporalidad dramática y el espacio escénico se alteran y se amplían con estos recursos que se reconocen como novelescos y que no encuentran un modo verosímil de integrarse en el diálogo dramático. El diálogo dramático sigue un desarrollo presente que ilustra una historia y la construye, buscando siempre un “efecto de espontaneidad” y, por tanto, no puede dar explicaciones de las circunstancias a personajes que ya deben de conocerlas y, desde luego, no puede hacer historia de las modalizaciones del hacer lingüístico: sería inverosímil que un personaje de Yerma fuese explicando por qué habla como lo hace. El autor no dispone en el diálogo de los personajes de medios para dirigirse a los espectadores. El querer informar a los espectadores de historias anteriores mediante el relato de un personaje a otro que ya tiene que saber lo que le cuentan es un recurso “pobre” por inverosímil y se justifica por el carácter recursivo de la lengua del teatro: el diálogo de los personajes es la forma que adopta el dialogismo autor-espectador. El actor sigue en cada momento el diálogo que parece espontáneo. El Teatro del Absurdo, que ha desmantelado muchos mitos, no ha eliminado el diálogo como expresión espontánea; y en la convención mantenida en el teatro en verso, ni siquiera la medida fue obstáculo para esa pretensión de espontaneidad. La espontaneidad se logra en ocasiones introduciendo fórmulas sociales, como saludos, excusas, felicitaciones, ofrecimientos, peticiones. Según el diálogo sea una petición, un ofrecimiento, una invitación, adoptará formas diferentes, como cadenas de emparejamientos (diálogos Hamlet-Gertrudis; Yerma-Juan, por ejemplo), o como desarrollo de un tema en una secuencia que se abre y se cierra con fórmulas sociales de apertura y cierre. Hay varios tipos de interacción conversacional que rigen los turnos de intervención y las relaciones de contenido entre los diversos enunciados de los dialogantes: a) el primer enunciado exige al segundo, pero por otro locutor; b) la unidad de análisis es una pareja de enunciados (pregunta-respuesta; condición y condicionado, etc.) que pueden proceder de uno solo o de dos personajes; c) el primer enunciado abre una alternativa a dos clases de enunciados que debe elegir el interlocutor, y d) el segundo enunciado es la selección de una de las alternativas que señala el primero. Las secuencias de ofrecimiento, por ejemplo, suelen iniciarse con una pregunta que sustituye, suavizándola, a la invitación: te invito al cine exige una respuesta inmediata sobre el mismo contenido, pero formulada como pregunta: ¿quieres venir al cine? tiene más alternativas en el diálogo, porque pierde el valor ilocucionario del primer enunciado, porque desvía el contenido a una modalidad (quieres) que puede contestarse directamente con otra modalidad (no puedo) y porque una pregunta sugiere siempre incertidumbre en la respuesta, mientras que a una invitación hay que contestar con sí o no. De todos modos, el diálogo dramático no puede construirse con interrogantes reiterados porque parece que se hace una encuesta sobre actividades, en vez de un diálogo. La pregunta incluye un elemento epistémico que busca información y asentimiento. El diálogo dramático además de seguir las normas generales del diálogo, para lograr esa apariencia de espontaneidad, tiene que buscar también su propia suficiencia y excluir explicaciones directas sobre conductas preverbales o extrasituacionales, o sobre las modalizaciones del hacer verbal del mismo diálogo. Por esta razón, los diálogos dramáticos son densos y responden a una oralidad teatral en la que se excluyen los “vacíos”. El espectador se dispone utilizar todo lo que se diga en escena como signo y se resiste a considerar en el discurso lo que la cibernética denomina “ruidos”. Veltrusky señala, sin embargo, que en el texto dramático la ausencia de tema de conversación no impide ni interrumpe el diálogo, ni lo lleva a su final, como ocurre generalmente en un encuentro social: los interlocutores pueden permanecer en escena y alargar su conversación fuera del tema manteniendo el sentido trágico o cómico de la obra, a pesar de todo. Esta afirmación no está en contradicción con la anterior, el diálogo escénico no consiente vacíos, y mientras haya diálogo, aunque sea fuera del tema central, hay efectos dramáticos; el autor no está obligado a cerrar los temas, ni siquiera la historia (qué pasa después de la muerte de Juan, en Yerma), ni el espectador tiene por qué esperar que se los den cerrados: la interpretación se realiza sobre los signos escénicos como tales y no como partes de un discurso lógico. Por lo general el diálogo dramático discurre con argumentaciones sobre temas concretos en el teatro clásico; expresa pasiones en el teatro isabelino y resulta un juego en el que se escamotea la presencia en torno a una anécdota de la mujer en el teatro español para evitar la imposición del marido o por parte del padre, o la misma autoridad de un marido impuesto. De todos modos, y sobre este esquema general, existen en cualquiera de esos tres tipos de teatro, variantes muy diversas en las formas de organizar los diálogos. Considerado como uno de los elementos más característicos del teatro, el diálogo dramático puede servir de criterio para señalar, dentro del amplio corpus dramático histórico, una clasificación que podría quizá iniciar una taxonomía si encuentra más criterios:
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Obras dramáticas con diálogos de situación: crea la participación de los personajes con sus acciones y reacciones en escena que se traducen en palabras, que, a veces, son como exclamaciones, instintivas: La casa de Bernarda Alba puede ser un ejemplo. Obras dramáticas cuyo diálogo es el desarrollo de un tema segmentado: elabora, clarifica, propone temas de tipo discursivo, independientemente de que la obra sea trágica y atienda a sentimientos o presente enfrentamientos: Antígona puede ser un ejemplo de ellas. Obras dramáticas cuyo diálogo está orientado previamente, es decir, el problema dramático no está creado por el diálogo, sino que es anterior al levantamiento del telón y los personajes se limitan a comentar más que a dialogar: Ligazón puede ser otro ejemplo. Obras dramáticas cuyo diálogo discurre independiente de la acción: los personajes hablan sobre trivialidades mientras la acción trágica permanece en el subtexto: El jardín de los cerezos, o Doña Rosita la soltera son ejemplo de este tipo de drama que procura no tratar nunca directamente el tema, al que se accede por indicios, por señales indirectas. Obras dramáticas cuyo diálogo narra: informan al público de una historia que pasa fuera de la escena, mientras los personajes están entretenidos charlando en el salón: El mal que nos hacen, Rosas de otoño, de Benavente, son ejemplos de este modo. Bodas de sangre, sin llegar a ser íntegramente así, tiene sus acciones funcionales fuera de la escena: la muerte de los hermanos del novio es anterior al comienzo del drama, la fuga de la novia y Leonardo queda fuera del diálogo, la muerte también. Obras dramáticas cuyo diálogo es un comentario de situaciones en las que no hay enfrentamiento o dramatismo, sino sólo una escena de género, una situación independiente de las otras, aunque forma conjunto con ellas (Stationendrama), Luces de bohemia puede ser un ejemplo: las escenas de la buhardilla, de la tienda de Zaratustra, de la calle, de la buñolería, de la comisaría, de la redacción del periódico o del ministerio de la gobernación pueden ser intercambiables con otras que reflejen el ambiente de la bohemia madrileña con sus rasgos esperpénticos del Madrid brillante y miserable de principios de siglo. Obras dramáticas con un diálogo desvinculado totalmente de la situación: la charla inacabable, ininterrumpida y hasta ininterrumplible de la inglesa señora Smith en la primera escena de La cantante calva nada tiene que ver con el tema de la obra, que para mayor abundamiento, no tiene tema. Obras dramáticas cuyo diálogo es indiferente a la situación que crea: Esperando a Godot no dice nada en el diálogo, carece de tema, y la palabra es sólo testimonio de vacío o medida del tiempo escénico; el diálogo discurre sin tema propio y sólo recoge las repercusiones que produce la nostalgia del paso del tiempo presente que se aleja inexorablemente hacia el pasado. Esta serie queda abierta a otras muchas variantes que podrían añadirse y no es más que una muestra de la ductilidad del diálogo dramático.
