Krantz Judith - Scruples
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Judith Krantz
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Título original SCRUPLES Traducción de ANA Mª DE LA FUENTE Portada de DOMINGO ALVAREZ Primera edición: Noviembre, 1978
©1978 by Steve Krantz Productions. By Arrangement With Crown Publishers. © 1978 PLAZA & JANES S.A., Editores Virgen de Guadalupe 21-33, Esplugues de Llobregat (Barcelona) Este libro se ha publicado en inglés con el título de SCRUPLES
Printed in Spain — Impreso en España ISBN: 84-01-30248-X — Depósito Legal: B. 38.166—1978 GRÁFICAS GUADA S.A. —Virgen de Guadalupe 33 —Esplugues de Llobregat (Barcelona)
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CAPÍTULO PRIMERO En Beverly Hills, los únicos que no conducen son los impedidos y los ancianos decrépitos. Los agentes de tráfico de la localidad están acostumbrados a las más extrañas combinaciones de vehículo y conductor: el solemne banquero retirado y miope que hace un giro a la izquierda prohibido en su "Ferrari-Dine", el adolescente que corre a su lección de tenis en un "Rolls-Royce Corniche" de cincuenta y cinco mil dólares, o la dama del comité de acción cívica que aparca su "Jaguar" rojo en una parada de autobús. Billy Ikehorn Orsini —entre cuyos defectos no figuraba la propensión a infringir el código de circulación— detuvo su "Bentley" con un impaciente chirriar de frenos a la puerta de "Scruples", la tienda más lujosa, virtualmente un club para la flor y nata de viajeros y residentes muy ricos o muy famosos. Billy tenía treinta y cinco años y era dueña absoluta de una fortuna que el Wall Street Journal calculaba entre los doscientos y los doscientos cincuenta millones de dólares. Casi la mitad de sus bienes consistían en títulos municipales libres de impuestos, simplificación que el fisco no veía precisamente con buenos ojos. A pesar de la prisa que traía, Billy se detuvo un momento para contemplar con ojos de propietaria la esquina nordeste de Rodeo Drive y Daylon Way, donde cuatro años antes estuvieron "Van Cleef & Arpels", un edificio de revoque blanco, dorados y hierro forjado que parecía un pedazo arrancado del "Hotel Carlton" de Cannes y trasladado intacto a California. Era un frío atardecer de febrero de 1978 y Billy se arrebujó en su capa corta de lana de cachemir forrada de martas doradas, mientras miraba rápidamente a uno y otro lado de la suntuosa Rodeo Drive, cuyas tiendas parecían competir en esplendor, creando el despliegue de lujo más impresionante de todo el hemisferio occidental. Adornaban el ancho bulevar puntiagudos ficus de intenso verde y en la cercanía se dibujaban unas colinas cubiertas de árboles, como el fondo de un Leonardo Da Vinci. Varios transeúntes denotaron que la reconocían por esa rápida mirada de soslayo con la que el verdadero neoyorkino o el residente 4
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en Beverly Hills reacciona ante la presencia de una celebridad que en cualquier otra ciudad atraería multitudes. Desde el día en que cumplió veintiún años, Billy había sido retratada centenares de veces, pero ninguna de las fotos publicadas por periódicos y revistas hacía justicia a la sensacional realidad. Tenía el cabello largo, del castaño profundo del mejor visón, tan oscuro que parecía casi negro bañado por la luna y lo llevaba recogido detrás de las orejas en las que lucía siempre sus joyas características, los brillantes de nueve quilates conocidos por el nombre de los Gemelos Kimberley, regalo de boda de su primer marido, Ellis Ikehorn. Billy medía, sin zapatos, un metro setenta y cinco y su hermosura era casi viril. Al cruzar la acera en dirección a la entrada, aspiró el aire con fruición. El portero balinés, exótico con su túnica negra de "Scruples" y pantalón ajustado, se inclinó profundamente al abrir la enorme puerta doble. Al otro lado de aquella puerta empezaba otro mundo, creado para seducir, deslumbrar y tentar. Aquella tarde, Billy tenía demasiada prisa para detenerse a contemplar los detalles de lo que su ascendencia bostoniana —porque su nombre de soltera era Wilhelmina Hunnenwell Winthrop, de la pura estirpe de Bay Colony, Massachusetts— le hacía llamar "el negocio" cuando en realidad era una especie de reino de la fantasía creado derramando casi once millones de dólares. Caminaba deprisa, con su andar característico, de cazadora, hacia el ascensor, rehuyendo a los clientes con los que hubiera tenido que pararse a charlar. Se echó la capa hacia atrás, dejando al descubierto su cuello largo y fuerte. En ella se combinaban de forma turbadora una intensa vitalidad sexual y un sentido marcado y firme de estilo personal. A cualquier hombre que poseyera buenas dotes de observador, sus ojos grises, con el iris veteado de carey y castaño oscuro y sus labios gruesos, rosados, una fina capa de maquillaje incoloro, parecían mandar un mensaje mientras que su cuerpo, largo, esbelto, vestido con pantalón de ante verde y túnica de gruesa seda color marfil, ancha y ceñida al talle con un cordón mandaba otro mensaje que contradecía al anterior. Billy sabía que marcar el pecho o la cadera se daba de puntapiés con la elegancia. El chic de su ropa contrastaba con su innata sensualidad. Desconcertaba, casi seguro que deliberadamente, porque llevaba sus prendas elegidas con aparente descuido pero espléndidas, como si de un momento a otro lo mismo le diera quitárselas y meterse en la cama o ponerse delante del un fotógrafo y posar para el Women's Wear Daily. Billy llegó al ascensor sin haber tenido que hacer más que saludar con un vivo y amistoso movimiento de cabeza a una docena de clientes que indicaba que se alegraba de verlas allí deshaciéndose de una pequeña parte de su aplastante fortuna, pero le era imposible detenerse. Fue directamente al último piso, al despacho que compartían sus dos principales colaboradores, Spider Elliott, gerente de "Scruples", y Valentine O'Neill, jefe de Compras y modista de alta 5
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costura. Golpeó suavemente la puerta, más para anunciarse que para pedir permiso y entró en una habitación desierta, que parecía más vacía por la incongruencia del doble escritorio inglés de arañada madera del que Spider se enamoró en un anticuario de Melrose Avenue y se empeñó en trasladar a "Scruples". Parecía una isla de cruda realidad en el centro de la habitación, decorada por Edward Taylor en futuristas tonos tostados, leonados, galleta y beige. —¿Dónde se habrán metido? —murmuró Billy entre dientes, abriendo bruscamente la puerta del despacho de la secretaria. Mrs. Evans tuvo un sobresalto al verla aparecer de forma tan inesperada y dejó de teclear en el acto. —¿Dónde están? —preguntó Billy. —Oh, Mrs. Ikehorn, quiero decir, Mrs. Orsini… —la secretaria se interrumpió, confusa. —No se preocupe, le ocurre a todo el mundo —la tranquilizó Billy. Sólo hacía un año que estaba casada con Vito Orsini —el más independiente de los productores cinematográficos independientes— y la gente que había leído noticias sobre ella en periódicos y revistas durante muchos años en las que aparecía con el nombre de Billy Ikehorn seguía llamándola así sin darse cuenta siquiera de su error. —Mr. Elliott está con Maggie MacGregor en el probador. Acaba de entrar y ha dicho que tenía por lo menos para una hora, y Valentine está en su estudio, con Mrs. Woodstock, casi desde después del almuerzo. Billy apretó los labios con gesto de irritación. No se les podía molestar, ni siquiera ella. Cuando más los necesitaba, Spider estaba atendiendo a la que acaso fuera la figura femenina más importante de la televisión y Val diseñaba un equipo completo para la esposa del nuevo embajador en Francia. ¡Mierda! Billy había dejado bien sentado que ella no tenía intención de figurar en primer término ni intervenir en cuestión de pruebas ni atender a la clientela. Dina Merrill podía hacer teatro si quería, Jackie Onassis editar libros, Gloria Vanderbilt pintar, Lee Radziwill decorar las casas de sus amistades y Charlotte Ford, seguida por toda una colección de damas de sociedad, "diseñar" vestidos; pero ella, Billy Ikehorn Orsini, dirigía un próspero negocio, el comercio de lujo más solicitado del mundo, una brillante combinación de boutique, bazar de objetos de regalo y la tienda de confección y alta costura más selecta del ramo. Aunque "Scruples" no representaba sino una pequeña parte de su fortuna, no por ello era menos importante para Billy; de todas sus fuentes de ingresos, "Scruples" era la única que ella había creado personalmente. Era, al mismo tiempo, su afición y su juguete, un adorado secreto hecho realidad, a escala humana, que ella podía oler, tocar, poseer y perfeccionar. —Pues yo tengo que verlos hoy mismo. Haga el favor de decirles, en cuanto terminen, que estoy aquí. —Salió rápidamente, camino de su propio despacho, sin dar ocasión a la azorada Mrs. Evans de 6
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pronunciar el discursito de buena suerte que había estado preparando durante semanas. Al día siguiente, se harían públicas las propuestas para los Premios de la Academia y la película Espejos, de Vito Orsini, aspiraba a figurar entre las candidatas al Oscar de 1977. Mrs. Evans no entendía mucho de cine pero, por lo que se decía en la tienda, sabía que Mrs. Ikehorn, bueno, Mrs. Orsini, estaba muy nerviosa por el asunto de las nominaciones. Quizá, pensó, en vista de lo brusca que se había mostrado la jefa, quizá fuera mejor no decir nada. No estaba muy versada en el protocolo que regia estos casos. Maggie MacGregor se sentía a la vez exhausta y eufórica por la descarga de adrenalina que produce el acto de comprar. Acababa de gastar por lo menos diez mil dólares en vestidos para lucir ante las cámaras durante los dos meses siguientes, y además, había encargado un equipo completo para el Festival de Cannes que debía cubrir en mayo. La ropa para el Festival costaría otros doce mil, la harían "Halston y Adolfo", de Nueva York, en colores y telas especiales y la entregarían a tiempo, o ya se encargaría Maggie de hacer que le sirvieran la cabeza de alguien en una bandeja. Naturalmente, su contrato estipulaba que todo aquello lo pagaba la Compañía. Buena era ella para gastar así su dinero. Si diez años antes, cuando era una adolescente baja y llenita llamada Shirley Silverstein, hija del dueño del almacén de ferretería más importante de la para Fort John en Rhode Island, alguien hubiera tratado de convencerla de que gastar veintidós mil dólares en ropa era trabajo duro, ella… ¿se hubiera reído? No, pensó Maggie. Incluso entonces era ya lo bastante lista para comprender que requería muchísima fuerza de voluntad no decir nada acerca de lo que la prueba suponía para sus pies. Simplemente, entonces hubiera pensado que aquellos no podía sucederle a ella. Ni siquiera ahora se había convertido todavía en rutina, a pesar de que, a los veintiséis años, Maggie era ya una superpotencia televisiva del calibre de un Mike Wallace —algunos decían que mayor— aunque se daba menos importancia, era más bonita que Dan Rather y poseía un talento innato para la entrevista, tan grande en su género como el que Beverly Sills tiene para el canto. Maggie tenía su propio programa que se emitía a la hora de mayor difusión y cada fin de semana, durante media hora, más de una tercera parte de los televisores de los Estados Unidos sintonizaban con Maggie quien, con ayuda de un fiel equipo que prácticamente había desarrollado minicámaras en los hombros, daban las noticias del mundo del espectáculo, especialmente de cine. Eran historias minuciosamente documentadas y totalmente fidedignas que nada tenían que ver con lo chismes y habladurías que se servían hacía apenas tres años a un público lleno de curiosidad.
