La Cultura en El Mundo de La Modernidad Liquida_Zygmunt Bauman

July 26, 2017 | Author: LeTy Olivera | Category: Fashion & Beauty, Fashion, Nation, Paradigm, Age Of Enlightenment
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Traducción: Lilia Mosconi

Zygmunt Bauman

La cultura en el mundo de la modernidad líquida

La cultura en el mundo de la modernidad líquida

Sección de Obras de Sociología

Primera edición en inglés, 2011 Primera edición en español, 2013

Bauman, Zygmunt La cultura en el mundo de la modernidad líquida / Zygmunt Baum an; trad. de Lilia Mosconi. - México : FCE, 2013 101 p .; 21 x 14 cm —(Colee. Sociología) Título original: Culture in a Liquid Modera World ISBN 978-607-16-1507-7 1. Cultura - Crítica e interpretación 2. Cultura - Globalización 3. Cultura Europa 4. Sociología I. Mosconi, Lilia, tr. II. Ser. III. t. LC HM1.01 '

Dewey 306.1 B137c

Diseño de tapa: Juan Pablo Fernández Imagen de tapa: Johann Jaritz Foto de solapa: © Peter Hamilton Título original: Culture in a Liquid Modern World, de Zygmunt Bauman ISBN de la edición original: 978-0-7456-5355-6 Publicado por. Polity Press en 2011 Esta edición se publica por acuerdo con Polity Press Ltd„ Cambridge Traducido del polaco al inglés por Lydia Bauman © 2011, Zygmunt Bauman D.R. © 2013, F ond o de C ultura E co nó m ica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D.F. Empresa certificada ISO 9001:2008 www.fondodeculturaeconomica.com D.R. © 2013, F ondo de C ultura E co nóm ica de A rgen tin a , S.A. El Salvador 5665; C1414BQE Buenos Aires, Argentina [email protected] / www.fce.com.ar D.R. © 2013, F ondo de C ultura E co nó m ica Vía de los Poblados 17,4o - 15,28033 Madrid [email protected] www.fondodeculturaeconomica.es

de

España , S.L.

ISBN: 978-607-16-1507-7 Comentarios: [email protected] Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extractada o modificada, en. español o en cualquier otro idioma, sin autorización expresa de la editorial. Impreso en México • Printed in México

índice

¡.'Algunas notas sobre las peregrinaciones históricas del concepto de “cultura”

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II. Sobre la modá, Ja identidad líquida y la utopía de hoy: algunas tendencias culturales del siglo xxi

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III. La cultúra, de la construcción nacional a la globalización

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IV. La cultura en un mundo de diásporas

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V. La cultura en la Europa que se une

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VI. La cultura entre el Estado y el mercado

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I. Algunas notas sobre las peregrinaciones históricas del concepto de “cultura”

Sobre la base de estudios realizados en Gran Bretaña, Chile, Hungría, Israel y Holanda, un equipo de trece miembros dirigido por el respetado sociólogo de Oxford John Goldthorpe llegó a la conclusión de que ya no es posible diferenciar fácilmente a la elite cultural de otros niveles más bajos en la correspondiente jerarquía mediante los signos que otrora eran eficaces: la asistencia regular a la ópera y a conciertos, el entusiasmo por todo lo que en algún momento se considere “arte elevado” y el hábito de contemplar con desprecio “lo común, desde las canciones pop hasta la televisión comercial”. Ello no equivale a decir que ya no existan personas consideradas —en gran medida por ellas mismas— integrantes de una elite cultural: verdaderos amantes del arte, gente que sabe mejor que sus pares no tan cultivados de qué se trata la cultura, en qué consiste y qué se juzga comme ilfaut o comme il nefautpas —apropiado o inapropiado— para un hombre o una mujer de cultura. Excepto que, a diferencia de aquellas elites culturales de la modernidad, ya no son “connoisseurs”en el sentido estricto de menospreciar el gusto del hombre común o el mal gusto de los ignorantes. Por el contrario, hoy resulta más apropiado cali­ ficarlos de “omnívoros”, recurriendo al término acuñado por Richard A. Peterson, de la Vanderbilt University: en su repertorio de consumo cultural hay espacio para la ópera y también para el heavy metal y el punk, para el “arte elevado” y también para la televisión comercial, para Samuel Beckett y también para Terry Pratchett. Un mordisquito de esto, un bocado de aquello, hoy una cosa, mañana otra. Una mezcolanza... de acuerdo con Stephen Fry, autoridad en tendencias de la moda y faro de la más exclusiva 9

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sociedad londinense (así como estrella de exitosos programas televisivos). Fry admite públicamente: Una persona puede ser fanática de lo digital y a la vez leer libros; puede ir a la ópera, m irar un partido de criquet y reservar entradas para un recital de Led Zeppelin sin partirse en pedazos... ¿Te gusta la comida tailandesa? ¿Pero qué tiene de malo la italiana? Epa, calma. Me gustan las dos. Sí, se puede. Me puede gustar el rugby, el fútbol y los musicales de Stephen Sondheim. El gótico Victoriano y las instalaciones de D amien Hirst. Herb Alpert & The Tijuana Brass y las obras para piano de H indem ith. Los him nos ingleses y Richard Dawkins. Las ediciones originales de N orm an Douglas, y además los iPods, el billar inglés, los dardos y el ballet...

O bien, tal como lo enunció Peterson en 2005 sintetizando veinte años de investigación: “Observamos un deslizamiento en la política de los grupos de elite, desde aquella intelectualidad esnob que desdeña toda la cultura baja, vulgar o popular de masas [...] hacia la intelectualidad om­ nívora que consume un amplio espectro de formas artísticas populares así como cultas”.1 En otras palabras, ninguna obra de la cultura me es ajena: no me identifico con ninguna en un cien por ciento, de manera to­ tal y absoluta, y menos aún al precio de negarme otros placeres. En todas partes me siento como en casa, a pesar de que (o quizá porque) no hay ningún lugar que pueda considerar mi casa. No se trata tanto de la con­ frontación entre un gusto (refinado) y otro (vulgar), como de lo omní­ voro contra lo unívoro, la disposición a consumirlo todo contra la selec­ tividad melindrosa. La elite cultural está vivita y coleando: hoy está más activa y ávida que nunca... pero está tan ocupada siguiendo hits y otros eventos culturales célebres que no tiene tiempo para formular cánones de fe o convertir a otros. Aparte del principio de “no ser puntilloso, no ser quisquilloso” y “consumir más”, no tiene nada que decir a la multitud unívora que está en la base de la jerarquía cultural.1

1 Richard A. Peterson, “Changing Arts Audiences: Capitalizing on Omnivorousness”, monografía de taller, Cultural Policy Center, University of Chicago, disponible en línea en: . [Aún dispo­ nible en febrero de 2013. N. de la T.] 10

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Y sin embargo, como se lee' en una obra de Pierre Bourdieu de hace apenas unas décadas, hubo un tiempo en que cada oferta artística estaba dirigida s una clase social específica, y solo a esa clase, en tanto que era aceptada únicamente —o primordialmente— por esa clase. El triple efecto de aquellas ofertas artísticas —definición de clase, segregación de clase y manifestación de pertenencia a una clase— era, de acuerdo con Bourdieu, su esencial razón de ser, la más importante de sus funciones sociales, qui­ zás incluso su objetivo oculto, si no declarado. Según Bourdieu, las obras de arte destinadas al consumo estético in­ dicaban, señalaban y protegían las .Idivisiones entre clases, demarcando y fortificando legiblemente las fronteras que separaban unas de otras. A fin de trazar fronteras inequívocas y protegerlas con eficacia, todos los objets d’art, o al menos úna significativa mayoría, debían estar destinados a con­ juntos mutuamente excluyentes, cuyos contenidos no correspondía mez­ clar ni aprobar o poseer de forma simultánea. Lo que contaba no eran tanto sus contenidos o cualidades innatas como sus diferencias, su intole­ rancia mutua y la prohibición de conciliarias, características erróneamente presentadas como manifestación de su resistencia innata e inmanente a las relaciones morganáticas. Había gustos de las elites —“alta cultura” por na­ turaleza—, gustos mediocres o “filisteos” típicos de la clase media y gustos “vulgares”, venerados por las clases bajas: y mezclar esos gustos era más difícil que mezclar agua con'fuego. Quizá la naturaleza abominara del va­ cío, pero lo indudable era que Ja cultura no toleraba una mélange. En La distinción,bourdieu dijo que la cultura se manifestaba ante todo como un instrumento útil concebido a conciencia para marcar diferencias de clase y salvaguardarlas: como una tecnología inventada para la creación y la protección de divisiones de cláse y jerarquías sociales.2 En resumen, la cultura se manifestaba tal como ia había descripto Oscar Wilde un siglo antes: “Quienes encuentran significados bellos en las cosas bellas son espíritus cultivados [...] Son los elegidos, y para ellos las cosas bellas solo significan belleza”.3 “Los elegidos”, es decir, los que cantan loas a aquellos valores que ellos mismos sostienen, al tiempo LPierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique ofthe Judgement ofTaste, Abingdon, Routledge Classics; 2010 [trád. esp.: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, trad. de María del Carmen Ruiz de Elvira, Madrid, Taurus, 1991], 3 Oscar Wilde, The PictUre ofDorian Gray, Londres, Penguin Classics, 2003 [trad. esp.: El retrato de Dorian Gray; trad. de Julio Gómez de la Serna, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983).

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que se aseguran el triunfo en el concurso decanciones. Es inevitable que encuentren significados bellos en la belleza, ya que son ellos quienes de­ ciden qué es la^belleza; incluso antes de que comenzara la búsqueda de la belleza, quiénes si no los elegidos decidieron dónde buscarla (en la ópera y no en el music hall o en un puesto de feria; en las galerías y no en las paredes de la ciudad o en las reproducciones baratas que decoran las casas obreras y campesinas; en volúmenes con tapas de cuero y no en la gráfica del periódico o en otras publicaciones que se adquieren por centavos). Los elegidos no son elegidos én.virtud de su percepción de lo bello, sino más bien en virtud de que la aserción “esto es bello” es vincu­ lante precisamente porque la han prónundado ellos y la han confir­ mado con sus acciones.,. Sigmund Freud creía que el saber estético busca en vano la esencia, la naturaleza y las fuentes de la belleza, sus cualidades inmanentes, por así decir, y suele ocultar su ignorancia en un' torrente de pronunciamien­ tos pomposos, presuntuosos y en última instancia vacíos. “La belleza no tiene una utilidad evidente —decreta Freud—, ni es manifiesta su necesi­ dad cultural, y sin embargo la cultura no podría vivir sin ella.”4 Pero por. otra parte, tal como sugiere Bourdieu, la belleza tiene sus beneficios y hay una necesidad de que exista: Aunque los beneficios no. son “desinteresados”, como aseveraba Kant, son beneficios de todos mo­ dos, y si bien la necesidad no es necesariamente cultural, es social; y es muy probable que tanto los beneficios como la necesidad de distinguir entre belleza y fealdad, o entre delicadeza y Vulgaridad, perduren mien­ tras existan la necesidad y el deseo de distinguir la alta sociedad de la baja sociedad, aSÍ como al connoisseur de gustos refinados de quienes tie­ nen mal gusto, de las vulgares masas, de la plébe y de la chusma... Luego de considerar atentamente estas descripciones e interpreta­ ciones, queda claro que la “cultura” (un conjunto de preferencias sugeri­ das, recomendadas e impuestas en virtud de su corrección, excelencia o belleza) era para los autores citados, en. primer lugar y en definitiva, una fuerza “socialmente conservadora”. A fin de demostrar su eficacia en esta función, la cultura tenía que poner en práctica, con igual tesón, dos actos

4 Sigmund Freud, Civilisation, Society and Religión, Londres, Penguin Classics, 2003 [trad. esp.: El malestar en la cultura, en Obras completas, trad. de José Luis Etcheverry, t. xxi, Buenos Aires, Amorrortu, 2010).

