La doble moral del cine (García Espinosa 1995)
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Serie Taller de Cine Dirigida por Gabriel García Márquez
Julio García Espinosa
La doble moral del cine
Escuela Internacional de cine y T V San Antonio de los Baños
VOLUNTAD ÍNTERES GENERAL
Un libro de EditorialVoluntad S.A. Interés General
©Julio García Espinosa, 1995. © Copyright 1995 EDITORIALVOLUNTAD S.A. Carrera 7 No. 24-89 piso 24 Fax: 2832189 Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. Derechos reservados. Es propiedad del Editor. Este libro no puede ser reproducido en todo o en parte, por ningún medio mecánico, electrónico, de grabación, registro o fotocopiado, sin el previo consentimiento escrito del Editor.
ISBN (serie) 958 02 1003 9 Volumen individual 958 02 1004 7 Impreso por Carvajal S.A. - Imprelibros Impreso en Colombia - Printed in Colombia
CONTENIDO
Prólogo, por Lisandro Duque Naranjo, 7 Por un cine imperfecto
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En busca del cine perdido
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Intelectuales y artistas del mundo entero, desunios!
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Los cuatro medios de comunicación son tres: cine y T V
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El destino del cine En los noventa años del cine brasilero
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El cine popular a veces da señales de vida
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La telenovela O el chisme elevado a la categoría de arte dramático
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La electrónica o la cuarta edad del cine
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Por un cine imperfecto (veinticinco años después)
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El autor
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El Cine Imperfecto vuelve y Juega
Hace veinticinco años, en 1969, cuando Julio García Espinosa publicó por primera vez su ensayo "Por un cine imperfecto", parecía estar muy próxima la utopía del socialismo mundial: en África, languidecía un colonialismo que hasta ese momento se suponía eterno, en Asia se le bajaban los humos a la prepotencia militar norteamericana, en América Latina el ascenso de las luchas sociales sugería las vísperas de varios estados democráticos que posiblemente comenzarían la década siguiente sacudidos de toda subordinación, en Francia, estudiantes y obreros, por centenares de miles, le revolvían notas de La Internacional a la partitura de La Marsellesa, mientras que el milagro alemán era que no se irrespetara a diario, con trincheras y piedras, la severidad de la vida. En Estados Unidos, los jóvenes armaban, con las tarjetas de reclutamiento, piras a las que los adultos arrojaban también las cuentas de los impuestos para financiar la guerra de Vietnam. N o quedaba, pues, por volverse contestatario sino el quinto continente. 7
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Se calculaba que estábamos en ese umbral espléndido en el que, como lo dice Julio García Espinosa, "Las minorías de todas las tristezas al fin sonreían, las costumbres y el arte se transformaban y nos transformaban. Y luego, la utopía mayor: Creíamos poder ser felices sin necesidad de ser egoístas". Cada cierto tiempo la humanidad llega a puntos cruciales que le hacen suponer que hasta aquí todo fue de tal manera, y desde ahora todo será de tal otra. En los años sesentas reverdeció, a propósito del capitalismo, esa misma sensación de relevo radical que conspiró contra el feudalismo en los siglos XV y XVI, y que puso a Brueghel a expulsar de sus lienzos a los reyes para instalar en ellos muchedumbres gozosas y realizadas, y a Rabelais a clausurar el medioevo en sus páginas pantagruélicas legitimando al ciudadano francés vulgar y corriente en una literatura nacional liberada del complejo de inferioridad frente a la lengua "culta" oficial. Los finales de la década de los años sesentas tuvieron la virtud, u ofrecieron la trampa, según de donde se los mire, de proveernos una sensación similar, sólo que como un espejismo. Muchos no logramos, además, por entretenernos en el disfrute de tanta evidencia aparatosa que le daba un aire terminal al capitalismo, detectar los gérmenes, discretos aún y mimetizados entre las otras llamaradas, que en la Checoslovaquia del 68 lo que comenzaban a presagiar era el derrumbe socialista. Pero no incluir entre los cálculos esta eventualidad era fácil, sobre todo si el proyecto cultural de la nueva sociedad abarcaba corregir, después de la tumbada del capitalismo, que era lo prioritario, algunos puntos molestos del socialismo en el poder, verbigracia el dirigismo estatal en el campo de la creación artística que era la piedra en el zapato izquierdo de los intelectuales. Ese era el espíritu de la época, incluso en la URSS, donde Evtuschenko oxigenaba con su poesía y sus ademanes heterodoxos el olor a cuarto viejo del Prolekult.
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"Pero, oh la vida, la vida no es una línea recta hacia el porvenir", como lo dice Julio García Espinosa en su artículo "Por un cine imperfecto veinticinco años después". Como en la canción de Serrat, "Se acabó la fiesta, y con la resaca a cuestas vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas. Se despertó el bien y el mal, la zorra pobre al corral, la zorra rica al rosal y el avaro a sus divisas. Se acabó, el sol nos dice que llegó el final, por un momento se olvidó que cada uno es cada cual..." El autor de este libro era, no el único, pero sí de los más lúcidos y en todo caso el más sistemático, de los intelectuales latinoamericanos que, cuando el contexto era propicio para los sueños, se oeupaba de reflexionar sobre el papel del cine y los medios audiovisuales. Más que un intelectual revolucionario, García Espinosa era ya, desde entonces, un revolucionario de la reflexión, un provocador de complejidades, que aportaba ángulos inéditos a la discusión y desbordaba los lugares comunes con que la izquierda oficial -de Cuba y de cualquier otra parte- examinaba el papel del artista en la sociedad, el del estado en la cultura, y por supuesto y ante todo, el del cine y la televisión en los países agobiados por las grandes metrópolis. Allí donde muchos identificaban hechos concluyentes, el autor de este libro descubría procesos. Donde otros veían inminencias de un tal "hombre nuevo",Juüo intuía construcciones por acometer, puntos de partida, operaciones pendientes de la imaginación, asumiendo, como Goethe, que "sólo lo inacabado es fecundo". Esas cualidades, cristalizadas a través de un estilo literario inusitado en gentes de cine, nos permiten asegurar que la imaginación teórica que Julio García Espinosa desplegó cuando el futuro era ya casi, puede darse por vigente hoy día cuando el futuro quedó aplazado para quién sabe cuándo. A diferencia de muchas convicciones que quedaron sepultadas, por lo dogmáticas, debajo de las
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piedras del muro de Berlín, las que Julio García Espinosa sustenta en esta recopilación pueden darse el lujo de continuar ilesas, y no propiamente en estado de suspensión hasta la próxima utopía como el cadáver de Walt Disney que espera congelado el día de la reencarnación, sino como un cuerpo cálido y coherente, lleno de propuestas para acometer la gestión creadora contra esa estandarización vertical, en dirección nortesur, de imaginarios adversos a nuestra idiosincracia que se nos imponen hasta la empuñadura a través de los medios audiovisuales. Si en los tiempos en que el socialismo parecía una certeza invencible estos ensayos tenían la virtud de no cerrar el campo de la aventura espiritual -como en cambio sí lo hacían algunos manuales del marxismo escolástico-, hoy en día, cuando es el triunfalismo neoliberal el que pretende clausurar la historia poniéndole un Happy end insoportable, este libro, por fortuna, vuelve y juega. Lisandro Duque Naranjo
Por un cine imperfecto
Hoy en día un cine perfecto —técnica y artísticamente logrado— es casi siempre un cine reaccionario. La mayor tentación que se le ofrece al cine cubano en estos momentos —cuando logra su objetivo de un cine de calidad, de un cine con significación cultural dentro del proceso revolucionario— es precisamente la de convertirse en un cine perfecto. El boom del cine latinoamericano —con Brasil y Cuba a la cabeza, según los aplausos y el visto bueno de la i n t e lectualidad europea— es similar, en la actualidad, al que venía monodisfrutando la novelística latinoamericana. ¿Por qué nos aplauden? Sin duda se ha logrado una cierta calidad. Sin duda hay un cierto oportunismo político. Sin duda hay una cierta instrumentalización mutua. Pero sin duda hay algo más. ¿Por qué nos preocupa que nos aplaudan? ¿No está, entre las reglas del juego artístico, la finalidad de un reconocimiento público? ¿No equivale el reconocimiento europeo - a nivel de la cultura artística- a un reconocimiento mundial? ¿Que las obras realizadas en el subdesarrollo obtengan un reconocimiento de tal naturaleza no beneficia al arte y a nuestros pueblos? Curiosamente la motivación de estas inquietudes, es necesario aclararlo, no es sólo de orden ético. Es más bien, y sobre todo, estético, si es que se puede trazar una línea tan arbitrariamente divisoria entre ambos términos. 13
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Cuando nos preguntamos por qué somos nosotros directores de cine y no los otros, es decir, los espectadores, la pregunta no la motiva solamente una preocupación de orden ético. Sabemos que somos directores de cine porque hemos pertenecido a una minoría que ha tenido el tiempo y las circunstancias necesarias para desarrollar, en ella misma, una cultura artística; y porque los recursos materiales de la técnica cinematográfica son limitados y, por lo tanto, al alcance de unos cuantos y no de todos. Pero, ¿qué sucede si el futuro es la universalización de la enseñanza, si el desarrollo económico y social reduce las h o ras de trabajo, si la evolución de la técnica cinematográfica (como ya hay señales evidentes) hace posible que ésta deje de ser privilegio de unos pocos? ¿Qué sucede si el desarrollo del videotape soluciona la capacidad inevitablemente limitada de los laboratorios, si los aparatos de televisión y su posibilidad de "proyectar", con independencia de la planta matriz, hacen innecesaria la construcción al infinito de salas cinematográficas? Sucede entonces no sólo un acto de justicia social, la posibilidad de que todos puedan hacer cine, sino un hecho de extrema importancia para la cultura artística: la posibilidad de rescatar, sin complejos ni sentimientos de culpa de ninguna clase, el verdadero sentido de la actividad artística. Sucede entonces que podemos entender que el arte es una actividad "desinteresada" del hombre. Que el arte no es un trabajo. Que el artista no es propiamente un trabajador. El sentimiento de que esto es así y la imposibilidad de practicarlo en consecuencia, es la agonía y, al mismo tiempo, el fariseísmo de todo el arte contemporáneo. De hecho existen las dos tendencias. Los que pretenden realizarlo como una actividad "desinteresada" y los que pretenden justificarlo como una actividad "interesada". Unos y otros están en un callejón sin salida.
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Cualquiera que realiza una actividad artística se pregunta en un momento dado qué sentido tiene lo que él hace. El simple hecho de que surja esta inquietud demuestra que existen factores que la motivan. Factores que, a su vez, evidencian que el arte no se desarrolla libremente. Los que se empecinan en negarle un sentido específico, sienten el peso moral de su egoísmo. Los que pretenden adjudicarle uno, compensan con la bondad social su mala conciencia. N o importa que los mediadores (críticos, teóricos, etcétera) traten de justificar unos casos y otros. El mediador es para el artista contemporáneo, su aspirina, su pildora tranquilizadora. Pero como ésta, sólo quita el dolor de cabeza pasajeramente. Es cierto, sin embargo, que el arte, como diablillo caprichoso, sigue asomando esporádicamente la cabeza en cualquiera de las dos tendencias. Sin duda es más fácil definir el arte por lo que no es que por lo que es, si es que se puede hablar de definiciones cerradas no ya para el arte, sino para cualquier actividad de la vida. El espíritu de contradicción lo impregna todo y ya nada ni nadie se deja encerrar en un marco por muy dorado que éste sea. Es posible que el arte nos dé una visión de la sociedad o de la naturaleza humana y que, al mismo tiempo, no se pueda definir como visión de la sociedad o de la naturaleza humana. Es posible que en el placer estético esté implícito un cierto narcisismo de la conciencia en reconocerse pequeña conciencia histórica, sociológica, psicológica, filosófica, etcétera, y al mismo tiempo no baste esta sensación para explicar el placer estético. ¿No es mucho más cercano a la naturaleza artística concebirla con su propio poder cognoscitivo? Es decir que el arte no es "ilustración" de ideas que pueden ser dichas por la filosofía, la sociología, la psicología. El deseo de todo artista de
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expresar lo inexpresable no es más que el deseo de expresar la visión del tema en términos inexpresables por otras vías que no sean las artísticas. Tal vez su poder cognoscitivo es como el del juego para el niño. Tal vez el placer estético es el placer que nos provoca sentir la funcionalidad (sin un fin específico) de nuestra inteligencia y nuestra propia sensibilidad. El arte puede estimular, en general, la función creadora del hombre. Puede operar como agente de excitación constante para adoptar una actitud de cambio frente a la vida. Pero, a diferencia de la ciencia, nos enriquece en forma tal que sus resultados no son específicos, no se pueden aplicar a algo en particular. De ahí que lo podamos llamar una actividad "desinteresada", que podamos decir que el arte no es propiamente un "trabajo", que el artista es tal vez el menos intelectual de los intelectuales. ¿Por qué el artista, sin embargo, siente la necesidad de justificarse como "trabajador", como "intelectual" como "profesional", como hombre disciplinado y organizado, a la par de cualquier otra tarea productiva? ¿Por qué siente la necesidad de hipertrofiar la importancia de su actividad? ¿Por qué siente la necesidad de tener críticos -mediadores- que lo defiendan, lo justifiquen, lo interpreten? ¿Por qué habla orgullosamente de "mis críticos"? ¿Por qué siente la necesidad de hacer declaraciones trascendentes, como si él fuera el verdadero intérprete de la sociedad y del ser humano? ¿Por qué pretende considerarse crítico y conciencia de la sociedad cuando -si bien estos objetivos pueden estar implícitos o aun explícitos en determinadas ciricunstancias— en un verdadero proceso revolucionario esas funciones las debemos de ejercer todos, es decir, el pueblo? Y, ¿por qué entonces, por otra parte, se ve en la necesidad de limitar estos objetivos, estas actitudes, estas características? ¿Por qué, al mismo tiempo, plantea estas limitaciones como limitaciones necesarias para que
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la obra no se convierta en un panfleto o en un ensayo sociológico? ¿Por qué semejante fariseísmo? ¿Por qué protegerse y ganar imporotancia como trabajador, político y científico (revolucionarios, se entiende) y no estar dispuesto a correr los riesgos de éstos? El problema es complejo. No se trata fundamentalmente de oportunismo y ni siquiera de cobardía. Un verdadero artista está dispuesto a correr todos los riesgos si tiene la certeza de que su obra no dejará de ser una expresión artística. El único riesgo que él no acepta es el de que la obra no tenga una calidad artística. También están los que aceptan y defienden la función "desinteresada" del arte. Pretenden ser más consecuentes. Prefieren la amargura de un mundo cerrado en la esperanza de que mañana la historia les hará justicia. Pero es el caso que todavía hoy la Gioconda no la pueden disfrutar todos. Debían de tener menos contradicciones, debían de estar menos alienados. Pero de hecho no es así, aunque tal actitud les dé la posibilidad de una coartada más productiva en el orden personal. En general sienten la esterilidad de su "pureza" o se dedican a librar combates corrosivos pero siempre a la defensiva. Pueden incluso rechazar, en una operación a la inversa, el interés de encontrar en la obra de arte la tranquilidad, la armonía, una cierta compensación, expresando el desequilibrio, el caos, la incertidumbre, lo cual, no deja de ser también un objetivo "interesado". ¿Qué es, entonces, lo que hace imposible practicar el arte como actividad "desinteresada"? Por qué esta situación es hoy más sensible que nunca? Desde que el mundo es mundo, es decir, desde que está dividido en clases, esta situación ha estado latente. Si hoy se ha agudizado es precisamente porque hoy empieza a existir la posibilidad de superarla. N o por una toma de conciencia, no por la voluntad expresa de nin-
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gún artista, sino porque la propia realidad ha comenzado a revelar síntomas (nada utópicos) de que, como decía Marx, en el futuro no habrá pintores sino hombres que, entre otras cosas, practiquen la pintura. N o puede haber arte "desinteresado", no puede haber un nuevo y verdadero salto cualitativo en el arte, si no se termina, al mismo tiempo y para siempre, con el concepto y la realidad "elitaria" en el arte. Tres factores pueden favorecer nuestro optimismo: el desarrollo de la ciencia, la presencial social de las masas, la potencialidad revolucionaria en el mundo contemporáneo. Los tres sin orden jerárquico, los tres inter relacionados. ¿Por qué se teme a la ciencia? ¿Por qué se teme que el arte pueda ser aplastado ante la productividad y utilidad evidentes de la ciencia? ¿Por qué ese complejo de inferioridad? Es cierto que leemos hoy con mucho más placer un buen ensayo que una novela. ¿Por qué repetimos entonces, con horror, que el mundo se vuelve mas interesado, más utilitario, más materialista? ¿No es realmente maravilloso que el desarrollo de la ciencia, de la sociología, de la antropología, de la psicología, contribuyan a "depurar" al arte? La aparición, gracias a la ciencia, de medios expresivos como la fotografía y el cine (lo cual no implica invalidarlos artísticamente), ¿no hizo posible una mayor "depuración" en la pintura y en el teatro? ¿Hoy la ciencia no vuelve anacrónico tanto análisis "artístico" sobre el alma humana? ¿No nos permite la ciencia librarnos hoy de tantos filmes llenos de charlatanerías y encubiertos con eso que se ha dado en llamar "mundo poético"? Con el avance de la ciencia el arte no tiene nada que perder, al contrario, tiene todo un mundo que ganar. ¿Cuál es el temor entonces? La ciencia desnuda al arte y parece que no es fácil andar sin ropas por la calle.
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La verdadera tragedia del artista contemporáneo está en la imposibilidad de ejercer el arte como actividad minoritaria, Se dice que el arte no puede seducir sin la cooperación del sujeto que hace la expreriencia. Es cierto. Pero, ¿qué hacer para que el público deje de ser objeto y se convierta en sujeto? El desarrollo de la ciencia, de la técnica, de las teorías y prácticas sociales más avanzadas, han hecho posible, como nunca, la presencia activa de las masas en la vida social. En el plano de la vida artística hay más espectadores que en ningún otro momento de la historia. Es la primera fase de un proceso "deselitario". De lo que se trata ahora es de saber si empiezan a existir las condiciones para que esos espectadores se conviertan en autores. Es decir, no en espectadores más activos, en coautores, sino en verdaderos autores. De lo que se trata es de preguntarse si el arte es realmente una actividad de especialistas. Si el arte, por designios extrahumanos, es posibilidad de unos cuantos o posibilidad de todos. ¿Cómo confiar las perspectivas y posibilidades del arte a la simple educación del pueblo, en tanto que espectadores? ¿El gusto definido por la "alta cultura", una vez sobrepasado por ella misma, no pasa al resto de la sociedad como residuo que devoran y rumian los no invitados al festín? ¿No ha sido ésta una eterna espiral convertida hoy, además, en círculo vicioso? El camp y su óptica (entre otras) sobre lo viejo, es un intento de rescatar estos residuos y acortar la distancia con el pueblo. Pero la diferencia es que el camp los rescata como valores estéticos, mientras que para el pueblo siguen siendo todavía valores éticos. Nos preguntamos si es irremediable para un presente y un futuro realmente revolucionarios tener "sus" artistas, "sus" intelectuales, como la burguesía tuvo los "suyos". ¿Lo verdaderamente revolucionario no es intentar, desde ahora, con-
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tribuir a la superación de estos conceptos y prácticas minoritarias, más que en perseguir in aeternum la "calidad artística" de la obra? La actual perspectiva de la cultura artística no es más la posibilidad de que todos tengan el gusto de unos cuantos, sino la de que todos puedan ser creadores de cultura artística. El arte siempre ha sido una necesidad de todos. Lo que no ha sido una posibilidad de todos en condiciones de igualdad. Simultáneamente al arte culto ha venido existiendo el arte popular. El arte popular no tiene nada que ver con el llamado arte de masas. El arte popular necesita, y por lo tanto tiende a desarrollar, el gusto personal, individual, del pueblo. El arte de masas o para las masas, por el contrario, necesita que el pueblo no tenga gusto. El arte de masas será en realidad tal, cuando verdaderamente lo hagan las masas. Arte de masas, hoy en día, es el arte que hacen unos pocos para las masas. Grotowski dice que el teatro de hoy debe ser de minorías porque es el cine quien puede hacer un arte de masas. No es cierto. Posiblemente no exista un arte más minoritario hoy que el cine. El cine hoy, en todas partes, lo hace una minoría para las masas. Posiblemente sea el cine el arte que demore más en llegar al poder de las masas. Arte de masas es, pues, el arte popular, el que hacen las masas. Arte para las masas es, como bien dice Hauser, la producción desarrollada por una minoría para satisfacer la demanda de una masa reducida al único papel de espectadora y consumidora. El arte popular es el que ha hecho siempre la parte más inculta de la sociedad. Pero este sector inculto ha logrado conservar para el arte características profundamente cultas. Una de ellas es que los creadores son al mismo tiempo espectadores y viceversa. No existe, entre quienes lo producen y lo reciben, una línea tan marcadamente definida. El arte culto, en nuestros días, ha logrado también esa situación. La
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gran cuota de libertad del arte moderno no es más que la conquista de un nuevo interlocutor: el propio artista. Por eso es inútil esforzarse en luchar para que sustituya a la burguesía por las masas, como nuevo y potencial espectador. Esta situación mantenida por el arte popular, conquistada por el arte culto, debe fundirse y convertirse en patrimonio de todos. Ese y no otro debe ser el gran objetivo de una cultura artística auténticamente revolucionaria. Pero el arte popular conserva otra característica aún más importante para la cultura. El arte popular se realiza como una actividad más de la vida. El arte culto al revés. El arte culto se desarrolla como actividad única, específica, es decir, se desarrolla no como actividad sino como realización de tipo personal. He ahí el precio cruel de haber tenido que mantener la existencia de la actividad artística a costa de la inexistencia de ella en el pueblo. Pretender realizarse al margen de la vida, ¿no ha sido una coartada demasiado dolorosa para el artista y para el propio arte? Pretender el arte como secta, como sociedad dentro de la sociedad, como tierra prometida, donde podamos realizarnos fugazmente, por un momento, por unos instantes, ¿no es crearnos la ilusión de que realizándonos en el plano de la conciencia nos realizamos también en el plano de la existencia? ¿No resulta todo esto demasiado obvio en las actuales circunstancias? La lección esencial del arte popular es que éste es realizado como una actividad dentro de la vida, que el hombre no debe realizarse como artista sino plenamente, que el artista no debe realizarse como artista sino como hombre. En el mundo moderno, principalmente en los países capitalistas desarrollados y en los países en procesos revolucionarios, hay síntomas alarmantes, señales evidentes que presagian un cambio. Diríamos que empieza a surgir la posibilidad de superar esta tradicional disociación. N o son síntomas pro-
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vocados por la conciencia, sino por la propia realidad. Gran parte de la batalla del arte moderno es, de hecho, para "democratizar" el arte. ¿Qué otra cosa significa combatir las limitaciones del gusto, el arte para museos, las líneas marcadamente divisorias entre creador y público? ¿Qué es hoy la belleza? ¿Dónde se encuentra? ¿En las etiquetas de las sopas Campbell, en la tapa de un latón de basura, en los "muñequitos"? ¿Se pretende hoy hasta cuestionar el valor de eternidad en la obra de arte? ¿Qué significan esas esculturas, aparecidas en recientes exposiciones, hechas de bloques de hielo y que, por consecuencia, se derriten mientras el público las observa? ¿No es —más que la desaparición del arte- la pretensión de que desaparezca el espectador? ¿Y el valor de la obra como valor irreproducible? ¿Tienen menos valor las reproducciones de nuestros hermosos afiches que el original? ¿Y qué decir de las infinitas copias de un filme? ¿No existe un afán por saltar la barrera del arte "elitario" en esos pintores que confian a cualquiera, no ya a sus discípulos, parte de la realización de la obra? ¿No existe igual actitud en los compositores cuyas obras permiten amplia libertad a los ejecutantes? ¿No hay toda una tendencia en el arte moderno de hacer participar cada vez más al espectador? Si cada vez participa más, ¿a dónde llegará? ¿No dejará, entonces, de ser espectador? ¿No es éste o no debe ser éste, al menos, el desenlace lógico? ¿No es ésta una tendencia colectivista e individualista al mismo tiempo? Si se plantea la posibilidad de participación de todos, ¿no se está aceptando la posibilidad de creación individual que tenemos todos? Cuando Grotowski habla de que el teatro de hoy debe ser de minorías, ¿no se equivoca? ¿No es justamente lo contrario? ¿Teatro de la pobreza no quiere decir en realidad teatro del más alto refinamiento? Teatro que no necesita ningún valor secundario, es decir, que no necesita vestuario, esceno-
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grafía, maquillaje, incluso, escenario. ¿No quiere decir esto que las condiciones materiales se han reducio al máximo y que, desde ese punto de vista, la posibilidad de hacer teatro está al alcance de todos? Y el hecho de que el teatro tenga cada vez menos público, ¿no quiere decir que las condiciones empiezan a estar maduras para que se convierta en un verdadero teatro de masas? Tal vez la tragedia del teatro sea que ha Segado demasiado temprano a ese punto de su evolución. Cuando nosotros miramos hacia Europa nos frotamos las manos. Vemos a la vieja cultura imposibilitada hoy para darle una respuesta a los problemas del arte. En realidad, sucede que Europa no puede ya responder en forma tradicional, y, al mismo tiempo, le es muy difícil hacerlo de una manera enteramente nueva. Europa ya no es capaz de darle al mundo un nuevo"ismo"y no está en condiciones de hacerlos desapareder para siempre. Pensamos entonces que ha llegado nuestro momento. Que al fin los subdesarrollados pueden disfrazarse de hombres "cultos". Es nuestro mayor peligro. Esa es nuestra mayor tentación. Ese es el oportunismo de unos cuantos en nuestro continente. Porque, efectivamente, dado el atraso técnico y científico, dada la poca presencia de las masas en la vida social, todavía este continente puede responder en forma tradicional, es decir, reafirmando el concepto y la práctica "elitaria" en el arte. Y entonces, tal vez, la verdadera causa del aplauso europeo a algunas de nuestra obras, literarias y Símicas, no sea otra que la de una cierta nostalgia que le provocamos. Después de todo el europeo no tiene otra Europa a la cual volver los ojos. Sin embargo, el tercer factor, el más importante de todos, la revolución, está presente en nosotros como en ninguna otra parte. Y ella sí es nuestra verdadera oportunidad. Es la revolución lo que hace posible otra alternativa, lo que puede ofrecer una respuesta auténticamente nueva, lo que nos per-
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mite barrer de una vez y para siempre con los conceptos y prácticas minoritarias en el arte. Porque es la revolución y el proceso revolucionario lo único que puede hacer posible la presencia total y libre de las masas. Porque la presencia total y libre de las masas será la desaparición definitiva de la estrecha división del trabajo, de la sociedad dividida en clases y sectores. Por eso para nosotros la revolución es la expresión más alta de la cultura, porque hará desaparecer la cultura artística como cultura fragmentaria del hombre. Para ese futuro cierto, para esa perspectiva incuestionable, las respuestas en el presente pueden ser tantas como países hay en nuestro continente. Cada parte, cada manifestación artística, deberá hallar la suya propia, puesto que las características y los niveles alcanzados no son iguales. ¿Cuál puede ser la del cine cubano en particular? Paradójicamente, pensamos que será una nueva poética y no una nueva política cultural. Poética cuya verdadera finalidad, será, sin embargo, suicidarse, desaparecer como tal. La realidad, al mismo tiempo, es que todavía existirán entre nosotros otras concepciones artísticas (que entendemos, además, productivas para la cultura) como existen la pequeña propiedad campesina y la religión. Pero es cierto que en materia de política cultural se nos plantea un problema serio: la escuela de cine. ¿Es justo seguir desarrollando especialistas de cine? Por el momento parece inevitable. ¿Y cuál será nuestra eterna y fundamental cantera? ¿Los alumnos de la Escuela de Artes y Letras de la Universidad? Y, ¿no tenemos que plantearnos desde ahora si dicha escuela deberá tener una vida limitada? ¿Qué perseguimos con la Escuela de Artes y Letras? ¿Futuros artistas en potencia? ¿Futuro público especializado? ¿No tenemos que irnos preguntando si desde ahora podemos hacer algo para ir acabando con esa división entre cultu-
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ra artística y cultura científica? ¿Cuál es el verdadero prestigio de la cultura artística? ¿De dónde le viene ese prestigio que, inclusive, le ha hecho posible acaparar para sí el concepto total de cultura? ¿No está basado, acaso, en el enorme prestigio que ha gozado siempre el espíritu por encima del cuerpo? ¿No se ha visto siempre a la cultura artística como la parte espiritual de la sociedad y a la científica, como su cuerpo? El rechazo tradicional al cuerpo, a la vida material, a los problemas concretos de la vida material, ¿no se debe también a que tenemos el concepto de que las cosas del espíritu son más elevadas, más elegantes, más serias, más profundas? ¿No podemos, desde ahora, ir haciendo algo para acabar con esa artificial división? ¿No podemos ir pensando desde ahora que el cuerpo y las cosas del cuerpo son también elegantes, que la vida material también es bella? ¿ N o podemos entender que, en realidad, el alma está en el cuerpo, como el espíritu en la vida material, como —para hablar inclusive en términos estrictamente artísticos— el fondo en la superficie, el contenido en la forma? ¿No debemos pretender entonces que nuestros futuros alumnos y, por lo tanto, nuestros futuros cineastas sean los propios científicos (sin que dejen de ejercer como tales, desde luego), los propios sociólogos, médicos, economistas, agrónomos, etcétera? Y por otra parte, simultáneamente, ¿no debemos intentar lo mismo para los mejores trabajadores de las mejores unidades del país, los trabajadores que más se estén superando educacionalmente, que más se estén desarrollando políticamente? ¿Nos parece evidente que se pueda desarrollar el gusto de las masas mientras exista la división entre las dos culturas, mientras las masas no sean las verdaderas dueñas de los medios de producción artística? La Revolución nos ha liberado a nosotros como sector artístico. ¿No nos parece completamente lógico que seamos nosotros mismos quienes contri-
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buyamos a liberar los medios privados de producción artística? Sobre estos problemas, naturalmente, habrá que pensar y discutir mucho todavía. Una nueva poética para el cine será, ante todo y sobre todo, una poética "interesada", un arte "interesado" un cine consciente y resueltamente "interesado", es decir, un cine imperfecto. Un arte "desinteresado", como plena actividad estética, ya sólo podrá hacerse cuando sea el pueblo quien haga el arte. El arte hoy deberá asimilar una cuota de trabajo en interés de que el trabajo vaya asimilando una cuota de arte. La divisa de este cine imperfecto (que no hay que inventar porque ya ha surgido) es: "No nos interesan los problemas de los neuróticos, nos interesan los problemas de los lúcidos", como diría Glauber Rocha. El arte no necesita más del neurótico y de sus problemas. Es el neurótico quién sigue necesitando del arte, quién lo necesita como objeto interesado, como alivio, como coartada o, como diría Freud, como sublimación de sus problemas. El neurótico puede hacer arte pero el arte no tiene por qué hacer neuróticos. Tradicionalmente se ha considerado que los problemas para el arte no están en los sanos, sino en los enfermos, no están en los normales sino en los anormales, no están en los que luchan sino en los que lloran, no están en los lúcidos sino en los neuróticos. El cine imperfecto está cambiando dicha impostación. Es al enfermo y no al sano a quién más creemos, en quién más confiamos, porque su verdad la purga el sufrimiento. Sin embargo el sufrimiento y la elegancia no tienen por qué ser sinónimos. Hay todavía una corriente en el arte moderno —relacionada, sin duda, con la tradición cristiana—, que identifica la seriedad con el sufrimiento. El espectro de Margarita Gautier impregna todavía la actividad artística de nuestros días. Sólo el que sufre, sólo el que está enfermo, es elegante y serio y hasta bello. Sólo en
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él reconocemos las posibilidades de una autenticidad, de una seriedad, de una sinceridad. Es necesario que el cine imperfecto termine con esta tradición. Después de todo no sólo los niños, también los mayores nacieron para ser felices. El cine imperfecto halla un nuevo destinatario en los que luchan. Y, en los problemas de éstos, encuentra su temática. Los lúcidos, para el cine imperfecto, son aquellos que piensan y sienten que viven en un mundo que pueden cambiar, que, pese a los problemas y las dificultades, están convencidos que lo pueden cambiar y revolucionariamente. El cine imperfecto no tiene, entonces, que luchar para hacer un "público". Al contrario. Puede decirse que en estos momentos, existe más "público" para un cine de esta naturaleza que cineastas para dicho "público". ¿Qué nos exige este nuevo interlocutor? ¿Un arte cargado de ejemplos morales dignos de ser imitados? No. El hombre es más creador que imitador? Por otra parte, los ejemplos morales es él quien nos lo puede dar a nosotros. Si acaso puede pedirnos una obra más plena, total, no importa si dirigida conjunta o diferenciadamente, a la inteligencia, a la emoción o a la intuición. ¿Puede pedirnos un cine de denuncia? Sí y no. No, si la denuncia está dirigida a los otros, si la denuncia está concebida para que nos compadezcan y tomen conciencia los que no luchan. Sí, si la denuncia sirve como información, como testimonio, como un arma más de combate para los que luchan. ¿Denunciar al imperialismo para demostrar una vez más que es malo? ¿Para qué, si los que luchan ya luchan principalmente contra el imperialismo? Denunciar al imperialismo pero, sobre todo, en aquelllos aspectos que ofrecen la posibilidad de plantearle combates concretos. Un cine, por ejemplo, que denuncie a los que luchan los "pasos perdidos" de un esbirro que hay que ajusticiar, sería un excelente ejemplo de cine-denuncia.