EL PERSONAJE La narratología considera al personaje como una de las unidades fundamentales de la sintaxis del relato, junto con las funciones, el tiempo y el espacio. A su entidad sintáctica, se suma su valor semántico y sus relaciones pragmáticas, como es lógico, puesto que la determinación de las unidades sintácticas se hace necesariamente desde criterios semánticos, y éstos implican relaciones con otras unidades internas o externas a la obra. Respecto al personaje dramático podemos admitir, como punto de partida convencional para iniciar el análisis, la misma situación, y así podemos considerarlo como unidad del texto literario y del texto espectacular que será encarnado en la figura de un actor para la representación. El espectador tiene una noción previa de lo que es el personaje tomando como marco general de referencias la persona e interpreta lo que ve en el escenario en los límites físicos que le señala el actor. La noción de personaje cambia pragmáticamente por relación al horizonte de expectativas de una cultura y por relación a la competencia de los espectadores: el sentido que adquieren los personajes de una misma obra es diferente, en su ser intrínseco y en las relaciones que pueden establecer con otros, en las distintas lecturas, en las distintas interpretaciones. La puesta en escena de obras cuyos personajes no actúan como podía esperarse, porque se desprenden de los modelos vigentes hasta el momento, producen desconcierto en los espectadores. Y esto es lo que ocurre con muchas obras del teatro actual. En estos casos se espera de la crítica o de la teoría dramática que expliquen las obras y señalen nuevos marcos de referencia para que se supere el desconcierto. Pero la crítica, tan ideologizada en ocasiones como la misma creación literaria, oscila desde los que creen que no es necesario dar explicaciones a las obras que se salen del “sistema” porque su finalidad es precisamente ir contra el sistema y no dejarse clasificar y, por tanto, ser absorbidas por un nuevo
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sistema que amplíe el anterior, a los que creen que las nuevas obras son sencillamente la negación de algunos de los esquemas vigentes, y, por tanto, ya pertenecen al sistema, o bien los que creen que están en el secreto para entender las nuevas obras pero no las explican a los demás porque los creen burgueses y claramente incapacitados para entender. Y el desconcierto sigue y hasta se amplía. Vamos a recoger algunos datos históricos para fundamentar algunas explicaciones, no a las obras, sino a la nueva situación del personaje que relacionamos con cambios procedentes de la investigación social, psicológica y humana, en general. El teatro naturalista y el realista se consideró, en general, como teatro de personajes, porque solía organizar su trama en torno al personaje. Éste era, en muchos casos, la categoría más trabajada y su construcción se cuidaba minuciosamente en todos sus aspectos: el físico, cuyos datos solían ofrecerse con valor fisonómico; el moral, expresado en la conducta y en los juicios que se le atribuyen; el síquico, que daba la clave de las motivaciones de los demás aspectos, o, al revés, era una consecuencia de ellos. El dramaturgo utilizaba las descripciones de la apariencia del personaje, las interpretaciones de sus rasgos como índices de sus valores anímicos y de sus actitudes morales, que les daba carácter, y el conocimiento que decía tener de su interior, como medios para poner límites seguros y netos a sus creaciones, que, si estaban bien hechas, alcanzaban con facilidad “vida propia”. Y éste fue uno de los topoi más aceptados por la crítica realista. Autores, lectores, espectadores y críticos comparten este presupuesto, que les sirve de marco general para sus interpretaciones. Por otra parte, era también general a todos las idea de que el proceso de creación de esos personajes vivos era la mímesis: los personajes literarios son retratos, realizados en forma directa sobre individuos reales que por su fuerza interior se convierten en tipos de interés general (prototipos), o realizados indirectamente por superposición de varios individuos de los que se eliminan los caracteres particulares y se conservan los rasgos de valor más general (algo así como las fotografías superpuestas de Galton). La idea del proceso de creación y de los resultados está tan arraigada en este sentido, que forma parte de la definición que todavía hoy da el DRAE: “Personaje (2ª acepción): cada uno de los seres humanos, sobrenaturales o simbólicos, ideados por el escritor, y que como dotados de vida propia toman parte de la acción de una obra literaria”. Sin embargo, desde principios del siglo actual, y desde varios frentes se ha producido un verdadero “asalto a la personalidad” y al personaje y la euforia decimonónica respecto a las posibilidades de crear grandes personajes con vida propia, con perfiles ontológicos, morales y funcionales claros, parece que va decayendo, y una buena parte de la crítica anuncia la desaparición del personaje y otra buena parte hasta niega su existencia. Mukarovski resume esta situación precisamente: “Para la teoría del teatro, la situación es más interesante que antes, pero al mismo tiempo es también más complicada, pues si bien han desaparecido las viejas seguridades, las nuevas aún no existen”. Efectivamente, el sicoanálisis ha mostrado que el concepto de persona no es ni tan sencillo como se creía, y que la correspondencia entre rasgos físicos y el ser interior no se ve más que en la literatura, en algunas obras literarias. La parte consciente del hombre, es decir, aquella a la que quizá pueda acceder el análisis y el conocimiento, es una parte pequeña en el conjunto de la persona, mientras que el inconsciente, la mayor parte de la sigue, permanece desconocida no sólo para los demás sino también para el mismo sujeto: no es posible el conocimiento del hombre ni a través de sus manifestaciones exteriores, que no responden a motivaciones interiores y sí muchas veces causas sociales, ni es posible el conocimiento a través de la introspección. Los caminos abiertos al conocimiento de la sique son precisamente aquellos en los que la razón interviene menos o desaparece: el sueño, la intuición, el fantasma o sueño diurno, etc. Todos los movimientos culturales de este siglo acusan el peso de estas ideas sicoanalíticas y, por de pronto, se pierde el optimismo que implicaba el considerar posible el conocimiento del hombre en su totalidad, e incluso el pensar que mediante el contraste de varias experiencias de observadores diversos se podía llegar al conocimiento ontológico (perspectivismo). Los personajes se trazarán con gran cautela a partir de estos descubrimientos: el expresionismo los concibe como siluetas vacías de contenido, o los limita a uno de sus rasgos que considera esencial, de ahí la frecuencia de la caricatura en este movimiento. El drama diseña sombras, apariencias, contraluces, y les atribuye un rasgo o dos que los definan visualmente: una vieja es “báculo y manto”, “la madre aspa sus brazos”, el afilador se define por su rueda al hombro, y todos coinciden en su caracterización interior al ser movidos por la avaricia y la lujuria. El surrealismo pone en escena personajes distorsionados, cortados, compuestos de trozos, como Ubú: tiernos y déspotas, autoritarios pero cobardes, vanidosos y vacíos... muy alejados de aquellos caracteres de cuerpo entero que vivían en el drama realista y se salían de él para tomar autonomía extraliteraria. Por su parte, la filosofía del lenguaje empieza a aclarar algunos conceptos semánticos, que van a influir decisivamente en la creación literaria y en la manipulación lingüística del discurso. La idea del signo como la concurrencia de un significante y un significado, y la idea de que tanto el significante como el
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significado son entidades claras, delimitadas y presentes de modo idéntico en todos los usos de la lengua, es sustituida por la idea de la complejidad del significado, en el que se analizan aspectos que se van concretando en conceptos como referencia, denotación, intensión, connotación, imagen asociada, unidades mínimas de significación (semas), isotopías, recurrencias semánticas, etc. El signo no es una simple etiqueta que se opone a su referencia, porque los modos de relación de los términos con sus denotata son muy diversos y además se concretan únicamente en un contexto y en el uso. Cuando un autor juega con las diferentes posibilidades de relación y expresión semántica, el lector y la crítica pueden sentirse tan desconcertados como cuando se presentan personajes complejos, fragmentarios o absurdos. Hay quien piensa que el Teatro del Absurdo utiliza unos esquemas de relación nuevos con el único fin de desconcertar al público. J. Lemarchand en un prólogo que figura al frente de las Obras completas de lonesco, presentadas por Aguilar (1973), explica el placer que le produjo el comprobar el desconcierto del público a la salida del estreno de La cantante calva. El objetivo de esta obra era, según Lemarchand, “épater le bourgeois”, y efectivamente los burgueses que asistieron a la première salían asombrados de no haber visto a ninguna cantante calva y, por el contrario, de haber visto a un bombero, que no tenía nada que hacer desde su punto de vista de espectadores. Si La cantante calva fuese esto, después del estreno y corrida la voz, ¿en qué queda?: el acertijo, la sorpresa vale para una sola vez. Pero no es eso, o por lo menos no es solamente eso. Es una obra que cuestiona sobre el escenario, integrándolos en la misma anécdota, es decir, teatral no discursivamente, algunos de los recursos de los que el teatro anterior había abusado: las anagnórisis y los descubrimientos ante el público de relaciones entre personajes que están hablando y que conocen perfectamente lo que pasa o lo que ya ha pasado; las conversaciones frívolas sin ningún contenido que ni hacen avanzar la acción, ni caracterizan a los personajes y sólo consumen tiempo para llenar las dos horas de la representación; la caracterización del personaje mediante su nombre propio, etc. Así pueden interpretarse el diálogo de los Martin y la criadita Mary, que resulta ser Sherlock Holmes; la inacabable cháchara de la señora Smith sobre la comida inglesa; las referencias del señor Smith a los personajes que tienen el mismo nombre de Bob Watson. La cantante calva llama la atención como lo hace el teatro, mediante una anécdota (absurda, pero anécdota) sobre la capacidad del lenguaje como creador de referencias unívocas, sobre sus posibilidades de identificación denotativa, sobre sus relaciones con la realidad en su función representativa (el reloj que da más campanadas de las normales...). Tiene muchas posibles lecturas esta obra de lonesco, y quizá, entre ellas, pueda reconocérsele ésa de asustar a los burgueses, que, por otra parte, ya deben estar curados de espanto, si quedan. El teatro no utiliza hoy el lenguaje como lo utilizaba, no tiene seguridad en la construcción y presentación de sus unidades, duda de su capacidad para crear historias o caracteres. A veces da la sensación de que ha desaparecido el tema, de que no hay personajes de relieve, de que no hay más tiempo que el de la representación, ni más espacio que el escenario, y que toda la obra s como una masa amorfa. No es de extrañar, pues, que se discuta y se ponga en entredicho la existencia del personaje. Vamos a repasar las principales causas culturales que han desembocado en esta situación, y vamos a intentar un análisis del personaje desde una actitud semiótica, en el Texto Literario y en el Texto Espectacular, ya que la construcción del personaje se realiza mediante los dos textos. El diálogo define el personaje en su idiolecto, en su competencia cultural, en sus acciones morales, puesto que realiza acciones mediante la palabra, incluso en su funcionalidad en el drama al diseñar sus relaciones con los demás y su valor de sujeto, de objeto, de ayudante, etc., respecto a las funciones o situaciones de la obra. La lengua de las acotaciones ofrece datos sobre la apariencia física, el traje, los movimientos y distancias en el escenario, los gestos y la actitud corporal de todos los personajes. No resulta equivocado decir que todo en el drama gira en torno al personaje: todos lo dicen, lo hacen o lo sufren los personajes, a pesar de lo cual hoy se niega su existencia. Los ámbitos en los que se ha anunciado la desaparición del personaje en el drama moderno, son fundamentalmente tres: a) Teorías de orientación lingüística. b) Teorías sociológicas o ideologías sociales. c) Teorías sicoanalíticas. Es indudable que el personaje que aparece hoy en el teatro no se parece nada, o se parece muy poco, al personaje del drama realista; es indudable que las viejas seguridades han desaparecido y aún no han sido sustituidas por otras y, por tanto, no existe una teoría estable sobre el teatro, sobre sus unidades, sobre el personaje en concreto, sin embargo podemos adelantar, antes de pasar a la exposición de las diferentes teorías que lo niegan, que ha desaparecido un concepto de personaje, no el personaje, y está haciéndose otro concepto de personaje, que será más claro cuando en las creaciones dramáticas vayan afirmándose algunos de sus rasgos o de sus negaciones.
