La alegría de amar Marcel Clement

August 19, 2017 | Author: escatolico | Category: Self-Improvement, Emotions, Love, Metaphysics Of Mind, Ethical Principles
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Descripción: Precioso tratado sobre el amor humano y el matrimonio. En una época marcada por la desconfianza, la falta d...

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Marcel Clement

La alegría de amar

Resumen adaptado por Alberto Zuñiga Croxato

2007

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NOTA DEL EDITOR Marcel Clement (1920-2005) es uno de los grandes escritores católicos de nuestro tiempo. Especialista en Doctrina Social de la Iglesia, ágil periodista, profundo filósofo, desde 1962 a 1998 fue director del diario católico L'Homme nouveau (“El Hombre nuevo”), al que le dio un impulso decisivo. A través de su extenso magisterio, ha influido grandemente en varias generaciones de jóvenes católicos franceses y europeos comprometidos en puestos de responsabilidad en la sociedad y en la Iglesia. Ponemos a disposición del público este precioso tratado suyo sobre el amor humano y el matrimonio. En una época marcada por la desconfianza, la falta de sentido y el relativismo, en la que se llama amor a cualquier cosa, y se ataca sistemáticamente al matrimonio y a la familia, este libro sigue constituyendo una gran ayuda para redescubrir la maravilla del matrimonio, fuente de felicidad y de esperanza para el mundo.

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ÍNDICE LA ALEGRÍA DE ESCOGER...................................................................................5 La sociedad en que vivimos..........................................................................................7 ¿Conocerse primero, o amarse primero?.....................................................................12 Dialogo sobre el arte de elegir.....................................................................................19 LA ALEGRÍA DE UNIRSE.....................................................................................30 Los hijos, principio de unidad.....................................................................................31 La fidelidad, escudo del amor.....................................................................................44 El sacramento, gracia de la unidad..............................................................................55 LA ALEGRÍA DE CONOCERSE...........................................................................61 Razón masculina e intuición femenina........................................................................64 LA ALEGRÍA DE COMPLETARSE.....................................................................74 El orden natural de las jerarquías................................................................................74 La mujer es el corazón.................................................................................................95 LA ALEGRÍA DE AMARSE.................................................................................102 Notas sobre el hastío conyugal..................................................................................103 El espíritu es el que da vida.......................................................................................108 El amor es Alguien....................................................................................................113 Hacia las cumbres de la unidad.................................................................................117 LA ALEGRÍA DE AMAR JUNTOS.....................................................................122 La vocacion paternal..................................................................................................128 La maternidad, fuente de vida...................................................................................141 Dos vocaciones: un sacrificio....................................................................................146 LOS SOBREXCESOS DEL AMOR......................................................................151 Horizontes más vastos...............................................................................................152 Un amor sin partición................................................................................................153 Virginidad y fecundidad............................................................................................154

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Capítulo primero LA ALEGRÍA DE ESCOGER ¡El Amor! He ahí lo que los humanos buscan con más empeño en este mundo. He ahí, también, lo más difícil de poseer. Muchos que dedican mucho tiempo y esfuerzo a aprender un oficio, una profesión, estiman con respecto al amor, que no se requiere ningún aprendizaje. Piensan que amar es algo espontáneo y que basta con la ciencia infusa. Creen en la inspiración... Y no andan muy equivocados… Sin embargo, los músicos, para llegar a improvisar, ¿no deben, antes, someterse a una rigurosa disciplina? ¿Por qué los enamorados no habrían de parecerse en esto a los músicos? Por lo menos, profundizando y reflexionando en qué consiste el Amor.

«¡Nosotros nos amamos!» «¡Nosotros nos amamos! ¿Qué nos puede suceder?» El que así habla es un joven de veinte años acompañado de su enamorada. El padre de ésta se pasea de un lado para otro. Se le han agotado los argumentos. En el fondo de sí mismo, ya no sabe qué pensar. Ha expuesto las objeciones tradicionales: estos dos chicos son demasiado jóvenes; hace tan sólo seis meses que se conocen... Se encuentran ambos sin recursos, y el muchacho no se ganará la vida antes de dos años..., ¡eso, en el mejor de 5

los casos! Pero, a todas sus observaciones, oye la misma contestación: «¡Nosotros nos queremos! ¿Qué nos puede pasar?» He ahí, pues, el reto que lanzan al mundo los enamorados: «¿Qué nos puede suceder?» ¿De dónde nace este sentimiento de seguridad? Tal sentimiento generalmente no es compartido por los padres, ni por ninguno de los que dicen tener experiencia de la vida. La palabra, la frase, que esas personas respetables tienen más a menudo en la punta de la lengua es más bien: «¡Ten mucho cuidado!», o bien: «¡Ándate con mucho tiento!»

En este diálogo de dos generaciones, los jóvenes suelen replicar a los mayores: «¡Cómo! ... ¿Qué puedes tú enseñarme respecto del amor? ¿Es que tú sientes lo que yo siento? ¿Tienes tú veinte años? ¡No! ¡Entonces! ¡No puedes saber! ...» Así, lo que inspira este sentimiento de seguridad en los jóvenes, es, sin duda, la sensación de que están obrando bien por la sencilla razón de que están enamorados; y de esta manera piensan que nada les puede suceder; por la sencilla razón de que nada les ha sucedido aún. Cada edad se distingue por algo Cada edad se distingue por algo. Si la juventud se distingue por ser apasionada, no vayamos a exhortar a los jóvenes que sean pacientes, sumisos, que tengan calma... en el mismo momento en que patalean de impaciencia. No conseguiríamos más que se encabritasen aún más... Digámosles, pues, a los jóvenes la verdad, Pero, toda la verdad, pues están en condiciones de comprenderla y aceptarla. Si los jóvenes no nos escuchan o se niegan a hacerlo, podrá ser porque piensan –y con razón— que no queremos más que contradecirles y 6

ponerles límites. Pero si los jóvenes se dan cuenta de que no pretendemos ahogar sus aspiraciones más íntimas… sino que simplemente tratamos de ayudarles para que puedan realizar más plenamente sus ideales, para que su entusiasmo no se marchite algún día, ¿por qué tendrán ellos de ponerse a la defensiva? ¿Por qué se negarán a escucharnos? Siempre serán libres para reflexionar en lo que les decimos, y luego tomar sus propias decisiones. Está es la intención con que se ha escrito este libro. Para ver con claridad, preciso será plantear el problema en toda su amplitud.

LA SOCIEDAD EN QUE VIVIMOS Cuando el niño crece El niño o la niña llegan a la adolescencia. Tiene doce, trece, catorce, quince años. Poco a poco, sus juegos infantiles le van interesando menos. Mira el mundo con ojos nuevos. El niño está orgulloso de comprobar que va alcanzando ya la estatura de un hombre; ella se emociona al verse cómo se va convirtiendo en una señorita. Las imaginaciones de ambos vuelan hacia nuevos horizontes, los propios de la juventud. El desasosiego del amor ha brotado en su corazón. Todavía el adolescente incipiente es muy joven para atreverse a hablar de ello. Se burlarían de él si manifestase sus inquietudes y preguntas. Ideas confusas, imaginaciones locas, le solicitan. La educación familiar, la formación, religiosa, se esfuerzan, con más o menos eficacia, por dar respuesta y sentido a cada una de estas inquietudes. Pero, al mismo tiempo, el jovencito, la jovencita, son atraídos con extraordinaria fuerza por los medios de difusión —cine, televisión, publicidad, internet—, quienes dominan, cada vez con más eficacia y seducción, su imaginación, formas de pensar y comportamientos. 7

Pero los jóvenes no se dan cuenta de lo influenciables que son por estos medios; pues los padres, cuando dan un consejo, hacen sentir que les dan un consejo. Pero los principios y valores contenidos en la canción romántica o sensual, en las telenovelas, los programas de televisión o en las imágenes seductoras de la publicidad entran en el alma sin que el joven se dé apenas cuenta de ello, ¡no se dan a notar que están aconsejando y dando normas de vida! Y no, obstante, esas canciones sentimentales y películas translucen toda una concepción del amor y de la vida que entra con gran fuerza por los oídos, por los ojos, por la imaginación y la sensibilidad de los muchachos y de las muchachas. La mayoría de las canciones, tan ampliamente difundidas por las emisoras de radio, están inspiradas en una concepción pagana y falsa del amor. Las intrigas de las telenovelas se limitan, lo más a menudo, a evocar conquistas sentimentales efímeras, rupturas matrimoniales y aventuras románticas muy alejadas del mundo real. Unas veces la coquetería de la mujer es puesta de relieve; otras, la fidelidad de la esposa es sometida a prueba. Podría uno pensar que es lo natural. Toda una serie de ilusiones y ensueños, disputas entre los enamorados o esposos, fugas de uno, desaparición del otro, embrollos, reajustes…

En una edad en que la imaginación cabalga a rienda suelta, los jóvenes no saben, a ciencia cierta, muchas veces en qué consiste el verdadero amor y en qué no, que es lo que es conforme al orden natural y a la naturaleza humana y qué es lo que no es propio. No tienen experiencia. Desean saber y comprender cuál el plan de Dios sobre el amor humano. Pero, ¿qué es lo que les dice sobre esto la televisión, la calle, los diarios, la publicidad? ¡Pues bien! En general, lo que vienen a decir del amor, implícitamente, es esto:

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1. El amor es, en primer lugar, una ocasión de goce sentimental. Basta, por ejemplo, que una melodía un poco tierna y soñadora, nostálgica y romántica, arrulle a dos enamorados que se contemplan… para que piensen que ya se aman. ¡He ahí el amor! Y cómo es una sensación tan fascinante, hay que prolongarla lo más posible. 2. El amor es, en segundo lugar, una ocasión de placer físico. No hay más que ver los anuncios comerciales cómo buscan llamar la atención en este sentido.

Piensa, sino, en la «chica modelo». Es una criatura ficticia, que no querrías a ningún precio que fuera la madre de tus hijos. No tiene corazón ni pudor. Aparentemente no tiene padres, no tiene hijos y no se vislumbra que pueda ser madre algún día. En ella todo lo que constituye la dignidad, la nobleza de la mujer cristiana ha desaparecido. Para nada nos habla del valor de la virginidad o de la fecundidad. La publicidad llega incluso a exhibir en fragmentos aislados el cuerpo de esta joven, privada de alma. ¡Ahora son trozos de piernas, determinadas partes del cuerpo… lo que se exhibe! La aspiración del joven a vivir la pureza de corazón, hasta entonces tan protegida por la gracia divina, es empañada, oscurecida, lenta y progresivamente por todo este ambiente de idolatría del sexo. La juventud de hoy tiene que enfrentar muchas más dificultades que las generaciones pasadas para poder vivir el amor de verdad. La culpa la tiene la concepción consumista de la economía, el afán desmedido de lucro que justifica todos los medios para alcanzarlo, y por supuesto, la concepción pagana de la vida, de espaldas a Dios.

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En el secreto de las conciencias. Los jóvenes, ellos y ellas, tienen ahora quince, dieciséis, diecisiete altos, y más. Han sido formados involuntaria e inconscientemente por todo lo que acabamos de evocar. Se les ha recordado, de cuando en cuando, algunas verdades cristianas sobre el matrimonio; pero esas verdades les parecen envueltas en un amargo perfume de sermón tradicional, ficticio e inútil. Las cosas de la moral no les llegan ya más que como “aguafiestas”, y ven en ellas, demasiado a menudo, afirmaciones vacías de sentido, formalistas y convencionales. Poco a poco van adquiriendo la convicción de que la moral no se «adapta» ya a nuestro tiempo, que no es «práctica» y que no tiene en cuenta los «hechos»... Lo que se lleva es todo aquello que sigue la corriente que marca la moda. Y esa corriente sabemos adónde arrastra. Las relaciones entre los jóvenes

Incluso teniendo una intención más o menos lejana de matrimonio, las relaciones no persiguen, lo más a menudo, un fin lógico, que sería el de conocer a las personas, para luego comparar y poder escoger mejor. Lo que se busca, de hecho, demasiado a menudo, en las relaciones, sobre todo si se sale siempre con la misma persona, es la intimidad sentimental, satisfacer esa necesidad afectiva de sentirse amados que todos tenemos. Ahí no hay gran cosa que merezca el nombre de amor. De una y otra parte, es el egoísmo de la sensibilidad lo que se busca satisfacer; satisfacción que tiende a degradarse progresivamente. Peor todavía si los encuentros tienen lugar estando los dos solos en ciertos sitios: en la oscuridad de un cine, en una playa, en una fiesta a media noche, donde corre el alcohol y se oye una música enervante... La elección de estas condiciones inclina imperiosamente a la intimidad física, 10

más que a conocerse verdaderamente, antes de declararse su amor. No son las almas las que se encuentran, sino dos instintos que buscan satisfacerse. El reverso de lo que se buscaba Todas estas cuestiones no parecen importarles mucho a los jóvenes que todavía no se han casado. Pero si preocupan mucho en los meses que siguen a la boda. Pues, cuando el fuego del deseo se ha aplacado, son dos verdaderamente las almas que se vuelven a encontrar cara a cara: dos caracteres, dos actitudes frente a la vida, ¡dos egoísmos! Y cuando el espejismo de la atracción sensual se ha disipado —y la experiencia muestra que se disipa pronto—, los jóvenes esposos comienzan, sin atreverse a decir nada, a establecer comparaciones: «¡Ah, si yo me hubiese casado con éste! ... Era menos seductor, pero ¡mucho más generoso!... ¡Si yo hubiese sabido escoger aquélla! Era menos coqueta, más modesta..., pero ¡cuánto más femenina me parece hoy!...

¿Por qué a menudo son los más fogosos, los más ardientes en la época de enamorados, los que, al cabo de algunos años de matrimonio, encuentran el hogar triste, aburrido, monótono, y buscan todos los pretextos para evadirse de él? ¿No será porque confiaron que con sentir que ya se amaban lo sabían todo, y que dejándose llevar ciegamente por la atracción sexual estaban para siempre preservados de toda adversidad? ¿No será, en una palabra, porque creyeron que la razón no tenía nada que hacer en el dominio de los sentimientos? ¿Por qué pensaron que era imposible conciliar el punto de vista del corazón con el de la inteligencia? ¡Cómo si se tratara de dos enemigos irreconciliables! Tal vez creyeron que la juventud era la edad de las pasiones, que tiene que estar necesariamente en rebeldía contra la prudencia menos entusiasta de la madurez. Tal es el lazo sutil, ciertamente, pero tan frecuente, en el cual los jóvenes, ellos y ellas, están expuestos a caer: creer que estarán tanto más enamorados cuanto menos atiendan a la razón... 11

Ahora bien: ¡lo contrario es precisamente la verdad! La razón no es enemiga del amor. Fundamentar el amor en decisiones deliberadas, bien pensadas, no es aminorarlo, ni traicionarlo: es enriquecerlo, ensancharlo, imprimirle, no ya un impulso ciego y pasional, sino someterlo a otro impulso, razonable y voluntario. Es permitir que el amor permanezca intacto más allá del matrimonio, que se fortifique y siga siendo llama viva y ardiente: esa misma llama que alumbra y calienta el hogar.

¿CONOCERSE PRIMERO, O AMARSE PRIMERO? El orden natural de las cosas, en las relaciones entre un chico y una chica lo primero es conocerse mutuamente antes que elegirse —es decir, comprometerse a ser novios—, y, en segundo lugar, amarse de verdad antes que manifestar los sentimientos amorosos. Ahora bien: por una singular subversión, los jóvenes se ven tentados a dejarse llevar por la atracción amorosa antes de haberse decidido a amarse de verdad... ¡incluso antes de conocerse! Es bueno, es necesario, conocer bien a un muchacho, a una muchacha, antes de comprometerse... Es bueno, es necesario, hasta donde razonablemente sea posible, conocer el carácter, las aptitudes, los gustos, las cualidades morales de aquel o de aquella con quien piensa uno compartir su vida y formar una familia... ¿Que es difícil? ¡Sin duda! ¿Que es doloroso? ¿Que exige dominio de sí mismo? ¡Por supuesto! Pero ¿no es más doloroso aún engañarse? ¿Ligar la vida a un desconocido, a una desconocida, sencillamente porque 12

uno ha creído que su sonrisa, su mirada —o su fortuna o su clase social—, eran promesas suficientes de felicidad?

Algunos motivos para el matrimonio De esta forma, hay muchachas que se casan con una silueta, con un automóvil o con una profesión de médico o ingeniero... Y cinco o diez años más tarde, en el fondo de sus corazones, cuando sufren por el egoísmo de sus esposos, y por todas las consecuencias, a veces «crucificantes» para ellas, de ese egoísmo, entonces se dan cuenta que los motivos que determinaron el matrimonio pronosticaban ya esas desgracias. No reflexionaron a su tiempo en el peligro que les amenazaba. ¡Pensaron que todos los hombres son más o menos egoístas! ¡Mientras que sólo unos cuantos son ricos, son guapos, tienen una carrera o están bien situados en la vida!

También hay jóvenes varones que se casan con una «línea», una cara bonita, una herencia en camino, o incluso una cultura excepcional... y que descubren, demasiado tarde, que en otras familias la esposa es más cariñosa, la comida sabe mejor, los niños están mejor atendidos, mejor 13

educados, la casa es más limpia y acogedora, y que todos esos detalles no son sino el reflejo de un amor más profundo, de una abnegación más tierna. Pensando en estos ejemplos es cómo se puede comprender verdaderamente el fin de las «relaciones» entre un joven y una joven. Ese fin no es simplemente el de establecer una intimidad sentimental y esperar cómodamente la edad o la hora de casarse. Servirse de su juicio El papel de las relaciones que preceden al matrimonio es, ante todo, dar la oportunidad para que los dos se conozcan, y se den cuenta si sus almas vibran al unísono. Por el contrario, el ansia por disfrutar cuanto antes de relaciones íntimas no pueden más que empañar las almas de los que tenían que aprovechar esta etapa para conocerse y aprender a sacrificarse por el bien del otro. Más que nunca, los dos deben tratar de que Jesucristo more realmente en sus almas. Pues, ¿no es Él quien les va a dar la fuerza para reservarse enteramente hasta el día en que puedan entregarse del todo y para siempre, en la donación total que supone el amor matrimonial? ¿No es Él quien les ha de dar la luz para que se conozcan realmente y no se enturbie este conocimiento mutuo por la pasión? Si tuviéramos FE, fe viva, en que Dios sabe mejor que nosotros lo que conviene a nuestra verdadera felicidad, no haríamos nuestra propia voluntad sino la suya, y confiaríamos más en Él que en nosotros mismos. La verdadera libertad, que procede de vivir la vida de la gracia, les motivará a evitar esos encuentros que, en vez de ser una oportunidad para conocerse y respetarse, tan sólo buscan saciar sus ansias de placer y de sentirse amados.

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Renovar las amistades Por todos estos motivos, conviene, al principio, antes de ser novios, no circunscribirse demasiado pronto a salir con una sola persona, siempre la misma, sino multiplicar las salidas con distintas personas, en tanto se conserva frente a cada una de ellas la misma reserva, la misma discreción, la misma delicadeza. No se trata tanto de encontrar a toda costa «el enamorado» o «la enamorada», sino de procurar discernir, más allá de la atracción sexual, el alma y carácter de la persona, su educación, su vida moral, sus inquietudes intelectuales, sus gustos. Así, puede decirse, que respecto de estas amistades de la adolescencia la actitud a tener debe ser más a la defensiva que a la ofensiva. Pues hay siempre un juego, una especie de comedia que representan entre sí los jóvenes de uno y otro sexo que salen juntos. Solamente comparando y observando —dando antes unos pasos atrás—, a distintas personas, es como se pueden llegar a conocer los rasgos más originales de cada uno, su capacidad para amar de verdad, su abnegación, su inteligencia, su dominio propio, en definitiva, su alma cristiana. ¿De qué conversar? ¿De qué temas conviene conversar para conocerse? Puede interesar, sin duda, conversar sobre el clima, la política, los deportes, la moda de la próxima temporada, la música o el cine, pero estos diálogos poco aportan para conocerse en profundidad.

Lo que importa es conocer, no tanto los gustos, sino el alma. Si se habla de los acontecimientos del día, lo que importa es no tanto saber lo que ha pasado, sino cómo juzga cada uno estos acontecimientos. Si se habla de una película, lo que importa no es tanto hablar de su valor estético, sino de sus valores humanos y cristianos, de las resonancias 15

mundanas o cristianas que suscita en cada uno. Si se conversa sobre los libros que cada uno ha leído, lo que importa es conocer las impresiones que suscitan en cada uno de ellos, y no tanto el demostrar estar día de las obras recién publicadas. Lo que importa es el espíritu... Podrían multiplicarse los ejemplos. Lo importante, no es tanto que los jóvenes se encuentren de tal forma y no de tal otra, sino el espíritu que anima tales encuentros. Ese espíritu debe estar lleno de prudencia cristiana, de conversaciones serias y profundas, de verdadero interés por conocerse, por comparar las ideas de cada uno tiene con respecto a los fines del matrimonio, de la familia y de la profesión, tanto en el aspecto espiritual, como moral y práctico. Si está fuera su verdadera preocupación, no se dejarían llevar tan fácilmente por sus inclinaciones instintivas y emotivas, saliendo sólo con tal chico o tal chica porque nos atrae su figura. Pues lo que importa es saber por qué esa figura nos atrae tanto. ¡E importa determinar si ese «por qué» aporta una razón realmente valiosa para entablar una relación más íntima con vistas al matrimonio! ¡Sólo un examen de conciencia sincero y preciso puede ayudarnos a descubrir ese «por qué»!

Cuando las amistades sean lo suficientemente numerosas y se guarde la debida prudencia, poco a poco se irá iluminando el camino. Ayudándose de los padres, dándoles a conocer a éstos, los diferentes amigos, es como, sin que aún se trate de noviazgo, el joven o la joven va formando un juicio profundo y serio sobre cada persona. Cuando se ha pasado esta etapa, se puede ya sensatamente pensar en el matrimonio, pues el juicio crítico está bastante experimentado y la capacidad para elegir a la persona amada es más sólida y menos superficial. 16

Porque se ha sabido renunciar a establecer una relación exclusiva con una determinada persona, puede uno entonces descubrir otras personas, las cuales pueden a veces llegar a considerarse mucho más valiosas con vistas al matrimonio. Por esta razón, la búsqueda de la ternura, por sí misma, es un lazo peligroso. Sujeta prematuramente a la pareja durante dos, tres años... y los dos son incapaces de ver nada, de observar nada, de aprender nada, al mismo tiempo que son ¡demasiado jóvenes para casarse! Esos años de enamoramiento, de desbordamiento afectivo, sin ningún resultado positivo, son muy a menudo años perdidos, que impiden adquirir una saludable experiencia de la vida. Cuando uno se enamora en realidad no ve al otro en su totalidad, sino que el otro funciona como una pantalla donde el enamorado proyecta sus aspectos idealizados. La construcción del amor empieza cuando puedo ver al que tengo enfrente, cuando descubro al otro. Entonces puedo empezar a amar y no únicamente estar enamorado. Pasado ese momento inicial del enamoramiento comienzan a salir a la luz las peores partes de los dos que se tenían ocultas. Este proceso no es fácil, pero es una de las cosas más hermosas para poder amar en verdad, para poder amar con los ojos abiertos. El amor se afianza cuando puedo ver al otro sin querer cambiarlo.

El papel del noviazgo Dichas estas cosas, queda por determinar la diferencia que existe entre las relaciones de amistad y el noviazgo. Esa diferencia tiene muy a menudo tendencia a atenuarse, en la medida misma en que se olvida uno 17

de su sentido y alcance. Las amistades de la juventud tienen por misión propia la de enseñarnos a conocer, con miras a elegir. Por tanto, en tanto se observa, se busca, e incluso cuando se despierta una atracción muy viva por una determinada persona, mientras ninguna decisión haya sido tomada, queda uno libre para seguir contraponer y discernir las cualidades de cada uno. Puede resultar de esta atracción el noviazgo, naturalmente. Ese suele ser su desenlace. ¿Cuál es el papel del noviazgo?

El de enseñarnos a conocer al otro, con miras a amarle. Este conocimiento no es del mismo orden que el precedente. Una decisión está tomada, aún revocable, sin duda, pero ya suficiente para que de una y otra parte, exista el compromiso, la promesa de un probable matrimonio. ¿Cuál será, de este hecho, la actitud de los novios? ¿Será la de esperar, con más o menos impaciencia, el matrimonio, suprimiendo en lo posible los obstáculos que contribuyen a demorarlo, y sin otro móvil verdadero que el de satisfacer una pasión, por otra parte, natural, pero que la razón está llamada a gobernar? ¿O bien será la de aprovechar, más bien, esa especie de «noviciado» del amor para tratar de conocer al otro más y más profundamente? ¡Es muy natural que los jóvenes durante el noviazgo no piensen más que en amarse! Obrando así, se creen ellos completamente extraordinarios y únicos en su género... ¡lo que resulta es encantador por su ingenuidad! Pero es mejor utilizar el noviazgo para conocerse mejor, para entusiasmarse por compartir los mismos ideales, para confiarse incluso los propios defectos, ¡y comenzar a perdonarlos! No se puede esperar a estar casados para siempre, para sorprender al otro con este descubrimiento tan doloroso. 18

¡Cuánto más natural es que, durante el noviazgo, se tengan esta mutua confianza y se pidan ayuda mutua para tratar de perfeccionarse juntos bajo la mirada Dios!

DIALOGO SOBRE EL ARTE DE ELEGIR Así, las amistades entre un joven y una joven tienen por finalidad enseñarles a conocerse para escogerse bien. Y serán estos motivos de su elección, cuando sean maduros, razonables y sólidos, los que podrán determinar el noviazgo. Una objeción realista — ¡Eh! ¡Cómo! —se nos dirá con un poco de indignación—. ¡Oyéndole a usted se saca la impresión de que la elección de la esposa o esposo se determina como se determina la elección de un teléfono celular o de un computador! ¿Se da usted exacta cuenta? Tal frialdad, semejante flema, ¿son realistas? ¿Corresponden a ese ardor que dice usted mismo ser la característica propia de la juventud? ¿Olvida usted a quiénes se dirige? — ¡De ningún modo!... No veo ninguna contradicción entre la apreciación razonable de los motivos que uno tiene para casarse y el deseo de amor y felicidad que es la aspiración de todo corazón joven. —Pero cuando se ama no se puede ser tan razonable. La cabeza no puede permanecer fría cuando el corazón arde. ¡Hay que ser realista..., y usted apenas lo es! — ¿Entonces tú crees que basta con seguir las inclinaciones del corazón para decidirse a contraer matrimonio? —Y... ¿por qué no? ¡Si se está seguro de amar! —Y ¿cómo se puede estar seguro?... ¿Escuchando los latidos del propio corazón? ¿O examinando el grado de amor que puede uno sentir en su pecho? ¿O por las ansías que uno siente al esperar a la persona amada? — ¿Usted se está burlando de mí? — ¡Tal vez no! … ¡Todos están llamados a pasar por esa etapa! Pero, francamente, ¿son ésas señales suficientes para estar seguros de que se ama..., de que está uno dispuesto a todos los sacrificios por permanecer fiel a la persona amada? O bien: ¿no será preciso buscar algunas garantías suplementarias? 19

— ¿Qué garantías, por ejemplo? —Pues garantías que vengan de nuestra razón..., no solamente de nuestra sensibilidad...; garantías «objetivas», y no tan sólo «subjetivas». — ¡Aquí tenemos al filósofo! —Voy a explicarme. El sentimiento de amor que uno observa en sí mismo nos inclina a no querer otra prueba, porque ese sentimiento es agradable, y nuestro egoísmo nos ata sólidamente a lo que nos resulta agradable... Incluso somos llevados a rebelamos contra lo que —o los que — se arriesgan a estorbar, con sus consejos, esas satisfacciones sentimentales. Pero el hecho de que una persona suscite en nosotros tales satisfacciones, ¿es prueba definitiva de que debemos contraer matrimonio con ella?

— ¿No es, acaso, la prueba de que la amamos? ¡Eso es el amor! — ¡Ah! … — ¿No lo cree usted? — ¡Francamente!.... ¡No! — ¿Por qué? —Pues porque se puede amar así sucesivamente a decenas... ¡a centenares de personas! ¡Pensemos en los Don Juanes!... Basta con no desagradarse mutuamente, con verse a menudo, con soñar regularmente juntos y... ¡ya ardió el corazoncito: se ama! Y luego, siguiendo el mismo razonamiento, en cuanto se tiene la prueba de que es uno correspondido a su vez, el orgullo queda satisfecho..., se vuelven los ojos hacia otra parte..., se fija uno en otra persona atractiva... ¡Se acabó el amor con la anterior: ya no se ama más! ¿Eso es el amor? — ¡Evidentemente!... ¡No es más que eso! 20

—Sí... ¡Hay otra cosa! Y es por esa razón que sería imprudente casarse simplemente sobre la fe de una tierna emoción, incluso fuerte y duradera. Un «test» muy práctico —Pero, entonces, ¿qué es lo que puede determinar el matrimonio? —Entre todos los que, o todas las que, pudiera uno amar así, posibles candidatos al matrimonio, hay que hacer una selección, pensando que no es en primer lugar un esposo lo que se escoge, sino que en primer lugar es un padre o una madre lo que uno está eligiendo para sus futuros hijos. —Pero no; ¡eso no es lo primero!... ¡Los hijos vendrán después!... En primer lugar, es por mí mismo que yo me caso... Y si soy feliz..., ¡mis hijos lo serán también! — ¡Ay!... ¡Tú complicas mi tarea!... Compréndeme bien... Cuando uno no está casado no ve el matrimonio como cuando se está casado. La idea que uno se forma del matrimonio antes de casarse es una idea demasiado simple... Los deseos vienen a empañar la imaginación..., ¡y se descuida el pensar en la vida real y concreta! El matrimonio no aporta solamente lo que se espera de él... ¡Aporta también todo lo que no se espera! No piensas, tal vez, más que en lo que hay de afectivo en el matrimonio... ¡Hay que pensar también en sus exigencias, en cuanto a molestias, preocupaciones, renuncias afectivas!...