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de subterfugio aparentemente contradictorios. Tenía que ser tan enfá­ tica, severa e inflexible en sus avales como en sus censuras, en otorgar como en negar entradas, en autorizar documentos de identidad como en negar derechos de ciudadanía. Además de identificar qué era deseable y recomendable por ser “como debe ser” —familiar y acogedor—, la cul­ tura necesitaba significantes para indicar qué cosas merecían desconfian­ za y debían ser evitadas a causa de su bajeza y su amenaza encubierta; letreros que advirtieran, como más allá de los confines de Roma en los mapas antiguos, que hic sunt leones: aquí hay leones. La cultura debía asemejarse al náufrago de aquella parábola inglesa aparentemente iró­ nica pero de intención moralizante, que a fin de sentirse como en casa, es decir, de adquirir una identidad y defenderla con eficacia, tuvo que cons­ truir tres moradas en la isla desierta donde había'zozobrado su barco: la primera era su vivienda, la segunda era el club que frecuentaba todos los sábados y la tercera cumplía la sola función de ser el lugar cuyo umbral el náufrago no debía cruzar, y en consecuencia evitó cruzar asiduamente en todos los largos años que pasó en la isla. Cuando fue publicado hace más de treinta años, La distinción de Bourdieu puso patas arriba el concepto original de “cultura” nacido con la Ilustración y luego transmitido de generación en generación. El signi­ ficado de cultura que descubría, definía y documentaba Bourdieu estaba a una distancia remota del concepto de “cultura” tal como se lo había moldeado e introducido en el lenguaje corriente durante el tercer cuarto del siglo xvm , casi al mismo tiempo que el concepto inglés de refinement y el alemán de Bildung.* De acuerdo con su concepto original, la “cultura” no debía ser una preservación del statu quo sino un agente de cambio; más precisamente, un instrumento de navegación para guiar la evolución social hacia una condición humana universal. El propósito original del concepto de “cul­ tura” no era servir como un registro de descripciones, inventarios y codi­ ficaciones de la situación imperante, sino más bien fijar una meta y una dirección para las iniciativas futuras. El nombre “cultura” fue asignado a una misión proselitista que se había planeado y emprendido como una * Ambos conceptos son equivalentes al de “cultura” en el sentido restringido que Bauman describe aquí. La palabra inglesa refinement significa “refinamiento", en tanto que la alemana Bildung, escrita con mayúscula inicial como todos los sustantivos en esta lengua, significa cultura en el sentido de formación o educación. [N. de la T.]

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serie de tentativas cuyo objeto era educar a las masas y refinar sus cos­ tumbres, para mejorar así la sociedad y conducir al “pueblo” —es decir, a quienes provenían de las “profundidades de la sociedad”— hacia sus más altas cumbres. La “cultura” se asociaba a un “rayo de luz”* que pa­ saba “bajo los aleros” para ingresar a las moradas del campo y la ciudad, llegando a los oscuros escondrijos del prejuicio y la superstición que, como tantos otros vampiros (se creía), no sobrevivirían a la luz del día. De acuerdo con el apasionado pronunciamiento de Matthew Arnold en su influyente libro con el sugestivo título Cultura y anarquía (1869), la “cultura” “procura suprimir las clases sociales, difundir en todas partes lo mejor que se haya pensado o conocido en el mundo, lograr que todos los hombres vivan en una atmósfera de belleza e inteligencia”; además, de acuerdo con otra opinión expresada por Arnold en su introducción a Literature and Dogma (1873), la cultura es la combinación de los sueños y los deseos humanos con el esfuerzo de quienes quieren y pueden satis­ facerlos: “La cultura es la pasión por la belleza y la inteligencia, y (más aún) la pasión por hacerlas prevalecer”. La palabra “cultura” ingresó en el vocabulario moderno como una declaración de intenciones, como el nombre de una misión que aún era preciso emprender. El concepto era tanto un eslogan como un llamado a la acción. Al igual que el concepto que proporcionó la metáfora para des­ cribir esta intención (el concepto de “agricultura”, que asociaba a los agricultores con los campos que cultivaban), exhortaba al labrador y al sembrador a que araran y sembraran el suelo árido para enriquecer la cosecha mediante el cultivo (incluso Cicerón usó esta metáfora al descri­ bir la educación de los jóvenes con el término cultura animi). El concepto suponía Una división entre los educadores llamados a cultivar las almas, relativamente escasos, y los numerosos sujetos que habían de ser cultiva­ dos; los guardianes y los guardados, los supervisores y los supervisados, los educadores y los educandos, los productores y sus productos, sujetos y objetos, así como el encuentro que debía tener lugar entre ellos. * La expresión que utiliza el autor es "a bearti ofEnlightenment”, tropo que en inglés signi­ fica una iluminación, comprensión o idea súbita que cambiará la situación presente. Enlightenment significa “iluminación”, tanto en el sentido físico como metafórico, y asimismo es el sustantivo que denomina el período histórico conocido como “Ilustración”, que en español también se relaciona con la luz en expresiones como “Iluminismo”, “iluminista" o “Siglo de las Luces”. [N. de la T.]

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De la palabra “cultura' Se infería un acuerdo planeado y esperado entre quienes poseíala el conocimiento (o al menos estaban seguros de poseerlo) y los incultos '.(llamados así por sus entusiastas aspirantes a educadores); un contrato, Vale aclarar, provisto de una sola firma, endo­ sado de forma unilateral y puesto en marcha bajo la exclusiva dirección de la flamante “clase instruida”, que reivindicaba su derecho a moldear el orden “nuevo y mejor” sobre las cenizas del Anden Régime. La intención expresa de esta nueva clase era la educación, la ilustración, la elevación y el ennoblecimiento de le peuple, de quienes recientemente habían sido investidos del rol de dtoyens en los nuevos état-nations, el apareamiento de una nación recién’ formada que se elevaba a la existencia de Estado soberano con el nuevo Estado que aspiraba a desempeñar el papel de fi­ deicomisario, defensor y'guardián de la nación. El “proyecto de ilustración” otorgaba a la cultura (entendida como actividad semejante al Cultivo de la tierra) el estatus de herramienta bá­ sica para la construcción-de una nación, un Estado y un Estado nación, a la vez que confiaba esa herramienta a las manos de la clase instruida. En­ tre ambiciones políticas y'deliberaciones filosóficas, pronto cristalizaron dos metas gemelas de la empresa de ilustración (ya se las anunciara abier­ tamente o se las supusiera dé forma tácita) en el doble postulado de la obediencia de los súbditos y la solidaridad entre compatriotas. El crecimiento del “populacho” incrementaba la confianza del Estado nación en formación, pues se creía que el incremento en el número de potenciales trabajadores-soldados aumentaría su poder y garantizaría su seguridad. Sin embargó, puesto que el esfuerzo conjunto de la construc­ ción nacional y el crecimiento económico también resultaba en un exce­ dente cada vez mayor de .individuos (en esencia, era preciso desechar ca­ tegorías enteras de población para dar a luz y fortalecer el orden deseado, así como acelerar la creación de riquezas), el flamante Estado nación pronto enfrentó la apremiante necesidad de buscar nuevos territorios allende sus fronteras: territorios con capacidad para absorber el exceso de población que ya no encontraba iugar entre los límites del suyo. La perspectiva de colonizar dominios lejanos demostró ser un po­ tente estímulo para la idea iluminista de la cultura y dotó la misión proselitista de una dimensión cofnpletamente nueva que abarcaba en potencia al mundo entero. En exacto reflejo de la idea de “ilustración del pueblo” se forjó el concepto de la “misión del hombre blanco”, que consistía en 15

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“salvar al salvajeíde su barbarie”. Pronto estos conceptos serían dotados de un comentario teórico en la forma .de una teoría evolucionista de la cultura, que elevaba el mundo “desarrollado” al estatus de incuestio­ nable perfección, que tarde o temprano habría de ser imitada o deseada por el resto del planeta. En aras de esta meta, era preciso ayudar activa­ mente al resto del mundo, coaccionándolo en caso de que opusiera resis­ tencia. La teoría evolucionista de la cultura adjudicaba a la sociedad “de­ sarrollada” la función de convertir a todos los, habitantes del planeta. Todas sus futuras empresas e iniciativás se'reducían al papel que estaba destinada a desempeñar la elite instruida dé la metrópoli colonial frente a su propio “populacho” metropolitano. : , Bourdieu concibió su investigación, recabó los datos y los interpretó en el preciso momento en que estas iniciativas comenzaban a perder su ímpetu y su sentido de dirección, y en términos, generales ya estaban exánimes, al menos en las metrópolis donde se tramaban las visiones del futuro esperado y postulado, aunque no tanto en las periferias del impe­ rio, desde donde las fuerzas expedicionarias .eran llamadas a volver mu­ cho antes de que hubieran logrado elevar la Vida de los nativos a los es­ tándares adoptados en las metrópolis. En cuanto á estás últimas, la ya bicentenaria declaración de intenciones había logrado establecer en ellas una amplia red de instituciones ejecutivas, financiadas y administradas principalmente por el Estado, con suficiente vigor como para apoyarse en su propio ímpetu, su rutina arraigada y su inercia burocrática. Ya se había moldeado el producto deseado (un “populacho” transformado en un cuerpo cívico) y se había asegurado la posición .de las clases educado­ ras en el nuevo orden, o al menos se había logrado, que fueran aceptadas como tales. Lejos fie aquella audaz y arriesgada tentativa, cruzada o m i­ sión de antaño, la cultura se asemejabalahofa a un mecanismo homeostático: una suerte de giroscopio que protegía al Estado nación de los vientos de cambio y de las contracorrientes, a la vez que lo ayudaba, a pesar de las tempestades y los caprichos del tiempo inestable, a “mante­ ner el barco en su rumbo correcto” (o bien, como diría Talcott Parsons mediante su expresión por entonces en boga; permitir que el “sistema” “recobre su propio equilibrio”). : ' En resumen, la “cultura” dejaba de ser un estimulante para transfor­ marse en tranquilizante, dejaba de ser el arsenal de una revolución mo­ derna para transformarse en un depósito de. productos conservantes. La 16

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“cultura” pasó a ser el nombre de las funciones adjudicadas a estabilizado­ res, homeostatos o giróscopos. Cuando Bourdieu la captó, inmovilizó, re­ gistró y analizó a la manera de una instantánea en La distinción, la cultura se hallaba en pleno cumplimiento de estas funciones (que pronto se reve­ larían como efímeras). Bourdieu no logró sustraerse al destino del pro­ verbial búho de Minerva, esa diosa de toda sabiduría: observaba un pai­ saje iluminado por el sol poniente, cuyos contornos habían adquirido una nitidez momentánea que pronto se fundiría en el inminente crepúsculo. Lo que captó en su análisis fue la cultura en su etapa homeostática: la cul­ tura al servicio del statu quo, de la reproducción monótona de la sociedad y el mantenimiento del equilibrio del sistema, justo antes de la inevitable pérdida de su posición, que se aproximaba a paso redoblado. Esa pérdida de posición fue el resultado de una serie de procesos que estaban transformando la modernidad, llevándola de su fase “só­ lida” a su fase “líquida”. Uso aquí el término “modernidad líquida” para la forma actual de la condición moderna, que otros autores denominan “posmodernidad”, “modernidad tardía”, “segunda” o “híper” m oderni­ dad. Esta modernidad se vuelve “líquida” en el transcurso de una “m o­ dernización” obsesiva y compulsiva que se propulsa e intensifica a sí misma, como resultado de la cual, a la manera del líquido —de ahí la elección del térm ino—, ninguna de las etapas consecutivas de la vida social puede mantener su forma durante un tiempo prolongado. La “disolución de todo lo sólido” ha sido la característica innata y definitoria de la forma m odérna de vida desde el comienzo, pero hoy, a dife­ rencia de ayer, las formas disueltas no han de ser remplazadas —ni son remplazadas— por otras sólidas a las que se juzgue “mejoradas”, en el sentido de ser más sólidas y “permanentes” que las anteriores, y en consecuencia aún más resistentes a la disolución. En lugar de las for­ mas en proceso de disolución, y por lo tanto no permanentes, vienen otras que no son menos —si es que no son más— susceptibles-a la diso­ lución y por ende igualmente desprovistas de permanencia. Al menos en esa parte del planeta donde se formulan, se difunden, se leen con fruición y se debaten apasionadamente las apelaciones en favor de la cultura (a la que, recordemos, se había relevado antes de su rol de asistente de las naciones, los Estados y las jerarquías sociales en pro­ ceso de autodeterminación y autoconfirmación), esta pierde rápidamen­ te su función de sierva de una jerarquía social que se reproduce a sí misma. 17