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LA DESAPARICIÓN DEL PERSONAJE: DECONSTRUCCIÓN DEL CONCEPTO F. Rastier realiza una sistemática deconstrucción del concepto de personaje como estructura mimética, es decir, como ser de ficción creado por copia directa o analógica de la realidad; como función dialéctica en relación de identidad ideológica con el autor y el lector del texto, es decir, como manifestación de las ideas del autor y del espectador que lo interpreta; y como unidad narrativa. La razón de esta negación de la entidad del personaje como concepto de una teoría literaria en todos los valores ontológicos, ideológicos y literarios, es que de él se han predicado todos los contenidos positivos y negativos que pueden referirse a la forma y a las funciones, a su unidad y a sus posibles relaciones que a lo largo de la historia de la teoría literaria se han ido construyendo sobre el personaje como punto de referencia Es posible que sea así, pero es seguro que no se ha predicado del mismo personaje y a la vez contenidos positivos y negativos. No se puede hablar de un “concepto” de personaje y tomarlo como sujeto de las predicaciones realizadas a los diferentes personajes de las obras dramáticas escritas en todos los tiempos y espacios. La diversidad de personajes, la enorme variedad de modos de entenderlo y de construirlo a lo largo de la historia del teatro, hace posible predicaciones muy dispares y hasta contradictorias. El personaje ha sido “el centro de batalla” de todas las dudas metodológicas en el estudio del teatro, y sin embargo es un concepto del que la teoría podría muy bien prescindir, puesto que no es más, asegura Rastier, que un arma ideológica con que la vieja crítica descalifica a la “nouvelle critique”. Y la argumentación para apoyar esta conclusión la realiza siguiendo los puntos que resumimos a continuación. El personaje no es más que el sujeto, objeto o circunstante de las acciones, y por tanto, no adquiere ningún relieve, no tiene ninguna importancia en un género como el teatro en el que lo decisivo es la acción; en la obra dramática no interesa “quién” o “a quién” se hace algo, sino lo que se hace. Sin embargo advertimos que, aparte de lo discutible que hoy resulta reducir el drama a la (el Teatro del Absurdo ha hecho dramas sin acción; Yerma es el drama de un carácter, no una secuencia de acciones...), si nos situamos en los presupuestos de Rastier, es evidente que bajo su tesis se trasluce la teoría de Propp y su polémica con Lévi-Strauss, sobre el valor y la importancia relativa de las funciones y de los personajes en el relato. Las funciones, que son abstracción de acciones, son el hilo conductor de la historia, o mejor, de la sintaxis literaria del relato y pueden reducirse a un verbo o a un nombre verbal: Agredir / Agresión / Viajar / Viaje, etc., que resume, ordenándolas en un esquema de acciones y reacciones, las fases del conflicto desde su planteamiento hasta su desenlace. Y hasta aquí es algo que admite hoy toda la crítica narratológica. Ahora bien, en consecuencia lógica, hay que admitir que la categoría gramatical “verbo” (y nombre verbal) implica necesariamente desde el enunciado (no sólo en sus variantes de uso “personales”), unos sujetos, objetos y circunstantes, de naturaleza personal (todos, o parte al menos), es decir, unos actuantes que en el discurso narrativo o en el dramático se convierten --mediante rasgos anecdóticos y situados en un espacio, un tiempo y unas relaciones-- en personajes. Por otra parte, no es un dogma que la estructura de una historia deba explicarse partiendo necesariamente de las acciones, pues puede clararse perfectamente tomando como punto de partida las relaciones que se establecen entre los personajes: Agresor / Agredido, Viajante, Seductor / Seducido, etc., y que implican una acción: agredir, viajar, seducir, etc. Creo que no son sólidas las objeciones de Rastier y han quedado rebatidas, pero aparte de la correspondencia paralela que se advierte (funciones-actuantes / acciones-personajes) y que exige misma actitud ante los dos tipos de unidades, lo que se ha discutido en la teoría de Propp no es la existencia del personaje, sino su relativa importancia respecto a la función. Y efectivamente puede plantearse de un modo problemático cuál de estas categorías es anterior, o cuál tiene más relieve en el relato o en el drama, pero de esa discusión no es lógico deducir la tesis de la desaparición del personaje. Tampoco parece lógico pensar que si la función es un concepto literario, que se alcanza por abstracción de las acciones del discurso, el concepto literario de actuante no se alcance paralelamente por abstracción de la unidad del discurso llamada personaje. La crítica tradicional puede utilizar el concepto de personaje como arma ideológica contra la nueva crítica, pero esto no demuestra en ningún caso que el personaje no exista, sino que se hace de él un mal uso y, en todo caso, habrá que precisar sus cambios en la creación literaria, si es que los hay, incluso sus cambios en la teoría literaria, si es que los hay. En las argumentaciones de Rastier se confunden niveles y unidades del texto con categorías estructurales y conceptos de la teoría literaria. El personaje es un concepto de la teoría literaria, como otras unidades, que se consideran categorías sintácticas, porque es identificable en el texto, a lo largo de todo el discurso, mediante criterios semánticos que lo definen y mediante criterios funcionales que lo delimitan por relación a la función y a los otros personajes, en una relación de actuantes: un determinado personaje del
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texto, presentado en su apariencia física, con un modo de actuar, con unas relaciones humanas personales, familiares, sociales, etc., desempeña unas funciones de sujeto de un verbo (función) o de objeto, o se suma a las funciones que tiene otro personaje (auxiliar), etc., y todo esto no se plantea de un modo directo e independiente para cada uno en el discurso, sino que se ofrece como un continuum que no se cerrará sino con el mismo texto. Tampoco resulta muy consistente otra objeción que Rastier opone a la existencia del personaje y a su validez como concepto de la teoría literaria. Según este autor no hay fundamento científico para mantener desde una perspectiva lingüística la diferencia entre acción y cualidad. La acción es la base para distinguir una función de otra; la cualidad, que sería la base para diferenciar a un personaje de otro, no es sustancialmente diferente de la acción, y, por tanto, la cualidad debe considerarse integrada en la misma acción. Este argumento, que podría tener cierta validez “semántica” (Amar / Ser amante) es insostenible desde un punto de vista gramatical. Acción y Cualidad dan lugar a dos categorías gramaticales bien diferenciadas, el Verbo y el Adjetivo, con una diferencia funcional clara: nuclear la del verbo y adyacente de un núcleo nominal el adjetivo. “Agresión” es la función que corresponde al verbo “agredir”, bien diferenciado de “Seducción” y de su verbo “seducir” y de cualquier otra función y su verbo correspondiente. Ahora bien, el sujeto de la Agresión es el actuante “Agresor” que puede presentar cualidades muy diversas al investirse de los rasgos individuantes que lo convierten en personaje: interior/exterior, ocasional/permanente, desconocido/conocido, etc.; mediante oposiciones textuales basadas en éstas o en otras cualidades, puede alterarse la estructura de una obra y pueden diferenciarse sus personajes de un modo semejante a lo que se consigue cambiando las funciones: si sustituimos “Agresión” por “Seducción”, la historia cambia radicalmente; pero si mantenemos la función “Agresión” y proponemos un “Agresor” con unas cualidades de personaje determinadas, la obra puede cambiar radicalmente al modificar esas cualidades y convertirse en un relato, en un drama que no tiene nada que ver con el primeramente propuesto. Valle-Inclán organiza Ligazón en torno a una función “Seducción” con un cuadro de personajes que dan lugar a los dos actuantes implicados en la función “Seductor / Seducida”. Los personajes son cinco, tres en el ámbito del Seductor y dos en el ámbito de la Seducida: un Bulto de manta y retaco y sus dos ayudantes, la Raposa y la Ventera // la Mozuela y su Ayudante, el Afilador. En el mismo esquema actancial que puede encontrarse en La Celestina: un Seductor, Calixto, con sus ayudantes, la Celestina, los criados // una Seducida, Melibea, en cuyo ámbito situamos a los padres. La función central de ambas obras y los actuantes son idénticos, y, sin embargo, la cualidad de los personajes hace completamente diversas a las dos obras. La Raposa y la Celestina tienen una misma funcionalidad, pero son muy distintas en su presentación (y no sólo por la extensión de la obra) y en su actuación; la Ventera y la madre de Melibea son opuestas funcionalmente y por sus cualidades: sería impensable que la madre de Melibea se incluyese en la órbita de los ayudantes de Calixto, por la