La Biblia Narrada a Los Niños de 9 a 99 Años - Justino Beltrán

January 10, 2017 | Author: Libros Catolicos | Category: N/A
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LA BIBLIA NARRADA A LOS NIÑOSDE 9 A 99 AÑOS

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JUSTINO BELTRÁN

La Biblia narrada a los niñosde 9 a 99 años Introducción San Gregorio Magno escribía a su médico Teodoro: “¿Qué es la Biblia sino la carta de Dios omnipotente a su criatura? Si tú recibieras una carta de tu emperador, no te concederías descanso, no dormirías antes de haber conocido el contenido de la carta. El Emperador del cielo, el Señor de los hombres y de los ángeles, te ha enviado sus cartas para tus intereses vitales, y tú eres negligente al no leerlas con ardor. Por tanto, esfuérzate y medita a diario las pa​labras de tu Creador”. Y Donoso Cortés, famoso escritor y orador español, escribió: “hay un libro, tesoro de un pueblo, que hoy es fábula y ludibrio de la tierra, y que fue en tiempos pasados estrella del oriente, a donde han ido a beber su divina inspiración todos los grandes poetas de las regiones occidentales del mundo, y en el cual han aprendido el secreto de levantar los corazones y de arrebatar las almas con sobrehumanas y misteriosas armonías. Este libro es la Biblia, el libro por excelencia. Libro prodigioso aquél, que el género hu​ma​no comenzó a leer hace treinta y tres siglos; y con leer en él todos los días, todas las noches, y todas las horas, aún no ha acabado su lectura. Libro prodigioso aquél en el que se calcula todo, antes de haberse inventado la ciencia de los cálculos; en que sin estudios lingüísticos, se da noticia del origen de las lenguas; en que sin estudios astronómicos, se computan las revoluciones de los astros; en que sin documentos históricos se orienta la historia; en que sin estudios físicos, se revelan las leyes del mundo. Libro prodigioso aquél, que lo ve todo y lo sabe todo, que sabe los pensamientos que se levantan en el corazón del hombre y los que están en la mente de Dios, que ve lo que pasa en los abismos del mar, y lo que su​cede en los abismos de la tierra. Que cuenta o predice todas las catástrofes de las gentes, y en donde se encierran y atesoran todos los tesoros de la misericordia, todos los tesoros de la justicia y todos los tesoros de la venganza. Libro en fin, que cuando los cielos se replieguen sobre sí mismos como un abanico gigantesco, y cuando la tierra padezca desmayos, y el sol recoja su luz y se apa​guen las estrellas, permanecerá él solo con Dios, porque es su eterna palabra resonando eternamente en las alturas”. El presente trabajo no es un estudio bíblico a la manera de los estudiosos profesionales o exegetas, sino una narración sencilla so​bre los hechos que nos

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narra la Biblia, con algunos puntos de re​flexión útiles para la vida cristiana. Ojalá este sencillo trabajo lleve al lector a la lectura de toda la Biblia, “libro prodigioso”, porque es la “carta de Dios a los hombres”. La Iglesia quiere que en todos los hogares cristianos se tenga la Biblia, se la lea piadosa y asiduamente y se practiquen sus enseñanzas. Así lo expresó por medio del Concilio Vaticano II: “Así pues, con la lectura y el estudio de los libros sagrados ‘la Palabra de Dios se difunda y res-plandezca’ (2Ts 3,1) y el tesoro de la revelación, confiado a la Iglesia, llene más y más los corazones de los hombres” (Dei Verbum 26).

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1. LA CREACIÓN

(Gn 1, 1-31) Las primeras palabras de la Biblia son estas: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. No había, pues, nada. Sólo existía Dios. Pero esa tierra era algo caótico y vacío; “y las tinieblas cu-brían la superficie del abismo”. Entonces Dios comienza a perfeccionar su obra: primero crea la luz, y se forma el día y la noche. Eso fue el día primero. En el segundo día crea el firmamento, que llamó “cielos”. Luego, en el día tercero, separa las aguas de la tie-rra, y al suelo seco llamó “tierra” y a las aguas llamó “mares”. Y vio Dios que estaba bien. Pero no había plantas, y entonces hizo brotar hierbas de semilla y árboles frutales. Y vio Dios que estaba bien. El cuarto día crea los astros y las estrellas: “Y las puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra, para dominar en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que estaba bien”. Pero no había seres vivientes, y, entonces, el quinto día crea los peces del mar y demás monstruos marinos, y luego los animales de la tierra, ganados, etc. Y vio Dios que estaba bien. Todo iba bien, pero faltaba un ser viviente, inteligente, y, en-tonces, el sexto día dice: “Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza, y domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra”. Y vio Dios que estaba bien. Hasta aquí el primer capítulo del libro del Génesis, que es el primer libro de la Biblia. En el capítulo segundo se nos cuenta que “el día séptimo cesó Dios toda la tarea que había hecho. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó porque en él cesó toda la tarea crea​dora que había realizado”. Sigue un segundo relato más detallado sobre la creación del hombre y el jardín del Edén en donde había toda clase de árboles “deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal”. De todo eso podía disfrutar el hombre, pues lo había creado para él: “Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio”.

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2. LA CAÍDA

(Gn 3, 1-24) El capítulo 3 del Génesis nos narra el primer pecado de Adán y Eva. Dios puso a prueba la fidelidad de estos dos seres, creados a su imagen y semejanza. Lamentablemente Eva se dejó engañar por el demonio, simbolizado en la serpiente. Primero hay un diálogo entre el demonio y Eva sobre la prohibición de comer determinado fruto. Del diálogo se pasa a la acción. La mujer le cree al diablo que le dice: “Se os abrirán los ojos y seréis como dioses, co​nocedores del bien y del mal”. Acepta la insinuación y desobedece a Dios comiendo del fruto prohibido. Eva había caído y se había hecho merecedora del castigo. Hubiera podido arrepentirse. No lo hace, sino que comete una nue​va falta: hace cometer la misma desobediencia a su compañe-ro: “Comió, y dio también a su marido, que igualmente comió”. Y vinieron las consecuencias. Dios les reprocha la desobediencia y ellos se disculpan en vez de aceptar humildemente y pedir perdón. Adán le echa la culpa a Eva, y ésta a la serpiente. Y viene el castigo: lágrimas, dolor y muerte. Además, fueron expulsados del paraíso, quedando rotas las buenas relaciones entre Dios y el hombre. Quisieron ser como dioses y terminaron convirtiéndose en esclavos de sus propias pasiones.

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3. CAÍN Y ABEL

(Gn 4, 1-16) Después de la expulsión del paraíso, Adán y Eva comenzaron a vivir una vida muy distinta: nada de delicias y sí mucho trabajo. Tuvieron hijos. Sobresalen Caín y Abel. El primero fue labrador y el segundo pastor. Se supone, como anota la Biblia de Jerusalén, una civilización desarrollada y la existencia de un culto. Caín y Abel son presentados como los primeros hijos de Adán y Eva pero cier​tamente ya tenían otros hijos e hijas. Caín no era de buenos sentimientos, mientras que Abel era una buena persona en sus relaciones con Dios y con los demás. Ambos ofrecían sacrificios a Dios, pero el Señor “miró propicio a Abel y su oblación, mas no miró propicio a Caín y su oblación”. No sabemos cómo Dios manifestó su complacencia y su disgusto, pero Caín se dio cuenta, “por lo cual se irritó en gran manera y se abatió su rostro”. Entonces Dios le llamó la atención para que se convirtiera: “¿Por qué andas irritado y por qué se ha abatido tu rostro? ¿No es cierto que si obras bien podrás alzarlo? Mas, si no obras bien, a la puerta está el pecado acechando como fiera que te codicia, y a quien tienes que dominar”. Caín no escuchó la voz de Dios, sino que persistió en su maldad. Invitó a su hermano a ir al campo, “y cuando estaban en el campo, se lanzó Caín contra su hermano Abel y lo mató”. Después de la rebelión del hombre contra Dios (pecado de Adán y Eva), ahora tenemos la rebelión del hombre contra el hombre (pecado de Caín contra Abel). Por la rebeldía del hombre contra Dios, le fue anunciada la muerte a Adán: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás”. Es decir, el hombre quedó condenado a la muerte. Pero esa muerte anunciada todavía no había aparecido. Aparece aquí con el fratricidio. Caín mata a Abel por envidia y por no haber escuchado la voz de Dios que lo llamaba a la conversión. Cometido el crimen, Dios le pide cuentas a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?”. Y él, como si nada hubiera pasado, le contesta: “No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano?”. Es decir, continúa en su maldad: no reconoce su culpa y añade la mentira. Y viene el castigo: “¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo. Pues bien: maldito seas, lejos de este suelo que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Aunque labres el suelo, no te dará más su fruto. Vagabundo y errante estarás en la

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tierra”.

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4. EL DILUVIO

(Gn 6-8) Después del primer asesinato, pasaron muchísimos años. Adán y Eva tuvieron más hijos e hijas, y también Caín tuvo hijos y nietos: “Vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres les venían bien, y tomaron por mujeres a las que preferían de entre ellas”. Es decir, se fueron mezclando las razas de buenos y malos. Los “hijos de Dios” parecen ser los descendientes de Set (un hijo de Adán), y las “hijas de los hombres” la descendencia de Caín. Esta mezcla no fue buena para la humanidad, pues el mal se fue propagando hasta el punto en que Dios se arrepintió de haber creado al hombre y resolvió: “Voy a exterminar de sobre la faz del suelo al hombre que he creado”. Pero no todos eran malos: “Noé fue el varón más justo y cabal de su tiempo. Noé andaba con Dios”. Por eso, se salvó de la destrucción total. Le dijo Dios: “He decidido acabar con toda carne, porque la tierra está llena de violencias por culpa de ellos. Por eso, he aquí que voy a exterminarlos de la tierra”. Para salvar a Noé y a su familia, le ordenó hacer un arca y le dio todos los detalles para la construcción. Cuando estaba lista vino el diluvio que duró cuarenta días e inundó toda la tierra habitada. A este diluvio lo llamamos “universal” pero solamente fue parcial. Universal en el sentido de abarcar toda la tierra habitada en ese tiempo. Desaparecieron todos los seres vivientes, menos Noé, su familia y los animales que Dios le ordenó meter en el arca. Pasado el diluvio, salió Noé del arca con su familia y los animales, y lo primero que hizo fue ofrecer holocaustos a Dios en acción de gracias, y Dios prometió: “Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del corazón humano son malas desde su niñez, ni volveré a herir a todo ser viviente, como lo he hecho”. Dios bendijo a Noé y a los suyos, e hizo una alianza con ellos. Y de nuevo se repobló la tierra. 5. La torre de babel (Gn 11, 1-9) Noé tenía tres hijos: Sem, Cam y Jafet, y cada uno de ellos tuvo muchos hijos e hijas. Después del diluvio se fueron multiplicando y, naturalmente, iban habitando lugares cada vez más distantes. Previeron que con el tiempo se irían distanciando unos de otros, y, entonces, se les ocurrió construir un monumento: “Ea, vamos a edificarnos una ciudad y una torre con la cúspide en los cielos, y hagámonos famosos por si nos desperdigamos por toda la faz de la tierra”. Y

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comenzaron los trabajos. A Dios no le agradó el proyecto de los hombres, porque prácticamente era un acto de soberbia y se dijo: “He aquí que todos son un solo pueblo con un mismo lenguaje, y este es el comienzo de su obra. Ahora nada de cuanto se propongan les será imposible. Ea, pues, bajemos, y una vez allí confundamos su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo”. Y así lo hizo. Al no poder entenderse, abandonaron la obra y se dispersaron. No se ve muy claro en qué consistió el pecado. Parece ser el del orgullo, la presunción humana que lleva a confiar en sí mismos y a olvidar al creador. Los hombres se proponen construir algo grandioso, símbolo de su fuerza y de su poder. Tenían sed de gloria, no de gloria de Dios, sino de sí mismos. Y Dios, con un acto sencillísimo, los humilla y les impide continuar la obra confun-diendo sus lenguas.

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6. ABRAHAM

(Gn 12-25) Después de la fallida construcción de la Torre de Babel, los descendientes de Noé se multiplicaron y se dispersaron por el mundo hasta ahora conocido. Después de muchísimos años, apareció un personaje importantísimo, porque es el primer patriarca del pueblo de Israel, se llamaba Abram, y la historia de su vida abarca varios capítulos del Génesis. Nació en Ur de Caldea, cerca del Golfo Pérsico y también cerca del lugar donde existió el paraíso terrenal. Su padre se llamaba Téraj, y tenía dos hermanos: Najor y Harán. Los tres se casaron y tuvieron hijos, menos Abram, porque su mujer, Saray, era estéril. Harán murió relativamente pronto y dejó un hijo, Lot, que quedó al cuidado de su abuelo Téraj. Un buen día Téraj tomó a su hijo Abram, a su nuera Saray y al nieto Lot y se marchó de Ur de Caldea hacia Canaán. Llegaron a Jarán y se establecieron allí. En Jarán murió Téraj. En ese lugar Dios llamó a Abram y le dijo : “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré”. Abram obedeció y creyó en la promesa, a pesar de tener 75 años y una mujer anciana y estéril. Partió, pues, hacia Palestina con su esposa y su sobrino. Se presentó una carestía muy grande en esa región, y Abram tuvo que emigrar hacia una región fértil de Egipto. Aquí sucedió una cosa muy curiosa: pensando que la belleza de Saray llamaría la atención del faraón y éste lo mataría para quedarse con ella, la presentó como su hermana. En efecto el faraón quedó prendado de ella, la mandó llamar a palacio y dio a Abram “ovejas, bueyes, asnos y siervos”. Lo hizo muy rico. Pero Dios castigó al faraón por causa de Saray y, al saber la verdad, se la restituyó a Abram y lo obligó a abandonar el país. Regresó a Palestina con Saray, Lot, sus siervos y sus ganados. Ya era bastante rico, pero por la escasez de pastos, los pastores de Abram riñeron con los de Lot, y para evitar más dificultades, las dos familias se separaron: Lot escogió los pastos fértiles del Jordán y se estableció en Sodoma. Abram se dirigió hacia Mam-bré. Fue allí en donde el Señor le dijo: “Abre tus ojos y desde el lugar donde estás mira al norte y al medio día, al oriente y al occidente. Toda esa tierra que ves te la daré yo a ti y a tu descendencia para siempre. Haré tu descendencia como el polvo de la tierra”. Pero seguía sin hijos; y, sin embargo,

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creyó. Por eso, es el hombre de fe por excelencia.

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7. ABRAHAM Y MELQUISEDEC

(Gn 14, 17-24) Algunos años después de la separación de Abram y Lot, estalló una guerra entre las ciudades de Mesopotamia y de los alrededores de lo que hoy es el Mar Muerto. Los invasores saquearon todas las haciendas de Sodoma y Gomorra y se llevaron también a Lot y su familia. Alguien le avisó a Abram y éste los persiguió, los venció, y rescató a su sobrino Lot. A su regreso, fue cuando le salió al encuentro Melquisedec, rey de Salem (Jerusalén) ofreciendo pan y vino, como sacerdote que era del Dios Altísimo, y bendijo a Abram diciendo: “Bendito Abram del Dios Altísimo que ha puesto en tus manos a tus enemigos”. Melquisedec simboliza al Mesías, rey y sacerdote por excelencia; el pan y el vino que él ofreció simbolizan el sacrificio eucarístico, nuestra Eucaristía. Después de esto no sabemos más de Melquisedec. Dios vuelve a presentarse a Abram, dialoga con él, le promete ser su defensor, y esta vez Abram sí se atreve a exponerle su problema: “He aquí que no me has dado descendencia, y un criado de mi casa me va a heredar”, pero Dios le promete: “No te heredará ese, sino que te heredará uno que saldrá de tus entrañas... Mira el cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas. Así será tu descendencia”. Y Abram le creyó. Saray, al verse anciana y sin hijos, le propone a su esposo que tenga un hijo de su esclava egipcia, llamada Agar. El acepta y tiene su primer hijo que se llamó Ismael. A los trece años, nuevamente se manifiesta el Señor a Abram y le dice: “Yo soy El-Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto… No te llamarás más Abram sino que tu nombre será Abraham, pues te he constituido padre de muchedumbre de pueblos. Te haré fecundo sobre manera, te convertiré en pueblos, y reyes saldrán de ti”. Abraham tenía ya 99 años y un hijo, pero de la esclava. ¿Sería Ismael el padre de esa muchedumbre de pueblos? Dios lo saca de dudas: “A Saray tu mujer no la llamarás más Saray, sino que su nombre será Sara. Yo la bendeciré y se convertirá en naciones: reyes de pueblos procederán de ella”. Aunque parecía imposible, Abraham creyó, y al año siguiente Sara dio a luz a su primer hijo a quien Abraham llamó Isaac.

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8. DESTRUCCIÓN DE SODOMA Y GOMORRA

(Gn 19, 1-29) Antes del nacimiento de Isaac, sucedió una catástrofe. Los tres mensajeros de Dios, que le habían anunciado que al año siguiente Sara tendría un hijo, se marcharon y llegaron a la vista de Sodoma. Abraham los acompañó para despedirlos. A un cierto punto se quedó solo con Dios, que le anuncia la destrucción de Sodoma y Gomorra, porque eran ciudades muy malas. Abraham intercede: “¿De verdad vas a aniquilar al justo con el malvado? Tal vez existen cincuenta justos dentro de la ciudad. ¿De verdad vas a aniquilarlos? ¿No perdonarás el lugar en atención a los cincuenta justos que puede haber en él?”. El Señor acepta: “Si encuentro en Sodoma cincuenta justos dentro de la ciudad perdonaré a todo el lugar en atención a ellos”. La ciudad era muy mala, y Abraham lo sabía. Por eso pide rebaja: Cuarenta y cinco justos. Y Dios acepta. Tampoco había cuarenta y cinco justos y Abraham sigue pidiendo rebaja: cuaren-ta, treinta, veinte, diez. Por diez justos se hubiera salvado la ciudad, pero no los hubo. Abraham desconsolado vuelve a su lugar. Lot vivía en Sodoma con su esposa y dos hijas. Como era hombre de bien, Dios lo salvó por medio de dos ángeles en forma de hombres que le avisaron: “Levántate y toma a tu mujer y a tus dos hijas que se encuentran aquí, no vayas a ser barrido por la culpa de la ciudad”. Obedeció y se fue a un pueblo llamado Soar, y cuando llegó allí, el Señor “hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego. Y arrasó aquellas ciudades, y toda la llanada con todos los habitantes de las ciudades y toda la vegetación del suelo”. Esas ciudades destruidas se encontraban en lo que hoy es el Mar Muerto.

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9. ABRAHAM E ISAAC

(Gn 21-25) Como le había prometido Dios, Sara tuvo un hijo en su vejez y lo llamaron Isaac. Entonces Sara obligó a Abraham a despedir a la esclava Agar con su hijo Ismael. Con mucho pesar tuvo que hacerlo, pero Dios le prometió que de ese niño, por ser hijo suyo, haría una gran nación. Madre e hijo se establecieron en el desierto de Parán, y allí “su madre tomó para él una mujer del país de Egipto”. Ismael tuvo varios hijos y murió a la edad de ciento treinta y siete años. La anciana pareja, Abraham y Sara, se quedó con su hijo Isaac, pero un día Dios le dijo a Abraham: “Toma a tu hijo, al que amas, Isaac, vete al país de Moria y ofrécelo allí en holocausto en uno de los montes, el que yo te diga”. Y Abraham obedeció. Se marchó al lugar indicado para sacrificar a su único hijo. ¿En qué pararía la promesa de ser padre de muchas naciones, si ahora tenía que inmolar a su único hijo? Abraham no lo sabía, pero siguió teniendo fe en la promesa de Dios. Sabemos que en el momento de sacrificar a Isaac, el ángel de Dios le dijo: “No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas na-da, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único”. Regresaron a casa bendecidos por Dios. Algunos años después murió Sara y fue sepultada en la cueva de Makpelá. Isaac era ya un hombre hecho y derecho, pero no se había casado, porque vivía en el país de los cananeos. Entonces Abraham envió a uno de sus criados a buscarle una esposa de entre los de su raza. Fue así como se casó con Rebeca, nieta de Najor, hermano de Abraham. Abraham volvió a casarse con una mujer llamada Queturá que le dio seis hijos. Cuando tenía ciento setenta y cinco años, murió y fue sepultado en el mismo lugar en donde habían enterrado a Sara.

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10. ESAÚ Y JACOB

(Gn 25-36) Habíamos dejado a Isaac ya casado con Rebeca, su prima. Tenía 40 años. Rebeca resultó estéril y, entonces, Isaac intercedió ante el Señor por su esposa y, a los veinte años de casados, quedó em​barazada. Estaba esperando dos mellizos que, aun antes de nacer, ya se peleaban, tanto que Rebeca se dijo: “Siendo así, ¿para qué vivir?”, y Dios le dijo: “Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el mayor servirá al pequeño”. Nacieron los niños, y al primero le pusieron el nombre de Esaú, y al segundo el de Jacob. Crecieron y se dedicaron a distintas profesiones. Esaú fue cazador, y Jacob agricultor. El uno se la pasaba fuera de casa, mientras que Jacob era muy casero. Por eso su mamá, Rebeca, lo quería más que a Esaú, quien era el preferido de Isaac. Eran mellizos, pero el derecho a la primogenitura le correspondía a Esaú por haber nacido primero. Era un privilegio, pero una vez “Jacob había preparado un guiso cuando llegó Esaú del campo, agotado”. Le pidió de comer, pero como no eran buenos hermanos, Jacob le dijo que si le cedía la primogenitura, le daría el guiso, y Esaú aceptó con juramento: “Jacob dio a Esaú pan y el gui​so de lentejas, y éste comió y bebió, se levantó y se fue. Así des​deñó Esaú la primogenitura”. Pasaron los años y Esaú no se preocupó de la cesión de su primogenitura. Cuando tenía cuarenta años se casó con dos mujeres, hijas de los Hititas, y esto amargó a Isaac y a Rebeca. Isaac había envejecido y pensó en bendecir a su preferido Esaú. El bendecido se convertía en el futuro jefe de la familia y adquiría grandes derechos. La bendición dada por el anciano padre solamente la podía recibir uno, el primogénito. Isaac, pues, llamó a su hijo Esaú y le dijo: “Mira, yo ya estoy viejo; no sé el día de mi muerte; ahora bien, toma tus armas, sal al campo, caza alguna pieza y prepárame algún guiso sabroso de mi gusto y tráemelo para que lo coma, a fin de que te bendiga mi alma antes que yo muera”. Rebeca no estaba de acuerdo con el marido sobre quién de los dos debería ser bendecido y quedar como jefe. Al oír lo que le había dicho Isaac a Esaú, se ingenió para que la bendición cayera sobre Jacob. Por eso lo llamó y le dijo: “He oído a tu padre que hablaba con tu hermano Esaú diciendo:... pues bien, hijo mío, hazme caso en lo que voy a recomendarte. Ve al rebaño y tráeme dos

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cabritos hermosos. Yo haré con ellos un guiso suculento para tu padre como a él le gusta, y tú se lo presentas a tu padre, que lo comerá, para que te bendiga antes de su muerte”. El asunto era peligroso, porque Esaú era velludo y Jacob lampiño e Isaac, que ya era ciego, podía descubrirlo, y en vez de recibir bendiciones podía recibir una maldición. Pero Rebeca lo animó: “¡Sobre mí tu maldición, hijo mío! Tú obedéceme, basta con eso, ve y me los traes”. Rebeca preparó el guiso, vistió a Jacob con los mejores vestidos de Esaú y cubrió su cuerpo con las pieles de los cabritos. Así vestido, entró donde su padre, quien le preguntó: “¿Quién eres, hijo?”, y Jacob: “Soy tu primogénito Esaú. He hecho como me dijiste. Anda, levántate, siéntate, y come de mi caza, para que me bendiga tu alma”. Isaac se sorprende por la prontitud de la caza y del guiso, lo palpa para cerciorarse si era realmente Esaú y dice: “La voz es la de Jacob pero las manos son las manos de Esaú”. No lo reconoció y se dispuso a bendecirlo: “Mira, el aroma de mi hijo como el aroma de un campo, que ha bendecido Yavé. Pues que Dios te dé el rocío del cielo y la grosura de la tierra, mucho trigo y mosto. Sírvante pueblos, adórente naciones, y sé Señor de tus hermanos y adórente los hijos de tu madre. Quien te maldijere, mal-dito sea, y quien te bendijere, sea bendito”. Así quedó Jacob como jefe de familia y legítimo sucesor de su padre Isaac en todo. Tan pronto salió Jacob, ya bendecido, llegó Esaú a pedir la bendición, pero ya era demasiado tarde: no había nada que hacer. Se enfureció contra su hermano y se propuso matarlo después de la muerte de su padre. El engaño es muy claro, Rebeca y Jacob son culpables, pero, al fin y al cabo, el primogénito era el de más derecho a la bendición, y Esaú había cedido la primogenitura a su hermano muchos años antes. Algunos estudiosos consideran el episodio en este sentido: Jacob, al robar la bendición paterna con los relativos derechos, es figura del pueblo pagano que seguirá las enseñanzas de Jesucristo y tomará el puesto del pueblo primogénito, o sea, el que desciende de Abraham, Isaac y Jacob, el pueblo escogido.

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11. HUIDA Y MATRIMONIO DE JACOB

(Gn 28-32) Ante la amenaza de muerte contra Jacob, Rebeca le aconseja que se vaya a casa de Labán, hermano de Rebeca. Para que no apareciera como fuga, Rebeca le dice a su marido: “Me da asco vivir al lado de las hijas de Het. ¿Si Jacob toma mujer de las hijas de Het como las que hay por aquí, para qué seguir viviendo?”. Esto lo decía porque Esaú se había casado con mujeres Hititas. Que no pasara lo mismo con Jacob. Entonces Isaac llamó a Jacob y le dijo: “No tomes mujer de las hijas de Canaán. Levántate y ve a Paddán-Aram, a la casa de Betuel, padre de tu madre y toma allí mujer de entre las hijas de Labán, hermano de tu madre. Que El- Sadday te bendiga, te haga fecundo y te acreciente, y que te conviertas en asamblea de pueblos. Que te dé la bendición de Abraham a ti y a tu descendencia, para que te hagas dueño de la tierra donde has vivido y que Dios ha dado a Abraham”. Partió, pues, Jacob de Berseba hacia Jarán. Una noche, durante el viaje, tuvo un sueño: vio una escalera que iba de la tierra hasta el cielo y los ángeles subían y bajaban por ella. Y Dios le dijo: “Yo soy Yavé, el Dios de tu padre Abraham y el Dios de Isaac. La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia. Tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al orien​te y al poniente, al norte y al mediodía; y por ti se bendecirán to​​dos lo linajes de la tierra, y por tu descendencia. Mira que yo estoy contigo; te guar​daré por doquiera que vayas y te devolveré a este solar. No, no te abandonaré hasta ver cumplido lo que te he dicho”. Cuando se despertó, hizo un voto: “Si Dios me asiste y me guarda en este camino que recorro, y me da pan que comer y ropa con qué vestirme, y vuelvo sano y salvo a casa de mi padre, entonces Yavé será mi Dios, y esta piedra que he erigido como estela será casa de Dios; y de todo lo que me dieres; te pagaré el diezmo”. Continuó su viaje. Llegó a casa de Labán y se puso a su servicio para que diera por mujer a su hija Raquel. Convinieron en siete años de servicio. Terminado el plazo, la pidió por mujer, pero La-bán le hizo una trampa y se la cambió por la hermana, llamada Lía. Jacob amaba a Raquel, y para obtenerla tuvo que trabajar otros siete años, al fin se quedó con ambas. Lía era un poco fea, mientras que Raquel era hermosa. Dios compensó el asunto haciendo fecunda a Lía y estéril a Raquel, aunque muchos años después

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también Raquel le dio hijos a Jacob, que por todos fueron doce: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar y Zabulón (hijos de Lía); José y Benjamín (hijos de Rebeca); Dan y Neftalí (hijos de Bilhá, criada de Raquel); Gad y Aser (hijos de Zilpá, criada de Lía). Jacob prosperó muchísimo en Padán-Aram, y cuando finalmente Raquel dio a luz a su primer hijo, José, resolvió regresar a la casa paterna. Partió con sus dos esposas, sus concubinas (las criadas de sus esposas, entonces permitido por la ley), con sus once hijos, sus ganados y todas sus riquezas. Seguía temiendo a su hermano Esaú, y por eso durante el viaje le envió una embajada con muchos regalos, pues venía a su encuentro con cuatrocientos hombres, ciertamente en son de gue-rra. Pero antes del encuentro de los dos hermanos, le sucedió a Jacob una cosa curiosa: una noche estuvo luchando con un perso-naje misterioso, y por la mañana le dijo a Jacob: “Suéltame, que ha rayado el alba”. Y Jacob le dijo: “No te suelto hasta que no me hayas bendecido”. Y el personaje le preguntó: “¿Cuál es tu nombre?” — “Jacob” — “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios”. Continuaron la marcha y se encontraron los dos hermanos. No hubo pelea. Por el contrario, “Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo besó y ambos lloraron”. Fue, pues, un encuentro feliz y se acabaron los líos entre los dos hermanos. Volvieron a separarse, pero ya en buenas relaciones. Faltaba poco para llegar a Efratá, cuando Raquel tuvo un mal parto: dio a luz a su segundo hijo y murió. Fue sepultada en el camino de Efratá, o sea Belén. Y a su hijo lo llamaron Benjamín. Jacob, o Israel, llegó donde su padre Isaac, quien poco después, a la edad de ciento ochenta años, murió y fue enterrado por sus hijos Esaú y Jacob.