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En este momento, Maggie era sólo una mujer exhausta que, con sus ojos negros y redondos de Betty Boop, había visto durante las tres últimas horas una infinidad de vestidos que ahora formaban un tremendo revoltijo en su mareada cabeza. Pero la Compañía se empeñaba en que, puesto que hablaba de espectáculos, tenía que vestir como si formara parte de un mundo fascinante. Sin embargo, ahora, mientras esperaba que Spider Elliott fuera a decirle cuáles de los vestidos que había elegido eran los más adecuados para ella, Maggie estaba astrosa y despeinada. Ni se molestaba en mirarse al espejo. Sabía que, por mucho dinero que gastara, sólo aparecía perfectamente arreglada durante media hora, cuando acababa de salir de las manos del maquillador y el peluquero del estudio, inmediatamente antes de salir en pantalla. Spider llamó a la puerta y Maggie dijo: —¡Socorro! Él entró, cerró la puerta y se apoyó en la parte del probador, mirando a la muchacha con expresión entre interrogante y cariñosa. —Hola, Spidy —saludó ella—. Oye, ¿esa pose la has copiado de una película de Fred Astaire, del mismo modo que aprendiste a caminar y a sentarte? ¿Dónde has dejado el sombrero de copa? —No trates de liarme. Seguramente habrás comprado un montón de cosas que no vas a poder llevar y ahora quieres ponerme a la defensiva. —Eres un putz, un schmekel, un schmuck, un schlong y un schvatz — dijo ella, pronunciando con claridad— y, por si fuera poco, un schvatz blanco, anglosajón y protestante. —Milady —dijo Spider besándole la mano—, sois una comediante de primera. Tal vez yo no sea más que un pobre californiano bobo y fatuo, pero me doy perfecta cuenta cuando alguien me llama tomate. Antes de ver la ropa, ya sé que tienes remordimientos. Nunca entenderé a las mujeres. Maggie lanzó un gemido de resignación. Sabía que en los trajes de noche para Cannes se había pasado. Spider, el muy ladrón, le leía el pensamiento, desde luego. ¿De dónde sacaba el bandido aquel fabuloso instinto para las mujeres? Maggie sabía perfectamente que aquella certera intuición era, en un norteamericano heterosexual y de instintos normales, un don rarísimo, que ningún sistema psicológico podía explicar. Y, además, era un tío con toda la barba. Spider oprimió un pulsador y Rosel Karman, la plácida y educada vendedora que siempre atendía a Maggie, se asomó a la puerta. —Rosel, ¿podrías traernos las cosas que ha elegido Maggie? — preguntó Spider con una sonrisa. Spider y Maggie eran excelentes amigos, pero cuando Rosel desapareció, ella sintió una punzada de inquietud. Spider era un cochino dictador. Aunque por otro lado, siempre tenía razón. Maggie sabía que Spider no consentiría que se quedara con el Bill Blass con mangas de murciélago que tanto le gustaba. Sin embargo, por más que él hiciera para contrariarla, nada 8
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podría turbar su profunda simpatía reciproca, basada en la amistad. Ambos saboreaban la grata sensación de no haber sido amantes. Existía entre ellos una corriente de cálido afecto que era más importante que la relación sexual. Relaciones sexuales podían tenerlas con cualquiera. La verdadera amistad es menos frecuente. Spider Elliott, a los treinta y dos años, era, en opinión de Maggie, uno de los hombres más atractivos del mundo. Y ella, por su profesión, había aprendido a observar la mecánica de los que hace atractivos a hombres y mujeres. Sus ojos, de mirada sagaz y penetrante, habían adquirido la facultad de captar todos los resortes de la seducción; si un actor o actriz no posee dotes de seducción nunca llegará a estrella. Evidentemente, Spider tenía a su favor una serie de factores que saltaban a la vista. El Muchacho Típicamente Americano, alto y rubio, nunca pasa de moda. Y Spider tenía el pelo rubio, de un rubio dorado que con los años había adquirido un tono más intenso, más rico, más matizado. Y ojos de vikingo, tan azules que parecía que no reflejaban más que el mar. Casi los cerraba al reír y entonces se le marcaban a cada lado unas arruguitas que le daban aspecto simpático y mundano a la vez, de hombre que está de vuelta de muchas cosas y tiene mucho que contar. Y la nariz, fracturada en un olvidado partido de rugby universitario y un diente levemente mellado daban a su rostro un grato toque de tosquedad. Pero, pensaba Maggie, lo más importante era la habilidad de Spider para moverse dentro de la mente femenina, para dominar su léxico, para hablarle directamente saltando las barreras de lo masculino y lo femenino, sin las deformaciones de la mariconería. Él absorbía con apasionamiento los secretos de la sensualidad femenina natural, constituyéndose en catalizador de aquel ambiente eróticonarcisista que reinaba en "Scruples"; un contrapunto masculino tan indispensable como el pachá en un harén. Pero, por mucho que gozara con aquella situación, Spider nunca perdía el sentido profesional. Si los hombres de Beverly Hills, La Jolla o Rolling Hills hubieran estado informados de su reputación de gran conquistador, no hubieran pagado con tan benévola resignación las monstruosas facturas de sus esposas. Al poco rato, entró Rosel seguida de su ayudante que empujaba un pesado perchero rodante. Una funda de tela blanca cubría los vestidos. Billy Orsini había ideado el sistema, para garantizar discreción a los clientes, una discreción casi inexistente en la mayoría de las otras tiendas de lujo de Beverly Hills. Una vez hubo retirado la funda, Rosel los dejó solos. Spider siempre trabajaba a solas con la cliente, sin la intervención de las vendedoras, las cuales acostumbraban enamorarse de las cosas que les sentaban bien a ellas y no a la que tenía que llevarlas. Él y Maggie examinaron uno a uno los vestidos elegidos. Spider pasó unos sin comentarios, eliminó otros y pidió a Maggie que se probara otros más, antes de decidir y ella así lo hizo, detrás de un biombo situado en un ángulo del 9
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espacioso probador. Cuando terminaron, Spider descolgó el teléfono y pidió al chef que les mandara una tetera grande de Earl Grey, una botella de V.S.O.P. y una fuente de canapés de caviar fresco y salmón ahumado. —Dentro de nada te haremos recobrar el nivel normal de azúcar — aseguró a la derrengada Maggie. Mientras bebían el té, bien cargado de brandy, experimentaron la relajante sensación de haber realizado un trabajo difícil. —¿Te das cuenta, Maggie? —preguntó Spider en tono perezoso—. Todavía no has elegido el más importante de tus vestidos. —¿Huh? —hizo ella, alelada por el cansancio y el dolor de espalda. —¿Qué piensas ponerte para la noche de los Óscars, pequeña? —Cualquiera sabe. Algo. ¿Te parece que he comprado poco? —Sí. ¿Acaso te propones hundir mi reputación? Esa velada monstruo es transmitida por satélite a todo el mundo; habrá ciento cincuenta millones de espectadores, trescientos millones de ojos, mirándote. Creo que deberías llevar algo especial. —¡Qué lata, Spider! Me asustas… —Hasta ahora nunca habías presentado un reparto de Oscar. Diremos a Valentine que diseñe algo especial para ti. —¿Valentine? —Maggie lo miró dudosa. Nunca compraba modelos de alta costura porque no tenía tiempo para las pruebas. —Sí. Y no sufras, ya verás cómo encuentras tiempo. ¿No te gustaría dejar a todo el mundo con la boca abierta? —Spider —dijo ella, agradecida—, si te beso los pies, ¿no pensarás que me estoy insinuando? —Ahora estás demasiado floja para eso. Quédate quietecita y contesta unas preguntas. Entre tú y yo, ¿qué posibilidades tiene Vito de que su película sea propuesta? —Regulares, buenas o excelentes, depende. Hay por ahí otra media docena de películas bien situadas en las listas de las diez mejores, y además, con buen respaldo. Desde luego, a mí me gustaría que fuera propuesto, pero… no apostaría mi próxima paga. —¿Cómo es posible que estés tan en ayunas como yo? —se lamentó Spider. —Cosas del cine. ¿Y Billy? ¿Empieza a dar señales de fatiga? Con lo colada que está por ese divino monstruo de marido que tiene… —¿De fatiga? Dirás de obsesión. Ella no es de las que hacen las cosas a medias. Si tuviera que esperar varias semanas más, cualquier día, al levantarse y mirarse al espejo vería a Lady Macbeth. Jo, yo aprecio a Vito, es un tipo de talento, pero a veces pienso que ojalá Billy se hubiera casado con alguien que hiciera algo menos peligroso, como descenso libre en paracaídas o Fórmula Uno. —¿Tan fuerte le ha dado? —Más. Mientras Maggie y Spider hablaban, Billy examinaba nerviosamente las existencias de la sección de Objetos de Regalo, paseando por una 10
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especie de paraíso de ladrones lleno de tarros chinos, centros de plata victorianos, bolsos de noche de abalorios del siglo XVIII, hebillas de zapato franceses de diamantes rosa, candelabros de Battersea y cajas de rapé georgianas, el rincón que ella llamaba "el saqueo de Pekín". Simultáneamente, observaba con discreción las mesas de backgammon del pub, donde seis hombres hacían una partida mientras esperaban a sus esposas que estaban de compras, una partida en al que probablemente no menos de tres mil dólares cambiarían de mano. "Scruples" se había convertido en el más popular club masculino de la ciudad, no por informal menos selecto. Al mismo tiempo, Billy reparó en las dos mujeres de Texas que habían comprado cada una cuatro estolas idénticas de vicuña, chinchilla, visón y nutria, humorísticamente teñidas a rayas beige, marrones y blancas, imitando la piel del topo. ¿Hermanas? ¿Amigas? Billy no concebía que dos mujeres compraran juntas y compraran cosas iguales. Una aberración. De pronto, comprendió que la irritación que le inspiraban las dos mujeres era simplemente un reflejo de su creciente mal humor porque Valentine no hubiera terminado aún. ¡Maldita Muffie Woodstock, correosa criatura! ¿Y Spider? ¿Por qué cuernos no se le veía el pelo? Harta de la gente que tenía alrededor, Billy se acercó a una de las cuatro puertas dobles situadas en los lados norte y sur del salón principal de "Scruples" y contempló los jardines que, como un oasis, rodeaban la tienda. Delante de los altos setos de boj que protegían a "Scruples" por tres lados, ligustros enanos y santolina gris formaban complicados dibujos. Dos docenas de variedades de geranios, procedentes de los viveros de Billy plantados en macetas de terracota antiguas, estaban en plena floración. Se respiraba el olor a fuego de leña de frutal y eucalipto que crepitaba tras el magnífico guardafuego de latón en el jardín de invierno eduardiano, situado en el extremo más alejado del salón y se oía un murmullo de voces, mientras un grupo de clientes rezagados bebían té y champaña. Pero ninguna de estas imágenes y sonidos familiares pudo calmar el nerviosismo de Billy. Valentine O'Neill, en su estudio, se había divertido a placer durante toda la tarde. Mrs. Ames Woodstock ofrecía la clase de dificultades que a ella le gustaba vencer. Era una mujer que sentía pavor hacia los vestidos hermosos y, no obstante, las circunstancias —y Valentine O'Neill— iban a obligarla a llevarlos, y a llevarlos con garbo. Por otra parte, Valentine tenía muy presente la principesca suma que el millonario señor Woodstock, un águila en la diplomacia del petróleo y recién nombrado embajador en Francia, estaría dispuesto a desembolsar por el privilegio de que "Scruples" equipara a su esposa con modelos exclusivos.