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

Las taréas hasta entonces encomendadas a la cultura fueron cayendo una por una, quedaron abandonadas o pasaron a ser cumplidas por otros me­ dios y con diferentes herramientas. Liberada de las obligaciones que le ha­ bían impuesto sus creadores y operadores —obligaciones consecuentes con el rol primero misional y luego homeostático que cumplía en la socie­ dad—, la cultura puede ahora concentrarse en la satisfacción y la solución de necesidades y problemas individuales, en pugna con los desafíos y las tribulaciones de las vidas personales. Puede decirse que la cultura de la modernidad líquida (y más en particular, aunque no de forma exclusiva, su esfera artística) se corres­ ponde bien con la libertad individual de elección, y que su función con­ siste en asegurar que la elección sea y continúe siendo una necesidad y un deber ineludible de la vida, en tanto que la responsabilidad por la elección y sus consecuencias queda donde la ha situado la condición hu­ mana de la modernidad líquida: sobre los hombros del individuo, ahora designado gerente general y único ejecutor de su “política de vida”. No hablamos aquí de un cambio de paradigma ni de su modificación: resulta más apropiado hablar del comienzo de una era “posparadigmática” en la historia de la cultura (y no solo de la cultura). Aunque el término “paradigma” aún. no ha desaparecido del vocabulario cotidiano, se ha su­ mado a la familia de las “categorías zombis” (como diría Ulrich Beck), que crece a paso acelerado: categorías que deben ser usadas sous rature [en bo­ rrador] si, en ausencia de sustitutos adecuados, todavía no estamos en condiciones de renunciar a ellas (como preferiría decirlo Jacques Derrida). La modernidad líquida es una arena donde se libra una constante batalla a muerte contra todo tipo de paradigmas, y en efecto contra todos los dis­ positivos homeostáticos que sirven a la rutina y al conformismo, es decir, que imponen la monotonía y mantienen la predictibilidad. Ello se aplica tanto al concepto paradigmático heredado de cultura como a la cultura en sentido amplio (es decir, la suma total de los productos artificiales o el “ex­ cedente de la naturaleza” hecho por el ser humano), que aquel concepto intentó captar, asimilar intelectualmente y volver inteligible. Hoy la cultura no consiste en prohibiciones sino en ofertas, no con­ siste en normas sino en propuestas. Tal como señaló antes Bourdieu, la cultura hoy se ocupa de ofrecer tentaciones y establecer atracciones, con seducción y señuelos en lugar de reglamentos, con relaciones públicas en lugar de supervisión policial: produciendo, sembrando y plantando nuevos

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deseos y necesidades en lugar de imponer el deber. Si hay algo en relación con lo cual la cultura de hoy cumple la función de un homeostato, no es la conservación del estado presente sino la abrumadora demanda de cambio constante (aun cuando, á diferencia de la fase iluminista, se trata de un cambio sin dirección, o bien en una dirección que no se establece de antemano). Podría decirse que sirve no tanto a las estratificaciones y di­ visiones de la sociedad .como al mercado de consumo orientado por la re­ novación de existencias. La nuestra, es una sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual que el resto del mundo .experimentado por los consumidores, se m ani­ fiesta como un depósito de bienes concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes, empeñándose en captar esa atención más allá del pestañeó. Tal como'señalamos al comienzo, la eliminación de las normas rígidas y excesivamente puntillosas, la aceptación de todos los gusto's con imparcialidad y sin preferencia inequívoca, la “flexibilidad” de preferencias (el actual.nombre políticamente correcto para el carác­ ter irresoluto), así como las elecciones transitorias e inconsecuentes, constituyen la estrategia qué se recomienda ahora como la más sensata y correcta. Hoy la insignia de pertenencia a una elite cultural es la máxima tolerancia y la :mínhna quisquillosidad. El esnobismo cultural consiste en negar ostentosamente el esnobismo. El principio del elitismo cultural es la cualidad omnívora: ;sentirse como en casa en todo entorno cultu­ ral, sin considerar ninguno como el propio, y mucho menos el único propio. Un crítico y reseñador de t v de la prensa intelectual británica elogió un programa del Año Nuevo 20Ó7-2008 por su promesa de “brin­ dar un conjunto de entretenimientos musicales para satisfacer el apetito de todos”, “Lo bueno —explicó— es que su atractivo universal permite a uno entrar y salir del.show según la preferencia.”5 Es una cualidad digna de elogio y en sí admirable de la oferta cultural en una sociedad donde las redes remplazan a las estructuras, en tanto que un juego ininterrum ­ pido de conexión y desconexión de esas redes, así como la interminable secuencia de conexiones y, desconexiones, remplazan a la determinación, la fidelidad y la pertenencia. 5 Philip French, “A Hootenanny New Year to All”, en Observer Televisión, 30 de diciem­ bre de 2007-5 de enero de 2008.

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Hay otro aspecto a destacar en las tendencias aquí descriptas: una de las consecuencias de que el arte se quite de encima la carga de cumplir una función de peso es también la distancia, a menudo irónica o cínica, que adoptan con respecto a él tanto sus creadores cómo sus receptores. Hoy el discurso sobre el arte rara vez adquiere el tono ceremonioso o re­ verencial tan común en el pasado. Ya no sé llega a las manos. No se levan­ tan barricadas. No hay destellos de puñales. Si se dice:algo en relación con la superioridad de una forma de arte sobre otra, se lo expresa sin pa­ sión y sin brío; por otra parte, las visiones condenatorias y la difamación son menos frecuentes que nunca. Tras este estado de las cosas se esconde una sensación de vergüenza, una falta de confianza en sí mismo, una suerte de desorientación: si los artistas ya nó tienen a su cargo tareas grandiosas y trascendentes, si sus creaciones no.:sirven a otro propósito que brindar fama y fortuna a unos pocos elegidos, además de entretener y complacer personalmente a sus receptores, ¿cómo han de ser juzgados si no es por el bombo publicitario que acaso reciben en un momento dado? Tal como sintetizó diestramente Marshall McLuhan esta situación, “el arte es cualquier cosa que permita a uno salirse con la suya”. O tal como Damien Hirst —actual niño mimado de las .más elegantes galerías londi­ nenses y de quienes pueden darse el. lujo de ser sus clientes— admitió cándidamente al recibir el Premio Turner, prestigioso galardón británico de arte: “Es asombroso lo mucho que se puede hacer con un promedio escolar regular en artes, una imaginación retorcida y una sierra”. . Las fuerzas que impulsan la transformación gradual del concepto de “cultura” en su encarnación moderna líquida son las mismas que contribu­ yen a liberar los mercados de sus limitaciones no económicas: principal­ mente sociales, políticas y étnicas. La ¿cortomía de la modernidad líquida, orientada al consumo, se basa en el excedente y el rápido envejecimiento de sus ofertas, cuyos poderes de seducción, se marchitan de forma prema­ tura. Puesto que resulta imposible saber de antemano cuáles de los bienes ofrecidos lograrán tentar a los consumidores,, y así despertar su deseo, solo se puede separar la realidad de las ilusiones multiplicando los intentos y cometiendo errores costosos. El suministro perpetuo dé ofertas siempre nuevas es imperativo para incrementar la renovación de las mercancías, acortando los intervalos entre la adquisición y el desecho a fin de rempla­ zarías por bienes “nuevos y mejores”. Y también es imperativo para evitar que los reiterados desencantos de bienes específicos, lleven a desencantar 20

ALGUNAS NOTAS SOBRE LAS PEREGRINACIONES HISTÓRICAS...

por completo esa vida pintada con los colores del frenesí consumista sobre el lienzo de las redes comerciales. La cultura se asemeja hoy a una sección más de la gigantesca tienda de departamentos en que se ha transformado el mundo, con productos que se ofrecen a personas que han sido convertidas en clientes. Tal como ocurre en las otras secciones de esta megatienda, los estantes rebosan de atracciones que cambian a diario, y los mostradores están festoneados con las últimas promociones, que se esfumarán de forma tan instantánea como las novedades envejecidas que publicitan. Los bienes exhibidos en los estantes, así como los anuncios de los mostradores, están calculados para despertar antojos irreprimibles, aunque momentáneos por natura­ leza (tal como lo enunció George Steiner, “hechos para el máximo im­ pacto y la obsolescencia instantánea”). Tanto los mercaderes de los bienes como los autores de los anuncios combinan el arte de la seducción con el irreprimible deseo que sienten los potenciales clientes de despertar la ad­ miración de sus pares y disfrutar de una sensación de superioridad. Para sintetizar, la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un “populacho” que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir. En con­ traste con la ilustración y el ennoblecimiento, la seducción no es una ta­ rea única, que se lleva a cabo de una vez y para siempre, sino una activi­ dad que se prolonga de forma indefinida. La función de la cultura no consiste en satisfacer necesidades existentes sino en crear necesidades nuevas, mientras se mantienen aquellas que ya están afianzadas o per­ manentemente insatisfechas. El objetivo principal de la cultura es evitar el sentimiento de satisfacción en sus exsúbditos y pupilos, hoy transfor­ mados en clientes, y en particular contrarrestar su perfecta, completa y definitiva gratificación, que no dejaría espacio para nuevos antojos y ne­ cesidades que satisfacer.

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II. Sobre la mo.da, la identidad líquida y la utopía de hoy: algunas tendencias culturales del siglo xxi

“La moda —dice Georg Simmel— nunca se limita a ser. Existe en un per­ manente estado de devenir” En marcado contraste con los procesos físi­ cos y en coincidencia con el concepto de perpetuum mobile, la eventuali­ dad de existir en un constante estado de fluidez (es decir, llevando a cabo eternamente su trabajo) no es impensable en el caso de la moda. Lo que sí es impensable,’sin embargo, es que se rompa la cadena del cambio autopropagado una Vez que se ha puesto en movimiento. En efecto, el aspecto más notable de la moda es el hecho de que su “devenir” no pierde nada de su ímpetu mientras “hace sü trabajo”, o como resultado de hacerlo, en el mundo donde existe. El “devenir” de la moda no solo no pierde su energía o ímpetu, sino que su fuerza impulsora se incrementa con su in­ fluencia y con la evidencia de su impacto, que no ces^ fte acumularse. Si la moda fuera un mero proceso físico, sería una anomalía mons­ truosa contra todas las leyes de la naturaleza. Pero la moda no es un he­ cho físico: es un fenómeno social. La vida social es por su propia naturaleza un artilugio extraordinario: hace todo lo que puede por invalidar la segunda ley de la termodinámica abriendo para sí misma un nicho que la mantiene a salvo de la maldición de la “entropía”, és decir, una “cantidad termodinámica que representa la suma de la energía presente en el sistema que no puede ser usada para el trabajo mecánico”, cantidad que “crece con la degradación de la materia y de la energía hasta alcanzar el estado final de homogeneidad estancada”. En el caso de la moda, ese estado de uniformidad que induce a la inercia no es un “estado final” sino su opuesto, una perspectiva que retrocede sin 23

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

cesar: cuantos más aspectos del esfuerzo y el hábitat humanos estén suje­ tos a la lógica de la moda, más inalcanzable sé vuelve la regulación y la estabilidad de ambos. Es como si la moda estuviera provista de una vál­ vula de seguridad que se abre mucho antes de que la perspectiva de per­ der energía a consecuencia de la conformidad (el deseo de la cual, para­ dójicamente, es uno de los impulsos humanos básicos que mantienen el proceso de la moda en su constante estado dé “devenir”) se acerque de­ masiado a amenazarla con una desaceleración, y mucho menos un ago­ tamiento, de su poder de tentar y seducir.’ Si.la entropía es, por así decir, una niveladora de la diversidad, la moda (que, reiterémoslo, extrae su fuerza vital de la renuencia humana a distinguirse y del deseo de unifor­ midad) multiplica e intensifica justamente las divisiones, diferencias, de­ sigualdades, discriminaciones y desventajas qué promete disipar, y en úl­ tima instancia eliminar por completo. '• , Una imposibilidad del universo físico, el perpetuum mobile (un pro­ ceso autoperpetuante que recopila energía m ientras se expande), pasa a ser la norma apenas se encuentra en Un “mundo socializado”. ¿Cómo es posible esto? Simmel hace la pregunta y es él quien la explica: ocurre me­ diante la confrontación de dos deseos y anhelos humanos igualmente poderosos y abarcadores, dos compañeros inseparables pero en cons­ tante conflicto, con miradas que apuntan en direcciones opuestas. Para valernos una vez más de la terminología de lá física, podríamos decir que el “devenir” de la moda es una suerte de péndulo peculiar cuyo mo­ vimiento se transforma, de manera gradual peto exhaustiva, sin pérdidas y en algunos casos incluso con alguna ganancia, en energía potencial lista para convertirse en la energía cinética del movimiento contrario. Los péndulos oscilan, y si no fuera por la pérdida de energía que se pro­ duce en cada cambio de dirección, no se detendrían nunca. Los anhelos y deseos contradictorios mencionados aquí son un afán por obtener un sentido de pertenencia en él seno de un grupo o una aglo­ meración, aparejado a un deseo de distinguirse de las masas, de adquirir un sentido de individualidad y originalidad; el sueño de pertenecer y el sueño de la independencia; la necesidad de respaldo social y la demanda de autonomía; el deseo de ser como los demás y la búsqueda de singulari­ dad. En resumen, todas estas contradicciones se reducen al conflicto entre la necesidad de darse la mano por un anhelo de seguridad y la necesidad de soltarse por un anhelo de libertad. O bien, si miramos este conflicto 24

