La Dieta Interior - Alexandre Havard

April 29, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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Descripción: La Dieta Interior - Alexandre Havard...

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ALEXANDRE HAVARD

LA DIETA INTERIOR Grandeza Humildad Sentido moral

EDICIONES RIALP, S.A. MADRID

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Título original: Created for greatness. The power of magnanimity © 2012 by ALEXANDRE HAVARD © 2012 de la versión española, realizada por CRIST INA SÁNCHEZ, BY EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá, 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com) FOTOGRAFÍA DE CUBIERTA: © BABIMU - FOTOLIA.COM

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-321-4234-5 Realización ePub: produccioneditorial.com

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ÍNDICE

PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS PRÓLOGO DEL AUTOR INTRODUCCIÓN 1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD

Una afirmación de la dignidad y la grandeza propias La virtud de la acción La forma suprema de esperanza humana La magnanimidad y la humildad van de la mano Purifica tus intenciones Magnanimidad no significa megalomanía La magnanimidad y la autoestima son dos cosas diferentes La «virtud de la juventud» Una virtud capaz de abarcar la vida entera 2. EL IDEAL DE HUMILDAD

Hacerse grande descubriendo la grandeza de los demás El ejemplo de Michelin La humildad como ideal 3. EL DESARROLLO DE UN SENTIDO MORAL

Escucha atentamente a tu conciencia y obedécela Trabaja en ti mismo, más que en tus ideas 4

Trabaja tu carácter más que tu actitud 4. EL DESARROLLO DE LA MAGNANIMIDAD

Busca a una persona, a una persona de verdad Deja que la belleza se adentre en tu espíritu Descubre tu vocación y vívela Sé consciente de tu talento y foméntalo Concentra tus energías en tu misión No tengas miedo a equivocarte Libera tu imaginación Rechaza el hedonismo Rechaza toda forma de igualitarismo Busca la grandeza en la vida ordinaria 5. CRECER EN HUMILDAD

Reconoce tu nada (humildad metafísica) Reconoce tu debilidad (humildad espiritual) Reconoce tu dignidad y tu grandeza (humildad ontológica) Reconoce tus talentos y úsalos (humildad psicológica) Reconoce la dignidad y la grandeza de otros (humildad fraterna) CONCLUSIÓN EPÍLOGO 1 EPÍLOGO 2

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PRÓLOGO DEL AUTOR

En 1983 me tomé un descanso de mis estudios de derecho en París y me fui a pasar un mes inolvidable a casa de mi tía abuela en Georgia, Elena, y con su hijo Thamaz. Vivían en Tbilisi, la capital de la República Soviética de Georgia. Cuando volví allí en 1990, la Unión Soviética estaba al borde del colapso y la tía Elena había fallecido. Me entristeció ver que Thamaz aún no se había recuperado del todo de esta pérdida. Quería a su madre más que a nadie en el mundo. Desde aquel traumático día de 1938 en el que la policía secreta comunista arrestó y fusiló a su padre cuando él solo tenía diez años, nunca se había separado de ella. Una noche fuimos en coche Thamaz y yo al cementerio a visitar la tumba de la tía Elena. Él era quien estaba al volante de aquel Zhiguli soviético, y según íbamos acercándonos al cementerio, más se emocionaba. Era de noche, había estado lloviendo y además la carretera era mala, una de esas carreteras estrechas y resbaladizas de montaña. De repente, Thamaz se giró hacia mí y me preguntó: «¿Tienes miedo?». Yo, avergonzado de decir lo contrario, respondí: «¡No!», pero en cuanto pisó el acelerador me quedé de piedra. Apenas tuve tiempo de invocar a mi ángel de la guarda cuando el coche salió disparado hacia un precipicio y cayó al abismo, aterrizando unos segundos después en pleno centro del cementerio que había en la montaña. El parabrisas se hizo añicos y el Zhiguli quedó suspendido en el aire entre dos lápidas. Tuvimos que tener un cuidado extremo para salir del vehículo y conseguir que no se rompiera ese delicado equilibrio porque, además, varios metros más adelante había un barranco que parecía no tener fin. Logramos salir con mucha cautela y bajamos la montaña a pie y en silencio, sin toparnos con ningún vehículo. Finalmente Thamaz dijo: «Qué rabia haber destrozado esas lápidas que no eran nuestras». Una hora más tarde pudimos por fin hacer señales a un coche, que accedió a llevarnos de vuelta a Tbilisi. Eran las dos de la mañana. Después de aquello me pasé varios días pensando en nuestro accidente. Aunque acabó mal, lo cierto es que podía haber acabado mucho peor. Thamaz me había decepcionado, pero no dije nada. Finalmente comprendí que, hacía mucho tiempo (probablemente a la edad de diez años, cuando la KGB soviética detuvo a su padre) aquel hombre de sesenta años había perdido no solo el sentido de orientación de su vida, sino también su sentido de la vida como tal. A menudo me acuerdo de Thamaz y de los millones de personas con heridas de uno u otro tipo como consecuencia de los proyectos ideológicos del siglo veinte. Pienso en el vacío y en la devastación que produjeron en los corazones de la gente, y pienso en la 6

política mundial de hoy en día, que no hace otra cosa que agravar esas heridas cuando en lo único que piensa es en economía. Pienso también en todos aquellos que, a diferencia de Thamaz, han conocido el calor de un hogar gracias a un padre y una madre que los querían y los educaban en la verdad, la libertad y la virtud y que, aun así, pese a todas estas ventajas, aún no han terminado de comprender la amplitud de sus responsabilidades ante Dios y ante los hombres y, o bien le dan la espalda a su vocación, o no intentan descubrir y cumplir su misión en la vida. Es a esos hombres y mujeres, sean jóvenes o no tan jóvenes, a quienes dedico este libro.

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INTRODUCCIÓN

En «Perfil del líder: Hacia un liderazgo virtuoso», publicado en Estados Unidos en 2007, expuse mi visión del liderazgo, que puede resumirse en los siguientes puntos: 1) El auténtico liderazgo debe basarse en una verdadera antropología, que englobe a su vez la aretología o ciencia de las virtudes. La virtud es un hábito de la mente, la voluntad y el corazón que nos permite alcanzar la excelencia y la eficacia personales. El liderazgo está intrínsecamente ligado a la virtud. Primero porque la virtud fomenta la confianza (condición sine qua non del liderazgo); y también porque la virtud, que viene del latín virtus («fuerza» o «poder»), es una fuerza dinámica que aumenta la capacidad del líder para actuar. La virtud le permite al líder hacer lo que la gente espera de él. 2) La magnanimidad y la humildad, que son principalmente virtudes del corazón, constituyen la esencia del liderazgo. La magnanimidad es el hábito de luchar por grandes ideales. Los líderes son magnánimos en sus sueños, sus visiones y su sentido de misión, pero también en su capacidad para desafiarse a sí mismos y a aquellos que les rodean. La humildad es el hábito de servir a los demás, e implica más tirar de ellos que empujarles, enseñar más que ordenar e inspirar más que reprender. Así, en el liderazgo se trata menos de hacer demostraciones de poder que de dar poder a los demás. Practicar la humildad es conseguir acentuar la grandeza que hay en otras personas y darles la capacidad de descubrir su potencial humano. En este sentido, los líderes son siempre profesores o padres, y sus «seguidores» son aquellos a quienes sirven. La magnanimidad y la humildad son virtudes «específicas» de los líderes, y juntas constituyen la «esencia» del liderazgo. 3) Las virtudes de la prudencia (sabiduría práctica), la fortaleza, la templanza y la justicia, que son principalmente virtudes de la mente y de la voluntad, constituyen la base del liderazgo. La prudencia aumenta la habilidad del líder para tomar las decisiones adecuadas; la fortaleza le permite no cesar en el empeño y resistir a todo tipo de presiones; la templanza subordina las emociones y las pasiones al espíritu y reconduce su energía vital hacia el cumplimiento de esa misión; y la justicia le impulsa a dar a cada cual lo que se merece. Si estas cuatro virtudes, las llamadas cardinales, no constituyen la esencia del liderazgo, sí son los cimientos. Sin ellas, el liderazgo no sería posible. 4) Los líderes no nacen, se hacen. La virtud es un hábito que se adquiere con la práctica. El liderazgo es una cuestión de carácter (virtud, libertad, desarrollo) y no de 8

temperamento (biología, condicionamiento, estancamiento). El temperamento puede favorecer el desarrollo de algunas virtudes e impedir el de otras, pero llega un momento en el que el líder impone tanto su carácter a su temperamento que este deja de dominarle. Dicho temperamento no es un obstáculo para el liderazgo, mientras que sí lo es la falta de carácter (esto es, la energía moral que evita que nos convirtamos en esclavos de nuestra biología). 5) El líder no lidera gracias a su «potestas» o al poder que le es inherente a su cargo o a sus funciones, sino gracias a la «auctoritas», que procede del carácter. Aquellos que hacen uso de la «potestas» para liderar, puesto que carecen de autoridad, son líderes solo de nombre. Se trata de un círculo vicioso: aquel que no tiene autoridad (auctoritas) tiende a abusar de su poder (potestas), lo cual deriva en una erosión de su propia autoridad y termina bloqueándole el camino hacia el auténtico liderazgo. Liderar no tiene nada que ver con el rango, el puesto, o con estar en lo alto de la pirámide. El liderazgo es una manera de ser que cualquiera puede vivir, sea cual sea su lugar en la sociedad o en cualquier organización. 6) Para crecer en la virtud entran en juego el corazón, la voluntad y la mente: con el corazón «contemplamos» la virtud para ser capaces de percibir su belleza intrínseca y desearla ardientemente; con la voluntad desarrollamos el hábito de «actuar» virtuosamente; y con la mente «ponemos en práctica» simultáneamente todas las virtudes, prestando especial atención a la virtud de la prudencia, que es la guía de todas las demás. 7) Al practicar las virtudes, los líderes maduran en sus juicios, sus emociones y su comportamiento. Los signos de esa madurez son los siguientes: autoconfianza, coherencia, estabilidad psicológica, alegría, optimismo, naturalidad, libertad y responsabilidad, y paz interior. Los líderes no son ni escépticos ni cínicos, son gente realista. El realismo es la capacidad de considerar las aspiraciones nobles del alma a pesar de nuestras debilidades personales. Las personas realistas no se rinden ante la debilidad, sino que se sobreponen a ella a través de la práctica de las virtudes. 8) Los líderes rechazan cualquier acercamiento utilitarista a la virtud. La virtud no es algo que se adopte con el fin de convertirse en una persona eficaz en lo que hace. Los líderes cultivan la virtud queriendo reconocerse a sí mismos como seres humanos. No buscamos crecer en la virtud para hacernos más eficaces en nuestros quehaceres, si bien esa mejora en la eficacia es una de las muchas consecuencias de la virtud. 9) Los líderes practican una ética de la virtud, y no éticas basadas en reglas. La ética de la virtud no niega la importancia de unas reglas, pero afirma que la esencia de la ética es algo distinto. Las reglas deben servir a la virtud. La ética de la virtud subyace a la creatividad del líder y hace que ésta prospere. 10) La práctica, específicamente, de las virtudes cristianas de la fe, la esperanza y la caridad tiene un fuerte impacto sobre el liderazgo. Estas virtudes sobrenaturales 9

elevan, refuerzan y transforman las virtudes naturales de la magnanimidad y la humildad, que son la esencia del liderazgo, y las virtudes naturales de la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza, que constituyen su base. Ningún estudio sobre el liderazgo sería del todo completo si no tuviera en cuenta las virtudes sobrenaturales. El presente libro, escrito en 2011, supone una profundización en el anterior (2007), y juntos constituyen un todo único e indivisible. Me hicieron falta dos años de intensa investigación para comprender que la magnanimidad y la humildad eran las virtudes específicas del líder. Llegué a esta conclusión únicamente después de haber estudiado la vida y el comportamiento de un número considerable de líderes. La verdad es que suena fatal eso de dedicar dos años a dos virtudes. De hecho, habría sido horrible si hubieran sido dos palabras normales y corrientes, pero «magnanimidad» y «humildad» son dos palabras llenas de significado y con un extraordinario poder emocional y existencial; son palabras que van directas al corazón, porque personifican un ideal de vida: el ideal de la grandeza y el servicio. Descubrí que el liderazgo es un ideal de vida, puesto que las virtudes específicas de las que se vale —la magnanimidad y la humildad— son en sí mismas ideales de vida. Descubrir esto me sorprendió y a la vez me llenó de alegría. Podemos y debemos basar nuestras «acciones» en la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza, pero solo podemos basar nuestra «existencia» en la magnanimidad y la humildad, en el ideal de grandeza y en el ideal de servicio: en otras palabras, en el ideal de liderazgo. La magnanimidad es la voluntad de llevar una vida intensa y plena, y la humildad el deseo de amar y sacrificarse por los demás. De modo consciente o inconsciente, el corazón de todo ser humano experimenta este deseo de vivir y de amar, y es en esa realización personal donde la magnanimidad y la humildad son las condiciones sine qua non. Ambas virtudes están intrínsecamente ligadas y constituyen un solo ideal: el de la dignidad y la grandeza del hombre. La magnanimidad constata nuestra propia dignidad y grandeza como personas, y la humildad verifica la dignidad y la grandeza de los demás. La magnanimidad (esto es, la grandeza de corazón) y la humildad surgen tras apreciar verdaderamente el valor del hombre, mientras que la pusilanimidad (esto es, la miseria del corazón) impide que el hombre se conozca «a sí mismo» y el orgullo, que evita que éste comprenda a «otros», surge de una consideración equivocada del valor del hombre. El liderazgo es un ideal de vida que reconoce, asimila y da a conocer la verdad sobre el hombre.

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1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD

La magnanimidad es un ideal enraizado en la fe en el hombre y en su grandeza inherente. Se trata de la virtud de la acción y es la forma más elevada de esperanza humana. Esta virtud es capaz de marcar la pauta a toda una vida y transformarla, dándole un nuevo significado y posibilitando el perfeccionamiento de la personalidad. Es la primera virtud específica de los líderes. Llevo ya diez años enseñando a estudiantes de culturas, idiomas y religiones muy diferentes acerca de dicha virtud y, a lo largo de mi experiencia, veo cómo levanta pasiones dondequiera que vaya. He visto cómo la gente cambia por completo cuando considera verdaderamente esta virtud, y he visto también a algunas personas saliendo aterrorizadas de la sala de conferencias ante la sola idea de su significado. La magnanimidad no deja a nadie indiferente. UNA AFIRMACIÓN DE LA DIGNIDAD Y LA GRANDEZA PROPIAS Aristóteles fue el primero en elaborar un concepto de magnanimidad (megalopsychia). Para él, la persona magnánima practica la virtud y, como resultado, se considera a sí misma merecedora de «cosas grandes» (refiriéndose a «honores»). Pero, aunque el magnánimo bien pueda merecer estos honores, no los busca. Puede vivir sin ellos porque posee algo aún mejor: la virtud, que es el mayor de los tesoros. Sabe que el universo entero y todo lo que éste contiene tienen un valor inferior al de su virtud. Es consciente de que tiene mucho más valor y de que se merece más pero, comparado con la grandeza de la virtud que posee, todo ello carece de significado. Artistóteles consideraba a Sócrates el modelo de persona magnánima, aunque nunca lo expresó de ma​nera explícita. La magnanimidad aristotélica es aquella que poseen los filósofos que desprecian el mundo con el fin de ensalzar al hombre. Es la serenidad ante las vicisitudes de la vida, desde la indiferencia hasta la deshonra (a menos que se merezca) y el desprecio por las opiniones de la multitud. No es una cuestión de emprender cosas, sino de afrontarlas con ánimo. Más que desarrollar nuestras habilidades, lo importante es conquistarse a uno mismo y dominar la autonomía y libertad propias. La persona magnánima afirma su dignidad humana y domina a un mundo traidor, al que desprecia. La magnanimidad aristotélica es una visión exaltada del yo que constata la dignidad y la grandeza propias, una conciencia del valor de uno mismo que advertimos en todos los líderes. De hecho, es ahí donde empieza el liderazgo: sin esta conciencia de la propia dignidad y grandeza no existen ni magnanimidad ni liderazgo. 12