época, por el sentido general de la obra en el marco de referencias morales, por los mismos principios estéticos que están muy alejados de los que seguirá Valle-Inclán en el expresionismo y el esperpento. El Actuante puede tener una relación de implicación respecto a la función, y en este sentido podríamos admitir que el personaje no existe en forma independiente, pero el Actuante no es unidad del discurso sino de la sintaxis de la obra, es una unidad de abstracción, igual que las funciones. Las cualidades que invisten al actuante en su manifestación discursiva como personaje pueden matizar su papel y dar originalidad a una obra. Y puestos a agotar argumentos, y desde una consideración pragmática, más completa que la estructuralista en que se sitúa Rastier y cuyo alcance inmanentista es conocido, podríamos aducir que el personaje es primero que el actuante. El personaje está directamente en el discurso, la lectura lo tiene inmediatamente en el texto, mientras que el actuante es una abstracción que realiza el crítico, el teórico de la literatura, semejante a la abstracción que realiza el lingüista para convertir el uso –parole-- en sistema –langue--, con la finalidad de encontrar uno y otro un “objeto científico” para sus investigaciones, más allá de las contingencias que dan diversidad a las obras dramáticas o a los relatos. Y dentro de una misma obra es precisamente la Cualidad, que Rastier considera dentro de la Acción, lo que permite a los personajes para una misma función (sincretismo), o permite que un mismo personaje realice dos funciones. La Ventera y la Raposa son personajes sincréticos respecto del papel de Ayudantes del Seductor, y lo que las diferencia es una cualidad: la Ventera es la madre de la Mozuela y cree que sus relaciones de dominio sobre ella le dan más posibilidades que a la Raposa. La estructura sintáctica de Ligazón está apoyada en la repetición de una misma función, hasta tres veces: Petición → Negativa (Sujetos: la Raposa, la Mozuela). Petición → Negativa (Sujetos: la Ventera, la Mozuela). Petición → Muerte (Sujetos: un Bulto, la Mozuela).
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Está claro que sería imposible una estructuración semejante, si no cambiase, precisamente en su cualidad, el Actuante que pide: la Raposa, la Ventera y el Bulto son los tres sincréticos en la función de Sujetos de Petición, pero se oponen por sus cualidades: actúa por delegación / actúa por su propio impulso; actúa por avaricia / actúa por lujuria; actúa sin autoridad / actúa con autoridad materna... LA DESAPARICIÓN DEL PERSONAJE COMO HÉROE A. Ubersfeld, Rossi Landi, Garroni y otros teóricos del drama no niegan totalmente la existencia del personaje, pero claman por su desacralización, porque según dicen, es un concepto que nos llega con una gran carga mistificadora por haberse apoyado en nociones hoy “superadas” como sustancia, alma, sujeto trascendente, etc. En Lire le théatre dice textualmente A. Ubersfeld: “Notemos que el rechazo angustiado a dejar la noción de personaje se apoya en el hecho de que se quiere conservar la idea de un sentido preexistente en el discurso dramático. Operación doblemente beneficiosa: se salva la intencionalidad de la obra literaria (en detrimento de la producción de sentido por el espectador) y de otra parte se preserva la “literatura dramática” del contagio de la representación: la autonomía, la preexistencia del personaje a la representación, son garantía de la autonomía de la “cosa literaria” respecto a lo que es degradación material y concreta, la producción teatral propiamente dicha, la representación. La preexistencia del personaje es uno de los medios de asegurar la preexistencia del sentido”. La argumentación se apoya en conceptos previos sobre la relación del texto literario y representación, del papel del autor y del espectador, de las posibilidades de crear sentido, etc., que ya hemos discutido en otros capítulos. La noción de personaje necesita una revisión y en este sentido A. Ubersfeld considera que la desacralización realizada por Rastier del concepto tradicional de personaje es una reflexión crítica pertinente y suficiente para demostrar que se trataba de un metadiscurso sin más apoyo que el propio concepto de que se partía. Sin embargo, A. Ubersfeld no admite las conclusiones a que llega Rastier porque: a) Por encima de las variaciones de función y de calificación, por encima del rol actancial, hay algo que permanece: es el actor, la existencia de una unidad física, el cuerpo del actor. b) Rastier considera el personaje como “mera ilusión referencial”, pero hay que reconocer que en el teatro el actor es precisamente el referente construido por el texto. El actor es la mímesis del personaje-texto. c) El personaje-texto unifica los signos discontinuos que el texto ofrece y el personaje-actor los presenta en simultaneidad en el escenario. El concepto de personaje es una noción necesaria para la semiología literaria, pero no se puede caer al definirlo, en metafísicas que no proporcionan conocimientos científicos al considerarlo como una sustancia (persona, alma, carácter, individuo único, etc.); su apoyo debe tomarse en la noción de actor como entidad física (lugar) donde concurren diversas estructuras. El personaje, sigue A. Ubersfeld, no debe confundirse con el discurso sicologizante o sicoanalizante que se ha construido sobre él, y tampoco con la noción de persona propia de una determinada actitud realista ante el arte. Estos tipos de discurso y de actitud tienden a dar al personaje una entidad no literaria, sino extraliteraria, y lo convierten en un ser no ficcional, sino real. Según Ubersfeld este peligroso aislamiento del personaje se generalizó con el método Stanislavski que aconseja al actor reconstruir, sobre el texto, toda la vida del personaje dándole una dimensión totalmente humana en su trayectoria vital. Sin embargo, creo que es anterior a la práctica teatral del realismo sicológico de la escuela de representación de Stanislavski y más bien está en relación el concepto “realista” del personaje con una tradición de origen aristotélico que concibe la creación literaria como un proceso de mímesis directa o analógica. Ubersfeld afirma que la noción de personaje que predominó en los días felices del teatro realista ha sido desmantelada hoy. Se ha desacralizado un concepto de personaje que no era más que el producto de un mito burgués sobre la persona absoluta. Conviene distinguir, sin embargo --y tenerlos presentes--, dos niveles: uno es el del personaje como unidad textual (del texto literario o del espectacular) y otro es el concepto de personaje que proponen las diferentes teorías de la literatura. El personaje que ofrecen en sus textos las obras realistas tienen una génesis que se apoya en el concepto de persona dominante en la cultura del siglo XIX. El personaje que hoy ofrecen los textos dramáticos está construido por autores y representado por actores que conocen las ideas que actualmente son válidas en nuestra cultura, tanto sobre el arte, como sobre la persona y el personaje. En los argumentos que sigue A. Ubersfeld se interfieren continuamente esos dos niveles y habla de la noción de personaje (concepto teórico de la crítica y teoría literarias) y de la unidad textual personaje (dato de la creación literaria) como de una misma cosa. Es un hecho que el personaje aparece con una determinada presentación y unas competencias actanciales en el teatro del siglo XIX y con otras muy
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diversas en las obras de teatro del siglo XX. En consecuencia la teoría literaria interpreta de modo muy diverso el ser y la función de esos personajes y propone unos conceptos también diversos. Me parece absurdo extrapolar el concepto de personaje válido para interpretar la estructura sintáctica o semántica y, sobre todo, la pragmática, de las obras realistas y sus unidades, y descalificar las posibilidades de interpretación basadas en otro concepto del personaje derivado o apoyado en nuevas formas de creación. Por tanto, en esta línea “social”, que oscila entre la descalificación de la crítica tradicional por apoyarse en conceptos hoy superados (pero no antes) y la necesidad de reconocer la existencia de conceptos nuevos que expliquen las nuevas obras, hay que situar los criterios culturalmente válidos para dar ese paso; por ejemplo, la tendencia a sustituir el personaje-masa, o mejor, el cambio de protagonista héroe por el de protagonista innominado. El hombre indiferenciado en una clase social, gris, que no destaca en el conjunto social en el que se integra, que se siente ultrajado, fracasado en la sociedad pasa a ocupar el primer plano literario sustituyendo al héroe que se identificaba con los ideales y valores de la sociedad y que los defendía en acciones grandiosas. La tendencia tiene su origen en los grandes novelistas rusos como Gogol (El capote, cuya estructura descubre magistralmente B. Eichenbaum en Cómo está hecho “El capote” de Gogol), Dostoievski (Humillados y ofendidos, Crimen y