SOBRE LA MODA, LA IDENTIDAD LÍQUIDA Y LA UTOPÍA DE HOY

desde otra perspectiva: el temor a ser diferente y el temor a perder indivi­ dualidad. O el de la soledad indeseada y la falta de soledad deseada. Tal como ocurre con (¿la mayoría de?) los matrimonios, la seguri­ dad y la libertad no pueden existir una sin la otra, pero su coexistencia no es fácil. La seguridad sin libertad equivale al cautiverio, y la libertad sin seguridad instila una incertidumbre crónica que amenaza con pro­ vocar un colapso nervioso. Si a cualquiera de ellas se le negara el efecto redentor de su cónyuge que la equilibra, compensa y neutraliza (o bien, de su álter ego), tanto la libertad como la seguridad dejarían de ser valo­ res anhelados para convertirse en pesadillas de vigilia. La seguridad y la libertad dependen una de la otra, pero al mismo tiempo se excluyen mu­ tuamente. Se atraen y se repelen en medida desigual, ya que las propor­ ciones relativas de estos sentimientos contradictorios cambian en sinto­ nía con las frecuentes (tan frecuentes como para constituir una rutina) desviaciones del “justo medio” en función del cual se establecen (en su mayor parte, no por mucho tiempo) las negociaciones entre ellas. Cualquier tentativa de lograr un equilibrio y una armonía entre esos deseos o valores suele ser incompleta, insuficientemente satisfactoria, de­ masiado inestable y frágil como para brindar un aura de certidumbre. Siempre habrá algunos cabos sueltos que atar, aunque cada tirón ame­ nace con desgarrar el finísimo entramado de relaciones. De ahí que los intentos de conciliación nunca logren el objetivo tan tenazmente bus­ cado, ya sea reconocido o secreto; de ahí también que resulte imposible desistir de ellos. La cohabitación de la seguridad con la libertad nunca dejará de ser tempestuosa y sumamente tensa. Su intrínseca e irresoluble ambivalencia es una fuente inagotable de energía creativa y cambio obse­ sivo. He ahí lo que determina su estatus de perpetuum mobile. “La moda —dice Simmel— es una forma particular de vida que pro­ cura asegurar una solución de compromiso entre la tendencia a la igual­ dad social y la tendencia a la singularidad individual.”1 Esta solución de compromiso, repetimos, no puede ser un “estado permanente”, no puede es­ tablecerse de una vez y para siempre: la cláusula “hasta nuevo aviso” está inscripta en ella con tinta indeleble. Esta solución de compromiso, como la moda en busca de ella, nunca se limita a “ser”, siempre “deviene”. No 1 Georg Simmel, Zur Psychologie der Mode; Soziologische Studie, en Gesamtausgabe, vol. 5, Francfort, Suhrkamp, 1992.

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LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

puede permanecer quieta; exige renegociación continua. Accionada por el impulso de ser diferente, de escapar a las multitudes y a la competencia, la carrera masiva tras la última moda (la moda del momento) transforma rápidamente las marcas actuales de la distinción en rasgos comunes, vul­ gares y triviales, y hasta el más breve decaimiento de la atención, o incluso una desaceleración momentánea de la velocidad de prestidigitación, puede producir el efecto opuesto al deseado: la pérdida de individualidad. Es pre­ ciso adquirir rápidamente las señales que hoy indican que se es “de avan­ zada”, desechando a la vez las de ayer con la misma celeridad. El mandato de saber siempre “qué ha pasado ya de moda” debe ser seguido tan a con­ ciencia como la obligación de priorizar lo que (en este preciso momento) es nuevo y está al día. El estilo de vida declarado por quienes ya lo tienen o aspiran a él, que se comunica a los demás y se evidencia públicamente ad­ quiriendo los signos de las modas cambiantes, se define tanto por la pro­ minente exhibición de los signos de las últimas tendencias como por la au­ sencia de los que ya no están a la moda. El perpetuum mobile de la moda es en efecto un destructor de toda inercia, extremadamente cualificado, experimentado y eficiente. La moda sumerge cualquier estilo de vida en un estado de revolución permanente e interminable. Puesto que el fenómeno de la moda está ligado de forma estrecha e indisoluble a los atributos eternos y universales de los usos hu­ manos en el mundo y a su conflicto igualmente ineludible, su aparición no se restringe a uno o unos pocos estilos selectos de vida. En todo pe­ ríodo de la historia, en todo territorio de habitación humana y en toda cultura, la moda ha asumido el rol de operadora principal en la iniciativa de establecer el cambio constante como norma de la vida hümana: No obstante, su modus operandi cambia con el tiempo, así como las institu­ ciones que sirven a sus operaciones. La forma actual del fenómeno de la moda responde a la colonización y la explotación de ese aspecto eterno de la condición humana por parte de los mercados de consumo. La moda es uno de los principales volantes del “progreso” (es decir, del cambio que menosprecia y denigra, o en otras palabras devalúa, todo lo que deja atrás para remplazado por algo nuevo). Sin embargo, en marcada opo­ sición a los usos anteriores de este término, la palabra “progreso”, tal como aparece en las páginas comerciales de Internet, se asocia menos a la espe­ ranza de escapar del peligro que a una amenaza de la que uno debe escapar; no define el objetivo del esfuerzo sino la razón por la cual se lo necesita. 26

SOBRE LA M Ó PA, LA IDENTIDAD LÍQUIDA Y LA UTOPÍA DE HOY

En el uso actual del término, el “progreso” es primordialmente un proceso indeténible que avanza sin consideración por nuestros Seseos e indiferente a nuestros sentiínientos: un proceso cuya fuerza imparable y arrolladora demanda nuestra mansa sumisión según el principio “si no puedes vencer­ los, únete a ellos”. De acuerdo con las creencias que instilan los mercados de consumo, el progreso e$ una amenaza mortal para los perezosos, los imprudentes y los flojos. El imperativo de “sumarse al progreso” o “seguir el progreso” se inspira en el deseo de escapar al fantasma de la catástrofe personal causada por factores sociales impersonales, cuyo aliento se siente constantemente, en la nuca. Evoca la “fuga hacia el futuro” del Ángel de la Historia en el cuadro de Paul Klee comentado por Walter Benjamin: un ángel de espaldas al'futuro, hacia donde lo empuja su revulsión ante la vista de los restos-putrefactos y hediondos que dejaron las huidas anterio­ res... Solo que aquí,.parafraseando a Marx, la moda impulsada por el mer­ cado recrea en una farsa la tragedia'épica del Ángel de la Historia. Él progreso,, en resumen, ha dejado de ser un discurso que habla de mejorar la vida de todos para convertirse en un discurso de supervivencia personal. El progr.eso. ya np.se piensa en el contexto del deseo de adquirir velocidad, sino en el contexto de un esfuerzo desesperado por no desca­ rrilarse, por evitar la descalificación y la exclusión de la carrera. No pensa­ mos el “progresó” en el. contexto de elevar nuestro estatus, sino en el de evitar el fracaso. Escuchamos la noticia, por ejemplo, de que Brasil será “el único destino soleado del invierno” este año, y llegamos a la conclusión de que este año no podemos ser vistos en lugares donde el año pasado se dejó ver la gente que comparte aspiraciones con nosotros. Además, leemos que es preciso “deshacernos de nuestro, poncho” que tan en boga estuvo el año pasado, porque si lo usamos hoy (dado que el tiempo no se detiene) “pare­ ceremos un camello”. Más. aún, nos enteramos de que los trajes a rayas fi­ nas, que en la temporada anterior eran “obligatorios”, hoy ya pasaron de moda porque “los usan todos y se los pone cualquiera”... y así sucesiva­ mente. En efecto, el tiempo pasa y el secreto está en seguirle el ritmo. Si no queremos ahogarnos, tenemos que seguir surfeando: es decir, seguir cam­ biando, con la mayor frecuencia, posible, el guardarropa, los muebles, el empapelado, la apariencia y los hábitos; en resumen, nosotros. Una vez que lós esfuerzos concertados e ingeniosos del mercado de consumo han permitido que la cultura se deje subyugar por la lógica de la moda, se vuelve necesario —a fin de ser uno mismo y ser visto como 27

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD'LÍQUIDA ''

tal— demostrar la capacidad de ser otra persona. Él modelo personal en la búsqueda de la identidad pasa a ser el del camaleón. O el del legenda­ rio Prometeo, cuya mítica habilidad dé ¡transformarse a su antojo en cualquier otra entidad, o de tomar formas aleatorias, por muy distintas que fueran del original, era tan admirada en ¿1 Renacimiento por Pico della Mirándola. La cultura omniabarcadora de hoy exige que adquira­ mos la destreza de cambiar nuestra identidad (o al menos su manifesta­ ción pública) con tanta frecuencia, velocidad y eficacia como cambiamos de camisa o de medias. Y por un precio modesto, o no tan modesto, el mercado de consumo nos asistirá en la adquisición de esta habilidad en obediencia a la recomendación de la cultura.' No necesito agregar, porque debería ser obvio, que el cambio de foco desde la posesión hacia el desecho y el descarte de las cosas encaja perfectamente con la lógica de una economía orientada por el consumo. La gente que se aferra a la ropa, las computadoras y los celulares de ayer podría ser catastrófica para una economía cuyo propósito principal, así como el sine qua non de su supervivencia, es el desecho cada vez más rá­ pido de los bienes adquiridos: una economía cuya columna vertebral es el vertedero de basura. El escape es la iniciativa más difundida (¿n realidad, es imperiosa). Los ejércitos ya no insisten en el servicio militar obligatorio, e incluso le rehúyen; y sin embargo el deber común del ciudadano/consumidor, un deber cuya deserción se sanciona con la pena de muerte (social), con­ siste en permanecer fiel a la moda y continuar estando a la moda. Desde el punto de vista semántico, el escape es lo opuesto a la utopía, aunque desde el punto de vjsta psicológico resulta ser su único sustituto dispo­ nible hoy: podría decirse que es la interpretación nueva y actualizada de la utopía, adaptada a las exigencias de nuestra desregulada e individua­ lizada sociedad de consumidores. Hoy resulta obvio que no es posible abrigar ninguna esperanza seria y real de hacer del mundo un mejor lu­ gar donde vivir, pero quizá nos tiente la idea de poner a salvo (de la moda, del “progreso”), al menos por un tiempo, el sitio relativamente acogedor y privado que hemos logrado hacernos en ese mundo. Nuestros esfuerzos e intereses privados se limitan principalmente a evitar el fracaso. La lucha por la supervivencia exige nuestra atención completa e indivisa, una vigilia de 24 horas, de.siete días por semana, y por sobre todo un movimiento constante,.tan'veloz como sea posible... 28

SOBRE LA MODA, LA IDENTIDAD LÍQUIDA YrLA UTOPÍA DE HOY

Slawomir Mrozek, el célebre escritor polaco familiarizado con nu­ merosas culturas, observa lo siguiente: “En un pasado remoto atribuía­ mos nuestra infelicidad a la gerencia de entonces: Dios. Coincidimos en que él manejaba mal la empresa. Lo echamos y nos designamos gerentes”.2 Sin embargo, señala Mrozek, anticlerical convencido, el negocio no me­ joró con el cambio de gerencia. No mejoró porque cuando nuestros sue­ ños y esperanzas de lograr una vida mejor se concentran por entero en nuestro propio ego, ceñidos a reparar nuestro cuerpo o nuestra alma, no hay límites para nuestras ambiciones y tentaciones, y en consecuencia para que crezca el ego es preciso elim inar toda restricción [...] Se m e dijo: “Invéntate, concibe tu propia vida, acom ódala como te plazca, no solo m i­ nuto a m inuto sino tam bién desde el com ienzo hasta el final”. Pero ¿puedo hacer eso? ¿Así nom ás, sin ayuda, ensayos, pruebas, errores y correcciones, sobre todo, sin vacilar?3