Tomemos como ejemplo el caso del General de Gaulle. Este general se negó a reconocer la capitulación de Francia a Alemania en 1940. Aunque entonces era un mero general de brigada completamente desconocido entre sus compatriotas, estaba decidido a vengar el honor de Francia llamando a su país a la resistencia, lo cual tuvo lugar en su famoso discurso a la nación francesa a través de las radiofrecuencias de la BBC el 18 de junio de 1940. Pero aquello aún tendría que esperar. La visión que él tenía al respecto venía precedida por una inquebrantable fe en su propia dignidad y en su grandeza. Esto aparece en su volumen «Memorias de Guerra», donde dice: «Pese a mis limitaciones y mi soledad, o precisamente por ello, era necesario llegar a lo más alto y no volver a bajar nunca». El liderazgo comienza con una visión exaltada del yo. Solo entonces adquiere una imagen de lo que quiere conseguir. Cuando Darwin Smith llegó a Director General de Kimberly-Clark en 1971, su empresa tenía una posición segura en el sector. Sin embargo, Smith estaba persuadido de que dirigir una empresa «respetable» pero compuesta de meros «funcionarios» era algo indigno de él. La visión exaltada que tenía de sí mismo le permitió marcarse un objetivo: llegar a algo grande o morir en el intento. Entonces decidió vender todas las fábricas que hasta entonces habían estado produciendo papel cuché (la fuente principal de ingresos de la empresa) y decidió utilizar los mismos procedimientos para fabricar artículos de papel para el consumo, situando a propósito la compañía en una competencia directa con líderes en el mercado de la talla de Procter & Gamble o Scott Paper. Esta decisión trajo consigo un giro espectacular en la fortuna de la compañía: transformó a Kimberly-Clark en la empresa número uno del mundo en productos de consumo de papel. El concepto que tenía Smith de la valía y la dignidad personal le infundieron un desprecio mal disimulado por las opiniones de la multitud: los analistas de Wall Street y los medios de comunicación del mundo de los negocios se burlaban de su decisión, porque todos estaban seguros de que fracasaría. Al igual que Sócrates, Smith no pidió opinión a las masas. LA VIRTUD DE LA ACCIÓN Para santo Tomás de Aquino, el filósofo y teólogo más importante de la Edad Media, la magnanimidad es el apetito insaciable por las cosas grandes (extensio animi ad magna); la persona magnánima es aquella que pone todo el corazón en conquistar el mundo y en alcanzar la excelencia personal. La magnanimidad es un deseo de grandeza; un deseo ardiente, una búsqueda sagrada, una aspiración. Magnanimitas, la palabra latina acuñada por Cicerón en el año 44 a.C. para sustituir a la megalopsychia griega, equivale a la magnitudo animi, según observa santo Tomás, y animus implica un poder entusiasta, el instinto necesario para luchar y conquistar. La magnanimidad es la virtud de la agresividad; siempre preparada para atacar y conquistar, para actuar con el ímpetu de un león. Santo Tomás retoma los planteamientos de Aristóteles, pero les da un significado distinto. Mientras que Aristóteles dice que el hombre magnánimo se considera a sí mismo 13

merecedor de grandes cosas (grandes honores), santo Tomás cree que éste se considera a sí mismo merecedor de hacer grandes cosas, lo cual él mismo se dispone a hacer dada la grandeza inherente de estas cosas. Al mismo tiempo considera que él ha sido digno de honor sin quererlo, por lo que ahora está en sus manos hacer buen uso de él. Aristóteles afirma la grandiosidad del hombre al declarar su autonomía del mundo, puesto que teme que el destino intente acabar con él. Santo Tomás, sin embargo, constata el esplendor del hombre al conquistar el mundo porque cree que éste es obra de Dios y, por tanto, es bueno. La magnanimidad es la conquista de la grandeza. No se conforma con ponerse en marcha, llega hasta el final; no se conforma con aspirar a la grandeza, sino que la logra. Es como el combustible que usan los reactores: es la virtud propulsiva por excelencia. La magnanimidad es la virtud de la acción; hay más energía en ella de la que hay en la mera audacia. La persona magnánima alcanza la autosatisfacción en la acción misma y a través de ella, entregándose a ella con pasión y entusiasmo. Para el verdadero líder, la acción siempre nace de la autoconciencia. Nunca se trata de un mero activismo, y nunca degenera en una adicción al trabajo. Los líderes siempre emprenden acciones, pero nunca hacen las cosas solo por hacerlas; su acción es siempre una extensión de su ser, una consecuencia de contemplar su propia dignidad y su grandeza. Los que no son líderes actúan exclusivamente para alcanzar los objetivos establecidos y, a menudo, para escapar de sí mismos y, de alguna manera, llenar el vacío de su vida interior. La excelencia personal es el último propósito de la magnanimidad: el proyecto más ambicioso no tiene ningún sentido si su máximo objetivo es cualquier otra cosa que no sea el desarrollo de la virtud, el carácter y la excelencia personal de todos los que tienen que ver con ello. Para los líderes, conseguir importantes metas de organización nunca es un fin en sí mismo, sino solo un medio para conseguir la meta de crecimiento más alta para todos. Si Darwin Smith corrió grandes riesgos fue porque sabía que el crecimiento personal que se genera al ser activo sobrepasa los posibles resultados materiales, independientemente de lo brillantes o lucrativos que estos sean. Gestionar es conseguir que las cosas se hagan, pero hacer que la gente crezca es liderazgo. Smith era un gestor excepcional, pero sobre todo fue un líder estupendo, le interesaban más las personas que las cosas. Era completamente consciente de que la excelencia personal (la suya propia y la de la gente a la que dirigía) es un bien mucho más valioso que el éxito material. LA FORMA SUPREMA DE ESPERANZA HUMANA La acción es el resultado de la esperanza. Cuanto más fuerte es esta esperanza, más elevada es la meta. La magnanimidad estimula la esperanza, ennobleciéndola y haciéndola atractiva y embriagadora. En junio de 1940, completamente solo y exiliado en Inglaterra, el General de Gaulle dio al mundo una lección ejemplar de esperanza: «Me veía a mí mismo, solo como estaba y privado de todo, como un hombre a la orilla de un 14

océano, con el propósito de cruzarlo a nado»[1]. Sin embargo, las dificultades objetivas no pudieron frenarle, y se lanzó a la acción sin dudar ni un solo momento de su capacidad de unirse a la resistencia de la nación francesa y de liderarla hacia la victoria. La esperanza no conoce obstáculos, lucha por el bien supremo sin importarle las dificultades objetivas. Inspirados por la tarea que les ocupa —noble y ardua al mismo tiempo—, el corazón y el alma se comprometen por completo. En una ocasión, al principio de una carrera, un adversario derribó a Eric Liddell, medalla de oro en los 400 metros en los Juegos Olímpicos de 1924 y uno de los corredores representados en la famosa película «Carros de fuego». Cuando quiso ponerse de nuevo en pie vio que estaba a veinte metros de distancia del pelotón, pero aun así se lanzó hacia adelante, alcanzó al resto y les adelantó justo antes de la línea de meta. Al cruzar la cinta justo por delante de sus contrincantes, se tiró al suelo triunfante y agotado. La esperanza es un entusiasmo alegre. Eric Liddell, hombre de fuertes convicciones religiosas, expresó en parte la cualidad aventurera de la esperanza cuando dijo: «Cuando corro siento Su placer». La magnanimidad —la esperanza «humana»— es un ideal imbuido de confianza en el hombre. No debe confundirse con la esperanza teologal, que se refiere a la confianza en Dios, según las palabras de san Pablo: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»[2]. La magnanimidad es una virtud natural que el hombre es capaz de adquirir y desarrollar gracias a sus propios esfuerzos. La esperanza «sobrenatural» es una virtud infundida por Dios en el alma y que, junto a la fe y la caridad, constituye una de las tres virtudes teologales. Los teólogos cristianos medievales no hacían tal distinción. Lo que ellos llamaban magnanimidad era en realidad la virtud sobrenatural de la esperanza. Para ellos, alguien era magnánimo si era consciente de su propia miseria y buscaba solamente en Dios el poder para sobreponerse al mundo[3]. Es santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, quien, después de leer una traducción fiel de las obras de Aristóteles, restableció el verdadero significado de la magnanimidad. Para él, como para Aristóteles, la magnanimidad es un ideal de grandeza del «hombre» y un ideal de confianza en «el hombre». Santo Tomás diferencia claramente la virtud natural de la magnanimidad de la virtud sobrenatural de la esperanza. Así, esta restitución que hizo del hombre es uno de los mayores logros de la historia del pensamiento cristiano y, de hecho, el humanismo cristiano en toda su amplitud nace de ello. El cristiano magnánimo lo espera todo de sí mismo como si Dios no existiera (magnanimidad), y lo espera todo de Dios como si él no pudiera hacer nada por sí mismo (esperanza como virtud teologal). Se comporta como un adulto en el plano terrenal, y como un niño en el sobrenatural. Sin embargo, esta infancia sobrenatural no es pasiva: la esperanza sobrenatural, al igual que la esperanza humana, no rehúye la dificultad; más bien al contrario: nace del alma, dirigiéndola hacia la conquista del bien. Existe solo una psicología de la esperanza. En el líder que vive su fe cristiana, la magnanimidad y la esperanza teologal se complementan mutuamente a la perfección. Tomemos esta vez como ejemplo el caso de Aleksandr Solzhenitsyn, el escritor ruso que recibió el premio Nobel de literatura[4] y cuya esperanza humana estaba fortalecida por la virtud teologal 15

de la esperanza. Resistió varias décadas de persecución por parte de un régimen totalitario empeñado en destruirle, y dedicó toda su vida y su trabajo a conmemorar los muchos millones de seres humanos que habían perdido la vida bajo el régimen comunista. Aquí hay una oración escrita por él en tiempos de penuria: «¡Qué sencillo es vivir contigo, Señor! ¡Qué sencillo es creer en ti! Cuando mi mente anda buscando o cuando flaquea desconcertada; cuando el más inteligente de nosotros no es capaz de ver más allá de esta misma noche, sin saber qué hará mañana, Tú me envías la claridad de saber que existes y cuidarás de que no se cierren todos los caminos de la bondad»[5]. La vida de Solzhenitsyn muestra que la magnanimidad y la esperanza teologal pueden coexistir armónicamente en el líder que practica su fe cristiana. Este gran líder confiaba plenamente tanto en sí mismo como en Dios. Confiaba en su propia capacidad de acción y en la ayuda de Él. LA MAGNANIMIDAD Y LA HUMILDAD VAN DE LA MANO Como hemos visto en la introducción, la humildad es el hábito de servicio. Sin embargo, pueden decirse aún más cosas de ella: es también una conciencia de que el hombre depende por completo de Dios, su Creador. A este aspecto de la virtud lo llamamos «humildad metafísica» para diferenciarla de la «humildad fraterna», que es el hábito de servicio. Al hablar de magnanimidad necesitamos considerar la «humildad metafísica». Cuanto más nos concienciemos de nuestra grandeza personal, más necesitaremos comprender que la grandeza es un don de Dios. La magnanimidad sin la humildad no es tal en absoluto, sino que se convierte en una traición a uno mismo y puede llevarnos fácilmente a desgracias personales de uno u otro tipo. La magnanimidad y la humildad van de la mano: particularmente en las empresas humanas, el hombre tiene el derecho y el deber de confiar en sí mismo (magnanimidad) sin perder de vista el hecho de que las capacidades humanas en las que confía provienen de Dios (humildad). El impulso magnánimo de embarcarse en grandes empresas debería estar siempre unido al desprendimiento que surge de la humildad y que nos permite ver a Dios en todas las cosas. La exaltación del hombre siempre debe ir acompañada de un abajamiento ante Dios. «Cuando luchaba contra el régimen comunista —escribió Solzhenitsyn— comprendí que no era yo quien luchaba, que yo no soy más que un insecto, que en medio de esa lucha yo no era más que una herramienta en las manos de Otro»[6]. Puesto que era efectivamente magnánimo, Solzhenitsyn se veía a sí mismo 16

como una (poderosa) herramienta en las manos de Dios; y como era verdaderamente humilde, reconocía abiertamente que él no era más que eso. Aquel que es magnánimo y humilde estima «magnánimamente» tanto sus talentos como sus habilidades y se considera digno de cosas grandes, con las que además se compromete. Al mismo tiempo, percibe «humildemente» su condición de criatura y entiende que sus capacidades y sus virtudes, incluso aquellas que ha adquirido gracias a sus esfuerzos personales, son en último término dones de Dios. Esto le llena de gratitud hacia Dios y no hace más que incrementar la fuerza de su esperanza. La humildad reconoce la fuerza y la grandeza del hombre, y las considera un regalo de Dios. Esto no significa que se niegue la propia grandeza y la fuerza del hombre, sino que se atribuyen humildemente a la bondad de Dios; la humildad las ofrece a Dios y las consagra a Él. Muchos cristianos creen en Dios, pero pocos creen en sí mismos, en sus talentos y en sus capacidades. Como su concepto de humildad excluye la magnanimidad, estas personas no pueden —ni podrán— ser líderes. Por lo tanto, no puede sorprendernos el hecho de que hoy en día el mundo occidental pocas veces tome a sus líderes políticos de entre los cristianos creyentes. Los líderes más influyentes de los últimos trescientos años no han sido cristianos, y no es porque éstos hayan sido excluidos de la vida social, sino porque hay muchos cristianos que se retiran de ella voluntariamente. Es el caso más asombroso de auto-castración por parte de toda una comunidad en la historia de la humanidad. Los cristianos deberían tomar ejemplo de Juana de Arco, actualmente menospreciada en Francia, su país natal, y adorada en Inglaterra, la tierra de sus enemigos. Juana era una buena cristiana, completamente magnánima. En palabras de G.K. Chesterton, «Juana de Arco no estaba en ninguna encrucijada, bien por rechazar todos los caminos, como Tolstoi, o por aceptarlos todos, como Nietzsche. Ella escogió un camino y caminó por él como un rayo […]. Tolstoi solo elogiaba al campesino, pero ella era el campesino. Nietzsche solo elogiaba al guerrero, pero ella era el guerrero. Ella derrotó a ambos con sus propios ideales antagonistas; ella era más amable que uno y más violenta que el otro. No obstante, ella fue una persona perfectamente práctica que hizo algo, mientras que los otros eran meros especuladores que no hicieron nada»[7]. Juana se convirtió en comandante en jefe del Ejército francés con solo diecisiete años. Su misión era asegurar la coronación del príncipe heredero y, al mismo tiempo, expulsar a los ingleses de Francia. Tenía una visión ensalzada de sí misma y de su misión, y solía decir con gran satisfacción: «¡He nacido para esto!». Leonard Cohen, el poeta y cantante canadiense, captó parte de su grandeza cuando escribió «Juana de Arco», un diálogo entre Juana y el fuego que la consumía en la hoguera ante los ojos de los soldados ingleses: «Amo tu soledad, amo tu orgullo […] La vi estremecerse, la vi llorar, Vi la gloria en sus ojos»[8]. 17