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El cine imperfecto entendemos que exige, sobre todo, mostrar el proceso de los problemas. Es decir, lo contrario a un cine que se dedique fundamentalmente a celebrar los resultados. Lo contrario a un cine autosuficiente y contemplativo. Lo contrario a un cine que "ilustra bellamente" las ideas o conceptos que ya poseemos. (La actitud narcisista no tiene nada que ver con los que luchan). Mostrar un proceso no es precisamente analizarlo. Analizar, en el sentido tradicional de la palabra, implica siempre un juicio previo, cerrado. Analizar un problema es mostrar el problema (no su proceso) impregnado de juicios que genera a priori el propio análisis. Analizar es bloquear de antemano las posibilidades de análisis del interlocutor. Mostrar el proceso de un problema es someterlo a juicio sin emitir el fallo. Hay un tipo de periodismo que consiste en dar el comentario más que la noticia. Hay otro tipo de periodismo que consiste en dar las noticias pero valorándolas mediante el montaje o compaginación del periódico. Mostrar el proceso de un problema es como mostrar el desarrollo propio de la noticia, sin el comentario, es como mostrar el desarrollo pluralista —sin valorarlo— de una información. Lo subjetivo es la selección del problema condicionada por el interés del destinatario, que es el sujeto. Lo objetivo sería mostrar el proceso que es el objeto. El cine imperfecto es una respuesta. Pero también es una pregunta que irá encontrando sus respuestas en el propio desarrollo. El cine imperfecto puede utilizar el documental o la ficción o ambos. Puede utilizar un género u otro o todos. Puede utilizar el cine como arte pluralista o como expresión específica. Le es igual. N o son éstas sus alternativas, ni sus problemas, ni mucho menos sus objetivos. N o son éstas las batallas ni las polémicas que le interesa librar.
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El cine imperfecto puede ser también divertido. Divertido para el cineasta y para su nuevo interlocutor. Los que luchan no luchan al margen de la vida sino dentro. La lucha es vida y viceversa. N o se lucha para "después" vivir. La lucha exige una organización que es la organización de la vida. Aún en la fase más extrema como es la guerra total y directa, la vida se organiza, lo cual es organizar la lucha. Y en la vida, como en la lucha, hay de todo, incluso la diversión. El cine imperfecto puede divertirse, precisamente, con todo lo que lo niega. El cine imperfecto no es exhibicionista en el doble sentido literal de la palabra. N o lo es en el sentido narcisista; ni lo es en el sentido mercantilista, es decir, en el marcado interés de exhibirse en salas y circuitos establecidos. Hay que recordar que la muerte artística del vedetismo en los actores resultó positiva para el arte. N o hay por qué dudar que la desaparición del vedetismo en los directores pueda ofrecer perspectivas similares. Justamente el cine imperfecto debe trabajar, desde ahora, conjuntamente, con sociólogos, dirigentes revolucionarios, psicólogos, economistas, etcétera. Por otra parte el cine imperfecto rechaza los servicios de la crítica. Considera anacrónica la función de mediadores e intermediarios. Al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo se puede hacer con una Mitchell que con una cámara de 8 mm. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva. Al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos el "buen gusto". De la obra de un artista no le interesa encontrar más la calidad. Lo único que le interesa de un artista es saber cómo responde a la siguiente pregunta: ¿Qué hace para saltar la barrera de un interlocutor "culto" y minoritario que hasta ahora condiciona la calidad de su obra? El cineasta de esta nueva poética no debe ver en ella el objeto de una realización personal. Debe te*ner, también desde
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ahora, otra actividad. Debe jerarquizar su condición o su aspiración de revolucionario por encima de todo. Debe tratar de realizarse, en una palabra, como hombre y no sólo como artista. El cine imperfecto no puede olvidar que su objetivo esencial es el de desaparecer como nueva poética. N o se trata más de sustituir una escuela por otra, un "ismo" por otro, una poesía por una antipoesía, sino de que, efectivamente, lleguen a surgir mil flores distintas. El futuro es del folclor. N o exhibamos más el folclore con orgullo demagógico, con un carácter celebrativo, exhibámoslo más bien como una denuncia cruel, como un testimonio doloroso del nivel en que los pueblos fueron obligados a detener su poder de creación artística. El futuro será, sin duda, del folclore. Pero, entonces, ya no habrá necesidad de llamarlo así porque nada ni nadie podrá volver a paralizar el espíritu creador del pueblo. El arte no va a desaparecer en la nada. Va a desaparecer en el todo.
En busca del cine perdido
El deber de un cineasta revolucionario es hacer la revolución en el cine. La realidad del cine no es sólo la que refleja. La realidad fundamental del cine es el cine mismo. La realidad que el cine refleja resulta siempre la realidad evidente. El cine como realidad resulta casi siempre ausente. Esta realidad invisible es invencible porque escapa a la actitud crítica del espectador. Es necesario descubrirle al espectador toda la realidad secreta del cine. Es necesario que el espectador vaya al cine a ver el cine. Hasta ahora nos hemos apoyado en el cine para entender la realidad. Es necesario apoyarnos en la realidad para entender el cine. Donde más posibilidades de influir tiene el cine es en el cine mismo. De todas las realidades que el cine puede contribuir a modificar, la que tiene más posibilidades es la misma realidad del cine. El cine de Hollywood no es sólo reaccionario por su temática. Lo es, sobre todo, por su forma y por sus estructuras. La forma no es adorno ni plumaje. N o es siquiera el escenario donde un autor puede exhibir la imaginación. La forma conceptúa el tema, o si se quiere, el contenido. "Esta película es un paquete (o es reaccionaria) pero qué bien hecha está". No es la calidad lo que interesa sino la instancia cultural que la sustenta. Entre María Antonieta Pons y Jeanne Moreau, entre Fellini y Juan Orol lo que más importa no es la calidad que los separa sino la posible instancia cultural que puede unirlos. La revolución que nos interesa no está en la calidad. La revolución que nos interessa es cultural. Nuestra opción 33
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frente a un cine comercial o de masas, no es la de un cine intelectual o de minorías. Nuestra opción es la búsqueda de un cine popular. El objetivo de un cine militante es la búsqueda de un cine popular. Como el objetivo de la vanguardia política es la búsqueda de una cultura popular. El cine militante trata de suprimir la mayor cantidad posible de mediaciones y artificios entre la información y el espectador. No sólo para hacer más eficaz la comunicación sino para evidenciar que el cine que queremos es todavía una búsqueda, un cine por hacer. La máxima austeridad en las soluciones expresivas no es sólo una forma de hacer resistencia al cine actual sino que es nuestra forma actual de hacer cine. Hacer resistencia al cine actual no quiere decir partir de cero. Quiere decir que el cine militante, además de la información, tiene también la necesidad de cuestionar directamente las formas, mediaciones y estructuras del cine actual. Esta operación interesa hacerla a nivel del cine comercial. N o sólo porque es éste el cine con el que se relaciona el pueblo sino porque, en definitiva, las instancias culturales que lo sustentan son parecidas o similares a las del cine intelectual: división del trabajo, ambigüedad ideológica, cine—objeto, culto a la personalidad, magnificencia técnica, etcétera. El cine cubano no se mide solamente por el producto acabado. Existe una relación espectador—cine como existe una relación autor—cine. Es necesario que el cine no bloquee la relación autor—espectador. El cine no es una comunión para nadie. El cine es una comunicación-expresión para todos. El cine es un medio de expresión para el autor como lo es también para el espectador. Avanzar en la relación autorcine es avanzar en la relación espectador—cine. La medida del cine cubano es la medida de la relación autor—cine. La relación autor—cine es el caldo de cultivo de la creación. La
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relación autor-cine es una relación artificial (porque la hacen los hombres). De ninguna manera es un hecho natural. La relación autor—cine en el cine cubano de hoy: información sistemática, lucha de ideas, director (y no productor) responsable máximo del equipo, rechazo a los mecanismos de consagración, rechazo al cine como Meca. La relación autor-cine es siempre un punto de partida como lo es también la relación espectador—cine. El cine cubano se propone avanzar más en la superación de la división del trabajo. Objetivo esencial de un cine popular es contribuir a la desaparición de todas nuestras pequeñas Atenas. Un extenso equipo de filmación es siempre un equipo donde hay creadores y servidores. La reducción del equipo no es sólo un problema económico. Es la posibilidad real de que todos participen. La reducción del equipo exige que la calificación del especialista sea precisamente la superación de su calificación como especialista. Este nivel exige el anterior. N o se puede superar lo que no se es. Aunque tampoco es éste un proceso aditivo. La relación autor-cine exige desde el principio esta perspectiva y este ejercicio. En un equipo por mucha división del trabajo que exista, existe siempre el deseo de superarla. Todo especialista desea simpre ir más allá de su especialidad. Para el hombre es más importante esta necesidad que la necesidad de la vocación. Cuando la vida no presenta una alternativa verdaderamente humana la vocación entonces se hipertrofia, se convierte en un fin en sí mismo. O se convierte en el camino aberrante para un reconocimiento total más que para una realización personal. El reconocimiento total se vuelve la única opción para una participación mayor. La Revolución no le da a los jóvenes la oportunidad de ser especialistas para que sean los especialistas que nosotros no fuimos. La Revolución ofrece la oportunidad de ser especia-
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listas para tener en la vida la participación plena que nosotros no tuvimos. La vocación nunca es un fin para el hombre. La vocación es siempre un medio. La vocación como un medio, lo une. La verdadera vocación del hombre es la participación. Todos los marginados son diferenciados por la vocación. "Los judíos son grandes comerciantes"; "los negros, grandes adetas"; "los homosexuales, grandes artistas". Aceptar esto como un hecho natural no tiene más objetivo que el de disimular una realidad artificial. La división del trabajo es también la división cristalizada del talento. La división cristalizada del talento es la división entre hombres más dotados y hombres menos dotados. El don se acepta como un hecho natural porque de lo contrario dejaría de ser don. Los países sajones tienen el don de ser laboriosos. Los países latinos tienen el don de ser morosos. El don es una invención humana revelada como una humana condición. El cine actual basa toda su dramaturgia en la división cristalizada del talento. El cine popular se propone negarla. El cine cubano, en su fase actual, puede avanzar también en este terreno. La reducción del equipo puede facilitarse por el desarrollo técnico. El cambio de la dramaturgia, por el desarrollo ideológico. La actual división entre primeras figuras, segundas, terceras figuras y extras no es más que la división cristalizada entre hombres más dotados o menos dotados, hombres con más talento o con menos, hombres más interesantes o menos interesantes. No se trata de democratizar la mediocridad. Superar la división cristalizada del talento es revelar sus artificios. El cine, como la vida, tiende a democratizar las posibilidades sin tener en cuenta la desigualdad de las situaciones. La búsqueda del cine popular es la búsqueda del cine. Como la búsqueda del hombre nuevo es la búsqueda del hombre. La búsqueda es descubrir lo que existe en lo que todavía no
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existe. Descubrir no es inventar. El cine popular está en las potencialidades del cine actual como el hombre nuevo lo está en las potencialidades del hombre de hoy. Los críticos deben trabajar también en esta búsqueda y liberarse así de ese anacrónico papel de intermediarios. La cultura no es la Cultura. La cultura es las culturas. Nuestro código helénico-cristiano es cada día menos helénico, menos cristiano y menos nuestro. Ser o no ser es el problema, pero tener o no tener también es el problema. El cine actual rechaza este equilibrio. La realidad nuestra lo busca. El cine popular también. El cine popular busca devolver el cine al cine. Devolver el cine al cine es devolver el hombre al hombre. Ambas operaciones exigen superar la división autor-espectador. Ambas operaciones las hacemos todos o no las hace nadie. Nadie puede hacerlas por nadie. Son operaciones indelegables. El objetivo de la vanguardia es garantizar este objetivo.
Intelectuales y artistas del mundo entero, desunios!
