La Dignidad Humana. Jürgen Moltmann
January 13, 2017 | Author: ceti9756 | Category: N/A
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Jürgen Moltmann. La dignidad humana. Salamanca, Sígueme, 1983....
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PEDAL 146
JÜRGEN MOLTMANN
LA DIGNIDAD HUMANA
E D I C I O N E S SIGUEME - S A L A M A N C A 1983
Tradujo Faustino Martínez Goñi sobre el original alemán Menschenwürde
Kecht und Freiheit
© Kreuz Verlag, Stuttgart 1979 © Ediciones Sigúeme, S. A., 1983 Apartado 332 - Salamanca (España) ISBN: 84-301-0914-5 Depósito legal: S. 352-1983 Printed in Spain Imprime: Industrias Gráficas Visedo Hortaleza, 1. Teléfono 24 70 01 - Salamanca
CONTENIDO 9
Prólogo
1. Fe cristiana y derechos humanos ... 13 1. La dignidad humana y los derechos humanos 13 2. ¿Qué derechos humanos resultan de la semejanza con Dios? . 18 3. La justificación y. la humanización del hombre 26 2. La 1. 2. 3.
humanidad en la escuela y en la sociedad El camino hacia la sociedad de producción ¿Qué es el hombre? Seis consejos
3. La 1. 2. 3. 4. 5.
liberación de los opresores 50 Los dos aspectos de la opresión 51 Fenómenos de la opresión. Formas de autojustificación .. 53 La causa: el amor fracasado a Dios 61 La liberación de los opresores 63 El éxodo de los opresores 65
4. Dios y libertad. ¿A qué libertad nos referimos? 1. El Dios de la liberación 2. La fe liberada 3. ¿Qué libertad es la que buscamos? 4. El grito desde las profundidades
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PROLOGO La dignidad del hombre es intangible, dice la constitución de la República Federal de Alemania. Y, sin embargo, se desprecian los derechos humanos, los hombres se sienten heridos en su dignidad y tienen que vivir en condiciones indignas de un ser humano. Y esto ocurre también entre nosotros. Por eso es muy importante que recordemos esta idea fundamental de la humanidad y de la fe cristiana: El hombre, en su dignidad ante Dios y ante el mundo, es intocable y sagrado. El hombre se halla destinado a vivir con la cabeza alta y a caminar erguido. Sin embargo, sólo se recuerda esa dignidad humana cuando se tiene esperanza en el hombre y en su humanidad y cuando uno no se puede resignar, debido a esa esperanza indestructible, a la crueldad humana, a su indiferencia y a su infame falta de humanidad. El que, a pesar de Auschwitz y de las bandas asesinas de terroristas, se halla dispuesto a apreciar y a defender la dignidad del hombre, debe sentir una gran esperanza respecto al hombre. Desesperamos del hombre con demasiada facilidad, lo que equivale a desesperar de nosotros mismos. Así nos convertimos en cínicos frente a la brutalidad inhumana que vemos en otros, y en brutales al defender lo que poseemos. Cuando muere la esperanza eñ~ la humanidad del hombre —incluso en el enemigo— los hombres se hacen duros en el dar y en el recibir. Y al hacerse duros, se sienten profundamente desanimados. Una ola de 9
desaliento se va difundiendo por nuestro pueblo. Se han vivido demasiados desengaños con otros y aún más con uno mismo. Perdida la denodada esperanza, y con esas desilusiones, corremos el peligro de traicionar nuestra dignidad de hombres y de lanzar por la borda nuestra propia libertad. La ley fundamental dice en su artículo 1.° que es un «deber de todo poder estatal» el «apreciar y defender» la dignidad del hombre. Pero ¿cómo pueden los ciudadanos y las ciudadanas de esta entidad genérica esperar del poder estatal la defensa de su dignidad humana, si ellos mismos no están dispuestos a estimar y a defender en sí mismos y en los demás esta dignidad y, si es necesario, incluso contra el «poder estatal» y contra los hombres que ejercen ese poder? ¡¿Y cómo, si no, se puede recordar al poder estatal su propio y primer deber y asociarle con ese deber, si no es mediante la estima y la protección de la dignidad del hombre por todos los que son portadores de un rostro humano en esta sociedad?! La dignidad del hombre es intangible. El estimarla y defenderla es, en primer lugar, deber de todos y de cada uno de los hombres y después también del poder estatal. «Todos los hombres son libres e iguales en dignidad y en derechos», dice el artículo 1.° de la Declaración general de los derechos humanos de 1948. Todos los hombres y, por tanto, no sólo los varones, sino también las mujeres. Todos los hombres y, por consiguiente, no sólo los adultos, sino también los niños y los ancianos. Todos los hombres y, por tanto, no sólo los sanos, sino también los enfermos y los impedidos. Todos los hombres y, por tanto, no sólo los alemanes, sino también los trabajadores extranjeros. Todos los hombres y, por consiguiente, también los niños hambrientos de la India y también los negros y los hombres de color desprovistos de derechos de Sudáfrica y, por consiguiente también las masas explotadas en los barrios míseros de las ciudades latinoamericanas. Y así se debe continuar, no para soñar en un humanismo, sino porque la dignidad humana no es sólo intangible, sino también indivisible. * 10
Si todos los hombres no son libres, realmente tampoco lo son los que ahora se dicen libres. Pues, la libertad no es tanto un privilegio que se puede regatear a los demás, cuanto la dignidad humana. El que pretende la libertad para sí, ^ la debe querer también para los demás. No puede tener la propia libertad a costa de los demás, sino que debe mantenerla en favor de los demás. De no ser así, destruiría su propia libertad. Por eso no existe otra defensa de la propia libertad que la consiguiente liberación de los oprimidos. Por eso, tampoco existe ninguna otra defensa de la propia dignidad humana que la consecuente estima de la dignidad de los demás hombres. Esta verdad es fácil de comprender, pero difícil de practicar. Pues, en último término, no es tanto la esperanza cuanto la angustia y el miedo los que determinan la propia actuación. Ahora bien, si se determina la propia actuación mediante la angustia, comenzamos a desestimar la propia dignidad y a destruir nuestra propia libertad. Entonces tratamos de defender nuestra libertad contra las pretensiones y los ataques de los demás hombres y la destruimos a través de nuestras propias medidas de protección. Utilizamos el poder estatal para hacer intangibles nuestros privilegios y lo que poseemos y negamos de esa manera el deber humano, que está sobre todos los demás, de todo poder estatal, a saber, el defender y estimar la dignidad del hombre y no sólo a los propios ciudadanos del Estado. La dignidad del hombre es indivisible. Consiguientemente, es deber de todo poder estatal, y, por tanto, también el de la República Federal, el apreciar y defender la dignidad del hombre, dondequiera que éste viva. El artículo 1.° de la constitución otorga al poder estatal no sólo la misión de política interior de apreciar y defender la dignidad de los alemanes, sino que le confía, claramente también, la misión de política exterior de apreciar y defender la dignidad de todos y de cada uno de los hombres, especialmente de los más abatidos y oprimidos. Pero ¿cómo podemos esperar esto del «poder estatal», si primero no estamos dispuestos nosotros mismos a hacer todo lo que 11
esté de nuestra parte para defender la dignidad de los hombres que se hallan más oprimidos, es decir, para luchar en favor de los hambrientos y humillados del tercer mundo? Sólo se puede exigir del poder estatal lo que estamos dispuestos a realizar en el campo de nuestra propia vida. Todos los hombres han nacido libres e iguales en dignidad y en derechos: nosotros y también aquellos a cuya costa vivimos. De ahí se sigue que sólo apreciamos la propia dignidad si empezamos a hacer todo lo que es posible para denfender la dignidad de los hombres más abatidos y ultrajados. Este es un deber humano. En las conferencias que siguen, he intentado dar razón, tanto a mí mismo como a mis oyentes, de la esperanza en la humanidad de los hombres, y de aportar alguna luz sobre la necesidad de consagrarse a ello. El campo de experiencias y de la praxis que se tratan en ellas —los derechos humanos, la educación y la escuela, la liberación de los opresores y la libertad en el dominio y en la comunión— se mencionan sólo por vía de ejemplo. Ahora bien, las ideas fundamentales a este respecto pueden trasladarse a otros campos de la vida. Y para expresar el propio compromiso que se halla asociado con todo ello, se conserva aquí el estilo de conferencias. La editorial Kreuz, que me pidió que publicara estas conferencias, ha contribuido sin duda a que se amplíe el foro de los oyentes en el que puedan discutirse estas ideas. Jürgen M o l t m a n n
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Fe cristiana y derechos humanos
1.
La dignidad humana y los derechos humanos
Hoy se discute mucho sobre los derechos humanos. Pero la discusión acerca del reconocimiento de los derechos humanos y su consiguiente realización merecen la pena. ¿Pues de qué otra manera puede el hombre convertirse en «humano» sino mediante la estima de su dignidad humana y el ejercicio de sus derechos humanos? ¿De qué otra manera podremos nosotros edificar una sociedad que merezca el hombre de «humana», sino a través de la lucha por los derechos de todos y de cada uno de los hombres? Un hombre, cuya dignidad humana sea despreciada, se ve destruido en su existencia. Una sociedad que no reconoce los derechos humanos como derechos fundamentales de todos sus ciudadanos, es una sociedad inhumana y, por ello, una sociedad intolerable. Una política que no se ha* configurado según las normas de los derechos humanos fundamentales es una política inmoral y, frecuentemente incluso, asesina. El que hoy es portador de un rostro humano y pretende ser un hombre, debe luchar por los derechos humanos. El que hoy se ve torturado en las cárceles, el que hoy se ve oprimido y explotado, clama por un derecho, por su libertad, por su dignidad como hombre. En el origen de los conflictos actuales por el reconocimiento y la aplicación plenos de los derechos humanos se decide si, de este mundo dividido, ha13
brá de surgir una comunidad humana mundial o no y hasta qué punto habrá de ser humana. En la lucha por los derechos humanos se está decidiendo hoy nada más y nada menos que sobre nuestro futuro y sobre el futuro de nuestros hijos. ¿Pero qué son los «derechos humanos» y quién tiene el derecho de hablar de ellos? Cuando el presidente de los Estados Unidos, Jimmy Cárter, en noviembre de 1976 llegó a su cargo, inició una campaña mundial en favor de los derechos humanos. De esa manera dejó perplejos e inseguros a algunos «políticos de la realidad» (Realpolitiker) alemanes. La política exterior norteamericana se asoció a los derechos humanos. El movimiento en favor de los derechos humanos en la Unión Soviética y en los Estados socialistas del Este de Europa recibió un apoyo personal con la carta del presidente Cárter al crítico del régimen ruso Sarajov. Sin embargo, ¿a qué derechos humanos se hace referencia aquí? ¿Son los «derechos humanos» únicamente la base de la democracia política y de nuestro «derecho estatal liberal»? ¿Son ellos únicamente la ideología del mundo occidental? De hecho, el que entiende bajo los derechos humanos los derechos humanos individuales a la libertad de la persona frente a las pretensiones del Estado y de la sociedad, debe considerarlos como una conquista o una adquisición del mundo occidental. Tiene que pensar que en el socialismo, en último término, no se dan derechos humanos, y por ello, debe creer que el socialismo, en principio, es inhumano. Sin embargo, se equivoca aquel que sólo considera como derechos humanos los derechos individuales a la libertad. Por desgracia, también los socialistas tuvieron mucho tiempo esta concepción estrecha de los derechos humanos. Así, pues, rechazaron los derechos humanos como una ideología del mundo capitalista y no mostraron ningún interés por comprenderlos con mayor profundidad y en su aplicación política. Esto es de lamentar, pues si los socialistas piensan así acerca de los derechos humanos, se olvidan a todas luces de su propio himno, la «Internacional», en el que se dice expresamente: 14
Pueblos, escuchad la señal, ¡a la última batalla! ¡La Internacional lucha por los derechos humanos!
El socialismo internacional era originariamente una lucha por el reconocimiento del derecho humano del proletariado, de los pueblos oprimidos y de las mujeres. Surgió de la desilusión de que los derechos humanos burgueses y de la libertad no defienden al proletariado de la privación de derechos y de su deshumanización. Pero ¿por qué derechos humanos lucha el socialismo? Porque la libertad de la persona sin la igualdad económica y sin la justicia política en la sociedad siempre condece al abuso de esa libertad por parte de los más fuertes contra los más débiles, es por lo que el socialismo lucha por el reconocimiento y la realización de los derechos sociales del hombre. A eso pertenece el derecho al trabajo, a la seguridad social y a la formación o instrucción. La consideración de este aspecto social de los derechos humanos no se halla, por desgracia, muy difundido en el mundo occidental. Sin embargo, es evidente: Pues ¿para qué sirven los derechos personales a la libertad si no se tienen posibilidades sociales y económicas de ejecutarlos? Cuando hablamos hoy de «derechos humanos», tenemos que tratar de tres grupos de derechos humanos que son esenciales para el ser humano del hombre: 1. Los derechos humanos individuales, a partir de los cuales surgieron las democracias occidentales, se encuentran hoy formulados internacionalmente en la Declaración general de los derechos humanos de las Naciones Unidas de 1948. Nació de los sufrimientos bajo la dictadura y de la lucha contra ella. En ella se puede advertir qué derechos personales de libertad han de defenderse de los ataques del Estado, formulándose asimismo los derechos a la libertad de conciencia y de religión, a la libertad de expresión y de prensa. Por desgracia, la obligatoriedad de esta declaración en el derecho de los pueblos es escasa. Unicamente en el Preámbulo, se dice que los derechos humanos son un ideal al que deben aspirar «todos los pueblos y naciones». 15
2. Los derechos sociales, contra la opinión de los estados socialistas y los pueblos del tercer mundo, fueron formulados por primera vez en 1966 en Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales. Este pacto nació de los sufrimientos bajo el colonialismo y la lucha contra el imperialismo económico. Por desgracia, todavía no ha sido reconocido por todas las naciones occidentales. Por eso el trabajar por el reconocimiento de estos derechos fundamentales económicos y sociales del hombre es una tarea especial del movimiento en pro de los derechos humanos en el mundo occidental. Con todo, entraron en vigor por la ratificación de 35 Estados. 3. Partiendo de los pueblos hambrientos del «tercer mundo», se ha defendido hoy un derecho humano fundamental, que se ha pasado por alto, tanto en el Oriente como en el Occidente, puesto que se ha presupuesto como algo evidente. Se trata del derecho a la vida, a la supervivencia: el derecho a la existencia. Sin el cumplimiento de este derecho para todos y cada uno de los hombres, la discusión acerca de la prioridad de los derechos individuales o sociales es superflua. Según el estado actual del conocimiento, tenemos, por tanto, que habérnoslas con tres grupos de derechos, que deben ser denominados «derechos del hombre», puesto que el hombre sin ellos no puede desarrollar su humanidad: 1) los derechos de la persona a la libertad; 2) los derechos sociales de la comunidad; y 3) el derecho a la existencia. Ahora es preciso mencionar una objeción jurídica contra la expresión «derechos humanos», y debe respondérsela de manera adecuada. La expresión derechos humanos, como se oye frecuentemente, ampliaría el concepto de derecho y lo diluiría. Pues como derecho sólo puede valer lo que se ha hecho como tal de una manera legal y, por consiguiente, es aplicable y se puede defender. Si ésta es la definición correcta del derecho, entonces con la expresión «derechos humanos» se mencionan en el sentido metafórico unas máximas morales y no unos derechos en el sentido estricto.
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A esto hay que añadir que los «derechos humanos» entraron de un modo jurídico por primera vez en las constituciones estatales de Virginia en 1776, en Estados Unidos y en Francia. Por consiguiente, no son en modo alguno simples «máximas morales», sino partes del derecho constitucional y más tarde, en las conferencias internacionales, del derecho de los pueblos. Además, la restricción positivista del concepto de derecho al derecho vigente lleva fácilmente a un empobrecimiento del lenguaje. Del derecho hay que hablar en este contexto al menos en tres planos: 1) el derecho vigente en las leyes; 2) los derechos fundamentales de la constitución; y 3) los derechos humanos en los pactos y declaraciones internacionales. La cuestión más importante, en este contexto, es hoy la cuestión acerca del lazo común que existe entre los múltiples derechos humanos. La más simple adición de los derechos deseables no sirve, puesto que ella no puede impedir la simple sustración. ¿Existe una raíz común de los derechos humanos? En este sentido, pienso que la fe cristiana debe comenzar a hablar cuando menos para exponer su concepción acerca de la dignidad humana y de sus derechos. Ella no puede esperar que todos los hombres estén de acuerdo con su imagen del hombre. Aquí no hay ningún tipo de absolutismo cristiano. Sin embargo, todos los hombres pueden esperar que los cristianos les digan y les muestren cuál es la contribución que ellos tienen que aportar acerca de la dignidad humana y de la humanización del mundo. Aquí no existe ninguna autonegación cristiana. Parto de dos pensamientos y de una máxima. 1. Los múltiples derechos humanos se fundan todos en la única dignidad del hombre. Hay derechos humanos, en plural. Pero la dignidad humana se menciona en singular.^ Por eso, la dignidad de los hombres es la raíz de todos los derechos humanos. Pero ¿en qué se base o se apoya la dignidad humana? ¿Qué es lo que convierte al hombre en hombre? Para los judíos y para los cristianos, es el destino del hombre a ser «la imagen de Dios» sobre la tierra. 17
2. Puesto que la dignidad del hombre es una e indivisible, por eso los derechos humanos representan una totalidad. No se les puede ni recortar ni aislar, ni valorarlos por separado. Sólo mediante el equilibrio entre ellos se respeta la dignidad humana. 3. En el sentido ético, a los derechos corresponden también obligaciones. Si hay derechos humanos, sin cuya aplicación el hombre no puede vivir, entonces hay también deberes humanos, sin cuyo cumplimiento el hombre no puede vivir de un modo humano. Los derechos sin deberes se convierten en privilegios. Los deberes sin derechos son sólo exigencias vacías. Por eso, desde el punto de vista ético, los derechos y los deberes del hombre han de situarse en una relación equilibrada.