Eran famosas las palabras de Juana: «Ayúdate a ti mismo y Dios te ayudará». Ella confiaba plenamente en Dios y en sí misma. Cuando le preguntaron por qué necesitaba un ejército si era el mismo Dios quien quería echar de Francia a los ingleses, ella respondió: «Los soldados lucharán y Él les otorgará la victoria». «Juana de Arco era un ser tan por encima de la gente corriente —afirmaba Winston Churchill— que no hubo nadie igual en mil años»[9]. La sociedad moderna necesita a hombres y mujeres que crean en el «hombre». San Pablo, el apóstol de la esperanza teologal, también es el apóstol de la «humanidad» de Cristo: él vio en Jesucristo al «hombre perfecto»[10], el hombre que practicaba todas las virtudes «humanas» hasta la perfección, incluyendo la magnanimidad. San Pablo fue probablemente el más magnánimo de los apóstoles. Practicaba la esperanza humana (no solo la teologal) hasta el extremo y su energía humana, fortalecida por la gracia de Dios, le hacía ser probablemente el cristiano más hacendoso de todos los tiempos. Efectivamente, un cristiano debe ser consciente de sus defectos y buscar en Dios la fuerza para vencer las dificultades del mundo, pero esto no basta. También debe conocer sus propios talentos y aprender a contar con ellos y recurrir a todos los medios humanos. Ésta es una condición previa fundamental para el liderazgo. P URIFICA TUS INTENCIONES La vanidad es la búsqueda de una falsa grandeza. Es la búsqueda del honor y la gloria propios, y el hecho de ser conocido y honrado no contribuye a la perfección del hombre. La grandeza está en otra parte: en la virtud y en el logro de la excelencia humana. No hay nada inherentemente malo en el honor y en la gloria, pero la persona magnánima nunca los busca en sí mismos. Si lo hiciera, pondría en peligro la virtud. La vanidad se instala en nosotros cuando la gloria y el honor se convierten en motivos para actuar, aunque sean secundarios. Nada de lo que hacemos es completamente malo si, al hacerlo, buscamos la virtud en sí misma por su propia belleza, y buscamos el honor y la gloria solo de manera secundaria. La acción sigue siendo en sí misma virtuosa, pero el motivo bueno aparece entremezclado con uno malo: ambas partes se fusionan. Se necesita mucho trabajo durante un largo período de tiempo para destruir esta forma sutil de vanidad y alcanzar la pureza de intención. MAGNANIMIDAD NO SIGNIFICA MEGALOMANÍA Una vez un estudiante me preguntó: «Vladimir Lenin, Adolf Hitler y Margaret Sanger[11] eran malos, pero, al fin y al cabo, ¿no eran magnánimos?». Para ser magnánimos, lo primero que se necesita es tener la virtud de la prudencia o sabiduría práctica. La prudencia es el referente de todas las virtudes, porque revela cómo comportarse virtuosamente en cualquier situación. Si alguien no es prudente no será capaz de distinguir el comportamiento megalomaníaco del magnánimo. Lenin, Hitler y Sanger practicaron la astucia, no la prudencia, y la megalomanía, no la 18

magnanimidad. No tenían ningún interés en la prudencia, puesto que no tenían ningún interés en la bondad. Algunos escritores dicen que Lenin, Hitler y Sanger exhibían un liderazgo sin valores, pero en realidad lo que exhibían no era liderazgo en absoluto, sino manipulación, y de un tipo indudablemente satánico. El liderazgo solo puede ser virtuoso. De lo contrario, no es liderazgo. Los antiguos griegos entendían esto a la perfección[12], igual que lo entiende la gente moderna que conserva el sentido común. LA MAGNANIMIDAD Y LA AUTOESTIMA SON DOS COSAS DIFERENTES No hay que confundir magnanimidad con autoestima. La magnanimidad es una virtud, mientras que la autoestima es un mero sentimiento (lo cual no quiere decir que no sea algo bueno). Una virtud es algo estable y objetivo, y los sentimientos tienden a ser inestables, además de ser siempre subjetivos. Uno puede levantarse por la mañana con mucha autoestima y al irse a la cama por la noche sentirse fatal consigo mismo. La magnanimidad es algo que eres, pero la autoestima es algo que tienes. Alguien puede tener un corazón pequeño y, al mismo tiempo, tener una enorme autoestima, y viceversa: una persona magnánima también podría tener muy poca autoestima. Que alguien se sienta fenomenal consigo mismo no significa que haya logrado una grandeza personal o que sea capaz de apreciar sus dones y sus talentos. Lo único que se necesita para sentirse bien con uno mismo es la adulación. Mientras que la magnanimidad nace del autoconocimiento, la autoestima depende de cómo otros nos ven. LA «VIRTUD DE LA JUVENTUD» Los jóvenes suelen ser más capaces de practicar la magnanimidad que la gente más mayor. Esto es porque la gente joven tiende a poner esperanzas en el futuro y a soñar con hacer grandes cosas. Sin embargo, los mayores suelen pensar más en el pasado y en el modo de asegurar las necesidades vitales que en la necesidad de abrir nuevos caminos[13]. Pero a veces la realidad es más compleja. La magnanimidad no tiene por qué ser una cuestión de edad. Hay gente joven perezosa y sin ninguna ambición, y gente mayor magnánima y llamada a hacer grandes cosas. En otras palabras, hay gente joven que en la práctica es «vieja» y gente mayor que en realidad está llena de juventud. Pese a haber pasado dieciséis años en cárceles soviéticas y en campos de concentración, el ingeniero y escritor ruso Dmitri Panin permaneció joven, con un alma generosa y lleno de esperanza y optimismo hasta su muerte en el exilio, en Francia, en 1987. A finales de los años cuarenta, Panin estuvo en el mismo campo de concentración soviético o «gulag» que Aleksandr Solzhenitsyn, que le retrató como Dmitri Sologdin en su conocida novela «El primer círculo»: «Dmitri Sologdin […] era alguien sin identidad, un esclavo sin derechos. Llevaba allí dentro doce años, pero como le habían condenado por segunda vez, no había manera de saber cuándo iba a terminar su encarcelamiento, si es que iba a terminar. Su mujer había malgastado su juventud esperándole en vano. Para evitar que la 19

despidieran del trabajo que tenía, como de otros tantos, se había hecho pasar por soltera y había dejado de escribirle. Solodgin nunca había visto a su único hijo, ya que su mujer estaba embarazada cuando le arrestaron. Solodgin había tenido que cruzar los bosques de Cherdynsk [en el norte de los Urales], las minas de Vorkuta (por encima del Círculo Polar Ártico), y había tenido que sufrir dos períodos de investigación: uno de seis meses y otro de un año, atormentado por la falta de sueño, exhausto y consumido. Hace tiempo que su nombre y su futuro se vieron pisoteados en el barro. Todo lo que tenía eran unos pantalones desgastados y parcheados y una chaqueta de trabajo de lona, que hoy en día se conserva en una despensa a la espera de peores tiempos. Le pagaban treinta rublos al mes (como para tres kilos de azúcar), pero no en efectivo, y le dejaban respirar aire puro solo en ciertos momentos, que eran fijados por las autoridades del campo. Y en su alma había una paz que nada era capaz de destruir. Sus ojos brillaban como los de un hombre joven. Su pecho, descubierto ante el hielo, palpitaba como si estuviera viviendo la vida al máximo»[14]. El alma, los ojos, el pecho; paz, luz, y plenitud de vida… Pocos escritores, desde Aristóteles, han captado la dimensión corporal de la magnanimidad con tal precisión y economía de medios. Cuando decimos que la magnanimidad es la virtud de la juventud no quiere decir que la gente joven sea magnánima, sino que la gente magnánima sigue teniendo un espíritu joven independientemente de su edad. No obstante, las personas magnánimas que efectivamente tienen pocos años son gente de un nivel más alto: son un don para la humanidad. Nos impresionan. Nos recuerdan constantemente qué es importante y qué no lo es. Nos sacuden de nuestra rutina y nos inspiran para que vivamos la vida plenamente. En su poema «El loco», Patrick Pearse, el abogado y poeta anglo-irlandés líder del ejército Republicano Irlandés en la Rebelión de Pascua en 1916 (y ejecutado por ello en el Alzamiento), expresó con gran intensidad el radicalismo de la magnanimidad, que le es propio a la juventud: «He desperdiciado los espléndidos años que el Señor mi Dios me ha dado en mi juventud para intentar conseguir cosas imposibles, juzgando que solo por ellas vale la pena el esfuerzo. ¿Ha sido locura o gracia? Ningún hombre podrá juzgarme sino Dios. He echado a perder estos espléndidos años: Señor, si volviera a tener esos años volvería a desperdiciarlos… Sí, antes de que pase mi ardiente juventud, hablo a mi pueblo y le digo: sed tan locos como yo lo he sido; desprendeos, no guardéis; debéis arriesgarlo todo, a menos que perdáis lo que es más que todo…». Después de unos cuantos encuentros con universitarios dejé mi carrera como abogado y me dediqué a estudiar y a enseñar sobre liderazgo. Daba clase sobre la historia de la integración de Europa y pasaba horas ayudando a la gente joven a penetrar el corazón y la mente de los padres fundadores de la Unión Europea: Robert Schuman, Konrad 20

Adenauer, Alcide de Gasperi o Jean Monnet. Mis alumnos estaban sorprendidos por su grandeza, y su entusiasmo me pareció contagioso y edificante. En su magnanimidad, la gente joven me acercó al liderazgo, y si algún día dejo de dar clase a grandes ejecutivos, lo que nunca haré será dejar de enseñar a la gente joven: uno necesita inhalar antes de exhalar y, de modo similar, yo necesito presenciar la esperanza antes de hablar de ella. UNA VIRTUD CAPAZ DE ABARCAR LA VIDA ENTERA Según Platón, las principales virtudes humanas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Ambrosio de Milán las llamaba las «virtudes cardinales», porque son la cardines, las «bisagras» en las cuales se apoyan todas las virtudes. Todo acto de virtud requiere (1) prudencia, que nos permite discernir el bien en cualquier situación; (2) justicia, que nos impulsa a lograrlo; (3) fortaleza, que nos da fuerza, resistencia y perseverancia para conseguirlo; y (4) templanza, que impide que las pasiones nos conduzcan al lado opuesto del bien. Las virtudes cardinales son las «virtudes básicas», lo cual no significa que sean las más importantes. Aristóteles llamaba a la magnanimidad «el ornamento de las virtudes», porque hace que el resto de las virtudes logren la perfección. En este sentido es superior a las virtudes cardinales, y en la práctica les inspira un vigor nuevo y una nueva pasión, llevándolas a la búsqueda del esplendor e impulsándolas a superarse a sí mismas. Lo que busca el magnánimo en cada virtud no es el bien que le es específico, sino la grandeza que contiene, el desarrollo de su personalidad y la perfección que adquiere a través de todo ello. De igual modo, de lo que escapa el magnánimo cuando escapa del vicio no es del mal que le es propio, sino de la pequeñez, la disminución de la talla, el declive que lleva implícito. La magnanimidad define un estilo de vida que se centra en hacer progresar la personalidad humana.

[1] Charles de GAULLE, op. cit., p. 81. [2] Flp 4, 13. [3] Cf. R. A. GAUT HIER, Magnanimité: l’idéal de grandeur dans la philosophie païenne et dans la théologie chrétiènne. Paris: Vrin, 1951. [4] Acerca de A. SOLZHENIT SYN, cf. A. HAVARD, Perfil del líder, Parte I, capítulo 1. [5] A. SOLZHENIT SYN, Krokhotki (1958-1963). Moskva: EKSMO, 2010. [6] Ogoniok 1998/4559/24-52-53. [7] G.K. CHEST ERT ON, Orthodoxy, Capítulo III, The Suicide of Thought. (Traducción propia) [8] L. COHEN, Songs of Love and Hate, Joan of Arc, 1971. (Traducción propia) [9] W. CHURCHILL. The Birth of Britain. Capítulo 26. (Traducción propia) [10] Ef 4, 13.

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[11] Ver Margaret SANGER en A. HAVARD, Perfil del líder, Parte I, capítulo 3. [12] Véase, por ejemplo, el Agesilaus de Jenofonte (444-354 a.C.). [13] Cf. ARIST ÓT ELES, Retórica II, 12, 1389 a 18-32 y 1389 b 25-27. [14] A. SOLZHENIT SYN, In the First Circle. New York: Harper Perennial, 2009, capítulo 26, p, 171. (Traducción propia)

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2. EL IDEAL DE HUMILDAD

Al mismo tiempo que la magnanimidad reafirma nuestra dignidad y nuestra grandeza personales, la humildad reafirma la dignidad y la grandeza de los demás. El liderazgo implica tirar más que empujar, enseñar más que ordenar e inspirar más que reprender. De este modo, el liderazgo se trata menos de demostrar el poder que de dar poder a otros. Practicar la humildad significa descubrir la grandeza que hay en otros y darles la capacidad de poner en práctica su potencial humano. En este sentido, los líderes son siempre profesores y padres o madres. La humildad, que es la segunda virtud propia de los líderes, es el hábito de servir a los demás. Los «seguidores» de un líder son la gente a la que él sirve. De igual modo que la magnanimidad, la humildad enciende el alma de la persona generosa aunque infunda terror en el corazón de los egoístas. Y, aun así, es más fácil hablar a la gente de magnanimidad que de humildad: muchos quieren ser grandes, pero son pocos los que quieren oír hablar de servicio. El hecho es que uno no puede llegar a ser grande si no está preparado para servir a los demás. Es precisamente sirviendo a los demás cuando uno se convierte en alguien grande. John Wooden, uno de los entrenadores de baloncesto más reverenciados en Estados Unidos (ganó diez campeonatos nacionales en un período de doce años), solía decir: «La grandeza personal para cualquier líder se mide por su eficacia en poner en escena la grandeza de aquellos a quienes dirige»[1]. Si la magnanimidad da energía al desarrollo de la personalidad, la humildad es la que dirige esta energía. HACERSE GRANDE DESCUBRIENDO LA GRANDEZA DE LOS DEMÁS El liderazgo no se ejercita en el individualismo. La magnanimidad excluye el egoísmo, que nos impulsa a negar la importancia de otros para deleitarnos en la nuestra. «La mentira y el mal del egoísmo no consisten en que el egoísta tenga una opinión demasiado buena de sí mismo, o en que se crea que es ilimitadamente importante o tenga una dignidad ilimitada —dice el filósofo ruso Vladimir Soloviev—. En eso tiene razón […]. Todos poseemos un significado y una dignidad absolutos y no sabemos valorarnos lo suficiente […]. La mentira fundamental y el mal del egoísmo no están en esta autoconciencia absoluta y en esta auto-consideración del sujeto; no están en haberse otorgado a uno mismo por derecho una importancia incondicional, sino más bien en haber negado injustamente la importancia de los demás; no están en reconocerse a sí mismo como el centro de la vida, sino más bien en haber relegado a los otros al margen de la existencia y atribuirles solo un valor relativo y superficial»[2]. 23

Al considerar nuestra propia grandeza y dignidad también debemos reconocer las de los demás y servirles. Gracias a su humilde magnanimidad (esto es, orientada hacia el servicio), Darwin Smith supo sacar la grandeza de sus colegas. De modo análogo, Juana de Arco, también con una magnanimidad humilde, extrajo la grandeza de sus soldados y transformó los corazones de millones de sus compatriotas. Siete años después de su muerte, tal y como ella había predicho, los ingleses fueron expulsados de suelo francés. Este acontecimiento tiene una importancia menor si lo comparamos con el renacimiento espiritual que Juana generó en Francia. EL EJEMPLO DE MICHELIN François Michelin tenía 28 años cuando tomó el mando de la empresa de neumáticos Michelin en 1954, y desde entonces ha ocupado el despacho de Edouard Michelin, su abuelo y fundador de la empresa. Es un espacio pequeño conocido por su sencillez. Un día, un trabajador que estaba a punto de jubilarse visitó a François para despedirse. El trabajador recordaba que, cuando él tenía dieciséis años, su trabajo en la empresa era el de repartir el correo. Un día le pidieron que llevara personalmente una carta al abuelo de François, Edouard, así que el jovencito de dieciséis años llamó a la puerta de su despacho y la voz de Edouard se oyó desde el otro lado de la puerta: «Por favor, entre y siéntese, monsieur». Esta muestra de respeto por parte del jefe tuvo un gran impacto en el joven trabajador. Las palabras de Edouard y su conducta permanecieron grabadas en el corazón del empleado desde aquel día. El fundador de la empresa había demostrado un profundo respeto por los demás, fuera cual fuera su posición en la vida. François Michelin ha heredado esta tradición. Es consciente de que «monsieur» es una contracción de «mon seigneur» (mi señor), e implica reconocer a ese ser humano único que posee parte de la verdad que yo no tengo. Cuando François Michelin habla, su lenguaje es simple, accesible, un lenguaje que entienden tanto los trabajadores como los sindicalistas o los jefes: «Si utilizo palabras sencillas cuando hablo es únicamente para asegurarme de que entiendo lo que estoy diciendo». Esto no es meramente una ocurrencia auto-crítica, sino una reflexión fruto de su profundo respeto por la gente a la que se dirige. En enero de 2010 visité a François Michelin en las oficinas centrales que tiene la empresa en Clermont-Ferrand, en el centro de Francia. La entrevista duró dos horas y media, durante las cuales él respondió a tres llamadas de teléfono importantes. Estas llamadas, según supe después, tenían que ver con una campaña de calumnias que habían levantado contra él en los medios de comunicación. Esto debió haber sido muy desagradable para él, y sin embargo a François no parecía perturbarle o distraerle en absoluto. Estaba completamente concentrado en nuestra conversación. Volvía sonriendo, disculpándose, me miraba directamente a los ojos y retomaba la conversación donde la habíamos dejado. En François Michelin uno es capaz de observar el autodominio, la serenidad y, por encima de todo, el respeto por los demás, por cada persona única e irremplazable, así como un gran deseo de servir. 24