Tanto el europeo Adorno en su crítica a la industria de la cultura, como el canadiense Marshall McLuhan, ese hombre de los medios de comunicación del cual uno tiene la impresión que se ha emborrachado con algunas de sus brillantes observaciones, pecan del mismo mal: para ambos el mundo es una aldea global. Para el canadiernse, indiscriminadamente; para el europeo, más moralista, se divide en dos sectores: industria y cultura; en dos tipos de hombres: el comerciante y el intelectual. Mal se podría analizar el cine cubano dentro de esta aldea y, sin embargo, formamos parte de ella. Nuestra medida no es el medio ajeno a las parcelaciones que fragmentan esta aldea global. Combatir la industria de los medios no es dejar de reconocer estos medios como expresión industrial. Pero frente a los comerciantes nuestra opción no es la de crear una aldea jerarquizada por los intelectuales. El rasgo más significativo del cine cubano en estos primeros años ha sido el de combatir con todas sus fuerzas el populismo. Nuestro frente único no incluye el arte elitario. El arte elitario es una proyección preferentemente europea, mientras que el populismo es el rasgo esencial en la cultura de nuestro enemigo. La penetración cultural del imperialismo norteamericano tiene un único y eficaz medio de comunicación: el populismo. 41
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El arte que inauguró este siglo, el llamado arte moderno, tuvo la oportunidad de darle el golpe de gracia a la división no tan legendaria del arte. Sus virtudes fueron sus defectos. El arte moderno se declaró partidario más de la vida que del arte. Se identificó más con el mundo que con un país determinado. Eran sus vitudes pero la era no estaba pariendo un corazón. La Revolución de Octubre fue una explosión abierta y sin máscaras. El imperialismo norteamericano fue una aparición subrepticia y cerrada. La Revolución de Octubre inauguró la revolución cultural más importante de este siglo: eliminar la sociedad dividida en clases. La Unión Soviética declaró la hegemonía de la clase trabajadora para acabar con la división de clases, impulsó el carácter internacional de la clase obrera para acabar con el nacionalismo burgués. La Unión Soviética le puso nombre y apellido a la aldea global. El capital financiero la despersonalizó. El imperialismo declaró la hegemonía del capital financiero para acabar con la lucha de clases, impulsó su carácter internaciohnal para acabar con los verdaderos intereses nacionales. El arte moderno se convirtió en el arte global. La vida por encima del arte se convirtió en el arte por encima de las clases. El mundo por encima de un país se convirtió en el mundo del arte por encima de la realidad de cada país. El arte elitario surgía con más fuerza que nunca en el momento en que había tenido la oportunidad de desaparecer para siempre. El populismo fue desde siempre el signo más definido de la cultura norteamericana. Frente a la culta, tradicional y erudita Inglaterra, el vigor, la espontaneidad y el sentido práctico de su excolonia. Frente a la seriedad europea, el humor norteamericano. Todavía el excolonizador la ve como al hijo simpático y hasta hábil para los negocios pero siempre vulgar y mediocre. Norteamérica se acostó popular y amaneció
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burguesa. Pero no fue popular a tientas ni burguesa a secas. Fue las dos cosas. Hizo ese extraño milagro de convertir al burgués en un personaje popular. Así nació el populismo. Que no es más que ideología burguesa y / o pequeñoburguesa disfrazada de pueblo. La gran tradición de gobernantes mediocres en los Estados Unidos tiene una base común: todos han despreciado al intelectual. Con el imperialismo los burgueses no han vuelto a ser los mismos. Ni económica ni culturalmente. En el momento en que la cultura burguesa iba a recibir un golpe mortal, el imperialismo la cubrió de flores silvestres. Porque el siglo inauguró también los medios de comunicación. Y fueron los norteamericanos los que desarrollaron esas nuevas artes que son el radio, la televisión y el cine. Nada podía casar mejor con su afán comercial que su filosofía populista. La cultura norteamericana se hizo más elocuente en estos medios que en las artes preindustriales. Nadie vio en estos medios los nuevos medios de expresión de una sociedad moderna. Ni siquiera los norteamericanos. Los europeos, por cultos, los rechazaron. Los norteamericanos, por oportunistas, los asimilaron. Los nuevos medios ofrecían la posibilidad técnica de recoger el aliento cultural lanzado a principios de siglo. Es decir, hacer del arte una operación de verdadera cultura popular. Los norteamericanos hicieron trampa. Engañaron a los nuevos medios. Los nuevos medios, imposibilitados de ser tratados con la sensibilidad y los conceptos de las artes preindustriales, fueron manipulados por la sabiduría industrial de estos burgueses populares. Los nuevos medios se sintieron más cómodos con esta máscara popular que con el distanciamiento estéril de las artes tradicionales. Pero de hecho los norteamericanos no banalizaron la cultura burguesa, sino la popular. Lograron confeccionar un plato que servía para todas las mesas. En lugar de al burgués lo que es del burgués y al
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pueblo lo que es del pueblo, le dieron a todos lo que la realidad ya contenía. El sincretismo entre pueblo e ideología burguesa estaba ya en la realidad antes que en los medios. Los norteamericanos simplemente devolvían a la realidad lo que de la realidad recibían. Su gran obra maestra fue garantizar el status quo, es decir, garantizar por otros medios y con estos medios la continuidad de la ideología burguesa. En dos palabras: sacaron la cara por la cultura burguesa. Por eso cuando los intelectuales de todas partes recogen las armas del arte elitario para hacer causa común contra los medios masivos de comunicación, no hacen otra cosa que recoger los despojos de un cadáver inútil. El cine cubano ha combatido y combate el populismo, consecuente con su actitud antimperialista. Pero esta frase está cargada de historia y de tradiciones. En el terreno de las artes dramáticas esta historia tiene un nombre: el costumbrismo o teatro bufo. El costumbrismo no es el populismo. Sin embar^ go ambos le devuelven al pueblo su propia imagen. El costumbrismo no fue lo que es hoy. En el siglo pasado frente al saínete español, el teatro bufo era una clave revolucionaria. El teatro bufo devolvía al pueblo su propia imagen. Pero era una imagen que en la realidad luchaba por diferenciarse. Librábamos nuestra guerra de independencia. La nación se jugaba la vida en el campo de batalla. El costumbrismo ratificaba una imagen popular al margen de la división de clases. N o importaba. La presencia física del colonizador era determinante. Cada cubano nuevo era un español menos. La vitalidad, frescura y gracia del teatro bufo duraron hasta bastante entrado el nuevo siglo. La República se frustra por la intervención temprana del imperialismo norteamericano. Pero los medios de comunicación llegaron más tarde. La radio y el cine primero, la televisión después. Fue la muerte del costumbrismo. Lo
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grave no fue que los medios de comunicación banalizaran aquel germen de teatro popular sino que lo hicieran su cómplice. Los nuevos medios eran portadores de un nuevo mensaje: el populismo. La conciliación de clases, niña bonita del costumbrismo, pasó a ser la niña fea de los medios de comunicación. El imperialismo, en esta esfera, no tuvo que imponer su ideología, generosamente le tendió la mano a la nuestra. El Viejo Sam se disfrazó de Juan Criollo. Nada podía estar más de acuerdo con sus aspiraciones que devolvernos nuestra propia imagen sin posibilidades de superarla. Pero no basta luchar contra el populismo. El cine popular no es lo contrario del cine populista. También esta frase tiene su historia. Cuba, como cualquier otro país, padeció a los medios de comunicación con la misma consecuencia: la actitud hostil de artistas e intelectuales. Salvo el cine —que por determinadas malas interpretaciones se le ha llamado el séptimo arte— los demás medios fueron anatematizados. Incluso las vanguardias más elitarias del mundo llegaron a gustar películas nada elitarias. La República no tenía interés en desarrollar ni siquiera un cine populista. El cine norteamericano satisfacía plenamente la demanda. Una típica película norteamericana no es más que teatro bufo refinado. El auge de los medios de comunicación fue el auge de la división entre el llamado arte culto y arte popular. La potencialidad de un arte popular fue despedazada. Sus restos fueron a incorporarse a la elaboración sofisticada del arte culto o se confundieron en la maliciosa promiscuidad de los medios. Frente a ambas expresiones, el pueblo siempre ha visto con nostalgia sus propias posibilidades. Armar el rompecabezas sería una tarea relativamente fácil si ésa fuera la tarea. Inyectar en los medios a los artistas e intelectuales más serios sería una solución si la operación fuera simplemente aditiva. Pero los medios han revolucionado el
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arte y, lo que ef más importante, la cultura toda. Frente a ellos, los intelectuales y los artistas no tienen más cadenas que las de su propia formación. Los nuevos medios marcan las nuevas pautas de expresión y percepción de una sociedad moderna, de una sociedad socialista. La misma dificultad que encuentra un campesino para pasar de su pequeña propiedad privada a la granja del pueblo, encuentra el intelectual para incorporarse a los nuevos medios. Los intelectuales ya formados suelen interesarse en el cine exigiendo, como el campesino, una parcela de autoconsumo. Y, como al campesino, ha habido que aceptársela. Porque el proceso no se puede forzar a que no sea un proceso. Con el autoconsumo el intelectual ha tenido la ilusión de seguir siendo un poeta, un pintor, un músico. Luchar contra el capitalismo era luchar por estas migajas. Nadie se daba cuenta que era precisamente al capitalismo al que más interesaba prolongar la cultura individualista del intelectual, sobre todo si ésta no era determinante en la gran parcela, en la producción masiva de los medios. Al intelectual siempre le ha interesado más la libertad para hablar, para oírse, que la libertad para cambiar las cosas. El capitalismo no pone objeciones. Hacer de conciencia crítica desde su pequeña parcela, es en el capitalismo desarrollado, no un acto sino un acta de buena fe. En el socialismo es cuando menos un acto ridículo. Antes de la aparición de los medios la logia de artistas e intelectuales podía tener un cierto peso crítico en la sociedad. Después de los medios esto es sólo un medio narcisista. La opción no es asaltar los medios como si fueran el cielo. Para después lamentarse porque el capitalismo lo impide. O esperanzarse en que el socialismo lo admita. Los medios rechazan la cultura individualista del intelectual, exigen la desunión de la logia. Los medios, en el socialismo, son la posibilidad que se abre ante el intelectual para su proletarización. En el socialismo el
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intelectual no desaparece. Desaparece primero la "unión" de artistas e intelectuales. Esperábamos que en el socialismo la forma y el contenido en el arte cambiaran. Cambiaron radicalmente. La época de los medios es la época del socialismo. Las nuevas relaciones de trabajo que proponen los medios sólo pueden ser liberadas en el socialismo. N o surge una nueva conciencia en el intelectual si no existen para él nuevas relaciones de trabajo. El viejo sueño del arte moderno de rechazar el éxito y todo mecanismo de consagración puede volverse realidad en los medios. El éxito actual de la "estrella" no es más que una treta del capitalismo para obtener nuevas ganancias prolongando métodos viejos. Es también la forma de revelar la impotencia del capital frente a los nuevos medios. La potencialidad de los medios no será revelada totalmente hasta que no participen verdaderos intelectuales en lugar de simples mercenarios. Ojo. Los medios no son la computadora de las artes tradicionales. Los nuevos medios necesitan actores, escritores, pintores, músicos, cantantes, bailarines, etcétera. Pero también necesitan ingenieros, técnicos, obreros calificados. Necesitan sociólogos, historiadores, psicólogos, pedagogos, etc. Necesitan sobre todo asumir su función de arte industrial. Necesitan que no se siga poniendo el acento en la formación de artistas preindustriales. Los medios no viven sólo de arte ni mueren sólo de industria. Las artes tradicionales o preindustriales no son el peor enemigo de los medios pero tampoco son su mejor amigo. Hay que echar del templo a fariseos y oportunistas pero hay que cuidar la entrada de artistas tradicionales. Sobre todo porque los medios no son un templo. Hay que pensar que no se va a hundir el mundo porque el Arte no siga siendo el Arte y los Artistas no sigan siendo los Artistas. La coexistencia productiva entre las artes tradicio-
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nales y los nuevos medios depende de que jerarquicemos resueltamente estos últimos. Nada puede hacer más consecuente a las artes tradicionales en una sociedad socialista como que seamos consecuentes con los nuevos medios. No es muy justo decir que han sido los nuevos medios los que le han hecho la vida imposible a la novela. La novela vivió siempre de ilusiones cuando la ilusión era una forma de aprehender la realidad. Pero cuando la ilusión se convirtió ella misma en realidad gracias al desarrollo de la ciencia, la novela, como es natural, no se hizo más ilusiones. Desconcertada y concertadamente le dio a la ciencia lo que era de la ciencia y pasó ella al reino de otro mundo. El desarrollo abrumador de ciencias como la antropología, la sociología, la historiografía, la psicología, etc., es lo que realmente ha hecho posible que la novela se libere de intuiciones estériles y de una dramaturgia improductiva. Lástima que en el momento en que puede convertirse en una verdadera "fiesta del espíritu" la mayoría del mundo sea todavía analfabeta. Ese es su problema. Por eso todos los caminos no conducen a Roma sino a la revolución. Sería más justo decir que es la novela quien le ha hecho la vida difícil a los nuevos medios. Pero la novela preliberada. El cine, la radio y la televisión no han hecho otra cosa que prolongar en nosotros el siglo XIX. La novela no vive en la novela de hoy. Reencarnó en los nuevos medios. Por eso las artes tradicionales pueden mirar todavía por encima del hombro a los nuevos medios. Cuando un cineasta quiere modernizar el cine lo que quiere es liberarlo de la chica del diecinueve. Pero lo hace tentado todavía por el fuego de Prometeo. Quiere dar el ssalto pero cargado de conceptos y sensibilidades preindustriales. Para ese viaje no son ésas las mejores alforjas. Hay que hacer con los nuevos medios lo que la vida hizo con la escritura. Traquetearlos. Desinteresarlos del uso exclusivo del arte e
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interesarlos sin exclusividad en todo. Trabajarlos implacablemente como lenguaje y no sólo como medios de expresión artística. La escritura no se desarrolla solamente por el uso refinado de unos cuantos, sino por el uso y abuso de todos. La imprenta no terminó con el manuscrito sino que hizo posible su multiplicación. Hizo posible que todos manosearan la escritura. El lenguaje de los nuevos medios nació imprentado. No existe el manusaudio, ni el manuscine, ni el manusteve. El lenguaje de los nuevos medios exige un mundo más calificado que el que exigió la escritura. Su uso y abuso no es sólo un problema económico. El lápiz y el papel siguen siendo más económicos aunque no sea ilimitada la producción de papel. Pero los nuevos medios llegarán a tener resuelto este anacronismo. Hay que preparar las condiciones para ese advenimiento. La incorporación de psicólogos, historiadores, sociólogos, etc., a los nuevos medios debe jugar ese papel. Como personal calificado deben estar en condiciones de utilizar estos medios. No para vulgarizar la ciencia. Sino para contribuir a desarrolar este nuevo lenguaje. En realidad es una doble operación condicionante. La ciencia no puede dejar de ser rigurosa en el tratamiento de sus temas. Los medios no pueden dejar de ser rigurosos en la proyección popular de su lenguaje. La ciencia precisará más el rigor del nuevo lenguaje. El nuevo lenguaje precisará más el objetivo esencialmente popular de la ciencia. Los recursos expresivos de que disponen los nuevos medios no están ahí para amenizar los contenidos áridos de un tema científico, social o político. El interés de un tema científico está contenido en la revelación del propio tema sin necesidad de apoyaturas ajenas. A la ciencia, desde luego, no le será tan fácil divulgar sus conocimientos a través de los medios como le resultó con la escritura. Precisamente porque no se trata
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de divulgar conocimientos sino de hallar una nueva forma de conocimiento. Los medios, insistimos, no son sólo un medio para una mayor difusión del conocimiento. En realidad los medios no son medios de comunicación, son, sobre todo, la posibilidad de una nueva expresión y percepción de la realidad. Los nuevos medios llamados de comunicación (televisión y cine principalmente) contienen en sí mismo muchos medios de comunicación. Esta particularidad es la que posibilita hacer más significante y popular la revelación de los temas sin necesidad de que pierdan en rigurosidad. Pero además la incorporación de la ciencia puede ayudar, como en la novela, a precisar más la expresión artística de los medios. Un tema histórico, tratado científicamente en los medios, no sólo revelaría que la manera más interesante de dar la historia no es dramatizándola o novelándola, sino que obligaría a los medios a iniciar el camino de una dramaturgia más consecuente. Un análisis científico sobre las costumbres no sólo nos ofrecería una información más rigurosa e interesante de las costumbres, sino que revelaría, al mismo tiempo, la improcedencia del género costumbrista para revelar las costumbres. La ciencia, sin duda, puede contribuir también a liberar a los medios de intuiciones estériles y de una dramaturgia improductiva. Pero la nueva dramaturgia no podrá tener en estos medios la coartada de un mundo analfabeto. N o hay nueva dramaturgia si no hay una nueva proposición en la relación realidad—ficción. La exigencia de una nueva dramaturgia no la determina ningún capricho estético. El realismo implícito en los nuevos medios nos ha hecho perder la noción de realismo. La habilidad de la dramaturgia tradicional para convertir la ficción en realidad o la realidad en ficción, ha sido dramáticamente hipertrofiada en los nuevos medios. Justamente porque en los nuevos medios existe la
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posibilidad de precisar la realidad de ambas categorías. En lugar de evidenciar la ficción como una categoría más de la realidad, los nuevos medios, con su todopoderoso realismo, la han disimulado aún más como ficción. El disfraz ficticio de la realidad o el disfraz realista de la ficción pudo ayudarnos en la dramaturgia tradicional a reencontrar la realidad. (Aunque un objetivo fundamental en el teatro de Brecht es el de romper con estos enmascaramientos). En los nuevos medios la continuidad de esta dramaturgia es sólo posible al precio de una mayor alienación de la realidad. En el cine esta dramaturgia tradicional apenas ha sido alterada. En la televisión es más elocuente aún su aberración. El conjunto de los programas de un canal de televisión testimonia con menos pudor la dramaturgia que se esconde en un solo programa o en una sola película. La sucesión de programas no es más que la sucesión de aparentes opciones de realidad y de ficción. A un noticiero le sigue una telenovela, a un conferencista, un cantante de moda. Parecería que las opciones están bien diferenciadas. Sin embargo la telenovela se esforzará por hacernos ver que nos está ofreciendo la realidad, el noticiero tratará de ganar nuestro interés espectacularizando la noticia. El cantante animará su canción haciéndonos creer que proyecta sentimientos auténticos, el conferencista animará su tema tratando de ser tan simpático como el cantante. Esta relación engañosa entre realidad y ficción parece garantizar la variedad y el atractivo de la programación cuando en realidad es la forma de borrar las diferencias y agudizar la monotonía. Cuando el político burgués se maquilla para competir mejor con el comediante que le seguirá en turno, puede parecemos un acto ridículo. Pero cuando las escenas noticiosas de Vietnam tratadas espectacularmente llegan a insensibilizar, nos
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damos cuenta entonces que esta competencia tiene un único vencedor: el espectáculo como alienación de la realidad. Se dice que un programa de televisión está concebido para un público de mentalidad infantil. Es cierto pero no porque el contenido del programa sea idiota. Sino porque en el niño se da también esta mezcla de realidad y ficción. Pero la utilización que hace el niño de ambas categorías le sirve para madurar y crecer. Es su forma de aprendizaje de la vida. En él esta relación entre realidad y ficción es un acto completamente productivo. En la televisión es un acto regresivo. La imposibilidad de continuar desarrollándonos como adultos. En esta medida la televisión es infantil pero sin las posibilidades que para el mundo infantil tienen estas categorías. Sin embargo en los nuevos medios existe, como en ningún otro medio de expresión, la posibilidad de restituirnos la realidad. Una nueva dramaturgia, es decir, una nueva proposición en la relación realidad—ficción le daría al espectador la posibilidad de continuar su aprendizaje de la vida. Le daría la posibilidad de utilizar estas categorías en forma orgánica y natural como ocurre en el niño. El aprendizaje impuesto y autoritario cedería el paso al autoaprendizaje. Todo el secreto de la participación del espectador radica en esta posibilidad. Es más, los nuevos medios pueden contribuir a borrar las diferencias entre ocio y trabajo. Hay que acabar de romper el muro infranqueable entre el placer y la verdad, entre el trabajo y el ocio. Los nuevos medios no pueden seguir siendo sinónimo de nuevos tiempos libres. Hay que acabar de hacer como hace el niño para madurar y desarrollarse: hacer del juego un trabajo y del trabajo un juego. Por estas aguas navega el cine cubano en su fase actual. En la inteligencia, desde luego, de que, en estos momentos, nuestros mejores trovadores usan todavía la guitarra española. No son mejores porque utilicen la guitarra eléctrica.
Los cuatro medios de comunicación son tres: cine y TV
¿Por qué hoy se habla tanto de comunicación si la comunicación es un hecho tan viejo como el hombre? ¿Por qué se pretende presentar como una involución el camino recorrido desde la rueda hasta las naves espaciales, desde las señales de humo hasta las transmisiones vía satélite? ¿Por qué, en el siglo de la revolución en el transporte y en los llamados medios de difusión o comunicación, se habla precisamente de la incomunicabilidad en el hombre y de multitudes solitarias? ¿Qué provoca esta alarma? ¿Por qué se habla y se escribe tanto sobre el fin del arte, sobre una crisis en la cultura? ¿Hemos ganado o hemos perdido con este desarrollo científico-técnico? Una razón de nuestro desconcierto actual es que el auge en el desarrollo científico—técnico se caracteriza porque los cambios en la superestructura no marchan al ritmo acelerado de los que se producen en la infraestructura. Por otra parte, las innovaciones técnicas y tecnológicas se vienen produciendo con tal rapidez, que ni siquiera hay tiempo para discriminar aquéllas que justifiquen realmente las inversiones o para preparar a los especialistas capaces de afrontarlas. Sin embargo, el camino recorrido por la infraestructura en el transporte (tracción animal, máquina de vapor, automóvil, avión,naves espaciales),camino que, a su vez,ha estado acompañado por la aparición de las comunicaciones inalámbricas, los radares, etc., es incuestionable que ha hecho posible un
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mayor contacto entre los hombres. Como el camino en la infraestructura de la información (imprenta, radio, cine y TV) también ha procurado una mayor fuente de comunicación. Una diferencia existe, no obstante, entre el desarrollo de una infraestructura y la otra. La revolución en el transporte apenas ha sido perturbadora a los efectos de los cambios que ha generado: mientras que la imprenta, la radio, el cine y la televisión, no sólo han motivado cambios, sino trastornos de los cuales aún no nos hemos podido recuperar. La imprenta fue la primera máquina que hizo posible que la información llegara a grandes sectores de la población. Su incidencia en los cambios sociales que la sucedieron, nadie la subestima. La radio, el cine y la televisión ampliaron aún más esa posibilidad. Su consecuencia más elemental ha sido la necesidad de reorganizar la información con vistas a un aprovechamiento más específico de cada uno de estos medios. Con tanta más razón cuando el mundo se ha vuelto más complejo, y más compleja, por tanto, la información de la realidad, es decir, que la información coincida con la realidad. N o es objeto de este trabajo detenernos en las relaciones entre unas tecnologías (transporte) y otras (información), relaciones que han hecho posible convertir la información y la comunicación en una verdadera ciencia. Es obvio que hoy no es posible dirigir el Estado, las fuerzas armadas, una industria, sin el manejo más consecuente de la información y la comunicación. Apuntando, además, que las últimas innovaciones, motivadas fundamentalmente por la televisión (videotape, películas codificadas electrónicamente, holografía, TV—cable, etc.), están revolucionando vertiginosamente los servicios, en particular los relacionados con la educación y la salud pública. Analizaremos, aunque brevemente, la consecuencia más sensible de este crecimiento técnico y tecnológico: la importancia que ha llegado a tenerlo que conocemos por opinión pública.
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Con la prensa se da el impulso inicial a la consolidación de una opinión pública. Por primera vez va a tener un valor social la opinión de vastos sectores de la población. A más información, más posibilidades de formular criterios. El medio, al promover una mayor difusión de la información, favorece nuevas condiciones para la comunicación. El medio, por sí mismo, no es un medio de comunicación. Para que la comunicación exista, debe existir una interacción. El medio debe influir en la opinión, y ésta, a su vez, en el medio. La comunicación es la interacción que se establece entre el emisor y el receptor. En un principio, la prensa, y más concretamente los periódicos, tienen un carácter abiertamente partidista. Los periódicos proliferan con la aspiración de identificarse con un sector determinado de la población. Esta situación cambia radicalmente con el capitalismo avanzado. El proceso de concentración de capital -que también se cumple en la prensadetermina para ésta la necesidad de que los periódicos cuenten con un mayor número de lectores. En contraste con los primeros tiempos, se reducirá el número de periódicos y se aumentará considerablemente la tirada. Cada periódico comenzará a hablar como si el mundo entero se hubiera unido de repente. Pero en la realidad, la sociedad ha seguido dividida. Se inicia, entonces, la crisis de la opinión pública que no es otra cosa que la crisis de la comunicación. Esta situación alcanza proporciones aberrantes con la aparición de los nuevos medios. La radio, el cine y la televisión aumentan la información, pero dislocan aún más la comunicación. Los nuevos medios, llamados a enriquecer como nunca la información del hombre, se convierten, de hecho, en los canales más sofisticados de la desinformación. Los países de capitalismo desarrollado llegan a exhibir con impudorosa autosuficiencia su libertad de expresión. Pero la
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comunicación ha sido interrumpida. N o existe libertad para cambiar las cosas. Sus portavoces hablarán, entonces, del fin de la opinión pública. En realidad, es el fin de unas relaciones de producción que no se ajustan más al desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas. Cuando esas relaciones de producción cambian, ha ocurrido una revolución. La revolución elimina las clases antagónicas y hace posible que la sociedad se unifique sobre una base real de intereses comunes. Los medios pueden informar, en las nuevas circunstancias, sin contradecir las posibilidades y necesidades de la comunicación. La opinión pública, ahora la opinión del pueblo, es rescatada definitivamente como el factor clave de la comunicación. Principios e intereses comunes no significan uniformidad de criterios. Tomemos el ejemplo de nuestro propio proceso revolucionario. Jamás en la historia del país se soñó siquiera con los niveles de información y comunicación que existen hoy entre pueblo y gobierno revolucionarios. Incluso entre Cuba y el resto del mundo. A pesar del bloqueo, que perseguía, y persigue, entre otras cosas, incomunicarnos. La Revolución es una interacción constante, renovada y creciente entre dirigentes y pueblo. La Revolución crea las estructuras y canales idóneos para la participación del pueblo. Poderes populares, presencia de los sindicatos en los consejos de dirección, discusión y análisis de las leyes y de los planes técnico—económicos, asambleas de producción y servicios, organizaciones de masas en general, etc., son muestras de las vías más directas que, en la realidad, tiene el pueblo para expresar su opinión e influir en toda la gestión de la sociedad. Los medios de información, dentro de este marco, tienen todas las posibilidades para ser verdaderos medios de comunicación. Es decir, los medios de información no se limitan a obtener de la opinión pública un respaldo para la gestión del gobierno, sino que, al
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igual que los otros canales, procuran la participación del pueblo en dicha gestión. Con el socialismo, la libertad para hablar es también la libertad para cambiar las cosas. Pero los cambios en la infraestructura han perturbado también al arte. Y esta situación resulta mucho más compleja que • la ocasionada en la información. Es la consecuencia que pretendemos subrayar más en este trabajo. Simultáneamente hemos venido asistiendo al auge del llamado tiempo libre. La lucha secular de los obreros por reducir la jornada de trabajo, ha hecho posible que hoy las masas dispongan de un tiempo libre inconcebible hace apenas cincuenta años. Pudiera decirse, no obstante las irritantes diferencias que aún perduran, que el desarrollo científico—técnico ha corrido parejo con el desarrollo de este llamado tiempo libre. La Unión Soviética fue la primera en implantar la jornada de ocho horas, y en aplicar la semana de cuarenta y cuatro. En un futuro próximo, la URSS se propone llegar a la jornada de cinco horas con sólo cinco días laborables a la semana. Por otra parte, la vejez se prolonga y la mortalidad infantil se reduce. La vida de la adolescencia, al desaparecer la monstruosa explotación de los niños, adquiere una dimensión igualmente inusitada. La presencia de las masas irrumpe en la vida creadora como en ningún otro momento de la historia. Las masas reclaman un arte para hoy, para ahora, para este tiempo que han conquistado después de siglos de luchas y de sacrificios. Y es éste factor determinante el que cuestiona en nuestros días el concepto global de la cultura artística. El ocio de la aristocracia y de la burguesía motivó un determinado tipo de arte. Ese arte, asimilado criticamente, forma parte de nuestra herencia cultura. Pero los medios que hicieron posible la expresión de esas manifestaciones artísticas, fueron medios condicionados para satisfacer las necesidades de
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unas minorías, e impotentes, por tanto, para resolver hoy la demanda cada vez más presionante de las masas. Esta situación crea alarmas, pánicos, crisis, nostalgias por la vida artesanal, y anatemas de todas clases contra una abstracta sociedad industrial. El capitalismo desarrollado intenta encontrarle una respuesta con su pomposa industria del espectáculo, apoyada fundamentalmente en los llamados medios masivos de difusión. Es lo que se conoce por cultura de masas. Su objetivo más bondadoso -haciendo abstracción de su carácter represivo y alienador— es, por un lado, el de difundir a través de los medios masivos las obras de arte que han generado y generan los medios tradicionales; y, por otro, el de producir un tipo de recreación masiva que sirva de equilibrio a las fati-gas diarias del trabajador. Es decir, lo esencial de la respuesta capitalista es seguir convalidando la división de la vida del hombre en un tiempo de trabajo y en un supuesto tiempo li—bre. N o puede hacer más. Esa es su impotencia y una de las señales más elocuentes de su anacronismo como sistema social. El socialismo, en cambio, avizora una nueva cultura porque resuelve el problema fundamental. El socialismo no sólo reduce la jornada de trabajo, no sólo aumenta ese llamado tiempo libre, sino que libera lo esencial: el tiempo de trabajo del hombre. Al abolir la propiedad privada sobre los medios de producción y establecer nuevas relaciones de trabajo, el socialismo crea las condiciones para que el tiempo de trabajo influya en el tiempo libre y éste, a su vez, en el de trabajo, en forma tal que esta interrelación contribuya a superar la división del tiempo en el hombre. La cultura socialista tiene que ser, a su vez, una cultura solidaria. Es una de las herencias más nobles de la historia del movimiento obrero. Los obreros lucharon siempre por la
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reducción de la jornada de trabajo en solidaridad con los obreros del mundo entero. Es obvio que esta tradición se mantenga como uno de los pilares de la cultura socialista, cuando todavía hoy enormes sectores de la población mundial se mantienen en condiciones infrahumanas de trabajo. Pero, además, el internacionalismo proletario no puede dejar de estar relacionado con la solidaridad creciente en la vida cotidiana del hombre. La cultura socialista es también una cultura del trabajo. El capitalismo, mediante la explotación más despiadada a hombres, mujeres y niños, desarrolló su economía. El socialismo se desarrolla garantizando, desde sus inicios, la reducción de la jornada de trabajo, el pleno empleo, las vacaciones, la asistencia social, la educación y la salud pública. Los trabajadores, liberados de la explotación, provocan una nueva cultura del trabajo, conscientes de que trabajan para satisfacer sus propias necesidades y para acelerar el camino de su propio desarrollo económico. Pero esta cultura del trabajo se manifiesta no sólo en el esfuerzo extra que voluntariamente realiza el trabajador, sino en la utilización que hace de su tiempo libre. Este espacio él lo utiliza para su esparcimiento y recreación, pero lo necesita también para su superación política y educacional; objetivos que suelen mezclarse y que suelen perder eficacia al mezclarse. Por eso las manifestaciones artísticas no pueden hacer abstracción de esta doble necesidad, y, en consecuencia, es menester no confundirlas, sin precisar su diferencia (en un caso es evidente que prolongarán la jornada laboral), al tiempo que se trabaja para borrar esa diferencia. El eslabón más débil para lograr este objetivo es la ñamada recreación, habitualmente considerada como un pariente pobre de la cultura artística. Y, sin embargo, es justamente la recreación, con todo el peso que en ella tienen el cine y la televisión, la llamada a desempeñar un papel determinante
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en este objetivo inaplazable. Son con estos medios, dado el aumento del poder adquisitivo, con los que más directa y asiduamente se relacionan las masas. Y si es cierto que estos medios pueden favorecer un equilibrio a las fatigas diarias del trabajador, de ninguna manera pueden dejar de operar con la misma significación que cualquier otro medio consagrado de la cultura artística. Los medios tradicionales, como hemos dicho, estuvieron y están condicionados para satisfacer las necesidades de una minoría. Los nuevos medios que son el cine y la televisión no pueden limitarse a ampliar las posibilidades de difusión de las artes ya existentes, sino, sobre todo, deben encontrar su propia respuesta expresiva para satisfacer las necesidades de las mayorías. Con todo, el punto de partida es el socialismo y su posibilidad de liberar el tiempo del trabajo. El capitalismo desarrollado se esfuerza por humanizar el proceso de producción a sabiendas de que esto incide en el aumento de la productividad. Pero en el socialismo, además, el trabajador empieza a verse reflejado en el resultado de toda la actividad y de toda la gestión pública; es decir, con el socialismo el trabajador inicia su proceso de desalienación. El socialismo crea las condiciones para la participación de los trabajadores en la dirección de la producción y del Estado. Y es esta situación la que va a generar en él nuevas y superiores necesidades que buscará satisfacer en su tiempo libre. De ahí, que es el propio tiempo del trabajo, en las condiciones del socialismo, el que va a contribuir, en primera instancia, a hacer del tiempo libre (y por lo tanto el de la recreación) un tiempo verdaderamente útil. Es el trabajo, no por sí mismo, no como maldición divina, sino como proceso desalienador, el que hará de todos los tiempos un único tiempo libre y productivo. Con el desarrollo de la imprenta surgen la litografía y la fotografía. Se inicia "la época de la reproducción técnica de
