La amante del cardenal. Benito Mussolini

September 1, 2018 | Author: MussoliniFascismo | Category: Benito Mussolini, Protestantism, Religion & Spirituality, Pope, Friedrich Nietzsche
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Descripción: El anticlericalismo de Mussolini. Piénsese lo que se piense, como obra de arte, de esta novela de Benito Mu...

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LA AMANTE DEL CARDENAL - BENITO MUSSOLINI

LA AMANTE DEL CARDENAL - BENITO MUSSOLINI

BENITO MUSSOLINI LA AMANTE DEL CARDENAL NOVELA TRADUCCIÓN DE HÉCTOR LICUDI MADRID - 1 930 EDITORIAL ESPAÑA ESPAÑA 1930-MADRID Digitalizado por Triplecruz

ÍNDICE PRÓLOGO........................... PRÓLOGO......................................... ........................... ........................... ............................ ............................ .................. 3 LA AMANTE DEL CARDENAL ........................... ......................................... ............................ ........................... ..................... ........ 6 Capítulo primero......................... primero...................................... ........................... ............................ ............................ ..................... ....... 6  Capítulo Capítulo II............ II .......................... ............................ ........................... ........................... ............................ ............................ .................. 9  Capítulo III.............. III ........................... ........................... ............................ ............................ ........................... ......................... ............ 12  Capítulo Capítulo IV ........................... ........................................ ........................... ............................ ............................ ......................... ........... 17  Capítulo Capítulo V ............................ .......................................... ........................... ........................... ............................ ......................... ........... 23  Capítulo Capítulo VI ........................... ......................................... ............................ ........................... ........................... ......................... ........... 25  Capítulo Capítulo VII .......................... ........................................ ............................ ............................ ........................... ........................ ........... 28  Capítulo Capítulo VIII ............................ .......................................... ........................... ........................... ............................ ...................... ........ 32  Capítulo Capítulo IX ............................ .......................................... ........................... ........................... ............................ ........................ .......... 37  Capítulo Capítulo X ........................... ......................................... ........................... ........................... ............................ .......................... ............ 43  Capítulo Capítulo XI .......................... ........................................ ............................ ........................... ........................... .......................... ............ 49  Capítulo Capítulo XII ............................ ......................................... ........................... ............................ ............................ ....................... ......... 54  Capítulo Capítulo XIII ........................... ......................................... ........................... ........................... ............................ ....................... ......... 57  Capítulo Capítulo XIV ........................... ......................................... ............................ ........................... ........................... ....................... ......... 61 Capítulo Capítulo XV .......................... ........................................ ........................... ........................... ............................ ......................... ........... 65  Capítulo Capítulo XVI ........................... ......................................... ............................ ............................ ............................ ...................... ........ 69  Capítulo Capítulo XVII .......................... ........................................ ............................ ............................ ............................ ...................... ........ 74  Capítulo Capítulo XVIII ............................ ......................................... ........................... ............................ ............................ .................... ...... 80 

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PRÓLOGO  El anticlericalismo de Mussolini. Piénsese lo que se piense, como obra de arte, de esta novela de Benito Mussolini que hoy  publicamos en lengua española, es forzoso reconocer su valor como dato biográfico del duce. del duce. Dato, pues, nada despreciable en este momento de la cultura europea en que uno de los  géneros literarios más en boga es la biografía, el retorno al culto de la personalidad individual, sin duda como reacción a aquel apogeo de la masa anónima que culminó simbólicamente en el  único héroe de la catastrófica guerra de los Cuatro Años: el Soldado Desconocido. Por grandes  que sean nuestras discrepancias del político Mussolini, sería pueril desconocer la existencia  objetiva de su personalidad histórica y, por tanto, la importancia de reunir todos los elementos  intelectuales que pueden ayudarnos a comprenderla. Principalmente como una curiosa  aportación al conocimiento íntimo de Mussolini, por lo menos en su época formativa, damos hoy  a la prensa esta versión castellana de La de La amante del Cardenal. Como toda fuerte personalidad, Mussolini vacila un instante, siendo mozo, en el cruce de  los caminos de la vida: entre la acción y la representación; entre la política y el arte. La miseria le  arroja a Suiza, donde se gana el sustento como peón de al-bañil y como acarreador de vino. A veces le sostiene la caridad pública y en alguna ocasión bordea o traspasa el código penal. En  las horas robadas al descanso, aprende el francés, que más tarde ha de servirle para dar  lecciones particulares, y asiste a las conferencias de la Universidad de Ginebra y del Politécnico  de Zurich. Finalmente le expulsan de Suiza como indeseable, no se sabe a ciencia cierta si por  su oratoria demagógica o por vagabundo peligroso. Entonces emigra a Alemania, donde traba comercio intelectual con sus clásicos y, sobre  todo, con Nietzsche, cuya influencia ha de moldear duraderamente su concepción de la Historia  y del Estado. Por entonces escribe su ensayo nietzscheano sobre La sobre  La filosofía de la fuerza, que  por una ironía del destino se publica en un periódico dirigido por Arturo Labriola, más tarde, en  pleno fascismo, uno de sus enemigos más irreductibles. De entonces datan también sus  ensayos sobre La sobre La poesía de Fríedrich Klopstock; Las mujeres en el Guillermo Tell de Schiller, en  que se exalta su patriotismo anti-austríaco con el propósito evidente de estimular el de las  italianas del Tirol austríaco, y Juan y Juan Huss, al cual volveremos a referirnos. También había escrito  toda una historia de la filosofía con un criterio nietzscheano; pero   —¿leyenda  —¿leyenda o realidad?   —sus   —sus  biógrafos cuentan que una mujer celosa, y probablemente analfabeta, como sospechara de la  fidelidad de Mussolini y buscase pruebas entre sus papeles, entregó al fuego el ingente  mamotreto filosófico, por si era el cuerpo del delito amatorio-epistolar. ¡Quién sabe si no por esta  mala partida de una mujer ignorante y posesa del "mayor monstruo", Mussolini no hubiera  llegado a ser profesor de alguna Universidad y hoy estaría explicando tranquilamente la filosofía  de la violencia de su maestro Nietzsche, en vez de practicarla desde el Estado!  Como novelista, el éxito le fué más lisonjero que como filósofo. En 1909 le encontramos en  Trento, como secretario de una organización socialista y redactor de II de II Popólo, que dirige Cesare  Battisti, y de su suplemento semanal, La Vita Trentina. En este semanario se publicó por primera  vez un folletín titulado Claudia titulado Claudia Particella, l'Amante del Cardinale: Grande Romanzo del Tempi del Cardinale Emanuel Madruzzo. El trágico relato de los amores del cardenal y su amante  emocionó hasta el escalofrío a los jóvenes lectores   —empleados,  —empleados, costureras, dependientes de  comercio y artesanos  —de   —de  La Vita Trentina. Sin embargo, la novela quedó enterrada en la  colección del semanario, hasta que una admiradora del autor le obsequió, siendo ya duce, ya duce, con  uno de los raros ejemplares de aquella colección. Otro ejemplar cayó en manos de un editor  inglés y lo publicó en su lengua, previa autorización, claro está, de Benito Mussolini, que no se  avergüenza de esta obra de su juventud, no obstante ser el estilo de su prosa tan distinto del que  hoy emplea en sus escritos y discursos. Prueba de que, a pesar del cambio de forma, el autor ha  reconocido en su novela algo personal y permanente, sobreviviendo a la acción del tiempo y a  las prodigiosas mutaciones de su destino. Por este elemento personal, que también nosotros  hemos querido reconocer, y no sólo como curiosidad literaria, incorporamos a la lengua española  esta novela, que arroja tanta luz sobre un ángulo psicológico de Mussolini, el de hace veinte 

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años y acaso también el de ahora, ya que no ha querido repudiarla. Ese elemento, en una  palabra, es la actitud del fundador del fascismo frente a la Iglesia católica. La amante del Cardenal es una acerba sátira contra la corrupción del clero de hace tres siglos. La fábula es un  pretexto para poner de relieve las licenciosas costumbres eclesiásticas, a veces lindantes con  los crímenes más repulsivos, del clero de aquella época. Pero el anticlericalismo de Mussolini no es puramente de orden moral. En él se complica  con un sentimiento nacionalista que ya aparece en su Juan su Juan Huss, una biografía apologética del  famoso hereje bohemio de comienzos del siglo XV y precursor de Lutero, cuya traducción ha  sido autorizada al inglés, pero no al castellano, tal vez por imaginarse el autor que la ortodoxia  española sufriría una decepción demasiado fuerte con sus opiniones acerca del catolicismo. En  el prólogo a ese librito hallamos estas curiosas palabras de Mussolini: "Al preparar este pequeño  volumen para la imprenta, abrigo la esperanza de que en la mente de sus lectores despierte el  odio por cualquier forma de tiranía espiritual o temporal, sea teocrática, sea jacobina". Por odio a la tiranía de la Iglesia del siglo XV, Mussolini ensalza la figura de Huss, cuya  herejía contra la pretendida universalidad de Roma y contra las concupiscencias del clero suscita  un doble movimiento social en el centro de Europa: de una parte, una reacción nacionalista  frente al imperio católico; de otra, un sentimiento revolucionario, de tipo comunista, en los  campesinos, al adoptar la teoría de otro hereje, el inglés Wyclif, de que el derecho de la  propiedad, como todos los derechos humanos, no emana del Papa, como quería la Iglesia, sino  directamente de Dios. Teoría también de la Reforma posterior que, de un lado, fomenta la  independencia de las nacionalidades en los países protestantes o muy influídos por el  protestantismo, y, de otro, sirve de fermento a las insurrecciones agrarias de los siglos XIV y XV. De la heterodoxia de Huss nacen varias sectas, alguna de las cuales, como los Adanitas, proclama la abolición del matrimonio y el comunismo de las mujeres. Con qué fruición reproduce Mussolini los datos que le suministra César Cantú en su  Historia Universal acerca del Concilio de Constanza de 1414, donde Huss es juzgado y  condenado a la hoguera. A esa gran feria internacional, mundano-eclesiástica, acuden   —según   —según  las estadísticas de Cantú   — 150.000 extranjeros con 50.000 caballos; 18.000 eclesiásticos y 200  profesores de la Universidad de París; 346 comediantes y 700 cortesanas. Y dos arzobispos, el  de Milán y el de Pisa, dirimen sus diferencias sobre el dogma a puñetazos. ¡La teología no era  entonces una ciencia franciscana ni cejijunta! Ningún congreso moderno, no obstante las faci-  lidades de las comunicaciones y la intensa sed científica de nuestro siglo, se asegura hoy tan bri-  llante, abigarrada y útil concurrencia. Por debajo del panegírico de la herejía de Huss, como fermento del nacionalismo checo, frente al imperialismo católico, se adivina, de rechazo, la amargura del Mussolini de hace veinte  años al ver que la constitución de la nacionalidad italiana se había retrasado por obra de la  dispersión universalista de la Roma papal. Y al devolver al Vaticano, desde el Estado fascista, la  categoría de Estado histórico, reduciendo, por lo tanto, su irradiación de poder espiritual cautivo, acaso quiso Mussolini, en su conciencia nietzscheana y maquiavélica, más que engrandecer la  Iglesia, debilitar su organización ecuménica para fortalecer el nuevo nacionalismo agresivo de  Italia. Esta idea está esbozada en su Juan su Juan Huss. "La intención de Huss   —dice  —dice Mussolini  —es  —es limitar la pretendida universalidad del Papado... Demostrar que no existe esta universalidad es dar un paso hacia la disminución del poder y la  influencia moral del Papado... El abandono de esta antigua concepción internacional de la Iglesia  romana es una consecuencia del renacimiento del nacionalismo... En adelante el imperio católico  será una ficción... Es necesario limitar el Papado   —por  —por lo menos en el espacio   —para  —para disminuir la  personalidad espiritual del Papa. Este último no es el vicario de Dios, sino un rey temporal, con  la codicia de los reyes temporales." ¿No parece, pues, evidente que al restaurar la condición de  rey temporal del Papa, el  duce ha querido reducir su personalidad espiritual? Y acrecer la  potencia histórica de Italia. La actitud de Mussolini ante la Iglesia católica, expresada en La en La amante del Cardenal y  mantenida en sus reediciones actuales, todas autorizadas, incluso la presente, por el autor, se  completa e ilumina con su biografía de Juan Huss. Esta consideración   —la  —la de contribuir al  enriquecimiento psicológico de una figura poco grata como hombre de Estado, pero ya 

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indestructible como personalidad histórica   —nos  —nos ha inducido a editar esta obra que tal vez no le  colocará en el rango de los grandes maestros de la novela, pero en cambio le acredita como uno  de los adversarios más vehementes y constantes de la "tiranía teocrática". De su odio a la  "tiranía jacobina" ya no se puede hablar después del fascismo... LOS EDITORES 

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La amante del Cardenal 

Capítulo primero De las pequeñas iglesias, escondidas entre la verde lozanía nueva lozanía  nueva de los valles, llegaban los ecos del Ave María de María  de la tarde, que, flotando suavemente, venían a morir sobre el lago. Las cumbres hendidas de las montañas fulguraban bajo los últimos reflejos del sol muiriente, y ya las primeras sombras de la noche, descendiendo suavemente sobre los bosques y las casitas solitarias, impulsaban impulsaban a los caminantes de la carretera de Gindicarie a apresurar el paso. Bajo la caricia de una mano invisible, rizábanse las ondas del lago, que besaba, con cansino murmullo, el verdor de los viejos sauces, eternamente despeinados sobre el agua. En la orilla opuesta al castillo Toblino una hilera de cipreses acuchillaba el horizonte, e impresas en el cielo titilaban las estrellas. Los efluvios de mayo, indefinibles y penetrantes, flotaban en el aire, y en todas las cosas temblaban los ecos de la eterna canción que todos los años Primavera canta a la Vida, a la Vida universal, que nunca puede morir. Carlos Manuel Madruzzo, Cardenal y Arzobispo de Trento, y príncipe secular del Trentino, había soltado los remos de la barquilla y parecía encantado ante la poesía de la hora. Frente a él estaba Claudia. Durante un rato, los amantes no cambiaron palabra. El Cardenal se tocaba con un elegante capelo de seda negra, y de sus hombros descendía una amplia capa de terciopelo sobre la que fulguraban las hebillas de plata del cinturón. Una temporada de un mes en el castillo no había conseguido mejorar la salud del príncipe. No le había sido posible descansar como proyectara. Atormentábanle demasiadas preocupaciones, y asolaban su alma demasiadas tempestades. Las arrugas de su frente habíanse tornado más profundas; la nariz, hendida en el centro, se había hecho más afilada; sus grandes ojos despiertos mostraban un tinte de melancolía; sus rubios cabellos caían en hilados mechones sobre sus sienes, y todo su cuerpo encorvábase no ante los años, sino bajo el peso de un viejo dolor latente. Claudia inclinábase ligeramente sobre un costado de la embarcación, hundiendo la diestra en el agua para gozar su frescura. Al través del traje de seda veíase la línea provocativa del cuerpo, y su rostro pálido resaltaba bajo las negras trenzas. Entornados, sus ojos decían del sortilegio de las pasiones ponzoñosas. El Cardenal veíase precisado a regresar a Tren-to al día siguiente, y esta era la última excursión que los amantes harían juntos. La inminencia de la separación entristecíales, y presentimientos de dolor invadían sus espíritus; tal vez en el futuro les aguardaba el cumplimiento de alguna ignorada amenaza. Manuel alzó la cabeza, se encontró con la mirada de Claudia y decidió romper el mutismo. Mediado el lago, y bajo las sombras de la noche, la barquilla deslizábase sin ruido. El castillo, del que pocas ventanas aparecían encendidas, era difícil de distinguir.  —Mañana regresaré a Trento—dijo el Cardenal, con un ligero temblor en la voz—. Tú te quedarás aquí... Claudia hizo un ligero mohín de sorpresa, pero Manuel prosiguió:  —Es necesario. Doña María de España partirá mañana...  —¿No habían fijado su partida para fines f ines de junio?—preguntó Claudia. Claudia.  —Cierto. Pero determinados acontecimientos han precipitado las cosas. Esta tarde, don Benizio ha venido a comunicarme tan inesperada resolución. No me atrevo a dejar de hacer mañana los honores que exigen las tradiciones de mi raza... Y, tras haber pronunciado estas palabras, Manuel rememoró mentalmente la llegada, unos

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meses antes, de Ana María a Trento. Ello tuvo lugar pocos días antes de la Navidad del año 1648, cuando la vanguardia del principesco cortejo llegara a tierras de Italia, un poco más allá de San Miguel. Ana María, hija del emperador Fernando III, rey de Austria, había hecho el viaje acompañada de su hermano Fernando, rey de Hungría y de Bohemia; del cardenal d'Anaela, arzobispo de Praga; del príncipe d'Aresnperg, del duque de Terranova, del margrave de Bada y de muchos otros príncipes, caballeros y damas. Y venía con rumbo a España, donde iba a contraer matrimonio con Felipe IV. Manuel Madruzzo, obispo de Trento, salió a recibirla con un séquito de quinientos caballeros atavlados esplendorosamente con ricas casacas bordadas, y en Gardolo, donde hubieron de encontrarse ambos cortejos, Manuel besó la diestra de la futura reina de España y ofrecióle hospitalidad en el castillo de Bernardo Clesio, que el primer Madruzzo transformara en residencia digna de albergar una corte papal o imperial. En el ambiente de aquella clara mañana fresca de diciembre, las cornetas de los jinetes y las canciones de los pajes llamaban a los campesinos al boulevard  de Gardolo. Y éstos descubríanse con profunda humildad al paso de la carroza en que iba la joven princesa, que soñaba con honores y grandezas futuras y que por anticipado gozaba de la alegría de los próximos esponsales. La gente del Trentino recibió a la futura reina de España con grandes festejos. Apenas divisárase el cortejo, la Renga—histórica campana de bronce laboriosamente cincelado—empezó a resonar incesantemente en la alta torre de las fortificaciones. Las campanas de otras torres respondieron, y en el cielo sereno—sereno como sólo puede serlo el cielo de Italia—, y luego por entre los valles, repercutió el eco de sus tañidos hasta parecer que irían a despertar aquel otro eco que dormía tras la neblina helada de las montañas y hacer surgir las almas de los que fueron. La artillería del castillo disparó retumbantes salvas. En fin, toda la población de Trento se había echado a la calle. Los tenderos cerraron sus comercios, los artesanos sus talleres y los profesionales sus estudios. Mujeres y chiquillos apiñábanse a la puerta de las casas, donde nadie se había quedado. De boca en boca corrían preguntas ansiosas, y cada respuesta era escuchada y acogida con grandes gritos de admiración. Y luego, como por arte de una tácita señal de comprensión, la multitud dirigióse hacia la "sección alemana" del barrio de San Mar-tino y se colocó a ambos lados del camino, hacia el que, todavía lejos, llegaba el resonar de las herraduras de la caballería, la refulgencia cegadora de las corazas, el espejeo de los cascos, las picas y las alabardas, y las detonaciones de las descargas de los arcabuceros, anunciando todo ello la llegada de la real visitante. A las puertas de la ciudad el cortejo se detuvo para coordinar toda su pompa triunfal. Ocho  jinetes de blanco uniforme abrieron marcha. No llevaban coraza ni armas, y una gran cruz roja lucía en sus pechos. Tras ellos, no muy lejos, venían los soldados de la escolta. La carroza de Ana María, tirada por cuatro caballos lujosamente engualdrapados, iba rodeada por damas del séquito, altos dignatarios de la corte, la nobleza y el clero de Bohemia, Hungría y el Trentino. Tras este compacto grupo en que se contaban descendientes de todas las más nobles estirpes de Europa—desde las regadas tierras del Danubio hasta las planicies del Manzanares; desde las infinitas estepas de Hungría a las verdes colinas de Bohemia, y desde las nevadas cumbres de las mesetas del Erídano—, marchaba una inmensa formación de jinetes, espléndidos dentro de la bruñida armadura de acero. Eran los veteranos de la última guerra, que acababa de terminar con la paz universal de Münster; soldados de todas las naciones, héroes de muchas cargas de caballería, que ahora se limitaban a tomar parte en actos puramente decorativos, desde que el romántico significado ideal que antaño se les adjudicase desapareció ante la ironía diabólica de Cervantes. Cerraba el cortejo una larga fila de coches de bagaje. Y detrás apretujábase la gente, que había presenciado el desfile con ojos de admiración. Los gritos de la multitud, que, como siempre, olvidaba sus dolores del día ante esta visión de esplendor, ahogábanse de vez en cuando ante las notas de una trompa que con toda la fuerza de sus pulmones soplaba un gigantesco jinete de Bohemia. Manuel Madruzzo recordaba ahora todos los detalles de la ceremonia. Rememoró la

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alegría de las gentes del Trentino, los discursos de los chambelanes, las breves frases de Ana María, la ceremonia en la catedral y la iluminación que tuvo lugar por la noche en la ciudad. A Ana hubo de conmoverle mucho el esplendor de aquel recibimiento que se le tributó. Luego, vinieron largas semanas invernales, invernales, cuyo tedio se disipó en diversiones, partidas de caza y banquetes no inferiores a los de Lúculo. Tres meses después de la llegada de Ana María al Trentino, nada menos que cinco príncipes alojáronse en el castillo: la reina prometida, el rey de Hungría, el archiduque Fernando Carlos—con su consorte, la archiduquesa—, el archiduque Francisco Segismundo, el obispo de Augusta y el duque de Mantua. Pocas cortes en Europa hubieran podido entonces rivalizar con la casa de los Madruzzo. Manuel, el último, poseía el mecenismo y la prodigalidad de aquellos señores que regían las ciudades de Italia en los albores del Renacimiento. Dilapidaba su fortuna, ya que con él se extinguía su estirpe, quedando sin heredero el principado. ¿De qué servía ahorrar el dinero en espera de un futuro que nunca habría de llegar? Era preferible vivir sin preocupaciones. preocupaciones. ¡Gozar y olvidar!... Más tarde, durante veinte años, una pasión amorosa le encadenó con tal pujanza, que maldijo el principado y despreció la púrpura cardenalicia. Amaba a Claudia. Aquellas relaciones amorosas fueron conocidas universalmente, y la mayoría las condenó considerándolas como grave pecado. El espíritu de Manuel Madruzzo, de naturaleza inclinada a sentimientos virtuosos heredados heredados de sus antecesores maternos, había sido de antiguo objeto de lucha entre estas dos cosas: los deberes del Principado y la dignidad de la púrpura, de un lado, y del otro, su amor hacia Claudia. Entre ambos sentimientos veíase sujeto a una de esas trágica pasiones que hacen naufragar la vida de los hombres. Durante la primavera, en que la corte de Trento hospedaba a los personajes más ilustres y poderosos de Europa, la vida del castillo y de Trento era intensa y tumultuosa. Manuel procuraba aturdirse con la esperanza de aplacar la lucha interior que le destrozaba, pero fué inútil. A fines de abril obligó a Claudia a partir. Temía por la vida de ella desde que se viera amenazada por un complot que, decíase, había fraguado el núcleo eclesiástico, hostil a la casa de los Madruzzo. Ella se había ido a vivir al castillo Tablino, guardado y defendido por un grupo de rufianes en los que Manuel cifraba toda su confianza. Pero a los pocos días, el propio Manuel había ido a reunirse con ella en el castillo Toblino. En la tarde siguiente a la conversación de Claudia con su príncipe, Ana María de España partía de Trento. Manuel había querido darle a la despedida, como lo tuviera la llegada, carácter de solemnidad. Mientras el largo cortejo proseguía su camino a través de Borgo Nuovo  con rumbo a Verona, las campanas sonaban a coro y la artillería disparaba salvas desde el castillo. Pero la gente que en diciembre se había atropellado por aclamar a la augusta visitante, ahora brillaba por su ausencia. La temporada que Ana había pasado allí vació las arcas del principado y el y el cardenal habíase visto precisado a imponer nuevas V odiosas tasas, que cayeron sobre los bolsillos de todas las clases sociales. Las riñas entre los trentinos y los españoles del séquito de la reina habían sido frecuentes y trajeron la discordia y hasta el luto de muchas familias. El descontento, aumentado por otras causas más remotas, era manifiesto. Los consejeros del príncipe, entre los que predominaba Ludovico Particella, el padre de Claudia, temían una manifestación de la ira popular. Cuando se reunía el Gran Consejo, los pobres de la ciudad eran recluidos en un barrio alejado del castillo, a fin de que el aspecto de su miseria no perturbase la digestión de los doscientos diez y seis obispos, los veintidós arzobispos, los cinco embajadores, los dos cardenales, los tres patriarcas y el coro innumerable de clérigos menores que discutían teología católica en Santa María Maggiore. Pero ahora la miseria llamaba a todas las puertas y obligaba a los enfermos, a hombres, mujeres y niños, a pedir limosna por los valles. Por lo tanto, la ciudad acogió la partida de la reina con un suspiro de alivio. Manuel Madruzzo acompañóla hasta Matarello. Al llegar a este punto, los personajes del séquito, hondamente conmovidos, se despidieron finalmente. Ana, que descansaba brevemente en Roverto, continuaba su viaje a Madrid, donde Felipe IV la aguardaba para llevarla al altar.

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Capítulo II Manuel regresó a Trento aquella misma noche, y después de comer con varios amigos—lo que hizo frugalmente, como tenía por costumbre cuando no se trataba de huéspedes—retiróse a sus habitaciones. Leyó algunos despachos urgentes que trataban de asuntos políticos, y luego empezó a recitar a Virgilio. En el dulce poeta latino hallaba consuelo y apoyo. No adolecía de falta de sentido poético la familia Madruzzo. Cristóforo había sido un poeta de cierto talento, como lo evidenciaban aquellos versos en latín dedicados a J. Vargnano d'Arco. Manuel no hacía versos, pero en sus horas de dolor recurría a los grandes clásicos como si se tratase de amigos íntimos que pueden darnos consuelo. Después de leer un canto completo de la Eneida, besó un gran crucifijo de plata, y pensando en la lejana Claudia fuése a dormir. Horribles pesadillas perturbaron su sueño toda la noche. Aun se hallaba en un pesado sopor cuando por la mañana su ayuda de cámara, siguiendo las órdenes acostumbradas, llamó ligeramente a la puerta para despertarle. Manuel se levantó. Vistióse apresuradamente, para dirigirse, en traje sencillo, sin el lujo de galas inútiles, a la sala de recepción. Un gran número de gentes le aguardaba. Había oficiales de la guardia y funcionarios de policía, que venían a pedir instrucciones y dejar informes. Sacerdotes de los valles de las montañas, que venían a comunicar al Cardenal sus secretas inquietudes. Comerciantes, que vendrían a pedir, sin duda, la exención o disminución de sus impuestos. Campesinos, fáciles de distinguir por sus sombreros, las arrugas de su tez bronceada y sus botas enormes. También habían venido los pobres que habían experimentado algún revés y que ponían sus esperanzas en la justicia del gran señor. Ni N i faltaban tampoco los abogados, con sus gafas cabalgantes sobre las narices ganchudas, y que portaban enormes carteras de cuero que encerraban documentos y despachos oficiales. En la parte trasera de la sala apretujábase el acostumbrado aluvión de mendigos que piden limosna a diario. Con la aparición del Cardenal, se hizo el silencio. Don Benizio, Ludovico Particella; Jacobo Mersi, doctor y ex académico; Mario Guidello, hijo del famoso físico y filósofo trentino; Horacio Petrolini, el letrado sofista; Juan Leveghi, veterinario superintendente de las caballerizas, y Pantater Corrado, el mayordomo, hallábanse presentes allí. Y todos se inclinaron con respeto ante Manuel. Eran contados los asuntos de importancia suficiente para merecer el estudio directo del Cardenal. Y dada la orden de desalojar el salón, la gente se retiró a los pasillos laterales. Mientras los consejeros del príncipe se dedicaban a atender en la sala los asuntos de menor cuantía, Manuel retiróse a su cámara privada para conocer y fallar los más importantes. La cámara privada no era grande, pero estaba amueblada con un certero sentido de la estética. En el centro, una mesa de nogal, cubierta de libros y papeles y rodeada de varias sillas de altos respaldares y exquisitamente recamadas. En el suelo, una lujosa alfombra, y grandes cortinas de terciopelo ocultaban los ventanales y la puerta. El techo era un prodigio de arte decorativo. Sobre los testeros pendían retratos de antecesores de los Madruzzo. Pocos meses antes, aquí mismo, había sido recluida, por orden de Manuel Madruzzo, una bella e inocente joven: su sobrina Filiberta. La infeliz muchacha era hija única del difunto Conde Víctor Madruzzo, y, por tanto, heredera de toda la fortuna de la familia. Y, como cuentan los cronicones, tuvo muchos pretendientes a su mano: Caballeros y príncipes de Italia y de Alemania, en condiciones todos como para que el enlace proporcionase al Obispo honor y paz. Manuel hubo de rehusarlos a todos. Rehuía la intromisión de grandes príncipes y soberanos, y su deseo era dársela en matrimonio a Vicente Particella, hijo del consejero Ludovico, y hombre joven que atesoraba las más nobles cualidades. Pero Filiberta amaba, con un amor correspondido profundamente, al Conde Antonio de Castelnuovo. Esto hizo brotar el enojo del tío, que tal vez soñaba con lograr de la casa de los Particella el heredero al Principado. Y finalmente resolvió tenerla virtualmente prisionera en el convento de la Santísima Trinidad. La noticia de esta reclusión había despertado profundamente la imaginación del pueblo, y

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ello hizo perder al Cardenal gran parte de su popularidad, "irrogándose asimismo el odio y la aversión de muchos ciudadanos"... ciudadanos"... Las súplicas súplicas del Conde Antonio Antonio de Castelnuovo Castelnuovo para para obtener la libertad y la mano de Filiberta estrelláronse contra la irrevocable decisión del Príncipe. Decíase que éste se hallaba influenciado por Claudia, contra la que nadie titubeaba en echar el baldón de la calumnia y del oprobio: tenía la culpa ella, Claudia, la de los negros ojos diabólicos; Claudia, la que paseaba por entre las gentes humildes como una hechicera capaz de cualquier crimen; Claudia, la que había decretado la reclusión de Filiberta, su inquietante y peligrosa rival... Y, de este modo, la leyenda corría de boca en boca... Mientras tanto, Filiberta habíase negado a vestir las tocas monjiles esperando ser libertada. Transcurrieron meses. Y en vez de aquella liberación, tan ardientemente deseada, llegó la muerte. Una tarde, la propia Madre Superiora abría la antigua puerta chirriante, a la que llamaba nada menos que el Obispo príncipe. El criado y el cochero de Manuel permanecieron permanecieron en el zaguán. Precedido por una Hermana, el Cardenal cruzó un largo pasillo. De una pequeña celda cerrada partía el débil rumor de una oración. Al final del corredor estaba la habitación que ocupaba Filiberta. Manuel penetró con paso titubeante. Colocó su abrigo en un rincón y acercóse al lecho en que yacía la infortunada muchacha. Ya las sombras de la noche habían descendido, y a través de la pequeña ventana llegaba el canto chirriante de los grillos que cantaban en el rastrojo. En la estancia, un poco mayor que las celdas ordinarias, sólo había dos sillas, una cama y una mesa pequeña en que ardía una lámpara de aceite. Sobre las blancas paredes proyectábanse negras sombras gigantescas. De vez en cuando, un gemido de la enferma rasgaba el silencio. La tisis había demacrado el rostro de Filiberta y una palidez cadavérica había sustituido a las rosas de la primera mocedad, pero los ojos, ahora más profundos, conservaban toda su intensidad pasional. Fijos, inconmovibles, los ojos, la desordenada cabellera de la joven se esparcía sobre la almohada. Tenía las manos ocultas bajo las sábanas, que apenas acusaban el perfil del cuerpo. Manuel no se atrevía a pronunciar palabra. A la vista de Filiberta agonizante, hallábase petrificado. El era el único responsable de aquel triste fin de la muchacha. Cediendo tal vez a las amenazas o a las súplicas de Claudia, él hubo de disponer aquel encarcelamiento. Y había seguido teniéndola teniéndola recluida, sin importársele la protesta del pueblo o las súplicas del hombre que la' quería de verdad. Había privado a su sobrina del sol, y, sobre todo, había violentado los impulsos de aquel corazón al procurar casarla con un hombre a quien ella no quería ni podría  jamás querer. Manuel Madruzzo tenía que apurar ahora la amargura de su propia terquedad. Ante él yacía la víctima inocente, y el remordimiento se enroscaba enroscaba a su corazón. Y no podía conseguir la calma con ilusorias esperanzas y proyectos para el futuro que ahora bullían en su mente. ¡ Ya era tarde!... Toda su fe, todos sus títulos y riquezas, aun su propia sangre, no podían detener los progresos del mal ni evitar la inminente catástrofe. ¡Horrible situación!... ¡Él responsable de la muerte de Filiberta!... Si un milagro consiguiera salvarla, él abriría de par en par todas las puertas del convento para darle la libertad, la vida, el hombre a quien amaba... ¡ Demasiado tarde ya!... Manuel clavó sus ojos en los de Filiberta. Quiso penetrar en ellos, leer a través de aquellas pupilas estáticas los pensamientos que cruzasen el alma de la agonizante. ¿Qué decían aquellos ojos?... ¿Le perdonaba ella o le maldecía?... Manuel se inclinó sobre la almohada, pasó la diestra por aquella frente sudorosa y exclamó:  —¡Filiberta!... ¡Filiberta!... Pero no obtuvo respuesta alguna.   —¡Llamadla!—dijo Manuel a la Hermana que rezaba al pie del lecho. Y la Hermana obedeció:  —¡Filiberta!... ¡Filiberta!... Fué en vano. Filiberta no respondió.