castigo, cuyos personajes interpreta magistralmente Bachtine como voces de un conjunto en La poétique de Dostoievski). Estos novelistas eligen como tema de sus relatos la historia de personajes anodinos, y al cambiar la cualidad de sus protagonistas --aunque en parte planteen los mismos conflictos que otras novelas-- alteran sustancialmente las historias. En el teatro se generaliza también esta tendencia y quizá la obra de mayor relieve en esa dirección sea La muerte de un viajante, de Arthur Miller. Willie Loman el protagonista, se debate continuamente entre problemas menudos, entre conflictos de la vida diaria por la subsistencia, con miserias de corto alcance, pero sus penurias sentimentales y económicas adquieren una inusitada grandeza al prolongarse en sus hijos. Los héroes clásicos, liberados de las preocupaciones diarias y sin las ataduras de responsabilidad inmediata que sus acciones puedan tener en el vivir de sus familias, están muy alejados de estos antihéroes apresados en la vida de cada día. El hecho es que la nueva visión descubre facetas innumerables en su miseria y, con frecuencia y, no sin sorpresa para el teórico de la literatura, se relacionan con temas fundamentales para el hombre en general, como el de la libertad, la incomunicación, la trascendencia de la vida, la felicidad..., es decir, igual que en la tragedia griega. Rinoceronte, o Los días felices, o Esperando a Godot... pueden demostrarlo. La teoría literaria sociológica niega con frecuencia a los protagonistas de estos dramas el status de personaje porque carecen de iniciativa, porque son meros sujetos pasivos a los que les ocurren cosas, sin que las busquen y sin que las resuelvan. Parece que han dejado de ser personajes para convertirse en sujetos alienados que forman parte de una masa en la que no son más que un número indiferenciado en el conjunto. No obstante, resulta sugerente, aunque no voy a desarrollar la idea, el pensar si aquellos héroes protagonistas no eran también personajes alienados por la idea de gloria, de honor, de conocimiento, etc. Un Edipo que pretende conocer las causas del destino para justificar la injusticia que le afecta, ¿no resulta un hombre alienado por las posibilidades del conocimiento, por el mito de la razón? Y una Nora que pretende cambiar su casa de muñecas y el sentido lúdico de la vida que le obligan a seguir en los presupuestos de la sociedad europea, ¿no está alienada por el optimismo ante el valor de la conducta? Los personajes del teatro son ideas que muestran, en una pretendida realidad creada, su viabilidad. Lo que advierte, sin duda alguna, la teoría literaria actual es que el héroe ha sido despojado de sus atributos tradicionales y se ha convertido en antihéroe. Pero esto no significa que haya desaparecido el personaje, simplemente ha cambiado su presentación. El teatro que en el nacimiento de la tragedia dio el paso de lo general (los fenómenos naturales, los ritos sociales, el eterno retorno, la lucha entre el instinto y la razón, etc.) a lo individual que sufre un hombre en unas circunstancias (Edipo, rey de Tebas, en una sociedad con unas creencias y unas ideas...), ha dado en el siglo XX --y debido a la revolución social y a los análisis sicológicos-- otro paso que consiste fundamentalmente en situar en un primer plano al hombre-masa cuya tragedia no está perfilada por grandes hechos, por grandes desgracias, sino por un vivir sin conceptos metafísicos. TEORÍAS SICOANALITICAS SOBRE EL PERSONAJE Por último hay una tendencia contra el personaje, o más bien contra el concepto de personaje, que procede de las investigaciones sicoanalíticas. El argumento más general que utilizan es que no puede mantenerse la noción del personaje después de que la sicología ha desmantelado las nociones de “yo” y de “persona”. Freud y Jung han señalado la existencia de ámbitos desconocidos del inconsciente humano, a los que habían accedido de un modo intuitivo algunos grandes escritores como Sófocles, Shakespeare, Poe o Dostoievski. Las obras de estos grandes autores sirven de instrumento y materia a las investigaciones
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sicoanalíticas, que van desvelando algunos de los estados y facultades no racionales del hombre: el sueño, el fantasma o sueño diurno, etc. El teatro se hace eco de teorías y conceptos procedentes del sicoanálisis y al construir las tramas de las obras o al diseñar los personajes actúa con una cautela que se aleja mucho del optimismo realista. Por su parte, la teoría literaria adopta nuevas actitudes interpretativas respecto a los temas, personajes y al mismo teatro como fenómeno humano que resulta ser una constante en la mayor parte de las culturas. La teoría sicoanalítica ha identificado el inconsciente con el escenario donde se producen los más radicales enfrentamientos entre las pasiones y donde se plantean dramáticamente los problemas de conducta, de conocimiento, de relación, etc., en el hombre y en la familia, que es la unidad dramática por excelencia. El personaje dramático, que tiene como marco de referencia pragmática las ideas y conocimientos sobre la persona humana, sufre el cambio profundo que ha experimentado el concepto de persona en el presente siglo: la sicología conductista, el existencialismo, el sicoanálisis han ido desmantelando la pretendida “unidad” de la persona que sirvió de esquema a los autores realistas. Los conflictos entre las diferentes capas de la sique, la tensión entre el consciente y el inconsciente, la discordancia entre la conducta externa y los motivos internos de la libido, la posibilidad de conoce a otros e incluso de conocerse a sí mismo, son los temas que con frecuencia dramatiza el teatro actual. Pirandello propone como tema trágico la consciencia de la propia falta de unidad interior y hace una figuración acertada de este problema en algunas de sus obras. El YO ha dejado de ser una entidad segura y estable y se siente más bien como un continuo fluir que se detiene sólo artificialmente cuando otros fijan una imagen concreta por su visión en un momento determinado. Así un personaje que tiene muchos aspectos y que puede presentar ante los demás su personalidad y su comportamiento como buen marido, padre atento, buen ciudadano, amigo generoso, persona liberal, etc., resulta ser un lujurioso para quien lo ha conocido en un momento de debilidad. Es el caso del Padre de Seis personajes en busca de autor: la hijastra, que lo ha conocido en esa circunstancia, retiene como fotografía fija lo que no es más que un momento en el devenir de la personalidad compleja y rica de su padrastro. El Padre plantea su queja en estos términos: “El drama para mí estriba en la conciencia que tengo de que todos nos creemos “uno”, pero no es verdad, sino que somos “muchos” según todas las posibilidades de ser que hay en nosotros: "uno" con éste, “uno" con aquél... ¡muy diferentes! Y mientras tanto, vivimos con la ilusión de ser siempre "uno para todos", y siempre "este uno", en todas nuestras acciones. ¡No es verdad! Nos damos cuenta de ello cuando en algunos de nuestros actos [...] nos encontramos de pronto como enganchados y suspendidos en la picota, por toda la existencia, corno si ésta estuviera concentrada en aquel acto. ¿Comprende usted ahora la perfidia de esta muchacha? Me ha sorprendido en un lugar [...] en un momento vergonzoso de mi vida!”. No estamos ante las exigencias del conductismo que niega al creador la situación de privilegio de una omnisciencia sicológica, qu permitía describir el interior como si s tratase del exterior observable. La superación o abandono de ese privilegio realista da lugar a formas de creación y de figuración en la nueva novela, y afecta muy particularmente a la presentación del personaje. La experimentación sobre formas de expresión en el relato desde la nueva perspectiva del narradorobservador impide la descripción objetiva como signo que permite el acceso al interior. Es preciso acudir a modos de expresión verosímiles para conocer el interior y no pueden ser otros que el testimonio hablado, o pensado, del mismo sujeto, de ahí el amplio desarrollo de la corriente de conciencia y del monólogo interior. El teatro no puede acudir a estos recursos para presentar al personaje desde adentro, porque los monólogos, al menos los monólogos largos, quedan excluidos de los recursos dramáticos. Para comprender cómo han construido sus personajes O'Neill, Pirandello, lonesco, etc., hay que buscar razones que se sitúan más allá de algunos principios estéticos que se han aducido para explicarlos. El teatro de estos autores propone personajes que no se conocen a sí mismos, que descubren su ser al actuar, por tanto, a la vez que el lector o espectador, que siguen una línea de conducta a veces incoherente. Para lograr la figuración adecuada se acude a los sueños, al doble escenario (realidad-pensamiento), se usan máscaras que muestran las distintas facetas de una personalidad... En Así es, si así os parece, la señora Ponza, sobre cuya personalidad y ser se discute, al ser interrogada directamente sobre su verdadera personalidad, “pero usted sabrá, señora, quién es realmente usted, si una u otra”, responde: “no, señor, para mí yo soy la que se cree que soy”. Ni el YO tiene acceso incuestionable a su propio ser, y ésta es la tragedia del hombre de hoy. Pero ¿supone esto la desaparición del personaje o simplemente indica el cambio de una determinada noción del personaje? Parece que lo que ha sido superado es una concepción monolítica del personaje, que mostraba una correspondencia total entre su exterior y su interior, que era claro en todas sus dimensiones. No ha desaparecido el YO en su valor de concepto lingüístico (“persona que está hablando”),