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12. HISTORIA DE JOSÉ

(Gn 37-50) Jacob (Israel) se estableció en Canaán, país residencial de su padre. Tenía predilección por José y Benjamín, porque eran los hijos de Rebeca a quien siempre amó. Los otros, como ya vimos, eran los hijos de Lía y de las dos concubinas. Además, José y Benjamín eran los más jóvenes. José tenía 17 años y Benjamín era todavía un niño. Los hijos de Lía, Bilhá y Zilpá eran ya hombres maduros y de sentimientos no muy buenos. A José lo aborrecían “hasta el punto de no poder siquiera saludarlo”, debido a la predilección que le tenía su padre Israel (Jacob). Y para peor, comenzó José a tener unos sueños muy raros que, ingenuamente, contaba a sus hermanos. Uno fue este: “Me parecía que nosotros estábamos atando gavillas en el campo, y he aquí que mi gavilla se levantaba y se tenía derecha, mientras que vuestras gavillas le hacían ruedo y se inclinaban hacia la mía.” ¡Era el colmo! “¿Será que vas a reinar sobre nosotros o que vas a tenernos dominados?”, le dijeron furiosos. Siguió soñando: “He tenido otro sueño: resulta que el sol, la luna y once estrellas se inclinaban ante mí”. Aquí interviene el padre y lo reprende: “¿Qué sueño es ese que has tenido? ¿Es que yo, tu madre y tus hermanos vamos a venir a inclinarnos ante ti hasta el suelo?”. La envidia de sus hermanos aumentaba cada vez más. Un día sus hermanos estaban apacentando las ovejas de su padre en Siquem, y Jacob lo envió a donde ellos para tener noticias. José era buen hijo y obedeció inmediatamente. Cuando lo vieron de lejos se dijeron: “Por ahí viene el soñador. Ahora, pues, matémoslo y echémoslo en un pozo cualquiera, y diremos que algún animal feroz lo devoró. Veremos entonces en qué paran sus sueños”. Rubén, el hijo mayor de Jacob, era de buenos sentimientos y trató de salvarlo. Logró que lo echaran en un pozo sin agua con intención de sacarlo luego y devolverlo a su padre. Lamentable-mente no pudo hacerlo, porque pasaron por ahí unos ismaelitas, mercaderes, que iban hacia Egipto y resolvieron vendérselo en vez de matarlo. Así lo hicieron y José fue vendido por veinte piezas de plata, y los ismaelitas se lo llevaron a Egipto. En Egipto, los mercaderes lo vendieron a Putifar, eunuco del faraón y capitán de los guardias. Se ganó la confianza de Putifar, quien lo puso al frente de su casa y le confió todo cuanto tenía. Todo iba muy bien para José, pero la mujer de Putifar se enamoró locamente de él y trató de seducirlo. Insistió e insistió,

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pero en vano. Entonces lo acusó ante su esposo, como si ella fuera la víctima de la seducción. Se acabó la amistad con Putifar y José fue a parar a la cárcel.

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13. TRIUNFO DE JOSÉ

(Gn 41, 1-57) En la cárcel, dos compañeros de prisión tuvieron unos sueños extraños y José los interpretó. Todo salió como les había dicho. Uno de ellos fue restituido en su cargo y, aunque José le había pedido que cuando fuera libre se acordara de él, se olvidó de José. Pasó el tiempo, y una vez el faraón tuvo unos sueños muy raros que nadie pudo interpretar: “El faraón soñó que se encontraba parado a la vera del río. De pronto suben del río siete vacas hermosas y lustrosas que se pusieron a pacer en el carrizal. Pero he aquí que detrás de aquéllas subían del río otras siete vacas, de mal aspecto y macilentas, las cuales se pararon cerca de las otras vacas en la margen del río, y las vacas de mal aspecto y macilentas se comieron a las siete hermosas y lustrosas”. Otro sueño fue este: “Siete espigas crecían en una misma caña, lozanas y buenas. Pero he aquí que otras siete espigas flacas y asolanadas brotaron después de aquéllas y las espigas flacas consumieron a las siete lozanas y llenas”. Eran sueños, pero el faraón se preocupó, y nadie le pudo dar una explicación. Entonces el antiguo compañero de prisión se acordó de José y le contó al faraón la interpretación que José le había hecho de sus sueños y que se habían realizado con exactitud. Naturalmente el faraón lo mandó sacar de la cárcel, le narró los sueños, y José los interpretó: las siete vacas gordas, como las espigas, significaban siete años de abundancia; y las siete flacas serían siete años de hambre. Y le dio un consejo: “Ponga encargados al frente del país y exija el quinto a Egipto durante los siete años de abundancia. Ellos recogerán todo el comestible de esos años buenos que vienen, almacenarán el grano a disposición del faraón en las ciudades, y lo guardarán. De esta forma quedarán re-gistradas las reservas de alimento del país para los siete años de hambre que habrá en Egipto, y así no perecerá el país de hambre”. El consejo agradó al Faraón, y le dijo a José: “Después de ha​ber​te dado a conocer Dios todo esto, no hay entendido ni sabio como tú. Tú estarás al frente de mi casa, y de tu boca dependerá to​do mi pueblo. Tan sólo el trono dejaré por encima de ti”. De es​cla​vo y prisionero quedó José transformado en virrey, el segundo des​pués del faraón. Y se dedicó a realizar el consejo dado al fa​raón. Pasaron los siete años de abundancia, llegaron los siete de escasez y hambre en toda la tierra. Pero Egipto tenía pan en abundancia. El faraón decía a los

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Egipcios que iban a pedir pan: “Id a José: haced lo que él os diga”.

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14. MAGNANIMIDAD DE JOSÉ

(Gn 42-47) Como el hambre se extendió por todas partes, y se sabía que sólo en Egipto había pan en abundancia, Jacob envió a sus hijos a comprar trigo. “Llegaron los hermanos de José y se inclinaron rostro en tierra”, cumpliéndose así uno de los antiguos sueños de José. Ahora él era el virrey de Egipto y sus hermanos llegaron en busca de ayuda. Claro está que no lo reconocieron, pero él sí los reconoció. Los sometió a varias pruebas, y les dijo: “Si sois gente de bien, uno de vuestros hermanos se quedará detenido en la prisión mientras los demás hermanos vais a llevar el grano que tanta falta hace en vuestras casas. Luego me traéis a vuestro hermano menor; entonces se verá que son verídicas vuestras palabras y no moriréis”. Entonces ellos recordaron su antiguo pecado: “A fe que somos culpables contra nuestro hermano, cuya angustia veíamos cuando nos pedía que tuviésemos compasión y no le hicimos caso. Por eso, nos hallamos en esta angustia”. Ellos no sabían que José les entendía, pues hasta ahora hablaba por medio de intérpretes. Pero a este punto José no resiste más, se aparta de ellos y llora. Después regresa y continúa la prueba. Los obliga a volver a su padre y regresar a Egipto con el hermano menor, Benjamín. La necesidad era tan grande que Jacob tuvo que dejarlo partir. Cuando José vio a su hermano Benjamín, también hijo de Raquel, su madre, tuvo que retirarse a llorar en silencio. Pero no se hizo reconocer. Faltaba otra prueba, la más dura. Ordenó a su ma-yordomo que les llenara los sacos de trigo, con plata y todo, y que en el saco de Benjamín colocara su copa de plata. Cuando se marcharon, los mandó perseguir, acusándolos de robo. Ordenó que todos regresaran a Canaán, menos Benjamín por habérsele encontrado en su saco la copa del virrey. Judá intervino y le dijó que su padre moriría si no regresaban con su predilecto Benjamín. Por eso, él se ofreció como rehén y esclavo en vez de Benjamín. José ya no pudo más. Hizo salir a los egipcios y se dio a conocer: “Yo soy José. ¿Vive aún mi padre?”. Fácil imaginar cómo quedaron, casi petrificados de terror. Los victimarios de muchos años antes estaban ahora ante su víctima, ahora llena de poder. Pero José era un gran hombre: nada de rencores; lo que le importaba ahora era volver a ver a su padre y ayudar a toda su familia. Les dice: “Notificad, pues, a mi padre toda mi autoridad en Egipto y todo lo que habéis visto, y enseguida bajad a mi padre acá”. Fue así como Jacob (Israel) fue a vivir a Egipto

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con toda su familia. Allí vivió diecisiete años, y cuando tenía ciento veintisiete años, se enfermó. Llamó a todos sus hijos, los bendijo, les dio las últimas instrucciones y murió. Por voluntad suya fue enterrado en la cueva del campo de Makpelá. Los funerales fueron muy solemnes, dignos del jefe de aquel pueblo que llevaría su nombre, el pueblo de Israel. Después de enterrar a Jacob en Makpelá, José y sus hermanos regresaron a Egipto. Allí vivieron bien, porque tenían la protección del faraón por ser familiares de José. Cuando José tenía ciento diez años de edad, murió, pero antes les dijo: “Yo muero, pero Dios se ocupará sin falta de vosotros y os hará subir de este país al país que juró a Abraham, a Isaac y a Jacob… Dios os visitará sin falta, y entonces os llevaréis mis huesos de aquí”. Aquí termina el libro del Génesis, el primer libro de la Biblia, que abarca una larga época: desde los orígenes del mundo hasta el establecimiento del pueblo de Israel en Egipto.

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15. TIRANÍA DE LOS EGIPCIOS

(Ex 1, 1-22) La historia del pueblo de Israel continúa en el libro del Exodo, el segundo de la Biblia. En él se nos narra brevemente la opresión y esclavitud del pueblo de Israel y su liberación después de varios siglos. Al principio todo iba bien, porque los egipcios sabían que la prosperidad del país se la debían a José. Era, pues, natural que apreciaran a sus familiares. Pero con el tiempo, muchísimos años después de la muerte de José, los israelitas se multiplicaron y llenaron el país. En el trono se sucedieron también muchos faraones. Uno de ellos, que no sabía nada de José ni del bien que és-te le había hecho a Egipto, al ver la prosperidad de los israelitas, se alarmó y dijo a su pueblo: “Mirad, los hijos de Israel forman un pueblo más numeroso y fuerte que nosotros. Tomemos precaucio-nes contra él para que no siga multiplicándose, no sea que en caso de guerra se una también él a nuestros enemigos para luchar contra no​sotros y nos hagan salir del país”. Dicho y hecho. Comenzaron a oprimirlos con duros trabajos, y, de pueblo fuerte que era, se convirtió en esclavo. “Pero cuanto más los oprimían, tanto más crecían y se multiplicaban, de modo que los egipcios llegaron a temer a los hijos de Israel”. Entonces aumentó también la opresión y la crueldad, y, finalmente, se recu-rrió al asesinato. El faraón dio orden para que todos los niños que nacieran de las hebreas fueran asesinados, echándolos al río Nilo.

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16. VOCACIÓN DE MOISÉS

(Ex 2, 1-25; 3, 1-20) Los israelitas permanecieron en Egipto cuatrocientos treinta años, primero en prosperidad y después en opresión. Dios, como lo había profetizado José antes de morir, vendría en ayuda de su pueblo. Para ello se sirvió de un liberador: Moisés. Sabemos que sus padres eran de la tribu de Leví, pero no conocemos sus nombres. En cambio sí sabemos que tenía una hermana llamada María, y un hermano llamado Aarón. Era la época de la esclavitud más bárbara cuando los niños de los hebreos tenían que ser echados al río Nilo. Cuando nació Moisés, su madre lo ocultó durante tres meses, “pero no pudiendo ocultarlo por más tiempo, tomó una cestilla de papiro, la calafateó con betún y pez, metió en ella al niño, y la puso entre los juncos, a la orilla del río. Entre tanto, la hermana del niño se apostó a lo lejos para ver lo que pasaba”. Y sucedió que la hija del faraón bajó a bañarse al río, vio la cestilla entre los juncos y descubrió al niño. Entonces la hermana de Moisés se acercó y le propuso: “¿Quiéres que yo vaya y llame una nodriza de entre las hebreas para que te críe este niño?”, pues la princesa egipcia se conmovió y quería tomarlo como hijo. Aceptó la propuesta, y María se lo llevó a su madre. Cuando creció, “lo llevó entonces a la hija del faraón, que lo trató como a un hijo, y lo llamó Moisés, diciendo: de las aguas lo he sacado”. Desde entonces vivió en la corte del faraón, como un príncipe, aunque sabía que era hebreo, por su infancia en casa de su madre. Una vez salió a visitar a sus hermanos hebreos y, al ver que un egipcio estaba golpeando a un hebreo, mató al egipcio por defen-der a su hermano de raza. Debido a eso tuvo que huir de la corte del faraón, y se fue al desierto, al país de Madián. Los madianitas eran tribus árabes, descendientes de Queturá, mujer de Abraham. Allí se puso al servicio de Jetró y se casó con una hija suya, llamada Seforá. Un día estaba pastoreando el rebaño de su suegro y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios, y vio una zarza que ardía sin consumirse. Se acercó a ver el fenómeno más de cerca, pero oyó una voz: “¡Moisés, Moisés!…No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás, es tierra sagrada…Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Le manifestó que conocía la opresión de su pueblo y que le confiaba la

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liberación: “Ahora, pues, vé; yo te envío al faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto”. La misión era muy delicada y Moisés expone sus problemas: incluso el faraón lo buscaba para matarlo. Dios lo tranquiliza: “Yo estaré contigo y esta será la señal que yo te envío: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto, daréis culto a Dios en este monte”. Luego le da instrucciones, pero Moisés sigue poniendo objeciones: nadie le va a creer que Dios se le apareció en el desierto. Dios le demuestra su poder convirtiendo el cayado de Moisés en serpiente y después en cayado; le hace meter la mano en el pecho y al sacarla está llena de lepra; luego se la cura inmediatamente. Otra objeción de Moisés: él no era hábil para hablar, y Dios le soluciona el problema poniéndole a su lado al hermano Aarón: “Tú le hablarás y pondrás estas palabras en su boca; yo estaré en tu boca y en la suya, y os enseñaré lo que debéis hacer. El hablará por ti al pueblo, él será tu boca y tú serás su dios. Toma también en tu mano este cayado, porque con él has de hacer señales”. Le encomienda una misión y le confiere poderes para llevarla a cabo.

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17. LA LIBERACIÓN

(Ex 5-13) Moisés y Aarón regresan a Egipto y comienzan la misión. Primero reúnen a los jefes del pueblo de Israel y les anuncian la próxima liberación, y todos se alegran. Después se presentan al faraón, y la respuesta a la petición del permiso para salir es negativa. No sólo eso, sino que se intensifica la opresión, tanto que los mismos israelitas protestan contra Moisés y Aarón. Y Moisés se queja ante Dios: “Señor, ¿por qué maltratas a este pueblo?, ¿por qué me has enviado? Pues desde que fui al faraón para hablarle en tu nombre, está maltratando a este pueblo, y tú no haces nada para librarlo”. El Señor lo tranquiliza y le renueva la promesa. Entonces regresa ante el faraón con las primeras pruebas del poder de Dios por medio del cayado convertido en serpiente. Pero el faraón no cede. El no quería al pueblo hebreo, pero sabía que lo necesitaba para sus construcciones. Si lo dejaba salir, perdía todos los esclavos. Entonces caen sobre Egipto las famosas diez plagas: 1) el agua se convierte en sangre; 2) las ranas; 3) los mosquitos; 4) los tábanos; 5) muerte del ganado; 6) las úlceras; 7) la granizada; 8) las langostas; 9) las tinieblas. Ninguna de estas plagas perjudicó a los hebreos, pero tampoco conmovió el corazón del faraón, quien no les permitía salir del país. Antes de la décima plaga, la más terrible, Dios instituye la pascua y fija la fecha para el futuro: “Este mes será para vosotros el comienzo de los meses; será el primero de los meses del año”. Hasta entonces el primer mes de los hebreos era nuestro septiembre-octubre; en adelante será el mes de Abib, nuestro marzoabril. Después del destierro de Babilonia se llamará Nisán. La pascua consistía en el sacrificio de un “animal sin defecto, macho, de un año. Lo escogeréis de entre los corderos o los cabritos”. Con su sangre deberían untar las jambas y el dintel de las casas. “Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis de prisa. Es la pascua de Yavé. Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados… La sangre será vuestra señal en las casas en donde moráis. Cuando yo vea la sangre pasaré de largo ante vosotros, y no habrá entre vosotros plaga exterminadora… Este será un día memorable para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yavé de generación en generación”. Y llegó la décima plaga: a media noche pasó el ángel exterminador y murieron todos los primogénitos. Sólo se salvaron los de los israelitas. Ante esa tragedia el

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faraón llamó a Moisés y a Aarón y les dio orden de salir, y los Egipcios los animaban para que se fueran inmediatamente. A pesar de la prisa, Moisés no olvidó llevar los restos de José, como lo había pedido antes de morir. Salieron, pues, después de cuatrocientos treinta años de permanencia en Egipto. Salían de la esclavitud de Egipto hacia la tierra de la liberación.

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18. PASO DEL MAR ROJO

(Ex 14, 15-31) Los israelitas salieron de Egipto a fines del siglo XIII antes de Cristo y Dios los hizo seguir por el desierto, guiándolos de día con una columna de nube, y de noche con una columna de fuego. Acamparon cerca del Mar Rojo. Mientras tanto el faraón se arrepintió de haberlos dejado salir, pues se había quedado sin esclavos, y salió en su persecución. Cuando los israelitas los vieron de lejos, se asustaron. Por un lado estaba el mar y por el otro el ejército del faraón. La situación era desesperada y protestaron contra Moisés: “¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto?”. Las protestas son comprensibles. Lo malo era su falta de confianza en Dios, a pesar de haberles demostrado su poder contra los egipcios. En pocos días ya habían olvidado los prodigios de Dios en su favor. Pero Dios los sigue haciendo. Le dijo a Moisés: “Alza tu cayado, extiende tu mano sobre el mar y divídelo, para que los hijos de Israel entren en medio del mar a pie enjuto”. En efecto, el mar se dividió y todos pasaron tranquilamente a la otra orilla, mientras una nube tenebrosa se interpuso entre ellos y los ejércitos del faraón. Cuando éstos llegaron, siguieron por el ca​mino que habían recorrido los israelitas, pero las aguas volvieron a reunirse y los destruyeron a todos, mientras los hebreos estaban sanos y salvos. Un nuevo prodigio de Dios en favor de su pueblo. Entonces Moisés y los israelitas celebraron la gloria de Dios con un cántico muy hermoso: “Cantad al Señor pues se cubrió de gloria arrojando en el mar caballo y carro. Mi fortaleza y mi canción es el Señor. El es mi salvación”, etc. Todo el canto triunfal se encuentra en el capítulo 15 del libro del Exodo.

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19. MARCHA POR EL DESIERTO

(Ex 15-40) La marcha por el desierto hacia la tierra prometida duró cuarenta años, en lugar de pocos meses, porque el pueblo pecó con​tra Dios no obstante los prodigios realizados en su favor. Esta mar​cha nos la narran los libros del Exodo, Levítico, Números y Deu​teronomio. Después del paso del Mar Rojo, los israelitas siguieron hacia el sur y Dios sigue manifestándose a su pueblo, a pesar de ser tan murmurador y rebelde. Ya hacía dos meses y quince días de la sa-lida de Egipto, y los israelitas sintieron deseos de comer carne y protestaron: “¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yavé en la tie​rra de Egipto cuando nos sentábamos junto a las ollas de carne, cuan​do comíamos pan en abundancia!”. Entonces Dios les mandó bandadas de codornices y tuvieron carne en abundancia. Además, “por la mañana había una capa de rocío en torno al campamento. Y al evaporarse la capa de rocío apareció sobre el suelo del desierto una cosa menuda, como granos, parecida a la escarcha de la tierra”. Al ver eso, los israelitas dijeron: “¿Man hu?”, que quiere decir: “¿Qué es esto?”, y Moisés les dijo: “Este es el pan que Yavé os da por alimento”, pues Dios le había dicho antes: “Mira, yo haré llover sobre vosotros pan del cielo”. En este pan del cielo vio Jesús, siglos después, el símbolo de la Eucaristía, verdadero pan bajado del cielo. Todos los días tenían este pan en abundancia, menos los sábados, porque era el día de reposo. Continuaron la marcha desde el desierto de Sin hasta Rafidim. Aquí fueron atacados por los amalecitas, descendientes de Amalec, nieto de Esaú. Entonces Moisés ordenó a Josué que organizara los mejores hombres para el combate, mientras él, con Aarón y Jur subían a la cima del monte a orar: “Y sucedió que mientras Moisés tenía alzadas las manos, prevalecía Israel; pero cuando las bajaba, prevalecía Amalec. Se le cansaron las manos a Moisés, y entonces ellos tomaron una piedra y se la pusieron debajo; él se sentó sobre ella, mientras Aarón y Jur le sostenían las manos, uno a un lado y el otro al otro. Y así resistieron sus manos hasta la puesta del sol”. Así obtuvieron la victoria sobre los enemigos, y Dios le ordenó a Moisés: “Escribe esto en un libro para que sirva de recuerdo, y haz saber a Josué que yo borraré por completo la memoria de Amalec de debajo de los cielos”.

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20. LA ALIANZA Y EL DECÁLOGO

(Ex 19-20) Después de la victoria contra los amalecitas, los hijos de Israel partieron de Refidim y llegaron al desierto del Sinaí y acamparon frente al monte. Aquí Dios hace una alianza con su pueblo: “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios… Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. Moisés transmitió al pueblo estas palabras de Dios, y todos contestaron: “Haremos todo cuanto ha dicho Yavé”. Tres días después, “al rayar el alba, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre el monte y un poderoso resonar de trompeta; y todo el pueblo que estaba en el campamento se echó a temblar”. Era la presencia de Dios. Moisés en el monte, solo con Dios, recibió los mandamientos de la ley, que están escritos también en el libro del Deuteronomio (5, 6-22). La versión del Exodo es esta: “Yo, Yavé, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás esculturas ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto, porque yo Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta gene-ración de los que me odian, y tengo misericordia por mil generaciones con los que me aman y guardan mis mandamientos. No tomarás en falso el nombre de Yavé, tu Dios; porque Yavé no dejará sin castigo a quien toma su nombre en falso. Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para Yavé, tu Dios. No harás ningún trabajo, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el forastero que habita en tu ciudad… Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que Yavé, tu Dios, te va a dar. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás testimonio falso contra tu prójimo. No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”.

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21. APOSTASÍA DE ISRAEL

(Ex 32, 1-35) Mientras Moisés estaba en el monte Sinaí recibiendo las tablas de la ley, los israelitas obligaron a Aarón a fabricarles un becerro de oro e hicieron fiesta, adorándolo como si fuese Dios. Esto, na-tu​ralmente, ofendió a Dios, quien dijo a Moisés: “¡Anda, baja! Por​que tu pueblo, el que sacaste de la tierra de Egipto, ha pecado …ya veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Déjame ahora que se encienda mi ira contra ellos y los devore; de ti, en cambio, haré un gran pueblo”. Moisés intercedió y el Señor los perdonó. Y continuaron la marcha. Dios les iba dando instrucciones por medio de Moisés. Les ordenó también la construcción de un santuario portátil, o sea, el tabernáculo en donde se debía conservar el arca de la alianza. Aarón y sus hijos fueron consagrados sacerdotes para el servicio religioso. Ya habían pasado muchos años después de la salida de Egipto y se acercaban a la tierra prometida, es decir, a Palestina. Moisés envió algunos exploradores que regresaron con frutos que indicaban la fertilidad de la tierra. Pero dijeron que los habitantes del país eran muy fuertes y grandes, y el pueblo se atemorizó, y, como siempre, protestó. El Señor se indignó y dijo a Moisés: “¿Hasta cuándo me creerá este pueblo, después de los prodigios que he obrado por él?”. Una vez más Moisés intercede, y Dios los perdona, pero también los castiga: los hizo volver hacia el desierto en vez de seguir hacia Palestina. El pueblo volvió a protestar, porque no tenían agua, y el Señor dijo a Moisés: “Toma la vara y reúne a la comunidad, tú con tu her​mano Aarón. Hablad luego a la peña en presencia de ellos, y ella dará sus aguas. Harás brotar para ellos agua de la peña, y darás de beber a la comunidad y a sus ganados”. Convocaron a la comunidad, y dijo Moisés: “Escuchadme, rebeldes. Haremos brotar de esta peña agua para vosotros”. Levantó la mano, golpeó la peña dos veces con la vara y el agua brotó en abundancia. Entonces dijo el Señor a Moisés y a Aarón: “Por no haber confiado en mí, honrándome ante los hijos de Israel, os aseguro que no guiaréis a esta asamblea hasta la tierra que les he dado”. No se ve muy claro en qué consistió el pecado de Moisés. Parece que hubo un poquito de desconfianza al golpear la roca, y Dios no soporta la mínima desconfianza en su palabra. Efectivamente, poco después murió Aarón, y toda la comunidad hizo duelo durante treinta días.

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Siguieron caminando hacia el Mar Rojo, y el pueblo, fatigado, volvió a murmurar contra Dios y contra Moisés. En castigo Dios les envió serpientes venenosas y mucha gente murió por las mor-deduras. Reconocieron su pecado y pidieron a Moisés que intercediera por ellos. El Señor le ordenó a Moisés hacer una serpiente de bronce y colocarla sobre un mástil para que quien fuera mordido por una serpiente y mirara la de bronce, se salvara: “Hizo Moi-sés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una ser-piente mordía a un hombre y éste miraba a la serpiente, quedaba curado”. Esa serpiente es símbolo de Jesús, como él mismo lo dijo: “Así como Moisés levantó en el desierto la serpiente, así es necesario que sea levantado el hijo del hombre” (Jn 3, 14). Alusión a su muer​te en la cruz, por la que nos salvamos.

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22. MUERTE DE MOISÉS

(Dt 34, 1-12) El lugar en donde sucedió lo de la serpiente se llamaba Finón. De allí siguieron hacia el norte, país de los Moabitas, descen-dientes de Lot, y por eso Dios no les permitió que los atacaran. Pero empezaron a conquistar varios territorios, y, entonces, los reyes de esas naciones se unieron para defenderse y fueron derrotados. Pronto se dieron cuenta de que Dios protegía a ese pueblo. Después de varios años de luchas y conquistas, ya a las puertas de la tierra prometida, Moisés se dio cuenta de que ya era anciano y no podía seguir conduciendo al pueblo. Nombró un sucesor y les dijo: “Tengo ya ciento veinte años. No puedo ir y venir más. Y Yavé me ha dicho: tú no pasarás el Jordán… será Josué quien pa​sa​rá delante de ti… ¡Sed valientes y firmes!, no temáis ni os asus​téis… Yavé tu Dios marcha con vosotros: no os dejará ni os abandonará”, y a Josué: “¡Sé valiente y firme!, tú entrarás con este pue​blo en la tierra que Yavé juró dar a sus padres, y tú se la darás en pose​sión. Yavé marchará delante de ti, él estará contigo; no te de​ja​rá ni te abandonará. No temas ni te asustes”. Había cumplido su misión. El libro del Deuteronomio nos describe la muerte de Moisés: “Moisés subió de las estepas de Moab al monte Nebo, cumbre de Pisgá, frente a Jericó, y Yavé le mostró la tierra entera…” y le dijo: “Esta es la tierra que bajo juramento prometí a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: a tu descendencia se la daré. Te la dejo ver con tus ojos, pero no pasarás a ella”. Y añade el libro: “Allí murió Moisés, servidor de Yavé, en el país de Moab, conforme había dispuesto Yavé. Lo enterró en el Valle, en el país de Moab, frente a Bet-Peor. Nadie hasta hoy ha conocido su tumba. Tenía Moisés ciento veinte años cuando murió; y no se había apagado su ojo ni había perdido su vigor. Los hijos de Israel lloraron a Moisés treinta días en las estepas de Moab; cumplieron así los días de llanto por el duelo de Moisés. Josué, hijo de Nun, estaba lleno del espíritu de sabiduría, porque Moisés le había impuesto las manos. A él obedecieron los hijos de Israel, cumpliendo la orden que Yavé había dado a Moisés”. El libro del Deuteronomio termina haciendo elogio a Moisés: “No ha vuelto a surgir en Israel un profeta como Moisés, a quien Yavé trataba cara a cara, ya sea por todas las señales y prodigios que Yavé le mandó realizar en el país de Egipto, contra el faraón, todos sus siervos y todo su país, ya por la mano tan fuerte y el gran terror que empleó Moisés a los ojos de todo Israel”.