— ¡Claro está!... ¡Y entonces! —Entonces... no hay que olvidar que el efecto propio..., sería más exacto decir que el fin propio de la unión conyugal, no es sólo unir a los esposos sino dar vida..., y que, por consiguiente..., escoger una mujer, o un marido, es en ese mismo momento, por el hecho mismo, escoger una 21

madre o un padre para los hijos... Y, como los hijos son uno de los dos fines principales al cual tiende la unión conyugal..., la primera cosa en la que hay que pensar cuando se quiere escoger un compañero o una compañera para toda la vida…, es que él será el padre o ella la madre de los hijos. — ¡Ya veo! Pero ¿impide eso estar enamorado del que ha elegido por esposo o esposa? —No…, pero ¡no basta estar enamorado para que la elección esté garantizada! —Pero no se enamora uno sino porque uno se siente atraído por la persona amada, porque nos parece deseable... ¿Por qué nuestros sentimientos nos habrían de engañar? —Me entran ganas de preguntarte, más bien: ¿por qué nuestros sentimientos no nos habrían de engañar? —Pero... ¡eso se siente! — ¡No! Lo que se siente es una emoción en el interior de sí mismo. Pero no se siente si el otro tiene las cualidades deseadas, espirituales, morales, interiores, para conducir a buen término, entre dos, la formidable empresa del matrimonio. Y por eso te he dicho que hacen falta otras garantías, garantías objetivas, garantías que vengan ¡no de la sensibilidad, sino de la razón! — ¡Oh! ¡Ya veo dónde quiere venir a parar! Pero, explíqueme, pues, ¿por qué me es tan desagradable seguirle a usted y aceptar su punto de vista? La ceguera del amor romántico — ¿No es, acaso, porque nosotros somos todos víctimas del romanticismo que nos impregna tan profundamente? Hemos hecho del amor un dios, una omnipotencia, una providencia, una realidad inteligente, que puede conducirnos porque sabe mucho más que nosotros... ¡Quimera locura! Los griegos eran mucho más perspicaces al representarnos a Cupido, dios del amor pagano, con una venda sobre los ojos, un arco en una mano y una flecha en la otra. —Entonces, según usted, es necesario que el amor no sea tan sólo sentimiento, sino que sea también razonable... ¿Y usted cree posible que puede ser lo uno y otro al mismo tiempo? 22

—Yo voy más lejos: yo digo que un sentimiento que nace y que se desarrolla sin estar sometido a la razón, no resiste el tiempo; muere como ha nacido. Al contrario, un amor fundado sobre la razón, tiene todas las probabilidades de durar —a condición, evidentemente, que la razón esté, ella misma, alumbrada, y la voluntad consolidada por la gracia—, pues si nuestra razón no está alumbrada, poseída por Dios, inevitablemente será la sirvienta de nuestros instintos y de nuestro egoísmo, y siempre encontrará pretextos.

—Aceptemos, pues, su punto de vista. Si el amor debe ser así «razonable»..., sin dejar de ser apasionado, naturalmente..., ¿qué hacer para discernir bien mi elección? Supongamos que ¡mi corazón se incline hacia un lado... y mi razón hacia el otro! ¿Cómo poder conciliar ambas cosas? —Inventas una hipótesis demasiado radical..., y que supone para salir de ella sacrificios tanto más dolorosos cuanto más graves hayan sido las imprudencias que motivaron tal situación. Si el corazón está ya «preso», en tanto la razón lo desaprueba, es que, interiormente, uno no es lógico consigo mismo. La única solución, entonces —si uno está seguro que el corazón está equivocado—, es pedir a Dios la fuerza para mortificarlo, evitando los encuentros, y apartando los pensamientos, por la gracia, hacia otros objetos. — ¡Usted se despacha a su gusto! —No...; simplemente no olvido que el matrimonio no nos compromete tan sólo para el viaje de novios..., sino para toda la vida... Si lo permites, escojamos otra hipótesis menos radical... Al azar de las relaciones, yendo de una a otra persona, uno se ve llevado a formar juicios... Esos juicios pueden, si son verdaderamente objetivos, bien sea inclinar tu corazón favorablemente, bien sea, por el contrario, dejarlo insensible. 23

—-Pero, ¿no ha dicho usted que en las relaciones convenía permanecer interiormente a la defensiva? — ¡Precisamente! ¡Es indispensable si se quiere que las inclinaciones espontáneas de nuestro corazón, que siguen a nuestros juicios, no conquisten prematuramente la adhesión de nuestra voluntad! Puede uno sentir en sí mismo crecer la estima hacia esa persona, sin decidirse por ello todavía interiormente a comprometerse con ella. Es entonces cuando hay que redoblar la prudencia. Nuestras inclinaciones son indicaciones. Tomémoslas como tales. No tomemos decisiones más que sobre bases de juicio suficientes. —Pero usted habla siempre de «conocer» y de conocer «bien». ¿Qué hay que conocer, pues, en un muchacho o en una muchacha, cuando se trata, tarde o temprano, de escoger?

¿Cómo conocer al otro? El mejor medio es, creo yo, en tanto observamos cómo vive, habla y obra ese muchacho o muchacha, discernir si tiene las cualidades del padre que querríamos para nuestros hijos, o de la madre que querríamos para ellos. Pues, en definitiva, eso es lo que tú vas a darles —a ellos, que aún no existen— en el momento de su matrimonio. — ¿Y cuáles son las cualidades de un padre o de una madre de familia? ¿Aparecen ya en un muchacho o muchacha que apenas tienen la edad para casarse? —Hay que ver el conjunto de lo que constituye y encuadra a la persona, las influencias a que ha estado sometida, lo que en su temperamento es estable, y no cambiará ya, o poco, y también lo que en su carácter puede cambiar... ¡para bien o para mal!... En fin; ¡despejar las líneas de fuerza! ¡Ver adónde conducen!... ¡Hacia arriba o hacia abajo! 24

— ¡Va, usted demasiado aprisa! Ha enumerado usted varios puntos. El primero era, creo yo, las influencias a las que se ha visto sometida... Los orígenes y el ambiente social —Eso es. Para conocer a una persona, preciso es saber de dónde viene. No es suficiente, obsérvalo bien, pero es necesario. Más vale pensar de antemano en el tipo de familia en que se ha formado, para luego no tener sorpresas. ... Está también la social, la situación económica de la familia. Hay familias de renombre o de fortuna bien saneada. Y se olvida uno de mirar si a los padres y al joven mismo, no se les ha trastornado la cabeza con ese nombre o esa fortuna. — ¿Es que hay que casarse necesariamente con alguien del mismo ambiente social? —No se puede dar una contestación categórica. En general, parece bien que sea esa la mejor fórmula; pues de otro modo, hay más riesgos de choque entre las familias, entre las formas de pensar o de obrar de los esposos... No obstante, no es una regla absoluta. En todo eso, es preciso una gran prudencia y escuchar los consejos de quienes tienen más experiencia. — ¿Y el nivel de estudios realizados: universitario, secundaria…? ¿Debe ser el mismo para los dos esposos? —Ahí también se trata de casos particulares. Lo que importa es que haya una justa proporción de cultura entre ellos. No es necesario que una mujer comprenda todo lo que su marido hace. De otro modo, las futuras esposas de ingenieros se verían precisadas a estudiar matemáticas hasta el cálculo integral..., lo que no es indispensable para hacer a un hombre feliz y educar bien a los hijos. Debe haber una justa proporción de cultura entre una mujer y su esposo. ¡Y por cultura no se entiende que hayan acabado o no una carrera universitaria! El temperamento y el carácter — ¿Discutimos su segundo punto? — ¡Vamos allá!... Después de haber examinado las influencias de la familia y del ambiente social, fijémonos en la persona. 25

En esa persona se puede observar su temperamento, su constitución física, su salud, las aptitudes resultantes, los talentos naturales, la vocación que esos talentos pueden implicar; en fin, todo lo que es dado y que normalmente no cambiará. Y, por otra parte, se puede observar también el carácter, la formación moral, los modos de pensar, los juicios, los gustos..., todas las cosas que, bajo diversas influencias, pueden evolucionar y perfeccionarse. —Y en su opinión, ¿cuál es lo más importante? —Pues, las dos cosas. Aquí, una vez más, no hay que oponer, sino componer. El problema consiste en saber si ese temperamento dado, ese carácter en formación, son, en efecto, lo que podemos desear para poder constituir una familia. Es preciso preguntarse si la alianza que vamos a establecer va a ser sólida y estable. No hay que temer en esto pedir el consejo de una persona que imparcial, de juicio recto y que nos ame. Ese es el papel precisamente de los padres, y que tan bien desempeñan cuando existe verdadero afecto y confianza con sus hijos. —Y en conclusión, ¿qué lo que le parece más importante comprobar en el futuro cónyuge? —Dos cosas: la generosidad y el equilibrio. — ¡Qué rara vez van juntas!

La generosidad —La generosidad es la mejor respuesta que puede darse a la llamada del amor. ¡No se forman matrimonios felices con egoístas, mezquinos o con personas replegadas en sí mismas, con seres que sólo aspiran vivir bien y a una vida cómoda! Es sobre la generosidad dónde puede crecer el amor. Lo que importa, en esta gran empresa del matrimonio, es menos la 26

forma de la nariz, la belleza de los ojos o la elegancia de la silueta; es menos el dinero, el auto o el ambiente social, que la calidad del corazón..., no tanto la calidad afectiva..., sino la capacidad de entrega y de abnegación de sí mismo. Casarse con alguien que no está entrenado a sacrificarse por los demás..., ¿no crees que es una grave imprudencia? —Tal vez... Pero... Para encontrar al joven o a la joven que describe, es preciso que uno sea también generoso, abnegado, sacrificado, olvidado de sí mismo, para no dejarse engañar por las apariencias… — ¡Así es! —Creo que tiene usted razón... ¿Y el equilibrio? Ha dicho usted que había que comprobar el equilibrio de la persona.

El equilibrio —Sí…; pues hoy el diablo hace a menudo creer a la gente generosa que no necesita ser equilibrada, y entonces la gente generosa causa miedo a los demás. Del mismo modo, persuade a la gente equilibrada que los excesos de la generosidad pueden llegar a comprometer o a destruir su equilibrio. Ahora bien; la vida no puede pasarse sin lo uno ni lo otro. Piensa, si quieres tener la prueba, en las mujeres de generaciones pasadas —también existen hoy día— que educaban a cuatro, seis y hasta diez hijos. Ellas no rehusaban nada a Dios. No vivían más que para sus esposos y para sus hijos. Y tenían más juicio y más voluntad que algunas de nuestras jóvenes de hoy. En ellas, como es normal, la generosidad había afianzado el equilibrio. —Pero, ¿qué es, pues, ese equilibrio? —Supone, en primer lugar, la humildad: que cada fracaso sea para nosotros una lección; cada consejo, una indicación; al mismo tiempo, que 27

nuestro empeño sea el de desear hacer en todas las cosas la voluntad divina... Y la humildad acrecienta la sensatez. (Ya habrás observado que cuanto más orgulloso es el hombre, menos sensato es). ¡Cuando se pone en su verdadero lugar bajo la mirada de Dios se puede enjuiciar mejor a las personas, los acontecimientos, las circunstancias!...

— ¿Sabe usted en lo que estoy pensando? —No. —Pues, que si se le escuchara a usted... ¡no se casaría uno nunca! —Y ¿por qué? —Porque ese ideal es muy bello..., pero ¡pocos lo viven! —Veamos. ¿Quieres tú ser feliz?... ¿Ser feliz de verdad? —Sí. Un medio eficaz. Entonces... ¡Tienes que ser consecuente! ¡No hay más que un medio! Pide a la Virgen María que te haga crecer en ti la gracia divina; sé fiel a la llamada del amor de Cristo; procura desarrollar, con el auxilio de los sacramentos, una verdadera humildad de pensamiento y de corazón, ser generoso y equilibrado... La Providencia te pondrá en contacto con el ser querido..., ¡quien habrá comenzado a hacer otro tanto!... De esta forma, en el día de la boda, vuestros corazones irradiarán felicidad, porque esteréis dispuestos a sacrificaros el uno por el otro, a profundizar juntos durante toda una vida el misterio del amor, a renunciar a vuestros egoísmos, no sólo para dar la vida a vuestros hijos, sino para educarles íntegramente, como verdaderos cristianos en el amor de Dios. Porque en definitiva, los hijos son para ofrecérselos a Dios, quien nos los ha dado. 28

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Capítulo II LA ALEGRÍA DE UNIRSE Ellos se han comprometido. Ante ellos, ahora, está el Amor, que es camino de la Unidad. El gesto más espontáneo tal vez del amor, ¿no es el de dos brazos que se abrazan? Así, la madre que coge a su hijo; así, los esposos que expresan por este gesto de ternura su compromiso; así, los abrazos al momento de despedirse, están señalando corporalmente que no forman más que uno. ¡El amor, camino de la unidad!

La unidad es también acuerdo de voluntades: ¿Qué mayor alegría para un padre de familia saber que sus hijos confían en él, que son dóciles a sus consejos y correcciones? Y si alzamos aún más alto nuestras miradas, hasta Jesucristo, Dios hecho hombre, ¿cuál es el testamento que nos deja? Un testamento de amor y de unidad. Pero no ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has envido. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí (Juan 17,20-23). 30

¡El amor, camino de la unidad! Mírese de todos lados, siempre se encontrará esta aspiración universal. Incluso después de tantas divisiones, tantas separaciones, tantas rupturas dolorosas, siempre queda la nostalgia de la unidad no alcanzada. LOS HIJOS, PRINCIPIO DE UNIDAD Ante esta perspectiva de la ascensión de todos los hombres hacia la cima divina de la Unidad perfecta es cómo hay que considerar al matrimonio. Demasiado a menudo, se limita uno a enumerar todas las faltas por evitar, y que hieren o matan el amor. Sin embargo, no es así como nosotros debemos orientar nuestra meditación sobre el matrimonio. Hay que considerarlo en una perspectiva mucho más amplia y exigente. Pues ¡todo lo que es verdaderamente bello, verdaderamente grande, es exigente! De otro modo... ¡no se querría! Examinemos, pues, las cosas objetivamente. Nuestros novios han triunfado de las emboscadas que preceden siempre al matrimonio. Ahí les tenéis unidos de por vida, después de haberse prometido libre y alegremente amarse para el resto de sus días. ¿Adónde conduce el amor? ¿Hacia dónde van ellos a dirigirse ahora? ¿Qué sentido van ellos a dar a su vida en común? ¿Se plantearán siquiera la cuestión? ¿Hablarán de ella juntos? ¡Hay tantos que no lo hacen! Que sufren y buscan en las distracciones artificiales, en evasiones de todas clases, un calmante para el vacío que sienten interiormente... Miremos las cosas con valentía, porque, en verdad, se precisa valor. Pues bajo la influencia del clima materialista de la sociedad contemporánea, demasiados jóvenes casados viven una vida que es un contrasentido a los fines de matrimonio. ¿Conduce el amor a la felicidad? Hagan la pregunta a una pareja al azar: — ¿Por qué se casan ustedes? Contestan un tanto sorprendidos ante tal pregunta: 31

—Pues... porque nos queremos. Precisemos más nuestra pregunta: — ¡Naturalmente! Lo creo. Pero, admitiendo que ustedes se aman y que por esa causa quieren casarse, ¿cuál es el fin, el propósito que ustedes persiguen al casarse? Y para el noventa y cinco veces de ciento, la respuesta será: —Nuestro propósito... está claro, que ¡ser felices! ¿Qué otra finalidad podríamos desear? — ¡Evidentemente! Era de esperar. Pero si vuestro propósito es ser felices, pobrecitos de vosotros..., ¡no lo serán jamás! — ¿Qué está usted tratando de decirnos?... ¿Qué es la felicidad? —Reflexionemos un poco. Ser felices, ¿qué quiere decir? —Ser felices, es amarse... ¡Eso es todo!

Sigamos el razonamiento. Nosotros nos casamos para ser felices. Se es feliz cuando se ama. Luego nos casamos para amarnos. ¡Y seremos felices porque nos amaremos! ¡Y ya está! ¡Es así se simple! La falta de realismo salta a la vista: en todo esto nadie se pregunta por las dificultades de toda clase que llenan la vida del matrimonio. Siempre es el mismo postulado: «¡Nosotros nos amamos! ¿Qué nos puede pasar?»

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En qué consiste el amor en realidad «¡Se es feliz cuando se ama!» ¿Pero qué es el amor realmente? ¿Realmente se aman? ¿Qué es lo que esto quiere decir realmente? Hay una gran diferencia entre el amor y el estar enamorado. El enamoramiento es un sentimiento, una atracción hacia una persona determinada del otro sexo. Y es algo involuntario. Un día, al ver una chica, te enamoraste, y no sabías exactamente por qué. Este sentimiento puede durar un tiempo y puede también desaparecer.

El amor es algo distinto. Es un acto de la voluntad. Yo me decido a amar a una persona. Y amar es buscar el verdadero bien de la otra persona. No es un sentimiento. El enamoramiento es el primer paso, pero no es todavía amor. Este sentimiento, no cabe duda, que me ayuda para decidirme a comprometerme, a amar a la otra persona, a decidirme a formar con ella una familia y compartir el resto nuestras vidas. Pero el sentimiento puede pasar, porque no depende totalmente de mí, mas el amor, no, porque depende totalmente de mí, de ser fiel al compromiso que hice un día de amar a esa persona de la que me enamoré. ¿Qué es entonces el amor? Comprometerse a buscar el bien verdadero de la otra persona. No es un sentimiento. El enamoramiento es un sentimiento encantador, pero egoísta; se fundamenta en el atractivo físico o visual sobre todo. El verdadero amor es generoso, y no se apoya en lo que vemos, sino en lo que somos o pretendemos ser. Entonces, ¿adónde conduce el amor en un matrimonio? Pero seamos realistas. Veamos las cosas como son y como Dios las ha hecho. 33

El amor entre los esposos conduce a la vida. Es la consecuencia natural del acto sexual.

Y no hay por qué disimular este realismo sano que da todo su sentido al amor esponsal. Está orientado hacia el nacimiento de ese ser humano que se desarrolla en el cuerpo de la mujer, porque Dios la ha moldeado hasta en la forma de sus huesos para ello, como una cuna perfecta. Es lo que prometen los novios al casarse… dar vida a un ser humano, educarle en la vida cristiana. Es lo que la Iglesia bendice. ¿Entonces?... Si uno se casa para engendrar vida... ¿por qué decir solamente que uno se casa «para ser feliz»... como si esa expresión vaga fuera más bella que la realidad? ¿No será que, más o menos conscientemente, de que ya no desean dar vida, ya no se alegran de poder concebir una vida humana? ¿No será que el mundo nos sugiere que las satisfacciones sensuales son un fin en sí mismas, como si fuese el fin del matrimonio, y que sentimos vergüenza de confesar que las deseamos como tales... y que no deseamos del matrimonio, de hecho, más que por el placer que aporta el acto sexual, y no por las fatigas y las responsabilidades que implica tener un hijo? ¿No será que asumimos —claro está, sin formularlo explícitamente — que el fin de la sexualidad es para satisfacer nuestras ansías de placer, que la mujer es en la práctica y, ante todo, un instrumento de placer? Pero nos equivocamos totalmente. Buscamos la felicidad en el placer, y allí nunca la podremos encontrar. Porque el placer es algo efímero, que dura tan solo unos segundos o minutos, que tiene su función, pero no es el fin de nuestra vida. La felicidad es algo mucho más profundo y duradero; es el gozo que brota del amar de verdad, de buscar el bien del otro y no de mí mismo. 34

Lo que hiere el amor es el deseo de amar incompletamente Porque no es el deseo de amar, y de amar completamente, lo que no se atreve uno a confesar; es el deseo de amar incompletamente. No es el deseo de perseguir los dos fines del matrimonio —unitivo y procreativo—, del que uno se avergüenza; es el fingir que se persigue esos fines, cuando en realidad no se quieren, por lo menos uno de ellos. Ahí es donde reside el verdadero problema de muchos jóvenes, muchachos y muchachas. A ellos les avergüenza confesarlo abiertamente, pero de alguna se avergüenzan del egoísmo que significa un amor estéril, un amor sin fecundidad. Situación que no puede dar felicidad, donde el alma se asfixia, donde la vida moral desfallece miserablemente. ¿Qué hacer para salir de ahí? No existe más que una salida, y es la salida hacia la libertad interior, hacia la luz y, al mismo tiempo, hacia la verdadera libertad. ¿Qué hacer para amar? Hay que vivir según el plan de Dios. 35

Hay que querer amar, no por la satisfacción que nos proporciona, sino para responder al plan universal de Dios. El plan universal de Dios, es la gloria de Dios. A nuestros primeros padres, Dios les dio esta orden: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Génesis 1,28). Porque la gloria de Dios —que es el Amor— reclama adoradores, adoradores en espíritu y en verdad. La gloria de Dios-Amor pide almas de amor. Los fines del matrimonio Los fines esenciales o principales del matrimonio son: - la procreación y educación de los hijos (fin procreativo), y - unir a los esposos en el amor (fin unitivo) Los dos fines son esenciales.

Si el fin fuese sólo el amor (y éste reducido a pura sensibilidad o afectividad), podría justificarse en ese caso, por ejemplo: 36

- el adulterio o el divorcio, siempre que un hombre sea infiel a su propia esposa por amor a otra; - el concubinato, siempre que sea por amor; Si sólo prima el amor, pierde el matrimonio aquello que lo constituye y distingue singularmente de todo otro tipo de sociedad. Si sólo prima el amor, y no la procreación y educación de los hijos, se despoja el matrimonio del carácter privilegiado que tiene como anterior y superior a toda otra sociedad, incluso el Estado, tal como lo reconoce la misma ley natural. Si sólo prima el amor, ¿en qué se diferencia el matrimonio de la simple sociedad amical, o de las sociedades filantrópicas? Si sólo prima el amor entre los esposos, ¿por qué tendrían tanto que afanarse tanto por la educación de los hijos, y no liberarse de algo tan engorroso? Los dos fines principales del matrimonio no se excluyen sino que son complementarios. Y ésta es una realidad tan inscrita en la naturaleza misma del matrimonio y explícita en la Ley de Dios, que Santo Tomás de Aquino enseña: "No se ha de tener por pecado leve procurar la emisión seminal sin debido fin de generación y de crianza. Después del pecado de homicidio, que destruye la naturaleza humana ya formada, tal género de pecado parece seguirle por impedir la generación de ella" (Santo Tomás de Aquino, Suma Contra Gentiles, III, 122, BAC, t. II, p. 468). Tampoco se puede considerar a la procreación como el único fin esencial del matrimonio, pues se seguirían las siguientes deplorables consecuencias: - podrían disolverse los matrimonios que no pudieran tener hijos; - podrían separarse los matrimonios con hijos mayores, cuando, por la edad, ya no pudieran tener más; - podría justificarse la inseminación artificial: " tanto entre casados, no casados, como entre una mujer casada y un varón que no sea su marido. - podría aceptarse la fecundación in vitro, que daría los llamados "hijos de probeta"; - y se aceptaría como una bendición la proliferación de los bancos de semen, donde se registran las características del donante (color de ojos, 37

cabello, estatura, grupo sanguíneo, etc.), para que el esperma sea elegido en función del aspecto físico del marido y de la mujer por inseminar, asegurándosele, por otra parte, al donante, que su anonimato será escrupulosamente respetado. El amor no «toma», sino «da» El matrimonio, instituido por Dios en el orden natural, elevado por Cristo a la dignidad de sacramento, tiene como uno de sus fines esenciales la procreación, la conservación y la educación de esos pequeños, «cuyos ángeles, ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre» (Mat. 18,10). ¿No pide y manda el Señor a los esposos de todos los siglos: «¡Dejad que los niños vengan a mí!»? (Mat. 19,14). ¡Dejadles nacer!... ¡Dejadles conocerme!... ¡Enseñadles a amarme! ¡Qué verdadero resulta todo, entonces, en el amor humano! ¡Y qué lejos estamos de ese «sexo seguro», que despreciando la voluntad de Dios, se aparta de su vocación: dar hijos al mundo para El!... Así, es la naturaleza misma, según el orden querido por el Creador, la que inclina al matrimonio.

Y para «dar», hay que renunciar a lo que se da Si queremos dar la vida, hijos al mundo, cuidarlos y educarlos, es preciso, en cierto modo, renunciar a la nuestra. Para conseguirlo, si queremos vivir de acuerdo con nuestra dignidad de personas y, más aún, de cristianos, es indispensable que en nosotros la concupiscencia –la inclinación desordenada que tenemos por el placer— sea mortificada. Esta mortificación es indispensable para poder amar de verdad en el matrimonio (en esto consiste la castidad, amar de verdad), y hacer que todas las inclinaciones instintivas permanezcan siempre sometidas a nuestra voluntad, a nuestra razón. 38

Y ¿dónde encontraremos la energía espiritual para dominar nuestra concupiscencia, sino en la práctica confiada de la oración y de los sacramentos? ¿No ha sido instituida la Eucaristía para darnos la fortaleza sobrenatural que procede de la vida íntima de Dios? ¿No ha sido creada la absolución para devolver la salud a nuestra alma? Aquí hay una armonía perfecta: una verdadera filosofía del amor, un uso razonable del matrimonio y una auténtica vida cristiana.

Los hijos, principio de unidad del matrimonio. Nuestra naturaleza misma nos inclina hacia el matrimonio. Casarse y dar la vida, es todo uno: ¡es la alegría indecible que sienten los padres al saber que Dios les ha concedido un hijo! ¡Qué ciegos son los esposos que reducen su amor a amarse a sí mismos! ¡No piensan en esa otra alegría tan profunda, tan dulce, que proporciona la llegada de un nuevo hijo! Mirad a esa joven mamá con el bebé en sus brazos. ¡Con qué dulzura lo abraza! ¡Y su esposo a su lado no comprende nada! Está un poco avergonzado de su emoción. ¡Creía que sabía todo en la vida, que había previsto todo! ¡No! No sabía aún lo que eso significaba ser padre. Cuando, al nacer, una enfermera vino a depositar el niño en sus brazos, ¡entró él en un mundo nuevo, desconocido!

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¡Ya está! Son dos en una sola carne. Un pequeño bebé los une. Unión indisoluble de los esposos, es este niño, que será pronto bautizado, nacido como ellos para la vida eterna, para el Amor, ¡Qué pequeño es! ¡Con sus pequeños piececitos... con sus manitas... con sus deditos, con su linda carita! — ¡Esto que ves, es de nosotros! Ese nuevo pequeño ser que nosotros hemos soñado juntos y que acaba de nacer hace que nosotros, siendo tres, no seamos más que UNO. «…Que sean uno, como nosotros somos uno; ellos y tú en mí, a fin de que su unidad sea perfecta.» La misma vida divina fluye en estas tres vidas humanas. La misma vida del Hijo de Dios une más íntimamente que la naturaleza misma a esta familia de bautizados. ¿Y ahora? Confiados, hacia el porvenir Han de venir cuidados, preocupaciones, dificultades... ¡No va a ser cómodo! ¡Pero qué importa eso! ¿O somos unos jóvenes cristianos auténticos o somos unos replegados egoístas encubiertos, aprisionados en la cárcel del bienestar, de las pequeñas comodidades, de los pequeños placeres? ¿Seremos como esos tremendos egoístas que prefieren sus buenas comidas, sus bailes, su cine, sus fiestas, unas buenas vacaciones, antes que dar la vida a un hijo? ¿Seremos esos crasos egoístas que prefieren el auto, las joyas, el lujo, la vida cómoda, a dar la vida a un hijo? 40

¿Qué es «dar la vida»? La vida, pensémoslo bien, es la causa de nuestra existencia. Si nuestros padres no hubiesen tenido la generosidad de desearnos, no existiríamos. Dar algo a alguien... dar un regalo a la mujer o un juguete a un niño, ¡ya es algo! Dar pan a un hambriento, dar un vestido a un andrajoso, un albergue a un vagabundo, ¡es aún mucho más! Pero, ¡dar la vida! Dejar a Dios crear a través nuestro: he ahí lo que depende a veces de nuestra sola voluntad de esposos. ¿Hemos pensado bien en ello? ¿Es verdaderamente ese poder increíble, este amor de donación tan excelso lo que algunos intentan desviar de su fin? ¿Es posible tal inconsciencia? ¿Puede semejante egoísmo asentar en dos jóvenes, cuya misma pasión instintiva refleja la orden explícita del Creador: Multiplicaos? ¿Nuestros muchachos y muchachas dirán aún que no se casan más que «para ser felices»?

