La Ciudad Massimo Cacciari

April 26, 2017 | Author: Bárbara Pérez Jaime | Category: N/A
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(Venecia, 1944) ha desarrollado una actividad amplia y diversa en los ámbitos de la ftlosofia, la cultura y la política. Filósofo de formación y alcalde de Venecia en dos ocasiones, ha sido profesor de Estética en la escuela de arquitectura de la Universici IUAV de Venecia y director de revistas como AngeLus OVIH, COlltropimlO, Lavoratorio poLitico y Paradosso. Entre sus obras de tacan Pensiero negativo e razionalizzazione (1977), Hombres p6stumos: La cultura vienesa deL primer novecientos (1980), EL ángeL necesario (1986) o DeLIa cosa uLtima (2004).

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Título original: La ciltil, publicado originalmente por Pazzini Stampadore Editore,Villa Verucchio (Rímini), 2004· Esta versión corresponde a la cuarta edición de 2009· Revisión técnica: Massimo Preziosi Diseño: Cibrán Rico López y Jesús Vázquez Gómez para desescribir de la traducción: Moisés Puente del texto: Massimo Cacciari de esta edición: Editorial Gustavo Gili, SL, Barcelona, 2010

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. La Editorial no se pronuncia ni expresa ni implícitamente respecto a la exactitud de la información contenida en este libro, razón por la cual no puede asumir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u onusióo.

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Presentación Capítulo 1 Polis y civitas: la raíz étnica y la concepción móvil de la ciudad

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Capítulo 2 La ciudad europea: entre morada y espacio de negotium

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Capítulo 3 El advenimiento de la metrópoli

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Capítulo 4 La ciudad-territorio (o la posmetrópoli) El cuerpo y el lugar Espacios cerrados y espacios abiertos El territorio indefinido Espacio y tiempo Un apunte: la polivalencia de los edificios

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Capítulo 5 La perspectiva gnóstica: el habitar humano entre el cielo y la tierra

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Capítulo 6 Para acabar con ... belleza

Pri"ted i" Spa;" ISBN: 978-84-252-2331-0 Depósito legal: B. 37-765-2010

Impresión: Litosplai, SA, Les Franqueses del Vallés (Barcelona)

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Este texto tiene su origen en un seminario celebrado en el Centro Sant'Apollinare de Fiesole. Las ponencias de Massimo Cacciari han sido transcritas cuidadosamente por Tonina Nasuto y revisadas por el responsable del centro. A pesar de que el texto conserve voluntariamente cierto estilo "hablado", no está exento de dificultad debido a la complejidad del tema que, en ocasiones, parece rozar la contradicción. Por ello, debe tenerse presente aquello que el propio Cacciari dijo al inicio de su exposición: "Desde sus orígenes, la ciudad está 'investida' de una doble corriente de 'deseos': deseamos la ciudad como 'regazo', como 'madre', y, al mismo tiempo, como 'máquina', como 'instrumento'; queremos que sea ethos en el sentido originario de morada y estancia y, al mismo tiempo, un medio complejo de funciones; le pedimos seguridad y 'paz'y, al mismo tiempo, pretendemos que tenga unas eficiencia, eficacia y movilidad extremas. La ciudad esta sometida a preguntas contradictorias. Querer superar tales contradicciones es una mala utopía. Al contrario, se requiere darle forma. La ciudad en su historia es el experimento perenne para dar forma a la contradicción, al conflicto".

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Capítulo

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Polis y civitas: la raíz étnica y la concepción móvil de la ciudad Comenzaremos con algunas precisiones histórico-terminológicas, pues hablar de la ciudad en términos generales no tiene mucho sentido. N o existe la Ciudad, sino que existen diversas y diferenciadas formas de vida urbana. No es casualidad que "ciudad" se diga de diferentes maneras. Por ejemplo, en latín no existe una palabra correspondiente a la griega polis. La diferencia entre ambos idiomas atañe al origen de la ciudad y constituye una diferencia esencial. Cuando un griego habla de polis, en primer lugar se refiere a la sede, a la morada, al lugar donde tiene su raíz un determinado genos, una determinada estirpe, una gente (gens / genos). En griego el término polis resuena inmediatamente a una idea fuerte de arraigo. La polis es aquel lugar donde una gente determinada, específica por sus tradiciones, por sus costumbres, tiene su sede, su propio ethos. En griego etilos es un término que alude a la misma raíz latina sedes y carece

de cualquier significado simplemente moral, que, en cambio, sí tiene el mas latino. Los mares latinos son tradiciones, costumbres; el ethas griego es la sede, antes y más originariamente que toda costumbre y tradición, el lugar donde mi gente tiene su morada tradicional.Y la palis es precisamente el lugar del ethas, el lugar que sirve como sede a una gente. Esta determinación ontológica y genealógica del término palis no se encuentra en el término latino civitas. La diferencia es radical porque, si reflexionamos detenidamente, en el término latino civitas se manifiesta su procedencia a partir del civis, y los cives forman un conjunto de personas que se reúnen para dar vida a una ciudad. El gran lingüista centroeuropeo Émile Benveniste ya puso de manifiesto todo esto hace mucho tiempo. Por tanto, no existe madame la ville, como tampoco existe mansieur le capital o madame la terreo Civitas es un término que deriva de civis, de modo que, en cualquier caso, aparece como el producto de los cives en su concurrencia conjunta en un mismo lugar y en el sometimiento a las mismas leyes. En cambio, en griego la relación es totalmente inversa porque el término fundamental es palis, y el derivado es palites, el ciudadano. Nótese la perfecta correspondencia entre la desinencia de palites y de civitas; en el último término se alude a la ciudad, en el primero al ciudadano. Desde el inicio, los romanos consideraron que la civitas era aquello que se produce cuando diversas personas se someten a las mismas leyes, independientemente de su determinación étnica o religiosa. Éste es un rasgo absolutamente característico y extraordinario de la Constitución romana respecto a toda la historia de las ciudades griegas y helenísticas precedentes, rasgo fundamental para entender después toda

