Krishnamurti - Diarios I,II & III

April 20, 2017 | Author: wichasha | Category: N/A
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Diarios I, II & III KRISHNAMURTI

DIARIO I

J. Krishnamurti

Diario de Krishnamurti I

J. Krishnamurti

PREFACIO En junio de 1961, Krishnamurti comenzó a llevar un registro diario de sus percepciones y estados de conciencia. Salvo por unos catorce días más o menos, prosiguió con estas anotaciones durante siete meses. Escribió claramente, con lápiz, y virtualmente sin borraduras. Las primeras setenta y siete páginas del manuscrito pertenecen a un pequeño cuaderno de notas; desde ahí hasta el final (pág. 323 del manuscrito) utilizó un cuaderno más grande de hojas sueltas. Las anotaciones empiezan abruptamente y terminan abruptamente. Krishnamurti mismo no puede decir qué es lo que le impulsó a iniciarlas. Nunca había llevado un registro así antes ni ha vuelto a hacerlo desde entonces. El manuscrito ha recibido la mínima cantidad de correcciones. Se ha corregido la ortografía de Krishnamurti; algunos signos de puntuación se han agregado en beneficio de la claridad; algunas abreviaturas, como el signo «&» que él empleó invariablemente, han sido reemplazadas en su totalidad; se han añadido también algunas notas al pie de página e interpolaciones entre paréntesis angulares. Por lo demás, el manuscrito se presenta aquí tal como está en el original. Se hacen necesarias unas palabras para explicar uno de los términos que se emplean en dicho manuscrito: «el proceso». En 1922, a la edad de veintiocho años, Krishnamurti pasó por una experiencia espiritual que transformó su vida; esta experiencia fue seguida por años de agudo y casi constante dolor en la cabeza y columna vertebral. El manuscrito demuestra que «el proceso», como él llamó a este misterioso dolor, continuaba todavía cerca de cuarenta años después, aunque en una forma mucho más benigna. «El proceso» era un fenómeno físico que no debe confundirse con el estado de conciencia al que Krishnamurti alude de diversas maneras en las anotaciones como «bendición», «lo otro», «inmensidad». Jamás tomó él durante el proceso droga alguna para combatir el dolor. Nunca ha tomado alcohol ni drogas de ninguna especie. Nunca ha fumado, y por los últimos treinta años o algo así ni siquiera ha tomado té o café. A pesar de haber sido vegetariano toda la vida, siempre se ha esmerado muchísimo por asegurarse una dieta plena y bien equilibrada. De acuerdo con su modo de pensar, el ascetismo es tan destructivo para una vida religiosa, como la excesiva complacencia. En verdad él cuida «el cuerpo» (siempre ha establecido una diferencia entre el cuerpo y el ego) del mismo modo en que un oficial de caballería cuidarla de su caballo. Jamás ha sufrido de epilepsia ni de ninguno de los estados físicos que se dice dan origen a visiones y otros fenómenos espirituales; tampoco practica «sistema» alguno de meditación. Todo esto se declara a fin de que ningún lector pudiera imaginar que los estados de conciencia de Krishnamurti son o han sido inducidos alguna vez por drogas o por el ayuno. En este singular registro diario tenemos lo que podría llamarse el manantial inextinguible de donde brota la enseñanza de Krishnamurti. Toda la esencia de su enseñanza está aquí, surgiendo de su fuente natural. Tal como él mismo escribe en estas páginas: «cada vez hay algo ‘nuevo’ en esta bendición, una ‘nueva’ cualidad, un perfume ‘nuevo’ pero, no obstante, ella es inmutable»; así, la enseñanza que brota de esa fuente nunca es del todo igual aunque se repita a menudo. Del mismo modo, los árboles, las montañas, los ríos, las nubes, la luz del sol, los pájaros y flores que él describe una y otra vez son por siempre «nuevos» porque cada vez son vistos con ojos que nunca se han habituado a ellos; cada día son para él una percepción totalmente pura, nueva, y así llegan a serlo para nosotros. El 18 de junio de 1961, día en que Krishnamurti comenzó a escribir este diario, estaba en Nueva York hospedándose con algunos amigos en el N° 87 de West Street. Había ido en vuelo a Nueva York el 14 de junio, procedente de Londres donde había pasado unas seis semanas y ofrecido doce pláticas. Antes de viajar a Londres estuvo en Roma y Florencia, y antes de eso, en los primeros tres meses del año, había estado en la India hablando en Nueva Delhi y Bombay. M. L.

Junio 18 (1961 NUEVA YORK) Al anochecer estaba ahí: súbitamente estuvo ahí llenando la sala, un gran sentido de belleza, poder y dulzura. Otros lo advirtieron. 19 Toda la noche estuvo ahí siempre que despertaba. La cabeza dolía mientras nos dirigíamos a tomar el avión [para volar a Los Ángeles]. -La purificación del cerebro es necesaria. El cerebro es el centro de todos los sentidos; cuanto más alertas y sensibles son los sentidos, tanto más agudo es el cerebro; éste es el centro de los recuerdos, del pasado: es el depósito de la experiencia y el conocimiento, de la tradición. Por tanto, está limitado, condicionado. Sus actividades son planeadas, pensadas, razonadas, pero funciona dentro de la limitación, en el espacio-tiempo. Así es que no puede formular ni comprender aquello que es total, lo íntegro, lo completo. Lo completo, lo total es la mente; ella está vacía, absolutamente vacía, y debido a esta vacuidad el cerebro existe en el espacio-tiempo. Sólo cuando el cerebro se ha limpiado de su condicionamiento, de su codicia, su envidia, su ambición, sólo entonces puede comprender aquello que es total. Esta totalidad es amor. 20 En el automóvil, viajando hacia Ojai 1, eso comenzó de nuevo, la presión y el sentimiento de inmensa vastedad. No es que uno estuviera experimentando esta vastedad; simplemente ella estaba ahí; no había un centro desde el cual tuviera lugar la experiencia. Todo, los automóviles, la gente, los carteles, se destacaba con sorprendente claridad y el color era dolorosamente intenso. Eso continuó por más de una hora, y la cabeza estaba muy mal, el dolor la abarcaba enteramente. El cerebro puede y debe desarrollarse; su desarrollo provendrá siempre de una causa, de una reacción, de la violencia a la no-violencia, etc. El cerebro se ha desarrollado desde el estado primitivo y, por muy refinado, inteligente y técnico que sea, estará siempre dentro de los confines del espacio-tiempo. El anonimato es humildad; no está en el cambio de un nombre, en la ropa o en la identificación con lo que pueda ser anónimo: un ideal, un acto heroico, un país y cosas así. Ese anonimato es una acción del cerebro, es el anonimato consciente; hay un anonimato que surge con la lúcida percepción de lo total. Lo total, lo completo jamás está dentro del campo del cerebro o de la idea. 21 Al despertar alrededor de las dos, había una presión peculiar y el dolor era más agudo, estaba más en el centro de la cabeza. Persistió por más de una hora, y uno despertó varias veces por la intensidad de la presión. Cada vez el éxtasis se expandía más y más; este júbilo continuó. La presión comenzó súbitamente otra vez mientras uno esperaba sentado en el sillón del dentista. El cerebro se quedó muy quieto; palpitaba totalmente activo; todos los sentidos estaban alerta; los ojos veían la abeja en la ventana, la araña, los pájaros y las montañas de color violeta en la distancia. Veían todo eso pero el cerebro no lo registraba. Uno podía sentir al palpitante cerebro, algo tremendamente vivo, vibrante y, por lo tanto, no un mero registrador. La presión y el dolor eran intensos y el cuerpo necesitó adormecerse. La lúcida percepción autocrítica es esencial. La imaginación y las ilusiones distorsionan la clara observación. La ilusión existirá siempre que sigan existiendo el impulso a continuar el placer y a evitar el dolor. Las dos cosas engendran ilusión: la urgencia por continuar o recordar las experiencias placenteras, y el acto de evitar el dolor, el sufrimiento. A fin de borrar por completo toda ilusión, el placer y el dolor deben ser comprendidos, no controlándolos o sublimándolos, no identificándose con ellos ni negándolos. Sólo cuando el cerebro está quieto puede existir la correcta observación. ¿Puede el cerebro estar quieto alguna vez? Puede estarlo cuando siendo altamente sensible, sin el poder de distorsión, se halla negativamente atento. La presión ha continuado toda la tarde. 22 Al despertar en mitad de la noche, la mente estaba experimentando un estado de incalculable expansión; la mente misma era ese estado. El «sentimiento» de este estado, desnudo de todo sentimentalismo, de toda emoción, era muy factual, muy real. Este estado continuó por un tiempo considerable. -Toda esta mañana la presión y el dolor han sido agudos. La destrucción es esencial. No de edificios y cosas, sino de todos los ardides y defensas psicológicas, de los dioses, las creencias, la dependencia de los sacerdotes, las experiencias, los conocimientos, etc. Sin destruir todo 1

El Valle de Ojai, unas ochenta millas al norte de Los Ángeles.

esto no puede haber creación. Es sólo en libertad que la creación surge a la vida. Otro no puede destruir esas defensas por uno; es uno mismo quien debe negarlas mediante la lúcida percepción que da el conocimiento propio. La revolución social, económica, solamente puede cambiar los estados y cosas exteriores, aumentando o disminuyendo círculos, pero esa revolución estará siempre dentro del limitado campo del pensamiento. Para una revolución total, el cerebro debe desechar todo su interno, secreto mecanismo de autoridad, envidia, temor, etc. La fuerza y belleza de una tierna hoja radica en su vulnerabilidad a la destrucción. Como una brizna de hierba que brota a través del pavimento, ella tiene el poder que le permite enfrentarse a la muerte fortuita. 23 La creación nunca pertenece al individuo. Ella cesa enteramente cuando la individualidad, con sus capacidades, dones, técnicas, etc., se vuelve dominante. La creación es el movimiento de la incognoscible esencia de lo total; nunca es la expresión de la parte. Justo en el momento en que uno se disponía a acostarse, ahí estaba aquella plenitud de Il L.1 Estaba no sólo en la habitación sino que parecía cubrir la tierra de horizonte a horizonte. Era una bendición. La presión, con su dolor peculiar, persistió toda la mañana. Y continúa en la tarde. Sentado en el sillón del dentista, uno miraba por la ventana, miraba más allá del seto, de la antena de TV, del poste de telégrafo, las purpúreas montañas. Uno miraba no sólo con los ojos sino con toda la cabeza, como si mirara desde la parte posterior de la cabeza, con todo el ser. Era una experiencia singular, extraordinaria. No había un centro desde el cual tuviera lugar la observación. Eran intensos los colores y la belleza y las líneas de las montañas. Cada distorsión del pensamiento debe ser comprendida; porque todo pensamiento es una reacción, y cualquier actividad que provenga de esto sólo puede incrementar la confusión y el conflicto. 24 Ayer, durante el día entero hubo presión y dolor; todo eso se está volviendo más bien difícil. Comienza en el momento que uno está solo consigo mismo. El deseo de que continúe y la decepción de que no continúe no existen. Pero eso está simplemente ahí sea que uno lo quiera o no; está más allá de toda razón y pensamiento. Hacer algo sin motivo, por sí mismo, parece muy difícil y casi indeseable. Los valores sociales se basan en hacer algo en función de alguna otra cosa. Esto lleva a una existencia árida, una vida que nunca es completa, total, plena. Es una de las razones que promueven el descontento que desintegra. Estar satisfecho es feo, pero estar insatisfecho engendra odio. Ser virtuoso con el fin de ganar el cielo o la aprobación de lo respetable, de la sociedad, hace de la vida un campo estéril que ha sido arado una y otra y otra vez, pero en el que nunca se ha sembrado. Esta actividad de hacer algo en función de alguna cosa es, en esencia, una intrincada serie de escapes, escapes de uno mismo, de lo que es. Sin experimentar la esencia, no hay belleza. La belleza está meramente en las cosas exteriores o en los íntimos pensamientos, sentimientos e ideas; la belleza existe más allá de este pensar y sentir. La belleza es esta esencia. Pero esta belleza no tiene opuesto. La presión continúa y la tirantez está en la base de la cabeza, y es muy dolorosa. 25 Al despertar en mitad de la noche, el cuerpo se encontraba perfectamente quieto, extendido sobre su espalda, inmóvil; esta posición debe haberse mantenido por algún tiempo. Ahí estaban la presión y el dolor. El cerebro y la mente se hallaban intensamente silenciosos. No existía división alguna entre ellos. Había una intensidad extraña, quieta, como la de dos grandes dinamos trabajando a muy alta velocidad; era una tensión peculiar en la que no había esfuerzo. Existía, con relación a todo esto, un sentido de inmensidad y un poder sin dirección ni causa alguna y, por lo tanto, sin brutalidad, sin crueldad. Y ello prosiguió por la mañana. Durante casi todo el año pasado, uno solía despertarse para experimentar, en estado de vigilia, lo que había sucedido mientras dormía, ciertos estados del ser. Es como si uno despertara meramente para que el cerebro pudiera registrar lo que había estado sucediendo. Pero, curiosamente, la singular experiencia se desvanecía muy pronto. El cerebro no la había estado guardando era los rollos de la memoria. Sólo hay destrucción y no cambio. Porque todo cambio es una continuidad modificada de lo que ha sido. Todas las revoluciones sociales o económicas son reacciones, una continuidad modificada de lo que ha sido. Este cambio no destruye en modo alguno las raíces de las actividades egocéntricas. La destrucción, en el sentido en que estamos empleando la palabra, carece de motivo: no tiene un propósito, el cual implica una acción con vistas a un fin o resultado. La destrucción de la envidia es total y completa; implica libertad con respecto a la represión, al control, y sin que exista motivo alguno para ello. 1

Una casa de Florencia donde él había estado en abril.

Esta destrucción total es posible; radica en ver la estructura completa de la envidia. Este ver no está en el espacio-tiempo sino que es instantáneo. 26 La presión y la tirantez continuaron muy fuertemente ayer por la tarde y esta mañana. Sólo había cierto cambio: desde la parte posterior de la cabeza, la presión y la tirantez se desplazaron a través del paladar hacia la coronilla. Prosigue una extraña intensidad. Sólo tiene uno que permanecer quieto para que ella comience. El control, en cualquiera de sus formas, es dañino para la comprensión total. Una existencia que ha sido disciplinada es una vida de conformidad; en la conformidad no hay libertad con respecto al temor. El hábito destruye la libertad; el hábito del pensamiento, el hábito de la bebida, etc., contribuyen a una vida superficial e insípida. La religión organizada con sus creencias, dogmas y rituales impide el libre acceso a la vastedad de la mente. Es al entrar en esta vastedad que el cerebro se purifica del espacio-tiempo. Al estar purificado, el cerebro puede entonces habérselas con el tiempo y el espacio. 27 Esa presencia que estuvo en Il L. estaba ahí, esperando pacientemente, benignamente, con inmensa ternura. Era como el relampaguear en una oscura noche, pero estaba ahí, penetrante, bienaventurada. Algo extraño le está ocurriendo al organismo físico. Es algo que uno no puede identificar exactamente, pero hay una «rara» insistencia, una urgencia; no es de ningún modo algo autocreado o engendrado por la imaginación. Se toma evidente cuando uno está quieto, solo, bajo un árbol o en una habitación; se manifiesta con mayor urgencia cuando uno se halla a punto de dormirse. Está ahí mientras esto se escribe: la presión y la tirantez con su dolor familiar. Formulaciones y palabras acerca de todo esto parecen tan inútiles; las palabras, por exactas que sean, por clara que pueda ser la descripción, no comunican la cosa real. Hay una grande e inenarrable belleza en todo esto. Existe un único movimiento de la vida, lo externo y lo interno; este movimiento es indivisible, aunque esté dividido. Al estar dividido, la mayoría sigue el movimiento externo de las ideas, del conocimiento, de las creencias, la autoridad, la seguridad, la prosperidad, etc. Como una reacción a esto, uno sigue la llamada vida interior con sus visiones, esperanzas, aspiraciones, secretos, conflictos, desesperación. Como este movimiento es una reacción, está en conflicto con el otro. Por tanto, hay contradicción con sus dolores, ansiedades y escapes. Hay sólo un movimiento, que es lo externo y lo interno. Con la comprensión de lo externo, comienza el movimiento interno, no en oposición o en contradicción. Al ser eliminado el conflicto, el cerebro, aunque altamente sensible y alerta, se torna silencioso. Entonces sólo el movimiento interno tiene significación y validez. De este movimiento surgen una compasión y una generosidad que no son el resultado de una razonada y deliberada abnegación. La flor es fuerte en su belleza, aunque pueda ser olvidada, desdeñada o destruida. El ambicioso no conoce la belleza. La belleza es el sentimiento de lo esencial. 28 Al despertar en medio de la noche uno estaba gritando y gimiendo; la presión y la tirantez, con su dolor peculiar, eran intensas. Eso debe haber estado sucediendo por algún tiempo y desapareció poco después de despertar. Los gritos y los gemidos tienen lugar con mucha frecuencia. No ocurren a causa de una indigestión. Sentado en el sillón del dentista, mientras aguardaba, toda la cosa comenzó de nuevo y continúa por la tarde mientras esto se escribe. Es más perceptible cuando uno se encuentra solo o en algún bello lugar, o también en una calle sucia y ruidosa. Aquello que es sagrado carece de atributos. Una piedra en un templo, una imagen en una iglesia, un símbolo, no son sagrados. El hombre los llama sagrados, hace de eso algo santo para ser adorado en función de complejos impulsos, temores y anhelos. Esta «santidad» está aún dentro del campo del pensamiento, es producida por el pensamiento, y en el pensamiento nada hay que sea nuevo o sagrado. El pensamiento puede producir todos los intrincados enredos de los sistemas, dogmas, creencias; y las imágenes, los símbolos que él proyecta no son más santos que los planos de una casa o el diseño de un nuevo avión. Todo esto se encuentra dentro de las fronteras del pensamiento, y nada hay de sagrado o místico al respecto. El pensamiento es materia y puede ser convertido en cualquier cosa, fea o bella. Pero existe algo sagrado que no es del pensamiento ni pertenece a un sentimiento revivido por éste. El pensamiento no puede reconocerlo ni utilizarlo. El pensamiento no puede formularlo. Pero existe algo sagrado que ningún símbolo o palabra pueden tocar. Eso no es comunicable. Es un hecho.

Un hecho es para ser visto, y el ver no tiene lugar por medio de la palabra. Cuando un hecho es interpretado, cesa de ser un hecho; se vuelve algo por completo diferente. El ver es de la más alta importancia. Este ver está fuera del tiempo-espacio; es inmediato, instantáneo. Y lo que es visto, nunca es igual otra vez. No hay otra vez o mientras tanto. Esto que es sagrado no tiene un adorador, el observador que medita sobre ello. No se halla en el mercado para que pueda comprarse o venderse. Como la belleza, no puede ser visto mediante su opuesto, porque no tiene opuesto. Esa presencia está aquí, llenando la habitación, esparciéndose sobre las colinas, más allá de los mares, cubriendo la tierra. La noche pasada, como ha sucedido una o dos voces antes, el cuerpo era sólo un organismo y nada más, funcionando, vacío y silencioso. 29 Hay presión y tirantez con el hondo dolor que las acompaña; es como si muy en lo profundo prosiguiera una operación. Eso no es causado mediante la propia volición por sutil que ésta pudiera ser. Durante algún tiempo uno lo ha investigado profundamente de manera deliberada. Ha tratado de inducirlo, de producir diversas condiciones externas, estando solo, etc. Entonces nada sucede. Todo esto no es algo reciente. El amor no es apego. El amor no produce pesar. En el amor no hay desesperación ni esperanza. El amor no puede hacerse respetable, convertirse en parte del esquema social. Cuando él no está presente, comienza el afán en todas sus formas. Poseer y ser poseído se considera que es una forma de amar. Este instinto de poseer -a una persona o un trozo de algo que sea propiedad de uno- no proviene meramente de las exigencias de la sociedad o de las circunstancias, sino que brota de una fuente mucho más profunda. Procede de las profundidades de la soledad. Cada cual intenta llenar esta soledad de diferentes maneras, con la bebida, con la religión organizada, las creencias, alguna forma de actividad, etc. Son todos escapes, pero eso aún sigue ahí. El comprometerse con alguna organización, con alguna creencia o actividad, es ser poseído por ellas negativamente; y positivamente es poseerlas. La posesividad negativa y la positiva consisten en hacer el bien, cambiar el mundo, y en el así llamado amor. Controlar a otro, moldear a otro en el nombre del amor son expresiones del instinto de posesión, negativo y positivo, así como el impulso de encontrar en otro seguridad, protección y bienestar. El olvidarse de uno mismo por medio de otro o de alguna actividad, contribuye al apego. De este apego provienen el dolor y la desesperación, y de ello surge la reacción para el desapego. Y en esta contradicción entre apego y desapego se originan el conflicto y la frustración. No hay escape de la soledad; ella es un hecho y el escapar de los hechos engendra confusión y dolor. Pero no poseer nada es un estado extraordinario, no poseer siquiera una idea, saber dejar en paz a una persona o una cosa. Cuando la idea, el pensamiento echa raíces, eso ya se convierte en posesión y entonces comienza la guerra para verse libre. Y esta libertad no es libertad en absoluto; sólo es una reacción. Las reacciones arraigan, y nuestra vida es el terreno en que las raíces se han desarrollado. Cortar todas las raíces, una por una, es un absurdo psicológico. Eso no puede hacerse. Sólo debe ser visto el hecho -la soledad-, y entonces todas las otras cosas se desvanecen. 30 Ayer en la tarde eso estuvo bastante mal, fue casi intolerable; continuó por unas cuantas horas. Caminando, rodeado por estas violáceas y desnudas montañas rocosas, súbitamente advino la soledad. Completa soledad. Estaba en todas partes y tenía una inmensa, insondable riqueza; poseía esa belleza que está más allá del pensamiento y del sentimiento. No estaba quieta; era algo viviente, en movimiento, que llenaba cada rincón y escondrijo. La cima de la alta montaña rocosa fulguraba con el sol poniente, y esa misma luz y color colmaban los cielos de soledad. Era un estado singular de soledad, no de aislamiento sino de soledad, como una gota de lluvia que contiene en sí todos los mares de la tierra. No era alegría ni tristeza, sino plena soledad. No tenía cualidad, forma ni color, que harían de ella algo reconocible, mensurable. Vino como un relámpago y sembró su semilla. No germinó, pero ahí estaba en toda su plenitud. No existía el tiempo para que hubiera maduración; el tiempo tiene sus raíces en el pasado. Este era un estado sin raíces y sin causa. Un estado totalmente «nuevo», que nunca ha sido y nunca será, porque es algo vivo. El aislamiento es lo conocido, y así es la soledad que procede del aislamiento; son estados reconocibles porque han sido experimentados con frecuencia, real o imaginariamente. Su misma familiaridad engendra temor y cierto menosprecio santurrón, de lo cual surgen el cinismo y los dioses. Pero este autoaislamiento y su soledad, no conducen a la vital y madura soledad; debe terminarse con ellos, no con el fin de ganar algo, sino que deben morir

tan naturalmente como el marchitarse de una flor. La resistencia engendra temor pero también aceptación. El cerebro debe lavarse a sí mismo y quedar limpio de todos estos astutos artificios. Sin relación alguna con estos rodeos y retorcimientos de la conciencia autocontaminada, por completo diferente es esta inmensa soledad. Toda creación tiene lugar en ella. La creación destruye, y así ella es siempre lo desconocido. Esta soledad estuvo ahí durante toda la tarde de ayer, y se mantenía al despertar uno en medio de la noche. La presión y la tirantez prosiguen, aumentando y disminuyendo en ondas continuas. Son bastante dolorosas hoy, durante la tarde. Julio 1 Es como si todo se encontrara quieto. No hay movimiento, ni agitación, sólo completa vacuidad de todo pensar, de todo ver. No existe un intérprete que traduzca, que observe, que censure. Es una inmensurable vastedad totalmente quieta y silenciosa. No hay espacio, ni hay tiempo para cubrir ese espacio. Están aquí el principio y el fin de todas las cosas. Realmente, nada hay que pueda decirse acerca de ello. La presión y la tirantez han continuado quietamente todo el día; sólo ahora han aumentado. 2 Eso que ocurrió ayer, esa inmensurable y silenciosa vastedad, prosiguió toda la tarde aun cuando hubiera gente alrededor y conversaciones. Continuó toda la noche; estaba ahí en la mañana. Aunque hubiera un conversar más bien exagerado y agitado emocionalmente, de pronto ahí estaba en medio de ello. Y aquí está ahora, hay gloria y belleza, y un sentimiento de éxtasis que no puede expresarse en palabras. La presión y la tirantez comenzaron algo temprano. 3 Uno estuvo afuera el día entero. Y a pesar de eso, por la tarde, durante dos o tres horas, la presión con su tirantez continuaron en medio de la ciudad populosa. 4 Atareado en la tarde, ahí estaba, pese a ello, la presión con su tirantez. Cualesquiera sean las actividades que uno ha de realizar en la vida cotidiana, las conmociones y los diversos incidentes no deberían dejar sus cicatrices. Estas cicatrices se convierten en el ego, el yo, y a medida que uno va viviendo ello se vuelve muy fuerte y sus muros llegan a ser casi impenetrables. 5 Muy ocupado, pero todas las veces en que había cierta quietud, la presión y la tirantez proseguían. 6 Uno despertó en la noche pasada con ese sentido de completa quietud y silencio; el cerebro estaba totalmente alerta, intensamente vivo; el cuerpo se encontraba muy quieto. Este estado duró cerca de media hora. Ello a pesar de un día agotador. El punto más alto de intensidad y sensibilidad es la experiencia de lo esencial. Esto es belleza, belleza que está más allá de las palabras y del sentimiento. La proporción y la profundidad, la luz y la sombra están limitadas al tiempo-espacio, atrapadas en la belleza-fealdad. Pero eso que está más allá de todo límite y forma, más allá del aprendizaje y del conocimiento, es la belleza de la esencia. 7 Varias veces uno despertó gritando. Otra vez estaba ahí esa intensa quietud del cerebro y un sentimiento de vastedad. Ha habido presión y tirantez. El éxito es brutalidad. El éxito en todas sus formas, en la política y en la religión, en el arte y en los negocios. Tener éxito implica crueldad. 8 Algunas veces, antes de dormir o justo en el instante en que uno se abandonaba al sueño, hubo gritos y quejidos. El cuerpo está demasiado alterado a causa del viaje, ya que uno parte esta noche para Londres [vía Los Ángeles]. Hay algo de presión y tirantez.

9 Sentado en el avión entre todo el ruido, el fumar y las conversaciones en alta voz, de lo más inesperadamente comenzó a presentarse la sensación de inmensidad y esa extraordinaria bendición experimentada en Il L., ese inminente sentimiento de lo sagrado. El cuerpo estaba nerviosamente tenso a causa de la apertura, el ruido, etc. pero, a pesar de todo eso, «aquello» estaba: ahí. La presión y la tirantez eran intensas y había un agudo dolor en la parte posterior de la cabeza. Sólo existía este estado y no había observador. Todo el cuerpo estaba enteramente en ello, y el sentimiento de lo sagrado era tan intenso que un gemido escapó del cuerpo, y había pasajeros sentados en los asientos contiguos. Eso continuó por varias horas hasta tarde en la noche. Era como si uno estuviese mirando no con los ojos solamente, sino con un millar de siglos; era un suceso enteramente extraño. El cerebro estaba por completo vacío, había cesado cualquier tipo de reacción; durante todas esas horas uno no era consciente de esta vacuidad, sino que ella se torna en algo conocido solamente al escribir; pero este conocimiento es sólo descriptivo y no real. Que el cerebro pueda vaciarse a sí mismo es un raro fenómeno. En cuanto los ojos se cerraban, el cuerpo, el cerebro parecía sumergirse en insondables profundidades, en estados de increíble sensibilidad y belleza. El pasajero del asiento contiguo comenzó a preguntar algo y, habiéndole replicado, esta intensidad estaba ahí; no había continuidad sino solamente el ser. La aurora llegaba lentamente y el claro cielo se llenaba de luz. Mientras esto se escribe ya avanzado el día, con insomne fatiga, eso que es sagrado está ahí. La presión y la tirantez también. 10 El sueño fue corto, pero al despertar uno era consciente de un gran sentido de energía impulsora concentrado en la cabeza. El cuerpo se quejaba y, no obstante, estaba muy quieto, extendido y sumamente tranquilo. La habitación parecía estar llena de algo, era muy tarde y la puerta frontal de la casa contigua fue cerrada con estrépito. -No había una sola idea, ni un sentimiento y, sin embargo, el cerebro estaba alerta y sensible. La presión y la tirantez ocasionaban dolor. Una cosa extraña con respecto a este dolor es que de ninguna manera debilita el cuerpo. Ello parece tener lugar dentro del cerebro, pero aun así es imposible expresar en palabras lo que exactamente ocurre. Existe un sentido de inmensurable expansión. 11 La presión y la tirantez han sido más bien fuertes y hay dolor. La parte singular de todo esto es que el cuerpo no protesta de ninguna forma ni opone ningún tipo de resistencia. Existe una energía desconocida envuelta en todo ello. Muy ocupado para seguir escribiendo. 12 Mal la noche pasada, con gritos y gemidos. La cabeza estuvo muy dolorida. Si bien uno durmió algo, despertó dos veces, y cada vez había un sentimiento de intensidad en expansión y una intensa atención interna; el cerebro se había vaciado de todo sentimiento y pensamiento. La destrucción, el completo vaciado del cerebro, así como el marchitarse de las reacciones y los recuerdos, deben tener lugar sin esfuerzo alguno; el marchitarse implica tiempo, pero es el tiempo el que cesa y no la memoria. Esta expansión intemporal que tenía lugar y la cualidad y el grado de intensidad eran por completo diferentes de la pasión y el sentimiento. Era esta intensidad sin relación ninguna con cualquier deseo, anhelo o experiencia como recuerdo, la que estaba precipitándose a través del cerebro. El cerebro era tan sólo un instrumento; es en la mente donde ocurre esta expansión intemporal, esta explosiva intensidad creadora. Y la creación es destrucción. En el avión eso prosigue1. 13 Pienso que es la quietud y pureza del lugar, de las verdes laderas de las montañas, la belleza de los árboles, eso y otras cosas, lo que ha hecho que se intensificaran grandemente la presión y la tirantez; la cabeza ha dolido todo el día; eso empeora cuando uno está solo consigo mismo. Parece haber continuado durante toda la noche, y uno despertó varias veces gritando y gimiendo; aun durante el descanso, por la tarde, el mal proseguía acompañado de gritos. Aquí el cuerpo se halla completamente relajado y en descanso. La noche anterior, después del largo y bello paseo en automóvil a través de la región montañosa, al entrar en la habitación, esa extraña bendición sagrada estaba ahí. El otro también la sintió2. Sintió también esa quieta, penetrante atmósfera. Hay un sentimiento de gran belleza y amor y de una madura plenitud. 1 2

En vuelo hacia Ginebra, desde donde se dirigió al chalet de unos amigos en Gstaad. El amigo que estuvo con él en Gstaad.

El poder se deriva del ascetismo, de la acción, de la posición, la virtud, la dominación, etc. Todas esas formas de poder son malignas. Ese poder corrompe y pervierte. El empleo del dinero, del talento, de la destreza, para obtener poder o derivar poder de ello, cualquiera sea el uso que se le dé, es corruptor, nocivo. Pero existe un poder que en manera alguna está relacionado con ese poder que es el mal. Este poder no es para ser comprado por medio del sacrificio, de la virtud, de las buenas obras y creencias, ni puede comprarse con la adoración, las plegarias y la abnegación del yo o con las meditaciones destinadas a destruir al yo. Todo esfuerzo para ser o llegar a ser, debe cesar completa y naturalmente. Sólo entonces puede existir ese poder que no es el mal. 14 Todo el proceso ha continuado el día entero -la presión, la tirantez y el dolor en la parte posterior de la cabeza; uno despertó gritando varias veces, y aun durante el día hubo gritos y gemidos involuntarios. La noche pasada, ese sentimiento sagrado llenó la habitación y el otro también lo percibió. Qué fácil es engañarse uno mismo acerca de casi todo, especialmente con respecto a las más profundas y sutiles urgencias y deseos. Es arduo estar enteramente libre de todas estas urgencias e impulsos. Sin embargo, es esencial liberarse de ellos o de otro modo el cerebro engendra todas las formas de ilusión. El impulso por repetir una experiencia, no importa lo placentera, bella o provechosa que haya sido, es el terreno donde crece y se desarrolla el dolor. La pasión del dolor es tan limitadora como la pasión del poder. El cerebro debe cesar de moverse por si mismo, y ha de estar completamente pasivo. 15 El proceso fue muy doloroso la noche anterior; lo ha dejado a uno un poco cansado e insomne. Al despertar en medio de la noche había una sensación de inmensa e inmensurable fuerza. No era la fuerza que han producido la voluntad o el deseo, sino la fuerza que hay en un río, en una montaña, en un árbol. Esa fuerza está en el hombre cuando toda forma de deseo o voluntad han cesado completamente. No puede ser valorada ni significa provecho alguno para un ser humano, pero sin ella no hay ser humano, ni hay árbol. La acción del hombre es opción y voluntad, y en una acción así hay contradicción y conflicto; por lo tanto, hay dolor. Toda acción semejante tiene una causa, un motivo y, en consecuencia, es una reacción. La acción de esta fuerza no tiene causa ni motivo y, por consiguiente, es inmensurable y es la esencia. 16 El proceso continuó durante la mayor parte de la noche; fue más bien intenso. ¡Cuánto puede el cuerpo resistir! El cuerpo entero estuvo estremeciéndose y, esta mañana, uno despertó con la cabeza cimbreando. Había esta mañana esa peculiar cualidad de lo sagrado llenando la habitación. Tenía un gran poder penetrante, entraba en cada rincón del propio ser llenándolo, purificándolo, haciéndolo todo por sí misma. El otro también lo sintió. Esa cosa es lo que todos los seres humanos desean con vehemencia, y porque la desean ella los elude. El monje, el sacerdote, el sannyasi torturan sus cuerpos y su carácter anhelando esto, pero ella los evade. Porque esa cosa no puede ser comprada; ni el sacrificio, ni la virtud, ni la plegaria pueden producir este amor. Esta vida, ese amor no pueden ser si la muerte se utiliza como medio para ello. Toda búsqueda, toda súplica deben cesar completamente. La verdad no puede ser exacta. Lo que puede medirse no es la verdad. Lo que no es vida puede ser medido y puede encontrarse su altura. 17 Estábamos subiendo por el sendero de una boscosa ladera de la montaña y pronto nos sentamos en un banco. Súbitamente, de la manera más inesperada, esa sacra bendición descendió sobre nosotros; el otro también la sintió sin que nos hubiéramos dicho nada. Tal como en diversas oportunidades llenó una habitación, esta vez pareció cubrir toda la amplitud de la ladera, extendiéndose sobre el valle y más allá de las montañas. Estaba en todas partes. El espacio entero pareció desaparecer; lo que se encontraba lejos, la ancha quebrada, los distantes picos nevados y la persona sentada en el banco, todo se desvaneció. No había uno ni dos ni muchos, sino sólo esta inmensidad. El cerebro había perdido todas sus respuestas; era sólo un instrumento de observación que estaba viendo, no como el cerebro que pertenece a una persona en particular, sino como un cerebro que no está condicionado por el tiempo-espacio, como la esencia de todos los cerebros. Fue una noche tranquila y el proceso en general no fue tan intenso. Al despertar esta mañana hubo una experiencia que duró quizás un minuto, una hora, o tal vez fue algo intemporal. Una experiencia que se inspira en el tiempo, que tiene continuidad, deja de ser una experiencia. Al despertar, había en las mismas profundidades, en la inmensurable hondura de la mente total, ardiendo furiosamente, una intensa llama viva de atención, de percepción lúcida, de creación. La palabra no es la cosa, el símbolo no es lo real. Los fuegos que arden en la

superficie de la vida pasan, se apagan dejando dolor, cenizas, recuerdos. Estos fuegos son llamados vida, pero eso no es vida. Es decadencia. Vida es el fuego de la creación, que es destrucción. En ello no hay comienzo ni final, no hay mañana ni ayer. Eso está ahí y ninguna actividad superficial podrá jamás ponerlo al descubierto. El cerebro debe morir para que esta vida sea. 18 El proceso ha sido muy agudo, impidiendo dormir; aun en la mañana y por la tarde, hubo gritos y quejidos. El dolor ha sido bastante fuerte. Al despertar esta mañana había muchísimo dolor, pero al mismo tiempo hubo el relámpago de un ver que era revelador. Nuestros ojos y cerebro registran las cosas externas, los árboles, las montañas las rápidas corrientes; acumulan conocimiento, técnica, etc. Con esos mismos ojos y cerebro entrenados para observar, escoger, condenar y justificar, nos volvemos hacia adentro, miramos dentro de nosotros, reconocemos objetos, construimos ideas que se organizan en razonamientos. Esta mirada interna no llega muy lejos, porque está aún dentro de la limitación de su propio observar y razonar. Este fijar la mirada en lo interno sigue siendo la mirada externa y, por lo tanto, no hay mucha diferencia entre ambas. Lo que pueda aparecer como diferente, puede ser similar. Pero existe una observación interna que no es la observación externa vuelta hacia adentro. El cerebro y el ojo que observan sólo parcialmente no contienen la visión total. Ellos deben estar completamente activos pero quietos; deben cesar de escoger y juzgar, pero tienen que hallarse pasivamente atentos. Entonces existe la visión total sin la frontera del tiempo-espacio. En este relámpago nace una nueva percepción. 19 El proceso había sido muy intenso durante toda la tarde de ayer y parece más doloroso. Hacia el anochecer advino esa cualidad de lo sagrado llenando la habitación y el otro también la sintió. Toda la noche transcurrió bastante tranquila aunque la presión y la tirantez estaban ahí, como el sol detrás de las nubes; temprano en la mañana el proceso recomenzó. Parece como si uno despertara meramente para registrar cierta experiencia; esto ha ocurrido muy a menudo durante el año pasado. Esta mañana uno estaba despierto con un vivo sentimiento de júbilo; ello ocurría en el momento del despertar: no era algo del pasado, tenía lugar en el instante mismo. Este éxtasis venia desde «afuera», no era inducido por uno mismo sino que era empujado a través del sistema, fluyendo por todo el organismo con gran energía y caudal. El cerebro no tomaba parte en ello sino que sólo lo registraba, no como un recuerdo sino como un hecho real que estaba aconteciendo. Había, al parecer, una inmensa fuerza y vitalidad tras de este éxtasis; no era algo sentimental, no se trataba de un sentimiento o una emoción; era algo tan sólido y real como ese río abriéndose paso por la vertiente de la montaña o ese pino solitario en la verde ladera. Todo sentimiento y emoción están relacionados con el cerebro mientras que el amor no lo está, y así era este éxtasis. Es con la mayor dificultad que el cerebro puede recordarlo. Esta mañana temprano había una bendición que parecía cubrir la tierra y llenar toda la estancia. Con ella adviene un sosiego que todo lo consume, una quietud que contiene en sí todo movimiento. 20 El proceso fue particularmente intenso ayer por la tarde. Esperando en el automóvil, uno se hallaba tan abstraído que casi no advertía lo que estaba sucediendo alrededor. Más tarde la intensidad aumentó y fue casi insoportable, al punto que uno estuvo forzado a acostarse. Afortunadamente había alguien en el cuarto. El cuarto se llenó con esa bendición. Lo que siguió entonces es casi imposible de registrar en palabras; las palabras son cosas tan muertas, con un significado tan definitivamente establecido, y lo que ocurrió estaba más allá de todas las palabras y no puede ser descrito. Ello era el centro de toda creación; era una purificadora seriedad que limpiaba el cerebro de todo pensamiento y sentimiento; esa seriedad era como un relámpago que destruye y quema; su profundidad no tenía medida, ahí estaba inmutable, impenetrable, una solidez que era tan leve como los cielos. Estaba en los ojos, en la respiración. Estaba en los ojos y los ojos podían ver. Los ojos que veían, que miraban, aun totalmente diferentes de los ojos orgánicos y, sin embargo, eran los mismos ojos. Sólo existía el ver los ojos que veían más allá del tiempo-espacio. Había una impenetrable dignidad y una paz que era la esencia de todo movimiento, de toda acción. Ninguna virtud la alcanzaba porque estaba más allá de toda virtud y de todas las sanciones humanas. Era el amor, el amor que es totalmente perecedero y que por eso tiene la delicadeza de todo lo que es nuevo, vulnerable, destructible; no obstante, aquello estaba más allá de todo esto. Ahí estaba, imperecedero, innominable, lo desconocido. Ningún pensamiento podría jamás penetrarlo, ninguna acción podría jamás alcanzarlo. Era «puro», incontaminado y, por eso, siempre bello, como la muerte. Todo esto pareció afectar el cerebro; éste no era como había sido antes. (El pensamiento es algo tan trivial, necesario pero trivial). A causa de ello la relación parece haber cambiado. Tal como una terrible tormenta, como

un destructivo terremoto da un curso nuevo a los ríos, cambia el paisaje y cava profundamente la tierra, así ello ha arrasado los contornos del pensamiento, ha cambiado la forma del corazón. 21 Todo el proceso continúa como es habitual a pesar del frío y del estado febril. Se ha vuelto más agudo y persistente. Uno se pregunta hasta cuándo podrá el cuerpo aguantarlo. Ayer, mientras subíamos por un hermoso, angosto valle, con sus empinadas laderas sombreadas de pinos y los verdes campos llenos de flores silvestres, súbitamente, de la manera más inesperada porque estábamos hablando de otras cosas, una bendición descendió como suave lluvia sobre nosotros. Nos convertimos en el centro de ella. Era dulce, apremiante, infinitamente tierna y pacifica, nos envolvía en un poder que estaba más allá de toda tacha y razón. Esta mañana temprano, al despertar, había una inmutable seriedad purificadora transformándolo todo y un éxtasis que no tenía causa; simplemente estaba allí. Y durante el día, cualquier cosa que uno hiciera, ahí permaneció como un trasfondo y avanzaba directa e instantáneamente cuando uno estaba quieto. Hay en ello urgencia, y hay belleza. Ninguna imaginación ni deseo alguno podrían jamás formular una profunda seriedad semejante. 22 Mientras esperaba en la oscura y mal ventilada sala del médico, esa bendición que ningún deseo puede proyectar, vino y llenó el pequeño cuarto. Y allí permaneció hasta que nos fuimos. Es imposible decir si fue percibida por el doctor. ¿Por qué existe el deterioro? Tanto en lo interno como en lo externo. ¿Por qué? El tiempo produce destrucción en todo lo que está mecánicamente organizado; desgasta por el uso y las enfermedades toda forma de organismo. ¿Por qué debe haber deterioro internamente, psicológicamente? Más allá de todas las explicaciones que un buen cerebro pueda ofrecer, ¿por qué escogemos lo peor y no lo mejor, por qué el odio antes que el amor, por qué la codicia y no la generosidad, por qué la actividad egocéntrica y no una acción libre y total? ¿Por qué ser mezquino cuando existen las altísimas montañas y los ríos centelleantes? ¿Por qué los celos y no el amor? ¿Por qué? Ver el hecho conduce a una cosa, y las opiniones, las explicaciones, a otra. Lo realmente importante es ver el hecho de que declinamos, de que nos deterioramos, y no él por qué y la razón de ello. Las explicaciones tienen muy escaso significado frente a un hecho, pero el satisfacerse con explicaciones, con palabras, es uno de los principales factores de deterioro. ¿Por qué guerra y no paz? El hecho es que somos violentos; el conflicto, dentro y fuera de la piel, es parte de nuestra vida diaria de ambición y éxito. Lo que pone fin al deterioro es el ver este hecho y no la explicación astuta o la palabra ingeniosa. La opción, una de las mayores causas de la decadencia, debe cesar por completo para que ésta toque a su fin. El deseo de realizarse, con la satisfacción y el dolor que existen a su sombra, es también uno de los factores del deterioro. Uno despertó temprano esta mañana para experimentar esa bendición, y fue «forzado» a incorporarse para estar en esa claridad y belleza. Más tarde, en la mañana, sentado en un banco al borde del camino, bajo un árbol, uno sintió la inmensidad de ello. Esta daba amparo, protección, como el árbol que estaba encima de uno y cuyas hojas protegían contra el fuerte sol de la montaña, permitiendo, no obstante, que la luz pasara a través de las mismas. Toda relación es una protección de esta naturaleza en la que hay libertad, y porque hay libertad, hay amparo. 23 Uno despertó temprano esta mañana con un inmenso sentido de poder, belleza e incorruptibilidad. No era algo que ya había sucedido, una experiencia que pertenecía al pasado y que, por eso, uno despertó para recordarla como se recuerda un sueño, sino que estaba ocurriendo en el presente. Uno tenía conciencia de algo totalmente incorruptible, algo en lo cual nada podía existir que fuera susceptible de corromperse, de deteriorarse. Era demasiado inmenso para que el cerebro pudiera asirlo, recordarlo; él sólo podía registrar mecánicamente la existencia de tal «estado» de incorruptibilidad. Experimentar un estado así es sumamente importante; ahí estaba, ilimitado, intocable, impenetrable. A causa de su incorruptibilidad había en ello belleza. No la belleza que se marchita ni la de algo producido por la mano del hombre, ni el mal con su belleza. Uno sentía que todo cuanto es esencial existe en su presencia y que, por lo tanto, ello era sagrado. Era una vida en la que nada podía perecer. La muerte es incorruptible pero el hombre hace una corrupción de ella, tal como es para él la vida. En todo ello había ese sentido de poder, de fuerza tan sólida como la de aquella montaña que nada puede quebrantar, un poder que jamás puede alcanzar ningún sacrificio, plegaria ni virtud.

Ahí estaba, inmenso, y ninguna onda de pensamiento podía corromperlo como a una cosa recordada. Estaba ahí, y eran sus ojos, su hálito los que estaban. El tiempo, la pereza, corrompen. Ello debe de haber continuado por un cierto periodo. Estaba amaneciendo y había rocío afuera sobre el automóvil y sobre el pasto. El sol no se había levantado aún, pero el agudo pico nevado se destacaba en el cielo azul grisáceo; era una mañana encantadora, sin una sola nube. Pero ello no duraría, era demasiado hermoso. ¿Por qué debe sucedernos todo esto? Ninguna explicación es suficientemente buena, aunque uno puede inventar una docena de ellas. Pero algunas cosas están bastante claras. 1. Uno debe ser por completo «indiferente» a ello, tanto cuando viene como cuando se va. 2. No debe haber deseo de continuar la experiencia ni de almacenarla en la memoria. 3. Tiene que haber cierta sensibilidad física, una cierta indiferencia hacia el bienestar. 4. Tiene que existir una disposición autocrítica en el modo de abordar el hecho. Pero aun si uno tiene todas estas cosas -casualmente, no mediante su cultivo deliberado- y además humildad, ni aun así ellas son suficientes. Es necesario algo por completo diferente, o nada es necesario; ello debe venir por si mismo, no se puede ir tras de ello haga uno lo que hiciere. Puede incluso añadirse el amor a la lista, pero eso está más allá del amor. Una cosa es cierta, el cerebro no puede jamás aprehenderlo ni contenerlo. Bienaventurado es aquel a quien ello es concedido. -Y uno también puede añadir a la lista un cerebro quieto, silencioso. 24 El proceso no ha sido tan intenso durante algunos días en que el cuerpo no ha estado bien; pero aunque débil, de vez en cuando uno puede sentir su intensidad. Es extraño como este proceso se ajusta por sí mismo a las circunstancias. Ayer, paseando en auto a través del estrecho valle, en medio del ruido que producía un torrente que al costado de la húmeda carretera se abre paso en la montaña, ahí estaba esta bendición. Era muy poderosa, y todo se hallaba bañado por ella. Era parte de ella el ruido del torrente, y también contenía en si a la alta cascada que después se convertía en torrente. Era como la dulce lluvia que estaba cayendo, y uno se volvía completamente vulnerable; el cuerpo parecía haberse tornado tan leve como una hoja, tan expuesto y trémulo. Esto prosiguió durante el largo y refrescante paseo; la conversación se volvió monosilábica; la belleza de ello parecía algo increíble. Persistió durante todo el anochecer y, aunque hubo risas, se mantuvo la sólida, la impenetrable seriedad. Al despertar temprano esta mañana, cuando el sol todavía se encontraba bajo el horizonte, el éxtasis de esta seriedad llenaba el corazón y el cerebro, y había en todo ello un sentido de inmutabilidad. Mirar es importante. Nosotros miramos a las cosas inmediatas y, en función de las necesidades inmediatas, miramos al futuro; que está coloreado por el pasado. Nuestro ver es muy restringido y nuestros ojos están acostumbrados a las cosas cercanas. Nuestro mirar está atado por el tiempo-espacio, tal como lo está nuestro cerebro. Nunca miramos, nunca vemos más allá de esta limitación; no sabemos cómo mirar a través y más allá de estas fragmentarias fronteras. Pero los ojos tienen que es más allá de ellas penetrándolas profunda y extensamente, sin preferencia alguna, sin buscar refugio; tienen que transponer las fronteras de hechura humana constituidas por las ideas y los valores, y ver más allá del amor. Entonces hay una bendición que ningún dios puede dar. 25 Pese a la reunión1, el proceso continúa, algo más suavemente pero continúa. Uno despertó esta mañana más bien temprano, con la sensación de que la mente había penetrado en profundidades desconocidas. Era como si la propia mente hubiera penetrado dentro de sí misma, muy lejos y a gran profundidad, y el viaje parecía haberse realizado sin movimiento alguno. Y esta experiencia de inmensidad se daba con una plenitud y riqueza incorruptibles. Es extraño que si bien cada experiencia, cada estado es por completo diferente, se trata, no obstante, del mismo movimiento; aunque parezca cambiar es, sin embargo, lo inmutable. 26 El proceso continuó en toda la tarde de ayer y fue bastante doloroso. Caminando en la profunda sombra de una montaña, junto al ruidoso torrente, en plena intensidad del proceso uno se sintió enteramente vulnerable, desnudo y muy expuesto; apenas si parecía existir. Y era profundamente conmovedora la belleza de la montaña cubierta de nieves sostenida en la copa de dos oscuras laderas de cerros curvilíneos poblados de pinos. Temprano en la mañana, cuando el sol aun no se había levantado y el rocío cubría la hierba, acostado todavía en la cama quietamente, sin pensamiento alguno, sin ningún movimiento, había un ver que no era el ver superficial con los ojos, sino un ver a través de los ojos desde detrás de la cabeza. Los ojos y el ver desde detrás de 1

La primera de las nueve platicas ofrecidas en Sannen, el pueblo cercano a Gstaad.

la cabeza eran sólo el instrumento a través del cual el inmensurable pasado veía dentro del espacio inmensurable y sin tiempo. Y más tarde, aún en la cama, había un ver que parecía contener en sí toda la vida. Qué fácil es engañarse uno mismo, proyectar estados que se desean y experimentarlos realmente, en especial cuando implican placer. No hay ilusión ni engaño cuando no existe el deseo, consciente o inconsciente, de experiencias de ninguna clase, cuando uno es por completo indiferente al ir y venir de toda experiencia, cuando uno no pide absolutamente nada. 27 Era un bello paseo en automóvil a través de dos valles diferentes, en lo alto de un paso; las inmensas rocas montañosas, las fantásticas formas y curvas, su soledad y grandeza, y muy lejos la verde, sesgada montaña, impresionaban al cerebro, que permanecía silencioso. Mientras viajábamos, la extraña intensidad y la belleza de estos muchos días se tornaban más y más apremiantes en uno. Y el otro también lo sintió. Al despertar temprano en la mañana, esa bendición y esa fuerza estaban ahí y el cerebro se daba cuenta de ellas como se da cuenta de un perfume, pero no eran una sensación, una emoción; simplemente, estaban ahí. Haga uno lo que haga, estarán siempre ahí; no hay nada que uno pueda hacer al respecto. Esta mañana hubo una plática, y durante la plática el cerebro que reacciona, que piensa, que construye, permaneció ausente. El cerebro no estuvo funcionando excepto, probablemente, para recordar las palabras. 28 Ayer paseamos a lo largo del camino favorito que está junto al ruidoso torrente, en el estrecho valle de oscuros pinos, campos florecidos y en la distancia la maciza montaña cubierta de nieve y la cascada. Era un paseo encantador, pacífico y refrescante. Fue allí, mientras caminábamos, que advino esa sagrada bendición; era algo que casi podía palparse, y muy profundamente dentro de uno había movimientos de cambio. Era un atardecer de encantamiento y de belleza que no pertenecían a este mundo. Estaba ahí lo inmensurable y, por consiguiente, estaba el silencio. Esta mañana uno despertó temprano para registrar que el proceso era intenso, y desde detrás de la cabeza, proyectándose hacia adelante a través de ella como una flecha, con ese sonido peculiar que ésta produce cuando vuela por el aire, había una fuerza, un movimiento que venia desde ninguna parte e iba hacia ninguna parte. Y había un sentido de inmensa estabilidad y una «dignidad» inaccesible. Y una austeridad que ningún pensamiento podría formular, y con ella una pureza de infinita dulzura. Todas éstas son meras palabras y por eso jamás podrán representar lo real; el símbolo nunca es lo real, y el símbolo en si carece de valor. El proceso continuó toda la mañana y una copa que no tenía altura ni profundidad parecía estar llena hasta el desbordamiento. 29 Después de haber visto a algunas personas, cuando éstas se fueron uno sintió como si estuviera suspendido entre dos mundos. Y pronto retornó el mundo del proceso y de esa inextinguible intensidad. ¿Por qué esta separación? Las personas que uno vio no eran serias, al menos ellas pensaban que eran serias pero sólo lo eran de un modo superficial. Uno no podía entregarse por completo y de ahí nuevamente este sentimiento de no encontrarse en el hogar pero, pese a ello, fue una rara experiencia. Estábamos conversando y alguien señaló una pequeña porción del torrente que asomaba entre los árboles. Era una vista común, un incidente cotidiano, pero mientras uno miraba ocurrieron varias cosas, no acontecimientos externos sino una clara y nítida percepción. Para que la madurez exista es absolutamente necesario que haya: 1. Completa sencillez que acompaña a la humildad, no en cosas o en posesiones sino en la cualidad del ser. 2. Pasión, con esa intensidad que no es solamente física. 3. Belleza; no sólo la sensibilidad a la realidad externa, sino sensibilidad a esa belleza que está más allá y por encima de todo pensamiento y sentimiento. 4. Amor; la totalidad del amor, no esa cosa que conoce los celos, el apego, la dependencia; no eso que se divide en carnal y divino. La total inmensidad del amor. 5. Y la mente que pueda seguir y que pueda penetrar sin motivo, sin propósito alguno en sus propias inmensurables profundidades; la mente que no tiene límite, que es libre para moverse sin el tiempo-espacio. Súbitamente uno se dio cuenta de todo esto y de lo que implicaba cuanto en ello estaba envuelto; apenas la simple vista de un torrente entre ramas y hojas marchitas en un día triste y lluvioso. Mientras conversábamos, sin razón alguna porque aquello de que hablábamos no era muy serio, desde ciertas inaccesibles profundidades uno sintió de pronto esta inmensa llama de poder, destructivo en su creación. Era el poder que existía antes de que todas las cosas nacieran; era inaccesible, y por su misma fuerza uno no podía acercarse a él. Nada existe sino esa única cosa. Inmensidad y temor reverente.

Parte de esta experiencia debe de haber «continuado» durante el sueño, porque al despertar temprano esta mañana, ahí estaba, y a uno lo había despertado la intensidad del proceso. Eso está más allá de todo pensamiento y de las palabras que pudieran describir lo que ocurre, la maravilla de ello, y el amor, la belleza de ello. No hay imaginación que pueda jamás concebir todo esto, ni se trata de una ilusión; su fuerza y su pureza no son para una mente-cerebro llena de ficciones. Eso está más allá y por encima de todas las facultades del hombre. 30 Fue un día nublado, un día cargado de oscuras nubes; había llovido en la mañana y el tiempo se volvió frío. Después de un paseo conversábamos, pero más mirábamos la belleza de la tierra, las casas y los oscuros árboles. Inesperadamente, hubo un relámpago de esa fuerza, de ese poder inaccesible que era físicamente quebrantador. El cuerpo quedaba helado en su inmovilidad, y uno tenía que cerrar los ojos para no desmayarse. Era algo que destrozaba completamente, y todo cuanto era parecía no existir. La inmovilidad de esa fuerza y la energía destructiva que la acompañaba, quemaban las limitaciones de la visión y el sonido. Era algo indescriptiblemente grande cuya altura y profundidad son incognoscibles. Esta mañana temprano, justo cuando amanecía, sin una sola nube en el cielo y con las nevadas montañas nítidamente visibles, uno despertó con ese sentimiento de impenetrable fuerza en los ojos y en la garganta; parecía ser un estado palpable, algo que nunca podría dejar de existir. Ahí estuvo por cerca de una hora y el cerebro permaneció vacío. No era una cosa que pudiera ser atrapada por el pensamiento y almacenada en la memoria para recordarla. Estaba ahí y todo pensamiento había muerto. El pensamiento es funcional, sólo es útil en ese dominio; el pensamiento no podía pensar acerca de eso porque el pensamiento es tiempo, y eso estaba más allá de todo tiempo y medida. El pensamiento, el deseo no podían buscar la continuación de ello o su repetición, porque el pensamiento, el deseo, estaban por completo ausentes. ¿Qué es, entonces, lo que recuerda para escribir esto? Meramente un registro mecánico, pero el registro, la palabra, no es la cosa. El proceso continúa, más suavemente, tal vez a causa de las pláticas y también porque hay un límite más allá del cual el cuerpo estallaría. Pero ello está ahí, persistente e insistente. 31 Caminando a lo largo del sendero que seguía el rápido torrente, con un tiempo fresco y agradable y con mucha gente alrededor, estaba esa bendición tan suave como las hojas, y había en ella una danzarina alegría. Pero más allá y a través de ella estaban esa inmensa, sólida fuerza y ese poder inaccesible. Uno sentía que tras de ello existía una inmensurable, insondable profundidad. Ahí estaba, a cada paso, con apremio y, sin embargo, con infinita «indiferencia». Tal como una presa grande y alta retiene el río formando un vasto lago de muchas millas, así era esta inmensidad. Pero a cada instante había destrucción; no la destrucción para producir un nuevo cambio -el cambio nunca es nuevo- sino la destrucción total de lo que ha sido de modo que ya nunca pueda ser. No había violencia en esta destrucción; la violencia existe en el cambio, en la revolución, en la sumisión, en la disciplina, en el control y dominio, pero aquí la violencia en cualquiera de sus formas y de sus diferentes nombres, había cesado totalmente. Esta destrucción es creación. Pero la creación no es paz. La paz y el conflicto pertenecen al mundo del cambio y del tiempo, al movimiento externo e interno de la existencia, pero esto no era del tiempo ni de ningún movimiento en el espacio. Ello es pura y absoluta destrucción, y sólo entonces lo «nuevo» puede ser. Al desertar en la mañana esta esencia estaba ahí; debe de haber estado toda la noche, y al desertar parecía llenar la cabeza y el cuerpo entero. Y el proceso continúa suavemente. Uno tiene que hallarse solo y quieto, entonces está ahí. Mientras uno escribe esa bendición está presente, como la suave brisa entre las hojas. Agosto 1 Fue un bello día, y viajando por el hermoso valle estaba ahí aquello que no podía ser negado; ahí estaba como el aire, el cielo y esas montañas. Uno desertó temprano, gritando porque el proceso era intenso, pero durante el día, a pesar de la plática1, ha continuado benignamente. 2 Esta mañana uno despertó temprano y así como estaba, aún sin haberse lavado, fue forzado a incorporarse. Generalmente uno permanece sentado en la cama por un tiempo antes de abandonarla. Pero esta mañana eso estaba 1

La cuarta plática en Sannen.

fuera del proceder habitual, era una urgente e imperativa necesidad. En el momento de incorporarse, al poco rato advino esa inmensa bendición, y pronto sintió uno que todo este poder, toda esta impenetrable, austera fuerza estaban en uno, alrededor de uno y en la cabeza, y que en medio de toda esta inmensidad había completa quietud. Era una quietud que ninguna mente puede imaginar, formular; ninguna violencia puede producirla; esta quietud no tenía causa, no era un resultado; era la quietud en el mismo centro de un tremendo huracán. Era la quietud de todo movimiento, la esencia de toda acción; era la explosión creadora, y es sólo en una quietud así que la creación puede tener lugar. Tampoco ahora podía el cerebro capturarla; no podía registrarla en sus recuerdos, en el pasado, porque esta cosa está fuera del tiempo; no tiene futuro, no tiene pasado ni presente. Si ella perteneciera al tiempo, el cerebro podría capturarla y moldearla de acuerdo con su condicionamiento. Como esta quietud es la totalidad de todo movimiento, la esencia de toda acción, una vida sin oscuridad, lo que es de la oscuridad no podía, por ningún medio, medirla. Es demasiado inmensa para que el tiempo la retenga y ningún espacio puede contenerla. Todo esto puede haber durado un minuto o una hora. Antes de dormir el proceso era agudo, y ha continuado de una manera suave durante todo el día. 3 Uno despertó temprano con ese fuerte sentimiento de «lo otro», de otro mundo que está más allá de todo pensamiento; era muy intenso y tan claro y puro como la madrugada, como el cielo sin nubes. La mente está limpia de toda imaginación e ilusión, porque no hay continuidad. Todo es y jamás ha sido antes. Donde la continuidad es posible, hay ilusión. Era una mañana despejada, aunque pronto habrían de juntarse nubes. Al mirar por la ventana, los árboles, los campos se destacaban muy nítidamente. Está sucediendo algo muy curioso: hay una intensificación de la sensibilidad. Sensibilidad no sólo a la belleza sino a todas las otras cosas. La brizna de hierba estaba asombrosamente verde; esa sola brizna contenía en sí todo el espectro de los colores; era algo intenso, deslumbrante en una cosa tan pequeña, tan fácil de destruir. Esos árboles, con su altura y su profundidad, estaban llenos de vida; las líneas de aquellas arrebatadoras colinas y los árboles solitarios eran la expresión de todo tiempo y espacio; y las montañas contra el pálido cielo estaban más allá de todos los dioses del hombre. Era increíble va, sentir todo esto con sólo mirar afuera por la ventana. Los ojos se purificaban. Es extraño cómo durante una o dos entrevistas, esa fuerza, ese poder llenó la estancia. Parecía estar en los propios ojos y en la respiración. Eso surge a la vida súbitamente, de la manera más inesperada, con una fuerza e intensidad completamente abrumadoras, y otras voces está ahí quieta y serenamente. Pero está ahí, quiéralo uno o no. No hay posibilidad de acostumbrarse a ello porque jamás ha sido antes ni jamás será. Pero está ahí. El proceso ha sido leve, tal vez debido a estas pláticas y a las entrevistas con la gente. 4 Esta mañana uno despertó muy temprano; todavía estaba oscuro pero pronto amanecería; hacia el Este, a la distancia había una pálida luz. El cielo estaba bien despejado y era casi visible la forma de las montañas y de las colinas. Había mucha quietud. Desde este vasto silencio, súbitamente, en el momento en que uno se incorporó en la cama, cuando el pensamiento estaba quieto y ausente, cuando no había siquiera el susurro de un sentimiento, advino aquello que ahora ya era una realidad sólida, inagotable. Era algo compactó sin peso, sin medida; estaba ahí y fuera de ello nada existía. Estaba ahí, y no había otra cosa. Las palabras sólido, inmóvil, imperecedero no transmiten en modo alguno esta condición de estabilidad intemporal. Ninguna de estas palabras ni palabra alguna podrían comunicar la naturaleza de eso que estaba ahí. Sólo eso existía totalmente, en sí mismo, y nada más; eso que era la totalidad de todas las cosas, la esencia. La pureza de ello persistió dejándolo a uno sin pensamiento, sin actividad. No es posible unirse a ello; no es posible unirse a un río que fluye rápidamente. Uno jamás puede unirse a lo que no tiene forma, ni medida, ni cualidad. Ello es; eso es todo. Qué profundamente maduras y tiernas se han vuelto todas las cosas y, extrañamente, la vida entera está en ello; como una hoja nueva, totalmente indefensa. 5 Esta mañana, al despertar temprano, hubo un relámpago de «ver», de «mirar» que parece proseguir y proseguir para siempre. Ello se inició en ninguna parte y fue hacia ninguna parte, pero en ese ver estaba incluida toda visión, ese ver contenía todas las cosas. Era un ver que iba más allá de los ríos, las colinas, las montañas, más allá de la tierra y el horizonte y la gente. En este ver había una luz penetrante y una increíble velocidad. El cerebro no podía seguirlo ni la mente podía contenerlo. Era pura luz, una velocidad que no conocía resistencia.

Durante el paseo de ayer, la belleza de la luz entre los árboles y sobre la hierba fue tan intensa, que lo dejó a uno realmente sin aliento y con el cuerpo debilitado. Más tarde en esta mañana, justo cuando uno estaba a punto de desayunarse, tal como un cuchillo se introduce en tierra blanda, ahí estaba la bendición con su poder y su fuerza. Llegó como lo hace el relámpago y con igual rapidez se había ido. El proceso fue más bien intenso ayer en la tarde y un poco menos esta mañana. Hay una condición de fragilidad en el cuerpo. 6 Habiendo dormido, aunque no muy bien, al despertar uno fue consciente de que el proceso había continuado durante toda la noche pero, mucho más aún, de que había un florecer de esa bendición, y se sentía como si ella estuviera operando sobre uno. Al despertar había un efluvio, una emanación de este poder y esta fuerza. Era como un torrente precipitándose fuera de las rocas, fuera de la tierra. Había en esto una extraña, inimaginable bendición, un éxtasis que nada tenía que ver con el pensamiento y el sentimiento. Las hojas del álamo temblón se estremecen bajo la brisa, y sin esa danza la vida no existe. 7 Uno estaba fatigado después de la plática1 y de las entrevistas con la gente, y hacia el anochecer salimos a dar un corto paseo. Después de un día brillante se estaban concentrando nubes y llovería durante la noche. Las nubes rodeaban las montañas y el torrente hacía mucho ruido. El camino estaba polvoriento a causa de los automóviles, y al otro lado del torrente había un estrecho puente de madera. Lo cruzamos y subimos por un sendero de hierba, y la verde ladera estaba toda cubierta de flores e intensamente coloreada. El sendero subía suavemente hasta pasar un cobertizo para vacas, pero éste se hallaba vacío; el ganado había sido llevado a pastar más arriba. Ahí en lo alto todo era muy tranquilo, no había nadie, pero estaba el ruido del impetuoso torrente. Aquello llegó calladamente, con tanta suavidad, tan próximo a la tierra, entre las flores, que uno no se dio cuenta. Se extendía cubriendo la tierra, y uno estaba en ello, no como un observador sino que era parte de ello. No había pensamiento ni sentimiento, el cerebro se hallaba absolutamente quieto. De pronto estaba ahí, una inocencia muy simple, clara. Era una pradera de inocencia más allá de todo placer y dolor, más allá de toda la tortura de la esperanza y la desesperación. Estaba ahí, y hacía que la mente, que todo el ser de uno fuera inocente; uno era parte de ello, más allá de toda medida, más allá de la palabra; la mente era toda transparencia y el cerebro era intemporalmente joven. Ello continuó por algún tiempo y ya era tarde y teníamos que regresar. Esta mañana, al despertar, pasó un rato antes de que esa inmensidad llegara, pero ahí estaba y el pensamiento y el sentimiento fueron aquietados. Mientras uno se lavaba los dientes, la intensidad de ello era aguda y clara. Llegó tan súbitamente como se fue, nada puede sujetarlo y nada puede atraerlo. El proceso ha sido algo agudo y el dolor penetrante. 8 Al despertar todo estaba tranquilo, mientras que el día anterior había resultado agotador. La serenidad era sorprendente, y uno se sentó para efectuar la habitual meditación. Inesperadamente, de la misma manera en que uno oye un sonido distante, ello comenzó quietamente, dulcemente, y de pronto estaba ahí en toda su fuerza. Debe haber permanecido por unos minutos. Al desaparecer dejó su perfume en lo hondo de la conciencia y la visión de ello en los ojos. Esa inmensidad con su bendición estuvo ahí durante la plática de esta mañana2. Cada cual debe haberlo interpretado a su manera, destruyendo así su indescriptible naturaleza. Toda interpretación deforma. El proceso ha sido agudo y el cuerpo se ha tornado un poco frágil. Pero más allá de todo esto hay una pureza de belleza increíble, una belleza que no es de las cosas, que ni el pensamiento ni el sentimiento han producido, que no es el don de un artesano, sino que es como un río que fluye, nutrido e indiferente; está ahí, completa y rica en sí misma. Es un poder que no puede valorarse en la estructura social y en la conducta del hombre. Pero está ahí, impasible, inmenso, inalcanzable. Gracias a esto, existen todas las cosas. 9 Esta mañana, al despertar uno sintió otra vez que había sido una noche vacía; el cuerpo había estado sometido a un esfuerzo excesivo a causa de la plática [el día anterior] y de las entrevistas personales, y estaba 1 2

La plática tuvo lugar el día anterior. Esta fue la séptima plática. Versó principalmente sobre el tema de la meditación.

cansado. Al sentarse uno en la cama como era habitual, se hallaba en calma; la ciudad dormía, no se escuchaba un sonido y la mañana estaba cargada de nubes. Desde dondequiera que tenga ella su existencia, esta bendición advino súbita y plenamente con su fuerza y su poder. Permaneció llenando la habitación y expandiéndose fuera de ella; luego desapareció dejando tras de sí un sentimiento de vastedad cuya dimensión estaba más allá de las palabras. Ayer, caminando en medio de las colinas, prados y torrentes, entre tanta agradable quietud y belleza, uno fue consciente otra vez de esa extraña y hondamente conmovedora inocencia. Calladamente, sin resistencia alguna, penetraba en cada rincón y recodo de la mente purificándola de todo pensamiento y sentimiento. Lo dejó a uno vacío y pleno. Cada uno de nosotros advirtió su paso1. Súbitamente, todo el tiempo se había detenido. El proceso continúa, pero más suave y profundamente. 10 Había llovido muy intensamente, y la penetrante lluvia lavó el blanco polvo depositado sobre las grandes hojas que abundan junto al camino sin pavimentar que llega profundamente hasta el interior de las montañas. El aire era suave y dulce, liviano a esa altitud; era un aire limpio y agradable y había un olor a tierra lavada por la lluvia. Subiendo por el camino uno advertía la belleza de la tierra y la delicada línea de los empinados cerros contra el cielo del anochecer, la maciza montaña rocosa con su glaciar y su vasta extensión de nieve, la abundancia de las flores. Era un anochecer de gran belleza y serenidad. La reciente y fuerte lluvia había enlodado el ruidoso torrente; éste había perdido esa peculiar claridad brillante que tiene el agua de la montaña, pero en unas pocas horas volvería a estar clara de nuevo. Mientras uno miraba las formas y curvas de las macizas rocas y la nieve fulgurante, como entre sueños, sin pensamiento alguno en la mente, de pronto ahí estaba, una fuerza, una bendición de inmensa y sólida dignidad. En un instante llenó el valle y la mente no podía medirla; ello estaba muchísimo más allá de la palabra. Era, otra vez, inocencia. Al despertar esta mañana temprano, ello estaba ahí y la meditación era muy poca cosa; todo pensamiento había muerto y había cesado todo sentimiento; el cerebro se hallaba absolutamente silencioso. Su registro no es lo real. Ello estaba ahí, intangible e incognoscible. Ya jamás sería lo que ha sido; su belleza es inextinguible. Fue una mañana extraordinaria. Esto ha estado prosiguiendo por cuatro meses completos, cualquiera fuera el medio circundante, cualquiera la condición del cuerpo. Jamás es lo mismo y, no obstante, es lo mismo; es destrucción y es creación que nunca cesa. Su poder y su fuerza están más allá de toda comparación y palabras. Y ello jamás continúa, es muerte y es vida. El proceso ha sido algo agudo y todo él parece más bien de poca importancia. Agosto 11, 19612 Sentado en el automóvil, junto a un ruidoso torrente de la montaña, en medio de ricas y verdes praderas y de un cielo oscurecido, ahí estaba esa incorruptible inocencia cuya austeridad es belleza. El cerebro se hallaba totalmente quieto y fue alcanzado por ella. El cerebro se alimenta de la reacción y la experiencia; vive de la experiencia. Pero la experiencia siempre es limitadora y condicionante; la maquinaria de la acción es la memoria. Sin la experiencia, el conocimiento y la memoria, la acción no es posible, pero tal acción es fragmentaria, limitada. La razón, el pensamiento organizado, es siempre incompleto; la idea, la respuesta del pensar es estéril y la creencia es el refugio del pensamiento. Toda experiencia sólo fortifica al pensamiento, negativa o positivamente. El experimentar está condicionado por la experiencia, el pasado. Vaciar la mente de toda experiencia es libertad. Cuando el cerebro cesa de nutrirse por medio de la experiencia, el recuerdo y el pensamiento, entonces su actividad no es egocéntrica. Entonces su alimento proviene de otra parte. Es este alimento el que hace que la mente sea religiosa. Al despertar en esta mañana, más allá de toda meditación y pensamiento, y de las ilusiones que los sentimientos provocan, había una intensa y clara luz en el centro mismo del cerebro y, más allá del cerebro, en el centro mismo de la conciencia, del propio ser. Era una luz que no tenía sombra, ni se hallaba situada en dimensión alguna. Estaba ahí, inmóvil. Con esa luz se encontraba presente aquella incalculable fuerza y belleza que está más allá del pensamiento y del sentimiento. El proceso fue más bien agudo por la tarde. 12 1 2

Presumiblemente, él había estado, caminando con algunos amigos. Aquí comienza el «libro de notas» mas extenso, registrando el año por primera vez.

Ayer, subiendo por el valle, con las montañas cubiertas por las nubes y el torrente que parecía más ruidoso que nunca, había un sentido de asombrosa belleza, y no porque los prados y las colinas y los oscuros pinos hubieran cambiado. Sólo la luz era diferente, más suave, con una claridad que parecía penetrarlo todo sin dejar ninguna sombra. Cuando llegamos a lo alto del camino, pudimos ver abajo una granja rodeada de una verde pradera. Era una verde pradera, con un verde de una riqueza tal que no se ve en ninguna parte, pero esa pequeña alquería y ese verde pasto contenían en sí toda la tierra y toda la humanidad. Había en ello una finalidad absoluta; era la finalidad de la belleza que no está torturada por el pensamiento y el sentimiento. La belleza de un cuadro, una canción, una casa, es producida por el hombre para que se la compare, se la critique, para que se le sumen cosas, pero esta belleza no era una obra hecha por la mano del hombre. Todo lo que es obra del hambre debe ser negado con decisión antes de que esta belleza pueda ser. Porque ella necesita total inocencia, total austeridad; no la inocencia urdida por el pensamiento ni la austeridad del sacrificio. Sólo cuando el cerebro está libre del tiempo y sus respuestas son absolutamente silenciosas, existe esa austera inocencia. Uno despertó mucho antes del amanecer, cuando el aire se halla muy quieto y la tierra aguarda al sol. Despertó con una claridad peculiar y una urgencia que exigía atención plena. El cuerpo estaba completamente inmóvil; era una inmovilidad sin tirantez, sin tensión. Y dentro de la cabeza tenía lugar un singular fenómeno. Un río anchísimo fluía con la presión de un inmenso caudal de agua, fluía entre altas y bruñidas rocas de granito. A cada lado de este anchísimo río estaba el bruñido, reluciente granito en el cual nada crecía, ni siquiera una brizna de hierba; no había nada excepto pura roca pulida remontándose más allá del mensurable alcance de la vista. El río se abría paso silenciosamente, sin un susurro, indiferente, majestuoso. Ello ocurría realmente, no era un sueño, una visión o un símbolo que deba ser interpretado. Ahí estaba sucediendo, más allá de cualquier duda; no era cosa de la imaginación. Ningún pensamiento puede inventar eso; era demasiado inmenso y real para que el pensamiento pudiera formularlo. La inmovilidad del cuerpo y este gran río fluyendo entre los bruñidos muros de granito del cerebro, continuaron por una hora y media del reloj. A través de la ventana los ojos podían ver la llegada del alba. No había error con respecto a la realidad de lo que estaba sucediendo. Por una hora y media todo el ser estuvo atento sin esfuerzo y sin desviarse. Y súbitamente ello se terminó y comenzó el día. Esta mañana esa bendición llenaba el aposento. Llovía fuerte, pero más tarde el cielo estaría azul. El proceso, con su presión y dolor, continua suavemente. 13 Tal como el sendero que sube por la montaña jamás puede contener toda la montaña, así esta inmensidad no es la palabra. Y, sin embargo, mientras uno subía por la ladera de la montaña, con el pequeño torrente corriendo al pie de la misma, ahí estaba esta increíble, innominable inmensidad que colmaba la mente y el corazón; y cada gota de agua sobre la hoja o sobre la brizna de hierba resplandecía con esa inmensidad. Había estado lloviendo toda la noche y toda la mañana, con el cielo cargado de densas nubes, y ahora el sol se dejaba ver sobre los altos cerros y había sombras en las verdes e inmaculadas praderas cubiertas de flores. El pasto estaba muy húmedo y el sol brillaba sobre las montañas. En lo alto de ese sendero había encantamiento; ahora conversábamos y entonces parecía que en modo alguno [omitida una palabra] la belleza de esa luz ni la simple paz que hay en el campo. La bendición de esa inmensidad estaba ahí y había júbilo. Mientras caminábamos en esta mañana, de nuevo estaba ahí esa impenetrable fuerza cuyo poder es bendición. Uno estaba despierto a ello y el cerebro lo advertía sin ninguna de sus respuestas. Eso hacia que el claro cielo y las Pléyades fueran increíblemente bellos. Y el temprano sol sobre la montaña con su nieve, era la luz del mundo. Durante la plática1 estaba ahí, intangible y puro, y por la tarde entró en la habitación con la velocidad de un relámpago y desapareció. Pero en alguna medida está siempre aquí con esa extraña inocencia cuyos ojos jamas han sido tocados. El proceso fue un poco agudo la noche pasada y mientras esto se escribe. 14 Aunque el cuerpo estaba fatigado después de la plática [de ayer] y de ver a la gente, sentado en el auto bajo el espacioso árbol tenía lugar una actividad profundamente extraña. No era una actividad que el cerebro con sus respuestas acostumbradas pudiera concebir o formular; eso estaba más allá de su alcance. Pero había una actividad, muy en lo profundo, que deshacía todo obstáculo. La naturaleza de esa actividad es imposible de expresar. Como hondas aguas subterráneas que se abren paso hacia la superficie, había una actividad que llegaba mucho más profundamente y más allá de toda conciencia. 1

Esta fue la última plática. Estuvo dedicada principalmente a la mente religiosa.

Uno se da cuenta del aumento de sensibilidad del cerebro; el color, la figura, la línea, la forma total de las cosas se han vuelto más intensas y extraordinariamente vivas. Las sombras parecen tener una existencia propia de mayor profundidad y pureza. Era un quieto y bello atardecer; corría una brisa entre las hojas y el follaje del álamo temblón también se estremecía y danzaba. Un alto y recto tronco con una corona de flores blancas tocadas por un tenue color rosado, se erguía como un centinela junto al torrente de la montaña. El torrente era de oro al sol del ocaso y los montes se hallaban en hondo silencio; ni siquiera el paso de los automóviles parecía perturbarlos. Las montañas cubiertas de nieve estaban en profunda oscuridad; las densas nubes y los prados conocieron la inocencia. La mente se hallaba mucho más allá de toda experiencia. Y el meditador estaba silencioso. 15 Caminando cerca del torrente y con las montañas entre las nubes, había momentos de intenso silencio, como los brillantes retazos de cielo azul que dejan las nubes al separarse. Era un atardecer frío, cortante, con una brisa que venía del norte. La creación no es para el talentoso, para el dotado, ellos sólo conocen la creatividad pero nunca la creación. La creación está más allá del pensamiento y de la imagen, más allá de la palabra y la expresión. No es para ser comunicada porque no puede formularse, no puede envolverse en palabras. Puede sentirse en estado de completa y lúcida atención. No es posible utilizarla y exhibirla en el mercado para que se la regatee y se la venda. La creación no puede ser comprendida por el cerebro con sus complicadas variedades de respuestas. El cerebro no tiene modo de entrar en contado con ella; es absolutamente incapaz. El conocimiento es un obstáculo, y sin el conocimiento de uno mismo la creación no puede existir. El intelecto, ese agudo instrumento del cerebro, no puede en modo alguno aproximársele. El cerebro total, con sus ocultas urgencias secretas y sus empeños, con sus múltiples variedades de astutas virtudes, debe hallarse completamente silencioso, mudo, pero sin embargo alerta y sereno. La creación no es hornear pan o escribir un poema. Toda actividad del cerebro debe cesar, voluntaria y fácilmente, sin conflicto ni dolor. No debe haber ni sombra de conflicto e imitación. Entonces existe el asombroso movimiento llamado creación. Este sólo puede tener existencia en la negación total; no puede existir en el paso del tiempo ni el espacio puede abarcarlo. Debe haber muerte completa, destrucción total para que la creación sea. Esta mañana; al despertar, había completo silencio externa e internamente. El cuerpo, y el cerebro que mide y pesa, estaban quietos, en un estado de inmovilidad, aunque ambos se hallaban activos y altamente sensibles. Y tan silenciosamente como llega el alba, vino desde alguna parte muy íntima y profunda, esa fuerza con su energía y su pureza. Parecía no tener raíces ni causa, pero no obstante estaba ahí, intensa y sólida, con una profundidad y una altura inmensurables. Permaneció por algún tiempo del reloj y desapareció, como la nube desaparece detrás de la montaña. Cada vez hay algo «nuevo» en esta bendición, una «nueva» cualidad, un «nuevo» perfume y, sin embargo, ella es inmutable. Es totalmente incognoscible. El proceso fue agudo por un rato pero ahora prosigue de una manera benigna. Todo es muy extraño e impredecible. 16 Había un retazo de cielo azul entre dos vastas, interminables nubes; era un azul claro, sobrecogedor por lo suave y penetrante. Sería absorbido en unos pocos minutos y desaparecería para siempre. Ningún cielo de un azul así se vería jamás otra vez. Había estado lloviendo la mayor parte de la noche y de la mañana, y había nieve fresca en las montañas y sobre los altos cerros. Y los prados estaban más verdes y fértiles que nunca, pero ese pequeño retazo de límpido cielo azul ya jamás volvería a verse. En ese pequeño retazo estaba la luz de todo el firmamento y el azul de todos los cielos. Mientras uno lo observaba su forma empezó a cambiar y las nubes se agolpaban para cubrirlo a fin de que no fuera demasiado visible. Desapareció para no aparecer ya nunca más. Pero había sido visto y el prodigio de ello persiste. En ese momento, mientras uno descansaba sobre el sofá, y las nubes iban conquistando el azul, de una manara totalmente inesperada llegó esa bendición con su pureza e inocencia. Llego en abundancia y colmó el aposento hasta que el aposento y el corazón no pudieron retenerla más; su intensidad era peculiarmente abrumadora y penetrante, y su belleza cubría la tierra entera. El sol resplandecía sobre un sector de brillante color verde y los oscuros pinos estaban quietos e indiferentes. Esta mañana -era muy temprano, faltaba un par de horas para la llegada del alba-, al despertar con ojos que el sueño ha abandonado, había una alegría insondable de la cual uno era lúcidamente consciente; no tenía causa ni había tras de ella sentimentalismo, entusiasmo o alguna extravagancia emocional; era clara, simple alegría, incontaminada y rica, pura e intangible. No estaba basada en pensamiento o razón alguna, y uno jamás podría comprender esa alegría porque ella no tenía causa. Esta alegría, este júbilo manaba de la totalidad del propio ser, y

el ser estaba absolutamente vacío. Tal como un torrente de agua se derrama por la ladera de una montaña, naturalmente y bajo presión, así se derramaba esta alegría en gran abundancia, viniendo desde ninguna parte y yendo hacia ninguna parte, pero el corazón y la mente ya nunca volverían a ser los mismos. En el momento en que esta alegría estallaba hacia afuera, uno no era consciente de su cualidad; ello sucedía y su naturaleza habría de revelarse, probablemente, en el tiempo, y el tiempo no podría medirla. El tiempo es mezquino y no puede pesar la plenitud. El cuerpo ha estado un poco frágil y vacío, pero en la noche pasada y esta mañana el proceso ha sido agudo, aunque sin mucha duración. 17 Había sido un día nublado, lluvioso, con viento noroeste, un día opresivo y frío. Estábamos subiendo por el camino que lleva a la cascada que luego se transforma en el ruidoso torrente; se veía a pocas personas en los caminos, pasaban pocos automóviles y el torrente se precipitaba más rápido que nunca. Subíamos por el camino con el viento detrás de nosotros, y el estrecho valle se dilataba y había retazos de sol sobre los pastos verdes y relucientes. Estaban ensanchando la carretera y cuando pasamos nos saludaron con amistosas sonrisas y algunas palabras en italiano. Habían estado trabajando todo el día, cavando y acarreando rocas, de modo que hasta parecía imposible que aún pudieran sonreír. Pero lo hacían. Algo más lejos y en lo alto, bajo un gran cobertizo, una moderna maquinaria aserraba madera, taladrándola y recortando moldes sobre gruesos tablones. Y el valle se abría más y más, y a lo lejos había un pueblo y más lejos aún estaba la cascada que surgía del glaciar en la cumbre de la montaña rocosa. Más que verla, uno sentía la belleza del país, el cansancio de esas personas, el impetuoso torrente y las tranquilas praderas. Detrás de nosotros, cerca del chalet, todo el cielo se hallaba cubierto de densas nubes, y de pronto el sol poniente se posó sobre algunas rocas en lo alto de la montaña. El retazo de luz solar sobre la superficie de esas rocas revelaba una profundidad de belleza y sentimiento que ninguna imagen esculpida puede contener. Era como si estuvieran iluminadas desde adentro con una luz propia, serena, que jamás se apaga. Era el fin del día. Sólo al despertar temprano en la mañana siguiente uno tuvo conciencia del previo esplendor de ese atardecer y del amor que pasó junto a uno. La conciencia no puede contener la inmensidad de la inocencia; puede recibirla, pero no proseguirla ni cultivarla. La conciencia toda debe estar quieta, sin desear, sin buscar y sin perseguir en modo alguno. Sólo cuando hay quietud en la totalidad de la conciencia, puede surgir eso que no tiene principio ni fin. La meditación es el vaciado de la conciencia, no con el propósito de recibir, sino que es el vaciado de todo esfuerzo por alcanzar algo. Debe haber espacio para el silencio, no el espacio creado por el pensamiento y sus actividades sino el espacio que adviene por la negación y la destrucción, cuando nada ha quedado del pensamiento y sus proyecciones. Sólo en el vacío puede haber creación. Esta mañana temprano, al despertar, la belleza de esa fuerza con su inocencia estaba ahí, profundamente adentro y aflorando a la superficie de la mente. Tenía la cualidad de ser infinitamente flexible, pero nada podía moldearla; esa belleza no podía ajustarse, conformarse al patrón del hombre. No podía ser atrapada en símbolos o palabras. Pero estaba ahí, inmensa, intangible. Toda meditación parecía trivial y tonta. Sólo eso subsistía y la mente estaba silenciosa. Algunas voces, durante el día, en raros instantes, esa bendición habría de llegar y desaparecer. El desear y el pedir carecen en absoluto de significación. El proceso continúa suavemente. 18 Había estado lloviendo la mayor parte de la noche y el tiempo se había vuelto muy frío; sobre los más altos cerros y montañas se veía nieve fresca en cantidad. Y también soplaba un viento cortante. Los prados florecidos tenían un brillo extraordinario y el color verde era sorprendente. Y también había llovido casi todo el día y sólo hacia las últimas horas de la tarde comenzó a aclarar y el sol apareció entre las montañas. Caminábamos a lo largo de un sendero que llevaba de un pueblo a otro, un sendero que serpenteaba en torno de granjas entre fértiles prados verdes. Los postes que sostienen los pesados cables eléctricos se destacaban impresionantes contra el cielo crepuscular; al contemplar estas imponentes estructuras de acero en contraste con las veloces nubes, se advertía un sentido de belleza y poder. Cruzamos un puente de madera, y el torrente lleno, engrosado por toda esta lluvia, se deslizaba veloz con una energía y una fuerza que sólo poseen los torrentes de la montaña. Mirando a uno y otro lado del torrente estrechamente encajonado entre apretados grupos de rocas y árboles, uno percibía el movimiento del tiempo -pasado, presente y futuro; el puente era el presente y toda la vida pasaba y bullía a través del presente. Pero más allá de todo esto, a lo largo de esa vereda fangosa bañada por la lluvia, estaba «lo otro» [otherness], un mundo que jamás podría ser tocado por el pensamiento humano, por sus actividades y sus

inacabables infortunios. Este mundo no era el producto de la esperanza ni de la creencia. Uno no era del todo consciente de ello en ese momento, había demasiadas cosas para observar y sentir, demasiada fragancia para oler; las nubes, el sol entre las montañas, y más allá el pálido cielo azul, y la luz del crepúsculo sobre los prados centelleantes; el olor de los establos y las flores rojas alrededor de las granjas. «Lo otro» estaba ahí abarcándolo todo sin pasar por alto ni la cosa más insignificante; y mientras uno permanecía despierto en la cama, «eso» advino llenando a borbotones la mente y el corazón. Entonces uno fue consciente de su belleza sutil, de la pasión y el amor de ello. No el amor que se guarda en imágenes como una reliquia, no el amor evocado por los símbolos, los cuadros y las palabras, ni el que está embozado tras de los celos y la envidia, sino aquel amor que está ahí, liberado de cualquier pensamiento y sentimiento, un movimiento circular, eterno, cuya belleza se revela en el abandono de la pasión egocéntrica. La pasión de esa belleza no existe si no hay austeridad. La austeridad no pertenece a la mente, no es una cosa que pueda obtenerse mediante un esmerado sacrificio, por la represión o la disciplina. Todo esto debe cesar naturalmente, porque estas cosas no tienen significado alguno para «lo otro». Ello advino inundándolo a uno con su inmensurable caudal. Este amor no tenía centro ni periferia y era tan completo, tan invulnerable que no había en él imagen alguna y, por lo tanto, era por siempre indestructible. Nosotros siempre miramos desde afuera hacia adentro; desde el conocimiento proseguimos hacia ulteriores conocimientos, siempre sumando, y el mismo restar es otro modo de sumar. Y nuestra conciencia está formada por miles de recuerdos y reconocimientos; somos conscientes de la hoja que tiembla, de la flor, de ese hombre que pasa, del niño que cruza corriendo por el campo; conscientes de la rosa, del torrente, de la brillante flor roja y del mal olor que proviene de un chiquero. Desde este recordar y reconocer, a partir de las respuestas externas tratamos de tornarnos conscientes con respecto a las interioridades ocultas, a los impulsos y motivos más hondos; exploramos más y más adentro en las vastas profundidades de la mente. Todo este proceso de retos y respuestas, todo este movimiento del experimentar y reconocer las actividades ocultas y las manifestadas, todo esto es la conciencia atada al tiempo. La copa no es solamente la forma, el color, el diseño, sino que es también ese vacío que hay dentro de la copa. La copa es el vacío retenido dentro de una forma; sin ese vacío no habría copa ni forma. Nosotros conocemos la conciencia por los signos externos, por sus limitaciones de altura y profundidad, de pensamiento y sentimiento. Pero todo esto es la forma exterior de la conciencia: por lo exterior tratamos de encontrar lo interno. ¿Es esto posible? Las teorías y especulaciones carecen de significación; de hecho, impiden todo descubrimiento. Partiendo de lo exterior tratamos de encontrar lo interno, desde lo conocido exploramos con la esperanza de encontrar lo desconocido. ¿Es posible investigar desde lo interno hacia lo externo? Conocemos el instrumento que investiga a partir de lo externo, pero ¿existe un instrumento que, desde lo desconocido, pueda investigar en lo conocido? ¿Existe? ¿Y cómo podría existir? No puede. Si lo hubiera seria reconocible, y si es reconocible está dentro del área de lo conocido. Esa extraña bendición llega cuando quiere, pero con cada visita hay, muy en lo profundo, una transformación; ello jamás es lo mismo. El proceso continúa, a veces suave y a veces agudo. 19 Era un hermoso día, un día sin nubes, un día de luz y de sombras; después de las fuertes lluvias el sol brilló en un claro y límpido cielo azul. Las montañas con su nieve estaban muy cerca, uno casi podía tocarlas; se destacaban vivamente contra el cielo. Los prados refulgían resplandecientes al sol, cada brizna de hierba danzaba su propia danza y el movimiento de las hojas era mucho más intenso. El valle estaba radiante y todo reía, era un día magnifico, y había miles de sombras. Las sombras son más vivas que la realidad; las sombras son más largas, ricas y profundas; parecen tener una vida propia independiente y protectora; en su invitación existe una satisfacción peculiar. El símbolo se torna más importante que la realidad. El símbolo proporciona un refugio; a su amparo es fácil hallar bienestar. Uno puede hacer con el símbolo lo que quiera, éste jamás ha de contradecirlo, jamás cambiará; puede ser cubierto de guirnaldas o de cenizas. Existe una satisfacción extraordinaria en una cosa muerta, en una pintura, una conclusión, una palabra. Son cosas que están muertas sin posibilidad alguna de revivir, y hay placer en los múltiples aromas del ayer. El cerebro siempre es el ayer, y lo que en el hay es la sombra del ayer, y el mañana es la continuación de esa sombra, un poco modificada pero exhalando aún el aroma del ayer. Así, el cerebro vive y tiene su existencia en las sombras; se siente más seguro, más confortable. La conciencia está siempre recibiendo, acumulando e interpretando según lo que ha acopiado; recibe a través de todos sus poros; acopia, y desde lo que ha almacenado experimenta, juzgando, recopilando, modificando. Mira, no sólo mediante los ojos, mediante el cerebro, sino a través de este trasfondo. La conciencia sale para recibir, y en el acto de recibir existe. En sus recónditas profundidades ha almacenado por siglos aquello que ha recibido, los instintos, las memorias, la seguridad, siempre agregando, agregando, y si quita es sólo para agregar

más. Cuando esta conciencia mira hacia afuera lo hace para pesar, contrapesar y recibir. Y cuando mira hacia adentro, su mirar es aun el mirar externo que pesa, contrapesa y recibe; cuando se despoja internamente, ello es otra forma de agregar. Este proceso, atado al tiempo, prosigue y prosigue dolorosamente, con fugaces alegrías y pesares. Pero mirar, ver, escuchar sin esta conciencia -un salir, un avanzar en el que no existe el recibir- es el movimiento total de la libertad. Este avanzar no tiene un centro, un punto, pequeño o extenso, desde el cual moverse; así es como se mueve en todas las direcciones sin la barrera del tiempo-espacio. Su escuchar es total, su mirar es total. Este movimiento es la esencia de la atención. En la atención están contenidas todas las distracciones, y entonces no hay distracción. Solamente la concentración conoce el conflicto de la distracción. La conciencia toda es pensamiento expresado o no expresado, pensamiento verbal o en busca de la palabra; el pensamiento como sentimiento, el sentimiento como pensamiento. El pensamiento jamás está quieto; la reacción que se expresa a sí misma es pensamiento, y el pensamiento a su vez multiplica las respuestas. De este modo la belleza es el sentir expresado por el pensamiento, y el amor está aún dentro del campo del pensamiento. ¿Hay amor y belleza dentro del cerco del pensamiento? ¿Hay belleza cuando hay pensamiento? La belleza y el amor conocidos por el pensamiento son los opuestos de la fealdad y el odio. La belleza no tiene opuesto, ni lo tiene el amor. Ver sin el pensamiento, sin la palabra, sin la respuesta de la memoria, es por completo diferente del ver con el pensamiento y el sentimiento. Lo que uno ve con el pensamiento es superficial; entonces el ver es tan sólo parcial. Esto no es ver en absoluto. El ver total es el ver sin el pensamiento. Ver una nube sobre una montaña sin el pensamiento y sus respuestas, es el milagro de lo nuevo; ello no es «hermoso», es algo explosivo en su inmensidad; es algo que nunca ha sido y que ya jamás será. Para ver, para escuchar es preciso que toda la conciencia esté quieta a fin de que la destructiva creación pueda ser. Ello es la totalidad de la vida y no el fragmento que implica todo pensar. No hay «belleza», sino sólo una nube sobre la montaña; eso es creación. El sol poniente tocaba las cimas de las montañas, brillante, sobrecogedor, y la tierra estaba silenciosa. Sólo existía el color y no los diferentes colores; sólo existía el escuchar y no los múltiples sonidos. Esta mañana, al despertar tarde cuando ya el sol avanzaba sobre los cerros, ahí estaba asa bendición como una luz resplandeciente; parecía tener su propia fuerza y su propio poder. Igual que el distante murmullo de las aguas de un río, prosigue una actividad que no es del cerebro con sus voliciones y engaños, sino una actividad que es la intensidad misma. El proceso continúa con fuerza variable; a voces es bastante agudo. 20 Era un día perfecto, el cielo estaba intensamente azul y todo centelleaba al sol de la mañana. Había unas pocas nubes flotando aquí y allá, ociosamente, sin tener adónde ir. El sol hacia que las vibrantes hojas del álamo temblón fueran joyas brillando contra los escarpados cerros verdes. Los prados habían cambiado durante la noche, eran más intensos, más tiernos, de un color verde completamente imposible de imaginar. Lejos, más allá del cerro, había tres vacas pastando perezosamente, y sus campanillas podían escucharse en el claro aire mañanero; mientras masticaban iban desplazándose constantemente en línea recta de un extremo al otro del prado. Y el funicular pasaba por encima sin que se perturbaran ni molestaran siquiera en mirar jamás hacia arriba. Era una mañana hermosa, y las montañas nevadas se destacaban nítidamente contra el cielo; el aire estaba tan transparente que uno podía ver las numerosas cascadas pequeñas. Era una mañana de largas sombras y de una infinita belleza. Es extraño cómo el amor tiene su existencia en esta belleza; había tanta dulzura que todas las cosas parecían aquietarse por miedo de que cualquier movimiento despertara a algún espíritu oculto. Y ya había unas pocas nubes más. Era un paseo hermoso en un automóvil que parecía disfrutar aquello para lo cual había sido construido; tomaba cada curva, por cerrada que fuese, con determinación y facilidad; ascendió la larga pendiente sin una sola queja y había gran poder en el modo que tenía de subir adonde quiera llevase el camino. Era como un animal que tuviera conciencia de su propia fuerza. El camino tenía curvas que entraban y salían a través de un monte iluminado por el sol, y cada retazo de luz estaba vivo y danzaba con las hojas; cada curva del camino mostraba más luz, más danzas, más encanto. Cada árbol, cada hoja estaban en soledad, intensos y silenciosos. A través de una pequeña abertura entre los árboles se divisaba un sector de prado expuesto al sol, de un verde sorprendente. Era tan sobrecogedor que le hacía a uno olvidar que estaba en un peligroso camino de montaña. Pero el camino se suavizaba serpenteando con pereza en torno de un valle diferente. Ahora se estaban juntando nubes y era agradable que no hubiera un sol tan fuerte. El camino se volvió casi plano, si es que puede ser plano un camino montañoso; continuaba más allá de un cerro cubierto de oscuros pinares, y ahí al frente estaban las enormes, subyugantes montañas, los peñascos y la nieve, y los verdes campos, las cascadas, las pequeñas chozas de madera y los arrebatadores contornos curvilíneos de la montaña. Uno apenas si podía creer lo que veían los ojos, la subyugante

dignidad en la forma de esos peñascos, la desnuda montaña cubierta por la nieve, y despeñadero tras despeñadero de roca interminable; e inmediatamente después los verdes prados, todo contenido en el inmenso abrazo de una montaña. Era algo absolutamente increíble; había belleza, amor, destrucción, y la inmensidad de la creación, no en esas rocas, no en esos campos, en más pequeñas chozas; aquella inmensidad no estaba en eso ni era parte de eso, sino que estaba mucho más allá y por encima de eso. Ahí estaba con una majestad, con un bramido que los ojos no podían ver ni los oídos escuchar; estaba ahí con una totalidad y una quietud tal que el cerebro con sus pensamientos se redujo a la nada, como esas hojas muertas en el monte. Estaba ahí con tal plenitud, con una fuerza tal que el mundo, los árboles y la tierra entera llegaron a su fin. Eso era amor, creación y destrucción. Y no había nada más. Era la esencia de lo profundo. La esencia del pensamiento es ese estado en el que no hay pensamiento. Por mucha que sea la hondura y la amplitud a que el pensamiento pueda ser seguido, éste siempre permanecerá siendo poco profundo, superficial. El cese del pensamiento es el principio de esa esencia. El cese del pensamiento es negación, y lo que es negativo no tiene medios positivos; no hay método ni sistema para terminar con el pensamiento. El método, el sistema es un modo positivo de abordar la negación, y es así que el pensamiento jamás puede encontrar su propia esencia. Para que la esencia sea, el pensamiento debe cesar. La esencia del ser es el no-ser, y para «ver» la profundidad del no-ser, uno debe estar libre del devenir. La libertad no existe si hay continuidad, y aquello que tiene continuidad está atado al tiempo. Cada experiencia ata la mente al tiempo, y es la mente que se halla en un estado de no-experimentar la que percibe todo cuanto es esencia. Este estado en que ha llegado a su fin todo cuanto sea experimentar, no es la parálisis de la mente; por el contrario, es la mente aditiva, la mente que está acumulando la que decae y se marchita. Porque el acumular es algo mecánico, es repetición; el negar para adquirir y la mera adquisición son ambos repetitivos e imitativos. La mente que destruye de modo total este mecanismo de acumulación y defensa, es una mente libre y, por lo tanto, el experimentar ha perdido su significación. Entonces existe el hecho y no la experiencia del hecho; la opinión acerca del hecho, su evaluación, su belleza y no-belleza, son la experiencia del hecho. Experimentar el hecho es negarlo, es escapar de él. El experimentar un hecho sin pensamiento ni sentimiento es un suceso de gran profundidad. Al despertar esta mañana había esa extraña inmovilidad del cuerpo y del cerebro; con ella advino una gran bendición y un movimiento que penetraba en insondables profundidades de intensidad; y estaba ahí «lo otro». El proceso continúa suavemente. 21 Nuevamente ha sido un día claro, soleado, con largas sombras y hojas relumbrantes; las montañas se veían serenas, macizas y cercanas; el cielo era de un azul extraordinario, límpido y apacible. Las sombras llenaban la tierra, era una mañana especial para las sombras: sombras pequeñas y grandes, sombras largas, delgadas unas y otras satisfechas de su opulencia, alguna rechoncha sombra vulgar y jubilosas sombras espirituales. Los tejados de las granjas y de los chalets brillaban como mármol pulido, tanto los nuevos como los antiguos. Parecía haber un gran regocijo y griterío entre los árboles y en medio de los prados; todo existía lo uno para lo otro, y por encima de ello estaba el cielo. Nada era de la hechura del hombre con sus torturas y esperanzas; y había vida, vasta, espléndida vida palpitando y doblegándose en todas las direcciones. Era vida, siempre joven y siempre peligrosa; vida que jamás se detiene, que recorre la tierra indiferente sin dejar nunca una huella, sin pedir ni reclamar nada. Ahí estaba en plenitud, misteriosa e inmortal, sin que importara de dónde venia ni hacia dónde iba. Dondequiera qué estuviese había vida, más allá del tiempo y del pensamiento. Era algo maravilloso, libre, sutil e impenetrable. No era para ser encerrado; allí donde se le encierra, en los lugares de culto y adoración, en el mercado, en la casa, hay decadencia y corrupción con sus perpetuas reformas. Ahí estaba, simple, majestuoso y quebrantador, y la belleza de ello sobrepasa todo pensamiento y sentimiento. Es algo tan inmenso e incomparable que llena la tierra y los cielos y la hoja de hierba que tan prontamente se destruye. Está ahí, con el amor y con la muerte. En el monte el aire era fresco y unos metros más abajo corría un ruidoso torrente; los pinos se proyectaban hacia los cielos sin inclinarse jamás para mirar la tierra. Era un lugar espléndido con las negras ardillas comiendo setas de los árboles mientras los recorrían de arriba abajo persiguiéndose las unas a las otras en apretadas espirales; había un petirrojo, o lo que parecía un petirrojo, moviéndose de un lado a otro. Todo era sosiego y quietud, excepto por el torrente con sus frías aguas de montaña. Y lo que allí había era amor, creación y destrucción, no como un símbolo, no como algo del pensamiento o del sentimiento sino como una tangible realidad. Uno no podía verlo ni sentirlo, pero estaba ahí, sobrecogedoramente inmenso, con una fuerza más allá de toda medida y con el poder de lo más vulnerable. Estaba ahí, y todas las cosas se aquietaban, el cerebro y el cuerpo; era una bendición y la mente era parte de ello. Esa profundidad no tiene fin; su esencia está fuera del tiempo y del espacio. No es para experimentarse; la experiencia es algo tan chabacana, tan barato; con la misma facilidad que se obtiene se pierde; el pensamiento no

puede producir la profundidad, ni el sentimiento puede alcanzarla. Estas cosas son tan tontas e inmaduras. La madurez no es del tiempo, no es una cuestión de edad, ni adviene merced a las influencias y al medio. No puede comprarse, y ni los libros, ni los maestros o los salvadores, ni el uno ni los muchos pueden jamás crear el clima apropiado para esta madurez. Ella no es un fin en sí misma; se origina sin que el pensamiento la cultive, sin que se la busque a través de la meditación; adviene oscuramente, secretamente. Tiene que haber madurez, eso que es la sazón de la vida; no la sazón que engendran la enfermedad y el alboroto de la existencia, el dolor y la esperanza. La desesperación y el esfuerzo no pueden traer consigo esta total madurez, pero ella tiene que existir sin que se la busque. Porque en esta madurez total hay austeridad. No la austeridad de las cenizas y el cilicio, sino la casual e impremeditada indiferencia hacia las cosas del mundo con sus virtudes, sus dioses, su respetabilidad, sus esperanzas y sus méritos. Esas cosas deben ser totalmente negadas para que exista esa austeridad que adviene con la madura soledad interna. Ninguna influencia de la sociedad o de la cultura puede alcanzar jamás esta soledad. Ella debe existir, pero no evocada por el cerebro que es hijo de las influencias y del tiempo. Debe llegar, como un trueno, desde ninguna parte. Y sin esa austeridad no hay total madurez. La otra soledad -ésa que es la esencia de la autocompasión y la autodefensa, de la vida aislada en mitos, conocimientos e ideas- está muy lejos de la madura soledad interna; está eternamente intentando integrar y siempre está dividiendo, separando. La madura soledad significa una vida en la que ha llegado a su fin toda influencia. Esta soledad interna es la esencia de la austeridad. Pero esta austeridad adviene cuando el cerebro permanece claro, no dañado por ninguna clase de heridas psicológicas causadas por el temor; el conflicto, en cualquiera de sus formas, destruye la sensibilidad del cerebro; la ambición con su crueldad despiadada, con su esfuerzo incesante por llegar, consume las sutiles capacidades del cerebro; la codicia y la envidia hacen que el cerebro se recargue de satisfacciones y rechace molesto las insatisfacciones. Tiene que haber un estado de alerta sin preferencia, una percepción lúcida en la que hayan cesado toda posesión y conformismo. El comer en exceso y la complacencia en cualquiera de sus formas embotan el cuerpo y entorpecen el cerebro. Hay una flor a la orilla del camino, una cosa clara y brillante abierta a los cielos; el sol, las lluvias, la oscuridad de la noche, los vientos y el trueno y el suelo han intervenido para producir esa flor. Pero la flor no es ninguna de esas cosas. Ella es la esencia de todas las flores. La libertad con respecto a la envidia, al temor, a la autoridad, al aislamiento, no han de producir esa madura soledad con su austeridad extraordinaria. Esta adviene cuando el cerebro no la espera; adviene cuando uno le está dando la espalda. Entonces nada hay que pueda agregársele o quitársele. Entonces ello tiene su vida propia, un movimiento que es la esencia de toda vida, un movimiento sin tiempo ni espacio. Esa bendición estaba ahí acompañada de una gran paz. El proceso continúa suavemente. 22 La luna estaba oculta entre las nubes, pero las montañas y los oscuros cerros se veían claramente y había en torno de ellos una intensa quietud. Suspendida justo sobre un cerro cubierto de árboles, se veía una gran estrella, y el único sonido que provenía del valle era el del torrente de la montaña precipitándose sobre las rocas. Todo dormía salvo el pueblo distante, pero sus sonidos no llegaban con tanta fuerza. El ruido del torrente pronto se debilitó, continuaba ahí pero sin colmar el valle. No corría brisa alguna y los árboles permanecían inmóviles; la luz de la pálida luna se reflejaba sobre los dispersos tejados y todo estaba quieto, aun las tenues sombras. En el aire había ese sentimiento de abrumadora inmensidad, intenso e insistente. No era un capricho de la imaginación; la imaginación se detiene frente a la realidad; la imaginación es peligrosa, carece de validez, sólo el hecho la tiene. La fantasía y la imaginación son placenteras, engañosas y deben ser completamente desterradas. Toda forma de mito, fantasía e imaginación tiene que ser comprendida, y esta misma comprensión las despoja de su significado. Aquello estaba ahí, y lo que había comenzado como meditación, cesó. ¡Qué significado puede tener la meditación cuando la realidad está ahí! No fue la meditación la que hizo que la realidad se manifestara, nada puede hacerlo; la realidad estaba ahí a pesar de la meditación; pero sí era necesario un cerebro sensible, alerta, que hubiera detenido por completo, fácil y voluntariamente, su parloteo de razones y sinrazones. El cerebro se había vuelto muy silencioso, viendo y escuchando sin interpretar, sin dosificar; estaba quieto y no había entidad alguna ni había necesidad de aquietarlo. El cerebro estaba muy quieto, muy vivo y sensible. Esa inmensidad llenaba la noche y con ella advino la bienaventuranza. Ello no tenía relación con cosa alguna; no procuraba moldear, cambiar, defender; no podía ser influido y, en consecuencia, era inexorable. No hacia el bien, no reformaba; no se tornaba respetable y, por lo tanto, era sumamente destructivo. Pero ello era amor, no el amor que es cultivado por la sociedad, asa cosa torturada. Era la esencia del movimiento de la vida. Estaba ahí, implacable, destructivo, con una ternura que sólo lo nuevo -como la nueva hoja de primavera- conoce y puede revelar. Y había una fuerza más allá de toda medida, y el poder que sólo

tiene la creación. Y todas las cosas permanecían quietas. Esa única estrella que se desplazaba sobre el cerro estaba bien alta destacándose brillante en su soledad. En la mañana, mientras recorríamos el monte en la parte superior del torrente, con el sol resplandeciendo en cada árbol, otra vez estaba ahí esa inmensidad, tan inesperada, tan silenciosa que uno caminaba maravillado a través de ella. Una única hoja danzaba rítmicamente y el resto del abundante follaje permanecía inmóvil. Ahí estaba ese amor que no se encuentra al alcance de los anhelos y de la medida del hombre. Estaba ahí, y un soplo del pensamiento podría alejarlo, y un sentimiento podría rechazarlo. Estaba ahí lo que jamás puede conquistarse, lo que Jamás puede capturarse. La palabra «sentir» es engañosa; sentir es más que la emoción, que un sentimiento, que una experiencia, que el tacto o el olfato. Aunque esa palabra pueda confundir, debe ser empleada en la comunicación, especialmente cuando hablamos de la esencia. El sentimiento de la esencia no se origina en el cerebro ni en fantasía alguna; no es experimentable como una sacudida; sobre todo, no es la palabra. Uno no puede experimentarlo; para que exista la experiencia debe haber un experimentador, el observador. Experimentar sin el experimentador es completamente otra cosa. Es en este «estado», en el cual no hay experimentador ni observador, que existe ese «sentimiento». Este no es intuición que el observador pueda interpretar o seguir ciega o razonablemente; no es el deseo, el anhelo que se transforma en intuición o en «la voz de Dios», evocada por los políticos y los reformadores sociales. Es necesario alejarse muchísimo de todo esto para comprender este sentir, este ver, este escuchar. El «sentir» requiere la austeridad de lo que es límpido y claro, de lo que no contiene en si confusión ni conflicto. El «sentimiento» de la esencia adviene cuando existe la sencillez de seguir algo hasta su mismo fin, sin ninguna desviación, pena, envidia, temor, ambición, etc. Esta sencillez está más allá de las capacidades del intelecto; el intelecto es fragmentario. Esta persecución de algo hasta su fin es la más alta forma de sencillez; no la vestidura mendicante o el comer una sola vez al día. El «sentimiento» de la esencia es la negación del pensamiento y sus capacidades mecánicas -el conocimiento y la razón. La razón y el conocimiento son necesarios en el manejo de los problemas mecánicos, y todos los problemas del pensamiento y del sentimiento son mecánicos. Debe existir esta negación de los mecanismos de la memoria, cuya reacción es el pensamiento. Destruir para llegar hasta el mismo fin; destrucción no de las cosas exteriores sino de las guaridas psicológicas y de las resistencias, de los dioses y sus refugios secretos. Sin esto no puede haber viaje dentro de esa profundidad cuya esencia es amor, creación y muerte. Al despertar temprano esta mañana, el cuerpo y el cerebro permanecían inmóviles porque estaba presente ese poder, esa fuerza que es una bendición. El proceso es benigno. 23 Había unas pocas nubes errantes en el cielo de la madrugada, un cielo claro, sereno y sin tiempo. El sol aguardaba a que la sublimidad de la mañana tocara a su fin. El rocío cubría los prados, no había sombras y los árboles, estaban solitarios, esperándolas. Era muy temprano, y hasta el torrente vacilaba en iniciar su turbulenta carrera. Todo estaba en silencio, la brisa no había despertado todavía y las hojas permanecían inmóviles. Aún no salía humo desde ninguna de las granjas, pero los tejados ya comenzaban a brillar con la luz cercana. Las estrellas se sometían con renuencia al amanecer, y había esa peculiar y silenciosa expectativa que precede a la salida del sol; los cerros aguardaban, y también los árboles y los prados que manifestaban su júbilo. Entonces el sol tocó los picos de las montañas, un toque suave, dulce, y la nieve se puso brillante con la primera luz de la mañana; las hojas empezaron a despertar de la larga noche, el humo subía recto desde una de las quintas y el torrente parloteaba a su gusto sin restricción alguna. Y lentamente, con cierta vacilación y tímida delicadeza, las largas sombras se extendieron por toda la tierra; las montañas proyectaron sus sombras sobre los cerros y los cerros sobre los prados, y los árboles esperaban por sus sombras, y éstas pronto estuvieron allí, unas leves como plumas, otras profundas, densas. Y los álamos temblones danzaban, y el día había comenzado. La meditación es esta atención en la que hay una percepción lúcida, sin preferencia alguna, del movimiento de todas las cosas -el graznar de los cuervos, el rasguear de la sierra eléctrica a través de la madera, el temblor de las hojas, el ruidoso torrente, el llamado de un niño, los sentimientos, los motivos, los pensamientos persiguiéndose los unos a los otros y, aún más en lo profundo, la percepción alerta y lúcida de la conciencia total. Y en esta atención, el tiempo como el ayer en persecución del mañana dentro del espacio, y el retorcimiento y la deformación de la conciencia, se aquietan y acallan. En esta silenciosa quietud hay un movimiento inmensurable, incomparable; un movimiento que no tiene existencia, que es la esencia de la bienaventuranza, de la muerte y la vida. Un movimiento que no puede ser seguido porque no deja un sendero tras de sí y porque es quieto y es inmóvil; un movimiento que es la esencia de todo movimiento. La carretera iba hacia el poniente, enroscándose a través de prados empapados por la lluvia, pasaba por pequeños poblados sobre la ladera de los cerros, atravesando los torrentes montañosos de puras aguas de nieve, pasando por iglesias con campanarios de cobre; seguía y seguía hasta penetrar en oscuras, cavernosas nubes y

lluvias que envolvían a las montañas. Empezó una fina llovizna, y al mirar casualmente hacia atrás por la ventanilla trasera del automóvil que se desplazaba con lentitud, en el lugar desde donde habíamos venido se veían las nubes iluminadas por el sol, el cielo azul y las brillantes y claras montañas. Sin que se dijera una palabra, instintivamente, el auto se detuvo, retrocedió, dio la vuelta y se dirigió hacia la luz y las montañas. Era algo increíblemente bello, completamente estremecedor en su belleza, y a medida que el camino iba penetrando en un valle abierto, el corazón se calmaba; estaba silencioso y tan abierto como el dilatado valle. Varias veces habíamos pasado por este valle; la forma de los cerros nos era bastante familiar; los prados y las casas eran reconocible y se escuchaba el familiar estruendo del torrente. Todo estaba ahí excepto el cerebro, aunque éste se hallara conduciendo el automóvil. Todo se había vuelto muy intenso, había muerte. No porque el cerebro estuviera inmóvil, no a causa de la belleza de la tierra o de la luz sobre las nubes o de la inmutable dignidad de las montañas; no era ninguna de estas cosas, aun cuando todas estas cosas pueden haber agregado algo a ello. En su sentido literal, era muerte; de pronto todo había llegado a su fin; no había continuidad, el cerebro estaba dirigiendo al cuerpo que conducía el auto y eso era todo. Literalmente eso era todo. El auto continuó por cierto tiempo y se detuvo. Había vida y muerte, tan estrechamente juntas, tan íntimamente, inseparablemente unidas; y nada era importante. Había ocurrido algo devastador. No había engaño ni imaginación; era muchísimo más serio que esa clase de tontas aberraciones, algo con lo cual no se podía jugar. La muerte no es un asunto fortuito; con ella no valen los argumentos. Uno puede discutir permanentemente con la vida, pero eso no es posible con la muerte. Así es ella de final y absoluta. Esta no era la muerte del cuerpo, lo cual seria un asunto bastante simple y decisivo; era vivir con la muerte, que es una cuestión por completo diferente. Había muerte y había vida; ambas estaban unidas inexorablemente. No era una muerte psicológica; no era una conmoción que ahuyentaba todo pensamiento, todo sentimiento; no era una súbita aberración del cerebro ni una enfermedad mental. No era ninguna de estas cosas, ni tampoco una curiosa decisión de un cerebro fatigado o desesperado. No era un deseo inconsciente de morir. No era ninguna de estas cosas, las que serian inmaduras y la mente podría complacerse en ellas con facilidad. Era algo que estaba en una dimensión diferente, algo que desafiaba cualquier descripción del tiempo-espacio. Estaba ahí la esencia misma de la muerte. La esencia del yo es muerte, pero esta muerte era igualmente la esencia de la vida. De hecho, ambas no están separadas -la vida y la muerte. Esto no era algo suscitado por el cerebro para su bienestar y su ideada seguridad. El vivir mismo era el morir y el morir era el vivir. En ese automóvil, con toda esa belleza y color, con ese «sentimiento» de éxtasis, la muerte era parte del amor, era parte del todo. La muerte no era un símbolo, una idea, algo que uno conociera. Estaba ahí como una realidad, como un hecho, tan intensa y apremiante como la bocina de un automóvil que deseara pasar a otros. Del mismo modo en que la vida jamás quisiera cesar ni puede ser rechazada, así ahora la muerte no se iría ni seria rechazada. Estaba ahí con una intensidad extraordinaria y con una finalidad. Toda la noche vivió uno con ello; parecía haber tomado posesión del cerebro y de las actividades habituales; no eran muchos los movimientos del cerebro que proseguían, pero había respecto de ellos una inusitada indiferencia. Hubo indiferencia en oportunidades anteriores, pero ahora eso estaba más allá y fuera de cualquier formulación. Todo se había vuelto mucho más intenso, tanto la vida como la muerte. La muerte estaba ahí al despertar, sin dolor, acompañando a la vida. Era una mañana maravillosa. Había esa bendición que era el deleite de los árboles y de las montañas. 24 Era un día cálido, y había de sombras; las rocas resplandecían con un brillo puro. Los oscuros pinos parecían completamente inmóviles, a diferencia de esos álamos temblones listos para estremecerse al más leve soplo. Una fuerte brisa del oeste barría todo el valle. Las rocas estaban tan vivas que parecían correr tras de las nubes, y las nubes se adherían a ellas rodeándolas en su carrera y adoptando la forma y la curva de las rocas; y era difícil separar las rocas de las nubes y las rocas caminaban con las nubes. Todo el valle parecía estar moviéndose, y los pequeños, estrechos senderos que ascendían a los montes y más allá, parecían obedecerle y cobrar vida a su vez. Y los prados resplandecientes eran el refugio de tímidas flores. Pero en esta mañana las rocas regían el valle; contenían tantos colores que sólo existía la cualidad del color; estas rocas se veían apacibles en la mañana, y las había de innumerables formas y tamaños. Eran tan indiferentes a todo, al viento, a las lluvias y a las explosiones que producen las necesidades del hombre. Habían estado ahí y seguirían atando ahí hasta el fin de los tiempos. Era una mañana espléndida y había sol en todas partes y cada hoja ataba en movimiento; era una buena mañana para el paseo en automóvil, no a gran distancia pero lo suficiente pata ver la belleza del país. Era una mañana nueva, una mañana que había sido renovada por la muerte, no la muerte por decadencia, enfermedad o accidente, sino la muerte que destruye para que haya creación. No hay creación si la muerte no barre con todas las cosas que el cerebro ha acumulado para proteger la existencia egocéntrica. Anteriormente, la muerte era una nueva forma de continuidad, la muerte estaba relacionada con la continuidad. Con la muerte llegaba una nueva

existencia, una nueva experiencia, un hálito nuevo y una nueva vida. Lo viejo cesaba y nació lo nuevo, y lo nuevo daba entonces lugar a algo más nuevo todavía. La muerte era el medio hacia el nuevo estado hacia la nueva invención, hacia un nuevo modo de vida, un nuevo pensamiento. Era un cambio aterrorizador, pero ese mismo cambio traía una nueva esperanza. Pero ahora la muerte no trajo nada nuevo -un nuevo horizonte, un nuevo hálito. Es la muerte, absoluta y final. Y entonces nada hay, ni pasado ni futuro. Nada. No nace de ello cosa alguna. Pero no hay desesperación ni búsqueda; hay muerte completa, sin tiempo; un asomarse a grandes profundidades que no están allí. La muerte está ahí, sin lo viejo ni lo nuevo. Es la muerte sin sonrisa ni llanto. No es una máscara que cubre, que esconde alguna realidad. La realidad es la muerte y no hay necesidad de esconder cosa alguna. La muerte ha borrado todo y nada ha dejado. Esta nada es la danza de la hoja, es el llamado de aquel niño. Es la nada, y eso es lo que tiene que haber: nada. Lo que continúa es decadencia, la máquina, el hábito, la ambición. Hay corrupción, pero no la hay en la muerte. La muerte es la nada total. Y tiene que haber la muerte, porque gracias a ella existe la vida, existe el amor. Porque en esta nada esta la creación. Sin la muerte absoluta, no hay creación. Estábamos leyendo algo, al azar, y reparábamos en el estado del mundo, cuando súbitamente, de modo inesperado, la estancia se llenó con la bendición que ha advenido tan frecuentemente en estos tiempos. Habían abierto la puerta del pequeño aposento y nos dirigíamos a comer cuando «eso» llegó a través de la puerta abierta. Uno podía literalmente, físicamente sentirlo, como a una ola fluyendo dentro de la habitación. Se tornó «más» y «más» intenso -el más no está usado comparativamente; era algo increíblemente fuerte e inmutable, con un poder devastador. Las palabras no son la cosa y la cosa real jamás puede ser puesta en palabras; debe ser vista, oída y vivida; entonces tiene una significación por completo diferente. Últimamente el proceso ha sido agudo, y uno no necesita escribir sobre ello todos los días1. 25 Era muy temprano; aun no amanecería por un par de horas o más. Orión estaba surgiendo justamente sobre la cúspide de ese pico que está tras de los curvos y boscosos cerros. No había una sola nube en el cielo, pero, por lo que se sentía en el aire, probablemente habría niebla. Era una hora de quietud y el torrente aun estaba dormido; había una débil luz lunar y los cerros estaban oscuros, destacándose sus formas contra el pálido cielo. No soplaba brisa alguna y los árboles permanecían quietos y brillaban las estrellas. La meditación no es una búsqueda; no consiste en buscar, probar o explorar. Es una explosión y un descubrimiento. No es un domesticar el cerebro para que se amolde, ni es un auto análisis introspectivo; ciertamente no es el entrenamiento en la concentración, que incluye preferencias y rechazos. Es algo que llega con naturalidad cuando todas las aseveraciones positivas y negativas y las realizaciones han sido comprendidas y abandonadas fácilmente. La meditación es el vacío total del cerebro. Lo esencial es el vacío, no lo que hay en el vacío; el ver sólo existe desde el vacío; de él proviene toda virtud, no la moralidad social y la respetabilidad. Es desde este vacío que llega el amor, de otro modo no es amor. Los cimientos de la recta conducta están en este vacío. Él es el principio y fin de todas las cosas. Mirando a través de la ventana, a medida que Orión iba ascendiendo más y más, el cerebro estaba intensamente vivo y sensible, y la meditación se tornó en algo por completo diferente, algo a lo que el cerebro no podía enfrentarse; por lo tanto, éste se replegó sobre si mismo y quedó silencioso. Las horas que precedieron al amanecer y aun las siguientes, parecían no haber existido, y cuando el sol surgió sobre las montañas y las nubes atraparon sus primeros rayos, sólo había asombro en medio de tanto esplendor. Y comenzó el día. Extrañamente, la meditación continuaba. 26 Había sido una mañana hermosa, soleada, llena de luz y de sombras; el jardín del hotel cercano rebosaba de colores, de todos los colores, y éstos eran tan brillantes y el pasto era tan verde que lastimaban los ojos y el corazón. Y más allá las montañas resplandecían destacándose frescas y nítidas bañadas por el rocío de la mañana. Era una mañana encantadora, y había belleza por todas partes; sobre el estrecho puente, en lo alto de un sendero que está al otro lado del torrente y que penetra en el monte, donde la luz jugaba con las hojas que temblaban y cuyas sombras se movían; eran plantas comunes pero sobrepasaban con su verdor y frescura a todos los árboles que se encumbraban hacia el cielo azul. Uno no podía más que maravillarse de todo este encanto, este derroche, este estremecimiento; no se podía estar sino atónito ante la quieta dignidad de cada árbol, de cada planta, y ante la infinita alegría de esas negras ardillas con sus largas y peludas colas. Las aguas del torrente se veían claras y centelleantes al sol que llegaba a través de las hojas. Había humedad en el monte y se estaba bien. Mientras uno permanecía ahí observando la constante danza de las hojas, súbitamente advino «lo otro», un suceso intemporal, y hubo quietud. Era una quietud en la que todo se movía, danzaba y gritaba; no era la quietud que viene cuando una 1