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sino como índice ingenuo de una seguridad referencial en todos los aspectos que pueden predicarse de un sujeto humano. O’Neill parece partir de los mismos supuestos y en su teatro propone personajes difíciles y contradictorios. Los conflictos trágicos se muestran en simultaneidad en el interior del personaje por enfrentamiento entre sus sentimientos o su discurso, es decir, entre partes de su propia personalidad, y para dar ficcionalidad adecuada a este tipo de conflictos intrapersonales, O'Neill ha utilizado con gran eficacia la máscara; en 1924 al estrenar El gran Dios Brown, hace que su protagonista utilice máscaras diferentes, según el interlocutor, y termina utilizándolas cuando está solo y hasta cuando duerme, porque acaba identificándose con ellas. Freud había explicado que las inhibiciones humanas llegan a afectar incluso al sueño donde se producen asociaciones o transposiciones de imágenes para hacerlas presentables a la propia conciencia. La disociación de personalidad en varias facetas y su presentación calidoscópica en el teatro por medio de recursos variados en el escenario, puede aparecer también en la palabra, como ocurre en Bodas de sangre: la Novia insiste en que su conducta interior no es la que ha seguido exteriormente, ella no quería marchar con Leonardo, y da a entender que en su persona existen dos voluntades. En general podemos concluir que el personaje se multiplica y se complica en el discurso dramático como una imagen en una galería de espejos, pero no admitimos que haya perdido su existencia, ni en su unidad funcional (Actuante), ni en su representación (Actor), ni en su ser como unidad lingüística (Nombre propio) que se hace centro de predicaciones y de referencias a lo largo de todo el texto. Y lo mismo da decir que es un lugar atravesado por referencias constantes, que decir que se trata de un Nombre Propio que es centro de las referencias, como una especie de folio en blanco al principio de la obra que se va llenando con el actuar o las relaciones de la historia dramática que nos presenta el Texto Literario y el Texto Espectacular. Vamos a pasar a su consideración semiológica una vez que hemos repasado el concepto que la crítica tradicional y la nueva crítica han propuesto para esa realidad del texto y de la representación a la que denominamos “personaje”. CONCEPTO SEMIÓTICO DEL PERSONAJE La teoría literaria semiológica busca una noción de personaje que sea exclusivamente literaria y textual, evitando el apoyo de referencias externas al texto, las llamadas ilusiones referenciales. Pero tiene en cuenta que a través de los sistemas de signos que crean el lenguaje dramático, los signos lingüísticos y los no-verbales del Texto Espectacular y de la escena, todo el significado de una obra se encuadra en un marco de interpretación que excede los límites del Texto Literario. Si se nos ofrece un nombre, Hamlet, y se nos dice que es príncipe de Dinamarca, el lector lo sitúa en un marco geográfico, del que nunca puede dar cuenta completa la escenografía, y lo relaciona con una institución, la monarquía, que tiene una realidad extraliteraria; y si lo vemos vestido con medias caídas y con desaliño en general, interpretamos “desidia, desinterés, pasotismo” en el marco de las relaciones, que sigue siendo válido en el teatro, aunque quizá no tanto fuera de él en nuestro tiempo, entre la persona y su vestimenta. El personaje, desde un punto de vista sémico tiene, como todas las unidades literarias, un sentido (valor semántico), una función (relaciones sintácticas) y un marco de relaciones (pragmática), que se concretan en el texto (literario y espectacular / lectura y representación) con las presuposiciones y el marco de referencias necesario. El texto literario describe al personaje por su “etiqueta semántica”, por la apariencia, por la acción, por el ser interior (si se reconoce el acceso a él por la omnisciencia del autor o porque se consideran signos externos en relación con el ser interno), por lo que los demás personajes dicen de él, por todo lo que de un modo directo --en el diálogo y en las acotaciones-- o de un modo indirecto se predica de él. Como unidad sintáctica, el personaje tiene dos dimensiones bien diferenciadas, una de tipo sintagmático (sus posibilidades de combinación en el discurso) y otra de tipo funcional (sus posibilidades de relación con las funciones del texto). Sintagmáticamente el personaje se organiza en relación de oposición, sincretismo o recurrencia con otras unidades de su mismo paradigma (personajes) en un conjunto que da y adquiere sentido en el drama; funcionalmente interviene como sujeto, objeto o circunstante en las funciones. Hay que tener en cuenta que el drama no siempre es, como suele serlo el relato, un proceso de acciones, ya que puede presentarse como un proceso de conocimiento, en cuyo caso suele traer a primer plano al sujeto de ese conocimiento, como ocurre en Edipo rey, por ejemplo, o es una situación de enfrentamiento que se desenvuelve mediante tensiones entre dos o más personajes, como ocurre en Antígona, por ejemplo, o es un conflicto entre el pasado y el presente, como en algunos dramas de Ibsen, o es un problema de personalidad, como suelen ser los dramas de Pirandello... [...] Si no admitiésemos la existencia del personaje y lo limitásemos a su dimensión funcional, es decir, a Actuante (Sujeto, Objeto o Circunstante), las categorías de tiempo y espacio no tendrían ninguna pertinencia
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en el texto que, libre de la anécdota, pasaría a ser un esquema de acción, un modelo de relaciones, pero no una obra literaria. En la segunda mitad del siglo XVII señaló Locke con precisión la diferencia entre la especulación filosófica, que actúa con ideas abstractas, y la creación literaria que desarrolla anécdotas de personajes individualizados al situarlos en un tiempo y en un espacio concretos. Los Actuantes, como las Funciones, son el resultado de un proceso de abstracción y la variedad de discursos sobre un mismo esquema teórico es posible gracias a que los Actuantes se convierten en unidades de descripción, y las Funciones se convierten en acciones que se matizan tanto como pueda el autor y permita el texto. El Teatro del Absurdo ha experimentado con las posibilidades de caracterización lingüística de los personajes y también con algunos otros aspectos y la conclusión a que se llega resulta un tanto sorprendente: el personaje puede prescindir casi por completo de su funcionalidad, pero no puede abandonar su dimensión corno unidad de descripción, porque se perderían las oposiciones del ser y del parecer, es decir, de su ser interior y de su figura externa. Por ejemplo, Berenguer, el protagonista de Rinoceronte, no es sujeto de acciones, es sólo sujeto de incomunicación. Participa en el texto como sujeto de relaciones: de amistad (Juan), de amor (Daisy), de trabajo (jefes y compañeros); realiza algunas acciones no funcionales, se sienta en una terraza, ve pasar al primer rinoceronte, y a medida que el drama avanza pasa a ser sujeto de la única acción funcional, que es un acto de voluntad: Berenguer quiere seguir siendo hombre, quiere conservar su lenguaje, a pesar de que se verá abocado a la incomunicación, porque todos los demás son rinoceronte y sólo barritan, no hablan. Berenguer no es funcionalmente el Sujeto de una Agresión, de un Contrato, de un Viaje; no se describe su físico, ni se predican de él cualidades interiores, Berenguer es un espectador de lo que pasa, pero es un personaje que tiene voluntad de seguir siendo hombre. La unidad de sentido se apoya en la capacidad denotativa del nombre propio es puesta en duda por lonesco en otra de sus obras, Jacobo o la sumisión, en la que experimenta hasta dónde es posible llegar con la atribución de valores referenciales por medio del nombre propio. Irónicamente la obra lleva el subtítulo de Comedia naturalista, y presenta una lista de diez Dramatis personae, seis de una familia y cuatro de otra, la del novio y la de la novia, respectivamente. Las seis de la primera familia son Jacobo / Jacoba, su hermana / Jacobo, padre / Jacobo, madre / Jacobo, abuelo / Jacobo, abuela. El nombre único para todos no puede cumplir su función denotativa como unidad de las referencias que el texto vaya dando, ya que ni siquiera cambia