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23. PREPARACIÓN

de la conquista (Jos 1-2) Muerto Moisés, toma el mando Josué a quien Dios le dice: “Moisés, mi siervo ha muerto. Alzate ya, pues, y pasa el Jordán, tú con todo este pueblo hacia la tierra que yo doy a los hijos de Israel… Nadie podrá resistir delante de ti en todos los días de tu vida: lo mismo que estuve con Moisés estaré contigo”. Y, obe-diente a las órdenes de Dios, Josué comenzó los preparativos para el paso del Jordán. En primer lugar quiso informarse sobre la situación de los pueblos que ocupaban esos territorios que unos quinientos años antes habían pertenecido a sus antepasados. Envió, pues, unos exploradores que llegaron hasta Jericó. Entraron en casa de una ramera, llamada Rajab. Alguien los vio y avisó al rey: “Mira que unos hombres israelitas han entrado aquí por la noche para explorar el país”. De inmediato envió por ellos a casa de Rajab, pero ella los escondió y dijo a los hombres del rey: “Es verdad que algunos hombres han venido a mi casa, pero yo no sabía de dónde eran. Cuando se iba a cerrar la puerta por la noche, salieron y no sé adónde han ido. Perseguidlos aprisa, que los alcanzaréis”. Cuando pasó el peligro, Rajab dijo a los espías: “Ya sé que Yavé os ha dado la tierra, que nos ha invadido vuestro terror y que todos los habitantes de esta región han temblado ante vosotros: porque nos hemos enterado de cómo Yavé secó las aguas del Mar Rojo delante de vosotros a vuestra salida de Egipto… Juradme, pues, ahora por Yavé, ya que os he tratado con bondad, que vosotros también trataréis con bondad a la casa de mi padre… y que libraréis nuestras vidas de la muerte”. Ellos le juraron, y ella los descolgó con una cuerda, pues la casa estaba en la pared de la muralla, y les dijo: “Id hacia la montaña, para que no os alcancen los que os persiguen. Estad escondidos allí tres días hasta que vuelvan los perseguidores; después podéis seguir vuestro camino”. Antes de irse, le dijeron: “Cuando entremos en el país, tendrás esta señal: atarás este cordón de hilo escarlata a la ventana por la que nos has descolgado, y reunirás junto a ti en casa a tu padre, a tu madre, a tus hermanos y a toda la familia de tu padre”. Y regresaron al campamento a narrar lo sucedido.

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24 . TOMA DE JERICÓ

(Jos 6, 1-27) Jericó era una ciudad muy importante y muy bien protegida, pero para conquistarla tenían que atravesar el río Jordán. Aquí sucedió lo mismo que en el Mar Rojo: las aguas se dividieron y permitieron que todo el pueblo pasara en seco. Acamparon en Guilgal que queda al oriente de Jericó. Allí celebraron la pascua, y comenzaron a comer los frutos del país y el maná dejó de aparecer: “Los israelitas no volvieron a tener maná, y se alimentaron ya aquel año de los productos de la tierra de Canaán”. Humanamente, en ese tiempo, era imposible conquistar la ciudad, pero Dios era prácticamente quien conducía a su pueblo por medio de Josué, a quien le dio instrucciones: “Mira, yo pongo en tus manos a Jericó y a su rey. Vosotros, esforzados guerreros, todos los hombres de guerra, rodearéis la ciudad, dando la vuelta alrededor. Así harás durante seis días. (Pero siete sacerdotes llevarán las siete trompetas jubilares delante del arca). El séptimo día daréis la vuelta a la ciudad siete veces (y los sacerdotes tocarán las trompetas). Cuando el cuerno jubilar suene (cuando oigáis la voz de la trompeta), todo el pueblo prorrumpirá en un gran clamoreo y el muro de la ciudad se vendrá abajo. Y el pueblo se lanzará al asalto cada uno por frente a sí”. Así lo hicieron y así sucedió. Se tomaron, pues, la ciudad sin ningún esfuerzo, y sólo se salvó Rajab y su familia. Pero se cometió un pecado, pues Dios les había prohibido adueñarse del botín de guerra: “Vosotros guardaos del anatema, no vayáis a quedaros, llevados por la codicia, con algo de lo que es del anate-ma, porque expondríais al anatema todo el campamento de Israel y le acarrearíais la desgracia. Toda la plata y todo el oro, todos los objetos de bronce y de hierro están consagrados a Yavé: ingresarán a su tesoro”. Algunos días después Josué se propuso apoderarse de la ciudad de Ay, que queda al oriente de Betel, pero fueron derrotados es​truen​dosamente. Josué se dirigió a Dios y él le dijo: “Israel ha pe​ca​​do, ha violado la alianza que yo le había impuesto. Y hasta han lle​​gado a quedarse con algo del anatema, lo han robado, lo han escondido y lo han destinado a su uso personal. Los israelitas no po​drán sostenerse ante sus enemigos; volverán la espalda ante sus ad​versarios, porque se han convertido en anatema. Yo no estaré ya con vosotros, si no hacéis desaparecer el anatema de en medio de vo​sotros”. Entonces Josué ordenó al pueblo la purificación y se dedicó a buscar al

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culpable. Era un tal Akán que, por codicia, se había apo​derado de lo que estaba prohibido. Confesó: “En verdad, yo soy el que ha pecado contra Yavé… Vi entre el botín un hermoso manto de Senaar, doscientos siclos de plata y un lingote de oro de cincuenta ciclos de peso, me gustaron y me los guardé. Están escondidos en la tierra en medio de mi tienda, y la plata debajo”. El culpable fue castigado con la pena de muerte, el pueblo se purificó y cesó la ira de Dios.

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25. JOSUÉ DETIENE EL SOL

(Jos 9-10) Después de haber sido derrotados en Ay, por el pecado de Akán, los israelitas se arrepintieron y Dios los perdonó. Volvieron a atacar a Ay y vencieron. Los habitantes de Gabaón, enterados de la victoria de los israelitas contra Jericó y Ay, recurrieron a la astucia: “Se pusieron en camino provistos de víveres, tomaron alforjas viejas para sus asnos y odres de vino viejos. Todo el pan que llevaban para su alimento era seco y enmohecido”. Así llegaron donde Josué para pactar la paz, diciendo que venían de tierras muy lejanas. Josué les creyó, hizo pacto de perdonarles la vida, pero después descubrió el engaño y los reprochó. Ellos confesaron el engaño y le dijeron que lo habían hecho por el temor que les tenían. Josué les mantuvo su promesa. Los reyes vecinos, al conocer el pacto que los gabaonitas ha-bían hecho con los hijos de Israel, se unieron y atacaron a Gabaón. Josué salió en su defensa y derrotó a los cinco reyes aliados. Mejor dicho, fue Dios quien los derrotó, porque cayó sobre ellos una lluvia de piedras “y fueron más los que murieron por las piedras que los que mataron los israelitas a filo de espada”. Fue en esa ocasión cuando, para tener tiempo y completar la victoria, dijo Josué: “Detente, sol, en Gabaón, y tú, luna, en el va-lle de Ayyalón”. Y el sol y la luna le obedecieron. Así fueron de-rrotados los cinco reyes, entre ellos el de Jerusalén, y los israelitas continuaron la conquista de toda la tierra prometida. Terminada la conquista, Josué repartió el territorio a cada una de las tribus, o sea, a los descendientes de los doce hijos de Jacob. Después de varios años, durante los cuales Josué instruía al pueblo y les inculcaba la necesidad de permanecer fieles a Dios, murió a la edad de ciento diez años, y fue enterrado en el campo de su heredad, en la montaña de Efraím.

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26. LA HEROÍNA DÉBORA

(Jc 4, 4-23) Hasta la muerte de Josué, el pueblo de Israel había permanecido unido. Lamentablemente pronto se olvidaron de Dios, y por eso se convirtieron en esclavos de los pueblos vecinos, precisamente porque “se fueron tras otros dioses de los pueblos que los rodeaban y se postraron ante ellos”. Entonces Dios, siempre misericordioso, les suscitó nuevos jefes, llamados Jueces, que salvaron a los israelitas de sus enemigos. El primero fue Otoniel, que venció a los enemigos, y hubo paz durante cuarenta años. Muerto Otoniel, los israelitas volvieron a “hacer lo que desagradaba a Yavé”, y el pueblo volvió a ser es-clavo del rey de Moab durante dieciocho años. Clamaron a Yavé, y les envió como Juez a Ehud, que los liberó, y hubo paz durante ochenta años. Murió Ehud, y los israelitas “volvieron a hacer lo que desagra-daba a Yavé”, y de nuevo volvieron a ser derrotados por los enemigos. Veinte años duraron oprimidos por el enemigo, y es entonces cuando aparece Débora como Juez de Israel: una especie de Juana de Arco. Una vez mandó llamar a Baraq y le dijo: “Vete, y en el monte Tabor recluta y toma contigo diez mil hombres de los hijos de Neftalí y de los hijos de Zabulón. Yo atraeré hacia ti al torrente Quisón a Sísara, jefe del ejército de Yabín, con sus carros y sus tropas y los pondré en tus manos”. Eran órdenes de Dios por medio de Débora. Baraq no se sentía muy seguro de sí mismo y le replicó a Débo-ra: “Si vienes conmigo, voy. Pero si no vienes conmigo, no voy, porque no sé en qué día me dará la victoria el ángel de Yavé”. Ella aceptó: “Iré contigo, sólo que entonces no será tuya la gloria del camino que emprendes, porque Yavé entregará a Sísara en manos de una mujer”. Como Dios estaba con Débora, los israelitas vencieron a sus enemigos, y Sísara fue muerto por una mujer llamada Yael. Des-pués de la victoria contra los ejércitos de Yabín, rey de Canaán, Dé​bora entonó un cántico de alabanza y agradecimiento a Dios. Este cántico se encuentra en el capítulo 5 del libro de los Jueces. Y hubo paz durante cuarenta años.

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27. GEDEÓN

(Jc 6-8) Después de los cuarenta años de paz, “los israelitas hicieron lo que desagradaba a Yavé y él los entregó durante siete años en manos de Madián, y la mano de Madián pesó sobre Israel”. Entonces Dios les envió a Gedeón como conductor y liberador. Formó un ejército de cuatro tribus y completó treinta y dos mil combatientes, pero Dios le dijo que eran muchos, y para que vie-ran que la victoria se debía a Yavé y no a sus propias fuerzas, los redujo a trescientos. Los demás regresaron a sus campamentos. “Gedeón dividió a los trescientos hombres en tres cuerpos. Les dio a todos cuernos y cántaros vacíos, con antorchas dentro de los cántaros”. Con esas armas iban a enfrentarse contra un ejército numeroso, bien preparado y bien armado. Humanamente era una locura. Pero quien iba a combatir por ellos era Yavé. Les dijo Gedeón: “Miradme a mí y haced lo mismo. Cuando llegue yo al extremo del campamento, lo que yo haga lo haréis vosotros. Todos mis compañeros y yo tocaremos los cuernos; vosotros también to-caréis los cuernos alrededor del campamento y gritaréis: ¡por Yavé y por Gedeón!”. La batalla fue facilísima; o mejor, no hubo batalla. En efecto, a me​dia noche, siguiendo las instrucciones de Gedeón: “Tocaron los cuernos y rompieron los cántaros que llevaban en la mano. Entonces los tres cuerpos del ejército tocaron los cuernos, y rompieron los cántaros; en la izquierda tenían las antorchas y en la derecha los cuernos para tocarlos; gritaban: ¡por Yavé y por Gedeón! Y se quedaron quietos cada uno en su lugar alrededor del campamento. Todo el camapamento se despertó y, lanzando alaridos, se dieron a la fuga”. Claramente se ve que la victoria se debía a la intervención de Dios. Hubo paz durante cuarenta años, mientras vivió Gedeón, a quien los israelitas propusieron como rey, pero él les dijo: “No seré yo quien reine sobre vosotros… Yavé será vuestro rey”.

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28. ABIMELEK

(Jc 9, 1-56) Después de la muerte de Gedeón, los israelitas “volvieron a prostituirse ante los Baales y tomaron por Dios a Baal-Berit”. Esta vez aparece un jefe, pero no enviado por Dios. Era un ambicioso y para tener la jefatura del pueblo hizo campaña electoral, como cualquier político de nuestro tiempo. Se llamaba Abimelek. Era hijo de Gedeón y de una concubina que tenía en Siquem, entonces permitido por la ley. De las otras esposas Gedeón había tenido setenta hijos. Pues bien, Abimelek fue a Siquem y les dijo a sus parientes y paisanos: “¿Qué es mejor para vosotros, que os estén mandando setenta hombres, todos los hijos de Gedeón, o que os mande uno solo? Recordad además que yo soy de vuestros huesos y de vuestra carne”. Para no tener competidores y obtener más fácilmente la jefatura, reunió hombres miserables y vagabundos y con ellos mató a todos sus hermanos, menos a Jotam, que logró esconderse. Entonces los vecinos de Siquem lo proclamaron rey. Gobernó durante tres años en Israel, pues pronto Dios hizo que los mismos de Siquem se rebelaran contra Abimelek. Como era poderoso venció a los enemigos, tomó la ciudad, mató a la población y la destruyó. Después “marchó contra Tebes, la asedió y la tomó. Había en medio de la ciudad una torre fuerte, y en ella se refugiaron todos los hombres y mujeres, todos los de la ciudad. Cerraron por dentro y subieron a la terraza de la torre. Abimelek llegó hasta la terraza de la torre, la atacó y alcanzó la puerta de la torre con ánimo de prenderle fuego. Entonces una mujer le arrojó una muela de molino sobre la cabeza y le partió el cráneo”. Entonces, para que no se dijera que lo había matado una mujer, pidió a su escudero que lo matara. Y así lo hizo. “Así de​vol​vió Dios a Abimelek el mal que había hecho a su padre al ma​tar a sus setenta hermanos”.

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29. JEFTÉ

(Jc 10-12) A la muerte de Abimelek surgieron otros dos Jueces, Tolá y Yair. Y se vuelve a repetir la historia: “Los israelitas volvieron a hacer lo que desagradaba a Yavé”, y fueron oprimidos por los fi-listeos y ammonitas. Pero surge un jefe llamado Jefté, “un valiente guerrero. Era hijo de una prostituta que lo había tenido en Galaad”. Los hijos legítimos de Galaad lo echaron de la casa, di-ciéndole: “Tú no tendrás parte de herencia en la casa de nuestro padre, porque eres hijo de otra mujer”. Jefté huyó al país de Tob. Después de varios años los israelitas fueron atacados por los ammonitas y se vieron obligados a acudir a Jefté para que les ayudara, prometiéndole que sería su jefe. Trató de ganarse al enemigo por las buenas, pero no lo logró. Entonces organizó la guerra e hizo un voto antes: “Si entregas en mis manos (Yavé) a los ammonitas, el primero que salga de las puertas de mi ca​sa a mi encuentro cuando vuelva victorioso de los ammonitas, será para Yavé y lo ofreceré en holocausto”. Obtuvo una victoria total. A su regreso, victorioso, le salió su única hija, y él exclamó: “¡Ay, hija mía! ¡Me has destrozado! ¿Habías de ser tú la causa de mi desgracia? Se me fue la boca ante Yavé y no puedo volverme atrás”. Dos meses después cumplió el voto, sacrificando a su hija. Algunos intérpretes sostienen que el sacrificio fue simbólico y no real. Otros sostienen lo contrario. No es de extrañar, debido al ambiente religioso-moral de ese entonces en Israel. La unidad del pueblo de Israel se iba deteriorando. Antes luchaban contra los enemigos, ahora se hacen la guerra entre sí. En efecto, los de la tribu de Efraím le reclamaron a Jefté por no haberlos invitado a pelear contra los ammonitas, y terminaron haciéndose la guerra, pero fueron derrotados por Jefté, quien gobernó a Israel seis años, y murió.

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30. SANSÓN

(Jc 13-16) Después de Jefté hubo varios Jueces: Ibsán (7 años), Elón (10 años), Abdón (8 años), y de nuevo “los israelitas volvieron a hacer lo que desagradaba a Yavé” y entonces fueron oprimidos por los filisteos durante cuarenta años. Dios se apiadó de ellos y les envió un conductor extraordinario: Sansón. Su nacimiento fue milagroso, como el de Isaac, Juan Bautista y otros. En efecto, había un matrimonio de la tribu de Dan, formado por Manój y su mujer que “era estéril y no había tenido hijos”. Un buen día se le apareció un personaje misterioso, un ángel en forma humana, que le anunció que tendría un hijo, y le dió algunas indicaciones: “No pasará navaja por su cabeza, porque el niño será nazir de Dios desde el seno de su madre. El comenzará a salvar a Israel de la mano de los filisteos”. Así sucedió. Como los padres eran temerosos de Dios, criaron al niño según las instrucciones del ángel. Sansón fue el último de los seis Jueces, llamados mayores, que gobernaron a Israel. Fue un personaje importantísimo, un héroe nacional que luchó solo contra los enemigos. Con muchas cualidades, como su fe en Dios, y muchos defectos, como su debilidad por las mujeres, que le cau-saron muchas desgracias. A pesar de las prohibiciones legales de contraer matrimonio con mujeres extranjeras, se enamoró perdidamente de una linda filistea de Timná. Sus padres se opusieron al principio, pero teminaron aceptando. Cuando iba a Timná para organizar la boda, “he aquí que un león joven salió rugiendo a su encuentro. Entonces invadió a Sansón el espíritu de Yavé y lo despedazó como se despedazaría un cabrito, sin que tuviera nada en la mano”. Tiempo después, regresando con sus padres para casarse con la filistea, “dio un rodeo para ver el cadáver del león y he aquí que en el cuerpo del león había un enjambre de abejas con miel. La recogió en su mano y según caminaba iba comiendo”. En ese tiempo los filisteos dominaban a Israel, pero le tenían miedo a Sansón. Probablemente por eso, para ganárselo, se demostraron dispuestos a colaborarle en la boda, pero le eligieron treinta compañeros para que estuvieran con él. Para vigilarlo, claro está. En ese tiempo el matrimonio se celebraba en casa de la novia y la fiesta duraba siete días. Sansón les dijo a los compañeros filisteos que si le descifraban una adivinanza, les daría treinta túnicas y treinta vestidos; de lo contrario, ellos se los darían a

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Sansón. Y les fijó el plazo de los siete días de la fiesta. La adivinanza era esta: “Del que come salió comida, y del fuerte salió dulzura”. Como no sabían nada del león muerto y del enjambre con miel no pudieron adivinar. Entonces acudieron a la mujer de Sansón: “Convence a tu marido para que nos explique la adivinanza. Si no, te quemaremos a ti y a la casa de tu padre. ¿O es que nos habéis invitado para robarnos?”. Y ella comenzó a llorarle y a fastidiarlo hasta obetener la explicación. Así Sansón perdió la apuesta y tuvo que darles lo prometido. Pero se vengó después. En efecto, “bajó a Ascalón y mató allí a treinta hombres, tomó sus despojos y entregó las mudas a los acertantes de la adivinanza”. Regresó furioso a su casa, y mientras tanto el papá de la muchacha la dio en matrimonio a otro. Así, terminó en fracaso el matrimonio de Sansón con la filistea. Y en venganza “se fue y cazó trescientas zorras; cogió unas teas y, juntando a los animales cola con cola, puso una tea en medio entre cada dos colas. Prendió fuego a las teas y luego, soltando las zorras por las mieses de los filisteos, incendió las gavillas y el trigo todavía en pie y hasta las viñas y olivares”. Los filisteos resolvieron atacar con todas sus fuerzas a Sansón y quisieron servirse de los habitantes de Judá. Estos, conscientes de estar dominados por los filisteos, se pusieron de su parte en contra de Sansón. Lo capturaron, lo amarraron con fuertes li-gaduras y fueron a entregárselo a los filisteos. Cuando los filisteos corrían a su encuentro, “con gritos de triunfo, el espíritu de Yavé vino sobre él: los cordeles que sujetaban sus brazos fueron como hilos de lino que se queman al fuego y las ligaduras se deshicieron entre sus manos. Encontró una quijada de asno todavía fresca, alargó la mano, la cogío y mató con ella a mil hombres”. Sansón dominado pero no vencido Sansón tenía, ciertamente, una fuerza física fuera de lo común, extraordinaria. Pero su fuerza moral era muy débil. La pasión por las mujeres le hizo correr muchos riesgos hasta llegar a perder toda su fuerza física y caer en manos de sus enemigos. Fue obra de una mujer, llamada Dalila. Estaba locamente enamorado de ella, y los filisteos le dijeron: “Sonsácalo y entérate de dónde le viene esa fuerza tan enorme, y cómo podríamos dominarlo para amarrarlo y tenerlo sujeto. Nosotros te daremos cada uno mil cien ciclos de plata”. Dalila comenzó su trabajo: “Anda, dime, ¿de dónde te viene esa fuerza tan grande y con qué habría de atarte para tenerte sujeto?”. La propuesta hubiera podido hacer comprender a Sansón con qué clase de mujer estaba tratando, y liberarse de ella inmediatamente. Prefirió recurrir al engaño: “Si me amarraran con siete cuerdas de arco todavía frescas, sin dejarlas secar, me debilitaría y sería como un hombre cualquiera”. Se lo contó inmediatamente a los filisteos, y éstos le proporcionaron las cuerdas y ella lo amarró. Tenían hombres apostados en su alcoba, y le gritó: “Sansón, los filisteos contra ti”. Entonces él desató las cuerdas

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“como se rompe el hilo de estopa en cuanto siente el fuego. Así no se descubrió el secreto de su fuerza”. Dalila se enfureció, pero no se desanimó y siguió insistiendo, y de nuevo Sansón la engañó otras dos veces. Era claro que Dalila era una traidora, pero Sansón ni se daba cuenta porque estaba demasiado enamorado y no quería perderla. Siguió insistiendo hasta que le dijo la verdad: “La navaja no ha pasado jamás por mi cabeza, porque soy nazir de Dios desde el vientre de mi madre. Si me rasuraran, mi fuerza se retiraría de mí, me debilitaría y sería como un hombre cualquiera”. Dalila lo hizo dormir sobre sus rodillas, llamó a un filisteo para que le cortara las trenzas, y le gritó: “Sansón, los filisteos contra ti”. Esta vez “los filisteos le echaron mano, le sacaron los ojos, y lo bajaron a Gaza. Allí lo ataron con una doble cadena de bronce y tuvo que dar vueltas a la muela en la cárcel”. Pasaron los años y el antes poderoso Sansón seguía reducido a la condicióin de esclavo, ciego y sin fuerzas. El espíritu de Dios se había retirado de él. Los filisteos estaban muy contentos por la derrora de su terrible enemigo, y alababan a su dios Dagón, diciendo: “Nuestro dios ha puesto en nuestras manos a Sansón, nuestro enemigo, al que devastaba nuestro país y multiplicaba nuestras víctimas”. Un día hicieron una fiesta y se reunieron los principales jefes y muchísima gente en una casa. Para divertirse más, hicieron llevar al ciego Sansón (a quien ya le había crecido el pelo, pero los filisteos no cayeron en cuenta de ese detalle). Sansón ya había tenido tiempo de arrepentirse y pedirle perdón a Dios y renovar sus votos. Le dijo, pues, al muchacho que lo lle-vaba de la mano: “Ponme donde pueda tocar las columnas en las que descansa la casa para que me apoye en ellas”. Las agarró con las dos manos y gritó: “¡Muera yo con los filisteos!”. Dicho y he-cho: “Apretó con todas sus fuerzas y la casa se derrumbó sobre los tiranos y sobre toda la gente allí reunida. La gente que mató al mo​rir fue más que la que había matado en vida… Había juzgado a Israel por espacio de veinte años”.

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31. HISTORIA DE RUT

(Rt 1-4) Después de la muerte de Sansón, no hubo quién juzgase al pueblo y cada uno hacía lo que le parecía. El pueblo se alejó de Dios y no tardaron los castigos. Se hicieron la guerra entre ellos: primero los hijos de Dan contra las otras tribus; después los de Israel contra los benjaminitas que fueron derrotados y casi exterminados. Y termina así el libro de los Jueces: “Los israelitas se marcharon entonces de allí cada uno a su tribu y a su clan, y partieron de allí cada uno a su heredad. Por aquel tiempo no había rey en Israel y cada uno hacía lo que le parecía bien”. Como resultado de las guerras fratricidas y del alejamiento de Dios, hubo hambre en el país. Entonces “un hombre de Belén de Judá se fue a residir con su mujer y sus dos hijos, a los campos de Moab. Este hombre se llamaba Elimélek, su mujer Noemí y sus dos hijos Majlón y Kilyon”. Murió Elimélek, y los dos hijos se casaron con mujeres moabitas, Orpá y Rut. Murieron también ellos sin dejar descendencia, y Noemí se quedó sin marido y sin hijos. Unos diez años después, Noemí resolvió regresar a su tierra de Judá con las dos nueras, pero a un cierto momento les dijo: “Andad, volveos las dos a casa de vuestra madre. Que Yavé tenga piedad con vosotras como vosotras la habéis tenido con los que murieron y conmigo. Que Yavé os conceda encontrar vida apacible en la casa de un nuevo marido”. Orpá aceptó y se devolvió. Rut, en cambio, le dijo: “No insistas en que te abandone y me se​pa​re de ti, porque donde tú vayas, yo iré, donde habites, habitaré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios”. Noemí tuvo que aceptar la generosidad de su nuera y regresaron ambas a Judá. La bondad de Rut es clarísima: dejaba su pueblo y sus familiares para ir a un pueblo extraño, únicamente por acompañar a su suegra que era anciana y muy pobre. Y Dios la recompensó, pues de su descendencia nacería más tarde el gran rey David. Al principio la vida de las dos mujeres fue bastante difícil, pero ambas eran muy virtuosas y confiaban en la ayuda de Dios. Rut le pidió a Noemí que la dejara ir a espigar, es decir, a recoger las espigas que dejaban los segadores. Con eso tenían algo para comer. Dios quiso que fuera precisamente a los campos de Booz, un familiar de Elimélek, de buena posición social y económica. Booz le preguntó al criado quién era esa mujer, y él le dijo: “Es la joven moabita que vino

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con Noemí de los campos de Moab”. En- tonces dio orden a los segadores para que no la molestaran e, in​clu​so, les dijo que sacaran espigas y las dejaran caer para que Rut las recogiera. Rut no comprendía esa bondad de Booz para con ella, y él le dijo: “Me han contado al detalle todo lo que hiciste con tu suegra después de la muerte de tu marido, y cómo has dejado a tu padre y a tu madre y la tierra en donde naciste, y has venido a un pueblo que no conocías ni ayer ni anteayer. Que Yavé te recompense tu obra y que tu recompensa sea colmada de parte de Yavé, Dios de Israel, bajo cuyas alas has venido a refugiarte”. Pasó el tiempo y Booz terminó casándose con Rut, y cuando tuvo su primer hijo las mujeres dijeron a Noemí: “Bendito sea Yavé que no ha permitido que falte hoy al difunto un descendiente para perpetuar su nombre en Israel. Será el consuelo de tu alma y el apoyo de tu ancianidad, porque lo ha dado a luz tu nuera que te quiere y es para ti mejor que siete hijos”. Fue el triunfo de la virtud y de la generosidad sacrificada. Noemí fue la madrina del primer hijo de Rut, a quien llamaron Obed. Este Obed fue el padre de Jesé, padre de David, de cuya descendencia nacería Cristo.

