Kwame Anthony Appiah - La Etica de La Identidad

March 25, 2017 | Author: Fernando De Gott | Category: N/A
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Kwame Anthony Appiah - La Etica de La Identidad...

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KWAME A N T H O N Y APPIAH La ética de la identidad

con ocim ien to

moral al da la roalixadón ótica, la, reírf ' ¡s filosofo:-; i acu le mu:, lia rei ornado a cuestiones que absorbieron la ai:--. :s mingues: la cuestión acerca da qué vida deberíamos llevar y de cónu) un.: vivida debe cor algo mas que una vida que satisfaga mmstras preferencias ■. pie lomamos en serio estos interrogantes, nos vemos obJkp-idos a reconoc-mlenniniciitas con que construimos nuestras vidrie imbuyen muchas formalíos recursos provistos por la sociedad: mitre ellos, el más obvio os el ¡hiic.c ■ también hay otras incontables instituciones privadas y públicas. I.o qu-, liado ser especialmente complejo, sin embargo, es el intento de dar cumia. formas sociales que ahora llamamos identidades: géneros y orientan-^: ales, etnias y nacionalidades, profesiones y vocaciones. Esa es justameim. i que Kwame Anthony Appiah emprende en esta obra, que {Darte de la alinea; ; n la cual, en tiempos en los que el discurso sobre la identidad puede sen x i "moda", las cuestiones que presenta ose discurso no son en absoluto ajena ; in más alto do la filosofía política: el controvertido dominio de la "autonomó leliates en torno de la ciudadanía y la identidad, el papel que asladarse de! campo de la obligación

Kwame Anthony Appiah La ética de la identidad

Del mismo autor

Traducido por Lilia Mosconi

In my fathers house: Africa in the philosophy of culture, Nueva York, 1993 Color consáous. The política! moraüty of race (en colaboración con Amy Gutmann), Princeton, 1998 Thinking it through: An introáuction to contemporary philosophy, Nueva York, 2003 Cosmopolitanism: Ethics in a world of strangers, Nueva York (edición española en preparación por Katz Editores)

conocimiento

t o o 3/ A y índice

Appiah, Kwame Anthony La ética de la identidad - la ed. - Buenos Aires : Katz, 2007 . 404 p .; 23 x 15 cm. Traducido por: Lilia Mosconi ISBN

978 - 987-1283-36-1

1. Identidad Cultural. 1. Mosconi, Lilia, trad. 11. Título CDD 306

Primera edición,

2007

© Katz Editores Sinclair 2949 , 52 B 1425, Buenos Aires www.katzeditores.com

9 Agradecimientos J3 Prefacio

Título de la edición original: The Ethics o í identity © 2005 by Princeton University Press ISBN Argentina: 978 - 987 -1283-36-1 ISBN España: 978 - 84 - 935432-4-2 El contenido intelectual de esta obra se encuentra protegido por diversas leyes y tratados internacionales que prohíben la reproducción íntegra o extractada, realizada por cualquier procedimiento, que no cuente con la autorización expresa del editor. Diseño de colección: tholón kunst Impreso en la Argentina por Latingráfica S. R. L. Hacho el depósito que marca La ley

11.723 .

2-5 i. 1.a ética de la individualidad 75 111 179 233

2. La autonomía y sus críticos 3 - Las exigencias de la identidad

309

6 . El cosmopolitismo arraigado

385

índice analítico

4. El problema con la cultura 5. La formación del alma

Agradecimientos

He debatido sobre la ética de la identidad con estudiantes y colegas de muchos campos del saber: de la antropología, los estudios literarios, la his­ toria, el derecho, la sociología, las ciencias políticas y, claro está, la filoso­ fía. Y estas conversaciones se han desarrollado en tres continentes. Así, he tenido el privilegio de aprender de las reacciones (¡no todas ellas amiga­ bles!) provocadas por mis conferencias en lugares tan diversos como Basilea, Berkeley, Berlín, Cambridge, Ciudad del Cabo, Frankfurt, Londres, Nueva York, Oxford, París y Río de Janeiro, así com o en auditorios universita­ rios de diversas partes de los Estados Unidos. Pido disculpas por no recor­ dar todos los nombres y todas las ocasiones (en gran parte, no me cabe duda, porque m uchos de los que agilizaron mi pensam iento hicieron contribuciones que yo no absorbí hasta mucho tiempo después de nues­ tras conversaciones); de manera que, en lugar de intentar la reconstruc­ ción dé una lista necesariamente incompleta de las ocasiones que recuerdo, me veo obligado a rogar a quienes me brindaron sus enseñanzas que se reconozcan ellos mismos en este agradecimiento general. De más está decir que también aprendí mucho de la extensa bibliografía que consulté, y he intentado dejar un registro de esas deudas específicas en las notas al pie. Sin embargo, recuerdo conversaciones especialmente valiosas que man­ tuve a lo largo de los años -algunas breves, otras más prolongadas- con Elizabeth Anderson, Susan Babbitt, Richard Bernsteín, H om i Bhabha, Jacquie Bhabha, Vincent Crapanzano, Ronald Dworkin, Am y Gutmann, David Hollinger, M ark Johnston, Tom Kelly, Philip Kitcher, M ahm ood M am dani, Tom Nagel, Alexander Nehamas, Robert N ozick, Martha Nussbaum, Susan Moller Okin, Lucius Outlaw, Philip Pettit, David Rieíf, Tim Scanlon, Amartya Sen, Jesse Sheidlower, Tommy Shelby, Robert Silvers y Charles Taylor. Durante gran parte de la década de 1990 fui miembro del grupo de lectura “ Pentimento”, de Cambridge, Massachusetts (así bau-

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I LA ÉTIC A DE LA I DEN TI DAD

tizado en honor del café donde alguna vez nos conocimos), que incluyó en

AG R A DE C I MI E N T OS

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M i penúltimo agradecimiento es para el Departamento de Filosofía de la

muchas oportunidades a Larry Blum, Jorge García, Martha Minow, David

Universidad de Buffalo,

Wilkins y David Wong, entre otros, cuyas enseñanzas han sido muy valio­

la primera versión de todo el argumento de este libro en las Conferencias

sas. También me resultaron de gran ayuda las preguntas planteadas por numerosos interpelantes en un seminario de la Facultad de Derecho de la

George F. Hourani de 2004. Creo que la mejor manera de pensar las ideas no es atribuir su propie­

Universidad de Nueva York, dirigido por Ronnie Dworkin y Tom Nagel

dad, o incluso su origen, a los individuos; sin duda, muchos de mis ins­

en el otoño de 1997, y los aportes de diversas personas en dos Conferencias Tanner que di en la u c San Diego, en 1994, y en Cambridge, Inglaterra, en

piradores me comunicaron pensamientos iniciados por otras personas, de la misma manera que lo hago yo aquí. Sin embargo, si hay algo que

2001. No cabe duda de que mi deuda intelectual (y personal) más antigua es la que tengo con Skip Gates, quien brindó su amistad a un estudiante de filosofía de Cambridge, hace ya un cuarto de siglo, y lo persuadió de que

un individuo sí puede hacer es originar formulaciones de ideas, un estilo para expresarlas, una senda que atraviese determinados temas: ése es el significado de la verdadera autoría de un libro. Y ni siquiera en ese sen­ tido puedo adjudicarme la completa autoría de este libro, ya que cada una

se interesara por problemas que iban más allá de los fundamentos de la semántica probabilística. Mientras terminaba este libro, me resultó muy beneficiosa la relación académica que he mantenido con Chris Eisgruber, Steve Macedo, Josh Ober y Peter Singer, del Center for Human Valúes, de Princeton, y los debates desarrollados en el Centro con los estudiantes gra­ duados y los colegas visitantes: en el transcurso de nuestros seminarios casi

su ny,

cuyos miembros m e permitieron expresar

de sus páginas fue influida por la miríada de prudentes comentarios, con­ tribuciones y críticas de m i compañero Henry Finder. El nombre que figura en la portada es el mío, y asumo la responsabilidad por el libro y su con­ tenido, pero creo que esta obra nos pertenece a ambos en el m ism o sen­ tido en que M ili afirm aba que Sobre la libertad era una coproducción

semanales adquirí nuevas percepciones que me fueron de gran utilidad. Entre los estudiantes, tengo una deuda especial con los miembros de dos

con Harriet Taylor. (La com paración finaliza aquí: ¡pero los gatos pue­

seminarios de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York,

cado, de manera que no podem os saber si ella habría aceptado la

donde comencé a pensar y escribir más específicamente acerca de la indi­

aseveración de Mili respecto de su trabajo en común. En su generosidad, Henry insiste en que su asistencia fue meramente editorial. Pero yo sé que,

vidualidad durante el otoño de 1998; con los alum nos de la carrera de Estudios Afroamericanos de Harvard, con quienes debatí sobre cuestiones de identidad entre 1991 y 2002; con un seminario de graduados sobre “neu­ tralidad”, que tuvo lugar en Princeton, en la primavera de 2002, y con dos camadas de alumnos de primer año de Princeton, que llenaron de vitali­ dad un seminario sobre “la individualidad como ideal”, desarrollado durante los otoños de 2002 y 2003. U n borrador casi final de este libro recibió comentarios m uy útiles de m i colega Chris Eisgruber, cuyos profundos conocimientos sobre las leyes y su prolongado interés en cuestiones religiosas y constitucionales me ayu­ daron enormemente, y de tres lectores de la Princeton University Press. Dos de ellos m e han solicitado permanecer anónimos, por lo cual me veo obligado a agradecerles sin nombrarlos; sin embargo, me complazco en agradecer públicamente al tercero, Jacob Levy, en especial porque sus ati­ nados comentarios constituyeron una mezcla de corrección y estímulo. También querría agradecer a otras personas de la Princeton University Press: a Ian M alcolm , por organizar a estos evaluadores y ayudarme a pensar cómo responderles; a Lauren Lepow, m i cordial correctora edito­ rial, y a Frank M ahood, quien llevó a cabo el elegante diseño de este libro.

den contemplar a los reyes!) Harriet Tylor no llegó a ver el libro publi­

de no ser por su intervención, mi nom bre figuraría en un libro muy dife­ rente y muy inferior. Si le hubiera dedicado este libro en latín, habría tenido que debatir con él para ver si ponía su nombre en dativo (“a” o “para”, tal como me enseñaron) o en ablativo (“por”,“con” o “de” ). Sin duda, resulta muy apropiado que un libro que insiste en la posibilidad de expresar la individualidad en proyectos profundamente compartidos sea la expresión práctica de lo que predica.

Prefacio

En el debate filosófico contemporáneo del mundo angloparlante existe un amplio consenso respecto de los rasgos generales y la historia de la tradi­ ción política liberal. Es convencional, por ejemplo, presuponer que esta tradición debe mucho al concepto de Locke de tolerancia religiosa y a su teoría de la propiedad; que el lenguaje de la igualdad humana y los dere­ chos humanos, desarrollado en el transcurso de las revoluciones francesa y estadounidense, es central en el patrimonio de esta tradición; que es natu­ ral que un liberal hable de dignidad humana y presuponga que ésta es (ceferts paribus, como de costumbre) una posesión que corresponde por igual a todo ser humano. Suele darse por sentado que la tradición liberal es, desde el punto de vista ético, individualista (en el sentido en que da por supuesto que, en última instancia, todo lo que es moralmente importan te es im por­ tante porque afecta a los individuos), de manera que si las naciones o las comunidades religiosas o las familias son importantes, son importantes porque son significativas para las personas que las componen.1 Quizás haya­ mos aprendido a considerar que esos elementos centrales de la tradición liberal son materia de controversia: de m odo que, para decirlo de una manera burda, los liberales no son personas que están de acuerdo respecto i Creo que es un acontecimiento algo desafortunado que el término “individualismo”, que tiene, en el uso corriente, un tufillo a insociabili dad, haya pasado a ser la denominación técnica que se usa en filosofía para referirse a esta posición. En consecuencia, quizá valga la pena decir ya desde el comienzo que este tipo de individualismo es la base de un interés extensivo por los demás. (Después de todo, si los individuos son importantes, se sigue que es importante lo que se les hace.) El hecho de que exista una aceptación amplia de algún tipo de individualismo se refleja en la generalización de los intentos de mostrar por qué el Estado es recomendable para los individuos en un “estado natural”. (No expongo esta idea a modo de formulación precisa; la precisión requeriría un análisis adicional para determinar, por ejemplo, qué significa decir que algo es importante.)

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P RE F AC I O

I I A ÉTICA DE LA I DEN TI DAD

del significado de la dignidad, la libertad, la igualdad, la individualidad, la tolerancia y todo el resto, sino que, más exactamente, son personas que debaten acerca de la importancia que tienen esos conceptos para la vida política. Es decir, quizás hayamos aprendido que la tradición liberal -al igual que todas las tradiciones intelectuales-, más que un cuerpo doctri­ nario, es un conjunto de debates. Aun así, existe un consenso amplio res­ pecto de la existencia de tal tradición. De hecho, es interesante preguntarse si es posible identificar una tradi­ ción de pensamiento que incluya esos elementos; y ésta es, por supuesto, una pregunta cuya respuesta requeriría una seria investigación histórica. Sospecho que si se emprendiera tal investigación, los antecedentes intelec­ tuales de Mili, de Hobhouse, de Berlín o de Rawls resultarían más polifa­ céticos que singulares, y lo que hoy llamamos “tradición liberal” aparecería menos como un cuerpo de ideas desarrollado a lo largo del tiempo y más com o una colección de fuentes e interpretaciones de fuentes que, en una mirada retrospectiva, nos resultan útiles para articular una influyente visión filosófica de la política: otro ejemplo del búho de Minerva que levanta

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Así, es posible que el lector intente identificar el liberalismo con tradi­ ciones prácticas y no con corrientes de pensamiento. Si en lugar de apro­ ximarse a la cuestión por el lado de las ideas la aborda por el lado de los hechos, podría dirigir la atención hacia el desarrollo -a lo largo de los últi­ mos siglos, pero especialmente a partir de las revoluciones estadouni­ dense y francesa- de una nueva forma de vida política. Esta forma de vtda se ve expresada en determinadas instituciones políticas: entre ellas, los gobiernos electos en lugar de hereditarios y, en líneas más generales, en una suerte de apelación al consenso de los gobernados, pero también en las limi­ taciones impuestas al poder de los que gobiernan -in cluso de los que lo hacen en nombre de una m ayoría-, expresadas en un sistema legal que respeta ciertos derechos fundamentales. Estos derechos civiles o políticos abren una correspondiente esfera de libertades para los ciudadanos, entre las que se incluyen la libertad de expresión política y la libertad de culto. De más está decir que cada uno de esos elementos puede aparecer sin los demás: en Europa hubo repúblicas desde tiempos tan lejanos como los de Atenas; los primeros emperadores germanos fueron electos3y en Inglaterra,

vuelo al declinar el día. Una razón -superficial, quizá, pero que me ha impresionado— para pensar que el liberalismo es una creación retrospec­ tiva es que el uso de la palabra “liberalismo” como nombre de una escuela política es un desarrollo decimonónico; no aparece en ninguna parte de los escritos de Locke o de los Padres Fundadores norteamericanos, sin los cuales la historia del liberalismo que contamos hoy en día sufriría una merma considerable.2

2 El primer partido político que usó el término “liberal” fue el de los Liberales de la España de principios del siglo xix. Hacía 1827, Robert Southey usa la palabra en inglés para describir las posiciones políticas en “The devil’s walk”, cuyas estrofas 28 y 29 (donde aparece ia voz de las “hijas” de Satán) dicen lo siguiente: ¡Oh, gran Cosmócrata! No pensará que pierdo el tiempo con sandeces; en las llamas muchos hierros enrojecen y no debemos dejarlos enfriar; sabrá, Señor, que aquí mantenemos muchos estadistas bajo mi gobierno. Cuando mis nociones liberales producen movimientos maliciosos, hay muchos hombres que son muy juiciosos en ambas cámaras del Parlamento, en quienes yo encontraré un instrumento; y también tengo alumnos provechosos, que mientras tanto están aprendiendo.

Hacen gran progreso en nuestras ideas liberales mis utilitaristas, mis muchas clases de “ -islas” y toda suerte de “arios”, mi toda suerte de “ -ales" y mis Prigs y mis Whígs que son muy retorcidos, formados como es debido. Padre, sé que los dejarás llegar alto y bajo, a sabios y tontos, grandes y pequeños hijos de la Marcha del Intelecto. [Traducción propia, N. de la T.] Véase la edición de hipertexto en http//www.rc.umd.edu/edidons/shelley/ devil/id wcover.html. 3 Esas elecciones, por supuesto, eran realizadas por un “electorado” reducido de gobernantes de pueblos, estados y otras unidades del Reich. Pero también las primeras elecciones estadounidenses se llevaron a cabo mediante un sufragio decididamente limitado. Si la democracia significa un sistema electoral con el sufragio de todos los adultos, entonces no ha llegado temprano a la práctica liberal. En efecto, los liberales más importantes eran escépticos respecto de ia democracia. En Sobre la libertad, Mili (quien, en Consideraciones sobre el gobierno representativo, propone un sistema de “voto plural”, en el que los votos con mayor peso corresponderían a los más instruidos) expresa su preocupación respecto de la tiranía de la mayoría; y, claro está, la Constitución estadounidense no era

1 6 | I A ÉTIC A DE LA I DEN TI DAD

la libertad de prensa y la tolerancia religiosa se desarrollaron en el marco

PR EF ACI O

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mismo” o la deontología, lejos de considerarse parte de la tradición libe­

de una monarquía. Entonces, lo que caracteriza el comienzo del libera­

ral, se sienten hostiles a ella. Permitir que el “ liberalismo” absorba a muchos

lismo parece ser una combinación de instituciones políticas: constitucio­

de sus adversarios ostensibles puede invitar a que se le levanten cargos de

nes, derechos, elecciones y resguardos de la propiedad privada. En el siglo xx, tanto en Europa como en América del Norte, estos elementos se com ­

imperialismo léxico. Pero al menos prevendrá esas trilladas discusiones acerca de si tal o cual posición supuestamente liberal es o no es en reali­

plementaron con un interés público en la salvaguarda de ciertas condi­ ciones mínimas de bienestar para todos los ciudadanos. Aun así, hablar de hechos no nos protegerá de la perplejidad que oca­ sionan los principios, y no llegaremos muy lejos en el intento de trazar un límite entre ambos enfoques. Porque las teorías políticas no se asemejan a

dad liberal. Tales discusiones suelen ser esclarecedoras cuando abordan contenidos, pero no lo son, creo, cuando su objeto es una palabra. Pero entonces, ¿por qué habríamos de montar ese corcel derrengado,

las teorías de la mecánica celestial: en el campo de la política, las teorías tienen una tendencia a transformarse en parte de su objeto. Si hay una

de ser capaz de escribir este libro sin recurrir a ella. El hecho de que no haya llegado muy lejos es un recordatorio de que todos nuestros conceptos polí­ ticos se han deteriorado por obra de la historia; hablar de autonomía o de tolerancia o de dignidad es sumarse a una conversación que comenzó

forma de vida liberal, no sólo se ha caracterizado siempre por la existen­ cia de determinadas instituciones sino también por una retórica, un cuerpo de ideas y de argumentos. Cuando los colonizadores norteamericanos decla­

agobiado por el lastre de su polifacético bagaje semántico? Es una buena pregunta. Yo debería admitir que en algún momento abrigué la esperanza

mucho tiempo antes de que llegáramos a ella y continuará durante mucho

raron que sus derechos inalienables a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad eran “evidentes”, lo que procuraban era hacer que ello suce­

tiempo después de que la hayamos dejado. Los problemas que exploraré

diera. Sin embargo, es posible que un énfasis colocado en las prácticas y no

convencidos de que ciertos valores, que los filósofos angloparlantes han asociado a la palabra “liberal”, son importantes para la vida que llevamos

en los principios ayude a mostrar, justamente, cuán heterogéneos pueden ser esos principios. Por ejemplo, los historiadores han debatido acerca de la importancia que tenía el republicanismo clásico -un a política que tiene

en este libro han surgido a instancias de todos los que estamos firmemente

y para la política que deseamos plasmar. Al mismo tiempo, los problemas

sus cim ientos en los ideales de la ciudadanía más que en nociones de

que me propongo analizar son significativos, sea o no “ liberalismo” el nom­ bre apropiado para el proyecto en cuyo marco se suscitan. De hecho, guardo

derechos individuales-para los fundadores del sistema político norteame­ ricano. Pero una vez que se acepta que la democracia liberal se ha confor­

vas aun en el caso en que, mirabile dictu, éste no se halle dispuesto en lo

la esperanza de persuadir al lector de que tales cuestiones son significati­

mado en torno del discurso de las virtudes cívicas además del de los derechos, nada impediría llegar a la conclusión de que el liberalismo absorbe

más mínimo a considerarse liberal.

ambas tradiciones, supuestamente rivales. El liberalismo, tomado en este sentido vago y extremadamente amplio, abarca no sólo a casi todos los miembros de casi todos los partidos mayoritarios de Europa y América

Permítaseme esbozar una situación donde surgen los problemas sobre los que me propongo hablar. Todos tenemos una vida para vivir y, si bien exis­ ten muchas restricciones morales respecto de la manera en que lo hace­

del Norte, sino también a teóricos que, al criticar, por ejemplo, el “ato-

mos -entre las cuales se destacan las que derivan de nuestras obligaciones hacia otras personas-, esas restricciones no determinan qué vida en par­

democrática, porque no otorgaba el voto a todos los ciudadanos adultos. (Podría decirse que este proceso sólo se completó cuando la edad para votar se bajó a 18 años, lo que ocurrió hace menos de medio siglo.) Pero no es mi intención expresar escepticismo respecto de la democracia en este sentido, ni sugerir que no se desprende de las ideas centrales del liberalismo. El respeto por los demás como libres o iguales requiere un medio para expresar la igualdad política mediante el otorgamiento a todos los ciudadanos de los mismos instrumentos de elección del gobierno. Finalmente, la tradición liberal alumbrará algo parecido a la democracia. Lo único que quiero destacar es que resulta necesario debatir acerca del vínculo entre liberalismo y democracia.

ticular debemos vivir. Por ejemplo, no debemos vivir una vida de cruel­ dad y deshonestidad, pero hay una gran variedad de vidas que pueden vivirse sin esos vicios. También hay restricciones respecto de cómo pode­ mos vivir que derivan de nuestras circunstancias históricas y de nuestros recursos físicos y mentales: nací en la familia equivocada si quiero ser un jefe yoruba, y con el cuerpo equivocado para la maternidad; so y demasiado bajo para llegar a ser un exitoso jugador de baloncesto y no tengo dotes su­ ficientes para ser concertista de piano. Pero aun después de haber tomado en cuenta estas circunstancias, sabemos que cada vida hum ana comienza

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I LA É l / C A DE LA I DE NT I DA D

PREFACIO [ 19

con muchas posibilidades. Algunas personas tienen un espectro más amplio

debemos unos a otros”- y una “moral en el sentido más amplio”, que implica

y más interesante que otras. En una oportunidad, mantuve una conver­

cosas como ser buen padre o buen amigo, o esforzarse para alcanzar altos

sación con Jacques M onod -prem io Nobel y uno de los padres de la bio ­

estándares en la profesión. Y, de manera similar, Bernard W illiams identi­

logía molecular-, quien me dijo que en cierto momento de su vida se había

ficó la moral como un “sistema más restringido” -d e hecho, en su opinión,

visto obligado a elegir entre las posibilidades de ser (si mal no recuerdo)

una “institución peculiar”- dentro de la tradición más amplia de lo que llamamos ética. Por otro lado, esta institución básica, y los problemas de nomenclatura que presenta, no son precisamente una novedad. En la década

concertista de violonchelo, filósofo o científico. Pero todo el m undo, a medida que moldea su vida, tiene que tomar - o debería tener que tom ardiversas decisiones. Y para una persona de temperamento liberal, esas elecciones corren por cuenta de la persona de cuya vida se trata. De aquí se desprenden al menos dos cosas. En primer lugar, la medida de m i vida, el parámetro según el cual debe juzgarse el mayor o menor éxito alcanzado, depende, aunque sea en parte, de las metas que yo mismo me he propuesto. En segundo lugar, la forma que adquiere mi vida es asunto mío (a condición de que yo haya cumplido con mis obligaciones respecto de los demás), incluso en el caso de que la vida que llevo no sea la mejor posible. No hay duda de que todos nosotros podríamos llevar vidas m ejo­ res que las que llevamos, pero ésa no es una razón para que los demás

de 1930, los traductores al inglés de Las dos fuentes de la moral y de la reli­ gión, de Henri Bergson, advirtieron a los lectores, como “ una cuestión de suma importancia”, que habían usado la palabra morality (“ moral” ) para traducir “morale” que en francés tiene un sentido más amplio que en inglés, ya que abarca tanto la moral como la ética. Y la insistencia acerca de tal dis­ tinción puede remontarse también hasta filósofos anteriores: Hegel sin duda, e incluso sus predecesores. Podría suponerse que la m oral es, en este sentido restringido, una invención de los filósofos; podría echársele la culpa a Kant, o considerarse que se trata de una excrecencia de la tole­

intenten obligarnos a hacerlo. Los amigos considerados, los sabios bené­

rancia liberal. Pero yo creo que Williams está en lo cierto cuando insiste en que, por el contrario, la moral es “el punto de vista o, incoherentemente,

volos y los parientes preocupados por nosotros harán bien en ofrecernos

parte del punto de vista de casi todos nosotros”. Com o hem os visto, no hay

ayuda y consejos respecto de cóm o proceder. Pero si han de ser justos, deberá ser ayuda - y no coerción- lo que nos ofrezcan. Y si la coerción es incorrecta en estas circunstancias privadas, también lo será si la ejercen los

una convención establecida que determine cóm o marcar la distinción o, de hecho, qué distinguiría esa distinción. Sin embargo, en líneas genera­ les, me parece conveniente seguir la estipulación léxica de Ronald Dworkin,

gobiernos cuyo interés está depositado en la perfección de sus ciudadanos. Esto es lo que significa decir que -u n a vez que he cumplido con mis debe­ res- la configuración de mi vida es asunto mío. El concepto de individua­

según la cual la ética “incluye convicciones acerca de qué tipos de vida son buenos o malos para una persona, y la moral incluye principios acerca

lidad que nos enseña M ili es una de las maneras de describir esta tarea; sin embargo, ese concepto no tiene lugar en un vacío, sino que, más bien, se configura a partir de las formas sociales disponibles. Y puede implicar obligaciones que parecen ir más allá de mis empresas voluntarias, y más allá de los requerimientos básicos que impone la moral. Puedo dar por supuesto que lo que he dicho hasta ahora es bastante poco objetable: una recitación de sentido común, incluso entre los miem­ bros de m i clan académico. El hecho de que sea sentido común refleja cam­ bios importantes en el clima de la reflexión metaética que se ha llevado a cabo durante las últimas décadas. En particular, nosotros, los filósofos -cualquiera sea la posición que tomemos respecto del “pluralismo de valo­ res” o del “realismo m oral”- hemos tomado cada vez más conciencia de que la obligación moral sólo representa un subconjunto de nuestras preo­ cupaciones normativas. Es exactamente en este espíritu que T. M. Scanlon ha distinguido entre una moral troncal -m oral en el sentido de lo que “nos

de cómo una persona debería tratar a las demás”.4

4 T. M. Scanlon, What we owe to each other, Cambridge, Harvard Universíty Press, 1998, p. 172 [trad. esp.: Lo que nos debemos unos a otros, Barcelona, Paidós, 2003]; Bernard Williams, Ethics and the limits o f philosophy, Cambridge, Harvard Universíty Press, pp. 6 y 174 [trad. esp.: La ética y los límites de ¡a filosofía, Caracas, Monte Ávila Editores, 1991, pp. 21 y 22i];“Traaslator's Preface”,e n Henri Bergson, The two sources of morality and religión, traducido a) inglés por R. Ashley Audra y Cloudesley Brereton, con la asistencia de W. Horsfall Cárter, Nueva York, Doubleday, 1935; Ronald Dworkin, Sovereign virtuc: the theory andpractice of equality, Cambridge, Harvard Universíty Press, 2000, p. 485, n. 1 [trad. esp.: Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, Barcelona, Paidós, 2003). Hay semejanzas entre esta posición y la distinción kantiana entre Rechtspflichten y Tugendpflichten o, en otros lugares, entre officia perfecta y officia imperfecta. Sin embargo, nótese que la definición de Dworkin permite que lo ético incluya lo moral. Lo mejor podría ser llevar una vida en la que uno trate a los demás como los demás deberían ser tratados.

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| [A ÉTICA DE LA I DEN TI DAD

PR E F A C I O I 2 1

AI trasladarse del campo de la obligación moral al de la realización ética,

muy general). Pero, por supuesto, muchos de los teóricos que se han ocu­

la reflexión de los filósofos modernos ha retornado a preguntas que absor­

pado de esos problemas se inclinan a verlos como un desafío al liberalismo.

bieron la atención de los antiguos: preguntas acerca de qué vida deberíamos

Les preocupa que el liberalismo nos haya mostrado una imagen del mundo

llevar, que definen una vida bien vivida como algo más que una vida que

que omite demasiados aspectos. Que los fundadores del canon liberal, tal como lo hemos conformado, no se hayan percatado de las diferencias entre las formas de vida, o simplemente no se hayan interesado por ellas. En espe­

satisface nuestras preferencias. Una vez que tomamos en serio estos interro­ gantes, nos vemos obligados a reconocer que las herramientas con que cons­ truimos nuestras vidas incluyen muchas formas y muchos recursos provistos por la sociedad: entre ellos, el más obvio es el lenguaje, pero también hay

cial, se nos ha instado a que desconfiemos del hábito de la abstracción: del discurso que, por carecer de declinaciones para los individuos, no se

otras incontables instituciones privadas y públicas. Lo que ha resultado ser especialmente enojoso, sin embargo, es el intento de dar cuenta de esas for­

refiere a seres singulares y situados. Así, se ha afirmado a veces que John Locke y los otros teóricos fundadores de lo que podría llamarse “dem ocra­

mas sociales que ahora llamamos identidades: géneros y orientaciones sexua­ les, etnias y nacionalidades, profesiones y vocaciones. Las identidades hacen redamos éticos porque - y esto no es más que un hecho del mundo que nos­

cia liberal” vivían en un m undo caracterizado por la homogeneidad, que sus nociones no eran apropiadas para nuestra modernidad multiética.

otros, los seres humanos, hemos creado- llevamos nuestra vida como hom­

entre “ excluyentes” e “incluyentes” : existe algo así com o la claridad del campo de batalla. Pero también existe algo así como la confusión de la gue­

bres y como mujeres, como homosexuales y como heterosexuales, como ghaneses y como estadounidenses, como negros y como blancos. De inme­ diato comienzan a acumularse los enigmas. ¿Las identidades representan un freno para la autonomía o son ellas las que la configuran? ¿Cuáles son los reclamos justos, si es que hay alguno, que pueden hacer al Estado esos gru­ pos de identidad? Estas cuestiones han cobrado cierta prominencia en la filosofía política de los últimos tiempos. Sin embargo, como espero demos­ trar, no son más que enunciaciones modernas de preguntas antiguas. Lo moderno es que conceptuamos la identidad de maneras especiales. Lo inme­ morial es que cuando se nos pregunta - y cuando nos preguntamos- quié­ nes somos, también se nos está preguntando qué somos. En las páginas que siguen me propongo explorar la ética de la identidad en nuestra vida personal y política; pero quiero hacerlo de una manera que tome seriamente en cuenta la noción de identidad desarrollada por James Stuart Mili. En efecto, Mili, que ha pasado a ocupar un lugar central en el pensamiento político m oderno por muchas buenas - y algunas m alasrazones, será algo así como un compañero de viaje a lo largo de este libro. Será un agradable compañero de viaje -en oposición a un icono que cuelga del espejo retrovisor- no porque acordemos con todos sus análisis, sino porque él se ocupó de muchas de las cuestiones que nos preocupan. Y en

Ahora bien, puede aprenderse mucho del enfrentamiento contemporáneo

rra. En cuanto a mí, sospecho que los recursos conceptuales de lo que se entiende por teoría liberal no están tan empobrecidos. Y que, de todos modos, no toda omisión constituye un pecado. Porque, claro está, Locke escribía en las postrim erías de una lucha sectaria prolongada y sangrienta; su abstracción no derivaba de la inad­ vertencia o de la inconciencia o de una mera vanidad étnica. En los orí­ genes de la filosofía política moderna, la cuestión de la diversidad estaba lejos de ser marginal: era un asunto prioritario. La exclusión tenía un propósito claro, y ese propósito no era insignificante, sino que apuntaba a hacer posible algo acerca de lo cual los liberales hablan mucho: el respeto por las personas. Y es precisamente en el ámbito del “respeto” donde el hábito de la abstracción que caracteriza al pensamiento liberal muestra su mayor fuerza. El yo lastrado, cargado con la especificidad de sus m úl­ tiples lealtades, no es algo que estemos, por regla general, obligados a res­ petar. N o soy el único que duda del im perativo de respetar culturas, entendidas como algo opuesto a las personas; y creo que sólo podemos res­ petar a las personas en tanto las consideramos portadoras abstractas de derechos. Muchos de nuestros avances en el campo de la moral han depen­ dido de esta tendencia a la abstracción. Tal como observa Peter Railton, “amplias tendencias históricas han impulsado el desarrollo de la genera­

tiempos en los que el discurso sobre la identidad puede sonar am era“moda”,

lización en el pensamiento m oral”, y lo que fomentó tal generalización

él nos recuerda que las cuestiones que presenta ese discurso no son en abso­ luto ajenas al canon más alto de la filosofía política.

fue precisamente la serie de desafíos que presenta la diversidad interna. La tolerancia religiosa, por ejemplo, requiere que veamos las concepciones de

Antes dije que los problemas que analizaremos han surgido en el terri­

los otros como religiones, y no como meras herejías. Ello requiere tom ar

torio del pensamiento liberal (si se lo toma como un territorio realmente

cierta distancia crítica, no sólo de las convicciones de los demás, sino

22

| LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

PREFACIO

I 23

también de las propias.”5 Decir estas cosas no equivale, por cierto, a dudar

El lector deberá juzgar por sí mismo si he tenido éxito. En estas pági­

del valor de incluir: simplemente equivale a decir que la inclusión debe lle­

nas, he tratado de enlazar y volcar los pensamientos y los escritos sobre

varse a cabo con cautela, y que “más” no significa necesariamente “mejor” : si la exclusión era estratégica, la inclusión debe serlo también.

ética e identidad que desarrollé a lo largo de la última década. El paso de enlazar ha implicado, inevitablemente, una considerable cantidad de revi­

Y es por eso que yo no escribo ni com o amigo ni como enemigo de la exclusión. Ninguna de las dos posiciones encierra demasiadas posibili­ dades de traer a la memoria aquella apasionada declaración de la trascendentalista estadounidense Margaret Fuller. “ ¡Acepto el universo!”, ni la

sión: prolongaciones, disminuciones, retractaciones. El primer capítulo,

célebre réplica de Carlyle: “ ¡Caramba! ¡Más le vale!”. Igual que con la gravedad, uno puede tener buenas relaciones con el universo, pero no tiene

a m odo de introducción, cartografía el terreno, haciendo especial refe­ rencia a la individualidad milliana. Es, con toda intención, la parte menos conflictiva del libro-, una presentación de cuestiones que, a mt entender, forman parte del sentido común antes de que éste haya sido puesto a prueba.

sentido hacerle la corte. En realidad, y en el espíritu de esas advertencias sobre los efectos secundarios que aparecen en los anuncios de medica­

(Además, como muchos otros filósofos, soy de la escuela para la cual lo que huelga decir a menudo da mejores resultados cuando se dice.) El resto de los capítulos llevan el debate a otras áreas: el controvertido dominio de la

mentos -esos caracteres microscópicos que causan la misma visión borrosa sobre la cual advierten-, quisiera presentar un descargo. A menudo he

“autonomía”, los debates en torno de la ciudadanía y la identidad, el papel que debe desempeñar el Estado respecto de la realización ética, las nego­

hallado útil suplantar el discurso sobre la “raza” o la “cultura” con el dis­ curso sobre la identidad. Sin embargo, debo admitir - a m odo de preven­

ciaciones entre la parcialidad y la moral, las perspectivas que encierran

c ió n - que el discurso sobre la identidad tam bién puede conllevar una

las conversaciones entre las comunidades éticas. Al abordar estas cuestio­ nes normativas, he intentado en gran medida no tomar partido respecto

tendencia a la cosificación. Cuando se desarrolla dentro del discurso de la psicología, puede contam inarse de la noción espuria de integridad

de las grandes cuestiones metafísicas del realismo moral: las cuestiones relacionadas con la importancia ontológica de la distinción entre hechos

psicológica (de la que se hacen eco perogrulladas tales como la “crisis de identidad” el “encontrarse a sí mismo” y cosas por el estilo). Cuando se

y valores. En consecuencia, también he intentado mantenerme lejos del

desarrolla dentro del discurso de la etnografía, puede endurecerse hasta convertirse en algo fijo y determinado, una homogeneidad de la Diferencia.6 D e todos modos, no sé muy bien qué hacer respecto de esos peligros, salvo señalarlos e intentar evitarlos.

5 Peter Railton, “ Pluralism, determinacy, and dilemma”, Ethics 102, N° 4, julio de 1992, p. 722. Véase también Michael Blake, “Rights for people, not for cultures”, Civilization 7, N° 4, agosto-septiembre de 2000, pp. 50-53. “La ambigüedad que encierra la valoración de la diversidad consiste en que no se sabe si significa valorar personas de antecedentes distintos o valorar la diversidad de antecedentes en sí misma”, escribe Blake. “La primera noción -que las personas deben ser respetadas como iguales, sin considerar la procedencia étnica, ni la raza, ni el género, ni otros rasgos distintivos- forma parte de cualquier filosofía política actual. Pero de ahí no se sigue que debamos valorar y preservar la diversidad en sí misma, como una abstracción; creo que no hay razones para lamentarse de que el mundo no contenga el doble de las culturas que existen” (p. 52). Retornaré a este tema en el capítulo 4. 6 Para consultar un análisis que advierte acerca de esos peligros, véase Richard Handler, “Is ‘identity’ a useful cross-cultural concept?” en John R. Gillis (ed.), Commemorations: the poiitics ojnationai identity, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp. 27-40.

análisis explícito de la epistemología moral, aun cuando no cabe duda de que es imposible avanzar sin recurrir a supuestos metafísicos o epistemo­ lógicos. Si hay algo que caracteriza a m i aporte, es que siempre parte de la perspectiva del individuo dedicado a hacer su propia vida, reconociendo que hay otros que están involucrados en el mismo proyecto, y que se preo­ cupa por preguntar qué signifícala vida social y política para este proyecto que compartimos. Entonces, me interesa hacer hincapié en el hecho de que éste es un trabajo sobre ética, en el sentido especial que he seleccionado, y no sobre teoría política, porque no parte de un interés en el Estado. Más bien, las cuestiones políticas que aborda son las que inevitablemente sur­ gen una vez que hemos reconocido que el deber ético que todos tenemos -hacer nuestra vid a- está, de manera ineludible, ligado a los aspectos é ti­ cos de la vida de los demás. Es por ello que me propongo analizar algunas de nuestras relaciones sociales más amplias, al igual que algunas de nues­ tras, más restringidas, relaciones políticas. Y es también por ello que fina­ lizo con una exploración de cuestiones que nos llevan, más allá de los asuntos relacionados con la política nacional, a preocupaciones globales más abarcadoras: esos otros cuyos proyectos éticos nos importan no son sólo nuestros conciudadanos, sino tam bién los ciudadanos del resto de las Daciones del planeta. Com encé con un análisis del liberalismo, que es

24 l U ÉTICA. OE U IDEMTIQAD

una tradición política: pero lo hice porque creo que algunos de los supues­

1

tos éticos de esa tradición son profundamente correctos, y no porque mi preocupación principal sea la política.

La ética de la individualidad

Sin embargo, el último descargo que presento - y quizás el más con­ tundente- está dirigido a aquellos que buscan orientación práctica, reco­ mendaciones específicas acerca de qué leyes o qué instituciones serían las más apropiadas para sanar nuestras dolencias sociales y políticas. Desafortunadamente, soy un pésimo médico: me interesan los diagnósti­ cos - la etiología y la nosología- pero no las curas. Si lo que el lector nece­ sita es un programa, una lista de acciones para llevar a cabo, mi consejo práctico es que busque en otra parte. En efecto, lo que ofrezco aquí tiene más espíritu de exploración que de conclusiones. Una de las grandes figuras de la econom ía de principios del siglo x x -¿no lo fue acaso Aríhur Cecil Pigou?- admitió que el pro­

EL G R A N E X P E R I M E N T O

pósito de su disciplina no era brindar luz, sino calor. Con ello quiso decir que su disciplina, más que limitarse a ser esclarecedora, era útil. A pesar

el desarrollo de una individualidad paradigmática, o bien un vigoroso

Según como se la mire, la tan célebre educación de John Stuart Mili fue

de que me gustaría iniciar alguna que otra discusión, no se puede contar

intento de borrarla. Él mismo parece haber sido incapaz de decidirse por

con que las exploraciones que siguen brinden demasiado calor, si es que

una de las dos opciones. Llamaba a su educación “el experimento”, y el

brindan alguno: mi propósito ha sido arrojar alguna luz, aunque no sea potente ni plena. Invariablemente, la filosofía es más eficaz en la formula­

relato que brindó en su Autobiografía la transformó en leyenda. A los 3 años aprendía griego, y al cum plir los 12 ya había leído todo Heródoto,

ción de preguntas que en la de políticas. No apunto a ganar conversos, y no m e preocupa demasiado que el lector concuerde con todas las opinio­

una cantidad considerable de Jenofonte, las Églogas - y los seis primeros libros de la Eneida- de Virgilio, la mayor parte de Horacio, y obras im por­

nes que aventuro: ni siquiera podría asegurar que yo lo hago. Determinar de qué manera extraeremos algún sentido de la relación entre identidad e individualidad -entre el qué y el quién- es, como ya he señalado, el tema

tantes de Sófocles, Eurípides, Polibio, Platón y Aristóteles, entre otros. Después de estudiar el Homero de Pope, emprendió la tarea de com po­ ner una “continuación de la Ilíada”, primero por capricho y más tarde por mandato. También había hecho serias incursiones en geometría, álgebra

de una conversación que ha atravesado media historia. Simpatice o no el lector con mi enfoque, abrigo la esperanza, al menos, de lograr conven­ cerlo de que se trata de una conversación en la que vale la pena participar.

y cálculo diferencial. Al pequeño M ili se lo mantuvo lo más lejos posible de las influencias corruptoras de los otros niños (“del contagio”, como lo expresara él, “de maneras vulgares de pensar y sentir” )-, y así, en su año decim ocuarto, cuando John Stuart estaba a punto de comenzar a conocer gente fuera del alcance de la supervisión paterna, James M ili llevó a su hijo a dar una caminata por Hyde Park con el fin de prepararlo para lo que era de espe­ rarse que encontraría. Si percibía que estaba más adelantado que otros niños, no debía atribuirlo a su propia superioridad, sino al particular rigor de su educación intelectual: “no era un mérito m ío el saber más que quie­ nes no habían tenido una ventaja semejante, pero lo contrario habría sido una terrible deshonra para m í”. Ése fue el primer indicio que tuvo de su precocidad, y a M ili no le faltaron razones para quedar estupefacto. “Si algo pensaba de m í mismo, era que estaba atrasado en mis estudios”,

26

U É T I C A DE LA I N D I V I D U A L I D A D 1 2 7

! LA ÉTICA D£ LA I DE NT I DA D

relata, “ya qu e siem pre m e veía así, en relación con lo que m i padre esperaba de m í”.1

En ese estado de ánimo, se m e ocurrió preguntarme a mí mismo, sin

Pero James Mili era un hombre con una m isión, y continuar con esa

zado; que todos los cambios de instituciones e ideas por los que bregas

misión era el papel señalado para su hijo mayor. James, en su calidad de

pudieran efectuarse en este mismo instante: ¿sería ello motivo de gran

discípulo dilecto de Jeremy Bentham, estaba a su vez formando otro dis­

goce y felicidad para ti? Y una autoconcienria irreprimible respondió,

cípulo: alguien que, en consonancia con los principios benthamianos, exten­ diera y difundiera el gran credo del raisonneur para una nueva época. John era, por así decirlo, el hijo del samurai. De este modo, el desarrollo de sí

con absoluta claridad: “;No! Ante esto, m i corazón se abatió: todos los

mismo resultó ser un tema central en el pensamiento de M ili y, de hecho, uno de los elementos constitutivos de su descontento resp ecto de su patri­ m onio intelectual. A los 24 años escribió a su amigo John Sterling acerca de la soledad que había llegado a agobiarlo:

mediaciones: “Supón que todos los fines de tu vida se hubieran reali­

fundamentos sobre los que se erigía mi vida se derrumbaron.3 ! Salió de las tinieblas y dio unos pasos encandilado por la luz, pero por un largo tiempo anduvo aturdido y a la deriva. Resuelto a desaprender el culto

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de Bentham, se lanzó a un eclecticismo acrítico, poco dispuesto a ejercitar su quizás excesivamente desarrollada facultad de discernimiento. Adquirió una decidida, casi perversa disposición a adoptar argumentos que en otros tiempos habría considerado la encarnación del Error, ya fuera

No hay un solo ser humano (con quien yo pueda asociarme en térmi­

el jadeante utopismo délos saint-simonianos o los tenebrosos misticismos

nos de igualdad) que reconozca un objeto común conmigo, o con quien pueda yo cooperar, siquiera en alguna empresa práctica, sin sentir que

teutónicos de Coleridgey Carlyle. Cuando la orientación intelectual regresó a su vida, fue por la mediación de su nueva amiga y alma gemela, Harriet

no hago más que usar a un hombre, cuyos objetivos son diferentes, como instrumento para la promoción de los míos.2

Hardy Taylor. “De no haber sido por su influencia estabilizadora, mi gran disposición y entusiasmo por aprender de todos, por hacer un lugar entre mis opiniones para toda nueva adquisición mediante el ajuste m utuo de lo viejo y lo nuevo podría haberme seducido hasta el punto de modificar

Y esta susceptibilidad respecto de usar así a otra persona se origina, sin duda, en su sensación de haber sido víctima de un uso similar; de haber sido el conscripto de un plan maestro que no era el suyo.

en exceso mis primeras opiniones”, escribiría más tarde.4 Fue una relación saludada con considerable censura, en especial por

Son célebres las palabras que escribió M ili acerca de la gran crisis de su vida -u n a suerte de crisis de los 40 que, como corresponde a su precoci­ dad, lo visitó a los 20- y de la espiral de anomia en que se sumergió durante el verano de 1826:

parte de James Mili. Es así que puede considerarse una ironía que haya sido esa mujer, más que ninguna otra persona, la que parece haber guiado de regreso a los principios de la causa paterna la embarcación sin brújula en que él se había transformado. El amor que M ili sentía por ella era a la vez rebelión y restauración, y también el comienzo de una asociación intelec­

1 John Stuart Mili, Autobiography ofjohn StuartMill, en The collected works ofjohn

StuartMill, ed. por John M. Robson, Toronto, University o f Toronto Press, 19631991, vols. 1 a 33 (en adelante, cw m ) [las citas corresponden a la edición en español: Autobiografía, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1943, p. 27b Mili también aclara que su educación no consistió en la adquisición pasiva de conocimiento. “ Muchos niños o jóvenes a quienes se ha proporcionado muchos conocimientos no han logrado el robustecimiento de sus facultades mentales, sino su sofocación. Están atiborrados con hechos, opiniones o frases de otros, aceptadas para substituir el esfuerzo necesario para formar opiniones propias; y así, los hijos de padres eminentes, que no han escatimado esfuerzos para su educación, se forman como meros papagayos, repetidores de lo que han aprendido, incapaces de usar sus facultades fuera de los surcos para ellos trazados. La mía no fue educación de relleno, pues mi padre no permitía que nada de lo que yo aprendiera degenerara en un mero ejercicio de memoria” (ibid., pp. 25-26). 2 John Stuart Mili, The earlier letters, 1812-1848, en cw m , vol. 12, p. 30.

tual que se extendería a lo largo de casi tres décadas. Sólo cuando la señora de Taylor enviudó, en 1851, pudieron ella y M ili vivir juntos como marido y mujer, y a mediados de la década de 1850 maduró el fruto más im por­ tante de su trabajo conjunto, Sobre la libertad, sin duda la obra más leída en el campo de la filosofía política en lengua inglesa. , Si relato esta historia familiar es porque muchos de los temas que ocu­ paron el pensamiento social y político de Mili también dirigieron sus pasos en el camino de la vida. Se trata de una rara ventaja. El asno de Buridán no hizo ningún aporte a la teoría de las decisiones antes de morir de inaní-

f

3 Mili, Autobiografía, op. át.t pp. 82-83 [traducción modificada], 4 Ibid., pp, 150-151 [traducción modificada].

28 | LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 29

ción. Paul G auguin, em blema y avatar del fam oso análisis de Bernard

Así se expresó M ili en el célebre tercer capítulo de su libro, “De la indivi­

Williams acerca de la “ fortuna m oral”, no era él mismo un filósofo moral.

dualidad como uno de los elementos del bienestar”. Y se trata de una pro­

En cambio, el desvelo de M ili por la experimentación y el desarrollo de uno mismo fue a la vez sustancia de su investigación filosófica y materia de su experiencia personal. Sobre la libertad es una amalgama de influencias:

puesta poderosa: parece sugerir que la individualidad podría considerarse previa incluso al concepto que da título al libro, la libertad misma. La capa­ cidad de usar todas nuestras facultades en el desarrollo de nuestro modo

desde el romanticismo alemán, vía Guillermo de Humboldt y Coleridge,

de ser individual era, al menos en parte, lo que hacía que la libertad fuera valiosa para nosotros. En la exposición de Mili, la individualidad no es sólo

hasta el sólido sentido de la igualdad y la tolerancia, el “cada persona vale por sí misma”, fruto de la herencia intelectual de Mili. Pero m i interés en la obra de M ili está, de un modo esencial y tendencioso, dirigido al pre­ sente, porque en ella se anuncia el tema principal de este libro, al igual que tantos otros tópicos de la teoría liberal.

algo que nos conduce al bien social: es una parte constitutiva de éste. Y Mili vuelve sobre el tema, no sea que a alguien se le pase por alto: Puesto que hemos visto que individualidad es la misma cosa que de­

Consideremos el énfasis que deposita Mili en la importancia de la diver­ sidad; su reconocimiento de la irreductible naturaleza plural de los valores

sarrollo, y que solamente el cultivo de la individualidad produce o puede producir seres humanos bien desarrollados, podría yo dar por termi­

humanos; su insistencia en que el Estado desempeña un papel en la reali­ zación de los seres humanos, interpretada en sentido amplio; su empeño en elaborar una noción de bienestar que sea a la vez individualista y (de

nada aquí la discusión: pues, ¿qué más podrá decirse en favor de cual­

un modo que algunas veces es pasado por alto) profundamente social. Por último, su sólido ideal de individualidad moviliza, como veremos, las cru­

de un obstáculo al bien, sino que impide este progreso?6

quier condición de las cosas humanas, sino que ella conduce a los hombres a lo mejor que pueden llegar a ser? ¿Y qué cosa peor se dirá

ciales nociones de autonomía e identidad. No centro la atención en Mili a la manera de argumentum ad verecundiam; no doy por sentado (y tam­

Está claro que M ili ofrece argumentos en favor de la libertad que son con­

poco lo hacía él) que sus opiniones representen la última palabra. Pero nadie

bable que la libertad tenga buenos efectos. Sus más célebres argumentos

antes que él -y, me animo a agregar, nadie después- cartografió el terreno

en favor de la libertad de expresión suponen que encontraremos la ver­

con tanta claridad y con tanto cuidado. Quizás estemos cultivando un jar­ dín diferente, pero lo hacemos en un suelo rellenado y cercado por él.

dad con mayor frecuencia y con más facilidad si permitimos que nuestras opiniones sean puestas a prueba en el debate público, en lo que ahora todos llamamos “el mercado de las ideas”. Pero también sostuvo con especial

vencionalmente consecuencialistas: argumentos según los cuales es pro­

fervor que el cultivo de la propia individualidad es en sí mismo parte del LIBERTAD E IN D IV ID U A L ID A D

Si considerásemos que el libre desarrollo de la individualidad es uno de los principios esenciales del bienestar; si lo tuviéramos no como un elemento coordinado con todo lo que se designa con las palabras civi­ lización, instrucción, educación o cultura, sino más bien com o parte y condición necesaria de todas esas cosas, no existiría entonces ningún peligro de que la libertad no fuera apreciada en su justo valor, y no habría

bienestar, algo bueno in se, y aquí la libertad no es un medio para alcan­ zar un fin, sino parte constitutiva de ese fin. Pues la individualidad signi­ fica, entre otras cosas, elegir por mí mismo en lugar de meramente dejarme moldear por la coacción de las sanciones políticas o sociales. En otras pala­ bras, la concepción de Mili comprendía la idea de que la libertad im por­ taba no sólo porque daba lugar a otras cosas -tales como el descubrimiento de la verdad- sino también porque sin ella no sería posible desarrollar la individualidad que constituye un elemento esencial del bien humano.7 Tal cómo él mismo lo expresa:

que vencer grandes dificultades en trazar la línea de demarcación entre ella y el control social.5

5 Mili, On liberty, en cwm , vol. 18 [las citas corresponden a la edición en español: Sobre ¡a libertad, Madrid, Hyspamérica, 1980, p. 72].