de género (a no ser la hermana, debido a la igualdad de relaciones con padres y abuelos, que impediría distinguirla del hermano). El nombre pasa a actuar como apellido de familia frente al de la novia y sus padres, y el nombre de parentesco asume las funciones denotativas respecto a cada uno de los miembros de la misma familia: hermana, padre, abuelo, abuela, para establecer las oposiciones referenciales entre ellos. Por otra parte las referencias familiares o las personales dentro de los miembros de la misma familia quedan siempre claras en los diálogos y suplen la capacidad denotativa de los nombres propios, por ejemplo, una frase como “no disgustes a nuestros padres...” sólo puede decirla la hermana de Jacobo. Los diálogos pueden permitir al espectador la identificación de todos los personajes a través del actor que los pronuncia, aun en el supuesto teórico (en la práctica es imposible, por la diferente entidad física) de que los actores fuesen idénticos. El teatro naturalista había abusado de la capacidad de identificación referencial de los diálogos, y lonesco lo demuestra en una escena de La cantante calva en la que el señor y la señora Martin se reconocen como marido y mujer porque, según van explicando los dos, coinciden en muchas cosas: han salido a la vez, desde el mismo origen, en el mismo tren, han llegado al mismo sitio, están en la misma habitación y ambos tienen una hija con un ojo rojo y uno blanco. Los indicios verbales no pueden estar más claros y, por supuesto, del conocimiento real no se habla, no se tiene en cuenta: todo es perfectamente lógico en los argumentos pro- puestos, y simultáneamente todo es perfectamente absurdo al contrastar niveles de habla y de conocimiento. Los personajes han comunicado a los espectadores su propia seguridad a través del lenguaje escénico y todo está conseguido hasta que la criada, Mary, sale a explicar que ella no es Mary sino Sherlock Holmes y que esa hija que los Martin creen tener en común no es la misma, porque la de uno tiene rojo el ojo izquierdo y la del otro el derecho. Ionesco ironiza sobre la capacidad de referencia y de identificación de los diálogos dramáticos y sobre lo absurdas que resultan esas conversaciones que mantienen en la escena cerrada algunos personajes para informar a unos espectadores –que convencionalmente no existen-- de circunstancias y de historias que los personajes ya conocen. Por eso resulta muy adecuada la interpelación al público que realiza Mary para explicar directamente lo que antes, en el diálogo cerrado, había quedado equivocado. Por medio del nombre de las dramatis personae, con limitaciones que se manifiestan en diferentes formas, y por medio de los diálogos que dibujan por medio de calificaciones y actuaciones a los personajes, también con limitaciones respecto a la veracidad y verosimilitud, el texto dramático crea un universo ficcional
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de tipo literario, es decir, crea unos personajes, con caracteres físicos y morales individualizados, y los sitúa en tiempos y espacios concretos para que vivan una historia de acciones, enfrentamientos, conocimiento, etc. Greimas en un conocido artículo “Actants, Acteurs, Rôles” (en Sémiotique narrative et textuelle, 1973) ha propuesto un esquema de relaciones actanciales que se basa en la estructura sintáctica de la frase y que comprende seis clases de actuantes: Destinador
Destinatario Sujeto Objeto
Ayudante
Oponente
Una vez diferenciados los conceptos de Actuante, Actor, Rol y Papel, el Actuante sería una categoría abstracta que, respecto al personaje, estaría en la misma relación que la Función respecto a la acción. En la mayor parte de las obras dramáticas pueden reconocerse los cuatro conceptos y los seis actuantes que, revestidos de una significación concreta y unas relaciones determinadas, se convierten en personajes; éstos se encarnarán en actores, que desempeñarán un determinado papel. El personaje, en este esquema semiótico, no puede confundirse con las otras unidades: ni con el actuante, por lo que ya hemos dicho, y esto a pesar de que su papel sea actancial, porque el actuante es una entidad abstracta y un elemento de la estructura sintáctica, mientras que el personaje es un conjunto de rasgos bajo la unidad que les da un hombre, y es una unidad del discurso; ni con el actor, ya que varios personajes pueden ser representados por un solo actor, y al revés un solo personaje puede ser representado, en varios momentos de su historia, por varios actores. El actor resulta ser una unidad básica de la representación, y frente al actuante y al personaje, no es unidad del texto literario, ni del espectacular, sino sólo de la representación. Grotowski se pregunta si puede existir un teatro sin actores: “conozco algún caso, por ejemplo, el teatro de marionetas, pero incluso aquí hay un actor detrás del escenario, de una u otra forma, que presta su voz, aunque no su cuerpo”. También A. Ubersfeld afirma que en el teatro son irremplazables tanto el cuerpo como la voz humana. Efectivamente, el actor es una unidad básica de la representación, como el personaje es unidad básica de texto y el actuante es unidad básica de la sintaxis profunda de la obra. Y los intentos de negar al personaje han desembocado siempre en identificarlo con el actor o con el actuante. Sin embargo nos parece que su distinción es posible, aparte de que pertenecen a niveles del texto y de la representación perfectamente diferenciables. La semiología deja a un lado el aspecto sicológico y metafísico del personaje, incluso puede dejar su aspecto físico: no es necesario considerar a un ente literario como un tipo sicológico, darle una trascendencia, ni siquiera hay por qué inventarle una vida extratextual. El personaje literario es sencillamente una unidad sémica, y como tal tiene una forma, un sentido, una función y una interpretación en la obra literaria. El personaje es a la vez icono (tiene rasgos de modelos reales humanos) e índice (es testimonio de clase social, de tipo sicológico), es significante en su forma y significado en su sentido, es símbolo y metáfora; es decir, es todo lo que puede ser una unidad semiótica y realiza todo lo que puede hacer un proceso semiótico. Si para considerar signo a una determinada entidad deben tenerse en cuenta tres aspectos: a) su forma y su referencia; b) su valor paradigmático, es decir, su posibilidad de entrar en serie con otras unidades con las que tenga rasgos comunes y rasgos de oposición, y c) su valor sintagmático, es decir, su posibilidad de combinación con otros elementos del discurso, podemos afirmar la entidad sémica del personaje porque efectivamente tiene un sentido (es un Vengador, un ser con voluntad, con conocimientos, etc.), forma serie con otros (Vengador / Vengado, Agresor / Agredido, etc.) con los que es sustituible para expresar variantes, y puede combinarse con otros. Y a esto tenemos que añadir que el personaje tiene una dimensión pragmática que lo pone en relación con su creador, con sus intérpretes, con los sistemas culturales en los que adquiere sentido en las diferentes interpretaciones que se hagan de su ser y de su figura. Bachtine ha señalado que un personaje novelesco, un personaje de Dostoievski, cobra sentido y se convierte en una unidad artística si su vida queda englobada en la visión de otro, el autor. En la novela es
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posible matizar y manipular las relaciones entre el autor (o su representación en el texto, el narrador) y el personaje, porque los dos pueden dejar oír su voz. En el drama cambia la situación porque el personaje deja oír directamente su voz, pero, como afirma Veltruski --y hemos puesto de manifiesto en el estudio del diálogo--, esa voz forma parte del conjunto de voces orquestadas bajo una sola dirección, el autor. Por último queremos destacar que el personaje dramático puede funcionar dentro del texto con más o menos originalidad, más o menos fuerza, con voz más o menos autoritaria, según lo haya creado el autor, según su manifestación en el texto y según la interpretación que de él hagan los lectores o espectadores. Su dimensión pragmática justifica las variantes de relación y de sentido en que pueda situarse, como todas las unidades sémicas, para su interpretación en el conjunto de la obra. Hay un aspecto que tiene el personaje, pero que comparte con todos los signos del escenario, a pesar de su convencionalidad humana, y es que puede ser utilizado como objeto de la representación; por ejemplo, así aparecen los bebedores que acompañan al héroe en una taberna, o los soldados que hacen la escolta del general, los figurantes de las escenas de género en el drama romántico, con un valor como el que puede atribuírselas a los muebles de estilo o a los ropajes de época. Decorado y personajes se presentan generalmente como signos convergentes y pueden responder a las mismas normas semiológicas.
María del Carmen Bobes: Semiología de la obra dramática, Taurus Ediciones, Madrid, 1987, pp. 115-159, 191-215.