«Lo que más me llama la atención de François Michelin —dice Carlos Ghosn, director de Renault— es la atención que presta a las personas, su preocupación por impulsar el crecimiento de la gente que le rodea. Tiene una gran ambición por su empresa, una ambición que no destruye a aquellos que están en ella para ayudarle a conseguirlo […]. Su yo interior es incluso más fuerte que su yo como rey de los negocios»[3]. Para servir a los demás, antes tienes que saber cómo escucharles. «Mira mis orejas — decía Michelin—. Están abiertas, a la escucha. Es el diploma que yo más valoro». Para él, ayudar a que una persona logre ser lo que es está por encima de todo. Fue precisamente este espíritu el que permitió que Marius Mignol, un trabajador sin ninguna educación formal, inventara el neumático radial que revolucionó esta industria. Cuando le contrataron, Mignol iba a trabajar en la imprenta de la compañía, pero Edouard Michelin le dijo al jefe de personal: «No juzgues por las apariencias. Recuerda que uno debe romper la piedra para encontrar el diamante que hay escondido dentro». A Mignol le reasignaron entonces a una parte estrictamente comercial del negocio, relacionada con los mercados internacionales. Un día, Edouard Michelin se dio cuenta de que en su mesa de trabajo había una extraña regla de cálculo, que resultó ser un aparato que había inventado Mignol para hacer rápidamente las conversiones de monedas extranjeras. Edouard quedó impresionado por la ingenuidad de aquello, y comprendió que Mignol era un genio. Al poco tiempo le trasladaron al departamento de investigación en un momento crítico para la empresa. El neumático convencional de aquella época había llegado al límite de su utilidad dada su tendencia a calentarse a velocidades elevadas y, para estudiar las variaciones de temperatura dentro del neumático convencional, Mignol inventó un cage à mouche o red metálica, un neumático cuyos laterales se sustituían por cables radiales con un espacio suficiente entre ellos. El «neumático radial» resultante resultó ser revolucionario. Fue gracias a Edouard Michelin, que se interesaba por la gente y por su crecimiento personal y profesional, que Marius Mignol fue capaz de descubrir sus talentos y de ponerlos al servicio de los demás. El respeto de François Michelin por la gente y su deseo de servir es una manifestación de su humildad, pero también es un asunto de sentido común. «A menudo se dice que los hechos son tozudos, pero en realidad somos nosotros los que somos tozudos —dice —. Nos negamos a aceptar los hechos; nos negamos a aceptar la verdad sobre el hombre. Fijamos la vista en las cosas cuando el motor más poderoso de cualquier empresa es la energía “humana”». La humildad, lejos de ser un obstáculo para el crecimiento y el desarrollo de una empresa, es lo más importante para su éxito: la empresa de neumáticos Michelin ha crecido y actualmente es la número uno en su sector. LA HUMILDAD COMO IDEAL Fue el Cristianismo, no la filosofía antigua, quien hizo conocer al mundo grecolatino el ideal de humildad fraterna —esto es, el espíritu de servicio—. Como dijo Jesucristo, «El 25

Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir […]. Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve»[4]. Cristo resumió la humildad en su mandamiento de que sirviéramos los unos a los otros: «Quien entre vosotros quiera llegar a ser grande, que sea vuestro servidor»[5]. Para comprender el significado de la humildad, primero es necesario comprender quién es Dios, porque Dios, en sí mismo, es una familia, y cada miembro de esta familia es un modelo perfecto de humildad. Las tres Personas divinas —Padre, Hijo y Espíritu Santo— están en comunión entre sí de una manera tan completa que cada una de ellas existe únicamente para las otras. En Dios, ser una Persona quiere decir ser un «regalo» para los demás, e igual ocurre en el caso del hombre. Sin esta humildad es imposible realizarse como persona[6]. Servimos a los demás cuando nos damos cuenta de sus necesidades, tanto materiales como espirituales, y el modo más exaltado de servir es extraer la grandeza del otro. Cristo sirvió a sus discípulos enseñándoles continuamente, corrigiéndoles y desafiándoles. Les sirvió haciendo que brillara la grandeza personal de cada uno. La humildad fraterna es uno de los frutos del amor verdadero. Amamos a las personas de verdad cuando las ayudamos a crecer como seres humanos, como personas, como hijos de Dios; cuando las ayudamos a cumplir con el mandamiento de Dios de «sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»[7]. La perfección, la excelencia y la santidad son todos sinónimos de grandeza. La humildad, como la magnanimidad, es una fuente de alegría. Al servir a los demás con su corazón, su mente y su voluntad, el líder descubre el significado y el valor de su propia vida; experimenta la grandeza de la dignidad humana y el vínculo místico que une a la humanidad entera. El orgullo y el egoísmo, al igual que la pusilanimidad, son sin embargo fuentes de tristeza, resentimiento y pesimismo.

[1] J. WOODEN y S. J AMISON, Wooden on Leadership. New York: McGraw-Hill, 2007, p. 179 (Traducción propia). [2] V. SOLOVIEV, The Meaning of Love 2-III. (Traducción propia). [3] Michelin: son histoire, ses champions, les herós du quotidien, La Montagne, numéro hors série (nov. 2007). (Traducción propia). [4] Mc 10, 45 (Mt 20, 28) y Lc 22, 27. [5] Mt 20, 26. [6] Cf. Juan Pablo II, Carta apostólica Mulieris Dignitatem (Sobre la Dignidad y la Vocación de las Mujeres), 15.08.1988, 7. [7] Mt 5, 48.

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3. EL DESARROLLO DE UN SENTIDO MORAL

Hemos señalado algunos de los aspectos clave de la magnanimidad y la humildad, las virtudes propias del líder. Nos queda considerar cómo los líderes son capaces de desarrollar esas virtudes, que es el sentido último de la vida y el de este libro. Sin embargo, antes de llegar a ese punto nos corresponde echar un vistazo a cómo desarrollar el sentido moral, que es la condición previa para crecer en la virtud. ESCUCHA ATENTAMENTE A TU CONCIENCIA Y OBEDÉCELA Para desarrollar un sentido moral se necesita, más que otra cosa, escuchar a la propia conciencia y vivir de acuerdo a ella. Vera Gangart, la heroína ficticia de Aleksandr Solzhenitsyn en su «Pabellón del cáncer», murió en la primavera de 2007 en Helsinki. Sin embargo, había sido la doctora Irina Meyke quien había muerto en realidad, puesto que había sido ella en quien Solzhenitsyn había basado su invención literaria. Yo conocí a Irina personalmente apenas varios meses antes de su muerte y me contó su extraordinaria historia. Irina estaba trabajando como oncóloga en Tashkent, capital de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, cuando en enero de 1954 se fijó por primera vez en Solzhenitsyn. Entonces él era un oficial del Ejército Rojo de treinta y cinco años; un aspirante a escritor que, con años a sus espaldas como llevaba de cárceles y campos de trabajo, ahora padecía de cáncer de abdomen. «Nadie podía sobrevivir a los campos y además a un cáncer, pero él lo consiguió y yo tenía que ayudarle, ¡tenía que vivir!». Irina dedicó toda su habilidad profesional y sus energías para curar a este superviviente del gulag, a este «enemigo del pueblo». Diez años más tarde, Solzhenitsyn le enviaría una copia de su primer libro, «Un día en la vida de Iván Denísovich», con una dedicatoria: «A la doctora que me salvó la vida». Para Solzhenitsyn comenzó una nueva vida después de su curación; una vida que, en sus propias palabras, «no me pertenecía, [era más bien] una vida subordinada a un objetivo». Fue no en vano gracias a Irina que vería la luz la determinante e inigualable obra «Archipiélago Gulag». Irina Meyke era una de esas almas generosas —y había más como ella de lo que parece— que, aunque han crecido bajo un ateísmo militante, siguieron escuchando fielmente y con atención la voz de su conciencia durante toda su vida. El pastor ortodoxo que presidió el funeral de Irina exclamó: «Escuchar la propia conciencia y vivir de acuerdo a ella durante toda una vida vivida bajo el Comunismo: ¡eso es heroísmo!». Escuchar nuestra conciencia y vivir de acuerdo a ella es siempre heroico: no dejes que la infidelidad de cualquier tipo reprima tu conciencia, bien sea la búsqueda de comodidades o un deseo cobarde de coger el camino que requiera menos esfuerzo. Vivir de acuerdo a nuestra conciencia es duro, pero es 28

fundamental para vivir de manera virtuosa y para liderar. En este sentido recuerdo a una joven mujer latvia que participó en un seminario sobre liderazgo que yo impartía en la Universidad de Riga. Con poca ropa y muy bien dotada (una especie de Marilyn Monroe latvia), se sentó en primera fila junto a su novio. Yo abrí la sesión con la siguiente pregunta: «¿Qué es el liderazgo?». Ella levantó rápidamente la mano y soltó: «¡El liderazgo es PODER!». Un año después volví a impartir el mismo seminario. Tuvo lugar en el mismo aula y con participantes completamente distintos, a excepción de la Marilyn Monroe latvia del año anterior. Había vuelto, aunque su aspecto había sufrido una metamorfosis a mucho mejor. Su nuevo look recordaba a la elegancia y el recato de Audrey Hepburn. Se acercó a mí antes de que comenzara la sesión y me preguntó si podía tener ella la primera palabra. Dijo que quería explicar a los que allí estaban que ese seminario podía cambiar sus vidas del mismo modo que había cambiado la suya; que el liderazgo es una cuestión de carácter y que para cambiarse a sí mismo hace falta un esfuerzo profundo; que aquello merecía la pena porque la alegría de lograr esa transformación es una alegría inmensa. «Audrey» no tenía nada en común con «Marilyn»: ni la ropa, ni la manera de andar, ni la expresión de la cara, ni la sonrisa, ni el modo de hablar. Esta transformación radical (tanto física como espiritual) es el fruto de una metanoia, una conversión del corazón, de la mente y de la voluntad. Pero, sobre todo, es el resultado de escuchar con atención la voz de la propia conciencia. De no ser así no podemos desarrollar un sentido moral. Escuchar para obedecer, porque si no vivimos como pensamos, acabaremos pensando como vivimos; acabaremos justificando hasta las acciones más viles. Como dijo una vez Joseph Brodsky, poeta soviético de origen judío y premio Nobel de literatura (1987), «negar a Dios es ceguera, pero la mayoría de las veces es una porquería». Uno niega las realidades más señaladas porque es más fácil vivir de esa manera: como un puerco. T RABAJA EN TI MISMO, MÁS QUE EN TUS IDEAS El bien es intrínseco al hombre, pero también el mal. La filosofía ilustrada, al negar el mal del hombre y centrarse casi exclusivamente en la reforma social, le hizo un flaco favor a la humanidad. Creó gente en gran parte desprovista de los conceptos de desarrollo personal y perfección moral, gente que pone sus esperanzas únicamente en el progreso social y en la política. Tal y como lo expresa el filósofo ruso Sergei Bulgakov: «Rousseau, y con él toda la Ilustración, pensaba que […] el pecado original es un mito supersticioso que no se corresponde con la experiencia moral […]. El mal se explica como un desorden externo de la sociedad humana y, por tanto, la tarea de la organización social es vencer este desorden externo. No existe ni la culpa ni la responsabilidad personales, y toda la tarea de la organización social consiste en vencer tal desorden externo mediante, por supuesto, reformas externas»[1]. «Los seres humanos son como árboles en el bosque —dice Evgeny Bazarov, el 29

personaje principal de la novela de Iván Turgeniev “Padres e Hijos”—. Las enfermedades morales son el fruto […] de un estado deplorable de la sociedad […]. Mejora la sociedad y no existirán dichas enfermedades […]. Cuando la sociedad está bien organizada, ya no importará si una persona es inteligente o estúpida, buena o mala»[2]. Con esta visión mecánica y amoral del ser humano, la filosofía ilustrada ha creado un «hombre horizontal», un «hombre de masas», esto es, un zombi incapaz de concebir el crecimiento personal porque hace mucho que ha perdido el sentido de su individualidad y su dignidad. Un buen ejemplo de este «hombre horizontal» es Javert, el inspector de policía en «Los miserables», de Víctor Hugo. Javert cumple las leyes de un modo obsesivo; la ley y el orden son sus dioses. Javert no cree en el hombre ni en su capacidad de cambio. Cree en el sistema, una rueda de la cual él es un diente más. Javert apenas parece una persona, y de hecho no parece tener un nombre de pila. Además, cuando Jean Valjean — gracias a su virtud— derrota al sistema, Javert se arroja al río Sena y se ahoga. En el siglo XIX, escritores como Nikolai Gogol o Anton Chekhov eran perfectamente conscientes del drama que había provocado esta nueva concepción del hombre y de la sociedad. Lo más impresionante de la vida de estos gigantes de la literatura mundial no es su crítica «verbal» a la filosofía ilustrada, sino la pasión con la que «vivieron» de acuerdo a principios diametralmente opuestos. Gogol no se conformaba solo con «afirmar» que el cambio social es inútil si la gente no lucha por transformar su yo interior, sino que pasó de la palabra a la acción: «Sigo construyendo y desarrollando mi carácter —le escribió a un amigo—. En concreto, ahora estoy llevando a cabo una fuerte transformación de mi yo interior»[3]. Chekhov hace algo más que afirmar su intención de cambiar: trabaja duro en su yo interior. Como él mismo dijo: «Me entreno todo lo posible»[4]. A ojos del poeta Kornei Chukovsky: «Chekhov consiguió dominar su temperamento impulsivo arrancando de raíz todo aquello que era malo y vulgar y adquiriendo una delicadeza y una dulzura que no ha conseguido ningún otro escritor de su generación […]. Pero el carácter noble de Chekhov no le vino caído del cielo. Sus atractivas cualidades espirituales eran el resultado de una dolorosa lucha interior, un trofeo ganado gracias al trabajo duro […]. La excepcional independencia de todos sus gustos y sus opiniones, así como su osado desprecio hacia los anquilosados ideales y los eslóganes de la intelligentsia de su época, asustaban a los críticos liberales que exigían opresivamente que sometiera toda su obra a los cánones sectarios. Había que ser un hombre de fuerte carácter para lidiar con aquello»[5]. En lugar de poner nuestras esperanzas en el progreso social y en la ideología, debemos fortalecer nuestro carácter y desarrollar nuestras virtudes. Se trata de una cuestión de principios, y dice mucho acerca de la madurez de aquellos que se adhieren a ello, y también acerca de la inmadurez de aquellos que, consciente o inconscientemente, no lo hacen.

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T RABAJA TU CARÁCTER MÁS QUE TU ACTITUD Recuerdo un caso en el que trabajé en mis primeros años como abogado. Se trataba de una madre, un padre y su hijo bebé. Un día, cansados del incesante llanto del bebé, le metieron en la nevera. Murió y los padres fueron a la cárcel. Era gente corriente: tenían una casa, un coche, una televisión, un perro… y un bebé. Al igual que esta pareja tan extremadamente negligente, nosotros también podemos ser atractivos, hablar correctamente y ser bien educados. Difícilmente cometeríamos un crimen tan atroz pero, ¿es nuestro corazón más puro? ¿Está nuestro sentido moral más desarrollado? Mucha gente se esfuerza por mejorar su aspecto y la manera en que se presentan ante los demás, pero se niegan a trabajar su carácter y por tanto son incapaces de desarrollar un sentido moral. Catalina la Grande (1762-1796) se ajusta a este modelo. El eminente historiador ruso Vasily Klyuchevsky hace el siguiente retrato: «Catalina logró desarrollar atributos de gran valor en la vida cotidiana […]. Su continuo auto-examen la mantenía en un estado de alerta constante […]. Demostraba una incomparable habilidad para escuchar pacientemente todo tipo de bobadas, y ayudaba prudentemente a los interlocutores con dificultades a encontrar la palabra correcta. Con esto se ganaba a la gente y hacía que se abrieran a ella, inspirándoles confianza […]. Poseía además un dominio magistral de lo que podría llamarse poder de sugestión: no tenía que dar una orden sino expresar un deseo y éste renacería después en una mente impresionable, como si fuera su propia idea, y la persona la llevaría después a cabo con entusiasmo […]. Pero Catalina desarrolló el hábito de trabajar su actitud más que sus sentimientos […]. La insuficiencia de su formación moral la apartó del camino correcto de su desarrollo, en el que se hallaba gracias a su naturaleza alegre […]. Percibió en sí misma la debilidad sin ningún tipo de remordimiento de conciencia, sin ningún impulso de pena o arrepentimiento […]. Si le privamos del sentido moral, el árbol del autoconocimiento da el fruto enfermizo de la vanidad […]. Como criatura del intelecto que no daba cuartel al corazón, las acciones de Catalina tenían una superficie de brillantez, pero rara vez lograban ser grandes o demostraban algo de creatividad»[6]. Merece la pena reflexionar acerca de este retrato de Catalina, e incluso podría servirnos como una especie de examen de conciencia. Es éste un retrato de la mediocridad disfrazada de «grandeza», y es también el retrato de todos aquellos que, careciendo de un sentido moral, son incapaces de crecer en virtudes y se encuentran a sí mismos que solo son capaces de dirigir no por carácter (que no lo poseen), sino por técnicas de relaciones humanas que suelen degenerar en manipulación. Y el resultado es siempre el mismo: mucho hablar para no decir nada, pero poca grandeza y creatividad. Podría decirse que es una falta de auténtico liderazgo. Es notable que Catalina, apodada «la Grande», hubiera detenido, torturado y enviado al exilio a algunas personas de su generación que eran genuinamente grandes, tales como Nikolai Novikov o Alexander Radishchev, escritores y filántropos rusos que criticaban públicamente la servidumbre y se proponían mejorar el nivel educativo y cultural del pueblo ruso. Novikov y Radishchev eran hombres de carácter. La historia les recuerda por su magnanimidad, mientras que a Catalina la recuerda por su egoísmo. 31

[1] S. BULGAKOV, Geroizm y podvizhnichestvo. VEHI: sbornik statej o russkoj intelligentsii, Moskva: 1909; Frankfurt: Possev, 1967. (Traducción propia). [2] I. T URGENIEV, Padres e Hijos. Capítulo 16. (Traducción propia). [3] Cf. N. GOGOL, Vybrannye mesta iz perepiski s druziami. Sankt-Peterburg: Azbuka-Klassika, 2008, p. 9. (Traducción propia). [4] Cf. K. CHUKOVSKY, O Chekhove. Moskva: Russkii Put’, 2008, p. 35. (Traducción propia). [5] Ibid. p. 54, 55, 70. (Traducción propia). [6] V. O. KLYUCHEVSKY, Istoria Rossii. Capítulo 75. (Traducción propia).

