La Construccion Del Personaje Literario-I.Cañelles

October 6, 2017 | Author: mozarbez | Category: Don Quixote, Novels, Science, Homo Sapiens, Truth
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LA CONSTRUCCIÓN DEL PERSONAJE LITERARIO UN CAMINO DE IDA Y VUELTA Isabel Cañelles PRÓLOGO DE ELOY TIZÓN A Antonio, mi ángel de la guarda; a Paco, por su paciencia; A Bea, por su arte. Índice Prólogo Parte I. DESDE LA PERSONA... 1. El camino de la creación Cuestión de intereses Búsquedas La lectura La observación La creación de mundos De la misma levadura Una dificultad añadida 2. La persona Indeterminación de la persona Multiplicidad de seres Multiplicidad de vidas Identificación Singularidad 3. A modo de ejemplo Pessoa y los heterónimos Drama en gente El año de la muerte de Ricardo Reis Otras realidades El gato de Schrodinger Conclusiones y herramientas Parte II. A TRAVÉS DEL PERSONAJE 1. Inmersión De muchas maneras La obsesión Falsas imitaciones Tirarse de cabeza La inmersión Primera distinción Desde fuera Desde dentro Segunda distinción Personajes de cuento Personajes de novela Matices y aclaraciones 2. Acción Tres mujeres Ponerse en movimiento Lo abstracto y lo concreto

Ejemplo de concreción Ejemplo de abstracción Acción y personaje: una misma cosa La doble historia: trama y acción Abuso de la trama Abuso de la acción Selección de los hechos Colocación de los hechos: la intriga 3. Función Con el corazón en la mano El anzuelo Los mejores guías La empatía Una visión del mundo Tercera distinción Personajes principales Personajes secundarios Figurantes o extras 4. Narración El discurso narrativo La voz del narrador Tono Volumen 176 Expresividad La mirada del narrador: focalización La enunciación Elección Composición El diálogo La naturalidad 5. Esencia Personajeidad Personajes autobiográficos Coherencia Humanidad Universalidad Imprevisibilidad Mortalidad Parte IIl. ...HASTA LA PERSONA 1. Del escritor Llegada a Ítaca El hallazgo Una forma de vida La última lectura Últimas correcciones La separación 2. Del lector Entre la luna y los jazmines La interpretación La confianza Estadísticas La integración Despedidas Bibliografía

Prólogo Yo, el personaje Desde Pirandello hasta hoy, resulta poco menos que obligatorio referirse a la abrumadora autoridad del personaje en detrimento de su autor. Don Quijote está más vivo que Cervantes. Hamlet, en su castillo de naipes, nos atormenta mejor que ese hipotético Shakespeare, hijo del sombrerero de Stratford. Flaubert murió, mientras que su creación aún corretea a su antojo por las calles solitarias de una ciudad de provincias. Sorprendidos a traición, asistimos fascinados a la insumisión del personaje, esa especie de androide, moderno monstruo de Frankenstein liberado de ataduras que, en un descuido del carcelero, apuñala a su creador en el suelo de la cocina clavándole un bolígrafo por la espalda para a continuación salir huyendo por la ventana, sembrar el pánico en la ciudad y entrar a formar parte de la leyenda y de infinidad de tesis doctorales. El asesino anda suelto. El personaje anda suelto. Mi duda es si serán engendros independientes unos de otros, los personajes, o si a lo largo de la historia de la literatura ha existido un solo personaje, el Personaje, modulado en mil matices, y es Ulises quien vuelve a desembarcar en Ítaca disfrazado de turista tras un viaje de unos treinta siglos, después de haber dado caza a la ballena blanca en los alrededores de la isla del tesoro bajo el nombre de John Silver y haber pilotado entre bancos de sirenas el submarino Nautilus lanzado a la búsqueda desesperada de un tal Kurtz, el horror, el horror, asociado ya para siempre a la calvicie del actor Marlon Brando, con la ayuda inestimable de un loro, una pata de palo y un esclavo llamado a veces Viernes y a veces Verne. Pudo haber sido peor. Pudo haber vivido en Argel, denominarse Mersault, asesinar a otro hombre de un disparo por culpa del sol demasiado fuerte en la playa —lo cual nos lleva a pensar que, de haber tenido a mano unos anteojos ahumados, tal vez la suelte del existencialismo habría sido distinta. O pudo, nuestro Personaje enmascarado, transgrediendo las leyes del espacio y el tiempo, aterrizar por arte de magia un buen día en el astillero Petrus, decrépito a más no poder, y seducir a la hija del dueño; o bien colocarse de escribiente en una polvorienta oficina de Manhattan y no salir nunca de ella, alimentarse de pasteles de jengibre y pasarse el día entero sin dar golpe entre los muebles respondiendo a las órdenes del jefe con el lema: «Preferiría no hacerlo». Quién sabe. En realidad, la capacidad alucinatoria del Personaje es tan grande que diríamos que son los propios lectores quienes resultan contagiados de su irrealidad y se vuelven, también ellos, un poco más espectrales, carne del mito. Ya está. Han bastado unos cuantos siglos dedicados al ejercicio poco sensato de leer novelas y cuentos para que literatura y vida se mezclen, se superpongan, y ya no seamos capaces de distinguir dónde termina una y dónde comienza la otra. Vemos lo que los personajes ven, oímos lo que oyen, olemos a través de su olfato, tocamos con sus dedos, sentimos lo que sienten, soñamos lo que sueñan, sufrimos lo que sufren, nos suicidamos con ellos y morimos de sus mismas enfermedades románticas. No estoy exagerando. Aquí cabe recordar que el suicidio en la ficción del protagonista Werther, en 1774, a los veintipocos años, conmocionó a toda Europa con una oleada de muertes voluntarias de muchachos, igual que ocurre hoy con los ídolos del rock, que abandonaban esta existencia a imitación de su héroe ataviados con el «uniforme de morir» que lucía Werther en el momento culminante de la novela de Goethe: frac azul, chaleco amarillo, equipaje de amargura... y pistoletazo en la sien. Como tantos otros rebeldes sin causa de ahora mismo, el joven Werther se viste para morir. Que esa pandilla de locos, ebrios de vida y de literatura, pululen solos por las calles, resulta espeluznante. Se llaman como nosotros, visten con nuestras mismas ropas o casi, viven en casas parecidas a las nuestras, pero más planas, nos copian cuanto pueden con un cinismo y una desenvoltura que nosotros nunca tendremos y que, la verdad, nos afecta

y, para colmo, nos han robado los traumas. ¿Qué más quieren de nosotros? Imposible sustraerse al laberinto de personajes que, como un espejo vacío, nos interroga. Me temo que de Calixto a Bart Simpson y de Melibea a Morticia Addam, no nos queda otro remedio que soportar sus desplantes, pues compartimos con ellos su mismo barro vertiginoso y su polvo enamorado. Con estos hilos Isabel Cañelles ha tejido un libro lleno de sensatez y de verdad literaria. De toda la historia de la literatura ha seleccionado un puñado significativo de ejemplos prácticos referidos a personajes bien y mal construidos, de buenas y malas palabras. No da fórmulas mágicas, porque eso en literatura no existe, pero su texto sí ayuda a agudizar los sentidos y a combatir esos vicios que acechan a todo aquel que se acerque a la escritura. Con este libro Isabel Cañelles enseña cómo hacer que un personaje que está clínicamente muerto resucite, haciéndole el boca a boca, mediante una transfusión de palabras, y ofrece, quizá sin proponérselo, ayuda y consuelo a todos aquellos aprendices de escritores que en este preciso instante venderían su alma al diablo por crear a un personaje inmortal de carne y hueso y que en cambio se encuentran en las manos con un huevo pintado de madera. Este ensayo, que se lee como un relato (de misterio, pues trata nada menos que del misterio más pavoroso que concierne al ser humano: el de nuestra propia identidad), nos enseña que un lector, un buen lector, es poco más que un contenedor de personajes, un recipiente humano creado para albergar almas ajenas. La operación de leer consiste sobre todo en un trasvase de líquidos, de humores, de ensoñaciones, y de ese intercambio de ida y vuelta entre el cerebro y la página nace ese algo, algo artístico, permanente, que Isabel Cañelles tan bien rastrea en su estudio. Ignoramos si existe vida en Marte, pero de lo que no cabe duda es de que existe vida ahí, en nuestra biblioteca, al alcance de la mano. La atracción que sobre nosotros ejerce el personaje es la atracción del abismo. En los jardines de la ficción deberían clavar un letrero bien visible que advirtiese: «Cuidado con el personaje», ya que nada hay tan peligroso como una metáfora suelta. Los mordiscos de la poesía son peores que los otros. Comparado con esto, la clonación de ovejas en un laboratorio es casi un chiste aburrido. Por lo que se ve, uno ha estado media vida distraído y la otra media soñando, y ahora resulta que los mejores años del siglo XX nos los hemos pasado sin movemos de la silla, esperando a Godot. Pero el misterio persiste. Ya nada será lo mismo. Gracias a libros como éste los lectores de ficción entenderemos mejor cómo opera el milagro de que unos cuantos signos tipográficos, arbitrariamente dispuestos sobre la página en blanco, ordenados en racimos de palotes, tengan la fabulosa capacidad de crear constelaciones de sentido tras las cuales late una vida más hermosa, la tinta se convierte en sangre y Odette de Crécy nos ama. Eloy Tizón

Parte I DESDE LA PERSONA... Todo cuanto hacemos o decimos, todo cuanto pensamos o sentimos, porta la misma máscara y el mismo dominó. Por más que nos despojemos de nuestros vestidos, no llegaremos nunca a la desnudez, pues la desnudez es un fenómeno del alma y no el hecho de arrancarse un traje. Así, vestidos de cuerpo y alma, con nuestros múltiples trajes tan plegados a nosotros como las plumas de las aves, vivimos felices o infelices, o incluso sin saber lo que somos, el breve espacio que los dioses nos conceden para divertimos, como niños que juegan a juegos serios. Bernardo Soares

1. EL CAMINO DE LA CREACIÓN CUESTIÓN DE INTERESES Hay que ver lo ocupadísima que anda la gente. Algunos invierten como locos en la Bolsa. Otros juegan al mus en el bar que hace esquina. Estos no paran de trabajar en una maldita oficina que ni siquiera da a la calle. Esa mujer se arregla el pelo mirándose en el escaparate de una zapatería. Aquel muchacho, tras la ventana del segundo, no se desengancha de Internet. Yo misma, aquí sentada, escribiendo un libro... Y sin embargo, a todos sin excepción, lo que más nos importa no es precisamente la Bolsa ni el mus, ni siquiera el trabajo o escribir un libro; tampoco se desvive la gente por un mechón de pelo descolocado ni por Internet. Qué va. Lo que más nos importa en realidad son las demás personas: la opinión que podamos merecer a nuestra pareja y amigos, a nuestros padres o a nuestros hijos; el cariño que nos tengan o el que nos falte... Y esa mujer, a la que habíamos dejado arreglándose el pelo frente al escaparate, lo que hace es espiar con disimulo al hombre alto de traje a rayas que espera el autobús; y éste, a su vez, mira el reloj aparentando una impaciencia que en realidad es nerviosismo, pues ha notado que la mujer morena de mirar suave estudia su reflejo en el escaparate de la zapatería mientras finge arreglarse el pelo. También nos importa, y quizá más, nuestro propio «yo». Pero a él no tenemos acceso, qué le vamos a hacer, sino a través de nuestro reflejo en el escaparate, es decir, de los demás. Será por ello que ese reflejo nos resulta imprescindible para vivir... ¿Quién no ha tenido la impresión alguna vez, al leer el periódico, de que lo que ocurre en el mundo es producto de un inmenso juego de estrategia en el que los hombres se divierten y sufren durante su corta existencia? Y es que cuando nos fue dada la conciencia, se nos otorgó al mismo tiempo la capacidad de engaño, la necesidad de jugar a que las cosas no sean lo que son. De esta forma, hemos conseguido aparentar —y sólo hay que echar un vistazo a la calle o asomarse al descansillo de la escalera para comprobarlo— que no nos importan en absoluto nuestros congéneres («yo, a lo mío»), cuando realmente todas esas tareas tan importantes en que se nos van los días (la Bolsa, Internet...) son meros pretextos que nos permiten rozarnos unos con otros. Son, en definitiva, una gran farsa. BÚSQUEDAS

Y una de las farsas que representa el ser humano para hacerse el desentendido —el solitario, el interesante— mientras intenta abrir una vía de acceso a sí mismo y a los demás (como la mujer de los ojos almendrados frente al escaparate), es el Arte. Hacer arte supone, pues, una búsqueda de la persona. Y donde hay búsqueda no hay consuelo ni contento. El artista busca en su obra lo que no ha encontrado en el mundo. Porque la primera búsqueda que hace el ser humano es en el mundo. Por alguna razón, a algunas personas ese mundo no les acaba de convencer. De entre ellas, unas cuantas se dedican a la política, otro grupo se mete en una ONG, y otras se deciden por el arte como medio de comunicarse consigo mismas y con los demás. Así pues, el primer cruce de caminos que se encuentra el futuro artista es el de la insatisfacción. Si hablamos del grupo más reducido que se dedicará a la literatura, se puede observar que cuando el que será escritor no encuentra en el mundo que lo rodea la tan cacareada felicidad ni la respuesta a sus preguntas, recurre a una segunda búsqueda: la lectura. Y mientras recorre el largo camino de los libros encuentra mundos extraordinarios, cada uno de los cuales le revela un secreto al oído. Bebe una historia tras otra, acude a las librerías o a las bibliotecas, pregunta por un autor y por otro, quiere referencias, busca respuestas. Pero, aunque son muchas las cosas que descubre en esos mundos, tampoco ahí halla la Respuesta, la medicina para su ansiedad. En este segundo cruce de caminos es donde el escritor en ciernes siente la necesidad de crear sus propios mundos, para buscar en ellos, con toda libertad y sin limitaciones —ya que él mismo pondrá las reglas—, aquella solución tan perseguida, la clave del ser humano. Pero para crear esos mundos personales donde buscar su felicidad, el escritor tiene que encontrar primero la materia prima, y ésa sólo se halla en el mundo exterior. Así que vuelve a él y se convierte de nuevo en observador atento de las almas, pues en ellas se ha de fijar para modelar sus mundos donde buscar, a su vez, el secreto de las almas, de su alma. Esto es lo que podríamos llamar, en efecto, un círculo vicioso. El círculo de cielo y fuego en el que dan vueltas y vueltas los escritores. LA LECTURA Es difícil sortear, en el camino hacia la creación literaria, el paso previo de la lectura. Todos los escritores, es decir, aquellas personas que escriben por ser incapaces de no hacerlo, han pasado primero por la búsqueda en la lectura. Es extraño que alguien que no haya saboreado cien, doscientos, mil mundos, necesite —no pueda dejar de— crear el suyo, y menos que desee transferirlo a los demás; el mundo del lector y el mundo del escritor se parecen demasiado, son uno mismo, y el hilo de la comunicación se rompe — se ha de romper— si el escritor no tiene alma de lector. Saltarse, pues, este paso, por impaciencia o desdén, supone sumergirse en una búsqueda a ciegas. Empezar a escribir sin haber aprendido a disfrutar de la lectura, aunque ésta acabe por no ser plenamente satisfactoria, es salirse del camino —algo embarrado, eso sí— de la exploración artística y perderse en la selva engañosa de la sinrazón. Quizá en esos maravillosos mundos creados por otros encontremos las respuestas, y no necesitemos más. A lo mejor muchas de las cosas que pensábamos escribir ya están escritas (y entonces, vaya ahorro de tiempo). Cuando uno se siente mal, va al médico. Si el médico no lo cura, busca la ayuda de un psicólogo o de un sacerdote. Apresurarse a ir al psicólogo o hacerse católico por un simple dolor de estómago es, diría yo, precipitado. Escribir puede resultar más o menos placentero, pero no deja de ser una necesidad, el

remedio para un padecimiento. Y en esta vida acelerada y corta (vive dios) no hay tiempo que perder inventándonos falsas vocaciones. Decía E. M. Forster en un delicioso librito titulado Aspectos de la novela: Y los libros hay que leerlos —mal asunto, porque requiere mucho tiempo—; es la única manera de averiguar lo que contienen. Hay algunas tribus salvajes que se los comen, pero la lectura es el único método de asimilación conocido en Occidente.