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la obra de arte". El carácter original, único, de la obra de arte es cuestionado inmediatamente como sinónimo de autenticidad. Al concepto de autor se le empiezan a exigir nue-vas connotaciones. Cuesta trabajo llamarles artistas a los que hacen posible una nueva expresión vinculada directamente a las posibilidades de la reproducción técnica. La fotografía encuentra grandes resistencias para que se le conceda categoría de arte. Igual ocurre con el cine en sus inicios. Y a la televisión, todavía hoy no se le acaba de otorgar semejante prestigio. Es necesario señalar que lo que conocemos habitualmente como los cuatro medios de comunicación (prensa, cine, radio y televisión) exigen una jerarquización. No tanto por los resultados expresivos de cada uno de ellos, sino por las distintas consecuencias que provocan en el concepto global del arte. Hay una diferencia elemental entre el cine, la radio y la televisión, en relación con la imprenta. Esta última se limita a difundir y reproducir la obra de arte. Los otros, además, aumentan las posibilidades de ver y oír del hombre. Es decir, no sólo en su función de difundir la realidad, sino en la de captarla. Son máquinas que se convierten en verdaderas extensiones de estos sentidos del hombre. De los tres, por otra parte, el cine y la televisión complejizan aún más la noción tradicional del arte. El cine y la televisión hacen posible la aparición de un nuevo lenguaje: el lenguaje audiovisual. Esto no significa subestimar la radio, sobre todo si tenemos en cuenta el peso que todavía tiene en nuestros países. La radio no puede colocarse como un simple relleno dentro de la reestructuración que para la información y el arte determinan esencialmente los nuevos medios que son el cine y la televisión. El desarrollo científico-técnico y su culminación en la era electrónica -como se le llama a veces- no sólo ha propiciado la aparición de nuevos medios de expresión artística, sino que ha revolucionado los ya existentes. Ello ha motivado
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también alarmas justificadas en todos aquellos para los cuales el arte no puede prescindir de los principios que tradicionalmente lo han caracterizado como tal. Es el momento de los apocalípticos. Tienen razón. Están asistiendo, impotentes, a un hecho inusitado: la conversión del arte (del culto) en un arte definitivamente pagano, es decir, popular. El paso del artesanado al proceso industrial, el desarrollo creciente de las fuerzas productivas, hacen posible la producción masiva de todos los objetos que hoy nos rodean. El hecho de que el objeto pueda volverse pagano, es decir, que pierda toda su motivación religiosa, su culto individual, se pretende mostrar como un síntoma de banalidad, como un empobrecimiento de la cultura. Cuando esta conversión debe ser —no importa, por transitoria, el fetichismo desmesurado que provoca- una de las consecuencias más saludables del desarrollo científico—técnico en las artes preindustriales; en este caso, en las artes plásticas. Es imposible seguir definiendo al arte y al artista con los mismos valores que existían cuando la única opción (típicamente burguesa) era la del cuadro de caballete: como es imposible seguir formando al artista al margen de la nueva situación. Hoy se hace evidente de nuevo que el arte y la ideología no están sólo en ese cuadro que colgamos de las paredes, sino también, y sobre todo, en la ropa, el calzado, los muebles y en cuanto objeto convive con nosotros. La posibilidad que ofrece el desarrollo científico-técnico de volver a relacionar al artista con el proceso de producción, y al arte con la vida cotidiana, es inapreciable para el socialismo. Otro tanto se podría decir de la música. Las nuevas técnicas de reproducción, grabación y ampliación del sonido, así como la aparición de equipos con posibilidades de generar nuevos sonidos, provocan una nueva concepción del músico y de la música. Su actividad ya no tiene que estar limitada a la reía-
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ción con ese llamado tiempo libre del trabajador. También el músico puede insertarse de nuevo en todo el proceso de producción, y participar no sólo en el sonido de un espectáculo musical, sino en el de toda una comunidad, una fabrica, una vaquería etc. Incluso la apreciación musical en los niños puede ampliarse a la apreciación general del sonido: ruidos inútiles, gritería, hablar en voz alta y atropelladamente, etc. Sin embargo, son los nuevos medios —cine y televisiónsurgidos directamente de la revolución científico-técnica, los que más han dislocado el concepto global del arte. El cine y la televisión no sólo son medios de información, no sólo amplían las posibilidades de la reproducción de la obra de arte, sino que son, además, nuevos medios de expresión artística. Es decir, son nuevos medios de expresión artística, y no son sólo medios de expresión artística. Por eso es difícil integrarlos al resto de las manifestaciones artísticas. Por eso es improcedente, por ejemplo, llamar al cine el séptimo arte. Y si es evidente que estos medios determinan la necesidad de reorganizar la información, debía ser mucho más evidente que también condicionan una nueva y más eficaz distribución de las funciones de la cultura artística. En esto radica su verdadera importancia. Revelar esta importancia es conocerlos mejor, y viceversa. Si bien es cierto que apenas existen diferencias fundamentales entre el cine y la televisión, apoyaremos nuestras observaciones en esta última, en cuanto medio más joven (apenas unos cuarenta años) y más perturbador para el concepto tradicional del arte. Hay que reconocer, en primer lugar, que hoy en día la televisión influye hasta al cine. Cuando el cine surgió, fue influido inmediatamente por sus parientes más ilustres: el teatro y la novela. Poco después, el cine acabó influyendo en ellos. Algo parecido ocurrió con la televisión. Al principio, ésta
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fue influida por el cine, pero no pasó mucho tiempo sin que el cine sintiera la influencia de la televisión. Esto lo provoca no sólo el hecho de que hoy casi todas las innovaciones técnicas y tecnológicas vienen de la televisión, sino el uso que la televisión hace del tiempo, lo cual ha determinado la utilización casi sistemática del plano—secuencia en el cine. La televisión ha resumido, además, todo el proceso de producción, distribución y exhibición. Ella es todo eso a la vez. El carácter efímero de un programa de televisión cuestiona uno de los pilares más sagrados del arte: su valor de eternidad. Shakespeare, se dice, es nuestro contemporáneo. Los teatristas, siglo tras siglo, representan a Hamlet, dado el carácter universal y eterno de su condición humana. Este concepto comienza a ceder con el cine, y se desploma completamente con la televisión. Se hace muy difícil para un cineasta, después de ochenta años de inventado el cine, sentirse motivado a filmar de nuevo El acorazado Potemkin. El acorazado Potemkin se exhibe de nuevo. La vigencia posible se la da el espectador. Pero no se filma de nuevo. Adaptarlo a nuestra época o a la del año tres mil no se vislumbra como un necesidad real. Sus valores nos enriquecen hoy y puede que en el año tres mil, pero sin necesidad de asumirlo ya como un valor absoluto, como un valor sagrado. El programa de televisión exacerba los últimos cimientos de esta actitud frente a la obra de arte. El carácter efímero de un programa de televisión, considerado habitualmente el hecho que mejor lo define como un medio trivial, es su rasgo más profundo. Ningún medio de expresión puede contribuir como la televisión, precisamente por este rasgo, al proceso de desacralización del hombre. Los programas de televisión puede que se guarden o no en un almacén. Pero este almacén o archivo no representa ya el templo que supone un museo y aún una cinemateca. Perder toda actitud religiosa frente al arte no es síntoma de
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frivolidad o de irrespetuosidad frente a la obra de arte. El respecto al arte debe ser cada vez más conciliable con el verdadero respeto hacia uno mismo. Con la televisión, las masas tienen la posibilidad de encontrar un formidable punto de apoyo no sólo en el camino hacia la humanización del hombre, sino hacia el establecimiento, además, de una relación menos religiosa con las otras artes. La televisión es el fin del culto del arte o, lo que es lo mismo, del arte—culto. La función de la crítica también es cuestionada por la televisión. Se puede criticar una novela, una danza, una obra de teatro y hasta una película. Pero no se puede criticar tan fácilmente un programa de televisión. Es imposible pedirle a un crítico de televisión que se pase todos los días en su casa mirando la televisión, desde que empieza hasta que termina, y, además, simultaneando diferentes canales. La única solución posible sería absurdamente cuantitativa, y exigiría un grado de especialización realmente enloquecedor. Es como si existieran críticos de cine para películas dramáticas, otros para películas musicales, otros para comedias, etc. Lo grotesco de una situación semejante da la medida de que la función de la crítica, en este medio, no puede concebirse en los términos tradicionales. Pero lo importante es que, al mismo tiempo, pone en evidencia el papel circunstancial de toda la crítica en general; mediadora entre un arte y unos receptores que perdieron, con la división de la sociedad en clases, su vinculación natural y orgánica con las manifestaciones artística. El cine y, más aún, la televisión, exigen de nuevo una relación como la que, en su tiempo, tuvieron los relatos, la danza, el teatro, es decir, cuando eran manifestaciones verdaderamente populares. Estos medios exigen una sociedad en que desaparezca para siempre la división de clases. Sin embargo la crítica no tiene que desaparecer; tiene que cambiar. Sobre todo, revelar sin
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tregua su carácter transitorio y circunstancial. La crítica no puede permanecer solamente en el plano de revelar lo nuevo de cada obra de arte, y, mucho menos, apoyándose en el fácil y pretencioso expediente de tomar por inculto a su interlocutor. Para la crítica de televisión, por ejemplo, debe ser más importante toda la programación de un canal que un programa aislado. Como debía serlo también para el cine. En el cine, la programación de la producción y la programación de la distribución se mantienen separadas. La cinematografía, al ser también una industria, ha contribuido a abrir el concepto de autor único. El director de cine, desde que nace, es un artista integrado directamente a un proceso de producción. Pero el cine ha hecho surgir un nuevo tipo de artista: el responsable de la programación. El director de programar la producción debe ser, por lo menos, tan calificado como un director de cine. Su novedad consiste en que su trabajo no adquiere, públicamente hablando, la significación individual que todavía mantiene el director de cine. Su trabajo se limita a hacer el plan temático de producción y a velar sistemáticamente por el resultado cualitativo e ideológico de cada una de las películas que componen dicho plan. Su iniciativa, su verdadero poder de creación, se concentra, sobre todo, en afrontar cotidiana y globalmente toda la producción -sujeta siempre a múltiples imponderables— como si se tratara del montaje o edición de una sola película. De él se puede decir que está en todas las películas y que no está en ninguna en particular. Su realización personal termina justamente donde comienza la del director individual. Es decir, es la primera avanzada de un artista que comienza a confundirse en los otros. Otro tanto se podría decir del programador de la distribución, quien tiene que concebir la exhibición de las películas nacionales y extranjeras como si se tratara también
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del montaje de una sola película; montaje, asimismo, sujeto a múltiples contingencias y determinado por muchos y muy variados factores. En la televisión, la situación es más radical todavía. Si en el cine el capitalismo puede todavía disimular la relación entre artista y Estado, hipertrofiando el papel del artista y aparentando que la exhibición de películas es solamente el resultado caótico de la gestión particular de los comerciantes, en la televisión le es mucho más difícil esta manipulación. Se suele decir, de un país capitalista: qué buena o mala es la película del realizador tal. En el área socialista, se dice qué buena o mala es la película del país tal. Pero en la televisión, tanto en el socialismo como en el capitalismo, se dice que buena o mala es la televisión de tal país. Pueden los artistas, cantantes, animadores y hasta directores llegar, individualmente, a los niveles más altos de la fama; pero la gente valorará siempre la televisión en su conjunto. Tanto para el telespectador como para el artista, resulta difícil desvincular un programa del espacio que ocupa dentro de la totalidad de programas que se exhiben. La totahdad de programas que se exhiben es la programación. Es decir, la programación es el ordenamiento, la jerarquización, la composición de los programas que se exhiben diariamente. Es también como si toda ella fuera el montaje de un único y variado programa. Sólo que este montaje se concibe como único tanto para la producción como para la exhibición. Por eso no existe una doble programación como en el cine, porque, como ya hemos reiterado, producción, distribución y exhibición son una sola cosa en la televisión. El responsable de la programación en la televisión desempeña, él solo, el papel que en el cine hacen el programador de la producción y el de la exhibición. Él es ese personaje anónimo, distante, que permanece detrás de la fachada. Carac-
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terística plausible por la humildad que ello representa, pero, al mismo tiempo, peligrosa por la posibilidad que encierra de escapar a los rigores de la crítica. Él debe tener, evidentemente, tanta o más calificación artística que los del cine. Su trabajo es doblemente significativo a los efectos del resultado de toda la programación, del comportamiento diario de ésta y de su habilidad para afrontar cuantos imponderables tiendan a desequilibrarla. Tomemos el ejemplo de un caso típico de programación: programas informativos, de orientación, de recreación, infantiles y de educación. La organización normal es la de que cada uno de estos bloques tenga su responsable, y la de que cada uno de estos responsables esté subordinado a un responsable general. El realizador del programa no puede permanecer al margen del bloque al que pertenece; el responsable del bloque no puede ser indiferente a la composición general de la programación. La interrelación de los responsables es compleja, porque es compleja la interrelación de los distintos bloques. La composición general de la programación no está configurada por la yuxtaposición de los bloques, sino por el espacio que cada programa ocupa, independientemente de su bloque, dentro del espacio general de la programación. Y eso es el trabajo fundamental del programador general con las características que ya hemos apuntado. Se comprenderá que la atención artística que requiere la televisión es doble. Podríamos llamarla vertical, en cuanto al comportamiento diario de la programación y, horizontal, en cuanto a las alteraciones que puede sufrir en su desarrollo cotidiano. Para el crítico es indispensable conocer toda esta estructura, que normalmente se le escapa al telespectador y, en consecuencia, poner más atención al conjunto que al programa o al programa pero sin desvincularlo del conjunto. Esto no sólo facilita y hace más productivo su trabajo, sino que, al mismo tiempo,
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va contribuyendo a una relación cada vez más orgánica entre el telespectador y el programa, es decir, a una vinculación que llegue a prescindir del crítico como simple mediador. Pero la televisión va más lejos aún. (Todo lo que el cine ha podido disimular, ella siempre lo revela en la forma más descarnada). La televisión cuestiona la razón de ser de un artista: manifestarse, no por obligación o deber, sino cuando siente la necesidad de expresarse o comunicarse con los otros. Cómo es posible para un artista de la televisión expresarse sólo cuando siente dicha necesidad? Una obra de teatro, por ejemplo, para que la vean cien mil personas, se representa durante un año. Una película necesita sólo de un mes. Un programa de televisión, de un día. Hablando en términos gruesos, esto quiere decir que el teatrista dispone de un año para hacer una obra, el cineasta de un mes y el autor de televisión, sólo de un día. N o es posible que la calidad en la televisión pueda obtenerse mediante la productividad artística que permite el teatro. No se puede satisfacer la demanda que el medio genera sin hallar la propia productividad artística del medio, y sin cuestionar, o colocar de otra forma, el principio consagrado por la expresión individual. El capitalismo tiene su respuesta comercial compensada con espacios o canales culturales que, de hecho, no son más que canales o espacios no rentables de la televisión comercial. El socialismo no puede admitir esta vergonzosa impotencia. En el capitalismo es el dinero el motor principal de toda la gestión de estos medios. En el socialismo, debe serlo su jerarquización social determinada por la reestructuración de la cultura que posibilita el propio sistema de acuerdo a los intereses de los trabajadores. Un novelista no tiene por qué ser más importante que un escritor de televisión. Aunque, dado su carácter industrial, estos medios abren el camino de un trabajo más colectivo.
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Pero la jerarquizacion del medio es indispensable. Aun contando con ella, existe siempre el peligro de que sean los mediocres y no los más calificados los que trabajen en éste. Estos medios, sobre todo la televisión, presentan la diabólica situación de posibilitar, por un lado, el encuentro más prometedor con un auténtico arte popular; y, por otro, pueden banalizar el arte y la cultura como ningún otro medio de expresión. Ocurre otro tanto a nivel individual. Un artista, con relativa facilidad, puede alcanzar una popularidad totalmente desproporcionada con sus verdaderos méritos. (La televisión puede hacer famosa, de la noche a la mañana, a una pastilla de jabón; con mucha más razón, a un ser humano). Está ocurriendo ya, en algunos países, que los jóvenes, impregnados por el espíritu científico—técnico de la época, no se interesan por estudiar actuación. La jerarquizacion, por ello, es también necesaria para motivar un interés más profundo en el conocimiento de estos medios. Pero el conocimiento no puede limitarse a la técnica o a la tecnología. Se suele pensar que la técnica y la tecnología resolverán la productividad que exige el medio. En parte. Y sobre todo porque condicionan una nueva formación en el artista. N o se puede concebir un especialista de estos medios sin que sepa qué cosa es una microonda, una película magnética, una frecuencia modulada, etc.. Como buen hijo de la revolución científico-técnica, cuando oye hablar de humanismo en el arte, se pregunta inmediatamente si el medio no estará dañando la vista de los hombres. Una vez más, la televisión golpea con fuerza irreversible el papel de brujo de la tribu asignado tradicionalmente al artista. Los verdaderos artistas son los primeros en alegrarse. Los grandes artistas de todos los tiempos siempre han sabido que su arte no es sólo producto del talento, sino también del trabajo, de la adquisición modesta, paciente y laboriosa de una técnica. Con todo,
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la técnica y su exhibicionista utilización, no son lo determinante. El desarrollo de la técnica debe contribuir a excluir la actividad mecánica del hombre, no la creadora. Aunque en estos medios ocurre, con frecuencia, lo contrario. Por otra parte, liberar la actividad creadora no significa incrementar el papel de médium en el artista. El proceso de humanización del hombre es también la historia de la desacralización del hombre y, por tanto, del artista. La actual inspiración del artista tiene todavía sus raíces en el "santo" que le bajaba al brujo de la tribu. La inmadurez emotiva, la represión de los sentidos, tienen también su historia. Pero ella no es el objeto de este trabajo. El tema requiere, por sí solo, otro análisis. Baste señalar que en las circunstancias actuales no podemos prescindir de las dos posibilidades: el artista más descaracterizado como tal por su relación con los nuevos procesos productivos, pero también el artista todavía motivado por su inmadurez emotiva y su desajuste sensorial. Por el momento, insistamos en que el desarrollo de la técnica y la tecnología no puede operar sino como un punto de partida para alcanzar los nuevos conceptos que hagan posible encontrar la productividad expresiva de estos medios. Hallar esa respuesta es también la forma de contribuir a conciliar la necesidad individual con la demanda social, es decir, con las necesidades del pueblo, y es también la forma de contribuir a romper definitivamente el cordón umbilical con el brujo de la tribu. N o es sólo estéril, sino hasta peligroso, medir la calidad de un filme o de un programa de televisión con los patrones que sirven para medir los de una obra de teatro o una novela. Podemos observar que al cine se le sigue concediendo un prestigio en tanto que medio capaz de provocar la reflexión como puede hacerlo la novela. La televisión, ansiosa de jerarquía social, se apresura a imitar torpemente al cine. Todo
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parece indicar que esto no conduce más que a un callejón sin salida. Ni el cine es novela, ni mucho menos lo es la televisión. Exigirle a un director de cine o de televisión lo que pudo darnos Tolstoi, es malograr las verdaderas posibilidades de estos medios. Debemos entender que su novedad principal es la perspectiva que tiene de articularse como un nuevo lenguaje. La novela, y hasta el propio teatro, pertenecen al lenguaje escrito. La escritura ha alimentado la reflexión en el hombre apoyada en un único sentido: la vista. El lenguaje audiovisual se apoya simultáneamente en la vista y el oído. Su misión parece ser no la de reforzar la reflexión por vía directa, como ya lo hace la escritura, sino la de auxiliarla reactivando, ampliando y equilibrando las posibilidades sensoriales del hombre. Esto permite suponer que es completamente artificial un antagonismo entre la escritura y el lenguaje audiovisual. Al contrario. Este último puede motivar considerablemente la lectura. Puede haber antagonismo, y hasta frustración, si se le exigen a estos medios las posibilidades que pertenecen a la escritura. El lenguaje audiovisual, por otra parte, es un lenguaje en formación. N o es gratuito afirmar que se puede decir con más facilidad que existen buenas o malas novelas que buenas o malas películas o programas de televisión. En la novela, la diferencia estará marcada por el talento del autor; en la película o el programa de televisión, no sólo por el talento, sino, además, porque responden a un lenguaje del cual aún no tenemos su pleno dominio. Esto explica que, a veces, nos interese más una película de las llamadas comerciales que otra de una elaboración más refinada. Cada vez que utilizamos este nuevo lenguaje como expresión artística, sus puntos de referencias son preferentemente los que nos proporcionan las otras artes, más que los que nos va ofreciendo el propio len-
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guaje. Tal vez éste sea el mayor peligro que I I W Í H M Í SU desarrollo. Trabajarlo como lenguaje, explorando los caminos más alejados de la expresión artística, puede ser la vía que mejor conduzca al encuentro de su propia productividad expresiva. Hemos de observar que un cineasta o un autor de televisión se sienten más motivados que un novelista al hacer un reportaje, un ensayo, un análisis de la realidad. N o es poco significativo que los cineastas se encuentren en primera fila entre quienes están afrontando, sin necesidad de dramatizarla o novelarla, la historia de la América Latina. Para ellos, el medio, en cualquiera de sus posibilidades, se les presenta siempre como un medio de expresión artística. Este esfuerzo por hallar la propia productividad del medio, exige una visión inédita de su comportamiento. Una de las visiones posibles es la de observar la utilización que hace de las mediaciones. El cine y la televisión pueden mostrarnos la realidad como si no existieran mediaciones entre la realidad que ofrecen y la realidad misma. Sin embargo, no podemos dejar de tener en cuenta que las mediaciones han facilitado siempre que nadie confunda la realidad con el arte y, en la medida que más se han evidenciado, han sido mayores las posibilidades de que el arte nos ayude a percibir la realidad. Todos los artistas, de alguna manera, se han empeñado siempre en evitar engaños e ilusiones inútiles. Prueba de ello, elocuente y cercana, lo es Bertold Brecht en el teatro. ¿Qué pasa con el cine y la televisión? Los nuevos medios documentan, en presente, la realidad que muestran. Ésta, su otra novedad, dificulta generalmente hacer un buen uso de las mediaciones. Una película, por ejemplo, por mucho que se esfuerce para documentar sobre el personaje que hace un actor, no podrá evitar documentar, al mismo tiempo, sobre el comportamiento
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real del actor frente a la cámara. Para el cine es decisivo saber cuándo es útil o no escamotear al actor como mediación del personaje. Fingir que el actor es el personaje, como suele hacerse, es habitualmente un engaño cuyas consecuencias las sufre en primer lugar el propio cine. El verdadero personaje es siempre el actor, sea profesional o no. Ello explica que al pueblo siempre le hayan interesado más los actores que los personajes, o los personajes cuando ellos mismos son los actores, como es el caso de Charlot. Al registrar el cine directamente la realidad, no podemos subestimar el hecho de que ha generado la posibilidad de acercarnos más al hombre real. Esta posibilidad satisface obviamente una necesidad profundamente humana. Necesidad que han explotado los comerciantes desarrollando el sistema de estrellas. La estrella es esa posibilidad que se manifiesta independientemente de la personalidad del personaje que interpreta, apoyándose en gestos, expresiones y actitudes artificiales, que magnifica para que sean fáciles de identificar. El interés que motiva es al precio de hacernos perder el interés en nuestra propia personalidad. Todo lo contrario que lo que nos procura una auténtica personalidad, la cual tiende siempre a reforzar la nuestra. Los anunciantes aprovecharon esta misma situación en la radio. Estimularon la aparición de las voces más excepcionales y diferentes. Mientras más artificiales y exóticas, más fáciles de identificar con los productos que pretendían vender. Todo ello - y es lo importante— no es más que la respuesta aberrante a una necesidad legítima: la necesidad de conocernos mejor. Por eso el cine no puede dejar de hacer un uso más consecuente de las mediaciones. Se trata de que pueda acercarnos directamente a la realidad evitando que las mediaciones se conviertan en fuegos artificiales que bloqueen la percepción; o que pueda representarnos la ficción como una categoría explícita de la realidad, evitando
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que las mediaciones generen un esfuerzo improductivo en nuestras posibilidades de percepción. De la televisión se podría decir lo mismo, y aún más, teniendo en cuenta que también nos ofrece más. Como el cine, la televisión registra directamente la realidad, pero además - y es la convulsión total en la utilización del tiemponos la ofrece en el momento en que se está produciendo. Es el realismo entendido literalmente y no en su forma metafórica. U n Hamlet zurdo por la televisión es mucho más notorio que en el teatro; cuando en la televisión un personaje se abalanza agresivamente sobre la pantalla, no podemos dejar de pensar que la agresividad va dirigida contra el camarógrafo que lo está televisando. La televisión deja de ofrecerse como simple testimonio para convertirnos directamente en testigos. Es la inusitada situación de un medio de expresión que se niega a sí mismo para cedernos la oportunidad de que seamos nosotros quienes nos expresemos. Desde ese punto de vista, la televisión es el medio que más podría favorecer que el hombre sea cada vez menos pasivo frente a sus propias posibilidades. Esta situación no tiene por qué alterarse con la aparición del videotape. El videotape es importante no sólo porque permite un mayor y mejor aprovechamiento de la fuerza de trabajo y de los recursos, sino, sobre todo, porque sigue permitiendo registrar el hecho real en el tiempo real, pero excluyendo ahora los elementos parasitarios e inútiles. El videotape puede ser una mediación productiva como productivamente puede coexistir con la televisión en vivo. Todos sabemos que la televisión no soporta una mesa redonda, una conferencia de prensa, en las cuales las preguntas y respuestas hayan sido fabricadas de antemano. Como sabemos, con referencia a los programas competitivos o de preguntas y respuestas —que habitualmente eran tan humillantes
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como estúpidos— que no se podría explicar su éxito sino es porque sirven de pretexto para mostrar comportamientos reales del hombre y porque ponen en evidencia la importancia que tiene el juego en el proceso cultural del hombre. El afán de cercanía con el hombre real, es ampliado por la televisión con tal fuerza, que no es una casualidad que abunden más los planos cerrados en la televisión que en el cine. Como no es una casualidad que abunden tanto los programas de familias, o los programas conducidos por parejas o matrimonios. Lamentablemente, los programas de familias distan mucho de presentar lo que es la realidad de la familia; y los programas de parejas están muy lejos de presentar lo que son esas parejas en la reaÜdad. Como siempre, el medio es una moneda de dos caras. Y las mediaciones en la televisión pueden hacerse aún más invisibles que en el cine. De todas maneras, lo que pretendemos señalar es que la importancia que adquiere la presencia del hombre real nos revela las posibilidades de un uso más consecuente con el medio. La televisión ha hecho surgir un nuevo tipo de actor: el animador. Con el animador, la televisión más que el cine, revoluciona el concepto tradicional del actor. Revolución clave para hallar la nueva dramaturgia del medio. El animador es ese actor capaz de representarse a sí mismo. El hombre que proyecta, ante cualquier circunstancia, sus verdaderas y auténticas fuerzas expresivas. El mejor animador del mundo es la prehistoria de lo que será un día el verdadero actor de televisión. Hoy, un buen animador no se limita solamente a amenizar un programa utilizando sus recursos expresivos, sino que nos muestra el programa como si la estructura del mismo la estuviera construyendo en el momento. El grado de espontaneidad que revela el programa es mucho más determinante, para hacerlo atractivo, que los números individuales que lo componen. El animador de hoy es el precursor de un
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artista que será actor, escritor y director de una realidad que se produce y es producida en el momento. Estará en condiciones de improvisar acciones propias y ajenas. Motivará y será motivado a su vez. Estará capacitado para hacer el montaje, en vivo, de las situaciones provocadas, en una interacción orgánica con las mismas. Su misión tendrá la nobleza de acercarnos cada vez más al hombre real y a sus circunstancias. Se comprenderá que su calificación tendrá que ser mucho más compleja que la que nunca soñó un actor de teatro. Esta imagen del animador, y lo que ella prefigura, ejemplifica lo que debe ser la formación de cualquier actor destinado a trabajar en estos medios. El prestigio de un actor de teatro ha estado condicionado siempre por la cantidad de personajes que era capaz de interpretar. Es decir, por adquirir una técnica que le permitiera ser cualquiera menos él mismo. La posibilidad que ofrecen estos medios al actor es la de desarrollar, además, y sobre todo, sus propias potencialidades expresivas,© sea, la de ser ellos mismos. El estudio de este fenómeno deberíamos considerarlo como una de las pistas más abiertas que pueden conducirnos hacia la productividad reclamada. Estos medios presentan, sin embargo, un engorroso inconveniente: no poseen la relación directa, viva, con el público; nudo esencial para la comunicación (influir y ser influido), cordón irrenunciable para su mejor destino. La aparición de máquinas que tienden a interponerse entre el hombre y la realidad, incluso a comunicarse entre ellas, como es el caso de los radares y las computadoras, ha hecho, en relación con el cine y la televisión, que aumenten, como ya hemos explicado, las posibilidades de ver y oír del hombre; pero también que esas máquinas se conviertan en un fuerte valladar para la comunicación directa. La televisión ha llegado a extremos delirantes. Los programas en vivo, con asistencia de público en el estudio, están marcados por señales
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lumínicas que indican en qué momento se debe aplaudir, hacer silencio y hasta reírse. El problema es grave, porque conspira seriamente contra el desarrollo del medio; pero, ade-, más, porque todo en nuestra sociedad debe conducir, cada vez más, a una mayor activación del hombre. Tomemos el ejemplo de nuestra música popular. La música popular llegó a convertirse en una de las manifestaciones más logradas, auténticas y fuertes de nuestra cultura. Puede decirse que es la manifestación artística que pudo resistir mejor los nuevos mecanismos de la colonización. Una de las claves lo fue, sin duda, la relación directa que pudo mantener con el pueblo. La música cubana se desarrolló al calor de barrios sin fronteras, es decir, sin una división tangible entre autores y espectadores; en el teatro bufo, que se manifestaba como asamblea libre donde se aprobaba o no la música y el baile que la interpretaba; y en los salones donde el pueblo directamente la bailaba. Esta comunicación fue decisiva para su desarrollo. El pueblo, como espectador, nunca resultó pasivo. Los músicos lo motivaban, y éste, a su vez, motivaba a los músicos. La música se interpretaba para generar la participación, para solicitar un acto de creación en el pueblo: el baile. La evolución de la música popular es la evolución de una coreografía creada por el propio pueblo, y viceversa. Hoy en día, cuando la televisión nos muestra una orquesta popular, se pierde la relación viva entre receptor y emisor, es decir, entre pueblo y músico. El receptor es reducido a simple espectador. Espectador, además, de una manifestación sonora que, obviamente, es para oír, no para ver. De ahí la necesidad de que los músicos, ante las cámaras de televisión, hagan cosas para ver, se muevan, bailen y hagan payasadas. La orquesta se vuelve autosuficiente. El acto que pertenecía al pueblo, ahora lo acapara ella. Es el propio músico quien oferta el baile que debe servir de pauta al pueblo. Es un acto suicida. Para el
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músico y para la música. Uno y otra pierden la oportunidad de saber (las encuestas no sustituyen la relación viva) si evolucionan o no auténticamente, es decir, consecuentes con las necesidades legítimas del pueblo. De hecho, es un acto de castración para la música y para el pueblo. A pesar de todo, el medio puede afrontar y, por tanto, superar esta situación. Hay una base viva que continúa manifestándose y a la cual se hace imprescindible concederle el máximo de importancia. Están los bailables, y están los centros nocturnos o cabarets. Focos, en nosotros, todavía potenciales de un acto vivo. Ni unos ni otros pueden concebirse como zonas donde el pueblo acude a disipar el cansancio. Unos y otros deben ser escenarios donde el pueblo se exprese y sea expresado. En ningún caso se pueden tratar como simples y banales momentos de recreación. Y están también las escuelas, donde el músico no se puede formar al margen de la relación directa con el pueblo. Pero toda esta situación presenta matices aún más complejos. La información, digamos, se desarrolla unilateralmente. Hoy existe más diferencia que antaño entre la información que posee el especialista y el destinatario. En los orígenes no existía diferencia alguna. En el momento de mayor auge (sigamos con el ejemplo de la música para sintetizar el problema), apenas se hace sensible. Podríamos decir que la música popular se desarrolla como una manifestación cerrada. El especialista, con una cierta información, se siente presionado a no desnaturalizar su expresión ante la relación directa y viva con el pueblo. El pueblo lo condiciona a discriminar la información y éste enriquece la sensibilidad del pueblo aportándole una mayor información. Es casi un reciclaje perfecto. Hoy, al crecer unilateralmente la información y debilitarse los mecanismos de comunicación, la manifestación artística tiende a volverse híbrida y desnutrida. Hay mucho ruido y pocas nueces.