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32. SAMUEL

(1S 1-25) El pueblo de Israel seguía sin jefes desde la muerte de Sansón. A un cierto momento aparece el sumo sacerdote Helí que ejercía suprema autoridad. Era bueno, pero tenía dos hijos que eran muy malos. El los reprendía, pero no los castigaba, y ellos seguían haciendo el mal, y por eso vino muy pronto el castigo sobre la casa de Helí. Pero antes del castigo aparece un personaje cuya historia es muy interesante. Nos la narra el libro que lleva su nombre: Sa-muel. Sus padres se llamaban Elcaná y Ana. Eran ejemplares y te-merosos de Dios. Todos los años subían desde su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a Dios en el santuario de Silo, en donde se encontraba el arca de Yavé. Pero Ana era estéril y ya anciana. Sin embargo, siempre le pedía a Dios un hijo y le prometía entregárselo a su servicio. Y el Señor le concedió la gracia. Samuel es, pues, concedido por Dios a una mujer estéril, lo mismo que les concedió a las mamás de Isaac, Sansón y Juan Bautista. Cuando el niño ya era grandecito, Ana cumple su promesa y se lo lleva al sacerdote Helí para el servicio de Dios. Para Helí fue un consuelo y una ayuda, pues sus hijos seguían siendo un desastre. Helí, ya anciano, hizo que el niño Samuel durmiera en el san-tuario en donde se encontraba el Arca de Dios, para que no dejara apagar la lámpara. Una noche el niño oyó una voz: “¡Samuel, Samuel!”, y él respondió: “¡Aquí estoy!” y corrió donde Helí, pensando que era él quien lo había llamado. El sacerdote le dijo que no lo había llamado y que volviera a acostarse. Y la llamada se repitió. A la tercera vez Helí comprendió que era el Señor quien llamaba al niño y le dijo: “Vete y acuéstate, y si te llaman dirás: habla, Señor, que tu siervo escucha”. Así lo hizo, y el Señor le reveló lo que le iba a suceder a Helí y a sus hijos. Helí, humildemente, aceptó y dijo: “El es Yavé. Que haga lo que bien le parezca”. En efecto, poco después hubo una batalla contra los filisteos, y los hijos de Helí, viéndose perdidos ante el poderoso enemigo, llevaron al combate el Arca de Dios, pero como se habían alejado de Dios, de nada les sirvió. Cayeron en combate y el Arca quedó en manos de los filisteos, Helí tenía 92 años y, al recibir la noticia de la derrota, cayó de su silla y se desnucó. “Samuel crecía, Yavé estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras. Todo Israel, desde Dan hasta Berseba, supo que Samuel estaba

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acreditado como profeta de Yavé. Yavé continuó manifestándose en Silo, porque se revelaba a Samuel. Y la palabra de Samuel llegaba a todo Israel”. Samuel fue, pues, el sucesor de Helí; fue un verdadero profeta y vivió según el deseo de Yavé. Durante su reinado, los hebreos derrotaron a los filisteos quienes no volvieron a molestarlos du-rante la vida de Samuel.

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33. COMIENZA LA MONARQUÍA

(1S 8-15) Cuando Samuel ya era anciano, encargó el gobierno a sus dos hijos, que no eran buenos como su padre. Entonces los ancianos de Israel fueron donde Samuel a Ramá y le dijeron: “Mira, tú te has hecho viejo y tus hijos no siguen tu camino. Pues bien, haznos un rey que nos juzgue, como todas las naciones”. Hasta ahora el gobierno había sido teocrático, es decir, sólo Dios gobernaba a su pueblo, sirviéndose de algunos delegados. Al pedir un rey, como los tenían las naciones vecinas, quería decir que no querían a Dios como rey. Por eso la petición no agradó ni a Dios ni a Samuel. Pero Dios le dijo: “Hazles caso y dales un rey”. El elegido fue Saúl, primer rey de Israel. Siendo Saúl el rey, Samuel pasa a segundo lugar. Pero sigue siendo muy importante. Saúl comenzó a pelear contra los enemigos de su pueblo y los derrotaba. Pero una vez desobedeció un mandato de Samuel y ofendió a Dios. Por eso, Samuel le anunció que su reino no subsistiría y que sería entregado a uno mejor que él: a David. Cuando Samuel ya era anciano, le dijo Dios: “¿Hasta cuándo vas a estar llorando por Saúl, después que yo lo he rechazado para que reine sobre Israel? Llena tu cuerpo de aceite y vete. Voy a enviarte a Jesé, de Belén, porque he visto entre sus hijos un rey para mí”. Samuel obedeció, fue a Belén y allí ungió como rey de Israel a David, el menor de los hijos de Jesé. Desde el momento de la unción, “vino sobre David el espíritu de Yavé”, y Samuel regresó a su ciudad de Ramá. Naturalmente, David no comenzó a reinar, pues tenía que esperar la abdicación de Saúl o su muerte, y el reconocimiento del pueblo. “Samuel murió. Todo Israel se congregó para llorarlo y lo sepultaron en su heredad, en Ramá”.

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34. DAVID

(lS 16-31; 2S 1-24; 1R 1-2) Saúl sabía que había sido rechazado por Dios, pero seguía go-bernando, sin saber quién sería su sucesor, porque la unción de David, como rey de Israel, había sido secreta. Por eso, vivía angustiado e intranquilo. Los filisteos, derrotados por Saúl, no abandonaron su propósito de vengarse, y una vez se reunieron en son de batalla. Salió Saúl y acampó con su ejército en las colinas opuestas al enemigo. Nadie atacaba porque ambos ejércitos se tenían miedo. Sólo se insultaban de palabra. Después de varios días de mirarse como perros y gatos, salió de las filas de los filisteos un guerrero extraordinario, llamado Goliat. Era un héroe, pero muy fanfarrón, que ponía su confianza en su espada, su experiencia guerrera y su enorme estatura. El filisteo les propuso un duelo: “¿Para qué habéis salido a poneros en orden de batalla? ¿Acaso no soy yo filisteo y vosotros servidores de Saúl? Escogéos un hombre y que baje contra mí. Si es capaz de pelear conmigo y me mata, seremos vuestros servidores, pero si yo lo venzo y lo mato, seréis nuestros servidores y nos serviréis”. El desafío llenó de temor a Saúl y a todo el ejército. David, como era muy joven, estaba con su padre custodiando los rebaños. Como tenía dos hermanos en el ejército de Saúl, el padre lo envió a llevarles algo de comer. Cuando David llegó al campamento, salió como todos los días el gigante Goliat a humillarlos y a insistir sobre el duelo. Entonces David dijo a Saúl: “Que nadie se acobarde por ese. Tu siervo irá a combatir con ese filisteo”. La pro-puesta era absurda: ¡un jovencito sin experiencia, contra un gran guerrero experimentado! Saúl no aceptó, pero tanto insistió David, que al fin aceptó. Le hizo poner sus vestiduras de combate, y lógicamente David no pudo ni andar. Le dijo al rey: “No puedo caminar con esto, pues nunca lo he hecho”. Le quitaron la armadura, “tomó su cayado en la mano, escogió en el torrente cinco piedras lisas y las puso en su zurrón de pastor, en su morral, y con su honda en la mano se acercó al filisteo”. Para Goliat era una humillación que no le saliera un soldado fornido y bien armado, sino un jovencito sin armas: “¿Acaso soy un perro, pues vienes contra mí con palos?”. Para Goliat no habría combate, lo acabaría en un instante: “Ven hacia mí y daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo”. David no iba en busca de gloria personal, ni confiado en sí mismo. Toda su

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confianza estaba puesta en Dios. Así le contestó al gigante: “Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo voy contra ti en nombre de Yavé Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has desafiado. Ahora mismo te entrega Yavé en mis manos, te mataré y te cortaré la cabeza y entregaré hoy mismo tu cadáver y los cadáveres de los filisteos a las aves del cielo y a las fieras de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios para Israel. Y toda esa asamblea sabrá que no por la espada ni por la lanza salva Yavé”. No le dio tiempo ni de contestar. Metió la mano en el zurrón, sacó una piedra y se la lanzó con la honda, hiriéndolo en la frente. El filisteo cayó, David corrió y con la misma espada de Goliat le cortó la cabeza. Desconcierto general en las filas de los filisteos y huida precipitosa; júbilo en todas las tropas de Israel. David se convirtió en héroe nacional y en ídolo de la multitud. Todos lo aclamaban, y las mujeres decían: “Saúl mató sus mil pero David sus diez mil”. A Saúl le agradó la victoria, pero le desagradó el canto de las mujeres, y dijo: “Ahora sólo le falta ser rey”. Se llenó de envidia y desde entonces trató de matarlo en varias ocasiones, tanto que David tuvo que huir, pero Saúl lo persiguió. En una de esas co-rrerías de Saúl contra David, éste tuvo ocasión de matarlo, pero lo perdonó. Se contentó con cortarle la punta del manto y se alejó. Luego le gritó cómo hubiera podido matarlo, pero que él nunca levantaría la mano contra el ungido del Señor. Saúl reconoció la magnanimidad de David y prometió no perseguirlo más. Pero la envidia pudo más que las promesas, y, entonces, David y sus hombres tuvieron que refugiarse en el país de sus enemigos, los filisteos, cuyo rey Akis lo acogió diciéndose: “Seguramente se ha hecho odioso a su pueblo y será mi servidor para siempre”. Una vez más los filisteos organizaron de nuevo la guerra contra los hijos de Israel. El rey Akis confiaba plenamente en David, pero los jefes de los filisteos le exigieron: “Que ese hombre no baje con nosotros a la batalla, no sea que se vuelva contra nosotros durante la lucha”. Para bien de David, no tuvo que luchar contra Saúl al lado de los filisteos, pues en ese combate fueron derrotados los israelitas. Murió Jonatán, hijo de Saúl y gran amigo de David. Y también murió Saúl. Y David hizo gran duelo por la muerte de Jonatán y de Saúl.

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35. DAVID, REY

de Judá y de Israel (2S 2-6) Cuando murió Saúl, David tenía 30 años. A él le correspondía el reino por orden de Dios; pero Isbaal, hijo de Saúl, se proclamó rey y lo siguieron varias tribus. Solamente la tribu de Judá le fue fiel a David. Hubo hostilidades entre los jefes, pero duraron poco, porque dos años después Isbaal fue asesinado por unos malhechores. Entonces todas las tribus de Israel enviaron representantes a Hebrón, en donde estaba David, para declararle su fidelidad. Hasta entonces la ciudad de Jerusalén estaba en manos de los jebuseos. David los venció y trasladó allí la capital del nuevo reino. Desde entonces Jerusalén fue llamada “la ciudad de David”. Siguieron muchas batallas, y David obtuvo victorias sobre los filisteos y todos los enemigos que se habían aliado contra los israelitas. Tan pronto logró establecer la paz interna y externa del país, David se dedicó a incrementar la religión y el esplendor del culto. Erigió el Tabernáculo y fue llevada allí con gran solemnidad el arca santa. Después pensó construir un grandioso templo que, por esplendor y grandeza, fuera digno de Dios. Preparó todo el mate-rial necesario, pero Dios le hizo saber por medio del profeta Natán que la gloria de edificar la casa de Dios no le correspondía a él, porque había sido un guerrero y había hecho derramar mucha sangre en sus combates. La construiría su hijo Salomón, rey pacífico. David, pecador y penitente David fue un gran guerrero, siempre victorioso, y siempre puso su confianza en Dios. Por eso, le fue bien. Pero, como todo ser humano, tuvo también una gran caída. Sucedió que “al tiempo que los reyes salen a campaña, envió David a Joab con sus veteranos y todo Israel. Derrotaron a los ammonitas y pusieron sitio a Rabbá, mientras David se quedó en Jerusalén”. El ocio le fue fatal. Dominado por la pasión, cometió un adulterio con Betsabé, la mujer de Urías, un generoso y honrado guerrero que estaba combatiendo a órdenes de Joab. Betsabé quedó embarazada y se lo hizo saber a David. Para ocultar su falta, cometió otro gran pecado: hizo asesinar a Urías, y luego tomó por esposa a Betsabé. Todo le estaba saliendo bien, cuando se presentó el profeta Natán y le narró lo siguiente para que él mismo juzgara: “Había en una ciudad dos hombres, el uno rico y el otro pobre. El rico tenía muchas ovejas y muchas vacas, y el pobre no tenía más que una pobre ovejuela, que él había

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comprado. Ella iba creciendo con él y sus hijos, comiendo su pan, bebiendo en su copa, durmiendo en su seno igual que una hija. Vino un visitante donde el hombre rico y dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre, y dio de comer al viajero llegado a su casa”. El juicio de David fue severo: “¡Vive Yavé!, que merece la muerte el hombre que tal hizo. Pagará cuatro veces la oveja por haber hecho semejante cosa y por no haber tenido compasión”. Y Natán le dice: “Tú eres ese hombre”. Y le anuncia el castigo de Dios: en su reino no habría paz, y el niño moriría. David reconoció su pecado y exclamó: “He pecado contra Yavé”. El famoso salmo 50, “miserere” es la expresión de David arrepentido, pero confiado en la misericordia de Dios. Es un Salmo bellísimo. Dios lo perdonó, pero desde entonces tuvo que sufrir muchas pruebas con las que Dios lo purificó más. Comenzaron las tragedias domésticas, y lo que más hizo sufrir a David fue la rebelión de su hijo Absalón. El hijo de Betsabé, fruto del pecado de David, murió. Pero después ésta le dio otro hijo, que fue Salomón. El primogénito de David era Amnón, a quien le correspondía el reino a la muerte de su padre. Pero Absalón, predilecto de David, mató a su hermano para vengar una falta que había cometido contra su hermana Tamar, y porque ambicionaba el reino. El rey se entristeció mucho, pero tenía que castigar a Absalón, y éste huyó. Más tarde fue perdonado, pero Absalón siguió con la idea de rebelión. Fue a Hebrón y allí se ganó a toda la gente y se proclamó rey. David, ya anciano, tuvo que huir de Jerusalén y su hijo lo persiguió hasta más allá del Jordán. Tuvieron que enfrentarse los ejércitos, y los jefes leales a David no le permitieron que él participara en el combate contra su hijo. En la batalla murió Absalón y la noticia entristeció profundamente al rey, quien pudo regresar victorioso a Jerusalén, aunque con profunda pena por la muerte de su hijo, consciente sí, que eso se debía a su pecado anterior. Después tuvo que hacer varias guerras y siempre salió vencedor. Pero su vida declinaba. Su hijo Adonías quería proclamarse rey a la muerte de su padre. David lo supo, y como ya sabía que la voluntad de Dios era que le sucediera su hijo Salomón, lo hizo con​sagrar rey por el sumo sacerdote Sadoq, y anunció la elección al pueblo que, lleno de alegría, lo aceptó y festejó al nuevo rey. Ya cercano a su muerte, dio órdenes y recomendaciones a su hijo Salomón; son como su testamento: “Yo me voy por el camino de todos. Ten valor y sé hombre. Guarda las observancias de Yavé tu Dios, yendo por su camino, observando sus preceptos, sus órdenes, sus sentencias y sus instrucciones según está escrito en la ley de Moisés para que tengas éxito en cuanto hagas y emprendas”. Le recordó la promesa del Señor, que su descendencia se​gui​ría en el trono de Israel, si se mantenía fiel a Dios. Después murió y fue sepultado en Jerusalén. Tenía unos setenta años y había gobernado sobre Israel 40 años. “Salomón se sentó en el trono de David su

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padre y el reino se afianzó sólidamente en su mano”. Nos encontramos en el año 970 antes de Cristo.

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36. SALOMÓN, EL MÁS GRANDE

de todos los reyes (1R 3-12) Cuando Salomón sucedió a David, tenía 17 años, y en ese tiempo las grandes potencias (Egipto, Siria y Babilonia) pasaban por un período de debilidad. El primer acto de reinado fue de agrade-cimiento a Dios, para lo cual organizó una gran fiesta popular religiosa en Gabaón. Allí tuvo un sueño (en ese tiempo los sueños eran el medio de comunicación entre Dios y los hombres) en el que Dios le dijo que pidiera lo que quisiera. Salomón no pidió riquezas, ni poder, ni gloria, sino: “Da a tu siervo un corazón prudente para juzgar a tu pueblo y poder discernir entre lo bueno y lo malo; pues, ¿quién será capaz de juzgar a este pueblo tuyo tan grande?”. A Dios le agradó la petición y le dijo: “Porque has pedido esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas o la muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar, cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después. También te concedo lo que no has pedido, riquezas y gloria, como no tuvo nadie entre los reyes. Si andas por mis caminos, guardando mis preceptos y mis mandamientos, como anduvo David, tu padre, yo prolongaré tus días”. La sabiduría de Salomón fue, efectivamente, excepcional. La demostró en un juicio muy famoso: dos mujeres se presentaron a pedir justicia, pues ambas dormían en la misma cama y una, invo-luntariamente sofocó a su hijo de pocos meses. Al darse cuenta, se lo cambió a la otra. Ahora, ante el rey, ambas sostenían que el niño vivo era el propio. ¿Cuál de las dos tenía razón? Salomón resolvió el problema: ordenó que el niño vivo fuera dividido en dos partes y dada a cada una la mitad. La que no era la verdadera madre aceptó; en cambio, la verdadera madre exclamó: “Por favor, mi Señor, que le den el niño vivo y que no lo maten”. El rey ordenó: “Entregad a aquélla el niño vivo y no lo matéis; ella es la madre”. El juicio fue conocido por todo Israel y reconocieron que en Salomón estaba la sabiduría de Dios para hacer justicia. Como lo había prometido Dios, Salomón fue el constructor del templo. Fue un templo grandioso y su construcción duró siete años. Celebró la dedicación del templo con ceremonias que duraron 14 días. Todo el pueblo de Israel acudió a Jerusalén y manifestó su júbilo con oraciones y cantos de alabanza. El Arca de la alianza fue colocada en un lugar especial, llamado el Santo de los Santos. La

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sabiduría de Salomón y el esplendor del templo aumentaron la gloria del rey: “Fue el rey Salomón más grande que todos los reyes de la tierra, por las riquezas y la sabiduría”. Lo confirman las palabras de la reina de Saba que fue a visitarlo para cerciorarse personalmente de la fama del rey: “Verdad es cuanto en mi tierra me dijeron de tus cosas y de tu sabiduría. Yo no lo creía antes de venir y haberlo visto con mis propios ojos. Pero cuanto me dijeron no es ni la mitad… Dichosas tus gentes, dicho-sos tus servidores que están siempre ante ti y oyen tu sabiduría. Bendito Yavé tu Dios, que te ha hecho la gracia de ponerte sobre el trono de Israel”.

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37. DIVISIÓN DEL REINO

(1R 12; 2Cro 10) Las riquezas, el poder y hasta la sabiduría no hacen impecable al hombre. Las riquezas y el poder pueden, más bien, ser causa de caída. Y eso le sucedió a Salomón. No se dejó guiar por la sabidu-ría, sino por los sentimientos. Dios les tenía prohibido a los hijos de Israel tomar por esposas a mujeres extranjeras, para que ellas no los llevaran a la idolatría. Salomón desobedeció. Primero se casó con la hija del faraón de Egipto, y luego tuvo muchas mujeres maobitas, ammonitas, edomitas, sidonias, hititas. Y preciso: “En la ancianidad de Salomón sus mujeres inclinaron su corazón tras otros dioses, y su corazón no fue por entero de Yavé su Dios, como el corazón de David su padre”. El gran rey Salomón, el sabio, el constructor del templo, se convirtió en idólatra. Y vino el castigo divino: “Porque de tu parte has hecho esto y no has guardado mi alianza y las leyes que te ordené, voy a arrancar el reino de sobre ti y lo daré a un siervo tuyo. No lo haré, sin embargo, en vida tuya por causa de David tu padre; lo arrancaré de mano de tu hijo. Tampoco arrancaré todo el reino; daré una tribu a tu hijo, en atención a David, mi siervo, y a causa de Jerusalén que he elegido”. En efecto, poco antes de morir Salomón, se rebeló contra él Jeroboam, un siervo suyo. Salomón trató de eliminarlo, pero éste huyó a Egipto hasta la muerte de Salomón, quien murió poco después. Había reinado sobre Israel durante cuarenta años. Le correspondía el trono a su hijo Roboam, quien se hizo proclamar rey en Siquem. Salomón había hecho obras grandiosas, pero también había agobiado al pueblo con demasiados impuestos. Por eso, le dijeron a Roboam: “Tu padre nos impuso un yugo durísimo, mitiga un poco la dureza del gobierno de tu padre y su pesadísimo yugo, y nosotros te seremos un pueblo fiel”. Roboam les pidió tres días para reflexionar. Llamó a los ancianos del pueblo y les pidió consejo, y ellos le dijeron: “Si tú te haces hoy servidor de este pueblo y les das buenas palabras, ellos serán siervos tuyos para siempre”. Roboam quiso saber también el consejo de los jóvenes, y éstos le pidieron que dijera al pueblo: “Mi dedo meñique es más grueso que los lomos de mi padre. Un yu​go pesado cargó mi padre, mas yo haré más pesado vuestro yu​go; mi padre os azotaba con azotes pero yo os azotaré con escor​pio​​nes”. El consejo de los jóvenes era insensato, pero Roboam lo si​guió.

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Mientras tanto Jeroboam ya había regresado de Egipto, y el pueblo al oír las palabras de Roboam, se rebeló contra él y todos siguieron a Jeroboam. No quedó fiel a Roboam sino el reino de Judá con capital Jerusalén. Así se cumplió la profecía que Dios le hizo a Salomón por su pecado de idolatría.

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38. EL REINO DE ISRAEL

(1R 12, 20-33; 2R; y 2Cro) A la muerte de Salomón se rompió la unidad del reino. Se formaron dos reinos: uno, al norte de Palestina, bajo Jeroboam, siervo de Salomón, con la mayoría de las tribus; otro, al sur, bajo Roboam, hijo de Salomón, a quien sólo siguió la tribu de Judá, con capital Jerusalén. El primero se llamó reino de Israel, y el segundo, reino de Judá. Jeroboam fijó su residencia en Siquem y, temiendo que los hijos de Israel al subir a Jerusalén a ofrecer sacrificios, adhirieran a Roboam, les hizo dos becerros de oro en Dan y en Betel y les dijo: “Basta ya de subir a Jerusalén. Este es tu Dios, Israel, el que te hizo subir de la tierra de Egipto”. Es decir, prefirió la política a la religión y no escuchó las advertencias del profeta Ajías, ni le importaron los castigos anunciados. El reino de Israel (del 931 al 721 antes de Cristo) tuvo 19 reyes, todos muy malos, porque se apartaron de Yavé y sirvieron a los ídolos, siguiendo las instrucciones de los gobernantes, que eran malos. Por eso, vivieron en continuas guerras contra los reyes de Judá, sus hermanos, y contra los pueblos paganos. Lejos de Dios, nunca hay verdadera paz. Jeroboam gobernó 22 años, y le sucedió su hijo Nadab, que no gobernó sino un año, porque Basa lo mató y exterminó a toda la casa de Jeroboam. Roboam reinó 24 años y le sucedió Elá, luego Zimri, y a éste le sucedió Omrí, quien fundó a Samaría y la hizo capital del reino.

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39. AJAB Y ELÍAS

(1R 16-21) Ajab fue el séptimo rey de Israel y más malo que todos los anteriores. Se casó con Jezabel, hija del rey de los sidonios, y para complacerla construyó un altar al dios Baal e hizo asesinar a casi todos los profetas del Señor. Sólo se salvó el profeta Elías, natural de Tisbé de Galaad. Un día se presentó al rey Ajab, por orden del Señor, y le dijo: “Vive Yavé, Dios de Israel, a quien sirvo. No habrá estos años rocío ni lluvia más que cuando mi boca lo diga”. El rey se enfureció y trató de encarcelarlo, pero Elías huyó y se refugió en el torrente de Kerit, cerca del Jordán. El Señor lo alimentó por medio de un cuervo que le llevaba pan y carne, y tomaba agua del torrente. La sequía fue tal que perjudicó también a Elías, pues “al cabo de cierto tiempo se secó el torrente, pues no había caído lluvia alguna sobre la tierra”. Entonces el Señor le ordenó que abandonara ese lugar y se fuera a Sarepta. Allí una viuda le dio lo último que tenía, y esa obra de caridad hizo que no le faltara nada en todo el tiempo de la carestía. Además, murió su hijo, y el profeta Elías le devolvió la vida. Tres años sin lluvia, lógicamente, habían causado una carestía tremenda. Los pastos se secaron, los animales se morían. Había hambre en toda la región de Samaría. Entonces el Señor ordenó a Elías que se presentara ante el rey, porque iba a hacer caer lluvia sobre la tierra. Cuando Ajab vio a Elías, le dijo: “¿Eres tú, azote de Israel?”, y él contestó: “No soy yo el azote de Israel, sino tú y la casa de tu padre, por haber abandonado a Yavé y haber seguido a los Baales. Pero ahora envía a reunir junto a mí a todo Israel en el monte Carmelo, y a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal que comen a la mesa de Jezabel”. Ajab aceptó e hizo reunir al pueblo y a los profetas. Entonces Elías les dijo: “¿Hasta cuándo vais a estar cojeando con los dos pies? Si Yavé es Dios, seguidlo; si Baal, seguid a éste. He quedado yo solo como profeta de Yavé, mientras los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. Que se nos den dos novillos; que elijan un novillo para ellos, que lo despedacen y lo pongan sobre la leña, pero que no pongan fuego. Yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña, pero no pondré fuego. Invocaréis el nombre de vuestro dios; yo invocaré el nombre de Yavé. El dios que responda por el fuego, ese es Dios”. El pueblo aceptó el reto e hicieron como había dicho Elías. Los profetas de Baal prepararon el buey y comenzaron a invocar a su dios desde la mañana hasta la

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tarde, sin ningún resultado. Enton-ces Elías se burló de ellos, diciendo: “Gritad más alto, porque es un dios; tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará en camino; tal vez esté dormido y se despertará”. Así lo hicieron, pero en vano. Entonces Elías hizo preparar el buey, invocó al Dios de Israel e inmediatamente “cayó el fuego de Yavé que devoró el holocausto y la leña”. Ante el prodigio, el pueblo exclamó: “¡Yavé es Dios, Yavé es Dios!”. Y los profetas de Baal fueron asesinados. Después de este acontecimiento, Elías anunció al rey Ajab que muy pronto volvería la lluvia. Y así sucedió. Pero Ajab seguía haciendo el mal, llevado por su perversa mujer Jezabel, quien trató de asesinar a Elías en venganza por sus profetas, pero Elías huyó hasta el monte Horeb. Allí recibió órdenes de Dios de regresar a Damasco, ungir a Jehú como rey de Israel y llamar a Eliseo como compañero y más tarde sucesor suyo. “Partió de allí y encontró a Eliseo, hijo de Safat, que estaba arando… Pasó Elías y le echó su manto encima”. Era un modo de expresarle que Dios lo llamaba a su servicio, y Eliseo aceptó y lo siguió. A pesar del castigo de la sequía, que ya había terminado, Ajab seguía haciendo el mal. Entre tantos males, recordemos sólo el del asesinato de Nabot. Ajab le propuso que le vendiera su viña, pero Nabot se negó. Entonces Jezabel hizo asesinar a Nabot y le dijo al rey que fuera a tomar posesión de la viña. Muy contento, iba a tomar posesión de la viña, cuando Elías va a su encuentro y le dice: “Los perros comerán a Jezabel cerca del muro de Jezrael. El que de la casa de Ajab muera en la ciudad, será comido por los pe-rros, y el que muera en el campo, será comido por las aves del cielo”. Ajab se arrepintió y se humilló ante Dios, y por eso lo perdonó: “Por haberse humillado en mi presencia, no traeré el mal en vida suya; en vida de su hijo traeré el mal sobre su casa”. En efecto, poco después murió Ajab y después Jezabel fue asesinada y devorada por los perros, como había profetizado Elías. Le sucedió a Ajab su hijo Ocozías que reinó dos años sobre Israel y fue malo como su padre y su madre. A su muerte, como no tenía hijos, le sucedió su hermano Joram. Este pidió ayuda a Josafat, rey de Judá, para defenderse contra el rey de Moab. Hubo, pues, una tregua entre los reyes de Israel y de Judá.