¿Llamarán aún felicidad a la búsqueda egoísta del placer? ¿Es tal felicidad la que constituye verdaderamente la unidad de su matrimonio? No. La unidad de su matrimonio es haberse escogido, irrevocablemente, para amarse, a fin de que su amor produzca sus frutos naturales: los hijos, los cuales, sin el deseo de los esposos no habrían sido llamados a la vida. Si ellos tienen ese claro objetivo, ¡qué fácil les será ser felices! Nadie ni nada les podrá quitar su alegría. Las dificultades vendrán, ¡lo hemos dicho una y otra vez!... Pero se pondrán de acuerdo para vencerlas, para superarlas, con la ayuda de Dios. Después de todo... ¿por qué no? 41

Es fácil. Basta con convertirse, renovarse interiormente, con estar dispuestos a morir a sí mismos, a la renuncia de sí mismos para llegar a la resurrección. En vez de casarnos para «nuestra» felicidad, lo que inmediatamente falsea el sentido mismo del matrimonio, vamos, desde lo más profundo de nuestra intención, a decidir casarnos para realizar, en su plenitud, el plan divino. He ahí la raíz espiritual de nuestro matrimonio, el principio de nuestra unidad conyugal, el fin primario de nuestro amor. Tal es el pensamiento de Dios. No reduce nada, no destruye nada. ¡Al contrario! Ensancha todo. Cumple todo. Una vez más, nuestro matrimonio no transcurrirá en una morada bien cerrada con llave, resguardada de los vientos, sustraída a la tempestad, ¡un pequeño matrimonio de dos cuerpos sin alma, voluntariamente estéril y disolvente! En el fondo todo consiste en renovarse «no según la mentalidad de este mundo, sino según Dios. No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Renunciar a uno mismo, para vivir según Dios. La conversión es un proceso de vida, que requiere una continua aceptación libre del cristiano. Compañeros de eternidad... Nuestro matrimonio será una carrera hacia Dios arrostrando tempestades... pero con el corazón desbordante de una alegría increíble: la alegría de recibir de Dios su vida íntima, la alegría de amarnos en su amor, ¡la alegría de transmitir la vida a unos hijos, de hacerles hijos de Dios por el bautismo, de ayudarles a crecer en naturaleza, en sabiduría y en gracia!

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Arrostrando la tempestad, pues haciendo la voluntad del Padre, nosotros tenemos las promesas del Hijo. Promesas tan alentadoras como seguras, porque proceden de su Corazón, a las familias que se consagran a ÉL. Él bien conoce lo que es la tempestad; con una sola palabra podría calmarla. Tan sólo lo hace en el último momento, cuando ve que sus discípulos llegan a perder la cabeza. Sus discípulos, hoy, ¿no son también los esposos en esa gran singladura que es formar una familia? El continúa velando sobre sus discípulos, aunque parezca que está dormido. Pero nosotros, ¿tenemos fe en Él? ¡El Pastor vela por sus ovejas! Acordémonos de su promesa de Resucitado: «Yo estaré con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo…».

Y si hay que aceptar una cruz... ya sea la de nuestro egoísmo con todas sus consecuencias... o bien, la cruz de su Amor, que Él nos ayuda a llevar, y que está unida a la Resurrección... ¿Por qué no escoger la segunda? 43

No es tan pesada, basta con que tengamos confianza y gustemos de la alegría del Salmo: «Tu esposa será como parra fecunda en el interior de tu casa. Tus hijos como renuevos de olivo en torno a tu mesa. Así será bendecido el hombre que teme al Señor» (Salmo 128,3-4). LA FIDELIDAD, ESCUDO DEL AMOR Los esposos, según se dice, están unidos por los lazos del matrimonio. Profundicemos en el significado de esta frase. ¿UNIDOS POR LOS LAZOS? ¿Qué son, pues, los lazos? ¿Cuerdas de trenza apretada, con las cuales se ata a los prisioneros a fin de impedirles que huyan? ¿Tiene el matrimonio alguna relación con el triste destino de dos presos forzados y encadenados uno al otro? El problema es de importancia. Tanto más, cuanto que la expresión que acabamos de citar no es única en su género. ¿No se habla también del amor conyugal, de la vida conyugal? Esto es aún más inquietante. La palabra «conyugal» se forma a partir de la palabra latina que designa el yugo, esa pieza de madera que se fija sólidamente sobre la cabeza de los bueyes, para amarrarles por parejas... ¡Y la palabra «yugo» se ha hecho sinónima por excelencia de la imposición injusta, de la tiranía insoportable! ... ¿Es el matrimonio una imposición? ¿Por qué, pues, arrojar un velo de tristeza sobre el matrimonio, con estas imágenes que parecen hechas para suscitar la rebelión? ¿Por qué, pues, insistir tanto sobre aspectos que lejos de facilitar el amor, parecen formulados como para suscitar sospechas? Puede uno hacerse la pregunta. Tanto más, cuanto que sabemos que los lazos del matrimonio son indisolubles y por tanto, hay menos esperanzas aún para los esposos de romper tales lazos, que para el forzado de obtener su indulto. ¿No existirá, más allá de las palabras, un significado más profundo, y del que hayamos perdido el sentido? ¿No habrá, incluso, más allá de las ideas, un secreto verdadero, y que sólo pueden penetrar aquéllos que han comenzado a descubrir que el amor es un misterio... cosa que no siempre se sospecha? 44

Porque, en fin, hay que ser lógicos. Si el amor es el camino de la unidad, luego los que se casan quieren permanecer unidos. Ahora bien: el signo mismo de la unidad es el LAZO. La prueba es que, volviendo sobre una comparación ya utilizada, la unidad que quieren significar los que se abrazan, la expresan estrechando sus brazos, apretados, para retener, como por la fuerza a la persona amada.

Así, pues, el voto espontáneo del amor es «atar» al otro. Pero no es solamente eso. Es también «atarse» al otro. Luego el matrimonio no es una imposición... sino que es una «adhesión». Aquí, también, el lenguaje es elocuente. De aquellos que comienzan a amarse, ¿no se dice que se están ligando? Y cuando dos esposos se aman mucho, ¿no se dice que están apasionadamente ligados el uno al otro? Pero este apego no es físico más que en su expresión corporal. En su origen, en su inspiración, es espiritual. La unidad del amor es la unidad de dos almas que comulgan en la misma Verdad, la unión de dos voluntades fundidas en el mismo deseo ardiente del Bien. Por tanto, la unión de las voluntades, esa unión intima, permanente, indisoluble, es el voto mismo del amor. Los que se aman quieren espontáneamente, con un deseo profundo, unirse («atarse») uno al otro, y como si no estuvieran seguros de sí mismos, estar ligados uno al otro, en lazo que el anillo de los esposos simboliza sensiblemente durante toda su vida. Esa unión de voluntades, definición misma del amor, ¿no es por excelencia la enseñanza de Cristo Jesús, quien, revelando a los hombres el misterio del amor divino, deja como presentir algo de ese misterio cuando afirma: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a cabo su obra» (Juan 4,34)? Y la pasión de amor de Cristo, ¿no será su pasión 45

incomprensible de amor, de unidad total con la voluntad de su Padre, unidad tan entera, tan absoluta, que le hará, a pesar de todas las repugnancias inconcebibles de la naturaleza humana, ser obediente hasta la muerte y una muerte de cruz, una muerte de esclavo? Los lazos que constriñen y los lazos de amor Hay una enorme diferencia entre el forzado «remachado» a su cadena y los esposos unidos por los lazos indisolubles del matrimonio. El forzado no es libre. Su voluntad es contraria a esa unidad que él soporta, a su pesar. La adhesión del amor, por el contrario, es un acto de libertad. Resulta de la decisión deliberada y resuelta de unirse irrevocablemente con la persona amada. Así, no solamente los lazos, la adhesión, el yugo, no son contrarios al amor, sino que son, en cierto modo, la garantía del amor. Pero esos lazos son espirituales. Y por eso no se pueden romper. Se puede, en efecto, romper una cuerda, quebrar una cadena. Pero no se puede hacer que una promesa dada no haya sido dada; ni hacer que un compromiso total y definitivo no haya sido ni total ni definitivo. Se pueden despreciar los lazos del amor. Se puede envilecerlos. Se puede deshonrarlos. Pero jamás se puede romperlos. A veces cree uno que no existen, o que no existen más que en la imaginación, porque no se les ve materialmente. Pues es todo lo contrario. Precisamente porque el consentimiento en el matrimonio lo hacen de una vez para siempre, y porque es un consentimiento espiritual, dado por una inteligencia y una voluntad moralmente libres, es por lo que no puede romperse sin cometer una gran injusticia, y por lo que sólo la muerte de uno de los esposos marca el término del compromiso.

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El amor acuerda y encuerda De dos corazones que quieren latir al ritmo de un mismo amor puede decirse que están «acordes». De dos alpinistas que están atados uno a otro, para poder prestarse mutuo socorro, se dice que están «encordados». El amor conyugal exige de los esposos que el interior mismo de su inteligencia y de su voluntad estén ACORDES. Exige que, por el don mutuo y definitivo de sus personas, para lo mejor y para lo peor, estén ENCORDADOS. Es la declaración de su amor la que les pone «acordes». Es la promesa de su fidelidad la que les «encuerda». Si no fuese así, no existiría verdadera unidad. Pues la fidelidad no es más que otro aspecto del amor. La fidelidad es la muralla que defiende la plaza fuerte del amor. La fidelidad es el gran escudo que cubre y protege a los que se aman de los ataques que los enemigos del amor tratan de infringirles. Y este escudo del amor, la fidelidad, se compone de tres piezas principales. La primera pieza del escudo: la renuncia a todos los demás En primer lugar, el escudo del amor está formado de un acto de renuncia, en principio bien fácil, e incluso enteramente espontáneo, cuando el amor tiene toda la fuerza radiante de la mañana y de la primavera... Renuncia que se hará más difícil cuando el amor llegue a su otoño, cuando la naturaleza parece que se despoja de toda su hermosura. Los que se aman toman, en efecto, en la primavera de su amor, en el día de la boda, la resolución para siempre, de día tras día, renunciar, pase lo que pase, a toda otra intimidad que tenga resonancias amorosas que no sea la del esposo o la esposa. Esto cambia totalmente el panorama. Pues hasta ese día, lo más natural y prudente, ya lo hemos visto, era no ceder a las insinuaciones del amor, porque lo más importante entonces era tratar de conocerse para poder hacer una buena elección. Pero cuando la elección ha sido hecha, la decisión tomada, y sobre todo, de una forma absoluta, cuando el matrimonio ha sido contraído, ya no es el momento de refrenar el impulso de amar. Muy al contrario. Hay que amar, y amar totalmente, porque EL AMOR TOTAL NO TOLERA LA PARTICIÓN.

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Un corazón que no sabrá jamás amar Mirad a ese joven. Está casado desde hace unos meses. Su mujer, junto a él, está orgullosa de dar el brazo a «su marido». Se pasean juntos. De pronto él le pregunta: — ¿Has visto a esa joven que acaba de cruzarse con nosotros? -¡No! — ¡Qué lástima! — ¡Ah! ¿Por qué? — ¡Era bien guapa! ... ¡Encantadora! — ¡Ah! ¡Sí! Entonces el corazón de la joven se pone a latir con fuerza. En el fondo de sí misma, espera que él diga: «Casi tan guapa como tú...» Pero ¡no! Continúa él: — ¡Grandes ojos negros!... ¡Cabellos negros!... ¡Rasgos regulares! ¡Una chica muy linda, como no se encuentran a menudo! Y no dice más. Pero ¡el resto ya lo ha comprendido ella! En un segundo —fue como un relámpago— la joven ha sufrido como no habría ella creído que fuera posible sufrir. Ella ¡que le amaba tanto! Dentro de veinte años volverá a pensar que tres meses después de su boda las miradas de su marido buscaban ya, indiferentes a su amor, otra mujer, ¡que no era ella! Se dirá, que esa indiscreción suya no era para tanto. Pero, ¿dónde comienza la traición?

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El no sintió —o no quiso sentir— que al fijarse en la bella transeúnte, trataba de evadirse de los lazos del amor conyugal, que no son lazos flojos, sino lazos estrechos. ¡Entiéndase bien! Los esposos tienen el derecho y el deber de amarse. Pero ese amor no puede ser exclusivo si no es exigente. Y si la exclusividad del amor garantiza la vitalidad, la delicadeza, y hasta el encanto del amor, esa exclusividad debe tener su raíz en lo más profundo, en lo recóndito de la vida interior. Nuestro Señor nos lo dejo bien claro: «Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón.» (Mateo 5,28). ¿Por qué tantas parejas casadas hace pocos meses, hace pocos años, están ya como fatigados uno de otro..., menos enamorados..., menos felices de haberse escogido..., sino porque, en vez de amarse..., han puesto sus deseos o sus ojos en otra parte...? Y aunque esas imprudencias no les hayan producido graves heridas en su relación amorosa, no es menos cierto que esas múltiples pequeñas heridas van, día tras día, ¡deteriorando, enfriando, adormeciendo el amor que se tienen...! Estas pequeñas heridas van lentamente destruyendo el amor ¡Esas heridas demasiado frecuentes, que por debilidad o por orgullo, no trata uno de esquivar! Unas veces es una mirada, una sonrisa; otras, una conversación... ¡Uno lo justifica diciendo que nada hay de malo materialmente en todo eso!... ¡Qué materialistas somos, aun cuando se trate de amor! El pecado venial no solamente debilita la salud del alma, debilita también la salud del amor. Para los esposos, además, ¿las dos cosas no significan lo mismo? ¡Esa mirada, esa sonrisa, esa conversación, en un rincón del salón, con otra o con otro!... Los que se aventuran en este camino, piensan que tan solo dan unos pasos con la idea de volver a salir enseguida...; pero es un camino que conduce fuera del amor... y por el que han entrado realmente...; una senda que les priva de la dulce intimidad de corazones de que gozaban como esposos. Bastan muy pocas cosas para faltar a la fidelidad matrimonial y a todas sus exigencias. Basta muy poca cosas: un poco de pereza, un poco de distracción..., un poco de repliegue sobre sí mismo, de olvido del otro... ¡a quien, no obstante, se ama!

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La táctica del enemigo Lo que intenta el enemigo no es romper nuestro escudo, la fidelidad. Él sabe que si lo sostenemos firmemente no puede hacer nada. Su deseo es hacérnoslo soltar. Con tal fin, tratará de distraer nuestra atención por todos los medios. En cuanto entablemos el diálogo con la tentación, ya estamos en peligro. Ya pensamos menos en protegernos. Lo que trata de hacer es mostrarnos como estrechas ridículas las exigencias de la fidelidad, esa serie de delicadezas que implica, para que las menospreciemos. Si logra hacernos creer que somos lo bastante fuertes para poder vivir sin escudo, es decir, si todas esas exigencias “ridículas”, ¡nos ha hecho ya un grave daño! Y si, por fin, el enemigo logra, tras haber así adormecido nuestro temor al peligro, que comparemos a nuestra esposa o esposo con otras mujeres u hombres y que sintamos pesar por la elección que un día hicimos, entonces podemos asegurar que ya ejerce ampliamente su dominio sobre nuestra alma. Ésta –mientras trata más o menos de deplorar su destino e incluso piensa en «rehacer su vida»–, ignora que ella no es más que la víctima miserable del Espíritu del Mal, que trata de avivar su pesar o su rebeldía. Por eso, hay que afirmar sin ningún titubeo que la primera pieza que constituye la fidelidad, es la renuncia libre y definitiva a toda otra intimidad amorosa que no sea la del amor conyugal. La oración del amor Los que son superficiales o egoístas, encontrarán duro tal lenguaje. Pero no así aquellos que se aman verdaderamente. Pues ésos saben muy bien que la promesa maravillosa de su amor es: «No amaré a nadie más que a ti». ¿Por qué los enamorados hacen juramentos de amor, si no es para tender el lazo que les una y les defienda contra su propia debilidad? Pues es el espíritu, quien desconfiando de la carne, inspira el juramento de amor. Pero el juramento de amor por excelencia, ¿no es el que se hace en el día de la boda, al dar el consentimiento muto de amarse de por vida y que constituye el matrimonio mismo, y que Cristo ha elevado a la dignidad de sacramento?

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La segunda pieza del escudo: aceptar al otro enteramente La segunda pieza que constituye el escudo de la fidelidad es la aceptación del otro, una aceptación sin reserva —lo que no siempre es tan fácil—. Es de suponer, sin embargo, que cuando uno se casa es para recibir al otro..., y, por consiguiente, porque está decidido completamente a aceptarle. Aquí, también, la teoría es fácil. La práctica es más ruda y más engañosa. No sucede, en efecto, con el matrimonio lo que con ciertos testamentos. Esos testamentos se les acepta «bajo beneficio de inventario»; es decir, que antes de comprometerse a pagar las deudas que puedan gravarlos, se hace un balance que permita, confrontar el activo y el pasivo. De esta forma se asegura uno de no tener que desembolsar más dinero de lo que pueda uno cobrar. Ahora bien: con el matrimonio no sucede lo mismo. Las ilusiones del amor Cuando uno se casa se cree uno seguro..., con más o menos razón, según los casos, de que el activo sobrepasa con mucho al pasivo, y que siempre será fácil soportar las pequeñas faltas... ¡en una criatura tan seductora! ¡Los espejismos del deseo contribuyen no poco a idealizar a la novia! Pero ya se encargará el matrimonio de destruir lenta y progresivamente esos espejismos. Una vez eliminado el espejismo, puede suceder incluso que uno se ilusione en sentido inverso. Los defectos de un marido, o de una mujer, vienen entonces a obstruir en forma tal el campo visual, que llega uno a olvidar hasta las cualidades. ¡Y el riesgo de tal subversión será tanto más 51

grave cuanto más potente haya sido la ilusión precedente del deseo y más completa la ceguera inicial! Por eso importa tanto el procurar conocerse bien antes de entregarse a amarse mutuamente. Por eso, también, en el matrimonio el amor debe consistir en aceptarse mutuamente de un modo total, en recibir al otro con todo lo que él o ella aporte, de alegría y sinsabores, de satisfacciones y cuidados. Los sacrificios del amor Aceptar por amor las alegrías que nos proporcionan aquellos a quienes amamos, en verdad no exige ningún esfuerzo. Mas, aceptar por amor las penas que nos procuren, los cuidados que nos causan, la nerviosidad que manifiesten o que susciten, ¡también es amor! Bien superficial, bien voluble y falso sería el amor que sólo impulsara a amar en una persona lo que ésta tuviera de amable. ¡Cuando se ama a un ser se le ama por entero! A menudo, el medio más eficaz no consiste en reprocharle sus errores, sino en soportarlos cariñosamente. El sacrificio que así se hace en silencio, reporta frutos más ricos y abundantes que los sermones «interconyugales», que ciertas parejas preparan durante su vida; todo un volumen —cuando no una verdadera biblioteca—, por fortuna, bien perdida para la posteridad. Sin duda, es posible en las horas de la confidencia íntima, mencionar con delicadeza y como disculpándose, los puntos sobre los cuales sería deseable hacer algún esfuerzo por corregirse..., ¡tal vez! Pero, ¡precisando bien que, a su vez, estaría uno dispuesto a escuchar consejos semejantes! Aceptar el otro tal como es, pensando que se está esforzando por cambiar, y juntos intentar ser, uno para el otro lo menos molesto, lo menos pesado posible, después de habérselo prometido a Dios en la oración, ¿no será ésa una verdadera vida de amor? El amor es querer el bien de la persona amada, cuyo precio se compromete uno a pagar.

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La tercera pieza del escudo: el don de sí mismo En fin, la tercera pieza que constituye el escudo de la fidelidad, es el don de sí mismo. No basta, en efecto, con renunciar a cualquier otra intimidad. No basta, tampoco, con aceptar totalmente las alegrías y penas que nos vengan del esposo o de la esposa. Es preciso no vivir para uno mismo, sino darnos al otro, y, por tanto, vivir para el otro. Ese don no es solamente material. Nos damos como personas. Por ello, respecto a los fines del matrimonio, cada uno de los dos esposos es dueño del otro. Ambos, individualmente, deben considerarse que ya no son dueños de sí mismos, sino que se deben al otro, y, por tanto, su obrar siempre, no es para sí mismo, sino para el otro; no para recibir, sino para dar. No es por mi bien, en primer lugar, por quien me uno en matrimonio, sino por el bien del otro. Y si los dos esposos están así de acuerdo, lo desearán conjuntamente, no por el bien de ellos mismos, sino por el bien de sus futuros hijos. No tengo un hijo, en primer lugar, porque sea bueno para mí, sino por el bien del hijo. Luego, por el otro, el esposo o la esposa, a quien uno va a DAR UN HIJO.

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Comunión en extremo conmovedora de un cruce de amores, en la que el esposo y la esposa se hacen mutuamente este mismo don: el hijo cada uno lo recibe del otro, aun cuando el hijo reciba la vida de los dos. ¡Si los humanos —si los cristianos— vivieran así, haciendo bien lo que hacen! ¡Si vivieran intensamente la vida a la que Dios les llama! Toda la vida privada, e incluso la vida pública, serian renovadas, purificadas y como transfiguradas... Pero es nuestro egoísmo el que nos oculta el sentido de nuestra vida, de nuestro estado y hasta de nuestros gustos. Y es la gracia divina la que nos da la luz y la fuerza. ¡Pidámosla! No es por uno mí mismo por lo que quiero compartir la vida en común. Si uno de los fines del matrimonio consiste en la mutua ayuda que se dan los esposos, hay que dejar bien sentado que esa ayuda se la deben porque recíprocamente se pertenecen. Cuando cada uno de los dos acepta y quiere sentirse como no formando más que uno con el otro, se puede presentir la alegría que embargará el ánimo de ambos al descubrirse así cada uno atendido incesantemente por el amor y la delicadeza del otro. Eso es el Paraíso… —se nos dirá—. ¡Tal vez! Pero ¿por qué, con la gracia de Dios, no intentar lograr verdaderamente su plan de amor, que es plan: de renuncia de sí mismo, de don al otro y de alegría? Puesto que no se puede dar verdaderamente sin renunciar a lo que se da; y, por otra, la alegría del amor es la alegría del intercambio mutuo..., y no del cambio que calcula, o mide, sino la alegría del cambio en que cada uno da... sin contabilizar. 54

EL SACRAMENTO, GRACIA DE LA UNIDAD Hay personas que jamás se asombran. Están orgullosas de ello. Toman todo género de precauciones para lograrlo. No tratéis de anunciarles una noticia, aun cuando sea de última hora. Van a contestaros, sin emoción aparente: — ¡Ya lo sabía! O bien, si no hay otro medio de hacerlo: — ¡Me lo suponía! ¡Es como para creer que el asombro, en ellos, fuera un pecado! La virtud del asombro El asombro —esa frescura de alma que es el signo de la juventud—, es una de las llaves de la felicidad. Pero nosotros ya no sabemos asombrarnos. No se trata de fingir asombrarse, como lo haría un comediante al crear su personaje. No. No sabemos ya asombrarnos en el fondo del corazón. No sabemos ya sorprendernos. No sabemos ya entusiasmarnos... ¡verdaderamente! ¿Por qué? Porque nos habituamos demasiado pronto. Cogemos demasiado deprisa las vueltas a las cosas. Aceptamos de golpe que «las cosas son como son». ¡Y no reflexionamos ya tan siquiera en lo que significan! ¿Qué es el sacramento del matrimonio? Tomemos un ejemplo: ¿Se da cuenta que el matrimonio es un sacramento? — ¡Ciertamente —nos contestarán— que el matrimonio es un sacramento! Y ¿entonces? — ¿Y entonces?... ¡No te extraña! — ¡Naturalmente que no, que eso no me extraña! ¡Es normal! 55

— ¡Ah!... Pero en el fondo, si la cosa es «normal»..., ¿qué es lo que cambiaría, si el matrimonio no fuera un sacramento? —Cambiaría..., cambiaría... En verdad que no se sabe muy bien qué cambiaría. Y no se sabe ya, porque en los ambientes que frecuentamos, tradicionalmente cristianos, uno está acostumbrado a escuchar que el matrimonio es un sacramento... ¡Que ya no asombra a nadie! ¡No se sabe ya que ahí se encierra un manantial de felicidad para los esposos, e igualmente para los hijos! Sucede algo así como si en una familia hubiera una caja fuerte que contuviera una fortuna, pero ante la cual pasase uno tan a menudo pensando en otras cosas, que terminase uno por olvidar, cuando hubiera gastos imprevistos, que bastaría con abrirla para sacar dinero de ella y hacer frente a la situación. El sacramento da la fuerza al amor

Así, el matrimonio es un sacramento. El consentimiento de los esposos en darse uno al otro, como tal, es un signo sensible. Por ese consentimiento mutuo que les casa ante el altar, los esposos reciben de Dios, para cada día de su vida conyugal, para cada instante, gracias que les permitirán, de un modo cierto, si ellos las aceptan, superar todos los obstáculos y contrarrestar todos los ataques que amenacen su amor. Porque ningún matrimonio verdadero puede existir entre bautizados sin ser al mismo tiempo un sacramento, terminamos por olvidar que el sacramento del matrimonio trae consigo a los esposos católicos, si en ello consienten, la garantía de la felicidad. Sin duda, y ante todo, el sacramento es el signo resplandeciente —en el matrimonio cristiano contraído y consumado─, de una inalterable 56

indisolubilidad. Pero esta exigencia, en el sacramento, no es ya una exigencia de orden natural. Es una exigencia, también, y más aún, de orden sobrenatural. ¿Se amarían menos esos dos jóvenes que pronto van a casarse si se asombrasen de la maravilla que es el matrimonio de los cristianos, pues reproduce ─según enseña San Pablo en la Epístola a los Efesios─ la unión amorosa que Cristo estableció con su Iglesia? O bien, ¿se amarían mejor? La unión de Cristo y la Iglesia. ¿En qué momento comenzó la unión de Cristo y la Iglesia? ¿No fue en el momento mismo en que, por el consentimiento maravilloso de la Virgen María, el Verbo Eterno se encarnó en nuestra humanidad y la desposó? ¡Misterio de amor! El Verbo se desposó con la naturaleza humana en María Inmaculada. Unión indisoluble por excelencia, pues Cristo tomó sobre sí el peso del pecado de toda la humanidad, para redimirla y convertirla en una esposa sin mancha: la Iglesia. Cristo no se sirvió de este matrimonio para su propio beneficio. No vino para hacerse aclamar rey de Israel. No vino para mostrar su poderío. No vino como juez. Jesucristo se encarnó para unirse indisolublemente con la humanidad. Quiso Él que esa unión se mantuviera, no solo durante su vida mortal, sino también a través de la muerte, por toda la eternidad. Pues Cristo resucitó con su Cuerpo. Y la Iglesia, fundada por Cristo, su esposa inmaculada, lavada con la sangre del Cordero. Él es la Cabeza de este Cuerpo Místico, la Iglesia, a la que ha querido unirse indisolublemente y serle fiel eternamente.

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La epístola de la Misa de los Desposorios ¡Qué trascendentes aparecen entonces las frases de San Pablo!: «Las casadas vivan sujetas a sus maridos como al Señor; porque el varón es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, su Cuerpo Místico, del cual es Salvador. Así también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola en el bautismo de agua en virtud de la palabra, para hacerla comparecer ante sí, gloriosa y sin mancha ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada. Así también los esposos deben amar a sus esposas como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer a sí mismo se ama; pues nadie aborreció jamás su propia carne, antes la alimenta y la cuida con cariño, como Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo Místico, de su carne y de sus huesos. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste; lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido» (Efesios 5, 25-32). El matrimonio de los cristianos es indisoluble por ser un sacramento —signo sensible y eficaz—, al haber dado los esposos su consentimiento mutuo los esposos por estos motivos sobrenaturales tan altos. Ellos deberán, por tanto, meditar con frecuencia sobre ello, por medio de una humilde y continua oración, y de esta manera toda la vida conyugal se hallará como penetrada y transfigurada sobrenaturalmente.

El amor es un misterio Pero esto sólo lo pueden comprender aquellos para quienes las gracias de Dios no son palabras vacías de sentido. Pues si el sacramento es un signo sensible y eficaz, lo es para comunicar esas gracias. 58

Estas gracias, estas semillas de amor verdadero, permitirán a los esposos que las ejerciten y desarrollen, no sólo conservar su amor intacto, sino hacerlo crecer, quemando poco a poco todo lo que pueda contener de egoísmo. Muchos dejan que se pudran estas semillas..., como se secan las semillas esparcidas entre rocas. Llegan, sin atreverse a confesarlo, a cansarse uno del otro; a hacer de su amor una costumbre... una costumbre carcomida por la rutina, por el egoísmo, un aburrimiento de dos en compañía, de dos corazones que han dejado de latir sin ni siquiera sospecharlo... porque su amor no era más que un amor puramente humano, y por lo tanto, sujeto al envejecimiento y a la muerte.

Pero algunos cristianos comprenden..., adivinan de qué se trata. Adivinan que EL AMOR ES UN MISTERIO, una oportunidad que les da Dios para ser santos. La gracia de la unidad Un número muy reducido presiente que más allá de todo esfuerzo natural hacia la unidad, el sacramento aporta lo que los enamorados más apasionados no osan esperar ni siquiera se imaginan. Aporta un tesoro incalculable, el estar dispuesto a sacrificarse por el bien del otro en el heroísmo de las cosas pequeñas. El agradecimiento desbordante de dos corazones que se aman verdaderamente. Un asombrarse cada día, maravillados por haber sido escogidos para amarse con el amor de Dios, un amor que nunca se hastía, que no se cansa nunca, que piensa siempre en el otro, que sabe abnegarse y sonreír dulcemente. Lo que no acierta uno apenas a comprender, pero que, con la ayuda de Dios, puede recibirse en su plenitud: la gracia de la Unidad. Pues no existe más que un amor, el amor de Dios. 59

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Capítulo III LA ALEGRÍA DE CONOCERSE Si en el matrimonio los dos esposos son llamados a no formar más que uno, habrá que pensar que esa unidad es una conquista. La conquista de la unidad, en el amor, no es obra de un día. Es obra de una vida. Y el primero de todos los obstáculos, es preguntarse si ¿no será una ilusión? Esa ilusión que hace creer, en las primeras semanas, o en los primeros meses del matrimonio, ¡que ya está, que la unidad está realizada! Que se piensa juntos, que se obra conjuntamente... y que será así de por vida. No es tan sencillo. ¡La unidad a la cual el matrimonio llama a los esposos no es un acuerdo cualquiera de miras o de gustos! La unidad de dos psicologías Esa unidad es la unidad que el hombre y la mujer constituyen al casarse juntos. No hay que apresurarse a pensar que ya sabe la mujer lo que es el hombre. Y..., menos aún, que sabe el hombre lo que es la mujer. Las diferencias corporales no son las más profundas. Expresan otras diferencias espirituales. De los esposos depende que esas diferencias se agraven y lleguen a ser oposiciones dolorosas, o, por el contrario, que se atenúen, para dilatarse, luego, en la unidad de una trato armonioso. El egoísmo tiende a oponer. El amor inclina a componer. Pero esta comprensión de los esposos en la unidad del amor supone un conocimiento recíproco. Y no es tarea tan fácil para un hombre conocer a su mujer. Como no lo es, aunque en otro sentido, para una esposa conocer a su marido. 61

Están cargados de prejuicios uno respecto del otro. Y son tanto más víctimas, por otra parte, cuanto que están seguros de no tenerlos... Su educación, primero, se los ha inculcado... Su experiencia de la vida se los ha sugerido... Su amor se los inspira... Su egoísmo..., su orgullo..., los consolidan. Preciso es, pues, volver sobre la cuestión. ¡Y reanudarla desde el comienzo! Desde el mismísimo comienzo... Al principio... La lección del «Génesis» El Génesis nos dice mucho sobre este asunto... ¡Más de lo que parece!