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El aumento del llamado tiempo libre determina el crecimiento incesante de especialistas. De hecho, todo el poder de creación se concentra en los especialistas, y ninguno en el pueblo. Cuando la vida no resultaba tan fragmentada, cuando apenas comenzaba la división del trabajo, el pueblo hacía su propia recreación. La hizo tan bien, que ella constituye hoy lo que conocemos por nuestras raíces culturales. De lo que se trata entonces es de saber, de precisar donde están, en una sociedad moderna, las posibilidades de creación del pueblo. Los medios por sí solos no pueden resolver el problema. De entrada, hay que elevar la información del público y de los especialistas. Incluso salvar las diferencias de información entre los propios especialistas. Por otro lado, la tecnología facilitará cada vez más hacernos de una programación propia, bien sea con el 8 mm., con el video disco o mediante el video cassette. La TV por cable permitirá que el receptor sea emisor también. Es algo, pero los programas siguen siendo realizados por los especialistas. Una posibilidad mucho más importante será el llegar a poner estos medios directamente en manos del pueblo. Que el pueblo llegue a utilizar equipos de videotape o cámaras de cine, será decisivo para el desarrollo del lenguaje audiovisual. Un lenguaje para que llegue a ser tal tiene que ser una necesidad de todos, o no es lenguaje. El lenguaje oral es el único lenguaje natural. La escritura es un lenguaje artificial. En sus inicios, al igual que hoy el lenguaje audiovisual, son unos pocos los que lo practican. Es mediante todo un proceso social que llega a convertirse en una necesidad orgánica del hombre. El desarrollo de esta necesidad es también el desarrollo del propio lenguaje. Para todos resulta hoy un hecho natural —por haberse convertido precisamente en una necesidad real- la comunicación con los demás a través de la escritura. Esto se hace más evidente cuando observamos la irritación que nos provoca el que vastas zonas del mundo permanezcan todavía en el más completo oscurantismo. Irrita
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que, por razones de prestigio, haya países que inviertan primero en canales de televisión que en erradicar el analfabetismo. Con todo, el lenguaje escrito se ha podido desarrollar a pesar de las limitaciones y desigualdades del capitalismo. El desarrollo del lenguaje audiovisual es imposible si no hay un verdadero cambio social. El lenguaje audiovisual pertenece al socialismo. El capitalismo ha hecho de estos medios, en líneas generales, simples medios de difusión masiva. Sin embargo, puesto que, a diferencia de la escritura, estos medios, desde que aparecen, se relacionan con las mayorías, no es posible convertirlos en lenguaje sin la participación de las mayorías. El capitalismo desarrollado permite que algunos sectores de la población adquieran equipos y cámaras de cine. N o es suficiente, aunque no se trata de subestimar esta oportunidad. Gracias a ella, los medios son utilizados, a veces, para favorecer los intereses de las masas trabajadoras. Sus limitaciones son las limitaciones del propio sistema capitalista. La comunicación, la posibilidad de franquear el muro impersonal entre receptor y emisor, permanece bloqueada porque los grandes canales siguen en poder de intereses completamente antagónicos con los de las clases trabajadoras. El dinero, como es común decir, no lo resuelve todo en la vida. Los países socialistas aprovechan también estos medios como medios de difusión masiva y, de acuerdo con el desarrollo de sus economías, van haciendo posible la adquisición de cámaras y equipos audiovisuales. Pero el socialismo resuelve el problema fundamental. Suprime el antagonismo de clases y pone aquellos medios a disposición de los intereses de las masas trabajadoras. Condiciones sociales sin las cuales, como hemos reiterado, las verdaderas posibilidades de la comunicación quedan en un plano puramente especulativo. Sin embargo, éste, con ser el punto de partida, no es el punto de llegada. Para establecer la relación viva entre especialistas y pueblo, es necesario poner en marcha un vasto y activo me-
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canismo que posibilite las distintas vías de la creación popular. Esta estructura existe en el socialismo. Se suele conocer con el nombre de movimiento de aficionados. La importancia de ese movimiento no se mide solamente por el hecho de mantener viva la continuidad cultural divulgando las manifestaciones artísticas del pasado, sino, sobre todo, por la incidencia que debe tener, con las fuerzas expresivas que despierta, en las manifestaciones artísticas del presente. Por eso el enemigo mortal de este movimiento es condicionarlo a imitar los ejemplos que ofrecen los especialistas. Es la frustración del movimiento y de los propios especialistas. Un órgano como éste es el idóneo para contribuir a mantener, en una sociedad moderna, las posibilidades de la expresión popular. El movimiento de aficionados puede motivar en los trabajadores, en los campesinos, en los estudiantes, la necesidad de expresar su realidad, sus problemas, sus luchas y alegrías; debe contribuir a desarrollar en ellos sus propias potencialidades expresivas. El movimiento no puede desarrollar una línea de expresión divorciada de las vivencias cotidianas, de lo que los aficionados piensan y sienten en la realidad. Los mejores no serán nunca los que más se empeñen en imitar a los especialistas, sino los que mejor revelen el carácter nacional, su propia personalidad, sus necesidades más auténticas. Y esta posibilidad es la posibilidad de franquear el muro impersonal de los nuevos medios. Los especialistas estarían condicionados por una cantera viva y, ellos, a su vez, con más información específica, enriquecerían - n o avasallarían- las fuerzas expresivas del pueblo. De nuevo se daría la comunicación, el reciclaje necesario para beneficio de todos: pueblo, especialistas y arte en general. No podemos terminar sin subrayar que la relación de los especialistas de estos medios con el pueblo va mucho más allá de la actividad artística, como hemos dicho, por no ser medios ramales de la cultura. Pero aún como medios de expre-
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sión artística, su relación no se establece sólo con obreros y campesinos, sino con todos los especialistas que requiere el desarrollo de un país. Si las universidades crean especialistas (objetivo obviamente necesario), los medios pueden y deben contribuir a desespecializarlos, es decir, a hacerlos menos fragmentados. Su formación les dará una visión ramal del mundo: por eso, entre otros factores, parte de su tiempo libre lo ocuparán en su relación con estos medios. Y uno de los objetivos más nobles de los medios será el de contribuir a ampliarles su visión del mundo, visión necesaria para que puedan realizar precisamente su propia especialidad de una manera más eficaz y creadora. Por todo ello, un nuevo concepto del arte no es el fin del arte, sino de su prehistoria. Son las masas, no la electrónica, las que están trastocándolo todo. En buena hora. El hombre nuevo, el hombre integral, será producto de la superación de todas esas divisiones heredadas: división de clases, división de trabajo intelectual y manual, división entre tiempo libre y tiempo de trabajo, división entre arte culto y arte popular. El socialismo es el fin de la era fragmentaria del hombre.
El destino del cine En los noventa años del cine brasilero
Qué magnifica cosa que el cine, durante hora y media o dos horas, nos haga sentir como si fuéramos Dios. Desde el paraíso de nuestras butacas nos permite ver el destino de los personajes. Y como un buen dios, no intervenimos aunque siempre apostamos al destino mejor del personaje favorito. Es paradójico que tal privilegio apenas nos sirva para ir conformando nuestro propio destino. Las buenas y malas películas tal vez se podrían distinguir por lo que aportan o no a favor de un destino más noble para todos. Sin embargo, son muchas voluntades las que intervienen en el destino de un filme y, desde luego, en el fomento y desarrollo de una cinematografía. Con el Estado siempre hay un suspense y, al mismo tiempo, siempre se lucha por un happy end. Es frecuente que algunos se sientan más inclinados a las supuestas bondades de la empresa privada. Los cineastas, con muy buenas razones, temen al dirigismo y a la burocracia, riesgos latentes de la gestión estatal. El cine existe, luego es una necesidad contemporánea que toda cultura tenga la posibilidad de expresarse a través de él. Ningún otro medio de expresión, incluyendo la televisión, llega a alcanzar la fuerza del cine para dar, a nivel internacional, la imagen de un país. El cine brasileño cumple noventa años, casi la edad del cine. N o sé si se puede hablar de un cine viejo o de un cine joven. 89
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N o sé si hay razones para celebrarlo o sólo para conmemorarlo. Historiadores, críticos, cineastas brasileños, sabrán cuáles de estos años han sido de auténtica alegría y cuáles de absoluta tristeza. Cada país debe tener su propio guión para reflexionar sobre su propia experiencia. Nosotros, con cautelosas aproximaciones de un zoom indefenso, nos sumamos al coro de los que quieren reflexionar en voz alta de manera general. Grandes titulares asaltan nuestras buenas intenciones: "Aumentan los costos de producción"; "Bajan los espectadores en las salas de cine"; "No se recuperan las inversiones". Nuestros buenos sentimientos se confunden con las malas razones: "La televisión y el video desplazan al cine"; "Competencia desigual de las transnacionales"; "Sólo jóvenes y j u bilados van al cine". Pero somos más persistentes que ese rayo de luz que se mueve a 24 cuadros por segundo: "El cine reacomoda su espacio"; Las innovaciones tecnológicas generan mayor demanda de películas"; "Hoy somos ochocientos millones de espectadores, mañana seremos mil doscientos millones". Las polarizaciones no son buenas para deshacer esta endiablada madeja. Navegar en ella debe llevarnos a olvidarnos de esquemas y de otras parecidas impotencias. El laberinto es divino pero tiene una fuerza diabólica. La confusión viene de nosotros mismos cuando el Estado y la gestión privada quieren imitarse mutuamente. El Estado puede aspirar a cobrar sus servicios en publicidad o en imágenes que no magnifiquen las contradicciones. La gestión privada, jerarquizando las utilidades por encima de los derechos del cineasta y del espectador. Ambos obtendrán espectadores desarmados frente a su propio destino y el del país. Una opción estatal, para curar la mala conciencia, puede delegar la operación financiera en la gestión privada; también
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la empresa privada puede buscar en el Estado apopo financiero para evitarse riesgos. Son fórmulas que no tienen por qué garantizar la eliminación del burocratismo, d dngpano, el peculado y el despilfarro. La fórmula estatal, privada o la mezcla de ambas, funcionarán si son consecuentes o no con una sociedad determinada y si hacen participar o no a los cineastas y demás factores que intervienen en el destino de un filme. Una película que cuente la historia de una película correrá el peligro de morderse la cola, de repetir su imagen hasta el delirio. Si un cineasta lleva su película, que ha producido el Estado, la empresa privada o ambos a la vez, para que la exhiban en una sala de cine que es del Estado, de una empresa privada o de ambos a la vez, puede que se la rechace el Estado, la empresa privada o ambos a la vez. Las verdades más sencillas no tienen soluciones sencillas. O lo que es igual, la verdadera tragedia es la tragedia que no debería ser tragedia. Si se produce una película, la primera obligación del Estado es garantizar que se exhiba en el país. Si, en primera instancia, no se garantiza el mercado potencial del propio país no puede haber producción cinematográfica en ese país. Hasta para Watson sería elemental esta verdad. Sin embargo, se hace un círculo vicioso. La producción exige exhibición y la exhibición demanda producción sistemática. Los más interesados en romper el círculo y el vicio, serán siempre los cineastas. N o puede haber argumentación válida que impida u obstaculice la exhibición de la producción nacional en el territorio nacional. Es un derecho. Ni más ni menos. Un derecho como el derecho a la salud, a la educación, al trabajo. La madeja tendrá que ceder si se es consecuente y firme en la aplicación práctica de este derecho tan elemental.
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Así como el cine tiene que recolocar su espacio frente a la televisión y el video, así las transnacionales tienen que reajustar el suyo frente a la producción nacional. Las viejas barreras no pueden seguir frenando las nuevas necesidades. Que las transnacionales garanticen la estabilidad operacional de las salas de cine afectando el espacio de la producción nacional, es una tradición que dura ya demasiados años. Las casas se abren para que entren el aire y los amigos. Pero nada ni nadie puede repartir destinos (ni Dios lo hace) que asfixian y desalientan. Los viejos mecanismos deberían tener vida limitada, sin embargo, prolongan su rutina a la televisión y el video entusiasmados ante su probada eficacia. Triste eficacia que es producto de un ingenio respaldado por la fuerza como contrapartida de temores que no generan ningún ingenio. Pero la producción nacional necesita espacios, no sólo para ella, sino para otras cinematografías. No se puede exportar si no se puede importar. Y este principio también debe ser territorio libre de temores. Porque lo sustenta el derecho que también tenemos a la más amplia información de la producción cinematográfica mundial. Nadie que hace cine lo hace para sí mismo. Al artista y a los espectadores hay que garantizarles la difusión universal de la obra cinematográfica. Tampoco nadie recupera la inversión en su propio patio. Principio válido aunque existan excepciones como los Estados Unidos de América, la India, y podría también serlo para Brasil, con su inmenso territorio, con su enorme población. Ampliar las exportaciones es explorar territorios inéditos. N o se trata de renunciar a lo conocido. Vender en los grandes mercados del Norte no es renunciable. Siempre ha sido la tentación más fácil, la recuperación más inmediata. Pero también ha sido y sigue siendo una especie de lotería, una aventura que desgasta, una misión más propia de un produc-
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tor que de la gestión de toda una cinematografía. Explorar nuevos territorios puede resultar una aventura estimulante. Los idiomas español y portugués abarcan, hoy día, una población de 400 millones de habitantes. Con una frecuencia promedio a las salas de cine de dos veces al año, tenemos un potencial de 800 millones de espectadores. En el año 2000 seríamos más de 1200 millones. Si queremos agregar idiomas familiares como el francés, el italiano, etc., seremos, en el 2000, más de 3000 millones de espectadores. N o incluimos televisión y video. Qué aventura maravillosa, qué reto formidable, encontrar con esos idiomas comunes, un espacio, el espacio que nos pertenece. Qué mejor destino para el cine que servir de medio de comunicación, entre nosotros mismos. Hay que arremeter contra todos los molinos del anacronismo. En los umbrales del siglo XXI nuestras preocupaciones no pueden estar centradas en cuestiones elementales que debieron ser resueltas hace mucho tiempo. Una entre otras: la de marcar con altos impuestos a la película virgen indispensable a la producción y, en cambio, apenas afectar el ingreso al país de la película impresa que tan desleal competencia hace; o la cantidad de tiempo que hay que dedicar a demostrar con palabras lo que ha sido confirmado con los hechos: que el cine nacional puede gustar, puede interesar, puede ocupar un digno espacio junto a la más exigente producción extranjera. ¿Por qué subestimar siempre la producción nacional? ¿O por qué seguir sobrestimando los intereses que se le oponen? Cinematografías nacionales del más alto nivel fueron la inglesa, la francesa, la italiana. ¿Qué pasó que hoy no las vemos? ¿Perdieron calidad las películas o perdieron agresividad los países? Cuando hay talentos en los filmes y fomento y promoción garantizados, el cine nacional debe poder afrontar cualquier competencia que no sea respaldada por la fuerza o el chantaje.
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Un desafío a Hollywood y a los buenos amigos que allá se interesan por nuestros destinos: luchemos por una competencia no desleal; compitamos con las películas y no con la fuerza de los Estados; abramos nuestras pantallas a todas las buenas películas del mundo; privilegiemos los mejores espacios con los mejores talentos; defendamos la libertad del creador pero también la del espectador; rechacemos la impotencia que hace imposible conciliar economía y cultura. En estos años de pantallas pequeñas se han empequeñecido nuestras ambiciones. A veces el cine pretende ganarle a la televisión con golpes bajos o hasta imitándola groseramente. Los éxitos de telenovelas tientan a productores ávidos de ganancias fáciles. Pornografía, violencia, trucaje, superproducciones, es toda la pobre inventiva de quienes quieren enfrentar la televisión con soluciones coyunturales. No sienten vergüenza de mostrarse en este triste papel que ellos mismos se han asignado; no sienten pudor alguno de estar documentando no sólo sobre ellos, sino sobre una sociedad injustificadamente castradora. Las exportaciones hacen falta porque el espacio que en el mercado interno ha ocupado la televisión es ya irreversible. Lo desconcertante es que todavía lo ocupe, después de tantos años, difundiendo películas o utilizando para sus propios programas la dramaturgia del cine. ¿Es posible que sus patrocinadores se sientan orgullosos por el hecho de que la televisión se vea más por comodidad que por la calidad de la propia oferta? Es decir, salvo excepciones, la televisión no se ha convertido aún en una verdadera opción diferenciada. La perspectiva es que el espectador llegue a beneficiarse con dos opciones culturales: cine y televisión. En los Estados Unidos de Norteamérica existen, aunque en forma embrionaria, estas dos alternativas. De hecho, por muchas salas de cine que se han cerrado no se ha llegado a la exclusión total. El futuro,
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por el contrario, con su caudal tecnológico, le pertenece tanto a una como al otro. Sobre todo si son capaces de diferenciarse, lo cual no implica que la televisión renuncie a difundir películas. Y las películas hagan algo más que estimular el consumo, logren apostar más por la imaginación que por el dinero y no continuar contribuyendo a la desquiciada carrera de una cultura del despilfarro. Una producción de las transnacionales con un promedio de inversión de 10 millones de dólares recupera más fácilmente que una producción nuestra, cuyo promedio de inversión es de medio millón de dólares. Un buen director norteamericano no tiene por qué superar a un buen director latinoamericano. Sin embargo, una mediocre película norteamericana está destinada a ganar siempre más que una gran película latinoamericana. ¿Qué hacemos con limitarnos a imitar sus fórmulas? Bienvenidas sean las coproducciones y aún las producciones extranjeras realizadas en nuestros países. Pero siempre que se regule contra la inflación y otros males no menores. La verdadera eliminación del desempleo sigue estando en desarrollar, con plena autonomía económica y personalidad artística propia, la producción nacional. Las producciones extranjeras, bien lo sabemos, encareciendo los costos de producción, obligan al productor nacional a presupuestos prohibidos. Experiencia similar la pasó el cine europeo y desapareció el cine europeo. ¿Qué ha pasado con el cine en Europa? Todo comenzó con el impacto que la televisión hizo en el cine norteamericano. También ellos cerraron salas de cine y se vieron obligados a disminuir la producción. Sucedió que las compañías norteamericanas se encontraron ante la situación de no poder satisfacer las necesidades de su propio mercado. Al igual que había sido siempre para los países europeos, la alternativa para ellos era ahora la de sumar a la producción autóctona la producción
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extranjera. Comenzaron, entonces, a verse películas europeas en los Estados Unidos. El mito de que el cine europeo no gustaba se deshizo de la noche a la mañana. Las propias distribuidoras norteamericanas se encargaron de preparar la receptividad del público hacia el nuevo cine que llegaba. ¿Qué era lo que estaba ocurriendo? Por una parte, las exportaciones norteamericanas no dejaban de incrementarse aprovechando, incluso, hasta las recién liberadas colonias europeas en África. Por otra, comenzaba a desarrollarse un proceso obvio. Las filiales europeas de las grandes compañías norteamericanas, iniciaban, poco a poco, la distribución internacional del propio cine europeo. N o había otro país en el mundo que tuviera una red de distribución internacional de semejante envergadura y, por tanto, capaz de establecer importantes niveles de ganancia al productor nacional. Garantizando, además, el mercado más apreciado por todos: el de los Estados Unidos. El productor nacional, más interesado en sus intereses inmediatos que en sus perspectivas, agradecía conmovido que una filial norteamericana se ocupara de trabajar sus películas. Parecía como si nadie se diera cuenta de esta especie de acto de prestidigitación, mediante el cual la presencia del cine europeo en el gran mercado del norte sólo servía para fortalecer las arcas de la cinematografía norteamericana. Cada vez fue resultando más evidente para el productor europeo que la tercera parte de su inversión tenía que recuperarla en el mercado extranjero, así como que el nivel de esa tercera parte aumentaba, lógicamente, en la medida en que se iban incrementando los costos de producción. El distribuidor norteamericano o representante de los intereses norteamericanos, se le hizo definitivamente indispensable. Y aquél, al participar cada vez más en el financiamiento de la produc-
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ción, también comenzó a participar en la temática y en las demás características de ésta. Simultáneamente, la competencia de la televisión exigió presupuestos millonarios para las películas. El nivel de inversiones hizo imposible la competencia para cualquier país europeo. Ni siquiera con las posibilidades que en determinados momentos podía facilitar el Mercado Común Europeo, ya que las compañías norteamericanas han estado debida y legalmente establecidas y, por tanto, en condiciones de recibir beneficios similares a la del producto nacional. Lo increíble es que se llegan a realizar no pocas películas americanas o europeas (no importa más esta diferencia), de presupuestos millonarios,bajo el control indiscutible de las compañías norteamericanas, financiadas total o en una gran medida, con el propio capital europeo. De hecho, la cinematografía europea ha tenido que ir cediendo no sólo en la distribución de sus películas, sino hasta en la producción de las mismas." (Todo esto es apenas una apretada síntesis de los análisis que hace Thomas H. Guback en su libro La industria internarional del cine). A Europa le pasa ahora lo que desde siempre nos ha pasado a nosotros. De manera que si antes solicitábamos solidaridad de eUos ahora es mutua la necesidad de buscar caminos similares. Impulsar las coproducciones no debe conducir a desnaturalizar el cine. Intercambiemos los artistas de forma tal que sean conocidos en todos nuestros países. Desarrollemos la cultura del sonido para que se oigan bien nuestros idiomas. Demos pasos serios para lograr el mercado común del cine latinoamericano. Pero, sobre todo, tratemos de hacer de los más legítimos intereses del país, fecundas necesidades individuales. Brasil goza de excepcionales características. Sus enormes dimensiones, sus 130 millones de habitantes, deberían permitirle
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recuperar la inversión de sus producciones más ambiciosas. Debería permitirle conciliar las apetencias de utilidades a corto plazo con las de largo plazo. No tiene por qué sufrir contradicciones insuperables entre la gestión privada y la política estatal. Brasil es un país que puede tener mercado para tecnologías futuras y mercado, todavía por explotar, para tecnologías tradicionales. Mañana la distribución de películas a las salas de las zonas más desarrolladas podrá ser por satélite, pero todavía habrán inmensas zonas que sólo demandarán la expansión de salas, tal y como hoy las conocemos, aunque con mejor sonido y con las perspectivas de que su uso pueda ser múltiple. Las nuevas tecnologías: cable, video, satélite, incrementan, sin cesar, la demanda de películas. Hay una contradicción que surge entre este incesante desarrollo tecnológico y la oferta infinita de filmes que ella solicita. Hay una contradicción inexplicable entre esta desorbitada demanda y la desnutrición que sufren grandes, medianas y pequeñas cinematografías. La respuesta no puede buscarse en las superproducciones ni en las ya saturadas fórmulas que hasta ahora han sostenido la producción masiva. El Estado, la empresa privada o ambos a la vez, pueden jerarquizar la luz corta de la televisión, sin perder de vista la luz larga del cine. N o deja de ser indignante que nuestro verdadero destino suene a puro y simple idealismo. La Habana, octubre 1 de 1988.