LA OBSERVACIÓN Entonces nos habíamos quedado en que hay que escribir. Las lecturas no acaban de damos la tranquilidad de espíritu a la que aspiramos ni la Respuesta a esa pregunta que no sabemos formular. Necesitamos cerrar el ciclo de la .comunicación, no ser meros espectadores, construir nuestro propio espacio, la «habitación de juegos» de que hablaba Ángel Zapata en su libro La práctica del relato. Ya estamos en esa habitación, el sol entra con sesgo alegre por la ventana animándonos a escribir y nos hemos puesto la música adecuada a nuestros propósitos. La pantalla del ordenador, la hoja de papel, están en blanco, reclamando nuestras palabras. Y me pregunto yo: ¿Dónde busco esas palabras? ¿Por dónde empiezo? ¿Cómo reflejo todas estas inquietudes, mi desazón, en forma de historias? Nuestro espíritu insatisfecho ya nos había llevado antes, desde la infancia, a ser buscadores. Estamos acostumbrados, pues, a la observación del mundo, esa observación en aquel tiempo tímida y esperanzada que nos había defraudado. Y ahora tenemos que volver a mirar en el viejo baúl del mundo, que quizá ya teníamos arrumbado en la azotea o escondido tras las persianas, quitar el polvo a los recuerdos, ponemos a re-buscar. He dicho mundo. He dicho recuerdos. Búsqueda exterior; búsqueda interior. Observaremos —seguiremos observando— en la vida diaria a las personas que nos rodean, reteniendo e interpretando sus actos, adivinando sentimientos, deduciendo inclinaciones, ahora con mirada más audaz y decidida. Atenderemos también, volviendo los ojos hacia nuestro interior, a todo lo que hemos vivido, amado, resucitaremos caras ya olvidadas, el roce del sol en la primavera del 82, la tienda de chucherías frente a la que tanto pataleamos por una gominola de fresa... Esta segunda búsqueda es distinta a la primera. En primer lugar, el mundo y nuestros recuerdos nos van a servir ahora como medio, y no como fin; ya sabemos por experiencia que la respuesta no se encuentra ahí. Por otro lado, lo que pretendemos es contar historias, así que la observación ha de ser selectiva, y no una búsqueda ciega e inabarcable. Debemos escoger sólo aquello que sirva a nuestras narraciones. LA CREACIÓN DE MUNDOS Tanto lo que observemos en el mundo como lo que encontremos en el baúl de nuestra memoria, hay que cribarIo con mentalidad artística. No vale la pena plasmarIo tal cual (eso, ya lo sabemos, nos llevaría a una búsqueda sin frutos). Hemos de recrearIo, revivido y transformarIo, construir con todo ello algo nuevo. Al igual que se pueden fabricar juguetes bien bonitos con latas viejas de CocaCola, nuestro material usado lo vamos a someter a un reciclaje prodigioso. Pero no debemos olvidar, a lo largo del proceso de reciclaje, que el mundo que estamos creando, ése que al final será nuevo y flamante, está hecho de antiguos materiales. Tan antiguos como el mundo. No en vano hablaba Aristóteles (que es casi tan antiguo como el mundo, también) de mímesis para referirse a lo que ahora llamamos creación. No se puede pretender crear de la nada, no sólo porque sea imposible, sino

porque es contraproducente. Cuando en la televisión alguien describe al extraterrestre que el otro día encontró en su garaje, le pone un cinturón de Star Treck, trompa de elefante, garras de dinosaurio y unas orejas de soplillo; es lo más original que se le/nos puede ocurrir, lo más insólito que cabe imaginar, y sin embargo resulta grotesco, casi vulgar. La originalidad, esa serpiente escurridiza, ha de encontrarse en el producto final, no en los materiales utilizados. Entre esos materiales habrá retazos de nuestras lecturas (lo que otros han averiguado antes nos servirá para avanzar en esa búsqueda sin cuartel), pedazos de historias oídas a la abuela Soledad, retales de nuestra vida, aquella gominola de fresa que nunca pudimos paladear, gajos de conversaciones en un mercado... Con todas esas cosas tan familiares nos tenemos que conformar. Y someterlas a la transformación artística que hará de ellas un mundo, otro muy distinto del que provienen, con sentido, con causas y efectos (no como el que nos rodea, tan caótico, tan lioso e incomprensible), en el que a lo mejor, quién sabe, encontraremos la respuesta a nuestra pregunta, no por desconocida menos insistente. DE LA MISMA LEVADURA Tampoco hay que olvidar que la materia prima y nuestra recreación están hechas de la misma levadura, es decir, de ser humano. Si perdemos esto de vista, nuestros textos serán puro artificio y, aunque nos dejen satisfechos en el plano estético, nos quedaremos con sed en esa búsqueda profunda, razón última de la escritura. «Pero a mí eso del ser humano me da igual —oigo una voz al fondo de la sala—; a mí lo que me importa, lo que me gusta, es el lenguaje, la lengua, las palabras, todo eso». Ya. Y a mí también. Por ello estudié Filología. Tiene dos ramas, la literatura y la lingüística, ambas volcadas plenamente sobre el lenguaje, la lengua y las palabras. Pero el escritor no ha de ser catedrático en las Ciencias del Lenguaje (aunque al final lo acaba siendo, qué remedio, de tanto usar las palabras), sino que su estudio, que no dura cinco ni diez años sino toda la vida, se centra en la persona. Su medio, eso sí, son las palabras, que han de conseguir expresar los más sutiles descubrimientos del estudioso. Igual que el experto en biología molecular ha de ser ducho en el manejo de probetas y microscopios, pero no por eso presume de hábil, el escritor debe ser un malabarista y un mago del lenguaje sin que se le noten los trucos. Y cuando al escritor sólo le interesan las herramientas (y no su objeto de estudio) se le notan los trucos. UNA DIFICULTAD AÑADIDA El problema está en que la escritura no es una ciencia, sino un arte, lo que supone una dificultad añadida para su estudio. Eso quiere decir que cada persona que decide dedicarse a escribir, por muchas ayudas y apoyos que le presten, está sola ante el papel en blanco. No sólo eso, sino que cada vez que empiece una nueva obra a lo largo de su vida volverá de nuevo a esa inmensa soledad, al pánico de no saber qué ni cómo escribir. No podemos acudir a fórmulas, manuales ni tesis doctorales. Nada: la soledad, el desentrañar con cada palabra un pedacito de humanidad. (Quizá por eso es tan fácil que nos enredemos en las seducciones del lenguaje y olvidemos nuestro objetivo: decir algo). Las ciencias que estudian la mente, el comportamiento o el conocimiento humanos (la Psicología, la Psiquiatría, la Filosofía...) no han tenido un avance lineal. Son ciencias con pocas certezas y muchas hipótesis, en las que todo podría ser cierto pero también mentira, con teorías en las que se puede creer o no creer (ni que fueran dioses) y que, aun siendo contradictorias, se pueden complementar para un determinado fin. Esto es

porque su objeto de estudio somos nosotros mismos, y la distorsión o el margen de error producidos por la falta de distancia entre nosotros y... nosotros, es imposible de calcular. Observarnos objetiva y subjetivamente a la vez resulta, en definitiva, imposible. Lo mismo sucede con los estudios que profundizan en el arte de la escritura. Avanzan a trompicones. Y quizá más que en el resto de las artes, pues la literatura es la que a mayor profundidad se sumerge en el ser humano. Muchas personas piensan que a pintar y a esculpir se puede aprender; muy pocas, sin embargo, confían en que se pueda aprender a escribir. Y es que la Narratología, la Crítica, la Teoría Literaria..., todas esas ciencias que nos podrían ayudar en nuestra tarea, están en pañales: van por aquí, por allá, miran el texto desde fuera, lo diseccionan como si fuera un animalillo, lo comparan con un árbol o con una figura geométrica (según les dé), lo parten en muchos cachitos a los que llaman de mil formas diferentes... Y todo, claro, porque es difícil explicamos a nosotros mismos de qué está hecha nuestra alma. No cabe duda de que, a pesar de todo, el escritor puede sacar provecho de esos estudios que, aunque incompletos y desmadejados, intentan estructurar por medio del raciocinio lo que él hace por medio de la intuición. Como la intuición en muchas ocasiones es engañosa y otras veces nos hace dar mil vueltas para llegar dos pasos más allá, entre el escritor y la teoría literaria se puede llegar a una simbiosis de lo más fructífera. Pero dejando a los críticos aparte —entretenidos en sus operaciones a texto abierto —, si preguntamos a los escritores, que al fin y al cabo son los que sufren en sus carnes el proceso creativo, tampoco sabrán contestamos con exactitud en qué consiste éste. «Es como si...»; «no sé, depende... es muy extraño...»; «llegaron los extraterrestres y me raptaron...». En fin, que la persona, cuando se enfrenta a sí misma cara a cara, se vuelve tímida, se bloquea, le viene un desmayo... y después es incapaz de acordarse del camino que la llevó a ese encuentro, a esos momentos de inspiración lunática en que vio (y consiguió hacer ver a los demás) las orejas a su verdad, que es la de todos.

2. LA PERSONA INDETERMINACIÓN DE LA PERSONA Voy a ir, a estas alturas, atando cabos. El escritor, tras hacer su primera búsqueda en el mundo y la segunda en los libros, emprende el camino de la creación, cuyo destino no es otro que él mismo. Su equipaje son sus recuerdos y el mundo que lo rodea, de donde ha de seleccionar los materiales apropiados para construir nuevas ciudades en las que buscarse como persona, ciudades de las que será fundador, arquitecto, alcalde y urbanista. De todo lo dicho, recojo una palabra: persona. Persona busca persona para encontrarse a sí misma. El escritor, en lugar de poner un anuncio por palabras, se pasa los días y los años, la vida entera, escribiendo historias. Y es que no es tan sencillo. El resto de los animales no pierden el tiempo buscándose a sí mismos, y los llamamos ignorantes... Es nuestra manera de reprocharles que sean más reales que nosotros; que estén más convencidos de su existencia, al menos. Las personas, sin embargo, con esta mezcla de instinto e inteligencia que nos dio la naturaleza —sin duda para amargamos la vida— desconfiamos, con desconfianza animal pero con método y conciencia racionales, de nuestro propio ser. Si ya lo decía Segismundo... Sueña el rico en su riqueza,

que más cuidados le ofrece; sueña el pobre que padece su miseria y su pobreza; sueña el que afana y pretende, sueña el que agravia y ofende, y en el mundo, en conclusión, todos sueñan lo que son, aunque ninguno lo entiende. Yo sueño que estoy aquí destas prisiones cargado, y soñé que en otro estado más lisonjero me vi. ¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños sueños son.

Y Calderón se escondía de esta forma tras su personaje para expresar los temores más fundados del ser humano. «Sé tú misma», nos dicen los anuncios de compresas. «Busca al hombre que hay en ti», rezan los de colonia for men. Sin duda obedeceríamos si nos explicaran cómo hacerlo. Pero ni siquiera el ingenio de los publicistas puede contestar a las eternas preguntas: ¿Quién soy?; pero, ¿acaso soy? Y constantemente buscamos, desesperados, pruebas de nuestra existencia: en el mundo, en los libros, en las palabras que escribimos... No quiero yo meterme en honduras filosóficas, pero sí recordar aquí esa indeterminación de la persona que la priva de buena parte de su realidad. Si dibujáramos un mapa de nosotros mismos, ¿acaso sabríamos dónde poner las fronteras? MULTIPLICIDAD DE SERES Uno de los síntomas de la falta de fronteras de la persona es la multiplicidad. Ser uno y muchos a la vez es nuestro eterno padecimiento. A todos, de pequeños, nos gustaba jugar a disfrazamos. Y de mayores no dejamos de hacerlo, aunque ya no lo llamemos juego. Sólo hay que abrir el periódico al azar para entrar en un escenario de lo más variado: personas adultas disfrazadas de soldados o policías, de reyes y princesas, de artistas, de pobres y ricos... Quizá la muerte es la única capaz de arrancamos el disfraz, y cuando la observamos, en primera plana o en las páginas interiores, nos hace volver la cara por su falta de ropaje, por su crudeza insoportablemente real. Pero los adultos no nos conformamos con disfrazamos exteriormente, sino que también vestimos el alma con mil trajes. En ocasiones es la timidez la que nos hace envolvemos en un manto de antipatía; o la extraversión en uno de hipocresía. Unas veces nos disfrazamos por autodefensa; otras, por conveniencia. En general, por ignorar nuestra propia identidad. Y así como los vestidos del cuerpo están limitados por la materia y el tiempo — también por nuestro nivel adquisitivo y por el IPC, todo hay que decirlo—, los del alma pueden ser innumerables. La mente nos permite multiplicamos sin extrapolar al cuerpo. El escritor, que al fin y al cabo no es sino el traductor de las almas, en un intento de limitar, y por tanto de realizar, esa infinitud de seres larvados que lleva dentro, les da forma literaria. Les abre las rejas de su mente difusa para que vivan fuera de él y poder,

de esa forma, vivirlos. El agua, si no se limita se pierde, se expande hasta desaparecer o evaporarse; necesita de cauces y orillas para convertirse en río, lago u océano, para ser agua realmente. De la misma forma, hemos de encauzar nuestra multiplicidad para que ésta realmente exista. Y los personajes no son otra cosa que la encarnación de la propia multiplicidad del artista. MULTIPLICIDAD DE VIDAS Esa multiplicidad que padece el ser humano se va a convertir, pues, en un arsenal más de búsqueda en manos del escritor. Va a ser a la vez su suerte y su desgracia. Su desgracia, porque si solamente fuera uno y limitado, sabría quién es, estaría seguro de su existencia y sería, por tanto, feliz. Su suerte, porque esa misma capacidad de multiplicarse le va a permitir vivir muchas vidas que le estarían vedadas y buscar, entre todas ellas o juntándolas a todas, la verdadera. A los niños siempre se les pregunta: «¿Qué vas a ser de mayor, ricura?» Y el niño o la niña contestan: «Camionero o astronauta». «Pues yo, bombera. No, no, mejor paracaidista. Bueno, no sé». A medida que uno va creciendo, las oportunidades se limitan. Que si no das la talla, que si las mates son un rollo, que si el vértigo, que si un camión es muy caro... Pero da igual, porque en la juventud uno sigue con mil proyectos: aprender treinta idiomas, visitar todos los países del mundo, meterse a misionero... Sin embargo, llega un momento en que la persona ya adulta se da cuenta, a veces de sopetón (¡vaya chasco!), de que su fantasía va por un lado y sus limitaciones por otro. Y de que al final son las limitaciones y su última versión, que es la muerte, las que ganarán el pulso. Es el escritor —maduro— el único que tiene una segunda oportunidad de vivir otras vidas, y ésa es, quizá, su mayor suerte, el verdadero premio de consolación a una existencia de búsquedas e insatisfacciones. Ernesto Sábato nos lo dice: [...] la vida es una mesa de juego, en la que el destino pone nuestro nacimiento, nuestro carácter, nuestra circunstancia, que no podemos eludir. Sólo el creador puede apostar otra vez, al menos en el espectral mundo de la novela. No pudiendo ser locos o suicidas o criminales en la existencia que les tocó, al menos lo son en esos intensos simulacros.

Así pues, la contradicción entre una mente que se expande sin delimitación y un tiempo, cuerpo y espacio limitados, los resuelve el creador poniendo en movimiento a los personajes y viviendo en ellos. IDENTIFICACIÓN Otra cualidad de la persona que va a ayudar al artista a construir sus mundos es la de identificarse con el resto de la humanidad. No es que el escritor sea un altruista, ni que se enternezca al oír el llanto de un niño o el discurso del rey. Pero sí que tiene afinada la capacidad de identificación que comparte, por lo demás, con todos sus semejantes. Ya lo he insinuado varias veces en lo que llevamos andado. La verdad del escritor es la de todos, y su alma; también sus inseguridades y la eterna duda respecto a su propia existencia; y, por supuesto, el miedo a la muerte. Son diferentes, sí, sus gustos, las ideas políticas o el tiempo en que le ha tocado vivir, sus lecturas, vicios y el color de sus ojos. Pero ésas son manifestaciones puntuales, funciones diferentes para unas coordenadas comunes.

No es pura casualidad que yo sea capaz de identificarme con don Quijote, con Segismundo o con el Principito. Ni creo ser la única que se identifique con los grandes personajes de la historia de la literatura. ¿No será que sus autores tenían mucho en común conmigo? Pero antes de que nos identificáramos con don Quijote, Cervantes se tuvo que identificar con nosotros, aunque no nos conociera de nada (que en paz descanse, pobre). Y para ello se sirvió de lo único que nos une a través del tiempo y las distancias: nuestra semejanza como seres humanos. Pocas cosas hay tan obvias como lo que estoy diciendo. y sin embargo, si se me permite la insistencia, lo vaya repetir de otra manera: la identificación es una de las armas más potentes que tiene el escritor en sus manos para contar historias, para comunicarse consigo mismo y con el lector. Y también la más difícil de usar. Hay muchos escritores —buenos escritores— que no saben utilizarla en todo su potencial. Sólo los que alcanzan el título de excelentes conocen sus más secretos mecanismos. Y por eso sus obras son indiscutibles. Nadie puede decir que esté de acuerdo o en desacuerdo con el Quijote o con Proust. Su esencia, su verdad, no dan lugar a dudas ni discusiones, porque simplemente dicen lo que todos sentimos y nunca supimos expresar. Y es que no es nada fácil separar el grano de la paja. Uno no sabe muy bien lo que, de todas sus vivencias y observaciones —internas o exteriores—, toca al resto de la humanidad o lo que sólo atañe a unos pocos coetáneos suyos, o a él únicamente. También es tarea ardua educar el poder de identificación hasta el extremo de saber, sin ningún género de duda, cómo reaccionaría nuestro odioso vecino de abajo si un día, al cruzamos con él en la escalera, le guiñamos un ojo. Por eso, claro, sólo ha habido un Proust y un Cervantes; y por eso también son habas contadas los grandes personajes de la literatura. Si Flaubert, por ejemplo, no hubiera sido capaz de ponerse en el lugar de una mujer enferma de romanticismo rodeada de hipocresía provinciana, difícilmente seríamos capaces de leer hoy su Madame Bovary. Ni siquiera los autores excelentes saben separar en todo momento lo pasajero de lo inmortal. Sólo hay que recordar algunos de los discursos de don Quijote en que analiza el teatro de su época, y que a lo mejor interesan ahora a algún doctorando en filología. O Tolstoi, sin ir más lejos, que en Ana Karenina nos endosa sus aburridas teorías sobre la repartición agraria del suelo ruso en el siglo pasado. Me atrevería a decir que difundir esas teorías fue, quizá, lo que lo empujó a escribir el libro. ¡Ah! Pero él sabía muy bien que los lectores sólo iban a ingerirlas si desplegaba alrededor toda una historia con la que se identificaran, como se le envuelve al perro la píldora en comida para hacérsela tragar; y, mientras realizaba el despliegue, se prendó él mismo de la dulce Ana. Gajes del oficio. Resumiendo: cuanto más desarrollemos y manejemos la capacidad de identificación, esa bomba de neutrones en manos del escritor, más cerca estaremos de nuestro objetivo, a saber, nosotros mismos y nuestra verdad, que, ahora ya lo sabemos, es la de todos. Después, claro está, habrá que expresar nítidamente el producto de esa identificación. Pero eso es otro cantar que entonaremos más adelante. SINGULARIDAD Una cosa lleva a la otra. Tenemos que valemos de aquello que nos une al resto de las personas, pero también de lo que nos separa de ellas (y es que todo son armas para el escritor). Si fuésemos todos iguales no habría nada que contar, ni escritores en el mundo. Son las contradicciones las que mueven —y remueven— al ser humano; ser uno y muchos, iguales y diferentes a la vez, es lo que nos trae por el camino de la amargura. Pero también esto lo ha de poner a su favor el artista. Sus particularidades como persona