El dolor de la elección punitivamente limitada dejó su lugar a otro pade­ cimiento, no menos grave, pero que ahora es infligido por el deber de ha­ cer una elección irrevocable frente a la incertidumbre y por la falta de confianza en la eficacia de cualquier elección subsecuente. Mrozek per­ cibe una estrecha semejanza entre el mundo donde vivimos y un puesto de disfraces “rodeado por una multitud de personas en busca de su pro­ pio ‘yo’ [...] Se puede cambiar infinitamente, ¡qué ilimitada libertad! [...] Así que busquémonos un ‘yo’, ¡qué divertido!... Con la condición de que no lo encontremos nunca. Porque en ese caso se terminaría la fiesta”.4 La singular idea de despojar la incertidumbre de su poder inhabili­ tante, de convertir la felicidad en una condición permanente y segura (va­ riando de forma continua e ininterrumpida el propio “yo” mediante el cambio de disfraces), es ni más ni menos que la encarnación actual de la utopía. No solo es una utopía inherentemente adecuada a una sociedad de “cazadores” (que han remplazado a los “jardineros”, protagonistas de la era de la modernidad sólida, y a los “guardabosques” de los tiempos premo­ dernos), sino también una utopía que sirve a esa clase de sociedad; una

2 Slawomir Mrozek, Male listy, Varsovia, Noir sur Blanc, 2000, p. 121. 3Ibid., p. 273. 4 Ibid., p. 123. 29

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LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

versión “desregulada” “privatizada” e “individualizada” del viejo sueño de la “sociedad buena”, es decir, un entorno acogedor para la humanidad de sus miembros y que a la vez es garante de esa humanidad. La caza es una ocupación de tiempo completo en el estadio de la modernidad líquida. Consume una cantidad desmesurada de atención y energía que deja poco tiempo para cualquier otra cosa. Distrae la aten­ ción de la infinitud inherente a la tarea y difiere ad calendas graecas —a una fecha inexistente— el momento de reflexionar y admitir sin ambages que resulta imposible concluirla. Tal como señaló Blaise Pascal hace va­ rios siglos, no hacemos más que buscar ocupaciones urgentes y agobian­ tes que nos impidan pensar exclusivamente en nosotros mismos, y es por eso que nos ponemos como meta algún objeto atractivo que nos cautive y nos seduzca. Deseamos escapar a la necesidad de pensar en nuestra “condición infeliz”: “por eso preferimos la caza a la captura”; “esta liebre no nos ahorraría la visión de la muerte y de las miserias, pero la caza —que nos aparta de aquella— nos la ahorra”.5 Los pensamientos de Pascal se hacen realidad hoy a través de la agencia de la moda comercializada. Cazar es como una droga: una vez que se prueba, se vuelve un há­ bito, una necesidad interior y una obsesión. Dar caza a una liebre segura­ mente deparará una ingrata decepción, y volverá aún más irresistible la tentación de iniciar otra cacería, porque la expectativa de atrapar la presa resultará ser la experiencia más deliciosa (¿la única deliciosa?) de todo el evento. La caza exitosa de la liebre pone fin a la emoción y aumenta las expectativas: la única manera de aplacar la frustración consiste en pla­ near e iniciar de inmediato la próxima cacería. ¿Es este el fin de la utopía? En un sentido lo es: el pensamiento utopista de la modernidad temprana se inspiró en el deseo de tomarse un descanso en medio del caos de los acontecimientos, que incapacita y atemoriza: el sueño de poner fin a la carrera de obstáculos, a las insoportables priva­ ciones, y el sueño del nirvana al otro lado de la línea de llegada, donde el tiempo se detiene y la historia tiene prohibido el acceso. Sin embargo, en la vida de un cazador no hay espacio para un momento en el que pueda decirse con certeza que la tarea ha concluido, que el caso está cerrado, que la misión está cumplida: en otras palabras, un momento en el que la s. Citas de Blaise Pascal en Pensées, trad. ingl. de A. J. Krailsheimer, Londres, Penguin Classics, 1966, p. 68.

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SOBRE I.A MODA, LA IDENTIDAD LÍQUIDA Y LA UTOPÍA DE HOY

única expectativa seá el descanso y el puro placer que deparan los boti­ nes acumulados. En una sociedad de cazadores, la perspectiva de finalizar la caza, le­ jos de seducir, causa espantara fin de cuentas, sería un momento de fra­ caso personal. Los cuiernos de caza llamarían otra vez a nuevas aventu­ ras, los perros aullarían' evocando una vez más los deliciosos sueños de las cacerías pasadas; por todas partes, otros andarían implacables tras sus presas; la emoción y el clamor gozoso no tendrían fin... Solo yo que­ daría a un lado, excluido y expulsado de la compañía, indeseado y pri­ vado de diversión; una persona a la que se le permite observar el jolgorio de los otros desdé detrás de la cerca pero a la que se le niega la oportuni­ dad de participar. Si la vida de caza es la utopía de nuestros tiempos, en contraste con sus'precursoras, es una utopía de aventura sin fin. Qué utopía más extraña: sus antecesoras ofrecían el aliciente de llegar al final del camino y de los afanes, mientras que la utopía de los cazadores es un sueño en el que el camino y los afanes nunca terminan. No es el final del viaje lo que atiza el esfuerzo, sino su infinitud. Es una utopía extraña y poco ortodoxa, pero utopía al fin, como las anteriores, que después de todo promete una recompensa inalcanzable, una solución definitiva y radical a todos los problemas humanos, del pasado, el presente y el futuro, así como un antídoto radical a todas las aflicciones y desgracias de. la condición humana. Se trata de una utopía poco ortodoxa en el sentido de que trae la tierra prometida de las solu­ ciones y las curas1desde el “allí y después” del futuro distante hasta el “aquí y ahora” del momento presente. En lugar de una vida hacia la uto­ pía, a los cazadores se les ofrece una vida en la utopía. Para los “jardine­ ros”, la utopía era ei final del camino, mientras que para los “cazadores”, el propio camino es la utopía. (¿No deberíamos, en este caso, cambiar el tér­ mino “u-topía” por. el de “u-vía”?) Los jardineros veían en el fin del camino la realización y el triunfo final de la utopía. Para los- cazadores, llegar al fin del camino equivaldría a la derrota ignominiosa y final de la utopía. A las injusticias existentes se agregaría la humillación, con lo cual este revés pasaría a ser una derrota personal. Puesto que los otros cazadores no cesarán de cazar, la exclu­ sión de la caza continua será equivalente a la desgracia y la vergüenza del rechazo: y en el análisis final, á la ignominia de que haya quedado ex­ puesta la ineptitud propia; 3i

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD’.LÍQUIDA

La utopía traída desde un sitio distañte y nebuloso hasta el “aquí y ahora”, la utopía ya vivida en lugar de “anhelada”, es inmune al examen de la experiencia futura. Es inmortal para todo propósito e intención. Pero ganó su inmortalidad a expensas de la fragilidad y susceptibilidad de todos aquellos a quienes alguna vez ha cautivado y seducido. He ahí, en líneas generales, la base del fenómeno de la moda. Bien podríamos estar hablando aquí de la moda en lugar de la vida e n ía modernidad lí­ quida y su utopía... ■■ ■ . En contraste con las utopías de antaño, la;utopía de la modernidad lí­ quida, la utopía, o “u-vía”, de los cazadores, la utopía de la vida que gira en torno a la persecución de la siempre elusiva moda, no da sentido a la vida, ya sea auténtico o falso. Apenas ayuda a desterrar de nuestra mente el problema del sentido de la vida. Una vez qúé ha convertido el viaje de la vida en una serie interminable dé medidas-egotistas, de modo tal que cada episodio experimentado pasa a ser una introducción al próximo de la serie, esta utopía no ofrece una oportunidad, de considerar su rumbo, o el sentido de la vida en sí. La oportunidad de hacerlo se presenta recién en los momentos en los que uno se retira o es excluido del estilo de vida de los cazadores, y por regla es demasiado tarde para que la reflexión ejerza influencia en el rumbo de la vida propia y de-la de quienes se encuentran alrededor. Es demasiado tarde para objetar el estado “realmente existente” de la vida propia, y más aún para que algún cuestionami'ento de su sen­ tido permita obtener resultados prácticos; El estudio de la moda, los problemas de identidad o la metamorfosis de la utopía son apenas algunos de los “granos de arena” en los que William Blake intentaba “ver el mundo”; es decir, una maneta de “tomar el infi­ nito en la palma de la mano” y sujetarlo con fuerza. El mundo que ha de verse en esos granos de arena es el mundo que compartimos todos los nativos de la modernidad líquida. Y-.ese infinito captado en el curso de nuestras reflexiones es nuestro Lebenswelt, el mundo de nuestras expe­ riencias, es decir, un mundo experimentado pbr nosotros; un mundo moldeado por nuestro modo de vida y. el de otros artistas que viven en su seno, bajo el decreto histórico de la cultura.

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III. La cultura, de la construcción nacional a la globalización

Los contornos de la escena cultural que estaban a punto de “fundirse en la penumbra del crepúsculo” cuando levantó vuelo el búho de Bourdieu (como señalamos en un capítulo anterior) eran aquellos que obser­ varon y describieron —a través del prisma del “sistema autoequilibrado” al que aspiraron, saludaron y celebraron prematuramente una y otra v e z ios académicos y expertos panegiristas de los Estados nación que prota­ gonizaron la fase “sólida” de la era moderna. Puesto que los dispositivos homeostáticos de buen funcionamiento (que dificultan e incluso imposi­ bilitan cualquier desviación del modelo sistémico elegido) son esenciales para la supervivencia de los sistemas perdurables o inmutables, las socie­ dades que se identificaban con esos sistemas o aspiraban a conseguirlos tendían naturalmente a definir y juzgar todos los elementos o aspectos sociales con referencia a sus cualidades y efectos homeostáticos. Dado que los Estados nación fomentaban tales aspiraciones y espe­ ranzas, la búsqueda de dichas cualidades homeostáticas parecía tan bien fundada como inevitable, y la aceptación de sus efectos estabilizadores del sistema como criterio de “funcionalidad” (léase: utilidad y deseabilidad) del fenómeno que los causaba era una obviedad casi irrefutable. Sin embargo, desde el momento en que los Estados nación comenzaron a verse coaccionados, alentados e inclinados a abandonar esas aspiracio­ nes y esperanzas, los fundamentos de dichas prácticas dejaron de ser in­ quebrantables: basarse en el efecto estabilizador del sistema para medir la “funcionalidad” (repito, la utilidad y la deseabilidad) de las institucio­ nes ya no parecía una verdad tan indiscutible, innegable y correcta. 33

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

Mientras perduraron las aspiraciones a la autorrecreación monótona de un sistema (pero ya no después), la visión homeostática de la cultura permaneció inmune a la crítica. Sin embargo, las aspiraciones comenza­ ron a debilitarse hasta que, finalmente, bajo la presión globalizadora, no quedó otra alternativa que abandonarlas por completo: al principio con renuencia, pero luego sin grandes dudas e incluso de buena gana. Un efecto colateral de la pérdida de estas aspiraciones fue la gradual mani­ festación de la naturaleza endeble, borrosa, frágil y en definitiva ficticia de las fronteras sistémicas, y por último la muerte de la ilusión de sobe­ ranía territorial, que se llevó consigo la tendencia a respaldar el Estado nación según la fortaleza de su sistema autosuficiente, autorreproducido y autoequilibrado. En la bibliografía sociológica y política ya se han examinado y descripto de forma exhaustiva y minuciosa las profundas consecuencias de la globalización (en especial la separación entre el poder y la política, con la subsecuente renuncia del ya debilitado Estado a sus funciones tra­ dicionales, liberándolas así de supervisión política). Por consiguiente, aquí nos limitaremos a un solo aspecto del proceso de globalización, analizado muy rara vez en el contexto del cambiante paradigma de la in­ vestigación y la teoría en el terreno de la cultura: las alteraciones en el ca­ rácter de la migración global. La migración de masas, o bien la migración de personas (en con­ traste con la migración de pueblos, como ocurrió a principios de la Edad Media), formó parte integral de la modernidad y de la modernización, de su modo de vida, continuamente y desde los inicios, lo cual no resulta extraño si se tiene en cuenta que la creación del orden y el crecimiento económico, dos valiosos componentes de la modernización, generaron crecientes grupos de personas tachadas de superfluas en su tierra de ori­ gen: el desecho de la creación del orden y el desecho del crecimiento económico. La historia de la migración moderna se compone de tres fa­ ses separadas. La primera fue la emigración de unas sesenta millones de personas desde Europa, la única “región modernizante! del planeta en la época (es decir, el único territorio “superpoblado”), hacia “tierras vacías” (es decir, tierras cuyas poblaciones indígenas Europa podía pasar por alto, o bien considerar inexistentes o irrelevántes para sus planes y cálculos fu­ turos). Cualquiera fuese el remanente de las poblaciones nativas luego de 34