El proceso no vuelve a mencionarse, aunque es presumible que continuó.

máquina deja de trabajar; la quietud mecánica es una cosa y la quietud en el vacío es otra. Lo uno es repetitivo, habitual, corruptor, y es buscado como un refugio por el cerebro cansado y en conflicto; lo otro es explosivo, nunca es lo mismo, no puede ser buscado, jamás es repetitivo y, por lo tanto, no brinda refugio alguno. Una quietud así fue la que advino y permaneció mientras paseábamos sin rumbo, y la belleza del monte se intensificó y los colores estallaron para ser atrapados en las hojas y en las flores. No era una iglesia muy vieja, como de los comienzos del siglo diecisiete, al menos eso decía sobre la bóveda; había sido renovada y la madera era de pino ligeramente coloreado, y los clavos de acero se velan brillantes y pulidos, lo que era imposible, por supuesto; uno estaba casi seguro de que quienes se habían reunido allí para escuchar alguna música, nunca miraban esos Pavos que llenaban todo el techo. No era una iglesia muy ortodoxa, no había olor de incienso, velas ni imágenes. Estaba ahí y el sol penetraba a través de los ventanales. Había muchos chicos a quienes se les había dicho que no hablaran ni jugaran, lo que no les impedía estar inquietos; se les veía terriblemente solemnes y con los ojos prontos para reír. Uno de ellos deseaba jugar y se aproximó, pero era demasiado tímido para acercarse más. Ensayaban para el concierto de esa noche; había interés y todos estaban respetuosamente solemnes. Afuera el pasto era brillante, el cielo de un claro azul y había innumerables sombras. ¿Por qué esta eterna lucha para ser perfecto, para alcanzar la perfección, igual que las máquinas? La idea, el ejemplo, el símbolo de la perfección es algo maravilloso, ennoblecedor, pero, ¿existe la perfección? Por supuesto que existe el intento de imitar lo perfecto, el ejemplo perfecto. ¿Es perfección la imitación? ¿Existe la perfección o es ésta meramente una idea que el predicador le da al hombre para mantenerlo respetable? En la idea de perfección hay mucho bienestar y seguridad, y ella es siempre provechosa tanto para el sacerdote como para el que está tratando de llegar a ser perfecto. Un hábito mecánico repetido una y otra y otra vez, puede eventualmente ser perfeccionado; sólo el hábito puede perfeccionarse. Pensar, creer en la misma cosa una y otra vez sin ninguna desviación, se vuelve un hábito mecánico y tal vez sea ésta la clase de perfección que todos desean. Esto cultiva un perfecto muro de resistencia, el cual impedirá cualquier perturbación, cualquier incomodidad. Además, la perfección es una forma glorificada del triunfo, y la ambición es exaltada por la respetabilidad y los representantes y héroes del éxito. La perfección no existe, es una cosa fea salvo en una máquina. El intento de ser perfecto es, realmente, un intento de batir el récord, como en el golf; se santifica la competencia: competir con el prójimo y con Dios para alcanzar la perfección es lo que llaman fraternidad y amor. Pero cada intento de perfección sólo conduce a una confusión mayor y a más dolor, lo que únicamente da mayor ímpetu para tratar de ser más perfecto. Es curioso, siempre queremos ser perfectos en algo o con relación a algo; esto provee los medios para la realización, y el placer de la realización es, desde luego, vanidad. Él en cualquiera de sus formas, es brutal y lleva al desastre. El deseo de perfección externa o interna niega el amor, y sin amor, haga uno lo que haga, siempre habrá frustración y dolor. El amor no es perfecto ni imperfecto; sólo cuando no hay amor surgen la perfección y la imperfección. El amor jamás se esfuerza en pos de algo; no procura llegar a ser perfecto. El amor es la llama sin el humo; en el esfuerzo por ser perfecto sólo hay muchísimo humo; la perfección, pues, descansa únicamente en el esfuerzo que es mecánico, más y más perfecto por el hábito, por la imitación, por la acción de engendrar más temor. Todos somos educados para competir, para alcanzar el éxito; entonces el fin se torna importantísimo y el amor por la cosa misma desaparece. Entonces el instrumento musical se usa no por amor al sonido sino por lo que el instrumento ha de producir: fama, dinero, prestigio, etc. El ser es infinitamente más importante que el devenir. Ser no es lo opuesto de devenir; si es lo opuesto o está en oposición, entonces no es el ser. Cuando el devenir muere completamente, entonces existe el ser. Pero este ser no es estático; no es aceptación ni es mera negación; el devenir, el llegar a ser esto o aquello, implica tiempo y espacio. Todo esfuerzo debe cesar; sólo entonces existe el ser. El ser no está dentro del campo de la virtud y la moralidad social. Hace pedazos la fórmula social de la vida. Este ser es la vida, no el patrón de vida. Donde hay vida no existe la perfección; la perfección es una idea, una palabra; la vida, el ser, está más allá de toda fórmula del pensamiento. Cuando la palabra, el ejemplo y el patrón son destruidos, ahí está el ser. Durante horas y por relámpagos, esta bendición había estado ahí. Al despertar esta mañana muchas horas antes de la salida del sol, cuando había eclipse de luna, ahí estaba, con tanta fuerza y poder que el sueño no fue posible por un par de horas. Hay en ello una extraña pureza e inocencia. 27 El torrente, al que se incorporaban otros pequeños torrentes, serpenteaba ruidoso a través del valle, y el alboroto jamás era el mismo. Tenía sus propios estados de humor, pero éstos nunca eran desagradables. Jamás un mal humor. Los torrentes pequeños poseían una nota más aguda, había en ellos más rocas y cantos rodados; tenían lugares profundos y tranquilos en la penumbra, y trechos superficiales donde danzaban las sombras; y por la noche adquirían un sonido por completo diferente, suave, dulce y vacilante. Descendían a través de diferentes valles desde fuentes distintas, una mucho más lejana que la otra; uno venía desde un glaciar y una sinuosa cascada,

mientras que el otro debía proceder de una fuente demasiado lejana como para llegar hasta ella caminando. Ambos se unían al torrente más grande, el cual tenía un tono profundamente sereno, grave, más dilatado y vivido. Los tres estaban totalmente bordeados por filas de árboles y la línea curva de los árboles mostraba el lugar de donde provenían estos torrentes y hacia donde iban; eran los ocupantes de los valles y todos los demás eran extraños, incluso los árboles. Uno pudo observarlos por una hora y escucharlos en su interminable parloteo; estaban muy alegres y divertidos, aun el más grande, pese a tener que conservar cierta dignidad. Pertenecían a las montañas, venían desde alturas de vértigo cercanas al cielo y así eran de puros y nobles; no eran esnobs pero conservaban su lugar y se mantenían más bien fríos y distantes. En la oscuridad de la noche, cuando pocos escuchaban, tenían su propio canto. Era un canto compuesto por muchos cantos. Cruzando el puente, en lo alto del monte jaspeado por el sol, la meditación era una cosa por completo diferente. Era un silencio sin esfuerzo, sin deseo ninguno, sin búsqueda, sin requerimiento alguno del cerebro; los pajarillos se alejaban gorjeando, las ardillas se perseguían sobre los árboles, la brisa jugueteaba con las hojas y había silencio. El torrente pequeño, el que venía desde una gran distancia, estaba más alegre que nunca y, no obstante, había silencio, no afuera sino muy profundamente en lo interno. Había una completa quietud en la totalidad de la mente, la cual no tenía límites. No era el silencio que existe dentro de un espacio cercado, en un área que está dentro de los límites del pensamiento y que entonces se reconoce como silencio. No había fronteras ni medidas y, por lo tanto, el silencio no estaba contenido en la experiencia para ser reconocido y guardado. Podría no volver a ocurrir jamás, y de hacerlo seria por completo diferente. El silencio no puede repetirse a si mismo; sólo el cerebro por medio de la memoria y los recuerdos puede repetir lo que ha sido, pero lo que ha sido no es lo real. La meditación era esta ausencia total de una conciencia acumulada por el tiempo y el espacio. El pensamiento, núcleo esencial de la conciencia, no puede, haga lo que haga, producir este silencio; el cerebro con todas sus sutiles y complicadas actividades debe aquietarse por su propia cuenta, sin la promesa de ninguna recompensa o seguridad. Sólo entonces puede ser sensible, vivo y silencioso. El cerebro que comprende sus propias actividades, las ocultas y las visibles, es parte de la meditación; constituye el fundamento de la meditación; sin eso la meditación es sólo autoengaño, autohipnosis, que carece en absoluto de significación. Tiene que haber silencio para que tenga lugar la explosión creadora. La madurez no es cosa del tiempo ni de la edad. No hay intervalo entre ahora y la madurez; no existe un «mientras tanto». La madurez es ese estado en que cesa toda opción; es sólo el inmaduro el que escoge y conoce el conflicto de la opción. En la madurez no hay dirección, pero existe una dirección que no es la dirección que señalan las opciones. El conflicto a cualquier nivel, a cualquier profundidad, indica inmadurez. No existe eso que llaman el ir madurando, excepto orgánicamente -la inevitabilidad mecánica de que ciertas cosas maduren. La comprensión, que consiste en superar el conflicto con todas sus complejas variedades, es madurez. Por muy compleja y sutil que sea, por dentro y por fuera, la profundidad del conflicto, puede ser comprendida. El conflicto, la frustración, la realización, son un solo movimiento interno y externo. La marea que se retira debe volver, y para ese movimiento mismo llamado marea, no hay fuera ni dentro. El conflicto tiene que ser comprendido en todas sus formas, no intelectualmente sino de hecho, poniéndose uno realmente en contacto emocional con el conflicto. El contacto emocional, la conmoción, no es posible si el conflicto es aceptado como algo necesario desde el punto de vista intelectual, verbal, o si es negado sentimentalmente. La aceptación o la negación no alteran un hecho, ni la razón ha de producir el impacto necesario. Lo que lo hace es el acto de «ver» el hecho. El «ver» no existe si hay condena o justificación o identificación con el hecho. El «ver» sólo es posible cuando el cerebro no participa activamente sino que observa, absteniéndose de clasificar, juzgar o evaluar. Tiene que haber conflicto cuando existe el impulso de realizarse, con todas sus inevitables frustraciones; hay conflicto cuando hay ambición con su sutil y despiadada competencia; la envidia es parte de este incesante conflicto por llegar a ser, por lograr, por triunfar. No hay comprensión en el tiempo. La comprensión no llega mañana; jamás llegará mañana; la comprensión es ahora o nunca. Sólo existe el ahora. El «ver» es instantáneo; cuando eventualmente se borra del cerebro el significado del «ver», del comprender, entonces el ver es instantáneo. El «ver» es explosivo, no razonado, no calculado. El temor es el que a menudo impide «ver», comprender. El temor con sus defensas y su coraje, es el origen del conflicto. Ver no es sólo ver con el cerebro, sino también más allá de él. Ver el hecho produce su propia acción, que es por completo diferente de la acción que se basa en la idea, en el pensamiento; la acción que procede de una idea, de un pensamiento, engendra conflicto; la acción es en tal caso una aproximación, una comparación con la fórmula, con la idea, y eso es lo que produce el conflicto. No hay fin para el conflicto -grande o pequeñodentro del campo del pensamiento. La esencia del conflicto es el estado de no-conflicto, el cual es madurez. Al despertar muy temprano en la mañana, la extraña bendición era meditación, y la meditación era esa bendición. Estaba ahí con gran intensidad mientras uno paseaba por un apacible monte. 28

Había sido un día más bien caluroso y soleado, caluroso aun a esta altitud; la nieve de las montañas resplandecía en su blancura. Habían sido varios los días de sol y calor, y los torrentes estaban limpios y el cielo era de un azul pálido; no obstante, en esa montaña aun había intensidad con respecto al azul. Las flores al frente del camino lucían extraordinariamente brillantes y alegres, y había frescura en los prados; las sombras eran profundas y abundantes. Existe un pequeño sendero que cruza los prados ascendiendo por los quebrados cerros y perdiéndose más allá de las granjas; no había nadie en el sendero excepto una mujer anciana portando una lata con leche y un canastillo con hortalizas; ella debe haber estado subiendo y bajando por ese sendero toda su vida, ascendiendo los cerros a la carrera cuando era joven, y ahora, toda encorvada y decrépita, subía lentamente, penosamente, levantando apenas la vista del suelo. Ella morirá y las montañas habrán de continuar. Más en lo alto había dos cabras blancas, con esos ojos tan peculiares; habían subido para ser domesticadas, manteniéndose a segura distancia de la valla electrificada puesta para impedir que se extraviaran. Había una gatita blanquinegra que pertenecía a la misma granja que las cabras; quería jugar; más en lo alto aún, en un prado, había otro gato perfectamente quieto a la espera de cazar una rata de campo. Allá arriba, a la sombra, todo era fresco, puro y bello, las montañas, los cerros y los valles. El suelo era pantanoso en ciertos lugares y crecían juncos, cortos y de color dorado, y entre el oro había flores blancas. Pero esto no era todo. Mientras subíamos y bajábamos, durante toda esa hora y media, estuvo ahí esa fuerza que es una bendición. Tiene la cualidad de una inmensa e impenetrable solidez; no hay materia que pueda tener esa solidez. La materia es penetrable, puede ser quebrada, disuelta, vaporizada; el pensamiento y el sentimiento poseen cierto peso; pueden ser medidos y también pueden ser cambiados, destruidos sin que nada quede de ellos. Pero esta fuerza que nada podía penetrar ni disolver, no era la proyección del pensamiento y, ciertamente, no era materia. Esta fuerza no era una ilusión, no era la creación de un cerebro que secretamente busca poder, ni era la fuerza que provee el poder. Ningún cerebro podría formular una fuerza semejante con su extraña intensidad y solidez. Estaba ahí, y ningún pensamiento podía inventarla o disiparla. Existe una intensidad que adviene cuando no hay ningún requerimiento psicológico. La comida, la ropa y el techo son necesidades y no requerimientos psicológicos. El requerimiento psicológico es el oculto y vehemente deseo de algo, el cual contribuye al apego. El deseo por el sexo, por la bebida, por la fama, por el culto, con sus complejas causas; el deseo de autorrealización con sus ambiciones y frustraciones; el deseo de Dios, de inmortalidad. Todas estas formas del deseo inevitablemente engendran ese apego que conduce al infortunio, al temor y al dolor de la soledad. El deseo de expresarse uno a si mismo mediante la música, mediante el escribir, el pintar o por otros medios, lleva a una desesperada atadura a los medios. Un músico que usa su instrumento para alcanzar la fama, para llegar a ser el mejor, cesa de ser un músico; él no ama la música sino los beneficios que da la música. Nos utilizamos los unos a los otros en función de nuestros requerimientos psicológicos, y a eso lo llamamos con bonitos nombres; de esto brotan la desesperación y el interminable infortunio. Utilizamos a Dios como un refugio, como una protección, igual que una medicina, y así la iglesia, el templo con sus sacerdotes se vuelven muy insignificantes, cuando no carentes de significado alguno. Lo usamos todo, las máquinas, las técnicas, para nuestros requerimientos psicológicos, y no hay amor por la cosa misma. El amor existe sólo cuando no existe el requerimiento psicológico, el deseo. La esencia del yo es este deseo y el cambio constante de los deseos, y la eterna búsqueda, de una atadura a otra, de un templo a otro templo, de un compromiso a otro. El comprometerse uno a sí mismo con una idea, con una fórmula, el pertenecer a algo, a alguna secta, a algún dogma, todo ello está impulsado por el deseo, es la esencia que toma la forma de las más altruistas actividades. Es un pretexto, una máscara. La libertad con respecto a los deseos, es madurez. Con esta libertad adviene la intensidad que no tiene causa ni es utilitaria. 29 Más allá de los pocos chalets diseminados y de las granjas, hay un sendero que atraviesa los prados y las alambradas de púas; antes de que descienda, se aprecia una espléndida vista de las montañas con sus nieves y glaciares, del valle y del pequeño poblado con gran número de tiendas. Puede verse desde allí el origen de uno de los torrentes y los oscuros cerros cubiertos de pinares; las líneas de estos cerros contra el cielo del atardecer eran magnificas y parecían expresar infinidad de cosas. Era una bella tarde; no se había visto ni una nube durante todo el día, y ahora la pureza del cielo y de las sombras era sobrecogedora y era un deleite la luz del anochecer. El sol estaba descendiendo detrás de los cerros, y estos derramaban sus grandes sombras a través de otros cerros y prados. Al cruzar otro campo de hierba, el sendero bajaba algo empinadamente y se unía a un camino más grande y ancho que penetraba en los montes. En ese camino no había nadie, se hallaba desierto y en los montes había un gran silencio excepto por el torrente que pareció más ruidoso antes de apaciguarse para la noche. Había allí altos pinos y el aire estaba perfumado. Súbitamente, al dar el sendero una vuelta a través de un túnel de árboles, había un sector de césped y un pedazo recién cortado de madera de pino con el sol de la tarde sobre él. Era algo sobrecogedor en su intensidad y su júbilo. Uno lo vio y desaparecieron el tiempo y el espacio; sólo existía ese

sector de luz y nada más. No era que uno se hubiera vuelto esa luz o que uno se identificara con esa luz; las agudas actividades del cerebro se habían detenido y todo el ser estaba ahí con esa luz. Los árboles, el sendero, el ruido del torrente habían desaparecido por completo, lo mismo que las quinientas y más yardas que separaban la luz del observador. El observador había cesado y la intensidad de ese trozo de sol crepuscular era la luz de todos los mundos. Esa luz era todo el cielo y esa luz era la mente. La mayoría de las personas niega ciertas cosas fáciles y superficiales; otros van más lejos en su negación y están aquellos que niegan totalmente. Negar ciertas cosas es comparativamente fácil: la iglesia y sus dioses, la autoridad y el poder de quienes la tienen, el político y sus métodos, etc. Uno puede llegar bastante lejos en la negación de cosas que aparentemente carecen de importancia, las relaciones, los absurdos de la sociedad, la concepción de la belleza que establecen los críticos y aquellos que dicen que saben. Uno puede descartar todo esto y quedarse solo, solo no en el sentido de aislamiento y frustración, sino solo porque uno ha visto el significado de todo esto y eventualmente se ha apartado de ello sin ningún sentimiento de superioridad. Esas cosas se han terminado, están muertas y uno no vuelve a ellas. Pero ir hasta el mismo fin de la negación es un asunto completamente distinto; la esencia de la negación es la libertad en soledad. Pero son pocos los que llegan tan lejos y hacen pedazos todo refugio psicológico, toda fórmula, toda idea, todo símbolo, quedando incólumes, desnudos e inocentes. Pero qué necesario es negar; negar sin procurar obtener algo, negar sin la amargura de la experiencia y la esperanza del conocimiento. Negar y quedarse solo, sin mañana, sin un futuro. La tormenta de la negación es la desnudez total. Es esencial que uno permanezca solo, sin estar comprometido con ningún curso de acción, con ninguna conducta en particular, con ninguna experiencia, porque solamente esto libera a la conciencia de la esclavitud del tiempo. Así, toda forma de influencia es comprendida y negada, lo cual impide que el pensamiento transcurra en el tiempo. La negación del tiempo es la esencia de la intemporalidad. Negar el conocimiento, la experiencia, lo conocido, es invitar a lo desconocido. La negación es explosiva; no es un asunto de ideas, algo intelectual con lo que el cerebro pueda jugar. En el mismo acto de negar hay energía, la energía de la comprensión; y esta energía no es dócil, no puede ser domeñada por el temor o por la conveniencia. La negación es destructiva, no repara en las consecuencias; no es una reacción y, por tanto, no es el opuesto de la afirmación. Afirmar que algo existe o que no existe, es continuar en la reacción, y la reacción no es negación. La negación no escoge y, por consiguiente, no es el resultado del conflicto. La opción es conflicto, y el conflicto es inmadurez. Ver la verdad como verdad, lo falso como falso y la verdad en lo falso, es el acto de la negación. Es un acto y no una idea. La total negación del pensamiento, de la idea y la palabra trae libertad con respecto a lo conocido; con la total negación del sentimiento, de las emociones y sensaciones, hay amor. El amor está más allá y por encima del pensamiento y del sentimiento. La total negación de lo conocido es la esencia de la libertad. Al despertar temprano esta mañana, faltando aún muchas horas para el amanecer, la meditación estaba más allá de las respuestas del pensamiento; era una saeta que penetraba en lo desconocido y el pensamiento no podía seguirla. Y llegó el alba para alegrar el cielo, y tan pronto como el sol tocó las cumbres más altas, había esa inmensidad cuya pureza está más allá del sol y de las montañas. 30 Había sido un día despejado, caluroso, y la tierra y los árboles estaban reuniendo fuerzas para el próximo invierno; ya el otoño estaba tornando amarillas las pocas hojas que quedaban, un amarillo brillante contra el verde oscuro. Estaban cortando el rico pasto de los prados y los campos para alimentar a las vacas durante el largo invierno; todos trabajaban, los adultos y los niños. Era un trabajo serio y no había mucha charla ni risas. Las máquinas estaban reemplazando las guadañas, y sólo aquí y allá se veían guadañas cortando los pastos. Al lado del torrente hay un camino que atraviesa los campos; se estaba fresco ahí porque el ardiente sol ya se había ocultado detrás de los cerros. El camino iba hasta más allá de las granjas y de un aserradero; en los campos recientemente cortados había miles de plantas de azafrán, tan delicadas, con ese perfume que les es tan peculiar. Era una tarde clara y tranquila y las montañas se veían más cerca que nunca. El torrente estaba silencioso, no había demasiadas rocas y el agua se deslizaba rápidamente. Si uno quería mantenerse a su ritmo, tenía que correr. En el aire había un aroma a pasto recién cortado, en una tierra que era próspera y estaba contenta. Todas las granjas tenían electricidad y parecía haber ahí paz y abundancia. Qué pocos son los que ven las montañas, o una nube. Miran, hacen alguna observación y siguen de largo. Las palabras, los gestos, las emociones impiden ver. Se le da un nombre a un árbol, a una flor, se les pone en categorías, y «eso es tal cosa o tal otra». Alguien ve un paisaje a través de un arco o desde una ventana y, si sucede que sea un artista o que esté familiarizado con el arte, dice casi inmediatamente que eso es como aquellas pinturas medievales o menciona el nombre de algún pintor moderno. O si se trata de un escritor, mira con el fin de describirlo; si es un músico, probablemente no ha visto jamás la curva de un cerro o las flores que tiene a sus pies,

es un prisionero de su práctica diaria o la ambición lo tiene asido por el cuello. Si es un profesional de alguna clase, es probable que jamás vea nada. Porque para ver debe haber humildad, y la esencia de la humildad es la inocencia. Ahí está esa montaña iluminada por el sol de la tarde; verla por vez primera, verla, como si nunca se la hubiera visto antes, verla con inocencia, verla con ojos que han sido bañados por el vacío, con ojos no marcados por el conocimiento -entonces el ver es una experiencia extraordinaria. La palabra experiencia es fea, va acompañada por la emoción, el conocimiento, el reconocimiento, la continuidad; este ver no es ninguna de estas cosas. Es algo totalmente nuevo. Para ver esta cualidad de lo nuevo tiene que haber humildad, esa humildad que nunca ha sido contaminada por el orgullo, por la vanidad. Con este hecho cierto, esa mañana existía este ver, que era como el ver la cumbre de la montaña, el sol del ocaso. Ahí estaba la totalidad del propio ser, el que no se hallaba en estado de necesidad, conflicto y opción; el ser estaba totalmente pasivo, con una pasividad activa. Existen dos clases de atención: una es activa y la otra carece de movimiento. Lo que estaba sucediendo era realmente nuevo, algo que jamás había sucedido antes. «Verlo» suceder era el milagro de la humildad; el cerebro permanecía completamente quieto, sin ninguna respuesta pese a que se hallaba despierto en su totalidad. «Ver» la cima de esa montaña tan espléndida al sol poniente, aunque uno la hubiera visto miles de veces, verla con ojos que no guardaban conocimiento, era ver el movimiento de lo nuevo. Esto no es tonto romanticismo ni sentimentalidad con sus crueldades y humores, ni emoción con sus olas de entusiasmo y depresión. Es algo tan completamente nuevo, que en eta atención total sólo hay silencio. Lo nuevo existe desde este vacío. La humildad no es una virtud; no es para ser cultivada, no está dentro de la moralidad de lo respetable. Los santos no la conocen, porque ellos son reconocidos por su santidad; el adorador no la conoce porque está pidiendo, buscando; tampoco la conoce el devoto, ni el seguidor, porque está persiguiendo algo. La acumulación niega la humildad -ya sea la acumulación de propiedades, de experiencias o de capacidades. El aprender no es un proceso aditivo; el conocimiento lo es. El conocimiento es mecánico; el aprender no lo es nunca. Puede haber más y más conocimiento, pero nunca existe el «más» en el aprender. El aprender cesa cuando hay comparación. El aprender es el ver instantáneo, el cual no está en el tiempo. Toda acumulación y todo conocimiento son mensurables. La humildad no es comparable; no hay más o menos humildad; por lo tanto, ésta no puede cultivarse. La moralidad y la técnica pueden cultivarse, puede haber más o menos de ellas. La humildad no está dentro de la capacidad del cerebro, ni lo está el amor. La humildad es siempre la acción de la muerte. Al despertar muy temprano esta mañana, horas antes del amanecer, estaba presente esa intensidad tan aguda, esa fuerza con su austeridad. En esta austeridad había bienaventuranza. Según el reloj eso «duró» cuarenta y cinco minutos con intensidad creciente. Dentro de ello estaban el torrente y la noche serena con sus brillantes estrellas. 31 La meditación sin una fórmula establecida, sin causa ni razón, sin una finalidad ni un propósito, es un fenómeno increíble. No es sólo una gran explosión que purifica, sino que también es muerte, muerte que no tiene un mañana. Su pereza es devastadora; no deja un solo rincón secreto donde el pensamiento pueda esconderse entre sus propias sombras. Su pureza es vulnerable; no es una virtud engendrada mediante la resistencia. Es pura porque carece de resistencia, como el amor. En la meditación no hay mañana, ni hay argumentos con la muerte La muerte del ayer y del mañana no deja el mezquino presente del tiempo, y el tiempo es siempre mezquino; pero una destrucción así es lo nuevo. Esto es la meditación, no los tontos cálculos del cerebro en busca de seguridad. La meditación es la destrucción de la seguridad, y en la meditación hay gran belleza, no la belleza de las cosas que han sido producidas por el hombre o por la naturaleza, sino la belleza del silencio. Este silencio es el vacío en el cual todas las cosas fluyen y existen. Es lo incognoscible, y ni el intelecto ni el sentimiento pueden llegar a ello; no hay un sendero que conduzca a este silencio, y cualquier método para ello es la invención de un cerebro codicioso. Todos los sistemas y recursos del yo calculador deben ser completamente destruidos; todo avanzar o retroceder -el camino del tiempo- debe llegar a su fin, sin mañana. La meditación es destrucción, es un peligro para quienes desean llevar una vida superficial, una vida de mito y fantasía. Las estrellas brillaban muy claras a hora tan temprana. El amanecer estaba muy lejos; había una quietud sorprendente y aun el tumultuoso torrente estaba tranquilo y los cerros en silencio. Toda una hora transcurrió en ese estado en que el cerebro no duerme sino que se halla despierto, sensible y solamente observa; durante ese estado la totalidad de la mente puede ir más allá de sí misma, sin dirección alguna porque no existe un director. La meditación es una tempestad que destruye y purifica. Después, el lejano amanecer llegó. La luz venia extendiéndose desde el Este, tan joven y pálida, tan tímida y apacible; vino desde más allá de aquellos cerros distantes y alcanzó las cumbres de las más elevadas montañas. En grupos o individualmente, los árboles permanecían inmóviles, el álamo temblón comenzó a despertar y el torrente voceaba su júbilo. Aquella blanca pared de una granja que daba frente al Oeste, se tornó muy blanca. Lentamente, apaciblemente, casi implorando con humildad, el amanecer llegó y colmó la tierra. Luego, los picos nevados comenzaron a brillar tiñéndose de un rosado claro, y se iniciaron los tempranos ruidos de la mañana. Tres cornejas volaban cruzando el cielo,

silenciosas, en la misma dirección; desde lejos llegaba el sonido del cencerro de una vaca, pero aun había quietud. Entonces, mientras un automóvil iba ascendiendo por la colina, comenzó el día. Sobre el sendero del monte cayó una hoja amarilla; para algunos de los árboles el otoño ya estaba allí. Era una única hoja, sin un solo defecto, sin una mancha, perfecta. Del color amarillo del otoño, era bella aun en su muerte, ninguna enfermedad la había alcanzado. Sin embargo, persistía aún la plenitud de la primavera y el verano, y todas las hojas de ese árbol estaban verdes todavía. Era la muerte en toda su gloria. La muerte estaba ahí, no en la hoja amarilla, sino realmente ahí; no la inevitable muerte tradicional, sino la muerte que está siempre ahí. No era una fantasía sino una realidad imposible de abarcar. Está siempre ahí, a la vuelta de cada curva de un camino, en cada casa, con cada dios. Ahí estaba en toda su fuerza y su belleza. Nadie puede eludir a la muerte; uno puede olvidarla, puede racionalizarla o creer que va a reencarnar o resucitar. Puede uno hacer lo que quiera, acudir a un templo o a algún libro, y ella estará siempre ahí, en medio de la fiesta, en plena salud. Uno debe vivir con ella para conocerla, y no puede conocerla si le teme; el temor sólo la oscurece. Para conocerla, para vivir con ella, uno debe amarla. El conocimiento de la muerte no es el fin de la muerte. Es el fin del conocimiento pero no el de la muerte. Amarla es no estar familiarizado con ella; uno no puede familiarizarse con la destrucción. Uno no puede amar algo que no conoce, pero uno no conoce nada, ni siquiera a la esposa o al jefe, y mucho menos algo totalmente extraño. Pero no obstante, uno debe amarlo, lo extraño, lo desconocido. Uno ama solamente aquello de lo que está seguro, aquello que proporciona bienestar, seguridad. No ama lo incierto, lo desconocido; uno puede amar el peligro, puede dar su vida por otro o matar a otro por su país, pero esto no es amor; estas cosas tienen su propio beneficio y recompensa; la gente ama la ganancia y el éxito aunque en ello haya dolor. No hay beneficio alguno en conocer a la muerte pero, extrañamente, la muerte y el amor van siempre juntos; nunca se separan. Uno no puede amar sin la muerte; no puede abrazarse a alguien sin que la muerte esté ahí. Donde está el amor también está la muerte, son inseparables. ¿Pero sabemos qué es el amor? Conocemos la sensación, la emoción, el deseo, el sentimiento y el mecanismo del pensar, pero ninguna de estas cosas es amor. Amamos a nuestro cónyuge, a nuestros hijos; odiamos la guerra pero practicamos la guerra. Nuestro amor conoce el odio, la envidia, la ambición, el miedo; el humo de estas cosas no es amor. Amamos el poder y el prestigio, pero el poder y el prestigio son malignos, corruptores. ¿Sabemos qué es el amor? No saberlo nunca es el prodigio de ello, la belleza de ello. Nunca saberlo, lo cual no significa permanecer en la duda, ni significa desesperación; ello es la muerte del ayer y, por tanto, la completa incertidumbre del mañana. El amor no tiene continuidad, ni la tiene la muerte. Sólo la memoria y la pintura en el marco tienen continuidad, pero estas cosas son mecánicas (y aun las máquinas se desgastan) y ceden el lugar a otras, a nuevas pinturas, a nuevos recuerdos. Lo que tiene continuidad está siempre deteriorándose, y lo que se deteriora no es muerte. Amor y muerte son inseparables, y donde están el amor y la muerte siempre está la destrucción. 1º de septiembre La nieve de las montañas se estaba derritiendo rápidamente porque habían transcurrido muchos días de ardiente sol y ciclo despejado; el torrente se había puesto turbio con el barro, tenía mayor caudal de agua y estaba más impetuoso y turbulento. Cruzando el puente de madera y dirigiendo la mirada hacia lo alto del torrente, allí estaba la montaña, de una sorprendente delicadeza, distante, atractiva; su nieve resplandecía al sol del crepúsculo. Era bello estar atrapado entre los árboles de ambos lados del torrente y las veloces aguas, era algo sobrecogedoramente inmenso deslizarse por el cielo, suspendido en el aire. No sólo la montaña era bella, sino la luz del atardecer, los cerros, los prados, los árboles y el torrente. De pronto, toda la tierra con sus sombras y su paz se tornó intensa, extraordinariamente viva y absorbente. Ello se abrió camino a través del cerebro como una llama que quemara la insensibilidad del pensamiento. El cielo, la tierra y el observador, todos habían sido alcanzados por esta intensidad y solamente existía la llama y nada más. Durante ese paseo al lado del torrente, caminando por un sendero que serpenteaba con suavidad a través de numerosos campos verdes, la meditación no tenía lugar porque hubiera silencio o porque la belleza de la tarde absorbiera todo pensamiento; ella continuaba pese a algunas conversaciones. Nada podía interferirla; la meditación proseguía, no inconscientemente en algunos lugares recónditos del cerebro y de la memoria, sino que estaba ahí, era un hecho, como la luz del atardecer entre los árboles. La meditación no es una búsqueda con un propósito, lo cual engendra distracción y conflicto; no es el descubrimiento de un juguete que ha de absorber todo pensamiento, tal como un niño está absorto en su juguete; no es la repetición de una palabra con el fin de aquietar la mente. La meditación comienza con el conocerse a si mismo y va más allá del conocer. Durante el paseo, ella continuaba, moviéndose en las profundidades con un movimiento que no tenía dirección. Proseguía más allá del pensamiento consciente u oculto, y había un ver que estaba fuera del alcance del pensamiento.

La mirada va más allá de la montaña; esa mirada abarca las casas cercanas, los prados, los bien delineados cerros y las montañas mismas; cuando uno maneja un automóvil mira bien al frente, trescientas yardas de distancia o más; ese mirar incluye los caminos laterales, aquel auto que está detenido a un costado, el muchacho que cruza la carretera y el camión que viene hacia uno; pero si uno vigilara meramente el auto que va delante, tendría un accidente. La mirada distante incluye lo cercano, pero el mirar lo que está cerca no incluye lo distante. Nuestra vida se consume en lo inmediato, lo superficial. La vida en su totalidad presta atención al fragmento, pero el fragmento jamás puede comprender la totalidad. Sin embargo, esto es lo que siempre intentamos hacer: aferrarnos a lo pequeño y, no obstante, tratar de asir lo total. Lo conocido es siempre lo pequeño, el fragmento, y con lo pequeño buscamos lo desconocido. Nunca soltamos lo pequeño; de lo pequeño estamos seguros, en ello encontramos seguridad, al menos eso es lo que pensamos. Pero, de hecho, jamás podemos estar seguros con respecto a nada salvo, probablemente, en cosas superficiales y mecánicas, y aun éstas fallan. Podemos confiar, más o menos, en cosas exteriores como los trenes en cuanto a su funcionamiento, y estar seguros de ellos. Psicológicamente, internamente, por mucho que podamos anhelarlo, no hay certidumbre, no hay permanencia; ni en nuestras relaciones, ni en nuestras creencias, ni en los dioses de nuestro cerebro. El intenso anhelo de certidumbre, de alguna clase de permanencia, y el hecho de que no hay permanencia de ninguna clase, es la esencia del conflicto entre la ilusión y la realidad. Es inmensamente más significativo comprender el poder de crear ilusión, que comprender la realidad. El poder de engendrar ilusión debe cesar completamente, no con el fin de conquistar la realidad; no se puede negociar con el hecho. La realidad no es un premio; lo falso debe desaparecer, no para lograr lo verdadero sino porque es falso. No existe la renunciación 2 La tarde era hermosa en el valle, al lado del torrente, con los verdes prados tan ricos en pastura, las limpias granjas y las arrobadoras nubes plenas de color y claridad. Una de ellas estaba suspendida sobre la montaña, con tan vivida brillantez que parecía ser la favorita del sol. El valle estaba fresco, agradable y rebosante de vida. En torno de él todo era quietud y paz. Se veía ahí moderna maquinaria agrícola, pero ellos usaban todavía la guadaña, y la presión y brutalidad de la civilización no los había alcanzado. Los pesados cables eléctricos corrían sobre postes a lo largo de todo el valle y también parecían formar parte de este mundo tan sencillo y natural. Mientras caminábamos a través de los campos por el estrecho sendero de hierba, las montañas con su nieve y su color parecían tan cercanas, tan delicadas, tan completamente irreales. Las cabras balaban para ser ordeñadas. De modo absolutamente inesperado toda esta pródiga belleza, el color, los cerros, la rica tierra, este intenso valle, todo ello estaba dentro de uno. No es en realidad que estuviera en el interior de uno, sino que el propio corazón y el cerebro se hallaban tan completamente abiertos sin la barrera del tiempo y el espacio, tan vacías de todo pensamiento y sentimiento, que sólo existía esta belleza sin forma ni sonido. Estaba ahí y toda otra cosa había cesado de existir. La inmensidad de este amor, con la belleza y la muerte, llenaba el valle entero y la totalidad del propio ser que era ese valle. Era un anochecer extraordinario. No existe la renunciación. Aquello que se abandona está siempre ahí, y el renunciar, el abandonar, el sacrificar no existen donde hay comprensión. La comprensión es la esencia misma del no-conflicto; la renunciación es conflicto. Abandonar algo renunciando a ello es la acción de la voluntad, la cual nace de la opción y el conflicto. La renuncia es un canje, y en el canjear no hay libertad sino solamente más confusión y desdicha. 4 Bajar desde los valles y las altas montañas y penetrar en una grande, ruidosa y sucia ciudad, afecta el cuerpo1. Era un hermoso día cuando salimos cruzando por valles profundos, montes y cascadas, hacia un lago azul y anchas carreteras. Fue un cambio violento pasar del lugar aislado, pacifico, a una ciudad estrepitosa de día y de noche, a un aire caliente y pegajoso. Por la tarde, mientras uno miraba quietamente sentado los altos de las casas, observando la forma de los tejados y sus chimeneas, muy inesperadamente esa bendición, esa fuerza, la cualidad de «lo otro» advino con suave resplandor; llenó la habitación y permaneció en ella. Está aquí mientras esto se escribe. 5 Vistos desde la ventana de un octavo piso, los árboles a lo largo de la avenida se estaban tornando amarillos, bermejos y rojos en medio de una larga hilera de vivo verde. Desde esta altura las copas de los árboles brillaban en su colorido y el estruendo del tráfico ascendía suavizándose un poco al pasar a través de ellas. Sólo existe el color y no diferentes colores; sólo existe el amor y no diferentes expresiones del amor; las diferentes categorías del amor no son el amor. Cuando el amor se divide al fragmentarse como divino y carnal, deja de ser amor. Los celos son el 1

Él había volado a París donde permaneció con amigos en un apartamento del 8º piso sobre la Avenida de la Bourdonnais.

humo que ahoga el fuego, y la pasión se torna en algo estúpido cuando no hay austeridad, y la austeridad no existe si no hay abnegación, la cual es humildad dentro de una absoluta sencillez. Al mirar hacia abajo esa masa de color con los diferentes colores, sólo hay pureza, por mucho que ésta pueda fragmentarse; pero la impureza, por más que pueda modificarse, taparse, resistir, siempre seguirá siendo impura, como la violencia. La pureza no se halla en conflicto con la impureza. La impureza nunca puede llegar a ser pura, más de lo que la violencia puede llegar a ser no-violencia. La violencia simplemente tiene que cesar. Hay dos palomas que han hecho su nido bajo el tejado de pizarra al otro lado del patio. La hembra entra primero y después, lentamente, con gran dignidad el macho la sigue, y durante toda la noche permanecen allí; esta mañana salieron temprano, primero el macho y después la hembra. Extendieron las alas, compusieron sus plumas y se tendieron aplastándose contra el frío tejado. Pronto, como desde ninguna parte, llegaron otras palomas, una docena de ellas; se posaron alrededor de estas limpiándose las plumas, arrullándose, empujándose las unas a las otras de un modo amistoso. Después, súbitamente, todas se fueron volando excepto las primeras dos. El cielo estaba cargado de densas nubes, pero lleno de luz en el horizonte donde había una larga veta de cielo azul. La meditación no tiene comienzo ni tiene fin; en ella no hay logro ni fracaso, no hay acumulación ni renunciamiento; es un movimiento que carece de finalidad y, por tanto, está más allá y por encima del tiempo y del espacio. Experimentar la meditación es negarla, porque el experimentador está atado al tiempo y al espacio, a la memoria y al reconocimiento. La base fundamental de la verdadera meditación es ese estado pasivo de lúcida percepción que consiste en la libertad total con respecto a la autoridad y la ambición, la envidia y el temor. La meditación no tiene sentido ni significación alguna sin esta libertad, sin el conocimiento de uno mismo; en tanto haya opción, no habrá conocimiento de si mismo. La opción implica conflicto, el cual impide la comprensión de lo que es. Perderse en alguna fantasía, en ciertas creencias románticas, no es meditación; el cerebro debe despojarse de todo mito, de toda ilusión y seguridad, y enfrentarse a la realidad de que todas esas cosas son falsas. Entonces no hay distracción, todo está dentro del movimiento de la meditación. La flor es la forma, el perfume, el color y la belleza que constituye la totalidad de la flor. Si uno la rompe en pedazos, de hecho o verbalmente, entonces no hay flor, sólo un recuerdo de lo que ha sido, el cual nunca es la flor. La meditación es toda la flor en su belleza, marchitándose y viviendo. 6 Temprano en la mañana, el sol apenas comenzaba a mostrarse entre las nubes, y el cotidiano estrépito del tránsito no había empezado todavía; estaba lloviendo y el cielo era de un gris oscuro. En la pequeña terraza disminuía el golpeteo de la lluvia y soplaba una fresca brisa. Estando uno ahí a cubierto, mientras observaba una franja del río y las hojas otoñales, advino «lo otro», llegó como un relámpago y permaneció por un rato para volver a irse. Es extraño lo muy intenso y real que ello ha llegado a ser. Era tan real como esos altos tejados con centenares de chimeneas. Hay en ello una singular fuerza impulsora; es fuerte a causa de su pureza, tiene la fuerza de la inocencia que nada puede corromper. Y eso era una bendición. Para el descubrimiento, el conocimiento es destructivo. El conocimiento siempre está en el tiempo, en el pasado; nunca puede traer libertad. Pero el conocimiento es necesario para actuar, para pensar, y sin la acción la existencia no es posible. Pero por sabia que sea la acción, por noble y virtuosa, no abrirá las puertas a la verdad. No hay sendero hacia la verdad; ella no puede ser comprada mediante ninguna acción ni por ninguna sutileza del pensamiento. La virtud es solamente orden en un mundo desordenado, y debe haber virtud, la cual es un movimiento de no-conflicto. Pero nada de esto abrirá la puerta a esa inmensidad. La totalidad de la conciencia debe vaciarse de todo su conocimiento, de sus actividades y su virtud; no vaciarse a si misma con un propósito, para ganar, para realizar, para llegar a ser. Ella debe permanecer vacía aunque esté funcionando en el cotidiano mundo del pensamiento y la acción. Es desde este vacío que deben surgir el pensamiento y la acción. Pero este vacío no abrirá la puerta. No debe haber puerta ni intento alguno de llegar. No debe haber un centro en este vacío, porque este vacío no tiene medida; es el centro el que mide, pesa, calcula. Este vacío está fuera del tiempo y del espacio; está más allá del pensamiento y el sentimiento. Adviene tan silenciosamente, tan recatadamente como el amor; no tiene principio ni fin. Está ahí, inmutable e inmensurable. 7 Qué importante es para el cuerpo estar por un largo tiempo en un solo lugar; este constante viajar, cambiar de clima, de casas, afecta al cuerpo; éste debe adaptarse, y durante el periodo de adaptación nada muy «serio» puede ocurrir. Y entonces uno debe partir otra vez. Todo esto significa una prueba para el cuerpo. Pero esta mañana, al despertar temprano antes de que el sol se hubiera levantado, cuando ya amanecía, y a pesar del cuerpo, la fuerza estaba ahí con su intensidad. Es curioso el modo en que el cuerpo reacciona a ella; éste nunca ha sido perezoso, si bien a menudo se fatiga; pero esta mañana, aunque el aire era frío, el cuerpo se tornó, o más bien quiso estar, activo. Es sólo cuando el cerebro se halla quieto, no dormido o pesado sino sensible y alerta, que «lo otro»

puede presentarse. Ello fue algo enteramente inesperado esta mañana, porque el cuerpo está adaptándose todavía al nuevo ambiente. El sol apareció en un cielo claro; uno no podía verlo porque se interponían muchas chimeneas, pero su resplandor llenó el firmamento; y las flores sobre la pequeña terraza parecieron cobrar vida y su color se tornó más brillante e intenso. Era una bella mañana llena de luz y el cielo se tornó de un azul maravilloso. La meditación incluía ese azul y esas flores; formaban parte de la meditación, se movían a través de ella; no eran una distracción. No hay distracción realmente, porque la meditación no es concentración; esta última excluye, interrumpe, resiste y, por lo tanto, implica conflicto. Una mente meditativa puede concentrarse, lo que entonces no es una exclusión, una resistencia; pero una mente concentrada no puede meditar. Es curioso lo altamente importante que se vuelve la meditación; para ella no hay un fin ni hay un comienzo. Es como una gota de lluvia; en la gota están todos los arroyos, los grandes ríos, los mares y las cascadas; esa gota alimenta a la tierra y al hombre; sin ella la tierra seria un desierto. Sin la meditación, el corazón se vuelve un desierto, una tierra desolada. La meditación tiene su propio movimiento; uno no puede dirigirla, moldearla o forzarla; si lo hace, ello deja de ser meditación. Este movimiento cesa si uno es meramente un observador, si uno es el experimentador. La meditación es el movimiento que destruye al observador, al experimentador; es un movimiento que está más allá de todo símbolo, pensamiento y sentimiento. Su rapidez no puede medirse. Pero las nubes cubriendo el cielo y tenía lugar una batalla entre ellas y el viento, y el viento estaba triunfando. Había una gran extensión de azul, muy azul, y las nubes aun extraordinarias, llenas de luz y oscuridad, y esas del Norte parecían haber olvidado el tiempo pero el espacio les pertenecía. En el parque [el Campo de Marte] el suelo estaba cubierto por las hojas del otoño, que también llenaban el pavimento. Era una mañana clara, fresca, y las flores lucían espléndidas en sus colores estivales. Más allá de la inmensa, alta y abierta torre [la Torre Eiffel] -la principal atracción- pasaba una procesión funeraria, el féretro y el coche fúnebre recubierto con flores y seguido por muchos automóviles. Aun en la muerte querernos ser importantes, no hay fin para nuestra presunción y vanidad. Todos quieren ser alguien o estar relacionados con alguno que sea «alguien». Desean el poder y el éxito, grande o pequeño, y quieren ser reconocidos. Sin el reconocimiento, carecen de significación; desean ser reconocidos por los muchos o por aquel que domina. El poder es siempre respetado y, por lo tanto, se lo convierte en respetable. El poder es siempre maligno, ya sea manejado por el político, por el santo, o por la esposa sobre el marido. Por muy maligno que sea, todos lo anhelan con vehemencia, y aquellos que lo poseen desean tener más. Ese coche fúnebre con esas alegres flores al sol parece tan lejano; y ni siquiera la muerte pone fin al poder, porque éste continúa en otro. Es la antorcha del mal que continúa de generación en generación. Pocos pueden rechazarla amplia y libremente, sin mirar hacia atrás; ellos no tienen recompensa. La recompensa es el éxito, la aureola del reconocimiento. Cuando no se es reconocido, cuando el fracaso ha sido olvidado hace mucho tiempo, cuando ha cesado todo esfuerzo y conflicto y uno es nadie, entonces adviene una bendición que no es de la iglesia ni de los dioses del hombre. Los niños jugaban y daban voces cuando el coche fúnebre pasó junto a ellos y ni siquiera lo miraron, absortos en su juego y en sus risas. 8 Las estrellas aún pueden verse en esta bien iluminada ciudad, y hay otros sonidos fuera del estrépito del tráfico -el arrullo de las palomas y el piar de los gorriones-; hay otros olores además de los gases de monóxido: el olor de las hojas del otoño y el perfume de las flores. Esta mañana temprano había unas pocas estrellas en el cielo y nubes blanquecinas, y con ellas advino ese intenso penetrar en la profundidad de lo desconocido. El cerebro estaba quieto, tan quieto que podía oír el más tenue ruido, y estando quieto -y por tanto incapaz de interferir- había un movimiento que comenzaba en ninguna parte y continuaba, a través del cerebro, penetrando en desconocidas profundidades donde las palabras pierden su significado. Pasaba rápidamente por el cerebro y proseguía más allá del tiempo y del espacio. Uno no está describiendo una fantasía, un sueño, una ilusión, sino un hecho real que tenia lugar, pero lo que tenía lugar no es la palabra ni la descripción. Había una energía abrasadora, una vitalidad explosiva e instantánea, y con ella advino este penetrante movimiento. Era como un viento tremendo, acopiando potencia y furia a medida que pasaba embistiendo, destruyendo, purificando, dejando un inmenso vacío. Había una completa y lúcida percepción de la cosa total, y una gran fuerza y belleza; no la fuerza y la belleza que son fabricadas, sino las de algo que era completamente puro e incorruptible. Ello duró, por el reloj, diez minutos, pero fue algo incalculable. El sol surgió en medio de una gloria de nubes fantásticamente vivas y profundas en su color. El estrépito de la ciudad aún no había comenzado y las palomas y gorriones estaban fuera. Qué curiosamente superficial es el cerebro. Por sutil y profundo que sea el pensamiento, nace no obstante de la superficialidad. El pensamiento está atado al tiempo y el tiempo es mezquino; esta mezquindad es la que pervierte el «ver». El ver es siempre instantáneo, como el comprender, y el cerebro, que es un producto del tiempo, impide el ver y lo pervierte. Tiempo y pensamiento son inseparables; si se pone fin a uno se le pone fin al otro. El pensamiento no puede ser destruido

por la voluntad, porque la voluntad es pensamiento en acción. El pensamiento es una cosa y el centro desde el cual proviene el pensamiento, es otra. El pensamiento es la palabra y la palabra es la acumulación de la memoria, de la experiencia. Sin la palabra, ¿existe el pensamiento? Hay un movimiento que no es la palabra y que no pertenece al pensamiento; puede ser descrito por el pensamiento pero no es el pensamiento. Este movimiento adviene mando el cerebro está quieto pero activo, y el pensamiento jamás puede buscarlo y encontrarlo. El pensamiento es memoria, y la memoria es una acumulación de respuestas; por lo tanto, el pensamiento está siempre condicionado por mucho que pueda imaginar que es libre. El pensar es mecánico, está amarrado al centro de su propio conocimiento. La distancia que abarca el pensar depende del conocimiento, y el conocimiento es siempre el residuo del ayer, del movimiento que ya no existe. El pensamiento puede proyectarse hacia el futuro pero está sujeto al pasado. El pensamiento construye su propia cárcel y vive en ella, tanto si está en el futuro como en el pasado, sea una cárcel dorada o una cárcel ordinaria. El pensamiento jamás puede estar quieto, porque su misma naturaleza es la inquietud, siempre embistiendo, siempre aislándose. La maquinaria del pensar está en permanente movimiento, ruidosa o silenciosamente, en la superficie o en lo recóndito. No puede acabar consigo misma. El pensamiento puede refinarse, puede controlar sus divagaciones; puede escoger su propia dirección y adaptarse al medio. El pensamiento no puede ir más allá de sí mismo; puede funcionar en campos estrechos o amplios pero siempre estará dentro de las limitaciones de la memoria, y la memoria es siempre limitada. La memoria debe morir psicológicamente, internamente, y funcionar tan sólo en lo externo. Internamente debe haber muerte y externamente sensibilidad a cada reto y respuesta. Cuando el pensamiento se ocupa de lo interno, impide la acción. 9 Tener un día tan bello en la ciudad parece un verdadero desperdicio; no hay una nube en el cielo, el sol es cálido y las palomas se calientan sobre el tejado, pero el estrépito de la ciudad continúa despiadado. Los árboles sienten el aire del otoño y sus hojas están cambiando lenta y lánguidamente, sin que nadie les preste atención. Las calles están atestadas de personas que siempre miran las tiendas, muy pocas el cielo; se ven cuando pasan el uno al lado del otro, pero están demasiado ocupados consigo mismos, con el modo en que lucen, con la impresión que causan; la envidia y el temor están siempre ahí pese a sus afeites, a su refinada apariencia. Los trabajadores se hallan demasiado cansados, abatidos y descontentos. Y los árboles agrupados contra la pared de un museo parecen tan absolutamente suficientes por sí mismos; el río contenido por la piedra y el cemento se ve tan por completo indiferente. Hay profusión de palomas, contoneándose con esa dignidad que les es característica. Y así transcurre un día en la calle, en la oficina. Es un mundo de monotonía y desesperación, con risa que muy pronto desaparece. En el anochecer, los monumentos y las calles se iluminan, pero hay en todo ello una futilidad inmensa y un dolor insoportable. Una hoja amarilla acaba de caer sobre el pavimento; todavía está llena del verano y aun en la muerte sigue siendo muy bella; ni una sola parte de esa hoja está marchita, tiene todavía la forma y la gracia primaverales, pero está amarilla y habrá de secarse al anochecer. Temprano en la mañana, cuando el sol recién se asomaba en un cielo claro, hubo un relámpago de «lo otro» con su bendición, y la belleza de ello persiste. No es que el pensamiento lo haya capturado y lo retenga, sino que ello ha dejado su huella en la conciencia. El pensamiento es siempre fragmentario y lo que retiene como recuerdo es siempre parcial. El pensamiento no puede observar la totalidad; la parte no puede ver el todo, y la huella de la bendición no es verbal, no puede comunicarse mediante palabras, ni mediante símbolo alguno. El pensamiento fracasará siempre en su tentativa de descubrir, de experimentar aquello que está fuera del tiempo y del espacio. El cerebro, la maquinaria del pensamiento puede aquietarse; el cerebro muy activo puede estar quieto; su maquinaria puede funcionar muy lentamente. La quietud del cerebro es esencial, aunque éste debe hallarse intensamente sensible; sólo entonces puede haber inocencia, frescura, una cualidad nueva del pensamiento. Es esta cualidad la que pone fin al dolor y a la desesperación. 10 Es una mañana sin una sola nube; el sol parece haber desterrado todas las nubes de la escena. Hay paz excepto por el rugir del tráfico, que prosigue aun en domingo. Las palomas se calientan sobre los tejados de zinc y son casi del mismo color que éstos. No corre un soplo de aire, aunque se está agradablemente fresco. Hay una paz que está más allá del pensamiento y el sentimiento. No es la paz del sacerdote, ni la del político, ni la de aquel que la busca. La paz no es para ser buscada. Lo que se busca ya debe ser conocido y lo que se conoce nunca es lo real. La paz no es para el creyente o para el filósofo que se especializa en teorías. No es una reacción, una respuesta contraria a la violencia. No tiene opuesto, todos los opuestos deben cesar, debe cesar el conflicto de la dualidad. La dualidad existe, luz y oscuridad, hombre y mujer, etc., pero de ningún modo es necesario el conflicto entre los opuestos. El conflicto entre los opuestos surge únicamente cuando hay deseo, el compulsivo apremio por realizar, el deseo sexual, la exigencia psicológica de seguridad. Sólo entonces hay

conflicto entre los opuestos; escapar de los opuestos -apego y desapego- es buscar la paz mediante la iglesia o la ley. La ley puede dar y, de hecho, da un orden superficial; la paz que ofrecen la iglesia y el tiempo es una fan tasía, un mito hacia el cual puede escapar una mente que está confusa. Pero esto no es paz. El símbolo, la palabra deben ser destruidos, no destruidos con el fin de tener paz, sino que deben ser hechos pedazos porque son un impedimento para la comprensión. La paz no es algo que esté en venta, un artículo de canje. El conflicto en todas sus formas debe cesar, y entonces tal vez eso esté ahí. Tiene que haber negación total, el cese de las urgencias internas, de los deseos; sólo entonces el conflicto llega realmente a su fin. En ese vacío hay un nacer. Toda la estructura interna de resistencia y seguridad debe desvanecerse y desaparecer; únicamente entonces adviene el vacío. Sólo en este vacío hay paz, una paz cuya virtud no tiene precio ni significa una ganancia. Temprano en la mañana estaba ahí, llegó con el sol en un cielo claro y opaco; era algo maravilloso pleno de belleza, una bendición que nada pedía, ni sacrificio, ni discípulos, ni virtud, ni rezos secretos. Estaba ahí en plenitud y sólo una mente y un corazón plenos podían recibirla. Estaba más allá de toda medida. 11 El parque estaba atestado de gente por todas partes, niños, nurses, razas diferentes; todos hablando, gritando, jugando, y funcionaban las fontanas. El director de jardines debe tener muy buen gusto; había flores en abundancia con infinidad de colores, todos combinados entre si. Se vivía un aire de espectáculo y alegre festividad. Era una tarde agradable y todo el mundo parecía estar afuera luciendo sus mejores ropas. Atravesando el parque y después de cruzar una vía pública, había una calle tranquila con árboles y casas antiguas bien conservadas; el sol estaba poniéndose, incendiando las nubes y el río. El día siguiente prometía ser otra vez un hermoso día, y esta mañana el temprano sol atrapó unas pocas nubes coloreándolas de un vivo rosa y carmín. Era una buena hora para permanecer quieto, para meditar. El letargo y la quietud no marchan juntos; para estar quieto debe haber intensidad y meditación; ello no es, entonces, un vagar a la ventura sino algo activo y potente. La meditación no consiste en perseguir un pensamiento o una idea, sino que es la esencia de todo pensamiento, lo que significa estar más allá de todo pensamiento y sentimiento. Entonces la meditación es un movimiento dentro de lo desconocido. La inteligencia no es la mera capacidad de concebir, recordar y comunicar; es más que eso. Uno puede estar muy informado y ser hábil en un nivel de existencia y completamente torpe en otros niveles. En cuanto a eso, el conocimiento por muy profundo y amplio que pueda ser, no indica necesariamente inteligencia. La capacidad no es inteligencia. La inteligencia es una sensible y lúcida percepción de la totalidad de la vida; la vida con sus problemas, contradicciones, desdichas, alegrías. Darse cuenta de todo esto sin preferencia alguna y sin ser atrapado por ninguno de sus eventos sino fluir con la totalidad de la vida, es inteligencia. Esta inteligencia no es el resultado de influencia alguna ni del medio circundante; no es la prisionera de ninguna de estas cosas y, por lo tanto, puede comprenderlas y así estar libre de ellas. La conciencia es limitada, tanto la evidente como la oculta, y su actividad, por alerta que sea, está confinada dentro de los límites del tiempo; la inteligencia no lo está. La percepción alerta y sensible, sin opciones, de la totalidad de la vida, es inteligencia. Esta inteligencia no puede ser usada para obtener ganancia o provecho de ninguna especie, sea en lo individual o en lo colectivo. Esta inteligencia es destrucción y, por tanto, la forma no significa nada y la reforma es una regresión. Sin destrucción, todo cambio es una continuidad modificada. La destrucción psicológica de todo lo que ha sido, no el mero cambio exterior, eso es esencialmente inteligencia. Sin esta inteligencia toda acción conduce a la confusión y a la desdicha. El dolor es la negación de esta inteligencia. La ignorancia no es la falta de conocimiento sino la falta del conocimiento de sí mismo; sin el conocimiento de sí mismo no hay inteligencia. El conocimiento de sí mismo no puede acumularse como conocimiento; el aprender es de instante en instante. No es un proceso aditivo; en el proceso de acumular, de sumar, se forma un centro, el centro del conocimiento, de la experiencia. En este proceso, positivo o negativo, no existe el comprender, porque en tanto haya una intención de acumular o de resistir, el movimiento del pensar y del sentir no pueden comprenderse, no hay conocimiento de sí mismo. Sin el conocimiento de sí mismo no hay inteligencia. Ese conocimiento es presente activo, no es un juicio; todo juicio acerca de uno mismo implica una acumulación, una evaluación a partir de un centro de experiencia y conocimiento. Es este pasado el que impide la comprensión del presente activo. En la acción de conocerse uno a sí mismo, hay inteligencia. 12 Una ciudad no es un lugar agradable, por bella que sea la ciudad, y ésta lo es. El limpio río, los espacios abiertos, las flores, el ruido, el polvo y la sorprendente torre, las palomas y la gente, todo esto y el cielo tienden a que una ciudad sea agradable, pero no es como los campos, los bosques y el aire puro; el campo es siempre bello, tan lejos de todo el humo y el rugir del tráfico, tan lejos; allá está la tierra en toda su plenitud, en toda su riqueza. Caminando a lo largo del río, con el incesante estruendo del tráfico, el río parecía contener en sí toda la tierra; aunque retenido por la tierra y el cemento, era en su vastedad todos los ríos, desde las montañas hasta los llanos.

Se tornó de color del crepúsculo, con todos los colores que el ojo haya visto jamás, tan espléndidos y tan efímeros. La brisa del anochecer jugaba con todo, y cada hoja era alcanzada por el otoño. El cielo estaba muy cercano abrazando la tierra y había una paz increíble. La noche llegó lentamente. Al despertar temprano esta mañana, cuando el sol sé encontraba aun bajo el horizonte y el amanecer había comenzado, la meditación se rindió a «lo otro», a «aquello» cuya bendición es luz y es poder. Estuvo ahí la noche pasada cuando uno se acostó, tan inesperadamente, con tanta claridad. Por algunos días había estado ausente, mientras el cuerpo se adaptaba a las costumbre de la ciudad, y fue así que cuando advino hubo gran intensidad y belleza, y todo se tornó silencioso; aquello llenaba la habitación y mucho más allá de la habitación. Aunque el cuerpo estaba relajado había en él cierta rigidez, no, cierta inmovilidad. Ello debe haber proseguido durante toda la noche, porque al despertar estaba activamente presente. Toda descripción de ello carece de significado porque la palabra nunca podrá abarcar su inmensidad y belleza. Cuando eso es, todo cesa, y el cerebro con sus respuestas y actividades, de un modo extraño, se descubre a sí mismo súbita y voluntariamente quieto, sin una sola respuesta, sin un solo recuerdo y sin que haya registro alguno de lo que está. Está extraordinariamente vivo, pero absolutamente quieto. Ello es demasiado inmenso para cualquier imaginación, la cual es más bien inmadura y tonta en todas sus formas. El hecho, lo que realmente ocurre, es tan vital y significativo, que toda imaginación e ilusión pierden su sentido. La comprensión de las necesidades es de gran significación. Existen las necesidades exteriores, útiles y esenciales, comida, ropa, techo; pero fuera de eso, ¿hay alguna otra necesidad? Aunque cada cual esté atrapado en el torbellino de sus necesidades internas, ¿son ellas esenciales? La necesidad del sexo, la necesidad de realización, el apremiante impulso de la ambición, de la envidia, la codicia, ¿son el camino de la vida? Cada cual ha hecho de eso el camino de la vida por miles de años; la sociedad y la iglesia respetan y honran grandemente esas cosas. Todos han aceptado ese modo de vivir, o estando tan condicionados a esa vida continúan con ella, luchando débilmente contra la corriente, desalentados, buscando escapes. Y los escapes se vuelven más significativos que la realidad. Las necesidades psicológicas son un mecanismo de defensa contra algo que es mucho más significativo y real. La necesidad de realizarse, de ser importante, brota del miedo a algo que está ahí pero que no se conoce, que no ha sido experimentado. La realización y la autoimportancia en el nombre del propio país o de un partido, o en virtud de alguna creencia gratificadora, son escapes del hecho de la propia nada, de la vacuidad y soledad de nuestras actividades autoaislantes. Las necesidades internas, que parecen no tener fin, se multiplican, cambian y continúan. Éste es el origen, la fuente del contradictorio y abrasador deseo. El deseo siempre está ahí; los objetos del deseo cambian, disminuyen o se multiplican, pero el deseo está siempre ahí. Controlado, torturado, negado, aceptado, reprimido, dejado en libertad de moverse o interceptado en su carrera, él está siempre ahí, débil o fuerte. ¿Qué hay de malo en el deseo? ¿Por qué esta incesante guerra contra él? Es perturbador, doloroso, lleva a la confusión y a la desgracia, pero no obstante está ahí, siempre está ahí, frágil o poderoso. Comprenderlo completamente, sin reprimirlo, sin disciplinarlo, comprenderlo más allá de todo reconocimiento es comprender la necesidad. La necesidad y el deseo marchan juntos, como la realización y la frustración. No hay deseo noble o innoble sino sólo deseo en permanente conflicto dentro de sí mismo. El ermitaño y el jefe del partido se consumen de deseo, lo llaman con diferentes nombres pero ahí está corroyendo el corazón de las cosas. Cuando existe la comprensión total de la necesidad, tanto en lo externo como en lo interno, entonces el deseo no es una tortura. Entonces tiene un sentido por completo diferente, una significación que está mucho más allá del sentimiento con sus emociones, mitos e ilusiones. Con la total comprensión de la necesidad, no meramente de la cantidad o cualidad de ella, el deseo es entonces una llama y no una tortura. Sin esta llama la vida misma se malogra, se pierde. Esta llama es la que quema la mezquindad de su objeto, las fronteras, las vallas que le han sido impuestas. Entonces uno puede darle el nombre que quiera, amor, muerte, belleza. Entonces está ahí sin que tenga fin. 13 El de ayer fue un día extraño. «Lo otro» persistió todo el día, durante el corto paseo, mientras uno estuvo descansando y, muy intensamente, durante la platica1. Se mantuvo insistentemente la mayor parte de la noche, y esta mañana temprano, al despertar después de un breve sueño, continuaba. El cuerpo está muy cansado y necesita descanso. Extrañamente, el cuerpo se torna muy quieto, muy sereno, inmóvil, pero cada pulgada de él está intensamente viva y sensible. Tan lejos como la vista pueda abarcar, hay pequeñas y cortas chimeneas, todas sin humo porque el tiempo es muy caluroso; el horizonte está muy lejos, se ve irregular, confuso; la ciudad parece extenderse y prolongarse interminablemente. A lo largo de la avenida hay árboles en espera del invierno, porque el otoño ya comienza lentamente. 1

Ésta fue la tercera plática; verso principalmente sobre el tema del conflicto y la conciencia.

El cielo estaba plateado, pulido y brillante y la brisa dibujaba figuras sobre el río. Las palomas se pusieron en movimiento temprano en la mañana, y apenas el sol calentó los tejados de zinc, ahí estaban ellas calentándose. La mente, dentro de la cual están el cerebro, el pensamiento, el sentimiento y todas las sutiles emociones, la fantasía y la imaginación, es una cosa extraordinaria. Todos sus contenidos no constituyen la mente y, no obstante, sin ellos la mente no existe; ella es más que lo que contiene. Sin la mente no habría contenidos; éstos existen gracias a ella. En el total vacío de la mente tienen su existencia el intelecto, el pensamiento, la totalidad de la conciencia. Un árbol no es la palabra, ni la hoja, la rama o las raíces; la totalidad de ello es el árbol y, sin embargo, él no es ninguna de estas cosas. La mente es ese vacío en el cual las cosas de la mente pueden existir, pero las cosas no son la mente. Es a causa de este vacío que surgen el tiempo y el espacio. Pero el cerebro y las cosas del cerebro cubren todo un campo de la existencia; ésta se halla ocupada por sus múltiples problemas. El cerebro no puede aprehender la naturaleza de la mente, ya que funciona tan sólo en la fragmentación y los muchos fragmentos no hacen lo total. Y, no obstante, el cerebro está ocupado en reunir los fragmentos contradictorios para componer la totalidad. Lo total nunca puede ser el resultado de reunir y juntar las partes. La actividad de la memoria, el conocimiento en acción, el conflicto de los deseos opuestos, la búsqueda de libertad, están aun dentro de los confines del cerebro; el cerebro puede perfeccionar, aumentar, acumular sus deseos, pero el dolor ha de proseguir. No hay fin para el dolor en tanto el pensamiento sea meramente una respuesta de la memoria, de la experiencia. Existe un «pensar» que nace del total vacío de la mente; ese vacío no tiene un centro y, por tanto, es capaz de un movimiento infinito. La creación nace desde este vacío, pero no es la creación del hombre que produce cosas. Esa creación que proviene del vacío es amor y es muerte. Ha sido nuevamente un extraño día. «Lo otro» ha estado presente cualquiera haya sido la actividad diaria o el lugar en el que uno se hubiera encontrado. Es como si el cerebro estuviera viviendo dentro de ello; el cerebro ha permanecido muy quieto sin dormirse, sensible y alerta. Hay un sentido de observación que actúa desde una profundidad infinita. Aunque el cuerpo está cansado, existe un estado peculiar de lucidez. Una llama que está siempre ardiendo. 14 Ha estado lloviendo toda la noche, y ello resulta agradable después de muchas semanas de sol y polvo. La tierra se había resecado, estaba quemada y llena de grietas; un denso polvo cubría las hojas y el césped estaba siendo regado. En una ciudad sucia y populosa, tantos días de sol eran algo desagradable; el aire se había puesto pesado y ahora ha estado lloviendo por muchas horas. Sólo a las palomas les disgusta eso; se ponen al abrigo donde pueden, se las ve alicaídas y han cesado sus arrullos. Los gorriones acostumbraban a bañarse junto con las palomas en cualquier lugar donde hubiera agua, y ahora se han escondido lejos en alguna parte; tenían el hábito de venir a la terraza, tímidos y ansiosos, pero la fuerte lluvia ha tomado posesión de todo y la tierra está mojada. Otra vez «lo otro», esa bendición, estuvo ahí la mayor parte de la noche, estuvo incluso durante el sueño; uno sintió esa bendición al despertar, intensa, persistente, apremiante; estaba ahí como si hubiera continuado por toda la noche. Siempre se halla acompañada de una gran belleza, no de imágenes, sentimientos o pensamientos. La belleza no es del pensamiento ni del sentimiento; ella nada tiene que ver con el emocionalismo o el sentimentalismo. Existe el temor. El temor jamás está en el ahora; está antes o después del presente activo. Cuando hay temor en el presente activo, ¿es ello temor? Está ahí y no hay modo de escapar, de evadirse de él. Ahí, en ese momento, hay atención total al instante de peligro físico o psicológico. Cuando hay completa atención, no hay temor. Pero el momento presente de inatención es el que engendra el temor; el temor surge cuando se elude el hecho, cuando se escapa de él; entonces el escape mismo es el temor. El temor y sus múltiples formas, culpa, ansiedad, esperanza, desesperación, está ahí en cada momento de la relación; está ahí en toda búsqueda de seguridad; está ahí en el llamado amor y en la adoración, en la ambición y el éxito; está ahí en la vida y en la muerte, en las cosas físicas y en los factores psicológicos. El temor existe en muchísimas formas y en todos los niveles de nuestra conciencia. La defensa, la resistencia y el rechazo provienen del temor. Temor a la oscuridad y temor a la luz; temor de ir y temor de venir. El temor empieza y termina en el deseo de estar seguro, de tener permanencia. La continuidad de la permanencia es buscada en todas las direcciones, en la virtud, en la relación, en la acción, en la experiencia, en el conocimiento, en las cosas externas y en las internas. Encontrar un refugio y estar seguro, ése es el eterno clamor. Esta insistente demanda es la que engendra el miedo. ¿Pero existe la permanencia, sea externa o internamente? Tal vez podría haberla, hasta cierto punto, en lo externo, y aun así eso es precario; hay guerras, revoluciones, hay progreso, accidentes, terremotos. Uno tiene que tener comida, ropa y techo; eso es esencial y necesario para todos. Aunque se la busque, ciegamente o con razón, ¿existe certidumbre interna alguna, continuidad interna, permanencia? No existe. El escape de esta realidad es temor. La incapacidad de hacer frente a esta realidad engendra todas las formas de esperanza y desesperación.

El pensamiento mismo es el origen del temor. El pensamiento es tiempo; el pensamiento acerca del mañana es placer o dolor; si es placentero, el pensamiento lo perseguirá temiendo que termine; si es doloroso, el huir de ello es miedo. Ambos, el placer y el dolor, son la causa del miedo. El tiempo como pensamiento y el tiempo como sentimiento, producen temor. El cese del temor es la comprensión del pensamiento, del mecanismo de la memoria y de la experiencia. El pensamiento es el proceso total de la conciencia, la evidente y la oculta; el pensamiento no es meramente la cosa acerca de la que se piensa sino el origen mismo de ese pensamiento. El pensamiento no es sólo la creencia, la idea y la razón, sino el centro desde el cual estas cosas surgen. Este centro es el origen de todo temor. ¿Pero existe la experiencia del temor, o hay conciencia acerca de la causa del temor, de la cual el pensamiento está escapando? La autoprotección física es una cosa sensata, normal y sana, pero internamente toda otra forma de autoprotección implica resistencia y siempre acumula, fortalece esa energía que es el temor. Este temor interno hace de la seguridad externa un problema de clase, de prestigio, de poder, y entonces hay crueldad competitiva. Cuando este proceso total de pensamiento, tiempo y temor es visto —no como una idea, como una fórmula intelectual— hay completa terminación del temor tanto consciente como oculto. La comprensión de sí mismo es el despertar y el fin del temor. Y cuando el temor cesa, también cesa el poder de engendrar ilusión, mitos, visiones con su esperanza y su operación, y sólo entonces comienza un movimiento que va más allá de la conciencia, la cual es pensamiento y sentimiento. Este movimiento es un vaciar de los recónditos rincones de la mente y de los más profundos y escondidos deseos y necesidades. Entonces, cuando existe este total vacío, cuando no hay absoluta y literalmente nada, ni influencia, ni evaluación, ni frontera, ni palabra, entonces en esta completa quietud del tiempo-espacio, está eso que es innominable. 15 Fue un bello anochecer, el cielo estaba claro y, a pesar de las luces de la ciudad, se veían brillar las estrellas; aunque la torre estaba iluminada por todos los lados, uno podía divisar el horizonte distante y bien abajo había retazos de luz sobre el río; pese al incesante rugir del tráfico, fue un anochecer apacible. La meditación se deslizó sobre uno como una ola cuando cubre las arenas. No era una meditación que el cerebro pudiera capturar en la red de su memoria; era algo a lo que el cerebro se rindió totalmente sin resistencia alguna. Era una meditación que iba mucho más allá de cualquier forma o método; el método, la fórmula, la repetición, destruyen la meditación. Ésta lo incluía todo en su movimiento, las estrellas, el ruido, la quietud y la extensión del río. Pero no había un meditador; el meditador, el observador debe cesar para que la meditación sea. La disolución del meditador es también meditación; pero cuando el meditador cesa, entonces existe una meditación que es por completo diferente. Era muy temprano en la mañana; Orión venia levantándose en el horizonte y las Pléyades estaban casi sobre uno. El rugir del tráfico se había aquietado y a esa hora no había luces en ninguna de las ventanas y corría una brisa fresca y agradable. En la completa atención no existe el experimentar. Existe en la inatención; es esta inatención la que acopia experiencia y multiplica los recuerdos erigiendo muros de resistencia; es esta inatención la que vigoriza las actividades egocéntricas. La inatención es concentración, la cual es un excluir, un separar; la concentración conoce las distracciones y el interminable conflicto del control y la disciplina. En el estado de inatención, es impropia toda respuesta a un reto cualquiera; esta insuficiencia de la respuesta es experiencia. La experiencia contribuye a la insensibilidad; embota el mecanismo del pensamiento; refuerza los moros de la memoria, y el hábito y la rutina se convierten en la norma. La experiencia, la inatención, niegan la libertad. La inatención es lento deterioro. En la completa atención no existe el experimentar; no hay un centro que experimente ni una periferia dentro de la cual pueda tener lugar la experiencia. La atención no es concentración; ésta es empequeñecedora, limitativa. La atención incluye, jamás excluye. La superficialidad de la atención es inatención; la atención total incluye lo superficial y lo recóndito, el pasado con su influencia sobre el presente y su movimiento en el futuro. Toda conciencia es parcial, está confinada, y la atención total incluye a la conciencia con sus limitaciones; por lo tanto, puede destruir esas limitaciones, puede demoler las fronteras. Todo pensamiento está condicionado, y el pensamiento no puede descondicionarse a sí mismo. El pensamiento es tiempo y es experiencia; es, esencialmente, el multado de la no-atención. ¿Qué es lo que produce la atención total? Ningún método, ningún sistema; éstos producen un resultado, el resultado que prometen. Pero la atención total no es un resultado, como no lo es el amor; ella no puede ser inducida, no puede ser provocada por ninguna acción. La atención total es la negación de los resultados a que da lugar la inatención, pero esta negación no es el acto de conocer la atención. Lo que es falso debe ser negado no porque uno conozca ya lo que es verdadero; si uno conociera lo que es verdadero, lo falso no existiría. Lo verdadero no es lo opuesto de lo falso; el amor no es el opuesto del odio. Debido a que uno conoce el odio, no conoce el amor. La negación de lo falso, el negar las cosas de la no-atención, no es el resultado del deseo de

alcanzar la atención total. Ver lo falso como falso, lo verdadero como verdadero y lo verdadero en lo falso, no es el resultado de la comparación. Ver lo falso como falso es atención. Lo falso no puede ser visto como falso cuando hay opiniones, juicios, cuando existen la evaluación, el apego, etc., que son el resultado de la no-atención. Ver la completa textura de la no-atención, es la total atención. Una mente atenta es una mente vacía. La pureza de «lo otro» es su inmensa e impenetrable fuerza. Y esta mañana ello estaba ahí acompañado de una quietud extraordinaria. 16 Fue un paro y claro anochecer, sin una sola nube. Tan bello que resultaba sorprendente que un anochecer así pudiera tener lugar en una ciudad. La luna estaba entre los arcos de la torre y toda la puesta del sol parecía tan ficticia, tan irreal. El aire es tan suave y agradable que éste bien podría haber sido un anochecer de verano. En el balcón había una gran quietud; todo pensamiento se había apaciguado y la meditación parecía un movimiento casual, sin dirección alguna. Sin embargo, ahí estaba. Comenzó en ninguna parte y proseguía en el vasto, insondable vado donde está la esencia de todas las cosas. En este vacío hay un movimiento que se expande, que estalla, y cuyo mismo estallido es creación y destrucción. La esencia de esta destrucción es amor. O buscamos a causa del temor o, estando libres de éste, buscamos sin ningún motivo. Esta búsqueda no brota del descontento; estar insatisfecho de todas las formas de pensamiento y sentimiento, ver su significado, no es descontento. El descontento se satisface muy fácilmente cuando el pensamiento y el sentimiento han encontrado alguna forma de refugio, de éxito, una posición gratificadora, una creencia, etc., sólo para ser nuevamente provocado cuando alguien ataca ese refugio, o lo hace tambalear o lo derriba. La mayoría de nosotros estamos familiarizados con este ciclo de esperanza y desesperación. La búsqueda cuyo motivo es el descontento sólo puede conducir a alguna forma de ilusión, ilusión colectiva o privada, una prisión con muchos atractivos. Peto existe un buscar que no tiene tras de sí absolutamente ningún motivo; ¿es eso, entonces, un buscar? El buscar implica un objetivo, un fin ya conocido o sentido o formulado. Si es formulado, es el cálculo del pensamiento reuniendo todas las cosas que ha experimentado o conocido; para encontrar lo que se trata de obtener se han inventado los métodos y los sistemas. Esto no es buscar en absoluto; es meramente un deseo de conquistar un fin que nos satisfaga o simplemente escapar hacia alguna fantasía o promesa ofrecida por una teoría o una creencia. Esto no es buscar. Cuando el temor, la satisfacción, el escape han perdido su significación, ¿hay entonces, en absoluto, un buscar? Si el motivo de toda búsqueda se ha secado, si el descontento y el impulso de lograr están muertos, ¿existe el buscar? Si no existe el buscar, ¿habrá de decaer la conciencia, habrá de estancarse? Por el contrario, es este buscar, este pasar de un compromiso a otro, de una iglesia a otra, el que debilita esa energía esencial para comprender lo que es. «Lo que es» es siempre nuevo; nunca ha sido y nunca será. La liberación de esta energía sólo es posible cuando cesa toda forma de búsqueda. Era, a hora tan temprana, una mañana completamente despejada, y el tiempo parecía haberse detenido. Eran las cuatro y media pero el tiempo parecía haber perdido todo su significado, como si no hubiera ayer ni mañana ni el instante siguiente. El tiempo permanecía inmóvil y la vida proseguía su marcha sin una sola sombra; la vida proseguía, sin pensamiento ni sentimiento. El cuerpo estaba ahí en la terraza, allá estaba la alta torre con su centelleante luz de advertencia, y las incontables chimeneas; el cerebro veía todas estas cosas pero no iba más lejos. El tiempo es medida, y el tiempo como pensamiento y sentimiento se había detenido. No existía el tiempo; todo movimiento había cesado pero nada estaba estático. Por el contrario, había una extraordinaria intensidad y sensibilidad, un fuego que ardía, un fuego sin temperatura ni color. Arriba estaban las Pléyades y más abajo, hacia el este, Orión, y el lucero del alba asomaba sobre los tejados. Y con este fuego había júbilo, bienaventuranza. No es que uno estuviera jubiloso, pero había un éxtasis. No una identificación con ello, no podía haberla porque d tiempo había cesado. El fuego no podía identificarse con nada ni estar en relación con nada. Estaba ahí porque el tiempo se había detenido. Y ya llegaba el amanecer, y Orión y las Pléyades se desvanecían y dentro de poco el lucero del alba también habría de seguirlos. 17 Había sido un día caluroso, sofocante, y aun las palomas estaban escondiéndose y el aire quemaba, y eso en una ciudad no es nada agradable. La noche era cálida y las pocas estrellas visibles estaban brillantes, ni siquiera las luces de la ciudad podían atenuar su brillo. Ahí estaban con sorprendente intensidad. Fue un día de «lo otro»; ello continuó quietamente toda la jornada; por momentos se encendía tornándose muy intenso y volvía a aquietarse para proseguir serenamente1. Estuvo ahí con tal intensidad que tornaba imposible todo movimiento; uno estaba forzado a detenerse. Al despertar en medio de la noche estaba ahí con notable fuerza 1

Esa mañana él ofreció su quinta plática.

y energía. En la terraza, con el rugir del tráfico algo menos insistente, toda forma de meditación se volvía innecesaria e inadecuada, porque aquello estaba ahí can toda su plenitud. Es una bendición, y todo parece más bien tonto e infantil. En estas ocasiones el cerebro está siempre muy quieto, pero de ningún modo dormido, y el cuerpo se queda totalmente inmóvil. Es algo muy extraño. Qué poco cambia uno. Uno cambia mediante alguna forma de compulsión, alguna presión externa o interna, lo cual es de hecho un modo de ajustarse. Cierta influencia, una palabra, un gesto le hacen cambiar a uno el patrón del hábito, pero no demasiado. La propaganda, un diario, un incidente puede, sí, alterar hasta cierto punto el curso de la vida. El temor y la recompensa rompen el hábito del pensamiento sólo para reformarlo dentro de otro patrón. Una nueva invención, una ambición nueva, una nueva creencia produce, ciertamente, algunos cambios. Pero todos estos cambios están en la superficie, como el fuerte viento sobre el agua; no son fundamentales, profundos, devastadores. Todo cambio que obedece a un motivo no es cambio en absoluto. La revolución económica, social, es una reacción, y cualquier cambio producido mediante una reacción, no es un cambio radical; es sólo un cambio en el patrón. Un cambio semejante es un simple ajuste, un asunto mecánico que proviene del deseo de bienestar, de seguridad, de la mera supervivencia física. ¿Qué es, entonces, lo que produce una mutación fundamental? La conciencia, tanto la evidente como la oculta, toda la maquinaria del pensamiento, del sentimiento, de la experiencia, está dentro de las fronteras del tiempo y el espacio. Ella es un todo indivisible; la división —lo consciente y lo oculto— existe tan sólo para conveniencias de la comunicación, pero la división no es factual. El nivel superior de la conciencia puede modificarse a sí mismo y ciertamente lo hace, puede ajustarse, cambiar, reformarse, adquirir nuevos conocimientos y técnicas; puede cambiar para amoldarse a un nuevo patrón económico, social, pero tales cambios son superficiales y frágiles. Lo inconsciente, lo oculto, puede insinuarse y de hecho lo hace sugiriendo a través de los sueños sus compulsiones, sus exigencias, sus deseos acumulados. Los sueños requieren interpretaciones, pero quien los interpreta está siempre condicionado. No hay necesidad de soñar si durante las horas de vigilia existe una lúcida percepción sin opciones en la cual se comprenden cada fugaz pensamiento y sentimiento; entonces el dormir tiene un sentido por completo diferente. El análisis de lo oculto implica el observador y lo observado, el censor y la cosa juzgada. En esto no solamente está el conflicto sino que el observador mismo se halla condicionado y su evaluación, su interpretación nunca puede ser verdadera; estará retorcida, falseada. De modo que el autoanálisis o un análisis que haga otro por muy profesional que sea, podrá producir algunos cambios superficiales, un ajuste en la relación, etc., pero el análisis no producirá una transformación radical de la conciencia. El análisis no transforma la conciencia. 18 La última tarde el sol estuvo sobre el río y entre las hojas de color bermejo de los árboles otoñales que bordean la larga avenida; los colores ardían intensamente y en notable variedad; el angosto arroyo estaba en llamas. Toda una larga fila de gente esperaba a lo largo del muelle para tomar el bote de recreo, y los automóviles hacían un ruido terrible. En un día caluroso la gran ciudad resultaba casi intolerable; el cielo estaba despejado y el sol no tenía misericordia. Pero esta mañana muy temprano, cuando Orión estaba en lo alto y sólo uno o dos automóviles pasaban junto al río, en la terraza había quietud y meditación acompañada de una completa apertura de la mente y el corazón rayana con la muerte; Estar completamente abierto, ser totalmente vulnerable es muerte. La muerte no tiene entonces rincón alguno donde refugiarse; sólo en la sombra, en los secretos escondrijos del pensamiento y del deseo hay muerte. Pero la muerte está siempre ahí para un corazón que se ha marchitado en el temor y la esperanza; está siempre ahí donde el pensamiento aguarda y acecha. En el parque ululaba un búho, y era un sonido grato, tan claro y tan primitivo; iba y venia con variados intervalos, y parecía gustar de su propia voz, ya que ningún otro replicaba. La meditación derriba las fronteras de la conciencia; desbarata el mecanismo del pensamiento y del sentimiento que aquel despierta. La meditación que está atrapada en un método, en un sistema de recompensas y promesas, mutila y somete a la energía. La meditación consiste en liberar energía en abundancia, y el control, la disciplina y la represión corrompen la pureza de esa energía. La meditación es la llama ardiendo intensamente sin dejar cenizas. Las palabras, el sentimiento, el pensamiento siempre dejan cenizas, y el mundo acostumbra a vivir de cenizas. La meditación es un riesgo porque lo destruye todo, no deja absolutamente nada, ni siquiera el susurro de un deseo, y en este vasto e insondable vacío, hay creación y amor. Para continuar: el análisis, personal o profesional, no produce una mutación de la conciencia. Ningún esfuerzo puede transformarla; el esfuerzo es conflicto y el conflicto tan sólo fortifica los muros de la conciencia. Ningún razonamiento, por lógico y cuerdo que sea, puede liberar a la conciencia, porque el razonamiento es la idea que ha sido moldeada por las influencias, la experiencia y el conocimiento, y éstos son todos hijos de la conciencia. Cuando todo esto es visto como falso -un modo falso de encarar la mutación- la negación de lo falso es

el vaciado de la conciencia. La verdad no tiene Opuesto ni lo tiene el amor; la persecución del opuesto no conduce a la verdad, sólo lo hace la negación del opuesto. No hay negación si éste es el resultado de la esperanza o del logro. La negación existe únicamente cuando no hay recompensa ni trueque. Hay renunciamiento sólo cuando no hay ganancia en el acto de renunciar. Negar lo falso es liberarse de lo positivo, de lo positivo con su opuesto. Lo positivo es la autoridad con su aceptación, su conformismo, su imitación, y es la experiencia con su conocimiento. Negar es estar solo; solo con respecto a toda influencia y tradición, solo respecto de la necesidad interna con su dependencia y su apego. Estar solo es negar el condicionamiento, el trasfondo. La estructura dentro de la cual la conciencia es y existe, es su condicionamiento. Estar solo es permanecer alerta, sin opción alguna, a este condicionamiento, negándolo por completo. Esta madura soledad no es aislamiento, no es ese estado de soledad que proviene de la separativa actividad egocéntrica. Esta soledad no es un apartarse de la vida; por el contrario, es la total libertad con respecto al conflicto y al dolor, al temor y a la muerte. Esta soledad es vacío, no el estado positivo del ser ni el no ser. Es vacío; en este fuego del vacío la mente se rejuvenece, se torna fresca e inocente. Es sólo la inocencia la que puede recibir lo intemporal, lo nuevo que permanentemente está destruyéndose a si mismo. La destrucción es creación. Sin amor, la destrucción no existe. Más allá de la enorme y desperdigada ciudad están los campos, los bosques y las colinas. 19 ¿Existe un futuro? Hay un mañana ya planeado; ciertas cosas que deben ser hechas; también está el día de pasado mañana con todas las cosas que deben hacerse, la semana próxima, el año siguiente. Esto no puede alterarse, quizá modificarse o cambiarse por completo, pero los muchos mañanas están ahí; no pueden ser negados. Y existe el espacio, de aquí hasta allá, cerca y lejos; la distancia en kilómetros; el espacio entre entidades; la distancia que el pensamiento cubre en un relámpago; el otro lado del río y la luna distante. El tiempo para recorrer el espacio, la distancia, y el tiempo para cruzar el río; de aquí hasta allá el tiempo es necesario para recorrer el espacio, puede tomar un minuto, un día o un año. Este tiempo se mide por el sol y por el reloj, el tiempo es para llegar a algo, a alguna parte. Esto es bastante simple y claro. ¿Existe un futuro aparte de este tiempo mecánico, cronológico? ¿Hay un llegar, existe un fin para el cual el tiempo sea necesario? Las palomas estaban sobre los tejados, tan temprano en la mañana; se arrullaban, se limpiaban las plumas y se perseguían las unas a las otras. El sol aun no estaba en lo alto y había unas pocas nubes vaporosas desperdigadas por todo el cielo; todavía carecían de color, y el rugir del tráfico no había comenzado. Faltaba aún muchísimo tiempo para que empataran los ruidos habituales, y más allá de todos estos muros estaban los jardines. Ayer, en el anochecer, el césped que nadie tiene permiso para pisar -salvo, claro está, las palomas y los pocos gorrionesestaba muy verde, sobrecogedoramente verde, y el color de las flores resaltaba por su brillantez. En otras partes el hombre proseguía con sus actividades y su interminable faena. Ahí estaba la torre, tan sólida, tan delicadamente construida; pronto estaría inundada de brillante luz. El pasto se veía tan perecedero, y las flores se marchitarían porque el otoño ya estaba en todas partes. Pero mucho antes de que las palomas aparecieran sobre el tejado, mientras uno estaba en la terraza, la meditación era puro júbilo. No había ninguna razón para este éxtasis -si se tiene un motivo para el júbilo, éste ya no es más júbilo; ello estaba simplemente ahí y el pensamiento no podía capturarlo y convertirlo en un recuerdo. Era demasiado fuerte y activo para que el pensamiento jugara con ello. Y tanto el pensamiento como el sentimiento se tornaron muy quietos y silenciosos. Ello venía en olas, una ola sobre otra, era algo viviente que no podía ser contenido por nada, y con este júbilo había una bendición. Todo estaba tan completamente más allá de cualquier pensamiento, de cualquier exigencia interna. ¿Existe un llegar? Llegar implica que uno sufre y está bajo la sombra del temor. ¿Existe, en lo interno, un llegar, una meta para ser alcanzada, un fin que deba obtenerse? El pensamiento ha fijado un fin, Dios, bienaventuranza, éxito, virtud, etc. Pero el pensamiento es tan sólo una reacción, una respuesta de la memoria, y el pensamiento engendra al tiempo a fin de recorrer el espacio entre lo que es y lo que debería ser. Lo que debería ser, el ideal, es algo verbal, teórico, que carece de realidad. Lo real es intemporal, no tiene un fin que alcanzar ni distancia que recorrer. El hecho es, y todo lo demás no es. El hecho no existe si no hay muerte para el ideal, para la realización, para un fin propuesto; el ideal, la meta, son un escape del hecho. El hecho no tiene tiempo ni espacio. ¿Existe entonces la muerte? Lo que hay es un marchitarse; la maquinaria del organismo físico se deteriora, sufre un desgaste, el cual es muerte. Pero eso es inevitable, tal como el grafito de este lápiz habrá de gastarse. ¿Es eso lo que origina el temor, o lo es la muerte del mundo que componen el devenir, el ganar, el realizar? Ese mundo carece de validez; es el mundo de los pretextos, de los escapes. El hecho -lo que es- y lo que debería ser, constituyen dos cosas por completo diferentes. Lo que deberla ser implica tiempo y distancia, dolor y miedo. La muerte de estos factores deja sólo el hecho, lo que es. No hay un futuro hacia lo que es; el pensamiento, que engendra al tiempo, no puede actuar sobre el hecho; el pensamiento no puede cambiar el hecho, sólo puede escapar de él, y cuando todo el impulso de escapar ha muerto, entonces el hecho experimenta una tremenda mutación. Pero tiene que haber muerte para el pensamiento, que es tiempo. Cuando el tiempo como pensamiento no existe, existe entonces el hecho, lo

que es. Cuando hay destrucción del tiempo como pensamiento, no hay movimiento en ninguna dirección ni hay espacio que recorrer, sólo existe la inmovilidad del vacío. Esto es la total destrucción del tiempo como ayer, hoy y mañana, como memoria de la continuidad, del devenir. Entonces el ser es intemporal, sólo existe el presente activo, pero ese presente no es del tiempo. Es atención sin las fronteras del pensamiento y sin las palabras, los símbolos no tienen en si mismos significado alguno. La vida está siempre en el presente activo; el tiempo pertenece siempre al pasado y, por lo tanto, al futuro. Y la muerte con respecto al tiempo es vida en el presente. Es esta vida la que es inmortal, no la que está dentro de la conciencia. El tiempo es el pensamiento en la conciencia, y la conciencia está contenida en su estructura. Hay siempre miedo y dolor dentro de la malla del pensamiento y del sentimiento. El fin del dolor es el cese del tiempo. 20 Había sido un día muy caluroso y en ese salón caldeado, lleno de un gran gentío, el aire era sofocante1. Pero a pesar de todo esto y del cansancio, uno despertó en medio de la noche con la presencia de «lo otro» en la habitación. Estaba ahí con gran intensidad, no sólo llenando la habitación y mucho más lejos, sino muy profundamente dentro del cerebro, tan profundamente que parecía atravesarlo e ir más allá de todo pensamiento, del espacio y del tiempo. Era increíblemente fuerte, con una energía tal que se hacía imposible permanecer en la cama; y en la terraza, donde el aire era puro y soplaba un viento fresco, la intensidad de ello continuó. Continuó por cerca de una hora, con gran impulso y vigor; toda la mañana había estado ahí. Ello no es una artimaña, ni es el deseo tomando esta forma de sensación, de excitación; el pensamiento no lo ha construido en base a los incidentes del pasado; ninguna imaginación podría formular algo como «lo otro». Extrañamente, cada vez que esto ocurre es algo totalmente nuevo, inesperado y súbito. El pensamiento, habiéndolo intentado, se da cuenta de que no puede recordar lo que ha ocurrido otras veces ni puede despertar el recuerdo de lo que ha sucedido esta misma mañana. Eso está fuera y más allá de todo pensamiento, deseo e imaginación. Es demasiado vasto para que el pensamiento o el deseo puedan evocarlo; es demasiado inmenso para que el cerebro pueda producirlo. Ello no es una ilusión. La parte extraña de todo esto es que uno ni siquiera está preocupado al respecto; si viene, está ahí sin invitación, y si no viene hay un modo de indiferencia. La belleza y la fuerza de eso no son cosa de juego; no hay invitación ni hay negación de ello. Viene y se va cuando quiere. Esta mañana temprano, poco antes de que saliera el sol, la meditación, en la que toda clase de esfuerzo había cesado hacia tiempo, se tornó en silencio, un silencio en el que no había un centro y, por consiguiente, no había periferia. Era sólo silencio. No tenía cualidad, ni movimiento, ni profundidad ni altura. Era completa quietud. Es esta quietud la que tenía un movimiento que se expandía infinitamente y cuya medida no estaba en el tiempo y el espacio. Esta quietud se hallaba en permanente estallido, siempre alejándose, expandiéndose. Pero no tenía un centro; si hubiera un centro ello no seria quietud, seria estancamiento y deterioro; esto no tenía nada que ver con las intrincadas complicaciones del cerebro. La cualidad de la quietud que el cerebro puede producir es por completo diferente, en todas sus formas, de la quietud que tenía lugar esta mañana. Era una quietud que nada podía perturbar porque en ella no había resistencia; todo estaba en esa quietud, y esa quietud estaba más allá de todo. El temprano tráfico matinal de los grandes camiones que traían productos alimenticios y otras cosas a la ciudad, no perturbaba en modo alguno esa quietud, ese silencio, ni lo turbaban los rayos giratorios de luz provenientes de la alta torre. Ello estaba ahí, sin tiempo. Mientras el sol ascendía lo atrapó una nube magnifica, enviando rayos de luz azul a través del cielo. Era la luz jugando con la oscuridad, y el juego prosiguió hasta que la fantástica nube descendió tras de los miles de chimeneas. Qué curiosamente insignificante es el cerebro por inteligentemente educado e ilustrado que sea. Él siempre permanecerá siendo insignificante, haga lo que hiciere; puede ir a la luna y más allá o puede bajar a las regiones más profundas de la tierra; puede inventar, construir las máquinas más complicadas, computadoras que inventarán computadoras; puede destruirse y reconstruirse a sí mismo, pero haga lo que hiciere siempre seguirá siendo insignificante. Porque el cerebro puede funcionar tan sólo en el tiempo y el espacio; sus filosofías están sujetas a su propio condicionamiento; sus teorías, sus especulaciones son una prolongación de su propia astucia. Cualquier cosa que haga, el cerebro no puede escapar de sí mismo. Sus dioses y sus salvadores, sus maestros y líderes son tan pequeños e insignificantes como él mismo. Si él es torpe trata de volverse talentoso, y su talento lo mide en términos de éxito. Está siempre persiguiendo o siendo perseguido. Su propio dolor es su sombra. Haga lo que haga, será siempre insignificante. Su acción es la inacción de perseguirse a sí mismo; su reforma es una acción que siempre necesita ulteriores reformas. Está sostenido por su propia acción e inacción. Nunca duerme, y sus sueños son la vigilia del pensamiento. Por activo, por noble o innoble que sea, siempre es insignificante. No hay fin para su insignificancia. Él no puede huir de sí mismo, su virtud es mezquina y es mezquina su moralidad. Hay sólo una cosa que el cerebro 1

En su plática del día anterior. Fue la séptima plática y estuvo relacionada en su mayor parte con la muerte. Al comenzarla, él sugirió cortésmente a su auditorio que deberían abstenerse de tomar notas.

puede hacer -estar total y completamente quieto. Esta quietud no es sueño ni pereza. El cerebro es sensible y para permanecer sensible, sin sus familiares respuestas autoprotectoras, sin sus acostumbrados juicios, su condena y su aprobación, la única cosa que puede hacer es estar totalmente quieto, lo que implica permanecer en un estado de negación, completa negación de sí mismo y de sus actividades. En este modo de negación, el cerebro ya no es más insignificante; entonces ya no está acumulando para obtener, para realizar, para llegar a ser esto o aquello. Entonces, es lo que es, mecánico, inventivo, autoprotector, calculador. Una máquina perfecta nunca es insignificante, y cuando funciona a ese nivel es una cosa admirable. Y como las máquinas, el cerebro se desgasta y muere. Se torna insignificante cuando procede a investigar lo desconocido, aquello que no es mensurable. Su función está en lo conocido y no puede funcionar en lo desconocido. Sus creaciones están en el campo de lo conocido, pero la creación de lo incognoscible el cerebro no puede capturarla jamás, ni en pintura ni en palabras; él nunca puede conocer su belleza. Sólo cuando está totalmente sereno, silencioso, sin una sola palabra y quieto, sin un solo gesto, sin un movimiento, sólo así existe esa inmensidad. 21 La luz del anochecer se reflejaba sobre el río, y el tráfico a través del puente era impetuoso y veloz. El pavimento se hallaba atestado de gente que volvía a sus casas después de una jornada de trabajo en las oficinas. El río centelleaba, había ondas pequeñas persiguiéndose unas a otras con gran deleite. Uno casi podía oírlas, pero la furia del tráfico era excesiva. Más lejos, en la parte baja del río, la luz sobre el agua cambiaba tornándose más profunda, y pronto se oscurecería del todo. La luna se hallaba al otro lado de la enorme torre, luciendo tan artificial, tan fuera de lugar; no tenía realidad, pero la alta torre de acero si la tenía; había gente en ella; el restaurante que hay en la parte superior estaba iluminado y uno podía ver multitudes entrando. Y como la noche era brumosa, los rayos de las luces giratorias eran más intensos que la luna. Todo parecía muy lejano, excepto la torre. Qué poco sabemos acerca de nosotros mismos. Parece que sabemos mucho acerca de otras cosas, la distancia a la luna, la atmósfera de Venus, cómo construir los más extraordinarios y complicados cerebros electrónicos, desintegrar los átomos y las más íntimas partículas de la materia. Pero conocemos tan poco acerca de nosotros mismos. Ir a la luna es mucho más excitante que penetrar en uno mismo; quizá se deba a que uno es perezoso o está atemorizado, o porque penetrar en uno mismo no rinde beneficios en el sentido de dinero o éxito. Ese es un viaje mucho más largo que el de ir a la luna; no hay máquinas disponibles para hacer este viaje, y nadie puede ayudarnos para ello, ningún libro, ni teorías ni gula de ninguna especie. Es un viaje que uno tiene que hacer por sí mismo. Es preciso tener para ello muchísima más energía que al inventar y armar las partes de una inmensa máquina. Esa energía no puede lograrse por medio de ninguna droga, ni por la interacción en las relaciones ni mediante el control o la negación. No hay dioses que puedan proveérsela a uno, ni rituales, ni creencias ni plegarias. Por el contrario, en el acto mismo de descartar estas cosas, de estar lúcidamente alerta a su significación, esa energía adviene penetrando en la conciencia y más allá. Uno no puede obtener esa energía canjeándola por la acumulación de conocimientos acerca de sí mismo. Toda forma de acumulación y el apegarse a ella, degrada y pervierte esa energía. El conocimiento acerca de uno mismo pesa, lo ata a uno, lo restringe; no hay libertad para moverse, y uno actúa y se mueve dentro de los límites de ese conocimiento. Aprender acerca de uno mismo nunca es igual que acumular conocimientos acerca de uno mismo. Aprender implica el presente activo y el conocimiento es el pasado; si uno está aprendiendo con el fin de acumular, ello deja de ser un aprender; el conocimiento es estático, puede sumársele o puede restársele, pero el aprender es activo, nada puede sumársele o restársele porque no hay acumulación en ningún momento. El conocer, el aprender acerca te uno mismo no tiene principio ni fin, mientras que el conocimiento lo tiene. El conocimiento es finito, y el aprender, el conocer es infinito. Uno es el multado de la acumulación de muchos miles de siglos del hombre, sus esperanzas y deseos, sus culpas y ansiedades, sus creencias y sus dioses, sus realizaciones y frustraciones; uno es todo eso y los muchos agregados que a ello se han hecho en tiempos recientes. Aprender acerca de todo esto, tanto en lo profundo como en lo superficial, no implica meros enunciados verbales o intelectuales de lo obvio, las confusiones. Aprender es experimentar estos hechos, emocionalmente y de manera directa; entrar en contacto con ellos no teóricamente, verbalmente, sino realmente, como un hombre hambriento respecto de la comida. Aprender no es posible si hay un aprendedor; el aprendedor es lo acumulado, el pasado, el conocimiento. Existe una división entre el que aprende y la cosa acerca de la cual él está aprendiendo y, por lo tanto, entre ellos hay conflicto. El conflicto destruye, degrada la energía necesaria para aprender, para seguir hasta su mismo fin los mecanismos que constituyen la conciencia. La opción es conflicto, y la opción impide ver; la condenación, el juicio también impiden ver. Cuando este hecho es visto, comprendido no verbalmente, no teóricamente, sino que en verdad es visto como un hecho, entonces el aprender es un acontecer de instante en instante. Y el aprender no tiene fin; el aprender es importantísimo, no los fracasos, éxitos y equivocaciones. Sólo existe el ver, y no el que ve y la cosa vista. La conciencia es limitada; su misma naturaleza es la restricción; funciona dentro de la estructura de

su propia existencia, que es el conocimiento, la experiencia, la memoria. El aprender acerca de este condicionamiento demuele la estructura; entonces el pensamiento y el sentimiento tienen la función limitada que les corresponde; no pueden interferir con las cuestiones más amplias y profundas de la vida. Donde el yo llega a su fin con todas sus intrigas ocultas y evidentes, sus instintos compulsivos y sus exigencias, penas y alegrías, ahí comienza un movimiento de la vida que está más allá del tiempo con su esclavitud. 22 Hay un pequeño puente que cruza el río y que fue proyectado exclusivamente para peatones; se está bastante tranquilo ahí. Una gran barcaza cargada de arena de las playas, venía remontando el río plenamente iluminado; era una arena fina, limpia. En el parque había un montón de esa arena, puesta ahí con el propósito de que los niños jugaran con ella. Algunos estaban construyendo profundos túneles y un gran castillo con un foso alrededor; se divertían muchísimo. Era un día agradable, bastante fresco, el sol no estaba demasiado fuerte y había humedad en el aire; más árboles se estaban tornando castaños y amarillos y se sentía el aroma del otoño. Los árboles se preparaban ya para el invierno; muchas ramas se destacaban desnudas contra el claro cielo; cada árbol tenía su propio patrón de color con intensidad variable, desde bermejo al amarillo pálido. Aun en la muerte eran bellos. Era un grato anochecer lleno de luz y de paz pese al rugido del tráfico. En la terraza hay unas pocas flores, y esta mañana las amarillas estaban más vivas y ansiosas que nunca; a la temprana luz parecían más despiertas y tenían más color, mucho más que sus vecinas. El este comenzaba a ponerse más brillante y «lo otro» estaba en la habitación; había estado ahí por algunas horas. Al despertar en medio de la noche, estaba ahí, algo completamente objetivo que ningún pensamiento o imaginación podrían producir. Otra vez, al despertar, el cuerpo estaba perfectamente quieto sin ningún movimiento, al igual que el cerebro. El cerebro no estaba inactivo sino muy, pero muy despierto, observando sin interpretación alguna. Era una fuerza de inaccesible pureza, con una energía que resultaba sobrecogedora. Estaba ahí, siempre nueva, siempre penetrante. No estaba sólo afuera, allí en la habitación o en la terraza, estaba adentro y afuera pero no había división. Era algo en lo cual estaban atrapados en su totalidad la mente y el corazón; y la mente y el corazón cesaron de existir. No hay virtud, sólo humildad; donde está la humildad, está toda la virtud. La moralidad social no es virtud; es meramente un ajuste a un patrón, y el patrón varía y cambia de acuerdo con el tiempo y el clima. La sociedad y la religión organizada hacen de ello algo respetable, pero eso no es virtud. La moralidad, tal como es reconocida por la iglesia, por la sociedad, no es virtud; la moralidad es algo compuesto, se amolda; puede ser enseñada y practicada; puede inducirse mediante el premio y el castigo, mediante la compulsión. La influencia moldea la moralidad, como lo hace la propaganda. En la estructura de la sociedad existen grandes variables de moralidad con diferentes matices. Pero eso no es virtud. La virtud no es cosa del tiempo ni de la influencia; no puede ser cultivada; no es el resultado del control o la disciplina; no es en absoluto un resultado, y no tiene causa. No puede hacerse de ella algo respetable. La virtud no es divisible como bondad, caridad, amor fraternal, etc. No es el producto de un medio determinado, de la opulencia o pobreza social, del monasterio ni de dogma alguno. La virtud no nace de un cerebro sagaz; no es el multado del pensamiento y la emoción; ni es una rebelión contra la moralidad social con su respetabilidad, una rebelión es una reacción y una reacción es una continuidad modificada de lo que ha sido. La humildad no puede ser cultivada; cuando se la cultiva, es la soberbia que se pone el manto de la humildad, la cual se ha vuelto respetable. La vanidad nunca puede convertirse en humildad, así como el odio no puede convertirse en amor. La violencia no puede transformarse en no-violencia; la violencia debe cesar. La humildad no es un ideal para ser perseguido; los ideales carecen de realidad; sólo lo que es tiene realidad. La humildad no es el opuesto de la soberbia; ella no tiene opuesto. Todos los opuestos están relacionados entre sí, y la humildad no tiene relación alguna con la soberbia. La soberbia debe terminar, no por alguna decisión o disciplina, o en virtud de algún beneficio; ella toca a su fin solamente en la llama de la atención, no en las contradicciones y confusiones de la concentración. Ver la soberbia, externa e internamente, en sus múltiples formas, es el fin de la soberbia. Verla es estar atento a cada uno de sus movimientos; en la atención no hay preferencia. La atención existe sólo en el presente activo; no puede ser entrenada; si lo es, se convierte en otra astuta cualidad del cerebro, y la humildad no es un producto del cerebro. Hay atención cuando el cerebro está completamente quieto; vivo y sensible, pero quieto. Ahí no hay un centro desde el cual atender, mientras que la concentración tiene un centro con sus exclusiones. La atención, el ver completo e instantáneo de toda la significación de la soberbia, termina con la soberbia. Este «estado» despierto es humildad. La atención es virtud, porque en ella florecen la bondad y la caridad. Sin humildad no hay virtud. 23 Hacia calor y el aire era más bien sofocante aun en los jardines; había estado así de caluroso por mucho tiempo, lo que no era habitual. Serán agradables una buena lluvia y un tiempo más fresco. En los jardines estaban

regando el césped y, a pesar del calor y de la falta de lluvia, el pasto se veía lustroso y centelleante y las flores lucían espléndidas; había algunos árboles en flor, fuera de estación porque ya pronto el invierno estaría aquí. Las palomas se encontraban todas en la plaza eludiendo tímidamente a los niños, y algunos de éstos las perseguían por diversión y las palomas lo sabían. El sol brillaba rojo en un cielo apagado y denso; no había color excepto en las flores y en el pasto. El río se mostraba opaco e indolente. La meditación a esa hora era libertad, y era como penetrar en un mundo desconocido de belleza y quietud; un mundo sin imagen, símbolo ni palabra, sin las ondas de la memoria. El amor era la muerte de cada minuto y cada muerte era la renovación del amor. Éste no era apego ni tenia raíces; florecía sin causa y era la llama que quemaba los limites, las defensas cuidadosamente construidas por la conciencia. Era belleza, belleza más allá del pensamiento y del sentimiento. La meditación era júbilo y con ella advino una bendición. Es muy singular cómo cada uno anhela el poder, el poder del dinero, de la posición, la capacidad, el conocimiento. En el ganar poder hay conflicto, confusión y dolor. El ermitaño y el político, la dueña de casa y el científico buscan el poder. Para obtenerlo se matarán y destruirán los unos a los otros. Los ascetas, por medio de la abnegación del yo, del control, de la represión, conquistan ese poder; el político logra ese poder gracias a su palabra, a su capacidad, a su destreza; la esposa y el marido sienten este poder mediante el dominio del uno sobre el otro; el sacerdote que ha asumido, que ha tomado a su cargo la responsabilidad de su dios, conoce este poder. Todos buscan este poder, o desean estar asociados con el poder divino o mundano. El poder engendra autoridad y con ésta llegan el conflicto, la confusión y el dolor. La autoridad corrompe a quien la tiene y a quienes están cerca de ella o la buscan. El poder del sacerdote y el de la dueña de casa, el del líder y el del organizador efi ciente, el del santo y el del político local, es maligno; cuanto mayor es el poder, más grande es el mal que este poder implica. El poder es una enfermedad que todo hombre contrae, aprecia y a la que le rinde culto. Pero con el poder vienen siempre el conflicto interminable, la confusión y el infortunio. Sin embargo, nadie quiere rehusarlo, nadie quiere desecharlo. Este poder va acompañado de la ambición y el éxito, y de una crueldad que ha sido convertida en algo respetable y, por tanto, aceptable. Toda sociedad, templo o iglesia le conceden su bendición y así es como el amor se pervierte y destruye. Y la envidia es cultivada y la competencia se considera moral. Pero con todo esto vienen el temor, la guerra y el infortunio; sin embargo, ningún hombre rechazará estas cosas. Negar el poder en todas sus formas es el comienzo de la virtud; la virtud es claridad, ella extirpa el conflicto y el dolor. Esta energía corruptora con sus interminables y astutas actividades siempre trae consigo daño y desdicha; no hay fin para ella; por mucho que se la reforme y se le pongan vallas mediante la ley o las convenciones morales, siempre encontrará su camino oscuramente, sin ser invitada. Porque ella está ahí, oculta en los secretos rincones de los propios pensamientos y deseos. Son éstos los que deben ser examinados y comprendidos si es que ha de haber un vivir sin conflicto ni confusión ni dolor. Cada cual ha de hacer esto, no por medio de otro, no mediante un sistema de premios o castigos. Cada uno ha de estar lúcidamente atento a la compleja estructura de su propio ser. Ver lo que eso, implica la terminación de eso que es. Con la completa terminación de este poder con su confusión, conflicto y dolor, cada uno se enfrenta a lo que es, un manojo de recuerdos y una soledad que se ahonda más y más. El deseo de poder y de éxito es un escape de esta triste soledad y de las cenizas que son los recuerdos. Para ir más allá de eso uno ha de verlo, ha de enfrentarse a ello, no eludirlo de ninguna manera, ni mediante la condenación ni por el miedo a lo que es. El miedo surge únicamente en el mismo acto de escapar del hecho, de lo que es. Uno debe descartar el poder y el éxito de modo completo y total, voluntaria y fácilmente; entonces, en el acto de enfrentarse a ello, de verlo, de estar pasivamente atento sin preferencia alguna, las cenizas y la soledad tienen una significación por completo diferente. Vivir con algo es amarlo, no estar atado a ello. Para vivir con las cenizas de la soledad tiene que haber una gran energía, y esta energía adviene cuando ya no hay más temor. Cuando uno ha pasado por esta soledad, como pasaría por una puerta material, entonces comprende que uno y la soledad son una sola cosa, que uno no es el observador que observa ese sentimiento que está más allá de las palabras. Uno es eso, y no puede escapar de eso como antes lo hacía de muchos sutiles modos. Uno es esa soledad; no hay manera de eludirla y nada puede abarcarla ni llenarla. Sólo entonces está uno viviendo con ello; eso es parte de uno, es la totalidad de uno. Ni la desesperación ni la esperanza pueden ahuyentarlo, ni forma alguna de cinismo o de agudeza intelectual. Uno es esa soledad, las cenizas que alguna vez fueron fuego. Esta es completa, irremediable soledad más allá de toda acción. El cerebro ya no puede inventar más formas y medios de escape; él es el creador de esta soledad a través de sus incesantes actividades de autoaislamiento, de defensa y agresión. Cuando el cerebro se da cuenta de esto, negativamente, sin preferencia alguna, entonces está dispuesto a morir, a permanecer totalmente quieto, inmóvil. Desde esta aislante soledad, desde estas cenizas, nace un movimiento nuevo, el movimiento de lo que es libremente solo. Es ese estado en el que todas las influencias, toda compulsión, toda forma de búsqueda y

realización han cesado natural y completamente. Es la muerte de lo conocido. Sólo entonces tiene lugar el eterno viaje de lo incognoscible. Entonces hay un poder cuya pureza es creación. 24 Era un sector de césped bellamente conservado, no muy grande e increíblemente verde; estaba detrás de una vería de hierro, bien regado, cuidado con esmero, alisado y espléndidamente vivo, centelleante en su belleza. Debía tener muchos centenares de años; no había en él ni una silla, estaba aislado y guardado por una alta y estrecha cerca. Al terminar el césped había un único rosal con una sola rosa roja plenamente florecida. Ello era un milagro, el delicado césped y la única rosa; estaban ahí apartados de todo el mundo del ruido, el mundo del caos y la desdicha; aunque fuera el hombre quien las había puesto ahí, esas cosas eran bellísimas, bellísimas mucho más allá de los museos, las torres y la graciosa línea de los puentes. Eran espléndidas en su espléndida indiferencia. Eran lo que eran, hierba y flor y ninguna otra cosa. Había gran belleza y quietud en torno de ellas, y la dignidad de la pereza. Era una tarde calurosa sin la más pequeña brisa y con el aire impregnado del olor de los escapes de tantos automóviles, pero ahí la hierba tenía su aroma propio y uno podía casi oler el perfume de la solitaria rosa. Al despertar muy temprano, con la luna llena penetrando en la habitación, la cualidad del cerebro era diferente. Este no estaba dormido ni pesado de sueño; se hallaba totalmente despierto, observando; no se observaba a sí mismo, sino algo que estaba más allá de él. Se hallaba lúcidamente atento, atento a sí mismo como parte de un movimiento total de la mente. El cerebro funciona en la fragmentación; funciona en partes, dividido. Se especializa. Nunca es lo total; trata de capturar lo total, de comprenderlo, pero no puede. Por su misma naturaleza el pensamiento es siempre incompleto, como lo es el sentimiento; el pensamiento, que es la respuesta de la memoria, puede funcionar únicamente con las cosas que conoce o que interpreta a partir de lo que ha conocido -el conocimiento; el cerebro es el producto de la especialización; no puede ir más allá de sí mismo. Él se divide y especializa -el científico, el artista, el sacerdote, el abogado, el técnico, el agricultor. Al funcionar, el cerebro proyecta el «status» que le es propio, los privilegios, el poder, el prestigio. La función y el «status» van juntos, porque el cerebro es un organismo autoprotector. De la exigencia de «status» se originan los elementos opuestos y contradictorios que hay en la sociedad. El especialista no puede ver lo total. 25 La meditación es el florecimiento de la comprensión. La comprensión no está de las fronteras del tiempo; el tiempo nunca trae comprensión. La comprensión no es un proceso gradual para ser acumulado poco a poco, con solicitud y paciencia. La comprensión es ahora o nunca; es un rayo que destruye, no una cosa dócil y manejable; es a esto a lo que uno teme, a lo que destroza, y por eso lo evita consciente o inconscientemente. La comprensión puede alterar el curso de la vida, el modo que uno tiene de pensar y actuar; puede ser agradable o no, pero el comprender es un riesgo para cualquier relación. Pero sin la comprensión no hay fin para el dolor. El dolor termina sólo a través del conocimiento propio, de la lúcida percepción alerta de cada pensamiento y sentimiento, de cada uno de los movimientos de lo consciente y lo oculto. La meditación es la comprensión de la conciencia, la recóndita y la visible, y del movimiento que se encuentra más allá de todo pensamiento y sentimiento. El especialista no puede percibir lo total; su cielo es aquel en el que se especializa, pero su cielo es un asunto mezquino del cerebro, el cielo de la religión o el del técnico. La capacidad, el don es, evidentemente, perjudicial, porque fortifica el egocentrismo; es algo fragmentario y, por lo tanto, engendra conflicto. La capacidad tiene significación sólo en la percepción total de la vida, la que está en el campo de la mente y no del cerebro. La capacidad con su función está dentro de los límites del cerebro y por eso se torna despiadada, indiferente al proceso total de la vida. La capacidad engendra orgullo, envidia, y su realización se vuelve importantísima; así es como produce confusión, enemistad y dolor; ella tiene su significado únicamente en la percepción total de la vida. La vida no está meramente en un nivel fragmentario -pan, sexo, prosperidad, ambición; la vida no es fragmentaria; cuando se la obliga a serlo se torna enteramente una cuestión de desesperación y desdicha sin fin. El cerebro funciona en la especialización del fragmento, en las actividades autoaislantes y dentro del campo limitado del tiempo; de ver la totalidad de la vida. El cerebro, por muy educado que esté es sólo una parte, no la totalidad. Sólo la mente ve lo total, y dentro del campo de la mente está el cerebro; el cerebro no puede contener a la mente, haga lo que haga. Para que haya un ver total, el cerebro tiene que estar en un estado de negación. La negación no es el opuesto de lo positivo; todos los opuestos están estrechamente relacionados entre sí. La negación no tiene opuesto. El cerebro ha de hallarse en estado de negación para que haya un ver total, no debe interferir con sus evaluaciones y justificaciones, con sus acusaciones y defensas. Tiene que estar quieto, no aquietado por compulsión de ninguna clase, porque en ese caso es un cerebro muerto que meramente imita o se amolda. Cuando se halla en estado de negación, está quieto sin preferencia alguna, sin opción. Sólo entonces existe un ver total. En este ver total, que es la cualidad de la mente, no hay uno que ve, un observador ni un experimentador; sólo existe el ver. La mente está

entonces por completo despierta. En este estado de completo despertar no existen el observador y lo observado; sólo hay luz, claridad. Cesan la contradicción y el conflicto entre el pensador y el pensamiento. 27 Caminando a lo largo de la vía pavimentada que domina la basílica mayor y más abajo los famosos escalones que llevan a la fuente, con gran cantidad de flores selectas de variados y múltiples colores, y cruzando la atestada plaza seguimos por una estrecha calle de dirección única [vía Margutta], tranquila, con no demasiados automóviles; ahí, en esa calle oscuramente iluminada, súbitamente y del modo más inesperado advino «lo otro» con tan intensa ternura y belleza que el cuerpo y el cerebro quedaron inmóviles. Hasta ahora y por algunos días ello no había hecho sentir su inmensa presencia; estaba ahí vagamente, a la distancia, sólo un susurro y, no obstante, en él lo inmenso se manifestaba sutilmente, con expectante paciencia. El pensamiento y el habla se desvanecieron y había un júbilo peculiar acompañado de claridad. Ello prosiguió con menor intensidad por la larga y estrecha calle hasta que el rugir del tráfico y el atestado pavimento nos tragaron a todos. Era una bendición que estaba más allá de todas las imágenes y pensamientos. 28 En raros e inesperados momentos, «lo otro» ha venido súbita e imprevisiblemente y prosiguió su camino, sin invitación y sin que hubiera habido necesidad de ello. Toda necesidad y toda exigencia interna deben cesar por completo para que ello sea. La meditación en las tranquilas horas de la madrugada, sin ningún automóvil cerca que metiera ruido, era el descubrimiento de la belleza. No era el pensamiento; no era ninguna sustancia externa o interna que estuviera expresándose a sí misma; no era el movimiento del tiempo, porque el cerebro estaba quieto. Era la negación total de todo lo conocido, no una reacción sino una negación que no tenía causa; era un movimiento en completa libertad, un movimiento que no tenía dirección ni medida; en ese movimiento había una energía ilimitada cuya misma esencia era silencio, quietud. Su acción era inacción total, y la esencia de esa inacción es libertad. Había una gran bienaventuranza, un gran éxtasis que pereció al ser tocado por el pensamiento. 30 El sol se estaba poniendo entre grandes nubes coloreadas tras de las colinas de Roma; eran nubes brillantes, el cielo estaba salpicado de ellas, y toda la tierra se puso espléndida, aun los postes del telégrafo y las interminable filas de edificios. Pronto oscurecería y el automóvil corría velozmente1. Las colinas se desvanecían y la campiña se aplanaba. Mirar con el pensamiento y mirar sin el pensamiento son dos cosas diferentes. Mirar con el pensamiento esos árboles al costado de la carretera y los edificios al otro lado de los áridos campos, mantiene al cerebro atado a sus propias amarras de tiempo, experiencia, memoria; la maquinaria del pensamiento trabaja interminablemente, sin descanso, sin frescor; el cerebro se vuelve torpe, insensible, sin el poder de recuperación. Está eternamente respondiendo al reto, y su respuesta es inapropiada, nunca es fresca, nueva. Mirar con el pensamiento mantiene al cerebro en el surco del hábito y del reconocimiento; lo torna cansado y perezoso; vive dentro de las estrechas limitaciones de su propia hechura. Nunca es libre. Esta libertad tiene lugar cuando no es el pensamiento el que mira; mirar sin el pensamiento no significa una observación en blanco, estar ausente, distraído. Cuando el pensamiento no mira, entonces hay sólo observación, sin el proceso mecánico del reconocimiento y la comparación, la justificación y la condena; este ver no fatiga al cerebro porque han cesado todos los procesos mecánicos del tiempo. Mediante el completo descanso, el cerebro se refresca a fin de responder sin reacción, de vivir sin deterioro, de morir sin la tortura de los problemas. Mirar sin el pensamiento es ver sin la interferencia del tiempo, del conocimiento y el conflicto. Esta libertad para ver no es una reacción; todas las reacciones tienen causas; mirar sin reacción alguna no es indiferencia, ni aislamiento, ni separativa frialdad. Ver sin el mecanismo del pensamiento es el ver total sin particularización ni división, lo que no significa que la separación y la desigualdad no existan. El árbol no se transforma en una casa ni la casa en un árbol. Ver sin el pensamiento no adormece el cerebro; por el contrario, éste se halla totalmente despierto, atento, sin fricción ni dolor. La atención sin las fronteras del tiempo es el florecimiento de la meditación. Octubre 3 Las nubes eran magnificas, el horizonte estaba cubierto de ellas, salvo en el oeste donde el cielo se hallaba despejado. Algunas nubes eran negras, cargadas de truenos y lluvia; otras, de un blanco puro, llenas de luz y esplendor. Las había de todas las formas y tamaños, delicadas, amenazantes, como olas; se amontonaban las unas contra las otras, con inmenso poder y belleza. Parecían inmóviles pero había un impetuoso movimiento dentro de 1