6 Ibid., pp. 78-79. 7 Están aquellos que creen que Mili siempre fue un utilitarista consecuente y, por lo tanto, piensan que, en el fondo, sus argumentos se desarrollan con miras a vincular individualidad y utilidad. Sin embargo, en Sobre la libertad no hay una

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I LA ÉTfCA DE LA I DE NT I DA D

LA É TI CA DE LA I N D I V I D U A L I D A D 1 3 1

El hombre que permite al mundo, o al menos a su mundo, elegir por él

será necesariamente la más sabia; de hecho, es posible que se hagan malas

su plan de vida, no tiene más necesidad que de la facultad de imitación

elecciones. Lo que en verdad importa respecto de un plan de vida (y por

délos simios. Pero aquel que lo escoge por sí mismo pone en juego todas

provenir de la víctima del gran experimento de James y Jeremy, la insisten­

sus facultades. Debe emplear la observación para ver, el raciocinio y el juicio para prever, la actividad para reunir los elementos de la decisión,

cia de Mili en este punto es especialmente quejumbrosa) es simplemente

y, una vez que haya decidido, la firmeza y el dominio de sí mismo para mantenerse en su ya deliberada decisión. Y cuanto mayor sea la porción de su conducta que determina según sus sentimientos y su juicio pro­ pios, tanto más necesarias le serán estas diversas cualidades. Es posible que pueda caminar por el buen sendero y preservarse de toda influen­ cia perjudicial sin hacer uso de esas cosas. Pero ¿cuál será su valor rela­ tivo com o ser humano? Lo verdaderamente importante no es sólo lo que hacen los hombres sino también la clase de hombres que lo hacen.8

que sea elegido por la persona de cuya vida se trata: “Si una persona posee una cuota razonable de sentido común y de experiencia, la mejor manera de disponer de su existencia es la suya propia, no porque sea la mejor en sí misma, sino porque es su propia manera”. Ejercer la autonomía es un comportamiento que no sólo vale por sí mismo: también conduce al de­ sarrollo de uno mismo, al cultivo de las propias facultades de observa­ ción, raciocinio y juicio.9Es necesario desarrollar la capacidad de autonomía para alcanzar el bienestar humano; es por ello que no sólo es importante lo que se elige sino también “la clase de hombres que lo hacen”. Es así que Mili invoca la “individualidad” para referirse tanto a las condiciones pre­

M ás que un estado a alcanzar, la individualidad es un m odo de vida a procurar. M ili sostiene que es importante elegir el plan de vida propio, y

vias como al resultado de tal elección deliberada.10 En la concepción de individualidad que Mili desarrolla en el tercer capí­

la libertad consiste, al menos en parte, en la existencia de condiciones que

tulo de Sobre la libertad no hay una distinción sistemática entre la idea de

posibiliten llevar a cabo una elección entre opciones aceptables. Pero no

que es bueno ser diferente de otras personas y la idea de que es bueno, en

se dice aquí que uno deba elegir su propio plan de vida porque su opción

cierta medida, crearse a sí mismo, ser alguien que “elige él mismo su plan”.11

argumentación general dirigida a establecer tal vínculo, y Mili, tanto aquí como en el resto de su obra, habla en favor de la individualidad de un modo que no hace necesario establecer tal conexión. Aun en el caso en que el lector suponga la existencia de un vínculo, no queda claro que la función de la utilidad esté actuando de alguna manera, dado que el concepto de felicidad de Mili parece haber incluido la individualidad. El hecho de poseer y ejercitar la capacidad de elegir libremente no es valioso simplemente porque conduce a la felicidad, sino que más bien parece ser parte de lo que Mili tenía en mente cuando se refería a la felicidad. Estas cuestiones han sido rigurosamente tratadas por Fred Berger en Happiness, justice and freedom: the moral and política! philosophy o f John Stuart Mili, Berkeley y Los Ángeles, University o f California Press, 1984; por John Gray en Mili on Liberty: a defence, Londres, Routledge and Kegan Paul, 1983; y por Richard J. Arneson, “Mili versus paternalism”, Ethics 90, julio de 1980, pp. 470-498. Y véase nota 45 más adelante. 8 Mili proporciona más detalles-. “Las facultades humanas de percepción, de juicio, de discernimiento, de actividad mental, e incluso de preferencia moral, no se ejercen más que en virtud de una elección. Quien hace algo porque es la costumbre, no hace elección alguna”. Más adelante, el “carácter” se vuelve un término de valoración: “Se suele decir que una persona tiene carácter cuando sus deseos e impulsos le pertenecen en propiedad, cuando son expresión de su propia naturaleza, tal como la ha desarrollado y modificado su propia cultura. Un ser humano que no tenga deseos ni impulsos no tiene más carácter que una máquina de vapor” (Sobre la libertad, op. cit., p. 74).

9 Ibid., p. 74. Mili atribuye este énfasis en la formación del ser humano, más que en el “ordenamiento de las circunstancias externas”, al cambio que se produjo en la dirección de su pensamiento después del invierno de 1826, cuando “por primera vez di un lugar adecuado, entre las necesidades primarias del bienestar humano, al cultivo interno del individuo” (Autobiografía, op. cit., p. 88). 10 Véase la minuciosa argumentación de Lawrence Haworth, que identifica tres maneras en que la autonomía puede asociarse al concepto milliano de individualidad: “Sentido 1: si consideramos que la autonomía es una capacidad, entonces tener individualidad es haber desarrollado esa capacidad hasta convertirla en un rasgo personal realizado. Sentido 2: si consideramos que la autonomía es un modo de vida, como en el significado de la expresión ‘vivir con autonomía’, entonces la individualidad (el rasgo personal desarrollado) es una condición necesaria para la autonomía. Sentido 3: cuando decimos de alguien que ‘es autónomo’, tal vez tengamos en mente que se ha desarrollado su capacidad de autonomía; en esos contextos, ser autónomo y tener individualidad son sinónimos” (Lawrence Haworth, Autonomy, an estay on philosophical psychology and ethics, New Haven, Yale University Press, 1986, p. 166). Cf. Arneson, “Mili versus paternalism”, op. cit.,p. 477u En su insistente apelación a la individualidad, Mili recurre a una serie de consideraciones. Algunas son de índole estética (mediante el cultivo de lo que es •-individual, “los seres humanos se convierten en noble y hermoso objeto de contemplación” (Sobre la libertad, op. cit., p. 78); otras son en parte carlyleanas (del estiércol de la mediocridad emergerán grandes héroes y genios), y otras consideraciones emergen de los efectos reductores de la costumbre (la tendencia

32 I LA ÉTIC A DE LA I DE NT I DA D

LA É TI CA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 33

Aun así, creo que es mejor interpretar que Mili atribuye un valor inherente,

esculpir narices respingadas en Beverly Hills; y esas ambiciones pueden

no a la diversidad - a l ser diferente-, sino a la empresa de La creación de uno mismo. Puesto que yo podría elegir un plan de vida que fuera, casual­

también estar al servicio de otras ambiciones. Por razones que exploraré con mayor profundidad en el capítulo 5, vale la pena recordar que, para

mente, m uy similar al de otras personas, sin que por ello pudiera decirse que meramente las imito, que las tomo ciegamente como modelo. N o con­

Mili, la actividad de elegir con libertad tiene una dimensión racional, está estrechamente ligada a la observación, al razonamiento, al juicio y a ia deli­

tribuiría, entonces, a la diversidad (es decir, en cierto sentido, no sería muy

beración. En Sistema de lógica, M ili incluso sugiere que es la consolida­

individual), pero aun así estaría construyendo mi propio -y, en otro sen­

ción de preferencias fugaces en propósitos más estables lo que constituye la madurez:

tido, individual- plan de vida. Si Sobre la libertad defiende la libertad es porque sólo las personas libres pueden ejercer un control absoluto sobre su propia vida.

PL A N E S DE VID A

Un hábito de voluntad suele llamarse propósito y, entre las causas de nuestras voliciones y de los actos que de ellas emanan, es preciso con­ tar, no solamente nuestras preferencias y nuestras aversiones, sino tam ­ bién nuestros propósitos. Sólo cuando nuestros propósitos han llegado a ser independientes de nuestros sentimientos de pena o placer de que emanaban al principio es que se considera fijado nuestro carácter. “ Un

¿Por qué insiste M ili en afirmar que la individualidad es algo que se de­ sarrolla en coordinación con un “plan de vida” ? Después de todo, su for­ m ación utilitarista indica que él no habría separado el bienestar de la satisfacción de las necesidades. Sin embargo, M ili sabía m uy bien que a fin de que esas necesidades tuvieran algún sentido era preciso verlas como

carácter -d ice N ovalis- es una voluntad completamente form ada”; y una vez formada de este modo, nuestra voluntad puede ser constante y estable, cuando nuestra capacidad de ser afectados por el placer y la pena se ha debilitado en gran medida, o se ha transformado de manera sustancial.12

parte de una determinada estructura. Muy a menudo ocurre que nues­ tros deseos y nuestras preferencias inmediatas corren en sentido con­

Y es precisamente esta noción la que adquiere una importancia central

trario a otros deseos y otras preferencias que se desarrollan a más largo plazo. Desearíamos haber escrito un libro, pero no deseamos escribir uno.

para uno de los subsecuentes teóricos de los “planes de vida”, Josiah Royce, quien define a la persona, en esencia, como alguien que tiene un propó­

Desearíamos obtener una calificación excepcional en nuestro importante

sito. Rawls también hace resonar el discurso de Mili cuando caracteriza los planes de vida:

examen de anatomía, pero no deseamos quedarnos estudiando en esta tarde tan soleada. Es por eso que ideamos todo tipo de mecanismos para obligarnos a hacer cosas (en el capítulo 5 veremos que gran parte de la “cul­ tura” consiste en instituciones de autosometimiento), de manera tal que, como decimos a menudo, “nos forzamos” a hacer lo que requiere nuestro interés. Más aun, la naturaleza de muchas de nuestras metas es clara­ mente intermedia, subordinada a metas más abarcadoras. Queremos obte­ ner una calificación excepcional en nuestro examen de anatomía porque queremos ser médicos; queremos ser médicos porque queremos arreglar paladares hendidos en Burkina Faso o, como también puede ser el caso,

“a mutilar por medio de la compresión, como el píe de una china, cualquier parte de la naturaleza humana que sobresalga, y tienda a hacer a una persona completamente diferente, al menos en lo exterior, del común de la humanidad” íibid., p. 84]).

[...] el plan de vida de una persona es racional, si y sólo si, (i) es con­ secuente con los principios de la elección racional cuando éstos se apli­ can a todos los aspectos relevantes de la situación, y (2) se halla entre los planes que cumplen con las condiciones que serían elegidas por esa per­ sona con total racionalidad deliberativa, es decir, con absoluta co n ­ ciencia de los hechos relevantes, y luego de una cuidadosa consideración de las consecuencias.'3

12 ¡ohn Stuart Mili, A system oflogic, en cw m , vo1.8 {las citas corresponden a la «lición en español: Sistema de lógica inductiva y deductiva, Madrid, Daniel farro Editor, 1917, p. 847, traducción modificada]. Rawls, A theory ofjustice, Cambridge, Harvard University Press, 1971, p. 408 |trad. esp.: Teoría déla justicia, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1993).

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I LA É TI CA DE LA I D E N T I D A D

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I

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La aceptación que ha recibido en la teoría liberal contemporánea este dis­

Estos críticos tienen algo de razón. No hay duda de que el discurso sobre

curso sobre los “planes” ha invitado a que se lleve a cabo un cuidadoso

los planes puede resultar engañoso si nos imaginamos que la gente va a andar por ahí con una hoja de ruta de sus vidas cuidadosamente doblada

escrutinio. “ En general no se elige, y no se puede elegir, un plan global que abarque toda la vida”, observa J. L. Mackie. “Se hacen elecciones suce­ sivas para emprender diversas actividades de vez en cuando, y no de una vez por todas.” Daniel A. Bell, al criticar la clase de individualismo liberal que se asocia a Rawls, sostiene que

y guardada en el bolsillo: si nos imaginamos que los planes de vida, lejos de ser múltiples y cambiantes, son fijos y singulares.15Dickens casi no nece­ sita subrayar la ironía cuando le hace anunciar al señor Dombey, res­ pecto de su joven heredero condenado de antemano: “No existe azar ni duda en el camino que se abre frente a m i hijo. Su forma de vida es clara

[...] cuando alguien elige con racionalidad su carrera y su cónyuge, y

y está preparada, y fue señalada desde antes de que él existiera”.'6Los pla­

luego permite que el destino haga el resto del trabajo, no necesariamente tiene un “ interés superior”, algo que considere opuesto a la obediencia a los instintos, a la lucha por alcanzar los fines y los objetivos estableci­

nes pueden evolucionar, revertir el rumbo, descarrilarse en pequeña o gran medida por obra de las contingencias, y el hecho de hablar de ellos no

dos para él por otros (la familia, los amigos, los grupos comunitarios, el gobierno, Dios). [...] Esta circunstancia, combinada con la concien­ cia de que sólo una minoría de nuestras adscripciones sociales son de naturaleza optativa, socava las nociones basadas en el valor de una elección meditada que justifican la forma liberal de organización social. Y Michael Slote ha advertido acerca de la manera en que tales “planes de vida” dirigen las preferencias a lo largo del tiempo. A veces, en vista de determinadas incertidumbres respecto del futuro, nos irá mejor si culti­ vamos una cierta pasividad, una cierta espera vigilante. Además, tal como lo expresa Slote, “la ausencia de planificación racional de la vida es una vir­ tud que se manifiesta con el tiempo”: no es aconsej able que los niños tomen decisiones irrevocables respecto de su carrera, porque esa actividad requiere una suerte de prudencia que es improbable que ellos posean. Más aun, exis­ ten importantes bienes humanos, como el amor y la amistad, para los que no precisamente se “hacen planes”.14

Aquí, Rawls hace mención específica de Filosofía de la fidelidad, de losiah Royce, que utiliza para “caracterizar los propósitos coherentes y sistemáticos del individuo, las cosas que hacen de él una persona moral consciente y unificada” (en las palabras de Rawls). Retornaré al tema de las metas y la racionalidad en el capítulo cinco. 14 J. L. Mackie, “ Can there be a right-based moral theory?”, en James Rachels (ed.), Ethical theory 2: Theories about how we should Uve, Oxford, Oxford University Press, 1998, p. 136. Daniel A. Bell, Communitarianism and its critics, Nueva York, Oxford University Press, 1993, p. 6; Michael Slote, Goods and virtues, Oxford, Oxford University Press, 1983, pp. 43-47- Slote se centra en el uso de los “planes de vida” en recientes contribuciones a la filosofía liberal, en particular las de David Richards, Charles Fried y John Cooper.

debería comprometernos con la noción de que existe un plan óptimo para un individuo. (Vale la pena mencionar que incluso las grandes encarna­ ciones de la ambición que engendró la ficción europea -e l Julien Sorel de

15 En Principies o f political economy, en

cw aí , vol. 3 [las citas corresponden a la edición en español: Principios de economía política, México, Fondo de Cultura Económica, 2001, pp. 23-24]* Mili escribe: “La segunda excepción a la doctrina de que los individuos son los mejores jueces de sus propios intereses es cuando un individuo intenta decidir ahora de manera irrevocable qué será más conveniente para sus intereses en algún futuro más o menos remoto. La presunción a favor del juicio individual es sólo legítima cuando el juicio se basa en la experiencia personal efectiva y sobre todo actual, no cuando se forma antes de la experiencia y no se permite revocarlo incluso cuando la experiencia lo ha condenado. Cuando unas personas se han ligado por medio de un contrato no sólo para hacer algo, sino para continuar haciéndolo para siempre o durante un período de tiempo bastante largo, sin que puedan revocar el compromiso, no existe la presunción de que su perseverancia en la línea de conducta que se han trazado suscitaría en otro caso a favor de la tesis que les conviene; y cualquier presunción que pueda basarse en el hecho de que han adquirido el compromiso por su propia voluntad, tal vez a una edad temprana y sin un conocimiento real de aquello a que se comprometían, está por lo general desprovista de toda validez. En la práctica, la libertad de contratación no es aplicable sino con grandes Limitaciones en el caso de compromisos a perpetuidad, y la ley debe tener gran cuidado con esos compromisos; debe negarles su sanción cuando las obligaciones que imponen son de aquellas que las partes contratantes no pueden juzgar con la debida competencia, y si las sanciona debe antes asegurarse por todos los medios de que el compromiso se contrae deliberadamente y con pleno conocimiento de causa; y en compensación a que no le estará permitido a las partes contratantes revocar por sí mismas el contrato, debe concederles la posibilidad de libertarse del mismo, si llevado el caso ante una autoridad imparcial, ésta lo juzgara conveniente. Todas esas consideraciones son eminentemente aplicables al matrimonio, el más importante de todos los casos de compromiso vitalicio”. 16 Charles Dickens, Dombey and son, Nueva York, Oxford University Press, 1991, p.139 [trad. esp.: Dombey e hijo, varias ediciones].

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¡ LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

Stendahl, por ejemplo, o el Phineas Finn de Trollope- tropiezan con una

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

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la manera de ver de Mili,17 18 como tampoco lo es el esquematismo maqui­

sucesión de circunstancias fortuitas en el desarrollo de sus carreras. El

nal: sin embargo, puesto que Mili habla de abstracciones, quizá resulte

hecho de que Sorel elija el negro y no el rojo no refleja una convicción per­

útil proporcionar un ejemplo más concreto. Consideremos, entonces, al señor Stevens, el mayordomo de Los restos del día, la célebre novela de Kazuo

sonal, sino que deriva de las posiciones particulares que asumieron el ejér­ cito y la iglesia durante la restauración francesa.) El propio M ili estaba

Ishiguro. Stevens ha pasado toda su vida al servicio de una “gran casa”, y

lejos de engañarse en este sentido: nadie planearía enamorarse de la esposa de otro hombre y pasar las dos décadas siguientes sumido en un angus­

su meta ha sido desempeñarse en su tarea poniendo enjuego toda la capa­ cidad de que dispone. Se ve a sí mismo como parte de la maquinaria que

tioso ménage a trois.v Precisamente a causa de su temperamento cons­

hace posible la vida de su señor, Lord Darlington. Y como sil señor ha

tante, Mili tenía plena conciencia de las maneras en que su pensamiento

tomado parte en el escenario de la vida pública, Stevens considera que las acciones públicas de Lord Darlington forman parte lo que da sentido a su propia vida. Tal como él mismo lo expresa:

y sus metas se m odificaban con el paso del tiempo. Ése es uno de los motivos que lo condujeron a pensar que la exploración de los fines de la vida redundaría en “experimentos de vida”, aunque no le faltaban razo­ nes para saber que una cosa era llevar a cabo un experimento y otra, muy

Dejemos esto en claro: el deber de un mayordomo es brindar un buen

distinta, ser su objeto.

servicio, y no meterse en los grandes asuntos de la nación. La realidad

EL A L M A D EL S IR V IE N T E

es que tales asuntos permanecerán siempre más allá del entendimiento de aquellos como u sted yyo .y los que deseamos distinguirnos debemos comprender que la mejor manera de hacerlo es mediante nuestra entrega a las cosas que sí están en nuestra esfera de acción.'9

Aunque el discurso sobre los planes puede sonar demasiado irrevocable,

Stevens se toma extremadamente en serio lo que está “en nuestra esfera

los excesos retóricos de M ili se producen a menudo en la dirección opuesta:

de acción”; por ejemplo, y tal como él mismo lo expresa, se siente “elevado”

cuando, lejos de aconsejar demasiada estructura, aconseja demasiado poca.

por una “sensación de triunfo” cuando logra cumplir con todos sus debe­ res sin mayores problemas la noche en que Miss Kenton, la mujer a quien

La manera en que escribe acerca de la individualidad, del producto (y la condición) del plan de vida elegido en libertad, hace que, en ocasiones, el tema adquiera un tono de extraña exaltación: como sí proviniera de una incesante disconformidad, de juicios cambiantes, de vuelos poéticos. Podría decirse que conjura ai esbelto y vertiginoso artista escénico que se com­

él ama casi sin darse cuenta, le ha anunciado que va a casarse con otra persona.20 Pero cuando Stevens nos relata los acontecimientos de ese día fatídico ya lo conocemos lo bastante bien para comprender cómo es posi­ ble que abrigue un sentimiento semejante.

place en dibujar el historietista Jules Pfeiffer, un personaje que expresa con­ tinuamente todas las veleidades que se le cruzan por la cabeza. Ésta no es

17 Claro está que Mili, en el transcurso de su romance con la señora de Taylor, ensayó todo tipo de planes, y uno de ellos requería que ambos escaparan juntos y se exiliaran, y enfrentaran el ostracismo que resultaría de tales acciones. Finalmente se resignó (tal como Le escribió a Barriet en 1835) a ser “oscuro e insignificante”. Harríet desaprobaba esa actitud, y en ocasiones cuestionó su “falta de planes” : “ La sensación más horrible que conozco es la que se produce cuando, por momentos, me asalta el miedo de que no se puede confiar en lo más mínimo en nada de lo que dices de ti mismo... de que ni siquiera estás seguro de tus senlimientos más intensos”. Así le escribió Harriel en septiembre de 1833. Bruce Mazlish, ¡ames and John Stuart Mili: father and son in the Nincteenth century, Nueva York, Basic Books, 1975. P- 289-

18 Tal como Mili se ocupa de estipular: “sería absurdo pretender que los hombres vivan como si nada hubiera existido en el mundo antes de su llegada a él; corno si la experiencia no hubiera demostrado nunca que cierta manera de vivir o de conducirse resulta preferible a otra cualquiera. Y, del mismo modo, nadie discute que se deba educar e instruir a la juventud con vista a hacerla aprovechar los resultados obtenidos por la experiencia humana. ¡ ...] Las tradiciones y las costumbres de otros individuos constituyen, hasta cierto punto, una evidencia de lo que les ha enseñado la experiencia y esta supuesta evidencia debe ser acogida deferentemente por ellos” (Sobre la libertad, op. cit., p. 73). 19 Kazuo Ishiguro, The remains of the day, Nueva York, Knopf, 1989, p. 199 [tracl. esp.: Los restos del día, Barcelona, Anagrama, 1992]. 20 ¡bid., p. 228.

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LA ÉTIC A DE LA I N D I V I D U A L I D A D

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A l final de la novela, nuestro mayordomo está regresando a Darlington

podría hacerlo con la habilidad para el bridge o los bolos, equivale a decir

Hall después de esas vacaciones durante las que ha examinado su vida frente

que, dadas sus metas, dado su “plan de vida”, la habilidad para bromear es

a nosotros, y nos dice que volverá a trabajar en el mejoramiento de lo que el llama su ‘‘habilidad para bromear” a fin de satisfacer a su nuevo señor estadounidense: Por cierto que he dedicado mucho tiempo al desarrollo de mi habili­ dad para bromear, pero es posible que nunca antes haya abordado esta tarea con el debido com prom iso. Entonces, mañana, ya de vuelta en Darlington Hall [...], quizá comience a practicar con renovado esfuerzo. Espero, entonces, que para el momento en que m i empleador regrese a la casa, yo ya esté en condiciones de sorprenderlo para bien.21 Pocos de los lectores de la novela de Ishiguro aspirarán a ser mayordo­ mos, y menos aun la clase de mayordomo que intenta ser Stevens. Y hay, sin duda, cierta ridiculez en el pensamiento de un hombre ya entrado en años que se propone mejorar su capacidad de llevar adelante una conver­ sación liviana con el fin de entretener a su joven “señor”. Ishiguro se espe­ cializa en los narradores rígidos, que se engañan a sí mismos, y es muy posible que los lectores, al llegar a estas últimas palabras, sientan una enorme tristeza por todo lo que falta en la vida de Stevens. N o obstante, Stevens continúa viviendo en plenitud la vida que ha ele­ gido. Y realmente me parece que podemos comprender parte de lo que sugiere M ili si decimos que la habilidad para bromear es algo que tiene valor para Stevens porque él ha elegido ser el mejor mayordomo posible. Quizá no sea una vida que hubiéramos elegido nosotros; sin embargo, resulta comprensible que el mejoramiento de la habilidad para bromear consti­ tuya un bien para alguien que sí la ha elegido. En Sobre la libertad, Mili no deja muy en claro cómo podría relacionarse la “individualidad” con otro tipo de bienes. Pero reconoce que, en algunas oportunidades, una cosa es importante porque una persona ha elegido llevar una vida en la que esa cosa es importante, y que ello no ocurriría si la persona en cuestión no hubiera elegido esa vida. Decir que la habilidad para bromear es valiosa para Stevens no equivale a decir que él se proponga desarrollarla como

21 Ibid., p, 245. Un ejemplo de la sutileza estilística de Ishiguro es que esta última oración finali2a en un infinitivo partido (“to pleasantly surprise him” ), algo que una persona como la que aspira a ser Stevens hubiera evitado. [El infinitivo partido no es característico del habla estilizada (la expresión fue traducida por “sorprenderlo para bien” ), N. de la T.]

importante para él; nosotros, aunque no la consideremos importante en este sentido, vemos de todos modos que constituye una meta valiosa para Stevens en el marco de la vida que él ha elegido. Podría pensarse que no se trata de la vida que hubiera elegido una persona con otras opciones razonables a su disposición e, incluso, que si alguien se hubiera visto obligado a emprenderla no le habría dedicado el entusiasmo y el compromiso que manifiesta Stevens, dado que la vida de un sirviente perfecto no conlleva gran dignidad. Pero la realidad es que Stevens sí eligió este modo de vida, con pleno conocimiento de la existen­ cia de alternativas, y lo llevó a cabo con reconcentrada ambición; entre otras cosas, es indudable que intentó sobrepasar el considerable desem­ peño de su propio padre en la profesión. Fue a causa de ese compromiso que se abocó a un tan enérgico desarrollo de sí mismo, mediante el cul­ tivo y el mejoramiento de sus diversas habilidades. Y M ili no hubiera hecho otra cosa que aplaudir la seriedad con que Stevens se toma el imperativo del desarrollo de sí mismo. Tal como escribe en una enfática carta para su amigo David Barclay: No hay más que una regla simple de la vida que será obligatoria por toda la eternidad, e independiente de cualquier variedad de credos e inter­ pretaciones de credos, que abarca por igual las moralidades más gran­ des y las más pequeñas. Es ésta: esfuérzate infatigablem ente hasta encontrar la cosa más sublime que seas capaz de hacer, llevando habida - cuenta de las facultades y las circunstancias externas, y luego h a z l a .22* Mili también dice que “todos los seres humanos, de una manera u otra”,2? poseen “un sentido de la dignidad”, y la dignidad es algo acerca de lo cual (Stevens sabe mucho. Incluso ofrece una definición en respuesta a la pre­ gunta planteada por un médico que conoce durante su viaje:

u. O, ai menos, así la reproduce Caroline Fox en sus Memories of oíd friends, ed. por Horace N. Pym, 2a ed., Londres, 1882: citada en Charles Larrabee Street, i rubvidualism and individuality in thephilosophyofjohn StuartMill, Milwaukee, i¡MorehousePublishing, 1926,p. 41 [traducción propia). Podemos especificar, en nombre de Mili, que la “cosa más sublime” puede elegirse de un conjunto que . «agloba diversas posibilidades. Utilitarianism, en c w m , vol. to [las citas corresponden a ia edición en «pañol: El utilitarismo, Madrid, Hyspamérica, 1980, p. 109).

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I LA É TI CA DE LA I DE NT I DA D

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— ¿Y qué cree usted que es la dignidad?

de costumbre es bastante más complicada que lo que sugieren estas denun­

La franqueza de la pregunta, debo admitirlo, me tomó desprevenido.

cias. En un pasaje de Sistema de lógica que deja entrever una cierta melan­ colía, escribe Mili;

— Es una cosa bastante difícil de explicar en pocas palabras, señor -dije-. Pero sospecho que se reduce a no desnudarse en público.14 Y no hay broma en este comentario: Stevens cree en el decoro, en los bue­ nos modales, en la formalidad. Después de todo, se trata de las actitudes que componen el mundo donde él ha elegido habitar y hacen que ese mundo sea como es. Una vez más, quizá no sean valores para nosotros, pero son valores para Stevens, de acuerdo con su plan de vida. Cuando nuestro mayordomo habla en serio, cuando está explicando en una habitación llena de pueblerinos cuál es la diferencia entre un caballero y alguien que no lo

Cuanto más dura y cuanto más se civiliza nuestra especie, tanto más, tal com o señala Com te, predomina sobre otras fuerzas la influencia que las generaciones pasadas ejercen en la generación presente, y la que la humanidad en masa ejerce en cada individuo que la conforma; y aunque el rumbo de los acontecimientos nunca deja de ser sensible a las alteraciones provocadas tanto por accidentes como por cualidades personales, la creciente preponderancia que adquiere la agencia colec­ tiva de la especie respecto de causas menores hace que la evolució n gene­

es, dice: “uno debería sospechar que la denominación más práctica que puede darse a la cualidad (...] es ‘dignidad’”. En su opinión, igual que en

ral de la ra2a se desvíe cada vez menos de un camino seguro y prefijado.16

la de muchos conservadores, se trata de una cualidad que está muy lejos de distribuirse por igual. “La dignidad no es sólo algo para caballeros”, dice

Al mismo tiempo, la concepción más bien restringida que tiene Stevens de

un personaje llamado H arrySm ith.Y Stevens observa, con su voz de narra­ dor: “ Percibí, por supuesto, que el señor Harry Smith y yo no nos enten­

mente vulnerable a los caprichos de la fortuna moral. Porque Lord Darlington resulta ser un hombre débil, un blanco fácil para el nacionalsocialista Joachim

díamos respecto de este asunto”.2 25* 4 Si Stevens constituye una ilustración útil de la individualidad -d e los valores que implican el desarrollo de uno mismo y la autonom ía- es, en parte, porque no parece en absoluto un representante cabal de estas cosas;

von Ribbentrop, embajador alemán en Londres durante el período ante­ rior a la guerra. Como resultado (al menos en el relato manifiesto de la novela), la vida de Stevens es un fracaso porque la vida de su señor ha demostrado ser un fracaso, y no porque el servicio en sí conduzca de manera ineludible

citarlo como tal es leer a contrapelo la novela de Ishiguro. Ishiguro, al igual que nosotros, es una persona moderna, y su novela es triste (y cómica) porque la vida de Stevens aparece como un fracaso que pasa desaperci­

al fracaso. Después de todo, si Stevens hubiera trabajado para Winston Churchill podría, al menos, sostener que no ha fracasado: podría afirmar

bido para el personaje. Stevens también representa un ejemplo contro­ vertido porque -p o r razones cuyo análisis profundizaré en el próxim o capítulo— algunos filósofos se inclinarían a negar la plenitud de su auto­ nomía, por lo cual el hecho de afirmar que este personaje es autónomo pone a prueba cierta concepción de los requerimientos que im pone la

En lugar de ello, el em peño de Stevens en realizar su vocación lo priva tanto de su dignidad como de una vida amorosa, porque la única mujer con la que hubiera contraído matrimonio trabaja en la misma casa, y él está con­

autonomía. A prim era vista, lo que representa Stevens es justamente el peso muerto de la convención y la costumbre contra las que Mili se enfer­ voriza en Sobre la libertad. Sin embargo, la idea milliana de convención y

24 Ishiguro, The rema.ins...,op. cit., p. 210. 25 Ibid., pp. 185-186. Es preciso dejar sentado que Mili no estaría del todo en desacuerdo con el escepticismo de Stevens. ‘T an pronto como una idea de igualdad entra en la cabeza de un trabajador inglés sin estudios, a éste se le suben los humos -escribió Mili-, Cuando cesa de ser servil, se vuelve insolente” (Mili, Principies of social economy, en c w m , vol. 2, p. 109).

lo que pertenece a su “esfera” de interés y experiencia lo vuelve especial­

que fue el fiel sirviente de un gran hombre, tal como se lo había propuesto.2'

vencido de que una relación sentimental con ella pondría en riesgo las

26 Mili,Sistema de lógica..., op. cit., p. 946 [traducción modificada]. 27 Michael St. John Packe nos cuenta que Harriet Taylor, en cierto momento, había abrigado la esperanza de llegar a ser periodista: una comentarista de prensa, como quien alguna vez fuera su amiga, Harriet Martineau. Sin embargo, poco tiempo después de haber comenzado su relación con Mili decidió postergar su propia carrera para dedicarse a fomentar la de él, expresándose “mediante su efecto en él”, como escribe Packe. “Era Mili, no ella, el que tenía que ser escritor; era el desarrollo de él, no el de ella, lo importante para el mundo” (Michael St. john Packe, The Ufe ofjohn StuartMill, Nueva York, Macmillan, 1954, p. 140). No obstante, a pesar de este elemento de subordinación, el papel de Harriet como preparadora y crítica era el polo opuesto a la ecuanimidad decidida del sirvi ente.

42 1 LA ÉT I CA DÉ U I D E N T I D A D

relaciones profesionales entre ambos. Es decir que, aunque a Stevens le vaya

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 43

E L E C C IO N E S SO CIA LE S

mal, no hay razones para pensar que sus pérdidas son el resultado de su vocación.28 Entonces, quizá la razón por la cual la Stevens parece haber fracasado en su vida sea su servilismo. Tal como sugiere Thomas E. Hill, el servilismo no consiste simplemente en ganarse la vida trabajando para otro sin pre­ sentar objeciones, sino en actuar como una persona que carece de liber­ tad, una persona cuya voluntad está de alguna manera sujeta a la de otra: una persona que reniega de sus propios derechos morales.29Y sin embargo, es posible defender a Stevens incluso de este cargo. ¿Puede decirse que haya renegado de sus propios derechos morales? Su sentido del deber hacia el empleador parece derivar de su sentido del deber hacia sí mismo y de su amour propre, porque no nos cabe duda de que podría rebajar sus están­ dares sin que su empleador lo notara. Stevens, que se atiene a su sentido de lo que es apropiado a pesar de las quejas de sus pares y de la falta de atención de su empleador, es consciente de que representa un estilo de vida en peligro de extinción: su conservadurismo no es en absoluto el que deriva

Com o hemos visto, para Mili, Royce y otros, un plan de vida constituye un m odo de integrar las propias aspiraciones a lo largo del tiempo, o de armar el rompecabezas de las diferentes cosas a las que uno otorga valor. El cumplimiento de metas que se desprende de tal plan - o lo que podría­ mos llamar, con preferencia, “nuestros proyectos y compromisos funda­ mentales”- 30comporta más valor que la satisfacción de los deseos fugaces. En particular, Mili dice que estas metas son importantes porque, en efecto, el plan de vida es una expresión de mi individualidad, de quién soy yo: y en este sentido, un deseo que se desprende de un valor que, a su vez, deriva de un plan de vida es más im portante que un deseo (como un apetito) que m e asalta de manera casual, puesto que el primero emana de m is elec­ ciones reflexivas, de mis compromisos, y no de un mero antojo pasajero. El ideal de la autoría de sí m ismo evoca un sentimiento que nos resulta familiar: Frank Sinatra lo hizo famoso en una canción acerca de alguien que examina su vida cuando se está acercando al final. La canción dice así:

de la conformidad. Entonces, la razón por la que Stevens es un ejemplo útil

“Viví una vida plena, / anduve por todas las carreteras, / pero lo m ejor de

del poder m oral de la individualidad es el hecho de que la ejemplifica sin cum plir con la supuesta condición previa de creer en la libertad, la igual­

gido es parte de la razón por la cual mi plan de vida es bueno, entonces

dad o la fraternidad. Es decir, incluso alguien tan poco liberal como Stevens

la imposición de un plan de vida -incluso de uno que, en otros respec­

demuestra el poder de la individualidad como ideal.

tos, sea envidiable- equivale a privarme de un cierto tipo de bien. Si tengo un temperamento liberal, la forma que adquiere m i vida es asunto m ío -incluso si hago una vida que, objetivamente, no es tan buena com o otra que estaba a m i alcance-, siempre y cuando haya cumplido con mi deber

28 Algunos podrían objetar que fue la falta de una genuina autonomía (una noción que exploraré en ei próximo capítulo) lo que condujo a este contratiempo: si Stevens hubiera ejercitado con mayor tenacidad sus facultades para la evaluación crítica, habría estado menos expuesto a la mala fortuna de trabajar para un tonto. Pero (como veremos) algunas formas de adquisición intelectual de datos provenientes del exterior son universales e inevitables, y no es muy razonable que responsabilicemos a alguien por evaluaciones para las cuales no es competente. (Imaginemos dos cristalógrafos de rayos X que toman sus respectivos empleos basándose en la proximidad entre su casa y el trabajo. Uno hace una gran contribución al conocimiento humano porque da la casualidad de que trabaja con un equipo de bioquímicos moleculares muy exitosos; el otro hace una contribución muy pequeña.) Por supuesto que la narrativa de Ishiguro se potencia con la falta de armonía que hay entre las certezas rígidas de la mente de Stevens y los hechos reales del mundo, y podemos, por el momento, dejar abierta esta pregunta: la vida de Stevens, o cualquier otra vida que también esté acosada por las dificultades, ¿es un ejemplo de realización humana o es un ejemplo de fracaso humano? 29 Thomas E. Hill, “Servility and self-respect”, en Autonomy and self-respect, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.

todo fue / que lo hice a m i manera”.31 Si el hecho de que yo lo haya ele­

hacia los demás.32 No cabe duda de que todos nosotros podríamos haber 30 Los proyectos fundamentales son “un nexo de proyectos que, en gran medida, dan sentido a la vida”, en las palabras de Bernard Williams, “Persons, character, and morality”, en Moral luck, Cambridge, Cambridge University Press, 1981, p. 13 [trad. esp.: La fortuna moral. Ensayos filosóficos 1973-1980, México, u n a m ). 31 [I’ve Iived a Ufe that’s full. / I’ve travelled each and ev’ry highway; / but more, much more than this, /1 did it my way.] Publicada en 1967; grabada por primera vez en el álbum de Frank Sinatra My way [A mi manera. N. de la T.], Warner Bros., 13 de febrero de 1969, pista 6. Letra y música de Giles Thibault, Jaques Revaux y Claude Fran^ois (título original: “Comme d’habitude” ), letra en inglés de Paul Anka. Puede haber aquí una pequeña parábola de la globalización, ya que Claude Fran^ois había nacido en Egipto y Anka era de descendencia libanesa; y algunos podrían sacar conclusiones respecto de las diferencias entre las preocupaciones francesas y las anglosajonas, basándose en el hecho de que la letra francesa original trata sobre las rutinas de un romance vacío. 32 Incluso esta afirmación es un poco apresurada: puede haber, como veremos en el capítulo 6, dos clases de obligaciones.

44 ' W ÉTICA DE LA IDENTIDAD

la Etica de la individualidad i

45

construido una vida mejor que la que tenemos; sin embargo, dice Mili,

Quizá valga la pena plantear una segunda preocupación respecto de la

ésa no es una razón para que otras personas intenten imponernos tales vidas mejores.

imagen de individualidad elegida que estamos examinando. Por momen­ tos, la manera en que se expresa M ili puede sugerir una forma de indivi­

Y, aun así, ese escenario de individualidad elegida suscita algunas preo­

dualismo poco atractiva, en la que uno mismo es lo que más importa. A

cupaciones. En primer lugar, es difícil aceptar la idea de que algunos valo­

veces se ha embellecido esta concepción describiendo de una manera par­

res derivan de mis elecciones si se tiene en cuenta que esas elecciones son,

ticular el alma humana sin ataduras: la mejor expresión de esta idea apa­ rece en el antinomismo sentimental que despliega Oscar Wilde en “ El alma

en sí mismas, meramente arbitrarias. ¿Por qué el solo hecho de que yo haya dispuesto mi existencia significa que esa existencia es la mejor, en especial si no es la mejor “en sí misma”? Supongamos, por ejemplo, que adopto la vida de un viajero que reco­ rre el m undo en soledad, libre de las complicaciones que representan la familia o la comunidad, estableciéndome aquí y allá por unos pocos meses, y ganándome la vida con clases de inglés para empresarios. Mis padres me dicen que estoy malgastando m i vida con esa actitud de académico

del hombre bajo el socialismo”, según el cual una vez que se hayan roto los grilletes de la convención reinará un florido prerrafaelismo. “Será algo maravilloso de ver: la verdadera personalidad del hombre. Crecerá con naturalidad y simpleza, como una flor, o como una disputa. No probará nada. Lo sabrá todo. Y sin embargo, no se ocupará del conocimiento.” Y así continúa, sumido en la exaltación.33 Ésta es la suerte de cursilería moral

gitano: que soy una persona instruida, con talento para la música y una

que da mala fama al individualismo. En cambio, M ili aboga por una visión del propio ser como proyecto,

habilidad asombrosa para hacerme de amigos, y estoy desaprovechando

de una manera que podría leerse como una sugerencia de que el cultivo

esas cualidades. No es necesario ser comunitarista para dudar de que mi

de sí mismo y la sociabilidad son valores rivales, aunque a cada uno de ellos

respuesta sea satisfactoria si me limito a decir que ya he considerado todas

le corresponde un lugar.34 Esta concepción puede llevarnos a pensar que

las opciones y que ésa es la forma de vida que he elegido. ¿No necesito decir algo acerca de las cosas que esa forma de vida hace posibles para m í y

el bien de la individualidad se reprime o se intercambia por los bienes de

para las personas que conozco? ¿O acerca de cuáles de mis otros talentos estoy poniendo en práctica al vivir así? Una cosa es decir que ni el gobierno, ni la sociedad ni los padres deben impedir que una persona malgaste su vida si así lo ha decidido, y otra m uy distinta es decir que malgastar la

sociedad e individuo. También puede llevarnos a pensar que las institucio­ nes políticas, que desarrollan y reflejan los valores de la sociabilidad, cons­

propia vida de la manera que uno elija es bueno simplemente porque ésa es la manera que uno eligió, simplemente porque uno ha elegido malgas­ tar su propia vida. Quizá sea por ello que Mili oscila entre afirmar que alguien está en la posición óptim a para decir cuál es su mejor plan de vida si es capaz de

Ahora bien, mostrar que la individualidad -o , con menos rodeos, la creación de uno m ism o - no necesariamente sucum be ante estos peli­

alcanzar una cierta “ estatura mental, moral y estética”, y la idea más radi­ cal según la cual el mero hecho de que alguien haya elegido un plan de vida hace que ese plan sea recomendable. Según la primera propuesta, la elec­ ción no es arbitraria; refleja la realidad de las capacidades propias: si tene­ mos suficiente “ sentido com ún y experiencia”, es probable que estemos en mejor posición que cualquier otra persona para juzgar de qué manera hacer una vida que concuerde con esas capacidades. Según esta noción, cada uno de nosotros descubre su vida por sí mismo basándose en las realidades de su naturalezay su lugar en el mundo. Pero en la segunda pro­ puesta, el papel que desempeñamos es el de crear valores, no el de descu­ brirlos: aquí se acusa a la individualidad de ser arbitraria.

la sociabilidad, de manera tal que existe una oposición intrínseca entre

tituyen siempre una fuente de restricciones para nuestra individualidad: aquí se acusa a la individualidad de ser insociable.

gros no equivale a mostrar que no sea susceptible de hacerlo; sin embargo, ^¡üamismo es posible establecer que la individualidad no requiere ni arbitícajriedadni insociabilidad. Para M ili es muy probable que un plan de vida áttduya familia y amigos, y también puede incluir (como ocurrió con el la función pública. También la individualidad de Stevens está muy Vi llljjlbscar Wilde, The soul of man under socialism and selected criticalprose, ed. por Dowling, Nueva York, Penguin, 2001, p. 134 [trad. esp.: El alma del hombre o el socialismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1989]. Claro está que -Wilde tenía también una veta nietzscheana, con la cual se lo asocia mucho que aprecia la invención de uno mismo por sobre todas las cosas, a yo la última persona que despreciara las virtudes personales; pero éstas a te te n en segundo lugar, si acaso, respecto de las sociales”, escribe Mili en el "Capítulo 4 de Sobre la libertad, p. 90. Debe señalarse que este conjunto de virtudes jptiede ser ordenado jerárquicamente, aunque sin absoluta certe2a.

4

6 I LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

lejos de ser insociable, porque él ha elegido ser mayordomo, que es algo que sólo puede llevarse a cabo si hay otras personas que desempeñan otros

LA É TI CA DE LA I N DI V I D U A L I D A D

I 47

llamamos una “identidad”.36 Puesto que cuando aquí hablamos de vivir-

papeles en el entorno social; un m ayordom o necesita un señor o una

como, estamos hablando de identidades.37 Stevens ha construido una identidad de mayordomo para sí mismo:

señora, cocineros, amas de llaves, mucamas. N o se trata de una mera opor­

más específicam ente, vive com o m ayordom o de Lord Darlington y de

tunidad de satisfacer las preferencias personales, sino de una función

Darlington Hall, y como hijo de su padre. Es una identidad en la que su

intrínsecamente social, un puesto con sus correspondientes deberes públi­ cos. Y la individualidad de Stevens está m uy lejos de ser arbitraria, por­ que el papel que desempeña se ha desarrollado en el marco de una

género cumple una función (los mayordomos deben ser hombres) y en la que su nacionalidad también es importante, porque, a fines de la década

tradición; es un papel que tiene sentido dentro de cierto ambiente social.

bien incompetente) en los “grandes asuntos” de la nación británica, y parte de lo que brinda satisfacción al señor Stevens es estar al servicio de un hom ­

Un ambiente social que, casualmente, ya no existe, por lo cual -entre muchas otras razones- ninguno de nosotros quiere ser un mayordomo a la manera de Stevens. Nosotros no queremos ser mayordomos en ese sen­ tido porque -sin un ambiente social de “grandes casas”, fiestas en las casas y cosas por el estilo- uno no puede ser esa clase de mayordomo. (Bernard W illiams demuestra este punto cuando señala que ciertas formas de vida no constituyen“opciones reales” en determinados momentos históricos.)35

de 1930, Lord Darlington interviene (de una manera que resulta ser más

bre que sirve a esa nación.3®Pero el personaje de Ishiguro ha unido esas identidades más generales -m ayordom o, hijo, hombre, inglés- con otras destrezas y capacidades que son más particulares, con lo cual ha m olde­ ado un “yo”. Y, como veremos en el capítulo 3, la idea de identidad ya ha construido en ese yo un reconocimiento de la compleja interdependencia que existe entre la creación de uno mismo (del propio yo) y la sociabilidad.

Stevens es un individuo y ha trazado su propio plan de vida, pero no lo ha hecho de manera arbitraria. Por ejemplo, los elementos relacionados con la profesión de mayordomo que forman parte de su plan tienen sen­ tido -para dar sólo dos razones- porque, en primer lugar, existe una carrera

IN VEN CIÓ N Y A U T EN TICID A D

que desempeña esa función, que es una manera de ganarse la vida; y, en segundo lugar, porque su padre fue mayordomo antes que él. (Una vez

A esta altura puede resultar útil tomar en consideración dos nociones opues­

más, no pretendo que estas razones sean atractivas, pero sí deberían resul­ tar inteligibles.)

tas respecto de qué cosas están involucradas en la formación de la indivi­ dualidad propia. Una de ellas, que proviene del romanticismo, es la idea

Com o ya hemos visto, un plan de vida no es como el plan de un inge­

de encontrar el propio yo: descubrir, mediante la reflexión o mediante una

niero, en tanto que no cartografía con anticipación todos los elementos trascendentes (ni muchos de los intrascendentes) que formarán parte de nuestra vida. Esos planes son, en cambio, conjuntos mutables de objeti­ vos organizadores, metas en cuyo marco pueden acomodarse tanto las elec­ ciones diarias com o las visiones de más Largo plazo. Sin embargo, hay aún algunos aspectos poco claros respecto del plan de vida de Stevens: ¿cuál es exactamente su plan? Si se nos obliga a aclarar este punto, deberíamos decir que su plan consiste en ser el mejor mayordomo posible, en seguir los pasos de su padre, en ser un hombre. Pero yo creo que sería más natural decir que Stevens planea vivir como mayordomo, como el hijo de su padre, como un hombre, como un inglés leal. Lo que estructura su sentido de la vida, entonces, es algo que se parece menos a un plan, y más a lo que hoy en día

35 Bernard Williams, “The truth in relativism”, en Moral luck, op. cit.

36 En el capítulo 3 diré mucho más acerca de esta noción, pero ahora debo aclarar que aquí me refiero a “identidad” en un sentido que ha ganado aceptación sólo a partir de la época de posguerra. Sin embargo, existe un discurso filosófico mucho más antiguo acerca de la “ identidad personal”, que se centra en la continuidad de " un individuo a través del tiempo. 37 Tal como me señaló mi colega Mark Johnston, no todos los vivir-como constituyen identidades en este sentido: un homosexual no declarado vive como una persona heterosexual, pero no tiene una identidad heterosexual (o, para usar el excelente ejemplo que me proporcionó mi colega, el espía Kim Philby vivía como funcionario al servicio del gobierno británico, aunque su verdadera función -la de fiel servidor del gobierno soviético- significaba que su identidad real era otra). Entonces, como ya he señalado, no pretendo que toda referencia a alguien que “vive como un x‘‘ introduzca una identidad de x. Estos temas se aclararán más . adelante, al llegar al análisis de (lo que yo llamo) “ identificación”, en la sección del capítulo 3 titulada “La estructura de las identidades sociales”. 38 Ishiguro, The remains. ..,op. cit., p. 199.

48 I LA ÉTICA Df LA I DE NT I DA D

LA ETICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 49

cuidadosa observación del mundo, un sentido para la propia vida que ya

tanta capacidad para formar nuestro propio carácter, si así lo deseamos,

está allí, esperando ser encontrado. Ésta es la noción que podemos llamar autenticidad: consiste en ser fiel a lo que uno ya es, o sería, si no existieran

como la tienen otros para hacerlo por nosotros.40

influencias tergiversadoras. “El alma del hombre bajo el socialismo” es un

Por la misma razón, la idea existencialista también es incorrecta porque

locus dassicus de esta idea. (“ La personalidad del hombre (...] será tan maravillosa com o la personalidad de un n iñ o ” ) La otra noción -llam é­

sugiere que sólo hay creatividad, que no hay nada a lo cual responder, nada a partir de lo cual pueda hacerse la construcción. “La naturaleza humana

mosla existencialista- es una en la cual, según la doctrina, la existencia pre­

no es una máquina a ser construida según un modelo, y a ser preparada

cede a la esencia: es decir, primero se existe y después es necesario decidir como qué se va a existir, qué se va a ser. En una versión extrema de esta

para que haga exactamente el trabajo que se prescribió para ella, sino un árbol, que necesita crecer [...] de acuerdo con la tendencia de las fuerzas

noción, tenemos que crear un yo, como si lo hiciéramos a partir de la nada, como Dios en la Creación, y la individualidad es valiosa porque sólo la per­ sona que ha creado un yo tiene una vida que vale la pena vivir.39 Pero ninguna de estas nociones es correcta.

internas que lo hacen un ser viviente”, nos dijo Mili. Su metáfora pone en evidencia las restricciones: cualesquiera sean las circunstancias, un árbol no

La noción de la autenticidad es incorrecta porque sugiere que la crea­ tividad no desempeña ningún papel en la creación de un yo, que el ser de cada uno ya está fijado, y en su totalidad, por nuestra naturaleza. M ili está en lo cierto cuando afirma de manera tan categórica que tenemos, en efecto,

se transforma en una legumbre, ni en una vid ni en una vaca. La noción intermedia más razonable es que la construcción de una identidad es una cosa buena (si la autoría de sí mismo es una cosa buena), pero la identidad debe tener un cierto sentido. Y para que tenga sentido, debe ser una iden­ tidad construida en respuesta a los hechos exteriores a uno mismo, a las cosas que están más allá de las elecciones que uno puede hacer.

ese papel creador de nuestro propio ser, sean cuales fueren las limitacio­

Algunos filósofos -entre ellos, Sartre- han intentado combinar las nocio­

nes impuestas por nuestra naturaleza y nuestras circunstancias. El hom ­

nes romántica y existencialista, como sugirió Michel Foucault hace algu­ nos años;

bre “tiene, hasta cierto punto, el poder de alterar su carácter”, escribe en Sistema de lógica: Su carácter está formado por sus circunstancias (entre las que se incluye su particular organización), pero su propio deseo de moldearlo de una manera particular es una de esas circunstancias, y de ninguna manera la menos influyente. Cierto que no podemos, por nuestra sola volun­

Sartre elude la idea del yo como algo que nos es dado, pero a través de la noción moral de autenticidad se vuelve hacia la idea de que debe. mos ser nosotros mismos: ser realmente nuestro yo verdadero. Creo que

sobre sus propias acciones. Lo que han hecho de nosotros lo han hecho aplicando su voluntad, no al fin, sino a los medios requeridos para el fin; y nosotros, si nuestros hábitos no son demasiado inveterados, pode­ mos, ejerciendo de manera similar nuestra voluntad sobre ios medios

lo más aceptable que podemos hacer con lo que ha dicho Sartre es vin¡i. cular su teoría al ejercicio de la creatividad, y no al de la autenticidad. :; Partiendo de la idea de que el yo no es algo dado a nosotros, creo que o hay una sola consecuencia práctica: tenemos que crearnos a nosotros i. mismos como si fuéramos una obra de arte.41 ' Ahora bien, en este pasaje, Foucault habla de creatividad sin -q u iz á - reco­ nocer de manera suficiente el papel que desempeñan los materiales sobre los cuales la ejercemos. Com o señala Charles Taylor, “sólo puedo definir

necesarios, hacernos diferentes. Si ellos pudieron ponernos bajo la influencia de determinadas circunstancias, nosotros podemos igual­

mi identidad en el marco de las cosas importantes. Pero poner entre parén­ tesis la historia, la naturaleza, la sociedad, las exigencias de solidaridad,

tad, hacernos diferentes de lo que somos. Pero tampoco aquellos que supuestamente formaron nuestro carácter hicieron, por su sola volun­ tad, que seamos lo que somos. Su voluntad no tuvo poder directo sino

mente ponernos bajo la influencia de otras circunstancias. Tenemos ,i,

39 Uso estas etiquetas porque resultan convenientes: no todo el que invoca la idea de autenticidad lo hace de esta manera, y uno de los críticos más profundos de Jo que yo llamo la “noción existencialista” es Nietzsche.