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40. ELISEO, SUCESOR DE ELÍAS

(2R 2, 1-25) A Elías le había llegado la hora de dejar este mundo. Había sido un magnífico profeta y un verdadero hombre de Dios. Su fiel discípulo, Eliseo, sabía que Dios le arrebataría a su jefe en cualquier momento. Los demás profetas, en número de 50, también sabían que Elías iba a desaparecer y lo siguieron hasta la ori-lla del Jordán, cerca de Jericó. Allí Elías dobló su manto y golpeó las aguas y las aguas se dividieron y pasó con Eliseo a pie enjuto. Pasado el río, Elías fue arrebatado en un carro de fuego a la vista de Eliseo y de los demás profetas que estaban en la otra orilla del Jordán. Volvió Eliseo con el manto de Elías (que se le había caído al ser arrebatado al cielo), golpeó las aguas, que se dividieron, y pasó donde estaban los otros profetas. Todos comprendieron que el espíritu de Elías estaba sobre Eliseo y lo reconocieron como su sucesor. La misión profética de Eliseo se desarrolla durante los gobiernos de Joram, Jehú, Joacaz y Joás, reyes de Israel, a quienes habló en nombre de Dios. No lo escucharon y siguieron alejados de Dios y se exterminaron unos contra otros. Eliseo fue un profeta taumaturgo, es decir, hizo muchos milagros. Una vez subía a Betel y unos niños se burlaban de él diciendo: “Sube, calvo; sube, calvo”; él los maldijo, y salieron unos osos y devoraron a 42 de ellos. Otra vez, una mujer acudió a él en busca de ayuda, porque su marido había muerto dejándole una gran deuda por pagar. El acreedor iba a llevarse a sus dos hijos como esclavos. Eliseo le ordenó: “Anda y pide fuera vasijas a todas tus vecinas, vasijas vacías, no te quedes corta”, y luego le dijo que se encerrara en su casa y llenara todas las vacijas con el poco aceite que le quedaba. Luego le dijo que saliera y vendiera el aceite y con eso pagara la deuda. Hubo aceite en cantidad para pagar la deuda y para vivir ella con sus hijos. Una mujer sunamita, que lo recibió en su casa generosamente, no tenía hijos, y él le anunció que pronto tendría un hijo. Y así sucedió. Pero cuando el niño estaba grandecito, murió. Ella se quejó ante el hombre de Dios, y Eliseo resucitó al niño. Una vez un hombre le llevó a Eliseo 20 panes de cebada, y Eliseo le mandó que los distribuyera a la gente: hubo pan para todos (cien hombres) y sobró. Siglos después Jesús haría lo mismo para alimentar una muchedumbre en el desierto.

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También es muy conocida la curación milagrosa de Naamán, jefe del ejército del rey Aram. Naamán era leproso y por orden del rey fue a Samaría en busca del hombre de Dios. Eliseo ni siquiera salió a recibirlo, sino que le mandó decir que fuera a bañarse siete veces en el Jordán. Naamán se retiró irritado y quería volver a su país, pero un siervo le dijo: “Padre mío, ¿si el profeta te hubiera mandado una cosa difícil, no la hubieras hecho? ¡Cuánto más ha​biéndote dicho: lávate y quedarás limpio!”. Aceptó el consejo, se sumergió en el Jordán siete veces, y quedó perfectamente curado. Estos son algunos de los milagros que hizo Dios por medio de su siervo Eliseo. El último que hizo fue después de muerto, pues unos hombres sepultaron a un muerto sobre los restos de Eliseo y al tocar sus huesos, el hombre resucitó.

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41. EL PROFETA JONÁS

(Jon 1-4) Como estamos siguiendo la historia bíblica lo más cronológicamente posible, hay que colocar aquí la historia del profeta Jonás, narrada en el libro que lleva su nombre. Esto, porque el profeta es contemporáneo del rey Jeroboam II (783741 aC), que “restableció las fronteras de Israel desde la entrada de Jamat hasta el mar de la Arabá, según la palabra de Yavé, Dios de Israel, por boca de su siervo, el profeta Jonás” (2R 14, 25). Jonás pertenecía al reino de Israel y era ardiente patriota. Odiaba a los extranjeros y sobre todo a los asirios, porque eran un peligro para su pueblo. Y precisamente Dios lo envía a predicar a una ciudad pagana, llamada Nínive, capital del reino de Asiria. Sus habitantes eran muy malos y Dios los iba a castigar, pero primero quiere invitarlos a la conversión. A Jonás no le agradó la orden del Señor, y en vez de ir a Nínive, bajó a Jope y se embarcó para Tarsis. Se desató una tremenda tempestad y los marineros fenicios, en cierto sentido creyentes, echaron suertes para ver quién había ofendido a su Dios, por lo cual eran castigados con esa tormenta. La suerte cayó sobre Jonás, quien les reveló su pertenencia al pueblo hebreo y se ofreció como víctima de salvación, aconsejando que lo lanzaran al mar. En efecto, hubo calma inmediatamente. Pero Jonás se salva por intervención de Dios. Un enorme animal se lo traga y a los tres días lo vomita en la orilla. Jonás da gracias a Dios y se va a predicar a Nínive: “Dentro de 40 días, Nínive será destruida”. La predicación de Jonás tuvo éxito y todos se conviertieron, comenzando por el rey. Hicieron penitencia y Dios los perdonó. A Jonás no le gustó y se lamentó: “¡Cómo, Yavé! ¿No es lo que ya me decía yo, estando en mi tierra? Por eso, precaviéndome, qui-se huir a Tarsis, pues sabía que eres Dios clemente y piadoso, tardo a la ira, de gran misericordia, y que te arrepientes del mal. Ahora, pues, mátame, Yavé, te lo ruego, porque mejor es la muerte que la vida”. Era demasiado el odio de Jonás por los paganos y enemigos de su pueblo, y no soportaba que Dios los perdonara. Pero el Señor le llama la atención muy paternalmente: “¿Te parece que haces bien en enojarte así?”.

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42. FIN DEL REINO DE ISRAEL

(2R 17, 5-6; 18, 9-12) Los 19 reyes del reino de Israel fueron muy malos y condujeron al pueblo a la idolatría. Dios les llamó la atención por medio de los profetas, especialmente Elías y Eliseo, pero en vano. Oseas (732-724 aC) es el último rey. Salmanasar, rey de Asiria, subió contra él, y Oseas se sometió y le pagó tributo durante algunos años; mientras tanto trató de hacer alianza con el rey de Egipto, pero al saberlo el rey de Asiria, subió, asedió a Samaría durante tres años y encarceló al rey Oseas. Tomada Samaría, deportó a los israelitas a Asiria: “Esto sucedió porque los hijos de Israel habían pecado contra Yavé, su Dios, que los había hecho subir de la tierra de Egipto”. Es decir, volvieron a ser esclavos. El rey de Asiria llevó gentes de Babilonia y de las regiones ve-cinas y las instaló en Samaría en lugar de los hijos de Israel. Así nació el pueblo samaritano. Mientras tanto, los israelitas fueron reducidos a extrema pobreza y condenados a trabajos forzados. Hasta se les prohibía enterrar a sus muertos. Casi todos murieron en el destierro, y sólo unos pocos lograron volver y convivieron con los que ya vivían en su territorio de Samaría. Con ellos también se forma el pueblo samaritano: “Reverenciaban a Yavé, pero servían a sus ídolos”.

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43. REINO DE JUDÁ

(1R 12; 2R 18-25; 2Cro 29-36) Después de haber visto brevemente la historia del reino de Israel, veamos ahora la del reino de Judá, el del sur, con capital Jerusalén. Recordemos que a la muerte de Salomón, le sucedió su hijo Roboam, pero sólo le fueron fieles las tribus de Judá y Benjamín, por haber seguido los malos consejos de los jóvenes. Lo primero que hizo Roboam fue organizar un ejército para atacar a los rebeldes del norte que habían seguido a Jeroboam, pero Dios se lo impidió. Cinco años después, subió contra él Sosaq, rey de Egipto, se apoderó de Jerusalén, de los tesoros del templo y de la casa del rey. Entonces Roboam se humilló ante el Señor y fue perdonado. Pero después “hizo lo que era malo, porque no había dispuesto su corazón para buscar a Yavé”. Fueron 20 los reyes de Judá y la mayoría fueron buenos. Lo mismo que a los reyes de Israel, Dios envió profetas al reino de Judá, para invitarlos a la conversión, pues algunos reyes siguieron por malos caminos. Por ejemplo, Joram que se casó con Atalía, hija de Ajab y Jezabel, quien lo llevó a usar los mismos métodos criminales de la casa de Israel, y el pueblo de Judá cayó también en la idolatría. A la muerte de Joram, le sucede su hijo Ocozías, que fue asesinado ese mismo año. Entonces su madre, Atalía, hizo asesinar a toda la estirpe real de la casa de Judá y se adueñó del reino. Sólo se salvó Joás, que era niño todavía, porque lo escondió su tía. Siete años después fue proclamado rey por los sacerdotes y las tropas, que ajusticiaron inmediatamente a la impía Atalía. Fue bueno, pero se dejó llevar por la corte de los príncipes idólatras a pesar de las amonestaciones del profeta Zacarías, a quien mandó matar. Después los sirios lo atacan y lo vencen. Estando enfermo en su cama, es estrangulado por algunos conspiradores para vengar a Zacarías. Después de Joás, siguen Amasías y Ozías, y a la muerte de éste aparece la gran figura del profeta Isaías.

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44. ISAÍAS, PROFETA INTRÉPIDO

(2R 19; Is 1-66) Entre los principales profetas enviados por Dios al reino de Judá, está Isaías. Nació hacia el año 765 aC. Como él mismo cuenta, recibió su misión profética el año de la muerte del rey Ozías (740 aC): “El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor Yavé sentado en un trono excelso y elevado…”. Se asustó y exclamó: “¡Ay de mí, que estoy perdido, pues soy un hombre de labios impuros, y entre un pueblo de labios impuros habito: que al rey Yavé Seboat han visto mis ojos!”. Entonces uno de los serafines voló hacia él con una brasa en la mano, le tocó la boca y le dijo: “He aquí que esto ha tocado tus labios; se ha retirado tu culpa, tu pecado está expiado”. Le confía la misión de anunciar los castigos al pueblo, si no se convierte. En ese tiempo reinaba Ajaz, nieto de Ozías. Ajaz tenía 20 años cuando comenzó a reinar en Jerusalén. Se dejó arrastrar y corromper por los reyes vecinos y “no hizo lo recto a los ojos de Yavé”. Y entonces interviene Isaías en varias ocasiones. Por ejemplo, cuando Damasco e Israel se aliaron contra el pequeño reino de Judá, y Ajaz se vio perdido, Isaías le garantiza que sus enemigos no podrán contra él. Pero sigue aterrorizado y entonces Isaías en nombre de Dios le dice que pida una señal, y Ajaz se niega. Isaías le dice: “Oye, pues, casa de David: ¿os es poco todavía molestar a los hombres, que molestáis también a mi Dios? He aquí que la virgen grávida dará a luz un hijo y lo llamará Emmanuel”. Es decir, “Dios con nosotros”. Era como decirle: si es posible un aconte-cimiento tan extraordinario como éste que te anuncio, ¿cómo no será posible que la alianza adversaria fracase? Aquí está anunciada la venida del Mesías. En la visión Isaías ve en ese niño, al rey pacífico y salvador, pero también sufriente por los pecados de la humanidad: “Fue él quien tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores, y nosotros lo tuvimos por castigado y herido por Dios y humillado. Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo salvador pesó sobre él, y en sus llagas hemos sido curados”. Después del anuncio del Mesías, hijo de la virgen-madre, los enemigos de Ajaz se retiran de Jerusalén. Ajaz no sigue las advertencias de Isaías y prefiere buscar la ayuda de los hombres y no la de Dios. En efecto, envió mensajeros a Teglatfalsar, rey de Asiria, diciéndole: “Yo soy tu siervo y tu hijo”, y le envió plata, oro y los tesoros del templo. Pero de nada le sirvió. Se volvió idólatra y Dios lo castigó.

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A la muerte de Ajaz, le sucedió su hijo Ezequías, que fue bueno y supo escuchar a Isaías. Sin embargo, después hace alianza con Egipto para luchar contra Asiria. Senaquerib, rey de Asiria, fue con​tra él, pero Isaías le anuncia que el enemigo no podrá contra él. Así sucedió. Vino el ángel de Yavé y exterminó al ejército asirio con una peste, y Senaquerib regresó a Nínive en donde fue asesinado por sus hijos. Ezequías, en el fondo, fue un hombre piadoso, pero en lo político puso su confianza en los hombres y no en Dios, por lo cual fue castigado. Isaías le anuncia: “Escucha la palabra de Dios: vendrán días en que todo cuanto hay en tu casa y cuanto reunieron tus padres hasta el día de hoy será llevado a Babilonia; nada quedará, dice Yavé”. Esto no se realizó en su tiempo, sino algunos años después. Ezequías murió en el año 692 aC. Desde el año 700 aC no volvemos a saber nada más de Isaías. Según una tradición judía, parece que fue martirizado bajo Manasés, hijo de Ezequías.

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45. MIQUEAS, PROFETA SOCIAL

(Mi 1-7) Miqueas ejerció su ministerio profético en tiempos de Jotam, Ajaz y Ezequiás, reyes de Judá. Es contemporáneo de Isaías y predice también la ruina de ambos reinos por su alejamiento de Dios y su idolatría. Era originario de Moreset, al oéste de Hebrón, aunque poco se sabe de su vida, ni cómo Dios lo llamó al profetismo. De todos modos, predijo el castigo contra los reinos de Judá y de Israel, y denunció los pecados religiosos, morales y sociales. Contra los acaparadores: “¡Ay de aquellos que meditan ini-quidad, que preparan el mal en sus lechos y al despuntar la mañana lo ejecutan, porque está en poder de sus manos! Codician campos y los roban, casas, y las usurpan; hacen violencia al varón y a su casa, al hombre y a su heredad”. Contra los jefes que oprimen al pueblo: “Escuchad, pues, jefes de Jacob, y notables de la casa de Israel: ¿no es cosa vuestra conocer el derecho, vosotros que detestáis el bien y amáis el mal, que arrancáis la piel de encima de ellos, y la carne de sobre sus huesos?”. Contra los defraudadores: “¡Escuchad, tribu y consejo de la ciudad, cuyos ricos están llenos de violencia y cuyos habitantes ha-blan falsedad! ¿He de soportar yo una medida falsa y una arroba corta, abominable? ¿Tendré por justas las alabanzas de maldad y la bolsa de pesas de fraude?”. Como consecuencia, el castigo: “Mirad, yo estoy maquinando contra esta casa un mal del que no podréis librar vuestros cuellos, y no andaréis ya erguidos, porque vendrá el tiempo de la desventura”. Todo se cumple después con la deportación a Babilonia. Pero como Dios es infinitamente misericordioso, cuando ve arrepenti-miento, anuncia también por medio de Miqueas el regreso del des-tierro y el nacimiento del salvador, como lo había hecho Isaías, pe-ro con más detalles. Por ejemplo, dice en dónde nacerá: “Mas tú, Belén-Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño. Por eso, Yavé los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. En-tonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel. El se alzará y pastoreará con el poder de Yavé, con la majestad del nombre de su Dios”. Aunque no se tienen detalles de su vida, sí fueron muy importantes sus

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advertencias y sus predicciones, pues es citado en Jere-mías (26, 18) y en el Nuevo Testamento (Mt 2, 6; Jn 7, 42).

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46. JEREMÍAS,

profeta tímido (Jr 1-52) Muerto el rey Ezequías, en el año 692 aC, reinó en su lugar su hijo Manasés. Tenía doce años y reinó 55 años en Jerusalén. Fue tan malo que colocó un ídolo en el templo de Jerusalén. Los jefes del ejército del rey de Asiria lo llevaron encadenado a Babilonia. Allí reconoció sus gravísimos pecados, se humilló ante Dios, y el Señor lo perdonó e hizo que pudiera volver a Jerusalén en donde murió después de haber hecho destruir todos los ídolos. Siguen varios reyes, unos buenos y otros malos, y aparece la figura de Jeremías. Era de una familia sacerdotal que residía en Anatot, cerca de Jerusalén. Era tímido, le gustaba la vida tranquila, y Dios lo llama a una misión que contrasta con su temperamento. Tenía unos 25 años cuando el Señor le dijo: “Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocí, y antes que nacieses, te con​sagré; como profeta de las naciones te constituí”. Jeremías sabía el riesgo de ser profeta, sobre todo en medio de un pueblo tan alejado de Dios y, al contrario de Isaías, trata de evitar el riesgo: “Ah, Señor Yavé, mira que no sé expresarme, que soy un muchacho”. Ante la misión divina, siente toda su debilidad humana pero el Señor le garantiza su protección y le confirma la vocación: “A donde quiera que yo te envíe irás, y todo lo que te mande dirás. No les tengas miedo, que contigo estoy yo para salvarte”. Luego le tocó la boca con la mano y le dijo: “Mira que he puestos mis palabras en tu boca. Desde hoy mismo te doy autoridad sobre las gentes y sobre los reinos para extirpar y destruir, para perder y derrocar, para reconstruir y plantar”. A pesar de su temperamento suave, Jeremías comienza con valentía a predicar la conversión y a predecir castigos. Pero no fue escuchado.

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47. FIN DEL REINO DE JUDÁ

(2R 23, 31-35; 24, 1-26; 2Cro 36, 1-21) Muerto el rey Josías en el año 609 aC, le sucede su hijo Joacaz, que reina solamente tres meses, porque el faraón de Egipto, Neko, que había vencido a Josías, lo sustituye por su hermano Elyaquim a quien le cambia el nombre por Yoyaquim. Reinó once años e “hizo el mal a los ojos de Yavé su Dios”. Era tributario del rey de Egipto, pero Nabucodonosor, rey de Babilonia, subió a Jerusalén y lo llevó encadenado a Babilonia, dejando en Jerusalén a su hijo Joaquín, quien también “hizo el mal a los ojos de Yavé”. Un año después Nabucodonosor lo mandó llevar a Babilonia, y en su lugar dejó a Sedecías, hermano de Joaquín. Fue el último rey de Judá. Sedecías tampoco teme a Dios ni sigue los consejos de Je​re​mías. Busca el apoyo de los egipcios, pues no solamente era tributario del rey de Babilonia sino que subieron contra él los caldeos, asi​rios y moabitas. Los egipcios llegaron e hicieron retirar a los cal​deos. Cuando éstos se retiraron, Jeremías se fue a la tierra de Ben​jamín y allí, acusado de traición, fue encarcelado y azotado. Algún tiempo después el rey Sedecías mandó por él y le preguntó: “¿Hay palabra de Yavé?”, y Jeremías le dijo que sí: “Serás entregado en manos del rey de Babilonia”. Después le ratifica: “Todos cuantos se queden en esta ciudad morirán por la espada, de hambre y de peste; el que huya a los caldeos vivirá y tendrá la vida por botín. Así dice Yavé: con toda certeza esta ciudad caerá en manos del ejército del rey de Babel que la tomará”. El rey y los jefes siguen creyendo más en la ayuda de los egipcios, pero Jeremías insiste en que si quieren salvarse deben entregarse a los caldeos. Le dice al rey: “Si sales y vas a entregarte a los generales del rey de Babel, salvarás tu vida, y esta ciudad no será dada a las llamas; te salvarás tú y tu familia; pero si no sales a en-tregarte a los jefes del rey de Babel, caerá esta ciudad en manos de los caldeos, que la incendiarán, y tú no escaparás de sus manos”. Sedecías no escuchó la palabra de Dios por medio de Jeremías y prefirió seguir esperando la ayuda de los egipcios. Entonces Nabucodonosor subió, sitió la ciudad, la saqueó, pero Sedecías logró huir hasta cerca de Jericó. Allí fue alcanzado por el enemigo, conducido ante Nabucodonosor quien hizo degollar a sus hijos en su presencia, luego le sacó los ojos y lo llevó encadenado a Babilonia. Así terminó el último rey de Judá. La ciudad de Jerusalén quedó en ruinas y casi todo el pueblo fue deportado a Babilonia. Sólo quedaron algunos viñadores y labradores de entre la gente pobre y los que lograron escapar por los

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campos. El reino de Israel había terminado en el año 722 aC, con la caí​da de Samaría. Ahora, en el año 586 aC, termina el reino de Judá con la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Para gobernar a los proletarios que habían quedado en Pales-tina, Nabucodonosor nombró a Godolías, un judío amigo de los caldeos. Pero poco después lo asesinaron los mismos judíos, quie-nes, temerosos de los caldeos, resolvieron irse a Egipto contra las advertencias de Jeremías. También se llevaron por la fuerza a Jere-mías a Egipto en donde parece que lo apedrearon sus mismos connacionales. Ahora los jefes y casi todo el pueblo hebreo se encuentra en el destierro anunciado varias veces a causa de los pecados. El destie-rro duraría setenta años. Y les sirvió, porque lejos de la patria y del templo (ya destruido) se acordaron de su Dios: “Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sión”, canta el Salmo 136.

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48. EZEQUIEL, PROFETA SIMBÓLICO

(Ez 1- 48) Tanto el reino de Israel como el de Judá están en el destierro. Unos en Nínive y otros en Babilinia. Están castigados, pero no abandonados. También en el destierro Dios invita a la conversión y a la esperanza en el regreso por medio de sus profetas. Uno de ellos fue Ezequiel. Había sido deportado a Babilonia junto con el rey Joaquín y otros nobles. Se estableció en Kebar, entre el río Tigris y el Eufrates, allí vivió con una colonia de deportados. Cinco años después de la deportación, comenzó su ministerio profético, y durante 22 años fue el guía moral de los deportados. Todos los ancianos del pueblo se reunían en su casa, pues a más de ser profeta, era sacerdote, y porque gozaba de autoridad entre ellos por su integridad de vida. Los primeros deportados esperaban que el rey Sedecías se aliara con Egipto y llevaran a Jerusalén al triunfo. Ezequiel les anunciaba todo lo contrario: la ruina sería total, como en efecto sucedió. Cuando vieron que Egipto no había ayudado al reino de Judá y que Babilonia seguía cada vez más poderosa, perdieron el ánimo, pero Ezequiel los anima diciéndoles que Dios es fiel a sus promesas y que Judá resurgirá. Toda la doctrina de Ezequiel está expresada con símbolos e imágenes, y el Señor le manifestaba su palabra por medio de visiones. Una de ellas es la ramita de cedro: el Señor tomará una tierna ramita de cedro llevada al destierro de Babilonia y la trasplantará a Israel. Esa ramita, llena de linfa, crecerá y se convertirá en un emorme cedro alrededor del cual se reunirán todas las naciones de la tierra. Figura del Mesías, el gran cedro, que reinará eternamente, mientras la potencia babilónica terminará.

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49. DANIEL, PROFETA LEAL

(Dn 1-14) Otro profeta en el destierro de Babilonia fue Daniel, hombre de gran sabiduría y gran corazón, muy leal a Dios y a su soberano. Era de la tribu de Judá y fue llevado cautivo a Babilonia en la primera deportación, en el año 605 aC. Un buen día se le ocurrió a Nabucodonosor hacer reunir a los mejores jóvenes para educarlos en todo lo relativo al gobierno y a la corte. Entre ellos se encontró Daniel con otros tres compañeros judíos: Ananías, Misael y Azarías. El rey había ordenado que fue-ran alimentados con la comida del rey y con su vino. Pero Daniel, para no quebrantar la ley que les prohibía ciertos alimentos, pidió al jefe de los eunucos que les diera sólo agua y legumbres. Al cabo de cierto tiempo fueron presentados al rey que “se entretuvo hablando con ellos, pero entre todos los otros no encontró ninguno que pudiera compararse con Daniel, Ananías, Misael y Azarías, por eso, quedaron ellos al servicio del rey. En cuantas cosas de sabiduría e inteligencia los interrogó el rey, los encontró diez veces superiores a todos los magos y adivinos que había en todo su reino. Daniel permaneció en la corte hasta el año primero del rey Ciro”. A los dos años del comienzo de su reinado, Nabucodonosor tuvo un sueño que lo preocupó muchísimo. Mandó llamar a todos los magos, adivinos y encantadores para que le interpretaran el sueño, sin decirles lo que había soñado. Nadie fue capaz, y el rey los mandó matar. Pero intervino Daniel: “Tú, oh rey, has tenido esta visión: una estatua, una enorme estatua, de extraordinario bri-llo, de aspecto terrible, se levantaba ante ti. La cabeza de esta esta-tua era de oro puro, su pecho y sus brazos de plata, su vientre y sus lomos de bronce, sus piernas de hierro, sus pies parte de hierro y parte de arcilla. Tú estabas mirando, cuando de pronto una piedra se desprendió, sin intervención de mano alguna, vino a dar a la estatua en sus pies de hierro y arcilla, y los pulverizó. Entonces quedó pulverizado todo a la vez: el hierro, la arcilla, el bronce, la plata y el oro; quedaron como el tamo de la era en verano, y el viento se lo llevó sin dejar rastro. Y la piedra que había golpeado la estatua se convirtió en un gran monte que llenó toda la tierra”. No sólo le adivinó el sueño, sino que se lo interpretó: la cabeza de oro era Nabucodonosor. En ese momento el imperio había llegado a su máximo esplendor. Poderoso política y militarmente. “Después de ti surgirá otro reino, inferior a ti, y luego un tercer reino, de bronce, que dominará la tierra entera. Y habrá un cuarto reino, duro como el hierro… que pulverizará y aplastará a todos

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los otros. Y lo que has visto, los pies y los dedos, parte de arcilla y par​te de hierro, es un reino que estará dividido... en tiempo de estos reyes, el Dios del cielo hará surgir un reino que jamás será des​truido, y este reino no pasará a otro pueblo… subsistirá eternamente: tal como has visto desprenderse del monte, sin intervención de mano humana, la piedra que redujo a polvo el hierro, el bronce, la arcilla y el oro”. Ante esa revelación, Nabucodonosor hace una profesión de fe en el verdadero Dios, pero sigue apegado al paganismo y a su orgullo. Tanto que hizo erigir una enorme estatua en su honor para que todos la adoraran. Daniel y sus compañeros, fieles a Dios, no obedecieron la orden real y fueron arrojados a un horno ardiente, pero fueron librados milagrosamente por Dios. Lo supo el rey y fue a constatar el milagro. Al verlos pasearse tranquilamente entre las llamas, les dijo: “Sadrak, Mesak y Abed-Negó (sobrenombres que les habían puesto a Ananías, Misael y Azarías), servidores del Dios Altísimo, salid y venid aquí”. Hizo nuevamente profesión de fe en Dios y mandó que todos sus súbditos respetaran al Dios de los judíos. Sin embargo, su orgullo pudo más que su fe, y fue castigado, como Dios se lo reveló por medio de otro sueño que también le interpretó Daniel. Prácticamente se volvió loco: “Fue arrojado de entre los hombres, se alimentó de hierba como los bueyes, su cuerpo fue bañado por el rocío del cielo, hasta crecerle los cabellos como plumas de águila y sus uñas como las de las aves”. Parece ser la licantropía, enfermedad por la cual uno se cree transformado en bestia y se comporta como tal. En medio de su desgracia se acordó de Dios y fue perdonado: recobró el juicio y se le restituyó su reino y alabó a Dios diciendo: “Alabo, exalto y glorifico al Rey del cielo, porque sus obras son verdad, justicia todos sus caminos; él sabe humillar a los que caminan con orgullo”. Dios se sirve, pues, de Daniel no sólo como profeta para su pueblo en el destierro, sino también para llevar la fe a los paganos. Daniel y Susana (Dn 13) No sabemos cuándo sucedió el episodio. Probablemente en los primeros años del destierro y, ciertamente, la comunidad judía residente en Babilonia ya había obtenido una cierta comodidad y autonomía, pues tenían sus propios jueces. Nos cuenta Daniel que había un hebreo llamado Joaquín, casado con una mujer educada por sus padres según la ley de Moisés. A más de piadosa y vir-tuosa, era muy bella. Joaquín era rico y gozaba de prestigio entre los judíos. Entre los que frecuentaban su casa había dos ancianos, de los que dice el Señor: “La iniquidad ha venido a Babilonia de los ancianos y de los jueces que se hacían guías del pueblo”. Se ena-moraron de Susana y trataron de seducirla, pero ella los rechazó con valentía a pesar de las amenazas de los perversos ancianos

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que le aseguraron que, si no accedía, la harían condenar a muerte. Y así lo hicieron. La acusaron de infidelidad conyugal y la hicieron condenar a muerte. Todos lloraban porque Susana era muy virtuosa y no podían comprender que hubiera cometido esa falta. Susana oró así al Señor: “Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo sabes antes que suceda, tú sabes que éstos han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí”. Dios escuchó su súplica y envió al joven Daniel que gritó entre la multitud, diciendo que se había levantado una calumnia contra Susana. Luego interrogó por separado a los ancianos y ellos se contradijeron en la acusación, y se descubrió la verdad. Susana quedó libre, y los ancianos fueron condenados a muerte: “Entonces la asamblea entera clamó a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él”. El trágico banquete (Dn 5, 1-30) Nabucodonosor murió en el año 562 aC y le sucedieron varios reyes. Uno de ellos fue Nabonid, último rey de Babilonia, quien le confió los negocios del reino a su hijo Bel-sar-usur, o sea, Baltasar. Era un hombre malo, orgulloso y blasfemo. La situación para el imperio babilónico se iba agravando, porque los persas lo atacan. Baltasar se desahoga en la embriaguez. Una vez organizó un banquete con miles de invitados y, llevado por el vino, mandó llevar las copas de oro y plata que Nabucondonosor había llevado del templo de Jerusalén, e hizo que sus comenzales bebieran en ellas. Era una clara profanación. A un cierto momento apareció una mano misteriosa que escribió en la pared tres palabras, también misteriosas: “Mené, Tequel, Parsín”. Ninguno de los sabios y adivinos supo leerlas, ni menos interpretarlas. Como Daniel ya tenía fama, lo llamaron y él explicó: “La escritura trazada es: Mené, Tequel y Parsín. Y esta es la interpretación de las palabras: Mené: Dios ha medido tu reino y le ha puesto fin; Tequel: has sido pesado en la balanza y encontrado falto de peso; Parsín: tu reino ha sido dividido y entregado a los medos y a los persas”. Esa misma noche fue asesinado Balta-sar, y el reino pasó a Darío el Medo. Daniel en el foso de los leones (Dn 6, 2-29) Daniel se había vuelto tan importante que “el rey se proponía ponerlo al frente de todo el reino”. Esto despertó la envidia de los principales jefes que se propusieron hacerlo caer en desgracia ante Darío. Efectivamente, le pidieron que promulgara un edicto real prohibiendo cualquier oración so pena de ser echado al foso de los leones, quien desobedeciera. Daniel seguía fiel a su Dios y oraba tres veces al día, de rodillas en su habitación. Así lo había hecho siempre, y lo siguió haciendo a pesar de la orden

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del rey. Sus enemigos lo sorprendieron rezando y lo acusaron. El rey se afligió, porque lo estimaba muchísimo, pero permitió que lo lanzaran al foso de los leones; sin embargo, le dijo a Daniel: “Tu Dios, a quien sirves con perseverancia, te librará”. Al día siguiente Darío se levantó temprano, se dirigió al foso de los leones y constató el milagro: Daniel estaba tranquilamente entre los leones. Entonces lo mandó sacar y dio esta orden a todos los ha-bitantes de su reino: “Doy orden, que en todos los dominios de mi rei​no se tema y se tiemble ante el Dios de Daniel, porque él es el Dios vivo, que subsiste por siempre”. Daniel fue también amigo de Ciro, rey de los Persas, que se apoderó del reino de los medos y extendió su reino desde India hasta el Mediterráneo. Como la misión profética de Daniel tenía la finalidad de mantener viva la fe del pueblo en el Dios verdadero y la esperanza del regreso a la patria, tuvo muchas visiones sobre los acontecimientos futuros, incluso la venida del Mesías.