En el camino a Circeo, cerca del mar, entre Roma y Nápoles.

ellas y nada podía refrenar su arrasadora inmensidad. Un viento suave soplaba desde el oeste, conduciendo estas vastas montañas de nubes contra las colinas; las colinas daban forma a las nubes y las formas se movían con estas nubes de luz y oscuridad. Las colinas con sus aldeas desparramadas aquí y allá, esperaban por las lluvias que tanto estaban tardando en llegar; esas colinas pronto estarían verdes otra vez y los árboles perderían pronto sus hojas con el ya cercano invierno. La recta carretera estaba bordeada a cada lado con árboles de bellas formas y el automóvil la recorría a gran velocidad, aun en las curvas; había sido hecho para desarrollar grandes velocidades en carreteras y se estaba comportando muy bien esa mañana1. Lo habían modelado para acelerar, para bajar la velocidad bordeando la carretera. Muy pronto dejamos el campo y entramos en la ciudad [Roma] pero aquellas nubes estaban ahí, inmensas, furiosas y expectantes. En medio de la noche [en Circeo], cuando todo estaba completamente quieto excepto por el ocasional grito de un búho que llamaba sin obtener respuesta, en una casita en los bosques 2, la meditación era un puro gozo, sin el aleteo de un solo pensamiento con sus interminables sutilezas; era un movimiento que no tenía fin, una observación desde el vacío en la que había cesado todo movimiento del cerebro. Era un vacío para el que nunca había existido el conocer; era un vacío que no había conocido el espacio; era un vacío de tiempo. Estaba más allá de todo ver, conocer y ser. En este vacío había furia, la furia de una tempestad, la furia del universo en explosión, la furia de la creación que nunca podría expresarse de ningún modo. Era la furia de toda la vida, la muerte y el amor. Pero no obstante era el vacío, un vasto, ilimitado vacío que nada podría llenar jamás, ni transformar, ni abarcar. La meditación era el éxtasis de este vacío. La sutil relación que hay entre la mente, el cerebro y el cuerpo, es el complicado juego de la vida. Hay desdicha cuando uno predomina sobre el otro y la mente no puede dominar el cerebro o el organismo físico; cuando hay armonía entre ambos, entonces la mente puede consentir en obrar de acuerdo con ellos; ella no es un juguete de ninguno de los dos. Lo total puede contener lo particular, pero lo pequeño, la parte, jamás puede formular el todo. Es algo increíblemente sutil para ambos el vivir juntos en completa armonía, sin que el uno o el otro domine, opte, ejerza violencia. El intelecto puede destruir el cuerpo y lo hace, y el cuerpo con su torpeza e insensibilidad puede pervertir al intelecto y ocasionar su deterioro. El descuido del cuerpo con su complacencia y sus gustos en reclamo permanente, con sus apetitos, puede volver al cuerpo pesado e insensible y así embotar el pensamiento. Y el pensamiento, cuando se torna más refinado, más sagaz, puede descuidar y de hecho descuida las exigencias del cuerpo, el que entonces comienza a pervertir al pensamiento. Un cuerpo obeso, grosero, interfiere con las sutilezas del pensamiento, y el pensamiento, al escapar de los conflictos y problemas que él ha engendrado, hace del cuerpo realmente una cosa perversa. El cuerpo y el cerebro han de ser sensibles y estar en armonía para acompañar la increíble sutileza de la mente, que siempre es explosiva y destructiva. La mente no es un juguete del cerebro, cuya función es mecánica. Cuando se ve la absoluta necesidad de una armonía total del cerebro y del cuerpo, entonces el cerebro vigilará al cuerpo sin dominarlo, y este mismo vigilar agudiza al cerebro y hace que el cuerpo sea sensible. El ver es el hecho, y con el hecho no hay transacciones; el hecho podrá ser descartado, negado o eludido, pero seguirá siendo un hecho. Lo que es esencial es la comprensión del hecho y no su evaluación. Cuando el hecho es visto, entonces el cerebro está alerta a los hábitos, a los factores degenerativos del cuerpo. Entonces el pensamiento no impone una disciplina sobre el cuerpo ni lo controla. Porque la disciplina y el control contribuyen a la insensibilidad, y cualquier forma de insensibilidad es deterioro, marchitez. De nuevo al despertar, automóviles rugiendo en la cuesta de la colina y en el aire se respiraba el aroma de un bosquecillo cercano3, y la lluvia golpeaba sobre la ventana, ahí estaba otra vez «lo otro» llenando la habitación; era intenso y había en ello una sensación de furia; era la furia de una tormenta, de un río pletórico y rugiente, la furia de la inocencia. Estaba ahí en la habitación con tal plenitud, que toda forma de meditación llegó a su fin y el cerebro estaba mirando, sintiendo desde su propio vacío. Ello persistió por un tiempo considerable pese a la furia de su intensidad, o bien a causa de ella. El cerebro quedó vacío, lleno de «lo otro», que hacia trizas cuanto uno pensaba, sentía o veía; era un vacío en el que nada existía. Ese vacío era completa destrucción. 4 El tren [a Florencia] iba muy rápido, a más de noventa millas por hora; los pueblos sobre las colinas eran familiares y el lago [Trasimenus] parecía un amigo. Era un país familiar, el olivo y el ciprés y el camino que seguía el ferrocarril. Estaba lloviendo y la tierra se alegraba de ello porque habían transcurrido meses sin lluvia, y ahora se veían nuevos retoños verdes y los ríos, de color pardo, se deslizaban henchidos y veloces. El tren seguía por los valles, lanzando su aviso en los cruces, y los obreros que trabajaban a lo largo de las vías interrumpían su tarea 1

En la ruta de regreso a Roma desde Circeo, donde pasó tres noches en el Hotel «La Baya d’argento». Una de las pequeñas casas que pertenecen al hotel de Circeo, situado en un jardín boscoso. Hay allí mucha tranquilidad. Cada casa contenía dos dormitorios, un cuarto de baño y una sala de estar. 3 Él estaba parando en Roma en la vía dei colli della Farnesina, una nueva carretera con muy poco tránsito: el bosquecillo se hallaba al otro lado del camino. 2

para saludar con la mano cuando el tren amenguaba la velocidad. Era una mañana fresca y agradable, y el otoño tornaba el color de muchas hojas en amarillo y castaño; estaban arando profundamente la tierra para la siembra de invierno, y las colinas parecían tan amigables, nunca demasiado altas, y tan apacibles, tan antiguas. El tren eléctrico corría otra vez a mucha velocidad, y los conductores nos habían dado la bienvenida invitándonos a entrar en su casilla, porque nos habíamos encontrado varias veces en el curso de algunos años; antes de que el tren arrancara nos dijeron que debíamos ir a verlos; eran tan amigables como los ríos y las colinas. Desde la ventanilla de ellos uno veía extenderse todo el campo; y las colinas con sus poblados y el río cuyo curso estábamos siguiendo parecían estar a la espera del familiar bramido de su tren. El sol rozaba unas pocas colinas y había una sonrisa sobre la faz de la tierra. Mientras corríamos velozmente hacia el norte el cielo se aclaraba y los cipreses y olivos se mostraban delicados en su esplendor contra el azul del cielo. La tierra, como siempre, era bella. Era noche profunda cuando la meditación llenaba los espacios del cerebro y más allá. La meditación no es un conflicto, una guerra entre lo que es y lo que debería ser; no había control alguno y, por tanto, no había distracción. No había contradicción entre el pensador y el pensamiento porque no existía ninguno de los dos. Sólo había un ver sin el observador; este ver provenía del vacío, y el vacío no tenía causa. Toda causalidad engendra inacción, la cual es llamada acción. Qué extraño es el amor y qué respetable se ha vuelto: el amor a Dios, el amor al prójimo, el amor a la familia. Qué pulcramente se le ha dividido, el profano y el sagrado; deber y responsabilidad; obediencia y buena voluntad para morir y para dar muerte. Los sacerdotes hablan de él y lo mencionan los generales cuando planean las guerras; de él se lamentan eternamente los politices y la dueña de casa. Los celos y la envidia alimentan el amor, y en ese amor se encuentra aprisionada la relación. El amor está en la pantalla y en las revistas, y lo pregona estridentemente la radio y la televisión. Cuando la muerte se lleva al amor, está la fotografía en el marco o la imagen que la memoria continua repasando, o es celosamente mantenido por medio de la creencia. Generación tras generación se educan en esto y así el dolor prosigue interminablemente. La continuidad del amor es placer y con éste viene siempre el dolor, pero nosotros tratamos de evitar a uno y de aferrarnos al otro. Esta continuidad implica estabilidad y seguridad en la relación, y en la relación no debe haber ningún cambio porque la relación es hábito, y en el hábito hay seguridad y hay dolor. Es a esta inacabable maquinaria de placer y dolor que nos aferramos, y esta cosa es llamada amor. Para escapar de su aburrimiento están la religión y el romanticismo. Las palabras cambian y se modifican con cada uno, pero el romanticismo ofrece un maravilloso escape del hecho que constituyen el placer y el dolor. Y, por supuesto, el último refugio, la última esperanza es Dios, quien así se ha vuelto muy respetable y provechoso. Pero todo esto no es amor. El amor no tiene continuidad; no puede ser trasladado al mañana, no tiene futuro. Si lo tiene es memoria, recuerdos, y los recuerdos son cenizas de todo cuanto está muerto y sepultado. El amor no tiene mañana; no puede ser encerrado en el tiempo y convertido en algo respetable. El amor está ahí cuando el tiempo no está. El amor no tiene expectativas ni esperanzas; la esperanza engendra la desesperación. No pertenece a ningún dios y, por tanto, a ningún pensamiento ni sentimiento. No puede ser conjurado por el cerebro. Vive y muere a cada minuto. Es algo terrible, porque el amor es destrucción. Es destrucción sin mañana. Amor es destrucción. 5 En el jardín hay un árbol alto, inmenso1, que tiene un tronco enorme; durante la noche sus hojas secas hacen ruido al ser agitadas por el viento del otoño; todos los árboles del jardín estaban vivos, crujientes, todos murmuraban, gritaban; el invierno estaba muy lejos todavía y el viento soplaba sin descanso. Pero el árbol dominaba el jardín; se elevaba por sobre la casa de cuatro pisos y era alimentado por el río [el Mugnone]. Éste no era uno de esos grandes ríos arrolladores y peligrosos; su existencia había adquirido fama, y sus curvas penetraban en los valles y salían de ellos para desembocar a cierta distancia en el mar. Siempre hay agua en él, y se ven pescadores suspendidos sobre los puentes y a lo largo de sus orillas. Por la noche, la pequeña cascada se queja mucho y su sonido llena el aire; el crujir de las hojas, la cascada y el bullicioso viento parecen hablarse constantemente entre ellos. Era una mañana agradable, con un cielo azul y unas pocas nubes desperdigadas en él; hay dos cipreses, alejados de todos los demás, que se destacan nítidamente contra el cielo. Otra vez, bien pasada la medianoche, cuando el viento ululaba con fuerza entre los árboles, la meditación se tornó en algo furiosamente explosivo que destruía todas las cosas del cerebro; cada pensamiento moldea cada respuesta y limita la acción. La acción nacida de la idea es no-acción; tal no-acción engendra conflicto y dolor. En el silencioso instante de la meditación era cuando había fuerza, fuerza que no está compuesta por las múltiples fibras de la voluntad; la voluntad es resistencia y la acción de la voluntad engendra confusión y dolor, tanto interna como externamente. La fuerza no es el opuesto de la debilidad; todos los opuestos contienen en si su propia contradicción. 1

Un acebo. Él estaba parando en una casa de campo. Il Leccio, al norte de Florencia, sobre el Fiesole.

7 Había comenzado a llover y el cielo estaba cargado de nubes; antes de que estuviera completamente cubierto, nubes inmensas llenaban el horizonte, y era algo maravilloso verlas, tan vastas, tan pacificas, con la paz de un poder y una fuerza enormes. Y las colinas de la Toscana se hallaban muy cerca de esas nubes aguardando su furia. Ésta llegó durante la noche estallando en truenos y relámpagos que mostraban a cada hoja vibrante de viento y de vida. Era una noche espléndida, plena de tormenta, vida e inmensidad. Toda la tarde «lo otro» había estado presente en el automóvil y en la calle. Estuvo ahí la mayor parte de la noche y esta mañana temprano mucho antes del amanecer, cuando la meditación se abría paso en desconocidas profundidades y alturas; ahí estaba con furia insistente. La meditación se rindió a «lo otro». Ello estaba ahí, en la habitación, en las ramas de ese enorme árbol del jardín; estaba ahí con un poder tan increíble que los mismos huesos parecían presionar a través de todo el ser inmovilizando completamente el cuerpo y el cerebro. Había estado ahí toda la noche en una forma benigna y suave, y el sueño se tornó en algo muy liviano, pero a medida que el alba se aproximaba, ello se convirtió en un poder quebrantador, penetrante. El cuerpo y el cerebro estaban muy alertas, escuchando el crujir de las hojas y viendo la llegada del amanecer a través de las oscuras ramas de un alto y erguido pino. Había en ello una gran dulzura y belleza que estaban más allá y fuera de todo pensamiento y emoción. Estaba ahí, y con ello había una bendición. La fuerza no es el opuesto de la debilidad; todos los opuestos engendran ulteriores opuestos. La fuerza no es un evento de la voluntad, y la voluntad es acción siempre contradictoria. Existe una fuerza que no tiene causa, que no es el producto de múltiples decisiones. Es esa fuerza que hay en la negación; esa fuerza que nace de la madura y total soledad. Es esa fuerza que adviene cuando han cesado completamente todo esfuerzo y conflicto. Está ahí cuando llegan a su fin todo pensamiento y sentimiento y solamente existe el ver. Está ahí cuando la ambición, la codicia, la envidia han cesado sin compulsión alguna, marchitándose con la comprensión. Esa fuerza existe cuando el amor es muerte y la muerte es vida. La esencia de esa fuerza es humildad. ¡Qué fuerte es la hoja recién nacida en primavera, tan vulnerable, tan fácil de destruir! La vulnerabilidad es la esencia de la virtud. La virtud nunca puede resistir el oropel de la respetabilidad y la vanidad del intelecto. La virtud no es la continuidad mecánica de una idea, de un pensamiento dentro del hábito. La fuerza de la virtud radica en que ésta es fácilmente destruida para renacer de nuevo cada vez. Fuerza y virtud van juntas porque ninguna de las dos puede existir sin la otra. Ambas pueden sobrevivir únicamente en el vacío. 8 Había estado lloviendo todo el día; los caminos estaban fangosos, en el río había más agua pardusca y la pequeña cascada estaba metiendo más bulla. Era una noche tranquila, una invitación A las lluvias que no habían parado un momento hasta tempranas horas de la mañana. Y súbitamente salió el sol, y hacia el oeste el cielo estaba y lavado por la lluvia, con esas enormes nubes plenas de luz y esplendor. Era una bella mañana, y mirando hacia el oeste, con el cielo tan intensamente azul, desaparecieron todo pensamiento, toda emoción, y sólo existía un ver desde el vacío. Antes del amanecer, la meditación era una inmensa apertura en lo desconocido. Nada puede abrir la puerta, salvo la destrucción completa de lo conocido. La meditación es comprensión explosiva. No hay comprensión sin el conocimiento de uno mismo; aprender acerca de sí mismo no es acumular conocimientos al respecto; la acumulación de conocimientos impide el aprender; el aprender no es un proceso aditivo; el aprender es de instante en instante, como lo es el comprender. Este proceso total del aprender es la cualidad explosiva que hay en la meditación. 9 Esta mañana temprano no había una nube en el cielo; el sol estaba surgiendo por detrás de las colinas toscanas del color gris del olivo, pobladas de oscuros cipreses. No había sombras sobre el río y las hojas del álamo temblón estaban quietas. Pocos pájaros no habían emigrado aún, y el río parecía estar inmóvil. Cuando el sol asomó detrás del río, proyectó largas sombras sobre las quietas aguas1. Pero una suave brisa venía de las colinas y a través de los valles; pasaba entre las hojas haciéndolas temblar y danzar bajo el sol de la mañana. Había sombras cortas y largas, unas opulentas y otras exiguas sobre las rutilantes aguas parduscas; una solitaria chimenea comenzó a humear lanzando grises nubes de humo sobre los árboles. Era una hermosa mañana plena de encanto y belleza, con tantas sombras, con tantas hojas temblando. El aire estaba perfumado y aunque el sol era otoñal, se sentía el hálito de la primavera. Un auto pequeño estaba remontando la colina haciendo un ruido terrible, pero miles de sombras permanecían inmóviles. Era una bella mañana. 1

Una pequeña laguna formada por la corriente de un bosque.

En la tarde de ayer ello comenzó súbitamente, en una habitación que daba sobre una ruidosa calle1; la fuerza y la belleza de «lo otro» se esparcía desde la habitación hacia afuera por encima del tránsito, traspasaba los jardines e iba más allá de las colinas. Estaba ahí, inmenso e impenetrable; permaneció ahí en la tarde, y justo cuando uno se disponía a acostarse, ahí estaba con furiosa intensidad, una bendición de gran beatitud. No hay modo de acostumbrarse a ello porque es siempre diferente, hay algo siempre nuevo, una nueva cualidad, un sutil significado, una nueva luz, algo que no había sido visto antes. No era una cosa para ser almacenada, recordada y examinada en un rato de ocio; estaba ahí y no había pensamiento que pudiera aproximársele, porque el cerebro estaba quieto y no existía el tiempo para experimentar, para acumular. Estaba ahí y todo pensamiento se aquietaba. La intensa energía de la vida siempre está ahí, día y noche. Es una energía sin fricción, sin dirección, ni opción ni esfuerzo. Está ahí con tal intensidad que el pensamiento y el sentimiento no pueden capturarla y moldearla de acuerdo con sus antojos, creencias, experiencias y requerimientos. Está ahí con una abundancia tal que nada puede disminuirla. Pero nosotros tratamos de usarla, de darle una dirección, de capturarla dentro del molde de nuestra existencia y así torcerla para ajustarla a nuestro patrón, a nuestra experiencia y conocimiento. Están la ambición, la codicia, la envidia; éstas reducen su energía y así hay conflicto y dolor; la crueldad de la ambición personal o colectiva distorsiona su intensidad ocasionando odio, antagonismo, conflicto. Cada acto de la envidia pervierte esta energía, creando descontento, desdicha, temor; con el temor hay culpa, hay ansiedad y la interminable desgracia de la comparación y la imitación. Es esta energía adulterada la que produce al sacerdote y al general, al político y al, estafador. Esta ilimitada energía hecha incompleta por nuestro deseo de permanencia es el suelo donde se desarrollan las estériles ideas, la competencia, la crueldad y la guerra; ésa es la causa del eterno conflicto entre hombre y hombre. Cuando todo esto es descartado, fácilmente y sin esfuerzo, sólo entonces hay esa intensa energía que únicamente puede existir y florecer en libertad. Sólo en libertad ella no es causa de conflicto y dolor; sólo entonces se multiplica y no tiene fin. Ella es la vida sin principio ni fin; esa creación, la cual es amor, destrucción. La energía que se utiliza en una dirección determinada conduce a una sola cosa: conflicto y dolor; la energía que es la expresión de la totalidad de la vida, es una bienaventuranza que está más allá de toda medida. 12 El cielo estaba amarillo con el sol poniente, y el oscuro ciprés y el gris olivo eran sobrecogedoramente hermosos; más abajo, el sinuoso río se veía dorado. Era un anochecer espléndido, pleno de luz y silencio. Desde esa altura2 uno podía ver la ciudad en el valle, la cúpula y el hermoso campanario, y el río que atravesaba en curvas la ciudad. Bajando la pendiente y los escalones, uno sentía la gran belleza del anochecer; había poca gente, y los excéntricos, bulliciosos turistas habían pasado temprano por allí, siempre parloteando, tomando fotos y escasamente viendo cosa alguna. El aire estaba perfumado, y a medida que el sol se ponía, el silencio se tornaba profundo, rico e insondable. Sólo desde este silencio existe el ver, el verdadero escuchar, y desde este silencio advino la meditación, aunque el pequeño automóvil descendía ruidosamente la curva carretera dando innumerables topetazos. Había dos pinos romanos contra el cielo amarillento y, aunque uno los había visto a menudo con anterioridad, era como si nunca hubieran sido vistos; la colina suavemente inclinada era de un gris plateado por la presencia del olivo, y en todas partes se veía el oscuro ciprés solitario. La meditación era explosiva, no algo cuidadosamente planeado, tramado y preparado con un determinado propósito. Era una explosión que no dejaba ningún remanente del pasado. Ella hacia estallar el tiempo, y el tiempo ya nunca más necesitaba detenerse. En esta explosión todo era sin sombra, y ver sin sombra es ver más allá del tiempo. Era un anochecer maravilloso, pleno de humor y espacio. La ciudad ruidosa con sus luces y el tren que corría suavemente, se hallaban dentro de este vasto silencio cuya belleza estaba en todas partes. El tren, yendo hacia el sur [de regreso a Roma] estaba atestado con muchísimos turistas y hombres de negocios; fumaban sin cesar y comieron pesadamente cuando se sirvió la comida. El campo estaba hermoso, lavado por la lluvia, fresco, y no se veía una nube en el cielo. Sobre las colinas había antiguos pueblos amurallados, y el lago de tantos recuerdos estaba azul, sin una sola onda; el rico país cedía al suelo pobre y árido, y las granjas parecían menos prósperas, los pollos estaban más flacos, no había ganado en los alrededores y se veían pocas ovejas. El tren corría velozmente, tratando de recuperar el tiempo que había perdido. Era un día maravilloso, y ahí, en ese compartimento lleno de humo, con pasajeros que apenas si miraban hacia afuera por la ventanilla, ahí estaba «lo otro». Toda esa noche estuvo ahí con tanta intensidad que el cerebro sentía su presión. Era como si en el centro mismo de toda la existencia ello estuviera operando en su pureza e inmensidad. El cerebro observaba, como estaba observando la escena que pasaba velozmente, y en este mismo acto él fue más allá de sus propias limitaciones. Y durante la noche, en singulares momentos, el meditar era un fuego de explosión. 1 2

Un apartamento en Florencia donde estaba de visita. Desde S. Miniato al Monte, en el lado sur del Arno.

13 El cielo es claro, el pequeño bosque al otro lado del camino está lleno de luz y sombras. Temprano en la mañana, antes de que el sol surgiera sobre la colina, cuando el amanecer todavía estaba sobre la tierra y no había automóviles subiendo por la ladera, la meditación era inagotable. El pensamiento siempre es limitado, no puede ir muy lejos porque está arraigado en la memoria, y cuando va lejos se torna meramente especulativo, imaginativo, carente de validez. El pensamiento no puede encontrar lo que está más allá de sus propias fronteras de tiempo; el pensamiento está atado al tiempo. El pensamiento desenredándose a sí mismo, desembarazándose de la red de su propia hechura, no es el movimiento total de la meditación. El pensamiento en conflicto consigo mismo no es meditación; la meditación es el cese del pensamiento y el comienzo de lo nuevo. El sol trazaba diseños sobre la pared, los automóviles venían remontando la colina y pronto los obreros estarían silbando y cantando en la nueva construcción al otro lado del camino. El cerebro no tiene descanso, es un instrumento asombrosamente sensible. Está siempre recibiendo impresiono, interpretándolas, almacenándolas; jamás se halla quieto, ni cuando está despierto ni cuando duerme. Su preocupación es la supervivencia y la seguridad, las heredadas respuestas animales; sobre las bases de éstas se construyen sus astutas invenciones internas y externas; sus dioses, sus virtudes, sus moralidades son sus defensas; sus ambiciones, deseos, compulsiones y adaptaciones son los instintos de supervivencia y seguridad. Siendo altamente sensible, el cerebro con su maquinaria del pensamiento comienza a cultivar el tiempo, los ayeres, el hoy y los múltiples mañanas; esto le brinda una oportunidad de postergación y realización; la postergación, el ideal y la realización son su propia continuidad. Pero en esto siempre hay dolor; de esto deriva el escape hacia la creencia, el dogma, la actividad y las múltiples formas de entretenimiento, incluidos los rituales religiosos. Pero siempre está la muerte con su temor; el pensamiento busca entonces bienestar y escape en creencias racionales e irracionales, en esperanzas, en conclusiones. Las palabras y las teorías se vuelven pasmosamente importantes, se vive en función de ellas y se construye toda la estructura de la existencia sobre los sentimientos que despiertan dichas palabras y conclusiones. El cerebro y su pensamiento funcionan en un nivel muy superficial, por muy profundamente que el pensamiento pueda creer que ha viajado. Porque el pensamiento, por mucho que haya experimentado, por hábil y erudito que sea, es superficial. El cerebro y sus actividades constituyen un fragmento de la totalidad de la vida; el fragmento se ha vuelto completamente importante para sí mismo y para su relación con otros fragmentos. Esta fragmentación y las contradicciones que engendra constituyen su misma existencia; el pensamiento no puede comprender la totalidad, y cuando intenta formular la totalidad de la vida, él únicamente puede pensar en términos de opuestos y reacciones que tan sólo engendran conflicto, confusión y desdicha. El pensamiento jamás puede comprender o formular la totalidad de la vida. Sólo cuando el cerebro y su pensamiento están completamente quietos, no dormidos ni drogados por la disciplina, la compulsión o la hipnosis, sólo entonces existe la lúcida percepción de lo total. El cerebro, que es tan asombrosamente sensible, puede permanecer inmóvil, inmóvil en su sensibilidad, amplia y profundamente atento pero completamente quieto. Cuando el tiempo y su medida cesan, sólo entonces existe lo total, lo incognoscible. 14 En los jardines [de la villa Borghese], justo en medio del ruido y de los olores de la ciudad, con sus chatos pinos y sus muchos árboles que se estaban tornando de color amarillo castaño, y con el aroma de la tierra húmeda, ahí, mientras uno se hallaba paseando con cierta seriedad, surgió la percepción de «lo otro». Estaba ahí con admirable belleza y dulzura; no era que uno se hallara pensando al respecto -ello impide todo pensamiento- sino que estaba ahí con tal plenitud que causaba sorpresa y un intenso deleite. La seriedad del pensamiento es muy fragmentaria e inmadura, y no obstante tiene que haber una seriedad que no es el producto del deseo. Existe una seriedad que tiene la cualidad de la luz, cuya misma naturaleza consiste en profundizar, una luz que carece de sombra; esta es infinitamente flexible y, por tanto, gozosa. Estaba ahí, y cada árbol, cada hoja, cada brizna de hierba y cada flor cobraron intensa vida y esplendidez; el color era rico y el cielo inmensurable. La tierra, húmeda y sembrada de hojas, era la vida. 15 El sol de la mañana está sobre el bosquecillo al otro lado de la carretera; es una mañana tranquila, apacible, dulce bajo el sol no demasiado fuerte, y el aire es puro y fresco. Cada árbol está tan fascinantemente vivo, con tantos colores, y hay tantas sombras; todo es un llamado y una espera. Mucho antes de que el sol se levantara, cuando aún había quietud, sin ningún automóvil que subiera por la colina, la meditación era un movimiento en medio de la bendición. Este movimiento fluía dentro de «lo otro» que estaba ahí, en la habitación, colmándola y desbordándola hacia afuera y más allá, sin fin. Había en ello una profundidad inmensa e insondable y había paz. Esta paz jamás conoció el conflicto, no estaba contaminada por el pensamiento y el tiempo. No era la paz de la

finalidad última; era algo tremenda y peligrosamente vivo. Y no tenía defensas. Toda forma de resistencia es violencia y, por consiguiente, también es concesión. Esa no era la paz que engendra el conflicto; esa paz estaba más allá de todo conflicto y de sus opuestos. No era el fruto de la satisfacción y el descontento, en lo cual están las semillas del deterioro. 16 Fue antes del amanecer, cuando no había ruido y la ciudad aún se hallaba dormida, que el cerebro al despertar se quedó inmóvil porque «lo otro» estaba ahí. Entró muy quietamente y con tan vacilante cuidado porque en los ojos había sueño todavía, pero ello fue un gran gozo, de una admirable simplicidad y pureza. 18 En el avión1. Truenos y un gran chaparrón lo habían despertado a uno en medio de la noche [en Roma], con la lluvia golpeando contra la ventana y entre los árboles al otro lado de la carretera. El día había sido caluroso y el aire era agradablemente fresco; la ciudad dormía y la tormenta había cesado. Los caminos estaban húmedos y había escaso tránsito tan temprano en la mañana; el cielo todavía se hallaba cargado de nubes y había amanecida sobre la tierra. La iglesia [S. Giovanni in Luterano] con sus mosaicos dorados estaba brillantemente iluminada con luz artificial. El aeropuerto se encontraba muy lejos2 y el poderoso automóvil corría bellamente; estaba tratando de competir en carrera con las nubes. Pasó a los pocos automóviles que había en el camino, y abrazaba a gran velocidad la carretera en cada recodo. Lo habían retenido demasiado tiempo en la ciudad, y ahora estaba libre en la carretera. Y muy pronto estaría en el aeropuerto. En el aire se percibía el aroma del mar y de la tierra húmeda; los campos recientemente arados estaban oscuros y el verde de los árboles lucía muy vivo aun cuando el otoño había alcanzado ya unas pocas hojas; el viento soplaba del oeste y no habría sol durante todo el día. Cada hoja estaba limpia, lavada por la lluvia, y había belleza y paz sobre la tierra. En medio de la noche, en la calma que siguió al trueno y al relámpago, el cerebro estaba totalmente quieto y la meditación era una apertura dentro del inmensurable vacío. La misma sensibilidad del cerebro lo aquietaba; estaba quieto pero sin motivo; la acción de la quietud que obedece a un motivo es desintegración. El cerebro estaba tan quieto que el espacio limitado de una habitación había desaparecido y había cesado el tiempo. Sólo existía una atención despierta sin un centro que estuviera atento; era la atención en la que el origen del pensamiento había cesado sin violencia alguna, naturalmente, fácilmente. Esa atención podía oír la lluvia y el movimiento en la habitación contigua; escuchaba sin ninguna interpretación y observaba sin el conocimiento. También el cuerpo estaba inmóvil. La meditación se rendía a «lo otro», que era de una pureza que todo lo deshacía sin dejar residuos; ello estaba ahí; eso es todo, y nada existía. Como nada existía, ello era. Era la pureza de toda esencia. Esta paz es un vasto, ilimitado espacio de inmensurable vacuidad. 20 El mar, a unos cuatrocientos pies más abajo, parecía tan calmo, tan vasto, sin una sola onda, sin ningún movimiento; el desierto y los ardientes cerros, desnudos de árboles, se veían bellos y despiadados; luego más mar y las distantes luces de la ciudad donde todos los pasajeros descendieron; el vocerío, la montaña de valijas, la inspección y el largo viaje por calles mal iluminadas y atestadas con una población en constante incremento; los múltiples olores penetrantes, las voces agudas, los templos decorados, los automóviles festoneados con flores por ser un día de fiesta; casas suntuosas, oscuros arrabales, y luego de bajar por una empinada pendiente, el automóvil se detuvo y abrieron la puerta. Hay un árbol lleno de hojas verdes y brillantes, muy sereno en su dignidad y pureza; está rodeado de casas mal proporcionadas, con gente que jamás lo ha mirado ni ha mirado siquiera una sola de sus hojas. Pero esa gente gana dinero, va a la oficina, bebe, engendra hilos y come enormemente. En la noche pasada, la luna estuvo sobre ese árbol, y toda la espléndida penumbra tenía vida. Y al despertar hacia el amanecer, la meditación era el esplendor de la luz, porque «lo otro» estaba ahí, en una habitación poco familiar. De nuevo era ello paz, una paz inminente y apremiante, no la paz de los políticos o de los sacerdotes o de los satisfechos; era demasiado inmensa para ser contenida por el espacio y el tiempo, para ser formulada por el pensamiento o el sentimiento. Esa paz era todo el peso de la tierra y las cosas que hay sobre la tierra; era los cielos y más allá de los cielos. El hombre debe dejar de ser para que ella sea. El tiempo está siempre repitiendo su reto y sus problemas; las respuestas y réplicas se internan en lo inmediato. Estamos ocupados con el reto inmediato y con la inmediata respuesta al mismo. Esta respuesta inmediata al llamado de lo inmediato es la mundanalidad con todos sus insolubles problemas y agonías; el intelectual responde con una acción nacida de ideas que tienen sus raíces en el tiempo, en lo inmediato, y el 1 2

Volando hacia Bombay, adonde llegó el día 20. Ciampino. El aeropuerto de Fiumicino aún no había sido construido.

irreflexivo lo sigue pasmado; el sacerdote de la religión bien organizada en base a la propaganda y a la creencia, responde al reto de acuerdo con lo que le han enseñado; el resto sigue el patrón del agrado y desagrado, del prejuicio y la malicia. Y cada argumento, cada gesto es la continuidad de la desesperación, la confusión y el dolor. No hay fin para ello. Volver la espalda a todo eso designando con diferentes nombres a esta actividad, no es acabar con ella. Eso está ahí sea que uno lo niegue o no, sea que uno lo haya analizado críticamente o que diga que toda la cosa es una ilusión, maya. Está ahí y uno siempre uno está midiéndolo. Son estas respuestas inmediatas a una serie de llamadas de lo inmediato las que tienen que cesar. Entonces uno responderá al reclamo inmediato del tiempo, desde el vacío del no-tiempo, o quizás uno no responda en absoluto, lo que puede ser la verdadera respuesta. Toda réplica del pensamiento y la emoción sólo ha de prolongar la desesperación y la agonía de los problemas que no tienen respuesta; la respuesta final está más allá de lo inmediato. En lo inmediato está toda nuestra esperanza, vanidad y ambición, sea que la inmediatez se proyecte hacia el futuro de los muchos mañanas o en el ahora. Este es el camino del dolor. El cese del dolor nunca está en la respuesta inmediata a los múltiples retos. El cese del dolor radica en el acto de ver este hecho. 21 Las palmeras se mecían con gran dignidad, inclinándose placenteramente ante la brisa marina que venia del oeste; parecían tan distantes de la ciudad ruidosa y atestada. Se veían oscuras contra el cielo crepuscular; sus troncos eran altos y bien formados, finos a fuerza de muchos años de paciente trabajo; esas palmeras dominaban el anochecer de las estrellas y el cálido mar. Casi tendían sus palmas para recibirlo a uno, para arrebatarlo de la sórdida calle, pero la brisa vespertina se las llevaba para llenar el cielo con su movimiento. La calle estaba atestada; nunca estaría limpia, demasiada gente había escupido sobre ella; habían ensuciado sus paredes con los anuncios de los últimos filmes; las habían embadurnado con los nombres de aquellos a quienes uno debía otorgar su voto, con los símbolos partidarios; era una calle sórdida aun cuando fuera una de las arterias principales de la ciudad; pasaban autobuses mugrientos; los taxis lo aturdían a uno con sus bocinazos y parecía que por ahí habían transitado muchos perros. Un poco más lejos estaban el mar y el sol poniente, que era una roja bola de fuego; había sido un día abrasador y el sol enrojecía el mar y las escasas nubes. No había una sola onda en el mar, pero éste se veía inquieto y sombrío. Hacia demasiado calor para que fuera un anochecer agradable y la brisa parecía haber olvidado su encanto. A lo largo de la sórdida calle, con la gente empujándolo a uno, la meditación era la misma esencia de la vida. El cerebro, tan delicado y vigilante, estaba completamente quieto, observando las estrellas, atento a la gente, a los olores, al ladrido de los perros. Una solitaria hoja amarilla cayó sobre la sucia carretera y el automóvil que pasaba la destruyó; estaba tan llena de color y belleza y fue destruida tan fácilmente. Mientras uno caminaba por la calle bordeada de unas pocas palmeras, «lo otro» advino como una ola que purificaba y fortalecía; estaba ahí como un perfume, como un hálito de inmensidad. No era un sentimiento, una ficción engendrada por la ilusión o por la fragilidad del pensamiento; estaba ahí, distinto y claro, sin confusión posible, sin vacilación, definido, preciso. Estaba ahí, una cosa sagrada, y nada podía alcanzarla, nada podía quebrar su finalidad. El cerebro era consciente de la proximidad de los autobuses que pasaban, de la calle húmeda y del chillido de los frenos; se daba cuenta de todas estas cosas y, más allá, del mar; pero el cerebro no tenía relación con ninguna de estas cosas; estaba completamente vacío, sin raíces de ninguna clase, vigilando, observando desde esta vacuidad. «Lo otro» presionaba sobre él con aguda urgencia. Ello no era un sentimiento, una sensación, sino algo tan real como el hombre que estaba llamando. No era una emoción que cambia, que varia y continúa, y el pensamiento no podía alcanzarlo. Estaba ahí con la determinación de la muerte que ningún pensamiento podría disuadir. Como no tenía raíces ni relación alguna con nada, nada podía contaminarlo; era indestructible. 23 La completa quietud del cerebro es una cosa extraordinaria; en esa quietud el cerebro es altamente sensible, vigoroso, lleno de vida, consciente de cada movimiento externo, pero se halla completamente abierto, libre de cualquier estorbo, sin ningún deseo secreto, sin perseguir nada; está quieto y, por tanto, no existe conflicto alguno, el cual es esencialmente un estado de contradicción. Está completamente quieto en el vacío; esta vacuidad no es un estado de carencia, de mente en blanco; es energía que no tiene un centro, que no tiene un límite. Bajando por la apiñada calle, sórdida y maloliente, en medio del rugir de los autobuses, el cerebro estaba atento a las cosas que lo rodeaban, y el cuerpo caminaba, sensible a los olores, a la suciedad, a los sudorosos obreros, pero no había un centro desde el cual tuviera lugar una observación, un dirigir, un censurar las cosas. Durante toda esa milla y al regresar, el cerebro estuvo sin un solo movimiento que significara pensar o sentir; el cuerpo se fatigaba, poco acostumbrado a la humedad y al espantoso calor reinante pese a que el sol se había puesto cierto tiempo atrás. Era un fenómeno extraño, aun cuando ya hubiera ocurrido antes algunas veces. Uno nunca puede habituarse a ninguna

de estas cosas, porque no es algo que pertenezca al hábito o al deseo. Ello es siempre sorprendente después que ha pasado. En el atestado avión [a Madrás] hacia calor y aun a aquella altura, unos ocho mil pies, parecía que jamás iría a refrescar. En ese avión matinal, súbitamente y del modo más inesperado, advino «lo otro». Ello nunca es igual, es siempre nuevo, imprevisto; lo más extraño al respecto es que el pensamiento no puede volver a ello, reconsiderarlo, examinarlo deliberadamente. La memoria no interviene en eso, porque cada vez que ocurre es tan totalmente nuevo e inesperado que no deja tras de sí ningún recuerdo. Por ser un acontecimiento completo y total, no se graba en la memoria para registrarse como un recuerdo Así, siempre es nuevo, joven, imprevisto. Llegó acompañado de una extraordinaria belleza, no a causa de la forma fantástica de las nubes o por la luz que éstas contenían, ni por el cielo tan infinitamente delicado y azul; no había razón ni causa para su increíble belleza y por eso era bello. Era la esencia, no la de todas las cosas que han sido producidas y a las que se ha dado forma para que se las sienta y se las vea, sino la esencia de toda la vida que ha sido, es y será, la vida sin tiempo. Ello estaba ahí y era el frenesí de la belleza. El pequeño automóvil volvía a su valle1, lejos de las ciudades y las civilizaciones; saltaba por caminos accidentados llenos de baches, tomaba agudas curvas gimiendo, crujiendo, pero seguía adelante; no era un auto viejo, pero había sido descuidadamente montado; olía a petróleo y aceite, pero corría de vuelta al hogar, tan rápido como le era posible, sobre caminos pavimentados y sin pavimentar. La tierra estaba hermosa, había llovido recientemente, la noche anterior. Los árboles rebosaban de verdes y brillantes hojas -el tamarindo, la gran higuera y otros innumerables árboles; se veían muy vitales, frescos y jóvenes pese a que algunos de ellos debían ser muy viejos. Estaban ahí los cerros y la tierra roja; no eran cerros impresionantes sino suaves y antiguos, algunos de ellos los más antiguos de la tierra, y a la luz del anochecer se veían con ese azul añejo que sólo determinados cerros suelen tener. Algunos eran rocosos y estaban desnudos, otros tenían arbustos achaparrados y en unos pocos había unos cuantos árboles, pero se mostraban benévolos y amistosos como si hubieran visto todo el dolor del mundo. Y la tierra a sus pies era roja; las lluvias la habían tornado más roja aún; no era el rojo de la sangre o el del sol o el de algún tinte fabricado por el hombre; era rojo, el color que contenía todos los rojos; había en él claridad y pureza, y el verde resaltaba sobrecogedor en contraste con ese rojo. Era un hermoso anochecer y estaba refrescando porque el valle se encontraba a cierta altura. En medio de la luz crepuscular y de los cerros que se tomaban más azules y del rojo cada vez más vivo de la tierra, «lo otro» advino silenciosamente acompañado de una bendición. Ello es maravillosamente nuevo cada vez, y sin embargo es lo mismo. Era inmenso en su fuerza, la fuerza de la destrucción y la vulnerabilidad. Llegó con tanta plenitud, y en un instante había desaparecido; fue un instante más allá de todo tiempo. El día había sido agotador pero el cerebro se hallaba extrañamente alerta, viendo sin el observador; viendo no con la experiencia sino desde el vacío. 24 La luna estaba llegando exactamente sobre los cerros, atrapada en una larga nube serpentina que le daba una fantástica forma. Estaba enorme, empequeñecía a los cerros, a la tierra con sus verdes pastizales. Allí donde ella iba surgiendo, el cielo se tornaba más claro y había menos nubes; pero pronto desapareció entre los oscuros nubarrones cargados de lluvia. Comenzó a lloviznar y la tierra estaba contenta; aquí no llueve mucho y cada gota tiene valor; la gran higuera y el tamarindo y el mango disputarían a causa de ello, pero las plantas pequeñas y la siembra de arroz se regocijaban aún con una lluvia tan escasa. Infortunadamente, incluso las pocas gotas cesaron y pronto la luna brilló en un cielo claro. En la costa estaba lloviendo furiosamente, pero aquí donde la lluvia era indispensable, las nubes cargadas pasaban de largo. Era un hermoso anochecer y había sombras oscuras y profundas de múltiples diseños. La luna brillaba intensamente, las sombras estaban muy quietas y las hojas recién lavadas centelleaban. Mientras uno iba paseando y conversando, la meditación proseguía bajo las palabras y la belleza de la noche. Proseguía a una gran profundidad fluyendo hacia adentro y hacia afuera; era un movimiento que estallaba y se expandía. Uno se daba cuenta de ello; ocurría; no era algo que uno estuviera experimentando, el experimentar limita; ello tenía lugar, sucedía sin la participación de uno; el pensamiento no podía compartirlo porque el pensamiento, en cualquiera de sus formas, es una cosa muy vana y mecánica; ni la emoción podía enredarse en ello; era algo demasiado perturbadoramente activo para ambos. Estaba ocurriendo a una profundidad tan desconocida que no existía medida posible para ella. Pero había una gran quietud. Era algo muy sorprendente y nada común. Las hojas oscuras brillaban y la luna había trepado bien alto; estaba del lado occidental e inundaba la habitación. Faltaban aún muchas horas para el amanecer y no se escuchaba un sonido; hasta los perros de la aldea habían callado con sus penetrantes ladridos. Al despertar, ello estaba ahí, con claridad y precisión; estaba ahí «lo 1

El Valle de Rishi, unas 170 millas al norte de Madrás y 2.500 pies sobre el nivel del mar. Hay allí una escuela fundada por Krishnamurti, en la que estuvo hospedado.

otro», y era necesario despertar, no dormir; fue algo deliberado para que uno advirtiera lo que estaba sucediendo, para que hubiera plena y lúcida conciencia respecto de lo que ocurría. Dormido, ello podría haber sido un sueño, una insinuación del inconsciente, una treta del cerebro; pero al estar totalmente despierto, «lo otro», esta cosa extraña e incognoscible, era una palpable realidad, un hecho y no una ilusión o un sueño. Tenia una cualidad -si es que tal palabra puede aplicársele- de levedad e impenetrable fuerza. Incluso estas palabras poseen cierto significado definido y comunicable, pero pierden todo sentido cuando «lo otro» tiene que comunicarse en palabras; las palabras son símbolos pero ningún símbolo puede jamás transmitir la realidad. Ello estaba ahí, con un poder tan incorruptible, tan inaccesible que nada podía destruirlo. Uno puede acercarse a algo con lo que está familiarizado, uno debe conocer el mismo idioma para poder comunicarse, tiene que haber alguna clase de proceso del pensamiento, verbal o no verbal; sobre todo tiene que haber mutuo reconocimiento. No había nada de eso. Uno puede decir: es esto o es aquello, es tal o cual cualidad, pero en el momento en que ello tenía lugar no había verbalización porque el cerebro estaba completamente silencioso, sin movimiento alguno del pensar. «Lo otro» no está relacionado con nada, y todo pensamiento, toda existencia es un proceso de causa-efecto; por consiguiente, no había relación alguna con ello ni había comprensión de ello. Era una llama inaccesible y uno sólo podía mirarla y guardar su distancia. Y al despertar súbitamente eso estaba ahí. Y con eso adivino un éxtasis inesperado, un júbilo sin razón alguna; no había causa para ello, porque en ningún momento había sido buscado ni perseguido. Este éxtasis estaba ahí al despertar otra vez a la hora habitual, y continuó por un largo período de tiempo. 25 Hay una hierba de largo tallo, alguna clase de maleza silvestre que crece en el jardín y que tiene una florescencia plumosa, oro candente que destella en la brisa inclinándose hasta quebrarse, pero sin romperse jamás salvo bajo un viento fuerte. Hay un grupo de estas malezas color beige dorado, y cuando la brisa sopla las hace danzar; cada tallo tiene su propio ritmo, su propio esplendor, y son como una ola cuando se mecen todos juntos; entonces el color, a la luz del atardecer, es indescriptible; es el color del crepúsculo, de la tierra de los cerros dorados y de las nubes. Las flores contiguas son demasiado definidas, demasiado toscas, y exigen que uno las mire. Estas hierbas silvestres poseen una extraña delicadeza; tienen un tenue aroma a trigo y a tiempos antiguos; son fuertes y puras, plenas de vida en abundancia. Pasaba cerca una nube crepuscular llena de luz mientras el sol descendía tras del oscuro cerro. La lluvia había dado a la tierra un grato olor y el aire era agradablemente fresco. Llegaban las lluvias y la tierra estaba expectante. Ello ocurrió de pronto, al regresar a la habitación; estaba ahí, con una acogedora bienvenida, totalmente inesperado. Uno había entrado sólo para volver a salir; habíamos estado conversando sobre diversas cosas, ninguna demasiado seria. Fue una conmoción y una sorpresa encontrarse con la bienvenida de «lo otro» en la habitación; estaba aguardando ahí con tan clara invitación que parecía vana una disculpa. En varias oportunidades, muy lejos de aquí, en Wimbledon, bajo algunos árboles y a lo largo de un sendero que muchísimos transitaban, ello había estado aguardando en un recodo del camino; con asombro uno permanecía ahí, cerca de aquellos árboles, completamente abierto, vulnerable, sin habla, sin un solo movimiento. No era una fantasía, una ilusión autoproyectada; la otra persona que para ese entonces se encontraba allí también lo percibió. Ello se presentó ahí en distintas ocasiones, con una bienvenida de amor que todo lo abarcaba, y era algo completamente increíble; cada vez tenía una nueva cualidad, una nueva belleza, una nueva austeridad. Y así era en esta habitación, algo totalmente nuevo y absolutamente inesperado. Era belleza que aquietaba la mente entera y dejaba el cuerpo sin un solo movimiento, tornando a la mente, al cerebro y al cuerpo intensamente alertas y sensibles; ello hacia estremecer al cuerpo, y en unos pocos minutos «lo otro», con su acogedora bienvenida, había desaparecido tan velozmente como había llegado. Ningún pensamiento, ninguna emoción caprichosa podría jamás suscitar un acontecimiento semejante; el pensamiento es mezquino, haga lo que haga, y el sentimiento es muy frágil y engañoso; ninguno de ellos, en sus más disparatados empeños, podría fabricar estos sucesos. Son inmensurablemente grandes, demasiado inmensos en su fuerza y pureza para el pensamiento o el sentimiento; éstos tienen raíces y aquellos no tienen ninguna. No son para que se les invite o retenga; el pensamiento y el sentimiento pueden jugar toda clase de tretas hábiles e imaginativas, pero no pueden inventar ni contener «lo otro». Ello existe por si mismo y nada puede alcanzarlo. La sensibilidad es por completo diferente del refinamiento; la sensibilidad es un estado integral, el refinamiento siempre es parcial. No hay sensibilidad parcial; o ella es el estado de la totalidad del propio ser, de la conciencia total, o no existe en absoluto. La sensibilidad no es para ser acumulada poco a poco; no se la puede cultivar; no es el resultado de la experiencia y el pensamiento, no es un estado emocional. Tiene la cualidad de la precisión, sin la sugestión del romanticismo y de la fantasía. Sólo quien es sensible puede enfrentarse a lo real sin escapar hacia toda dase de confusiones, opiniones y evaluaciones. Únicamente aquel que es sensible puede estar solo, y esta madura soledad interna es destructiva. Esta sensibilidad está despojada de todo placer y, por tanto,

tiene austeridad, no la austeridad del deseo y la voluntad sino la del ver y comprender. En el refinamiento hay placer; el refinamiento está relacionado con la educación, la cultura, el medio; su curso es interminable y es el resultado de la opción, el conflicto y el dolor, y siempre está aquel que opta, el que se refina, el que censura. Y así es como siempre existen el conflicto, la contradicción, el dolor. El refinamiento lleva a aislarse, a apartarse mediante el encierre en uno mismo, conduce a la separación que engendran el intelecto y el conocimiento. Es una actividad egocéntrica, por iluminada que pueda estar estética y moralmente. Hay una gran satisfacción en el proceso del refinamiento, pero sin el júbilo de lo profundo; es superficial y mezquino, sin mayor significación. El refinamiento y la sensibilidad son dos cosas diferentes: una conduce a la muerte que aísla y la otra a la vida que no tiene fin. 26 Justo al otro lado de la galería hay un árbol con gran cantidad de espectaculares flores de color rojo, mientras que el verde de las enormes hojas resalta vívido e intenso después de las últimas lluvias. El rojo de las flores tiene un tinte anaranjado, y contra el verde del follaje y de la colina rocosa, parece como si se hubieran apartado de la tierra y cubrieran todo el espacio de la madrugada. Era una hermosa mañana con nubes, y había esa luz que torna claro y brillante cada color. No se agitaba una sola hoja y todas aguardaban esperanzadas otra lluvia; el sol sería ardiente y la tierra necesitaba más agua en abundancia. Los lechos de los ríos habían permanecido silenciosos por muchos años; en ellos crecían arbustos y el agua resultaba indispensable en todas partes. Los pozos estaban muy bajos y los aldeanos sufrirían si el agua siguiera faltando. Las nubes sobre los cerros eran negras, cargadas con la promesa de la lluvia. Tronaba y había relámpagos lejanos, y en seguida se desencadenó un aguacero. No duró mucho pero de momento era suficiente y había una promesa de más lluvia. Donde el camino desciende hay un puente que cruza el rojo y arenoso lecho seco de un río; mirando desde el puente hacia el oeste, las colinas resaltaban negras, melancólicas; a la luz del atardecer los ricos campos florecidos de arroz eran increíblemente bellos. Al otro lado había árboles de un intenso verde oscuro, y hacia el norte estaban los cerros de color violáceo; el valle descansaba abierto a los cielos. Todos los colores, visibles e invisibles, se hallaban en ese valle bajo la luz crepuscular. Cada color principal tenía sus armónicos, unos ocultos, otros manifiestos, y cada hoja y cada brizna de arroz estallaban con el deleite del color. Este era intenso, poderoso, no suave ni dulce. Las nubes se estaban amontonando negras y cargadas, en especial sobre los cerros, y en la lejanía relampagueaba silenciosamente. Comenzaron a caer las primeras gotas; entre los cerros ya estaba lloviendo y pronto la lluvia estaría aquí. Una bendición para una tierra extenuada y hambrienta. Después de una comida liviana, estábamos todos hablando acerca de cosas relativas a la escuela, de cómo era necesario esto o aquello, de lo difícil que resultaba encontrar buenos maestros, de lo indispensables que eran las lluvias, etc. Ellos continuaban hablando, y entonces súbita e inesperadamente apareció «lo otro»; estaba ahí con tal inmensidad y con una fuerza tan arrolladora que uno se aquietó completamente; los ojos lo veían, el cuerpo lo sentía y el cerebro estaba alerta sin pensamiento alguno. La conversación no era demasiado seria, y en medio de esta atmósfera incidental estaba ocurriendo algo tremendo. Permaneció con uno en el momento de ir a acostarse y prosiguió como un susurro durante la noche. No hay experiencia de ello; está simplemente ahí, con su ímpetu incontenible y su bendición. Para que algo sea experimentado debe haber un experimentador, pero cuando no lo hay existe un fenómeno por completo diferente. No hay aceptación de ello ni rechazo; está simplemente ahí, como un hecho. Este hecho no se hallaba relacionado con cosa alguna ni en el pasado ni en el futuro, y el pensamiento no podía establecer ninguna comunicación con él; carecía de valor en términos de utilidad o provecho, nada podía obtenerse de él. Pero estaba ahí, y por su misma existencia había amor, belleza, inmensidad. Sin efe hecho, nada hay. Sin la lluvia, la tierra perecería. El tiempo es una ilusión. Existe un mañana y han existido muchos ayeres; este tiempo no es una ilusión. El pensamiento que utiliza al tiempo como un medio para producir un cambio interno, un cambio psicológico, está persiguiendo un no-cambio, porque un cambio semejante sólo es una continuidad modificada de lo que ha sido; un pensamiento así es perezoso, pospone, encuentra refugio en la ilusión de lo gradual, en los ideales, en el tiempo. La mutación no es posible a través del tiempo. La misma negación del tiempo es la mutación; ésta tiene lugar cuando son negadas todas las cosas que han tenido su origen en el tiempo: el hábito, la tradición, la reforma, los ideales. Uno niega el tiempo y la mutación ha ocurrido, una mutación total, no la alteración de los patrones o la sustitución de un patrón por otro. Pero adquirir conocimiento, aprender una técnica requiere tiempo, que no puede ni debe ser negado; estas cosas son esenciales para la existencia. El tiempo para ir desde aquí hasta allá no es una ilusión, pero toda otra forma de tiempo es ilusoria. En esta mutación hay atención, y gracias a esta atención existe una dase de acción por completo diferente. Una acción así no se vuelve un hábito, una sensación, una experiencia, un conocimiento que se repiten y que embotan el cerebro y lo tornan insensible a una mutación. La virtud, pues, no consiste en el hábito mejor, en la mejor conducta; la virtud carece de un patrón, no esta limitada; no tiene el sello de la respetabilidad; no es un ideal que pueda ser perseguido, materializado por el tiempo. La virtud es, por eso,

algo peligroso para la sociedad, no una cosa dócil y sumisa. Amar implica, pues, destrucción, una revolución no económica o social, sino una revolución de la totalidad de la conciencia. 27 Varios de nosotros nos hallábamos cantando, aprendiendo nuevas tonadas y canciones; la sala daba sobre el jardín, el cual a duras penas podía ser mantenido dada la gran escasez de agua; las flores y arbustos se regaban con pequeños baldes, en realidad latas de queroseno. Era un jardín muy bonito en el que, pese a la abundancia de flores, dominaban los árboles; éstos eran de hermosas formas, tenían anchas copas y, en determinadas estaciones, se llenaban de flores; ahora sólo un árbol estaba florecido; las flores, de un rojo anaranjado, tenían grandes pétalos, una profusión de ellos. Había algunos árboles con finas, delicadas y pequeñas hojas, parecidos a las mimosas pero con una abundancia mayor de follaje. Por eso acudían muchos pájaros, y ahora, después de dos prolongados y fuertes aguaceros, se veían sucios, con las plumas mojadas, calados hasta la piel. Había un pájaro amarillo de alas negras, más grande que un estornino, casi como un mirlo; el amarillo se destacaba muy brillante contra el verde oscuro del follaje, y sus claros ojos alargados lo vigilaban todo, el más leve movimiento entre las hojas y el ir y venir de otros pájaros. Dos de éstos, negros, más pequeños que cuervos, con las plumas empapadas, se hallaban posados en el mismo árbol cerca del pájaro amarillo; habían extendido las plumas de sus colas y agitaban las alas para que se secaran; llegaron a me árbol más pájaros de diversos tamaños, todos en paz los unos con los otros, todos vigilando atentamente. El valle necesitaba la lluvia con desesperación y cada gota era bienvenida; los pozos tenían muy poca agua, los grandes tanques de la ciudad estaban vacíos y estas lluvias ayudarían a llenarlos. Habían estado vacías por muchos años y ahora había esperanzas. El valle se había puesto muy hermoso, lavado por la lluvia, fresco, cubierto totalmente por un verde rico y variado. Las rocas limpias, bañadas, habían perdido su gran calor y los raquíticos arbustos que crecían entre ellas en los cerros, se mostraban complacidos, y los lechos secos de los ríos cantaban otra vez. La tierra volvía a sonreír. Los cantos continuaban en esa sala casi desnuda, sin muebles, donde parecía cómodo y normal sentarse sobre el piso. En mitad de un canto, de manera totalmente súbita e inesperada apareció «lo otro»; los demás proseguían con el canto pero también se quedaron silenciosos sin darse cuenta de su silencio. Aquello estaba ahí, acompañado de una bendición, y llenaba el espacio entre la tierra y los cielos. Cuando se trata de cosas corrientes, hasta cierto punto es posible la comunicación mediante las palabras; éstas tienen un significado, pero pierden completamente su limitada significación cuando tratamos de comunicarnos acerca de sucesos que no pueden ser verbalizados. El amor no es la palabra que lo nombra, y se torna en algo por completo diferente cuando cesa toda verbalización y toda tonta división entre lo que es y lo que no es. Este suceso no es una experiencia, no pertenece al pensamiento, no surge de reconocer algo que ha ocurrido, ayer, no es el producto de la conciencia a cualquier nivel de profundidad. No está contaminado por el tiempo. Es algo que se encuentra más allá y por encima de todo esto; aquello estaba ahí, y eso es suficiente para el cielo y la tierra. Toda oración es una súplica, y el pedir no existe cuando hay claridad y el corazón está liviano. Instintivamente, en los periodos de angustia, acude a los labios alguna clase de súplica para conjurar la causa de la perturbación, el dolor, o para obtener cierto beneficio. Existe la esperanza de que algún dios terrenal o los dioses de la mente responderán de manera satisfactoria, y a veces por casualidad o gracias a alguna extraña coincidencia de acontecimientos, se recibe una respuesta a una plegaria. Ha respondido el dios y la fe está justificada. Los dioses del hombre -únicos dioses genuinos- están ahí para la comodidad, para la protección, para responder a todos los mezquinos o nobles requerimientos humanos. Hay abundancia de tales dioses, cada iglesia, cada templo y mezquita los tienen. Los dioses terrenales son todavía más poderosos e inmediatos; cada estado los tiene. Pero el hombre continúa sufriendo pese a todas las formas de súplica y plegaria. Sólo el poder arrollador de la comprensión puede terminar con el dolor, pero la otra alternativa es fácil, respetable y exige mucho menos de uno. Y el dolor consume el cuerpo y el cerebro, los embota, los fatiga y los toma insensibles. La comprensión requiere autoconocimiento, el cual no es cosa momentánea; aprender acerca de uno mismo no tiene fin, y la belleza e inmensidad de ello es su infinitud. Pero el autoconocimiento es de instante en instante, sólo existe en el presente activo; carece de continuidad como conocimiento. Lo que tiene continuidad es el hábito, es el proceso mecánico del pensamiento. La comprensión no tiene continuidad. 28 Hay una flor roja que se destaca entre el follaje de color verde oscuro, y uno sólo ve eso desde la galería. Están los cerros, la roja arena de los lechos secos, la enorme higuera de Bengala y los numerosos tamarindos, pero uno sólo ve esa flor; es tan vistosa, tan plena de color, que no existe otro color; los retazos de cielo azul, las nubes ardiendo en luz, los cerros violeta, el rico verde de los campos de arroz, todo se desvanece y sólo queda el asombroso color de esa flor. Llena todo el cielo y el valle; pronto habrá de marchitarse y desaparecer; se acabará mientras que los cerros perdurarán. Pero en esta mañana ella era la eternidad; más allá del tiempo y del

pensamiento; contenía en sí todo el amor y la felicidad; no había en ello sentimentalismo ni romanticismo absurdo, ni era un símbolo de alguna otra cosa. La flor estaba ella misma destinada a morir en el atardecer, pero contenía toda la vida. No era algo sobre lo cual pudiera razonarse ni era tampoco algo irracional, alguna fantasía romántica; era tan real como aquellos cerros y aquellas voces llamándose las unas a las otras. Era la completa meditación de la vida, y la ilusión sólo existe cuando cesa el impacto del hecho. Esa nube tan llena de luz es una realidad cuya belleza no hace poderoso impacto sobre una mente que se ha embotado y se ha vuelto insensible por la influencia, el hábito y la interminable búsqueda de seguridad. La seguridad en la fama, en las relaciones, en el conocimiento, destruye la sensibilidad y allí se asienta el deterioro. Esa flor, aquellos cerros y el agitado mar azul son los retos de la vida, como si fueran bombas nucleares, y sólo la mente sensible puede responder a esos retos de manera total; sólo una respuesta total no deja tras de sí las huellas del conflicto, y el conflicto indica una respuesta parcial. Los llamados santos y sannyasis han contribuido al embotamiento de la mente y a la destrucción de la sensibilidad. Todos los hábitos, la repetición, los rituales reforzados por las creencias y los dogmas, por las respuestas de los sentidos, pueden ser perfeccionados y lo son, pero la lúcida percepción alerta, la sensibilidad, es un asunto muy distinto. La sensibilidad es absolutamente esencial para mirar profundamente en lo interno; este movimiento de penetrar en lo interno no es una reacción a lo externo; lo externo y lo interno son un solo movimiento, no están separados. La división de este movimiento como lo externo y lo interno engendra insensibilidad. Penetrar en lo interno es el fluir natural de lo externo; el movimiento de lo interno tiene su propia acción que se expresa exteriormente, pero ésta no es una reacción a lo externo. La lúcida percepción alerta de este movimiento es sensibilidad. 29 Era en verdad un atardecer extraordinariamente bello. Había estado lloviznando a intervalos desde la mañana y eso lo mantuvo a uno enjaulado adentro durante todo el día; hubo una plática con su discusión correspondiente, entrevistas personales, etcétera. Había cesado de llover por algunas horas y era agradable poder salir. Hacia el occidente había nubes oscuras, casi negras, cargadas de lluvia y truenos; estaban suspendidas sobre los cerros tiñéndolos de un oscuro color purpúreo y tornándolos excepcionalmente opresivos y amenazantes. El sol se ponía entre un tumultuoso frenesí de nubes. Hacia el oriente las nubes estallaban colmadas de luz crepuscular; cada una de ellas tenía una forma diferente, brillaba con su propia luz y se destacaba sobre los cerros inmensa, sobrecogedoramente viva, remontándose hacia los astros. Había sectores de cielo azul, tan intensamente azul, con un verde tan delicado que se desvanecía en la blanca luz de las estallantes nubes. Los cerros estaban esculpidos con la dignidad de un tiempo infinito; uno de ellos se veía iluminado desde adentro; transparente y extrañamente delicado parecía por completo artificial; otro, cincelado en granito, oscuramente solitario, tenía la forma de todos los templos del mundo. Cada cerro estaba vivo, pleno de movimiento, distante con la profunda gravedad del tiempo. Era un atardecer maravilloso, lleno de belleza, silencio y luz. Todos nosotros habíamos empezado el paseo juntos, pero ahora nos habíamos separado, silenciosos, a corta distancia los unos de los otros. El camino atravesaba ásperamente el valle sobre los lechos secos de arena roja salpicados de finas gotas de lluvia. Luego el camino daba una vuelta y se dirigía hacia el este. En la parte baja del valle hay una alquería blanca rodeada de árboles, entre los que se destaca uno enorme que abarca a todos los demás. Era una vista apacible y la tierra parecía estar bajo un hechizo. La silenciosa casa se hallaba a una milla o algo así entre los verdes, deliciosos campos de arroz. Uno la había visto a menudo desde donde el camino proseguía hacia la desembocadura del valle y más allá; era éste el único camino para entrar o salir del valle a pie o en automóvil. La casa blanca rodeada de esos pocos árboles había estado ahí por algunos años y siempre había sido una vista agradable, pero al verla en este atardecer desde un recodo del camino, había en relación con ella una belleza y un sentimiento por completo diferentes. Porque «lo otro» estaba ahí, y ascendía por el valle; como si hubiera una cortina de lluvia y tan sólo ahí no lloviera; llegaba como llega la brisa, suave y dulcemente, y estaba ahí tanto fuera como dentro de uno. No era pensamiento ni sentimiento, ni era una fantasía, una cosa del cerebro. Cada vez que ocurre, ello es tan nuevo y sorprendente, tan puras su fuerza y su vastedad, que hay siempre asombro y júbilo. Es algo totalmente desconocido y lo conocido no tiene contacto con ello. Para que ello sea, lo conocido debe morir completamente. La experiencia sigue estando dentro del campo de lo conocido, de modo que ello no es una experiencia. Toda experiencia es un estado de inmadurez. Uno sólo puede experimentar y reconocer como experiencia algo que ya haya conocido previamente. Pero esto no era experimentable, cognoscible; debe cesar toda forma de pensamiento y sentimiento, porque todo eso es conocido y cognoscible; el cerebro y la totalidad de la conciencia tienen que estar libres de lo conocido y deben vaciarse sin ninguna clase de esfuerzo. Ello estaba ahí, dentro y fuera de uno; uno caminaba en ello y con ello. Los cerros, el campo, la tierra entera estaban con ello. Era muy temprano en la mañana y aun había oscuridad. Durante toda la noche hubo lluvia y truenos; las ventanas se golpeaban y el agua entraba copiosamente en la habitación. Ni una sola estrella era visible, el cielo y los cerros se hallaban cubiertos de nubes y llovía furiosa y ruidosamente. Al despertar, la lluvia había cesado y

todavía estaba oscuro. La meditación no es una práctica, no consiste en seguir un sistema, un método; éstos sólo conducen al oscurecimiento de la mente y siempre son un movimiento que está dentro de las fronteras de lo conocido; en su actividad hay desesperación e ilusión. Reinaba mucha quietud en el amanecer y ni una hoja ni un pájaro se movían. La meditación que comenzó a desconocidas profundidades y continuaba creciendo en intensidad y alcance, esculpía el cerebro tornándolo totalmente silencioso, arrancando de raíz los pensamientos, extirpando sentimientos, vaciando el cerebro de lo conocido y su sombra. Era una operación quirúrgica en la que no había operador, ni cirujano; ella continuaba, tal como un cirujano opera un cáncer, cortando todo el tejido contaminado para que la contaminación no vuelva a extenderse. Esta meditación prosiguió durante una hora por el reloj. Y era una meditación sin el meditador. El meditador interfiere con sus estupideces y vanidades, sus ambiciones y su codicia. El meditador es el pensamiento que se nutre en estos conflictos y males, y el pensamiento debe cesar completamente en la meditación. Estas son las bases, los cimientos para la meditación. 30 En todas partes había silencio; los cerros permanecían inmóviles, los árboles estaban quietos y desiertos los lechos de los ríos; los pájaros habían encontrado refugio por la noche y todo se hallaba en silencio, aun los perros de la aldea. Había llovido y las nubes estaban también inmóviles. El silencio fue creciendo y se tornó más intenso, amplio y profundo. Lo que antes estaba fuera, ahora estaba dentro de uno; el cerebro que había escuchado el silencio de los cerros, los campos y los bosques, ahora se hallaba silencioso; ya no se escuchaba a sí mismo; había pasado por eso y se había aquietado naturalmente, sin esfuerzo alguno. Sin embargo, estaba pronto para moverse al instante. Muy profundamente dentro de sí el cerebro estaba inmóvil, quieto; como un pájaro que pliega sus alas, se había replegado sobre sí mismo; no se hallaba dormido ni había pereza en él, sino que al replegarse sobre sí mismo había penetrado en profundidades que se encontraban completamente fuera de su alcance. El cerebro es esencialmente superficial; sus actividades y respuestas son inmediatas, aunque esta inmediatez sea traducida a términos de futuro. Los pensamientos y sentimientos del cerebro están en la superficie, aun cuando pueda pensar y sentir muy lejos dentro del futuro y retroceder hacia el interior del pasado. Toda experiencia y recuerdo son profundos sólo hasta donde alcanza su propia limitada capacidad, pero cuando el cerebro se aquieta y se repliega sobre sí mismo, deja de experimentar tanto externa como internamente. La conciencia -los fragmentos de tantas experiencias, de tantas compulsiones, miedos, esperanzas y desesperación del pasado y del futuro, las contradicciones de la raza y de sus propias actividades egocéntricas- se hallaba ausente; la conciencia no estaba ahí. Todo el ser permanecía absolutamente quieto, silencioso, y en esa intensidad del ser no había más ni menos; había un penetrar en profundidad -o surgió una profundidad en la cual no podían penetrar el pensamiento, el sentimiento, la conciencia. Era una dimensión que el cerebro no podía capturar ni comprender. Y no había un observador que observara esta profundidad. Cada parte de la totalidad del propio ser estaba alerta, sensible, pero intensamente quieta. Esta cualidad de lo nuevo, esta profundidad se expendía, estallaba alejándose, desplegándose mediante sus propias explosiones, pero fuera del tiempo y más allá del tiempo y del espacio. 31 Era un bello atardecer; el aire era puro, los cerros de color azul, violeta y púrpura oscuro; los campos de arroz disponían de agua en abundancia y lucían un color vivo que variaba del verde claro a un metálico y centellante verde intenso; algunos árboles ya se habían recogido para la noche, oscuros y silenciosos, mientras que otros aun permanecían abiertos reteniendo la luz del día. Las nubes eran negras sobre las colinas del oeste, y al norte y este reflejaban en plenitud la luz del sol que se había puesto tras de los cerros que ahora eran de un denso tono morado. No había nadie en el camino, los pocos que pasaron lo hicieron en silencio, y ya no se vela un trozo de cielo azul; las nubes se estaban reuniendo para la noche. Sin embargo, todo parecía estar despierto, las rocas, el lecho seco del río, los arbustos en la luz moribunda. La meditación, a lo largo de ese silencioso y desierto camino, llegó como una suave lluvia sobre los cerros; vino tan fácilmente, tan naturalmente como la noche cercana. No había esfuerzo de ninguna clase ni control con sus concentraciones y distracciones; no había un ordenar ni un perseguir; no existía en la meditación un negar o un aceptar, ni continuidad alguna de la memoria. El cerebro permanecía atento a cuanto lo rodeaba, pero silencioso, sin réplica, despreocupado pero reconociéndolo todo sin reaccionar. Estaba muy quieto y las palabras se habían desvanecido junto con el pensamiento. Se hallaba presente esa extraña energía -puede llamársela por cualquier otro nombre, ello no tiene importancia alguna-, una energía profundamente activa, sin objeto ni propósito; esa energía era creación, creación sin lienzo y sin mármol, y era también destrucción; no era el producto del cerebro humano, de la expresión y la decadencia. Era inaccesible, no podía ser clasificada y analizada, y el pensamiento y el sentimiento no son los instrumentos para su comprensión. No tenía absolutamente ninguna relación con nada; estaba totalmente sola en su vastedad e inmensidad. Y mientras uno avanzaba por ese camino que se iba oscureciendo, había el éxtasis de lo imposible; no del logro, del llegar, del éxito y todas esas inmaduras urgencias y respuestas, sino la profunda y vasta soledad de lo imposible. Lo posible

es mecánico y lo imposible puede ser contemplado, tanteado y tal vez alcanzado, lo cual a su vez lo torna mecánico. Pero el éxtasis no tenía causa ni razón. Estaba simplemente ahí, no como una experiencia sino como un hecho, no para ser aceptado o negado, ni para ser discutido o disecado. No era una cosa que pudiera buscarse, porque no hay sendero que conduzca hacia ella. Todo tiene que morir para que ella sea; muerte, destrucción, vale decir, amor. Un pobre, agotado trabajador con ropas sucias y rasgadas, volvía al hogar con su vaca esquelética. Noviembre 1 El cielo ardía con colores fantásticos, grandes salpicaduras de un fuego increíble; por el sur las nubes eran llamas de un color explosivo y cada nube ardía con más intensa furia que las otras. El sol se había puesto detrás del cerro con figura de esfinge, pero allí no había color, todo era opaco, triste, sin la serenidad de un hermoso atardecer. Pero el este y el sur contenían en si toda la grandeza de un día que muere. Hacia el este el cielo era azul, el azul de una campánula, flor tan delicada que el solo tocarla implica quebrar sus tiernos, transparentes pétalos; era un azul intenso increíblemente iluminado por un verde pálido, por una violeta y por la sutileza del blanco; rayos de este fantástico azul se difundían de este a oeste cruzando todo el cielo. Y el sur albergaba ahora enormes incendios que nunca podrían ser extinguidos. A lo largo del vivo verde de los arrozales había una extensión sembrada con caña de azúcar en flor; aun flores plumosas, de un violeta claro teñido con el tierno y suave beige de una tórtola; la plantación, penetrada por la luz del ocaso, se extendía cubriendo y atravesando los deliciosos arrozales verdes y se prolongaba hacia los cerros que eran casi del mismo color que la flor de la caña de azúcar. Los cerros se aliaban con las flores, con la roja tierra y el cielo que se iba oscureciendo, y voceaban su júbilo y su encanto ante la gloria de ese atardecer. Iban apareciendo las estrellas; pronto ya no hubo una sola nube y cada estrella resplandecía con sorprendente brillantez en medio de un cielo lavado por la lluvia. Y esta mañana temprano, con el alba aún lejana, Orión reinaba en el cielo y los cerros permanecían silenciosos. A través del valle, el solitario y grave ulular de un búho fue contestado por el alegre grito de otro en un tono más alto; en el aire todavía puro sus voces alcanzaban una gran distancia, y ahora llegaban más cerca hasta que parecieron aquietarse entre un grupo de árboles; luego, rítmicamente, siguieron llamándose, uno en tono más bajo que el otro, hasta que se oyó el grito de un hombre y un perro comenzó a ladrar. La meditación tenía lugar en el vacío, un vacío sin fronteras. El pensamiento no podía seguirla; había quedado donde comienza el tiempo, y no existía sentimiento alguno que pudiera distorsionar el amor. Era éste un vacío sin espacio. El cerebro no participaba de ninguna manera en esta meditación; estaba completamente silencioso, y en ese silencio se movía hacia adentro y hacia afuera de sí mismo, pero no compartía en modo alguno este inmenso vacío. La totalidad de la mente recibía o percibía o tenía conciencia de lo que estaba ocurriendo y, sin embargo, aquello no se encontraba fuera de ella misma como algo extraño, ajeno. El pensamiento impide la meditación, pero es sólo por medio de la meditación que este impedimento puede disolverse. Porque el pensamiento disipa energía, y la esencia de la energía es la libertad con respecto al pensamiento y al sentimiento. 2 El cielo se había nublado muchísimo, los cerros estaban cargados de nubes y éstas se acumulaban en todas las direcciones. Lloviznaba a gotas y no se veía por ninguna parte un retazo de cielo azul; el sol se había puesto en la penumbra y los árboles se hallaban apartados y distantes. Había una vieja palmera que ahora se destacaba contra la oscuridad del cielo y que contenía en si toda la luz que aún pudiera subsistir; los lechos de los ríos permanecían silenciosos, la roja arena estaba húmeda pero no se escuchaba su canto; los pájaros habían callado buscando refugio entre las gruesas hojas. Desde el nordeste soplaba una brisa y con ella vinieron nubes todavía más oscuras y más llovizna, pero la lluvia aún no había empezado en serio; todo eso vendría más tarde con furia acumulada. El camino que hay enfrente estaba vacío; era un camino tosco, rojizo y arenoso, y los oscuros cerros lo desdeñaban; era un camino agradable, con escasos automóviles, y los aldeanos lo utilizaban para ir de un pueblo a otro con sus carretas de bueyes; estaban sucios, andrajosos, esqueléticos y con los estómagos hundidos, pero eran fuertes en su flacura y muy pacientes; habían vivido de este modo por siglos y ningún gobierno va a cambiar esto en una noche. Pero estas personas tenían una sonrisa aunque sus ojos estaban cansados. Podían bailar después de una dura jornada de trabajo, y había fuego en ellos, no se sentían desesperadamente vencidos. La tierra no había tenido buenas lluvias por muchos años y éste quizá fuera uno de esos años afortunados que podrían significar más alimento para ellos y forraje para el flaco ganado. Y el camino proseguía hasta unirse, a la entrada del valle, con la gran carretera por la que circulaban unos pocos autobuses y automóviles. Y en esta carretera, mucho más lejos, estaban las ciudades con su suciedad, sus industrias, las casas lujosas, los templos y las mentes insensibles. Pero aquí, en este camino libre y abierto, había soledad, y estaban los numerosos cerros, llenos de siglos e indiferencia.

Meditar es vaciar la mente de todo pensamiento, porque el pensamiento y el sentimiento disipan energía; son reiterativos y dan origen a actividades mecánicas que, si bien constituyen una parte necesaria de la existencia, sólo son una parte; el pensamiento y el sentimiento no pueden penetrar en la inmensidad de la vida. Se necesita un acceso por completo diferente, no por la ruta del hábito, de la relación y lo conocido; debe haber libertad respecto todo esto. La meditación consiste en vaciar la mente de lo conocido. Esto no puede hacerlo el pensamiento, ni las ocultas insinuaciones que provienen del pensamiento; la mente no puede vaciarse de lo conocido por medio del deseo en la forma de plegaria ni por la autodestructiva hipnosis de las palabras, imágenes, esperanzas y vanidades. Todas estas cosas deben llegar a su fin fácilmente, sin esfuerzo ni opción alguna, en la llama de la percepción alerta. Y mientras uno paseaba por ese camino, tenía lugar un completo vaciado del cerebro y la mente estaba libre de toda experiencia, de todo conocimiento del ayer, aun cuando hubieran sido mil oyeres. El tiempo, producto del pensamiento, se había detenido; literalmente, no había movimiento alguno hacia adelante o atrás; no había un partir o un llegar o un estarse quieto. El espacio, como distancia, no existía; estaban los cerros y los arbustos, pero no como lo alto y lo bajo. No había relación con nada, pero existía una lúcida y atenta percepción del puente y de los transeúntes. La totalidad de la mente, que incluye al cerebro con sus pensamientos y sentimientos, estaba vacía; y a causa de este vacío había energía, una energía sin medida expandiéndose en anchura y profundidad. Toda comparación, toda medida pertenecen al pensamiento y, por consiguiente, al tiempo. «Lo otro» era la mente sin el tiempo; era el hálito de la inocencia y la inmensidad. Las palabras no son la realidad; son solamente medios de comunicación, pero no son la inocencia y lo inconmensurable. Sólo existía el vacío. 3 Había sido un día triste, pesado, con las nubes agolpándose permanentemente y lloviendo con violencia. Los rojos lechos de los ríos tenían ya un poco de agua, pero la tierra necesitaba muchísima más lluvia para que los grandes desagües, los tanques y los pozos se llenaran; no volvería a llover por varios meses y el ardiente sol calcinaría la tierra. Esta parte del país necesitaba urgentemente del agua y cada gota era bienvenida. Uno había permanecido dentro de la casa durante todo el día y era agradable salir. Llovía a cántaros, bajo cada árbol había un charco y el agua chorreaba de los árboles y corría por los caminos. Estaba oscureciendo; los cerros eran visibles y se destacaban contra el cielo con el mismo color sombrío de las nubes, los árboles permanecían silenciosos e inmóviles, perdidos en sus cavilaciones; se habían recogido en si mismos y rehusaban comunicarse. De pronto, uno fue consciente de esa extraña presencia de «lo otro»; estaba ahí y había estado ahí, sólo que habían tenido lugar pláticas, entrevistas con la gente, etc., y el cuerpo no había descansado lo necesario como para percibir esa maravillosa cualidad de lo extraño, pero al salir afuera «aquello» estaba ahí y sólo entonces uno se dio cuenta de que había estado ahí todo el tiempo. No obstante, ello fue súbito e inesperado, con esa intensidad que es la esencia misma de la belleza. Uno iba descendiendo con ello por el camino, no como si fuera algo separado, no como una experiencia, como algo para observar o examinar, para recordar. Estos son los medios que utiliza el pensamiento, pero el pensamiento había cesado y, por tanto, no había experiencia de aquello. Toda experiencia es separativa y perjudicial, es parte de la maquinaria del pensamiento, y todos los procesos mecánicos están sometidos al deterioro. Cada vez aquello era algo totalmente nuevo, y lo que es nuevo no tiene relación alguna con lo conocido, con el pasado. Y había belleza, belleza más allá de todo pensamiento y sentimiento. No se escuchaba el llamado del búho a través del silencioso valle; era muy temprano; el sol tardaría aun varias horas en asomar sobre los cerros. Estaba nublado y las estrellas no eran visibles; si el cielo estuviera despejado, Orión se encontraría de este lado de la casa, mirando al occidente, pero por todas partes reinaban la oscuridad y el silencio. El hábito y la meditación jamás pueden morar juntos; la meditación nunca puede volverse un hábito, nunca puede seguir el patrón formulado por el pensamiento que forma el hábito. La meditación es la destrucción del pensamiento, y no el pensamiento prisionero de sus propios enredos, visiones e inútiles empeños. El pensamiento, al hacerse trizas contra su misma insignificancia, es el estallido de la meditación. Esta meditación tiene su movimiento propio, un movimiento sin dirección y, por tanto, sin causa. Y en esa habitación, en ese peculiar silencio que hay cuando las nubes están bajas tocando casi las copas de los árboles, la meditación era un movimiento en el cual el cerebro se vaciaba a sí mismo hasta quedar inmóvil y silencioso. Era un movimiento de la totalidad de la mente en el vacío, y había intemporalidad. El pensamiento es materia cautiva del tiempo; nunca es libre, nunca es nuevo; cada experiencia refuerza el cautiverio y, por consiguiente, hay dolor. La experiencia jamás puede liberar al pensamiento; lo vuelve más agudo, pero el refinamiento no es la terminación del dolor. El pensamiento, por astuto, por experimentado que sea, jamás puede terminar con el dolor; puede escapar del dolor, pero no puede terminar con él. El cese del dolor es el cese del pensamiento. Nadie hay que pueda poner fin al pensamiento, no pueden hacerlo sus propios dioses, sus ideales, dogmas y creencias. Cada pensamiento, por sabio o insignificante que pueda ser, moldea la respuesta al reto de la vida ilimitada, y esta respuesta del tiempo

engendra dolor. El pensamiento es mecánico, de modo que nunca puede ser libre; sólo en la libertad no hay dolor. El fin del pensamiento es el fin del dolor. 4 Había estado amenazando llover pero nunca llovió; los azules cerros se veían cargados de nubes, las que siempre estaban cambiando, trasladándose de un cerro a otro; pero había una nube de color gris blancuzco que, habiéndose formado sobre uno de los cerros del lado oriental, ahora se prolongaba hacia el oeste extendiéndose sobre las numerosas colinas que se recortaban en el horizonte; parecía empezar ahí, en la ladera de cerro, y continuar con un movimiento rotatorio hacia el horizonte occidental, vivamente iluminado por el sol poniente; era blanca y gris, pero en lo profundo era de color violeta, un púrpura desvaído; parecía arrastrar consigo los cerros que cubría. A través de una brecha en el oeste, el sol se ponía en medio de una furia de nubes, y los cerros se oscurecían tornándose cada vez más grises, y los árboles estaban cargados de silencio. Hay una enorme, vieja y solitaria higuera de Bengala, al borde del camino; es un árbol realmente magnifico, inmenso, vital, indiferente, y en ese anochecer era el señor de los cerros, de la tierra y de los ríos; ante su majestad las estrellas parecían insignificantes. Por ese camino iba un aldeano con su mujer, el marido delante guiando y la esposa detrás siguiéndolo; se veían un poco más prósperos que los otros con los que uno se cruzaba en el camino. Pasaron junto a nosotros y se nos adelantaron, ella sin mirarnos en ningún momento y él con los ojos puestos en la aldea distante. Alcanzamos a la mujer; era pequeña, nunca levantaba los ojos del suelo; no estaba muy limpia; vestía un sari verde, manchado, y su blusa, de color salmón, estaba impregnada de sudor. Llevaba una flor en su aceitado cabello y caminaba con los pies desnudos. Su rostro era moreno y se desprendía de ella una gran tristeza. Su andar tenía, no obstante, cierta firmeza y jovialidad que de ningún modo afectaban su tristeza; cada cosa tenía su existencia propia, independiente, vital y sin relación la una con la otra. Pero había una gran tristeza y uno la sentía inmediatamente; era una tristeza irremediable, sin salida, sin posibilidad alguna de alivio, de cambio. Estaba ahí y estaría ahí. La mujer se encontraba al otro lado del camino, unos metros más lejos, y nada podía afectarla. Caminamos lado a lado por un rato, y ella pronto se desvió para cruzar el rojo lecho de arena y proseguir hacia su aldea, con el marido delante guiando sin mirar nunca hacia atrás, y ella siguiéndolo. Antes de que ella se desviara, estaba ocurriendo algo muy Brioso. Los pocos metros de camino que había entre nosotros desaparecieron, y con ello desaparecieron también las dos entidades; sólo existía esa mujer caminando en su impenetrable tristeza. No era una identificación con ella, ni un irresistible impulso de simpatía y afecto; estas cosas existían pero no eran la causa del fenómeno. La identificación con otro, por profunda que sea, mantiene aun la separación y la división; sigue habiendo dos entidades, una identificándose con la otra, un proceso consciente e inconsciente que actúa a través del afecto o del odio; en eso hay alguna clase de esfuerzo, sutil o manifiesto. Pero aquí no había nada de eso en absoluto. Ella era el único ser humano que existía en ese camino. Ella era y el otro no era. No se trataba de una fantasía o una ilusión sino de un hecho simple, y ningún razonamiento o explicación, por hábil y sutil que fuera, podría alterar ese hecho. Incluso cuando ella se desvió y se iba alejando, el otro no existía en ese camino recto que se prolongaba por delante. Pasó algún tiempo antes de que el otro se encontrara a si mismo andando junto a un largo montón de piedras quebradas y listas para ser utilizadas en la reparación del camino. Fue a lo largo de ese camino, frente a la hondonada de los cerros meridionales, que advino «lo otro» con una intensidad y un poder tales que sólo con enorme dificultad pudo uno sostenerse en pie y proseguir andando. Era como una furiosa tempestad, pero sin el viento ni el ruido; su intensidad era arrolladora. Extrañamente, cada vez que ello adviene es siempre algo nuevo; nunca es lo mismo, y siempre es imprevisto. No es una cosa fuera de lo ordinario, alguna energía misteriosa; «lo otro» es misterioso en el sentido de que es algo que está más allá del tiempo y del pensamiento. Una mente que se halla prisionera del tiempo y del pensamiento, jamás podrá abarcarlo. No es una cosa para ser comprendida, no más de lo que el amor puede ser analizado y comprendido; pero sin esta inmensidad, sin esta fuerza y energía, la vida, la existencia toda a cualquier nivel, se vuelve una cosa triste y trivial. Hay en ello una condición absoluta, no una finalidad; es energía absoluta; existe por sí misma, sin causa; no es la energía última, final, porque es la energía en su totalidad. Toda forma de energía y acción debe cesar para que ello sea. Pero en esta energía está contenida toda acción. Quien ama puede hacer lo que quiera. Para que ello exista tiene que haber muerte y destrucción total; no la revolución de las cosas externas sino la destrucción total de lo conocido dentro de lo cual se guarece y cultiva toda existencia. Tiene que haber un total vacío, y sólo entonces adviene «lo otro», lo intemporal. Pero este vacío no puede cultivarse; no es el resultado de una causa que pueda comprarse o venderse; ni tampoco es el resultado del tiempo y del proceso evolutivo; el tiempo sólo puede dar origen a más tiempo. La destrucción del tiempo no es un proceso; todos los métodos y procesos prolongan el tiempo. El cese del tiempo es el cese total del pensamiento y del sentimiento. 5

La belleza nunca es personal. Los oscuros cerros azules contenían la luz del atardecer. Había estado lloviendo y ahora aparecieron grandes espacios de azul, un azul que refulgía rodeado por nubes blancas; ese azul hacia que en los ojos destellaran lágrimas olvidadas; era el azul de la infancia y la inocencia. Y ese azul se convirtió en el pálido verde Nilo de las tempranas hojas de primavera, y más allá estaba el rojo fuego de una nube que se apresuraba para cruzar los cerros. Y al otro lado de los cerros se encontraban los nubarrones de la lluvia, oscuros, densos e inmutables, que se acumulaban contra las colinas del oeste; y el sol quedó atrapado entre las colinas y las nubes. El rojo suelo estaba empapado y limpio, y cada árbol y arbusto rezumaban humedad; ya había hojas nuevas; las del mango eran largas y tiernas, de color bermejo, el tamarindo tenia pequeñas hojas brillantes y amarillas, el árbol de la lluvia lucia pimpollos de un verde puro y vivo; después de una larga espera de varios meses con sol calcinante, las lluvias traían alivio a la tierra; el valle entero sonreía. La aldea dominada por la pobreza, estaba sucia, maloliente, y en ella jugaban, gritaban y reían muchos niños; parecían totalmente despreocupados de cualquier cosa que no fuera sus juegos. Sus padres se veían rendidos, macilentos y descuidados; ellos jamás conocerían un día de descanso, limpieza y bienestar; hambre, trabajo y más hambre; eran tristes aunque sonrieran con bastante facilidad; en sus ojos había una irrevocable desesperanza. En todas partes había belleza: en el pasto, en las colinas y en el cielo poblado de nubes. Los pájaros cantaban y, muy en lo alto, un águila volaba en círculos. En los cerros, algunas cabras flacas devoraban toda cosa que crecía; estaban insaciablemente hambrientas, y sus crías brincaban de roca en roca. Eran muy suaves al tacto, su piel brillaba limpia y saludable. El muchacho que cuidaba de ellas estaba cantando sentado sobre una roca, y en ocasiones las llamaba con un grito. El cultivo personal del placer de la belleza es una actividad egocéntrica que conduce a la insensibilidad. 6 Era una madrugada hermosa, clara, las estrellas ardían y en el valle reinaba el silencio. Los cerros se veían oscuros, más oscuros que el cielo, y el aire fresco traía olor a lluvia, aroma de hojas y un intenso perfume de jazmines. Todo dormía, las hojas estaban inmóviles y había magia en la belleza de la mañana; era la belleza de la tierra, de los cielos y del hombre, la belleza de los pájaros dormidos y de la fresca corriente en el seco lecho de un río; era algo increíble y no personal. Había en relación con ello cierta austeridad, no la austeridad cultivada, que es meramente un producto de las actividades del temor y de la resistencia, sino la austeridad de lo total, de lo que es tan absolutamente total que no conoce la corrupción. Ahí, en la galería, con Orión en el cielo del oeste, la furia de la belleza barría las defensas del tiempo. Meditando, fuera de los limites del tiempo, con los ojos puestos en el cielo llameante de estrellas y en la tierra silenciosa, la belleza no es la persecución del placer, no está en las cosas creadas, en las cosas conocidas ni en las desconocidas imágenes y visiones del cerebro con sus pensamientos y sentimientos. La belleza nada tiene que ver con el pensamiento y el sentimiento o con la grata emoción suscitada por un concierto, por una pintura o por el presenciar un partido de fútbol; los placeres del concierto, de los poemas, son tal vez más refinados que el del fútbol, pero están todos dentro del mismo campo, como la misa o algún puja en un templo. Belleza es aquello que está más allá del tiempo y de los dolores y placeres del pensamiento. El pensamiento y el sentimiento disipan energía, y entonces la belleza nunca puede ser vista. La energía, con su intensidad, es indispensable para ver la belleza -la belleza que está fuera de la vista del espectador. Cuando hay uno que ve, un observador, entonces no hay belleza. Ahí, en la perfumada galería, con el amanecer aun lejano y los árboles silenciosos, lo que es esencia es belleza. Pero esta esencia no es experimentable; el experimentar debe terminarse, porque la experiencia tan sólo refuerza lo conocido. Lo conocido jamás es la esencia. La meditación nunca consiste en experimentar más y más; no sólo es ella el fin de la experiencia, que es la respuesta al reto -grande o pequeño- sino que es un abrir la puerta a lo esencial, abrir la puerta de una caldera cuyo fuego lo destruye todo por completo, sin dejar ceniza alguna; no quedan residuos. Nosotros somos los residuos, los que decimos sí a muchos miles de oyeres, a las series continuas de recuerdos interminables, de opciones y desesperación. El Gran Yo y el pequeño yo son el patrón de la existencia, y la existencia es pensamiento y el pensamiento es la existencia, con el dolor que jamás se termina. En la llama de la meditación el pensamiento llega a su fin y con él el sentimiento, porque ninguno de ellos es amor. Sin amor no hay esencia; sin amor sólo hay cenizas, y sobre estas cenizas se basa nuestra existencia. El amor surge desde el vacío. 7 Los búhos comenzaron muy temprano esta mañana a llamarse el uno al otro. Al principio estaban en lugares diferentes del valle: uno en el oeste y el otro en el norte. Su ulular era clarísimo en el aire quieto y llegaba muy lejos. En un comienzo los dos se encontraban a bastante distancia uno de otro y poco a poco se fueron acercando; a medida que lo hacían, sus gritos se tornaban roncos, muy profundos, no tan prolongados sino más cortos e insistentes. Al acercarse más aún, sus mutuos llamados se repetían con una frecuencia mayor; debían ser unos

pájaros grandes; uno no podía verlos porque todavía estaba muy oscuro cuando ambos estuvieron bastante cerca en el mismo árbol y cambió el tono y la cualidad de su ulular. Hablaban entre sí en un tono tan grave y profundo que a duras penas podía escuchárseles. Permanecieron ahí por un tiempo considerable hasta que llegó el amanecer. Luego, lentamente, comenzaron una serie de ruidos, ladró un perro, alguien gritó en voz alta, explotó un cohete -en los últimos días se estaba celebrando alguna clase de fiesta-, se abrió una puerta y cuando hubo más luz comenzaron todos los ruidos del día. Negar es esencial. Mantenerse despierto implica negar hoy sin saber qué traerá el mañana. Negar el patrón social, económico y religioso es estar solo internamente, lo que significa ser sensible. No ser capaz de negar totalmente, es ser mediocre. No poder negar la ambición con todas sus diferentes manifestaciones, es aceptar la norma de la existencia que engendra conflicto, confusión y dolor. Negar al político y, por tanto, al político que hay en nosotros -la respuesta a lo inmediato, la visión de corto alcance- es estar libre de temor. La negación total implica negar lo positivo, el instinto de imitación, la conformidad. Pero esta negación es en sí misma positiva, porque no es una reacción. Negar el patrón aceptado de la belleza -pasada o presente- es descubrir la belleza que está más allá del pensamiento y el sentimiento; pero para descubrirla se necesita energía. Esta energía adviene cuando no hay conflicto, contradicción, y cuando la acción ya no es más una acción parcial. 8 La humildad es la esencia de toda virtud. La humildad no es para ser cultivada, ni lo es la virtud. La moralidad que se considera respetable en cualquier sociedad es un mero ajuste al patrón establecido por el medio social, económico y religioso, pero esta moralidad de ajuste variable no es virtud. El conformismo y la imitativa preocupación por la propia seguridad, llamada moralidad, son la negación de la virtud. El orden nunca es permanente; tiene que ser mantenido de día en día, como una habitación que uno debe limpiar cotidianamente. El orden ha de mantenerse de instante en instante, todos los días. Este orden no es personal, no es el ajuste individual al patrón de las respuestas condicionadas de agrado y desagrado, placer y dolor. Este orden no es un medio para escapar del dolor; la comprensión y el cese del dolor significan virtud, y ésta produce orden. El orden no es un fin en sí mismo; el orden como un fin en sí mismo desemboca en el callejón sin salida de la respetabilidad que implica deterioro y decadencia. El aprender es la misma esencia de la humildad, aprender de todo y de todos. En el aprender no hay jerarquías. La autoridad niega el aprender y un seguidor jamás aprenderá. Detrás de los cerros orientales había una nube solitaria, en llamas con la luz del sol poniente; ninguna fantasía podría imaginar una nube así. Ella era la forma de todas las formas; ningún arquitecto sería capaz de proyectar semejante estructura. Esta nube era el resultado de muchos vientos, de muchos soles y noches innumerables, de ímpetus y tensiones extraordinarias. Otras nubes eran oscuras, carecían de luz, no tenían altura ni profundidad, pero esta única nube hacía estallar el espacio. El cerro tras el cual se hallaba parecía sin vida ni fuerza; había perdido su habitual dignidad y la pureza de sus líneas. La nube había absorbido toda la cualidad propia de los cerros: su poder y su silencio. Bajo la dominante nube descansa el valle, verde y lavado por la lluvia. Después de las lluvias hay algo muy bello en este antiguo valle; se torna espectacularmente verde y brillante, con un verde de todos los matices, y la tierra se vuelve más roja. El aire es puro y las grandes rocas sobre los cerros se ven pulidas, azules, grises y de un pálido color violeta. Había varias personas en la habitación, algunas sentadas sobre el piso y otras en sillas; reinaba la quietud propia de la sensibilidad estimativa y el goce interior. Un hombre tocaba un instrumento de ocho cuerdas. Tocaba con los ojos cerrados, disfrutando al igual que el pequeño auditorio. Ello era sonido puro, y sobre ese sonido cabalgaba uno muy lejos y a gran profundidad; cada nota lo llevaba a uno más y más hacia lo profundo. La cualidad del sonido que producía ese instrumento tornaba infinito el viaje; desde el instante en que lo pulsaba hasta el instante en que se detenía, era el sonido lo que tenía importancia y no el instrumento, ni el hambre, ni el auditorio. Ese sonido tenía el efecto de eliminar todos los otros sonidos, aun los de los cohetes que los niños estaban disparando; uno los oía estallar con su estrépito, pero ello era parte del sonido y el sonido lo era todo -las cigarras que cantaban, los niños que reían, el llamado de una niñita y el sonido mismo del silencio. El hombre debe haber estado tocando por más de media hora, y el viaje prosiguió lejos y a gran profundidad durante todo ese periodo; no era un viaje imaginario, de los que se hacen en alas del pensamiento o en el frenesí de la emoción. Tales viajes duran muy poco y son acompañados por cierta intención o placer; este viaje carecía de intención y en él no había placer. Sólo había sonido y nada más, ni pensamiento ni sentimiento. Ese sonido lo llevaba a uno a través y fuera de los confines do tiempo, y quietamente penetraba en una grande e inmensa vacuidad de la cual no había regreso. Lo que regresa siempre es el recuerdo, algo que ha sido, pero aquí no había recuerdo ni experiencia alguna. La realidad no tiene sombra -no tiene recuerdo. 9

No había una sola nube y el sol descendía tras de los cerros; el aire estaba quieto y no se movía una hoja. Todo parecía hallarse tensamente expectante en la luz de un cielo sin nubes. El reflejo de esa luz vespertina sobre una pequeña extensión de agua junto a la carretera, estaba pleno de energía extática, y la florerilla silvestre al borde del camino era la vida toda. Hay un cerro que parece uno de esos templos antiquísimos que jamás envejecen; era de color purpúreo, más oscuro que el violeta, intenso e impasible en su inmensidad; estaba animado por una luz interna sin sombras, y cada roca y arbusto voceaban su júbilo. Una carreta tirada por dos bueyes venía por el camino cargada con un poco de heno; sobre el heno se hallaba sentado un niño y un hombre conducía la muy ruidosa carreta. Ambos se destacaban nítidamente contra el cielo, en especial el perfil del niño con su nariz y su frente bien definidas, dulces; era el rostro de alguien que nunca había tenido educación y que probablemente nunca la tendría; era un rostro incontaminado, no habituado todavía al rudo trabajo ni a las responsabilidades; era un rostro sonriente. El cielo puro se reflejaba en él. Mientras uno proseguía a lo largo del camino, la meditación parecía la cosa más natural; había en ella fervor y claridad y la ocasión se adaptaba a tal estado. El pensamiento es un desperdicio de energía, y también lo es el sentimiento. Ambos invitan a la distracción, y de ese modo la concentración se vuelve una defensiva absorción en uno mismo, como la de un niño absorto en su juguete. El juguete es fascinante y el niño está perdido en él; si se le quita el juguete se torna intranquilo. Lo mismo con los adultos: sus juguetes son los múltiples escapes. Ahí en el camino, el pensamiento con su sentimiento carecía del poder de absorción; no tenía energía autogenerada. Por consiguiente, llegó a su fin. El cerebro se aquietó, como las aguas se aquietan cuando no hay brisa. Era la quietud que había antes de la creación. Y allí, en ese cerro, muy cerca, un búho comenzó a ulular suavemente, pero de pronto calló; muy alto en el cielo una de esas águilas pardas volaba cruzando el valle. Es ésta la cualidad de quietud que tiene significación; una quietud inducida es estancamiento; la quietud que se compra es una mercadería que difícilmente puede tener valor alguno; una quietud que es el resultado de la represión, del control, de la disciplina, está acompañada por el clamor de la desesperación. No había un solo sonido en el valle ni en la mente, pero la mente fue más allá del valle y del tiempo. Y no existía un regreso porque la mente no se había ido. El silencio es la profundidad del vacío. En la curva de la carretera, el camino desciende suavemente hasta el otro lado del valle a través de un par de puentes que hay sobre los lechos secos de los ríos. La carreta de bueyes se había marchado bajando por ese camino; algunos aldeanos venían subiendo por él, tímidos y silenciosos; en el lecho seco había niños jugando y se escuchaba el reclamo sostenido de un pájaro. Justamente donde el camino dobla hacia el este, advino «lo otro». Llegó derramándose en grandes olas de bendición, espléndido e inmenso. Parecía como si los cielos se hubieran abierto y desde esa inmensidad viniera lo innominable; había estado ahí todo el día, uno lo comprendió de pronto; y únicamente ahora mientras caminaba solo, con los otros un poco lejos, uno se dio cuenta del hecho; y lo que tornaba extraordinario ese hecho era esto que ocurría y que era la culminación de lo que había estado prosiguiendo todo el tiempo, no se trataba de un incidente aislado. Había luz, no la luz del sol poniente ni la poderosa luz artificial, que producen sombras. Esta era una luz sin sombra; era la luz. 10 Un búho ululaba con tono gutural en los cerros; su voz profunda penetraba en la habitación golpeando los oídos. Excepto por ello, todo lo demás estaba silencioso; ni siquiera se escuchaba el croar de una rana o el crujir del paso de algún animal. El silencio se tornaba más intenso entre cada ulular que provenía de los cerros meridionales; estos gritos llenaban el valle y los cerros y el aire vibraba con el llamado. Este no fue contestado por un tiempo muy largo, y cuando llegó la respuesta ésta vino desde muy lejos, de la parte occidental del valle; entre una y otra respuesta estaban el silencio y la belleza de la noche. Pronto llegaría el amanecer, pero ahora había oscuridad; uno podía distinguir los contornos del cerro y los de aquella enorme higuera de Bengala. Las Pléyades y Orión se estaban poniendo en un cielo claro y sin nubes; el aire era fresco gracias a un breve aguacero; tenía un perfume a viejos árboles, lluvia, flores y muy antiguos cerros y colinas. Era realmente una madrugada maravillosa. Lo que ocurría afuera tenía lugar adentro, y la meditación es en verdad un movimiento único, no dividido, de lo externo y lo interno. Los muchos sistemas de meditación no hacen otra cosa que aprisionar a la mente encerrándola en un patrón que ofrece maravillosos escapes y sensaciones; es sólo el inmaduro el que juega con esos sistemas, obteniendo de ellos una gran satisfacción. Sin el conocimiento de uno mismo, toda meditación conduce a lo ilusorio y a las diversas formas de autoengaño, factual e imaginario. Éste era un movimiento de intensa energía, una energía que el conflicto jamás conocerá. El conflicto pervierte y disipa la energía, tal como lo hacen los ideales y la conformidad. El pensamiento había desaparecido, y con éste el sentimiento, pero el cerebro estaba activo y totalmente sensible. Todo movimiento, toda acción que tiene tras de sí un motivo, es inacción; es esta inacción la que corrompe la energía. El amor con un motivo deja de ser amor; hay amor sin motivo. El cuerpo se hallaba totalmente inmóvil y el cerebro completamente quieto, y ambos estaban realmente atentos, perceptiblemente alertas a todo, pero no había pensamiento ni movimiento, alguno. No era una forma de hipnosis, un estado

inducido, porque no había nada que ganar con ello, ni visiones ni sensaciones, nada de todo ese tonto negocio. Se trataba de un hecho, y un hecho carece de placer o dolor. Y este hecho era ajeno a todo reconocimiento, a lo conocido. Llegaba el amanecer y con él advino «lo otro» que es, esencialmente, parte de la meditación. Ladró un perro y el día había comenzado. 11 Sólo existen los hechos, no hechos más grandes o más pequeños. El hecho, lo que es, no puede ser comprendido si se aborda con opiniones o juicios; son entonces las opiniones, los juicios, los que se convierten en el hecho, y éste no es el hecho que uno desea comprender. Si uno sigue el hecho, si observa el hecho, lo que es, entonces el hecho enseña, y su enseñanza nunca es mecánica; y el seguir sus enseñanzas, el escuchar, el observar, tienen que ser agudos; esta atención es negada si existe algún motivo para el escuchar. El motivo disipa la energía, la deforma; la acción con un motivo es inacción, conduce a la confusión y al dolor. El dolor ha sido engendrado por el pensamiento, y el pensamiento, al alimentarse de si mismo, forma el «yo» y el «mí». Así como una máquina tiene vida, del mismo modo la tienen el yo y el mi, una vida que es alimentada por el pensamiento y el sentimiento. El hecho destruye esta maquinaria. La creencia es completamente innecesaria, como lo son los ideales. Ambos disipan la energía indispensable para seguir el desenvolvimiento del hecho, de lo que es. Las creencias, al igual que los ideales, son escapes del hecho, y en el escapar no hay fin para el dolor. El cese del dolor es la comprensión del hecho de instante en instante. No hay sistema ni método que pueda dar comprensión; sólo puede darla la lúcida percepción sin opciones de un hecho. La meditación conforme a un sistema significa eludir el hecho de lo que uno es; es muchísimo más importante comprenderse a sí mismo, comprender el constante cambio de los hechos que se relacionan con uno mismo, que meditar para encontrar a Dios, para tener visiones, sensaciones y demás formas de entretenimiento. Un cuervo estaba graznando fuera de sí; se hallaba posado sobre una rama de espeso follaje. No ara visible; otros cuernos vinieron y se fueron, pero él seguía sin siquiera detenerse en su agudo, penetrante graznido; estaba enojado con algo o quejándose de algo. Las hojas temblaban a su alrededor y ni aun las pocas gotas de lluvia lograron acallarlo. Se hallaba completamente absorto en aquello que lo estaba perturbando, fuere lo que fuere. Salió, se sacudió y voló más lejos sólo para reanudar su penetrante lamento; luego se cansó y se detuvo. Y del mismo cuervo, del mismo lugar, llegó un graznido diferente, sumiso, una cosa entre amigable y seductora. Había otras aves en el árbol, el cuclillo de la India, un brillante pájaro amarillo de alas negras, un pájaro voluminoso de color gris plateado, uno de tantos que estaba escarbando a los pies del árbol. Una pequeña ardilla listada vino corriendo y trepó al árbol. Todos estaban ahí, en ese árbol, pero la voz del cuervo era la más alta y persistente. El sol apareció entre las nubes y el árbol proyectó una densa sombra, y desde el otro lado de la pequeña, estrecha depresión del terreno, llegaron los sones extrañamente patéticos de una flauta. 12 El cielo había estado todo el día cubierto con pesadas nubes oscuras, pero éstas no trajeron lluvia, y de no llover intensamente y por muchas horas, la gente sufrirla, la región se despoblaría y no se escucharían voces en el lecho del río; el sol quemaría el suelo, desaparecería el verde de estas pocas semanas y la tierra quedaría desnuda. Un verdadero desastre que significaría sufrimiento para todas las aldeas de los alrededores; éstas estaban habituadas al sufrimiento, a las privaciones, a la carencia de comida. La lluvia era una bendición y de no llover ahora va no llovería durante los próximos seis meses, y el suelo se empobrecería tornándose arenoso, pétreo. Los campos de arroz deberían ser regados con el agua de los pozos y existiría el peligro de que éstos también se secaran. La existencia resultaba dura, brutal, con muy pocos placeres. Los cerros eran indiferentes; ellos habían presenciado los sufrimientos de generación en generación; habían visto todas las variedades de la desdicha, el llegar y el partir de las gentes, porque eran algunos de los más antiguos cerros del mundo; ellos sabían, pero poco podían hacer. Sus bosques eran derribados por los hombres, que usaban los árboles para leña, las cabras destruían sus arbustos, y la gente tenía que vivir. Y ellos, los cerros, eran indiferentes; el sufrimiento jamás podría alcanzarlos; se mantenían distantes y, aunque se encontraban tan cerca, en realidad estaban muy lejos. Esta mañana se veían azules, y algunos eran violáceos y grises en su verdor. Ellos no podían prestar ayuda alguna pese a que eran fuertes y bellos, con el sentimiento de esa paz que adviene tan natural y fácilmente, con profunda intensidad interna; paz completa y sin raíces. Pero no habría paz ni abundancia si las lluvias no llegaban. Es algo terrible que la felicidad de uno dependa de la lluvia; los ríos y canales de irrigación se encontraban muy lejos, pero el gobierno estaba ocupado con su política y sus sistemas. Lo que se necesita es el agua, el agua que está tan llena de luz y que danza infatigablemente, no palabras y esperanzas. Estaba lloviznando y a baja altura sobre el cerro había un arco iris fantástico y delicado; circundaba las copas de los árboles y llegaba al otro lado de las colinas septentrionales. No duró mucho porque la llovizna fue

cosa pasajera; pero sobre las hojas del voluminoso árbol cercano, tan parecidas a las de la mimosa, la llovizna había depositado innumerables gotitas. Sobre estas hojas se estaban bañando tres cuervos, mientras agitaban sus plumas de color gris oscuro para recoger las gotas en la parte inferior de las alas y de los cuerpos; se llamaban el uno al otro y sus graznidos reflejaban placer; cuando no hubo más gotas se trasladaron a otra parte del árbol. Lo miraban a uno con sus ojos brillantes, y sus picos realmente negros eran muy afilados. Existe una pequeña corriente muy cercana en uno de los lechos secos, y también hay una canilla que pierde agua y que forma un modesto charquito para los pájaros que acuden allí a menudo; pero estos tres cuervos deben haber tenido el capricho de tomar su baño matinal entre las frías, refrescantes hojas. Es un árbol anchísimo en su extensión y muchos pájaros acuden a él durante el mediodía en busca de refugio. Siempre hay allí algún pájaro, llamando o parloteando o rezongando. Los árboles son bellos en la vida y en la muerte; viven y jamás piensan en la muerte; siempre se están renovando a sí mismos. Qué fácil es degenerar, en todas las formas; al dejar que el cuerpo se desgaste, que se vuelva perezoso, gordo; al permitir que se sequen los sentimientos, al complacerse la mente en su superficialidad tornándose mezquina e insensible. Una mente lista es una mente superficial, no puede renovarse a sí misma y, por tanto, se marchita en su propia mezquindad; se deteriora por el ejercicio de su frágil agudeza, por su pensamiento. Cada pensamiento conforma a la mente en el molde de lo conocido; cada sentimiento, cada emoción, por refinados que sean, son vanos, significan desgaste, y el cuerpo alimentado con pensamientos y sentimientos termina por perder su sensibilidad. No es la energía física -aunque ésta es necesaria- la que se abre paso en medio del tedioso embotamiento; no es el entusiasmo o el sentimentalismo lo que puede producir sensibilidad en la totalidad del propio ser; el entusiasmo y el sentimentalismo corrompen. El factor que desintegra es el pensamiento, porque el pensamiento tiene sus raíces en lo conocido. Una vida basada en el pensamiento y sus actividades, se vuelve mecánica; por suave que pueda deslizarse, su acción será siempre una acción mecánica. La acción con un motivo disipa energía y así sobreviene la desintegración. Todos los motivos, conscientes o inconscientes, se engendran en lo conocido. Una vida hecha de lo conocido, aunque se proyecte en el futuro como lo desconocido, es decadencia; en esa vida no existe la renovación. El pensamiento nunca puede producir inocencia y humildad. Sin embargo, sólo la inocencia y la humildad pueden mantener la mente joven, sensible, incorruptible. Liberarse de lo conocido significa terminar con el pensamiento; morir para el pensamiento, de instante en instante, es estar libre de lo conocido. Es esta muerte la que pone fin a la decadencia. 13 Hay una enorme roca que se destaca por sí misma desde los cerros meridionales; cambia su color de hora en hora, es roja, es mármol rosa profundo intensamente pulido, es de un apagado rojo ladrillo, es una terracota tostada por el sol y lavada por la lluvia, es de un desvaído gris verde-amarillento, o una flor de múltiples matice; y a veces parece meramente un bloque de piedra sin vida alguna. Es todas estas cosas, y en esta mañana, justo cuando el amanecer tornaba grises las nubes, esta roca era un fuego, una llama entre los verdes arbustos; es caprichosa como una persona mimada, pero sus estados de ánimo nunca son tenebrosos, amenazantes; ella siempre tiene color, llameante o sereno, estridente o risueño, acogedor o retraído. Podría ser uno de esos dioses a los que se adora; sin embargo, es sólo una roca plena de color y dignidad. Cada uno de estos cerros parece tener en sí algo especial, ninguno es demasiado alto, son duros en un clima que es duro, parecen esculpidos por una explosión. Es como si acompañaran al valle, no demasiado grande, muy alejado de las ciudades y del tráfico; el árido valle que es verde cuando llueve. La belleza del valle son los árboles en medio de los florecientes arrozales. Algunos de los árboles son macizos, de grandes troncos y ramas, con formas espléndidas; otros aguardan expectantes las lluvias, mal desarrollados pero creciendo pausadamente; hay otros que tienen hojas y sombra en abundancia. No hay demasiados de ellos, pero los que sobreviven son realmente muy hermosos. La tierra es roja y los árboles son verdes y los arbustos crecen muy pegados al rojo suelo. Todos sobreviven durante meses a los duros días asoleados y sin lluvia y, cuando por fin llueve, se regocijan y su regocijo sacude la quietud del valle; cada árbol, cada arbusto es un clamor de vida y el verde de las hojas es algo increíble; los cerros también se unen al júbilo y esa gloria abarca toda la tierra. No se escuchaba sonido alguno en el valle; estaba oscuro y no se movía ninguna hoja; amanecería en una hora o algo así. La meditación no es una autohipnosis inducida por las palabras o el pensamiento, por la repetición o la imagen; toda imaginación, de cualquier clase que sea, debe ser desechada, puesto que las imágenes conducen a la ilusión. Lo que importa es la comprensión de los hechos y no las teorías, las búsquedas de conclusiones y el ajustarse a las mismas, o el ambicionar visiones. Todo esto debe ser descartado; la meditación significa comprender estos hechos y, de ese modo, ir más allá de ellos. El principio de la meditación es el conocimiento de uno mismo; de otro modo, lo que se llama meditación conduce a todas las formas de necedad e inmadurez. Era temprano y el valle estaba dormido. Al despertar, la meditación era la continuación de lo que había estado ocurriendo; el cuerpo se hallaba totalmente inmóvil; no había sido aquietado sino que estaba quieto; no

había pensamiento pero el cerebro estaba alerta, sin sensación alguna; no existían el pensamiento ni el sentimiento. Y se inició un movimiento intemporal. La palabra es tiempo, la palabra indica espacio; la palabra es del pasado o del futuro, pero el presente activo carece de palabras. Lo que está muerto puede ponerse en palabras, pero no lo que es vida. Toda palabra que se emplea para comunicarse acerca del vivir es la negación del vivir. Este era un movimiento que pasaba a través y entre los muros del cerebro, pero el cerebro no tenía contacto con él; el cerebro era incapaz de seguirlo o de reconocerlo. Este movimiento era algo no engendrado por lo conocido; el cerebro podía seguir lo conocido así como podía reconocerlo, pero aquí no era posible ninguna clase de reconocimiento. Un movimiento tiene dirección, pero éste no la tenía; y no era estático. Debido a que no tenía dirección alguna, era la esencia misma de la acción. Toda dirección es un producto de las reaccione o de las influencias. Pero la acción que no es el resultado de las reacciones, compulsiones o influencias, es energía total. Esta energía, el amor, tiene su propio movimiento. Pero la palabra amor, lo conocido, no es amor. Sólo existe el hecho, la libertad con respecto a lo conocido. La meditación era la explosión del hecho. Nuestros problemas se multiplican y continúan; la continuación de un problema pervierte y corrompe la mente. Un problema es un conflicto, una cuestión que no ha sido comprendida; este problema se transforma en cicatrices y eso destruye la inocencia. Todo conflicto debe ser comprendido y, de ese modo, terminado. Uno de los factores de deterioro es la vida continuada de un problema; cada problema engendra otro problema, y una mente abrasada por los problemas, personales o colectivos, sociales o económicos, se halla en estado de deterioro. 14 La sensibilidad y la sensación son dos cosas diferentes. Las sensaciones, las emociones, los sentimientos dejan residuos cuya acumulación embota y deforma. Las sensaciones son siempre contradictorias y, por tanto, conflictivas; el conflicto embota la mente, pervierte la percepción. Apreciar la belleza en términos de sensación, de agrado y desagrado, es no percibir la belleza; la sensación sólo puede dividirse como belleza y fealdad, pero la división no es belleza. Debido a que las sensaciones, sentimientos engendran conflicto, para evitar el conflicto se ha abogado por la disciplina, el control, la represión; pero esto sólo genera resistencia y, de ese modo, incrementa el conflicto y produce mayor entorpecimiento e insensibilidad. El santo control y la represión son la santa insensibilidad y la brutal torpeza que tanto se respetan. Para tornar a la mente más estúpida e insensible, se han inventado y divulgado los ideales y las conclusiones. Todas las formas de sensaciones, por refinadas o groseras que puedan ser, cultivan la resistencia y son causa de deterioro. La sensibilidad es el morir a cada residuo de sensación; ser sensible, total e intensamente sensible a una flor, a una persona, a una sonrisa, es no tener cicatrices en la memoria, porque toda cicatriz destruye la sensibilidad. Estar alerta a cada sensación, sentimiento o pensamiento a medida que brotan, de instante en instante, sin preferencia alguna, es estar libre de cicatrices sin permitir que se forme ni una sola de ellas. Las sensaciones, los sentimientos, los pensamientos son siempre parciales, fragmentarios y destructivos. La sensibilidad es una armonía total de cuerpo, mente y corazón. El conocimiento es mecánico y funcional; cuando el conocimiento, la capacidad se utiliza para adquirir status, engendra conflicto, antagonismo, envidia. El cocinar y el gobernar son funciones, y cuando el status se introduce furtivamente en cualquiera de las dos, entonces empiezan las disputas, el esnobismo y el culto de la posición, la función y el poder. El poder es siempre perverso, y es esta perversidad la que corrompe a la sociedad. La importancia psicológica de la función produce la jerarquía del status. Negar las jerarquías es negar el status; hay jerarquía de función pero no de status. Las palabras son de poca importancia, lo que tiene inmensa significación es el hecho. El hecho nunca es causa de dolor, pero las palabras que ocultan el hecho y escapan de él, sí engendran conflicto y desdicha incalculables. Un grupo compacto de ganado estaba pastando en la verde pradera; todos los animales eran de un color pardo con diferentes matices, y cuando se movían en conjunto era como si se moviese la tierra. Son animales bastante grandes, indolentes, siempre importunados por las moscas; están especialmente cuidados y alimentados, no como los de la aldea; aquellos son pequeños, esqueléticos, rinden muy poco, huelen bastante mal y parecen eternamente hambrientos. Siempre hay algún muchacho o una niña con el ganado, gritándole, hablándole, llamándolo. La vida es difícil en todas partes, hay enfermedad y muerte. Una mujer ya anciana pasa cerca todos los días llevando un cacharro pequeño con leche o alguna clase de comida; es tímida, se nota que le faltan los dientes; sus ropas están sucias y hay desdicha en su rostro; ocasionalmente sonríe, pero es una sonrisa más bien forzada. Viene de la aldea cercana y anda siempre con los pies desnudos; son pies sorprendentemente pequeños y ásperos, pero en esa mujer hay fuego; es una anciana flaca pero toda nervio y vigor. Su manso caminar no es manso en absoluto. En todas partes hay desdicha y una sonrisa forzada. Los dioses han desaparecido excepto en los templos, y el poderoso de la tierra jamás tiene ojos para esa mujer. Está lloviendo, una prolongada y densa llovizna, y las nubes envuelven a los cerros. Los árboles siguen a las nubes y éstas son perseguidas por los cerros; el hombre es dejado atrás.