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la fuerza política de la historia romana, el acento político -en el sentido actual del término- que domina la histona romana. En la civilización griega, la ciudad es fundamentalmente la unidad de personas del mismo género y, por tanto, puede comprenderse cómo palis, una idea que remite a un todo orgánico, es anterior a la idea de ciudadano. En cambio, desde los orígenes -tal como narra el propio mito fundacional romano- en Roma la ciudad es la concurrencia conjunta, el confluir de personas muy diferentes por religión, etnia, etc., que concuerdan sólo en virtud de la ley. Es el gran mito de la Concordia romana que domina la obra de Tito Livio y que se halla en los cimientos de toda la historiografIa romana. De hecho, si leemos el primer libro de la historia de Roma, Ab urbe condita/ esta idea aparece clarísimamente, y más tarde pasará a ser un tema fundamental de toda la politología y de la filosofIa política europea. El primer dios a quien se erigió un templo en Roma fue el dios Asilum. Roma se funda a través de la obra conjunta de gente que había sido desterrada de sus ciudades; expatriados, errantes, prófugos y bandidos que confluyeron en un mismo lugar y fundaron Roma. Este aspecto domina toda la historia romana: la idea de ciudadanía no tiene ninguna raíz de carácter étnico o religioso. Es cierto que había esclavos, pero entre los hombres libres se es ciudadano independientemente de cualquier distinción de estirpe o credo. Este hecho constituye una excepción respecto a la historia de las ciudades griegas y helenísticas anteriores a Roma. Por influencia romana, más tarde esta idea de ciudadanía también se difundiría a otras ciudades y a toda la cuenca mediterránea cuando ésta se convierte en Mare Nostrum. _1 Lívio, Tito, Ab urbe condita (versión castellana: Historia de Roma desde su fundación, Editorial Gredas, Madrid, 1990-1997) [N. del T.J.

El recorrido se cierra con la famosa Constitución antoniniana de Caracalla de las primeras décadas del siglo III d. c., en la que todos los hombres libres que viven dentro de los límites del imperio pasan a ser cives romani, con independencia de toda determinación étnico-religiosa, sean éstos africanos, de Asia Menor, españoles, galos, etc. Antes de la influencia romana y de su dominio no encontramos nada de todo esto en ninguna de las poleis griegas; por el contrario, en ellas prevalece el principio de "pertenezco a esta polis porque allí tiene la sede mi genos". Obviamente, no se excluye la posibilidad de poder establecer foedera, pactos entre ciudades (este hecho es fundamental para entender la historia de Grecia) pero cada una de ellas se mantiene sustancialmente aislada a causa del arraigo de estirpe y de género. Como consecuencia se produce el aislamiento de cada una de las polis respecto del resto. Aunque existen las olimpiadas, las grandes fiestas, las ciudades griegas permanecen como islas y sólo durante brevísimos períodos pueden federarse bajo la presión de acontecimientos extremos particularmente dramáticos -por ejemplo, a principios del siglo v a. C. por las guerras persas- o porque una de ellas asume la hegemonía, aunque por poco tiempo (la hegemonía de Atenas dura poquísimo y la de Esparta todavía menos). Por tanto, a las ciudades griegas les resulta imposible dar vida a unidades federadas más amplias,justamente porque cada una de ellas no es una civitas y porque en ellas mismas no pueden absorber ni integrar lo distinto. Quien es libre en la polis, pero no pertenece al genos, tiene la condición del meteco, del huésped, una condición muy similar a la que ostentaban judíos y cristianos

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en las ciudades musulmanas. De hecho, algunos historiadores sostienen que el derecho de hospitalidad de las ciudades musulmanas -derecho por el cual durante siglos éstas pasan a ser ciudades verdaderamente multiculturales y multiconfesionales en la cuenca mediterránea- deriva precisamente de la institución de la hospitalidad hacia el extranjero libre presente en las ciudades helenísticas, un extranjero que es totalmente tolerado y a quien se le reconocen derechos personales, tradiciones propias y libertad de culto, aunque sin el ejercicio de derechos políticos. Nos encontramos, pues, ante esta gran distinción que nos lleva a preguntarnos qué entendemos por ciudad: ¿le otorgamos un valor fuertemente étnico o la entendemos en el sentido de civitas? Al pensar en la democracia ateniense; no debemos olvidar que ésta funcionaba sobre la base de una idea étnica y religiosa, mientras que desde el punto de vista romano se trata de un producto artificial; es decir, en Roma uno pasa a ostentar plenamente el título de ciudadano con todos los derechos simplemente porque acuerda someterse a unas leyes y obedecer ese régimen: concordia tiene este significado. Naturalmente, la sede de Roma, la Urbs, tiene un gran valor simbólico; venerarla es uno de los deberes ineludibles del civis. Roma es el centro del imperio, el lugar donde se encuentran las grandes instituciones políticas (el Senado, la República y más tarde el emperador), pero en Roma no vive una determinada estirpe o raza que, como tal, tenga el mando; su primacía no tiene de ningún modo su origen en razones como aquellas que hacían creer a un ateniense que Atenas era realmente el núcleo, el valor fundamental, de la Hélade.

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Otra idea interesante, que nace precisamente en este contexto, es que en su esencia la ciudad es "móvil". Uno de los epítetos más significativos de la época tardorromana es el de Roma mobilis,justamente porque este dinamismo extremo del propio mito de los orígenes le permite imaginarse a sí misma y construir su propio mito a través de la síntesis de los elementos más dispares. Todo el esfuerzo de Virgilio y toda la ideología de Augusto se basan en la idea de los orígenes, y los orígenes de una ciudad siempre son su potissima pars (tal como aparece en el Códice de Justiniano), su parte más fuerte, porque el origen es aquello que funda la ciudad. Sin embargo, tal como los representa la ideología de Augusto, los orígenes de Roma se encuentran precisamente en la confluencia de pueblos diversos; los propios latinos no son los enemigos que son conquistados y sometidos. La promesa de Zeus a Juno consiste en que, si bien los troyanos serán los vencedores, después serán a su vez absorbidos por la lengua y el nombre de los latinos. Es Eneas quien se acerca a los etruscos para suplicarles su alianza. Se produce toda una confluencia de elementos diversos, de tradiciones y lenguas diversas, y ésta es precisamente la civitas. Es por encontrarse bajo una misma idea, es más, bajo una misma estrategia (más que una idea fundadora), por lo que se mantienen unidos estos ciudadanos tan diversos; no por su origen, sino por el objetivo común. La ciudad proyectada en su futuro reúne a los ciudadanos, no el pasado de la gens, ni la sangre; los ciudadanos se reúnen para perseguir un fin, de ahí la Roma mobilis. Todo esto está claramente enunciado en el gran poema de Virgilio. Pero, ¿cuál es el fin que hay que alcanzar? La respuesta es el imperium sine fine. De los lugares más diversos, de Europa,