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  —¡ Escúchame, Filiberta!—implorábala Manuel-»-. ¡Escúchame!... Soy yo: tu tío... He venido por ti, para curarte y para sacarte de aquí... Un estremecimiento nervioso sacudió la cabeza de la moribunda. ¿ Fué que tal vez oyera aquel desesperado llamamiento?... llamamiento?... Luego volvió a sumirse en su anterior inmovilidad. Cesaron los gemidos. Manuel se arrodilló, tomó entre las suyas una mano de Filiberta y la cubrió de besos, sin cesar de llamarla. El dolor de aquel hombre cincuentón, que había venido para presenciar la agonía mortal de su víctima, era tal vez más trágico que el fin de la infeliz que se moría. Con frases entrecortadas, repetía:  —¡Filiberta, perdóname!... perdóname!... Perdona todo el mal que te hice... ¡Perdona a tu viejo tío!... De pronto, como impulsado por un resorte espiritual, Manuel salió precipitadamente de la celda, ascendió vertiginosamente las escaleras y penetró en la iglesia del convento. Sus pasos resonaron con largo eco de terror. La iglesia hallábase sumida en sombras, y una lamparilla indicaba el sitio del altar mayor. Manuel se arrodilló tocando el suelo con la frente, y las losas resonaron a hueco: bajo ellas dormía la cripta de los muertos. Al fin logró que las lágrimas rodaran abundantes por sus mejillas. Sus sollozos los recogía el eco con un ritmo de humillación. Y el que le hubiera visto así y a aquella hora hubiera huido exclamando: ¡ Un loco!... ¡Un loco!... En efecto, Manuel estaba loco. Se tambaleaba la. razón de aquel hombre que llegaba al otoño de su vida. El golpe del destino era harto brutal. ¿ Cuánto tiempo permaneció en aquella desierta capilla invocando a un Dios que no quería escuchar sus súplicas?... Al fin, Manuel salió de la capilla. Como un negro fantasma atravesó el corredor y volvió a la celda de Filiberta. La Hermana oraba aún a los pies del lecho. Al ver entrar al Cardenal, levantóse y dijo:  —¡Ha muerto!... Ante la noticia, el pecho de Manuel exhaló un grito único y penetrante, que atravesó las celdas, repercutió por los pasillos y vino a perderse en la noche impenetrable. Al fin, la Hermana alzó la frente. Suavemente, alzó los brazos de Filiberta y se los cruzó sobre el pecho, en el que colocó un crucifijo y un rosario. Luego estiró las sábanas y cubrió la cabeza de la muerta con un velo blanco. Después llenó la lámpara de aceite y se marchó. El Cardenal la siguió. En el pasillo la abordó y le dijo en voz baja:  —A nadie deberéis decir nada de lo sucedido esta noche... Dispongo que a Filiberta se le dé sepultura antes del amanecer. Y, sobre todo, deseo que nadie dé a conocer la noticia de su muerte. Más tarde os enviaré nuevas disposiciones. De momento, es necesario guardar su secreto. Tengo absoluta confianza en los hombres que me han acompañado. Vos sois responsable de las hermanas que tenéis a vuestras órdenes. La anciana profesa inclinóse respetuosamente y le aseguró que cumpliría los deseos de su superior con perfecta obediencia hasta el último detalle. Manuel reunióse con su criado y el cochero, que se habían dormido mientras le esperaban. A ellos no se les alcanzaba el estado lastimoso de su señor. Los caballos partieron a galope: Manuel ansiaba llegar al castillo inmediatamente; necesitaba huir de sí mismo. Parecíale que todas las sombras de la noche le acusaban, que le perseguía un cortejo de fantasmas cuya misión era la de mantener incesantemente el remordimiento en su corazón. En cierto lugar del camino, imaginó que su difunta sobrina se le aparecía decidida a obstruirle el paso. Venía vestida de blanco, y era tan alta que parecía alcanzar las estrellas que fulgían en aquella noche de mayo. El coche pasó... Había sido la visión monstruosa de un cerebro alucinado. Manuel cerró los ojos para no ver más... En los prados, los grillos seguían lanzando su monótona canción chirriante... chirriante...

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Capítulo III Dos meses después de la muerte de Filiberta aun permanecía en el secreto el prematuro fin de la joven. Pero el Conde de Castelnuovo, inquieto por el largo silencio de su prometida, había hecho pesquisas en el castillo, en las oficinas del Consejo Áulico, e indagado de la Madre Superiora del convento y de varios personajes influyentes. La Madre Superiora, obedeciendo las órdenes recibidas del Cardenal, había participado al Conde de Castelnuovo que a Filiberta la habían trasladado a otro convento de Italia, bajo la tutela de la orden de las "Sepultadas en vida". Pero este detalle, lejos de aquietar el ánimo del Conde, sólo logró exasperar más aún sus dudas y recelos. Claudia no se había movido del castillo de Toblino. En vano hubo de esperar el momento en que podría volver como legítima princesa de Trento. Fray Luis habíala traído malas noticias de Roma. El Papa Inocente X, en carta autógrafa entregada a Fray Luis para transmitírsela al Cardenal Manuel Madruzzo, se expresaba en el sentido de que las peticiones de éste parecíanle extrañas y pecaminosas. Pero el Cardenal no depuso las armas. Cuando Inocente X dejó de existir y Alejandro VII ascendió al trono pontificio, el amante de Claudia se procuró la intercesión de la reina de España y del rey de Hungría. En sus peticiones al Pontífice rogábale "que le concediese paternalmente el privilegio de volver a la vida del mundo y contraer matrimonio", y reforzaba sus súplicas con el aval de sus confesores, Fray Macario de Venecia, de los minori  osservanti, y Víctor Barbaconi, de la Catedral de Trento. El Cardenal se hallaba tan convencido de que obtendría de la Corte de Roma la licencia para despojarse del hábito sacerdotal sacerdotal y adquirir la condición de hombre libre y casado, que hasta llegó a encargar el traje nupcial de la novia. Pero mientras se abandonaba a tan dulces esperanzas, ciertos acontecimientos de índole interna hacían peligrar seriamente la propia existencia del Principado. Durante dos meses, hasta las mismas paredes del convento de la Santísima Trinidad hablaban. Valiéndose de muchos subterfugios misteriosos, don Benizio había logrado penetrar en el secreto. A fin de evitar que los asuntos se precipitasen, no comunicó nada al Consejo Áulico, pero se lo participó a dos de los cinco sacerdotes que componían el Cabildo de la Catedral, cuya totalidad fué convocada para reunirse el primer domingo de agosto. Con objeto de no levantar sospechas, decidieron celebrar la sesión en casa de don Benizio, situada cerca de la Piazza di Fiera. A la hora indicada los cinco sacerdotes del Cabildo se hallaban presentes. Y pronto se les reunió don Benizio para comunicarles la esperada confidencia Un consejo de sacerdotes tiene siempre mucho de funeral. Su propia indumentaria inspira temor. Aquellos cinco prelados eran los enemigos más sañudos del Cardenal. Primero hubieron de censurarle severamente por haberse ausentado de la ciudad "en momentos de grandes apuros para su rebaño, a saber: durante la epidemia de 1630"; más tarde, por el escándalo de sus amores con Claudia Particella, y, finalmente, por la mala administración de los asuntos públicos. Su odio databa de 1631, cuando, gracias a su decidida intercesión, el Cardenal Barberini hubo de conseguir que a Juan Todeschini, el propio representante de Madruzzo en Roma, le nombrasen diácono de Trento. Los canónigos vieron con disgusto que "un advenedizo escalase de un plumazo la suprema dignidad capitular"... Y sometieron su queja a Roma, litigio que duró diez y ocho años. Había más: el Cabildo había enviado recientemente una instancia al Consejo Imperial rogándole que "pusiese coto al desorden administrativo del obispado". Como representantes del César se personaron en Trento el obispo de Bressanone y el barón Tobías de Hanlitz. Y llegóse a un acuerdo por el cual el obispo, en asuntos de gran importancia, debería recabar la ayuda del Cabildo y someterse a la resolución común de éste. El acuerdo se tradujo en un golpe severo para la autoridad del Cardenal. El Cabildo no se limitó a la inspección y resolución de los asuntos sagrados y profanos, sino que intervino directamente en cuestiones referentes al Principado, y hasta se consideraba en libertad para censurar la vida privada del Cardenal. De ahí que ninguno de los seis reunidos en torno a la mesa de la biblioteca de don Benizio estuviese predispuesto en

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favor de Manuel Madruzzo. Hecha la señal de la cruz por todos los presentes, y a la que siguieron unas oraciones bisbiseadas distraídamente en latín, la sesión se declaró abierta. Todos los rostros rezumaban gravedad cuando don Benizio empezó a tomar la palabra. Ya la oscuridad nocturna había invadido la pequeña estancia, por lo que encendieron una lámpara colocada en el centro de la mesa. Aquellos semblantes eclesiásticos permanecieron permanecieron en la sombra. Don Benizio habló:  —Todos conocéis, honorables compañeros, compañeros, el trágico fin de Filiberta... La noticia fué acogida sin que ninguno de los prelados diese muestra de honda perturbación. perturbación. Sólo el prior extendió sobre la mesa sus manos de largos dedos ganchudos, como garras de ave de rapiña.  —Su muerte tuvo lugar hace dos meses. Personas interesadas en conocer el secreto que rodeaba tan triste acontecimiento llevaron a cabo ciertas indagaciones. El Cardenal—y ello, venerables compañeros, apenas os cogerá de sorpresa—, el Cardenal Manuel Madruzzo, nuestro príncipe y pastor, dispuso, calientes aún los restos de la infortunada virgen, que inmediatamente se le diese sepultura en la cripta subterránea de la capilla del convento, y ordenó a la Madre Superiora que guardase el secreto. Pero el prometido de Filiberta, el Conde Antonio de Castelnuovo, demandó insistentemente detalles sobre ella, y no se avino a contentarse con los datos lacónicos que recibiera en el castillo y en el convento. Me comunicó sus dudas, participóme sus sospechas y solicitó mi consejo. Tras lo cual, me personé en el convento de la Santísima Trinidad, pero no obtuve resultado alguno. La Hermana siguió fielmente las órdenes recibidas y rehusó entrar en detalles sobre la muerte de Filiberta. Entonces, el desesperado conde me propuso que entrásemos en el convento de noche. Accedí. Interesábame el destino de Filiberta, porque asimismo le interesa a la ciudad entera y porque yo esperaba, de un golpe feliz, restituir a la reclusa a la libertad y ponerla en lugar seguro. El exordio, dicho con voz tranquila pero vibrante, despertó el interés de todos los presentes. Todas las cabezas habíanse inclinado sobre la mesa y la luz de la lámpara descendía sobre ellas. Los ojos del prior fulgían en una curiosidad malsana.  —Al anochecer—prosiguió don Benizio—escalamos la tapia por el lugar más vulnerable y nos escondimos para esperar la noche entre la alta vegetación de un huerto abandonado. Ambos íbamos armados. Oímos la campana llamando a las monjas para la oración de la tarde, y a nuestros oídos llegaban las notas de un himno de gracias cantado en el coro de la capilla. Una vez terminado el oficio y así que se hubieron retirado las monjas, penetramos sigilosamente en la iglesia y nos colocamos, sin hacer ruido, detrás de una columna, permaneciendo un rato allí. En el altar brillaba la luz de costumbre. Sobre los muros de la nave nuestros cuerpos proyectaban sombras gigantescas, que subían hasta los altares laterales y hasta el órgano. Reinaba un silencio tan profundo, que podíamos oír el acelerado latir de nuestro corazón. Ninguno de los dos osábamos hablar ni dar un paso, por miedo a despertar el eco de los muertos... Finalmente decidí sacudir al conde, que parecía sumido en un océano de turbios pensamientos y macabras fantasías. Y le dije: "Bajemos a la cripta. Si Filiberta ha fallecido, no pueden haberla enterrado en otro lugar". Y mis palabras, que salieron de mis labios como en un simple suspiro, suspiro, se me antojaron dichas dichas en voz alta. Anduvimos de puntillas, puntillas, y nuestros pasos pasos resonaron estridentes. estridentes. Cogí a Antonio de la mano, que tenía helada. Para dar con la puerta de la cripta hubimos de recorrer toda la capilla. Antes de bajar guardamos nuestras armas, con excepción del puñal, que nos podía servir para abrir la tumba. Sosteniéndonos uno en otro, descendimos los escalones. Al llegar al final, anduvimos a tientas, extendiendo el brazo para orientarnos y defendernos de cualquier posible enemigo. Ni un solo rayo de luz hirió nuestras pupilas dilatadas. Pero nuestros oídos escucharon la huida de malévolas aves nocturnas, mientras la atmósfera aplastante de aquellas fúnebres catacumbas nos atontaba, sofocándonos. —"Necesitamos una luz; pero ¿cómo obtenerla?"— dijo Antonio. Yo recordé que sobre el altar mayor ardía la lámpara eterna del Santísimo. Busqué las escaleras de nuevo y me dirigí al altar. Hubo un momento en que titubeé, porque me parecía que iba a cometer un sacrilegio. Cogí la lámpara. La llama chisporroteó un momento, como si amenazara

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extinguirse, y proyectó sobre el suelo, tras la nave y en el techo un revoltijo de sombras fantásticas, enormes, alucinantes. alucinantes. Bajé de nuevo a la cripta... Al llegar a este punto, una voz interrumpió al narrador. Era un sacerdote sentado junto al prior, astuto y sofista, que había residido largos años en Roma y había traído de allí una predisposición predisposición por el interrogatorio interrogatorio jurídico y la manía de llevar la contraria en todo.   —Dispensad, don Benizio—dijo—si interrumpo la fluidez de vuestra dramática narración que a todos nos tiene suspensos... Pero cometisteis mucho de sacrilegio... A más, robasteis... Para fines personales, cogisteis del altar la lámpara que nadie puede retirar ni nadie puede extinguir... Remito vuestro caso a mis colegas presentes y, en particular, a nuestro eminente director. El problema, tan inesperadamente planteado, no dejó de sorprender a don Benizio y al resto de los sacerdotes. El Concejo de Trento había establecido los dogmas de la fe, pero no había excluido la posibilidad de la discusión teológica. Cada caso ofrecía su propia interpretación, que variaría según la época, el lugar y la forma. El caso presente podía concretarse así: ¿Había don Benizio cometido un sacrilegio, o no, al coger del altar mayor la lámpara eterna?... De acuerdo con estos términos, el prior sometió la tesis a sus colegas, invitándoles a exponer sus miras brevemente. El primero que pidió la palabra fué don Rescalli, que oficiaba en Santa María Maggiore y que gozaba fama de celoso pastor de almas y de cuerpos. Púsose de pie. Inclinado sobre la mesa, su alta figura desgarbada curvábase como una ballesta. Sus cabellos rojizos enmarcaban el rostro enjuto; sus ojos poseían el mirar penetrante del hombre acostumbrado a imponer su voluntad, y los labios sutiles plegábanse plegábanse con el rictus característico de un temperamento maligno e ingobernable.   —El punto que se ha suscitado en este momento—dijo—, no merece los honores de un largo debate. Los doctores de la ley hebraica reprocharon a Jesús el que obrase milagros aun en día de Sabbath, consagrado por las leyes antiguas para absoluto reposo. Y ya conocéis la respuesta de Cristo : "¿ Qué hombre de vosotros que tuviere una oveja y ésta se cayese a un precipicio en día de Sabbath no la recogerá y pondrá en salvo?"...  —No estamos precisamente en el mismo caso —objetó el sofista—. Ni son exactos esos términos de comparación. No fué para levantar a un asno del suelo ni para buscar a una oveja perdida por lo que don Benizio cogiera del altar la sagrada llama perenne. Se vio precisado a cometer ese acto por olvido o imprudencia. Don Benizio sabía que no había luces en la cripta, y debió haberse provisto de las antorchas necesarias. Hizo un ademán vago y prosiguió:  —No obstante, lejos de mi ánimo el hacer de esto un casus theologicus. Pudiera dejársele para ser estudiado en algún futuro debate. Me he limitado a suscitar la cuestión académicamente, y de pasada... El prior, que había arrugado el entrecejo y cerrado los ojos con la actitud de quien busca la solución de algún grave problema, extendió sus manos de dedos ganchudos sobre el paño de la mesa y pronunció su veredicto:   —No es posible hablar de sacrilegio en el caso presente. Cierto que don Benizio pudo haberse provisto de las antorchas necesarias, y así no se hubiese visto precisado a coger la lámpara del altar. Pero considerando que la sagrada lámpara no salió de la iglesia, sino que continuó en recinto consagrado, desaparece cualquier sentido sacrilego que pudiese atribuírsele a su acción. Los prelados acataron la sentencia del prior con las frentes inclinadas, y don Benizio continuó:  —Alzando la lámpara a la altura de mi frente nos fué posible distinguir y detallar el lugar en donde nos encontrábamos. Los restos de las monjas fallecidas yacían en tumbas dentro de criptas socavadas en piedra sólida y colocadas teniendo en cuenta los cimientos de la iglesia. Un

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hedor insoportable nos cortó el aliento; negras arañas tejían sus hilos en el ángulo de cripta a cripta. Todo el muro aparecía atravesado por hondos agujeros, donde se escondían murciélagos e insectos tumbales. Continuamos andando, inclinando nuestras cabezas al entrar en las criptas. Creíamos que las toscas cubiertas de madera de los sepulcros ostentarían el nombre de las difuntas. Pero ninguna llevaba nombre en aquella región de la muerte. Al fondo había un ataúd de madera todavía intacto. Un extraño presentimiento nos llevó hasta allí. Pasé varias veces, lámpara en mano, ante aquella caja de pino blanco, que no habían manchado aún los bichos inmundos que habitan las entrañas de la tierra. El conde de Castelnuovo temblaba como una hoja. "Es aquí donde está— dijo, con voz casi imperceptible—: mi corazón no me engaña"... Pero no se atrevía a poner su rodilla en tierra para levantar la tapa y comprobar la horrible realidad. Introduje la punta de mi puñal en la juntura de las tablas, junto a los clavos. Ya me había yo sobrepuesto a las primeras sensaciones de horror. Mi acompañante, sentado al borde de una cripta próxima, me observaba con ojos de cordero degollado. La punta del puñal penetró en la madera, que crujió con un lamento tal que nos sobrecogió. Poco " poco fui levantando todas las tablas de la tapa. No nos habíamos engañado: eran los restos de Filiberta. El hedor a carne humana que se corrompe nos obligó a retirarnos unos pasos... Luego, Antonio quiso ver a la mujer que tanto había amado y deseado. Comprobábase el cuerpo por los cabellos de oro que caían sobre aquella frente pura y por los ojos, no descompuestos aún. Pero de los labios, que ofrecían una mueca horripilante, manaba un espeso líquido blancuzco... Don Benizio se extendió sobre estos desagradables detalles a sabiendas de que no habrían de alarmar a las almas inquisitoriales que le escuchaban, pues es característico en la Iglesia católica esa descriptiva apoteosis de juventud, carne y belleza del cuerpo mortal que en la fría soledad de los sepulcros vuelve al polvo vil, mientras que el alma, purificada y libre de su envoltura material, espera la llamada de la trompeta apocalíptica del Altísimo Juez... A más de que don Benizio estaba acostumbrado a ver cadáveres. Le gustaba hablar de la muerte y experimentaba una íntima satisfacción ante la idea consoladora de los gusanos que devoran, fibra a fibra, el orgulloso esqueleto esqueleto del hombre. ¡Nadie habría de escapar a ese final!... ¡Ni príncipe ni Papa!... Ni aquellas bellas mujeres que don Benizio codiciaba con esa lascivia que nace de una castidad forzosa, flagelada por pensamientos pensamientos eróticos y visiones de copulaciones bestiales. Ni... ¡Claudia Particella, la cortesana de Tren-to, otra de aquel grupo de concubinas célebres que don Benizio no había podido conquistar!...   —Cuando al resplandor de la lámpara—prosiguió—Antonio vio el cadáver de Filiberta, elevó sus manos al cielo, exclamando: "¡Asesino!... ¡Asesino!..." Luego, cayó en tierra, inerte, y su pecho jadeaba penosamente al unísono con sollozos ahogados que le atenazaban la garganta. Le coloqué mi mano en la boca para acallar sus lamentos, pues las monjas podían despertar de su sueño ligero con cualquier ruido. Me incliné sobre él y le levanté, obligándole a seguirme. Desanduvimos el camino y volvimos a la iglesia. Coloqué de nuevo la lámpara en el altar. Volvimos a trepar por la tapia y regresamos a la ciudad. Durante todo el trayecto el conde lanzaba maldiciones y pedía venganza. Y cuando nos dimos cuenta de que habíamos cometido un descuido fatal, ya era tarde: habíamos abandonado la tumba sin colocar de nuevo la tapa, y nos habíamos dejado el puñal en la cripta y nuestras armas en un rincón de la iglesia. Y aquí termina la historia. Pero os digo que los responsables de la muerte de Filiberta deben sufrir castigo, o el pueblo se amotinará...   —Pero todavía la gente no sabe nada—observó el prior, que, como sus colegas, no se había conmovido grandemente ante la macabra narración.  —Pronto lo sabrá—afirmó don Benizio. El teólogo intervino para preguntar:  —¿ Quién es la persona directa e inmediatamente responsable responsable de la muerte de Filiberta?...  —Su tío el Cardenal... No titubeo en decirlo—replicó decirlo—replicó don Benizio.

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 —Exacto—añadió don Rescalli—. Por órdenes del Cardenal, Filiberta fué encerrada en el convento de la Santísima Trinidad. Recuerdo que el caso motivó gran indignación entre la gente...   —Indignación—añadió don Benizio—que, sin duda, se repetirá en un aspecto más agudo en cuanto conozcan la verdad.  —En tales circunstancias—preguntó circunstancias—preguntó el prior—, ¿qué actitud debe adoptar el Cabildo? Uno de los sacerdotes que hasta entonces había guardado silencio tomó la palabra. Era un señor bajito y coloradote, cuyos ojos grises casi ocultaba la rotunda carnosidad de las mejillas, sobre los labios sonrosados y sensuales.  —Me parece—dijo—que estaría bien el someter el asunto a la corte papal y a la imperial. Hay que rescatar al principado de Trento de esa situación, que cada día es más crítica. La muerte de Filiber-ta, causada indirectamente indirectamente por su tío, Manuel Ma-druzzo, es la última gota que rebasa el vaso. Al Cardenal de Trento hay que ponerle bajo la tutela de un hombre que sepa gobernar. De lo contrario, nuestro país va a ser teatro de agitaciones y nuestro propio pueblo caminará a la ruina...  —Pero el pueblo—interrumpióle don Benizio—se manifiesta predilectamente predilectamente hostil hacia la familia de los Particella y hacia Claudia. Hay que echar a esta mujer lejos del Principado.  —Me temo que eso no va a ser tarea fácil—observó fácil—observó el prior.  —Debemos tratar—insistió don Benizio—en convencerla para que abandone el Principado. Y si las buenas maneras no dan resultado, entonces debemos atemorizarla hasta que se vaya. El momento actual me parece de lo más indicado.  —Vos—dijo el prior—, en vuestra calidad de secretario particular del Cardenal, pudierais aceptar esa misión...   —Muy de buen grado, si el Cabildo no tiene nada que aducir en contrario—replicó el sacerdote, en cuyos ojos fulguró un diabólico chispazo de satisfacción.  —Entonces estamos de acuerdo—resumió el prior—en que dirigiremos una comunicación detallada y urgente al Papa y al Emperador, rogándoles su intervención en los asuntos del Principado. Mientras tanto, conviene calmar el ánimo de la gente. Nuestro ministerio es de paz y de buena voluntad. Y si los acontecimientos se precipitan, no dejaré de convocaros... Y ahora, cada cual por su camino.,.

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Capítulo IV Don Benizio acompañó a sus colegas hasta la puerta. Al volver a su dormitorio, no pudo resistir un gesto de triunfo. Mientras se desnudaba, asaltaban su mente ideas de venganza, de conquista, de ambiciones acariciadas de antiguo.   —¡Mañana, mañana!...—decíase a sí mismo—. La oveja perdida no puede eludirme. Recurriré a medios legales o malignos, al lenguaje cortés o al amenazador... Y prometeré... ¡Oh, prometeré mucho!... ¡ Ah, Claudia: mañana serás mía!... Y el duermevela de don Benizio vióse turbado por la visión de la mujer... La mujer, en esa lujuriosa desnudez que encanta los refrenados deseos de amar de los condenados a la castidad. Claudia, la que sabía mirar de soslayo con satánico poder, la de los hombros desnudos, la de cabellos perfumados, perfumados, la de boca paradisíaca, la de carne blanca y tierna... Claudia, la cortesana. Claudia. Mujer que sabía de caricias inconcebibles, de inefables voluptuosidades y del éxtasis que llega hasta el delirio y la provocación. Temblaba la carne del sacerdote como la de un fauno que se recrease ante la imagen de una ninfa desnuda, retratada en las claras aguas silentes de un estanque. Claudia había rechazado a don Benizio como nos desembarazamos de un pedigüeño inoportuno. El la había amado en secreta pasión, consumiéndose de impotentes celos ante la indiferencia de ella. La había dedicado versos y prestado humildes servicios con la deferente insistencia de los que no se atreven a decidirse. Al fin, le declaró su amor. Ello ocurrió cuando el Cardenal se hallaba en Roma. Una tarde, don Benizio encontró a Claudia paseando por el parque de los Ciervos. Y le expresó su pasión, rogándole una simple mirada amable, una sola palabra cariñosa. Su elocuencia se manifestó en sollozos, como hacen los hombres que no pueden contener el ímpetu de su propia pasión cuando se encuentran ante una mujer. Y Claudia sonrió, con una sonrisa de mofa y de lástima. ¡ Don Benizio no era el primero que se le declaraba!... Muchos habíanla sitiado antes, aunque en vano... De ahí el odio inextinguible que le profesaban los eclesiásticos. Ella había rechazado sus pretensiones amorosas, se había reído de ellos y les había mandado a paseo. Y había logrado que fuesen castigados los más insistentes y desagradables. En la sonrisa compasiva de Claudia, don Benizio descubrió una eterna repulsión hacia él. Pero no depuso las armas. Durante muchos años puso en juego todos los medios diabólicos que encontró para conseguir una ruptura entre Claudia y el Cardenal. Pacienzudo y artero como lo que era, inventó innumerables interpretaciones erróneas y esparció rumores sin fin. A Claudia no se le ocultaron los manejos de este sacerdote, y abrigó la esperanza de vengarse de él algún día, pero no se preocupó mucho de ello. Le bastaba con el amor de Manuel, y olvidó las artimañas del decepcionado sacerdote a quien había rechazado y puesto en ridículo. Al fin, don Benizio, después de diez años de inútiles maniobras, recurrió a las amenazas. Esperaba que la venganza no sería cosa de poca monta. Claudia era demasiado inteligente, demasiado orgullosa para ceder en seguida a las apocalípticas amenazas de don Benizio y sus emisarios. No obstante, el sacerdote no renunció a su sueño, sino que, por el contrario, hizo de él la ambición de su vida. Por poseer a Claudia hubiera vendido su alma a Satanás y preferido las llamas del infierno a la eternidad de las bienaventuranzas celestiales. La pasión—en que se renovaban el odio y el amor—había acabado por entumecer el alma del sacerdote. En su deseo se había vuelto duro como el mármol. Y ahora, que se encontraba en las postrimerías de su virilidad, una fiebre libidinosa le obsesionaba y torturaba su carne. Era como el arco de la flecha, tenso y estirado ante el blanco y que luego se rompe. En aquella espléndida mañana de agosto el valle del Giudicarie aparecía cubierto aún de niebla, que, sin embargo, disipábase paulatinamente bajo los rayos del sol. Del bosque, que descendía hasta la polvorienta carretera, llegaban las canciones de los leñadores y el golpe seco del hacha al hendir el tronco de los pinos y de los robles. En los campos, encendidos bajo el

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bochorno veraniego, los rastrojos amarillentos se marchitaban, mientras la sombra verde de los viñedos desplegábase pomposamente por las laderas. De las casas de campesinos, de las chozas de pastores, partían sutiles espirales de humo blanco que indicaban la existencia de un hogar y una familia. Las aldeas se habían quedado desiertas, pues los hombres y las mujeres se habían marchado al campo o al bosque, y en las casas no quedaban más que los inválidos. Don Benizio galopaba furiosamente, sin contestar a unos cuantos peatones que se detuvieron para hablarle. Su caballo relinchaba de gozo, dilatando los húmedos hocicos para aspirar el aire de la mañana, y las herraduras arrancaban chispas de las piedras del camino. Al emprender las cuestas, el animal acortaba el paso, lo que don Benizio aprovechaba para dirigir una mirada en derredor, como si tratase de descubrir en el aspecto de las casas inanimadas algún signo profético o un indicio de algo. Luego reanudó el galope. Con el viento, el manteo de don Benizio aleteaba sobre la grupa del caballo y rozaba el suelo como el ala de un cuervo que volase a ras de tierra husmeando la carroña. El jinete hundió sus espuelas en los ijares de su veloz corcel, que lanzaba al aire borbotones de blanca espuma que adquirían irisados destellos a los rayos del sol. Inclinado sobre las crines de su caballo, don Benizio parecía un negro centauro monstruoso. Pero cuando divisó el castillo Toblino, don Benizio acortó el paso. Ante sus ojos el lago se ofrecía como una lámina de bronce pulida brillantemente y muda bajo los rayos del sol. En el centro, el pequeño islote proyectaba en el agua su achaparrada vegetación. Ninguna voz humana se escuchaba en las orillas solitarias que rodeaban, como una franja verde, la maravillosa copa esmeralda del transparente verde líquido. De pie sobre los estribos de su caballo inmóvil, don Benizio contempló el castillo, que parecía cabalgar sobre el horizonte con sus dos pináculos de piedra gris. Era la hora de fraguar y preparar el asedio. La bella rival y enemiga inflexible no se hallaba muy distante. Dentro de breves momentos, él se hallaría en presencia de la peligrosa mujer que había emponzoñado su existencia. Claudia estaba allí, tras aquellos muros. Tal vez todavía estuviese durmiendo. durmiendo. ¿Qué le diría?... ¿Por dónde empezaría a hablar?... El exordio es siempre lo más difícil y embarazoso de un discurso. Y don Benizio continuó dialogando consigo mismo y lanzando al aire gestos de impaciencia impaciencia y de temor.   —Mi misión es delicada—se dijo—. Claudia me teme, de eso estoy seguro, y no debo alarmarle con mis primeras palabras. Me mostraré cordial, insinuante... Ella tendrá que perdonarme y apreciarme si me va a dar su amor... aunque sólo sea por un día... Don Benizio continuó montado, con la actitud sospesada y meditativa de un capitán que observa el campo de batalla. Luego espoleó su cabalgadura y pronto atravesó el trozo de carretera que le separaba del castillo. Las puertas de nogal, que ostentaban enormes planchas de acero sobre las que fulgían grandes clavos de bronce y picaportes, estaban abiertas de par en par. Al oír el piafar del caballo, asomóse un criado a la ventana y luego bajó al portal, no poco sorprendido ante la visita del ensotanado huésped. La noticia recorrió todo el castillo. Criados, doncellas y servidores se acercaron al visitante, y en sus rostros reflejábase la curiosidad. Don Benizio desmontó y enderezó el cuerpo, molido y encorvado por tres horas de furioso galopar. Con la cabeza alta y el pecho erguido traspuso el zaguán, lanzando su grave mirada penetrante sobre el aluvión de hombres y mujeres que componía la corte de Claudia. Los grupos se dividieron para dejar pasar al jinete y su caballo, mientras don Benizio, con voz profunda y estudiado ademán, saludaba: saludaba:  —¡La paz sea con vosotros!... Los criados y cortesanos respondieron al cristiano saludo con una genuflexión. genuflexión. Luego, don Benizio inquirió:  —¿Está Claudia en el castillo?

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 —Sí—respondióle Raquel, la doncella más fiel de Claudia—. ¿Queréis, reverencia, que os anuncie?...  —Sí, gracias... Don Benizio dejó el caballo en manos de un lacayito y esperó. Los hombres y las mujeres volvieron a su trabajo. La entrada del castillo y el patio quedaron de nuevo en silencio. De vez en cuando las palomas zureaban desde las torrecillas hasta abajo para recoger granos de trigo de los alféizares de las ventanas y de las grietas de los muros. Don Benizio paseó su espera bajo la romántica loggetta. Le preocupaba cierta duda que no se le había ocurrido antes: ¿Debía dar a Claudia tratamiento de Madonna  o de Signora?... Antojabasele que el éxito de su empresa dependía de un gesto elegante, de una frase feliz, de cualquier fruslería.., Pero no tuvo mucho tiempo para meditarlo:  —Madonna Claudia os aguarda... Y Raquel colocóse a un lado para dejar sitio al prelado, a cuyo paso se inclinó. Don Benizio atravesó un pequeño corredor, a cuyo final un rectángulo de luz indicaba una puerta. Se arregló la vestimenta y luego penetró en la estancia. Claudia le esperaba sentada en uno de esos antiguos butacones de alto respaldo y brazos exageradamente largos que formaban parte del mobiliario que heredaban las familias nobles. Cubría su cuerpo una túnica blanca, que caía hasta el suelo en amplios pliegues. Un collar de perlas rosa rodeaba la desnuda garganta, y al bello rostro pálido, todavía libre de la acción de los años, los profundos ojos negros prestábanle luz, expresión, gracia. La estancia no tenía nada de notable. En las paredes, un largo zócalo con retratos de personajes ilustres: eclesiásticos y soldados. Cortinas de un rojo oscuro atenuaban el calor y la luz del mediodía. Un rayo de sol penetraba únicamente por entre ellas y rielaba sobre una mesa cubierta por un paño a cuadros blancos y azules. Don Benizio se inclinó profundamente, casi hasta tocarse las rodillas con la nariz. Luego contempló a la dama. Claudia se le aparecía noble y solemne, como una reina. Un momento, en su esfuerzo por elegir alguna frase, quedóse cortado. La timidez del enamorado terco, decepcionado antes, pero al que una íntima esperanza mantiene, anudaba su garganta y entorpecía su facultad de expresión. Una vez más se supo esclavo de aquella belleza fatal, dulce de catar como fruto prohibido; fragante, embriagadora y trágica como la sangre derramada de un crimen pasional... ¡Y Claudia le recibía sin la menor señal de miedo!... ¡ Por lo visto, ella se atrevía a enfrentarse con su enemigo!... ¡Y hasta lo deseaba!... ¡Y le daba la cara para acabar con él!... En aquel combate de amor, Claudia, como una matrona del anfiteatro, volvía el pulgar hacia abajo sobre el vencido. Don Benizio avanzó unos pasos, inclinóse una vez más y se disponía a hablar, cuando Claudia cortó en flor el preámbulo. preámbulo.  —Me figuro—dijo—el objeto de vuestro viaje, y aunque el paso que dais no es más que el resultado de conspiraciones urdidas contra mí, he querido recibiros y daros hospitalidad. Os escucharé si sois breve y prudente.   —Señora: puesto que creéis que están de más todos los preliminares, os diré seguidamente seguidamente el motivo que me ha traído hasta aquí... Claudia le invitó a sentarse. Don Benizio obedeció, recogiendo sus vestiduras entre las piernas. La proximidad de aquella mujer le aturdía. Sus ojos llamearon siniestramente, coloreáronse sus mejillas y contrajo las mandíbulas. Una mueca satánica contorsionaba todo su semblante.   —He sido elegido por el honorable Cabildo de la Catedral para desempeñar esta mi delicada misión, que yo no hubiera aceptado si no me la hubiesen impuesto como un deber...