diferente de las demás las usará para dibujar, en función de aquellas coordenadas comunes a todos, la parábola de su mundo personal. Esas particularidades, ya las hemos mencionado antes, son la ideología, nuestras manías o el color de ojos. Pero las ideas políticas pueden coincidir con las del programa de tal partido, la manía de comerse las uñas la tiene la mitad de la población, y los ojos marrones tres cuartas partes del país. La singularidad que nos va a servir como herramienta artística se encuentra mucho más escondida dentro de la persona. Tanto para potenciar el poder de identificación como para encontrar nuestra singularidad vamos a tener que recurrir a la observación, aquel paso en el camino de la creación del que ya habíamos hablado. Con la observación atenta del mundo educaremos la capacidad de identificarnos con nuestros semejantes y, por tanto, con los personajes de las historias que recreemos. Y sólo observándonos por dentro hallaremos nuestra singular visión de ese mundo. Porque la singularidad, en el campo de la creación literaria, no va a ser otra cosa que el producto de nuestra mirada. La mirada es la que nos va a diferenciar del resto de los escritores y, sin embargo, nos unirá a los lectores. Ella será la que nos capacite para expresar de forma única sentimientos de sobra conocidos por todos y vivencias similares a las de la humanidad entera. Por poner un ejemplo: todo el mundo se ha sentido atraído, desde que el mundo es mundo, por la luna. ¿Hay alguien que no haya experimentado un peculiar estremecimiento ante su fría claridad? Innumerables son los poetas, por tanto, que han cantado a la luna (y los que quedan). Sin embargo, cada uno tiene su propio ángulo de visión y son distintos, por tanto, los sentimientos que les descubre el observarla. Por eso no bostezamos aburridos cada vez que aparece la palabra luna en un poema (y son tantas...). Los malos escritores, por el contrario, la describen todos de la misma manera; adoptan, pues, una forma tópica de mirar la luna. Y es que no es fácil graduar nuestro propio enfoque del mundo. Pero como no hay oculistas para los ojos del espíritu, nos tenemos que curar solitos la miopía del alma, esa deformación adquirida por la comodidad de mirar por los ojos de aquellos que sabían más que nosotros. Para ello, sólo cabe ejercitarse en la observación: mirar una y otra vez la luna hasta que la veamos por primera vez, con los ojos de un niño. Alberto Caeiro dice en un poema: La luna a través de las altas ramas dicen todos los poetas que es más que la luna a través de las altas ramas. Pero para mí, que no sé lo que pienso, lo que la luna a través de las altas ramas es, además de ser la luna a través de las altas ramas, es no ser más que la luna a través de las altas ramas.

Y así, el poeta lanza su mirada a la luna y nos regala su visión, diferente a todas. Aprovechemos este ejemplo tan sencillo para reconstruir, una vez más, el proceso de la creación: 1. El poeta, insatisfecho del mundo y de sus lecturas, busca una respuesta. 2. Observador atento, escoge del mundo que lo rodea los elementos que le servirán para su propósito, que en este caso no será contar historias, sino expresar una emoción en la que se encuentre a sí mismo. Elige, pues, un objeto tan común, tan familiar, como la luna.

3. En el proceso de creación se identifica, tras haberlos observado, con el resto de los poetas, y expresa lo que ellos sienten al mirar la luna. 4. Después, buscando en su interior, ofrece su propia mirada, su singularidad respecto a un sentimiento común a toda la humanidad: el de que los objetos que nos rodean no son sino lo que son. 5. Y el lector, por tanto, logra identificarse con el poeta, pues éste expresa de una forma nueva, particular, lo que todos alguna vez hemos sentido. Nos descubre, con su manera única de decirlo, y que se transforma en inevitable para quien lee el poema, lo que siempre había estado en nuestro interior.

3. A MODO DE EJEMPLO PESSOA Y LOS HETERÓNIMOS He saltado, en el camino que acabamos de recorrer, por encima de la multiplicidad. Lo he hecho deliberadamente, pues merece la pena que la tratemos con detenimiento. Para ello voy a utilizar otro ejemplo, que en realidad es el mismo. Hace ya muchos años, en la adolescencia, cayó por casualidad en mis manos un libro titulado Poemas de Alberto Caeiro. Me llamó la atención la portada y lo abrí en una tarde de invierno. Cuando levanté la vista ya era noche cerrada; pero no para mí, porque yo no estaba en mi habitación sino en otro lugar, muy lejos, en la cumbre de un otero, a la puerta de una casita encalada. En los días y meses sucesivos volví a leerlo una y otra vez. Lo pasé a máquina. Me lo aprendí de memoria en su versión bilingüe. Se convirtió para siempre en mi libro de cabecera. Recuerdo, con una sonrisa en el alma, con qué intensidad dediqué aquellos meses a observar todo lo que me rodeaba (las calles grises de Madrid, los árboles, la luz del sol... o las nubes, si estaba nublado) con una mirada nueva, con la forma de observar el mundo que me había enseñado Alberto Caeiro. Para poder hacerla tuve que proceder antes a un minucioso desaprendizaje de los conocimientos inútiles que me contaminaban, almacenados a lo largo de quince años. No había otro remedio, toda aquella basura era incompatible con la mirada cristalina de mi maestro. Había nacido en mí otra dimensión. Y lo que más me impresionaba y sorprendía —y daba gracias por ello— era que existiese alguien como Alberto Caeiro en el mundo. ¿Estaría vivo o muerto?, ¿habitaría de verdad en la cima de un otero, o sería esto un recurso poético?, me preguntaba diez veces al día. Pero aquellos poemas eran tan verdaderos, tan reales, que siempre acababa concluyendo que sí, que forzosamente el poeta tuvo que vivir rodeado de naturaleza, bajo un sol que multiplicara el blanco de las paredes de su casa pequeña. No había engaño posible. Varios años después me enteré de que Alberto Caeiro, al parecer, no existía. Lo que yo había tomado, en la portada del libro, por el nombre del editor —Fernando Pessoa—, era en realidad el autor. Y este señor tenía la curiosa costumbre, según me dijeron, de engañar a los inocentes como yo multiplicándose en lo que él llamaba «heterónimos». El desencanto fue memorable. Ese mundo que se había abierto ante mí era una invención; peor aún, era la invención de una invención. Ni naturaleza, ni casa, ni otero, ni siquiera poeta. Fernando Pessoa escribió el libro en una tarde de inspiración (el 8 de marzo de 1914), de pie, apoyado en una cómoda de su casa lisboeta. Y Alberto Caeiro no existía. Mi primera reacción fue de enfado. Me sentía estafada, manipulada... Intenté olvidar ese libro y su mentira. Después, al cabo de un par de años, comprendí que aquella forma de mirar el mundo continuaba dentro de mí; mezclada, diluida por el paso del tiempo con

otras muchas miradas, pero siempre presente y poderosa. Y eso sí era real. Así que consentí en profundizar en otros heterónimos de Fernando Pessoa, en aceptar realidades diferentes a las de carne y hueso de mi entorno hiperracionalista. Antonio Tabucchi, escritor y gran admirador de Pessoa, aludiendo al arca en que se encontraron la mayoría de las obras inéditas del poeta portugués, cuenta: Resulta sugerente imaginar, cediendo al hechizo de la literatura, lo que hubiera podido ocurrir si por un capricho de la suerte, navegando sellada a través de los siglos, el arca hubiera llegado hasta las orillas de una época en la cual se hubiera perdido el rastro de Pessoa como personaje: el asombro de estos hipotéticos sucesores nuestros al comprobar cómo un pequeño y semidesconocido país del siglo XX, ajeno a Europa y olvidado por ésta, había conocido el esplendor de una excéntrica edad de Pericles de la poesía, dos décadas (porque en tal lapso de tiempo actuaron los Pessoas, de 1914 a 1935) en las que cuatro poetas, distintos y hasta opuestos por voz y temperamento, pero todos igualmente grandes y fascinantes por la complejidad de sus temas y la calidad de sus versos, escribían contemporáneamente, polemizaban epistolarmente, discutían públicamente, se intercambiaban prólogos amigables y refinados (siempre tratándose de usted: eran sin duda otros tiempos), hasta que, inexplicablemente, callaban todos al mismo tiempo, desapareciendo en la nada.

Esto que Tabucchi imagina como posibilidad literaria fue lo que me ocurrió, por ignorancia y alergia a los prólogos, con Alberto Caeiro. Sólo que, por suerte o por desgracia, descubrí la verdad. Gané en conocimiento lo que perdí en inocencia, como suele ocurrir a esas edades. DRAMA EN GENTE Fernando Pessoa, poeta portugués, 1888-1935. Pessoa es persona en portugués; y persona es máscara en latín. ¿Qué mejor definición para este autor que su propio apellido? Fernando Pessoa, el poeta de las mil máscaras, que hizo de la multiplicidad la razón de su existencia, decía cosas como ésta: Con semejante falta de gente coexistible como la que hay hoy, ¿qué puede hacer un hombre de sensibilidad sino inventarse a sus amigos o, cuando menos, a sus compañeros espirituales?

o esta otra: Primera regla: sentirlo todo de todas las maneras. Abolir el dogma de la personalidad: cada uno de nosotros debe ser muchos. El arte es la aspiración del individuo a ser el universo.

Pessoa, insatisfecho con su entorno, creó un mundo en el que desenvolverse y sentirse a gusto (o menos desgraciado). La diferencia con el resto de los escritores es que no lo hizo de forma narrativa, o no sólo de forma narrativa, sino que transportó a su vida diaria, real, las distintas personalidades artísticas, rompiendo de una vez y para siempre las fronteras entre realidad y ficción, si es que alguna vez existieron. Supongo que, de dedicarse a la novela, Pessoa nos habría deleitado con personajes inolvidables. Pero él no era novelista, sino un poeta o un filósofo, que es casi lo mismo. Y sin embargo, su pulsión de vivir otras vidas era tan intensa que la poesía le quedaba estrecha, y creó lo que él mismo llamaba drama en gente:

En los fragmentos y obras pequeñas publicados en revistas, hay pasajes y composiciones firmados por Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Estos nombres, sin embargo, no son pseudónimos: representan personas inventadas, como figuras en dramas, o personajes declamando en una novela sin enredo.

Cuatro fueron sus principales heterónimos: Bernardo Soares, Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis. El primero compuso el Libro del desasosiego, en prosa; los tres restantes fueron poetas. Pessoa los describió de la siguiente manera: Yo veo ante mí, en el espacio incoloro pero real del sueño, las caras, los gestos de Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Les construí las edades y las vidas. Ricardo Reis nació en 1887 (no me acuerdo del día ni del mes, pero los tengo por alguna parte), en Oporto, es médico y actualmente se encuentra en Brasil. Alberto Caeiro nació en 1889 y murió en 1915; nació en Lisboa, pero vivió la mayor parte de su vida en el campo. No tuvo profesión ni apenas educación. Álvaro de Campos nació en Tavira el 15 de octubre de 1890 (a la una y media de la tarde, me dice Ferreira Gomes; y es cierto, pues, hecho el horóscopo para esa hora, concuerda perfectamente). Éste, como sabe, es ingeniero naval (por Glasgow), pero está aquí en Lisboa inactivo. Caeiro era de estatura media y, aunque era verdaderamente frágil (murió tuberculoso), no parecía tan frágil como en realidad era... Ricardo Reis es un poco, muy poco, más bajo, más fuerte, más seco. Álvaro de Campos es alto (un metro setenta y cinco de altura, dos centímetros más que yo), delgado y con cierta tendencia a curvarse. Cara rapada todos —Caeiro rubio sin color, ojos azules; Reis de un vago moreno mate; Campos entre blanco y moreno, tipo aproximado portugués, aunque de pelo liso y normalmente echado a un lado, monóculo—. Caeiro, como dije, apenas tuvo educación —sólo instrucción primaria—; se le murieron muy pronto los padres y él se quedó en su casa, viviendo de unas exiguas rentas. Vivía con una tía vieja, una tía-abuela. Ricardo Reis, educado en un colegio de jesuitas, es, como dije, médico; vive en Brasil desde 1919, tras expatriarse voluntariamente por sus convicciones monárquicas. Es un latinista por educación ajena, y un semi-helenista por propia educación. Álvaro de Campos tuvo una educación corriente de instituto; después fue enviado a Escocia para estudiar ingeniería, primero mecánica y después naval. Durante unas vacaciones viajó a Oriente, de cuyo viaje nació el Opiário. Le enseñó latín un tío beirao que era cura. [...] Mi semi-heterónimo Bernardo Soares, por otra parte semejante en muchas cosas a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o soñoliento, de suerte que tenga ligeramente suspendidas las cualidades de raciocinio y de inhibición; aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo mía la personalidad, no es sin embargo diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Soy yo menos el raciocinio y la afectividad. La prosa, salvo lo que el raciocinio da de tenue a la mía, es idéntica a ésta, y el portugués perfectamente igual; mientras que Caeiro escribía mal el portugués, Campos razonablemente pero con lapsus como decir «yo propio» en vez de «yo mismo», etc., Reis mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado.

Después de leer estas microbiografías parece difícil pensar que los heterónimos de Pessoa no fueron reales. Tras haber leído su prosa y sus poemas, es imposible. Álvaro de Campos, futurista y renovador, intenso; Ricardo Reis, sereno y meditativo, bastante arcaizante; Alberto Caeiro, «el maestro» según palabras del propio Pessoa, cuyo único oficio era la existencia y al que desesperaba el mismo hecho de pensar; Bernardo Soares, depresivo, triste y cansado, muy solo («Amigos, ninguno. Sólo unos conocidos que me tienen aprecio y que tal vez sintieran pena si me arrollara un tren y el entierro se celebrase en día de lluvia», nos dice en el Libro del desasosiego). Si estas personalidades diversas se acercan tanto a la realidad que hubieran podido ser reales, que fueron de hecho reales al menos para Pessoa y, setenta años después,

para una adolescente en una tarde de invierno (que me conste), ¿por qué no tomarlas, a efectos prácticos, corno reales? EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS Perdón. Había olvidado mencionar a otra persona para la que —me consta— Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis y hasta Fernando Pessoa fueron reales. Se trata de José Saramago, autor de la novela El año de la muerte de Ricardo Reis. Me parece una de las más bellas demostraciones de que la literatura se va tejiendo a fuerza de creer en ella. Saramago recoge uno de los cabos sueltos que dejó Pessoa con su muerte y lo pone en movimiento. Podría parecer una osadía por su parte atreverse a encarnar a un ser inventado por otro artista. Sin embargo, Saramago consigue tender un puente invisible entre el poeta soñado por Pessoa y el personaje que recorre, bajo la lluvia, las calles lisboetas de la novela. Saca a Ricardo Reis de su estado de heteronimia latente, le da vida corno personaje en una continuidad sin fisuras y cierra el ciclo con su muerte, permitiendo que descanse, al fin, en paz. El año de la muerte de Ricardo Reis comienza, pues, donde Fernando Pessoa tuvo que abandonar a su compañero espiritual, en 1935. Muere Pessoa y Ricardo Reis vuelve a Portugal tras su larga estancia en Brasil. Empieza la novela cuando «un hombre de apariencia gris, seco en carnes», llega al puerto de Lisboa. Se trata de Ricardo Reis, quien, por si habíamos dudado alguna vez de su existencia corno heterónimo, nos cala hasta los huesos de su realidad corno personaje a lo largo de trescientas cincuenta páginas. Mientras Reis lee en los periódicos portugueses las menciones a la muerte de Fernando Pessoa, Saramago aprovecha para convencer a un hipotético lector incrédulo de la realidad de su personaje: No dice más este periódico, otro dice lo mismo de distinta manera, Fernando Pessoa, el poeta extraordinario de Mensagem, poema de exaltación nacionalista, uno de los más bellos que se hayan escrito jamás, fue enterrado ayer, le sorprendió la muerte en un lecho cristiano del Hospital de San Luis, el sábado por la noche, en la poesía no era sólo él, Fernando Pessoa, era también Álvaro de Campos, y Alberto Caeiro, y Ricardo Reis, vaya, saltó ya el error, la falta de atención, el escribir de oídas, porque nosotros sabemos que Ricardo Reis es este hombre que está leyendo el periódico con sus propios ojos abiertos y vivos, médico, de cuarenta y ocho años de edad, uno más que la edad de Fernando Pessoa cuando se cerraron sus ojos, ésos sí, muertos, no deberían ser necesarias otras pruebas o certificados de que no se trata de la misma persona, y si aún queda alguna duda, que vaya quien dude al Hotel Bragança y hable con Salvador, que es el gerente, que pregunte si no se aloja allí un señor llamado Ricardo Reis, médico, llegado de Brasil, y él dirá que sí, El señor doctor no vino a comer, pero dijo que cenará aquí, si quiere dejar algún recado, yo personalmente me encargaré de dárselo, quién se atreverá ahora a dudar de la palabra de un gerente de hotel, excelente fisonomista y definidor de identidades.