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de África y de Asia, se confluye simultáneamente para permitir que Roma expanda sus fronteras, para que el Imperio romano no tenga límites espaciales ni temporales. Imperio no significa imperio policial, dominio ejercido con las armas; en la obra de Virgilio, "imperio sin fin" significa que Roma debe dar las leyes a todo el mundo, a todo el orbe; la Urbs debe convertirse en aquello que otorga las leyes, aquello que impone a todo el mundo la concordia por el sometimiento a la ley. En esta idea está implícito que aquello que rige la civitas no es un fundamento originario, sino un objetivo: se vive en común porque por medio de la concordia que producen nuestras leyes podemos mirar a un gran fin: Roma mobilis. ¿No es justamente esto lo que copia la Iglesia? Ésa es la gran y eterna construcción del derecho romano, por ello los padres de la Iglesia veían a Roma como algo providencial. En esencia, la estructura jurídica de la Iglesia es romana, y no puede ser de otra manera. La idea de que aquello que nos une, aquello que tenemos en común, no tiene nada de originario, sino que es solamente un fin, es algo grandioso. Esto no es otra cosa que la "globalización": hacer de la orbis una urbs a fin de que el círculo mágico que encerraba y apresaba los límites de la ciudad en las poleis coincida con el círculo del mundo en toda su dimensión espacial y temporal. Ésta es la gran idea romana que ha entrado en el ADN de Occidente, una idea absolutamente inextirpable que se ha convertido precisamente en la idea fundamental de la misma teología política implícita en el espíritu de las misiones, de la evangelización. Como es natural, esta movilidad puede tener éxito sólo si está asociada a la idea de civitas augescens, de ciudad que

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siempre crece: otro término clave y emblemático sobre el que a veces me he explayado con amigos romanistas y que domina nuestros lenguajes y nuestro patrimonio cultural. Este término resulta inconcebible en lo que se refiere a la polís: al leer a Platón y a Aristóteles, uno se da cuenta de que su dramático problema consistía en que la polís no se agrandase demasiado, porque si esto ocurría, ¿cómo haría para mantenerse arraigada a su genos? En La República y en Las Leyes de Platón, y en La Política de Aristóteles el problema radica en mantener espacialmente controlables los caracteres de la polis, de lo contrario toda su construcción se hubiese derrumbado. En cambio, el carácter fundamental, programático, de la civitas consiste en crecer; no hay civitas que no sea augescens, que no se dilate, que no de-lire (la 'lira' es el surco, la huella que delimitaba la ciudad; 'delirio' quiere decir salirse fuera de la 'lira', ir más allá de los límites de la ciudad). Por su naturaleza, la civitas es, pues, augescens; ¡para un romano no es posible una civitas que no de-lire! En la formación de la polis no puede eliminarse el criterio fundamental del genos, como podemos ver también en la obra de Platón y Aristóteles. Que la polis está formada por animales políticos dotados de logos es evidente, pero el lagos es el griego. Los griegos fueron casi exclusivamente monolingües a lo largo de toda su historia, en cambio el Imperio romano es programáticamente bilingüe (un rasgo interesantísimo si lo comparamos con el carácter cultural del imperio americano, al menos entre sus dirigentes). En toda la literatura griega, desde el siglo I al siglo VI d. c., no se citan los autores latinos: ni Virgilio, ni lioracio, ni Ovidio ni Lucrecio; casi todos son ignorados en la práctica

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y en la sustancia. La cultura griega continuaba creyendo que el propio logos -puesto que en su varios dialectos pertenece a e e gOlOS y lo caracteriza- era universal justamente por estar "arraigado"; por estar tan unido a su propia sedes, a su propio ethos (en el sentido anteriormente descrito). Es decir, para los griegos el logos también tenía un significado étnico y no era en absoluto un mero instrumento de cálculo y de comunicación. Los helenos no tenían ninguna idea instrumental del lenguaje y éste era lo que los caracterizaba frente a los bárbaros. Es imposible escindir ambos aspectos: por un lado el ethos, por otro ellogos. Uno de los elementos fundamentales del ethos griego es su lenguaje, que tiene esas características de medida, articulación y riqueza, y que es el único lenguaje que los griegos, sobre todo durante el siglo v, sienten que es capaz de parresia (de hablar franco, libre). El único logos capaz de producir dialogos, donde el elemento dialógico del convencimiento y de la persuasión resulta crucial. En el resto de lenguas se percibía más bien un tono de mando, de tiranía, de indistinción, como sucedía en la gran tierra asiática, espacio geográfico de lo indistinto, una tierra que no estaba organizada en poleis autónomas, celosas de su propia autonomía y de los cultos propios de los que sentían su especificidad. Bien es cierto que existía un Olimpo común, pero no entenderíamos nada de la mitología griega si no supiéramos cuán localizada estaba, cuán "territorializada" estaba su forma (¿cuántas tumbas de Heracles había por toda Grecia y cuántas del resto de héroes?). Esto era Grecia: una familia hecha de distinciones celosas, de diferencias, y ésa fue su debilidad, de modo que este milagro duró hasta la guerra del Peloponeso.