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Vos, ¡oh, señora!, que lleváis semanas enteras residiendo en este castillo encantador, no estáis al tanto de los asuntos del Principado. Claudia le escuchaba, notando con mirada curiosa cómo el sacerdote se esforzaba en parecer tranquilo y reprimir su agitación interna.  —Tal vez, don Benizio, os equivocáis; pero no quiero interrumpiros...   —Sea que estéis al corriente o no, es un hecho, señora, que jamás durante el dominio secular de los Madruzzo nuestro pobre país ha pasado por tiempos tan duros como los que ahora atravesamos. Las riendas del poder están en manos de nuestro Padre, y el Concejo Áulico amenaza con pedir la intervención ajena. Y, sin ir más lejos, ayer mismo el Cabildo de la Catedral ha decidido dirigirse al Papa y al Emperador, confiando a tan supremas autoridades los destinos del Principado. La gente no se recata en manifestar su descontento... ¿Y deberé decir que...?  —Seguid. Os escucho con calma.  —Contra vos se ha concentrado el odio general. Desde que se supo que el Cardenal os había regalado el palacio de Prati di Fiera, en Trento,.la revolución ha prendido y se extiende entre las clases menesterosas, que vuestros enemigos excitan con astucia.  —¡Y vos entre ellos!...   —No, Claudia. En tiempos pasados he podido causaros daño. Y hasta he deseado el hacerlo... Pero ya sabéis por qué. Os quiero con amor que no ha muerto y que jamás morirá. Me rechazasteis, y el dolor que vuestra negativa me produjo hízome soñar en diversos modos de venganza. Pero hoy, Claudia, mi señora, vengo a ofreceros mis servicios, mi protección. El Cabildo de la Catedral me ha encargado de persuadiros u obligaros a abandonar el territorio del Principado, cuando menos durante cierto tiempo. Vuestra ausencia aplacaría la indignación popular y haría desaparecer los peligros que os amenazan. Pero yo no quiero que abandonéis este lugar ni por un momento. Estoy dispuesto a hacer traición a mi ministerio, a defenderos ante el Cabildo, a rehabilitaros ante el pueblo, si vos, mi buena Claudia, hacéis que se logre el sueño que durante tanto tiempo anida en mi corazón. Vos lo sabéis. Vos podéis realizarlo. La apasionada imploración no conmovió a Claudia, que mantuvo su rigidez hierática. En todo caso, aquella era una repetición del viejo juego; una nueva tentativa, tal vez la última, por parte del desesperado amador. El excitado don Benizio, jadeante el pecho, refulgentes los ojos, esperaba que sus palabras surtiesen algún efecto milagroso. Pero Claudia enfrió aquellas esperanzas.  —No me decís nada nuevo—dijo—. Hace algún tiempo que sé que mi señor, el Cardenal, cuenta con enemigos implacables y horros de todo sentimiento. Ni tampoco ignoro que se concita contra mí el odio de las clases bajas y del clero. Aun aquellos que tienen para Manuel palabras de indulgencia y de perdón, no encuentran para mí más que mentiras y calumnias. Vuestra propia actitud me interesa bien poco. La insistencia de vuestro afecto es verdaderamente notable, pero me veo precisada a manifestaros que nunca me rebajaré hasta el punto de hacer realidad ni uno solo de vuestros ensueños. En Trento se dirá que yo soy una hechicera y una cortesana. Pero yo nunca he hecho brujerías, y he permanecido fiel a un solo hombre. Muchas mujeres casadas no pueden decir lo propio. Vos me tentáis, pero yo no soy tan frágil como vuestras penitentes. Pretendéis hacer conmigo las paces tras haberme conquistado con armas deleznables. Suplicáis el beso del perdón y estáis dispuesto a vengaros. No, no, don Benizio. Convenceos de una vez para siempre. Claudia Particella es demasiado orgullosa para hacer favores al primero que llega...  —Yo sólo os propongo el remedio para el mal.  —Ese remedio vuestro significa la derrota de mi dignidad. No puedo aceptarlo.   —¿Y quién os protegerá de la revolución?—preguntó don Benizio—. ¿Queréis, pues, desencadenar desencadenar la tempestad?...  —Desencadenadla,  —Desencadenadla, si podéis...

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 —Es inminente, Claudia.  —He amado, he vivido. Todavía soy joven. Sabré morir...  —El pueblo, ciego, arrastrará vuestro cuerpo por las calles, en el lodo, en el oprobio... No importa. La ignominia puede ser un triun-o. El pueblo está ciego, como toda la gente sencilla. Aman y odian sin discernimiento. Sacrifican a sus víctimas para luego llorarlas y adorarlas cuando cese la hora del fanatismo brutal... Don Benizio, al ver que perdía la partida, aferróse a sus últimas armas.  —Me rechazáis, señora, y tengo para mí que será para siempre. Pero vuestro triunfo no durará mucho. El castillo sólo os cobijará todavía por breve plazo. Habéis sacrificado a una doncella que llegará a ser el símbolo de la revolución.  —¿Quién?—demandó  —¿Quién?—demandó Claudia, perdiendo la calma por primera vez—. ¿Quién?...  —¡Filiberta!...  —¿Qué le ha sucedido?...  —Ha muerto en el convento. Claudia no hizo ningún gesto. Don Benizio añadió precipitadamente:  —Nadie sabe el fin de Filiberta. La enterraron de noche, sin ceremonia ni honras fúnebres, en la cripta de la iglesia. Eso sucedió hace dos meses. Pero ayer se reveló el misterio. El Conde de Castelnuovo maquina su venganza. Se levantará el pueblo... ¡Oh, Claudia!... ¿Por qué queréis que el torbellino os aplaste, cuando yo os ofrezco un remanso seguro, cuando os prometo poner en juego todos mis esfuerzos para aseguraros un porvenir libre de peligro?... Pensadlo de nuevo, señora, y resolved con más cordura...  —Es inútil proseguir esta conversación. Nadie que piense de buena fe soñará con hacerme responsable de la muerte de Filiberta. Y si el destino ha decretado que yo debo expiar hasta los pecados que no he cometido, lo aceptaré sin miedo ni remordimientos. Renuncio a vuestra protección. Prefiero vuestra hostilidad a una amistad ofrecida con fines egoístas.   —Entonces, me veo precisado a exigiros, en nombre del Cabildo de la Catedral, de los intereses de la Iglesia y del Principado, que salgáis del Trentino. Hace ya mucho tiempo que habéis sido motivo de escándalo y origen de infortunio. Para mayor bien de vuestra alma, obedeceréis las órdenes de la Iglesia. Partid antes de que la venganza de Dios se manifieste en vuestra persona. Al oír estas frases, Claudia se levantó. El fuego de la ira enrojecía sus mejillas. Con el índice extendido señaló la puerta al humillado y sofocado sacerdote, y exclamó:  —¡Idos, consejero de perfidia!... Volved a Trento y decid a vuestros colegas de la Catedral que Claudia, la hija de Ludovico Particella, sólo obedece a un hombre en la tierra: a Manuel Madruzzo, príncipe y obispo de Trento!... El fracaso de don Benizio no había podido ser más desastroso. Claudia rehusaba obedecer el mandato del Cabildo de la Catedral y despreciaba el rebajarse a entrar en aviesas negociaciones con su embajador. El sacerdote levantóse de la silla, donde parecía haberse quedado clavado al asiento. Temblaba. Las arrugas de su frente habíanse tornado más profundas, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Don Benizio lloró como un niño. Y como un niño cayó de rodillas a los pies de Claudia. Con frases entrecortadas, interrumpidas por terribles gemidos que oprimían su pecho, con palabras que eran, a la vez, pueriles, atropelladas, suaves y terribles, y con el gesto desesperado del que se ve pisoteado, imploró amor, perdón, piedad...   —No me hundáis en el abismo. No me hagáis apurar la copa amarga de la venganza. Iluminad con un rayo de vuestra luz las tinieblas de mi alma... Y luego prorrumpió en frases de mística adoración.   —Levantaré para vos un altar secreto en lo más profundo de mi corazón. Vos seréis la

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Madona del templo que hay dentro de mí. Seré vuestro esclavo. Golpeadme, despreciadme, pegadme, abrid mis venas con una daga puntiaguda; pero concededme el poder hablaros, dejad que me pierda con vos en la suprema ilusión... Mas la elocuencia de don Benizio no conmovía a Claudia. Luego, el sacerdote tornó a sus ideas de venganza:  —¡Ah, no me escucháis, desvergonzada cortesana, ramera!... Está bien: vendré por vos a este mismo castillo. Haré que la bestia humana de las plazas públicas sacie su ociosa lujuria en vuestro cuerpo pecador. Seréis la mofa de la plebe inconsciente y vuestro cadáver no recibirá cristiana sepultura. Se os arrojará a los campos de Badía con las brujas. Y cuando llegue la hora de vuestra agonía, cuando pisoteada, maltrecha y destrozada por los golpes del populacho imploréis favor y socorro con esos ojos que ahora me desprecian, yo seré vuestro demonio del mal en esa hora suprema y estaré allí para torturaros con mi recuerdo, para gozarme en mi triunfo...  —¡Idos!... ¡Idos!... Si el presente se os escapa, consolaos con visiones del futuro...—dijo Claudia, y llamó—: ¡Raquel!... ¡Raquel!... Apareció la fiel doncella. Don Benizio se puso inmediatamente de pie, puso en orden sus prendas talares y adoptó un gesto respetable. Dirigió una última mirada a Claudia, erguida junto a la butaca. Sin pronunciar frase alguna de despedida, salió. Inmediatamente se dirigió a la caballeriza. Necesitaba desahogar la horrible tensión nerviosa que padecía. Cogió la fusta y empezó a azotar furiosamente a su caballo. Al primer golpe, el animal enarcó las orejas y abrió desmesuradamente sus ojos casi humanos. Luego se retrepó contra el pesebre, relinchando terriblemente, mostrando la doble hilera de sus dientes amarillos, y trató de romper la cabezada saltando violentamente hacia atrás. La fusta continuó silbando y flagelándole la piel. El caballo había reconocido a su dueño y se abstuvo de cocear, limitándose solamente a piafar con furia como pidiendo clemencia. Los otros caballos dejaron de comer y estiraron sus cuellos, inflando los hocicos con agonía, mientras fulguraban en sus ojos lágrimas de desesperación. desesperación. El pequeño sirviente, inmóvil en el zaguán, observaba la escena en silencio, aterrado ante la explosión de locura del sacerdote. Don Benizio le vio, y un sentimiento de vergüenza se apoderó de él. Dejó caer la fusta y se arrojó a la cabeza del caballo, mimándole, acariciando la crin y llamándole con nombres cariñosos. Luego lo sacó de la cuadra. Ya en el patio, montó. Dirigió una mirada hacia arriba. Claudia estaba asomada a la ventana de barrotes románticos, charlando con Raquel. Don Benizio le hizo una señal de despedida, entre una mueca y un gesto grotesco. Claudia no correspondió al saludo. Escuchó el trotar del caballo por el pavimento, y luego su galope. Desde la ventana de la torre siguió la marcha de su huésped. Don Benizio traspuso el camino cómo la sombra de una nube viajera. Los campesinos apenas se atrevían a mirarle. Dijérase un diablo escapado del infierno para llevarse cautiva un alma.

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Capítulo V El sol lucía aún en lo alto. Don Benizio se detuvo en una aldea para descansar. Ató las bridas de su caballo a los barrotes de una ventana y penetró n una posada. El local estaba vacío: la clientela se aliaba a aquella hora en los campos, en los bosques, dedicada a sus diarias labores. En la apagada chimenea, grande como todas las que se ven en las casas de los montes, dos niñas jugaban entre las cenizas. Al fondo, y tras una mesa de tosca madera, una mujer de mediana edad inclinábase entregada a la tarea de remendar un montón de trapos descoloridos. En la habitación sólo había dos largas mesas de pino y cuatro bancos. Don Benizio se enfrascó en reflexiones acerca de los acontecimientos de aquel malhadado día de batalla. Sólo turbaba el silencio de aquella tarde de verano el sordo zumbido de las moscas. De vez en cuando pasaba un carro cargado de abono. Los lugareños lanzaban miradas curiosas hacia el interior de la posada, asombrados de ver allí un nuevo e inesperado parroquiano. En medio de sus preocupaciones, don Benizio se preguntó: ¿Convendría visitar al cura párroco?... Trató de recordar quién era el pastor de almas de aquella aldea, esfuerzo mental que ordenó un poco el caos de su cerebro.  —¡Ah, sí!—pensó—. El imbécil de don Tobías Privatelli. Es un viejo que tiene a su servicio una mujer que ya no es más que una momia. Me quedaré aquí. Y pidió otro vaso de vino. El dulce licor logró reconciliarle consigo mismo, con el mundo, con Claudia. Empezó a correr por sus venas la laxitud de una embriaguez inconsciente. Volvió a pedir de beber. La hostelera hizo un gesto de sorpresa. Aquella mujer debía ser una vieja fanática que ignoraba las costumbres eclesiásticas: los sacerdotes de aquella época comían y bebían copiosamente, y hasta, cuando se les ofrecía ocasión, bailaban. Ministros bien alimentados de Dios habían incorporado a su moralidad la noción del placer físico, sensual y hasta orgiástico. Profesaban, interpretándolas al revés, las doctrinas de Epicuro. El Consejo de Trento no había reformado las depravadas costumbres del clero inferior. La corrupción extendíase desde el Vaticano por todo el mundo católico, hasta la última parroquia escondida entre montañas. Pocos, en verdad, escapaban al pestilente contagio: los días del ascetismo que florecieran en la undécima, dozava y trecena centurias se habían ido para siempre. Las academias crecían como hongos, y con las academias vino lo superficial de la fe. La falsía de las actitudes espirituales espirituales y el deseo de los goces materiales habían sustituido a los antiguos ideales de meditación, estudio, soledad y penitencia. Don Benizio pidió el cuarto vaso de vino. Los vapores del alcohol empezaban a nublar placenteramente su cerebro. Las cosas se le ofrecían bajo nuevos aspectos confusos y fantásticos. Sintió la necesidad de hablar y de moverse, y su tristeza había desaparecido. Recordó que aun no había comido nada.  —El vino sustituirá al pan—se dijo. Y se bebió otro vaso de vino aún y se dispuso a abonar el gasto en la mesa, tras la cual apenas era visible la cabeza de la patrona, inclinada sobre su labor. De pronto se detuvo. Había llamado su atención clerical un pobre Cristo tallado en roble que colgaba sobre la campana del hogar. El crucifijo debía ser muy antiguo. Las espinas de la corona estaban rotas casi todas y uno de los brazos pendía del clavo que le sujetaba a la cruz, como si quisiera tocar la herida del costado; a los pies les faltaban varios dedos. La persona del Redentor presentaba deplorable aspecto. Las moscas habían dibujado sobre él interminables hileras de puntos negros, y el humo de la leña del fuego y el tabaco de pipa lo habían ennegrecido.

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más.

Al verlo, don Benizio se puso furioso: ¡Qué profanación!... Y el vino ingerido le exaltaba aún

 —¿Por qué tenéis a ese Cristo en la chimenea? —preguntó a la mujer bajita, que, al oír aquella voz iracunda, voz iracunda, pareció perder los sentidos.   —¿Creéis que es una imagen como para ser expuesta a las miradas de vuestros parroquianos?... La hostelera, pálida de terror, no respondió. Don Benizio, tal vez inconscientemente, inconscientemente, se vengaba aterrorizando a una mujer.  —¿Y os figuráis que este es el mejor camino para ganar el paraíso?... Más vil sois que las bestias del campo. Seréis arrojada a las más negras profundidades profundidades de los infiernos... Ante tan satánica invocación la hostelera hizo la señal de la cruz. Don Benizio, presa de los vapores alcohólicos, insistía:   —Volved ese trozo de sucia madera contra la pared. Que Jesús no vea vuestras caras idiotas y que Él no sepa de vuestra torpeza. La mujer titubeaba. Los niños habían suspendido sus juegos y contemplaban fijamente al sacerdote.   —Volved ese Cristo contra la pared o lleváoslo de aquí. Este no es lugar para tener imágenes sagradas. Poned allí un asno y colgad en la pared cuadros de cabras, ¿me entendéis?... De cabras enormes, de cabras tan grandes como la bestialidad de vuestros parroquianos. La hostelera, que aun no había desplegado los labios, subióse al hogar y obedeció. Cristo volvió sus espaldas carcomidas a los curiosos, pues la estridente ira del sacerdote había atraído un pequeño grupo de personas que se habían apostado a la puerta de la posada. Sin atreverse a entrar, expresaban su extrañeza con visajes y gestos rápidos. Don Benizio pagó su cuenta, salió precipitadamente del local, montó sobre su caballo y partió a galope. La patrona, temblando aún, acercóse a la puerta para verle marchar, y se persignó con la supersticiosa devoción de quien cree en el diablo. Los lugareños quedáronse con la boca abierta y siguieron con ojos aterrados al misterioso jinete mientras éste desaparecía calle abajo, dejando tras sí una nube de polvo.

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Capítulo VI Cuando don Benizio llegó al valle del Adigio, las primeras sombras de la noche descendían sobre el río. Las torres de Trento, con sus torrecillas agrietadas y sus agujas primorosas, contorneábanse sobre el cielo de la tarde, reluciendo en colores metálicos como enlazadas por una sierpe colosal. Don Benizio contempló largamente el castillo y la enorme torre que se elevaba sobre él. Puso su caballo al paso. La brisa vespertina rizaba la copa de los álamos que bordeaban el Adigio. El río aparecía turbio y desbordado por el deshielo de las nieves alpinas. En el claro ambiente vibraban los sonidos de las campanas de las iglesias, y las golondrinas revoloteaban revoloteaban entre chillidos, describiendo describiendo grandes círculos hasta rozar la superficie del agua o la copa de los árboles. De los campos llegaban las primeras armonías del gran himno de paz que las miriadas de insectos, escondidos entre la hierba, elevan a las estrellas todas las noches. Era cerca de la medianoche cuando don Benizio cruzaba el puente de San Lorenzo. El piso de madera de los siete arcos crujía bajo las herraduras del caballo. La embriaguez que al   jinete produjérale el vino había desaparecido. Don Benizio volvía a ser el personaje oficial. Hallábase en un estado indescriptible de agotamiento físico y moral. Y antes de meterse en el lecho se preguntó:  —¿Me habrán reconocido aquellos campesinos?... Durmió pesadamente, atormentado por la imagen de Claudia y por sueños de venganza. Pretextando jaquecas, no abandonó su habitación durante dos días. Estaba redactando, para el prior del Cabildo de la Catedral, un informe sobre el resultado de su misión. El segundo día de descanso, llegó por la noche un emisario del Cardenal invitándole a visitarle en el castillo al día siguiente, a primera hora. Don Benizio acudió al castillo a la hora indicada. En el patio habíase congregado una multitud de menesterosos, contenida por un escuadrón de guardias suizos armados con alabardas. En las antecámaras y en los pasillos, grupos de sacerdotes, caballeros, abogados, servidores y soldados se apretujaban entremezclándose. Muchos se inclinaron al llegar don Benizio y se sorprendían al observar en su porte señales de inesperada vejez. Algunos comentaron su aspecto con otros contertulios, y todos estuvieron de acuerdo en que don Benizio debía encontrarse seriamente enfermo. El Cardenal le estaba esperando en la cámara de audiencia privada. Cuando don Benizio entró le sorprendió no poco el hallarse cara a cara con Ludovico Particella, que parecía sumido en la lectura de unos documentos. Los tres personajes cambiaron entre sí breves saludos fríos de cortesía y sus rostros acusaban la gravedad de los asuntos que les preocupaban. preocupaban. Manuel Madruzzo tomó la palabra con voz aparentemente tranquila:   —Cada vez—dijo—que me veo obligado a hacer valer mi autoridad de príncipe para castigar de algún modo a aquellos que me han servido, un sentimiento de gratitud libra en mi alma un amargo combate con los sentimientos del deber y de la justicia. Quisiera vivir sin verme precisado a castigar. Pero mi deseo no puede pasar de platónico ante la maldad de los hombres. Uno no puede perdonar siempre, máxime cuando el culpable es consciente de los actos que comete.  —Todos me conocen—prosiguió—, y vos, don Be-nizio, me conocéis mejor que los otros; vos, a quien os he confiado las más delicadas misiones; vos, que habéis sido mi consejero, mi secretario y mi camarada. Pero, desde hoy, habéis perdido todo derecho a mi confianza. Desde hoy, cesáis de pertenecer a mi familia, a mi corte... Por poco dijo "a mi pueblo"... Don Benizio le escuchaba impasible, cruzadas las manos sobre el pecho. Sus mejillas estaban lívidas y no apartaba la mirada de la gran cruz de plata que brillaba sobre la negra capa de terciopelo del Cardenal.

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 —Las sanciones que me imponéis, ¡ oh, mi señor! —dijo don Benizio—, me causan dolor profundo. Pero me resigno, como corresponde a todo servidor obediente, a todo buen cristiano. Permitidme, no obstante, que os pregunte los motivos de vuestra resolución... Habló con tono de humildad. El Cardenal prosiguió :   —Vuestra conducta equívoca me ha preocupado desde hace mucho tiempo. Durante algunos años he estado observándoos y estudiándoos, y a veces me he visto forzado a admirar el ingenio con que os ha sido posible servir a dos dueños, a Dios y al diablo, y equilibrar los intereses contradictorios, dos pasiones hostiles... Estas palabras perturbaron el ánimo de don Benizio, y enrojecieron sus mejillas.   —Habéis desempeñado vuestra comedia con habilidad. Pero al correr del tiempo he podido descubrir los aspectos menos nobles de vuestra condición. Conocía las calumnias que propagabais acerca de mi persona y de una dama a quien amo profundamente. No ignoraba yo los manejos a que recurristeis para sembrar la discordia en mi familia y en mis círculos más afectos. Tuve conocimiento de vuestras tentativas, de vuestras pretensiones y de vuestros descalabros. descalabros. Sin embargó, os toleré... —Porque yo os era útil—interrumpió útil—interrumpió don Benizio.  —Útil, tal vez—repuso el Cardenal—; pero no indispensable. Os toleré para conservar la paz, para evitar escándalos que afectaban a mi vida particular. Pretendía desarmaros con mi caridad y mi indulgencia, pero sabía que mis esfuerzos eran vanos. La pasión os cegaba, llenándoos el corazón de odio. Recientemente habéis conspirado junto con mis peores enemigos. Siempre me habéis odiado. Debéis, pues, considerar que es lógico que os envíe fuera de aquí y os prive de vuestras armas... Don Benizio se puso de pie:  —No quiero—dijo—disculparme, mi señor, y acepto vuestra sentencia sin discutirla. Pero el tiempo demostrará que yo tenía razón...  —¡Sentaos, sentaos!...—le ordenó Manuel—. ¡No he terminado todavía!... Empujó hacia atrás su asiento, abrió un cajón de la mesa y sacó un puñal, un sable y un cuchillo.  —¿Reconocéis estas armas? Don Benizio las miró y repuso:  —Sí. El puñal ha sido mío desde que me lo disteis.  —Pero yo no os lo di para realizar fines criminales. El sacerdote enrojeció.  —¿Y a quién pertenece esta espada?...  —No sé... Permitidme que no lo diga.  —¿Recordáis dónde dejasteis estas armas?..,  —En la iglesia de la Santísima Trinidad.  —¿Recordáis con qué fines entrasteis de noche en el convento?...  —Sí: para aclarar un misterio.  —Para profanar una tumba...  —Que vos mismo habíais abierto antes...   —¡ Silencio!... Os mando que tengáis vuestra lengua... Respetad a mi sobrina y a los muertos que no os interesan.   —Filiberta pertenecía al pueblo, a todos nosotros, al hombre que quería hacerla su esposa... Vos la matasteis. Se dice en la ciudad que la envenenasteis.

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Al oír estas palabras, el Cardenal púsose de pie. Su aspecto era amenazador. Blandió sus puños ante don Benizio, que se había levantado y cruzaba sus brazos sobre el pecho. Ludovico Particella, que había escuchado el diálogo en silencio, se interpuso para calmar a los dos prelados.  —¡ Y sois vos, don Benizio, quien se atreve a arrojarme al rostro esa infame calumnia!... Sois vos y vuestro cómplice quienes habéis esparcido el rumor. ¡Yo envenenar a Filiberta!... Yo, que a la bondad de mi carácter debo un largo camino de vicisitudes grandes y pequeñas... ¡Avergonzaos!... Con un ademán violento hizo vibrar una campanilla que había sobre la mesa. Apareció su ayuda de cámara.  —¡Dos guardias!... ¡En seguida!... Don Benizio no dio señales de agitación. Sólo su boca se torció en una mueca de ironía infernal, y dijo mesuradamente mesuradamente estas palabras:   —Esperaba el presidio. ¿Pero imagináis que de este modo vais a acallar mi voz?... Os equivocáis... Aparecieron los guardias. Manuel Madruzzo ordenó:  —¡ Conducid a don Benizio al calabozo secreto del castillo!... Ya en el umbral de la puerta, el sacerdote se detuvo y, volviéndose de pronto, exclamó:  —Vuestra estrella, ¡oh, Cardenal Madruzzo!, va a ponerse. Vuestra hora está próxima a sonar...  —¡Idos, idos, malévolo profeta del mal!... Es lo más probable que vos no oiréis sonar la hora de mi destino... Don Benizio cruzó la antecámara y descendió las escaleras con la cabeza erguida. La emoción que causaba su arresto reflejábase en los rostros de los cortesanos y prelados que habían estado esperando a Ludovico Particella y ya habían empezado a asediarle a preguntas. El consejero no satisfizo la exasperada curiosidad de los grupos y replicó lacónicamente que al día siguiente se darían detalles. Luego se retiró al salón del Concejo Áulico, que suspendió su sesión con objeto de recibir un despacho urgente del Cardenal. Don Benizio era el secretario particular de Manuel de Madruzzo, y el Concejo Áulico no estaba llamado a interesarse por el asunto. Ludovico Particella creía, no obstante, que convenía explicar las circunstancias que rodeaban el caso. El Concejo acogió con gravedad la noticia de la muerte de Filiberta. Finalmente ratificó la resolución del Cardenal con relación a don Benizio; luego declaró terminada la sesión, y se dispersaron sus miembros. Los rostros de los consejeros acusaban un unánime sentimiento espontáneo: la muerte de Filiberta precipitaría una crisis, desencadenaría una tormenta y atraería nubes de muerte sobre el país.

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Capítulo VII Al final del Foso de San Simonino, cerca de la vía Lunga, bajo uno de aquellos arcos que de noche adquieren la apariencia de una caverna de Dante, existía, en la época en que tuvieron lugar los acontecimientos que se narran, una taberna de la más baja estofa que ostentaba sobre sus puertas la inscripción latina Taberna est. Los parroquianos eran vecinos de aquel barrio, artesanos que trabajaban en los tenderetes de los suburbios, pequeños tenderos y mercaderes ambulantes, que componían una clientela estridente y peligrosa, especialmente después de las libaciones domingueras. Concurría con frecuencia a la taberna un tal Cima, poeta improvisador y errabundo trovero, personaje misterioso e impresionante, que poseía una verborrea aguda y unas manos pesadas. Había pasado temporadas en casa de muchas familias nobles italianas y había vivido algún tiempo en la corte de los Madruzzo. Conocía muy bien los cronicones antiguos y modernos, y estaba acostumbrado a ver cómo su erudición, basada en su trato directo con los señores del día, causaba gran efecto. Al entrar ahora en el primero de los dos salones cargados de humo que constituían la planta baja de la taberna, muchos de los parroquianos se levantaron para saludarle y ofrecerle un vaso de vino. El tabernero, un hombre viejo y gordo, de poblada barba, le saludó también con un gesto cordial. Cima era uno de los cabecillas más influyentes del partido contrario a los Madruzzo y los Particella. Orador fácil, dotado de graciosas ocurrencias y de frases brillantes, conservaba de sus correrías de juglar errante ciertos gestos y muecas escogidos. A menudo se dedicaba a ensalzar la defensa de la profesión que le había permitido codearse con los grandes y vivir sin que sus manos padeciesen callosidades; gustaba de proclamar que los príncipes necesitaban del ingenio de los bufones como la lámpara necesita del aceite para arder. Despreciaba a los grandes hombres de la tierra. Los había visto muy de cerca, y abrigaba contra ellos la animosidad del esclavo manumitido. Pocas horas después de la detención de don Benizio la taberna del Foso de San Simonino estaba llena de parroquianos. Los sábados se bebe con más libertad. Todos los habituales, y otros que no lo eran, agrupábanse ante las mesas, y los vasos y copas se vaciaban con rapidez. Las conversaciones de los contertulios eran estridentes, y sobre las mesas los golpes de sus puños hacían temblar las botellas y vasos vacíos.  —¡La envenenaron!... ¡Os digo que la envenenaron !—clamaba un zapatero que se había olvidado de quitarse el mandil.   —No, no... Murió de tuberculosis—repuso un deshollinador, que todavía ostentaba las huellas de su oficio.  —¿ Entonces—preguntó el primero—, por qué trataron de mantener en secreto la muerte de Filiberta?... ¿No es ello la mejor prueba de que se cometió un crimen?... ¿Suponéis que la detención de don Benizio no guarda relación con la muerte de Filiberta?... Espero que vuestra sencillez no llegue a convertirse en absoluta imbecilidad. Fué el Conde de Castelnuovo quien descubrió el secreto. El hostelero creyó prudente intervenir en este momento y sentenció gravemente:  —No se deben asegurar cosas que no hayan sido demostradas. Cima entró, interrumpiendo la discusión. El también hallábase excitado con las versiones que corrían por la ciudad. La muerte de Filiberta, joven, bella e inocente, había consternado a la gente. Por las calles, de puerta en puerta, de boca en boca, volaba la trágica noticia, promoviendo indignación y lástima. La detención de don Benizio fué la última gota que colmaba el vaso. Los que salían de la taberna cambiaban impresiones entre sí y lanzaban gestos

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amenazadores. Las calles aparecían desiertas. Era el momento en que la chispa podía producir la conflagración. conflagración. La llegada de Cima a la taberna restableció la calma por breves momentos. Todos querían noticias detalladas detalladas del suceso. Y él solo podía explicar el enigma y descifrar el misterio. Pero Cima, tras corresponder corresponder con aire distraído al saludo general, se procuró un rincón del local donde beber sin molestias y escuchar las conversaciones de los demás. La charla se reanudó nuevamente. La muerte de Filiberta era el tema apasionado de todos los discursos. El sentimentalismo de la gente explotó al fin. Algunos atacaban sin reservas la autoridad del Cardenal. Otros le acusaban de ineptitud para regir los destinos del principado. Y todos se manifestaban conformes en culpar a Claudia, la hechicera, la meretriz, la Cleopatra de menor cuantía. ¡Era ella la causante de la detención de don Benizio y de la ruina de Trento!... Ni una sola voz se elevaba en defensa de la recluida del castillo Toblino. En la turbia atmósfera de aquel tabernucho surgían propósitos bestiales, frases obscenas. La masa general animaba a los individuos. Y todos los antiguos rencores salieron a flote. La miseria hallaba su válvula entre apostrofes de maldición.  —Sí—exclamó un anciano, cuyo rostro era anguloso y retorcido—, hemos estado sufriendo durante treinta años. Nuestra hambre se la debemos al Concilio de Trento celebrado en nuestra ciudad. Nos chuparon toda la sangre, y ahora nuestros gobernantes nos pisotean. Había transcurrido un siglo entero desde el Concilio de Trento, pero la leyenda hacía que aquel acontecimiento perdurase en la mente de los ciudadanos con toda la vivacidad de un intenso recuerdo.   —Los cardenales celebraban banquetes mientras los infortunados presos de Pie di Castello se morían de hambre—dijo Cima, perito en historia local.   —Cristóbal Madruzzo—prosiguió—hizo servir esturiones de cincuenta libras y vinos de cien años a los enviados papales. En la tercera fiesta de Pascua de Resurrección, en 1545, celebraron un ruidoso banquete que duró cuatro horas enteras, bajo un dosel de oro, y devoraron setenta y cuatro platos distintos... Ante estos detalles, los circunstantes abrían un palmo de boca. Cima, que recobraba de pronto su vena locuaz, prosiguió:   —Observo que estos datos os asombran. Y es que ignoráis completamente la historia pasada, y hasta la más reciente. Pues bien: permitidme que os asombre aún más: en otro banquete, ofrecido por el cardenal Cristóforo Madruzzo a los sacerdotes de Roma, se consumieron noventa pares de pollos, veinte pares de capones, cuarenta de patos, treinta de pájaros, medio ciervo, veinticinco pares de conejos, dos terneras y media, dos carneros castrados, medio buey, ciento cincuenta melones, ocho cabras e infinidad de condimentos. Y os hago gracia del número de botellas que se vaciaron por aquellos dignos señores, que habían venido a nuestra ciudad con la intención de hacer que la Iglesia volviese a su primitiva frugalida3, sencillez y abstinencia evangélica. Estos detalles—continuó—están grabados de modo indeleble en nuestra memoria. Nuestros cotidianos sufrimientos y la miseria que persigue al pueblo de Trento no son más que lógico resultado de un siglo de increíble despilfarro continuo. Y los impuestos, cada vez mayores, que soportamos, ya no son suficientes para reponer las arcas del Principado. Cima no exageraba. Tal vez aun no supiese lo peor. La corte de los Madruzzo rivalizaba con las imperiales en lujo y magnificencia. Los sacerdotes que la frecuentaban eran alegres vividores que se ocupaban bastante poco de los asuntos sagrados. Divididos en teología, la gula les unía. Cada banquete era un jubileo orgiástico de la panza. Los cronicones de la época nos han legado una lista—redactada con una exactitud estadística digna de todo encomio—de los banquetes, fiestas y bailes que duraban toda la noche. Hasta los sacerdotes rendían, en sotana, culto a Terpsícore, diosa de la danza.  —Después de una suntuosa cena que Cristóbal Madruzzo dio en el castillo para celebrar la boda de un pariente, empezó el baile, en el que tomaron parte caballeros y obispos. Los

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delegados papales aprobaron la danza, y uno de ellos, el cardenal Di Monte, manifestó su pesar porque la gota le impedía participar. Otro cardenal, Polo, añadió que el baile no le parecía impropio y que aprobaba el beso, siempre que fuese dado "con la mayor modestia y caridad cristiana". Sólo Cervini protestó enérgicamente de que los prelados dedicasen su tiempo a "saltar y bailar" en vez de dar el ejemplo de una conducta cristiana. Tales eran las costumbres personales de los reformadores del Catolicismo... Por lo tanto, el orador de la taberna del Foso tenía razón en atribuir las causas remotas de las actuales vicisitudes al despilfarro de los fondos públicos que tuvo lugar durante el Concilio. El Principado de Trento disponía de unos ingresos muy pequeños para sostener una numerosa corte de eclesiásticos sin exponerse a una bancarrota económica y a la ruina moral. El último Madruzzo pagaba ahora, tal vez, las culpas de sus antepasados. Pero existían otras causas más recientes de disgusto. El recuerdo de la epidemia de peste de 1630 no se había borrado de la mente de los que la sobrevivieron. Otro parroquiano de la taberna, un hojalatero ambulante llamado Anacleto Roselli, conoció aquellos tristes días en que la muerte recogía su cosecha con su ancha guadaña inclemente. £1 primer caso de peste se registró en Borgo Nuovo. Luego, el contagio se propagó rápidamente por todos los barrios de la ciudad. Nada menos que 2.382 personas fallecieron, 1.242 en la ciudad y 1.140 en el hospital de Badía.  —Cuando la epidemia hallábase en todo su furor, ¿qué hacía nuestro príncipe-cardenal y obispo? —preguntó el hojalatero en voz alta—. ¿Suponéis que se quedó en la ciudad para confortar a los afligidos, dar pan a los hambrientos y asilo a los supervivientes?... No. Prefirió salvar su pelleja, y se retiró valerosamente a su castillo de Nano, en Anania, para esperar a que terminase el azote que nos diezmaba.  —Y regresó—interrumpióle Cima, recogiendo la narración para proseguirla él—, no para rehacer su fortuna trabajando tenazmente y gobernando con sabiduría, sino para requerir a Claudia Particella de amores y hacer que éstos constituyesen un escándalo público; para arrastrar la púrpura cardenalicia por el lodo del comentario de las viejas; para causar la muerte de su sobrina Filiberta en un convento; para arrojar a don Benizio a un calabozo, y para regalarle fincas a su Claudia, que hoy puede jactarse de ser dueña del palacio de Campo di Fiera. Una súbita exclamación general de indignación y de sorpresa interrumpió a Cima.  —Sí—dijo—, no os asombréis. La belleza, la hechicería y el capricho son las galas de la hija de Ludovico Particella. Quiere lo que apetece. Nos despoja. Nos mata de hambre. No es la primera vez que una mujer ha sido causante de la miseria de un pueblo y de la ruina de un príncipe... Cima hablaba con franqueza brutal. Su carácter y su antigua relación con palacios principescos favorecían aquel aire de suficiencia con que se expresaba. No obstante, comprendió que había disparado con harta puntería, y añadió:  —Lo que os cuento es tal vez nuevo para vosotros., resignados ya a la miseria; pero es conocido de los que razonan con esperanza, de los que hoy se preguntan si no habrá llegado el momento de sacudirnos el yugo. Y, de todos modos, no me importa que lo que digo llegue a oídos del Cardenal. La verdad es la verdad, hasta para los príncipes. Sentóse y vació su vaso de un trago. Los otros le imitaron. Luego, cada uno empezó a comentar el asunto con su vecino. Las voces enronquecían y la actitud general se iba manifestando amenazadora. La parroquia de aquella taberna representaba a la clase más pobre, excitable, impulsiva y sentimental. Es la clase que soporta con paciencia la esclavitud económica, sin protestar, y que luego se amotina por cualquier motivo moral. Aquellos hombres eran los descendientes de los moradores de Trento que, en 1407, se rebelaron contra la dictadura de Rodolfo Bellenzani, refrendario del pueblo, y que, en 1435, obligó a Alejandro di Mazzonia, regente del obispado, a pactar. Por sus venas corría la sangre de aquellos sus antecesores que, en 1275, al toque de la Renga, expulsaron bravamente a Ezzelino da Romano, "terror de pueblos y de príncipes"... La

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sangre latina no podía por menos que manifestarse, y una hora trágica estaba a punto de sonar en la historia de la ciudad. La gente estaba en vísperas de amotinarse, no para pedir nada concreto, sino para obligar al Gobierno y al Cardenal a recapacitar sobre un estado de cosas que cada día tornábase más crítico. Todos los parroquianos de la taberna, todos los artesa nos del centro, muchos miembros de la nobleza y ciertos eclesiásticos estaban convencidos de la inminencia de un levantamiento popular. Hacia medianoche los grupos de la taberna se fueron dispersando. Cuando sonó la campana, el local se quedó vacío y todos se marcharon a casa.