2.
¿Qué derechos humanos resultan de la semejanza con Dios?
Para la fe cristiana, la dignidad del hombre radica en que éste debe buscar a Dios, su creador y redentor, fundamento de su existencia, para corresponderle. Con el símbolo de la semejanza con Dios, se abarca al hombre «que busca a Dios» y al hombre que «corresponde a Dios» (K. Barth). Pues el hombre que busca a Dios es el comienzo, y el hombre que corresponde a Dios es la meta de la historia de Dios con él mundo. La creación, la liberación en la historia y, finalmente, la redención de la historia sirven todas ellas a este único objetivo, a saber, que el hombre llegue a una correspondencia con Dios, pues esta correspondencia es la verdad del hombre. En la correspondencia con Dios obtiene el hombre su paz. En ella, Dios obtiene su derecho. A continuación pretendemos desarrollar cuatro dimensiones en las cuales, según la «historia bíblica de la esperanza», los hombres deben corresponder a Dios.
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a)
Según el relato de la creación, el hombre completo con todas sus relaciones vitales es imagen de Dios
El hombre, como un todo, se halla determinado y destinado a «vivir en la presencia de Dios», a responder a Dios, a responder de sí ante él y así corresponderle. No se puede~ limitar la semejanza del hombre con Dios al alma o al corazón del hombre. Si éste debe llegar, con todo su ser y totalmente, a su verdad, debe, totalmente y sobre todo, corresponder a Dios. Pero esto significa que el hombre es total y asolutamente y, sobre todo, persona. Y si el hombre es persona para Dios, entonces es más que un producto de sus relaciones sociales. Asimismo es también algo distinto de un sujeto pensado o formado. La presencia de Dios constituye inseparablemente al hombre como persona. En el tú ¡ de Dios, se convierte él en un yo de ilimitada profundidad. , En el yo de Dios, en un tú de ilimitada amplitud. Por eso el hombre es un misterio, que no puede ser solucionado o resuelto por nada y por nadie. La fe en Dios exige respetar a cada uno y a todos los hombres como un sacramento que no puede ser tocado. Las instituciones del derecho, de la economía y del Estado tienen que respetar esta dignidad del hombre como persona, como misterio, como sacramento, si tienen la pretensión de ser instituciones «humanas». Se destruirían a sí mismas y perderían su legitimación, si trataran a los hombres como cosas o como mercancías, como fuerzas de trabajo o como súbditos. De esta forma nos hallamos ante la primera consecuencia crítica de la fe que se manifestó en la historia política del cristianismo. En los mitos de dominio de muchos pueblos, sólo el rey es considerado como la imagen de Dios y honrado como tal. «La sombra de Dios es el jefe y la sombra del jefe son los hombres», se dice en una semblanza babilónica del jefe. En Egipto, en Roma, en Asia, pero también en el absolutismo europeo, el culto al poder se fundamentaba en 19
ideas similares. Pero, según el relato bíblico de la creación, no es un rey sino «el hombre», todos y cada uno, el que es la imagen de Dios sobre la tierra. ¿Qué significa esto para la legitimación del mando? O para decirlo más sencillamente: ¡Entonces, o bien todos los hombres son reyes o ninguno es rey! Por eso dice ya el Espejo de los sajones, obra medieval de derecho regional, libro 3, art. 42, 1-3: Dios creó al hombre a semejanza de sí mismo, lo formó y lo redimió por medio de su sacrificio, tanto a uno como al otro... Ahora bien, según mi manera de ver, no puedo comprender que alguien haya de ser (propiedad) del otro.
En la historia política de la edad moderna, de la fe en la semejanza con Dios de todo hombre se derivó la democratización inicial de cualquier dominio del hombre sobre el hombre. Esto comenzó en la revolución puritana de Inglaterra y, luego, se transplantó a la revolución americana y a la revolución francesa. Pero ¿cómo ocurrió esto? El control del ejercicio del poder político por medio de la separación de los poderes, la limitación temporal de la permanencia en el mando por medio de las consultas electorales, la creciente autonomía de los municipios y comunidades y la directa colaboración del pueblo en las cuestiones vitales de la nación fueron los medios que se desarrollaron históricamente para demostrar la estima por la persona, por la dignidad y el misterio del hombre en el campo político. El cristianismo de la Europa Occidental dedujo, por tanto, del derecho del hombre a ser persona, el derecho y el deber de oponerse a los tiranos, y esto, indudablemente, primero a través de los que detentan cargos políticos, pero luego también a través del mismo pueblo. «La oposición a los tiranos es una obediencia respecto a Dios», se decía. Esta formulación del derecho a la resistencia la encontramos tanto en las tradiciones romano-católicas como en las evangélico20
reformadas. El derecho y el deber de oponerse contra la tiranía son, en realidad, elementos fundamentales de cualquier democracia. Sólo donde los hombres, en situaciones extremas, se hallan dispuestos a la oposición, se da una auténtica democracia. La oposición es un derecho humano y un deber cristiano. Es amor al prójimo en los usos extremos. Por eso, la profesión escocesa de 1580 declaraba o explicaba el mandamiento del amor al prójimo diciendo que había que «defender la vida de los inocentes, oponerse a la tiranía y liberar a los oprimidos». Por eso, también declaraba el obispo noruego Eivind Berggrav en 1952 en Hannover a la Asociación luterana mundial: «Cuando la autoridad arbitrariamente se convierte en tirana, entonces se dan circunstancias demoníacas y, consiguientemente, un régimen que no se halla establecido bajo el poder de Dios. La obediencia frente a un poder diabólico no sería otra cosa que pecado... En tales condiciones o circunstancias, se mantiene como principio el derecho a la revuelta en una u otra forma». Ahora bien, ¿en qué casos es hoy la oposición un derecho humano y un deber cristiano? Pienso que en tres casos: 1) cuando un régimen o gobierno quebranta de un modo permanente sus propias leyes; 2) cuando un gobierno promulga leyes que están en clara y evidente oposición contra la propia ley fundamental y contra la constitución; 3) cuando un gobierno decide que a los ciudadanos, a determinadas razas o a determinadas clases se les escatimen los derechos fundamentales, entonces urge la oposición y ciertamente con todos los medios, siempre que estén de acuerdo estos medios con los derechos humanos. Pues el fin no justifica los medios. Pero la oposición comienza en las cosas pequeñas de cada día. El que espera hasta el «20 de julio» 1 llega tarde. «¡Oponte en los comienzos!».
1. Se refiere al día en que se realizó el célebre atentado contra Hitler en Prusia Oriental. El atentado, fallido, ¡llegó tarde!
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b)
Imagen de Dios es el hombre únicamente junto con los demás hombres
«Dios creó al hombre a su imagen, varón y hembra los creó», se dice en el relato de la creación. Así, pues, el hombre que corresponde a Dios es el hombre social, na cada individuo por sí mismo. Este conocimiento todavía no se ha desarrollado con suficiente amplitud en la historia política del cristianismo de las iglesias occidentales. Se ha de considerar como una postura unilateral de la historia de la libertad europeo-americana el defender únicamente los derechos de la persona y descuidar los derechos de la comunidad. Se ha de considerar como un fallo o un punto débil del liberalismo el haber pasado por alto el aspecto social de la libertad de la persona, que se denomina amistad y solidaridad. ¡La libertad sin igualdad no es derecho humano! Pero la igualdad sin la fraternidad y la hermandad tampoco lleva a la humanidad. Según el relato bíblico de la esperanza, los hombre deben y pueden corresponder a Dios sólo juntos, es decir, en y a través de su comunión mutua. El mismo Dios trino es el modelo y arquetipo de la socialidad. Según eso, los derechos sociales son tan irrenunciables como los derechos individuales del hombre. La fe en Dios exige respetar y apreciar como un sacramento que no se puede tocar la comunidad en la que los hombres son unos para otros. Los hombres deben apreciar la comunidad, sus derechos y sus instituciones si es que pretenden ser «hombres». La «lucha de todos contra todos» por el poder, el disfrute y la posesión, es una vergüenza para la comunidad de los hombres que debe corresponder a Dios. Indudablemente, los derechos de la persona sólo pueden realizarse en una comunidad justa, así como a la inversa, una sociedad recta sólo puede edificarse sobre la base de los derechos a la libertad de la persona. Aquí radican los problemas en la Europa dividida. Pero ¿cómo pueden equilibrarse los derechos individuales y sociales del hombre? Voy a poner un ejemplo: 22
«En principio» habría que coincidir en que un derecho fundamental a la libre elección de profesión se convierte en algo sin sentido si no existe un derecho fundamental al trabajo, como, por ejemplo, en la República Federal de Alemania. «En principio» se debería asimismo lograr la unanimidad en que un derecho al trabajo que no aliene, carece de sentido si no existe ninguna libre elección de profesión, como, por ejemplo, en la República Democrática Alemana. Pero «en principio» no es, por desgracia, «en realidad». En situaciones en las que, debido a motivos históricos, surgieron unilateralidades y represiones, hay que pensar en el equilibrio o en la compensación. Por eso, el que pretenda servir a la dignidad del hombre y a los derechos humanos, deberá luchar, en los países socialistas, por los derechos individuales del hombre y, en los países democráticos, por los derechos humanos sociales. En los países socialistas de Europa, deben los hombres lograr el derecho y aspirar al deber de «servirse de su propia inteligencia», sin someterla a la censura y a los servicios de seguridad del Estado. En los países democráticos, los hombres deben lograr una igualdad económica y una seguridad social, si quieren disfrutar en último término de sus derechos de libertad personales. c)
La semejanza con Dios fundamenta el derecho del hombre al dominio sobre la tierra y la comunión con la creación no humana
En Gén l,28s se termina con la creación del hombre como imagen de Dios y abarca la bendición de Dios y el destino humano para hacer fructificar y para dominar sobre la creación no humana (cf. asimismo Gén 9,1-7). El dominio humano sobre la tierra debe corresponder a la voluntad y al mandato del Creador que ama a su creación. El hombre debe «cultivar y guardar» la tierra (Gén 2,15) y disfrutar de ella. Solamente si el dominio del hombre sobre la tierra 23
corresponde al dominio universal del Creador, realiza el hombre su imagen divina. La rapiña, el espolio y la destrucción de la naturaleza se oponen a su derecho y a su dignidad. Por eso, al dominio del hombre sobre la tierra corresponde también su comunión con la tierra. El dominio, según eso, se legitima únicamente si en la cooperación y en la comunión con el mundo se ejerce y se realiza la simbiosis vital entre la sociedad humana y el mundo natural circundante. El derecho del hombre al dominio sobre la creación no humana debe por ello verse compensado y equilibrado por el respeto a los derechos de la creación no humana. 1) Si se ha otorgado al hombre el derecho sobre la tierra, se sigue de ahí que todo hombre y todos los hombres tienen derechos económicos fundamentales a una participación justa en la vida, en la alimentación, en el trabajo, en la defensa y en la propiedad personal. La concentración de los medios vítales y de producción en manos de unos pocos debe ser considerada como una distorsión y perversión de la imagen de Dios en el hmobre. Ella es indigna del hombre y contradice al derecho de Dios sobre los hombres. La escatimación ampliamente difundida de los derechos económicos fundamentales, el empobrecimiento de pueblos enteros y de grupos de población, el hambre mortal ampliamente difundida por causa del imperialismo económico y político en nuestro mundo desgarrado y dividido son una vergüenza para la semejanza de Dios en el hombre y el derecho de Dios sobre cada uno y sobre todos los hombres. Sin la realización de los deberes económicos fundamentales del hombre sobre la vida, la alimentación, el trabajo y la protección no pueden realizarse ni los derechos humanos fundamentales individuales ni los sociales. 2) Si, juntamente con el derecho del hombre a la tierra, se establece también el «derecho» de la tierra sobre el hombre, entonces con estos derechos económicos fundamentales se asocian también derechos fundamentales ecológicos. La permanencia de los derechos económicos fundamentales no puede ser ampliada discrecionalmente siguiendo pretensiones exageradas, puesto que al crecimiento economi24
co se le han puesto límites ecológicos. La lucha del hombre por la supervivencia no puede apurarse a costa de la naturaleza, puesto que, de lo contrario, se prepara una «muerte ecológica» para toda vida humana y, en consecuencia, se pondrá fin a esa misma vida. Los derechos económicos del hombre, por tanto, han de ponerse de acuerdo con las condiciones fundamentales cósmicas de la supervivencia de la humanidad en su entorno natural. Ellas no pueden realizarse durante más tiempo mediante un incontrolado crecimiento económico, sino sólo mediante el crecimiento de la justicia económica dentro de los «límites del crecimiento». La justicia económica en la disposición y reparto de los medios de vida, de los recursos naturales y de los medios industriales de producción deben enderezarse a la supervivencia y a la vida simultánea de los hombres y de los pueblos. Sólo así se llegará a la estabilidad económica en la supervivencia y en la vida común con la creación no humana. La justicia económica y ecológica se condicionan mutuamente hoy y, por ello, sólo pueden realizarse en común. d)
La semejanza con Dios fundamenta el derecho del hombre a su futuro y su responsabilidad respecto a sus sucesores
El hombre en sus relaciones humanas, el hombre con los otros hombres, el hombre en comunidad con la creación no humana tiene, como imagen de Dios, un derecho a la autodeterminación y a su futuro. Su verdadero futuro radica en la realización de lo que le corresponde ser con relación a Dios. En su historia, que todavía no es el reino de la verdad, el hombre corresponde a esta dignidad suya a través de su apertura a ese futuro y a través de su responsabilidad con relación al presente ante ese futuro. En virtud de «la ciudadanía en el reino de Dios», con la cual ha sido dignificado, tiene el hombre un derecho a ese verdadero futuro y unos deberes correspondientes en la estructuración de la 25
vida presente. Su derecho a ese futuro y su responsabilidad con el presente sólo la puede realizar el hombre si, correspondiendo a ello, mira por el derecho a la vida de los que le han de suceder. Por consiguiente, no se deberá esforzar únicamente por la justicia en el mundo de su propia generación, sino también por el mantenimiento y la garantización de la justicia en la sucesión temporal de las generaciones. Existe no sólo un egoísmo personal y un egoísmo colectivo, sino también el egoísmo de la presente generación que dice: «Después de nosotros, el diluvio». Por eso, el hombre no puede expoliar su presente a costa del futuro, así como tampoco está obligado a sacrificar su presente al futuro. El debe más bien esforzarse por lograr un equilibrio justo entre las oportunidades de vida y de libertad de las presentes generaciones y de las futuras. En una época de superpoblación y de «límites del crecimiento», esta perspectiva temporal de los derechos humanos adquiere una especial importancia. 3.