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Tal como ya han explicado Cad Schmitt y otros autores, el nomos, la ley, que tiene una raíz terrenal (nomos es el pasto), es justamente la partición de la tierra. Originalmente la ley era aquel proceso por el cual se divide la tierra, el pasto. La tierra indistinta se articula y ello se hace sobre la base de un logos. Está claro que el nomos terrenal debe respetar una justicia más alta: éste es el discurso de los filósofos (Heráclito, Empédocles y otros) que, sin embargo, lo declinan siempre en polémica con su polis, con sus conciudadanos. Éstos no saben escuchar el logos, y por ellos permanecen siendo in-fantes. La muerte de Sócrates fue el gran pecado de la polis, que condena al justo para defender su Constitución material. A ojos del filósofo, de quien dice"escuchar el logos", el nomos de la polis debería "armonizar con la divina Diké" y, sin embargo, era exclusivamente terrenal. Esto es lo que sucede en filosofia durante dos siglos, hasta llegar a Platón, mientras que Aristóteles pasa página construyendo una fenomenología de las Constituciones políticas. Pero no se escucha a Platón hasta el punto de que se tome La República como la suprema indicación de aquello que la polis debería ser para que funcionase con medida y justicia, algo totalmente irreal respecto al funcionamiento de la polis verdadera. Además, el arraigo terrenal constituía una referencia simbólica muy fuerte porque el genos y ellogos expresaban esos mitos, esas tradiciones y esas costumbres. ¿Dónde aprendían los griegos a leer y escribir sino en Homero y Hesíodo? El testimonio de toda la filosofia griega es que la relación con la Diké cósmica, urania, es siempre incierta y problemática.

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Sobre la raíz de polis se ha dicho de todo. Giambattista Vico decía que el término estaba formado sobre la misma raíz de polemos (guerra), algo que más tarde han repetido Cad Schmitt y tantos otros. Es cierto que la raíz de polis, si es que es indoeuropea, indica pluralidad y multiplicidad, pero no es del todo seguro que tenga una raíz indoeuropea, mediterránea, semítica, mesopotárnica o acadia. Es sabido que muchísimos términos griegos, sean toponímicos o no, tienen una raíz que no es indoeuropea, sino mediterránea, pelásgica, acadia. Probablemente también sea porque en acadio existen varios sustantivos con este étimo que indican fortaleza, castillo, lugar fortificado.

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Capítulo

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La ciudad europea: entre morada y espacio de negdtium

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En sustancia, la perspectiva europea no se desarrolla a partir de Grecia, sino de Roma. De hecho, pensamos la ciudad como un lugar donde gentes diferentes convienen en aceptar y obedecer una ley. Todo el derecho europeo se desarrolla sobre la base de esta idea, que deriva directamente del derecho romano; y no sólo el derecho europeo, sino que también una gran institución occidental como la Iglesia está toda ella dominada por esta idea. Ni la ciudad del hombre ni la de Dios se interpretan sobre la base de parámetros de tipo étnico. San Agustín dice que en su peregrinaje la Iglesia acoge en su seno sin atender a las diferencias étnicas, de lengua o de costumbres. Sin embargo, esta situación crea un gran problema desde el punto de vista de las modalidades del habitar. Es como si lleváramos dentro de nosotros la nostalgia de la polis, de la ciudad morada, algo que entra en conflicto con la tensión

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hacia la universalidad. Pensamos que para tener dimensiones humanas la ciudad debe recordar de alguna manera a la polis. ¡Cuánta retórica sobre la polis, sobre la política que viene desde la polís! (Todos los políticos repiten este estribillo). ¿Queremos volver a un espacio bien definido, a un territorio bien delimitado que permita intercambios sociales, relaciones sociales ricas y compartidas? En la polis esto sucedía sobre la base de ese criterio no indiferente, que tiende a olvidarse, por el cual eran unos pocos quienes decidían en las asambleas; como mucho se limitaban a un millar de personas que intercambiaban cargos en el ágora, que tomaban decisiones libres conjuntamente (como máximo eran quince o veinte millos hombres libres que vivían en Atenas). ¿Es ésta la idea de ciudad que queremos cultivar, o bien la gran idea romana, de gente diversa que viene de todas las partes, que habla todas las lenguas, que practica todas las religiones?, ¿una única ley, un Senado, un emperador y una misión? ¿Qué referencia escogemos?, ¿el origen o el fin?, ¿el vínculo de estirpe o la ley? Éste es el dilema, pues de otro modo, ¿cómo se hace una comunidad?, ¿mediante los simples pactos entre intereses diversos, mediante armisticios, treguas y compromisos precarios? Ésta es una primera cuestión que hay que examinar. Hay una segunda tensión que caracteriza nuestra relación con la ciudad y que es más específica de la ciudad moderna. Cuando se habla de ciudad, nosotros que pertenecemos a las civilizaciones urbanas -los primeros testimonios arqueológicos de vida urbana en el entorno mediterráneo se remontan al 3500-4000 a. C.; nos encontramos pues a tan sólo seis mil años de una civilización urbana que tiene sus ciclos, sus apogeos, sus crisis- siempre hemos mantenido

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una postura doble y contradictoria frente a esta forma de vida asociada. Por un lado consideramos la ciudad como un lugar donde encontrarnos, donde reconocernos como comunidad; la ciudad como un lugar acogedor, un "regazo", un lugar donde encontrarse bien y en paz, una casa Oa casa como idea reguladora a la que, desde los orígenes, nos hemos acercado en esta revolucionaria forma de vida asociada). Por otro, cada: vez más consideramos la ciudad como una máquina, una función, un instrumento que nos permita hacer nuestros negatía (negocios) con la mínima resistencia. Por un lado tenemos la ciudad como un lugar de atíum, lugar de intercambio humano, seguramente eficaz, activo, inteligente, una morada en definitiva; y, por otro, el lugar donde poder desarrollar los nec-atia del modo más eficaz. De modo que seguimos pidiéndole a la ciudad dos cosas opuestas. No obstante, esto resulta característico de la historia de la ciudad: cuando defrauda demasiado y se convierte únicamente en negocio, entonces comienzan las huidas de la ciudad tan bien recogidas en nuestra literatura: las arcadias, las nostalgias de una época no urbana más o menos mítica. Por otra parte, cuando la ciudad asume realmente los rasgos del ágora, del lugar de encuentro rico desde el punto de vista simbólico y comunicativo, entonces inmediatamente nos apresuramos a destruir este tipo de lugar porque contrasta con la funcionalidad de la ciudad como medio, como máquina. ¿Qué ha sucedido en la historia del urbanismo en los últimos siglos? Desde el siglo xv al xx, se ha producido, en nombre de la ciudad instrumento, una destrucción de todo aquello que en la ciudad precedente impedía ese movimiento, obstaculizaba la dinámica de los negatía. Esto ha sucedido en todas las ciudades europeas