40 Mili , Sistema de lógica, op. cit., p. 844 [traducción modificada], i 41 Michel Foucault, Ethics: subjectivity and truth, Nueva York, The New Press, 1998, p. 262.

50

I LA ÉT I CA DE LA I DE NT I DA D

todo salvo lo que encuentro en mí, significaría eliminar todos los candi­ datos que compiten por la importancia”.42

LA ÉTIC A DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 51

Crear una vida es crear una vida a partir de los materiales que nos ha

El siguiente experimento imaginario puede llegar a disuadir a aquellos

dado la historia. Com o ya hemos visto, el discurso de M ili yuxtapone el valor de la autoría de uno mismo al valor de lograr las capacidades pro­

que valoran la elección del yo por encima de todo lo demás. Supongamos

pias, quizá porque la primera puede parecer arbitraria; sin embargo, una

que, mediante algún tipo de ingeniería genética instantánea, fuera p o si­

vez que se vincula a algo que está fuera de nuestro control, una vez que nuestra autoconstrucción es vista como una respuesta creativa a nuestras

ble cambiar aspectos de nuestra naturaleza, de manera tal que estuviéra­ mos en condiciones de obtener cualquier combinación de capacidades que alguna vez hubieran formado parte del abanico de posibilidades humanas: podríamos tener la volcada de Michael Jordán, la musicalidad de Mozart, las dotes cómicas de Groucho Marx, la delicadeza lingüística de Proust. Supongamos que tam bién fuera posible combinar estas cualidades con cualquier otro deseo: ser homosexuales o heterosexuales, admirar a Wagner o a Eminem. (Podríamos entrar a la cámara de metamorfosis silbando la obertura de DieMeistersinger y salir murmurando KWill the realSlim Shady

capacidades y circunstancias, la acusación de arbitrariedad se debilita. Pensar en las capacidades y las circunstancias que la historia ha otor­ gado en realidad a cada uno de nosotros también nos permitirá respon­ der a la preocupación acerca de la insociabilidad del ser individuado y desarrollar aun más la cuestión de la dependencia social que atribuimos a Stevens. El lenguaje de la identidad nos recuerda hasta qué punto estamos, según la formulación de Charles Taylor, constituidos “dialógicam ente”. Comenzando por la infancia, es en el diálogo con lo que otras personas

please stand up?'\)* Supongamos, además, que no existieran carreras o pro­ fesiones en el mundo, porque habría máquinas inteligentes que satisfa­

entienden que soy que yo desarrollo un concepto de mi propia identidad. Llegamos al mundo “lloriqueando y vomitando en brazos de la enfermera”

rían todas las necesidades materiales y prestarían todos los servicios. Lejos

(tal como, con tanta genialidad, lo expresó Shakespeare), capaces de adqui­

de tratarse de una utopía feliz, me parece, semejante mundo se asemeja­

rir individualidad humana, pero sólo si tenemos la oportunidad de de­

ría a una especie de infierno. No habría motivos para elegir ninguna de esas opciones, porque no existirían metas a alcanzar en el transcurso de la

sarrollarla en interacción con otras personas. Una identidad se articula siempre mediante conceptos (y prácticas) que son asequibles a nosotros a

vida. Una explicación de por qué esa vida no tendría sentido puede encon­ trarse en Nietzsche:

través de la religión, la sociedad, la escuela y el Estado, mediados por la familia, los pares y los amigos. En efecto, el material mismo a partir del cual toma forma nuestra identidad proviene, en parte, de lo que Taylor

Una sola cosa es necesaria: “dar estilo” a nuestro carácter constituye un

ha llamado “ nuestro lenguaje en sentido am plio”, que com prende “no

arte grande y raro. Lo ejerce quien comprende toda la fuerza y la debi­

sólo las palabras que pronunciamos, sino también otras formas de expre­ sión mediante las cuales nos definimos, incluidos los ‘lenguajes’ del arte, de los gestos, del amor y cosas similares”.44 De aquí se desprende que el yo cuyas elecciones celebra el liberalismo no es una cosa previa a lo social -n o es una suerte de auténtica esencia interior que tiene independencia del mundo humano en el que hemos crecido- sino el producto de la interac­

lidad que ofrece su naturaleza, y sabe luego integrarlo tan bien a un plan artístico, que cada elemento aparece como un fragmento de arte y de razón hasta el punto de que aun la debilidad tiene la virtud de fascinar la mirada. Aquí se ha añadido una gran masa de segunda naturaleza, allí se ha suprimido un trozo de primera naturaleza: en ambos casos, a costa de un ejercicio paciente, de una labor diaria. Aquí se ha disimulado la fealdad que no se podía disimular, allí ha sido ésta transfigurada hasta adquirir un sentido sublime.43

ción con los otros que ha tenido lugar desde nuestros primeros años. Como resultado, la identidad presupone la sociabilidad, y no sólo un respeto a regañadientes por la individualidad de los otros. Un yo libre es un yo humano, y somos, como dijo Aristóteles ya hace mucho tiempo, hijos de la tcoXk;, seres sociales. Somos sociales de muchas maneras y por

42 Charles Taylor, La ética de la autenticidad, Barcelona, Paidós, 1994, p. 75. Debo señalar que el uso que he estipulado para el término “aulenticidad” difiere del de Taylor, que abarca tanto el modelo de descubrimiento como el de creación de sí mismo. * Fragmento de una composición de Eminem. [N. de la T.j 43 Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia, Buenos Aires, Gradifco, 2007, pp. 158-159.

44 Charles Taylor, Multiculturalism: examining the politics of recognition, ed. por Amy Gutmann, Princeton, Princeton University Press, 1994, P- 32 (trad. esp.: El multiculturalismo y “la política del reconocimiento”, México, Fondo de Cultura Económica, 1993Í-

52 I I A ÉTIC A DE LA I DE NT I DA D

I A ÉTICA DE IA I N D I V I D U A L I D A D

I 53

muchas razones: porque deseamos compañía, porque dependemos unos

Y vale la pena recordar una vez más que la concepció n de felicidad o bienes­

de otros para sobrevivir, porque gran parte de lo que nos interesa es pro­

tar desarrollada por Mili incluía la libertad, la individualidad y la autono­

ducto de la creación colectiva. Y la perspectiva de tal sociabilidad es esen­

mía, y que éstas se relacionaban con aquélla de manera constitutiva, y no

cial para la visión ética de Mili. “El sentimiento social de la humanidad”

meramente instrumental.46Valorar la individualidad de manera apropiada

era, según su pensam iento, “un poderoso sentim iento natural”, y uno que constituía una base para la moral: La condición social es a la vez tan natural, tan necesaria y tan habitual para el hombre, que, excepto en circunstancias inusitadas, y por obra de una abstracción voluntaria, nunca puede pensar en sí mismo más que com o miembro de un cuerpo; y esta asociación se afianza cada vez más a medida que la humanidad se separa del estado de indepen­ dencia salvaje. Por lo tanto, cualquier condición que sea esencial al estado social se convierte en una parte cada vez más inseparable de la concepción que tiene cada persona del estado de las cosas en que ha nacido, y que constituye el destino del ser humano [...]. Incluso hoy en día, la concepción profundamente arraigada que tiene todo indivi­ duo acerca de sí mismo como ser social tiende a hacerle sentir como una de sus necesidades naturales la armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de su prójimo [...]. Para aquellos que lo poseen, tiene todos los caracteres de un sentimiento natural. No aparece, ante su mente, como una superstición de la educación, o como una ley impuesta despóticam ente por el poder de la sociedad, sino com o un atributo del que no querrían carecer. Esta convicción es la sanción última de la moral de la mayor felicidad.45

45 Mili continúa: “Es la que hace que todo espíritu de sentimientos bien desarrollados obre a favor y no en contra de los motivos externos que nos obligan a cuidar de los demás, a causa de lo que he llamado sanciones externas. Cuando éstas faltan o actúan en sentido opuesto, esta convicción constituye, por sí sola, una fuerza obligatoria interna, cuyo poder está en relación con la sensibilidad e inteligencia del carácter. En efecto, pocos cuya mente dé cabida a la moral consentirían en pasar su vida sin conceder atención a los demás, excepto en lo que obligase a sus intereses personales” {El utilitarismo, op. cit., pp. 160,162, 163). En otra parte de El utilitarismo, Mili insiste en que “la educación y la opinión, que tan vasto poder tienen sobre el carácter humano, [usen] su poder para establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble entre su propia felicidad y el bien de todos” (ibid., p. 148). El “egoísmo”, sostiene Mili, “ [es] la principal causa de insatisfacción ante la vida”, incluso más significativa que la falta de cultivo intelectual. Y Mili censura la noción de que hay “una necesidad intrínseca de que cualquier ser humano sea un interesado egoísta, apartado de todo sentimiento o cuidado que no se centre en su propia y

miserable individualidad” {ibid., p. 145). Sobre este tema, véanse también los análisis de Wendy Donner, The liberal self: John Stuart M ills moral and political philosophy, Ithaca, Cornell TJniversity Press, 1992, p.180, y Alan Ryan, The philosophy ofjohn Stuart Mili, ed. rev., Basingstoke, Macmilian, 1987, p. 200. La importancia de lo social es otro punto de afinidad entre Mili y Guillermo de Humboldt, a quien Charles Taylor describe acertadamente como individualista y holista a la vez. A continuación del pasaje de Humboldt que Mili cita al principio del capítulo m de Sobre la libertad, escribe Humboldt: “ En consecuencia, es mediante una unión social basada en las preferencias y capacidades internas de sus miembros que a cada uno se le permite participar en los ricos recursos ... colectivos de los demás. (...) La efectividad que tales relaciones [de amistad, “amor común” ] tienen como instrumentos de cultivación depende por completo de la medida en que los miembros logran combinar su independencia personal • con la intimidad de la asociación. Porque, mientras que sin esa intimidad un individuo no puede, por así decir, poseer de manera satisfactoria la naturaleza de r los otros, la independencia no es menos esencial para que cada uno, al ser ,i; poseído, pueda transformarse a su propia y única manera. [...] Entonces, en la originalidad se combinan ese vigor individual y esa múltiple diversidad. [... ] Así como esa individualidad se desprende naturalmente de la libertad de acción y de " la suprema diversidad de agentes, suele, a su vez, producirlos directamente'' (Wilhelm von Humboldt, On the limits o f State action, ed. por J. W. Burrows, V Cambridge, Cambridge University Press, 1969, p. 17). 0 John Gray -en una de sus primeras obras, el incisivo ensayo Mili on Liberty. .., op. ' cit.- señala que tanto el modelo de descubrimiento como el de elección o creación ®^desempeñan un papel en la autonomía que concibe Mili. Es así que sería engañoso W ; preguntar $i la elección autónoma es el criterio de los “placeres superiores” o su IJypstrumento. “Esta distinción entre una concepción de la relación entre la .jutonomía y los placeres superiores basada en criterios y otra basada en Evidencias no capta el espíritu de la noción de Mili”, escribe Gray. “No cabe du da 'áe que, para Mili, el hecho de hacer elecciones es en sí mismo un ingrediente ~o de la felicidad y de cualquier placer superior: para que un placer sea un superior, es condición necesaria que consista en actividades elegidas después de haber experimentado una gama considerable de alternativas. Pero la :íéñdición suficiente para que un placer sea un placer superior es que exprese la Naturaleza individual del hombre que experimenta ese placer, y ésta, tanto para el Nombre mismo como para los demás, es una cuestión de descubrimiento y no de n. La posición de Mili respecto de este asunto es compleja. Por un lado, al que Aristóteles, Mili afirma que los hombres son los hacedores de su propio - Por otro lado, no cabe duda de que Mili se atiene a la creencia romántica cada uno tiene una esencia que espera ser descubierta y que, con suerte, expresarla en cualquiera de los contados estilos de vida que tiene a su diápbsición. A su manera compleja, Mili parece pensar que las elecciones en si

54 I

1A É TI CA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

la é t ic a de la i d e n t i d a d

I 55

significa reconocer hasta qué punto lo que es bueno para cada uno de

nociones proporcionan normas o m odelos laxos, que desempeñan un

nosotros depende de las relaciones con los demás. Sin estos lazos, como

papel en la conformación de nuestros planes de vida. En suma, las iden­

ya he señalado, no podríamos llegar a ser un yo libre, por la simple razón

tidades colectivas proporcionan lo que podríamos llamar "libretos” : narra­

de que no podríamos llegar a ser un yo en absoluto. A lo largo de nuestras vidas, parte del material al que respondemos al dar forma a nuestro yo no

ciones que la gente puede usar para dar forma a sus proyectos y contar sus

está dentro de nosotros sino en el exterior, inmerso en el entorno social. La mayoría de las personas forman su identidad com o novios, y luego cón­

el capítulo 3.) Claro está que la manera en que damos sentido a nuestra vida - a nues­

yuges ypadres, todos ellos aspectos de nuestra identidad que, aunque socia­ les en un sentido, son peculiares para el individuo que somos y, como consecuencia, representan una dimensión personal de nuestra individua­

tro y o - mediante una narración ocupa un lugar importante en el pen­

historias de vida. (Exploraremos este asunto con mayor profundidad en

lidad. Pero todos somos, también, miembros de colectividades más amplias. Decir que las identidades colectivas-es decir, las dimensiones colectivas de nuestra identidad individual—son respuestas a algo que se encuentra fuera

samiento de diversos filósofos (entre ellos, Charles Taylor y Alasdair M aclntyre), quienes se preocupan porque las versiones convencionales déla teoría liberal prestan escasa atención a la matriz social en cuyo marco toman forma las identidades. A l mismo tiempo, cuando esos filósofos hacen hincapié en la noción según la cual vivir nuestra vida como agentes requiere

de nuestro yo equivale a decir que son el producto de historias, y nuestro

que veamos nuestras acciones y experiencias como parte de algo que podría

compromiso con ellas invoca capacidades que están fuera de nuestro con­

considerarse una historia,48resuena en ellos el lenguaje milliano de los pla­

trol. Sin embargo, esas identidades son sociales no sólo porque involu­

nes de vida. Para Charles Taylor, “una condición básica para que nos encon­

cran a otros, sino tam bién porque se constituyen, en parte, mediante

tremos un sentido a nosotros mismos” es que “entendamos nuestra vida

concepciones socialmente transmitidas que indican cuál es el comporta­ miento apropiado para una persona que tiene esa identidad.

en el marco de una narración”; en consecuencia, la narración no es “un ele­

EL S C R IP T O R IU M S O C IA L

Para construir una identidad recurrimos, entre otras cosas, a las clases de persona que la sociedad de la que formamos parte pone a nuestra dis­ posición. De más está decir que no hay una forma de comportamiento para homosexuales o heterosexuales, para negros o blancos, para hom ­ bres o mujeres, pero circulan ideas (muchas de ellas controvertidas, pero todas las partes contendientes dan forma a nuestras opciones) acerca de cómo deberían conducirse los homosexuales, los heterosexuales, los negros, los blancos, las personas de sexo femenino y las de sexo masculino.47Estas

mismas son una parte constitutiva de una vida humana feliz, y también un instrumento para alcanzarla” (p. 73). 47 Dada la tendencia de Mili a exaltar la variedad, resulta notable que se inclinara a dudar de que hubiera “alguna distinción real entre el carácter masculino superior y el carácter femenino superior”, tal como escribió en una carta a Thomas Carlyle (octubre de 1833): “Pero de todas las mujeres que he conocido, las que poseían en la mayor medida posible las cualidades que se consideran femeninas, combinaban con éstas más cualidades masculinas superiores de las que he visto en hombre

mento opcional”. Para Alasdair Maclntyre, es “porque entendemos nues­ tra propia vida en términos de narraciones vividas de principio a fin que la forma narrativa es apropiada para entender las acciones de los otros”. Así, cada una de nuestras “intenciones de corto plazo se vuelve - y solamente puede volverse- inteligible mediante la referencia a intenciones de más largo plazo”; por lo tanto, “la conducta sólo puede caracterizarse de manera ade­ cuada cuando sabemos cuáles son las intenciones de largo plazo y del más largo plazo posible, y de qué manera las intenciones de corto plazo se

alguno, con la excepción de dos o tres, y esos dos o tres hombres también eran, en muchos aspectos, casi mujeres. Sospecho que es la gente de segunda categoría la que se diferencia por sexo: la de primera categoría es similar” (The earlier letters, 1812-1848, en c w m , vol. 12, p. 184). 48 Claro está que no es sólo nuestra vida la que estructuramos como narración: hacemos lo mismo con las vidas de los demás. Después de la muerte de Lincoln, Mili le escribió a John Elliot Cairns (el autor del panfleto abolicionista Slave Power): “Mi sentimiento principal en este momento es que la muerte de Lincoln, de la misma manera que ocurrió con la de Sócrates, constituye un final digno para una vida noble, y coloca el sello de la conmemoración universal sobre la nobleza de ese hombre. Lincoln tiene ahora un lugar entre los grandes nombres de la historia, y lo mejor que uno habría podido desear para él es que muriera casi sin darse cuenta en, quizás, el momento más feliz de su vida. ¡Cómo se alegra uno de que haya sabido de la rendición de Lee antes de morir!” ( T h e late letters, en c w m , vol. 16, p. 1057).

56

I LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

relacionan con las de más largo plazo. Una vez más, nos vemos im plica­

LA ÉTIC A DE LA I N D I V I D U A L I D A D

1 57

misma historia, de una semana a la otra, o de un año al otro, pero a la mayo­

dos en la escritura de una historia narrativa”.45 Estas p reocupaciones -que

ría de nosotros nos importa cómo encaja en el marco más amplio de la his­

espero haber establecido- no son ajenas a la clase de liberalismo que Mili, al menos, buscaba difundir.

toria de diversas colectividades. No basta simplemente con que, por ejemplo,

Es así que debemos reconocer hasta qué punto nuestras historias per­ sonales, las historias que contamos acerca de dónde hemos estado y hacía

identidades étnicas y nacionales deben hacer encajar una narración per­

dónde nos dirigimos, están construidas -com o las novelas y las películas, como los cuentos y las narraciones populares- según las convenciones de la forma narrativa. En verdad, una de las cosas que hacen por nosotros las narraciones populares (ya vengan del cine o la televisión, ya sean orales o escritas) es brindarnos modelos para contar nuestras vidas.4 50A la vez, parte 9 de la función de nuestras identidades colectivas -d e todo el repertorio que una sociedad pone a disposición de sus m iembros- es estructurar posi­ bles narraciones del yo individual. Así, por ejemplo, los ritos de pasaje que muchas sociedades asocian a las identidades femenina y masculina proveen una forma para la transición a la edad adulta; las identidades homosexuales pueden organizar su vida

las identidades de género configuren la vida personal, sino que también las sonal en una narración más amplia. Para las personas modernas, la forma narrativa implica ver la propia vida como si formara un arco, corno si adqui­ riera sentido al hilarse en una historia de vida que expresa qutén es uno a través del proyecto propio de la construcción del yo- Ese arco narrativo es un aspecto más de la profunda dependencia que tienen las vidas indivi­ duales respecto de las cosas creadas y transmitidas por la sociedad. Antes hice una distinción entre las dimensiones personal y colectiva de la identidad. Ambas desempeñan un papel en estas historias del yo. Pero sólo las identidades colectivas tienen un libreto, y sólo ellas cuentan como lo que Ian Hacking llamó “clases de persona”.51 Hay categorías lógicas, pero no sociales, que engloban a los ingeniosos, o los inteligentes, o los encan­ tadores, o los codiciosos. Las personas que tienen en común alguna de estas

en torno a la narración de asumir su sexualidad en público; los pentecos-

características no constituyen un grupo social. En el sentido que nos ocupa

taüstas tienen el rito del renacimiento, y las identidades negras de los Estados

ahora, no son una clase de persona. En nuestra sociedad (aunque no ocu­

Unidos a menudo adoptan narraciones opositoras de autoconstrucción

rriera así, quizás, en la Inglaterra de Addison y Steele), ser ingenioso no

frente al racismo. El logro de una cierta unidad narrativa, es decir, la posi­ bilidad de contar una historia de la vida personal que tenga coherencia, es una de las cosas más importantes para los miembros de muchas socieda­

implica la existencia de un libreto de vida para “ el ingenioso”. Y la princi­

des: la historia -m i historia- debe tener la coherencia apropiada para una persona de mi sociedad.51 No es necesario que se trate exactamente de la

social prioritaria en nuestra sociedad, existiría la posibilidad de ser inteli­ gentes aun cuando nadie conociera ese concepto. Decir que la raza está socialmente construida-que un afroamericano es, en el sentido que desa-

49 Taylor, La ética..., op. cit., p. 47; Aiasdair Maclntyre, Afler virtue: a study in moral theory, 2a ed., Notre Dame, University o f Notre Dame Press, 1984, pp. m , 207-208 [trad. esp.: Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987I. 50 Y, a veces, los personajes de ficción reflexionan acerca de la manera en que se remiten a otras obras de ficción: “Nunca en mi vida había confesado tanto o recibido tantas confesiones”, recuerda Humbert Humbert acerca de su fingida intimidad con la madre de Lolita, con quien está a punto de casarse. “La sinceridad y falta de malicia con que ella hablaba de lo que llamaba su ‘vida amorosa’, desde el primer besuqueo hasta el ‘peor es nada’ conyugal, establecían un marcado contraste ético respecto de mis composiciones insinceras; sin embargo, técnicamente, los dos conjuntos pertenecían al mismo género, ya que ambos habían recibido las influencias de los mismos materiales (las telenovelas, el psicoanálisis y las novelitas baratas), a los cuales yo recurría para construir mis personajes, y ella, para encontrar su modo de expresión” (Víadimir Nabokov, Lolita, Nueva York, Vintage, 1997, p. 80). 51 Ser virtuoso requiere “una vida que pueda concebirse y evaluarse como un todo”, dice Aiasdair Maclntyre en su Afler virtue, op. cit., p. 205. Podemos, por supuesto,

pal razón por la que las dimensiones personales son diferentes es que no dependen de una etiqueta: si bien la inteligencia tiene una importancia

rechazar la exigencia de un yo unificado por considerarla demasiado estricta, demasiado alejada de la naturaleza laxa, vaga y en cierto modo aleatoria de la vida tal como la experimentamos algunos de nosotros. Joseph Raz la percibe de manera bastante acertada cuando observa: “ Una vida autónoma no está necesariamente planeada ni es necesariamente unificada. Sin embargo, hay una pizca de verdad en la idea de que la autonomía otorga unidad a una vida. I.a persona autónoma tiene una concepción de sí misma, o la desarrolla de manera gradual, y actúa con conciencia del pasado. Una persona que tiene proyectos es consciente de su pasado al menos en dos sentidos. Debe estar al tanto de sus intereses, y debe estar al tanto de cuál es su progreso respecto de ellos. Raz, The morality offreedom, Oxford, Oxford University Press, 1986, p. 385. 52 Ian Hacking,“ Making up people”, en Thomas C. Heller, Morton Sosna y David E. Wellbery (eds.), Reconstructing individualism: autonomy, individuality and thc selfin Western thoughl, Stanford, Stanford University Press, 1986, pp. 222-236.

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D i 5 9

58 1 LA É TI CA DE LA I D E N T I DA D

rrolla Hacking, una “clase de persona”- equivale, en parte, a decir que no

identidades diferentes. O puede pensarse como una cosa buena porque la

existen afroamericanos más allá de las prácticas sociales asociadas al rótulo

disfrutamos y, en igualdad de condiciones, es bueno que la gente tenga y

racial; en contraste, no cabe duda de que podrían existir personas inteli­

haga lo que disfruta tener y hacer.

gentes aun cuando no tuviéramos el concepto de inteligencia.53Desarrollaré estos temas con mayor detalle en el capítulo 3.

y-No obstante, como ya hemos visto, muchos valores son parte intrín­ seca de una identidad: están entre los valores que una persona que tenga esa identidad debe tomar en cuenta, pero no son valores para las perso­ nas que no tienen esa identidad. Tomemos, por ejemplo, el valor de la pureza ritual, tal como lo conciben muchos judíos ortodoxos. Creen que

L A É T IC A E N L A ID E N T ID A D

¿Cómo encaja la identidad en nuestros proyectos morales más amplios? Una manera de responder a esta pregunta es la siguiente: en el mundo hay muchas cosas que tienen valor. Se trata de un valor objetivo: son impor­

deben mantenerse kosher porque son judíos; no esperan que alguien que no es judío lo haga, e incluso pueden pensar que no estaría bien que lo hicieran las personas que no son judías. Sólo es algo bueno para aquellos que son judíos o que se convierten al judaismo, y los judíos no creen que

tantes más allá de que alguien reconozca o no su valor. Pero no hay manera

el mundo sería mejor si todos se convirtieran al judaismo. Después de todo, la Alianza es sólo con los Hijos de Israel.

de determinar cuáles de esos diversos bienes valen más y cuáles valen menos, o de compensar unos con otros; en consecuencia, no siempre -un a vez

nalistas en una lucha contra la dominación colonial hace que para nosotros

consideradas todas las posibilidades- existe una alternativa mejor que las

sea valioso arriesgar la vida por la liberación de nuestro país, com o lo

demás. C om o resultado, son muchas las opciones morales permisibles.

tozo Nathan Hale, aunque lamentemos tener sólo una vida para dar. Sí

La identidad proporciona, entre otras cosas, una fuente más de valor, una

no fuéramos nacionalistas, también podría ocurrir que muramos luchando

que nos ayuda a encontrar un camino entre esas opciones. Adoptar una

por una causa del país; y entonces, pese a que de ello podría resultar algo

identidad, hacerla mía, es verla como el factor que estructura mi camino

bueno, ese bien no sería, por así decir, un bien para nosotros. Nuestra vida podría considerarse desperdiciada, sólo porque no nos identificába­

en la vida. Es decir, m i identidad tiene patrones incorporados (por eso creo i que M ili se equivoca cuando dice que siempre es mejor ser diferente de los demás), patrones que me ayudan a pensar acerca de mi vida. Uno de esos patrones simples, por ejemplo, es el de la carrera laboral, que fina­ liza, si se vive lo suficiente, con la jubilación.54 Pero las identidades tam­ bién crean formas de solidaridad: entonces, si me pienso como X - “mujer”, “negro”, “estadounidense”- , el mero hecho de que otra persona sea tam ­ bién X puede, aveces, predisponerme a hacer algo con ella o por ella. Ahora bien, en igualdad de condiciones, la solidaridad con aquellos que com ­ parten m i identidad puede pensarse como una cosa buena, y es así que la solidaridad comporta un valor universal; sin embargo, funciona de manera diferente para personas diferentes porque las personas diferentes tienen

- De manera similar, podríamos pensar que nuestra identidad de nacio­

mos con la nación por la cual morimos. Así, existen diversas maneras en que la identidad podría constituir ufla fuente de valor, y no tanto algo que hace realidad otros valores. En primer lugar, si una identidad es nuestra, puede determinar que ciertas acciones solidarias sean valiosas, o puede ser parte intrínseca de la espe­ cificación de nuestras satisfacciones y nuestros placeres, o motivar o sig­ nificar actos de bondad supererogatoria. En efecto, la presencia de un concepto de identidad en la especificación de mi objetivo -e l de ayudar a alguien que tiene m i misma identidad- puede ser parte de lo que explica por qué tengo en realidad ese objetivo. Es posible que alguien obtenga satisfacción por haber donado dinero a la Cruz Roja para ayudar a las víctimas de un huracán en Florida, como un acto de solidaridad con otros

53 Ello no equivale a decir que la inteligencia no sea un producto social; no hay duda de que lo es. Nadie que creciera como Caspar Hauser podría ser inteligente. Tampoco equivale a decir que el significado social de la inteligencia no sea el resultado de prácticas, actitudes y creencias compartidas de índole social. 54 Richard Sennett desarrolla un análisis fascinante del concepto de “carrera laboral” en Richard Sennett, The corrosión ofcharacter, Nueva York, Norton, 1998 [trad. esp.: La corrosión del carácter, Barcelona, Anagrama, 2005].

cubanos estadounidenses. En este caso, el hecho de compartir la identi­ dad explica en parte por qué él o ella tiene ese objetivo. Por la misma razón, una identidad compartida puede hacer que para mí ciertos actos o logros tengan un valor que de otra manera no tendrían. La circunstancia de que un equipo ghanés de fútbol obtenga la Copa Africana de las Naciones tiene valor para mí en virtud de mi identidad de ghanés. Si yo fuera católico,

60

! LA ÉTICA DE U IDENTIDAD

un casamiento celebrado en una iglesia católica podría tener un valor espe­

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I

6l

LA I N D IV ID U A L ID A D Y EL ESTADO

cial para mí a causa de que soy católico. Hay aun otras maneras en que el éxito de nuestros proyectos (y, desde

La noción de desarrollo de uno mismo que he esbozado coloca la identi­

luego, el hecho mismo de que tengamos esos proyectos) podría derivar

dad en el corazón de la vida humana. Lo que intento sugerir es que una

de una identidad social. Puesto que los seres humanos son criaturas socia­ les, escribe Mili, están “ familiarizados con la idea de cooperar con otros y

teoría de la política debe tomar m uy en serio esta noción. La idea en sí

proponerse com o meta de sus acciones (al menos por el momento) un

misma no resuelve demasiados detalles prácticos, pero podemos elaborarla y explorarla cuando intentamos negociar el mundo político que compar­

interés colectivo, y no meramente individual. Mientras estén cooperando, sus fines se identificarán con los fines de los demás; habrá un sentimiento, ai menos temporario, de que los intereses de los demás son sus propios intereses”.55 Los proyectos y ios compromisos pueden involucrar intencio­ nes colectivas, como ocurre con un ritual religioso cuya realización requiere la participación coordinada de otros fieles.56 Un proyecto social puede implicar la creación o recreación de una identidad, a la manera en que;

timos. El desarrollo de uno mismo, tal como lo ha mostrado Wendy Donner, es un tema que tiende un puente entre las contribuciones ética, social y política de Mili; pero su idea de que el Estado tiene que desempeñar un papel en ese proceso lo enfrenta a algunas corrientes poderosas del pen­ samiento político moderno, que insisten en que la esfera pública debe ser aeutral respecto de los diferentes conceptos del bien.58 A diferencia de

Elijah M uham m ad buscaba redefinir la com prensión colectiva que los negros estadounidenses tenían de sí mismos, o a la manera en que los acti­ vistas sordos buscan construir una identidad de grupo a partir de la con­

algunos ejem plos- Mili no se declaraba neutralista. “Así, pues, siendo el primer elemento de buen gobierno la virtud y la inteligencia de las perso­

dición de la sordera. Para Theodor Herzl, el éxito dependía de la creación

el mayor mérito que puede poseer un gobierno es el de desenvolver esas

de un sentido de conciencia nacional en un pueblo que quizá nunca se:

cualidades en el pueblo.”59

muchos liberales contem poráneos-com o Rawls, Dworkin yNagel, por dar

nas que componen la comunidad -escribió en Del gobierno representativo-,

hubiera concebido a sí mismo (ai menos, en ios términos de Herzl) cornos

/(■ Claro está que no se trata de un concepto sumamente acotado del bien

nación. Pero una búsqueda común puede implicar grupos en una escalaf mucho menor: de veinte, de diez o de dos:

tarla. Aun así (como se verá en el capítulo 4), se ha acusado a Mili de favo­

en la elaboración de Mili, lejos de inhibir la diversidad, lleva a fom en­ recer algunas religiones por el énfasis que colocaba en la promoción de la

Cuando dos personas comparten por completo sus pensamientos y espe­ culaciones, cuando en su vida cotidiana analizan todos los temas de inte rés intelectual o moral [... ] cuando parten de ios mismos principios llegan a sus conclusiones mediante procesos seguidos en forma conjun* -escribió Mili acerca de la composición de Sobre la libertad- tiene escásimportancia, en relación con el tema de la originalidad, quién de los do sostiene la pluma.57

55 El utilitarismo, op. cit., pp. 147-149. 56 Véanse, por ejemplo, Robert M. Adams, “Common projeets and moral virtue”, Midwest Studies in Philosophy, N° 13,1998, pp. 297-307; Nancy Sherman, “The virtues o f common pursuit”, Philosophy and Phenomenological Research 53, N° 2, junio de 1993, pp. 277-299; Michael Bratman, “Shared cooperative activiues”, Philosophical Review 101, N° 2, abril de 1992, pp. 327-341, y “Shared intention”, Ethics, N° 104,1993, pp. 97-113; y Margaret Gilbert, Living together, Lanham, m d , Rowman and Littlefield, 1996. 57 Mili, Autobiografía, op. cit., p. 144 [traducción modificada].

autonomía personal como meta apropiada para el Estado: ¿no sugiere il a condena de ciertas formas del calvinismo?60 así que Sobre la libertad ha tenido repercusiones curiosas entre los Sricos liberales. Por un lado, se lo ha interpretado como defensor de un

; Véase el persuasivo análisis que hace Wendy Donner (op. cit). del tema del ^desarrollo en Mili. Considerations on representativo governtnent, en c wm , vol. 19 [las citas corresponden a la edición en español: Del gobierno representativo, Madrid, Tea ios, 19$5>P- 21]; y véase Donner, Liberal self op. cit., p. 126. e, por ejemplo, Bhikhu Parekh, Rethinking multiculturalism, Cambridge, Harvard University Press, 2000, p. 44 [trad. esp.: Repensando el mtdticulturalismo. sidad cultural y teoría política, Madrid, Istmo, 2005], y Martha Nussbaum, “A for difíiculty”, en Susan Moller Okin, /s multindturalism badfor women?, ed. ;Josbua Cohén, Matthew Howard y Martha C. Nussbaum, Princeton, i University Press, 1999, p. 111. (Podemos hacer a un lado, por el a, la conocida objeción de que, según esta rigurosa norma, los supuestos neutralistas no son neutrales.) Volveré a este asunto en el capítulo 2, en la sección titulada “La autonomía como intolerancia”.

62 I LA ÉT I CA DÉ LA I DE NT I DA D

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D I

63

Estado gendarme: una fuerte forma de antipaternalismo, al estilo “mi liber­

que este principio era una meta, y no un m ero freno, para la forma de

tad termina en tu nariz” Por otro lado, se le ha atribuido la adherencia a

gobierno. N o cabe duda de que el autor de Sobre la libertad estaba lejos

un concepto sectario del bien y, en consecuencia, a la idea de un Estado

de ser un libertario: pensaba que el Estado debía patrocinar la investiga­

excesivamente paternalista, entrometido e intolerante. (En los términos

ción científica, regular el trabajo infantil y restringir la jornada laboral de

de Rawls, peca de abogar por un liberalismo abarcador, que no se limita

los obreros de fábrica, exigir que se educara a los niños, brindar asistencia

a los aspectos políticos.) Aquello que Isaiah Berlín llamó “libertad negativa” - la protección contra la intervención gubernamental en ciertas áreas

a los pobres, y otras cosas semejantes.64 A l mismo tiempo, para él era un anatema que el gobierno intentara afianzar una forma única de vida. “Aunque no hubiera más razón que la diversidad de gustos de la gente, ello

de nuestra vid a- puede, sin duda, constituir una ayuda en el desarrollo de una vida propia, como creía Mili. Pero la idea que tenía M ili de la indivi­ dualidad también lo llevó a suponer que, en aras de desarrollar nuestro yo, no era sólo libertad lo que necesitábamos del Estado y la sociedad, sino tam bién ayuda. Isaiah Berlin nos enseñó a llam ar “libertad positiva” a este concepto, que despertaba en él un profundo (y meditado) escepti­

sería suficiente para no intentar modelarlos a todos con arreglo a un patrón exclusivo”, escribe. “Pues personas diferentes requieren condiciones dife­ rentes para su desarrollo espiritual, y no pueden coexistir en la misma atmósfera moral más de lo que las diferentes variedades de plantas pue­ den hacerlo bajo las mismas condiciones físicas, atmosféricas o climáticas.

cismo: su escepticismo se debía, entre otras cosas, a que pensaba que los

Las mismas cosas que ayudan a una persona a cultivar su naturaleza supe­

gobiernos, apelando a la libertad positiva, habían ido (y continuarían

rior se convierten en obstáculos para otra cualquiera.” Y tan grandes son

yendo) más allá, para abocarse a moldear a las personas en nombre de los mejores seres en que podrían transformarse.616 2Resulta difícil negar que

las diferencias entre las personas que “ si no hubiera semejante diversidad en su manera de vivir, no podrían ni obtener su parte de dicha ni llegar a

se han llevado a cabo cosas terribles en nombre de la libertad, y que algu­

la altura intelectual, moral y estética de que su naturaleza es capaz.65Aquí

nos malos argumentos han hecho descender el ideal de emancipación hasta las honduras del Gulag. Sin embargo, de acuerdo con Berlin, el hecho de permitir que la gente construya y viva plenamente una identidad no nece­ sariamente tiene que malograrse.61 Recordemos estas palabras de Mili: “ ¿Qué más podrá decirse en favor de cualquier condición de las cosas humanas, sino que ella conduce a los seres humanos a lo mejor que pueden llegar a ser? ¿Y qué cosa peor se dirá de un obstáculo al bien, sino que impide este progreso?”.63Mili consideraba

61 Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, en Sobre la libertad, ed. por Henry Hardy, Madrid, Alianza, 1996, 205-255. 62 Por supuesto, Berlin no dijo que tuviera que malograrse. Mi “según” aquí tiene por único cometido reconocer su temor de que pudiera malograrse. 63 Mili, Sobre la libertad, op. cit., pp. 78-79. En su obra citada (1983), en contraste con su posición posterior, Gray sostenía que “el concepto que tiene Miil de la vida buena puede ser perfeccionista en el sentido en que privilegia las vidas que están en gran medida elegidas por el individuo sobre las que siguen las costumbres, pero se trata de un perfeccionismo procedimental y no de una teoría completa de la vida buena. AI otorgar un gran peso a la autonomía y a la seguridad en cualquier esquema del bienestar humano, y dar prioridad a la autonomía una vez establecidas determinadas condiciones, Mili sigue lo que Rawls ha denominado una ‘concepción reducida del bien': una concepción minimalista del bienestar humano, expresada en términos de una teoría de los intereses vitales o de los bienes primarios” (op. cit., p. 88).

64 En Principios de economía política, op. cit., p. 685, Mili propone un principio de conveniencia: "Existe una multitud de casos en los cuales los gobiernos, con la aprobación general, se atribuyen poderes y ejecutan funciones a los cuales no puede asignarse otra razón que la muy simple de que conducen al bien general. Podemos tomar como ejemplo la función (que también es un monopolio) de acuñar moneda. El propósito del gobierno al asumir esta función no ha sido otro que el de evitar a los individuos la molestia, la dilación y el gasto de pensar y ensayar la moneda. No obstante nadie, ni aun los más celosos de la ingerencia del Estado, ha objetado que esto sea ejercer impropiamente los poderes del gobierno. Otro ejemplo es el prescribir determinados patrones de pesas y medidas. Pavimentar, alumbrar y limpiar las calles es otro; ya lo haga el gobierno, ya, como es el caso más usual y por lo general más conveniente, las autoridades municipales. Hacer puertos y mejorarlos, construir faros, hacer trabajos topográficos necesarios para obtener mapas y cartas de navegación, levantar diques que mantengan el mar a distancia y limiten el curso de los ríos, son ejemplos que vienen al caso”. Y, un poco más adelante:“ Los ejemplos pudieran multiplicarse al infinito sin entrar en terreno objeto de discusión. Pero se ha dicho ya lo bastante para que aparezca bien claro que las funciones que se admiten como de gobierno, abarcan un campo mucho más amplio del que puede con facilidad incluirse dentro de los límites de una definición restrictiva, y que casi no es posible encontrar una razón que las justifique a todas en común, excepto la muy vasta de la conveniencia general, ni limitar la intervención del gobierno por una regla universal, salvo la muy simple y vaga de que no debe admitirse sino cuando la razón de la conveniencia es fuerte”. 65 Mili, Sobre ¡a libertad, op. cit., p. 82.

6 4

I

U

LA É T I C A D i LA I D E N T I D A D

É T I C A DE I A I N D I V I D U A L I D A D

I

65

se afirma que la libertad nos permite obtener lo mejor de nosotros mis­

bres frieron creados iguales’ ) pasan por alto un aspecto fundamental del

mos y, según parece indicar este pasaje, obtener lo mejor de uno mismo

problema”, escribió Sen. “La diversidad humana no es una complicación

implica transformarse en una clase de persona cuyo ser es objetivamente

secundaria, que se pueda pasar por alto o que haya que introducir ‘más

valioso -u n a persona de gran estatura m ental o m oral o estética-, sea

adelante’, sino un aspecto fundamental de nuestro estudio de la igualdad.”69

cual fuere el plan de vida que haya elegido.66

Y -d e un modo que exploraré más adelante- el “modelo del desafío” de la vida humana propuesto por Dworkin también guarda una profunda afi­

A decir verdad, no resulta obvio que los ideales “abarcadores” de Mili (y tendré más para decir sobre el tema en el capítulo 5, bajo la rúbrica de “ perfeccionism o”) lo distancien de los abanderados de la teoría liberal moderna. El ideal de cultivo de uno mismo que encontramos en Mili ha gozado de amplia aceptación; Matthew Arnold lo enunció en Culture and anarchyz\ citarla noción deEpicteto según la cual “ nuestro verdadero inte­ rés debe radicar en la formación del espíritu y del carácter”.67 Pero se lo asocia más comúnmente con Aristóteles, y hoy en día continúa siendo un tema de considerable importancia para la filosofía política. En efecto, según el famoso “ Principio aristotélico” de Rawls,“en igualdad de circunstancias, los seres humanos disfrutan del ejercicio de sus capacidades realizadas, y cuánto más se realice la capacidad, o cuanto mayor sea su complejidad,

nidad con la manera en que Mili concibe la individualidad. Cada una de estas formulaciones contiene una versión de la misma idea ética: hay cosas que nos debemos a nosotros mismos. La pregunta acerca de cuáles son mis deberes respecto de los demás con­ tinúa siendo, por supuesto, una de las cuestiones centrales para el libera­ lismo. Construir una vida como ser social requiere adquirir compromisos con otras personas. Si éstos son voluntarios, resultaría apropiado hacer­ los cumplir, incluso contra mi voluntad (posterior). ¿Pero hasta dónde lo que yo debo va más allá de mis promesas voluntarias? M ili propone, entre otras cosas, que nuestro deber general hacia los otros, además de aquello que nos comprometimos a hacer, es no hacerles daño; y esta idea

más se incrementará ese placer” 68A l mismo tiempo, la insistencia de Mili

«induce a discusiones interesantes acerca de qué se considera daño.70 Pero,

en que el desarrollo de uno mismo debe tomar en cuenta la diversidad se emparienta con la propuesta de Amartya Sen de prestar atención a las “capa­

jpspecto de esta cuestión, M ili también señala que el hecho de que yo le

cidades” al abordar el tema de la igualdad. “Las investigaciones sobre la igualdad -tan to teóricas como prácticas- que parten de un supuesto de

‘luciendo daño: Éfe..

uniform idad originaria (incluida la presunción de que ‘todos los hom ­

Ü^fixisten muchas personas que consideran una ofensa cualquier conN lucta que no les place, teniéndola por un ultraje a sus sentimientos j. Pero no hay paridad alguna entre el sentimiento de una persona .«hacia su propia opinión y el de otra que se sienta ofendida de que tal

66 En S i s t e m a d e l ó g i c a . . . , o p . c i t ., Miil incluso identificó algo que llamó “el Arle de la Vida”, el cual -señaló- tenía “ires secciones”: “Moral, Prudencia o Polílica, y Estética, es decir, lo Correcto, lo Conveniente, y lo Hermoso o Noble respecto de la conducía y las obras humanas. A este arte (que, desafortunadamente, en su mayor parte aún no ha sido creado) se subordinan todos los demás, puesto que son sus principios los que deierminan si el objetivo especial de algún arte pariicular es valioso o deseable, y cuál es su lugar en la escala de las cosas deseables. Así, todo arle es el resultado conjunio de las leyes de la naturaleza puestas al descubierio por la ciencia, y los principios generales de lo que ha dado en llamarse‘Teleología’, o la ‘Doctrina de los Fines’” { S i s t e m a d e l ó g i c a . . . , o p . c it .,p ,953 [traducción modificada]). Charles Larrabee Street { o p . c i t ., p. 49) comenta: “Y sin embargo, en otras oportunidades, Mili veía con claridad suficiente que exisiía cierta inconmensurabilidad entre los valores. Prueba de ello fue su famoso reconocimiento de la distinción cualitativa entre los placeres, por muy dañino q~ fuera para su propio sistema”. El diagnóstico presagia el de Berlín, aunque el libro de Street apareció en 1926. 67 Matlhew Arnold, C u l t u r e a n d a n a r c h y , ed. por Samuel Lipman, New Haven, Yale University Press, 1994, p. 36. 68 Rawls, A t h e o r y o f j u s t i c e , o p . c i t ., p. 424.

baga algo a alguien que esa persona no desea no implica eo ipso que le esté

3b|Mnión sea profesada; como tampoco la hay entre el deseo de un ladrón rposeer una bolsa y el deseo que su poseedor legítimo tiene de guar­ dia. Y las preferencias de una persona son tan suyas com o su opifrro su bolsa.71

rtya Sen, I n e q u a l i t y r e e x a m i n e d , Cambridge, Harvard University Press, 1992, [trad. esp.: N u e v o e x a m e n d e la d e s i g u a l d a d , Madrid, Alianza, 1996, p. 9, Jóción modificadal. iun extenso análisis de estos temas, véase Joel Feinberg, H a r m t o o t h e r s , Nueva tk, Oxford University Press, 1984. Sobre la l i b e r t a d , p. 97. Aquí, Mili deja en claro que su versión de uiiliiarismo ¿bce la inconmensurabilidad. Amartya Sen lee en estos pasajes “una "pelón vectorial de la utilidad”; véase Sen, “Plural ulility” Pr o c e e d i n g s o f t h e t e l i a n S o c i e t y , N° 81,1982, pp. 196-197.

66

I LA É T I C A DE LA I D E N T I D A D

LA ÉT I CA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I 67

Por consiguiente, la idea de que debe permitírseme llevar cualquier vida

a una vida que valga la pena vivir. Berlin se preguntaba quién podría deci­

que surja de mis elecciones, siempre y cuando le dé a los demás lo que les debo y no les haga daño, parece dejarme un amplio margen de libertad, y ello debería cumplir con las expectativas de los demás. No obstante, Mili

dir qué era una vida que valiera la pena. Com o ya hemos visto, M ili tenía

podría apelar tanto al ideal de la autoría de uno mismo como al del de­ sarrollo de uno mismo a fín de justificar la acción del Estado.

existencia es la suya propia”. Pero ¿están las instituciones comunitarias en condiciones de acomodar la “manera propia” de todos? En el capítulo 5

En efecto, los gobiernos de muchos países brindan educación pública, lo cual ayuda a muchos niños que aún no tienen una identidad estable­ cida, o proyectos, esperanzas y sueños propios. Esto es mucho más que libertad negativa, mucho más que una no interferencia gubernamental.

una respuesta para esa pregunta: “Si una persona posee una cuota razo­ nable de sentido común y de experiencia, la mejor manera de disponer su

retomaremos a esta cuestión. Antes mencioné el célebre “principio del daño” propuesto por M ili, según el cual la coerción sólo se justifica cuando tiene por objeto evitar

Cabría objetar que semejante tarea puede ser realizada por los padres; en principio, es posible. Pero supongamos que los padres no quieren o no

que una persona le haga daño a otra. Aunque a menudo este principio es interpretado como libertario, en realidad puede llevar a una cuota con­ siderable de intervención gubernamental: a fin de tener autonomía, debe­

pueden hacerlo: ¿no debería, entonces, intervenir la sociedad, en nombre de la individualidad, a fin de asegurar que los niños estén preparados

mos contar con opciones aceptables. Por consiguiente, dice Joseph Raz,

para llevar una vida de adultos libres? Y, en nuestra sociedad, ¿no requiere esa vida que los niños sepan leer? ¿Que conozcan la lengua o las lenguas de su comunidad? ¿Que sean capaces de evaluar argumentos e interpretar tradiciones? E incluso en el caso en que los padres intenten brindar estas

“la mejor manera de comprender el principio de libertad basado en la autonomía es considerar que proporciona un fundamento moral para el principio del daño”, y parte de aquí para desarrollar una interpretación más extensa. “Hacerle daño a una persona es disminuir sus perspectivas, afectar de manera adversa sus posibilidades”, sostiene Raz. “Es erróneo

cosas, ¿acaso no hay fundamentos para exigir que la sociedad, a través del Estado, les ofrezca un respaldo positivo?72

pensar que el principio del daño sólo reconoce el deber gubernamental

O tomemos en consideración la asistencia social. Si la individualidad

de impedir la pérdida de la autonomía. A veces, no ocuparse de mejorar

consiste en desarrollar una vida en respuesta a los materiales provistos por

la situación de otra persona equivale a hacerle daño”, como cuando se le niega a alguien lo que se le debe al rechazarlo como empleado potencial

nuestras capacidades y por nuestro entorno social (incluidas las identida­ des sociales insertas en él), entonces lo que el liberalismo procura es una

por razones discriminatorias.73 En este punto, la posición de Raz acuerda considerablemente con la estipulación de Mili: “ Los casos más destacados

política que permita que la gente siga esos pasos. Pero puede haber otros obstáculos para la realización de nuestra individualidad, aparte de las limi­

de injusticia [...] son los actos de agresión injustificada, o de abuso del poder que se tiene sobre alguien; a continuación vienen los actos en que

taciones impuestas por la ley. ¿Es posible construir una vida individual dig­ nificada en un mundo moderno en el que no hay fronteras para conquistar

se retiene injustificadamente lo que se le debe a alguien; en ambos casos se le inflige un perjuicio positivo, ya sea bajo la form a de sufrim iento

o tierras libres para cultivar si no se dispone de los recursos materiales bási­ cos? ¿Puede decírsele a una persona que desarrolle su individualidad en libertad si está enferma y no tiene recursos para costearse el tratamiento que, como decimos, “la liberará” de su enfermedad? Lo que da solidez al deseo de educar a los niños, proveer bienestar a los

directo, o de privación de algún bien con cuya posesión esa persona tenía motivos razonables -d e índole social o m aterial- para contar”.74 Desde una perspectiva más general, si (tal como sugiere Raz) dañamos a otras personas al socavar las condiciones necesarias para el ejercicio de su auto­ nomía (incluidas las formas sociales en que ésta se materializa), enton­

pobres y brindar asistencia física a los discapacitados que la necesitan es la idea de que este tipo de asistencia hace posible que la gente tenga acceso

ces el Estado debe tener un margen considerable, quizá desmesurado, para

72 Mili sostenía que el Estado debía exigir y subsidiar la educación, pero no brindarla, probablemente porque en su época la educación estatal equivalía a una educación sectaria, bajo la tutela de la iglesia establecida. Véase John Kleinig, Paternalism, Totowa, Rowman & Allanheld, 1984, p. 34.

intervenir.