La justificación y la humanización del hombre
Los derechos del hombre son operativos en la misma amplitud que el hombre es verdaderamente hombre y está dispuesto a actuar de una manera humana. En la lesión y en el uso inadecuado de los derechos humanos, se hace patente hoy la inhumanidad de los hombres. Por eso detrás de la cuestión práctica de cómo pueden realizarse los derechos humanos sobre la tierra, se halla la cuestión más profunda de dónde puede experimentar el hombre su verdadera humanidad y cómo puede superar de hecho su efectiva falta de humanidad. Esta es la cuestión de la humanización del hombre. A partir de la Declaración universal de los derechos humanos de 1948, las conculcaciones políticas de los derechos humanos han llegado a la conciencia de la opinión pública mundial. Por eso, se conoce hasta qué punto y cuán generalmente se violan a diario los derechos humanos funda26
mentales del hombre por el poder político y por el dominio injusto, por el odio y el asesinato de los hermanos. La aplicación creciente de las torturas en los estados dictatoriales es un signo pavoroso de que la simpre declaración de los derechos humanos y el asentimiento público que han encontrado no ha creado todavía una nueva humanidad entre los pueblos. Por eso, los cínicos afirman: Lo único general en la declaración general de los derechos humanos es su menosprecio general. Sin embargo, la Declaración de los derechos humanos agudiza la conciencia de los hombres y priva a la crueldad de cualquier legitimación. A partir de la discusión sobre los Pactos internacionales de 1966, se ha hecho todavía más claro que los derechos humanos no sólo son conculcados, sino también que se ha hecho mal uso de ellos. Se ha abusado de ellos cuando se han aplicado como una justificación ideológica de los propios intereses contra los derechos de otros hombres. Se ha abusado de ellos cuando se los ha dividido en partes y se ha expuesto una parte de los mismos como el total de los derechos humanos. Así surgen el egoísmo de los derechos individuales, la arrogancia nacional, el imperialismo de la humanidad contra la naturaleza y el absolutismo de la generación presente frente a las generaciones futuras. El creciente abuso ideológico de los derechos humanos es un signo más de que las declaraciones y el asentimiento a las mismas no crean de por sí una verdadera humanidad entre los hombres. Sin embargo, el contemplar la totalidad indivisible de los derechos humanos sirve para agudizar la conciencia y la responsabilidad de los hombres entre sí. La teología cristiana denomina la crueldad del hombre, tal como se muestra en las permanentes transgresiones y en el constante mal uso de los derechos humanos, pecado. Según el testimonio bíblico, el mismo hombre hizo fracasar y hace fracasar todavía hoy su destino originario de vivir como imagen de Dios sobre la tierra, pero no se libra de ese destino. El pretendió «ser como Dios» y perdió por ello su verdadera humanidad (Gén 3; Rom 3). Por eso, la enemistad caracteriza las relaciones del hombre respecto a la naturaleza 27
(Gén 3) y, con el fratricidio de Caín, comienza la historia del hombre que no quiere ser el «guardián de su hermano» (Gén 4): la historia de la lucha por el poder. Así el pecado del hombre trastorna sus verdaderas relaciones respecto a Dios, su creador, respecto a los hombres sus hermanos, que son sus prójimos, y respecto a la naturaleza, su patria. Dios se convierte para él en un juez, el otro hombre en un enemigo, y la naturaleza, en algo extraño. La angustia y la agresión dominan hoy la humanidad escindida y enemistada, que está en camino de destruirse totalmente a sí misma y a la tierra que pisa. Los derechos humanos explicados sólo son efectivos en la medida en que se llega a la justificación del hombre injusto y a la renovación de su humanidad. La fe cristiana reconoce y anuncia que Dios justifica al hombre injusto por medio de Jesucristo y que le renueva hasta conducirle a una verdadera humanidad. A través de su encarnación, Dios aporta al hombre, que pretende «ser como Dios», su verdadera humanidad que había perdido. Pues la muerte de Cristo arrebata a Dios el juicio sobre el pecado del hombre, lo toma sobre sí y reconcilia al hombre consigo mismo (2 Cor 5,19). Por la resurrección de Cristo de entre los muertos, opera Dios su justicia sobre los hombres haciéndoles justos (Rom 4,25). Y por medio de la infusión de su Espíritu sobre toda carne (Joel 3,1; Hech 2), Dios renueva su imagen sobre la tierra, une la humanidad dividida y libera a su creación del poder del maligno. En la venida de su reino, Dios glorificará su derecho, levantará al hombre y esclarecerá la creación. Para el cristianismo, en este mundo carente de derecho y de humanidad, se hace patente el derecho de Dios sobre los hombres mediante el evangelio de Cristo (Rom 1,16.17). Y puesto que mediante este evangelio se anuncia a todos los hombres el derecho divino de la gracia, con él se proclama al mismo tiempo la dignidad otorgada por Dios a todos y a cada uno de los hombres. Ahora bien, allí donde se hace patente esta dignidad del hombre, se refuerzan también los derechos humanos fundamentales. Su realización se hace posible, y por ello, es una tarea irrenunciable. 28
Ahora bien, en un mundo hostil y cruel, los derechos humanos fundados en el evangelio sólo se hacen realidad a través del servicio de la reconciliación (2 Cor 5,18s). ¿Cómo ocurre esto? Mediante la fe, el amor y la esperanza. La fe distingue la persona humana del pecado inhumano. El amor asume a la persona y perdona los pecados. La esperanza reconoce el futuro humano de la persona y da comienzo a la nueva vida. A través de la fe, del amor y de la esperanza, se le devuelve al hombre su humanidad traicionada y perdida. Mediante el «servicio de la reconciliación», por tanto, se restablecen la dignidad y el derecho del hombre en este mundo inhumano; y dondequiera que se estima la dignidad humana y el derecho del hombre se ve establecido, allí se da ese servicio de reconciliación. La reconciliación no es nada menos que la justificación que lo restablece todo. Ella es la fuerza de la nueva creación en este mundo pervertido. Por eso, se puede renunciar al propio derecho por la reconciliación. Y por el derecho del prójimo se puede sufrir hasta la entrega de la propia vida. La renuncia y el sacrificio en el «servicio de la reconciliación» del miando con Dios, son siempre y al mismo tiempo renuncia y sacrificio en servicio de la verdadera humanidad del hombre. El cristianismo tiene el encargó divino de aportar el derecho de la reconciliación a la lucha universal por los privilegios y por el dominio. Es, en este sentido, un testigo del futuro de Dios y un abogado de la esperanza del hombre. Pues, con el derecho a la reconciliación, comienza ya aquí la transformación del mundo irreconocible en otro reconocible, como el mundo humano que corresponde a Dios. Constituye una tarea del cristianismo anunciar, en los conflictos reales del mundo en el que vive, el evangelio justificador, vivir la fe liberadora, ejercer el servicio de la reconciliación y presentar en sus comunidades la humanidad reconciliada en la comunión de hombres y de mujeres, de judíos y de gentiles, de griegos y de bárbaros, de libres y de esclavos (Gál 3,8), y sembrar, en la glorificación de Dios, la semilla de la esperanza. Esta justificación del hombre 29
injusto es la realización de su verdadero derecho humano, nada más y nada menos: el injusto es situado de nuevo en el derecho y es restablecido. Los derechos humanos no son, para la fe cristiana, algo de segunda categoría o de rango inferior. Precisamente cuando el cristianismo desempeña esta tarea cristiana, que es específica suya, sirve a la realización de la humanidad de todos los hombres. Y al anunciar la justicia justificadora de Dios, anuncia la dignidad del hombre. Y al practicar el derecho de la gracia, practica el derecho humano fundamental. Y al glorificar al Dios trinitario, acrecienta la esperanza del hombre. La fe cristiana no dispensa de la lucha por el reconocimiento y la realización de los derechos humanos, sino que conduce a esa lucha. La comunidad que confiesa a Jesús como «Hijo del hombre» comienza a sufrir la persistente falta de humanidad y deshumanización del hombre y convierte ese sufrimiento, en sus oraciones, en un dolor consciente, que no se puede ya soportar. Así, pues, ¿qué es lo que se puede esperar en este contexto del cristianismo de las iglesias, de las comunidades y de las organizaciones ecuménicas? 1. Que, en la controversia acerca de las prioridades políticas, defiendan la dignidad intangible del hombre y, por ello, también la indivisible unidad de sus derechos y de sus deberes humanos y que se opongan a cualquier desmontaje del hombre. 2. Que, en las diversas situaciones de los hombres y de los pueblos, impulsen el restablecimiento de los derechos humanos que se vean descuidados, debilitados o violados por avances unilaterales o por prioridades establecidas. Desde 1949, la República Federal de Alemania tiene una demanda acumulada de justicia social. 3. Que superen el propio egoísmo para vencer así y superar el egoísmo del derecho individual, el egoísmo del derecho social, el egoísmo del derecho humano frente a la naturaleza y el egoísmo de la presente generación frente a 30
la venidera, y para servir a la humanidad de todos y cada uno de los hombres en interés de Dios, creador y salvador de los hombres. 4. Que, por medio de la declaración pública, la enseñanza y la educación, estimulen e intensifiquen los deberes del hombre asociados indisolublemente con los derechos de los hombres, para con la propia dignidad dada por Dios, para con los demás hombres, la naturaleza y el futuro. El cristianismo vive de la esperanza en Dios que libera a los hombres de su inhumanidad interior y exterior, le hace vivir en su alianza y le conduce a la libertad de su reino. Debe luchar por su esperanza en favor de la dignidad del hombre y sus derechos como imagen de Dios con todos sus medios, tanto actuando como padeciendo. Necesitando, para servir a la humanidad del hombre, del derecho a la libertad religiosa, del derecho a la formación de comunidades y del derecho a hablar y a actuar públicamente. La lucha por la realización de los derechos humanos pertenece a la historia más amplia de la dignificación del hombre. Y la dignificación del hombre pertenece a la historia más amplia del reino de la libertad. La dignidad del hombre y sus derechos son una unidad, pues el Dios trino está en camino para unificar todo consigo y en sí. Los derechos humanos son hoy discutidos. Pero ¿merece la pena esto? ¿Merece la pena el sacrificio? ¿Tiene un sentido comprometerse en ello? La respuesta la encontramos únicamente si nos preguntamos: ¿Existe esperanza en el hombre o he renunciado yo a la esperanza en los hombres? En la esperanza mayor de la que todos nosotros vivimos, mientras tenemos vida y somos humanos, existen muchas depresiones y muchas desilusiones ocasionadas por otros hombres, pero no existe ninguna resignación respecto a esta esperanza.
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La humanidad en la escuela y en la sociedad
Entiendo por evangelio la llamada divina a la libertad, que alcanza al hombre no-libre en la justificación sólo por la gracia. A esa falta de humanidad que caracteriza a los ciudadanos de las sociedades industriales desarrolladas, quisiera yo comprenderla bajo la expresión gráfica de «sociedad de producción». Las sociedades industriales se hallan orientadas al crecimiento y a la expansión. Por eso exigen de sus miembros una vida orientada al rendimiento y una estricta disciplina. Esto en ninguna parte se ve más claro que en los débiles, en los enfermos, en los impedidos y en los niños. Quiero partir de la situación concreta de las escuelas en esta sociedad de producción. Hoy se denomina en Alemania a la escuela «escuela de producción» (Leistungsschule). Su situación se halla caracterizada por la creciente exigencia de rendimiento, por la orientación de toda la docencia a exámenes, por las pruebas incesantes de los alumnos y de los profesores. Unos planes docentes sobrecargados son continuas exigencias para alumnos y profesores. Una presión por las notas, agudizada por la falta de puestos docentes y de trabajo en general provoca una lucha de concurrencia o rivalidad entre los alumnos entre sí, ya desde los estudios primarios. Esta lucha de concurrencia por conseguir las mejores notas provoca la angustia. En vez de vivir una comunidad de clase, los alumnos viven desde muy temprano una 32
lucha de clases. La consecuencia de esto son las enfermedades psíquicas. Cuanto más inseguras e inciertas son las perspectivas del futuro, tanto más agresivos, destructivos y dominados por la angustia y el miedo aparecen los alumnos. Por eso se dedican al consumo de música, o fuman, o se entregan a la bebida. Nunca afectó tanto el terror a las notas en los escolares como en la actualidad. Los niños, los padres e incluso los profesores se desesperan ante el «terror por las notas». Pues de hecho se da un terror cuando los niños a la edad de doce años son incitados al trabajo por sus profesores bajo la amenaza de que, sin unos buenos estudios medios, no encontrarán lugar para sus estudios posteriores y de que, sin un buen examen, no podrán dedicarse a la enseñanza. La imagen de aquel alumno de quince años que se ahorcó por temor a las malas notas, apareció en todos los periódicos alemanes. Pero, por desgracia, no cambió nada en la obsesión por el rendimiento que domina en las escuelas. Naturalmente, que tanto los profesores como los encargados de escuelas se consideran libres de culpa en este asunto. Ellos apuntan a las exigencias de la administración, de la autoridad y del Estado para quienes y según cuyas pretensiones forman ellos a los alumnos. Estas grandes instituciones apuntarían como responsables, si se les preguntase, a la presión de la concurrencia, bien sea nacional o internacional: ¡A fin de cuentas, hay que mantenerse en una posición competitiva! Sin embargo, esta referencia a las leyes de la lucha internacional por el predominio económico y por el poder político no resuelve las cosas, por correcta que sea. Más bien hay que sospechar. Pues existe ya en la escuela una perniciosa ilusión de pensar que la generación que ahora se ve tan zarandeada en las escuelas de rendimiento, producirá algún día hombres especialmente eficientes y que puedan rendir. Más bien hay que sospechar que convertirá a muchos en jubilados antes de tiempo. Por consiguiente, no se debe echar la culpa de una institución a otra para esperar modificaciones en gran escala. Se debe empezar con la liberación allí donde se advierta que los propios hijos sufren y cada uno se ve afectado. 33
1.
El camino hacia la sociedad de producción
Si intentamos comprender las situaciones que se dan en la sociedad de producción, entonces nos encontramos con problemas a breve plazo, a largo plazo y asimismo con problemas fundamentales. Detrás de los cambios del inmediato presente, que nosotros experimentamos, y tras los cambios de la vida en los tiempos recientes, se halla la cuestión antropológica fundamental: ¿Qué es lo que hace que el hombre se convierta en hombre? 1. En los últimos diez años hemos vivido la transformación de una pedagogía humanística denominada de la reforma hacia esa formación orientada al éxito y al rendimiento. De esta forma la escuela refleja un mayor cambio en el sentimiento de la vida. Hace diez años vivíamos en un país con altos índices económicos de crecimiento, con ocupación plena y con puestos disponibles. En 1968, comenzó en Alemania la reforma política hacia adentro y hacia afuera. Concluyó el año con el concilio Vaticano II que decidió la reforma de la iglesia católica. En 1968 también: se iniciaba el Movimiento ecuménico de Uppsala con unas palabras de promesa divina: «He aquí que hago todas las cosas nuevas»; la Conferencia episcopal latinoamericana en Medellín daba la señal para la renovación de la iglesia y la liberación del pueblo; el Movimiento de derechos civiles alcanzaba, bajo los Kennedys, en Estados Unidos, su punto culminante, y surgió el «socialismo con rostro humano» en la primavera de Praga. Diez años después, todo parece diferente de lo que entonces se había esperado y querido. Todas las naciones industriales han caído en la recesión económica. Altos índices de paro oprimen a los pueblos. No existen ya puestos libres a los que poder aspirar. Por otra parte, se ha introducido en las universidades el numerus clausus. La sola aceptación de los mejores alumnos influye en los certificados escolares, y los certificados escolares influyen en la enseñanza, en los profesores y en los alumnos. En lugar de la 34
reforma de la enseñanza para lograr una escuela más humana, hemos llegado a una escuela que se adecúa al rendimiento. ¿Pero cómo y desde cuándo apareció tal transformación? En Alemania, se puede fechar esta cesura o cambio radical con toda exactitud: apareció con la primera crisis del petróleo en el 1972. Con la duplicación de los precios del petróleo, se hizo claro para muchos que no vivimos ya en un «país de ilimitadas posibilidades», sino más bien en un país de insuficiencias múltiples en todas las posibilidades. Las materias primas, las fuentes de energía, los puestos de trabajo, las plazas escolares y los índices de crecimiento son cada vez más escasos, si bien las pretensiones crecen imperturbablemente, y la superpoblación de la tierra por los hombres es imposible de prever (E. Eppler). Con esta cesura o este corte radical, apareció una crisis de la esperanza. El futuro ya no es aquello que un día pareció que sería. No se entiende ya como una oportunidad para lo mejor y como una llamada a lo nuevo, sino más bien como una amenaza del presente. Ahora bien, quien mira al mañana con angustia y con temor, contempla un rostro de futuro muy sombrío y si uno se siente amenazado por el futuro, entonces surge la angustia por la existencia. Esta angustia conduce a una lucha agresiva de concurrencia, y la lucha de concurrencia por conseguir buenas posiciones provoca aquella presión del rendimiento que se observa de un modo clarísimo en la escuela. 2. Lo que nosotros hemos vivido en los últimos diez años, refleja, sin embargo, solamente las mutaciones más importantes y más a largo plazo de los tiempos recientes. Es el paso de la sociedad feudalista de la posición social hacia una sociedad igualitaria de rendimiento. Cabe explicarse tal transformación si se tiene ante la vista el cambio en la valoración del trabajo: En la antigüedad, el trabajo equivalía a «no ocio», al nec-otium: el trabajo hace no-libre. El trabajar no corresponde al hombre libre. Puesto que el que debe trabajar no puede desarrollar las virtudes. Por eso el trabajo se relegó a los esclavos y a las mujeres. 35
Con la Reforma, el trabajo se consideró y se valoró en la «profesión». El «sacerdocio común» convertía el trabajo de todo creyente en su divina profesión. Pero desde la edad media hasta los tiempos recientes, el trabajo se consideró y se organizó a través de la ordenación de la posición social o estado. Los labradores, los trabajadores manuales, los burgueses y los nobles, etc., trabajaban y vivían «según su estado». Por eso se canta con el autor luterano Paul Gerhardt: «Concédeme que cumpla con diligencia lo que me corresponde, hacia lo que me impulsa tu mandato según mi estado». Con la aparición del sistema de producción industrial se derrumbó esta sociedad de los «estados», de los gremios y de las asociaciones profesionales. Y surgió el mundo de los asalariados. Ahora ya no se dice: «cada uno según su profesión o estado», sino «cada uno según su producción». Lo que en el mundo burgués se paga, se mide y se recompensa es sólo la fuerza de trabajo y la producción de ese mismo trabajo: ya se trate de un conde o de uno de condición baja, de un hombre o de una mujer, de un católico o de un protestante, de un suizo o de un italiano..., aquí todos son iguales. Como fuerzas de trabajo y como consumidores en todas partes son aceptados. Todas las demás cualidades que puedan poseer valen igual y por ello son discrecionales. «El trabajo ennoblece», decían los que suprimieron los privilegios de la nobleza. «El trabajo hace libres», afirmaban los siervos que se emancipaban. Así, pues, el trabajo se convirtió en la condición más importante del hombre. Por eso, el trabajo no se define ya a partir del ocio, sino que el ocio se define a partir del trabajo: como «vacación» o «permiso» del trabajo. En lugar de las escuelas de «estado» o de las escuelas de la nobleza o de la burguesía, se establece la escuela popular para todos en general. Todos nosotros estamos atrapados en este proceso y todavía no hemos llegado a su fin. La sociedad de producción individualiza a los hombres. Ella descompone las seguridades sociales establecidas fundadas en la familia, en el parentesco y en la comunidad de la aldea y las sustituye por el Estado 36
social con sus seguros y sus rentas o pensiones. De esa forma, el individuo no se siente ya referido a su familia. Los muchos hijos no son ya una seguridad de la vejez y el matrimonio no da origen a una especial seguridad social. Esto no disuelve los lazos de la familia, del matrimonio y del parentesco como muchos temían. Pero debe proporcionar a estas relaciones naturales un significado completamente distinto. 3. En la transición de la «sociedad de estado» a la «sociedad de producción», surgen graves problemas para la identidad del hombre. Toda sociedad impulsa a través de privilegios, de recompensas sociales y de castigos sociales a sus miembros a una determinada identidad. En la sociedad de estado o de posición, esta identidad se expresaba así: «Yo soy como he nacido». Esto podemos encontrarlo también en aquel estribillo que recitan los niños: «Edelmann, Bettelmann, Scbneider, Pastor, Ratsherr, Bürgermeister, Doktor, Major» (Noble, mendigo, sastre, pastor o clérigo, concejal, alcalde, médico, comandante). Uno ha nacido para un estado determinado, y tiene que vivir según ese estado. Ciertamente, que esos «estados» eran permeables para los que querían subir de posición, pero esto sólo ocurría de generación en generación. Mi abuela vivía en el gran ducado de Schwerin según aquel lema: «¡Come por debajo de tu profesión!» (para que puedas ahorrar); «¡Vístete según tu estado!» (para que te acepten y te consideren), pero «¡Vive por encima de tu estado!» (para que tus hijos escalen el próximo escalón). La sociedad de producción impulsa a otra identidad. Aquí se dice: «Yo soy lo que puedo producir» y ofrezco una idea de mí mismo según «lo que puedo producir o me puedo proporcionar». La comida, la vivienda, los viajes de recreo o las vacaciones, los autos, no son ya símbolos de posición, sino símbolos de producción. Toda escuela se socializa en la sociedad que existe ya. La escuela del rendimiento prepara o dispone para la identidad de éxito y entrena o dispone para la lucha de concurrencia: ¿Eres bueno en la escuela? ¿Eres malo en la escuela? ¡Debes trabajar para ti! ¿Qué es lo que quieres ser 37
un día? ¡Debes hacer algo de ti! En tales preguntas y mandatos, se identifica el ser de un joven con su producción. Su sentido de valoración de sí mismo se halla asociado a los rendimientos evaluables. Por consiguiente, no es otra cosa que lo que él hace. Ahora bien, si comparamos ambas formas de identidad de un modo histórico-vital, entonces se muestra la identidad conforme al estado o posición: «yo soy como he nacido», como una identidad infantil o propia de la infancia. Uno se ve identificado a través de sus padres. Pero cuando la sociedad de producción obliga al hombre a decir: «Soy lo que puedo rendir o producir», entonces nos encontramos con una identidad pubertaria o propia de la pubertad. En la medida en que un joven comienza a desvincularse de su familia, sitúa su conciencia o su ser consciente en su propio rendimiento o en la propia realización. En la medida en que yo me convierto en aquello que hago de mí mismo, me aparto de mis vinculaciones naturales y retorno a mí mismo. Este es un proceso natural. La cuestión es únicamente saber si el sistema de valor de la vida pública de una sociedad tiene derecho a poner en primer plano y a cacarear esta identidad de rendimiento que es propia de la pubertad. Porque, ¿cuáles son las consecuencias de esto? De ahí surge una publicidad inmadura, pubertaria. En ella se encuentran niños adultos que se ven impulsados demasiado pronto a esta identidad de producción, y adultos infantiles que construyen su propia identidad sobre sus realizaciones o sobre su rendimiento, para afirmarse a sí mismos o para hacerse afirmar por otros. Si la identidad de producción se convierte en la ley de la sociedad mediante la recompensa y el castigo, entonces son arrumbados aquellos que son débiles de rendimiento. Entonces los impedidos pierden toda identidad social. El que es viejo o enfermo se aparta de la carrera. La tristeza y la muerte no cuentan. Tampoco se tiene en cuenta el pecado. Y entonces la conciencia pública se ve cegada por tabúes y coartada y es apartada de todas las cosas que no producen o rinden.