de una manera sistemática y programática más o menos violenta (en Italia en menor medida que en otros lugares, no porque los italianos amáramos más nuestro pasado, sino simplemente porque hemos tenido un desarrollo tardío, de modo que la violencia del impacto de la industria-mercado sobre la ciudad antigua ha sido más lento respecto a otros países) . Antes de discutir sobre elecciones urbanísticas debemos hacernos una pregunta: ¿qué le pedimos a la ciudad? ¿Le pedimos que sea un espacio donde se reduzca a la mínima expresión toda forma de obstáculo al movimiento, a la movilización universal, al intercambio? ¿O le pedimos que sea un espacio donde haya lugares de comunicación, lugares fecundos desde el punto de vista simbólico, donde se preste atención al atíum? Desgraciadamente se piden ambas cosas con la misma intensidad, pero de ningún modo pueden proponerse ambas conjuntamente y, por tanto, nuestra postura frente a la ciudad parece cada vez más literalmente esquizofrénica. Esto no quiere decir que sea una postura" desesperada"; al contrario, resulta fascinante porque quién sabe qué es lo que surgirá. Se trata de una contradicción tan fuerte que podría ser la premisa de cualquier nueva creación y así ocurrió también en la disolución de la forma urbana del mundo antiguo: la disolución radical de esas formas dio vida al nuevo espacio urbano continental europeo a través de instituciones que jamás nadie hubiera soñado o inventado (nuevas ideas de derecho, nuevas relaciones de dominio, nuevas formas de comunidad, como la monástica, una forma comunitaria fundamental en la promoción de nuevos modelos de desarrollo urbano).

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Puede suceder que nuestra pregunta, tan violentamente contradictoria, anuncie soluciones creativas que no estén en continuidad con la historia que cargamos a nuestras espaldas. Invito siempre a urbanistas y a arquitectos a razonar en estos términos, y no en términos de conservación, intentando desesperadamente recortar pedacitos de ágora, o de aval crítico de la movilización universal: un modo de pensar los opuestos como si fuesen dos caras de la misma moneda, porque el futurismo y el conservadurismo total siempre han ido parejos en todo: en urbanismo, en arte, en política, en cualquier parte. En cambio, es necesario partir de la contradicción inherente a esta pregunta e intentar darle un valor como tal, haciendo que explote. Es mejor hacer proyectos de arquitectura y de urbanismo que pongan en evidencia ante el público el carácter contradictorio propio de la pregunta, sin cubrir ni mistificar esta situación, sin pretender superarla con cualquier huida hacia delante o volviendo al pasado de Atenas. No habrá más ágora.

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Capítulo 3

El advenimiento de la metrópoli ¿Pero podemos aún hablar hoy de ciudad? Quizás en Italia es posible todavía en algún caso, como, por ejemplo, Florencia; pero en los casos de Milán, Roma, Nápoles y Palermo se hace dificil. La metrópoli de la antigüedad tardía, Roma mobílis, la Urbs que delira a partir de su surco, tiene muchos rasgos en común con lo que voy a decir. La historia europea de las ciudades hasta la época barroca mostrará una ciudad que, sin embargo, se parece de algún modo a aquella que aparece descrita en el fresco Alegoría del buen gobierno del palacio de Siena, obra de Ambrogio Lorenzetti: una ciudad donde el elemento de comunión y de comunicación está presente más allá del "aura" mítico con la que se representa (seguramente en aquella ciudad había conflictos debidos generalmente a la cercanía como factor de enemistad). Esa ciudad fue destruida por el ímpetu conjunto de industria y mercado, y de este modo aparece la metrópoli, la Grqftstadt, dominada por las dos "figuras" clave, los dos "cuerpos" que la regulan: la industria y el mercado. Al igual que en las ciudades medievales lo era la catedral y el palacio de gobierno o el palacio del pueblo, en la ciudad moderna las presencias clave son los lugares de



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producción y los de intercambio. Todo se articula alrededor de ellos como factores capaces de conferir significación simbólica al conjunto, pero, al mismo tiempo, la ciudad se organiza y se regula en torno a estos momentos; en torno a ellos se constituye una urbanística, se elaboran intervenciones programáticas alrededor de estos factores dominantes que permiten la solución de la "ecuación" en tanto que "valores conocidos". De hecho, se sabe que la industria tiene determinadas exigencias de ubicación, comporta determinadas funciones, de vivienda en primer lugar, a las que hay que dar cobijo mediante un determinado tipo de edificio. De este modo, el espacio se organiza alrededor de estos cuerpos relativamente notorios, rígidos y fijos. En fisica se llamarían "cuerpos galileanos" de referencia, y la metáfora no resulta extemporánea, puesto que el propio Albert Einstein nos invita a razonar sobre la base de una metáfora que tiene que ver con la historia de la ciudad, del paso de una relatividad limitada a una general, donde la primera es aquella en la que los cuerpos de referencia permiten todavía unas métricas que tienen que ver con todo el sistema. La evolución hacia la metrópoli ha sido posible porque el punto de partida de la ciudad europea no ha sido la polís griega, sino la civitas romana. Nuestra idea de ciudad es totalmente romana, es civitas mobilis augescens, y hasta qué punto esto resulta fundamental lo demuestra la historia de las transformaciones urbanas, de las revoluciones políticas que tienen la ciudad como centro, a diferencia de lo que sucede en otras civilizaciones donde la forma urbis se ha modificado precisamente por la influencia, o mejor aún, por el asalto de la civilización occidental. Las civilizaciones