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Aunque hacía cinco años que Valentine no vivía en París y aunque era medio irlandesa, por parte de padre, ahora, a los veintiséis años, seguía siendo tan rematadamente francesa como la Torre Eiffel. El sello de su aire francés, que no borraba su viva coloración irlandesa, podía estar en la curva caprichosa de sus labios, en aquella nariz fina y respingona, decorada con tres pecas, o en el brillo vivaz de sus ojos, de un verde de hoja tierna, ojos de sirena, en una cara blanca y pequeña, móvil y expresiva que nunca reflejaba aburrimiento ni mal humor. Valentine era tan vivaracha como una ardilla y tan alegre como la canción de Maurice Chevalier con cuyo nombre la bautizó su madre, novia de guerra nostálgica de su tierra. Pero bajo las cambiantes expresiones de Valentine había un fondo de sensatez, una base de sólida lógica francesa que a menudo se combinaba con su vivo genio céltico. Incluso aquella mata de bucles rojos —según pensaba la señora Woodstock, intimidada, mientras Valentine drapeaba sobre su hombro otro trozo de seda— tenían un aspecto incisivo, para no decir agresivo. Muffie Woodstock estaba desconcertada. Ella, que prácticamente había vivido siempre en pantalones, criando perros plácidamente y montando a caballo, se encontraba ahora contemplando el boceto del modelo que luciría e una recepción de gala en la residencia del Presidente de Francia. —Pero, Valentine, ¿no es muy…? En fin, no sé… —dijo con aire desvalido. En Washington, la habían advertido de que necesitaría por lo menos media docena de trajes para sus almuerzos de señoras, varios vestidos de noche "informales" y un mínimo de una docena de trajes y abrigos de gran gala para las recepciones del cuerpo diplomático. —Señora Woodstock, yo sí sé —dijo Valentine, que había pasado buena parte del su niñez semiescondida en un rincón de uno de los talleres de la casa Balmain de París, viendo coser trajes de baile mientras hacía los deberes del colegio. Valentine estaba completamente segura de lo que hacía y quería que aquella excelente Mrs. Woodstock lo estuviera también—. ¿No le gustan las fiestas de gala, Mrs. Woodstock? —Las odio. —Sin embargo, tiene usted un aire tan distinguido… —¿Usted cree? —Y el tipo ideal, francamente ideal para llevar la ropa. No crea que lo digo para halagarla. Si tuviese defectos, entre las dos habríamos de procurar disimularlos. Pero es alta, delgada y camina con elegancia. Me parece que ya sé la clase de trajes de noche que usted considera "apropiados": sencillos, discretos, sin pretensiones, como los de cualquiera, tal vez con alguna que otra alhaja… ¿me equivoco? Lo suponía. Desde luego, son muy apropiados para su chalet de Sun Valley, su rancho de Colorado o su mansión de Santa Bárbara. ¡Pero en el Eliseo! ¡En la Ópera! ¡En la Embajada! No, no, no. Se sentiría 12
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incómoda, desentonaría. Sólo si viste como las demás mujeres podrá sentirse a gusto, sin llamar la atención, como a usted le gusta. Interesante, ¿verdad? Sólo estando muy muy chic no se verá diferente, extraña, desplazada. —Supongo que tiene razón —admitió Muffie Woodstock, convencida a regañadientes por las tres últimas y terribles palabras de Valentine. —Bien. Entonces de acuerdo. Dentro de dos semanas, la primera prueba. Por favor, saque las joyas del Banco y tráigalas. Me gustaría ver lo que tiene. —¿Cómo sabe que están en el Banco? —No es usted la clase de persona que las llevaría más de dos veces al año, lo cual es una lástima, pues estoy segura de que son espléndidas. Muffie Woodstock hizo un gesto de resignación. Evidentemente, Valentine era una especie de bruja. Antes de volver a poner allí los pies tendría que comprar otros zapatos de noche. Sin duda Valentine se daría cuenta de que estaban un poco deslucidos. ¡Cielos! ¿por qué se empeñaba su marido en ser embajador? —Ánimo —dijo Valentine—, piense en los paseos a caballo que podrá dar por el campo. Muffie Woodstock se animó. Si en algo gastaba dinero era en botas de montar. Pero, ¿podría salir a caballo con pantalón vaquero y jersey viejo? —Valentine, aprovechemos para hacer unos cuantos conjuntos de montar. —¡Oh, no! —exclamó Valentine escandalizada—. Para eso, en cuanto llegue a París, debe usted ir a Hermès. Yo podría hacer cualquier cosa menos eso. No sería correcto. Mientras abría la puerta del estudio para que saliera Mrs. Woodstock, Valentine se sentía doblemente satisfecha. Sus modelos volverían a competir con lo mejor que ofrecía la alta costura europea. Y Mrs. Woodstock, que no tenía ni la más remota idea de sus posibilidades, pronto aprendería a apreciarlas cuando luciera la ropa atrevida pero elegante y seria que Valentine diseñaría para ella. "Discreta"… ¡Vaya idea! Con su estatura y su manera de andar podía competir con una duquesa. Causaría sensación. La gente se subiría a las sillas para verla. Y a ella acabaría por gustarle. O tal vez no. Desgraciadamente, con todo su poder, Valentine era incapaz de asegurarlo. Por otra parte, Valentine había vuelto a demostrarse a sí misma que poseía las dotes precisas para hacer negocio, cualidad que toda francesa tiene en gran estima. Hacer vestidos y venderlos era para ella una cosa importante, aunque se hiciera en aquel reino de fantasía, absurdo, extravagante, excéntrico y lujoso de "Scruples". Una vez más, Valentine había demostrado que, incluso en Beverly Hills que, después de Palm Springs, es el centro de las millonarias peor vestidas de los Estados Unidos, ella podía crear alta costura para quienes, por uno u otro motivo, gustaran de ella. 13
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Llevando todavía la impecable bata blanca que se ponía para trabajar, Valentine salió del estudio y entró en su despacho, con los cálculos del equipo de Mrs. Woodstock. Allí encontró a Spider, con los pies apoyados en el gastado escritorio doble tapizado de cuero color sangre de toro que ambos compartían. —Oh, Elliott —dijo incómoda—. No esperaba verte aquí. —Desde Navidad, seis semanas antes, cuando tuvieron aquella pelea absurda que terminó en un abrir y cerrar de ojos y, sin embargo, todavía parecía flotar en el aire, ambos habían evitado las charlas que solían mantener todas las mañanas, sentados frente a frente en el gran escritorio, antes de que se abriera la tienda. —Sólo entré para decirte que he prometido a Maggie que le harías un vestido para la noche de los Oscar —dijo él con frialdad. —¡Dios mío! —exclamó Valentine—. Me había olvidado de los Oscar. —Se dejó caer en su sillón—. Mrs. Woodstock me ha tenido tan absorta… ¿Estaré empezando a volverme loca? —para todo el que trabaja en el campo de la moda en Beverly Hills, los Oscar son el maná celestial, una solemnidad casi equivalente a la fiesta de Fin de Año. Lo que importa no es quién gana el Oscar, sino lo que lleva cada cual. —Tal vez… —dijo Spider en tono neutro que ella pasó por alto, pensando todavía en su laguna. —Durante tres horas, los Oscar no existieron para mí —continuó Valentine, con asombro—. Sin embargo, mañana se sabrá quiénes irán a la fiesta a rezar, y quiénes se quedarán en casa, a mirar. Imagina, durante las próximas seis semanas esto va a ser una guerra de nervios. Después, para unos cuantos, habrá unas horas de alegría y relajamiento. ¿No es una hazaña maravillosa mantener a toda una industria en suspenso, hacer que todo el país hable y se preocupe por la suerte de un puñado de actores y unas cuantas películas? —¡Qué tono de condescendencia! —No; es simple admiración, Elliott. Piensa en el buen dinero que toda esta comedia hace mover. Los estudios gastan fortunas en promoción y propaganda, las recaudaciones de taquilla ascienden a millones… Pero, ¿qué más da? En realidad, lo que a nosotros nos importa es el vestuario para la gran noche. —Supongo que así es —respondió Spider con indiferencia. Tanta pasividad la enfureció. —Oh, desde luego, tú puedes hablar de los Oscar como si no te afectaran. Sí, Elliott, tú diriges la tienda, pero por lo que respecta a la ropa sólo te ocupas de la confección. Tú no tienes más que recomendar a tus clientes el traje de Chloé o de Halston más apropiado. No te importa si Divina Streisand ha aumentado otros siete kilos en el trasero ya nada diminuto, por cierto, kilos que tiene que disimular el vestido que, por supuesto, ha de ser ceñido. — Valentine se levantó bruscamente y se acercó a Elliott, con sus ojos verdes puestos belicosamente en la mirada azul de él—. A ti, Elliott, 14
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no te importa si este año a Raquel Welch le da por vestirse de monja pero con las tetitas fuera, ni si Cher está convencida de que nadie va a mirarla a menos de que se vista de princesa zulú en el día de su boda. Pero es que no sólo tengo que pensar en las presentadoras. ¿Y las actrices propuestas? ¿Y las esposas de los productores y las amigas de los actores? Y, pensó con rabia, aunque no lo dijo, él tampoco tenía que estar siempre alerta para eludir preguntas acerca de las aventuras amorosas de su socio. Por el matiz de la pregunta, Valentine sabía si Spider aún no se había acostado con una cliente, si sus relaciones estaban en su apogeo o si habían terminado. Valentine había llegado a hacerse una maestra consumada en el arte de fingir ignorancia e indiferencia —por más que éstos eran sin duda sus sentimientos; pero estaba harta de que las conquistas de Spider y las chismosas de sus amigas trataran de sonsacarla. —Mira, Val —dijo Spider en un tono frío y distante que acabó de ponerla furiosa—, tú sabes que los vestidos para la noche de los Oscar no son lo que hace de "Scruples" un buen negocio. Tenemos entre nuestras clientes a todas las mujeres ricas que viven al oeste del Hudson. Si tan molesta te resulta esa gente del cine, ¿por qué no la mandas a Bob Mackie, a Halston, a Ray Aghayan o a cualquiera de los que las vestían antes de que tú llegaras? —¿Te has vuelto loco? —estalló ella, antes de captar su mirada burlona. En otros tiempos, hubiera sido indulgente y jocosa; hoy hacía daño. Porque él sabía lo importante que era haber captado a tantas estrellas de Hollywood. Y, por lo que se refería a Valentine, a pesar de aquel modo de refunfuñar tan francés, nunca cedería ni un centímetro del territorio tan recientemente conquistado. Ella sabía que aunque ahora su nombre era la novedad de Beverly Hills y Bel Air, aún tardaría en consolidar su reputación en el campo de la alta costura. Y Spider lo sabía también. ¿Qué diablos le pasaba? Porque, al igual que ella, tenía que recordar la tristeza del fracaso que sintieran ambos hacía menos de dos años, en Nueva York, y la amargura de la derrota. Incluso ahora, aunque tal vez insustituibles, no eran más que simples empleados, ya que "Scruples" era propiedad de Billy Orsini, desde el solar en que estaba edificado, valorado en varios millones de dólares, hasta la última partida de trajes procedentes de la Séptima Avenida llegada al aeropuerto. En aquel momento, Billy entró en el despacho y los sorprendió mirándose con hostilidad. Los contempló un momento, furiosa, y les dijo en voz baja, pero tan densa que ambos olvidaron bruscamente su enfado. —Mrs. Evans tenía la impresión de que estabais trabajando y no podíais ser molestados. ¿Alguno tiene idea del rato que llevo esperando? Spider se puso en pie y la miró con una sonrisa en la que había intensa sensualidad, una sonrisa sin rastro de malicia ni ironía, pero 15
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que reflejaba una franca esperanza de placer. Generalmente, resultaba eficaz. —No te molestes en hacerte el simpático, Spider —dijo Billy con sequedad. —Billy, no hace ni cinco minutos que estaba con Maggie. Ella sigue todavía en el probador, arreglándose para salir. Nadie te esperaba hoy. —Y yo acabo de dejar a Mrs. Woodstock —anunció Valentine con dignidad—. Como puedes ver, no he perdido la tarde. —Le tendió los cálculos, pero Billy ni los miró. —¡Basta ya de monsergas! Compro uno de los solares más cotizados del país, construyo la tienda más cara, luego os contrato a vosotros dos, sacándoos de las filas de los sin trabajo, dicho sea de paso, para que la regentéis y hagáis vuestro agosto y lo único que pido es que cuando os necesite no tenga que andar zascandileando por la tienda como cualquier cliente estúpida que no tiene más preocupación que matar el tiempo. —Nosotros no somos adivinos, Billy —dijo Valentine con calma, controlando el genio ante aquella actitud tan extraña en Billy. Nunca había visto a su jefa tan injustamente enfadada. —No hace falta ser adivino para saber que esta tarde os necesitaría. —Creí que estarías en casa, con Vito —dijo Spider. —En casa… —Billy le miró con gesto de incredulidad—. Cualquiera que tuviese dos dedos de seso habría de suponer que vendría a encargar el vestido para los Oscar. Mañana esto estará lleno. ¿Imagináis que quiero encontrarme metida en semejante follón? —Pero Billy, hasta mañana… —empezó Valentine agitando sus rizos con un movimiento de asombro. —Billy —dijo Spider suavemente—, ¿por qué tanta prisa? Debes de tener por lo menos un centenar de vestidos de noche en el cuarto ropero. Hasta que se hagan públicas las nominaciones no sabrás si… —se interrumpió al verla avanzar tres pasos hacia él en actitud amenazadora. —No sabré… ¿qué? —Bueno, si somos realistas… —Si somos realistas… ¿qué? Furioso a su vez él respondió ásperamente: —Si Espejos es propuesta para el Oscar. Y, si no lo es, no necesitarás vestido nuevo. Se hizo un largo silencio. De pronto, Billy se echó a reír y los miró moviendo la cabeza con indulgencia, como si fueran dos niños ingenuos pero disculpables. —Conque ésas tenemos, Spider, es una suerte que no te hayas dedicado al cine. Nunca conseguirías triunfar. Ni tú, Valentine. ¿Qué diablos pensáis que Vito y yo hemos estado haciendo durante todo este año? ¿Ensayando el arte de perder con elegancia? Vamos ya,
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levantad el culo del asiento. ¿Qué me pongo para esos puñeteros Oscar?