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2.
¿Qué es el hombre?
Tras esa transición descrita de la sociedad de «estado» a la sociedad de producción, se encuentra un problema que es a la vez humano y teológico: ¿Cómo se convierte el hombre en verdadero hombre? La tesis que formuló primero Aristóteles es bien simple: El hombre se hace a sí mismo hombre, pues el hombre es siempre lo que él hace de sí mismo. «El ejercicio y la práctica hacen al maestro», decía la moral aristotélica. Si uno roba y vuelve a robar, se convierte en un ladrón. Si uno practica la justicia y hace siempre lo mismo, se convierte en un hombre justo. Por tanto, nosotros nos convertimos en verdaderos hombres cuando ejercitamos la humanidad y actuamos constantemente de manera humana hasta que, para nosotros, la humanidad se convierte en costumbre y en algo completamente natural. Esta es, a primera vista, una argumentación esclarecedora. Según ella, sin embargo, la humanidad y la no-humanidad están en la mano del hombre. Este puede realizarse a sí mismo, pero también puede echarse a perder. Por consiguiente, él es siempre la posibilidad de sí mismo. Lo que él es, en cualquier caso, es el resultado de lo que hace y deja de hacer. Por eso, el ser del hombre debe identificarse con su hacer: «Tú eres lo que realizas o haces». La cuestión es únicamente si un hombre es efectivamente libre frente a la realidad inhumana que le domina. Si el hombre se entrega una vez a la no-libertad, ¿no pierde la libertad frente a sí mismo? Quien ha malogrado su posibilidad, ¿puede realizarse todavía a sí mismo? Por eso, la cuestión no es: cómo puede convertirse el hombre en un verdadero hombre, sino cómo puede un no-hombre convertirse en hombre. La primera pregunta no es: ¿qué posibilidades realiza el hombre?, sino ¿cómo se hace libre la voluntad no libre? La tesis que formuló con especial claridad y agudeza Lutero, dice: La justificación por la fe libera al hombre y lo hace verdaderamente hombre. La fe en el evangelios parte 39
de una experiencia de fondo completamente distinta de la de la filosofía aristotélica de la «sana razón humana». Ella comienza con la experiencia de la propia falta de libertad y, por ello, comprueba lo siguiente: Si el hombre es lo que hace de sí mismo, entonces su ser-de-hombre depende de su acción. Pero su acción se halla sometida a la ley y a sus principios. Esta ley exige de él una justicia y una humanidad que no puede lograr o realizar si se ha convertido una vez en injusto e inhumano. La ley del bien se convierte para él en una norma irrealizable. Por eso no se experimenta como un señor de sí mismo libre, sino como un ajetreado esclavo de aquella ley que le presenta un ideal, pero que no le otorga fuerzas para realizar lo que la libertad exige de él, sin darle libertad para ello. Por consiguiente, si el hombre es lo que hace de sí mismo, entonces no es precisamente libre frente a las propias obras, sino que depende de ellas. En el fondo, son las obras las que le hacen a él, y no él el que hace las obras. Lutero consideró una blasfemia decir que nosotros somos las creaturas de nosotros mismos, puesto que entonces deberíamos ser asimismo dioses y creadores de nosotros mismos. Rechazó la antropología del hombre que se crea a sí mismo y, con una fórmula breve, le situó ante la antropología cristiana: «El hombre es justificado por la fe» (hominem justifican fide). Esto quiere decir: ningún camino lleva del hacer al ser. Lo que un hombre es en el fondo de su ser, precede a todo lo que él exterioriza en pensamientos, palabras y obras. Su hacer y dejar de hacer muestra su vida y es la exteriorización de su vida. Así, pues, el hombre no modifica su ser por su actuación. Una modificación fundamental de su ser tiene lugar mediante la acción creadora de Dios en él, y esto se experimenta en la justificación del pecador mediante la palabra y la fe. En este hecho, el hombre, que se busca a sí mismo y que, sin embargo, no llega a poseerse, experimenta que él es aceptado tal como es. Esto hace de una vida injusta y de una vida llena de temor y angustia, una vida libre. Esto puede explicarse por la experiencia del amor: Sólo el regalo del amor hace de una vida no-querida una vida que40
rida y eso es lo que cambia el fundamento de una existencia. Esto nadie puede hacerlo y lograrlo para sí. El hombre es «engendrado de nuevo», se dice en el evangelio de Juan. Esa experiencia que nosotros denominamos fe, no es una virtud que se pueda aprender, sino más bien es algo comparable al proceso de nacimiento. El Dios digno de toda confianza «engendra» la fe del hombre que confía en él. Por eso, aquí el lenguaje teológico abandona la esfera de la productividad del hombre y toma sus comparaciones de la esfera de la generatividad. Si el nuevo ser del hombre es engendrado por la palabra y por el Espíritu de Dios, de ahí se sigue la inversión de la relación entre el hacer y el ser. «No nos hacemos justos al practicar lo que es justo, sino que es como justos o justificados como hacemos lo que es justo», declaraba, por ello, Lutero contra Aristóteles. Por eso la persona es la que produce las obras y no las obras la persona. Pero la persona es creada, liberada y redimida por Dios. Ella se concibe a partir del amor de Dios. Por eso, el creyente se halla muerto a este sistema mundano de leyes y de realizaciones, de la misma manera que el amante se retira del mundo del odio y de la ausencia de amor. La identidad que exige aquel mundo ya no la necesita. Por eso, los poderes y las angustias o temores de aquel sistema de vida no tienen ningún poder sobre él. El creyente vive en el nuevo mundo de Dios, donde no existe ninguna ley, ni pecado, ni conciencia, ni muerte, sino sólo se da la plena alegría, la justicia, la paz, la vida, la salvación y la gloria. Y el creyente actúa a partir de ese «reino de la libertad», del cual es ciudadano, mientras existe en este mundo de ley y de muerte; esto quiere decir, traducido a nuestro lenguaje, que la identidad del hombre se ve libre de la necesidad de rendimiento. La necessitas operum, como denominó Lutero a este impulso coaccionante de las obras, es ciertamente el mismo en la necesidad moderna de producción. Esto significa que el hombre no debe estar creándose constantemente a sí mismo, sino que más bien demuestra su nuevo ser a través de la libre actuación en estas obras libres. El no es ya el orgulloso y a la vez infeliz 41
dios-creador de sí mismo, así como tampoco es la creatura de sus propias obras. El trasciende sus obras y se sitúa libre frente a ellas. Sus exteriorizaciones vitales y sus acciones no son ya sus «obras», de forma que él deba suscribir constantemente debajo de ellas «esto lo he hecho yo», para levantarse a sí mismo un monumento. El hombre no debe identificarse con sus obras de tal manera que se conviertan para él en un ídolo; así se ve libre de la preocupación de erigirse un monumento. Sin embargo, de la fe surgen y brotan «obras libres». La experiencia de ser asumido por Dios constituye una dignidad imperdible en el hombre, una dignidad que es mucho más grande de lo que el hombre puede hacer o dejar de hacer. Pero su dignidad no sólo radica en eso. De ahí surgen también obras libres en tanto no se ven necesitadas o coaccionadas por la ley y por la coacción. «Si el hombre se ve aceptado y amado gratuitamente por Dios en la fe, sus obras serán como las obras de Adán en el paraíso», escribió Lutero en el tratado acerca de la libertad del cristiano. «Esas eran obras libres de vanidad, no estaban hechas por ninguna otra cosa sino para agradar a Dios y no para conseguir la bondad»; obras, por tanto, que estaban libres del objetivo o la finalidad de encontrar la propia identidad, hechas por otro o por amor y alegría. Se realizan «gratuitamente», y surgen al mismo tiempo olvidadas de sí mismas, espontáneas y como por vía de juego. No se las debe coaccionar. No se las puede extorsionar. Sin embargo, «nosotros seríamos buenos en vez de ser tan rudos, pero las circunstancias no lo hacen posible», se dice en la opera Dreigroschen. La persona realiza las obras y hace las obras; no son las obras las que hacen la persona. Esta es una excelente máxima. Ahí radica la libertad del hombre frente a sus obras y frente a todas las valoraciones por sus obras. Como dice la imagen bíblica: El buen árbol produce buenos frutos, y a eso no hay que obligarle; eso lo hace por sí mismo para pregonar su riqueza, por la alegría de su propio destino, por así decirlo. Sin embargo, ¿dónde se halla ese árbol? «El árbol raquítico que se encuentra en 42
un patio apunta al mal terreno en el que se halla; sin embargo, los transeúntes se mofan de él por su raquitismo, y, no obstante, con razón», decía en sus versos Bertolt Brecht. ¿Es, por tanto, culpable de los malos frutos no sólo la mala raíz del árbol, sino tal vez también el mal terreno? En un patio sin luz, un árbol no puede prosperar, pues su ambiente no le da oportunidades para ello y, aun cuando sus raíces sean buenas, ese contorno le hace crecer raquítico. Pero si se le planta en un parque, entonces se desarrolla en todos los aspectos y muestra su plenitud. «La nobleza del nacimiento divino es la señal de los hijos de Dios, mientras que la vanagloria del rendimiento es el signo de los esclavos» —dijo una vez muy acertadamente Hans Joachim Iwand. Pero —y ésta es la interpelación al protestantismo— ¿no conduce la sociedad moderna del rendimiento al hombre precisamente a esa esclavitud? Goethe advertía en Guillermo Meister que, con el comienzo de la edad burguesa, sobrevino el fin de la sociedad de «estado». Por eso, aconsejaba preguntar al burgués, no ya «quién eres tú», sino «qué es lo que tienes, qué es lo que puedes». De esa manera vio muy clara la transición de la aristocracia a la meritocracia. Una sociedad en la que la categoría del «tener» invade las categorías del ser humano, como el «rabino rojo» Moses Hess fué el primero en constatar. En ella el hombre es socialmente sólo lo que produce: una fuerza de trabajo, y lo que él puede hacer de sí: un consumidor. Su identidad humana del yo se ve sustituida por una identidad del ego, que se halla construida a partir de lo que puede producir y de lo que puede hacer de sí. Es la cosificación a la que le impulsa esta sociedad. Aunque él, a partir de la fe, considera la dignidad de su persona como más alta que todas sus obras, sin embargo, se halla enfrentado con este conflicto. La experiencia de su ego es la experiencia de sí mismo como una cosa. La corporeidad en la que existe se convierte en lo somático que él tiene. El no es ya un enfermo o no está enfermo, sino que tiene enfermedades. Desplaza sus experiencias del ser al tener. En lugar de decir «no puedo dormir» dice «no tengo los medios 43
adecuados para dormir»; en lugar de decir «quiero a mi mujer», dice «llevo un matrimonio feliz», etc. Esta traducción de las formas del auténtico ser en el tener o el no tener, muestra ya, de una forma literal, el cambio de la identidad del yo en una identidad de ego. Es evidente que, a partir de la publicidad y de nuestro entorno social, se da una fuerte presión sobre los hombres para que se entiendan más bien y no de otra manera. El hombre es lo que produce, es lo que hace de sí mismo. Y esto es ahora, concretamente en el mundo burgués de la época europea moderna, peligroso. En el mundo antiguo, en la edad media, esta máxima se veía limitada todavía por la articulación de «estado». La doctrina medieval de la «justificación por las obras» no condujo a la identidad del rendimiento, porque cada uno encontraba todavía su identidad en la concepción de estado de la sociedad. Pero cuando ésta se vino abajo, entonces el hombre se encontró indefenso ante su propio rendimiento o producción y debió de establecer su identidad únicamente mediante ese rendimiento. Precisamente con esta máxima: «El hombre es lo que produce, es lo que hace de sí mismo», criticó luego Carlos Marx a la sociedad capitalista de los que tenían y de los que no tenían nada. Si esta máxima vale para la identidad del hombre, entonces el trabajador asalariado en esta sociedad es privado de su humanidad por la explotación y la enajenación: produce la ganancia de los otros y produce su propia pobreza. Por eso con la misma máxima: «El hombre es lo que produce», exigió luego Marx una sociedad humana, que «produce» a los hombres universales y reflexivos como su constante realidad y hace posible a todos los hombres el producirse como hombres en su esencial riqueza. Si aplicamos esta crítica de Marx a la sociedad capitalista del tener en el lenguaje de Lutero, deberíamos decir: Esta sociedad de producción es la justicia de las obras institucionalizada. Su impulso objetivo a identificarse mediante el rendimiento es exactamente el mismo que le impulsó a justificarse por las obras. Es el impulso a la idolatría respecto al propio rendi44
miento, y esto no es otra cosa que una blasfemia organizada. En comparación con esta sociedad, que se entiende a sí misma como una «sociedad de producción», la sociedad eclesial medieval, justificada por las obras y que se constituía como una sociedad de estado, era una sociedad humana. ¿Cómo puede el árbol raquítico dar buenos frutos en tal entorno? ¿Cómo puede vivir el hombre de una manera humana bajo tales presiones? La simple liberación del interior del hombre del impulso exterior de las obras y de los rendimientos a través de la experiencia de la fe se convertiría, en una sociedad de producción así constituida, en una escapada romántica a la interioridad del corazón, si no estuviera vinculada con el intento de la humanización de las estructuras y los principios inhumanos de esa sociedad. Con ello no es que pretenda rechazar toda interiorización como una escapada, al contrario: Existe una interioridad, que en modo alguno es una huida, en la cual uno descubre su identidad interior y que aporta cierto orden en el caos de las imágenes, de las impresiones y de los sentimientos. Y se da la estabilización interior de la paz psíquica que en modo alguno puede ser desdeñada. Ella conduce a la huida de la realidad sólo si no se halla vinculada con el intento de la humanización de las estructuras y de los principios de esa sociedad. La liberación de la persona por medio de la experiencia de la fe camina de la mano con las obras libres y liberadas del amor, decía Lutero. Si esas relaciones o circunstancias son las que hacen desmedrado y raquítico al árbol, entonces deben modificarse de manera que proporcionen al árbol las posibilidades objetivas para desarrollarse; esto es, cuando las circunstancias sociales obligan al hombre a acciones o actuaciones inhumanas, entonces las circunstancias sociales deben transformarse de tal manera que le ofrezcan la posibilidad de tener actuaciones humanas. Naturalmente, es una ilusión pensar que una sociedad que podríamos denominar justa produce siempre hombres rectos, como una realización constante. Asimismo es una ilusión pensar que una sociedad que podríamos denominar libre produce siempre hombres 45