urbanas de la antigüedad que hoy conocemos son riquísimas, pero son estables en su forma: todas demuestran el arraigo terrenal, ya sean las grandes ciudades mesopotámicas o las ciudades orientales (Kioto, Shanghái y Pekín fueron megalópoli en tiempos en los que París y Londres eran aldeas, pero sus formas han permanecido relativamente estables durante siglos). Las increíbles revoluciones de la forma urbis derivan de este acercamiento a la ciudad que se tiene con la aparición de la civitas romana. Las formas urbanas europeas occidentales derivan de las características de la civitas. La ciudad contemporánea es la gran ciudad, la metrópoli (de hecho, éste es el rasgo característico de la ciudad moderna planetaria). Se ha disuelto todaforma urbis tradicional. En su momento, las formas de la ciudad eran absolutamente diferentes (véase, por ejemplo, las diferencias entre Roma, Florencia yVenecia). Ahora sólo hay una única forma urbís, o mejor aún, un único proceso de disolución de toda identidad urbana. Este proceso (que, como veremos, se lleva a cabo en la ciudad-territorio, la ciudad posmetropolitana) tiene su origen en la afirmación del papel central de la unión de lugar de producción y de mercado. Cada sentido de la relación humana se reduce a la producción, el intercambio y el mercado. Es aquí donde se concentra toda relación; entonces todo lugar de la ciudad es visto, proyectado, reproyectado y transformado en función de estas variables fijas, de su Valor. Los lugares simbólicos sólo se convierten en estos anteriores y desaparecen aquellos que habían sido los lugares simbólicos tradicionales, sofocados por la afirmación de los lugares del intercambio, expresión de la movilidad de la ciudad, de la ervenleben Da vida nerviosa] de la ciudad. Las nuevas

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construcciones son macizas, dominan, son físicamente voluminosas, grandes contenedores (imaginad la arquitectura de las típicas ciudades industriales, la fascinación que ejerce en todas partes la arquitectura-fábrica) cuya esencia consiste, no obstante, en ser móviles, en dinamizar toda la vida. Son cuerpos que producen una energía movilizadora, desquiciante y desarraigante. Estas presencias disuelven o ponen entre paréntesis las presencias simbólicas tradicionales que, de hecho, se reducen al centro histórico. Es así como nace el "centro histórico": mientras la ciudad se articula ya en base a la presencia dominante y central de los elementos de producción e intercambio, la memoria se convierte en museo, dejando así de ser memoria, porque ésta tiene sentido cuando es imaginativa, recreativa, de lo contrario se convierte en una clínica donde llevamos nuestros recuerdos. Hemos "hospitalizado" nuestra memoria, así como nuestras ciudades históricas, haciendo de ellas museos.

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CapítuLo 4

La ciudadterritorio (o la posmetrópoli) Hoy nos encontramos en una fase posterior. Mientras que dichas presencias todavía articulaban el espacio en las metrópoli, fundaban unas métricas bien reconocibles en la dialéctica entre centro y periferia y constituían los criterios dominantes del urbanismo clásico de los siglos XIX y xx (las diferentes funciones productivas, residenciales y terciarias), en la actualidad esta posibilidad está completamente superada. La ciudad-territorio impide cualquier forma de programación de este género. Nos encontramos ya en presencia de un espacio indefinido, homogéneo, indiferente en sus lugares, donde los acontecimientos suceden sobre la base de lógicas que ya no corresponden a ningún proyecto global unitario. Como tales, dichos acontecimientos cambian con una rapidez increíble: cierto es que la fábrica no era la catedral, pues no tenía la estabilidad de los viejos centros de laforma urbis, pero sí tenía cierta estabilidad. Ahora la rapidez de las transformaciones impide que se conserven recuerdos del pasado en el lapso de una generación. Esto comporta encontrarnos

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ya en una situación donde casa y no casa se conectan; morada y no morada son dos caras de la misma moneda. Aunque tiene su centro impulsor en Occidente, este proceso alcanza ya todos los continentes. En 1950 había ochenta y tres ciudades en el mundo con más de un millón de habitantes, y de ellas cincuenta se encontraban en los países industrializados. En la actualidad, hay trescientas ciudades con más de un millón de habitantes y en su mayor parte se encuentran en los países pobres. En 2015 habrá treinta y tres ciudades con una población superior a los veinte millones de habitantes y veintisiete de ellas se encontrarán en los países pobres. ¿Cómo estarán hechas? Si extrapolamos a partir de la situación actual, sería demasiado fácil preverlo: vastísimas áreas arquitectónicamente indiferenciadas rebosantes de funciones de representación, financieras y directivas con apilamientos alrededor de áreas periféricas residenciales, "guetizadas" unas respecto de las otras, zonas comerciales de masas, "restos" de producción manufacturera. El conjunto, conectado por "acontecimientos" ocasionales, es independiente de toda lógica urbanística y administrativa. Para las grandes masas la "casa" será el miniapartamento estandarizado. Como rezaba una publicidad en Senegal: "Comprad nuestras casas así de pequeñas, pues podréis estar con la mujer y el hijo y al fin podréis dejar de hospedar a los familiares que vienen del campo". Estas periferias para la clase media baja burócrata, que es una de las patologías más inauditas de los países subdesarrollados (en África las burocracias públicas dan empleo a diez veces más personas que las que empleaban en el período colonial), son consecuencia del proceso de megaurbanización de dichas áreas, porque han destruido los recursos y las culturas locales y han multiplicado las rentas. Éste es el plan para

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estos territorios: por un lado, centros directivos, representativos y terciarios a la manera occidental y, por otro, periferias populares al modo occidental con tiempos de degradación de pocos años, para acabar en bidonvilles. Otro modelo consiste en la única ciudad, como en Japón, donde a lo largo de la costa no hay solución de continuidad desde el norte hasta Hiroshima; la ciudad coincide con todo el territorio. No cabe duda de que el territorio donde vivimos constituye un desafio radical a todas las formas tradicionales de la vida comunitaria. El desarraigo que produce es real. Todas las formas terrenales tienden a disolverse en la red de las relaciones temporales (véase más adelante). No obstante, para ello se hace necesario que el espacio asuma justamente el aspecto de una forma a priori, equivalente y homogénea en todos sus puntos; es decir, que desaparezca la dimensión del lugar, la posibilidad de definir lugares en el interior del espacio o caracterizar este último según una jerarquía de lugares simbólicamente significativos. ¿Es posible vivir sin lugar? ¿Es posible habitar allí donde no se producen lugares? El habitar no se produce allí donde se duerme y de vez en cuando se come, donde se mira la televisión y se juega con el ordenador personal; el lugar del habitar no es el alojamiento. Sólo una ciudad puede ser habitada, pero no es posible habitar la ciudad si ésta no se dispone para el habitar; es decir, si no "proporciona" lugares. El lugar es allí donde nos paramos: es pausa; es algo análogo al silencio en una partitura. La música no se produce sin el silencio. El territorio posmetropolitano ignora el silencio; no nos permite pararnos, "recogernos" en el habitar. No conoce, no puede conocer distancias; éstas son su enemigo. En su interior todo lugar