LA CULTURA, DE LA CONSTRUCCIÓN NACIONAL A LA GLOBALIZACIÓN

la arremetida de asesinatos masivos y epidemias igualmente multitudi­ narias, pasaría a ser para los, recién llegados apenas un argumento más en favor del “cultivo”, que correspondía abordar tal como lo había hecho ya en casa su propia elite cultural y que ahora se elevaba al rango de “m i­ sión del hombre blanco”. La segunda oleada-dio un giro de 180 grados con respecto a la m i­ gración de los orígenes imperiales. Con la decadencia de los imperios coloniales, algunas de: las poblaciones nativas —con grados variables de instrucción y “sofisticación ,cultural”— siguieron a los colonialistas que iban de regreso a sus'países de origen; se establecieron en ciudades, donde debían adaptarse a la única cosmovisión y el único modelo estraté­ gico disponibles a la fechá:- el modelo de asimilación, creado en la fase temprana de la construcción nacional como modo de lidiar con las m ino­ rías étnicas, ya fueran lingüísticas o culturales. En aras de su asimilación, cuyo propósito consistía en unificar la nación que se configuraba bajo la égida de un Estado moderno, los recién llegados fueron transformados en “minorías” (aunque cada vez con menos convicción, entusiasmo y po­ sibilidades de éxito), en los objetos de cruzadas culturales, Kulturkampf y misiones proselitistas. Esta segunda fase de la historia de la migración mo­ derna aún no ha llegado a su fin. Más por inercia que por algún discerni­ miento de la nueva situación, sus ecos siguen resonando cada tanto en de­ claraciones públicas de intenciones emitidas por políticos (aunque, en el espíritu de la corrección política, se las disfraza casi siempre de exigencias de “educación cívica” o “integración”). La tercera fase de la migración moderna, actualmente en pleno trans­ curso y con crecienté ímpetu a pesar de los frenéticos esfuerzos por dete­ nerla, introduce la era dejas diásporas: un infinito archipiélago de asen­ tamientos étnicos, religiosos y lingüísticos que, haciendo caso omiso de las sendas trazadas y pavimentadas por el episodio imperial/colonial, se guían por la lógica de la redistribución global de los recursos vivos y las chances de supervivencia peculiares del estadio actual de la globaliza­ ción. Las diásporas se dispersan y esparcen a lo largo y a lo ancho de nu­ merosos territorios formalmente soberanos; ignoran las pretensiones na­ tivas de que primen las necesidades, las demandas y los derechos locales, y caen en las trampas de la ciudadanía dual (o múltiple), e incluso la leal­ tad dual (o múltiple). La migración de hoy difiere de sus anteriores fases en la equivalencia dé los.cuantiosos derroteros posibles y en el hecho de 35

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que casi ningún país actual es exclusivamente .trn lugar de inmigración o emigración. Ya no predeterminados de manera inequívoca por la heren­ cia del pasado injperial/colonial, los derroteros de la migración se for­ man y reforman ad hoc. La fase más reciente de la migración pone en duda el lazo incipiente e inquebrantable entre identidad y nacionalidad, entre el individuo y su lugar de habitación, entre el vecindario físico y la identidad cultural (para decirlo con mayor sencillez, entre la probdmidad física y la proximidad cultural). Jonathan Rutherford, perspicaz observador de las fronteras flexibles de la comunidad humana, observa qúe los residentes de la calle londinense donde vive pertenecen a un vecindario de Comunidades muy diferentes entre ellas en lo concerniente a su cultura, su lengua y sus cos­ tumbres: desde pequeñas aglomeraciones apiñadas entre los límites de unas pocas calles colindantes hasta prolongaciones de redes extensas, en algunos casos verdaderamente vastas. Es un barrio de fronteras porosas, esponjosas y serpenteantes, donde resulta difícil determinar quién perte­ nece legalmente y quién es un extranjero, quién está en su lugar y quién es un intruso. ¿Cuál es nuestra pertenencia cuando vivimos en un barrio como este?, pregunta Rutherford dejando su interrogante sin respuesta. ¿Qué es eso que ^lamamos “nuestro lugar”? Y cuando miramos hacia atrás recordando lo que nos trajo hasta aquí,' ¿a cuál de los relatos que contamos y oímos nos sentimos más ligados?1 : Muchos de nosotros los europeos —quizá la mayoría— vivimos hoy nuestra vida en la diáspora (¿hasta dónde y en'qué dirección/es?) o entre diásporas (¿hasta dónde y en qué dirección/es?). Por primera vez, el “arte de vivir con la diferencia” ha devenido en un problema cotidiano. Este problema pudo materializarse recién cuando las diferencias entre las per­ sonas dejaron de ser percibidas como molestias transitorias. A diferencia del pasado, la realidad de vivir en estrecha proximidad con los extranje­ ros parece haber llegado para quedarse, y;en consecuencia exige el ejerci­ cio y la adquisición de las destrezas necesarias para la coexistencia diaria con modos de vida diferentes de los propios; más aún, una coexistencia que, además de soportable, probará ser mutuamente beneficiosa, y no solo a pesar de las diferencias que nos separan sino a causa de ellas. La noción de “derechos humanos” que se promueve hoy en remplazo de la 1Jonathan Rutherford, After Identíty, Londres, Lawrence &'Wishart, 2007, pp. 59 y 60.

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idea de los derechos territorialmente determinados (y en la práctica, te­ rritorialmente limitados), o bien, por así decir, los “derechos de pertenen­ cia”, es a fin de cuentas, y en última instancia, el derecho a la diferencia. La nueva interpretación de la noción de derechos humanos básicos sienta las bases, como mínimo, para la tolerancia mutua, pero de ningún modo llega tan lejos como para sentar las bases de la mutua solidaridad. Esta nueva interpretación rompe la jerarquía de culturas heredada del pasado y desbarata el modelo de asimilación como evolución cultural naturalmente "progresiva” que conduce de forma inexorable hacia un objetivo modelo predeterminado. Desde el punto de vista axiológico, las relaciones culturales ya no son verticales sino horizontales: ninguna cul­ tura tiene derecho a exigir la subordinación, humildad o sumisión de otra por la simple consideración de su propia superioridad o su “carácter progresivo”. Hoy los modos de vida andan a la deriva en direcciones di­ versas y no necesariamente coordinadas; se ponen en contacto y se sepa­ ran, se acercan y se distancian, se abrazan y se repelen, entran en conflicto o inician un intercambio mutuo de experiencias o servicios: y hacen todo esto (parafraseando la memorable frase de Simmel) mientras flotan en una suspensión de culturas, todas de una gravedad específica similar o completamente idéntica. Hoy las contiendas por el permiso de ser dife­ rente remplazan a las jerarquías supuestamente estables e incuestionables, así como a las sendas evolutivas unidireccionales: se trata de pugnas y ba­ tallas cuyos resultados son imposibles de predecir y cuyo carácter conclu­ yente no se puede dar por sentado. Siguiendo el ejemplo de Arquímedes, quien según se dice prometió poner el mundo al revés si tan solo encontraba un punto de apoyo, pode­ mos decir que habríamos sido capaces de predecir correctamente quién asimilaría a quién, qué singularidad y exclusividad estaría destinada a desaparecer y cuál se afianzaría o incluso dominaría, si tan solo se nos hubiera presentado una jerarquía inequívoca e indiscutida de culturas. Lo cierto es que no se nos presenta tal cosa, y tampoco parece factible que vaya a aparecer en un futuro inmediato. La escala actual de los movimientos poblacionales globales es vasta y sigue creciendo. Los gobiernos aguzan hasta el límite su capacidad inven­ tiva para conseguir el favor del electorado limitando el acceso de los in­ migrantes o sus derechos de asilo, o más en general el derecho al refugio y a la asistencia ante la adversidad; sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, 37

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las chances de que finalice la versión actual de la “gran migración de pue­ blos” siguen siendo escasas. Los políticos y Sus abogados hacen todo lo que está a su alcance por trazar una línea que separe el libre paso del ca­ pital, las divisas y las inversiones, así como los bienvenidos empresarios que llegan detrás, de los migrantes en busca de empleo, a quienes miran con una franca animosidad que casi supera la de s u electorado; no resulta fácil trazar esa línea, sin embargo, y es todavía más difícil fortificarla y volverla impenetrable. La avidez de los consumidores y el entusiasmo de los inversores pronto menguaría si la libertad de movimiento de mercan­ cías no trajera aparejada una libertad de los trabajadores (y así también una demanda potencial de bienes) para marchar hacia donde los esperan tanto el empleo como las posibilidades de consumo. Resulta imposible negar que las “fuerzas del mercado” en libre movi­ miento contribuyen enormemente a la movilidad creciente de los migrantes “económicos”. Hasta los gobiernos territoriales se ven obligados en oca­ siones, si bien de mala gana, a cooperar con esas migraciones. La conjun­ ción de ambas fuerzas favorece procesos que al menos una de ellas, en la práctica aún más que en la teoría, preferiría frenar con la esperanza de obte­ ner ganancias políticas. De acuerdo con investigaciones de Saskia Sassen, las acciones de las agencias extraterritoriales, así como las de los gobiernos locales, cualesquiera sean las declaraciones de sus voceros, en general no re­ ducen la migración sino que la intensifican.2 Tras la destrucción del comer­ cio local tradicional, las personas privadas de ingresos o que han perdido toda esperanza de recuperarlos se vuelven presa fácil de organizaciones de­ lictivas cuasioficiales, especializadas en el “comercio vivo”. En la década de 1990, estas organizaciones delictivas ganaron aproximadamente 3.500 mi­ llones de dólares anuales gestionando la migración ilegal, en tanto que el apoyo tácito de los gobiernos que “miraban hacia el otro lado” no fue algo inaudito. Cuando Filipinas, por ejemplo, trató de equilibrar el presupuesto estatal y saldar parte de la deuda gubernamental con la rentable exporta­ ción del excedente humano, los gobiernos de Estados Unidos y Japón apro­ baron leyes que permitían la importación de trabajadores extranjeros (es decir, personas en general menos exigentes que las locales) para que toma­ ran los empleos en los que se registraba una fuerte escasez de trabajadores 2 Saskia Sassen, “The Excesses of Globalisation and the Feminisation of Survival”, en Parallax, vol. 7, núm. 1, enero de 2001, pp. 100 y 101.