73 Véase Raz, The morality offreedotn, op. cit., pp. 400, 410,414,415-416. 74 Mili, El utilitarismo, op. cit., p. 186. Y véase Donner, Liberal self, op. cit., p. 164.

68

I LA ÉTICA DE LA IDENTIDAD

LA ÉTICA DE LA INDIVIDUALIDAD | 69

El propio Mili, aunque considera que el cultivo de la excelencia indivi­

mediante halagos y honores, a la realización de aquellos actos benéfi­

dual es una función central al papel que desempeña el Estado, está lejos de precipitarse a adjudicar poder al Estado con el fin de garantizar ese bien.

cos cuyos agentes no reciben estímulo suficiente de los beneficios que esos actos les proporcionan. Esta esfera más abarcadora es la del Mérito

Según su célebre posición al respecto, “hay alrededor de cada ser humano

o la Virtud.76

considerado individualm ente un círculo en el que no debe permitirse que penetre ningún gobierno”.75 Y tomaba m uy en serio los papeles de­

Y aunque Mili parece celebrar un ideal de autonomía personal, en gene­

sempeñados por la aprobación y la deshonra social al ejercerse como meca­

ral no procura alistar los poderes coercitivos del Estado para fomentarla,

nism os alternativos para la regulación de la conducta. En su ensayo

quizá consciente de la paradoja que implica apoyarse en un poder externo

“ Thornton on labour and its claims”, escribió que, fuera del ámbito del deber moral, que debe ser impuesto “de manera compulsiva”,

para incrementar la confianza en uno mismo. Mili pensaba que el estilo de vida polígamo de los mormones era inferior, en particular debido al papel

[... ] existe una innumerable cantidad de maneras en que los actos de los seres humanos constituyen una causa o un impedimento del bien para sus semejantes, pero en este respecto es conveniente, en aras del

subordinado que desempeñaban las mujeres en ese sistema; sin embargo, en tanto los matrimonios estuvieran basados en un consentimiento pre­ vio, no creía que debieran considerarse ilegítimos. Tal como escribió en Sobre la libertad, “no sé que ninguna comunidad tenga el derecho de for­ zar a otra a ser civilizada”.77

interés general, que se los deje libres, y que meramente se los anime,

No obstante, claro está que la acción estatal no se restringe a actos que tomen la forma de prohibiciones. En Principios de economía política, Mili 75 Mili, Principios de economía política, op. cit, p. 806. Quizá valga la pena citar esta posición de manera más exhaustiva: “Es evidente, incluso a primera vista, que la forma autoritaria de intervención del gobierno tiene un campo de acción legítimo mucho más limitado que la otra. En todo caso su justificación precisa una necesidad mucho más fuerte, mientras que existen extensos sectores de la vida humana de los cuales se ha de excluir imperiosamente y sin reserva de ninguna clase. Cualquiera que sea la teoría que adoptemos sobre el fundamento de la unión social, y sean cualesquiera las instituciones bajo las cuales vivamos, hay alrededor de cada ser humano considerado individualmente un círculo en el que no debe permitirse que penetre ningún gobierno, sea de una persona, de unas cuantas o de muchas; hay una parte de la vida de toda persona que ha llegado a la edad de la discreción, en la que la individualidad de esa persona debe reinar sin control de ninguna clase, ya sea de otro individuo o de la colectividad. Nadie que profese el más pequeño respeto por la libertad o la dignidad humana pondrá en duda que hay o debe haber en la existencia de todo ser humano un espacio que debe ser sagrado para toda intrusión autoritaria; la cuestión está en fijar dónde ha de ponerse el limite de ese espacio, cuán grande debe ser el sector de la vida humana que debe incluir este territorio reservado. Entiendo que debe incluir toda aquella parte que afecta sólo a la vida del individuo, ya sea interior, ya exterior, y que no afecta a los intereses de los demás o sólo los afecta a través de la influencia moral del ejemplo. Por lo que respecta al dominio de la íntima conciencia, a los pensamientos y sentimientos y toda aquella parte de la conducta exterior que es sólo personal y no entraña consecuencias para los demás, sostengo que a todos debe estar permitido, y para los más cultivados y reflexivos debe ser con frecuencia un deber, afirmar y divulgar, con toda la fuerza de que son capaces, su opinión sobre lo que es bueno o malo, admirable o despreciable, pero sin obligar a los demás a aceptar esa opinión, tanto si la fuerza que se emplea es la de la coacción extralegal, como si se ejerce por medio de la ley” (ibid.).

distingue la “ interferencia autoritativa del gobierno” -q u e abarca la esfera de los delitos y los castigos- de otro tipo de implicación, en la cual [... ] en lugar de expedir una orden y obligar a cumplirla por medio de castigos, adopta un procedimiento a que tan pocas veces recurren los gobiernos, y del que podría hacerse un uso tan importante: el de acon­ sejar y publicar información, o cuando el gobierno, dejando a los indi­ viduos en libertad de usar sus propios m edios en la persecución de

76

cw m , vol. 5, p. 634. Véanse análisis en Gray, Mili on Liberty..., op. cit., p. 64, y Street, Individualism..., op. cit., p. 50. T¡ Mili, Sobre la libertad, op. cit., p. 105. Por otra parte, MUI también afirmó, en Del gobierno representativo, que hay ciertas condiciones de la sociedad en las que un vigoroso despotismo es el mejor modo de gobierno para formar a las personas en determinados aspectos que las harán capaces de alcanzar un grado más alto de civilización. En semejantes pasajes, no oímos al liberal, sino al examinador principal de la Casa de la India, el cuerpo paragubernamental que estaba a cargo de la India británica, y empleador de Mili durante cuatro décadas. Para una lectura de Mili que se centre en estos rasgos imperialistas, véase Uday Singh Mehta, Liberalism and empire, Chicago, University of Chicago Press, 1999, pp. 97106. Aquí nos topamos con una interesante paradoja: siguiendo a Comte, Mili se inquieta ante la idea de que un alto grado de individualismo sea inconsecuente con un alto grado de civilización; de manera que las sociedades que están mejor preparadas para la autonomía política son, precisamente, aquellas que, en gran medida, han sacrificado la autonomía personal.

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LA ÉTIC A DE LA I N D I V I D U A L I D A D

I LA É TI CA DE LA I DE NT I DA D

cualquier objetivo de interés general, no interviene en sus asuntos,

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LA BÚSQUEDA CO M Ú N

pero no confía tampoco el objetivo a su cuidado exclusivo, y establece, paralelamente a sus disposiciones, un medio de acción propio para la

“De la misma manera que a Brutus se lo llamó el último de los romanos”

misma finalidad.78 Y M ili regresa a este punto en el cuarto capítulo de Sobre la libertad, cuando abjura una vez más de la doctrina “que pretende que los seres humanos

escribió M ili sobre su padre, “él fue el último hombre del siglo x v u i”.81 El propio John Stuart aspiró a alcanzar un cuidadoso equilibrio entre los diversos climas de pensamiento en los que transcurrió su vida: a ello se debió su profunda constancia y su profunda rebeldía. Y sin embargo, fue

no tienen nada que ver en su conducta mutua, y que sólo deben inquie­ tarse por el bienestar o las acciones de otro cuando su propio interés está

esa misma estabilidad, ese sentido del equilibrio, lo que impidió que Sobre lalibertad disfrutara de inmediato de la recepción que M ili hubiera espe­

en juego”. Por el contrario, dice Mili, es preciso “ incrementar, no dismi­ nuir, los esfuerzos desinteresados para fomentar el bien de nuestros seme­ jantes Los seres humanos deben ayudarse, los unos a los otros, a

rado para el grand projet que había compartido con Harriet. “ Ninguno de fliis escritos ha sido compuesto con tanto cuidado, ni ha recibido una correc­ ción tan diligente como éste”, relata M ili en su Autobiografía:

distinguir lo mejor de lo peor, y prestarse apoyo mutuo para elegir lo pri­ mero y evitar lo segundo. Ellos deberán estimularse mutua y permanen­

, Después de haberlo escrito, como de costumbre, dos veces, lo revisamos

temente a un creciente ejercicio de sus más nobles facultades”.79 Pero esta obligación puede no estar restringida a los ciudadanos individuales y, hacia

« de novo una y otra vez, leyendo, sopesando y criticando cada oración. • Nos proponíamos llevar a cabo la última revisión durante el invierno

el final de Sobre la libertad, M ili reconoce la existencia de [... ] toda una serie de cuestiones sobre los límites de la intervención del gobierno que, aunque se hallan estrechamente relacionadas con el tema de este ensayo, no forman, en sentido estricto, parte de él. Se trata de casos en que las razones contra esta intervención no se refieren al prin­ cipio de libertad; la cuestión no consiste en saber si es necesario lim i­

de 1858-1859, el primero después de m i jubilación, que planeábamos pasar en el sur de Europa. Esa esperanza y todas las demás se frustra­ ron por la sumamente amarga e inesperada calamidad de su muerte: f una repentina congestión pulmonar que la asaltó en Avignon, cuando íbamos camino a Montpellier.8*

tar las acciones de los individuos, sino si se ha de ayudarlos; es decir,

Unas semanas más tarde, M ili envió el manuscrito a su editor. Por diversas razones, como señala su biógrafo, el momento de la publi­

saber si el gobierno debería hacer, o ayudar a hacer, alguna cosa enca­ minada al bien de los individuos, en lugar de dejarlos obrar por su cuenta,

cación fue de lo más inoportuno. Había motivos de distracción y tam ­ bién de resistencia: El origen de las especies apareció en el mismo año, para

de m odo individual o en asociación voluntaria.80

embanderar tanto causas progresistas como reaccionarias; ei movimiento „de Oxford se hallaba en pleno florecimiento, y diversas formas de colecti­ vismo -propulsadas por sindicalistas o por socialistas cristianos- adqui­ rían cada vez más fuerza. Para m uchos radicales, las ideas de M ili eran paralizantes, mientras que los conservadores las encontraban irresponsa­

Por razones que exploraremos en el capítulo 5, esta clase de “interferen­ cias” ha probado ser igualmente problemática para la filosofía política más reciente.

78 Mili, Principios de economía política, op. cit, p. 805. 79 Mili, Sobre la libertad, op. cit., p. 90. Véase el sólido análisis de Kleinig acerca de la distinción que hace Mili entre la consideración por uno mismo y la consideración por ei otro, en Kleinig, Paternalism, op. cit., pp. 32.-3780 Mili, Sobre la libertad, op. cit., p. 119,

bles y destructivas. Fue célebre la feroz embestida que le propinó Sir James Eitzjames Stephen: “Atacar las opiniones sobre las que descansa el marco de la sociedad es ineludiblemente un procedimiento peligroso”, concluyó, y puso de su parte para que así fuera. El libro provocó en Thomas Caríyle una cólera frenética (aunque eran pocas las cosas que no lo hacían). “C om o

81 Mili, Autobiografía, op. cit., p. 149 [traducción modificada]. 82 Ibid., p. 249.

72

I LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

si fuera un pecado controlar la canallada humana, o ejercer la coerción para lograr mejores métodos; Ach, Gott im Himmel!”Si

LA ÉTICA DE LA I N D I V I D U A L I D A D

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73

Sin embargo, no ocurrió lo mismo con su pluma. Los fines de la vida podían ser sujetos a revisión, pero no eran, para él, perecederos. Y el pro­

Para el autor, que había sufrido una pérdida tan reciente, el libro era

pio Mili -objeto y sujeto de tantos experimentos audaces; un hombre a

tan fúnebre como conmemorativo. “ Para nosotros, que hemos sabido lo

quien toda clase de visionarios, desde Bentham y Carlyle hasta Comte, intentaron, sin conseguirlo, sumar como discípulo- percibía con gran agu-deza que la influencia tenía límites y que la comunión nunca era completa. Si ninguna persona era la autora absoluta de sí misma, tampoco podía ser

que significa estar con ella, y pertenecerle, esta tonta fantasmagoría de la vida humana, desprovista de ella, carecería en absoluto de sentido y sería insoportablemente fatigosa si no quedaran aún algunas cosas por hacer que ella deseaba que se hicieran, y algunos objetos públicos y de otro tipo que a ella le preocupaban, y en los que, por lo tanto, es posible mantener cierto grado de interés”, le escribió Mili a un amigo. “ He publicado algu­ nas de sus opiniones, y abrigo la esperanza de dedicar lo que me queda de vida (si logro conservar la salud) a seguir difundiéndolas y trabajando por ellas, aunque con fuerzas tristemente disminuidas, ahora que ya no la tengo junto a mí para impulsarme y guiarme.”8 8 34También en su Autobiografía escribió M ili sobre el papel que desempeñaba Harriet en su vida —sobre la búsqueda que ambos habían emprendido en co m ú n - en términos que

la obra de otra. “ Cierto que no podemos, por nuestra sola voluntad, hacer­ nos diferentes de lo que somos. Pero tampoco aquellos que supuestamente formaron nuestro carácter hicieron, por su sola voluntad, que seamos lo que somos”, escribe Mili. Nadie supo mejor que él hasta qué punto los planes de vida de cada uno pueden elevarse cuando se funden en una búsqueda compartida. Y sin embargo, al mismo tiempo, nadie supo mejor con cuánta facilidad el intento de fomentar la excelencia de otro puede convertirse en opresión. Tal como él mismo lo escribió, con palabras de profunda resonancia:

guardan una casi completa reciprocidad con la sólida individualidad a la que él adscribía. “Los objetos que persigo en mi vida son sólo los que eran

Hagan que cualquier hombre evoque lo que sintió al emerger de la niñez

de ella; mis búsquedas y ocupaciones son las que ella ponía en práctica, o las que despertaban su simpatía, y que están indisolublemente asociadas

-d e la tutela y el control de sus mayores, incluso los afectuosos y ama­

a su persona. Su memoria es para mí una religión, y su aprobación, que resume todo lo valioso, el parámetro según el cual me propongo regular

dos por él- y entrar en las responsabilidades que acarrea la mayoría de edad. ¿No fue un sentimiento semejante al efecto físico de despren­

mi vida.”85 Éste es el lenguaje de la devoción religiosa, la lamentación, la heteronomía, la abnegación; y, aun así, no obstaculiza el compromiso de

derse de una carga pesada, o librarse de lazos que, si bien en otros aspec­ tos no habían sido dolorosos, resultaban obstructivos? ¿No se sintió doblemente vivo, doblemente ser humano, a partir de ese momento?86

M ili con la individualidad, sino que, por el contrario, da testimonio de la profunda naturaleza social de esa entrega. M ili estaba pendiente precisa­ mente de aquellas formas de intención colectiva excluidas del concepto de la política centrada en el agente que le había transm itido su padre.

Mili es famoso por celebrar la libertad respecto del gobierno y de la opi­

Privado de la com pañía de sus pares cuando era niño, de joven no se cansó de establecer sociedades e iniciar publicaciones, asociaciones fra­

cuantas sean las búsquedas compartidas que emprendamos, debemos, final­

ternales dedicadas a la política y a la cultura. Y las asociaciones que eran importantes para él, que daban sentido a sus tentativas, no eran sólo fra­ ternales: lo que la pérdida de su compañera de vida y de las búsquedas que habían emprendido en común había disminuido era, sin más, su pro­

nión pública: pero lo que vemos aquí es hasta qué punto también creía que, en la tarea de hacer una vida -d e dar forma a nuestra individualidad-, sean mente, liberarnos incluso de las buenas intenciones de aquellos que nos aman. Por más social que fuera la individualidad que apreciaba Mili, ésta seguía siendo, en primero y último lugar, individualidad: la responsabili­ dad final por una vida es siempre responsabilidad de la persona de cuya vida se trata.

pia individualidad.

83 Packe, The life, op. cit., p. 405. 84 Carta a Arthur Hardy, 14 de mayo de 1859, citada en Packe, The life, op. cit., p. 409. 85 Mili, Autobiografía, op. cit, p. 150.

86 John Stuart Mili y Harriet Taylor, Esays on sex equality, ed. por Alice S. Rossi, Chicago, University o f Chicago Press, 1970, p. 236 [trad. esp.: La igualdad de los sexos, Guadarrama, Madrid, 1973]; citado en Mazlish, James and John, op. cit., P- 342-

2 La autonomía y sus críticos

to Q U E

E X IG E L A A U T O N O M Í A

H hermano disoluto de Ana Karenina siente debilidad por las ostras y los cigarros y las gobernantas solteras, pero lo que más ha preocupado a una generación reciente de teóricos de la ética es su absoluta falta de indepen­ dencia de criterio. He aquí la tan frecuentemente citada descripción de fblstoi: Esteban Arkadievitch compraba un periódico liberal, no m uy avanzado, pero sí de tendencias que prefiere la mayoría del público. No le intere; saba realmente la política, ni tampoco las artes ni las ciencias; pero se indinaba por las opiniones de la mayoría de la gente y su prensa, por­ que se adaptaban m ejor a su manera de vivir [y sólo las m odificaba cuando lo hacía la mayoría, o, mejor dicho, no las modificaba él, sino ■' que ellas mismas se modificaban en él de manera imperceptible).1 Queda daro por qué han saltado los teóricos de la autonomía. Para Gerald Dworkin, “esas creencias no son suyas porque las ha tomado prestadas; y las ha tomado prestadas sin siquiera tener conciencia de su fuente; ade­ más, se sobreentiende que no es capaz de presentar una justificación de su validez: ni siquiera una justificación que, por ejemplo, haga hincapié

i Tolstoi, Ana Karenina, Barcelona, Editorial Juventud, 2000, p. 12. [El pasaje entre corchetes no aparece en la traducción al español citada. Fue traducido de la versión inglesa citada por el autor, que se detalla a continuación. N. de la T.] Cito este pasaje en la traducción de Richard Pevear y Laríssa Volokhonsky: Tolstoi, Atina Karenina, Nueva York, Viking, 2000, pp. 6-7. (El periódico que habría leído Esteban, sugirieron los traductores, era The Voice, editado por un tal A. Kraevski.)

j6

[ LA ÉTICA OE LA IOEMTIOAO

1A AUTDNDMl A Y S US C S l T l C DS

j

77

en la posibilidad de que la mayoría esté en lo cierto o en la necesidad de

la autonomía (en algunas instancias, m ostrándola com o valor funda­

que exista un consenso moral”.2Para Joel Feinberg, Esteban es el vivo retrato de la falta de autenticidad, en el sentido de que “no puede elaborar un

mental; en otras, simplemente como algo bueno de verdad), muchos de

fundamento para sus creencias que no sea el de que son las creencias que sostienen aquellos a quienes él responde (si es que acaso sabe quiénes son), y no puede dar razones para pensar que las creencias de ellos (como las de alguna autoridad que hubiera sido razonablemente seleccionada) podrían

necesaria, sino también admirable, en lugar de concebirla como una base de hormigón sobre la que hay que construir una montaña de jade hacia donde es preciso viajar.

ser correctas”.3 Y, por supuesto, Mili expresó preocupaciones congruentes: sabemos que no veía con buenos ojos al que “deja que el mundo [... ] elija su plan de vida por él” en lugar de elegirlo por sí mismo. Pero de inmediato surge una pregunta: ¿qué se necesita para elegir con libertad? Suele mencionarse la ausencia de coerción y la disponibilidad de opciones, pero Mili (de la misma manera que los teóricos contemporáneos de la autonomía) también se preocupa por las deformaciones de la voluntad: por las preferencias que son un legado irreflexivo de la costumbre, por los “gustos grupales”. Entonces, la autonomía personal parece implicar mucho más que la posi­

^is defensores han sucumbido a la tentación de hacerla parecer no sólo

. Y así, la autonomía se eleva de valor a ideal, un ideal que nos remite a lo que Esteban no hace: aventar el contenido de nuestra alma. En la visión de Robert Young, la autonomía es una especie de dirección propia que impone una forma a los “principios de pensamiento y acción” que guían la vida: “Hasta el punto en que un individuo tiene dirección propia, él (o día) lleva todo el rumbo de su vida a un orden unificado, lo cual sugiere qae una persona que está libre de limitaciones externas y que tiene la capaddad de poner en práctica un modelo determinado de vida puede no ser autónoma (... ] por no ser capaz de organizar esos principios de una manera unificada”.5 Stanley Benn, al hacer hincapié en la importancia de someter a la reflexión crítica las propias normas y prácticas, establece un paráme-

bilidad de hacer lo que nos venga en gana; parece ser más bien una capa­

trocasi igual de exigente: “la persona autónoma ha comprendido las poten-

cidad que necesitamos cultivar, o quizás una de esas virtudes, como el valor o la integridad, que se honran en el incumplimiento. ¿Cuán autónomos

dalidades de su posición autárquica con mayor profundidad que alguien que se limita a aceptar los proyectos de otros y evalúa su desempeño de

debemos ser, exactamente, para tener verdadera autonomía?

acuerdo con estándares impuestos por su entorno”.6 En efecto, ya es un

Hay razones para tomar en serio esta pregunta. Lo que podemos lla­ mar “autonomismo” -siguiendo a Lawrence Haworth y arrebatándoles el

lugar común estipular que el agente autónom o se ha distanciado de las influencias y las convenciones sociales, y se conduce de acuerdo con prin­

término a algunos anticuados radicales italianos- presupone un gran volu­ men de pensamiento liberal. Se trata de una noción central para un aba­

cipios ratificados por él mediante la reflexión crítica.7 Imaginemos al ciu­ dadano como si fuera una comisión ética formada por una sola persona,

nico de teorías normativas de la política, incluidas las que serán de particular interés para nosotros en el contexto de lo que llamaré “ la formación del alma” : el así llam ado “ perfeccionismo liberal”, asociado a Joseph Raz y otros.4 Desafortunadamente, al exponer argumentos en favor del valor de

encargada de construir una axiología desde la base... Vaya uno a saber de dónde sacará el tiempo para tareas más humildes com o la de ganarse y administrarse el sustento.

2 Geraid Dworkin, The theory and practice of autonomy, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, p. 38. 3 Joel Feinberg, Harm to self, Nueva York, Oxford University Press, 1986, pp. 32 y 180, n. 11. Véase también David Riesman y Nathan Glazer, “The meaning o f opinión”, Public Opinión Quarterly 12, N° 4, invierno de 1948-1949, pp. 638-639, donde se cita a Esteban como ejemplo de las personas “dirigidas por otros”, que “poseen un nivel relativamente alto de información sobre política y una gran cantidad de opiniones, como si se tratara de una bodega bien provista, pero carecen de cualquier afecto genuino respecto de las opiniones que pueda conducirlos a discriminar entre las que tienen sentido en el mundo actual y las que provienen del mero capricho de opinar”. 4 Haworth, Autonomy..., op. cit., p. 7.

'5 Robert Young, “Autonomy and ‘the inner s e lf”, American Philosophical Quarterly 17, No 1, enero de 1980, p. 36. Eso vaie el argumento de Isaiah Berlín según ei cual no es sólo ia sociedad la que alberga valores plurales e inconmensurables: “No es . improbable que ios valores choquen en el interior de un solo individuo”. Existen buenas razones para sospechar de la noción de una vida que es un “orden unificado”, incLuso como ideal. 6 Stanley Benn, “Freedom, autonomy and the concept o f the person”, Proceedings . of the Aristotelian Society, N° 76,1975-1976, p. 129. Véase también el profundo . análisis de ia autonomía, ia autenticidad y la autarquía en el contexto de la “formación del alma” en Peter Digeser, Owr politics, our selves, Princeton, Princeton University Press, 1995, pp. 166-195. 7 Por ejemplo, Gray, Mili on Liberty. .,, op. cit., p. 74; y William E. Conneily, The terms ofpolitical discourse, 2a ed., Princeton, Princeton University Press, pp. 150-151.

7

8 I LA ÉTICA DE LA IDEN H DA D

Aquí podemos establecer un patrón. Los defensores de una autonomía fuerte (como voy a llamarla) reaccionan ante aquellos que señalan hasta qué punto nuestras convicciones y nuestros hábitos son a menudo cual­

LA AUTONOMIA Y SUS CRÍ TI COS

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: dar unidad a la propia vida”, y “una persona que cambia sus preferena menudo puede ser tan autónoma com o otra que nunca se desprende í Sus gustos adolescentes”. La persona autónoma

quier cosa menos autóctonos. La solución que han encontrado es elevar la definición de autonomía: hacerla más exaltada, más engente. En resu­ men, al enfrentar resistencias en su propio terreno han caído víctimas del deslizamiento conceptual, y así atribuyen a la autonomía una exigencia disparatada. Los devotos de esta autonomía pretenden que se vuelva tan común como los hierbajos, pero la describen como si fuera una rara orquí­ dea, que sólo puede crecer en un suelo y un clima particular. Com o resultado, la autonomía gana adversarios inmerecidos. En The idea o f a liberal theory, por ejemplo, David Johnston expresa la preocupa­ ción de que la autonomía personal sea algo así como un artículo de lujo. Com ienza por distinguir la autonomía personal de aquello que él llama, según el caso, “autonom ía del agente” o, simplemente, “agencia”. Tener agencia es estar en condiciones de concebir y seguir proyectos, planes, valo­

] debe ser consciente de que su vida se ensancha a medida que pasa el tiempo. Debe ser capaz de comprender de qué manera diversas elec*dones tendrán un impacto considerable y duradero en su vida. Puede Optar siempre por evitar los compromisos a largo plazo, pero debe ser ^ consciente de la disponibilidad de esos compromisos. Estas premisas {*; han conducido a la elaboración de algunos conceptos excesivamente ^ intelectualizados de autonom ía personal. N o tengo objeciones contra *Ma vida intelectual, de la misma manera que no tengo objeciones con­ tra las personas que, a conciencia, dotan a su vida de una gran unidad. •:*= Pero el ideal de autonomía personal es más amplio, y es compatible con otros estilos de vida, incluidos los que carecen en gran medida de inteK lectualidad.9

res. En contraste, tener autonomía personal es elegir de manera activa los valores y proyectos que se desea seguir: ser el sujeto de la autoría de sí

Tal como Raz destaca a continuación, la conciencia de las propias op or­

mismo. (Si ésta aparenta ser, como él mismo lo anticipa, una interpreta­

tunidades y habilidades “no implica premeditación o un estilo de vida m uy

ción demasiado rigurosa, Johnston sugiere la “dirección propia reflexiva”

deliberado, ni necesita de un alto grado de conciencia de sí o racionali­ dad. Sólo requiere que se tenga conciencia de las propias opciones y que

como una alternativa más moderada.) ¿Cuál sería un ejemplo del agente que carece de autonomía personal? Johnston nos presenta a Michael, que nace en una ciudad del interior, asiste a la escuela pública y a un instituto universitario local, entra a trabajar en la cadena de quioscos de su padre y se casa con su novia del secundario. Johnston afirma que, dado que Michael “nunca considera con seriedad un modelo de vida diferente del que lleva a cabo”, a pesar de tener agencia, “no es personalm ente autónom o”.8 Concluye diciendo que una buena sociedad debe crear las condiciones mediante las cuales sus miembros puedan transformarse en agentes y pro­ mover un sentido de la justicia (es decir, tener autonomía moral), pero que

se sepa que las propias acciones equivalen a trazar un rumbo que podría haber sido diferente.10 Michael no tiene dificultades para aprobar el examen. No se hace gran­ des planteos acerca de otras maneras en las que podría vivir su vida, dice Johnston. Pero ¿por qué ello habría de ser un problema? M ichael sabe que sus “ acciones equivalen a trazar un rum bo que podría haber sido diferente”. En efecto, la capacidad de hacer y ejecutar planes, como tam ­ bién señala Raz, es una característica que se desprende necesariamente de la posesión de una razón práctica.11 De manera similar, George Sher ha ela-

la autonomía personal, contrariamente a lo que dice Joseph Raz, no es esen­ cial. Dada la desbordante interpretación del concepto de autonomía per­ sonal que presenta Johnston, resulta difícil no estar de acuerdo. Cabría señalar, sin embargo, que no es ésta la interpretación de Raz. En The morality o f freedom, Raz dice que la “persona autónom a es autora parcial de su vida”, pero de inmediato pasa a expedir una serie de adver­ tencias desalentadoras. Esa noción “no debe ser identificada con el ideal 8 David Johnston, The idea of a liberal theory: a critique and reconstruction, Princeton, Princeton University Press, 1996, p. 102.

9 Raz, The morality of freedom, op. cit., pp. 370-371. ioIbid.,pp. 381-382. 11 "La creación de uno mismo y la creación de valores que se analizan aquí no son características exclusivas del ideal de autonomía personal. Representan un rasgo necesario del razonamiento práctico [...]. El ideal de autonomía escoge esas características y requiere que se expandan. Requiere que la creación de uno mismo proceda, en parte, de la elección entre un abanico suficiente de opciones; que el agente tenga conciencia de sus opciones y del significado de sus opciones, y que sea independiente de la coerción y la manipulación por parte de los demás. El ideal de autonomía, si se quiere, hace de la necesidad una virtud” (i b i d p. 390)

80

| LA É TI CA DE LA I DE NT I DA D

LA A U T O N O M Í A Y SU S C R Í T I C O S

1 8l

horado una idea de autonomía como “capacidad de respuesta a las razo­

d e la autonom ía personal, ¿qué podría ser más anodino e irreprocha­

nes” con lo cual, una vez más, centra la noción en los requisitos indispen­

ble? Y sin embargo, quizás aguijoneados por el excesivo estiramiento con­

sables de la racionalidad práctica.12Así, parecería que lo que Johnston llama

ceptual que hemos observado, m uchos teóricos de la política escriben

“autonomía del agente” -sum ada al requisito correlativo de que la socie­

Recerca de la autonomía com o si fuera un residuo industrial, algo gene­

dad brinde las condiciones en las que las personas sean capaces de for­ mular y seguir planes y valores- es todo lo que se necesita.

rado por la modernidad occidental y exportado, guste o no, a los desven­

Sin embargo, incluso en esta versión atemperada, la autonomía conti­ núa siendo una palabra disputada. En este capítulo me propongo defen­ der la idea que, a m i entender, constituye el núcleo del concepto de autonomía, tanto contra aquellos a quienes preocupa que carezca de sufi­ ciente fuerza como contra los que se inquietan porque es demasiado fuerte: tanto los que pretenden elevarla a la posición de ideal inalcanzable como los que pretenden degradarla colocándola en el ámbito de los valores parro­ quiales. M i objetivo es protegerla de sus seguidores entusiastas y también de sus detractores. Sin embargo, com o veremos, incluso una versión más

turados habitantes del m undo no occidental. En el autonomismo, estos b ó ric o s divisan la tiranía del hypermarché, que echa pavimento sobre los ?#8tilos de vida arraigados y poco atractivos que no encarnan en sí m is­ ta o s el valor de la autonomía. A l insistir en que cada persona debe tener -Jft habilidad de elegir su propia concepción del bien, ¿estamos, paradópcamente, truncando la gama disponible de tales concepciones? Para Mili, •■ Gomo ya hemos visto, la autonomía y la diversidad se trenzaban en el ideal de individualidad. Sin embargo, para muchos críticos, el lenguaje de la autonomía refleja una arrogante insularidad: todo ese discurso acerca de ■ hacer el propio yo, de tener dirección propia, de ser el autor uno mismo

modesta de autonomía puede caer fácilmente en la trampa de las ambi­ güedades y las antinomias. Y no es posible disolver debates reales recu­

parece un intento de hacer a un lado a la abuela Walton con el objetivo de crear un mundo seguro para Karen Finley.

rriendo a sutilezas de definición. Finalmente, intentaré vincular los debates

Esta aparente discordia entre la autonomía y la diversidad ha sido enmar­

sobre la autonomía con la venerable oposición entre estructura y agencia, y sugeriré que también esta oposición ha sido encuadrada de manera inco­

cada de diversas maneras. Según el diagnóstico de William Galston, se trata de un conflicto entre el proyecto ilum inista y el proyecto posterior a la

rrecta desde un principio.

Reforma, es decir, entre dos ideales opuestos: el de la razón dirigida por sí misma y el de la tolerancia.13 Tal como observa Galston, ei liberalismo ha albergado una tensión entre tolerancia y autonomía desde sus orígenes. Sin embargo, la excesiva extensión del autonomismo profundiza esas ten­

L A A U T O N O M ÍA C O M O IN T O L E R A N C IA

siones hasta el punto de que algunos teóricos han procurado su divorcio en razón de diferencias irreconciliables.

La controversia en torno a la form ulación del concepto de autonomía -acerca de qué conjunto de criterios capta m ejor nuestra intuición, o expresa m ejor nuestro ideal; o acerca del contenido preciso de ese ideal (el debate tiene tanto dimensiones conceptuales como norm ativas)- con­ duce de inm ediato a otra cuestión polémica: si la autonom ía, incluso

El teórico político John Gray, que quizá se apresura demasiado a com­ binar la crítica de Isaiah Berlín de la libertad positiva con sus propios repa-

dejando de lado los detalles de su especificación, es o debe ser un valor en primer lugar, al menos fuera del ámbito de las democracias liberales de Occidente. Contar con una disponibilidad de opciones, estar dotado de un m ínim o de racionalidad, estar libre de coerción: si es ése el núcleo

12 George Sher, Beyond neutrality: perfectionism and politícs, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, p. 50. Una vez más, en tanto que las razones se definen como guías para la acción, el comportamiento sensible a las razones es en gran medida una condición de la racionalidad básica de los seres humanos.

13 La historia religiosa convencional podría complicar esta imagen-, por una parte, la autonomía de la conciencia individual parece haber sido al menos una vena del protestantismo; por otra parte, Lulero y Calvino, quienes quemaban herejes a voluntad, difícilmente fueran ejemplos de tolerancia. “Cualquier argumento liberal que invoque la autonomía como regla general de la acción pública en realidad toma partido en la continua lucha entre razón y fe, reflexión y tradición”, sostiene Galston en Liberal pluralism: the impUcations o f valuépluralism for , political theory and practice> Cambridge, Cambridge University Press, 2002, p. 25. Sin embargo, quizá no sea demasiado obvio qué partido toma. Para reflexionar más detenidamente sobre el desarrollo de estos dos temas en el marco del pensamiento liberal, véase el magnífico artículo de Jacob T. Levy, “Liberalism’s divide after sociaüsm -and before”, Social Phüosophy and Policy 20, N° 1, invierno de 2003, pp. 278-297.

82 ! LA ÉT I CA DE LA I D E N T I DA D

ros al ideal de autogobierno, expresa su critica de manera convincente, y le agrega un giro interesante:

LA AUTONOMIA V SUS CRI T I C OS

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cultural, sino la individual; es decir, abogaba por la diversidad de opijnes y estilos de vida en el m arco de una cultura individualista compar, pero no por la diversidad de culturas, que incluye las que no son

Ese liberalismo basado en la autonomía, desde el punto de vista de Berlín,

ividualistas”.15Y éstas son debilidades que, según Parekh, Mili comparte

eleva, de manera acrítica y excesiva, un ideal de vida controvertido y cuestionable. La sociedad liberal puede albergar muchas vidas excelen­ tes que no se caracterizan por ser autónomas: la vida de una monja, la

?n sus herederos contemporáneos. En medio de esta batería de objeciones es posible divisar algunas cosas Cón claridad. Existe un temor muy difundido a que el autonomismo se pre­

del soldado profesional o la del artista dedicado con pasión a su tra­ bajo pueden plasmar bienes excepcionales y preciados y, no obstante, de diversas maneras, estar m uy lejos de ser vidas autónomas. La idea res­ paldada por la “libertad básica” de elegir no es la de autonomía, sino la

dique sobre la base de la noción del “verdadero yo” que Berlín asociaba al peligroso ideal de la libertad positiva. Es así que Gray desea separar a Berlín d d “liberalismo autonomista” que él asocia con Raz: pero el resultado es aaa lectura de Berlín y de Raz que no resulta persuasiva. Podría observarse

de creación del yo, en la que el yo creado puede muy bien no ser el de un agente autónomo. Exigir que la creación del yo se ajuste a un ideal

que el tradicionalista a quien Gray intenta proteger es, precisamente, alguien

de autonomía racional es [... ] un requisito inaceptable y necesariamente

que rechaza el modelo voluntarista de elección del yo o de creación del yo por el que aboga claramente Gray, y no deja de ser curiosa la sugerencia

m an una identidad heredada, así com o la del místico, o la del alegre

}ue la “creación del yo” sea un ideal de autonomía menos (y no más) fatigoso. En realidad, la ética de la autonomía no deberla, a primera vista,

hedonista, para quien la identidad inamovible puede resultar un estorbo

plantear ningún problema para la vida elegida por una monja, o por un

inútil y la deliberación reflexiva que implica la acción autónoma, una distracción fatigosa.14

píayboy, o por un artista.16Suponer que un artista fervientemente compro-

restrictivo. Excluye la vida del tradicionalista, cuyas elecciones confir­

Al oponer la autonomía a la diversidad -al describir el autonomismo como la intolerancia de los liberales— la voz de Gray se suma a un coro. “En últim a instancia, el liberalismo basado en la autonomía no contiene un com prom iso con el valor de la diversidad en sí misma y por sí misma”, escribe Susan M endus.“Sólo justifica aquellas diversas formas de vida que valoran la autonomía y, en consecuencia, hacen de la tolerancia un dis­ positivo pragmático -u n recurso provisorio- y no una cuestión de prin­ cipios.” Y Charles Larmore dice que “los liberales com o Kant y Mili, que han acoplado su teoría política a una noción correspondiente de cuál debe ser, en líneas generales, nuestro ideal como personas, en realidad han trai­ cionado el espíritu del liberalismo”. De acuerdo con Chandras Kukathas, muchas culturas no “adjudican tanto valor a la libertad del individuo para elegir sus fines. A menudo, el individuo y sus intereses están subordina­ dos a la com unidad”. Bhikhu Parekh empalma este punto con una crítica más amplia del “monism o” que caracteriza a los filósofos morales y polí­ ticos, y Mili, a pesar de su retórica en favor de la diversidad, se encuentra entre los acusados: “Puesto que su teoría de la diversidad estaba engas­ tada en una visión individualista de la vida, M ili no apreciaba la diversi14 John Gray, Isaiah Berlín, Princeton, Princeton University Press, 1996, pp. 32-35.

15 Susan Mendus, Toleration and the limits ofliberalism, Basingstoke, Macmillan, 1989, p. 108; Charles E. Larmore, Patterns of moral complexity, Cambridge, Cambridge University Press, 1987, p. 129; Chandran Kukathas, “Are there any : cultural rights?”, Political Theory 20, N° i, febrero de 1992, p. 120; Parekh, Rethinking multiculturalism, op. cir., p. 4416 Larence Haworth sostiene que la independencia sustantiva no es una condición previa de la autonomía: “Una monja de clausura que consagra su vida a Cristo y cuyos días siguen pautas establecidas se ha hecho sustancialmente dependiente. • Si la decisión de ingresar a la vida de clausura fue sería y personal y si, además, se renueva de vez en cuando, su dependencia sustantiva no debe necesariamente ser tomada como un signo de falta de autonomía. Aquí la autonomía se refiere a que la vida que lleva sea de su elección [...]. Es decir, la independencia que hace : autónoma a la persona es procedimiental, y no sustantiva” {Haworth, Autonomy...,op. cit., p. 20). Sin embargo, cuando se citan vidas de devoción religiosa como ejemplo de incongruencia con la autonomía, no siempre queda claro cuál es el aspecto de esas vidas que se considera relevante, si la textura misma de la vida gobernada por los votos de autonegación o los compromisos religiosos y éticos de abnegación religiosa. Es obvio que una existencia autónoma no necesariamente tiene que estar exenta de cargas: cualquiera estaría de acuerdo con que un “individuo liberal completamente autónomo” pueda casarse, que pueda cargarse con los varios deberes y obligaciones que se desprenden del hecho de tener una familia, o bien de su trabajo de interventor corporativo o de director de un importante teatro. Desde cierta perspectiva, la vida de esa persona consiste en una avalancha de agravios de “dependencia perjudicial” que esperan su turno para presentarse: son innumerables las cosas que debe o no debe hacer,

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I

la ét ic a de la id e n t id a d

LA A U T O N O M Í A Y SUS C R Í T I C O S j 8 5

metido no puede ser autónom o implica dar por sentado que las persona

to, de acuerdo con lo que ya he sugerido, no resulta obvio que el auto;i ismo deba excluir la pertenencia voluntaria a formas de vida que con-

autónomas sólo deben establecer compromisos ligeros con sus proyectos* mientras que, como ya hemos visto, otras concepciones de la autonomía hacen hincapié precisamente en lo contrario: plantean como requisito que abracemos nuestras normas y preferencias.

escasa autonomía. De acuerdo con Gray, “No se puede ser, a uno y íismo tiempo, un individuo liberal completamente autónomo, y miemliso y obediente de una comunidad tradicional”.18 Pero esto puede

Respecto de la inquietud de Susan M endus acerca de que el libera­

'Ser correcto: no obstante la pertenencia voluntaria de Thomas Merton »a comunidad basada en la fe, que valoraba la obediencia y la abnega, resultaría muy extraño afirmar que Merton carecía de autonomía;

lismo “en última instancia no contiene un compromiso con el valor de la diversidad en sí m ism a y por sí m ism a”, el autonom ista podría alega noto contendere. Ya observamos antes -en Mili y en teóricos más recien­ tes, com o Sen- una insistencia en que el hecho de la diversidad sea reco­ nocido e incorporado a nuestra manera de pensar acerca de la libertad (en: el caso de Mili) y de la igualdad (en el caso de Sen). Pero decir que la diver­ sidad en sí misma y por sí misma es un valor, un bien primordial, es decir algo m ucho menos obvio y por completo diferente: en el capítulo 4 me propongo explorar esta afirmación polémica. La acusación adicional de; amiguismo cultural que hace Mendus -según la cual el autonomismo sólo “justifica” formas autónomas de vida- suscita una serie de confusiones. El liberalismo basado en la autonomía, o cualquier otra doctrina del orde­

el contrario, su actitud profundamente reflexiva respecto de sus pro'•fáos valores parece manifestar una autonomía de extrema solidez. Gray presenta otra acusación contra la autonomía, que discrepa con su interior acusación de etnocentrismo: alega que la autonomía es indetertninuda. “Hay muchas autonomías rivales”, sostiene: Cuando es puesto en práctica por personas que tienen opiniones dife­ rentes acerca de qué cosas dan sentido a la vida humana, el proyecto liberal de promover la autonomía puede obtener resultados muy diver­

namiento social, no necesita “justificar” diversas formas de vida en ningún

sos. [... ] Cuando juzgamos que la posibilidad de elección es más amplia en un contexto que en otro, lo hacemos sobre la base de una evalua­

sentido contundente; sólo necesita acomodarlas y extender igual respeto

ción de las opciones que contienen. N o tenemos una manera de medir

a sus miembros. Más aun, tal tolerancia o acomodación, lejos de ser un

la autonomía relativa que sea independiente de los valores.19

“recurso provisorio”, puede ser considerada, de manera plausible, una con­ dición previa de la autonomía. Es verdad que las asociaciones que inva­ den la autonom ía de sus m iembros plantean cuestiones difíciles - y volveremos sobre ellas más adelante- pero, por otro lado, para una socie­ dad liberal que procura garantizar los derechos de sus miembros, esos gru­ pos deberían plantear cuestiones difíciles. El autonomista puede rechazar de manera consecuente la “lógica de la congruencia” que critica Nancy L. Rosenblum, según la cual las asociaciones cívicas que forman parte de un sistema democrático deben, a su vez, ser democráticas en su interior.17Como

bajo pena de sanciones civiles, criminales o sociales. Esa persona debe responder por casi cada hora de su vida consciente, que está controlada por una u otra obligación, porque su familia, sus compañeros de trabajo, o sus colegas de tal o cual asociación civil dependen de él de varias maneras estrictamente especificadas. Sin embargo, nadie imaginaría que esa vida tan cargada de obligaciones es inconsecuente con la autonomía liberal. 17 “Democratic character and community: the logic of congruence?”, Journal of Political Philosophy 2, N° 1,1994, pp. 67-97. Véase también la introducción a Nancy L. Rosenblum y Robert C. Post (eds.), Civil society and political philosophy, Princeton, Princeton University Press, 2001: “Se reclama que la vida interna de las

En otro lugar, Gray utiliza esta refutación de la posibilidad de m edir la autonomía relativa sin poner en juego los valores para justificar una polí­ tica del retraimiento, esa falta de agallas que él ennoblece com o modus vivendr. r Si la diversidad entra en conflicto con la libertad, y esa diversidad es una : forma de vida loable, que expresa genuinas necesidades humanas y encarna variedades-auténticas de la realización humana, ¿por qué debería la libertad truncar la diversidad, especialmente si el que representa a la libertad reivindica la pluralidad de valores? Exigir que esto sea así - equivale a decir que si una forma de vida no puede resistir la fuerza del

asociaciones refleje las normas públicas de igualdad, no discriminación, justicia y aspectos similares Sin embargo, llevada tan lejos, esta lógica de educación moral (... ] invita a las instituciones estatales a colonizar la vida social en nombre de ideales públicos progresistas” 18 John Gray, Two faces of liberalism, Nueva York, The New Press, 2000, p. 56. 19 Ibid., p. 99.

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i u Et i c a

de u

LA AUTONOMÍA Y SUS CRÍ TI COS

identidad

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87

ejercicio de la libre elección por parte de sus miembros, no merece sobre

Iténer poder en comunidades y formas de vida con valores sumamente

vivir. Y ésta es, lisa y llanamente, la filosofía de los derechos a que llet el pluralismo de valores de Berlín.20

, Sin embargo, desde la perspectiva de la teoría liberal convencional,

ds. Allí donde

existe, la hegemonía del discurso liberal suele ser super-

adez del discurso liberal es una recomendación considerable. El fiinAsí se expresa Gray, apelando a lo que podríamos llamar el “argumentó

lentalismo estadounidense -continúa Gray, som brío- “se apropia [de

desde las otras culturas” ; y aun así no queda claro mediante qué medie independiente de los valores se considera que esas formas son ejemplos

valores liberales] para lograr sus propios fines”.23 Pero, una vez más, : el punto de vista político para eso está el discurso sobre los valores: 1ser apropiado por actores a fin de lograr sus “propios fines”. Ésta, lejos una subversión del lenguaje liberal, es su vindicación. (Me extenderé

“ loables” de realización humana.21 Su doctrina del modus vivendi requiere que atendamos las necesidades de los grupos autoritarios al tiempo que mantenemos una suerte de exquisita imparcialidad. (Cabe destacar que Gray rechaza la neutralidad liberal -rechaza tanto el “liberalismo político” com o el “liberalismo onmicomprensivo”- porque, según su interpreta­ ción, los mecanismos del pluralismo de valores se aplican a lo Correcto

acerca de este tema en el capítulo 6, en el contexto del “acuerdo teodo en forma incompleta” ) No es un servicio pequeño brindar un vocario com partido mediante el cual las personas y los grupos puedan

además de lo Bueno.) La libertad no es un valor definitivo para Gray; la

ibmpetir por el ejercicio del poder. Así, cuando Gray nos advierte que ni ^fiera los Estados Unidos “son liberales de manera hegemónica”, sino

armonía, en cambio, sí parece serlo. Y en su celo por presentar ofrendas

que son “moralmente pluralistas”, no presenta un problema para el liberal

de paz a les coutumes étrangéres, Gray nos ofrece un liberalismo de pies ata­ dos, apenas capaz de tambalearse por una habitación cerrada cuando se trata de resolver una disputa.

%frun tributo a su liberalismo político. Convengamos en que un liberalismo

“N o podemos ponernos de acuerdo respecto de qué fomenta más la autonomía, porque nuestras opiniones acerca de lo bueno divergen pre­

posterior a Rawls, para quien el pluralismo moral de los Estados Unidos político que sólo funcionara para liberales omnicomprensivos sería una ■ teoría muy pobre. Una vez más, se ha disfrazado a la virtud de vicio.

cisamente de las maneras que señala el pluralismo de valores”, dice, de­ sarrollando una influyente línea de argumentación. “La autonomía no es un punto inm óvil en el m undo cambiante de los valores. Es el punto de intersección de todos los conflictos relativos a los valores.” El error radica en suponer que el liberalismo debe querer que esos debates sean retirados del ámbito de la política, o que es preciso llegar a un acuerdo previo acerca de qué sirve m ejor a los propósitos de la autonomía, y evitar así que los casos difíciles sean el blanco de los vaivenes del debate y la deliberación política. Nadie prometió que la política liberal sería “un refugio libre de conflictos”.22Aquí, a la virtud se la disfraza de vicio.

'to s

A G O N IS T A S D E L A A U T O N O M IA

bebería resultar obvio, en cualquier caso, que el “argumento desde las otras 'culturas” es una pista más bien falsa. En efecto, lo que se ha representado términos de Nosotros y Ellos, de Occidente y el Resto, en realidad pone «én escena conocidos conflictos entre liberales y comunitaristas, entre con­ ceptos “atomistas” y “holistas” de la sociedad, conflictos desarrollados en el interior de Occidente. Somos como el astrónomo que confunde la mosca

Para Gray es revelador que en la mayoría de las “sociedades modernas de los últimos tiempos [...], el discurso liberal d élos derechos y la auto­

'posada sobre el otro extremo del telescopio con un lejano planeta. Después de todo, en cualquier sociedad es discutible si tiene sentido

nomía personal se despliegue en un conflicto continuo a fin de ganar y

hablar de individuos que eligen sus fines. “ ¿Es posible imaginar individuos carentes de toda atadura involuntaria, sin lazos, libres por com pleto?”,

20 Gray, Isaiah Berlín, op. cit.,p. 152. Resulta curiosa esta interpretación de Berlín, si se tiene en cuenta que para él “el ideal de libertad de elegir fines sin pedir que tengan validez” está vinculado con el “pluralismo de valores”. Isaiah Berlin, “Dos conceptos de libertad”, op. cit., p. 254. 21 Véase la crítica de Brian Barry en Culture and equality, Cambridge, Harvard University Press, 2001, p. 133. 22 Gray, Two faces..., op. cit., p. 103.

AAi^U/ia

Este experimento imaginario es especialmente útil ahora, que los teó­ ricos posmodernos escriben con tanto entusiasmo sobre el “hacer el pro23 Ibid., pp. 13 y 14.

88 I LA ÉTICA BE U 1DÉNTI0AD

U AUTONOMÍA Y SUS CRI TI COS

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pío yo”, algo que se emprende no exactamente en un vacío social, sino

Hay un hilo wittgensteiniano que atraviesa algunas de estas considera­

más bien -así se nos d ice- entre las ruinas de las formas convencional les de la sociedad. Por m i parte, sospecho que el esfuerzo de describ:

rles. Wittgenstein, claro está, nos instó a aceptar que la “forma de vida”

una sociedad formada por individuos que hacen su propio yo es con.