CAPÍTULO II Hasta que murió Ellis Ikehorn, a los setenta y un años de edad, Billy Ikehorn no se dio cuenta de la gran diferencia existente entre ser la esposa de un hombre inmensamente rico y ser una mujer joven, inmensamente rica y sin marido. Durante los cinco últimos años de su matrimonio, que en total duró doce, Ellis estuvo en una silla de ruedas, semiparalítico y sin habla, a consecuencia de un ataque cerebral. Aunque desde el día de su matrimonio Billy se movió entre los ricos y poderosos de este mundo, en realidad, nunca estableció en aquel medio una posición desde la que pudiera organizar su viudez. Durante los años de la enfermedad de su esposo Billy vivió prácticamente recluida en su fortaleza de Bel Air, soportando, según imaginaban sus amistades, la triste vida de esposa de un gran inválido. Ahora, de pronto, a los treinta y dos años, se encontraba sin familia ni responsabilidades y dueña de unas rentas prácticamente ilimitadas. Billy advirtió con asombro que tanto dinero le daba miedo. Pero, ¿no era aquello lo que deseó durante sus largos años de pariente pobre? De todos modos, una fortuna tan grande intimida. Las posibilidades que sugerían tan vastas sumas de dinero se diluían, adquirían perspectivas de contorno borroso que no llevaban a parte alguna. Aquella última mañana en que uno de los tres enfermeros que atendían a Ellis fue a decirle que su marido había tenido un último y fatal ataque mientras dormía, ella sintió alivio, sí, pero también una profunda tristeza por aquella parte de su pasado que tan dichosa 17
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había sido. Pero hacía ya cinco años que le lloraba; había tenido tiempo de prepararse y resignarse para que ahora su muerte le produjera un desconsuelo. De todos modos, incluso medio muerto, Ellis la protegía. Mientras él vivió, Billy nunca tuvo que preocuparse por cuestiones de dinero. Un equipo de abogados y contables se encargaba de ellas. Desde luego, sabía que después de la boda, Ellis le regaló diez millones en títulos de la Deuda Municipal, libres de impuestos, pagando sólo el tributo que grava los obsequios y que, durante los siete años sucesivos, hasta 1970, en que tuvo su primer ataque, repitió el regalo. Antes de convertirse en su heredera universal y pasar a ser propietaria de su paquete de acciones de las empresas Ikehorn, Billy disponía de una fortuna que ascendía a ochenta millones de dólares que le rendían cuatro millones anuales libres de impuestos. Un pelotón de inspectores de Hacienda invirtieron varias semanas en calcular los impuestos de la herencia Ikehorn, pero, a pesar de sus esfuerzos, a Billy aún le quedaron otros ciento veinte millones de dólares. Este nuevo dinero la tenía confusa y asustada. Comprendía que, en teoría, podía ir a cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Sólo pensando que todo su dinero no le alcanzaría para enviar una nave a la luna pudo Billy recobrar cierto sentido de la realidad. De modo que aquella mañana Billy se miró en su espejo de aumento para ponerse el rímel. La imagen que en él vio reflejada la tranquilizó. Había que seguir haciendo las cosas rutinarias; bañarse, limpiarse los dientes, pasearse por la mañana y por la noche, como hiciera desde los dieciocho años, vestirse… todo ello devolvía a la vida el sentido de la realidad. Una cosa después de otra, dijo al espejo, en el que su rostro no delataba el pánico que su dueña sentía. A un desconocido que la viera por primera vez en aquel momento y observara su estatura, su manera de andar, su cuello largo y firme, la línea imperiosa de su cabeza, le hubiera parecido tan fuerte y soberbia como una joven reina de las amazonas. Lo primero era organizar el funeral. Billy se alegraba de tener que enfrentarse con aquella tarea, que requería tomar una serie de decisiones concretas. Ellis Ikehorn no era hombre religioso ni era un sentimental, salvo en lo que afectaba a Billy. En su testamento no daba instrucciones para su funeral, y desde luego, nunca expresó preferencias al respecto. Como a la mayoría de las personas, ricas o pobres, no le agradaba pensar en la muerte. «Desde luego, incineración», pensó Billy. Sí, incineración y un oficio en la iglesia episcopaliana de Beverly Hills. Fuera cual fuera su religión, y Ellis siempre se resistió a hablar de ella, Billy había sido educada en la iglesia episcopaliana de Boston y ésta tendría que servir. Afortunadamente, había en la ciudad suficientes empleados del grupo de empresas Ikehorn y personas con las que el difunto había hecho negocios, para llenar la capilla. Si Billy hubiera tenido que limitarse a sus propias amistades, el funeral habría podido 18
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celebrarse en un cuchitril como la sala interior de "La Scala's" y aún hubiera quedado espacio para un coro y un conjunto musical. Billy llamó por teléfono a Josh Hillman, su abogado, para pedirle que dispusiera lo necesario y a continuación concentró su atención en el asunto siguiente: un vestido adecuado para el funeral. Luto. Pero llevaba tanto tiempo viviendo en California que, a pesar de haber figurado durante varios años en la lista de las diez mujeres mejor vestidas, Billy no tenía en su enorme guardarropa un vestido negro de calle apropiado para aquel día de septiembre de 197 5, con temperaturas del orden de los treinta y cinco grados y vientos secos y cálidos de Santa Ana. Si "Scruples" estuviera terminada, pensó con impaciencia, podría ir y escogerlo; pero la tienda todavía estaba en construcción. Mientras seleccionaba varios trajes de seda negra en "Amelia Gray's", su mirada se dirigió una vez más al espejo. Tenía tantos encantos intactos… Billy, en lo referente a su hermosura, no conocía la modestia. Durante los dieciocho primeros años de su vida fue una verdadera facha y ahora que era guapa gozaba de su belleza con fruición. No usaba sujetador. Tenía el pecho alto y casi opulento. Cualquier tipo de sostén, que siempre levantaba el busto, le hubiera dado un volumen excesivo para que resultara elegante. Se alegraba de que su trasero fuera liso hasta un palmo por debajo de la cintura y no se curvara hasta después de rebasar el punto en el que hubiera podido destruir la línea del vestido. Desnuda resultaba inesperadamente llena. Billy pensó, con un leve suspiro de frustración que hacía ya muchos meses que su piel no sentía el contacto de una mano de un hombre. Desde Navidad, en que Ellis había empeorado terriblemente día tras día, ella, no sabía si por lástima o por respeto a un tabú, se había privado deliberadamente de la secreta vida sexual que iniciara cuatro años antes. Mientras se vestía y esperaba que le envolvieran los vestidos recién comprados, dejó de pensar en sí misma para abordar el problema siguiente: las cenizas. Ella sólo sabía que tenía que hacer algo con ellas. Cuando Billy lo conoció, Ellis probablemente hubiera dispuesto que sus cenizas fueran espolvoreadas en el micro del mayor número posible de teléfonos, pensó ella con una ligera sonrisa. Entonces todavía no había cumplido los sesenta y era un vigoroso magnate del mundo de las finanzas internacionales que había ganado su primer millón treinta años antes. O acaso le hubiera gustado que alguien echara un pellizco de sus cenizas en cada una de las carteras de su batallón de altos empleados. Siempre gozó haciéndoles perder el equilibrio. La vendedora la miró con extrañeza y Billy advirtió entonces que se había reído entre dientes. Sería mejor que se vigilara. A la hora del almuerzo, todo el mundo sabría que Billy Ikehorn se había reído esa mañana de la muerte de su esposo. Pero, ¿además de su vida en común, no había nada acerca de lo cual Ellis se mostrara sentimental antes de caer enfermo? Solía decir que, para 19
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pasar una velada tranquila, nada como una copa de buen vino y el último número de Fortune y Forbes. ¡Claro! ¡Los viñedos! Silverado. Tal vez, después de todo, estaba más trastornada de lo que imaginaba. Normalmente, se le hubiera ocurrido enseguida. Hank Sanders, el piloto-jefe, le dijo que era imposible utilizar el "Learjet". Para lo que ella le indicaba necesitarían un avión que pudiera volar despacio, con una ventanilla abierta. El joven piloto llevaba poco más de cinco años en la nómina Ikehorn. Él fue quien los llevó de Nueva York a California después del primer ataque de Ellis y él quien ocupa el asiento de la izquierda en los muchos viajes que el enfermo y su joven y reservada esposa habían hecho a su finca de Santa Helena, a Palm Springs y a San Diego. De vez en cuando, Hank pasaba los controles al copiloto y se dirigía a la cabina principal para dar el informe del tiempo a Mr. Ikehorn que, sentado junto a la ventanilla en su silla de ruedas, no le oía o se desentendía de todo. Mrs. Ikehorn, por el contrario, siempre le daba cortésmente las gracias y, dejando el libro o la revista que estuviera leyendo, le preguntaba si le gustaba vivir en California, le decía cuántos días iban a estar en Napa Valley o incluso le recomendaba que probara una botella de tal o cual cosecha. Él admiraba vivamente su dignidad y se sentía halagado de que ella lo mirara a los ojos durante sus breves conversaciones. También se decía que la señora estaba estupenda, pero procuraba no pensar en ello. Y ahora, cuatro días después del funeral, cuando despegó del aeropuerto de Van Nuys, en el "Beechcraft Bonanza" de alquiler, con Mrs. Ikehorn sentada a su lado, Hank manejaba los controles con nerviosismo. Y no era porque no estuviera familiarizado con el aparato. En realidad, Hank Sanders tenía una "Beech Sierra" de segunda mano que utilizaba para excursiones de fin de semana a Tahoe y Reno. Había descubierto que no hay nada como tomar el avión con una muchacha un fin de semana para sacarle todo el jugo al asunto. No, lo que le azaraba era tener a su lado a Mrs. Ikehorn, tan seria, tan preocupada y tan cachonda. Estaba demasiado cerca para que él se sintiera cómodo, dadas las circunstancias. Procuraba no mirarla. Si por lo menos la acompañara algún pariente, una hermana o así. Hank había hecho un plan de vuelo de ida y vuelta a Santa Helena, unos mil kilómetros en total, que el "Bonanza" podía hacer en cuatro horas y media, tal vez menos, según el viento. Por fin, cuando se acercaban a Napa, Billy rompió el silencio. —Hank, no aterrizaremos en el aeropuerto. Siga la carretera 29, descendiendo hasta llegar a Santa Helena y vire a la derecha. Cuando llegue al límite de Silverado, reduzca la velocidad y estabilícese a la menor altitud posible. ¿Es legal ciento cincuenta metros? Después, vuele en círculo sobre las viñas. 20
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El valle de Napa no es muy extenso, pero es precioso, especialmente con el sol de septiembre bañando los apretados cultivos del fondo del valle y las empinadas colinas cubiertas de árboles que lo protegen por todos lados. Los mejores vinos de los Estados Unidos, considerados por muchos catadores iguales o mejores que los más renombrados vinos franceses, proceden de estas casi diez mil hectáreas, en los que los viñedos abundan casi tanto como en las colinas de Burdeos, aunque cada propiedad es varias veces mayor que las francesas. En 1945, Ellis Ikehorn, que detestaba a los franceses por principio, principio que prefería abstenerse de divulgar, adquirió los antiguos viñedos de Hersent y De Moutiers, cerca de Santa Helena. Sus selectas bodegas estaban desatendidas y prácticamente en la ruina, a consecuencia de la Ley Seca, la Depresión y la Segunda Guerra Mundial que tan duramente castigaron a la viticultura norteamericana. En sus mil doscientas hectáreas de terreno, había una mansión de piedra de dos torreones, historiados aleros, inconfundiblemente victoriana, que Ikehorn restauró espléndidamente y bautizó con el nombre de Château Silverado, por la vieja carretera, en tiempos camino de diligencias, que cruza el valle en sentido longitudinal. Luego, se trajo de Alemania al renombrado bodeguero Hans Weber y le dio carta blanca. La compra de los viñedos y la degustación del gran Pinot Chardonnay y el no menos exquisito Cabernet Sauvignon que se obtuvieron al cabo de siete años y nueve millones de dólares, fueron el único hobby que Ellis Ikehorn tuvo en su vida. Mientras sobrevolaban los viñedos, salpicados de trabajadores que preparaban la vendimia, Billy abrió la ventanilla del lado derecho. Tenía en la mano un estuche georgiano de oro macizo, cuadrado que llevaba la marca de Londres para 1816-17 y la contraseña del orfebre, el gran Benjamín Smith. En el interior había esta inscripción: A Arthur Wellesley, duque de Wellington en el Primer Aniversario de la Batalla de Waterloo, respetuosamente, el Gremio de Comerciantes y Banqueros de la Ciudad de Londres. "El Duque de Hierro vivirá eternamente En nuestro corazón." Con precaución, Billy sacó la mano derecha por la ventanilla, tensando la muñeca para resistir el viento y, mientras el "Bonanza" volaba en círculo sobre los viñedos de Silverado a doscientos kilómetros por hora, Billy entreabrió la caja y dejó que, poco a poco, 21