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50. HISTORIA DE TOBÍAS

(Tb 1-14) Entre los deportados, tanto del reino de Israel (a Nínive) como del reino de Judá (a Babilonia) había gente buena, que seguía siendo fiel a Dios. Tobit o Tobías es un ejemplo. Era un hombre recto y fiel a Dios. Fue deportado a Nínive, y allí el rey Salmanasar lo estimó mucho y lo nombró su procurador. Podía ir donde quisiera, y se estableció en Media, donde administraba los negocios del rey. Pero, cuando murió Salmanasar, le sucedió su hijo Senaquerib que odiaba a los israelitas y mandó asesinar a muchos. Tanto era su odio que prohibió, bajo pena de muerte, enterrar los cadáveres. En el destierro Tobías seguía haciendo buenas obras: daba limosna a sus connacionales y, ocultamente, enterraba los cadá-veres. Alguien lo delató ante el rey y tuvo que huir, y le fueron confiscados todos sus bienes. Poco después Senaquerib fue ase-sinado por sus mismos hijos, y Tobías regresó a Nínive. Siguió ha-ciendo obras de caridad y enterrando los muertos. En una de esas ocasiones le sucedió un infortunio que él mismo nos narra: “Aque-lla misma noche, después de bañarme, salí al patio y me recosté contra la tapia, con el rostro al descubierto a causa del calor. Igno-raba yo que arriba, en el muro, hubiera gorriones; me cayó excremento caliente sobre los ojos y me saliereon manchas blancas. Fui a los médicos para que me curasen, pero cuantos más remedios me aplicaban, menos veía a causa de las manchas, hasta que quedé completamente ciego”. Tobías era ya anciano y, para peor, ciego y en situación econó-mica difícil. Llamó a su hijo, también de nombre Tobías, y le dio estos consejos: “Honra a tu madre y no le des un disgusto en todos los días de tu vida… acuérdate, hijo, del Señor todos los días y no quieras pecar ni transgredir sus mandamientos; practica la justicia todos los días de tu vida… Haz limosna con tus bienes… No vuelvas la cara ante ningún pobre… No retengas el salario a los que trabajan para ti; dáselo al momento… No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan… da de tu pan al hambriento y de tus vestidos al desnudo”. Tobías, padre, recordó que años antes había dejado un depósito a Gabel, en Ragués. Eran unos diez talentos de plata, que ahora le podían servir muchísimo. Envió a su hijo por ese dinero y, como no conocía el camino, le aconsejó que buscara un guía. Pronto lo encontró en la plaza en la persona del ángel Rafael, en apariencia un joven cualquiera que dijo llamarse Azarías.

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Emprendieron el viaje y cuando llegaron al río Tigris, Tobías bajó para bañarse los pies. Fue atacado por un enorme pez y Azarías le dijo: “No temas; cógelo por las agallas y sácalo”. Lo descuartizaron, cocinaron una parte y al resto le echaron sal para que se conservara y les sirviera de alimento por el camino. Ade-más, el amigo le aconsejó que conservara muy bien el corazón, la hiel y el hígado, porque más tarde les servirían. Llegaron a Ecbátana, en donde vivía Ragüel, un pariente de Tobías. Allí contrajo matrimonio con la hija de Ragüel, llamada Sara. Una muchacha muy hermosa y virtuosa, que había tenido siete maridos, pero todos habían muerto el día del matrimonio. Mientras se organizaba la boda, el compañero de Tobías conti-nuó el viaje hasta Ragués, cobró el dinero y regresó. Después de la boda, regresaron a Nínive con todas las riquezas que Ragüel había dado a su hija. Al llegar, hubo gran fiesta y alegría, y Tobías, padre, recuperó la vista por intervención del ángel. Cuando le iban a pagar al compañero de viaje todos sus grandes servicios, él manifestó lo que era: “Bendecid a Dios y proclamad ante todos los vivientes los bienes que os ha concedido, para bendecir y cantar su Nombre. Manifestad a todos los hombres las acciones de Dios, dignas de honra, y no seáis remisos en confesarlo. Bueno es mantener oculto el secreto del rey y también es bueno proclamar las obras gloriosas de Dios. Practicad el bien y no tropezaréis con el mal. Buena es la oración con ayuno; y mejor es la limosna con justicia que la rique-za con iniquidad. Mejor es hacer limosna que atesorar oro. La li-mosna libra de la muerte y purifica de todo pecado”. Y añadió: “Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están siempre presentes y tienen entrada a la Gloria del Señor”. “Tobías murió en paz a la edad de ciento doce años y recibió honrosa sepultura. Tenía sesenta y dos años cuando perdió la vista; y después de recuperarla, vivió feliz, practicando la limosna, bendiciendo siempre a Dios y proclamando sus grandezas” (Tb 14, 1-12). Antes de morir le aconsejó a su hijo que se fuera de Nínive, porque sería destruida. Y así lo hizo: se fue con su esposa y sus hi​jos para Media y se estableció en Ecbátana, junto a su suegro Ra​güel. Allí murió a la edad de ciento diecisiete años, después de ha​ber constatato la ruina de Nínive y ver cómo los ninivitas eran llevados cautivos a Media.

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51. LA REINA ESTER

(Est 1-10) En la ciudad de Susa, cerca del golfo pérsico, vivía Mardoqueo, un judío que había sido deportado de Jerusalén por Nabuco​donosor. También éste era de los pocos judíos que habían permanecido fieles a Dios y observaban la ley. Había criado en el temor de Dios a una hija de su tío, huérfana de padre y madre, llamada Ester, de gran belleza. El rey Asuero, que reinaba desde la India hasta Etiopía, organizó un espléndido banquete y ordenó que se presentara la reina Vasti para que los jefes invitados admiraran su belleza. Pero ella no quiso asistir. En castigo se le quitó el título de reina y buscaron a las más bellas jóvenes para que el rey eligiera a la nueva reina. Ester estaba entre esas jóvenes y el rey la eligió en vez de Vasti, sin saber que era de raza judía. Algún tiempo después el rey Asuero elevó a un tal Amán a una dignidad por encima de todos los altos funcionarios y ordenó que todos se arrodillaran cuando pasara Amán. Mardoqueo jamás lo hizo, y esto enfureció a Amán. Al saber que era Judío, Amán resolvió exterminar a todo este pueblo. Obtuvo la aprobación del rey y se fijó un solo día para aniquilarlos a todos. Ante la inminente tragedia, Mardoqueo le envió una misiva a Ester: “Acuérdate de cuando eras pequeña y recibías el alimento de mi mano. Porque Amán, el segundo después del rey, ha sentenciado nuestra muerte. Ora al Señor, habla al rey en favor nuestro y líbranos de la muerte”. Tanto Mardoqueo como Ester elevaron a Dios dos bellísimas oraciones por la salvación del pueblo. Luego Ester, por medio de Mardoqueo, mandó que todos los judíos orasen e hiciesen ayuno, mientras ella se presentaba al rey. Exponía su vida, porque ni la reina podía presentarse al rey sin ser llamada. Pero, confiada en Dios, se arriesgó y se presentó al rey. No sólo obtuvo el favor del rey, sino que le dijo que le concedería todo lo que le pidiera. Ella se limitó a invitarlo a un banquete, y también invitó a Amán. Este se llenó de más orgullo por haber sido invitado junto con el rey. Durante el banquete, el rey en presencia de todos le dijo: “Dime, reina Ester, qué quieres y te será concedido: di qué deseas y lo obtendrás aunque sea la mitad de mi reino”. Y ella le dijo: “Si he hallado gracia a tus ojos, oh rey, si te place concederme la vida, y la de mi pueblo, éste es mi deseo. Pues mi pueblo y yo estamos condenados al exterminio, a la matanza, al aniquilamiento”. El rey la

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interrumpió: “¿Quién es y dónde está el hombre al que se le ha ocurrido tal barbaridad?”. Ester, señalando a Amán, dijo: “El opresor, nuestro enemigo, es éste perverso de Amán”. Se revocó el edicto por el cual el pueblo judío estaba condenado al exterminio y se condenó a Amán, que fue colgado en la misma horca que él había preparado para ajusticiar a Mardoqueo. Y Mardoqueo fue elevado a gran dignidad. En el libro de las Crónicas de los reyes, de los medos y de los persas se habla de Mardoqueo: “El judío Mardoqueo era el segundo después del rey, persona importante entre los judíos, amado por la multitud de sus hermanos, preocupado por el bien de su pueblo y procurador de la paz de su raza”. Mardoqueo ordenó a todos los judíos, que estaban celebrando la victoria, que todos los años se celebraran esas fiestas que llamaron “Purim”, palabra que viene de “Pur”, porque Amán había echado el “Pur”, es decir, la suerte para exterminar a los judíos.

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52. FIN DEL DESTIERRO

(Esd 1-10; Ne 1-13) Dios siempre es fiel a sus promesas. Por medio de los profetas, especialmente de Isaías y Jeremías, había prometido el regreso del destierro, que duró setenta años. En efecto, en el año 539 aC el ejército de Ciro, rey de Persia, entró a Babilonia y se apoderó del reino. Al año siguiente autorizó a los hebreos a regresar a su patria con este edicto: “Así habla Ciro, rey de Persia: Yavé, Dios del cielo me ha dado todos los reinos de la tierra. Y ahora me ha en-cargado construir un templo en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, sea su Dios con él; suba a Jerusa-lén, en Judá a construir el templo de Yavé, Dios de Israel, el Dios que está en Jerusalén. Y a todos los supervivientes, dondequiera que vivan, ayúdeles la población del lugar en que residen, proporcionándoles plata, oro, bienes, ganado, así como otras ofrendas vo-luntarias para el templo de Yavé que está en Jerusalén”. Además ordenó que se le entregaran todos los utensilios del templo que Nabucodonosor se había llevado de Jerusalén. Todo el pueblo se puso en marcha, con sus jefes civiles y religiosos a la cabeza. Los sentimientos que los embargan, fáciles de imaginar, están expresados en el salmo 126, que empieza así: “Cuando Yavé hizo volver a los cautivos de Sión, como soñando nos quedábamos; entonces se llenó de risa nuestra boca y nuestros labios de gritos de alegría…”. Cuando la caravana llegó a Palestina, todos se dirigieron a sus lugares de origen, y poco después se dedicaron a la reconstruc-ción del templo. Pero surgió un problema que hizo suspender la obra. Recordemos que el reino del norte, el de Israel, cuando fue deportado, fue reemplazado en gran parte por gente pagana. Estos, al saber que los del reino de Judá habían regresado y estaban reconstruyendo el templo y fabricando las murallas de la ciudad, se presentaron a Zorobabel (jefe civil) y a Josué (sumo sacerdote) para proponerles que ellos también querían colaborar en la cons-trucción. En realidad lo que querían era obstaculizar. Los judíos no les aceptaron la propuesta, y entonces se dedicaron a desanimar al pueblo y a infundirles miedo. Entonces surge el profeta Ageo que los animaba en nombre de Dios a continuar la obra: “Así dice el Señor de los ejércitos: subid, pues, al monte para traer la madera y reconstruir la Casa, y me complaceré en ella y en ella pondré mi gloria, dice Yavé” (Ag 1, 7-8). La intervención del profeta tuvo buen efecto, pero muchos protestaban porque el nuevo templo era menos rico que el de Salo-

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món. De nuevo el profeta les garantiza que ese templo será más grandioso que el de Salomón: “La gloria de esta Casa será mayor que la de la primera, dice Yavé Sebaot; y en este lugar daré la paz” (Ag 2, 3-10). En efecto, la gloria de ese templo sería mayor, al quedar santificada con la presencia del Mesías. Fue terminado e inaugurado en el año 515 aC, y para su dedicación hicieron una gran fiesta con toda solemnidad.

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53. NUEVA INFIDELIDAD Y NUEVO CASTIGO

(1M 1-2) Entre los judíos que regresaron de Babilonia se presentó la necesidad de reorganizar la vida religiosa y civil. Esdras y Nehe-mías fueron los personajes claves. Terminada la reconstrucción del templo, organizaron el servicio religioso y quedaron establecidas varias clases de sacerdotes para que prestaran los servicios por turno. Y como la ignorancia religiosa era muy grande, se dedica-ron a instruir al pueblo. En cuanto al gobierno civil, quedó establecido que fuera ejercido por el sumo sacerdote, que también tenía el supremo poder religioso. Para ayudarlo, establecieron el Sanedrín, una especie de gabinete ministerial, compuesto por los ancianos y sabios de las familias más nobles. Claro está que políticamente seguían dependiendo de los reyes de Babilonia, pero por la distancia y la influencia que ejercían algunos judíos que se habían quedado en Persia, los judíos de Palestina gozaron de mucha libertad. Lamentablemente pronto olvidaron el cumplimiento de la ley, pues el pueblo, los sacerdotes y los levitas no se separaron de las gentes del país, sino que tomaron a sus mujeres por esposas, rebelándose así contra la ley que se lo prohibía. Entonces Esdras intercedió ante Dios y los obligó a la separación. Pasaron varios años hasta cuando un jovencito, llamado Alejandro Magno, venció a Persia y se hizo dueño de un grande imperio que iba desde India hasta Egipto. Era realmente un genio militar, que murió a los 33 años, en el 323 aC. Antes de su muerte había dividido todo su imperio entre sus generales. De ellos se destaca por su maldad Antíoco Epífanes. Algunos judíos rebeldes sedujeron a los otros diciendo: “Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean, porque desde que nos separamos de ellos, nos han sobrevenido muchos males”, y así lo hicieron mu-chos. Entonces vino la desolación sobre Jerusalén: “Antíoco entró con insolencia en el santuario y se llevó el altar de oro, el candela-bro de la luz con todos los accesorios, la mesa de la propiciación, los vasos de las libaciones, las copas, los incensarios de oro, las coronas, y arrancó todo el decorado de oro que cubría la fachada del templo. Se apropió también de la plata, oro, objetos de valor y de cuantos tesoros ocultos pudo encontrar. Tomándolo todo, partió para su país después de derramar mucha sangre y de proferir pala-bras de extrema insolencia”. Pero no sólo eso, sino que introdujo en el templo a sus ídolos, probablemente

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la estatua de Júpiter Olímpico. El 15 de diciembre del 167 aC fue día de luto nacional, fue la abominación de la desolación. Siguió una gran persecusión religiosa, pues Antíoco ordenó que todos sus súbditos tuvieran las mismas leyes, y los judíos no podían ser la excepción. Todos los israelitas tuvieron que esconderse para salvar sus vidas o apostatar de su religión. Muchos lo hicieron, porque prácticamente se habían alejado de Dios.

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54. DIGNO EJEMPLO DE ELEAZAR

(2M 6, 18-31) Antes de la tremenda persecución, muchos judíos apostataron. Pero también otros se mantuvieron firmes en su fe y en el cum-plimiento de la ley. Hermoso es el ejemplo del anciano Eleazar, narrado en el segundo libro de los Macabeos: “A Eleazar, uno de los principales escribas, varón de ya avanzada edad y de muy noble aspecto, lo forzaban a abrir la boca y a comer carne de cerdo”. Según la ley judía, no podían comer carne de cerdo porque era considerado animal inmundo. “Pero él, prefiriendo una muerte honrosa a una vida infame, marchaba voluntariamente al suplicio del apaleamiento, después de escupir todo, que es como deben proceder los que tienen valentía para rechazar los alimentos que no es lícito probar ni por amor a la vida. Los que estaban encargados del banquete sacrificial contrario a la ley, tomándolo aparte en razón del conocimiento que de antiguo tenían con este hombre, lo invitaban a traer carne preparada por él mismo, y que le fuera lícita; a simular como si se co-miera la mandada por el rey, tomada del sacrificio, para que, obrando así, se librara de la muerte, y por su antigua amistad hacia ellos alcanzara la benevolencia”. Rechazó la propuesta con firmeza: “A nuestra edad no es digno fingir, no sea que muchos jóvenes creyendo que Eleazar, a sus noventa años, se ha pasado a las costumbres paganas, también ellos por mi simulación y por mi apego a este breve resto de vida, se desvíen por mi culpa y yo atraiga infamia y deshonra a mi ve-jez. Pues aunque me libre del castigo de los hombres, sin embargo ni vivo ni muerto podré escapar de las manos del Todopoderoso. Por eso, al abandonar ahora valientemente la vida, me mostraré digno de mi ancianidad, dejando a los jóvenes un ejemplo noble de morir generosamente con ánimo y nobleza por las leyes venerables y santas”. Entonces los que lo aconsejaban y querrían salvarle la vida, cambiaron la suavidad en dureza, pero Eleazar caminó voluntaria y valientemente hacia el martirio, y antes de morir, exclamó: “El Señor, que posee la ciencia santa, sabe bien que, pudiendo librarme de la muerte, soporto flagelado en mi cuerpo recios dolores, pero en mi alma los sufro con gusto por temor de él”. El autor del libro concluye: “De este modo llegó a su tránsito. No sólo a los jóvenes, sino también a la gran mayoría de la nación, Eleazar dejó su muerte como ejemplo de nobleza y recuerdo de virtud”.

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55. EL MARTIRIO DE LOS SIETE HERMANOS

(2M 7, 1-42) Otro ejemplo de heroicidad fue el dado por siete hermanos, condenados a la flagelación y a la muerte, y sobre todo el de la madre, que prefirió verlos morir antes que desobedecer la ley de Dios. El primero habló así en nombre de sus hermanos: “¿Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros padres”. El rey, enfurecido, lo mandó torturar delante de la madre y de los hermanos, pensando que así lograría convencerlos a cumplir sus órdenes. Pero en vano. Todos, valientemente, prefirieron la muerte al pecado. Quedaba el último, el menor, y Antíoco trató de ganárselo con promesas de hacerlo rico y feliz; pero, animado por su madre a se-guir el ejemplo de sus hermanos, contestó al rey: “No obedezco el mandato del rey; obedezco el mandato de la ley dada a nuestros padres por medio de Moisés. Y tú que eres el causante de todas las desgracias de los hebreos, no escaparás de las manos de Dios. Cierto que nosotros padecemos por nuestros pecados; si es verdad que nuestro Señor que vive, está momentáneamente irritado para castigarnos y corregirnos, también se reconciliará de nuevo con sus siervos. Pero tú, ¡oh impío y el más criminal de todos los hombres!, no te engrías neciamente, entregándote a vanas esperanzas y alzando la mano contra tus siervos; porque todavía no has escapado al juicio del Dios que todo lo puede y todo lo ve… Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes de mis padres, invocando a Dios para que pronto se muestre propicio con nuestra nación, y que tú con pruebas y azotes llegues a confesar que él es el único Dios. Que en mí y en mis hermanos se detenga la cólera del Todopoderoso justamente descargada sobre toda nuestra raza”. Con más ira todavía, el rey lo hizo martirizar en presencia de la madre, a quien también le dio muerte después de sus hijos. De ella dice el autor del libro de los Macabeos: “Admirable de todo punto y digna de glorioso recuerdo fue aquella madre que, al ver morir a sus siete hijos en el espacio de un solo día, sufría con valor porque tenía la esperanza puesta en el Señor”.

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56. MATATÍAS, ANCIANO INTRÉPIDO

(2M 2, 1-70) La persecución de Antíoco continuaba, lo mismo que su obra de paganización. Entonces surgió una familia de héroes, capitaneada por Matatías y sus cinco hijos. Dejaron a Jerusalén y se fueron a Modín. Allí los alcanzaron los emisarios del rey y organizaron un sacrificio pagano, al que fueron invitados Matatías y sus hijos. Trataron de ganarse al padre, diciéndole: “Tú eres jefe ilustre y poderoso en esta ciudad y estás bien apoyado de hijos y hermanos. Acércate, pues, primero, y cumple la orden del rey, como la han cumplido todas las naciones, los notables de Judá y los que han quedado en Jerusalén. Entonces tú y tus hijos seréis contados entre los amigos del rey, y os veréis honrados, tú y tus hijos, con plata, oro y muchas dádivas”. La respuesta fue negativa y valiente. Luego gritó a la multitud: “Todo aquel que sienta celo por la ley y mantenga la alianza, que me siga”. Y se fue de Modín a las montañas con sus hijos y organizó la resistencia. Matatías y sus amigos hicieron correrías por el país, destruyeron los altares paganos y obtuvieron victorias contra sus enemigos. Matatías murió en el año 166 aC y lo reemplazó su hijo Judas, llamado Macabeo, que obtuvo muchos éxitos contra el rey Antíoco. Fue realmente un héroe nacional: “Engrandeció el nombre de su pueblo, vistió la coraza como un gigante, y se ciñó las armas de la guerra. Emprendió muchas batallas, y defendió el campamento con su espada. En sus empresas parecía un león, como un cachorrillo que ruge ante su presa. Persiguió a los malvados en sus escondites, y entregó al fuego a los perturbadores del pueblo. Se llenaron de miedo ante él los impíos, todos los obrado-res de la maldad se estremecieron, y la liberación fue por él felizmente conseguida. El amargó a muchos reyes, y con sus hazañas alegró a Jacob. Su memoria será bendita para siempre. Recorrió las ciudades de Judá exterminando a los impíos, y apartó de Israel la grande ira. Llegó su fama hasta los confines de la tierra y reunió a los dispersos”. Vencidos los enemigos, Judas y sus hermanos se dedicaron a la purificación del templo, que había sido profanado tres años antes. Hicieron una gran fiesta y Judas ordenó que se conmemorara todos los años. Esa fiesta se llamaba, en hebreo, “januka”, y se celebraba todavía en tiempos de Jesús. Pero las dificultades que tuvo que afrontar Judas fueron mu-chas. Por eso, hizo una alianza con los romanos, pero éstos no al-canzaron a ayudarle contra el poderoso ejército de Demetrio. El ejército de Judas, al ver a un enemigo tan

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poderoso, se desanimó y muchos desertaron. Los que le quedaron trataron de disuadirlo, pero él les dijo: “Jamás haré semejante cosa: huir delante de ellos. Si ha llegado nuestra hora, muramos valientemente por nuestros hermanos sin manchar nuestra gloria”. Fue un duro combate que duró todo el día. Hizo huir al enemigo pero murió en combate. Todo el pueblo lo lloró y lo enterraron en Modín, repitiendo esta lamentación: “¡Cómo ha caído el héroe, el salvador de Israel!”. Continuaron las luchas al mando de la gloriosa familia dirigida por los hermanos sobrevivientes. Por último quedó Simón que obtuvo la casi total independencia de Judea en el año 142 aC, y se dedicó a engrandecer y fortificar el nuevo reino. Antes de morir llamó a sus dos hijos y les dijo: “Mis hermanos y yo, y la casa de mi padre, hemos combatido a los enemigos de Israel desde nuestra juventud hasta el día de hoy y llevamos muchas veces a feliz término la liberación de Israel; pero ahora ya estoy viejo mientras que vosotros, por la misericordia de lo alto, estáis en buena edad. Ocupad, pues, mi puesto y el de mi hermano, salid a combatir por nuestra nación y que la protección del cielo sea con vosotros”. Poco después fue asesinado a traición en Dok, a unos 350 metros sobre la llaura de Jericó.