Quién se atreverá a dudar de un buen escritor al que no se le ocurre poner en tela de juicio la existencia de sus personajes. No nos queda otro remedio que aceptar el principio de autoridad; y en verdad que no resulta muy difícil. De hecho, mientras Ricardo Reis va adquiriendo consistencia como amigo digno de compasión y respeto, como confidente y consejero del lector, Pessoa se va desdibujando en su papel de fantasma. Se le aparece a Reis algunas veces y mantiene charlas con él sobre la vida y la muerte. Va vestido con el traje ligero con que lo enterraron. Y es que los muertos, los fantasmas, no sienten frío. La muerte de Pessoa no se nos hace dolorosa; más bien algo patética. Y sin

embargo, cuando Ricardo Reis decide acompañarlo, una parte de nosotros se va con él camino del cementerio. OTRAS REALIDADES Porque para el ávido lector puede llegar a ser más real el personaje de una novela que muchas de las personas que lo rodean. Que su vecino de abajo, por ejemplo, a pesar de que al vecino de abajo, si se empeña, lo pueda tocar. Hay muchas cosas que no podemos tocar, y no por eso son menos —o más— reales. El protagonista de nuestra novela favorita se nos instala en el espíritu de forma similar a la de la persona amada cuando está ausente, o a la de un ser querido que ha muerto pero sigue hablándonos en sueños. Se puede decir que el personaje toma cuerpo incluso fuera de la acción en que se ve envuelto en la novela. Si un día me encontrara a Emma Bovary sentada en mi salón, no necesitaría la retransmisión en directo de su suicidio para reconocerla. Me sentaría a charlar un rato con ella de cualquier tema —de las relaciones de pareja, por ejemplo— y al cabo de un rato le preguntaría: «Perdone la indiscreción, pero, ¿no será usted por casualidad Emma Bovary?» Hay una interacción constante entre la literatura y la vida. Leer y escribir nos ayuda a comprender la vida, y el esfuerzo de comprender la vida nos ayuda a escribir. Los personajes son creados por personas a imagen y semejanza de las personas, y algunas personas parecen hechas a imagen y semejanza de un personaje. El bovarysmo puede llegar a ser una enfermedad en algunas mujeres y no menos hombres, y hace unos años un muchacho desconocido saltó quijotescamente a las vías del metro a recoger un libro que se me había caído en un descuido, sólo porque su Dulcinea se encontraba entre la pandilla que lo acompañaba. El escritor sabe todo eso, y por eso escribe. La realidad se le va de las manos y él intenta atraparla entre sus palabras. Se obsesiona y vive con sus seres inventados, y ellos lo ayudan a crear una obra tras otra. EL GATO DE SCHRÖDINGER En este proceso los ojos del escritor, como los de los gatos, aprenden a distinguir historias y personajes donde para los demás sólo hay oscuridad. Hablando de gatos: hace poco un amigo, físico experto en asuntos neutrínicos, me contaba un experimento teórico de física cuántica famoso por su inverosimilitud. Se trata de El gato de Schrödinger. «Buen título para un cuento», me dije. El experimento consiste, según parece, en introducir a un gato en una caja, algo ya complicado e inverosímil de por sí. En la caja se ha instalado un aparatito que se dedica a disparar electrones y, al otro extremo, un mecanismo sensible al roce de los electrones conectado a una botella de gas venenoso. Cuando hemos conseguido encerrar al pobre gato, nos ponemos a disparar electrones con la ametralladora dispuesta al efecto. Si alguno de ellos da en el blanco, la botella de gas venenoso se abre y el gato la palma (Schrödinger sabía que un experimento sin muertos carece de interés). Pero resulta que, según cuentan —e incluso demuestran— las caprichosas leyes de la física cuántica, los electrones no se sitúan en un punto concreto sino que están en muchos lugares a la vez, extendidos por el espacio como las olas por el mar. Así que, según la velocidad a la que pongamos nuestro disparador, el gato estará muerto en un tanto por ciento y vivo en otro (cuarenta por ciento muerto, sesenta por ciento vivo; o setenta por ciento muerto y treinta por ciento vivo). Es decir, el desgraciado no estará ni vivo ni muerto, sino en un tercer punto desconocido entre ambos estados de ánimo.

Por suerte para el minino, el experimento no se puede llevar a la práctica, porque la observación modifica el estado de los electrones y, si abrimos la caja para mirar dentro, el gato pasa inmediatamente a estar vivo o muerto. Los que no hayan oído hablar del experimento, supongo que dudarán de mi palabra inexperta, como dudé yo de haber oído bien cuando me lo contaron: «¿Cómo que ni vivo ni muerto? ¡Eso es imposible!». Con la paciencia de los sabios ante los ignorantes, mi amigo me explicó que todas esas leyes de la física cuántica tienen aplicaciones prácticas, como fabricar microondas o encontrar agua en la Luna. La siguiente pregunta me vino sola a la boca: «Pero, ¿qué siente el gato?; ¿qué sentirías tú si te meten dentro de la caja?; ¿cómo es eso de no estar ni vivo ni muerto?». «Buena pregunta», dijo mi amigo, y no supo responderme. Eso ya pertenecía a otros terrenos, como la Filosofía de la Ciencia o... la Literatura. En el caso de que este experimento me lo hubiera explicado Isaac Asimov en una de sus novelas de ciencia-ficción, posiblemente habría pensado que su imaginación iba demasiado lejos. Sin embargo, me lo explicó un físico, y me estaba hablando de algo supuestamente real, tan real como que la Tierra gira alrededor del Sol. Real, pero no por eso menos inverosímil. A veces la Ciencia, la Filosofía y la Literatura se pueden confundir y mezclar tanto que las dosis o los tantos por ciento de realidad no quedan nada claros. Pensando en que si algún día nos pillan por banda unos cuantos físicos (suficientes en número y musculatura) podemos acabar metidos en una caja, en un tercer estado que no es la vida ni es la muerte, quizá nos sea mucho más fácil creer en la realidad de los personajes, los cuales —como el gato de Schrödinger— se encuentran en el limbo entre el sueño y la conciencia, entre la literatura y la vida. CONCLUSIONES Y HERRAMIENTAS Construir un personaje es creer en su existencia. Crear es creer. Y es que a la literatura, como a la religión, hay que echarle fe. Para que el verbo se haga carne, es decir, personaje, el escritor tiene que rezar muchas oraciones. Emprende su camino en busca de la verdad y la comprensión del mundo; alcanzar su objetivo es cuestión de fe en los medios que está utilizando. Y se ha de valer de todo lo que le rodea, empezando por su propia persona, para llegar al final del recorrido. De manera que es imposible desvincular al personaje, representante de la multiplicidad del artista en la obra, de la persona. Concebirlo como un actante o una función, acorralarlo en una categoría narratológica, puede servir para analizar un texto; no sirve para escribirlo. Por eso me he detenido a hablar, a lo largo de esta primera parte, de la persona. Todos los conceptos que se han ido desplegando nos van a servir como herramientas para construir a esos hermanos gemelos de la especie humana que son los personajes. Darles vida va a estar en función, en buena medida, de las características personales del escritor. No he hecho sino recordarlas para, en el próximo capítulo, sumergimos juntos en el personaje propiamente dicho. Antes de la zambullida, me permito incluir un fragmento del prólogo que Gonzalo Torrente Ballester escribió a una antología poética de Fernando Pessoa: Lo que a mí me parece más conveniente es, ante todo, prescindir del asombro, y, cuando nos es dado, recordar cada cual su propia infancia, si es que la ha tenido. Después, renunciar a ciertas nociones queridas y al parecer inamovibles, como la unidad de la persona y su estructura compacta, y, finalmente, aceptar que la vida de cada uno esté compuesta, no sólo por lo que fue y lo que hizo, sino (ante todo) por lo que pudo ser y por lo que soñó hacer (teniendo, por supuesto, muy en cuenta, lo que no quiso ser y lo que no quiso hacer, si bien imaginados, el ser y las acciones). De esta

manera precavido y apercibido, se alcanzan determinadas convicciones algo marginales y, en general, rechazadas por los bienpensantes de cualquier orden, como la de que la persona es a veces una multiplicidad sin contornos, digamos desharrapada, y que la pretendida unidad y su absoluta perfección formal (y moral, claro) resulta de la aplicación sistemática de la poda, de la renuncia, del crimen y del olvido: cuando no del temor a ser muchos y a serlo de infinitas maneras, y carecer de las riendas oportunas. La vida de cada hombre (un cuerpo y muchas personas) es la lucha incesante de lo imaginario-real contra lo posible-ideal: al fin casi siempre vence lo peor. Cada hombre escoge, o le hacen escoger, un arquetipo, el que conviene a la sociedad, y le obligan a acercarse a él hasta que no puede más, que siempre es poco: pues la vida de cada cual consiste siempre en quedarse a la mitad con las manos tendidas y en aceptar para el resto del camino los engaños que la sociedad le ofrece. [...] Pero, contra el deseo más compartido por los que mandan, dirigen y proyectan, de un color o de otro, que da lo mismo, a veces hay sujetos que oponen a este morir diario de tantos hombres posibles una sorprendente y por lo demás curiosa resistencia, no siempre triunfante, y que, para poder llevarse a cabo, acude a los trucos más dispares y peor vistos por el común.

Parte II A TRAVÉS DEL PERSONAJE Más allá de la curva del camino quizás haya un pozo, y quizás un castillo, o quizás sólo la continuación del camino. No lo sé ni pregunto. Mientras voy por el camino antes de la curva sólo miro el camino antes de la curva, porque no puedo ver más que el camino antes de la curva. De nada me serviría estar mirando para otro lado y para aquello que no veo. Que nos importe sólo el lugar donde estamos. Hay suficiente belleza en estar aquí y no en otra parte. Si hay alguien más allá de la curva del camino, que se preocupen ellos por lo que hay más allá de la curva del camino. Ése es su camino. Si tenemos que llegar allí, cuando lleguemos lo sabremos. Por ahora sólo sabemos que allí no estamos. Aquí sólo hay el camino antes de la curva, y antes de la curva, el camino sin curva alguna.. Alberto Caeiro

1. INMERSIÓN DE MUCHAS MANERAS Hay muchas maneras de construir una historia, una para cada persona; e incluso un mismo artista lo puede hacer de diferente forma en cada obra. Hay escritores que sólo necesitan escribir una frase, una frase de escritura automática; y una de las palabras de esa frase, zas, le despierta la imaginación, empieza a generar asociaciones de ideas, y

ése es el germen de un cuento o una novela. Otras personas trabajan más el proceso mental previo, y cuando se ponen a escribir reciben una especie de dictado de sus neuronas, en las que ya está registrado el principio, el nudo y el desenlace. A veces es un tambor escuchado en la lejanía del bosque ciudadano el que arranca un cuento. Otras veces, una idea que te obsesiona se une a los ojos color turquesa de alguien que se cruza contigo camino del trabajo... Incluso construir un personaje y echarlo a andar puede ser una forma de crear una novela. También hay muchas maneras de construir un personaje. Se puede recurrir a los más diversos trucos. Veamos algunos de ellos: a) Acudir a una libreta donde se vayan apuntando los rasgos físicos y de carácter que se nos vayan ocurriendo, hacer una lista enorme (feo, cojo, bobalicón, patilargo, listo, esperpéntico, cariacontecido...), y luego ir seleccionando algunos de ellos que no se contradigan; u otros que se contradigan (con 10 que nos quedaría un personaje de 10 más contradictorio). b) Otra forma sería pensar en nuestro tío misionero que murió en el Brasil, recrearlo mentalmente hasta sacarlo de la tumba, y después convertirlo en motorista. c) Hablando de misioneros, también nos puede ayudar el modo en que creó Unamuno al protagonista de San Manuel Bueno Mártir: le aplicó una vocación, la de cura, y luego la puso en tela de juicio, convirtiéndolo en ateo. Una contradicción o un conflicto abstractos también pueden adquirir vida propia a poco que los pinchemos. ¿Cómo será un asesino cobarde? Y ya tenemos a Raskólnikov en Crimen y castigo. d) Algunos novelistas hacen que el personaje escriba largas disertaciones para que se vaya formando solo, o listados sobre las cosas que le gustan y le disgustan. Estas digresiones o monólogos del personaje no aparecerán en la obra, pero le sirven al escritor para conocer mejor a su criatura. e) Jugar con los nombres propios y sus evocaciones también puede dar buenos resultados. Así que, si multiplicamos todas las formas de inventar una historia por todas las maneras de construir un personaje, por la cantidad de tipos de personaje (tantos como personas en el mundo; mejor dicho, tantos como personas posibles en todos los posibles mundos), resulta que se hace bastante difícil proponer un método para la construcción del personaje literario. LA OBSESIÓN Pero tenemos un punto en común donde apoyan tanto para inventar historias como para construir personajes (sean del tipo que sean). Se trata de la obsesión. Puede que suene esta palabra a término psiquiátrico, a enfermedad peligrosa. De hecho, los escritores no dejan de estar poco locos por andar siempre metiéndose en pieles que son la suya e inventándose mundos intangibles. Hasta que se pueda radiografiar la psique humana, sabremos si padecen los escritores más traumas que resto de los mortales, o simplemente es que son capaces sacar del subconsciente sus fantasmas —esos fantasmas que todos llevamos dentro— y transformarlos en palabras para librarse, de alguna manera, de ellos.

Lo que sí se puede decir es que el escritor ha de tener una relación fluida con su inconsciente, esa porción de mente en la que a simple vista no se sabe lo que hay pero donde anida, sin duda, muy buena parte del material que tendrá que utilizar el narrador de historias, el cual ha saber extraerlo de las cavernas y moldearlo con la conciencia. El escritor tiene, en definitiva, que obsesionarse con lo que va a escribir, con lo que está escribiendo. Obsesionarse no significa tanto pensar la historia o personaje, sino más bien vivir la historia, en el personaje. Los síntomas que permiten distinguir al escritor obsesionado del que no lo está suelen ser que el primero padece insomnio persistente, se levanta a horas intempestivas a escribir, llega tarde al trabajo porque se le ha ocurrido cómo terminar su cuento, no mira a los lados al cruzar calle y remueve el café con el cepillo de dientes. También se nota, claro, en la forma de escribir. Aquél que vive sus historias no las quiere contar; quiere recrearlas, hacérselas vivir al lector, y las palabras no son más que un utensilio, la varita mágica que ha de permanecer invisible entre los movimientos, las imágenes y los personajes, que pasan a ocupar toda la extensión de la obra. FALSAS IMITACIONES Vamos a ver, para ejemplificarlo, dos párrafos de Marcel Proust. El primero dice así: [...] hay lugares que siempre imponen en tomo suyo su particular imperio y arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque como las arbolarían, lejos de toda intervención humana, en una soledad que también viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas la corona natural, delicada y azul que ciñe la frente claroscura de las aguas; y así también el gladiolo, dejando doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ranúnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.

Allá va el segundo: En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero había algunas aisladas, como aquel nenúfar, atravesado en la corriente y tan desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una barca movida mecánicamente y que apenas abordaba una de las márgenes cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de su tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma maniobra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres, creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente y sin perderlas jamás; cogidos en el engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente para escapar contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible y funesta.

Se puede observar cómo en el primer párrafo sólo ven las palabras, una detrás de otra; difícilmente poden visualizar el estanque artificial, las vincapervincas y eupatorio, las miosotis y el gladiolo que se deja doblegar con regio abandono, el lirio de cetro lacustre...