Releámoslo de nuevo: «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó varón y mujer; y los bendijo Dios, diciéndoles: «Procread y multiplicaos, y llenad la tierra; sometedla...» (Gén. 1 27-28). Y un poco más adelante, la Sagrada Escritura nos describe las etapas de esta creación: «El Señor Dios se dijo: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda semejante a él» (Gén. 2,18). Pero, en definitiva..., ¿por qué esa ayuda? ¡No nos está prohibido hacer la pregunta! 62

¿Es para evitar que el hombre se aburra? Sería olvidar que en ese momento el hombre está en amistad con Dios...; ¡no puede él, por tanto, aburrirse! Sabemos, además, que la presencia de la mujer no basta para levantar el ánimo de un esposo cuya alma está enfermiza. Luego no es eso. Pero entonces..., ¿por qué? ¿Por qué haber creado a la mujer?... ¿Por qué haber dado al hombre esa compañera, y no un compañero? El primer texto del Génesis lo da a entender claramente: «El creó al hombre y a la mujer.» Les bendijo; luego les dijo: «Procread y multiplicaos.» ¿No habrá sido dada la mujer al hombre, primeramente y ante todo, para ser su compañera, en esa obra de la procreación y de la educación de los hijos? Pues, ¡seamos realistas! Es una carga considerable la de la maternidad. Los meses de lactancia son una sujeción que requiere la presencia constante junto al hijo. Y la primera infancia exige una vigilancia en todo momento... Y la juventud reclama el afecto materno... ¿Se imagina uno el destino que le hubiese deparado al hombre si Dios no le hubiese dado una compañera semejante a él para descargarle de la maternidad? Las objeciones de una joven «de ayer». Decir esto hoy resulta chocante. ¡No obstante, ésa es la verdad! —Pero —objetará alguna joven— ¿es que hemos sido creadas, entonces, para sólo traer hijos al mundo? —Nuestras almas han sido creadas por Dios para la vida eterna, para el cielo. Pero si Dios ha creado hombres y mujeres, repartidos en dos sexos, es porque Él ha asignado a los hombres y a las mujeres una misión diferente. —Según usted, ¿la mujer no tendría otra misión que la de traer hijos al mundo? Se muestra usted muy despreciativo con nosotras. — ¿Despreciativo? ¿Y cómo así?

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—Pues ¡sí! Los hombres se reservan los mejores trabajos, los mejores sueldos, los cargos directivos..., ¡y no nos asignan a las mujeres otro papel que el traer hijos al mundo! — ¿Habla usted en serio? — ¡Naturalmente! —Pero ¡vamos a ver!... ¿Qué es lo más hermoso y lo más importante: un pintor que hace un cuadro, un carpintero que hace una cuna..., o una madre que da la vida a un hijo, llamado a vivir con Dios para siempre?... —Eso es lo que hace la madre... Pero... —Pero ¿qué? —Me parece que... cuando se presentan las cosas así..., se las arregla uno para impedir que la mujer sea igual al hombre... ¡Tenemos nosotras, después de todo, los mismos derechos! ... La joven «de hoy». Ese diálogo no es inventado. Refleja la forma de pensar de la mayoría de las jóvenes de hace unos años. Pero las jóvenes de hoy, felizmente, se dan cuenta de que la difícil tarea que le corresponde a una esposa y madre para realizar bien su papel no es, por lo menos, menos difícil que la de un hombre para ejercitar bien su profesión... Es, pues, innegable que la mujer ha sido creada y puesta por Dios junto al hombre para que éste se una a ella, que sean dos en una sola carne, y que ella sea su compañera en la procreación y educación de los hijos; como, asimismo, en la vida doméstica, ocupándose de la casa, y reinar ─como reina─ en su hogar. Por ese motivo Dios la ha dotado de unas cualidades privilegiadas para cumplir su misión. Es la psicología del hombre la que le predispone a ser cabeza de familia, como esposo y padre. Y es la psicología de la mujer la que la inclina espontáneamente a ser la reina de la familia, como esposa y madre. RAZÓN MASCULINA E INTUICIÓN FEMENINA También el Génesis nos aporta luces en este asunto de las dos psicologías: 64

«Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sopor, y, dormido, tomó una de sus costillas, rellenando el vacío con carne. Y de la costilla que del hombre tomó, formó Dios a la mujer y se la presentó al hombre.» (Gén 2,21-22). Así, la mujer fue sacada del hombre. Pero no de cualquier parte del hombre. La mitología griega nos muestra a Minerva surgiendo de la cabeza de Júpiter. Pero Minerva simbolizaba una sabiduría enteramente intelectual. Ciertas tradiciones paganas nos muestran a la mujer en una condición servil, sometida a la voluntad del hombre, con menosprecio de toda dignidad y como aplastada a sus pies. La mujer fue sacada del corazón del hombre Ahora bien: ¿qué nos dice la Revelación? Esto: Eva procede de Adán lo mismo que la Iglesia de Cristo. ¿Cuál es el sitio preciso de donde brota la fuente? Del costado entreabierto, del corazón mismo. Así, la mujer no fue sacada de la cabeza del hombre. No es una Minerva. No debe dominar al hombre, como la cabeza domina al cuerpo. La mujer no fue sacada de los pies del hombre. No es su esclava. La mujer fue sacada del corazón del hombre. Ella es su amor. El marido es la cabeza; la mujer, el corazón El hombre es la cabeza de la mujer. Es el jefe de la familia. Ella fue sacada de él como de su principio. Pero ella fue sacada de su corazón. Es, por tanto, con relación a él, como el corazón a la cabeza. Profundicemos en esta idea. No es la idea «de igualdad» entre hombres y mujeres que está tan de moda. La mujer no es igual al hombre. Tienen, sí, la misma dignidad, pero no son iguales. Son distintos. ¿Son los pulmones iguales a las manos? ¿Son los ojos iguales a los oídos? Son diferentes. La mujer es con respecto al hombre lo que el corazón es con respecto a la cabeza. 65

Esto se dice fácilmente, pero aplicarlo a la vida, ¡no es tan fácil! Si el corazón ocupase su tiempo en pensar y hacer cálculos y proyectos, para ser igual a la cabeza, ¿sería un buen corazón? ¿Puede la cabeza despreciar al corazón? ¿O dejarse conducir por él?

La enseñanza de San Pablo es muy clara y no ha variado: «Si, en efecto, el marido es la cabeza, la mujer es el corazón, y como el primero posee la primacía de gobierno, ésta puede y debe reivindicar como suya esa primacía del amor» (Pío XI: Casti Connubii, cap. I, 2). Es esencial que en el matrimonio cada uno de los esposos se aplique lo mejor que pueda a ocupar el puesto que le ha sido asignado en el plan de la creación. Importa que el marido consiga, con la ayuda de Dios, ser la cabeza, atenta y consagrada al bien común de todo el cuerpo. Y que la mujer sea, con la ayuda de Dios, verdaderamente el corazón, fuente de amor para todo el cuerpo, y enteramente sujeta en el afecto a la voluntad de la cabeza, al cabeza de la familia. Todo desorden, en efecto, puede hacer fracasar la vida de familia. Tan malo es «no tener cabeza» como «carecer de corazón». Es el doble riesgo que amenaza al matrimonio. Un ejemplo práctico Ellos están casados desde hace tres años. Él es empleado de una empresa importante. Una noche, él vuelve un poco más excitado que de costumbre. — ¿Sabes, el nuevo compañero de quien te hablé? — ¿Lucien Trembley, tu nuevo compañero de oficina? 66

— ¡Ese! ¡He vuelto a hablar con él hoy! — ¡Ah!... ¿Y entonces? — ¡Entonces!... Yo creo que es una persona muy valiosa. ¡Un individuo distinto de los demás!... ¡Quisiera que le conocieras! — ¡Tráele a cenar... una de estas noches!... ¿No está casado? —No. — ¡Todo será poner un cubierto más! Avísame la víspera, si puedes. Acostaré a los niños más temprano. Así es que… ¿tú le encuentras «distinto de los demás»? ¡Y la conversación prosigue! Tres días después, Trembley vino a cenar. Al dar las once se marchó. Los dos esposos permanecen frente a frente. Él le pide su parecer. — ¿Y bien?... Ella parece no comprender. Él insiste: — ¿Te agrada? Es un tipo elegante, ¿verdad? — ¡Hum!... ¡Hum!... — ¡Vamos!... ¿Sí o no? —Así..., así. — ¿Qué es lo que te desagrada? — ¿A mí?... Nada... ¡Eh!... En fin..., ¡todo! ¡Ya comprendes! —Pues ¡no!; justamente, no comprendo. —No puedo decirte más. —Pero, ¡si no has dicho nada! — ¡No! ¡Justamente! El marido no insiste. Comienza a conocer a su esposa. Al comienzo de su matrimonio, siempre trataba él de que precisara las razones..., los motivos... por los cuales ¡decía lo que decía! Pero ya no insiste. — ¡En fin!... ¿No te agrada? —Francamente ¡no!, querido. ¡No me imagino que puedas ser amigo de ese hombre! Y he aquí, unos meses más tarde, que el esposo vuelve a poner el problema sobre el tapete. Hace ya mucho tiempo que no hablan vuelto a hablar de él. — ¿Te acuerdas de Trembley? 67

— ¿El que vino una noche? ¡Sí; muy bien! —Pues, ¡bien!...; ¡tenías razón! —Y ¿cómo así? — ¡Le he venido observando desde entonces! Y tengo pruebas de que varias veces ha robado en la empresa. Y eso es muy grave... Y ahí le tenemos que comienza a enumerar a su mujer todos los hechos que ha observado, a través de los cuales él se esforzó en ver, objetivamente, si el balance era positivo o negativo. Al ponerle su mujer en guardia, se había él mostrado más reservado con el nuevo compañero de oficina. Pero a la hora de juzgar, tuvo él buen cuidado de no tener en cuenta la prevención de su esposa. Ahora su juicio, fundado sobre varios meses de observación, confirma y justifica la impresión vaga e imprecisa de su esposa. El hombre es más racional; la mujer es más intuitiva El hombre espontáneamente desconfía de sus propias impresiones: desea presentar al nuevo compañero de trabajo a su mujer, antes de darle su confianza. Él sabe que es preciso que el corazón y la cabeza vivan en unidad. Con esto no quiere decirse que se conforme definitivamente con el parecer de ella. Pero toma en cuenta su advertencia, hasta que llegue a tener pruebas más contundentes. La literatura y la Sagrada Escritura, están jalonadas con profusión de sueños, de presentimientos, de impresiones de mujeres, que no siempre son acertados. Evoquemos tan sólo la advertencia a Pilatos de su esposa: «Mientras él estaba sentado en el tribunal, le mandó su mujer a decir: No te metas con este justo, pues hoy he sufrido mucho por su causa» (Mateo 27,19). El modo de conocer de la mujer es, por tanto, distinto del modo de conocer del hombre. Uno y otro pueden ser muy inteligentes, muy cultivados, pero el hombre se apoyará más en la razón y la mujer en la intuición. Es lógico que la cabeza sea más racional, y el corazón más intuitivo y sensible. El hombre puede hacer mal uso de su razón: su interés, su pasión, su orgullo, pueden comprometer su juicio, y a veces incluso ofuscar su inteligencia. 68

Por otra parte, la mujer puede ser víctima de su intuición; la imaginación exuberante, la coquetería y la vanidad, pueden influir en sus sentimientos y hacer de ella una atolondrada.

El hombre, al ser más racional, no se fía demasiado de sus impresiones. Más que dejarse dominar por una idea preconcebida o por un sentimiento afectivo, procura estudiar y examinar el problema durante un tiempo. El varón vive más de la experiencia. Porque es fiel a una lógica racional, es inherente a la naturaleza del varón, formar proyectos, estudiarlos largamente, examinar los medios, para luego pasar a la ejecución. Confía más en la experiencia forjada a través del tiempo, —enlazando el pasado, el presente y el porvenir— que en las impresiones del presente. Se esforzará siempre en recordar el pasado. Evocará espontáneamente su propia experiencia. Examinará la de los demás. Se esforzará, también, en prever. Preverá la reacción de los hombres, considerará las circunstancias, hará presupuestos. Todas estas cosas las llevará adelante hasta el punto donde razonablemente le sea posible. Luego comprometerá el presente, una vez enlazado así el pasado conocido y el porvenir previsto, decidiendo en un sentido u otro. El progreso espiritual del hombre es sobre todo racional. El uso masculino de la razón exige que el aprendizaje sea mucho más largo y que precise años. La razón no siente inmediatamente, como lo hace la intuición. Observa en el tiempo. Comprueba, examina, compara. Se nutre de experiencias. La madurez del varón no se consigue más que con la experiencia de la vida. Aunque el varón sea apto corporalmente para 69

concebir un hijo, les costará mucho más tiempo para concebirlo espiritualmente, para sentirse padre. La mujer, mucho más sensible, es asaltada permanentemente por sus impresiones. Percibe mucho más los detalles y reflexiona menos que el hombre. Vive más en el presente. La mujer se apoya, principalmente, en su corazón, más que en su razón. Su pensamiento, sus juicios, sus impresiones, podrán variar, multiplicarse, ¡incluso contradecirse! Pero su corazón es fiel.... El progreso espiritual de la mujer es intuitivo. Ella se inscribe en lo instantáneo, en el presente. Es escasamente experiencial. La mujer se desarrolla más precozmente, alcanza antes la madurez, y envejece también más deprisa que el hombre. Una vez que da a luz un hijo, madura espiritualmente mucho antes como madre que el esposo tarda en hacerlo como padre.

Dos leyes naturales El hombre no alcanza la verdadera madurez, en razón, experiencia y juicio, más que hacia los veintiocho o treinta años. La mujer, en cambio, alcanza la madurez efectiva unos diez años antes. Esta diferencia de varios años es un elemento que hay que tener en cuenta. Hoy día se tiende a despreciarlo, pues las costumbres inclinan a los jóvenes, muchachos y muchachas de la misma edad, a salir juntos. Pero más razonable sería que los jóvenes de veintiséis o veintiocho años salieran con chicas de veinte. Presenta además una ventaja: la de evitar los casos, tan frecuentes, en que dos novios de veinte años —o de dieciocho— tengan que esperar tres 70

a cinco años ¡para que el joven se halle en situación de ganarse la vida! Espera que, por diversos medios, los jóvenes se esfuerzan por abreviar, como es el caso del matrimonio entre estudiantes que prosiguen sus estudios; o el del matrimonio prematuro para el muchacho, que renuncia a prolongar su preparación o aprendizaje... Dos formas de obrar En relación con la vida doméstica, el hombre aprende con dificultad a hacer lo que toda mujer realiza muy fácilmente y como por instinto. Una joven esposa fácilmente se ocupa de las múltiples tareas que tiene una casa: la cocina, lavar la ropa, coser, ocuparse de los niños… Es algo casi milagroso la forma en que la mujer es capaz de hacer tres cosas a la vez. Al esposo le cuesta mucho más adaptarse a tan diversas ocupaciones. Sin duda, el hombre es capaz de aprender a cocinar, pero generalmente se lo tomará como un oficio. Precisará años para perfeccionarse. Podrá llegar a ser un jefe de cocina afamado... pero ¡no sabrá al mismo tiempo coserse un botón! Si aprende el oficio de sastre, podrá, asimismo, con largos esfuerzos lograr ser un maestro... En todos los casos en que el hombre es llevado a desempeñar un oficio que recuerde la actividad propia de la mujer, le llevará mucho más tiempo en general aprenderlo, se especializará más y hará progresos mucho más notables. Hemos de reconocer que la mujer está más preparada para la maternidad y los cuidados de la vida del hogar.

Dos formas de fecundidad No nos tenemos que extrañar que, a lo largo de la Historia, las grandes obras del espíritu hayan sido debidas generalmente a la acción del 71

hombre. Ya se trate de filosofía o de arte, de literatura o de música, de ciencia o de poesía, las cumbres de la creación humana han sido alcanzadas generalmente por hombres. Accidentalmente, las mujeres han podido ser buenas poetisas o artistas. Jamás han sido grandes creadoras: Sófocles, Virgilio, Dante, Shakespeare, Bach, no tienen equivalentes entre las mujeres. Porque a la mujer Dios le ha reservado el ser fecunda, no con miras a la paternidad de la inteligencia, sino con miras a la maternidad del corazón, del alma y de la vida. Este papel no lo podrá ella desempeñar más que aceptándolo en su plenitud y permaneciendo humildemente en el puesto inmenso que se le asigna. Pues sólo la humildad nos liga a las grandes obras. El orgullo es el que nos inclina a preferir las pequeñas, las de nuestros sueños. Ese papel de la mujer es por excelencia un papel oculto, cuyo grado de ocultación mide, en cierto modo, la eficacia. En efecto, cuanto más puro, silencioso, sea el renunciamiento femenino, tanto más lejos podrá el hombre avanzar en las conquistas del espíritu... La esposa, en la familia, es tanto más útil cuanto más pasa desapercibida. La mujer desconocida, amiga de los silencios de su casa, da al mundo una lección de orden... Como una piedra anónima en un edificio, ella sostiene lo que está en alto apoyándose sobre lo que está debajo. Ella es para el edificio una bendición. La Desconocida por excelencia, ¿no es acaso esa mujer oculta, la Bienaventurada Virgen María, la Inmaculada, de quien sólo unas pocas cosas nos dice el Evangelio?

Así, la mujer en la familia expresa verdaderamente la actividad, todopoderosa, del silencio, sin el cual la música no hallaría eco; la abnegación total, sin la cual el niño no crecería; en una palabra, el amor, por el que todos seremos juzgados. 72

Tal es el plan de Dios para la mujer en la familia. El no prohíbe, evidentemente, todas esas actividades extrafamiliares de la mujer, actividades privadas, e incluso públicas, donde su vocación de maternidad puede expandirse espiritualmente.

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Capítulo IV LA ALEGRÍA DE COMPLETARSE Ahora que hemos intentado comprender en profundidad la naturaleza del hombre y de la mujer, convendrá examinar de qué forma son llamados ambos a completarse. Pues hay un orden que seguir en el amor, como en todas las cosas. El desorden habitual ¿Cómo deben tratarse los esposos? Los esposos son conscientes de que deben conducirse entre sí de una determinada manera aunque no sepan exactamente cuál. Cuando no lo saben, entonces inventan una manera de proceder de acuerdo con sus ideas… y con la forma en que se manifiesta su egoísmo. Ciertos esposos se hacen autoritarios. Otros, se creen buenos porque ceden siempre. Ciertas mujeres se hacen totalmente dependientes de sus esposos. Otras afirman por encima de todo su «independencia». Hay incluso esposos que creen amarse mejor porque han decidido tener «cada uno sus gustos», cuando no «cada uno sus amigos». Pero llega un día en que tales desórdenes se pagan. Surgen las discusiones y las disputas. Por falta de reflexión, de discernimiento —o de humildad—, no llegan a ver las causas reales de tales desacuerdos. Lo cual es comprensible, puesto que durante años han venido despreciando el orden natural de la familia, el que contiene el verdadero sentido de la autoridad y de la sumisión. EL ORDEN NATURAL DE LAS JERARQUÍAS Vivimos en una época en que ciertas palabras han llegado a sernos absolutamente ininteligibles. No obstante, las seguimos empleando. Creemos conocer su sentido, y nos engañamos. Las empleamos en un sentido falso. Hemos perdido su sentido genuino. 74

Hay incluso ideas que no pueden ya circular en nuestra sociedad, porque las palabras que les servían de vehículo, perdieron su sentido. Este es el caso de la palabra «autoridad». Y el caso de la palabra «sumisión». Ya no se sabe lo que quieren decir. Por eso, procuramos no emplearlas. Para muchos, en efecto, autoridad significa «despotismo», o incluso «tiranía»...

Para muchos, también, la idea de obedecer es tremendamente desagradable, y lo único que suscita es una verdadera repulsión. ¿Cómo hemos llegado a esto? La ausencia de jefe Antes de dar con una explicación más profunda, observemos que hoy día ya no se encuentran jefes... o casi ninguno. Hay, sí, gente que pretende mandar. Pero se diría que poseen una técnica infalible para desagradar a los que les deben obediencia. Esos, ¿son jefes? ¿Son jefes realmente aquellos que anhelan el poder o la autoridad nada más que para saciar su propio orgullo, su sed de gloria personal? ¿Son jefes aquellos que, habiéndose dado cuenta de la cobardía y pusilanimidad de la mayor parte de la gente, conducen a los demás mediante una dosis hábil de amenazas y recompensas? La tiranía del nacionalsocialismo, la del comunismo, nos han demostrado palmariamente que los que saben manejar el miedo, pueden dominar pueblos enteros. Pero, ¿esos son jefes? Hay que responder: No. 75

Quien busaca en todo agradar y no está dispuesto a sufrir en el ejercicio de su autoridad, no es un verdadero jefe. Y quien no manda más que con la preocupación principal o exclusiva de hacerse temer, para durar, tampoco lo es. El primero, no es más que un demagogo. Desaparecerá con cualquier excusa cuando vea el menor peligro. El segundo es un tirano, un dictador. Ahora bien; la cabeza no tiraniza a los miembros. Los gobierna, que es bien distinto. Pero, ¿qué es lo que le falta a nuestro tiempo para que sufra tal crisis de autoridad? ¿No será el Amor? Porque el verdadero jefe es el que ama. ¿No será, también, la obediencia, que es un acto de amor? Porque el verdadero jefe obedece. Es obediente hasta la muerte. La ausencia de jefe denota la falta de amor.

La obediencia, acto de amor ¿Por qué motivo mi cabeza gobierna a toda mi persona? ¿Será para oír alabanzas? ¿Será para disfrutar de sentirse superior? ¡No, en un hombre normal! Mi cabeza gobierna a mi persona porque la ama. ¿No es ella solidaria del cuerpo entero? ¿No es ella «una» con el cuerpo? Luego, el jefe que ama, que ama verdaderamente a los que le deben obediencia, gobernará para ellos, y no para su propia gloria o interés. Pero hay grados en el amor. 76

A quien gobierna es a quien primero atacan. Al que más arriesga. A quien tendrá que responder: ¡al responsable! El jefe, por el hecho de ser jefe, es siempre el más amenazado. Por una parte, tiene que decidirse conforme al bien común de aquellos a quienes gobierna. Por otra, se ve sometido a presiones —en su inteligencia y voluntad— para que sus decisiones cedan a intereses privados. He ahí que el jefe que ama a su rebaño, se encuentra ante una elección, ante una opción. ¿A quién tendrá que obedecer? ¿Al bien común de los aquellos a quienes gobierna? ¿O a su propia satisfacción o a las amenazas de sus enemigos? Todo dependerá de su amor. El Señor, Jefe por excelencia, nos lo dijo bien claro: «El Buen Pastor da su vida por las ovejas: el asalariado, el que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas, y huye; y el lobo arrebata y dispersa las ovejas» (Juan 10,11-13).

Hoy, ¡cuántos hombres hay que se creen jefes, y tienen almas de mercenarios! Al acercarse el peligro, huyen, o bien pactan con el enemigo. ¡Cuántos hombres hay que parecen jefes y son lobos, arrastrando a las ovejas por caminos de perdición! Porque no obran por amor, sino por interés o por orgullo. Porque obedecen a su interés, a su temor o a su orgullo, y no obedecen al Amor... No obedecen al amor más que quienes aceptan el dar su vida.

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La obediencia es inevitable Quienes creen no obedecer «más que a sí mismos», no sospechan el grado de su esclavitud. Yo he conocido a una joven, nacida en un ambiente cristiano, o más bien diríamos de tibieza cristiana, que contando apenas diez y siete años, había decidido no hacer caso a los consejos que su padre le daba, por otra parte, con bastante blandura.

El pobre padre, que veía a su hija pasar por una profunda crisis existencial, le había aconsejado la lectura de algunos buenos libros. Pero ella se obstinaba en seguir su propio camino y se había empeñado en leer todas las obras del ateo existencialista Jean-Paul Sartre. Dos años más tarde, estaba totalmente poseída por el existencialismo ateo. Sus pensamientos, su imaginación, sus palabras, sus amistades, todo estaba impregnado de Sartre: de su estilo, de sus ejemplos, de sus razones... Ella, a quien la idea de una autoridad le sublevaba, se había entregado así a un autor —a una autoridad— tan de lleno, como jamás tuviera ella conciencia. Se había dado un amo. Qué extraño, ¿verdad? Pero no tanto, si amar y obedecer es todo uno. Tenemos, entre otros muchos, un ejemplo en las Sagradas Escrituras. «Herodes sentía respeto por Juan, pues reconocía que era un hombre justo y santo, y le protegía; y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de Herodías, danzó, y gustó mucho a 78

Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré.» (Marcos 6, 21-23).

Aquí tenemos como representado el lazo que une el amor y la obediencia. El sentimiento que esa joven inspira a Herodes es violento e indigno. ¿Cómo va él a expresarlo? Con un acto de sumisión: «Pídeme lo que QUIERAS» «Todo lo que tú QUIERAS». Dicho de otro modo: Hágase tu voluntad. ¿No es ésa la palabra misma del amor? ¿Cómo escoger a un amo? Percatémonos bien: AMAR Y OBEDECER, ES TODO UNO. Si nosotros nos apartamos de un amo, es que no le queremos. Y si amamos verdaderamente a alguien, le entregaremos nuestra inteligencia, nuestra voluntad. De lo que resulta, que si nosotros queremos amar, debemos también necesariamente servir a un amo. Ahora bien: «Nadie puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Lucas 16,13). De ahí, dos casos: O bien se aborrece a un amo... y a causa de ese odio se ama a otro. Porque la joven aborrecía la voluntad de su padre, puso su amor en Sartre. O bien, se ama a un amo, se allega a él... y a causa de esa fidelidad, se desprecia al otro. El que libremente se ha dado a Dios por amor, desprecia cualquier otro amo: sus intereses, sus pasiones, las adulaciones de la gente; desprecia incluso su propio miedo. Es fuerte con la fuerza de su señor. 79

Quien no ama a Dios «con todo su corazón, con todas sus fuerzas, con todo su espíritu», quien no ama a su prójimo por amor de Dios, ése, ama a sus pasiones, a su interés, a su orgullo, y a través de todo ello, se hace esclavo del Espíritu del Mal, que se burlará de él y le manejará a su antojo, utilizando su debilidad, su vanidad, su codicia... ¡lo que sea! No nos hemos apartado de nuestra proposición más que aparentemente. En realidad, nos hallamos metidos de lleno en ella. En el matrimonio, el hombre es la cabeza. A él le pertenece el mando.

El único amo: Dios Pues está plenamente demostrado que sólo puede mandar con amor, quien por amor obedece. Igualmente está demostrado que mantenerse firme, buscando el verdadero bien de los gobernados, no es obedecer a una cosa. Es obedecer a Alguien. El verdadero bien no es una cosa. Es Alguien. Nadie puede mandar si no obedece a Dios, por amor. Para obedecer a Dios, hay que escoger a Jesucristo como amo. Escogerle libremente. Escogerle voluntariamente. Escogerle totalmente. Apoderarse de Él, de su persona. Nutrirse con su palabra, con su enseñanza. Vivir haciendo su voluntad, es decir, guardar su palabra. Hacer con el Amo, lo que tantos jóvenes hacen con los amos a quienes se dan. Darse a Él apasionadamente. Pues la juventud es la edad de las grandes pasiones. 80

Los malos amos Unos se entregan a los amos de los escritores ateos... Nietzsche, Gide, Sartre, Camus... Marx... Lenin, etc. Otros, se dan a los amos del sexo, del alcohol, de la droga, de la sensualidad, a quienes quedan «ligados». E IGNORAN QUE TALES SON UNOS AMOS. No reflexionan lo suficiente para comprender que han dado su libertad a costumbres de las que no podrán «despegarse» fácilmente. ¿No ha llegado ya el momento que San Pablo anunciaba a Timoteo?: «Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la sana doctrina; sino que arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el deseo de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (II Timoteo 4,3-4). Pues el hombre, por naturaleza, no es independiente. Sólo es libre para dar su libertad a un amo. Recibirá de este amo lo que éste tenga que darle. Ni más ni menos.