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las cenizas de Ellis Ikehorn cayeran sobre las hileras de cepas cubiertas de pesados racimos y grandes hojas verdes. Terminada la operación, Billy guardó la caja en el bolso. —Dicen que este año habrá buena cosecha —murmuró, dirigiéndose al mudo piloto. Durante el viaje de regreso, Billy permaneció sumida en un silencio extraño, estremecido, que a Hank Sanders, con la imaginación estimulada por la tensión nerviosa, le parecía expectante. Pero aterrizaron en Van Nuys sin incidentes y, mientras situaba el avión en su hangar y entraba en el edificio del Aeroclub Beech para devolver las llaves, Sanders se dijo que la extraña tensión del episodio se debía sin duda al motivo del viaje. Sin embargo, al salir del estacionamiento, encontró a Billy esperándole sentada al volante del enorme "Bentley" verde oscuro que era el coche favorito de Ellis y que ella había conservado. —Suba, Hank. Vamos a dar un paseo. Todavía es pronto. —Le miraba arqueando las cejas, divertida. Él estaba confuso; no esperaba semejante invitación. —¿Un paseo? ¿Por qué? Quiero decir, encantado, Mrs. Ikehorn, como usted diga —respondió, entre cortés y turbado. Billy rió suavemente, pensando que el muchacho era la viva imagen del granjero sencillo y fuerte, con sus facciones toscas y pecosas, su pelo pajizo y su absoluta falta de interés, por lo menos, así lo creía ella, por todo lo que no fueran aviones. —Pues suba. No le importará que conduzca yo, ¿verdad? Soy especialista en conducir con el volante a la derecha. ¿No es divertido este chisme? A uno le parece que va a dos metros fuera de la carretera. —Se mostraba tan natural y alegre como el que se va a la playa. Billy conducía con pericia, sabiendo perfectamente adónde iba y canturreando entre dientes, mientras Hank Sanders hacía esfuerzos para relajarse, como si salir con Mrs. Ikehorn fuera algo que él hacía con frecuencia. Estaba tan violento y preocupado por el protocolo que exigía la situación que apenas se dio cuenta de que Billy salía de la autopista, conducía varios kilómetros por Lankershim, dejaba la ancha calle para entrar en una carretera estrecha y, tras hacer un brusco viraje a la derecha, entraba en un pequeño motel y dejaba el "Bentley" en uno de los estacionamientos individuales construidos al lado de cada habitación. —Vuelvo enseguida, Hank. Es hora de tomar una copa. No se vaya. —Billy desapareció en el interior de la oficina y al cabo de un minuto volvió a salir con una llave y un recipiente de plástico lleno de cubitos de hielo. Sin dejar de canturrear, le tendió el hielo y abrió el maletero del coche, del que sacó una gran maleta de piel. Luego, abrió la puerta del motel y, sonriendo, le invitó a entrar. Hank Sanders miró alrededor con aprensión y extrañeza, mientras Billy abría la maleta-bar, hecha por encargo en Londres diez años 22
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antes y que utilizaban en las carreras y monterías. Era como una reliquia de una época de su vida que parecía tan arcaica como los frascos con tapón de plata que iba depositando en la alfombra, por falta de mesa. El suelo de la habitación estaba cubierto por una suave moqueta color frambuesa que tapizaba también tres de las cuatro paredes, hasta el techo que, al igual que la cuarta pared, era de espejo. Hank se movía nerviosamente por la habitación, dotada de aire acondicionado y observó que no había ventanas ni sillas, nada me que una pequeña cómoda situada en un ángulo. La luz partía de tres postes que llegaban hasta el techo, provistos de focos orientales con bombillas color de rosa. Una cama grande y baja ocupaba casi la mitad del espacio. Tenía sábanas de satén rosa y un montón de almohadones. Hank estaba examinando el inmaculado cuarto de baño cuando Billy lo llamó. —Hank, ¿qué quieres tomar? Él entró en el dormitorio. —¿Está bien, Mrs. Ikehorn? —Perfectamente. No te preocupes. ¿Qué te sirvo? —Whisky, por favor. Con hielo. Billy estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la cama. Le tendió el vaso con tanta naturalidad como si estuviera en un cóctel. Él se sentó en la alfombra. — «O aquí o en la cama», pensó frenético— y bebió un largo trago. Con su blusa de batista blanca y su falda cruzada de algodón azul y sus largas y tostadas piernas extendidas sobre la alfombra, Billy parecía estar en un picnic. Ella también bebía. —Por el "Motel Essex" —brindó—, jardín del valle de San Fernando y por Ellis Ikehorn que lo aprobaría. —¡Qué! —exclamó él, escandalizado. —Hank, no hace falta que lo entiendas, sólo créeme. —Se acercó a él y con el mismo ademán, natural y preciso con el que hubiera podido estrecharle la mano, palpó la abertura de su pantalón vaquero, buscando el contorno del pene con dedos expertos. —¡Jesús! —él irguió el cuerpo, como si hubiera recibido una descarga eléctrica y derramó el whisky. —Creo que esto te gustará más si te estás quieto —murmuró Billy, bajando la cremallera del pantalón. Tenía el pene completamente fláccido, por la impresión, sobre un espeso vello rubio. Billy suspiró con deleite. Así le gustaba, suave y pequeño. Así podía introducirlo por completo en la boca con facilidad y mantenerlo allí, sin acariciarlo todavía con la lengua, sintiéndolo crecer al calor húmedo, experimentando su poder sin mover un solo músculo. Hasta la pelusa de aquellas suaves bolsas que él apretaba entre las piernas era de color paja. Ella las olisqueó suavemente, inhalando su olor secreto. Una mujer no llega a conocer a un hombre hasta que respira su olor, pensó vagamente. Oyó que el piloto gemía y protestaba sobre su inquisitiva cabeza, pero no le hizo caso. Él empezaba a recobrarse de 23
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la sorpresa y su miembro tremolaba y se dilataba. Ella oprimió levemente los testículos con su mano libre, resiguiendo con el dedo mayor la piel tirante del escroto. Ahora sus labios y su lengua trabajaban el pene casi erguido que, aunque corto, era grueso, tan robusto como el resto de su persona. Él se apoyó en el canto de la cama, abandonándose enteramente a la novedad de desempeñar el papel pasivo, mientras sentía que el pene se estremecía y latía con fuerza, a medida que la sangre acudía a él. Cuando él fue dilatándose, Billy movió ligeramente la boca y trabajó únicamente en el extremo, con una succión fuerte y continua, mientras acariciaba con las dos manos aquella verga húmeda y dura. Con un gemido, resistiéndose a terminar demasiado pronto, él tomó entre las manos la oscura cabeza de ella y hundió la cara en su pelo, mientras besaba su preciosa garganta y pensaba que no era más que una muchacha, una muchacha. La depositó en la cama y arrojó al suelo su pantalón vaquero. Le desabrochó la blusa —tenía los senos más grandes de lo que él imaginaba, con unos pezones oscuros y sedosos. —¿No tienes idea de lo impaciente que estaba desde hace varias horas? —murmuró junto a su boca—. No; tendrás que convencerte a ti mismo. —Billy se desabrochó la falda con un solo movimiento. Debajo, estaba desnuda. Se incorporó en la cama y le obligó a tenderse de espaldas, apoyando las palmas de las manos en sus hombros. Se puso a horcajadas encima de él y fue subiendo, hasta colocar el pubis sobre su boca. Él trató de alcanzarlo con la lengua, pero ella se movía, ondulándose hacia delante y hacia atrás, por lo que sólo podía rozarla a intervalos. Finalmente, frenético, incapaz de soportar por más tiempo aquel juego, la asió por las nalgas y aplicó firmemente la boca entre aquellos labios turgentes, carnosos, succionando, lamiendo, sorbiendo y aspirando. Ella se puso tensa, arqueó la espalda y, ahogando un grito, casi inmediatamente, acabó. Él sentía la verga tan dura que temió eyacular en el aire. Frenético, la tomó por la cintura y penetró de golpe, mientras ella se estremecía con sus propios espasmos. Las horas que siguieron no se repitieron nunca más, pero Hank Sanders las hubiera recordado durante toda su vida aunque Billy no le hubiera regalado el estuche de oro del duque de Wellington cuando se despidió de él aquella noche, en la mansión de la colina de Bel Air. Mientras subía la amplia escalinata, le parecía que la casa estaba vacía, aunque en ella dormían una docena de criados. Ahora sí que Ellis se había ido del todo, pensó recordando al hombre vigoroso con el que se casara doce años antes. Cuando dijo a Hank Sanders que Ellis hubiera aprobado lo que hacían aquella noche, él no la entendió, pero era la verdad. De haber sido ella la que había muerto, ya vieja, y Ellis hubiera sobrevivido, joven, probablemente se hubiera llevado a la cama a la primera mujer que hubiera podido atrapar, para celebrar 24
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aquel pasado en el que tanto se amaron. Tal vez no todo el mundo considerara que ésta era la manera de conmemorar un recuerdo, pero encajaba perfectamente con ellos dos. Sus cenizas sobre las uvas maduras, olor a hombre en su pelo, aquel grato escozor entre las piernas —Ellis no sólo lo hubiera aprobado sino que hubiera aplaudido. Cuando Wilhelmina Hunnenwell Winthrop nació —en Boston, veintiún años antes de convertirse en Billy Ikehorn— los aficionados a la genealogía, y Boston es a los árboles genealógicos lo que Périgord es a las trufas o Montecarlo a los yates, la consideraron una niña muy afortunada. Su numerosa familia incluía el número indispensable de Lowell, Cabot y Warren, un buen puñado de Saltonstall, Peabody y Forbes, así como unas gotas de la imperial sangre de los Adams, introducidas a cada dos generaciones. Su linaje paterno se iniciaba con un Richard Warren que arribó en 1620 a bordo del Mayflower — no se podía pedir más— mientras que, en la familia de su madre, no sólo había impecable sangre bostoniana, sino que además entre sus antepasados figuraban patricios del valle del Hudson y varios de los muchos Randolph de Virginia. En general, las fortunas de las antiguas familias bostonianas consistían en barcos, los célebres "clipper", casas de Cambio y el comercio con la Compañía de las Indias Occidentales. Estas fortunas, conservadas y administradas por los prudentes apoderados de los clanes forman actualmente una tupida Red de intereses entrelazados entre sí que aseguran que prácticamente toda criatura bostoniana de pura cepa pueda vivir exenta de preocupaciones monetarias e incluso llegue a preguntarse por qué los problemas del dinero pesan tanto en el ánimo de la mayoría de la gente. Mientras los bienes familiares van prosperando callada pero rotundamente, muchos bostonianos, sencillamente, viven sin pensar en el dinero, al igual que la persona que goza de buena salud no piensa en el ritmo de la respiración. Afortunadamente, a cada generación, el viejo Boston ha producido hombres de excepcionales dotes financieras, hombres que cuidan de las inversiones de sus parientes con la misma diligencia con que administran las operaciones de las grandes instituciones que tienen a su cargo. Sin embargo, incluso las mejores familias de Boston tienen ramas que, como dicen algunos, "no gozan de los mismos medios" que el resto de la familia. Los padres de Billy Ikehorn, Josiah Prescott Winthrop y Matilda Randolph Minot, eran los últimos vástagos de ramas subsidiarias de sus respectivas tribus dinásticas. El dinero de la familia paterna se perdió casi por completo en el desastre financiero sufrido por "Lee, Higginson & Co.", la agencia de Cambio y Bolsa que perdió veinticinco millones del dinero de sus clientes cuando Ivar Kreuger, El Rey de las 25