15 Amanecía; los cerros se ocultaban entre las nubes y todos los pájaros estaban cantando, llamándose, chillando; una vaca mugía y aullaba un perro. Era una mañana agradable, la luz era suave y el sol se hallaba detrás de los cerros y las nubes. Alguien estaba tocando una flauta bajo la antigua y enorme higuera de Bengala; el sonido era acompañado por el de un pequeño tambor. La flauta dominaba al tambor y llenaba el aire; sus muy tiernas y dulces notas parecían penetrar en el propio ser; uno sólo escuchaba esas notas aunque hubiera otros sonidos; las variables vibraciones del pequeño tambor llegaban a uno a través de las ondas de la flauta, y el áspero grito del cuervo venía con el tambor. Todos los sonidos penetran; uno resiste a algunos y acoge a otros, los agradables y los desagradables, y así es como uno los desperdicia. La voz del cuervo venía con el tambor y el tambor cabalgaba sobre la delicada nota de la flauta, y de ese modo la totalidad del sonido podía penetrar profundamente más allá de todo placer o resistencia. Y había en ello una gran belleza, no la belleza que conocen el pensamiento y el sentimiento. Y sobre ese sonido viajaba la explosiva meditación; y en esa meditación se reunían la flauta, el palpitante tambor, el áspero graznido del cuervo y todas las cosas de la tierra, que así daban hondura e inmensidad a la explosión. La explosión es destructiva y la destrucción es la tierra y la vida, como lo es el amor. Esa nota de la flauta es explosiva si dejamos que lo sea, pero no la dejamos, porque queremos una vida segura, sin riesgos, y así la vida llega a ser un asunto bastante insípido; habiendo hecho de ella algo insípido, tratamos de dar una significación, un propósito a la fealdad y a la trivial belleza que la acompaña. Y así la música es algo que debe procurarnos goce despertando gran cantidad de sentimientos, tal como lo hace el fútbol o algún ritual religioso. Los sentimientos, las emociones son una disipación de energías, y así fácilmente se transforman en odio. Pero el amor no es una sensación, una cosa capturada por el sentimiento. Escuchar completamente, sin resistencia, sin barrera alguna, es el milagro de la explosión que hace pedazos lo conocido, y escuchar esa explosión sin motivo alguno, sin una dirección determinada, es penetrar donde el pensamiento, el tiempo, no puede proseguir. El valle tiene probablemente como una milla de ancho en su punto más estrecho, donde los cerros se juntan y corren hacia el este y el oeste, aunque uno o dos de los cerros impiden a los otros correr libremente; éstos se encuentran hacia el oeste; de donde asoma el sol hay espacio descubierto y se ve cerro tras cerro. Estos cerros se desvanecen en el horizonte con precisión y grandeza; parecen tener esa extraña propiedad de azul violáceo que viene con los años y el sol ardiente. En el atardecer atrapan la luz del sol poniente y entonces se vuelven por completo irreales, maravillosos en su color; entonces el cielo del este tiene todo el color de la puesta del sol; uno podría pensar que el sol se ha ocultado por allí. Era éste un atardecer suavemente rosado, con nubes oscuras. En el momento en que uno salía de la casa conversando con otra persona de muy diversas cosas, «lo otro», lo incognoscible, estaba ahí. Fue totalmente imprevisto, porque uno se encontraba en medio de una seria conversación y ello estaba ahí con tanto apremio. Todo hablar cesó muy fácil y naturalmente. La otra persona no advirtió el cambio en la cualidad de la atmósfera y continuó diciendo algo que no requería respuesta. Caminamos toda esa milla casi sin pronunciar una palabra, y caminamos con ello, bajo ello, dentro de ello. Es totalmente lo desconocido, aunque venga y se vaya; todo reconocimiento ha cesado porque el reconocimiento sigue siendo la actividad de lo conocido. Cada vez hay «mayor» belleza e intensidad e impenetrable fuerza. Ésta es también la naturaleza del amor. 16 Era un atardecer muy sereno, las nubes se habían ido y estaban reuniéndose en torno del sol poniente. Los árboles, inquietos por la brisa, se preparaban para pasar la noche; también ellos se habían serenado; los pájaros acudían en busca de refugio nocturno entre el denso follaje de esos árboles. Había dos pequeños búhos posados en lo alto sobre los alambres del telégrafo, con sus ojos fijos, sin parpadear. Y, como de costumbre, los cerros permanecían solitarios y distantes, lejos de cualquier clase de perturbación; durante el día habían tenido que aguantar los ruidos del valle, pero ahora se habían apartado de toda comunicación y la oscuridad se estaba cerrando sobre ellos, aun cuando persistía la débil luz de la luna. Esta tenía a su alrededor un halo vaporoso de nubes; todo estaba preparándose para dormir, excepto los cerros. Ellos nunca dormían; siempre vigilantes, aguardando, observando y comunicándose perpetuamente entre sí. Esos dos pequeños búhos posados sobre el alambre emitían sonidos de cascabel, como de piedrecitas en una caja de metal; ese cascabeleo producía un ruido muy superior al tamaño de sus cuerpecillos parecidos a grandes puños; uno podía oírlos en la noche, yendo de un árbol a otro, con un vuelo tan silencioso como el de los búhos más grandes. Desde el alambre bajaron volando para posarse sobre los arbustos, y luego se remontaron de nuevo hacia las ramas inferiores del árbol; desde allí se quedarían observando a distancia segura y pronto perderían el interés. Más lejos, en el poste ladeado, había un búho grande; era pardo, tenía ojos enormes y un agudo pico que parecía brotar entre esos llamativos y fijos ojos. Mediante unos pocos golpes de sus alas voló de allí con tan serena premeditación que la estructura y el poder de esas gráciles alas despertaba verdadero asombro; voló hacia el interior de los cerros y se perdió en la oscuridad. Este debe haber sido el búho que, con su pareja, se llamaban el uno al otro durante la noche; en la noche pasada se

fueron seguramente a los otros valles que están más allá de los cerros; volverían porque su nido se hallaba en uno de aquellos cerros del norte, donde podían oírse sus tempranos gritos mañaneros si uno pasaba por allí calladamente. Al otro lado de estos cerros había tierras más fértiles, con verdes y deliciosos arrozales. El cuestionamiento se ha vuelto mera rebelión, una reacción a lo que es, y todas las reacciones tienen escasa significación. Los comunistas se rebelan contra los capitalistas, el hijo contra el padre; es la negativa a aceptar la norma social, el deseo de romper con las ataduras económicas y de clase. Tal vez estas rebeliones sean necesarias pero, no obstante, ellas no son muy profundas; en lugar del viejo patrón se repite uno nuevo, y en la misma ruptura del molde antiguo aparece uno nuevo encerrando la mente y destruyéndola. El rebelarse perpetuamente dentro de la prisión es el cuestionamiento reactivo de lo inmediato, y el remodelar y redecorar los muros de la prisión parece darnos una satisfacción tan intensa que jamás nos abrimos paso a través de los muros derrumbándolos. El descontento con el que ponemos en tela de juicio ciertas cosas está dentro de los muros de la prisión, lo cual no nos lleva muy lejos; podrá llevarnos a la luna o a las bombas de neutrones, pero todo esto sigue siendo la invitación al dolor. Pero cuestionar la estructura del dolor e ir más allá de la misma, no es escapar mediante la reacción. Este cuestionamiento es mucho más urgente que el ir a la luna o al templo; es este cuestionamiento el que derriba la estructura y no erige una nueva y más costosa prisión, con sus dioses y sus salvadores, sus economistas y sus líderes. Este cuestionar es la destrucción de la maquinaria del pensamiento, y no la sustitución de un pensamiento por otro, una conclusión por otra, una teoría por otra teoría. Este cuestionamiento hace pedazos la autoridad, la autoridad de la experiencia, de la palabra y del tan respetado y maligno poder. Este cuestionamiento, que no nace de la reacción, de la preferencia o el motivo, hace estallar la moral y respetable actividad egocéntrica; es esta actividad la que siempre está siendo reformada y nunca destruida. Esta reforma interminable es el interminable dolor. Lo que tiene tras de sí una causa, un motivo, engendra inevitablemente agonía y desesperación. Nosotros tememos esta destrucción total de lo conocido, el fundamento del yo, del mí y de lo mío; lo conocido es mejor que lo desconocido, lo conocido con su confusión, conflicto y desdicha; el liberarnos de esto que conocemos podría destruir lo que llamamos amor, relación, felicidad, etc. La libertad con respecto a lo conocido, el explosivo cuestionamiento -no el de la reacción- termina con el dolor, y entonces el amor es algo que está más allá de la medida del pensamiento y el sentimiento. Nuestra vida es muy superficial y vacía; mezquinos pensamientos y mezquinas actividades entrelazadas con conflictos e infortunios; y siempre viajando de lo conocido a lo conocido en procura psicológica de seguridad. No hay seguridad en lo conocido por mucho que uno pueda desearla. La seguridad es tiempo y no existe el tiempo psicológico; es un mito y una ilusión que engendran temor. Nada existe que sea permanente, ni ahora ni más adelante en el futuro. El patrón moldeado por el pensamiento y el sentimiento, el patrón de lo conocido, se hace pedazos mediante el correcto cuestionar y escuchar. El conocerse a sí mismo, el conocer los modos en que actúan el pensamiento y el sentimiento, el escuchar atentamente cada movimiento del pensar y del sentir, termina con lo conocido. Lo conocido engendra dolor, y el amor es la libertad con respecto a lo conocido. 17 La tierra era del color del cielo; los cerros, los verdes y maduros arrozales, los árboles y el seco lecho arenoso del río tenían el color del cielo; cada roca de los cerros, los grandes cantos rodados, eran las nubes, y las nubes eran las rocas. El cielo era la tierra y la tierra el cielo; el sol poniente lo había transformado todo. El cielo en llamas ardía en cada veta de las nubes, en cada piedra, en cada brizna de hierba, en cada grano de arena. Era un incendio verde, púrpura, violeta e índigo fulgurando con la furia de las llamas. Sobre aquel cerro había una vasta extensión de púrpura y oro; encima de los cerros meridionales un ardiente, delicado verde y pálidos azules; hacia el este una espléndida puesta de sol en oposición, rojo púrpura, ocre tostado, magenta y violeta pálido. La puesta de sol en oposición estallaba en esplendor igual que la del oeste; unas pocas nubes se habían reunido alrededor del sol poniente; eran puras, un fuego sin humo que jamás se apagaría. Este fuego, en su vastedad e intensidad, lo penetraba todo y se introducía en la tierra. Y la tierra era los cielos y los cielos eran la tierra. Y todo vivía y estallaba de color y el color era Dios, no el dios del hombre. Los cerros se tornaron transparentes, cada roca, cada piedra habían perdido su peso y flotaban en el color, y los cerros distantes eran azules, del azul de todos los mares y del cielo de todos los climas. Los florecidos arrozales, una extensión intensamente verde y rosada, llamaban de inmediato la atención. Y el camino que atravesaba el valle se veía púrpura y blanco, tan vivo que era uno de los rayos que corrían de una a otra parte del cielo. Uno mismo era parte de esa luz que ardía furio samente, que estallaba, esa luz sin sombra, sin raíz y sin palabras. Y a medida que el sol iba descendiendo, cada color se tornaba más violento, más intenso, y uno se perdía completamente, más allá de cuanto pudiera recordar. Este era un atardecer sin memoria. Cada pensamiento y sentimiento deben florecer para poder vivir y morir; todo debe florecer en uno, la ambición, la envidia, el odio, la alegría, la pasión; en ese florecimiento está la muerte de todo ello y hay libertad. Es sólo en libertad que algo puede florecer, no en la represión, en el control y la disciplina; esto sólo pervierte,

corrompe. En la libertad y el florecimiento radican la bondad y toda virtud. No es fácil dejar que la envidia florezca; uno la condena o la fomenta, pero jamás le da libertad. Es solamente en libertad que el hecho de la envidia revela su color, su forma, su profundidad, sus peculiaridades; si se la reprime no se revelará a sí misma en plenitud y libertad. Una vez que se ha mostrado completamente, la envidia cesa sólo para revelar otro hecho, el vacío, la soledad, el miedo. Y a medida que a cada hecho se le permite que florezca libremente, en toda su integridad, toca a su fin el conflicto entre el observador y lo observado; ya no existe más el censor sino sólo la observación, sólo el ver. La libertad puede existir únicamente en la consumación, no en la represión, en la repetición, en la obediencia a un patrón de pensamiento. Hay consumación tan sólo en el florecer y el morir; el florecer no existe si no hay un terminar. Lo nuevo no puede existir si no hay libertad con respecto a lo conocido. El pensamiento, lo viejo, no puede dar origen a lo nuevo; lo viejo debe morir para que lo nuevo sea. Lo que florece tiene que llegar a su fin. 20 Estaba muy oscuro; las estrellas brillaban en un cielo sin nubes y el aire de la montaña era puro y fresco. La luz de los faros atrapaba los grandes cactus tornándolos de plata bruñida; los cubría el rocío de la mañana y resplandecían; las pequeñas plantas también brillaban con el rocío y los faros hacían que el verde chispeara y centelleara con un tono muy diferente del diurno. Todos los árboles se hallaban en silencio, misteriosos, dormidos e inaccesibles. Orión y las Pléyades descendían entre los oscuros cerros; incluso los búhos estaban muy lejos y callados; excepto por el ruido del automóvil, el campo entero dormía; sólo las chotacabras, posadas en el camino con sus ojos rojizos y centelleantes, al ser sorprendidas por la luz de los faros clavaron la vista en nosotros y escaparon revoloteando. Tan temprano en la mañana las aldeas dormían, y las pocas personas que había en el camino iban tan arropadas que sólo se les veía los rostros; se dirigían fatigosamente de una aldea a otra; tenían el aspecto de haber estado caminando toda la noche; algunos se habían agrupado en torno de una fogata y proyectaban largas sombras a través de la carretera. Un perro se estaba rascando en medio del camino; como no se movería, el automóvil tuvo que rodearlo para pasar. Entonces, apareció de pronto el lucero de la mañana; era fácilmente del tamaño de un pequeño platillo, asombrosamente brillante, y parecía tener al oriente bajo su dominio. Cuando se elevó, justo debajo de él surgió Mercurio, pálido y sometido. Había un tenue resplandor y muy a lo lejos comenzaba el amanecer. La carretera doblaba hacia adentro y hacia afuera, difícilmente se mantenía recta alguna vez, y los árboles que había a ambos lados la detenían impidiendo que se desviara hacia el interior de los campos. Había grandes extensiones de agua para ser empleada con fines de irrigación durante el verano, cuando el agua escaseara. Los pájaros dormían aun, salvo uno o dos, y a medida que el amanecer se acercaba, comenzaron a despertar, cuervos, buitres, palomas y las innumerables avecillas. Estábamos ascendiendo y pasamos por una vasta extensión boscosa; ningún animal salvaje se había cruzado en la carretera. Y ahora había monos en el camino, un ejemplar enorme sentado en el suelo junto al gran tronco de un tamarindo; ni se movió cuando pasamos, en tanto que los otros se dispersaron precipitadamente en todas direcciones. Había uno muy pequeño, debía tener unos días, que estaba aferrado al vientre de su madre, la cual parecía disgustada con todas las cosas. El amanecer estaba sucumbiendo al día, y los camiones que pasaban estrepitosamente a nuestro lado habían apagado sus faros. Y ahora las aldeas estaban despiertas, la gente barría los umbrales y arrojaba la basura en medio del camino, donde yacían pesadamente dormidos varios perros sarnosos que, al parecer, preferían el centro mismo de la carretera; los camiones, los automóviles y la gente pasaban esquivándolos. Había mujeres que transportaban agua del pozo y eran seguidas por niños pequeños. El sol comenzaba a tornarse caluroso y deslumbrante y los cerros ya no resultaban agradables; había menos árboles y estábamos dejando las montañas en camino hacia el mar por un campo llano y abierto; el aire era húmedo y caliente, y nos acercábamos a la grande, populosa y suda ciudad 1; los cerros habían quedado muy atrás. El automóvil corría con bastante rapidez y era éste un buen lugar para meditar. Hay que estar libre de la palabra y no concederle demasiada importancia; ver que la palabra no es la cosa y que la cosa jamás es la palabra; no quedar atrapado en la sugestión de las palabras y, sin embargo, emplear las palabras con cuidado y comprensión; ser sensible a las palabras sin verse abrumado por ellas; abrirse paso a través de la valla de las palabras y considerar el hecho; evitar el veneno de las palabras y sentir su belleza; desechar toda identificación con las palabras y examinarlas, porque las palabras son una celada y una trampa. Ellas son los símbolos y no lo real. La pantalla de las palabras actúa como un refugio para la mente perezosa, irreflexiva, que gusta de engañarse a sí misma. La esclavitud a las palabras es el comienzo de la inacción -que puede aparecer como acción. Y una mente que está atrapada en los símbolos no puede ir muy lejos. Toda palabra, todo pensamiento moldea a la mente, y sin 1

Madrás. Él se hospedó en una casa edificada sobre siete acres de terreno en la ribera norte del río Adyar. Este río penetra en la bahía de Bengala, al sur de Madrás.

comprender cada pensamiento la mente se convierte en esclava de las palabras y comienza el dolor. Las conclusiones y las explicaciones no dan fin al dolor. La meditación no es un medio para un fin; no existe el fin, no hay una meta; la meditación es un movimiento en el tiempo y fuera del tiempo. Todo sistema, todo método ata el pensamiento al tiempo, pero la lúcida percepción alerta y sin preferencias de cada pensamiento y sentimiento, el comprender los motivos, el mecanismo, el dejarlos florecer, es el principio de la meditación. Cuando el pensamiento y el sentimiento florecen y mueren, la meditación es un movimiento fuera del tiempo. En este movimiento hay éxtasis; en el total vacío hay amor, y con el amor hay destrucción y creación. 21 Toda existencia implica opción; sólo en la madura soledad interna no hay opción. La opción, en todas sus formas, es conflicto y contradicción inevitable; esta contradicción, sea interna o externa, engendra confusión y desdicha. Para escapar de esta desdicha, se vuelven necesidades compulsivas los dioses, las creencias, el nacionalismo, el compromiso con diversos patrones de actividades. Habiendo escapado, todo esto llega a ser de primordial importancia, y el escape es el camino de la ilusión; entonces sobrevienen el temor y la ansiedad. La opción conduce a la desesperación y al sufrimiento, y no hay fin para el dolor. La selección, las opciones deben existir siempre en tanto haya uno que opta, que escoge -la memoria acumulada de dolor y placer- y cada experiencia de opción sólo refuerza la memoria cuya respuesta se convierte en pensamiento y sentimiento. La memoria sólo tiene un significado parcial: el de responder mecánicamente; esta respuesta es la opción. En la opción no hay libertad. Uno opta, elige de acuerdo con el ambiente en que se ha criado, de acuerdo con su condicionamiento social, económico y religioso. La opción inevitablemente fortalece este condicionamiento, del cual no es posible escapar; el escapar sólo engendra más sufrimiento. Había unas pocas nubes reuniéndose alrededor del sol; estaban muy bajas en el horizonte y ardían. Las palmeras resaltaban oscuras contra el cielo en llamas; se hallaban en medio de verdes y dorados arrozales que se extendían a lo lejos hasta perderse en el horizonte. Había una que se destacaba por sí misma sobre un campo verde amarillento de arroz; no estaba sola, aunque parecía como perdida y muy distante. Desde el mar soplaba una suave brisa y unas cuantas nubes estaban persiguiéndose las unas a las otras con más velocidad que la brisa. Las llamas se estaban apagando y la luna ahondaba las sombras. Había sombras por todas partes susurrando quedamente entre si. La luna estaba bien alta y a través de la carretera las sombras eran profundas y engañosas. Una culebra de agua podría estar cruzando el camino, deslizándose silenciosamente a la caza de una rana; había agua en los arrozales y las ranas croaban, casi rítmicamente; en la larga extensión de agua al costado de la carretera, con sus cabezas asomando fuera de la superficie, se perseguían las unas a las otras, sumergiéndose y emergiendo para desaparecer otra vez. El agua era plata reluciente que centelleaba, cálida al tacto y llena de ruidos misteriosos. Pasaban carretas de bueyes transportando leña a la ciudad; una bicicleta hacia sonar la campanilla, un camión con faros deslumbradores exigía estridentemente que se le hiciera lugar, y las sombras permanecían inmóviles. Era un hermoso atardecer y allí en la carretera, tan cerca de la ciudad, había un silencio profundo que ningún sonido perturbaba, ni siquiera el del camión. Era un silencio que ningún pensamiento ni palabra alguna podrían alcanzar, un silencio que acompañaba a las ranas, a las bicicletas, un silencio que lo seguía a uno; uno caminaba en él, lo respiraba, lo veía. No era tímido, estaba ahí insistente y acogedor. Iba más allá de uno penetrando en vastas inmensidades, y uno podía seguirlo sí el pensamiento y el sentimiento estaban completamente quietos, olvidados de sí mismos, perdidos con las ranas en el agua; ellos no tenían importancia alguna, podían perderse fácilmente y recuperarse cuando se les necesitara. Era un atardecer encantador, pleno de claridad y de una sonrisa que se iba desvaneciendo rápidamente. La opción siempre está engendrando desdicha. Si uno la observa, la verá acechando, exigiendo, insistiendo y suplicando, y antes de saber uno dónde está, se halla aprisionado en su red de dudas, responsabilidades y desesperaciones de las que no es posible escapar. Basta observarlo para darse cuenta del hecho. Darse cuenta del hecho; uno no puede cambiar d hecho; podrá ocultarlo, escapar de él, pero no puede cambiarlo. Está ahí. Sí lo dejamos solo, si no interferimos con nuestras opiniones y esperanzas, temores y desesperación, con nuestros juicios astutos y calculados, el hecho florecerá y revelará todas sus intrincaciones, sus sutiles modos de actuar -y los hay en cantidad-, su aparente importancia y ética, sus motivos ocultos, sus caprichos. Si dejamos solo al hecho, él nos mostrará todo esto y mucho más. Pero es preciso estar lúcidamente atento a ello, sin opción alguna, avanzando paso a paso. Entonces veremos que la opción, habiendo florecido muere, y que hay libertad; no que uno está libre, sino que hay libertad. Uno mismo es el que produce la opción, y uno ha cesado de producirla. No hay nada por lo que optar, nada que escoger. En este estado sin opción, florece la madura soledad interna. Su muerte es un no terminar jamás. Ello está siempre floreciendo y es siempre nuevo. Morir para lo conocido es estar internamente solo. Toda opción se halla dentro del campo de lo conocido; la acción en este campo siempre engendra dolor. La terminación del dolor está en la madura y lúcida soledad interior.

22 En la abertura que dejaban las masas de hojas había una flor rosada de tres pétalos; estaba encajada dentro del verde y ella también debe haberse sorprendido de su propia belleza. Crecía sobre un alto arbusto, pugnando por sobrevivir entre todo ese verdor; había un árbol enorme elevándose sobre ella y también algunos arbustos, todos luchando por la vida. Muchas otras flores crecían en este arbusto, pero esta única flor entre el follaje no tenía compañera, se erguía solitaria y, por ello, más sobrecogedora. Soplaba una ligera brisa entre las hojas pero nunca llegaba hasta esta flor, que estaba inmóvil y sola; y porque estaba sola tenía una extraña belleza, como una estrella única cuando el cielo está despejado. Y más allá de las verdes hojas se veía el negro tronco de una palmera; no era realmente negro pero se parecía al tronco de un elefante. Y mientras uno lo miraba, el negro se tornó en rosado; el sol del atardecer estaba sobre él y todas las copas de los árboles ardían, inmóviles. La brisa había cesado y sobre las hojas había retazos de sol poniente. Un pajarillo posado sobre una rama estaba componiendo sus plumas. Dejó de mirar a su alrededor y en seguida levantó vuelo hacia el sol. Nosotros estábamos sentados enfrente de los músicos, y éstos se hallaban de cara al sol poniente; éramos muy pocos, y el pequeño tambor era tocado con notable destreza y deleite; resultaba realmente extraordinario lo que esos dedos hacían. El músico nunca miraba sus manos; éstas parecían tener vida propia, moviéndose con gran rapidez y firmeza, golpeando con precisión la tensa piel; jamás vacilaban. La mano izquierda desconocía por completo lo que hacía la mano derecha, porque golpeaba con un ritmo diferente pero siempre en armonía. El instrumentista era muy joven, serio, de ojos chispeantes; tenía talento y estaba encantado de tocar para ese auditorio pequeño y capaz de apreciarlo. Luego se incorporó un instrumento de cuerdas y el pequeño tambor lo siguió. Ya no estuvo más solo. El sol se había puesto y las pocas nubes errantes se estaban tornando de un rosa pálido; en esta latitud no hay crepúsculo y la luna, casi llena, resaltaba clara en un cielo sin nubes. Paseando por esa carretera, con la luz de la luna sobre el agua y el croar de innumerables ranas, advino una bendición. Es extraño lo lejos que está el mundo y a qué gran profundidad ha viajado uno. Los postes del telégrafo, los autobuses, las carretas de bueyes y los exhaustos aldeanos estaban ahí, al lado de uno, pero uno estaba muy lejos, a una profundidad que ningún pensamiento podía alcanzar; todo sentimiento había quedado muy atrás. Uno caminaba, lúcidamente alerta con respecto a todo cuanto sucedía alrededor, al oscurecimiento de la luna por masas de nubes, a la campanilla de advertencia de la bicicleta, paro uno estaba muy lejos; no uno, sino una grande, vasta profundidad. Esta profundidad prosiguió más hacia lo hondo de sí misma, fuera del tiempo y más allá de los límites del espacio. La memoria no podía seguirla; la memoria está encadenada, pero esto no lo estaba. Esta era libertad total y completa, sin raíces, sin dirección ninguna. Y muy en lo profundo y lejos de todo pensamiento, había una energía explosiva que era puro éxtasis, palabra que tiene un significado agradable que gratifica al pensamiento, pero el pensamiento jamás podrá capturar ese éxtasis ni recorrer la distancia sin espacio para perseguirlo. El pensamiento es una cosa estéril y nunca será capaz de seguir o comunicarse con aquello que es intemporal. El atronador autobús con sus luces enceguecedoras casi lo empujó a uno fuera de la carretera a las danzantes aguas. La esencia del control es la represión. El puro ver termina con toda forma de represión; el ver es infinitamente más sutil que el mero control. El control es comparativamente fácil, no requiere mucha comprensión; la conformidad a un patrón, la obediencia a la autoridad establecida, a la tradición, el temor de no hacer lo correcto, la búsqueda del éxito, son las cosas que dan origen a la represión de lo que es o a la sublimación de lo que es. La comprensión se produce por si misma en el puro acto de ver el hecho cualquiera que éste pueda ser, y en virtud de ello tiene lugar la mutación. 25 El sol se hallaba oculto por las nubes y las tierras llanas se extendían lejos en el horizonte que se estaba tornando de color rojo y castaño dorado; había un pequeño canal sobre el que pasaba la carretera entre los arrozales. Éstos eran verdes y amarillo oro, esparcidos a ambos lados de la carretera, al este y al oeste, en dirección al mar y al sol poniente. Hay algo extraordinariamente conmovedor y bello en la vista de las palmeras, negras contra el cielo en llamas, entre los campos de arroz; no es que la escena fuera sentimental o romántica o propia de una tarjeta postal; probablemente era todo esto, pero había una intensidad y una dignidad arrebatadoras y un deleite que brotaba de la misma tierra y de las cosas comunes junto a las que uno pasaba todos los días. El canal, una larga, estrecha franja de agua, fuego derretido, corría de norte a sur entre los arrozales, silencioso y solitario. No había mucho tráfico en el canal, sólo unos lanchones toscamente construidos, con velas cuadradas o triangulares, que transportaban leña o arena, y hombres de muy grave aspecto sentados en compactos grupos. Las palmeras dominaban la ancha tierra verde; eran de todas las formas y tamaños, independientes y libres de cuidados, barridas por los vientos y quemadas por el sol. Los arrozales tenían un maduro color amarillo oro y en medio de ellos había grandes pájaros blancos; ahora estaban volando en dirección al sol con sus largas patas

extendidas hacia atrás y las alas batiendo perezosamente al aire. Las carretas de bueyes que llevaban leña de casuarina a la ciudad pasaban rechinantes formando una larga fila, los hombres caminaban y la carga era pesada. No era ninguna de estas escenas comunes la que tornaba encantadora la tarde; todas ellas formaban parte del atardecer que iba muriendo, los ruidosos autobuses, las silenciosas bicicletas, el croar de las ranas, el aroma de las últimas horas del día. Había una profunda y dilatada pureza. Lo que era bello estaba ahora glorificado de esplendor; todo se hallaba envuelto en ello; había éxtasis y júbilo no sólo profundamente dentro de uno sino entre las palmeras y los arrozales. El amor no es una cosa común, pero estaba ahí en la choza alumbrada por una lámpara de aceite; estaba con esa mujer ya anciana que iba cargando algo pesado sobre la cabeza; con ese niño desnudo que llevaba un pedazo de madera atado a un trozo de cuerda y lo balanceaba, y la madera despedía chispas que eran para él sus fuegos artificiales. Estaba en todas partes, tan simple que uno podía encontrarlo bajo una hoja muerta o en aquel jazmín junto a la vieja casa que se desmoronaba. Pero todo el mundo se hallaba atareado, perdido en sus ocupaciones. Aquello estaba ahí llenando el corazón, la mente y el cielo; permanecía en uno y ya nunca lo abandonarla. Sólo hay que morir a todo, sin dejar raíces, sin una lágrima. Entonces ello vendrá a nosotros si somos afortunados y hemos dejado para siempre de correr tras de ello implorando, esperando, llorando. Indiferentes hacia ello pero sin dolor, y habiendo dejado atrás y muy lejos el pensamiento. Y ello estará ahí, como en esa polvorienta, oscura carretera. El florecer de la meditación es bondad. No es una virtud para ser acumulada pedacito a pedacito, lentamente, en el espacio del tiempo; no es la moralidad que la sociedad considera respetable, ni es la sanción de la autoridad. Es la belleza de la meditación la que da perfume a su florecimiento. ¿Cómo puede haber alegría en la meditación si ella es una artimaña del deseo y del dolor? ¿Cómo puede ella florecer si estamos buscándola por medio del control, la represión y el sacrificio? ¿Cómo puede florecer en las tinieblas del miedo o en la corruptora ambición o en el olor del éxito? ¿Cómo puede florecer a la sombra de la esperanza y la desesperación? Es preciso desprenderse de todo esto y dejarlo muy atrás sin pesar, fácilmente, naturalmente. La meditación no es el esfuerzo de erigir defensas para resistir y consumirse; no se ajusta a la sostenida práctica de ningún sistema. Todos los sistemas terminan inevitablemente por adaptar el pensamiento a un patrón, y la conformidad destruye el florecer de la meditación. Esta florece tan sólo en libertad. Sin libertad no hay conocimiento propio y sin el conocimiento de uno mismo no hay meditación. El pensamiento es siempre mezquino v superficial por lejos que pueda perderse en la búsqueda de conocimiento; el adquirir y desarrollar conocimientos no es meditación. Esta florece únicamente cuando hay libertad con respecto a lo conocido; en lo conocido, la meditación se marchita muere. 26 Hay una palmera que se yergue totalmente sola en medio de un arrozal: ya no es joven, quedan sólo unas pocas palmas. Es muy alta y derecha; tiene la cualidad de la rectitud sin la bulla y el alboroto de la respetabilidad. Está ahí, y está sola. Nunca ha conocido otra cosa y seguirá de este modo hasta que muera o sea destruida. Uno súbitamente se encontró con ella en la curva de la carretera y quedó sobrecogido al verla entre los ricos campos de arroz y el agua que fluía; el agua y los verdes campos intercambiaban murmullos, como siempre lo han estado haciendo desde remotos días, y estos suaves susurros nunca llegaban hasta la palmera; ella se erguía solitaria con los altos cielos y las nubes resplandecientes. Existía por si misma, completa y distante, y jamás sería otra cosa que esto. El agua rutilaba bajo la luz del atardecer y la palmera estaba hacia el oeste, en dirección opuesta a la carretera; más allá se extendían otros arrozales. Antes de dar con ella uno tuvo que pasar por el ruido, las calles sucias y polvorientas colmadas de niños, cabras y ganado; los autobuses levantaban nubes de tierra que a nadie parecían importarle, y los perros sarnosos poblaban la carretera. El automóvil dio la vuelta y salió de la arteria principal que continuaba, y pasó por muchas casas pequeñas, huertas y arrozales. Luego dobló a la izquierda, atravesó algunos pórticos ostentosos y un poco más lejos, en medio de un claro, había unos ciervos pastando. Deben haber sido unas dos o tres docenas; algunos tenían grandes y pesadas astas y, entre los más pequeños, los había que ya mostraban nítidamente lo que iban a ser; muchos de ellos eran de un color blanco a manchas; estaban nerviosos, agitando sus grandes orejas, pero continuaban pastando. Algunos cruzaron la roja senda hacia campo abierto y varios otros estaban entre los arbustos a la expectativa de lo que iba a suceder; el pequeño automóvil se había detenido y pronto todos ellos pasaron al otro lado y se reunieron con los demás. Era un límpido atardecer y estaban apareciendo las estrellas, claras y brillantes; los árboles se recogían para la noche y había cesado el parloteo impaciente de los pájaros. La luz del atardecer se reflejaba en el agua. En esa luz vespertina, y mientras uno recorría el estrecho camino, la intensidad del deleite fue creciendo sin que existiera una causa para ello. Había comenzado mientras uno observaba a una pequeña araña saltarina que con brincos asombrosamente rápidos atrapaba las moscas y las retenía ferozmente; había comenzado durante la contemplación de una solitaria hoja que se agitaba en tanto las otras hojas permanecían inmóviles; había mientras uno se hallaba observando a la pequeña ardilla listada que rezongaba por cualquier cosa meneando su larga cola hacia arriba y abajo. El deleite no tenía causa; la alegría que es un resultado de algo, es en todos los casos muy

trivial y cambia con los cambios. Este extraño, inesperado deleite crecía en su intensidad, y lo que es intenso nunca es brutal; tiene la cualidad de someterse pero permanece siendo intenso. No es la intensidad que tiene toda energía que se concentra; no es la intensidad producida por el pensamiento que persigue una idea o que está ocupado consigo mismo: no es un sentimiento exaltado, porque todo esto tiene tras de sí motivos o propósitos. Esta intensidad no tenía causa, no tenía un fin, ni era producida por medio de la concentración, la cual realmente impide el despertar de la energía total. Ella crecía sin que nada se hiciera al respecto; era como algo que está fuera de uno mismo, sobre lo cual uno no tiene ningún control; uno nada tiene que ver en la cuestión. En el mismo incremento de la intensidad había dulzura, mansedumbre. Esta palabra está echada a perder; sugiere debilidad, desaliño, irresolución, incertidumbre, un tímido aislamiento, cierto temor, etc. Pero no es ninguna de estas cosas; es algo vital y poderoso, sin defensas y, por eso mismo, intenso. Aunque uno lo desee no puede cultivarlo; no pertenece a la categoría de «lo débil y lo fuerte». Aquello era vulnerable, como lo es el amor. El deleite con su mansedumbre crecía en intensidad. No había otra cosa sino eso. El ir y venir de la gente, el manejo del automóvil, la charla, el ciervo y la palmera, las estrellas y los arrozales estaban ahí, en toda su belleza y lozanía, pero todo eso se encontraba dentro y fuera de esta intensidad. Una llama tiene forma, tiene un contorno, pero dentro de la llama sólo existe la intensidad del calor sin forma ni contorno. 27 Las nubes, empujadas por un fuerte viento, se estaban amontonando hacia el sudoeste; grandes nubes, magnificas, que se hinchaban como olas, plenas de furia y espacio; eran de color blanco y gris oscuro, cargadas de lluvia, cubriendo todo el cielo. Los viejos árboles se irritaban con ellas y con el viento. Querían que se les dejara tranquilos, aun cuando necesitaran de la lluvia; ésta los dejaría limpios otra vez lavando todo el polvo, y las hojas volverían a resplandecer; pero ellos, al igual que las personas viejas, no deseaban que se los molestara de este modo. En el jardín había muchas flores, muchos colores, y cada flor danzaba, una cabriola, un brinco, y todas las hojas estaban en movimiento; aun las minúsculas briznas de hierba temblaban sobre el pequeño sector de césped. Dos mujeres viejas, flacas, lo estaban escardando; viejas antes de tiempo, magras y gastadas; en cuclillas sobre el césped charlaban arrancando las malezas perezosamente; no estaban del todo ahí, estaban en alguna otra parte llevadas por sus pensamientos, aunque siguieran escardando y charlando. Parecían inteligentes, con sus ojos chispeantes, pero tal vez demasiados hijos y la falta de una buena alimentación las había desgastado y envejecido prematuramente. Uno se transformó en ellas, ellas eran uno mismo y la hierba y las nubes; no se trataba de un puente verbal que uno cruzara llevado por la piedad o por algún vago sentimiento poco familiar; uno no pensaba en absoluto ni estaba agitado por sus emociones. Esas mujeres eran uno mismo y uno era ellas; habían cesado la distancia y el tiempo. Llegó un automóvil con un chófer y él penetró en ese mundo. Su tímida sonrisa y su saludo eran los de uno, y uno se preguntaba a quién estaba él sonriendo y saludando. El chófer sentía cierto embarazo, no estaba muy habituado a este sentimiento de unidad. Las mujeres y el chófer eran uno y uno era las mujeres y el chófer; la barrera que ellos habían edificado desapareció y, tal como las nubes que pasaban, todo eso parecía ser parte de un circulo que se iba ensanchando e incluyendo dentro de sí muchas cosas, la sucia carretera, el espléndido cielo y los transeúntes. Aquello nada tenía que ver con el pensamiento, el pensamiento es en todos los casos algo muy sórdido; y tampoco el sentimiento estaba para nada involucrado en ello. Era como una llama que ardía abrasándolo todo sin dejar huellas ni cenizas; no era una experiencia con sus recuerdos, una experiencia que pudiera repetirse. Ellos eran uno mismo y uno era ellos, y eso murió con la mente. Es extraño el deseo de alardear ante los demás, de ser alguien. La envidia es odio y la vanidad corrompe. Parece tan difícil e imposible ser sencillo, ser lo que somos y no presumir. Ser lo que uno es resulta en sí mismo muy arduo, ser lo que uno es sin tratar de llegar a ser esto o aquello -lo cual no es demasiado difícil. Siempre puede uno aparentar, ponerse una máscara, pero ser lo que se es constituye una cuestión muy compleja; porque uno está siempre cambiando, nunca es el mismo y cada instante revela una nueva faceta una nueva profundidad, una superficie nueva. No es posible ser en un instante todo esto, porque cada instante conlleva su propio cambio. De modo que si uno es siquiera un poco inteligente, renuncia a ser esto o aquello. Cada uno de nosotros piensa que es muy sensitivo, y un incidente cualquiera, un pensamiento fugaz, demuestra que no lo es; piensa que es talentoso, instruido, artístico, moral, pero al voltear la esquina se encuentra con que no es ninguna de estas cosas sino profundamente ambicioso, envidioso, inepto, brutal e impaciente. Alternativamente uno es todas estas cosas y desea algo que tenga continuidad, permanencia -por supuesto, sólo aquello que sea provechoso, agradable. Así es como corremos tras de ello, y todos nuestros otros yoes claman por salirse con la suya, por lograr su propia realización. De este modo, cada uno de nosotros se convierte en un campo de batalla en el cual generalmente triunfa la ambición con todos sus placeres y su infortunio, su envidia y su temor. A ello se añade la palabra «amor» en aras de la respetabilidad y para mantener la integridad de la familia; pero uno mismo está atrapado en los propios compromisos y actividades, aislado, clamando por reconocimiento y fama: yo y mi país, yo y mi partido, yo y mi dios consolador.

De modo que ser lo que uno realmente es resulta un asunto muy difícil; si uno está de algún modo despierto, conoce todas estas cosas y el dolor que siempre las acompaña. Así es que uno se sumerge en su trabajo, en su creencia, en sus fantásticos ideales y meditaciones. Para entonces uno ha envejecido y está listo para la sepultura, si es que ya no está muerto internamente. Desechar todas estas cosas con sus contradicciones y su creciente sufrimiento, es la cosa más natural e inteligente que podamos hacer. Pero antes de que uno llegue a ser nada, debe haber desenterrado todas estas cosas ocultas exponiéndolas y, de ese modo, comprendiéndolas. Para comprender estos impulsos secretos, estas compulsiones, es preciso estar lúcidamente alerta a ellas, alerta sin opción alguna, igual que con la muerte; entonces, en el puro acto de ver, estas cosas se marchitarán y uno estará libre del dolor y será como la nada. Ser como la nada no es un estado negativo; la misma negación de todo lo que uno ha sido, es la más positiva de las acciones, no lo positivo de la reacción, que es inacción; es dicha inacción la que da origen al dolor. Esta negación es libertad. Esta acción positiva de negar, proporciona energía, y las meras ideas disipan energía. La idea es tiempo, y el vivir en el tiempo es desintegración, dolor. 28 Había un gran claro en la densa arboleda de casuarinas al costado de la tranquila carretera; al atardecer ésta se hallaba a oscuras, desierta, y el claro era una invitación al cielo. Más allá de la carretera y rodeada por un pequeño cerco, había una choza con techo formado por hojas de palma entrelazadas; la choza se hallaba iluminada por una débil luz proveniente de una mecha que ardía en un platillo con aceite, y dentro se encontraban dos personas, un hombre y una mujer, tomando su comida de la tarde sentados sobre el piso mientras charlaban y reían ocasionalmente. Dos hombres venían atravesando los arrozales por un estrecho sendero que dividía a los mismos y que estaba destinado a contener agua. Conversaban volublemente y llevaban alguna carga sobre sus cabezas. Había un grupo de aldeanos que algo estaban explicándose los unos a los otros entre risas agudas y muchas gesticulaciones. Una mujer llevaba un becerro de unos pocos días, seguida por la madre de éste, que suavemente infundía confianza en su bebé. Una bandada de pájaros blancos con largas patas volaba hacia el norte batiendo el aire lenta y rítmicamente con sus alas. El sol se había puesto en un cielo claro al que un rayo de color grisáceo atravesaba casi de horizonte a horizonte. Era un atardecer muy sereno y las luces de la ciudad estaban lejos. Esta abertura entre la arboleda de casuarinas contenta toda la tarde, y al pasar por ahí, uno era consciente de la extraordinaria calma que reinaba; todas las luces y el resplandor del día habían sido olvidados, así como el bullicio de los hombres yendo y viniendo. Ahora, rodeado uno por oscuros árboles y una luz que se desvanecía rápidamente, había quietud. No sólo quietud, sino que en esa quietud había júbilo, el júbilo de una inmensa soledad; y mientras uno pasaba por ello, advino «lo otro» siempre extraño, siempre desconocido; advino cobijando a la mente y al corazón en su claridad y belleza. Todo tiempo cesó, el instante siguiente no tuvo comienzo. En el vacío sólo hay amor. La meditación no es un juego imaginativo. Toda clase de imagen, toda palabra, todo símbolo tienen que cesar para que florezca la meditación. La mente debe perder su esclavitud a las palabras y a las reacciones que éstas conllevan. El pensamiento es tiempo, y el símbolo, por antiguo y significativo que sea, debe dejar de aferrarse al pensamiento. Entonces el pensamiento no tiene continuidad, existe sólo de instante en instante y pierde así su obstinación mecánica; el pensamiento no moldea entonces a la mente, no la encierra dentro de la estructura de las ideas y no la condiciona a la cultura, a la sociedad en que vive. La libertad no lo es con respecto a la sociedad sino con respecto a las ideas; entonces la relación, la sociedad no condiciona a la mente. La totalidad de la conciencia es residual y está cambiando, modificándose, adaptándose, y la mutación sólo es posible cuando han llegado a su fin el tiempo y la idea. Este fin no es una conclusión, una palabra que hay que destruir, una idea que deba ser negada o aceptada. Es para ser comprendido mediante el conocimiento de uno mismo; conocer no es aprender; conocer implica reconocimiento y acumulación, que impiden el aprender. El aprender es de instante en instante, porque el «yo», el «mí» está cambiando permanentemente, nunca es constante. La acumulación, el conocimiento, deforma y pone fin al aprender. El reunir conocimientos, por más que se expandan sus fronteras, se vuelve algo mecánico, y una mente mecánica no es una mente libre. El conocimiento de uno mismo libera a la mente de lo conocido; vivir la vida entera dentro de la actividad de lo conocido engendra interminable conflicto y desdicha. La meditación no es un logro personal, una búsqueda personal de la realidad; se torna en eso cuando se halla restringida por métodos y sistemas, con lo cual se engendran engaños e ilusiones. La meditación saca a la mente de la existencia estrecha, limitada, y la libera hacia una vida intemporal en eterna expansión. 29 Sin sensibilidad no puede haber afecto; la reacción personal no indica sensibilidad; uno puede ser sensible con respecto a su familia, a su realización, a su status y capacidad. Esta clase de sensibilidad es una reacción limitada, estrecha, y es perjudicial. El buen gusto no es sensibilidad, porque el buen gusto es personal, y la lúcida percepción de la belleza es la libertad con respecto a las reacciones personales. Sin la apreciación de la belleza y

sin la percepción sensible de la misma, no hay amor. Esta percepción sensible de la naturaleza, del río, del cielo, de la gente, de la sucia calle, es afecto. La esencia del afecto es la sensibilidad. Pero la mayoría de las personas tienen miedo de ser sensibles; para ellas ser sensibles implica ser lastimadas, y por eso se endurecen para protegerse del dolor. O escapan hacia toda forma de entretenimiento, la iglesia, el templo, la chismografía, el cine y la reforma social. Pero el ser sensible no es algo personal, y cuando lo es conduce a la desdicha. Romper con estas reacciones personales e ir más allá de ellas es amar, y el amor es tanto para el uno como para los muchos; no está limitado a uno o a muchos. Para ser sensibles, es preciso que todos nuestros sentidos estén totalmente despiertos, activos, y el tener miedo de ser un esclavo de los sentidos es meramente eludir un hecho natural. La lúcida percepción del hecho no conduce a la esclavitud; lo que lo hace es el temor al hecho. El pensamiento pertenece a los sentidos, y el pensamiento contribuye a la limitación; sin embargo, no tememos al pensamiento. Por el contrario, éste es ennoblecido junto con la respetabilidad y cultivado devotamente con la presunción. Ser sensiblemente perceptivo con respecto al pensamiento, al sentimiento, al mundo que a uno lo rodea, a la oficina y a la naturaleza, es estallar en afecto de instante en instante Sin afecto, toda acción se torna pesada, mecánica, y conduce a la decadencia. Era una mañana lluviosa y el cielo, oscuro y tumultuoso, estaba cargado de nubes; la lluvia había comenzado muy temprano y uno podía oírla entre las hojas. Y en el pequeño sector cubierto de césped había muchos pájaros, grandes y pequeños, pájaros de color gris claro, pardos con ojos amarillos, grandes cuervos negros y otros pajarillos más chicos que gorriones; estaban todos escarbando, arrancando la hierba, parloteando inquietos, quejándose unos y satisfechos otros. Lloviznaba y eso parecía no importarles, pero cuando comenzó a llover con más intensidad volaron todos protestando ruidosamente. Pero los arbustos y los voluminosos y viejos árboles se regocijaban; sus grandes hojas eran lavadas del polvo de muchos días. Gotas de agua colgaban suspendidas en los extremos de las hojas; una gota caería al suelo y otra habría de formarse para caer; cada gota era la lluvia, el río y el mar. Y cada gota brillaba, centelleaba; era más rica y más hermosa que todos los diamantes; una gota se formaba, permanecía en su belleza para luego desaparecer en la tierra sin dejar rastros. Era una procesión interminable y desaparecía en el interior de la tierra. Era una procesión infinita más allá del tiempo. Ahora llovía, y la tierra se llenaba para los calurosos días que habrían de prolongarse por muchos meses. El sol estaba tras de las nubes y la tierra descansaba del calor. La carretera era pésima, con gran cantidad de profundos baches llenos de un agua pardusca; a veces el pequeño automóvil los atravesaba, a veces los esquivaba, pero seguía adelante. Había flores rosadas que trepaban por los árboles, a lo largo de las alambradas de púas, creciendo salvajemente sobre los arbustos; y la lluvia caía entre ellas tornando más suaves y dulces sus colores; estaban en todas partes y no podían dejar de verse. La carretera proseguía pasando por una aldea sucia, con sucias tiendas y sucios restaurantes, y al dar vuelta en una curva había un arrozal encerrado entre palmeras. Éstas lo rodeaban casi como adheridas a él para que los hombres no lo estropearan. El arrozal seguía las líneas curvas de las palmeras y más allá había arboledas de bananos cuyas grandes, brillantes hojas eran visibles entre las palmeras. Ese arrozal estaba hechizado; era tan pasmosamente verde, tan rico y maravilloso; era increíble, arrebataba la mente y el corazón. Uno lo miraba y uno desaparecía para ya jamás volver a ser el mismo. Ese color era Dios, era música, era el amor de la tierra; los cielos llegaban hasta las palmeras y cubrían la tierra. Pero ese arrozal era la bendición de la eternidad. Y la carretera proseguía hacia el mar; ese mar de color verde claro, con enormes y agitadas olas rompiendo sobre una playa arenosa; eran olas asesinas y encolerizadas, con la furia reprimida de muchas tempestades; el mar parecía furiosamente tranquilo y las olas mostraban el peligro. No se veían botes, esos endebles catamaranes tan toscamente unidos por un trozo de cuerda; todos los pescadores estaban en las oscuras chozas, cubiertas con hojas de palma, que se levantaban sobre la arena muy cerca del agua. Y las nubes venían rodando arrastradas por los vientos que uno no podía sentir. Y nuevamente volvería a escucharse la grata risa de la lluvia. Para la persona que se llama religiosa, ser sensible significa pecar, un mal reservado para lo carnal, lo mundano; para más personas religiosas lo bello es tentación que debe ser resistida, una distracción maligna que es preciso rechazar. Pero las buenas obras no son un sustituto del amor, y sin amor toda actividad, noble o innoble, conduce al sufrimiento. La esencia del afecto es la sensibilidad, y sin ésta todo culto o adoración son un escape de la realidad. Para el monje, para el sanyasi los sentidos son la vía del dolor, salvo el pensamiento que debe dedicarse al dios para el cual se está condicionado. Pero el pensamiento pertenece a los sentidos. El pensamiento es lo que da origen al tiempo psicológico, y es el pensamiento el que torna pecaminosa a la sensibilidad. La virtud consiste en ir más allá del pensamiento, y esa virtud es sensibilidad en su más alto grado, la cual es amor. Donde hay amor no hay pecado; quien ama puede hacer lo que quiera, y entonces no hay lugar para el dolor. 30

Una región sin un río es una región desolada. Éste es un río pequeño -si es que puede llamársele río- pero tiene un puente bastante grande hecho de piedra y ladrillos 1; no es muy ancho y los autobuses y automóviles tienen que desplazarse muy lentamente; siempre hay gente a pie y están las inevitables bicicletas. Pretende ser un río, y durante las lluvias luce como un río pleno y profundo, pero ahora las lluvias casi se han terminado y parece una amplia extensión de agua con una gran isla y muchos arbustos en medio de ella. Va hacia el mar, directamente al este, muy animado y alegre. Pero ahora existe una ancha faja arenosa que aguarda la próxima estación de las lluvias. Había ganado que estaba vadeando el río hacia la isla y unos cuantos pescadores que trataban de atrapar algún pez; los peces eran siempre pequeños, del tamaño aproximado a un dedo grande, y olían horriblemente cuando eran puestos en venta bajo los árboles. Y esa tarde, en las tranquilas aguas había una gran garza, totalmente inmóvil y silenciosa. Era el único pájaro que había en el río; en los atardeceres solían cruzarlo volando cuervos y otras aves, pero en ese atardecer no se veía sino esta garza solitaria. Resultaba imposible dejar de verla; tan blanca era, tan inmóvil estaba bajo el cielo iluminado del atardecer. El sol amarillo y el mar verde pálido se hallaban algo distantes y allí donde la tierra se les unía, tres grandes palmeras se enfrentaban al río y al mar. El sol del atardecer estaba sobre ellas y más lejos el mar inquieto, peligroso y agradablemente azul. Visto desde el puente, el cielo parecía tan vasto, tan cercano, tan puro; el aeropuerto estaba lejos. Pero en ese atardecer, la garza solitaria y esas tres palmeras eran toda la tierra, el tiempo pasado y el presente y la vida que no tenía pasado. La meditación se tornó en un florecer sin raíces y, por tanto, en un morir. La negación es un movimiento maravilloso de la vida, y lo positivo es sólo una reacción a la vida, una resistencia. Con resistencia no hay muerte sino sólo temor; el temor engendra más temor y degeneración. La muerte es el florecer de lo nuevo; la meditación es el morir de lo conocido. Es extraño que uno nunca pueda decir, «yo no sé». Para decirlo y sentirlo realmente, tiene que haber humildad. Pero uno nunca acepta el hecho de no saber; es la vanidad la que nutre la mente de conocimientos. La vanidad es una enfermedad extraña, siempre llena de esperanzas y siempre desalentada. Pero admitir que uno no sabe es detener el proceso mecánico del conocimiento. Hay diversas maneras de decir «no sé»: la pretensión con todos sus sutiles y secretos recursos para impresionar, para ganar importancia, etc.; el «no sé» que en realidad está haciendo tiempo para encontrar; y el «no sé» que no implica una búsqueda para saber. El primer estado nunca aprende, sólo acumula y así no aprende, y el último es siempre un estado de aprender sin acumular jamás. Para aprender tiene que haber libertad, y entonces la mente puede permanecer joven y en estado de inocencia; la acumulación hace que la mente decaiga, envejezca y se marchite. La inocencia no es falta de experiencia sino libertad con respecto a la experiencia; esta libertad significa morir a cada experiencia y no dejar que ésta arraigue en el fertilizado terreno del cerebro. La vida no existe sin la experiencia pero no hay vida cuando el terreno está repleto de raíces. La humildad no es una consciente purificación de lo conocido; ésa es la vanidad de la realización; la humildad es ese completo no saber qué es morir. El miedo a la muerte lo es sólo con respecto a lo conocido, no a lo desconocido. No hay miedo a lo desconocido; lo que tememos es sólo el cambio, el cese de lo conocido. Pero el hábito de la palabra, el contenido emocional de la palabra, las implicaciones ocultas en la palabra, impiden liberarse de la palabra. Sin esa libertad uno es el esclavo de las palabras, de las conclusiones, de las ideas. Si uno vive de palabras, como tantos lo hacen, el hambre interior es insaciable; es un eterno arar sin sembrar jamás. Entonces uno vive en un mundo de irrealidades, un mundo ficticio de dolor que no tiene sentido alguno. Una creencia es una palabra, es una conclusión del pensamiento hecha de palabras, y esto es lo que corrompe y deteriora la belleza de la mente. Destruir la palabra es demoler la estructura interna de seguridad, la cual no tiene realidad alguna. Permanecer inseguro no implica desprenderse violentamente de la seguridad, lo cual conduce a diversos tipos de enfermedades; esa inseguridad que surge del florecimiento de la seguridad y de su comprensión, es humildad y es inocencia, cuya fuerza el arrogante jamás podrá conocer. Diciembre 1, 1961 La carretera estaba fangosa, con surcos profundos y colmada de gente; se hallaba fuera de la ciudad y lentamente estaban construyendo un suburbio, pero ahora se encontraba increíblemente sucia, llena de hoyos, perros, cabras, ganado errabundo, bicicletas, automóviles y más gente. Había almacenes que vendían botellas con bebidas coloreadas, tiendas que tenían a la venta telas, comida, leña para el fuego, un taller donde arreglaban bicicletas, y más comida, más cabras y más gente. El campo proseguía a ambos lados de la carretera, con arrozales, palmeras y grandes charcos de agua. Detrás de las palmeras, el sol entre las nubes estallaba de color y vastas sombras; los charcos ardían, y cada árbol, cada arbusto estaban atónitos ante la inmensidad del cielo. Las cabras mordisqueaban las raíces, las mujeres lavaban ropa junto a un grifo, los niños proseguían con sus juegos; en todas partes había actividad y nadie se molestaba en mirar el cielo o esas nubes repletas de color; era un atardecer que 1

El puente Elphinstone sobre el río Adyar. La casa donde él vivía se hallaba sobre el lado noroeste del puente.

pronto desaparecería para no aparecer nunca más, y a nadie parecía importarle. Lo verdaderamente importante era lo inmediato, lo inmediato que puede extenderse en el futuro más allá de donde alcanza la vista. Para ellos la visión de largo alcance es la visión inmediata. El autobús avanzaba embistiendo, sin ceder jamás una pulgada, seguro de sí mismo; todos le abrían paso pero el pesado búfalo lo obligó a detenerse; estaba justo en medio de la carretera, moviéndose con su paso lento, sin prestar en ningún momento atención a la bocina, y la bocina terminó por exasperarse. En el fondo cada uno es un político interesado en lo inmediato y tratando de forzar la vida dentro de lo inmediato. Después, a la vuelta de la esquina, quizás esté aguardando el dolor, pero éste podrá evitarse: están la píldora, la bebida, el templo y el conjunto de las necesidades primordiales. Uno podría terminar con todo eso si creyera ardientemente en algo, o se sumergiera en el trabajo o se comprometiera con algún patrón de pensamiento. Pero ha probado todas esas cosas y la mente quedó tan árida como el corazón; entonces uno cruzó al otro lado del camino y se perdió en lo inmediato. El cielo estaba ahora cubierto de densas nubes y sólo se veía un retazo de color donde había estado el sol. La carretera continuaba, pasando por palmeras, casuarinas, arrozales, chozas, y seguía y seguía y súbitamente, inesperado como siempre, «lo otro» advino con esa pureza y fuerza que ningún pensamiento, que ninguna locura podrían jamás formular. Y ello estaba ahí y el corazón parecía estallar de éxtasis en la vacía inmensidad de los cielos. El cerebro estaba completamente silencioso, inmóvil, pero sensible, alerta. No podía seguir el movimiento en el vacío; él era del tiempo, pero el tiempo había cesado y el cerebro no podía experimentar; la experiencia es reconocimiento y lo que el cerebro reconocería sería tiempo. Por lo tanto, estaba inmóvil, simplemente quieto, sin pedir, sin buscar. Y esta totalidad de amor o como quiera uno llamarlo -la palabra no es la cosa- lo penetró todo y se perdió. Todo tenía su espacio, su lugar, pero esto no tenía ninguno; en consecuencia, no podía ser hallado; haga uno lo que haga, no lo hallará. No se encuentra en el mercado ni en templo alguno; todo ha de destruirse, no ha de quedar una piedra sin ser volteada, ni un cimiento en su lugar, pero aun así, en este vacío no debe haber una sola lágrima; y entonces, tal vez, lo incognoscible podría pasar cerca. Ello estaba ahí, y estaba la belleza. Todo deliberado patrón de cambio es no-cambio; ese cambio tiene un motivo, un propósito, una dirección y, por tanto, es meramente una continuidad modificada de lo que ha sido. Semejante cambio es inútil; es como cambiarle los vestidos a una muñeca, la cual permanece invariable, mecánica, carente de vida, frágil, destinada a romperse y a ser desechada como un desperdicio. El fin inevitable de ese cambio es la muerte; la revolución social, económica, es muerte dentro del patrón del cambio. No es revolución en absoluto, es una continuidad modificada de lo que ha sido. La mutación, la revolución total ocurre sólo cuando el cambio, el patrón de tiempo, es visto como falso y entones, al abandonárselo por completo, tiene lugar la mutación. 2 El mar estaba encrespado con olas atronadoras cuyo sonido llegaba desde lejos; cerca había una aldea edificada en torno de una profunda y gran laguna -se le llama aljibe- y un templo derruido El agua del aljibe era de un color verde pálido y había escalones que descendían en su interior desde todos lados. La aldea se hallaba descuidada, sucia, y apenas si había algún camino; alrededor de este aljibe había casas y a un costado estaba el antiguo templo en ruinas y además había uno comparativamente nuevo, con muros veteados de rojo; las casas estaban desmoronándose, pero existía en relación con la aldea un sentimiento familiar, amistoso. Cerca del sendero que llevaba hacia el mar, había un grupo de mujeres regateando con voces chillonas acerca de un pescado; parecían muy excitadas por todo; era su entretenimiento vespertino ya que también reían. Y estaba la basura del camino que se amontonaba en un rincón, y los perros sarnosos de la aldea que hurgaban con sus hocicos en ese montón de desperdicios; junto al mismo había un almacén donde vendían bebidas y cosas para comer, a cuya puerta una pobre mujer andrajosa y con una criatura pedía limosna. El cruel mar estaba muy cerca, atronador, y los deliciosos arrozales verdes se extendían más allá de la aldea, apacibles, llenos de promesas en la luz del atardecer. A través del mar venían, sin prisa, masas de nubes iluminadas por el sol, y en todas partes había actividad, pero nadie levantaba los ojos para mirar el cielo. El pez muerto, el bullicioso grupo, las verdes aguas en esa profunda laguna, los muros veteados del templo, todo parecía contener al sol poniente. Si uno sigue por ese camino hasta el otro lado del canal, cerca del arrozal y los bosquecillos de casuarinas, cada transeúnte que uno conoce se muestra amistoso, se detiene y le habla a uno, le dice que debería venir a vivir con ellos, que ellos lo atenderían bien. El cielo se está oscureciendo y el verde de los arrozales ha desaparecido; las estrellas lucen muy brillantes. Paseando por ese camino en plena oscuridad, con la luz de la ciudad reflejada en las nubes, esa fuerza inquebrantable llegó con tanta plenitud y tal claridad que literalmente le quitó a uno el aliento. Esa fuerza era toda la vida. No era la fuerza de una voluntad cuidadosamente elaborada, ni la fuerza de muchas defensas y resistencias; no era la fuerza del coraje ni la de los celos y la muerte. No tenía cualidad, ninguna descripción podría contenerla y, sin embargo, estaba ahí como aquellos oscuros cerros distantes y esos árboles junto al camino. Era demasiado inmensa para que pudiera tener su origen en el pensamiento o para que éste pudiera especular sobre

ella. Era una fuerza que no tenía causa y, por tanto, nada podía añadírsele ni quitársele. No podía ser conocida; carecía de forma, de figura y era inaccesible. Conocer implica reconocimiento, pero ella es siempre nueva, es algo que no puede medirse en el tiempo. Había estado allí todo el día, inciertamente, sin insistir, como un susurro, pero ahora estaba ahí con tanta urgencia y una plenitud tal que nada había sino eso. Las palabras se han deteriorado tornándose vulgares; la palabra amor está en el mercado, pero esa palabra tenía un significado por completo diferente mientras uno paseaba por ese camino desierto. Llegó junto con esa impenetrable fuerza; ambos eran inseparables, como el color es inseparable de un pétalo. Consumían totalmente el cerebro, el corazón y la mente, y nada quedaba sino eso. No obstante, los autobuses pasaban rechinando, los aldeanos charlaban ruidosamente, y las Pléyades estaban sobre el horizonte. Ello continuó, tanto caminando solo como yendo acompañado de otros, y prosiguió durante la noche hasta que la mañana vino entre las palmeras. Pero está ahí, como un susurro entre las hojas. Qué cosa tan extraordinaria es la meditación. Si existe cualquier clase de compulsión, de esfuerzo para que el pensamiento se ajuste o imite, entonces la meditación se vuelve una pesada carga. El silencio que se desea deja de ser esclarecedor; si la meditación es la persecución de visiones y experiencias, conduce a la ilusión y a la autohipnosis. Sólo en el florecer del pensamiento y, por tanto, en el cese del pensamiento, tiene significado la meditación; el pensamiento únicamente puede florecer en libertad, no en los patrones de conocimiento que siempre están ensanchándose. El conocimiento puede brindar experiencias más nuevas con sensaciones mayores, pero una mente que está buscando experiencias de cualquier clase, es una mente inmadura. La madurez implica libertad de toda experiencia; ser maduro es no estar más influido por el ser o el no-ser. La madurez en la meditación es la liberación de la mente con respecto al conocimiento que moldea y controla toda experiencia. Una mente que es luz para sí misma no necesita experiencias. La meditación es un viajar por el mundo del conocimiento y, habiéndose liberado de él, un penetrar en lo desconocido. 3 En ese agradable camino hay una choza iluminada por una lámpara de aceite, y dentro de ella estaban riñendo; con una voz de tono alto, chillón, la mujer gritaba algo acerca de dinero, que no había quedado bastante para comprar arroz; él, en un tono bajo, acobardado, estaba mascullando algo. Uno podía oír la voz de ella desde muy lejos y sólo el atestado autobús la ahogaba. Las palmeras permanecían silenciosas y aun las plumosas copas de las casuarinas habían detenido su suave movimiento. No había luna y estaba oscuro, el sol se había puesto tiempo atrás entre masas de nubes. Pasaron autobuses y automóviles en gran cantidad, porque toda la gente había ido a ver un antiguo templo cerca del mar, y otra vez la carretera quedó tranquila, aislada y muy lejos de todo. Los pocos aldeanos que transitaban lo hacían conversando en voz baja, cansados de la labor del día. Llegaba esa extraña inmensidad y ya estaba ahí con increíble dulzura y afecto; como una tierna, nueva hoja en primavera, tan fácil de destruir, estaba ahí totalmente vulnerable y, por ello, eternamente indestructible. Todo pensamiento y sentimiento desaparecieron, y cesó el reconocimiento. Es extraño lo importante que se ha vuelto el dinero, tanto para quien lo da como para quien lo recibe, para el hombre que tiene poder y para el pobre. Ellos hablan eternamente de dinero o evitan hablar de dinero porque eso es de mal gusto, pero son conscientes del dinero. Dinero para hacer buenas obras, dinero para el partido, dinero para el templo, y dinero para comprar arroz. Si uno tiene dinero es un desdichado, y si no lo tiene también lo es. Ellos le dicen a uno cuánto vale esa persona cuando hablan de su posición, de los títulos que ha logrado, de su talento, de su capacidad, de lo mucho que está haciendo. Siempre la envidia del rico y la envidia del pobre, la competencia en la ostentación, en el conocimiento, en las ropas y la brillantez de la conversación. Todos tratan de impresionar a alguien, cuanto más grande la multitud, mejor. Pero el dinero es más importante que ninguna otra cosa excepto el poder. Ambos constituyen una maravillosa combinación; el santo tiene poder aunque no tenga dinero; él tiene influencia sobre el pobre y el rico. El político utilizará al país, al santo, a los dioses que hay, para llegar a la cúspide y hablarle a uno del absurdo de la ambición y de la crueldad del poder. Para el dinero y el poder no hay fin; cuanto más se tiene más se desea y eso nunca termina. Pero tras de todo lo que es dinero y poder está el dolor, que no puede descartarse; uno podrá ponerlo a un lado, podrá tratar de olvidarlo, pero siempre estará ahí; uno no puede alejarlo mediante argumentaciones, siempre está ahí, una profunda herida que jamás parece curarse. Nadie quiere verse libre del dolor, es demasiado complejo para que se le comprenda; todo está explicado en los libros, y los libros, las palabras, las conclusiones se vuelven sumamente importantes, pero el dolor sigue estando ahí oculto bajo las ideas. Y el escape adquiere significación; el escape es la esencia de la superficialidad, aunque pueda variar en hondura. Pero el dolor no puede ser trampeado fácilmente. Es preciso llegar al mismo corazón del dolor para acabar con él; uno tiene que ahondar muy profundamente dentro de si mismo sin dejar de poner al descubierto un solo rincón. Tiene que ver cada doblez, cada vuelta del astuto pensamiento, cada sentimiento en relación con todas las cosas, cada movimiento de cada reacción, y tiene que hacerlo sin limitaciones, sin preferencias. Es como seguir el curso de un río hasta su origen; el río lo llevará a uno hasta allí.

Es preciso seguir cada hebra, cada indicio hasta llegar al corazón mismo del dolor. Sólo hay que observar, ver, escuchar; todo está ahí, claro y a la vista. Uno tiene que emprender el viaje, no a la luna, no a los dioses, sino al interior de si mismo. Uno puede dar un rápido paso hacia la propia interioridad y, así, rápidamente acabar con el dolor; o bien puede prolongar el viaje con desidia, con pereza y sin pasión. Es indispensable tener pasión para terminar con el dolor, y la pasión no se compra con el escape. Está ahí cuando uno deja de escapar. 4 Bajo los árboles había mucha quietud; una gran cantidad de pájaros cantaban, se llamaban los unos a los otros, parloteaban, perpetuamente inquietos. Las ramas eran enormes, bellamente formadas, pulidas, lisas, sobrecogía verlas; tenían una línea, una gracia tal que impresionaban profundamente, y uno se maravillaba de las cosas de la tierra. La tierra no tenía nada más bello que el árbol, y cuando éste muriera seguirla siendo bello, con cada rama desnuda abierta al cielo, blanqueada por el sol y con pájaros reposando sobre su desnudez. Habría refugio para los búhos, ahí en ese profundo hueco, y los brillantes y chillones papagayos harían su nido bien alto en la cavidad de aquella rama; vendrían los pájaros carpinteros con los rojos penachos de plumas asomando rectos de sus cabezas, para hacer unas cuantas perforaciones; por supuesto, llegarían esas ardillas listadas corriendo alrededor de las ramas, quejándose permanentemente de algo y siempre curiosas; justo en la rama más alta habría un águila blanca y roja inspeccionando la tierra con solitaria dignidad. Habría muchas hormigas, rojas y negras, subiendo veloces por el árbol y otras corriendo hacia abajo, y sus picaduras serian muy dolorosas. Pero ahora el árbol estaba vivo, era maravilloso y daba abundante sombra, y el sol abrasador no lo alcanzaba a uno; era posible sentarse ahí por una hora y ver y escucharlo todo, lo vivo y lo muerto, lo externo y lo interno. Uno no puede ver y atender a lo externo, sin transitar por lo interno. En realidad lo externo es lo interno y lo interno es lo externo, y es difícil, casi imposible, separarlos. Al mirar este magnifico árbol uno se pregunta quién está observando a quien, y pronto ya no hay observador en absoluto. Todo está intensamente vivo; sólo hay vida y el observador está tan muerto como aquella hoja. No existe una línea divisoria entre el árbol, los pájaros, ese hombre sentado a la sombra y la ‘tierra tan plena, tan abundante. Allí hay virtud sin pensamiento y, por lo tanto, hay orden. El orden no es permanente; está ahí sólo de instante en instante, y esa inmensidad llega con el sol poniente, tan casual, tan espontánea, tan bienvenida. Los pájaros han callado porque está oscureciendo y todo se aquieta poco a poco aprestándose para la noche. El cerebro, esa cosa tan sensible, tan viva, tan maravillosa, está totalmente silencioso, tan sólo observando, escuchando sin un momento de reacción, sin registrar, sin experimentar, sólo viendo y escuchando. Con esa inmensidad hay amor y destrucción, y esa destrucción es una fuerza inaccesible. Todo esto son palabras, como aquel árbol muerto, un símbolo de lo que fue y ya no es. Eso se ha ido, se ha alejado de la palabra; la palabra está muerta y nunca podrá aprehender esa vertiginosa y arrebatadora cualidad de la nada. Sólo en ese vacío inmenso existe el amor con su inocencia. ¿Cómo puede el cerebro percibir ese amor, el cerebro que es tan activo, que está tan atestado, tan cargado de conocimiento, de experiencia? Todo debe ser negado para que ello sea. El hábito, por conveniente que pueda ser, destruye la sensibilidad; el hábito proporciona el sentimiento de seguridad, y ¿cómo puede haber un estado de alerta, cómo puede haber sensibilidad cuando se cultiva el hábito? No es que la inseguridad produzca una percepción alerta y sensible. Qué rápidamente se convierte todo en hábito, tanto el dolor como el placer, y entonces sobreviene el aburrimiento y esa cosa tan peculiar llamada ocio. Después del hábito que ha estado funcionando durante cuarenta años, uno tiene ocio, o tiene ocio al terminar el día. El hábito tuvo su oportunidad y ahora le toca el turno al ocio, el cual a su vez se convierte en un hábito. Sin sensibilidad no hay afecto ni existe esa integridad que no es la reacción estimulada por una existencia contradictoria. La maquinaria del hábito es el pensamiento que siempre está buscando seguridad, algún estado confortable desde el cual nunca será perturbado. Es esta búsqueda de lo permanente la que niega la sensibilidad. Ser sensible no lastima jamás, son sólo aquellas cosas en las cuales uno ha encontrado refugio las que causan dolor. Ser totalmente sensible es estar totalmente vivo, y eso es amor. Pero el pensamiento es muy astuto; él evadirá al perseguidor, que es siempre otro pensamiento; el pensamiento no puede perseguir a otro pensamiento. Sólo el florecer del pensamiento puede ser visto, escuchado; y lo que florece en libertad llega a su fin, muere sin dejar una huella. 5 Este cuclillo cuyo reclamo se había estado escuchando desde el amanecer, era más chico que un cuervo, más gris; tenia una larga cola y brillantes ojos rojizos; se hallaba posado sobre una pequeña palmera, semioculto, llamando con tonos claros y delicados; se divisaban su cola y cabeza, y más allá, en un arbolillo estaba su compañera. Ésta era más pequeña, más tímida, se hallaba más oculta; luego el macho voló hacia donde estaba la hembra, y ésta salió hasta el extremo de una rama descubierta; permanecieron ahí mientras el macho continuaba con su reclamo y pronto levantaron vuelo y desaparecieron. El cielo estaba nublado y una suave brisa jugueteaba

entre las hojas; las pesadas palmas se hallaban inmóviles, ya les tocaría el turno al fin del día, hacia el anochecer, de iniciar su lenta danza; pero ahora permanecían quietas, aletargadas e indiferentes. Debe haber llovido durante la noche, el suelo estaba húmedo y la arena quebradiza; reinaba la paz en el jardín porque el día no había comenzado aún; los grandes y espesos árboles se hallaban somnolientos, mientras que los más pequeños habían despertado todos, y dos ardillas se perseguían la una a la otra juguetonamente saliendo y penetrando entre las ramas. Las nubes del temprano amanecer cedían el paso a las nubes del día y las casuarinas comenzaban a mecerse. Cada acto de la meditación jamás es igual, hay un hálito nuevo, un nuevo estallido; no existe un molde que deba quebrarse, porque no hay construcción de otro, de un nuevo hábito que encubra al viejo. Todos los hábitos, aunque hayan sido adquiridos recientemente, son viejos; se han formado a partir de lo viejo, pero la meditación no consiste en quebrar el viejo molde para construir uno nuevo. La meditación era el estallido de lo nuevo, era nueva, no se hallaba en el campo de lo viejo; nunca había penetrado en ese terreno; era nueva y jamás había conocido lo viejo; era explosiva en sí misma; no hacía pedazos alguna cosa sino que ella era la destrucción misma. Destruía y, por tanto, era nueva y había creación. En la meditación no existe un juguete que lo absorba a uno o al cual uno pueda absorber. Ella es la destrucción de todos los juguetes, las visiones, las ideas, las experiencias que contribuyen a elaborar lo que se llama meditación. Uno debe echar los cimientos para la verdadera meditación, de otro modo estará atrapado en diversas clases de ilusiones. La meditación es la negación más pura, una negación que no es el resultado de reacción alguna. Negar y permanecer negando en la negación, es una acción sin motivo, y eso es amor. 6 Era un pájaro de color gris jaspeado, casi tan grande como un cuervo; no era ni pizca de tímido y uno podía observarlo el tiempo que quisiera; estaba comiendo bayas que colgaban en gruesos racimos de color verde plateado y las seleccionaba muy cuidadosamente. Pronto otros dos pájaros, casi del mismo tamaño que el de color gris jaspeado, vinieron a posarse sobre otros racimos; eran los cuclillos de ayer; esta vez no había dulces reclamos, todos estaban muy atareados comiendo. Estos cuclillos son por lo general pájaros muy asustadizos, pero no parecía importarles que alguno estuviera tan cerca de ellos observándolos, sólo a unos pocos metros de distancia. Después llegó la ardilla listada para unirse al grupo, pero los tres pájaros escaparon volando y la ardilla se dedicó a comer con voracidad, pero cuando vino un cuervo graznando esto fue demasiado para ella y huyó velozmente. El cuervo no comió ninguna baya, pero probablemente le disgustaba que otros se divirtieran viéndolo. Era una mañana fresca y el sol asomaba lentamente tras de los tupidos árboles; había largas sombras y el suave rocío permanecía año sobre los pastos; en la pequeña laguna había dos lirios azules con el corazón de oro; era un color dorado claro y el azul era el azul de los cielos en primavera; las hojas eran redondas, muy verdes, y una ranita se hallaba sentada sobre una de ellas, inmóvil, mirando fijamente. Los dos lirios constituían la delicia de todo el jardín, pero los grandes árboles los despreciaban sin darles sombra; eran delicados, tiernos y estaban quietos en su laguna. Cuando uno los miraba, llegada a su fin toda reacción, se desvanecían los pensamientos y sentimientos y sólo los lirios quedaban en su belleza y quietud; eran intensos como toda cosa viviente, excepto el hombre que está perpetuamente ocupado consigo mismo. Mientras uno los contemplaba el mundo había cambiado, no hacia un orden social mejor con menos tiranía y más libertad o con la pobreza eliminada, sino que no existía el pesar ni el dolor, ni el ir y venir de la ansiedad, ni el afán que surge del tedio; el mundo había cambiado porque esos dos lirios estaban ahí, azules y con los corazones del color del oro. Ese era el milagro de la belleza. El camino nos era ahora familiar a todos: el aldeano, la larga fila de carretas de bueyes, unas quince o veinte, con el hombre caminando al lado de cada una de ellas, con los perros, las cabras y los maduros arrozales; y en ese atardecer el camino se abría en una sonrisa y los cielos estaban muy cercanos. Oscurecía y el camino brillaba con la luz del cielo, la noche se aproximaba. La meditación no proviene del esfuerzo; todo esfuerzo contradice, resiste; el esfuerzo y la opción siempre engendran conflicto, y entonces la meditación se vuelve un escape del hecho, de lo que es. Pero en ese camino, la meditación se rendía a «lo otro», silenciando por completo al ya aquietado cerebro; el cerebro era meramente un pasaje para aquello que es inmensurable; como un río profundo entre dos empinadas orillas, esta cosa extraña, desconocida que es «lo otro» se movía sin dirección, sin tiempo. 7 Por la ventana uno podía ver una joven palmera y un árbol lleno de grandes flores con pétalos rosados entre las verdes hojas. Las palmas ondeaban en todas direcciones pesada y desmañadamente, mientras que las flores permanecían inmóviles. Más lejos estaba el mar y uno podía oírlo toda la noche, profundo y penetrante; nunca variaba su opresivo sonido que se mantenía vibrando en el aire; en él había amenaza, desasosiego y una fuerza brutal. Con el alba, el bramido del mar disminuyó y otros sonidos tomaron posesión: los pájaros, los automóviles y el tambor. La meditación era el fuego que quemaba todo tiempo y distancia, toda realización y experiencia. Sólo

existía el vasto, infinito vacío, pero en él había movimiento, creación. El pensamiento no puede ser creativo; puede producir cosas en el lienzo, o mediante palabras, o en la piedra o con un maravilloso cohete; el pensamiento, por refinado o sutil que pueda ser, está dentro de los límites del tiempo; él sólo puede abarcar el espacio; no puede ir más allá de si mismo. El pensamiento no puede purificarse a sí mismo, no puede perseguirse; sólo puede florecer -si no se bloquea a sí mismo- y morir. Todo sentimiento es sensación y la experiencia pertenece a la sensación; el sentimiento y el pensamiento erigen las barreras del tiempo. 9 El mar podía oírse desde una gran distancia, atronando ola tras ola, interminablemente; éstas no eran olas innocuas; eran peligrosas, violentas y despiadadas. El mar parecía en calma, soñador, paciente, pero las olas eran enormes, altas, temibles. Se llevaban a los hombres, los ahogaban, y la corriente era muy fuerte. Las olas jamás eran suaves, sus altas curvas eran magnificas, espléndidas para verlas a distancia, pero en ellas había fuerza bruta y crueldad. Los catamaranes, tan endebles, conducidos por hombres delgados y morenos, atravesaban esas olas, indiferentes, sin cuidarse, sin albergar jamás un pensamiento de temor; irían lejos en dirección al horizonte y probablemente regresarían tarde en el día con su nutrida pesca. Esa tarde las olas se mostraban particularmente furiosas, arrogantes en su impaciencia, y su estallido sobre la playa era ensordecedor; la playa se extendía de norte a sur con una arena perfectamente limpia, amarillenta, quemada por el sol. Y el sol tampoco era benigno; siempre ardiente, abrasador; sólo en la madrugada, justo cuando asomaba surgiendo del mar o al ponerse entre masas de nubes, era templado, agradable. El furioso mar y el sol abrasador torturaban la tierra y la gente era muy pobre, flaca, siempre hambrienta; la presencia de la miseria era permanente y morir resultaba muy fácil, más fácil que nacer, lo cual engendraba indiferencia y deterioro. Los acomodados también eran indiferentes, insensibles, excepto para hacer dinero o para construir un puente o en la búsqueda de poder; para esta dase de cosas eran muy hábiles en obtener más y más -más conocimientos, más capacidad- pero siempre perdiendo y con la muerte siempre ahí. La muerte es tan definitiva, no puede ser engañada, no hay argumentos, por sutiles y astutos que puedan ser, capaces de detenerla; está siempre ahí. Uno no puede construir murallas contra la muerte, pero si puede hacerlo contra la vida; a la vida puede engañársela, uno puede escapar de ella, acudir al templo, creer en salvadores, ir a la luna; uno puede hacer cualquier cosa con la vida, pero ahí están el dolor y la muerte. Uno puede esconderse del dolor pero no de la muerte. Aun a esa distancia podía oírse el tronar de las olas y las palmeras se destacaban contra el cielo rojizo del atardecer. Los charcos y la acequia fulguraban con el sol poniente. Nos impulsan toda clase de motivos, cada acción tiene tras de si un motivo, y así es como carecemos de amor. No amamos aquello que hacernos. Creemos que no es posible actuar, vivir sin un motivo y de ese modo convertimos nuestra existencia en una cosa insulsa y trivial. Utilizamos la función para adquirir status; la función es tan sólo un medio para alguna otra cosa. No existe el amor por la cosa misma, y entonces todo se vuelve falso y la relación es algo terrible. El apego es sólo un recurso para ocultar nuestra propia superficialidad, nuestra soledad estéril, nuestra insuficiencia; la envidia no engendra más que odio. El amor carece de motivos, y es porque no hay amor que se introducen subrepticiamente toda clase de motivos en nuestros actos. Vivir sin motivos no es difícil; ello requiere integridad, no conformidad a las ideas, a las creencias. Tener integridad es tener percepción autocrítica, estar sensiblemente alerta, alerta a lo que uno es de instante en instante. 10 Era una luna muy joven que parecía colgar suspendida entre las palmeras; ayer no estaba ahí; puede que haya permanecido oculta tras de las nubes, tímidamente esquiva, porque era sólo una cinta, una delicada y curva línea de oro, y ahí entre las palmeras oscuras y solemnes, resultaba un milagro de encanto. Las nubes se congregaban para ocultarla, pero estaba ahí visible, tierna y muy cercana. Las palmeras se erguían silenciosas, austeras, ásperas, y los arrozales se estaban tornando amarillentos con la vejez. El atardecer estaba lleno de voces entre las hojas y unas millas más lejos atronaba el mar. Los aldeanos no se daban cuenta de la belleza del atardecer; estaban habituados a ella; lo aceptaban todo, la pobreza, el hambre, el polvo, la escualidez y las nubes que se iban acumulando. Uno termina por acostumbrarse a todo, al dolor y a la felicidad; si la gente no se acostumbrara a las cosas, seria más desdichada aún, más inquieta. Resulta mejor ser insensible, embotarse que dar paso a más disgustos; es más fácil así, ir muriendo lentamente. Uno puede encontrar razones económicas y sociales para todo esto, pero persiste el hecho, tanto con el pobre como con el acomodado, de que es más simple acostumbrarse a las cosas, ir a la oficina, a la fábrica, por los siguientes treinta años, con el aburrimiento y la futilidad de todo ello; pero uno tiene que vivir, uno tiene responsabilidades y, por lo tanto, es más seguro habituarse a todo. Nos habituamos al amor, al miedo y a la muerte. En hábito se convierten la bondad y la virtud, y aun los escapes y los dioses. Una mente manejada por los hábitos es una mente lerda, superficial. 11

El amanecer tardaba en llegar; aun brillaban las estrellas y los árboles permanecían recogidos en si mismos; no se escuchaba el llamado de ningún pájaro, ni siquiera los pequeños búhos que parlotearon durante la noche de árbol en árbol. Todo se hallaba extrañamente callado, excepto el bramido del mar. Se sentía el perfume de muchas flores, el olor a hojas pudriéndose y a tierra mojada; el aire estaba muy quieto y los olores penetraban en todas partes. La tierra aguardaba el amanecer y la llegada del día; había expectativa, paciencia y una extraña quietud. La meditación proseguía en esa quietud, y esa quietud era amor; no el amor a algo o a alguien, la imagen y el símbolo, la palabra y el cuadro. Era simplemente amor, sin sensaciones, sin sentimientos. Era algo que existía completamente por si mismo, desnudo, intenso, sin raíz y sin designio. El sonido de aquel pájaro a lo lejos era ese amor, y era la dirección de donde provenía el sonido, y la distancia; estaba ahí sin tiempo, sin palabras. No era una emoción, ésta se marchita y es cruel; el símbolo, la palabra pueden sustituirse, pero no la cosa. Al estar desnudo era totalmente vulnerable y, por ello, indestructible. Tenía esa inaccesible fuerza de «lo otro», lo incognoscible que llegaba a través de los árboles y desde más allá del mar. La meditación era el sonido de aquel pájaro que llamaba desde ese vacío, y era el bramido del mar atronando contra la playa. El amor sólo puede existir en el vacío total. El grisáceo amanecer ya estaba ahí, lejos en el horizonte, y los oscuros árboles se veían más oscuros aún, más intensos. En la meditación no existe la repetición, una continuidad del hábito; hay muerte de todo lo conocido y un florecer de lo desconocido. Se desvanecían las estrellas y las nubes despertaban con la llegada del sol. La experiencia destruye la claridad y la comprensión. La experiencia es sensación, una respuesta a diversas clases de estímulos, y cada experiencia refuerza los muros que nos encierran, por mucho que esa experiencia pueda ampliarse y expandirse. El conocimiento acumulado es mecánico, lo son todos los procesos aditivos; éstos resultan necesarios para la existencia mecánica, pero el conocimiento está atado al tiempo. El anhelo de experiencias es interminable, como lo es toda sensación. La crueldad de la ambición es lo que promueve la experiencia, con la sensación de poder y el endurecimiento de la capacidad. La experiencia no puede producir humildad, que es la esencia de la virtud. Sólo en la humildad existe el aprender y el aprender no es la adquisición de conocimientos. Un cuervo inauguró la mañana y todos los pájaros en el jardín se le unieron, y de pronto todo estaba despierto y la brisa soplaba entre las hojas y todo era esplendor. 13 Había de horizonte a horizonte -norte a sur- una larga extensión de negras nubes cargadas con lluvia, y las rompientes eran blancas; al norte llovía a cántaros y la lluvia venía lentamente hacia el sur; desde el puente sobre el río se veía una larga línea blanca de olas contra el horizonte negro. Autobuses, bicicletas, automóviles y pies desnudos avanzaban por el puente mientras la lluvia venía acercándose con furia. El río estaba desierto, como generalmente lo está con ese tiempo, ni siquiera se hallaba en él aquella hermosa garza, y las aguas eran tan oscuras como el cielo. A través del puente pasaba una parte de la gran ciudad atestada, ruidosa, sucia, presumida, próspera, y a poca distancia hacia la izquierda se hallaban las chozas de barro, los edificios arruinados, los pequeños y sucios almacenes, una pequeña fábrica y un camino atestado en el que una vaca estaba echada justo en el medio y los autobuses y automóviles debían rodearla para avanzar. Hacia el oeste había franjas de color rojo vivo, pero éstas también iban siendo cubiertas por la lluvia próxima. Más allá de la estación de policía, al otro lado de un estrecho puente, está el camino que atraviesa los arrozales hacia el sur, tejos de la ciudad sucia y ruidosa. Entonces comenzó a llover, un cortante y espeso aguacero que en un segundo formó charcos en el camino y había agua corriente donde antes el suelo estaba reseco; era una lluvia furiosa, explosiva, que lavaba, limpiaba, purificaba la tierra. Los aldeanos estallan empapados hasta la piel pero eso no parecía importarles; proseguían con sus risas y sus charlas, metiendo sus pies desnudos en los charcos. La pequeña choza con la lámpara de aceite hacia agua, los autobuses pasaban rugiendo, salpicando a todo el mundo, y las bicicletas con sus débiles faros avanzaban en la densa lluvia haciendo sonar sus campanillas. Todo era lavado hasta quedar limpio, el pasado y el presente, no había tiempo, no había futuro. Cada paso que uno daba era intemporal, y el pensamiento, una cosa del tiempo, se detuvo; no podía avanzar ni retroceder, no existía. Y cada gota de esa furiosa lluvia era el río, el mar y las nieves perpetuas. Había un vacío completo, total, y ese vacío era creación, amor y muerte no separados. Era preciso vigilar cada paso, los autobuses casi lo tocaban a uno al pasar. 15 Era un hermoso atardecer; unas cuantas nubes se habían congregado en torno del sol poniente; había también algunas nubes errantes ardiendo en color y la luna nueva estaba atrapada entre ellas. El bramido del mar llegaba entre las casuarinas y las palmeras, que suavizaban su furia. Las altas, rectas palmeras se destacaban negras contra el cielo de un rosa intenso y resplandeciente, y una bandada de blancas aves acuáticas se dirigía al norte, grupo tras grupo, con sus delgadas patas tendidas hacia atrás y batiendo lentamente las alas. Y una larga fila de chirriantes carretas de bueyes avanzaban en dirección a la ciudad, cargadas con leña de casuarinas. El camino

estuvo atestado por un rato y quedó casi desierto a medida que uno avanzaba e iba oscureciendo. Justo en el momento de ponerse el sol, quietamente adviene sobre la tierra una extraña sensación de paz, de dulzura, de purificación. No se trata de una reacción; está ahí en la ciudad con todos sus ruidos, con la escualidez, el bullicio y el circular de la gente; está ahí en ese pequeño retazo de tierra descuidada; está ahí donde se encuentra ese árbol con una coloreada cometa presa entre las ramas; está en esa desierta calle, al otro lado del templo, está en todas partes, uno sólo tiene que vaciarse del día. Y en ese atardecer, a lo largo del camino, ahí estaba, invitándolo a uno dulcemente a alejarse de todo y de todos, y a medida que oscurecía ello se tornó más bello e intenso. Las estrellas brillaban entre las palmeras y Orión estaba entre ellas asomando desde el mar, y las Pléyades se encontraban fuera de su alcance con las tres cuartas partes del trayecto ya recorridas. Los aldeanos se acercaban para conocernos y querían conversar con nosotros, vendernos algún terreno para que así viviéramos entre ellos. A medida que avanzaba el anochecer, «lo otro» descendió con su explosiva bienaventuranza y el cerebro estaba tan inmóvil como esos árboles en los que no temblaba una sola hoja. Todo se tornó más intenso, cada color, cada forma, y en esa pálida luz lunar los charcos que había al costado del camino eran las aguas de la vida. Hay que desprenderse de todo, todo debe ser borrado, no hay que admitir nada, pero el cerebro debe estar totalmente quieto, sensible para observar, para ver. Como una inundación que cubre la tierra seca y abrasada, aquello llegó pleno de encanto y claridad; llegó para quedarse. 17 Fue mucho antes del amanecer que el agudo grito de un pájaro despertó a la noche por un instante, y la luz de ese grito se desvaneció. Los árboles permanecían inmóviles, oscuros, fundiéndose en el aire; era una noche suave y serena, infinitamente viva, despierta; había en ella movimiento, una conmoción profunda que acompañaba al silencio total. Aun la aldea cercana, con sus innumerables perros que siempre estaban ladrando, ahora se hallaba silenciosa. Era una calma extraña, terriblemente poderosa, destructivamente viva. Tan viva y tan quieta que uno sentía temor de moverse; fue así que el cuerpo quedó congelado en su inmovilidad, y el cerebro, que había despertado con aquel agudo grito del pájaro, terminó por aquietarse también con su sensibilidad intensificada. Era una noche brillante de estrellas en un cielo sin nubes; parecían tan cercanas, y la Cruz del Sur se encontraba justo encima de los árboles, rutilante en el aire cálido. Todo estaba muy quieto. La meditación jamás está en el tiempo; el tiempo no puede producir la mutación; puede producir cambios que, a su vez, necesitan ser cambiados, como todas las reformas; la meditación que brota del tiempo, ata siempre, en una meditación así no hay libertad, y sin libertad nunca cesan la opción y el conflicto. 18 Muy alto en las montañas, entre los áridos peñascos sin un solo árbol ni arbusto, había una pequeña corriente brotando de la sólida, inaccesible roca; apenas si era una corriente, más bien un gotear. A medida que descendía formaba una cascada, sólo un murmullo, y bajaba, bajaba hacia el valle; y ahí ya proclamaba su fuerza, el largo camino que recorrería a través de ciudades, bosques y espacios abiertos. Estaba destinada a convertirse en un río irresistible que barrería sus márgenes purificándose a si mismo a medida que avanzara, estallando sobre las rocas, fluyendo a lejanos lugares, fluyendo perpetuamente hacia el mar 1. Lo que importaba no era llegar hasta el mar, sino ser un río, un río ancho, profundo, rico y espléndido; un río que entraría en el mar para desaparecer en las vastas, insondables aguas; pero el mar se hallaba muy lejos, a muchos miles de millas, y de aquí a entonces estaban la vida, la belleza y el júbilo incesante; nada podía detener eso, ni aun las fábricas o las represas. Era realmente un río maravilloso, ancho, profundo, con tantas ciudades en sus márgenes, tan despreocupadamente libre y sin abandonarse jamás. Toda la vida estaba en sus orillas: verdes campos, florestas, casas solitarias, muerte, amor y destrucción; lo cruzaban largos y anchos puentes de graciosas formas y muy transitados. Otras corrientes y ríos se le unían, pero él era el río madre de todos los ríos, de los pequeños y los grandes. Siempre estaba lleno, siempre purificándose a si mismo, y en un atardecer era una bendición contemplarlo, con el color cada vez más profundo de las nubes y con sus doradas aguas. Pero el pequeño gotear tan lejano, en medio de aquellas gigantescas rocas que parecían concentrarse para producirlo, era el principio de la vida, y el final estaba más allá de sus orillas y más allá de los mares. La meditación era como ese río, sólo que no tenía comienzo ni fin; comenzaba y su fin era su comienzo. No había causa, y su movimiento era su renovación. Ella era siempre nueva, nunca se acumulaba para envejecer; jamás quedaba contaminada porque no tenía raíces en el tiempo. Es bueno meditar, no forzarlo, no hacer ningún esfuerzo, comenzar gota a gota e ir más allá del tiempo y del espacio, donde el pensamiento y el sentimiento no pueden penetrar, donde no existe la experiencia. 1

Él estaba entonces en Benarés y recordaba el origen del Ganges que una vez había visitado. Se alojaba en Rajghat, al norte de Benarés, sobre las orillas del Ganges, donde existe una escuela Krishnamurti. Los hindúes llaman a Benarés, Banaras o Varanasi.