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Recibir una orden, poner mi vida en orden Pues, ya lo hemos dicho: las palabras han perdido su sentido. Obedecer es recibir una orden, o poner mi vida en orden. Hoy ya no se sabe lo que es recibir una orden, poner mi vida en orden.1 Se siente uno tentado a entender lo contrario. Y así, uno entiende por recibir una orden: «Yo recibo una orden... luego, estoy privado de mi libertad... me resigno a hacer la voluntad de otro... ¡a ser «enajenado», como decían los marxistas! ¡Es que nuestra inteligencia está empañada... oscurecida! ¿Qué es, pues, en efecto, una ORDEN? El orden, una orden... es esa armonía que reina en el sistema solar del universo en expansión y en el microcosmos... El orden dado por Dios a la creación material. Un orden... esa armonía que reina en todos los cuerpos vivos... esa misma función de la nutrición... esa misma función de la reproducción... El orden dado por Dios a todo lo que vive. Pero ni la naturaleza inerte, ni la materia viva, tienen la libertad de querer ese orden que les enriquece con tal armonía, con tal unidad de conjunto, con tal diversidad de funciones... En cambio, las criaturas espirituales, los ángeles y los hombres, por su misma naturaleza, pueden recibir libremente el (la) orden de paz y alegría, de amor y unidad, que Dios les propone.

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N. del T.—El autor juega aquí con el doble significado en francés del vocablo ordre: orden o mandato, y orden o armonía; ambos del género masculino. 82

Acoger el orden, la orden, de Dios, como se recibe un don. La orden de Dios, hacer Su voluntad, para enriquecernos. Su voluntad, es Él. Herodes dijo a la hija de Herodías: «Todo lo que tú QUIERAS...» Él quería recibir una orden de esa pobre criatura, sin más poderío que el de su encanto, que el de su danza. Y el hombre cree que se empobrece si le dice a Dios: «Todo lo que Tú QUIERAS...». Si le dice: «Hágase tu voluntad y no la mía». Si le dice: «Hágase en mí según tu palabra». Para que yo reciba amorosamente tu orden, tu palabra, tu voluntad. Que Tú seas en mí como mi vida... Que llegues a ser, Señor, el que dirige interiormente mi inteligencia y mi voluntad. Para que yo sea verdaderamente cristiano... otro Cristo. Y que yo pueda decir, en verdad, como el Apóstol San Pablo: «No soy yo, es CRISTO quien vive en mí». Recibir la orden de Dios es enriquecerse en Él. Sin Él, nuestra alma es como un guante. El guante tiene la forma de la mano, pero no tiene fuerza ni consistencia. Está hecho para desposarse con la mano. No para ser rellenado con papel estrujado. Del mismo modo, nuestra alma está hecha para Dios. Nuestra inteligencia, para recibir su verdad; nuestra voluntad, para recibir su voluntad. ¿No es Él el camino, la verdad y la vida? El alma no se sacia con los bienes finitos, pasajeros. No son su fin. 83

Esos bienes: alimentos, dinero, honores, afectos humanos; preciso es servirse de ellos, dominarlos, mas no ser siervo de ellos. Pues no hay que ser siervo más que de Dios. El que acoge la orden de Dios; el que le es perfectamente obediente, obediente hasta la muerte; ése, puede dar una orden. Pues tiene una orden que dar.

Los demás, en lo tocante a una orden, no dan más que lo contrario: el desorden de su pasión, de su interés, de su orgullo. Si ellos creen que dan una orden, se hacen una ilusión. No dan nada: ¡ellos toman! Toman el tiempo, los esfuerzos, el trabajo de los demás, ¡para ellos! No son pastores. No dan su vida por las ovejas. Son mercenarios. O lobos. Dar una orden Pues el que manda de veras, no habla jamás de su propia autoridad. Lo que dice, lo recibe de otro. Lo que da, de otro lo ha recibido. Jesucristo es el perfecto modelo de Jefe. Él ha dado un(a) orden. Nadie antes que Él, en la Historia, había dado esa orden, pues nadie antes que Él la había recibido, nadie tenía esa facultad. «Un precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros, como yo os he amado; así también amaos mutuamente» (Juan 13,34). Pero esta orden, este mandamiento, Jesús lo había recibido:

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«Ahora saben que todo cuanto me diste, viene de ti; porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos ahora las recibieron» (Juan 17, 7-8). Aquí entramos en contacto con el misterio. La orden, el mandamiento, dado por el Padre al Verbo Encarnado es un don. Ese mandamiento dado por Cristo a los hombres es un don. Cuando Dios ordena, no trata de privarnos, sino de darnos.

Pero, ¡no basta que Dios dé! Es preciso que el hombre acepte, que quiera recibir, acoger ese don que Dios nos da. ¡Hay que tener las manos libres, desocupadas! ¡Libres de los apegos del mundo, de la tierra! Para recibir lo que Dios nos da. ¡Hay que desprenderse de lo que el mundo da! Desprenderse poco a poco. Para recibirlo todo de Él... y ya no del mundo. Para recibir de Él... un esposo —y no del mundo—. Para recibir de Él una esposa —y no del mundo—. «¡Si tú conocieras el Don de Dios!» ¡Y que vale más recibir de sus manos el compañero o la compañera de tu vida, que recibirlo de tus propias pasiones, de tus intereses, de tus ilusiones de mundo! El esposo es la cabeza Volvamos a la epístola de San Pablo, donde encontramos ya la grandeza sacramental del matrimonio: «Las casadas estén sujetas a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, y 85

salvador de su cuerpo. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres a sus maridos en todo.

«Vosotros los maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e inmaculada. Los maridos deben amar a sus mujeres como a su propio cuerpo. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, y nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. Gran misterio es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia. En todo caso, en cuanto a vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo, y la mujer, que respete a su marido» (Efesios 5, 22-33). Tal es la actitud interior del marido frente a su mujer. Tal es la actitud interior de la esposa frente a su marido. De este modo son llamados el hombre y la mujer a completarse. El esposo, otro Cristo El hombre, interiormente, debe imitar la actitud de Cristo, esposo y cabeza de la Iglesia. No es una actitud autoritaria. El autoritario es orgulloso. Cristo es humilde. No es tampoco una actitud de debilidad. Jamás Cristo cede. No teme a los hombres. Él es fuerte. Es una actitud cuyo origen profundo está en la sumisión racional y apasionada a la voluntad del Padre. Una sumisión muy sencilla y humilde 86

que orienta toda su vida cotidiana: hacer la voluntad del Padre. La adhesión por excelencia del amor totalmente confiado. Este deseo de obedecer al Padre de los cielos es su alimento, su fuerza. Y el jefe, la cabeza de la familia, como el Jefe de la Iglesia, necesita fuerza para resistir las tentaciones. Las tres tentaciones del esposo Porque el esposo también será tentado por Satanás de tres formas; es decir, de todas las formas. Primero, será tentado por el deseo de buscar el placer, la satisfacción de las necesidades corporales, preferidas a la voluntad de Dios: «Si eres Hijo de Dios, di a esta piedra que se convierta en pan» (Lucas 4,1-13).

¿No es ésta muchas veces la tentación del esposo: convertir la piedra sólida del deber en pan deleitable? ¿Convertir el deber de dar la vida y educar a los hijos en un estilo de vida egoísta, que rechaza a los hijos mediante la anticoncepción y el aborto? Pero el verdadero cabeza de familia sabe que no puede desordenar de esa manera su vida matrimonial. De corazón responde con el Señor: «Escrito está: No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». No puede él, pues, dar a su vida conyugal un estilo de vida inspirado por Satanás. El esposo será tentado por la ambición, por el deseo de poseer riquezas y honores. También esto le conduce a traicionar la misión para la cual Dios le puso en el hogar. «Llevándole entonces a una gran altura, el diablo le mostró en un instante todos los reinos de la tierra, y le dijo: Te daré todo el poder y la 87

gloria de estos reinos, porque a mí me ha sido entregado, y se lo doy a quien quiero. Si, pues, me adoras, todo será tuyo.» ¡Cuántos esposos han preferido a la intimidad amorosa de su esposa, una vida de brillo exterior, de ansías de dinero y de poder, de infidelidades ocultas…! ¿Por qué no respondieron a Satanás como Cristo: «Escrito está: al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo servirás?»

Pero Satanás va más lejos aún. Si el esposo resiste a la concupiscencia de la carne y a la concupiscencia de los ojos, le tentará con un ataque más sutil y persuasivo. «El diablo le condujo luego a Jerusalén y le puso sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo; porque escrito está: A sus ángeles ha mandado sobre ti que te guarden y te tomen en las manos, para que no tropiece tu pie contra las piedras.»

Esta tentación es, en efecto, la de la presuntuosa confianza en sí mismo. El esposo, en el matrimonio, no está exento de ella. Unos cuantos éxitos y ya le tenéis tentado de mostrar a su mujer lo valioso que es, lo importante que es en su empresa, su gran cultura o habilidad para los negocios… y, por tanto, que hay que obedecerle en todo... ¡a él, que no obedece a Dios desde hace ya tanto tiempo! «Pero Jesús le replicó: Está dicho: No tentarás al Señor tu Dios.» 88

En cada segundo de su vida, Jesucristo, estaba unido amorosamente a la voluntad de su Padre. Él es también «nuestro».

La estructura de la familia Estamos viendo lo importante que es meditar sobre la del Señor, esposo de la Iglesia, para podamos comprender mejor lo que debe ser la vida del hombre, esposo de la mujer. Y no es por casualidad que San Pablo entrelace las frases que conciernen al hombre y a la mujer en el matrimonio, con las que exalta la indisoluble unión de Cristo y de su Iglesia. Lo hace para mostrarnos qué «grande es este sacramento», en Cristo y en su Iglesia. El sacramento del matrimonio es grande, porque comunica la gracia para que el hombre se esfuerce cada día más en asemejarse a Cristo, cabeza de la Iglesia. Este sacramento es grande, porque comunica la gracia para que la mujer, se esfuerce cada día más en imitar la obediencia de la Iglesia, esposa de Cristo. Cristo ha dado su vida por ella. Así debe hacer el esposo cada día, dar su vida por su mujer y por sus hijos. Y la Iglesia es una esposa inmaculada. Ella es fiel, entregada por entero a Cristo, no viviendo más que para Él, para extender su amor a todos los hombres, pues todos están llamados a la salvación. Así debe hacer la esposa, casta y sumisa a su marido, únicamente preocupada por secundarle en servir al Señor. Esposos cristianos ¿Quién será capaz de expresar la dicha del hombre y de la mujer que con tales intenciones dan su mutuo consentimiento de amor en el altar de Dios? Él, resuelto a no gobernar la familia por su propio bien, sino por el de todos, no dejándose llevar de su egoísmo, interés, sensualidad u orgullo. Resuelto siempre a sacrificarse a sí mismo cuando sea preciso, por amor a su esposa y a los hijos que ella le dé. Porque él sabe que Dios le ha dado a su esposa por compañera, para caminar con ella hacia Él, y con los hijos de ambos. 89

Resuelto a no abdicar jamás de su papel de cabeza de la familia, por muchas dificultades que encuentre, viviendo siempre para el rebaño que le ha sido confiado, sean cuales sean las renuncias que le exija. El buen Pastor da su vida por sus ovejas. ¡Y ella!... Ella que tiene la certidumbre de que puede apoyarse en él, dejar todo en sus manos, confiarse a él, para caminar juntos hacia Cristo. Ella que sabe que Dios le ha dado un esposo que sabrá escuchar sus consejos, enriquecerse con sus intuiciones, tomar en consideración sus observaciones tan precisas. Pues ella ve menos los conjuntos que él. ¡Discierne menos los panoramas, las grandes direcciones! Pero ella tiene muy buenos ojos para ver los detalles, las posibles emboscadas que puedan encontrar en el camino de cada día, cuando él todavía no se ha dado cuenta de nada. Ella es consciente de lo que el Señor le pide, cuando le manda decir por el Apóstol que sea sumisa a su marido. No significa esto que ella deba someterse a sus caprichos, a su egoísmo, que comprometería la vida del hogar, a cualquier cosa manifiestamente mala o irracional. ¡La única cosa que la mujer de un alcohólico, de un hombre que ha perdido la cabeza, tiene que hacer, es pedir a Dios que le dé, a ella, su mujer, cabeza para los dos! ¡No! Está claro que esta orden que somete al hombre a Dios y a la esposa a su marido, no puede brillar en su perfección —en el sentido en que esta palabra puede emplearse para cosas humanas— más que si el esposo es coherente con el cristianismo que dice profesar. Si él es verdaderamente cristiano, fuerte y tierno a la vez, transformado por la gracia, ¡con qué felicidad descansará su mujer en él! Ella velará por aconsejarle bien. Él le dará cuenta de sus reflexiones, de sus deliberaciones.

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Ella sacará todo el provecho de lo que sólo una mujer es capaz de ver. El tendrá en cuenta sus apreciaciones a la hora de tomar cualquier decisión. Pero ella reconoce que en la vida conyugal normal a él le corresponde, como cabeza, tomar la última decisión. Por su parte, él bien sabe que, aunque haya seguido una advertencia, un consejo, una idea de su mujer... que luego no resultó acertada, que no tiene el derecho de reprochárselo. Pues es él quien decidió seguir la idea que venía de ella. Es él quien lleva la responsabilidad. Es él quien debe humillarse y pedir a Dios más discernimiento para la próxima vez. Así se adquiere esa experiencia que hace que el anciano, cuando ha vivido en la humildad, hile más fino que el joven. La falta de Adán Sobre todas estas cosas arroja mucha luz el meditar y reflexionar sobre cómo se llevó a cabo el primer pecado del hombre, el pecado original. Y esto es muy importante para los esposos. Pues, en el fondo, es la historia del primer incidente en el matrimonio... ¡de la primera desunión de un amor! «Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría, y cogió de su fruto, y comió, y dio también de él a su marido, que también con ella comió» (Génesis 3, 6). He ahí una decisión que bien sabían ellos iba a comprometer todo el destino del matrimonio; es más, el de toda la humanidad. La mujer toma la decisión en lugar de su marido, a quien pone ante el hecho consumado, ¡contando con el amor que él siente por ella, para que él lo diera por bueno! Y he aquí al primer hombre, al cabeza de la familia, que acepta el hecho sin decir palabra, demasiado débil para acordarse que él es el legítimo representante de la autoridad. El la obedece. El orden está subvertido. Ya no es el hombre quien es cabeza de la mujer. Es Satanás quien ha conquistado su inteligencia y su voluntad. Es el diablo —hablando a través de la serpiente— quien ha engañado a la mujer. 91

El varón, que aún podía salvar su autoridad rehusando someterse a los consejos de su mujer, cedió a su vez. Literalmente: perdió la cabeza. Si la mujer hubiese venido a pedirle que decidiera por ellos dos... tal vez Adán (¡tal vez!, sólo Dios lo sabe) habría rehusado. Pero la mujer, temiendo sin duda que el hombre no se sometiera a sus deseos, prefirió —lo que es una falta femenina por excelencia— obrar por su cuenta. La conducta del varón, por lo demás, en toda esta historia, es bastante deplorable. Cuando nuestro Señor le interroga: «¿Comiste del árbol que te prohibí comer?» (Gén. 3,11), la actitud de Adán no es nada brillante: «La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí.» ¡Bella actitud de jefe! Echa la culpa a su mujer (a cuya voluntad cedió sin más ni más) y, por añadidura, señala que Dios mismo se la puso por compañera. ¡Qué actitud más deplorable! Dios le hace saber que su falta no es solamente el haber comido del fruto. Ni siquiera le señala esa falta en primer lugar. Es otra falta la que ha permitido ésa:

«Por haber escuchado la voz de tu mujer, comiendo del árbol que te prohibí comer, ¡por ti será maldita la tierra!» (12). Si el hombre hubiese tenido presente que él era el jefe de la mujer, la razón le habría demostrado con suficiente evidencia que debería obedecer la orden de Dios, su jefe. Le habría sido más difícil ceder como jefe, en el momento mismo en que se rebelaba él contra Dios. Si él hubiera decidido tal rebeldía, en la plena conciencia de su papel de jefe, su pecado habría sido mucho más grave aún… tan grave, que no se atreve uno a pensarlo. 92

El orden del amor Así, una de las lecciones que nos da el Génesis es la de mostrarnos que la subversión del orden del amor figura, históricamente, al principio del pecado original. Cuando el hombre, por el contrario, es humilde y fuerte, su fidelidad a su deber es para el hogar, una fuente de paz y de alegría. La verdadera caridad conyugal reclama una afectuosa jerarquía. Es exactamente lo que Pío XI afirma en Casti Connubii: «Habiendo quedado bien afianzada la sociedad doméstica con el lazo de esa caridad, es necesario hacer florecer en ella lo que San Agustín llama el orden del amor. Ese orden implica tanto la supremacía del marido sobre su mujer e hijos, como la sumisión solícita de la mujer y su obediencia espontánea. «Esa sumisión, por lo demás, no anula la libertad que corresponde de pleno derecho a la mujer, tanto en razón de sus prerrogativas como persona humana, como en razón a sus funciones tan nobles de esposa, de madre y de compañera. No le manda que ceda a todos los deseos de su marido, sean cuales fueren, poco conformes, tal vez, a la razón misma o a la dignidad de esposa. No enseña que la mujer deba estar asimilada a las personas que en el lenguaje del derecho se denominan «menores» y a las cuales, a causa de su juicio insuficientemente formado o de su impericia respecto a las cosas humanas, se les rehúsa de ordinario el libre ejercicio de sus derechos; pero sí prohíbe esa licencia exagerada que desatiende el bien de la familia. No quiere que en el cuerpo moral que es la familia, esté el corazón separado de la cabeza, con gran detrimento del cuerpo entero, y con peligro —peligro muy cercano— de la ruina. Si, en efecto, el marido es la cabeza, la mujer es el corazón; y como el primero posee la primacía del gobierno, ésta puede y debe reivindicar como suya esa primacía del amor. «Por lo demás, la sumisión de la mujer a su marido puede variar de grados. Puede variar en sus modalidades, según las condiciones diversas de las personas, de los lugares y del tiempo; es más, si el marido faltase a su deber, corresponde a la mujer suplirle en la dirección de la familia. Pero por lo que respecta a la estructura misma de la familia y su ley fundamental, establecida y fijada por Dios, no es permitido jamás, ni en ninguna parte, subvertirlas ni vulnerarlas.»

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El desorden del amor Nuestra sociedad se halla bien lejos de tal concepción. ¡Padece algunas enfermedades, de las que hay que pronunciar al menos los nombres! El individualismo, enfermedad perniciosa, si la hubo, que afirma que los hombres son iguales precisamente en aquellos aspectos en que no lo son. Pues el hombre es igual a la mujer y a los hijos, en consideración a que son todos personas humanas. Pero el hombre y la mujer no son iguales, en cuanto él es hombre, y ella, mujer. Porque, en este aspecto, no son iguales, sino complementarios. No podrán completarse más que si la mujer no pretende ser la igual del hombre... Ella podrá ser su madre, su hija, su esposa, su hermana, su novia... ¡pero no «su camarada»! Es asignarle ahí una actitud a la mujer, que no le conviene y que destruye su feminidad. El que una joven haga estudios universitarios para competir con el hombre y demostrarle que puede bastarse a sí misma y ganarse la vida, como él, y desprenderse a la vez de la autoridad de un marido y de las cargas de la maternidad, es una locura, que conduce al peor desorden. A eso conduce el individualismo. El sentimentalismo y el hedonismo han nacido del individualismo, pero ¡van más lejos! Son enfermedades más graves. Subvierten integralmente el orden natural porque hacen del sentimiento amoroso simplemente humano («amor-emoción») y del placer un dios absoluto. Partiendo de estas premisas, se llega rápidamente a las conclusiones más inesperadas. Los hombres se vuelven sensibleros, melindrosos, ávidos de placer y de emociones... ¡Pierden definitivamente la cabeza, y su corazón es su única razón! Y así, muchos hombres que rehúsan someterse a Dios, se someten totalmente a los caprichos de una silueta femenina, o las exigencias de la adición del sexo... Son hombres que no se atreven ya a mandar a sus mujeres, porque tienen miedo de las responsabilidades. Pero, ¿son de verdad hombres? 94

Las mujeres, ellas, ¡se masculinizan! No sólo en la forma de vestir, que es lo de menos, sino en su forma de comportarse. El alma de la mujer es dominada por la seducción del culto al cuerpo y al sentimiento. Mujeres que se creen más seductoras, porque tienen un atractivo cuerpo. Vivimos en una sociedad donde los hombres han perdido conciencia de sus deberes; y las mujeres, de su pureza; y donde los jóvenes de uno y otro sexo no tienen a Dios en su corazón porque han hecho del sexo, de la diversión o del alcohol, un ídolo a quien rendir culto. Eso, ¿es progreso? Eso, ¿es la civilización, el retorno a la naturaleza? ¡Como si no fuera más natural para un ser racional, conducirse según su razón, antes que abandonarse a sus instintos irracionales! El verdadero retorno a la naturaleza, es el retorno al orden natural. Y en el matrimonio, el orden natural esta dictado por aquello mismo que San Agustín llamaba: el orden del amor. LA MUJER ES EL CORAZÓN «Si, en efecto, el marido es la cabeza, la mujer es el corazón, y como el primero posee la primacía del gobierno, ésta puede y debe reivindicar como suya esa primacía del amor.» Conocemos el papel por excelencia de la cabeza. Es el de decidir de conformidad con la recta razón. Conocemos el papel del corazón, ¡su papel por excelencia es el de amar! El esposo debe ser una buena cabeza, y gobernar a su familia según los ritmos de una vida digna y armoniosa. La esposa debe ser un buen corazón, y difundir en el seno de todos los miembros de la familia el impulso de una vida de amor. Un papel central En eso consiste su papel central en la familia. El corazón está en el centro del organismo y difunde la sangre, extendiéndola a través de todo el cuerpo, y hasta la cabeza.

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De igual modo, la mujer está en el centro del hogar. Y su corazón es el hogar de amor, el hogar de caridad que calienta y anima al corazón de su esposo y al de sus hijos. Ella está en el centro, en el medio, mediatriz entre el padre y los hijos, difundiendo para cada uno el amor que le conviene por derecho propio. Ella sabe amar a su marido, como él necesita ser amado. Él tiene necesidad de su confianza. Ella se la da. Él tiene necesidad de sus consejos. Ella se los somete. Él tiene necesidad de sus ideas. Ella se las ofrece. Él tiene necesidad de ser comprendido. Ella le adivina sus preocupaciones. Necesita él ser alentado. Ella le da su corazón. Ella sabe amar a sus hijos, porque necesitan ser amados. Pues son pequeños. Sabe hacerse tan pequeña como ellos lo son. Sabe jugar con ellos, jugar con cualquier cosa. Sabe comprender sus penas, cuyas causas son tan pequeñas. Pero para ella, no hay nada pequeño. Todo es importante para ella, pues posee la inteligencia del corazón. Adulta para su esposo. Para sus niños, se hace infantil. Tiene la edad de todos los que le rodean, y su propia sangre, la sangre de su alma, les calienta a todos. Es tierna y compasiva, y, por eso, ella es activa y abnegada, rápida y precisa. Para los demás, es infatigable. Como el corazón, no se detiene más que para morir. Pero no muere sino porque se agotó dando la vida. Pues aquella que uno creía tan dulce, era poderosa, también. La que parecía tan tierna, era infatigable. Nada podía distraerla ni apartarla de su 96

tarea, de su misión central en el hogar, abnegándose y donándose a sí misma, irradiando ternura y amor para todos los demás. Ella estaba incrustada en lo más secreto de la familia, inquebrantable en la fidelidad que le debía a su esposo, el cabeza de la familia. Pues aquella que creíamos débil, era toda una fortaleza. Su palabra misma estaba llena de sabiduría: amables enseñanzas fluían de su boca.

«Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Vale mucho más que las perlas. En ella confía el corazón de su marido, y no siente nunca falta de nada. Ella le dará gusto y nunca disgustos todo los días de su vida» (Proverbios 31, 10-12). Un papel escondido La mujer tiene, además, un papel escondido. La cabeza está bien a la vista sobre los hombros. Así, el hombre está a la vista, a la cabeza del hogar. El corazón está enterrado, oculto, en lo íntimo del pecho. Anima todo, pero no se muestra. Así, también, el hogar que se enciende está resguardado del viento, en el hueco más protegido de la vivienda. Lo mismo sucede con la mujer. Está escondida como lo está el corazón. Porque, como él, ella es frágil y tierna, y preciso es protegerla. Porque, como él, irradia calor, y es un misterio de intimidad. Porque la llama se eleva tanto más alta, con tanta más claridad, cuanto más seguro es el refugio, cuanto mejor cerrado esté. El corazón que no ama, se aburre en el pecho; la mujer que no ama, se aburre en la casa. Pero el corazón que ama, no piensa más que en latir, en difundir la sangre por todo el cuerpo. Va hasta las extremidades de los 97

miembros; pues el corazón si se llena de sangre lo hace para darla. En cada latido, renuncia a esa sangre en beneficio de todo el organismo que la necesita.

El corazón de la esposa y de la madre, que se dilata de amor, que vela por su esposo y sus hijos, —por su salud, por su alimentación, por sus vestidos, por el orden y el encanto de la casa—, es un corazón que se irradia más allá de la familia, que llega hasta el colegio donde se forman sus hijos, hasta el taller o la empresa donde trabaja su esposo. Es un corazón del que se beneficia la sociedad entera. Un papel vital En fin; el papel de la mujer en el hogar tiene una importancia vital. El organismo cuya cabeza no es ya capaz de regir, vive aún —con una vida muy restringida, pero vive—. El organismo cuyo corazón ha cesado de latir, no vive ya, no vive ya en absoluto. Los latidos del corazón son el signo mismo de la vida y de la muerte. Un hogar que el padre abandona, es un hogar que puede en rigor, sobrevivir, si la madre sabe reemplazarle. Un hogar que la madre abandona, es un hogar muerto. El corazón cesó de latir en él. Ceguera incomprensible la de tantas naciones que, al instituir el divorcio, multiplican los hogares rotos, los hogares destruidos, donde los niños abandonados juegan aún en torno a las cenizas que se apagan. Locura criminal de las leyes que ocultan a la mujer lo que ella es: el corazón vivo de una familia, que, al perderla, pierde su centro, su unidad, su lazo de amor. 98

Penosas consecuencias de esas costumbres, que invitan a los jóvenes a no vivir más que para el placer que mata, y les disimulan que han nacido para el amor, generador de vida. Trágica responsabilidad la de aquellos que, por perversidad o por cobardía, no se atreven a levantar la voz para denunciar este estado de cosas que, imperceptiblemente, va destruyendo las almas y expulsando el verdadero amor lejos de nuestras sociedades modernas. Porque como la sociedad actual, en sus instituciones y en sus costumbres, se ha apartado de Dios, y se niega a recibir su orden, su ley, su gracia y su amor, la mujer cada día va apartándose más de su papel de esposa y de madre. Vivimos en un mundo en que el progreso técnico se utiliza como cómplice de la subversión moral y social, en una de las sociedades más corrompidas de la Historia. Sin duda que existieron Sodoma y Gomorra. Eran dos ciudades corrompidas. Ha habido muchas otras. Pero, hoy día, es toda una civilización la que se agita contra Dios, y que no es más que un insulto, un prolongado grito de rebeldía contra la creación de Dios, la subversión radical de su orden, del orden del Amor. Los que saben lo que hacen Tertuliano decía, con razón, que la sangre de los mártires engendraba nuevos cristianos. Nuestros gobiernos anticristianos han aprendido la lección y no quieren hacer mártires, para que no aparezcan más cristianos; por eso propagan el vicio entre las multitudes, porque les resulta más rentable; que todos respiren placer y vicios por los cinco sentidos, que se saturen de ellos, y ya no tendremos cristianos. Han aprendido que para destruir el cristianismo, han de comenzar por corromper a la mujer... Para herir mortalmente a la Iglesia hay que llegar al corazón. El mejor puñal para hacerlo es la corrupción, la corrupción de la mujer.

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Esta ofensiva contra la Iglesia, por la corrupción de la mujer, está alcanzando hoy su pleno desarrollo. La prueba ya está hecha. La mujer es, en efecto, el corazón de la familia, de la iglesia doméstica. Pues al corazón apuntan los que quieren matar. Pero sabemos nosotros que las puertas del infierno no prevalecerán. Y que el Señor ha resucitado. Que está en medio de nosotros. Que cada día da Él su carne a comer, para iluminar las inteligencias, fortalecer las voluntades y encender los corazones en el fuego de su amor. Sabemos, también, que el corazón de un gran número de muchachas permanece puro, limpio de todo egoísmo. Y el corazón de otras tantas ha optado, después de vivir la experiencia del pecado, de volver a vivir la vida de la gracia. Un ejemplo lo tenemos en el Evangelio, en María Magdalena, la «re-virginizada». Todos los ataques del Enemigo no lograrán forzar las puertas de la ciudadela inexpugnable que constituye un corazón fiel al Amor: del corazón de una joven fiel también de antemano al esposo que Dios le dará, si tal es su vocación. Un corazón de mujer, fiel a la gracia, y fiel a dar la vida. Un corazón de madre cristiana. Corazones formados por Aquella misma a quien Dios colmó con la plenitud de la gracia. De Aquella misma que bendijera entre todas las mujeres, De Aquella misma, a quien todos los cristianos, deseosos de romper las cadenas del asfixiante materialismo, ruegan, porque Ella es la Victoria... 100

«¿Quién es ésta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como un ejército?» (Cant. 4, 10). … MARÍA.