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Capítulo VIII A primera hora del día siguiente, domingo, la ciudad ofrecía un aspecto inusitado. Vestida con el traje de fiesta, f iesta, la gente poblaba las calles para dirigirse a oír misa en las distintas iglesias; pero la actitud de hombres y mujeres era grave. A la salida de los templos, en vez de los animados diálogos diálogos de costumbre, lo que se escuchaba eran breves frases de saludo. La noche anterior, a la misma hora exactamente en que en la taberna del Foso de San Simonino la dominación secular de los Madruzzo era juzgada en el palenque público, celebrábase otra reunión en la villa del Conde di Castelnuovo, situada en la otra orilla del Fersina, cerca de la carretera de Rovereto. En aquella sesión secreta hallábanse presentes algunos caballeros de sangre noble, amigos del conde, y dos eclesiásticos que representaban al Cabildo de la Catedral, que aun no había decidido cómo intervenir en el asunto de la detención de don Benizio. El debate había sido extenso y animado, y se habían sometido dos líneas de conducta, opuestas entre sí. Defendían la una el conde de Castelnuovo y sus impulsivos compañeros, y la otra, los más viejos y los prelados, cuya larga experiencia política les había hecho cautos. Los primeros hablaban de tomar el castillo por asalto y dar muerte, de ser necesario, a los suizos y a la guarnición; luego, arrestarían al Cardenal y a Ludovico Particella, declarándoles cesantes en sus respectivos puestos; constituir un Comité provisional de regencia y dejar el arreglo final de los asuntos del Principado en manos del Emperador y del Papado. Al mismo tiempo, verían de encarcelar a Claudia y procesarla, pidiendo para ella la pena de muerte. Los otros rechazaron la idea de tomar el castillo por las armas. No creían útil ni prudente el arrestar al Cardenal, máxime cuando el Cabildo de la Catedral ya había dirigido memoriales referentes a su persona al Papa y al Emperador. Concordaban en lo de organizar una manifestación popular para la tarde siguiente. La multitud se dirigiría al castillo y pediría la destitución de Ludovico Particella y el destierro de Claudia. Prevaleció esta opinión, resolviéndose que la manifestación se pondría en marcha al terminar los servicios vespertinos de la iglesia de San Pedro, que era donde la mayoría de la gente acostumbraba a congregarse los domingos por la tarde. Por la mañana, los eclesiásticos opuestos a la casa de los Madruzzo invirtieron el tiempo preparando el programa de los acontecimientos que tendrían lugar. El Cabildo de la Catedral celebró su última sesión para redactar planes definitivos. El conde de Castelnuovo comunicó el plan a sus parientes y convocó a sus amigos y simpatizantes que residían en la región del valle. Esparcióse el rumor, que llegó a oídos del Cardenal, quien consideró prudente el trasladar su residencia al palacio de Albere. La defensa del castillo y el mantenimiento del orden público hallábase en manos del capitán de la ciudad, el barón Octavio di Grestal, hombre enérgico, bastante capacitado para afrontar y dominar las situaciones críticas. La función religiosa de la iglesia de San Pedro se desarrolló en perfecto orden. Entre los fieles se contaban casi toda la clientela de la parroquia y numerosos caballeros fáciles de reconocer por sus capas ribeteadas de terciopelo. La sonoridad litúrgica de las voces del coro, acompañadas por el órgano, llenaba el templo, iluminado por las llamas amarillas de los cirios que ardían en los altares y por los rayos de luz que se filtraban por los ventanales. De vez en cuando la gente se arrodillaba e inclinaba la frente. Y los responsos del coro adquirían la solemnidad de las oraciones que los cruzados elevaban, antes de entrar en batalla, al Dios de los cristianos. Abriéronse las puertas y la gente salió a las calles. Oyóse un solo grito:  —¡A la Piazza di Fiera!... ¡A la Piazza di Fiera!... Tras el primer momento de estupor hubo un instante de indescriptible confusión. Muchas mujeres retrocedieron desalentadas y se apresuraron a marchar hacia casa. Otras, se entremezclaban entre el gentío para disuadir a sus esposos, a sus padres, a sus hermanos. Y

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hubo algunas que se sumaron a la manifestación. A la cabeza marchaba un grupo de caballeros capitaneado por el conde Antonio de Castelnuovo, que creía llegado el momento de vengar a Filiberta. Tras ellos seguía una muchedumbre compuesta de personas de toda clase y edad que no llevaban armas. Los curas se habían quedado en su residencia canónica. Antes de que la noticia del levantamiento hubiera llegado al castillo, la manifestación ya había invadido la Piazza di Fiera. Resonaron nuevos gritos de venganza:   —¡Mueran los Particella!... ¡A la hoguera con Claudia!... ¡Mueran los asesinos de Filiberta!... La ira, que había ido fermentándose durante tanto tiempo en el alma del pueblo, explotaba ahora con la violencia de una tempestad arrolladora. Los más excitados se precipitaron contra las puertas del palacio, pretendiendo destruir aquel "regalo de amor" que era un insulto para la gallofa miserable que dormía en las tristes buhardillas del Pie di Castello. Mientras tanto, la revolución se extendía por toda la ciudad. De los barrios de San Benedetto, San Pedro, Santa María y Borgo Nuovo llegaban grupos de ciudadanos que se unían a los manifestantes de la Piazza di Fiera. A estas horas ya habían hecho añicos las ventanas del palacio. El portal estaba a punto de ceder a la furia de los asaltantes, cuando el barón di Grestal, capitán de la ciudad, llegó con un numeroso escuadrón de suizos que se precipitó sobre la multitud blandiendo sus porras de hierro, que descargaban sobre la cabeza de los que titubeaban en su fuga. Como por ensalmo, cesó el tumulto. Hubo una pausa terrible, un momento de trágico silencio. La masa se retiró por la calle de San Virgilio, invadiendo la plaza de la Catedral, que fué inmediatamente aislada y rodeada por un cordón de suizos, que mantenían a raya la actitud amenazadora amenazadora de los que se disponían a recurrir a la violencia. La gente se fué englobando hasta formar una masa compacta. Los espíritus vibraban a la expectativa de otro ataque. Un caballero se abrió paso, disponiéndose a arengar a la muchedumbre. Era el conde de Castel-nuovo, que, con este gesto, demostraba hallarse dispuesto a asumir toda la responsabilidad de cuanto aconteciese.  —Ciudadanos—dijo—: si esta manifestación no ha de pasar ignorada, sino que habrá de obtener el resultado que apetecéis, es necesario destacar unos hombres, merecedores de nuestra confianza, para que expongan vuestras quejas al príncipe Manuel Madruzzo. Nuestro señor se ha retirado al palacio de Albere, y es allí donde hay que buscarle y comunicarle los deseos del pueblo. Un alarido general ahogó las palabras del caballero :  —¡Queremos la libertad de don Benizio!... ¡El destierro de Claudia!... ¡El pueblo no quiere más que eso!...   —Muy bien—prosiguió Antonio de Castelnuovo—: designad vuestros embajadores y no moveos de aquí hasta que recibáis una respuesta. A una sola voz, la muchedumbre escogió al conde y a dos de sus compañeros, conocidos del pueblo por hechos de valor. Los tres se abrieron paso por entre la gente y marcharon en dirección a la residencia accidental del Cardenal. Este, que ya sabía de la manifestación por una serie de mensajeros, había llamado inmediatamente a Ludovico Particella, y junto a consejero tan de su confianza aguardaba el desarrollo y resultado de los acontecimientos. Hallábase paseando por el patio de palacio, cuando uno de los alabarderos de la puerta llegó para anunciarle la llegada de una comisión presidida por el conde de Castelnuovo. Manuel volvió a su gabinete y llamó a Ludovico Particella. Luego ordenó a sus escuderos que acompañasen a los tres caballeros hasta su presencia. En breves momentos alzóse el portier del estudio y penetraron los tres representantes de los rebeldes, que se inclinaron profundamente y permanecieron de pie. El Cardenal les acogió con mirada fría. Conocía al

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conde de Castelnuovo, y recordaba haber visto a los dos acompañantes. acompañantes. Hizo un ademán con la mano, y dijo:  —Hablad. Os escucho... El conde avanzó un paso. Alzó su frente pálida, Coronada de negros cabellos revueltos, y contempló al Cardenal, cuyos ojos, negros y fulgentes, revelaban un alma dispuesta a todo:  —Príncipe: el barón de Grestal os ha informado sin duda de la manifestación que ha tenido lugar esta tarde en la Piazza di Fiera después de las vísperas. En estos momentos la gente se ha congregado en la plaza de la Catedral y parece dispuesta a desechar la violencia. Hemos sido designados para ser portavoz del descontento público. Los acompañantes del conde asintieron con una breve inclinación de cabeza.   —Señores: oídme. No puedo recibir en mi palacio a los emisarios de un pueblo que fomenta la sedición por las calles, en vez de pedir lo que desea por las vías legales y con cristiana humildad. Y dichas estas palabras, el Cardenal hizo un ademán como si fuera a levantarse, indicando con su gesto que había terminado la audiencia. Pero el conde permaneció impertérrito. impertérrito.  —Vuestra respuesta, príncipe, me entristece. En estas críticas circunstancias pudiera ser como el aceite que transforma la llama macilenta en conflagración. ¡Reflexionad, príncipe!... Sois el padre de este pueblo, que no ha perdido su afecto por vos. Conceded a este pueblo sus demandas, y la triste hora por que atraviesa nuestra ciudad no dejará huellas de discordia ni de dolor. El Cardenal cortó aquel discurso con un gesto de impaciencia:  —¿Pero qué es, exactamente, lo que el pueblo quiere?... A esta pregunta siguió una larga pausa. Ludovico Particella levantóse, se colocó junto a la ventana y contempló a aquellos tres caballeros que constituían una especie de triunvirato de la revolución.  —El pueblo—afirmó el conde con voz firme—pide la libertad de don Benizio. Ludovico dejó escapar un gesto de sorpresa. Luego cruzóse de brazos y adoptó de nuevo la actitud de un observador impasible de hombres y sucesos. Por el contrario, el Cardenal, tras un ataque de risa estridente que sorprendió grandemente grandemente a los tres delegados, delegados, repuso:  —El pueblo es siempre una criatura que pide cosas imposibles. La libertad de don Benizio es una petición tonta, infantil. No fué sin graves motivos por lo que resolví encerrar en una celda subterránea a mi secretario particular. Profanó una tumba. Y cuando le exigí una explicación por tan nefasto delito, me contestó con una orgullosa brutalidad, indigna de un súbdito y de un cristiano. Tal vez conocéis lo que proyectaba don Benizio. El conde de Castelnuovo tornóse pálido; pero en aquel momento tuvo el valor o la cobardía de mentir:  —No, príncipe—dijo—. Sin embargo, han llegado a mis oídos vagos rumores...   —No obstante, en la iglesia de la Santísima Trinidad se encontró la espada de un caballero...  —Seguramente no sería la mía.  —Dejaremos para mejor ocasión el llegar a la entraña de este asunto. Es probable que el propio don Benizio acabe por revelar él mismo el nombre del acompañante que le ayudó a llevar a cabo aquel acto de bandidaje. O, tal vez, lo sabré de otros labios. El corazón del conde de Castelnuovo latía descompasadamente. Con el recuerdo de Filiberta, las palabras del Cardenal enardecían su sangre. Tentábale la idea de cometer un asesinato. ¡Matar a un tirano y entregarse luego al pueblo para que le juzgase!... ¡Vengador de la libertad del pueblo!... Repetir el gesto épico de Bruto. Un momento de locura sacudió su espíritu.

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El Cardenal le preguntó:  —¿Desea mi pueblo algo más?... El conde Antonio de Castelnuovo recobró el dominio de sí mismo y repuso con una franqueza casi brutal:   —El pueblo exige la destitución de Ludovico Particella, el destierro de Claudia y la devolución del palacio de Campo di Fiera al dominio público. El consejero le interrumpió en tono sarcástico:   —Verdaderamente, las pretensiones del pueblo son muy modestas... Yo estoy viejo y quiero irme, pero no creo justo que mi hija tenga que abandonar Trento. El Cardenal irrumpió violentamente:  —Esas peticiones no son modestas, mi querido Ludovico, sino locas. No se les puede ni discutir. Antes de que los rebeldes logren vuestra destitución y el destierro de Claudia, tendrán que pasar sobre el cadáver de Manuel Madruzzo. Así es que podéis iros, emisarios, y decid a los agitadores que sus grotescas demandas han divertido al Cardenal, el príncipe de Trento. El barón de Grestal se encargará de romperles los huesos a los rebeldes. Y no se me escaparán los instigadores de esta revolución. Yo creía que lo que la gente quería era una disminución material de los impuestos y un cuantioso reparto de víveres. Y en vez de ello, lo que piden es la disminución de la autoridad del príncipe por medio de un delito de sacrilega revolución. No, no... Id y decidles que Manuel Madruzzo no obedece órdenes de la plebe...  —Príncipe: esa respuesta pudiera causar un derramamiento derramamiento de sangre...  —Son ellos los que lo desean...  —Cardenal: no olvidéis que la Iglesia de Cristo manda que los príncipes no sean tiranos, sino padres de sus pueblos.  —De pueblos que obedecen y no de los que se alzan...  —Conceded algo, cuando menos, y los ánimos del pueblo se calmarán.  —Cualquier concesión en estas circunstancias sería una abdicación... abdicación...   —Príncipe, por última vez: reflexionad. Lograréis someter a los rebeldes, pero habréis sembrado la semilla del odio en miles de corazones. Tened un gesto de perdón... El caballero apoyó su causa con una elocuente peroración. El Cardenal parecía conmoverse, y titubeó un momento. En realidad, su natural era amable y opuesto al derramamiento de sangre.   —Entonces—dijo—, retiraos unos momentos. Tomaré consejo y os daré a conocer mi resolución. Los tres emisarios abandonaron la estancia. La consulta del Cardenal con Ludovico Particella no fué breve. El Cardenal estaba dispuesto n conceder la libertad de don Benizio. Particella insistía en rechazar todas las peticiones. Al final, el Cardenal impuso su voluntad, ante la que el consejero se inclinó. A una señal dada, los tres caballeros volvieron a entrar.  —Acepto tan sólo una de las demandas que habéis hecho. Mañana propondré al Concejo Áulico la libertad de don Benizio y trataré de conseguirla. No puedo hacer más...  —Lo comunicaré al pueblo, que nos espera. Y con estas palabras, los tres caballeros, con una profunda reverencia, se despidieron. La multitud aguardaba impacientemente, pues ya había sonado el Ave María. Cuando el conde de Castelnuovo comunicó la decisión del príncipe, un barullo de voces discordantes se elevó en el aire. Pero a una señal del capitán de la ciudad, los suizos se precipitaron de nuevo contra la muchedumbre. Los caballeros se resistieron, y el conflicto adquiría el carácter de una insurrección. insurrección. Pero la gente, indefensa, empezó a correr alocadamente por entre las callejas para

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llegar a sus casas, y al final hasta los caballeros se dispersaron. dispersaron. La noche descendió sobre la ciudad. Todas las puertas aparecían cerradas. No había luz en ninguna ventana. En la oquedad de las calles desiertas resonaba la marcha rítmica de los suizos y de los alabarderos. alabarderos. El barón de Grestal se dirigió al palacio del Albere para hacer un detallado informe de los sucesos del día. Cuando llegó, el Cardenal conferenciaba con Ludovico Particella. El príncipe y el consejero expresaron su agradecimiento al barón y le despidieron. Aquella misma noche, el conde de Castelnuovo, temiendo que le arrestasen por su participación en el motín y más aún por el asunto del convento de la Trinidad, partió para Italia. Al día siguiente el Cardenal presidió la sesión del Concejo Áulico, reunido para tratar de los acontecimientos acontecimientos del domingo. Decidióse libertar a don Benizio, pero desterrándole del Principado por un año. Aquella misma tarde, don Benizio, acompañado por dos oficiales de los suizos, salía para un convento de las cercanías de Bressanone. Ludovico Particella siguió desempeñando el puesto de consejero y Claudia el de una amante lejana. Poco a poco la indignación popular fué calmándose. Septiembre transcurrió sin acontecimientos dignos de mención. Mientras tanto, el Cardenal envejecía esperando la licencia papal que le permitiría unirse en matrimonio con Claudia, recluida aún en el castillo Toblino.

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Capítulo IX Llegaron los primeros días de octubre sin que se recibiesen buenas noticias de Roma. La intercesión de la reina de España y del rey de Hungría y el visto bueno del Hermano Macario da Venezia, de los Observantes Menores y de Victorio Barbaconi, de la catedral de Trento, no habían logrado apresurar la resolución de Alejandro VIL En embajadas y regalos, Manuel Madruzzo había desembolsado más de cien mil florines. Tenía ya dispuesto el equipo de boda, pero la decisión del Papa no venía. Tardanza que le inquietaba, pero que no le impedía la esperanza de obtener una respuesta favorable. Mientras tanto, no se preocupaba de los asuntos del Principado. Vivía al día, entreteniéndose con leer a sus autores clásicos favoritos en la guardarropía, que era una hermosa cámara situada en la parte más alta del castillo y que contenía espléndidas vestiduras, platería, joyas, medallas, antigüedades, antigüedades, jarrones de cristales, una exposición de vajilla de plata y todos los mármoles encontrados y desenterrados en los dominios del obispado, sin contar "un antiguo breviario de la vida de San Virgilio, abogado de Trento". Una mañana de finales de verano, mientras el Cardenal, que acababa de venir de dar un paseo por el parque de los Ciervos, iba a entrar en su estudio privado, un palaciego de su servicio le anunció la visita de la Hermana Bernardina de la Cruz, de Rovereto. Al Cardenal no le sorprendió mucho la noticia, y ordenó que se la hiciese pasar a su presencia, preparándose preparándose para recibirla. Cuentan las crónicas de la época que "Della Croce Giovanna María o la Hermana Bernardina" nació en Rovereto en 1603, y que era hija de José Floriana, hombre que bebía largamente del vino de Isera. Su hija Bernardina llegó a la pubertad hecha una muchacha rubia y hermosa. Graciosa, encantadora, de dorada cabellera lustrosa, carne blanca y delicada, ojos fulgentes y aspecto grave y hosco, parecía desdeñar las viles necesidades de la vida. Ya desde niña mostraba su inclinación a hacer obras de caridad y ejercicios religiosos. "En aquella época existía en Rovereto un cierto Hermano Tomás de Rovereto, que, observando el santo comportamiento que distinguía a esta temprana flor de bondad, se apresuró a aconsejarla que abandonase el mundo y se encerrase en un convento. Sin embargo, la madre constituía un obstáculo, pues ella abrigaba distinto proyecto para con su hija. "No obstante, la fama de tan excelente y devota criatura se esparció rápidamente por Rovereto. Bernardina marchó a Trento con la idea de fundar un convento, pero la joven reformista plebeya no pudo conseguir audiencia en la corte de los Madruzzo. La desdeñada criatura se resintió profundamente por este fracaso, y cayó enferma. Entonces Affra, una devota Hermana de la Tercera Orden de San Francisco, vino a visitarla y llegó a ser una cordialí-sima amiga. Por su medio Bernardina pudo ponerse en contacto con las devotas matronas del Trentino, y éstas desplegaron en su favor tantas actividades, que la concedieron permiso para fundar un convento en Rovereto en combinación con la iglesia de San Carlos y bajo el gobierno de la de Santa Clara. "Entonces tomó el nombre de Hermana María Juana de la Cruz. Sus sermones, llenos de inspiración y de entusiasmo, le dieron mucha fama y consiguió que se la considerase como persona que estaba dotada del don de profetizar. Los pobres venían a buscarla para pedirle consejo en las miserias de su vida, y los príncipes también recurrían a ella en las vicisitudes di la guerra. Los personajes más ilustres que pasaban por Rovereto visitaban a esta extraña mujer. El emperador Leopoldo sostenía correspondencia con ella y le había dado seis mil florines para erigir un convento de Santa Ana en Borgo, Valsugana." La Hermana Bernardina de la Cruz entró, saludando al Cardenal con una profunda reverencia. Ese titubeo, confuso y timorato, que paraliza la lengua de las personas que se conocen por primera vez, no se daba en ella. La Hermana de Rovereto no temía que la arrojase de allí el último Madruzzo, cuya innata generosidad conocía y cuyos errores estaba dispuesta a pasar por alto. Ella tenía una misión que cumplir y que le había sido confiada por la suprema

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autoridad de la Iglesia: por el Papa. La Hermana Bernardina había perdido la gracia de su juventud. Sus tocas proyectaban una palidez cadavérica sobre su rostro, antaño terso, pero ahora seco y arrugado. En sus ojos brillaba una llama mística que decían de un espíritu animado por un amor divino. Bajo el hábito no eran visibles las líneas del cuerpo, y sólo sus largos dedos finos asomaban por las mangas amplias. Su voz tenía todas las inflexiones propias de un ser iluminado. A las veces, era la voz caliente y musical de Magdalena llorando a los pies de Jesús, y luego volvía a adquirir el acento monocorde de la monja que ora en la soledad de su celda. Y otras, poseía el agudo siseo de una mujer que fuerza las cuerdas de su garganta para alcanzar unos distantes oídos sobrenaturales. Manuel Madruzzo nunca había visto a la Hermana Bernardina. Conocíala de fama y nunca se había entrometido en sus actividades religiosas. El sabía que gozaba de la más alta estimación de Papas, reyes y príncipes, que llegaban al extremo de acudir a ella en sus trances más serios. Después de aquella primera tentativa para lograr entrada en la corte de los Madruzzo, la Hermana Bernardina había jurado no volver a cruzar jamás los umbrales del castillo de Trento. Conceptuaba a la familia de los Madruzzo como dejada de la divina gracia. Y no hubiese deshecho su voto si el Papa mismo no se hubiese dignado escogerla para llevar a cabo aquella difícil y delicada misión. La Hermana dirigió al Cardenal sus ojos resplandecientes resplandecientes y empezó a decir:   —Hace tres noches se presentaron dos franciscanos en el convento de Borgo, en Valsugana, donde yo me hallaba en retiro, y manifestaron que querían hablar conmigo. Eran enviados del Papa, que, por medio de ellos, me comisionaba para venir a Trento y colocar en vuestras manos su santa decisión, escrita de su propio puño y dirigida a vos, príncipe y pastor. Este es el objeto de mi inesperada visita, y aquí tenéis la carta papal. Y al decir esto, Bernardina sacó de una bolsa de terciopelo negro, que pendía de su cinturón, un documento que ostentaba el sello de los sagrados palacios, y se lo entregó al Cardenal. Al recibirlo, éste hizo un gran esfuerzo para contener su emoción. Desde las primeras palabras de la monja había adivinado el propósito de su visita. Aquel trozo de papel le relevaba de aquella desesperante expectativa de tantos meses. Afirmativa o negativa, al fin había llegado la decisión papal. El Cardenal dijo:  —Permitidme, Hermana, que lea esto en seguida. La Hermana se inclinó. El Cardenal empezó a leer el documento. Sus ojos recorrieron velozmente las líneas escritas como los de un sentenciado a muerte que leyese la respuesta a su petición de clemencia. En un breve preámbulo, el Papa hablaba de la intervención de la reina de España y del rey de Hungría, y también hacía mención de la petición que llevaba el aval de los confesores de Manuel Madruzzo. Luego pasaba a decir que habiendo puesto el asunto al estudio del Consejo Supremo de la Iglesia, todos los cardenales hicieron constar en acta que eran contrarios a conceder la deseada dispensa. Terminaba la carta exhortando al Cardenal a no insistir más en una petición escandalosa, so pena de incurrir en sanciones eclesiásticas y anatema papal. Cuando hubo terminado la lectura, Manuel Madruzzo inclinó su frente como para coordinar sus pensamientos. Luego, sin decir palabra, rasgó la carta una y otra vez, hasta convertirla en trozos pequeñísimos. pequeñísimos. A la vista de este sacrilegio, la Hermana Bernardina se puso de pie, y con voz temblorosa dijo:   —Mi príncipe y pastor: escuchadme como otros señores me han escuchado. Lo que acabáis de hacer con tan fría premeditación me ha demostrado que vuestra alma va por camino de perdición. Espero, por vuestra salvación eterna, que no escogeréis la senda que conduce al precipicio final. Mortificad vuestra carne. Dominad vuestras pasiones. Alejad las adulaciones adulaciones con que os tientan. Dedicad toda vuestra vida a la gracia de Dios. Dad ejemplo de virtud y seréis imitado y compadecido. Mis palabras son las de una pobre monja. Lo sé. Pero sé también que estoy diciendo una verdad inmortal. Los príncipes de la Iglesia deben ser como un faro de luz

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para sus subditos, los humildes y los que arrastran pesadas cargas. Sólo así puede llegarse a ser digno de dirigir los destinos de los pueblos... Sumido en sus propias meditaciones, Manuel oía estas palabras, que golpeaban, rebotando y entrechocándose entre sí, en su cerebro, sin lograr producir imágenes definidas. Y la Hermana empezó de nuevo a hablar con voz aun más inspirada, que acabó por fascinar y subyugar finalmente a Manuel.  —Príncipe, reflexionad. reflexionad. ¿Qué es vuestra vida?... Una sombra, un sueño, una ilusión. ¿Qué son los placeres materiales que nos esclavizan?... ¿Quién es el que gana la bienaventuranza eterna?... Seguramente no es el que da rienda suelta a sus apetitos carnales, sino aquel que sabe dominarse por la oración y mortificar a la fuerza sus sentidos rebeldes; aquel que está dispuesto a separarse del mundo para mejor comprenderlo y perdonarlo; aquel que renuncia a las comodidades por la soledad, y que por medio de la meditación y el rezo cultiva las incorruptibles y eternas riquezas del espíritu... Cavad, señor, un abismo profundo entre vuestro pasado y vuestro futuro. Olvidad. Obligaos vos mismo a olvidar y en vuestro sufrimiento lograréis vuestra purificación. Nadie sabrá de mis labios que vos, como un hereje digno de la hoguera, habéis roto en pedazos un papel en que nuestro Supremo Pastor había colocado su mano. Limitaos a aceptar con cristiana obediencia la decisión del Pontífice y obtendréis vuestro propio perdón... Manuel empezaba a experimentar el influjo de la monja. La idea de renunciar a su sueño y terminar el drama de su vida acudió a su mente. Pero la imagen de Claudia volvía para perturbarla. Y era que ella le poseía hasta la muerte. La Hermana Bernardina contempló fijamente al Cardenal. Manuel le dirigió una mirada de infinita tristeza:   —Hermana—dijo—, vuestras palabras me conmueven. Yo seguiría complacido vuestro consejo, pero no tengo fuerzas para ello. He rogado al Papa que me conceda una licencia que me libertaría de la doble vida que he estado llevando durante veinte años. Mi pasado es conocido y no puede anularse. Es extraño: no se me permite adoptar la honrada solución del matrimonio y, sin embargo, se tolera t olera el concubinato.   —Ni lo uno ni lo otro—repuso enérgicamente la monja—. Pero de dos males, hay que escoger el menor. Sin embargo, no quiero echar sobre mi conciencia el pecado de discutir las decisiones de nuestro infalible Pontífice. Repito que, después de veinte años, hora es ya de que tornéis a una vida de rectitud.  —¿Me impide el matrimonio observar mis deberes de buen cristiano?...  —Pero lo que debe terminar es esta unión hipócrita. Ni tampoco debe celebrarse la que llamáis unión legal. Poned fin a esas culpables relaciones para redimiros de vuestro pasado y dad ejemplo de prudencia.  —Comprendo que... es imposible.  —¿Tan débil sois, mi señor?...  —La carne siempre es débil. Hay cadenas que ningún poder humano puede romper. Dios es demasiado misericordioso para negarme Su perdón. Se le perdonará mucho al que haya amado mucho...  __Con el espíritu, no con los sentidos.  __Cristo no dijo eso... El Cardenal dijo esta frase gravemente; luego, como hablando consigo mismo, añadió:  __Ved, Hermana, que mi vida ha sido un refinado martirio. No hay en mí el instinto de príncipe o de pastor de la Iglesia. Me forzaron a serlo. Otros me impusieron su voluntad. Durante veinte años se ha estado librando en mi alma una terrible batalla, entre mis naturales tendencias a una vida de hombre libre y mis deberes de príncipe y cardenal. Disgustos, discordias, conspiraciones y mal velados odios han ido

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amargando mi espíritu. Y he sentido a mi alrededor el vacío, ese vacío que aisla al poderoso de la tierra y le hace extraño entre los de su misma clase. Yo necesitaba ayuda, una diestra humana extendida hacia mí con un ademán de amistad. ¡ Necesitaba ser amado!... Y una mujer se cruzó en mi camino... No me interrumpáis, Hermana. Sé que debí haber solicitado la ayuda de Dios, consolarme adorándole, ahogando mis dolores en la observancia religiosa. Pero me hubiera visto obligado a recluirme en un convento, y esta sola idea me aplanaba. La mujer que me ha amado y que ahora me espera no es como la gente se la imagina. Claudia Particella ha traído luz a las tinieblas de mi existencia, ha untado con bálsamo mis heridas. Por ella he afrontado el odio de los eclesiásticos y resistido la rebelión del pueblo. Hemos vivido y sufrido juntos. La muerte nos hallará unidos. Hermana, compadeceos de mí, pero no me despreciéis... Manuel guardó silencio. Era presa de su propia emoción, y las lágrimas acudían a sus ojos. La Hermana Bernardina no quiso insistir con frases banales. El Cardenal se levantó y le besó la diestra.  —Os tendré presente en mis oraciones—dijo la monja. Y salió silenciosamente. Transido de dolor, Manuel se dejó caer en la butaca. Al oír sus sollozos, entraron unos criados para preguntarle si se hallaba enfermo. Los despidió, y después de haber dado rienda suelta a su pena, trató de coordinar sus ideas para estudiar la situación. ¡Compleja, difícil y peligrosa situación la suya!... El problema ofrecía varias soluciones posibles, pero ninguna fácil: ¿Rebelarse contra el Papa?... ¿Arrojar la púrpura cardenalicia a la basura y casarse con Claudia?... Esta fué la solución que primero asaltó su mente, pero tras reflexionarlo un poco comprendió que tenía que rechazarla. El rebelarse contra el Papa, aun cuando no le costase la vida o graves daños personales, le supondría quedarse solo en el mundo, abandonado y despreciado. No habría Corte en el mundo que diese hospitalidad a quien se había rebelado contra el Papa y fomentado la rebelión. Nadie abrigaría la menor simpatía por un hombre que llegaba a la vejez con el alma torturada por una pasión amorosa. ¿Cómo podría vivir?... Veríase obligado a errar de tierra en tierra, de país en país, con el temor constante de verse aplastado por la venganza del Vaticano, que nunca perdonas Entonces llegaría a saber, como dijo el poeta, "cuan amargo es el pan ajeno en casa ajena"... ¿Y Claudia?... ¿Soportaría, sin que su alma fla-quease, las incomodidades materiales y morales de una existencia sin mañana seguro?... ¿Y si Claudia le abandonase?... Manuel no se atrevía ni a pensar en tal posibilidad. Había amado a Claudia con locura y creía que, a su vez, Claudia le quería locamente. No. En realidad, no era la ambición política ni el miedo al escándalo popular lo que le impedía huir. Era la inseguridad material del futuro, ya que sus propiedades le serían confiscadas por el Papa o por los emisarios del Emperador. No obstante, soñaba con finar sus días tranquilamente, libre de las preocupaciones de gobernante y de las hipocresías de la Iglesia, sin que lenguas viperinas se cebasen en él, lejos de Trento; viviendo tal vez en alguna pequeña isla en medio del mar, para olvidar allí, con el amor eterno de Claudia, las vicisitudes de su juventud viril. ¡Suprema ilusión!... Mas, ¿qué hacer entonces?... ¿Continuar en tan equívoca situación?... Pero incluso esta situación presentaba dificultades invencibles. El reciente alzamiento del pueblo servía al Cardenal de indicación harto fehaciente para que la pudiese desdeñar. La gente de Trento odiaba a Claudia porque la consideraba la principal causante de la ruina económica de la ciudad. El pueblo de Trento soportaba de mala gana la dominación tiránica de la Casa de Particella, y las mal reprimidas pasiones, los antiguos odios que abrigaba, y aquella miseria no mitigada no esperaban más que una nueva ocasión para manifestarse violentamente. El pueblo de Trento, al asaltar e intentar destruir el palacio de Campo di Fiera había demostrado a las claras que no estaba dispuesto a tolerar por más tiempo el despilfarro de los fondos públicos con que se satisfacían los caprichos de una cortesana.