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ODETTE ASLAN LAS TENDENCIAS ACTUALES Mi propósito no es estudiar detalladamente la evolución del teatro al término de la Segunda Guerra Mundial. la razón es simple: no se manifestó ninguna escuela de interpretación nueva, y se siguió interpretando a Anouilh, Montherlant o Roussin con las fórmulas tradicionales. El único “tono” que se podría mencionar sería el humor del cabaret literario “La Rose Rouge”. Así pues, como ya he dejado dicho en el prefacio, en lo concerniente a las tendencias actuales únicamente prestaré atención a algunos ejemplos significativos para el actor, sin establecer en ningún momento una lista exhaustiva de los animadores o de los espectáculos. En Francia el actor ha continuado trabajando según el método tradicional, aun cuando no pensara dedicarse a interpretar el repertorio clásico. Hasta un período relativamente reciente no existía ningún otro modo coherente de formación, y las escuelas privadas no han hecho nunca más que continuar la enseñanza oficial, ya que por lo general están regidas por antiguos alumnos del Conservatorio o por actores de la Comedia. Las clases de Henri Rollan en el Centro de arte dramático de la rue Blanche eran idénticas a las que impartía en el Conservatorio. Los profesores Julien Bertheau y Robert Manuel son actores clásicos. Béatrix Dussane ha formado a comediantes tales como Sophie Desmarets, Denise Gence, María Casares, Jean Piat, Claude Winter. Un actor de cine como Jean-Paul Belmondo considera que esta enseñanza tradicional constituye una base indispensable. René Simon tenía el don de encontrar el papel que le iba mejor a cada uno (y la noción de papel ha seguido y sigue siendo importante para los productores de teatro y de cine); por su escuela pasaron numerosos comediantes: María Casares, Renée Faure, Jean-Louis Trintignant, Robert Hirsch, Jacqueline Maillan, Pierre Mondy, Sacha Pitoëff. En cambio, Jean-Louis Barrault o Jean Vilar habían asistido a la Escuela Dullin, y Jean Dasté a la Escuela del Vieux-Colombier, donde como hemos visto se prestaba más atención a la improvisación y a la comprensión de las técnicas corporales. Georges Le Roy hizo trabajar en el Conservatorio a Marie Bell o Madeleine Renaud, pero también tuvo en su clase a Gérard Philipe. los alumnos solían frecuentar las clases de cuatro o cinco profesores distintos, la que hace difícil establecer si alguno de ellos ejerció una mayor influencia sobre su modo de interpretar. Delphine Seyrig, por ejemplo, estudió con Pierre Bertin, Roger Blin, Tania Balachova y lee Strasberg, mezclando así la formación tradicional, la influencia de Artaud, el Sistema de Stanislavsky y el psicoanálisis. EL NUEVO TEATRO La dramaturgia de los años 1950-1960 ofreció a los comediantes un determinado número de trampas. Ionesco, que detestaba los convencionalismos, los “latiguillos” del antiguo teatro, se opuso a ellos mediante la creación de un antiteatro. Sus piezas plantean problemas análogos a las del período dadaístasurrealista: sin acción, sin personajes precisos, palabras inventadas o frases triviales que se repiten, réplicas que no encuentran respuesta, una cronología abolida, gestos que se hacen a contrarío. Cuando se puso en escena por vez primera La cantante calva, no sabía qué tipo de actuación aconsejar a los actores que debían interpretar la pieza. Pensaba en un estilo a lo Marx Brothers, que forzase los efectos como se hace en el circo. Pero esto no reflejaba nada. Nicolas Bataille hizo interpretar la obra seriamente, como un drama. En el teatro de Beckett el hombre casi no puede caminar, ni alcanzar un objeto, ni verlo siquiera. El actor restringe la exteriorización, se limita a los gestos mínimos. Por no tener, Krapp, el protagonista de La última cinta, no tiene ningún compañero: sólo puede dialogar con una cinta magnética. Por último, el humor irlandés de Beckett se traduce en réplicas ridículas que desconciertan definitivamente al actor francés. Los personajes de Mrozek están hechos de casuística pura, de raciocinio perverso. Son un mecanismo lógico forzado hasta el absurdo. El actor debe ser sólo un signo, un símbolo, una metáfora. En Strip-tease, los dos personajes son sosias y no hay el menor crescendo dramático. Con todo, el actor debe ser consciente de que las piezas de Mrozek están sometidas a varios niveles de comprensión, y de que no tiene que conformarse con interpretar el nivel aparente. Pinter esconde las ideas bajo silencios (el estudio de las pausas y de los puntos suspensivos de El montacargas fue objeto de un ensayo completo en casa de Peter Hall) o bajo un flujo de palabras que recubren los pensamientos auténticos. El lenguaje se convierte en una barrera para la comunicación, los personajes se traicionan con algo más que con las palabras. Arrabal escribe un teatro-pánico, ritual, grotesco, y deplora que al interpretarlo se caiga en una falsa ingenuidad o en una brutalidad grosera. Sus piezas exigen al actor “una gran inocencia”. En las primeras piezas de Weingarten, o en las de Gatti, nos enfrentamos con una discontinuidad absoluta, unos flashes desordenados, unos personajes que comparten la misma escena pero que no viven en el mismo tiempo. En La Conversation de Claude Mauriac o en La Promenade du dimanche de Georges Michel, los personajes encadenan una secuencia con otra y envejecen ante nosotros una semana, un mes,
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un año, diez años, sin transición para el actor. Ahora bien, resulta curioso constatar que mientras más nos acostumbran la novela y el cine a esta fluidez en el desarrollo, más el actor (especialmente en Francia) se aferra a unos hábitos de interpretación naturalistas. Esto es lo que tanto disgusta a Genet: esta pesadez de los comediantes occidentales que pretenden actuar con naturalidad y se muestran impermeables a la sutileza de una dialéctica, incapacitados para la poesía. Cuando se montó Les Paravents en el Théâtre de France, los comediantes de J.-L. Barrault encontraron bastantes dificultades para realizar la pieza soñada por Genet. Tuvieron que olvidar sus clichés, volver a empezar desde cero, inventar gestos y entonaciones no relacionados con la vida o la tradición escénica, transformarse en bestias, perderse en un lirismo poético, reencontrar el sentido de lo sagrado y del ceremonial, pasar de una crueldad digna de Artaud a un hieratismo casi oriental. Genet hubiese querido ver a los comediantes testimoniar, tanto en escena como entre bastidores, un alto grado de exigencia hacia la pieza y hacia ellos mismos. Es posible que, además del conocimiento del universo propio a Genet, un mejor conocimiento de las formas del pasado (en particular el teatro oriental) hubiera ayudado a los comediantes a comprender mejor las exigencias de Genet, del mismo modo que el ejemplo de las piezas surrealistas les habría ayudado (quizá) a encontrar un estilo apto para interpretar a Ionesco. Surgieron nuevas técnicas. Michel Parent intentó escribir un texto sobre cuatro columnas (Gilda appelle Mae West), al igual que una orquestación musical se escribe sobre varios pentagramas, y hacerlo interpretar en contrapunto. Edoardo Sanguineti escribió Traumdeutung como un cuarteto, para cuatro voces de comediantes hablando a la vez en algunos momentos. De ruptura en ruptura, una pieza como La playa, de Severo Sarduy, ya no es sino una sucesión de secuencias, o más bien una sucesión de transformaciones de una sola secuencia. En cada sección, como en un microsurco, el relato vuelve a empezar, borra, impugna cuanto se ha dicho anteriormente. Para sus piezas radiofónicas o teatrales, Sarduy se inspira en la combine painting y procede como si compusiera una página de periódico, yuxtaponiendo artículos sin vínculo aparente entre sí, superponiéndolos en el espacio sonoro del mismo modo que en la vida múltiples objetos reclaman simultáneamente nuestra atención visual y auditiva. El actor ya no tiene que interpretar una situación: Sarduy le considera como “un actuante portador de un texto”. En el teatro político el actor ya no puede aferrarse aisladamente a su papel y concederse el placer de encarnar un personaje seductor. Las piezas-documentos presentan hechos reales y utilizan momentos de proceso sin dramatizar el texto. Por ejemplo La indagación, de Peter Weiss, que obliga al actor a no identificarse, a no interpretar como actor, a no contar con un compañero de interpretación, a no ser más que un testigo que hubiese vivido la experiencia del campo de Auschwitz y que acudiese a prestar declaración frente al tribunal. Los directores de escena se adaptan como pueden a las distintas dramaturgias, y los comediantes tratan de seguirlos. Los caprichos de la producción le pasean de un teatro a otro. Son pocas las compañías estables que permiten un esfuerzo continuado. Y esta situación no es una exclusiva de Francia. Fuera de las Compañías a las que ya nos hemos referido y de algunos Centros dramáticos a grupos fijos, los esfuerzos se realizan de forma esporádica, los animadores de cada país andan a la caza de medios financieros y los comediantes buscan afanosamente al Maestro que les dispensará las tablas de la ley, a riesgo de tener que ir al extranjero para conseguirlo: Grotowski organiza cursillos en Aix-en-Provence y Barba dirige seminarios internacionales en Dinamarca. En todos los niveles se crea una ósmosis, hasta el extremo de que pueden resumirse a escala internacional las tendencias actuales de la puesta en escena: respetar el texto del autor, proponer una versión rigurosa que pudiera inscribirse en un modellbuch, o elaborar un espectáculo que puede cambiar de una noche a otra, partir de un tema o de un texto cuya estructura se ha reconsiderado por entero. Los problemas del espacio escénico, de la arquitectura teatral están más que nunca a la orden de] día, así como la comunicación con el público. Se aspira a desarrollar tanto la creatividad del actor como la del espectador. Después del mayo de 1968 se han venido organizando en casi todas partes grupos de trabajo que tienden a romper el ciclo habitual de la producción y tratan, a partir de una crítica social, de cimentar un nuevo proceso de realización teatral. LIBERTAD DEL DIRECTOR DE ESCENA El director de escena que no quiere seguir siendo el simple servidor de la obra, impone su lectura, convence a los comediantes de su concepción. Ha aprendido de Meyerhold y de Grotowski cómo manipular las estructuras, cómo repartir de un modo distinto las réplicas de los personajes. Ha retenido de Artaud y de Brecht el rechazo de la psicología y de la identificación. Recuerda que en algunas piezas expresionistas un personaje podía ser interpretado por dos o tres actores en el curso de la misma representación. Ha visto en el Living Theatre a comediantes con tejanos y jersey, sin maquillaje, y sabe que de un día para otro intercambiaban sus papeles. Por consiguiente asistimos a repartos cambiantes (permutación de papeles en Las criadas, por Jean-Marie Patte). En Canto del espantajo lusitano, siete actores con pantalón blanco, túnica blanca y los pies desnudos encarnan a cien personajes (puesta en escena de Dominique Quéhec). El
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sexo carece ya de toda importancia. Un hombre puede decir el texto de un personaje femenino y viceversa (véase Les Bacchantes, Compañía de Roy Hart). Algunos directores de escena llegan incluso a añadir al texto de la pieza una serie de insertos y collages que nos aportan su comentario acerca de dicha obra, sus asociaciones personales. Otros, sin cambiar una sola palabra del texto, le imprimen un significado diferente. El tratamiento visual y sonoro traduce las angustias, las obsesiones de nuestra época. Aquí y allí encontramos, en muchos de los espectáculos actuales, imágenes de batallas, tortura, flagelación, crucifixión. los hombres son presa de los buitres, la guerra de los sexos nos ofrece cuadros de castración o de cópula.
Odette Aslan: El actor en el siglo XX. Evolución de la técnica. Problema ético. Editorial Gustavo Gili, S. A., Barcelona, 1979. pp276-279.
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