, en un ejemplo suyo, cuando los niños han aprendido cómo proceder

traproducente. Charles Taylor presenta un argumento similar cuando dice que un “y" existe sólo en el marco de lo que llamo ‘redes de interlocución’”, que “vi\ dentro de horizontes tan firmemente condicionados es constitutivo de agencia humana, por lo cual salirse de esos límites equivaldría a salirse lo que reconocemos com o persona humana íntegra, es decir, intacta”. Y escepticismo de Sandel respecto de la relación “voluntarista” entre nue tro yo y nuestros fines que se atribuye a Rawls va en la misma direcciór [... ] no podemos considerarnos independientes en este sentido sin por en riesgo aquellas lealtades y convicciones cuya fuerza moral, en par-

ría ser una base explicativa fundamental para el pensamiento social. las series de números, colocando a partir del 1.000 el 1.001, y después choz, decir que han “com prendido el principio de agregar 1” es una nación carente de contenido. El discurso sobre los “principios” no hace que vestir de gala la verdad desnuda: lo que los niños han hecho, lemente, es adquirir una “forma de avanzar”. Resulta sencillo pasar de 1la idea de que, en realidad, no hay un lugar fuera de nuestra prác.usar numerales desde el que evaluar esa práctica: entender la arit, básica es participar en esa práctica; lo que está disponible fuera de dea no es un análisis de la práctica aritmética, sino simplemente 'ta absoluta de comprensión de la aritmética. Wittgenstein (al menos interpretación muy aceptada) quiere que nos quedemos con el sim-

consiste en el hecho de que vivir de acuerdo con ellas es inseparable

nocimiento de que el hecho de que la mayoría de nosotros sepa ; * s parte de la historia natural de nuestra especie. Esta idea ha He-

la posibilidad de comprendernos como las personas particulares q

nichos teóricos a subrayar que en el marco de una forma de vida

somos: como miembros de esta familia o comunidad o nación o p-

"e plantean cuestiones de valor y racionalidad, y que es sólo en el

blo, como portadores de esta historia. Imaginar una persona que

:Jas prácticas de una determinada comunidad -contra un fondo

incapaz de estas adscripciones constitutivas no es concebir un age idealmente libre y racional, sino imaginar una persona complétame

esas prácticas se dan por supuestas- que podemos hacernos las

desprovista de carácter.

ntido de “reflexionar de manera crítica” acerca de nuestras opi;estros valores y nuestras preferencias. Nosotros somos nuestros ten los comunítaristas al unísono: no podemos pensarnos como

Así ocurre también con la insistencia de Daniel A. Bell en que “el mi social propio brinda m ucho más que triviales prácticas normativa gobierno: también establece los horizontes morales acreditados en m arco determinamos” por qué cosas vale la pena esforzarse.24

‘ ¿Esto es así?” y “¿Esto es razonable?”. Hasta podría ponerse en

idientes de nuestras lealtades o nuestras convicciones porque, , “vivir de acuerdo con ellas es una circunstancia inseparable tendernos a nosotros mismos como las personas particulares ‘° 2 S

24 Michael Walxer, “O n involuntary associations”, en Amy Gutmann (ed.), Freed' association, Princeton, Princeton University Press, 1998, p. 70. Charles Taylor^' Sources of the self: the making of the modern identity, Cambridge, Harvard University Press, 1989, pp.36, 27 [trad. esp.: Fuentes del yo. La construcción de identidad moderna, Barcelona, Paidós, 1996I. Michael Sandel, Liberalism anc limits ofjustice, Cambridge, Cambridge University Press, 1982, p. 179 [trad.. El liberalismo y los límites de la justicia, Barcelona, Gedisa, 2000]. Bell, Communitarianism..., op. cit., p. 37. Estas preocupaciones llevan a que o trosintenten suplantar el discurso sobre la "autonomía” con un argot diferente. Loren Lomasky, en Persons, rights, and the moral community, Nueva York, í University Press, 1987, prefiere la noción de “seguidores de proyectos”. Lom escribe: “Es posible que los compromisos de una persona estén desarticula sean en absoluto el resultado de una deliberación consciente que haya ct

sano tener Ucencia de com unitarista para apreciar la sus­ consideraciones. Com o vimos en el capítulo anterior -a l adividualidad de las acusaciones de insociabilidad y arbitra-

’ Ón suprema. Más bien pueden ser algo que esa persona, de manera erceptible, llegó a asumir con el paso del tiempo”. En efecto, muchos ,‘ royectos “llegan a nosotros con la leche de nuestra madre; luego se con una firmeza que aumenta en grados imperceptibles en el marco de ;ctura volitiva, y nunca son sometidos al examen de nuestra razón” ■ Entodo caso, podríamos tomar estos aportes sólo como una guía para seríamos interpretarla autonomía. ’ ~mand the limits..., op. cit., p. 179,

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riedad-, si le damos a alguien un vocabulario conceptual, influimos sobr él; por el contrario, si lo privamos de ese vocabulario, lejos de otorgad poder, lo mutilamos. Com o también concedimos en ese capítulo, el di­ curso liberal acerca del papel que desempeña la reflexión crítica en el de sarrollo del plan de vida de una persona, o de su concepto de una vid buena, puede a veces parecer m uy distante de la experiencia vivida. Pe lejos de chocar contra el autonomismo, estas consideraciones deben o c ' par un lugar en nuestra comprensión de la autonomía. Así, es importante destacar que no se necesita adscribir al autonomis para tener autonomía. Existen muchas actividades que deben llevarscabo según una determinada descripción: por ejemplo, sólo es posi casarse según la descripción del casamiento. Es decir, para casarse, es nsario reconocer que es eso lo que se está haciendo. En contraste, el ejer ció de la autonomía -d e lo que se entiende como elección Ubre de coercioo m anipulaciones, del comportamiento que “responde a la razón”requiere una ética de la autonomía. Para ser autónom o no es en absol' necesario tener un concepto de autonomía. Podríamos m uy bien cer nuestra capacidad de razón práctica etiquetándola como “recofi' m iento de la verdad”. Por regla general, las personas no se consider creadoras de su propia concepción de la vida buena: la idea de que la vi _ es un asunto totalmente volitivo, que se elige entre candidatos con igual

LA AUTONOMÍA Y SUS C R Í T I C DS

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liberal decía que el matrimonio era una institución obsoleta, que necesitaba una reforma, y la vida matrimonial tenía para Esteban Arkadievitch muy pocos alicientes, [y lo obligaba a mentir y a simular, algo tan opuesto ¡a su naturaleza. El partido liberal decía, o más bien insinuaba, que la eligión no era más que una brida para los sectores bárbaros de la pobla­ ba, y Esteban Arkadievitch no podía escuchar parado siquiera un rio corto sin que le dolieran los pies, y no lograba comprender el senlo de todas esas palabras temibles y altisonantes acerca del otro mundo, lando la vida en éste podía ser tan alegre].16 ipuesta falta de independencia, entonces, parece en realidad una poliliberada de lo que podríamos llamar “subcontratación intelectual”, seguro, cuenta a su favor el hecho de que parece ser un entusiasta de Mili, aunque más no sea de segunda mano. (Lee con especial 1 artículo “donde se menciona a Bentham y a Mili y se lanzan sutiJos al ministerio” relata Tostoi.)17 Dado que se ha mancillado tanto bre de Esteban, quizá valga la pena señalar que éste no es su único ’átrayente. Esteban, se nos dice, “agradaba a todos los que lo cono>por su simpatía, su bondad y su firme honradez”, entre otras cosas. ; iraba el respeto de sus colegas, superiores y subordinados, debido a

posibilidades, socavaría esa concepción de vida buena o bien vivid

dades tales como “ una extrema indulgencia con la gente, basada en onciencia de sus propios defectos” y “un liberalismo perfecto, no del

Consideremos al creyente religioso que ha decidido seguir el Único Car Verdadero: para él, lo más importante es que ha sido guiado por la v*

que aparecía en los periódicos, sino del que llevaba en la sangre, que acía tratar a todas las personas, sin importar el rango o la posición, de

dad, por la naturaleza del universo. No ha “decidido” (podría insistir) se$

itica manera y con absoluta equidad”. En otra parte de su obra, Tolstoi :hincapié en que Esteban era “ incapaz de engañarse a sí mismo", lo cual ere que su inclinación por las opiniones de segunda mano parte de o más complejo que la mala fe.2* Ahora bien, Esteban es un personaje tante menos admirable en muchos aspectos; en primer lugar, es un 'do infiel, y es así que, tras el ostracismo impuesto a su hermana, sirve

ese camino de la misma manera que no ha decidido ver que el cielo es Y lo que es verdad para el fanático también es verdad para el holgaz= Ninguno de los dos se ve a sí mismo formulando planes. Y de ambos pue decirse, de manera plausible, que son autónomos. Y, en realidad, lo mismo puede decirse del pobre de Esteban Arkadievitc Su elección del periódico liberal no es tan arbitraria después de toe “muchos miembros de su círculo”, nos asegura Tolstoi, también adherí a una tendencia conservadora. Pero el periódico de Esteban era más cohe rente con sus propias experiencias cotidianas: las ideas que difundía era las que “se adaptaban mejor a su manera de vivir”. (Y Esteban, en ese sen tido, ha “llegado a identificarse” con esas creencias y preferencias, tal com'

emblema de la hipocresía sexual de su clase. Pero permanece leal a la sada Ana, y su descarado disfrute del lujo no está viciado de simula!ones o de crueldad. En él no hay pequeñeces ni atrofias. En cierto modo, un hedonista incondicional que disfruta de la buena vida: no puede rse que aquí también hay virtudes.

lo pide Gerald Dworkin.) El partido liberal sostenía que todo andaba mal en Rusia, y Esteba Arkadievitch estaba abrumado de deudas y no tenía dinero. El partid

Tolstoi, Ana Karenina, op. czt.,p. 12 [véase nota 1. Traducción modificada]. Ibid. Ibid., pp. 19-20.

92 I LA É l l t f c D i U I D E N T I DA D

No defiendo a este díscolo milliano sólo por picardía. Lo que intento

LA AUTONOMIA V SUS CRI TI COS

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aban es más interesante: de qué manera una actitud reprobatoria res-

destacar es que, cuando recurrimos a la autoridad cognitiva (afín) de otros

0 de las normas imperantes puede ser tan poco reflexiva como una

todos somos Esteban. Sin duda, se trata de una verdad rudimentaria, a Y manera de “los olmos y los expertos” de Hilary Putnam.29Nuestra divisió

jpe adherencia a esas normas. Puesto que, como ya vimos, es un perió-

cognitiva del trabajo es tan útil y está tan generalizada como la división eco nómica del trabajo. Seria un hábito embrutecedor abjurar de palabras qu no podemos explicar del todo o de afirmaciones que no podemos defen

liberal el que lee Esteban, y el periódico liberal una y otra vez coloca o cual convención contra las cuerdas del escrutinio racional para luego ;arla deficiente.) En general, los defensores de la autonom ía fuerte pasado con demasiada celeridad del hecho de que los seres sensibles

der por nuestra cuenta de manera adecuada. Pero también ocurre que, como sugiere un gran volumen de investigaciones empíricas sobre la natu;

ios la habilidad de retroceder y evaluar nuestras creencias al precepto "ue lo hacemos activamente: confunden una capacidad con su ejerci-

raleza de la identidad política, pocos de nosotros adquirimos nuestras coi vicciones políticas con un rigor mucho mayor que el de Esteban. Entre 1* numerosas razones por las cuales la autonomía (o la autenticidad o lo otros ideales de carácter a veces asociados a ella) no puede requerir alto grado de autoescrutinio, la más persuasiva es que difícilmente nos d: cribiríam os a nosotros mismos de esa manera. Lo que el psicólogo )ol Bargh ha apodado “automatismo del ser” caracteriza a vastos sectores d. nuestra existencia consciente.30 (El fenómeno que en realidad demuestr-

29 Al sostener que nuestras teorías del significado deben tomar en cuenta la “divisió del trabajo lingüístico", Putman señaló, en un ensayo muy discutido, que él no podía diferenciar un olmo de una haya, y que cuando usaba la palabra “olmo”, el' significado era proporcionado por la existencia de usuarios expertos: una “subclase especial de hablantes”. Hilary Putnam, El significado de significado, México, u n a m , Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1984. 30 Respecto de las maneras en que se adquieren las opiniones y las identidades políticas, véanse Donald Green, Bradley Palmquist y Eric Schickler, Partisan hea and minds: politicalparties and the social identities ofvoters, New Haven, Yale University Press, 2002; y Paul M. Sniderman, “Takíng sides: a fixed choice theory o f political reasoning”, en Arthur Lupia, Mathew D. McCubbins y Samuel L. Popkin (eds.), Elements 0/ reason: cognition, choice and the bounds of rationality, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pp. 67-84. Respecto de la conciencia atenuada típica de la vida cotidiana, véase, por ejemplo, John Bargh y Tarrya L. Chartrand, “The unbearable automaticity of being”, American Psychologist 54, julio de 1999, pp. 462-479. En la explicación de Bargh es un Steve interno quien, en esencia, se ocupa de gran parte de nuestras actividades: “La dirección consciente de la conducta es importante, pero tiene lugar durante una parte minoritaria del tiempo”. Bargh ha denominado atinadamente a este proceS “ pensamiento de bajas calorías” : y cita a Dan Gilbert, quien dice que se trata de" proceso que requiere “un tercio menos de esfuerzo que el pensamiento corriente--* excepto que, claro está, es el pensamiento corriente. Así, el filósofo político Daniel A. Bell acierta cuando dice (en Bell, Communitarianism. ..,op. cit, p. 32) que “el modo normal de existencia es el de la actuación irreflexiva, a la manera especificada por las prácticas del mundo social propio”. Entre esas prácticas sociales se cuentan “las maneras de sentarse, de pararse, de pronunciar, de

. Hasta aquí podemos darles la razón a algunos de los críticos de la autoomía; sin embargo, como ya he señalado, esta objeción no hace mella en autonomía bien entendida. 3$i bien m i argumentación contra los conceptos demasiado exigentes autonomía ha apuntado a que no se adjudique a la autonomía un valor :ivo, tampoco considero que se la deba poner a precio de ganga. Aunque jncepto más modesto de autonomía elude muchas dificultades, quenumerosas paradojas que no pueden esquivarse, algunas de las cua­ c ó l o algunas- ya he mencionado al pasar. El propio Raz dice que el te autónomo, además de contar con un m ínim o de racionalidad y mes adecuadas, debe estar “ libre de coerción y m anipulación por de los demás; debe ser independiente”.31 Y, por supuesto, m ucho ide de cuán enérgicamente se exprese estos últimos desiderata, puesto .la literatura filosófica sobre la autonomía se ha topado con inconta' enigmas: aveces somos más autónomos de lo que parecemos, y aveces irnos menos. 'aginemos un día especialmente arduo en la vida del propietario de ¿tienda: por ejem plo, el apático provinciano postulado por David ton. Por la mañana, Michael le da de mala gana un aumento a la encarella le ha dejado en claro que, de lo contrario, renunciará a su empleo,

linar, de saludar, de hacer deporte y, más en general, de encontrarse con los bjetos y con las personas”. Claro que Bell enumera estas consideraciones con el jeto de criticar la retórica liberal de la planificación y el ejercicio consciente de zón práctica: “Cuando actuamos de una manera especificada por las prácticas Ies, no necesitamos tener planes ni metas, y mucho menos los planes de vida ; largo alcance que, por ejemplo, supondría Rawls”. Esto es cierto sólo a medias: ¿ hecho de que (digamos) correr una maratón implique innumerables idades que difícilmente describiríamos como decisiones conscientes no lea que nuestro deseo de competir en la maratón y ganarla no pueda ser ” to en términos de planes y metas. The morality offreedom, op. cit., p. 373.

94

i

t A ÉTICA DE LA IDENTIDAD

y M ichael no puede perm itirse semejante conm oción en ese preciso

LA AUTONOMIA Y SUS CR I T I C OS

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95

Hgimiten su posición a la de Mili;33 no obstante, la insistencia en las defor-

momento. Al mediodía, un chantajista le pide quinientos dólares a cam­

iones de la voluntad deja de lado la otra mitad de la perspectiva milliana.

bio de no informar a su esposa acerca de sus infidelidades. Por la tarde M ichael decide abrir otro quiosco en el centro guiado por datos engaño

efecto, si bien Mili deploraba los “gustos grupales”, es verdad que tam -

sos que le proporcionó su contador, quien en realidad procura obtene allí un empleo para su hermana. Al final del día, entra un asaltante en tienda y le exige que abra la caja fuerte. M ichael considera varias opcio

11utilitarismo su preocupación por los efectos potencialmente coriodel análisis del sentimiento moral, para luego aliviarla mediante la renda de que las normas éticas cruciales no serían por siempre objeto

nes (¿debe hacerle creer que la caja fuerte funciona con un mecanism automático y que no es posible abrirla en ese momento? ¿O debe hacerl

tai análisis. C on e l“fortalecimiento de los lazos sociales y el crecimiento lable de la sociedad”, dice Mili, cada individuo

defendía la importancia del consenso moral. Así, por ejemplo, expresa

creer que otra persona tiene la llave, activar la alarma silenciosa y gan* tiempo?), pero finalmente decide abrir la caja fuerte. En suma, el día estuvo plagado de situaciones confusas. En dos opo* tunidades, M ichael se vio obligado a pagar una suma considerable pe evitar que una persona -la encargada en un caso, el chantajista en el otr lo perjudicara con sus actos; sin embargo, la mayoría de la gente sólo el

,(...] como si fuera instintivamente [...] llega a tener conciencia de sí smo como un ser que por supuesto concede atención a los otros. El ien de los demás se convierte para él en una cosa a la que hay que .atender natural y necesariamente, lo mismo que a cualquiera de las con-

sificaría la segunda como una situación coercitiva. Durante el asalto, Mich: tomó la decisión de abrir la caja fuerte después de considerar todas las ot

gílidones físicas de nuestra existencia. [... ] Consiguientemente, los más pequeños gérmenes del sentimiento echan raíces y se alimentan con el contagio de la simpatía y la influencia de la educación, y un completo

opciones; y aunque no habría decidido hacerlo de no mediar la coerció

entramado de asociaciones corroborativas se teje a su alrededor por la

podría haber actuado de otra manera. ¿Formó su intención con auton mía? Aquí es posible diferir con argumentos razonables.32 En cuanto a,

títtción poderosa d élas sanciones externas. [...] Este m odo de conce-

decisión de abrir una tienda en el centro, se trata de un claro resultado la manipulación informativa. Sin embargo, las informaciones y las opini nes que los ejecutivos obtienen de sus consejeros siempre están afecta

os a nosotros mismos y a la vida se ve cada vez más natural, según . la civilización.34 ‘ el lenguaje organicista que utiliza Mili aquí: la manera en que habla

por la parcialidad de estos últimos, por lo cual, como era de esperar*

•yque liega “ instintivamente”, “natural y necesariamente”. La supuesta

resulta difícil trazar un límite prístino entre manipulación y persuasió Claro que estar exento de manipulaciones no equivale a estar exento-

tural de estos sentimientos (que deben ser desarrollados por la socierantiza su resistencia a “la fuerza disolvente del análisis” que, dice

presiones sociales y, como ya hemos visto, a quienes se inclinarían po. ardua tarea de la reflexión crítica les preocupa que tales presiones puec poner en riesgo la independencia de pensamiento. Sin embargo, no manera de distinguir, siquiera en principio, entre semejante propagaci de normas y el establecimiento de “ horizontes de elección”, que son ■ dición necesaria de la posibilidad de elegir. El propio M ili avanzó con gran cuidado en este terreno, y su celeB ción de la diversidad y del inconformismo no debería distraernos de numerosas concesiones a las costumbres y a los “sentimientos natura Los teóricos que identifican la autonomía con la reflexión crítica a men'

32 Alfred R. Mele presenta y analiza gran variedad de ejemplos congruentes en el capítulo 10 de su libro, Autonomous agents, Nueva York, Oxford University Press,! Y véase también los cuatro casos analizados en Raz, The morality...,op. af.,p.i5.

*el análisis desarrollado en Andrew Masón, “Autonomy, liberalism and State iity”, Philosophical Quarterly, N° 40, octubre de Í990, p. 436. Tal como . Colín Bird, para Mili, la libertad política “sólo requiere que los individuos .con oportunidades adecuadas para llevar vidas autónomas, dirigidas por aos, si así lo desean. Mili no sugiere en ningún momento que los que no t esa oportunidad carezcan de libertad política” (Colín Bird, The myth l individualismo Cambridge, Cambridge University Press, 1999, p. 133). utilitarismo, op. cit., p. iói . Aquí, por momentos, Mili puede sonar como :iosa mezcla de Sandel y B. F. Skinner. “Ahora bien, si suponemos que este ’ iento de unidad es enseñado como una religión y, como ocurrió en otro ■ con ésta, se dirige toda la fuerza de la educación, de las instituciones y de ón a hacer que cada persona crezca, desde la infancia, rodeada por todos : la profesión y práctica de dicho sentimiento, creo yo que nadie que pueda ader esta concepción tendrá ningún recelo sobre la suficiencia de la • última de la moral de la felicidad” (ibid., pp. 161-162).

96 I LA É T I C A OE I A I DE NT I DA D

LA AUTDNDMÍA Y SUS C RÍ T I C DS

I 97

Mili, “la cultura intelectual” debe aplicar a las asociaciones morales de co titución artificial. Y tampoco puede decirse que M ili desdeñara la sabid

-íque suene esta retórica partitiva, en realidad disimula una división •funda.

ría recibida, las normas y las convenciones que nos son legadas por sociedad, sino que, simplemente, pensaba que esa sabiduría tenía más pos

do observamos de cerca el lenguaje de la autonomía durante el Ó que sea, es posible que comencemos a preguntarnos, no ya si es o malo, o si es una necesidad básica o un artículo de lujo, sino si

bilidades de ser certera cuando se aplicaba a las cosas comunes, mientr que cuando se trataba de cosas que eran ostensiblemente de uno misnt debía darse preferencia a la perspectiva propia. Com o vimos en el capfl tulo anterior, la posición de Mili se desprende, en parte, de su ideal del de

coherente. La noción de autonomía parcial sugiere la posibilidad teséptual de una autonomía “total” y, si nos resulta difícil comprender -tido de esta última, es factible que la primera nos parezca igualmente

rrollo de uno mismo, pero también, en parte, de su creencia en que cad individuo es, con toda probabilidad, el mejor juez de sus propios Ínter

De hecho, ambos lados del debate liberal-comunitjtrista tienen procon la autonomía. Aquí podemos seguir a Samuel Scheffler, quien importante ensayo sobre el liberalismo contemporáneo como policomo teoría señala que este pensamiento, en gran medida, presta

ses. A diferencia de muchos teóricos actuales de la autonomía, que nos asi narían a todos la tarea de emprender una evaluación exhaustiva de l normas y los valores, Mili nunca confundía la descripción del oficio de ci

atención a la noción de desierto. Es así que Scheffler ofrece el siguiente •stico:

dadano con la del oficio de teórico moral.

*La renuencia, muy común entre los filósofos políticos, a defender una ilida noción de desierto preinstitucional se debe en parte al poder e tiene en la filosofía contemporánea la idea de que el pensamiento

L O S D O S P U N T O S D E V IS T A

rla acción del género humano podrían incluirse por completo en una Entonces, ¿qué hemos de hacer con esa supuesta tensión entre, por un lad el tema de la dirección propia reflexiva, tal como atraviesa el pensamiento de Locke, de Kant y, en efecto, de Mili - a l igual que buena parte del pen samiento liberal reciente- y, por el otro lado, el énfasis comunitarista una matriz social que no sólo nos constriñe, sino que también nos con" tituye? En el intento de reconciliar ambas posiciones, resulta natural habh de “autonomía parcial” y “ autoría parcial”. Tal como lo expresa Raz, “I tres condiciones -capacidad mental, calidad de las opciones e independe! cia— son graduables. La autonomía, tanto en el sentido primario como el secundario, es una cuestión de grado”.35 Sin embargo, por más irrepró 35 Raz, The morality offreedom, op. cit, p. 373. La dificultad de medir gradientes de libertad está expresada en la cautelosa metáfora de Berlín: “El grado de libertad negativa de un hombre está en función, por decirlo así, de qué, y cuántas, puertas' tiene abiertas. Esta fórmula no debe llevarse demasiado lejos, pues no todas las puertas tienen la misma importancia, de la misma manera que los caminos a los' que dan entrada son diferentes según las oportunidades que ofrecen. Por consiguiente, el problema de cómo haya que asegurar en determinadas circunstancias un aumento general de la libertad y de cómo haya que distribuirla (especialmente en situaciones en que el abrir de una puerta conduce a que se levanten otras barreras y a que, a su vez, se coloquen otras diferentes -lo cual casi es el caso-), en pocas palabras, de cómo haya que conseguir en un caso concreto que las posibilidades sean las máximas, puede llegar a ser un problema angustioso:

ión, a grandes rasgos, naturalista del mundo. La actitud reacia de estos lósofos [...] atestigua en parte la preponderancia de la convicción, a menudo tácita, de que un auténtico naturalismo no deja espacio para .a concepción de la agencia individual que sea lo suficientemente susícial para sostener semejante noción.36 Uta idea es correcta, entonces los conceptos de “autoría parcial” o “autola parcial” sonarán un poco evasivos. De hecho, entre una perspectiva que la autonomía es un aspecto sobresaliente y otra donde desapa■ por completo se produce una oscilación vertiginosa. El hombre hace storia, afirma M arx en un pasaje célebre, pero en circunstancias y conidones que él no ha elegido: he aquí una glosa muy apropiada para salir icuentro de la crítica según la cual nuestra autonomía siempre se limita Sr parcial. Sin embargo, en la perspectiva que nos ve como el producto la historia, la sociedad o la cultura -y, a fortiori, en la solemne perspec1 científica que nos ve insertos en cadenas causales que se extienden r -—

que no puede resolverse con ninguna regla inflexible” (Berlín, introducción a “Cinco ensayos sobre la libertad”, en Sobre la libertad, op. cit, p. 79). 36 Samuel Scheffler, “ Responsibility, reactive attitudes, and liberalism in philosophy and politics”, Philosophy and Public Affairs 21, N° 4, otoño de 1992, pp. 61-68.

98 | U É T I C A D£ U I t > í N T I & A D

LA A U T O N O M Í A Y S U S C R Í T I C O S I 9 9

desde las estrellas de mar hasta las estrellas del cielo-, ¿qué queda de E

elemento fijo, ningún horizonte de decisión, ni fines ni valores ni inte-

autonom ía en realidad? Nosotros, los individuos supuestamente autó.

ni objetivos predeterminados: semejante criatura comienza a tom ar

nomos, estamos confinados a las opciones que tenemos a nuestro alcance,

forma peculiarmente inhumana.

las cuales, a su vez, se caracterizan por su inm ovilidad sustancial: cons; tituyen un nexo de instituciones y prácticas que nosotros no creamos' Si nuestros valores representan lo que deseamos desear (según la elegant form ulación de D avid K. Lewis), es posible que lo que deseamos des* no dependa de nosotros, en el sentido en que nuestra “voluntad” es producto de fuerzas externas a ella. Incluso si nos ceñimos al ámbít social, sabemos, por ejemplo, que el fenómeno que Jon Elster nos enseñó a llamar “ formación de las preferencias por adaptación” tiende a alinea lo que queremos con lo que podemos conseguir: a conform ar nuestro; deseos a nuestras opciones. Y nuestras opciones están aun más limi-s tadas por nuestras capacidades. Y, a su vez, esas capacidades nos son lega-’

i embargo, si no oponemos estos reparos, ¿no corremos el peligro de ibuir autonomía a los autómatas, a personas en las cuales los deseos en estar implantados, como si fueran cuerpos extraños? ¿A personas en realidad, no pueden engendrar el deseo de lo que parecen desear, que están subordinadas a la voluntad de otras, o cegadas por un cono ’ento insuficiente del mundo? Y así encontramos nuestro camino de 'O al enigma: como ya vimos, desde algunas perspectivas, la autonotes algo que tiene la mayoría de la gente; desde otras, en cambio, exisésa.razones para preguntarse si es posible alcanzar, o siquiera concebir, «estado tan elevado.

das por nuestras dotes naturales y nuestra form ación, ninguna de las cuales hemos elegido.

E n to n ces, ¿cómo reconciliar la perspectiva centrada en el sujeto con la «pie se centra en la sociedad? Quizás el intento más persuasivo sea el de tirarles Taylor, quien ha elaborado una noción de prácticas sociales según

Así, de acuerdo con la conocida conclusión determinista, nuestras pre­

fepcual nuestras acciones pertenecen al ámbito de las prácticas que les dan

ferencias, nuestros planes y núes tras acciones podrían inferirse de una espe­

' ferina y sentido. “ Una gran cantidad de acciones humanas sólo tienen lugar

cificación exhaustiva de nuestras condiciones y circunstancias, tanto internas;

¡da medida en que el agente se entiende y se constituye com o parte de

como externas. En esta perspectiva altamente granular, el concepto de auto­

ven ‘nosotros’”, escribe Taylor.38 E invoca el habitus de Bourdieu -u n “sis-

nomía, sencillamente, no tiene ninguna función que cumplir. No som o-

iéfiiade disposiciones durables y transponibles”- para desarrollar la natu­

hacedores: estamos hechos. Recordemos la advertencia de Raz: “Las tres condiciones -capacidad

•■ humana toda la gloria que le corresponde -n o quiere reducirnos a epife­

mental, calidad de las opciones e independencia- son graduables. La auto ' nomía, tanto en el sentido primario como en el secundario, es una cues­ tión de grado”. Ello sugiere (entre otras cosas) que puede haber mejore y peores conjuntos de opciones. Dado que, com o ha observado Geral Dworkin, el hecho de que existan más opciones no significa necesaria mente que la situación sea mejor, ¿cómo haremos para determinar qu* conjunto de opciones fomentará nuestra autonomía?37 El pianista que también estaba dotado para ser violinista, ¿tiene más autonomía que el

raleza esencialmente social del yo. Taylor está resuelto a otorgar a la agencia nómenos- pero insiste en que veamos la agencia como algo constituido por el entramado de prácticas y colectividades de las cuales emerge y a las ; cuales pertenece. Es una perspectiva, dice, que “corre a contrapelo de gran IfMrte de la cultura y el pensam iento m odernos, en especial de nuestra 'cultura científica y su epistemología asociada”: de la clase de naturalismo e, desde su punto de vista, ha deformado “nuestro sentido contempo lin e o del yo”. En lugar de ello, Taylor nos insta a que veamos el agente *GQmo un. ser abocado al desarrollo de prácticas, que actúa en el mundo y sobre el m undo”. Lo que deberíamos tomar de la noción de habitus de

pianista que carece de la segunda opción? El soltero rico y ocioso, ¿tienmás autonomía que el hombre de familia con un empleo de tiempo corm

Bourdieu, señala, es que “la práctica es, por así decir, una interpretación y

pleto? ¿Es Levin más autónom o que Esteban Arkadievitch? He aquí los imponderables que plantea el discurso sobre las opciones. Y la función

iterpretacíón continua del significado real de la regla”, que la relación entre regla y práctica es profusamente recíproca.39

“independencia” es aun más enojosa. ¿Cómo sería la completa indepen­ dencia de la mente? Seguramente significaría (com o advierten Walzer y ; otros) carecer por completo de “predisposiciones mentales”: no tener nin37 G. Dworkin, The theory andpractice ofautonomy, op. cit., pp. 62-81.

38 Charles Taylor, “To follow a rule”, en Philosophical arguments, Cambridge, Harvard University Press, 1995, pp. 168-173 [trad. esp.: Argumentos filosóficos: ensayos sobre : d conoámiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona, Paidós Ibérica, 1997]. •39 Ibid., pp. 168,170,178.

100

| LA É l i C A DE LA I DENT I DAD

LA AUTONOMÍA Y SUS CR Í T I C OS

| 101

Sin embargo, esta tesis puede parecer reñida con su apuntalamiento wittgensteiniano. “Cuando obedezco una regla, no elijo”, dice Wittgenstein en

saos dar cuenta de una conclusión que se vuelve cada vez más obvia: el pro­ blema d éla autonomía en la teoría política -al igual que el “problema de

un pasaje citado por Taylor; “obedezco ciegamente la regla”. Así, la teoría

k agencia” en las ciencias sociales-41evoca uno de los problemas más encar­ nizadamente debatidos de toda la filosofía: el del libre albedrío.

de Taylor ha sido criticada -especialm ente por James Tully, su colegapor no ser adecuadamente wittgensteiniana. ¿O acaso el énfasis que pone Taylor en la interpretación - la noción según la cual “debemos ver al ser hum ano com o un ser que se interpreta a sí mismo, porque este tipo de interpretación no es un elemento optativo y adicional, sino una parte esen­ cial de nuestra existencia” - n o invoca el tipo de reflexión y evaluación

La bibliografía sobre el tem a -ta l com o ordena la providen cia- es inmensa, e inmensamente intrincada. Pero me resultará útil aplicar una de las respuestas más conocidas al más conocido de los problemas: la respuesta Cutiana de los “ dos puntos de vista”. En algunos aspectos debemos reco­ nocer que somos seres naturales, y considerarnos, a nosotros y a los demás,

críticas que W ittgenstein se esforzaba al m áxim o por poner en duda? Entender un signo no es interpretarlo; comprenderlo no es “eme Deutung% - n o es una interpretación- sino meramente “ una manera de avanzar” : el m eollo de las observaciones de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas

las naturales. Desde este punto de vista, pertenecemos al así llamado “mundo sensible”, el Sinnenwelt. Sin embargo, no podemos adoptar este punto de

es una línea de razonamiento que apunta a eliminar precisamente ese pasaintermedio - la interpretación- que Taylor exalta.40 Ha habido otros numerosos intentos de reconciliar la agencia con 1 estructura, al sujeto con la sociedad, al bailarín con el baile. Se carácter

l&d bajo la que obra”, señala Kant. Por consiguiente, 11en lo que respecta a l&cctón, sólo en la senda de la libertad podemos hacer uso de la razón para

zan por hacer hincapié en el carácter mutuamente constitutivo de est instancias, o -co m o lo expresa A nthony Giddens cuando habla de

parte del reino natural, sujetos a explicaciones teóricas que refieren a cau­

.cuando actuamos como agentes racionales. “A todo ser racional polor de voluntad debemos atribuirle necesariamente la idea de la liber-

1nuestra conducta”. Aquí nos situamos en el así llamado “mundo inte*ble”, el Verstandeswelt. Tal como escribe Kant en la Fundamentación áe metafísica de las costumbres, nos queda una salida:

dualidad de la estructura”- en la naturaleza recursiva de sus interacción: N o me detendré en los detalles de estas elaboraciones teóricas, pues" que no puede decirse que Taylor haya fracasado donde otros han teñid* éxito. Pero quizá no sea de extrañar que la cuestión que abordamos n* plantee tantos problemas. Una vieja leyenda urbana habla de una pareja que, durante un via por la India, adopta un gatito abandonado y regresa con él a Cincina para después observar, cada vez con más horror, cóm o su mascota se r transformando en un tigre que ataca a los niños. A esta altura ya po<

investigar si cuando nos pensamos, por medio de la libertad, com o cau¿íisas eficientes a priori, adoptamos o no otro punto de vista que cuando ÍOos representamos a nosotros mismos, según nuestras acciones, como , efectos que se presentan ante nuestros ojos. [... ] Cuando nos pensamos ^libres, nos incluimos en el m undo inteligible, como miembros de él, y ^ con ocem os la autonomía de la voluntad con su consecuencia, que es #Ja moralidad.42 ¡üé1efecto, estos mundos de Kant no son planos de la realidad sino pun de vista. “El concepto de m undo inteligible -para é l- no es más que

40 James Tully, “Wittgenstein and political philosophy. understanding practk.es o f critica! reflection”, Political Theory 17, N° 2, mayo de 1989, pp. >93, 195- Taylor también ha recibido la crítica inversa. Así, Jeremy Waldron observa: “La propia, idea de individualidad y autonomía, sostiene [Taylor], es un producto social,' manera de pensar y manejar el yo que se sustenta en un contexto social e histó particular. Estoy seguro de que [Taylor] está en lo cierto respecto de este punt" Pero no debemos dar por sentado, sólo porque la individualidad es un product que las estructuras sociales a las que se atribuye su producción son necesariamente naturales. Por cierto, no hay nada de natural en las ideas comunitaristas, étnicas o nacionalistas”. Jeremy Waldron, “ Minority cultures ¡ the cosmopolitan alternative”, University of Michigan Journal of Law Reform 25,* 1992, pp. 780-781.

into de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenóme-

: mi artículo “Tolerable falsehoods”, en fonathan Arac y Barbara Johnson s)> Consequences of theory, Baltimore, John Hopkins University Press, 1991,

licaciones subsecuentes de la regla de exención obligatoria involucraron

bir”. Si un gobierno se rehúsa a brindar a las escuelas religiosas la clase de asistencia que brinda a otras escuelas privadas, ¿no está inhibiendo la

^disidentes sabatarios que iniciaban demandas por indemnizaciones de esempleo.

religión? Pero si les brinda esa asistencia, ¿no está promoviendo la religión? Aquí, el Estado se halla en una situación sin salida.36 Por último, conside­ remos la condición según la cual no debe haber “un enredo excesivo”. A fin de asegurar la neutralidad religiosa y la intencionalidad secular exigU das por las dos primeras condiciones, la financiación estatal de servicios administrados por la iglesia podría requerir la supervisión de esos servi-

Para complicar aun más el asunto, las dos cláusulas relativas a la reli­ pón han sido usadas a menudo una contra la otra, y en ausencia de tác­

36 La discreción del gobierno para brindar respaldo monetario a las instituciones religiosas y promover las exhibiciones religiosas se extendió de manera significativa en fallos posteriores a la Corte Warren, tales como W i d m a r v. V i n c e n U (1981), M u e l l e r v. A l i e n (1983), Marsh v. C h a m b e r í (1983), L y n c h v. D o n n e l l y (1984)^ B o w e n v. K e n d r i c k (1988) y, en cierta medida, C o u n t y o f A l l e g h e n y v. a c l v (1989); la posición de los funcionarios religiosos en el ejercicio del poder estatal se ha fortalecido en casos tales como M c D a n i e l v. P a t y (1978) y W i t t e r s v. D e p a r t m e n t o f S e r v ic e s

(1986).

ticas aceptadas de mediación. Por una parte, la Corte ha continuado ..jsctarando inconstitucional, por razones de libre ejercicio, la denegación Jiel subsidio estatal de desempleo a practicantes religiosos que perdieron íl empleo por rehusarse a trabajar en su día de fiesta sabática. Por otra lirte, en Thornton v. Caldor (1985), la Corte falló en contra de un demaníte presbiteriano al declarar inconstitucional, en virtud de la prohibi­ ción de establecimiento, un estatuto de Connecticut que transformaba en lev este principio evidente de acomodación respecto de la fiesta sabática. Ocurre que la causa real de la alarma acomodacionista no es la jurispru, encía de la cláusula del establecimiento, en cuyo marco los defensores de areligión siempre han obtenido lo que querían, sino el abandono de la le trin a de las exenciones por razones de libre ejercicio; es decir, el final

142

I U ÉT I CA DE U I DE NT I DA D

de la prueba Sherbert, que requería exenciones -en ausencia de un interés estatal de peso que obligara a lo contrario- respecto de leyes que interfi­ rieran con algún aspecto central de la práctica religiosa. Y en este punto, los libertarios civiles y los acomodacionistas religiosos se oponen por igual: podría decirse que una arremetida conservadora recortó la cláusula del esta­ blecimiento, y que la cláusula del libre ejercicio fue su víctima accidental. Quizás en este punto se torne visible el contraste que trazan Galston y otros entre autonomismo y tolerancia de la diversidad. Lo que muchos aco­ modacionistas objetan es la tradición -cu ya piedra de toque es la Carta sobre la Tolerancia, de L ocke- según la cual el valor primordial consa­ grado por la doctrina de la libertad religiosa es la conciencia individual. Por el contrario, argumentan, la libertad religiosa no debe fomentar la auto­

L AS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D

í 143

aquí- y, en consecuencia, he ahí la finalidad de las acomodaciones en vir­ tud del libre ejercicio. La perspectiva comunitarista también nos pide que no interfiramos con la autonomía de las religiones en su calidad de instituciones que se reguian a sí mismas. (Y vale la pena subrayar que no todos los acomodaciocomparten esta idea, sino que se trata de una corriente de pensamiento ‘Cntre otras.) El comunitarismo nos pide que favorezcamos, ceterisparibus, las reivindicaciones de los cultos corporativos sobre las de disidentes reli­ giosos individuales. Nos pide que tengamos cautela al aplicar juicios secufares relativos a la igualdad racial o sexual a com unidades religiosas disidentes. De todo ello resulta una suerte de jurisprudencia de la auto­ nomía de los grupos.39 No cabe duda de que a menudo podría llegarse al

nomía del individuo, sino la de la iglesia como entidad colectiva, que es mucho más que la suma de sus partes.37Son las demandas de la institución religiosa contra el Estado, y no las del disidente religioso individual, las que deben considerarse primordiales. Este comunitarismo religioso a menudo se apoya en fundamentos fran­ camente madisonianos: el Estado que da lugar a la religión ha aceptado que se ponga un freno importante a su propio poder, y las religiones, lejos de constituir meras sumas de individuos, deberían ser vistas como comu­ nidades cuya función a menudo consiste en “hacer valer el juicio de grupo contra el juicio de la sociedad que lo contiene” (tal como lo enuncia Stephefl L. Cárter)-, entonces, por proporcionar una fuente potencial de autoridad alternativa, las religiones funcionan como baluarte contra la tiranía del Estado.38 He ahí la finalidad de las religiones -en el sentido que importa

37 Los críticos han hecho otras objeciones a la invocación de la autonomía individual en las opiniones judiciales, a saber, que se confunden preferencias vocacionales con cuestiones de profundo compromiso. Véase el análisis de Thornton v. Caldor " en Michael Sandel, Democracy's discontents, Cambridge, Harvard University Press,' 1996, pp. 67-68. 38 Stephen L. Cárter, The culture of disbelief Nueva York, Basic Books, 1993, ?■ 142- > Este fundamento madisoniano plantea dos tipos de problemas. Uno de ellos tiene que ver con la naturaleza profundamente inviable de las defensas consecuencialistas. Además, también puede ocurrir que esta manera de designar él fundamento no haga más que acotar la libertad que defiende. Una vez que se 5 establece un propósito, el dominio del derecho puede ser demarcado de manera f muy acotada para que sirva a ese propósito, como lo ha demostrado ampliamente gran parte de la jurisprudencia relacionada con la libertad de palabra (el segundo tema de la Primera Enmienda). Si el propósito designado para la libertad de expresión es (digamos) promover la verdad, entonces la literatura y los discursos * que a juicio de los tribunales carezcan de ese atributo plausible pueden quedar :s

despojados de protección. Una defensa instrumental de la libertad religiosa podría invitar a un constreñimiento similar. En el ámbito del discurso, los fundamentos instrumentales han conducido a la constitución de una jerarquía de categorías de discurso en la cual, por ejemplo, el discurso político se considera digno de un alto grado de protección legal, mientras que el discurso comercial se considera digno ' de mucha menos protección. Una explicación instrumentalista como la que ofrece Cárter, de ser tomada en serio, conduciría a resultados similares: las formas de culto corporativo que cumplen una función política útil al desafiar las normas seculares gozarían de mayor deferencia que las que no lo hacen. “Si, tal como he argumentado, las religiones son útiles en grado sumo cuando sirven de ■ intermediarias democráticas y predican la resistencia, entonces es precisamente en ' ese momento (... j, cuando la tradición religiosa diverge más de la corriente ; mayoritaria, que necesita y merece más protección”, escribe Cárter en The c u l t u r e . ..,op. rit.,p. 132. No cabe duda de que es necesaria, pero ¿cómo determinamos que el querellante cientológico en realidad m e r e c e más protección • que el presbiteriano en K u r l a n d v. C a l d o r l Nuestras preocupaciones acerca del alcance y la fortaleza de estos fundamentos instrumentales quedan subrayadas cuando Cárter admite que “ninguna religión desafía siempre los significados impuestos por el Estado, y pocas lo hacen a menudo” (Cárter, op. c i t . , p. 273). Dejo a los historiadores la tarea de debatir si, en los últimos dos siglos, las iglesias estadounidenses han servido más a menudo de agentes del Estado o de lugares de ' genuina resistencia frente al poder político. "9 Estos fundamentos abren otra línea de investigación que desarrollaré más adelante. ¿Son diferentes los grupos religiosos? Así como no todas las organizaciones religiosas desempeñan la función de desafiar la autoridad del «Estado, no todas las organizaciones que lo hacen son religiosas. ¿Por qué habría de concederse a los grupos religiosos derechos y privilegios que se niegan a otras formas de organización civil con iguales o mayores atribuciones para desempeñar ese valioso servicio? Para Cárter, “el proceso de búsqueda de significado, la búsqueda grupa! de sentidos y valores que ocupa un lugar central en la tarea religiosa tal como la he definido [...] tiene más probabilidades de descubrir significados alternativos que otras fuentes rivales de autoridad,

144 I LA ÉTICA DE LA I DEN TI DAD

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DE NT I DA D

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mismo lugar mediante consideraciones decididamente individualistas

teger a la iglesia no sólo desde el p unto de vista político, sino también desde

(siguiendo caminos que hemos explorado); para mí, el libre ejercicio podría

epistemológico, puede tender a minar el reclamo de una mayor inelu­ de la religión en la esfera pública.

requerir la existencia de una entidad corporativa con autoridad sobre sus miembros, pero seguramente tam bién habrá casos en los que se consi­ dere que el objetivo principal es la solidez de la comunidad religiosa. Muchos acomodacionistas se preocupan también por el hecho de que los tribunales a menudo no respetan las creencias religiosas: no respetan lo que Cárter denom ina la “epistem ología alternativa” de la iglesia. Lo que no hemos entendido, se nos dice, es que la religión exige “una episte­ m ología propia”, que se trata de “ una manera realmente extraña de cono­ cer el mundo: extraña, al menos, en el marco de una cultura política y legal en la que supuestamente reina la razón”.40 Sin embargo, el intento de pro-

Consideremos el conflicto que se ha planteado en algunas ocasiones tre los Testigos de Jehová y los tribunales en torno a las transfusiones sangre. Los Testigos de Jehová creen que tales transfusiones violan el idamiento divino que prohíbe ingerir sangre y -a u n en el caso en que las lleve a cabo sin el conocimiento de la persona en cuestión- conde­ para siempre el alma del transfundido.41 Tal como han señalado los modacionistas a m odo de reprobación, los tribunales no toman en ta esas convicciones: aunque suelen respetar el deseo expreso de un de rechazar una transfusión que podría salvarle la vida, lo hacen razones generales de autonomía individual, sin tomar en consideracn la índole religiosa del pedido; en consecuencia, se inclinan a denegar

precisamente porque la religión se centra en los fundamentales”. Si bien este argumento puede ser cierto, se trata de una generalización que podríamos sustituir por nuestros juicios particulares basados en ejemplos específicos. La tesis de la “iglesia subversiva” evoca la célebre tesis de la “familia subversiva desarrollada por Ferdinand Mount, según la cual la familia, a lo largo de la historia, ha minado la hegemonía del Estado mediante sus aseveraciones de una > autonomía rival. Pero éste es sólo el comienzo de una lista de competidores por el título de agentes de la subversión de valores. Muchos han elogiado o condenado la universidad, de diversas maneras, por desempeñar ese mismo papel. Y, por supuesto, muchos credos no religiosos, como la antroposofía de Rudolph Steiner, el humanismo ético, el objetivismo, la cultura ética y varios de-i los llamados movimientos de recuperación también han brindado fuentes \ alternativas de significado para millones de personas. Como mínimo, puede 4 decirse que la religión no monopoliza la atribución de desafiar la autoridad moral del Estado. 40 En este espíritu, Cárter aconseja que “dados su punto de partida y su metodología», el creacionismo es una explicación tan racional como cualquier otra”. Entra en problemas sólo porque su punto de partida y su metodología “reflejan un axioma.; esencial -la infalibilidad bíblica- que no es ampliamente compartido. En este sentido, la incorrección del creacionismo se tom a una cuestión de poder: sí, es incorrecto porque se ha probado que es incorrecto, pero se ha probado que es incorrecto sólo en un universo epistemológico particular”. Así, la guerra en torno5 de la ciencia de la creación se refiere “en última instancia, a la epistemología, no la creación”; y tampoco es entre verdad y falsedad, sino “entre sistemas rivales de;. discernimiento de la verdad”. Porque, a fin de cuentas, es la fuerza lo que determina qué es correcto: “Ganamos nosotros porque pierden ustedes. Nosot tenemos el poder y ustedes no. Con demasiada frecuencia, la noción moderna de verdad tiene como premisas ese tipo de distinciones” (Cárter, The culture..., op: cif., pp. 175-176,182). Por supuesto que cabe dudar de que los defensores fundamentalistas de la ciencia de la creación aprecien la firme defensa que hace Cárter de su racionalidad, ya que huele al relativismo que para ellos representa I" más ofensivo del “ humanismo secular”. No es posible tomar en serio la opinión

concesiones a miembros de la secta que hayan llegado inconscientes hospital o que no hayan alcanzado la mayoría de edad. Ahora bien, ¿corresponde acusar a la ley de discriminación religiosa por■ no toma en cuenta la religión? Así parece. Cárter hace el siguiente aná“Si el Estado obliga al Testigo a conservar la vida y ser condenado en de permitirle morir y así obtener la salvación, se sigue necesariamente el reclamo religioso no se tacha de irrelevante, sino de falso”. Y esta dis­ to, subraya Cárter, es crucial. La epistemología liberal, cautiva del irismo, no puede tomar en serio una muy seria pretensión de verdad, vez más, la tan cacareada neutralidad del liberalismo demuestra ser lo lo contrario. “La neutralidad liberal -escribe M ichael M cConneüde una clase muy particular”, ya que procede “como si el agnosticismo

otra persona como competidora por la verdad sobre el mundo que todos compartimos permitiendo que proceda de acuerdo con una epistemología .rente. Porque ello deja de lado la cuestión de determinar si se trata de una istemología sólida, de un buen camino para acceder a la verdad. Creo que hay buenos fundamentos para decir que Cárter sencillamente ha encontrado otra manera de no tomar en serio la sustancia de estas concepciones religiosas. El problema es que, casualmente, esta posición Ies otorga más de lo que quieren. : embargo, la comunidad de los Testigos de Jehová está dividida respecto de este tema, y existe una organización -Testigos de Jehová Asociados en favor de la Reforma sobre la Sangre- que argumenta que la política actual no es coherente ni /%stá justificada por la Biblia. Véase http://www.ajwb.org. La doctrina de los Testigos de Jehová sobre este tema comienza con Lev. 3:17: “Estatuto perpetuo por yvuestras edades; en todas vuestras moradas, ningún sebo ni ninguna sangre comeréis”.

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LAS E X I G E N C I A S DE LA I DEN TI DAD

I LA É TI CA DE LA I DEN TI DAD

acerca del fundamento teísta del universo fuera compartido por creyen­ tes y no creyentes por igual”.42 Así, se nos invita a que veamos las cosas desde el punto de vista de los defensores de la religión, respecto de su versión de la realidad, y a que tra­ temos con deferencia su “epistemología alternativa” : la autoridad tempo­ ral del m édico puede, de esta manera, ser superada p o r la autoridad

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en condiciones de ofrecer, como mínimo, el recurso judicial de retracta~ón pastoral. En resumen, existe un conflicto entre las políticas y la epis­ temología propuestas para la religión. El ideal de considerar que las :retensiones religiosas de verdad se validan a sí mismas no es compatible ui el ideal de proteger la autonomía institucional. Uno ordena el aislaliento; el otro lo prohíbe.44 En realidad, todo Estado toma partido constantemente en cuestiones

espiritual de la secta. Sin embargo, el resultado último de semejante pacien­ cia epistém ica es algo que va más allá de la protección de los sectarios

*e credo, algo que Kent Greenawalt muestra con maravillosa concisión:

contra una interferencia no deseada: el resultado último es la eliminación de la distinción legal entre las consideraciones espirituales y las tempora­ les. Si el juez y el médico se ven obligados a actuar como si las creencias de los sectarios fueran verdaderas, ¿en virtud de qué razones podemos pri­ var a las comunidades creyentes -o , a la inversa, eximirlas- de las agencias

Un tribunal ordena a un Estado abolir la segregación en sus escuelas; el país entra en guerra; los fondos educativos se ponen a igual dispo-f. sición de hombres y mujeres. De manera implícita, el gobierno ha recha­ zado nociones religiosas según las cuales (1) Dios desea una rígida

de adscripción temporal? Para ver hasta dónde nos lleva esta posición, consideremos otro ejem­ plo. Según nos informa Cárter, a principios de los años 1980, el estado de Nueva York aprobó “legislación que, en efecto, exige que un marido judío ortodoxo que solicite un divorcio civil otorgue un get (un divorcio reli­

separación racial; (2) la matanza que se lleva a cabo en la guerra viola los mandamientos de Dios; (3) todas las mujeres deben ocuparse de las tareas domésticas. De m odo similar, existe una vasta serie de leyes y políticas que im plican la incorrección de determinadas ideas reli­ giosas.45

gioso) a su esposa, sin el cual ésta no podría volver a contraer matrimo­ nio de acuerdo con la ley judía”.43 Los acomodacionistas nos muestran por qué es preciso defender semejante estatuto: en este caso, la exigencia de un get puede considerarse una disposición humanitaria, y una instan­ cia en la que el Estado toma en serio la religión en lugar de tratarla como un pasatiempo; la considera una cuestión de convicciones, y no una velei­ dad. Así, esta legislación constituye un ejemplo del tipo de jurisprudencia relativista que nos ha guiado a través del caso del Testigo de jehová. El problema radica en que esa jurisprudencia relativista entra en coli­ sión con la jurisprudencia de la autonomía de grupo. La primera exige de manera positiva aquello que la prueba Lemon llama “un enredo excesivo”. Si los tribunales tienen autoridad para imponer el get a un judío practi­ cante reacio a concederlo, ¿por qué habrían de detenerse ahí? ¿Por qué no evaluar las decisiones de excomunión de los mormones o las temibles órde­ nes de repudio a los apóstatas dictadas por los Testigos de Jehová? ¿Se equi­ vocó el pastor al condenar el alma de este creyente a permanecer en el infierno por toda la eternidad? Según esta lógica, el Estado debería estar

42 Cárter, T h e c u l t u r e ..., o p . c i t ., p. 221; Michael McConnell, “God is dead and we have kiiied him: freedom of religión in the post-modern age”, B r i g h a m Y o u n g U n i v e r s i t y L a w R e v i e w 163, invierno de 1993, p. 181. 43 Cárter, T h e c u l t u r e . ■ ., o p . c i t ., p. 5.

(los más vigorosos intentos de eliminar semejantes desacuerdos entre igle­ sia y Estado parecen perjudicar a ambos.