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¿Y se avendría Claudia a permanecer siempre recluida en el castillo Toblino en calidad de novia prometida que espera eternamente?... No. Claudia ansiaba regresar a Trento. Su destierro, no importa cuan voluntario y agradable, había terminado por aburrirla. Y estaba decidida a poner fin a la equívoca situación aunque tuviese que huir de allí. Ofrecíasele al Cardenal una tercera solución: abandonar a Claudia, encerrarla en un convento, para que se perdiese todo indicio de ella, y cuando se hubiesen calmado las pasiones del populacho, reanudar tranquilamente su vida juntos. Pero Manuel no podía resignarse a aceptar esta solución. Había sufrido mucho con la ausencia de Claudia, y la idea de pasar la vejez a solas le aterraba. Pensamientos grotescos, fantásticos proyectos y planes paradójicos asaltaban su mente. No podía resolver nada. Faltábale el hilo de Ariadna que podría libertarle del laberinto de su vida. Desde el fondo de su corazón, una voz le aconsejó: "¡ No más titubeos!... ¡Rompe los lazos!... ¡Ya has tenido bastantes incertidumbres vanas e inútiles meditaciones!... ¡Ha llegado el momento de actuar!... ¡Arroja los dados!... Alea jacta est. Es preferible una vida errante, incierta y atormentada que una vida de hipocresía, de bajezas y de esclavitud. ¿Qué te detiene?... ¿Los deberes del Principado?... La gente siempre es una bestia y no dejará de inclinarse ante otro dueño... Y la voz proseguía: "¿La dignidad de la púrpura?... Ya la has manchado. El escándalo de tus amores ya tiene algo de historia en el recuerdo de todos. ¿Desobediencia al Papa?... El Papa la ha provocado, ya que tú solicitaste humildemente una dispensa. Y si tú pecas al consentir que tu pasión te domine, tu pecado te será perdonado, pues al que ame mucho, le será perdonado mucho. ¡Decídete, pues!... Si el amanecer y el mediodía de tu vida han sido tristes, deja que el atardecer sea glorioso y sereno y purificador..." Pero contra los consejos de esta voz alzábase un cálculo frío que apuntaba las dificultades, los peligros, las asechanzas... Y el alma del Cardenal se debatía ante este desfile de cielo despejado y de nubes, de días y de noches. Hubo un momento en que la idea del suicidio cruzó por su imaginación. imaginación. Una sensación de abatimiento general apoderase de él. A través de la ventana penetraban los rayos del sol de octubre. En el parque de los ciervos, las hojas amarillentas de los árboles se desprendían, y pudo percibir el piar de las golondrinas retrasadas. La Naturaleza transmitía su tristeza al hombre. Y la idea del descanso eterno descendió sobre Manuel. ¡ Dormir para siempre, en el eterno silencio y el misterio eterno!... ¡Dormir olvidado de lo que ha sido y de lo que será!... ¡Abandonar el mundo sin rencor, sin miedo y sin pesadumbre, como un deudor que paga su deuda a la madre Naturaleza!... Un instante, Manuel sonrió ante la locura de la idea. Con tal de tener a Claudia junto a sí, afrontaría este infierno. Con ella soportaría el tormento del "torbellino infernal que nunca cesa"...  —¡ Claudia!—exclamó el Cardenal en voz alta—. —¡ Claudia, perdóname por no ser capaz de abrirme una ruta definitiva que me saque de este cieno! ¡El amor me hace titubear como un colegial!... ¡Oh, amor, luz arrancada de los cielos, de los ángeles rebeldes, y otorgada a los hombres cuando perdieron el paraíso!...  —Jesús—prosiguió—, si es cierto que Tú naciste de madre humana; si es cierto que Tú has bebido de las fuentes de la antigua sabiduría que para Ti abrieron Tus maestros en el desierto; si es cierto que Tú amaste a los pobres y a los que sufren, a los enfermos, a los humillados, a los esclavos, a los samaritanos y a los que vivían lejos de Tu Galilea; si es cierto que Tú levantaste y protegiste a la pecadora María de Magdala y ella Te ungió con ungüento perfumado y secó Tus pies con sus largas trenzas negras y suaves; si es cierto que Tú atravesaste con ella los campos hacia las colinas sombreadas de cedros, mientras en los cielos, ¡oh, Hijo de Dios!, las estrellas sonreían sobre Tus terrenales amores; si es cierto que una vez, en la fiesta de Purim, Tú defendiste a la adúltera y salvaste a aquella mujer que, según las viejas leyes del pueblo hebreo, merecía ser apedreada; si es cierto que camino del Calvario, Tú consolaste a las mujeres que lloraban angustiadas al presenciar Tu martirio, y hasta desde la cruz, después

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de invocar al Padre, florecieron en Tus labios palabras de amor; si es cierto, ¡ oh, Jesús!, que Tú pasaste por la vida como un sediento de amor humano, entonces también se me permitirá a mí, el último de Tus seguidores, amar como sólo se puede amar una vez, hasta la tumba y más allá...

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Capítulo X En el alma del Cardenal se libró una batalla que duró varios días. Para aturdirse y olvidar, empezó a llevar de nuevo una vida de ostentación y despilfarro, y las manos de su mayordomo hundíanse profundamente en las arcas del Principado. La miseria era grande por todo el Trentino, debido a los grandes impuestos de exportación que restringían el envío del vino a las regiones del norte, pues entonces, como ahora, el comercio vinícola era la mayor fuente de ingresos públicos. A los miserables parias del otro lado del Adigio, en Pié di Castello, aguardábales aguardábales un invierno lleno de vicisitudes. Pero Manuel parecía haber hecho suya la frase del Rey Sol: "Después de mí, el diluvio"... Ludovico Particella dirigía la política del Principado y mantenía en jaque al Cabildo de la Catedral. Hombre de experiencia, sutil, dotado de esa clase de escepticismo superficial que esconde con frecuencia un temperamento de acero, Ludovico, si bien no disimulaba la gravedad de la situación, creía que la catástrofe, si no imposible, hallábase muy lejana. Empezaron los días de fiesta. Manuel no había comunicado aún a Claudia la decisión del Papa. Y Claudia esperaba, con actitud melancólica, algún indicio de que las cosas cambiaban. Al fin, aburrida de tanto esperar en vano, una noche presentóse inesperadamente inesperadamente en el castillo. Precisamente, el Cardenal había invitado a un gran banquete a todas las personalidades de la ciudad : algunas personas influyentes de la colonia alemana, los prelados más ilustres del clero, muchos funcionarios y algunos académicos supervivientes de la "Accademia Trentina degli Accesi", fundada en enero de 1628 con el lema "Motu vivificat". Los académicos supervivientes que figuraban en el banquete del Cardenal eran el censor, Bernardino Bonporto, llamado l'Aggirato; Giovanni l'Aggirato; Giovanni Sapi, llamado l'Aspirante, y el tesorero, Simón Girardi di Pietrapiana, a quien sus colegas llamaban il Raccolto. Alrededor de aquella mesa de forma de herradura, colocada en un gran salón decorado con frescos de Romanino, Julio Romano y Brusasori, tomaron asiento unas treinta personas. En los candelabros llameaban las velas encendidas. Sobre la mesa, grandes ramos de flores exhalaban su perfume, y en los rincones del salón hacinábanse plantas y flores. El ambiente acusaba ese agobio enervante de las salas cerradas donde un grupo de personas se reúnen para celebrar una comida suculenta. El Cardenal sentóse a la cabecera. Hacía esfuerzos por parecer alegre, y a despecho de su moderación usual, bebía mucho aquella noche. Tal vez buscaba en la embriaguez alivio para el doloroso secreto que atenazaba su garganta. Los invitados deglutían golosamente los manjares. Por entre la vulgaridad de las conversaciones, subrayadas a veces por un estridente alarido de risa y de bromas a costa del clero, percibíase el monótono rechinar de las mandíbulas repletas de carne condimentada con especias para mayor placer de aquellos estómagos de lobo. Los comensales se pasaban las licoreras de vino de Isera, y pronto todos se fueron aproximando a los límites de la embriaguez. La cena duraba ya dos horas. El sopor de la digestión y la deliciosa laxitud que acompaña a las comidas abundantes, clavaban a los comensales en sus asientos. Sus ojos fulgían, enrojecidos los rostros; se empastaban las lenguas y en los vapores alcohólicos naufragaban los cerebros. Una animalidad primitiva, inconsciente inconsciente y atontada volvía a despertar en ellos. Entremezcladas Entremezcladas con peroraciones peroraciones retóricas, de vez en cuando surgían palabras obscenas. Los más locuaces recordaban a Boccacio, pero a un Boccacio que se hubiese tornado trivial y sacrílego. Surgieron historias de penitentes escuchadas en el confesonario; de herederos que rodeaban el lecho de un moribundo; de vírgenes iniciadas en los divinos misterios de Cupido en la penumbra desierta de una sacristía; de viudas llorosas rápidamente rápidamente consoladas en nombre del lema bíblico: "Creced y multiplicaos"... Ante aquellos clérigos que narraban sus propias experiencias, inclinaban los otros comensales sus cabezas, perturbadas ya por los instintos eróticos que despertaban las abundantes libaciones. Los militares alternaban el relato de sus conquistas guerreras con el de las amorosas, mientras los alemanes se dedicaban a devorar metódicamente cada plato.

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En la esquina de la mesa, un grupo de académicos discutía al Aretino. Giovanni Sapi recordó que "Cristóbal Madruzzo, en 1548, envió al Aretino, a su espléndida mansión de Venecia, un regalo consistente en dos copas de plata, con incrustaciones de oro por dentro y por fuera, modeladas con tal exquisitez, y era tanta la gracia de la delicada orfebrería que las decoraba, que obra más bella y preciosa, mejor o más rica, no podría realizarla la mano del hombre en honor del talento y del arte"...   —¿Y qué prueba eso?—inquirió el Cardenal, cuya atención atrajo el oír mencionar el nombre de su antecesor.  —Prueba que el Aretino era muy conocido c onocido y gozaba de alta estima en esta corte.  —Lo merecía—aseguró un sacerdote cuyos cabellos se mantenían rígidos como las púas de un puercoespín. Sus orejas sobresalían extendidas en forma de abanico, como las de un murciélago, y sus labios, gordos y sensuales, recordaban recordaban los de un fauno. Pero aquella aseveración hirió al único de los presentes que no estaba borracho: Simón Girardi, cuya débil constitución física no le permitía imitar a sus compañeros en los placeres de la mesa. Y se burlaba satirizándoles. A él se le atribuían las "pasquinadas" de Trento, poemas cortos, redactados, a veces, en latinajos, en que ridiculizaba a las principales personalidades de la ciudad.  —Aretino—sentenció  —Aretino—sentenció Girardi—escribía para hacer el elogio del vicio, no para castigarlo... "¿Y el cardenal Bibbiena?—exclamó el clérigo que había hablado antes—. ¿Y Maquiavelo?... Maquiavelo?... ¿Y Lorenzo de Médicis?... ¿Y el caballero Marino?... Todas estas preguntas surgieron de un grupo de sacerdotes que sentían la necesidad de defender, de un modo u otro, la literatura inmoral, obscena y corrompida de la época, porque sabían que gran parte de la misma había sido escrita por el clero.  —Castigat  —Castigat ridendo mores:  castigad con el ridículo las costumbres de la época—fué el comentario que hizo un sacerdote leguleyo, anciano, pero no menos amigo de triquiñuelas. En cuanto a su mores, circulaba un rumor de grave naturaleza. Parecía ser que se dedicaba al amor griego, cosa no infrecuente entre los humanistas y, en particular, entre los eclesiásticos de categoría alta, media y baja. En aquella época, el código penal no prohibía el amor entre hombres.  —La literatura es el espejo de las costumbres —añadió un doctor en teología—. Ello es evidente. Cuando la vida de un pueblo se desarrolla entre guerras su expresión poética nos lega un poema épico. Cuando la fe religiosa se extiende, tenaz y profunda florece la poesía mística. Cuando la época es vana, superficial y esclavizada, el arte pierde su alegría, las musas se encenagan y la inspiración es pobre y aburrida. Entonces muere la poesía y comienza el reino de la frase. Verba, voces practeneaque nihil. Palabras, sonidos y nada más...  __¡Bien dicho!—exclamaron dicho!—exclamaron a coro los académicos. académicos.  —El amor—prosiguió el teólogo—llega a ser la humillación del espíritu y la apoteosis de la carne. El alma cede su puesto a los sentidos. Existen amores terrenales que están ungidos de divinidad, como el de Dante y Beatriz. Hay otros amores, que son la inmensa mayoría, en los que la sensualidad pone al hombre al nivel de la bestia. Entonces la mujer no es más que simple sierva del placer masculino. Estas mujeres han ejercido siempre un pernicioso influjo en el alma de los gobernantes gobernantes del pueblo. Recordemos a Cleopatra, Mesalina, Imperia, Claudia Particella... Apenas el imprudente teólogo hubo dejado escapar de sus labios este nombre, todos los presentes lanzaron un grito de estupefacta indignación, indignación, y todas las miradas concentráronse en el Cardenal, que, aunque había palidecido, permaneció inmóvil, extendidas las manos sobre la mesa. Pero Ludovico Particella levantóse bruscamente y, dirigiéndose hacia donde estaba el teólogo, le dio una bofetada. El teólogo no se atrevió a devolver la agresión. El vino le había hecho traicionarse, e in vino veritas... Lo que él había dicho no era más que lo que todos los presentes, los ciudadanos de Trento

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y los que conocían los asuntos del Principado, creían a pie juntillas. Pero este no era el mejor momento para proclamarlo en voz alta. Los comensales esperaban el desencadenamiento de una tempestad, y seguían clavando sus ojos sobre el Cardenal. Hubo un momento de pausa. Luego, las lenguas se desataron y, al unísono, pidieron perdón. El teólogo, mostrando los carrillos encendidos por el doble rubor de su vergüenza y de la bofetada recibida, disponíase a abandonar el salón cuando el Cardenal le hizo una seña para que se quedase.  —No—le dijo—, no os marchéis. Sentaos de nuevo y no temáis... El otro obedeció. Luego siguieron esos momentos estúpidos de expectación que parecen paralizar el cerebro y los músculos de los devotos de Baco. El Cardenal llenó su copa hasta los bordes con vino de Isera, se bebió el contenido de un sorbo e indicó con un gesto que iba a hablar:   __No tema mi amigo el teólogo—dijo—, que, intencionadamente o no, ha abierto una herida que aun no está curada. No temáis vosotros, estimados amigos. Aquellos que me crean capaz de vengarme, que se retiren de mi presencia. Esta no es la mesa de los Borgias. No es en el vino, sino en el corazón, donde se esconde el veneno... Y agregó:   —Oídme. Quiero proclamar en voz alta algo que para nadie es un misterio. Quiero defender eso que consideran un delito, pero que para mí es bello y glorioso. Escuchadme, Escuchadme, pues, prelados de la catedral, y vosotros, los oficiales de mis dominios, y vosotros, abogados, y vosotros, mis amigos de la juventud, y vosotros, los académicos, y tú, padre de Claudia... Oídme todos. Lo que estoy a punto de deciros podrá ser pecado indigno de mi nombre y de mi cargo. No importa. Si alguna vez yo usé antifaz, ese antifaz cae esta noche y se me desprende en presencia de vosotros, que representáis la flor del pueblo que me obedece... Amo a Claudia. La he amado durante veinte años. No os ruboricéis. No inclinéis vuestra cabeza hipócritamente, hipócritamente, pues entonces me vería precisado a llamaros "sepulcros blanqueados"... Cada uno de vosotros, ¡oh, pastores de almas!, ha pecado. ¡No lo neguéis!... Estáis corrompidos. En verdad que esta cena ha sido distinta a aquella última cena que Jesús presidió   junto a sus discípulos antes de que el Maestro se acercase al supremo sacrificio. Nosotros, todos nosotros, hemos bebido en la copa del amor mundano. Yo también lo he hecho, pero de una manera tan pura como pocos podrían decirlo. Como sabéis, yo he solicitado la dispensa del Papa. Me la ha rehusado. Quiere el escándalo, y lo tendrá. Proclamo solemnemente mi derecho al amor terrenal. Claudia será mía para siempre, lo quiera o no el Pontífice, lo queráis o no vosotros..., vosotros, que habéis colocado a Claudia entre las cortesanas que empujaban a príncipes y pueblos a la ruina... Y añadió:  —¿Me entendéis, teólogo?... Lo que mis enemigos tramen mentalmente, no me interesa. Pero, ¿a qué hacer esta confesión?... ¿Erais dignos de escucharla?... Con las palabras de Horacio, os digo: Carpe diem... .  __¡Un laúd, un laúd, un laúd!...—exclamó—. Traed un laúd, y que uno de vosotros arranque un himno de sus cuerdas... Estas palabras del Cardenal dejaron absortos a todos los presentes. ¿Estaba borracho también?... Tal vez; el caso no era infrecuente entre eclesiásticos. Trajeron un laúd, y uno de los numerosos pajes de la servidumbre del Cardenal empezó a pulsar las cuerdas. Luego, cantó. Su voz, delicada y sutil, calmaba la excitación general, y la monotonía de la música predispuso a todos a caer en un sopor. El banquete tocaba a su fin cuando un criado anunció a Claudia. El Cardenal saltó de su asiento, mientras los comensales abrían sus ojos admirados. Una vez más apoderábase apoderábase de ellos el terror, pues todos temían a la peligrosa mujer. Claudia entró, cubierta con negra capa. Abrazó a su padre, que había salido al corredor

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para recibirla, e inmediatamente se dirigió a Manuel. Los invitados mirábanse unos a otros. Los oficiales correspondían al saludo de Claudia con una leve inclinación de cabeza y los académicos les imitaron. Sólo los sacerdotes conservaron su inmovilidad estatuaria y su actitud hostil. Claudia arrojó su negro manto en un rincón de la estancia, y luego, despojándose del velo, descubrió su cabeza, cuyos cabellos cayeron libres hasta los hombros. Su rostro mostraba huellas de sufrimiento, pero los ojos conservaban toda su luz. Ninguno de los presentes pronunció una palabra, pues la inesperada aparición de aquella mujer les había enmudecido. Claudia sentóse al lado del Cardenal, y observando la mal velada turbación de éste comprendió que algún serio incidente debió haber tenido lugar antes de su llegada. Lamentaba no haber venido antes. Y empezó a sonreír, con aquella su sonrisa que don Benizio llamaba divina y que las gentes decían diabólica. Luego, poniéndose de pie y modulando su voz con aquel tono que penetraba tan hondo en los corazones de los hombres, exclamó:  —Parece que he venido para asistir a un acto funeral. ¿Por qué no habla ninguno?... ¿Es que mi llegada ha enfriado la alegría de los invitados?... Y luego, volviéndose al paje:  —¿Por qué no tocáis?—dijo. tocáis?—dijo. El paje rasgueó el laúd y dejó oír unos acordes.  —Y tu, mi príncipe, ¿por qué permaneces en silencio?... Parece que mi inesperada visita te preocupa. Sin embargo, no tiene nada de extraordinaria. Pasado el otoño, me aburría la idea de seguir en el castillo Toblino. Así es que he venido sola. Tal vez, he debido avisar. Pero yo no esperaba llegar justamente en unos momentos en que mi entrada podía turbar la jovialidad de estos caballeros... Me marcharé... E hizo ademán de dirigirse hacia la puerta. Pero el Cardenal, cogiéndola por una de sus amplias mangas, la hizo detenerse:  —Quédate, Claudia—le rogó—. Estás en tu propia casa. La sonrisa volvió a los labios de la imperiosa dama. Dirigió una mirada desafiante a los prelados, que le atisbaban con ceño hostil, y luego, adoptando su habitual compostura de estatuaria dignidad, confesó:   —Entonces, si estoy de veras en mi propia casa, colijo, señor, que los huéspedes que ahora demoran su partida alrededor de tu mesa, son ya inoportunos. Dígnate despedirles... Los invitados no esperaron la orden del Cardenal. Huyeron. Sólo algunos saludaron a Manuel. A pesar de los vapores del vino, dieron suelta a la indignación que les producía tamaño escándalo, que sobrepasaba los límites humanos. Sólo los alemanes se abstuvieron de tomar parte en la execración general. Pero los sacerdotes estaban furiosos: el inesperado regreso de Claudia les había desconcertado. desconcertado. Temían nuevas conspiraciones, conspiraciones, nuevas revueltas y desastres, y escándalos sin fin. El atolondrado teólogo empezó a recobrar su estado normal, camino del barrio de Borgo Nuovo. Preveía catástrofes inminentes:   —Esto—decía—no es más que otra prueba de lo que dije en el banquete. Las mujeres predestinadas predestinadas a arruinar príncipes y pueblos son caprichosas, caprichosas, violentas, impenetrables... ¿Quién de nosotros se figuraba que Claudia regresaría al palacio?... Llegó como pájaro de mal agüero. Nuestro fin está cercano... Con lo que los prelados estuvieron de acuerdo. Y en el ambiente de la media noche sus gestos de cansancio eran los de gente ahita de comer y beber. Mientras tanto, en la sala del banquete Claudia y el Cardenal se encontraban a solas. Sobre la mesa desmayábanse las flores, y las plantas que adornaban los rincones de la estancia plegaban sus hojas ante la atmósfera cargada del perfume acre de tantos manjares. El laúd, que

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yacía abandonado, prestaba su melancolía a la de aquella hora y aquel lugar. Reinaba un silencio solemne. De vez en cuando oíanse los pasos rítmicos de la guardia y el alerta del centinela. Bajo el peso de una meditación torturante, Manuel había inclinado la cabeza. Claudia le contemplaba sin hablar. ¡ Cuántas veces sus almas gozaron estas dulces intimidades culpables!... A su recuerdo, el pasado volvía a vivir en ellos. Pero Manuel hallábase aburrido, extenuado. Tal vez había bebido demasiado. Aquejábale un dolor agudo, inexplicable, difuso. Necesitaba consuelo. Y Claudia le abrazó dulcemente y luego pasó su delicada diestra por aquella frente calenturienta, en la que los años, las luchas y las preocupaciones del cargo habían trazado las arrugas de la vejez. Cubrió su diestra aquellos ojos velados por la melancolía y acarició las resecas mejillas luego. Frases de pasión brotaron de los labios de Claudia:   —Tú no me esperabas; lo sé... Pero vine porque me ahogaba en aquel encierro. Dame noticias... de Roma. Manuel levantó la frente y se llevó a los labios la mano de Claudia:   —Malas son las que han venido—repuso—. El Papa me niega su dispensa. La Hermana Bernardina de Rovereto vino para comunicarme la resolución papal. Me entregó la suprema sentencia, escrita de puño y letra del Papa... y la hice pedazos... Este acto de rebeldía no sorprendió a Claudia:   —¿Entonces abrigas aún esperanzas?... ¿Qué has decidido?... ¿Por qué no me participaste lo que sucedía?... ¿Recuerdas nuestras antiguas promesas?... ¿Huiremos?... Todas estas interrogaciones afluían a los labios de la linda cortesana. Durante un rato, como si necesitase coordinar el hilo de sus pensamientos, Manuel permaneció en silencio. Luego habló:  —No tengo más esperanzas—dijo-—. El Papa es inconmovible. El aval de mis confesores nada pudo. El Vaticano quiere evitar a toda costa el escándalo público, como si la gente no conociese ya nuestra historia. Pero esta noche, me despojé del antifaz. Esta noche proclamé con todas mis fuerzas, con toda mi pasión, que te amo...  —Ahora comprendo la causa de tu agitación.  —Sí—prosiguió Manuel—: mi confesión dejó perplejos a mis invitados, en particular a los sacerdotes... Fué como si yo mismo me acabase de librar de una pesada carga. Ahora me siento mejor. Ya me he atrevido, Claudia mía. Al fin, me he atrevido. Mañana toda la ciudad sabrá lo que ha sucedido esta noche. No importa: la suerte ya está echada. Si mi confesión se interpreta como el preludio de mi rebeldía contra el Papa, tanto mejor... Manuel hallábase otra vez dueño de la orgullosa determinación de una virilidad que no renunciaría a la vida ni al amor. Pero Claudia seguía perpleja: ante ella, el futuro se le aparecía como un enorme signo de interrogación. Se levantó de su asiento junto a la ventana y aspiró el aire de la noche, que calmó un tanto su excitación. Luego, volviéndose volviéndose de repente, le preguntó:  —¿Por qué no huímos?...  —¿Huir?... ¿Adonde?   —¿Recuerdas nuestra conversación en el castillo Toblino?... Me prometiste renunciar a todo y vivir conmigo lejos de Trento, entre gentes desconocidas. Y ahora... ; *  —Yo quisiera huir—musitó él. Esta confesión quemábale los labios. Un hombre nunca confiesa de buen grado su impotencia. Y añadió:  —Pero no puedo. La Iglesia de Roma nos perseguiría durante todos los días de nuestra vida, envenenando nuestra existencia con zozobras y recelos. Ya sabes que la Iglesia de Roma

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nunca ha perdonado a los que abandonaron su seno para ir en pos de terrenales pasiones. Nos perseguirían de país en país, haciéndonos haciéndonos arrastrar una vida miserable y atormentada. Es mejor permanecer aquí y desafiar la ira del Papa, las conspiraciones del clero y las revueltas populares.  —¿Y yo también he de quedarme aquí?—interrogó aquí?—interrogó Claudia.  —No lo dudes. Lo he declarado en presencia de mis invitados y lo proclamaré de nuevo cuando me venga en ganas. Esta casa es tuya. Eres la dueña de este castillo, y si tú quisieras destruirlo o quemarlo, yo accedería a tu deseo, sin oponerme a tu capricho. La total sumisión de aquel hombre halagaba la infantil vanidad, tan primordial y característica en toda mujer, y Claudia acogió las palabras finales de Manuel con un estremecimiento de orgullo que recorrió toda su sangre. Estaba segura, pues. Podría, entonces, atreverse.   —Escúchame, Manuel. Yo no te pido, y nunca lo haría, que me dejes en libertad para destruir o quemar esta regia mansión, donde todo nos es familiar y nos dice de la dulce historia de nuestro amor. Pero existen hombres odiosos que quiero desterrar de aquí, hombres cuya insufrible mirada no quiero volver a encontrar. Y yo te ruego... Y antes de terminar la frase, Claudia inclinóse sobre Manuel:  —...Te pido que me dejes en libertad para proscribir a todos tus enemigos y a los míos, a todos los que han conspirado contra nosotros... ¡Oh, no te pido nada imposible o absurdo!...   —Pero—objetó Manuel—esas persecuciones aumentarían el número de nuestros enemigos...  —No importa—afirmó Claudia—. Librémonos de los más enojosos, sin preocuparnos de los que hayan de venir, si han de venir... Ha sonado la hora sabrosa de la venganza. Tal vez no nos veamos precisados a huir si emprendemos nuestra obra con audacia... Manuel inclinó su cabeza. Una vez más, triunfaba el conquistador.

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Capítulo XI A la mañana siguiente, la noticia del regreso de Claudia corrió por toda la ciudad, causando profunda impresión. Algunos de los nobles que eran amigos del conde Antonio de Castelnuovo se lo comunicaron inmediatamente. Los prelados del Cabildo de la Catedral celebraron una sesión secreta, en la que resolvieron renovar sus ruegos al Papa y al Emperador para que adoptasen una intervención inmediata en los asuntos del Principado. Los comerciantes, los tenderos y los artesanos temían que con la vuelta de Claudia se aumentarían los impuestos. Y, por último, en las conversaciones de las clases pobres de la taberna se notaba su disposición a amotinarse de nuevo. Hasta los palaciegos y amigos íntimos del castillo y los funcionarios del Principado venteaban un hedor de cadáveres, y siguiendo el acostumbrado impulso de ingratitud que se da en los servidores, se preparaban a cambiar de señor. Rumores absurdos, innobles calumnias e historias fantásticas circulaban por la ciudad y constituían el tema obligado de todas las conversaciones. conversaciones. Los ciudadanos discutían el futuro con la preocupación de quienes no ven ante sí más camino que el de la ruina. La dominación secular de los Madruzzo tocaba a su fin ignominiosamente con la crónica del escándalo de unos amores seniles. El Cardenal ya no tenía defensores. De todos los lados, el alto y el humilde, el ruin y el pobre, le arrojaban todas las piedras del resentimiento y la execración. Hubo un tiempo en que su piedad cristiana habíale granjeado muchas simpatías. Decíase que ayunaba tres veces por semana, además de las fechas usuales de abstinencia. También gozaba de fama su devoción por las almas del Purgatorio, por las que había celebrado miles y miles de misas. Y ahora, a todo aquello se le llamaba hipocresía, ductilidad, falsía, arte diabólico. ¿Cómo—se preguntaban los amigos del Cardenal—la fe y el pecado podían convivir juntos?... Sin embargo, la moral de otras gentes de aquella misma época no podía ser más elástica, acomodaticia y adaptable, especialmente la del clero, que parecía gozar de impunidad. La gente perdonaba mucho. La Iglesia de Roma había dado, en realidad, un mal ejemplo. Los sucesores de la Silla de Pedro estaban manchados con los crímenes más horribles. Inmediatamente después del triunfo político que obtuvieron en tiempos de Constantino, la Iglesia, transformada de cristiana en católica, había atravesado grandes crisis cismáticas y crisis morales de mayor gravedad aún. Amiano, historiador del siglo cuarto, cita a los obispos de aquella época que, enriquecidos por las dádivas de las matronas, atravesaban las calles dentro de sus carrozas, engalanadas espléndidamente. Y eran más glotones que los mismos príncipes de su tiempo. La reacción a aquella vida tan licenciosa se manifestó en el monasticismo que comenzó en Egipto, donde el terreno ya estaba abonado por el ascetismo de los devotos de Isis y de Serapis. Después del florecimento de la era franciscana, el impulso degenerador del catolicismo se hizo más pronunciado. Los más grandes poetas de Italia maldecían de la Roma papal, que se había convertido en pútrido sumidero de todos los vicios. Los Papas sintetizaban la vileza universal. Alejandro VI, de los Borgias, de siniestra celebridad como hábil envenenador, era culpable de incesto y de nepotismo. León X redactó una tarifa para absolver los pecados, y Clemente VII mantenía un grupo de mujeres lascivas, entre las que se contaba una famosa africana, para que le solazasen en el Vaticano. Pablo III envenenó a su madre. Julio III practicaba el amor griego. Pío V hizo acuñar una medalla para conmemorar la noche de San Bartolomé, en que los católicos derramaron derramaron la sangre de varios miles de hugonotes en París. Sixto V era un apóstol del regicidio, de acuerdo con las doctrinas de los jesuítas, quienes, por boca de su general Mariana, facinus memorabile, elogiaron el acto de JaGques Clement, asesino de Enrique IV, y aconsejaron el asesinato de la reina Isabel. Si los primeros gobernantes de la Iglesia, escogidos para procurar la salvación espiritual de la gente, ofrecían tan escandaloso ejemplo, ¿cómo podía esperarse que los pastores de rango inferior se ajustasen estrictamente a la moral evangélica de resignación, renunciación y penitencia?... Toda la jerarquía católica estaba infectada, desde el pontífice hasta el último clérigo de una aldea alpina.