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Analizar un film es como intentar hacerle un strip—tease. Desde luego, el verdadero strip-tease tiene, generalmente, un desenlace feliz. El strip-tease de una película nos revela, casi siempre, que el hábito era más importante que el monje. Que el cine hoy se llene de desnudos no quiere decir que, al fin, la realidad se muestra como es. Mientras más ropas se le quitan a los actores, más disfraces se le ponen a los personajes. La búsqueda de un cine popular ha sido la vida, pasión y muerte de no pocos cineastas en el mundo. Alternativas frente a la industria masificadora, frente a tecnologías impositivas, frente a implacables estructuras que bloquean la circulación de ideas, frente a artistas que se enmascaran más allá de lo que exige el maquillaje; ha sido éste el camino azaroso por encontrar agua limpia en un marcada vez más contaminado. Cuando surgió el cine, surgió la esperanza de una legítima democratización de la cultura. El cine traía la posibilidad de superar la dicotomía entre una cultura del pensamiento y, otra, del sentimiento, es decir, entre lo que se podría llamar la alta cultura y la cultura popular. Pero los modernos fenicios asumieron la gestión privada con una agresividad digna de mejor causa. N o sólo se declararon impotentes para superar la división, sino que llenaron de baratijas deslumbrantes a los indios de todos los continentes. Lograron, por obra y desgracia del control de los mercados, que un espectador medio hondureno en nada se diferenciara de un espectador me-
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dio parisino. A todos nos convirtieron en una especie de hermandad de tontos agradecidos. En su afán de responder a una demanda cada vez más creciente, el cine fue empantanando sus caminos más fértiles. Hubo una vez cinematografías nacionales, auténticas personalidades, pluralismo en el cine. Hoy las fronteras se han ido borrando para convertirnos en espectadores del mundo más que en ciudadanos del mundo. El cine va a cumplir cien años y América Latina no cuenta todavía con cinematografías sólidas y estables. Hace casi cien años América Latina viene clamando en el desierto su derecho a hacer cine. Lo único que ha ocurrido es que al cabo de cien años la Europa occidental clame también por su derecho a hacer cine. Hoy resulta tan exótica una película inglesa como una película ecuatoriana. Hoy Europa trata de nacionalizar los modelos internacionales, intenta recuperar su propio mercado, reclama un autonomía económica y lucha por un espacio en las pantallas del mundo. Igual que ha venido haciendo América Latina desde siempre. Ayer América Latina le pedía solidaridad a Europa. Hoy, América Latina le pide, pero también le ofrece solidaridad a Europa. América Latina viene tratando de hacer cine desde que se inventó el cine. Brasil acaba de cumplir 90 años de quehacer cinematográfico. Cuba está relacionada con el cine desde sus orígenes. En 1895 libraba Cuba su última guerra con España. Imágenes de esa guerra están recogidas en los primeros noticieros que se filmaron. En efecto, hoy seguimos siendo más objeto de información que de cultura. En los años 40 tres países latinoamericanos consolidaban y estabilizaban una producción cinematográfica. México, Argentina y Brasil lograban demostrar que un cine latinoamericano podía gustar a los latinoamericanos. La fórmula era simple pero eficaz: música, comicidad criolla y melodrama. Para empezar no estaba mal. Sobre todo si hacían pedazos el
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viejo y eterno pretexto de que las cinematografías nuevas no prosperan porque no gustan a su propio público. Por esos años también el cine europeo surgía con fuerza propia y no pocos países desarrollaban auténticas cinematografías nacionales. Por un momento pareció que el mundo entero podía enriquecer al entero mundo de la creación cinematográfica. Sin embargo, si bien el cine europeo pasó a formar parte, para siempre, de nuestra cultura cinematográfica, del cine latinoamericano apenas se enteraron en Europa. En los años 60 Europa nos dio otra vez las espaldas. Esta vez no fue por desconocimiento. Al contrario. Sus críticos, sus intelectuales, sus cineastas, celebraron el surgimiento del Nuevo Cine Latinoamericano. Festivales, muestras, semanas de cine, hicieron posible un espacio para estas nuevas cinematografías que se presentaban como partes de todo un movimiento cultural. Veníamos, fundamentalmente, del neorrealismo italiano y sentíamos que la retroalimentación nos enriquecía a todos. Pero si la cultura quiso abrirnos las puertas, la economía no lo permitió. Y mucho menos la política. En realidad lo que estaba ocurriendo no era sólo un fenómeno cinematográfico. Los años sesenta fueron un punto de giro para el mundo. Fueron años demostrativos de que la realidad era transformable. Se desplomaba el sistema colonial, al tiempo que se impedía al neocolonialismo el tránsito pacífico para cambiarlo todo sin cambiar nada. Asia, África y América Latina dieron ejemplos cimeros de que liberarse de viejas y anacrónicas dependencias era posible. Una vez más los pobres de la tierra hacían su contribución a la renovación del mundo. La voluntad de cambio también estremecía los pilares de proyectos sociales surgidos en la posguerra. Trabajadores, estudiantes y minorías de países de gran desarrollo industrial se sumaban a las fuerzas de la imaginación y de la liberación. Las mayorías silenciosas, por un momento, dejaron de serlo. El mundo se tomaba un segundo aire.
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En esos años el cine latinoamericano se mostró como una opción de auténtica vanguardia. En los 60, de la alta cultura formó parte también el cine popular. Nunca se vio en el cine latinoamericano, bajo un aliento común, tanta variedad, tantas opciones diferentes, tanto pluralismo verdadero. Importancia cultural podía encontrarse tanto en una muy bien realizada película brasileña como en una boliviana de Umitada eficiencia técnica; en temas contemporáneos como en películas de época. Expresarse era producto de una necesidad real, el objetivo no era el éxito sino la renovación de la comunicación, la conciencia no se confundía con la autocensura, la búsqueda nunca tenía un carácter simplemente formal, los combates se libraban fuera y dentro del propio cineasta. El cine en América Latina pasó a ocupar un lugar de vanguardia junto a la vanguardia política, se situó junto a las tendencias que reclamaban la definitiva independencia de nuestros países, se enfrentó a todo tipo de colonialismo incluyendo, desde luego, al colonialismo cultural. Pero el mundo, como es su costumbre, no marchó como una línea recta hacia el porvenir. Más bien se movió como una espiral incontrolable. Para algunos los años 60 no fueron de alegría sino de pánico. El reflujo no se hizo esperar. Los Faustos que en el mundo son (y no son pocos) vendieron su alma. Ni siquiera para ser jóvenes sino para aparentarlo. Las apariencias volvían a ganar la partida. La economía pudo crecer en los países ricos pero divorciada, más que nunca, de una vocación humana. Era como si la realidad entrara en un espejo y saliera su imagen. Es decir como si todo resultara al revés. El espíritu de retroceso apareció como espíritu de cambio. Se encendieron luces y lentejuelas para que nada obstaculizara el camino hacia la privatización indiscriminada. La derecha empezó a hablar con el tono del lenguaje de los radicales. Las pretensiones artísticas
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de la publicidad se hicieron más refinadas. El escepticismo fue una primera reacción. Después se abrió un espacio descarnado y descarado al cinismo. Desde entonces se pretende medir nuestra inteligencia con nuestra capacidad para rendirnos. El colonialismo cultural más grosero intenta presentarse como un acto liberador. La familia audiovisual ha crecido y nos impone una implacable uniformidad, así como viejos y nuevos espejismos. La renovación de las costumbres surge como única sobreviviente de la revolución real. La moda se vuelve esencia y la esencia se vuelve moda. N o asumir este mundo al revés es no asumir la contemporaneidad, renunciar a ser modernos, hombres y mujeres del siglo XXI. América Latina vio con estupor cómo en los años 70 y 80 se derrumbaban cinematografías europeas que habían enriquecido nuestras vidas. Ahora estamos presenciando el hecho insólito de que el problema de la cultura nacional ya no es sólo un problema tercermundista. La multiplicación de los medios (televisión a color, video, cable, satélite) más que para ampliar las posibilidades del cine como extensión de realidades múltiples y específicas, ha servido para proyectar, con más escarnio que nunca, la doble moral del cine. La diversidad de canales de televisión no es más que un disfraz para la uniformidad de la programación. Las innovaciones tecnológicas sirven para simular innovaciones del lenguaje. El cine populista se disfraza, más que nunca, de cine popular. El cine de arte finge desconocer que está sostenido por un estercolero de películas inmundas. El cine aparenta ser cine, cuando no es más que novela barata, vaudeville de ocasión, circo pedestre. La alta cultura y la cultura popular nunca se sintieron más divorciadas. Lo mejor del cine norteamericano también ha sido víctima de esta voracidad sin límites, de esta dinámica económica que
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sólo beneficia a un porcentaje muy pequeño de la fuerza de trabajo y del talento artístico. Hollywood vive un fatalismo sin regreso, una incapacidad total para hacer un cine adulto. Hitchcock decía: "El cine no es una rebanada de la vida, es un pedazo de pastel". Y Samuel Goldwyn: "Los mensajes son para la Western Union". En verdad se podría apostar al simple entretenimiento si tal entretenimiento no nos obligara de por vida a un gusto históricamente condicionado. Sexo, acción, estrellas y efectos especiales, recetas indispensables para el éxito. Dan ganas de gritar: "Cineastas fracasados del mundo entero, unios". Decía en una ocasión un cineasta africano: "Como no tenemos industria de cine, no estamos obligados a hacer un cine comercial. Como no tenemos un cin^ estatal, no estamos obligados a hacer un cine de propaganda. Pero el problema es que no tenemos cine". Joaquim Pedro de Andrade murió sin filmar la película por la que había esperado siete inútiles años. Pueblos enteros esperan por hacer su primer largometraje. Privado, estatal o mixto. No importa. Lo que importa es que el debate no sea exclusivamente entre los grandes. Se empieza a hablar de la cuarta edad del cine, cuando aún no se ha terminado de hablar de que la mayoría de los países no cuentan con la más modesta producción cinematográfica. Los cien años del cine no debían ser magnificados con incuestionables delirios tecnológicos, sino con la posibilidad de que todo el mundo pudiera hacer cine, con la garantía de que todo el mundo pudiera ver cine. El proyecto social que empobrece a América Latina se presenta como la imagen futura de nuestra propia abundancia. Si Bolívar, en su tiempo, pudo plantear que no nos pidieran hacer bien en tan pocos años lo que los demás, durante tantos no habían hecho precisamente bien, hoy sencillamente se nos pide que dejemos de hacer.
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Hamburguesa viene de Hamburgo. Según Mattelart, la hamburguesa aparecida en la Edad Media en el Báltico fue importada a los Estados Unidos por los emigrantes alemanes. Hoy vuelve a su tierra impregnada de una imagen de modernidad y universalidad. Es decir, las transnacionales les presentan a los pueblos sus propias tradiciones envueltas en celofán. El cine, la prensa, los medios en general, son los grandes cómplices de esta cultura del retroceso, las banderas más impúdicas de la doble moral. El mundo no hará su giro fundamental con la electrónica, lo hará, para beneficio de la cultura y de la economía, con la liberación definitiva de los pueblos del Tercer Mundo, con el acceso a la vida plena de los más de cuatro mil millones de habitantes de África, Asia y América Latina. Cineastas empeñados en estas utopías, no se dejan encandilar por los anzuelos del éxito. Saben que hoy un cine popular es un cine de minorías. Saben que tener hoy poco público es la única garantía de tener mañana un público adulto, liberado y con un irrenunciable respeto por sí mismo. Saben que romper la barrera de los tontos complacientes es ir tejiendo la alternativa futura del cine. Saben que la búsqueda de un cine popular es hoy la posibilidad de acabar con la doble moral en el cine y en la vida.
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Parece ser que el hombre no está programado para la comunicación Sin embargo —oh, paradojas de la vida— todo lo que hace está marcado por el ferviente deseo de comunicarse. Así, inventó el lenguaje; así, desde los tiempos más remotos, domesticó al caballo y, en los que corren, espolea vuelos cada vez más lejanos; hoy, abre puertas a la electrónica, para dar paso a medios que intentan ser de comunicación; lucha por sociedades donde, al fin, se sitúe, en el centro de las mismas, la comunicación humana. Así, inventó el arte, fuente permanente de comunicación renovadora. Así, surgió el cine como una de las formas más democráticas de la comunicación. El cine como estímulo a la comunicación entre los hombres y el cine como provocador de comunicación consigo mismo. El cine como medio y el cine como fin. Como debe ser. Sin divisiones abstractas. Como un todo inseparable. Favorecer la necesidad de una comunicación desalienada, renovada y enriquecida, es principio sin fin de todo cine popular. La identidad cultural, la identidad individual, no es algo estático, es algo en movimiento. Movimiento ascendente, en espiral, si se quiere, porque no existen líneas rectas hacia el porvenir. Las aguas de un río, como suele decirse, son y no son las mismas.
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Las trampas de la comunicación están en querer atrapar el momento estático de la identidad individual o cultural. Son también las tentaciones del cine. Pero no hay comunicación auténtica, liberadora, sin que medie un proceso dinámico, si bien difícil y doloroso. Rechazamos lo que finalmente aceptamos. Así nuestras guerras contra los colonizadores, nuestras luchas generacionales, los enfrentamientos con nosotros mismos. La clave está, desde luego, en que lo que comenzamos por rechazar no es lo mismo que lo que acabamos por aceptar. Nuestra cultura de raíz española no es la cultura española. Lo transformable, lo asimilable, lo incorporable, lo es, tanto más, cuando es producto de una verdadera transgresión. Quien permanece en mansedumbre, frente a las humillaciones del coloniaje, ante las seducciones de cualquier cultura impositiva, complaciente consigo mismo, no está en condiciones de lograr comunicación alguna. Quien se rinde, no es nadie, ni es nada. El cine, como arte, se desarrolla, pues, deshaciendo los entuertos de una falsa comunicación. El cine popular, que a veces da señales de vida, testimonia este empeño. N o basta, por tanto, para una comunicación enriquecedora, una visión crítica de la realidad, sino que es necesaria también una visión crítica del propio cine. Con más razón cuando ya han pasado casi cien años de inventado el cine. En sus orígenes el cine se remitió al teatro, la literatura, las artes plásticas, como herencias inmediatas. Hoy, narrativamente, sigue apoyándose en la literatura y, fotográficamente, en las artes plásticas. Mientras tanto, desde su invención hasta nuestros días, el cine ha ido desarrollando géneros, códigos, todo un lenguaje, que apenas consideramos como una herencia a cuestionar. Las rupturas se refieren a formas narrativas propias de la literatura o a formas expresivas propias de las artes plásticas. La literatura puede sentirse influida por el cine pero asume, ante todo, en forma orgánica y natural, su propia herencia.
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La herencia del cine, como tal, no cuenta. Tomamos su lenguaje como algo que se nos ofrece para contribuir a su desarrollo desde afuera y no a partir de sus propias contradicciones. O, en el mejor de los casos, como lenguaje que debemos actualizar en sus elipsis, en sus ritmos, conforme al nivel de un pensamiento contemporáneo. Sucede, no obstante, que el cine como la vida, está lleno de contradicciones. Y un cine popular debe poner en evidencia tanto las unas como las otras. Los afanes de un cine popular no se limitan a que sus historias estén cargadas de herejía, a que sus personajes sean populares, a transitar por las corrientes más avanzadas de la sociedad, a hacer explícita, en fin, una visión crítica de la realidad. Debe también hacer explícita una visión crítica del propio cine. Cuando el público asiste a una sala de cine va a relacionarse con una doble realidad: la de la vida y la del cine. Esta última, casi siempre la escamoteamos. El espectador entra en la sala con sus criterios sobre la vida, pero también con sus criterios sobre el cine. Las mejores películas le inquietan sobre su visión de la vida, pero lo dejan incólume sobre su visión del cine. Es querer asumir el cine como el arte de embellecer los contenidos o de hacerlos más expresivos. Godard en Sin aliento marca un punto de giro en la historia del cine. Godard rompe con toda una tradición cinematográfica en el uso del tiempo y del espacio. Contribuye, para siempre, a despojarnos de tanta bazofia naturalista. Todo el mundo hoy,incluyendo publicidad,filmes comerciales, etc., se alimenta del gran aliento de Sin aliento. Lástima que sus ideas sobre la vida no resultaran de tanto aliento como las del cine. En estos treinta años de cine cubano algunas películas han intentado afrontar esta dualidad como un todo inseparable. N o pretenden ser ejemplos excluyentes. La búsqueda de un cine popular es fecunda en la medida en que se abre en múl-
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tiples opciones. El cine cubano se ha caracterizado siempre por un denominador común: tratar de superar esa persistente dicotomía entre un cine del entretenimiento y un cine del pensamiento. Pero ha sido, es y será plural. Y en su variedad hay que buscar cuáles son las tendencias que nos acercan más al camino de un cine popular. Parto del criterio que una de las tendencias más consecuentes es la que postula, de manera no complaciente, la herencia del propio cine. Cuando realicé Las Aventuras deJuan Quinquín (1967), estaba impregnado de este tipo de sensibilidad que me resultaba apasionante. Se trataba de contar la vida y milagros de un campesino picaro. Me seducía la posibilidad de desmitificar la visión que suele tenerse del campesinado. Pero se trataba de una historia llena de aventuras. ¿Y cómo expresarla sin tener en cuenta que el público la iría a ver como a una película del género? Mi posición frente al personaje era clara. Pero, ¿cuál sería mi posición frente al cine de aventuras? ¿Utilizaría, como suele hacerse, sus códigos establecidos, para expresar mi punto de vista sobre el personaje y su contexto social? N o me resultaba. Las codificaciones del género eran más fuertes que cualquier crítica a la realidad y, por tanto, tendían a neutralizarla. Tampoco se trataba de hacer una parodia del género. Por otra parte, yo no estaba mostrando un simple campesino, sino un campesino que devenía en guerrillero, es decir, en el personaje más respetado, admirado y querido de la época, en el personaje central (la película se hizo a finales de los sesenta) de nuestra recién terminada guerra de guerrillas. Y la operación que pretendía hacer el filme era la de colocar a este personaje mayor en un supuesto género menor y no, como era la costumbre, en los géneros acatados como solemnes y serios. Fue esto precisamente lo que me llevó, de forma orgánica, a definirme frente al género y hacerle explícito mi
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punto de vista al espectador. Rescatar la importancia de un género supuestamente menor era, al mismo tiempo, reducir la imagen estatuaria de un personaje realmente mayor. La visión de la realidad, y la visión sobre el cine, se articulaban en un todo no obedeciendo a una actitud manierista, sino al interés de, provocando la doble relación del espectador, ser más eficaz en el cuestionamiento de sus puntos de vista. De La primera carga al machete (1969) de Manuel Octavio Gómez, no se puede hablar como de un filme que utiliza el cine dentro del cine. Expediente este usado y mal usado hasta niveles de retórica francamente insoportables. Asumir, de manera explícita, la herencia del cine quiere decir, sobre todo, la búsqueda de una nueva dramaturgia, si bien el recurso del cine dentro del cine puede, en algún momento, resultar legítimo. El filme narra un pedazo de nuestra historia, de los inicios de nuestra guerra de independencia contra España, en la segunda mitad del siglo pasado. La idea de utilizar la cámara y la grabadora como si hubieran existido en ese m o mento, surgió espontánea, como un recurso ingenioso que podía dar más expresividad a la historia narrada. N o se cae, sin embargo, en la tentación de utilizarlo como recurso narcisista, como recurso que pone en evidencia la imaginación de un realizador en busca del aplauso fácil. El recurso no podía entorpecer o distraer el interés sobre el relato, al contrario, el recurso no era un fin en sí mismo, era un medio para favorecer un acercamiento mayor a la historia. Cámara, sonido, entrevistados, no hacen rupturas innecesarias, más bien, forman parte, también ellos, del argumento que se cuenta. La realidad que se recrea se muestra al espectador con un cierto distanciamiento. Estamos más cerca de Bretch que de Aristóteles. La historia a narrar necesitaba una carga grande de información y la dramaturgia tradicional no lo admitía si, como le es usual, no era al precio de convertir la obra artística
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en obra didáctica. Esta herencia de la dramaturgia cinematográfica fue cuestionada y el recurso se convirtió en algo orgánico que contribuyó a conceptualizar, con más eficacia, los propósitos del tema. Girón (1972), de Manuel Herrera. Mucho se habló de la invasión de Bahía de Cochinos (como se le llamó por gran parte de la prensa internacional) a nuestro país. Era necesario, por parte de Cuba, ofrecer, a la opinión pública, una información detallada, veraz, convincente. Para cualquier productor cinematográfico era una tentación aprovechar el acontecimiento, convertido en noticia mundial, para hacer un filme de grandes recursos y notables actores. Pero nosotros no teníamos los recursos ni disponíamos de conocidas estrellas. La opción de un filme de ficción fue desechada. Hacer un documental tampoco era recomendable. Tendría que ser de larga duración y cargado de información. Una vez más se presentaba la necesidad de cuestionar la herencia cinematográfica. En este caso, la inflexible división entre cine de ficción y cine documental. Se ha comentado, en no pocas ocasiones, que una de las características del cine cubano es la mezcla que ha hecho, con frecuencia, del documental y la ficción. Es cierto y hay ejemplos muy loables en ese sentido. Pero Girón no mezclaría precisamente ficción y documental. Es decir, cine de actores, escenografía, iluminación artificial, etc., y cine sin esas mediaciones. Girón se proponía mostrar una realidad que fuera evidente como ficción. Y no una ficción que intentara pasar por realidad. Incluso la película se filma cuando ya han cambiado algunos de los lugares donde ocurrieron los hechos. Y así se filmaron sin ningún tratamiento escenográfico que los situara en época. El filme, consecuente con el estilo que escoge, informa al espectador la verdad. Nada de esto era solamente una respuesta a la falta de recursos. Los actores fueron sustituidos por los verdaderos combatientes que se
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enfrentaron a la invasión. Estos combatientes y testigos no fueron tratados como simples entrevistados, sino que ellos narraban los hechos, mostrando y, por tanto, confirmando la veracidad en la recreación de los mismos. Era una manera de que el filme ganara en poder de convicción. En este enfrentamiento con las formas heredadas se logró superar, además, una de las contradicciones más desconcertantes de la dramaturgia tradicional, o sea, cómo la elaboración estética, con frecuencia, tiende a neutralizar el espíritu crítico del espectador. En el caso de las películas de guerra, por ejemplo, el propósito de denunciar se ve neutralizado, casi siempre, por el placer que provoca la guerra tratada como un bello espectáculo. Resolver esta contradicción era, en definitiva, objetivo esencial del filme. Girón no resultaba ni ficción ni documental. Era y es, simplemente cine. El extraño caso de Rachel K (1973), de Osear Valdés. En un principio se trataba de contar el asesinato de una prostituta francesa, ocurrido en la Habana de los años 30, y, motivado por este hecho real, mostrar la situación social y política de la época. Clásica estructura dramática de tantas películas. El filme se propuso indagar otros derroteros. No por un afán (es bueno reiterarlo) de originalidad a ultranza o por hacer el anticine o cualquier otro revolucionarismo similar. Se trataba simplemente que la dramaturgia para este tipo de filme presenta dos fallas esenciales. Una, el núcleo dramático, bien sea un triángulo amoroso o un crimen pasional como el de la historia en cuestión, siempre resultará más interesante y atractivo que el contexto social que se pretende denunciar, es decir, resulta falso que la célula dramática principal se pueda convertir en un medio y deje de ser un fin en sí mismo. El resultado sería que el espectador, una vez más, saldría con la satisfacción de haber disfrutado una intriga de crónica roja, tranquilizando su mala conciencia al recibir también, algunas
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pinceladas de la realidad social. Trucos eternos, cada vez mejor facturados, más bellamente envueltos, de la dramaturgia al uso. La otra falla, es que estas historias del pasado, vistas así, apenas inciden en las contradicciones del presente. Se planteó, entonces y en primer lugar, que la mejor manera de acercar la historia a los problemas de hoy, era situando el conflicto en cómo los medios de comunicación, antes y ahora, manipulan la realidad. Pero, además, que este objetivo no se revelara sólo en el contenido, sino en la propia forma del filme. El extraño caso... debía, por tanto, comenzar con una reunión de obreros llamando a la huelga, y ver enseguida la irrupción de la policía dándoles palos y llevándoselos presos y, al día siguiente, en la primera página de la prensa, en gran titular, la noticia del asesinato de la prostituta y no la de los obreros apaleados. A partir de ese momento el filme se interesaba por el caso de la francesita asesinada. Pero constantemente el propio filme se preguntaba por la otra historia, por la de los obreros. La historia de la prostituta se imponía y la intriga se desarrollaba sobre la base de buscar al asesino. La prensa y todo el mundo vivían pendientes de saber quién había matado a Rachel. Y , finalmente, cuando las pesquisas, de un astuto reportero, lo lleva a descubrir que era un crimen relacionado con personajes de la alta sociedad, el gobierno prohibe toda información sobre el caso. Es decir que, en el momento, que el crimen dejaba de ser crónica roja y adquiría una connotación política, se suprimió toda información en la prensa. La película termina con una larga lista de acontecimientos importantes, ocurridos en esos años y, sobre los cuales, los medios masivos nunca dijeron nada. Lamentablemente la estructura del filme se inclina más hacia el contenido que hacia la forma. La denuncia al contexto social y a la prensa, está, pero apenas se esboza la idea de una película (la prostituta asesinada) que impide contar otra película (los obreros re-
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primidos). Con todo, sólo el intento de incursionar por una dramaturgia nueva, hace posible renovar el interés por una historia que ha sido contada miles de veces. El otro Francisco (1974), de Sergio Giral. En este film se pretendía hacer la adaptación cinematográfica de una novela; en este caso, de la novela cubana Francisco, escrita en 1838, en plena etapa de la esclavitud negra, treinta años antes de comenzar nuestras guerras de independencia contra España. ¿Qué se buscaba? ¿Enmendarle la plana a Anselmo Suárez Romero, autor de la novela en cuestión? ¿No resultaba demasiado fácil o, si se quiere, hasta impudoroso, después de más de cien años de escrita, reflejar un punto de vista más actualizado? Por otra parte, si bien la novela tenía serias limitaciones, éstas no habían impedido su proyección progresista, al extremo de que había sido censurada en el momento de su aparición. ¿Cómo respetar al autor y, al mismo tiempo, revelar sus deficiencias? Era el reto que se le planteaba al proyecto cinematográfico. Y para ello no bastaba la dramaturgia convencional. Y así, de este reto, surgió El otro Francisco, título y concepto que guiaría toda la estructura dramática del film. N o se hizo, pues, la adaptación acostumbrada. Se jugó más limpio. Se tomó, de una parte, pedazos de la novela y, de la otra, escenas que ofrecían información adicional sobre la época. De esta manera al espectador se le ofrecían dos realidades recreadas: la de la novela y la de la vida de entonces. Y de esta forma, el espectador obtenía una información más completa y podía sacar sus propias conclusiones. El otro Francisco empieza por lo que es el final de la novela: el suicidio del negro esclavo, después de saber, por boca de su amada, que ésta se ha entregado al señorito para garantizarle, a él, su libertad. Enseguida, el film se pregunta si era posible que un negro, en las condiciones de la esclavitud, se suicidara, como hecho típico, por razones amorosas.