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Cerillas, quebró y se suicidó. La familia de Matilda, aunque rica en historia, no había tenido dinero desde la Guerra Civil. Las rentas que Josiah aportó al matrimonio, del maltrecho patrimonio familiar, ascendían a poco más de mil dólares anuales. En ninguna de las dos familias había entrado dinero nuevo durante las últimas cinco generaciones. Además, actuando en contra de la sensata costumbre bostoniana de remozar fortunas decadentes mediante el matrimonio con un clan poseedor de sólidos bienes, las últimas generaciones de Winthrop se habían obstinado en casarse con jóvenes modestas y sensibles, hijas de pedagogos y clérigos, honorables profesiones bostonianas ambas, pero poco remunerativas. La última suma decente que se separó del patrimonio familiar sirvió para enviar a Josiah Winthrop a la Facultad de Medicina de Harvard. Pero Josiah fue un excelente estudiante, uno de los primeros de su promoción que se distinguió por su trabajo de interno y residente en el renombrado hospital "Peter Bent Brigham". Su especialidad era la ginecología, de la que podía esperar un brillante porvenir aunque no tuviera más pacientes que las amigas de sus primas, que ascendían a varios cientos. Sin embargo, más tarde —demasiado tarde—, en su último año de médico residente, Josiah descubrió que no le interesaba establecer un consultorio. Se enamoró apasionada e irremisiblemente de la investigación pura en el mismo instante en que empezó a estudiar el nuevo campo de los antibióticos. La investigación es el único medio infalible que posee un médico para evitar ganarse la vida con cierto desahogo. El mismo día en que hubiera tenido que abrir su consultorio, Josiah Winthrop se unió al equipo del Instituto Rexford, en calidad de ayudante, con un sueldo de tres mil doscientos dólares anuales. De todos modos, aun siendo pequeña, esa cantidad excedía en unos setecientos dólares de lo que hubiera ganado en una institución subvencionada por el Gobierno. Matilda, altruista desde el día en que aprendió a andar, estaba pendiente de su embarazo para preocuparse por el futuro. Pensaba que podrían salir adelante con cuatro mil doscientos dólares al año. Ella confiaba plenamente en su Joe, alto, huesudo, con la quintaesencia de la fiera voluntad yanqui brillando en sus ojos oscuros. Aquella firmeza demostrada por su marido para seguir su vocación le parecía característica del hombre llamado a realizar grandes hazañas. La propia Matilda, una beldad morena, esbelta y soñadora, parecía salida de las páginas de Hawthorne. Poco había en ella de sus opulentos antepasados holandeses o de los apasionados virginianos que decoraban algunas de las ramas de su árbol genealógico. Cuando nació la niña le pusieron Wilhelmina por una queridísima tía de Matilda, una solterona intelectual. De todos modos, ambos reconocieron que Wilhelmina era un nombre demasiado fuerte para
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una recién nacida y la llamaron Honey, un diminutivo aceptable de su imponente segundo nombre, Hunnenwell. Al año y medio de nacer Honey, Matilda Winthrop murió atropellada al cruzar la calle con luz roja, en un momento de distracción provocado por la sospecha de que volvía a estar embarazada. Josiah, abrumado por el dolor e incapaz de creer tanta desgracia, tomó una niñera para que cuidara de la pequeña Honey, pero pronto comprendió que no podía permitirse semejante lujo. La idea de volver a casarse era inconcebible, por lo que hizo lo único posible: dimitir de su cargo en el Instituto, donde había adquirido ya una envidiable reputación y aceptar un empleo sin tanto aliciente pero mejor pagado, en un hospital pequeño y escaso de personal en la poco distinguida población de Framingham, a cuarenta y cinco minutos de Boston por carretera, donde se especializó en todas las afecciones comprendidas desde el sarampión hasta la cirugía menor. Aquel empleo tenía varias ventajas. Le permitió alquilar una casita en las afueras, donde instaló a Honey con Hannah, una mujer sencilla y buena que hacía las veces de niñera, cocinera y ama de llaves. Estaba cerca de un buen centro escolar y le dejaba suficiente tiempo libre para continuar sus investigaciones en el pequeño laboratorio que montó en el sótano. Josiah Winthrop ni siquiera pensó en volver a la ginecología porque comprendía que en esta especialidad no tendría tiempo para sí mismo. Honey era una monada, aunque demasiado gordita y demasiado tímida. Éste fue el veredicto de las innumerables tías de hasta cuarto grado que iban a Framingham con las primitas a verla o a recogerla para que pasara varios días con ellas. Pero qué culpa tenía ella, la pobrecita, sin madre, y su padre, aunque habría que reconocer que era un hombre abnegado, siempre en el hospital o metido en aquel sótano con sus experimentos. En realidad, Honey no tenía a nadie más que a Hannah, y la mujer se portaba espléndidamente, desde luego, pero, en fin, la educación de la pequeña tenía ciertas lagunas. Las tías decidieron que al año siguiente, cuando Honey cumpliera los tres, fuera al parvulario de Miss Martingale en Back Bay, con la prima Liza, el primo Ames y el primo Pierce, donde podría adquirir una buena preparación para aprender a apreciar la música y el arte y conocer a los niños que lógicamente formarían la Red de sus amistades para toda la vida. —De ninguna manera —fue la respuesta del padre—. Honey hace una vida saludable y tranquila y aquí hay docenas de niños muy simpáticos con los que puede jugar. Hannah es una buena mujer, honrada y cariñosa, y no vais a convencerme de que una niña de tres años que puede jugar al aire libre y tiene una inteligencia normal necesita ser "introducida" a métodos didácticos de pintar con los dedos y, ¡Dios nos asista!, construcción con bloques geométricos. No, no lo consentiré y no se hable más del asunto.
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Ninguna de las tías consiguió hacerle cambiar de idea. Josiah fue siempre el más testarudo de una familia de testarudos. Y así fue como, a los tres años, Honey empezó a distanciarse de su tribu. Incluso las más solícitas de sus tías fueron espaciando sus visitas, ya que durante la semana sus propios hijos tenían que realizar actividades del parvulario y durante las fiestas querían jugar con sus nuevos amigos. ¡Y no hablemos de los cumpleaños! Era preferible esperar a las vacaciones, en que Josiah pudiera traer a la niña a pasar el día. Era una lástima que no quisiera quedarse a dormir, pero se empeñaba en que tenía que trabajar todas las noches. Honey no parecía echar de menos el trato de sus estólidos primos y sus mandonas tías. Jugaba alegremente con los niños que vivían en las modestas casas de su misma calle y, cuando llegó el momento asistió a un parvulario del barrio. Tampoco se sentía sola. Tenía a Hannah, que todos los días le hacía pastas, tartas y pasteles. Y a Josiah, que casi siempre cenaba con ella, antes de desaparecer en el sótano. Después de dos años de parvulario, Honey fue a la escuela primaria Ralph Waldo Emerson de Framingham. Desde los primeros días, pudo darse cuenta de que, en cierto modo, era diferente de sus compañeros. Todos tenían madre, hermanos y hermanas y ella sólo tenía a Hannah, que no era de su familia y un padre al que sólo veía durante la rápida cena. Todos ellos tenían una vida familiar, hecha de bromas, peleas y un entramado de emociones que la fascinaba y asombraba. Por otra parte, no tenían primos que vivieran en grandes fincas de Wellesley o Chesnut Hill ni en mansiones en la plaza Luisburg, Bulfinch o Mt. Vernon Street. No tenían tías que fueran miembros de obras benéficas o asistieran a las veladas de Mrs. Welch —aunque ahora apenas iban ya a Framingham. Sus compañeros tampoco tenían tíos que hubieran estudiado en Harvard, jugaran squash o navegaran en balandros, pertenecieran al "Somerset Club", el "Unión Club", el "Myopia Hunt" o el "Atheneum". Ni sus tías los llevaban a escuchar a la Sinfonía de Boston algún que otro viernes por la tarde. Para compensar la falta de madre y hermanos, Honey adquirió la costumbre de presumir de sus tíos, tías y primos y de sus grandes mansiones. Poco a poco, sus compañeros dejaron de apreciarla, pero Honey seguía presumiendo porque no comprendía qué era lo que les disgustaba de ella. Pronto dejaron de jugar con ella al salir de la escuela, de invitarla a sus casas y de incluirla en sus meriendas y fiestas. Y Honey empezó a compararlos con sus primos ricos, comparaciones de la que sus compañeros salían bastante mal parados. Sus primos no la odiaban ni la querían. Poco a poco, irremisiblemente y sin saber por qué, Henry se encontró muy sola. Hannah hacía cada vez más y más pasteles, pero ni siquiera la tarta de manzana con helado de vainilla era un consuelo. 28
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No tenía a quien contárselo. A Honey nunca se le ocurrió decir a su padre lo que sentía. Ellos no hablaban de sentimientos. Nunca lo habían hecho ni lo harían. Ella intuía que si su padre se enteraba de que no era feliz no se lo perdonaría. Él solía decirle que era una niña "buena", demasiado robusta, desde luego, pero eso se arreglaría en cuanto creciera un poco. Una niña buena no puede consentir que se sepa que no cuenta con las simpatías de las personas ajenas a la familia. Para un niño, ser impopular es una pena impuesta por un delito desconocido para él, pero que todo el mundo conoce. El niño acepta el fallo y se avergüenza de sí mismo. La humillación de la impopularidad es tan grande que hay que ocultarla a los ojos de todo el que le quiere. Este amor es tan preciado que el niño no se resigna a someterlo a la prueba de la verdad. Cuando las tías se empeñaron en que Honey tenía que asistir a la clase de baile, incluso un cabezón como Josiah Winthrop tuvo que acceder. A pesar de todo, un bostoniano de pura cepa como él, tenía que aceptar sin discutir el sagrado ritual de las clases de baile de Mrs. Lancing de Phister. Era algo natural, algo que no requería explicación, era parte de la herencia de Honey como lo sería en el futuro su ingreso en la asociación de las Damas Coloniales. Sin necesidad de pensarlo, Josiah sabía que, de haber vivido Matilda hubiera sido una de aquel selecto grupo de madres que acompañaban a sus hijas a la sala de baile del "Vincent Club" los sábados alternos por la tarde, desde octubre hasta finales de mayo. Los niños empezaban las clases con Mr. De Phister al cumplir los nueve años, ni un día antes. Desde los nueve hasta los once eran considerados principiantes; desde los doce hasta los catorce eran iniciados, y cuando los estudiantes de quince a diecisiete estaban ya en la escuela superior, las clases se celebraban lo festivos por la noche y en realidad eran bailes de predebutantes. Años después, Honey descubriría que casi todas las mujeres que habían asistido a clases de baile conservaban recuerdos de momentos de angustia, el guante que se pierde en el último minuto, las enaguas que se caen en pleno vals o la pareja sudorosa que te pisa adrede. Pero en el fondo estaba convencida de que todas ellas gozaban hablando de aquellos pequeños traumas que demostraban que procedían de la clase de familias que envían a sus hijos a clases de baile. Ella nunca habló a nadie de sus visitas a la academia de Mr. De Phister. Las lecciones que allí aprendió no tenían nada que ver con el baile. Cuando empezó las clases en lugar de los nueve años de rigor, Honey tenía casi diez, debido a que su cumpleaños era en noviembre. Una niña de diez años que media uno sesenta y siete y pesaba setenta y dos kilos. Una niña de diez años con un vestido comprado en la sección juvenil de la sucursal de "Filene" en Wellesley, porque en el departamento de niños no había nada que le fuera bien. Un vestido horrible que Hannah le ayudó a elegir, de tafetán azul eléctrico. 29