No sé si el autor llegó a ver todo eso, pero creo que, si lo hizo, se perdió luego en las palabras y se olvidó del paisaje. Sin embargo, en el segundo párrafo, aunque el estilo varía, sí conseguimos visualizar el nenúfar que se debate eternamente entre las aguas, atrás y adelante, una y otra vez. Utiliza Proust, para hacérnoslo ver, una magnífica metáfora que iguala el nenúfar a algunos neurasténicos; metáfora intercambiable, pues no se sabe muy bien cuál es el referente y cuál el término metafórico, si nos habla deI nenúfar para que entendamos la enfermedad o si se vale la neurastenia para que visualicemos el nenúfar. Y ése su gran acierto, la unión de la naturaleza con el ser humano, de la objetividad de un paisaje con la subjetividad deI autor. En el primer párrafo intenta describirnos el panorama de una forma un tanto distanciada, y por eso se le llena pluma de términos botánicos, grandilocuentes, abstracto Incluso se empeña en señalarnos la abstracción de un lugar que impone su particular imperio, lleno de inmemoriales insignias, como si estuviera lejos de toda intervención humana y superpuesto a la obra del hombre. Con ello logra, en efecto, alejamos definitivamente de un paisaje que no está hecho para nosotros. En el segundo, sin embargo, nos describe su propia percepción del paisaje, su nenúfar interior, y los términos que utiliza resultan mucho más accesibles y cercanos («aquel nenúfar [...] no paraba un momento»; «la pobre planta [...] no se estaba allí ni un segundo sin volver a zarpar»...). De la misma manera, aprovecha para hablamos de papá y de la tía Leoncia, a la que enseguida identificamos como una maniática de tomo y lomo. Este párrafo no sólo resulta más cálido y familiar que el primero, sino que en unas pocas frases (supuestamente descriptivas) nos transmite una cantidad de información nada despreciable sobre la historia que nos está contando. Hay que decir que para encontrar el primer párrafo he tenido que escarbar bastante, y a mala leche, mientras que el segundo está sacado casi al azar. Se puede afirmar que la perfección formal de Proust es la manera —la mejor manera— que tiene de conseguir que experimentemos y sintamos lo que él está viviendo por dentro. Encontrar la metáfora que une a un nenúfar empujado por la corriente con una enfermedad mental es todo un proceso de introspección, de obsesión. El nenúfar tiene que avanzar y retroceder muchas veces en el río de nuestra conciencia para que podamos encontrar las palabras idóneas que lo describan. Muchas de las personas que empiezan a escribir admiran a Proust, y eso está muy bien. Lo malo es confundirse y tratar de imitarlo sólo en el aspecto formal. Por desgracia, suele ser la tendencia natural, quizá porque es lo más sencillo. Absorber de Proust su forma de mirar el mundo fundida con la nuestra, utilizar la mezcla para observar lo que nos rodea, obsesionarse con ello y luego transmitir con estilo impecable el fruto de nuestra mirada es, sin duda alguna, más difícil que hilar términos abstractos y resonantes uno detrás de otro. Pero también sería lo único que nos resultaría de utilidad, puestos a imitar a Proust. TIRARSE DE CABEZA Voy a contar cómo aprendí a tirarme de cabeza a la piscina. Recuerdo que estuve todo un verano intentándolo, practicando... Imposible. En el último instante me entraba el pánico y acababa cayendo en plancha sobre el agua, o de costado, o de pie, pero nunca de cabeza. Se acabó el verano y yo no lo había conseguido ni una sola vez. Ese invierno y toda la primavera estuve obsesionada con ello; mis primos y hermanos habían aprendido, y yo era el patito feo y torpón. Antes de dormirme, e incluso en sueños, no hacía más que visualizar una y otra vez cómo me tiraba con elegancia a una piscina. No me lo podía sacar de la mente. Hasta que llegó el verano de nuevo. El primer día que a la

piscina, me acerqué al borde muy decidida y me tiré de cabeza limpiamente, a la perfección. Con la escritura ocurre algo parecido. Hemos de tirarnos de cabeza en nuestra historia desde el bordillo de la primera idea. Una y otra vez. Al principio la historia será estrecha y poco profunda. Nos costará bucear en ella. Poco a poco se irá haciendo más y más amplia, tomará hondura, el agua se limpiará de lodo y podremos ver nítidamente el fondo de nuestro sueño. Porque el proceso de la creación tiene mucho de sueño. Partamos de lo que partamos, una imagen, una experiencia vivida, una anécdota contada por un amigo, la conversación entre dos vecinos, nuestra mente no lo piensa como una hilera de palabras; más bien lo ve como una nebulosa de imágenes que se van superponiendo. Despejar ese sueño es el único método (si se le puede llamar así) que propongo. Supongo que todo el mundo habrá tenido un sueño de persecuciones, en el que es a la vez espectador y protagonista; en el que, en los momentos más peligrosos, se sale de su piel y observa las acciones desde fuera; en el que el sueño se va forjando a sí mismo y a la vez es la persona la que decide por dónde va a torcer en la siguiente esquina. Igualito que la literatura. El escritor es espectador y protagonista, actor secundario, creador y criatura. Como en nuestro sueño, al escribir hay que ser capaz de implicarse, de vivir en la piel de los personajes, y también de distanciarse en la figura del narrador, mirar la historia desde dentro y desde fuera. Y, sobre todo, visualizarla con la nitidez algo acuática de los sueños. LA INMERSIÓN No es mi intención, como se puede ver, escribir un recetario para construir personajes, sino lograr que nos sumerjamos en ellos para que nos ayuden en la tarea. Porque un personaje poco tiene de estático. El personaje es dinámico y móvil, y tan pronto como logremos visualizarlo se arremangará y se pondrá a actuar, con un movimiento detrás de otro, con las manos en la masa de la ficción. No aprovechar esa ayuda sería una lástima. Si imagino a alguien, lo pongo en movimiento y vivo en él, ya tengo una historia. Si imagino, por ejemplo, a la mujer que habíamos dejado en las primeras páginas del libro mirando en el cristal del escaparate al hombre que esperaba el autobús, la primera pregunta que me haría es por qué lo mira. Para contestarla, no tengo más que observar la escena más atentamente, asomarme a los ojos verdes de la mujer. Parece algo temerosa. ¿No será que cree conocerlo? ¿ Y por qué no lo mira directamente? ¿Por timidez?; ¿por miedo de que él la reconozca, a su vez? A juzgar por su belleza y su traje escotado no parece una mujer tímida. Está claro que es otra la causa. Miremos al hombre, a ver si descubrimos algo. Está impaciente, nervioso; se ha dado cuenta de que la mujer lo mira, pero él no sabe quién es ella, porque en ese caso no hubiera dejado escapar su autobús. Simplemente, se siente incómodo al ser observado por una mujer. ¿Por una mujer o por esa mujer? Las rayas del traje caen impasibles desde sus hombros sin curvarse en una sola arruga, y mantiene alta la barbilla a pesar de los nervios; sin duda está acostumbrado a que lo miren las mujeres. Pero ésta... ésta tiene algo de pájaro, parece que flota sobre sus botines mientras se separa del escaparate y echa a andar calle arriba. Se va, se le va. ¿Por qué lo miraba? El hombre cierra las manos y las vuelve a abrir un par de veces, aprieta los labios y comienza a andar con pasos largos calle arriba...

Bueno, otra cosa es que sea ésa la historia que queremos contar. Sólo era un ejemplo para que se vea cómo, partiendo de cualquier escena, si entramos en ella una y otra vez con curiosidad y obsesión, es muy difícil mantener quietos a los personajes. Y una vez en movimiento... ya están creados. John Gardner, profesor de escritura creativa, decía en su libro Para ser novelista que «escribir una novela es como adentrarse en el mar con una barca. Si se sabe a dónde se quiere ir, es conveniente conocer el rumbo. Si se pierde el rumbo, se puede recobrar observando las estrellas. Si no se tiene mapa ni rumbo trazado, tarde o temprano la confusión obliga a observar las estrellas». Dejo a elección de cada uno la forma de poner en movimiento la barca; se puede dejar llevar por el viento o incorporarle un motor, llenar miles de cuartillas esquematizando la historia, o ir improvisando. He podido comprobar que cada artista conduce ese proceso a su modo, y el camino más largo para unos es el más corto para otros. Lo esencial al crear una historia es creérsela, obsesionarse con ella. Los personajes son quienes mueven las historias, y empaparse de ellos el único requisito imprescindible para crearlos. PRIMERA DISTINCIÓN Son necesarias, no obstante, algunas distinciones previas (muy poquitas, lo prometo). Se habrá podido observar que a lo largo de estas páginas me estoy refiriendo, sobre todo, a la novela. La novela es el género en que el personaje se puede desarrollar en toda su complejidad. Ninguna historia de ficción podría existir sin personajes, pero no en todas se les puede dejar desenvolverse a sus anchas. Podríamos decir, para entendemos, que en la novela el personaje es el motor de la acción y en el cuento es la acción el motor del personaje. La distinción que hago entre novela y cuento1 no es anecdótica. Cada idea o cada posible historia piden una forma de traslación al papel. El escritor es consciente de ello y, cuando decide escribir un cuento, o una novela, o un poema, lo que en realidad está decidiendo es de qué manera su tema se revelará con mayor fuerza y plenitud. Por supuesto, hay artistas versátiles que no tienen problemas en cambiar de uno a otro género; pero son los menos. En general van unidos en la misma persona un tipo de ideas a una forma de expresadas. Hay novelistas, hay cuentistas hay poetas... En general. Tanto en el cuento como en la novela, el creador ha sumergirse en la historia: eso tiene que ver con el proceso creativo, y no tanto con el género que se elija para narrar Pero en el caso del cuento debemos estar más pendientes de lo que va a suceder que de las veleidades del personaje. En la novela, por el contrario, será el personaje el que buena medida decida el desarrollo de la acción. DESDE FUERA Vuelvo por un momento a nuestro ejemplo del sueño, en el que somos los protagonistas pero a ratos nos salimos de nuestra piel para observarnos desde fuera y cambiar el decorado, como en el entreacto de una obra de teatro: si nuestro sueño fuera un cuento, los momentos en que nos observaríamos y encauzaríamos el desarrollo de las 1

Voy a referirme, a lo largo de estas páginas, al relato breve contemporáneo, cuyo nacimiento podríamos situar en E. A. Poe, quien, si no fue el primero en practicarlo, sí lo fue en reflexionar sobre sus características. Este tipo de relatos distan mucho de ser novelas resumidas; son no sólo cuantitativa, sino cualitativamente diferentes de la novela. Su germen, su objetivo y su desarrollo les son propios y distintos a los de cualquier otro género. Asimismo, cuando hable de novela, me referiré a la novela como se la concibe a partir del siglo XIX, digamos desde el Romanticismo, con alguna salvedad como pueda ser el Quijote, en la que el autor se adelanta con mucho a su época.

peripecias serían los más. En una novela, por el contrario, nos tocaría pasarnos más tiempo como protagonistas que como manipuladores. Pongo un ejemplo extraído del cuento de Julio Cortázar «Manuscrito hallado en un bolsillo», en el que el protagonista se dedica a seguir a las mujeres en el metro de una forma de lo más obsesiva: Mi regla del juego era maniáticamente simple, era bella, estúpida y tiránica, si me gustaba una mujer, si me gustaba una mujer sentada frente a mí junto a la ventanilla, si su reflejo en la ventanilla cruzaba la mirada con mi reflejo en la ventanilla, si mi sonrisa en el reflejo de la ventanilla turbaba o complacía o repelía al reflejo de la mujer en la ventanilla, si Margrit me veía sonreír y entonces Ana bajaba la cabeza y empezaba a examinar aplicadamente el cierre de su bolso rojo, entonces había juego [...]. La regla del juego era ésa, una sonrisa en el cristal de la ventanilla y el derecho de seguir a una mujer y esperar desesperadamente que su combinación coincidiera con la decidida por mí antes de cada viaje; y entonces —siempre, hasta ahora— verla tomar otro pasillo y no poder seguirla, obligado a volver al mundo de arriba y entrar en un café y seguir viviendo hasta que poco a poco, horas o días o semanas, la sed de nuevo reclamando la posibilidad de que todo coincidiera alguna vez, mujer y cristal de ventanilla, sonrisa aceptada o repelida, combinación de trenes y entonces por fin sí, entonces el derecho de acercarme y decir la primera palabra, espesa de estancado tiempo, de inacabable merodeo en el fondo del pozo entre las arañas del calambre.

En una ocasión el protagonista rompe sus propias reglas y, sin que le corresponda hacerlo, sigue a una mujer hasta la calle. Charla con ella. Comienzan a citarse. Se enamoran. Sin embargo, la desazón que le provoca haber violado las reglas del juego puede más que sus sentimientos, y le cuenta lo que le ocurre a ella, que por amor acepta probar suerte en el maquiavélico juego. Durante quince días se buscan a ciegas por los caminos subterráneos del metro. El cuento es una especie de pesadilla en la que la mente enferma del protagonista queda reflejada en forma de acción, de juego desenfrenado: [...] el juego iba a recomenzar como tantas otras veces pero con solamente Marie-Claude, el lunes bajando a la estación Couronnes por la mañana, saliendo en Max Dennoy en plena noche, el martes entrando en Crimée, el miércoles en Philippe Auguste, la precisa regla del juego, quince estaciones en las que cuatro tenían combinaciones, y entonces en la primera de las cuatro sabiendo que tocaría seguir a la línea Sevres-Montreuil como en la segunda tendría que tornar la combinación ClichyPorte Dauphine, cada itinerario elegido sin razón especial porque no podía haber ninguna razón, Marie-Claude habría subido quizá cerca de su casa, en DenfertRochereau o en Corvisart, estaría cambiando en Pasteur para seguir hacia Falguiere, el árbol mondrianesco con todas sus ramas secas, el azar de las tentaciones rojas, azules, blancas, punteadas, el jueves, el viernes, el sábado. Desde cualquier andén ver entrar los trenes, los siete u ocho vagones, consintiéndome mirar mientras pasaban cada vez más lentos, correrme hasta el final y subir a un vagón sin Marie-Claude, bajar en la estación siguiente y esperar otro tren, seguir hasta la primera estación para buscar otra línea, ver llegar los vagones sin Marie-Claude, dejar pasar un tren o dos, subir en el tercero, seguir hasta la terminal, regresar a una estación desde donde podía pasar a otra línea, decidir que sólo tornaría el cuarto tren, abandonar la búsqueda y subir a comer, regresar casi enseguida con un cigarrillo amargo y sentarme en un banco hasta el segundo, hasta el quinto tren.

Sin dejar totalmente de lado sus propios sentimientos (recordemos que el personaje, en todo caso, siempre es una parte del autor, un desdoblamiento de su espíritu que cobra autonomía propia), el narrador-protagonista se observa actuar como si fuera otro el que lo contara, y sólo a través de las acciones vemos reflejada su mente enferma.

Asimismo, el personaje adquiere vida por medio de un solo rasgo: su obsesión maniática. Si tuviéramos que de describirlo necesitaríamos una sola frase: es un loco capaz de jugarse su amor a la ruleta. Nada más sabemos de él, ni nos importa; el cuento, el juego azaroso, requiere una naturaleza escueta que se mueva con rapidez por los andenes. DESDE DENTRO Veamos ahora un ejemplo sacado del capítulo «Informe sobre ciegos», de la novela de Ernesto Sábato Sobre héroes y tumbas. Este capítulo es prácticamente una novela en sí mismo. El protagonista se revela, igual que en el cuento anterior, como un ser obsesivo y maniático que se dedica, a lo largo de ciento y pico páginas, a perseguir a los ciegos: Recuerdo perfectamente [...] los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda, ¿cómo puedo saberlo?). Fue un día de verano del año 1947, al pasar frente a la Plaza Mayo, por la calle San Martín, en la vereda de la Municipalidad. Yo venía abstraído, cuando de pronto oí una campanilla, una campanilla como de alguien que quisiera despertarme de un sueño milenario. Yo caminaba, mientras oía la campanilla que intentaba penetrar en los estratos más profundos de mi conciencia: la oía pero no la escuchaba. Hasta que de pronto aquel sonido tenue pero penetrante y obsesivo pareció tocar alguna zona sensible de mi yo, alguno de esos lugares en que la piel del yo es finísima y de sensibilidad anormal: y desperté sobresaltado, como ante un peligro repentino y perverso, como si en la oscuridad hubiese tocado con mis manos la piel helada de un reptil. Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas. Había cesado de tocar su campanilla; como si sólo la hubiese movido para mí, para despertarme de mi insensato sueño, para advertir que mi existencia anterior había terminado como una estúpida etapa preparatoria, y que ahora debía enfrentarme con la realidad. Inmóvil, con su rostro abstracto dirigido hacia mí, y yo paralizado como por una aparición infernal pero frígida, quedamos así durante esos instantes que no forman parte del tiempo sino que dan acceso a la eternidad. Y luego, cuando mi conciencia volvió a entrar en el torrente del tiempo, salí huyendo. De ese modo empezó la etapa final de mi existencia. Comprendí a partir de aquel día que no era posible dejar transcurrir un solo instante más y que debía iniciar ya mismo la exploración de aquel universo tenebroso.

El desarrollo de la acción en este fragmento viene dado por las derivaciones emocionales, las reacciones, el carácter del narrador-protagonista. Ese carácter (que intuir introspectivo, tortuoso) va creando a su vez imágenes exteriores («Delante de mí, enigmática y dura, observándome con toda su cara, vi a la ciega que allí vende baratijas»), las cuales le son devueltas en forma de estímulo para nuevas reacciones y cambios emocionales. En el «Informe sobre ciegos», como en el cuento Cortázar, el protagonista es un hombre enfermo, obsesivo Sin embargo, mientras que en el cuento el personaje está especialmente creado para que cumpla los designios azar, en la novela de Sábato es el carácter del personaje el que va provocando los sucesos. Parece que no es sino su propia mente enfermiza la que hace sonar la campanilla y pone frente a él a la vieja ciega. También se puede observar en este fragmento que todavía nos queda mucho por saber del personaje. No es un simple maniático, sino un ser complejo del que queremos saber más. Así pues, en el cuento el hilo de la acción arrastra y condiciona al personaje, le abre bocas de metro y pasillos para que corra por ellos, le dice cómo debe ser y cuándo se

tiene que tranquilizar. En la novela, sin embargo, el personaje va forjando su propio destino de felicidad o desgracia. Sus dudas o su arrojo, sus contradicciones o su entereza, se materializan en forma de historia. Esto no quiere decir que en los cuentos los personajes sean seres pasivos o inertes. No. Pero digamos que están a disposición del escritor. El cuento es un coágulo de significación, y todo en él, hasta el personaje, está en función de esa búsqueda de significado —consciente o inconsciente—, de esa especie de revelación instantánea que se desarrolla en forma de historia y acción. En la novela, sin embargo, el significado es una paga extra, un plus que nos regala el personaje al desenrollarse en toda su complejidad. SEGUNDA DISTINCIÓN Esto me lleva a hacer una segunda distinción. Me voy a apoyar, como punto de partida, en la división que establece E. M. Forster entre personajes planos y redondos. Forster nos dice: Los personajes planos [...] en su forma más pura se construyen en tomo a una sola idea o cualidad; cuando predomina más de un factor en ellos, atisbamos el comienzo de una curva que sugiere el círculo. [...] Una de las grandes ventajas de los personajes planos es que se les reconoce fácilmente cuando quiera que aparecen. [...] Para un autor es una ventaja el poder dar un golpe con todas sus fuerzas, y los personajes planos resultan muy útiles, ya que nunca necesitan ser introducidos, nunca escapan, no es necesario observar su desarrollo y están provistos de su propio ambiente: son pequeños discos luminosos de un tamaño preestablecido que se empujan de un lado a otro como fichas en el vacío o entre las estrellas; resultan sumamente cómodos.