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A partir de ese momento, la novela es periódicamente interrumpida para dar paso a la información de la realidad: la diferencia entre el sentido de unas escenas y otras, se logra mediante el uso del narrador. Recurso a menudo cuestionado pero que, en este caso, y pese a no estar siempre a la altura de las necesidades dramatúrgicas, resultaba tan legítimo como cualquier otro. Además, era también una forma de contribuir a romper ese mito, tan absurdamente arraigado, de que el cine es más cine, cuanto menos diálogos y narración tenga. Si así fuera, las películas de Woody Alien no serían ejemplos de buen cine. Y es que no se puede confundir el lenguaje escrito con el lenguaje oral, lenguaje éste necesariamente utilizado por el cine, que no es un medio sólo visual sino audiovisual.
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El otro Francisco no sólo logra enriquecer el criterio del espectador con la información que logra transmitirle, sino que, simultáneamente desmonta, en gran medida, los mecanismos del melodrama. De esta forma, la novela que hace descansar, con hechos particularmente pasionales, las causas del conflicto, el film las complementa con otros hechos de carácter político—sociales. Al final, el espectador no sólo obtendría una visión más integral de la época, si no que, ésta, no le impediría respetar las concepciones avanzadas que, para esa misma época, tenía el autor de la novela. Cantata de Chile (1975), de Humberto Solas. Se trataba de contar la matanza de Iquique, sus antecedentes y desenlace, con breves retrospectivas de la historia de Chile. El filme no se proponía solicitar la compasión hacia los obreros asesinados. El film se planteaba reclamar la solidaridad con los que luchan, con los que están dispuestos a transformar la realidad. ¿Cómo hacerlo sin caer en el más escandaloso panfleto? Justamente el cine de izquierda está lleno de ejemplos donde el héroe positivo muere, es derrotado siempre, como opción de
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un cine realista que, con pudor comprensible, trata de evitar el panfleto. Una vez más había que afrontar las trampas y contradicciones de la dramaturgia tradicional. El filme establecía claramente la diferencia entre una realidad recreada y una realidad representada. A partir de la escena que da pie al nacimiento de Lautaro, el filme transgrede la realidad fingida y empieza a utilizar, la realidad representada, es decir, la ficción como realidad. Esta conversión la hace unas veces con la puesta en escena, otras, con la banda sonora (música de la Cantata, poemas, etc.) y, en ocasiones, con un simple desplazamiento de la cámara. Hay momentos en que la realidad recreada y la representada se mezclan y, entonces, no hay más realidad que el hecho estético, que resulta de una credibilidad más auténtica que la que finge reflejar la realidad de la vida. Se podrían considerar teatrales las escenas donde se representa la realidad. Es verdad pero, en todo caso, escenas teatrales a lo Bertold Bretch. Pero, además, y es lo verdaderamente significativo, ¿por qué impugnarlo? ¿No se admite, como algo natural, la influencia narrativa de la novela, las composiciones fotográficas provenientes de las artes plásticas? ¿Por qué no el teatro? ¿Por qué no el periodismo? ¿Por qué no el ensayo? ¿Por qué no cuanto medio sea susceptible de servir a los fines del proyecto cinematográfico? Sobre todo y, en particular, cuando estos medios, sin disfraces, expuestos en sus verdaderas categorías, pero subordinados, eso sí, a la propuesta dramatúrgica que le da coherencia como obra cinematográfica. El filme se esfuerza, todo el tiempo, por no mentirle al espectador. El contenido de escenas y diálogos recreados se hace explícito, si bien, a veces, no resultan con toda la organicidad necesaria. Una escena, como la del enfrentamiento entre obreros y patronos, ante el representante del gobierno, se desarrolla en forma directa; los diálogos y el contenido en general, se hacen explícitos, sin necesidad de utilizarlos como
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material primario sujeto a un supuesto tratamiento artístico. El filme resulta profundamente popular, no sólo porque el tema y los personajes lo son, sino, además, porque la proposición dramatúrgica que conceptúa tema y personajes, es consecuente y coherente en su cuestionamiento a las formas cinematográficas heredadas. Al final la muerte no es una derrota. Y no sentimos que resulte un panfleto terminar con los combatientes luchando y gritando vivas a la unidad. Así, Cantata de Chile es uno de los homenajes más hermosos que se han hecho al pueblo combatiente de Chile. He tomado estos ejemplos como representativos, ya que no agotan la producción de largos y cortos que se han realizado en esa dirección. Se trata, para mí, no sólo de una tendencia dentro del cine cubano, sino, ante todo, de la búsqueda de una dramaturgia que, pretendiendo ser más consecuente con los intereses de un cine popular, al mismo tiempo, contribuye a renovar las posibilidades del cine en general. Por eso los ejemplos son variados y pueden asimilar todos los estilos. Pueden ser comedias o dramas, de temas contemporáneos o históricos. N o importa. Cuando hace ya veinte años escribí el artículo "Por un cine imperfecto", estaba clara para mí la necesidad de hacer explícita la visión crítica de la realidad. He partido siempre del criterio de que el arte es una actividad "desinteresada" del hombre. Toda una tradición narrativa nos ha hecho creer que mientras más oculto, más implícito esté el mensaje, o el contenido, o el punto de vista sobre la realidad, o como se le quiera llamar, menos didáctica, menos panfletaria y más artística será la obra. De esta especie de fariseísmo se han querido librar no pocos artistas. Hacer explícitos los contenidos es hacer "interesada" la obra. De ahí el concepto de "cine imperfecto" Pero esta actitud ética era, al mismo tiempo, una posición estética. Reclamaba una nueva dramaturgia y
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no es difícil entender que se remitiera a Bertold Brecht. También siempre he sido del criterio que los conceptos de Brecht sobre el teatro, debían ser mejor aprovechados en cine. Pocos años después hice otro trabajo titulado "En busca del cine perdido". Complementaba la idea básica de "Por un cine imperfecto". En efecto, no se podía hacer explícito solamente el punto de vista sobre la realidad, inseparable era mostrar, explícitamente también, el punto de vista sobre el propio cine. No se trataba de simples rupturas, o de rendir homenajes a películas o autores favoritos. Aunque era, y es también, nuestro amor por el cine, nuestra pasión por las mejores posibilidades del cine. Buscamos en la realidad existente los gérmenes que la harán mejor. ¿Por qué no buscar lo mejor del cine dentro del propio cine existente? Es en el núcleo dramático, en el proyecto dramatúrgico, en el postulado conceptual del tema, donde se hacen inseparables visión crítica de la realidad y visión crítica del cine, vale decir, contenido y forma. Y es ahí donde reside o no la verdadera proyección de modernidad o contemporaneidad de un film. El mundo está hoy en una crisis muy aguda. El hombre anda por el cosmos y cada día se comunica menos en la Tierra. Sin vocación apocalíptica, las cosas han empeorado. Son graves, muy graves, los problemas. Más que en ningún otro momento de la historia se necesita abrirle paso a una comunicación humana y racional. ¿Qué hace el cine? Se dedica a pavonearse con las lentejuelas que le proporcionan las nuevas tecnologías. Nos cuenta las mismas historias de siempre, pero mejor contadas que nunca. Sólo que todos sus códigos alienantes y opresores se mantienen intactos, más aún, fortalecidos. No se trata de rechazar las innovaciones que proporcionan las nuevas tecnologías. Se trata solamente de no pagar el precio de bloquear las posibilidades de un nuevo lenguaje.
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Sin un nuevo lenguaje para la vida no puede haber un nuevo lenguaje para el cine. Y la vida ofrece, cada día más, el lenguaje del tener que el lenguaje del ser. El lenguaje de las apariencias que el de las esencias. El derecho a elegir en el consumo se ha vuelto más importante que el derecho a elegir en la vida. Mientras tanto, la publicidad, al no tener misión más sagrada que la de impulsar el consumo, ha cobrado un auge que lo impregna todo. Y de ello no se escapa el cine. Aparece como moderno sólo lo que tiene una fotografía o un ritmo marcados por la publicidad. El arte, como hemos dicho en alguna ocasión, se convierte en moda y la moda en arte. N o es tampoco haciendo un dogma, del rechazo a la publicidad, como mejor podemos enfrentarla. De la publicidad, como de todo, insistimos, el cine puede y debe sacar buen partido. Pero el arte no puede estar subordinado a la publicidad, como no puede ser esclavo de nada ni de nadie. La publicidad uniforma los gustos para uniformar los mercados y, en consecuencia, incrementar las ganancias. El cine, obediente a ésta, promovido con igual intención por las transnacionales, se repite hasta el cansancio. El bostezo transnacional, disfrazado de modernidad, urge diferenciarlo del arte, que no puede renunciar a la variedad, a la riqueza de opciones que debe alimentar al arte universal. En el mundo de hoy es incuestionable la interdependencia pero, ésta, no será verdadera si, a la vez, no es producto de una radical independencia. La publicidad propugna una cultura del despilfarro. El arte, una cultura de la liberación. La publicidad es el arte de la simulación. El arte es el promotor de la autenticidad. Hoy, es más apremiante que nunca, que un cine, consecuentemente popular, sepa elegir bien entre esas dos alternativas. Resulta indispensable para renovar nuestras posibilidades de comunicación.
La telenovela O el chisme elevado a la categoría de arte dramático
—Señora, usted no se da cuenta de que lo que está viendo no tiene nada que ver con la realidad, que esos personajes no existen, que esos diálogos no son auténticos, usted no se da cuenta de que esa historia es falsa. —Y usted no se da cuenta de que eso es una película. N o me canso de contar esta anécdota cada vez que se me plantea la relación entre arte y realidad. Me ocurrió hace ya algunos años mientras veía cómo un ama de casa disfrutaba un culebrón mexicano. La menciono siempre porque fue en ese momento que cambió toda mi posición frente al cine. Todavía hace apenas unas semanas, al calor de la telenovela de turno, esta vez de nacionalidad brasileña, fui testigo, mientras almorzábamos, del siguiente diálogo entre mi suegra y su nieta de apenas siete años: —Abuela, tú eres la mejor cocinera del mundo. —La mejor cocinera del mundo es Raquel. —Pero, abuela, Raquel es de mentira y tú eres de verdad. (Raquel, desde luego, no era otro que uno de los personajes de la novela en cuestión.) La misma relación que se establece entre argumento y realidad, se mantiene entre personajes y actores. Aunque en la televisión se habla más de los personajes que de los actores. Pero en el cine nadie habla de los personajes, todo el mundo habla de los actores. Por ejemplo, del film Viva Zapata, nadie habla de Zapata, todo el mundo habla de lo bien o lo mal que 127
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estuvo Marión Brando. En el cine, mientras los personajes intentan ser más realistas, más habla la gente de los actores. Nadie se engaña. El público sabe que no está viendo a Zapata sino a Marión Brando. Sólo cuando el personaje es totalmente ficticio desaparece la contradicción. Es el caso de Chaplin. Y de todos los comediantes. Podríamos decir que, desde este punto de vista, la comedia es más sincera, hace menos trampas. En cambio, en la televisión, se habla más de los personajes. Parece que la pantalla pequeña hace más familiar a los personajes. Tal vez el distanciamiento que crea la pantalla grande se vuelve empatia en la chica. De todos modos, al igual que la nieta de mi suegra, todo el mundo sabe que son de mentira. ¿Dónde es entonces engañado un espectador que no se deja engañar? En realidad, en las telenovelas el espectador no es engañado. Ocurre algo peor: es burlado. La telenovela no dice mentiras, sólo dice, sin transgredirlas, las cuatro verdades en que todo espectador sustenta su vida, su propia seguridad, la confianza en sí mismo. Todo el suspenso que la telenovela genera, al igual que cualquier drama barato, descansa precisamente en que tales verdades aparentan ser transgredidas; así como todo el placer radica en que finalmente esas verdades son rescatadas. Es su deshonestidad fundamental, como lo es también la de provocar el suspenso de manera oportunista. ¿Qué tiene de malo devolverle al espectador sus cuatro verdades, es decir, sus propios valores morales? Precisamente el placer que experimenta el telespectador no está solo en el hecho de que los buenos ganen, sino en que quien gana es él, quien triunfa siempre es su arcaica concepción de la vida. La burla consiste en que creyéndose triunfador, pierde la posibilidad de ver más allá de su limitado horizonte. La reacción de un típico telespectador frente a una telenovela que ha ganado su atención, será: "Así mismo es la vida"; y nunca: "Así mis-
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mo es la vida pero yo no me había dado cuenta". Una marcada diferencia entre el culebrón y una buena novela es que el placer del primero está en la no sorpresa, es decir, en saber de antemano, en tanto que espectador, lo que deberá ocurrir; mientras que en las novelas de mayor empeño, el placer consiste justamente en la sorpresa profunda, en la transgresión verdadera de lo que se supone que debe ocurrir. Así, podemos volver a leer una nueva novela y siempre encontraremos en ella sorpresas, algo que no deja de enriquecernos; mientras que repetir un culebrón es repetir el placer de la propia, pero congelada complacencia. Otro gran placer que proporcionan las telenovelas, a diferencia de las grandes obras dramáticas, es que impiden toda imparcialidad con uno mismo. El telespectador se siente Dios, se siente juez y no parte, ante el universo de situaciones y personajes que desfilan ante él. Sabe muy bien el destino que tendrá cada uno. A todos los comprende, incluyendo a los personajes negativos. Pero nunca se sentirá individualmente aludido. Una prostituta se conmoverá con la misma falta de sentimiento de culpa que la más inmaculada ama de casa. El desfase entre los valores individuales y sociales hará posible que un público heterogéneo en la realidad se vuelva homogéneo ante el culebrón. La telenovela, reduciendo la moral a su ámbito más epidérmico y doméstico, hará disfrutar por igual a hampones y a niños bien, a hijas descarriadas y a madres sacrificadas, e incluso a los liberales tanto como a los conservadores. La gran distracción para todos consiste en disfrutar de una pausa dentro de la lucha cotidiana, fortaleciendo sus ideas más comunes y recalcitrantes. Se suele hablar del niño que todo hombre lleva dentro. Con más razón se debía hablar del hombre que todo niño lleva desde que nació. Cuando en un viejo afloran actitudes ingenuas e inocentes, nos impregnamos enseguida de una gran
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ternura, creyéndolo cercano a la supuesta pureza de los niños. Un bello ideal para todos es prolongar y no matar nunca al niño que fuimos. Así, por una razón misteriosa no asumimos nunca que lo contrario es física y psíquicamente más consecuente. En efecto, a nadie se le ocurre decir: "El viejo que todo niño lleva dentro". Aceptar semejante idea es como si aceptáramos llenar al niño de tempranas impurezas. Sin embargo, dado que, desde que nace, el niño se desarrolla para llegar a ser viejo, en él existen ya tantas huellas de su futuro, como tantas pueden existir en el viejo de su pasado. La diferencia está en que las del niño condicionan, en gran parte, su desarrollo. No es extraño, pues, que a la nieta de siete años le gusten tanto las telenovelas como a la abuela de setenta y siete años. En definitiva, para garantizar la más amplia audiencia, el patrón de una telenovela debe estar regido más por el nivel de siete años que por el de un adulto. Es verdad que ni la nieta ni la abuela se engañan en cuanto a que están frente a una ficción. Pero mientras que para el niño la relación ficción—realidad es parte sustancial de los juegos que más contribuyen a su crecimiento, en los adultos esta relación tiende a convertirse en factor de naturaleza regresiva. "Raquel es de mentira", dice la nieta. Pero esa ficción puede provocarle el placer del conocimiento nuevo. Cuando el adulto protesta: "No te das cuenta de que eso es una película", en el fondo no quiere aceptar la ficción; sabe que lo es, pero la asume como un medio que le permite complacerse en sus verdades más anquilosadas. Podría afirmarse que el éxito universal de la telenovela es que gusta a todos por igual, pero en forma diferente. A los niños, porque el juego ficción-realidad les provoca el placer de creerse un poco adultos; a los adultos, porque al fortalecerles el lugar común de sus conocimientos, les crea la peregrina idea de sentirse seguros de sí mismos, en un mundo que apenas promueve la seguridad de nadie. Hay
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algo más. La telenovela descansa su poder, en gran medida, en la fuerza seductora del chisme callejero. Y ya se sabe que el chisme nos gusta a todos. Y si no nos gusta —como dice el refrán popular— nos entretiene. Cuando usted quiera amenizar una conversación, empiece a hablar mal de alguien. La reunión más aburrida se animará enseguida. Todo lo contrario a lo que sucede si sólo hablamos de bondades y virtudes. Esta voluntad maniquea de dividir al mundo en buenos y malos, encuentra su paroxismo en el terreno de la información. La información, en nuestros días, vive más de divulgar las fechorías y las extravagancias que de ofrecer sucesos o personajes de signos más complejos. Una capa de ondas simplificadoras nos envuelve noche y día obligándonos a ver la realidad en blanco y negro. La telenovela aprovecha este contexto y la legítima curiosidad humana, para aderezar los entuertos de sus personajes. No es arbitrario que, con frecuencia, los personajes negativos resulten más atractivos que los positivos. Estos personajes son, casi siempre, menos esquemáticos. Al menos, en gestos y vocabulario. Y cuando son tan monolíticos como los buenos, tienen, al menos, el atractivo de quienes transgreden nuestras convicciones, de quienes hacen posible las expectativas, aunque siempre con la certeza de que seremos nosotros los triunfadores. Por otra parte, el personaje malo es como la persona de la cual se habla mal. La intriga se nos antoja como un gran chisme que nos cuentan. La historia de la trama acaba por tener el encanto de parecer contada más por un chismoso que por un historiador. La argucia del escritor se concentrará en hacer, de la historia que nos cuenta, un chisme de nuestra propia vida cotidiana hábilmente dramatizado. Con todo, la telenovela se anota un tanto a su favor. En un mundo de sentimientos cada vez más asépticos, la telenovela, con su gran audiencia universal, rescata, sin complejo alguno, la posibilidad de volvernos a emocionar.
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En un principio fueron las soap operas. Financiadas, como se sabe, por las grandes firmas jaboneras, ya que estaban destinadas inicialmente a las amas de casa. Es decir, la telenovela nos viene de los Estados Unidos, aunque el melodrama data de la Europa del siglo pasado. No es un producto que hayamos creado los latinoamericanos, como se suele creer. Lo que ocurre es que los latinoamericanos —en estos momentos los brasileños, en particular- nos hemos convertido en los paladines más aventajados del culebrón. Los europeos, a pesar de su rica herencia y de sus muchos deseos, no logran hacernos llorar. Tal vez se deba al terror que tienen de hacer el ridículo. Sin embargo, por estos lugares del Nuevo Mundo, eso no constituye ningún problema. Al contrario. Tener, como tenemos, una total ausencia del sentido del ridículo, tiene sus ventajas y hasta, en ocasiones, nos hace ser más osados. Es posible que la telenovela sea un producto de esa especie de osadía, de esa falta de conciencia frente al ridículo. Lo cierto es que el éxito comercial que, a escala universal, no logramos con nuestras películas melodramáticas, lo estamos logrando con las telenovelas en las televisoras del mundo. ¿Una señal de los nuevos tiempos? ¿Señal que vuelve cada vez más románticas nuestras aspiraciones de un cine pensado y realizado sólo para las salas de cine? No se trata de que el melodrama pueda gustar en tanto que material domesticado, sino en que lo ha logrado utilizando la televisión en lugar de las salas de cine. Mientras tanto, en los Estados Unidos, las soap operas le han ido abriendo espacio a otras modalidades de la emoción. Los reality show, o la realidad directa estructurada como espectáculo, es el nuevo furor en los Estados Unidos. Los buscadores de emociones fáciles han encontrado una nueva receta con resultados fulminantes. Como es natural, ya surgen los imitadores en Europa y por todas partes. Se trata de mostrar
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personajes y auténticos sucesos de la realidad y articularlos, con la participación del telespectador, bajo las leyes del espectáculo. Sus temas parten de una cantera tan amplia como inagotable. Los casos pueden ir desde la hija que perdió a sus padres y, al fin, gracias al programa, vuelve a encontrarlos, hasta la pesquisa realizada, siempre en compañía del televidente, donde al final descubrimos al maleante. Los argumentos pueden ser tan variados como necesarios. Desde el sida hasta cualquier discriminación racial o sexual. La opción, en verdad, resulta estimulante, y lo podría ser más si no se autolimitaran en sus propias intenciones, si no excluyeran todo tipo de reflexión al respecto. La manipulación comercial, el afán de lograr grandes audiencias a cualquier precio, constriñen lastimosamente las potencialidades de la idea. De todas maneras, es una idea que habrá que seguir. El esfuerzo tradicional de la dramaturgia por tratar de hacernos ver que la ficción era realidad, no tiene por qué ser igualmente improductivo, al tratar, ahora, de hacernos ver la realidad con los recursos propios de la ficción. Darle a la realidad lo que es de la realidad y a la ficción lo que es de la ficción, o mezclarlos sin ambiciones espurias, puede abrirle nuevas posibilidades a la autonomía del telespectador, a su espíritu crítico, a ir quebrando su inmovilismo habitual y estimularlo con nuevas y progresivas perspectivas de cambio. En una dirección similar ha ido la información y su tratamiento de hacer de la realidad un gran espectáculo. También en los últimos tiempos ha sido más espectacular la información que el más espectacular de los espectáculos. Todavía persisten en nuestra memoria la espectacularidad de la Guerra del Golfo, la caída del Muro de Berlín, los recientes sucesos de Los Angeles. El asombro no nos lo provocaba sólo la dimensión de los acontecimientos, sino el de poder estarlos viendo en vivo y en directo, aunque después supiéramos que
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algunos de ellos ni siquiera nos los mostraron tal y como en realidad sucedieron. Ahora bien, lo importante no es sólo el fraude que puedan cometer tales informaciones, sino la búsqueda de la emoción por encima de cualquier posibilidad de reflexión. La emoción no falla nunca: generar un espíritu analítico, falta siempre. Buscar la emoción a cualquier precio, equivale a impedir la razón a cualquier precio. Este nivel de emotividad es, además, objeto de la más sofisticada parcialidad. Por eso el maniqueísmo que podemos disculpar en las telenovelas, dado su aliento doméstico, es justamente rechazado en telediarios que se asumen como voceros de los grandes problemas de la humanidad. De ahí que la emoción en las telenovelas, sin máscaras y sin otras pretensiones, pueda resultar agua bendita para nuestras desvalidas y cada vez más estériles almas. Ese es el mérito que más le agradecemos. A una telenovela se le exige, y con razón, que nos emocione. Sus armas no son precisamente las de la reflexión, y ni siquiera la de buscar el equilibrio entre emoción y reflexión, como parece ser el patrimonio de las grandes obras. Pero sucede que, en estos tiempos, es la telenovela lo que más nos garantiza la emoción. Y esto resulta de extrema importancia. Hoy en día se ha vuelto de buen tono contener nuestras emociones. Llorar no es propio de estos tiempos modernos. Desde niños nos prohiben llorar, nos enseñan que llorar no es cosa de hombres. Nos han convencido de que reprimir nuestros sentimientos es síntoma de buena educación, majestuosa señal de toda persona civilizada. Es posible que el uso y abuso que ha hecho el fascismo de la emoción nos haya llevado al otro extremo. Y así tenemos que la emoción y, en particular, el llanto, han retrocedido en nuestra época. Y si la represión de los sentimientos va en contra de la naturaleza humana, liberarlos, si se quiere de manera hasta impudorosa como lo
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hace la telenovela, no puede dejar de resultar gratificante. N o importa si llorar es o no un placer, lo importante es que no inhibamos nuestros propios sentimientos. Q u e la telenovela, de forma tan eficaz, nos procure esa posibilidad, es algo que nos ayuda a olvidar todos sus pecados. El cubano Félix B. Caignet, inolvidable autor de El derecho de nacer, primera radionovela latinoamericana que le dio la vuelta al mundo, me confesó en cierta ocasión: "He hecho mis investigaciones por los barrios populares y he llegado a la siguiente conclusión: los oyentes no lloran por mis novelas; yo sólo les doy un pretexto."