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Cuando entró en el vestíbulo del "Vincent Club", acompañada por Hannah que estaba cohibida y violenta, varias tías la besaron y luego intercambiaron miradas de estupor. —Ese cabezota de Joe —cuchicheó una de ellas, olvidando despedirse de su propia hija, exquisita con su trajecito de terciopelo rosa pálido con cuello de encaje irlandés. Los primos de Honey, esparcidos por la sala, la saludaron con la mano cuando ella entró tímidamente. Una gran parte del éxito de Mr. De Phister dependía de la circunstancia de que cobraba a los padres de los chicos la mitad que a los de las chicas, de manera que en cada clase había un sobrante de varones garantizado. Su primera norma era que cada muchacho buscara su pareja. Ninguno podía permanecer sentado durante un baile hasta que bailaban todas las niñas. De todos modos, no había manera de evitar que ellos acudieran en tropel a invitar a determinada niña precoz que, a los nueve años, ya había descubierto el poder de ciertas miradas, ciertas sonrisas o cierto tono de voz para contar un chiste particular. Ni había modo de evitar que una niña determinada fuera siempre la última en salir a la pista. Invitada por un muchacho recalcitrante que arrastraba los pies. (Todos los psicoanalistas de Boston llegaron a familiarizarse con las clases de Mr. De Phister.) Las clases prácticas se alternaban con seis etapas de instrucción impartidas por el matrimonio De Phister, antes de la pausa para el refresco que se hacía a la mitad de las dos horas de clase. Seis veces Honey fue la última en salir a bailar. Cuando la pesadilla se interrumpió temporalmente se acercó a la mesa situada a un lado de la habitación y empezó a atracarse de pasteles y galletas y a beber vasos y vasos de dulce zumo de frutas. Estaba sola en un rincón, tragando lo más aprisa posible. Cuando Mrs. De Phister anunció el comienzo de la segunda parte de la clase, Honey seguía en su rincón, metiéndose en la boca las últimas pastas y bebiendo el décimo vaso de zumo de frutas. Mr. De Phister la descubrió en el acto. No era la primera vez que ocurría algo parecido. —Honey Winthrop —dijo en voz alta—, haz el favor de situarte junto a las otras niñas. Vamos a empezar. Honey vomitó violentamente un borbollón horrible y rojizo. Todas las galletas, los pasteles y el refresco quedaron esparcidos sobre el blanco mantel y el encerado suelo. Mrs. De Phister la llevó inmediatamente al lavabo de señoras y, tras unos minutos de atención, la dejó sentada en una silla, para que se repusiera. Terminada la clase, Honey oyó a unas niñas acercarse a su escondite y corrió a esconderse en uno de los retretes. —¿Quién es esa… ach… gorda fachosa del horrible vestido azul? Mira que vomitar de ese modo… ¿Es verdad que la conoces? Me han dicho que es prima tuya —decía una voz desconocida. Honey oyó entonces a su prima hermana Sarah responder con ostensible desgana:
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—Oh, es Honey Winthrop. Es… una prima lejana, muy lejana. Ni siquiera vive en Boston. Promete que no se lo dirás a nadie, pero es una pariente pobre. —¡Sarah May Alcott! Dice mi madre que una señorita nunca usa esa expresión. —La desconocida estaba sinceramente escandalizada. —Ya lo sé —rió Sarah sin arrepentirse—. Pero lo es. Oí que nuestra Fräulein se lo decía a la Mam'selle de Diana en el parque. Una pariente pobre, eso dijo. Honey no recordaba más, aunque suponía que Hannah debió de ir a recogerla y que las tías celebraron un consejo de familia ya que a partir de aquel día una u otra la acompañaba a comprar los vestidos para la clase de baile a una discreta tienda de Newbury Street especializada en niñas de "desarrollo temprano". De vez en cuando, Honey iba a Cambridge para visitar a su tía-abuela Wilhelmina. Esta anciana señorita de aspecto profesoril era su pariente favorita porque nunca le preguntaba por la escuela, por la clase de baile ni por sus amigos, sino que le hablaba de Francia y de libros y le servía unas suntuosas fuentes de pasteles y bocadillos a la hora del té en su limpio pisito. Honey sospechaba que la tía Wilhelmina también era una pariente pobre. Desde 1952, en que cumplió los diez años, hasta 1954, Honey aguantó y aguantó mientras crecía y engordaba. Dos años con Mr. De Phister, dos años de "Escuela Ralph Waldo Emerson", donde perdió los pocos amigos que le quedaban cuando las otras niñas empezaron a dar fiestas nocturnas, a hablar de chicos y a hacer pruebas en secreto con maquillajes y sujetadores. Dos años de celebrar Acción de Gracias y Navidad y pasar alguna que otra semana en Cape Cod o Maine con las tías y los primos y con aquellas insufribles palabras "pariente pobre" grabadas en la mente. Antes era desgraciada, pero cariñosa. Ahora, estas dos palabras la hacían patosa, taciturna y repelente. Hubiera podido hacerse amiga de varias de sus primas, de haberse sentido a gusto, pues no eran antipáticas ni orgullosas. Después de todo, era una Winthrop. Pero el recuerdo de aquella tarde en la escuela de baile la convencía de que detrás de cada sonrisa había desprecio y que cada frase escondía condescendencia y que, si pudieran, renegarían de ella. Su reserva hizo que incluso los mejor dispuestos la trataran con indiferencia, y su indiferencia la reafirmó en sus convicciones. Honey empezó a odiar a las mandonas de sus tías y a aquella caterva de primos que parecían no pensar nunca en el dinero. Ella sabía que así no se puede vivir. Ella sabía que el dinero es lo único que importa en realidad. Empezó a odiar a su padre por no ganar más dinero, por hacer un trabajo oscuro a fin de disponer de muchas horas libres para aquella investigación que debía de ser para él mucho más importante que su propia hija. Empezó a odiar a Hannah que la quería pero no podía ayudarla. Empezó a odiarlo todo menos el afán de tener dinero, mucho dinero. Y la comida. 31
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Josiah Winthrop habló seriamente con Honey varias veces, acerca de sus hábitos alimentarios. Le dio varias conferencias, graves e informativas, sobre las células grasas, la química corporal y la nutrición equilibrada. Le dijo que todo se reducía, simplemente, a una dieta adecuada, que en la familia nunca hubo gordos y ordenó a Hannah que no hiciera más pasteles. Luego, se iba al hospital o a su laboratorio y Hannah y Honey no le hacían el menor caso. La niña tenía casi doce años y pesaba ochenta kilos. Durante el verano anterior al duodécimo cumpleaños de Honey, tía Cornelia Winthrop, la favorita de Josiah Winthrop, fue a verle a Framingham un domingo por la tarde. —Joe, tienes que hacer algo con Honey. —Cornie, le he hablado muchas veces de su peso y en esta casa no tiene ocasión de comer cosas que engorden. Seguramente se las dan sus amigas. De todos modos, como tú debes recordar, tanto mi padre como mi madre tenían los huesos grandes. Ya se adelgazará cuando llegue a la pubertad. Dentro de dos o tres años habrá bajado a su peso justo. ¡Nunca hubo un Winthrop gordo! Desde luego, tiene la estatura de los Winthrop, pero eso no es malo. —¡Joe! Para ser un hombre tan brillante a veces pareces increíblemente estúpido. No estoy hablando de su peso, aunque sobre eso también habrá que hacer algo y, lo que es más, no tiene los huesos grandes sino pequeños, como podrías observar si la mirases con un poco de atención. Hablo de la forma en que se está educando. No forma parte de nada. Tú vives tan absorto en tu dichoso trabajo que no te das cuenta de lo desgraciada que es esa criatura. ¿No te das cuenta de que la comida que engorda no pueden dársela sus amigos porque no los tiene? Ni siquiera conoce a la gente que normalmente debería conocer. Apenas puede considerársela de la familia. Y bien sabe Dios que las clases de Mr. De Phister han sido una tragedia. Joe, sabes perfectamente a lo que me refiero, de modo que no trates de engañarme con ese gesto de inocencia. Y, si no lo sabes, peor todavía. Hablando con franqueza, su propia gente, la gente de nuestra clase, ya que me obligas a hablar crudamente, van a volver la espala a Honey, si no haces algo. —¿No eres un poco snob, Cornie? Honey es una Winthrop, aunque vivamos en el lado menos distinguido de la calle. —Estaba a la defensiva. Era un hombre voluntarioso, orgulloso y egoísta al que no le gustaba tener que dar explicaciones y siempre encontraba disculpas. —En realidad, poco importa cómo lo plantees, Joe. Lo cierto es que Honey está creciendo como una extraña en un ambiente en el que tenemos muy poco tiempo para los extraños. Yo no quisiera vivir en ningún lugar del mundo más que en Boston, pero me doy cuenta de nuestros defectos. No importa si uno pertenece al medio, pero Honey está empezando a no pertenecer a él, Joe, y eso es cruel e innecesario. 32
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La expresión de Josiah Winthrop cambió. Él siempre había pertenecido al medio tan completa e indiscutiblemente que dondequiera que viviera, por poco dinero que tuviera, hiciera lo que hiciera, él sabía que pertenecía a medio con una convicción que no precisaba demostraciones. Él seguiría siendo un Winthrop de Boston aunque se convirtiera en asesino, en maniaco o en leproso. Era inconcebible e imposible. Las hábiles palabras de Cornelia habían logrado taladrar su absoluto egocentrismo. —¿Qué sugieres que haga, Cornie? —preguntó apresuradamente, esperando que fuera algo que no le exigiera tiempo. Estaba haciendo grandes progresos en su pequeño laboratorio del sótano, pero necesitaba todo su tiempo hasta el último minuto. —Simplemente, que me dejes intervenir en ciertos aspectos, Joe. Como recordarás, lo he intentado otras veces, pero tú siempre me has rechazado. Ahora casi es demasiado tarde. A George y a mí nos complacería que nos dejaras enviar a Honey al internado "Emery". Nuestra hija Liza irá este año. Yo siempre he creído que las niñas de doce años, una edad imposible, están mucho mejor en un internado que en casa. Y allí habrá muchachas de Boston. Después de todo, fue la escuela de tu madre y de tu abuela. No es necesario que yo te diga que en los internados se hacen amistades para toda la vida. Si Honey va a la secundaria en Framingham, nunca podrá hacer esa clase de amistades. Es su última oportunidad, Joe. No quiero ponerme melodramática, porque creo que se lo debes a Honey y a la pobre Matilda. —Cornelia no tenía escrúpulos de pulsar todos los resortes cuando era absolutamente necesario, a pesar de que sabía que era poco bostoniano hacer tal cosa. Era caridad, no podía llamársele de otro modo, así pensaba Josiah Winthrop, pero lo cierto era que él no podía pagar un colegio como "Emery". Durante toda su vida, se preció de que nadie se hubiera atrevido a ofrecerle una limosna; decidió no abrir un consultorio propio y estaba dispuesto a hacer los sacrificios que ello exigía, pero Cornelia le había asustado. —Está bien. Gracias, Cornelia. Acepto con agradecimiento. Siempre he sido reacio…, en fin, eso no importa. Estoy seguro de que los dos sabemos qué es lo que estoy tratando de decir. Por favor, dile a George lo que siento. Esta noche, durante la cena, le daré la noticia a Honey. Estoy seguro de que estará encantada. ¿Qué hay de la solicitud de ingreso y todas esas cosas? —Yo me ocuparé de todo. Habrá plaza para ella, desde luego. Ya pregunté. Y… Joe, di a Honey que el sábado venga a Boston en el tren de mediodía. Estaré esperándola en la estación de Back Bay, para ir a encargar los uniformes. La cosa no puede ser más sencilla. También tendría que hacerlo para Liza… Cornelia sabía ser generosa cuando ganaba. Casi no podía esperar a su almuerzo semanal con sus hermanas en el "Chilton Club". Con un solo movimiento había conseguido vencer la resistencia de aquel 33