libres. Ya la afirmación general de que unas circunstancias no libres producen necesariamente hombres serviles, es falsa. También surgen en la esclavitud hombres libres que muestran una libertad sorprendente. De lo contrario, nunca se llegaría a la superación de la tiranía social o política. Por el contrario, las libertades externas todavía no garantizan la libertad interior del hombre. Se dan, en unas circunstancias relativamente libres y relativamente justas, suficientes hombres no libres e injustos, que no captan las posibilidades que se les han ofrecido objetivamente. Una sociedad no-libre no produce automáticamente hombres no-libres, pero, con todo, sitúa a los hombres bajo presión de forma que, para ellos, la libertad se hace más difícil. Una sociedad relativamente libre, por el contrario, no produce automáticamente hombres libres, pero favorece la libertad. Si los hombres captan las posibilidades positivas para la libertad la humanidad, esto siempre depende no tanto de las circunstancias cuanto de sí mismos. Por eso se pueden describir de una manera paralela la coacción de la no-libertad y las condiciones favorables de la libertad. Si la presión de una tiranía se hace grande, entonces existen más factores negativos que hacen que el hombre no sea ya hombre que fuerzas personales para oponerse a esos factores. Por el contrario, las condiciones favorables de los factores positivos en pro de la libertad fomentan la libertad, pero no excluyen la no-libertad ni impiden el mal uso de esa libertad. La presión de la sociedad de rendimiento puede destruirse. Pero no se halla asociada a eso una garantía de felicidad y de libertad. Lo que los hombres hacen de eso radica en ellos mismos. Pero radica totalmente en ellos lo que hacen de sus posibilidades cuando se han abolido las coacciones que les apartan de ello. Ya es hora de decir que Lutero, con su doctrina acerca de la libertad de la fe, fue más radical que Carlos Marx. El último permaneció, antropológicamente, en la esfera de la doctrina aristotélica sobre las virtudes: «El hombre es aquello que él hace de sí mismo». Es el creador de su propio yo, causa sui. Por eso, según Marx, el «reino humano de la 46
libertad» sólo puede construirse sobre el «reino de la necesidad». El hombre es esencialmente un productor. Si esto es verdad, entonces lo que procede es producir circunstancias humanas con las que el hombre pueda vivir humanamente. Pero de esa manera, Carlos Marx se quedó en la esfera de la sociedad productora capitalista, pues él mantiene en su primer principio lo siguiente: El hombre es lo que hace de sí mismo. No rompió ideológicamente con esa necesidad de las obras que presupone y exige una equiparación de la identidad interior con el rendimiento o producción. Marx pretendía transformar esta necesidad de las obras tan sólo para que del trabajo y de la fijación extraña de un objetivo surgiera una actividad que es un fin en sí mismo y que de determinación extraña se convirtiera en autodeterminación. Pero también aquí hay que constatar en sentido crítico: Si uno está únicamente bajo una ley extraña o se ha apropiado de esa ley de tal manera que ésta aparezca como ley propia, en las consecuencias puede lo segundo ser tan malo como lo primero. Ya se vea uno impulsado por otro al rendimiento o lo haga por sí mismo, la fiera acosada es la misma. También la autonomía es legal. También la autodeterminación adquirida se puede convertir en presión hacia el rendimiento. Si el paso del trabajo a la «acción creadora» ha sido pensado así en Marx, entonces esa acción creadora, que aparece como un trabajo no alienador, siempre sigue siendo rendimiento al que el hombre se ve impulsado, con lo cual saca a la luz lo humano que estaba todavía en la sombra. La alternativa de la justificación por la fe aportada por la Reforma a la justicia de las obras es traducida en nuestra sociedad de producción de una manera mucho más radical. Ella conoce el escándalo de la diferencia cualitativa entre las obras de la ley, que llevaron a Cristo a la cruz, y aquella justicia del Crucificado, que hace justos por la fe sin las obras de la ley. Si trasladamos este reconocimiento de la Reforma del hombre que es justificado por la fe y que encuentra en esa misma fe su identidad de yo a la moderna sociedad de producción, entonces esto significa que el hom47
bre debe ser liberado no sólo de la determinación y de la explotación ajenas, sino, más profundamente todavía, de la representación o concepción coercitiva de que él es lo que produce. Entonces se ve libre no sólo de las deficientes circunstancias de la producción para crear unas mejores circunstancias de producción, sino que tampoco necesita ya avergonzarse más de sí mismo y, consiguientemente, tampoco mostrarse ante sí mismo y ante los demás a través de acciones de producción o rendimiento. El encuentra lo humano ya en que sabe que es aceptado por Dios y que es amado por él, tal como es. E identificado con esta experiencia de fe y provisto, a partir de ella, con una fortaleza del yo, no se limita a «aceptar la vida», sino que puede vivir y dar de una manera libre. En la mejora de la escuela, todos, tanto los padres como los niños, pueden colaborar, si comienzan a prescindir de la primera ley de la sociedad de producción: «El hombre es lo que produce. El hombre es lo que rinde». Hay que superar esta máxima.
3.
Seis consejos
1. Juzga a un hombre no por lo que rinde, sino mira más profundamente ¡a lo que «padece»! Pues el rendimiento incita al juicio, el cual recompensa o castiga. Pero el sufrimiento incita a la simpatía, la cual proporciona solidaridad y amor. 2. Juzga a un hombre no por lo que sufre, sino acéptalo como uno por quien Dios sufrió la muerte en Jesucristo. 3. No identifiques a ningún hombre con sus acciones buenas o malas, sino ¡establece una diferencia entre la persona y las obras! Porque aquel que identifica a un hombre con sus acciones buenas o malas le sitúa o le fija en su pasado y destruye su futuro. En cambio, aquel que distingue a la persona de sus acciones, aprecia la dignidad que no se puede perder del otro y mantiene abierto su futuro. (El hom48
bre es más que su certificado escolar. El hombre es más que sus actos. El hombre es más que el dossier de la protección de la constitución). 4. Entiende las obras y las realizaciones del otro como exteriorizaciones vitales de la persona humana en libertad y ¡no las sitúes bajo la presión del éxito o bajo la angustia de la existencia! El que amenaza a los niños de la escuela o a los propios hijos con malas notas, para que trabajen por miedo, provoca en los niños un mal peor que el que se puede reparar o subsanar mediante el rendimiento. 5. Descubre en la instrucción religiosa la identidad humana en la fe, la cual libera de la angustia por el éxito y de la identidad del rendimiento, y ¡ejercítala comunitariamente! La instrucción religiosa no es la socialización de los niños en la religión burguesa de esta sociedad de producción dessacralizada. «El cristianismo es la religión de la libertad». Por eso, la instrucción cristiana es la comunicación de la experiencia de libertad. A ello corresponden elementos cognoscitivos y también elementos de sensibilidad artística. 6. Tomado o asumido por tu Dios y liberado de la opresión social del rendimiento y de tu propia angustia ante el éxito, oponte a la fijación de la publicidad social en la identidad del rendimiento que es propia de la pubertad. ¡Tú tienes la libertad de ser niño, la libertad de convertirte en anciano, la libertad de ser débil o impedido! Trabaja para que esa sociedad se haga por fin adulta y para que reconozca de la misma manera las diversas identidades humanas. Entonces podrá también la identidad pubertaria de producción conseguir su derecho limitado y temporal como un peldaño de paso o de transición.
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1
La liberación de los opresores
«El evangelio en lucha contra lo que es inhumano. ¿Qué es lo que esperamos y profesamos nosotros?». Este planteamiento del tema es actual y, sin embargo, suena como algo muy corriente y ordinario. Uno se siente afectado por él y, sin embargo, no se conoce el frente en el que el evangelio le llama a uno a la lucha contra lo que es inhumano. El frente, en el que la dignidad humana destruida se restablece y en el que los derechos humanos conculcados se restauran, tampoco es igual para todos los hombres. Sin pretender acusar de nada a nadie ni tampoco enseñar nada a nadie, desearía hablar del frente en el que yo veo, reconozco y considero más urgente la lucha del evangelio en estos tiempos. Se trata del océano del hambre y de la opresión de los hombres en el «tercer mundo» y, a la vez, de las islas de bienestar y de libertad asegurada que aparecen en el «primer mundo». Y esto representa una aterradora discrepancia entre estas dos caras de nuestro mundo dividido. En estos últimos años pude visitar Latinoamérica, Sudáfrica y la India, y de cada uno de esos viajes regresé más impresionado y con mayores motivos para la reflexión. ¡Cuánta opresión política, cuánta expoliación económica, cuánta alienación cultural pasa del «primer mundo» hacia los pueblos del «tercer mundo», con nuestro apoyo, frecuentemente sin darnos cuenta de ello! Por tanto, ¿no debemos iniciar algo en nosotros mismos y dejar que el evangelio comience a realizar la lucha contra lo inhumano que hay en nosotros? 50
Porque, ¿cómo podemos nosotros esperar y hacer una profesión de fe, si nuestra vida social diaria, tanto personal como social, no se ve turbada por el evangelio y si no conocemos ni reconocemos las oportunidades de nuestra conversión a la libertad? La palabra para designar esa falta de humanidad se llama, en el «tercer mundo», opresión; y la palabra de esperanza en la humanidad se llama liberación. Sea lo que fuere lo que nosotros opinemos acerca de la teología impresa de la liberación, si no escuchamos el grito que surge de lo más profundo, y que se dirige a nosotros y también contra nosotros, entonces me temo que no entendemos que la hora ha sonado ya. De ordinario, nos vemos con nuestros propios ojos y . nos vemos tal como nos agrada vernos. Pero ¿cómo aparecemos a los ojos de los niños hambrientos de la India y de las masas oprimidas de Latinoamérica? El que se siente estremecido por esto, se pregunta: ¿No necesitamos también nosotros de liberación, de la liberación de lo que es inhumano y de los rasgos de inhumanidad que brotan de nosotros y de nuestros países? El que sienta desazón y malestar ante la presencia de este mundo dividido y quisiera vivir con los demás hombres en libertad, está invitado a reflexionar un poco más ampliamente en las oportunidades de su propia conversión.
1.
Los dos aspectos de la opresión
La opresión del hombre por el hombre es un crimen contra la vida, pues la vida significa: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lev 19,18; Mt 22,39). La opresión del hombre por el hombre significa la separación de Dios: «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20). La opresión tiene siempre dos aspectos: Por una parte, está el señor y, por otra, el esclavo. Por una parte, está el explotador y, por otra, su víctima. El opresor se convierte 51
en inhumano, el oprimido se convierte en deshumanizado. La opresión destruye, por tanto, la humanidad por ambas partes, pero de distintas maneras: una, por el mal; la otra, por el sufrimiento. Y como la opresión tiene dos aspectos, también el proceso de la liberación debe establecerse en ambos aspectos: la liberación de los oprimidos del sufrimiento en la opresión corre pareja con la liberación de los opresores del pecado de la opresión. De no ser así, no se da liberación para la libertad. Pues la meta no puede ser otra que la comunión, abierta y libre de angustias, de los hombres, en la que no existan ya ni opresores ni oprimidos. La liberación de los oprimidos es un deber moral y, en muchas situaciones, evidente en sí misma; en cualquier caso, lo es para los oprimidos. La liberación de los opresores, sin embargo, en la mayor parte de los casos no es evidente en sí misma, y, en todo caso, no lo es para los opresores, que sacan ventajas de la opresión. Son ciegos: no ven el sufrimiento de sus víctimas, que ocasionan. Se hallan cegados: justifican su dominio con muchas razones. Por eso, la liberación de los opresores es una experiencia que surge en toda buena voluntad de una conversión de la muerte a la vida: el «señor» debe morir para que pueda nacer el «hermano». Las teologías de la liberación conocidas por nosotros son, sin excepción, teologías de la «liberación de los oprimidos», ya sean teologías negras, feminísticas o socialistas. En su mejor parte, expresan la fe de la víctima y suscitan su esperanza. Por eso se entiende que de suyo son «unilaterales». Asimismo es claro que de suyo, para ellas, el problema del mal, la cuestión de la culpa y de la reconciliación, se posponen al análisis de la miseria y del clamor de los que sufren injustamente. Sin embargo, es de lamentar que no exista ninguna teología de la liberación de la otra parte de la opresión. Que nosotros nos sintamos impresionados por los teólogos de la liberación negros, feministas o socialistas e incluso que nos agraden y que nos hagamos tolerantes y benévolos con ellos, es expresión de insensibilidad, no de inteligencia. El funda52
mentó radica sin duda en que nosotros, miembros del mundo blanco o masculino de las clases medias, desearíamos sin duda reconocer la liberación de los otros —¿por qué no?—, pero no consentiríamos reconocernos como sus «opresores». Tenemos buena voluntad, pero todavía no hemos demostrado ninguna comprensión. Pretendemos ser liberales y descuidamos precisamente así nuestra propia liberación. Pero el que pretende ayudar a los oprimidos para que consigan su liberación, debe empezar por sí mismo: Debe dejar de ser su opresor. Debe liberarse a sí mismo. Esto, en definitiva, no es una cuestión de mala conciencia, que haya que imponerse; se trata más bien de la conversión al propio futuro, de la liberación para acceder a la propia humanidad. Y puesto que la mayor parte de los hombres son tanto oprimidos como opresores, es decir, «opresores oprimidos», es importante reconocer la iberación en ambas partes de la opresión.
2.