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La conducta de Manuel había sido tolerada de muy buen grado, y tal vez esta benigna tolerancia nunca hubiera cesado si el Cardenal no hubiese aumentado la miseria del pueblo con los regalos que le hiciera a Claudia. Los pobres temían que Claudia diese fin a los recursos del Principado. Luego, vendría el hambre, ese hambre real que da a los estómagos vacíos los terribles espasmos de la desesperación. Aproximábase el invierno. En las montañas, los árboles tornábanse amarillentos, perdiendo paulatinamente su verdor. El viento helado del Tirol anunciaba la llegada de los hielos. Los campos desiertos de otoño no ofrecían nada a la gente misérrima que salía en busca de alimento. El alma de los hombres adquiría el tono plomizo de los cielos. La ciudad aparecía desierta, abandonada. La gente consideraba el último banquete celebrado en el castillo como un delito que perpetuaba el infortunio del pueblo. Mientras otros se divertían en alegres banquetes en el castillo, al otro lado del Adigio el hambre llamaba a todas las puertas con golpes espeluznantes.   —¡ Ya han empezado de nuevo!—clamaba Cima en la taberna del Foso de San Simonino—. Este año tendremos una serie de banquetes como el anterior. En vez de la reina de España, tenemos ahora a Claudia. Nos entretendremos recogiendo migajas y royendo los huesos... Las mujeres, en particular, estaban furiosas. Tenían a Claudia por una afortunada rival, y en su odio había elementos de envidia y de celos. ¡Ah!... ¡Si hubieran podido tan sólo arrastrar a la desvergonzada cortesana por las calles y marcarla, como a las prostitutas, con una señal, colocándola una cinta azafrán de tres dedos de ancho que la colgase de frente y de espaldas desde los hombros a la cintura!... ¡Si la hubieran podido encerrar en un prostíbulo entre redoblar de tambores y restallar de látigos, como hacían con todas las demás impúdicas!... O, mejor aún, levantar una pira en la plaza de la Catedral, una pira tan alta como un tilo, una pira de madera seca y crepitante, y colocar en ella a Claudia, para luego abandonarla en aquella hoguera de oprobio y dejar que la purificasen las mortales caricias de las llamas... Estos deseos que el odio engendraba tomaban cuerpo en el corazón de las matronas de Trento, las cuales, aunque se entregaban a intimidades carnales con los ministros de Dios, ponían en práctica todas las precauciones que tales ministros las recomendaban para guardar las apariencias. No eran castas, sino cautas, estas matronas de Trento. Y despreciaban a Claudia porque ésta no había podido o querido ocultar sus relaciones con Manuel, sino que, por el contrario, las había demostrado en público, manifestándose orgullosa de ellas. Mientras tanto, Claudia iba poniendo metódicamente en práctica el plan que se había propuesto llevar a cabo. Palpaba la maraña con que el odio iba envolviéndole cada día. En los ojos de sus cortesanos leía el desprecio, el miedo y las execraciones. Debía decidirse, si quería romper aquel círculo de hierro y abrirse un camino de seguridad para ella. Tenía que hacer algo si quería imponer su voluntad a los enemigos, que planeaban en las sombras ataques insidiosos, y hacerles morder el polvo. Y empezó su programa de venganzas. Con breves intervalos, varios funcionarios del castillo fueron siendo despedidos. Hacia finales de noviembre, Ludovico Particella, obedeciendo órdenes del Cardenal, condenó a dos nobles al destierro. Eran los dos que habían acompañado al conde de Castelnuovo en aquella comisión que fué al palacio del Albere. Cima desapareció. Un día las turbias aguas del Adigio arrojaron a la orilla, no lejos del puente de San Lorenzo, el cadáver de un sacerdote. Era el teólogo. La gente gritó: "¡Asesinos!"... El rumor público recordaba las frases imprudentes proferidas por el teólogo en el último banquete celebrado en el castillo, y acusaba a Claudia de haber pagado a un asesino para que hiciese desaparecer a aquel importuno ministro de Dios. El canciller imperial abrió una información que no dio resultado. Era Claudia la que había inspirado todos estos actos, grandes y pequeños, de venganza. Y el Cardenal obedecía, y Ludovico ejecutaba... La solemnidad de las fiestas navideñas no suspendió las persecuciones. Claudia decidió ir

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a la catedral para asistir a la misa del Gallo. Al conocer la atrevida idea, el Cardenal trató de disuadirla. Rogó, suplicó, pero todo fué en vano. El padre de Claudia no tuvo mejor éxito.   —¿Teméis por mi vida, no es eso?...—preguntóles Claudia—. Pues bien: si es así, la venderé a muy alto precio. Nadie se atreverá a tocarme. Nadie se atreverá a insultarme. Sé que la gente me abrirá paso. Estoy convencida de que los nobles de Tren-to no me devolverán mi gesto de desafío, sino que inclinarán la cabeza al verme. Es cierto que allí estarán los amigos del conde Antonio de Castelnuovo, el prometido de Filiberta. Pues bien: ni ellos se atreverán a tocarme. Nochebuena no predispone a los hombres a la venganza. Y hay un armisticio entre el amor y el odio... Para terminar: no me preocupa ningún temor por mi vida... No obstante, el Cardenal dispuso que dos guardias suizos siguieran a Claudia a prudente distancia para protegerla de cualquier ataque. Y Claudia misma empleó muchas precauciones. Colocóse un amplio manto de terciopelo negro y espeso, sujeto a la cintura por un elegante cinturón de seda. Cubrió su cabeza con un largo velo que casi la cubría todo el rostro. Y no se olvidó de esconder en la faja una daga diminuta y buida, de mango primorosamente constelado de piedras preciosas, haciéndose acompañar de una joven señora, esposa de un diploma-tico español que pasaba temporada en Trento a la sazón. Las dos mujeres salieron del castillo poco después de media noche y dirigieron sus pasos hacia Santa María Maggiore, la iglesia célebre desde que el Concilio de Trento se celebrase allí un siglo antes de los acontecimientos que vamos a narrar. La noche, estrellada, era fría y diáfana. Por las calles de Trento marchaban grandes grupos de gentes que se dirigían a las iglesias a celebrar la Natividad del Redentor. Desde las torres, las campanas invitaban a los fieles a abandonar sus hogares, puesto que el Hijo del Hombre iba a nacer. En aquellos días el mito cristiano, la leyenda palestiniana, despertaba sentimientos más dulces, ecos más potentes, evocaciones más profundas que ahora, y toda la ciudad se echó a la calle para llenar las iglesias. Cuando Claudia llegó, Santa María Maggiore estaba repleta de gente. Entró y se dirigió hacia el altar mayor. Arrodillóse en el mismo banco que su amiga, cruzó las manos, inclinó su frente y oró. No era ciertamente al terrible dios de la venganza, que amontona vicisitudes y lanza sus truenos sobre el hombre miserable, a quien Claudia rogaba en aquel transitorio éxtasis de misticismo. No al dios del odio, sino al Dios del amor. Claudia pedía perdón por todo lo que había hecho. No confesaba su pasión, pero suplicaba al Dios de la piedad que le concediese todavía un poco de vida, de reposo, de amor... Los altos cirios iluminaban el altar y toda la iglesia; la multitud, prosternada, elevaba de vez en cuando su cabeza, esperando ver la aparición. Al fin, fué levantándose la pequeña cortina, y en una cuna que resplandecía entre piedras preciosas —¡tan distinta al pesebre de Belén!—, apareció el Niño, tallado en madera y yeso. Los sacerdotes, que vestían sus más lujosas galas, se volvieron hacia la imagen. Claudia les contempló. Les fué reconociendo. ¡ Ah, si los oficiantes aquellos hubieran sabido que Claudia estaba allí, arrodillada en uno de los primeros bancos!... Sus rostros rollizos, que rezumaban comodidad y placer, se contraerían entonces en una ira explosiva; sus voces, que bajo las graves notas premeditadas de la melodía litúrgica consagraban al Rey de los Cielos, tornaríanse cortantes y exasperadas; sus manos, dedicadas a practicar ademanes de purificación, se alzarían para castigar a la reproba que así se atrevía a desafiar a la Iglesia y hasta a desafiar a Dios. Pero todos los sacerdotes ignoraban la presencia de Claudia. La ceremonia siguió su curso. Miles de resonancias vocales vibraron en las armonías finales del coro y las ondas sonoras de los sonidos se fueron perdiendo en las sombras ingentes de las bóvedas. El acompañamiento del órgano prestaba vida y profundidad a los cánticos del coro. La humareda del incienso elevábase a la altura, cubriendo al Niño Jesús de nubes perfumadas. Las manos de los sacerdotes extendíanse hacia la multitud, como si quisiesen acoger a todo el pueblo con su bendición. Hombres, mujeres y niños se inclinaban en expectación.

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En expectación, ¿ de qué ?... ¿ De un milagro ?... El inmóvil recién nacido de la cuna parecía contemplar, con sus claros ojos de muñeco, a la gente que celebraba la más grande fiesta cristiana. Pero no podía realizar ningún milagro. En aquella iglesia había hombres y mujeres que estaban paralíticos, sordos, mudos o ciegos, y multitud de pecadores, pero todos ellos, que necesitaban la ayuda divina, creían sin esperanza. Terminó la ceremonia. La gente fué abandonando la iglesia. Claudia, arrodillada e inmóvil en el banco, parecía absorta en la contemplación de alguna visión celestial. Sus ojos parecían haber concentrado en sí todas las luces de los cirios y toda la de las estrellas. En sus oídos vibraban las solemnes notas melancólicas de los himnos litúrgicos; el perfume violento y enervante del incienso había dejado confusos y adormecidos sus sentidos. De sus labios brotaron súplicas de desesperación, de amor y de esperanza. Y todo su cuerpo se impregnaba de aquella deliciosa laxitud que los místicos de los primeros siglos de la Era Cristiana debieron sentir al ser trasladados al Paraíso. ¿Era que la bella cortesana, odiada por todo el pueblo, iba a ser purificada?... ¿Sería este, tal vez, el primer paso que daba hacia el camino solitario, desierto, de la penitencia?... Parecíale ver en las laderas florecientes el rebaño rodeando a sus pastores, obediente a una señal, a una entonación, a una sílaba... ¿Por qué no podría Manuel volver a ser, una vez más, un buen pastor de la Iglesia?... Claudia era el obstáculo infranqueable. Ella debía salir de Trento y abandonar al Cardenal. Debía irse a un país distante y vivir entre gentes desconocidas, y morir sin vanos temores ni pesares estériles. Pero Claudia, al formularse estas preguntas a sí misma o proponerse estos planes, no hacía más que atravesar por un momento de locura mística. ¡No!... Aun no había sonado la hora del místico abandono, de la soledad, del destierro... ¡Más tarde!... Claudia se levantó. La iglesia había quedado ya desierta. Tras una de las columnas de la nave, los dos guardias suizos mantenían su espera. Las dos mujeres atravesaron los umbrales de la iglesia sin hacer ruido. Las campanas habían cesado de tocar y las calles aparecían desiertas. Los ciudadanos habían vuelto a sus hogares y ya estarían agrupados frente al buen fuego en donde crepitaban raíces de roble. Cuando Claudia llegó a la entrada del barrio de San Marcos, un hombre embozado en una amplia capa negra cruzó la calle y sacó un brazo que blandía un desnudo puñal. La dama que la acompañaba dejó escapar un grito de horror que hizo venir corriendo a los suizos. Claudia evadió el golpe con presteza y empuñó la pequeña daga que llevaba escondida en la cintura. El desconocido, al errar el golpe, se dio a la fuga. Los suizos le persiguieron, logrando alcanzarle. Claudia siguió andando tranquilamente. Al llegar al castillo, ordenó a los guardias que trajesen al detenido a su presencia, mientras su amiga se retiraba aterrada a sus habitaciones. En una de las primeras dependencias de la planta baja se hallaba el insensato que había pretendido asesinar a la cortesana de Trento, al que habían maniatado fuertemente. Claudia ordenó a los guardias, en primer lugar, que no comunicasen a nadie el atentado. Luego, dirigiéndose dirigiéndose al detenido, que había caído de rodillas, le interrogó:   —¿Quién eres?... ¿Por qué querías asesinarme?... ¿Qué mal te he hecho?... ¿Me conoces?... El hombre alzó los ojos, en los que brillaba un destello de ferocidad y de odio. Y, en voz baja, musitó:  —No hay duda de que no sabéis quién soy, señora. Pero yo os conozco demasiado bien. Soy el hermano del teólogo cuyo cadáver fué hallado en las riberas del Adigio hace poco... —¿Y bien?—interrumpióle bien?—interrumpióle Claudia.  —Vos hicisteis que le arrojasen al río, y yo he querido vengarle y reivindicar el honor de mi familia. Lamento que mi tentativa no tuviera éxito. Y ahora me dispongo a afrontar vuestra ira...  —Levántate. Es evidente que no me conoces. Tú, y muchos otros, creéis que yo tengo sed

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de sangre de nobles y de plebeyos. Estáis en un error. Tu vida está en mis manos, y nadie puede salvarte a no ser que yo quiera... Bueno: yo lo quiero. ¿Deseas salvarte?...  —¿Por qué no salvasteis a mi hermano?...  —¿Pero tú crees que yo fui la causante de su muerte?...  —La gente lo dice...  —¡Ah!... ¡La gente!... Y tú, dejándote llevar de la infame calumnia de la gente, decidiste matarme... Dime: ¿tú crees que mereces mi perdón?...  —No lo quiero...  —Entonces... ¿prefieres el encierro y la muerte?...  —Sí...  —¡Miserable!...—exclamó Claudia—. Sin embargo, te perdono. Sal de este castillo. Vete a tu casa. La fiesta de la Cristiandad es muy dulce para perturbarla con visiones de venganza y de sangre... Libertad a este preso... Los suizos obedecieron.  —Ponedle en la puerta. El detenido hizo un movimiento de temblor. ¿ Qué quería expresar con los ojos?... ¿Gratitud?... ¿Odio?... Claudia se encerró en su dormitorio y durmió, quizás por primera vez en su vida, con un sueño tranquilo y profundo.

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Capítulo XII Ahora, dejad que doncellas y zagales corran aquí y beban y se besen. Unios a mí en este estribillo: Que vuestros corazones en amor se quemen. Huid de la pena y el dolor. La vida es sólo una burbuja. Sé siempre el colegial inteligente. Nadie sabe el mañana, y no hay más que un dolor verdadero: cuando se va la juventud, es para siempre. En las estancias de Lorenzo de Médicis, que vieron la luz en los albores del glorioso Renacimiento italiano, se expresaba, y se expresa, ese concepto epicúreo de la vida que se sustituyó en aquella época por la desconcertante doctrina cristiana de la renunciación. Era el grito de la carne rebelándose contra la tiranía teológica que por tanto tiempo sometiera el espíritu al absolutismo del dogma. Y su eco empezaba a oírse por todos los caminos y vericuetos de Europa, llegando tanto a los hombres que vivían en palacios como a los de las chozas; en las llanuras y en las montañas, en las ciudades y en los campos ¡ Se acababan las meditaciones de los pecadores que arrastraban su cuerpo maltrecho hacia una lejana Tebaida de expiación!... ¡No más piel de camello, ni disciplinas, ni abstinencia, ni mortificarse con parásitos, como preconizara el venerable Labre!... Se acababa la desolada soledad del claustro. En su lugar, el placer de los sentidos, que irrumpía arrollador, provocado por la ironía ingente de Gargantúa, como si quisiese reivindicar algo que había sido sofocado y denigrado durante siglos. La Iglesia no luchaba contra el vicio, sino que combatía la herejía con sangre y con la hoguera. De este modo, el paganismo, al que la Iglesia de Roma había arrebatado su poder, su significado y su divinidad, se perpetuaba, floreciendo particularmente en los países latinos. En la primavera, después del largo silencio invernal, los hombres se iban al campo por grupos. Las viejas costumbres transmitíanse inalterables de generación en generación. Por ejemplo: los fuegos de marzo que llameaban en las faldas de los montes; el tratto-marzo, ceremonia que había caído en desuso en las ciudades, pero que aun existía en las aldeas y en los pueblos situados en los valles distantes; y, más tarde, el erogazione, semejante en forma y en motivo a las procesiones sacerdotales sacerdotales de los paganos que se dirigían a los campos para celebrar el despertar de Natura. Transcurrieron Transcurrieron los meses más crudos del invierno. Y marzo volvió a sonreír con su encanto acre. Los días maravillosos, anunciadores de la primavera con esa diafanidad virgiliana de los cielos italianos, invitaban a la gente de los pueblos a hacer largas excursiones al campo. Claudia había pasado el invierno en una disposición melancólica. Habiendo puesto tranquilamente su plan en acción, había conseguido librarse de sus enemigos más encarnizados y hacerse universalmente temida. Temida, pero no amada. A pesar de su generoso acto de Nochebuena—que el mismo interesado, sin guardar su promesa, dio a conocer—; a pesar de que no se celebraron en el castillo nuevas fiestas ni banquetes, todavía el odio de todos se concentraba en Claudia. Al Cardenal se le compadecía como víctima de las diabólicas maldades de aquella baja mujer; pero a ella no la perdonaba la gente. Y Claudia se sentía envuelta perpetuamente en una espesa maraña de odios, de sospechas y de calumnias. A todo esto se debió que en los primeros días de marzo propusiera ella al Cardenal algo que al principio sorprendió a éste: Claudia había resuelto volver al castillo Toblino. ¿ Por qué debía continuar en Trento?... Su misión ya estaba cumplida. Había venido para someter a sus enemigos y lo había conseguido. Por otro lado, se desvanecían las postreras esperanzas porfiadas de que Roma enviase una respuesta favorable. El Papa, cediendo, sin duda, a las instigaciones de los cánones de la Catedral, jamás concedería la dispensa que se le solicitara con tanto fervor, con tal obstinación y a costa de tantos dispendios. Todas las largas discusiones que sobre el asunto sostuviera Claudia con Manuel durante estos meses no habían podido solucionar el problema. El Cardenal continuaba siendo indeciso, débil, irresoluto. No se resignaba a perder a Claudia, pero no sabía cómo conseguir su unión. Había envejecido. No desconocía la opinión que de él había formado el

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pueblo. La gente le compadecía y le maldecía. Hubiera deseado captarse de nuevo la simpatía de sus súbditos, volver a conseguir su estimación, obtener su perdón y dejar tras él grata memoria de su gobierno. Pero para lograr todo eso sería necesario abandonar a Claudia, destituir a Ludovico Particella y eliminar de su corazón el sentimiento de su amistad por el padre y de su amor por la hija. ¡Imposible!... Manuel siguió viviendo de día en día, con la absurda esperanza de que aconteciese algún exceso extraordinario que le librase de una situación que cada vez era más grave. Y Claudia empezaba a aburrirse de la situación. Notaba que el amor de otro tiempo se había desvanecido. Ya no sentía el fuego de aquella gran pasión, sino un cariño atemperado, firme y habitual. El amor del Cardenal no le era suficiente. El estaba envejeciendo, aunque no tenía el valor de reconocerlo así. Le disgustaba hacer sufrir al hombre que había amado con toda la fuerza de su alma y a quien todavía amaba con un sentimiento de gratitud y de nobleza que se da muy raramente en las mujeres. Pero el Cardenal no se engañaba. Adivinaba que, para él, el corazón de Claudia ya no era más que un cofre vacío. Y se acogía a aquella mujer, todavía adorable, con la tenacidad de la hiedra a la corteza del roble. Por eso, cuando Claudia manifestó su deseo de volver al castillo Toblino, el Cardenal puso en juego todos los medios para disuadirla. Pero la cortesana, como siempre, terminó por hacer su voluntad. Sentía la necesidad de volver al campo, junto al lago que, en verano, tantas noches de luna la meciera gentilmente. Y abandonó la ciudad sin remordimientos ni esperanzas. Su marcha no pasó inadvertida y la gente la acogió con un suspiro de satisfacción. El Cardenal se quedó solo en el castillo que, desde entonces, parecíale inhabitado. Encerróse en sus habitaciones, y pasó un lapso de tiempo en que sólo permitía que le viesen sus amigos más íntimos. Desde el principio, corrieron por la ciudad alarmantes rumores. Creíase que el Cardenal estaba enfermo y que Claudia era la causante de su mal. Las comadres de las callejas del centro de la ciudad estaban de acuerdo en que la enfermedad no era más que obra de la hechicería de Claudia. La leyenda de las brujas y aquellos famosos juicios en que se las condenaba se había transmitido de padres a hijos. Todos creían en el poder diabólico de las brujas, y los doctores de la época colaboraban con los teólogos en manosear los cuerpos de las presuntas brujas, tratando de descubrir el sigillum diaboli  que, inmediatamente, las hacía dignas de la sagrada pira. Pero poco después las inevitables indiscreciones demostraron a la gente que la causa de que el Cardenal siguiese encerrándose en sus habitaciones era la partida de Claudia. Entonces, a la discusión siguieron la mofa y el ridículo. El Cardenal, viejo y privado de autoridad, llegó a ser el tema de la befa popular. Estaba haciendo penitencia penitencia por Claudia y cometiendo las necedades del mozalbete que da sus primeros pasos en ese camino que Ovidio describe con tan clásica perfección en su Ars amandi. A su costa, hacíanse las sátiras más crueles. En la fiesta del tratto-  marzo  aparecieron escandalosos escritos en las murallas de la ciudad. La dominación de los Madruzzo terminaba del modo más ignominioso que se podía concebir: la muerte por el ridículo. Ludovico Particella, aunque con la abierta oposición del Cabildo de la Catedral, continuó siendo el regente político del Principado. Los sacerdotes del Cabildo no habían conseguido aún la intervención papal o imperial que habían solicitado insistentemente. Mientras el Cardenal pasaba una vida de melancolías en Trento, Claudia había tomado posesión del castillo Toblino. Finaba el mes de marzo. Los bosques alegraban la vista con el tono verde claro de las primeras hojas que brotan del seno turgente de los capullos bajo el rocío mañanero. Y este verdor cubría las faldas de las montañas, extendiéndose hasta las cimas cuya muda aspereza se acusaba en el horizonte. El calor primaveral se difundía en el ambiente, y el viento recogía, para esparcirlos, extraños efluvios. Los pájaros abandonaban sus nidos invernales y dejaban escapar de su

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garganta la alegría de sus trinos. Los animales que se arrastran sobre la tierra surgían de sus cuevas para gozar del sol. A lo largo de las riberas del lago, la hierba empezaba a crecer, y sobre su desolada desnudez, los chopos pintaban un verde dosel. Por todos lados, la frescura, la suavidad, la energía de la juventud renovándose a sí misma perpetuamente. Claudia distraía sus días haciendo largas excursiones vivificantes al campo y a la montaña. Sola, a excepción del fiel escudero que la acompañaba, se levantaba al amanecer, montaba a caballo y se lanzaba a galopar como si estuviese ebria. Luego recogía flores, plantas y piedras, y volvía al castillo deliciosamente cansada, cansada, olvidada de sí misma, olvidada de todo... Por la noche, cuando la luna derramaba su luz pálida y las aguas del lago se rizaban como bajo alguna misteriosa caricia, Claudia, sola en la pequeña barquilla, se dedicaba a remar... En el centro del lago soltaba los remos y escuchaba atentamente las voces profundas de la noche. Le parecía a ella que eran las voces de los vivos y los muertos, que descendían de lo más alto de los cielos y se elevaban de lo más profundo de las aguas para cantar la libertad de ella y su vuelta a la soledad. Sus noches eran tranquilas. El olvido hacía su obra, silente y tenaz. Olvidó... Olvidó a amigos y enemigos; olvidó hasta al Cardenal, cuya imagen feble empezaba a esfumarse lentamente...

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Capítulo XIII Pero si Claudia, poniendo en ello toda su voluntad, había acabado por olvidarse de sus enemigos, éstos no la olvidaban a ella. Como sabemos, el conde de Castelnuovo se había fugado a Italia después de los disturbios de la Piazza di Fiera, y durante algún tiempo había vivido escondido en casa de un amigo de las cercanías de Pergino. Nadie sospechó su regreso o su presencia en Trento. Por medio de emisarios disfrazados de mercaderes ambulantes de telas, el conde estaba en continua y secreta correspondencia con don Benizio, que residía en un convento de Bressanone. El ex secretario del príncipe Manuel no se había olvidado de Trento. Su forzosa reclusión había exasperado sus pasiones. Durante varios meses el sacerdote había vivido soñando con la hora de la venganza. Buscaba el medio para ello: un hombre al que poder mandar mandar que asesinase. ¡ Claudia Claudia debía morir!... morir!... Esta idea obsesionaba a don Benizio. Los meses que había pasado en aquel convento no habían logrado curar sus heridas, pues de tan viejas, eran ya incurables. No obstante, al principio buscó el olvido, abandonándose a todas las privaciones de un noviciado cruel. Había azotado su carne con disciplinas de puntas de plomo; había ayunado hasta el punto de ponerse en peligro de morir de inanición; había dormido en el duro suelo, sufriendo en sus duermevelas la pesadilla de visiones perversas; había practicado las prescripciones más dolorosas de los ejercicios espirituales de expiación... ¡Todo fué inútil!... Después de flagelarse, mientras por su carne lívida corría el sudor bajo el sangriento azote, la imagen de Claudia surgía ante sus ojos. Claudia, desnuda, palpitante y seductora, le ofrecía las caricias mortales de Cleopatra... Aun después de obstinados ayunos, mientras el espasmo de la abstinencia torturaba su estómago y oscurecía su vista, la obsesión no le abandonaba, sino que la imagen obscena se perfilaba mejor, más provocadora y sugestiva. Entonces don Benizio pidió consejos al prior. Quería purificarse, olvidar... Y el prior le ordenó rezar largas oraciones. Pero mientras sus labios bisbiseaban los versos en latín y sus manos orantes se elevaban sobre él, Claudia surgía de nuevo, interrumpiéndole el rezo. Don Benizio comprendió que todo intento sería inútil: Claudia había tomado completa posesión de su alma, y él debía declararse vencido. Entonces don Benizio sintió su alma palpitar de odio. Claudia le había robado su paz en la tierra y amenazaba impedir su entrada en el Paraíso. ¡Ah, no!... No sería pecado matar a esta mujer, causante de tantos males. La obsesión de Claudia se alternaba con la obsesión de venganza. Recordó su conversación con ella y sus amenazas en el castillo Toblino. Y asimismo recordó el tono desdeñoso y sarcástico con que Claudia le rechazara. "Yo vendré a recogeros—había dicho entonces el secretario particular de Manuel Madruzzo—como botín de guerra. No tendré compasión de vos. Os abandonaré a las turbas del pueblo, que os odia con odio mortal, y os asesinarán asesinarán en la calle..." Ese día no podía estar lejos. ¿Pero dónde podría encontrar al hombre dispuesto a arriesgar su vida?... Todas las semanas don Benizio recibía detallada relación respecto a los sucesos más importantes de Trento. El atentado de que fuera objeto Claudia en la Nochebuena le causó honda impresión. No todos eran unos cobardes entonces. Había alguno que se había atrevido a blandir el puñal de la venganza. El perdón de Claudia había sido un hábil simulacro, aunque no de mucho éxito. No; Claudia no perdonaba nunca a nadie. Aquel perdón había servido para encubrir una artimaña mayor. La idea de servirse de aquel hombre, que había intentado vengar la muerte de su hermano, obsesionaba a don Benizio. Hizo mención del caso a un emisario del conde de Castelnuovo, y éste investigó inmediatamente el paradero de Paolo Martelli, que así se llamaba el hermano del teólogo ahogado en el Adigio. Quería conocerle y participarle el proyecto. Paolo Martelli consiguió burlar la vigilancia de los guardias y, disfrazado de deshollinador,

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fué a Pergino, en cuyas cercanías el conde de Castelnuovo vivía escondido. escondido. La conversación fué breve. El conde prometió ayuda material y moral. En lo referente al plan y a su ejecución, decidióse que Martelli fuese a Bressanone, disfrazado de mercader ambulante, y ultimase los detalles con don Benizio. Pocos días después, Martelli partía de Trente Viajando a pie, en cortas etapas, llegó a Bressanone y buscó el monasterio de don Benizio. Cuando éste se encontró en presencia de Martelli, no pudo reprimir un grito de perplejidad y satisfacción. Martelli acusó con su actitud la sorpresa que le causaba el hallar a don Benizio tan cambiado de rostro y tan delicado de salud. Tras las frases corrientes de saludo, don Benizio cogió a su interlocutor por la mano y dijo:  —Mejor será no hablar aquí del asunto que nos interesa. Sería una imprudencia. Vamos a mi celda. Allí podemos hablar de todo sin que nos molesten.  —Como queráis—dijo Martelli siguiendo a don Benizio. Atravesaron el patio, horro de flores, como el de un presidio, y se dirigieron hacia un extremo del edificio, al final del convento. Penetraron en la celda de don Benizio y tomaron asiento. Los ojos del sacerdote habían recobrado su odioso destello. Tomó, con ademán confidencial, la mano de su interlocutor, y como éste mirara a su alrededor con la actitud de quien no está muy seguro, don Benizio afirmó:   —No temáis nada. Casi todos los hermanos están fuera del convento, cazando en el campo. Además, esta no es la primera vez que he recibido emisarios del conde de Castelnuovo en esta celda. Permitidme—apoyó—que Permitidme—apoyó—que os felicite por lo que hicisteis en la Nochebuena. Martelli demostró no poca sorpresa por el cumplido.   —¡Oh!—prosiguió el sacerdote—; no busquéis ahora la causa de mi admiración por vuestro acto. Los hombres valientes no abundan. Ninguno se rebela, sino que se resignan estúpidamente al dominio de esa malhadada mujer. Vos sois una excepción, y tal vez por ello la delicada mano de Claudia Particella rehusó firmar vuestra sentencia de muerte. Pero todo eso ya ha pasado. ¿ Conocéis el asunto que ahora nos interesa?...  —Ya estamos de acuerdo.  —¿Con quién?...  —Con el conde de Castelnuovo. C astelnuovo.  —¿Estáis decidido?...  —Firmemente.  —¿Pronto?...  —Muy pronto. En cuanto sea posible.  —¿Habéis pensado en los medios?  —No, y de eso es de lo que tenernos que hablar.  —Permitidme—interrumpió de nuevo don Benizio, que volvía a ser el intrigador maestro en hábil perfidia de siempre—. Permitidme que os diga que he estado pensando en vos continuamente y que tengo absoluta confianza en vuestro valor y en vuestro patriotismo. En el fondo, este no es asunto que emprendo para satisfacer deseo personal, sino que se trata de un deber para con nuestro arruinado país. ¿Abrigáis algún escrúpulo?  —Ninguno. Estoy solo en el mundo. Tenía un amor. Un día su cadáver fué encontrado a orillas del Adigio. Alguien debió arrojarle al río..., algún asesino pagado por Claudia. No pierdo nada con arriesgar mi vida por segunda vez. Y puedo servir a mi país al mismo tiempo. Repito, pues, que el conde de Castelnuovo me ha enviado aquí para que os vea y nos pongamos de acuerdo sobre la ejecución de nuestro proyecto. Proseguid, pues... Don Benizio resplandecía de gozo. Había encontrado el brazo con que vengarse. Este hombre enérgico, de actitud resuelta, no titubearía. Don Benizio acercaba a sus labios la copa de

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la venganza. Y la apuraría hasta las heces. Tras una breve pausa, el sacerdote continuó:  —¿Sabéis el paradero actual de Claudia?  —El castillo Toblino. Hace un mes que vive allí.  —¿Y el Cardenal?  —Se ha quedado en Trento.  —Veo que estáis bien informado. Deberéis agredir a Claudia en el castillo Toblino. Tal vez encontraréis el asunto muy difícil.  —Difícil, mas no imposible.  —Veo, pues, que nos entendemos. Y don Benizio acercóse más aún a Martelli y bajó el tono de su voz: de sus labios iban a brotar confidencias terribles. ¡Nadie debía oírlas!... Ni aquel melancólico Cristo tallado en madera que estaba suspendido sobre la pared. Sin un temblor de voz, el sacerdote dijo:  —Es preciso matar a Claudia. Iréis al castillo Toblino y os enteraréis de las costumbres de Claudia. Os apostaréis en casa de algún campesino, cerca del castillo, lo que no será difícil, sobre todo pagando... Cuando os acerquéis al castillo, y, en particular, cuando os retiréis, tendréis cuidado de que nadie os reconozca. Para este fin compraos una barba postiza y acabarán por creer que sois un mercader ambulante, algún extranjero...  —Claudia tenía la costumbre—prosiguió—de dar todas las noches una vuelta en bote por el lago. Pues bien; id todas las noches por la orilla opuesta alquilad un bote. De este modo podréis acercaros a Claudia. Cuando la veáis sola, tratad de entrar en conversación cortésmente, y de pronto, saltaréis a su barquilla... Seguramente me habéis entendido sin necesidad de añadir más. El acto debe ser ejecutado, sobre todo, con rapidez. Cuando comprobéis que el golpe ha tenido éxito, huid a través de los bosques. No será difícil llegar a Italia en salvo. No os olvidaremos. La muerte de Claudia puede causar graves trastornos en los asuntos del Principado, y tal vez sea la señal que provoque la crisis que ya alcanza una fase aguda. No toméis como absurda profecía el que os diga que puede ser que volváis a Trento, no como criminal, sino como libertador. Ninguna voz se alzará para llorar a Claudia; ni una lágrima se asomará a los ojos de ningún ciudadano, ni habrá una oración que se eleve para pedir a Dios clemencia por tan empedernida pecadora. Al llegar a este punto, el sacerdote creyó oír una voz que surgía de lo profundo de su conciencia. Un escalofrío de terror recorrió su cuerpo. Tal vez era el remordimiento de obligar a otro a cometer un pecado. Quizás se avergonzase de sus horribles maquinaciones, que iban a segar una vida a despecho de lo prohibido en el cuarto mandamiento del Decálogo cristiano: "NO MATARAS". Pero este sentimiento de dolor pasó pronto, vencido por el instinto de odio y el deseo de venganza. Prosiguió, en voz baja, ensalzando este crimen como si fuese algo que se iba a cometer no por acabar con una mujer lujuriosa, sino en aras de la libertad del pueblo. Insistió con tenacidad diabólica sobre este punto, sabiendo que con ello le sería más fácil convencer al asesino. Este, por naturaleza religioso y fanático, había estado escuchando todo el plan concebido por don Benizio con la profunda atención de un creyente que recibiese un mandato del otro mundo. Don Benizio, como todo sacerdote en cuyo pecho existe el odio, sabía cómo se domina por la sugestión. De otro modo sería imposible explicar la confianza que el Cardenal llegara a poner en él, confianza que nunca puso en dudas, a pesar de grandes pruebas en contrario, y que hubiera durado indefinidamente si don Benizio no hubiera tomado parte en la busca del cadáver de Filiberta, enterrado en la cripta subterránea del convento de la Santísima Trinidad.

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Para sellar el pacto, don Benizio cogió el crucifijo de la pared y pidió a Martelli que jurase guardar el secreto de cuanto habían hablado y llevar a cabo el plan sin demora alguna. El asesino juró. Luego, don Benizio le llevó al refectorio del convento y le rogó que se regalase abundantemente antes de emprender el largo viaje de regreso. Al anochecer, Martelli salía de Bressanone. Llevaba una carta de recomendación de don Benizio, que tenía grandes conocimientos entre los párrocos del Tirol y del valle de Altasina. La recomendación recomendación de don Benizio le abriría a Martelli las puertas de todas las residencias clericales donde, en aquellos días, se comía, bebía y dormía muy agradablemente. En cortas etapas, bien recibido por todos los prelados, Martelli llegó a Trento, y desde allí se dirigió inmediatamente a Pergine para entrevistarse con el conde de Castelnuovo y comunicarle su conversación con don Benizio. Antonio de Castelnuovo asintió. Le parecía indigno de un caballero matar a una mujer, pero el recuerdo de Filiberta, que pedía venganza, ahogó este sentimiento. El conde facilitó fondos a Martelli, que salió de Trento encaminando sus pasos hacia el castillo Toblino. Toblino. Tres hombres, pues, pues, urdían en aquellos aquellos momentos una mortal conspiración conspiración contra Claudia, que, ignorante ignorante de todo, todo, continuaba pasando pasando los días días agradablemente agradablemente en el campo, o allá arriba, en las montañas y en los montes, ya verdeantes, cuya alegría reinaba con el trinar de los pajarillos, que empezaban empezaban a construir sus nidos.