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4. EL DESARROLLO DE LA MAGNANIMIDAD

Pensemos ahora de qué manera se crece en magnanimidad. BUSCA A UNA PERSONA, A UNA PERSONA DE VERDAD Para crecer en magnanimidad deberíamos buscar la compañía de personas magnánimas que sean conscientes de su dignidad y la manifiesten en su modo de vivir. Diógenes caminaba a plena luz del día con una linterna encendida y gritando: «Estoy buscando a un hombre, a un solo hombre de verdad». Nosotros deberíamos hacer lo mismo, establecer amistades con gente que nos inspire gracias a sus radiantes cualidades personales, y sobre todo a su magnanimidad. Aunque pueda parecer que rara vez nos cruzamos con gente magnánima, es posible que conozcamos a más de las que pensamos. Una vez, en un seminario sobre liderazgo que impartí en una ocasión en Almaty, Kazajstán, uno de los participantes me preguntó: «Cuéntanos, Alexander, en tu opinión ¿quiénes son los líderes más grandes?». Probablemente todo el grupo esperaba que diera los típicos nombres: Churchill, de Gaulle, Gandhi y Steve Jobs. Dudé durante un momento y después respondí completamente convencido: «¡Mis padres!». Mi interlocutor no esperaba de mí aquella respuesta. Era evidente que le había pillado de sorpresa. Pero unos segundos después, tanto él como el resto de la clase me hicieron una calurosa ovación. ¡Era una ovación por la vida corriente! Al descubrir la grandeza en las personas que nos rodean, debemos acercarnos de una manera positiva a la vida y darnos cuenta de que todo el mundo tiene sus puntos fuertes y débiles. Debemos aprender a cribar los acontecimientos en nuestra memoria para quedarnos solamente con las cosas positivas. Como los tamadas [1] de Georgia, que con poesía, humor y sin adular a sus invitados levantan la copa y brindan en su honor, también nosotros deberíamos guardar en nuestro corazón los recuerdos y las imágenes más hermosas de aquellos que nos acompañan en los caminos grandes y pequeños de la vida. Los primeros en acompañarnos son nuestros padres, nuestros abuelos y nuestros hermanos. En las siguientes líneas yo mismo seré el tamada, y mis invitados serán los miembros de mi familia. Según leas, ponte a ti mismo en el lugar tradicional del tamada georgiano y brinda con generosidad por aquellos que tienes más cerca o te son más queridos. Mi padre se llama Cyril, que en griego significa «señorial». Mi padre es un gran señor, un hombre de espíritu grande que no conoce fronteras. Como ávido navegante que es, no se queda tranquilo hasta que no está surcando el mar. Debido a esta falta de 33

moderación, que tiene que ver con su alma rusa, unos le aman y otros le desprecian. Cuando no está atemorizando al beau monde de París, está en su casa de Transcaucasia deleitándose con el aire fresco de las montañas y escribiendo sus memorias. Mi madre se llama Irene, que en griego significa «pacífica». Mi madre, sin embargo, es de todo menos pacífica. Tiene un temperamento muy fuerte y siempre está en pie de guerra. Y también, cuando ama, lo hace hasta el extremo. Cientos de jóvenes encontraron en ella un refugio maternal en tiempos de penuria. Lo más impresionante en ella es su lealtad. Madeleine es mi abuela materna, que recuerda siempre con cariño a su padre, un oficial del ejército francés. Cuando ella era pequeña, a finales del siglo pasado, su padre solía ir montado a caballo por las calles de París y la llevaba a ella sentada delante de él. Tiene también un temperamento fuerte como su hija (mi madre). Ama a Dios, y ella es quien me enseñó a rezar. En los años treinta se casó con mi abuelo Artchil, un aristócrata georgiano que había huido del régimen comunista. Artchil, que forjó su carácter en el sufrimiento, es el arquetipo de bondad y amabilidad masculina. Cada vez que nos ve —a sus nietos— nos devora con su sonrisa y el aspecto cálido y acogedor de sus ojos. Nina es mi abuela paterna. Nació en Saratov, al borde del río Volga. Vivió durante su infancia en San Petersburgo y en 1920, con dieciocho años, dejó Rusia con sus padres y sus dos hermanas. Nina es todo dulzura y candor, y fue ella quien me dio el idioma de la tierra que la vio nacer. Lo que más le gusta es leer a Chekhov. Se casó en París con Pavel, un joven inmigrante ruso que había perdido a sus padres en la Guerra Civil que había sucedido a la toma de poder por parte de los bolcheviques. Todo lo que tenía era su gran inteligencia y una serenidad innata. Sabe cómo escuchar a las personas y se esfuerza por comprenderlas, y mucha gente aprecia sus consejos. Stephan es mi hermano. No está hecho para este mundo, se pasa los días sobrevolando la tierra con su paracaídas, o bien en el fondo del mar con sus bombonas de oxígeno. Es un hombre de acción. Es un gran atleta, un intelectual y un poeta. Si hubiera vivido en la Antigüedad habría sido el mismísimo Alejandro Magno. Mi hermana Marie es todo aquello que una mujer soñaría ser. Con diecisiete años dejó el calor y la comodidad de nuestra casa y se marchó a ayudar a los pobres en los suburbios de las afueras de París. Es la heroína de mi juventud. Ella, si hubiera vivido en la Edad Media, habría sido Juana de Arco[2]. Yo pasé mi juventud rodeado de gente de extraordinarias cualidades físicas, intelectuales y morales. Suelo pensar en mis padres, mis abuelos y mis hermanos, y encuentro en ellos ejemplos de grandeza en la vida corriente. La novela «Anna Karenina», de Tolstoi, comienza con estas palabras: «Las familias felices son todas iguales; pero las familias infelices son infelices cada una a su manera». Mi experiencia me dice que la verdad es justo todo lo contrario: la felicidad siempre es original porque es el fruto del amor y la virtud, que siempre son nuevas y creativas, pero la infelicidad es monótona, de la misma manera que lo es una vida sin amor y sin virtud. En una ocasión un participante en uno de mis seminarios sobre liderazgo se acercó a mí y me dijo: «Mi padre me abandonó antes de que yo naciera. Mi madre fue una mala 34

madre y no guardamos relación. ¿Dónde quieres que vaya yo a buscar esa grandeza?» No podemos elegir a nuestros padres, pero podemos llenar el vacío moral creado por sus defectos si buscamos amigos virtuosos. El primer paso es reconocer ante uno mismo la ausencia de influencias positivas en nuestra vida y después tomar la determinación y actuar para rectificar esa situación. Reconocer el problema y decidirse a actuar es quizá la acción de liderazgo más significativa que uno pueda hacer. Somos libres de elegir a nuestros amigos y, si los elegimos bien, éstos pueden tener una influencia positiva en nosotros que sobrepase incluso la de nuestros padres. En mi primer año en la facultad de derecho en París conocí a Maxime, un estudiante que tenía dos pasiones en la vida: Bruce Lee y la Virgen María. En seguida nos hicimos amigos. Después de clase solíamos ir, o bien a ver una película de Bruce Lee, o a la Catedral de Notre Dame a visitar a Nuestra Señora. Un día, Maxime me invitó a ir a un centro del Opus Dei que había cerca de la calle Mozart, donde me presentó a Xavier, el director del centro. Xavier era veinte años mayor que nosotros, profesor de historia en la Sorbona y uno de los mayores expertos del mundo en la Revolución Mejicana. Al poco tiempo Xavier se convirtió en mi mentor y en mi director espiritual. Ejerció en mí una influencia positiva y enorme gracias a su preocupación paternal por mi vida interior, su ejemplo profesional y su amistad. Fue él quien me ayudó a comprender las palabras de san Pablo: «Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman»[3]. Fue él quien me hizo descubrir mi vocación. Como digo, los amigos no sustituyen a los padres, pero hay ocasiones en la vida en las que los amigos son más importantes que los padres. Encontramos la grandeza entre nuestros seres queridos y nuestros amigos. También la encontramos en la gente que nos vamos encontrando en nuestro paso por la vida. Y, cuando lo hacemos, no deberíamos mantener distancias. Deberíamos contemplarlos, estudiarlos, admirar sus virtudes y tratar de imitarlos. DEJA QUE LA BELLEZA SE ADENTRE EN TU ESPÍRITU Hay obras maestras de la cultura universal en las que la ética y la estética coinciden de tal manera que nos llevan a un nivel emocional inesperado. La euforia resultante nos ayuda a sacudirnos la autocomplacencia, la mediocridad y nuestro modo de ser aburguesado. Tales obras hablan de la grandeza del hombre y provocan unas enormes ganas de vivir, de hacer cosas grandes y de sacrificarnos por todo ello. Después de leer «Juana de Arco», de Mark Twain (un libro nada típico de este autor, pero que él consideraba la mejor de sus obras), tuve la misma sensación que había tenido después de leer «Crimen y castigo», de Dostoievski: una sensación de euforia. Los personajes principales de estas obras, Juana de Arco y Sonya Marmeladova, evocan en mí fuertes emociones, parecidas a las que siento cuanto contemplo un hermoso icono de la Madre de Dios. Recuerdo también varias películas que me han conmovido especialmente: «El espejo», de Andrei Tarkovsky; «Carros de fuego», de Hugh Hudson; «El cazador», de 35

Michael Cimino. Pienso en las canciones de Jacques Brel, cuyas letras son para mí como una bofetada. Pienso en el canto litúrgico «Bendice al Señor, alma mía», de “las Vísperas” de Rachmaninov, con Klara Korkan como solista femenina[4]. Son un himno a la belleza y a la grandeza de la creación de Dios. Hace años, unos amigos y yo pasamos unas noches de verano a orillas del Atlántico. Escuchamos embelesados la voz de Korkan, que se mezclaba con el sonido de las olas y subía al cielo, iluminada por la luz de la luna, y entonces nos inundaron el poder y la gloria de Dios. Es a través de la estética que la ética —esto es, las virtudes— retomará el impulso que ha perdido en estos tiempos modernos. «La belleza salvará el mundo»[5], dice Dostoievski, porque es la expresión más inmediata y más completa de la Verdad y la Bondad. Todo el mundo tiene sus propios gustos artísticos, pero todos estamos llamados a dejarnos penetrar por la belleza y a responder a ella de modo apropiado. DESCUBRE TU VOCACIÓN Y VÍVELA Dejar pasar la oportunidad, no aprovecharla por miedo o por pereza, es lo que hace que el alma magnánima sufra más que con ninguna otra cosa. Para el magnánimo el mal no es algo que hacen los demás, sino el bien que él mismo, personalmente, ha dejado de hacer. Debemos ser gente responsable. Ser responsables consiste en responder personalmente y de manera generosa a la «llamada de la humanidad» con todo el corazón, la mente y la voluntad. Estamos llamados a rechazar el egoísmo y vivir solidariamente con el resto de las personas. Esta es la «llamada de la humanidad», y está dirigida a todo el mundo esté donde esté. Pero hay otra llamada, una más específica y personal, que es la llamada de la vocación. Una vocación es una llamada divina: es Dios quien nos llama a cada uno de nosotros, y nos llama por nuestro nombre. Todo el mundo tiene una vocación, lo sepa o no. Es una llamada a vivir, pensar y actuar de una manera concreta. Es el criterio según el cual medimos todas nuestras acciones, el principio que da unidad a nuestras vidas. Si la «llamada de la humanidad» se dirige a la conciencia, la de Dios se dirige al corazón. La llamada de Dios es más íntima que la de la humanidad, de modo que quien no oiga la llamada de la humanidad tendrá problemas para oír la llamada de Dios. Del mismo modo, aquel que sí oye esta llamada de la humanidad y responde a ella con generosidad está preparado para oír la llamada de Dios. Responder a esta llamada divina es un acto de esperanza teologal, porque confiamos en que Dios nos dará los medios para actuar y ser fieles a nuestra vocación. Pero principalmente es un acto de magnanimidad, puesto que confiamos en los dones de Dios que ya nos ha dado y nos mostramos agradecidos. Siempre me sorprende esa gente que ha crecido en familias estables y ha recibido una gran cantidad de formación humana, moral y cultural y luego da la espalda a su vocación, mientras que otros que han tenido dificultades y se han criado en hogares difíciles, con poca formación positiva, descubren su vocación y la viven con una fidelidad ejemplar. «El hombre rico» del Nuevo Testamento —pío y de una buena casa[6]— desoye la 36

llamada de Dios, mientras que María Magdalena, la mujer poseída por siete demonios[7], abraza generosamente su vocación en cuanto la descubre. Ambos nos impresionan: uno por su pequeñez de corazón y la otra por su magnanimidad. Suele darse el caso de que las personas de corazón pequeño subestiman el valor de lo que han recibido, mientras que los magnánimos creen que lo poco que han recibido tiene un valor inestimable. Cojamos por ejemplo el caso de Esa, un periodista finés. Le conocí en 1990, cuando él tenía cuarenta y cinco años. Su vida no había sido fácil: su padre, alcohólico, se ahogó cuando Esa era muy pequeño, y su madre fue incapaz de criarle adecuadamente a él y a su hermano. Su hermano se escapó de casa y se unió a los Testigos de Jehová, y Esa, cuando terminó el colegio en el año de la revolución del 68, se fue a vivir a Berlín oriental, la capital de la República Democrática Alemana, alineada con los soviéticos. Esa se afilió como espía para la Stasi, la policía secreta de la RDA. No es que Esa estuviera perdido, es que nunca había dejado de estarlo. Pocos años después, en una breve visita que hizo a Helsinki en los setenta, Esa se encontró por casualidad a un amigo de la infancia, y aquel encuentro le cambió la vida. La calidez personal de su amigo, el poder de sus palabras y su preocupación humana comenzaron un proceso de transformación en el corazón de este agente secreto. Fue una cuestión de horas. En una conferencia de prensa abarrotada que tuvo lugar en un hotel en el centro de Finlandia, Esa confesó públicamente lo que había hecho y después se entregó a la policía. Le condenaron a seis meses de cárcel, y quedó en libertad condicional. Después de aquel encuentro casual con un viejo amigo en las calles de Helsinki, su vida dio un giro. Respondió generosamente a su vocación cristiana, supo reconocer el gran valor del don que había recibido: el don de la conversión. SÉ CONSCIENTE DE TU TALENTO Y FOMÉNTALO Eric Liddell conocía su talento: «Creo que Dios me ha creado con un propósito, pero además me ha hecho veloz». Liddell tenía una vocación misionera y era consciente de ello, y de hecho murió como misionero en 1945 en un campo de concentración japonés en Manchuria. Pero también era consciente de su velocidad, un talento que no tenía intención de desperdiciar. En los Juegos Olímpicos de París de 1924 se negó, por principios religiosos, a competir en su especialidad —los cien metros lisos— porque la carrera tenía lugar en domingo. Pero eso no le impidió entrenar durante varios meses para competir en otras carreras, ni batir el record del mundo en los 400 metros y ganar la medalla de oro. Al igual que Eric Liddell, la escritora americana Flannery O’Connor era consciente de su talento. Cuando delante de una gran audiencia le preguntaron por qué escribía, ella respondió sin dudarlo: «¡Porque escribo bien!». La audiencia expresó su (farisea) desaprobación porque lo consideró un acto de orgullo, pero ella no estaba haciendo nada más que expresar su magnanimidad. Entonces se dio cuenta de que su audiencia no lo entendía y se echó a reír con toda naturalidad[8]. 37