Yo voy a establecer una distinción parecida entre personajes de cuento y personajes de novela2. Podríamos decir, exagerando un poco, que los personajes de los cuentos son una especie de caricaturas de las personas, mientras que los de las novelas serían personas propiamente dichas. Esta distinción, al igual que la anterior —entre novela y cuento—, tampoco es anecdótica. El narrador de cuentos no se puede permitir que el personaje invada el relato. Ha de escatimar las palabras, así que necesita crear la ilusión de humanidad en unas pocas frases bien elegidas. La síntesis y la ausencia de complejidad de los personajes de cuento van a ir en beneficio del impacto que provocarán en el lector, como si fueran pequeñas granadas mano, manejables pero cargadas de pólvora. La contrapartida es que su recuerdo resulta menos duradero. La memoria que guardamos de los cuentos suele ser la de la acción que se narra, más que la de los personajes que aparecen. Si vaya contar a un amigo un relato que el otro día, suelo comenzar: «Pues estaba una pareja mayor en su casa, tan tranquila, y de pronto escucharon ruidos una de las habitaciones del fondo. Él se levantó y fue a ver cuál era la causa...». Incluso en los pocos casos en que recordamos persistentemente y con viveza al personaje un cuento, lo describimos en función de sus actos («era un tipo que le hacía la vida imposible a las mujeres... »; «paseaba sin parar por los parques de la ciudad y les contaba a las palomas sus problemas...»). Sin embargo, si es una novela lo que intentamos rememorar, lo primero que vendrá a la cabeza es el protagonista y su forma de ser. A veces, cuando ha pasado el tiempo, ni siquiera somos capaces de recordar el 2

Me refiero, tanto al hablar de personajes de cuento como de personajes de novela, a los personajes principales. De los personajes secundarios se hablará en sucesivos capítulos.

hilo argumental, mientras que el personaje aparece ante nuestra vista, a veces más nítido que el amigo a quien se lo tratamos de describir. PERSONAJES DE CUENTO «Los personajes planos —nos dice Forster— se construyen en torno a una sola idea o cualidad». En un cuento, el personaje también tiene que quedar dibujado en un solo trazo, aunque no por eso va a ser un personaje cojo. Veamos el principio de un relato de Eloy Tizón, «El inspector de equipajes»: Durante un registro rutinario a un pasajero, el inspector de equipajes Iriarte descubrió que le engañaba su esposa. Del portafolios del desconocido asomaron unas fotos comprometedoras que no dejaban sitio a la duda. No quiso hacer una escena, y después de sellar convenientemente el resguardo y entregárselo al intruso mientras decía: «Todo en orden», vio alejarse de reojo la espalda cubierta por el pelo rubio del abrigo, la espalda del amante camino de su vuelo, y se quedó sin respuestas. Ella le había prendido una nota en la almohada diciendo que ese fin de semana se marchaba a esquiar a la montaña y quizá no fuese mentira. La maleta que venía a continuación contenía un surtido de rosarios bendecidos por el Vaticano.

Ahí tenemos al inspector Iriarte. Enterito. Habíamos dicho que en un relato es la acción la que mueve al personaje, y ahí podemos distinguir al personaje dibujado en cuatro líneas de acción. No se nos dice cómo va vestido, de qué color tiene los ojos ni si fuma en pipa o no. Se nos centra directamente en la acción, y esa acción es la que nos muestra a Iriarte con vividez: débil de carácter, sumiso, apocado, triste, mediocre... Yo me lo imagino medio calvo con cuatro pelos atravesándole el cráneo, delgado, con unos cuantos pellejos fláccidos bajo el estómago; cada uno se lo imaginará a su manera, pero se lo imaginará. Y a nadie le extrañará encontrarse en el segundo y tercer párrafo con que: [...] Buscó algo a lo que aferrarse para mantenerse a flote y se le ocurrió hacerse rico. Se marcaría una meta y no cesaría de luchar hasta alcanzada. Pensó que un millón de pesetas bastaría para dejar el trabajo. No se le ocurrió pensar en una cifra más alta. Durante los nueve años siguientes Iriarte trabajó como un perturbado, con la conciencia vacía, apartando cantidades minúsculas de su sueldo de funcionario de Aduanas y yendo cada sábado a primera hora a ingresarlas en la ventanilla bancaria con el ánimo oprimido.

A nadie le resultará inverosímil tan extraño proceder, porque el sujeto que se nos había presentado en el primer párrafo ya era extremado de por sí. Extremado en su mediocridad. Una caricatura de lo insípido. Un cuento ha de ser un estampido en el espíritu del lector. Algo que duele por su intensidad, por su brevedad: una bofetada, un beso en la boca, el olor viejo del incienso ya se aleja en la brisa... Los personajes tienen que manejables, simples, perfectamente reconocibles. Eso quiere decir que no cambien: el Iriarte del principio del cuento no es el mismo Iriarte que al final le declara su amor a la cajera del banco —declaración bancaria sin precedentes—. Ese cambio, precisamente, es el cuento. La acción dibuja una rápida parábola y arrastra al personaje en su torrente, explicándolo. Por eso ha de ser éste liviano y sin anclajes: para adaptarse al duro ecosistema del cuento.

Los problemas que se encuentran a su paso quienes comienzan a escribir cuentos suelen ser, por lo que respecta a la inmersión en el personaje, de dos tipos: 1. El personaje se les va de las manos e inicia su propia andadura, independiente de la acción del relato. Normalmente, les sucede esto a quienes comienzan escribiendo relatos pero cuyo temperamento les inclina en realidad hacia la novela. El resultado es que el cuento pierde el sentido inicial y, por tanto, su unidad y su fuerza. La acción sobresale del argumento como una camisa mal metida en cintura. Por otro lado, al esbozarse en ellos personajes complejos, este tipo de relatos dejará al lector con una sed imposible de saciar (si no es con una novela, claro): éste querrá saber más y más del protagonista, y siempre se quedará decepcionado cuando el cuento finalice. Uno de los síntomas por el que se puede detectar esta tendencia es cierta dificultad para poner el punto final al relato. Cuando el escritor está introduciéndose en un personaje complejo le cuesta acabar con esa vida incipiente, cortarle las venas a su criatura. Quien no encuentre la manera de cerrar con éxito sus relatos, que eche un vistazo a los personajes: puede que sean ellos quienes se hayan zampado el cuento y estén pidiendo más comida. Veamos, por poner un ejemplo, el final de un cuento en el que se puede observar esa resistencia de la autora a abandonar al personaje a su suerte: Cuando nació el pequeño, Fidel también confirmó sus sospechas, pero nunca, ni antes ni después de su nacimiento, hizo nada por hablar con su amigo, y Alberto, por su parte, tampoco volvió a llamar ni a escribir. Ni siquiera sabía cómo se llamaba su hijo, pero calculó sin equivocarse que aquella tarde de otoño el bebé tendría ya tres meses y que podía ser uno de aquellos que paseaban con sus madres o sus niñeras por el parque en el que tantas veces él mismo había paseado a Fidelia hacía veinte años. Cuando la vio aparecer con el pequeño en brazos se dio cuenta de que aquella mujer enamorada era él mismo, era su misma expresión y su mismo deseo de entonces, el tiempo sólo había hecho una mudanza en todos estos años: había permitido que el amor de ella ocupara su lugar, un lugar que había custodiado celosamente al lado de las mujeres a las que había amado durante todos aquellos años y que ahora, gracias Fidelia, le convertían finalmente en un hombre. Un hombre como otro cualquiera. Un hombre que se levanta del banco, que cruza el parque, que hace su viaje errático como una hoja seca, pero encuentra al final su agujero y huye.

Me interesa señalar el cambio brusco que toma el cuento al acercarse al final. Toda la parte que he puesto en cursivas se vuelve abstracta, vaga y etérea. Es el típico síntoma de que el escritor no quiere separarse de su personaje de hacer un esfuerzo por terminar el relato, se distancia, se aleja de lo concreto, de la vida, de la historia, y deja al lector con las ganas de saber qué diablos ha ocurrido. Vamos a ver: ¿se casa o no se casa?; ¿es feliz o no es feliz?; ¿hay perdices para comer ese día?, ¿y al siguiente?, ¿y al otro? En lugar de ofrecernos respuestas, el personaje —junto su autora— se nos escapa por un agujero y huye. En el caso de que el escritor de relatos observe esa tendencia a los finales abstractos, más vale que se pregunte si el personaje está pidiendo amplitud, si tiene demasiadas dudas que resolver, contradicciones que sacar a flote; en una palabra, si es demasiado complicado para la constricción de un cuento. 2. El segundo error en el que se suele caer con frecuencia al empezar a escribir relatos cortos es el de confudir la tipicidad con la topicidad.

Lo primero nos puede resultar muy útil a la hora de construir personajes de cuento. Exagerar un rasgo de carácter y convertirlo en personaje o acudir a modelos inconscientes de personas (¿cómo nos imaginamos funcionario de Correos que lleva treinta años en el oficio? ¿Qué características tendría un empresario adinerado que en sus tiempos fue progre?) es imprescindible a la hora de escribir cuentos. Por desgracia es fácil caer, al intentar hacerlo, en los tópicos, los mayores enemigos del escritor. Cualquier tópico es terriblemente dañino en un texto literario, pero más aún cuando se le pega en forma de gelatina soporífera al personaje, que ha de ser quien capte la atención y la curiosidad del lector. Veamos un ejemplo de lo que acabo de comentar, al inicio de un relato: Ella era joven y desenvuelta y, como en tantas mujeres seguras de sí, su atractivo se hallaba de tal modo confundido con la repetición de unos gestos y unas maneras en él sustentadas que a la postre resultaba difícil dirimir si éste era de verdad real o se trataba, más bien, de una ilusión surgida por el empeño de remarcarlo. Él era mayor, aunque no mucho más, y parecía, por el contrario, el tipo de persona capaz de caer una vez tras otra en los mismos baches, en los mismos obstáculos y en los mismos estragos.

Si se compara este comienzo con el de «El inspector de equipajes», se podrá ver la diferencia entre lo típico y lo tópico. En el caso de Iriarte, Eloy Tizón se apoya en una serie de referentes instalados en el inconsciente colectivo para crear un personaje típico, pero añadiéndole su propia visión, diferente a todas. Imaginemos que el escritor se planteó lo siguiente: Necesito para mi cuento un tipo pavisoso y mediocre. ¿Qué profesión puede tener? Funcionario de Aduanas. ¿Cómo me imagino yo a un inspector de equipajes? Así y asá. De ese modo el escritor consigue, con pocas palabras, que el lector se identifique con su personaje, pues aprovecha no sólo su propia visión del personaje (su singularidad), sino todas las implicaciones que ese tipo de persona generará en el lector. Por eso esta clase de personajes resulta muy productiva en un género breve como es el cuento; con la mitad de palabras se duplica el reflejo del personaje en la mente del lector. En el segundo relato, sin embargo, parece que al escritor se le olvidó mirar con atención a su personaje, quedó varado en el inconsciente colectivo, en la obviedad. Le faltó hacerse las siguientes preguntas: ¿Cómo me imagino yo a ese tipo de persona capaz de caer una vez tras otra en los mismos baches? ¿De qué forma particular es joven y desenvuelta la chica? Es decir, le faltó valerse de la singularidad, lanzar su propia mirada sobre los personajes. Quizá a lo largo del relato se aclaren más los caracteres... si para entonces el lector no se ha ido a tomar unas cañas. Un texto breve no puede contener ni un solo párrafo en balde. «Él [...] parecía [...] ese tipo de persona capaz de caer una y otra vez en los mismos baches». Ah, ya, es un ésos —pensará el lector—; ¿y qué? Porque si el personaje es o no es el tipo de persona que cae siempre en los mas errores es algo que le correspondería concluir, en todo caso, al lector; nunca al narrador. Es, en definitiva, un tópico, un cliché que el escritor principiante utiliza para evitarse el esfuerzo de explorar su personaje y encontrar las palabras exactas que lo describan. Muestro, por último, cómo A. Chéjov, en su cuento «La dama del perrito», describe a un hombre capaz de caer una y otra vez en los mismos errores: Gúrov no había llegado aún a los cuarenta, pero tenía ya una hija de doce años y dos chicos en el liceo. Lo habían casado pronto, cuando todavía era estudiante de

segundo curso, y ahora su esposa parecía mucho mayor que él. [...] Le era infiel desde hacía tiempo. La engañaba a menudo y, tal vez por eso, casi siempre hablaba mal de las mujeres. Cuando se referían a ellas en su presencia, siempre decía lo mismo: —¡Una raza inferior! [...] La experiencia, repetida y, en efecto, amarga, le había enseñado hacía tiempo que si al principio cualquier acercamiento rompe dulcemente la monotonía de la vida, y se presenta como una deliciosa y ligera aventura, para la gente decente y, en especial, para los moscovitas, lentos de reflejos e indecisos, inevitablemente se convierte en todo un problema, en algo complicadísimo, hasta el punto de hacerse insoportable la situación. Pero en cada nuevo encuentro con una mujer interesante, esta conclusión parecía desvanecerse de su memoria, sentía renovados deseos de vivir, y todo parecía muy sencillo y divertido.

PERSONAJES DE NOVELA Los personajes de novela, como ya he comentado antes, llevan a sus espaldas el peso de la narración. Por eso hay que sumergirse en ellos hasta el extremo de padecer sus dolores de muelas. Lo que en el cuento puede llegar a ser contraproducente si se practica en exceso, en la novela resulta imprescindible. Cuando el artista se decide por la novela —o la novela se decide por él— como medio de comunicación, expresión y búsqueda, está emprendiendo el camino que lo llevará a la comprensión de sus propios personajes: quiere saber sus inclinaciones, los motivos que les llevan a actuar como lo hacen, sus procesos mentales... Esa búsqueda requiere extensión. Si es la amplitud la que lleva al escritor a enamorarse de sus personajes, o si el interés por vivir y entender otras vidas es lo que lo conduce a desenvolverse en grandes praderas, no nos importa mucho ahora mismo. Lo que importa es el camino que se recorre, y no el motivo por el que se emprendió. Si Rafael Sánchez Ferlosio empezó a escribir El Jarama como un mero ejercicio donde quería reflejar la curiosa forma de hablar de los jóvenes de su época, sus personajes no le dejaron salirse con la suya y contaron su propia historia, perpleja y trágica. Incluso en un subgénero marcado por la acción como es la novela negra, se puede observar una tendencia (en las mejores series del subgénero ) a que el detective, ese bloque de piedra escuetamente cincelado, se humanice y se haga con las riendas de la acción. Veamos lo que cuenta Manuel Vázquez Montalbán sobre la creación de su famoso detective Carvalho: [...] para mí Carvalho significaba la resolución del gran problema del punto de vista de cara a una novela crónica. Él vería la realidad y propondría al lector una identificación de miradas. Construí el personaje con una serie de materiales de derribo que lo hacían inverosímil en la realidad material, pero perfecta y mágicamente verosímil en la realidad literaria. Inmigrante, ex-agente de la CIA, ex-miembro del Partido Comunista, amante de una prostituta de teléfono, viviendo inmerso en una familia atípica (Biscuter, Bromuro, Charo, el gestor Fuster). [...] Ahora bien, con estos requisitos, Carvalho podía haber sido un mero pretexto técnico para descargarme de la responsabilidad de mi propia mirada. Podría haberlo utilizado como mi monstruo del Dr. Frankenstein y moverlo desde el centro remoto de mi mesa de escribir. Pero bien pronto me di cuenta de que Carvalho tenía vida propia. El conjunto de extrañas peculiaridades habían conformado un personaje real que tenía su propia lógica y que en ocasiones, en el momento de redactar una novela, podía plantearme problemas de rebeldía a la manera unamuniana o pirandelliana. Desde la más elemental intuición lectora, al repasar muchas veces lo que yo mismo había escrito sobre lo hecho o dicho por Carvalho, me daba cuenta de que él, en buena ley, por su propia lógica, no podía haber dicho ni hecho lo que yo le atribuía. Y siempre he

dado la razón a este instinto lector que en cierto sentido se fragua en un diálogo constante con el personaje.

Y precisamente esa rebeldía del personaje, que en principio puede resultar una incomodidad para un tipo de novela que exige ante todo acción, es lo que le proporciona una tercera dimensión —la de la profundidad—, el eje por el que el lector resbalará del mero entretenimiento a una actitud más reflexiva frente a la vida y ante sí mismo. Conviene tener claro, por tanto, que la novela ha de desprender —más que ingenio o exquisitez formal— humanidad por los cuatro costados. Los personajes son los que llevarán al lector por el largo camino, los responsables de la coherencia y de la lógica interna del texto. Por eso es absolutamente imprescindible que el escritor sea capaz de contemplar la historia desde el interior de sus protagonistas y de —en las ocasiones transitorias en que tenga que salir al exterior— mantener con ellos un diálogo ininterrumpido. Así como en el cuento el personaje puede ser descabellado o extremoso, sin sentimientos o con una sola inclinación extravagante mientras que la acción redondee el relato y mantenga la cohesión, en la novela el personaje ha de sentir como un ser humano lo haría, por más que la acción resulte desenfrenada o absurda. Veamos, por poner un ejemplo, un pasaje de Cien años de soledad en el que García Márquez, con su maestría habitual, crea una situación supuestamente inverosímil, mágica y delirante, echando a volar por los aires a Remedios, la bella. Se puede observar cómo todos los que la rodean, y hasta ella misma, se comportan de una forma de lo más natural y humana: [...] Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa. —¿Te sientes mal? —le preguntó. Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima. —Al contrario —dijo—, nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria. Los forasteros, por supuesto, pensaron que Remedios, la bella, había sucumbido por fin a su irrevocable destino de abeja reina, y que su familia trataba de salvar la honra con la patraña de la levitación. Fernanda, mordida por la envidia, terminó por aceptar el prodigio, y durante mucho tiempo siguió rogando a Dios que le devolviera las sábanas. La mayoría creyó en el milagro, y hasta se encendieron velas y se rezaron novenas.