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Capítulo V LA ALEGRÍA DE AMARSE Muchos de los libros que se publican hoy sobre el matrimonio transmiten un mensaje que parece más dirigido para desalentar del amor matrimonial que para afirmarlo, para confrontar a los esposos que para unirlos. Son manuales que hablan del amor, pero de un amor estéril, sin hijos; que para nada hablan de la fidelidad y mucho menos de la fuente del amor, que es Dios. Nada. Nada absolutamente, más que la evocación de una ternura simplemente humana. Son amores nacidos del egoísmo, que no hablan de la entrega de sí mismo, de abnegarse por el bien de los demás, sino tan sólo de un ansía totalmente carnal de goce, donde el alma se halla ausente. Son amores que no duran y que rápidamente se marchitan una vez contraído el matrimonio, si es que se llegan a casar. Son amores que se agotan porque las personas no tenían otro fin, al amarse, que hartarse de emociones y sensaciones. Son amores que acaban en la tristeza y en el hastío.

¡Qué desilusión para tantos esposos! ¡Eran tan felices, estaban tan orgullosos de la complicidad secreta de lo que ellos creían que era amor! Y luego, he aquí que de improviso, el encanto desaparece. ¡Es a lo que conduce el amor pagano! ¡Qué absurdo todo! ¡No! Tiene que haber algo más que ese amor que se acaba y agota. Tiene que existir otra perspectiva del amor. 102

En lo recóndito del corazón de los que aman—de los que han amado de verdad—, hay algo que lo proclama, lo asegura, lo afirma, que es más fuerte que todas esas experiencias amargas. Debe existir una intimidad de las almas, tan fuerte y tan verdadera, que dure y que crezca cada día más. Pues de las almas depende, en efecto, no dejarse consumir por la costumbre, no dejarse roer por el hastío, no dejarse abatir por la soledad... NOTAS SOBRE EL HASTÍO CONYUGAL Un joven y una joven se han escogido mutuamente. Han adquirido cierto conocimiento del otro. Han valorado sus cualidades y también sus defectos. Pero el matrimonio no es solamente esa estimación objetiva y prudente, aun cuando sea necesaria. Más allá de las cualidades de equilibrio y de generosidad, que habrían podido encontrar en otras personas, han cedido a alguna seducción más misteriosa. Se han reconocido. Sus dos miradas que un día se cruzaron como una confidencia apasionada, se han comprendido. Creyeron en aquel momento que podrían llegar a una gran intimidad. Se han amado porque mutuamente se han preferido. Se trata de una preferencia total que comprende a toda la persona y no el espejismo obsesionante de un deseo que no puede engañar largo tiempo. Pero la intimidad no es aún más que una promesa. Los novios han decidido casarse para «ser felices», como se dice, pero aún no es más que una promesa... La gracia del sacramento interviene entonces, no solamente para aumentar la vida divina en el alma de los esposos, sino también para depositar en ella dones particulares, disposiciones, gérmenes de gracias. La gracia sobrenatural eleva el matrimonio natural y permite a los nuevos esposos puedan llegar a una intimidad mucho más profunda. Pero esa intimidad está todavía por realizarse. Es aquí donde, sutilmente, el Espíritu del Mal procurará insinuarse para comprometer su realización. La tentación «clásica» del matrimonio Existe un error, al cual, incita ese Espíritu del Mal, y en el que hace caer tan a menudo, que podría uno casi denominarlo «clásico». 103

Consiste en atribuir una enorme importancia a la consumación del matrimonio, con miras a llegar a la intimidad de las almas. Hay que reconocer que esa ilusión tiene, en efecto, algunas razones que la justifican. ¿Cómo no iba a tener profundas repercusiones psicológicas esa tierna intimidad física? ¿Cómo no iba a inclinar a las almas a un mayor abandono mutuo, a una mayor confianza recíproca? ¿Cómo no iba la intimidad física a destruir ciertas reacciones de defensa? Sin embargo, aquí también, no puede uno menos de admirar el plan providencial que ha dispuesto el orden del matrimonio, para permitir a la unión conyugal ser, según la palabras de Pío XI, «por de pronto, un acuerdo de los espíritus, acuerdo más estrecho que el de los cuerpos». Si es verdad que la consumación del matrimonio está efectivamente ideada para favorecer la expansión de la intimidad de las almas, no lo es menos que día tras día los nuevos esposos están amenazados de desviarse del verdadero origen de su intimidad esponsal. Esta convicción —a menudo inconsciente— se forma muy lentamente. Ella conduce insidiosamente, a abandonar una a una, las confidencias y las delicadezas que, en las primeras semanas habían estrechado tan firmemente los corazones.

La verdadera naturaleza de la unión conyugal Pues la unión conyugal acercó primero a los espíritus, inclinó a dos almas, una hacia la otra. Dicha unión está, ciertamente, creada con miras a la paternidad y a la maternidad; pero esa paternidad y esa maternidad son, en la más amplia medida, obras no solamente carnales, sino, ante todo, espirituales. No hay razón para que en la práctica de la vida conyugal, la intimidad física del amor se convierta en el principio o, si se quiere, en el 104

alimento principal de la intimidad de los esposos. Pues esa intimidad física es la expresión sensible de la intimidad de las almas. Este orden no debe ser subvertido. Así como la palabra articulada es la expresión sensible, del pensamiento, el cuerpo es el instrumento sensible a través del cual el alma se manifiesta y se expresa. Una palabra puede estar bien articulada. Si es mentira, menosprecia su función propia. Cuando el esposo dice «te amo», y cuando oye a su mujer susurrarlo como un eco, deben cuidar, uno y otro, de decir la verdad.

Si ambos no se aman más que a sí mismos a través del otro, sus palabras, signo sensible del pensamiento, son MENTIRAS. Cuando, de forma análoga, la casta intimidad del lecho conyugal no expresa una profunda y viva intimidad de las almas, los esposos se arriesgan, sin comprender, no obstante, por qué, a aburrirse poco a poco, a fuerza de vivir juntos y de experimentar el sentimiento de que ellos se conocen demasiado. Sencillamente, se aman menos, puesto que han cesado de hacer esfuerzos, para conocerse, por una parte; y, por otra, para crecer en su amor. Su intimidad física se va convirtiendo en una mentira. El óxido que roe el amor Es como si su amor se hubiera oxidado. El óxido que ataca a un objeto le deja su forma, y durante largo tiempo, su solidez; pero, no obstante, le desfigura, le afea. Del mismo modo la rutina de vivir juntos para unos esposos que han cesado de hacer esfuerzos mutuos por agradarse y perfeccionarse en su entrega, extiende una grisalla, un tono gris sobre el hogar, y la vida conyugal se torna mustia, triste, aburrida... «Créese uno loco de ternura. 105

Pero en cuanto ya no se trata de caricias No se comprenden, en suma, más que a medias...» Los esposos piensan que por sólo llegar a la intimidad física espontáneamente tiene que darse la intimidad espiritual, y se equivocan. De esta forma descuidan acercar sus almas y surge el tedio y la desidia de los corazones. A veces la situación se agrava secretamente durante años cuando los esposos se contentan con vivir al día, en un indolente atolondramiento, solamente preocupados en gozar de la vida. Y un día trágicamente descubren que basta con una riña, una discusión cualquiera, por minúscula que sea, para que entre ellos se interpongan abismos...

Cuando esto sucede, los afectados creen, generalmente, ¡que se equivocaron el día que escogieron a su cónyuge! Comienzan a pensar en ello, y a veces, incluso, a decirlo a los demás. En los países minados por el divorcio, ¡se piensa entonces en la posibilidad de llevarlo a cabo! La ceguera moral y el egoísmo son los causantes de todo este desastre, pero el orgullo hace que la persona busque toda clase de razones para echarle la culpa al otro antes que confesar la propia culpa. Cuando el óxido constantemente ataca un objeto, al cabo de varios años puede llegar a roerlo tan profundamente que, aun conservando aparentemente su forma, fácilmente se quiebra. Lo mismo ocurre con el óxido que ataca el amor matrimonial, al cabo de varios años pone en peligro su propia existencia. Este queda a merced del menor choque, y en el momento de echarle mano queda reducido a polvo. 106

Las exigencias del arte de amar Por el contrario, cuando los esposos, aun sin tener gran experiencia, poseen plenamente esa delicadeza propia del amor verdadero, emprenderán la gran aventura de la vida de dos en compañía, teniendo buen cuidado de no fundar su intimidad más profunda en una ternura sensible. Porque saben que la alegría de los cuerpos es un reflejo, una manifestación, una expresión de la alegría de las almas, y que esta alegría de las almas es la que hay que cuidar primero en los pequeños detalles del día a día. Saben que no basta con haber cohabitado unas semanas, para conquistar totalmente y, de una vez para siempre, esa rara flor que es la intimidad verdadera de los corazones. Saben que no se conocen todavía en muchos aspectos... Saben que no hay que creer que por estar ya casados que no necesitan demostrarse su amor, ¡sino que, al contrario, es ahora cuando más lo necesitan!

Saben que no se deben extinguir esas delicadezas nacidas del amor que se prodigaron durante su noviazgo, sino, por el contrario, ¡que se deben avivar más cada día! Saben que la intimidad amorosa no es un estado en el cual uno se instala, sino una vida que se nutre y crece cada día de estas delicadezas y cuidados solícitos. Saben que cada día deberán crecer en la estimación recíproca; pues, cuanto mayor sea la admiración, mejor y más intensa será la entrega de sí mismo. Saben que cada día, silenciosa y humildemente, tendrán que esforzarse por merecer esta estimación... 107

Saben, también, que son demasiado débiles, demasiado interesados, demasiado egoístas, para lograrlo. Y que únicamente la fuerza de la caridad sobrenatural en ellos puede realizar lo que la debilidad de la naturaleza caída no permite ni siquiera entrever. Saben, por último, que pacientemente deberán, con delicadeza y ternura, descubrir el arte de amarse. EL ESPÍRITU ES EL QUE DA VIDA ¿Cómo alcanzar este grado de amor tan alto que puede parecer a veces inaccesible? ¿Cómo coronar esa cumbre donde la unidad de las almas es tan profunda que ya parece el cielo que ha comenzado en esta tierra? ¿Es acaso un problema filosófico tan arduo que sólo algunos intelectuales logran resolver? Sabemos, efectivamente, que no. ¿O será, tal vez, un problema técnico que una vez solucionado, ya no hay nada más que hacer? Sabemos, igualmente, que no. La intimidad espiritual de los esposos depende esencialmente de su amor. Es una conquista de su amor. Y la naturaleza de esa conquista puede uno definirla así, en pocas palabras: es un contacto vivo de las almas, un encuentro de las almas. La alegría de amar es un arte totalmente espiritual, el arte de unir juntos sus dos voluntades en la de Dios, que así se convierte en la única Vida de los que se aman. Dos personas que se aman necesitan cada una la presencia de la otra. Quieren encontrarse. De dos personas que se comprenden cada vez mejor, ¿no se dice que se «acercan» una a otra, aunque sea en un sentido espiritual? Cuando las que se comprenden menos bien parecen «distanciarse» una de otra. El contacto es el encuentro. Dos personas que se encuentran por un camino, en el campo, se detienen y conversan juntos, son dos universos de pensamiento, de voluntad, de sentimientos, que por unos minutos, se vierten uno en el otro: conversan (en francés converser = conversar, y deverser = verter tienen la misma raíz). En la vida conyugal, dos almas que conversan es aún mucho más. Son dos universos de pensamiento, de voluntad, de sentimientos, que se esfuerzan por no formar más que uno. El contacto de dos almas es la etapa 108

donde cesa la soledad de cada una de ellas y más allá de la cual se adivina la beatitud de la unidad. Ese contacto no será verdadero y profundo más que cuando las almas, no solamente se acerquen una a la otra, sino cuando se abran, también, la una a la otra. Va a exigir que cada alma se dé a la otra, se derrame en la otra. El alma que quiere darse debe necesariamente renunciarse a sí misma. El motivo por el cual tantos esposos permanecen cerradas el uno al otro es porque, simplemente, vienen uno al otro, no para dar, sino para tomar; no para renunciar, sino para arrancar; no para darse —luego para empobrecerse—, sino para enriquecerse. Sin embargo, mantienen la ilusión de que sus almas se encuentran, que llegan a contactar y que se aman. A veces, es un contacto inerte, que no se atreve a comunicarse, por amor propio o por pereza. Otras, es un contacto muerto, que no tiene nada que comunicar, porque una u otra alma, tal vez las dos, están encerradas en sí mismas. Un contacto inerte A veces, es un contacto inerte... El niño que se duerme sujeta la mano de su mamá. La aprieta fuertemente, feliz de sentirla junto a él; está seguro agarrado a ella, con la confianza absoluta de los pequeños. Luego, lentamente, el sueño le vence. Olvida poco a poco a aquella cuya mano llena la suya. La madre dormita. Se duerme, también, junto a la cuna. Inexpresivamente, las dos conciencias se han dormido, las dos voluntades han cedido, las dos manos se han distendido, el apretón ha aflojado. Sólo su forma subsiste, como un recuerdo. El vigor se fue. Ya no es más que un contacto inerte. El sueño del amor. Hay almas de esposos que están en contacto. Pero el amor, lentamente, se ha dormido. Entre ellos no existe ya más que un contacto inerte; un contacto superficial, mecánico.

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Ellos se comunican sus preocupaciones diarias. Sus alegrías cotidianas. El habla del tiempo que hace. De los acontecimientos del día. Habla de su trabajo. Ella habla de los cuidados de la casa. De la guerra que dan los niños. De los chismes del barrio. De las vecinas. ¡Dos autómatas simpáticos y que hacen buena pareja! No es más que un contacto inerte. Se hablan. Pero no se atreven a obrar. Es un contacto de sus costumbres de pensar, de hablar, de hacer, ajustado a la vida conyugal; un contacto de sus palabras habituales, de sus enervamientos habituales, de sus rutinas, de sus impresiones, de sus juicios, de sus reacciones. Cuando se encuentran solos su conversación permanece fútil; sus corazones, sin alegría. Si tocan asuntos de importancia, lo hacen sin profundidad. Son, en toda la tristeza de la palabra, ¡viejos-casados! A veces, un contacto muerto Hay matrimonios en que los esposos, no solamente no se comunican entre sí en profundidad, sino que sus almas están muertas. ¡Cuántas jóvenes parejas hay en que el matrimonio decepciona al cabo de seis meses, de un año! El cielo de su amor es sombrío, gris, cargado de nubes. Se sorprenden mutuamente diciendo cosas atroces: un pesar de haberse casado, que no se expresa siempre claro, que no se atreven siquiera a formular, pero que pesa. Ni siquiera la intimidad física deja de tener un gusto de tristeza. El contacto ha perdido su sentido. Permanece como el recuerdo de un muerto. Se le busca. Ha existido. No se le puede ya reanimar. Los esposos se sienten ligados uno al otro, ¡como forzados a soportarse, como «forzados» que llevan cadenas! 110

Esposos sin alegría, esposos sin amor..., esposos sin vida. Hace ya largo tiempo que forman pareja. Cada día están ligados a la misma tarea. Se conocen tan bien que, muy frecuentemente, no se cruzan más que monosílabos.

No es el contacto mismo lo que plantea el problema, pues el contacto será vivo, inerte o muerto, según que las almas estén vivas, inertes o muertas. Lo que constituye el problema es la vida de las almas. El alma ¿Qué es, pues, esa alma espiritual e inmortal que hay en mí? ¿Qué hay en ti? Más allá de tu mirada, de tus palabras, de tus gestos, claramente adivino esa fuente de vida que te anima, que inspira todas esas manifestaciones de tu boca, de tu voz, de tus actitudes. Sí; eso es, en efecto, ¡tu alma! Lo que en ti es la fuente de donde brota tu vida interior, de pensamiento y de voluntad. Pero yo no puedo alcanzarla, y sufro por esta limitación. Puedo, si quiero, pasar mis manos por tu frente, por tus ojos, mas nunca tocaré tu alma. Puedo realmente estrecharte contra mi pecho, pero mis dos brazos, por sí solos, no lograrán estrechar tu alma. ¿Un ansia en mí quedará insatisfecha? Este matrimonio tan tiernamente deseado ¿no será más que una mera ilusión? La intimidad física, ¿un engaño de la naturaleza? Esta unión profunda, sin reserva, de las almas, ¿un espejismo al que habrá que renunciar tras unos meses o unos años de decepción interior? ¿No les parece que cuanto más se busca, más se palpa y aprieta de cerca ese misterio que está en el centro del amor conyugal? ¿No consistirá ese misterio en que la unidad de las almas es un don? ¿Un don que dos almas por sí solas no pueden hacerse mutuamente? 111

¿No existirá un hilo de Ariadna que a través del laberinto de las ideas y de las pasiones humanas permitirá a los esposos que de él se apoderen recibir en ellos el Amor? El lazo vivo de las almas, ¿no será el Espíritu de Amor, esa respiración viva que realiza la Unidad porque es Dios? Tal es el secreto que compete al Espíritu Santo revelar. Tal es el secreto de María, su Esposa, la Virgen fiel, la Madre del Amor Hermoso. Es un secreto de Pentecostés: a la confusión de lenguas de la torre de Babel, que destierra a los hombres a las soledades de la incomunicación, la gracia de Pentecostés responde con ese don de lenguas que permite nuevamente a las almas humanas conversar en el amor. Ese secreto puede ya escribirse en toda su extensión. Puede ya ser descifrado. Estas frases permanecerán «letra muertas para los que «tienen ojos y no ven» (Lucas 8, 10), pues «el espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha para nada» (Juan 6, 63). Ese secreto es el que nos ha confiado «el discípulo que Jesús amaba». ¿No lo descubrirán los esposos si, al pedir luz y fuerza al Espíritu Santo, se aplican estas palabras de fuego?: «Carísimos, amémonos unos a otros, porque la caridad procede de Dios, y todo el que ama es nacido de Dios y a Dios conoce. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es caridad. La caridad de Dios hacia nosotros se manifestó en que Dios envió al mundo a su Hijo unigénito para que nosotros vivamos por Él. En eso está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo, víctima expiatoria de nuestros pecados.

Carísimos, si de esta manera nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nunca le vio nadie; si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor en nosotros es perfecto» (I Juan 4, 7-12). 112

Hay cierta manera de leer estas frases, de refilón, que es un medio muy seguro para no comprenderlas. ¡Y sin embargo, hay humildes aldeanas que las han penetrado hondamente! Y hay sabios intelectuales que no han visto en ellas más que palabras bonitas. ¡La revelación que cambia una vida! Pero ¡volvamos atrás! Para aquellos que se aman, que desean amarse más, con un amor vivo y verdadero. Para los que no limitan su amor a una satisfacción instintiva o estética, sino que presienten que ese amor que ellos desean para unirse es tal vez un misterio fulminante, cuyo descubrimiento puede cambiar el curso de una vida —Él cambió el curso de la vida de San Pablo por el camino de Damasco—. A ellos es a quienes San Juan hace esta revelación: ¿El Amor?... Pero... ¡si es Dios! Nuestras almas son las moradas donde el amor quiere venir a habitar; pues el amor no es alguna cosa, algo vago y encantador, que une a los que se aman.

EL AMOR ES ALGUIEN Dios es Amor. El Dios único en tres Personas. El misterio de la Santísima Trinidad es precisamente el misterio del Amor. El PADRE, que eternamente engendra al Verbo, la palabra viva, y el HIJO, quien eternamente vuelve hacia su Padre, en la unidad de un solo Espíritu, de un solo lazo de amor, de una sola respiración de amor: el ESPÍRITU SANTO. El Dios-Amor nos ha creado. Pero por el pecado original, el hombre y la mujer se han apartado de su Faz. Mas Él nos ha salvado. «Él envió a 113

su Hijo como víctima expiatoria por nuestros pecados.» Y el Verbo se hizo carne. De nosotros depende que vivamos de ese amor. «Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, a fin de que vivamos por Él», pues «el Amor viene de Dios». Tal vez todas estas cosas permanecen para algunos como LETRA MUERTA. Pero los que testifican que el Espíritu Santo vivifica en ellos estas palabras de San Juan pueden presentir cuál es el único camino para dos almas que se buscan; la única verdad para dos almas ávidas de conocerse; la única vida para dos almas impacientes por unirse. Dios es el lazo de amor ¿No es eso exactamente lo que Pío XII daba a entender el 15 de julio de 1942 a unos jóvenes esposos que recibía en audiencia?: «Si Dios es —y debe serlo— el lazo de vuestro amor, lo marcará en recompensa con su sello, afianzándolo hasta tal punto que nada en el mundo tendrá la fuerza para inquietarlo ni debilitarlo. Escuchad (...) a San Francisco de Sales (Introducción a la vida devota, cap. 38): «Es el primer efecto de este amor la unión indisoluble de los corazones. Cuando se encolan dos pedazos de pino, uno con otro, si es buena la cola, queda tan firme la unión, que más presto se partirá la madera por otras partes que no por la pegadura: así, pues, cuando Dios une con su propia sangre el marido a la mujer, es tan firme esa unión, que antes se ha de separar el alma del cuerpo de uno y otro, que no el marido de su mujer. Pero esto se entiende no tanto de la unión del cuerpo cuanto del corazón, del afecto, del amor.» Pío XII proseguía: «Pero acordaos que si Dios ha elevado el lazo nupcial a la dignidad de este sacramento, de fuente de gracias y de fuerza, Él no os da la perseverancia sin vuestra propia y constante cooperación. Ahora bien: vosotros cooperáis a la acción de Dios con la oración cotidiana, con el dominio sobre vuestras inclinaciones y vuestros sentimientos, con una estrecha unión con Cristo en la Eucaristía, el pan de los fuertes, de esos fuertes que saben a costa de cualquier sacrificio y renunciamiento mantener sin mancha la castidad y la fidelidad conyugal». Gracias a la oración diaria, nacida del fondo del alma, e inspirada por una confianza filial a la Providencia del Padre celestial, los esposos se abren a la gracia divina. 114

Junto al auxilio de la gracia, una actitud interior de permanente docilidad a la Voluntad divina es lo que permite a los esposos adquirir, día tras día, encaminar las propias inclinaciones y sentimientos hacia el amor conyugal. La recepción frecuente de la Eucaristía fortalecerá la unión conyugal en la propia sangre del Señor. El amor «propio», negación del amor «don» Entregarse, para un alma, es consagrarse a amar. Para amar, hay que estar dispuesto a reconocer el propio egoísmo y las imperfecciones que nos impiden hacerlo. Hay que trabajar por rectificar, por corregirse, por ir eliminando esas zonas oscuras del alma, a lo largo de los pequeños acontecimientos de la vida cotidiana. Ese renunciamiento silencioso y sonriente, afectuoso y paciente, no se puede conseguir sino empujado por la gracia divina. Pues el alma que no se entrega al amor está poseída por el amor propio. El amor propio es el sinónimo más decente del egoísmo. «El amor propio es todo ojos: observa y descubre, aun cuando nada en absoluto tenga que sufrir por ello, las más ligeras imperfecciones, las más inofensivas rarezas del cónyuge. Por poco que le desagraden o simplemente le molesten, las censura al momento con una mirada dulcemente irónica; luego, con una palabra ligeramente punzante, tal vez con una broma mordaz en presencia de otras personas. Es único en sospechar apenas el dardo que lanza, la herida que abre; pero se irrita en cuanto los demás, aun sin decir palabra, advierten sus defectos, por penosos que sean para los demás. ¿Simple grieta, también?... El ojo no logra descubrirla, pero al menor golpe, el jarrón ya no devuelve el mismo sonido. La grieta se agranda, las disputas se hacen más frecuentes y más vivas. Aun cuando la ruptura no se haya consumado aún, ya no existe más 115

que una comunicación enteramente exterior, ¡en lugar de esa unión de dos vidas, que conquista el fondo de los corazones! ¿Qué pensarán, qué dirán de ello los hijos? Las escenas de que son testigos, ¡qué estragos no causarán en sus almas y en sus corazones! Y si la casa está desierta de hijos, ¡qué vida de tormento para los esposos! ¿Quién puede ver o prever a qué resultados conducen a veces las mezquinas crueldades del amor propio?»

Sólo un padre de familia, cargado de experiencia y animado por una inmensa caridad, ha podido escribir esas líneas. Padre en grado eminente, padre, no sólo de los hijos, sino de los padres; no solamente de los pueblos, sino de los que los gobiernan; padre atento, pero lúcido; perspicaz, pero misericordioso —tal era, en efecto, el Papa Pío XII, que dirigía este mensaje de puesta en guardia a los esposos el 8 de julio de 1942. La caridad conyugal Queda ya demostrado que existe una estrecha relación entre la vida espiritual de los esposos y su felicidad conyugal. En todo hogar la paz y la unión de las almas dependen inmediatamente del amor y de la sumisión afectuosa de cada una de esas almas a Dios. Si cada uno de los esposos no hace su diario examen de conciencia y de corazón, es inevitable que sea el amor propio de cada uno de ellos quien proceda al examen de conciencia del cónyuge. Por el contrario, ¡qué alegría tan dulce para un marido el ver a su mujer dominar esos movimientos de humor que destruían la dulzura de su rostro! ¡Qué maravillosa alegría para una esposa el ver a su marido más atento a ella, más solicito por comprenderla, más consciente de sus fatigas y de sus esfuerzos!

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HACIA LAS CUMBRES DE LA UNIDAD Hemos penetrado el secreto de la intimidad. Por eso es tan grave el mandamiento que prohíbe al hombre separar Lo QUE DIOS HA UNIDO. Hay que pesar bien estas palabras. El Dios Trinidad es un Dios Unidad. Aquí es donde se ofrece una última etapa a los esposos cristianos: la comunión de las vidas interiores se realiza por el deseo de recibir cada vez más la vida divina; y por el deseo, a su vez, de comunicar esa vida divina a las demás almas. No se trata ya tan sólo de reunirse en la unidad viva de la Trinidad. Se trata de desear a Dios conjuntamente, de dar a Dios conjuntamente, y de ser, conjuntamente, transparencia de Dios. Trabajar en la misma obra Ya se sabe qué fuerza de unión comunica el hecho de colaborar en una misma obra; cómo pueden soldar las almas el hecho de desear un mismo éxito, una misma victoria. Así, el equipo deportivo, donde cada uno ha rendido al máximo y que gana la Copa. Así, la tripulación de un barco, a través de la tempestad. Así, el cirujano y sus ayudantes, a la cabecera de un enfermo que logran arrancarle de la muerte. Así, en fin, todo un pueblo, toda una nación, amenazada por una guerra en su misma existencia, y que después de haber estado unida en el esfuerzo y en la lucha, durante anos, descubre, con la victoria, esa alegría que hace llorar a los hombres... La comunión de esfuerzos hacia un mismo fin produce frutos de unidad.

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Pero, en el curso de las cosas humanas, esa unidad no sobrevive sino muy imperfectamente al éxito de la empresa que la motivó. Los hombres de la misma patria, que parecían haber soldado para siempre esa unidad en la lucha y en la victoria, obran pocos meses más tarde como si hubieran olvidado todos aquellos esfuerzos suyos mancomunados. Ya están de nuevo divididos, las facciones políticas les oponen. Han olvidado, porque el peligro ha cesado, que tienen el mismo fin que alcanzar juntos: el bien común de la patria. Los esposos trabajan en la misma obra Se observa algo semejante en el curso de la vida conyugal —aun cuando esté cristianamente inspirada—. Los esposos olvidan, sin dejar de perseguirlo, el fin común. El fin, no obstante, es dar la vida a los hijos, educarlos, formarlos, para hacer de ellos adultos, hombres y mujeres cristianos, a imagen y semejanza de Dios. Esos hijos —sus hijos— han sido bautizados. Son prometidos a la visión beatífica, son prometidos a Dios. Dios les es prometido. Esta generosidad de los esposos es la que hace realmente que las almas de sus hijos puedan entrar un día, con la Gracia de Dios, en el resplandor único de la Eternidad. Los esposos no se dan uno a otro más que para dar sus hijos a Dios, y para dar a Dios a sus hijos. Toda su vida está realmente ordenada hacia esa obra inmensa, inconcebible al espíritu humano sin el auxilio divino: recibir a Dios y dar a Dios. Si tal es el objeto, el centro, el origen y el fin, el alfa y omega, ¿por qué los esposos no han de vivir intensamente, con el mismo fervor, para, 118

cada día más juntos, darse a Dios y para, cada día más juntos, recibir a Dios?

Lo que forma las grandes obras no es el ruido que las acompaña, ni siquiera la repercusión social que provocan, ni, en fin, las dimensiones exteriores que revisten. Lo que forma las grandes obras no es tanto las grandes apariencias como las grandes almas. Todas las esposas no pueden estar asociadas a la obra de un hombre célebre. Todas no pueden desposarse con un hombre famoso, un gran filósofo, político o investigador. Todos los matrimonios no pueden realizar una gran obra, en el sentido terreno de esas vocaciones particulares. Pero todos aquellos a quienes los lazos del matrimonio han unido, fuerte y tiernamente, pueden y deben realizar una gran obra, aunque pase desapercibida y oculta a los ojos de los demás. Como oculta fue a los hombres la gran obra de María y José, criando y consagrándose a la educación del Salvador, sin que el mundo lo sospechara. Como oculta permanece hoy la educación cristiana de un hijo. Como María y José, los padres, durante su vida, deben interiormente estar unidos en el amor en un solo deseo, que sumerja a todos los demás: ¡Adveniat Regnum tuum! Venga a nosotros tu Reino. Pues «el Reino de los Cielos está dentro de nosotros mismos.» ¿Estamos abiertos al advenimiento de ese Reino en todo nuestro ser? ¿Al advenimiento de la Voluntad de Dios en nosotros? ¿A preferir esa Voluntad y no la nuestra?

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La gran obra oculta de los esposos, ¿no es la de trabajar juntos para que el Reino se extienda cada vez más en ellos y en sus hijos, y en toda la humanidad?