La electrónica o la cuarta edad del cine
Decía Osear Wilde que "sólo los capitalistas cometen pecados capitales". Más en serio que en broma habría que hablar de los lamentables resultados que vienen padeciendo las innovaciones tecnológicas en el campo audiovisual. Cuentan que en Japón han lanzado un video—juego sobre el sida. El divertimento consiste en seguirle el curso a la mortal enfermedad para saber si el desenlace será o no fatal. Los reality show y su llamado mercado del dolor, han logrado, con el manejo impúdico que hacen de las desgracias humanas, que los críticos acuñen el término de "televisión basura". El desfase entre tecnología y arte es ya prácticamente irreversible. Spielberg y Woody Alien se nos ofrecen como dramáticas alternativas. Lo peor es que la contradicción está en la vida misma. La tecnología no logra concillarse con el humanismo y mientras, por un lado, los países desarrollados flamean su modernidad tecnológica, por otro, en esos mismos países, cada veinte segundos muere un ser humano a manos de otro, legal o ilegalmente. La Academia de Ciencias de los Estados Unidos en su informe del año pasado, ha declarado que poco se puede esperar de la ciencia y de la tecnología para contribuir a un futuro mejor. Y señala que deberán cambiar primero las actuales políticas económica y demográfica, así como las conductas
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humanas tendientes al consumismo, a la filosofía de lo efímero, al modelo del "use y tire". Mientras tanto, las nuevas tecnologías del audiovisual tienen como objetivo irrenunciable autopublicitarse, consagrando la idea de que un mundo impulsado por la tecnología abrirá las puertas del bienestar. Por una parte, el cine se ha hecho cómplice de esta aberración; sus efectos especiales parecen no tener mejor destino que el de alucinarnos con la idea de que la tecnología lo puede todo. Por otra, no es raro entonces, que la televisión, se dedique sistemáticamente a alimentar en el público la peor tradición del pensamiento mágico. Parafraseando a Santo Tomás hoy se podría decir: "Ver para no creer". De todas maneras la electrónica puede considerarse como la cuarta edad del cine. Al silente, sustituyó el sonoro, a éste se le agregó el color y, ahora, el nuevo soporte y el nuevo medio de difusión: la electrónica. Los cineastas, ante tales circunstancias, deberían sentirse destinatarios del noble empeño de conciliar arte y tecnología y de combatir la tecnología pero dentro de la tecnología y no al margen de ésta. No obstante los prejuicios persisten. Se sigue considerando que el cine es sólo cine si es en las salas de cine. ¿Por qué? Es incuestionable que desde los años 70 las salas de cine dejaron de ser el monopolio de la exhibición de películas. Se sabe que antes un film recaudaba en las salas el 80% de sus ingresos y, hoy, apenas el 25%. Hoy existen en el mundo 70 millones de salas de cine frente a más de billón y medio de televisores, de 800 millones de videocaseteras y el 30% de la programación de la televisión, en la actualidad, está dedicada al cine. Es decir, en el mundo que corre, se ven mucho más películas, sólo que mediante la electrónica. Además las películas que hoy se realizan, salvo las de las transnacionales norteamericanas, dependen para su finan-
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ciamiento y difusión de las televisoras. El cine latinoamericano no es por cierto una excepción. Desde hace años, logra sus ventas también en las televisoras, principalmente en las europeas. Al exhibirse en la pantalla chica no puede dejar de sufrir en tanto que lenguaje que ha sido pensando para la pantalla grande. N o se trata de excluir la opción de las salas, sino de ser más consecuente con el desafío electrónico. ¿Dónde están las posibilidades del video y de la televisión para un cine de calidad? Parecería que en ninguna parte. Y puede que las haya por todas partes. No es posible permanecer impasible ante la vertiginosa carrera de las cada vez más nuevas tecnologías. La TV de alta definición, el satélite, el cable, la TV interactiva, el sistema digital, la realidad virtual, la infografía, etc., existen luego piensan. Y piensan para deterioro del cerebro humano, para el empobrecimiento de la información, para que la tecnología disponga de los grandes talentos y el arte se conforme con los oportunistas y los mediocres. Sin embargo existen brechas a través de las cuales algún rayo de luz puede entrar. Los satélites, por ejemplo el Hispasat, están muy lejos de satisfacer sus necesidades. La TV-cable, sin acudir a la publicidad y con un mínimo de audiencia, obtiene ingresos multimillonarios (en Francia, la TV-cable, con sólo el 7% de audiencia, logra ingresos superiores al de todas las cadenas privadas). La televisión interactiva hará cada vez más innecesaria la videocasetera, dadas las posibilidades de pedirle —como si fuera una computadora— la película que uno desea y a la hora que a uno le plazca. La alta definición y el sistema digital hacen posible una calidad de imagen y sonido semejante a la del cine actual. Etc. Si a todo esto agregamos que el sistema en su conjunto no puede responderle aún a la creciente demanda que se le plantea, es indudable que las grietas parecen
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estar tocando a nuestras puertas. Únicamente políticas anacrónicas y cegadoras impiden estas hendijas esperanzadoras. Hay muchas otras caras de esta medalla. La multiplicación de las televisoras privadas no han traído la multiplicación de las libertades que tanto se habían proclamados. Las televisoras locales, en lugar de enriquecer las opciones, se han dedicado a repetir el modelo de las grandes cadenas nacionales. Por todas partes se respira el afán de perseguir a las grandes audiencias, desconociendo la diversidad creciente que existe en el público. Pero la vida también es interactiva. La nueva tendencia de sectorializar la oferta (canales musicales, científicos, deportivos, filmicos, etc.), no tiene por qué no encontrar un espacio para una televisión madura, distinta, capaz de superar esa dicotomía entre una televisión comercial = entretenimiento; y una televisión pública = aburrimiento. Hará falta experimentar. Cierto. La ciencia experimenta, ¿por qué no el arte? En la medida en que las opciones sectoriales, territoriales y tecnológicas aumenten, los triunfalistas ratings de audiencia, según los especialistas, ya no pasarán de un 25%. En buena ley la descentralización favorece la conciencia de una diversidad en el público. Existe la experiencia del Canal 4 de Inglaterra. Por ley, es un canal destinado a las minorías. Pues bien, sin salirse del rigor trazado, ha logrado grandes éxitos comerciales. Ha llevado a cabo coproducciones con el instituto de cine inglés, para las dos pantallas, obteniendo éxitos también en el mercado internacional. Otra experiencia alentadora es el canal americano Tigre de papel que se inserta en lo que suele llamarse "televisión hecha a mano". Luego está el video. Ese medio que, como se dice, se encuentra a medio camino entre el cine y la televisión. El video, con una autonomía que nunca soñó el cine, con la posibilidad de ver la grabación en el acto, de rectificar la ima-
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gen al momento, de cambiar textura y color con sólo apretar una tecla, ha abierto nuevas exploraciones al lenguaje audiovisual. Los videoarte han ganado un espacio en los últimos años que no se puede ignorar. Su habitat natural han sido principalmente los museos y las galerías. Videoperformances, videoinstalaciones, espectáculos multimedias, han dado pruebas de un incuestionable vigor. Junto al video asociado a la plástica ha surgido el videoclip, feliz conjunción de la música con las imágenes. También el video, dado su bajo costo, ha ido sustituyendo al cine, en lo que se refiere al documentaltestimonio y a la capacidad y movilidad de éste para registrar la memoria de los pueblos. Pero el video apenas ha incursionado en el cuestionamiento de la narrativa propia del cine. Parecería que todo el esfuerzo se ha centrado en embellecer, en renovar la plástica, sin alterar, a fondo, las estructuras dramáticas. Y éste debería ser su más alto y gratificante nivel de experimentación, dado el carácter impositivo y el grado de simulación de las actuales dramaturgias cinematográficas. Ir más allá de los museos, encontrar en la televisión una puerta para públicos mayores, debería ser un propósito alcanzable. La televisión, en sus espacios de baja audiencia, podría encontrar en el video una oferta de prestigio y, a la vez, de poco presupuesto. Para los cineastas, entrar en el mundo de la electrónica, debe ser un factor renovador, un nuevo reto para el arte audiovisual. N o obstante, poner un pie en la electrónica no quiere decir ponerlo, automáticamente, en el futuro. A la edad moderna, como sugeríamos al principio, no se entra del brazo de la tecnología, si no conciliando ésta con el arte, concillando ésta con la vida. Únicamente así se podrían aplicar, al matrimonio con la tecnología, aquellas reveladoras palabras de Andrés Bretón: "Una obra de arte sólo tiene valor si en ella vibra el futuro".
Por un cine imperfecto (Veinticinco años después)
A veces pienso en las razones por las cuales los cineastas latinoamericanos sentimos la necesidad de hacer teorías. Tal vez un primer impulso sea el de justificar o explicar lo que hacemos que, en verdad, tiene poco que ver, en sus expresiones más altas, con el cine de nuestros días. O también porque la escasez de críticos o ensayistas, nos obliga a alejarnos del hombre fragmentado que involuntariamente somos. O lo que sería su razón principal: el afán de comunicar, por todas la vías posibles, nuestra identidad común, esa identidad de la gran patria que, en su tiempo, revelaron nuestros proceres y que, desde los años cincuenta, el Nuevo Cine Latinoamericano se ha empeñado en ilustrar. El texto de "Por un cine imperfecto" nació bajo ese aliento y a éste remite su posible vigencia. "Por un cine imperfecto" empieza diciendo: "Hoy en día un cine perfecto, técnica y artísticamente logrado, es casi siempre un cine reaccionario". Y termina: "El arte no va a desaparecer en la nada, va a desaparecer en el todo". El desarrollo de esos dos postulados es el desarrollo de todo el trabajo. ¿Qué puede haber de vigente en ellos? El texto se escribió en 1969, hace ya casi un cuarto de siglo. Corrían los años sesenta, años que mi generación no podrá olvidar nunca. Parecía, de pronto, que el mundo se volvía j o ven. El colonialismo se desplomaba, la revolución era posible, trabajadores y estudiantes de países desarrollados desempol147
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vaban sus inercias, las minorías de todas las tristezas al fin sonreían, las costumbres y el arte se transformaban y nos transformaban. Y luego, la utopía mayor: creíamos poder ser felices sin necesidad de ser egoístas. No era raro entonces pensar que el arte iba a desaparecer en el todo. Que el cine se expandería por todos los rincones del mundo. Que con las nuevas tecnologías cada ser humano podría disponer de una cámara. Que el hecho cultural por excelencia estaría más en que todos, y no sólo una minoría, tuvieran la posibilidad de hacer arte. Pero, oh la vida, la vida no es una línea recta hacia el porvenir. Las cinematografías no sólo no se multiplicaron, si no que las que existían, como las europeas, se declararon en vías de extinción; las incipientes murieron al nacer y las que se alimentaron sólo en sueños, aprendieron, en carne propia, que los sueños sueños son. Sin embargo, el primer postulado, la frase con la cual se inicia el texto, mantiene su vigencia. En los años sesenta, la Revolución Cubana se planteó la construcción del socialismo, es decir, la transformación a fondo de las estructuras de la dependencia y el subdesarrollo. Los cineastas nos propusimos hacer algo similar en el terreno del cine. No sólo por razones conceptuales sino también por razones prácticas. Si el proyecto social norteamericano no daba, según sus propias estadísticas, para más de seiscientos millones de personas, su cine, reflejo de ese modelo, no era posible hacerlo si no era contando con grandes e insaciables arcas. Por eso la primera y más elemental significación del término "imperfecto" era el rechazo más radical a la impotencia de hacer cine. Estimular a hacer el cine con los medios que se tuvieran a mano era su razón de ser más categórica. No se trataba de cantarle loas al miserabilismo. Era combatir la idea
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de que no se podía hacer cine si no era disponiendo de las tecnologías más avanzadas. Si estas venían, bienvenidas eran. Pero no era cuestión de esperarlas para poder expresar nuestras angustias. Era, en síntesis, rechazar el criterio de que no se podía hacer un film si no estaba "técnicamente logrado". Otra acepción del vocablo "imperfecto" era la de no acceder a la imposición del lenguaje "perfecto", a la dictadura estética del cine norteamericano, que dijera Godard. No era una posición dogmática. Con ese lenguaje se han hecho y se siguen haciendo buenas películas. No es ese su problema. Su problema y nuestro problema es que a través de éste se pretende medir al resto de la cinematografía mundial, y de hecho se convierte no en "su lenguaje" sino en "el lenguaje cinematográfico". Lo cual, en buen cristiano quiere decir que el lenguaje se nos ofrece como lenguaje terminado, acabado, "perfecto". Sin embargo, el arte, como la vida, está siempre en una búsqueda permanente de su identidad. De ahí su importancia y su grandeza. El arte, en este caso el cine, que dé por concluida la búsqueda de su identidad, es un cine muerto. Por eso también hablábamos de que "un cine artísticamente logrado es casi siempre un cine reaccionario". Por último, y fue en lo que más nos detuvimos, "cine imperfecto" quería decir "cine interesado". Si el arte era una actividad desinteresada del hombre, la imposibilidad de practicarlo, en nuestros días, como tal, nos llevaba a todo tipo de fariseísmos. Pensábamos que la mejor manera de exorcizar dicho fariseísmo era hacer de manera consecuente y abierta un arte interesado, es decir, un "cine imperfecto". Sólo así podíamos continuar con la ilusión de que algún día el arte volvería a ser una actividad desinteresada del ser humano. Pero, además, era evidente —lo es más hoy— que el cine que se hacía nos procuraba el placer estético reduciendo las posibilidades de nuestro espíritu crítico; facilitaba la comunica-
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ción pero limitando nuestra autonomía; confundía nuestra sensibilidad utilizando las innovaciones tecnológicas como si fueran innovaciones del lenguaje cinematográfico. Y detrás de todo, el fariseísmo mayor: el arte es más arte mientras menos se note su contenido, es decir, mientras más simule ser arte desinteresado. Para nosotros significaba una vergonzosa separación entre forma y contenido. Responder a estas engañifas no obedecía, sin embargo, a una actitud ética. Se trataba más bien de una búsqueda estética. Hacer explícitos los contenidos, no seguir disimulando que el cine es una ficción, reconocer que el cine no transforma la realidad pero que hay que hacerlo como si fuera capaz de eso y de mucho más y, sobre todo, no seguir aceptando que el cine es simple ilustración, o tratamiento cinematográfico de historias literarias, sino que debe ser expresión de verdaderas historias cinematográficas y que, por lo tanto, su aspiración mayor es la de expresarse en términos imposibles para cualquier otro medio de expresión artística; eran éstas, debían ser éstas, sustancias nutrientes de una nueva poética. Después de todo el cine era, y sigue siendo, la más atrasada de todas las artes. ¿De dónde partíamos? ¿Qué herencia recibíamos? El cine latinoamericano de los años 30 y 40 sufría limitaciones imperdonables. Su universo era estrecho y repetitivo. Su mirada complaciente sólo la redimía cierto humor criollo y la música popular. Por otra parte, solicitaba con demasiada frecuencia la compasión del espectador, aunque tal vez su pecado mayor era el de confundir el folclor con una identidad simple, estática, cristalizada. A pesar de todo, fue un cine que obtuvo un gran respaldo de público, que logró demostrar que el cine latinoamericano podía vivir de los latinoamericanos. Y no obstante, fue un cine derrotado. En los años
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cincuenta sólo despojos de él llegaban a nosotros. Como suele ocurrir, el rechazo fue total, visceral, apasionado. En el caso de Cuba se nos presentaba la opción del realismo socialista. Pero la opción no resultaba ninguna tentación. N o era más el cine de los primeros años de la Revolución de Octubre. Así, lo que nos llegaba, salvo raras y honrosas excepciones, era un cine maraqueo y totalmente domesticado. Pero, además, un cine expresado, mucho más y nada menos, que en los términos del modelo norteamericano. Sin embargo la razón que más se nos revelaba era que la Revolución Cubana se nutría, respiraba, vivía, al calor de una verdadera independencia nacional y, era este calor, afán común en el resto de América Latina. Por eso fue, y es un hecho orgánico y natural, que el cine cubano, desde sus inicios, cerrara filas con el Nuevo Cine Latinoamericano. ¿Qué hacer? Un primer puente fue el neorrealismo italiano. El Nuevo Cine Latinoamericano daba sus primeros pasos bajo el signo liberador del neorrealismo italiano. Fueron pasos cargados de una indiscutible autenticidad. N o fueron actitudes miméticas las que los motivaron. El neorrealismo no era un estilo a copiar, era una actitud ante el cine que había que cambiar y ante la vida que había que transformar. Nada podía atizar mejor nuestras esperanzas y nuestras ilusiones. La relación resultó tan fecunda y consecuente que sus huellas vivirán siempre en cualquier obra del cine latinoamericano. N o obstante, ya avanzados los años sesenta, la realidad de nuestros países poco tenía que ver con la de la postguerra italiana. En nuestras vidas el espíritu de cambio crecía, se aceleraba y se materializaba en acciones de lucha concreta. La identidad se buscaba rompiendo la máscara de identidad que se nos ofrecía. Y nosotros, cineastas, nos identificábamos buscando una identidad que sabíamos única y, a la vez, múltiple y diversa.
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La explosión de filmes que asombraron al mundo fue acompañada de indispensables teorías. Fernando Birri, en época temprana, se había manifestado en su escuela de Santa Fe. Así mismo Glauber Rocha con su "Estética del hambre"; Solanas y Gettino con "Cine Liberación";Jorge Sanjinés con los planteamientos del Grupo Ukamau, etc. No fueron teorías a partir de las cuales se hicieron las películas. Al contrario. Fueron los filmes los que motivaron dichas reflexiones. Tales teorías resultaron estimulantes en la medida en que también contribuyeron a la diversidad del Movimiento. Yo hice Aventuras de Juan Quinquín en 1967 y escribí "Por un cine imperfecto" en 1969. El texto, por lo tanto, no era más que la reflexión que me había provocado el film. Las Aventuras era mi tercer film y era en éste precisamente donde yo sentía que me había expresado por primera vez. La película, además, resultó ser un gran éxito de público a pesar de que se proponía una ruptura radical con el cine popular al uso. La operación que hacía el filme era muy concreta: utilizar un género menor para mostrar un héroe mayor. Recordemos que en esos años nuestro héroe mayor era el guerrillero, y que era éste la expresión más consecuente de la lucha armada, única alternativa de cambio que se les dejaba a nuestros países. Situar a este personaje dentro del género de aventuras, considerado tradicionalmente como un género menor, era, cuando menos, correr el riesgo de disminuir su estatura. En efecto, a los ortodoxos que nunca faltan, les pareció una total e inaceptable irreverencia con los combatientes. Aunque peor resultó con los que le perdonaron la vida. Con los que consideraron el film hasta ingenioso, pero sin el patitos de los géneros mayores, aquéllos que una costumbre demasiado arraigada considera que son los propios de los héroes mayores.
La doble moral del cine
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Sin embargo toda la posible herejía del film estaba en esa contradicción. N o era una herejía para provocar a espectadores adormecidos, sino el intento, gracias a esa contradicción, de reclamarle al espectador popular una mayor complicidad. Es decir, que sintiera, más que la necesidad de justificar al personaje, la necesidad de solidarizarse con él, de sentirse parte de esa aventura y no simple espectador de la misma. Pero mi sorpresa fundamental, al reflexionar sobre el film, fue que se me revelaron como puntos de referencia aquellos puntos justamente relacionados con el cine norteamericano. Y de una manera impudorosa. Es decir, haciéndolos explícitos. N o se trataba de homenajes, más o menos solapados, a tal o cual autor. Ni mucho menos de parodias a géneros. Se trataba de una clara y abierta confrontación. Si el cine de Hollywood, en todas las latitudes, era "el cine", la confrontación podía adquirir además un carácter internacional y popular Se trataba, entonces, de buscar el cine dentro de este cine. No había que hacer otro cine sino buscar el nuevo en la confrontación con el viejo cine. Plantearle una confrontación a nivel de lenguaje, sería el intento de separar, de sus estructuras dramáticas y sus géneros populares, el grano de la paja. Aceptar y rechazar. Como ocurre en la vida. Como ocurre en la historia. Como ocurre en todas las verdaderas confrontaciones, donde uno asimila al mismo tiempo que niega. Juan Quinquín, pues, me sugería un camino. Un camino experimental, un camino que me hubiera gustado transitar con más persistencia que la que hasta hoy he podido, aunque no he sido yo el único, por cierto, en andarlo. Documentales y películas de ficción, marcadas por este sino, las hay en la cinematografía cubana. Ahora la idea de la confrontación venía a completar los criterios manejados en "Por un cine imperfecto" Si aquel primer texto exigía hacer explícito el punto de vista sobre la realidad, ahora se trataba de hacer también explícito el punto de vista sobre el cine. Era la
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manera de conciliar, de hacer indisolubles, forma y contenido, de rescatar las posibilidades de la obra como un todo enriquecedor y vivo. El espectador, como todos sabemos, no entra al cine sólo con su punto de vista sobre la realidad, sino también con su punto de vista sobre el cine. Y las películas, como todos conocemos, en el mejor de los casos, le cuestionan el punto de vista sobre la realidad pero jamás le perturban su punto de vista sobre el cine. No darle pausa a nuestra identidad en la vida, debería significar también la posibilidad de mantenerla abierta en el cine. Estas ideas me llevaron, un año después, a escribir "En busca del cine perdido". La vigencia de "Por un cine imperfecto", responde, en lo sustancial, a este cuerpo de ideas y, como decía al principio, a la cohesión que le proporciona sostener un inequívoco espíritu de cambio así como la expresión de la identidad en términos dinámicos. Estas posiciones han tenido y pueden seguir teniendo convergencias y divergencias con otras miradas. Así ha sido y así debe ser. El Nuevo Cine Latinoamericano nunca fue excluyente. Nunca fue insensible a cualquier obra cinematográfica que mostrara un mínimo de pasión por esta América nuestra. Ese fue su rasgo más alto y generoso. Como lo fue también alentar siempre todo germen vivo de poesía y de verdad. Por eso treinta años después puede ver con alegría que sus riberas son desbordadas por los jóvenes de hoy. El Nuevo Cine Latinoamericano ha muerto? En todo caso digamos que "no desaparece en la nada, desaparece en el todo" Contribuyó a crear y a fomentar el único movimiento cinematográfico al cual se le reconoce un carácter continental. Logró que se hablara en el mundo de Cine Latinoamericano como un concepto global. Pues bien. Hablemos simplemente de cine Latinoamericano. El de ayer, el de hoy, el de mañana, el que nos une a todos en nuestra diversidad. El que siempre luchará por un mundo donde no haya necesidad de ser egoísta para ser feliz.
EL A U T O R Julio García Espinosa nació en 1926. Inicia su vida artística, siendo muy joven, en el teatro. También trabaja en la radio, como escritor y director de programas. A principios de los años cincuenta, estudia cine en el Centro Sperimental de Cinematografía de Roma. En Italia también publica un libro de versos. De regreso a Cuba es cofundador del grupo Teatro Estudio, responsable de la Sección de Cine de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo y dirige el documental El mégano, motivo por el cual es preso por la dictadura de Batista. Este documental está considerado como el antecedente histórico del actual Cine Cubano y también como uno de los que da origen al Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, junto con otros films de la década de los cincuenta. Es jefe de la Sección de Arte del Ejército Rebelde al triunfo de la Revolución Cubana. Formador de las nuevas generaciones de cineastas cubanos, trabaja, al mismo tiempo, en la dirección artística de la producción del ICAIC y en la realización de su propia obra. Su primer largometraje, Cuba baila (1960), lo realiza en coproducción con México; el segundo, El joven rebelde (1961) con argumento de Cesare Zavattini; el tercero, Aventuras de Juan Qumquín (1967), es considerado uno de los clásicos del 155
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Cine Cubano. Sus filmes más recientes han sido: Son o no son (1978), La inútil muerte de mi socio Manolo (1989), El plano (1993) y Reina y rey (1994). Entre los documentales que ha realizado se destaca Tercer mundo, tercera guerra mundial, filmado en 1970, durante la guerra deVietnam. Ha participado en los guiones de los siguientes filmes Lucía, La primera carga al machete, Ustedes tienen la palabra, Girón, La bella de Alhambra, etc. Ha desarrollado, además, una abundante labor teórica. Entre sus trabajos más conocidos se encuentran: "Por un cine imperfecto", "En busca del cine perdido", "Los cuatro medios de comunicación son tres: cine y TV". Sus artículos y ensayos han sido publicados en distintas partes del mundo, así como se han editado libros suyos en diferentes países. Ha impartido conferencias sobre cine y televisión, participado en seminarios y talleres, e integrado jurados en distintos festivales Internacionales de cine. Todo ello en países de América Latina, Europa y Japón. Fundador del ICAIC, de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños y miembro del consejo superior de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que preside Gabriel García Márquez. Le ha sido otorgada la distinción más alta de la cultura cubana: la Orden Félix Várela.
FILMOGRAFÍA D E JULIO GARCÍA ESPINOSA
Como Director de Cine: Cuba baila (1960) El joven rebelde (1961) Aventuras de Juan Quinquin (1967) Tercer mundo, tercera guerra mundial (1970) Son o no son (1977) La inútil muerte de mi socio Manolo (1989) El plano (1993) Reina y rey (1994) Además ha realizado numerosos documentales, entre los cuales El Mégano"(l955), considerado el antecedente histórico del actual cine cubano.
Como Guionista: Además de los guiones de sus propias películas, ha participado, entre otros, en los siguientes: Lucía La Primera Carga al Machete. Los Días del Agua. Girón. El Extraño Caso de Rachcl K. Ustedes Tienen la Palabra. El Otro Francisco. De Cierta Manera. La Bella de Alhambra.
PRINCIPALES TRABAJOS TEÓRICOS
Por un Cine Imperfecto (1969). En busca del cine perdido (1971). Intelectuales y artistas del mundo entero, desunios! (1973). Una imagen recorre el mundo (1975). Sobre las escuelas de cine y televisión (1976). Los cuatro medios de comunicación son tres: cine y TV (1976). Cine nacional: ¿decadencia o muerte? (1984). ¿Debe ser rentable la Cultura? (1986). El Destino del Cine (1988). La Doble Moral del Cine (1988). El cine popular a veces da señales de vida (1989). La Telenovela o el Chisme elevado a categoría de Arte Dramático. (1993) Por un cine imperfecto. (25 años después) (1993) La electrónica o la cuarta edad del cine (1993)
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