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locales dispuestos a aceptar las escalas propuestas de pago y ofrecer su mano de obra a cambio de una miseria. * El resultado conjunto de todas esas presiones es el crecimiento glo­ bal de las diásporas étnicas; las personas son en general mucho menos volátiles que los. ciclos económicos de crecimiento y crisis, y cada ciclo consecutivo deja una estela de asentamientos de inmigrantes que se es­ fuerzan por aclimatarse al país adonde han sido llevados. Aun cuando los recién llegados quisieran' mantenerse en la cresta de la ola y seguir adelante, las mismas.intrincaciones de la ley migratoria que los llevaron al país sin el menor impedimento resultarían ahora imposibles de supe­ rar. Los inmigrante? no tienen en la práctica otra alternativa que aceptar el destino de ser una “minoría étnica” más en el país al que han ido a pa­ rar; para los nátivo.s del lugar, no queda otra opción que prepararse para una vida rodeada de diásporas. De ambos grupos se espera que encuen­ tren la manera de arreglárselas con realidades desfavorables sobre las que no tienen cpntrol alguno. Al final de su exhaustivo estudio sobre una de esas diásporas en Gran Bretaña, Geoff Dench sépala: M ucha gente en G ran B retaña [...] co n sid era que las m in o rías étnicas son grupos de forastero s cuyos d estin o s y lealtades difieren a to d as luces de los b ritán ico s y cuyo ran g o d e p e n d ie n te e in ferio r en G ra n B retaña es in d isc u ­ tible. D o n d eq u iera que su rja u n conflicto de intereses, es axiom ático que las sim patías públicas se in c lin e n c o n tra ellos.3

Estas generalizaciones no son. aplicables solo a Gran Bretaña ni a la m i­ noría étnica particular (los malteses) que estudiaba Dench. En todos los países donde han aparecido'esas diásporas —en otras palabras, a lo largo y a lo ancho del p la n e ta s se observan tendencias similares. La estrecha proximidad de las aglomeraciones “étnicamente extranjeras” suscita hu­ mores tribales en la población local, con estrategias que parecen buscar el aislamiento compulsivo en guetos de los “elementos extraños”, lo cual a su vez magnifica los impulsos defensivos de las poblaciones entrantes: su inclinación al extrañamiento y a encerrarse en círculos propios. Esta1 1 Geoff Dench, Maltese ift London. A Case-Study in the Erosión ofEthnic Consciousness, Londres, Routledge & Kegan Paul, 1975, pp. 158 y 159.

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alimentación mutua de presiones e impulsos tiene todas las característi­ cas de la “cadena cismática” tal como la describe Gregory Bateson, que tiende a autopropulsarse e intensificarse, siempre difícil de detener y mu­ cho más de cortar. Las tendencias a la separación y el cercamiento apare­ cen de ambos lados, sumando altercados y pasiones. Aun cuando numerosos grupos influyentes y progresistas lamentan esta situación, no hay a la vista decisores políticos que demuestren un inte­ rés genuino en poner fin al círculo vicioso de presiones aislacionistas incita­ das d e forma recíproca, y mucho menos en emprender una iniciativa seria para eliminar la fuente del problema. Por otra parte, muchos otros actores d e gran poder conspiran para erigir barricadas a ambos lados, y otros tan­ tos contribuyen sigilosamente, e incluso a veces de manera inconsciente e involuntaria, a su construcción y al despliegue de tropas armadas. En primer lugar, está el viejo y probado adagio de “divide y reinarás”, al que recurren de buena gana las autoridades de todas las épocas apenas se sienten amenazadas por una acumulación y concentración de quejas, resentimientos y rencores tan variados conio dispersos. Si tan solo fuera posible evitar que todas las dudas y las próte.stas de los agraviados fluye­ ran juntas hacia una sola corriente, asegurar que cada categoría de opri­ midos luchara cuerpo a cuerpo contra su’propio, particular y singular tipo de opresión, separadamente y sin ayuda, observando con recelo a los otros desafortunados que hacen lo mismo. Entonces sería posible di­ rigir el flujo de las emociones hacia diferentes escapes, y así quebrar, dis­ persar y agotar la energía de la protesta en un montón de refriegas entre tribus y entre comunidades. Los guardianes de la ley estarían en condi­ ciones de erigirse en moderadores imparciales y presentarse como de­ fensores de la conciliación entre intereses grupal'es, evangelistas de la convivencia pacífica y devotos de terminar:con las animosidades y las guerras mutuamente destructivas; por otrá parte, al mismo tiempo, su papel en las causas de la situación que llevó ,al inevitable comienzo de las hostilidades se perdería de vista y pasaría desapercibido. Richard Rorty ofrece una “descripción densa” (expresión; de Clifford Geertz) de los usos contemporáneos de esta consagrada estrategia;. El objetivo consistirá en m a n te n e r la m en te d e los p ro letario s o c u p ad a en o tra cosa: m a n te n e r al 75% de los e stad o u n id en se s y al 95% de la p oblación m u n d ial de los estrato s m ás bajos o c u p ad o s c o n h o stilid ad es étnicas y reli40

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giosas, así com o con debates sobre costum bres sexuales. M ien tras sea p o si­ ble d istraer a los p ro letario s de su p ro p ia desesp eració n con seudoacontecim ientos creados p o r los m edios, incluidas las ocasionales guerras breves y sangrientas, los su p errico s te n d rá n p o c o que tem er.4

Cuando los pobres se pelean con los pobres, los ricos tienen todas las ra­ zones para frotarse las manos con alegría. No se trata solo de que se aplace de forma indefinida el peligro de que los pobres se vuelvan contra los verdaderos responsables de su sufrimiento, como ha ocurrido en el pasado cada vez que se implementó con inteligencia y eficacia el princi­ pio “divide y reinarás”: hoy hay nuevas razones para regocijarse, específi­ cas de nuestros tiempos condicionados por el nuevo carácter del escena­ rio de poder global. Hoy los poderes globales usan una estrategia de dis­ tancia y no involucramiento gracias a la velocidad con que pueden mo­ verse, burlando sin esfuerzo ni advertencia el control de las autoridades locales, escabullándose fácilmente hasta de las redes más densas, dejando a las enfrentadas tribus nativas la ingrata tarea de esforzarse por lograr una tregua, sanarse las heridas y limpiar los escombros. La facilidad con que se mueven las elites en el “espacio de flujos” planetario (tal como definió Manuel Castells el mundo donde se inscribe la vida de la elite global) depende en gran medida de la incapacidad o la desgana de los “nativos” (las personas que, en contraste, están fijas a un “espacio de localidades”) para actuar con solidaridad. Cuanto más dis­ cordes sean sus relaciones y cuanto más dispersos estén los nativos, cuan­ to más numerosas y delgadas sean sus facciones rivales, cuanta más pa­ sión inviertan en luchar contra sus oponentes igualmente débiles para echarlos del vecindario, más pequeña será la oportunidad de unirse y cerrar filas. Es incluso menos posible que alguna vez unan fuerzas para evitar la represalia: uná fuga más del capital, la liquidación de sus em­ pleos y la aniquilación de sus medios de subsistencia. Contra la opinión más difundida, la ausencia de organismos políticos capaces de igualar la fuerza de los poderes económicos mundiales no se

4 Richard Rorty, Áchieving Our Country. Leftist Thought in Twentieth Century America, Cambridge (m a ), Harvard University Press, 1998, p. 88 [trad. esp.: Forjar nuestro país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos del siglo xx, trad. de Ramón José del Cas­ tillo, Barcelona, Paidós, 1999].

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reduce a una cuestión de desarrollo relativamente tardío; no se trata de que las instituciones políticas existentes no hayan tenido hasta ahora tiempo de unirse o suscribir a un nuevo sistema global de restricciones y contra­ pesos. Por el contrario, todo indica que el desguace del terreno público y su recarga con conflictos entre comunidades es precisamente la infraes­ tructura política que exige la nueva jerarquía global de poder para poner en práctica la estrategia de no involucramiento, y todo indica también que los poderes globales situados en la cumbre de esta jerarquía, a la altura del “espacio de flujos”, cultivarán, en público o en secreto pero siempre de forma asidua y atenta, en la medida en que se les permita hacerlo, la de­ sunión de la dramaturgia y la desincronización de los guiones asignados al elenco. A fin de no tener motivos de preocupación, los gerentes del orden global necesitan una abundancia inagotable de conflictos locales. Antes omití comentar la alusión de Rorty a los “debates sobre cos­ tumbres sexuales” como otro factor —además de las “hostilidades étnicas y religiosas”— gracias al cual los “superricos” tienen “poco que temer”. Se trata de una alusión a la “izquierda cultural”, a la que Rorty acusa —a pe­ sar de todos los méritos de este movimiento en su lucha contra la sádica animosidad frente a la ruptura de moldes culturales, tan común en la so­ ciedad estadounidense— de haber borrado de su lista de preocupaciones públicas la de la pobreza material, la fuente más profunda de todas las in­ justicias y desigualdades. El pecado de la “izquierda cultural”, señala Rorty, consiste en colocar la desventaja material a la par del mutuo señalamiento de desviaciones por parte de distintas facciones de minorías desaventaja­ das, así como su inclinación a ver las diferencias entre estilos de vida como el fondo de la cuestión. Rorty critica a la “izquierda cultural” esta­ dounidense por tratar todos los aspectos de la desigualdad como si fueran una cuestión de diferencia cultural, y por ende, en última instancia, sínto­ mas y consecuencias de las diferencias entre las elecciones humanas, que después de todo cuentan con la protección de los derechos humanos y la exigencia ética de tolerancia; la critica por aceptar toda diferencia como loable y digna de salvaguardar por la simple virtud de ser diferente, y tam­ bién porque la izquierda cultural considera que es preciso evitar, incluso prohibir, todo debate sobre los méritos de la diferencia, por muy serio, honesto y mutuamente respetuoso que este sea, si el objetivo consiste en reconciliar las diferencias existentes lo suficiente como para elevar (y por ende mejorar) los estándares de la vida cotidiana. 42

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Jonathan Friedman llama “modernistas sin modernismo” a los inte­ lectuales que profesan nociones similares a las que critica Rorty; es decir, que guardan armonía con la venerable tradición moderna, que son entu­ siastas declarados de la transgresión del statu quo y la reformulación de las realidades existentes, pero que están en desarmonía con los princi­ pios del modernismo, desprovistos de una meta hacte la cual podrían (o deberían) conducir esas transgresiones o esa reformulación, y eliminan de antemano cualquier consideración de su índole. En sus consecuencias prácticas, la filosofía del “multiculturalismo”, tan en boga entre los “m o­ dernistas sin modernismo”, refuta precisamente el valor que profesa en la teoría: el de una convivencia armoniosa (¿sociable?) de culturas. Ya sea de forma-consciente o involuntaria, ya sea a propósito o por negligencia, esta' filosofía apoya las tendencias separatistas y en consecuencia antagó­ nicas, dificultando así aún más cualquier intento serio de diálogo multi­ cultural: la única actividad que podría desacelerar, o bien superar por completo, la actual fragilidad crónica de los poderes llamados a efectuar el cambio Social. La popularidad de las actitudes criticadas por Rorty y Friedman no es sorprendente. La difusión dé estos puntos de vista era de esperarse, dada la tendencia que manifiestan los miembros de la elite intelectual contem­ poránea a rechazar sú rol de educadores, líderes y maestros —asignado a ellos y esperado por ellos en la época de la construcción nacional— en fa­ vor de otro rol, uno que émula á la facción empresarial de la elite global en su estrategia de, escindirse, dejar todo atrás y no involucrarse. La vasta mayoría de los intelectuales' quieren hoy “más espacio” para ellos y van en su busca. El involucramiehto en los asuntos de “otro”, en contraste con la resignada indiferencia ante su. existencia, encogería ese espacio en lu­ gar de agrandarlo. Implicaría un compromiso con obligaciones molestas e industriosas, una limitación a la libertad de movimiento y la exposi­ ción de los intereses propios a los caprichos del destino: en consecuen­ cia, constituiría un paso imprudente y completamente indeseado para todos los involucrados, La nueva indiferencia ánte la diferencia se presenta en teoría como una aprobación del “pluralismo cultural”: la práctica política formada y respaldada por esta teoría' se .define con el término “multiculturalismo”. Parece inspirarse en el postulado de la tolerancia liberal y el respaldo a los derechos de las comunidades á la independencia y a la aceptación pública 43

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de sus identidades elegidas (o heredadas), pero en realidad actúa como una fuerza socialmente conservadora. Lo único que consigue es disfrazar la desigualdad social —un fenómeno que difícilmente obtenga aprobación general— de "diversidad cultural”, es decir, un fenómeno que merece res­ peto universal y atento cultivo. Mediante esta operación lingüística, la fealdad moral de la pobreza se transforma mágicamente, como tocada por la varita de un hada, en el encanto estético de'la diversidad cultural. En el camino se pierde de vista el hecho de que cualquier lucha por el reconoci­ miento está condenada al fracaso si no se basa en la redistribución. Tam­ bién se deja de advertir que el llamado a respetar las diferencias culturales brinda escaso confort a muchas comunidades privadas del derecho a la independencia en virtud de su desventaja y condenadas a dejar que sus “propias” decisiones sean tomadas por otros poderes más sustanciales. Alain Touraine propuso que la noción dé .“multiculturalismo”, na­ cida del respeto a la libertad ilimitada de elección entre la riqueza de ofertas culturales, se distinga de algo fundamentalmente distinto (si no directamente, al menos en su consecuencia): m i programa cuyo nombre más adecuado es el de “multicomuñitarismo”.5 Si la primera noción esta­ blece el respeto por el derecho de un individuo a elegir su modo de vida y los puntos de referencia para sus lealtades, la otra, por el contrario, afir­ ma que la lealtad del individuo es una cuestión respondida de antemano por el hecho irrefutable de pertenecer a una comunidad de, origen, un hecho que quita sentido a la negociación.de los valores y el estilo de vida. La mezcla de estas dos tendencias en el credo multiculturalista está amplia­ mente difundida y es tan engañosa como potencialmente perjudicial para la coexistencia y la colaboración humanas. Mientras continúe la confusión entre ambas nociones, la idea de “multiculturalismo” le hará el juego a una globalización “negativa”, es de­ cir, desenfrenada y carente de supervisión. Gracias a ella, las fuerzas glo­ bales pueden salir impunes de las consecuencias destructivas que causan sus acciones tendientes a incrementar las desigúaldádes entre sociedades y en el seno de cada una de ellas. La costumbre otrora común, abiertamente arrogante y desdeñosa de explicar las privaciones1sóciáles por la inferiori­ dad innata de la raza desaventajada fue sustituida por una interpretación 5 Alain Touraine, “Faux et vrais problémes”, en Michel Wieviorka (dir.), Une société fragmentée? Le multiculturalisme en débat, París, La Découverte, 1997.