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parece destinado a acartonarse, a perder intensidad hasta transformarse en nada más que en un pasaje, un momento de la "movilización" universal. Uno se encuentra en una ciudad que es y no es casa, donde se está y no se está, una ciudad que se vive como una contradicción. ¿Cuáles son las consecuencias? Afrontar el problema con la idea de restaurar lugares, en el sentido tradicional del término, es una forma regresiva y reaccionaria. También se puede aplaudir el proceso en curso y su dinámica, el movimiento de disolución de los lugares imperiosamente en la práctica. "Vivimos ya en el antiespacio; todos nuestros asentamientos se mueven en el ciberespacio; debemos imaginar nuestras casas como sensores" (son palabras del arquitecto estadounidense William J. Mitchell en su libro City .

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técnico-económica es insostenible en el plano histórico y filosófico, pues sabemos que la Tecnica en sí misma es fundamentalmente filosófica, es el producto de una visión del mundo, de siglos de filosofia, de teología, de cultura y de civilización. Prueba de ello es, entre otras cosas, la diferente reacción suscitada por la globalización en diferentes contextos culturales. Parece que en los países islámicos, en ciertos países africanos, etc., la introducción de la racionalidad técnico-científica puede producir un infarto a las formas culturales preexistentes, mientras que esto no ha ocurrido en el Oriente asiático y en Japón, donde las culturas anteriores han seguido de algún modo vivas dentro del proceso de occidentalización. Sus formas de cultura, de civilización y de religión, permitían esta simbiosis. De todos modos, aunque esto no quiere decir que la racionalidad occidental destruya las formas culturales precedentes, tampoco puede afirmarse que haya una separación de principios entre el aspecto cultural y el técnico-científico de una civilización. Vuelve aquí, en su figura más dramática, el problema de las relaciones entre espacio y tiempo. Es decir, se cuestiona si es alcanzable un nuevo orden espacial desde el momento en que se admite la primacía del tiempo en nuestras existencias, en nuestra experiencia vivida. En primer lugar, no podemos dar por descontado que este triunfo del tiempo no vaya a desplegarse hasta consecuencias extremas. El ejercicio mental mediante el cual realmente el tiempo puede incluir en sí mismo la experiencia espacial no es una pregunta vacía desde el punto de vista filosófico. Kant mantiene un dificilísimo equilibrio entre espacio y tiempo, pero también en su obra acaba por reconocerse la primacía del tiempo, porque las formas del esquematismo -el eje de

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la razón pura y de toda la fIlosofía kantiana que garantizan el paso de las categorías al fenómeno, permitiendo así la construcción de una ciencia de la naturaleza- son form.as del tiempo; el esquematismo acaece en el tiempo, no en el espacio. Más tarde, el tiempo domina la fIlosofía contemporánea; en Ser y tiempo, 3 Martin Heidegger reconoce que la única vía de acceso al ser es temporal, mientras que en su obra el espacio se considera un producto, pura imagen de la temporalidad del Dasein, como si faltase alguna topología. Desde este punto de vista, existe un fuerte nexo entre el fIlósofo judío Franz Rosenzweig y Martín Heidegger, como si el primero anticipara al segundo sosteniendo que la afIrmación prepotente del tiempo produce todo el conjunto de las nuevas y particulares experiencias espaciales. Ésta podría ser una vía de investigación, no cabe duda. Para que el tiempo pueda abrirse a esas nuevas dimensiones espaciales, es preciso que sea un tiempo particular. N o puede ser un tiempo kantiano, forma a priori, como el espacio, indiferente y equivalente en todos sus instantes; debe ser el tiempo litúrgico, que es discontinuo, constantemente "determinado", un tiempo re-cortado, nO indiferente ni homogéneo. Como el espacio, el tiempo de Kant es una dimensión homogénea e indiferente en todos sus puntos; el tiempo de Rosenzweig es el litúrgico, que afIrma que un día es distinto a otro. Si se tiene una idea de tiempo de este género, entonces ese tiempo puede combinarse COn un espacio; de otro modo no. De lo contrario se reflexiona sobre este espacio-tiempo indiferente y vacío, donde todo punto es equivalente al otro y es mesurable en base a los ejes cartesianos. Entonces, para tener una experiencia litúrgica del tiempo y para tener una idea de tiempo que _3

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Heidegger, Martin, Sein und Zeit [1927], Vittorio Klostermann, Stuttgart, 1977 (versión castellana: Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2003) [N. del Tl.

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permita su traducción en espacio, son necesarios ethos y etnos, judaísmo. En la polémica de Rosenzweig en las confrontaciones con el cristianismo, se afIrma precisamente que los cristianos tienen un espacio litúrgico aparente, pues para ellos la civitas peregrina, aunque se recalce, no tiene raíces étnicas, no tiene un ethos: uno se hace cristiano,judío se nace, dice con razón Rosenzweig. Si esta perspectiva para nosotros amaga el "infarto", ¿cómo podemos remediarlo? Es verdad que la inserción de un tiempo litúrgico fuerte es una vía de salida. Sin embargo, si tenemos en mente el esquema de Rosenzweig, no está de más recordar que este esquema se afIrma como algo propio del judaísmo, no del cristianismo. Es en este punto, y en otros pocos fundamentales, donde, tras varios acercamientos al cristianismo, Rosenzweig se separa de él viendo la incompatibilidad de las dos vías. ¿Puede entonces la liturgia contener el infarto? Parece indudable que el cristianismo considera la tierra como "espacio de misión" (por utilizar una expresión de Rosenzweig) y que, por tanto, sea verdaderamente en el sentido de la globalización. Hay varias maneras y formas de entender esta tierra como "tierra de misión", pero nO existe la posibilidad por parte de un cristiano de entender la tierra como ethnos (ésta fue la eterna polémica con Sergio Quinzio).4