Una gran oración Si son fieles a las inspiraciones del Espíritu Santo, ¿no van ellos cada día a ofrecerse por esta intención, y cada día a pedir para que este Reino venga cuanto antes? A ofrecer sus alegrías, a ofrecer sus penas, sus trabajos y sus cuidados, sus dificultades y sus éxitos, sus oraciones y el cumplimiento gozoso, total, de su deber de estado. ¡Y a pedir! A pedir por ellos, primero: para lograr que sean mejores esposos, mejores padres. Para sus hijos, después. Porque cada día los padres observan que en sus hijos también puede brotar el egoísmo, la pereza, la ligereza, el orgullo, la mentira. Cuando los hijos se hacen mayores, la oración de los padres se hace aún más necesaria. El apostolado en la familia y en la sociedad Hay que pedir por los miembros de la familia: por los hermanos y hermanas, los tíos y tías, los primos y primas. Los hay que enfrentan dificultades. Los hay sumidos en la ignorancia. Los hay tibios. ¡Qué poderosas son entonces esas oraciones de los esposos, sus sacrificios cotidianos, igualmente los de sus hijos, por una intención tan querida del Corazón del Señor! Oración por aquellos que viven cerca de nosotros, por las empresas en las que trabajamos. Oración por la patria. Oración por la Iglesia. 120

Hay, parece ser, esposos que se aburren, que encuentran la vida monótona. Se puede apostar que no rezan, que no rezan juntos con fervor, pidiendo cada día a Dios una gracia, de acuerdo con su Voluntad; obteniendo cada día de Él alguna respuesta. Pues la oración ferviente es el arma más poderosa contra el aburrimiento. Por eso mismo, además, el Espíritu del Mal se ensaña en hacernos ronronear con la boca, en lugar de rezar con el corazón..., ¡a fin de que lleguen a parecernos nuestras oraciones insípidas! Hacia las cumbres de la unidad. Tales son los esposos cristianos, que hacen de la presencia invisible del Señor algo inexplicablemente sensible. Saben que todo les será dado por añadidura, y que sólo una cosa es necesaria. Si cumplen total y alegremente con todos sus deberes, es porque saben que todo, en su amor, en su trabajo, en la educación de sus hijos, como en sus diversiones y distracciones: todo está hecho bajo la mirada de Dios. Es Él quien, hasta la última separación, y hasta la mañana radiante de la Unidad eterna, será el lazo vivo de su amor. Pues la alegría del amor es la alegría del intercambio. Y así sucede cuando Dios, Principio y Fin, viene a habitar en nuestras almas y elevándolas poco a poco hacia Él, las confunde en Él, descubriendo a nuestras miradas deslumbradas las cimas mismas del amor, que son las cimas de la Unidad.

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Capítulo VI LA ALEGRÍA DE AMAR JUNTOS El arte de amar, ya lo hemos dicho, no es un arte de sentir. Es un arte de consentir. La alegría de amar juntos no se reduce a un arte de sentir juntos. Es un aprendizaje de consentir juntos. Un parecido con los alpinistas Los esposos que trepan por las etapas de la vida se parecen un poco a los alpinistas que escalan una montaña. Cuanto más suben, más dominan el valle, con sus tejados y su campanario. Los detalles se van fundiendo unos en otros. Sólo queda el trazado general del pueblo. Luego, cuando se alcanza la cima, es una renovación completa de las perspectivas. Al descubrir la otra vertiente, la realidad por entero colma entonces sus miradas y toda el alma. Lo mismo sucede con los novios. Al comienzo de su amor, no piensan más que en hacer el camino juntos. Poco les importa el camino que emprenden, con tal que ese camino puedan recorrerlo los dos juntos. Están en el valle; no piensan aún que el camino es ascendente, que será preciso esfuerzos para perseverar en él, ni que las primeras cumbres revelarán paisajes nuevos.

Los jóvenes esposos tienen un entusiasmo intacto al comenzar la ascensión. A veces se sienten tan alegres que no andan: corren. Ven y saben que no podrán sostener siempre ese ritmo. Sin embargo, cuando se 122

detienen todo sofocados, dándose la mano, es para reírse juntos y reemprender la marcha con más ardor y brío. Pero las horas pasan —los días, los meses—. La implacable ley de la naturaleza impone finalmente su razón sobre ese encantador atolondramiento. Poco a poco el ritmo de la marcha se hace más lento, más a medida del esfuerzo. Se siente uno orgulloso, porque, volviéndose, el pueblo parece lejano, muy abajo. Siguen estando locos uno del otro. Pero van dándose cada vez más cuenta de que el camino es duro, lleno de asperezas y empinado. Alcanzan la primera cumbre, consiguen la primera conquista de su amor. Es el primer hijo. Descubren un nuevo paisaje Ha sido preciso ya sacrificar por él mucho. La salud de la futura mamá se ha comprobado que es frágil. Ha tenido que renunciar a ciertas distracciones, a ciertos trabajos. El joven esposo se ha sometido de buen grado a las nuevas condiciones de vida. Le ha ayudado más a ella: Se ha levantado más temprano; ha preparado él mismo el café matinal; se ha quedado con ella durante las tardes libres. Cuando la encontraba más deprimida, o más intranquila, ha sabido él mostrarle, con frases muy sencillas que le venían del corazón, que ella no era para él ni menos encantadora, ni menos bonita. Le ha dicho que la amaba más aún, por ese fruto de amor que ella iba a darle, y que estaba alimentándose de ella.

Llegó el hijo. De un solo golpe, un nuevo panorama se ha extendido ante los ojos de ambos. Desde esa primera cumbre contemplan un paisaje más vasto. Comprenden mejor lo que serán las penas y los cuidados del mañana. Pero enriquecidos con ese maravilloso hijo, que es de ellos, se sienten más fuertes, más resueltos. 123

Ya no es la espléndida ligereza de dos adolescentes que se casan. Ella parece más madura y profunda. Sin revelar aún nada de lo que su embarazo le ha permitido comprender, sin mencionar tampoco lo que su parto le ha permitido aprender, ahí la tenéis que experimenta un cambio, sin embargo. Sola, con su hijo, le acerca a sí, le mira y presiente, aún muy imperfectamente, que su vida no tiene ya solamente las dos dimensiones del amor de los esposos entre sí, sino que ha descubierto su tercera dimensión: el amor de los padres para con sus hijos. Ya la joven mujer se ha metamorfoseado súbitamente en madre. Las reticencias de un esposo En cuanto a él, no comprende tan aprisa. Es feliz. Está orgulloso. Cuando haya recobrado su aplomo, hará las adaptaciones necesarias para equilibrar el presupuesto familiar alterado por el nacimiento del bebé. Si no lo pensó de antemano, se arriesga a ser sobrepasado durante algún tiempo por los acontecimientos. Menos intuitivo que su mujer, no reacciona inmediatamente como ella, por una especie de adaptación de lo más profundo de su ser. Trata de comprender. Reflexiona sobre la nueva situación. Ayer era él cabeza de un matrimonio. Hoy es cabeza de familia. Y la satisfacción que experimenta con ello no está exenta de reflexiones un tanto melancólicas, un poco egoístas. Los días pasan. La vida «normal» se reanuda. Ya no es la misma. El esposo no reina ya sin coparticipación sobre el corazón de su mujer. Sufre por ello, y nada se atreve a decir. Ella tiene que ocuparse del bebé cada vez que él la necesita. Ella traslada de mejor gana su pensamiento hacia el hijo que hacia los asuntos de su esposo. Presta, imperceptiblemente, menos interés a lo que él dice. Ha llegado él incluso a preguntarse si es que ella le amaba aún... Unos celos que no se confiesa en ningún momento le entontecen y le mortifican. Una noche, como bromeando, le descubre un poco su corazón. Dice: — ¡Tú me amas menos desde que nació el pequeño! Ella le mira seriamente. Luego, pasando sus brazos alrededor de su cuello, y mirándole a los ojos, le murmura: — ¡Estás loco! ¡Te quiero mucho más...! A él le falta poco para replicar: «Entonces, ¿por qué no te ocupas ya de mí...?» Pero se contiene a tiempo y dice: — ¿Mucho más?... 124

Titubea; luego, no conteniéndose más, añade amargamente: —... pero ¡desde que ha nacido el bebé te fijas menos en mí!... Ella lo adivina todo en un instante. — ¿Te habrás vuelto al mismo tiempo tonto e idiota? — ¡No! ¡Justamente! Y es por eso que me daba cuenta que... —Que ¿qué? —Que tú ya no eras la misma... ¡No piensas más que en el niño! ¡Ya lo soltó! Luchó cuanto pudo, pues sabía que iba a decir una tontería. Ahora se pregunta qué va a responder ella. Si fuese honrado consigo mismo, se habría dado cuenta que de que estaba obrando mal. Primero, al considerar con ojo crítico lo que él debería haber admirado en su mujer: su transformación en una verdadera «mamá». Luego, al reprocharla su papel de madre, como si tuviese que ser menos maternal, menos para su hijo. En fin, por hacerla creer falsamente que ella no puede tener un corazón lo bastante grande para amar, a la vez, a su hijo y a su esposo; cuando es él quien no ha aceptado la coparticipación.

Las reticencias de una esposa Tal es la historia del matrimonio donde la mujer es verdaderamente mujer y el hombre varón y «egocéntrico». Es lo más frecuente. Pero puede suceder, ¡ay!, que la mujer sea ella misma vulnerada por el egoísmo, que no sepa darse a su bebé. Que solamente se «preste» a él, no pensando más que en reponerse. Que no espere más que el momento de volver a lo de antes, a sus mundanidades, a sus coqueterías junto a su marido, para reanudar con él su «felicidad conyugal». Así, jóvenes mamás traicionan, sin darse cuenta, más o menos gravemente, su nuevo deber de estado. Y sin llegar hasta sentir pesar por el nacimiento del niño, se apresuran a despachar los cuidados que le conciernen, para volver a las futilidades que hasta entonces habían sustentado su existencia de joven mujer. 125

Esto es lo que se produce a veces, aun entre esposos cristianos, cuando fundan su matrimonio sobre la idea falsa de que el amor conyugal es lo principal del matrimonio. Los hijos, deseados sin duda, y hasta aceptados, no figuran, sin embargo, más que como fin secundario. Los esposos, entonces, tratan de permanecer esposos antes que ser padres. No es preciso insistir en que tal actitud es contraría al orden natural. El orden natural exige una metamorfosis Pues el orden natural es bien fácil de descubrir. Exige que los esposos no hagan de la alegría de amarse el fin de su amor, sino más bien la escuela de la alegría de amar juntos. Con el primer hijo, luego con los que le sigan, aparece claramente que el amor conyugal es, no un fin en sí, sino un camino que desemboca en la inmensidad del amor paternal y maternal, como el río desemboca en el océano.

He ahí lo que los esposos que reciben de Dios su primer hijo deben aprender y comprender. He ahí lo que ese hijo ha venido a enseñarles con su sola presencia de pequeño hambriento de amor. La hora de la última metamorfosis ha sonado: el marido se hace padre, y la esposa se hace madre. Su consentimiento mutuo no admite reserva. He ahí, sobre todo, lo que, desde el día no sólo del primer nacimiento, sino desde el día de su noviazgo y de su matrimonio, los esposos deben aceptar. Se unen para amarse conjuntamente y para decidir, de «común corazón» el sacrificarse juntos. No para sacrificar un poco de su tiempo, un poco de su comodidad, un poco de su vida conyugal, por sus hijos. ¡Sino para sacrificarse totalmente! Su inteligencia y su voluntad; su tiempo y sus gustos; sus ocios, a veces, y a menudo, su intimidad: todas esas cosas, en lo sucesivo, son debidas a los hijos. 126

Se nos dirá: «Pero ¿y su amor conyugal?» Ese amor consistirá principalmente en sacrificarse, no ya uno por el otro, sino uno con el otro juntos y con la ayuda de Dios, por sus hijos. Se nos harán objeciones «¡Es dura esa ley!» Menos dura que las consecuencias inevitables de la repulsa, más o menos total, de la misma, por uno u otro o por ambos esposos. Ya no es el tiempo para los jóvenes cristianos de hacer medias concesiones, sacrificios a medias, medias verdades y medias mentiras, para edificar, como se ve hoy día, una sociedad minada por el divorcio, el alcoholismo y la delincuencia juvenil. La juventud, dicen, es la edad del heroísmo. Es cierto: ¿Qué diremos, entonces, de un joven papá que tratara de desviar hacia sí, aunque fuera ligeramente, la atención de su mujer, cuando es ya toda maternidad, es decir, totalmente dada a su hijo? ¿Tal hombre, cabeza de familia? ¿Que se aparta del sacrificio en lugar de conducir a él? ¡Vamos! Todo lo más, es un adolescente detenido en su desarrollo. Además, muestra que es incapaz de ser un esposo; pues el esposo verdadero es aquel que, consciente de su paternidad, conduce a su mujer consigo hacia la doble inmolación de sus dos vidas a Dios, y para beneficio inmediato de los hijos que Dios les da. ¡Qué cabeza de familia para una mujer, que es verdaderamente madre, es ese esposo que, lejos de conducirla por los caminos del verdadero amor, le atrae hacia los caminos de la traición y del egoísmo, le arranca, más o menos abiertamente, a sus hijos, si es que no le aparta de tenerlos! 127

¡Qué esposa para un hombre que comprende sus deberes de cabeza de familia es aquella que se «presta» a sus hijos, pero no se da verdaderamente a ellos, porque no vive más que para sus placeres, sus distracciones, sus salidas; en fin, para ella misma! ¡Qué esposos son aquellos que no viven en la alegría del amor divino, para darse a sus hijos, sino que se repliegan sobre una intimidad sin «finalidad»! Por el contrario, ¡qué confianza, qué estimación mutua, qué profunda felicidad la de dos esposos cuando los esposos orientan la comunión de sus vidas hacia las renuncias que fundan la paternidad y la maternidad! Estas vocaciones, aunque se vivan a la par, cada una conserva su fisonomía propia. LA VOCACION PATERNAL La fisonomía del Padre no aparece ya casi en nuestra sociedad. El sentido y el ejercicio de la paternidad, de una manera exacta, se han perdido de vista. La maternidad, sin embargo, sigue siendo objeto de admiración. Todos reconocen el valor de una mamá que se sacrifica todo el día por sus hijos. Garantizar el presupuesto familiar y servir de policía La paternidad, en cambio, no se presenta generalmente ante nuestros ojos más que como una caricatura. Se piensa, lo más a menudo, en el papel biológico del padre; papel indispensable, pero episódico. El aspecto espiritual de la paternidad parece surrealismo. El padre, comúnmente, sé nos presenta sobre todo como el que gana el dinero de la familia y garantiza su seguridad material. A veces, cuando la madre tiene dificultades con la educación de sus hijos, ésta amenaza: — ¡Vais a ver cuando vuelva papá!, ¡El padre, entonces, llega hasta hacer el papel de policía auxiliar, o del puesto de socorro!... En una palabra, representa ya el poder del dinero, ya el poder de la fuerza física. No es, que digamos, un papel brillante. Demasiado a menudo, sucede todo como si, cuando los hijos son pequeños, la madre estuviera sola desempeñando la tarea educativa. El 128

padre, ausente de casa, durante la mayor parte del día, se encarga de los papeles secundarios, de los papeles de acompañamiento. Y en cuanto los hijos crecen, en cuanto se transforman por la adolescencia, tienen como primer deseo el escapar de la autoridad —inexistente— del padre. Este se da muy pronto cuenta que nada puede, o poca cosa ya. Sus hijos son presos de las ideas y costumbres de moda, que cambian cada año. Ya no le queda entonces más que elegir entre dos soluciones, igualmente malas: Ejercer una autoridad pesada, negativa, sembradora de prohibiciones y negativas, que incita, tarde o temprano a la rebelión, abierta o encubierta; o Adoptar una debilidad sonriente, agradable y cómplice, que sugiere a los hijos que son comprendidos..., pero no dirigidos. Si en un gran número de familias, se llega hoy a tales dilemas, es en parte debido a la fuerza de las Influencias extrafamiliares que se ejercen sobre los hijos: ambiente escolar, televisión, cine, lecturas, amigos, etc... Pero es también y en primer lugar por razón de la carencia del ejercicio de una verdadera paternidad espiritual, que la paternidad física reclama necesariamente. Paternidades «a remolques» El padre, hoy, no conoce ya su misión. Ya esté más preocupado por vivir como esposo que como padre, o ya lo esté por sus pasiones más que por sus deberes, ¡ofrece inconscientemente el espectáculo de una de esas «paternidades a remolque», tan frecuentes! 99# ¡Paternidad a remolque! Se casó, no para tener hijos, no para dar la vida, sino para satisfacer sus pasiones, sin tener en consideración el fin que la naturaleza persigue a través de tales inclinaciones. Cuando vino al mundo el hijo, un hijo que no fue deseado, que no fue —en el sentido fuerte, activo de la palabra—esperado, fue aceptado, a veces soportado. He aquí a un hombre que de pronto se vio padre, sin haber jamás reflexionado en ello. ¿Cómo no iba la paternidad a tomarle por sorpresa? ¡Paternidad a remolque! El niño crece..., viene otro... ¡luego otro aún! La principal preocupación del padre es ésta: salvar su propia tranquilidad. El no dirige a sus hijos: la idea no se le ocurrió jamás; y, por otra parte, no sabría cómo obrar. Eterno adolescente, está demasiado sujeto a sus apetitos para llegar a ser un verdadero «papá». Se limita a unir sus reprimendas a las que distribuye su esposa; a gritar, para impedir que sus hijos le molesten; a castigarles, si han tenido malas notas; a reprocharles, si co129

metieron cualquier tontería... Por lo demás, vive ante ellos sin preocuparse lo más mínimo por darles ejemplo, y no se da cuenta que se condena él mismo varias veces al día al reprocharles lo que él mismo hace, frecuentemente ante sus propios ojos. ¡Paternidad a remolque! Es también el padre que haciendo dejación total de su papel, se limita a mantener una armonía de vida familiar superficial, dando la razón a todo el mundo, sin saber a ciencia cierta lo que hay que permitir a un hijo, lo que hay que prohibirle; ¡ni cómo permitirle, ni cómo prohibirle! En tales actitudes, ni que decir tiene, no hay nada de cristiano. No hay nada, tampoco, que sea digno de un hombre. Ni el enervamiento, ni la pasividad, bastan para constituir el arte de ser padre. Forzoso nos es, pues, buscar un verdadero modelo de paternidad.

El padre del hijo pródigo Cuando se evoca la parábola del hijo pródigo, la atención se «centra» en el personaje de los dos hijos. Pero el Padre, aunque no aparezca sino discretamente, y tal vez por esa misma causa, también merece ser estudiado. «Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más joven de ellos al padre: Padre, dame la parte de hacienda que me corresponde. Les dividió la hacienda, y pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su hacienda viviendo disolutamente. «Después de haberlo gastado todo, sobrevino una fuerte hambre en aquella tierra, y comenzó a sentir necesidad. Fue y se puso a servir a un ciudadano de aquella tierra, que le mandó a sus campos a apacentar puercos. Deseaba llenar su estómago de las algarrobas que comían los -

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puercos, y no le era dado. Volviendo en sí, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, se vino a, su padre. Cómo se expresa el amor paternal «Cuando aún estaba lejos, le vio el padre, y compadecido, corrió hacia él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos. Le dijo el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela; poned un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien cebado y matadle, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto, ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a celebrar la fiesta.

«El hijo mayor se hallaba en el campo, y cuando, de vuelta, se acercaba a la casa, oyó la música y los coros; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha mandado matar un becerro cebado, porque le ha recobrado sano. Él se enojó y no quería entrar; pero su padre salió y le llamó. El respondió y dijo a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin jamás haber traspasado tus mandamientos, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos; y al venir este hijo tuyo que ha consumido su fortuna con meretrices, le matas un becerro cebado. «Él le dijo: Hijo, tú estás siempre conmigo, y todos mis bienes son tuyos; mas era preciso hacer fiesta y alegrarse, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, se habla perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 11-32). 131

Examinemos, ahora, a través de toda esta historia, cómo se expresa el amor paternal. El padre ante la tentación del hijo En primer lugar, ese padre ve que a su hijo le asedian las tentaciones. Le observa. Ha tenido que oír algunas de sus conversaciones. Ha tenido que notar e interpretar esos innumerables signos que no engañan a un padre atento y experimentado. Pero también presiente él, cuando su hijo le pide su parte en la hacienda, que el desgraciado hijo libremente ha decidido seguir la llamada de sus instintos y que su decisión de abandonar la casa paterna ha sido tomada. Sabe que todos los consejos, todos los buenos ejemplos, por el momento, son relegados al olvido. Sabe que ahora que no tiene ya que habérselas con un niño pequeño, sino con una persona mayor, la violencia podría aún dominar al cuerpo, pero no haría más que exasperar la rebelión del alma. Y deja partir a su hijo. ¿Es que él lo aprueba? De ningún modo. ¿Le manifiesta su disconformidad? Ya puede uno imaginárselo. Lo que si es cierto es que el Padre que desaprueba totalmente la acción del hijo, respeta su libertad de realizarla. Sin duda multiplicó las atenciones, las delicadezas, y hasta los actos de confianza. ¿No le hizo entrega de la parte en la hacienda que le habla pedido, cuando sabía, conociendo el corazón humano, que su herencia habría de ser dilapidada? Tal vez habrá aún alguna probabilidad de ayudar al hi jo a vencer la tentación, mostrándole que no se le cree capaz de sucumbir a ella; demostrándole, con una confianza renovada, una mayor prueba de amor. Mas esa esperanza resultó fallida. Era muy frágil. Y el hijo partió lejos de la casa del Padre. El silencio del padre ante el pecado del hijo Se manifiesta, entonces, una segunda actitud del amor paternal —tal vez la más significativa—. El Evangelio nada nos dice. Pero fácilmente puede uno reconstruirla. El padre se calla. Sufre. Reza. Todo es interior, y todo es silencio. El padre se calla. Tal actitud testimonia su carencia de egoísmo. 132

¡Supongamos que el padre hubiera hablado!... ¡Que hubiera —bien fuerte era la tentación para cualquiera— condenado a su hijo! ¿No podrían los vecinos imputar al padre la mala educación del hijo? ¿No estaba el padre impulsado para defenderse a los ojos de la opinión pública, como ante sus propios ojos, a poner para siempre una barrera entre su hijo y él? A declarar, por ejemplo: — ¡Que no se presente jamás ante mis ojos! Imagínese lo que hubiera podido suceder, si el padre, en pleno orgullo de su cólera, hubiese repetido tal frase por todo el contorno, a todo el que se le presentara por delante. ¿No habría con ello comprometido gravemente la salvación de su hijo? Hubiese bastado un encuentro fortuito por el camino de regreso, para que el hijo, enterándose de la cólera de su padre, fuera perdido para siempre para el techo paterno. Mas el padre nada dijo. El sufrimiento paternal El sufre. No trató de olvidar su pena en el arrebato de una cólera que le habría atraído la simpatía de los débiles. No trató tampoco de distraer su dolor con otros artificios. Su dolor lo pasa él a tragos llenos. Es suyo. Es para él. Porque el mal que hace su hijo debe consumarse en alguna parte: alguien tiene que pagarlo, para contribuir al rescate de ese hijo que ha pecado. Cuándo ese mismo hijo era aún pequeño, y corriendo tropezaba con alguna piedra, ¿no acudía presuroso su padre a levantarle?

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Lo mismo hoy. Su hijo ha caído. El padre se ofrece a Dios para llevar el peso de su caída, para obtener su retorno, su conversión. Su semblante permanece natural. Da sus órdenes con la misma paz. Su mirada también está presente. Y nadie sabe que un corazón está hasta ese punto triturado, en ese pecho que alienta como antes: un corazón de padre. Su sufrimiento durará tanto como la ausencia de su hijo. Cada mañana le recordará su desgracia. Cada mañana apurara de nuevo esa angustia por la salvación de su hijo, esa tortura física que ha surcado sus facciones, ese desprecio o lástima altanera que respecto a él verá reflejada en la mirada de gentes, como un sufrimiento más. La oración paternal El reza. Sabe el don que Dios ha hecho al hombre otorgando a su naturaleza el libre albedrío. Sabe que sólo la Gracia divina puede respetar totalmente esa libertad, sin dejar de seducirla nuevamente hacia el amor. Sabe que un alma que se abre a Dios, sin orgullo ni cálculo, un alma humilde y dolorosa, piadosa y amante, es poderosa. Sabe que el amor del que reza abre el camino a la misericordia divina, y que la oración es para la gracia el camino más seguro hacia las almas, que, a tientas en la oscuridad, se obstinan en perderse lejos de ella. Mientras su hijo, ebrio, de placeres y poseído —creyéndose libre—, por el dominio del libertinaje, se engaña a si mismo sin lograr jamás olvidar su falta; el padre, aleccionado por la edad y que sabe que esos placeres conducen a la desesperación, pide a Dios que transforme su propio sufrimiento en gracia y esperanza para su hijo.

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El padre espera En fin, la tercera actitud del amor paternal es la espera del hijo. Todos los días. Esa esperanza, la sugiere el texto delicadamente: «Cuando aún estaba lejos, le vio su padre, y compadecido, corrió hacia él y se arrojó a su cuello y le cubrió de besos». No piensa ya en su pena. No dirá una palabra de reproche al hijo pródigo. A pesar de haber sido causa de su sufrimiento, no compartirá más que su alegría. Le restituirá a su puesto. Es más; ofrecerá por él la fiesta que nunca había preparado para su hijo mayor. Es que el hijo menor vuelve a la vida. Y que hay más alegría en el Cielo por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos que perseveran. El padre ante el pecado del segundo hijo Al enterarse el hijo mayor, se negó a entrar en la casa y «su padre salió para rogarle que entrará». Nueva prueba de la delicadeza de aquel hombre, que se humilla siempre, donde la mayoría se hubiera limitado a enfadarse. Su hijo mayor se niega a entrar en casa. El padre es quien sale, dando así el primer paso. Es que el hijo mayor no tiene alma de padre. No tiene tampoco alma de hermano. Tiene alma de fariseo, lleno de amor propio, pronto a acusar, lento en disculpar, celoso de sus prerrogativas y de sus privilegios. Muestra, sobre todo, que en su aparente fidelidad al padre, había mucho orgullo y muy poco amor, puesto que no comparte esa alegría paternal. El amor paternal en la vida cotidiana Se nos podrá argüir que semejante lección, preciosa para los afligidos padres que han perdido a sus hijos pródigos, no lo es para todos... Pero, ¿no son de alguna manera hijos pródigos todos los hijos en innumerables ocasiones, aunque sea en grado menor, sin duda? ¿No podrán todos los padres tener como modelo a este padre ideal, lleno de caridad hacia su hijo? Esta caridad paternal, dicho sea de paso, también es propia de la madre, que debe vivir en unidad con su esposo. ¿Cuáles son los caracteres de esta caridad paternal?

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En primer lugar, la caridad paternal es lúcida: el padre que distribuye su herencia no es un ingenuo. Conoce las tentaciones que agitan el espíritu de su hijo. En segundo lugar, esa caridad es fiel: el hijo se aparta de su vocación, en tanto el padre la conserva, preciosamente; mientras deja al cuidado del Espíritu Santo el recordársela a su hijo. En tercer lugar, esa caridad es victoriosa: pues en el combate entre el padre y el hijo, es el padre quien gana. Volvamos sobre estos tres puntos: La lucidez paternal La caridad paternal es lúcida. En ese particular, difiere radicalmente de la caridad que pueden tener los niños. Estos perdonan las dificultades y los contratiempos porque tienen el corazón puro, y, como se dice, no piensan en lo malo. No ven lo malo en los demás. Los niños tienen en principio una confianza ciega en sus padres. En tanto no hayan encontrado más que amor en el mundo, no tienen razón alguna para sospechar que el mundo sea malo, y hasta pueden pensar que ellos, personalmente, son los más imperfectos de todos. Esa confianza ciega en los padres puede el niño perderla cuando ve a uno de sus padres o a uno de sus educadores hacer alguna mala acción y que él la juzga como tal. Incluso puede llegar a perder la confianza en la Humanidad entera. ¡Cuántos hombres y mujeres han llegado a ese extremo, persuadidos por los numerosos malos ejemplos! Por esa razón es tan grave la maldición proferida por Nuestro Señor: «Y el que escandalizare a uno de estos pequeños que creen, mejor le sería que le echasen al cuello una muela molino y le arrojasen al mar» (Marcos 9,42).

El adulto puede haber conservado esa ingenuidad de niño para reconocer el mal. Pero en este caso no es un signo de bondad, sino de 136

inmadurez, de estancamiento en su formación, ya que deja a la persona indefensa ante el mal. La caridad paternal no es el resultado de una improvisación feliz. Es el fruto de un esfuerzo prolongado. Supone, por una parte, la humildad, por la que se adquiere experiencia de la vida; y, por otra parte, requiere una vida interior sólidamente afianzada, una disposición permanente a pedir luz al Espíritu Santo y al renunciamiento de sí mismo. El padre se da cuenta de las debilidades del hijo, de sus egoísmos y defectos, pero a la vez que los perdona, sin perder la paz y sin proferir una palabra de más, sabe tomar las decisiones educativas pertinentes. Cuando los padres no tienen esta lucidez paternal, será preciso que una situación crítica la desenmascare. La crisis estalle y se descubre la triste realidad del hijo: orgullo, mentira, pereza, envidia... ¡Qué difícil es entonces mantener la caridad y la paz en esos momentos! El que tiene un corazón lleno de caridad paternal (o maternal) conoce la realidad de su hijo y sus defectos, y con todo le ama, no a pesar de sus defectos, sino más bien a causa, precisamente, de ellos. Este amor de los padres es la prenda más segura de la formación y educación de los hijos.