¿En qué soy bueno? ¿Cuál es mi fuerte? No siempre está claro. «La mayoría de la gente —dijo Peter Drucker— cree saber en qué es buena, pero normalmente se equivoca […]. Solo hay una manera de descubrirlo: con un análisis de las críticas»[9]. Es difícil saber en qué somos buenos antes de los veinticinco, o incluso de los treinta. Deberíamos explorar muchas posibilidades y preguntar además a nuestros amigos o colegas para que nos ayudaran a descubrirlo realmente. Una vez identificado nuestro talento necesitaremos desarrollarlo. Aunque es importante superar nuestras debilidades, es mucho más importante desarrollar nuestros puntos fuertes. CONCENTRA TUS ENERGÍAS EN TU MISIÓN En «Perfil del líder» utilizaba las palabras «vocación» y «misión» casi indistintamente, pero aquí me gustaría hacer una diferencia entre ambas. La vocación es una llamada a «ser», mientras que la misión es una llamada a «hacer». La vocación es una llamada a ser de una determinada manera, mientras que la misión nos llama a hacer algo determinado. La vocación siempre es una llamada divina, pero la misión suele ser el resultado de planteamientos humanos. Nuestra vocación es el marco dentro del cual descubrimos y llevamos a cabo nuestra misión, que constituye nuestra contribución particular a la humanidad. Sin una vocación, el liderazgo no tiene ningún propósito, y sin misión no tiene sustancia. Muchas personas tienen un sentido claro de su vocación, pero tienen dificultades para identificar cuál es su misión. Esto es porque no son lo suficientemente conscientes de su talento o porque tienen poca imaginación, y a la inversa: muchos saben que tienen una misión, pero ignoran tener una vocación. Esto es porque su sentido religioso está muy poco desarrollado. Una vez identificamos nuestra misión, debemos dedicar todas nuestras energías a llevarla a cabo. En 1963, dos sacerdotes ortodoxos —Aleksandr Men y Dmitriy Dudko — acudieron a visitar al escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn a su casa, en la ciudad de Ryazan. Solzhenitsyn acababa de escribir «Un día en la vida de Iván Denísovich», la obra que pondría en marcha su carrera pública. Veinte años después, Men recordaba lo siguiente: «Solzhenitsyn era un ser humano extraordinario. Comprendía las ideas y las complejidades al instante […]. Era un interlocutor muy vivaz, pero me di cuenta de que se centraba exclusivamente en los temas que le interesaban. No le critico por ello y de hecho me parece bien: era capaz de dejar pasar todo tipo de cosas con indiferencia, pero en cuanto oía alguna palabra que supusiera para él una señal, en seguida volvía a la vida. Cuando el Padre Dudko mencionó que había estado internado en cierto campo, Solzhenitsyn era todo oídos, quería conocer todos los detalles e inmediatamente los anotó en su cuaderno»[10]. Todo el mundo tiene una misión particular que descubre cuando es consciente de su talento. Y para cumplir esa misión hace falta todo nuestro esfuerzo.

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NO TENGAS MIEDO A EQUIVOCARTE Lo opuesto a la magnanimidad es la pusilanimidad, la creencia errónea de que somos incapaces de hacer cosas grandes. De hecho, nace del miedo a equivocarse. El miedo engendra desconsuelo, y este paraliza el alma y la hace incapaz de conseguir grandes logros. El desconsuelo es un vicio. Es peor que el vicio de la presunción (creer que somos capaces de algo cuando en realidad no lo somos), porque condena al hombre a la mediocridad y al declive. María Callas escaló nuevas metas profesionales precisamente porque superó su miedo al fracaso. En 1949, el Maestro Tullio Serafin le pidió que sustituyera a Margherita Carosio, que se había puesto enferma, en el papel de Elvira en «I puritani» de Bellini. Le dio a Callas seis días para aprenderse el papel, y ella se quejó de que aquello era imposible. No solo ese papel era completamente nuevo para ella, sino que además ya había firmado para cantar tres veces a la semana el papel de Bruennhilde en la ópera de Wagner «La cabalgata de las Valkirias». Callas estaba convencida de que no estaba a la altura de aquel desafío, pero Serafin se lo aseguró: «Te garantizo que puedes hacerlo»[11]. Finalmente, Callas consiguió dominar en un brevísimo plazo de tiempo uno de los papeles más complicados de todo el repertorio, sometiendo su voz a una presión enorme. «Lo que hizo […] fue realmente increíble —dijo Franco Zeffirelli, el famoso director de ópera y cine—. Hay que estar muy familiarizado con la ópera para darse cuenta de las dimensiones de su logro. Fue como si le hubieran pedido a Birgit Nilsson, conocida por su gran voz wagneriana, que sustituyera una noche a Beverly Sills, una de las mejores sopranos de coloratura de todos los tiempos»[12]. La interpretación dramática de Callas como Elvira sorprendió al mundo musical y en una sola noche la convirtió en una estrella de renombre internacional. Más tarde revolucionaría la ópera con su talento, no solo como cantante sino también como actriz. Gracias a sus habilidades interpretativas era capaz de encarnar a los personajes a los que representaba. En palabras de Montserrat Caballé: «Abrió una puerta nueva para nosotros, para todos los cantantes del mundo, una puerta que hasta entonces estaba cerrada. Al otro lado permanecía dormida no solo una gran música, sino también una gran interpretación. Ella nos ha dado la oportunidad de hacer cosas que antes no eran posibles»[13]. Al superar su miedo al fracaso, María Callas logró grandes metas profesionales e hizo una contribución única al arte de la ópera. LIBERA TU IMAGINACIÓN Impulsados quizá por sus sueños de odio y destrucción, las personalidades demoníacas suelen poseer una imaginación poderosa. En agosto de 1914, Vladimir Lenin, al ver los cuerpos destrozados y ensangrentados de los soldados heridos mientras pasaba por la estación de tren de Cracovia, comprendió al instante lo que hacía falta para implantar el Comunismo en su camino al poder: la Primera Guerra Mundial debía durar 39

todo lo posible —incluso más allá de los límites del sufrimiento humano—, hasta que llegara a convertirse en una guerra civil que hiciera caer los gobiernos de toda Europa. Pero no solo los demonios, sino también los santos suelen tener una imaginación poderosa. En septiembre de 1946, la Madre Teresa tuvo la mayor inspiración de su vida cuando estaba en un vagón de tren en dirección a Darjeeling y contempló toda la pobreza que había a su alrededor: convertirse en una madre para los más pobres entre los pobres, compartir con ellos su desolación interior, demostrar a todo el mundo el amor infinito de Dios a cada una de las personas. La imaginación de Lenin es fruto del odio, acentuado por una intrusión satánica, mientras que la de Teresa es fruto del amor, transformado por la gracia de Dios. El amor debe ser la fuerza que impulse la imaginación; el amor por las personas de carne y hueso, pero también por el mundo material que Dios ha creado. Debemos amar apasionadamente todas las cosas buenas y nobles que hay en el mundo. Marius Mignol, el inventor del neumático radial, estaba completamente enamorado de la ingeniería neumática: «Si los neumáticos no te apasionan —dijo una vez a un joven colega suyo, François Michelin, que finalmente llegaría a ser su jefe—, no tiene sentido que trabajes en Michelin»[14]. François Michelin, que en los cuarenta y cinco años siguientes llevaría a su empresa de ser la número diez del ranking a ser la más grande del mundo, pronto aprendió esta lección. Empezaron a apasionarle los neumáticos y llegó a ser un gran inventor por derecho propio. René Zingraff, un antiguo ejecutivo de Michelin, decía de él: «Lo que destacaba de François Michelin era su imaginación. Tenía mucha imaginación. Tenías que oírle hablar con sus investigadores, empujándoles a ver más allá. Él abría nuevos horizontes»[15]. El amor debe ser la fuerza que impulse la imaginación, pero para que la imaginación sea fértil hay que dedicarle tiempo. Hay que saber cómo «perder tiempo» con tu imaginación. Hay que alimentarla, darle rienda suelta y avivarla hasta el límite. RECHAZA EL HEDONISMO La pusilanimidad triunfa en el mundo moderno. Ello es una consecuencia de la reinante cultura hedonista, que hace un profundo daño psíquico a los adolescentes y les arrebata todo sentido de grandeza moral en la vida. Para mucha gente joven esta fase de la vida, que los psiquiatras llaman «romántica», es de todo menos eso. El culto al placer y la hiper-sexualización de la cultura occidental han privado a los jóvenes de todo romanticismo, idealismo y de nobleza inherentes a la vida. A muchos les falta cualquier tipo de disposición a lo que viene de arriba, y son menos dados que nunca a soñar con hacer cosas grandes y nobles. En vez de ello se vuelven calculadores, esquivos y manipuladores. En «El retrato de Dorian Gray», Oscar Wilde describe con gran realismo el corazón encogido e incluso podrido de un joven dado al hedonismo. La lujuria destruye en el hombre todo sentimiento de grandeza. Tal y como he escrito con anterioridad, la magnanimidad es más propia de la gente 40

joven que de la gente mayor, aunque el paso del tiempo no es el único modo que hay de envejecer en el mundo moderno. Al insensibilizar el alma, el culto al sexo hace que se envejezca antes de tiempo. Hay muchos «viejos» por ahí, aunque biológicamente no hayan alcanzado todavía la edad de la pubertad. RECHAZA TODA FORMA DE IGUALITARISMO El triunfo de la pusilanimidad es también el fruto de una mentalidad igualitaria que aborrece cualquier rastro de aristocracia o superioridad de cualquier tipo. El famoso discurso de Calicles en el diálogo «Gorgias» de Platón contiene algunas verdades importantes: es «asustando a los más poderosos, los más capaces de vencerlos, y evitando su victoria», como las masas rechazan la superioridad, tachándola de «mala e injusta» e insistiendo en que «la injusticia consiste fundamentalmente en el deseo de estar por encima de los demás». Es por eso que «nosotros formamos a los mejores de entre nosotros y a los más fuertes, tomándoles a una edad temprana, como a cachorros de león, para esclavizarlos gracias a trucos infantiles y diciéndoles que nadie debería tener más que otro, y que la justicia y la belleza se tratan precisamente de eso»[16]. Es muy positivo querer pertenecer a una élite deportiva, artística, económica o intelectual de nuestro país o del mundo. Querer ser miembro de una élite para servir a otros de la manera más efectiva posible: eso es un acto de magnanimidad. En su dignidad, los seres humanos somos esencialmente iguales, pero en nuestros talentos somos esencialmente distintos, y hay algo diabólico en esa búsqueda de igualdad a toda costa. Dostoievski entendió esto cuando uno de sus «poseídos» dijo lo siguiente: «Todos pertenecen a todo y todo pertenece a todos. Todos son esclavos e iguales en su esclavitud […]. Para empezar, se baja el nivel educativo, científico y los talentos. Un nivel educativo y científico alto solo es posible para las mentes grandes, y a esas no las queremos […]. Las prohibiremos o las mataremos. A Cicerón le cortaremos la lengua, a Copérnico le sacaremos los ojos, y a Shakespeare le apedrearemos […]. Los esclavos estarán obligados a ser iguales»[17]. En la misma línea que Dostoievski, Antoine de Saint Exupéry criticaba encendidamente esta tentación igualitarista, que «asesina a Mozart» y transforma a las personas y a las naciones enteras en poco más que animales de granja. El igualitarismo, como la lujuria, destruye en el hombre su sentido mismo de grandeza. BUSCA LA GRANDEZA EN LA VIDA ORDINARIA No hay nada más grande que Dios. Él está escondido hasta en las situaciones más triviales. Aquí están las palabras de Vladimir Soloviev, filósofo y poeta: «Desconfiando de este mundo engañoso, Bajo la apariencia mundana de la materia, Toqué la púrpura eterna Y reconocí el esplendor de la divinidad»[18]. 41

Esto es lo que nos dice san Josemaría Escrivá, un pastor experimentado de las almas: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir»[19]. Muy a menudo buscamos la grandeza en hazañas extraordinarias y sueños imposibles. Esperamos encontrarla en algún momento en el futuro y en algún otro lugar, y nos equivocamos al pensar que la grandeza no pueda lograrse aquí y ahora en lo inmediato, en la realidad tangible de nuestros alrededores materiales. El Autor de toda la creación, el Ser magnánimo por excelencia, aquel que «tiene poder sobre todas las cosas para concedernos infinitamente más de lo que pedimos o pensamos»[20], se encuentra en nuestra vida ordinaria. Abandonar lo ordinario en favor de lo extraordinario es buscarse a sí mismo en vez de a Dios. Es buscar la gloria y la distracción en lugar de la virtud. Puede hacer que nuestro desarrollo personal se detenga rápidamente. El historiador Vasily Klyuchevsky hizo este retrato del Patriarca Nikon, un personaje importante en la Rusia del siglo diecisiete cuyas reformas, mal consideradas, llevaron a un largo y dramático cisma en la Iglesia Ortodoxa rusa: «En la vida ordinaria era grave, inconstante, irascible, ambicioso y, por encima de todo, vanidoso […]. Era capaz de soportar con calma sufrimientos indescriptibles, pero se desesperaba con solo un pinchazo.[…] La calma le aburría, le parecía imposible esperar pacientemente; necesitaba estar en constante tensión, tener ideas audaces y hacer grandes cosas […]. Era como un velero que solo era capaz de funcionar en medio de la tormenta, pero que en períodos de calma no era más que un trapo inútil ondeando en el mástil»[21]. Un trapo inútil colgando de un mástil: en absoluto la imagen de un auténtico líder. El auténtico liderazgo se basa, no en los sentimientos y en los estímulos externos, sino en las virtudes que suponen hábitos estables de la personalidad. Si uno no es líder en todo momento, no es líder en absoluto. Una cosa es buscar la grandeza a través del cumplimiento de las responsabilidades ordinarias, y otra muy distinta es dejar pasar la ocasión de hacer cosas extraordinarias en favor de la propia comunidad. Hay tanta gente atrapada en sus quehaceres ordinarios que ni siquiera saben qué talentos extraordinarios poseen, ni la extraordinaria responsabilidad que ello conlleva.

[1] En Georgia, un tamada es un maestro de ceremonias. [2] Según escribo estas líneas, los miembros de mi familia que menciono aquí han ido falleciendo, todos

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excepto mi padre Cyril y mi hermana Marie. [3] 1 Co 2,9. [4] Cf. S. RACHMANINOFF, Opus 37, Bless the Lord, O My Soul (Greek Chant), Alexander Sveshnikov, Klara Korkan, Konstantin Ognevoi & State Russian Choir. [5] Cf. F. DOST OYEVSKY, El idiota. (Traducción propia). [6] Mt 19, 16-30. [7] Lc 8, 2. [8] Cf. G.W. SHEPHERD, The Example of Flannery O’Connor as a Christian Writer. Center Journal, Winter 1984. [9] P. DRUCKER, Management challenges for the 21st Century. New York: HarperCollins Publishers, 2001, pp. 164 and 179. (Traducción propia). [10] S.S. BYT CHKOV, KGB protiv sviachtchennika Aleksandra Menia. www.portal-credo.ru, 2010. (Traducción propia). [11] Callas: In Her Own Words. Audio Cassette. (Traducción propia). [12] Callas: As They Saw Her. D. A. Lowe, New York: Ungar Publishing Company, 1986. (Traducción propia). [13] J. ARDOIN, G. FIT ZGERALD, Callas: The Art and the Life, New York: Holt, Rinehart and Winston, 1974. (Traducción propia). [14] Interview with F. MICHELIN by A. HAVARD, January 20, 2010. (Traducción propia). [15] Michelin — Son histoire... [16] PLAT ÓN, Gorgias 483 a. (Traducción propia). [17] F. DOST OYEVSKY, Los poseídos, vol. 2, capítulo 8. (Traducción propia) [18] V. SOLOVIOV, Tres citas. (Traducción propia). [19] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer. Madrid: Rialp, 21 edición (1ª ed 1968). P. 114. [20] Ef 3, 20. [21] V. KLYUCHEVSKY, opus cit., capítulo 54.