Fenómenos de la opresión - Formas de autojustificación
Empezamos con un análisis de las formas más importantes de la opresión actual y nos fijamos, más que en los oprimidos, en los opresores. ¿Por qué oprimen? ¿De qué forma oprimen? Vamos a tratar, por vía de ejemplo, de los fenómenos del racismo, del sexismo y del capitalismo, para preguntarnos sobre la causa de estos fenómenos de inhumanidad. Otras formas de opresión por parte del Estado totalitario, del terrorismo ideológico, etc., no se excluyen por ello, sino al contrario. a) Racismo Bajo la palabra racismo entendemos —siguiendo la definición de la Unesco y de la Conferencia mundial de las iglesias de Uppsala en 1968— «el orgullo etnocéntrico del propio grupo racial, la preferencia de las características espe53
cíales de ese grupo, el convencimiento de que estas características son fundamentalmente de naturaleza biológica, los sentimientos negativos respecto a los demás grupos, asociados con el impulso a discriminar los grupos de otras razas y excluirlos de la plena participación en la vida de la comunidad». Esta definición abarca aquellos modos de relación que se pueden denominar como «racistas», pero evidentemente no es completa. Sin embargo, en esa definición se ve claro que las características de la propia raza se identifican con la condición del ser humano: por ejemplo, el «ser hombre significa ser blanco». Por eso, los hombres de otras razas son considerados como infrahombres (Untermenschen), como hombres de menor valor y de menores posibilidades: «proceden de monos», se decía hace algún tiempo; «son subdesarrollados», se dice hoy. Las características de la propia raza se utilizan como autojustificación. El sentimiento del propio valor se funda en el color propio de la piel. Y a través de la propia raza se legitima el derecho al predominio: la raza nórdica o blanca se halla predeterminada al dominio sobre los pueblos «mestizos» o sobre los «pueblos esclavos» o «subdesarrollados». La propia identidad en el racismo se ve determinada por la discriminación de otras razas. Pues la identidad racista es una identidad negativa, convulsiva, agresiva. Formas de este racismo, aunque no peligrosas para la generalidad, pueden observarse en todos los pueblos y en las historias de la población: egoísmos de grupo y temor ante los extraños hay en todas partes. Pero este racismo latente se convierte en peligro para la colectividad cuando se utiliza el potencial de angustia o de agresión embalsado en él para la edificación de sistemas de dominio para la opresión, esclavización y espoliación de los hombres de otras razas. Entonces, el racismo no es simplemente un fenómeno de grupos, sino un medio de guerra psicológica de los dominadores contra los dominados. Entonces, los hombres de otras razas son relegados a castas inferiores, como ocurre en la vieja India; como a hombres de segunda clase, se les esca54
timan los derechos humanos fundamentales o los derechos cívicos, como ocurre en Sudáfrica; como trabajadores emigrantes, son destinados a una permanente dependencia, como ocurre entre nosotros. Los sentimientos de superioridad de la raza dominante dan origen frecuentemente y con facilidad a sentimientos de inferioridad en las razas dominadas. En su figura concreta, el racismo tiene siempre dos aspectos, uno interior y otro exterior: es un mecanismo psíquico de autojustificación y un mecanismo ideológico de avasallamiento de otros hombres. Por eso sólo puede superarse: 1) si los hombres renuncian a la identificación racista de su condición de hombres y llegan a una identidad no agresiva «como hombres», y 2) si existe una «distribución del poder» de los poderosos a los que no tienen poder y de los que dominan a los oprimidos, otorgándoseles las oportunidades económicas, jurídicas y políticas para la realización de su condición de hombres. El racista muestra un orgullo sobrehumano y, sin embargo, se ve poseído en realidad por una angustia inhumana. El que identifica la condición de hombre con el ser blanco se destruye a sí mismo. Y como siempre transforma su angustia en agresiones contra otros, destruye la comunidad con ellos. Ve en el otro hombre sólo la otra raza y no en la otra raza hombres como él mismo. Su desprecio, sus agravios y su humillación a los otros es, en el fondo, odio a sí mismo. Pero ¿de dónde procede este odio a sí mismo tan inhumano? b) Sexismos Bajo el «sexismo» masculino entendemos el dominio del hombre sobre la mujer, debido a privilegios que él ve en su virilidad. De una manera análoga a la definición del racismo, hay que entender el sexismo como un orgullo masculino por el propio sexo, la preferencia de las características particulares de este sexo masculino en la cultura, el convencimiento de que estas características son de naturaleza biológica y, por 55
eso, algo fatal, asociado con la reducción de la mujer a «sexo débil», con la infravaloración de las pretendidas cualidades «femeninas» en la vida pública y con la exclusión de la mujer de la plena participación en la vida de la sociedad. Del sexismo masculino surgió el patriarcado. Y con el patriarcado comienza evidentemente «la historia» en cuanto que nosotros entendemos por «historia» la «lucha por el poder». Por eso, se denominaron de buena gana las primitivas culturas matriarcales «pre-históricas». Esto es correcto porque a todas luces, para ellas, era extraña la «lucha por el poder». El patriarcado en cambio fue, desde los comienzos, agresivo. «Los hombres hacen la historia», se dice. Después, aparecen los «campos de muertos de la historia». ¡Por desgracia! El ámbito cultural judeo-cristiano se halla fuertemente determinado por el patriarcado. Según el decálogo, la mujer pertenece como una propiedad al prójimo —por supuesto, varón— a la que el otro —nuevamente un varón— no debe codiciar como tampoco debe codiciar «su casa, su esclavo, su esclava, su buey o su asno». Esto no es precisamente nada lisonjero para la mujer como ser humano y como imagen de Dios. Ciertamente que, según el código sacerdotal (Gén 1), el ser humano fue creado por Dios como imagen de Dios «varón y hembra», pues Dios no es ni hombre ni mujer. De lo contrario, el varón y la hembra no serían en común su imagen. Pero este recuerdo de la dignidad originaria igual e idéntica se vio oscurecido muy pronto: la mujer fue la segunda en ser creada y fue la primera que cayó en el pecado. Por ello, en castigo, debe «dar a luz los hijos con dolor», «debe buscar con ardor a su marido» y éste «la dominará» (Gén 3,16). De esta manera se fundamenta, de una manera mitológica, que el varón ha sido orientado por Dios al dominio y a la dirección de la mujer y del mundo, y la mujer ha sido condenada a la sumisión y a la dependencia en todos los aspectos. Pero ¿qué hay detrás de todo esto? Aquí se utilizan las características del sexo masculino como autojustificación: el ser hombre plenamente equivale a ser varón. La mujer es considerada como un ser humano 56
de rango inferior y se la valora como un ser de capacidades más reducidas. Las pretendidas cualidades «femeninas» son infravaloradas en la cultura agresiva del varón. La preeminencia del varón sobre la mujer se ve legitimada por el propio sexo. Ella es únicamente «la madre de sus hijos». También en el sexismo masculino se define la propia identidad mediante la discriminación del otro sexo. La identidad sexista es una identidad negativa, agresiva: el varón se define por el hecho de que «no es mujer» y no se le permite «afeminarse», como se decía en las asociaciones varoniles y en los cuarteles militares, que equiparaban la feminidad con la debilidad y la blandenguería. Igualmente, el sexismo es más que un fenómeno de grupo: es también un medio de la guerra psicológica de los varones que dominan contra las mujeres dominadas. Por ello, los sentimientos de superioridad masculinos engendran constantemente complejos de inferioridad femeninos, con lo cual las que son dependientes aceptan esa dependencia como algo querido por Dios y determinado por la naturaleza, y se resignan a ello. En su figura concreta, el sexismo masculino tiene, a su vez, dos aspectos, uno interno y otro externo: es un mecanismo anímico de autojustificación y un mecanismo ideológico de sometimiento y de utilización del otro sexo. Por eso sólo se puede superar, si: 1) los varones renuncian a la estupidez sexista de su virilidad y encuentran una identidad no agresiva como «seres humanos», y 2) si una «distribución del poder» entre hombres y mujeres les otorga de un mismo plano de igualdad unas oportunidades jurídicas, sociales y políticas para la realización de su propia personalidad y su comunidad humana mutua. El sexismo varonil que aquí hemos denominado masculinismo, es autojustificación con miras a la autoafirmación y autoafirmación con miras al dominio. Ahora bien, el orgullo varonil sobrehumano en realidad no es otra cosa que expresión de una angustia totalmente inhumana. Y puesto que compensa su angustia ante sí mismo mediante agresiones contra la mujer, destruye la comunidad humana entre hom57
bre y mujer. Asimismo el sexismo varonil es en el fondo odio a sí mismo. Pero ¿de dónde procede este odio a sí mismo? c) Capitalismo Con demasiada frecuencia, se ha mostrado qué es lo que significó la aparición del capitalismo para la depauperación o empobrecimiento del proletariado. Aquí nos preguntamos sobre otra cuestión, a saber, acerca del empobrecimiento de la clase media del que es culpable ella misma. Pues «la clase poseedora y la clase del proletariado presentan la misma autoalienación humana» (Marx, Frübscbriften, 317), pero «la primera clase se siente bien ahí y se afirma ahí, y reconoce la alienación como su propio poder. Ella posee la apariencia de una existencia humana. Pero la clase subordinada se siente aniquilada en la alienación y ve en ella la realización de una existencia inhumana». Max Weber describió ampliamente ese «espíritu del capitalismo» y sus raíces religiosas. La autoalienación de la burguesía radica en el endiosamiento o divinización de la profesión, del trabajo, del rendimiento, del éxito y de la propiedad y en el autosacrificio a todo eso. Radica en la moderna justificación de las obras de estos «ascetas intramundanos». El que cae bajo la presión de esta justificación por las obras se convierte en un «ser inhumano sin sosiego ni descanso». Max Weber cita a este propósito lo que dice un emigrante alemán, que describe a su suegro yanqui de Ohio como sigue: «¿No podría el viejo estar tranquilo con sus 75.000 dólares anuales? No; debe ampliar la fachada de su almacén en 400 pies. ¿Por qué? Porque esto impresiona a todo el mundo, piensa él. Así, pues, por la noche, cuando su mujer y su hija se entregan en común a la lectura, suspira por la cama. Se pasa los domingos mirando al reloj cada cinco minutos, para ver si acaba de una vez el día; en resumen: una existencia fracasada». Este veredicto es cierto y verdadero: el activista poseído por el ansia de éxito, que tiene que justificarse y mostrarse por el rendimiento, des58
troza su vida y la hace fracasar. El individualismo burgués es, desde el siglo XVII, un «individualismo posesivo» (C. B. McPherson): El sujeto como propietario no es considerado ya como un miembro de su comunidad. La seguridad social se funda entonces, no ya en la comunidad de la que uno forma parte, sino en la propiedad privada que uno posee. Mucho antes que Marx y Weber, ya Lutero, en su Gran catecismo, criticó el capitalismo como una idolatría especialmente abominable, a saber, como mammonismo. Lutero parte de la estructura antropológica fundamental de la fe: «Tener un solo Dios no significa otra cosa que confiar en él y en creer en él de corazón como lo he dicho frecuentemente, ya que sólo el confiar y el creer del corazón hace ambas cosas: Dios o un ídolo. Si la fe y la confianza son correctas, también tu Dios es correcto y, a la inversa, si la confianza es falsa e incorrecta, entonces tampoco Dios es correcto. Pues todo eso está íntimamente relacionado entre sí: la fe y Dios. Donde tú pones y entregas tu corazón, allí está propiamente tu Dios... Si hay alguien que opina que tiene a Dios y todo lo necesario cuando tiene dinero y bienes, se abandona y se entrega a eso de un modo tan obstinado y seguro que no da nada a nadie. Mira, también ése tiene un Dios que se llama Mammón, que es el dinero y lo que posee, y en él deposita su corazón, el cual es el ídolo más general y corriente de la tierra...». El que cae bajo la coacción del mammonismo-capitalismo se halla en muchos aspectos alienado de su propio yo. 1. Se ve obligado a justificarse constantemente por el trabajo, el rendimiento, el provecho y el progreso: el hombre es lo que rinde. No produce ya para satisfacer sus necesidades, sino que satisface sus necesidades para producir cada vez más. Es juzgado y valorado según su rendimiento y por lo que posee: desde la escuela a su jubilación. Este impulso hacia la autojustificación constante por las obras destruye toda la confianza en el ser humano. Con eso, se rebaja incluso a los niños cuando se les dice: «Trabaja para que tengas éxito o seas un éxito. Pues por tu parte no eres nada». 59
2. La riqueza acumulada es una vida potencial, pero no realizada. Esta acumulación de posibilidades nos presenta la «apariencia de la existencia humana», pero no su realidad. Y puesto que estas posibilidades sólo pueden acumularse a costa de la realidad, por eso la riqueza acumulada engaña al hombre acerca de la vida que vive. 3. La riqueza aisla. En cuanto que las clases poseedoras sólo pueden afirmarse y enriquecerse a costa de las clases trabajadoras, el capitalismo destruye la comunión de los hombres entre sí. La sociedad se ve escindida en clases. Las clases dominantes viven en permanente guerra civil contra las clases sometidas y obligadas al trabajo asalariado. Incluso en las clases dominantes, el principio de concurrencia divide a los hombres entre sí y los hace sublevarse unos contra los otros. La riqueza aisla a los grupos y, finalmente, hace un mundo en principio hostil. Esta economía de la angustia nunca tiene bastante para todos. El impulso hacia el crecimiento produce una constante insuficiencia. El capitalismo tiene una estructura semejante a la del racismo y el sexismo; pero, sin embargo, parece otra cosa. Mientras que en el racismo, la propia raza, y en el sexismo, el propio sexo se emplean abusivamente para la fundamentación de la propia valoración y de la propia justificación, en el capitalismo, es el capital acumulado a partir del propio trabajo; pero la mayoría de las veces, a partir del trabajo ajeno. El trabajo y el capital no son, como la raza y el sexo, algo limitado, sino fundamentalmente algo ilimitado, esto es, de naturaleza imperialista. Como fuerza de trabajo, todo hombre puede —ya sea negro o blanco, viejo o joven, hombre o mujer, religioso o ateo— ser explotado. Todos los pueblos pueden convertirse en esclavos consumidores de la coca-cola. A través de la acumulación y de la inversión a interés del capital se va acumulando más poder, lo cual no ocurre mediante el simple racismo o sexismo. Por eso, el racismo y el sexismo son un peligro general en combinación con el capitalismo, lo mismo que fueron un peligro en otros tiempos en combinación con el dominio de las castas y del feudalismo. 60
El capitalismo es la acumulación ilimitada y permanente del poder y, por eso, también la incesante lucha por el dominio. La agresividad que desarrolla para construir su mundo debe tener su fuente —si se sigue la tesis de agresión-angustia— en una angustia ilimitada que él presupone y extiende. El socialismo denominado real que existe no presenta ninguna alternativa, pues su ética de producción y su aspiración al poder no son distintas. Si esto es así, entonces el sistema de producción debe ser considerado como una figura —tal vez la última— del odio humano a sí mismo. Pues, por primera vez en la historia, el potencial de autodestrucción y de destrucción de la tierra se halla en manos del hombre alienado y fracasado. Esto hace la situación tan peligrosa. Pero ¿de dónde procede este odio a sí mismo? 3.
La causa: el amor fracasado a Dios
Ya hemos descrito los fenómenos del racismo, del sexismo y del capitalismo como fenómenos de la agresión. Hemos descubierto como raíz de las agresiones la angustia y, en el corazón de la angustia, el impulso a la autoafirmación. Ahora nos seguimos preguntando sobre la causa de esta convulsiva existencia. De ordinario, uno se contenta con el análisis sociológico y psicológico de la miseria y juzga la agresión racista, sexista y capitalista contra los hombres en nombre de las víctimas. Sin embargo, el juicio moral es superficial si no reconoce las formas coactivas de la actuación en las que incurre una existencia fallida o fracasada. Existe una disputa entre las teologías de la liberación acerca de la «raíz de todo mal», pues sólo el que capta el mal en la raíz es, en sentido literal, «radical». Pero el que considera al capitalismo o al sexismo como la raíz de todo mal, no encuentra sus raíces. El no puede explicar por qué los hombres inician la agresión capitalista y por qué los varones rebajan a las mujeres. La secularización de la doctrina acerca del pecado original conduce al error: los fenómenos son explicados de una manera metafísica, y su marginación o eliminación se convierte en 61
utopía. Pero esto sólo conduce a arrojar un demonio con otro, por ejemplo, la explotación mediante la dictadura. La teología cristiana, desde Pablo y Agustín, atribuyó los fenómenos del mal al origen del pecado: las múltiples acciones pecaminosas tienen su raíz en un pecado de la existencia malograda. Este pecado originario es de naturaleza transmoral, pues afecta al ser del hombre, a su vitalidad, a su energía psíquica, a su vida elemental: a él mismo. Y como el «ser» precede siempre al «actuar», este malograrse de la existencia es la causa de muchos fallos en la acción y en la omisión. En la doctrina cristiana acerca del pecado original se encuentran cuatro dimensiones que no deben ser pasadas por alto: 1) el hombre no sólo tiene pecados, sino que es un pecador; 2) el pecado no es una falta moral, sino un impulso o coacción, una esclavización de la voluntad; 3) este destino fracasado es universal; 4) la doctrina sobre el mal como pecado es una doctrina de esperanza: el pecado no es el destino del hombre, sino su historia. Por eso es superable. El pecado no pertenece ni a la moral ni a la tragedia. Según eso, ¿a qué pertenece? El pecado original es el amor fracasado a Dios. Esta respuesta de Agustín es acertada, tanto teológica como psicológicamente. El hombre fue creado para Dios. Todo su ser es una añoranza llena de pasión. Dios es la felicidad del hombre, y el amor ilimitado del hombre es la alegría de Dios. Si ese amor es apartado de Dios y se dirige a seres o cosas no divinas, entonces surge la infelicidad: las cosas limitadas no pueden satisfacer a su amor sin límites. Su amor infinito destruye la hermosura finita de las cosas. A partir del amor que perdió a Dios, surge una búsqueda insaciable y, por tanto, destructora de todo, un ansia de dominio y de posesión. El amor que no puede encontrar nada que le llene, se convierte en angustia. El amor que se ve frustrado en su esperanza se convierte en rabia destructora. De ahí se expresa la ira de Dios, que es el amor de Dios rechazado, no como un castigo moral, sino como un abandono: «Y por eso Dios los entregó a sus sentires pervertidos» (Rom 1,24.26. 28). El pecado y el juicio coinciden en la historia: los hom62
bres que abandonan a Dios, son abandonados a su vez por Dios, y el Dios abandonado se hace notar de un modo terrible por su ausencia. Por eso, el amor a Dios fracasado o frustrado en el mundo se convierte en un vehementísimo deseo frustrado que prepara la muerte. El amor fracasado es el terror en el terrorismo de la historia. De ahí se sigue psicológicamente que el ser del hombre histórico es un apasionamiento por el amor. «En los ojos de todos los hombres habita una insaciable añoranza». La angustia y la agresión que dominan la historia del hombre son formas de ese amor. «En nombre de ese amor se cometieron todos los crímenes y se hicieron todas las guerras, por él aman y odian los hombres... El hambre insaciable de los dictadores por el poder, el oro y la posesión es en realidad amor a Dios» (Ernesto Cardenal, Vida en el amor). El pecado no es otra cosa que la perversión del amor a Dios. Por eso, es un hambre insaciable de poder. Por eso es el deseo de la aniquilación o de la humillación de los otros, algo insaciable y sin límites. El amor abandonado actúa de una manera mortal. Se debe reconocer esta dimensión religiosa en los fenómenos de la falta de humanidad; de lo contrario, no se podrá entender la poderosa pasión que hay en él.
4.