19 Era una hermosa mañana, bastante fresca, y el alba estaba lejos aún; los pocos árboles y arbustos que crecían alrededor de la casa parecían haberse convertido durante la noche en un bosque con muchas serpientes escondidas y animales salvajes, y la luz de la luna con sus miles de sombras ahondaba la impresión; eran árboles grandes, sobrepasaban en altura a la casa, y todos se hallaban silenciosos aguardando el alba. Y súbitamente, a través de los árboles y desde más allá, llegó un canto, un canto religioso de devoción; la voz era rica, el cantor ponía en ella su corazón, y el canto viajaba lejos en la noche de luna. Mientras uno lo escuchaba iba cabalgando sobre la onda del sonido y era parte de él e iba más allá de él, más allá del pensamiento y el sentimiento. Luego se agregó otro sonido de un instrumento, muy tenue pero claro. 26 El río es ancho y espléndido aquí; es profundo y tranquilo como un lago, sin una sola onda. Hay unos pocos botes, la mayoría de pescadores, y una embarcación grande con una vela rasgada, que lleva arena a la ciudad que está más allá del puente. Lo realmente hermoso es la extensión de agua que se prolonga hacia el este y la margen del otro lado; el río parecía un enorme lago, pleno de inenarrable belleza y de espacio como para equipararse al cielo; es ésta una región llana, el cielo colma la tierra y el horizonte está más allá de los arboles, muy lejos. Los árboles se encuentran en la otra orilla pasando los trigales recién sembrados; primero se extienden los verdes campos y más allá están los árboles, y en medio de ellos hay aldeas. El río crece mucho durante las lluvias y trae consigo más rico sedimento; cuando el río baja se siembra el trigo de invierno; éste es de un verde maravilloso, rico y pleno, y la larga, ancha orilla, es una alfombra de verdor fascinante. Desde este lado del río los árboles se ven como una impenetrable floresta, pero hay aldeas que se cobijan entre ellos. Sin embargo, hay un árbol enorme, con sus raíces al descubierto, que es la gloria de la ribera; debajo de él se levanta un pequeño templo blanco, pero sus dioses son como el agua que pasa al lado mientras el árbol permanece; éste tiene un tupido follaje con hojas de largos tallos y los pájaros cruzan el río. Tiene la presencia de la belleza, la dignidad de lo que está solo. Pero aquellas aldeas se hallan atestadas, son pequeñas, mugrientas, y los seres humanos ensucian la tierra que los rodea. Desde este lado, las blancas paredes de las aldeas entre los árboles se ven nuevas, tienen gracia y una gran belleza. La belleza no es algo hecho por el hombre; las cosas del hambre despiertan sentimientos, sensaciones, pero nada tienen que ver con la belleza. La belleza jamás puede ser un producto, no está en algo que se haya construido ni se encuentra en los museos. Uno tiene que ir más allá de todo esto, del gusto personal y la preferencia, tiene que purificarse de toda emoción, porque el amor es belleza. A medida que fluye hacia el este1, el curso del río se curva majestuosamente pasando por aldeas, ciudades y bosques profundos; pero aquí, bajo la ciudad y el puente, el río y su ribera opuesta es la esencia de todos los ríos y de todas las riberas. Cada río tiene su propio canto, su propio deleite y sus travesuras, pero aquí, en su silencio mismo contiene la tierra y los cielos. Es éste un río sagrado, como todos los ríos lo son; no obstante, en esta parte del largo, sinuoso río hay una dulzura, una delicadeza de inmensa profundidad, y hay destrucción. Al contemplarlo ahora uno quedaba hechizado por su madurez y tranquilidad. Y perdía todo sentido de la tierra y el cielo. En ese quieto silencio advino «lo otro» y la meditación perdió su significado. Aquello era como una ola que viniera desde muy lejos, acumulando impulso a medida que avanzaba, estallando sobre la playa, barriéndolo todo ante sí. Sólo que no había tiempo ni distancia; estaba ahí con impenetrable fuerza, con destructiva vitalidad y, por tanto, ahí estaba la esencia de la belleza, que es amor. No hay imaginación que pueda suscitar todo esto, ningún hondo y recóndito motivo podrá jamás proyectar esta inmensidad. Todo pensamiento y sentimiento, todo deseo y compulsión estaban por completo ausentes. Esto no era una experiencia; la experiencia implica reconocimiento, un centro que se acumula, memoria y continuidad. No era una experiencia; sólo los inmaduros anhelan experiencias y, por eso, quedan atrapados en la ilusión. Esto era simplemente un suceso, un evento, un hecho, como una puesta de sol, como la muerte y el sinuoso río. La memoria no podía atraparlo en su red para retenerlo y, en consecuencia, destruirlo. Ello no podía ser contenido por el tiempo y el recuerdo, ni perseguido por el pensamiento. Era un relámpago en el que todo tiempo, toda eternidad se consumía sin dejar cenizas, recuerdos. La meditación es el completo y total vaciado de la mente, no con el fin de recibir, de ganar, de llegar, sino un total desnudarse sin motivo alguno; es, en verdad, un vaciar la mente de lo conocido, tanto la consciente como la inconsciente, vaciarla de toda experiencia, pensamiento y sentimiento. La negación es la misma esencia de la libertad; la aserción y la búsqueda positiva implican esclavitud. 30 Dos cuervos peleaban malignamente enojados el uno con el otro; había furia en sus voces, ambos se hallaban en el suelo pero uno llevaba ventaja sobre el otro pues le estaba clavando su duro y negro pico. Fue inútil gritarles desde la ventana, y uno de ellos ya estaba a punto de ser matado. Un cuervo que pasaba interrumpió su 1

Aunque Rajghat está al norte de Benarés, se halla río abajo, porque aquí el río dobla hacia el nordeste antes de correr nuevamente hacia el sur.

vuelo y descendió súbitamente llamando, graznando con más estridencia que los que peleaban en el suelo; aterrizó junto a ambos batiendo contra ellos sus negras y lustrosas alas. En un segundo llegaron media docena de cuervos más, todos graznando furiosamente, y varios de ellos separaron con sus picos y alas a los dos que intentaban matarse. Ellos podían matar a otros pájaros, otras cosas, pero no debía haber asesinatos entre los de su propia clase; y ése había de ser el fin de la cuestión para todos. Los dos aún querían pelear pero los otros los disuadieron y pronto todos volaron y hubo quietud en el pequeño espacio abierto entre los árboles junto al río. Era ya avanzada la tarde y el sol se hallaba tras de los árboles; el frío realmente riguroso había desaparecido y todos los pájaros estuvieron cantando el día entero, llamándose mutuamente y produciendo todos esos gratos sonidos que les son característicos. Los papagayos volaban enloquecidos aprestándose para la noche; era un poco temprano aún pero ya llegaban; el gran tamarindo podía albergar a una buena cantidad de ellos; tenían casi el color de las hojas, pero el verde de sus plumas era más intenso, más vivo; si uno observaba cuidadosamente podía apreciar la diferencia, y también distinguir los brillantes picos curvos que usaban para sujetarse y trepar; se veían más bien torpes entre las ramas, trasladándose de una a otra, pero en su movimiento eran la luz de los cielos; sus voces sonaban ásperas y agudas y su vuelo nunca era recto, pero su color era la primavera de la tierra. Más temprano en la mañana, sobre una rama de ese árbol, dos pequeños búhos estuvieron asoleándose de cara al sol naciente; se hallaban tan inmóviles que era imposible advertirlos -eran del color de la rama, gris moteado- a menos que por casualidad uno los viera salir de su hueco en el tamarindo. El frío había sido muy agudo, cosa de lo más insólita, y esa mañana dos papamoscas de color verde-oro cayeron muertos por congelación; eran un macho y una hembra, debían haber formado una pareja; murieron en el mismo instante y aún estaban suaves al tacto. Eran realmente de color verde-oro con largos picos curvos; eran tan delicados, estaban tan extraordinariamente vivos todavía. El color es algo muy extraño; el color es dios, y el de esos dos pájaros era la gloria de la luz; el color permanecería aunque el mecanismo de la vida hubiera tocado a su fin. El color era más perdurable que el corazón: estaba más allá del tiempo y del dolor. Pero el pensamiento jamás podrá resolver la agonía del dolor. Uno podrá razonar y razonar pero el dolor seguirá estando ahí después del largo y complicado viaje del pensamiento. El pensamiento nunca podrá resolver los problemas humanos; el pensamiento es mecánico y el dolor no lo es. El dolor es tan extraño como el amor, pero el dolor mantiene fuera al amor. Uno podrá disipar completamente al dolor, pero no es posible invitar al amor. El dolor es autocompasión con todas sus ansiedades, temores, culpas, pero todo esto no puede ser borrado por el pensamiento. El pensamiento engendra al pensador y entre ambos procrean al dolor. El fin del dolor llega cuando uno se libera de lo conocido. 31 Había muchos botes de pescadores a medida que el sol avanzaba profundamente hacia el oeste, y el río despertó de pronto entre risas y conversaciones ruidosas; había veintitrés de esos botes y cada uno contenta dos o tres hombres. El río es ancho aquí y esos pocos botes parecían haber tomado posesión de las aguas; los hombres echaban carreras gritando, llamándose unos a otros con voces excitadas, como de niños que jugaran; eran gente muy pobre, con sucios andrajos, pero en esos momentos no tenían preocupaciones y sus ruidosas charlas y risas llenaban el aire. El río centelleaba y la suave brisa trazaba diseños sobre el agua. Los cuervos comenzaban ahora a volar de regreso a través del río hacia sus árboles habituales; las golondrinas volaban a baja altura, casi tocando el agua. Enero 1, 19621 Una sinuosa corriente de agua se abre paso hacia el ancho río, viene a través de una parte de la ciudad sucia de todo cuanto uno pueda imaginarse, y llega al río casi exhausta; cerca de donde se encuentra con éste hay un puente destartalado que la cruza, hecho con cañas de bambú, trozos de cuerda y paja; cuando está casi por derrumbarse, colocan un largo palo en el blando lecho del arroyo y más paja y barro, y lo atan con una cuerda no muy gruesa llena de nudos. Toda la cosa es una verdadera ruina; alguna vez debe haber sido un puente bastante derecho, pero ahora sus depresiones casi tocan el perezoso arroyo, y cuando uno lo cruza oye el barro y la paja hundiéndose en el agua. Pero de algún modo debe ser bastante fuerte; es un puente estrecho; resulta algo difícil evitar rozarse con otra persona que venga en sentido contrario. Lo recorren bicicletas cargadas con tarros de leche, sin la menor preocupación por si mismas o por otros; está siempre ocupado por aldeanos que van a la ciudad con sus productos y vuelven de noche a sus aldeas, fatigados, llevando una cosa u otra, tenazas, cometas, un pedazo de madera, una losa y objetos que no pueden obtener en sus propias aldeas. Visten harapos, están sucios, enfermos, y tienen una paciencia infinita caminando, con los pies desnudos, millas y millas interminables; les falta la energía para rebelarse, para echar del país a todos los políticos, pero si lo hicieran, pronto ellos mismos querrían 1

En este día, él ofreció la primera de siete pláticas en Rajghat.

convertirse en políticos, explotadores astutos, inventando medios para sostenerse en el poder, ese mal que destruye a los hombres. Estábamos cruzando ese puente junto con un enorme búfalo, algunas bicicletas y los aldeanos que habitualmente lo utilizaban; estaba a punto de derrumbarse, pero de algún modo todos logramos cruzarlo y al pesado y fastidioso animal no parecía importarle nada. Al remontar la ribera siguiendo un muy gastado sendero de arena y después de pasar por una aldea con un antiguo aljibe, uno llegaba a terreno abierto y llano con mangos y tamarindos y campos de trigo invernal; es una llanura que se extiende milla tras milla hasta que, muy lejos, se encuentra con las colinas y las montañas eternas. El sendero es antiquísimo, tiene muchos miles de años, hay templos en ruinas y lo han transitado incontables peregrinos1. Cuando el sendero dobla, uno alcanza a ver en la lejanía el río entre los árboles. Era un bello atardecer, fresco, silencioso, y el cielo era inmenso, ningún árbol, ninguna tierra podía contenerlo; era como si no hubiera horizonte, como si los árboles y la interminable llanura se fundieran en la expansión del cielo. Éste era pálido, de un delicado azul, y la puesta del sol había dejado una bruma de oro donde debería haber estado el horizonte. Los pájaros llamaban desde sus refugios en los árboles, se escuchaba el balido de una cabra y, muy a lo lejos, silbaba un tren; algunas personas de la aldea, todas mujeres, se hallaban agrupadas en torno de un fuego y, extrañamente, también ellas habían callado. La mostaza estaba en flor, un amarillo que se esparcía por los campos y, a través de éstos, desde una aldea, una columna de humo se elevaba recta en el aire. El silencio era extrañamente penetrante; pasaba a través de uno e iba mucho más allá de uno; no tenía movimiento, ni una sola onda; uno caminaba en él, lo sentía, lo respiraba, era parte de ese silencio. Uno no lo había producido mediante las acostumbradas tretas del cerebro; estaba ahí, y uno mismo era parte de él, no lo estaba experimentando; no había pensamiento que pudiera experimentar, que pudiera recordar, acumular. Uno no se hallaba separado de él para observar, para analizar. Sólo eso estaba ahí y nada más. El tiempo, el tiempo cronológico, estaba avanzando y, por el reloj, este milagro de silencio duró cerca de media hora, pero no existía la duración, no había tiempo. De nuevo estaba uno caminando en él, y pasó por el antiguo aljibe, por la aldea, cruzó el estrecho puente y penetró en el paraje oscuro. El silencio estaba ahí, y acompañándolo estaba «lo otro» con su irresistible y sobrecogedora bienvenida. El amor no es una palabra ni un sentimiento; ahí estaba con su impenetrable fuerza y con la delicadeza de una tierna hoja que tan fácilmente se destruye. Las Pléyades estaban bien en lo alto y Orión sobre las copas de los árboles; la estrella más brillante descansaba en las aguas del río. 2 Los muchachos de la aldea estaban remontando cometas a lo largo de la orilla del río; daban verdaderos alaridos, reían, se perseguían unos a otros y vadeaban el río para recuperar los cometas caídos; su excitación era contagiosa, porque las personas mayores que se hallaban en una parte más alta de la ribera los observaban gritándoles, alentándolos. Parecía ser el entretenimiento vespertino de toda la aldea; aun los famélicos perros sarnosos acompañaban con sus ladridos; todo el mundo tomaba parte en la excitación. Todos estaban medio muertos de hambre, no había un solo gordo entre ellos, ni siquiera entre los viejos; los más ancianos eran los más flacos; incluso los niños eran muy delgados pero parecían tener energía en abundancia. Todos vestían harapos rotos y sucios, remendados con diferentes telas de muchos colores, pero eran alegres, aun los más viejos y achacosos; parecían no ser conscientes de su propia miseria, de su debilidad física, ya que muchos de ellos llevaban pesados fardos; tenían una paciencia asombrosa, y debían tenerla porque la muerte estaba ahí, muy cerca, y con ella la agonía de la vida; todo estaba ahí al mismo tiempo: muerte, nacimiento, sexo, pobreza, inanición, excitaciones, lágrimas. Bajo algunos árboles en la parte más alta de la ribera, no lejos de un antiguo templo en ruinas, ellos tenían un lugar para sepultar a sus muertos 2; había multitud de pequeñas criaturas que habrían de conocer el hambre, el olor de los cuerpos sin lavar y el olor de la muerte. Pero el río estaba ahí todo el tiempo, a veces amenazando a la aldea, pero ahora se hallaba tranquilo, plácido, y las golondrinas lo sobrevolaban a tan baja altura que casi rozaban el agua que tenía el color de un suave fuego. El río lo era todo, ellos se bañaban ocasionalmente, lavaban sus ropas y sus flacos cuerpos, y lo adoraban y le ponían flores -cuando lograban obtenerlas- para demostrarle su respeto; en él pescaban y junto a él morían. El río era en absoluto indiferente a su alegría y a su dolor; era tan profundo, había en él tanta gravedad, tanto poder; estaba terriblemente vivo y era muy peligroso. Pero ahora estaba quieto, sin una sola onda que perturbara la superficie, y sobre ésta cada golondrina proyectaba una sombra; no volaban muy lejos, sólo cerca de algunos metros; se elevaban un poco, volvían a bajar y otra vez volaban unos metros o algo así, hasta que llegaba la oscuridad. Había pequeñas aves acuáticas que volaban velozmente moviendo sus colas hacia arriba y abajo; las había algunas más grandes, casi del color de la tierra húmeda, pardo grisáceo; elevándose y descendiendo recorrían la orilla del agua. Pero el prodigio de todo ello 1

El sendero de los peregrinos corre a través del estado de Rajghat que une a Kashi con Sarnath, donde el Buda predico su primer sermón después de la iluminación. 2 Estos aldeanos eran musulmanes.

era el cielo sin horizonte, tan vasto, tan infinito. La luz de la tarde que moría era suave y apacible; no proyectaba sombra alguna y cada arbusto, árbol y pájaro estaban solos. El río que centelleaba durante el día, era ahora la luz del cielo; estaba hechizado, soñaba perdido en la belleza y amor de esta luz en la que todas las cosas cesan de existir, el corazón con su llanto y el cerebro con su astucia; desaparecieron el placer y el dolor y sólo dejaron luz, luz transparente, suave, acariciante. Había sólo luz; el pensamiento y el sentimiento no participaban en ello, jamás podrían dar luz; no estaban ahí, solamente estaba esta luz mando el sol se ocultó tras los muros de la ciudad y en el cielo no quedaba una nube. No es posible ver esta luz a menos que uno conozca el movimiento intemporal de la meditación; este movimiento existe cuando cesa el proceso del pensar. El pensamiento o el sentimiento no conducen al amor. Había mucha oscuridad y quietud, no se movía una hoja; todas las estrellas que podían caber en el río estaban ahí y rebosaban en el cielo. El cerebro se hallaba completamente inmóvil pero muy activo y alerta, observando sin el observador, sin un centro desde el cual pudiera observar; tampoco había sensación alguna. «Lo otro» estaba ahí, profundamente dentro, a una profundidad inaccesible; ello era acción, acción que barría con todo sin dejar una huella de lo que ha sido o de lo que es. No había espacio en el cual pudiera existir un límite, ni había tiempo para que el pensamiento pudiera formarse en él. 3 Hay algo curiosamente agradable en recorrer caminando solo un sendero metido profundamente en el campo, un sendero que ha sido utilizado por los peregrinos durante varios miles de años; a lo largo de él hay árboles muy añosos, mangos y tamarindos, y pasa por diversas aldeas y entre verdes trigales; el polvo fino y seco es suave bajo los pies, y debe convertirse en pesado barro durante la estación de las lluvias; la tierra blanda, fina, penetra en los pies y se introduce, aunque no demasiado, en los ojos y la nariz. Hay antiguas fuentes y templos con dioses marchitos. La región es plana, plana como la palma de la mano, y se extiende hasta el horizonte, si es que hay un horizonte. El sendero tiene tantas vueltas que en unos cuantos minutos se enfrenta a todas las direcciones de una brújula. El cielo parece seguir ese sendero que se muestra abierto y amistoso. Existen pocos senderos como ése en el mundo, aun cuando cada uno tenga su propio encanto y belleza. Hay uno [en Gstaad] que atraviesa el valle escalándolo suavemente entre ricas pasturas, las que son cosechadas para el invierno a fin de que sirvan de alimento a las vacas; ese valle está blanco con la nieve, pero para aquel entonces [cuando él estuvo allí], era el fin del verano y había abundancia de flores, y rodeándolo todo estaban las montañas nevadas y el torrente atravesaba ruidoso el valle; difícilmente se encontraba a alguien en aquel sendero y uno caminaba por él en medio del silencio. También hay otro sendero [en Ojai] montañoso que trepa empinadamente por una árida, polvorienta ladera que se desmorona; un sendero rocoso, áspero y resbaladizo, sin un solo árbol en ninguna parte, ni siquiera un arbusto; había allí una codorniz con sus crías recién nacidas, una docena de ellas, y un poco más arriba una serpiente de cascabel toda enroscada, lista para atacar pero lanzándole a uno una clara advertencia. No obstante, este sendero era ahora diferente de cualquier otro sendero, estaba lleno de polvo, lo habían ensuciado aquí y allá los seres humanos, y había en él antiguos templos en ruinas con sus imágenes; un gran toro se estaba hartando entre las altas espigas sin que nadie lo molestara; también había monos, y papagayos, que eran la luz de los cielos. Éste fue el sendero de millares de seres humanos por muchos miles de años. Mientras uno iba caminando por él, se perdía a sí mismo; uno caminaba sin un solo pensamiento, y ahí estaban el cielo increíble y los árboles con su tupido follaje y sus pájaros. Hay en ese sendero un mango espléndido, tiene tantas hojas que las ramas no pueden verse, y es muy viejo. Y a medida que uno prosigue su camino no queda en absoluto un solo sentimiento; también el pensamiento se ha desvanecido, pero hay belleza. Esta belleza llena la tierra y el cielo, llena cada hoja y cada brizna marchita de hierba. Está ahí cubriéndolo todo y uno mismo es parte de ella. Uno no ha sido hecho para sentir todo esto, pero ello está ahí, y porque uno no está, está eso, sin una palabra, sin un movimiento. El regreso es silencioso, en medio, de una luz que va palideciendo. Cada experiencia deja una huella y cada huella distorsiona la experiencia; de modo que no hay experiencia que no haya sido. Todo es viejo, nada es nuevo. Pero esto no es así. Todas las huellas de todas las experiencias se han borrado; el cerebro, depósito del pasado, está completamente inmóvil y quieto, sin reacción alguna pero activo, sensible; entonces pierde el pasado y se renueva. Estaba ahí, esa inmensidad que no tenía pasado ni futuro; estaba ahí sin conocer jamás el presente. Llenaba el lugar y se expendía más allá de toda medida. 5 El sol asoma desde los árboles y se instala sobre la ciudad y entre los árboles y la ciudad está toda la vida, está todo el tiempo. El río pasa en medio de ellos, profundo, vivo y sereno; muchos botes pequeños suben y bajan por él; algunos con grandes velas cuadradas, cargan leña, arena y cortes de piedra, y a voces llevan a hombres y mujeres que vuelven a sus aldeas, pero la mayoría son pequeños botes de pescadores tripulados por flacos hombres

morenos. En apariencia son gente muy feliz, voluble, se llaman y gritan los unos a los otros, todos visten harapos, no tienen mucho que comer e inevitablemente tienen numerosos hijos. No pueden leer ni escribir; carecen de entretenimiento externo, no hay cinematógrafos, etc., pero se divierten cantando, en coros, cantos devocionales, o relatando historias religiosas. Son todos muy pobres y la vida es muy difícil, siempre están ahí la enfermedad y la muerte, como la tierra y el río. Y en ese atardecer había más golondrinas que nunca; volaban a baja altura, casi tocando el agua, y el agua tenía el color del fuego moribundo. Todo estaba tan vivo, era tan intenso; cuatro o cinco robustos cachorrillos jugaban en torno de la madre hambrienta y flaca; muchos grupos de cuervos volaban de regreso a la otra orilla; los relumbrantes papagayos también volvían chillando a los árboles, con su vuelo tan característico; un tren atravesaba el puente y el estrépito llegaba muy lejos por el río, en cuyas frías aguas se estaba lavando una mujer. Todo luchaba por vivir; una batalla por la vida misma en la que siempre está ahí la muerte; luchar en cada momento de la existencia y después morir. Pero entre la salida del sol y su puesta detrás de los muros de la ciudad, el tiempo consumía toda la vida, el tiempo pasado y presente corroía el corazón del hombre; el hombre tenía su existencia en el tiempo, y por eso conocía el dolor. Los hombres de la aldea que marchaban detrás por el estrecho sendero junto al río, como engarzados uno por uno, de algún modo eran parte del que caminaba al frente; había ocho de ellos, y el más anciano que iba directamente detrás tosía y escupió todo el tiempo, mientras que los otros caminaban más o menos silenciosamente. El hombre que los precedía tenía una lúcida conciencia de ellos, de su silencio, de sus toses, de su agotamiento después de una larga jornada; no estaban agitados sino tranquilos y prontos a alegrarse por cualquier cosa. É1 era consciente de ellos, tal como lo era del río resplandeciente, del suave fuego que ardía en el cielo y de los pájaros que retornaban a sus nidos; no existía un centro desde el cual él estuviera viendo, sintiendo, observando; todo esto implica palabras, pensamientos. No había pensamiento alguno sino sólo estos hechos. Todos los hombres caminaban firmemente y el tiempo había dejado de existir; esos aldeanos regresaban al hogar, a sus chozas, y el hombre iba con ellos; ellos aun parte de él, no que se diera cuenta de ellos como formando parte. Ellos fluían con el río, volaban con los pájaros y eran tan abiertos y amplios como el cielo. Esto era un hecho, no era imaginación; la imaginación es algo artificial, mientras que el hecho es una ardiente realidad. Esos nueve hombres marchando perpetuamente, venían desde ninguna parte e iban hacia ninguna parte; era una procesión infinita de la vida. Extrañamente, el tiempo y toda identidad habían llegado a su fin. Cuando el hombre que iba al frente se volvió para regresar, todos los aldeanos, especialmente el viejo que estaba tan cerca, justo detrás de él, saludaron como si fueran amigos desde hacia mucho tiempo. Oscurecía, las golondrinas habían desaparecido; brillaban luces sobre el largo puente y los árboles se estaban recogiendo en ellos mismos. Muy lejos sonaba la campana de un templo. 7 Hay un pequeño canal, de medio metro de ancho, que corre entre los verdes trigales. A lo largo de ese canal existe un sendero por el que uno puede caminar bastante tiempo sin encontrar un alma. En ese atardecer se hallaba particularmente tranquilo; bebiendo en ese canal había un opulento grajo, con alas sorprendentemente azules y brillantes; tenía un color pardo amarillento bajo las rutilantes alas azules; no era uno de esos grajos rezongones; uno podía aproximársele bastante sin ser insultado. Él lo miraba a uno con extrañara y uno lo miraba con una explosión de afecto; era un pájaro robusto, confortante y muy bello. Aguardaba a fin de ver qué haría uno, y cuando uno no hizo nada se calmó y enseguida levantó vuelo para alejarse sin un solo grito. En ese pájaro uno se había encontrado con todos los pájaros que jamás hubieran existido; fue aquella explosión lo que hizo esto posible. No fue una explosión bien planeada, razonada; simplemente ocurrió, con una intensidad y una furia cuya misma conmoción hizo que el tiempo se detuviera por completo. Pero al proseguir por ese estrecho sendero uno pasaba junto a un árbol que se había convertido en el símbolo de un templo, porque había flores y una imagen crudamente pintada, y el templo era el símbolo de alguna otra cosa y esa otra cosa también era un enorme símbolo. Las palabras, los símbolos se han vuelto, al igual que la bandera, terriblemente importantes. Los símbolos son cenizas que alimentan la mente, y la mente es estéril; y es en este desierto donde tiene su origen el pensamiento, el cual es hábil, inventivo como lo son todas las cosas que proceden de lo árido e insignificante. Pero el árbol era espléndido, tenía un espeso follaje y albergaba a numerosos pájaros; la tierra alrededor estaba barrida y la mantenían limpia se había construido una plataforma de barro alrededor del árbol y sobre ella estaba la imagen apoyada contra el grueso tronco. Las hojas eran perecederas y la imagen de piedra no lo era; ésta perduraría, destruyendo las mentes. 8 El temprano sol de la mañana se hallaba sobre el agua y era deslumbrador; un bote de pescadores atravesaba ese brillante sendero y había una ligera niebla entre los árboles de la orilla opuesta. El río jamás está quieto, siempre hay un movimiento, una danza de innumerables pasos, y esta mañana se hallaba muy activo haciendo que los árboles y arbustos parecieran desvaídos y pesados; no así los pájaros que llamaban y cantaban, y los papagayos

con sus chillidos. Estos papagayos vivían en el tamarindo que está junto a la casa, y solían ir y venir todo el día con su bullicioso vuelo. Los cuerpos de color verde claro resplandecían al sol y sus curvos picos rojos eran más brillantes cuando pasaban volando como relámpagos. Tenían un vuelo agudo y veloz, y uno podía divisarlos entre las verdes hojas si miraba cuidadosamente cuando se habían vuelto más torpes y no tan ruidosos como en su vuelo. Era muy temprano pero todos los pájaros habían salido ya mucho antes de que el sol se posara sobre el agua. Aun a esa hora el río se hallaba despierto con la luz de los cielos y la meditación era una intensificación de la inmensidad de la mente; la mente nunca está dormida, nunca del todo inatenta; aquí y allá, sectores de ella son avivados por el conflicto y el dolor, embotados por el hábito y la satisfacción pasajera, y cada placer deja una huella de vehemente deseo. Pero todos estos confusos episodios no dejan espacio para la totalidad de la mente. Ellos se vuelven enormemente importantes y siempre engendran una mayor significación de lo inmediato, y así la inmensidad es puesta a un lado por lo inmediato, lo pequeño. Lo inmediato es el tiempo del pensamiento, y el pensamiento jamás puede resolver ninguna cuestión, excepto las mecánicas. Pero la meditación no es obra de la máquina; la meditación nunca puede ser un medio para llegar a alguna parte; ella no es el bote para cruzar a la otra orilla. No hay orilla, no hay un llegar; como el amor, la meditación existe sin motivo. Es un movimiento infinito cuya acción está en el tiempo, pero el movimiento no es del tiempo. Toda acción de lo inmediato, del tiempo, es el terreno donde arraiga el infortunio; nada puede crecer ahí excepto el conflicto y el dolor. Pero la meditación es la lúcida percepción de este terreno, y es el no permitir jamás -sin opciones, sin preferencias- que una semilla arraigue, por placentera o dolorosa que pudiera ser. La meditación es la muerte de la experiencia. Y sólo entonces hay claridad cuya libertad está en el ver. La meditación es un extraño deleite que no puede comprarse en el mercado; ningún gurú o discípulo pueden jamás conocerla; todo seguimiento, toda gula tienen que cesar tan fácil y naturalmente como una hoja que se desprende y cae al suelo. Lo inmensurable estaba ahí, llenando el pequeño espacio y el espacio entero; llegó tan dulcemente como la brisa llega sobre el agua, pero el pensamiento no podía contenerlo y el pasado, el tiempo, era incapaz de medirlo. 9 Al otro lado del río, el humo se elevaba en una recta columna; era un simple movimiento que se abría expandiéndose en el cielo. No había un soplo de aire ni la más pequeña onda sobre el río, y todas las hojas estaban quietas; el único movimiento ruidoso era el de los papagayos cuando pasaban como relámpagos. Ni siquiera el pequeño bote de pescadores alteraba el agua; todo parecía haberse congelado en la inmovilidad, excepto el humo. Aun cuando se elevara tan recto hacia el cielo, había en él cierta alegría, y la libertad de la acción total. Y más allá de la aldea y del humo estaba el resplandeciente cielo del atardecer. Había sido un día fresco, el cielo estuvo despejado y la luz era la luz de mil inviernos, de corta duración pero penetrante y expansiva; es luz iba con uno a todas partes sin abandonarlo en ningún momento. Como un perfume, estaba en los lugares más inesperados; parecía haber penetrado en los rincones más secretos del propio ser. Era una luz que no dejaba sombra y las sombras perdían su profundidad; debido a ello toda sustancia perdió su densidad; era como si uno mirara a través de todo, a través de los árboles al otro lado del muro, a través del propio ser, tan opaco y tan desnudo como el cielo. La luz era intensa, y estar con ella implicaba ser apasionado, no con la pasión del sentimiento o el deseo, sino con la pasión que jamás se marchita ni muere. Era una luz extraña, lo exponía todo tornándolo vulnerable, y lo que no tenía defensas era amor. Uno no podía seguir siendo lo que era, uno había ardido, se había consumido sin dejar cenizas, y repentinamente nada hubo sino esa luz. 12 Era una niñita como de diez o doce años, y se hallaba apoyada contra un poste del jardín; estaba sucia, llena de polvo, despeinada, y su cabello no había sido lavado en muchas semanas; sus ropas estaban rotas y sucias como ella misma. Tenía un largo trapo enrollado al cuello y contemplaba a varias personas que estaban tomando el té en la galería; miraba con total indiferencia, sin ningún sentimiento, sin pensamiento alguno acerca de lo que ocurría; sus ojos estaban fijos sobre el grupo del primer piso, y los papagayos que pasaban chillando no le causaban impresión alguna, ni tampoco las palomas de suave color terroso que tan cerca estaban de ella. La pequeña no tenía hambre, probablemente era la hija de uno de los sirvientes porque parecía familiarizada con el lugar y se veía bastante bien alimentada. Se comportaba como si fuera una mujercita adulta, llena de seguridad, y había con relación a ella una extraña condición de lejanía, de retraimiento. Mirándola recortada contra el río y los árboles, uno mismo sintió de pronto que estaba observando al grupo que tomaba el té; lo observaba sin ninguna emoción, sin pensamiento alguno, por completo indiferente a todo y a cuanto pudiera ocurrir. Y cuando ella se fue caminando hacia aquel árbol que domina el río, era uno mismo el que caminaba, uno era el que se sentó en el suelo áspero y polvoriento; era uno el que tomó ese trozo de madera y lo arrojó sobre la orilla, solitario, adusto, sin interesarse jamás en nada. Pronto uno se levantó y vagó alrededor de la casa. Y, extrañamente, uno era las palomas, la ardilla que trepaba veloz por el árbol, ese chófer desaseado, sucio, y el río que pasaba cerca, tan

quietamente. El amor no es sufrimiento ni está hecho a base de celos, pero es peligroso porque destruye. Destruye todo cuanto el hombre ha edificado en torno de sí mismo, excepto los ladrillos. El amor no puede erigir templos ni reformar la corrupta sociedad; él no puede hacer nada, pero sin él, haga uno lo que haga, nada puede hacerse. Las computadoras y la automatización podrán alterar la forma de las cosas y proveer al hombre de ocio, el cual se convertirá en otro problema cuando ya hay tantos problemas. El amor carece de problemas y por ello es tan destructivo y peligroso. El hombre vive para los problemas, esas cosas que continúan sin resolverse jamás; sin los problemas él no sabría qué hacer; estaría perdido. Así es que los problemas se multiplican interminablemente; al resolver uno ya hay otro, pero la muerte, por supuesto, es destrucción; no es amor. La muerte es la vejez, la enfermedad y los problemas que ninguna computadora puede resolver. No es la destrucción que proviene del amor; ésa no es la muerte que se origina en el amor. Esa muerte son las cenizas de un fuego que ha sido cuidadosamente alimentado, es el ruido de las máquinas automáticas que continúan funcionando sin interrupción. Amor, muerte y creación son inseparables; no se puede tener a uno y negar a los otros; el amor no puede comprarse en el mercado ni en iglesia alguna; son ésos los últimos lagares donde uno podría encontrarlo. Pero si uno no busca y uno no tiene problemas, ningún problema, entonces quizás el amor podría llegar cuando uno está mirando hacia otro lado. El amor es lo desconocido, y todo cuanto uno conoce debe arder y consumirse sin dejar cenizas; el pasado, rico o sórdido, debe abandonarse como casualmente, sin motivo alguno, tal como hace esa niña arrojando un palo sobre la orilla del río. El arder de lo conocido es la acción de lo desconocido. Muy lejos están tocando una flauta, no demasiado bien, y el sol, una enorme bola roja, se pone tras de los muros de la ciudad; el río tiene el color de un fuego apacible y todos los pájaros regresan para la noche. 13 El alba apenas estaba llegando y ya todos los pájaros parecían hallarse despiertos, llamando, cantando, repitiendo interminablemente una nota o dos; los más ruidosos eran los cuervos. Los había en cantidad, graznándose los unos a los otros, y había que escuchar con mucha atención para poder captar las notas de otros pájaros. Los papagayos chillaban ya en su vuelo al pasar como centellas, y en esa pálida luz el hermoso verde de sus cuerpos era realmente espléndido. No se movía una hoja, y el río de plata fluía ancho, dilatado, profundo como la noche; la noche le había hecho algo al río; éste se había vuelto más rico, más profundo con la tierra, más inseparable; estaba vivo, vivo con una intensidad que era destructiva en su pureza. La otra orilla todavía estaba las anchas extensiones de verde trigo y los árboles aún permanecían quietos, misteriosos, y muy a lo lejos repicaba, sin música, la campana de un templo. Ahora todo comenzaba a despertar clamorosamente con la salida del sol. Cada graznido era más agudo, y se intensificaba también cada chillido, y el color de cada hoja, de cada flor, e intenso era el perfume de la tierra. El sol alcanzó las hojas de los árboles y trazó un sendero de oro a lo largo del río. Era una mañana hermosa cuya belleza perdularia, pero no en la memoria; la memoria es una cosa artificial, muerta, y jamás puede retener la belleza o el amor. Los destruye. La memoria es mecánica, tiene su utilidad, pero la belleza no es de la memoria. La belleza es siempre nueva, pero lo nuevo carece de relación con lo viejo, que pertenece al tiempo. 14 Era una luna muy nueva y, sin embargo, daba luz suficiente para las sombras; había abundancia de sombras y éstas se hallaban muy quietas. A lo largo del estrecho sendero todas las sombres parecían estar dotadas de vida, susurrando entre sí, cada hoja en penumbras charlando con su vecina. La forma de las hojas y el voluminoso tronco se destacaban nítidos sobre el suelo, y más abajo el río era de plata; ancho, silencioso, había en él una curtiente profunda que no dejaba rastro en la superficie. Incluso la brisa vespertina había cesado y no había nubes que se concentraran en torno del sol poniente; más arriba en el cielo se vela una nube solitaria, sólo una vislumbre de color rosado que permaneció inmóvil hasta que desapareció en la noche. Los tamarindos y los mangos se estaban recogiendo para el descanso nocturno, y los pájaros habían callado procurándose un refugio profundamente oculto entre las hojas. Un búho pequeño se hallaba posado sobre el cable del telégrafo y justo cuando uno estuvo debajo de él voló con esas extraordinarias alas silenciosas. Después de haber entregado la leche, las bicicletas regresaban haciendo sonar los tarros vacíos; había muchas, solas o en grupos, pero a pesar del ruido y de la charla, ese peculiar silencio del campo abierto y del cielo inmenso, se mantuvo invariable. Nada podía alterarlo en ese atardecer, ni siquiera un tren de carga que cruzaba el puente de acero. Hacia la derecha hay un pequeño sendero que se pierde entre los verdes campos, y mientras uno lo recorre muy lejos de todo, de rostros, de lágrimas, súbitamente se da cuenta de que algo está ocurriendo. Uno sabe que no se trata de la imaginación, del deseo aferrándose a alguna fantasía o a alguna experiencia olvidada, o reviviendo algún placer, alguna esperanza; uno sabe bien que no es ninguna de estas cosas, ya ha pasado antes por este examen y rápidamente descarta todo eso con un gesto; y entonces se da cuenta de que algo está ocurriendo. Ello es tan inesperado como ese enorme toro que surge viniendo desde el atardecer en penumbras; está ahí, insistente e inmenso, «lo otro», lo que ninguna

palabra o símbolo pueden capturar; está ahí llenando el cielo y la tierra y toda pequeña cosa que en ellos existen. Uno y ese aldeano que pasa al lado sin decir palabra, son parte de ello. En ese intervalo intemporal no hay pensamiento ni sentimiento, sólo esa intensidad; y el cerebro está completamente quieto. Ha desaparecido toda sensibilidad meditativa, sólo está ahí esa pureza increíble. Es la pureza de una fuerza inaccesible e impenetrable. Pero ahí estaba. Todo permanecía quieto, no había movimiento alguno, ni agitación, y aun el silbato del tren sonaba dentro del silencio. Este silencio lo acompañó a uno al regresar a la habitación, y ahí estaba también, porque nunca lo había abandonado. 16 Con el camello pesadamente cargado, atravesábamos todos el puente nuevo que cruza el pequeño arroyo: los ciclistas, las mujeres de la aldea que regresaban de la ciudad, un perro sarnoso y un anciano arrogante con una larga barba blanca. Habían quitado el viejo y desvencijado y ahora estaba este puente nuevo hecho con fuertes pilares, cañas de bambú, paja y barro; tenía una construcción sólida y el camello no vaciló al cruzarlo; era aún más arrogante que el anciano, llevaba la cabeza bien erguido en el aire, era desdeñoso y bastante maloliente. Todos pasamos por el puente y la mayoría de los aldeanos prosiguieron a lo largo del río mientras que el camello se dirigió en sentido opuesto. Era ése un sendero polvoriento, con una fina arcilla reseca; el camello dejaba una ancha, enorme huella y no podía instársele a que anduviera algo más rápido de lo que él quería hacerlo; iba cargado con sacos de grano y parecía por completo indiferente a todo; pasó por el antiguo aljibe y los templos en ruinas, y el hombre que lo conducía se empeñaba en que apurara el paso dándole palmadas con las manos desnudas. Existe otro camino que da la vuelta hacia la derecha y pasa por las mostazas de flores amarillas, los florecidos guisantes y los ricos trigales verdes; este camino no es muy utilizado y es agradable pasear por él. La mostaza tenía un aroma ligero pero el del guisante era más intenso; y el trigo, que había comenzado a formar espigas, tenía también su propio aroma. Y la combinación de los tres llenaba el aire del atardecer con una fragancia no demasiado fuerte, sino moderada y agradable. Era un bello atardecer, con el sol poniente detrás de los árboles; en ese sendero uno estaba muy lejos de todo, aunque hubiera alrededor aldeas dispersas; pero era uno mismo el que estaba muy lejos y nada podía acercarse a uno. Ello no era algo del espacio, el tiempo o la distancia; uno se hallaba muy lejos y no había medida. La profundidad era insondable, una profundidad sin altura ni circunferencia. Un ocasional aldeano pasó llevando las pocas y magras cosas que había comprado en la ciudad, y al pasar casi tocándolo a uno, en realidad no se había acercado. Uno estaba muy lejos, en algún mundo desconocido que no tenía dimensión; aun cuando uno quisiera conocerlo ello no sería posible. Ese mundo estaba demasiado lejos de lo conocido; no tenía relación alguna con lo conocido. No era una cosa que se experimentara; nada había que experimentar, y además toda experiencia está siempre en el campo de lo conocido y se reconoce por aquello que ya ha sido alguna vez. Uno estaba muy lejos, inmensurablemente lejos, pero los árboles, las flores amarillas y la espiga del trigo se hallaban asombrosamente cerca, más cerca que el propio pensamiento, y maravillosamente vivos, con una intensidad y una belleza que jamás podría marchitarse. La muerte, la creación y el amor estaban ahí y uno, que era parte de ello, no podía distinguir cuál era cuál; no estaban separados, no era algo que pudiera dividirse para discutir sobre ello. Eran inseparables, estaban estrechamente relacionados entre si, no con la relación que proviene de las palabras, los actos o la expresión. El pensamiento no podía formularlos, ni el sentimiento abarcarlos; el pensamiento y el sentimiento son demasiado mecánicos, demasiado lentos y tienen sus raíces en lo conocido. La imaginación está dentro de ese campo y jamás puede acercarse a lo otro. Amor-muerte-creación constituyen un hecho, una realidad tan efectiva como el cuerpo que ardía en la orilla del río bajo el árbol. El árbol, el fuego y las lágrimas son reales, son hechos que no pueden negarse, pero ésas son realidades de lo conocido y son la libertad de lo conocido, y en esa libertad, amor, muerte y creación son inseparables. Pero uno ha de ir muy lejos y, no obstante, estar muy cerca. El hombre en la bicicleta iba cantando con una voz más bien ronca y cansada; regresaba de la ciudad con los ruidosos tarros de leche vacíos; estaba ansioso de charlar con alguien y cuando pasó al lado de uno dijo algo, vaciló, se repuso y prosiguió su camino. Ahora la luna proyectaba sombras, algunas oscuras y otras casi transparentes, y se intensificaba el aroma de la noche. Al volver la curva del sendero estaba el río; parecía iluminado desde adentro con mil bujías; la luz era suave, tenía color de plata y oro pálido y estaba completamente quieta, embrujada por la luna. Las Pléyades brillaban encima de uno y Orión se encontraba bien alto en el cielo; un tren subía resoplando por la cuesta para cruzar el puente. El tiempo se había detenido y la belleza estaba ahí con el amor y la muerte. Y sobre el nuevo puente de bambú no había nadie, ni siquiera un perro. El pequeño arroyo estaba colmado de estrellas. 20 Aún faltaba mucho para el amanecer, con un cielo limpio, iluminado por las estrellas; había una ligera neblina sobre el río y la margen opuesta apenas si era visible; se escuchaba el traqueteo de un tren que subía por la

cuesta para cruzar el puente; era un tren de carga y estos trenes, cuando remontan la pendiente, siempre resoplan de una manera especial, con un soplo pesado, a golpes largos y lentos; en cambio, los trenes de pasajeros emiten explosiones cortas y rápidas y casi de inmediato llegan al puente. Este tren de carga en medio del vasto silencio, producía un bramido más estrepitoso que nunca, pero nada parecía perturbar ese silencio en el cual todos los movimientos se perdían. Era un silencio impenetrable, puro, intenso penetrante; había en él una urgencia de tal naturaleza que ella jamás podría ser el producto del tiempo. La pálida estrella era clara y los árboles oscuros en su sueño. La meditación era un lúcido darse cuenta de estas cosas y un ir más allá de ellas y del tiempo. El movimiento en el tiempo es el proceso del pensar, y el pensamiento no puede ir más allá de su propia esclavitud al tiempo; nunca es libre. El amanecer asomaba sobre los árboles y el río, un pálido vestigio todavía, pero las estrellas estaban perdiendo su brillantez y ya había un llamado de la mañana, un pájaro en un árbol muy cercano. Pero ese inmenso silencio persistía aun y siempre estaría ahí, aunque los pájaros y el estrépito del hombre continuaran. 21 El frío había sido demasiado severo, por debajo de la congelación; ésta había quemado el seto, que tenía un color castaño, y las hojas tostadas habían caído; el césped pardo grisáceo tenía el color de la tierra; excepto por unos pocos pensamientos amarillos y unas rosas, el jardín estaba desnudo. Había hecho demasiado frío y los pobres, como de costumbre, sufrían y morían; había explosión demográfica y con ella muerte. Uno veía tiritar a esa pobre gente, con apenas algo puesto encima, unos sucios andrajos; una anciana se estaba sacudiendo de pies a cabeza, abrazándose a si misma, rechinando sus pocos dientes; una mujer joven se lavaba ella y lavaba su vestido roto junto al río de aguas heladas [el Jumna], un viejo tosía honda y pesadamente y los niños jugaban riendo y gritando. Era un invierno excepcionalmente frío, decían, y estaba muriendo mucha gente. La rosa roja y el pensamiento amarillo estaban intensamente vivos, ardiendo de color; uno no podía apartar de ellos los ojos, y esos dos colores parecían expandirse y llenar el jardín desierto; pese al vocerío de los niños, esa tiritante anciana estaba en todas partes, como el increíble amarillo y rojo y la muerte inevitable. El color era dios y la muerte está más allá de los dioses. Estaba en todas partes e igualmente el color. Uno no podía separarlos, y si lo hacía, entonces no había vida. Tampoco podía uno separar el amor de la muerte, y en caso de hacerlo ya no había belleza. Cada color particular está separado y tiene gran importancia, pero sólo existe el color, y cuando uno mira cada color diferente como lo que es, sólo color, entonces únicamente está ahí la esplendidez del color. La rosa roja y el pensamiento amarillo no eran colores diferentes sino color, color que llenaba de gloria el jardín desnudo. El cielo era de un azul pálido, el azul de un frío invierno sin lluvias, pero todo el color estaba en ese azul. Uno lo veía y uno mismo era parte de él; los ruidos de la ciudad se desvanecían pero el color, imperecedero, perduraba. Se ha hecho del dolor algo respetable; para ello se han ofrecido mil explicaciones; se le ha convertido en un medio para la virtud, para la iluminación, se le adora como una reliquia en las iglesias y en todas las casas es grandemente estimado y se le adjudica una condición de santidad. En todas partes hay simpatía por el dolor, con lágrimas y bendiciones. Y así el dolor continúa; todo corazón lo conoce, sea que permanezca con él o que escape de él, lo cual le otorga al dolor una fuerza mayor para florecer y sumergir en penumbras el corazón. El dolor tiene sus raíces en la memoria, en las cosas muertas del ayer. Sin embargo, el ayer es siempre muy importante; es la maquinaria que da significación a la vida; es la riqueza de lo conocido, de las cosas que se poseen. El origen del pensamiento está en el ayer, en los oyeres que otorgan un significado a una vida de dolor. El dolor es el ayer, y sin purificar la mente del ayer, siempre habrá dolor. Uno no pude purificarla por medio del pensamiento porque el pensamiento es la continuación del ayer y, por consiguiente, ahí están también las múltiples ideas e ideales. La pérdida del ayer es el comienzo de la autocompasión y el embotamiento del dolor. El dolor agudiza el pensamiento, pero el pensamiento engendra dolor. El pensamiento es memoria. La lúcida percepción autocrítica y sin opciones de todo este proceso, libera a la mente del dolor. El ver este hecho complejo, verlo sin opinar, sin juzgar, es el cese del dolor. Lo conocido debe tocar a su fin, sin esfuerzo alguno, para que lo desconocido sea 22 El aspecto era altamente refinado; cada línea, cada bucle eran estudiados y ocupaban su lugar, cada gesto y sonrisa eran contenidos y todo movimiento había sido examinado delante del espejo. Ella tenía varios hijos y su cabello estaba tornándose gris; debía poseer dinero y había en su porte cierta elegancia y retraimiento. El automóvil también era altamente refinado; el cromo brillante resplandecía al sol de la mañana; los neumáticos ribeteados de blanco estaban limpios, sin ninguna marca, y los asientos inmaculados. Era un buen automóvil y podía correr velozmente tomando muy bien las curvas. El progreso intenso y en permanente expansión traía consigo seguridad y superficialidad, y el dolor y el amor podían así ser explicados y abarcados con facilidad, y siempre hay diferentes tranquilizantes y diferentes dioses y nuevos mitos en reemplazo de los viejos.

Era una mañana clara y fría; la ligera niebla se había disipado con el sol naciente y el aire estaba quieto. Los opulentos pájaros de patas y picos amarillos se encontraban afuera sobre el pequeño sector de césped, mostrándose encantados y propensos a la locuacidad; tenían alas de color blanquinegro y sus cuerpos eran de un oscuro castaño amarillento. Estaban extraordinariamente alegres, saltaban por los alrededores persiguiéndose los unos a los otros. Después llegaron los cuervos de cuello gris, y los opulentos pájaros volaron protestando estrepitosamente. Los largos y gruesos picos de los cuervos se destacaban por su brillo, y los negros cuerpos relucían; vigilaban cada movimiento de uno, nada se les escapaba, y sabían que ese enorme perro se acercaba atravesando la cerca antes de que éste los hubiera advertido; desaparecieron graznando y el césped quedó vacío. La mente está siempre ocupada con una cosa u otra, por tonta o por supuestamente importante que esa cosa pueda ser. Ella es como ese mono, está siempre inquieta, siempre parloteando, moviéndose de una cosa a otra y tratando desesperadamente de aquietarse. El que se encuentre vacía, por completo vacía, no es algo temible; es absolutamente esencial para la mente estar desocupada, vacía, no forzarse, porque sólo entonces puede moverse en profundidades desconocidas. Toda ocupación es realmente muy superficial, ya sea que se trate de esa señora o del que llaman santo. Una mente ocupada nunca puede penetrar en su propia profundidad, en sus propios espacios jamás hollados. Es este vacío el que da espacio a la mente, y en este espacio el tiempo no puede entrar. En este espacio hay creación cuyo amor es muerte. 23 Los árboles estaban desnudos, habían caído todas las hojas; aun los finos, delicados tallos se estaban desprendiendo; el frío había sido excesivo para ellos; otros árboles conservaban sus hojas pero éstas no eran muy verdes, algunas se estaban tornando de color castaño. Era un invierno excepcionalmente frío; a lo largo de las cadenas inferiores del Himalaya había densa nieve que tenía varios metros de grosor, y en las llanuras que se extendían a unos pocos centenares de millas más lejos, hacía muchísimo frío; el suelo estaba cubierto por una espesa escarcha y las plantas no florecían; el césped se hallaba quemado. Había unas pocas rosas cuyo color llenaba el pequeño jardín y estaban los pensamientos amarillos. Pero en las carreteras y lugares públicos uno podía ver a los pobres, envueltos en harapos sucios y rotos, con las piernas desnudas, las cabezas tapadas mostrando apenas los rostros morenos; las mujeres llevaban puestos vestidos de todos los colores, sucios, con ajorcas plateadas o algún ornamento alrededor de los tobillos y las muñecas; caminaban desembarazadamente, con facilidad y cierta gracia; se conservaban muy bien. La mayoría de esas personas eran trabajadores, pero en los atardeceres, cuando regresaban a sus casas, en realidad chozas, solían hacerlo riendo, bromeando entre ellos; los jóvenes, entre carcajadas y exclamaciones, iban por delante de los mayores. Era el fin de la jornada y habían estado trabajando duramente todo el día, ellos habrían de desgastarse muy pronto después de haber construido casas y oficinas en las cuales jamás vivirían ni trabajarían. Todas las personas importantes pasaban junto a ellos en sus automóviles y ni siquiera se molestaban en mirar a esta pobre gente. El sol se ponía detrás de un edificio ornamentado, en medio de una neblina que se había mantenido durante todo el día; era un sol descolorido, carente de calidez, y entre las banderas de los diferentes países no se notaba ni la más leve agitación; estas banderas también estaban exhaustas: eran simples trapos de colores, pero qué importancia habían asumido. Unos cuantos cuervos bebían de un charco, y otros cuervos se aproximaron a fin de tener su parte. El cielo pálido se aprestaba para la noche. Había desaparecido todo pensamiento, todo sentimiento, y el cerebro se hallaba completamente quieto; era pasada la medianoche y no había ruido alguno; hacia frío y la luz de la luna penetraba a través de una de las ventanas trazando un diseño sobre la pared. El cerebro estaba muy despierto, observando sin reaccionar, sin experimentar; en su interior no había un solo movimiento, pero no estaba insensible ni narcotizado por los recuerdos. Y de repente, esa incognoscible inmensidad estaba ahí, no sólo en la habitación y fuera de ella, sino también en lo profundo, en los lugares más recónditos de lo que una vez fuera la mente. El pensamiento tiene un límite producido por toda clase de reacciones, y es moldeado por cada motivo así como por cada sentimiento; toda experiencia proviene del pasado y todo reconocimiento tiene su origen en lo conocido. Pero esa inmensidad no dejaba huella, ataba ahí, pura, impetuosa, impenetrable e inaccesible, y su intensidad era fuego que no dejaba cenizas. Con ella había una bienaventuranza, la que tampoco dejaba recuerdo ya que no existía un experimentar. Esa bienaventuranza estaba simplemente ahí, venía y se iba, no era algo que pudiera perseguirse o recordarse. El pasado y lo desconocido no se encuentran en ningún punto; no pueden ser reunidos por ninguna acción, cualquiera que ésta sea; no hay puente que pueda cruzarse ni hay sendero que conduzca a ello. El pasado y lo desconocido no se han encontrado jamás y jamás se encontrarán. El pasado tiene que cesar para que lo incognoscible, esa inmensidad, pueda ser.

ITINERARIO Ojai, California 20 Junio - 8 Julio.

11-24

Londres 10 Julio - 12 Julio.

25

Gstaad, Suiza 12 Julio - 3 Septiembre. 25-94 París 3 Septiembre - 25 Septiembre.

95-135

Roma y Florencia 25 Septiembre - 18 Octubre.

136-154

Bombay y Valle Rishi 20 Octubre - 20 Noviembre.

155-205

Madrás 20 Noviembre - l7 Diciembre.

205-244

Rajghat, Benarés 18 Diciembre - 24 Enero.245-268 Delhi 20 Enero - 23 Enero.

268-271

CONTRAPORTADAS (página 2) Este es un libro diferente de los que hasta hoy se han publicado con pláticas, discusiones y conversaciones de Krishnamurti. Aquí es Krishnamurti mismo quien escribe acerca de sus profundas vivencias individuales. En Junio de 1961 comenzó a anotar diariamente sus percepciones y estados de conciencia. Es una especie de diario personal, pero tiene muy poco que ver con el proceso cotidiano del Vivir; está, eso sí, hondamente relacionado con la percepción del mundo natural. El texto, que abarca siete meses de la vida de Krishnamurti, se presenta casi exactamente como él lo escribiera, con un mínimo de correcciones, tal como fuera publicado en la edición original inglesa. Mary Lutyens, editora de las primeras obras de Krishnamurti, contribuye en este libro con un breve Prefacio en el que puede leerse: "Él escribió claramente, con lápiz y virtualmente sin borraduras... Las anotaciones comienzan de manera abrupta, y terminan de manera abrupta. Krishnamurti mismo no puede decir qué es lo que le impulsó a iniciarlas. Nunca había llevado un registro así antes, ni ha vuelto a hacerlo desde entonces... En este singular registro diario tenemos lo que podría llamarse el manantial inextinguible de donde brota la enseñanza de Krishnamurti. Toda la esencia de su enseñanza está aquí, surgiendo de su fuente natural. Tal como él mismo escribe en estas páginas: "Cada vez hay algo ‘nuevo’ en esta bendición, una ‘nueva’ cualidad, un perfume ‘nuevo’ pero no obstante, ella es inmutable". Así, la enseñanza que brota de esa fuente nunca es del todo igual, aunque se repita a menudo. Del mismo modo los árboles, las montañas, los ríos, las nubes, la luz del sol, los pájaros y flores que él describe una y otra vez, son por siempre ‘nuevos’ porque cada vez son vistos con ojos nunca habituados a ellos; cada día, son para él una percepción totalmente pura, nueva, y así llegan a serlo para nosotros". Cuando comenzó estas anotaciones, Krishnamurti se encontraba en Nueva York, ciudad a la que llegó como culminación de un semestre sumamente atareado en la India, en Roma, Florencia y Londres. Había ofrecido numerosas pláticas en todos estos lugares, y hubo de proseguir viajando y hablando en público mientras escribía este diario. Sus descripciones del éxtasis que advenía a él casi todos los días -aunque siempre de manera inesperada y sin buscarlo, con frecuencia acompañado de agudos dolores físicos, serán de inmensa significación no sólo para quienes siguen sus enseñanzas, sino para todos aquellos que se interesan en la posibilidad de más elevados niveles de conciencia. Otras obras de Krishnamurti: LA LIBERTAD PRIMERA Y ÚLTIMA TEMOR, PLACER Y DOLOR URGE UN CAMBIO PSICOLOGICO LIBÉRESE DEL PASADO LA LIBERTAD TOTAL: RETO ESENCIAL DEL HOMBRE LA PREGUNTA IMPOSIBLE EL VUELO DEL AGUILA Bajo el subtítulo de ‘El Despertar de la Inteligencia’: LA RAIZ DEL CONFLICTO LA PERSECUCION DEL PLACER LA FRAGMENTACION DE LA CONCIENCIA Publicadas en esta misma colección: MÁS ALLÁ DE LA VIOLENCIA KRISHNAMURTI Y LA EDUCACION PRINCIPIOS DEL APRENDER

DIARIO II

J. Krishnamurti

Diario de Krishnamurti II

PREFACIO En Septiembre de 1973, Krishnamurti comenzó de pronto a llevar un diario. Por cerca de seis semanas, hizo anotaciones en un cuaderno de notas. En el primer mes de ese período, estuvo en Brockwood Park, Hampshire, y por el resto del tiempo se alojó en Roma. Reanudó el Diario dieciocho meses después durante su permanencia en California. Casi todas las anotaciones comienzan con una descripción de algún escenario natural que él conoce íntimamente, aunque en sólo tres ocasiones esas descripciones se refieren al lugar en que él se encuentra al presente. Así, la primera página de la primera anotación, describe la arboleda que hay en el parque de Brockwood, pero en la segunda página es obvio que su mente se encuentra en Suiza. No es sino hasta que para en California, que vuelve a dar una descripción de su ambiente actual. En el resto de las anotaciones, evoca lugares en los que ha vivido, y lo hace con tanta nitidez, que ello demuestra la intensidad con que su mente registra los escenarios naturales, intensidad vivida que surge de la agudeza de su observación. Este Diario revela también hasta qué grado su enseñanza se inspira en el contacto que él mantiene con la naturaleza. A lo largo de toda la obra, Krishnamurti se refiere a sí mismo en tercera persona como ‘él’, e incidentalmente nos cuenta algo acerca de él mismo, cosa que no había hecho con anterioridad.

BROCKWOOD PARK, HAMPSHIRE Septiembre 14, 1973 El otro día, volviendo de un largo paseo en medio de campos y árboles, pasamos por el bosquecillo 1 que está cerca de la gran casa blanca. Al trasponer la escalerilla y penetrar en la arboleda, uno percibió instantáneamente un sentimiento inmenso de paz y quietud. Nada se movía. Parecía un sacrilegio atravesar el bosquecillo, hollar el suelo; resultaba profano el hablar, incluso el respirar. Las enormes secoyas estaban absolutamente inmóviles; los indios americanos las llaman los árboles silenciosos, y ahora se hallaban verdaderamente silenciosos. Hasta el perro había dejado de perseguir a los conejos. Uno permanecía quieto, atreviéndose apenas a respirar, sintiéndose intruso porque había estado charlando y riendo; y penetrar en esta arboleda sin saber lo que allí había fue una sorpresa y una conmoción, la conmoción de una bienaventuranza inesperada. El corazón latía más lentamente, estupefacto ante esa maravilla. Ese era el centro de todo este lugar. Cada vez que uno penetra ahora en la arboleda, existe esa belleza, esa quietud, esa extraña quietud. Uno podrá venir cuando lo desee y ello estará ahí, pleno, espléndido e innominable. Cualquier forma de meditación consciente no es la cosa real; jamás puede serlo. El intento deliberado de meditar no es meditación. Ello debe ocurrir; no puede ser invitado. La meditación no es un juego de la mente, ni del deseo y el placer. Todo intento de meditación es la negación misma de ello. Sólo hay que estar atento a lo que uno piensa y hace, y nada más. El ver, el escuchar, es el hacer, sin que en ello exista sentido alguno de re compensa o castigo. La destreza en la acción radica en la destreza del ver, del escuchar. Toda forma de meditación conduce inevitablemente al engaño, a la ilusión, porque el deseo ofusca, ciega. Era un magnífico atardecer y la suave luz primaveral cubría la tierra. Septiembre 15, 1973 Es bueno estar solo. Estar solo es hallarse muy lejos del mundo y, no obstante, caminar por sus calles. Estar solo, subiendo por el sendero junto al veloz y ruidoso torrente de la montaña que rebosa con el agua de la primavera y las nieves derretidas, es estar atento a ese árbol solitario, único en su belleza. La otra soledad 2 de un hombre en medio de la calle, es el dolor de la vida; él nunca está solo, distante, incontaminado y vulnerable. La saturación de conocimientos engendra interminable desdicha. Ese hombre que camina por las calles encerrado en sí mismo, es la urgencia interna de expresión, con sus frustraciones y padecimientos; ese hombre nunca está verdaderamente solo. El movimiento de esa soledad es el dolor. Ese torrente de la montaña estaba repleto y crecido con las nieves disueltas y las lluvias de la temprana primavera. Podía escucharse el ruido de las grandes piedras empujadas por la fuerza de las aguas torrenciales. Un alto pino de cincuenta años o más se derrumbó en el agua; ésta lavaba el camino dejándolo limpio. El torrente se veía fangoso, de color pizarra. Más arriba, los campos se encontraban cubiertos de flores silvestres. El aire era puro y todo respiraba encantamiento. Los altos cerros todavía estaban nevados, y los glaciares y grandes picos retenían aún las nieves recientes, se mantendrían blancos durante todo el verano. Era una montaña prodigiosa y uno podría haber seguido caminando perpetuamente, sin que lo afectaran jamás los empinados cerros. Había en el aire un perfume nítido y fuerte. Ese sendero estaba desierto, nadie bajaba o subía por él. Uno se hallaba a solas con aquellos oscuros pinos y las aguas torrenciales. El cielo tenía ese sorprendente azul que sólo se ve en las montañas. Uno lo contemplaba a través de las hojas y los enhiestos pinos. No había allí nadie con quien hablar y la mente no parloteaba. Una urraca blanquinegra pasó volando y desapareció en el monte. El sendero llevaba muy lejos del ruidoso torrente y el silencio era absoluto. No era el silencio que sigue al ruido; no era el silencio que adviene con la puesta del sol, ni era ese silencio que llega cuando la mente se apaga. No era el silencio de los museos y las iglesias, sino algo que no tenía relación alguna con el tiempo y el espacio. No era el silencio que la mente elabora por sí misma. El sol ardía y las sombras eran agradables. Sólo recientemente descubrió él que no había un solo pensamiento durante estos largos paseos por las calles atestadas o por los solitarios senderos. El siempre había sido así, desde que era niño; ningún pensamiento penetraba en su mente. El sólo observaba y escuchaba, nada más. Nunca surgía el pensamiento con sus asociaciones. No había formación de imágenes. Un día, de pronto se dio cuenta de lo extraordinario que eso era; a menudo 1

Árboles muy raros, incluso secoyas, crecen en el bosquecillo de Brockwood. Aquí emplea K las dos formas que en inglés tiene la palabra ‘soledad’, imposibles de traducir textualmente al español. Una, ‘aloneness’, con el significado de una soledad madura, inteligente, propia del ser que ha comprendido la naturaleza del mundo y ha roto psicológicamente con él. La otra, ‘loneliness’, es la soledad del que se aísla del mundo envolviéndose en la ilusión de su propio mundo egocéntrico. La primera es una soledad jubilosa, creativa. La segunda, una soledad amarga, estéril. 2

intentó pensar, pero no acudía pensamiento alguno. En estos paseos, con gente o sin ella, todo movimiento del pensar estaba ausente. Esto es estar solo. Por encima de los picos nevados iban formándose nubes densas y oscuras; probablemente llovería más tarde, pero ahora las sombras eran muy definidas con el sol claro y brillante. Aún persistía en el aire aquel grato perfume, y las lluvias habrían de traer un olor diferente. Había un largo camino de descenso hacia el chalet. Septiembre 16, 1973 Durante la mañana, las calles del pequeño pueblo se hallaban vacías, pero más allá la región estaba colmada de árboles, praderas y brisas susurrantes. La única calle principal se encontraba iluminada y todo lo demás yacía en la oscuridad. El sol se levantaría dentro de unas tres horas. Era un amanecer claro bajo la luz de las estrellas. Las cumbres nevadas y los glaciares aun estaban en sombras y casi todo el mundo dormía. Los estrechos senderos de la montaña tenían tantas curvas que uno no podía avanzar muy rápidamente; el auto era nuevo y hermoso, de buenas líneas y gran potencia. En el aire de la mañana, el motor funcionaba con mayor eficiencia. En la carretera, ese automóvil era una cosa muy bella de verse, y cuando ascendía tomaba cada recodo con la firmeza de una roca. El amanecer estaba próximo, y se veía la forma de los árboles y el largo perfil de los cerros y de los viñedos; iba a ser una mañana encantadora. Entre los cerros el ambiente era fresco y agradable. El sol se había levantado ya y el rocío cubría las hojas y los prados. A él siempre le gustó la mecánica; desmantelaba el motor de un automóvil y cuando éste volvía a funcionar era tan bueno como si fuera nuevo. Mientras uno está conduciendo el vehículo, la meditación parece llegar con toda naturalidad. Uno se halla atento a la campiña, a las casas, a los campesinos en el sembrado, a la forma del auto que avanza y al cielo azul entre las hojas; ni siquiera se da cuenta de que la meditación ocurre, esta meditación que comenzó hace milenios y habrá de continuar perpetuamente. El tiempo no es un factor en la meditación, ni lo es la palabra -la palabra es el meditador. En la meditación no hay un meditador. Si lo hay, eso no es meditación. El meditador es la palabra, el pensamiento y el tiempo; por lo tanto, está sometido al cambio, al ir y venir de las cosas. No es una flor que florece y muere. El tiempo es movimiento. Uno está sentado a la orilla de un río, observando las aguas, la corriente y las cosas que pasan flotando. Cuando uno está en el agua, no hay un observador. La belleza no se encuentra en la mera expresión; está en el abandono de la palabra y de la expresión, del lienzo y del libro. ¡Qué apacibles son las colinas, los prados y estos árboles! Toda la tierra está bañada por la luz de una efímera mañana. Dos hombres se hallaban disputando a gritos con muchos gestos y con las caras enrojecidas. La carretera pasa por una larga avenida de árboles, y la ternura de la mañana se va desvaneciendo. El mar se extendía ante uno y en el aire se percibía el perfume de los eucaliptos. Era un hombre pequeño, delgado y de fuertes músculos; había venido de un país muy lejano, y estaba tostado por el sol. Después de unas pocas palabras de saludo, se lanzó a emitir críticas. ¡Qué fácil es criticar sin saber cuáles son realmente los hechos! Dijo: “Puede que usted sea libre y que viva realmente todo aquello de que habla, pero físicamente se halla en una prisión protegida por sus amigos. Usted no sabe lo que está pasando a su alrededor. Hay personas que han asumido la autoridad, aun cuando usted mismo no es autoritario”. No estoy seguro de que usted esté en lo cierto respecto de esta cuestión. Para conducir una escuela o cualquier otra cosa, tiene que haber cierta responsabilidad, y ésta puede y debe existir sin las implicaciones autoritarias. La autoridad es totalmente perjudicial para la cooperación, para que podamos discutir cosas juntos. Esto es lo que hacemos en todo el trabajo en que estamos empeñados. Este es un hecho real. Si puedo señalarlo, nadie se interpone entre mí y otras personas. “Lo que usted está diciendo es de la máxima importancia. Todo lo que usted escribe y dice debe ser impreso y hecho circular por un pequeño grupo de personas serias y consagradas. El mundo está estallando y a usted lo pasa por alto”. Me temo otra vez que usted no se da cuenta totalmente de lo que sucede. En un tiempo, un pequeño grupo tomó la responsabilidad de propagar lo que se había dicho. Ahora, también, un pequeño grupo ha asumido la misma responsabilidad. Si a uno se le permite señalarlo nuevamente, usted no se da cuenta de lo que está sucediendo. Él hizo varias críticas más, pero éstas se basaban en presunciones y opiniones efímeras. Sin defender nada, uno indicó lo que realmente está ocurriendo. Pero... Qué extraños son los seres humanos.

Los cerros retrocedían alejándose, y ya lo rodeaba a uno el ruido de la vida cotidiana, el ir y venir, el dolor y el placer. Un árbol solitario sobre un montecillo era la belleza de la tierra. Y a gran profundidad en el valle había un torrente, y junto a él corría un ferrocarril. Uno debe dejar el mundo para ver la belleza de ese torrente. Septiembre 17, 1973 Ese anochecer, mientras uno caminaba por el bosque, había una sensación de amenaza. El sol estaba poniéndose en esos instantes, y las palmeras se levantaban solitarias contra el cielo dorado del oeste. Los monos ya se hallaban en la higuera de Bengala aprestándose para la noche. Casi nadie utilizaba el sendero y muy raramente se encontraba uno con otro ser humano. Se veían muchos ciervos que, recelosos, desaparecían en medio de la espesa vegetación. No obstante, la amenaza estaba ahí, en todas partes, pesada y penetrante, y uno miraba por sobre el hombro. No quedaban animales peligrosos; los habían alejado de ese lugar, que se hallaba demasiado cerca del pueblo en expansión. Uno se sentía contento de dejar el bosque y volver a caminar por las calles iluminadas. Pero al anochecer siguiente, los monos estaban tranquilos y se veían algunos ciervos aquí y allá, mientras el sol se ocultaba detrás de los árboles más altos; la amenaza había desaparecido. Por el contrario, los árboles, los arbustos y las pequeñas plantas le daban a uno la bienvenida. Uno se encontraba entre sus amigos, se sentía completamente seguro y acogido con sumo agrado. El bosque lo aceptaba a uno, y era un verdadero goce pasear por ahí en todos los atardeceres. La selva es diferente. Allí hay peligro físico, no sólo por parte de las serpientes, sino de los tigres que se sabe existen en ese lugar. Mientras uno caminaba por ahí una tarde, hubo de pronto un silencio anormal; los pájaros cesaron en su parloteo, los monos se quedaron absolutamente callados y todo parecía retener el aliento. Uno se quedó quieto. Y del mismo modo, súbitamente, todo volvió a la vida; los monos jugaban y se molestaban unos a otros, los pájaros iniciaron su canto nocturno y uno pudo advertir que el peligro había pasado. En los montes y bosquecillos, donde el hombre mata conejos, faisanes, ardillas, hay una atmósfera por completo diferente. Se penetra en un mundo donde ha estado el hombre con su rifle y su peculiar violencia. Entonces el bosque pierde su tierna suavidad, su bienvenida, y con ello se ha perdido aquí cierta belleza; aquel alegre susurro ha desaparecido. Uno tiene solamente una cabeza, y cuidarla es algo maravilloso. No hay maquinaria ni computadora electrónica que puedan compararse con ella. Es tan vasta, tan compleja, tan enteramente capaz, sutil y productiva... Es el depósito de la experiencia, del conocimiento y la memoria. De ella brotan todos los pensamientos. Lo que ha producido es completamente increíble: el daño, la confusión, los padecimientos, las guerras, las corrupciones, las ilusiones, los ideales, el dolor y la desdicha; las grandes catedrales, las bellas mezquitas y los templos sagrados. Es fantástico lo que ha hecho y puede hacer la cabeza. Pero hay una cosa que aparentemente no puede hacer: cambiar por completo su comportamiento al relacionarse con otra cabeza, con otro hombre. Ni el castigo ni la recompensa parecen cambiar su conducta, ni parece transformarla el conocimiento. El ‘yo’ y el ‘tu’ permanecen invariables. Ella nunca se da cuenta de que el yo es el tú, de que el observador es lo observado. Su amor es su deterioro; su placer es su agonía; los dioses de sus ideales son sus destructores. Su libertad es su propia prisión; la educan para vivir en esta prisión, haciéndola sólo más cómoda, más agradable. Tenemos solamente una cabeza, hay que cuidarla, no hay que destruirla. ¡Es tan fácil corromperla! El siempre tuvo esta extraña falta de distancia entre él mismo y los árboles, los ríos y las montañas. Ello no fue algo cultivado; uno no puede cultivar una cosa como ésa. Jamás hubo un muro entre él y otro ser humano. Lo que ellos le hacían, lo que le decían jamás parecía herirlo, ni tampoco lo afectaba el halago. De algún modo siempre permaneció totalmente ileso. No fue un retraído ni un solitario, sino que fue como las aguas de un río. Tuvo muy pocos pensamientos; y ningún pensamiento en absoluto cuando estaba solo. Su cerebro estaba activo cuando hablaba o escribía, pero de otro modo estaba quieto y activo sin movimiento alguno. El movimiento es tiempo, y la actividad no lo es. Esta extraña actividad, sin una dirección predeterminada, parece proseguir esté uno despierto o dormido. El se despierta a menudo con esa actividad de la meditación; algo de esta naturaleza se está desarrollando casi todo el tiempo. El jamás lo ha invitado ni rechazado. Cuando despertó la otra noche, estaba muy despierto, y se dio cuenta de que algo como una bola de fuego, de luz, se introducía en su cabeza, en el centro mismo de ella. Estuvo observando el hecho objetivamente por un tiempo considerable, como si eso le estuviera sucediendo a alguna otra persona. No era una ilusión -algo evocado por la mente. El amanecer estaba próximo y él podía ver los árboles por entre la abertura de las cortinas. Septiembre 18, 1973

Todavía sigue siendo uno de los valles más hermosos que existen. Completamente rodeado por los cerros, se halla repleto de naranjales. Hace muchos años, había muy pocas casas entre los árboles y los huertos pero ahora hay muchas más; las carreteras son anchas, el tráfico más denso y hay más ruido, especialmente en el extremo occidental del valle. Pero los cerros y los altos picos permanecen iguales, incontaminados por el hombre. Hay muchos senderos que conducen a las altas montañas, y uno camina incesantemente por ellos, topándose con osos, serpientes de cascabel, ciervos y, en cierta ocasión, se encontró con un lince. Se hallaba delante, en el declive del sendero, ronroneando y restregándose contra las rocas y los troncos bajos de los árboles. La brisa venía desde lo alto del desfiladero y así podía uno estar muy cerca de él. El animal estaba divirtiéndose realmente, contento con su mundo. La corta cola levantada, las orejas puntiagudas proyectadas hacia adelante, el pelo de color bermejo limpio y lustroso, se hallaba por completo inconsciente de que había alguien justo detrás de él, a unos veinte pies de distancia. Descendimos por el sendero como una milla, sin que ninguno de los dos hiciera el menor ruido. Era realmente un animal fabuloso, lleno de gracia y belleza. Había un estrecho arroyo delante de nosotros; con el deseo de no asustarlo, cuando uno llegó a su lado murmuró un suave saludo. En ningún momento miró él en derredor, hubiera sido una pérdida de tiempo; en vez de eso, se movió como un rayo y desapareció por completo en pocos segundos. No obstante, habíamos sido amigos por un tiempo considerable. El valle está impregnado con el perfume casi dominante de los azahares, especialmente en las madrugadas y en los atardeceres. Llenaba la habitación, el valle y cada rincón de la tierra, y el dios de las flores bendecía el lugar. El verano sería realmente caluroso, y eso tenía su propia peculiaridad. Muchos años antes, cuando uno venía aquí, había una atmósfera maravillosa; todavía existe, aunque en grado menor. Los seres humanos la están echando a perder, como parecen echar a perder casi todas las cosas. Será como antes. Una flor puede marchitarse y morir, pero volverá con toda su belleza. ¿Alguna vez se han preguntado los seres humanos por qué equivocan el camino, por qué se vuelven corruptos, indecentes en su conducta -agresivos, violentos y astutos? No es bueno culpar al ambiente, a la cultura o a los padres. Necesitamos descargar la responsabilidad de este deterioro en otros o en algún acontecimiento. Las explicaciones y las causas son una salida cómoda. Los antiguos hindúes llamaban a esto el karma -lo que uno ha sembrado es lo que cosecha. Los psicólogos ubican el problema en el regazo de los padres. Y lo que dicen las personas que se llaman religiosas, se basa en sus dogmas y creencias. Pero el problema sigue ahí. Luego están los otros, que nacen generosos, benévolos, responsables. Ni el medio ni presión alguna los alteran. Permanecen siendo como son a pesar de todo el alboroto. ¿Por qué? Cualquier explicación tiene escaso significado. Todas las explicaciones son escapes, eluden la realidad de lo que es. Y esto es lo único que importa. Lo que es puede ser totalmente transformado con la energía que se derrocha en explicaciones y en la búsqueda de las causas. El amor no está en el tiempo ni en el análisis, ni en las lamentaciones o en las recriminaciones. Está ahí cuando se hallan ausentes el deseo de dinero, de posición, y las astutas supercherías del yo. Septiembre 19, 1973 El monzón había llegado. El mar se veía casi negro bajo las densas nubes oscuras, y el viento desgarraba los árboles. Llovería por unos cuantos días con lluvias torrenciales; luego estas se detendrían durante un día o algo así para comenzar nuevamente. Las ranas croaban en todas las charcas y el aire estaba impregnado con el delicioso aroma que traen las lluvias. La tierra se hallaba limpia otra vez y en pocos días más estaría asombrosamente verde. Las cosas crecían casi a la vista de uno, saldría el sol y todas las cosas de la tierra resplandecerían. Habría cantos en la madrugada y las pequeñas ardillas llenarían toda la región. En todas partes brotarían las flores, las silvestres y las cultivadas -el jazmín, la rosa y la caléndula. Cierto día, en la carretera que conduce al mar, mientras uno paseaba bajo las palmeras y los árboles cargados de lluvia, mirando miles de cosas, un grupo de niños estaba cantando. ¡Parecían tan felices, tan inocentes y tan por completo ajenos al mundo! Uno de ellos, una niña, nos reconoció y se acercó sonriendo, y caminamos por un rato tomados de la mano. Ninguno dijo una palabra y cuando llegamos cerca de su casa, ella saludo y desapareció en el interior. El mundo y la familia van a destruirla, y ella también tendrá hijos y llorará por ellos, y el mundo también los destruirá con sus arteros recursos Pero esta tarde, estaba ella feliz y ansiosa por compartir su felicidad tomada de la mano de alguien. Una tarde, cuando habían cesado las lluvias y el cielo del oeste se veía dorado, al volver por la misma carretera, dejamos atrás a un joven que portaba un fuego en un pote de barro. Excepto por el limpio taparrabo se hallaba completamente desnudo, y detrás de él dos hombres llevaban un cuerpo muerto. Eran dos Brahmines, estaban recientemente lavados, limpios, y caminaban manteniéndose bien derechos. El joven que sostenía el fuego debía

haber sido el hijo del hombre muerto; todos avanzaban muy rápidamente. El cuerpo iba a ser incinerado en alguna playa apartada. Era todo tan simple, tan distinto de los féretros elaborados cargados de flores y seguidos por una larga fila de bruñidos automóviles o de plañideras que caminan tras del ataúd -la tenebrosa oscuridad que hay en todo eso. Aquí veía uno un cadáver decentemente cubierto que, en la parte trasera de una bicicleta, era conducido hacia el río sagrado donde irían a quemarlo. La muerte está en todas partes, y nosotros jamás parecemos capaces de vivir con ella. Es algo oscuro, atemorizador, que debe ser eludido, algo de lo que nunca hay que hablar. A la muerte hay que mantenerla lejos de la puerta cerrada. Pero ella está siempre ahí. La belleza del amor es muerte, y uno no conoce ni lo uno ni lo otro. La muerte es dolor y el amor es placer, y ambos no pueden encontrarse nunca; deben mantenerse apartados, y la división es angustia y agonía. Esto ha sido así desde el principio del tiempo, esta división y el conflicto interminable. Siempre existirá la muerte para aquellos que no ven que el observador es lo observado, que el experimentador es lo experimentado. Esto es como un vasto río en que se halla atrapado el hombre con todos sus dioses mundanos, sus vanidades, sus penas y su conocimiento. A menos que abandone en el río todas las cosas que ha acumulado y nade hacia la costa, la muerte estará siempre junto a su puerta, esperando y vigilando. Cuando él deja el río, no hay costa alguna, la ribera es la palabra, el observador. Él lo ha abandonado todo, el río y la ribera. Porque el río es tiempo y las orillas son los pensamientos del tiempo; el río es el movimiento del tiempo y a él pertenece el pensamiento. Cuando el observador abandona todo lo que él es, entonces el observador no existe. Esto no es muerte. Es lo intemporal. Uno no puede conocerlo, porque aquello que se conoce pertenece al tiempo; uno no puede experimentarlo, el reconocimiento es producido por el tiempo. Liberarse de lo conocido es liberarse del tiempo. La inmortalidad no es la palabra, el libro, la imagen que uno ha fabricado. El alma, el yo, el atman, es hijo del pensamiento, el cual es tiempo. Cuando el tiempo no existe, no existe la muerte. Hay amor. El cielo del oeste había perdido su color, y asomando en el horizonte estaba la luna, joven, tímida y tierna. Todo parecía estar pasando por la carretera: el casamiento, la muerte, la risa de los niños y alguien que sollozaba. Cerca de la luna había una estrella solitaria. Septiembre 20, 1973 Esta mañana el río se veía particularmente hermoso; el sol acababa de asomarse sobre los árboles y el pueblo se encontraba oculto entre ellos. El aire estaba muy quieto y no había una sola onda sobre el agua. El día iba a ser muy caluroso pero ahora estaba más bien fresco, y un mono solitario se hallaba sentado al sol. Estaba siempre ahí, solo, enorme y pesado. Desaparecía durante el día y volvía a aparecer en las madrugadas sobre la copa del tamarindo; cuando comenzaba a hacer calor, el árbol parecía tragárselo. Los papamoscas de color verde oro se encontraban sobre el parapeto junto a las palomas, y los buitres todavía descansaban en las ramas más altas de otro tamarindo. Había una inmensa quietud y uno estaba sentado en un banco, perdido para el mundo. Al regresar del aeropuerto por una sombreada carretera, con los papagayos rojiverdes chillando alrededor de los árboles, uno advirtió, atravesado en el camino, algo que parecía un gran envoltorio. Cuando el auto llegó cerca, el envoltorio resultó ser un hombre que yacía casi desnudo cruzado en la carretera. El automóvil se detuvo y nos bajamos. Su cuerpo era grande y su cabeza muy pequeña. Miraba fijamente por entre las hojas al cielo asombrosamente azul. Nosotros también miramos para ver qué miraba él, y el cielo contemplado desde la carretera se veía realmente azul y las hojas eran realmente verdes. El hombre era mal formado, y ellos me dijeron que se trataba de uno de los idiotas del pueblo. Jamás se movía, y el auto hubo de avanzar esquivándolo muy cuidadosamente. Los camellos con su carga y los niños con sus gritos pasaban junto a él sin prestarle la más mínima atención. También pasó un perro describiendo un amplio círculo. Los papagayos se hallaban atareados con su griterío. Las granjas, los aldeanos, los árboles, las flores amarillas se ocupaban de su propia existencia. Esa parte del mundo está subdesarrollada y no hay ninguna organización que vele por tales personas. Son llagas abiertas, humanidad sucia y apiñada, y el río sagrado prosigue su camino. La tristeza de la vida estaba en todas partes, y bajo el cielo azul, muy alto en el aire volaban los buitres, volaban en círculos, por horas, sin mover sus pesadas alas, vigilando y aguardando. ¿Qué es la cordura y que es la locura? ¿Quién es cuerdo y quién está loco? ¿Son cuerdos los políticos? Los sacerdotes, ¿están locos? Los que se comprometen con ideologías, ¿están cuerdos? Somos controlados, moldeados, apremiados por todos ellos, ¿y estamos cuerdos? ¿Qué es la cordura? Es ser integro, no fragmentado en la acción, en la vida, en toda clase de relaciones -ésa es la esencia misma de la cordura. Cuerdo significa total sano y santo. La locura es neurosis, psicosis, desequilibrio, esquizofrenia, cualquier nombre que uno quiera ponerle; implica estar fragmentado, dividido en la acción y en el movimiento de la relación que constituye la existencia. Engendrar antagonismo y división, que es el oficio de los políticos que nos representan, implica cultivar y sostener la locura, ya se trate de los dictadores o de los que

ejercen el poder en el nombre de la paz o de alguna forma de ideología. ¿Y el sacerdote? No hay más que mirar lo que es el clero. Se interpone entre uno y lo que ellos consideran que es la verdad, el salvador, dios, el cielo, el infierno. El sacerdote es el intérprete el representante; es el que tiene las llaves para el cielo, él es quien ha condicionado al hombre mediante la creencia el dogma, el ritual; él es el verdadero propagandista. Ha condicionado al hombre porque éste desea comodidad, seguridad y le tiene espanto al mañana. Los artistas, los intelectuales, los científicos, tan admirados y lisonjeados, ¿están cuerdos? ¿O viven en dos mundos diferentes -el mundo de las ideas y la imaginación con su expresión compulsiva, totalmente separado de la vida cotidiana de placer y dolor que llevan? El mundo que nos rodea está fragmentado y así somos cada uno de nosotros, y la expresión de ello es el conflicto, la confusión y la desdicha; uno es el mundo y el mundo es uno. La cordura implica vivir una vida de acción sin conflicto. La acción y la idea son contradictorias. El ver es el hacer, y no la ideación primero y luego la acción de acuerdo con la conclusión. Esto engendra conflicto. El analizador mismo es lo analizado. Cuando el analizador se separa como algo diferente de lo analizado, genera conflicto, y el conflicto es el área del desequilibrio. El observador es lo observado y en eso radica la cordura, lo total, lo sagrado; y con lo sagrado está el amor. Septiembre 21, 1973 Es bueno despertarse sin un solo pensamiento con sus problemas. La mente ha descansado al producir orden dentro de sí misma; por eso el sueño es tan importarme. O la mente genera orden en su relación y acción durante las horas de vigilia -lo cual le da completo descanso mientras duerme- o durante el sueño ella procurará arreglar sus asuntos a su propia satisfacción. A lo largo del día habrá nuevamente desorden causado por múltiples factores, y durante las horas de sueño la mente tratara de desenredarse de esta confusión. La mente, el cerebro, sólo puede funcionar con eficiencia, objetivamente, cuando hay orden. El conflicto, en cualquiera de sus formas, es desorden. Basta considerar por todo lo que la mente pasa en cada día de su vida: el intento de poner orden mientras duerme y el desorden que impera durante las horas de vigilia. Este es el conflicto de la vida que se desarrolla día tras día. El cerebro puede funcionar únicamente cuando está seguro, no en medio de la contradicción y la confusión. Por eso trata de encontrar esa seguridad en alguna fórmula neurótica, pero el conflicto empeora. El orden es la transformación de todo este enredo. Cuando el observador es lo observado hay orden completo. En la pequeña senda que corre junto a la casa, sombreada y tranquila, una niñita estaba sollozando desgarradoramente, como sólo los niños pueden hacerlo. Tendría cinco o seis años, y era pequeña para su edad. Estaba sentada en el suelo, con las lágrimas derramándose por sus mejillas. Él se sentó a su lado y le preguntó qué le había sucedido, pero ella no podía hablar, el llanto le quitaba toda la respiración. Debían haberla golpeado, o tal vez se había roto su juguete favorito o le habían negado, mediante palabras duras, algo que deseaba. Apareció la madre, sacudió a la niña y la introdujo en la casa. A él apenas si lo miró, porque eran extraños el uno para el otro. Unos días después, mientras él paseaba por la misma senda, la niña salió de la casa y, toda sonriente, caminó con él por un corto trecho. La madre debió seguramente haberle dado permiso para acompañar a un desconocido. Él paseaba frecuentemente por esa senda sombreada, y la niña saldría a saludarlo junto con su hermano y una hermanita. ¿Olvidarán ellos alguna vez sus heridas y sus pesares, o poco a poco se fabricarán escapes y resistencias? La conservación de esas heridas psicológicas parece constituir la naturaleza de los seres humanos, y es por esto que sus acciones resultan distorsionadas. ¿Puede la mente humana no ser lastimada ni herida jamás? No ser lastimado es ser inocente. Si uno no está lastimado, naturalmente no lastimará a otro. ¿Es esto posible? La cultura en que vivimos, de hecho ocasiona heridas profundas en la mente y el corazón. El ruido y la polución, la agresión y la competencia, la violencia y la educación -todas estas cosas y muchas otras contribuyen a la agonía humana. Sin embargo, tenemos que vivir en este mundo de brutalidad y resistencia: somos el mundo y el mundo es lo que somos. ¿Qué cosa es la que se siente lastimada? La imagen que cada uno se ha fabricado de sí mismo, eso es lo que se siente lastimado. Extrañamente, estas imágenes son las mismas en todo el mundo, con algunas modificaciones. La esencia de la imagen que uno tiene, es la misma que la del hombre que se encuentra a miles de kilómetros de distancia. De modo que uno es ese hombre o mujer. Las heridas propias son las heridas de otros miles: uno es el otro. ¿Es posible no ser lastimados jamás? Donde existe una herida, no hay amor. Si uno se halla lastimado, el amor es entonces mero placer. Cuando uno descubre por sí mismo la belleza de no ser lastimado jamás, sólo entonces desaparecen realmente las heridas pasadas. En la plenitud del presente, el pasado ha perdido su carga. Él nunca ha sido lastimado pese a las muchas cosas que le sucedieron, halagos e injurias, amenazas y seguridad. No es que él fuera insensible o inconsciente; no tenía una imagen de sí mismo, ni conclusión ni ideología alguna. La imagen es resistencia, y cuando ésta no existe hay vulnerabilidad pero no hay heridas psicológicas. Uno

no puede buscar ser vulnerable, altamente sensible, porque aquello que se busca y encuentra, es otra forma de la misma imagen. Se trata de comprender este movimiento total, no sólo verbalmente, sino que es necesario hacerlo con un discernimiento directo e instantáneo. Darse cuenta de su estructura íntegra sin reserva alguna. Ver la verdad de todo ello es el fin del constructor de la imagen. La laguna estaba desbordándose y mostraba miles de reflejos. Se tornó oscura y los cielos se abrieron. Septiembre 22, 1973 Una mujer estaba cantando en la casa vecina; tenía una voz maravillosa y los pocos que la escuchaban se hallaban fascinados. El sol se ponía entre los mangos y las palmeras, intenso en verdes y dorados. Ella cantaba ciertos cantos devocionales y la voz se volvía cada vez más exquisita y dulce. Escuchar es un arte. Cuando escuchamos alguna música clásica occidental o a esta mujer sentada en el piso, puede ocurrir que nos sintamos románticos o que haya recuerdos de cosas pasadas o que el pensamiento con sus asociaciones cambie nuestra disposición de ánimo o que haya insinuaciones del futuro. O puede ser que uno escuche sin ningún movimiento del pensar, desde la quietud completa, desde el silencio total. Escuchar al propio pensamiento, o al mirlo posado en una rama, o escuchar lo que se está diciendo sin que haya una sola respuesta del pensamiento, da origen a una significación por completo diferente de la que produce el movimiento del pensar. Este es el arte de escuchar, de escuchar con atención total; entonces no existe un centro que esté escuchando. El silencio de las montañas tiene una profundidad que no tienen los valles. Cada uno posee su propio silencio; el silencio que hay entre las nubes y que existe entre los árboles, tienen una diferencia inmensa. El silencio entre dos pensamientos es intemporal; el silencio del placer y el del miedo son tangibles. El silencio artificial que puede fabricar el pensamiento, es muerte; el silencio entre ruidos es ausencia de ruido pero no es el silencio, tal como la ausencia de guerra no es la paz. El sombrío silencio de una catedral, del templo, es un silencio de siglos y belleza especialmente construido por el hombre. Está el silencio del pasado y el del futuro, el silencio del museo y el del cementerio. Pero todo esto no es el silencio. El hombre había permanecido sentado, inmóvil, a la orilla del hermoso río; estuvo ahí por más de una hora. Vendría al mismo lugar todas las mañanas, recién bañado, y cantaría en sánscrito por algún tiempo, y al cabo de un rato quedaría perdido en sus pensamientos sin que pareciera importarle el sol, al menos no el sol de la mañana. Un día vino y empezó a hablar acerca de la meditación. No pertenecía a ninguna escuela de meditación; las consideraba inservibles, sin ninguna significación real. El hombre estaba solo, era célibe y hacia mucho tiempo, que había desechado las costumbres del mundo. Había controlado sus deseos y moldeado sus pensamientos vivía una vida solitaria. No era áspero ni presumido ni indiferente. Estas cosas estaban olvidadas desde hacia ya algunos años. La meditación y la realidad constituían su vida. Mientras él hablaba y buscaba a tientas las palabras correctas, el sol se iba poniendo y un profundo silencio descendía sobre nosotros. El hombre cesó de hablar. Después de un rato, cuando las estrellas se encontraban muy cerca de la tierra, dijo: “Este es el silencio que yo he estado buscando en todas partes, en los libros, entre los maestros y dentro de mí mismo. He encontrado muchas cosas, pero no esto. Vino sin que lo buscara, sin que lo invitara. ¿He desperdiciado mi vida en cosas que carecen de importancia? Usted no se imagina por las que he pasado, los ayunos, los sacrificios y las prácticas. Llegué a ver la futilidad de eso hace mucho tiempo, pero jamás di con este silencio. ¿Qué debo hacer para permanecer en el, para conservarlo, para retenerlo en mi corazón? Supongo que usted dirá, ‘no haga nada ya que uno no puede invitarlo’. Pero, ¿he de seguir vagando por este país, con esta repetición, con este control? Sentado aquí soy consciente de este silencio sagrado; a través de él contemplo las estrellas, aquellos árboles, el río. Aunque veo y siento todo esto, no estoy realmente ahí. Como dijo usted el otro día, el observador es lo observado. Ahora veo lo que eso significa. La bendición que buscaba no es para que uno la encuentre mediante búsqueda alguna. Ya es tiempo de que me vaya”. El río se tornó oscuro y las estrellas se reflejaban en sus aguas cerca de las márgenes. Poco a poco los ruidos del día iban llegando a su fin y comenzaban los suaves sonidos de la noche. Uno observaba las estrellas y la tierra en sombras, y el mundo estaba muy lejos. La belleza, que es amor, parecía descender sobre la tierra y todas sus cosas. Septiembre 23, 1973 Estaba de pie, solo, en la margen baja del río; no era un río muy ancho y él podía ver algunas personas en la otra orilla. Si éstas hubieran hablado en voz más alta, casi habría alcanzado a escucharlas. En la estación de las lluvias

el río se encuentra con las aguas abiertas del mar. Había estado lloviendo por varios días, y el río se había abierto paso entre las arenas hacia el mar que lo esperaba. Con las lluvias copiosas estaría otra vez limpio y uno podría nadar seguro en él. El río era lo suficientemente ancho como para contener una isla larga y estrecha, con verdes arbustos, unos pocos árboles bajos y una pequeña palmera. Cuando las aguas no eran demasiado profundas, el ganado las cruzaba para apacentar en la isla. Era un río agradable y amistoso, especialmente en esa mañana. Estaba de pie ahí sin nadie en los alrededores, solo, libre y distante. Tendría catorce años o menos. Ellos lo habían encontrado a él y a su hermano muy recientemente, y ya lo rodeaba toda la agitación y la súbita importancia que le habían asignado1. Era el centro del respeto y la devoción, y en los años venideros estaría a la cabeza de organizaciones y grandes propiedades. Todo eso y la disolución de esas organizaciones, todavía estaba por venir. De pie ahí, solo, perdido y extrañamente lejano, era su primer y perdurable recuerdo de aquellos días con sus acontecimientos. El no recuerda su infancia, las escuelas y los castigos. Años más tarde, el mismo maestra que lo lastimaba, le contó que acostumbraba a apalearlo prácticamente todos los días; él solía llorar y lo dejaban afuera, en el balcón, hasta que la escuela se cerraba y el maestro venía a pedirle que se fuera a su casa; de lo contrario, hubiera seguido ahí olvidado en el balcón. Según le dijo este hombre, lo apaleaba porque él no podía estudiar ni recordar nada de lo que había leído o le habían enseñado. Más tarde, el maestro no podía creer que ese niño fuera el hombre que había pronunciado la plática que acababa de escuchar. Estaba sumamente sorprendido e innecesariamente respetuoso. Todos aquellos años pasaron sin dejar cicatrices ni recuerdos en su mente; sus amistades, sus afectos, aun esos años con quienes lo habían maltratado -de algún modo ninguno de estos eventos, amable o brutal, ha dejado huellas en él. En años recientes, un escritor le preguntó si podía rememorar todos aquellos sucesos más bien extraños, el modo en que él y su hermano fueron descubiertos y los otros acontecimientos, y cuando él contestó que no podía recordarlos y sólo podía repetir lo que otros le habían contado, el hombre, con un ademán despectivo, declaró que eso era pretexto y simulación. Pero él nunca había bloqueado conscientemente ningún suceso, agradable o desagradable, impidiendo que penetrara en su mente. Los acontecimientos venían, no dejaban huella alguna y morían. La conciencia es su contenido; el contenido constituye la conciencia. Ambos son indivisibles. No existen el yo y el tú, sólo el contenido que estructura la conciencia como el ‘yo’ y el ‘no-yo’. Los contenidos varían según la cultura, las acumulaciones raciales, las técnicas y capacidades adquiridas. Estas se fragmentan como ‘el artista’, ‘el científico’ y así sucesivamente. Las idiosincrasias son las respuestas del condicionamiento, y el condicionamiento es el factor común del hombre. Este condicionamiento es el contenido, la conciencia. Esta, a su vez, es dividida como lo consciente y lo oculto. Lo oculto se vuelve importante porque nunca hemos mirado la conciencia como un todo. Esta fragmentación se produce cuando el observador no es lo observado, cuando el experimentador es visto como diferente de la experiencia. Lo oculto es como lo manifiesto. La observación -escuchar lo manifiesto- es ver lo oculto. Ver no es analizar. En el análisis están el analizador y lo analizado, una fragmentación que conduce a la inacción, a la parálisis. En el ver no existe el observador, y así la acción es instantánea; no hay intervalo alguno entre la idea y la acción. La idea, la conclusión, es el observador -el veedor separado de la cosa que es vista. La identificación es un acto del pensamiento, y el pensamiento es fragmentación. La isla, el río y el mar siguen todavía ahí, y también las palmeras y los edificios. El sol surge por entre las masas de nubes apretadas que se remontan a los cielos. Con sólo un taparrabo los pescadores estaban arrojando sus redes para pescar algunos míseros pececillos. La pobreza que se acepta de mala gana, es una degradación. Tarde en el anochecer era agradable estar entre los mangos y las flores perfumadas. ¡Qué bella es la tierra! Septiembre 24, 1973 Una nueva conciencia y una moralidad totalmente nueva son indispensables para producir un cambio radical en la actual cultura y en la estructura social. Esto es obvio; sin embargo, las izquierdas y las derechas y los revolucionarios parecen pasarlo por alto. Cualquier dogma, cualquier fórmula, cualquier ideología forma parte de la vieja conciencia; son las fabricaciones del pensamiento, cuya actividad implica fragmentación -la izquierda, la derecha, el centro. Esta actividad conducirá inevitablemente a matanzas de derecha o de izquierda, o al totalitarismo. Esto es lo que ocurre alrededor de nosotros. Uno ve la necesidad del cambio social, económico y moral, pero las respuestas provienen de la vieja conciencia donde el pensamiento es el actor principal. La confusión, el desorden y la desdicha que los seres humanos llevan en sí, están dentro del área de la vieja conciencia y, sin cambiar eso profundamente, toda actividad humana, política, económica o religiosa, sólo nos conducirá a destruirnos unos a otros y a la destrucción de la tierra. Esto es igualmente obvio para toda persona cuerda y razonable. 1

Krishnamurti escribe aquí acerca de su propia niñez en Adyar, cerca de Madrás.

Uno debe ser luz para sí mismo; esa luz es la ley. No existe otra ley. Todas las otras leyes son hechas por el pensamiento y, en consecuencia, son fragmentarias y contradictorias. Ser luz para uno mismo es no seguir la luz de otro, por razonable, lógica, histórica o convincente que sea. Uno no puede ser luz para sí mismo si se encuentra en la oscura sombra de la autoridad, del dogma, de la conclusión. La moralidad no la produce el pensamiento; no es el resultado de presiones ambientales; no pertenece al ayer, a la tradición. La moralidad es hija del amor, y el amor no es deseo y placer. El goce sexual o sensorio no es amor. Alto en las montañas era difícil que hubiera pájaros; se veía algunos cuervos, uno que otro venado y, ocasionalmente, algún oso. Las enormes secoyas, silenciosas, estaban en todas partes y convertían en enanos a los demás árboles. Era una región magnífica y completamente apacible porque la caza estaba prohibida. Cada animal, cada árbol, cada flor estaban protegidos. Sentado bajo una de esas macizas secoyas, uno percibía intensamente la historia del hombre y la belleza de la tierra. Una ardilla roja con aspecto de bien alimentada, paso elegantemente junto a uno y se detuvo a pocos pies de distancia, vigilando y preguntándose qué hacia uno allí. La tierra estaba reseca pese a que cerca había un arroyo. No se movía una hoja, y entre los árboles reinaba la belleza del silencio. Al avanzar lentamente por el estrecho sendero, a la vuelta de un recodo había una osa con cuatro cachorros que tenían el tamaño de gatos grandes. Corrieron presurosos para trepar a los árboles mientras la madre se enfrentaba con uno sin hacer un solo movimiento, sin un solo sonido. Nos separaban unos cincuenta pies; era un animal enorme, de color pardo, y se hallaba preparado. Uno le volvió inmediatamente la espalda y se alejó. Cada cual comprendió que no había temor ni intención de hacer daño, pero igualmente se alegró uno de encontrarse entre los protectores árboles, con las ardillas y los reñidores grajos. La libertad consiste en ser luz para uno mismo; entonces la libertad no es una abstracción, una cosa invocada por el pensamiento. La verdadera libertad lo es con respecto a la dependencia, al apego, al anhelo de experiencias. Ser luz para uno es estar libre de toda la estructura del pensamiento. Es en esta luz que toda acción tiene lugar, y por eso la acción jamás es contradictoria. La contradicción existe cuando esa ley -la luz- se separa de la acción, cuando el actor está separado de la acción. El ideal, el principio, es el estéril movimiento del pensar, el cual no puede coexistir con esta luz; el uno niega a la otra. Esta luz, esta ley, está separada de uno mismo; donde hay un observador, esta luz, este amor no existe. La estructura del observador está construida por el pensamiento, que nunca es nuevo, que nunca es libre. No hay un ‘cómo’, no hay sistema ni práctica alguna. Sólo existe el ver -que es el hacer. Uno tiene que ver, no a través de los ojos de otra persona. Esta luz, esta ley, no es pertenencia de nadie, ni de uno mismo ni de algún otro. Sólo existe la luz. Esta luz es amor. Septiembre 25, 1973 Él miraba por la ventana las verdes colinas onduladas y el oscuro bosque, iluminados por el sol matinal. Era una bella y agradable mañana, había nubes magníficas más allá del bosque, nubes blancas con perfiles ondulantes. No es extraño que los antiguos dijeran que los dioses tenían su morada entre las nubes y las montañas. Por todas partes se veían estas nubes enormes contra un cielo azul y deslumbrante. El no tenía un solo pensamiento y sólo estaba contemplando la belleza del mundo. Debe haber estado junto a esa ventana por un tiempo, y entonces ocurrió algo; ocurrió inesperadamente, sin invitación Uno no puede invitar ni desear tales cosas, sea consciente o inconscientemente. Todo pareció replegarse y dejar espacio solamente a aquello, lo innominable, lo que no puede encontrarse en ningún templo iglesia o mezquita, ni en página impresa alguna. Uno no lo encontrará en ninguna parte, y cualquier cosa que pueda encontrar, no será aquello. Con muchas personas en esa inmensa estructura que está cerca del Golden Horn (Estambul), él se hallaba sentado Junto a un mendigo que vestía harapos desgarrados. Con la cabeza agachada, éste musitaba alguna plegaria. Un hombre comenzó a cantar en árabe, tenía una voz espléndida; toda la cúpula y el gran edificio se llenaban con esa voz que parecía estremecer la construcción. Tenía un efecto extraño sobre todos los que allí se en centraban; ellos escuchaban las palabras y la voz con un gran respeto, y al propio tiempo estaban hechizados. Él era un extraño entre todos ellos; lo miraban y luego lo olvidaban. La inmensa sala estaba llena y pronto se produjo un silencio; ellos ejecutaron su ritual y, uno a uno, fueron saliendo. Sólo quedaron él y el mendigo; luego, el mendigo también se fue. La gran cúpula estaba silenciosa y el edificio quedó vacío, el ruido de la vida estaba muy lejos. Si uno pasea alguna vez solo en lo alto de las montañas, entre las rocas y los pinos, habiéndolo dejado todo muy abajo en el valle, cuando no se escucha un solo susurro entre los árboles y todo pensamiento se ha ido marchitando, entonces es posible que ‘lo otro’ (the otherness) venga a uno. Si lo retenemos, ello jamás volverá; lo que uno retiene es el recuerdo de algo que ha muerto y desaparecido. Lo que se retiene no es lo real; el corazón y la mente son demasiado pequeños, sólo pueden contener las vanas cosas del pensamiento. Y uno se aleja más del

valle, mucho más, dejándolo todo allá abajo. Después puede volver y recobrarlo si lo desea, pero esas cosas habrán perdido ya su importancia. Uno jamás volverá a ser el mismo. Después de un largo ascenso de varias horas que lo llevó más allá de la línea que demarcan los árboles, él se encontraba ahí, entre las rocas y el silencio que sólo tienen las montañas; se veían unos pocos pinos deformados. No había viento y todo estaba completamente quieto. Mientras regresaba, avanzando de roca en roca, oyó de pronto el sonido de una cascabel, y saltó. La serpiente, corpulenta y casi negra, estaba a unos pocos pasos de distancia. Enroscada, con el cascabel en medio de la espiral, se hallaba lista para atacar. La cabeza triangular, la lengua bífida oscilando hacia adentro y afuera, con sus agudos y oscuros ojos vigilantes, se la veía dispuesta para el ataque si él se hubiera aproximado. Durante toda esa media hora o más, sin hacer un solo guiño, lo miraba fijamente con sus ojos sin párpados. Desenroscándose lentamente, mientras mantenía la cabeza y la cola dirigidas hacia él, comenzó a alejarse tomando la forma de una ‘U’, y cuando él hizo un movimiento de aproximación, se enroscó al instante lista para atacar. Jugaron este juego durante un rato; la serpiente se estaba cansando y él dejó que ella prosiguiera su camino. Era una cosa realmente aterradora, corpulenta y mortífera. Uno debe estar solo con los árboles, las praderas y los torrentes. Jamás está uno solo si carga con las cosas del pensamiento, con sus imágenes y problemas. La mente no debe estar llena con las rocas y nubes de la tierra; tiene que hallarse vacía, como el vaso nuevo recién hecho. Entonces podrá uno ver algo en su totalidad, algo que nunca ha sido. Si ‘uno’ está ahí, no puede verlo; para verlo debe uno morir. Uno puede pensar que es la cosa más importante del mundo, pero no lo es, puede tener todas las cosas que el pensamiento ha producido, pero son cosas viejas, usadas y empiezan a desmoronarse. El valle estaba inesperadamente fresco y, cerca de las chozas, las ardillas se hallaban aguardando sus nueces. Estaban habituadas a que se las alimentara diariamente en la mesa dentro de las cabañas. Eran muy amigables, y si uno no llegaba a tiempo comenzaban con su regaño mientras los grajos esperaban afuera ruidosamente. Septiembre 27, 1973 Era un templo en ruinas, con sus largos corredores descubiertos, sus portones, las estatuas decapitadas y los atrios desiertos. Se había convertido en santuario para pájaros, monos, loros y palomas. Algunas de aquellas estatuas eran todavía imponentes en su belleza; tenían una serena dignidad. Todo el lugar se hallaba sorprendentemente limpio, y uno podía sentarse en el suelo para observar a los monos y a los pájaros parlanchines. Alguna vez, hace muchísimos años, el templo debió haber sido un lugar floreciente con miles de adoradores, con guirnaldas, incienso y plegarias. La atmósfera de aquello aún persistía -las esperanzas de esas personas, sus temores y su reverencia. El santuario sagrado había muerto mucho tiempo atrás. En estos momentos los monos se estaban perdiendo de vista a medida que aumentaba el calor, pero los loros y las palomas tenían sus nidos en los agujeros y grietas de los altos muros. Este antiguo templo en ruinas se hallaba demasiado lejos de los pobladores de la aldea como para que ellos continuaran destruyéndolo. De llegar hasta él, hubieran profanado el vacío. La religión se ha convertido en superstición y adoración de imágenes, en creencia y ritual. Ha perdido la belleza de la verdad; el incienso ha ocupado el sitio de la realidad. En vez de la percepción directa, está en su lugar la imagen tallada por la mano o la mente. El único y verdadero interés de la religión es la transformación total del hombre. Y todo el circo que se desarrolla en torno a la religión es un desatino. Por eso es que la verdad no puede encontrarse en ningún templo, iglesia ni mezquita, por hermosos que sean. La belleza de la verdad y la belleza del mármol son dos cosas diferentes. Una abre la puerta a lo inconmensurable, y la otra aprisiona al hombre; una conduce a la libertad, y la otra es la esclavitud del pensamiento. El romanticismo y el sentimentalismo niegan la verdadera naturaleza de la religión, que tampoco es un juguete del intelecto. El conocimiento en el área de la acción, es necesario para que uno funcione con eficiencia y objetividad, pero el conocimiento no es el medio para la transformación del hombre; el conocimiento es la estructura del pensamiento, y éste es la monótona repetición de lo conocido, por modificado y ampliado que esté. No hay libertad por los caminos del pensamiento, de lo conocido. La larga serpiente yacía muy quieta, paralela al reborde seco de los arrozales, voluptuosamente verde y brillante bajo el sol matinal. Tal vez se hallaba descansando o acechaba a alguna rana descuidada. Las ranas se enviaban por entonces a Europa para ser comidas como una exquisitez. La serpiente era larga, amarillenta y se mantenía inmóvil; tenía casi el color de la tierra reseca y resultaba difícil distinguirla, pero la luz del día se reflejaba en sus oscuros ojos. La única cosa que se movía, hacia adentro y afuera, era su negra lengua. La serpiente no podía advertir la presencia del observador que se hallaba un poco detrás de su cabeza. La muerte estaba en todas partes esa mañana. Uno podía escucharla en la aldea -los grandes llantos mientras el cuerpo era transportado envuelto en un lienzo; un milano se abatía velozmente sobre un pájaro; algún animal

estaba siendo muerto y se oían sus lamentos agónicos. Ello era así día tras día; la muerte siempre está en todas partes, como el dolor. La belleza de la verdad y sus sutilezas no se encuentran en las creencias ni en el dogma; nunca están donde el hombre pueda encontrarlas, porque no existe un sendero que conduzca a esa belleza, que no es un punto fijo, un refugio protector. Ella tiene su propia delicadeza, y su amor no puede ser medido ni puede uno retenerlo, experimentarlo. No tiene un valor comercial que pueda usarse y descartarse. Está ahí cuando la mente y el corazón se encuentran vacíos de las cosas del pensamiento. El monje o el pobre no están cerca de la verdad, y tampoco lo está el rico; ni el intelectual ni el hombre talentoso pueden tocarla. Quien dice que conoce la verdad, jamás se ha acercado a ella. Estar muy lejos del mundo implica, tarde o temprano, vivirla. Esa mañana los papagayos chillaban revoloteando en torno al tamarindo; su inquieta actividad, el ir y venir, empiezan muy temprano. Se veían como rayas brillantes de color verde con fuertes picos rojos. Nunca parecían volar en línea recta, siempre lo hacían zigzagueando y chillando mientras volaban. Ocasionalmente, venían a detenerse en el parapeto del balcón; entonces uno podía observarlos, pero no por mucho tiempo porque volvían a irse con su extravagante y ruidoso vuelo. El único enemigo que tienen parece ser el hombre, que los encierra en jaulas. Septiembre 28, 1973 El enorme perro acababa de matar una cabra; lo habían castigado severamente y lo habían atado, y ahora estaba gimiendo y ladrando. La casa se encontraba rodeada por un alto muro, pero de algún modo la cabra había logrado penetrar y el perro la cazó y la mató. El dueño de la casa indemnizó al de la cabra con palabras y dinero. Era una casa grande rodeada de árboles, y el césped nunca estaba completamente verde por más que lo regaran. El sol era cruelmente intenso y todas las flores y arbustos tenían que ser regados dos veces al día; la tierra era pobre y el calor diurno casi marchitaba la vegetación. Pero los árboles se habían desarrollado alcanzando un gran tamaño, y daban una sombra confortable a la cual podía uno sentarse temprano en la mañana cuando el sol se encontraba todavía detrás de los árboles. Era un buen lugar si uno quería sentarse quietamente y abandonarse a la meditación, pero no si uno deseaba soñar despierto o perderse en alguna ilusión satisfactoria. Esas sombras eran demasiado severas, demasiado exigentes, porque todo el lugar estaba entregado a esa clase de quieta contemplación. Uno podría complacerse en amables fantasías, pero pronto habría de descubrir que el lugar no invitaba a las imágenes del pensamiento. Sentado, con un lienzo que le cubría la cabeza, sollozaba; su mujer acababa de morir. El no deseaba que sus hijos vieran sus lágrimas; ellos también estaban llorando, sin comprender en absoluto lo que había sucedido. Madre de muchos hijos, había estado sintiéndose mal, y últimamente había caído muy enferma; el padre se sentaba a la cabecera de la cama y parecía no moverse de ahí. Y un día, después de algunas ceremonias, se llevaron a la madre. La casa había quedado extrañamente vacía sin el perfume que la madre le había dado, y ya nunca fue la misma casa, porque ahora reinaba en ella el dolor. El padre lo sabía; los niños habían perdido a alguien para siempre, pero hasta ahora no habían conocido el significado del dolor. El dolor está siempre ahí, no podemos meramente olvidarlo, no podemos encubrirlo mediante alguna forma de entretenimiento -religioso o de otra clase. Podremos escapar de él, pero siempre estará ahí para encontrarnos nuevamente. Uno podrá entregarse a alguna clase de culto, o abandonarse a alguna creencia consoladora, pero el dolor aparecerá otra vez sin que se le invite. El florecimiento del dolor es amargura, cinismo o algún comportamiento neurótico. Puede volverlo a uno agresivo, violento y desagradable en el modo de conducirse, pero el dolor estará ahí en nuestro corazón, esperando y acechando. Hagamos lo que hagamos, no podemos escapar de él. El amor que conocemos, termina en el dolor; el dolor es tiempo, el dolor es pensamiento. Derriban el árbol y no derramamos una lágrima; matan un animal para nuestro gusto; la tierra es destruida para nuestro placer; nos educan para matar, destruir -el hombre contra el hombre. La nueva tecnología y las máquinas están reemplazando los pesados trabajos del hombre, pero no podemos acabar con el dolor mediante las cosas que ha producido el pensamiento. El amor no es placer. Ella vino desesperada en su dolor; hablaba expresando a borbotones todas las cosas por las que había pasado, la muerte, las insensateces de los hijos con su dedicación a la política, con sus divorcios, sus frustraciones, su amargura, y la completa inutilidad de una vida carente de sentido. Ella ya no era joven; en su juventud se había divertido, había tenido un interés pasajero por la política, un poco por la economía y, más o menos, había llevado la clase de vida que casi todos llevan. Su marido había muerto recientemente y todo el dolor parecía abatirse sobre ella. Se tranquilizó mientras hablábamos. “Cualquier movimiento del pensar es la profundización del dolor. El pensamiento con sus recuerdos, con sus imágenes de placer y dolor, con su soledad y sus lágrimas, con su autocompasión y sus remordimientos, es el

terreno donde arraiga el dolor. Escuche lo que se está diciendo. Simplemente preste atención -no a los ecos del pasado, no a la superación del dolor o al modo de escapar de su tortura- escuche con el corazón, con todo su ser lo que ahora se está diciendo. Su dependencia y apego han preparado el suelo para su dolor. Al descuidar el estudio de sí misma y la belleza que ello trae consigo, ha estado alimentando su dolor; todas sus actividades egocéntricas la han conducido a este dolor. Simplemente escuche lo que se está diciendo; permanezca con el dolor, no se aleje de él. Cualquier movimiento del pensar es el fortalecimiento del dolor. El pensamiento no es amor. En el amor no existe el dolor”. Septiembre 29, 1973 Las lluvias estaban llegando a su término y el horizonte ondulaba con nubes doradas y blancas; hinchadas por el viento, se remontaban al cielo verde azul. Todas las hojas de todos los arbustos lucían lavadas y limpias, relumbrantes bajo el sol mañanero. Era una mañana deliciosa, la tierra se regocijaba y parecía haber una bendición en el aire. Desde esa habitación situada en los altos, podía verse el mar azul, el río que fluía hacia su interior, las palmeras y los mangos. La respiración se detenía ante la maravilla de la tierra y la inmensa configuración de las nubes. Era muy temprano, había mucha quietud y el ruido aún no había comenzado; escaso tráfico cruzaba el puente, tan sólo una larga fila de carretas de bueyes cargadas con heno. Años después llegarían los autobuses con su bullicio y su polución de la atmósfera. Era una bella mañana, una mañana plena de dicha y poesía. Los dos hermanos eran conducidos en un automóvil hacia un pueblo próximo para que visitaran al padre, a quien no habían visto por cerca de quince años o más. Debían marchar a pie una corta distancia por un camino muy mal conservado. Llegaron hasta un estanque, un depósito de agua que tenía en todos sus costados escalones de piedra, los que conducían hacia abajo, donde estaba el agua pura. En un extremo había un templete que tenía en su cúspide una pequeña torre cuadrada y más bien angosta; alrededor de la misma se veían muchas imágenes de piedra. En la galería del templo que dominaba el gran estanque, había unas cuantas personas absolutamente inmóviles como esas imágenes de la torre, y se hallaban entregadas a la meditación. Más allá del agua, justo detrás de algunas casas, se encontraba la casa donde vivía el padre. Este salió cuando los dos hermanos se aproximaron, y ellos lo saludaron prosternándose completamente y tocando sus pies. Eran tímidos y esperaron que él hablara, como era la costumbre. Antes de pronunciar una palabra, entró él en la casa para lavarse los pies, porque los muchachos los habían tocado. Era un brahmín muy ortodoxo, y nadie podía tocarlo excepto otro brahmín, y sus dos hijos se habían contaminado por haberse mezclado con otros que no eran de su clase y por haber comido alimentos cocinados por no-brahmines. Por lo tanto, él lavó sus pies y se sentó en el piso, no demasiado cerca de sus contaminados hijos. Hablaron por un tiempo, y se acercaba la hora de la comida. Él los despidió porque no podía comer con ellos ya que habían dejado de ser Brahmines. Él debía sentir afecto por ellos, porque después de todo eran sus hijos a quienes no había visto por tantos años. Si la madre de ellos hubiera estado viva, podría haberles servido de comer, pero seguramente no habría comido con sus hijos. Ambos, padre y madre, deben haber sentido un afecto profundo por sus hijos, pero la ortodoxia y la tradición prohiben cualquier contacto físico con los mismos. La tradición es muy fuerte, más fuerte que el amor. La tradición de la guerra es más fuerte que el amor; la tradición de matar para comer y matar al que llamamos enemigo, niega la sensibilidad y el afecto humanos; la tradición de largas jornadas de trabajo engendra una eficiente crueldad; la tradición del matrimonio pronto se convierte en esclavitud; las tradiciones del rico y del pobre los mantienen apartados uno de otro. Cada profesión tiene su tradición propia, su propia elite que genera envidia y enemistad. Las ceremonias tradicionales y los rituales que, por todo el mundo, se profesan en los lugares del culto, han separado al hombre del hombre, y las palabras y los gestos no tienen ningún sentido. Un millar de oyeres, por plenos y hermosos que puedan ser, niegan el amor. Se cruza por un raquítico puente, al otro lado de una corriente fangosa que se une al río grande y ancho; y se llega entonces a un villorrio de casas de adobe. Hay gran cantidad de niños gritando y jugando; las personas mayores se encuentran en los campos o se dedican a la pesca o al trabajo en la ciudad cercana. En una pequeña habitación oscura, la ventana es una abertura en el muro; las moscas no penetraban en esta oscuridad. Hacía fresco ahí adentro. En ese pequeño espacio había un tejedor con un gran telar; no sabía leer pero, habiendo sido educado a su manera, era cortés y estaba totalmente absorto en sus labores. Sacó del telar una tela exquisita, con bellos diseños en oro y plata. Cualquiera fuera el color del lienzo o de la seda, él podía tejer, dentro de los dibujos tradicionales, lo más fino y mejor. Había nacido para esa tradición; era pequeño, gentil y estaba ansioso por demostrar su maravilloso talento. Uno lo contemplaba, veía asombrado y con amor en el corazón, cómo de los hilos de seda producía la más fina de las telas. La pieza tejida tenía una gran belleza, nacida de la tradición.

Septiembre 30, 1973 Era una larga serpiente amarillenta que cruzaba el camino bajo una higuera de Bengala. Él volvía de un prolongado paseo cuando vio a la serpiente. La siguió desde muy cerca hasta un montículo de tierra; vio cómo escudriñaba el interior de cada agujero, completamente ajena a la presencia de él, aunque estaba casi encima de ella. Era más bien gruesa y tenía un gran bulto en medio de su largo cuerpo. Los aldeanos, de camino a sus casas, habían cesado de hablar y observaban; uno de ellos nos advirtió que se trataba de una cobra y que sería mejor andarse con cuidado. La cobra desapareció dentro de un agujero y él reanudó su camino. Retornó al otro día intentando ver a la cobra nuevamente en el mismo sitio. No había ninguna serpiente ahí, pero los aldeanos habían puesto un pote chato de leche, algunas caléndulas, una piedra grande con unas cuantas cenizas encima y unas pocas flores más. Ese lugar se había vuelto sagrado, y ya todos los días habría flores nuevas; todos los aldeanos de los alrededores sabían que ese sitio se había vuelto sagrado. Unos meses más tarde él regresó a aquel lugar; había leche fresca, flores recién cortadas, y la piedra había sido decorada nuevamente. Y la higuera de Bengala estaba un poco más vieja. El templo dominaba el Mediterráneo azul; se hallaba en ruinas y sólo quedaban las columnas de mármol. Fue destruido en una guerra pero seguía siendo un santuario sagrado. Una tarde, con el sol iluminando los mármoles, mientras se encontraba uno solo, percibió la atmósfera sagrada; no había alrededor visitantes que perturbaran con su charla interminable. Las columnas se estaban tornando de oro puro y el mar lejano se veía intensamente azul. Preservada y guardada bajo llave estaba ahí la estatua de la diosa; era permitido verla solamente a horas determinadas y así estaba perdiendo ella la belleza de lo sagrado. El mar azul permanecía inmutable. Era una encantadora casita de campo, con un césped que había sido apisonado, segado y escardado por más de un año. Todo el lugar se hallaba bien cuidado, era próspero y alegre; detrás de la casa había un pequeño huerto; era un bello lugar, con un arroyo apacible y silencioso que corría junto a él. La puerta se abrió y la sujetaron con una escultura del Buda que fue colocada en su sitio de un puntapié. El dueño de casa no tenía conciencia alguna de lo que estaba haciendo; para él, era un tope de puerta. Uno se preguntó si aquel hombre hubiera hecho lo mismo con una estatua que reverenciara él, porque se trataba de un cristiano. La gente niega las cosas sagradas de los otros, pero conserva las propias; las creencias de otro son supersticiones, pero las de uno mismo son razonables y reales. ¿Qué es lo sagrado? Según dijo, había recogido el objeto en una playa; era una pieza de madera lavada por el mar, con la forma de una cabeza humana. Estaba hecha de madera dura y había sido moldeada por las aguas y pulida por muchas estaciones. Él la había traído a la casa colocándola sobre la repisa de la chimenea; la contemplaba de cuando en cuando y admiraba lo que había hecho. Un día le puso alrededor algunas flores, y después eso se repitió cotidianamente. Se sentía incómodo si no había flores frescas todos los días; y, poco a poco, ese trozo de madera moldeada se volvió una cosa importante en su vida. No habría permitido que nadie la tocara excepto él mismo (los demás podrían profanarla); antes de tocarla, se lavaba las manos. La cosa se había convertido en algo santo, sagrado, y solamente él era el alto sacerdote de ella; la representaba; ella le enseñaba cosas que él jamás hubiera sabido por sí mismo. Su vida se había llenado con eso y según decía, era inexpresablemente feliz. ¿Qué es lo sagrado? No las cosas hechas por la mente o por la mano o por el mar. El símbolo nunca es lo real la palabra hierba no es la hierba del campo; la palabra dios no es dios. La palabra jamás contiene lo total, por ingeniosa que sea la descripción. La palabra ‘sagrado’ no tiene por sí misma significado alguno; se vuelve sagrada únicamente en su relación con algo, ilusorio o real. Lo real no son las palabras de la mente; la realidad, la verdad no puede ser tocada por el pensamiento. Donde está el percibidor, no está la verdad. El pensador y el pensamiento deben llegar a su fin para que la verdad sea. Entonces, ‘lo que es’, es lo sagrado -ese antiguo mármol con el sol dorado sobre él, esa serpiente y el aldeano. Donde no hay amor, nada es sagrado. El amor es totalidad; en el amor no existe la fragmentación. Octubre 2, 1973 La conciencia es su contenido, el contenido es la conciencia. Toda acción es fragmentaria cuando está fragmentado el contenido de la conciencia. Esta actividad engendra conflicto, desdicha y confusión; entonces el dolor es inevitable. A esa altura, uno podía ver desde el aire los verdes campos, cada uno separado del otro en forma, tamaño y color. Un torrente bajaba para encontrarse con el mar; mucho más allá estaban las montañas cubiertas de espesa nieve. Por todo el país se veían desparramadas grandes ciudades y pueblos; sobre las colinas había castillos, igle-

sias y casas, y más lejos estaban los vastos desiertos de color pardo, dorado y blanco. Después aparecía nuevamente el mar azul y más tierras con densos bosques. El país entero era rico y bello. Él paseaba por ahí esperando poder encontrarse con un tigre, y lo encontró. Los lugareños habían venido a contarle a su posadero que en la noche pasada un tigre había matado a una ternera, y que regresaría esa noche para matar otra vez. ¿Querrían ellos verlo? Construirían una plataforma en lo alto de un árbol y desde ahí podría uno ver al gran asesino; atarían también una cabra al árbol para estar seguros de que el tigre vendría. Él les explicó que no le agradaría ver que mataran a una cabra para su placer. Así que el asunto fue abandonado. Pero en ese mismo anochecer, cuando el sol descendía tras de una ondulada colina, el posadero quiso dar un paseo en automóvil con la esperanza de que, por casualidad, pudieran ver al tigre que había matado a la ternera. Viajaron adentrándose unas cuantas millas en el bosque; oscureció totalmente y, con los faros delanteros encendidos, iniciaron el regreso. Habían perdido toda esperanza de ver al tigre mientras regresaban. Pero justo cuando tomaban una curva, ahí estaba el tigre, sentado sobre sus cuartos traseros en medio del camino, enorme, rayado, con los ojos brillantes a la luz de los faros. El automóvil se detuvo y el animal vino hacia ellos gruñendo, y los gruñidos estremecían el auto; era sorprendentemente grande y su larga cola, negra en la punta, se movía lentamente de un lado a otro. Se le veía fastidiado. La ventanilla fue abierta y el tigre pasó gruñendo; él sacó la mano para acariciar esa inmensa energía selvática, pero el posadero tiró apresuradamente de su brazo; más tarde le explicó que el tigre pudo habérselo arrancado. Era un animal magnífico, pleno de majestad y poder. Por todo ese país había tiranos que le negaban al hombre la libertad, ideólogos que moldeaban su mente, sacerdotes con sus siglos de tradición y creencia esclavizando al hombre; políticos que con sus inacabables promesas estaban generando corrupción y divisiones. Por todas partes el hombre está atrapado en el conflicto incesante, en el dolor y en las deslumbradoras luces del placer. Todo es tan completamente insensato -el dolor, los esfuerzos y las palabras de los filósofos. Muerte, infelicidad, afán, lucha permanente del hombre contra el hombre. Esta compleja variedad, modificada por cambios dentro del patrón placer-dolor, constituye el contenido de la conciencia humana, moldeado y condicionado por la cultura en la que ésta se ha nutrido, con sus presiones religiosas y económicas. La libertad no se encuentra dentro de los límites de una conciencia semejante; lo que se acepta como libertad es, en realidad, una prisión que se ha hecho soportable en cierto modo gracias al avance de la tecnología. En esta prisión hay guerras, guerras que la ciencia y el lucro han hecho cada vez más destructivas. La libertad no se halla en el cambio de unas prisiones por otras, ni en el cambio de gurús con su absurda autoridad. La autoridad no trae consigo la cordura del orden. Por el contrario, engendra desorden, y en este suelo es donde crece y prospera la autoridad. La libertad no está fragmentada. Una mente no-fragmentada, una mente total, es una mente en libertad. Ella no ‘sabe’ que es libre; lo sabido, lo conocido está dentro del área del tiempo -el pasado, a través del presente, hacia el futuro. Todo movimiento es tiempo, y el tiempo no es un factor de libertad. La libertad de optar es negación de la libertad; la opción existe solamente donde hay confusión. La claridad de percepción, el discernimiento directo, es libertad con respecto al dolor de la opción. La luz de la libertad es el orden total. Este orden no es hijo del pensamiento, porque toda actividad del pensamiento implica el cultivo de la fragmentación. El amor no es un fragmento del pensamiento, del placer. La percepción de este hecho es inteligencia. El amor y la inteligencia son inseparables, y de ello fluye la acción que no engendra dolor. El orden es la base fundamental de esa acción. Octubre 3, 1973 Tan temprano en la mañana hacia bastante frío en el aeropuerto; el sol acababa de asomar. Todos estaban muy arropados y los pobres cargadores tiritaban; se oía el ruido habitual en un aeropuerto, el rugido de los jets, las charlas estridentes, las despedidas y el despegue. El avión estaba atestado de turistas, hombres de negocios y otros que se dirigían a la ciudad santa, a la suciedad y apiñamiento humano. Pronto la inmensa cadena de los Himalayas se puso rosada al sol de la mañana, estuvimos volando hacia el sudeste y por centenares de millas estos inmensos picos parecían colgar en el aire, bellos y majestuosos. El pasajero del asiento contiguo estaba sumergido en un periódico; al otro lado del pasillo había una mujer que se concentraba en su rosario; los turistas hablaban ruidosamente tomándose fotos entre ellos y fotografiando las montañas distantes; todos estaban ocupados en sus cosas y no tenían tiempo para observar la maravilla de la tierra y su serpenteante río sagrado, ni la sutil belleza de esas inmensas cumbres que se estaban tornando rosadas. Más lejos, al fondo del pasillo, había un hombre a quien se le estaban rindiendo considerables muestras de respeto; no era joven, parecía tener el rostro de una persona instruida, era rápido de movimientos y estaba pulcramente vestido. Uno se preguntaba si alguna vez habría visto la verdadera gloria de esas montañas. Pronto se levantó y vino hacia el pasajero del asiento contiguo; le pidió cortésmente cambiar de lugar con él. Se sentó, presentándose, y preguntó si podía mantener una conversación con nosotros. Hablaba en inglés con cierta va-

cilación, eligiendo las palabras cuidadosamente porque este idioma no le era demasiado familiar; tenía una voz suave y clara y sus maneras eran agradables. Comenzó diciendo que se sentía muy afortunado por estar viajando en el mismo avión y por tener esta conversación. “Por supuesto, he oído hablar de usted desde mi juventud y sólo el otro día escuché su última plática acerca de la meditación y el observador. Soy un estudioso, un pandit, y practico mi propio tipo de meditación y disciplina”. Las montañas se alejaban hacia el este y debajo de nosotros el río trazaba diseños amplios y acogedores. “Usted dijo que el observador es lo observado, que el meditador es la meditación, y que sólo hay meditación cuando el observador está ausente. Me gustaría ser instruido al respecto. Para mí, la meditación ha consistido en el control del pensamiento fijando la mente en lo absoluto”. El controlador es lo controlado, ¿no es así? El pensador es su pensamiento; sin las palabras, sin imágenes ni pensamientos, ¿hay un pensador? El experimentador es la experiencia; sin experiencia no existe el experimentador. El controlador del pensamiento está hecho de pensamiento; es uno de los fragmentos del pensamiento, llámelo como quiera llamarlo; el agente externo, por sublime que sea, sigue siendo un producto del pensamiento; la actividad del pensamiento es siempre exterior y origina fragmentación. “¿Puede la vida vivirse de algún modo sin control? Este es la esencia de la disciplina”. Cuando se ve como un hecho absoluto, como una verdad, que el controlador es lo controlado, surge entonces una clase por completo diferente de energía que transforma lo que es. El controlador jamás puede transformar lo que es; puede controlarlo, reprimirlo, modificarlo o escapar de ello, pero nunca puede ir más allá y por encima de ello. La vida puede y debe ser vivida sin control alguno. Una vida controlada nunca es cuerda sana, engendra inacabable conflicto, desdicha y confusión. “Este es un concepto totalmente nuevo”. Si se me permite señalarlo, esto no es una abstracción, una formula. Solamente existe lo que es. El dolor no es una abstracción; uno puede extraer de él una conclusión, un concepto, una estructura verbal, pero eso no será ‘lo que es’, el dolor. Las ideologías carecen de realidad; solo existe lo que es. Jamás puede transformarse lo que es, cuando el observador se separa de lo observado. ¿Es esta su experiencia directa?” Sería algo completamente vano y estúpido si se tratara meramente de estructuras verbales del pensamiento; hablar de cosas así sería hipocresía. “Me hubiera gustado descubrir gracias a usted, qué es la meditación, pero ahora no hay tiempo, ya que vamos a aterrizar”. Había guirnaldas cuando llegamos, y el cielo invernal era intensamente azul. Octubre 4, 1973 Cuando era un muchacho, acostumbraba él a sentarse bajo un gran árbol que estaba cerca de un estanque donde crecían flores de loto; éstas eran de color rosa y tenían un aroma muy intenso. Desde la sombra de ese espacioso árbol, observaba él las delgadas culebras verdes y los camaleones, las ranas y las serpientes acuáticas. Su hermano, junto con otros, solía venir para llevárselo a la casa1. Era un sitio agradable aquel bajo el árbol, con el río y el estanque. Parecía haber tanto espacio, y dentro de éste el árbol creaba su espacio propio. Todas las cosas necesitan espacio. Todos esos pájaros en los alambres del telégrafo, posándose tan igualmente espaciados en un tranquilo atardecer, formaban el espacio para los cielos. Los dos hermanos acostumbraban sentarse con muchos otros en la habitación de las pinturas; había un canto en sánscrito y después completo silencio; era la meditación del anochecer. El hermano más joven solía dormirse hecho un ovillo y despertaba solamente cuando los otros se levantaban para irse. La habitación no era demasiado grande, y encerradas entre sus paredes estaban las pinturas, las imágenes sagradas. Dentro de los estrechos confines de un templo o una iglesia, el hombre da forma al vasto movimiento del espacio. Es igual en todas partes; en la mezquita ello es retenido en las elegantes líneas de las palabras. El amor tiene necesidad de un gran espacio. A ese estanque venían a veces culebras y, en ocasiones, la gente; había escalones de piedra por los que se descendía hacia el agua donde florecían los lotos. El espacio que crea el pensamiento es mensurable y, en consecuencia, es limitado; su producto son las culturas y las religiones. Pero la mente se halla repleta con el pensamiento y está hecha de pensamiento; su conciencia es la estructura del pensamiento, y dentro de esa mente hay muy poco espacio. Pero este espacio es el movimiento del tiempo, de aquí hasta allá, desde su centro hacia sus límites exteriores de conciencia, estrechándose o expandiéndose. El espacio que el centro crea para sí mismo, es su propia prisión. Sus relaciones provienen de este espacio reducido, pero para vivir es indispensable que haya 1

Al igual que en otras partes de este libro, Krishnamurti está describiendo su propia infancia.

espacio; el espacio de la mente niega el vivir. La vida dentro de los estrechos confines del centro es conflicto, angustia y dolor -y eso no es vivir. El espacio, la distancia entre uno y el árbol, es la palabra, el conocimiento, que es tiempo. El tiempo es el observador, quien crea la distancia entre él mismo y los árboles, entre él y lo que es. Sin el observador cesa la distancia. La identificación con los árboles, con otra persona o con una fórmula, es la acción del pensamiento en su deseo de protección, de seguridad. La distancia lo es desde un punto a otro, y para alcanzar ese punto es necesario el tiempo; la distancia existe solamente cuando hay una dirección, interna o externa. El observador produce una separación, una distancia entre él y lo que es de esta separación se desarrollan el conflicto y el dolor La transformación de lo que es, ocurre solamente cuando no hay separación ni tiempo entre el que ve y lo visto. En el amor no hay distancia. El hermano murió, y no había movimiento en ninguna dirección que lo alejara del dolor. Este no-movimiento es el cese del tiempo. El río comenzaba entre los cerros y las verdes sombras, y con un bramido penetraba en el mar y los horizontes infinitos. Los hombres viven en compartimentos con gavetas, y carecen de espacio: son violentos, brutales, agresivos y dañinos; se separan y se destruyen unos a otros. El río es la tierra y la tierra es el río; ninguno de ellos puede existir sin el otro. Las palabras no tienen fin, pero la comunicación es verbal y no verbal. Escuchar lo verbal, la palabra, es una cosa, y escuchar lo no verbal es otra; lo uno es irrelevante, superficial y conduce a la inacción; lo otro es acción no fragmentaria, es el florecimiento de la bondad. Las palabras nos han provisto de bellas paredes, pero no de espacio. Los recuerdos, la imaginación, son la agonía del placer, y el amor no es placer. La larga y delgada culebra verde estaba ahí esa mañana, era delicada y se hallaba ahí casi entre las hojas verdes, se quedaría allí, inmóvil, esperando y vigilando. Se vera la gran cabeza del camaleón; yacía a lo largo de una rama y cambiaba sus colores con bastante frecuencia. Octubre 6, 1973 Hay un árbol solitario en un terreno que ocupa un acre completo; es un árbol viejo y sumamente respetado por todos los otros árboles del cerro. En su soledad domina el ruidoso torrente, las colinas y la cabaña que está al otro lado del puente de madera. Uno lo admira al pasar junto a él, pero al regresar lo contempla de una manera más pausada; su tronco es muy amplio y está profundamente incrustado en la tierra; es sólido e indestructible. Sus ramas son largas, oscuras y curvadas; tienen sombra abundante. En los anocheceres se recoge dentro de sí mismo, inabordable; pero mientras dura la luz del día es accesible y acogedor. Está integro, jamás ha sido tocado por el hacha o la sierra. En un día soleado, uno se sentaba debajo del árbol y sentía su venerable ancianidad; y por estar a solas con él, percibía uno la profundidad y belleza de la vida. El viejo aldeano pasó cansadamente junto a uno, que se hallaba sentado en un puente contemplando la puesta del sol; el hombre estaba casi ciego y rengueaba, llevando un atado en una mano y un palo en la otra. Era uno de esos atardeceres en que los colores del crepúsculo se reflejaban en cada roca, árbol y arbusto; la hierba y los campos parecían tener su propia luz interior. El sol acababa de ponerse detrás de un cerro redondeado, y en medio de estos extravagantes colores apareció la estrella vespertina. El aldeano se detuvo frente a uno y miró esos asombrosos colores y nos miró. Permanecieron mirándose el uno al otro y, sin pronunciar una palabra, el aldeano reanudó su penosa marcha. En esa comunicación hubo afecto, delicadeza y respeto, no el necio respeto sino el de los hombres religiosos. En ese instante, todo tiempo y pensamiento habían dejado de existir. Esos dos seres eran totalmente religiosos, no contaminados por la creencia, la imagen, las palabras o la pobreza. A menudo pasaron el uno junto al otro en ese camino entre los pedregosos cerros, y cada vez que se miraban, había el júbilo de la percepción, del discernimiento total. Venía, acompañado de su mujer, desde el templo que está al otro lado del camino. Ambos estaban silenciosos, profundamente impresionados por los cantos y el culto. Aconteció que uno caminaba detrás de ellos y captó el sentimiento de su reverencia, la fuerza de su determinación por llevar una vida religiosa. Pero eso moriría pronto, a medida que se vieran envueltos en la responsabilidad para con sus hijos, quienes vinieron corriendo hacia ellos. Él tenía alguna clase de profesión, en la que probablemente era muy capaz, porque poseía una casa grande. El peso de la existencia lo arrastraría consigo y, aunque concurriera al templo con frecuencia, la batalla proseguiría inevitablemente. La palabra no es la cosa; la imagen, el símbolo, no son lo real. La realidad, la verdad no es una palabra. Ponerla en palabras es destruirla; y su lugar es ocupado por la ilusión. El intelecto puede rechazar toda la estructura de la ideología, de la creencia con todos sus atavías y el poder que las acompaña, pero la razón puede justificar cualquier creencia, cualquier ideación. La razón es el orden del pensamiento, y el pensamiento es la respuesta de lo externo. Y debido a que es lo externo, el pensamiento fabrica lo interno. Ningún hombre puede

vivir solamente con lo externo, y entonces lo interno llega a ser una necesidad. Esta división es el terreno donde tiene lugar la batalla entre el ‘yo’ y el ‘no yo’. Lo externo es el dios de las religiones y las ideologías; lo interno trata de conformarse a esas imágenes y entonces sobreviene el conflicto. No existe ni lo externo ni lo interno, sino solamente lo total. El experimentador es lo experimentado. La fragmentación es demencia. Esta totalidad no es meramente una palabra; existe cuando la división como lo externo y lo interno ha cesado por completo. El pensador es el pensamiento. Mientras uno estaba paseando sin un solo pensamiento, solamente observando sin el observador, percibió súbitamente la presencia de lo sagrado que el pensamiento jamás ha sido capaz de concebir. Uno se detiene, observa los árboles, los pájaros, observa al transeúnte; no es una ilusión ni algo con lo que la mente se engaña a sí misma. Está ahí, en los ojos de uno, en todo el ser. El color de la mariposa, es la mariposa. Los colores que el sol había dejado se estaban desvaneciendo y, antes de que cayera la noche, se dejó ver la tímida luna nueva para desaparecer enseguida detrás del cerro. Octubre 7, 1973 Era una de esas lluvias montañosas que duran tres o cuatro días y traen consigo un tiempo más fresco. La tierra estaba empapada y espesa, y todos los senderos de la montaña se encontraban resbaladizos; pequeños torrentes corrían hacia abajo por las escarpadas laderas, y el trabajo de los terraplenes se había suspendido. Los árboles y las plantaciones de té se hallaban cansados de tanta humedad; no habían tenido sol por más de una semana y estaba haciendo bastante frío. Las montañas se extendían hacia el norte, con su nieve y sus picos gigantescos. Los estandartes en torno a los templos colgaban pesados de lluvia; habían perdido su encanto y sus alegres colores ondeando en la brisa. Había truenos y relámpagos, y el sonido retumbaba de valle en valle; una espesa neblina ocultaba los hirientes relámpagos de luz. A la mañana siguiente, el cielo se veía de un delicado y puro azul, y los grandes picos, silenciosos e intemporales, se hallaban iluminados por el sol del amanecer. Un valle profundo corría entre el pueblo y las altas montañas; estaba lleno de oscura neblina azul. Derecho al frente, destacándose contra la claridad del cielo, se elevaba el segundo pico en altura de los Himalayas. Casi podía tocarse, pero se encontraba a muchas millas de distancia; uno olvidaba la distancia porque estaba ahí en toda su majestad, tan íntegramente puro e inmensurable. Tarde en la mañana había desaparecido oculto por las oscuras nubes que provenían del valle. Sólo en las madrugadas se dejaba ver, y desaparecía pocas horas después. No es de extrañar que los antiguos buscaran a sus dioses en estas montañas, en el trueno y en las nubes. La divinidad de la vida estaba para ellos en la bendición que yacía oculta en estas nieves inaccesibles. Los discípulos vinieron para invitarnos a visitar a su gurú; uno rehusó cortésmente, pero volvieron a menudo esperando que uno cambiara de idea o les aceptara la invitación hasta que se cansaron de insistir. Fue decidido entonces que el gurú de ellos vendría con unos cuantos de sus discípulos escogidos. Era una calle pequeña y ruidosa donde los niños jugaban al criquet; tenían un bate y las estacas eran unos pocos ladrillos sueltos. Con gritos y risas jugaban alegremente todo el tiempo que podían, deteniéndose solamente para dejar pasar un automóvil cuyo conductor respetaba su juego. Jugaban día tras día, y en esa mañana estaban particularmente ruidosos cuando el gurú llegó portando una pequeña y pulida estaca. Algunos de nosotros estábamos sentados en el piso sobre un delgado colchón cuando él entró en la sala, y nos levantamos ofreciéndole el colchón. Se sentó con las piernas cruzadas, poniendo su báculo delante de él; ese pequeño colchón parecía darle una posición de autoridad. Él había encontrado la verdad, la había experimentado; por lo tanto él, que sabía, estaba abriendo la puerta para nosotros. Lo que decía era ley para él y para los otros; uno era meramente un buscador, mientras que él ya había encontrado. Uno podría hallarse perdido en su búsqueda y él le ayudaría a lo largo del camino, pero uno debía obedecer. Tranquilamente, uno respondió que todo el buscar y el encontrar no tenía sentido a menos que la mente estuviera libre de su condicionamiento; que la libertad es el primer y último paso, y que la obediencia a cualquier autoridad en cuestiones de la mente, implica quedar atrapado en la ilusión y en la acción que engendra dolor. El lo miró a uno con piedad, con preocupación y con un aire de disgusto, como si uno estuviera algo loco. Y después dijo: “Se me ha concedido la más grande y final de las experiencias, y nadie que busque la verdad puede negar eso”. Si la realidad o la verdad es para experimentarse, entonces es sólo una proyección de su propia mente. Lo que experimentamos no es la verdad, sino una creación de nuestra propia mente. Sus discípulos comenzaron a inquietarse. Los seguidores destruyen a sus maestros y se destruyen a sí mismos. El se levantó y se fue, seguido por sus discípulos. Los niños continuaban jugando en la calle; alguien había sido puesto fuera de juego y ello fue acompañado por bulliciosos aplausos y vítores.