. Cualesquiera sean nuestros compromisos filosóficos o religiosos, los casos de transfusión de sangre son los que encierran mayores probabilidades de suscitar cuestiones difíciles de resolver. (Y dejo de lado los conflictos potenciales vr evidentes: el paciente devoto que debe renunciar a un tratamiento'que salvará su vida o, de lo contrario, arriesgar la eternidad de su alma, atendido por .. un médico cuya diferente devoción le indica que debe hacer todos los esfuerzos posibles para preservar la vida del paciente o, de lo contrario, arriesgará *' la eternidad de su propia alma.) Desde una perspectiva deontológica, la cuestión central puede ser de autonomía individual; es allí donde las cuestiones de consentimiento se tornan amenazadoras; los redamos de autonomía tienen un peso menor cuando los jurados evalúan la muerte, innecesaria desde el punto de vista médico, de los hijos de cristianos dentistas. Por ra2ones humanitarias, podríamos dudar -en el caso en que pensemos que la opinión del paciente será estable y duradera (y la asociación a su credo puede ofrecer evidencia probatoria de ello)- si debemos condenar a alguien a una vida que :> se tomará desoladora por la aprehensión de pasar la eternidad en el infierno. En consecuencia, en los casos más difíciles, el secularismo liberal tampoco - brindará respuestas unívocas. 45 Greenawalt, “Five questions about religión judges are afraid to ask”, en Nancy L. Rosenblum (ed.), O b t í g a t i o n s o f c i t i z e n s h i p a n d d e m a n d s o f f a i t h , Princeton, Prínceton University Press, 2000, p. 199.

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I LA ÉTICA DE LA I DEN TI DAD

LA NEUTRALIDAD RECONSIDERADA

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DE NT I DA D

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Podríamos pensar que el problema es más sencillo cuando nos limita­ os a preguntar por las intenciones que son relevantes para el estableci­

A fin de hacer algún progreso en este punto, creo que necesitamos deter­

ente de la neutralidad, dado que éstas pertenecen a un ámbito

minar qué es correcto y qué es incorrecto en el discurso sobre la “neutra­ lidad” liberal. El ideal, enunciado en términos negativos, es que la acción

'tivamente acotado. Una ley no debería tener como fin la ventaja o des­ taja de las personas que pertenecen a una determinada identidad (menos

gubernamental, incluida la legislación pero de ninguna manera limitán­ dose a ella, no debe exhibir parcialidad respecto de algunos subgrupos de la nación; en términos afirmativos, entonces, ello significa que los estados deben ser neutrales respecto de las identidades. Ya hemos visto que la acción estatal no tiene posibilidades de ser neutral en sus efectos: muchos actos

' í tenga o no una m otivación individual en esa dirección es algo que riamos en condiciones de evaluar. Sería posible establecer, por ejemplo, *e la presencia de tales motivos en la intencionalidad de la mayoría de los Osladores que promulgan la medida equivale a falta de neutralidad.

de los estados, necesariamente, tendrán impactos diferenciales en las per­ sonas de diferentes identidades, incluidas las identidades religiosas. Sin embargo, una vez que nos volvemos a la otra alternativa obvia -la neutra­ lidad del fin o de la justificación- nos enfrentamos de inmediato a la cues­ tión de determinar cómo se han de identificar los fines o las justificaciones de un Estado. ¿Qué significa decir que un acto del Estado responde a tal o cual razón o está guiado por tal o cual intención?

rcadora que la comunidad política entera): el hecho de que el legisla-

’ in embargo, este principio aparenta ser demasiado estricto en algurespectos y demasiado laxo en otros. Es demasiado estricto porque la presencia de un motivo semejante no parece, en sí misma, ser sufi.te para desacreditar un acto oficial. Vim os esto cuando analizamos la dición de“objetivo secular” de la prueba Lemon. Si hay una razón buena, rcial,no sesgada, que justifique un acto legislativo (o, de hecho, cual' acto llevado a cabo por un funcionario estatal), ¿por qué deberíamos

Los tribunales estadounidenses suelen invocar la intención de los legis­

que se trata de un acto neutral? Si hay una buena razón neutral en

ladores al guiar la interpretación y el examen de los estatutos para deter-: minar si son aceptables desde el punto de vista constitucional, y existe todá

:r, el hecho de que también haya una razón sesgada parece desacredi-al actor y no el acto.

una tradición de pensamiento acerca de cóm o llevar a cabo esta tareas

:situación es visible tanto en el caso de la legislación como en los del mar judicial y ejecutivo. Llamemos acciones suficientes a las razones

Semejantes nociones de intención legislativa pueden resultar útiles como ficciones legales, pero no tiene sentido suponer, en general, que una legis­ latura tiene una intención al aprobar una ley. La legislación es un procesó político, en el transcurso del cual se hacen transacciones y se cierran tra­ tos. Durante las deliberaciones públicas y privadas en torno de cualquie. estatuto se ofrecen muchas razones inconsistentes para enunciar un ar­ tículo de una m anera u otra; se ofrecen muchas sugerencias, no toda® consonantes, respecto de cuáles son los fines globales del estatuto. Por lo general, resulta imposible extraer una intención singular coherente de ese. revoltijo de motivos.46

46 Com o dicen que dijo Olto von Bismarck,“Wer weifi, wie Gesetze und Würste zustande kommen, der kann ñachis nicht mehr ruhig schlafen” [“El que sabe cómo se hacen las leyes y las salchichas nunca más puede dormir tranquilo”. (N. de la T.)]. Incluso si una ley o un pronunciamiento oficial vienen acompañados de una declaración formal de intenciones, no leñemos buenas razones para suponer que ésta garantizará el resultado: imaginemos qué habría ocurrido si, luego de qu" las leyes de Virginia contra la concepción interracial hubieran sido fulminadas en£ Loving v. Virginia por constituir una inadmisible institución de la supremacía blanca, el estado de Virginia las hubiera introducido nuevamente, con una

llevar a cabo un acto oficial que, tomadas en conjunto, tendrían la for1suficiente para justificar ese acto. Podría ocurrir que todos los miemde una legislatura sintieran rencor personal por un determinado grupo, ibién supieran que cierta ley tendería a afectarlo de manera adversa, si cada uno de esos legisladores también estuviera motivado por un junto de razones suficientes neutrales, y esas razones neutrales los hubieilevado a votar así sin incluir el elemento adicional de sesgo, entonces “(QOparece constituir una razón para impugnar la ley promulgada. Sería le pensar que la ley es incontestable, incluso si los legisladores no estumotivados por un conjunto de razones suficientes neutrales, siemy cuando hubiera un conjunto tal de razones; es decir, siempre y cuando iera razones neutrales suficientemente buenas para motivar la ley, aun:de hecho no la hubieran motivado. Lo mismo se aplica, mutatis mutan-

’emne introducción que declarara que el fin de la nueva ley era brindar igual protección a todas las razas. Algo así habría estado muy lejos de hacernos pensar gue la nueva ley era neutral.

150 l LA É T I C A OE LA I DE NT I DA D

dis, a otros actos oficiales. El hecho de que un juez sienta aversión por los católicos y se complazca en condenar a un católico por un crimen no habla bien de él, por cierto. Pero a condición de que existan fundamentos sufi cientes para la sentencia que no reflejen ese sesgo -y , en especial, si so ésos los fundamentos que da el juez para su sentencia- no parece hab razón para afirmar que la sentencia refleja un sesgo por parte del Estad ^ de la misma manera que una ley que hubiera sido aprobada sin medi semejantes m otivos sesgados no estaría viciada por la presencia de sesgo subjetivo.47 Por otra parte, como decía, la propuesta de que sólo consideremos n neutrales aquellas acciones que estén en parte motivadas por un sesg parece demasiado laxa. Puesto que una de las instancias de falta de ne tralidad estatal consiste en la aprobación de leyes que afectan de mane negativa a los miembros de una comunidad que forma parte de la so dad, no porque los legisladores tuvieran intenciones de hacerlo, sino que no se han tomado el trabajo de examinar cuál sería el impacto de ley en esas personas. En otras palabras, la falta de neutralidad, a veces m anifiesta en la negligencia. Ello es evidente en el caso de la religió Supongamos que, motivados por el deseo de proteger tanto a los mari com o a las esposas de la posibilidad de que sus cónyuges les legaran herencia una parte demasiado pequeña de la propiedad marital (por ej pío, a fin de beneficiar a un amante secreto), un Estado requiriera qu hicieran los testamentos para los cónyuges de una determinada man Supongamos también que, sin saberlo los legisladores, esa regla fuera in sistente con los mandatos específicos del Corán. (Debo dejar en claro el Corán asegura que los maridos leguen una herencia suficiente a viudas.) Sería razonable, creo, que un musulmán estadounidense o tara la ley en virtud de que viola la idea de neutralidad, alegando qu objetivo expreso de la disposición podría alcanzarse sin ofender (alm este aspecto de) la saría. (Si, por el contrario, existiera un interés es de peso que no admitiera acomodación, el Estado estaría en su legí derecho de desoír tal objeción.) Una noción similar subyace a la id

L A S E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D

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?acto dispar”, que está plasmada en la ley estadounidense contraía dis'nación. En los casos en que una política con un determinado objeexpreso tiende a redundar en desventaja para una m inoría racial óticamente desaventajada —es decir, que produce un impacto racial “disy es posible recurrir a una política alternativa que alcance el mismo 'etivo sin redundar en esa desventaja, la Corte sostiene a veces que la políen cuestión puede ser legalmente anulada por discriminatoria, incluso o median intenciones manifiestas de discriminar.48 -Podría pensarse que, a fin determinar los objetivos de los legisladores, 'riamos dirigir nuestra atención a la fundamentación de una ley -ver es su fin ostensible- y no tanto a las motivaciones subjetivas que suba su promoción. Sin embargo, tal como lo deja en claro la cuestión Énpacto dispar, es posible que una ley carezca de neutralidad aun cuando idamentación expresa indique escrupulosamente lo contrario. Además, ctos públicos que profesan neutralidad son a veces no neutrales con intención, y no por mera inadvertencia. Un concejo municipal podría -*ar, a fin de justificar la promulgación de una ley, que se propone evi. crueldad con los animales, cuando su objetivo real es poner un freno forma de culto religioso que carece de popularidad. Así, es factible Ama ley tenga apariencia neutral -que sea neutral en sus fundamentos justificación expresa- pero que, tanto en sus motivos como en sus s, resulte discriminatoria. La distinción entre objetivo e intención, o justificación y motivos, no parece aclarar las cosas. *0 que aun en vista de todas estas objeciones es posible encontrar una de rescatar algo de la idea de neutralidad respecto de las tdentidamsisteen hacer hincapié en que los actos del Estado evidencien igual *0 hacia las personas de identidades sociales diversas. Allí donde un Redundara en desventaja para las personas de identidad L, sería perlente razonable que éstas preguntaran sí podrían haber recibido un trato, y si lo habrían recibido de no haber sido vistas como L. Cuando, ’os los casos que expuse, la respuesta a esa pregunta fue afirmativa, íamos a tratar el caso com o falto de neutralidad; cuando fue nega­ d o hicimos. Denominaré el ideal implícito en esta prueba-según

47 Por supuesto que los jueces, como muchos otros funcionarios, aplican regularmente sus propios criterios. Si la razón por la cual no se aplican los criterios disponibles, que podrían redundar en la ventaja de una determinadapersona, fuera la hostilidad hacia esa persona en virtud de su identidad, el ac seria neutral: puesto que, en ausencia del sesgo, la persona habría recibido me trato. Ello ocurre porque el margen de fundamentos para aplicar un criterio acotado, y el sesgo es un fundamento inadmisible.

íción de “impacto dispar’' fue introducida en Griggs v. Duke Power Company, ’Vs, p. 424 (1971). El presidente del Tribunal Supremo, al escribir para la Corte, só: “una buena intención o la ausencia de intención discriminatoria no le los procedimientos laborales o los mecanismos de prueba que funcionan ©‘viento en contra’ para grupos minoritarios y no están relacionados con la {ción de la capacidad para el empleo”.

152

I LA ÉTICA DE LA IDENTIDAD

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DEN TI DAD

I 153

el cual los actos del Estado no deben redundar en desventaja para nadie

De manera similar, en relación con las cuestiones sabatinas, la circunstan­

en virtud de su identidad- neutralidad entendida como igual respeto.

cia de que nuestro fin de semana coincida con los requerimientos religio­

(Dados los fines de este libro, cabe subrayar aquí hasta qué punto, en esta concepción liberal, la identidad funciona de manera diferente para el

sos de la mayoría cristiana no manifiesta una falta de neutralidad entendida -pomo igual respeto, siempre y cuando el fundamento de la disposición no Consista en poner en desventaja a algunas minorías, sino en favorecer a una mayoría (además de que, por razones de coordinación, no resulta posible permitir que cada uno elija cuáles serán sus dos días de descanso semanal),

Estado y para el individuo. Para el individuo, como hemos visto, el hecho de que alguien sea L puede constituir una razón perfectamente apropiada para tratarlo de manera diferente. Dado que, de manera constitutiva, la identificación hace que “ser L” figure entre nuestras razones para la acción, la neutralidad respecto de las identidades, lejos de constituir un ideal moral atractivo, es casi ininteligible para nosotros com o individuos. El hecho d$ que resulte permisible exigirla del Estado refleja un aspecto especial de las; razones públicas: que se dirigen a todos por igual com o ciudadanos. He; denominado esta noción de neutralidad neutralidad entendida com igual respeto”, en parte para indicar hasta qué punto se acerca en sustan cia al ideal de igualdad que hace ya tanto tiempo es un aspecto estable; cido de la práctica liberal. Se trata de la igualdad que acompañó a la liberta1 y la fraternidad en la R evolución Francesa; la igualdad de los Padr ' Fundadores norteamericanos. En el capítulo 6 tendré algo más para de^ acerca de las maneras en que nuestras razones privadas están libres d las obligaciones que plantea esta clase de neutralidad.) He expresado m i escepticismo respecto de la posibilidad de identificar L objetivos de los actos del Estado; en consecuencia, podría pensarse que correcto no es preguntar si determinada persona habría recibido mejor tra';

l i la mayoría de los estadounidenses se convirtiera al islamismo y la mezCjfliita de los viernes pasara a ser una institución mayoritaria, el cambio a vier­ nes y sábado del período de cierre de las oficinas gubernamentales no reflejaría 1falta de consideración para los cristianos. y Esta formulación nos permite percibir un aspecto importante de las defende la neutralidad liberal que se centran en el hecho de constituir razoes neutrales para una política de Estado. Thomas Nagel, en un influyente t-bajo titulado “Moral conflict and political legitimacy”, sostiene que las estiones de neutralidad surgen allí donde el Estado ejerce su poder coervo contra la voluntad de un ciudadano. Nagel propone que, en esas cirstancias, el ciudadano tiene derecho a que se le dé una razón (o una serie ^razones) que legitimen el acto, es decir, una razón que el ciudadano coac' nado debería aceptar como motivo para el acto.50(Nagel, acertadamente, 'iste en que no debemos estar condicionados por la aceptación fáctica .-Ja razón por parte del individuo, ya que, de lo contrario, daríamos lugar

de no haber sido vista como L, sino si hubiera recibido mejor trato de i

^posibilidad de vetar políticas por pura insensatez; lo único que se re quiere ')que exista una razón que el ciudadano coaccionado debería aceptar o,

haber sido L. Permítaseme entonces explicar en detalle por qué, en nue:'

'manera equivalente, que aceptaría si fuera razonable.)

prueba, la explicación de la desventaja debe radicar en el hecho de que algui sea visto como L. Consideremos un caso particular en el que el trato de minoría redunda en desventaja para sus miembros en relación con la ms ría. Las personas zurdas viven en un ámbito público donde muchas co* -las tijeras, los picaportes, las puertas de los armarios- están configura", de una manera que favorece a los diestros. Esta circunstancia redunda desventaja para los zurdos, y el hecho de que sean zurdos desempeña-; papel en la explicación del porqué. Pero el hecho de que sean vistos como: dos no desempeña ese papel, al menos en la mayoría de los lugares del mun industrializado, donde el prejuicio contra los zurdos es muy escaso hoy día. La razón por la cual se encuentran en desventaja es que algunas tienen que hacerse para zurdos o para diestros, y los diestros son mayorí.4 * 9 49 No es común pensar que la gente zurda forme un grupo de identidad, pero supongamos que existiera un poderoso Movimiento de Zurdos. Hasta tanto el.

propuesta de Nagel, tal com o está formulada, suscita de inmediato : problemas, ninguno de los cuales afecta a la neutralidad entendida 'O igual respeto. F.l primero es que el ciudadano y la fuente de la razón :den estar en desacuerdo respecto de qué se entiende por sensato. En 1circunstancias —sobre todo, para dar un ejemplo, en cuestiones de icias religiosas-, incluso si la posición del Estado es razonable.es posi?que el rechazo de las objeciones del ciudadano manifieste de manera decuada la igualdad de respeto por todas las religiones, dada nuestra adamento para colocar los picaportes en el lado izquierdo de las puertas no ;nsistiera en penalizar la zurdera i n s e , y el costo de complacer a los zurdos fuera ilto, esa política no suscitaría problemas de sesgo. aomas Nagel, “Moral conflict and political legitimacy”, Philosophy and Public J a ir s 16, verano de 1987, pp. 215-240. En lo sucesivo desarrollaré este punto riéndome a una razón. Incluso si ofrecemos muchas razones que, tomadas en "njunto, respaldan una política, esa conjunción puede considerarse una razón sola.

154 I LA ética D£ u identidad

comprensión corriente de la tolerancia religiosa liberal. En la esfera del$

LAS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D

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peto no exige que finjamos agnosticismo respecto de las creencias de

religión, determ inar qué pensam ientos y acciones son razonables es

Qestros conciudadanos ni que evitemos considerar afirmaciones con ­

menudo objeto de disputa, y la neutralidad entendida como igual respe no está abierta a esta objeción. Si se pone en práctica la neutralidad ente-

vertidas : se limita a pedirnos que evitemos ofender las creencias de las 'orías en la mayor medida posible.

dida com o igual respeto, debe resultar posible dejar en claro que no se tra‘ '

El segundo problema se torna evidente cuando advertimos que la noción que existe una razón que el ciudadano debería aceptar -u n a razón

a las personas de una religión (como tales) peor que a las de otra, inclu si se piensa que sus opiniones son irrazonables: incluso si son verdader mente irrazonables. Tal como lo expresé antes, muchos Testigos de Jeho

utral- puede interpretarse de dos maneras diferentes. Podría significar é se trata de una razón neutra una vez consideradas todas las posibilida-

creen que una transfusión de sangre los conducirá a la condena del

: una razón que tenga la fuerza suficiente, a la luz de consideraciones

Aun sabiéndolo, podríamos aprobar una ley que exigiera la aplicación transfusiones de sangre a personas en estado inconsciente que las nec

pensatorias, para justificar la política en cuestión. Pero insistir en ello livaldría a vernos imposibilitados de proscribir legalmente determinaactos cuando hubiera ciudadanos que rechazaran nuestras razones

taran, porque una política que nos exigiera obtener consentimiento po­ dría en peligro muchas vidas. De más está decir que si pensáramos q* las transfusiones de sangre conducen a la condena del alma, tendrían*

a proscribirlos. Puesto que, de lo contrario, la ley coaccionaría a per•s (ya fuera mediante un castigo o mediante una mera amenaza de cas-

una razón decisiva para no adoptar semejante política. Pero no tener esa creencia; más aun, la mayoría de nosotros ni siquiera la considera'

) que no considerarían adecuados nuestros fundamentos para legislar. 1 marco del pluralismo, ello volvería imposible la legislación en muchas

creencia razonable. Si entendemos la neutralidad como aceptación n nable, cuando coaccionam os a personas que son irrazonables no tei

«. Según la otra interpretación -la que sigue el argumento de N agel"en consideraciones compartidas por el Estado y por la persona coac-

mos la obligación de brindar justificaciones que las satisfagan, sino debemos limitarnos a ofrecer razones que ellas aceptarían si fueran ra

ada que respaldan la política en cuestión: pero esta lectura hace que éutralidad sea demasiado fácil de lograr. Por ejemplo, si prohibimos

nables. En este punto, a mi parecer, la neutralidad de Nagel exige de*

de turbantes alegando que el sentimiento contra los sikhs conduce tos de violencia, es innegable que contamos con una razón para adop-

siado poco. Según la neutralidad entendida como igual respeto, los Testi de Jehová a veces serán obligados a hacer lo que nosotros pensamos

[política y, dado que los sikhs obviamente tienen motivos para desear

es m ejor para ellos, aun cuando, a causa de que sus creencias son irra nables, piensen que les estamos causando un gran perjuicio: pero est

se los proteja de los ataques perpetrados por intolerantes, se trata de razón que sería aceptada por un síkh razonable. Pero el síkh respon-

mos doblegando su voluntad por una buena razón, después de consid

1que el uso del turbante es demasiado importante para ser prohibido esa razón. En lugar de ello, podría alegar, ¿por qué no se refuerza el *1 policial de los intolerantes? *ora bien, las razones por las cuales los sikhs usan turbante no son nes reconocidas por la mayoría de nosotros: y es ahí donde radica el lema. Incluso en el caso de que tuviéramos suficientes razones secu­ t a r a respaldar una política que coaccionara a los miembros de un 0 religioso, e incluso si ellos aceptaran la validez de esas razones secu-

si hubiera sido posible adoptar una política que no frustrara sus prop' tos; por lo tanto, el hecho de que sean Testigos no explica por qué ava mos en contra de sus propósitos.5' La neutralidad entendida com o r 5 1

51 En consecuencia, es verdad que están en peores condiciones -en el sentido de se los ha obligado a hacer algo que creen malo- porque su creencia es irrazon Claro que si esa creencia irrazonable fuera la esencia definitoria de su religión, nos sería posible dislinguir entre el hecho de que son Testigos y el hecho de q" creen que las transfusiones de sangre los conducirán a la maldición del alma.. si una identidad se definiera por una creencia irrazonable que fuera relevante la determinación de políticas de este tipo, nos sería imposible tratarla con neutralidad según mi prueba (y según la de Nagel). Véase mi análisis de las “identidades aborrecibles” en el capítulo 5. De más está decir que la imposibili de lograr la neutralidad en todas las circunstancias imaginables no la impugna^ como objetivo en las numerosas circunstancias en que sí es posible.

si no tomamos en cuenta sus consideraciones religiosas, ellos aún creer que esas consideraciones superan nuestras razones. Según puesta de Nagel, seríamos neutrales porque tendríamos suficientes es, compartidas por los sikhs, para implementar la política: pero ocurriría sólo porque no compartimos las razones que ellos considedécisivas. En el caso en que el sikh preguntara si su deber religioso (usar •fe) fue ignorado porque pertenece a un grupo religioso con el que

156

I LA ÉTICA DE LA (DENUDAD

LAS E X I G E N C I A S DE LA IDENTIDAD j 1 5 7

otras personas no simpatizan, creo que una respuesta honesta sería de

anera de tomar partido en contra de ellas. Esa persona puede pregun-

que sí. La neutralidad entendida como igual respeto nos podría lle\ tomar la importancia central del turbante en la vida sikh como fundamen

i razonablemente: “ ¿Se habrían tomado en cuenta mis opiniones en la

para implementar excepciones para este grupo, de la misma manera q." implementaríamos excepciones, siempre que fuera posible, para otras pticas religiosas. Los sikhs, por principio, tienen el mismo derecho a defe der sus creencias religiosas (sean verdaderas o falsas, razonable: irrazonables) que tienen todos los demás. No podemos ignorar sus in reses en virtud de que pensamos que “no son más que sikhs”. El tercer problema radica en que la actuación del Estado debe justific ante todos los ciudadanos, y no sólo ante aquellos cuyas acciones set directamente afectadas por ella. Una de las desventajas de la democrad

■ rminación del accionar estatal si no hubieran sido las de un cristiano igélico (o de un católico)?”. Y, a menos que la respuesta sea negativa, .política no contará como neutral según la norma de igual respeto, ..cuando satisfaga a Nagel. (Debo aclarar que yo creo que la respuesta egativa; de manera que, en mi opinión, nuestro régimen actual no viola eutralidad entendida como igual respeto.) Sin embargo, aquí surgen problemas que sería mejor no pasar por alto. '~nla neutralidad entendida como igual respeto, a fin de determinar si acto del Estado es neutral en el sentido que nos interesa, debemos plan-

que no todas las políticas que consideramos mejores se transforman en le

• la siguiente pregunta: ¿habría recibido mejor trato esta persona si no -hubiera visto como L? En algunos casos, es fácil encontrarle sentido

promulgadas. Respecto de muchos temas, existen opiniones opuestas ac de cuál es la mejor política a seguir. El aborto no puede ser permitido y p

, pregunta. Si los San Antonio Spurs juegan contra los Chicago Bulls, Óspechan que el referí los desfavorece, resultaría natural que uno de

hibido a la vez: no obstante, mucha gente piensa que, bien mirado, de' ría prohibirse, y otros piensan que, a fin de cuentas, debería permití

*

defensores de los Spurs se preguntara: ¿se habría considerado falta esa si yo hubiera sido uno de los B u M El jurista Davis A. Strauss, al

Según Nagel, una política “pro-vida” no es neutral porque obligaría mujeres que están en favor de la libre elección a no hacerse abortos,-

rirse a casos de discriminación sexual y racial, recomienda la prueba

podemos ofrecerles razones para nuestra coacción que ellas deberían atar. (Las políticas de libre elección dejan la decisión a cargo de la nr

debemos revertir, es decir, qué elemento contrafáctico tendríamos que ,;ar en consideración y, más aun, de que manera deberíamos evaluarlo, sideremos el expediente Thomas v. Review Board, en el que la Coi-te

encinta: de esa manera, nadie es coaccionado y el Estado no necesita o cer razones.) Según este razonamiento, presumiblemente, justificar la fe lación que defiende la vida del nonato implicaría una invocació* fundamentos religiosos que son controvertidos y, en consecuencia, las m' res razonables en favor de la libertad de elección podrían negar q u e ; hubiera ofrecido una razón neutral. Sin embargo, mucha gente que; en favor de la vida del nonato pensará, con razón, que se trata de un mentó sospechoso. Si bien es verdad que un régimen en favor de la elección no obliga a nadie a hacerse un aborto, también es verdad qi régim en sólo resulta posible si hacemos a un lado las considerad verdaderamente controvertidas que ofrecen aquellos que están en favo la vida del nonato. A mi parecer, Nagel está en lo cierto cuando dic* los problemas relativos a la justificación de los actos del Estado adqu' especial intensidad cuando se coacciona a las personas. N o obstante, 1

reversión de los grupos”.51 Sin embargo, en muchos casos es difícil saber

ema de los Estados Unidos evaluó el caso del señor Thomas, un Testigo ehová que renunció a su trabajo luego de sertransferido por su empleadesde una fundición, donde se producía acero para usos varios, a una “ ca de torretas para tanques militares. (Debo este ejemplo a mi colega “is Eisgruber.) Después de debatirse con su conciencia, Thomas llegó a iclusión de que, dado que su credo le exigía ser pacifista, el nuevo ’eo ofendía una de sus convicciones religiosas más profundas; en vista Uo decidió renunciar. Entonces solicitó el subsidio de desempleo al Jo de Indiana, pero le fue denegado. No obstante, la Corte Suprema, ..Cando el caso Sherbert, respaldó su reclamo de indemnización. En bre de la mayoría, el juez Burger, presidente del Tribunal Supremo, ibió lo siguiente: “ Es verdad que el mero hecho de que un programa

ya he dicho, las leyes deben ser justificadas ante todos los ciudad:3

eraamental represente una carga para la práctica religiosa del dentan­ te no im plica que deba concederse una exención para dar lugar a su

no sólo ante aquellos que son coaccionados por ellas. Y es probable

tica: el Estado puede justificar una invasión de la libertad religiosa si

persona que está en favor de la vida del nonato piense que el hech; que se ignore su apelación a la santidad de la vida del feto no cons* una manera de ser neutral respecto de sus opiniones religiosas, sino!

rid A. Strauss, “Discriminatory intent and the taming o f Brown”, University j f Chicago Law Review 56,1989, pp. 956-960.

158

I LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DE NT I DA D

I 159

demuestra que semejante acto constituye el medio menos restrictivo pa

• mayoritaria, persona alérgica a alguna sustancia de la división de tan-

lograr algún interés sustancial del Estado”. Luego, Burger rechazó la declración del estado de Indiana según la cual existía un interés tal y argument

. La respuesta será “mejor” en algunos casos (en el de una denominam ayoritaria), “peor” en otros (en el de un ateo con objeciones de

que, toda vez que el hecho de conceder a Thomas un subsidio de dest

encía). Ello no significa que no sea posible determinar si Thomas

pleo no equivaliera al establecimiento de un culto oficial (lo cual, sostu

a corrido mejor suerte de no haber sido un Testigo de Jehová,54 sino

enérgicamente y con razón, no era así), Thomas debía recibir el subsidio

debemos tener el cuidado de hacer la pregunta correcta; y también es

¿Puede orientarnos en este punto el concepto de neutralidad enten

que, una vez que hemos hecho la pregunta correcta, puede ocurrir

dida com o igual respeto? Tal com o señala Chris Eisgruber, si Thom

■ no estemos en condiciones de responderla con claridad.

hubiera sido un pacifista secular, probablemente no habría corrido mejo

In vista de la descripción inevitablemente caricaturesca de los hechos

suerte: más bien podría decirse que habría ocurrido todo lo contrari Por otra parte, observa Eisgruber, “Thomas habría recibido mejor trato

caso Thomas que hizo la Corte Suprema al exponer el fallo, creo que lta m uy difícil determinar si el resultado inicial del consejo de revisión Indiana fue o no fue consecuente con el concepto de “neutralidad en ten-

hubiera sido un devoto de una religión mayoritaria obligado a renuncr a su empleo en virtud de una convicción cristiana mayoritaria (por ejet pío, no trabajar los domingos), o si hubiera debido renunciar a su empl por haber sido transferido a alguna división (por ejemplo, textiles) queT produjera graves reacciones alérgicas”. Aquí se plantean dos cuestiones importantes. Una de ellas es una cue.

como igual respeto”. En vista del informe, no parece haber ninguna icia de que los escrúpulos religiosos de Thomas no hayan sido tra: con respeto por haber sido vistos como escrúpulos de un Testigo de í. Cuando la Corte de Apelaciones de Indiana revocó el fallo de pri1instancia, lo hizo, en esencia, porque sus miembros consideraron que

tión de lógica: evaluar de manera contrafáctica qué habría ocurrido si

era semejante al de los sabatarios. Y cuando la Corte Suprema de

no es lo mismo que evaluar de manera contrafáctica qué habría ocurrk

ía, a su vez, revocó el fallo de la Corte de Apelaciones (por tres con­

si tanto P como Q. Si ayer hubiera llovido, yo me habría quedado en es

dos) , la mayoría pensó, en apariencia, que el hecho de que otros Testigos

Pero no lo habría hecho si m i madre hubiera necesitado que la visitara

Jehová consideraran permisible el trabajo con armamentos constituía

el hospital. La pregunta que debería hacerse acerca de Thomas, creo, esle habrían concedido el subsidio de desempleo de haber renunciado a

razón para calificar de “personal” y no de religiosa la decisión de ornas. A pesar de que las diferentes entidades llegaron a distintas con-

trabajo por una razón de conciencia diferente de la de los Testigos de Jeho-

iones, el motivo por el cual Thomas perdió ante los dos tribunales

La única circunstancia que se requiere alterar en la situación contraía, tica es la identidad religiosa con la cual lo concibieron los actores esta

rechazaron su demanda no parece haber sido su pertenencia a la conon de los Testigos de Jehová.

les relevantes. Pero esta conclusión suscita la segunda dificultad real, a saber, que muchos casos puede resultar difícil responder a la pregunta contrafá" tica. Com o sugiere el planteo de Eisgruber (y la prueba de Strauss), pregunta que surge espontáneamente cuando exploramos está cuestión qué trato habría recibido Thomas, no de no haber sido un Testigo de Jeh sino de haber sido otra cosa específica: ateo, miembro de una denomin-5 3

Del hecho de que el consejo de revisión de Indiana fuera consecuente la neutralidad entendida com o igual respeto no se desprende, por ~sto, que debamos defender el resultado: si bien la tarea del tribunal ' tió en interpretar una ley sin interponer prejuicios, cabe preguntarse la ley en sí misma estaba bien concebida y, en particular, si la ley en sí i era consecuente con la neutralidad entendida como igual respeto. : le concede subsidio de desempleo a una persona que pierde su empleo, se ve obligada a renunciar a él, por una razón de peso (tal como una ame-

53 Thomas v. Review Board of the Indiana Employment Security División (1980), p. 4' u.s. 707,101 S.Ct. 1425,67 L. Ed. 2nd 624, Para demostrar que se había obstaculizado el libre ejercido de Thomas, Burger recurrió a una glosa del caso Everson: “ Hace más de treinta años, la Corte sostuvo que una persona no puede ser obligada a elegir entre el ejercicio de un derecho garantizado por la Primera Enmienda y la participación en un programa público que, de lo contrario, habría estado a su disposición”.

Puede ser verdad (para retornar a mi primer punto) que Thomas habría corrido mejor suerte “s¡ P”, y no “si P y Q ” (donde “P” equivale a “no hubiera sido un Testigo de Jehová” y “Q ” equivale a “ hubiera sido ateo”: quizá, si Thomas no hubiera sido un Testigo de Jehová, habría sido bautista, y los bautistas gozan de buena aceptación en Indiana.

160 ¡ LA ÉTICA DE LA I DE NT I DA D

naza para la salud), ¿debería hacérselo también cuando esa razón de peso es, como en el caso de Thomas, una razón de conciencia? La respuesta que me inclino a dar es: “ sí, salvo que un interés sustancial del Estad© indique lo contrario”. Pero, ¿se trata de una exigencia planteada por la neu­ tralidad entendida com o igual respeto? Aquí, a mi entender, lo único qué se requiere es dar igual trato a todas las razones de conciencia. Para ser más preciso, si se exime al miembro de una confesión que tiene una razón de conciencia tan sustancial como para llevarlo a renunciar a su empleo, enton­ ces debería hacerse lo mismo con las personas cuyas razones de concien­ cia provienen de su pertenencia a otras identidades. Claro que puede resultar muy difícil comparar el calibre de los impedimentos que afectan a los prac^ ticantes de diferentes religiones. ¿Para quién es más penoso verse obli­ gado a comer carne de cerdo en la prisión? ¿Para un musulmán o un judíoso para un vegetariano secular que cree firmemente en los derechos de los animales? Creo que en este punto no existen las respuestas fáciles. S% embargo, a mi entender, el hecho de que el Estado niegue (como podrid hacerlo) que la persona que abandona un empleo por razones de cony ciencia tenga derecho a recibir una indemnización por desempleo no impli' una violación del igual respeto ni de la neutralidad bien entendida respect

L AS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D | l ó l

ciencia al trabajo en determinados proyectos nos enfrentamos a un pro­ blema de mayores proporciones: a saber, que algunas personas se verán obligadas a elegir entre mantener una ocupación que traiciona su legítimo Mentido de identidad o dejar a su familia en la calle. Claro está que no deberíamos suponer que el régimen de la Primera JBhmienda apareció en los Estados Unidos porque sí; para comprenderlo, -resulta imprescindible hacer referencia a la historia específica de la reía­ i s 11 entre el Estado y las sectas que lo ha transformado en un tema tan ielicado. Algunos liberales, al desarrollar sus teorías, aun tratan de suborrarla acomodación religiosa a un interés más general por la autonomía personal, digamos, y evitan proporcionar un trato especial a los reclamos provienen de las convicciones religiosas. (Así, el síkh que solicitara r eximido de cumplir con una ley que reglamentara el uso de cascos sería ^atado com o alguien que, sencillamente, quiere dejarse el turbante puesto toda costa.) El problema radica en que esta manera de proceder no nos nducirá a nuestra situación actual. Nos acercaríamos un poco más si, lugar de ver las prácticas religiosas como una simple cuestión de prerencia, diéramos cuenta de ellas com o probables representaciones de ectos profundamente constitutivos de la identidad de las personas. Nada impide hacer distinciones entre los Thomas que, con Lutero, decla-

de las identidades. Determinar si se trata de una decisión sabia es muy otí

OS

cuestión.55 Habría aun otra buena razón liberal para elaborar e interpretar la le de manera tal que permitiera conceder la indemnización a Thomas: a sabe

Ich kann nicht anders* y los Bartleby que, simplemente, “preferirían hacerlo”. Aunque seamos los seculares más empedernidos, nada nos pide hacer distinciones entre las hostias y las galletas.

que al hacerlo se lo ayuda a sostener su individualidad. A menudo, la renun: cia al trabajo constituye una pérdida sustancial, y para encontrar un emph

r l-

nuevo es necesario asegurarse el pan de cada día mientras dure la búsqued Otorgar un subsidio de desempleo a quienes dejan su trabajo por razón* de conciencia es una manera de quitar un escollo a fin de que puedan act en conformidad con sus creencias más profundas, de eliminar unabarr-



que les impide sostener su individualidad. Por supuesto que, tal co­ observó el estado de Indiana, permitir que todos invoquen su conciend puede acarrear riesgos morales: no cabe duda de que se dejaría la pue abierta para que los holgazanes inventaran todo tipo de objeciones “de co* ciencia”. Sin embargo, la suma que otorga el subsidio de desempleo de Indi* no es tan atractiva como para que tal problema se califique de importan^ Y, como ya he dicho, si no permitimos que se opongan objeciones de co*

55 Como ya he dicho, creo que no lo es; y al igual que el juez Burger, creo que resul evidente que conceder el subsidio no equivale al establecimiento de un culto oficial.

i..

LEN G U AJE D E L R E C O N O C IM IE N T O

discurso de la neutralidad respecto de las identidades, de maneras que hemos visto, ayuda a echar luz sobre lo que ocurre cuando intentamos Ineralizar el paradigma de la Primera Enmienda toutcourt para abordar tgrupos de identidad. Podría considerarse que un Estado que “estable6” una determinada identidad ha traicionado el objetivo de neutralidad ‘tendida como igual respeto, y lo mismo podría decirse de un Estado que puso cargas innecesarias a los miembros de una determinada identid e infringió así el “libre ejercicio” o su análogo identitario.56 Por supuesto,

,* “No puedo hacer otra cosa” [N. delaT.] El argumento podría desarrollarse de la siguiente manera. En la medida en que somos iguales como ciudadanos, el Estado nos debe igual consideración. En la

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DE NT I DA D

lé 2

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t LA É T I C A DE LA I D E N T I D A D

el Estado im pone constantemente cargas diferenciales a tal o cual idenürj dad. El heredero del duque de Om nium considerará, con razón, que losf impuestos sobre la propiedad constriñen su vida de vastago de la arísto*! cracia terrateniente. Pero podríamos decir (en el espíritu de la neutra1*-1 dad entendida como igual respeto) que el gobierno, al imponerle car£ fiscales, no debería apuntar a constreñir su identidad como tal D e acuerdi con este ejemplo, la acomodación de la identidad se topa casi de iraní diato con el problema de que el término “ identidad” tiene un significad m uy amplio: las identidades son múltiples, se superponen y son sensibljj al contexto, y algunas son relativamente triviales o pasajeras. Es por ejjfl que cuando se quiere obtener la deferencia del Estado (ya sea afirman# o eximente) respecto de las identidades no religiosas es preciso esforzar^ al máximo para distinguir el tipo de identidad que merece atención y ," pruebas rigurosas por las que debe pasar: así ocurre, como veremos, r la noción de “grupo abarcador” de Margalit y Raz, y con la de cult societal”, desarrollada por Kymlicka. a Al menos una de las generalizaciones del movimiento acomodadora* se sustenta en argumentos que han sido elaborados con cierta mmuci(| dad: se trata del“ reconocimiento”.57 Esta posición ocupa un lugar entr&| desarrollos más prestigiosos de la teoría política reciente, y por ello qtr merece que se la considere por extenso. Aquello que Charles Taylor ha] m ado “ la política del reconocim iento” no se entretiene con el ner*

medida en que los recursos -incluidos no sólo ios recursos económicos sino también los simbólicos y otros- sean proporcionados por el Estado, deben ser proporcionados de manera equitativa. Podría decirse que un Estado que se identifique con los heterosexuales, y les brinde recursos materiales (tales como y beneficios impositivos para parejas) o bienes simbólicos (tales como el reconocimiento de sus uniones) o beneficios prácticos (tales como las leyes era gobiernan la división de la propiedad en caso de separación), a la vez que se iojj niega a los homosexuales, no está tratando a las personas de sexualidades diW con la debida igualdad. Por otra parte, las distinciones legales entre parejas «« hijos y parejas sin hijos, en el supuesto de que exista un mterés público real concepción y la crianza de hijos, no estarían sujetas a las mismas objeciones,^ condición, por supuesto, de que existiera alguna relación razonable entre las j distinciones hechas y los efectos buscados; y ello es verdad a pesar de la importancia social de la identidad de “progenitor”, tal como he definido el té; 57 Deberíamos aclarar que reconocimiento no es lo mismo que acomodación, tribunal estadounidense que garantiza exenciones relacionadas con el libre ejercicio no se ve por ello involucrado en la ocupación de fomentar ese credo particular La acomodación se propone facilitar el libre ejercicio; el reconocimiento se acerca al “establecimiento”. De todas manetas, conferir exención también equivale a conferir reconocimiento.

hsmo ni con la autonomía en tanto tales: su término de valor es “autenti­ cidad”. Sin embargo, la propuesta ocupa el mismo espacio político, por así decir, que otros intentos de negociar una relación entre las identida­ des y el Estado. El concepto de reconocimiento, tal como aparece en gran parte del aná*is multiculturalista, es en su raíz un concepto hegeliano, ya que se insira en el célebre análisis del amo y el esclavo desarrollado en la wmenología del espíritu. Según esta noción, mi identidad de amo se cons­ ítuye en parte mediante el reconocimiento de mí posición por parte del lavo (y, por supuesto, aunque de manera menos interesante, viceversa). 1no puedo ser amo, actuar com o amo y pensarme com o amo, a menos el esclavo actúe en relación conmigo como actúa un esclavo con su to y me trate com o se trata a un amo. El hecho de que las respuestas de 'as personas desempeñan un papel crucial en la configuración de la ea que cada uno tiene de sí mismo resulta incontrovertible en el marco las relaciones humanas normales. Tal com o lo formula Charles Taylor: el plano de la intimidad, podemos ver hasta qué punto una identidad tal necesita del reconocimiento que le dan o le quitan los otros sig"cativos y es vulnerable a él. [...] Las relaciones amorosas no son impor'tes sólo por el énfasis general que pone la cultura m oderna en la ■ facción de las necesidades cotidianas: también son cruciales porque crisoles de la identidad generada en el interior”.58 'in embargo, comprender estos conceptos no implica determinar qué el debería desempeñar el Estado en la regulación de tales actos hege'os de reconocimiento o desconocimiento. En un extremo se halla el dduo opresor cuyas expresiones de desprecio pueden ser parte de lo ;.él es, y cuyos derechos de libre expresión presumiblemente se basan (vínculo entre individualidad y libre expresión. En el otro extremo está "dividuo oprimido cuya vida sólo puede ser plena si su identidad es erente con el respeto por sí mismo. ¿De qué manera debe intervenir el 3o, si es que debe hacerlo? Algunos teóricos -entre ellos Charles Taylor'cen sostener que el propio Estado, mediante el reconocimiento guberental, puede sustentar las identidades que se enfrentan al peligro de en el desprecio por sí mismas, impuesto por el desprecio que reciben os miembros de la sociedad. ior, M u l t i c u l t u r a l i s m . . o p . c i t . , pp. 36. En este volumen aparece una versión 'terior del análisis que presento aquí como una de las varias respuestas al trabajo al de Taylor. Véase Axel Honneth, T h e s t r u g g l e f o r r e c o g n i t i o n , Cambridge, Press, 1995 [trad. esp.: L a l u c h a p o r e l r e c o n o c i m i e n t o : p o r u n a g r a m á t i c a m o r a l lo s c o n f l i c t o s s o c i a l e s , Barcelona, Crítica, 1997].

164 l LA É TI CA DE LA I D E N T I D A D

“Las políticas que apuntan activamente a la supervivencia procuran creaf

L AS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I DA D

I 165

vínculo que une el lenguaje con la identidad, de que sus hijos, a la vez,

miembros de la comunidad asegurándoles, por ejemplo, que las gener~

dominen su “propia” lengua. La disponibilidad de la lengua minoritaria es,

don es futuras continuarán identificándose com o francófonas , escrit

en gran medida, una condición para el ejercicio de una de las opciones

Taylor en su reflexión sobre las políticas lingüísticas de Quebec. Y hace I

posibles de identidad, a saber, la de vivir una vida en la que ¡a experien­

capié en que el deseo de supervivencia no se limita a ser el deseo de qu las formas sociales que otorgan sentido a la vida de los individuos artil­

cia propia com o m iem bro del grupo esté configurada, interpretada y mediada por la lengua del grupo. Ello significa que ¡os niños del grupo

les perduren para ellos, sino que exige la existencia continua de un mo' de vida a lo largo de “un número indefinido de generaciones futuras” obstante, aunque el deseo de mantener una identidad no es en absob insignificante, debe estar condicionado y acotado por otras considera^ nes, incluidos los requerimientos impuestos por la participación en un

toritario para quienes esta opción debe permanecer abierta tienen que prender su lengua, lo que puede lograrse de la mejor manera si se impleenta como parte de la escolarización; y, a condición de que también -endan la lengua política, pueden así retener la opción sin quedar aira­ dos en una identidad minoritaria de la que no les resulte posible esca-

tema político más abarcador. En resumen, una política de reconocimr debe estar amortiguada por un reconocimiento de la política. Si no estamos dispuestos a aceptar el valor primordial de la sup

n En consecuencia, en los países con minorías lingüísticas, el Estado, mede, debe poner esas opciones a disposición de los padres y los hijos

vencía como fundamento para la política lingüística de Quebec, ¿de^

i cuestiones de recursos y compensaciones entre muchos deseos rivaBi el grupo es m uy pequeño y el costo es muy alto, bien puede dejarse

otra manera habríamos de negociar el problema de las políticas fingí-

las buscan. Digo “si puede” porque se trata de una provisión que con-

cas que suscitan las sociedades plurilingües? Intentaré delinear una n r

go del grupo la tarea de sostener la lengua. El punto crucial es que

de pensar la lengua y la escolarización en este contexto, haciendo a uü

stos casos hay un interés legítimo, derivado de la identidad, en m an­

los méritos de la práctica real que interpreta Taylor. (Aquí y en toda$ tes, me complazco en ponerme en la posición del proverbial filósof

da lengua; el tip o de interés que un Estado cuidadoso de sus dudasin duda tendrá presente.

plantea: “Eso está muy bien en la práctica, pero, ¿funcionará en la te

a mi Parecer, no hay nada de malo en el hecho de que un Estado Quebec se empeñe en que todas sus escuelas produzcan competenlalengua política; de hecho, es lo que debe hacerse. Sin embargo, ello - que el derecho de los padres anglófonos a enviar a sus hijos a escue-

La ciudadanía, podemos concordar, es uno de los medios básicos desarrollo de la vida en el mundo moderno. El ejercicio de la ciud requiere la capacidad de participar en la discusión pública del sisten tico; en consecuencia, es preciso que haya una lengua que sea un' instrumentos de la ciudadanía: podemos llamarla la lengua política. estados pueden optar por el intento de manejar más de una lenj tica, y de ello se desprenden complicaciones a las que retornaré: lante; por ahora me propongo desarrollar el tema haciendo refe una lengua política única. La educación pública debería tener como objetivo la ensem

as inglesas sólo es razonable si esas escuelas también enseñan la política, es decir, el francés; y, de la misma manera, en las escuelas fonas, los niños anglófonos (al igual que los hablantes de otras leníoritarias} deberían contar con la posibilidad -dentro de los lími'lecidos por las cuestiones de recursos que m encioné antes- de “tizados también en su propia lengua. tpuesto, la com plicación en este caso radica en el hecho de que

lengua política a todos los ciudadanos; y allí donde se permitie’ cación privada debería exigirse, para el bien del niño que se tra­

3 es un Estado soberano independiente sino una provincia de la aadiense, y esa nación no tiene una, sino dos lenguas políticas.

en ciudadano, que uno de sus elementos fuera el dominio de la 1

■ ciudadanos del Estado canadiense (y no sólo de Quebec), los os tienen derecho a acceder a su lengua política. La pregunta que

tica. De más está decir que tal dominio es consecuente con el he' el medio de instrucción sea otra lengua, y aun con el aprendizaj lenguas. Nuestro interés real en este punto consiste en estabfr

tantearnos, entonces, es si en los estados que son oficialmente a los hablantes de una de las lenguas necesitan adquirir fluidez

son las lenguas que terminan hablando los escolares. Las minorías lingüísticas tienen interés en que sus hijos d f

para alcanzar la ciudadanía en condiciones igualitarias. Desde e vista empírico, la historia de Suiza sugiere que no es necesa-

lengua política, pero también se caracterizan por el deseo, arr"'

adáffica, por ejemplo, con sus once lenguas políticas, ni siquiera

166

| LA É TI CA DE LA I DE N T I D A D

LAS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I DA D

resultaría posible. La respuesta a esta pregunta dependerá de muchas con­

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deba imponer la enseñanza del inglés a los niños de Quebec cuyos padres no desean que ello ocurra. Claro está que tendrán mayores oportunida­

tingencias históricas (tales com o cuál es el grado de confianza que existe entre las comunidades en vista de sus relaciones previas), y de cuestiones

des si aprenden inglés; sin embargo, podrían tener oportunidades aun

de estructura política (tales com o hasta qué punto existe -e n Canadá, Bélgica o Suiza- una política descentralizada para las regiones con dife­

mayores si aprendieran chino, hindi o español. Si el aprendizaje del inglés fuera innecesario para tener acceso a una participación política apropiada,

rentes lenguas políticas). Y, en consecuencia, cualesquiera sean los méritos o las dificultades prácti­

el hecho de que brinda oportunidades no sería una razón más válida para

cas de la actual resolución política que se ha dado en Quebec a esta cuestión,

aprendizaje del chino. Si es verdad que los funcionarios de Quebec actua­ rían de manera incorrecta al permitir que los niños anglófonos evitaran

el modo en que ha sido conceptualizada —mediante una política de recono­ cim iento- la concibe exactamente al revés. Taylor dice, a modo de aproba­ ción, que “el gobierno ha impuesto restricciones a los ciudadanos de Quebec en nombre de la meta colectiva de la supervivencia”.59 Pero el aspecto que debe tenerse en cuenta al decidir cuál será la lengua principal en las escue­ las estatales no es el del mantenimiento de una identidad étnica francófona —no es la survivance— sino la igualdad de ciudadanía en un Estado francó­ fono. Según la ley de Quebec, “ le frunzáis est la langue officielle de Quebec”. Una vez que un proceso democrático ha hecho del francés la lengua política,

obligar a los niños a aprenderlo que la que se podría argüir en favor del

el aprendizaje del francés, también lo harían si se opusieran a que los niños aprendieran inglés a fin de coartarles el acceso a una identidad anglófona. Toda vez que sea posible ganar acceso a una identidad mediante el aprendizaje de una lengua y que exista el deseo de hacerlo, no es un asunto - del Estado impedir que ello suceda. !

Para generalizar, puede decirse que hay dos maneras de brindar ciuda­ danía plena a las comunidades que hablan lenguas minoritarias. Una es hacer que su lengua sea una de las lenguas políticas, y conceder a esas mino -

el acceso a esta lengua es un derecho de todos los ciudadanos, por lo eral

rías el derecho a acceder a las comunicaciones oficiales en esa lengua. (Aquí

debe ser puesto a su disposición. Además, el acceso a las lenguas minorita­

es importante asegurarse de que los aspectos prácticos de este proceso den

rias representa un interés lo suficientemente central como para que los niños

como resultado una igualdad real en la participación política.) La otra con­

que pertenecen a comunidades minoritarias tengan, a la vez, acceso a su pro­ pia lengua. (Y una comunidad sabia y cosmopolita también alentará a los

siste en enseñar a las minorías la lengua política, mientras se les permite, si así lo desean, mantener su propia lengua: ésta es la vía que se ha seguido

niños a que aprendan lenguas que, en este sentido, no sean las suyas.) La survivance se beneficia por la elección de la lengua francesa como len­

en la India y en los países plurilingües de África. El caso canadiense deja en

gua política, por supuesto: ésa es en parte la razón por la cual fue demo­ cráticamente elegida como lengua política, y tal objetivo constituye una consideración perfectamente aceptable para la política democrática. No obstante, esos objetivos deben ser administrados en el marco de la ciuda­ danía igualitaria y de un interés en la autonomía de los ciudadanos, y no mediante nociones de identidades obligatorias: permitir que exista una minoría sin acceso apropiado a la lengua política viola la igualdad; obsta­ culizar el aprendizaje de otras lenguas viola la autonomía. Si la lengua inglesa fuera la única lengua política de Canadá, no cabría duda de que los ciudadanos de Quebec tendrían el derecho de que tam­ bién ésta les fuera enseñada. Pero no lo es; y, dado que el país es bilingüe) siempre y cuando los monolingües estén en condiciones de ejercer una ciu­ dadanía plena -u n a cuestión que, por su índole, no admite resoluciones demasiado circunscritas- no existen razones evidentes por las cuales se 59 Taylor, M

u l t i c u l t u r a l i s m .. ., op - c it .,

p. 53.

claro que en los países donde la participación política está estratificada y los diferentes niveles tienen diferentes lenguas políticas, estos principios pueden conducir a resultados complejos; sin embargo, dados los patrones profundamente abigarrados según los cuales se distribuyen las lenguas entre los estados, cualquier solución que se busque deberá ser compleja. La política lingüística constituye una cuestión difícil y de importancia central para la administración de muchos estados modernos plurilingües, cuya pluralidad de lenguas es el resultado de historias de migración -tanto voluntaria como involuntaria-y de conquista.60Espero haber indicado una

60 Existe gran cantidad de bibliografía académica acerca de la política lingüística y las políticas lingüísticas, pero nadie que estuviera interesado en el tema debería ignorar los estudios, excelentes tanto desde el punto de vista empírico como desde el analítico, del politicólogo David D. Laitin, incluidas las siguientes obras: I d e n t i t y I n f o r m a t i o n : T h e R u s s i a n - s p e a k i n g p o p u l a t i o n s i n t h e n e a r a b r o a d , íthaca, Cornell University Press, 1998; L a n g u a g e r e p e r t o i r e s a n d S t a t e c o n s t r u c t i o n i n A f r i c a , Cambridge, Cambridge University Press, 1992; y P o l i t i c s , l a n g u a g e , a n d t h o u g h t : • t h e S o m a l í e x p e r i e n c e , Chicago, University o f Chicago Press, 1997.