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Capítulo XIV Siguieron unos días de horrible espera para don Benizio y el conde de Castelnuovo. Cuando resonaban las pisadas de un caballo ante el monasterio, o cuando alguien llamaba a la maciza puerta del claustro, don Benizio corría al recibimiento con la esperanza de que habría llegado un desconocido, portador de la grata nueva. Transcurrió una semana. Un atardecer, Martelli llegó al castillo Toblino. La carretera de Giudicarie estaba desierta, pues el cielo nublado amenazaba lluvia y el viento sirocco, o del sur, levantaba nubes de polvo que se esparcían sobre los campos colindantes. El lago aparecía agitado. Martelli pidió hospitalidad para aquella noche en casa de una familia de campesinos que vivía en la inmediata proximidad del castillo. A aquellos buenos labradores no les sorprendía la actitud meditabunda del forastero, pues estaban acostumbrados a dar albergue a muchos trashumantes a quienes la noche sorprendía por aquellos lugares. Pero sí les causó sorpresa el oír decir al forastero que abonaría el importe de la estancia. Luego, sentóse a la humilde mesa, donde la mujer del labrador acababa de colocar un plato humeante de harina de maíz, y comió. Los campesinos, con esa tímida, pero porfiada curiosidad que les caracteriza, aventuraron algunas preguntas, a las que el huésped replicó con la mayor franqueza y cordialidad. Pero las sospechas de los campesinos, especialmente las del anciano cabeza de familia, se reprodujeron cuando Martelli empezó a pedirle informes sobre las costumbres de Claudia y a preguntarles si era posible alquilar un bote de vez en cuando. Los campesinos, que a veces eran objeto de la esplendidez de Claudia en forma de dinero y prendas usadas, ensalzaron las virtudes de su protectora, pero se abstuvieron de facilitar los informes que Martelli pretendía. El campesino es, por naturaleza, cauto, circunspecto, apocado. Luego le acompañaron hasta la habitación que le destinaban, que era sencilla y tosca, que lucía multitud de muebles que tal vez habrían sido labrados en aquella misma casa con el basto herramental de los artesanos primitivos. Abajo, en el primer piso, se quedaron los campesinos: el anciano j'efe de la familia, de luenga barba blanca un poco desordenada y de ojos penetrantes y vivaces, uno de los hijos de aquel suelo que poseían una constitución de hierro que no podían vencer la edad ni los años de rudo trabajo. Junto a él sentábase el hijo mayor, un tipo masculino, rústica belleza de hombres cuadrados. Y frente, la madre, que, a despecho de su piel reseca y de la escasez de su cabello, aun conservaba algo de la energía juvenil.   —Pues os digo—murmuró el anciano, que parecía muy preocupado y hundía sus dedos entre su barba—que ese sujeto es sospechoso. Nos traerá mala suerte.  —Hemos dado albergue a otros que parecían peores que éste—interrumpióle su mujer—. Y, de todos modos, nos está abonando lo que come... Estas palabras, que revelaban a la mujer de su casa, calculadora, no conmovieron grandemente al anciano.  —Pero seguramente tú no querrás verte en un compromiso con tal de ganar unas cuantas perras —dijo.   —No os preocupéis, padre—exclamó el joven, que había estado escuchando la conversación con gran interés—. Esta noche vigilaré al forastero. No tenemos nada que temer. Él no nos conoce y no tiene motivos para abrigar deseos de venganza personal contra nosotros. Y, ¡ay de él si ocurriera así!... ¡ Ay de él si mañana echáis de menos una de vuestras ovejas!... ¡Ay de él si mañana no encuentro todos los corderos en el aprisco, ahora que Pascua de Resurrección está próxima. ¡ Ay de él si notamos en casa la falta de algo!... Le perseguiré y castigaré como se merece. . Y el joven campesino subrayó subrayó estas frases con grandes grandes gestos de indignación. indignación. El anciano repuso:  —De todos modos, no duermas muy confiado. Si oyes el menor ruido, levántate y da la voz

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de alarma. Y los tres campesinos campesinos se retiraron, retiraron, preocupados, preocupados, a dormir. dormir. Durmieron mal, mal, aunque la noche transcurrió sin ningún incidente anormal. Y no oyeron más ruidos que el ulular del viento del sur. Por la mañana, todas las ovejas y corderos del aprisco aparecen intactas. Los campesinos, confiados ya con su huésped, le hicieron objeto de muchos cumplidos cuando bajó de su habitación. Y después de haber compartido el pan de la amistad le despidieron afectuosamente, deseándole deseándole aquella familia toda clase de suerte y venturas. El día era apacible, caluroso y claro. El viento había barrido todas las nubes y oteábanse en la diafanidad del horizonte los picos más altos de las montañas. De los campos llegaban ráfagas de perfumes, trozos de canciones cantadas a pleno pulmón por los yunteros, gorjeos de pajarillos, que se lanzaban como flechas desde los bosques hacia el cielo, y los sones de las trompas que usaban los pastores cuando se iban acercando a sus rebaños en las altas montañas. De las chimeneas del castillo se elevaban rizadas columnas de humo hacia la diafanidad inefable, indescriptible, del cielo mañanero. Todas las ventanas del castillo aparecían abiertas, y las palomas se perseguían unas a otras alrededor de los torreones. La naturaleza sonríe a la vida en las cosas animadas y en las inanimadas. Pero existía un hombre de andar circunspecto y actitud pensativa a quien dominaba la idea de la muerte. Martelli, que se había puesto una barba postiza, emprendió el camino de Giudicarie, dejó atrás el castillo, dirigió una mirada a la carretera y, campo atraviesa, llegó al otro lado del lago. Acercóse a una tosca choza, ante la cual había un pequeño bote sujeto con grandes cabos. Llamó con los nudillos y no obtuvo respuesta. El botero se hallaba ausente de allí. Tal vez habría ido a cortar leña en el bosque. Martelli aguardó pacientemente su regreso. Hacia mediodía, un individuo alto y melenudo, de ojos casi hundidos bajo las cejas, apareció a la puerta de la choza, portando unas podaderas relucientes. Con voz iracunda, que evidenciaba evidenciaba que le consideraba un intruso, le espetó a Martelli:  —¿Quién eres?... Tras lo cual hizo un gesto de expectación, mientras su mano se alzaba amenazadora. Martelli, un poco impresionado, pero sin asustarse, hizo un ademán cortés y contestó:  —Soy un caminante...  —¿Qué buscas aquí?  —Lo que necesito...  —Pero esta es la choza de un botero que vive de llevar leña al otro lado del lago. No tengo nada...   —Dispensad, buen hombre—dijo Martelli, ya dueño de sí—. No os he pedido nada. Si queréis ayudarme, os lo agradeceré y se os abonará vuestro servicio. Si luego... Pero el botero le atajó. La vaga probabilidad de ganar algún dinero le dominaba.  —¡Oh!—dijo—, quedaos quedaos aquí, os lo ruego. No puedo, sin embargo, brindaros mi miseria.  —No os preocupéis por eso, mi buen amigo. El botero abrió la puerta de su choza, y ambos penetraron en ella. La choza estaba hecha de piedra y lodo. En el centro había una chimenea; en un rincón, un lecho primitivo, y, esparcidas, piezas sueltas del oficio: trozos de esquifes rotos, remos» cabos y una vela roja que cubría la pared enfrente de la puerta. Esta pared aparecía hendida por un hacha sujeta aún, y este detalle impresionó al visitante desagradablemente. El resto de las paredes estaban cubiertas por imágenes sagradas, deterioradas y mugrientas. Martelli recorrió todo con la mirada. Aquello revelaba las desordenadas características de los hogares de quienes viven solos. Luego, Martelli acercóse más a su interlocutor y, mirándole fijamente a los ojos, le dijo:

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 —Tengo una cosa que deciros. El rostro del botero tornóse en un enorme signo de interrogación. Vagos temores cruzaban por su mente. El miedo a los hechiceros era cosa muy común en aquel tiempo, y cada sospechoso corría el riesgo de ser tomado por uno. Era un peligro muy serio, pues podía conducir a las llamas y a la hoguera. Martelli, sin embargo, no se apercibió de la inquietud que se había apoderado de su interlocutor, y prosiguió:  —Lo que voy a pediros no es nada extraordinario... Escuchadme, mi buen amigo. ¿Podéis prestarme vuestro bote esta tarde?... Lo necesitaré por unas cuantas horas. Justamente el tiempo necesario para llegar al centro del lago...  —Tal vez debiera yo acompañaros—le acompañaros—le interrumpió el botero.  —No es necesario. En vez de eso, decidme cuánto queréis.   —¡ Oh, no os preocupéis de eso por el momento! —exclamó el botero—. Siempre hay tiempo para pagar. ¿Puedo ofreceros un bocado?... Las campanas del mediodía han sonado ya, si no me equivoco... Los dos hombres se pusieron a comer. El pan era negro y seco, una mezcla primitiva de trigo y maíz. Durante unos momentos no se oyó más ruido que el de unas mandíbulas crujientes. crujientes. Luego, vencido su innato apocamiento montaraz, el botero aventuró unas preguntas:  — ¿Por qué necesitáis un bote para ir al centro del lago?... La embarazosa interrogación no perturbó a Martelli que era hombre de pocos alcances, pero en aquel momento un espíritu maligno le dictaba una hábil mentira:   __Escuchad, mi buen amigo—repuso—. Lo que estoy a punto de deciros es una historia más bien larga y que os parecerá extraña. ¡ Pero qué cosas tan extrañas no sucederán en este mundo!... Esta filosófica reflexión, seguida de una pausa estudiada, dio a Martelli el tiempo necesario para coordinar sus ideas. Y prosiguió:  —Hace muchos años, catorce, si mi memoria no me es infiel, mi familia experimentó una pérdida irreparable. En este lago, un hermano mío de catorce años, que había venido de excursión con algunos amigos de su misma edad, pereció ahogado. El botero se pasó una mano por la frente. Ya una vez le contaron una historia como ésta. Su interés y curiosidad aumentaron ahora.  —No voy a describiros mi dolor ni el que experimentó mi familia. Yo contaba diez y ocho años, y toda mi juventud transcurrió en un dolor. Aun sufro al recordarlo... Hace un año, durante otro aniversario del desgraciado accidente, me sucedió algo que os asombrará... Los ojos del botero se iluminaron con una extraña curiosidad.   —Yo estaba durmiendo—prosiguió el narrador—, y soñé con este hermano que murió ahogado. Estaba cubierto con una túnica blanca, y me pareció de una belleza infinita. Con voz dulce me reprochó el haberle olvidado. Y me rogó que en lo futuro conmemorase su trágico fin yendo en un bote al lugar en que pereciera ahogado. Lo prometí. Y, como veis, he venido este año por primera vez para cumplir mi voto y guardar mi promesa. El botero se creyó aquel cuento, pues la historia de Martelli no era improbable. Y aquel hombre era demasiado primitivo para discernir la falsedad de la fábula. El diálogo derivó luego hacia temas de poco interés. Cercano el atardecer, mientras su hospedero había salido, Martelli se dirigió a la orilla y anduvo un gran trecho. Sus ojos se clavaban en el lado opuesto. Sonaron las campanas de la iglesia. Aparecieron las primeras estrellas. Pero de la orilla que bordeaba el castillo no salió embarcación alguna. El asesino hallábase desolado. El tiempo no era amenazador, sino que más bien invitaba a pasear por el lago, que en aquella hora recogía en su seno los últimos resplandores del sol.

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¿Por qué continuaba Claudia escondiéndose en el castillo?... Esta inútil interrogación torturaba a Martelli. Decidió salir con su bote. Remó vigorosamente, llegó bajo las murallas del castillo y esperó largo rato. Pero, ¡ en vano!... Cuando vio encenderse las luces de las ventanas, comprendió que su tentativa era imposible. Presa de melancolía, volvió a la choza del botero. Después de cenar frugalmente se acostó en un improvisado camastro, haciendo como que dormía para no despertar el miedo y la sospecha en el corazón del botero. Pero en vez de conciliar un sueño reparador, sufrió un insomnio que le torturaba con temblores de escalofrío. Con ojos desmesurados quería abarcar el espacio como si desease penetrar el misterio de la densa obscuridad y hallar el dedo del destino. El botero dormía con un sueño pesado y ruidoso. El buen hombre estaba muy lejos de sospechar la tempestad que asolaba el alma de su huésped entre dudosas teorías y planes hipotéticos. ¿Debía partir?— ¿Debía quedarse?... Y, en este último caso, ¿qué excusa daría?... ¿Cómo podría convencer al botero?... ¿Y si el pánico se apoderase de éste y le denunciase a los funcionarios del castillo?... ¿Y si el botero le asesinaba para robarle?... Martelli se preguntaba ahora si podría volver a T-rento y comunicar a don Benizio y al conde de Castelnuovo el resultado de su empresa. Después de madurarlo mucho, decidió quedarse. Al día siguiente simularía hallarse enfermo y le pediría a aquel hombre hospitalidad por otro día. A la mañana siguiente empezó a quejarse de un vago malestar. Dijo al botero que en vista de su estado se veía precisado a suspender la partida cuando menos por otro día. El botero salió precipitadamente precipitadamente hasta una casa próxima y le trajo un poco de leche.

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Capítulo XV Transcurrió el día. Hacia el atardecer, Martelli dijo que se encontraba mejor, y pidió a aquel hombre que le dejase el bote, pues quería realizar otra excursión. El botero titubeó:   —¡Pero estáis enfermo, señor!—dijo—. No podréis manejar los remos ni guiar el bote. Permitidme que os acompañe...  —No—repuso Martelli con firmeza—. No, muchas gracias: no es necesario. Me encuentro mucho mejor, y este corto paseo por el lago me pondrá bien.  —Señor—insistió el botero—. No quisiera tener la culpa, indirectamente, de un accidente. Tened la bondad de permitirme que os acompañe.  —No: si le necesito, le llamaré por señas. No os apartéis de la orilla. El botero se conformó. No obstante, desató un viejo esquife que estaba varado y sujeto con mohosas cadenas. Martelli se metió en la otra embarcación y remando vigorosamente llegó al. centro del lago. Caía la noche, y desde los montes el sol, al hundirse, dejaba los valles en sombras. Martelli sintió llegar aquella hora deliciosa que inspirara al Dante su terzine inmortal: terzine inmortal: Era esa hora que hiela el corazón y hace que el viajero recuerde de los suyos el adiós de la mañana aquella en que tras sí el hogar dejó, y que inunda de amor el camino del nuevo peregrino al oir una campana distante que parece doblar por el día que se ha ido. En el lago no había más bote que el de Martelli. Sentíase solo ante el espejo de las aguas, y ya empezaba a desesperar. Parecíale muy difícil, si no imposible, llegar hasta Claudia. Sólo la suerte podría darle el éxito. Entretanto, la luna había surgido por el horizonte, envuelta en nubes vaporosas. Nada turbaba el silencio de las primeras horas de la noche. Las ventanas del castillo estaban iluminadas; iluminadas; luego se apagaron las luces. Martelli creyó que su empresa fallaba otra vez, y la idea de su impotencia se le enroscaba al corazón. ¿Cómo presentarse ante el conde de Castelnuovo?... ¿Y don Benizio, que sufría en aquellos momentos crueles espasmos de expectación?... De pronto vislumbró un bote que partía de la orilla que bordeaba el castillo. Oyó el chasquido del agua cuando la embarcación arrancó. Claudia iba dentro acompañada de Raquel. 'No importaba. Estaba decidido a agredirla de todos modos. El bote se acercaba, navegando hacia el islote del centro del lago. Martelli empuñó los remos y quiso cortar el camino de las dos mujeres. Pero en aquel momento otro bote se deslizaba desde la orilla del castillo. Iba lleno de muchachas y alegres muchachos. Luego salió otro bote llevando un grupo de cantantes, y otro más con cuatro soldados de la guarnición del castillo. El cerrar de las puertas resonó sobre el lago. Un momento, las luces lanzaron un postrer destello al cerrarse las ventanas. Después, nada... Los botes se dirigían hacia la isla. Y el hombre que estaba escondido, aquel hombre dominado por el demonio verde de la venganza, no se hallaba muy lejos. Pudo contar el número de personas que iba en los restantes botes... El airón de sus gorras indicaba que eran cortesanos del séquito de Claudia. Algo relucía en el bote de los cantantes. Eran sus laúdes. El bote de Claudia iba a la cabeza. Martelli se decidió, soltando los remos para observar mejor. Pero alguien descubrió su presencia, y los guardias se dirigieron hacia él remando furiosamente. ¿Qué hacer?... ¿Huir?... No: sería peor. Esperaría, pues. Así que el bote de los soldados se hubo acercado, uno de ellos, que portaba una gran alabarda reluciente, reluciente, le gritó a Martelli:

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 —¿Quién va?...  —Pescador...  —¿A la luz de la luna?...  —Ya lo veis...  —¿Dónde vivís?...  —Allí abajo. ¿Veis aquella choza?...   —¡Bien!—exclamó el soldado con voz que no admitía réplica—. Marchaos de aquí en seguida.  —Obedezco... Martelli se retiró con su bote, comprendiendo que toda resistencia sería inútil. 214 A pocos pasos, elevábase una pequeña roca cuyo pico emergía del agua como una garra gigantesca. Escondióse en la pequeña ensenada que formaba U roca, y esperó. Nadie le vio. Nadie sospechaba su presencia allí. La distancia entre la roca y la isla donde Claudia había congregado a sus amigos era sólo de unos pasos. Martelli no podía ver a los cortesanos, pero oía perfectamente su alegre conversación. Cuando Claudia hablaba, todos permanecían callados. Su voz tenía la extraña limpidez sonora de unas cuerdas tañidas por una mano celestial. Y pensó que la alegre partida se habría ya sentado sobre la fresca hierba, que retoñaba con la brisa vernal. Alguien contaba en voz baja algo que parecía divertir mucho a los demás, pues grandes risas interrumpían de vez en cuando al narrador, que daba a su acento un tono confidencial. ¿Qué historias serían aquéllas?... Desde luego, las corrientes: amores, intrigas, sorpresas, desengaños... Hombres jóvenes, juguetes de alegres viudas provocativas. Maridos a quienes sus virtuosas mujeres colocaban los cuernos del engaño con los monjes joviales con quienes mantenían pías relaciones. Viejos que corrían en pos de los frutos ácidos en los últimos espasmos de su decadencia viril. Y todo aquel círculo de granujas procurando engañarse unos a otros. Todo esto lo contaba el narrador sin reticencia. Evidentemente, era aquel el siglo de la literatura erótica. Luego, se oye el chocar de copas. Claudia bebe, y, elevando su copa hacia el cielo, exclama:  —¡Brindo por el olvido!...  —¡Por la esperanza!—exclama un paje.  —¡ Por el amor!—grita un cortesano.  —¡ Por la luna!—canta un poeta. ¿Por qué bebe Claudia por el olvido?... ¿Ha decidido la bella cortesana olvidar su pasado?... ¿Será esta noche tal vez la despedida final a la primera parte de su vida?... ¿Está a punto de empezar su expiación?... ¿Y qué expiación?... No. Claudia no quería hacer penitencia, porque no estaba convencida de haber pecado. Sus pecados eran de amor, y Dios es sorprendentemente misericordioso con las bellas novicias de los misterios de Eros. ¿Qué era, pues, lo que quería Claudia olvidar?... ¿Al Cardenal, a Manuel Madruzzo?... Su amante ya está viejo y trata en vano de prolongar la primavera de una juventud que se fué hace tiempo. Claudia tiene con él una deuda de gratitud y siente un afecto cordial, un cariño de hermana, que ya no se da en furioso frenesí, en celos inesperados, inesperados, en los deseos dominantes de antaño. Claudia es joven, y la fiebre de amores nuevos recorre su sangre. ¿Olvidar?... ¿Será posible?... ¿Se puede anular, a fuerza de voluntad, lo que era la esencia mejor de nuestra vida?...

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Pero esta Claudia que eleva su copa llena del vino perfumado de Isera, esta Claudia no busca el olvido absoluto, eterno. Ella lo que quiere es un alto en el camino, un paréntesis. Suspira por la frescura de un oasis en el desierto inflamado de sus pasiones. "Bebe para olvidar", piensa Martelli. Pero a las mujeres perversas les es difícil olvidar. Y ella apenas puede acallar la voz de mil remordimientos. Entretanto, la armonía de los laúdes corría sobre la isla. La noche era clara, luminosa y profunda. La luna había montado ya el horizonte, y los laúdes suspiraban desmayadamente como invocando una respuesta de las almas próximas; luego, vibraron como los surtidores que emanan de las rocas alpinas. La melodía terminaba en una nota larga, solemne, majestuosa. Hubo una pausa. Después, la música la emprendió de nuevo con el motivo elegiaco. Los tres cantantes entonaron una balada: Ven, bello paje, acércate a mí, y de tu armoniosa lira arranca la dulce canción que en el alma hace brotar de caro deseo el secreto manantial. El coro tenía la pausada cadencia de las canciones medievales. Callaron los cantantes. Un cortesano se puso de pie y habló:  —Claudia, madona y señora: que mi homenaje no os desagrade. Sabéis que yo soy de los contados que siempre os han defendido contra injustas calumnias y emponzoñadas insinuaciones. Aquí no hay enemigos. La hora es solemne, inolvidable. Recibid, bella reina, mi profunda reverencia. Si yo fuese orador, querría hilvanar un discurso de alabanza a vos. Si yo fuese poeta, cantaría vuestra hermosura. hermosura. Pero no soy más que un noble, y os ofrezco la defensa de mi brazo mientras pueda sostener maza y espada. El noble se equivocaba. El enemigo no se hallaba muy lejos. Martelli escuchó el discurso, y tembló de rabia impotente. Claudia replicó:   —Muy digno de aceptación encuentro vuestro homenaje, y jamás he dudado de vuestra devoción. No olvidáis a vuestros enemigos comunes. Y si he dispersado a muchos de ellos, si los más molestos ahora muerden el polvo... no por eso dejaré de proseguir mi tarea... Al oír la velada amenaza, Martelli dio un salto. Sacó el puñal del cinto, pensando: "La cortesana no ha saciado su sed de venganza. Pero tal vez se equivoque." Y remó silenciosamente en derechura a la isla. El vino y las alegres charlas distraían toda la atención de los reunidos y se habían olvidado todas las precauciones. Martelli logró, sin ser notado, poner pie en la isla, y se fué arrastrando hasta parapetarse tras un espeso seto, desde el que vio a Claudia y a sus cortesanos, hombres y mujeres, reclinados en el suelo sobre alfombras traídas del castillo para tal fin. Claudia se hallaba en el centro, rodeada de hombres y de mujeres. No muy lejos, los alabarderos bebían, sin sospechar nada. Martelli se fué arrastrando lentamente, como un reptil, hasta llegar a pocos pasos de Claudia. Mientras se preparaba para llegar hasta Claudia con un salto felino, un noble le vio y dejó escapar un grito de alarma. El asesino estaba perdido. No obstante, de un salto llegó hasta Claudia, pero Raquel protegió a su señora con su cuerpo, y la hoja asesina se hundió en el pecho de la infeliz doncella. Al instante, el asesino cayó bajo el peso de los guardias, los pajes y los nobles; fué atado fuertemente y arrojado como un fardo dentro de un bote. Las mujeres rodearon a la desvanecida muchacha.  —No es nada—dijo Raquel—. No os preocupéis por mí, señora; me pondré buena. Un río de sangre coloreaba su traje blanco. Claudia, llorando de dolor y de ira, pudo recoger unas alfombras y colocarlas en el fondo de una embarcación; luego colocó sobre ellas a Raquel. Al poco, la entristecida comitiva se dirigió al castillo. Martelli fué arrojado a un calabozo secreto, obscuro y húmedo. Trasladaron a Raquel al lecho y se mantuvo junto a ella un turno cariñoso durante toda la noche. El médico del castillo declaró que, en su opinión, la herida no era mortal. Claudia, que no había querido ni ver al asesino, no durmió.

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 —¡El miserable lo pagará con creces!—pensaba.

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Capítulo XVI A la mañana siguiente, Martelli compareció ante Claudia. El detenido llevaba la cabeza inclinada, sin despegar la mirada del suelo. De pronto, Claudia, después de mirarle fijamente, exclamó:   —¡Te reconozco!... ¡Te reconozco!... Basta. Llevadle de nuevo al calabozo—ordenó al piquete. El criminal no pronunció palabra. Aquel mismo día, Claudia le escribió una extensa carta al Cardenal comunicándole detalladamente lo sucedido y pidiéndole autorización para sentenciar a muerte a aquel hombre. Aquella misma tarde llegaba a Trento la carta, llevada por un correo especial. Contra lo que esperaba Claudia, el Cardenal no contestó en seguida, pues quería, en primer lugar, consultar con varios personajes influyentes, y sostuvo una larga conferencia con Ludovico Particella. Pero Claudia, en su deseo de ser obedecida, le envió otro mensaje. Indeciso y débil, como siempre, Manuel cedió... Cuatro días después del trágico suceso, el estado de Raquel era satisfactorio y había esperanzas de un rápido restablecimiento. Claudia consultó con uno de sus cortesanos más inteligentes y concertaron las condiciones del proceso de Martelli: un pretexto de tribunal y un pretexto de acusación y de defensa. El acusado no dijo palabra, ni el más leve gesto evidenció la menor preocupación por su persona. No contestó al interrogatorio, no se defendió ni pidió perdón. Cuando le fué leída la sentencia de muerte conservó su impasibilidad.  —Yo te hubiera perdonado por segunda vez—exclamó Claudia—si no hubieras herido a una persona a quien quiero mucho y que no merecía la agresión. Pero visto que el perdón no te corrige ni extirpa de tu corazón los sentimientos de odio y de venganza, pagarás con la vida tu sangriento delito... Esta era la sentencia, que Martelli escuchó impasible. Luego volvieron a encerrarle en el calabozo secreto del castillo, en donde había de esperar su última hora. El botero, al tener noticias de lo sucedido, desapareció, temiendo verse comprometido por haber dado hospitalidad a aquel forastero. Martelli pasó varios días en expectativa. Su celda estaba situada al final de un pasadizo subterráneo que conducía al lago. Cuando hacía mal tiempo, oía distintamente el rumor de las olas. El condenado se pasaba las horas sumido en pensamientos. Casi todas las mañanas recibía la visita de un monje que venía a prepararle para morir. Al reo le torturaba la idea de haber herido a una persona inocente, y pensaba que, en realidad, a Claudia debía protegerla y defenderla algún espíritu maligno. No en vano habíase extendido el rumor, entre los habitantes de Trento, de que la cortesana era una hechicera. "Pero, ¿no hay medio de acabar con ella?"—se preguntaba frecuentemente el condenado. Y los cómplices de éste, ¿qué pensarían?... Probablemente, ya conocerían el fracaso de la empresa, y seguramente no lo podrían atribuir a cobardía por parte del criminal, que, si de algo pecó, fué de decidido. Así transcurrieron varios días. El condenado no se podía explicar la causa de que demorasen tanto la ejecución. ¿Qué esperaban?... ¿Querían torturarle más aún?... ¿Querían hacerle padecer la sensación de la muerte y sufrir los crueles espasmos de una terrible agonía antes de colocar su cuello bajo el hacha del verdugo?... Y el refinamiento de tamaño castigo, que él se figuraba adrede, hacía aumentar infinitamente el odio de su alma. Pero Martelli estaba en un error. La demora de la ejecución se debía a Raquel. La buena muchacha había perdonado al criminal y rogado insistentemente a Claudia que le indultase. Raquel no podía acariciar la más sencilla idea de venganza. La devota doncella que Claudia siempre tenía a su lado era uno de esos caracteres rectos que se destacan de entre las gentes

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vulgares, rápidos para vengarse, per*, más prestos aún a perdonar y a olvidar. Raquel perdonó a Martelli. La herida cicatrizaba ya, y con la desaparición de los agudos dolores se borraba también el resentimiento.  —Perdonadle—imploraba de Claudia—. Sé, amada señora, que ya en otra ocasión tuviste misericordia. misericordia. No obstante, os ruego que seáis pródiga en vuestra compasión. Demostradle a él y a todo el mundo que vuestra alma atesora compasión para todas las miserias de vuestra gente. Demostradles que no abrigáis malos sentimientos, sino lástima por las maldades de la Humanidad... Las palabras de la joven encerraban un deseo profundo. Luego prosiguió:  —Sabéis, señora, que la sola idea de que este hombre, de que un ser humano, muera por mi culpa...   —¡ Oh, no!—interrumpióle Claudia—. No es por tu culpa. Él se merece un castigo ejemplar. Y, de todos modos, mi buena Raquel, no podrás creer que otro acto de clemencia por mi parte regeneraría al miserable que hundió en ti su puñal. ¡ Eso ni soñarlo !... Es terco, y se trata de un hombre peligroso que tratará de hacer mañana lo mismo... Pero estas reflexiones no convencían a la doncella, que insistía:  —¡Oh, mi señora!... No creáis que la perversidad de este hombre es tan grande. Me temo que si es ejecutado, su espíritu vendrá por las noches para atormentarnos y entristecernos la vida. ¡Perdonadle!... Las exhortaciones de Raquel no lograron al principio conmover la irrevocable decisión de Claudia, que había recibido del Cardenal una autorización en regla para ejecutar la sentencia. ¡Ah, no!... Este Martelli, que ya había atentado contra su vida por Nochebuena; este hombre que, a despecho del perdón de Claudia, había continuado abrigando celosamente sus planes sanguinarios de venganza; este miserable que había mentido para conseguir la hospitalidad de aquel solitario botero; este asesino precavido, que había transformado una alegre partida de amigos en una tragedia sangrienta...; este hombre no merecía seguramente compasión. Se había arrojado de cabeza al remolino y ahora se vería arrollado por él. Claudia no se hallaba dispuesta a perdonar, pero Raquel redobló sus súplicas. La noble muchacha ya había abandonado el lecho, y después de unos días de convalecencia reanudaría sus tareas de costumbre. La joven no desesperaba de convencer a su señora, cuya innata bondad conocía por experiencia. Una templada tarde de abril, durante su primer paseo por el jardín después de la enfermedad, Raquel reiteró sus deseos:  —Escuchadme, mi amada señora, y acceded a mi ruego. Soy feliz por haberos salvado la vida, y no me hubiera importado que el golpe hubiera sido fatal, pues habría abandonado esta vida contenta de que mi cuerpo sirviera de escudo para protegeros contra las violentas asechanzas de vuestros enemigos. Pero ahora que todo ha terminado felizmente, ahora que de aquella trágica noche sólo queda el recuerdo, perdonad al infortunado que espera su último día en la tierra. Mostraos generosa y continuaré sirviéndoos con toda humildad y el más profundo cariño, como si estuviese al servicio de Nuestra Señora misma... Estas frases, por salir de un corazón tan puro, conmovieron a Claudia, que tenía un deber de gratitud con tan fiel doncella. Y acabó por acceder a su deseo:  —Trataré de perdonarle—dijo perdonarle—dijo Claudia—, y le perdonaré en tu nombre. Pero esto no puede tener lugar en seguida. Cuando estés completamente restablecida irás tú misma a la celda de ese miserable y le comunicarás mi perdón. Yo no iré, pues no podría contenerme en presencia de un hombre tan malo y tan ingrato.  —¡ Señora!—exclamó Raquel—. Sois infinitamente bondadosa.  —Lo hago por ti—apoyó Claudia.  —Aceptad mi gratitud, amada señora. Ahora podré dormir tranquila, sin pesadillas...

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Y Raquel, profundamente conmovida, cubrió de besos las manos de Claudia. Transcurrieron dos semanas. Ya hacía un mes que Martelli continuaba encerrado en la lobreguez de aquel calabozo secreto. Todas las esperanzas habíanle abandonado. Sin embargo, ¿a qué obedecería tanta demora?... Martelli se figuraba que, conocedores de su situación, sus amigos estaban poniendo en juego todos sus medios para salvarle. No había tal. Pocos eran los que sabían el suceso que había tenido lugar en la isla del lago del castillo Toblino. Don Benizio y el conde de Castel-nuovo no sabían absolutamente nada. La demora en la ejecución de la sentencia de muerte se debía al perdón tantas veces invocado y, al fin, concedido. Pero Martelli se hallaba muy lejos de creer en el perdón de Claudia. Grande, pues, fué su sorpresa cuando una mañana vio abrirse la puerta de su celda a una hora desacostumbrada. Y no era el monje, bisbiseando sus largas preces, el que ahora entraba, sino Raquel, acompañada por otra mujer y dos alabarderos. Aquel mes de calabozo había alterado más aún las facciones del reo. Sus ojos recorrían la celda con fiera mirada; sus cabellos le caían en mugrientos mechones hasta los hombros, y todo su aspecto era encogido, doblado, envejecido... Aquel hombre se había convertido, durante la espera mortal, en una mera sombra de lo que fué, en una visión alucinante. Conmovida por su aspecto, Raquel titubeó unos instantes en el umbral, inmóvil y sin poder articular palabra. Luego, acercóse al condenado y, con voz ligeramente afectada, que traicionaba su intensa emoción interior, la noble muchacha le preguntó:  —¿Me conocéis?... Martelli elevó sus ojos hacia ella, la miró largamente y, con acento sepulcral, repuso:  —No.  —Me recordaréis—insistió recordaréis—insistió la joven—. De lo que hicisteis no hace tanto t anto tiempo... Martelli hundió su cabeza y no dijo nada. Aquel recuerdo érale muy doloroso. Se retiró un poco de Raquel y dirigió la vista hacia el ventanillo de la celda, que no era más que un sencillo agujero en la pared, por el que se filtraban los tiernos rayos de aquella mañana de sol.   —¿Recordáis vuestra sentencia?—preguntóle la doncella, algo asustada ante los ademanes extraños y la actitud amenazadora del reo.  —¡La recuerdo!—contestó éste lacónicamente. lacónicamente.  —¿Y no teméis a la muerte?—preguntó muerte?—preguntó Raquel con femenina ingenuidad. ingenuidad.  —No—repuso Martelli secamente.  —¿Queréis vivir?...  —Me importa poco.  —¿Os arrepentís de lo que hicisteis?  —Sí... porque erré el golpe.  —¿Conocéis a la mujer a quien tratasteis de asesinar?...   —¿A la que yo traté de asesinar?... ¡Oh, la conozco hace mucho!... Pero a la que le protegió del golpe no la conozco, y sigo desconociéndola... desconociéndola...   —Y si esa desconocida os perdonase y consiguiese el perdón para vos, ¿seguiríais abrigando ese odio que os impulsó a cometer aquella felonía?  —No.  —Pues bien: yo soy la mujer que salvó a Claudia. Vuestro puñal atravesó mi carne. Os he perdonado y he conseguido para vos el perdón de Claudia. Al principio, Martelli no pareció conmoverse. Luego, un ligero bochorno enrojeció sus demacradas mejillas y un destello de satisfacción rebrilló en sus ojos. La vida volvía a dominar a

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la muerte. El instinto de conservación se manifestaba libre, aunque refrenado por una voluntad férrea.  —¡Recibid mi gratitud!—murmuró el preso. Luego preguntó:  —Vuestro perdón ¿es incondicional?... .—Sólo hay una condición—replicó Raquel—: debéis ingresar en un monasterio o abandonar el Principado. Estas condiciones las había impuesto Claudia. Y lo había exigido porque le repugnaba infringir las leyes que castigan a los criminales y a los presuntos asesinos. Martelli permaneció un rato sumido en sus pensamientos. Luego dijo: —Permitidme que medite un poco. Y al despedirse Raquel le dirigió una mirada de gratitud. La pesada puerta de hierro volvió a cerrarse. Raquel oyó el chirriar de los goznes y luego las pisadas monorrítmicas del preso, que medía la celda con sus pasos. Luego... nada, excepto el horrible silencio de los escondrijos subterráneos. subterráneos. Fuera, el sol inundaba con su luz la inmensidad inmensidad de la Naturaleza. Raquel comunicó a Claudia lo que el condenado había dicho. Luego salieron a dar un paseo por el parque.  —Y todavía continuarán diciendo — exclamaba Claudia—que soy una hechicera perversa y diabólica; seguirán diciendo que los sentimientos que anidan en mi corazón son los del odio y la venganza; que he sacrificado la gente a mis caprichos; que he degradado al Cardenal; que he derrochado las arcas del Principado. La gente está ciega y hay que hacerla ver la luz frecuentemente. frecuentemente. Yo hubiera podido hacer que ejecutasen a Martelli, pues ha sido instrumento de los enemigos que tengo entre el clero y la nobleza para tratar de asesinarme en dos ocasiones. El no tiene motivos personales para odiarme, pues es un juguete en manos del conde de Castelnuovo y de don Benizio. Aquél me considera responsable de la muerte de Filiberta en el convento de la Santísima Trinidad, y éste me odia porque le despedí con cajas destempladas y me eché a reír en su rostro.   —Ya recordarás, Raquel—prosiguió—, cuando él vino aquí para persuadirme de que saliera del Principado, en nombre de unas autoridades que no conozco y que no tengo obligación de obedecer. Y se valió de la ocasión para declararme su pasión por segunda vez. Ya estaba cansada de que me molestase más, y le arrojé de aquí. Y salió huyendo, como alma que lleva el diablo, por la carretera de Giudicarie abajo, dejando recuerdo de su paso por una aldea, en donde hizo un alto en su desenfrenado galopar... Es él quien ha armado el brazo de ese miserable, a quien he perdonado gracias a ti. ¡Cuan triste es verse incomprendida y maldecida por aquellos para quienes se ha sido buena!...   —Pero dejémonos de malos pensamientos—agregó—, pues la Naturaleza nos sonríe, invitándonos a gozar. El mundo es amable. Los hombres son los que lo pervierten. En gracia, pues, a unos breves momentos de placer, soportemos la desesperante cadena de esperanzas que se desvanecen, de odios humanos, de amores que pasan y de ilusiones que se esfuman; la tragedia de la juventud deshojándose día por día. Claudia tomó asiento en un banco rústico, cuyos pies terminaban en unas garras de león toscamente talladas, y sacó de su bolsillo un librito de encuadernación decorada con relieves, obra de algún minucioso impresor veneciano. El autor del libro era un poeta del amor cuya fama se extinguió con el siglo. Estaba dedicado a Hebe, la diosa de la juventud. Claudia empezó a recitar algunos de aquellos versos, y Raquel escuchaba. El poeta cantaba el elogio de Hebe, distribuidora de gracia y belleza, y le pedía placeres y fama y juventud a través de los siglos. Momentos después, Claudia cerraba el libro y regresaba al castillo. * * * A la mañana siguiente Raquel volvió a visitar al preso, acompañada por uno de los guardias de costumbre y por otra mujer. Martelli había cambiado de aspecto: estaba más amable, más humano. Saludó a Raquel con una profunda inclinación y, antes de que ella pudiese hablar, dijo:  —Ya he hecho mi elección.