No hay sendero alguno que conduzca a la verdad, ni histórica ni religiosamente. La verdad no es para ser experimentada ni descubierta por medio de la dialéctica; no es para ser vista en opiniones y creencias cambiantes. Uno da con ella cuando la mente está libre de todas las cosas que ha engendrado. Aquella cumbre majestuosa es también el milagro de la vida. Octubre 8, 1973 En esa quieta mañana, los monos estaban por todas partes: en la galería, en el techo y en la copa del mango -toda una tropa de monos; eran de la variedad pardusco castaña y cara rojiza. Los más pequeños se perseguían unos a otros entre los árboles, no demasiado lejos de sus madres, y el gran macho estaba sentado solo, con un ojo puesto sobre toda la tropa; debían ser unos veinte. Eran bastante destructivos y, a medida que el sol se elevaba, iban desapareciendo lentamente en la espesa selva, lejos de la morada del hombre; el macho era el primero en irse y los otros lo seguían tranquilamente. Después regresaban los papagayos y los cuervos con su habitual gritería que anunciaba su presencia. Había un cuervo que llamaba -o lo que fuere que hacía- con una voz muy áspera, siempre a la misma hora, y mantenía sin cesar ese grito estridente hasta que lo ahuyentaban de ahí. Día tras día habría de repetir esta representación; su graznido penetraba profundamente en la habitación y, de algún modo, todos los otros ruidos parecían cesar. Estos cuervos impiden las disputas violentas entre ellos mismos; son rápidos, muy vigilantes y eficientes en la propia supervivencia. Parece que a los monos no les gustaban ellos. Prometía ser un día hermoso. Era un hombre delgado, nervudo, con una cabeza bien formada y ojos que habían conocido la risa. Estábamos sentados en un banco desde el cual se dominaba el río, a la sombra de un tamarindo que albergaba a muchos papagayos y a un par de pequeñas lechuzas blancas que se calentaban al sol de la madrugada. Él dijo: “He gastado muchos años en la meditación, controlando mis pensamientos, ayunando y comiendo una vez al día. Acostumbraba dedicarme al trabajo social pero lo abandoné hace mucho tiempo cuando descubrí que esa labor no resolvía el profundo problema del hombre. Hay muchos otros que prosiguen con tal trabajo, pero eso ya no me incumbe. Lo que se ha vuelto importante para mí es comprender el pleno significado y profundidad de la meditación. Todas las escuelas de meditación abogan por alguna forma de control; yo he practicado diferentes sistemas, pero de algún modo parece que eso no se termina nunca”. El control implica división: el controlador y la cosa que debe ser controlada. Esta división, como toda división, origina conflicto y distorsión en la acción y la conducta. Esta fragmentación es el trabajo del pensamiento: un fragmento -llámelo el controlador, o el nombre que quiera darle- trata de controlar las otras partes. Esta división es artificial y dañina. El controlador es, efectivamente, lo controlado. El pensamiento es fragmentario por su propia naturaleza, y eso causa confusión y sufrimiento. El pensamiento ha dividido al mundo en nacionalidades, en ideologías y en sectas religiosas -las grandes sectas y las pequeñas. El pensamiento es la respuesta de los recuerdos, la experiencia y el conocimiento almacenado en el cerebro; éste puede funcionar eficientemente, cuerdamente, sólo cuando tiene seguridad y orden. Para sobrevivir físicamente debe protegerse de todos los peligros; la necesidad de supervivencia externa es fácil de entender, pero la supervivencia psicológica es otra cuestión -la supervivencia de la imagen que ha engendrado el pensamiento. Este ha dividido la existencia como lo externo y lo interno, y de esta separación surgen el conflicto y el control. Para la supervivencia de lo interno, se vuelven esenciales la creencia, la ideología, los dioses, las nacionalidades, las conclusiones, y esto también origina guerras incalculables, violencia y dolor. El deseo de lo interno por sobrevivir, con sus múltiples imágenes, es una enfermedad, es falta de armonía, el pensamiento es la falta de armonía. Todas sus imágenes sus ideologías, sus verdades son autocontradictorias y destructivas. El pensamiento ha originado, aparte de sus logros tecnológicos, caos externo e interno, y placeres que muy pronto se convierten en agonías. Leer todo esto en los hechos de su propia vida cotidiana, escuchar y ver el movimiento del pensar, es la transformación que la meditación trae consigo. Esta transformación no es el ‘yo’ volviéndose un ‘yo’ más grande, sino que es la transformación del contenido de la conciencia; la conciencia es su contenido. La conciencia del mundo es su conciencia; usted es el mundo, y el mundo es usted. La meditación es la transformación completa del pensamiento y sus actividades. La armonía no es el fruto del pensamiento; adviene con la percepción de lo total. La brisa matinal había cesado y no se agitaba una sola hoja; el río se había vuelto completamente silencioso y, a través de su ancha corriente, llegaban los ruidos de la otra orilla. Hasta los papagayos estaban silenciosos. Octubre 9, 1973

Viajábamos en un tren de trocha angosta que se detenía en casi todas las estaciones, y en el que los vendedores de té y café caliente, de frazadas y frutas, golosinas y juguetes, voceaban sus mercancías. Era prácticamente imposible dormir, y en la mañana todos los pasajeros subieron a un bote que cruzó las poco profundas aguas del mar en dirección a la isla. Allí esperaba un tren para llevamos a la capital, a través de una verde región de selvas y palmeras, aldeas y plantaciones de té. Era una tierra grata y feliz. Cerca del mar había calor y humedad, pero en los cerros estaban las plantaciones de té, donde hacia fresco y se percibía el simple y puro aroma de los antiguos días. Pero en la ciudad, como en todas las ciudades, reinaba el ruido, la suciedad, la escualidez de la pobreza y la vulgaridad del dinero; en el puerto se veían barcos de todas partes del mundo. La casa se encontraba en un lugar retirado y había un constante fluir de gente que acudía a saludarlo con guirnaldas y frutas. Cierto día, un hombre le preguntó si le agradaría ver un cachorro de elefante y, naturalmente, fuimos a verlo. Tenía como unas dos semanas de edad, y se nos dijo que la enorme madre lo protegía mucho y estaba nerviosa. El automóvil nos llevó fuera de la ciudad, más allá de la escualidez y la inmundicia, hasta un río de aguas parduscas que tenía una aldea instalada en sus márgenes, rodeada por árboles altos y corpulentos. Allí estaban la gran elefanta oscura y su pequeño. Permanecimos unas cuantas horas hasta que la madre se acostumbró a nuestra presencia; a él se le permitió que entrara y tocara su larga trompa, y que la alimentara con algunas frutas y caña dulce. El sensible extremo de la trompa pedía más, y en su ancha boca penetraron manzanas y plátanos. El cachorro recién nacido estaba parado entre las patas de la madre, moviendo su delgada trompa. Era una réplica en pequeño de su madre. Finalmente, ésta nos permitió que tocáramos a su bebé; la piel de éste no era demasiado rugosa, y su trompa se movía constantemente, mucho más activa que el resto del cuerpo. La madre vigilaba todo el tiempo y el guardián tenía que tranquilizarla de cuando en cuando. Era un bebé muy juguetón. La mujer entró, profundamente angustiada, en la pequeña habitación. Su hijo había muerto en la guerra: “Yo lo amaba muchísimo, y era mi único hijo; había sido muy bien educado y era una promesa de gran bondad y talento. Lo mataron... ¿Por qué tenía eso que ocurrirnos a él y a mí? Había verdadero afecto y amor entre nosotros. Y tuvo que suceder una cosa tan cruel”. Ella sollozaba y parecía no haber fin para sus lágrimas. Tomó la mano de él y al cabo de un rato se tranquilizó lo suficiente como para escuchar. ¡Gastamos tanto dinero en educar a nuestros hijos! Les damos tanto cariño, nos apegamos profundamente a ellos... Ellos llenan nuestras vidas solitarias, en ellos encontramos nuestra realización, nuestro sentimiento de continuidad. ¿Por qué se nos educa? ¿Para convertirnos en máquinas tecnológicas? ¿Para que consumamos nuestros días en el duro trabajo y nos muramos en algún accidente o por una penosa enfermedad? Esta es la vida que nuestra cultura, nuestra religión nos ha traído. En todo el mundo, esposas o madres están llorando porque la guerra o la enfermedad han reclamado al hijo o al marido. El amor, ¿es apego? ¿Es llanto y agonía por la pérdida? ¿Es soledad y dolor? ¿El amor es autocompasión y sufrimiento por la separación? Si usted amaba a su hijo, vería entonces que ningún hijo muriera jamás en una guerra. Han habido miles de guerras, y madres y esposas jamás han negado totalmente los comportamientos que conducen a la guerra. Ustedes llorarán en la agonía y sostendrán, involuntariamente, los sistemas que engendran la guerra. El amor no conoce la violencia. El hombre explicó por qué se separaba de su mujer: “Nos casamos siendo muy jóvenes, y después de unos cuantos años empezamos a andar mal en muchos aspectos, sexualmente, mentalmente... Parecíamos completamente incompatibles. Nos amábamos, aunque desde un principio y poco a poco, eso se ha ido transformando en odio. La separación se ha vuelto indispensable y los abogados se están encargando de ello”. El placer, ¿es amor? ¿Lo es la insistencia del deseo? ¿Es amor la sensación física? La atracción y sus realizaciones, ¿son el amor? ¿El amor es una mercancía del pensamiento? ¿Es una cosa producida por un accidente de las circunstancias? ¿Es una cuestión de compañerismo, de afabilidad de amistad? Si cualquiera de estas cosas adquiere prioridad, entonces eso no es amor. El amor es tan final como la muerte. Hay un sendero que penetra en las altas montañas pasando a través de bosques, praderas y espacios abiertos. Y hay un banco antes de que comience la subida, y en él está sentada una pareja de ancianos mirando hacia abajo el valle iluminado por el sol; vienen con mucha frecuencia. Se sientan sin pronunciar una palabra y contemplan silenciosamente la belleza de la tierra. Están esperando que llegue la muerte. Y el sendero continúa, penetrando en las nieves. Octubre 10, 1973 Las lluvias llegaron y se fueron, y las enormes piedras resplandecían al sol de la mañana. Había agua en los lechos secos de los ríos y el suelo se regocijaba nuevamente; la tierra estaba más roja y cada arbusto, cada brizna de hierba estaban más verdes, y en los árboles de raíces profundas aparecían hojas nuevas. El ganado comenzaba a engordar y los aldeanos se veían menos escuálidos. Estos cerros son tan antiguos como la tierra, y los enormes

pedruscos parecen haber sido puestos ahí con esmerado equilibrio. Hacia el este hay un cerro que tiene la configuración de una gran plataforma, sobre la cual han construido un templo cuadrado Los niños de la aldea caminaban varias millas para aprender a leer y escribir; había aquí una niña pequeña que se dirigía completamente sola y con el rostro radiante, a la escuela de la aldea más próxima, llevando en una mano un libro y en la otra un poco de comida. Cuando nos cruzamos se detuvo, tímida e inquisitiva, si hubiéramos permanecido así por más tiempo habría llegado tarde a su escuela. Los arrozales se veían sorprendentemente verdes. Era una larga, apacible mañana Dos cuervos estaban riñendo en lo alto, graznando destrozándose uno a otro. En el aire no había suficiente apoyo, de manera que bajaron a tierra para seguir peleando. Por el suelo comenzaron a volar plumas y la lucha empezó a ponerse muy seria. De pronto, cerca de una docena de otros cuervos descendió sobre ellos y puso fin a la pelea. Después de una cantidad de graznidos y regaños, desaparecieron todos entre los árboles. La violencia está en todas partes, tanto entre los altamente educados como entre los más primitivos, entre los intelectuales y entre los sentimentales. Ni la educación ni las religiones organizadas han sido capaces de amansar al hombre; por el contrario, han sido las responsables de las guerras, las torturas, los campos de concentración y la matanza de animales en la tierra y en el mar. Cuanto más progresa, más cruel parece volverse el hombre. La política se ha convertido en gangsterismo, un grupo contra otro grupo; el nacionalismo nos ha conducido a la guerra, hay guerras económicas, hay odios personales, hay violencia. El hombre no parece aprender nada de la experiencia y el conocimiento, y la violencia prosigue en todas sus formas. ¿Qué lugar ocupa el conocimiento en la transformación del hombre y de su sociedad? La energía que se ha dedicado a la acumulación de conocimientos, no ha cambiado al hombre, no ha puesto fin a la violencia. La energía que se ha invertido en millares de explicaciones de por qué el hombre es tan agresivo, tan brutal e insensible, no ha puesto fin a su crueldad. La energía que se ha gastado en analizar las causas de su insana destrucción, de su placer en la violencia, de su sadismo, de su pendenciera actividad, en modo alguno ha hecho que el hombre sea más benévolo y considerado. A pesar de todas las palabras y los libros, de las amenazas y los castigos, el hombre continúa con su violencia. La violencia no está sólo en el matar, en la bomba, en los cambios revolucionarios que se producen mediante derramamientos de sangre; es más profunda y sutil. El conformismo y la imitación son indicaciones de violencia; la imposición y aceptación de la autoridad, indican violencia; la ambición y la competencia son una expresión de esta condición agresiva, de esta crueldad, y la comparación engendra envidia con su animosidad y su odio. Donde hay conflicto, interno o externo, ahí está el terreno para la violencia. La división en todas sus formas trae consigo lucha y sufrimiento. Todos conocemos esto; hemos leído sobre las acciones de la violencia, las hemos visto en nosotros mismos y alrededor de nosotros, hemos oído mucho al respecto y, no obstante, la violencia no se ha terminado. ¿Por qué? Las explicaciones acerca de las causas de una conducta semejante no tienen real significación. Si nos complacemos en ellas, estamos derrochando la energía que necesitamos a fin de superar la violencia. Necesitamos de toda nuestra energía para enfrentarnos a la energía que se disipa en la violencia e ir más allá de ella. Controlar la violencia es otra forma de violencia, porque el controlador es lo controlado. En la atención total, que es la suma íntegra de la energía, llega a su fin la violencia en todas sus formas. La atención no es una palabra, no es una formula abstracta del pensamiento, sino una acción en la vida cotidiana. La acción no es una ideología porque si la acción es el resultado de una ideología, conduce a la violencia. Después de las lluvias, el río pasa alrededor de cada piedra, de cada ciudad y aldea, y por contaminado que se encuentre, se purifica a sí mismo corriendo a través de valles, desfiladeros y praderas. Octubre 12, 1973 Un gurú muy conocido vino a verlo una vez más. Estaban sentados en un hermoso jardín rodeado de muros; el verde césped se hallaba muy bien cuidado; había rosas, guisantes de olor, brillantes caléndulas amarillas y otras flores del norte oriental. El muro y los árboles mantenían alejado el ruido de los pocos automóviles que pasaban; el aire estaba impregnado con el perfume de muchas flores. En el anochecer, una familia de chacales solía salir del oculto refugio que tenía bajo un árbol; habían cavado un gran agujero donde la madre tenía a sus tres cachorros. Formaban un grupo de saludable aspecto, y enseguida, después del crepúsculo, la madre salía con ellos manteniéndose cerca de los árboles. Detrás de la casa había basura y más tarde irían a buscarla. También vivía una familia de mangostas; todos los atardeceres, la madre, con su hocico rosado y su larga y gruesa cola, salía del escondite seguida por sus dos gatitos, uno detrás del otro; arrimados al muro, también se dirigían a la parte trasera de la cocina donde algunas veces les dejaban cosas. Ellos mantenían el jardín libre de culebras. Jamás parecían haberse cruzado con los chacales, pero si lo hicieran, se dejarían mutuamente en paz.

El gurú había anunciado unos días antes que deseaba hacer una visita. Llegó, y más tarde vinieron en torrentes sus discípulos. Tocaron sus pies como una señal de gran respeto. Querían también tocar los pies del otro hombre, pero él no quiso que lo hicieran; les explicó que eso era degradante, pero la tradición y la esperanza del cielo eran demasiado fuertes en ellos. El gurú no quiso entrar en la casa, ya que había hecho votos de no entrar jamás en un hogar de gente casada. El cielo estaba intensamente azul en esa mañana y las sombras eran largas. “Usted niega ser un gurú, pero es un gurú de gurús. Lo he observado desde su juventud, y lo que usted dice es la verdad que muy pocos comprenderán. Para los muchos, nosotros somos necesarios, de otro modo estarían perdidos; nuestra autoridad salva al hombre simple. Nosotros somos los intérpretes. Hemos tenido nuestras experiencias, sabemos. La tradición es un resguardo, y son solamente unos pocos los que pueden permanecer solos y ver la realidad desnuda. Usted se encuentra entre los bienaventurados, pero nosotros debemos marchar con la multitud, cantar sus cantos, respetar los nombres sagrados y rociar agua bendita, lo cual no quiere decir que seamos enteramente hipócritas. Ellos necesitan ayuda y nosotros estamos para dársela. ¿Cuál es, si se me permite preguntarlo, la experiencia de esa realidad absoluta?” Los discípulos estaban yendo y viniendo, sin interés en la conversación e indiferentes a lo que les rodeaba, a la belleza de la flor y del árbol. Unos cuantos de ellos vinieron a sentarse en el pasto para escuchar, esperando no ser demasiado perturbados. Un hombre culto es un hombre descontento con su cultura. La Realidad no es para ser experimentada. No hay sendero que conduzca a ella y ninguna palabra puede señalarla; no es algo que pueda buscarse y encontrarse. El encontrar después de buscar es la corrupción de la mente. La mera palabra verdad no es la verdad; la descripción no es lo descrito. “Los antiguos han hablado de sus experiencias, de su bienaventuranza en la meditación, de su superconciencia, de su realidad sagrada. Si a uno le es permitido preguntarlo: ¿Debemos descartar todo esto y el exaltado ejemplo de aquellos seres?” Cualquier autoridad en la meditación es la negación completa de ésta. Todo el conocimiento, los conceptos, los ejemplos no tienen cabida en la meditación. La completa eliminación del meditador, del experimentador, del pensador, es la esencia misma de la meditación. Esta libertad es el acto cotidiano de la meditación. El observador es el pasado, su terreno es el tiempo, sus pensamientos, sus imágenes, sus proyecciones, están atadas al tiempo. El conocimiento es tiempo, y la liberación respecto del conocimiento es el florecer de la meditación. No existe sistema alguno y, por tanto, no hay dirección alguna hacia la verdad o hacia la belleza de la meditación. Seguir a otro, seguir su ejemplo, sus palabras, es proscribir la verdad. Sólo en el espejo de la relación ve usted realmente el rostro de lo que es. El que ve es lo visto. Sin el orden que la virtud trae consigo, la meditación y las interminables afirmaciones de otros carecen en absoluto de significado alguno; son por completo improcedentes. La verdad no tiene tradición, no puede ser transmitida. Con el sol, el aroma de los guisantes era muy intenso. Octubre 13, 1973 Volábamos Suavemente a treinta y siete mil pies de altura, y el avión estaba repleto. Habíamos pasado el mar y nos aproximábamos a tierra; ambos, el mar y la tierra, estaban muy debajo de nosotros, los pasajeros nunca parecían dejar de charlar o de beber o de hojear las páginas de una revista; después proyectaron una película. Constituían un grupo muy ruidoso que debía ser alimentado y entretenido; dormían, roncaban y estaban tomados de las manos. Masas de nubes que se extendían de horizonte a horizonte, pronto cubrieron por completo la tierra, el espacio, la profundidad y también el ruido de la charla. Entre la tierra y el avión se veían interminables nubes blancas y arriba estaba el delicado cielo azul. En el asiento junto a la ventanilla uno se hallaba intensamente despierto observando la forma cambiante de las nubes y la blanca luz que se reflejaba sobre ellas. ¿Tiene la conciencia alguna profundidad, o solamente una agitación superficial? El pensamiento puede imaginar su profundidad, puede afirmar que la conciencia es profunda o puede considerar sólo las ondas de la superficie. El pensamiento mismo, ¿tiene alguna profundidad? La conciencia está hecha de su contenido, su contenido es su total limitación. El pensamiento es la actividad de lo externo; en ciertos idiomas, ‘pensamiento’ quiere decir ‘lo de afuera’. La importancia que se le asigna a las capas ocultas de la conciencia sigue estando en la superficie, no tiene profundidad alguna. El pensamiento puede darse a sí mismo un centro -como el ‘ego’, el ‘yo’- y ese centro no tiene en absoluto ninguna profundidad; las palabras, por aguda y sutilmente que hayan sido elaboradas, no son profundas. El ‘yo’ es una fabricación del pensamiento -en palabra y en identificación. El ‘yo’ que busca profundidad en la acción, en la existencia, no tiene significado alguno; todos sus intentos de establecer una profundidad en la relación, terminan en las multiplicaciones de sus propias imágenes; el ‘yo’ considera que las sombras de esas imágenes son profundas. Las actividades del pensamiento carecen de profundidad; sus placeres, sus temores, su dolor están en la superficie. La misma palabra ‘superficie’ indica que hay algo debajo, o un gran

volumen de agua o muy poca profundidad. Mente superficial o mente profunda, son palabras del pensamiento, y el pensamiento en sí mismo es superficial. El volumen que existe detrás del pensamiento es la experiencia, el conocimiento, la memoria, las cosas que se han ido, las que sólo son para recordarse, las cosas sobre las que se puede o no se puede actuar. Muy por debajo de nosotros, lejos sobre la tierra, corría un río, enroscándose en amplias curvas entre granjas esparcidas aquí y allá, y en los sinuosos caminos había hormigas que reptaban. Las montañas estaban cubiertas de nieve, y los valles lucían verdes y llenos de sombras profundas. El sol se hallaba directamente frente a nosotros y descendía penetrando en el mar a medida que el avión aterrizaba entre el humo y los ruidos de una ciudad en expansión. ¿Hay profundidad en la vida, en la existencia? ¿La hay en absoluto? ¿Es superficial toda relación? ¿Alguna vez puede el pensamiento descubrir esto? El pensamiento es el único instrumento que el hombre ha cultivado y agudizado, y cuando este instrumento es negado como medio para comprender la profundidad de la vida, entonces la mente busca otros medios. El llevar una vida superficial, pronto se vuelve fatigoso, aburrido, falto de significación, y de esto emerge la constante persecución del placer, los temores, el conflicto y la violencia. Ver los fragmentos que el pensamiento ha creado y sus actividades, ver eso como una totalidad, es el cese del pensamiento. La percepción de lo total es posible solamente cuando el observador, que es uno de los fragmentos del pensamiento, no se halla activo. Entonces la acción es relación y jamás conduce hacia el conflicto y el dolor. Sólo el silencio tiene profundidad, como el amor. El silencio no es el movimiento del pensar, ni lo es el amor. Sólo entonces las palabras, las profundas y las superficiales, pierden su significado. No hay medida para el amor, ni la hay para el silencio. Lo que es mensurable, es pensamiento y tiempo -el pensamiento es tiempo. La medida es necesaria, pero cuando el pensamiento la lleva a la acción y a las relaciones, comienzan entonces el mal y el desorden. El orden no es mensurable, sólo lo es el desorden. El mar y la casa estaban tranquilos, y tras de ellos los cerros, con las flores silvestres de la primavera, permanecían silenciosos.

ROMA1 Octubre 17, 1973 Había sido un verano caluroso y seco, con chaparrones ocasionales; el césped estaba poniéndose pardo, pero los altos árboles de espeso follaje se veían felices y estaban brotando las flores. La región no había conocido un verano semejante por años y los granjeros se sentían contentos. En las ciudades todo era desagradable, el aire contaminado, el calor y las calles atestadas. Los castaños ya se estaban oscureciendo un poco y los parques se encontraban llenos de gente con niños que gritaban y corrían por todas partes. El campo lucía muy hermoso -siempre hay paz en los campos- y en el río pequeño y angosto con sus cisnes y patos, había encantamiento. El romanticismo y el sentimentalismo estaban encerrados y seguros en las ciudades; y aquí, en lo profundo del campo con sus árboles, praderas y arroyos, había belleza y deleite. Un camino pasa a través del bosque, y todas las hojas, todas las sombras moteadas retienen esa belleza; ella está en cada hoja que se marchita, en cada brizna de hierba. La belleza no es una palabra, una respuesta emocional; no es algo blando que pueda ser moldeado y retorcido por el pensamiento. Cuando la belleza está ahí, cada acción y cada movimiento en todas las formas de la relación es algo total, cuerdo y sagrado. Cuando esa belleza, ese amor no existen, el mundo enloquece. En la pequeña pantalla, el predicador, con palabras y gestos esmeradamente cultivados, estaba diciendo que él sabía que su salvador, el único salvador, estaba vivo; si no estuviera vivo, no habría entonces esperanza para el mundo. El empuje agresivo de su brazo alejaba cualquier duda, cualquier cuestionamiento, porque él sabia y nosotros debíamos apoyarlo, porque su conocimiento era nuestro conocimiento, nuestra convicción. El movimiento calculado de sus brazos y el manejo de las palabras, era la sustancia y el estimulo para su auditorio, que estaba ahí con la boca abierta, tanto los jóvenes como los viejos, hechizados y adorando la imagen de sus propias mentes. Una guerra acababa justamente de comenzar, y ni el predicador ni sus numerosos oyentes se preocupaban por eso, puesto que las guerras deben proseguir y, además, forman parte de esta cultura nuestra. En esa misma pantalla, un poco más tarde, mostraron lo que los científicos están haciendo, sus inventos maravillosos, su extraordinario control del espacio, el mundo del mañana, las nuevas y complejas máquinas; las explicaciones de cómo se forman las células, los experimentos que se hacen con los animales, los gusanos y las moscas. El estudio de la conducta de los animales fue cuidadosa y entretenidamente explicado. Con este estudio los profesores podrían comprender mejor el comportamiento humano. Explicaron los remanentes de una antigua cultura: las excavaciones, los vasos, los mosaicos cuidadosamente preservados y los muros en ruinas; el maravilloso mundo del pasado, sus templos, sus glorias. Muchos, muchísimos volúmenes se han escrito acerca de las riquezas, las pinturas, las crueldades y la grandeza del pasado, sus reyes y sus esclavos. Poco después mostraron la guerra actual que rugía en el desierto y entre las verdes colinas; los enormes tanques, los aviones volando a baja altura y la matanza calculada; los políticos hablando de la paz pero alentando la guerra en ambos países. Mostraron a las mujeres llorando, a los heridos sin esperanza, a los niños agitando banderas y a los sacerdotes entonando bendiciones. Las lágrimas de la humanidad no han limpiado al hombre de su deseo de matar. Ninguna religión ha terminado con la guerra; por el contrario, todas la han estimulado, han bendecido los armamentos, han dividido a la gente. Los gobiernos están aislados y aprecian en mucho su aislamiento. Los científicos son sostenidos por los gobiernos. El predicador está perdido en sus palabras e imágenes. Llorarán, pero educarán a sus hijos para que maten y sean muertos. Aceptan eso como un estilo de vida; su compromiso es con la propia seguridad; ése es el dios de ellos, ése es su dolor. Se preocupan tan esmeradamente por sus hijos, los cuidan con tanta generosidad, pero luego están entusiastamente dispuestos a que los maten. También mostraron en la pantalla a cachorros de focas, con sus ojos enormes, mientras los mataban. La función de la cultura es transformar al hombre completamente. En el río, los patos mandarines chapoteaban y se perseguían entre ellos, y las sombras de los árboles se extendían sobre el agua. Octubre 18, 1973 Existe en sánscrito una larga plegaria por la paz. Fue escrita hace muchos, muchos siglos por alguien para quien la paz era una necesidad absoluta; y tal vez su vida cotidiana tanta sus raíces en ella. Fue escrita antes del rastrero veneno del nacionalismo, antes de la inmortalidad del poder del dinero y de la insistencia en lo mundano que el industrialismo ha originado. La plegaria es para que la paz sea perdurable: “Que haya paz entre los dioses, en el cielo y entre las estrellas; que haya paz sobre la tierra, entre los hombres y los animales de cuatro patas; que 1

Krishnamurti estaba ahora en Roma, y permaneció allí hasta el 29 de octubre.

no nos hagamos daño; que seamos generosos unos con otros; que podamos tener esa inteligencia que habrá de guiar nuestra vida y acción, que haya paz en nuestra plegaria, en nuestros labios y en nuestros corazones”. En esta paz no hay mención alguna de individualidad; eso venía más adelante. Sólo se alude a ‘nosotros’ -nuestra paz, nuestra inteligencia, nuestro conocimiento, nuestra iluminación. El sonido de los cantos en sánscrito parece tener un efecto extraño. En un templo cerca de cincuenta sacerdotes cantaban en sánscrito, y las paredes mismas parecían estar vibrando Hay un sendero que pasa a través del campo verde y resplandeciente, del bosque iluminado por el sol, y prosigue más allá. Es difícil que alguien se llegue hasta este bosque pleno de luz y sombras. Es un lugar apacible tranquilo y retirado. Hay ardillas y, en ocasiones, un ciervo tímido y vigilante pronto a escapar corriendo; las ardillas lo contemplan a uno desde una rama y a veces lo increpan. Este bosque tiene el perfume del verano y el olor de la tierra húmeda. Hay árboles enormes y cargados de musgo son acogedores y uno percibe la calidez de su bienvenida. Cada vez que uno se sienta ahí y mira a través de las ramas y las hojas el sorprendente cielo azul, esa paz y esa bienvenida están aguardándolo a uno. Eramos varios los que íbamos a través del bosque, pero había soledad y silencio; la gente charlaba, indiferente y ajena a la dignidad y grandeza de los árboles, con los cuales no tenía ninguna relación; por tanto, esas personas probablemente tampoco tenían relación alguna entre ellas. La relación entre los árboles y uno era completa e instantánea -una relación de amigos. En consecuencia, uno era el amigo de todos los árboles, arbustos y flores de la tierra. No estaba ahí para destruir, y así, entre ellos y uno había paz. La paz no es un intervalo entre el fin y el comienzo del conflicto, de la angustia y el dolor. Ningún gobierno puede traer la paz; su paz es la paz de la corrupción y la decadencia; el orden regimentado de un pueblo engendra degeneración, porque ese orden no se interesa en todos los pueblos de la tierra. Las tiranías jamás pueden sostener la paz, porque destruyen la libertad; la paz y la libertad marchan juntas. Matar a otro por la paz, es la idiotez propia de las ideologías. Uno no puede comprar la paz; ésta no es la invención de un intelecto; no es algo que pueda adquirirse mediante la plegaria o el regateo. La paz no se encuentra en ningún edificio sagrado, en ningún libro, en ninguna persona. Nadie puede conducirnos hacia ella, ningún gurú, ningún sacerdote, ningún símbolo. La paz está en la meditación. La meditación en sí es el movimiento de la paz. No es un fin que pueda ser encontrado; no es algo elaborado por el pensamiento o la palabra. El acto de la meditación es inteligencia. La meditación no es ninguna de esas cosas que se nos han enseñado o que hemos experimentado. Descartar lo que hemos aprendido o experimentado es meditación. La meditación consiste en liberarse del experimentador. Cuando no hay paz en la meditación; está es entonces un escape hacia la ilusión y los ensueños fantasiosos. La meditación no puede ser demostrada ni descrita. Uno no puede juzgar la paz. La percibiría –si la paz está ahí- a través de las actividades cotidianas, a través del orden, de las virtudes que imperen en la propia vida. Había en esa mañana densas nubes y neblinas; iba a llover. Demoraría unos cuantos días poder ver nuevamente el cielo azul. Pero a medida que uno entraba en el bosque, esa paz y esa cálida acogida no disminuían. Eran una paz impenetrable y una quietud total. Las ardillas se escondían y los saltamontes del prado permanecían silenciosos; más allá de los cerros y valles, estaba el inquieto mar. Octubre 19, 1973 El bosque dormía; el serpenteante sendero que lo atravesaba estaba oscuro y no se percibía el más leve movimiento. El prolongado crepúsculo estaba desapareciendo en esos instantes, y el silencio de la noche cubría la tierra. El pequeño torrente, tan porfiado en su gorgoteo durante el día, iba cediendo a la quietud de la noche que se aproximaba. A través de las pequeñas aberturas entre las hojas se divisaban las estrellas, brillantes y muy cercanas. La oscuridad de la noche es tan necesaria como la luz del día. Los acogedores árboles, recogidos ahora en sí mismos, se mostraban distantes; se encontraban ahí, rodeándolo a uno, pero apartados e inaccesibles; dormían y no había que molestarlos. En esta quieta oscuridad, había un crecer y un florecer que reunía fuerzas para enfrentarse a la vibrante vitalidad del día. La noche y el día son esenciales, ambos dan vida, energía a todas las cosas vivientes. Sólo el hombre la disipa. El dormir es muy importante; un dormir sin demasiados sueños ni agitación. Mientras dormimos ocurren muchas cosas, tanto en el organismo físico como en el cerebro (la mente es el cerebro); ambos son una sola cosa, un movimiento unitario. Para esta estructura total, el dormir es absolutamente esencial. Durante el sueño adviene el orden, el ajuste de las funciones y se originan percepciones más profundas; cuanto más quieto está el cerebro, tanto más profundo es el discernimiento. El cerebro necesita seguridad y orden para funcionar armoniosamente, sin fricción alguna. La noche se encarga de ello, y durante el dormir tranquilo hay movimientos hay estados que el pensamiento jamás podrá alcanzar. Los sueños son desorden; deforman la percepción total. Mientras duerme la mente se rejuvenece a sí misma.

Pero suele decirse que los sueños son necesarios, que si uno no soñara podría enloquecer, se afirma que ayudan, que son reveladores. Están los sueños superficiales, que no tienen mucho significado, están los sueños significativos y también existe el estado sin sueños en absoluto. Los sueños son, en sus diferentes formas y símbolos la expresión de nuestra vida cotidiana. Si no hay armonía, si no hay orden en nuestra vida cotidiana de relación, entonces los sueños son una continuación de ese desorden. Mientras dormimos, el cerebro trata de producir ese orden desde esta confusa contradicción. En esta lucha constante entre el orden y el desorden, el cerebro se desgasta. Pero él debe tener seguridad y orden para poder siquiera funcionar, y así es como llegan a ser necesarias las creencias, las ideologías y demás conceptos neuróticos. Convertir la noche en día es uno de esos hábitos neuróticos. La insensatez que se desarrolla en el mundo moderno después del anochecer, es un escape de la rutina y el fastidio del día. La total percepción del desorden en la relación tanto privada como pública, personal o distante, el darse cuenta, sin opción alguna, de ‘lo que es’ durante las horas conscientes del día, induce orden donde imperaba el desorden. Entonces el cerebro no necesita buscar el orden mientras dormimos. Los sueños son sólo superficiales, sin significación. El orden en la totalidad de la conciencia, no sólo en el nivel ‘consciente’, se produce cuando cesa por completo la división entre el observador y lo observado. Se trasciende ‘lo que es’ cuándo el observador -que es el pasado, que es tiempo- llega a su fin. El presente activo, ‘lo que es’, no se halla esclavizado al tiempo, como lo está el observador. Sólo cuando la mente -el cerebro y el organismo- tiene este orden total durante el sueño, hay una percepción profunda de ese estado inexpresable en palabras, de ese movimiento intemporal. Esto no es ningún sueño fantástico, alguna abstracción de escape. Es la meditación en su expresión máxima y completa. O sea, que el cerebro está activo, despierto o dormido, pero el constante conflicto entre el orden y el desorden, desgasta al cerebro. El orden es la más alta forma de virtud, sensibilidad, inteligencia. Cuando existe esta gran belleza del orden, de la armonía, el cerebro no está incesantemente activo; ciertas partes se encargan de la memoria, pero ésa es una parte muy pequeña; el resto del cerebro se halla libre del ruido de la experiencia. Esa libertad es el orden, la armonía del silencio. Esta libertad y el ruido de la memoria se mueven juntos; la acción de este movimiento es inteligencia. La meditación consiste en estar libre de lo conocido y, no obstante, operar en el campo de lo conocido. No hay un ‘yo’ como operador. Esta meditación se desarrolla tanto en el sueño como en la vigilia. El sendero salía lentamente del bosque y, de horizonte a horizonte, el cielo se encontraba repleto de estrellas. En los campos nada se movió. Octubre 20, 1973 Es la cosa viviente más antigua que existe sobre la tierra. Es gigantesco en proporciones, en su altura y en la vastedad del tronco. Entre las otras secoyas, que también son muy viejas, ésta las supera a todas, otros árboles han sido afectados por el fuego, pero éste no tiene huella alguna en él. Ha vivido a través de todas las terribles cosas de la historia, ha pasado por todas las guerras del mundo, por toda la perversidad y el dolor del hombre, por el fuego y el relámpago, por todas las tormentas del tiempo; ha pasado a través de todo eso sin contaminarse, majestuoso y completamente solo, con inmensa dignidad. Ha habido incendios, pero las cortezas de estas secoyas fueron capaces de resistirlos y de sobrevivir. Los bulliciosos turistas no habían arribado todavía, y uno podía estar a solas con este silencioso gigante que, cuando uno se sentaba debajo de él, lo veía elevarse hasta los cielos, inmenso e intemporal. Sus años mismos le otorgaban la dignidad del silencio y el retraimiento propios de una edad muy avanzada. Estaba tan silencioso como lo estaba la mente de uno, tan quieto como el propio corazón, viviendo sin la carga del tiempo. Uno percibía la compasión que el tiempo jamás había tocado y la inocencia que nunca había conocido el mal ni el dolor. Uno se sentaba ahí, y el tiempo que pasaba junto a uno nunca habría de regresar. Había inmortalidad, porque la muerte jamás había existido. Nada existía excepto este árbol inmenso, las nubes y la tierra. Uno llegaba hasta ese árbol y se sentaba debajo con él, y cada día y por muchos días fue una bendición de la cual uno era consciente sólo cuando se alejaba de allí. No podía uno volver para pedir más; nunca existía el más, el más estaba muy lejos, abajo en el valle. Debido a que no era un santuario hecho por la mano del hombre, había una insondable santidad que ya nunca más lo dejaría a uno, porque esa santidad no era de ‘uno’. En la madrugada, cuando el sol no había alcanzado aún las copas de los árboles, el venado y el oso estaban ahí; observamos a ambos con asombro y con ojos muy abiertos; la tierra nos era común y el miedo estaba ausente. Los grajos azules y las ardillas rojas llegarían pronto; la ardilla era dócil y amigable. Uno guardaba nueces en el bolsillo y ella las tomaba de la mano; cuando la ardilla había tenido ya bastante, los dos grajos bajaban saltando de las ramas y los regaños terminaban. Y comenzaba el día.

En el mundo del placer, la sensualidad se ha vuelto muy importante. El goce es el que ordena, y pronto el hábito del placer toma el mando; aunque ello pueda dañar todo el organismo, el placer domina. El placer de los sentidos, el placer del astuto y sutil pensamiento, el de las palabras y el de las imágenes mentales y manuales, que es la cultura de esta educación, el placer de la violencia y el placer del sexo. El hombre es moldeado para las pautas del placer, y toda existencia, religiosa o de otra clase, es la persecución del placer. Las desenfrenadas exageraciones del placer son el resultado de la conformidad moral e intelectual. Cuando la mente no es libre y no está atenta, la sensualidad se vuelve un factor de corrupción, que es lo que está ocurriendo en el mundo moderno. Dominan el placer del dinero y el del sexo. Cuando el hombre se ha vuelto un ser de segunda mano, su libertad consiste en expresar su sensualidad. El amor es entonces placer y deseo. El entretenimiento organizado, religioso o comercial, contribuye a la inmoralidad social y personal; uno deja de ser responsable. Responder de manera total a cualquier reto, es ser responsable, es estar totalmente comprometido. Esto no puede ser cuando la esencia misma del pensamiento es fragmentaria y la persecución del placer en todas sus formas, obvias y sutiles, es el principal movimiento de la existencia. El placer no es felicidad; la felicidad y el placer son cosas por completo diferentes; una llega sin que se la invite, y la otra se cultiva y alimenta; una adviene cuando el ‘yo’ está ausente, y la otra se halla ligada al tiempo; cuando está una, no está la otra. El placer, el miedo y la violencia marchan juntos; son compañeros inseparables. Aprender de la observación es actuar, el hacer es el ver. En el atardecer, cuando la oscuridad se aproximaba, los grajos y las ardillas se habían retirado a dormir. La estrella vespertina acababa de hacerse visible y los ruidos del día y de la memoria habían cesado. Estas secoyas gigantes estaban inmóviles. Continuarán más allá del tiempo. Sólo el hombre muere, y el dolor de ello. Octubre 21, 1973 Era una noche sin luna y la Cruz del Sur se distinguía nítida sobre las copas de las palmeras. El sol tardaría aún muchas horas en levantarse; en esa tranquila oscuridad todas las estrellas estaban muy cerca de la tierra y brillaban centelleantes; nacían en el río y eran de un azul profundo. La Cruz del Sur se encontraba sola sin ninguna otra estrella alrededor. No corría una brisa y la tierra parecía hallarse inmóvil, fatigada por la actividad del hombre. Prometía ser una hermosa mañana después de las intensas lluvias, y en el cielo no había una sola nube. Orión ya se había puesto y la estrella matutina asomaba a lo lejos en el horizonte. En el bosquecillo, las ranas croaban desde el charco cercano; se quedaban calladas por un rato, despertaban y empezaban de nuevo. El perfume del jazmín se percibía intenso en el aire, y a la distancia alguien estaba cantando. Pero a esa hora había un silencio que suspendía el aliento, y su tierna y delicada belleza se extendía por la tierra. La meditación es el movimiento de ese silencio. En el jardín rodeado de muros comenzaba el ruido del día. Estaban bañando al pequeño bebé; con extrema solicitud pasaban aceite por cada parte de su cuerpo; un aceite especial para la cabeza y otro para el resto; cada uno de esos aceites tenía su fragancia propia y a ambos los entibiaban previamente. Eso encantaba a la criatura; estaba arrollándose suavemente a sí misma, y su robusto cuerpecillo brillaba con el aceite. Después lo limpiaron con un polvo especial perfumado. El niño no lloró en ningún momento, tanto amor y cuidado parecía dedicársele. Lo secaron y arroparon tiernamente en un lienzo blanco y limpio, luego lo alimentaron y, cuando lo pusieron en la cama, cayó instantáneamente dormido. Crecería para ser educado, adiestrado en su trabajo, en la aceptación de las tradiciones, de las creencias nuevas o viejas, para tener hijos, para tolerar el sufrimiento y reírse del dolor. La madre vino un día y preguntó: “¿Qué es el amor? ¿Es cariño, es confianza, es responsabilidad, es el placer entre el hombre y la mujer? ¿Es el dolor del apego y la soledad?” Está usted criando a su hijo con tanto esmero, con energía infatigable, le entrega su tiempo y su vida. Se siente responsable, quizá sin tener conciencia de ello. Usted lo ama. Pero comenzará el efecto limitador de la educación y lo hará adaptarse al castigo y a la recompensa, lo obligará a encajar en la estructura social. La educación es el medio aceptado para condicionar la mente. ¿Para qué se nos educa? ¿Para trabajar interminablemente y morir? Usted le ha dedicado tiernos cuidados, afecto... Su responsabilidad por el hijo, ¿se termina cuando comienza la educación? ¿Es el amor el que va a enviarlo a la guerra para que lo maten después de tanto cariño y generosidad? Su responsabilidad no termina jamás, lo cual no significa interferir. La libertad es responsabilidad total, no sólo por sus hijos sino por todos los hijos de la tierra. El amor, ¿es apego y el dolor que lo acompaña? El apego engendra sufrimiento, celos, odio. El apego brota y se desarrolla a partir de la propia superficialidad, de la insuficiencia y el aislamiento. El apego brinda una sensación de pertenecer a algo, de identificarse con algo; da un sentimiento de realidad, de ser. Cuando eso se ve amenazado, hay miedo, ira, envidia. ¿Es amor todo esto? El amor, ¿es dolor y pesadumbre? ¿Es placer sensorio? La mayoría de los seres humanos más o menos inteligentes, conocen verbalmente todo esto, que no es demasiado complejo. Pero no se desprenden de ello; convierten estos hechos en ideas y después luchan con los conceptos abstractos. Prefieren vivir con las abstracciones antes que con la realidad, con ‘lo que es’.

El amor está en la negación de lo que no es amor. No le tema a la palabra negación. Niegue todo lo que no es amor; entonces, lo que es, es compasión. Importa enormemente lo que es usted, porque usted es el mundo y el mundo es usted. Esto es compasión. Lentamente llegaba el amanecer; en el horizonte, hacia el este, asomaba una tenue luz que se iba expandiendo, y la Cruz del Sur empezaba a desvanecerse. Los árboles asumieron sus contornos familiares, las ranas callaron, la estrella matutina se perdió en medio de la gran luz y principió un nuevo día. El vuelo de los cuervos y las voces del hombre habían empezado, pero las bendiciones de esa madrugada seguían allí. Octubre 22, 1973 Desde un pequeño bote, en la tranquila y lenta corriente del río, era visible todo el horizonte de norte a sur y de este a oeste; no había un árbol ni una casa que rompieran la línea del horizonte; no se veía flotar una sola nube. Las orillas eran llanas, se prolongaban a ambos lados hacia la tierra firme y contenían al ancho río. Había otros pequeños botes de pescadores; estos, agazapados en un extremo, sostenían las redes en el exterior; eran hombres que tenían una paciencia enorme. Se untan el cielo y la tierra, y había un espacio inmenso. En este espacio ilimitado tenían su existencia la tierra y todas las cosas, incluso este pequeño bote llevado por la fuerte corriente. Al doblar el recodo del río, los horizontes se extendían inmensurablemente, infinitos hasta donde la vista podía alcanzar. El espacio se volvió inagotable. Tiene que existir este espacio para la belleza y la compasión. Todas las cosas deben tener espacio, las animadas y las inanimadas, la roca en el cerro y el pájaro en el viento. Cuando no hay espacio, lo que hay es muerte. Los pescadores cantaban, y el sonido de su canto venía bajando por el río. El sonido necesita espacio; la palabra correctamente pronunciada crea su propio espacio. El río y el árbol distante sólo pueden sobrevivir cuando tienen espacio; sin espacio, todas las cosas se marchitan y mueren. El río desaparecía en el horizonte y los pescadores estaban desembarcando. Llegaba la profunda oscuridad de la noche, la tierra descansaba de un fatigoso día y las estrellas brillaban sobre el agua. El vasto espacio se redujo en el interior de una casa con muchas paredes. Aun las grandes casas palaciegas tienen moros que aprisionan y ocultan ese espacio inmenso convirtiéndolo en su espacio propio. Una pintura debe tener espacio dentro de ella, aunque la pongan en un marco; una estatua sólo puede existir en el espacio; la música crea el espacio que necesita; el sonido de una palabra no sólo crea espacio, lo necesita para ser escuchado. El pensamiento puede imaginar la extensión entre dos puntos, la distancia y la medida; el intervalo entre dos pensamientos es el espacio que forma el pensamiento. La continua extensión del tiempo, el movimiento y el intervalo entre dos movimientos del pensar, necesitan espacio. La conciencia está dentro del movimiento del tiempo y el pensamiento. El pensamiento y el tiempo son mensurables entre dos puntos, entre el centro y la periferia. La conciencia, amplia o estrecha, existe donde hay un centro, el ‘yo’ y el ‘no yo’. Todas las cosas necesitan espacio. Si las ratas son encerradas en un espacio restringido, se destruyen entre ellas; los pequeños pájaros que se posan al atardecer sobre el alambre del telégrafo, tienen el espacio que necesitan entre uno y otro. Los seres humanos que viven en ciudades atestadas, se están volviendo violentos. Donde falta espacio, externa o internamente, son inevitables todas las formas de la perversión y el deterioro. El condicionamiento de la mente a través de lo que se llama educación, religión, tradición, cultura, deja poco espacio para el florecimiento de la mente y el corazón. La creencia, lo que se experimenta conforme a esa creencia, la opinión, los conceptos, las palabras, son el ‘yo’, el ego, el centro que crea el espacio limitado dentro de cuya frontera se encuentra la conciencia. El ‘yo’ tiene su ser y su actividad dentro del pequeño espacio que ha creado para sí mismo. Todos sus problemas y sufrimientos, sus esperanzas y su desesperación, están dentro de sus propias fronteras, y ahí no hay espacio. Lo conocido ocupa toda su conciencia. La conciencia es lo conocido. Dentro de esta frontera no hay solución para todos los problemas que los seres humanos han acumulado. Sin embargo, no quieren desprenderse de lo conocido; se aferran a ello o inventan lo desconocido en la esperanza de que resuelva sus problemas. El espacio que el ‘yo’ se ha fabricado, es su dolor y la desdicha del placer. Los dioses no nos dan espacio, porque el espacio de ellos es el nuestro. Este vasto, inmensurable espacio está más allá de la medida del pensamiento, y el pensamiento es lo conocido. La meditación consiste en vaciar la conciencia de su contenido, lo conocido, el ‘yo’. Lentamente, los remeros condujeron el bote por el río dormido, y la luz de una casa señalaba la dirección. Había sido un largo atardecer y el crepúsculo dorado, verde y naranja, trazaba un sendero de oro sobre el agua. Octubre 24, 1973

Hacia abajo, en el valle, se veían las débiles luces de un pequeño pueblo; había oscuridad, y el sendero era pedregoso y accidentado. Las onduladas líneas de los cerros contra el cielo iluminado por las estrellas, estaban profundamente incrustadas en las sombras; un coyote aullaba en alguna parte cerca de allí. El sendero había perdido su familiaridad, y una brisa suavemente perfumada subía desde el valle. Estar solo en esa quietud extraordinaria era escuchar la voz del intenso silencio y su inmensa belleza. Algún animal estaba haciendo ruido entre los arbustos, asustado o tratando de atraer la atención. Ahora ya había oscuridad completa y el mundo de ese valle se volvió profundo en su silencio. El aire nocturno traía olores especiales, una mezcla de todos los arbustos que crecían en los áridos cerros, ese aroma fuerte propio de los arbustos que conocen el sol ardiente. Las lluvias habían cesado muchos meses antes; no llovería otra vez por un largo tiempo y el camino se encontraba reseco, polvoriento y áspero. El gran silencio con su vasto espacio contenía la noche, y todo movimiento del pensar se aquietaba. La mente misma era el espacio inmensurable, y en esa profunda quietud no había cosa alguna que el pensamiento hubiera fabricado. Ser absolutamente nada, es estar más allá de toda medida. El sendero descendía en pendiente, y un pequeño arroyo decía muchas cosas, encantado con su propia voz. Ese arroyo cruzaba el sendero varias veces, y era un juego en el que ambos se divertían juntos. Las estrellas estaban muy cercanas y algunas miraban hacia abajo desde las cumbres. Las luces del pueblo estaban lejos todavía, y las estrellas iban desapareciendo al otro lado de los altos cerros. Uno estaba ahí, solo, sin palabra alguna, sin ningún pensamiento, únicamente observando y escuchando. El inmenso silencio revelaba que, sin él, la existencia pierde su profundo significado y su belleza. El ser luz para uno mismo, niega toda experiencia. El ‘uno’ que experimenta como el experimentador, necesita de la experiencia para existir y, por profunda o superficial que ésta sea, la necesidad de experiencias se vuelve cada vez mayor. La experiencia es conocimiento, tradición; el experimentador se divide a sí mismo para distinguir entre lo placentero y lo doloroso, entre lo tranquilizador y lo inquietante. El creyente experimenta conforme a su creencia, conforme a su condicionamiento. Estas experiencias proceden de lo conocido, porque el reconocimiento es esencial -sin él la experiencia no existe. Toda experiencia deja una huella a menos que, tal como surge, se termine. Toda respuesta a un reto es una experiencia, pero cuando la respuesta proviene de lo conocido, el reto pierde su frescura y vitalidad; entonces hay conflicto, desorden y actividad neurótica. La esencia misma del reto es cuestionar, perturbar, despertar, comprender. Pero cuando ese reto se traslada al pasado, uno está eludiendo el presente. La convicción de la experiencia implica negar la investigación. Inteligencia es libertad para inquirir, para investigar el ‘yo’ y el ‘no yo’, lo interno y lo externo. La creencia, las ideologías y la autoridad impiden el discernimiento directo que sólo adviene con la libertad. El deseo de experiencias, de cualquier clase que sean, tiene que ser superficial o sensorio, consolador o placentero, porque el deseo, por intenso que sea, es el heraldo del pensamiento, y el pensamiento es lo externo. El pensamiento puede fabricar lo interno, pero ello sigue siendo lo externo. El pensamiento jamás descubrirá lo nuevo, porque él es viejo y nunca es libre. La libertad está más allá del pensamiento. Toda la actividad del pensamiento es la negación del amor. Cuando uno es luz para sí mismo, esa luz es la luz de todos los demás. Ser luz para uno mismo implica que la mente se halla libre del reto y la respuesta, porque entonces la mente está por completo despierta, está totalmente activa. Esta atención no tiene un centro, el ‘uno’ que está atento- y, por tanto, no tiene un límite. Mientras existe un centro, el ‘yo’, tienen que existir el reto y la respuesta adecuada o inadecuada, placentera o dolorosa. El centro jamás puede ser luz para sí mismo; su luz es la luz artificial del pensamiento, y éste tiene muchas sombras. La compasión no es la sombra del pensamiento sino que es luz, luz que no es ni de uno mismo ni de algún otro. El sendero penetraba poco a poco en el valle y el río pasaba por el pueblo para unirse al mar. Pero los cerros permanecían inmutables, y el ulular de un búho fue la réplica de otro. Y había espacio para el silencio. Octubre 25, 1973 Sentado sobre una piedra en un huerto de naranjos, uno veía el valle extenderse y desaparecer en el pliegue de las montañas. Eran las primeras horas de la madrugada y las sombras se alargaban suaves y abiertas. Las codornices llamaban con su agudo reclamo y se oían los arrullos de las palomas torcazas con su delicada, tierna cadencia, un canto triste para horas tan tempranas. El sisonte, encantado con el mundo, describía en el aire curvas en picada, girando en saltos mortales. Una gran tarántula peluda y oscura, salió lentamente desde abajo de la piedra, se detuvo, sintió el aire de la mañana y continuó pesadamente su marcha. Los naranjos estaban dispuestos en largas líneas rectas, acre por acre, con sus frutos brillantes y sus frescos pimpollos -flor y fruto en el mismo árbol y al mismo tiempo. El aroma de estos pimpollos era suave y penetrante, y con el calor del sol la fragancia se intensificaría volviéndose más insistente. El cielo estaba muy azul y apacible; los cerros y las montañas aún dormían.

Era una hermosa mañana, fresca y pura, con esa belleza extraña que el hombre todavía no ha destruido. Los lagartos habían salido y buscaban un sitio con sol para calentarse. Se extendían a todo lo largo para que el calor tocara sus vientres, mientras sus largas colas volteaban hacia los costados. Era una mañana alegre y la suave luz cubría la tierra y la belleza infinita de la vida. La meditación es la esencia de esta belleza, tanto en la expresión como en el silencio. Si se expresa toma forma, sustancia; silenciosa, no es para ser puesta en palabras, formas o colores. Desde el silencio, la expresión o la acción tienen belleza, son totales, y cesa cualquier lucha o conflicto. Los lagartos regresaban a la sombra, y entre las flores aparecieron las abejas y los colibríes. Sin pasión no hay creación posible. La total entrega de uno mismo es esta pasión inagotable. La entrega con un motivo es una cosa, y la entrega sin ningún propósito, sin ningún cálculo, es otra. Lo que tiene una finalidad determinada, una dirección, es efímero y se vuelve dañino y comercial, vulgar. Lo otro, lo que no está manejado por causa alguna, por ninguna intención o utilidad, no tiene principio ni fin. En esta entrega total, la mente se vacía del ‘yo’, del ‘sí mismo’. El ‘yo’ puede perderse en alguna actividad, en alguna creencia consoladora, en un sueño extravagante, pero un perderse de esta clase, es la continuidad del yo en otra forma, en la identificación con otra ideología y acción. El abandono del yo no es un acto de la voluntad, porque la voluntad es el yo. Cualquier movimiento del yo, horizontal o vertical, en cualquier dirección, sigue estando en el campo del tiempo y del dolor. El pensamiento puede abandonarse a cualquier cosa, cuerda o demente, razonable o necia, pero siendo fragmentario en su propia estructura y naturaleza, su mismo entusiasmo, su excitación, se convierten pronto en placer y temor. En esta área el abandono del yo es ilusorio y tiene muy poco sentido. La lúcida y alerta percepción de todo esto, implica un despertar a las actividades del ‘sí mismo’; en esta atención no hay un centro, no hay yo. El impulso de expresarse uno a sí mismo por identificación, es el resultado de una existencia confusa y carente de significado. La búsqueda de un significado es el comienzo de la fragmentación; el pensamiento puede darle -y de hecho le da- mil significados a la vida; cada cual inventa sus propios significados, que son meramente opiniones y convicciones para las que no hay fin. El vivir mismo es el significado total, pero cuando la vida es un conflicto, una lucha constante, cuando es el campo de batalla de la ambición, la competencia y el culto del éxito, cuando es la búsqueda de poder y posición, entonces la vida no tiene sentido alguno. ¿Qué necesidad hay de expresarse? La creación, ¿se halla en la cosa que uno produce con la mano o con la mente -por bella o utilitaria que sea? ¿Se encuentra la creación en eso que uno persigue? Esta pasión que surge con el abandono del yo, ¿necesita expresarse? Cuando existe una compulsión, una necesidad, ¿es eso la pasión creativa? En tanto subsiste la división entre el creador y lo creado, cesa la belleza, cesa el amor. Podemos producir la cosa más excelente con el color o con la piedra, pero si nuestra vida cotidiana contradice esa suprema excelencia -el total abandono del yo- eso que hemos producido es para la admiración y la trivialidad. El vivir mismo es el color, la belleza y su expresión. Uno no necesita nada más. Las sombras estaban perdiendo su distancia y las codornices permanecían silenciosas. Sólo existían las rocas, los árboles con sus flores y frutos, los bellos cerros y la tierra abundante. Octubre 29, 1973 En el valle de los naranjales, éste en particular estaba muy bien atendido -hilera tras hilera de jóvenes naranjos, fuertes y relucientes bajo el sol. El suelo era bueno, lo regaban bien, lo abonaban, lo cuidaban. Era una mañana hermosa con un cielo azul y transparente, el aire era cálido y suavemente agradable. En los arbustos, las codornices alborotaban con sus agudos llamados; un gavilán flotaba inmóvil en el aire, y pronto descendió para posarse en la rama de un naranjo próximo y se durmió. Se encontraba tan cerca que las afiladas garras, las magníficas plumas moteadas y el pico agudo eran claramente visibles, estaba al alcance del brazo. Había ocurrido más temprano en la madrugada, a lo largo de la avenida de las mimosas, y con los pequeños pájaros gritando alarmados. Bajo los arbustos, dos serpientes, con sus oscuros anillos pardos, visibles a todo lo largo de sus cuerpos, se deslizaban enroscándose una alrededor de la otra, y cuando pasaron junto a uno, fueron por completo inconscientes de la presencia humana. Habían estado sobre una repisa en el cobertizo, extendidas, con sus negros ojos brillantes aguardando y vigilando a los ratones. Miraban fijamente y sin parpadear, ya que carecen de párpados. Deben haber permanecido allí durante toda la noche, y ahora se encontraban entre los arbustos. Era su terreno habitual y se les veía frecuentemente; al levantar a una de ellas, ésta se enroscó alrededor del brazo y uno sintió la frialdad del contacto. Todas estas cosas vivientes parecen tener su propio orden, su propia disciplina y sus propios juegos y regocijos. El materialismo, para el que nada existe sino la materia, es la actividad tenaz y predominante de los seres humanos, tanto de los ricos como de los que no lo son. Hay todo un bloque del mundo que está entregado al materialismo; la estructura de su sociedad se basa en esta fórmula -con todas sus consecuencias. Los otros bloques también son materialistas, pero aceptan cierta clase de principios idealistas cuando les convienen, y los descartan

en el nombre de la racionalidad y la necesidad. Al cambiar el medio, violentamente o de manera gradual, por la revolución o por la evolución, la conducta del hombre se modifica conforme a la cultura en que vive. Existe un antiquísimo conflicto entre aquellos que creen que el hombre es materia, y los que se dedican al espíritu. Esta división es la que tanta desdicha, confusión e ilusiones ha traído al hombre. El pensamiento es material y su actividad, externa o interna, es materialista. El pensamiento es mensurable como lo es el tiempo. Dentro de esta área, la conciencia es materia. La conciencia es su contenido; el contenido es la conciencia, ambos son inseparables. El contenido son las muchas cosas que el pensamiento ha acumulado: el pasado modificando el presente que es el futuro, todo lo cual es tiempo. El tiempo es el movimiento dentro del campo que constituye la conciencia en expansión o en Contracción. El pensamiento es memoria, experiencia y conocimiento, y esta memoria con sus imágenes y sus sombras, es el ‘sí mismo’, el ‘yo’ y el ‘no yo’, el ‘nosotros’ y el ‘ellos’. La esencia de la división es el ‘sí mismo’ con todos sus atributos y cualidades. El materialismo sólo refuerza y desarrolla al ‘sí mismo’, el ‘yo’. Este puede identificarse, y de hecho se identifica, con el Estado, con una ideología, con actividades del ‘no yo’ religioso o seglar, pero siempre permanece siendo el yo. Sus creencias son autofabricadas, como lo son sus placeres y temores. El pensamiento, por su misma estructura y naturaleza, es fragmentario, y entre los diversos fragmentos están el conflicto y la guerra, las nacionalidades, las razas y las ideologías. Una humanidad materialista se destruirá a sí misma a menos que el ‘yo’ sea totalmente abandonado. El abandono del ‘yo’ es siempre de importancia fundamental. Y es sólo a partir de esta revolución que puede crearse una sociedad nueva. El abandono del ‘yo’ es amor, compasión: pasión por todas las cosas -por los que mueren de hambre, por los que sufren, por los que carecen de hogar y por el materialista y el creyente. El amor no es sentimentalismo o romanticismo; es tan poderoso y terminante como la muerte. Poco a poco la niebla que venía del mar llegó, como en olas enormes, a los cerros occidentales; se plegaba sobre los cerros, penetraba hacia abajo en el valle y pronto llegaría hasta aquí; el tiempo refrescaría con la ya cercana oscuridad de la noche. No se veían estrellas y había un silencio completo. Este silencio es factual, no es el silencio que el pensamiento ha cultivado y en el cual no hay espacio.

MALIBÚ1 Abril 1°, 1975 Aun tan temprano en la mañana, el sol ardía y quemaba. No corría una brisa y todas las hojas permanecían inmóviles. En el antiguo templo hacía fresco y el ambiente era agradable; los pies desnudos percibían las sólidas placas de piedra, sus configuraciones y asperezas. Muchos miles de personas deben haber caminado sobre ellas por un millar de años. Había oscuridad ahí luego de la luz intensa del sol; en los corredores parecía haber poca gente esa mañana, y el estrecho pasadizo estaba más oscuro todavía. Este pasadizo conducía a un amplio corredor que llevaba hasta un santuario interior. Se sentía un fuerte aroma a flores y a incienso de muchos siglos. Un centenar de Brahmines, recientemente bañados, vestidos con limpios taparrabos blancos, estaban cantando. El sánscrito es un idioma poderoso, resuena con profundidad. Los viejos muros vibraban, casi estremeciéndose con el sonido de las cien voces. La dignidad del sonido era increíble, y lo sagrado del momento estaba más allá de las palabras. No eran las palabras las que despertaban esta inmensidad, sino la profundidad del sonido de muchos miles de años contenido entre estos muros, y el espacio inmensurable que había más allá de ellos. No era el significado de aquellas palabras, ni la claridad con que las pronunciaban, ni la sombría belleza del templo, sino la cualidad del sonido la que rompía los muros y las limitaciones de la mente humana. El canto de un pájaro, la flauta distante, la brisa entre las hojas, todas estas cosas derrumban los muros que los seres humanos han creado para sí mismos. En las grandes catedrales y bellas mezquitas, los cánticos y las recitaciones de sus libros sagrados, es el sonido el que abre el corazón a las lágrimas y a la belleza. Sin espacio no hay belleza; sin espacio sólo tenemos muros y medidas; sin espacio no hay profundidad; sin espacio solamente hay pobreza interna y externa. ¡Tenemos tan poco espacio en nuestra mente! Esta se encuentra atestada, repleta de palabras, recuerdos, conocimientos, experiencias y problemas. Todo ello difícilmente deja espacio alguno, tan sólo el interminable parloteo del pensamiento. Y así es como nuestros museos están llenos y todos los estantes se hallan abarrotados de libros. Entonces llenamos los lugares de entretenimiento, religioso o de cualquier otra clase. O erigimos un muro alrededor de nosotros mismos -un estrecho espacio de daño y dolor. Sin espacio, interno o externo, nos volvemos desagradables y violentos. Todo necesita espacio para vivir, para jugar y cantar. Lo sagrado no puede amar sin espacio. No tenemos espacio cuando nos aferramos a las cosas, cuando hay pesadumbre, cuando nos convertimos en el centro del universo. El espacio que ocupamos es el espacio que el pensamiento ha edificado alrededor de nosotros, y eso es desdicha y confusión. El espacio que el pensamiento mide es la división entre el ‘yo’ y el ‘tú’, entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. Esta división es dolor que no tiene fin. Ahí está ese árbol solitario en un amplio, verde campo abierto. Abril 2, 1975 No era una tierra de árboles, praderas, ríos, flores y alegría. Era arenosa, quemada por el sol, con cerros estériles, sin un solo árbol ni arbusto; una tierra de desolación, chamuscada interminablemente por millas y millas ni un pájaro se veía, ni siquiera había petróleo con sus torres y llamas de petróleo ardiendo. La conciencia no podía contener tanta desolación, y cada cerro era un espectro de aridez. Por muchas horas volamos sobre esta inmensa vacuidad, y al fin aparecieron cumbres nevadas bosques y ríos, aldeas y ciudades desparramadas. Podemos tener una gran cantidad de conocimientos y ser sumamente pobres. Cuanto más pobres somos mayor es nuestra exigencia de conocimientos. Uno expande su conciencia con grandes variedades de conocimientos, acumulando experiencias y recuerdos y, no obstante, puede seguir siendo sumamente pobre. Es posible que el hábil uso del conocimiento le traiga a uno riquezas y le otorgue distinción social y poder, pero continuará siendo pobre. Esta pobreza engendra insensibilidad; uno se entretiene mientras la casa se está quemando. Esta pobreza fortalece meramente al intelecto o confiere a las emociones la fragilidad del sentimiento. Es esta pobreza la que origina desequilibrio, tanto externo como interno. No existe el conocimiento de lo interno solo el de lo externo. El conocimiento de lo externo nos informa erróneamente que debe haber conocimiento de lo interno. El conocimiento que adquirimos acerca de nosotros mismos, es corto y poco profundo; la mente está muy pronto al otro lado, como si cruzara un río. Hacemos muchísimo ruido mientras cruzamos el río, y confundir el ruido con el conocimiento de sí mismo, es expandir la pobreza. Esta expansión de la conciencia es la actividad de la pobreza. Las religiones, las culturas, los conocimientos no pueden en modo alguno enriquecer esta pobreza. El arte de la inteligencia consiste en poner al conocimiento en su lugar apropiado. Sin los conocimientos es imposible vivir en esta civilización tecnológica y casi mecánica, pero estos conocimientos de por si no han de 1

Los siguientes cinco registros en el libro de notas, fueron escritos 18 meses más tarde en Malibú, California.

transformar al ser humano y a la sociedad. El conocimiento no es la excelencia de la acción inteligente; la inteligencia puede y debe usar el conocimiento, y de esta manera transforma al hombre y a su sociedad. La inteligencia no es el mero cultivo del intelecto y de su integridad. Ella se revela con la comprensión de la conciencia humana total, con la comprensión total de uno mismo y no de una parte, de un segmento separado de uno mismo. El estudio y la comprensión del movimiento de nuestra propia mente y corazón, da nacimiento a esta inteligencia. Uno es el contenido de su conciencia; al conocerse uno a sí mismo conocerá el universo. Este conocimiento está más allá de la palabra, porque la palabra no es la cosa. La libertad con respecto a lo conocido, en cada minuto es la naturaleza esencial de la inteligencia. Es esta inteligencia la que opera en el universo si la dejamos tranquila. Estamos destruyendo esta condición sagrada del orden, debido a la ignorancia que padecemos acerca de nosotros mismos. Esta ignorancia no se disipa por los estudios que otros han hecho de nosotros o de sí mismos. Es uno el que debe estudiar el contenido de su propia conciencia. Los estudios que otros han realizado sobre sí mismos y, por tanto, sobre nosotros, son las descripciones pero no lo descrito. La palabra no es la cosa. Unicamente en la relación puede uno conocerse, no en la abstracción y, por cierto, no en el aislamiento. Incluso en un monasterio está uno relacionado con la sociedad que ha construido el monasterio como un escaso que ha cerrado las puertas a la libertad. El movimiento de la conducta es la guía segura que tenemos, es el espejo de la propia conciencia. Este espejo revelará su contenido, las imagines, los apegos, los temores, la soledad, la alegría y el dolor. La pobreza radica en escapar de esto ya sea en sus sublimaciones o en sus identificaciones. Negar, sin resistencia alguna, este contenido, es la belleza y compasaron de la inteligencia. Abril 3, 1975 ¡Qué extraordinariamente bella es la gran curva de un vasto río! Uno debe verla desde cierta altura, ni demasiado lejos ni demasiado cerca, cuando el río serpentea perezosamente entre los campos verdes. Este es un río ancho, rebosante de aguas azules y transparentes. No sobrevolábamos a una gran altitud y podíamos divisar muy bien, en medio del río, la fuerte corriente con sus delgadas ondas; siguiéndolo pasamos aldeas y ciudades hacia el mar. Cada curva tenía su propia belleza, su propia fuerza y movimiento. Y muy lejos en la distancia estaban las grandes cumbres cubiertas de nieve, rosadas a la luz temprana del amanecer; abarcaban todo el horizonte oriental. El ancho río y aquellas grandes montañas parecían, a esa hora, contener la eternidad -este arrollador sentimiento de espacio intemporal. Aunque el avión volaba hacia el sudeste, en ese espacio no había dirección ni movimiento, únicamente ‘lo que es’. Por toda una hora no hubo nada más, ni siquiera el ruido de los motores a reacción. Sólo cuando el capitán anunció que pronto aterrizaríamos, esa hora plena llegó a su fin. No hubo recuerdos de esa hora, ningún registro de su contenido y, por tanto, el pensamiento no se había aferrado a ella. Cuando terminó, no había residuo, la pizarra estaba nuevamente limpia. En consecuencia, el pensamiento no tenía modo de cultivar esa hora, y así estuvo listo para dejar el avión. Aquello acerca de lo que el pensamiento piensa, es convertido en una realidad, pero no es la verdad. La belleza jamás puede ser la expresión del pensamiento. Un pájaro no está hecho por el pensamiento y, por eso, es bello. El amor no es moldeado por el pensamiento, y cuando lo es, se convierte en algo por completo diferente. El cultivo del intelecto y su integridad es una realidad fabricada por el pensamiento. Pero eso no es compasión. El pensamiento no puede fabricar la compasión; puede hacer de ella una realidad, una necesidad, pero eso no será la compasión. El pensamiento, por su propia naturaleza es fragmentario, y por eso vive en un mundo fragmentado de divisiones y conflictos. En consecuencia, el conocimiento es fragmentario y, por más que se lo acumule, capa sobre capa, seguirá estando siempre fragmentado, dividido. El pensamiento puede producir una cosa a la que llama ‘integración’, y eso también será un fragmento. La misma palabra ‘ciencia’ significa conocimiento, y el hombre espera transformarse, gracias a la ciencia, en un ser humano cuerdo y feliz. Y por eso el hombre persigue ávidamente el conocimiento de todas las cosas de la tierra, y de sí mismo. El conocimiento no es compasión, y sin compasión el conocimiento engendra daño e inenarrable caos y miseria. El conocimiento no puede hacer que el hombre ame; puede crear las guerras y los instrumentos de la destrucción, pero no puede traer amor al corazón ni paz a la mente. Percibir todo esto es actuar, no con una acción basada en la memoria o en pautas establecidas. El amor no es memoria, no es una reminiscencia de placeres. Abril 4, 1975 Quiso la ocasión que uno viviera por algunos meses en una pequeña casa ruinosa, en lo alto de las montañas y muy lejos de otras casas. Había muchísimos árboles y, al llegar la primavera, el aire se impregnaba de perfume. La

soledad era de las montañas y la belleza de la tierra roja. Los altísimos picos estaban cubiertos de nieve y algunos de los árboles se hallaban florecidos. Uno vivía solo en medio de este esplendor. El bosque estaba cerca, con sus ciervos, algún oso ocasional y esos grandes monos de caras negras y largas colas; y, por supuesto, también había serpientes. En la profunda soledad, y de un modo extraño, uno estaba relacionado con todos ellos, y no podía dañar cosa alguna, ni aun esa blanca margarita en el sendero. En esa relación, el espacio entre uno mismo y ellos no existía; no era algo inventado, no era una convicción intelectual o emocional la que producía esto; era simplemente así. Un grupo de grandes monos vendría a visitarnos, especialmente en los atardeceres; unos pocos permanecían en tierra, pero en su gran mayoría se sentaban tranquilamente en los árboles y vigilaban. Sorprendentemente, se mantenían silenciosos; en ocasiones, se rascaban una o dos veces y nos quedábamos así, contemplándonos mutuamente. Acudirían ahora en cada atardecer, sin acercarse demasiado y sin alejarse tampoco muy alto entre los árboles, y así podíamos estar en silencio, observándonos. Habíamos llegado a ser bastante buenos amigos, pero ellos no deseaban invadir nuestra soledad. Cierta tarde, paseando por el bosque, uno dio de pronto con ellos en un espacio abierto. Debían ser más de treinta jóvenes y viejos, sentados entre los árboles alrededor del espacio abierto, absolutamente quietos y silenciosos. Uno podía haberlos tocado; no había temor en ellos y, sentados en el suelo, nos estuvimos observando atentamente hasta que el sol se ocultó detrás de las cumbres. Si uno pierde contacto con la naturaleza, pierde contacto con la humanidad. Si no hay relación con la naturaleza, nos convertimos en asesinos; entonces matamos a los cachorros de foca, a las ballenas, a los delfines y al hombre -sea por provecho, por deporte, por comida o en aras del conocimiento. Entonces la naturaleza se asusta de nosotros y repliega su belleza. Podremos hacer largas caminatas por los bosques o los campos en lugares encantadores, pero si somos unos asesinos habremos perdido la amistad de la naturaleza. Y es probable que tampoco estemos relacionados con nada, ni con nuestra propia esposa o marido; nos hallamos demasiado ocupados -ganando o perdiendo- con nuestros propios pensamientos privados, con nuestros placeres y pesares. Vivimos en nuestro oscuro aislamiento particular, y el escape de ello es más oscuridad. El interés está puesto en una corta, insensata supervivencia, plácida o violenta. Y miles mueren de hambre o son sangrientamente asesinados a causa de nuestra irresponsabilidad. Dejamos el arreglo del mundo a los corruptos y mentirosos políticos, a los intelectuales, a los expertos. Debido a que carecemos de integridad, construimos una sociedad que es inmoral, deshonesta, una sociedad que se basa en el más absoluto egoísmo. Y entonces escapamos de todo esto, siendo como somos los únicos responsables; escapamos a las playas, a los bosques o empuñamos una escopeta par ‘deporte’. Podemos conocer todo esto, pero el conocimiento no produce transformación alguna en nosotros. Cuando tengamos este sentimiento de lo total, estaremos relacionados con el universo. Abril 6, 1975 No es ese extraordinario azul del Mediterráneo; el Pacífico tiene un azul etéreo, especialmente cuando sopla una suave brisa desde el oeste mientras uno maneja el auto hacia el norte por la carretera de la costa. ¡Es un azul tan tierno, tan deslumbrante, puro y pleno de júbilo! En ocasiones, uno puede ver ballenas resoplando en su camino hacia el norte, y raramente se divisan sus cabezas cuando salen fuera del agua. Había todo un grupo de ellas resoplando; deben ser animales muy poderosos. Ese día el mar era un lago silencioso y completamente inmóvil, sin una sola ola; no tenía ese claro azul danzante. El mar estaba dormido y uno lo contemplaba con asombro. La casa tenía vista al mar1. Es una hermosa casa, con un tranquilo jardín, césped verde y flores. Es espaciosa y se halla iluminada por el sol de California. También las liebres gustaban de ella; venían temprano en la madrugada y al anochecer para comerse las flores: pensamientos recién plantados, caléndulas y pequeñas plantitas en floración. Uno no podía mantenerlas afuera pese a que rodeando todo el jardín había una cerca de alambre; y matarlas hubiera sido un crimen. Pero un gato y una lechuza bodeguera pusieron orden en el jardín; el gato negro deambulaba por el jardín y la lechuza se posaba durante el día entre los corpulentos eucaliptos; uno podía verla, inmóvil, con los ojos cerrados, grande y redonda. Los conejos desaparecieron y el jardín floreció, y el Pacífico azul fluía suavemente. Sólo el hombre trae desorden al universo. Es cruel y extremadamente violento. Dondequiera que se encuentre produce desdicha y confusión en él mismo y en el mundo que lo rodea. Lo devasta y destruye todo, no conoce la compasión. Carece de orden internamente y, por eso, lo que toca se vuelve corrupto y caótico. Su política ha llegado a ser un refinado gangsterismo de poder, fraude personal o nacional, lucha de un grupo contra otro grupo. Su economía es restringida y, por tanto, no es universal. Su sociedad es inmoral, tanto bajo un régimen libre como tiránico. No es religioso, aunque crea, practique cultos y pase por interminables rituales sin sentido. ¿Por qué se ha 1

Ésta es la casa donde estuvo hospedado en Malibú.

vuelto así -cruel, irresponsable y tan por completo egoísta? ¿Por qué? Existen un centenar de explicaciones, y los que lo explican ingeniosamente con palabras que brotan del conocimiento de muchos libros y experimentan sobre animales, están ellos mismos atrapados en la red de la ambición, la arrogancia, la agonía y el dolor humanos. La descripción no es lo descrito, la palabra no es la cosa. ¿Ocurre ello porque el hombre busca las causas externas, el medio que lo condiciona, esperando que el cambio exterior transforme al hombre interno? ¿Es porque se halla tan apegado a sus sentidos, dominado por sus requerimientos inmediatos? ¿Es porque vive tan enteramente en el movimiento del pensar y del conocer? ¿O ello ocurre porque siendo tan romántico, sentimental, se vuelve cruel en sus ideales, en sus engaños y pretensiones? ¿O porque siempre es conducido como seguidor o se vuelve un líder, un gurú? Esta división como lo externo y lo interno, es el comienzo del conflicto y la desdicha; el hombre se encuentra preso en esta contradicción, en esta tradición sempiterna. Atrapado en esta división insensata, está perdido y se vuelve un esclavo de otros. Lo externo y lo interno son imaginación e invención del pensamiento; como el pensamiento es fragmentario, contribuye al desorden y al conflicto -lo que implica división. El pensamiento no puede generar orden, un fluir sin esfuerzo de la virtud. La virtud no es la continua repetición de la memoria, de la práctica. El conocimiento-pensamiento está atado al tiempo. Por su misma naturaleza y estructura, el pensamiento no puede captar el fluir íntegro de la vida como un movimiento total. El conocimiento-pensamiento no puede percibir inteligentemente esta totalidad; no puede darse cuenta de esto, percibirlo sin opción alguna, mientras siga siendo el percibidor, el observador externo que mira hacia lo interno. El conocimiento del pensar no tiene cabida en la percepción. El pensador es el pensamiento; el percibidor es lo percibido. Sólo entonces hay un suave fluir, un movimiento sin esfuerzo alguno en nuestra vida cotidiana.

OJAI1 Abril 8, 1975 En esta parte del mundo no llueve mucho, unas quince o veinte pulgadas anuales, y estas lluvias son muy bien acogidas porque ya no vuelve a llover por el resto del año. Por entonces hay nieve en las montañas que durante el verano se encuentran desnudas, quemadas por el sol, y son pedregosas y amenazantes; solamente en la primavera se vuelven suaves y acogedoras. Solía haber aquí osos, venados, linces, codornices y cualquier cantidad de serpientes de cascabel. Pero actualmente están desapareciendo; el temido hombre lo está invadiendo todo. Ahora había llovido por algún tiempo; el valle estaba verde y los naranjos rebosaban de flores y frutos. Es un valle encantador, apartado del pueblo, y en él podía escucharse a la paloma torcaza. El aire se iba llenando lentamente con el perfume de los azahares, y pronto, con el sol caliente y los días sin viento, ese aroma sería el que dominara. El valle se encuentra completamente rodeado por colinas y montañas; más allá de las colinas está el mar, y tras de las montañas, el desierto. En el verano haría un calor insoportable, pero siempre hay belleza aquí, lejos de la enloquecedora muchedumbre y sus ciudades. Y en las noches, el silencio es extraordinario, intenso y penetrante. (La meditación cultivada es un sacrilegio contra la belleza). Cada hoja, cada rama proclaman el júbilo de la belleza; el alto ciprés oscuro permanece en silencio con ella, y con ella florece el nudoso y viejo pimentero. Uno no puede, no debe invitar a la felicidad; si lo hace, ello se convierte en placer. El placer es el movimiento del pensar, y el pensamiento no puede en modo alguno cultivar la felicidad; si persigue aquello que ha significado felicidad, entonces lo que persigue es solamente un recuerdo, una cosa muerta. La belleza jamás se halla atada al tiempo; está totalmente libre del tiempo y, por ende, de la cultura. Ahí es donde el ‘sí mismo’, el ‘yo’ está ausente. El yo es creado por el tiempo, por el movimiento del pensar, por lo conocido, por la palabra. En la ausencia del yo, en esa atención total está presente aquella esencia de la belleza. Desprenderse del yo no implica una acción calculada del deseo-voluntad. La voluntad tiene una dirección y, por tanto, resiste, divide y, como consecuencia de ello, engendra conflicto. La disolución del yo no es la evolución del conocimiento acerca del yo; el tiempo, como factor, no interviene en ello para nada. No hay sistema ni medio alguno para terminar con el yo. La total no-acción -acción negativa- interna, es la acción positiva de la belleza. Hemos cultivado una vasta red de actividades correlacionadas en la que nos hallamos atrapados; y nuestra mente, al estar condicionada por ello, opera en lo interno de la misma manera. La realización se vuelve entonces la cosa más importante, y la furia de ese impulso es aún el esqueleto del yo. Por eso es que seguimos a nuestro gurú, a nuestro salvador, a nuestras creencias e ideales; la fe toma el lugar del discernimiento, de la percepción lúcida y directa. Cuando el yo está ausente, no hay necesidad alguna de plegarias, de rituales. Llenamos los espacios vacíos del esqueleto con los conocimientos, las imágenes, las actividades sin sentido, y de ese modo mantenemos al esqueleto aparentemente vivo. En la silenciosa quietud de la mente llega aquello que es la eterna belleza, llega sin ser invitado, sin ser buscado, sin el ruido del reconocimiento. Abril 10, 1975 En el silencio de la noche profunda y en la quieta y apacible mañana, cuando el sol está tocando las colinas, hay un gran misterio. Está ahí, en todas las cosas vivientes. Si uno se sienta tranquilo bajo un árbol, percibirá la antigua tierra con su misterio incomprensible. En una noche silenciosa, cuando las estrellas lucen claras y cercanas, uno puede advertir el espacio en expansión y el misterioso orden de todas las cosas, lo inmensurable y la nada, el movimiento de las oscuras colinas y el ulular de un búho. En ese silencio absoluto de la mente, este misterio se expande sin tiempo ni espacio. Hay misterio en aquellos antiguos templos construidos con cuidado infinito, con una atención que es amor. Las pequeñas mezquitas y las grandes catedrales pierden este misterio intangible porque hay fanatismo, dogma y pompas marciales. El mito que está oculto en las profundas capas de la mente no es misterioso; es romántico, tradicional y condicionado. En los rincones secretos de la mente, la verdad ha sido desalojada por los símbolos, las palabras y las imágenes; en todas estas cosas no hay misterio alguno, son las agitaciones del pensamiento. En el conocimiento y su actividad, hay admiración, aprecio y gozo. Pero el misterio es absolutamente otra cosa. No es una experiencia que pueda reconocerse, guardarse y recordarse. La experiencia es la muerte de ese misterio incomunicable; para comunicarnos necesitamos una palabra, un gesto, una mirada, pero para estar en comunicación con aquello, la mente, la totalidad del propio ser debe hallarse al mismo nivel, al 1

Ahora se había trasladado por diez días al valle de Ojal; y es acerca de este valle que escribe en esta anotación.

mismo tiempo y a la misma intensidad que aquello que llamamos misterioso. Esto es amor. Con esto se abre el misterio total del universo. Esta mañana no había una nube en el cielo, el sol estaba en el valle y todas las cosas se regocijaban, excepto el hombre. Él miraba esta tierra maravillosa y continuaba con su trabajo, sus penas y sus pasajeros placeres. No tenía tiempo para ver; se hallaba demasiado ocupado con sus problemas, sus agonías, su violencia. El no ve ese árbol y, por ende, no puede ver su propio tormento. Cuando se ve obligado a mirar, hace pedazos lo que ve y llama a eso análisis; escapa de ello o directamente no quiere ver. En el arte de ver radica el milagro de la transformación, la transformación de ‘lo que es’. Lo que ‘debería ser’ jamás existe. El inmenso misterio está en el acto de ver. Esto requiere interés, atención, que es amor. Abril 14, 1975 Una serpiente muy grande estaba cruzando el camino de las carretas justo delante de uno; era corpulenta, pesada y se movía perezosamente. Venía de un charco grande que se encontraba un poco más lejos. Era casi negra y la luz del sol crepuscular, al caer sobre ella, daba a su piel un intenso brillo. Avanzaba pausadamente con una señorial dignidad de poder. No advirtió la presencia de uno, que la observaba quietamente y desde muy cerca debía medir bastante más de cinco pies y estaba hinchada con lo que había comido. Subió a un montículo de tierra y uno caminó hacia ella hasta quedar a unas cinco pulgadas de distancia; su negra lengua bifurcada se lanzaba hacia adentro y afuera; estaba moviéndose en dirección a un gran agujero. Uno podría haberla tocado porque tenía una belleza extraña que atraía. Pasaba un aldeano y nos gritó que la dejáramos tranquila porque se trataba de una cobra. Al día siguiente, los lugareños habían puesto sobre el montículo un plato con leche y algunas flores de hibisco. Más lejos, en esa misma carretera, había un arbusto alto y casi deshojado, que tenía espinas de unas dos pulgadas de largo, agudas, grisáceas; ningún animal hubiera osado tocar sus suculentas hojas. Así se protegía y, ¡pobre de cualquiera que lo tocara! Había venados en esos bosques; eran tímidos pero muy curiosos; permitían que la gente se aproximara, pero no demasiado cerca, y si uno lo hacia corrían velozmente alejándose hasta desaparecer entre la maleza. Había un venado que, con los ojos muy abiertos y las grandes orejas hacia adelante, dejaba que uno llegara bastante cerca de él si no había nadie más al lado. Todos ellos tenían manchas blancas sobre una piel de color castaño-bermejo. Eran tímidos, mansos y estaban siempre alertas; resultaba agradable encontrarse entre ellos. Había uno completamente blanco, que debe haber sido una verdadera rareza. El bien no es el opuesto del mal; jamás ha sido alcanzado por el mal aunque se encuentre rodeado por él. El mal no puede dañar al bien, pero el bien puede parecer que causa perjuicio, y entonces el mal se vuelve más artero, más dañino. La maldad puede ser cultivada, agudizada, puede volverse expansivamente violenta; nace dentro del movimiento del tiempo, es alimentada y hábilmente utilizada. Pero la bondad no es del tiempo; de ningún modo puede ser cultivada ni alimentada por el pensamiento; su acción no es visible; no tiene causa y, por tanto, no tiene efecto. El mal no puede convertirse en bien, porque el bien no es el producto del pensamiento; está más allá del pensamiento, como la belleza. La cosa que el pensamiento produce, el pensamiento puede deshacerla, pero eso no es el bien; como el bien no pertenece al tiempo, en él no tiene cabida la duración. Donde está el bien, hay orden, no el orden de la autoridad, del castigo y la recompensa. Este orden es esencial, porque de otro modo la sociedad se destruye a sí misma y el hombre se vuelve maligno, sanguinario, corrupto y degenerado. Porque el hombre es la sociedad; son inseparables. La ley del bien es eterna, inmutable e intemporal. La estabilidad es su naturaleza, y por eso el bien es absolutamente seguro. No existe otra seguridad. Abril 17, 1975 El espacio es orden. El espacio es tiempo, longitud, anchura y volumen. Esta mañana el mar y los cielos son inmensos; el horizonte, donde aquellas colinas cubiertas de flores amarillas se encuentran con el mar distante, es el orden cósmico de la tierra y el cielo. Ese ciprés alto, oscuro, solo, posee el orden de la belleza, y la casa en la distancia, sobre aquel cerro boscoso, sigue el movimiento de las montañas que se elevan por sobre las colinas que yacen debajo; el campo verde con una vaca solitaria está más allá del tiempo. Y el hombre que sube por la colina está retenido dentro del estrecho espacio de sus problemas. Existe un espacio de la nada, cuyo volumen no está limitado por el tiempo, por la medida del pensamiento. La mente no puede penetrar en este espacio; ella sólo puede observar. En esta observación no hay un experimentador. Este observador no tiene historia, ni asociaciones, ni mitos; por lo tanto, el observador es ‘lo que es’. El conocimiento es extensivo, pero carece de espacio, porque su mismo peso y volumen pervierte y sofoca ese espacio. No existe el conocimiento del ‘yo’ -más alto o más bajo; sólo existe una estructura verbal del yo, un

esqueleto cubierto completamente por el pensamiento. El pensamiento no puede penetrar en su propia estructura; tampoco puede negar lo que él mismo ha producido, y cuando lo niega es porque busca un beneficio ulterior. Cuando el tiempo del yo está ausente, existe ese espacio que no tiene medida. Esta medida es el movimiento de recompensa y castigo, ganancia o pérdida, la actividad de la comparación y la conformidad, de la respetabilidad y su rechazo. Este movimiento es tiempo, es el futuro con su esperanza y el apego que es el pasado. Esta red completa es la estructura misma del yo, y su unión con el ser supremo o el principio fundamental, sigue estando dentro de su propio campo. Todo esto es la actividad del pensamiento. El pensamiento, haga lo que haga, no puede de ningún modo penetrar en ese espacio donde el tiempo no existe. El método mismo, el plan de estudio, la práctica que el pensamiento ha inventado, no son las llaves que habrán de abrir la puerta, puesto que no hay puerta ni hay llave. El pensamiento sólo puede darse cuenta de su propia inacabable actividad, de su propia capacidad de corromper, de sus propios engaños e ilusiones. Él es el observador y lo observado. Sus dioses son sus propias proyecciones y, cuando los adora, se está adorando a sí mismo. Lo que está más allá del pensamiento, más allá de lo conocido, no puede ser imaginado ni puede hacerse de ello un mito o un secreto para pocos. Está ahí para que uno lo vea.

MALIBÚ1 Abril 23, 1975 El ancho río estaba tranquilo todavía, como un estanque de molino. No se veía una onda, y la brisa matinal no había despertado aún porque era muy temprano. Las estrellas se reflejaban en el agua, claras y centelleantes, y el lucero de la mañana era la más brillante de todas. Los árboles al otro lado del río estaban oscuros y la aldea que se encontraba entre ellos aún dormía. No se agitaba una sola hoja, y esas lechuzas blancas estaban parloteando en el viejo tamarindo; ésta era su casa, y cuando el sol diera sobre esas ramas, en él se calentarían. Los ruidosos papagayos verdes también estaban quietos. Todas las cosas, incluso los insectos y las cigarras, se hallaban en suspenso y adoración, a la espera del sol. El río permanecía inmóvil, y los habituales botes pequeños con sus oscuras lámparas, estaban ausentes. Poco a poco, sobre los sombríos y misteriosos árboles, asomó la primera luz del amanecer. Todas las cosas vivientes permanecían inmóviles en el misterio de ese momento de meditación. La propia mente de uno era intemporal, inmensurable; no había patrón con que medir la duración de esos instantes. Hubo tan sólo un ligero movimiento y despertaron los papagayos y las lechuzas, los cuervos y el maina, los perros y una voz que se escuchó al otro lado del río. Y súbitamente, el sol estuvo casi encima de los árboles, dorado y oculto por las hojas. Ahora el gran río ya estaba despierto y moviéndose; fluían el tiempo, la longitud, la anchara y el volumen; y comenzó toda la vida, que jamás termina. ¡Qué bella era esa mañana, la pureza de la luz y la senda de oro que el sol trazaba sobre esas aguas vivientes! Uno era el mundo, el cosmos, la imperecedera belleza y el júbilo de la compasión. Sólo que ‘uno’ no estaba ahí; si estuviera, nada de esto hubiera sido. ‘Uno’ es el que introduce el principio y el fin, para comenzar otra vez en una cadena interminable. En el devenir, en el llegar a ser, hay incertidumbre e inestabilidad. En la nada hay estabilidad absoluta y, por lo tanto, hay claridad. Lo que es totalmente estable no muere jamás; la corrupción está en el devenir. El mundo es propenso al devenir, a la realización, al beneficio, y así es como hay temor a la pérdida y miedo a la muerte. La mente debe pasar por esa pequeña abertura que ella misma ha fabricado Él ‘yo’ -para dar con esta inmensa nada cuya estabilidad no puede medir el pensamiento. El pensamiento desea capturarla, utilizarla, cultivarla y ponerla a la venta. Para poder rendirle culto, tiene que hacerla aceptable y, por tanto, respetable. El pensamiento no puede ponerla en categoría alguna; por consiguiente, ello debe ser forzosamente una ilusión y una trampa; o debe convertirse en algo para pocos, para los selectos. Y así el pensamiento se dedica a sus propios hábitos dañinos, amedrentado, cruel, insustancial y nunca estable, aunque su presunción asevere que hay estabilidad en sus acciones, en su exploración, en el conocimiento que ha acumulado. El sueño se vuelve una realidad que él mismo ha nutrido. Lo que el pensamiento ha hecho real, no es la verdad. La nada no es una realidad, pero es la verdad. La pequeña abertura, el yo, es la realidad del pensamiento, ese esqueleto sobre el cual ha construido toda su existencia -la realidad de su fragmentación, la angustia, el sufrimiento y su amor. La realidad de sus dioses o de su dios único es la meticulosa estructura del pensamiento, su plegaria, sus rituales, su adoración romántica. En la realidad no hay estabilidad ni claridad pura. El conocimiento del yo es tiempo, longitud, anchura y volumen; puede acumularse, usarse como una escala para llegar a ser alguien, para mejorar, para lograr. Este conocimiento, en modo alguno liberará a la mente de la carga de su propia realidad. Uno mismo es la carga; la verdad de ello radica en el verlo, y esa libertad no es la realidad del pensamiento. El ver es el hacer. El hacer surge de la estabilidad, de la claridad, de la nada. Abril 24, 19 75 Toda cosa viviente tiene su propia sensibilidad, su propio modo de vida, su propia conciencia, pero el hombre presume que la suya es muy superior y, debido a la presunción, pierde su amor, su dignidad, y se vuelve insensible, duro y destructivo. En el valle de los naranjos, con sus frutos y flores primaverales, la mañana era hermosa y transparente. Hacia el norte, las montañas aparecían rociadas de nieve, desnudas, inclementes y distantes, pero contra el delicado cielo azul del amanecer se hallaban muy cerca, uno podía casi tocarlas. Tenían ese sentimiento inmenso de los siglos y de la majestad indestructible, y esa belleza que acompaña a la magnificencia intemporal. Era una mañana muy apacible; el aire estaba lleno con el perfume de los azahares y con el prodigio y belleza de la luz. La luz tiene en esta parte del mundo una cualidad especial, penetrante, vívida que llena los ojos; parece introducirse en la totalidad de la conciencia despejando de sombras todos los rincones oscuros. Había en esa luz un júbilo inmenso, y 1

Ahora había regresado a la casa en Malibú.

cada hoja y cada brizna de hierba se regocijaban con ella. Y el grajo azul saltaba de rama en rama y, para variar, no aturdía con sus chillidos. Era una bella mañana de luz, una mañana de gran profundidad. El tiempo ha engendrado la conciencia con su contenido. Esta conciencia es la cultura del tiempo. Su contenido compone la conciencia; sin él, la conciencia tal como la conocemos, no existe. Entonces nada hay. Nosotros movemos las pequeñas piezas en esta conciencia, de un área a otra, conforme a las presiones de la razón y a las circunstancias, pero siempre en el mismo campo de la angustia, el dolor y el conocimiento. Este movimiento es tiempo, es el pensamiento y la medida. Es un absurdo jugar a las escondidas con uno mismo, es la sombra y sustancia del pensamiento, es el pasado y futuro del pensamiento. El pensamiento no puede retener este instante, porque este instante no es del tiempo. Este instante es la cesación del tiempo; el tiempo se ha detenido en ese instante, en él no hay movimiento y, por tanto, ese instante no está relacionado con ningún otro instante. No tiene causa y, en consecuencia, no tiene comienzo ni fin. La conciencia no puede contenerlo. En ese instante de la nada, todo es. La meditación consiste en vaciar la conciencia de su contenido.

INDICE Prefacio.............. 7 En Hampshire, Inglaterra. Septiembre de 1973 . . . 9 En Roma, Italia. Octubre de 1973..... 85 En California, USA. Abril de 1975 112

(Página 2) El ‘Krishnamurti’s Notebook’1 ha sido una de las obras de mayor éxito que de Krishnamurti se hayan editado en los últimos veinticinco años. Ahora, este nuevo libro es otra vez un volumen que él mismo ha escrito -todos sus libros han estado dedicados a los ‘diálogos’, medio por el cual él se comunica normalmente. Pero en este segundo libro escrito de su propia pluma, trata sus más recientes descubrimientos internos. En vista de que ya ha cumplido sus 87 años de edad, este volumen será una lectura esencial para sus muy numerosos lectores. Las anotaciones del Diario II se hicieron por un período de seis semanas en 1973 y por un mes en 1975. Casi todas las anotaciones comienzan con una descripción de la naturaleza, seguidas por un pasaje de su enseñanza, y revelan de un modo único el movimiento de su conciencia día a día. En todo el diario, K se refiere a sí mismo en tercera persona como ‘él’, y aprendemos bastante acerca de los acontecimientos que evoca de su propia infancia. El Diario II muestra también hasta qué grado su enseñanza se inspira en la relación que él mantiene con la naturaleza, y cuán agudo es el poder de su observación. Este libro nos dice acerca de él mismo mucho más que cualquiera de sus otros libros, así como ofrece una cierta similitud con su extraordinario, místico ‘Notebook’.

1

Editado en español con el título ‘DIARIO’ de Krishnamurti.

DIARIO III

J. Krishnamurti

El último diario Krishnamurti

El Diario II de Krishnamurti se publicó en 1982, y ha sido uno de sus libros más populares. Pero cuando quiso continuarlo, encontró que le cansaba el acto de escribir (tenia 87 años). Por lo tanto, se le sugirió que dictara a un grabador magnetofónico, idea que le atrajo. Todos los dictados de este volumen, excepto uno, fueron registrados en su casa, la Cabaña de los Pinos en el Valle de Ojai, California. Dictaba en las mañanas, mientras aún se encontraba en la cama sin que le molestaran. El lector se siente muy próximo a Krishnamurti en estos pasajes -por momentos casi parece hallarse dentro de su misma conciencia. La esencia de las enseñanzas se encuentra aquí, y las descripciones de la naturaleza con que comienza la mayoría de sus dictados, pueden servir para que muchos que le consideran tanto un poeta como un filósofo, sientan aquietarse todo el ser y se vuelvan intuitivamente receptivos a lo que sigue luego. Extrañamente, el último pasaje, y tal vez el más bello, trata de la muerte. Es la última ocasión en que, ya para siempre, escucharemos a Krishnamurti hablándose a sí mismo. Dos años después, moría en el mismo dormitorio de la Cabaña de los Pinos.

PREFACIO Este libro es original en el sentido de que es la única publicación de Krishnamurti que registra palabras que él dictara a un grabador magnetofónico mientras se encontraba a solas. Después del éxito que tuviera el Diario II publicado en 1982, se le instó a que lo continuara, pero debido a que por entonces su mano se había vuelto bastante temblorosa (tenía 87 años), se le sugirió que, en vez de escribirlo, se lo dictara a sí mismo. Esta idea le atrajo. Sin embargo, no lo pudo comenzar inmediatamente porque estaba a punto de viajar a la India donde no tendría tiempo para ello. Cuando regresó a California, en febrero de 1983, dictó el primero de los pasajes que contiene este libro, haciéndolo en un grabador Sony nuevo. Todos los dictados excepto uno, se hicieron en su casa, la Cabaña de los Pinos en el valle de Ojai, a unas ochenta millas al norte de Los Ángeles. Él habría de dictar en las mañanas, antes del desayuno, mientras se hallaba en la cama sin que le molestaran. Krishnamurti se había alojado por primera vez en la Cabaña de los Pinos junto con su hermano, en 1922, cuando se la prestó un amigo; y allí se encontraba en agosto de 1922 cuando pasó por una experiencia espiritual que transformó su vida. Poco después se formó un Fideicomiso para el cual se suscribió una suma de dinero a fin de comprar la Cabaña y seis acres de terreno circundante. En 1978 se construyó una hermosa casa nueva que se incorporó a la Cabaña, en la que Krishnamurti conservó su dormitorio original y una pequeña sala de estar. Sus dictados no resultaron tan acabados como sus escritos, y a veces su voz suele alejarse del grabador hasta volverse un poco distante, de modo que, a diferencia de los Diarios I y II, algunos ligeros arreglos han sido necesarios en beneficio de la claridad. El lector se siente muy próximo a Krishnamurti en estos pasajes -por momentos casi parece hallarse dentro de su misma conciencia. En unos pocos de esos pasajes introduce él a un visitante imaginario que viene a hacerle preguntas y a retarlo. La esencia de la enseñanza de Krishnamurti se encuentra aquí, y las descripciones de la naturaleza con que comienza la mayoría de sus dictados, pueden servir para que muchos que le consideran tanto un poeta como un filósofo, sientan aquietarse todo el ser y se vuelvan intuitivamente receptivos a lo que sigue luego. Hay reiteraciones, pero éstas parecen de algún modo necesarias para acentuar el sentido de lo que expresa, y demuestran cómo cada día era para él un día completamente nuevo, libre de todas las cargas del pasado. Extrañamente, el último pasaje, y tal vez el más bello, trata acerca de la muerte. Es la última ocasión en que, ya para siempre, escucharemos a Krishnamurti hablándose a sí mismo. Dos años después, moría en el mismo dormitorio de la Cabaña de los Pinos. M. L.

OJAI, CALIFORNIA Viernes, 25 de febrero, 1983 Hay un árbol junto al río, y hemos estado observándolo día tras día por algunas semanas, cuando el sol está a punto de asomarse. A medida que el sol se levanta lentamente sobre el horizonte, por encima de los árboles, este árbol particular se torna súbitamente de oro. Todas las hojas se ven radiantes de vida, y cuando uno contempla ese árbol mientras las horas pasan -no importa el nombre del árbol, lo que importa es su belleza- una cualidad extraordinaria parece extenderse sobre toda la tierra, sobre el río. Y cuando el sol asciende un poco más, las hojas comienzan a aletear, a danzar. Y cada hora que pasa parece conferir a ese árbol una cualidad diferente. Antes de salir el sol se le ve melancólico, sosegado, muy distante y pleno de dignidad. Y al comenzar el día, las hojas cubiertas de luz danzan y le dan al árbol ese peculiar sentimiento que uno tiene de inmensa belleza. A mediodía su sombra se ha hecho más profunda, y uno puede sentarse ahí protegido del sol, sin sentirse jamás solo con el árbol como compañero. Mientras uno permanece ahí, existe una relación de profunda y perdurable seguridad y una libertad que únicamente los árboles pueden conocer. Hacia el anochecer, cuando el cielo occidental se ilumina con el sol poniente, el árbol se vuelve poco a poco sombrío, oscuro, y se cierra sobre sí mismo. El cielo se ha vuelto rojo, amarillo y verde, pero el árbol permanece quieto, oculto, y descansa durante la noche. Si uno establece una relación con el árbol, entonces está relacionado con la humanidad. Uno es responsable, entonces, por ese árbol y por los árboles del mundo. Pero si uno no se relaciona con las cosas vivientes de esta tierra, puede perder toda relación con la humanidad, con los seres humanos. Nosotros nunca observamos profundamente la cualidad de un árbol; nunca lo tocamos realmente sintiendo su solidez, su áspera corteza, ni escuchamos el sonido que es parte del árbol. No el sonido del viento entre las hojas, ni el de la brisa que en la mañana agita el follaje, sino el sonido propio del árbol, el sonido del tronco y el silencioso sonido de las raíces. Uno tiene que ser extraordinariamente sensible para escuchar el sonido. Este sonido no es el ruido del mundo, ni el ruido del parloteo mental, ni el de la vulgaridad de las disputas humanas y del conflicto humano, sino el sonido como parte del universo. Es extraño que tengamos tan poca relación con la naturaleza, con los insectos, con la rana saltarina, con el búho que ulula entre los cerros llamando a su pareja. Parece que nunca experimentamos sentimiento alguno por todas las cosas vivientes de la tierra. Si pudiéramos establecer una profunda y duradera relación con la naturaleza, jamás mataríamos un animal para satisfacer nuestro apetito, jamás haríamos daño a un mono, a un perro o a un conejillo de Indias practicando en ellos la vivisección para nuestro propio beneficio. Encontraríamos otros medios para curar nuestras heridas, nuestros cuerpos. Pero la curación de la mente es algo por completo distinto. Esa curación tiene lugar gradualmente si uno está con la naturaleza, con esa naranja en el árbol, con la brizna de hierba que empuja a través del cemento, con los cerros cubiertos, ocultos por las nubes. Esto no es sentimentalismo ni imaginación romántica, sino la realidad de una relación con todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. El hombre ha matado millones de ballenas y aún las sigue matando. Todo lo que obtenemos de esa matanza podríamos obtenerlo por otros medios. Pero al parecer el hombre gusta de matar cosas; mata al ciervo veloz, a la maravillosa gacela y al gran elefante. Nos gusta matarnos los unos a los otros. Este matar a otros seres humanos jamás ha cesado a lo largo de toda la historia de la vida del hombre sobre la tierra. Si pudiéramos -y tenemos que hacerlo- establecer una profunda y perdurable relación con la naturaleza, con los árboles reales, los arbustos, las flores, la hierba y las rápidas nubes, entonces jamás mataríamos a otro ser humano por ninguna razón. La guerra es el asesinato organizado, y aunque nos manifestemos contra una guerra en particular -la guerra nuclear o cualquier otro tipo de guerra- jamás nos hemos manifestado contra la guerra en sí. Jamás hemos dicho que matar a otro ser humano es el más grande pecado de la tierra. Lunes, 28 de febrero, 1983 Volando a 41.000 pies de altura, de un continente a otro, uno no ve más que nieve, millas y millas de nieve; todas las montañas y los cerros están cubiertos de nieve, y también los ríos están helados. Se les ve ondular, serpentear por toda la tierra. Y muy lejos, abajo, las granjas distantes están cubiertas de hielo y nieve. Es un largo y fatigoso viaje de once horas. Los pasajeros parloteaban todo el tiempo. Detrás de uno había una pareja que no paraba de hablar, sin mirar jamás la gloria de esos maravillosos cerros y montañas, sin mirar siquiera a los otros pasajeros. Aparentemente, estaban ambos absortos en sus propios pensamientos, en sus propios problemas, en sus charlas. Y al fin, después de un tedioso y sereno vuelo en lo más recio del invierno, aterrizamos en la ciudad del Pacífico.