168

I LA ÉTICA DE LA I DEN TI DAD

LAS E X I G E NC I AS DE LA I DE NT I DA D

| 1Ó 9

manera plausible de abordar el problema. N o obstante, incluso después de

nos ocupamos de los aspectos de la autenticidad que siguen direcciones

este apenas bosquejado análisis de las políticas vale la pena repetir algo

opuestas, porque enfocamos con gran nitidez la diferencia entre dos pla­

que dije en el prefacio: este libro se propone seleccionar y explorar deter­ minados conceptos clave de nuestro pensamiento acerca de la ética de la

nos de la autenticidad que la política contemporánea del reconocimiento parece homogeneizar.

identidad. N o es - n o se propone ser- un libro de prescripción política o de propuesta de políticas. Si me he equivocado acerca de Quebec, espero

A fin de iluminar el problema, partiré de una observación de Taylor sobre Herder: a saber, que Herder “ aplicó su concepto de originalidad en

que haya sido porque entendí mal su historia política. N o apunto a que se desarrollen las políticas que he señalado, con sus consiguientes predicados fácticos, sino a establecer de qué manera deberían influir en la construcción de una política las consideraciones lingüísticas como material para la iden­

dos planos, no sólo en el plano de la persona individual entre otras perso­ nas, sino también en el del pueblo portador de una cultura entre otros pue­ blos. De la misma manera que los individuos, un Volk debe ser fiel a sí mismo, es decir, a su propia cultura”.62Después de todo, tal como dije antes, es muy probable que hoy en día, en muchos lugares, la identidad indivi­

tidad y como herramienta de ciudadanía. Aquí, al igual que en el resto del libro, mi objetivo es comenzar por los intereses de los individuos y mos­ trar cóm o las identidades confieren a los individuos intereses complejos que la ética -y, por lo tanto, una política satisfactoria- debe tomar en cuenta.

dual -cu ya autenticidad clama por reconocimiento- tenga como com po­ nente de su dimensión colectiva lo que Herder habría considerado una identidad nacional. Entre otras cosas, es el hecho de que un individuo sea (por ejemplo) afroamericano lo que conforma el yo auténtico que éste pro­ cura expresar. Y es, en parte, porque ese individuo procura expresar su yo que busca obtener el reconocimiento de una identidad afroamericana. Ésta

EL SÍNDROME DE MEDUSA

Vale la pena recalcar que el individualism o ético no tiene una relación simple de amistad o enemistad con el “reconocimiento” ; y no cabe duda de que los lectores atentos de Hegel, tales como Charles Taylor y Axel H onneth, están en lo cierto cuando dicen que gran parte de la vida social

es la circunstancia que vuelve problem ática la noción de “yo opuesto” que propone Lionel Trilling, puesto que el ser reconocido como afroam e­ ricano implica la aceptación social de esa identidad colectiva, lo cual no

51o requiere el reconocimiento de su existencia sino también una dem os­ tración real de respeto por ella. Si el hecho de que un individuo se entienda jfeomo afroamericano implica que se vea como alguien que se resiste a las

y política moderna gira en torno de estas cuestiones de reconocimiento. Claro está que en nuestra tradición liberal consideramos que el reconocimiento, en gran parte, consiste en aceptar a los individuos y sus identi­ dades: y tenem os una noción, que proviene (com o dice Taylor) de la ; ética de la autenticidad, según la cual, en igualdad de circunstancias, las | personas tienen derecho a ser aceptadas públicamente como lo que son \ en realidad. Es porque alguien ya es auténticamente judío u homosexual J que le negamos algo cuando le exigimos que oculte ese hecho; que “ pase” j como decimos, por algo que no es. Sin embargo, com o se ha observado a| menudo, la manera en que se desenvuelve gran parte del discurso del reco-| nocim iento está reñida con el núcleo individualista que alberga el dis?| curso de la autenticidad.61 El panorama se complica particularmente cuando^ 61 Las identidades cuyo reconocimiento analiza Taylor son, en gran medida, lo que jd podemos llamar “ identidades sociales colectivas”: la religión, el género, la etnia, laJ raza, la sexualidad. Esta lista es en cierto modo heterogénea: tales identidades | colectivas son importantes para sus portadores y para otros de maneras muy | diferentes. La religión, por ejemplo, a diferencia de todas las demás, implica 'Sj

adscripciones a credos o compromisos con ciertas prácticas. Ei género y la sexualidad, a diferencia del resto, tienen su fundamento en el cuerpo sexual; ambas se experimentan de maneras diferentes, en diferentes momentos y lugares, aunque, ¿asta donde yo sé, la identidad de género propone normas de conducta, de vestimenta y de carácter. Y, por supuesto, el género y la sexualidad, a pesar de estas similitudes abstractas, se diferencian profundamente de muchas maneras: en nuestra sociedad, por ejemplo, pasar por hombre o por mujer es difícil, y pasar por heterosexual (u homosexual) es relativamente fácil. Existen otras identidades colectivas-los discapadtados, por ejemplo- que han buscado el reconocimiento siguiendo el modelo de las minorías raciales (con las cuales comparten la experiencia de la discriminación y el insulto), o de los grupos étnicos (como ocurre Con los sordos). Y hay castas en el sur de Asia, y clanes en todos los continentes, y clases -con grados muy variables de conciencia de sí mismas- en todo el mundo industrializado. Pero las identidades colectivas más importantes que hoy exigen cocim iento en América del Norte llevan la rúbrica de la religión, el género, la etnia (o la nacionalidad), la raza y la sexualidad; y creo que el hecho de que nos :nciernan por razones tan heterogéneas debería inspirarnos el cuidado de no dar * "r sentado que lo que es aplicable a una de ellas es aplicable a todas. Taylor, Multiculturatism. ,.,op. cit., p. 31.

170 ¡ LA É TI CA DE LA I D E N T I DA D

normas de los blancos, a las convenciones estadounidenses mayoritarias,

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DEN TI DAD

I 171

blanca, la cultura blanca, frente a la cual toma posición el nacionalismo

al racismo (y, quizás, al materialismo o al individualismo) de la “cultura

afroamericano contestatario, no forma parte de lo que configura la

blanca”, ¿por qué debería, al mismo tiempo, procurar que esos otros blan­ cos le brinden reconocimiento? (Tendré más para decir acerca de estas

dimensión colectiva de las identidades individuales de los negros esta­ dounidenses.

paradojas del respaldo en el próxim o capítulo.) En otras palabras, hay al menos una ironía en la manera en que uno de

Tista objeción me parece lisa y llanamente falsa. Lo que demuestra su fal­

los ideales de autenticidad -e l lector lo reconocerá si lo llamo “ideal bohe­ mio”- , que nos exige rechazar gran parte de lo que es convencional en nues­ tra sociedad, cambia de dirección y constituye la base de una “política de reconocimiento”.63 Ahora bien, podemos ser escépticos respecto del ideal bohemio, o verlo como una mera complacencia o afectación; sin embargo,

sedad es el hecho de que esta form a de nacionalismo exige, entre otras isas, un reconocimiento de la identidad negra por parte de la “sociedad blanca”. Y aquí “reconocimiento” tiene el significado que le da Taylor: no limita a la mera aceptación de la existencia de esa identidad. La identid afroamericana (al igual que otras identidades etnorraciales estadou-

la noción de que las identidades se fundan en el antagonismo -recorde­ mos a las Águilas y las Serpientes- a esta altura ya no debería resultar sor­

tenses) está centralmente configurada por la sociedad y las instituciones ;adounidenses: no puede verse como una construcción exclusiva de las

prendente. Acabo de usar el ejemplo de los afroamericanos, y quizá parezca que la objeción que planteo no es aplicable al nacionalismo negro estadouni­

munidades afroamericanas, de la misma manera que la identidad blanca está hecha sólo por los blancos.

dense: la identidad afroamericana, podría decirse, está configurada por la sociedad, la cultura y la religión afroamericanas. El argumento podría enun? ciarse de la siguiente manera:

Hay otro error en la concepción corriente de la autenticidad como ideal: e refiero al error del realismo filosófico (hoy com únm ente denom ido “esencialismo” ), que parece ser inherente a la manera en que suelen lantearse las cuestiones relacionadas con la autenticidad. La autentícid comienza hablando de un yo verdadero que está sepultado, un yo

Es el diálogo con esos otros negros lo que configura el yo negro; son esos contextos negros la fuente de los conceptos mediante los cuales los. afroam ericanos se configuran a sí mismos. Por lo tanto, la sociedad

63 La ironía no es el único problema del bohemio. Como vimos en el capítulo 1, esta noción de autenticidad ha incorporado una serie de errores de antropología filosófica. En primer lugar, se equivoca en no ver aquello que Taylor -o , de hecho, George Herbert M ead- reconocieron con tanta claridad, a saber, la manera en que, el yo, como dice Taylor, está dialógicamente constituido. La retórica de la autenticidad propone no sólo que yo tengo una manera de ser que es totalmente mía, sino también que, para desarrollarla, debo luchar contra la familia, la religión organizada, la sociedad, la escuela, el Estado: todas las fuerzas de la convención. Sin embargo, esta noción no es correcta, no sólo porque yo desarrollo la concepción de mi propia identidad en un diálogo con lo que otras personas entienden que soy (el argumento de Taylor), sino también porque mi identidad: constituye de manera crucial a través de conceptos y prácticas proporcionados po" la religión, la sociedad, la escuela, el Estado, y que están mediados en diversas medidas por la familia. El diálogo configura la identidad que desarrollo a medida^ que crezco: pero el verdadero material con el cual la formo me lo proporciona, parte, mi sociedad, mediante lo que Taylor llama “su lenguaje en sentido amplio”, incluido el lenguaje del arte, el de los gestos, etc. Tomaré prestado y expandiré el término “monológico” de Taylor para describir aquí las nociones de autenticidad' que caen en estos errores relacionados.

ie es necesario desenterrar y expresar; recién después del romanticismo desarrolla la idea de que el yo propio es algo que uno crea, inventa, com o se tratara de una obra de arte. Por razones que mencionamos en el capíb x, ni la imagen de la esencia distintiva de m i yo, oculta como una pepita oro que espera ser desenterrada, ni la noción según la cual yo puedo rentar el “yo” que se me ocurra deberían tentarnos: tal como hemos visto, 'entamos nuestro yo a partir de un conjunto de opciones proporcionapor nuestra cultura y nuestra sociedad. Hacemos elecciones, sin duda, :o no establecemos de manera individual las opciones entre las cuales os a elegir. Desatender este hecho equivale a ignorar las “redes de ínterlición” que propone Taylor, a no reconocerla construcción dialógica del , y así caer en lo que Taylor llama la “falacia monológica”. Si admitimos estas objeciones, podemos preguntarnos hasta qué punto heríamos reconocer la autenticidad en nuestra moral política: y la resesta dependerá, sin duda, de la posibilidad de desarrollar una explíca­ l a de la autenticidad que no sea monológica. Sería demasiado pretencioso tar que las identidades que claman por reconocimiento en el coro muí[tural tienen que ser monológicas. Sin embargo, creo que un m otivo rnable para sospechar de gran parte del discurso multicultural contem•ráneo es que las concepciones de identidad colectiva que presupone ado­

172

I LA É T I C A OE LA I D E N T I D A D

LAS E X I G E N C I A S DE LA I DE NT I DA D

! 173

lecen de una notable falta de sutileza respecto de la comprensión de los

sultos, sino como un aspecto central y valioso de su ser. Puesto que la

procesos mediante los cuales se desarrollan las identidades, tanto indivi­

Y a de la autenticidad requiere que expresemos qué somos en primer

duales com o colectivas. Y no estoy muy seguro de contar con la aproba­ ción de Taylor cuando sostengo que las identidades colectivas, una vez

gar, el siguiente paso que dan los estigmatizados es exigir que se los reco'zca en la vida social como mujeres, homosexuales, negros, católicos. Y

disciplinadas por el conocimiento histórico y la reflexión filosófica, serían

'do que no existía una buena razón para tratar mal a las personas con

radicalmente distintas de las que hoy desfilan ante nosotros en pos de reco­

;características, y dado que la sociedad, no obstante, continúa tratán-

nocimiento y, como resultado, suscitarían cuestiones diferentes de las que él aborda. Para sintetizar, y de una manera bastante poco filosófica: sos­

las de manera degradante, ellas exigen que resistamos los estereotipos,

pecho que Taylor está más contento que yo con las identidades colectivas que habitan nuestro m undo tal como son, y quizás ésta sea una de las razo­ nes por las cuales yo no me siento tan dispuesto a hacerles las concesiones que les hace él. Porque una ética de la identidad (para anticipar el análisis que hago en el capítulo 5) debe afrontar dos cuestiones distintas aunque no del todo separables: cómo deberían ser tratadas las identidades existen­

;e desafiemos los insultos, que eliminemos las restricciones. Esas viejas restricciones sugerían la existencia de libretos de vida para s portadores de esas identidades, pero se trataba, en gran parte, de libre;negativos. De más está repetir que las identidades sociales no se cons’yen ab ovo, que nuestras elecciones están a la vez constreñidas y sibilitadas por prácticas y creencias existentes; sin embargo, ello no sigica que siempre “tomemos las cosas como vienen”. Y en ciertos momen-

tes, y qué clase de identidades deberían existir. Com o ya hemos visto, las grandes identidades colectivas que exigen reco­

mían en tela de juicio - y transformaban- el significado de su identidad,

nocimiento conllevan nociones que indican cóm o debe comportarse una

te ha sido, sin duda, una de las dimensiones más notables de los gran-

históricos vimos cómo algunos grupos, con la fuerza de un huracán,

persona con esas características: ello no significa que haya un m odo de

movimientos identitarios de fines del siglo xx. A fin de construir una

comportamiento que deberían seguir los homosexuales o los negros, sino

la digna, ha resultado natural tomar la identidad colectiva y componer

que existen conductas apropiadas para homosexuales y para negros. Esas nociones proporcionan normas o modelos amplios, que desempeñan un

etos de vida positivos para reemplazar los negativos. Un afroamericano, "pués del movimiento Black Power, toma el viejo libreto de odio de sí

papel en la configuración de los proyectos básicos de aquellos cuya iden­ tidad individual no puede prescindir de esas identidades colectivas. Una

ismo, el libreto según el cual él es un nigger* y trabaja, en comunidad otros, para componer una serie de libretos de vida positivos. En estos retos de vida, el térm ino negro se resignifica,** lo cual para algunas sonas entraña, entre otras cosas, rechazar la asimilación a las normas teas de habla y conducta. Y ser negro en una sociedad racista implica fse constantemente obligado a afrontar agresiones que afectan la pro­ dignidad. En este contexto, no bastará con la reivindicación del dere-

vez más, las identidades colectivas proporcionan lo que he llamado “libre­ tos”: narraciones que las personas usan para dar forma a sus intereses y para relatar la historia de su vida. Y ésta es la razón por la cual, como hemos visto, las dimensiones personales de la identidad tienen un funcionamiento diferente del de las colectivas. ¿Cómo se aplica esta idea general a nuestra situación actual en Occidente? Vivim os en sociedades en las que determinados individuos no han sido

'0 a vivir una vida digna. Ni siquiera bastará con la exigencia de ser tratado •igual dignidad a pesar de ser negro, porque ello sugeriría que el hecho

tratados con igual dignidad porque eran, por ejemplo, mujeres, homose­ xuales, negros o católicos. Dado que, como observa Taylor, nuestras iden­

ser negro, hasta cierto punto, va en menoscabo de la propia dignidad, í, lo que se termina pidiendo es ser respetado como negro.

tidades se configuran de manera dialógica, las personas que tienen esas características las consideran centrales - a menudo, negativamente centrales- para su identidad. Hoy en día existe un acuerdo generalizado acere? de la grave incorrección que constituyen los insultos que ofenden la dig^ nidad de las personas con determinadas identidades y las limitaciones que se imponen a la autonomía de esas personas en nombre de identida­ des colectivas. Una de las respuestas de los estigmatizados ha consistido en reivindicar esas identidades colectivas, no com o fuente de limitaciones e

Término despectivo para referirse a los negros. [N. de la T.]. En el original inglés, “being a Negro is recoded as being black”. “Negro” también es un término despectivo, en tanto que “black” es neutro y adquiere una ^connotación fuertemente positiva en el marco del movimiento de Black Power (“Poder Negro”). En este caso hay un cambio de término, pero ello no ocurre necesariamente en todas las instancias de resignificación. En español, cuando se Ysa un término de este tipo en forma peyorativa, se le suele agregar un ^complemento insultante. (N. de la T.)

174

I LA

LAS E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D

é t i c a de la i d e n t i d a d

Quizá valga la pena reescribir este párrafo como un párrafo acerca de la

[ 175

se ajusta demasiado a un libreto, que no se resiste demasiado a los capri­

identidad gay: un homosexual estadounidense, después de Stonewally

chos individuales. Aunque es posible que mi raza y mi sexualidad sean

la liberación gay, toma el viejo libreto de odio de sí mismo, el libreto según

elementos de mi individualidad, alguien que me exija organizar mi vida

el cual debe ocultar su sexualidad, y trabaja, en comunidad con otros, para '

en torno de esos aspectos no es un aliado de mi individualidad. Dado que

construir una serie de libretos positivos de vida homosexual. En esos libre­

las identidades, en parte, están constituidas por concepciones sociales y por el trato com o”, en el ámbito de la identidad no existe una línea muy clara que separe el reconocimiento de la imposición.

tos de vida, el término “ marica” se resignifica como “gay”, y ello requiere, entre otras cosas, rehusarse a ocultar su sexualidad. Y ser abiertamente homosexual en una sociedad que priva a los homosexuales de igual digr nidad e igual respeto im plica verse constantemente obligado a afrontar; agresiones que afectan a la propia dignidad. En este contexto, no bastará con la reivindicación del derecho a vivir abiertamente como homosexual ‘ N i siquiera bastará con la exigencia de ser tratado con igual dignidad a pesar de ser homosexual, porque ello sugeriría que el hecho de ser homo*; sexual, hasta cierto punto, va en menoscabo de la propia dignidad. Así, lo.; que se termina pidiendo es ser respetado como homosexual. Espero que se haya notado mi solidaridad con estas historias sobre

c

identidades negra y gay, que emanan de los movimientos identitarios d las décadas de 1960 y 1970. Comprendo el desarrollo de estas historias; qi sea incluso necesario, desde el punto de vista histórico, o estratégico, qu estas historias se desarrollen así, pero creo que necesitamos dar el pas'

:l í m

it e s y p a r á m e t r o s

2:’ iEn un ensayo m uy conocido, “ Equality and the good Ufe” Ronald Dworkin retoma la idea de Aristóteles según la cual “una vida buena tiene el valor steherente de una actuación diestra”, y propone lo que él llama “el m odelo el desafio . Este modelo “ sostiene que el hecho de vivir una vida consjye en sí mismo una actuación que exige destreza, que es el desafío más ande e im portante que podemos enfrentar, y que nuestros intereses ás apremiantes son los logros, los acontecimientos y las experiencias :indican que hemos respondido bien al desafío” Ahora bien, la noción

siguiente, que consiste en preguntar si las identidades que han sido coi truidas de esa manera nos contentarán a largo plazo. Exigir el respeto alguien como negro o como homosexual puede conllevar limitaciones not

: quiero tom ar prestada de Dw orkin es la útil diferenciación de las ñeras en que nuestras circunstancias ocupan un lugar en la evaluaón de nuestra respuesta al desafío. Algunas de esas circunstancias (inclui­

blemente rígidas respecto de cómo ser un afroamericano o una perso"

os nuestros atributos físicos, m entales y sociales) actúan com o itrámetros, dice Dworkin, que definen qué es para nosotros haber tenido —to en la vida. Ellas son, de algún m odo, parte del desafío que debe­ os enfrentar. Otras circunstancias representan los límites: los escollos e obstruyen nuestra realización de la vida ideal que los parám etros adan a definir.

que se siente atraída por gente de su mismo sexo. Así, es posible que “ maneras apropiadas” de ser negro y de ser homosexual adquieran carga particularmente enfática: habrá que satisfacer exigencias, cump' expectativas, prepararse para ganar batallas. A esta altura, alguien que to­ en serio la autonomía quizá se pregunte si no habremos reemplazado tiranía por otra. Sabemos que los actos de reconocimiento, y el aparí civil que corresponde a ese reconocimiento, llegan a veces a anquilor las identidades que son su objeto; puesto que aquí la mirada tiene el pod de transform ar su objeto en piedra, podemos llamar a este proceso “síndrome de Medusa”. La política del reconocimiento, si se emprende co' celo excesivo, parece requerir que el color de piel propio o que el cuesexual propio sean reconocidos políticamente de maneras que consti yen un obstáculo para aquellos que desean tratar su piel y su cuerpo sej como dimensiones personales de su yo. Y aquí el término ‘ personal hace referencia a significados sociales secretos, o (per impossible) carel de libreto, o inocentes, sino que, más exactamente, se refiere a algo que-'

A l pensar acerca de su propia vida, cada persona debe decidir cóm o tribuirá sus circunstancias entre esas categorías, de la misma manera un artista debe decidir qué aspectos de la tradición heredada defin su arte, y si son barreras o bien instrumentos para su creatividad, orkin escribe: ;No tenemos un molde establecido que nos ayude a tomar esa decisión, ú en el arte ni en la ética, y ningún modelo filosófico nos lo puede proporcionar, ya que las circunstancias en que vive cada uno de noso tros están dotadas de una enorm e complejidad. [...] Cualquier persona que se pregunte con seriedad cuál de las diversas vidas que puede lie-

176

I LA ÉTICA DE LA IDENTIDAD

LA S E X I G E N C I A S DE LA I D E N T I D A D

I 177

var es correcta para ella discernirá, consciente o inconscientemente, cuá­

esas categorías ha servido como instrumento de subordinación, como cons­

les de sus circunstancias constituyen límites y cuáles, parám etros.4

treñimiento de la autonomía, como representante de la desgracia. Es posi­ ble demostrar que algunas identidades, de hecho, fueron creadas com o parte de una taxonomía de la opresión. Y en el contexto de las leyes con­

Una de las circunstancias que Dworkin incluye entre sus parámetros es la de ser estadounidense. Su'americanidad”, dice, es“una condición de la vida

tra la discriminación,por ejemplo, esas identidades son tratadas como una

buena para” él.65 Así, por ejemplo, aunque haya enseñado jurisprudencia en Inglaterra durante m ucho tiempo y haya influido, sin duda, en el desa-,

remediada. Sin embargo, el hecho de que las categorías que fueron conce­

rrollo del pensamiento legal inglés, sus contribuciones a la jurisprudencia constitucional estadounidense tienen un significado especial para él, sig­

bidas para la subordinación también puedan ser usadas para movilizar y otorgar poder a las personas que pasan a ser miembros de una identidad

nificado que deriva del hecho de que los Estados Unidos - y no Inglaterra^ es su país. D e igual manera, cuando describimos los parámetros de núes-*

que se afirma a sí misma demuestra la índole reversible de esos términos

tra vida, es muy probable que contemos entre ellos a nuestras identidades sociales. , , Para volver al análisis de la identificación por el que comencé, podri­ m os pensar que el hecho de identificar a alguien como L equivale a trat “su ser L” como un parámetro. Sin embargo, de la misma manera que, relación con la identidad, no existe una línea clara que separe el reconcim iento de las imposiciones, la relación entre los parámetros y lo s . tes es flexible y cambiante. Consideremos una vez más la hornosexualída Para algunas personas, la homosexualidad es un parámetro: son abier m ente homosexuales, y -felices o infelices, ricas o pobres- la vida procuran llevar es una vida en la que las relaciones con miembros de; mismo sexo ocupa un lugar central. Otros piensan su sexualidad como > limitación: buscan desesperadamente librarse de sus deseos homose* les y, si no pueden librarse de ellos, querrían al menos resistirlos. A l mi; tiempo, las circunstancias que uno podría asumir com o meros imp' mentos pueden transmutarse en un modo positivo de ser. Así, para mu1" sordos, la sordera no es un límite sino un parámetro: no tratan de ven una discapacidad, sino de vivir vidas exitosas como personas que ti* dificultades para oír. Una condición se transforma en una identida'

especie de minusvalía que no debe ser tomada en cuenta o que debe ser

(La desconcertante facilidad con que los límites se vuelven parámetros evoca la vertiginosa oscilación entre estructura y agenda que exploramos en el capítulo anterior, y puede ayudar a explicar la ambivalencia que a menudo caracteriza el discurso de la “política de la identidad” ) En cali,dad de parámetros, las identidades brindan un contexto para elegir, para ■ rSlefimr la forma de nuestra vida, pero también proporcionan una base de jápoyo para la comunidad, para las formas positivas de la solidaridad. Y es en absoluto incoherente considerar que la pertenencia a una identi id es a la vez un lím ite y un parámetro; el m ilitante del nacionalismo ro que deplora la supremacía blanca tiene plena conciencia de que su lor lo constriñe, incluso en el mismo momento en que procura transrmarlo en la base de una forma política de resistencia. Entonces, tam1los límites y los parámetros están unidos por un camino de ida y vuelta. Sm embarS°> estas observaciones no implican que hayamos perdido de otras aspiraciones y otros ideales, entre ellos lo que Peter Singer ha "nominado el círculo en expansión” de nuestras simpatías morales. Los Hornos de la identidadson profundamente reales, y sin embargo, no son 1“ ^Perecederos, inmutables o trascendentes que otras cosas que hacen hombres y las mujeres. De hecho, el discurso de la división y de la falta

sordo se transforma en el Sordo. Creo que la distinción entre límites y parámetros nos ayuda a veri qué la “ identidad" se ha transformado en locus de intuiciones poli'

armonía puede conducirnos a perder de vista la existencia de poderofuerzas compensatorias: el conflicto puede producir identidades, pero ""bien puede ser una poderosa fuerza unificadora entre grupos de iden-d. No resulta novedoso -y, en cierto m odo, tampoco es un pensamiento

tan opuestas. Negro, mujer, homosexual, aborigen: muchas de las id: dades que tienen prominencia política son precisamente categorías,

uyó de manera decisiva a forjar una identidad estadounidense que redujo

han funcionado como límites, que se conformaron como repuesta ,

eminencia social de las pequeñas divisiones sociales, y que fue la Segunda

actitudes y los actos de desprecio u hostilidad de los demás. Cada un

rra Mundial en particular, más que ninguna otra circunstancia, el facjue tom ó inevitable la era de los derechos civiles.

/orkin, Sovereign virtue, op. cit., p. 2.60. L, p. 261.

todo alentador- decir que el efecto de las dos guerras mundiales con-

|os acontecimientos que tuvieron lugar en el parque estatal Robbers e confirman esta intuición con un esquematismo casi cómico: la sed

178

I I A ÉT I CA DE LA I DEN TI DAD

de sangre que se había conjurado con tanta facilidad para enfrentar a los

4

dos grupos finalmente amainó ante algo que los investigadores denomi­

El problema con la cultura

naron “metas com partidas de orden superior”. Cuando la animosidad que oponía a los dos grupos y la solidaridad que reinaba en el interior de cada uno comenzaban a salirse de cauce, los investigadores idearon una serie de crisis comunitarias: la necesidad fue la madre de la concordia. Para comenzar, los investigadores sabotearon el sistema de abasteci­ miento de agua del campamento. Los dos grupos de chicos, cada vez más. sedientos, trabajaron juntos para identificar el problem a y repararlo. Después se rompió un camión que debía buscar alimentos para ellos... o, m ejor dicho, aparentó a todas luces haberse roto. Había que remolcarlo con una cuerda, y sólo la fuerza colectiva de ambos grupos -las disolutas Serpientes y las magnánimas Á guilas- haría posible llevar a cabo la tarea. Pronto se bajaron los estandartes y se dejaron a un lado las diferencias puta­

'M a

tivas. Hombro con hombro, tirando de la misma cuerda que usaban parcom petir entre sí (los experimentadores tenían buen ojo para el simbo^

Nadie puede haber dejado de notar el considerable vapuleo que ha reci­

lism o), los niños remolcaron el camión varado cuesta arriba. Ninguna de las crisis por sí sola bastaba para eliminar la venenosa ani­

1a anorexia hasta el zideco, puede explicarse como el producto de la cultura

m osidad que enfrentaba a las Serpientes y las Águilas; sin embargo, varias crisis en serie dieron como resultado una genuina confraternidad y la disc lución de las fronteras sociales. El camión arrancó; llegaron los alimen-1 tos, y los dos grupos colaboraron en la preparación de la comida. “Despuésde la cena estalló una amistosa guerra de agua a orillas del lago”, apunt: ron los investigadores; sin embargo, tal como tuvieron el cuidado de agre-, gar, “los ataques acuáticos no se produjeron grupo contra grupo”.66

r c a r l a d if e r e n c ia

bido la palabra “cultura” en los últimos años: parecería ser que todo, desde ide algún grupo.1 Tan es así que cuando escuchamos esa palabra nos dan "ganas de correr en busca del diccionario. • Algo muy parecido ocurre con el término “diversidad”, hoy favorito de los directores corporativos, los administradores educativos, los políticos y los expertos. Y estas dos tendencias confluyen en la noción de “diversi­ dad cultural” : la idea de que los Estados Unidos son una sociedad de enorme "diversidad cultural se ha transformado en una de las devociones más devo­ tas de nuestra era. De hecho, la diversidad estadounidense es innegable, como también la necesidad de dar una respuesta a toda esa diversidad. Lo que no parece estar tan claro es que es nuestra diversidad cultural la que merece atención. Comencemos por un lugar donde la idea de cultura realmente parece 'explicar algo. Cuando los judíos del shetl y los italianos del villagio llega­ ron a Eliis Island, trajeron con ellos una nutritiva “sopa” de lo que llama­ mos cultura: trajeron una lengua y canciones y dichos e historias; -trasplantaron una religión con tradiciones, creencias y rituales específicos, una cocina con cierta calidez rural y vestimentas distintivas; además, vinie­ ron con ideas particulares acerca de la vida familiar. A menudo era de lo

66 Sherif, The Robbers Cave...,op. dt.,p. 179.

1 Sobre la anorexia, véase Mervat Nasser, Culture and weight consciousness, Nueva York, Routledge, 1997. Sobre el zideco, véase Dick Shurman, “New Orleans, Louisiana, and Zydeko”, en John Cow leyy Paul Oliver (eds.), The newblackwell guide to recorded blues, Cambridge, m a , Biackweii Publishers, 1996.

l 80 I LA ÉTICA DE LA I D E N T I DA D

más natural que sus nuevos vecinos, al observar a esta nueva generación de inmigrantes, preguntaran acerca del significado y las causas de esas cos­ tumbres extrañas; y las respuestas sensatas más frecuentes eran “es cosa de italianos”; "es cosa de judíos”. O, sencillamente, "es su cultura”. No deja de sorprender hasta qué punto se han extinguido las diferen­

EL PROBLEMA CON LA CULTURA I l 8 l

dón. Hoy en día se habla mucho de la hispanización de los Estados Unidos; de hecho, la lengua española es moneda corriente en tiendas y calles donde hace treinta años no se habría oído en absoluto. Sin embargo, com o ha ¡señalado el lingüista Geoffrey Nunberg, la proporción de residentes que

cias de ese tipo en los Estados Unidos: la proporción de estadounidenses nacidos en el extranjero es considerablemente menor que hace setenta años;

ao hablan inglés es apenas un cuarto de su equivalente de 1890, cuando se hallaba en pleno auge el último gran período inmigratorio. Nunberg cita «na encuesta de Florida según la cual el 98% de los hispanos desea que

entre los grupos de inmigrantes, las tasas de exogamia aumentaron verti­ ginosamente en las últimas décadas, y cada vez menos estadounidenses! viven en un vecindario donde se concentran habitantes con un origen

resultados muestran que en California una vasta mayoría de hispanos de jwimera generación habla inglés con fluidez de nativo, y que sólo el 50%

"nacional” común. La retórica de la diversidad fue aumentando a medida' que declinaba su realidad demográfica. La sociólogaM ary Waters ha argu-': m entado de manera muy persuasiva que el residuo cultural de aquella;

esus hijos hablan algo de español.3Si ser estadounidense significa enten­ er el inglés, entonces los hispanos nacidos en los Estados Unidos apruem el examen de manera abrumadora (y la tendencia va en aumento);

nutritiva sopa de inmigrantes es apenas un caldo magro.2Aún hay sederi:

»vemás, el promedio de fluidez en lengua inglesa es igualmente alto entre ©s hijos de inmigrantes asiáticos.

y misas nupciales, gefilte fish y spaghetti, pero... ¿cuánto de la concurren­ cia a misa, del conocimiento de italiano o de las preferencias culinarias^ matrimoniales resuena hoy en día en un nombre italiano? Incluso los judíoí

Süs hijos hablen bien el inglés, y un estudio de la Corporación

rand

cuyos

La lengua es sólo una de las muchas cosas que tienen en común los esta­ dunidenses. Éste es un país donde, por ejemplo, casi todos los ciudada-

—de quienes se habría esperado que no desdibujaran su diferencia , dadó:

's saben algo de béisbol y de baloncesto. Y también com parten una

su estatus de pequeño grupo no cristiano en medio de una sociedad abrumadora mayoría cristiana- cada vez resultan más difíciles de identfi

íiliaridad con nuestra cultura de consumo. Com pran al estilo estaunidense y saben mucho sobre los mismos bienes de consumo: C oca­ la, Nike, Levi-Strauss, Ford, Nissan, g e . Ven en su mayoría películas de

ficar como grupo social. La historia habitual de la inmigración no es aplicable a los descendie.

ollywood y saben los nombres de varias estrellas de cine, e incluso es pro-

tes de los esclavos africanos, quienes no han gozado del privilegio de vo verse "blancos”. Sin embargo, el llamativo contraste que separa las historí

es de algunas de las “personalidades” de ese medio.

fle que los pocos que no miran mucha televisión puedan recitar los nom-

de negros y blancos puede conducirnos a desatender las semejanzas qi las unen. Hay, en efecto, formas del habla inglesa que son características los negros (aunque en el habla negra, tal como en la blanca, también h grandes variaciones regionales y de clase), pero de lo que hablamos a.

’ tam bién las diferencias religiosas, que supuestamente persisten, son más perficíales de lo que podría pensarse. En efecto, el tan comentado cre-

es de formas del inglés. De hecho, a pesar de las grandes olas de inmij ción de las últimas décadas, cerca del 97% de los estadounidenses adult -cualquiera sea su co lo r- hablan inglés “como nativos” ; y todos los conforman ese 97% pueden entenderse entre sí, con un ajuste ocasional acentos aquí y allá. Más aun: si no contamos a los inmigrantes más reci'

mo es posible observar a menudo, el judaismo estadounidense es, en toayor parte, sumamente estadounidense. Y en cuanto a los católicos de país, son un incordio para Roma porque tienen esa cualidad tan ... no, tan protestante. Entre otras cosas, se caracterizan por reivindicar el ;cho a la libertad individual de conciencia, por lo cual no se someten -más a la línea de la iglesia respecto de la contracepción o el divorcio.4

tes, la proporción se acerca al 100 por ciento. N o sólo los blancos y los negros, sino también los asiáticos y los in genas comparten la lengua inglesa. Ni siquiera los hispanos, el único gru^ étnico estadounidense que se define por la lengua, constituyen una exce

2 Mary Waters, Ethnic options, Berkeley y Los Ángeles, University of California Press, 1990.

ento de ciertas sectas ortodoxas y fundamentalistas parece atestiguar ^generalización del credo cívico, aunque sólo sea a m odo de reacción,

¡Seofixey Nunberg,“ Lingo Jingo: Engtish only and the new nativism”, American hospect, N° 33, julio-agosto de 1997, pp. 40-47. íéase Stephen Macedo,“Transformative constitutionalism and tbecase of -ligion: defending the modérate hegemony o f liberaJism”, PolíticaI Theory 26, í° 1, febrero de 1998, pp. 58-89.

182

I LA ÉTICA Ot LA IDENTIDAD

E l PR OB LE MA CON LA CULTURA | 1 8 3

Más importante aun, la mayoría de los estadounidenses que afirman tencfc

p i c a n a , la cultura Judía: todas estas frases fluyen con naturalidad. Pero

una religión (es decir, la mayoría, poco más o menos) la consideran esen?

■ Sí se pregunta cuál es la marca distintiva de los homosexuales, o de los

cialmente un asunto privado, respecto del cual no quieren que el gobier

lerdos o de los judíos, no resultará obvio que a cada identidad corresponda

les brinde ayuda ni les imponga obstáculos. Incluso los padres de la Coalición,; Católica, quienes desean que se implemente la oración en las escuelas, sólf

ittna cultura distinta. La palabra hispano” suena como el nombre de un

aspiran, en general, a que se sostenga la fe de sus hijos, y no que la escue pública se ocupe de convertir a los hijos de los demás. En estos aspecto fundamentales -la soberanía de la conciencia individual en el marco de jéconfesión, y la intimidad de la creencia religiosa- las religiones estado' nidenses, cualesquiera sean sus denominaciones sectarias formales, sigu. una decidida tendencia protestante. Muchas de las tradiciones religios, provenientes de Asia, cuya im portancia ha aumentado con la actual o. inmigratoria, están adquiriendo características estadounidenses con gr* celeridad. Gran parte del Islam que se practica en los Estados Unidos, per ejemplo, aprueba la separación entre Iglesia y Estado con la misma vetr

ipo cultural definido por el rasgo cultural común de la lengua española; :Í&í embargo, como ya he señalado, sólo la mitad de los hispanos califoríos de segunda generación habla el español con fluidez, y esa propor1 caerá en la generación siguiente. La categoría “hispano” es, sin duda, *fih producto tan estadounidense como la de “blanco” y la de “negro”, un insultado de la inmigración, un recurso para censar la población del país. Cualquiera sea la “cultura” que comparten los campesinos guatemaltecos ebn los profesionales cubanos, la pérdida de la lengua española confirma te la categoría ‘hispano” está mermando desde el punto de vista cultu­ ral, de la misma manera que ya ha ocurrido con la etnicidad blanca. De hecho, podríamos preguntarnos si no hay una relación entre la merma íl contenido cultural de las identidades y la estridencia creciente de sus

mencia con que los musulmanes de otros países la resisten. Com o ghanés, m e impresiona el contraste que percibo entre la reali

^vindicaciones. Aquellos inmigrantes europeos, con sus costumbres pro­

dad estadounidense y la de mi país de origen, donde la diversidad es murh

b a m e n t e distintivas, se ocupaban de exigir la americanización Iingüís-

más sustancial. Tomemos el caso de la lengua. Cuando yo era niño, viví* mos en una casa donde a diario se hablaban al menos tres lenguas mate ñas. En Ghana, cuya cantidad de habitantes es similar a la del estado Nueva York, hay varias decenas de lenguas vivas, y ninguna de ellas hablada en el hogar - o siquiera entendida con fluidez- por la mayoría d

1de sus hijos, de hacerlos aprender la cultura oficial de los Estados Unidos, factible sospechar que no necesitaban insistir en el reconocimiento público fsu cultura, por la simple razón de que la daban por sentada. Sus des­ cendientes de clase media, cuya vida cotidiana se desenvuelve en inglés y •;Se extiende eclécticamente desde m t v hasta la comida china para llevar, se ;desconciertan al percibir que sus identidades, en comparación con las de

la población. Entonces, ¿por qué en los Estados Unidos, un país mucho menos diverso que la mayoría de las otras sociedades, nos preocupa tanto la diversidad^ nos inclinamos tanto a concebirla como cultural? A esta altura, creo qué; no sorprenderé a nadie si digo que la diversidad que nos preocupa no 1

nonnas y bobes, son en cierta manera más superficiales, y entonces se ?ábocan a exigir que todos reconozcamos la importancia de su diferencia. ^ Algo similar ha ocurrido con los afroamericanos. Cuando aún había jarreras legales para la obtención de la ciudadanía plena, antes de los fallos

tanto una cuestión de culturas sino de identidades. Com o hemos visto, las identidades sociales que claman por reconoció miento son extremadamente variadas. Algunos grupos llevan los nombr:

ídécada de 1960, el asunto más importante que los negros tenían en su agenda política no era lograr que el Estado y la sociedad reconocieran la existen-

de sus anteriores pertenencias étnicas (italianos, judíos, polacos); otro corresponden a viejas razas (negros, asiáticos, indios), o a religiones (batí* tistas, católicos, otra vez judíos). Algunos son regionales (del sur, del oeste* de Puerto Rico), pero otros son grupos nuevos que combinan gente de orí­ genes geográficos particulares (hispanos, asiáticos estadounidenses) o cate­ gorías sociales (mujeres,homosexuales, bisexuales, discapacitados, sordos); que no pertenecen a los otros grupos. Y hoy en día, no nos sorprendemos: en lo más mínimo cuando alguien hace un comentario acerca de la cul­ tura” de esos grupos. La cultura Gay, la cultura de los Sordos, la cultura

judiciales de Brown y Loving y la legislación de los derechos civiles de la

iáa de una cultura negra exclusiva, sino aquello que los negros tenían en féOmún con los blancos: su humanidad y los famosos “derechos inaliena­ bles”. En parte como resultado de esos cambios legales, los afroamerica­ nos de clase media, cuya religión y cuya lengua siempre fueron muy similares % las de sus vecinos blancos y protestantes, ahora están aun más cerca de :«sos blancos en muchos aspectos culturales y económicos. Y es precisaímente en este momento que muchos de ellos se sienten atraídos por un yaffocentrismo que exige el reconocim iento público de la exclusividad "cultural de los afroamericanos.

184

l la é t i c a de la i d e n t id a d

EL P R O B L E M A CON LA C U L T U R A | 1 8 5

No niego (¿quién podría hacerlo?) que, en general, existen diferencias

tura : kókya era la manera en que la palabra “cultura” había pasado a

significativas entre las vivencias de blancos y negros en los Estados Unidos. Todos sabemos que los negros más pobres se concentran en los barrios

nuestra lengua. Muchos años más tarde, cuando iba con un amigo que trabaja en el palacio de la Reina Madre asante a una celebración que lo entu­

céntricos de las ciudades, con pésimas escuelas y sin empleo; que persiste

siasmaba mucho, le pregunté por qué ese acontecimiento le parecía tan importante. Él me miró, perplejo, por un instante, y respondió: “Eyé ye kókya”. “ Es nuestra cultura ”

la discriminación respecto de la vivienda, el trabajo y el sistema legal; qu§ los blancos suelen huir de los barrios cuya población negra asciende por encima de un punto que “ inclina la balanza” A muchos negros pobres de la ciudad (igual que a muchos blancos pobres de las zonas rurales) les va mal en una economía a la cual, supuestamente, le está yendo bien. Todo

destacable minuciosidad académica en otra parte, pero es justo señalar que nuestra palabra deriva gran parte de su energía del romanticismo alemán

eso lo concedo. Pero el hecho de que la clase media negra ha crecido* está mejor que nunca es innegable; y son principalmente ellos, y no los

de los siglos x v n i y x ix , que fue en sí mismo una formidable contrailus­ tración. A l menos desde El proceso de la civilización, de Norbert Elias, que

pobres, los que lideran la lucha por el reconocimiento de un legado culi: tural afroamericano distintivo, en el preciso momento en que las diferen*.

apareció en Alemania en 1939. se ha hecho habitual establecer un contraste gntre la noción alemana de Kultur (que es posesión de un Volk y aspira a

cías culturales están disminuyendo. Con estas consideraciones no me propongo recomendar que no tome-*

kautenticidad) y el ideal francés de dvilisation, que se propone ser un ideal -Universal y aspira a una racionalidad progresiva .6 Sin embargo, mientras

mos en serio los numerosos reclamos que se hacen en nombre de la cultun sin embargo, sí creo que debemos proceder con cierta cautela, dado quent

®n extraordinario impulso intelectual. No pasó mucho tiempo hasta que

aproximamos a un terreno especialmente pantanoso. Es evidente que concepto de cultura ha sido historizado y diseccionado hasta perder toda su vitalidad. En estos días, en el contexto de la globalización, ha s’ ^ gido una profunda inquietud en torno de la exportación de la cultura oc^“ dental; no obstante, entre las im portaciones más exitosas de la cultm occidental se cuenta la del propio concepto de cultura, un concepto q ahora se enarbola en contra del “ imperialismo cultural” Marshall Sí señala que todos los otros pueblos se han apropiado de alguna variante^ este término occidental: tanto los amazónicos como los habitantes de islas Salomón se encuentran con que tienen una “cultura . Tal como co cluye Sahlins,“el desarrollo de una conciencia de la propia cultura entre-' antiguas víctimas del imperialismo es uno de los fenómenos más notab de la historia mundial de fines del siglo xx.* Cuando yo era niño, en Kum m i tierra natal, el"Centro Cultural” era un lugar donde escuchábamos; cusión y bailábamos al ritmo de los tambores, donde podíamos ver có se tejían nuestras telas de kénté y cómo se fundía el bronce para hacer na., tras pesas de oro. Podíamos visitar un modelo de “complejo tradición y ver cómo nuestros antepasados habían cocinado para nuestros jefes idea era celebrar y representar nuestra cultura; y cuando nos dirigíanv Centro, decíamos, en asante-twi, Kyékó kókya”, que significa “vamos a :5

5 Marshall Sahlins, “Goodbye to Tristes Tropes: ethnography ¿n the context o f modern world history”, J o u r n a l o f M o á e m H i s t o r y 65,i 993>PP- 3-4-

No me propongo reconstruir una genealogía que ya ha sido trazada con

que el concepto d e 1civilización” adquirió mala fama, el de “cultura” ganó ^ etnólogos comenzaron a considerarlo parte de su disciplina, en partígilar Sir EdwardBurnettTylor, cuya definición de Ja palabra, publicada en 71, ha sido muy citada. La cultura, escribió Tylor, “es esa compleja tota’ad que incluye el conocimiento, las creencias, las artes, la moralidad, la ley, las costumbres y cualesquiera otras capacidades y hábitos adquiridos or el hombre como miembro de una sociedad” En el siglo xx, en espeal después de Franz Boas, esta noción sociocientífica comenzó a ser utiida por la floreciente profesión de los “antropólogos culturales”. En la ■ de posguerra se popularizó una manera de pensar la cultura como algo lar a un lenguaje, algo cuyos códigos podrían admitir una explican sistemática. O quizás (y éste fue el giro posmoderno), la interpretanunca dejaría de ser una práctica cultural más: entonces, tal vez las ‘turas fueran comparables a expresiones lingüísticas, a poemas, a cosas las .7Así, casi todas las posiciones concebibles han sido adoptadas y cri­ das en el curso de un debate secular. Hasta taj punto, que resulta ine v i­ to preguntarse si el concepto de cultura, luego de haber contribuido a Se cree que Herder, a quien esta palabra debe su aceptación, tomó prestada de ,rCicerón la metáfora de la filosofía como cultivo de uno mismo (“cultura autem [úmi phiiosophia est” ). dward Burnett Tylor, P r i m i t i v e c u l t u r e , Londres, John Murray, 1871, p. 1 |trad. p.: C u l t u r a p r i m i t i v a , M a d r i d , Ayuso, 1976). En su libro C u l t u r e : t h c « n t h r o p o l o g i s t s ’ a c c o u n t , o p . c i t ., Adam Kuper propone un agudo y convincente t o u r d ’h o r i z o n .

186

I LA É TI CA DÉ LA I D E N T I D A D

EL PR OBLE MA CON LA CUL TU RA

| 187

ampliar nuestro campo de visión, no debería ser desechado com o la esca­

justificar la importancia de la pertenencia cultural como bien primario”,

lera de Wittgenstein. Tal como he señalado, ahora esta noción se ha vuelto;;

escribe Kymlicka en Liberalism, community, and culture. Ello es asi por­

ubicua, pero a costa de perder asidero conceptual. Casi podríamos decir que se trata de un dilema bíblico: ¿en qué beneficia a una palabra tener

que la autonomía tiene como requisito las elecciones, y la cultura brinda ?el contexto de elección : sólo si se cuenta con una estructura cultural rica y-segura es posible adquirir una conciencia vivida de las opciones dispo­

todo el m undo a sus pies si para hacerlo debe perder su propia alma?

nibles y examinar sus valores con inteligencia”. Así, la preocupación por apuntalar nuestra cultura ‘no está reñida, sino que concuerda, con el ¿l

a

c u ltu r a es u n

b ie n

interés liberal por nuestra habilidad y libertad para juzgar el valor de nuesi tros planes de vida”.9

?

;

Existen otras variantes de esta idea básica con las que Kymlicka también

Claro está que m i interés particular en este capítulo se centra en las firn*

iSimpatiza. Concuerda con Ronald Dworkin (que nos invita a ver la cultura

ciones asignadas a la cultura en el campo de la teoría política, donde, comet verem os, este concepto ha ocasionado una confusión considerable. Eqi

‘como bien público, igual que los parques y los puentes) en que la cultura “pro­ porciona los lentes a través de los cuales identificamos el valor de las expe­

m uchos aspectos, la cultura puede resultar importante para la teoría poli*;

riencias ;10ycon Margality Raz (en su trabajo “National self-determination” ) pn que la familiaridad con una cultura determina las fronteras de lo imaygmable”.11 Nótese una vez más que el enfoque de Kymlicka es declarada­

tica (y particularmente para la justicia social), pero creo que la maneramás( simple de incluirla ha sido adjudicarle la categoría de recurso, de bien. Bife los casos en que, lejos de ser un mero supuesto, esta categorización est$ fundamentada, es posible encontrar diversas líneas argumentativas y m ál

mente individualista, puesto que el bien involucrado es, en última instancia, p n bien para las personas y no para los pueblos. Y es importante tener en ;Cuenta esta observación, porque en los argumentos de Kymlicka, así como

de una interpretación del concepto de “bien”. Permítaseme abordar dos di| los principales enfoques.

en los de tantos otros teóricos que abordan este tema, el término “cultura” unas veces se refiere al paquete tyloriano y otras veces a la pertenencia a un

La cultura como bien primario Es sabido que para Rawls los bienes representan la “satisfacción del deseó?

7 este cambio semántico no suele estar señalado con claridad.

grupo cultural (en otras palabras, a lo que he llamado “una identidad” ); ? ¿Qué se deduce, desde el punto de vista político, de la noción de cul­

racional”, y los bienes primarios “son cosas que tendría que querer un homr-t bre racional, cualesquiera sean las otras cosas que quiera”. C om o “categef" rías amplias”, Rawls cita “ los derechos y las libertades, las oportunidades' los poderes, los ingresos y la riqueza”, pero también “un sentido del pr~ pio valor”.8Esta enumeración deliberadamente incompleta parece dejar

tura como bien primario? D e más está decir que los derechos de los gru­ pos suelen considerarse una violación de la esencia del liberalismo. Es célebre la advertencia de Isaiah Berlín respecto de los peligros de expan­ dir el significado del “yo” hasta hacerlo coincidir con la tribu, la raza y otras entidades que están por encima del individuo.12Sin duda, el recurso básico /áe gran parte del “multiculturalismo liberal” ha consistido en adjudicar a

puerta abierta para muchos otros candidatos, en especial, dice Will Kymlic para la cultura. En efecto, Kymlicka piensa que Rawls no sólo le ha deja ' la puerta abierta, sino que también la ha invitado a sentarse y le ha se# vido el té. “El propio argumento que presenta Rawls para justificar la impor tanda de la libertad com o bien primario es también un argumento paray

8 “Cuando cuentan con una mayor cantidad de esos bienes, los hombres pueden tener la plena seguridad de alcanzar un éxito más grande al poner en práctica sus intenciones y promover sus fines, cualesquiera sean esos fines.” Así, en la posición original, las personas saben que quieren más y no menos de esos bienes. Rawls, A Theory ofjustice, op. cit., pp. 9> 93-

y

9 Kymlicka, Liberalism, community, and culture, Oxford, Oxford University Press, i 99i, p. 167. O, en una formulación posterior: “En términos simples, la libertad implica hacer elecciones entre varias opciones, y nuestra cultura societal no sólo brinda esas opciones, sino que también las vuelve significativas para nosotros” (Kymlicka, Multicultural citizenship, op. cit. p. 83). . 10 Ronald Dworkin, A matter o f principie, Cambridge, Harvard University Press, 1985, pp. 232-233. . u Margalit y Raz, “National self-determination”, op. cit., p. 449; y véase Kymlicka, Multicultural citizenship, op. cit., p. 83. 12 Berlín, “Dos conceptos de libertad”, op. cit., p. 218.