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5. CRECER EN HUMILDAD

Consideremos ahora cómo crecer en humildad, para lo cual lo primero es entender la magnitud de esta virtud. En sentido estricto, la humildad es el hábito de vivir en la verdad. Vivir en la verdad es reconocer nuestra propia condición de criaturas (humildad metafísica) y nuestros defectos personales y debilidades naturales (humildad espiritual). También significa reconocer la dignidad y la grandeza propias (humildad on​tológica) y nuestros talentos y virtudes (humil​dad psicológica). Finalmente, también es reconocer la dignidad y la grandeza de los demás (humildad fraterna). Por tanto, la humildad es fruto del conocimiento de Dios, de uno mismo y de los otros. RECONOCE TU NADA (HUMILDAD METAFÍSICA) Practicar la humildad es, primeramente, reconocer nuestra condición de criaturas: sin Dios no somos nada, no existimos. Dios nos creó de la nada y se ocupa de que sigamos existiendo. Si dejara de pensar en nosotros un solo segundo, en seguida nos transformaríamos en un no-ser; el hombre autónomo, independiente de Dios, es pura nada. La humildad es una virtud religiosa. Es la actitud natural que tiene la criatura frente al Creador. Los filósofos griegos no comprendían en absoluto este concepto porque carecían de una verdadera idea de Dios, de su transcendencia y su poder creativo, que nos da la vida y nos sostiene en todo momento, justificando así la oración humilde de su criatura, el hombre. Al reconocer nuestra nada reconocemos la grandeza de Dios, que nos da la vida. Al hacerlo logramos la paz interior y la seguridad para actuar, porque sabemos que ese Dios no es solo un Dios Creador, sino también un Padre que todo lo puede. Aquellos que se enorgullecen de su independencia y autonomía —de ser, en efecto, dioses— no pueden lograr la paz porque todos los días, incluso todos los momentos de todos los días, experimentan sus defectos y sus limitaciones. La felicidad sin Dios es una contradicción. RECONOCE TU DEBILIDAD (HUMILDAD ESPIRITUAL) Practicar la humildad es reconocer «ese algo que lucha contra la razón y se resiste a ella»[1], o lo que los cristianos llamamos concupiscencia: la triple tendencia al placer, el bienestar y el poder como resultado del desorden introducido en la naturaleza humana con motivo del pecado original. Es un error potencialmente grave el negarse a reconocer este desorden, porque aquel 44

que no conoce la causa del mal no conoce tampoco el remedio. Esto sería algo trágico porque hay un remedio inmediato, que es la práctica asidua de las virtudes naturales y las sobrenaturales, que nos llegan por medio de la oración y los sacramentos instituidos por Cristo. Un día le entregué a François Michelin una copia de la edición francesa de «Perfil del líder». Al mirar la portada, sonrió ampliamente y dijo: «Todo esto está bien, pero si no hablas de pecado original en este libro no vas a llegar muy lejos: sería como no tener el manual de instrucciones». Michelin se quedó gratamente sorprendido cuando le respondí: «Pero sí hablo de ello, señor. Hablo mucho de ello». La humildad espiritual también examina las transgresiones personales contra la virtud y la ley moral natural. La tradición judeo-cristiana llama a estas faltas «pecados» porque son ofensas contra Dios, el Creador del hombre y Autor de la ley natural. La pérdida en el mundo moderno del sentido del pecado nace a raíz de la pérdida del sentido de Dios: si no hay Dios no se le puede ofender, solo existen los «crímenes contra la humanidad», contra el hombre. El pecado es obviamente una ofensa contra la humanidad: daña tanto al pecador (que está hecho a imagen de Dios) como al que sufre el pecado. Pero el pecado también es, sobre todo, una ofensa contra Dios. Practicar la humildad es reconocer por fin los errores. No deberíamos tenerles miedo; no son ofensas contra Dios, pero sí deberíamos aprender de ellos. «He cometido un considerable número de errores y esta empresa ha sido lo suficientemente amable como para ayudarme a darme cuenta —dice François Michelin—. Pero sin ello nunca habría podido crecer»[2]. RECONOCE TU DIGNIDAD Y TU GRANDEZA (HUMILDAD ONTOLÓGICA) Reconocer la propia dignidad y la grandeza personal no es solo un acto de magnanimidad sino también de humildad, porque nos acerca a la verdad sobre nosotros mismos. El hombre es en sí mismo pura nada, pero el hombre creado a imagen de Dios, el hombre rescatado por el Hijo y divinizado por el Espíritu Santo, es un auténtico milagro. Todo ser humano es hijo de Dios, hombre o mujer. Quien no sea consciente de esta filiación divina «desconoce su verdad más íntima»[3]. Mediante su razón natural el hombre comprende que no es solo un ser material, sino también espiritual, porque posee una inteligencia racional y una voluntad libre. Es consciente de su fortaleza de espíritu y de corazón. Pero el hombre es incapaz de entenderse a sí mismo únicamente por la razón, no sabe quién es. Es Dios quien le permite comprenderse: «Tú eres mi hijo… Te he purificado de tus pecados en la sangre de Cristo Jesús… Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que te estoy preparando»[4]. Dios revela al hombre su dignidad y su destino de eternidad, y el hombre descubre quién es y el significado último de su vida a través de la fe. La fe es fundamental para la práctica de la humildad, que es el hábito de vivir en la verdad.

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RECONOCE TUS TALENTOS Y ÚSALOS (HUMILDAD PSICOLÓGICA) Reconocer nuestros talentos es un acto de magnanimidad pero es también un acto de humildad, porque nos acerca a la verdad sobre nosotros mismos. Debemos tener la humildad de reconocer nuestros talentos. Al hacerlo damos gracias a Dios, que nos ha creado, mientras que no hacerlo se convierte en ingratitud. Necesitamos reconocer nuestros talentos para hacer uso de ellos. De hecho, Dios impone una pena a aquellos que, en nombre de una falsa humildad, se niegan a hacer uso de sus talentos. En palabras del Señor: «Porque es como un hombre que al marcharse […] llamó a sus servidores y les entregó sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno sólo: a cada uno según su capacidad; y se marchó. El que había recibido cinco talentos fue inmediatamente y se puso a negociar con ellos y llegó a ganar otros cinco. Del mismo modo, el que había recibido dos ganó otros dos. Pero el que había recibido uno fue, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor». Cuando el hombre volvió, quiso saber lo que habían hecho sus servidores con su dinero. El que había recibido cinco talentos dio un pa​so adelante y dijo: «Señor, cinco talentos me entregaste; mira, he ganado otros cinco talentos. Le respondió su amo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor”». Después llegó el que había recibido un solo talento: «Señor, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en tierra: aquí tienes lo tuyo». Su amo respondió: «Siervo malo y perezoso, sabías que cosecho donde no he sembrado y que recojo donde no he esparcido; por eso mismo debías haber dado tu dinero a los banqueros, y así, al venir yo, hubiera recibido lo mío con los intereses. Por lo tanto, quitadle el talento y dádselo al que tiene los diez. Porque a todo el que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. En cuanto al siervo inútil, arrojadlo a las tinieblas de afuera: allí habrá llanto y rechinar de dientes»[5]. Esta parábola, conocida como la parábola de los talentos, deja muy clara la diferencia entre la humildad y la pusilanimidad. Una persona humilde no tiene miedo de sus talentos, sino de no hacer uso de ellos. El pusilánime, sin embargo, se resiste a hacerlos fructificar: hace un agujero y los entierra (y a él mismo con ellos). Mientras reconocemos nuestros talentos no deberíamos compararnos con otros, porque no a todos se nos han dado los mismos talentos, y porque cada persona es diferente en el tipo de talentos que posee. RECONOCE LA DIGNIDAD Y LA GRANDEZA DE OTROS (HUMILDAD FRATERNA) De los varios aspectos de la humildad, la humildad fraterna es la más importante en el liderazgo. La humildad fraterna es el hábito de servir. Si la humildad metafísica constituye la base de la humildad, la fraterna es su cima. La humildad fraterna implica otra metafísica (que nos permite ver la presencia de Dios en los demás) y ontológica (que nos hace ver en otros el rostro de Dios). No se puede servir al hombre si no se sabe quién es el hombre. Solo se le puede servir a la luz de la verdad sobre el hombre. 46

Si bien es cierto que se han cometido atrocidades en nombre de Dios, las peores han sido las que se han cometido en nombre del hombre. ¿Acaso no se acla​ma el Comunismo como un gran experimento humanista y como la realización de la historia del hombre, con su dictadura del proletariado y su proyecto totalitario para abolir la familia, la religión y la propiedad privada[6]? ¿Acaso no se ha considerado la Revolución Francesa, teñida de sangre, una manifestación positiva del humanismo? Es llamativo que a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789) y al Reino del Terror (1793) les separen solo cuatro años. Si no se sabe quién es el hombre, es fácil volver los «derechos del hombre» contra el hombre mismo. Hoy en día, las políticas de muchos gobiernos en lo referente a la vida (aborto, eutanasia, clonación de embriones humanos, adopción de niños por parte de parejas homosexuales) demuestran que no ha cambiado prácticamente nada. La palabra «hombre» sigue siendo una abstracción, y la víctima principal del hombre abstracto es el hombre tal cual es —el verdadero hombre; el hombre hecho a imagen y semejanza de Dios—. Déjenme que lo repita: no podemos servir al hombre si no lo conocemos, y solo podemos conocerlo a la luz de la verdad de Dios sobre él. Si la humildad fraterna involucra también a la metafísica y a la ontología, también abarca la humildad espiritual, que nos hace conscientes de la necesidad de perfeccionarnos para servir mejor a los demás, y la psicología, que nos permite ver la fortaleza y el talento que debería ponerse al servicio de otros. Practicar la humildad no es solamente vivir para los demás: exige también aceptar con alegría que los otros existen para servirte a ti, y que tienen algo que ofrecerte, algo íntimo y personal. La poetisa rusa Olga Sedakova, que conocía bien al Papa Juan Pablo II, dijo de él en una ocasión: «Necesitaba algo personal de todo al que conocía […]. Miraba a las personas con sumo interés y esperanza, como diciendo: “¿Qué cosas tan maravillosas vas a ayudarme hoy a descubrir? ¿Qué regalo me vas a ofrecer?»[7]. Cuando un líder pone en práctica la humildad, enseña e inspira a la gente a la que lidera. Del mismo modo, él aprende de ellos y acaba viéndolos como regalos. Gracias a ellos, crece y se perfecciona como ser humano. Así, practicar la humildad es servir a otros y permitir que otros te sirvan. La humildad es servir a tu familia y amigos, a tus colegas y clientes, y dejar que ellos te sirvan a ti. Hay muchas personas que, por falta de humildad, no quieren o no saben cómo ser servidos, y por eso impiden que otros se realicen a sí mismos como personas.

[1] ARIST ÓT ELES, Ética a Nicómaco, 1102 b 14-28. (Traducción propia). [2] Michelin — Son histoire.... (Traducción propia). [3] J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios. Madrid: Rialp, p. 26.

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[4] Cf Ga 4,6; Jn 1-9; 1 Co 2,9. [5] Mt 25, 14-30. [6] Cf. K. MARX y F. ENGELS, El manifiesto comunista. [7] O. SEDAKOVA, Dni Ioanna Pavla II. Moskva: Obshestvo Ioanna Pavla II, 2008, p. 28. (Traducción propia).

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CONCLUSIÓN

En «Perfil del líder» explicaba que el liderazgo no es una cuestión de técnica sino de carácter, una cuestión de virtud. Y en este libro me he atrevido a ir más allá: he intentado demostrar que el liderazgo es un «ideal de vida», porque las virtudes concretas de las que se vale —la magnanimidad y la humildad— son en sí mismas ideales de vida. La magnanimidad y la humildad ensalzan la verdad sobre el hombre, son virtudes que comprenden la totalidad de su existencia y traen consigo el desarrollo de su personalidad. Nadie nace magnánimo ni humilde; nadie nace un líder. El liderazgo es el resultado de una elección libre y un esfuerzo esmerado: «El mundo está lleno de hombres cuya joven promesa de excelencia ha pasado a ser una mediocridad de mediana edad», dice Peter Drucker. Asimismo, según Drucker, «Hay multitud de hombres que empezaron siendo pedestres empollones para después transformarse en estrellas indiscutibles con cuarenta y pico años. Intentar valorar el potencial de un hombre a largo plazo entraña un riesgo más alto que el de intentar atracar el casino de Montecarlo; y cuanto más “científico” sea el sistema, mayor es el riesgo»[1]. No podemos saber cómo se va a desarrollar la vida espiritual de la gente cercana, por la sencilla razón de que son personas libres. Ni siquiera podemos predecir el curso que va a tomar nuestro propio desarrollo espiritual, cuanto menos el de los demás. Solo podemos luchar para tomar las decisiones correctas —magnánimas y humildes— y agarrarnos a ellas con valentía.

[1] P. DRUCKER, The Practice of Management. Oxford: Elsevier, 2005, p. 150. (Traducción propia).

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EPÍLOGO 1 Pasos prácticos

Hasta ahora he dado unos cuantos consejos básicos de cómo lograr la grandeza, y aquí hay unos cuantos pasos prácticos para seguir: (1) dirección espiritual, (2) «plan de vida» y (3) examen de conciencia. Déjenme que defina estos conceptos: 1. Dirección espiritual. Deberíamos buscar entre nuestros amigos más cercanos a alguien que pueda aconsejarnos con sabiduría y piedad suficientes como para ayudarnos a ponernos metas sencillas y a corto plazo. Lógicamente, esto requiere humildad para aceptar la sola idea de la dirección espiritual, pero sin ella no podemos avanzar. No se puede formar en masa a los individuos. Los libros pueden orientarnos y provocar en nosotros ciertas reflexiones, pero no pueden transmitir los efectos que tiene la dirección espiritual. Todo el mundo necesita recibir consejo adaptado a las necesidades específicas de su alma y a sus circunstancias personales, y éste es el trabajo del director espiritual. Un buen director debe practicar la virtud de la prudencia al desarrollar un profundo conocimiento de la vida espiritual de la persona a la que está aconsejando, y también al plantear un plan de acción realista y exigente. 2. El plan de vida. Este se refiere a los ejercicios espirituales, algunos de ellos diarios y otros semanales, pero siempre prioritarios. Seguir este plan requiere una disciplina considerable. No siempre es sencillo, pero nadie puede llegar a ser un líder si es incapaz de vivir un horario. 3. Examen de conciencia. Es imposible alcanzar la excelencia personal sin recurrir frecuentemente (preferiblemente a diario) al examen de conciencia. Deberíamos tomarnos tres minutos hacia el final del día para revisar el comportamiento que hayamos tenido en las 24 horas previas. Debemos reflexionar sobre nuestros defectos y establecer metas concretas para el día siguiente. Además de este examen diario, también es buena idea revisar varias veces al año, de un modo más profundo, cómo hemos ido viviendo las virtudes del liderazgo. Con este fin se esbozan a continuación algunas consideraciones algo más detalladas, referidas a las dos virtudes propias del liderazgo —magnanimidad y humildad— y a las cuatro virtudes básicas —la prudencia, la fortaleza, la templanza y la justicia—. Invito a todos a reflexionar sobre estos puntos durante un tiempo de examen (y también a rezar sobre ellos), ya que señalan con exactitud en qué lugar debe estar un líder. Con ellos se ve claramente cuándo estamos haciendo las cosas bien y dónde necesitamos mejorar.