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“políticamente correcta” de las condiciones de vida obviamente inequita­ tivas, según la cual estas son el fruto de una multiplicidad de elecciones entre estilos de vida, derecho incontestable de toda comunidad. El nuevo culturalismo, al igual que el anterior racismo, se empeña en sofocar la conciencia moral y aceptar la desigualdad humana como un hecho que excede las capacidades de intervención humana (en el caso del racismo) o como condición con la cual no se debe interferir, por deferencia a sus venerables valores culturales. Cabe agregar aquí que existía cierta similitud entre la interpretación racista de la desigualdad y el típico proyecto moderno de un “orden so­ cial perfecto”: la creación del orden es por su propia naturaleza una acti­ vidad selectiva, de modo que era preciso aceptar el hecho de que las "ra­ zas inferiores”, las que fueran incapaces de cumplir con normas humanas adecuadas, no encontrarían un lugar en un orden casi perfecto. La apari­ ción y la popularidad de la nueva interpretación “cultural”, por otra parte, coinciden con la renuncia a la búsqueda moderna de la “sociedad per­ fecta”. Eliminada la perspectiva de llevar a cabo una revisión fundamen­ tal del orden social, resulta claro que todo grupo humano está obligado a buscar por su cuenta, sin ayuda de nadie, su propio lugar en las estructu­ ras líquidas de la realidad, así como soportar las consecuencias de su elección. Al igual que su predecesora, la interpretación “cultural” omite en silencio el hecho de que la desigualdad social es un fenómeno que se retroalimenta, y que uno de los principales factores de su consolidación consiste en representar las múltiples divisiones sociales nacidas de la desi­ gualdad como productos inevitables de la libre elección, en lugar de verlas como una barrera problemática que impide la libre elección. El “multiculturalismo” es la respuesta que dan con mayor frecuencia las clases instruidas, influyentes y políticamente significativas cuando se les pregunta por los valores a cultivar y por la dirección a seguir en estos tiempos de incertidumbre. Esta respuesta se eleva al canon de “corrección política”, transformada en axioma que no requiere fundamento ni prueba; un peculiar prolegómeno a toda otra consideración en cuanto a eleccio­ nes de línea política, una doxa que vale como piedra angular, es decir, un saber que sirve para pensar, pero que rara vez —o quizá nunca— es el tema sobre el cual se piensa. En el caso de las clases instruidas, variante (o mutante) actual de los intelectuales modernos, su visión del multiculturalismo como la solución 45

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a los problemas que afligen al mundo de las diásporas se manifiesta en una actitud que puede sintetizarse así: “Lo sentimos, pero no podemos sacarlos del atolladero en el que se han metido ustedes mismos. Es cierto que reina el caos en el mundo de los valores, al igual que en los debates sobre el significado o las formas correctas de la coexistencia humana, pero ustedes deben desentrañar o cortar por su cuenta este nudo gor­ diano, usando su propio ingenio y bajo su propia responsabilidad, y solo ustedes serán culpables si el resultado no es de su agrado. Es cierto que, dada la cacofonía reinante, no es posible cantar una melodía al unísono, y si ustedes no saben qué melodía vale la pena cantar entre todas las otras ni cómo averiguarlo, entonces no les queda otra alternativa que cantar la melodía que elijan, o incluso, si son capaces, que compongan por su cuenta. La cacofonía ya es tan ensordecedora que no puede empeorar; una melodía más no cambiará nada”. Russell Jacoby tituló The End of Utopia su mordaz análisis de la va­ cuidad que caracteriza a la confesión de fe “multicultural”.6 Este título contiene un mensaje: las clases instruidas contemporáneas tienen poco o nada que decir sobre la forma deseada de la condición humana. De ahí que busquen refugio en el multiculturalismo, esa “ideología del fin de las ideologías”. Hacer frente al statu quo demanda coraje si se tiene en cuenta la ate­ rradora fuerza de los poderes que lo sostienen; sin embargo, el coraje es una cualidad que los intelectuales, otrora conocidos por su bravura o in­ cluso heroica intrepidez, han perdido al precipitarse hacia los nuevos ro­ les y “nichos” de expertos, gurúes académicos y celebridades mediáticas. Es tentador ver esta versión moderna de la trahison des cleros como ex­ plicación suficiente para el dilema de la súbita renuncia de las clases ins­ truidas a la responsabilidad conjunta por los asuntos humanos y su reti­ cencia a involucrarse activamente en ellos. Sin embargo, debemos resistir la tentación. Tras la indiferencia por cualquier asunto que trascienda los intereses de empresa o de casta se ocul­ tan razones más trascendentes que la cobardía real o supuesta de la elite instruida, o bien su creciente preferencia por la conveniencia personal. Las clases instruidas nunca estuvieron ni están solas en este comportamiento . ‘ Véase Russell Jacoby, The End o f Utopia. Politics and Culture in an Age ofApathy, Nue­ va York, Basic Books, 1999. 46

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ilícito. Hicieron la travesía hasta su posición actual con una compañía nada despreciable: los crecientes poderes extraterritoriales, en medio de sociedades que cada vez con más fuerza y de forma cada vez más unilateral involucran a sus integrantes en el rol de consumidores de bienes (consu­ midores que se preocupan más por el tamaño de su tajada de pan que por el tamaño de la horma entera) en lugar de productores responsables por la cantidad o la calidad de esos bienes; y en un mundo que se individualiza a paso acelerado, dejando a los individuos librados a encontrar su propia manera de enfrentar los.'problemas creados socialmente. Fue en esa tra­ vesía que los descendientes de los intelectuales modernos experimenta­ ron una transformación que nó se diferencia de la que sufrió el resto de sus compañeros de viaje.

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IV. La cultura en un mundo de díásporas

Las “clases instruidas” modernas (intelectuales avatit la lettre, pues­ to que el concepto de “intelectuales”, categoría unida por la vocación compartida de articular, enseñar y defender valores nacionales, no se concibió hasta comienzos del siglo xx) constituyeron desde el princi­ pio una categoría de personas con una misión. Esa misión se formuló de diferentes maneras, pero a grandes rasgos la vocación que se les asignó en la época de la Ilustración y que ellos mantuvieron desde entonces fue el desempeño de un papel activo, quizá de mera utilidad pero deci­ sivo, en el “rearraigamiento” de lo que estaba “desarraigado” (o bien, en la terminología que actualmente prefieren los sociólogos, en una reno­ vada “inclusión” de lo que estaba “excluido”). Esta misión consistía en dos tareas. La primera tarea, formulada por los filósofos de la Ilustración en una época de desintegración y atrofia irrefrenable del Anden Régime (el “Antiguo Régimen”, más tarde rebautizado “premoderno”), consistía en “ilustrar” o "cultivar” al “pueblo”. El objetivo era transformar en miem­ bros de una nación moderna y ciudadanos del Estado moderno a las en­ tidades desorientadas, consternadas y perdidas, brutalmente arrancadas de su monótona rutina de vida comunal por la transformación modernizadora, que lejos de implementarse de acuerdo con un plan previsto ha­ bía avanzado de forma inesperada y turbulenta. El objetivo de la ilustra­ ción y la cultura era nada menos que la creación de un “hombre nuevo”, equipado con nuevos puntos de referencia y normas flexibles, adapta­ bles, en remplazo de las reglas perdurables impuestas hasta entonces por 49

LA CULTURA EN EL MUNDO DE LA MODERNIDAD LÍQUIDA

las comunidades tradicionales, desde la cuna hasta la tumba, que en los albores de la era moderna estaban perdiendo su valor pragmático de forma gradual pero implacable, o bien cayendo en desuso a paso acele­ rado. De acuerdo con los pioneros de la Ilustración, estas reglas de la vida arraigadas en la tradición habían dejado de ser una ayuda para con­ vertirse en un estorbo en las nuevas condiciones. No importaba que, en otras condiciones que ya iban quedando en el pasado, hubieran ayudado a vivir en una sociedad creada de forma espontánea pero resistente al cambio, atrofiada y corroída: ahora estas reglas se habían convertido en “supersticiones” y “cuentos de viejas”, pasaban a ser una carga, el princi­ pal obstáculo en el camino hacia el progreso y la plena realización del potencial humano. De ahí que urgiera librar a la gente del yugo de la su­ perstición y las viejas creencias a fin de poder moldearla, a través de la educación y la reforma social, de acuerdo con los dictados de la razón y las condiciones sociales concebidas racionalmente. “La educación es capaz de todo”, decía Helvétius con altivez, mientras Holbach se apresuraba a agregar que la política ilustrada permitiría a cada ciudadano disfrutar del rango social asignado por el derecho de naci­ miento. En una sociedad bien organizada, insistía este último, todas las clases, desde los reyes hasta los campesinos, disfrutarían de un tipo de fe­ licidad específico para cada una. Tales declaraciones filosóficas generali­ zadas adquirieron una forma más práctica en manos de los legisladores de la Revolución Francesa, quienes propusieron como principal tarea de los educadores la propagación e implementación de la disciplina. De acuerdo con estos legisladores, un régimen igual para todos debía definir en deta­ lle la condición de ciudadano, en tanto que la supervisión vigilante, cons­ tante y omnipresente de los educadores aseguraría el cumplimiento de las obligaciones que emanaran de ella.1 El rol de los educadores era la “cul­ tura”, en el sentido original de “cultivo” que se había tomado de la agri­ cultura, compartido por la noción francesa de culture y otros dos términos acuñados de forma simultánea y que, aunque tenían distinta procedencia metafórica, captaban la intención esencial de manera similar: Bildung en Alemania y refinement en Inglaterra. Tal como concluyó Philippe Bénéton luego de estudiar exhaustivamente la implementación de los términos 1Véase Bronislaw Baczko (ed.), Une éducation pour la démocratie, París, Garnier Fréres, 1982, pp. 377 y ss.

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LA CULTURA EN UN MUNDO DE DIÁSPORAS

recién acuñados en el uso cotidiano,2en sus comienzas la idea de “cultura” fue imbuida de las siguientes tres características: optimismo, es decir, la creencia de que el potencial para el cambio en la naturaleza humana es ili­ mitado; universalismo, es decir, el supuesto según el cual la idea de natu­ raleza humana y el cumplimiento potencial de sus exigencias son iguales para todas las naciones, todos los lugares y todos los tiempos; y, por úl­ timo, eurocentrismo; es decir, la convicción de que ese ideal se había des­ cubierto en Europa y era allí donde lo definían los legisladores en las insti­ tuciones políticas y sociales, según las maneras y los modelos de la vida individual y comunitaria.. La cultura se identificaba en esencia con la eu­ ropeización, cualquiera fuera el significado de este concepto. La segunda tarea que sé adjudicaba á las clases instruidas, en reali­ dad estrechamente ligada a la primera, consistía en una contribución significativa al desafío asumido por los legisladores: concebir y erigir es­ tructuras sólidas qu.
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