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57. SUCESORES DE LOS MACABEOS

Muerto Simón, le sucedió su hijo Juan Hircano que extendió más el reino y derrotó varias veces a los reyes de Siria. Gobernó 29 años y con él terminó la estirpe ilustre de los hermanos maca-beos, pero la dinastía continuó hasta los tiempos del Mesías. Los sucesores de los Macabeos no estuvieron a la altura de sus padres y cometieron muchos pecados. A Juan le sucedió su hijo Aristóbulo, quien tomó el título de rey. Cometió muchos delitos manchándose con la sangre de su propia madre y de su hermano. Le sigue Alejandro Janeo, a cuya muerte le sucede su mujer Alejandra que gobierna durante 9 años, después de los cuales pasa el gobierno a su hijo Hircano II, pero le arrebata el poder Aristó-bulo II. Entonces Hircano pide ayuda a Pompeyo, romano, quien va a Judea, toma a Jerusalén (año 63 aC) y se lleva prisionero a Roma a Aristóbulo. Poco después Hircano II es hecho prisionero y llevado al destierro a Babilonia. Pompeyo deja el mando de Jerusalén al Idumeo Antípatro, an-tecesor de los Herodes que siguen gobernando hasta el tiempo del Mesías. El más importante de todos fue Herodes el Grande, quien logró hacerse reconocer rey de Judea por el senado romano, puesto que los romanos prácticamente eran quienes gobernaban en Pales-tina y en casi todo el mundo. Este Herodes fue un gran constructor. Dice Flavio Josefo en su libro Guerra Judaica: “Así, por ejemplo, el año décimo quinto de su reinado, restauró el cuerpo del santuario y renovó las edificaciones que había en torno de él, doblando su área con respecto a la que antes tenían, y empleando tesoros incalculables y de insuperada magnificencia. Prueba de ellos eran los grandiosos pórticos en derredor del templo y la fortaleza situada en la parte septentrional del mismo: aquéllos los construyó desde los fundamentos; ésta la restauró con suntuosa magnificencia, en nada inferior a la de un palacio real, y la llamó Antonia en honor de Antonio. En cuanto a su propio palacio, que construyó en la zona alta de la ciudad, estaba formado por dos edificios espaciosísimos y de la más perfecta hermosura, con los cuales ni siquiera el santuario podía ponerse en parangón y a los que puso por nombre el de sus amigos, llamando al uno Cesareion y al otro Agripeion. Por lo demás, no solamente en palacios vinculó él la memoria y el nombre de éstos, sino que su magnificencia se extendió a la construcción de ciudades enteras”. Este Herodes fue el que intentó dar muerte al Mesías recién nacido. Ya cercano a la muerte, hizo encerrar en el hipódromo de Je​ricó a los hombres más

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destacados de todas las ciudades de Judea para ser asesinados cuando él muriera, para que así los ju​díos hicieran luto en esa ocasión. En efecto, así le dijo a su herma​na Sa​lomé: “Sé que los judíos celebrarán mi muerte; no obstante, po​dré ser llorado por otros motivos y tener unos funerales espléndidos, siempre y cuando vosotros queráis cumplir mis encargos. Ape​nas yo haya expirado, vosotros haréis matar enseguida a esos hombres que están encerrados, haciéndolos rodear antes por los sol​dados, de modo que toda la Judea y todas las familias, aun sin que​rer, llorarán por mí” (Flavio Josefo). 58. El Nuevo Testamento Para los cristianos la segunda parte de la Biblia es la más importante. “El Antiguo Testamento —dice Parente— es un preludio de la Buena Nueva, es una voz anticipada, es el ritmo de los pasos del Salvador que viene”. El Nuevo Testamento lo forman los evangelios, el libro de los Hechos de los Apóstoles, las cartas de algunos apóstoles y el Apocalipsis, el último libro de la Biblia. El libro más importante de toda la Biblia es el Evangelio. Napoleón, en Santa Elena, escribía en sus memorias: “El Evangelio no es un simple libro, es una criatura viviente, dotada de un vigor y de una potencia que conquista todo lo que se le opone. Vosotros podéis ver en esta mesa el libro de los libros; yo no me canso de leerlo y cada día lo releo con nuevo placer”. Y hasta el mismo Rousseau escribió: “La majestad de las Escrituras me sorprende, la santidad del Evangelio habla a mi corazón. Mirad los libros de los filósofos con toda su pompa. ¡Cómo son de pe​que​ños en comparación de éste! ¿Es posible que un libro tan sublime y tan sabio sea al mismo tiempo obra de los hombres?”. El Evangelio nos habla de la vida y de la doctrina de Jesús, el Me​sías esperado por los judíos desde muchos siglos, anunciado por los profetas, pero rechazado por los mismos judíos, cuando apa​reció predicando el Reino de Dios. Cuando nació Jesús, había una gran paz en el mundo, porque los romanos se habían adueñado de casi toda la tierra y, después de la guerras, habían impuesto la famosa pax romana. Dice el histo-riador G. Ricciotti: “Augusto, autor de esta pax romana, había alcanzado la cima de su pirámide de gloria, encontrándose en ese período por el que nunca debería morir. En efecto, se dijo de Augusto que, por el bien de Roma, hubiera debido: o nunca nacer o jamás morir; el período anterior a su dominio absoluto sería aquel por el cual no hubiera debido nunca nacer, y el período en el que fue el único dueño del mundo sería aquel por el cual nunca debería morir. Y a ese dueño del mundo, precisamente en ese segundo período, se le brindaron honores hasta ahora desconocidos en el imperio: se le dedicaban templos y ciudades, se le proclamaba de estirpe no ya humana sino divina, él era el nuevo Júpiter, era el Júpiter Salvador, era el astro que surge en el mundo. Pero no resulta que entre tantos títulos excelsos, se le haya dado a Augusto el de príncipe de la paz que ciertamente se lo merecía en su segundo período. Pero

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siete siglos antes un profeta hebreo había empleado muy bien ese título, y junto con otros que recuerdan los de Augusto, lo habían atribuido, precisamente como último y conclusivo título, al futuro Mesías: “…porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado, el señorío reposará en su hombro, y se llamará ‘Admirable-Consejero’, ‘Dios-Poderoso’. ‘Siempre-Padre’, ‘Príncipe de Paz’” (Is 9, 5).

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59. ¡NO TEMAS, ZACARÍAS!

(Lc 1, 5-25) En el año 747 de Roma en todo el mundo había completa paz. En Judea gobernaba el rey Herodes, y un buen día sucedió lo si-guiente: “Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, del grupo de Abías, casado con una mujer descendiente de Aarón, que se llamaba Isabel; los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin tacha en todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril, y los dos de avanzada edad”. Lucas, pues, comienza su Evangelio presentándonos a los pa-dres de Juan Bautista, precursor del Mesías. Ancianos, de familia sacerdotal, sin hijos. El evangelista no nos dice dónde vivían, pero la tradición identifica como lugar de su residencia a Ain Karim, a 7 km al sur de Jerusalén. “Sucedió que, mientras oficiaba delante de Dios, en el turno de su grupo, le tocó en suerte, según el uso del servicio sacerdotal, entrar en el santurario para quemar el incienso”. David había dividido a los sacerdotes en 24 clases para que prestaran el servicio en el templo. Zacarías pertenecía a la clase de Abías, que era la octava. Cada grupo prestaba el servicio durante una semana, y diariamente se elegía por suerte un sacerdote para ofrecer incienso sobre el altar de los perfumes. Era el cargo más honorífico, porque el sacerdote elegido era el único que podía entrar al lugar más sagrado del templo, y ese privilegio no se repetía más, porque después quedaban excluidos. La ofrenda del incienso se hacía dos veces por día: antes del sacrificio matutino y después del sacrificio de la tarde. Ese año y ese día favoreció la suerte a Zacarías. Se supone que en esa semana que le correspondía el turno a la clase de Abías, Zacarías dejó su pueblo de AinKarim y fue a Jerusalén, y, terminado su oficio, regresó a su pueblo. Zacarías, pues, entró en el Santo de los Santos, seguido con la mirada por la multitud de los fieles. Todos permanecían afuera, mientras el elegido, solo, renovaba las brasas y los perfumes en el altar del incienso. Estaba en esto, cuando “se le apareció el ángel del Señor, de pie, a la derecha del altar del incienso. Al verlo Za​ca​rías, se turbó, y el temor se apoderó de él. El ángel le dijo: ‘No te​mas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mu​jer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan’” (Lc 1, 11-13). Como entre los hebreos el no tener hijos significaba maldición de Dios, Zacarías e Isabel aceptaban su sufrimiento, se mantenían en el temor de Dios y le

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suplicaban siempre que los bendijera con un hijo. Pero ya habían perdido las esperanzas. Ahora, ya ancianos ambos, el ángel le anuncia que su oración ha sido escuchada y que su mujer le daría un hijo. Era natural y lógico no creer inmediatamente, y Zacarías pide una prueba, y el ángel se la da, pero al mismo tiempo se convierte en castigo: quedará mudo hasta que se cumpla lo anuciado. Y así sucedió. Cuando salió del santuario, la gente se dio cuenta de que algo había pasado, pues se había de​mo​rado demasiado y ahora salía mudo. No sabemos más detalles, hasta cuando el evangelista vuelve a ocuparse de esta familia: primero cuando la Virgen María va a vi-si​tar a su prima Isabel, y después cuando nace el niño: Juan Bau​tis​ta.

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60. ¡NO TEMAS, MA​​RÍA!

(Lc 1, 26-38) Seis meses después de lo sucedido a Zacarías en el templo de Jerusalén, tiene lugar otro hecho, el más maravilloso en la historia de la humanidad. Sucedió en un pueblito totalmente desconocido hasta entonces. De él no habla sino el Evangelio y hace ver que era muy despreciado: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?” (Jn 1, 46). En ese pueblito, a unos 140 km al norte de Jerusalén, vivía una joven, también desconocida, a pesar de ser la criatura más perfecta salida de las manos de Dios. Tenía un nombre comunísimo entre los hebreos: María. Estaba comprometida con un joven, llamado José. El compromiso matrimonial entre los hebreos no era como el noviazgo entre nosotros, sino un contrato legal de matrimonio, que se hacía un año antes de la celebración del matrimonio propiamente dicho. La novia quedaba tan comprometida que podía recibir del novio-marido el divorcio en caso de infidelidad, y si él moría, a la novia se la consideraba como auténtica viuda. El compromiso matrimonial se hacía más o menos entre los 12 y 13 años, la mujer; y entre los 18 y 24, el hombre. Esas tenían que ser, más o menos, las edades de María y de José. Un buen día, el mismo ángel que le había anunciado a Zacarías el nacimiento de Juan, se presenta en Nazaret a María y la saluda con mucho respeto: “Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo”. Como María era sumamente humilde, no comprende este saludo que la engrandecía y siente miedo como Zacarías; pero el ángel le dice: “No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; rei​na​rá sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin”. María, al contrario de Zacarías, no pide una prueba, pero sí presenta una objeción: ella no ha convivido con su prometido y el matrimonio todavía está lejos. ¿Cómo podrá suceder lo que se le anuncia ahora? Y la explicación del ángel: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios”; luego le comunica lo que le ha sucedido a su prima Isabel: la que llamaban estéril, ahora está en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible. María comprende que se trata de algo milagroso, y que su hijo será Hijo de Dios, es decir, el Mesías. Com-prende también que esa es la voluntad de Dios. Y

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acepta: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. En ese mo-mento se realiza la encarnación del Hijo de Dios. Dios se hace hom​bre en las entrañas de la Virgen María, como siete siglos antes lo había anunciado el profeta Isaías (Is 7, 14).

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61. ¡BENDITA TÚ!

(Lc 1, 39-56) Al saber María, por medio del ángel Gabriel, que su parienta Isabel estaba esperando un hijo en su ancianidad, parte inmediatamente a visitarla. El viaje entre Nazaret y Ain-Karim, distante unos 147 km, se hacía en cuatro o cinco días y, probablemente, María aprovechó la compañía de alguna caravana por el peligro de los ladrones y salteadores de caminos. Fue una visita de servicio, porque María comprendió la difícil situación de los dos ancianos. Cuando llegó y saludó a Isabel, ésta, por inspiración del Espíri-tu Santo, reconoció el misterio de María que llevaba en su seno al Mesías, y exclamó: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿y de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. Feliz la que ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas por parte del Señor”. La respuesta de María fue un bellísimo cántico de alabanza a Dios: “Proclama mi alma la grandeza del Señor. se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia —como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abraham y su descendencia por siempre”.

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Dice Roschini sobre este canto, excelencia del Nuevo Testa-men​to: “La Virgen Santísima, con una simple mirada, abraza a Dios y al hombre, a lo temporal y a lo eterno, a lo material y a lo es​piritual, al pasado y al porvenir, dándonos en pocas líneas maestras una inenarrable filosofía y teología de la historia”. Concluye el evangelista: “María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa”. Es decir, estuvo con Isabel hasta el nacimiento de Juan Bautista.

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62. NACIMIENTO DEL PRECURSOR

(Lc 1, 57-80) Nació Juan y, como era un acontecimiento extraordinario, “los vecinos y parientes oyeron que el Señor le había mostrado su gran misericordia, y se regocijaron con ella”. A los ocho días, al circuncidar al niño, se le imponía el nombre. Según la costumbre, debería llevar el nombre del abuelo paterno, pero como el padre era anciano, muchos opinaron que llevara su nombre. La madre dice que debe llamarse Juan, y nadie está de acuerdo porque ese nombre no lo ha llevado ningún miembro de la familia. Por señas preguntan a Zacarías su opinión, y él escribe en una tablilla: Juan es su nombre. Inmediatamente recupera el uso del habla como se lo había prometido el ángel, y Zacarías entona un bellísimo cántico de alabanza a Dios, que incluye también una profecía: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que nos odian; ha realizado así la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza y el juramento que juró a nuestro padre Abraham. Para concedernos que, libres de temor, arrancados de las manos de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días. Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos, anunciando a su pueblo la salvación,

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el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz”. En casa de Zacarías hubo, pues, júbilo y acompañamiento de familiares y vecinos. Todos se maravillaban del niño, incluso por el asunto del nombre y por la recuperación del habla del padre, y decían: “¿Quién será este niño?”. En el cántico de alabanza y de profecía, Zacarías, inspirado por el Espíritu Santo, dice que será el encargado de preparar los caminos del Señor. Es decir, el Mesías está por llegar, y ese niño tendrá que preparar al pueblo para reci-birlo. Cumplida su misión de servicio en casa de Isabel, María regresa a Nazaret. Del niño Juan no sabemos nada más, pues el evangelista Lucas sintetiza la vida oculta de Juan con estas palabras: “El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel”.

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63. EL JUSTO JOSÉ

(Mt 1, 18-24) Cuando María regresó a Nazaret, tenía de cuatro a cinco meses de embarazo, y para José fue una sorpresa desagradable y angustiosa, porque ignoraba el misterio de la encarnación. ¿Por qué María no lo había puesto al corriente? No lo sabemos. Podemos muy bien suponer que el silencio de María se debió a su total e incondicional confianza en Dios: él sabría cómo hacer sus cosas. Ella dejaba todo en sus manos. El problema para José era gravísimo: como legítimo marido por la promesa de matrimonio, se sentía el deber de repudiarla y exponerla a la deshonra pública. Por otra parte, reconocía la virtud de María: ¿habría sido víctima de un atropello durante su ausencia de Nazaret? El no lo sabía. Anota Mateo: “Su esposo José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto”. El problema se resolvió pronto, porque el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María, tu esposa, porque lo concebido en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. En ese tiempo Dios se manifestaba ordinariamente por medio de sueños. José comprende que el hijo de su prometida no era un niño cualquiera, sino el salvador de su pueblo, salvador de los pecados, es decir, Dios hecho hombre. José, siempre obediente a la voz de Dios, “habiendo despertado del sueño, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y recibió a su mujer”. Se convierte así en padre adoptivo del Salvador y asume la responsabilidad de proteger a María y al hijo que espera.

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64. NACIMIENTO DE JESÚS

(Lc 2, 1-20) Después del regreso de María a Nazaret, probablemente se formalizó el matrimonio propiamente dicho entre María y José, sin mucha apariencia ni festejos porque eran muy pobres, y la vida de los dos jóvenes esposos transcurrió tranquilamente. Pero cuando se aproximaba el tiempo del nacimiento del niño, se le ocurrió al em-perador romano César Augusto hacer un censo. Como Herodes era amigo del emperador, el censo se hizo a la manera judía y no a la romana, es decir, cada uno tenía que ir a su ciudad de origen para hacerse registrar. José y María descendían de la familia de David, que había nacido en Belén, y es probable que José también fuera de Belén. Te-nían, pues, que ir allí. No se sabe por qué fue también María. Pro-bablemente porque José no quería dejarla sola en Nazaret, o por-que, según la ley, las mujeres casadas también tenían que hacerse inscribir en su lugar de origen, o quizá porque tenían intenciones de establecerse definitivamente en Belén. En todo caso, esa era la voluntad de Dios para que se cumpliera la profecía de Miqueas, que fue el profeta que predijo el lugar del nacimiento del Mesías, como ya vimos anteriormente. Belén, antiguamente llamada Efratá, que significa “llena de frutos”, era un pueblito insignificante, pero también muy importante porque era el pueblo natal de David. Entre Nazaret y Belén hay unos 150 km. Por tanto, José y Ma-ría tuvieron que recorrer casi toda la Palestina de norte a sur, afrontando toda clase de dificultades, a las que se añadía el estado físico de María. Cuando llegaron a Belén, las cosas se pusieron peores, porque no encontraron dónde alojarse. En efecto, Belén era un lugar de paso para las caravanas que iban de Jerusalén a Egipto, y más gente había por motivo del censo. Además, María estaba para dar a luz y, por eso, se necesitaba un lugar tranquilo y apartado. Por eso, probablemente, muchos los rechazaron. En efecto, dice el evangelista: “No había sitio para ellos en la posada”, es decir, para otros sí, pero para ellos no. Entonces buscaron un lugar tranquilo en una de las grutas cercanas que servían de albergue a hombres y animales: “Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”.

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65. PRIMEROS ADORADORES

(Lc 2, 8-20) El Mesías esperado desde muchos siglos acababa de nacer. Lo lógico era que acudieran a su cuna los principales jefes políticos y religiosos de su pueblo. Pero la lógica de Dios no es la de los hombres. Los primeros adoradores del Dios hecho hombre fueron unas gentes pobres, despreciadas por los israelitas piadosos, especialmente por los fariseos. En efecto, los pastores, como vivían una vida nómada, no eran muy cumplidores de las prescripciones legales y casi todos los consideraban ladrones. Pues bien, a esa categoría de gente, en la misma noche del nacimiento de Jesús, se les apareció un ángel, que les dijo: “No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. Luego se le juntaron muchísimos más ángeles que alababan a Dios, diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace”. Cuando los ángeles desaparecieron, los pastores se dijeron: “Vamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado”. No dejaron para el día siguiente, sino que inmediatamente “fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho”.

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66. PRESENTACIÓN EN EL TEMPLO

(Lc 2, 22-38) Pocos días después del nacimiento del niño, seguramente se instalaron en alguna casa de Belén. Y a los ocho días, como orde-naba la ley, celebraron el rito de la circuncisión, con el que se in-corporaba al recién nacido al pueblo de Dios y se le ponía un nombre. En este caso, el de Jesús, como lo había ordenado el ángel a María y a José. Después cumplieron otra prescripción legal. Según la ley he-brea, después del parto la mujer se consideraba impura y tenía que mantenerse aislada durante 40 días, si había tenido un hijo, y 80 días, si había tenido una niña. Además, según el Exodo (c. 13), todo primogénito tenía que ser consagrado al Señor, en recuerdo de la liberación de la matanza de los primogénitos de Egipto. Pero podían ser rescatados, subiendo al templo y pagando cinco ciclos. Era una suma equivalente a unos veinte días de trabajo, bastante gran-de para José y María. Para los pobres la oferta era más pequeña: una tórtola o un pichón, que fue lo que ofrecieron José y María. A los 40 días, pues, María y José fueron de Belén a Jerusalén para cumplir la ley de la purificación y el rescate del niño. No era necesario llevar al niño, pero María se lo llevó consigo, porque ge-neralmente las jóvenes madres llevaban a su primogénito al templo para implorar sobre él las bendiciones de Dios. José y María, con el niño, subieron al templo, como tantas otras parejas insignificantes. Pero hubo dos personajes que sí los esperaban: uno era un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, que misteriosamente había recibido la promesa de ver al Mesías antes de morir. Tomó en brazos al niño y bendijo a Dios, diciendo: “Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar a tu siervo ir en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel”. Y le profetiza a María: “Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción, —y a ti misma una espada te atravesará el alma— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones”. El otro personaje era una anciana profetisa que vivía en el templo sirviendo a Dios: “Como se presentase en aquel preciso mo-mento, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que espera-ban la redención de Jerusalén”. Sin embargo, parece que los presentes no la tomaron en serio, porque el

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recuerdo desaparece muy pronto y José y María, inobservados, regresan a Belén.

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67. ADORACIÓN DE LOS MAGOS

(Mt 2, 1-23) El evangelista Mateo es el único que nos narra este episodio de los reyes magos, que no eran ni reyes, ni magos, en el sentido que hoy les damos a los magos. Ni eran tres. Ciertamente eran perso-najes importantes, ricos y estudiosos, que llegaron a Belén desde un país lejano, tal vez de Persia o de Arabia. Así como a los po-bres pastores de Belén se les anunció el nacimiento del Salvador milagrosa y misteriosamente, así también a estos personajes Dios les reveló el nacimiento del rey de los judíos, en el sentido de Me-sías. Como había judíos por todas partes, seguramente estos perso-najes habían oído de ellos noticias sobre el Mesías esperado, y ahora, misteriosamente, se les revela su nacimiento. Se ponen in-mediatamente en camino en busca de este Mesías, y son guiados, también misteriosamente, por una estrella. En Jerusalén desaparece la estrella y quedan extraviados. Entonces acuden al rey Herodes y le preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el oriente y hemos venido a adorarlo”. Herodes hubiera podido decir: “Yo soy el rey de los judíos. Aquí estoy a sus órdenes”. Era claro que no se trataba de un rey humano, sino del Mesías, porque iban a adorarlo. Y Herodes, que también sabe que vendrá un Mesías, se asusta, porque ya se ve destronado. Se informa sobre el lugar del nacimiento de Cristo, informa a los viajeros y toma precauciones: “Entonces Herodes llamó aparte a los magos y por sus datos averiguó el tiempo de la aparición de la estrella”. Luego les dice que vayan a Belén: “Id e informaos bien sobre ese niño; cuando lo encontréis, comunicádmelo, para ir también yo a adorarlo”. Los personajes siguen su camino, vuelven a ver la estrella que los guió hasta el lugar en donde estaba el niño. Se postran, lo adoran y le ofrecen dones. Después son avisados misteriosamente para que no vuelvan donde Herodes, y así lo hacen. Regresan a su país de origen sin pasar por Jerusalén. Cuando Herodes se vio burlado por los magos, se puso furioso y decidió acabar con ese niño. Para que no se le escapara, mandó matar a todos los niños de la comarca menores de dos años. No lo logró, porque Dios avisó a José que partiera inmediatamente para Egipto. Así lo hace y permanece allí hasta la muerte de Herodes.

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68. ENTRE LOS DOCTORES DE LA LEY

(Lc 2, 41-52) Cuando José y María regresaron de Egipto a Nazaret con el niño, probablemente volvieron a ocupar su humilde casa, parte de la cual estaba construida en la roca y que también servía de taller de carpintería. No volvemos a saber nada más de Jesús durante treinta años. Una excepción: “Cuando tuvo doce años, subieron ellos como de costumbre a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el niño se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que estaría en la caravana, hicieron un día de camino, y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca”. José y María iban todos lo años, como buenos israelitas, a la fiesta de pascua en Jerusalén. Según la ley, María no estaba obligada a este viaje, pues era propio de hombres. Y el niño tampoco antes de los 13 años. Pero generalmente muchas mujeres acompañaban a sus esposos, y también podían llevar a sus hijos antes de los 13 años. Seguramente Jesús era llevado por sus padres todos los años. Pero esta vez, cuando tenía 12 años, se presentó un pro-blema. Entre Nazaret y Jerusalén las caravanas pernoctaban unas tres o cuatro veces, en esos 120 kms. Lo mismo se hacía al regreso, después de las fiestas. Durante la marcha se formaban varias comitivas, según la familiaridad, la amistad, la edad, etc. Por la noche la familia volvía a reunirse. En esta ocasión, después de un día de camino, no aparece Jesús por ninguna parte. Entonces María y José regresan inmediatamente a Jerusalén y lo buscan angustiosamente, comenzando por los lugares en donde se habían hospedado. Ninguna noticia. Al tercer día se les ocurrió ir al templo, y allí lo encontraron “sentado en medio de los maestros, escuchándolos y preguntándoles; todos los que le oían estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas”. También quedaron sorprendidos María y José, que seguramente asistieron a parte de la discusión. Cuando terminó, intervino María: “¿Hijo, por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando”. María tenía toda la razón de hacerle este dulce reproche: ¿por qué no les había avisado? No era justo ese comportamiento, menos en él, que siempre había observado una conducta intachable. Jesús, que estaba dando explicaciones inteligentes a los doctores de la ley, no la da a sus padres. Se limita a darles una respuesta que ellos no pueden comprender: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?”.

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Concluye el evangelista: “Bajó con ellos y vino a Nazaret, y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”. En esta frase queda resumida toda la vida oculta de Jesús en Nazaret, hasta el comienzo de su vida pública.

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69. BAUTISMO DE JESÚS

(Mt 3, 1-17) La narración de Lucas nos ha dejado a Juan y a Jesús todavía niños: a uno en el desierto y al otro en Nazaret. Ahora han pasado unos treinta años de silencio. Primero aparece Juan Bautista proclamando en el desierto de Judea: “Convertíos, porque el reino de los cielos está cerca”. A la predicación añadía el testimonio de vida: “Tenía Juan un vestido de pelos de camello con un cinturón de cuero en sus lomos, y su comida eran langostas y miel silves​tre”. Juan sabía que el Mesías ya había nacido y que él, Juan, era el encargado de prepararle el camino. Por eso, predicaba la conversión, porque sin la conversión no tiene cabida el Reino de Cristo entre los hombres. A pesar de la dureza de sus palabras, cuando no veía buenas intenciones en los oyentes, muchos lo seguían. Por ejemplo, a los fariseos y saduceos decía: “Raza de vívoras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, digno fruto de conversión… Yo os bautizo con agua para conversión; pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no merezco llevarle las sandalias. El os bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”. Eran tantos los que acudían a su predicación y tanta su popula-ridad que algunos empezaron a creer que él podía ser el Mesías, pero él les dijo: “Yo no soy el Cristo” (Jn 1, 20). Cristo era otro y, precisamente, un buen día apareció entre la muchedumbre para hacerse bautizar, como uno cualquiera. Juan lo reconoció y se negó a bautizarlo: “¿Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, y tú vienes a mí?”. Pero Jesús insiste: “Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos toda justicia”. Entonces lo bautizó, y cuando salió del agua “se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba en forma de paloma y venía sobre él. Y una voz que venía de los cielos decía: ‘Este es mi hijo amado, en quien me complazco’”. “La manifestación celestial —dice G. Ricciotti— hace recordar la otra sobre la gruta de Belén: el Mesías allí comenzaba su vida física, aquí su ministerio; allá se les dio el anuncio a los pastores, aquí se da un signo al precursor inocente y un anuncio a los pecadores arrepentidos. Pero, así como sucedió por el anuncio de Belén, también éste a orillas del Jordán tuvo una eficacia muy limi​tada en cuanto al tiempo y en cuanto al número de los destinatarios. Pocos meses después, dos discípulos de Juan serán enviados por su mismo maestro para preguntarle a Jesús si él era precisamente el Mesías esperado”.

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70. LAS TENTACIONES EN EL DESIERTO

(Mt 4, 1-11) Después de recibir el bautismo, “Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. Y después de hacer un ayuno de cuarenta días y cuarenta noches, sintió hambre”. De esa debilidad humana se aprovecha el tentador: “Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes”. Jesús lo rechaza inmediatamente citándole un texto del Deuteronomio: “No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. El demonio es astuto y perseverante, y ataca citando también la Escritura. Lo lleva a la ciudad santa de Jerusalén, lo pone sobre el pináculo del templo y le dice: “Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: ‘A sus ángeles te encomendará, y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en piedra alguna’”. La cita es del Salmo 91. Jesús nuevamente lo rechaza y le vuelve a citar el Deuteronomio: “También está escrito: ‘No tentarás al Señor tu Dios’”. La tercera tentación es más misteriosa: “Todavía lo lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: ‘Todo esto te daré si te postras y me adoras’”. Es el colmo del atrevimiento, pero Jesús con más firme-za lo rechaza: “Apártate, Satanás, porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, sólo a él darás culto’”. Otra cita del mismo libro, el Deutoromio. Mateo concluye: “Entonces el diablo lo deja. Y he aquí que se le acercaron unos ángeles y le sirven”. El evangelista Lucas termina diciendo: “Acabado todo género de tentación, el diablo se alejó hasta un tiempo oportuno”. Este tiempo será el de la pasión. En efecto, cuando Jesús es hecho prisionero, exclama: “Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lc 22, 53).

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71. ELECCIÓN DE LOS APÓSTOLES

(Mt 4, 18-22; 10, 1-4) Jesús sabía que su misión en la tierra terminaría relativamente pronto, pero que su obra tenía que continuar hasta el fin de los tiempos. Era, pues, necesario elegir colaboradores para que lo acompañaran y después fueran los continuadores de su obra. Por eso, entre los primeros actos de su vida pública encontramos la elección de los Doce Apóstoles “para que estuvieran con él, y para enviarlos a predicar con poder de expulsar los demonios” (Mc 3,14). No conocemos la vocación o llamamiento de los Doce, sino sólo la de algunos: “Caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: ‘Venid conmigo y os haré pescadores de hombres’. Y ellos al instante, dejando las redes, lo siguieron. Siguió adelante y vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre arreglando las redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, lo siguieron”. Algunos días después “vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dice: ‘Sígueme’. El se levantó y lo siguió”. No conocemos el llamamiento de los otros, pero sí conocemos la lista de los Doce: “Eligió doce de entre sus discípulos, a los que llamó también apóstoles. A Simón, a quien llamó Pedro, y a su hermano Andrés; a Santiago y Juan, a Felipe y Bartolomé, a Mateo y Tomás, a Santiago de Alfeo y Simón, llamado Zelotes; a Judas de Santiago, y a Judas Iscariote, que fue el traidor” (Lc 6, 12-16). A algunos de éstos ya los conocía, desde cuando había bajado a Judea para hacerse bautizar por Juan. Allí conoció a Andrés y a Juan. Andrés llevó a su hermano Simón, y otro día encontró a Felipe y le dijo: “Sígueme”. Después Felipe encontró a Natanael (Bartolomé) y lo llevó a Jesús. En esa ocasión fue cuando Natanael le dijo a Felipe: “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”.