188

I LA É T I C A DE LA I DE NT I DA D

los grupos las libertades y las protecciones que suelen atribuirse a la esfeié' del ciudadano. Sin embargo, por todas las razones que hemos consideran Kymlicka cree que el conflicto entre el individualismo y los derechos de l grupos es un espejismo, y que estos derechos, al menos si se los valora • manera apropiada, realmente sirven a los fines del individualismo liber Desde su punto de vista, una sociedad que protege mi cultura no es mentí liberal que una sociedad que protege mi propiedad. De ahí que Kymlic apruebe lo que Iris Young llama “ ciudadanía diferenciada’ , la noción dé que “algunas formas de diferencia grupal sólo pueden ser albergadas SÍT los miembros de esos grupos tienen ciertos derechos específicos por per­ tenecer a ellos”.1314 *O, com o lo expresaría William Blake, “Una sola ley par el buey y para el león es opresión”. Kymlicka ha elaborado, con encomiable minuciosidad, un enfoque favrable a las culturas que aspira a ser consecuente con el canon del pensad

E l P RO BL E MA (DN LA CULTURA

| 189

únenos hasta cierto punto, la autonomía del aborigen individual en nom•re de la autonomía del grupo aborigen; pero Kymlicka quiere que nos ICsístamos a esta conclusión simple y veamos que, dado que la cultura es 3*n bien primario, la autonomía del aborigen individual depende del sos­ tenimiento de la “cultura societal” a la que él o ella pertenece. En el caso .délos inmigrantes, en particular cuando están presentes en cantidades con;4 iderables, Kymlicka propone medidas “poliétnicas” menos contundentes. lÉstas pueden incluir pasos positivos que apunten a prevenir la discrimi­ nación, financiación pública de las prácticas culturales de esos grupos, ■ fxención de regulaciones que im pongan cargas diferenciales, etc. “Si es ^aceptable que los inmigrantes mantengan el orgullo respecto de su idenitídad étnica -afirm a Kymlicka-, entonces resulta natural esperar que las ¿instituciones públicas se adapten para dar lugar a esa diversidad.”'5 Pero aquí el objetivo primario es posibilitar la integración. Y cuanto más escasa

miento liberal (que él identifica con Rawls, Dworkin y Nagel). Sus cac paradigmáticos se centran en las comunidades aborígenes de Canadá, ah que él extendería “derechos culturales”. (Por ejemplo, a fin de que pudi'

í*eaIa representación del grupo inmigrante, menor será su derecho a recla%$nar tales privilegios poliétnicos.

ran imponer requisitos de residencia, regulaciones para la venta de tien

piara fundamentar esa acomodación se apoyan en los valores liberales con,vencionales de igualdad y autonomía. Si un individuo necesita acceder a su cultura para hacer elecciones significativas (y respetarse a sí mismo),

y cosas por el estilo.)'4 Podría parecer que de esta manera se sacrifica, 13 Kymlicka, M u l t i c u l t u r a l c i t i z e n s h i p , o p . c i t ., p. 26; Iris Marión Young, I n c l u s i ó n a n d -d e m o c r a c y , Nueva York, Oxford University Press, 2000. 14 Según una estrategia cuyas limitaciones ya analizamos en el capitulo anterior, el •, Estado ha de otorgar d e r e c h o s e x t e r n o s (derechos contra las imposiciones culturales de personas ajenas al grupo), a la vez que minimiza las l i m i t a c i o n e s i n t e r n a s ; es decir, debe limitar el grado en que esas comunidades constriñen la autonomía de sus miembros individuales, aunque resulte inevitable establecer compensaciones entre el desiderátum de supervivencia cultural y el de las libertades individuales. Jeremy Waldron señala que las medidas como el Artículo: 27 del Convenio Internacional de Derechos Civiles y Políticos afianzan y promulgan una noción similar de cultura: “En los estados donde existen minocía|, étnicas, religiosas o lingüísticas, a los miembros de esas minorías no debe negárseles el derecho, en comunidad con los otros miembros de su grupo, a disfrutar de su propia cultura, a profesar y practicar su propia religión, a usar su propia lengua”. Además, observa: “Un informe reciente de las Naciones Unidas rechaza la opinión según la cual el Artículo 27 es solamente una disposición contra la discriminación: insiste en la necesidad [... ] de implementar medidas especiales para las culturas minoritarias y en que tales medidas son tan importantes como la no discriminación para defender los derechos humanos fundamentales en este ámbito. I-..) También pueden implicar el reconocimiento de que las culturas minoritarias tienen el derecho a protegerse limitando la intromisión de personas ajenas al grupo y las elecciones de sus propios miembros relativas a la carrera, la familia, el estilo de vida y la salida”! Waldron, Minority cultures and the cosmopolitan alternative”, op. cit., p. 756).

Vale la pena recalcar que los argumentos explícitos que presenta Kymlicka

esta dase de protecciones, sencillamente, están al servicio del individua­ lismo liberal más com ún. Garantizar a los ciudadanos el acceso más o menos básico a un bien primario es un requisito indispensable para que 11113sociedad sea justa. Así, Kymlicka ha hecho un gran esfuerzo para demos­ trar que sus sugerencias prácticas se alinean claramente con cuestiones de principio. Hasta tal punto, de hecho, que para detectar los problemas de esta pro­ puesta puede resultarnos útil comenzar por una característica peculiar de tes políticas recomendadas. Supongamos que soy un aldeano de Kokora, : Estonia, que ha decidido mudarse a Terril, Iowa, donde hay vacas y cam­ pos de maíz, pero no hay otras personas de mi mismo origen geográfico. I Si te palabra cultura” denota el usual paquete antropológico —que abarca ; desde 1a lengua hasta las prácticas nupcialesy culinarias- me resultará muy arduo “ponerte en práctica”. Tal vez eso no parezca una dificultad: puedo practicar la cultura de otro. Pero esta alternativa no tiene cabida aquí. Cuando Kymlicka sostiene que un individuo necesita “acceder a su cultura societal” para hacer elecciones significativas, subraya que lo que ese indi15 Kymlicka, F i n d i n g o u r w a y : r e t h i n k i n g e t h n o c u l t u r a l York, Oxford University Press, 1998, p. 44,

r e la tio n s in C a ñ a d a

, Nueva

190 | LA ÉTICA DE LA I D E N T I DA D

viduo necesita no es cualquier cultura, sino “su propia cultura”.16 embargo, si mi cultura y yo som os de Kokora, y yo solo no puedo pon

EL PR OB LE MA CON LA CULTURA | 1 9 1

un lado unos pocos ejem plos anóm alos), dudo de que tenga m ucho ■’tido hablar de una distribución desigual de la cultura. Comparar mi

en práctica m i cultura, ¿qué me ofrecerá la “ ciudadanía multicultural”

i con la casa de otra persona en términos de valor es algo bastante lógico,

Kymlicka? ¿El Estado se encargará de proporcionarme a otras persoi

'ro no veo cómo nuestras respectivas “culturas” podrían admitir seme-

de mi tierra natal? Nadie sugeriría semejante cosa, y no por meras cuesti

Tte evaluación ordinal. Para volver a un análisis desarrollado en el capí’o anterior, el concepto de cultura que desarrolla Kymlicka se asemeja

nes de costos administrativos. Según Kymlicka, esas “medidas poliét cas”, que brindan protección externa a mis costumbres étnicas, sólo deberí' aplicarse si hubiera un contingente significativo de inmigrantes de Koko (o, para no hilar tan fino, de Estonia), con una dotación de cocineros, sac dotes y otros trabajadores de la cultura. Y sólo si hubiera una comunic m uy num erosa y establecida hace mucho tiempo tendría yo derechc que se apliquen esas medidas más contundentes llamadas “derechos turales”. Sin embargo, si tomamos en serio la noción de cultura como rea propuesta por Kymlicka, el resultado práctico es extraño: si la cultura

stante a lo que Dworkin llama “parámetro”, y en el esquema de Dworkin *s parámetros no se cuentan entre las cosas que a un gobierno le corres­ ponde repartir equitativamente. Ello es así porque los parámetros, por esti‘ Ulación, no son recursos, sino que definen a la persona cuyo acceso a los irsos debe ser igualitario. En resumidas cuentas, el modelo de los recur's suscita más enigmas de los que resuelve. Aquí Kymlicka intenta avanzar invocando un término que han usado

un recurso, ¿por qué las medidas correctivas son mayores cuando mi nec:

/Margalit y Raz: “cultura en descom posición”. Algunos desafortunados "poseen culturas en descomposición, dice Kymlicka, y nosotros debemos

sidad es menor, com o si se revirtiera la lógica de Robin Hood? ¿Por q* ' tengo menos derecho a recibir respaldo cuando sufro las mayores prh

-atentar rejuvenecerlas. Confieso que no sé muy bien cuál es el sentido de lesta idea.18 No obstante, si lo que tenemos en mente es un período con­

ciones? La paradoja sugiere que hay algo incorrecto en la concepción

e c t iv o de transición cultural, no resulta obvio que tales condiciones dis­

cultura com o recurso.17 (Cabe aclarar que m i objetivo no es cuestión-

minuyan nuestra libertad o nuestra autonomía, es decir, nuestra habilidad

los aspectos particulares de las políticas, sino sus fundamentos. Puede'

para elegir entre un amplio margen de opciones. En efecto, como sugiere

existir toda clase de razones -algunas de índole democrática y debidas ú poder electoral; otras prudenciales y debidas a la eficiencia administrativa

John Tomasi, un “contexto de elección” menos rígido -en el cual, en com ­ paración con una comunidad cultural más estable, existen menos limita­ ciones respecto de lo que se considera un plan de vida aceptable- puede

que justifiquen la concesión de mayores provisiones para minorías étr cas de tamaño considerable: por ejemplo, que en las elecciones de FloridáC haya papeletas bilingües concebidas para los hispanohablantes, pero qtr no haya ninguna para los hablantes de occitano. Aquí, la reductio “RobiftHood” sólo surge si se insiste en la noción de cultura com o recurso.) La sospecha se confirma cuando notamos que en la tradición rawlsianaj? los recursos -incluidos los bienes prim arios- son cosas de las que se puedé; tener mayor o menor cantidad; los detalles de su distribución constitu) una profunda preocupación para una sociedad justa. Sin embargo (haciendo

16 Kymlicka, M u l t i c u l t u r a l c i t i z e t i s h i p , o p . c i t , p. 84. 17 Cuestiones similares surgen cuando Raz -en su E t h i c s itt t h e p u b l i c á o m a i n , o p . c i t , p. 174- habla del “igual estatus” de las “comunidades culturales estables y viables”. 1 Primero, claro está, uno quisiera cuestionar la lógica mediante la cual el concepto * de “ igual estatus” se extiende del individuo a la colectividad. Pero el intento de restringir el dominio de las medidas multiculturales tampoco es demasiado útil. Una vez más, esta propuesta se reduce al absurdo de la inversión de la lógica Robin Hood. Si una comunidad es estable y viable, podríamos preguntarnos, ¿poí qué necesita reconocimiento estatal? Y si no lo es, ¿por qué no lo merece?

proporcionar un grado más alto de autonom ía personal.19 Es un lugar común decir que la cultura cambia, pero lo que no resulta fácil de im agi­ nar es una persona, o un pueblo, despojados de cultura. (Sin duda, el dis-

18 “La prosperidad de la cultura es importante para el bienestar de sus miembros”, dicen Margalit y Raz (“National self-determination”, o p . c i t ., p. 449). “Si la cultura 1 está en descomposición f... ] las opciones y las oportunidades abiertas a sus miembros se reducirán, se volverán menos atractivas y las búsquedas de esos miembros tendrán menos posibilidades de alcanzar el éxito.” Estimo que detrás de este enunciado acerca de la descomposición cultural hay algo que tiene que ver con la relación entre la autonomía y la división del trabajo. Si la autonomía tiene como requisito la elección entre planes de vida, entonces las sociedades con mayores niveles de división del trabajo ofrecerán opciones más numerosas y más profundas. (Una vez más, las diferencias de “cultura” parecen tener la misma extensión que las diferencias de riqueza.) Entonces, podría decirse que el concepto de “descomposición” reemplaza al de privación material, al de sistema menos evolucionado de división del trabajo cognitivo/cultural. 19 John Tomasi, “Kymlicka, liberalism and respect for cultural minoríties”, E t h i c s 105, N° 3, abril de 1995, p. 590.

1 9 2 I I A ÉTIC A DE LA I DE N T I D A D

E l PR OBLE MA CON LA CULTURA

| 193

curso de la cultura com o recurso no surge del caso im probable de

tuando afirma: “A toda persona le conviene estar plenamente integrada en

niño salvaje criado por lobos.) “ Desde el punto de vista existencial -d i

trn grupo cultural”.21 Sin embargo, si el valor que honramos es en última

Tom asi- la pertenencia cultural es un bien primario en el mismo - y po'

instancia el de la sociabilidad, el de estar integrados en un grupo, podría­

interesante- sentido que lo es el oxígeno, por dar un ejemplo, puesto q‘

l o s preguntarnos con justicia de qué manera funciona el predicado “cul­

(prácticamente) nadie cuenta con una ventaja diferencial en cuanto a bien: no se trata de un bien que genere derechos especiales.”20 En efecÉL

tural”. Para ir al grano: ¿qué quiere decir “estar ‘plenamente integrado’ en un grupo cultural”?

el problema que suscitan las declaraciones grandilocuentes en favor del" necesidad de cultura es que no resulta fácil imaginar una alternativa, lo mismo que ocurre con la forma: es imposible no tenerla. Ahora bien, podríamos interpretar que la defensa que hace Kymlicka la cultura como “contexto de elección” no sólo implica que tenemos una? cultura, sino que tenemos tal o cual cultura en particular, en cuyo caso ¡ afirmación deja de ser trivial para volverse insostenible. Porque pocos desea-"

Mucho depende de la manera en que se interpreta esta necesidad. ¿Estaba *Rimbaud -cuando escandalizó a tout le monde antes de irse a deambular por Á fric a - plenam ente integrado en un grupo cultural? ¿Y el acadé­ mico islámico sudanés M ahm oud M oham ed Taha, que fue ejecutado por herejía en 1985 a causa de su oposición a la saría tradicional? Según parece, algunas personas se resisten de manera activa a estar plenamente integradas en un grupo, porque desean tomar distancia de los supuestos

rían respaldar esta posición (y mucho menos Kymlicka, vale la pena aclafe

del pensamiento de ese grupo; para ellas, la palabra “ integración” puede sonar a regulación, incluso a restricción: especialmente para los libera­

rar) si lo que significa es que el carácter de una cultura -las normas, valores y los atributos de alguna configuración de las formas sociales- debe ser detenido, plastificado y protegido del cambio. Los liberales suelea

les, quienes, por tradición, prefieren Freiheit a Einheit* Y no se trata de una mera afectación del cosmopolita jactancioso. Este tema ha sido m em o­

suscribir la noción milliana de experimentación y progreso social: la pers^

rablemente expresado por Philip Larkin, el menos cosmopolita de los poe­

pectiva de congelar los prejuicios, las injusticias y las intolerancias existen^

tas (al m enos según su propia descripción). En “ T h e im portance of

tes - la máxima según la cual “lo que sea que es está bien”- difícilmente ; resulte aceptable. i

elsewhere”, Larkin escribe acerca de la extrañeza de Irlanda, que repele a

Com o hemos visto, los liberales del multiculturalismo a menudo des-* criben la cultura com o una lente ético-epistemológica: como una manera de ver, de actuar, de ser, que brinda un marco de conceptos y valores; como algo que “determina las fronteras de lo imaginable”. Sin embargo, como ya he advertido, a menudo se produce un deslizamiento entre la idea lisa y llana de “cultura” y la idea de “pertenencia cultural”. Podría objetárseme que me he centrado demasiado en ese primer concepto, y que el argumento

la vez que atrae (“el rechazo salado del habla, / que tanto insiste en la diferencia, me dio la bienvenida” ), del efecto de mostrarlo a él “no invia­ ble, sino separado” ; y el poeta concluye: Vivir en Inglaterra no brinda tal pretexto: ésas son mis costumbres, lo establecido para mí: algo que sería m ucho más grave rechazar. Aquí no hay otra parte que respalde mi existencia.

en favor de la cultura como bien gana aceptación si se pone el énfasis que corresponde en el significado que tiene el hecho de ser miembro de una cultura: en la noción de pertenencia. Sospecho que la aceptación de los enunciados acerca de la pertenencia deriva de la noción básica según la cual es bueno estar integrado en la socie­ dad, es decir, es bueno tener lazos sociales; resulta difícil imaginar tales pla­

Pero quizá todas esas personas - y a sean poetas m alditos o disidentes religiosos- estén en realidad integradas en su grupo cultural, siempre y cuando lo delimitemos correctamente, siguiendo el principio según el cual “toda iglesia es ortodoxa para sí misma”. D e acuerdo con esta interpreta­

ceres de asociación sin un contexto social compartido que se parezca a lo

ción, los cínicos itinerantes de la Grecia del siglo iv procuraron tal vez mantenerse al margen de todo credo y toda costumbre, pero estaban inte­

que Tylor entiende por “cultura” compartida. En un ensayo sobre multi­

grados de lleno en su propio grupo cultural: el de los cínicos. Q uizá ia

culturalismo publicado en 1994, Raz parece sostener algo irreprochable

figura aparentemente marginada esté en realidad integrada en su propia

20 John Tomasi, “Kymlicka, liberaiism and respect for cultural minorities”, op. cit,

21 Raz, Ethics in the public domain, op. cit., p. 117. * Prefieren libertad a unidad. (N. de la T.]

P- 589-

194

I LA é t i c a d e l a i d e n t i d a d

EL P R O B L E M A CDN LA C U L T U R A j 1 9 5

cohorte cultural - s i ésta se define de manera correcta-, sea cual fuere s%.;

Soledad. En el fondo, los argumentos en favor de la pertenencia no son

cultura. Sin embargo, en ese caso, la necesidad de “integración” se vadá? en gran medida de contenido. “La mayoría de las personas vive en grui

más que argumentos en contra de la vida ermitaña. Y muy pocos de los infortunios de nuestro mundo tienen que ver con esa condición tan poco frecuente.

pos de este tipo, de manera tal que a aquellas que no pertenecen a nin?\ guno se les niega el acceso pleno a las oportunidades que en parte están; configuradas por la cultura del grupo”, sostienen M argalit y Raz.22 Pero ¿cuáles son esas personas que no pertenecen a ningún grupo? Nos resuW taría m u y difícil encontrarlas, incluso en medio de la miseria del campQ; de refugiados. “ Lo mismo puede decirse de las personas que crecen entr^v los miembros de un grupo, de manera que absorben su cultura, pero^.; quienes luego se les niega el acceso a ella porque se les niega la pertenen£ cía plena al grupo”, continúan Margalit y Raz. Una vez más, resulta mu£ difícil determinar quiénes cum plen con los requisitos. Los judíos de lá Budapest del almirante H orthy -p o r considerar, casi al azar, algún apa% rente candidato- no responden a esa descripción, dado que la exclusión? que enfrentaron no era cultural en primer lugar (carecían de acceso apir

La cultura como bien social Hasta ahora hemos explorado un enfoque individualista del tema de la cul¿tura, en el cual se la considera un recurso (en el sentido en que Rawls Entiende los recursos) a disposición de los individuos. Quizás ese indivi­ dualismo nos haya puesto en una situación incómoda; entonces, ahora podemos abordar el tema desde un enfoque perpendicular, centrado en •k noción de cultura como bien irreductiblemente social. Y un “bien social” es lo mismo que un mero bien público, como un puente o un dique, le se justifica con referencia a los individuos a quienes beneficia. En

piado al empleo, a la protección legal y cosas por el estilo, pero no a la cul*

contraste, un bien social es un bien cuyo valor no puede reducirse a la satisfricción de una serie de deseos de los individuos. Charles Taylor, el más per-

tura nacional), y lo mismo puede decirse de los árabes israelíes o de los?

íasivo exponente de esta visión de la cultura, es un atento detractor del

kurdos turcos. Podemos pensar en la “semicasta” de los niños aborígena

jreduccionismo. Objeta rotundamente la concepción disociativa de tales

que fueron arrancados de sus hogares y adoptados por familias “ bit

.ienes, según la cual (ironiza) “a una cierta proporción de los quebequen-

cas”, o criados en orfanatos, en el marco de un programa que los fun dí narios del gobierno australiano llevaron a cabo durante más de seis décac

;‘les gusta’ la preservación de la lengua francesa, y entonces eso es un «en, de la misma manera en que lo son los helados de chocolate y las radios transistores”. Pensar de ese m odo equivale a pensarnos fuera de la culJtUra y a extrañarnos de lo que nos importa de ella. “Los voceros del nacioalismo, o del gobierno republicano, no consideran que el valor de esos Jtáenes dependa de su popularidad”, insiste Taylor. “Creen que son bienes ás allá de que les otorguemos o no reconocimiento, bienes que deberíaos reconocer.”23Otros autores han registrado preocupaciones consonan-

Las atrocidades son reales, pero dudo de que la m ejor manera de descri; birlas sea decir que son “ culturales”. Se agravia a las personas cuando s* las excluye del ejercicio del poder, cuando se las despoja y se las priva una posición igualitaria ante la ley. (También, para señalar lo evident" cuando se las secuestra y se las arranca del amor de sus familias.) Per aquí se trata, en primer lugar, de una exclusión política, no cultural. Resul*~! peligroso confundir una forma de agravio con la otra. En efecto, es posi ble asegurar que los desposeídos disfruten de una com unidad c u ltu r estable y distintiva - s i se considera que ésa es una prioridad- a través d una variedad de medios, y quizás el más evidente sea el que responde nombre de segregación. De más está decir que nada podría alejarse más de lo que tienen en mentéí los paladines de la pertenencia cultural. Sin embargo, como ya he seña lado, la atracción inmediata que ejerce el ideal de pertenencia cultural radic^. simplemente, en que la alternativa parece ser la condición de la más abye'

22 Margalit y Raz, “National self-determination”, op. cit., p. 444.

, Taylor, “Irreducíbly social goods”, en Philosophical arguments, op. cit., p. 142. No .resulta evidente que tal noción de “ bienes sociales” sea inconsecuente con el individualismo ético. Si no, compárese con la muy similar formulación que hace Raz de los “bienes colectivos”. Éstos son bienes públicos inherentes, que deben ser distinguidos de los bienes públicos contingentes. El agua limpia es un bien público contingente, que importa sólo mientras los individuos no tengan control sobre su propio suministro de agua. En contraste, dice Raz, “Es un bien público inherente el hecho de que esta sociedad sea una sociedad tolerante, que sea instruida, que esté imbuida de un sentido del respeto por los seres humanos, etc.”. Raz sostiene que la creencia en estos bienes inherentes es compatible con el humanismo, con el individualismo ético y, en particular, con el previo establecimiento de un compromiso con la autonomía personal.

196

I LA ÉT I CA DE LA I D E N T I D A D

tes. “Los intereses de los grupos no pueden reducirse a los intereses de i

EL PR OB LE MA CDN LA CULTURA

| 197

la comunidad en sí como entidad diferenciada. De acuerdo con esta

individuos” argumentan Margalit y Raz en su ensayo sobre la autodet

sa de argumentación, la “tesis del valor” subsiste gracias a una plausi-

minación nacional. “ No es necesario referirse a los intereses individua

idad prestada. Los bienes que consideramos sociales (o “comunales”,

para que tenga sentido hablar de la prosperidad o la declinación de grupo, de las acciones y políticas que sirven a los intereses de un grupo

la nomenclatura de Griffin) se definen con referencia a una rela4n entre personas: se definen con referencia a un grupo. Son bienes que individuo no puede disfrutar solo, sino que dependen de interacdo:sociales. Pero nos equivocamos al pasar de estas proposiciones, que son reprochables desde el punto de vista definitorio y causal, a la proposición

los perjudican. El grupo puede florecer si su cultura prospera, pero no significa necesariamente que haya mejorado la situación del conjun* de sus miembros o de alguien en particular.” 1* Para Charles Taylor se trata de un argumento simple: “Como individuo^ valoramos ciertas cosas; consideramos que ciertos logros son buenos, qr ciertas experiencias son satisfactorias, que ciertos resultados son positivos! observa. “ Peto esas cosas sólo pueden ser buenas de ese determinado modo£ o satisfactorias de acuerdo con su manera particular, a causa de la coroi? prensión de fondo que se ha desarrollado en nuestra cultura.” Y concluy con celeridad: “ Si esas cosas son bienes, entonces, en igualdad de condicie*? nes, también lo es la cultura que las hace posibles. Si yo quiero maximiza*

[ún la cual tal o cual valor no puede explicarse haciendo referencia al -peí que desempeña en la vida de los individuos.27 La cultura, escribe Taylor, [...] no es un mero instrumento de los bienes individuales. No puede distinguirse de ellos como su mera condición contingente, algo sin lo cual ellos podrían existir en principio: eso no tiene sentido. La cultura

esos bienes, debo abrigar el deseo de preservar y fortalecer esa cultura. Pero-

está esencialmente vinculada a lo que hemos identificado com o bien. En consecuencia, resulta difícil ver cóm o podríamos negarle el título

la cultura como bien o, más cautelosamente, como el lugar donde se depos’i

de bien, no sólo en algún sentido debilitado, instrumental, com o en el

sitan algunos bienes (porque también puede incluir muchas cosas repren? sibles), no es un bien individual”.2 25 4

caso del dique, sino en sentido intrínseco. Decir que un determinado tipo de heroísmo que requiere dar la vida es bueno, o valorar la calidad

La cautela de Taylor nos resulta muy útil, porque la diferencia entre un: bien y un lugar donde se depositan bienes es algo que no se debe desaten?

de una experiencia estética, equivale a calificar de buenas las culturas en las que ese tipo de heroísmo o ese tipo de experiencia son opciones con­ cebibles. Si vale la pena cultivar esas virtudes y esas experiencias, enton­

der. En este sentido, la existencia de un sistema monetario es un lugar de riqueza, y no una forma de riqueza. Y la riqueza de una persona puede ser un bien individual aun cuando el sistema monetario no lo sea.26 Incluso si pensáramos que la cultura -q u e Taylor define como “el conjunto de prác­ ticas, instituciones y comprensiones” que dan sentido a nuestras acciones-? es un lugar donde se depositan bienes, su naturaleza social no garantiza­ ría que esos bienes fueran sociales. De hecho, la existencia misma de bienes sociales irreductibles no deja de ser controvertida. Algunos filósofos, entre los que se destaca James Griffin, han argumentado que no hay bienes genuinamente comunales, que sean valiosos no sólo para los individuos de una com unidad sino

24 Margalit y Raz, “National self-determination”, op. cit, pp. 449-461. 25 Taylor, “Irreducibly social goods”, en Philosophical arguments, op. cit., p. 136. 26 En “Cross-purposes”, Taylor escribe acerca de la tendencia a confundir dos senlidos de la palabra “bien”: “En sentido amplio, significa cualquier cosa valiosa que busquemos; en un sentido más estricto, se refiere a los planes de vida o modos de vida así valorados” (op. cit., p. 194).

ces tiene que valer la pena fomentar las culturas, no com o instrumentos contingentes, sino en sí mismas.28 Pero ¿quién es el “nosotros” de este pasaje? Supongamos, en primer lugar, que es alguien que está fuera de la cultura en cuestión. Y pongamos como ejemplo la ética de honor de la promoción de oficiales que subscribía los duelos en la Viena de Arthur Schnitzler. Supongamos que la lectura de El teniente Gustl nos hace comprender esa ética, simpatizar con el joven ofi­ cial cuyo honor ha sido ofendido y respaldar su deseo de vindicación. (Sería una reacción sumamente extraña, pero se trata de una conjetura filosó­ fica.) ¿Quiere decir que vemos el heroísmo del duelista como un bien? Si es así, entonces Taylor parece equivocarse: se puede reconocer un bien inserto en una cultura sin lamentarse en lo más mínimo por la desaparición de esa

27 James Griffin, Well-being: its meaning, measurement, and moral importance, Oxford, Oxford University Press, 1986, pp. 387-388. 28 Taylor, “Irreducibly social goods”, op. cit., p. 136.

1 9 8 | U É TI CA OE U I D E N T I D A D

E l PR OB LE MA CON LA CUL TU RA

cultura. Si no, es de suponer que, si lo consideramos un bien, lo conside*

l>A É T IC A P R E S E R V A C I O N I S T A

ramos un bien por nuestra cuenta. En ese caso, nuestro juicio demuestra que esa cultura no es necesaria para sostener ese valor. Supongamos, ahorad' que el “nosotros” es alguien que está dentro de la cultura en cuestión. El

i

hecho de que alguien valore lo que valora no constituye un argumento para nada, y mucho menos para “fomentar” una u otra cultura; en ese sen-

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: Lo que preocupa a muchos militantes y activistas, y entre ellos a un número considerable de teóricos políticos, no es la movilidad del concepto de cul­ tura, sino la naturaleza perecedera de las culturas existentes. A su modo : ver, si tomamos en serio las culturas - y a sea com o bienes individuales ©como bienes sociales- debemos ocuparnos de su preservación. En efecto,

tido, cualquier forma de vida se validaría a sí misma. Pertenecer a una cul­ tura moral es tener tal o cual cosa por bien; declarar que nuestra cultura *

4as palabras y las imágenes que se usan para hablar de la destrucción cul­

es buena porque contiene cosas que hemos identificado com o buenas

tural -o , para expresarlo de manera más neutra, del cambio cultural- se

constituiría un acto de narcisismo y, casi no hace falta mencionarlo, de

caracterizan por hacer referencia a la destrucción de la vida humana: la asi­ milación se lee como aniquilación. Los karen, en Birmania, se preocupan ante la posibilidad de “extinguirse gradualmente como com unidad”; los

petitio principii. Ahora bien, un valor es com o un aparato de fax: no sirve de mucho si: lo tiene una sola persona. Entonces, si se piensa que “una cierta clase de heroísmo que requiere dar la vida” es un valor, estaría bien, sugiere Taylor, intentar la prom oción de tal heroísmo. N o obstante, quizá la cultura que rodea y sostiene ese valor contenga muchas cosas reprobables, de; manera que aquí es preciso proceder con cautela. En primer lugar, no resulta claro cóm o debemos delimitar eso que llamamos “cultura”. En la concepción holística de Tylor, tendríamos que sostener absolutamente todo, lo cual no parece m uy correcto; entonces, terminamos pasando de la acepción más extensa de cultura (el enorme océano de prácticas, con­ venciones, conceptos, valores) a la acepción más reducida de cultura (a; m enudo denotada mediante frases atributivas: “ la cultura de tal y cual-; cosa” ). Im aginem os un estadounidense que valora la castidad y estápreocupado porque, a partir de los años 1960, la m ayoría de sus compa-triotas dejaron de hacerlo. Podría ocurrir que esa persona deseara pro-* m over una cultura (en su acepción reducida) de la castidad: difundilí un m ovim iento de la abstinencia, en la esperanza de ganar adeptos. tal caso, no estaría prom oviendo la cultura (en su acepción extensa) dd? 1880 - o de cualquier otra época que, a su parecer, hubiera sido la últimi; en valorar la castidad de manera apropiada- porque no le incum biría^ las innumerables otras cosas que esa cultura hubiera contenido (por ejera pío, la particular cultura del honor que conducía a batirse a duelo). M‘ circunstancia de que un bien esté inserto en una forma de vida puedü constituir una razón para registrar esa forma de vida, pero de ninguna manera constituye una razón para promoverla. (Una vez más, el hech_: de que una persona sienta el im pulso de cambiar la cultura sugiere qir un individuo puede, en soledad, adherir a un valor que ya no se encuert; tra en circulación general.) Por todas estas razones, el concepto de cul­ tura com o bien social demuestra ser un blanco móvil.

%ihar, en la India, no desean “extinguirse como los indios norteamerica­ n o s” ; si los sikhs no pueden vivir como iguales, se enfrentan a una “extin’ón virtual”; los sindhis de Pakistán temen que los “conviertan en pieles -jas”. En su magistral estudio Ethnic groups in conflict, Donald Horowitz cha compilado con gran facilidad una larga lista de tales descripciones, en ; que la supervivencia cultural se identifica con la supervivencia física.29 itonces, quizá no deberíamos sorprendernos cuando William Galston mpara la liberalización de comunidades intolerantes con la masacre de íy Lai, haciendo aparecer nada menos que a Kymlicka como el William ¡Calleyde la cultura. Pocos temas suscitan emociones tan violentas, y cuanto lás abstracto es el planteo tanto más violentas se vuelven las emociones, embargo, por regla general, la ética preservacionista se postula, pero 1se defiende con argumentos. Quizá la propuesta de Ronald Dworkin según la cual nos considera­ dos fideicomisarios de nuestra cultura pueda proporcionar algún funda. ^nto: “Heredamos una estructura cultural, y tenemos el deber, que se riva de un simple sentido de la justicia, de dejar esa estructura al menos rica como la encontramos”.30 Pero decir esto no equivale a respaldar, .jnucho menos a defender, la ética preservacionista, es decir, el interés por supervivencia de una cultura en particular. No hay nada que impida a m fideicomisario responsable cambiar las acciones de Union Carbide t Horowitz, Ethnics groups.. op. cit., pp. 176-177. Y -véase el periódico de habla ¿¡inglesa Dawn, del 6 de marzo de 1995: “Los sindhis viven sumidos en el temor ■ perpetuo de correr la misma suerte que los indios pieles rojas a causa de la interminable migración hacia [el] sector urbano de la provincia, no sólo desde el interior del país, sino también desde India, Bangladesh, Birmania, Irán, Afganistán y otros lugares semejantes”. 30 Dworkin, A rnatter o f principa op. cit., p. 133.

200

I LA ÉTIC A DE LA I DE N T I D A D

que tiene en su cartera de valores por acciones de us Steel, y nada en el m odelo de fideicomiso nos impediría cambiar nuestra lengua nacional

E l P R OB L E MA CDN LA CUL TU RA

| 201

naciones más pequeñas pueden necesitar el derecho al autogobierno para controlar la dirección y la proporción del cambio.”32

de inglés a español o esperanto. Margalit y Raz se acercan más a una argu­

Quien se pregunte qué cuenta aquí com o “inundación” y de qué manera

mentación cuando hacen hincapié en el hecho de que a los grupos “abar­

precisa representa un daño no encontrará ayuda. Sin embargo, no debe

cadores” les va m ejor cuando se gobiernan a sí mismos. Pero los vientos que corren entre la autonomía política y la diferenciación cultural soplan en ambas direcciones: es inevitable que se afecten mutuamente. Y cuando los grupos étnicos se sumergen en entidades más grandes -cu an do los napolitanos empiezan a pensarse como italianos-, es muy probable que a los individuos les vaya mejor. Desde el punto de vista del individualismo ético, la pregunta que debemos plantear es: ¿qué tiene de malo que la iden­ tidad provenzal - o napolitana, o saboyana- pierda su prominencia en tanto

olvidarse que se trata de una idea con doble filo, especialmente en el con­ texto de la inmigración. Com o se recordará, la señora Thatcher se com pla­ cía en usar el térm ino en sus denuncias respecto de 3a amenaza que representaba la afluencia de extranjeros de piel oscura, y Charles Moore, por entonces editor del Spectator, se basó en la m ism a noción cuando hizo sus célebres comentarios de hace una década: Es posible ser británico sin hablar inglés ni ser cristiano ni ser blanco;

que el poder asciende a un nivel más global? ¿Es un problema moral que los pueblos del reino de Champa hayan sido absorbidos hace mucho tiempo en lo que ahora se piensa com o Vietnam? ¿Que las poblaciones, antes

no obstante, Gran Bretaña es en esencia anglófona y cristiana y blanca, y de sólo pensar que podría transformarse en urdúfona y musulmana

diferenciadas, de M ad iy Barí se hayan fundido en la de Lugbara, en el nor­ deste de Uganda? ¿No sería mejor si los hutu y los tutsi fueran todos ruan-

lia de musulmanes del subcontinente indio. Tenemos una relación bas­ tante cordial, y ellos nos han dem ostrado su amabilidad en varias

deses o burundeses? “La m ayoría de los pueblos indígenas”, escribe Kymlicka, entienden

ocasiones. Sin embargo, durante la Guerra del Golfo oí sus plegarias matinales desde m i casa y sentí cierta inquietud. Si esa gente ya hubiera

que “ la naturaleza de su identidad cultural [... ] es dinámica, no estática”.

superado en número a los blancos en nuestra manzana, me habría alar­

De hecho, Kymlicka ha argumentado que las culturas societales “no son

mado. Creo que no sólo es natural sentirse así: también es correcto. Es preciso tener sentido de la identidad propia, y parte de ese sentido deriva de la nación propia y de la raza propia.33

permanentes o inmutables”, ya que, de lo contrario, “no se necesitarían derechos específicos en función de los grupos para protegerlas”.31 Sin embargo, si las culturas son temporarias y mutables, si sus posesores las consideran dinámicas y no estáticas, bien podemos preguntarnos cómo es que los derechos específicos en función de los grupos (ya sean de per­ tenencia o colectivos) pueden fundarse en el objetivo de su preservación. Este tema suele resolverse mediante la invocación de una nítida distin­ ción entre fuerzas internas y externas. Avishai Margalit y Moshe Habertalt en “Liberalism and the right to culture”, sostienen que las personas tieneií un “ interés primordial” que respalda un derecho a la cultura; en particu­ lar, el derecho a que sobreviva, sin límites impuestos por personas ajenai

y negra, uno siente miedo y rabia. Al lado de mi casa vive una gran fami­

Así, una vez que la “protección contra la inundación” se eleva a principio, es preciso preguntarse quién puede sentirse con derecho a exigirla. No digo que sea ilegítimo preocuparse por la idea de inundación: puedo im agi­ narme casos en que esa noción tiene sentido, y hacemos bien en abomi­ nar políticas como las que implementaron los chinos en el Tíbet, que sólo están motivadas por el deseo de debilitar una forma de vida.34Pero es nece­ sario desarrollar argumentos para fundamentarla, y no limitarse a darlos por sentado.

a ella. También Kymlicka procura aislar a las culturas de las fuerzas “exter­ nas” mientras les permite que respondan a fuerzas internas. Sólo ante la aparición de cambios dirigidos desde fuera deberiamos decir que “la cul­ tura en sí misma está amenazada”, dice. “ Una cosa es aprender del mundo en el que se está inserto; otra m uy distinta es ser inundado por él, y las

31 Kymlicka, Multicultural citizenship, op. át., pp. 104,100.

32 Ib id., p. 104. 33 Charles Moore, “Time for a more liberal and ‘racist1 inmigration poiicy” Spectator, 19 de octubre de 1991. No soy el único que se pregunta qué significan esas comillas alarmistas en el título de Moore. 34 Véase mi trabajo “Inmigrants and refugees: individualism and the moral status of strangers”, de próxima publicación en el volumen Arguments o f the philosophers sobre la obra de Michael Dummett.

202

) la Etica de la id e n t i d a d

E l P R O B L E M A CON LA C U L T U R A | 2 0 3

Sin embargo, quizás esta propuesta no sea correcta. Pedir argumentos

tablemente de la creencia en la existencia de un grupo humano parti­

para fundamentar el deseo de la supervivencia cultural, posiblemente, sea

cular, la nación québécois. A la vez, la existencia del grupo se predica de la existencia de una cultura particular. [ ... ] la afirmación de particula­

lo m ism o que pedir argumentos para fundamentar el anhelo de tener el pan de cada día: la propia existencia de esos deseos intensos es el motiva : por el cual debemos hacer todo lo posible para asegurar su satisfacción#

ridad cultural es otra manera de proclamar la existencia de una colec• tividad única.37

El deseo se valida a sí mismo. Esta perspectiva se parece en cierto m odoa la que tom a Taylor cuando explica en detalle la situación del nacionat:

Ello no equivale a decir que la identidad québécois es una urna vacía,

lismo québécois. “ Las políticas que apuntan a la supervivencia buscan del

sino sólo que su contenido es, en cierto sentido, incidental, en el marco

manera activa crear miembros de la comunidad al asegurarles, por ejemf, pío, que las generaciones futuras continuarán identificándose cono hablan#;

de la tarea más vasta de autodefinición nacional, y que esa tarea se ve con más naturalidad desde el punto de vista del cambio que desde el de la pre­ servación.

tes de francés”, escribe Taylor.353 6En los estados que son plurales desde el punto de vista cultural, tales sociedades -aq u í Taylor se refiere a los grutf pos cuya continuidad en el tiempo consiste en la transmisión, a lo de generaciones, de instituciones, prácticas y valores distintivos- pueden!;

Y lo mismo ocurre con otras culturas societales. En el capítulo anteor, señalé la formación de etnias a partir del antagonismo; con la misma fecilidad se pueden señalar etnias cuya existencia, al menos como entida­

con toda legitimidad, buscar la garantía de su propia supervivencia. Y Tayic sostiene que el deseo de supervivencia no es simplemente el deseo de q

des distintas y singulares, es en gran medida producto de la acción estatal

la cultura que da sentido a la vida de individuos existentes continúe p*

*1 Congo fueron creadas precisamente mediante las políticas coloniales

ellos, sino que requiere la existencia continua de la cultura a lo largo de “i

,.e reconocimiento; David Laitin observa que la identidad “hausa-fulani”

acertada. Johannes Fabián ha explorado la manera en que ciertas etnias

número indefinido de generaciones futuras”. Tal como dice en otra pt

V e n gran medida producto de una reivindicación política del

una vez que “nos interesamos por la identidad”, no hay nada “más legít

"batalla contra el Sur”, y que“yoruba” no habría sido un predicado común

npc

en

que nuestra aspiración a que nunca se pierda”.56 No obstante, el ejemplo de Quebec nos recuerda que la retórica po1

de identidad política hace apenas unas décadas; en Ghana, a su vez, la idenJad política akan surge en oposición a la recién forjada identidad ewé.38

tica de la supervivencia es a m enudo demasiado modesta, dado que que se requiere es crear, y no meramente preservar. Como muestra el ant

: administración de las “tribus” que se puso en práctica en la era coíot a menudo condujo -tal como lo muestra David Cannadine en su entre-

pólogo Richard Handler en su obra Nationalism and the politics o f culi (1988), el contenido de la identidad québécois es inseparable del disci en continuo desarrollo que produce el nacionalismo québécois: Para ser québécois es preciso vivir en Q uebec y vivir com o québéc' Vivir como québécois significa participar en la cultura québécois. A l r: rirse a esta cultura, la gente habla vagamente de tradiciones, formas cas de comportamiento y maneras características de concebir el mun ‘ sin embargo, las descripciones específicas de tales particularidades s tarea del historiador, el etnólogo o el folklorista. Pareciera que tales rm tigaciones académicas son posteriores al hecho; es decir, dado el cen" lismo ideológico de la cultura québécois, vale la pena aprender sobre» Pero la creencia casi a priori en la existencia de la cultura deriva in

35 Taylor,M u l t i c u l t u r a l i s m 36 I b i d . , pp. 41.40.

..., op. c i t .,p p .

58-59-

Antes, el autor explica que “comenzó a hacer trabajo de campo en Quebec en 1977 l con la intención de construir una explicación cultural de la ideología nacionalista . . q u é b é c o i s ”, para lo cual trató de descubrir cuáles eran los símbolos y los significados mediante los cuales se expresaba la identidad q u é b é c o i s . Pero debió • abandonar esa tarea: “Ya no afirmo ser capaz de presentar una explicación de ‘la’ cultura o demostrar su integración, sino que, en lugar de ello, me centraré en la objetificación cultural en relación con la interpenetración de discursos -es decir, en los intentos de construir objetos culturales relacionados: p r o c e s o q u e , ■ [.p a r a d ó jic a m e n te , d e m u e s t r a la i n e x i s t e n c i a d e e s o s o b j e t o s ” (Richard Handler, Nationalism a n d t h e p o l i t i c s o f c u l t u r e i n Q u e b e c , Madison, University of Wisconsin Press, 1988, pp. 39,27). Véanse mi libro I n m y f a t h e r ’s h o u s e , Nueva York, Oxford University Press, 1992, •PP- 77517&; David Laitin, H e g e m o n y a n d c u l t u r e : p o l i t i c s a n d r e l i g i o u s c h a n g e a m o n g M Y o r u b a , Chicago, University of Chicago Press, 1986, 7-8; johannes Fabian, L a n g u a g e a n d c o l o n i a l power, Cambridge, Cambridge University Press, 1986, pp, 42-43-Y véase también Iver Peterson, “The mire o f tribe recognition”, N e w Y o r k 'T im e s , 28 de diciembre de 2002.

2 0 4 I LA ÉTICA DE l A I DE N T I D A D

EL PR OBLE MA CON LA CULTURA. I 2 0 5

tenido estudio Ornamentalism- a la formación de etnias súbditas oficia­

se resolverían pagándole a un grupo de personas ajenas para que pusieran

les avaladas por élites “ étnicas” oficiales. También en los Estados Unidos, la existencia política de grupos indíge­ nas tiene una relación muy estrecha con los mecanismos del reconoci­ miento gubernamental. La actual identidad pequot, en tanto que existe

en práctica la cultura francesa canadiense en alguna isla del Pacífico sur. ¿Por qué importa esta cuestión? Porque no está claro que siempre poda­

- o que está cobrando existencia-, es un producto de las políticas estatales y federales de reconocimiento, y de las exenciones, en particular exencio­ nes de impuestos: además del casino Foxwoods (y empresas asociadas, como la Red Farmacéutica Pequot), propiedad de los Pequot, ahora está el Museo y Centro de Investigación Pequot Mashantucket, que ha formado grupos de arqueólogos con el fin de profundizar nuestro conocimiento de una tribu que alguna vez estuvo extinguida, poniendo así en práctica el tipo de proyecto al que se refería Handler. Antes mencioné el síndrome de Medusa, pero a veces también interviene Midas. La tribu de Ramapougfi M ountain, uno de los aproximadamente 250 grupos que se identifican

mos hacer honor a las demandas preservacionistas al tiempo que respeta­ mos la autonom ía de los individuos futuros. A veces los padres desean que sus hijos conserven costumbres que los hijos no quieren conservar. Para retomar el ejemplo que analicé antes, algunas mujeres británicas de origen indio o pakistaní se rehúsan a aceptar un matrimonio arreglado. En este caso, los principios éticos de la dignidad igualitaria que subyacen al pensamiento liberal parecen militar contra la posibilidad de que los padres apliquen sus normas porque nos importa la autonomía de esas jóve­ nes. Y, m e parece, lo que es válido para un caso individual es también válido en los casos en que una generación entera desea im poner una forma de vida a la generación siguiente: y más válido aun si esa generación desea imponerla también a otras generaciones por venir.

como indígenas en los Estados Unidos, ha solicitado al estado de Nueva; Jersey que se designe a sus miembros “indios de Nueva Jersey”, a pesar de¿

Y una vez que prestamos atención a estas perspectivas de descenden: cía, es posible que notemos que el discurso de la cultura no se diferencia

que el gobierno federal rechazó su reivindicación de origen. (En 1995, O ficina de Asuntos Indígenas dictam inó que los m iembros del grupo

mucho del discurso de la raza suplantado por él en el pensamiento libe­ ral. Com o ya he mencionado, Kymlicka procura reconciliar la ética preser-

descendían de esclavos liberados, y no de los munsee, como sostenían ellos*

Vacionista con lo que él acepta como índole dinámica de la cultura, mediante

En las sesiones de 2002-2003 de la legislatura de Nueva Jersey se introdu^ jeron proyectos de ley para reconocer a los ramapough, entre otros, e n ^

• la distinción entre cambio exógeno y cambio endógeno. “Es natural y desea­ ble que las culturas cambien como resultado de las elecciones de sus m iem ­

Asamblea y en el Senado.) La respuesta del Estado puede m uy bien dete" minar si la tribu sobrevive com o tal. Intereses claramente comercial'

bros” dice. “En consecuencia, debemos distinguir la existencia de una Cultura de su carácter’ en cualquier momento dado.”35

han conducido al renacimiento de identidades étnicas alguna vez e> tas, en el marco de un fenómeno que los cínicos podrían llamar “cultura^ lismo de casino” (aun cuando los motivos económicos amplifiquen el latid14 de la subyacente insistencia en “ la im portancia de la cultura” ). Pero 1 que han creado las exenciones legales puede, de inmediato, dar lugar a $e~ tidas lealtades identitarias. En el jardín de las identidades culturales, lasfl' res de papel echan raíces con gran celeridad. Sin embargo, incluso si se aceptan las condiciones exigidas por el naci nalismo cultural, la supervivencia no siempre puede cuadrar con el iir vidualismo ético. En el contexto québécois, cuando Taylor mencionanúmero indefinido de generaciones futuras”, se refiere a los descendí

Pero establecer la identidad de una cultura sin hacer referencia a la índole -de esa cultura -hablar de su existencia, sin recurrir a su carácter- nos con­ duce a algo que guarda congruencia conceptual con la raza. Lo que queda caracterizar es precisamente el hecho de la descendencia, y aunque no . necesario establecer la importancia de la descendencia haciendo refe'éncia a la biología, en general, o a los genes, en particular (como lo requea una explicación basada en la descendencia para transformarse en una ! Jicación completamente racial), existe una tendencia, en nuestra era "’entífica, a instalar una historia biológica (y que además suele ser falsa),

tes de la población actual. El deseo de que sobreviva la cultura franc*

‘ unque las explicaciones basadas en la descendencia resistan las tentacioes del discurso racial, el hecho de basar las identidades de miles o de millo-s en la sola aserción de relaciones genealógicas resulta en cierto m odo

canadiense no es el deseo de que, por un largo tiempo, haya personal

. “bitrario desde el punto de vista moral. La retórica familiar adquiere el

cualquier lugar que hablen la lengua de Quebec y lleven adelante las có t

"ntido moral (y ético) más apropiado cuando se aplica en escala familiar.

tumbres de Quebec: es el deseo de que esa lengua y esas costumbres transmitan de generación en generación. Los problemas de Canadá

' 9 'Kymlicka, Multicultural citizenship, op. cit.,p. 104.

2 0 6 | LA ÉT I CA DE LA I DE N T I D A D

E l P R OB L E MA CDN I A CULTURA

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Un problema similar se plantea cuando Margalit y Raz hacen hincapié en que el hecho de ser miembro de una “cultura abarcadora” es una cues­

la supervivencia guarda absoluta coherencia con el respeto por la autono­

tión de posición, o de pertenencia, más que de logros: “Dado que [los

mía; de lo contrario, toda sociedad genuinamente liberal debería extin­

miembros] son identificados mediante una cultura com ún, al menos en

guirse en una generación. Si creamos una sociedad que nuestros descendientes deseen conservar, nuestros valores personales y políticos

parte, también comparten una historia, ya que es a través de una historia compartida que se desarrollan y se transmiten las culturas”.40Sin embargo»

Claro está que, desde un punto de vista abstracto, la preocupación por

sobrevivirán en ellos. Pero aquí surge una pregunta difícil, a saber, de qué

como ya he tenido oportunidad de observar en otros contextos, no debe?

manera el respeto por la autonomía debería constreñir nuestra ética de la

riamos demarcar el grupo haciendo referencia a su historia compartidas

educación. (Exploraré este problema con mayor profundidad en el capí­ tulo 5.) Después de todo, hasta cierto punto, la posibilidad de que nues­

de la misma manera que, a fin de reconocer como parte de la historia de un solo individuo dos acontecimientos ocurridos en diferentes momea? tos, necesitamos un criterio de identidad para el individuo que sea válido , para los dos momentos e independiente de la participación del indivif; dúo en los dos acontecimientos, cuando reconocemos dos acontecirmeo^ tos com o parte de la historia de un grupo necesitamos un criterio d# pertenencia al grupo que sea válido para los dos momentos e indepei diente de la participación de los miembros del grupo en los dos aconte cimientos. El hecho de compartir una historia común del grupo no pue
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