La liberación de los opresores
Si se trata de los opresores bajo coacción, si el pecador ha perdido su libertad, entonces no le sirven para nada las acusaciones o las apelaciones morales. Su relación respecto al fundamento de su existencia, hacia el Dios abandonado, debe cambiar. Sólo puede modificarse a partir de ese mismo fundamento, a partir de Dios. Es transformado por Dios. Pues «a la verdad, Dios estaba en Cristo, reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5,19). El mensaje cristiano anuncia la liberación a partir de ese fundamento. En el envío mesiánico, en la entrega, en el sufrimiento y en la muerte de Jesús, se revela, según el nuevo testamento, la humanidad de Dios: Dios se anonada a sí 63
mismo, permite ser herido, atrae hacia sí la agresión mortal y se convierte a sí mismo en víctima, para liberar a los opresores de la coacción del anonadamiento. En la resurrección del Jesús crucificado de la muerte hacia el reino de Dios que viene, se revela, según el nuevo testamento, la divinidad del hombre, el cual se ve liberado del pecado y del sufrimiento y constituye aquella comunión libre de angustia en la que no existen ya ni señores ni esclavos (Gál 3,28). Lutero formuló la liberación de los opresores de la siguiente manera: «A través del señorío o reino de su humanidad o de su carne, que opera en la fe, nos hace conformes a él y nos crucifica y nos convierte, de ídolos desgraciados y soberbios, en verdaderos hombres, esto es, en pobres y pecadores. Y puesto que nosotros en Adán fuimos elevados a la semejanza de Dios, por eso desciende él a nuestra semejanza, para llevarnos al conocimiento de nosotros mismos. Este es el reino de la gracia, en el cual domina la cruz: la divinidad a la cual nosotros perversamente aspiramos, es rechazada y la humanidad y la vulnerabilidad de la carne, que nosotros de una manera perversa habíamos dejado, se nos devuelve de nuevo». La humanización de los opresores se realiza mediante la fe. A través de la fe, descubre el opresor al Dios que se ha hecho hombre y en él descubre aquella humanidad que él perseguía en sí y en otros oprimiéndola y destruyéndola. El se descubre a sí mismo en el Crucificado: Ecce homo! Descubre al Dios al que ama desesperadamente en las víctimas a las que él oprime y mata por odio. El Crucificado se convierte para él en la verdad del hombre en un mundo inhumano. El Crucificado se convierte para él en la verdad de Dios en un mundo sin Dios. En este sufrimiento de Dios en la cruz termina la agresión del pecador. En este sufrimiento de Dios se revela el amor divino a la creatura malograda. En este sacrificio de Dios se comunica gratuitamente la justificación al hombre injusto o no justificado. La historia de la lucha del hombre por el poder es al mismo tiempo la historia del sufrimiento de Dios. La lucha desesperada por el poder acaba en la medida en que los 64
hombres conocen el infinito sufrimiento de Dios que se acumula en sus víctimas. Ellos, mediante ese conocimiento, se ven libres de la angustia y del impulso a la agresión. Se ven asumidos por el apasionamiento divino que comporta este sufrimiento. Este apasionamiento es amor divino por la comunión con el hombre. Y por muy verdadera que sea la historia por parte del hombre, la historia de la lucha de clases, de razas y por el poder, mucho más verdadero es que ella es la historia de la Pasión divina: la historia del sufrimiento de Dios y del apasionamiento de Dios por la libertad del hombre y por su comunión sin impedimentos con toda la creación. 5.
El éxodo de los opresores
El que se ve liberado, sale de su prisión. De lo contrario, la llamada a la libertad se queda sin contestación y sin respuesta. Aquel por quien Dios ha sufrido en la cruz de Cristo, al que ha agraciado con su juicio y ha justificado en su existencia, ése muere al mundo vital que le ha acompañado hasta entonces. Ese tal «deja todas las cosas» y «sigue en pos de él», lo mismo que los discípulos; no puede ya «ajustarse al esquema de este mundo» (Rom 12,1); está «muerto» para las exigencias y las recompensas del mundo de los opresores. Por eso no reconoce ya las leyes y las promesas de la opresión. Pero esto significa que toma sobre sí «su propia cruz». En la cruz de Cristo, muere al racismo. En la cruz de Cristo, muere al masculinismo. En la cruz de Cristo, muere al capitalismo. Y nace el hombre nuevo y libre. Se identifica «como hombre» y abandona las identificaciones fijas y estúpidas de su raza, clase, etc. Se halla «justificado sólo por la fe» y no ya por la raza, la clase, el sexo, el rendimiento o la propiedad. Entonces lo que hace el creyente es, según las normas del racismo, una «vergüenza para la raza». Lo que él quiere y pretende es, según las normas del sexo masculino, algo 65
«femenino o afeminado». Y lo que él practica públicamente es, según las leyes del capitalismo, una «traición de clase» y, según las leyes de su pueblo, una «traición al pueblo». Sin embargo, ofrece su solidaridad a las víctimas del racismo, del sexismo o del capitalismo sin «traicionar» a los que le han traicionado. El que busca la comunión con las víctimas, se convierte casi inevitablemente en el enemigo de sus enemigos, aunque no pretenda ser enemigo de nadie. Si procede del mismo bando, es declarado «traidor». Se convierte en un «extraño en su propio pueblo». Entra en el «campo social de nadie». Sin embargo, únicamente a través de esa enajenación, puede él mostrar a los opresores la patria de la humanidad. El que en una sociedad racista, o en una cultura patriarcal, o en una economía capitalista «renuncia a su mundo» en favor de sus víctimas muestra el amor de Dios, vive en el seguimiento de Cristo, difunde la esperanza y trabaja por la vida contra la muerte. El camino del seguimiento conduce a la negación de sí mismo, al sufrimiento y la vergüenza (Me 8,34). Por su fe cristiana, muchos han tomado sobre sí esta «cruz». También aquí se trata de la fe misma y no de algo exterior, simplemente político. Se trata de la praxis de vida de la fe liberada. Voy a dar algunos ejemplos de las experiencias del seguimiento: Cuando el Reich alemán se hallaba dominado por la obcecación racista, los judíos fueron excluidos de la vida social. Se les privó de sus profesiones, de sus derechos, de sus posesiones, de su libertad y, finalmente, de su vida. El que vivía con los judíos y estaba en comunión con ellos, era acusado como una «vergüenza racial» y sufrió con mucha frecuencia el mismo destino que ellos. Algunos recorrieron de buena gana el mismo camino que los judíos, el camino del sufrimiento. Fueron acusados de «traidores contra el pueblo» y fueron juzgados como tales. Siempre abandonaron y traicionaron a su pueblo, a su mundo, a su raza, a su clase y a su familia los cristianos radicales para vivir la libertad de Cristo. Francisco de Asís abandonó su posición de comerciante; León Tolstoi, sus privilegios de nobleza; Leonhard 66
Ragaz, su profesorado y su cargo de párroco; y el Dr. BeyersNaudé se vio proscrito en su propio pueblo. La opresión debe ser eliminada en las dos vertientes. Por eso trabajan juntos los opresores liberados y los oprimidos liberados. Para los opresores liberados, los «traidores a la clase», es un camino hacia el aislamiento en su propio estrato social, un camino hacia las amenazas y la desestima y la proscripción y, con demasiada frecuencia también, un camino hacia la impotencia y el silencio. Por eso se deben preguntar constantemente en la práctica hasta dónde pueden llegar, qué riesgos deben tomar sobre sí para difundir la libertad de la opresión, para hacer realidad la comunión con los oprimidos sin sacrificar las posibilidades de influencia y sin maniobrar al margen de la sociedad. Un único paso real y efectivo hacia adelante en el camino de la liberación para la comunión es mejor que todo el sueño en una «sociedad sin clases». El radicalismo que no es realista es algo adolescente, una aplicación sin contacto con la realidad del pueblo. La liberación de la ley de la raza, de la clase, del sexo, etcétera, debe realizarse y experimentarse despacio, de una manera persistente y eficaz. La honradez privada raramente puede garantizarse en ese camino. Sin embargo, la integridad personal es el criterio más importante para la adaptación y la oposición.
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1
Dios y libertad. ¿A qué libertad nos referimos?
1.
El Dios de la liberación
Este epígrafe, «Dios y la libertad», no agrada a nadie. Ni la gente buena ni los ateos están por este lema: Dios y la libertad. La gente buena siente temor a la libertad: la libertad destruye la autoridad del Estado, la libertad destruye los lazos de la familia, quebranta la ley moral y aparta a los hombres de la iglesia. Así, pues, lo que comienza en nombre de la libertad, termina siempre en el terror y en el caos, según dice esa buena gente. Por otra parte, los ateos tratan de proscribir a Dios partiendo de la libertad: O existe un Dios, y entonces el hombre no es libre, o el hombre es libre, y entonces no puede haber Dios. Así es como argumentan ellos. «Si no hubiera un Dios, todo estaría permitido», decía el piadoso Dostoyevski, expresando su temor. «Puesto que todo está permitido, el hombre es totalmente libre» —contestaba el ateo Jean-Paul Sartre— «y, por tanto, no existe Dios». A partir de la revolución francesa, para muchos hombres en Europa, no se trata de buscar a «Dios y la libertad» sino de elegir entre Dios y la libertad. Dios o la libertad. Ahí está la cuestión. Si creo en Dios, entonces me obligo a la obediencia frente a la ley moral y a la iglesia, y, por tanto, no soy libre, sino que me siento atado. Pero si prefiero la libertad, entonces debo romper todas las ataduras y todos los grillos, tomar mi vida en mis manos y hacerme respon68
sable de todas las cosas que realizo y en las que creo. Si creo en la autoridad de Dios, entonces siempre me veré inclinado a reconocer las autoridades terrenas de la familia, de la iglesia y del Estado. Pero si prefiero la libertad y lo que conduce a ella, entonces no debo reconocer otra autoridad que la de la misma libertad y de lo que conduce a ella. «Ni Dieu- ni maítre», decían por eso los luchadores por la libertad de la revolución francesa. Así pues, si se piensa en esta alternativa: «Dios o la libertad», entonces lógicamente el ateísmo es el presupuesto ideológico para la liberación de la dependencia económica, política, cultural y religiosa. Entonces el ateísmo y no la religión se convertirá en el postulado del ciudadano adulto y del hombre libre. Esto lo afirmaron en Europa no sólo los pensadores revolucionarios como Marx, Bakunin y Lenin, sino también los moralistas civiles como Nietzsche y Hartmann. Los símbolos del deseo de libertad en la calle no serán ya las manos suplicantes de los buenos en las iglesias, sino los puños levantados y cerrados. ¿Quién debe ser puesto en el calendario de los santos? —preguntaba Marx— ¿Cristo o Prometeo? ¿el siervo de Dios o el luchador contra los dioses? Y él puso a Prometeo, como el único santo, en el calendario de la revolución. Así ha ocurrido en muchos países de Europa hasta ahora: Dios o la libertad —la libertad o Dios, ésta es la cuestión. Pero ¿es efectivamente así? ¿No es esa alternativa equívoca y falsa? Todavía en las revoluciones civiles o nacionales del siglo XIX, muchos luchadores por la libertad entendieron el cristianismo como «la religión de la libertad». La fe era, para ellos, el valor para lanzarse a una nueva comunidad de hombres sin privilegios. No pretendían destruir la religión, sino utilizarla para liberar a los hombres. Soñaban en una iglesia libre dentro de un «estado libre». La «religión de la libertad» les mostraba la esperanza en el «reino de la libertad». Sin embargo, las iglesias, tanto católicas como evangélicas, se asociaban con los poderes de la reacción. Ellas sólo podían descubrir en la libertad el pecado original o, en 69
la emancipación, sólo al Anticristo. Eliminaban el sueño del «reino de la libertad» que está abierto para todos, mediante una ordenación religiosa conservadora con los lemas de «Dios, rey, patria» o «familia, Dios y patria». A partir de entonces, en muchos países de Europa y asimismo en los antiguos países coloniales de Europa en Latinoamérica y Africa, la iglesia cristiana se vio asociada con el poder establecido y con sus represiones. La libertad, en cambio, venía con el ateísmo. Todavía hoy tenemos, por una parte, a los luchadores por la libertad como «terroristas» y, por el otro lado, a las iglesias como «poderes represivos». Ahora bien, en esta contraposición, salen perdiendo tanto la fe cristiana como la libertad. Por eso debemos hacer todo lo posible para superar esta alternativa. Pero los cristianos sólo pueden superarla si se hacen de nuevo radicales y piensan seriamente en ella, si creen propiamente y si aparece su auténtica experiencia de Dios en ellos. Por eso deben descubrir las tradiciones de libertad de la Biblia. El «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» no es un dios de faraones, de césares o de señores de esclavos. Es el Dios que sacó a su pueblo de la esclavitud a la libertad. «Yo soy tu Dios el Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la casa de la esclavitud», dice el primer mandamiento que fundamenta todos los demás mandamientos de este Dios. Esta es una definición de Dios: Dios es el libertador. Por eso, la experiencia de Dios es la experiencia del éxodo. Creer en Dios no significa otra cosa que vivir la propia liberación. El pueblo de Israel, que brotó de la liberación, podía, por ello, denominar a Dios su poder y fuerza y su propia libertad al mismo tiempo. En toda fiesta de pascua se vive de nuevo cómo Dios saca de la esclavitud para conducir a la libertad. La alternativa: «Dios o la libertad» suena aquí como algo absurdo. Lo contrario es lo que es verdad: «Dios», este nombre es el que promete la libertad. Dios, ésta es nuestra real liberación. Asimismo Dios, el Padre de Jesucristo, del que hablan el nuevo testamento y la iglesia, tampoco es el dios dominador y señor de esclavos. Es el Padre, que resucita a su 70
Hijo de la muerte en la cruz y le lleva a la gloria de su reino. Es el Dios de los humillados, de los abandonados, de los quebrantados y de los crucificados por las tropas romanas ocupantes en nombre de la pax romana y de los dioses romanos. El que que cree en él y le sigue, abandona a los dioses del poder, a esos ídolos de la opresión y de la humillación. Dios es «el que resucitó a Jesús de entre los muertos», se nos dice en el nuevo testamento. Esta es una definición de Dios: Dios es el liberador del poder de la muerte. Su poder es un poder que vivifica. Por eso, la experiencia de Dios es una experiencia de resurrección. El creer en este Dios no significa otra cosa que el salir de la resignación y de la opresión y asumir la propia libertad. El pueblo de Cristo, que recuerda a Cristo crucificado en la eucaristía y que espera en el reino de la libertad, vive ahí su esperanza sin límites: «Donde está el espíritu del Señor, allí está la libertad». La alternativa, por tanto, Dios o la libertad, suena también como algo absurdo a los oídos de los cristianos. Lo contrario es la verdad: Dios, este nombre promete la libertad incluso del pecado, incluso de la muerte. Dios, él es nuestra libertad sin fin. En el centro de las tradiciones del antiguo testamento se halla el éxodo de la esclavitud política a la libertad del pueblo en la tierra prometida. En el centro de las tradiciones del nuevo testamento se halla la resurrección del Cristo ejecutado en la crucifixión —un castigo político para los revolucionarios— al reino eterno de la libertad. Ahora bien, ¿por qué el éxodo y la resurrección no se hallan también en el centro de todas las tradiciones eclesiales del cristianismo? ¿Por qué la majestad divina, que se halla representada en las iglesias y que en ellas se venera, se asemeja más a los reyes terrenos y a los césares que al liberador crucificado y resucitado del pobre pueblo? Los cristianos y las iglesias deben cambiar de manera de pensar si tratan de difundir el espíritu que es la libertad. Para ello deben superar el espíritu que difunde el temor y la angustia. Y el temor y la angustia se superan mediante la fe liberada. 71
2.
La fe liberada
Frecuentemente entendemos la fe sólo como un asentimiento formal a la doctrina de la iglesia e, incluso, como una obediencia ciega a los mandamientos de esa misma iglesia. La verdad que nos hace libres es la verdad a la que yo doy mi asentimiento, porque la entiendo y no porque me veo obligado a ella. Esta fe personal es el comienzo de una libertad que renueva la propia vida y, como se dice en la Biblia, «vence al mundo». Esta fe es una experiencia que nunca abandona a aquel que la ha tenido una vez: la liberación de la angustia para entrar en la confianza; el nuevo nacimiento a una esperanza viva; el ser asumido por el amor que le llena por completo. «Cristo os ha liberado para la libertad», dice el apóstol Pablo (Gál 5,1), «manteneos, pues, firmes y no os dejéis sujetar al yugo de la servidumbre». A través de la fe, uno no se ve liberado de una esclavitud para entrar en otra, como con tanta frecuencia ha ocurrido en la historia política. Aquí uno se ve liberado «para la libertad». Pues en cualquier parte en donde un hombre asume la verdadera fe, vive y experimenta su resurrección y respira el aire libre de una insuperable esperanza. Por eso, se levanta de sus bajezas y no permanece en el suelo; «eleva su cabeza», como se dice en la Biblia; aprende a «caminar erguido», como se expresaba Ernst Bloch. Pero ¿de qué esperanza hablamos nosotros en la fe? Los griegos entendían la libertad como la «ordenación del individuo a la polis» y como «la ordenación de la polis en el contexto del mundo», pues el conjunto del mundo se halla dominado por la razón y por la ley divinas. El que correspondía a lo divino en el cosmos, era verdaderamente libre. Para él, la libertad era «la inteligencia en la necesidad». En nuestro mundo moderno, muchos entienden la libertad como la disposición independiente de un sujeto individual sobre su propia vida y sobre lo que posee y como la 72
soberana disposición de las corporaciones políticas, de los pueblos o de los estados sobre sí mismos y sobre lo que poseen. Aquí la libertad es dominio. Para la fe cristiana, la libertad no significa «inteligencia en la necesidad», como significaba para los griegos. Para la fe cristiana, la libertad significa también algo distinto de la independiente y soberana disposición sobre sí mismo y sobre lo que es propio. Si la fe cristiana es una confianza en el Dios del éxodo del pueblo y de la resurrección de Cristo, entonces el hombre, mediante la fe, participa en esa fuerza de liberación y en ese poder de resurrección. Por su fe, toma parte en la fuerza creadora de Dios ni más ni menos. «Todas las cosas son posibles para Dios», dice el evangelio, y ¿quién podría contradecirle? «Todas las cosas son posibles para el que cree», dice el mismo evangelio, y esto es algo pasmoso. Dios revela su inagotable plenitud de posibilidades en el acto creativo de la resurrección del Cristo muerto. El que se confía a ese Dios, participa, por el mismo Espíritu, en las inagotables posibilidades de Dios. La fe conduce a una vida nueva y creativa precisamente allí donde domina la muerte y donde los hombre han perdido toda esperanza. Por eso, la fe significa rebasar los límites de la realidad y vivir en el proyecto de la esperanza. Con el mensaje de esta libertad, el cristianismo ganó al mundo antiguo: «El mundo, la vida, la muerte; lo presente, lo venidero, todo es vuestro; y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1 Cor 3,22). Cristo vino para abrir una brecha en nuestras limitaciones. La muerte incluso, este límite extremo del hombre, fue vencida. ¿Dónde se había oído jamás hablar de semejante libertad? Con este mensaje de libertad, comenzó la libertad en nuestro mundo. Y la libertad es el sentido de cada historia y toda la historia del mundo. Por eso, la liberación es la experiencia y la tarea permanente del verdadero y auténtico cristianismo.