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 —¿Qué habéis decidido?...  —Me encerraré en un monasterio.   —Entonces—dijo Raquel—, procurad hacer penitencia. Que nuestro perdón sea el comienzo de una vida nueva para vos. Dentro de breves horas estaréis en libertad.   —Permitidme—suplicó Martelli—que os bese la mano. He de sentir eternamente una profunda gratitud por vos... Los labios del preso rozaron la diestra de la noble joven. Raquel salió. Al mediodía Martelli era puesto en libertad. Uno de los guardias le acompañó parte del camino, carretera abajo. Dos días después llegaba a un monasterio que se alzaba cerca de la frontera de Brescia. Llamó y pidió hospitalidad, que le fué concedida. Y allí se quedó para el resto de su vida. A los dos días de libertado Martelli, Claudia sintió deseos de ir aquella tarde de excursión al lago. Aun no se había puesto el sol tras las montañas cuando Claudia, acompañada de Raquel y de un criado, desembarcaba en la isla. Y los tres se pusieron a buscar por entre la hierba, el seto y las rocas cercanas al agua. Querían encontrar el puñal con que Martelli hiriera a Raquel. La noche del suceso, los alabarderos no habían podido encontrarlo, a pesar de que Martelli no tuvo tiempo de arrojarlo al agua. El arma debía estar todavía en algún sitio de la isla, y los tres continuaron su diligente búsqueda. Al fin, Claudia misma encontró el puñal. Raquel sintió recorrer su cuerpo un estremecimiento al contemplar la reluciente hoja, manchada aún de sangre.  —Lo conservaremos como recuerdo—dijo Claudia, colocándose el arma en la cintura. Y luego:  —... como un triste recuerdo—añadió, recuerdo—añadió, rememorando la trágica noche. Permanecieron Permanecieron un rato en la isla, y las l as dos mujeres hicieron unos ramos con las margaritas que ostentaban sus corolas de blancos pétalos sobre la alta hierba. Luego regresaron al castillo. Y Claudia, que ya no tenía que preocuparse más de Raquel, reanudó sus anteriores costumbres: largos paseos por las mañanas a caballo, por el campo y a lo largo de las carreteras polvorientas; salidas al lago en bote, de noche. Quería adormecer su alma con violentos esfuerzos físicos. ¿No había levantado su copa para brindar por el olvido?... ¡Olvidar!... Esta era la palabra que expresaba sus más íntimos anhelos. ¡Olvidar... y gozar!...

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Capítulo XVII Ya a fines de mayo, empezaron a registrarse grandes acontecimientos en Trento. Llamados por el Cabildo de la Catedral, los enviados papales e imperiales habían llegado, hospedándose en el castillo. Su llegada había despertado grandes y exageradas esperanzas en el corazón de todos los enemigos de la casa de los Particella. En sus conversaciones, la gente daba por descontados la destitución de Ludovico Particella y el destierro de Claudia. Al fin iba a sonar la hora de la redención. Y como de costumbre, la gente se engañaba acerca de las intenciones, los poderes y la facultad de los enviados imperiales y papales, que habían venido para poner en orden los asuntos del Principado. Claudia había tenido noticias de la llegada de los delegados por medio de un correo que inmediatamente le envió Manuel Madruzzo. Este le rogaba que permaneciese tranquila; nada le podía ocurrir, pues él se opondría a ello con todas sus fuerzas. Y añadía que los enviados papales eran miembros de la nobleza, asequibles y amables. Entre los cinco que componían la delegación, Manuel Madruzzo tenía tres amigos. Los representantes del Imperio, que eran tres, no ofrecían peligro alguno. Pero a Claudia no la tranquilizaban totalmente estas seguridades, pues conocía a fondo el odio feroz que los eclesiásticos abrigaban contra ella, y sabía que estaban dispuestos a prometer con largueza con tal de que la familia Particella no lograra beneficio alguno.   —¡Oh!—pensaba Claudia: Bien sé que los sacerdotes de la Catedral piden mi cabeza, pero tendrán que pelear duramente antes de conseguirlo. Y yo sabré cómo envenenarles el triunfo. Al primer banquete que se les ofreció a los delegados papales e imperiales, a fines de mayo, asistió la corte entera de los Madruzzo, desde los más altos dignatarios hasta los funcionarios más humildes. Claudia había regresado de Trento para situarse más cerca del peligro y así espiar mejor los movimientos de sus mortales enemigos y pararles el golpe; conceder al Cardenal la postrer vanagloria de su amor, e instigar a su padre a que retuviese su cargo. Por nada del mundo se hubiera ella privado de aquel banquete de Lúculo. Su determinación de asistir había provocado una crisis entre los invitados. Los delegados imperiales no parecían dispuestos a sentarse junto a la célebre cortesana, tan odiada por todo el pueblo de Trento. Pero los enviados papales, a pesar de todas las descritas insinuaciones insinuaciones de los miembros del Cabildo, pasaron por alto tan puritanos escrúpulos, pues era costumbre universal, hasta en la más alta jerarquía de la Iglesia de Roma, el comer en compañía de muchas mujeres y, sobre todo, si eran alegres. Claudia, pues, triunfaba una vez más, y tomó asiento a la cabecera de las mesas, servidas en la sala más grande del castillo. Alrededor de la temeraria vencedora sentáronse los delegados papales e imperiales, los jefes de la corte de Madruzzo, algunos dignatarios del clero de Trento, los comisarios de las tropas, los principales funcionarios del Principado, y, por último, los amigos íntimos del Cardenal, que se sentó frente a ella. Los comensales lucían sus galas más espléndidas y se adornaban con preseas de oro y plata. Pero sobre el pecho del Cardenal no fulgía ninguna cruz. Un sentido elemental de honradez le había impulsado a no colocarse ninguna: el Crucificado, que no tuvo pan que comer ni almohada donde descansar su cabeza, no debía asistir ni en imagen a aquella suculenta cena de sus seguidores de aquella época. Sobre la nieve de la mantelería de Bohemia, que daba a las mesas una alegría de espuma, copas de plata mostraban el vino suave de las montañas del Trentino, que se produce cuando, tras largos días de sol, maduran los racimos de uvas que cuelgan por entre el marchito follaje amarillento. Por las mesas desfilaban los manjares más raros y escogidos que puedan salir de las cocinas de un príncipe. La caliente emanación de las viandas se entremezclaba con los aromas de mayo que entraban en la sala, flotando en la brisa vespertina a través de los altos ventanales abiertos. La lámpara que pendía del alto techo, brillantemente decorado, oscilaba

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ligeramente, ligeramente, dibujando sombras profanas sobre los grandes testeros. Los invitados comían en silencio, como es costumbre en un banquete de cardenales. Cuando trabajan las amplias y poderosas mandíbulas de los siervos de Dios, la lengua calla y el cerebro duerme. El diálogo, libre y jovial, sólo comienza cuando esa indefinible sensación de bienestar, producida por el estómago lleno, se difunde por todas las fibras del cuerpo, y el primer estado de embriaguez altera la cabeza, pone un ligero rubor en las mejillas y un destello en la mirada, desata la lengua y hace añorar con vago y sutil deseo esa sabia caricia femenina que ayuda al hombre a olvidar el dolor y las miserias de la vida. Los comensales del castillo habían aprendido bien el arte de comer. Habían ejercitado sus dientes en la caza más exquisita de los cotos reales e imperiales de todos los países de Europa. Se habían sentado a todas las mesas, excepto a la de los pobres embrutecidos y a las de los monasterios más humildes. Representaban la edad de la grasa, cuando los hombres comían con la refinada gula de los que sólo viven para comer. Allí estaban los paganos de la decadencia, disfrazados de jerarcas de la religión católica y que habían grabado en su enseña todos los excesos de Epicuro, interpretados de un modo que estaba muy lejos de cómo este anciano filósofo lo entendía. "Come y bebe, pues no hay placeres después de la muerte", parecía ser su lema. O gritaban, con Horacio: "¡Carpe diem!"... Ellos eran los reformadores del pueblo, los hombres representativos de las cortes papales y seculares. Eran los hombres que despilfarraban los fondos que el pueblo embrutecido había acumulado en sus largos años de trabajo; los hombres que bamboleaban sus vientres orondos a través de este valle de lágrimas, con una sonrisa de satisfacción en los labios sensuales. ¿Qué habían hecho en Trento?... Pues habían celebrado algunas audiencias; habían interrogado a varios funcionarios, muchos sacerdotes y casi a ningún representante del pueblo. No deseaban escuchar las voces y las quejas de los pobres. ¿Qué era lo que esperaban llevar a cabo?... ¿Cómo habían pensado cumplir su misión?... ¿Tendrían el valor de ir al fondo de las cosas?... Estos enviados, que habían venido por orden expresa del Papa y del emperador, ¿pondrían en orden los asuntos políticos y administrativos del Principado?... Principado?... ¿Y Claudia?... ¿Estarían pensando en desterrarla?... ¿Tenían, en realidad, el deseo de hacerlo?... Y si era así, ¿lo conseguirían?... Mientras tanto, Claudia, en vez de emprender la vía dolorosa del dolorosa  del destierro, se divertía en un banquete con aquellos mismos que debían firmar su veredicto de culpabilidad. Y la bella cortesana, sosteniendo sosteniendo su cabeza alta para resistir las miradas y aceptar los cumplidos de que la hacían objeto r pensaba: "Estos son mis enemigos. Una vez más me encuentro entre ellos, sin defensa, sin armas. Pero no les temo... Estos hombres viejos, gordos y bien cebados no pueden hacerme daño... No. En estas cabezas mondas no hay instintos salvajes. Para odiar se necesita sufrir. Para soñar mucho tiempo con la venganza es necesario tener alma. Estos cuerpos, dilatados por la gula, no tienen alma. Son brutales, bestiales..." Y Claudia sentía un gran desprecio por aquellas señorías de rostros irregulares, frentes lisas y hundidas, ojos escondidos bajo cejas pobladas; manos simiescas y enormes labios abultados, que al abrirse desnudaban la triturante dentadura. Ya eran ancianos estos delegados, representantes representantes de dos instituciones que también envejecían, envejecían, como el Papado y el Imperio. Sólo uno de los invitados se destacaba por excepción: un oficial de sangre húngara que figuraba en el séquito de uno de los enviados imperiales. Joven, pues apenas tendría veinte años, su rostro parecía moldeado con un toque casi femenino. Sobre su frente y hasta los hombros, le caían las densas guedejas castañas. Sus grandes ojos eran luminosos y profundos; pálido el color, manos delicadas. No hablaba. Estaba contemplando a Claudia. Algunas veces sus ojos se encontraban con los de ella, y siempre era el joven caballero quien bajaba antes los suyos. Hacia el final de la comida, la conversación se hizo general. Cuentos, canciones, gritos, risas... Era el momento en que el hombre desaparece y deja paso a la bestia. Toda humana reticencia se arroja a un lado, y todos los convencionalismos sociales caen por tierra. Las reglas

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de la etiqueta ya no significan nada. La orgía nivela a los hombres, sea en las fétidas cavernas, cargadas de humos de una bodega o en los salones resplandecientes de un palacio principesco. Los criados seguían escanciando vino en las copas de plata; luego fueron retirando los cubiertos. No hubo discursos, pues no era un banquete oficial, y con seguridad no sería el último de la serie. Los invitados se dispersaron por entre las distintas dependencias del castillo, y algunos bajaron a pasear en el parque de los Ciervos. Claudia y el Cardenal, con Ludovico Particella y algunos otros, entre ellos el caballero húngaro, permanecieron en la sala del banquete. Claudia se había sentado junto a la ventana y aspiraba el aire perfumado que llegaba de los valles del Adigio, cubiertos ahora por sombras nocturnas. Allá arriba, en lo alto, sonreían las estrellas. De vez en cuando llegaba una voz, un sonido, un rumor indescifrable que venía de la ciudad dormida. Del interior del castillo partían carcajadas de los invitados, que atravesaban los pasillos con dirección al balcón romántico, un lugar magnífico para abarcar con una mirada el panorama de la noche. La conversación de los que se habían quedado con el Cardenal y Claudia se hacía muy animada. El noble húngaro, estimulado por las miradas cordiales y seductoras de Claudia, había perdido su timidez de repente y narraba ahora algunas aventuras extraordinarias de su mocedad. Claudia sentía arder en su corazón un nuevo sentimiento: un fuerte impulso inesperado hacia el joven húngaro. ¡ Ah, cuan inevitable la comparación con Manuel!... Aquél, viejo, agotado, desalentado, y éste en la flor de una juventud orgullosa de sí misma, de esa  juventud que tiene voz para todas las canciones, que vibra a toda pasión, que siempre responde a la voz de la primavera... "El amor ama en seguida al corazón enamorado", cantaba Dante, padre inmortal de nuestra raza. Y en el corazón de las mujeres, especialmente cuando se acercan al otoño de su madurez, el amor se manifiesta repentino, fragante, desesperado y loco, como una flor del trópico al primer beso del sol. El caballero mantenía su éxito. Y Claudia sintió desprenderse de ella su antiguo amor por el Cardenal. Ya había muerto, mucho tiempo antes, esa divina vibración de todas las fibras de nuestro ser, que llamamos amor. Próximo a extinguirse para siempre, quedaban unos ecos debilitados, testigos de que aquel himno de pasión triunfante fué realidad en otra época. Pero ahora surgía lo imprevisto. Manuel nunca había tenido rivales. Claudia habíale sido fiel. Estaba orgullosa de su fidelidad; podía jactarse de su inalterable lealtad por Manuel. ¡Pero hoy!... Había llegado el invitado nuevo... Otro amor, cuyo tema victorioso era heraldo de la próxima sinfonía—y tal vez la última—de una lujuria no subyugada, sino que resurgía con la melancólica madurez de los años, como flor tardía que se abre en una mañana abrileña. Claudia comprendía que podría llegar a amar a este huésped venido de tan lejos, traído por el destino que empuja a las almas por caminos ignorados y medios inescrutables hacia el lugar en donde están destinadas a encontrarse. ¡Claudia!... Tipo perfecto de la cortesana caprichosa, sensitiva, cruel y misericordiosa. Aquella mujer giraba ahora hacia el húngaro, que significaba para ella la posibilidad de otra nueva aventura amorosa. Estas ideas la preocupaban al inclinarse ahora el Cardenal hacia ella, como si quisiese aspirar el perfume penetrante de su carne y hablarla de ilusiones que no habrían de morir. Pero su diálogo se vio interrumpido bruscamente. De uno de los corredores del interior del castillo llegaba el ruido de una riña borrascosa. Todos se dirigieron inmediatamente en aquella dirección. Se trataba de dos caballeros que habían desenvainado sus espadas y amenazaban con batirse en duelo "a la luz piadosa de las vírgenes estrellas". Pero poco después, ambos se calmaban y volvían al castillo. Claudia y los demás volvieron a ocupar sus asientos. Era poco más de media noche. No sabía Claudia que durante su breve ausencia su fin había sido decretado. La riña fué cosa preparada de antemano, y (Jurante el revuelo, un criado traidor, a sueldo del conde de Castelnuovo, vertió un veneno mortal en la copa de Claudia. Al volver de nuevo a su asiento, Claudia, sin sospechar nada, bebió, vaciando su copa... Pero apenas la hubo puesto sobre la mesa, sintió que un escalofrío de malestar recorría todo su

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cuerpo. Lo atribuyó al aire de la noche, pues las ventanas permanecían abiertas; pero su desazón se hizo más aguda, y todo su cuerpo temblaba. Claudia palideció; púsose de pie y exclamó:  —No me siento bien... Y notando que todos se levantaban al oírle decir aquello y que el Cardenal reflejaba una súbita y terrible sospecha, ella hizo un gesto tranquilizador tranquilizador y añadió:   —No os preocupéis por mí. Sentaos, señores, os lo ruego. Y vosotros, cortesanos, no interrumpáis el relato de vuestras maravillosas aventuras. Pero, al dirigirse hacia la ventana, sostenida por el Cardenal y por su padre, Claudia fué presa de un largo ataque. Sus ojos, muy abiertos, se desmayaban al vislumbrar la muerte. Manuel murmuraba atropelladamente frases de cariño, y su padre la sostenía; todos los demás rodeábanla aterrados ante la idea de cualquier desgracia. De los corredores y de las salas del castillo, así como del parque de los Ciervos, iban llegando los invitados. Pronto todo el salón se vio lleno de gente. Ni una sola voz atrevíase a romper el silencio; los hombres no se atrevían a mirarse unos a otros. Sobre las mesas las flores se desmayaban, y las luces de las lámparas pendientes del techo temblaban como rozadas por alas invisibles. Claudia estaba reclinada sobre una butaca, la cabeza echada hacia atrás. Repetía sin cesar la misma frase:  —¡Me muero!... ¡Me muero!... ¡Me muero!... El Cardenal se arrodilló ante ella y oprimió su mano, y la llamó repetidas veces. Cuando llegó el médico, dispuso que Claudia fuese transportada inmediatamente al lecho. Después de examinarla, examinarla, el médico declaró:  —¡La han envenenado!... envenenado!...  —¡Me muero!... ¡Me muero!...—repetía Claudia, cada vez con voz más débil.   —¿Veneno?... ¿Habéis dicho veneno?...—rugió el Cardenal ante el rostro del galeno, aterrado por tan inesperada explosión de ira.  —¿Veneno?... ¿Y no existe remedio?...  —No... Pero como si se arrepentiese de su afirmación, el médico agrega:   —La Naturaleza puede obrar milagros. Pero observad, señorías, cómo pierde su color el rostro de la enferma. Ved cómo tiemblan sus miembros. Notad la frialdad f rialdad de sus pies.   —¿Veneno?... ¿Habéis dicho veneno?...—repetía el Cardenal amenazadoramente—. ¡ Alguien la ha envenenado!... envenenado!...  —¡Me muero!... ¡Me muero!...—repetía Claudia. Ludovico Particella, muda la voz por el dolor y los ojos inflamados por el llanto, se había arrojado al suelo, junto a la cabecera del lecho donde agonizaba su hija. Y la llamó reiteradas veces, con esas palabras que sólo un padre puede hallar en las horas de desesperación. El Cardenal salió del dormitorio y, a grandes pasos, entró en la sala donde los invitados se habían quedado sobrecogidos de terror.  —¡Veneno!... ¡Es veneno!...—gritaba. veneno!...—gritaba. Y a los delegados del Imperio y del Papa no les daba tiempo de pronunciar la más leve frase de execración o de consuelo, pues Manuel continuaba gritando como un loco, con voz ronca que ahogaban los sollozos:  —¡Es veneno!... ¿Quién de vosotros ha vertido veneno en la copa de Claudia?... Os digo que es veneno. ¡Claudia muere envenenada!... Veneno vertido en su copa por la mano de un asesino... Veneno traído a esta mesa, alrededor de la cual yo creía que no se sentaban más que amigos. ¿Cómo ha podido ser?... ¿Nadie habla?... ¿Ninguno se defiende?... ¿Permanecéis fríos,

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inconmovibles, inconmovibles, mudos, como si el crimen no os dijese nada?... Y añadió, iracundo:   —¡Fuera de aquí!... ¡Fuera de estas salas!... ¡Fuera de este castillo!... ¡ Obedecedme todos!... ¡Uno de vosotros es el asesino!... Y como viera que los delegados del Papa y del Emperador titubeaban, titubeaba n, rugió:  —¡Vosotros también, fuera de aquí!... Ya no os temo. Ya no os escucho más. En el castillo de los Madruzzo, Manuel, el último de la dinastía, os manda. Él sólo y nadie más. ¡Obedecedme, y pronto!... Los reunidos no parecían participar del dolor de su desesperación, ni conmoverse grandemente ante la tragedia de Claudia. El caballero húngaro se acercó a Manuel, procurando calmarle, pero no sólo fracasó en su empeño, sino que también se vio rechazado. Los invitados fueron abandonando el salón.   —Está loco...—decían los enviados papales, cubriendo sus hombros con sus amplias capas de terciopelo, mientras descendían por las escalinatas.  —Está loco...—rubricaban los delegados del Emperador.  —Está loco...—sentenciaban los dignatarios eclesiásticos de Trente  —Está loco...—exclamaban loco...—exclamaban los nobles, llevando la diestra en la cruz de la espada.  —Está loco, está loco...—era el comentario general.   —El amor le ha vuelto loco—dijo uno de los delegados del Papa—. Pero ya es un poco tarde...  —Decididamente,  —Decididamente, se trata de una locura incurable—añadió con ironía otro prelado. Ni aun los más íntimos del Cardenal se atrevían a permanecer junto a él. La tragedia les había anonadado, y sentían la necesidad de alejarse de aquellas salas, en donde la muerte había entrado tan inesperadamente. Después de aquella conmoción de locura, violenta y brutal, Manuel volvió junto al lecho de Claudia. En la pequeña estancia no se había quedado nadie más que Ludovico y el médico. El Cardenal, haciéndole una seña a éste, le ordenó:  —Os marcharéis en cuanto vuestra misión termine. El médico hizo una reverencia y salió. Claudia ya no se quejaba. Con el rostro convulso, sus manos se asían nerviosas a las sábanas, para extenderse luego buscando las del Cardenal con la actitud de quien, para morir, procura aferrarse a los objetos más próximos.  —¡Claudia!... ¡Claudia!...—sollozaba ¡Claudia!...—sollozaba el Cardenal con voz que había dejado de ser humana. Pero Claudia no respondió. Sus labios habían enmudecido, y de su boca divina, desfigurada ahora por un rictus de dolor, no salía ni un gemido. En vano se inclinaba el Cardenal sobre la agonizante como si quisiera retener con ello aquella vida que pugnaba por huir; el veneno completaba su misión destructora. Y Claudia moría sin imprecaciones, como las cortesanas de los tiempos antiguos, que afrontaban la muerte serenamente, seguras de que el dios del amor robaría sus almas a las tenebrosas moradas del infierno para transportarlas a los campos luminosos del Elíseo. Sonaron las campanas de la media noche en las torres de la ciudad. Chisporrotearon las lámparas. Alguien atravesó en medio del silencio de la estancia. Fué alguien... Pero era imposible saber quién. Claudia extendió sus manos, y su rostro volvió a adquirir su expresión de calma. Cesó el escalofrío de aquellos miembros... Luego, nada... El gemido de dos hombres. Un sollozo que rompió las tinieblas como un ruido inesperado en una estancia desierta.

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Claudia, la cortesana; Claudia, la de los diabólicos ojos negros, ya no podría dominar a Manuel con su hechicería. Claudia, la caprichosa, no podría ya dilapidar su fortuna. Claudia ya no podría perdonar más a sus enemigos, ni castigar a los que la hacían mal. Claudia ya no era más que materia inerte; esto es, un alma. Claudia era sólo un nombre; un nombre que ya no se podía maldecir, pues la muerte destruye o atenúa el odio, las sospechas y los rencores humanos, destruyendo todos los propósitos de venganza. Conmovidos, los criados del Cardenal se habían colocado detrás de los cortinajes. Tal vez, entre ellos, el culpable empezaba a sentir que las víboras del remordimiento se le enroscaban al corazón...

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Capítulo XVIII La ceremonia del sepelio de Claudia revistió gran solemnidad. El pueblo no figuró en ella, pero el clero se vio obligado a tomar parte. Y Claudia bajó a la eterna morada entre la indiferencia general de la ciudad. Durante algunos días, los delegados se abstuvieron de visitar a Manuel Madruzzo. Este, de acuerdo con Ludovico Particella, abrió una investigación sobre la muerte de Claudia. Pero el culpable no fué hallado. El conde de Castelnuovo y don Benizio se felicitaban del éxito. Todos los enemigos de la familia Particella predijeron su inmediata caída. Efectivamente: breves semanas después de la muerte de Claudia, los delegados del Imperio británico exigieron al Cardenal la destitución de Ludovico Particella. Y el Cardenal no se opuso, pues ya le habían abandonado aquella energía y fuerza de voluntad de antaño, resignándose a todos los golpes de la adversidad, y así vio partir al antiguo consejero que durante veinte años le ayudara y sirviese de guía. Ludovico Particella marchó a Italia y allí permaneció hasta el fin de su vida. El Cardenal se encerró en sus habitaciones, habitaciones, desinteresándose por completo de los asuntos del Principado., Únicamente abandonó su retiro para disponer una procesión de penitencia nocturna que debía coincidir con la fecha en que falleciera Claudia y que sería como la apoteosis del recuerdo a la amada. La orden de esta procesión causó cierta sorpresa entre los prelados del Cabildo de la Catedral, pero los representantes papales creyeron que se trataba de una actitud de penitencia de Manuel Madruzzo, que, con tan solemne acto público, iniciaba la expiación de sus pecados, con lo que cesaría la muda hostilidad de que era objeto. Día y noche, durante una semana entera, desde el pulpito de todas las iglesias los sacerdotes renovaban su invitación a los fieles: la procesión habría de ser impresionante y los creyentes no debían faltar. El Cardenal lo había dispuesto así, porque quería borrar su pecado y volver a ser el pastor de su rebaño; muchos de los enemigos del Cardenal habían depuesto su ira, y la ausencia de Claudia hacía renacer exageradamente las esperanzas. La presencia de los delegados debía completar la obra y devolver la paz al Principado, En toda la ciudad reinaba gran expectación. Los preparativos se llevaban a cabo con inusitada rapidez en las sacristías, y de los viejos guardarropas y las arcas antiguas la gente sacaba las mejores prendas con que ataviarse. No se había registrado en los últimos diez años una ceremonia de tanta magnitud, y en aquellos tiempos los actos de esta índole revestían suma importancia. Los criados no hablaban más que de esta celebración, y todo el mundo creía que no iba a ser más que un acto de pública expiación. Después de purificar su escandaloso pasado, el Cardenal iba a volver a preocuparse de su pueblo. Nadie podía sospechar que esta procesión de penitencia iba a ser la apoteosis de Claudia. Nadie se hubiera atrevido a inquirir que aquello iba a ser una glorificación póstuma de la cortesana que había arrastrado al príncipe y al Principado al borde de la ruina. Nadie se hubiera atrevido a pensar que tan solemne ceremonia se le dedicaría a Claudia, la adultera profana. No obstante, precisamente lo que buscaba el Cardenal era esta postrera satisfacción.  —Vosotros, gente de mi pueblo—pensaba el Cardenal—, no habéis compartido mi dolor por la muerte de Claudia. Os habéis regocijado ante su repentino y misterioso fallecimiento. Tal vez, el asesino que envenenó a mi inolvidable amada saliera de entre vosotros. En cuanto a vos, prelados, os habéis regocijado con mi dolor y vuestros rezos no eran más que mentiras. Vosotros, aristócratas, amigos del conde Antonio de Castelnuovo, habéis acogido el fin de Claudia como el principio de vuestra suerte. Vosotros, enviados papales y emisarios del Emperador, creéis que facilita vuestra misión el hecho de que Claudia Particella haya sido asesinada por un brazo cobarde a sueldo de la corte papal. Todos vosotros, los que odiasteis a Claudia, participaréis en esa procesión que he dispuesto en su honor. Expiaréis el odio que os ha estado

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emponzoñando emponzoñando durante tantos t antos años... A la caída de la tarde del día prefijado para la procesión, las campanas tañían en todas las torres de la ciudad. El anochecer descendía desde las cumbres de las montañas, bañadas aún por la luz del sol que se iba. Cayeron las sombras de la noche. A las diez volvieron a sonar las campanas, cuyas metálicas vibraciones elevábanse hacia el cielo encendido de estrellas. Un forastero que hubiera venido por el puente de San Lorenzo, se hubiese preguntado al oír tan tremendo campaneo: "¿Qué horrible revolución conmueve a la gente de Trento?..." "¿Qué grave peligro se cierne sobre la ciudad cuando todas las torres lanzan así sus toques a rebato?..." "¿Se trata de un incendio?..." "¿O de una invasión?..." Entretanto, el pueblo se echaba dócilmente a la calle y se dirigía hacia la plaza de la Catedral, desde la que partiría la procesión. Los portales de la iglesia estaban abiertos de par en par, y todos los altares eran maniguas de luces. Notábase una excitación inusitada entre los sacerdotes que aparecían al fondo de la iglesia, donde la nubes de incienso velaban el perfil de las personas y de las cosas. La multitud entraba y salía, poblando el templo con monótonas reverberaciones. En las sombras, gestos de sumisión, oraciones bisbiseantes... Cuando se supo la llegada del Cardenal, la gente invadió la iglesia. Manuel Madruzzo, ataviado con la sagrada vestimenta, apareció seguido de cuatro prelados. Casi olvidado ya su rostro por el pueblo, que se inclinaba a su paso, el Cardenal subió al altar y la ceremonia dio principio. Hacía mucho tiempo que había oficiado, y habían pasado años sin que sirviese al Señor en presencia del pueblo. La ceremonia terminó entre la intensa emoción de los fieles, y entonces se dio la orden de salida de la procesión. A la cabeza iban cuatro robustos prelados con estandartes, a los que seguían largas filas de sacerdotes que entonaban la letanía. Y, tras éstos, el Cardenal, a quien rodeaban altos dignatarios del clero de Trento. Marchaba con la cabeza inclinada, la diestra abierta sobre el pecho, donde fulguraba una cruz. Tras él seguía un largo escuadrón de alabarderos, que precedía a una interminable procesión de mujeres. Toda la población femenina de Trento estaba representada allí. Las señoras de la aristocracia, fáciles de reconocer por sus amplios mantos de terciopelo, envuelta la cabeza en velo negro y la mirada fija en el suelo; las mujeres del pueblo, mal vestidas, algunas con trajes raídos, cubiertos los hombros con pañuelos de Venecia. Detrás de las mujeres marchaban desordenadamente hombres de todas las edades y de todos los oficios. Cerraba el lúgubre cortejo un grupo de nobles. Todas las ventanas de la ciudad aparecían iluminadas. Los ancianos y los tullidos se asomaban a ellas para saludar las enseñas sagradas con humilde devoción. La procesión ofrecía un aspecto grotesco y fantástico, y, al pasar, las antorchas encendidas arrojaban resplandores de luz bermeja sobre los muros sumidos en sombras. Durante este tiempo, la multitud parecía enmudecer. No se oía ni una voz, y sólo rompía el silencio el ritmo firme de la marcha. Luego, cerca de la iglesia de San Pedro, un coro empezó a cantar y la gente, a una señal de los sacerdotes, se unió al cántico, poniendo toda su alma en aquel himno de expiación. Por primera y última vez en su vida, el Cardenal Manuel Madruzzo engañaba premeditadamente premeditadamente a su pueblo. Durante la procesión, un único pensamiento le embargaba: el de Claudia. Sólo una imagen se le aparecía ante sus ojos: Claudia... No, aquello no era una ceremonia de purificación... purificación... ¡ Ah, si estos sacerdotes cantores de salmos que marchaban al lado del Cardenal hubieran siquiera sospechado los pensamientos que embargaban su alma!... Seguramente hubieran clamado: "¡Sacrilegio!"... Hubieran despertado en toda la multitud una furia fanática. Aquella procesión de penitencia nocturna hubiérase tornado de repente en un tumulto indescriptible en el que, tal vez, el Cardenal hubiese perdido la vida. Pero no le es dable al hombre el leer los pensamientos de su prójimo. Cada uno tiene una o varias páginas cerradas en el libro de la vida. En cada uno de nosotros hay siempre algo que no sale al exterior y que no puede salir a la superficie. Nos hallamos muy distantes unos de

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otros. Lo que llamamos la unión de las almas no es más que una de las ilusiones que nos son necesarias para vivir. El alma humana es solitaria. No tiene hermanas. Una madre no puede leer en el pensamiento de su hija. Un juez no puede penetrar en los misterios de un crimen. El amante se engaña él mismo: podemos poseer el cuerpo, pero el alma se nos escapa.  —¡Claudia!... ¡Claudia!...—era el pensamiento secreto de Manuel Madruzzo. Y la pasión, aun viva en él, remedaba un diálogo con el espíritu querido de la ausente:   —¡Claudia!... ¡Mira a esa gente que se mortifica por ti!... ¡Claudia!... ¡Mira esta nueva ofrenda de tu amante sin consuelo!... Estas gentes te odiaban, y, sin embargo, esta misma noche te lloran sin reservas y te rinden homenaje... La procesión continuó por las calles principales de la ciudad y luego regresó a la plaza de la Catedral. La luna, como un rostro diminuto en la inmensidad de los cielos, difundía un resplandor tenue que pintaba sobre las calles la sombra de las torres. De los surtidores brotaban espirales de agua, y Neptuno, el rey del mar, parecía sonreír irónicamente ante la multitud cristiana que perdía el sueño por honrar a los dioses profanos. Desfilaron los estandartes, las enseñas... El Cardenal también pasó. Por las puertas de la iglesia, como por una enorme garganta, desaparecieron los sacerdotes. La multitud se dispersó... A medianoche, Manuel Madruzzo volvió al castillo. Arrastró como una pesada cadena el resto de su existencia. Murió el 15 de diciembre de 1658. Con él se extinguió la familia de los Madruzzo. Con su muerte, finaba también la época más gloriosa e intensa del Principado de Trente FIN

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La  PRIMERA EDICIÓN  de esta obra acabóse de imprimir  el 25 de junio de 1930, en la imprenta de  SUCESORES DE RIVADENEYRA (S. A.) Paseo de San Vicente, núm. 20. MADRID 

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