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_4 Sergio Quinzio (1927-1996) fue un teólogo y exegeta italiano, autor de, entre otros, Un commento aUa Bibbia (Adelphi, Milán, 1972) [N. del T.l·

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Capítulo 6

Para acabar con ...

belleza Alguien se preguntará si en toda esta problemática urbamstica está todavía presente la exigencia de belleza que parece haber caracterizado desde siempre la idea y la práctica del habitar. Mi respuesta es que es necesario entenderse bien con el término 'belleza', con sus significados. Las bellezas son muchas, como muchas son las formas de la ciudad. En la actualidad estamos buscando un concepto de belleza que se ubica en una dimensión puramente estética (bello es aquello que gusta, que es agradable), pero la belleza no sólo tiene este significado fenoménico estético. En el clasicismo no era así; para el griego antiguo kalon tema otro significado distinto: significaba "mira cuán fuertemente está construido", "mira cómo se tiene en pie", "mira qué bien está enraizado": esto explicaba el término, significaba todo aquello que está formado, articulado, construido de un modo perfecto, y que por ello puede perdurar. No se trataba de un juicio subjetivo, sino que debía emerger objetivamente. Entonces, ¿qué queremos de nuestra ciudad?, ¿que sea bella según este segundo significado? Para que pueda emerger algo bello en esta acepción, se necesitaría que nuestros

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edificios explicaran plenamente nuestra vida, su razones, de otro modo lo bello es algo inaprensible e indefinible. En el significado clásico de kalon había unos metros, unas medidas, unos cánones, un fundamento objetivo sólido, y no una adhesión estética subjetiva. ¿Pertenece o no pertenece ese edificio a ese gran Lagos? ¿Respeta o no ese lagos que trasciende toda obra particular? Una estatua o un templo eran bellos si se correspondían con aquel canon que trascendía la postura estética subjetiva. Desde este punto de vista, nuestra ciudad es en cambio la patria de la varietas. En los grandes tratados arquitectónicos del siglo XVI (y más tarde en la construcción de la ciudad barroca) ya no se cumplen los cánones y toda norma es artificial, convencional. En la ciudad entendida como territorio, nuestra belleza se confia a la varietas. En absoluto podemos pensar en restaurar unas medidas, unas logoi, unas relaciones con valores canónicos. Nuestras normas, nuestras medidas y métricas no pueden tener más que un carácter artificial, convencional. Es imposible remontar la corriente y construir monumentos, pero la varietas puede ser una varietas que guste. El propio Lean Battista Alberti dice en su obra De re aedificatoria: "Mirad que lo clásico no es aquello que piensan los anticuarios".5 Lo clásico es también la variedad de formas y puede ser concinnitas, un canto sinfónico (cum cano: canto conjunto). La idea de la belleza como concinnitas aparece en los siglos xv y XVI. Debemos ir en esa dirección, experimentarla de nuevo.

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Alberti, Leon Battista, De re aedificatoria, o Los diez libros de Arquitectura, Colegio Oficial de Arquitectos ncnicos, Oviedo, 1975 [N. del T.].

japollés, 1981 Cortesía de la GaJerie Barbara Weiss, Berlin; fotografía: Wolfgang Günzel Ciudad ell el lIJar, 1977 Museum Ludwig, Colonia; fotografía: Wolfgang Günzel Ciudad, 1977 Museum Ludwig, Colonia; fotografía: Wolfgang Günzel Ciudad ell el bosque, 1982 Cortesía del artista; fotografía: Wolfgang Günzel Playa, 1982 Colección Deursche Bank; fotografía: Krllst und Peters Yamagucili, 1981-1997 Cortesía de la Galerie Francesca Pia, Zúrich, y la GaJerie Barbara Weiss, Berlín; fotografia: Wolfgang Günzel Aparcamieuto, 1982 Colección privada, Fráncfort; fotografía: Thomas Bayrle

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Nave, 1982 Colección privada. Cortesía de la Galerie Barbara Weiss, Berlín; fotografía: Wolfgang Giinzel

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Musellm of Contemporary Art, Los Ángeles; fotografía: Wolfgang Giinzel

Este libro está compuesto con las tipagrafias Bembo Redonda e Itálica de Monotype y Whitney Mediana, Seminegra y Negra de H&FJ. La tripa está impresa en papel Munken Pure de 120 g/m' para el texto y Magn Satin de 115 g/m' para las ilustraciones. En la cubierta se utilizó un cartoncillo gris de 300 g/m'

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En este texto, surgido de una serie de ponencias, Massirno Cacciari recorre la historia de la ciudad a través de su sustrato más profundo y lanza una provocativa reflexión fIlosófIca y estética. El recorrido comienza en Grecia y Roma, que ofrecen dos modelos antagónicos de ciudad: la polis griega, de naturaleza étnica y, por definición, endogámica y estanca; y el modelo legalista de la civitas romana, una ciudad cuya esencia programática la lleva a abrirse y a crecer inexorablemente. Heredera del modelo romano, la ciudad moderna europea se debate entre su condición de morada, de espacio de acogida y encuentro de una comunidad, y su condición de máquina, de escenario de intercambio y negocio. Más adelante, en la metrópolis contemporánea, la producción y el mercado marcan el desarrollo de la ciudad y arrinconan defInitivamente los posos de la historia a través del confinamiento de los cascos antiguos. Sin embargo, hoy habitamos la posmetrópoli, la ciudad territorio. Y, aunque nuestros cuerpos sigan reclamando la necesidad de lugares, la posmetrópoli impone una geografía que se ha desprendido de parámetros espaciales para imponer otros, los temporales, donde los edifIcios se convierten en acontecimientos y las distancias en duraciones.

ISBN 978-84-252-2331-0

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