La fidelidad paternal al orden divino Un amor semejante, no trata primero de cegarse y no ver los defectos del hijo —lo que dispensa de sufrir—. No trata primero de condenar —lo que dispensa de amar—. Acepta la realidad porque acepta el sufrimiento. Acepta también las disculpas, porque acepta amar. Tal es, en efecto, el amor de un padre. Día tras día, trata de conocer a cada uno de sus hijos: su carácter, sus talentos, sus defectos y sus debilidades. Pero día tras día, también se calla. Lleva todo en su corazón. Sufre. Reza. Y sin que nadie sepa cómo, sale victorioso. 137

El verdadero padre no trata de conocer a sus hijos echárselo en cara... El médico no trata de hacer un diagnóstico para mostrar que lo ha logrado, sino para prescribir un tratamiento adecuado. No se corrige a un hijo de la mentira afirmándole que es un mentiroso; o de la pereza, recalcándoselo tenazmente, sino perseverando en la oración cotidiana, ofreciendo sacrificios, y, delicadamente, resucitando la buena voluntad del hijo. El padre del hijo pródigo no dice que su hijo sea un descarriado, un perdido, etc. En ningún momento le encierra en la cárcel de una definición. Respeta a su hijo en tanto condena sin reserva el mal que hace. Porque respeta a sus hijos incluso en la manera de hablarles, viendo en ellos criaturas amadas de Dios, el padre permanece fiel a la vocación de ellos. El hijo pródigo se dejó llevar de sus pasiones. Los que le juzgan en ese presente, no pueden menos de condenarle. El padre, en cambio, no ve a su hijo solamente en el presente. Le ve en su vocación. Permanece fiel al plan de Dios. Se desvive por descubrir todo lo bueno hay todavía en su hijo, y que aquellos que no aman, no ven y han olvidado. Sabe que su propia confianza de padre puede ser, en un momento dado, un motivo determinante para que su hijo recobre la confianza en él a su vez. Sabe que la fe traslada las montañas, y cada día renueva su acto de fe. Sabe que esa esperanza suya podrá, invisiblemente, renovar la esperanza de su hijo. Sabe, en fin, que la caridad fundada sobre la oración y sobre el sacrificio, lo puede todo.

Drama enteramente interno. En parte, porque el aspecto espiritual de la paternidad no se revela visiblemente mediante los trabajos múltiples y solícitos cuidados como ocurre en la maternidad. El padre que no tiene una verdadera vida de oración, tratará de influir en sus hijos por medios 138

exclusivamente humanos. Esos medios por sí solos generalmente fracasan y dan lugar a dramas muy dolorosos. Sólo el padre con visión de fe sabe que tales medios humanos deben ir precedidos de la ayuda de la gracia divina, por medio de la súplica ferviente a la Virgen María, la invocación al Espíritu Santo. Por eso, desde antes del nacimiento de cada uno de sus hijos, el padre, en unión de su esposa, rogará por ellos. Durante toda la vida de estos, observará silenciosamente sus inclinaciones, luego las alentará o las rectificará; no inmediatamente, sino en el momento favorable. Obra, no por impulso colérico o reproches que no satisfarían más que a su amor propio, sino mediante una caridad verdadera, dulce y afable, reflejo de la actitud misma de Nuestro Señor para con los niños. ¿Qué hay que castigar? ¡Sin duda! Pero, sin precipitación; en la forma justa y oportuna, con una firmeza tanto más temible, cuanto que ha de ser sin forzar la voz. Pues se trata menos de dar órdenes que de transmitir un(a) orden, de inculcar en el hijo un orden de vida que habrá de adoptar libremente, por su propia cuenta.

El padre, día tras día, mes tras mes, año tras año, lleva el peso, a menudo doloroso, de la formación del alma de sus hijos. Permanece fiel al pensamiento de Dios sobre ellos, es decir, a la semilla de santidad que Dios ha depositado en ellos por el bautismo. Sabe que la paciencia en la humildad es el secreto de la victoria. No desespera jamás de sus hijos, de que puedan cambiar y reformarse, de su progreso, de su perfeccionamiento. A menudo impotente, les ve hacer sus experiencias, rebelarse incluso. Está a su lado y es para ellos, cuando esas experiencias les decepcionan, un tesoro vivo de fe, de esperanza y de caridad, del que pueden servirse, sin tan siquiera sospecharlo, ya que los hijos encuentran natural que los padres sean ese tesoro para ellos.

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La caridad del padre y de la madre, lúcida, silenciosa, activa, nunca se adquiere del todo. Es un arranque, una dirección a seguir, que persigue el ideal que nos propone San Pablo: «La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera» (I Cor. 13,4-8). La victoria paternal Una caridad semejante, que es la misma vida divina que Dios nos infunde, necesariamente es victoriosa.

Si el padre y la madre están plenamente resueltos, si no calculan ni el tiempo ni los sacrificios, sino solamente se fijan en el amor de Dios y el de sus hijos, ¿cómo dudar que esa vocación de padres, realizada en su plenitud, no habrá de ser capaz de llevar a cabo todo y de obtener la salvación para todos sus hijos? Una fidelidad tal, puede lograr verdaderos milagros, a veces, de resurrección moral y espiritual, con el apoyo de la práctica heroica de las virtudes teologales. La vuelta del hijo pródigo claramente lo demuestra. Las sorprendentes conversiones obtenidas gracias a la paternidad espiritual —o la maternidad espiritual— de las almas santas, lo muestran también. ¿Se nos dirá que no todos los padres son santos? Sobre eso habría que entenderse. No se trata de requerir para ellos carismas extraordinarios. Pero si deben tender, si no al estado de santidad, por lo menos a la santidad de su estado. Hay que ser realista: si, en el atardecer de nuestra vida habremos de ser juzgados por el amor, ¿cómo serán juzgados aquellos que habiendo dado la vida a sus hijos, les han educado luego más o menos 140

mecánicamente, más o menos perezosamente, sin una verdadera preocupación por la salvación de sus almas? Para cada padre que se inclina sobre la cuna de cada uno de sus hijos, hay una lucha que comienza. Será vencido o saldrá vencedor. Debe, pues, aceptar el combate. Y vencer con las armas de la luz.

LA MATERNIDAD, FUENTE DE VIDA Si el padre engendra, si está en el principio del hijo, si tiene la iniciativa de su concepción, la madre le da a luz. Ella nutre a ese minúsculo cuerpecillo que le ha sido confiado y que maravillosamente se desarrolla en ella. El padre que ha engendrado según la carne, debe también, porque es hombre, permanecer fiel en espíritu a la concepción de Dios sobre su hijo. La madre que ha dado a luz a ese cuerpecillo en el dolor, debe aceptar, para toda su vida, los renunciamientos que, prolongando sus dolores, establecerán su maternidad espiritual. Porque el hombre es cuerpo y alma, debe proseguir su acción según el modo de la encarnación, es decir, poniendo el cuerpo al servicio de los fines intencionalmente perseguidos por el alma. De otro modo, el alma irá a remolque del cuerpo. Toda la vida estaría desprovista de grandeza y de alegría. Paternidad y maternidad. Conviene no separar la maternidad de la paternidad. Si en la obra de la maternidad es más manifiesta, es precisamente en la medida en que la 141

forma de su vocación lo exige. Eso no destruye, muy al contrario, el orden que constituye al hombre en cabeza de la familia. La paternidad es por excelencia el papel de la cabeza, que con fidelidad sostiene el timón de la familia en dirección hacia Dios. La maternidad, en cambio, es por excelencia el papel del corazón, que da la vida, la renueva, animando con su amor al organismo entero. El padre es cabeza: da y conserva el orden. La Madre es corazón: da y conserva la vida. El arte de amar conjuntamente a sus hijos es, por tanto, el arte de no formar espiritualmente más que uno. El padre y la madre, confundidos en un solo movimiento de amor, transmiten a sus hijos un orden de vida.

La madre: fuente de vida. El organismo de la mamá es el primero en obedecer su voluntad de maternidad. Porque, al casarse, ha perseguido ese fin de dar la vida, he ahí que en cuanto ella ha concebido, su propia sangre nutre al pequeño niño que ya se forma en ella. Luego, es su leche, la que le dará, si las condiciones normales lo permiten. Aquí la naturaleza no obra ya por sí sola. Le4 es preciso el consentimiento espiritual. Tiene la joven mamá que aceptar esa especie de esclavitud: de no separarse de su hijo. Cada tres horas tendrá necesidad de ella. Además de la leche con que la Providencia ha provisto a su cuerpo, la madre habrá de dar a su hijo todo lo que antes era de ella: su tiempo, sus actividades. Por él, disciplinará su vida cotidiana. Comenzará a hacerse sumisa y dócil para servir a esos pequeños seres, que no vivirán más que de sus mortificaciones alegres e incesantes por ellos. Si ella les ama, mediante las gracias del matrimonio, descubrirá más allá de todos los sacrificios una radiante alegría del alma, una juventud diríase que inagotable. 142

A sus hijos, como a su marido, la madre aporta todo lo que es necesario a la vida. Ella es quien, lo más a menudo, prepara la alimentación, se ocupa de la vajilla, vela por la limpieza, atiende a la conservación de la ropa, da vuelta a los colchones, hace la casa ordenada, limpia y acogedora. Todas estas cosas parecerán desdeñables a quienes, sin pararse a reflexionar, dicen que no quieren casarse para «ser la sirvienta para todo, de un marido y de sus hijo»; que sueñan con un amor conyugal orientado hacia la realización de una profesión, de una carrera universitaria, del disfrute de la vida o de todo aquello que halague el orgullo.

Maternidad y cultivo del espíritu Es bueno que una mujer realice una carrera universitaria y ejerza una profesión o un cargo público. En muchos casos, es enteramente deseable que así sea. Pero, ¿por qué su saber o su sensibilidad han de hacerla despreciar esa humildad de las tareas cotidianas, que María, la Madre de Dios, santificó con su amor? ¿No existe hoy una tendencia a creer que una joven, porque haya ejercitado su inteligencia o su memoria, ha llegado a ser tan preciosa que no debe, por tanto, rebajarse a los quehaceres domésticos? ¿No termina uno, a la inversa, por considerar como dignas solamente de las mujeres más zafias y vulgares la fecundidad y la humildad que, con toda propiedad, pertenecen a las verdaderas madres de familia? Signos son éstos de un desorden causante de muchos sufrimientos. La cultura y las dotes artísticas serán siempre verdaderos enriquecimientos para una joven, a condición de que no obstaculicen la alegría del hogar y la educación de los hijos. No hay oposición entre la cultura del espíritu y la abnegación maternal. Seremos juzgados por el amor. La cultura es buena cuando ayuda para amar mejor. La cultura que exaltando el orgullo del 143

espíritu, aleja a la mujer de su vocación de maternidad, no puede ser un verdadero enriquecimiento. También en el plan de las riquezas del espíritu hay alhajas de imitación. Más pronto o más tarde se descubren. Todas estas desviaciones son el resultado de mucha irreflexión. Hay que seguir un orden, muy humilde, muy realista, si ha de ajustarse uno a la ley natural. Exige ese orden que se atribuya una importancia legítima a todo lo que sostiene a la vida humana. La mujer está maravillosamente dotada para ser el corazón de la casa y velar con una mirada única por sus múltiples labores. Esa misión le parecerá muy digna si ama verdaderamente. Adivinará que su esposo y sus hijos serán en parte lo que su abnegación les incline a ser. Nada hay de ridículo al afirmar que una buena cocina es un elemento importante, no solamente de la felicidad conyugal, sino también de la educación de los hijos. Habría mucho que decir sobre el uso cotidiano de las latas de conserva. Siempre habrá más salud y más amor en una sopa de legumbres hecha en casa, que en la sopa «instantánea» comprada en el supermercado. La madre: fuente de amor Los cuidados maternales no se aplican únicamente a la vida del cuerpo. También se aplican a la vida de los corazones. La madre no es solamente aquella .cuyo sacrificio comunica y desarrolla la vida física. Es también la que enseña la vida del alma; la que, a su propia manera, comunica el amor. Sensiblemente se nota por las muestras de cariño que prodiga, tanto para con su marido como para con sus hijos. Todo en una mamá hace comprender el amor: su mirada, su sonrisa, su palabra y su canto, sus gestos y sus atenciones, sus expresiones y su encanto. Y todo hijo conserva durante su vida entera el perfume del alma de su mamá. No es solamente un recuerdo. No es solamente una nostalgia sentimental. Es una enseñanza. La verdadera ternura maternal, dulce y fuerte, es el reflejo de un alma. Sólo aquella que apura los sacrificios cotidianos que se impone por sus hijos y su marido, sabe dar la alegría profunda que comunica un alma que no vive más que para quienes ella ama. La madre comunica el amor; pues ella es, en la casa, la imagen visible, la manifestación sensible de la abnegación. Con el padre, la abnegación reviste, caracteres menos expresivos. La abnegación paternal es una dirección de la inteligencia y de la voluntad, que los niños pequeños no pueden reconocer, pues son demasiado inexpertos. Por el contrario, la 144

abnegación maternal es, por las exigencias de su naturaleza, perfectamente elocuente. Se expresa de todas las formas. El niño no tiene más que mirar a su mamá para saber lo que es el amor. La madre, en fin, le enseña a amar a Dios. Ella es quien le enseña dulcemente cómo juntar las manos. Es ella quien le hace balbucir su primera oración, cortita y sencilla. Es ella quien le enseña a elevar su alma hacia el Señor con ocasión de alguna alegría, para dar las gracias; de una pena, para ofrecer; de una gracia a obtener, para pedir. Ella es quien prepara el alma de sus hijos para que den gloria al Altísimo. No obstante, en ningún momento ella les dará la impresión que es la única que les orienta. Ella les da ejemplo respetando la autoridad de su marido. La unidad debe ser absoluta entre el padre y la madre. Si es la mamá la que enseña a los niños la oración, al padre le corresponde recitarla, y toda la familia responde. La madre debe ser, a los ojos de los hijos, como una prolongación del padre: la otra cara de un único amor.

La caridad maternal La mujer, por su vocación a la maternidad, está llamada a traducir en su expresión espiritual lo que ella realiza en su maternidad carnal: renunciar a su propia sustancia para comunicar y acrecentar la vida. La madre renuncia cada vez más a sí misma, a medida que se da más a cada nuevo hijo, a su esposo, a los cuidados de la casa. Si, habiéndolo comprendido, lo acepta ella gustosa, resplandecerá con el ejemplo de una vida profundamente sobrenatural, con el ejercicio incesante de la caridad, con una abnegación a toda prueba, y con el don de sí misma a cada uno y a todos en un don total a Dios.

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DOS VOCACIONES: UN SACRIFICIO El desenlace final de la paternidad y de la maternidad contradice las inclinaciones de nuestra naturaleza. Cada hijo que abandona la casa representa, si no el término de sus oraciones por él, si al menos el fin de los pesados esfuerzos. Los padres, después de haberse donado ininterrumpidamente, y de haberles perdonado en múltiples ocasiones, se desprenden de ellos. No es por azar que la fisonomía por excelencia del Padre, en las Escrituras, sea la de Abraham. El sacrificio de Abraham «Después de todo esto, quiso probar Dios a Abraham y llamándole, dijo: «Abraham». Y éste contestó: «Heme aquí». Y le dijo Dios: «Anda, coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moria, y ofrécemelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré» (Gén. 22, 1-2). No solamente el sacrificio de un hijo, así pedido, a Abraham nos parece atroz, sino que además ese hijo era único. Su madre Sara, que se decía era estéril, lo había concebido milagrosamente en su vejez. Además, Isaac era el heredero de la promesa: «… Sara, tu mujer, te parirá un hijo, a quien llamarás Isaac, con quien estableceré yo mi pacto perpetuo, y con su descendencia después de él, (Gén. 17, 19). Así, era el sentido mismo del destino de Abraham que parecía aniquilado por la nueva orden de Dios. Pero Abraham tiene fe en su Señor. Está horriblemente desgarrado. Sabe que nada es imposible para Dios, pero que sin Dios, nada es posible al hombre. El Génesis no nos habla del suplicio de ese padre. Nos muestra sus acciones. «Llegados al lugar que le dijo Dios, alzó allí Abraham el altar el altar, encima sobre él la leña, ató a su hijo y le puso sobre el altar, encima de la leña. Cogió el cuchillo y tendió luego su brazo para degollar a su hijo» (Gén. 22, 9-10).

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Todos estos detalles reconstituidos con precisión, oprimen el corazón. Parecen reunidos para poner en evidencia la humildad de Abraham. Consintió hasta el fin en ese sacrificio, el más costoso para él. Pero sabía que Dios hace bien cuanto hace. Poseído por un incomprensible amor a Dios, Abraham extiende la mano... Mas «dijo el Angel: ‘No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo’... Y el ángel del Señor llamó a Abraham por segunda vez, desde los cielos, y le dijo: ‘Por mí mismo juro, dijo el Señor, que por haber tú hecho cosa tal, de no perdonar a tu hijo, a tu unigénito, te bendeciré largamente, y multiplicaré grandemente tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de las orillas del mar, y se adueñará tu descendencia de las puertas de sus enemigos, y se gloriarán en tu descendencia todos los pueblos de la tierra, por haberme tú obedecido’» (Gén. 22,11-12; 15-18). El único fin del amor Si se quiere extraer todo el fruto de esta página capital de la historia de la Humanidad —puesto que todos los creyentes descienden de Abraham —, hay que tener presente el sentido del amor humano. Que siempre se tiene tendencia a olvidar. La finalidad de los esposos no es solamente el dar la vida a un hijo y luego educarle hasta la edad de hombre. El fin que los esposos cristianos se proponen va mucho más lejos. Es hacer adoradores a Dios, para que le den gloria. Se nos hace difícil meternos eso en la cabeza. Tenemos alguna dificultad en comprender, y más aún tal vez en ACEPTAR esta evidencia: 147

Nuestra existencia no tiene por finalidad comer, beber, dormir, gozar, trabajar, distraernos, y luego morir. Nuestra existencia, ahora y siempre, no tiene otra finalidad que dar gloria a Dios. En verdad, no se puede comprender eso más que si el Espíritu Santo nos guía y nosotros le seguimos. Por consiguiente, no damos la vida a nuestros hijos para satisfacción nuestra. No les damos la vida para que tengan la alegría de vivir. Les damos la vida para dar a Dios, que nos los pide, nuevos adoradores. ¡Si nosotros supiéramos! Si nosotros supiéramos QUIEN es Dios, las cosas irían para nosotros por sí solas. Dios es amor. Si nosotros supiéramos cuál es el Don de Dios, la alegría nos inundaría con sólo pensar: El don de Dios es Dios.

Si nosotros nos diésemos cuenta de lo miserables que somos, si viéramos nuestro amor propio, el egoísmo que ponemos en todas nuestras acciones, seríamos más humildes. Y desde lo más profundo del corazón, se elevaría nuestra alabanza, por las manos de María Mediadora, hasta la Trinidad bienaventurada. Que nos ha permitido darle adoradores que el Padre, eternamente, llamará hacia Él. Como llama a su Hijo, y en su Hijo, al Cuerpo Místico de su Hijo. En la única respiración de amor del Espíritu Santo. Si nosotros presintiéramos, solamente un poco, quien es Dios, y el don de Dios, y nuestra miseria... 148

Nosotros podríamos releer con más fruto la historia de nuestro padre Abraham. Dios no le había dado su hijo Isaac sino para que le fuera ofrecido. ¿No tenía Él derecho a pedirlo cuando quisiese? Abraham lo sabía, como sabía el sentido del sacrificio. Por el pecado original, la Majestad Divina fue ofendida de terrible manera. Dios no sería Dios si no fuera soberanamente justo.

El sufrimiento y la muerte han sido los castigos de nuestros primeros padres. Y de toda su posteridad. Por eso el hombre no puede ya ofrecerse a Dios sin contradecir a su naturaleza caída. Pues si el amor inclina a darse, las consecuencias del pecado nos impiden hacerlo. Así, el hombre no puede ya darse sin sufrir previamente. Tenemos tendencia a juzgar que el sacrificio que Dios exige a Abraham es cruel. No es sino justo. Pero olvidamos la majestad de Dios y olvidamos nuestro pecado. Y después nos preguntamos si Dios no es cruel ¿Cruel? ¿Dios? Lo que Él impidió a Abraham —que consumara el sacrificio de su hijo Isaac—, el Padre de los cielos, lo ha consumado con su Hijo Jesús. Reparación de un valor infinito... Para reconciliar al hombre con Dios, el Verbo encarnado, Jesucristo, ha devuelto al mundo el movimiento del Don, del Amor. 149

Jesucristo, Dios y hombre verdaderos, se ofreció por nosotros en la cruz. Luego nos dio su Espíritu en su Evangelio. Él nos dio su Carne de Resucitado en la Eucaristía, para comunicarnos su vida divina y darnos la fuerza para que pudiésemos tomar su cruz y seguirle, venciendo nuestro egoísmo, ofreciendo nuestras vidas a Dios, sobre la patena, con Él. Amar juntos Los hijos ya son mayores y van a abandonar la casa. Uno, va a responder a la llamada de Dios como sacerdote; otro, porque tiene la vocación del matrimonio; la hija, para entregarse a Él del todo como religiosa; El padre y la madre, entonces, renuncian a la alegría de retenerlos junto a sí, para entregarlos a Dios...

Juntos, con un mismo corazón, los ofrecen por María al Altísimo a esos hijos que no criaron más que para Él Ellos saben que más allá de la pena que la separación supone, que más allá de la cruz luce la Resurrección, la mañana de la Eternidad... que desde lo alto del Cielo, el Padre nos entregaba a Jesús, y, María, de pie junto a la cruz, ofrecía su hijo a Dios, todos los padres del mundo pueden ya mantener la esperanza cuando tengan que ofrecer a Dios, en la fe pura y en la comunión de un solo sacrificio, los frutos de su vida y de su amor.

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Capítulo VII LOS SOBREXCESOS DEL AMOR Hemos recorrido un largo camino. Todas las etapas de la vida. Desde las maravillosas promesas del noviazgo hasta los sublimes sacrificios de una vida, cuando el alma se dispone a abandonar su morada terrena para entregarse al Esposo celestial. Hemos evocado la alegría de elegir al que o la que habría de ser el padre o la madre de nuestros hijos. Hemos comprobado que no bastaba elegir con los ojos de la carne, sino con los del espíritu. Hemos considerado la alegría de unirse, que consiste menos en tomar que en dar, con miras a un fin inmenso: transmitir la vida, dentro de una exigente y delicada fidelidad conyugal, sostenida con firmeza por las gradas recibidas en el sacramento del matrimonio. Hemos examinado la alegría de conocerse, que es un arte difícil, entre esposos que Dios ha hecho complementarios. Hemos recordado la alegría de completarse, que exige el respeto al orden del amor; orden que constituye al hombre jefe de la mujer. «El marido es la cabeza y la mujer es el corazón». Hemos visto que la alegría de amarse no es el arte de sentir juntos siguiendo los caprichos de la carne, sino el arte de consentir juntos en la voluntad divina En fin, hemos meditado sobre la alegría de amarse juntos: el marido, en su vocación de paternidad; la esposa, en su vocación de maternidad: doble vocación, que es el lento, largo y simple aprendizaje hacia el renunciamiento y el sacrificio. Hemos comprobado que es preciso escoger antes de unirse; que luego hay que conocerse para completarse, y que es necesario, en fin, amarse para amar juntos. No obstante, el amor conyugal no es el único camino por el cual el Señor llama al hombre hasta Él. Y estas páginas consagradas a la alegría de amar no estarían completas si, más allá de su término, no distinguieran... 151

HORIZONTES MÁS VASTOS ... Horizontes más vastos, más elevados, más exigentes, pero que también son —y más aún— los horizontes del amor. Nuestro Señor así nos lo dio a entender cuando, después de haber afirmado la indisolubilidad del matrimonio, respondió a una pregunta singular que le hacían los que le rodeaban. «Le dijeron los discípulos: Si tal es la condición del hombre con la mujer, preferible es no casarse. Él les contestó: No todos entienden esto, sino aquellos a quienes ha sido dado. Porque hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que fueron hechos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se han hecho tales por amor del Reino de los Cielos. ¡El que pueda entender, que entienda!» (Mateo 19, 10-12).

La última frase da claramente a entender que no a todos les es dado el entenderlo. En nuestra época puede parecer singularmente oscura. ¡Tanto, y de mil modos, se ha desfigurado la fisonomía perfectamente pura del Amor! El amor humano es una coparticipación. Trae consigo alegrías. Pero no deja al espíritu ni al corazón libres del todo para entregarse a Dios. Los esposos, en el sacramento del matrimonio, se dirigen hacia Dios como a través de relevos de postas, de etapas, de paradas y nuevas partidas. Esa es, al menos, la opinión de San Pablo: «Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así, está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santa en cuerpo y en espíritu. Pero la casada ha de preocuparse de las cosas del mundo, y de agradar al esposo» (I Cor. 7, 32-36). 152

Y el Apóstol, que prevé las reacciones de sus oyentes, les muestra el motivo: «Esto os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo, sino mirando a lo que es mejor y os permite uniros más al Señor libres de impedimentos». UN AMOR SIN PARTICIÓN Dios llama a aquellos y aquellas que ÉL ESCOGE para amarle sin partición. Para no declarar su amor más que a Él. Para no vivir más que para ÉL Para no respirar más que hacia Él. Para no hacer otra voluntad que la Suya. Para amar y reparar en unión con Él. El secreto de tales vocaciones es un secreto de amor. Así como dos novios se agradan, sin que sus mejores amigos comprendan la elección misteriosa de su mutua preferencia, lo mismo aquellos y aquellas que una preferencia de Dios atrae más totalmente hacia Sí, conocen en su corazón el sabor incomunicable de ese amor.

El amor conyugal llama a los esposos a sobrexcederse en el amor. Pero presta un apoyo humano a esos sobrexcesos. La fidelidad conyugal exige un renunciamiento a todas las demás intimidades. La fecundidad conyugal exige un renunciamiento a muchos ratos de ocio, a muchas distracciones. Pero esa fidelidad garantiza la intimidad del esposo y la esposa. Esa fecundidad, garantiza el afecto de los padres y de los hijos. Y así continúa siendo durante la mayor parte de la vida. La consagración total de una existencia a Dios hace caso omiso de las etapas: comienza por donde los otros terminan. La vida conyugal invita a compartir el corazón. Esa partición no cesa sino con los últimos sacrificios que traen consigo los duelos. 153

VIRGINIDAD Y FECUNDIDAD La vida sacerdotal o consagrada, en el mundo o fuera del mundo, son vocaciones que invitan a la persona a hacer, ya desde el comienzo de la vida, esos sacrificios finales. Hay que penetrar claramente el alcance de los mismos. Un corazón virgen, en el verdadero sentido de la palabra, no es un corazón seco. Es un corazón vacío, que no es lo mismo. Un corazón vacío de los cuidados del mundo. Vacío de afectos mundanos. Un corazón que no está ocupado. Un corazón que se reserva para un solo amor. Que se propone no llenarse sino con un solo amor. Tal es María, la Virgen Inmaculada. Toda reservada para su Señor; Toda pura en su ofrenda total; Toda obediente en su fiat. La virginidad no es estéril.

Si el amor que comparte el corazón con otro es fecundo, ¡cuánto más no lo será el corazón no compartido! La Virgen María da su Hijo al mundo. E igualmente los corazones vírgenes, Los que por amor se reservan únicamente para darse a Dios, En el tiempo y en la eternidad, Por sus oraciones y sus sacrificios, colaboran en la Redención. Invisiblemente rescatan almas. Y esa paternidad y maternidad espirituales son, bien a menudo, ignoradas del mundo; pero no por ello menos fecundas. 154

Dios sabe hacerse desear de aquellos que Él llama para consagrarse a Él. Él les hace comprender el precio del don que regala. Y les hace gustar de él. Hasta el punto de que a Él se entregan libremente con todo su corazón y con toda su alma, ofreciéndole toda su vida colmados de la alegría de amar: ¡Hágase Tu voluntad!

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APÉNDICE

Discurso de S.S. Benedicto XVI durante el encuentro con los jóvenes, en el estadio Pacaembú, Brasil, 10 de Mayo 2007

Tened, sobretodo, un gran respeto por la institución del Sacramento del Matrimonio. No podrá haber verdadera felicidad en los hogares si, al mismo tiempo, no hay fidelidad entre los esposos. El matrimonio es una institución de derecho natural, que fue elevado por Cristo a la dignidad de Sacramento; es un gran don que Dios hizo a la humanidad, respetadlo, veneradlo. Al mismo tiempo, Dios os llama a respetaros también en el romance y en el noviazgo, pues la vida conyugal que, por disposición divina, está destinada a los casados es solamente fuente de felicidad y de paz en la medida en la que sepáis hacer de la castidad, dentro y fuera del matrimonio, un baluarte de vuestras esperanzas futuras. Repito aquí para todos vosotros que «el eros quiere conducirnos más allá de nosotros mismos, hacia Dios, pero por eso mismo requiere un camino de ascesis, renuncias, purificaciones y saneamientos» (Carta encl. Deus caritas est). En pocas palabras, requiere espíritu de sacrificio y de renuncia por un bien mayor, que es precisamente el amor de Dios sobre todas las cosas. Buscad resistir con fortaleza a las insidias del mal existente en muchos ambientes, que os lleva a una vida disoluta, paradójicamente vacía, al hacer perder el bien precioso de vuestra libertad y de vuestra verdadera felicidad. El amor verdadero “buscará siempre más la dicha del otro, se preocupará cada vez más de él, se donará y deseará existir para el otro” y, por eso, será siempre más fiel, indisoluble y fecundo. Para ello, contáis con la ayuda de Jesucristo que, con su gracia, hará esto posible. La vida de fe y de oración os conducirá por los caminos de la intimidad con Dios, y de la comprensión de la grandeza de los planes que Él tiene para cada uno. 156

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