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Magnanimidad — ¿Soy consciente de mi dignidad como ser humano y del poder de mi mente, mi corazón y mi voluntad? ¿Soy consciente de mi libertad personal? — Fundamentalmente, he sido llamado a hacer cosas grandes con el fin de desarrollar mi personalidad y la de la gente que me rodea. ¿Soy consciente de ello? — ¿Busco la compañía de gente magnánima que, con su consejo y su ejemplo, me ayude a desarrollar yo también esta virtud? — ¿Establezco metas altas para mí y para los demás? ¿Lucho diariamente por mejorar mi carácter y mi comportamiento? — ¿Sé qué es lo que yo sé hacer mejor? ¿He pedido alguna vez a mis amigos que me ayuden a descubrir en qué soy bueno y a mejorar? — Aunque es importante luchar contra mis defectos, debería estar más preocupado en desarrollar y aumentar mis puntos fuertes. ¿Lo hago? — ¿Tengo confianza en mí mismo, en mis talentos y capacidades? — ¿He averiguado cuál es mi misión en la vida? — ¿Me centro en llevar a cabo mi misión o me distraigo pensando en cuestiones secundarias? — ¿Trato de inspirar en mis amigos y colegas un sentido de misión? — ¿Doy rienda suelta a mi imaginación? ¿Encuentro maneras de avivarla para que dé más fruto? — ¿Soy capaz de tomar decisiones audaces o tengo miedo al riesgo? ¿Me hace ser indeciso mi miedo a cometer errores? — Lo único que tengo que temer no es el mal que otros hagan, sino el bien que yo dejo de hacer. ¿Me doy cuenta de esto? — ¿Veo los obstáculos como cimas que conquistar o me rindo al pesimismo? — ¿Busco ocuparme de los problemas de la humanidad? ¿Los veo como oportunidades de crecer en magnanimidad? Humildad — ¿Respeto la dignidad de los demás, especialmente la de aquellos a quienes dirijo? ¿Dirijo con el ejemplo en lugar de con el poder? ¿Enseño en vez de ordenar e inspiro en lugar de intimidar? El liderazgo no es tanto hacer demostraciones de poder como dar poder a otros, ¿soy consciente de ello y actúo en consecuencia? — ¿Requiero las aportaciones de los demás a la hora de solucionar mis problemas? ¿Hago uso de esas ayudas? — ¿Me abstengo de entrometerme en el trabajo de mis subordinados a menos que exista una buena razón para ello? ¿Evito tratarles como a niños? 51

— ¿Evito la tentación de hacer el trabajo de mis subordinados en su lugar? — ¿Sé delegar de buena gana el poder, esto es, transferir a mis subordinados el poder de tomar decisiones? — ¿Promuevo en mi equipo una cultura de libertad y responsabilidad personal para que todo el mundo participe verdaderamente en la toma de decisiones y se sienta responsable? — ¿Hago todo lo que puedo para fortalecer el compromiso de los miembros del equipo con la misión que estamos llevando a cabo? — ¿Hago hablar al reticente, animo al dominante a ceder y ayudo a los pesimistas a ver el lado positivo? ¿Les pido que cuestionen las creencias populares? — ¿Renuncio a mis juicios (a menos que se trate de principios) cuando el grupo decide algo en contra de mi postura? Si, posteriormente, la decisión que se ha tomado en contra de mi consejo resulta ser un error, ¿evito decir «te lo dije»? ¿Participo con entusiasmo en la puesta en marcha de todas las decisiones, incluso aquellas a las que me opuse en un principio? — ¿Promuevo a mi organización antes que a mí mismo? ¿Evito hacerme a mí mismo indispensable? ¿Comparto la información? ¿Creo las condiciones por las que otros puedan terminar con éxito lo que yo he empezado? — ¿Elijo bien a mis colaboradores y abro camino a mi sucesión? ¿Encuentro, desarrollo y animo a los nuevos líderes? — ¿Considero al servicio como un valor? ¿Cultivo la motivación altruista? — El empleado motivado por un deseo de servir es más adecuado para una posición de liderazgo que otro preocupado de buscar recompensas materiales, independientemente de lo brillante que sea su perfil profesional. ¿Soy consciente de esto? — ¿Me preocupo de que aquellos que trabajan para mí y conmigo sean felices? ¿Tengo el adecuado interés en su éxito profesional y en su seguridad económica? ¿Estoy preparado para hacer lo que pueda para ayudarles a conseguir la felicidad en su vida espiritual y personal? ¿Soy leal con ellos? — ¿Aprendo de aquellos a quienes dirijo? Prudencia — Antes de tomar una decisión, ¿analizo la situación con mirada crítica? ¿Evalúo la fiabilidad de las fuentes? ¿Hago distinciones entre hechos y opiniones, verdades y medias verdades? — En lugar de tomar decisiones que se adapten a los hechos, ¿falsifico los hechos para que se ajusten a mis pasiones e intereses? ¿Rechazo las verdades que me cuesta aceptar? Esta negativa de enfrentarse a la realidad refleja una falta de fortaleza por 52

mi parte y hace imposible la práctica de la prudencia. ¿Soy consciente de ello? — ¿Soy suficientemente humilde como para reconocer y dejar a un lado mis prejuicios? — ¿Tiendo a aceptar como verdadero todo aquello que favorezca mi orgullo o que satisfaga mi deseo de dinero, fama o placer? Las virtudes me permiten ser objetivo y percibir el mundo, las relaciones humanas y a la gente tal y como realmente son, no como deseo que sean. ¿Soy consciente de ello y procuro cultivar las virtudes? — ¿Soy lo bastante humilde como para aprender de la experiencia ajena? — ¿Estoy convencido de que la máxima prioridad de la administración debe ser realizar la misión de la organización? ¿Determina esta misión los objetivos y les da significado o todo lo contrario? — ¿Aplico principios morales para lograr objetivos justos? ¿Me doy cuenta de que hay muchos y grandes desafíos éticos y morales cuya solución rara vez se encuentra en los libros de texto? — ¿Busco consejo? ¿Elijo colegas que supongan para mí un desafío? — ¿Asumo una responsabilidad personal por mis decisiones? Si las cosas van mal, ¿evito acusar a los demás? — ¿Temo cometer errores? ¿Lucho por superar mis miedos? ¿Soy consciente de que no existe eso de tomar decisiones de modo científico? El deseo de certeza absoluta es imprudente, porque tiende a paralizar nuestra capacidad para decidir y actuar. ¿Soy consciente de esto? — ¿Ordeno que se lleven a cabo las decisiones rápidamente? ¿Continúo fiel a mis decisiones sin importarme lo difícil que sea el camino? Fortaleza — La fortaleza empieza cuando permito que mi conciencia se forme mediante una búsqueda sistemática y sincera de la verdad. ¿Soy consciente de esto? — ¿Tengo claro cuáles son los ideales que defiendo? ¿Tengo un comportamiento coherente? ¿Me preocupo de lo que los demás puedan pensar o decir de mí? — ¿Mantengo mi conciencia íntegra incluso aunque ello tenga un precio? ¿Comprometo mis principios y lo justifico acusando a otros de inmoralidad? — ¿Mantengo mi punto de vista hasta las últimas consecuencias? ¿Continúo a pesar de los obstáculos? ¿Llego a la conclusión correcta en mi trabajo, prestando atención al cuidado de los detalles? — ¿Soy una persona hábil y de principios a la hora de aferrarme a mis creencias, o soy únicamente tozudo? — ¿Actúo con valentía? ¿Asumo riesgos prudentes? ¿Animo a otros a correr riesgos? 53

— ¿Lucho por superar mi miedo a la confrontación? ¿Reúno el valor para tratar directamente asuntos difíciles? ¿Mantengo conversaciones sinceras con mis colegas cuando es necesario o las rehúyo? — ¿Defiendo la reputación de quienes son víctima de rumores maliciosos o críticas injustas? Templanza — La templanza crea un espacio en el corazón para otras personas y para el ideal de servirlas. ¿Soy consciente de esto? — ¿Hago lo que «me gusta» hacer, o más bien lo que «debería»? — ¿Me encuentro a mí mismo haciendo lo que parece «urgente» en lugar de lo que es verdaderamente importante? ¿Dedico el tiempo suficiente a lo que más importa: mi desarrollo personal, el desarrollo de los demás, la educación moral y profesional de los empleados, planificarme a largo plazo? — ¿Mantengo la paz incluso en aquellas circunstancias que me ponen a prueba? ¿Reacciono con calma y cortesía a la crítica y la oposición, sin alzar la voz ni usar lenguaje vulgar? — ¿Me he convertido en un esclavo del dinero, el poder, la fama y/o el placer? — El distanciamiento de las cosas terrenas y la pureza de corazón, mente y cuerpo son las alas que nos dejan elevarnos a lo más alto. ¿Soy consciente de ello? ¿Cultivo ese distanciamiento? Justicia — El cumplimiento fiel de mis responsabilidades profesionales, familiares y sociales es un acto de justicia. ¿Soy consciente de ello? ¿Actúo en consecuencia? ¿Lucho por la excelencia en mi trabajo? ¿Entiendo el trabajo como un acto de servicio a todos? — ¿Me dedico a mi vida de familia? ¿Soy consciente de la diferencia que hay entre el amor al trabajo y la adicción a éste? ¿Considero la vida de familia como una fuente de fortaleza? ¿Me doy cuenta de que el afecto, la confianza y la sinceridad son fundamentales para la felicidad personal y la eficacia profesional? — ¿Soy leal o hay en mí algún tipo de dicotomía entre mi yo interior y el rostro que muestro al resto del mundo? ¿Lucho por poner fin a dicha contradicción? ¿Me propongo firmemente dejar de lado toda falsedad? — ¿Defiendo la verdad moral, incluso si ello implica contradecir lo políticamente correcto y provocar rechazos? — ¿Veo a mis colegas y empleados como objetos que manipular o como personas a las que servir? — ¿Soy consciente de que la gente son personas y no factores de producción 54

abstractos? ¿Me doy cuenta de que para mí es imposible darles lo que se merecen, en nombre de la justicia, si no los amo? — ¿Cultivo la amistad o solo las relaciones? ¿Soy consciente de que la amistad es otro nombre para «servicio»?

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EPÍLOGO 2 Respuesta a las críticas

En este epílogo me gustaría responder a algunas de las críticas que se hicieron a mi primer libro, «Perfil del líder». Me han criticado por haber fundado mi sistema de liderazgo en un concepto moral accesible solo a los europeos. No obstante, no hay un concepto moral más universal que la virtud. La tradición moral del Lejano Oriente se basa en las mismas intuiciones que la ética aristotélica[1]. Es la virtud la que hace hombre al hombre («ren» en chino, «jin» en japonés). El hombre sin virtud (fei-ren, hinin) es el «no-hombre», tal y como indica el ideograma de abajo, que representa la negación y la mentira (desintegración interior), yuxtapuesta al ideograma que representa al hombre:

No me llevé ninguna sorpresa cuando, menos de un año después de la publicación de la versión original inglesa, oí que en China ya se habían traducido varios capítulos. No es la filosofía antigua, sino la moderna (empezando por René Descartes y terminando por Emmanuel Kant) la que resulta difícil de comprender para los no-europeos. Me han criticado por rechazar el esquema tradicio​nal en el que la magnanimidad se considera una parte de la virtud de la fortaleza, y la humildad una parte de la virtud de la templanza. No soy el primero que ha hecho esto. Muchos comentaristas se han dado cuenta de la artificialidad que supone hacer que la magnanimidad sea una parte de la fortaleza[2], y de la arbitrariedad de hacer que la humildad forme parte de la templanza[3]. Estos vínculos no se encuentran en Aristóteles[4] y, aunque tienen cierta lógica, no tienen ningún interés o valor práctico. Me han criticado por no haber mencionado la prudencia (sabiduría práctica) como una virtud propia del liderazgo; esta, no obstante, es fundamental (como la fortaleza, la templanza y la justicia) pero no propia del liderazgo. Sin prudencia éste fracasa, pero no es la prudencia la que hace al líder. La prudencia es la virtud propia de quienes toman decisiones, pero alguien que toma buenas decisiones no es necesariamente un buen líder. Solo llegará a ser un buen líder si posee además magnanimidad y humildad. Las decisiones propias de los líderes —que logran extraer la grandeza de las personas— son decisiones magnánimas y humildes, y no meramente prudentes. Me criticaron por haber mencionado a Jesucristo y al Cristianismo en un libro sobre liderazgo y excelencia personal. A decir verdad, si no hubiera hablado de Cristo y el 56

Cristianismo sería culpable de falta de honradez intelectual, ingratitud e impiedad. De falta de honradez intelectual porque Jesucristo es el modelo perfecto de liderazgo, el modelo perfecto de magnanimidad y humildad; de ingratitud porque, sin ir más lejos, sin los avances de la filosofía y de la teología cristianas yo habría sido incapaz de escribir «Perfil del líder»; de impiedad, porque mi «método» se habría convertido en una trampa diabólica. Impiedad: eso es lo que quería evitar a toda costa. Cuando tuve la tentación de excluir a Cristo y al Cristianismo, recordé un libro de Vladimir Soloviov, el filósofo y visionario ruso, titulado «Breve relato sobre el anticristo». Escrito varios meses antes de su muerte en 1900, cuenta la historia de un «hombre extraordinario» que aparecerá a principios del siglo XXI en los «Estados Unidos de Europa» y que traza un plan para la paz y la prosperidad mundiales que «contentaría a todo el mundo», de manera que él alcanzaría una fama y un poder inmensos. Dicho plan se basa en valores cristianos y, sin embargo, «no menciona en absoluto el nombre de Cristo». Ese hombre extraordinario es, por supuesto, el anticristo. El hecho de que yo escriba un libro inspirado en gran parte en ideales cristianos y sin embargo no mencione a Cristo me haría estar en el mismo plano que el anticristo de Soloviov. Esta idea me turbó en gran medida. Después de dos mil años de Cristianismo, hablar del hombre, de su grandeza y de su llamada a la perfección sin mencionar a Cristo sería como posicionarse en contra del mismo Cristo: bien por convicción, como los fariseos, o por miedo, como la muchedumbre que pedía su crucifixión. Me han criticado por un buen número de cosas, pero no me ha sorprendido. «Perfil del líder» no es un libro corriente. Es inevitable el hecho de que haya sorprendido a aquellos que no pueden o no quieren cambiar su rígido modo de pensar. Lo que sí me ha sorprendido es el entusiasmo que ha provocado el libro por todo el mundo, Europa occidental incluida, donde el prejuicio anticristiano sigue siendo muy fuerte. Entre los años 2007 y 2011, «Perfil del líder» se ha traducido a trece idiomas diferentes.

[1] Cf. Yu, J IYUAN. «The Ethics of Confucius and Aristotle: Mirrors of Virtue». New York: Routledge, 2007. [2] «Si santo Tomás de Aquino no rompió el vínculo que unía magnanimidad y fortaleza, lo debilitó todo lo posible. En su “Summa Theologica” II. II. 140, 2 ad 1 nos da a entender la artificialidad de ligar magnanimidad a fortaleza», escribe R. A. Gauthier, uno de los tomistas más importantes del siglo veinte (Ver R. A. Gauthier, «Magnanimité…», p. 363). (Traducción propia). [3] «Verdaderamente, santo Tomás liga la humildad a la templanza, pero no debemos dejarnos engañar por esta clasificación, que en gran medida es arbitraria», escribe R. A. Gauthier en consonancia con R. P. Sertillanges, otro tomista de renombre internacional (Cf. R. A. Gauthier «Magnanimité...» p. 460 y R. P. Sertillanges, «La Philosophie morale de Saint Thomas d’Aquin». Nouvelle édition, Paris, 1942, p.353). (Traducción propia). [4] Estas ideas se encuentran en la filosofía estoica de Crisipo (280-206 a. C.), que incluyó la virtud de la magnanimidad como parte de la fortaleza, y en un tratado titulado «De passionibus», atribuido erróneamente a

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Andrónico de Rodas (s. I a.C.), que incluye por primera vez la humildad como parte de la virtud de la templanza.

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Índice PORTADA interior CRÉDITOS ÍNDICE PRÓLOGO DEL AUTOR INTRODUCCIÓN 1. EL IDEAL DE MAGNANIMIDAD Una afirmación de la dignidad y la grandeza propias La virtud de la acción La forma suprema de esperanza humana La magnanimidad y la humildad van de la mano Purifica tus intenciones Magnanimidad no significa megalomanía La magnanimidad y la autoestima son dos cosas diferentes La «virtud de la juventud» Una virtud capaz de abarcar la vida entera

2. EL IDEAL DE HUMILDAD

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Hacerse grande descubriendo la grandeza de los demás El ejemplo de Michelin La humildad como ideal

3. EL DESARROLLO DE UN SENTIDO MORAL Escucha atentamente a tu conciencia y obedécela Trabaja en ti mismo, más que en tus ideas Trabaja tu carácter más que tu actitud

4. EL DESARROLLO DE LA MAGNANIMIDAD Busca a una persona, a una persona de verdad Deja que la belleza se adentre en tu espíritu Descubre tu vocación y vívela Sé consciente de tu talento y foméntalo Concentra tus energías en tu misión No tengas miedo a equivocarte Libera tu imaginación

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Rechaza el hedonismo Rechaza toda forma de igualitarismo Busca la grandeza en la vida ordinaria

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5. CRECER EN HUMILDAD

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Reconoce tu nada (humildad metafísica) Reconoce tu debilidad (humildad espiritual) Reconoce tu dignidad y tu grandeza (humildad ontológica) Reconoce tus talentos y úsalos (humildad psicológica) Reconoce la dignidad y la grandeza de otros (humildad fraterna)

CONCLUSIÓN EPÍLOGO 1 EPÍLOGO 2

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