Después del ruido y del alboroto, abandonamos esa fea, desproporcionada, vulgar y vociferadora ciudad con sus interminables tiendas que venden casi todas ellas las mismas cosas. Dejamos todo eso detrás y recorremos la costa por la carretera del azul Pacífico, siguiendo la orilla por un bello camino que pasa a través de los cerros y se encuentra a menudo con el mar; y cuando el Pacífico queda atrás, penetramos en el campo después de serpentear por varias pequeñas colinas apacibles, tranquilas, llenas de esa extraña dignidad de la tierra, y finalmente llegamos al valle. Uno ha estado ahí por los últimos sesenta años, y cada vez se asombra al entrar en este valle silencioso que casi no ha sido tocado por el hombre. Penetra en este valle que parece una inmensa copa, un nido. Entonces abandona el pequeño poblado y asciende unos 1.400 pies, atravesando hileras e hileras de huertos y naranjales. El aire está perfumado de azahar. Todo el valle se halla impregnado de ese aroma. Y el perfume de azahar llena la mente, el corazón, todo el cuerpo. Es la más extraordinaria sensación la de vivir en medio de un perfume que perdurará por cerca de tres semanas o más. Y hay quietud en las montañas, una gran dignidad. Y cada vez que uno mira esos cerros y la alta cumbre que está a más de 6.000 pies, se sorprende realmente de que exista una región semejante. Siempre que uno llega a este valle tan quieto y apacible, hay un extraño sentimiento de distancia, de silencio profundo y de una vasta y lenta expansión de tiempo. El hombre trata de estropear el valle, pero éste ha sido preservado. Y esa mañana las montañas se veían extraordinariamente bellas. Uno casi podía tocarlas. Contienen toda la majestad, el inmenso sentido de permanencia. Y uno penetra silenciosamente en la casa donde ha vivido por más de sesenta años, y la atmósfera, el aire es -si se puede usar esa palabra- sagrado; uno lo siente, casi puede tocarlo con la mano. Como ha llovido considerablemente, porque es la estación de las lluvias, todos los cerros y los pequeños pliegues de la montaña están verdes, florecientes, plenos -la tierra sonríe ante tanto deleite, con cierta callada y profunda comprensión de su propia existencia. «Usted ha dicho una y otra vez que la mente, o si lo prefiere, el cerebro, debe vaciarse a sí mismo de todo el conocimiento que ha reunido, no sólo para ser libre sino para poder comprender algo que no es del tiempo ni del pensamiento ni de acción alguna. Usted ha dicho esto de diferentes maneras en la mayoría de sus pláticas, y yo encuentro terriblemente difícil de captar no sólo la idea, la profundidad de ello, sino el sentimiento de silencioso vacío -si puedo usar esa palabra. Jamás he podido tantear mi camino en ello. He intentando diversos métodos para terminar con el parloteo de la mente, con la incesante ocupación en una cosa u otra y con los problemas que crea esta misma ocupación. Y del modo en que uno vive, está atrapado en todo esto. Esta es nuestra vida cotidiana: el tedio, la charla permanente que tiene lugar en una familia; y cuando no se charla está la televisión o un libro. La exigencia de la mente parece ser la de hallarse ocupada, la de moverse de una cosa a otra, de un conocimiento a otro, de una acción a otra con el constante movimiento del pensar». «Como lo señalamos, el pensamiento no puede ser detenido por la mera determinación, por una decisión de la voluntad, o por el apremiante y urgente deseo de penetrar en la cualidad del quieto, silencioso vacío». «Yo me descubro a mí mismo envidioso con respecto a algo que creo, que siento que es verdadero y que me gustaría tener, pero ello siempre me ha eludido, ha permanecido siempre más allá de mi captación. He venido, como lo he hecho a menudo, para hablar con usted. ¿Por qué en mi vida cotidiana, en mis ocupaciones diarias no existe la estabilidad, la firmeza de aquella quietud? ¿Por qué falta esto en mi vida? Me he preguntado a mí mismo qué he de hacer. Y también me doy cuenta de que no puedo hacer mucho al respecto, o que no puedo hacer absolutamente nada. Pero la irritación sigue ahí, no puedo despreocuparme de ella. Si sólo pudiera experimentar aquello una vez, entonces ese recuerdo mismo me sostendría, daría significación a una vida en realidad bastante absurda. He venido, pues, a inquirir, a sondear esta cuestión: ¿Por qué la mente -tal vez la palabra cerebro sería mejor- exige estar siempre ocupada?» Jueves, 10 de marzo, 1983 El otro día, mientras uno paseaba por un apartado sendero boscoso, lejos del ruido y la brutalidad y vulgaridad de la civilización, muy lejos de cuanto el hombre ha producido, había una sensación de gran quietud que abarcaba todas las cosas -serena, distante y colmada del sonido de la tierra. Mientras uno caminaba tranquilamente, sin perturbar las cosas de la tierra que le rodeaban -los arbustos, los árboles, los grillos y los pájaros- súbitamente, a la vuelta de un recodo, aparecieron dos pequeñas criaturas riñendo la una con la otra, peleando a su pequeño modo peculiar. Una estaba tratando de ahuyentar a la otra que molestaba intentando introducirse en el pequeño agujero que no le pertenecía, y la propietaria la rechazaba. Pronto venció la propietaria y la otra escapó. Y nuevamente hubo quietud, un sentido de profunda soledad. Y mientras uno iba mirando hacia arriba, el sendero se internaba

alto en las montañas, la cascada murmuraba dulcemente cayendo a un lado del camino; había una gran belleza y una dignidad infinita -no la dignidad que logra el hombre y que parece tan vana y arrogante. La pequeña criatura se había identificado con su hogar, tal como lo hacen los seres humanos. Nosotros estamos siempre tratando de identificarnos con nuestra raza, con nuestra cultura, con las cosas en que creemos, con alguna figura mística, o algún salvador, alguna clase de autoridad suprema. El identificarse con algo parece ser la naturaleza del hombre. Probablemente este sentimiento nuestro se deriva de ese pequeño animal. Uno se pregunta por qué existe esta ansia, este anhelo de identificación. Es comprensible la identificación con las propias necesidades físicas -las cosas indispensables, ropas, alimento, albergue, etcétera. Pero internamente, bajo la piel por así decir, tratamos de identificarnos con el pasado, con la tradición, con alguna extravagante imagen romántica, con algún símbolo muy apreciado. E indudablemente, en esta identificación hay una sensación de estar seguros, a salvo, de ser dueños de aquello con que nos identificamos y, a la vez, de pertenecerle. Esto nos proporciona un gran bienestar. Y ese bienestar, esa seguridad la obtenemos de cualquier forma de ilusión. Y el hombre, aparentemente, necesita muchas ilusiones. En la distancia se oye el ulular de un búho, y llega una profunda respuesta gutural desde el otro lado del valle. Todavía está amaneciendo. El ruido del día no ha comenzado y todo está muy quieto. Existe algo extraño y sagrado allí donde el sol se asoma. Hay una plegaria, un canto a la aurora, a esa extraña luz quieta. En esa madrugada la luz era suave, no soplaba una brisa y toda la vegetación, los árboles, los arbustos, estaban inmóviles, silenciosos, aguardando. Aguardando la salida del sol. Y quizás el sol no se levantaría aún por una media hora o algo así, y el amanecer estaba cubriendo lentamente la tierra con una extraña calma. Gradualmente, pausadamente, la más alta de las montañas se estaba volviendo más brillante, dorada y clara mientras el sol la iba tocando; y la nieve era pura, no la afectaba la luz del día. A medida que uno ascendía dejando muy abajo los pequeños senderos de la aldea, el sonido de la tierra, los grillos, las codornices y otros pájaros empezaron su cántico matinal de exquisita adoración al día. Y mientras el sol se levantaba, uno era parte de esa luz y había dejado atrás todo lo que es producto del pensamiento. Había un completo olvido de uno mismo. La psique estaba libre de sus luchas y pesares. Y mientras uno caminaba ascendiendo más y más, no existía sentido alguno de separación, ni siquiera el sentido de ser uno un ser humano. La niebla de la mañana se estaba concentrando lentamente en el valle, y esa niebla era uno mismo, era el hombre volviéndose más y más espeso, sumergiéndose más y más en la fantasía, en el romance, en la necedad de la propia vida. Y después de un largo período de tiempo, uno llegó abajo. Se escuchaba el murmullo del viento, de los insectos, los llamados de innumerables pájaros. Y a medida que uno descendía, la niebla iba desapareciendo. Había calles, tiendas, y la gloria del amanecer se estaba desvaneciendo rápidamente. Y la gente comenzaba su rutina diaria, atrapada en el hábito del trabajo, en las disputas entre hombre y hombre, en las divisiones de la identificación -la división de las ideologías, las preparaciones para las guerras, el propio pesar interno y el perpetuo dolor del hombre. Viernes, 11 de marzo, 1983 Era una mañana moderadamente fresca, y había una luz que sólo existe en California, especialmente en la parte sur. Es en verdad una luz realmente extraordinaria. Hemos viajado probablemente por todo el mundo, por la mayor parte del mundo al menos, hemos visto innumerables luces y nubes en muchas partes de la tierra. En Holanda, las nubes están muy próximas al suelo; aquí en California, las nubes contra el cielo azul parecen retener la luz eternamente -la luz que contienen las grandes nubes con su forma y cualidad extraordinarias. Era una mañana fresca, muy bella. Y cuando uno escaló el sendero rocoso que lleva hasta la cumbre, y miró hacia abajo en el valle y vio las hileras e hileras de naranjos, de aguacates, y los cerros que rodean el valle, era como si uno estuviera fuera de este mundo, tan completamente perdido se hallaba para todas las cosas, para la fatiga, para las feas acciones y reacciones del hombre. Uno dejaba atrás todo eso a medida que ascendía más y más por el sendero rocoso. Dejaba atrás, muy abajo, la vanidad, la arrogancia, la vulgaridad de los uniformes, de las condecoraciones que el hombre exhibe sobre todo su pecho, y la vanidad y las extrañas vestimentas de los sacerdotes. Todo eso quedaba atrás. Y cuando uno ascendía casi pisó a una codorniz madre con su docena o más de pequeñas crías que se diseminaron piando entre los arbustos. Al llegar más arriba uno miró hacia atrás, y vio que la codorniz ya había reunido nuevamente a las crías alrededor de ella, las cuales estaban completamente seguras bajo las alas de su madre. Es preciso escalar hora tras hora para alcanzar la gran cima. Algunos días uno vio un oso a muy poca distancia, el cual no le prestó atención alguna. Los ciervos al otro lado del arroyo también parecían indiferentes a

la presencia del hombre. Finalmente uno llegó a la cima de una meseta rocosa, y al otro lado de las colinas, hacia el sudoeste, se veía el mar distante, tan azul, tan quieto, tan infinitamente lejano. Uno se sentó sobre una roca lisa, agrietada, a la que el sol debió resquebrajar sin remordimiento alguno por siglos y siglos. Y en las pequeñas grietas había diminutas criaturas vivientes que se escurrían; y el silencio era completo, total e infinito. Un ave muy grande -la llaman cóndor- volaba describiendo círculos en el cielo. Aparte de ese movimiento no había actividad alguna excepto estos diminutos insectos; solo ese silencio, esa paz que existe únicamente donde el hombre jamás ha estado antes. Todo quedó atrás en ese pequeño poblado que se veía a tanta distancia debajo. Literalmente todo: la propia identidad -si es que uno tenía alguna-, las pertenencias, la posesión de las propias experiencias, los recuerdos de cosas que significaban algo para uno -todo eso quedó atrás, muy abajo entre los resplandecientes huertos y naranjales. Aquí el silencio era absoluto y uno estaba completamente solo. La mañana era maravillosa y el aire fresco, que se estaba tornando más y más frío, lo envolvía a uno; y uno estaba totalmente perdido para todas las cosas. Era la nada y más allá de la nada. Habría que olvidarse realmente de la palabra meditación. Es una palabra que ha sido corrompida. El significado corriente de esa palabra -considerar algo, pensar o reflexionar acerca de ello- es más bien trivial y común. Si queremos comprender la naturaleza de la meditación, tenemos que olvidar realmente la palabra, puesto que no podemos medir con palabras aquello que es inmensurable, que está más allá de toda medida. No hay palabras que puedan comunicarlo, ni sistema alguno, ni métodos de pensamiento, ni prácticas o disciplinas. Si pudiéramos más bien encontrar otra palabra que no haya sido tan mutilada, tan corrompida, tan vulgarizada, que no se haya convertido en el medio de ganar muchísimo dinero, si pudiéramos hacer a un lado la palabra ‘meditación’, entonces comenzaríamos a percibir suavemente, serenamente, un movimiento que no es del tiempo. Por otra parte, la palabra ‘movimiento’ implica tiempo. Lo que quiere indicarse es un movimiento sin principio ni fin, un movimiento en el sentido de una ola -ola tras ola que comienzan en ninguna parte y sin playa alguna donde puedan romper. Una ola infinita. El tiempo, por lento que sea, es más bien tedioso. El tiempo significa crecimiento, evolución -devenir, lograr, aprender, cambiar. Y el tiempo no es el camino hacia aquello que está mucho más allá de la palabra ‘meditación’. El tiempo no tiene nada que ver con eso. El tiempo es la acción de la voluntad, el deseo, y el deseo no puede en modo alguno [palabra o palabras inaudibles aquí]... aquello que se encuentra mucho más allá de la palabra meditación. Aquí está uno sentado sobre esta roca, con el cielo azul -asombrosamente azul- y el aire purísimo, incontaminado. Muy lejos, al otro lado de esta cadena de montañas, está el desierto. Pueden verse millas y millas de desierto. Es realmente una percepción intemporal de ‘lo que es’. Solamente esa percepción puede decir que aquello es. Uno permaneció sentado ahí observando durante lo que parecieron muchos días, muchos años, muchos siglos. A medida que el sol bajaba hacia el mar, uno fue abriéndose paso en descenso hacia el valle, y todo alrededor estaba iluminado, esa brizna de hierba, ese sumac [un arbusto silvestre], el altísimo eucalipto y la tierra floreciente. Tomó tanto tiempo descender como el que había tomado el ascenso. Pero aquello que es intemporal no puede ser medido por las palabras. Y ‘meditación’ es sólo una palabra. Las raíces del cielo se hallan en el profundo y perdurable silencio. 11 de marzo, 1983 (continúa) Era una mañana realmente encantadora, una clara y hermosa mañana. Todas las hojas estaban cubiertas de rocío. Y mientras el sol ascendía lentamente, extendiéndose en silencio sobre la bella tierra, en este valle reinaba una gran paz. Los árboles estaban cargados de naranjas, pequeñas pero abundantes. Poco a poco, el sol iluminó cada árbol y cada fruto. Sentado en esa galería que da al valle, uno podía ver las largas sombras de la mañana. La sombra es tan bella como el árbol. Tuvimos deseos de salir, no en automóvil, sino de caminar afuera entre los árboles, y aspirar el aire fresco y el aroma de innumerables naranjas y flores, y escuchar el sonido de la tierra. Más tarde subimos hasta la cumbre misma del cerro que dominaba el ancho valle. La tierra no pertenece a nadie; es la tierra sobre la cual todos nosotros hemos de vivir por muchos años, arando, cosechando y destruyendo. Uno es siempre un huésped en esa tierra, y tiene la austeridad propia de un huésped. La austeridad es algo mucho más profundo que el poseer sólo unas pocas cosas. La palabra ‘austeridad’ ha sido estropeada por los monjes, los sanyasis, los ermitaños. Sentado ahí, en ese alto cerro, solo en medio de la solitud de tantas cosas, de tantas rocas y pequeños animales y hormigas, esa palabra carecía de significado. Al otro lado de los cerros, muy lejos en la distancia, estaba el ancho mar, radiante, resplandeciente. Nosotros hemos dividido la tierra como ‘tuya’ y ‘mía’ -tu nación, mi nación, tu bandera y la bandera de él, esta religión

particular y la religión del hombre distante. El mundo, la tierra, están divididos, fragmentados. Y por eso es que reñimos y peleamos, y los políticos se regocijan en su poder a fin de mantener esta división y no miran jamás el mundo como una totalidad. Les falta la mente global. Nunca sienten ni perciben la inmensa posibilidad de no ser nacionalistas, de no tener divisiones; jamás pueden percibir la fealdad de su poder, de su posición y del sentido de su propia importancia. Ellos son como cualquier otra persona, sólo que ocupan el sitial del poder con sus insignificantes, mezquinos deseos y ambiciones, y así es, por lo visto, como mantienen la actitud tribal hacia la vida desde que el hombre ha estado sobre esta tierra. Carecen de una mente no comprometida con ningún tipo de resultados, ideales e ideologías -una mente que se mueva más allá de las divisiones de raza, cultura y religión que el hombre ha inventado. Los gobiernos deben existir en tanto el hombre no sea luz para sí mismo, en tanto no viva su vida cotidiana con orden, con atención, trabajando, observando, aprendiendo diligentemente. Prefiere más bien que le digan lo que debe hacer. Y se lo han dicho desde la antigüedad los sacerdotes, los gurús, y él acepta sus órdenes, sus peculiares disciplinas destructivas como si ellos fueran dioses en esta tierra, como si ellos conocieran todas las implicaciones de esta vida tan extraordinariamente compleja. Sentado ahí, muy por encima de todos los árboles, sobre una roca que tiene su propio sonido como toda cosa viviente en esta tierra, observando el cielo azul, claro, inmaculado, uno se pregunta cuánto tiempo le tomará al hombre aprender a vivir en este mundo sin rencillas, sin disputas, guerras y conflictos. El hombre ha creado el conflicto al dividir la tierra lingüísticamente, culturalmente, superficialmente. Uno se pregunta cuánto tiempo le tomará al hombre -que ha evolucionado durante tantos siglos de dolor y aflicción, de ansiedad y placer, temor y conflicto-, cuánto tiempo le tomará vivir una clase diferente de vida. Mientras uno estaba sentado quietamente, sin movimiento alguno, se acercó un lince. Como el viento soplaba por encima del valle, el animal no advirtió el olor de ese ser humano. Ronroneaba, frotándose contra una roca, su pequeña cola levantada, regocijándose con la maravilla de la tierra. Después desapareció cerro abajo entre los arbustos. Estaba protegiendo su guarida, su cueva o el lugar donde dormía. Protegía sus necesidades, sus propios gatitos, cuidándolos del peligro. Temía al hombre más que a ninguna otra cosa, al hombre que cree en Dios, que reza, al hombre rico con su escopeta, con su matar indiferente. Casi podía sentirse el olor de ese lince cuando pasó cerca. Uno estaba tan inmóvil, tan completamente quieto, que el animal ni siquiera lo miró; uno era parte de esa roca, parte del ambiente. ¿Por qué -se pregunta uno- el hombre no se da cuenta de que puede vivir en paz, sin guerras, sin violencia? ¿Cuánto tiempo le tomará comprender esto, cuántos siglos y siglos? Desde los siglos pasados, en millares de ayeres, no ha aprendido. Lo que es ahora, así será su futuro Esa roca se estaba poniendo demasiado caliente. La concentración del calor podía sentirse a través de los pantalones, de modo que uno se levantó y descendió siguiendo al lince que había desaparecido mucho tiempo atrás. Había otras criaturas: la ardilla de la tierra, una gran culebra y una serpiente de cascabel. Silenciosamente se ocupaban de sus asuntos. Se desvaneció el aire de la mañana; paulatinamente, el sol llegó al oeste. Tomaría una hora o dos antes de que se pusiera detrás de aquellos cerros, con el maravilloso contorno de las rocas y los colores del atardecer -azul, rojo y amarillo. Después, empezaría la noche, los sonidos de la noche llenarían el aire; sólo más tarde habría un silencio total. Las raíces del cielo son de inmenso vacío, porque en ese vacío hay energía, incalculable, vasta y profunda energía. Martes, 15 de marzo, 1983 Este extremo del valle, particularmente en una bella y serena mañana como ésta, era apacible, no había ningún sonido de tránsito. Los cerros estaban detrás de nosotros y la montaña más alta de la región tenía más de 6.000 pies. La casa se encuentra rodeada por huertos de brillantes naranjales amarillos, y en el cielo azul no se veía ni una sola nube. En la aun silenciosa mañana, podía escucharse el murmullo de las abejas entre las flores. El viejo roble1 que está detrás de la casa tenía muchísimos años; los fuertes vientos habían roto numerosas ramas muertas. El árbol ha sobrevivido a muchas tormentas, a muchos veranos de calor intenso y a los fríos inviernos. Probablemente podría contarnos innumerables historias, pero esta mañana estaba muy quieto, no soplaba ni una brisa. Todo alrededor de uno se hallaba poblado de verdes y brillantes naranjos con sus frutos amarillos y relucientes, y el aroma llenaba el aire -el aroma del jazmín. Este valle está muy lejos de todo el ruido y el alboroto del tráfico humano, de la humanidad, de todas las cosas feas que ocurren en el mundo. Los naranjos recién comenzaban a mostrar sus frescas y jóvenes flores El perfume de éstas impregnaría el valle dentro de una semana o dos, y se escucharía el zumbido de miles de abejas. Era una mañana apacible, y más allá estaba el mundo enfermo, un mundo que se está volviendo más y más 1

La siempre verde encina de California.

peligroso, más y más corrupto, más y más embotado en su búsqueda de entretenimientos, religiosos y de otras clases. Está prosperando la superficialidad de la existencia. El dinero parece ser el valor más grande en la vida y, naturalmente, con él marchan el poder, la posición y el dolor que todo eso implica. «En una mañana tan hermosa, yo quiero hablar con usted acerca de un tema más bien triste, atemorizador, el sentimiento de aprensión que invade a la humanidad y a mí mismo. Quisiera comprender realmente -no de manera sólo intelectual o descriptiva- por qué, como tantos otros, me espanta la terminación de la vida. »Matamos con gran facilidad -se llaman ‘deportes con derramamiento de sangre’ la caza de pájaros por diversión para destacar la propia habilidad, la caza del zorro, la matanza por millones de las criaturas vivientes del mar; la muerte parece estar en todas partes. Sentado en esta tranquila galería, contemplando esos brillantes naranjos amarillos, es difícil -o más bien parece impropio hablar acerca de algo tan alarmante. A través de las edades, el hombre jamás ha resuelto realmente ni ha comprendido la cosa que llamamos muerte. »Naturalmente, he estudiado diversas racionalizaciones y creencias religiosas y científicas que asumen el aspecto de realidades; algunas son lógicas, consoladoras, pero subsiste el hecho de que siempre está ahí el miedo a lo desconocido. »Estuve discutiendo este hecho con un amigo mío cuya mujer falleció recientemente. Él es un hombre más bien solitario y propenso no sólo a vivir de sus recuerdos sino también a descubrir por sí mismo a través de sesiones espiritistas, médiums y todo eso, si su esposa, a quien realmente amaba, se había evaporado meramente en el aire o si seguía habiendo una continuidad de ella en otra dimensión, en un mundo diferente de éste. »Él dijo: “Con bastante extrañeza me encontré con que en una de estas sesiones la médium mencionó mi nombre y dijo que tenía un mensaje de mi esposa. Y el mensaje era algo que sólo conocíamos mi esposa y yo. Por supuesto, la médium puede haber leído mis pensamientos o puede ser que mi esposa exista. Ese pensamiento estaba en el aire -el pensamiento de ese secreto que hubo entre nosotros. He interrogado a numerosas personas acerca de sus experiencias. Y todo eso parece muy fútil y más bien tonto, incluyendo el mensaje de mi esposa, mensaje muy trivial, muy carente de significación”. »Yo no quiero discutir con usted si hay una entidad personal que continúa después de la muerte. No es ése mi interés. Algunos dicen que existe una continuidad, otros sostienen que hay una total aniquilación. Esta contradicción -la aniquilación, el fin total de una persona, o la continuidad de un individuo- ha figurado en toda la literatura, desde la antigüedad hasta el presente. Pero para mí, todo eso no viene al caso. Su validez sigue estando en el reino de la especulación, de la superstición, de la creencia y del deseo de consuelo, de esperanza. Realmente, todo eso no me interesa. Y es lo que en verdad quiero decir. Al menos de eso estoy completamente seguro. Pero me gustaría, si es posible, dialogar con usted acerca del significado de todo ello -de todo este asunto del vivir y morir. ¿Carece todo ello absolutamente de sentido, de profundidad, de cualquier significación? Millones han muerto y millones nacerán y continuarán y morirán. Yo soy uno de ésos. Y siempre me pregunto: ¿Cuál es el significado del vivir y morir? La tierra es hermosa, he viajado muchísimo, he hablado con numerosas personas que se supone son sabias y muy ilustradas, pero ellas también se mueren. »He recorrido una larga distancia para llegar aquí, por lo que tal vez tenga usted la bondad de tomarse tiempo para que discutamos, con serena paciencia, esta cuestión». «La duda es algo precioso. Limpia, purifica la mente. El propio cuestionar, el hecho mismo de que la semilla de la duda esté en uno, ayuda a clarificar nuestra investigación. No sólo dudar de lo que todos los demás han dicho -incluyendo el concepto de la regeneración, y la creencia y el dogma cristianos de la resurrección, sino también la aceptación del mundo asiático de que existe una continuidad. Al dudar de todo eso, al cuestionarlo, hay cierta libertad que es indispensable para nuestra investigación. Si podemos descartar todo eso realmente, no sólo de manera verbal sino profundamente dentro de nosotros mismos, entonces no alimentamos ilusiones. Y es necesario estar libres de cualquier tipo de ilusión -las ilusiones que otros nos han impuesto y las ilusiones que nosotros mismos nos hemos creado. Todas las ilusiones son cosas con las que jugamos; y si uno es serio, las ilusiones no tienen cabida en absoluto, ni tampoco la fe se introduce en todo esto. »Habiendo, pues, descartado todo eso, no por un momento, sino al ver la completa falsedad de ello, la mente no está atrapada en las mentiras que el hombre ha inventado acerca de la muerte, acerca de dios y de todos los rituales que ha creado el pensamiento. Uno tiene que estar libre de cualquier juicio u opinión, porque sólo entonces puede explorar deliberadamente, realmente, con cierta vacilación, en el significado del diario vivir y morir -en la existencia y el fin de la existencia. Si uno está preparado para esto, si uno está dispuesto, o mejor aún si uno se interesa realmente, profundamente en descubrir la verdad de la cuestión (el vivir y el morir constituyen un problema muy complejo, un asunto que requiere un examen muy cuidadoso), ¿por dónde ha de empezar? ¿Por la vida o por la muerte? ¿Por el vivir o por el final de eso que llamamos el vivir?»

«Tengo más de cincuenta años, y he vivido de una manera más bien extravagante, interesado en muchas, muchas cosas. Pienso que me gustaría comenzar... vacilo un poco, estoy algo indeciso, no sé bien por dónde debería comenzar». «Yo creo que deberíamos empezar por el principio de la existencia, de la existencia humana; empezar por la existencia de uno mismo como ser humano». «Nací en una familia bastante acomodada, y fui criado y educado con esmero. He estado en diversos negocios y tengo dinero suficiente; ahora soy un hombre que está solo. Estuve casado, tuve dos hijos, y ambos, junto con mi esposa, murieron en un accidente automovilístico. Nunca he vuelto a casarme. Pienso que me gustaría comenzar por mi infancia. Desde el principio, como ocurre con cualquier otro niño en el mundo, pobre o rico, hubo una psique bien desarrollada y la habitual actividad egocéntrica. Es extraño, cuando uno mira hacia atrás, ver cómo eso comienza desde la más tierna infancia, esa posesiva continuidad mía como J. Smith. Pasé por la escuela, expandiéndome, agresivo, arrogante, aburrido; después vinieron el colegio y la universidad. Y como mi padre manejaba una buena empresa, entré en su compañía. Llegué a la cima, y cuando murieron mi esposa y mis hijos, empecé esta investigación. Como les sucede a todos los seres humanos, aquello fue una gran conmoción interna, un gran dolor -la pérdida de los tres, los recuerdos relacionados con ellos. Y cuando el choque emocional que eso produjo desapareció, comencé a investigar, a leer, a interrogar, a viajar por diferentes partes del mundo, hablando sobre esta cuestión con algunos de los llamados líderes espirituales, los gurús. Leía muchísimo, pero jamás estaba satisfecho con lo que leía. Creo, por lo tanto, que debemos comenzar, si es que puedo sugerirlo, con el vivir real -la formación cotidiana de mí cultivada y restringida mente. Yo soy eso. Vea, ésa ha sido mi vida. Mi vida nada tiene de excepcional. Probablemente podría considerárseme como perteneciente a la clase media alta, y por un tiempo eso resultó agradable, excitante, y otras veces aburrido, fatigoso y monótono. Pero la muerte de mi mujer y de mis hijos, de algún modo me sacó de eso. No me he vuelto morboso, pero necesito saber la verdad acerca de toda esta cuestión, si es que existe una verdad con respecto al vivir y al morir». «¿Cómo se forma la psique, el ego, el sí mismo, el yo, la persona? ¿Cómo ha nacido esta cosa desde la cual surge el concepto del individuo, del ‘yo’ separado de todos los demás? ¿Cómo se pone en marcha este movimiento -este impulso, este sentido del yo, del sí mismo? Usaremos la palabra ‘yo’ para incluir la persona, el nombre, la forma, las características, el ego. ¿Cómo nace este yo? ¿Nace con ciertas características transmitidas por los padres? ¿Es el yo meramente una serie de reacciones? ¿Es solamente la continuidad de siglos de tradición? ¿Es el yo producto de circunstancias, de incidentes, de acontecimientos? ¿Es el resultado de la evolución -siendo la evolución el proceso gradual del tiempo- el que pone el acento en el yo y le da tanta importancia? ¿O, como algunos sostienen, especialmente en el mundo religioso, la cáscara externa del yo contiene realmente dentro de sí el alma y la antigua noción de los hindúes, de los budistas? ¿Es la sociedad la que da origen al yo y fortalece la fórmula de que uno está separado del resto de la humanidad? Todos estos conceptos contienen ciertas verdades, ciertos hechos, y constituyen el yo. Y al yo se le ha concedido una importancia tremenda en este mundo. La expresión del yo en el mundo democrático se llama ‘libertad’, y en el mundo totalitario esa ‘libertad’ es reprimida, negada y castigada. ¿Diría usted, entonces, que ese instinto comienza en el niño con el impulso de poseer? Esto existe también en los animales, de modo que tal vez hemos derivado de los animales este instinto de poseer. Donde hay cualquier clase de posesión, tiene que existir el principio del yo. Y a partir de este instinto, de esta reacción, el yo crece gradualmente en vitalidad, en fuerza, y adquiere estabilidad. La posesión de una casa, la posesión de tierras, la posesión de conocimientos, la posesión de ciertas capacidades -todo esto es el movimiento del yo. Y este movimiento le da a uno la sensación de estar separado como individuo. »Ahora puede uno avanzar más en los detalles. ¿Están el tú, el yo, separados del resto de la humanidad? ¿Es usted, debido a que tiene un nombre separado, un organismo físico separado, ciertas tendencias diferentes de las de otro, tal vez algún talento -hace eso de usted un individuo? Esta idea de que cada uno de nosotros en todo el mundo está separado de otro, ¿es una realidad?, o ¿puede que todo el concepto sea ilusorio, al igual que la división que hemos hecho del mundo en comunidades y naciones separadas, lo cual es realmente una forma glorificada del sentimiento tribal? Este interés en uno mismo y la idea de que la propia comunidad es diferente de otras comunidades, de otros yoes, ¿se basa en una realidad factual? Por supuesto, usted puede decir que es real porque usted es norteamericano y otros son franceses, rusos, indios, chinos, etc. Estas diferencias lingüísticas, culturales, religiosas, han originado desastres en el mundo -guerras terribles, daño incalculable. Y también, desde luego, en ciertos aspectos de ello hay una gran belleza, como en la expresión de algunos hombres de talento, como un pintor, un músico, un científico, etcétera. ¿Se consideraría usted a sí mismo como un individuo separado, con un cerebro separado que es ‘suyo’ y de nadie más? Ese es su pensar, y se supone que su pensar es diferente del pensar de otro.

Pero, ¿es en absoluto individual el pensar? ¿O sólo existe el pensar, que es compartido por toda la humanidad, ya se trate del más talentoso de los científicos o de la persona más ignorante y primitiva? »Todas estas preguntas y más, surgen cuando estamos considerando la muerte de un ser humano. De modo que, observando cuidadosamente todo esto -las reacciones, el nombre, la forma, el instinto posesivo, el impulso de estar separado de otro (impulso alimentado por la sociedad y las religiones)-, al examinar todo esto con lógica, con sensatez, razonablemente, ¿se consideraría a sí mismo un individuo? Esta es una pregunta importante en el contexto del significado de la muerte. »Veo lo que usted quiere decir. Tengo una comprensión intuitiva, una percepción de que en tanto piense que soy un individuo, mi pensar estará separado del pensar de los demás -mi ansiedad, mi dolor, me separarán del resto de la humanidad. Tengo la sensación -por favor, corríjame si no es así- de que he reducido el vasto y complejo vivir del resto de la humanidad a un asunto muy pequeño, mezquino e insignificante. ¿Está usted diciendo, efectivamente, que yo no soy en absoluto un individuo? ¿Que mi pensar no es mío? ¿Y que mi cerebro no es mío, que no está separado de los demás cerebros? ¿Es eso lo que usted insinúa, lo que sostiene? ¿Es ésa su conclusión?» «Si me permite señalarlo, la palabra ‘conclusión’ no se justifica. Concluir significa cerrar algo, terminar con ello -concluir un argumento, concluir una paz después de una guerra. Nosotros no estamos concluyendo nada; sólo estamos señalando, porque debemos alejarnos de las conclusiones, de la finalidad y esas cosas que limitan, que restringen nuestra investigación. En cambio el hecho, el hecho racional, observable, es que su pensar y el pensar de otro son similares. La expresión de su pensar puede variar; si usted es un artista puede expresar algo de cierta manera, y otra persona que no es artista puede expresarlo de una manera distinta. Usted juzga, evalúa de acuerdo con la expresión, y entonces la expresión lo divide a usted como artista, lo separa de otro como jugador de fútbol. Pero usted como artista y él como jugador de fútbol, piensan. Ambos sufren, experimentan ansiedad, gran dolor, desengaño, aprensión; uno cree en Dios y el otro no cree en Dios, uno tiene fe y el otro no tiene fe, pero esto es común a todos los seres humanos, aunque cada uno pueda pensar que es diferente. Yo puedo pensar que mi dolor es por completo diferente del dolor de otro, que mi soledad, mi desesperación son totalmente opuestas a las de otras personas. Ésa es nuestra tradición, ése es nuestro condicionamiento, hemos sido educados para eso -uno es un árabe, otro es un judío, etcétera. Y de esta división se origina no sólo la individualidad, sino las diferencias raciales de las comunidades. El individuo, al identificarse con una comunidad, con una nación, con una raza, con una religión, genera invariablemente conflicto entre los seres humanos. Ésa es una ley natural. Pero nosotros sólo nos interesamos en los efectos, no en las causas de la guerra, en las causas de esta división. »De modo que estamos meramente señalando, no afirmamos nada, no sacamos la conclusión de que usted, señor, es psicológicamente, profundamente, el resto de la humanidad. Sus reacciones las comparte toda la humanidad. Su cerebro no es ‘suyo’, ha evolucionado en el tiempo durante siglos. Usted puede estar condicionado como cristiano, puede creer en diversos dogmas y rituales; otro tiene su propio dios, sus propios rituales, pero todo esto es producto del pensamiento. Estamos, pues, poniendo profundamente en duda que el individuo exista en absoluto como tal. Somos la humanidad total, cada uno de nosotros es el resto de la humanidad. Esta no es una declaración romántica, fantástica; y es importante, necesario entenderla si vamos a considerar juntos el significado de la muerte. »¿Qué dice a todo esto, señor?» «Debo decir que estoy desconcertado con todos estos interrogantes. No sé bien por qué siempre me he considerado separado de usted o de algún otro. Lo que usted dice parece verdadero, pero tengo que reflexionar al respecto, necesito un poco de tiempo para asimilar todo lo que usted ha dicho hasta ahora». «El tiempo es el enemigo de la percepción. Si va usted a reflexionar sobre lo que hemos hablado hasta aquí, si va a argüir consigo mismo, a discutir lo que se ha dicho, a analizar lo que hemos considerado juntos, ello va a tomarle tiempo. Y el tiempo es un nuevo factor que se interpone en la percepción de lo verdadero. De cualquier modo, ¿lo dejamos por el momento?» Volvió después de un par de días, y se le veía bastante tranquilo y más interesado. Era una mañana nublada y probablemente llovería. En esta parte del mundo se necesita mucho más de la lluvia, porque al otro lado de los cerros hay un vasto desierto. Debido a eso, por las noches hace aquí mucho frío. «He regresado después de varios días de sereno pensar. Tengo una casa frente al mar y vivo allí completamente solo. Es una de esas pequeñas cabañas costeras, y uno tiene frente a sí la playa y el azul Pacifico; se puede caminar millas y millas por la playa. Yo generalmente salgo para hacer largos paseos en la mañana o en el atardecer. Después de verle a usted el otro día, caminé a lo largo de la playa, tal vez unas cinco millas o más, y decidí

regresar y verle nuevamente. Al principio me sentí muy perturbado. No podía comprender del todo lo que usted decía, lo que me señalaba. Aunque soy una persona más bien escéptica sobre estas cuestiones, permití que lo dicho por usted ocupara mi mente. No era que internamente yo lo aceptara o lo negara, pero me intrigaba; y deliberadamente uso la palabra ‘permití’ -permití que penetrara en mi mente. Y luego de reflexionar un poco, subí a mi auto, y después de manejar a lo largo de la costa regresé tierra adentro hasta llegar aquí. Es un valle muy hermoso. Me alegro de encontrarle aquí. ¿Podríamos, pues, continuar con lo que estuvimos considerando el otro día? »Si es que lo comprendo claramente, usted estuvo señalando que la tradición, el pensamiento largamente condicionado, puede producir una fijación, un concepto que aceptamos fácilmente, tal vez sin demasiada reflexión -aceptamos la idea de que somos individuos separados. Y cuanto más pienso al respecto -uso la palabra ‘pienso’ en el sentido corriente de pensar, racionalizar, cuestionar, argumentar- es como si estuviera sosteniendo una discusión conmigo mismo, un diálogo prolongado; y pienso que capto realmente lo que todo ello implica. Veo lo que hemos hecho del maravilloso mundo en que vivimos. Veo toda la secuencia histórica. Y después de un considerable ir y venir del pensamiento, comprendo realmente la profundidad y verdad de lo que usted ha dicho. De modo que si dispone de tiempo, me gustaría avanzar más en todo esto. Como usted sabe, yo vine en realidad para descubrir cosas acerca de la muerte, pero veo la importancia de empezar por la propia comprensión de uno mismo y, a través de la puerta del yo -si es que puedo usar esa palabra- llegar a la cuestión de lo que es la muerte». «Como estuvimos diciendo el otro día, nosotros compartimos, toda la humanidad comparte, la luz del sol [él no había dicho esto]; esa luz del sol no es suya ni mía. Es la energía vivificante que todos compartimos. La belleza de una puesta de sol, si uno la observa con sensibilidad, es compartida por todos los seres humanos. No es la puesta suya o mía en el oeste, en el este, en el norte o en el sur; lo importante es la puesta de sol. Y nuestra conciencia, que incluye nuestras acciones y reacciones, nuestras ideas y conceptos, nuestros patrones de pensamiento, los sistemas de creencias, las ideologías, los temores, los placeres, la fe, la adoración de algo que nosotros mismos hemos proyectado, nuestros dolores, nuestras penas y angustias -esto es compartido por todos los seres humanos. Cuando sufrimos, hemos convertido eso en un asunto personal. Excluimos todo el sufrimiento de la humanidad. Igual que el placer; tratamos el placer como una cosa privada, nuestra, con la excitación que ello produce, etc. Olvidamos que el hombre -incluyendo a la mujer, por supuesto, no es necesario repetirlo- que el hombre ha sufrido desde tiempos que están más allá de toda medida posible. Y ese sufrimiento es el suelo sobre el cual todos nosotros estamos parados. Y es compartido por todos los seres humanos. »Nuestra conciencia, pues, no es propiedad suya o mía; es la conciencia del hombre, que ha sido acumulada, que ha evolucionado, crecido a través de siglos, de muchos siglos. En esta conciencia está contenida la fe, están los dioses, todos los rituales que el hombre ha inventado. Es realmente una actividad del pensamiento. Es el pensamiento el que ha formado el contenido -la conducta, la acción, la cultura, la ambición. Toda la actividad del hombre es la actividad del pensamiento. Y esta conciencia es el sí mismo, el yo, el ego, la personalidad, etc. Creo que es indispensable comprender esto muy a fondo, no sólo de manera argumental, lógica, sino profundamente; igual que la sangre, está en todos nosotros, forma parte de nosotros, es la esencia, el proceso natural de todos los seres humanos. Cuando uno comprende esto, nuestra responsabilidad adquiere extraordinaria importancia. En tanto continúe el contenido de nuestra conciencia, somos los responsables por todo lo que ocurre en el mundo. En tanto el miedo, las nacionalidades, el impulso del éxito -usted sabe, todas esas cosas- existan, cada uno de nosotros es parte de la humanidad, parte del movimiento humano. »Esto es sumamente importante que se comprenda. Es así: el yo es producto del pensamiento. Y el pensamiento, como dijimos, no es suyo ni mío; el pensar no es un pensar individual. El pensar es compartido por todos los seres humanos. Y cuando en verdad hemos visto profundamente el significado de todo esto, entonces pienso que podemos comprender la naturaleza de lo que implica morir. »Cuando usted era un muchacho, tiene que haber seguido una suave corriente que gorgoteaba a lo largo de un valle pequeño y estrecho, con las aguas que corrían más y más rápidas, y al encontrar algo, digamos un trozo de madera, lo arrojó usted en la corriente y siguió su curso hacia abajo viendo cómo pasaba por un desvío, por un montículo, a través de una pequeña grieta -lo siguió hasta que el trozo de madera pasó por encima de una cascada y desapareció. Esta desaparición es nuestra vida. »¿Qué significa la muerte? ¿Qué es la palabra misma, el sentimiento amenazador que la acompaña? Al parecer, jamás la aceptamos». Miércoles, 16 de marzo, 1983 (Continúa el diálogo del día 15)

«El hombre ha matado al hombre en diferentes estados de la mente. Lo ha matado por razones religiosas, por razones patrióticas, por la paz o mediante la guerra organizada. Este ha sido nuestro sino, matarnos perpetuamente unos a otros. »Señor, ¿ha considerado usted lo que implica esta clase de matanza, el dolor que ha traído al hombre -el inmenso dolor de la humanidad que ha proseguido a través de las edades, las lágrimas, la agonía, la brutalidad, el terror de todo eso? Y ello aún continúa. El mundo está enfermo. Los políticos, sean de la izquierda, de la derecha, del centro, o los totalitarios, no van a traernos la paz. Cada uno de nosotros es responsable, y siendo responsables, tenemos que ver que las matanzas lleguen a su fin de modo que vivamos en esta tierra, que es nuestra, bellamente y en paz. Ésta es una tragedia inmensa que ni afrontamos ni queremos resolver. Dejamos todo eso a los expertos; y el peligro que implican los expertos es tan grande como el peligro de un precipicio profundo o el de una serpiente venenosa. »De modo que, descartando todo eso, ¿cuál es el significado de la muerte? Para usted, señor, ¿qué significa la muerte?» «Para mí significa que todo lo que he sido, todo lo que soy, súbitamente termina a causa de alguna enfermedad, un accidente o la vejez. Por supuesto, he leído y he hablado de ello con asiáticos, con hindúes para quienes existe la creencia en la reencarnación. No sé si eso es verdadero o no, pero hasta donde yo puedo entenderlo, la muerte significa el fin de una cosa viviente; la muerte de un árbol, la muerte de un pez, la muerte de una araña, la muerte de mi mujer y de mis hijos -una súbita interrupción, un súbito fin de aquello que ha estado viviendo, con todos sus recuerdos, sus ideas, su dolor, su ansiedad, sus alegrías y placeres, el contemplar juntos una puesta de sol... todo eso ha llegado a su fin. Y no es sólo el recuerdo de todo eso lo que arranca lágrimas, sino también el darse cuenta de la propia insuficiencia, de la propia soledad. Y la idea de separarse uno de la esposa y de los hijos, de las cosas por las que uno ha trabajado, que uno ha querido y a las que se ha aferrado, los apegos y el dolor del apego -todo eso y más termina súbitamente. Pienso que en general eso es lo que entendemos por muerte; la muerte significa eso. Para mí es el final. »Hay una fotografía de mi mujer y mis hijos sobre el piano en mi cabaña junto al mar. Acostumbrábamos tocar el piano juntos. El recuerdo de ello está en la fotografía sobre el piano, pero la realidad ha desaparecido. El recuerdo es doloroso o puede darle a uno placer; pero el placer es más bien débil, porque lo que domina es el dolor. Todo eso implica la muerte para mí. »Teníamos un hermoso gato persa, una cosa verdaderamente bella. Y una mañana se había muerto. Estaba en el portal del frente. Debió de haber comido alguna cosa -y ahí estaba, carente de vida, de significación; nunca más ronronearía. Eso es la muerte. El final de una vida larga, o el final de un bebé recién nacido. Una vez tuve una plantita nueva que prometía convertirse en un árbol saludable. Pero alguna persona imprudente, distraída, pasó junto a la planta, la pisoteó, y ésta jamás llegó a ser un gran árbol. Ésa también es una forma de muerte. El final de un día, de un día que ha sido pobre o rico y bello, también puede llamarse muerte. El principio y el fin». «Señor, ¿qué es vivir? Desde el instante en que uno nace hasta que muere, ¿qué es el vivir? Es muy importante comprender el modo en que vivimos -por qué vivimos de este modo después de tantos siglos. Es cosa suya, señor, si esa vida es una constante lucha, ¿no es así? Conflicto, dolor, alegría, placer, ansiedad, soledad, depresión, y trabajar, trabajar, trabajar, esforzarse por uno mismo o por otros; ser egocéntrico y, quizás, ocasionalmente generoso; ser envidioso, iracundo, tratando de reprimir la ira o dejando que la ira se desate desenfrenadamente, etcétera. Esto es lo que llamamos el vivir -lágrimas, risas, dolor, y la adoración de algo que hemos inventado; vivir a base de mentiras, de ilusiones y odio, y la fatiga de todo eso, el hastío, las insensateces: ésta es nuestra vida. No sólo la vida suya, sino la vida de todos los seres humanos en esta tierra. Y también el tratar de escapar de todo eso. Este proceso de adoración, de aflicción extrema y miedo, ha proseguido desde la antigüedad hasta nuestros días -esfuerzo, lucha, sufrimiento, incertidumbre, así como dicha y risas. Todo esto es parte de nuestra existencia. »A la terminación de todo esto se le llama muerte. La muerte pone fin a todos nuestros apegos, por superficiales o profundos que sean. El apego del monje, del sanyasi, el apego del ama de casa, el apego a la propia familia... toda forma de apego tiene que terminar con la muerte. »Hay varios problemas implicados en esto; uno, la cuestión de la inmortalidad. ¿Existe tal cosa como la inmortalidad? O sea, aquello que no es mortal -puesto que ‘mortal’ implica lo que conoce la muerte. Lo inmortal es lo que está más allá del tiempo y es totalmente ajeno a este final. ¿Es inmortal el sí mismo, el yo? ¿O conoce la muerte? El sí mismo nunca puede volverse inmortal. El ‘yo’, el ‘mí’ con todas sus cualidades se forma a través del tiempo, que es pensamiento; ese ‘yo’ jamás puede ser inmortal. Podemos inventar una idea de inmortalidad, una imagen, un dios, una representación pictórica y aferrarnos a ello para obtener consuelo -pero eso no es inmortalidad.

»El segundo problema es un poquito más complejo: ¿Es posible vivir con la muerte? No morbosamente, no en alguna forma de autodestrucción. ¿Por qué hemos separado la muerte del vivir? La muerte es parte de nuestra vida, es parte de nuestra existencia -el morir y el vivir, el vivir y el morir. Son inseparables. La envidia, la ira, el dolor, la soledad y el placer que uno disfruta (todo eso que llamamos el vivir), y esta cosa que denominamos muerte -¿por qué las separamos? ¿Por qué las mantenemos a millas de distancia? Sí, apartadas a millas de tiempo. Aceptamos la muerte de un anciano; es natural. Pero cuando una persona joven muere debido a un accidente o a una enfermedad, nos rebelamos contra ello. Decimos que es injusto, que no debería ser. De modo que siempre estamos separando la vida y la muerte. Es éste un problema que debemos cuestionar y comprender -o no tratar esto como un problema, sino mirarlo, ver sus implicaciones internas sin engañarnos. »Otro problema es la cuestión del tiempo -el tiempo que implica el vivir, el aprender, el acumular, el actuar, el hacer; y la cesación del tiempo tal como lo conocemos: el tiempo que separa el vivir del final. Donde hay separación, división, de aquí hasta allá, de ‘lo que es’ a ‘lo que debería ser’, está involucrado el tiempo. Para mí, el factor principal es el mantenimiento de esta división entre lo que llamamos muerte y eso que llamamos vida. »Cuando existe esta división, esta separación, hay miedo. Entonces surge el esfuerzo por superarlo, y con él la búsqueda de consuelo, de la satisfacción que brinda un sentimiento de continuidad. (Estamos hablando del mundo psicológico, no del mundo físico o técnico). Es el tiempo el que ha formado el yo, y el pensamiento es el que sostiene al ego, al sí mismo. ¡Si tan sólo pudiéramos captar realmente la significación del tiempo y de la división, de la separación psicológica del hombre contra el hombre, de la raza contra la raza, de un tipo de cultura contra otro! Esta separación, esta división como el vivir y el morir, es producida por el pensamiento y el tiempo. Y vivir una vida junto con la muerte, sin separarlas, implica un cambio profundo en toda nuestra perspectiva de la existencia. Terminar con el apego sin tiempo ni motivo alguno, es morir mientras vivimos. »En el amor no existe el tiempo. No es mi amor opuesto a su amor. El amor nunca es personal; uno puede amar a otro ser humano, pero cuando ese amor se limita, cuando se reduce a una sola persona, entonces deja de ser amor. Donde verdaderamente hay amor, no existe la división del tiempo, del pensamiento -todas las complejidades de la vida, toda la desdicha y la confusión, las incertidumbres, los celos, las ansiedades que implica esa división. Tenemos que dedicar muchísima atención al tiempo y al pensamiento. No es que uno deba vivir sólo en el presente, eso sería completamente absurdo. El tiempo es el pasado, que se modifica y prosigue como el futuro. Es un continuo, y el pensamiento se aferra, se adhiere a esto. Se adhiere a algo que él mismo ha creado, ha fabricado. »Otro problema es: puesto que los seres humanos representan a la humanidad total -uno es toda la humanidad, no la representa, tal como uno es el mundo y el mundo es uno mismo- ¿qué ocurre cuando uno muere? Cuando usted u otro mueren, usted y el otro son la manifestación de esta vasta corriente de acción y reacción humana, la corriente de la conciencia, de la conducta humana, etc.; usted pertenece a esa corriente. Esa corriente ha condicionado la mente humana, el cerebro humano, y en tanto permanecemos condicionados por la codicia, por la envidia, el placer, la alegría y todo eso, somos parte de esta corriente. El organismo de uno puede llegar a su fin, pero uno pertenece a esa corriente, tal como uno es, mientras vive, la corriente misma. Esa corriente que cambia, con lentitud a veces, rápidamente otras, que es profunda y superficial, que se estrecha entre ambos márgenes y se abre paso por la estrechez hasta convertirse en un inmenso caudal de agua -mientras uno pertenezca a esa corriente, no habrá libertad. Uno no está libre del tiempo, de la confusión y desdicha de todos los recuerdos y apegos acumulados. Sólo cuando hay un final de esa corriente -el final, no el salirse uno momentáneamente de ella para volver convertido en alguna otra cosa, sino el final de la corriente sólo entonces existe una dimensión por completo distinta. Esa dimensión no pueden medirla las palabras. Terminar con la corriente sin motivo alguno, es todo el significado del vivir y el morir. En el vivir y el morir están las raíces del cielo». Jueves, 17 de marzo, 1983 Las nubes estaban muy bajas esta mañana. Había llovido la última noche, no demasiado, pero eso regó la tierra, la nutrió, la enriqueció. En una mañana como ésta -con los cerros flotando entre las nubes y con semejante cielocuando uno piensa en la enorme energía que el hombre ha gastado sobre esta tierra, en el vasto progreso tecnológico de los últimos cincuenta años, en todos los ríos más o menos contaminados, en el desperdicio de energía dedicada a este perpetuo entretenimiento... todo eso se ve muy extraño y muy enfermizo. En la galería, esta mañana el tiempo está muy lejos del hombre -el tiempo como movimiento, el tiempo como el ir de aquí hasta allá, el tiempo para aprender, el tiempo para actuar, el tiempo como un medio para cambiar de esto a aquello en las cosas comunes de la vida. Uno puede entender que el tiempo sea necesario para aprender un idioma, para aprender alguna destreza, para construir un avión, para armar una computadora, para viajar alrededor del mundo; el tiempo de la juventud, el tiempo de la vejez, el tiempo como el sol que se pone o como el sol que se levanta lentamente sobre los cerros, el tiempo de las largas sombras y del crecimiento de un árbol que madura poco

a poco, el tiempo para llegar a ser un buen jardinero, un buen carpintero, etcétera. En el mundo físico, en la acción física, el tiempo se vuelve indispensable y útil. ¿Es que trasladamos y extendemos el mismo uso del tiempo al mundo psicológico? ¿Extendemos este modo de pensar, de actuar, de aprender, al mundo que está bajo la piel, que está en el área de la psique, como esperanza, como llegar a ser esto o aquello, como mejoramiento propio? Suena más bien absurdo -cambiar de esto a aquello, de ‘lo que es’ a ‘lo que debería ser’. Pensamos que el tiempo es necesario para cambiar toda la compleja cualidad de la violencia transformándola en lo que no es violento. Sentado tranquilamente a solas en la galería que da sobre el largo y ancho valle, uno casi podía contar las hileras de naranjos, los huertos bellamente conservados. Ver la belleza de la tierra, del valle, no involucra al tiempo, pero el trasladar esa percepción a un lienzo o a un poema, requiere tiempo. Tal vez usamos el tiempo como un medio de escapar de ‘lo que es’, de lo que somos, de lo que el futuro será para nosotros mismos y para el resto de la humanidad. En el reino psicológico, el tiempo es el enemigo del hombre. Queremos que la psique evolucione, crezca, se expando, se realice, se convierta en algo más que lo que es. Jamás ponemos en tela de juicio la validez de tal deseo, de tal concepto; fácilmente, quizá muy contentos, aceptamos que la psique puede evolucionar, florecer, y que un día habrá paz y felicidad en el mundo. Pero en realidad no existe la evolución psicológica. Hay un colibrí que va de flor en flor, ¡un resplandor intenso en esta quieta luz, con tanta vitalidad en esa pequeñita criatura! La rapidez de las alas y el ritmo tan fantástico y constante; parece capaz de moverse hacia adelante y hacia atrás. Es algo maravilloso observarlo, sentir la delicadeza, el color brillante, y sorprenderse de esa belleza tan diminuta, tan veloz y que tan rápidamente ha desaparecido... Y hay un sinsonte sobre el cable telefónico. Otro pájaro está posado en la copa de aquel árbol y desde allí examina todo el mundo. Ha estado sin moverse de ahí por más de media hora, pero vigilando, moviendo su cabecita para advertir el más mínimo peligro. Y ahora también ha desaparecido. Las nubes están comenzando a alejarse, ¡y qué verdes se ven los cerros! Como se ha dicho, la evolución psicológica no existe. La psique nunca puede devenir o desarrollarse hasta convertirse en algo que no es. El orgullo y la arrogancia no pueden convertirse sino en un orgullo y una arrogancia mayores, ni puede el egoísmo, que es el destino común a todos los seres humanos, llegar a ser otra cosa que más y más egoísmo, más y más de su propia naturaleza. Es más bien alarmante darse cuenta de que la propia palabra ‘esperanza’ contiene todo el mundo del futuro. Este movimiento de ‘lo que es’ a ‘lo que debería ser’ es una ilusión, es realmente -si uno puede usar esa palabra- una mentira. Aceptamos como una cuestión de hecho lo que el hombre ha repetido a través de los siglos, pero cuando empezamos a cuestionar, a dudar, podemos ver muy claramente -si es que queremos verlo y no lo ocultamos detrás de alguna imagen o alguna antojadiza construcción verbal- la naturaleza y estructura de la psique, del ego, del ‘yo’. El ‘yo’ jamás puede convertirse en algo mejor. Lo intentará, pensará que puede, pero el ‘yo’ subsiste siempre en sutiles formas. Se esconde tras de muchas vestiduras, adopta múltiples estructuras; varía de vez en cuando, pero siempre existe este ‘yo’, esta actividad separativa, egocéntrica que imagina que un día hará de sí misma algo que en realidad no es. Uno ve, pues, que no existe una evolución del yo; sólo existe la terminación del egoísmo, de la ansiedad, de la aflicción y el dolor que constituyen el contenido de la psique, del ‘yo’. Sólo existe el fin de todo eso, y ese fin no requiere tiempo. No es que todo eso vaya a terminar pasado mañana. Terminará solamente cuando exista la percepción de ese movimiento. Una percepción no sólo objetiva, sin distorsión, sin prejuicio alguno, sino libre de todas las acumulaciones del pasado. Ser testigo de todo esto sin el observador -el observador pertenece al tiempo, y por mucho que quiera producir una mutación en sí mismo seguirá siendo el observador; los recuerdos, por gratos que puedan ser, carecen de realidad, son cosas del pasado, cosas desaparecidas, terminadas, muertas. Sólo observando sin el observador, uno comprende realmente la naturaleza del tiempo y la terminación del tiempo. El colibrí ha regresado. Un rayo de sol que se filtra por una abertura de las nubes, lo ha atrapado haciendo destellar sus colores, el largo y fino pico y el movimiento rápido de las alas. La pura observación de ese pequeño pájaro, el sólo observarlo sin reacción alguna, es observar todo el mundo de la belleza. «El otro día le escuché decir que el tiempo es el enemigo del hombre. Usted explicó brevemente algo al respecto. Parece una afirmación muy extravagante. Y usted ha hecho otras declaraciones similares. He encontrado que algunas de ellas son verdaderas, naturales, pero mi mente nunca puede ver con facilidad lo real, la verdad, el hecho. Me estuve preguntando, y también lo pregunté a otros, por qué nuestras mentes se han vuelto tan torpes, tan lerdas, por qué no podemos ver instantáneamente si algo es falso o verdadero. ¿Por qué necesitamos explicaciones para cosas que parecen tan obvias, si usted ya las ha explicado? ¿Por qué yo, o cualquiera de nosotros, no ve la verdad de este hecho? ¿Qué ha sucedido con nuestras mentes? Me gustaría, si es posible, dialogar sobre esto con usted a fin de averiguar por qué mi mente no es sutil, rápida. ¿Y puede esta mente, que ha sido adiestrada y

educada, llegar alguna vez a ser real y profundamente rápida, sutil, y ver algo instantáneamente, percibiendo la cualidad y la verdad o falsedad de ello?» «Señor, comencemos por inquirir por qué nos hemos convertido en esto que somos. Ciertamente, ello nada tiene que ver con la vejez. ¿Es por el modo en que vivimos -el beber, el fumar, las drogas, el bullicio, la fatiga de la perpetua ocupación? Tanto exteriormente como interiormente, estamos siempre ocupados con algo. ¿Es la naturaleza misma del conocimiento la que contribuye a esto? Se nos adiestra para adquirir conocimientos -a través del colegio, de la universidad o en la acción de ejecutar algo hábilmente. ¿Es el conocimiento uno de los factores de esta falta de sutileza? Nuestros cerebros están llenos de muchísimas cosas, han reunido una gran cantidad de información proveniente de la televisión y de todos los diarios y revistas, y registran lo más que pueden; están todo el tiempo absorbiendo, reteniendo. ¿Es, pues, el conocimiento uno de los factores que destruye la sutileza de la mente? Pero no podemos desembarazarnos de nuestros conocimientos o dejarlos de lado; tenemos que poseerlos. Señor, usted necesita del conocimiento para manejar un automóvil, para escribir una carta, para realizar distintas gestiones; hasta tiene que poseer alguna clase de conocimiento para saber cómo empuñar una pala. Por supuesto que los necesita. Tenemos que poseer conocimientos en el mundo de la actividad cotidiana. »Pero estamos hablando del conocimiento acumulado en el mundo psicológico, el conocimiento que hemos reunido acerca de nuestra esposa, si es que tenemos una esposa; ese conocimiento mismo de haber vivido con nuestra esposa por diez días o por cincuenta años, ha embotado nuestro cerebro, ¿no es así? Los recuerdos, los imágenes, todo está almacenado ahí. Estamos hablando de esta clase de conocimiento interno. El conocimiento tiene sus propias sutilezas superficiales -cuándo ceder, cuándo resistir, cuándo acumular y cuándo no- pero nosotros estamos preguntando otra cosa: ese conocimiento mismo, ¿no hace que nuestra mente, nuestro cerebro se vuelva mecánico y repetitivo a causa del hábito? La enciclopedia contiene todo el conocimiento de todas las personas que han escrito en ella. ¿Por qué no dejar ese conocimiento en el estante y utilizarlo cuando sea necesario? No cargarlo en nuestro cerebro. »Preguntamos: Ese conocimiento, ¿impide el instante de comprensión, la percepción instantánea que da origen a la mutación, la sutileza que no se encuentra en las palabras? ¿Es que estamos condicionados por los periódicos, por la sociedad en que vivimos -la que, dicho sea de paso, nosotros hemos creado, porque cada ser humano desde las pasadas generaciones hasta el presente ha creado esta sociedad, ya sea en esta parte del mundo o en cualquier otra parte? ¿Es el condicionamiento por medio de las religiones lo que ha moldeado nuestro pensar? Cuando uno cree intensamente en alguna figura, en alguna imagen, esa misma intensidad de la creencia impide la sutileza, la rapidez mental. »¿Es que estamos tan constantemente ocupados que no hay espacio en nuestra mente y en nuestro corazón -espacio tanto interno como externo? Todos necesitamos un poco de espacio, pero uno no puede tener espacio físicamente si está en una ciudad atestada, o se encuentra atestado en su propia familia, atestado por todas las impresiones que ha recibido, por todas las presiones. Y psicológicamente tiene que haber espacio -no el espacio que el pensamiento puede imaginar, no el espacio del aislamiento, no el espacio que divide política, social y racialmente a los seres humanos, no el espacio entre continentes, sino un espacio interno que no tiene centro. Donde hay un centro, hay una periferia, una circunferencia. No estamos hablando de tal espacio. »Y otra razón de que no seamos sutiles, ágiles, ¿será porque nos hemos vuelto especialistas? Podemos ser ágiles en nuestra propia especialización, pero uno duda de que haya comprensión alguna de la naturaleza del dolor, de la angustia, de la soledad, etcétera, en una persona especializada, adiestrada. Desde luego que uno no puede adiestrarse para tener una mente buena y clara; la palabra ‘adiestrado’ implica estar condicionado. ¿Y cómo puede ser clara jamás una mente condicionada? »De modo, señor, que todos estos pueden ser los factores que nos impiden tener una buena mente, una mente clara y sutil». «Gracias, señor, por recibirme. Tal vez, y así lo espero, algo de lo que usted ha dicho -no es que yo lo haya comprendido completamente- pero algunas de las cosas que usted ha dicho puede que hayan echado semillas en mí, y que yo permita que esas semillas germinen, florezcan sin interferencia alguna de mi parte. Quizás entonces pueda ver algo muy rápidamente, comprender algo sin necesidad de tremendas explicaciones, de análisis verbales, etcétera. Hasta luego, señor». Viernes, 18 de marzo, 1983 En el comedero de los pájaros había una docena o más de ellos piando, picoteando los granos, pugnando, peleándose entre sí, y cuando llegó otro pájaro grande todos escaparon batiendo las alas. Cuando el pájaro grande

volvió a irse, regresaron con su parloteo, riñendo, piando, haciendo una bulla tremenda. Pronto pasó cerca un gato, y hubo agitación, chillidos y un gran alboroto. Ahuyentaron al gato -era uno de esos gatos salvajes, no un gato mimado; hay muchos de esos gatos salvajes alrededor de aquí, los hay de diferentes formas, tamaños y colores. En el comedero había pájaros durante todo el día, algunos pequeños, otros grandes, y después llegó una urraca regañando a todos, a todo el universo, y ahuyentó a los otros pájaros -o más bien se fueron cuando la urraca llegó. Estaban todos muy alertas a causa de los gatos. Y cuando estuvo cercano el anochecer, todos los pájaros volaron y hubo silencio, quietud, paz. Los gatos iban y venían, pero ya no había pájaros. Esa mañana las nubes estaban llenas de luz y el aire contenía la promesa de más lluvias. Había estado lloviendo durante las últimas semanas. Hay un lago artificial, y las aguas estaban a punto de desbordarse. Todas las hojas verdes y los arbustos y los grandes árboles aguardaban la presencia del sol, que no había aparecido con ese brillo que tiene el sol californiano; por algunos días no había mostrado su rostro. Uno se pregunta cuál es el futuro de la humanidad, el futuro de todos esos niños que vemos gritando, jugando, con sus rostros tan felices, dulces y hermosos -¿cuál es el futuro de ellos? El futuro es lo que somos ahora. Esto ha sido así históricamente por muchos miles de años -el vivir y el morir, y todo el tormento de nuestras existencias. Parece que no prestamos mucha atención al futuro. Vemos en la televisión el interminable entretenimiento que se desarrolla desde la mañana hasta tarde en la noche excepto en uno o dos canales, pero las transmisiones de éstos son muy breves y no demasiado serias. Los niños se entretienen. Todos los comerciales alimentan la sensación de que con esto se nos distrae. Y ello ocurre prácticamente en todo el mundo. ¿Cuál será el futuro de estos niños? Está el entretenimiento del deporte -treinta, cuarenta mil espectadores mirando a unas pocas personas en el campo de juego y gritando hasta quedarse roncos. Y uno también va y presencia alguna ceremonia que se realiza en una gran catedral, algún ritual, y eso también es una forma de entretenimiento, sólo que lo llamamos sagrado, religioso, pero sigue siendo un entretenimiento -una experiencia romántica, sentimental, una sensación de religiosidad. Observando todo esto en diferentes partes del mundo, viendo cómo la mente está ocupada con la diversión, el entretenimiento, el deporte, es inevitable que uno se pregunte, si es que de algún modo le interesa: ¿Qué será del futuro? ¿Más de lo mismo en formas diferentes? ¿Una variedad de diversiones? Tenemos que considerar, pues, si es que de alguna manera nos damos cuenta de lo que nos está pasando, cómo los mundos del entretenimiento y del deporte están aprisionando nuestra mente, moldeando nuestra vida. ¿Adónde conduce todo esto? ¿O acaso es algo que no nos interesa en absoluto? Probablemente no nos preocupa. Quizá ni hemos pensado al respecto, o, si lo hemos hecho, tal vez digamos que es demasiado complejo, demasiado alarmante, demasiado peligroso pensar en los años venideros -no en nuestra vejez particular sino en el destino (si se puede usar esa palabra), en el resultado de nuestro actual estilo de vida, lleno de toda clase de sentimientos y búsquedas románticas, emocionales, sentimentales, y con todo el mundo del entretenimiento golpeando contra nuestra mente. Si de algún modo nos damos cuenta de todo esto, ¿cuál es el futuro de la humanidad? Como dijimos antes, el futuro es lo que somos ahora. Si no hay un cambio -no adaptaciones superficiales, no ajustes superficiales a algún patrón político, religioso o social, sino un cambio mucho más profundo que exige nuestra atención, nuestro cuidado, nuestro afecto- si no hay un cambio fundamental, entonces el futuro es lo que estamos haciendo cada día de nuestra vida en el presente. ‘Cambio’ es una palabra más bien difícil ¿Cambiar a qué? ¿Cambiar de un patrón a otro patrón? ¿De un concepto a otro concepto? ¿De un sistema político o religioso a otro? ¿Cambiar de esto a aquello? Aquello sigue estando en el reino, o en el campo de ‘lo que es’. El cambiar a aquello es proyectado por el pensamiento, formulado por el pensamiento, decidido por el proceso material. Uno debe, pues, investigar cuidadosamente esta palabra ‘cambio’. ¿Hay cambio si existe un motivo? ¿Hay cambio si existe una dirección particular, una finalidad particular, una conclusión que parece sensata, racional? O tal vez una expresión mejor que ‘cambio’ sea, ‘terminación de lo que es’. La terminación, no el movimiento de ‘lo que es’ a ‘lo que debería ser’. Eso no es verdadero cambio. Pero la terminación, la cesación, la... ¿cuál es la palabra apropiada?... pienso que ‘terminación’ es una buena palabra, así que atengámonos a ella. La terminación. Pero si la terminación tiene un motivo, un propósito, si es un asunto de decisión, entonces es meramente un cambio de esto a aquello. La palabra ‘decisión’ implica una acción de la voluntad: ‘Yo haré esto’, ‘yo no haré aquello’. Cuando en el acto de terminar con algo se introduce el deseo, éste se convierte en la causa de la terminación. Donde hay una causa hay un motivo, y entonces no existe en absoluto una verdadera terminación. El siglo veinte ha conocido una gran cantidad de cambios producidos por dos guerras devastadoras, y el materialismo dialéctico, y el escepticismo con respecto a las creencias religiosas, a las actividades de los rituales, etc., aparte del mundo tecnológico que ha dado origen a muchísimos cambios; y habrá futuros cambios cuando la computadora esté completamente desarrollada -nos hallamos sólo en el comienzo de ese desarrollo. Entonces, cuando la computadora tome el mando, ¿qué va a ocurrir con nuestras mentes humanas? Pero ésta es otra cuestión. Cuando la industria del entretenimiento asume la dirección, tal como gradualmente lo está haciendo ahora, cuando los jóvenes, los niños, los estudiantes son constantemente instigados al placer, a la fantasía, a la

sensualidad romántica, las palabras moderación y austeridad se dejan a un lado y ni siquiera se les dedica jamás un solo pensamiento. La llamada austeridad de los monjes, de los sanyasis que niegan el mundo, que visten sus cuerpos con alguna clase de uniforme o un simple taparrabo -esta negación del mundo material, ciertamente no es austeridad. Es probable que la mayoría ni siquiera escuche esto, que no preste atención a las implicaciones que tiene la austeridad. Cuando desde la infancia se nos ha educado para que nos divirtamos y escapemos de nosotros mismos mediante los entretenimientos, religiosos o de otra índole, y cuando la mayoría de los psicólogos dicen que debemos expresar todo lo que sentimos y que cualquier forma de abstinencia o restricción es nociva y conduce a diversas formas de neurosis, es natural que entremos más y más en el mundo del deporte, de las diversiones y los entretenimientos, todo lo cual nos ayuda a escapar de nosotros mismos, de lo que somos. Comprender la naturaleza de lo que somos, comprenderlo sin distorsión alguna, sin ningún prejuicio, sin ningún tipo de reacciones ante lo que descubrimos que somos, es el principio de la austeridad. La observación, la percepción alerta de cada pensamiento, de cada sentimiento, sin refrenarlos, sin controlarlos, sino observándolos como observamos un pájaro que vuela, sin introducir en tal observación los propios prejuicios y distorsiones -ese observar da origen a un extraordinario sentido de austeridad que está mucho más allá de toda restricción, de todo el tonto engañarnos a nosotros mismos y de toda esta idea del mejoramiento propio, de la propia realización personal. Todo eso es más bien infantil. En este observar existe una gran libertad, y en ella reside el sentido de dignidad que hay en la austeridad. Pero si uno dijera todo esto a un moderno grupo de estudiantes o niños, ellos probablemente mirarían hacia afuera por la ventana llenos de aburrimiento, porque este mundo sólo está dispuesto a la persecución del propio placer. Una gran ardilla de color castaño amarillento bajó del árbol, subió al comedero, mordisqueó unos pocos granos y se sentó ahí, en la parte superior, mirando alrededor con sus ojos como dos grandes cuentas brillantes y su curva cola levantada; una criatura maravillosa. Permaneció allí por un momento y después bajó, recorrió unas cuantas rocas, y finalmente se lanzó hacia lo alto del árbol y desapareció. Al parecer, el hombre siempre ha escapado de sí mismo, de lo que él es, eludiendo ver adónde va, huyendo de todo esto que le concierne -el universo, su vida cotidiana, el morir y el comenzar. Es extraño que nunca nos demos cuenta de que por mucho que escapemos de nosotros mismos, por mucho que podamos alejarnos de manera consciente, deliberada, inconsciente o sutil, el conflicto, el placer, el dolor, el miedo, etc., siempre están ahí. Y finalmente dominan. Uno puede tratar de reprimirlos, puede tratar de apartarlos deliberadamente por un acto de la voluntad, pero vuelven a la superficie. Y el placer es uno de los factores que predominan; también conlleva los mismos conflictos, el mismo dolor, el mismo hastío. El cansancio y el desgaste del placer forman parte de esta confusión que es nuestra vida. No podemos eludir esto. No podemos escapar de esta insondable confusión a menos que realmente le dediquemos cierta reflexión, y no sólo reflexión, sino que veamos con atención cuidadosa, con diligente vigilancia todo el movimiento del pensar y del yo. Muchos podrán decir que esto es demasiado fatigoso, tal vez innecesario. Pero si no le prestamos atención, si no le hacemos caso, el futuro no sólo va a ser más destructivo, más intolerable sino que carecerá de mayor significación. Éste no es un punto de vista deprimente, desalentador; es realmente así. Lo que somos ahora, es lo que seremos en los días que vendrán. No podemos evitarlo. Es algo tan preciso como la salida y puesta del sol. Esto lo compartirán todos los seres humanos, toda la humanidad, a menos que cambiemos todos, cada uno de nosotros, que cambiemos hacia algo que no sea proyectado por el pensamiento. Viernes, 25 de marzo, 1983 Es el segundo día que gozamos de una exquisita mañana primaveral. Todo es aquí extraordinariamente bello. Llovió copiosamente la noche anterior, y todas las cosas están bañadas y limpias, todas las hojas relucen brillantes a la luz del sol. El aire está impregnado con el perfume de muchas flores y el cielo azul se halla salpicado de nubes pasajeras. La belleza de una mañana así es intemporal. No es esta mañana; es la mañana del mundo. Es la mañana de un millar de oyeres. Es la mañana que uno espera que continúe, que dure eternamente. Es una mañana plena de luz, una luz solar suave, resplandeciente, clara, y el aire es muy puro aquí, a bastante altura sobre el valle. Los naranjos y sus frutos de un amarillo brillante han sido lavados y relucen como si ésta fuera la primera mañana de su nacimiento. La tierra está cargada de lluvia y en las altas montañas hay nieve. Es realmente una mañana intemporal. Al otro lado, las montañas distantes que encierran este valle ansían el sol, porque la noche ha sido fría y todas las rocas y los guijarros y el pequeño torrente, parecen estar atentos y llenos de vida.

Uno está sentado quietamente, lejos de todo, y contempla el cielo azul, percibe toda la tierra, la pureza y la belleza de todas las cosas que viven y se mueven sobre esta tierra -excepto el hombre, por supuesto. El hombre es lo que es ahora, después de muchos miles de siglos. Y es posible que continúe de la misma manera; lo que él es ahora, es lo que será mañana y en millares de mañanas. El tiempo, la evolución, lo ha traído hasta lo que hoy es. El futuro será lo que el hombre es ahora, a menos, desde luego, que haya una mutación profunda y duradera en la totalidad de su psique. El tiempo se ha vuelto extraordinariamente importante para el hombre, para todos nosotros -tiempo para aprender, para adquirir una destreza, tiempo para llegar a ser esto o aquello, y tiempo para morir; tiempo tanto exteriormente en el mundo físico, como tiempo en el mundo psicológico. Es necesario disponer de tiempo para aprender un idioma, para aprender a manejar un automóvil, para aprender a hablar, para adquirir conocimientos. Si Uno no dispusiera de tiempo, no podría unir entre sí las cosas que se requieren para construir una casa, para colocar ladrillo sobre ladrillo. Necesitamos tiempo para ir de aquí hasta donde queremos ir. El tiempo es un factor extraordinario en nuestra vida -para adquirir, para administrar, para recuperar la salud, para escribir una simple carta. Y, al parecer, creemos que necesitamos del tiempo psicológico, el tiempo de lo que ha sido, modificado ahora y continuando en el futuro. El tiempo es el pasado, el presente y el futuro. Internamente, el hombre asegura su esperanza en el tiempo; la esperanza es tiempo, el futuro, los infinitos mañanas, tiempo para llegar a ser algo internamente -uno es ‘esto’, uno llegará a ser ‘aquello’. El llegar a ser, el devenir, igual que en el mundo físico, desde el pequeño empresario al gran empresario, desde la persona sin importancia a lo más alto en alguna profesión -devenir. Creemos que necesitamos tiempo para cambiar de ‘esto’ a ‘aquello’. Las palabras mismas ‘cambio’ y ‘esperanza’, intrínsecamente implican tiempo. Uno puede entender que el tiempo es necesario para viajar, para llegar a un puerto, para aterrizar después de un largo vuelo hasta el lugar deseado. El lugar deseado es el futuro. Eso es bastante obvio, y el tiempo es necesario en el reino del logro, de la ganancia, de la eficiencia en alguna profesión, en una carrera que exige adiestramiento. Ahí, el tiempo no sólo parece necesario, sino que tiene que existir. Y este mismo movimiento, este devenir, lo extendemos al mundo de la psique. Pero, ¿existe en absoluto un devenir psicológico? Nunca cuestionamos eso. Lo hemos aceptado como algo natural. Las religiones, los libros evolucionistas, nos han informado que necesitamos tiempo para cambiar de ‘lo que es’ a ‘lo que debería ser’. La distancia cubierta es tiempo. Y hemos aceptado que hay cierto placer y dolor en el llegar a ser no-violento cuando uno es violento, que alcanzar el ideal requiere de una enorme cantidad de tiempo. Y hemos seguido ciertamente este patrón todos los días de nuestra vida, lo hemos seguido sin cuestionarlo jamás. No dudamos. Seguimos el viejo patrón tradicional. Y tal vez ésa sea una de las desdichas del hombre -la esperanza de realización, y el dolor de ver que esa realización no se alcanza, no se obtiene fácilmente. ¿Existe realmente el tiempo en el mundo psicológico -o sea, cambiar eso que es, en algo por completo diferente? ¿Por qué existen en absoluto los ideales, las ideologías, ya sean políticas o religiosas? ¿No es éste uno de los conceptos divisivos del hombre que han generado conflicto? Después de todo, las ideologías, la derecha, la izquierda o el centro, son creadas por el estudio, por la actividad del pensamiento que sopesa, juzga y llega a una conclusión cerrando así la puerta a toda investigación mas completa. Las ideologías han existido tal vez tanto como el hombre puede recordar. Son como la creencia o la fe, que separan al hombre del hombre. Y esta separación se origina a través del tiempo. El ‘yo’, el ego, la persona, de la familia al grupo, a la tribu, a la nación. Uno se pregunta si las divisiones tribales podrán superarse alguna vez. El hombre ha tratado de unificar las naciones, que son realmente una forma glorificada del espíritu tribal. No podemos unificar las naciones. Siempre seguirán estando separadas. La evolución genera grupos separados. Y nosotros continuamos con las guerras, las religiosas y las otras. Y el tiempo no ha de cambiar esto. El conocimiento, la experiencia, las conclusiones definidas, jamás producirán una comprensión global, una relación global, una mente global. De modo que la pregunta es: ¿Hay posibilidad de producir un cambio en ‘lo que es’, en la realidad, haciendo totalmente caso omiso del tiempo? ¿Hay posibi1idad de cambiar la violencia -no tratando de convertirnos en no-violentos, lo cual constituye meramente el opuesto de ‘lo que es’? El opuesto de ‘lo que es’, es sólo otro movimiento del pensar. Nos preguntamos: ¿Puede la envidia, con todas sus implicaciones, cambiar sin que el tiempo esté involucrado en ello, sabiendo uno que la misma palabra ‘cambiar’ implica tiempo? -ni siquiera diremos ‘transformarse’, porque esa misma palabra ‘transformarse’ significa moverse de una forma a otra. ¿Puede, pues, la envidia terminar radicalmente sin la intervención del tiempo? El tiempo es pensamiento. El tiempo es pasado. El tiempo es motivo. Sin motivo alguno, ¿puede haber cambio? ¿Acaso la misma palabra motivo no implica ya una dirección, una conclusión? Y cuando hay un motivo, realmente no existe cambio alguno en absoluto. El deseo es, por otra parte, una cosa bastante compleja, compleja en su estructura. El deseo de producir un cambio, o la voluntad de cambiar, se convierten en el motivo y, por tanto, ese motivo distorsiona aquello que ha de experimentar el cambio, aquello que ha de terminarse. La terminación de algo no contiene tiempo.

Las nubes se están reuniendo lentamente alrededor de la montaña, y se mueven hasta oscurecer el sol; es probable que llueva nuevamente, como ayer. Porque aquí, en esta parte del mundo, es la estación de las lluvias. Nunca llueve durante la época del verano; cuando el tiempo es caluroso y seco, este valle está desierto. Más allá de los cerros, el desierto se extiende amplio, inacabable y yermo. Y otras veces se ve muy hermoso, tan vasto en su espacio. Su propia vastedad hace de él un desierto. Cuando la primavera termina, hace más y más calor; los árboles parecen marchitarse, las flores han desaparecido y la temperatura alta y seca limpia nuevamente todas las cosas. «Señor, ¿por qué dice usted que el tiempo es innecesario Para el cambio?» «Averigüemos cuál es la verdad del asunto, sin aceptar ni rechazar lo que uno ha dicho al respecto, sino sosteniendo un diálogo para explorar juntos esta cuestión. Uno ha sido educado para creer -y ésa es la tradiciónque el tiempo es necesario para el cambio. Es así, ¿no? Usamos el tiempo para convertir lo que somos en algo mas grande, en algo ‘más’. No estamos hablando del tiempo físico, del tiempo necesario para lograr una destreza física, sino que más bien estamos considerando si la psique puede llegar a ser algo más que lo que es, si puede llegar a ser mejor de lo que es, si puede alcanzar un estado más alto de conciencia. Todo eso es el movimiento de la medida, de la comparación. Nos estamos preguntando juntos, ¿no es así?, qué implica el cambio. Vivimos en desorden, confusos, inseguros, reaccionando contra esto y a favor de aquello, buscando la recompensa y evitando el castigo. Queremos estar seguros, aunque todo lo que hacemos parece generar inseguridad. Esto, y más, es lo que produce desorden en nuestra vida cotidiana. Usted no puede ser desordenado o negligente, por ejemplo, en los negocios. Tiene que ser preciso, tiene que pensar con claridad, con lógica. Pero esta misma actitud no la extendemos al mundo psicológico. Tenemos este constante impulso de alejarnos de ‘lo que es’, de convertirnos en otra cosa que la comprensión de ‘lo que es’, de eludir las causas del desorden». «Eso lo entiendo», dijo el interlocutor. «Realmente escapamos de ‘lo que es’. Jamás consideramos atentamente, diligentemente, qué es lo que ocurre, qué está sucediendo ahora en cada uno de nosotros. Sólo tratamos de reprimir o de trascender ‘lo que es’. Si experimentamos un gran sufrimiento -psicológico, interno- nunca lo observamos cuidadosamente. Queremos borrarlo de inmediato, encontrar algún consuelo. Y siempre está la lucha por alcanzar un estado libre de dolor, un estado en el que no haya desorden. Pero el intento mismo de producir orden, parece incrementar el desorden o generar otros problemas». «No sé si ha notado usted que cuando los políticos tratan de resolver un problema, esa misma solución multiplica otros problemas. También esto prosigue todo el tiempo». «¿Está usted diciendo, señor, que el tiempo no es un factor de cambio? Esto puedo captarlo vagamente, pero no estoy muy seguro de comprenderlo en realidad. De hecho, lo que usted sostiene es que si tengo un motivo para cambiar, ese motivo se vuelve un obstáculo para el cambio, porque ese motivo es mi deseo, es mi impulso por alejarme de aquello que es desagradable o perturbador, para ir hacia algo mucho más satisfactorio, algo que me dará una felicidad mayor. De modo que un motivo o una causa ya han dictado, o han moldeado la finalidad, la finalidad psicológica. Esto lo entiendo, empiezo a vislumbrar lo que usted expresa. Estoy comenzando a percibir la implicación que tiene el cambio sin tiempo». «Formulémonos entonces la pregunta: ¿Existe una percepción intemporal de ‘lo que es’? O sea, el mirar, el observar ‘lo que es’ sin que intervenga el pasado, sin todos los recuerdos acumulados, los nombres, las palabras, las reacciones -mirar ese sentimiento, esa reacción que llamamos, por ejemplo, ‘envidia’. Observar este sentimiento sin el actor -el actor, que es toda la rememoración de las cosas que han ocurrido con anterioridad. »El tiempo no es solamente la salida y puesta del sol, o el ayer, el hoy y el mañana. El tiempo es algo mucho más complicado, intrincado y sutil. Y para comprender realmente la naturaleza y profundidad del tiempo, uno ha de meditar sobre la cuestión de si el tiempo puede detenerse; no un tiempo ficticio ni el de la imaginación que evoca tantas probabilidades románticas, fantásticas, sino el tiempo que está en el campo de la psique -si ese tiempo puede cesar verdaderamente, de hecho. Ésa es realmente la cuestión. Uno puede analizar la naturaleza del tiempo, investigarla y tratar de descubrir si la continuidad de la psique es una realidad, o si es la esperanza del hombre por aferrarse a algo que le ofrezca alguna clase de seguridad, de consuelo. ¿Tiene el tiempo sus raíces en el cielo? Cuando uno mira los cielos, los planetas y el inimaginable número de las estrellas, se pregunta si ese universo puede ser comprendido por la cualidad de la mente que está ligada al tiempo. ¿Es necesario el tiempo para captar, para comprender todo el movimiento del cosmos y del ser humano -para ver instantáneamente lo que siempre es verdadero?

»Si es que puede uno señalarlo, tenemos que contener esto en nuestra mente, no pensar al respecto sino sólo observar todo el movimiento del tiempo, que es realmente el movimiento del pensar. El pensamiento y el tiempo no son dos cosas diferentes, dos movimientos, dos acciones diferentes. El tiempo es pensamiento y el pensamiento es tiempo. ¿Existe, para expresarlo de una manera diferente, la terminación total del pensamiento? O sea, la terminación del conocimiento. El conocimiento es tiempo, el pensamiento es tiempo, y nos estamos preguntando si este proceso acumulativo del conocimiento que recoge más y más información, que persigue más y más las intrincaciones de la existencia, si este proceso puede llegar a su fin. ¿Puede el pensamiento, que después de todo es la esencia de la psique -los temores, los placeres, las ansiedades, la soledad, el dolor, y el concepto del yo (‘yo’ como separado de otro)- puede esa actividad centrada en uno mismo, toda esa actividad egocéntrica, llegar a su fin? Cuando llega la muerte, hay un final para todo eso. Pero no hablamos de la muerte, del final definitivo; nos estamos preguntando si podemos percibir realmente que el pensamiento, el tiempo, tienen un final. »El conocimiento, después de todo, es la acumulación, a través del tiempo, de numerosas experiencias, el registro de múltiples incidentes, acontecimientos, etc.; este registro se almacena naturalmente en el cerebro, este registro es la esencia del tiempo. ¿Podemos descubrir cuándo el registro es necesario, y si el registro psicológico es necesario en absoluto? No es cuestión de que el conocimiento y la pericia que son necesarios se separen de lo otro, sino de empezar a comprender la naturaleza del registrar, comprender por qué los seres humanos registran y luego reaccionan a partir de ese registro. Cuando alguien nos insulta o nos lastima psicológicamente con una palabra, con un gesto, con una acción, ¿por qué debería registrarse esa ofensa? ¿Es posible no registrar la alabanza ni el insulto, de modo que la mente no se desordene jamás, de modo que tenga un vasto espacio, y la psique de la cual somos conscientes como el ‘yo’ -que a su vez es creado por el pensamiento y el tiempo- llegue a su fin? Siempre estamos temerosos de algo que jamás hemos visto o percibido -de algo que no hemos experimentado. Uno no puede experimentar la verdad. Para experimentar, tiene que haber un experimentador. El experimentador es el resultado del tiempo, de la memoria acumulada, del conocimiento, etcétera. »Como dijimos al principio, el tiempo exige una comprensión rápida, atenta, vigilante. En nuestra vida cotidiana, ¿podemos existir sin el concepto del futuro? No el concepto -perdóneme, no la palabra ‘concepto’- pero, ¿puede uno vivir internamente sin el tiempo? Las raíces del cielo no están en el tiempo y el pensamiento». «Señor, lo que usted dice se ha vuelto verdaderamente una realidad en la vida cotidiana. Sus diversas declaraciones acerca del tiempo y del pensamiento parecen ahora, mientras le escucho, tan sencillas, tan claras... y tal vez por un segundo o dos el tiempo cesa, se detiene. Pero cuando regrese a mi rutina ordinaria, con la fatiga y el hastío de todo eso -hasta el placer se vuelve más bien fastidioso- cuando regrese volveré a tomar los viejos hilos. Parece tan extraordinariamente difícil soltar los viejos hilos y mirar, sin reacción alguna, el paso del tiempo. Pero estoy empezando a comprender (y espero que no sea sólo verbalmente) que existe una posibilidad de no registrar, si puedo usar esa palabra. Me doy cuenta de que yo soy el registro. He sido programado para ser esto o aquello. Eso puede uno verlo con bastante facilidad, y tal vez pueda descartarlo por completo. Pero la terminación del pensamiento y de las intrincaciones del tiempo requiere una observación intensa, muchísima investigación. Pero, ¿quién es el que va a investigar, puesto que el investigador mismo es el resultado del tiempo? Capto algo. Lo que usted realmente dice es: Sólo observar sin reacción alguna, prestar atención total a las cosas comunes de la vida, y ahí descubrir la posibilidad de terminar con el tiempo y el pensamiento. Verdaderamente, ha sido ésta una interesante conversación». Jueves, 31 de marzo, 1983 Había estado lloviendo todo el día y las nubes colgaban bajas sobre el valle, los cerros y las montañas. Los cerros eran por completo invisibles. Es una mañana más bien sombría, pero hay hojas nuevas, nuevas flores y las cosas pequeñas están creciendo rápidamente. Es primavera, y están todas estas nubes y esta penumbra... La tierra se está recuperando del invierno, y en esta recuperación hay una gran belleza. Ha estado lloviendo casi todos los días por el último mes y medio, con grandes vientos y tormentas que destruyeron muchas casas y produjeron deslizamientos de tierra hacia la parte baja de los cerros. A todo lo largo de la costa se observa una gran destrucción. En esta parte del país todo parece ser muy desmedido. Nunca es lo mismo de un invierno a otro. Un invierno puede no llover casi nada, y en otros inviernos pueden descargarse las lluvias más destructivas, con enormes olas monstruosas que inundan los caminos. Y aunque estábamos en primavera, los elementos jamás se mostraban afables con la tierra. Por todo el país hay manifestaciones contra clases particulares de guerra, contra la destrucción nuclear. Están el pro y el contra. Los políticos hablan de la defensa, pero de hecho no existe tal defensa; sólo existe la guerra, la

matanza de millones de personas. Es ésta una situación bastante difícil. Es un gran problema el que el hombre está afrontando. Un lado quiere expandirse a su propio modo, el otro está apremiando agresivamente, vendiendo armas, originando ciertas definidas ideologías e invadiendo territorios. El hombre se está formulando ahora una pregunta que debió haberse formulado muchos años antes, no a último momento. Se ha estado preparando para las guerras durante todos los días de su vida. La preparación para la guerra parece ser, desafortunadamente, nuestra tendencia natural. Habiendo recorrido un largo trecho de ese camino, ahora nos preguntamos: ¿Qué haremos? ¿Qué hemos de hacer nosotros, los seres humanos? Al enfrentarnos realmente al problema, ¿cuál es nuestra responsabilidad? Esto es lo que de hecho está afrontando nuestra humanidad actual, no qué tipos de instrumentos de guerra debemos inventar y construir. Siempre originamos una crisis y después nos preguntamos qué hacer. Dada la situación tal como es ahora, los políticos y el gran público en general decidirán con su orgullo nacional y racial, con sus patrias, sus suelos natales y todo eso. La pregunta es demasiado tardía. La pregunta que tenemos que formularnos, a pesar de la acción inmediata que podamos tomar, es si resulta posible terminar con todas las guerras, no con una clase particular de guerra -la nuclear o la ortodoxa- y descubrir muy seriamente cuáles son las causas de la guerra. Hasta que esas causas no se descubran y se disuelvan, ya sea que tengamos guerras convencionales o la forma nuclear de guerra, continuaremos igual y el hombre destruirá al hombre. De modo que realmente debemos preguntarnos: ¿Cuáles son, esencialmente, fundamentalmente, las causas de la guerra? Tenemos que ver juntos las verdaderas causas, no las inventadas, no las causas románticas, patrióticas y toda esa insensatez, sino ver realmente por qué el hombre prepara el asesinato legal -la guerra. Hasta que no investiguemos esto y encontremos la respuesta, las guerras proseguirán. Pero no lo estamos considerando con seriedad suficiente, no estamos intensamente comprometidos en el descubrimiento de las causas de la guerra. Desechando lo que ahora tenemos que afrontar, la inmediatez del problema, la crisis presente, ¿podemos juntos descubrir las verdaderas causas y anularlas, disolverlas? Esto requiere que tengamos el impulso de encontrar la verdad. Uno tiene que preguntarse por qué existe esta división -el ruso, el americano, el inglés, el francés, el alemán, etcétera-, por qué existe esta división entre hombre y hombre, entre raza y raza, cultura contra cultura, una serie de ideologías contra otra. ¿Por qué? ¿Por qué esta separación? El hombre ha dividido la tierra como ‘mía’ y ‘tuya’ -¿por qué? ¿Por qué esta separación? ¿Es porque tratamos de encontrar seguridad, autoprotección en un grupo particular, o en una fe o creencia particular? Porque las religiones también han dividido a la humanidad, han puesto al hombre contra el hombre -los hindúes, los musulmanes, los cristianos, los judíos, etcétera. El nacionalismo, con su infortunado criterio patriótico, es realmente una forma glorificada, ennoblecida del espíritu tribal. En una tribu pequeña o en una tribu muy grande, impera el sentimiento de estar unidos mediante la misma lengua, las mismas supersticiones, la misma clase de sistema político o religioso. Y ahí uno se siente a salvo, protegido, feliz, cómodo. Y por esa seguridad, por esa comodidad, estamos dispuestos a matar a otros que igualmente desean estar seguros, sentirse protegidos, pertenecer a algo. Este terrible anhelo de identificarnos con un grupo, con una bandera, con un ritual religioso y esas cosas, nos da la sensación de que tenemos raíces, de que no somos nómadas sin hogar. Existe ese deseo, ese apremio por encontrar las propias raíces. Y también hemos dividido el mundo en esferas de poder económico, con todos sus problemas. Tal vez una de las principales causas de la guerra sea la industria pesada. Cuando la industria y la economía marchan mano a mano con la política, deben inevitablemente alimentar una actividad separativa a fin de mantener su nivel económico. Todos los países, tanto los grandes como los pequeños, están haciendo esto. Los países pequeños son armados por las grandes naciones -en algunos casos silenciosamente, subrepticiamente, en otros, abiertamente. La causa de toda esta desdicha, de este sufrimiento y del enorme despilfarro de dinero en armamentos, ¿es el visible mantenimiento del orgullo, del anhelo de ser superiores a otros? Ésta es nuestra tierra, no la tierra mía o la de él. Hemos nacido para vivir en ella, ayudándonos unos a otros, no destruyéndonos unos a otros. Éste no es ningún disparate romántico, sino el hecho real. Pero el hombre ha dividido la tierra esperando con eso encontrar, en lo particular, la felicidad, la seguridad, un sentido de bienestar duradero. A menos que ocurra un cambio radical y eliminemos todas las nacionalidades, todas las ideologías, todas las divisiones religiosas, y establezcamos una relación global -primero psicológicamente, internamente, antes de organizar lo externo- continuaremos con las guerras. Si dañamos a otros, si matamos a otros, ya sea a causa de la ira o mediante el asesinato organizado que se llama guerra, cada uno de nosotros -que es el resto de la humanidad, no un ser humano separado que pelea con el resto de la humanidad- se está destruyendo a sí mismo. Éste es el problema básico, real, que tenemos que comprender y resolver. Hasta que no nos comprometamos dedicándonos a erradicar estas divisiones nacionales, económicas y religiosas, estaremos perpetuando la guerra, seremos responsables por todas las guerras -tradicionales o nucleares. Ésta es, verdaderamente, una cuestión muy importante y urgente: averiguar si el hombre, cada uno de nosotros puede producir este cambio en sí mismo. No decir: «Si yo cambio, ¿tendrá eso algún valor? ¿No será sólo una gota

en un lago muy vasto, sin efecto alguno en absoluto? ¿Qué sentido tiene que yo cambie?» Ésta es una pregunta equivocada, porque uno es el resto de la humanidad. Uno es el mundo, no está separado del mundo. Uno no es un americano, un ruso, un hindú o un musulmán. Existimos aparte de estas etiquetas, de estas palabras; cada uno de nosotros es el resto de la humanidad porque su conciencia, sus reacciones, son similares a las de los otros. Podemos hablar un idioma diferente, tener costumbres diferentes, eso es la cultura superficial -aparentemente, todas las culturas son superficiales- pero nuestra conciencia, nuestras reacciones, nuestra fe, nuestras creencias e ideologías, nuestros miedos y ansiedades, la soledad, el dolor y el placer que experimentamos, son similares a los del resto de la humanidad. Si uno cambia, ello afectará a toda la humanidad. Es importante considerar esto -no de manera vaga o superficial- al investigar, buscar, examinar las causas de la guerra. La guerra sólo puede comprenderse y se le puede poner fin, si uno mismo y todos aquellos que se interesan profundamente en la supervivencia del ser humano, sienten que son totalmente responsables por la matanza de otros. ¿Qué es lo que nos hará cambiar? ¿Qué hará que nos demos cuenta de la espantosa situación que ahora hemos originado? ¿Qué hará que nos opongamos a toda división -religiosa, nacional, ética, etcétera? ¿Lo hará un mayor sufrimiento? ¡Pero si hemos tenido miles y miles de años de sufrimiento y el hombre no ha cambiado! Aún prosigue la misma tradición, el mismo sentimiento tribal, las mismas divisiones religiosas de ‘mi dios’ y ‘tu dios’. Los dioses y sus representantes los ha inventado el pensamiento; no tienen una realidad factual en nuestra vida cotidiana. Casi todas las religiones han dicho que matar seres humanos es el mayor de los pecados. Mucho antes del cristianismo, los hindúes decían esto, lo decían los budistas, y no obstante la gente mata a pesar de su creencia en un dios, o de su creencia en un salvador y cosas así; y continúa por la senda de la matanza humana. ¿Nos cambiará la recompensa del cielo o el castigo del infierno? Eso también se le ha ofrecido al hombre; y también eso ha fracasado. Ninguna imposición externa, ni leyes, ni sistemas detendrán jamás la matanza del hombre. Ninguna convicción intelectual o romántica pondrá tampoco fin a las guerras. Éstas terminarán sólo cuando cada uno de nosotros, como los demás seres humanos, veamos la verdad de que mientras siga habiendo división en cualquiera de sus formas, tiene que haber conflicto, limitado o amplio, reducido o expansivo, tiene que haber lucha, dolor. De modo que uno es responsable, no sólo hacia sus hijos, sino hacia el resto de la humanidad. A menos que esto se comprenda profundamente, no de manera verbal o a base de ideas o del mero intelecto, sino que lo sintamos en nuestra sangre, en nuestro modo de mirar la vida, en nuestras acciones, estaremos sosteniendo el asesinato organizado que llamamos ‘guerra’. La instantánea percepción de esto es mucho más importante que la respuesta inmediata a un problema que es la consecuencia de miles de años en que el hombre viene matando al hombre. El mundo está enfermo, y no hay nadie de afuera que pueda ayudarlo a uno, excepto uno mismo. Hemos tenido líderes, especialistas, toda clase de agentes externos, incluyendo a Dios -y no han tenido efecto, no han ejercido influencia alguna sobre nuestro estado psicológico. Ellos no pueden guiarnos. Ningún estadista, ningún maestro, ningún gurú, nadie puede hacer que en lo interno seamos fuertes y supremamente sanos. En tanto estemos en desorden, en tanto no mantengamos nuestra casa interna en una condición apropiada, en un estado correcto, crearemos el profeta externo, y éste siempre nos llevará por un camino engañoso. Nuestra casa está en desorden, y nadie en esta tierra o en el cielo puede producir orden en nuestra casa. A menos que uno comprenda por sí mismo la naturaleza del desorden, la naturaleza del conflicto, la naturaleza de la división, la casa de uno -que es uno mismo- siempre permanecerá en desorden, estará en guerra. No es cuestión de quién tiene el más grande poder militar. Es más bien el problema del hombre contra el hombre; es el hombre el que ha creado las ideologías, y estas ideologías que el hombre ha creado están las unas contra las otras. Hasta que estas ideas, estas ideologías, lleguen a su fin y cada hombre se vuelva responsable por los otros seres humanos, no podrá haber paz en el mundo. Lunes, 18 de abril1, 1983 Es un nuevo día, y el sol aún tardará más o menos una hora en levantarse. Está muy oscuro y los árboles se hallan silenciosos a la espera del amanecer, de que el sol asome detrás de los cerros. Debería haber una plegaria para el amanecer. Éste llega muy lentamente, penetrando el mundo en su totalidad. Y aquí, en esta casa tranquila y apartada, rodeada de naranjos y algunas flores, hay una quietud extraordinaria. Todavía los pájaros no han comenzado a cantar su canto matinal. El mundo está dormido, al menos lo está en esta parte de la tierra, lejos de toda civilización, lejos del ruido, de la brutalidad, de la vulgaridad y de la palabrería de los políticos. 1

Entre el 31 de marzo y esta fecha, Krishnamurti estuvo en Nueva York, donde ofreció dos pláticas en el Felt Forum, Madison Square Garden, y asistió a un seminario organizado por el Dr. David Shainberg.

Pausadamente, con gran paciencia, el amanecer se inicia en el profundo silencio de la noche, silencio que rompen la paloma torcaza y el ulular de un búho. Hay numerosos búhos aquí llamándose unos a otros. Y los cerros y los árboles están empezando a despertar. El alba comienza en medio del silencio, cada vez más luminosa, mientras el rocío cubre las hojas y el sol va asomando sobre el cerro. Sus primeros rayos quedan atrapados en aquellos árboles altísimos, en ese viejo roble que ha estado ahí por mucho, muchísimo tiempo. Y la paloma torcaza empieza con su suave y lastimero llamado. Al otro lado del camino, más allá de los naranjos, se escucha el reclamo de un pavo real. Incluso en esta parte del mundo hay pavos reales, al menos unos pocos. Y el día ha comenzado. Es un día maravilloso; tan nuevo, tan fresco, tan vital y pleno de belleza. Es un nuevo día, sin recuerdo alguno del pasado, sin el llamado de algún otro día. Es una gran maravilla observar todas esas bellezas -aquellos brillantes naranjos con sus hojas oscuras, y las pocas flores, resplandecientes en su gloria. Uno se sorprende ante esta luz extraordinaria que sólo esta parte del mundo parece poseer. Se asombra cuando contempla la creación que parece no tener principio ni fin -no una creación del ingenioso pensamiento, sino la creación de una mañana nueva. Esta mañana es como si jamás hubiera sido antes, tan brillante, tan clara. Y los cerros azules la contemplan. Es la creación de un día nuevo como jamás ha existido en el pasado. Hay una ardilla con una larga y tupida cola, temblando tímida en el antiguo pimentero que ha perdido numerosas ramas; está envejeciendo mucho. Debe de haber visto innumerables tormentas; igual que al roble, en su vejez se le ve sereno, con una gran dignidad. Es una mañana nueva, plena de una vida antigua; es una mañana sin tiempo, sin problemas. Existe, y eso en sí es un milagro. Es una mañana nueva sin recuerdo alguno. Todos los días pasados han tocado a su fin, se han ido, y la voz de la paloma torcaza llega a través del valle; el sol está ahora sobre el cerro y cubre la tierra. Y esto tampoco tiene un ayer. Los árboles bajo el sol, y las flores, no tienen tiempo. Es el milagro de un nuevo día. «Queremos continuidad», dijo el hombre. «La continuidad forma parte de nuestra vida. La continuidad de generación tras generación, de la tradición, de las cosas que hemos conocido y recordado. Anhelamos la continuidad y hemos de tenerla. De lo contrario, ¿qué somos? La continuidad está en las raíces mismas de nuestro ser. Existir es continuar. La muerte puede venir, puede haber un fin para muchas cosas, pero siempre está la continuidad. Retrocedemos en el tiempo para encontrar nuestras raíces, nuestra identidad. Si uno ha conservado el conocimiento de sus comienzos como una familia, probablemente pueda rastrear su identidad generación tras generación por muchos siglos -si es que uno se interesa en esa clase de cosas. La continuidad del culto a un dios, la continuidad de las ideologías, la continuidad de opiniones, valores, juicios, conclusiones -hay una continuidad en todas las cosas que uno recuerda. Hay una continuidad desde el momento en que nacemos hasta que morimos, con todas las experiencias, con todo el conocimiento que el hombre ha adquirido. ¿Es eso una ilusión?» «¿Qué es lo que tiene continuidad? Ese roble, que probablemente tiene doscientos años, posee una continuidad hasta que muere o es tronchado por el hombre. ¿Y cuál es esta continuidad que el hombre desea y anhela tanto? ¿El nombre, la forma, la cuenta bancaria, las cosas que se recuerdan? La memoria posee una continuidad, las remembranzas de aquello que ha sido. Toda la psique es memoria y nada más. Le atribuimos a la psique muchas cosas cualidades, virtudes, acciones deshonestas, y el ejercicio de muchos actos inteligentes tanto en el mundo externo como en el interno. Y si uno la examina diligentemente, sin ningún prejuicio, sin conclusión alguna, comienza a ver que toda nuestra existencia es una vasta red de recuerdos, de remembranzas, de cosas que han sucedido antes; y todo eso es lo que tiene continuidad. Y a eso nos aferramos desesperadamente». La ardilla ha regresado. Ha estado lejos por un par de horas; ahora está de vuelta sobre la rama mordisqueando alguna cosa, observando, escuchando extraordinariamente alerta y vigilante, activa, vibrante de excitación. Viene y parte sin decirle a uno adónde va ni cuándo regresará. Y a medida que el día se pone más caluroso, la torcaza y los otros pájaros desaparecen. Hay unas cuantas palomas que vuelan en grupo de un lugar a otro. Se puede escuchar el sonido de sus alas batiendo el aire. Solía haber un zorro por aquí -uno no lo ha visto por mucho tiempo. Probablemente se ha ido para siempre. Hay demasiadas personas cerca de aquí. Hay muchos roedores, pero la gente es peligrosa. Y ésta es una pequeña ardilla tímida y voluntariosa como la golondrina. Si bien no hay continuidad excepto la de la memoria, ¿existe en todo el ser humano, en el cerebro, un lugar, un punto, un área pequeña o vasta donde la memoria no opere en absoluto, un área que la memoria no haya tocado jamás? Es una cosa notable observar todo esto, tantear el camino sensatamente, racionalmente, ver la complejidad, las intrincaciones de la memoria y su continuidad, que es, después de todo, el conocimiento. El conocimiento está siempre en el pasado, el conocimiento es el pasado. El pasado es una vasta memoria acumulada como tradición. Y cuando uno ha recorrido ese sendero diligentemente, cuerdamente, por fuerza tiene que preguntarse: ¿Existe un

área en el cerebro humano, o en la propia estructura y naturaleza de un ser humano -no meramente en el mundo externo de sus actividades sino internamente, muy en lo profundo de los inmensos y silenciosos escondrijos de su cerebro- existe algo que no sea el resultado de la memoria, que no sea el movimiento de una continuidad? Los cerros y los árboles, los prados y los huertos, continuarán en tanto la tierra exista, a menos que el hombre en su crueldad y desesperación lo destruya todo. El torrente, el manantial del que proviene, tienen una continuidad, pero uno nunca se pregunta si los cerros y las cosas que están más allá de los cerros poseen su continuidad propia. Si la continuidad no existe, ¿qué es lo que hay? No hay nada. Uno tiene miedo de ser nada. ‘Nada’ [nothing] significa ‘ninguna cosa’ [not a thing] -ninguna cosa creada por el pensamiento, ninguna cosa proyectada por la memoria, por los recuerdos, ninguna cosa que uno pueda poner en palabras y después medir. Sin duda alguna, con absoluta certeza, existe un área donde el pasado no proyecta ninguna sombra, donde el tiempo -pasado, presente y futuro- no significa nada. Nosotros siempre hemos tratado de medir con palabras algo que no conocemos. Lo que no conocemos tratamos de entenderlo y le ponemos palabras, convirtiéndolo así en un ruido continuo. Y de este modo atoramos nuestro cerebro, que ya se encuentra atorado, con los sucesos, las experiencias, los acontecimientos del pasado. Pensamos que el conocimiento es psicológicamente de gran importancia, pero no lo es. Uno no puede elevarse internamente mediante el conocimiento; el conocimiento tiene que cesar para que lo nuevo sea. ‘Nuevo’ es una palabra para designar algo que nunca ha sido antes. Y eso no puede ser comprendido o captado por las palabras o los símbolos; está ahí, más allá de todos los recuerdos. Martes, 19 de abril, 1983 Este invierno llovió constantemente día tras día, prácticamente durante los últimos tres meses. Ésta es más bien una extravagancia de California -o no llueve en absoluto o llueve como para anegar la tierra. Ha habido grandes tormentas y muy pocos días soleados. Ayer estuvo lloviendo durante todo el día y esta mañana las nubes se hallan muy bajas sobre los cerros y todo se ve bastante sombrío. Las hojas permanecen abatidas por la lluvia de ayer. La tierra se encuentra empapada. Los árboles y el magnífico roble deben de estar preguntándose dónde está el sol. En esta mañana tan particular, con las nubes que ocultan las montañas y los cerros hasta casi tocar el valle, uno se pregunta: ¿Qué significa ser serio? ¿Qué significa tener una mente, o, si se prefiere, un cerebro muy quieto y serio? ¿Somos serios alguna vez? ¿O siempre vivimos en un mundo de superficialidad, yendo de acá para allá, peleando, riñendo violentamente sobre cosas completamente triviales? ¿Qué significa tener un cerebro muy despierto, no limitado por sus propios pensamientos, recuerdos y reminiscencias? ¿Qué significa tener un cerebro libre de toda la confusión de la existencia, de toda la angustia, de toda la ansiedad y el dolor que jamás se termina? ¿Es de algún modo posible tener una mente por completo libre, un cerebro libre no moldeado por influencias, por la experiencia y por la vasta acumulación del conocimiento? El conocimiento es tiempo; el aprender implica tiempo. Aprender a tocar el violín requiere una paciencia infinita, meses de práctica, años de una dedicación concentrada. Aprender a adquirir una destreza, aprender a convertirse en un atleta o a armar una buena máquina, o llegar a la luna, todo esto requiere tiempo. ¿Pero hay algo que aprender acerca de la psique, acerca de lo que somos -todos los caprichos, las complejidades de las propias acciones y reacciones, la esperanza, el fracaso, el dolor y la alegría... qué hay que aprender acerca de todo eso? Como siempre lo hemos dicho, en cierto campo de nuestra existencia física es necesario reunir conocimientos y actuar a base de esos conocimientos, lo cual requiere tiempo. ¿Es que extendemos el mismo principio, el mismo movimiento de tiempo al mundo psicológico? Aquí también decimos que tenemos que aprender acerca de nosotros mismos, de nuestras reacciones, de nuestra conducta, de nuestras exaltaciones y depresiones, de nuestras ideaciones, etc.; pensamos que todo eso también requiere tiempo. Uno puede aprender acerca de lo limitado, pero no puede aprender acerca de lo ilimitado. Y nosotros tratamos de aprender acerca de todo el campo de la psique, y decimos que para ello se necesita tiempo. Pero en ese campo el tiempo puede ser una ilusión, puede ser un enemigo. El pensamiento crea la ilusión, y esa ilusión se desarrolla, crece, se extiende. La ilusión de toda la actividad religiosa debe de haber empezado muy, muy sencillamente, y vean adónde ha llegado -con su inmenso poder, sus enormes propiedades, la gran acumulación de las obras de arte, de las riquezas; y con la jerarquía religiosa exigiendo obediencia, apremiándonos para que tengamos más fe. Todo eso es la expansión, el cultivo y el desarrollo de la ilusión, lo cual ha tomado muchos siglos. Y la psique es todo el contenido de la conciencia, es la memoria de todas las cosas pasadas y muertas. ¡Qué importancia damos a la memoria! La psique es memoria. Toda la tradición es meramente el pasado. Nos aferramos a eso, queremos aprender acerca de todo eso, y pensamos que para ello el tiempo es tan necesario como lo es en el otro campo.

No sé si alguna vez nos preguntamos si hay un final para el tiempo -el tiempo para llegar a ser, para realizarnos personalmente. ¿Hay algo que aprender acerca de todo eso? ¿O es posible ver que todo este movimiento ilusorio de la memoria, que parece tan real, puede terminar? Si el tiempo se detiene, ¿cuál es, entonces, la relación que hay entre aquello que está más allá del tiempo, y todas las actividades físicas del cerebro, como la memoria, el conocimiento, los recuerdos, las experiencias? ¿Qué relación hay entre lo uno y lo otro? El conocimiento y el pensamiento, ya se ha dicho, son limitados. Lo limitado no puede tener ninguna relación con lo ilimitado, pero lo ilimitado puede tener alguna clase de comunicación con lo limitado, aunque esa comunicación tiene que ser siempre limitada, estrecha, fragmentaria. Si uno tiene predisposición mercantil, podría preguntarse cuál es la utilidad de todo esto, de qué sirve lo ilimitado, qué provecho puede el hombre sacar de eso. Siempre deseamos una recompensa. Vivimos a base del principio de premio y castigo, como un perro al que han adiestrado; uno lo premia cuando obedece. Y actuamos de manera bastante similar, en el sentido de que queremos ser recompensados por nuestras acciones, por nuestra obediencia, etcétera. Tal exigencia nace del cerebro limitado. El cerebro es el centro del pensamiento, y el pensamiento es siempre limitado bajo todas las circunstancias. Puede inventar lo teórico, lo extraordinario, lo inmensurable, pero su invención es siempre limitada. Es por eso que uno ha de estar completamente libre de todo el afán y el tráfago de la existencia y de la actividad egocéntrica, para que lo ilimitado sea. Aquello que es inmensurable no pueden medirlo las palabras. Siempre tratamos de encerrar lo inmensurable en una estructura de palabras, pero el símbolo no es lo real. Y nosotros le rendimos culto al símbolo; por lo tanto, vivimos siempre en un estado de limitación. De modo que, con las nubes suspendidas sobre las copas de los árboles y con los pájaros silenciosos que aguardan los truenos, ésta es una mañana apropiada para estar serios, para inquirir en toda la existencia, para cuestionar a los dioses mismos y a toda la actividad humana. Nuestras vidas son muy cortas, y durante ese corto periodo no hay nada que aprender acerca del campo total de la psique, que es el movimiento de la memoria. Sólo podemos observarlo. Observar sin movimiento alguno del pensar, observar sin el tiempo, sin el conocimiento pasado, sin el observador, que es la esencia del pasado. Sólo observar. Observar esas nubes que se forman y vuelven a formarse, observar los árboles, los pajarillos. Todo eso es parte de la vida. Cuando uno observa atentamente, diligentemente, no hay nada que aprender; sólo existe ese vasto espacio, ese silencio, ese vacío que es energía devastadora. Miércoles, 20 de abril, 1983 En el extremo de cada hoja, tanto de las más pequeñas como de las grandes, había una gota de agua reluciendo al sol como una joya extraordinaria. Y soplaba una ligera brisa, pero esa brisa de ningún modo perturbaba ni destruía esa gota sobre las hojas lavadas por la última lluvia. Era una mañana muy tranquila, apacible, llena de encanto, y con un sentido de bendición en el aire. Y mientras uno contemplaba la luz sobre cada hoja limpia, resplandeciente, la tierra se volvía extraordinariamente hermosa, a pesar de los cables telegráficos con sus feos postes. A pesar de todo el ruido del mundo, la tierra era rica, paciente, perdurable; y aunque había terremotos muy destructivos aquí y allá, la tierra seguía siendo bella. Uno jamás aprecia la tierra a menos que realmente viva con ella, trabaje con ella, ponga sus manos en el polvo, levante grandes piedras y guijarros -uno nunca conoce el extraordinario sentimiento de estar en contacto íntimo con la tierra, con las flores, con los árboles gigantescos, la fuerte hierba y los setos vivos que bordean el camino. Todas las cosas estaban llenas de vida esa mañana. Mientras uno las contemplaba, había un sentimiento de júbilo inmenso; el cielo era azul, el sol iba asomando lentamente sobre los cerros y había una gran claridad. El sinsonte sobre el cable eléctrico hacía sus payasadas, saltando hacia lo alto, dando una voltereta y bajando nuevamente sobre el mismo punto del alambre. Mientras uno estaba observando cómo el pájaro se regocijaba, saltando en el aire y bajando luego en círculos con sus agudos chillidos y su alegría de vivir, sólo ese pájaro existía, no existía el observador. El observador ya no estaba allí, solamente el pájaro gris y blanco con su larga cola. En esa observación del pájaro que se regocijaba en su revoloteo, no había movimiento alguno del pensar. Nunca observamos por mucho tiempo. Cuando, sin que haya sentido alguno del observador, observamos con gran paciencia a esos pájaros, esas gotitas en las hojas temblorosas, las abejas y las flores y la larga fila de hormigas, entonces el tiempo cesa, el tiempo se detiene. Uno no se toma tiempo para observar o para tener la paciencia de observar. A través de la observación aprendemos una gran cantidad de cosas -observando a las personas, el modo en que caminan, sus conversaciones, sus gestos. Podemos verlas a través de su vanidad o de la negligencia hacia sus propios cuerpos. Son indiferentes, son insensibles. Había un águila volando en la altura; haciendo círculos sin batir las alas, llevada por la corriente de aire, se alejó más allá de los cerros y se perdió de vista. Observar, aprender; el aprender es tiempo, pero el observar no

contiene tiempo. O el escuchar; escuchar sin interpretación alguna, sin ninguna reacción, sin ninguna clase de prejuicio. Escuchar ese trueno en los cielos, el trueno rodando entre los cerros. Jamás escuchamos completamente, siempre hay una interrupción. El observar y el escuchar constituyen un gran arte -observar y escuchar sin reacción alguna, sin ningún sentido del ‘escuchador’ o del ‘observador’. Observando y escuchando aprendemos infinitamente más que a través de cualquier libro. Los libros son necesarios, pero el observar y el escuchar agudizan nuestros sentidos. Porque, después de todo, el cerebro es el centro de todas las reacciones, de todos los pensamientos y los recuerdos. Pero si nuestros sentidos no están intensamente despiertos, no podemos realmente observar y escuchar y aprender, no sólo acerca de cómo actuar, sino acerca del aprender en sí; y todo ello es el terreno donde puede germinar la semilla de la bondad. Cuando existe este sencillo, claro observar y escuchar, entonces hay percepción alerta a todo -uno percibe el color de esas flores, rojas, amarillas, blancas, el color de las hojas primaverales con sus tallos tan tiernos, tan delicados; hay percepción del cielo, de la tierra y de esas personas que pasan cerca de uno. Han estado parloteando por todo ese largo camino, sin mirar en ningún momento los árboles, las flores, el cielo y los magníficos cerros. Ni siquiera se dan cuenta de lo que pasa alrededor de ellas. Hablan mucho del ambiente, de cómo debemos proteger la naturaleza, etc., pero no parecen advertir la belleza y el silencio de los cerros y la dignidad de un viejo y maravilloso árbol. Ni siquiera se dan cuenta de sus propios pensamientos, de sus propias reacciones, ni del modo en que caminan, ni de las ropas que visten. Esto no quiere decir que uno haya de ser egocéntrico en su observación, en su percepción; sólo ha de estar alerta. Cuando observamos hay opción entre lo que debemos hacer o no debemos hacer, hay agrado y desagrado, hay prejuicios, temores, ansiedades, están las alegrías que recordamos, los placeres que hemos perseguido; en todo esto hay opción, y pensamos que la opción nos da libertad. Nos gusta esa libertad para elegir; pensamos que la libertad es necesaria para elegir -o mejor dicho, esa elección, esa opción, nos da una sensación de libertad- pero cuando vemos las cosas muy, muy claramente, no existe tal opción. Y eso nos lleva a una percepción directa en la que no hay opciones -un darnos cuenta sin agrado ni desagrado alguno. Cuando existe realmente esta sencilla, honesta percepción directa sin opciones, ella nos lleva a otro factor, que es la atención. Esta palabra significa extenderse, asirse, agarrarse, pero ésa sigue siendo la actividad del cerebro, está en el cerebro. La observación, la percepción, la atención, están dentro del campo del cerebro, y éste es limitado -está condicionado por todos los hábitos de las generaciones pasadas, por las impresiones, las tradiciones, y por toda la insensatez y la bondad del hombre. Por lo tanto, toda acción que surge de esta atención todavía es limitada, y lo que es limitado debe, inevitablemente, generar desorden. Cuando uno piensa en sí mismo de la mañana a la noche -en sus propias preocupaciones, en sus propios deseos, exigencias y realizaciones- esta actividad egocéntrica, siendo muy, muy limitada, tiene que causar fricción en la relación con los demás, la cual también es, entonces, limitada; tiene que haber tensión y perturbaciones de muchas clases -la perpetua violencia de los seres humanos. Cuando uno está atento a todo esto, atento sin opción alguna, entonces de ello surge el discernimiento total. Este discernimiento no es un acto de recordación, de continuación de la memoria. El discernimiento total es como un relámpago de luz. Uno ve con absoluta claridad todas las complicaciones, las consecuencias, las intrincaciones del pensamiento. Entonces este mismo discernimiento es acción completa, y en ella no hay lamentaciones, no hay un mirar hacia atrás, no hay sentido alguno de agobio o de discriminación. Es la acción del puro y claro discernimiento -una percepción que no contiene vestigio alguno de duda. Casi todos nosotros empezamos con la certidumbre y, a medida que envejecemos, esa certidumbre se convierte en incertidumbre, y morimos con la incertidumbre. Pero si uno empieza con la incertidumbre, cuestionando, inquiriendo, exigiendo, dudando verdaderamente de la conducta humana, de todos los rituales religiosos con sus imágenes y sus símbolos, entonces de esa duda surge la claridad de la certidumbre. Cuando existe un claro discernimiento, por ejemplo, en la violencia, el discernimiento mismo disipa toda violencia. Ese discernimiento se encuentra fuera del cerebro, si puede uno expresarlo así. No es del tiempo. No pertenece a la memoria ni al conocimiento, y así, en su acción transforma las células mismas del cerebro. Ese discernimiento es completo, íntegro, y de esa integridad puede surgir una acción lógica, cuerda, racional. Todo este movimiento de observar, de prestar atención al destello explosivo del discernimiento, es un movimiento único; no se llega a él paso a paso. Es como una rápida saeta. Y sólo ese discernimiento, esa percepción instantánea, directa, puede liberar al cerebro de su condicionamiento -no el esfuerzo del pensar, que es una resolución al ver la necesidad de algo; nada de eso puede liberarnos totalmente del condicionamiento. Todo esto implica el tiempo y la terminación del tiempo. El hombre está atado al tiempo, y esa atadura, esa esclavitud al tiempo es el movimiento del pensar. Por lo tanto, hay discernimiento total donde cesan el pensamiento y el tiempo. Unicamente entonces puede darse el florecimiento del cerebro. Unicamente entonces puede uno tener una relación completa con la Mente.