Tanto Úrsula, Amaranta y Fernanda como los forasteros y la gente de Macondo, reaccionan ante el prodigio en función de sus humanos temperamentos e intereses. Muchas de nuestras abuelas, por ejemplo, se hubieran lamentado —de haberse enfrentado a una situación similar— por la pérdida de unas sábanas que son, por otra parte y con toda su carga de cotidiana domesticidad, el lienzo de fondo de la escena. Pero resulta curioso que hasta Remedios, la bella, sea fiel a su humanidad. Alguna vez me he

encontrado, en la vida real, a ese tipo de mujer ingenua y alunada que inspira el pensamiento de que se puede echar a volar como un globo de feria en cualquier momento. En una novela, donde no se tienen las limitaciones de la corporeidad, podemos llevar la esencia del personaje hasta el final, subiéndolo a las nubes si así lo pide su temperamento volátil. Gracias a esa humanidad resultan creíbles las novelas de García Márquez, pues una vez que nos ha convencido de que sus personajes son seres humanos como nosotros, los dejamos ya que vuelen o que vivan trescientos años, que toquen el clavicordio en oscuros palacios o que fabriquen sin cesar pececillos de oro para después volver a fundirlos. Un héroe de cuento se puede permitir ser perfecto y nada más que perfecto. El héroe de una novela, sin embargo, por muy héroe que sea no dejará de tener sus momentos de duda, oscuros secretos que lo manchan de infamia, tentaciones no vencidas, flaquezas perdonables... El escritor —y después el lector— se tiene que identificar con él durante muchas páginas, y le sería imposible empatizar con alguien que no se pareciera a él ni en el blanco de los ojos. Las novelas poco convincentes suelen flaquear, muy a menudo, por este lado. Cuando el autor intenta, a partir de unos cuantos rasgos que elige para su personaje, moverlo como una marioneta a través de la acción, sin preocuparse lo más mínimo de cuál es el temperamento de su criatura o de preguntarle si le apetece de verdad recorrer el camino que le ha marcado, esto suele reflejarse en que el protagonista aparece desdibujado y turbio; en que se mueve maquinalmente y no por su propia naturaleza. Como consecuencia, sus actos resultan incoherentes y la narración se arrastra en un sinsentido constante, renqueando a lo largo de las páginas como si llevara muletas. Este problema tiene que ver, indudablemente, con la inmersión del autor en el personaje. La coherencia y fuerza de una novela no se pueden conseguir manejando los hilos desde fuera, como si jugáramos una partida de ajedrez; sólo la mente y los ojos de los personajes nos podrán señalar el camino que han de seguir, y si el escritor no es capaz de identificarse con ellos, la novela se desmembrará y aburrirá al lector. Veamos un ejemplo de personaje difuso, extraído de una novela publicada recientemente: OIga me llevó a ese café, me presentó a todas esas personas a quienes yo conocía de oídas, escritores, periodistas, pintores, abogados, todos políticos al fin y al cabo, todos interesados en transformaciones sociales, en procesos históricos, en revoluciones, en teorías. Enseguida me di cuenta de que OIga, aunque no hablaba mucho, era allí, en la tertulia del Somos, como lo había sido en el colegio, el centro de la reunión. OIga ejercía de reina silenciosa y distante y, aun cuando su superioridad no era sólo una cuestión de edad, estaba claro que era la mayor de las mujeres, la que había vivido más y conocido Dios sabe cuántas personas, y de qué modo, y, sobre todo, personas importantes, raras, seductoras, más aún que las que en ese momento nos rodeaban. Otra vez, como en el colegio, tenía tras de sí un territorio extraordinario para su uso exclusivo. Eso era lo que se decía de OIga, lo que se daba por supuesto al hablar con ella: su intimidad con los grandes personajes, su misteriosa amistad con esos hombres admirados cuyos nombres, a todos los demás, nos infundían tanto respeto que apenas nos atrevíamos a pronunciarlos. El relativo silencio de OIga en la tertulia se rompía después, a la salida del Somos. Me cogía del brazo y echábamos a andar junto a la verja del Retiro. Esos son los atardeceres de verano que recuerdo ahora. Ese aire cálido, cargado de olores y nostalgia, ha venido hasta mí a través de la ventana abierta, con todas las palabras, ya irreconocibles, de OIga, que, colgada de mi brazo, hablaba y hablaba, como aquella tarde en la enfermería del colegio, en el cuarto en penumbra en el que nos

había recluido la madre enfermera. Ahora, años después, a la salida del Somos, OIga me contaba sus aventuras, me relataba sus amores.

Vaya, parece que en este fragmento no se puede ver a OIga por ningún sitio. Hablaba y hablaba... pero, ¿qué decía? Todo es vago en ella: parece que la narradora se niega a damos detalles concretos sobre OIga. Estamos en la página dieciséis. Puede que nos haya pasado desapercibida alguna secuencia anterior en la que se la definía. Vamos a retroceder hasta aquella tarde en la enfermería del colegio, en la página diez, por si ahí conseguimos escuchar a OIga, ver a OIga: Sin duda ésa fue la primera vez que estuvimos juntas OIga y yo, juntas y solas, y la primera vez que hablamos, que, sobre todo, habló OIga, porque, una vez que la puerta se cerró tras los pasos silenciosos de la madre enfermera y que el cuarto, con las contraventanas y la puerta cerradas, estaba casi completamente oscuro, OIga empezó a hablar, a contar una cosa tras otra, a reírse incluso, y aunque hablaba en susurros a veces alzaba la voz, de manera que, si la madre enfermera estaba en el cuarto contiguo, nos tenía que oír, pero quizá estaba en otro cuarto más alejado o dormitaba, porque no entró sino mucho después, casi al cabo de la tarde. No sé lo que OIga me contaría durante aquel rato que compartimos en la enfermería, supongo que chismes de la vida del colegio, y aún creo que yo no podía escucharla del todo, impresionada por el hecho de que OIga Francines, la famosa OIga Francines, me estuviera hablando a mí, que era una absoluta desconocida para ella, una niña, por lo demás, cinco años más pequeña. [...] Puede que yo tuviera entonces diez años y ella quince, y la verdad fue que después de haber pasado aquella tarde en la enfermería, yo miraba a OIga como si me perteneciera un poco, ya no era la OIga lejana que todas admirábamos y que no tenía nada que ver conmigo, era una OIga que me había hablado durante horas.

OIga no para de hablar, y sin embargo al lector le parece alguien de lo más silencioso, porque, por alguna razón, se nos ocultan sus palabras. Retrocedamos algo más para saber al menos por qué todas las alumnas del colegio admiraban a OIga: Admirábamos a Oiga [...] por su vida extraordinaria y secreta, por el padre al que nuestra imaginación había hecho diplomático y que iba y venía por el mundo inmenso, esos países remotos y exóticos de los que sin duda le traía a Oiga algún recuerdo. La admirábamos por no tener una familia normal, por tener siempre a las monjas pendientes de ella, porque en cierto modo todo giraba a su alrededor.

Como se puede ver, las razones por las que las niñas admiraban a OIga son externas a la propia OIga. No hay manera de visualizarla, ni de escucharla, ni de conocer su carácter. Sigamos indagando, a ver si logramos atraparla. ¿Por qué tenía siempre a las monjas pendientes de ella? Pero nadie compadecía a OIga, salvo las monjas, que quizás tampoco la compadecían, pero que la miraban con un poco de temor, como si ellas, encargadas de cuidar a OIga durante tantas vacaciones, tuvieran miedo de no estar a la altura, de fallar. [...] Por vivir muchas temporadas sola con las monjas tenía con ellas una confianza que a todas las demás nos parecía asombrosa, indescifrable...

Tampoco se contesta aquí a nuestra pregunta sino con evasivas; en ningún caso con algo que aluda a la persona de OIga. Durante dieciséis páginas se nos ha estado hablando de una OIga que no existe, y por tanto todas sus acciones (hablar o permanecer callada, pasear o ir a las tertulias) resultan inverosímiles, aun sin ser extraordinarias. Podríamos seguir buscando pistas y

respuestas hacia atrás o hacia adelante, pero siempre nos encontraremos con esa vaguedad elusiva que nunca nos permite aprehender al personaje por completo. Después OIga se enamora, se desenamora y hasta habla, pero es alguien abstracto a quien le ocurren cosas, porque en ningún momento se nos muestra en su individualidad, en sus gestos característicos. Da la impresión de que no es ella quien actúa, sino la narradora quien la mueve y habla por ella como lo haría un ventrílocuo con su muñeco: ¡Qué enamorada estoy!, exclamaba, interrumpiendo el desordenado relato, y fijando los ojos inmensos, brillantes, en ese punto indefinido del amor que era invisible para mí. ¡Si lo llegas a ver, allí, frente a mí, diciéndome esas cosas tan desoladoras: estoy agotado y vacío, desconectado del mundo, ya no volveré a escribir, no me interesa la vida! [...] ¡Es horrible lo mal que resultan las cosas contadas!, protestaba OIga. ¡Si lo hubieras podido ver cuando se volvió hacia mí delante de la puerta de la pensión y me miró como pidiéndome perdón por tener que llevarme a un sitio como ése, y suplicándome a la vez que no me volviera atrás, que me necesitaba...! Las escaleras, estrechas y sucias, en penumbra, ese olor indefinido y rancio de las viviendas baratas, esos sordos sonidos —voces, televisión, radio, pasos— de los fantasmales vecinos de los pisos... Pero todo se transformaba y valia la pena, porque Luis pedía perdón y la pedía a ella, tenerla, amarla. ¡Ése es el instante por el que se lucha y se muere, la razón de las existencias erráticas de los seres humanos! Un instante que no pertenece por entero a la vida, que llega a otro lado, un instante poético... Aquí se detenía OIga, en el umbral de una teoría sobre la poesía.

En este fragmento se puede observar cómo se mezclan las voces de la narradora y del personaje en un lenguaje envarado que suena a falsete, como si alguien por detrás de Olga estuviera tratando de imitar su voz, sin demasiada fortuna. Sólo hay que fijarse en la cantidad de exclamaciones sin valor expresivo que se incluyen, en un intento de soslayar la ausencia de convicción del monólogo, de esa mixtura de las voces de autora, narradora y personaje. Por otro lado, da la impresión de que la narradora estuviera justificándose constantemente, a lo largo de la narración, por la falta de verosimilitud de lo narrado: «No sé lo que Oiga me contaría durante aquel rato que compartimos en la enfermería [...], y aún creo que yo no podía escucharla del todo...»; «...todas las palabras, ya irreconocibles, de Oiga, que, colgada de mi brazo, hablaba y hablaba»; «¡Es horrible lo mal que resultan las cosas contadas!, protestaba Oiga». En esta novela el estilo es correcto, la narración se sigue sin dificultad, los detalles ambientales son aceptables...; pero se echa en falta una mayor identificación con el personaje por parte de la autora y, en consecuencia, por parte del lector, que se ve obligado a seguir un argumento construido en torno a un conjunto de vaguedades llamado OIga. Este tipo de deficiencias relativas a la inmersión del autor en el personaje de novela hace que el lector reciba la impresión de que el narrador está contándole una película que vio el otro día. Y el lector no necesita que le cuenten la película; quiere verla con sus propios ojos, que para eso ha pagado la entrada. MATICES Y ACLARACIONES De manera que sumergirse en el personaje resulta fundamental a la hora de escribir una novela, así como en el cuento lo es sumergirse en la acción. Hay novelas, no obstante, en las que predomina la acción sobre el personaje. Sería el caso de la novela de aventuras, la novela negra o la ciencia-ficción. En ellas los personajes pueden ser absolutamente estereotipados y predecibles sin que al lector se le cierren los ojos por ello. La acción contumaz y persistente puede sostener también un

texto largo. Sin embargo, qué duda cabe de que si en este tipo de novela el protagonista adquiere profundidad, como he señalado antes refiriéndome a Vázquez Montalbán, la narración ganará en calidad y calará más hondo en la mente del lector (y del propio escritor). Así, en las novelas, de Joseph Conrad o de Graham Greene los personajes son psicologías complejas que nos llevan a través de la acción, provocada, a su vez, por ellos. Asimismo, hay cuentos en los que destaca el personaje sobre la acción narrada, aunque no es la tendencia actual. Estos cuentos de personaje se asemejan a novelas sintetizadas, o a fragmentos de novela (con valor en sí mismos, pero que podrían alargarse sin que la unidad se resintiera); sería el caso de algunos de los relatos de Chéjov o Flaubert. Sin embargo, con el paso del tiempo el género cuentístico se ha ido especializando y adquiriendo unas características que lo hacen cada vez más diferente de la novela. Durante los últimos tiempos son cada vez más numerosos los escritores que se avienen a aprovechar al máximo los recursos que la poca extensión les ofrece. Los cuentos especializados son como chispas, y una sola línea añadida los estropearía. En ellos la fuerza de los personajes radica precisamente en su contención, y es a ellos a los que me he referido al hablar de personajes de cuento. En estas páginas he señalado, pues, las tendencias generales, en un intento de delimitar los errores más frecuentes en los que caen aquellas personas que se inician en la creación literaria. Porque un problema que suele encontrarse quien empieza a escribir es el de no saber exactamente cuál es el género donde mejor se desenvolverá y en el que su estilo y sus temas tomarán mayor impulso. A esas personas les recomiendo que observen en sus textos el tratamiento que han dado al personaje y que reflexionen sobre su forma de sumergirse en la historia. En definitiva, que se tomen el pulso narrativo. Obstinarse en escribir relatos en los que el personaje se desmelena o novelas en las que el protagonista echa el hígado por la boca por no dar más de sí puede resultar frustrante. Asimismo, el esfuerzo que conlleva nadar contra corriente no deja mucho espacio a la verdadera creación, a la búsqueda de nuevos mundos, por lo que es mejor tener un terreno firme bajo los pies que nos ponga alas en lugar de cortárnoslas, pero que tampoco nos quede ancho. Una vez inmersos en el personaje, no nos queda otro remedio que dejarle actuar, por lo que se va quedando corto este capítulo. A partir del próximo me centraré en los personajes de novela, aunque de vez en cuando los de cuento me servirán de contrapunto. Sirva de puente, entre este capítulo y el próximo, una I cita de A. Gide: El mal novelista construye sus personajes, los dirige y los hace hablar. El verdadero novelista los mira actuar.

2. ACCIÓN TRES MUJERES Tres apasionadas pero virtuosas señoras, encerradas en una sociedad mezquina que no deja mucho lugar a los sueños, y casadas las tres con maridos mediocres, se dejan robar la virtud tras un largo asedio por otros no menos mediocres caballeros. Todo les sale fatal; y es lógico, rodeadas como están de gentuza. Una vive en Rusia, otra es francesa ya la tercera le toca pasar su calvario en la España de provincias. Se trata, en efecto, del argumento (expuesto de forma algo subjetiva, como se habrá notado) de tres grandes novelas del siglo XIX: Ana Karenina, Madame Bovary y La Regenta, cuyas protagonistas son Ana Karenina, Emma Bovary y Anita Ozores

respectivamente. Estas tres mujeres, que tantos disgustos y satisfacciones han dado a miles de lectores en los últimos doscientos años, nos van a ayudar ahora con toda amabilidad, acompañándonos en los próximos capítulos. Aunque las tres novelas tienen un argumento similar, las diferentes personalidades de las tres jóvenes van a marcar cada obra con un sello inconfundible, por lo que nos van a poder guiar diestramente por los vericuetos del personaje. No hace falta decir que, de no haberse identificado con sus protagonistas, León Tolstoi, Gustave Flaubert y Leopoldo Alas «Clarín», no habrían alcanzado los estantes de nuestras librerías. Quizá ni ellos mismos imaginaron que a las puertas del siglo XXI hombres y mujeres de todas las edades seguirían leyendo sus obras. Lo que sí supieron sin duda estos tres magníficos observadores del alma humana es que vivir en sus personajes era una manera de entenderse, de soportarse, de encontrarse a sí mismos. «Madame Bovary soy yo», dijo Flaubert. Madame Bovary somos todos. Y todos, como lo hizo Flaubert al escribir la novela, nos salvamos —un poco y por poco tiempo— a costa de su sacrificio. Aunque, como dice Ernesto Sábato: Yo sé, en cambio, lo que con lágrimas en los ojos habría murmurado mi madre, pensando no ya en Emma sino en él, en el pobre y sobreviviente Flaubert: «¡Que Dios lo ayude!»