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72. NO TIENEN VINO

(Jn 2, 1-12) Después del bautismo en el Jordán y las tentaciones en el de-sierto de Judea, Jesús regresa a Galilea y se establece no en Naza-ret, sino en Cafarnaúm, a orillas del mar de Tiberíades, allí co-mienza a predicar el Reino de Dios. Algunos lo siguen como discípulos, porque se ha manifestado como un gran Maestro, y por eso lo llaman Rabí. Hacía ya unos dos meses que Jesús se había ausentado de Na-zaret y no se había vuelto a encontrar con su madre, María. Pero se reencuentran pronto, porque a Cafarnaúm le llega una invita-ción de una familia que iba a celebrar unas bodas en Caná, un pueblito muy cercano de Nazaret. Allí se encontraba María, también invitada porque seguramente eran familiares o muy amigos. La fiesta de bodas era un acontecimiento muy importante en la vida de los judíos, y el vino era un elemento importantísimo aun en las fiestas de los de pocos recursos económicos, y la fiesta po-día durar varios días. Y precisamente les falló este elemento: se les acabó el vino, tal vez porque no hicieron bien las cuentas, o por-que llegaron invitados imprevistos. El problema era muy serio, porque era un deshonor para la familia y se prestaba a protestas y burlas de los invitados. María no era una invitada cualquiera, que estuviera por ahí sentada para que la atendieran; por el contrario, estaba atenta a ayudar a servir. Al darse cuenta del percance del vino, va a Jesús y le di-ce: “No tienen vino”. Jesús le contesta: “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Como decir: “El problema no es nuestro”. María hubiera podido insistir, entre otras cosas porque él había llegado con más gente, o sea, sus primeros discípulos. No lo hace, sino que simplemente se dirige a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”, y se retira a seguir ayudando. ¡Extraordinaria la actitud de María! A la entrada de la casa había seis grandes jarrones de piedra para las abluciones prescritas por el judaísmo. Eran grandes y en total podían contener unos 600 litros. Como los invitados eran bastantes, el agua ya se había acabado. Jesús dice a los sirvientes: “Llenad las tinajas de agua”. Ellos, obedeciendo la orden de Ma-ría, corren al pozo y en pocos viajes las llenan hasta el borde, y esperan órdenes. Entonces Jesús les dice: “Sacadlo ahora y llevadlo al maestresala”. Ya no sacan agua sino vino.

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En pocos minutos sucede algo extraordinario: el jefe de la mesa prueba el vino, como le correspondía, y nota que es un vino exqui-sito, muchísimo mejor que el que hasta ahora habían bebido; se maravilla y se dirige al esposo (quien no tenía ni idea del percan-ce): “Todo el mundo sirve primero el vino bueno y cuando ya es-tán bebidos, el inferior. Pero tú has guardado el vino bueno hasta ahora”. La sorpresa es comprensible, porque él no sabía que el vino se había acabado, ni conocía la intervención de María ante Jesús. Los únicos testigos del milagro eran los sirvientes, María y los pocos discípulos que acompañaban a Jesús. Pero la noticia se conoció pronto. Por eso, concluye el evangelista: “Así, en Caná de Galilea, dio Jesús comienzo a sus señales. Y manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos”.

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73. BIENAVENTURADOS…BIENAVENTURADOS

(Mt 5, 3-12) De entre los discípulos, Jesús había elegido a doce a quienes llamó apóstoles, sus íntimos colaboradores. Pero ellos, en realidad, sabían poco en concreto sobre la doctrina del Maestro. Conocían su bondad, habían visto que hacía milagros para demostrar su poder divino y para ayudar a los afligidos, habían constatado que predicaba como quien tiene autoridad y que predicaba el Reino de Dios. Pero ellos, sus cooperadores, necesitaban saber algo más preciso. El pueblo también había notado que Jesús les enseñaba “no como los escribas”, pero tampoco tenían una idea muy clara de su doctrina. Además, aumentaba la oposición de los escribas y fari-seos, y esto hacía necesaria una declaración de programa. Ese programa de vida cristiana lo encontramos precisamente en el llamado “discurso de la montaña”, porque fue pronunciado en una de las colinas cercanas a Cafarnaúm. Nos lo narran los evangelistas Mateo y Lucas. Este lo hace más brevemente, porque escribía para los paganos y, por tanto, omite lo que es caraterístico de los judíos. La versión de Mateo, la más lar-ga es la siguiente: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.

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Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos, pues de la misma manera persiguieron a los profestas anteriores a vosotros”. Es, pues, el programa de vida que Jesús propone a sus oyentes, si quieren pertenecer al reino que está predicando: “Las bienaventuranzas sólo se pueden comprender si se tiene en cuenta un acontecimiento esencial: ha llegado el reino de Dios, está presente en la persona de Jesús” (A. Pronzato). Las bienaventuranzas eran un programa de vida que iba en sentido contrario a lo que esperaban los judíos: ellos querían riquezas, poder, bienestar material, aplausos, etc., pero Jesús propone todo lo contrario para pertenecer a su reino.

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74. LOS MILAGROS DE JESÚS

Milagro es un “acto del poder divino, superior al orden natu-ral”. Así lo define el diccionario. Este acto, superior al orden na-tural, lo hace Dios directamente, como en el caso de Jesús, o por medio de los hombres, como en el caso de los santos. Jesús hizo muchos milagros para demostrar que él era realmente Dios, y también para ayudar a los necesitados. El primer milagro que conocemos por el Evangelio es el de la conversión del agua en vino en Caná de Galilea (Jn 2, 1-11) con el que Cristo manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él. Esa fue la ra​zón, pero también la de ayudar a una familia en necesidad. Y la más maravillosa, sin duda, fue la de su propia resurrección. Con estas dos finalidades Jesús hizo muchísimos milagros durante su vida terrena. Algunos se los pedían, otros los hacía por propia iniciativa. Recordemos solamente algunos: La resurrección de la hija de Jairo (Mt 9,18-19.23-26). Por petición del papá de la niña: “Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá”. Y así sucedió, porque Jairo tenía fe. La niña resucitó “y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella comarca”. La resurrección del hijo de la viuda de Naím (Lc 6, 11-17). Este milagro fue hecho por iniciativa de Jesús, que se conmovió ante el dolor de la viuda que iba a enterrar a su hijo. Le dijo Jesús: “No llores”, y, acercándose tocó el féretro y ordenó al muerto: “Joven, a ti te digo: levántate”, y el muerto se levantó y se puso a hablar. La gente alababa a Dios y decía: “Un gran profeta ha surgido entre nosotros”, y “Dios ha visitado a su pueblo”, y el evangelista concluye: “Y lo que se decía de él se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina”. La resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-54). Lázaro y sus dos hermanas, Marta y María, eran amigos de Jesús. Vivían en Betania, un pueblito cerca de Jerusalén, en donde él se hospedó varias veces. Lázaro se enfermó y se agravó. Entonces las hermanas le mandaron decir a Jesús que su amigo estaba muy grave. En efecto, murió antes de llegar Jesús. Cuando llegó, se dirigió al sepulcro del amigo y ordenó que quitaran la piedra, pero Marta le dijo: “Señor, ya huele; es el cuarto día”. Sin embargo, Jesús le ordenó al muerto: “¡Lázaro, sal fuera!”. Y Lázaro resucitó. “Muchos de los judíos que habían venido a casa de Marta, viendo lo que había hecho, creyeron en él”. Este milagro, como todos, suscitó la fe de

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muchos, pero también le trajo graves consecuencias a Jesús, pues sus enemigos, los fariseos, “desde este día decidieron darle muerte”. Jesús hizo muchísimos otros milagros: caminaba sobre las aguas, calmaba las tempestades del mar de Tiberíades, devolvía la vista a los ciegos, hacía hablar a los mudos y caminar a los tullidos, dos veces multiplicó unos pocos panes, con los que sació a toda una multitud y hubo sobras en abundancia; expulsaba a los demonios y curaba a los leprosos. Para ver la cantidad de milagros que Jesús hacía, basta recordar lo que nos cuenta el evangelista Marcos, después de la curación de la suegra de Pedro: “Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados; la ciudad entera estaba agolpada a la puerta. Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y expulsó muchos demonios” (Mc 1, 29-34). Esto lo hizo en Cafarnaúm, en un solo día, o mejor, en una tarde.

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75. YO SOY EL PAN DE VIDA

(Jn 6, 22-71) Después de la multiplicación de los panes en un lugar desierto frente de Cafarnaúm, en la otra orilla del mar de Tiberíades, la gente se entusiasmó y querían hacerlo rey por la fuerza, pero Jesús se alejó de ellos al monte, él solo. Al atardecer, casi caída la noche, los apóstoles regresaron a Cafarnaúm, y al día siguiente la gente buscaba a Jesús, y lo encontraron. Le dijeron: “Rabí, ¿cuándo has llegado aquí?”. El aprovechó la ocasión para instruirlos sobre el verdadero pan, el que garantiza la vida eterna. Les dijo: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os ha​béis saciado. Obrad no por el alimento perecedero, sino por el ali​mento que permanece para la vida eterna”. Así comienza el famoso discurso sobre el pan de vida, que es Cristo mismo. En él insiste sobre la necesidad de alimentarse con el pan de vida para poder alcanzar la vida eterna, y dice abiertamente: “Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed”. Los judíos no en-tienden ni comprenden, y murmuran. Pero Jesús insiste: “No murmuréis entre vosotros… Yo soy el pan de vida... Yo soy el pan vi​vo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo”. A este punto los judíos ya no discuten con Jesús, sino entre ellos: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”. Jesús no se detiene a explicarles lo que va a hacer en la última cena, sino que insiste: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en voso-tros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera co-mida y mi sangre verdadera bebida”. Ante la insistencia tan clara de Jesús, los judíos lo rechazan: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”, y lo abandonan. Jesús se queda solo con los doce. Y como él no obliga a nadie a alimentatarse con su propio cuerpo y sangre, les dice: “¿También vosotros queréis marcharos?”; como decir: si no están de acuerdo, pueden irse. Pedro toma la palabra y hace una confesión de fe en nombre de sus compañeros: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”. Los oyentes, pues, se dividen en dos grupos: los que lo rechazan como alimento de vida eterna, y los que creen en él y lo aceptan.

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En realidad, para los oyentes de Jesús era difícil entender cómo podrían comer la carne y beber la sangre del maestro de Nazaret, porque todavía no había instituido la Eucaristía, que tuvo lugar en la última cena, antes de su pasión y muerte. En efecto, en esa ocasión, tomó el pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: “Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío”. Y lo mismo hizo con el vino: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros” (Lc 22, 19-20). En ese momento instituyó la Eucaristía y el sacerdocio, para poder quedarse con nosotros como pan vivo bajado del cielo, es decir, como alimento para la vida eterna.

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76. TODO LO HIZO BIEN

(Mc 7, 37) La vida y la predicación de Jesús, que hemos visto aquí muy brevemente, se encuentra en los cuatro Evangelios, narrados por Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Mateo y Juan fueron apóstoles, mientras que Marcos y Lucas narraron lo que habían oído de testigos oculares. Desde el principio de su vida pública, Jesús predicó la conversión como condición para pertenecer al Reino de Dios: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva”, es decir, en el Evangelio. Como los judíos, comenzando por los jefes religiosos, esperaban un Mesías glorioso y triunfador contra los invasores romanos, y Jesús no era como ellos esperaban, lo persiguieron, lo recha-zaron y, finalmente, lo hicieron condenar a muerte. Pero al tercer día, como lo había anunciado anteriormente, resucitó, se hizo ver de sus apóstoles y de muchos discípulos, y les dio las últimas instrucciones. Después, a la vista de sus más íntimos, subió visiblemente al cielo, después de decirles: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18-20). Esta permanencia de Jesús entre los suyos está en la Eucaristía. Además se quedó con su Espíritu, que había prometido enviar después de su ascensión al cielo: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré… Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa” (Jn 16, 5-15). Toda la vida de Jesús puede sintetizarse en la frase que las multitudes decían al ver los milagros y las obras de bien que realizaba: “¡Todo lo ha hecho bien!” (Mc 7, 37), y que Pedro confirmó en el discurso, en casa de Cornelio: “Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios a Jesús de Nazaret lo ungió con el Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo” (Hch 10, 37-38).

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77. EL ESPÍRITU SANTO

(Hch 2, 1- 4) Jesús había prometido enviar un consolador, y pocos minutos antes de subir visiblemente al cielo, los discípulos le preguntaron si había llegado el tiempo de la restauración del reino de Israel, y él les dijo: “A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad, sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1, 78). Esta venida visible del Espíritu Santo sobre los apóstoles sucedió diez días después de la ascensión: “Llegado el día de pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en donde se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas, como de fuego, que dividiéndose se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pu​sieron a hablar en otras lenguas según el Espíritu les concedía ex​presarse”. Quedaron transformados: antes de la venida del Espíritu Santo eran ambiciosos, como lo demuestra la petición de Santiago y Juan: “Maestro, queremos que nos hagas lo que te vamos a pe​dir… Que nos sentemos uno a tu derecha y el otro a tu izquierda en tu gloria”. Y “los otros diez, al oír esto, se indignaron contra San​tiago y Juan” (Mc 10, 35-41). Después de pentecostés, dejan de ser ambiciosos y se convierten en generosos y desinteresados, en​tregados por entero al servicio de los demás. Antes eran envidiosos: en cierta ocasión dijo Juan a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que arrojaba los demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no anda con nosotros” (Lc 9, 49). Después se alegran siempre del bien que hacen los demás. Antes eran vengativos: una vez, porque no los dejaron entrar en un pueblo de Samaría, Santiago y Juan dijeron a Jesús: “¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?”. Después supie-ron perdonar siempre e hicieron el bien a los demás, incluso a los enemigos. Antes eran cobardes y lo demuestra el abandono a Jesús en el huerto de los Olivos: “Todos los discípulos lo abandonaron y huyeron” (Mt 26, 56), y Pedro, durante la pasión, lo negó tres ve-ces. Después fueron tan heróicos que terminaron su vida con el martirio.

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78. LA OBRA DE LOS APÓSTOLES

(Hch 1-28) Los apóstoles acompañaron a Jesús durante su vida terrena, escucharon su palabra y, cuando subió al cielo, después de recibir el Espíritu Santo en pentecostés, “salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que los acompañaban” (Mc 16, 20). Predicaron el Reino de Dios con valentía, con la palabra y el testimonio de vida, y confirmaron su fe en Cristo con el martirio. Cuando no podían llegar personalmente con su predicación oral, lo hacían por medio de cartas, las que encontramos en la Biblia después del libro de los Hechos de los apóstoles. La vida de los apóstoles, después de la ascención de Jesús al cielo, no fue nada fácil. Tan pronto comenzaron a predicar, fueron perseguidos por las autoridades, y se les prohibió predicar en nombre de Jesús; pero ellos valientemente dijeron ante el Sanedrín: “Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 19-20). En otra ocasión los miembros del Sanedrín llamaron a los apóstoles “y, después de haberlos azotado, les intimaron para que no hablasen en nombre de Jesús. Y los dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el nombre de Jesús. Y no cesaban de enseñar y de anunciar la buena nueva de Cristo Jesús cada día, en el templo y por las casas” (Hch 5, 4042). Conclusión Esta sencilla narración de la Biblia sirva ojalá a los lectores para entusiasmarse por su lectura, ya que es la carta de Dios a los hombres. Por eso, el Concilio Vaticano II dice: “La Iglesia ha ve-nerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la Palabra de Dios como del cuerpo de Cristo, sobre todo en la liturgia. Siempre las ha considerado y considera, juntamente con la tradición, como la regla suprema de su fe, puesto que, inspiradas por Dios y escritas de una vez para siempre, comunican inmutablemente la Palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los profetas y de los apóstoles… Porque en los sagrados libros el Padre que está en los cielos, se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia,

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y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual” (Dei Verbum 21). El libro del Apocalipsis, que es el último de la Biblia católica, termina con estas palabras: “Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!”. Este es también nuestro deseo para todos: que la gracia del Señor esté con todos y los acompañe siempre.

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BIBLIA: PREGUNTAS QUE EL PUEBLO HACE

Este libro fue preparado pensando en el pueblo que se reúne en las comunidades. El autor parte de las preguntas más frecuentes que allí se hacen al estudiar la Biblia. Aunque se apoya en especialistas para mostrar cómo caminan hoy los estudios bíblicos, considera que el objetivo principal no es dar a co​nocer los resultados de la investigación científica en esta línea, sino señalar respuestas de manera simple y clara, que estimulen la sensibilidad de la gente para interpretar la palabra de Dios a la luz de la fe y de la vida personal y comunitaria.

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50 SALMOS PARA TODOS LOS DÍAS - TOMO II

Con este segundo volumen llegamos al final del recorrido a través de los 100 Salmos propuestos por las liturgias dominicales de los ciclos A, B y C, hechos compañeros diarios de camino en la medi-tación del pueblo cristiano. La mayoría de las veces el “Salmo del domingo” guarda estrecha relación con la lectura del Antiguo Testamento, conectada, a su vez, con el Evangelio: y esta obra es una contribución para asociar la oración cotidia​na con la Palabra de Dios, proclamada en la Asamblea dominical. Se continúa aquí con los “tres niveles” de lectura: la primera, “con Israel”, es una síntesis del mínimo de técnica bíblica para un conocimiento serio, no demasiado superficial del texto; los dos siguientes niveles de lectura, forman el eje de la obra: valorizar una “lectura cristiana” y una “lectura moderna” de los textos orados ya por Israel. Por esto la tercera lectura: “Con nuestro tiempo”, es la más desarrollada y original, con la que los Salmos cobran una actualidad inusitada para iluminar las esperanzas, luchas, alegrías y tristezas de los hombres y mujeres del mundo contemporáneo, entroncados así en la larga descendencia de los creyentes.

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CÓMO ENTENDER EL MENSAJE DE LOS PROFETAS

La literatura profética, entre los libros bíblicos, ha sido de la más difícil comprensión para quienes tienen en sus manos la Biblia. Esto se debe a muchos factores que, si bien para ellos son desconocidos y oscuros, no lo son para los conocedores expertos de las Sagradas Escrituras. COMO ENTENDER EL MENSAJE DE LOS PROFETAS se propone salvar este escollo en los iniciados, presentándoles en forma didáctica el fenómeno del profetismo en Israel. El autor recorre con el lector los temas más importantes del profetismo: sus orígenes, la formación de los libros proféticos, los profetas antiguos y el tiempo en que vivieron, los profetismos israelitas con sus connotaciones de verdaderos y falsos. Es un trabajo realmente serio, no obstante su finalidad de alcanzar un amplio círculo de lectores entre los incontables cristianos poseedores de una Biblia, deseosos de una mayor comprensión de la Palabra de Dios. Es un libro muy útil, primero que todo para quienes tienen alguna responsa​bilidad en el campo de la catequesis, pero su lectura traerá además consecuencias provechosas para quienes desean conocer la Biblia más a fondo. En algunas circunstancias, este libro puede convertirse en un bello texto para clases de religión o de Biblia, tanto a nivel de educación básica secundaria como superior.

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CÓMO ENTENDER EL MENSAJE DEL NUEVO TESTAMENTO

¿Entiendes el Mensaje? y Cómo entender el Mensaje del Nuevo Testamento que llegan a la 5ª edición, han nacido de una hermosa experiencia de fe y de amor a la palabra de Dios, protagonizada por un grupo de cristianos y de misioneros, en Rama (Nicaragua). Durante cuatro años, con la guía de 14 misioneros capuchinos, estos grupos han ido meditando y dialogando sobre la formación y el sentido de la Biblia, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ahora ofrecen sus resultados también a las comunidades cristianas de América Latina, compartiendo con ellas esas experiencias largamente reflexionadas y compartidas al interior de esos grupos. Su eficacia radica ante todo en la transparente sencillez de la forma que permite también a los no iniciados penetrar en los secretos del Mensaje bíblico y beneficiar​se de las grandes riquezas del mismo. Hay que destacar también otro mérito de los grupos que han elaborado esta maravillosa síntesis: gracias a ellos, las muchas y valiosas obras bíblicas de grandes autores católicos han dejado de ser patrimonio de unas minorías privilegiadas, para estar al alcance de todos y revelarles sus tesoros. Las diversas ediciones que han tenido las dos obras, son la mejor garantía de la bondad y necesidad de las mismas. De hecho, ellas han llegado a convertirse en un indispensable ins​trumento de trabajo para las más diversas agrupaciones: parroquiales, religiosas, escolares de grupos informales y universitarios.

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EL CANTAR DE LOS CANTARES

Mil docientas palabras hebreas se convirtieron en el CANTAR DE LOS CANTARES, o sea, “el cántico sublime”, el cantar por excelencia del amor y de la vida. Un poema esmaltado todo él de símbolos, cru​zado por el gozo, capaz de transformar en primavera incluso el árido y desolado panorama de Palestina. En el centro de este jardín están El y Ella, la pareja eterna que reaparece cada día sobre la faz de la tierra para cantar que “es fuerte el amor como la muerte” (8, 6). Este comentario basado en una nueva versión del texto bíblico, luego de salir al encuentro de los secretos literarios de esta mara​villosa minuta poética, sigue las páginas en su avance a través de escenas sorprendentes y exaltantes. Una vez terminado el viaje por el texto bíblico, se emprende un nuevo itinerario al interior de los “Mil cantares”, siguiendo el hilo de oro que el CANTAR ha dejado en la literatura, la pintura, la música, el arte de todos los tiempos. Al final se arriba a su secreto definitivo, el de su original y “juvenil” teología, celebración del amor humano pero también del místico: “¡Mi amado es mío y yo soy suya... DodÎ lÎ wa’ anî lô!”.

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¿ENTIENDES EL MENSAJE?

Esta obra, junto con COMO ENTENDER EL MENSAJE DEL NUEVO TESTAMENTO, nació en una hermosa experiencia de fe y amor a la Palabra de Dios protagonizada por un grupo de cristianos y misioneros en Rama (Nicaragua). Durante años, con la guía de 14 misioneros capuchinos, estos grupos han ido meditando y dialogando sobre la formación y el sentido de la Biblia, del Antiguo y del Nuevo Testamento. Ahora ofrece sus resultados también a las comunidades cristianas de América Latina, compartiendo con ellas esas experiencias largamente reflexionadas y compartidas en esos grupos. Su eficacia radica, ante todo, en la transparente sencillez de la forma que permite también a los no iniciados, penetrar en los secretos del mensaje bíblico y beneficiarse de las grandes riquezas del mismo. Hay que destacar también otro mérito de los grupos que han elaborado esta maravillosa síntesis: gracias a ellos las muchas y valiosas obras bíblicas de grandes autores católicos han dejado de ser patrimonio de unas minorías privilegiadas, para estar al alcance de todos. Las diversas ediciones que han tenido ambas obras, son la mejor garantía del valor y la necesidad de las mismas; han llegado a convertirse en un indispensable instrumento de trabajo para las más diversas agrupaciones: parroquiales, religiosas, escolares de grupos informales y universitarios.

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LECCIONES BÍBLICAS

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GUÍA PRÁCTICA PARA EL CONOCIMIENTO DE LA BIBLIA

Apartir del Concilio Vaticano II, se han reali​zado muchas traducciones de la Biblia, sobre los textos originales. Esto es un signo consolador de la vuelta a las fuentes de la vida cristiana. Pero el acercamiento a la Palabra de Dios, no siempre es fácil para todos. El autor, experimentado pastoralista, se ha propuesto facilitarlo con este libro. Con gran sencillez ofrece aquí elementos necesarios para la comprensión de los Libros Sagrados, logrando ela​bo​rar así un verdadero manual de iniciación bíblica. En contacto con los grupos parroquiales, el autor ha captado las exigencias de los cristianos de hoy. Sus múltiples publicaciones han nacido como oportunas respuestas, y están orientadas a la divulgación del mensaje cristiano.

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QOHÉLET

Cerca de tres mil palabras hebreas, doscientos veintidós versículos distribuidos en doce capítulos componen a Qohélet, el Eclesiastés, el Predicador; sin duda, el libro más original y “escandaloso” del Antiguo Testamento. Un libro marcado por la famosa expresión Havel havalim..., “vanitas vanitatum”, “un inmenso vacío, todo es vacío” (1, 2; 12, 8). Como escribía un exegeta, sobre este canto dedicado al silencio y al sinsentido, a la vejez y a la oscuridad, salpicado varias veces de misteriosos destellos de una alegría resignada: “No se sale indemnes sino adultos o listos para llegar a serlo”. Este comentario del texto bíblico se estructura en tres etapas: la primera, bajo el título típicamente “qohelético”: ¡un vacío inmenso, todo es vacío!, ofrece las herramientas esenciales para resolver los primeros enigmas de la obra, del texto, del autor, de la interpretación y del mensaje. La segunda etapa es la más larga y fundamental, consagrada totalmente a seguir en el comentario del hijo poético y espiritual de las palabras de Qohélet, hijo de David, rey de Jerusalén (1, 1). La etapa fi​nal recorre los territorios de nuestro planeta y los mi​lenios de nuestra historia en busca de Los mil Qohélets, es decir, de todos aquellos que se han inspirado en este sabio bíblico del siglo III antes de Cristo.

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Índice La Biblia narrada a los niñosde 9 a 99 años Justino Beltrán 1. La creación 2. La caída 3. Caín y Abel 4. El diluvio 6. Abraham 7. Abraham y Melquisedec 8. Destrucción de Sodoma y Gomorra 9. Abraham e Isaac 10. Esaú y Jacob 11. Huida y matrimonio de Jacob 12. Historia de José 13. Triunfo de José 14. Magnanimidad de José 15. Tiranía de los egipcios 16. Vocación de Moisés 17. La liberación 18. Paso del Mar Rojo 19. Marcha por el desierto 20. La alianza y el decálogo 21. Apostasía de Israel 22. Muerte de Moisés 23. Preparación 24 . Toma de Jericó 25. Josué detiene el sol 26. La heroína Débora 27. Gedeón 149

2 3 5 6 7 9 11 13 15 16 17 19 21 23 25 27 28 30 32 33 35 36 38 40 42 44 45 47

28. Abimelek 29. Jefté 30. Sansón 31. Historia de Rut 32. Samuel 33. Comienza la monarquía 34. David 35. David, rey 36. Salomón, el más grande 37. División del reino 38. El reino de Israel 39. Ajab y Elías 40. Eliseo, sucesor de Elías 41. El profeta Jonás 42. Fin del reino de Israel 43. Reino de Judá 44. Isaías, profeta intrépido 45. Miqueas, profeta social 46. Jeremías, 47. Fin del reino de Judá 48. Ezequiel, profeta simbólico 49. Daniel, profeta leal 50. Historia de Tobías 51. La reina Ester 52. Fin del destierro 53. Nueva infidelidad y nuevo castigo 54. Digno ejemplo de Eleazar 55. El martirio de los siete hermanos 56. Matatías, anciano intrépido 150

48 49 50 53 55 57 58 60 63 65 67 68 70 72 74 75 76 78 80 81 83 84 88 90 92 94 96 98 99

57. Sucesores de los Macabeos 59. ¡No temas, Zacarías! 60. ¡No temas, Ma-----ría! 61. ¡Bendita tú! 62. Nacimiento del precursor 63. El justo José 64. Nacimiento de Jesús 65. Primeros adoradores 66. Presentación en el templo 67. Adoración de los magos 68. Entre los doctores de la ley 69. Bautismo de Jesús 70. Las tentaciones en el desierto 71. Elección de los apóstoles 72. No tienen vino 73. Bienaventurados…bienaventurados 74. Los milagros de Jesús 75. Yo soy el pan de vida 76. Todo lo hizo bien 77. El Espíritu Santo 78. La obra de los apóstoles Biblia: Preguntas que el pueblo hace 50 Salmos para todos los días - Tomo II Cómo entender el mensaje de los Profetas Cómo entender el mensaje del Nuevo Testamento El Cantar de los Cantares ¿Entiendes el Mensaje? Lecciones Bíblicas Guía práctica para el conocimiento de la Biblia 151

101 104 106 108 110 112 113 115 116 118 120 122 124 125 126 128 130 132 134 136 138 140 141 142 143 144 145 146 147

Qohélet

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