Jueves, 21 de abril, 1983 Hay una cabaña muy alta entre los cerros, un tanto aislada pese a que hay allí otras cabañas. La cabaña está en medio de esos maravillosos viejos árboles gigantes, las secoyas1. Se dice que algunas de ellas han existido desde el tiempo de los antiguos egipcios, quizá desde Ramsés II. Son árboles realmente maravillosos. Su corteza es de color rosado y brilla al sol de la mañana Estos árboles no pueden quemarse; la corteza resiste el fuego, y uno puede ver donde los viejos indios hacían hogueras alrededor del árbol; la oscura marca del fuego aún está ahí. Son realmente muy gigantescos en tamaño, sus troncos son enormes, y si uno se sienta muy quietamente bajo ellos a la luz de la mañana, con el sol en medio de las copas de los árboles, todas las ardillas que se encuentran ahí vendrán muy cerca de uno. Son muy inquisitivas, igual que los grajos, porque también hay grajos aquí, pájaros azules, muy azules, siempre listos para increparlo a uno preguntándole por qué está ahí, diciéndole que está perturbando el área que les pertenece, y que uno debe irse lo más rápidamente posible. Pero si uno permanece inmóvil observando, contemplando la belleza de la luz solar entre las hojas en el aire quieto, entonces ellos lo dejarán tranquilo, lo aceptarán igual que las ardillas. No era aún la estación, de modo que las cabañas estaban vacías y uno se encontraba solo, y en la noche había mucho silencio. Ocasionalmente, solían venir los osos, y a veces se oían sus pesados cuerpos chocar contra la cabaña. Éste podía haber sido un lugar completamente salvaje, porque la civilización moderna no lo ha destruido del todo. Uno tenía que escalar desde el llano, yendo y viniendo, más y más hacia arriba hasta llegar a este bosque de secoyas. Había torrentes que corrían hacia abajo por la ladera. ¡Era tan extraordinariamente hermoso encontrarse solo en medio de estos inmensos, altísimos árboles, antiguos más allá de la memoria y tan por completo indiferentes a lo que estaba ocurriendo en el mundo, silenciosos en su antigua dignidad y fuerza! Y en esta cabaña, rodeado por estos añosos árboles, uno estaba solo día tras día, observándolo todo, haciendo largas caminatas sin toparse prácticamente con nadie. Desde tal altura podían verse los llanos iluminados por el sol, sumergidos en sus ocupaciones; se divisaban los automóviles como pequeños insectos persiguiéndose unos a otros. Y aquí arriba sólo los verdaderos insectos estaban atareados todo el día. Había muchísimas hormigas. Las rojas trepaban sobre las piernas, pero nunca parecían prestarle a uno mucha atención. Desde esta cabaña uno alimentaba a las ardillas. Había una ardilla en particular que solía venir todas las mañanas, y uno tenía preparada una bolsa con cacahuetes que le iba dando uno por uno; la ardilla acostumbraba llenarse con ellos la boca, luego cruzaba el antepecho de la ventana y venía a la mesa con la tupida cola arrollada hasta casi tocar su cabeza. Solía tomar muchos de estos cacahuetes pelados, e incluso a veces los que aún tenían cáscara, y cruzando la habitación saltaba de vuelta al antepecho de la ventana, y de allí hacia abajo a la galería, desde donde, recorriendo el espacio libre, se introducía en un árbol muerto dentro de un agujero donde tenía su hogar. Acostumbraba venir, y tal vez por una hora o más aguardaba estos cacahuetes yendo y viniendo de un lado a otro. Por entonces ya era muy mansa, se dejaba acariciar, y era tan suave, tan dulce, lo miraba a uno con sus ojos primero llenos de sorpresa y después amistosos. Sabía que no la lastimarían. Un día, al cerrar todas las ventanas mientras ella estaba adentro y la bolsa con los cacahuetes sobre la mesa, la ardilla tomó el habitual bocado y luego se dirigió a las ventanas y a la puerta, y al encontrar todo cerrado se dio cuenta de que estaba prisionera. Vino brincando hacia la mesa, saltó sobre ella y mirándolo a uno comenzó a regañarlo. Después de todo, uno no podía retener como prisionera a esa vivaz y bella criatura, de modo que abrió las ventanas. La ardilla saltó al piso, trepó al antepecho de la ventana, regresó al tronco muerto y después volvió directamente en busca de más cacahuetes. Desde entonces fuimos realmente grandes amigos. Después de que hubo rellenado ese agujero con cacahuetes, probablemente para el invierno, solía subir a los troncos de los árboles recorriéndolos en persecución de otras ardillas, pero siempre regresaba a su tronco muerto. A veces, en el atardecer, venía al antepecho de la ventana y se sentaba ahí parloteando, mirándome, diciéndome algo sobre su tarea cotidiana, y cuando oscurecía, daba las buenas noches y saltaba de regreso a su casa en el agujero del viejo árbol muerto. Y a la mañana siguiente, muy temprano, estaba ahí en el antepecho llamándome, parloteando... Y el día había comenzado. Todos los animales en ese bosque, todas las criaturas pequeñas, hacían lo mismo -juntar comida, perseguirse unos a otros por diversión o por furia- y los animales grandes como el ciervo eran curiosos y lo miraban a uno. Y cierta vez, cuando uno ascendió a una altura moderada y caminaba a lo largo de un sendero rocoso, se dio vuelta y ahí estaba una osa negra, imponente, con cuatro cachorros del tamaño de gatos grandes. Los empujó a los cuatro hacia lo alto de un árbol, y ellos treparon a fin de estar a salvo, después de lo cual la madre se volteó para mirarme. Extrañamente, no teníamos miedo. Nos miramos el uno al otro por unos dos o tres segundos, o tal vez más, y luego le di la espalda y seguí descendiendo por el mismo sendero. Solamente después, cuando estuve seguro en mi cabaña, advertí lo realmente peligroso que había sido este encuentro con una madre osa y sus cuatro cachorros. 1

En septiembre de 1942, Krishnamurti había permanecido en soledad por tres semanas en una cabaña que se encuentra en el Sequoia National Park, donde se había sentido extáticamente dichoso. Es esta experiencia la que está evocando en su dictado.

La vida es un proceso eterno de devenir y terminar. Este gran país aún no se había sofisticado en aquellos días; aun no había alcanzado este terrible avance tecnológico, y no había demasiada vulgaridad como la que ahora existe. Sentado en los escalones de esa cabaña, uno observaba, y todo estaba activo -los árboles, las hormigas, los conejos, el venado y la ardilla. La vida es acción. La vida es una serie continua, incesante de acciones hasta que uno muere. La acción que nace del deseo está deformada, es limitada; y esta acción limitada, no importa lo que uno haga, tiene que dar origen a un conflicto interminable. Toda cosa que es limitada debe engendrar, por su misma naturaleza, muchos problemas, muchas crisis. Es como un hombre, como un ser humano que está todo el tiempo pensando en sí mismo, en sus problemas, en sus experiencias, en sus alegrías y placeres, en sus negocios -completamente egocéntrico. La actividad de una persona así es, naturalmente, muy limitada. Uno nunca se da cuenta de la limitación que tiene esta condición egocéntrica. La gente llama a esto realizarse, expresarse uno a sí mismo, lograr el éxito, perseguir el placer y llegar a ser algo internamente -el impulso, el deseo de ser. Toda una actividad semejante no sólo tiene que ser una actividad limitada y distorsionada, sino que en sus sucesivas acciones, cualquiera que sea la dirección de las mismas, debe por fuerza engendrar fragmentación, tal como se ve que ocurre en este mundo. El deseo es muy fuerte; los monjes y los sanyasis han tratado de reprimirlo, han tratado de identificar esa llama ardiente con algunos símbolos nobles o con alguna imagen -identificando el deseo con algo más grande- pero eso sigue siendo deseo. Cualquier acción que surge del deseo, se llame noble o innoble, sigue estando limitada, distorsionada. Ahora el grajo azul había regresado; estaba ahí después de su comida matinal, rezongando para ser advertido. Y uno le arrojo unos cuantos cacahuetes. Primero protestó, luego brincó bajando al piso, tomó unos cuantos en su pico, regresó volando a la rama, la abandonó rápidamente y volvió con sus regaños. Y también el pájaro, gradualmente, día a día, se fue amansando. Venía muy cerca con los ojos brillantes, la cola levantada, el color azul resplandeciendo con una claridad y un brillo muy intensos -un azul que ningún pintor podría atrapar. E increpaba a los otros pájaros. Probablemente, éste era su dominio y no quería ningún intruso. Pero siempre están los intrusos. Pronto vinieron otros pájaros. Parecía que a todos les gustaban las pasas de uva y los cacahuetes. Toda la actividad de la existencia estaba ahí. El sol se encontraba ahora alto en el cielo y había muy pocas sombras, pero hacia el atardecer habrá sombras largas, esculturales, bien proporcionadas, oscuras y sonrientes. ¿Existe una acción que no provenga del deseo? Si formulamos una pregunta así, y raramente lo hacemos, podremos inquirir sin motivo alguno, y descubrir una acción que sea de la inteligencia. La acción del deseo no es inteligente; lleva a toda clase de problemas con sus secuelas. ¿Existe una acción de la inteligencia? Uno tiene que ser siempre algo escéptico en estas cuestiones; la duda es un extraordinario factor de purificación del cerebro, del corazón. La duda, cuidadosamente aplicada, trae una gran claridad, libera. En las religiones orientales, dudar, cuestionar, es una de las necesidades para encontrar la verdad, pero en la cultura religiosa de la civilización occidental la duda es una abominación del demonio. No obstante, en la libertad, en una acción que no es del deseo, tiene que existir la chispa de la duda. Cuando uno ve verdaderamente, no de manera teórica ni verbal, que la acción del deseo es corrupta, que está deformada, esa percepción misma es el principio de la inteligencia que da origen a una acción por completo diferente. O sea, ver lo falso como falso, ver la verdad en lo falso, y ver la verdad como verdad. Una percepción semejante es esa calidad de inteligencia que no es ‘mía’ ni de ‘nadie’ en particular, la cual, entonces, actúa. Esa acción está libre de distorsiones, de remordimientos. No deja ninguna huella, ninguna pisada en las arenas del tiempo. Esa inteligencia no puede existir a menos que haya una gran compasión, un gran amor. Y no puede haber compasión si las actividades del pensamiento están ancladas en alguna ideología o fe particular, o atadas a un símbolo o a una persona. Para que haya compasión tiene que haber libertad. Y donde existe esa llama, la llama misma es el movimiento de la inteligencia. Viernes, 22 de abril, 1983 Aquí se está a unos 1.400 pies de altura en medio de huertos de naranjos y aguacates, y con lo cerros detrás de la casa. El cerro más alto que hay en los alrededores tiene unos 6.500 pies. Quizá podría llamársele una montaña, y su viejo nombre es Topa Topa. Los indos antiguos vivían aquí; tienen que haber sido muy singulares, una raza bastante refinada. Puede que hayan sido crueles, pero quienes los destruyeron eran mucho más crueles. Aquí arriba, después de un día lluvioso, la naturaleza aguarda sofocada otra tormenta, y el mundo de las flores y de los

pequeños arbustos se regocija en esta quieta mañana, e incluso las hojas parecen muy brillantes, intensamente puras. Hay un rosal que está lleno de rosas de un color rojo subido; la belleza de ese rosal, su perfume, la inmovilidad de esas flores, es una maravilla. Descendimos en el viejo automóvil que han conservado muy pulido, con un motor que funciona suavemente -descendimos hacia el pueblo, luego atravesamos el pueblo pasando por todas esas pequeñas construcciones, algunas escuelas, y salimos al espacio abierto densamente sembrado de aguacates-, bajando pasamos por el barranco doblando hacia uno y otro lado por una carretera lisa, muy bien construida; después subimos y subimos y subimos, tal vez a más de 5.000 pies. Aquí el automóvil se detuvo, y estábamos a una gran altura dominando todos los cerros que se veían muy verdes, poblados de arbustos, árboles y barrancos profundos. Parecía que aquí en lo alto nos encontrábamos entre los dioses. Muy pocos usaban esa carretera que continuaba a través del desierto hasta una gran ciudad a millas de distancia, lejos a la izquierda de uno. Cuando se mira hacia el sur, se ve el mar muy distante -el Pacífico. Aquí está todo muy tranquilo. Aunque el hombre ha construido esta carretera, afortunadamente no se ve la huella del hombre. Ha habido incendios aquí arriba, pero eso fue hace muchos años. Pueden verse algunos tocones quemados, negros, pero alrededor de los mismos hoy todo se ha vuelto verde. Ha habido lluvias intensas y ahora está todo florecido, púrpura, azul y amarillo, con brillantes manchas rojas aquí y allá. La gloria de la tierra jamás ha sido tan profundamente compasiva como aquí arriba. Nos sentamos al costado de la carretera, que estaba muy limpia. Era la tierra; la tierra está siempre limpia. Y había pequeñas hormigas, insectos minúsculos reptando, corriendo por todas partes. Pero no hay animales salvajes aquí arriba, lo cual es extraño. Puede que los haya durante la noche -venados, coyotes y tal vez unos cuantos conejos y liebres. Ocasionalmente, un automóvil pasaba cerca y eso rompía el silencio, la dignidad y pureza del silencio. Es éste un lugar realmente extraordinario. Las palabras no pueden medir la extensión y vastedad del espacio, ni los ondulados cerros, ni el cielo azul ni el desierto distante. Eso era la totalidad de la tierra. Uno apenas si se atrevía a hablar, tanto exigía el silencio que no se le perturbara. Y ese silencio tampoco pueden medirlo las palabras. Si uno fuera un poeta, probablemente lo mediría con las palabras, lo expresaría en un poema, pero eso que se escribe no es lo real. La palabra no es la cosa. Y aquí, sentado junto a una roca que se estaba calentando con el sol, el hombre no existía. Los ondulados cerros, las más altas montañas, los grandes y extensos valles, el profundo azul; no había nada más que eso; uno no existía. Desde los tiempos antiguos, todas las civilizaciones han tenido este concepto de la medida. Todas sus maravillosas construcciones se basaban en la medida matemática. Cuando uno mira la Acrópolis y la gloria del Partenón, y los edificios de ciento diez pisos de Nueva York, ve que todo tiene que basarse en esta medida El medir no lo es sólo mediante la regla; la medida existe en el cerebro mismo: lo alto y lo bajo, lo mejor, el más. Este proceso comparativo ha existido desde los tiempos más remotos. Siempre estamos comparando. La aprobación de los exámenes desde la escuela, el colegio, la universidad -todo nuestro estilo de vida se ha vuelto una serie de medidas calculadas: lo bello y lo feo, lo noble y lo innoble -toda nuestra escala de valores, los argumentos que terminan en conclusiones, el poder del pueblo, el poder de las naciones. La acción de medir ha sido necesaria para el hombre. Y el cerebro, estando condicionado por la medida, por la comparación, trata de medir lo inmensurable -midiendo con las palabras lo que jamás puede ser medido. Ha sido un largo proceso de siglos y siglos -los dioses mayores y los dioses menores, medir la vasta extensión del universo y medir la velocidad de un atleta. Esta comparación ha dado origen a muchos temores y sufrimientos. Ahora, en esa roca, un lagarto ha llegado para calentarse muy cerca de nosotros. Uno puede ver sus negros ojos, su lomo escamoso y la larga cola; está muy quieto, inmóvil. El sol ha calentado mucho esa roca; y el lagarto, habiendo salido de su fría noche para calentarse, está aguardando que venga alguna mosca o un insecto -medirá la distancia y lo atrapará con un chasquido. Vivir sin comparar, vivir sin ninguna clase de medición en lo interno, no comparar jamás lo que uno es con lo que uno debería ser. La palabra ‘meditación’ no significa solamente ponderar, reflexionar sobre algo, indagar, mirar, sopesar; en sánscrito tiene también un significado mucho más profundo -cubrir una distancia, o sea, ‘llegar a’. En la meditación no tiene que existir la medida. Esta meditación no tiene que ser una meditación consciente, con posturas deliberadamente escogidas. Esta meditación tiene que ser por completo inconsciente, sin que se sepa jamás que uno está meditando. Si uno medita deliberadamente, ésa es otra forma del deseo, como cualquier otra expresión del deseo. Los objetos del deseo pueden variar; nuestra meditación puede ser para alcanzar lo supremo, pero el motivo es el deseo de lograr, igual que el hombre de negocios, o el constructor de una gran catedral. La meditación es un movimiento sin motivo alguno, sin palabras, sin la actividad del pensamiento. Tiene que ser algo que no se emprende deliberadamente. Sólo entonces la meditación es un movimiento en lo infinito, inmensurable para el hombre, sin meta establecida, sin fin y sin principio. Y eso ejerce una acción extraña en la vida cotidiana, porque entonces la vida es una sola, y así se vuelve sagrada. Y aquello que es sagrado no podemos matarlo. Matar a otro es impío y atroz. Clama a los cielos como un pájaro preso en una jaula. Uno nunca se da cuenta de lo

sagrada que es la vida, no sólo la pequeña vida de uno sino las vidas de millones de otros seres, desde las criaturas de la naturaleza hasta los extraordinarios seres humanos. Y en la meditación que no contiene en sí medida alguna, está la verdadera acción de aquello que es lo más noble, lo más sagrado y santo. El otro día, a la orilla de un río1 -¡qué bellos son los ríos!, no hay un único río sagrado, todos los ríos del mundo tienen su propia divinidad-, el otro día un hombre estaba sentado a orillas de un río, envuelto en una tela de color castaño amarillento. Sus manos estaban ocultas, sus ojos cerrados y su cuerpo muy quieto. Tenía en las manos un rosario, y repetía algunas palabras mientras sus dedos se movían de una cuenta a otra. Había hecho esto por muchos años y jamás pasó por alto una cuenta. Y el río ondeaba junto a él. Su corriente era profunda. Comenzaba entre las grandes montañas, distantes y coronadas de nieve; comenzaba como una corriente pequeña, y a medida que avanzaba hacia el sur reunía en sí todos los pequeños arroyos y ríos, y se convertía en un río caudaloso. En esa parte del mundo, la gente le rendía culto. Uno no sabe por cuántos años este hombre había estado repitiendo su mantra mientras hacía rodar las cuentas del rosario. Él meditaba -al menos la gente creía que él estaba meditando, y probablemente él también lo creía. Así que todos los transeúntes lo miraban, se quedaban silenciosos y después proseguían con su risa y su cháchara. Esa casi inmóvil figura -uno podía ver a través de la tela sólo una leve acción de los dedos- había estado sentada ahí por un tiempo muy largo, completamente absorta, porque no oía otro sonido que el sonido de sus propias palabras y el ritmo, la música de las mismas. Y él diría que estaba meditando. Hay otros miles como él por todo el mundo, en silenciosos y profundos monasterios en medio de cerros, ciudades y junto a los ríos. La meditación no consiste en palabras, no es un mantra ni es autohipnosis, la droga de las ilusiones. Tiene que darse sin nuestra volición. Debe tener lugar en el sereno silencio de la noche, cuando uno despierta súbitamente y ve que el cerebro está quieto y que se está desarrollando una peculiar cualidad de meditación. Ha de moverse tan silenciosamente como una víbora entre la alta hierba, verde a la luz pura de la mañana. La meditación ha de tener lugar en las ocultas profundidades del cerebro. No es un logro. Carece de práctica, método o sistema alguno. La meditación empieza con el fin de la comparación, con el fin del devenir o no devenir. Tal como la abeja susurra entre las hojas, así el susurro de la meditación es acción. Sábado, 23 de abril, 1983 Las nubes están aún suspendidas sobre los cerros, el valle y las montañas. Ocasionalmente, hay una apertura en el cielo y a través de ella pasa el sol, brillante, claro, pero pronto desaparece. Es agradable una mañana así, serena, fresca, con todo el mundo verde que a uno le rodea. Cuando llegue el verano, el sol quemará toda la hierba verde, y los prados al otro lado del valle quedarán resecos, sedientos, y toda esta hierba con su radiante verdor habrá desaparecido. Toda la frescura desaparece con el verano. Uno disfruta estas mañanas tranquilas. Las naranjas tienen un brillo intenso, y las hojas de un verde oscuro se ven relucientes. Y el aire está impregnado con el perfume de los azahares, un perfume fuerte, casi sofocante. Hay una clase diferente de naranja que se habrá de recoger más tarde, antes de que llegue el calor del verano. Ahora la hoja verde, la naranja y la flor se encuentran en el mismo árbol y al mismo tiempo. Es un mundo muy bello, y el hombre es por completo indiferente a él; estropea la tierra, los ríos, las bahías y los lagos de agua pura. Pero dejamos todo eso detrás y caminamos por un estrecho sendero en lo alto del cerro, donde hay un pequeño torrente que en pocas semanas más estará seco. Recorremos el sendero con un amigo, y mientras conversamos, de cuando en cuando observamos los múltiples tonos de verde. Hay una gran variedad, desde el verde más suave, el verde nilo, y tal vez más suave aun, más azul, hasta los verdes oscuros, exquisitos, llenos de su propia riqueza. Y cuando uno está subiendo por el sendero, arreglándoselas para mantenerse lado a lado junto al amigo, sucede que levanta del suelo algo arrebatadoramente hermoso, centelleante, una joya de extraordinaria antigüedad y belleza. Es sorprendente encontrarla en este sendero de tantos animales que sólo unas pocas personas han pisado. Uno la contempla con gran asombro. Está tan sutilmente hecha, es tan compleja que ninguna mano de joyero podría haberla fabricado jamás. Uno la sostiene por un rato, maravillado y silencioso. Luego la guarda cuidadosamente en el bolsillo interior que abotona, casi temeroso de que pueda perderla o de que la joya pueda perder su resplandor, su deslumbrante belleza. Y entonces pone su mano en la parte externa del bolsillo que la contiene. El otro ve que uno hace esto y ve que el rostro y los ojos de uno han experimentado un cambio notable Hay una especie de éxtasis, un asombro inexpresable, una excitación muy intensa. Cuando el hombre pregunta: «¿Qué es lo que usted ha encontrado que le produce una exaltación tan extraordinaria?», uno responde con voz suave, dulce (¡a uno le resulta tan extraño escuchar su propia voz!), que ha 1

Ésta es una evocación de cuando él estuvo en Benarés, a orillas del Ganges.

recogido la verdad. Uno no quiere hablar de ello, está más bien asustado; el mero hablar podría destruirla. Y el hombre que camina a nuestro lado se siente ligeramente molesto de que no nos comuniquemos libremente con él, y dice que si uno ha encontrado la verdad, debe dejar que descienda al valle y organizarla de modo que otros la comprendan, que otros puedan captarla y que eso tal vez podrá ayudarles. Uno no contesta, lamenta haberle hablado alguna vez al respecto. Los árboles están repletos de flores. Incluso aquí arriba, en la ligera brisa que asciende desde el valle, llega a percibirse el aroma de los azahares, y si uno mira hacia abajo, ve el valle lleno de naranjos y siente el aire quieto, intenso e inmóvil que ahí se respira. Pero uno ha dado con algo que es lo más precioso, que jamás puede ser revelado a otro. Otros puede que lo encuentren, pero uno lo posee, lo conserva y lo adora. Las instituciones y organizaciones de todo el mundo no han ayudado al hombre. Están todas las organizaciones físicas para las propias necesidades; están las instituciones de la guerra, de la democracia, las instituciones de la tiranía y las instituciones de la religión -han tenido su época y continúan, y el hombre las respeta, anhela ser socorrido por ellas no sólo físicamente sino en lo interno, bajo la piel, allí donde el dolor late persistentemente, donde el tiempo proyecta su sombra y donde reinan los más trascendentes pensamientos. Ha habido instituciones de muchas, muchas clases desde los más remotos tiempos, y no han cambiado internamente al hombre. Las instituciones jamás pueden cambiar al hombre en lo psicológico, en lo profundo. Y uno se pregunta por qué el hombre las ha creado, puesto que todas las instituciones del mundo han sido creadas por el hombre en la esperanza de que pudieran ayudarle, darle alguna clase de seguridad perdurable. Y extrañamente, no ha sido así. Al parecer, jamás nos damos cuenta de este hecho. Creamos más y más instituciones, más y más organizaciones -una organización opuesta a la otra. Es el pensamiento el que está inventando todas estas organizaciones, no sólo las democráticas o las totalitarias; el pensamiento también percibe, advierte, que lo que ha creado no ha cambiado básicamente la estructura, la naturaleza del propio ser. Las instituciones, las organizaciones y todas las religiones son creadas por el pensamiento, por el agudo, ingenioso, erudito pensamiento. Aquello que el pensamiento ha creado, producido, da forma a su propio pensar. Y si uno es serio, intenso en su investigación, se pregunta: ¿Por que el pensamiento no se ha dado cuenta de su propia actividad? ¿Puede el pensamiento percibir su propio movimiento? ¿Puede el pensamiento verse a sí mismo, ver lo que está haciendo, tanto en lo externo como en lo interno? En realidad no existe lo externo y lo interno -lo interno crea lo externo, y lo externo moldea entonces lo interno. Este flujo y reflujo de acción y reacción es el movimiento del pensar, y el pensamiento está siempre tratando de conquistar lo externo, y consigue su propósito originando con ello múltiples problemas; al resolver un problema, aparecen otros problemas. El pensamiento también ha dado forma a lo interno, moldeándolo de acuerdo con las exigencias externas. Este proceso, aparentemente inacabable, ha creado esta sociedad, fea, cruel, inmoral y violenta. Y habiéndola creado, lo interno se esclaviza a ella. Lo externo moldea lo interno y lo interno moldea lo externo. Este proceso ha estado ocurriendo por miles y miles de años, y el pensamiento no parece darse cuenta de su propia actividad. De modo que uno se pregunta: ¿Puede el pensamiento percibirse de algún modo a sí mismo -darse cuenta de lo que está haciendo? No existe un pensador aparte del pensamiento; el pensamiento ha creado al pensador, al experimentador, al analizador. El pensador, el ‘uno’ que está observando, que actúa, es el pasado con toda la herencia del hombre, la herencia biológica, genética -las tradiciones, los hábitos y todo el conocimiento acumulado. Después de todo, el pasado es conocimiento, y el pensador no está separado del pasado. El pensamiento crea el pasado, el pensamiento es el pasado; entonces el pensamiento se divide en el pensador y el pensamiento al cual el pensador debe moldear, controlar. Pero ésa es una idea falsa; sólo existe el pensamiento. El sí mismo es el ‘yo’, el pasado. La imaginación puede proyectar el futuro, pero ésa sigue siendo la actividad del pensamiento. De modo que el pensar, que es el resultado del conocimiento, no ha cambiado al hombre y jamás lo cambiará, porque el conocimiento es y será siempre limitado. Uno se pregunta, pues, nuevamente: ¿Puede el pensamiento percibirse a sí mismo, el pensamiento, que ha creado toda nuestra conciencia -acción y reacción, las respuestas sensorias, la sensualidad, los temores, las aspiraciones, la persecución del placer, toda la agonía de la soledad y el sufrimiento que el hombre se ha ocasionado a causa de las guerras, de su irresponsabilidad, de su duro egocentrismo? Toda ésa es la actividad del pensamiento, el cual ha inventado el infinito y el dios que mora en lo infinito. Todo eso es la actividad del tiempo y del pensamiento. Cuando uno llega a este punto se pregunta si el viejo instrumento, que está agotado -y que, después de todo, es el cerebro- puede producir una mutación radical en el hombre. Cuando el pensamiento se da cuenta de sí mismo, cuando ve dónde el conocimiento es necesario en el mundo físico y comprende su propia limitación, entonces se aquieta, queda en silencio. Sólo entonces existe un instrumento nuevo que no es producto del tiempo o del pensar, que no tiene relación alguna con el conocimiento. Es este instrumento -puede que la palabra instrumento no sea la

correcta-, es esta percepción la que siempre es nueva, puesto que se halla libre del pasado, de los recuerdos; es inteligencia que nace de la compasión. Esa percepción da origen a una mutación profunda en las células mismas del cerebro, y su acción es siempre la acción correcta, clara, precisa, en la que no hay sombra alguna del pasado, del tiempo. Domingo, 24 de abril, 1983 Es una mañana primaveral, una mañana que nunca ha sido antes y nunca volverá a ser. Es una mañana de primavera. Cada pequeña brizna de hierba, las camelias, las rosas, todo está floreciendo y hay fragancia en el aire. Es una mañana de primavera y la tierra se halla intensamente viva, y aquí en el valle todas las montañas están verdes y la más alta de ellas se ve extraordinariamente vital, inmutable y majestuosa. Mientras uno está recorriendo el sendero esta mañana, y mira la belleza que lo rodea y esas ardillas listadas, cada tierna hoja de primavera resplandece al sol. Esas hojas han estado aguardando por esto todo el invierno, y acaban de brotar, delicadas, vulnerables. Y sin que uno sea romántico o imaginativo, hay un sentimiento de amor inmenso y de compasión por tanta belleza incorruptible. Ha habido un millar de mañanas de primavera, pero jamás una mañana como ésta, tan callada, tan quieta, tan intensa que quita el aliento -tal vez con adoración. Y las ardillas han desaparecido, así como los lagartos. Es una mañana de primavera y el aire está de fiesta; hay festivales en todo el mundo por ser la primavera. Los festivales se expresan de muchas maneras diferentes, pero aquello que es, jamás podrá expresarse en palabras. En todas partes, con cantos y danzas, existe este hondo sentimiento de la primavera. ¿Por qué parecemos estar perdiendo la condición altamente vulnerable de la sensibilidad -sensibilidad a todas las cosas que nos rodean, no sólo a nuestros problemas y confusiones? Ser realmente sensibles, no con respecto a algo en especial, sino sólo eso: ser sensibles, vulnerables como esa hoja nueva que nació hace unos días para enfrentarse a las tormentas, a las lluvias, a la oscuridad y la luz. Cuando somos vulnerables nos parece que se nos ha lastimado; al sentirnos lastimados nos encerramos en nosotros mismos, construimos alrededor de nosotros un muro, nos volvemos duros, crueles. Pero cuando somos vulnerables sin ninguna clase de feas y brutales reacciones, vulnerables a todos los movimientos de nuestro propio ser, vulnerables al mundo, tan sensibles que no hay remordimientos ni heridas psicológicas ni disciplinas autoimpuestas, entonces existe la cualidad de una existencia inconmensurable. Todos perdemos esta vulnerabilidad en el mundo del ruido, de la brutalidad, de la vulgaridad y el alboroto de la vida cotidiana. Tener los sentidos agudizados, no algún sentido en particular sino todos los sentidos completamente despiertos -lo cual no implica necesariamente ceder a ellos- ser sensibles a todos los movimientos del pensar, a los sentimientos, a los pesares, a la soledad, a la ansiedad... estar con todos esos sentidos totalmente despiertos implica tener una clase diferente de sensación que va más allá de todas las reacciones sensorias o sensuales. ¿Alguna vez hemos mirado el mar, o aquellas inmensas montañas, los Himalayas, que se extienden de horizonte a horizonte, o hemos mirado una flor con la totalidad de nuestros sentidos? Cuando hay una observación así, no existe un centro desde el cual uno esté observando, no existe un ‘yo’. El ‘yo’, la limitada observación de un sentido o dos, engendra el movimiento egotista. Después de todo, vivimos a base de los sentidos, de las sensaciones, y es sólo cuando el pensamiento crea la imagen a partir de las sensaciones, que surgen todas las complejidades del deseo. En esta mañana uno mira hacia abajo en el valle, contempla la extraordinaria extensión de verde y la ciudad distante, percibe la pureza del aire, observa todas las cosas que se arrastran por la tierra, las observa sin la interferencia de las imágenes que ha construido el pensamiento. Ahora la brisa está soplando desde el valle hacia lo alto del cañón, y uno inicia el regreso siguiendo las vueltas del sendero. Al descender, justo frente a uno, a unos diez pies de distancia, hay un lince. Se llega a escuchar su ronroneo mientras se frota contra una roca, con su pelo que sobresale de las orejas, su corta cola y su extraordinario, gracioso movimiento. Para él también es una mañana de primavera. Caminamos juntos descendiendo por el sendero, y el animal apenas si hace algún ruido a no ser por su ronroneo, disfrutando enormemente, deleitándose por hallarse afuera bajo el sol primaveral; está tan limpio que su pelaje resplandece mientras uno lo contempla -toda la naturaleza salvaje está en ese animal. De pronto, uno pisa una rama seca que hace ruido, y el lince escapa sin mirar siquiera hacia atrás; ese ruido señalaba al hombre, el más peligroso de todos los animales. En un segundo ha desaparecido entre los arbustos y las rocas, y toda la alegría se ha esfumado. Él sabe lo cruel que es el hombre, y no desea esperar; quiere estar lejos, tan lejos como le sea posible.

Es una apacible mañana de primavera. Consciente de que un hombre se encontraba detrás de él, a pocos pies de distancia, ese lince debe de haber respondido instintivamente a la imagen de lo que el hombre es -el hombre que ha matado tantas cosas, que ha destruido tantas ciudades, que ha destruido una cultura tras otra, siempre persiguiendo sus deseos, siempre buscando alguna clase de seguridad y de placer. El deseo, que ha sido la fuerza impulsora en el hombre, ha creado muchísimas cosas gratas y útiles; y el deseo también ha creado, en las relaciones del hombre, muchísimos problemas y confusiones y desdichas -el deseo de placer. Los monjes y los sanyasis del mundo han tratado de trascender el deseo, se han forzado a adorar un ideal, una imagen, un símbolo. Pero el deseo está siempre ahí, ardiendo como una llama. Es necesario investigar, sondear la naturaleza del deseo, la complejidad del deseo, sus actividades, sus exigencias, sus satisfacciones -cada vez más y más deseo de poder, de posición, de prestigio, de status; el deseo de alcanzar lo innominable, lo que está más allá de nuestra vida cotidiana, el deseo que ha impulsado al hombre a hacer las cosas más feas y brutales. El deseo es el resultado de la sensación -el resultado que contiene todas las imágenes que ha elaborado el pensamiento. Y este deseo no sólo engendra insatisfacción, sino también una sensación de desesperanza. Jamás hay que reprimirlo, jamás disciplinarlo, sino investigar su naturaleza -su origen, su propósito, sus intrincaciones. Ahondar profundamente en el deseo no es la acción de otro deseo, porque tras ello no hay un motivo; es como comprender la belleza de una flor, sentarse junto a ella y contemplarla. Y mientras uno la contempla, la flor comienza a revelarse a sí misma tal como realmente es -revela la extraordinaria delicadeza de su color, el perfume, los pétalos, el tallo y la tierra de la cual ha brotado. Así hay que mirar este deseo y su naturaleza, sin ningún pensamiento que siempre moldea las sensaciones -placer y dolor, recompensa y castigo. Entonces uno comprende, no de manera verbal o intelectual, todo el proceso causativo del deseo, la raíz del deseo. La mera percepción de ello, la sutil percepción de ello es, en sí misma, inteligencia. Y esa inteligencia siempre actuará cuerdamente, racionalmente, al tratar con el deseo. De modo que hoy, sin hablar demasiado, sin pensar demasiado, uno se deja envolver enteramente por esta mañana de primavera, vive con ella, se mueve con ella, y es ése un júbilo que está más allá de toda medida. No podrá repetirse. Seguirá existiendo hasta que se escuche un golpe en la puerta. Martes, 26 de abril, 1983 Uno vio un pájaro morir, herido por un hombre. Estaba volando bellamente con un rítmico batir de alas, con total libertad y falta de temor. Y la escopeta lo destrozó; cayó a tierra y toda la vida había huido de él. Un perro fue a cobrar la presa, y el hombre la agregó a otros pájaros muertos. Estaba charlando con su amigo y parecía por completo indiferente. Todo lo que le interesaba era abatir tantos pájaros como fuera posible, y en lo que a él tocaba ya tenía de sobra. Están matándolo todo en el mundo. Esos grandes, maravillosos animales del mar, las ballenas, son muertos por millones, y el tigre y muchos otros animales hoy se están volviendo especies en peligro de extinción. El hombre es el único animal al que hay que temerle. Hace tiempo, estando uno alojado con un amigo en lo alto de los cerros, llegó un hombre y le contó al posadero que durante la última noche un tigre había matado una vaca, y nos preguntó si nos gustaría ver al tigre esa noche. Él podía arreglarlo construyendo una plataforma en un árbol y dejando atada una cabra; el balido de la cabra, del pequeño animal, atraería al tigre y nosotros podríamos verlo. Ambos rehusamos satisfacer nuestra curiosidad tan cruelmente. Pero más tarde, ese mismo día, el posadero sugirió que tomáramos el automóvil y nos internáramos en el bosque para tratar de ver al tigre. De modo que al anochecer nos acomodamos en un automóvil con las ventanillas abiertas, el cual era conducido por un chófer, y nos internamos profundamente en el bosque por varias millas. Por supuesto que no vimos nada. Se estaba poniendo muy oscuro y se encendieron los faros delanteros; cuando dimos la vuelta el tigre estaba ahí, sentado justo en medio del camino, aguardando para recibirnos. Era un animal muy grande con una hermosa piel listada, y sus ojos, atrapados por la luz de los faros, centelleaban brillantes. Vino rugiendo hacia el auto, y justo cuando pasó a unas pocas pulgadas de nuestra mano que se hallaba extendida, el posadero advirtió: «No lo toque, es muy peligroso, ¡apúrese!, porque él es más rápido que su mano». Pero uno podía sentir la energía de ese animal, su vitalidad; era una gran dínamo de energía. Y cuando pasó cerca, uno sintió hacia él una atracción enorme. Y desapareció en el bosque1. Al parecer, el amigo había visto numerosos tigres, y muchos años atrás, en su juventud, había ayudado a matar uno, y desde entonces había estado deplorando el terrible acto. La crueldad en todas sus formas se está extendiendo actualmente por el mundo. Es probable que el hombre jamás haya sido tan cruel como es ahora, tan violento. Las iglesias y los sacerdotes siempre han hablado de paz en la tierra; desde la más alta jerarquía cristiana al pobre clérigo de aldea, ha habido prédicas acerca de vivir una vida buena, de no lastimar, de no matar cosa alguna; especialmente los hindúes y los budistas del pasado han dicho: «No mates a la mosca, no mates nada, 1

Un relato más completo de este encuentro de Krishnamurti con el tigre, puede leerse en Diario II.

porque en la próxima vida pagarás por ello». Eso era expresado más bien crudamente, pero algunos de ellos mantenían este espíritu, esta intención de no matar y no lastimar a otro ser humano. Pero el matar por medio de las guerras continúa y continúa. El perro mata muy rápidamente al conejo. Y el hombre mata a otro con sus maravillosas máquinas, y el que mata es probablemente muerto por otro. Y esta matanza ha estado prosiguiendo por milenios y milenios. Algunos tratan eso como un deporte, otros matan a causa del odio, de la ira, de los celos; y está el asesinato organizado por las diversas naciones con sus armamentos. Uno se pregunta si el hombre vivirá alguna vez sobre esta bella tierra, sin matar jamás cosa alguna, sin matar ni ser muerto por otro ser humano, sino viviendo pacíficamente, con algo de divinidad y amor en su corazón. En esta parte del mundo que llamamos el Occidente, los cristianos han matado tal vez más que ningún otro. Ellos siempre están hablando de paz en esta tierra. Pero para tener paz uno debe vivir pacíficamente, y eso parece por completo imposible. Hay argumentos en favor y en contra de la guerra; el argumento de que el hombre siempre ha sido y seguirá siendo un homicida, y están los que sostienen que el hombre puede producir un cambio en sí mismo y no matar más. Ésta es una historia muy vieja. La inacabable carnicería se ha vuelto un hábito, una fórmula aceptada a pesar de todas las religiones. Uno estaba observando el otro día a un halcón de cola roja que volaba muy alto en el firmamento, girando suavemente sin un solo batir de alas, solamente por el regocijo de volar, de sentirse sostenido por las corrientes de aire. Después se le unió otro, y estuvieron volando juntos un buen rato. Eran criaturas maravillosas en ese firmamento azul, y dañarlos de cualquier forma es un crimen contra el cielo. Por supuesto que el cielo no existe; el hombre ha inventado el cielo, el paraíso, a causa de la esperanza; porque su vida se ha convertido en un infierno, en un perpetuo conflicto desde que nace hasta que muere, yendo y viniendo de aquí para allá, haciendo dinero, trabajando sin cesar. Esta vida se ha vuelto una confusión, un afán y una lucha inacabables. Uno se pregunta si el hombre, un ser humano, vivirá alguna vez en paz sobre esta tierra. El conflicto ha sido su estilo de vida -bajo la piel y fuera de la piel, en el área de la psique y en la sociedad que la psique ha creado. Probablemente el amor ha desaparecido por completo de este mundo. El amor implica generosidad, afecto, no lastimar a otro, no hacer que otro se sienta culpable; implica ser corteses y comportarnos de tal manera que nuestras palabras y pensamientos nazcan de la compasión. Desde luego que uno no puede ser compasivo si pertenece a instituciones religiosas organizadas -grandes, poderosas, tradicionales y dogmáticas instituciones que insisten en la fe. Para amar, tiene que haber libertad. Ese amor no es placer ni deseo ni un recuerdo de cosas que han pasado. El amor no es lo opuesto del odio, de la ira y los celos. Todo esto puede sonar más bien utópico, idealista, algo a lo que el hombre sólo puede aspirar. Pero si creemos eso, entonces seguiremos matando. El amor es tan real, tan poderoso como la muerte. No tiene nada que ver con la imaginación o el sentimiento o el romanticismo; y naturalmente, no tiene nada que ver con el poder, la posición, el prestigio. Es tan apacible como las aguas del mar, y tan poderoso como el mar; es como las aguas corrientes de un caudaloso río que fluye perpetuamente, sin principio ni fin. Pero el hombre que mata los cachorros de focas, o las grandes ballenas, sólo se interesa en su propia subsistencia. Él dirá: «Yo vivo de eso, ése es mi negocio». No le interesa en absoluto esa cosa que llamamos amor. Probablemente ama a su familia -o cree que ama a su familia- y no le preocupa mayormente el modo en que se gana su subsistencia. Tal vez ésa sea una de las razones por las que el hombre vive una vida fragmentaria; parece que jamás puede amar lo que hace -aunque tal vez unas pocas personas lo hagan. Si uno viviera del trabajo que ama, sería muy diferente -uno comprendería la totalidad de la vida. Hemos dividido la vida en fragmentos: el mundo de los negocios, el mundo artístico, el mundo científico, el mundo político y el mundo religioso. Al parecer, pensamos que están todos separados y que deben mantenerse separados. Y así nos volvemos hipócritas, haciendo algo feo, corrupto en el mundo de los negocios y luego llegando a la casa para vivir apaciblemente con nuestra familia; esto engendra hipocresía, un doble patrón de vida. Ésta es una tierra realmente maravillosa. Aquel pájaro posado sobre el árbol más alto ha estado ahí todas las mañanas, examinando el mundo, vigilando la aparición de un pájaro más grande, un pájaro que podría matarlo, atento a las nubes, a la sombra pasajera y a la vasta extensión de esta tierra tan rica, a estos ríos y bosques y a todos los hombres que trabajan de la mañana a la noche. Si uno piensa siquiera algo en el mundo psicológico, ve que está lleno de dolor. Y uno se pregunta si el hombre cambiará alguna vez o si lo harán unos pocos, muy, muy pocos. ¿Cuál es, entonces, la relación de los pocos con los muchos? O, ¿cuál es la relación de los muchos con los pocos? Los muchos no tienen relación alguna con los pocos. Los pocos sí tienen una relación. Sentado en esa roca con un lagarto al lado, mientras uno mira hacia abajo en el valle, no se atreve ni a moverse para no perturbar o asustar al lagarto. Y éste también esta observando. Y el mundo continúa inventando dioses, siguiendo las jerarquías de los que representan a los dioses, y toda la farsa y la vergüenza de las ilusiones probablemente proseguirá, y los miles de problemas se volverán más y más complejos e intrincados. Sólo la inteligencia del amor y de la compasión puede resolver todos los problemas de la vida. Esa inteligencia es el único instrumento que jamás puede embotarse o inutilizarse.

Miércoles, 4 de mayo1, 1983 Es una mañana tan brumosa que apenas si pueden distinguirse los naranjos que están a unos diez pies de distancia. Hace frío; todos los cerros y las montañas se ocultan en la niebla, y el rocío cubre las hojas. Más tarde aclarará. Todavía es muy temprano, y el hermoso sol de California y la cálida brisa vendrán dentro de un rato. Uno se pregunta por qué los seres humanos han sido siempre tan crueles, tan desagradables en sus reacciones a cualquier declaración que no les gusta, tan agresivos, tan listos siempre a atacar. Esto ha estado ocurriendo por miles de años. Hoy día, uno difícilmente se encuentra con una persona gentil que esté dispuesta a ceder, que sea totalmente generosa y feliz en sus relaciones. La noche pasada se escuchó el ulular del búho; era un búho real, seguramente de gran tamaño. Esperó que le respondiera su pareja, y ésta le contestó desde una gran distancia, después de lo cual el búho voló hacia abajo penetrando en el valle y ya apenas podía oírse. Era una noche perfectamente silenciosa, oscura y extrañamente quieta. Todo parece vivir en orden, en su propio orden -el mar con sus mareas, la luna nueva y la puesta de la luna llena, el encanto de la primavera y el calor del verano. Aun el terremoto de ayer tiene su orden propio. El orden es la esencia misma del universo -el orden del nacimiento y la muerte, etcétera. Sólo el hombre parece vivir en tal desorden, en tal confusión. Ha vivido de ese modo desde el principio del mundo. Mientras uno le hablaba al visitante sentado en la galería, con la roja rosa trepadora, la joven glicina y el aroma de la tierra y de los árboles, parecía una lástima estar discutiendo el desorden. Cuando uno mira alrededor esos cerros oscuros y la montaña rocosa, y escucha el murmullo de un torrente que pronto se secará cuando llegue el verano, ve que todo tiene un orden tan curioso, que discutir el desorden humano, la confusión y desdicha humanas, parece completamente fuera de lugar. Pero ahí está él, amigable, bien informado y probablemente dado a la reflexión. El sinsonte se encuentra sobre el alambre telefónico; está haciendo lo que generalmente hace -volar en el aire, girar y aterrizar en el alambre para después mofarse del mundo. Hace esto con mucha frecuencia, y al mundo aparentemente no le importa. Pero el pájaro sigue con sus burlas. La niebla está aclarando, ha aparecido el sol primaveral y el lagarto sale y se calienta sobre la roca; y todas las pequeñas criaturas de la tierra se hallan atareadas Tienen su propio orden, su placer, su diversión. Todas parecen muy felices, disfrutando la luz del sol sin la cercanía del hombre que pudiera hacerles daño, que pudiera arruinarles el día. «Si se le permite a uno preguntarlo», comenzó el visitante, «¿cuál es para usted la cosa más importante en la vida? ¿Cuál es para usted la cualidad más esencial que el hombre debe cultivar?» «Si uno la cultiva, como cultiva los campos de la tierra, entonces no es lo más esencial. Ello tiene que ocurrir naturalmente -cualquier cosa que ocurra- naturalmente, fácilmente, sin ningún motivo egocéntrico. Ciertamente, la cosa más importante para cualquier ser humano es vivir en orden, en armonía con todas las cosas que le rodean -aun con el ruido de las grandes ciudades, aun con algo que sea feo, vulgar, sin permitir que ello afecte o altere el curso de su vida, que altere o deforme el orden en que está viviendo. Sin duda, señor, el orden es la cosa más importante en la vida, o, más bien, una de las más importantes». «¿Por qué», pregunta él, «el orden debe ser la cualidad de un cerebro que puede actuar correctamente, dichosamente, con gran precisión?» «El orden no es creado por el pensamiento. El orden no es algo que uno sigue día tras día, que practica, a lo cual se amolda. Como la corriente se une al mar, así la corriente del orden, el río del orden, es eterno. Pero ese orden no puede existir si hay alguna clase de esfuerzo, de lucha por lograr algo o por descartar el desorden y caer en una rutina, en diversos hábitos bien definidos. Todo eso no es orden. El conflicto es el verdadero origen del desorden, la verdadera causa». «Todo lucha, ¿no es cierto? Esos árboles han luchado para existir, lucharon para crecer. El maravilloso roble que está allá, detrás de esta casa, ha soportado tormentas, años de lluvia y el calor del sol; ha luchado para existir. La vida es conflicto, es agitación, es tormenta. Y usted dice, ¿verdad?, que el orden es un estado en el que no hay 1

Entre el 26 de abril y el 1.° de mayo, Krishnamurti había estado en San Francisco, donde ofreció dos pláticas y sostuvo una entrevista radial.

conflicto. Eso parece casi imposible, como conversar en un idioma extraño, algo completamente ajeno a la propia vida de uno, al propio modo de pensar. Si no es atrevimiento de mi parte preguntarlo, ¿vive usted en un orden que no conoce ninguna clase de conflicto?» «¿Acaso es muy importante, señor, averiguar si otro está viviendo sin esfuerzo, sin conflicto? ¿O sería más adecuado que se preguntara si usted, como ser humano que vive en desorden, puede descubrir por sí mismo las múltiples causas -o quizás haya sólo una causa- de este desorden? Esas flores no conocen ni el orden ni el desorden, simplemente existen. Por supuesto, si no se las regara, si no se las cuidara, morirían, y el morir es también el orden de esas flores. El sol brillante, caluroso, las destruirá el mes que viene, y para ellas eso es orden». El lagarto se ha calentado sobre la roca y está esperando que lleguen las moscas. Y seguramente llegarán. Y el lagarto las tragará con su rápida lengua. Parece ser la naturaleza del mundo; las criaturas grandes viven de las criaturas pequeñas, y las más grandes de las grandes. Éste es el ciclo del mundo natural. Y en eso no hay orden ni desorden. Pero nosotros, de vez en cuando conocemos por nosotros mismos el sentimiento de total armonía, y también la pena, la ansiedad, el dolor, el conflicto. La causa del desorden es el perpetuo devenir -devenir, buscar la propia identidad, esta lucha por llegar a ser. En tanto el cerebro, que se halla densamente condicionado, esté midiendo -lo ‘más’, lo ‘mejor’- moviéndose psicológicamente de esto a aquello, eso debe generar inevitablemente un sentido de conflicto, lo cual es desorden. No sólo las palabras ‘más’, ‘mejor’, sino el sentimiento, la reacción de lograr, de ganar -en tanto exista esta división, esta dualidad, tiene que haber conflicto. Y a causa del conflicto, hay desorden. Tal vez nos damos cuenta de todo esto, pero al descuidar esta percepción, seguimos del mismo modo día tras día durante todos los días de nuestra vida. Esta dualidad no es sólo verbal sino que implica una división más profunda: la del pensador y el pensamiento, la del pensador separado de sí mismo. El pensador es creado por el pensamiento, el pensador es el pasado, el pensador es conocimiento, y el pensar también ha nacido del conocimiento. De hecho, no existe tal división entre el pensador y el pensamiento, son una unidad inseparable; pero el pensamiento juega una ingeniosa treta consigo mismo, se divide a sí mismo. Quizás esta constante división de sí mismo, la propia fragmentación del pensamiento, es la causa del desorden. El sólo ver, el sólo comprender la verdad de esto -que el percibidos es lo percibido- pone fin al desorden. El sinsonte se ha ido y ahora está ahí la paloma torcaza con su plañidero grito. Y pronto se le une su pareja. Se posan juntas sobre ese alambre, quietas, inmóviles, pero sus ojos se mueven observando, vigilando el peligro. El halcón de cola roja y los pájaros predadores que estaban ahí una o dos horas antes, se han ido. Tal vez regresen al día siguiente. Y así termina la mañana, y ahora el sol brilla y hay miles de sombras. La tierra está quieta y el hombre se siente perdido y confuso. Viernes, 6 de mayo, 1983 Era una mañana agradable, nublada, el aire estaba ligeramente fresco y los cerros cubiertos por las nubes permanecían silenciosos. Se sentía el perfume de los naranjos en flor, no muy intenso, pero ahí estaba. Es un aroma peculiar, penetrante, y se introducía en la habitación. Y todas las flores se aprestaban esta mañana para la salida del sol. Las nubes se alejarían pronto y después el sol brillaría en toda su intensidad. El automóvil atravesaba la pequeña población, pasando por muchos modestos caseríos, por torres de perforación, tanques petroleros, y por toda la actividad que se desarrolla alrededor de estos campos de petróleo; y finalmente llegamos al mar. Luego pasamos otra vez por una gran ciudad, aunque no demasiado grande; atravesamos los numerosos huertos de limoneros y naranjos, y nos encontramos, no con algunos sembrados de fresas, no con pequeños plantíos de coles, sino con acres, millas y millas de ellos -fresas, apio, espinaca, lechuga y otros vegetales- millas de tierra rica, llana, situada entre los cerros y el mar. Aquí todo se hace a gran escala, casi demasiado extravagante -millas de limones y naranjas, de nueces, etcétera. Es un país rico, bello. Y los cerros se mostraban muy amistosos esa mañana. Finalmente llegamos al azul Pacífico. Esta mañana el mar era como un estanque, tan inmóvil, tan extraordinariamente quieto y bañado por la luz matinal. Uno debería realmente meditar en esa luz, no en la luz directa del sol sino en el reflejo del sol sobre las rutilantes aguas. Pero el mar no siempre es así; hace un mes o dos se revolvía con furia golpeando violentamente contra el muelle, destruyendo las casas que hay alrededor de la bahía y provocando desastres incluso en la carretera que corre a lo largo del mar. Ahora estaban reparando el muelle averiado, utilizando toda la madera arrastrada a la playa por el mar en grandes cantidades. No obstante, hoy

podía uno acariciarlo como a un animal domado, podía sentir la profundidad y la amplitud y la belleza de este vasto mar tan azul. Más cerca de la playa predominaba el color verde nilo; era algo sumamente agradable ir por la carretera junto al mar y respirar el aire salado, contemplar los cerros, la ondulante hierba y la vasta extensión de las aguas. Todo esto desapareció en la enorme y fea ciudad, la cual se había extendido por millas y millas y millas. No era una ciudad muy agradable, pero la gente vivía allí y parecía gustar de ella. Sentado en la playa, uno observa el mar, las olas que vienen y van. La séptima ola parece ser la más grande, cuando truena al precipitarse hacia tierra. Hay muy poca marea en el Pacífico -al menos no existen aquí esas mareas que salen mar afuera por muchas millas y luego vuelven a introducirse rápidamente. Aquí hay siempre un leve flujo y reflujo, un ir y venir que se repite por siglos y siglos. Si uno puede contemplar ese mar, el centelleo de luz deslumbrante y las claras aguas -contemplarlo con todos los sentidos despiertos a su máxima excelencia- en esa observación no hay un centro, no existe un ‘uno’ que esté observando. Es bello observar el mar, y la arena limpia lavada día tras día. Ninguna huella puede quedar ahí, ni siquiera los pequeños pájaros del mar dejan su huella; el mar las borra por completo. Las casas que se ven a lo largo de la playa son pequeñas y pulcras; probablemente vive en ellas gente muy rica. Pero todo eso no cuenta para nada -sus riquezas, su vulgaridad, sus costosos automóviles. Uno vio un Mercedes muy viejo, con gastados tubos de escape fuera de la cubierta del motor, tres a cada lado. Los dueños parecían sentirse muy orgullosos de su automóvil, lo habían pulido, lo lavaban dedicándole muchísimo cuidado. Tal vez habían comprado esa máquina antes que muchas otras cosas. Todavía podían recorrerse muchas millas en ese automóvil; lo habían fabricado para que durara. La mañana era bellísima; sentado en la playa uno observaba los pájaros, el cielo, y escuchaba el sonido distante de los automóviles que pasaban; uno iba y volvía con el flujo y reflujo del agua; se iba lejos y regresaba nuevamente -este perpetuo movimiento que va y viene y viene y va... La vista alcanzaba hasta el horizonte donde el cielo se encuentra con el mar. Era una bahía muy grande, con aguas color azul y blanco y con las diminutas casas que la rodeaban por completo. Y detrás de uno estaban las montañas, hilera tras hilera de montañas. Observando sin un solo pensamiento, sin ninguna reacción, observando sin identidad -sólo ese infinito observaren realidad no está uno despierto, está ausente, no se encuentra del todo ahí; uno no es ‘uno’, pero observa. Observando los pensamientos que surgen y luego se desvanecen, pensamiento tras pensamiento, el propio pensamiento se vuelve consciente de sí mismo. No existe un pensador que observe al pensamiento, el observador es el pensamiento. Sentado en la playa, mientras uno observa a las personas que pasan, dos o tres parejas y una mujer sola, parece que toda la naturaleza, todo lo que a uno lo rodea, desde el profundo mar azul a aquellas altas montañas rocosas, también está observando. Estamos observando, no aguardando, no esperando que ocurra algo, sino solamente observando sin fin. En esa observación hay un aprender, no la acumulación del conocimiento mediante el aprendizaje -lo cual es casi mecánico- sino una atenta observación, una observación no superficial sino profunda, viva y afectuosa; entonces no existe ahí un observador. Cuando hay un observador, éste es meramente el pasado que observa, y eso no es observar sino solamente recordar, y es más bien una cosa muerta. La observación es algo tremendamente vital, un vacío a cada instante. Esos pequeños cangrejos y esas gaviotas y todos esos pájaros que pasan volando, observan. Están atentos a la presa, al pez, a algo para alimentarse; ellos también están observando. Pasa alguien junto a uno y desea saber qué estamos observando. Uno no observa nada, y en esa nada está todo. El otro día, un hombre que había viajado muchísimo, que había visto muchísimo y escrito una que otra cosa, vino a vernos -un hombre algo viejo con una barba bien cuidada; se hallaba decentemente vestido sin el desaliño de la vulgaridad. Cuidaba sus zapatos, sus ropas. Aunque era extranjero, hablaba un inglés excelente. Y al hombre que estaba sentado en la playa observando, le dijo que había hablado con muchísima gente, que había discutido con algunos profesores y estudiosos, y que mientras estuvo en la India había conversado con unos cuantos pundits. Y la mayoría de ellos -según él- al parecer no se interesaban en la sociedad, no se comprometían con la reforma social ni con la presente crisis bélica. A él sí le interesaba profundamente la sociedad en que estábamos viviendo, aunque no era un reformador social. No estaba muy seguro de que la sociedad pudiera cambiar, de que uno pudiera hacer algo al respecto. Pero él veía lo que la sociedad era: la inmensa corrupción, la insensatez de los políticos, la mezquindad, la vanidad y la brutalidad que imperan en el mundo. Dijo: «¿Qué podemos hacer con respecto a esta sociedad? no pequeñas reformas insignificantes aquí y allá, cambiar un presidente por otro, o un Primer Ministro por otro, son todos la misma cosa más o menos; no pueden hacer mucho porque representan la mediocridad, o tal vez menos aún que eso, la vulgaridad; quieren exhibirse, alardear, jamás harán nada. Producirán pequeñas reformas triviales aquí y allá, pero la sociedad proseguirá su curso a pesar de ellas». Él había observado las diversas sociedades y culturas, viendo que en lo fundamental no

eran tan diferentes. Parecía ser un hombre muy serio que sabía sonreír, y habló de la belleza de este país, de su vastedad, de su diversidad desde los desiertos ardientes al esplendor de las altas montañas rocosas. Uno le escuchaba como podría escuchar y contemplar el mar. No es posible cambiar la sociedad a menos que el hombre cambie. El hombre, uno mismo y los otros, ha creado estas sociedades por generaciones y generaciones; todos hemos creado estas sociedades a causa de nuestra mezquindad, de nuestra estrechez de miras, de nuestra limitación, de nuestra codicia, envidia, brutalidad, violencia, competencia, etcétera. Somos los responsables de la mediocridad, de la estupidez, de la vulgaridad, de toda la insensatez tribal y del sectarismo religioso. A menos que cada uno de nosotros cambie radicalmente, la sociedad jamás cambiará. Está ahí, nosotros la hemos hecho de este modo y después ella nos hace a nosotros. Nos moldea tal como nosotros la hemos moldeado. Nos encaja en un patrón, y el patrón la introduce en una estructura que es esta sociedad que nos hemos construido. De modo que esta acción prosigue interminablemente, como el mar con la marea que se aleja y después regresa, a veces muy, muy lentamente, otras veces rápidamente, peligrosamente. Un ir y venir; acción-reacción-acción. Tal parece ser la naturaleza de este movimiento, a menos que dentro de uno exista un orden profundo. Ese orden mismo producirá orden en la sociedad, no mediante la legislación, los gobiernos y todo eso -aunque mientras haya desorden y confusión, proseguirán la autoridad y las leyes que son creadas por nuestro propio desorden. Las leyes son una hechura del hombre, son un producto del hombre tal como lo es la sociedad. Así, lo interno -la psique- crea lo externo conforme a su limitación; y lo externo controla entonces lo interno y lo moldea. Los comunistas han pensado, y probablemente siguen pensándolo, que controlando lo externo, elaborando ciertas leyes, regulaciones, instituciones, ciertas formas de tiranía, ellos pueden cambiar al hombre. Pero hasta ahora no han conseguido su propósito, y jamás lo conseguirán. Ésta es, asimismo, la actividad de los socialistas. Los capitalistas lo hacen de un modo diferente, pero es la misma cosa. Lo interno domina siempre lo externo, porque lo interno es más fuerte, mucho más vital que lo externo. ¿Puede este movimiento detenerse alguna vez? -lo interno que crea el medio psicológico externo, y lo externo, las leyes, las instituciones, las organizaciones, que tratan de moldear al hombre, de moldear su cerebro para que actúe en cierta dirección; y el cerebro, lo interno, la psique, que se modifica entonces eludiendo lo externo. Este movimiento ha proseguido durante todo el tiempo que el hombre ha estado sobre esta tierra, ha proseguido ya sea crudamente, superficialmente o, a veces, brillantemente -siempre es lo interno dominando lo externo, como el mar con sus mareas que van y vienen. Uno debería realmente preguntarse si este movimiento puede detenerse alguna vez -acción y reacción, odio y más odio, violencia y más violencia. El movimiento cesa cuando sólo existe el observar, un observar sin motivo, sin reacción ni dirección alguna. La dirección surge cuando hay acumulación. Pero la observación, en la que hay atención, percepción directa y un gran sentido de compasión, tiene su propia inteligencia. Esta observación y la inteligencia actúan. Y esa acción no es el flujo y reflujo. Pero esto exige un gran estado de alerta, requiere que las cosas se vean sin la palabra, sin el nombre, sin reacción alguna; en ese observar hay pasión, hay una vitalidad inmensa. Lunes, 9 de mayo, 1983 Uno se encontraba ya a bastante altura, mirando hacia abajo en lo profundo del valle; si se sube una milla o más siguiendo hacia arriba por el sinuoso sendero, se pasa por todo tipo de vegetación -robles perennes, artemisas, zumaques venenosos- y al dejar atrás un torrente que siempre está seco en verano, se puede divisar muy lejos en la distancia el mar azul, al otro lado de cadenas tras cadenas de montañas. Aquí arriba todo está absolutamente quieto, tan quieto que no hay un soplo de aire. Uno mira hacia abajo y las montañas lo miran a uno desde arriba. Se puede seguir escalando la montaña por muchas horas, descendiendo a otro valle para volver a subir. Uno lo ha hecho algunas veces antes, y en dos oportunidades alcanzó la cima misma de esas montañas rocosas. Al otro lado de éstas, hacia el norte, hay una vasta llanura desértica. Allá abajo hace muchísimo calor, mientras que aquí se está más bien fresco; uno tiene que ponerse algo encima a pesar del sol ardiente. Y al llegar abajo, mientras uno contempla los diversos árboles, las plantas y los pequeños insectos, de pronto escucha el tableteo de una serpiente de cascabel. Y pega un salto, afortunadamente lejos de la serpiente. Uno está a unos diez pies de ella, que continúa con su tableteo. Nos miramos, vigilantes, el uno al otro. Las serpientes carecen de párpados. Ésta no es muy larga, pero bastante gruesa, tan gruesa como el brazo de un hombre. Uno conserva su distancia y la observa cuidadosamente, observa su diseño, su cabeza triangular y su negra lengua que oscila hacia adentro y hacia afuera. Nos observamos mutuamente. Ella no se mueve y uno tampoco se mueve. Pero de pronto, con la cabeza y la cola dirigidas hacia uno, la serpiente se escurre hacia atrás y uno da un paso hacia adelante. Otra vez se enrosca sobre sí misma y se oye su cascabeleo mientras ambos nos vigilamos el uno al otro. Y nuevamente, con la cabeza y la cola vueltas hacia adelante, ella comienza a retroceder, y uno nuevamente avanza; y otra vez se

enrosca y empieza con sus cascabeleos. Hacemos esto por varios minutos, quizá diez minutos o más; después ella se cansa. Se la ve inmóvil, aguardando, pero cuando uno se acerca, ya no emite ningún ruido. Por el momento, ha perdido su energía. Uno se encuentra muy próximo. A diferencia de la cobra, que se endereza para morder, esta serpiente ataca abalanzándose hacia adelante. Pero ahí no se veía movimiento alguno. Estaba demasiado exhausta, de modo que uno la dejó, puesto que se trataba realmente de una criatura muy venenosa, muy peligrosa. Uno podría quizás haberla tocado, pero aunque no tuvo miedo, se hallaba poco dispuesto a tocarla. Sentía que era preferible no hacerlo y la dejó tranquila. Al descender un poco más, uno casi pisa a una codorniz rodeada de una docena o más de crías. Éstas se desparraman entre los arbustos cercanos, y la madre también desaparece en un arbusto y todas se llaman entre sí. Uno baja un poco y, si tiene la paciencia de esperar, pronto vera reunirse a todas las crías bajo el ala de la madre. Se está fresco ahí arriba, y las aves aguardan a que el sol caliente el aire y la tierra. Cuando uno desciende más aún al otro lado del pequeño torrente, pasa por un prado que está perdiendo casi todo su verdor, y entonces regresa a la casa, bastante exhausto pero vivificado por el paseo y por el sol matinal. Y ahí están los naranjos con sus brillantes frutos amarillos, los rosales y los laureles, así como los altos eucaliptos. En la casa todo se halla muy tranquilo. Era una mañana agradable, llena de actividades extrañas desarrollándose en la tierra. Todas esas pequeñas criaturas vivas, corriendo de un lado a otro en busca del sustento matutino -la ardilla, la tuza. Comen las tiernas raíces de las plantas y son bastante destructivas. Un perro puede matarlas rápidamente de un mordisco. Todo está muy seco, las lluvias han pasado y se han ido para volver quizá dentro de cuatro meses o más. Abajo, el valle todavía se ve resplandeciente. Es extraño el silencio meditativo que cobre toda la tierra. A pesar del ruido de las ciudades y del tráfico, hay algo sagrado que es casi palpable. Si uno está en armonía con la naturaleza, con todas las cosas que nos rodean, entonces está en armonía con todos los seres humanos. Si uno ha perdido su relación con la naturaleza, perderá inevitablemente su relación con los seres humanos. Todo un grupo de nosotros, sentado a la mesa cuando terminó la comida, dio comienzo a una conversación muy seria, tal como ha ocurrido en algunas ocasiones anteriores. Discutimos el significado de las palabras, su influencia, su contenido, no meramente el significado superficial, sino la profundidad de la palabra, su cualidad, el sentido que transmite. Por supuesto, la palabra nunca es la cosa real. La descripción, la explicación, no es lo descrito, ni es la cosa acerca de la cual hay una explicación. La palabra, la frase, la explicación no son la realidad. Pero la palabra se usa para comunicar lo que uno piensa, lo que uno siente; y la palabra, aunque no se comunique a otro, conserva el sentimiento dentro de uno mismo. Lo factual jamás condiciona el cerebro, pero la teoría, la conclusión, la descripción, la abstracción sí que lo condicionan. La mesa jamás condiciona el cerebro, pero dios lo hace, ya se trate del dios de los hindúes, el de los cristianos o el de los musulmanes. El concepto, la imagen, condicionan el cerebro; no así lo que realmente sucede, lo que realmente tiene lugar. Para el cristiano, las palabras Jesús o Cristo tienen una gran significación, un gran sentido; evocan un sentimiento profundo, una sensación. Esas palabras no tienen sentido para el hindú, el budista o el musulmán. Esas palabras no son lo real. De modo que esas palabras, usadas durante dos mil años, han condicionado el cerebro. El hindú tiene sus propios dioses, sus propias divinidades. Esas divinidades, como las de los cristianos, son las proyecciones del pensamiento, nacen del temor, de la búsqueda de placer, etcétera. Parece que, de hecho, el lenguaje no condiciona el cerebro; lo que lo hace es la teoría del lenguaje, la abstracción de un cierto sentimiento y la abstracción que toma la forma de una idea, de un símbolo, de una persona -no la persona real sino la persona imaginada, o la persona anhelada, o la que proyecta el pensamiento. Todas esas abstracciones, esas ideas y conclusiones, por fuertes que sean, condicionan el cerebro. Pero lo real, lo factual -como la mesa- jamás lo hace. Tomemos una palabra como ‘sufrimiento’. Esa palabra tiene para el hindú un significado diferente del que tiene para el cristiano. Pero el sufrimiento, cualquiera que sea la forma en que se describa mediante las palabras, es compartido por todos nosotros. El sufrimiento es el hecho, lo real. Pero cuando tratamos de escapar del hecho mediante alguna teoría, o por medio de alguna persona que idealizamos, o de algún símbolo, esas formas de escape moldean el cerebro. El sufrimiento como un hecho, no lo hace, y esto es importante que se comprenda. Igual que la palabra ‘apego’; hay que ver la palabra, asirla como si la tuviéramos en la mano y observarla, sentir su profundidad, todo su contenido, sus consecuencias, ver el hecho de que estamos apegados a algo -el hecho, no la palabra; ese sentimiento en sí no moldea el cerebro, no lo introduce en un patrón, pero si uno se aparta de él, esto es, cuando el pensamiento se aparta del hecho, ese mismo movimiento de apartarse, el movimiento de escape, no sólo es un factor de tiempo psicológico, sino que con él comienza la acción de moldear el cerebro dentro de un patrón determinado. Para el budista, la palabra Buda, la sensación, la imagen, crean una gran reverencia, un gran sentimiento de devoción; él busca refugio en la imagen que ha creado el pensamiento. Y como el pensamiento es limitado, porque

todo conocimiento es siempre limitado, esa imagen misma genera conflicto -el sentimiento de reverencia a una persona, o a un símbolo, o a cierta tradición largamente establecida -pero el sentimiento de reverencia en sí, divorciado de todas las imágenes externas, de los símbolos, etcétera, no es un factor que condicione el cerebro. Sentado ahí, en la silla siguiente, estaba un cristiano transformado. Y cuando al otro lado de la mesa alguien mencionó a Cristo, uno podo sentir inmediatamente la restrictiva y reverencial reserva. Esa palabra había condicionado el cerebro. Es algo muy extraordinario observar todo este fenómeno de comunicación con las palabras; cada raza da una significación y un sentido diferentes a la palabra ‘sufrimiento’; y así se crea una división, una limitación al sentimiento de que la humanidad sufre. El sufrimiento de la humanidad es común a todos, lo comparten todos los seres humanos. El ruso puede expresarlo de un modo, el hindú, el cristiano, etcétera, de un modo diferente, pero el hecho del sufrimiento, el sentimiento factual de dolor, de pena, de soledad, ese sentimiento en sí jamás moldea o condiciona el cerebro. De modo que uno se vuelve muy atento a las sutilezas de la palabra, a su significado, a su influencia. La percepción universal, global de todos los seres humanos y de su mutua relación, sólo puede surgir cuando palabras tales como ‘nación’, ‘tribu’, ‘religión’, etc., han desaparecido. O bien la palabra tiene profundidad, significación, o no las tiene en absoluto. Para la mayoría de nosotros las palabras tienen muy poca profundidad, han perdido su significación. Un río no es un río particular. Los ríos de América, de Inglaterra, de Europa o de la India, son todos ríos, pero en el momento en que hay identificación a través de la palabra, existe la división. Y esta división es una abstracción del río, de la calidad y profundidad de sus aguas, del volumen, del caudal y la belleza del río. Jueves, 12 de mayo1, 1983 Es el amanecer en estas latitudes del norte. Aquí el amanecer empieza muy temprano y dura mucho tiempo. Es una de las cosas más bellas de la tierra, el comienzo de un amanecer y el nacimiento del día. Después de una noche tormentosa, con los árboles casi derribados, las hojas sacudidas y rotas las ramas secas, los prolongados vientos han limpiado y secado el aire. El amanecer había avanzado tímidamente sobre la tierra y tenía en esta mañana una cualidad extraordinaria, especialmente en esta mañana -probablemente debido a los vientos de ayer. Pero este amanecer de este día particular, era algo más que los amaneceres de otros días. Había una quietud absoluta. Uno apenas si se atrevía a respirar por temor a perturbar alguna cosa. Las hojas estaban inmóviles, aun las más tiernas. Era como si toda la tierra estuviera conteniendo el aliento, probablemente en inmensa adoración. Y lentamente el sol tocó la cima de las montañas con reflejos anaranjados y amarillos, y había manchas de luz en otros cerros. Y todavía reinaba un gran silencio. Luego comenzaron los ruidos -el canto de los pájaros, el halcón de cola roja revoloteando en el cielo, y la paloma torcaza que iniciaba su canto matinal- pero el silencio del amanecer estaba en la mañana, en toda la tierra. Si se desciende por el cerro, muy alto al otro lado del valle, pasando por naranjales y algunos prados verdes, por altos y esbeltos eucaliptos, se llega a un cerro en el que hay muchos edificios. Es un instituto de alguna cosa, y al otro lado del valle hay un largo campo de golf, bellamente cuidado; hemos jugado en él hace mucho tiempo. Uno ha olvidado el campo, las hoyas de arena, pero ahí está todo, muy cuidadosamente conservado. Se ven muchas personas jugando en el campo, llevando consigo pesadas bolsas. En los viejos tiempos uno tenía una bolsa de sólo seis palos, pero ahora contienen como una docena. Este juego se está volviendo demasiado profesional, demasiado costoso. Al pasar a otro cerro, uno encuentra también ahí instituciones, fundaciones, organizaciones de casi toda clase. Por todo el mundo hay docenas de instituciones, foros, grupos de orientación interna y externa. En todas partes a donde uno va en el llamado mundo libre, existen toda clase de instituciones, organizaciones, foros para hacer esto o aquello, para traer paz al hombre, para preservar los bosques, para salvar numerosos animales, etcétera. Confunde bastante y es ahora muy común, la existencia de grupos de esto y grupos de aquello, cada grupo con sus propios líderes, sus propios presidentes y secretarios, el hombre que los fundó y los otros que lo siguieron. Es una cosa muy extraordinaria la existencia de todas estas pequeñas organizaciones e instituciones. Y lentamente comienzan a deteriorarse; tal vez esto sea inherente a todas las instituciones, incluyendo las instituciones que ayudan al hombre externamente, como las instituciones para un mayor conocimiento. Probablemente sean necesarias, pero uno más bien se sorprende de que también existan estos diversos grupos para la dirección interna que practican diferentes clases de meditación. Son bastante curiosas esas dos palabras ‘dirección interna’ -¿quién es el director y qué es la dirección? ¿Es el director diferente de la dirección? Al parecer, jamás nos formulamos esta clase de preguntas fundamentales. 1

88 cumpleaños de Krishnamurti.

Hay organizaciones para ayudar al hombre en el mundo físico, y están controladas por hombres que en sí mismos tienen sus problemas y sus ambiciones y sus logros personales, hombres que cultivan el éxito; pero eso parece ser casi inevitable, y esa clase de cosas ha estado ocurriendo por miles y miles de años. Pero, ¿hay instituciones para estudiar verdaderamente al hombre o para traer verdadera paz al hombre? ¿Ayudan realmente al hombre los diversos sistemas basados en alguna conclusión? Aparentemente, todos los organizadores del mundo sienten lo que hacen, pero, ¿han ayudado verdaderamente al hombre a librarse de su dolor, de su angustia, de su ansiedad y de todo el tormento de la existencia? ¿Puede un agente externo, por exaltado que sea, por bien afirmado que se encuentre en alguna ideacional tradición mística, puede en modo alguno cambiar al hombre? ¿Qué es lo que producirá fundamentalmente un cambio radical en la brutalidad del hombre, y terminará con las guerras por las que ha pasado y con el constante conflicto en que vive? ¿Le ayudará el conocimiento? El hombre ha evolucionado a través del conocimiento -si es que gustamos de usar esa palabra ‘evolución’. Desde la antigüedad ha reunido grandes cantidades de información, de conocimientos acerca del mundo que lo rodea y del mundo de arriba; de la carreta de bueyes al jet, del jet al viaje a la luna, etcétera. En todo esto hay un avance tremendo. Pero este conocimiento, ¿ha terminado de algún modo con el egoísmo del hombre, con su agresiva y competidora imprudencia? El conocimiento, después de todo, es para tomar conciencia y para saber acerca de todas las cosas del mundo -cómo fue creado el mundo, las realizaciones del hombre desde el principio hasta nuestros días. Todos, algunos más, algunos menos, estamos bien informados, pero internamente somos muy primitivos, casi bárbaros, por muy cultivados que podamos estar exteriormente, por bien informados que estemos acerca de muchas, muchas cosas, por capaces que seamos de argumentar, de convencer, de llegar a ciertas decisiones y conclusiones. En lo externo, esto puede proseguir perpetuamente. Hay docenas y docenas de especialistas de toda clase, pero uno se pregunta seriamente: ¿Puede cualquier clase de agente externo ayudar al hombre a terminar con su aflicción, con su completa soledad, su confusión, su ansiedad, etcétera? ¿O debe el hombre vivir siempre con eso, soportarlo, acostumbrarse a ello y decir que eso forma parte de la vida? En todo el mundo, la inmensa mayoría de la humanidad tolera eso, lo acepta. O tiene instituciones para rezarle a algo externo -rezar por la paz, realizar manifestaciones por la paz. Pero no hay paz en el corazón del hombre. ¿Qué cambiará al hombre? Ha sufrido interminablemente, atrapado en la red del temor, persiguiendo siempre el placer. Éste ha sido el curso de su vida, y nada parece cambiarlo. Y uno se pregunta: en lugar de mostrarse cínico con respecto a todo, o de amargarse o de enojarse -«así son las cosas, la vida es así»- ¿cómo puede el hombre cambiar todo eso? Ciertamente, no por medio de un agente externo. El hombre ha de enfrentarse a eso, no eludirlo, y examinarlo sin pedir ninguna ayuda externa; él es el maestro de sí mismo. Él ha hecho esta sociedad, él es el responsable de ella, y esta misma responsabilidad exige que produzca un cambio en sí mismo. Pero son muy pocos los que prestan atención a todo esto. Para la inmensa masa de personas, el modo en que piensan es por completo indiferente, irresponsable; buscan realizarse en sus propias vidas egoístas, sublimando a veces sus deseos, pero siguen siendo egoístas. Considerar todo esto no implica ser pesimista o tratar de ser optimista. Uno tiene que considerarlo. Y cada uno de nosotros es el único que puede cambiarse a sí mismo y a la sociedad en que vive. Ese es un hecho, y no podemos escapar de él. Si escapamos de él, entonces jamás tendremos paz en esta tierra, jamás habrá un sentido de felicidad duradera, un sentido de bienaventuranza. El amanecer ha llegado a su fin y se ha iniciado un nuevo día. Es realmente un día nuevo, una nueva mañana. Y cuando uno mira alrededor, se maravilla de la belleza de la tierra, de los árboles, de la riqueza que hay en todo ello. Es realmente un nuevo día, y el prodigio que ello implica existe, está ahí.

BROCKWOOD PARK1, HAMPSHIRE Lunes, 30 de mayo, 1983 Ha estado lloviendo aquí todos los días por más de un mes. Cuando uno viene de un clima como el de California, donde las lluvias cesaron hace más de un mes, donde los campos verdes están secándose y volviéndose pardos bajo un sol muy ardiente -hacía más de 90 °F y el calor sería aun mayor, aunque dicen que éste va a ser un verano benigno-, cuando uno viene de ese clima, se sorprende y asombra de ver la hierba verde, los maravillosos árboles verdes y las hayas cobrizas, que de un color castaño difuso y claro, se vuelven gradualmente más y más oscuras. Es un deleite verlas en medio de los árboles verdes. A medida que avance el verano, van a oscurecerse mucho más. Y 1

Desde el 14 al 22 de mayo, hubo en Ojai una reunión durante la cual Krishnamurti ofreció cuatro pláticas y sostuvo sesiones de preguntas y respuestas. El 27 de mayo voló a Inglaterra y se alojó en su escuela de Brockwood Park.

esta tierra es muy bella. La tierra es siempre bella, ya sea un desierto o esté llena de huertos y praderas verdes, resplandecientes. Salir a dar un paseo por los campos con el ganado y los jóvenes corderos, y pasear por los bosques con el canto de los pájaros, sin un solo pensamiento en la mente... Sólo observar la tierra, los árboles, las ovejas, y escuchar el llamado del cuclillo y el canto de las palomas torcazas; pasear sin emoción alguna, sin ningún sentimiento, observar los árboles y toda la tierra... Cuando uno observa así, aprende acerca del propio pensar, está atento a las propias reacciones y no permite que escape un solo pensamiento sin haber comprendido cómo surgió, cuál fue su causa. Si uno está alerta, sin dejar pasar jamás un pensamiento, entonces el cerebro se queda muy quieto. Entonces uno observa en gran silencio, y ese silencio tiene una profundidad inmensa, una perdurable e incorruptible belleza. El muchacho era diestro en los juegos, realmente muy bueno. También era bueno en sus estudios; era serio. Vino, pues, a ver a su maestro y le dijo: «Señor, ¿podría conversar con usted?» El educador contestó: «Sí, podemos conversar; salgamos a dar un paseo». De modo que sostuvieron un diálogo. Fue una conversación entre el educador y el educando, una conversación en la que había cierto respeto por ambas partes, y como el educador también era serio, la conversación fue agradable, amistosa, ya que ambos habían olvidado que eran un maestro con un estudiante; olvidaron el rango, la importancia de uno que sabe, la autoridad, frente al otro que tiene curiosidad por saber. «Señor, me pregunto si usted sabe acerca de todo esto, por qué estoy adquiriendo una educación, qué parte jugará ella cuando yo crezca, cuál es mi papel en este mundo, por qué tengo que estudiar, por qué debo casarme y cuál será mi futuro. Desde luego, me doy cuenta de que tengo que estudiar y aprobar alguna clase de exámenes, y espero ser capaz de aprobarlos. Viviré probablemente una cantidad de años, tal vez cincuenta, sesenta o más, y en todos esos años futuros, ¿cuál será mi vida y la vida de quienes me rodean? ¿Qué voy a ser, y cuál es el sentido de estas largas horas que paso sobre los libros y escuchando a los maestros? Podría haber una guerra devastadora en la que todos podríamos morir. Si la muerte es todo lo que hay por delante, ¿cuál es, entonces, el sentido de toda esta educación? Por favor, formulo estas preguntas muy seriamente, porque he escuchado a los otros maestros y también a usted señalar muchas de estas cosas». «Me gustaría tomar una pregunta a la vez. Usted ha formulado muchas preguntas, me ha planteado diversos problemas, de modo que primero consideremos la pregunta más importante: ¿Cuál es el futuro de la humanidad y de usted mismo? Como sabe, sus padres están muy bien acomodados y quieren ayudarle de todas las maneras posibles. Si usted se casara, ellos tal vez podrían regalarle una casa, comprarle una casa con todas las cosas que se necesitan en ella, y usted podría tener una esposa atractiva -podría. ¿Qué es, entonces, lo que usted va a ser? ¿La habitual persona mediocre? ¿Conseguirá un empleo, echará raíces con todos los problemas que hay alrededor y dentro de usted -es ése su futuro? Por supuesto que puede venir una guerra, pero podría no ocurrir -esperemos que no ocurra. Esperemos que el hombre pueda llegar a comprender que las guerras, de cualquier clase que sean, jamás resolverán ningún problema humano. Los hombres podrán progresar, podrán inventar aviones mejores, etcétera, pero las guerras jamás han resuelto los problemas humanos ni los resolverán jamás. Olvidemos, pues, por el momento, que todos nosotros podríamos ser destruidos a causa de la locura de los superpoderes, de la locura de los terroristas, o la de algún demagogo de algún país que desea destruir a sus enemigos inventados. Olvidemos todo eso por el momento. Consideremos cuál es su futuro, sabiendo que forma usted parte del mundo. ¿Cuál es su futuro? Como se lo pregunté: ¿consiste su futuro en ser una persona mediocre? La mediocridad implica escalar a medio camino la colina, a medio camino cualquier cosa, sin alcanzar jamás la cima misma de la montaña, sin exigirse jamás la totalidad de la energía, de la capacidad, de la excelencia. »Desde luego, debe usted comprender también que existirán todas las presiones externas -presiones para que haga esto o aquello, todas las diversas presiones y la propaganda de las estrechas y sectarias religiones. La propaganda jamás puede revelar la verdad; la verdad jamás puede ser propagada. Espero, pues, que advierta la presión que se ejerce sobre usted -la presión de sus padres, de su sociedad, de la tradición de ser un científico, un filósofo, un físico, un hombre que emprende la investigación en cualquier campo; o de ser un hombre de negocios. Comprendiendo todo esto, cosa que usted debe hacer a su edad, ¿qué camino va a seguir? Hemos estado hablando, desde muchos puntos de vista, de todas estas cosas, y probablemente -si puede uno señalarlo- usted ha prestado atención a todo esto. De modo que, como por algún tiempo hemos de recorrer juntos la colina y regresar, le pregunto, no como maestro sino con afecto, como un amigo que se interesa genuinamente en usted: ¿Cuál es su futuro? Aun si ha decidido ya aprobar algunos exámenes y tener una carrera, una buena profesión, igualmente tiene que preguntarse: ¿Es eso todo? Aun cuando tenga realmente una buena profesión, y quizás una vida bastante placentera, tendrá muchísimos contratiempos y problemas. Si forma una familia, ¿cuál será el futuro de sus hijos?

Ésta es una pregunta que usted mismo tiene que contestarse, y tal vez podamos conversar al respecto. Tiene usted que considerar el futuro de sus hijos, no sólo su propio futuro, y tiene que considerar el futuro de la humanidad, olvidando que es usted alemán, francés, inglés o indio. Discutámoslo, pero, por favor, dése cuenta de que yo no le estoy diciendo lo que debe hacer. Solamente los tontos aconsejan, de modo que no entro en esa categoría; sólo estoy formulándole preguntas de manera amistosa, lo cual espero que comprenda; no estoy presionándolo, dirigiéndolo o persuadiéndolo. ¿Cuál es su futuro? ¿Madurará usted rápidamente o lentamente, lo hará con gracia, con sensibilidad? ¿Será usted un mediocre, aun cuando pueda ser de primera clase en su profesión? Podrá sobresalir, podrá ser muy, muy bueno en cualquier cosa que haga, pero yo estoy hablando de la mediocridad de mente y corazón, mediocridad de todo el ser». «Señor, realmente no sé cómo responder a estas preguntas. No he reflexionado lo suficiente al respecto, pero cuando usted formula esta pregunta -si he de volverme igual al resto del mundo, mediocre- ciertamente no quiero ser así. También me doy cuenta de la atracción que ejerce el mundo. Y veo la parte que en mí desea todo eso. Quiero tener alguna diversión, pasar algunos ratos agradables, pero la otra parte de mí ve también el peligro de todo eso, las dificultades, los impulsos, las tentaciones. Por lo tanto, no sé dónde voy a terminar. Y también, tal como usted lo ha señalado en diversas oportunidades, no conozco por mí mismo lo que soy. Una cosa está clara: realmente no quiero ser una persona mediocre con una mente y un corazón pequeños, aunque pueda tener un cerebro extraordinariamente ingenioso. Puedo estudiar en libros y adquirir una gran cantidad de conocimientos, pero puedo seguir siendo una persona muy limitada y estrecha. Señor, ‘mediocridad’ es una palabra muy buena que usted ha usado, y cuando la considero siento que me asusto -no de la palabra, sino de todas las implicaciones que tiene lo que usted ha expuesto. Yo realmente no sé qué responder, y tal vez discutiéndolo con usted las cosas puedan aclararse. No puedo hablar tan fácilmente con mis padres. Ellos probablemente han tenido los mismos problemas que yo tengo; pueden ser más maduros físicamente, pero tal vez estén en la misma situación que yo. ¿Puedo, pues, preguntarle, señor, si está dispuesto a que venga a verle en otra ocasión para conversar con usted? Realmente, me siento bastante asustado, nervioso y aprensivo con respecto a mi capacidad de afrontar todo esto, de pasar por ello sin volverme una persona mediocre». Era una de esas mañanas que nunca ha sido antes; el prado cercano, la hayas inmóviles y el sendero que penetra en lo más profundo del bosque, todo era silencio. No se escuchaba un solo gorjeo de pájaros, y las casas próximas permanecían inactivas. Una mañana como ésta, fresca, suave, es una cosa rara. Hay paz en esta parte de la tierra, y todo estaba muy tranquilo. Existía ese sentimiento, esa sensación de absoluto silencio. No era sentimentalismo romántico ni imaginación poética. Era sencillamente así. Las hayas cobrizas lucían esta mañana plenas de esplendor contra los campos verdes que se extendían en la distancia, y una nube saturada de esa luz matinal flotaba perezosamente en el cielo. El sol estaba asomando, había una gran paz y un sentido de adoración. No la adoración de algún dios o de alguna deidad imaginaria, sino ese sentido de reverencia que nace de la inmensa belleza. Esta mañana uno podía desprenderse de todas las cosas que ha reunido, y estar en silencio con los bosques y los árboles y el prado. El cielo era de un azul pálido y suave, y muy lejos, al otro lado de los campos, se escuchaba el llamado de un cuclillo las palomas el bosque se arrullaban y los mirlos iniciaban su canto matinal. En la distancia podía oírse el paso de un automóvil. Cuando los cielos están tan quietos y hay tanta belleza, es probable que más tarde llueva. Siempre sucede así cuando la mañana amanece muy clara. Pero en esta mañana todo era muy especial, algo que nunca ha sido antes y nunca podrá volver a ser. «Me alegra que haya usted venido espontáneamente, sin ser invitado, y si está dispuesto tal vez podamos continuar con nuestra conversación acerca de la mediocridad y de su vida futura. Podemos ser excelentes en nuestra profesión; no estamos afirmando que hay mediocridad en todas las profesiones; un buen carpintero puede no ser mediocre en su trabajo, pero en su cotidiana vida interna, en la vida con su familia, puede serlo. Ambos entendemos ahora el significado de esa palabra y debemos investigar juntos su profundidad. Hablamos de la mediocridad interna, de los conflictos, problemas y afanes psicológicos. Puede haber grandes científicos que, no obstante, viven internamente una vida mediocre. ¿Qué va a ser, pues, de su vida? En ciertos aspectos es usted un estudiante capaz, pero, ¿para qué usará su cerebro? No hablamos de su profesión, eso vendrá más tarde; lo que debe interesarnos es el modo en que va usted a vivir. Desde luego que no va a ser un criminal en el sentido corriente de esa palabra. Si es sensato, no será un pendenciero, son demasiado agresivos. Probablemente obtendrá un buen empleo y hará un trabajo excelente en cualquier cosa que decida hacer. Dejemos, pues, de lado todo eso por el momento; pero internamente, ¿cuál es su vida? ¿Cuál es, internamente, su futuro? ¿Va a ser como el resto del mundo, siempre a la caza del placer, siempre perturbado por docenas de problemas psicológicos?»

«Actualmente, señor, no tengo problemas, excepto los problemas de aprobar los exámenes y la fatiga que implica todo eso. En otro respecto, no parece que tenga problemas. Hay cierta libertad. Me siento joven, dichoso. Cuando veo todas esas personas de edad, me pregunto si es que voy a terminar así. Parecen haber tenido buenas profesiones o haber hecho algo que deseaban hacer, pero a pesar de eso se vuelven tristes, apagadas, y no parecen haber sobresalido jamás en las profundas cualidades del cerebro. Ciertamente, no quiero ser como ellas. No es vanidad, pero deseo tener algo diferente. No se trata de una ambición. Quiero tener una buena profesión y toda esas cosas, pero es indudable que no deseo ser como esas personas mayores que parecen haber perdido todo lo que les gustaba». «Usted puede no querer ser como ellas, pero la vida es una cosa muy exigente y cruel. No lo dejará en paz. Usted soportará una gran presión de la sociedad, ya sea que viva aquí o en América o en cualquier otra parte del mundo. Se le incitará constantemente a volverse igual que los demás, a volverse medio hipócrita, a decir cosas que no tiene realmente la intención de decir, y si llegara a casarse, eso también puede suscitar problemas. Usted tiene que comprender que la vida es un asunto muy complejo -no consiste en perseguir aquello que desea hacer y obstinarse en eso. Estos jóvenes desean llegar a ser algo en la vida -abogados, ingenieros, políticos, etcétera; está el instinto, el impulso de la ambición de poder, de dinero. Esas personas viejas de las que usted habla han pasado por todo eso. Están desgastadas por el constante conflicto, por sus deseos. Mírelas, observe la gente que le rodea. Están todos en la misma barca. Algunos abandonan la barca y vagan incesantemente hasta morir. Algunos buscan un rincón apacible de la tierra y se retiran; otros se unen a un monasterio, se convierten en alguno de los distintos tipos de monjes y toman votos extremos. La inmensa mayoría, millones y millones, llevan una vida muy trivial, su horizonte es muy limitado. Tienen sus sufrimientos, sus alegrías, y jamás parecen salirse de eso o comprenderlo e ir más allá. De modo que nuevamente nos preguntamos el uno al otro: ¿Cuál es nuestro futuro? Y específicamente: ¿Cuál es su futuro? Desde luego que es usted demasiado joven para investigar esta cuestión muy profundamente porque la juventud no tiene nada que ver con la total comprensión de este problema. Puede que sea usted un agnóstico; los jóvenes no creen en nada, pero a medida que van envejeciendo se vuelven hacia alguna forma de superstición religiosa, convicción religiosa o dogma religioso. La religión no es un narcótico, pero el hombre ha hecho la religión a su propia imagen, obcecado por la búsqueda de consuelo y, por tanto, de seguridad. Ha convertido la religión en algo totalmente falto de inteligencia e irrealizable, no en algo con lo que uno pueda vivir. ¿Qué edad tiene usted?» «Voy a cumplir diecinueve años, señor. Mi abuela me ha dejado algo para cuando cumpla los veintiuno, y tal vez antes ingrese en la universidad y pueda viajar y ver algunas cosas. Pero dondequiera que esté y cualquiera que sea mi futuro, siempre llevaré conmigo este interrogante. Tal vez me case, probablemente lo haga, y tenga hijos, y entonces surgirá la gran pregunta: ¿Cuál es el futuro de ellos? De algún modo me doy cuenta de lo que los políticos están haciendo en todo el mundo. Por lo que a mí me toca, es un feo asunto; en consecuencia, creo que no seré un político. De eso estoy muy seguro, pero deseo tener una buena situación. Me gustaría trabajar con mis manos y mi cerebro, pero el problema será cómo no convertirme en una persona mediocre como lo son el noventa por ciento en el mundo. Por lo tanto, señor, ¿qué he de hacer? Oh, sí, sé de las iglesias, de los templos y todo eso; no me atraen. Más bien me rebelo contra todo eso -los sacerdotes y la jerarquía de la autoridad, pero, ¿cómo voy a evitar convertirme yo mismo en una persona común, ordinaria y mediocre?» «Si es que puedo sugerirlo, jamás, bajo ninguna circunstancia pregunte ‘cómo’. Cuando usa la palabra ‘cómo’, lo que desea realmente es que alguien le diga qué debe hacer, quiere alguna guía, algún sistema, alguien que lo lleve de la mano; y así pierde usted su libertad, su capacidad de observar sus propias actividades, sus propios pensamientos, su propio estilo de vida. Cuando pregunta ‘cómo’, se convierte de hecho en un ser de segunda mano; pierde su integridad y también la innata honestidad para observarse a sí mismo, para ser lo que es e ir más allá de lo que es. Nunca, nunca pregunte ‘cómo’. Estamos hablando psicológicamente, desde luego. Uno tiene que preguntar ‘cómo’ cuando quiere armar un motor o construir una computadora; tiene que aprender algo de otra persona. Pero uno sólo puede ser psicológicamente libre y original si está atento a sus propias actividades internas, si vigila lo que está pensando y no permite jamás que un solo pensamiento se escape sin haber observado la naturaleza, el origen de ese pensamiento. Observar, vigilar. Uno aprende mucho más de sí mismo mediante la atenta observación que a través de los libros, o de algún psicólogo, o de algún hombre de letras o profesor erudito, ingenioso y complicado. »Su vida va a ser muy difícil, mi amigo, y podrá desgarrarlo en numerosas direcciones. Hay una gran cantidad de lo que llaman tentaciones -biológicas, sociales- y usted puede ser destrozado por esta cruel sociedad. Por supuesto, tendrá que permanecer solo, pero eso puede ocurrir únicamente sin esfuerzo, sin determinación ni deseo, sino cuando comience a ver las cosas falsas que hay alrededor y dentro de usted: las emociones, las esperanzas.

Cuando uno empieza a reconocer lo que es falso, entonces ése es el comienzo de la percepción alerta, de la inteligencia. Tiene usted que ser una luz para sí mismo, y ésta es una de las cosas más difíciles que hay en la vida». «Señor, ha hecho usted que todo esto parezca muy difícil, muy complejo, muy pavoroso, alarmante». «Sólo estoy señalándole todo esto. Eso no quiere decir que los hechos tengan necesariamente que atemorizarlo. Los hechos están ahí para ser observados. Si usted los observa, ellos jamás lo asustarán. Los hechos no son alarmantes. Pero si uno quiere eludirlos, volverles la espalda y correr, entonces eso sí es alarmante. Permanecer ahí, ver que lo que uno ha hecho puede no haber sido totalmente correcto, vivir con el hecho sin interpretarlo conforme al propio placer o a la propia forma de reaccionar, eso no es alarmante. La vida no es muy simple. Uno puede vivir sencillamente, pero la vida misma es vasta, compleja. Se extiende de horizonte a horizonte. Usted podrá vivir con pocas ropas o con una comida al día, pero eso no es sencillez. Sea, pues, sencillo, no viva de un modo complicado, contradictorio, etcétera, sólo sea sencillo internamente... Usted jugó al tenis esta mañana. Estuve observándolo y parecía ser muy bueno en eso. Tal vez volvamos a encontrarnos. De usted depende». «Gracias, señor».

OJAI1, CALIFORNIA Martes, 27 de marzo, 1984 En ese viaje desde el aeropuerto a través de la vulgaridad de las grandes poblaciones que se extendían por muchas, muchas millas, con luces deslumbrantes y muchísimo ruido, al tomar después la autopista y pasar por un corto túnel, súbitamente dimos con el Pacífico. Era un día claro sin un solo soplo de viento, pero como era muy temprano en la mañana, había una gran pureza antes de que la contaminación del gas monóxido llenara el aire. El mar se veía muy tranquilo, casi como un inmenso lago. El sol acababa de asomar sobre el cerro, y las aguas profundas del Pacifico tenían el color del Nilo, pero en los bordes eran de un azul claro y lamían suavemente las orillas. Había muchos pájaros, y en la distancia uno alcanzó a divisar una ballena. Siguiendo la carretera de la costa había muy pocos automóviles esa mañana, pero sí se veían casas en todas partes; probablemente vivía gente muy rica ahí. Y cuando uno llegaba al Pacífico, estaban los agradables cerros a la izquierda. En medio de estos cerros, bien en lo alto, había casas, y la carretera que seguía el mar, serpenteaba entrando y saliendo; y nuevamente nos encontramos con otra ciudad, pero afortunadamente la carretera no la atravesaba. Había ahí un centro naval con sus modernos medios de matar a la humanidad. Pasamos de largo y doblamos hacia la derecha, dejando el mar atrás; y después de los pozos de petróleo, alejándonos aún más del mar, atravesamos por naranjales, pasamos un campo de golf hasta llegar a un pequeño poblado donde otra vez la carretera serpenteaba atravesando huertos de naranjos, con el aire impregnado del perfume de azahar. Y todas las hojas de los árboles se veían relucientes. Parecía haber una gran paz en este valle, tan quieto, tan alejado de todas las multitudes, de los ruidos la vulgaridad. Este país es hermoso tan vasto -con sus desiertos, con las montañas coronadas de nieve, los poblados, las grandes ciudades y los ríos más grandes aún. La tierra es maravillosamente bella, vasta, global. Y llegamos a esta casa que era aún más tranquila y bella, relucientemente construida y con la limpieza que no tienen las casas en las ciudades. Había muchísimas flores, rosas y otras. Un lugar para estar tranquilo, no precisamente para vegetar, sino para estar realmente, profundamente tranquilo en lo interno. El silencio es una gran bendición, purifica el cerebro, le da vitalidad, y este silencio desarrolla una gran energía, no la energía del pensamiento o la energía de las máquinas, sino una energía incontaminada que no ha sido tocada por el pensamiento. Es la energía que posee una capacidad y destreza incalculables. Y éste es un lugar donde el cerebro, hallándose muy activo, puede estar en silencio. Esa misma actividad intensa del cerebro, tiene la cualidad y profundidad y belleza del silencio. Aunque uno ha repetido esto a menudo, la educación es el cultivo de la totalidad del cerebro, no de una parte de él; es el cultivo balístico del ser humano. Una escuela de estudios secundarios debería enseñar tanto ciencia como 1

El 6 de junio de 1983, Dorothy Simmons, la directora de la Escuela de Brockwood Park, sufrió un ataque cardíaco. Después de eso Krishnamurti estuvo demasiado ocupado en los asuntos de la escuela como para seguir con más dictados. El 1° de julio viajó a Saanen Suiza, para la reunión internacional de todos los años. El 15 de agosto regresó a Brockwood para una reunión que debía realizarse ahí, y el 22 de octubre voló a Delhi. No regresó a Ojai hasta el 22 de febrero de 1984. Desafortunadamente, sólo dictó tres días más.

religión. La ciencia significa realmente el cultivo del conocimiento. La ciencia es la que ha originado el presente estado de tensión en el mundo, porque mediante el conocimiento ha producido los instrumentos más destructivos que el hombre haya inventado jamás. Pueden borrar de un soplo ciudades enteras, millones de seres humanos pueden ser destruidos, vaporizados en un segundo. Y la ciencia nos ha dado también muchísimas cosas útiles -en comunicación, medicina, cirugía, e innumerables cosas menores para la comodidad del hombre, para un modo más fácil de vida en el cual los seres humanos no tengan necesidad de luchar incesantemente para adquirir su alimento, etc. Y nos ha dado la deidad moderna, la computadora. Uno puede enumerar las muchas, muchas cosas que la ciencia ha producido para ayudar al hombre y también para destruir al hombre, para destruir completamente el mundo de la humanidad y la inmensa belleza del mundo natural. Los gobiernos están utilizando a los científicos, y los científicos gustan de ser utilizados por los gobiernos, porque esto les permite gozar de una posición, tener dinero, reconocimiento y todas esas cosas. Los seres humanos también acuden a la ciencia para que traiga paz al mundo, pero la ciencia ha fracasado, tal como la política ha fracasado en dar a los hombres seguridad total, paz para vivir y para cultivar no sólo los campos, sino el cerebro, el corazón, el estilo de vida, lo cual constituye el arte supremo. Y las religiones -las superficiales tradicionales religiones aceptadas, los credos y los dogmas- han causado un gran perjuicio al mundo. Históricamente, han sido las responsables de las guerras al dividir al hombre contra el hombre todo un continente con muy fuertes creencias, dogmas y rituales, contra otro continente que no cree en las mismas cosas, que no tiene los mismos símbolos, los mismos rituales. Esto no es religión, es sólo una tradición que se repite con sus interminables ritos que han perdido toda significación, excepto la de brindar cierta clase de estímulo; todo eso se ha convertido en un gran entretenimiento. La religión es algo por completo diferente. A menudo hemos hablado de la religión. La esencia de la religión es la libertad -no libertad de hacer lo que a uno le plazca, eso es demasiado infantil, inmaduro y contradictorio; genera gran conflicto, desdicha y confusión. La libertad, como la religión, es algo por completo diferente. Significa ausencia de conflicto interno, psicológico. Y con la libertad, el cerebro se vuelve holístico, no está fragmentado en sí mismo La libertad implica también amor, compasión; y no hay libertad si no hay inteligencia. La inteligencia es inherente a la compasión y al amor. Uno puede ahondar en esto infinitamente, no de manera verbal o intelectual, sino viviendo internamente esa índole de vida. Y en una escuela secundaria común o de más alta graduación, la ciencia es conocimiento. El conocimiento puede expandirse sin cesar, pero el conocimiento es siempre limitado porque se basa en la experiencia, y esa experiencia puede ser un resultado teórico, hipotético. El conocimiento es necesario, pero en tanto la ciencia sea la actividad de un grupo separado, o de una nación separada -lo cual es una actividad tribal- ese conocimiento sólo puede generar más conflicto, un desastre mayor en el mundo, cosa que está ocurriendo actualmente. La ciencia con su conocimiento no es para destruir a los seres humanos, porque los científicos, después de todo, son en primer lugar seres humanos, no sólo especialistas; son ambiciosos, codiciosos, buscan su propia seguridad personal como todos los demás seres humanos en el mundo. Los científicos son como cualquiera de nosotros. Pero su especialización, al mismo tiempo que produce ciertos beneficios, causa una gran destrucción. Lo han demostrado las dos últimas grandes guerras. La humanidad parece hallarse en un perpetuo movimiento de destruirse y volver a construirse de nuevo -destrucción y construcción; destruir a seres humanos y dar origen a una población mayor. Pero si todos los científicos del mundo abandonaran sus herramientas y dijeran: «No contribuiremos a la guerra, a la destrucción de la humanidad», entonces podrían volver su atención, su destreza, su compromiso, a producir una relación mejor entre la naturaleza, el medio y los seres humanos. Si hubiera cierta paz entre unos pocos, entonces esos pocos -no necesariamente la élite- emplearían toda su habilidad para dar origen a un mundo diferente. Entonces la religión y la ciencia podrían marchar juntas. La religión es una forma de ciencia. O sea, conocer e ir más allá de todo conocimiento, comprender la naturaleza e inmensidad del universo, no a través de un telescopio, sino de la inmensidad de la mente y el corazón. Y esta inmensidad no tiene absolutamente nada que ver con ninguna religión organizada. ¡Con cuánta facilidad se convierte el hombre en un instrumento de sus propias creencias, de su propio fanatismo, comprometido con alguna clase de dogma que carece de realidad! Ningún templo, iglesia o mezquita contiene la verdad. Son tal vez símbolos, pero los símbolos no son lo real. Al adorar un símbolo, uno pierde contacto con lo real, con la verdad. Pero por desgracia, al símbolo se le ha dado una importancia mucho mayor que a la verdad. Uno le rinde culto al símbolo. Todas las religiones se basan en ciertas conclusiones y creencias, y todas las creencias son divisivas, tanto las creencias políticas como las religiosas. Donde hay división tiene que haber conflicto. Y una escuela secundaria superior no es lugar para el conflicto. Es un lugar para aprender el arte de vivir. Este arte es el más grande de todos, sobrepasa a todas las demás artes porque afecta la totalidad del ser humano, no sólo una parte de él por grata que ésta pueda ser. Y en una escuela de esta clase, si el educador se compromete con esto, no como un ideal sino como una realidad en la vida cotidiana -compromiso, vale la pena repetirlo, no con algún ideal, alguna utopía, alguna noble conclusión- entonces puede

realmente tratar de descubrir, en el cerebro humano, un modo de vivir que no esté atrapado en problemas, luchas conflictos y sufrimientos. El amor no es un movimiento de pesar, angustia y soledad; es intemporal. Y el educador, si se atuviera a esto podría introducir gradualmente en la adquisición de conocimientos de los estudiantes, este verdadero espíritu religioso que está mucho más allá de todos los conocimientos, que es quizá la terminación misma del conocimiento -no quizás- es la terminación del conocimiento. Porque es preciso estar libres del conocimiento para comprender aquello que es eterno, intemporal. El conocimiento pertenece al tiempo, y la religión está libre de la esclavitud del tiempo. Parece muy urgente e importante que demos origen a una generación nueva; incluso media docena de personas así en el mundo harían una diferencia inmensa. Pero el educador necesita educación. La de educador es la más grande vocación del mundo. Miércoles, 28 de marzo, 1984 El Pacífico no parece tener grandes mareas, al menos, no este lado del Pacífico a lo largo de la costa de California. Es una marea muy pequeña que viene y va, no como esas inmensas mareas que se alejan centenares de yardas y luego regresan impetuosamente. Hay un sonido totalmente distinto cuando la marea sale, cuando el flujo de las aguas se retira, que cuando regresa con un cierto sentido de furia -una cualidad de sonido por completo diferente del sonido del viento entre las hojas. Todo parece tener su sonido. Ese árbol en el campo posee en su solitud ese peculiar sonido de hallarse separado de todos los otros árboles. Las grandes secoyas tienen su propio perdurable y profundo sonido antiguo. El silencio posee su sonido peculiar. Y, por supuesto, el inacabable parloteo diario de los seres humanos acerca de sus negocios, de su política, de sus progresos tecnológicos, etc., tiene también su sonido propio. Un libro verdaderamente bueno posee sus peculiares vibraciones de sonido. Y también el inmenso vacío tiene su propio latido sonoro. El flujo y reflujo de la marea es como la acción y reacción humanas. Nuestras acciones y reacciones son muy rápidas. No existe una pausa antes de que la reacción se produzca. Se nos formula una pregunta e inmediatamente, instantáneamente, tratamos de buscar una respuesta, la solución a un problema. No hay una pausa entre la pregunta y la respuesta. Después de todo, nosotros somos el flujo y reflujo de la vida -de la externa y de la interna. Tratamos de establecer una relación con lo externo pensando que lo interno es algo separado, algo que está desconectado de lo externo. Pero el movimiento de lo externo es, indudablemente, el fluir de lo interno. Ambos son la misma cosa, como las aguas del mar, con este constante, incansable movimiento de lo externo y lo interno, la respuesta al reto. Ésta es nuestra vida. Cuando primero creamos lo externo a partir de lo interno, después lo interno se vuelve un esclavo de lo externo. La sociedad que hemos creado es lo externo, y después lo interno se convierte en esclavo de esa sociedad. Y la rebelión contra lo externo es lo mismo que la rebelión de lo interno. Este constante flujo y reflujo, este movimiento incesante, ansioso, temeroso, ¿puede detenerse alguna vez? Por supuesto, el flujo y reflujo de las aguas del mar está enteramente libre de este ir y venir de lo externo y lo interno -lo interno convirtiéndose en lo externo, y luego lo externo tratando de controlar lo interno porque lo externo ha adquirido suma importancia; entonces lo interno reacciona a esa importancia. Éste ha sido nuestro estilo de vida, una vida de constante dolor y placer. Parece que jamás aprendemos acerca de este movimiento, de que es un solo movimiento. Lo externo y lo interno no son dos movimientos separados. Las aguas del mar se retiran de la playa, luego las mismas aguas regresan azotando las playas, los riscos. Debido a que hemos separado lo externo y lo interno, comienza la contradicción, la contradicción que engendra conflicto y dolor. Esta división entre lo externo y lo interno es completamente irreal, ilusoria, pero nosotros mantenemos lo externo totalmente separado de lo interno. Es probable que ésta sea una de las causas principales del conflicto y, no obstante, jamás parecemos aprender -aprender, no memorizar; aprender, que es todo el tiempo una forma de movimiento- aprender a vivir sin esta contradicción. Lo externo y lo interno son una sola cosa, un movimiento unitario, no separado sino total, completo. Uno tal vez pueda comprender esto intelectualmente, aceptarlo como una enunciación teórica o un concepto intelectual, pero cuando uno vive a base de conceptos, no aprende jamás. Los conceptos se vuelven estáticos. Uno puede cambiarlos, pero la transformación misma de un concepto en otro, sigue siendo estática, fija. En cambio, aprender es sentir, tener la sensibilidad de ver que la vida no es un movimiento de dos actividades separadas -la externa y la interna- ver que es una sola actividad, comprender que la relación recíproca es este movimiento, este flujo y reflujo del dolor y el placer, de la alegría y la depresión, de la soledad y el escape; aprender es percibir no verbalmente que esta vida es una totalidad no fragmentada, no dividida. Aprender al respecto no es una cuestión de tiempo, no es un proceso gradual, porque entonces el tiempo otra vez se vuelve un factor de división. El tiempo

actúa en la fragmentación de lo total. Pero si uno ve la verdad de ello en un instante, entonces todo está ahí, esta incesante acción y reacción, esta luz y sombra, esta belleza y fealdad. Lo que es total está libre del flujo y reflujo de la vida de la acción y reacción. La belleza no tiene opuesto. El odio no es el opuesto del amor. Viernes, 30 de marzo, 1984 Paseando en una bella mañana primaveral por la recta carretera, el cielo se veía extraordinariamente azul; no había una sola nube, y el sol era cálido, no demasiado caluroso; se sentía agradable. Las hojas brillaban y había animación en el aire. Era realmente una mañana de extraordinaria belleza. Ahí estaba la alta montaña, impenetrable, y los cerros de abajo se veían verdes y hermosos. Y mientras paseaba tranquilamente, sin muchos pensamientos, uno vio una hoja muerta de color amarillo y rojo brillante, una hoja de otoño. ¡Qué bella era, tan sencilla en su muerte, tan natural, tan llena de la belleza y vitalidad de todo el árbol y del verano! Era extraño que no se hubiera marchitado. Al contemplarla más de cerca, se veían todas las nervaduras y el tallo y el contorno de esa hoja. Y esa hoja era todo el árbol. ¿Por qué los seres humanos mueren tan desdichadamente, tan lamentablemente, con enfermedad, vejez, senilidad, con el cuerpo encogido, feo? ¿Por qué no pueden morir tan natural y bellamente como esta hoja? ¿Qué hay de malo en nosotros? A pesar de todos los doctores, de las medicinas y los hospitales, de las operaciones y de toda la agonía de la vida, y también de los placeres, no parecemos capaces de morir con dignidad, con sencillez y con una sonrisa. Una vez, mientras paseaba por un sendero, uno escuchó detrás un canto, un canto melodioso, rítmico, que tenía la antigua fuerza del sánscrito. Uno se detuvo y miró en torno. Un hijo mayor, desnudo hasta la cintura, llevaba un pote de terracota en el que ardía una llama. Lo había colocado dentro de una vasija; y detrás de él iban dos hombres transportando a su padre muerto cubierto con un lienzo blanco; y todos cantaban. Uno conocía ese canto y casi se unió a ellos para acompañarlos. Pasaron y uno los siguió. Descendieron por el camino cantando, y el hijo mayor lloraba. Transportaron al padre hasta la playa donde ya habían juntado una gran pila de leña, dejaron el cuerpo en la cima de ese montón de madera y le prendieron fuego. Todo era tan natural, tan extraordinariamente sencillo: no había flores ni carroza fúnebre ni negros carruajes con caballos negros. Todo era muy sereno y absolutamente digno. Y uno miraba esa hoja, y las miles de hojas del árbol. El invierno trajo esa hoja desde su origen hasta este sendero, y pronto se secaría completamente marchitándose, desaparecería arrastrada por los vientos hasta perderse. Cuando enseñamos a los niños las matemáticas, cuando les enseñamos a leer, a escribir y todo eso que implica adquirir conocimientos, también debería enseñárseles la inmensa dignidad de la muerte, no como algo morboso y desgraciado que uno ha de afrontar en el futuro, sino como algo de la vida cotidiana -la vida cotidiana de contemplar el cielo azul y observar el saltamontes sobre una hoja. Eso forma parte del aprender, tal como a uno le crecen los dientes y pasa por todas las incomodidades y enfermedades de la infancia. Los niños tienen una curiosidad extraordinaria. Si uno comprende la naturaleza de la muerte, entonces no les explica que todo muere, que el polvo vuelve al polvo y todas esas cosas; sin temor alguno les explica cariñosamente y les hace sentir que el vivir y el morir son una sola cosa -no al final de nuestra vida después de cincuenta, sesenta o noventa años, sino que la muerte es como esa hoja. Uno mira esas personas viejas, hombres y mujeres, qué decrépitas, arruinadas, infelices y feas se ven. ¿Es porque no han comprendido realmente ni el vivir ni el morir? Han usado la vida, han consumido sus vidas en el conflicto incesante que sólo ejercita y fortalece el ‘yo’, el ego. Gastamos nuestros días en una gran diversidad de conflictos y desdichas, con un poco de alegría y placer -beber y fumar hasta las últimas horas de la noche, y trabajar, trabajar y trabajar. Y al final de nuestra vida nos enfrentamos con miedo a esa cosa llamada muerte. Uno piensa que ella puede comprenderse siempre, que puede sentirse profundamente. Al niño con su curiosidad puede ayudársele a comprender que la muerte no es meramente el desgaste del cuerpo a causa de enfermedad, vejez o algún accidente inesperado, sino que el final de cada día es también el final de uno mismo cada día. No existe la resurrección, eso es superstición, una creencia dogmática. Todo en la tierra, en esta bella tierra, Ave, muere, nace y se marchita. Para captar este movimiento total de la vida, se requiere inteligencia, no la inteligencia del pensamiento o de los libros o del conocimiento, sino la inteligencia del amor y de la compasión con su sensibilidad. Uno tiene la completa certidumbre de que si el educador comprendiera el significado y la dignidad de la muerte, la simplicidad extraordinaria del morir -si comprendiera eso profundamente, no intelectualmente- entonces podría comunicar al estudiante, al niño, que el morir, el final, no es para eludirse, no es algo que él haya de temer, porque forma parte de la totalidad de nuestra vida; de ese modo el estudiante, el niño, al

crecer jamás tendría miedo de la muerte. Si todos los seres humanos que han vivido antes que nosotros, todas las generaciones y generaciones pasadas todavía vivieran sobre esta tierra, ¡qué terrible sería eso! Y en la educación uno quisiera ayudar -no, ésa es una palabra equivocada- uno quisiera introducir la muerte en alguna clase de realidad, no la de algún otro que muere, sino la realidad de que cada uno de nosotros, por viejo o joven que sea, tendrá que enfrentarse inevitablemente a esa cosa. No es una triste cuestión de lágrimas, de soledad, de separación. Matamos con tanta facilidad a los animales no sólo para alimentarnos, sino que está la enorme matanza de animales por diversión, esa diversión que llamamos deporte -matamos al ciervo porque es la estación de caza. Matar un ciervo es como matar a un semejante. Matamos animales porque hemos perdido contacto con la naturaleza, con las cosas vivientes de esta tierra. Matamos en la guerra por tantas razones románticas, nacionalistas, políticas, ideológicas... Hemos matado a la gente en el nombre de Dios. La violencia y el matar marchan juntos. Contemplar esa hoja muerta con toda su belleza y color, es darse cuenta, comprender muy profundamente lo que la propia muerte tiene que ser, no en el final sino en el comienzo mismo. La muerte no es alguna cosa horrenda, algo que deba eludirse, posponerse, sino más bien algo para estar con ello día por día. Y de eso surge un sentido extraordinario de inmensidad.

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