Pero nada de dramatismos. Por el momento, los personajes están vivitos y coleando, deseando moverse. PONERSE EN MOVIMIENTO Desde que mencioné la primera vez al personaje, apareció la palabra acción por estas páginas. Imposible despegar al uno de la otra. Las células se reproducen, el corazón late, el niño llora, mueve las manos y los pies, echa a andar, piensa y aprende. La vida tiene que ver con el movimiento; la muerte, con lo estático. Y la literatura es vida, porque sólo de la vida podemos hablar. Llamamos historia a «la sucesión de las acciones que constituyen los hechos relatados en una narración». Así que sin acciones no tenemos historia, y sin personajes no hay acción que valga. Y en una novela, cómo no, vamos a contar una historia. Es obvio, y sin embargo no viene mal recordarlo de vez en cuando. Los personajes serán en la historia los representantes de la humanidad. La cosa es seria. Tienen que dar la talla. No se pueden quedar tirados a la bartola durante trescientas páginas, porque los personajes holgazanes no representan a la humanidad, sino sólo a un escritor apático al que le da pereza escribir. Historia implica movimiento. Nuestros personajes pueden pensar, pero cuidado: no pueden sólo pensar. Tienen sobre todo que moverse, actuar. No existen novelas exclusivamente de pensamiento como no existen personas estáticas de por vida. Cuando el niño está en el sofá del salón, calladito, los padres desconfían. Si un amigo nuestro se encierra durante días en casa sin querer ver a nadie en actitud reflexiva, pensamos: «¿Qué estará tramando?». Cuando el gobierno no abre la boca, malo. Cuando es la oposición la que calla, peor. Porque luego nos encontramos al niño prendiendo fuego a la alfombra del salón, nuestro amigo nos querrá liar para que nos metamos con él a una secta, el gobierno robará el dinero a los ciudadanos y la oposición se habrá llevado una parte del pastel. Cuando las personas piensan es para después actuar. Con los personajes ocurre lo mismo. No se los puede mantener quietos durante mucho tiempo. Si los encerremos entre cuatro paredes, su mente tendrá que encargarse de sacarlos a correr por los prados. Como consecuencia vienen definidos, en buena medida, por sus acciones. A los personajes no hay que explicarlos, sino dejarlos actuar.

LO ABSTRACTO Y LO CONCRETO Desde hace ya algunos siglos la novela se distingue por llevar al terreno de lo concreto los grandes temas existenciales (el amor, la vida, la muerte, el miedo...). Dicho de otra forma: la identificación, es decir, lo que la novela va a tener de universal, se consigue por medio de la singularidad, tanto del autor como de los personajes que crea. Así que los personajes tienen que ser personas singulares que hagan cosas concretas, en un espacio dado y durante un tiempo determinado. Cuando escribimos una novela estamos creando un mundo; nuestro mundo particular. Ese mundo no es ilimitado, sino que tiene sus fronteras, que son las páginas que den de sí la narración y los personajes. Digamos que es un microcosmos con un pequeño número de personas, objetos, animales, paisajes..., siempre muchísimo menor que el del mundo que nos rodea. Eso lo hace abarcable para buscar en él con mayor comodidad lo que en el otro —excesivamente complejo— se nos hace imposible encontrar. No obstante, como cualquier mundo, tiene que dar la impresión de totalidad, de infinitud, de diversidad. Para conseguir ese efecto plural hemos de ser concretos hasta la extenuación, al contrario de lo que cabe imaginar. Muchas personas, y entre ellas algún que otro escritor, piensan que cuanto más abarca el significado de una palabra, más amplio y grandioso es lo que expresa. Parece que si decimos «amor», «humanidad», «existencia», al que nos lee se le hinchará el pecho de emoción, cosa que no ocurriría si le habláramos de «hormigas», «zapatos» o «ruedas de caucho». Y no es verdad. EJEMPLO DE CONCRECIÓN Me explico con un ejemplo extraído de Ana Karenina. Es parte de la escena en que Ana llega a Moscú procedente de San Petersburgo, al principio de la novela. En la estación ocurre un incidente al que asisten Ana, su hermano Oblonsky (que ha ido a recogerla), el conde Vronsky (el que será su amante y al que acaba de conocer) y la madre de éste. Veamos cómo lo cuenta Tolstoi (pongo en negrita los sustantivos concretos y en cursivas los verbos de movimiento): La doncella cogió el maletín y el perrito; el mayordomo y el mozo se llevaron las demás maletas. Vronsky tomó del brazo a su madre; pero cuando se apeaban del vagón vieron unas cuantas personas asustadas que pasaban corriendo. Tras ellas corría el jefe de estación con su gorra de un color absurdo. Debía de haber sucedido algo insólito. Los pasajeros de aquel tren volvían corriendo. —¿Qué pasa?... ¿Qué pasa?... ¿Dónde?... ¿Se ha tirado?... ¿Lo ha matado? — se oía exclamar a los que pasaban. Stepan Arkadievich y su hermana, cogidos del brazo, volvían también y sus semblantes expresaban susto. Sorteando a la gente llegaron a la portezuela del vagón, donde se detuvieron. Las dos señoras subieron al vagón mientras Vronsky y Stepan Arkadievich fueron a enterarse de los pormenores del accidente. El guardagujas, bien porque estuviese borracho, o porque fuese demasiado abrigado por la helada, no oyó retroceder el tren, que lo aplastó. Antes de que regresaran Vronsky y Stepan Arkadievich, las señoras se enteraron de esto por el mayordomo. Stepan Arkadievich y Vronsky vieron el cadáver mutilado. Era evidente que Oblonsky sufría. Hacía muecas y parecía a punto de echarse a llorar. —¡Ah! ¡Qué horrible! ¡Si lo hubieras visto, Ana! ¡Qué cosa tan horrible! —decía.

Vronsky callaba; su rostro era grave, pero completamente sereno. —¡Ah! Si lo hubiera usted visto, condesa —dijo Stepan Arkadievich—. Su mujer está aquí... Es espantoso verla... Se arrojó sobre el cadáver. Dicen que él solo mantenía una familia inmensa. ¡ Qué desgracia! —¿No se podría hacer algo por ella? —murmuró con emoción Ana Karenina. Vronsky le echó una mirada, e inmediatamente salió del vagón. —Ahora mismo vuelvo, maman —dijo desde la portezuela. Cuando regresó, al cabo de unos minutos, Oblonsky hablaba con la condesa de una nueva cantante, mientras ella miraba con impaciencia la portezuela, esperando a su hijo. —Vámonos ya —dijo Vronsky, entrando. Salieron juntos. Vronsky y su madre iban delante. Ana Karenina y su hermano los seguían. A la salida, el jefe de estación alcanzó a Vronsky. —Ha entregado usted doscientos rublos a mi ayudante. Haga el favor de decirme para quién son. —Para la viuda —dijo Vronsky, encogiéndose de hombros—. No sé para qué lo pregunta. —¿Le has dado dinero? —le gritó Oblonsky, y apretando el brazo de su hermana, añadió—: ¡Qué bien, qué bien ha hecho! ¿Verdad que es un buen muchacho? Mis respetos, condesa. Oblonsky y su hermana se detuvieron, buscando con la vista a la doncella. Cuando salieron de la estación, el coche de los Vronsky ya se había ido. La gente que entraba comentaba aún lo sucedido. —Una muerte horrible —decía un señor que pasaba junto a ellos—. Dicen que ha quedado partido en dos. —Al contrario, me parece que es la mejor; ha sido repentina —observaba otro. —No entiendo cómo no se toman medidas... —decía un tercero. Ana Karenina se sentó en el carruaje, y Oblonsky vio con asombro que sus labios temblaban y que apenas podía contener las lágrimas. —¿Qué te pasa, Ana? —le preguntó cuando el coche hubo recorrido unos centenares de metros. —Es un mal presagio —contestó la Karenina.

En este pasaje lleno de gente que viene y va, portezuelas, vagones, trenes, diálogos entrecortados, maletas, maletines, perritos, cantantes, condesas impacientes, guardagujas demasiado abrigados y jefes de estación se nos está hablando, en una capa subterránea, de la muerte (y no sólo de la muerte del guardagujas), de un amor incipiente, de la mezquindad, de la pobreza y la riqueza, del destino de Ana Karenina en el mismo instante en que éste se empieza a fraguar... Pero todo eso no se ve ni se menciona en el texto, sino que se va posando en la mente del lector como un velo de tragedia a través de los hechos. Asimismo, se puede observar cómo consigue el autor recrear una sensación de multitud y movimiento. En el fragmento se menciona explícitamente a catorce personas (la doncella, el mayordomo, el mozo, el jefe de estación, su ayudante, Ana, Oblonsky, la condesa, Vronsky, el guardagujas, la viuda del guardagujas y tres señores que pasan), que en la mente del lector se multiplican por diez. El truco no es otro que la acción específica. Se nos está hablando de objetos y personas determinados («maletas», «jefe de estación», «gorra de un color absurdo», «vagón», «doscientos rublos»...) unidos por exactamente cuarenta y dos verbos de movimiento («cogió», «llevaron», «tomó», «corría», «volvieron», «subieron», «regresaran»...) y algunos diálogos. La palabra «vagón» se menciona cuatro veces; la palabra «muerte» una sola vez. Por último, echemos un vistazo al narrador. Con un tono neutro nos va mostrando lo ocurrido con su cámara oculta, como si estuviese allí mismo, junto a los personajes, como si fuera una persona más —una persona anónima— en el tumulto de la estación. Es

omnisciente, sabe todo de sus personajes, pero no utiliza esa información; se disfraza con una gabardina y una maleta, y nos va contando las reacciones y los movimientos de la gente («¿Qué pasa?.. ¿Qué pasa?.. ¿Dónde?.. ¿Se ha tirado?.. ¿Lo ha matado?»). El autor, muy astutamente y disfrazado de narrador, está presentándonos a sus criaturas por sus gestos y reacciones. Así, leyendo estos párrafos sabemos, sin que se mencione explícitamente, de la frivolidad de Oblonsky y la condesa, la serenidad —algo fría— de Vronsky y la emotividad de Ana, rasgos que se mantendrán hasta el final de la novela. EJEMPLO DE ABSTRACCIÓN Veamos ahora un ejemplo en el que se intenta hacer algo parecido (pongo en cursivas los hechos concretos, y en negrita las abstracciones): Estacionamos en el aparcamiento del Mac Donald's, fuimos recibidos por la sonrisa del payaso de plástico, con sus colorines. Entramos y nos pusimos a la cola: niños con madres gordas y padres bobalicones, oficinistas, funcionarios, familias de retrasados, contándose chistes, chismes. [...] África, con la mirada perdida, la memoria ocupada por su madre, devoraba la hamburguesa. Tenía frente a ella a la barbie, a mí, a una familia compuesta por una niña de unos seis años; un padre con pintas de ratón de biblioteca, gafas de montura redonda, perilla, pelo largo, corbata roja; una madre en mangas de camisa, con el tatuaje de una araña en el hombro izquierdo. Charlaban y se reían. La escena resultaba tierna, repugnante. Saqué del bolsillo la petaca y la apuré de un trago. El Mac Donald's estaba repleto de personas clónicas, que comían la misma basura y, casi con certeza, frecuentaban escenarios gemelos: hoteles funcionales y cajeros automáticos y cadenas de supermercados y multisalas de cine y grandes almacenes. Vivían en el no lugar, merecían el no lugar, eran copias exactas unos de otros, de sus frustraciones, sus anhelos, sus miedos. Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa, aconsejó reparando en mi petaca: —Compórtese, hay niños, está prohibido beber alcohol. —Estoy merendando con mi hija... —Usted no es un buen ejemplo para ella. Un guardia jurado, igual a miles de guardias jurados que incordiaban a los clientes del no lugar, criticaba mi manera de educar a África. El alcohol y la coca liberaban lo mejor de mí, se hermanaban en mi conciencia. Agarré la cabeza del guardia jurado y la estrellé contra la mesa. Cayó como un guiñapo, sordo, roto, con los ojos desorbitados. Sangre, la nieve roja, la noche roja desparramándose en el exterior, y el primer invierno de mi desencuentro con Anasu, y el frío que me obsesionaba. El guardia jurado balbucía en el suelo. Me apropié de su revólver, lo sostuve en las manos, apunté a la familia de enfrente, al hombre de la corbata roja. Pregunté: —África, cariño, ¿estás bien? —Dijiste que contigo no me podía ocurrir nada, nunca. Comencé a disparar. [...] Sonaban los disparos, África desorbitaba la mirada. El hombre de la corbata roja, el de la mesa de enfrente, estaba muerto, le había reventado los pulmones. Su hijita y su mujer lloraban. África se había quedado en blanco, abrazando a la barbie. Tiré la pistola al suelo, recobré el sentido, me cercioré de lo que había hecho y la verdad es que me dio igual. Había matado a un hombre, no me sentía culpable, ¿Por qué habrían de atosigarme los remordimientos? El hombre que cenaba en el Mac Donald's poseía familia, trabajo, Le había robado lo que fue, lo que podía haber

llegado a ser, ¿Y qué? Era uno de esos individuos que concurrían en el no lugar, una imitación de una imitación, un plagio de un ser humano.

He elegido este pasaje porque intenta —y debería— ser una escena de acción. Hay algunos diálogos y objetos concretos («barbie», «revólver», «corbata roja»...), pero está salpicado de tantas abstracciones que éstas consiguen estropear en buena medida el efecto requerido. Aunque se nos dice que el local está repleto de personas clónicas, nos resulta difícil imaginamos a esa multitud. Decir «personas clónicas», «madres gordas y padres bobalicones, oficinistas, funcionarios, familias de retrasados», es como no decir nada. Si en lugar de eso, el narrador nos hubiera mostrado un ejemplar de cada especie, ellos mismos se habrían reproducido. Se menciona explícitamente a siete personas (el hombre de la corbata roja, su mujer, su hijita, el guardia jurado, Anasu, África y el protagonista) que, en lugar de multiplicarse, casi se reducen a una sola: el protagonista. Y es que éste interpone continuamente sus pensamientos abstractos entre el lector y los hechos, difuminándolos. Nos habla de frustraciones, anhelos, miedos, remordimientos, culpabilidad... Nos habla del no lugar (la expresión se menciona cuatro veces, como la palabra «vagón» en el fragmento de Tolstoi) y de personas iguales unas a otras (pero las personas, en la ficción como en el mundo, nunca pueden ser iguales unas a otras). Nos habla de su conciencia y de sus ideas sobre la muerte, en vez de hablarnos de sus reacciones frente a ella. Con todo esto, la escena pierde ímpetu y se hace irreal, abstracta, e incluso estática. La muerte no es una muerte verdadera como lo es la del guardagujas, sino que se convierte en una excusa para que el narrador reflexione, yeso se transparenta en el texto. La acción, entreverada de ideas genéricas, se desarrolla en un no lugar, y las personas son no personas, con lo cual lo que ocurra o deje de ocurrir nos da un poco lo mismo. La acción en el fragmento se reduce a esto: Estacionamos en el aparcamiento del Mac Donald's [..]. Entramos y nos pusimos a la cola. [..] Saqué del bolsillo la petaca y la apuré de un trago. [..] Un guardia jurado se acercó a nuestra mesa. [..] Agarré la cabeza del guardia jurado y la estrellé contra la mesa. Cayó como un guiñapo [..]. Me apropié de su revólver, lo sostuve en las manos, apunté a la familia de enfrente, al hombre de la corbata roja. [..] Comencé a disparar. [..] Tiré la pistola al suelo. Si intentáramos aislar la acción en la escena de Tolstoi, habría que reproducir el pasaje entero. El problema radica en que el narrador no parece encontrarse allí, en el Mac Donald's, aunque sea el protagonista y el mismo ejecutor de los hechos. Si estuviera presente nos reflejaría claramente lo que ve y lo que pasa, y aquello sería un lugar concreto, con personas que cuentan chismes concretos. En vez de observar con atención la escena, el autor se pierde en el mundo de las ideas, saca a la superficie el estrato significativo que debería quedar bajo tierra para que el lector lo desvelara y elude lo que sería la historia propiamente dicha. ACCIÓN Y PERSONAJE: UNA MISMA COSA Y es que acción y personaje son una misma cosa. Más vale, pues, que los personajes queden dibujados en la historia por medio de sus actos y, en momentos puntuales, a través de sus pensamientos, pero nunca mediante las especulaciones del narrador, así como en la vida también ocurre que las personas se definen por su manera de conducirse, y no por cómo las ven los demás. Si estoy hablando con alguien y digo «Fulgencio es un verdadero canalla», el que me escucha se quedará frío, seguirá fumando tranquilamente y, si acaso, murmurará

somnoliento entre calada y calada: «¿Y eso?». Yo trato de explicarme: «Él piensa que el fin justifica los medios». Mi oyente soltará el humo en volutas y, mirando al cielo, señalará: «Creo que va a llover». Yo sigo dándole vueltas al asunto de Fulgencio, que me parece trascendental, y al fin se me ocurre cómo interesar a mi interlocutor: «Fíjate que para conseguir un ascenso está haciendo horas extras gratis, el muy esquirol. Pero no sólo eso, sino que el otro día lo pillé chivándose al jefe de que a sus espaldas lo llamamos El Gran Dictador». A mi amigo se le atraganta el humo y exclama, entre toses: «¡Pero ese Fulgencio es un canalla! ». «Pues eso te decía yo», remato, satisfecha. De la misma forma, en una novela no basta con decir que este personaje es un canalla o este otro una bellísima persona, ni con expresar sus pensamientos malvados o compasivos, sino que hay que dejarlos actuar canallesca o bondadosamente, y esa sucesión de hechos es la que va conformando la historia y enseñando convincentemente al lector cómo son los protagonistas. Sin embargo, como en el diálogo que acabo de poner de ejemplo, parece que lo primero que nos sale siempre es la afirmación apriorística o intuitiva («Fulgencio es un canalla»), lo segundo el pensamiento abstracto (
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