73
3.
¿Qué libertad es la que buscamos?
Muchos hombres, políticos y revolucionarios, hombres buenos y ateos hablan de libertad; pero no se refieren a la misma cosa. Tampoco es fácil que lo hagan. Porque, evidentemente, no es fácil definir la libertad. Porque ¡existen tantas libertades! Existe la libertad de religión, existe la libertad de conciencia, existe la libertad de pensamiento, la libertad de comercio, la libertad de mercado, la libertad de tomar bebidas alcohólicas, el amor libre y muchas otras cosas más que nosotros denominamos «libres». Pero ¿qué es lo que denominamos con la palabra «libertad»? ¿Y en qué consiste la verdadera libertad? La primera determinación que tomamos de la historia política define la libertad como dominio. Y puesto que toda la historia hasta hoy puede considerarse como una permanente lucha por el poder, en esta lucha se denomina «libre» el que gana y domina. Aquellos que pierden, son sometidos o expoliados, no son libres o, más bien, son no-libres. La historia lingüística de la palabra «libertad» muestra su origen de la sociedad que mantenía esclavos. Libre en tal sociedad es únicamente el señor, y no-libres son los esclavos, las mujeres y los niños, sobre los cuales él domina. También Pablo utiliza este lenguaje cuando habla de aquellos conflictos que se suscitaron en la comunidad cristiana: entre judíos y gentiles, hombres y mujeres, libres y esclavos. Ahora bien, el que entiende la libertad como dominio, sólo puede ser libre a costa de otros hombres. Su libertad significa, para otros, la opresión; su riqueza hace a otros pobres; su poderío oprime a los esclavos, a las mujeres o a los niños. Por eso, los señores tuvieron siempre un «problema de seguridad» con su libertad. El que entiende la libertad como dominio, sólo conoce fuera de sí mismo su propiedad. No reconoce a otros hombres como personas. Aun cuando nosotros decimos: es libre un hombre que puede hacer y dejar de hacer lo que quiere, entendemos nosotros la libertad como un dominio, a saber, 74
el dominio del hombre sobre sí mismo. Aun cuando decimos: libre es el hombre que no se ve determinado por una coacción interna o externa, entendemos la libertad como un dominio: cada uno debe ser su propio rey, su propio señor, su propio dueño de esclavos. Hasta qué punto procede la concepción de la libertad como dominio de la sociedad varonil lo muestra la misma palabra «señor-ío». Si una mujer es libre en este sentido de la libertad, entonces ella es «su propio señor» y es «su propio marido». El liberalismo burgués, que eliminó en la Europa Occidental el absolutismo de los príncipes y el feudalismo, permaneció, sin embargo, orientado según la imagen conductora de los señores feudales. Todo el que posee un rostro humano tiene los mismos derechos de libertad, dicen los liberales. Esta libertad de cada individuo tiene sus límites sólo en la libertad del otro. El que reivindica su propia libertad debe respetar la misma libertad del otro. Pero esto significa que, también para el liberalismo burgués, la libertad significa dominio. Cada uno es libre para sí mismo, pero nadie participa con los otros. Esta es, en el caso ideal, una sociedad de individuos libres, pero solitarios. Nadie determina al otro y cada uno se determina a sí mismo. Luego la libertad se ha hecho algo general. Cada hombre tiene derecho a su libertad. Pero ¿es ésa la verdadera libertad? La otra definición que conocemos a partir de la historia social define a la libertad como comunión o comunidad y no ya como dominio. En las últimas observaciones me refiero a la grandeza y a la miseria del liberalismo burgués, al afirmar: La verdad de la libertad es el amor. Sólo en el amor llega la libertad humana a su verdad. Yo soy libre y me siento también libre si soy reconocido y estimado por los otros y si yo, por mi parte, reconozco y estimo a los demás. Yo me hago verdaderamente libre si abro mi vida a los demás y si participo con ellos y si los demás me abren su vida y me la comunican. Entonces el otro hombre no es ya un límite a mi libertad sino la compleción de mi libertad. De la libertad de él o de ellos y de mi libertad surge después nuestra libertad. En la participación mutua en la vida 75
del otro, se convierten los individuos en libres por encima de los límites de su individualidad. Este es el aspecto social de la libertad. La denominamos amor o solidaridad. En ella experimentamos la reunificación de los individuos aislados. Experimentamos ahí la reunificación de las cosas que se hallan fuertemente separadas. «Divide et impera», éste es el método de dominio conocido desde tiempos muy antiguos. Siempre que la libertad significa dominio, hay que separarlo todo, aislarlo, individualizarlo y dividirlo para que se pueda llegar a dominar. Pero si la libertad significa comunión, entonces se experimenta la reunificación de todas las cosas separadas. La enajenación del hombre de otro hombre, la separación de la sociedad humana de la naturaleza, la división de alma y cuerpo, y, finalmente, el temor religioso son eliminados y nosotros experimentamos la liberación, al hacernos unos mutuamente con la naturaleza y con Dios. Por consiguiente, la libertad como comunión es un movimiento contra la historia de la lucha por el poder y la lucha de clases, en la cual sólo se podría concebir la libertad como dominio. En la libertad como comunión, no se trata ya de propiedad con la que se puede hacer lo que uno quiere: los oprimidos, los impedidos, las mujeres y los niños son apreciados en su dignidad. Sus derechos humanos son restablecidos y por ellos se lucha como se debe. Tampoco se somete a la naturaleza a una expoliación ciega y rabiosa. El cuerpo degradado hasta convertirlo en algo somático, se experimenta de nuevo como la existencia que somos nosotros. La historia de nuestro idioma muestra que ésta es la otra raíz de nuestra palabra «libertad»: El que es libre, es amigable, dispuesto, abierto, alegre y se halla dominado por el amor. Nos encontramos con esta manera de concebir las cosas en nuestra expresión gastfrei ( = hospitalario o acogedor con los huéspedes). El que es hospitalario, no domina a los huéspedes, y tampoco es que esté Ubre de huéspedes; sino que es capaz de mostrar la comunión con los extraños y se convierte en su amigo. La libertad como dominio destruye la comunión. Como dominio, la libertad se halla fuera de su verdad. 76
Esta verdad de la libertad humana radica en el amor. Ella conduce a comunidades sin impedimentos, solidarias y abiertas. Sólo esta libertad como comunión o comunidad se halla en situación de curar las heridas que ha producido y todavía produce la libertad considerada como dominio. La determinación o definición de la libertad por la fe cristiana nos hace remontarnos asimismo por encima de la libertad como comunión. Nosotros hemos caracterizado la fe de los cristianos como esperanza de resurrección. La libertad, a la luz de esta esperanza, es la pasión creadora por lo posible. No se dirige, como el dominio, sólo a las cosas que se hallan presentes. Tampoco se dirige, como el amor, únicamente a la comunión de los hombres actuales y presentes. Ella se dirige hacia el futuro, puesto que el futuro es el reino ilimitado de las posibilidades, mientras que el pasado representa el reino limitado de la realidad. La pasión creadora se dirige siempre al proyecto del futuro. Se trata de realizar nuevas posibilidades no sospechadas. Por eso, uno se ve distendido con la pasión hacia adelante. Soñamos el sueño de una vida nueva, sana y, finalmente, totalmente digna de ser vivida. Anunciamos las posibilidades del futuro para realizar el sueño de la vida. Esta dimensión de futuro de la libertad ha sido descuidada y pasada por alto durante mucho tiempo, porque no se entendió la libertad de la fe cristiana como una participación en la actuación creadora de Dios y porque la religión cristiana se vio dominada más por la angustia que por la esperanza. Pero, realmente, la libertad en la fe es esta nueva creatividad. En la perspectiva de la esperanza, una nueva luz incide sobre la libertad. La libertad no es una posesión. La libertad es un hecho o acontecimiento. Nosotros experimentamos la libertad sólo en el proceso de la liberación. El hombre tiene su libertad sólo en la historia de su liberación. El no es «ya» libre, sino que puede hacerse constantemente libre. Lo que nosotros denominamos «libertad» es el resultado de las liberaciones reales. La realización de la libertad sólo se da en el pleno y completo «reino de la libertad». Lo que aquí en la historia experimentamos son procesos, sucesos de liberación. 77
Para expresarme con imágenes: Nosotros, aquí en la historia, sólo tenemos libertad en un constante «éxodo» de la esclavitud y en la «larga marcha» a través del desierto, pero todavía no en la «tierra prometida». Por eso, la libertad es la meta de todas las liberaciones, no su presupuesto abstracto. Y eso es mejor, puesto que es más realista el preguntarse acerca de la liberación que vanagloriarse de la libertad. ¿Pero a qué muerte se menciona aquí? La muerte no sólo es el fin natural de una vida humana. La muerte es asimismo un poder personal, social y político que está en medio de la vida. Los hombres son aterrorizados con la amenaza de la muerte; son oprimidos y explotados con el temor de la muerte. Los impedidos, los ancianos y los enfermos se ven amenazados en nuestra sociedad con la «muerte social», cuando los sanos cortan todas las relaciones con ellos. Finalmente, hay muchos hombres que se entregan a la muerte del corazón y se hacen insensibles y apáticos. Para ellos, todo es igual y todo les da lo mismo. Están rígidos como cadáveres, aunque siguen existiendo. La muerte tiene muchos rostros. La libertad a la luz de la esperanza se opone a la angustia, a la apatía, a la muerte ruidosa de las bombas y a la muerte insidiosa de las almas. ¡Existen tantas formas de morir y de muertes que no deberían existir! Se las puede vencer cuando se ama la vida y se espera en la resurrección. ¿Pero hacia dónde dirige la libertad su esperanza? «Cuánto más», dice frecuentemente el apóstol Pablo, mientras habla no ya de la «libertad de...», sino de «libertad para...». ¡Cuánto mayor es el futuro que el pasado! ¡Cuánto mayor es la gracia de Dios que los pecados de los hombres! ¡Cuánto más es la libertad en su propio mundo que la libertad de la esclavitud! Ciertamente, en la historia que experimentamos o vivimos, nos gusta más mencionar lo negativo de lo que queremos ser liberados que expresar lo positivo para lo cual queremos ser libres. Pero es la esperanza en el futuro mayor y mejor la que nos lleva siempre en la vida a nuevas experiencias. Esto es el excedente de la esperanza en la vida. Esta es la plusvalía del futuro en la historia. 78
El «no obstante» con el que la esperanza se opone a la opresión, al sufrimiento y a la muerte, y la superabundancia de su confianza se corresponden entre sí. La oposición necesaria debe fundamentarse en la esperanza si no quiere reducirse a ser una simple reacción. Y la esperanza debe lanzarnos a la necesaria oposición contra la muerte y contra los que la difunden, si no quiere contentarse con ser una mera ilusión. De ahí se sigue que, en la historia, sólo hay libertad en la lucha. La libertad histórica tiene dos vertientes. Es viva en la categoría del «sin embargo» o «no obstante» y en la categoría del «cuánto más», como explicó acertadamente Paul Ricoeur en el apéndice a mi Teología de la Esperanza. La libertad histórica consiste en la oposición y en la esperanza. ¿Pero contra quién orienta su oposición? La fe cristiana es, en su núcleo, fe en la resurrección, como dijimos. Por eso se opone con apasionamiento a la muerte. Pues sólo la vida arrancada totalmente de la muerte es una vida totalmente vital. La esperanza no se puede contentar con menos.
4.
El grito desde las profundidades
He hablado acerca de la libertad. He dicho algo acerca del Dios liberador que condujo a su pueblo, de la esclavitud, así como a su Hijo de la muerte, a la eterna libertad. He descrito la verdadera fe cristiana como la experiencia de su gran liberación a la vida nueva y creativa. Y, finalmente, he confrontado unos con otros tres conceptos de la libertad: libertad como dominio, libertad como comunión y libertad como esperanza creativa. Con ello trato de demostrar que la moderna alternativa europea de: «Dios o la libertad» es falsa. Sin duda que las iglesias han tenido mucha culpa cuando lucharon con Dios y en nombre de la religión en contra de la libertad del hombre y cuando se asociaron con los poderes de la opresión. Sin embargo, la verdadera fe cristiana es una experiencia de libertad que abarca mucho: 79
¡Dios, ésta es nuestra infinita libertad! Por eso, el cristianismo no puede marchar ya durante más tiempo con la reacción. La libertad no se halla en buenas manos en el ateísmo. De ahí se sigue que todos los que en estos tiempos difíciles tienen esperanza, se conozcan entre sí y trabajen en común por la liberación del pueblo. Ya sea uno religioso o ateo, es más importante la cuestión de si se opone a la muerte en medio de la vida y si espera en una vida que ha de vivir por siempre. El que pretende hablar de la libertad, debe comenzar por la liberación. Ahora bien, el que quiere la liberación debe escuchar en primer lugar el grito de las profundidades. De la boca de los hambrientos, de los prisioneros, de los destrozados y de los impedidos, surge el grito de las profundidades hasta nuestros oídos y hasta nuestro corazón. En ellos radica asimismo la clave para nuestra libertad. Mientras que ellos no logren la libertad, tampoco nosotros seremos realmente libres. Muchos de nosotros tratamos hoy de «asegurar nuestra libertad». Pero la mejor seguridad de la propia libertad es la liberación de los hombres que sufren bajo nuestro dominio y nuestra indiferencia.
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OBRAS DE JÜRGEN M O L T M A N N EL HOMBRE Antropología cristiana en los conflictos del presente: 1. ¿Qué es el hombre?) 2. Humanismo en la sociedad Industrial; 3. Imágenes del hombre y experimentos; 4. El hombre y el Hi|o del hombre. Este libro sobre el hombre se convierte furtivamente en un libro sobre Dios. "Estudios Sigúeme", núm. 9 - 158 págs. - ISBN 84-301-0524-7
UN NUEVO ESTILO DE VIDA "Antes de hacerse párroco y teólogo, uno es — y sigue siéndolo— miembro de la comunidad cristiana. No hay nada más grande ni más excelso." El teólogo baja de su cátedra y escribe a corazón abierto sobre ia libertad, la alegría y el luego, la pasión por la vida, la comunión con los demás, la amistad... "Nueva Alianza", núm. 77 - 182 págs. - ISBN 84-301-0671-3
EXPERIENCIAS DE DIOS 1. ¿Por qué soy cristiano? (páginas autobiográficas); 2. La fe que abre futuro; 3. La angustia agraciada. Angustia integrada y superación; 4. Teología de la experiencia mística. Páginas escritas entre luz y tinieblas, entre el precepto de ia esperanza y el dolor de Dios. "Pedal", núm. 147 - 122 págs. - ISBN 84-301-0905-6
OTROS TITULOS: E L DIOS C R U C I F I C A D O (Vel, núm. 41 - 480 págs.). E L E X P E R I M E N T O E S P E R A N Z A (Vel, núm. 44 - 206 págs.). E L F U T U R O D E L A C R E A C I O N (Vel, núm. 58 - 212 págs.). E L L E N G U A J E D E LA L I B E R A C I O N (Vel, núm. 60 - 186 págs.). L A I G L E S I A , F U E R Z A D E L E S P I R I T U (Vel, núm. 51 - 430 págs.). T E O L O G I A D E LA E S P E R A N Z A (Vel, núm. 48 - 476 págs.). T R I N I D A D Y R E I N O D E DIOS (Vel, núm. 80 - 248 págs.). DISCUSION S O B R E T E O L O G I A D E L A E S P E R A N Z A (NA, núm. 40 - 222 págs.). TEOLOGIA D E LA CRUZ (Vel, núm. 57 - 260 págs.).
EDICIONES SIGUEME - Apartado 332 - SALAMANCA
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