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pesado de Joe Winthrop, demostrar considerable generosidad — aunque no era que ellas no pudieran, pero de todos modos… y tranquilizar su conciencia que últimamente le remordía cada vez que veía a la pobre Honey quedarse fuera de las carreras de natación y de caballos que los niños organizaban en la finca de Chestnut Hill. Aquel otoño, equipada con un duplicado de todo lo que llevaba su prima Liza, Honey partió para "Emery", donde pasaría los seis años siguientes: años de soledad, de una soledad atroz durante los que se sintió más extraña a todo y a todos que nunca. De todas las clases de esnobismo que hacen que la adolescencia sea para muchas personas un infierno, un esnobismo extremadamente cruel que no vuelve a darse en los adultos es el que determina la jerarquía que reina entre las alumnas de un selecto internado femenino. Comparadas con él, las permutas de privilegio de la Corte de Luis XIV resultan democráticas. En cada clase hay un grupito que manda y, luego, un segundo, un tercer, un cuarto e incluso un quinto grupo. Y después están las parias. Desde luego, Honey fue paria desde el día en que llegó. No ya ley que diga que un miembro de uno de los grupos no pueda ser gorda, ni ser pobre (aunque son pocas las niñas pobres que hay en estas escuelas), pero hay una ley que dice que cada clase ha de tener sus parias y que se es paria desde el primer día de escuela hasta que una se gradúa. Había ciertas compensaciones. Honey estudiaba mucho, ya que no tenía ocasión de perder el tiempo en chismorreos o partidas de bridge. Algunas de las profesoras la consideraban inteligente y tenía excelentes calificaciones en francés, que se enseñaba meramente a leer y escribir. Incluso en "Emery" las profesoras desistían de hacer clase de conversación. Honey hizo cierta amistad con algunas de las otras parias, pero aquellas relaciones estuvieron siempre ensombrecidas por la convicción de que, de no ser paria, jamás se hubieran dirigido la palabra. Su mejor amiga era Gertrude, una de las cocineras, una mujer gorda que sentía vivo rencor hacia todas las muchachas delgadas a las que tenía que alimentar. Allí había una muchacha casi tan gorda como la propia Gertrude. Ésta comprendía perfectamente que Honey no pudiera subsistir con la simple dieta de la escuela. Todas las noches, con malicia y conmiseración, Gertrude dejaba una fuente de sobras en la alacena del comedor, acompañada de los pasteles que compraba en el pueblo por encargo de Honey con el dinero que la tía Cornelia le había dado para extras. En el último curso, Honey había alcanzado su estatura de un metro setenta y cinco y pesaba ciento cuatro kilos. Hubiera pesado más, pero "Emery" se preciaba de su sana dieta pobre en almidones y rica en proteínas. Había sido admitida en Wellesley y en Smith. La tía Cornelia pensaba mandarla a la Universidad en el mismo régimen de camarote de lujo en que la había mandado a la escuela secundaria. Pero Honey tenía otros planes, concebidos con dolor y rabia. Durante su última visita a la tía-abuela Wilhelmina, a la que la familia tenía en 34
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una residencia, la anciana le dio un cheque certificado de diez mil dólares. —Son mis ahorros —dijo—. procura que no se enteren de que los tienes o George se empeñará en administrártelos y no verás ni los intereses. Gástalos mientras seas joven, haz alguna locura. Yo ho he hecho ninguna locura en mi vida y… ¡cómo me pesa! No esperes a que sea tarde. Prométeme que los gastarás en ti. Una semana después, Billy se enfrentaba a su tía Cornelia. Temblando le dijo: —No pienso ir a la Universidad. No puedo soportar la idea de pasar otros cuatro años en un colegio femenino. Tengo diez mil dólares y me propongo…, me propongo irme a París y vivir allí todo el tiempo que pueda. —¿Cómo…? ¿De dónde has sacado tú diez mil dólares? —Me los dio la tía Wilhelmina. Nunca sabréis dónde los he depositado. No quiero que nadie, ni siquiera el tío George, los invierta por mí. —Ahora que por fin rompía a hablar, la muchacha estaba temblando con gesto de desafío—. Si me lo propongo, puedo escapar y estar en París antes de que vosotros os deis cuenta de que me he ido. Y nunca podréis dar con mi paradero. —Completamente imposible. Ni hablar de ello, querida. Te gustará Wellesley. Los cuatro años que pasé allí fueron deliciosos… —Cornelia empezaba a mirar atentamente a Honey. Lo que veía no le resultaba tranquilizador. Era evidente que la muchacha hablaba en serio. En realidad, parecía que para ella era cuestión de vida o muerte. Y, desde luego, lo que había hecho Wilhelmina era un disparate. ¡Dar dinero en efectivo a una criatura! Inaudito… sin duda chocheaba. Aunque tal vez todavía pudiera arreglarse. Desde luego, no se podía obligar a Honey a ir a la Universidad. Hacía tiempo que Cornelia se preguntaba a qué podría dedicarse la muchacha. Quizás a la enseñanza. Después de todo, era la primera en francés. Pero no dejaba de ser una lástima que la hija de Matilda se convirtiera en otra maestra solterona—. Honey, ven aquí y siéntate. Mira, te prometo pensar en lo que me has dicho, pero con dos condiciones. La primera, tenemos que buscar una buena familia francesa que te cuide debidamente. No puedo consentir que vivas en un hotel o en uno de esos siniestros albergues estudiantiles. Segunda: estarás sólo un año. Un año en París es más que suficiente. Cuando regreses, seguirás un curso en el "Katie Gibbs". Así podrás encontrar un excelente empleo de secretaria. Porque, evidentemente, tendrás que empezar a pensar en ganarte la vida. Honey guardó silencio unos instantes, mientras reflexionaba. Una vez que estuviera en París, no iba a serles fácil obligarla a regresar. Y, si vivía con una familia, el dinero alargaría más. Había oído decir en "Emery" que las familias francesas no se preocupan por sus huéspedes, mientras éstos paguen puntualmente. Y ya encontraría la
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forma de salir de "Katie Gibbs". ¿A quién apetecía una vida de secretaria? ¿O ir a aquella escuela tan severa y estirada? —Trato hecho. —Miró a su tía con una rara sonrisa. La muchacha tenía realmente una bonita sonrisa, a pesar de los mofletes y la papada, pensó vagamente Cornelia. Pero sonreía tan poco… Aquella noche, Cornelia escribió a Lady Molly Berkeley, nacida Lowell, uno de los principales enlaces de Boston con las "personas conocidas" de Europa. Querida Molly: Tengo una noticia que darte. Honey Winthrop, la hija de Joe, piensa pasar un año en París, perfeccionando el francés, antes de entrar en la academia de "Katie Gibbs". Es una buena muchacha, con un gran corazón, aunque no una rompecorazones, siento decirlo. Quisiera saber si, entre tus muchas amistades francesas, hay alguna familia simpática que estuviera dispuesta a tener a Honey como huésped de pago. Por desgracia, la muchacha no está en buena posición por lo que tendrá que ganarse la vida, pero dispone de una pequeña suma que, bien administrada, puede permitirle vivir con independencia durante los próximos tres años. Espero tener noticias tuyas antes de que salgamos de aquí. En junio estaremos en el "Claridge's", como de costumbre y los dos nos alegraremos mucho de verte. Afectuosamente NELIE. A Lady Molly Emlen Lowell Lloyd Berkeley, setenta y siete años, pero activa y vigorosa, nada le gustaba tanto como hacer esta clase de gestiones. Contestó antes de tres semanas. Mi querida Nelie: Me alegró muchísimo recibir tu carta. Tengo para ti noticias prometedoras. He dado voces y me he enterado de que Lilianne de Vertdulac tiene sitio para Honey. Tú sin duda recordarás a su marido, el conde Henri, un hombre encantador. Lo mataron durante la guerra y el negocio de la familia se arruinó. Lilianne toma únicamente una muchacha por año, y hemos tenido suerte porque es apropiada en todos los aspectos. Se trata de una mujer extraordinaria y con mucha clase. Tiene dos hijas más jóvenes que Honey, pero creo que no le faltará ambiente. La pensión, todo incluido, es de setenta y cinco dólares semanales, precio que me parece bastante justo, si tenemos en cuenta cómo está la comida en el Continente. Espero tus noticias para formalizar el trato. Cariñosos saludos para George. 36
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Scruples Con todo afecto MOLLY.
La verdadera aristocracia francesa, no la de nuevo cuño, cuyos títulos fueron otorgados por Napoleón, sino la antigua aristocracia monárquica cuyos linajes se remontan a las Cruzadas y épocas anteriores, se interesa por el dinero el doble que el francés medio. Es decir, que la antigua aristocracia francesa se interesa por el dinero cuatro veces más que el ser humano corriente. Para ellos, todos los ricos son nuevos ricos, a menos que su dinero entre en la familia. Si uno de sus hijos se casa con la heredera de un próspero comerciante en vinos, nieto de campesinos, por obra de una instantánea transustanciación, la dote adquiere el abolengo de un legado de la propia Madame de Sévigné. La aristocracia francesa se ha interesado vivamente por las buenas gentes de Boston desde los días de la Revolución Francesa en que un bostoniano, el coronel Thomas Handasyd Perkins —cuya hija se había casado con un Cabot— rescató personalmente al hijo del marqués de Lafayette y lo llevó sano y salvo al Nuevo Mundo. Desde luego, hay que reconocer que, en un principio, todos los bostonianos eran comerciantes o marinos, la mayoría descendientes de ingleses plebeyos, según podía descubrir quien insistiera —y muchos insistían — en investigar su árbol genealógico hasta épocas anteriores a Plymouth Rock. A pesar de todo, había que admirar su talento para consolidar su fortuna mientras, a cada generación, se hacían más y más distinguidos. Realmente, muchas de sus hijas, en el curso de la Historia, habían llegado a ser tan distinguidas que ahora ostentaban algunos de los más gloriosos títulos de Francia. Y aquellos bostonianos, aunque la mayoría no poseían las venerables hectáreas familiares con su château correspondiente, que es lo único que a los ojos de un francés ennoblece la propiedad agraria, eran dueños de un buen número de industrias, Bancos y agencias de Cambio y Bolsa. Y también tenían clase. Vivían discretamente, de un modo compatible con el régimen que después de la Revolución habían tenido que adoptar muchas grandes familias francesas, renunciando a la escandalosa y fatídica ostentación en que incurrieron sus antepasados. Siempre se ha admitido que un aristócrata francés sin fortuna ha de casarse con una heredera. Es un deber sagrado para con sus padres, consigo mismo y con la familia. Y es la única forma de conservar la tierra. Una aristócrata francesa sin dinero que no consiga obtenerlo mediante el matrimonio, tiene también el deber de guardar las apariencias y mantener cierto tono en sus relaciones con el mundo, aún a trueque de morirse de hambre, aunque es de esperar que no llegue a tanto.
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La condesa Lilianne de Vertdulac lo perdió todo durante la Segunda Guerra Mundial; todo menos su sentido de las formas, su valor, su clase y su encanto personal. Su estilo era una mezcla de gusto innato, simplificado hasta su primera expresión y una cierta reserva personal, una forma de eludir la intimidad que le daba una fascinación que no poseen las personas excesivamente espontáneas. Incluso su innata amabilidad había sido casi extinguida por la sucesión de huéspedes, casi todos muchachas y norteamericanas, que constituían su principal fuente de ingresos. Se alegraba de que su huésped de aquel año fuera Miss Honey Winthrop acerca de la que tantos elogios hacía Lady Molly en su carta. Era evidente que la muchacha estaba espléndidamente relacionada; realmente, parecía estar emparentada con casi todo el Viejo Boston al igual que Lilianne lo estaba con casi todo el Faubourg St. Germain. Aquella francesa pequeña y rubia de cuarenta y cuatro años vivía en un piso del Boulevard Lannes, de cara al Bois de Boulogne. A causa de ciertas complicaciones surgidas en la congelación de alquileres establecida durante los años de la guerra y que todavía no se habían aclarado, ella y sus dos hijas podían seguir viviendo en aquel elegante barrio parisino, aunque desde 1939 no había podido gastar dinero en el piso. Éste era muy suntuoso, aunque estaba bastante descuidado, con techos altos y soleado. Reinaba en la casa un aire muy femenino que sólo se encuentra en los hogares en los que no vive un hombre. Cuando llegó Honey, salió a abrir la puerta Madame la Comtesse en persona. Normalmente era Louise, la criada, que dormía en un cuartito de la buhardilla, quien abría la puerta a los huéspedes, mientras Lilianne permanecía sentada en los ajados almohadones del sofá del salón, de donde sólo se levantaba si la recién llegada era una mujer mayor; pero hoy había querido demostrar una especial hospitalidad. Su sonrisa de bienvenida permaneció fija en su rostro, pero sus ojos se dilataron de asombro y horror mientras estrechaba la mano de Honey. Nunca, nunca había visto a una muchacha tan enorme. Era como una cría de hipopótamo. Era increíble, espantoso. ¿Cómo podía haber ocurrido aquello? ¿Y qué hacer con ella? ¿Dónde esconderla? Mientras conducía a Honey al salón donde esperaba el té, trataba de darse cuenta del alcance de aquella inesperada calamidad. Aunque Lilianne nunca esperó pasar la vida tomando huéspedes de pago, no obstante, se preciaba de que toda muchacha que estuviera un año en su casa se iría habiendo mejorado en dos aspectos: primeramente, con un dominio del francés tan bueno como permitieran el seso y el oído de la joven, y, lo que era más importante, con un sentido del estilo que se absorbe del aire mismo de París, que nunca hubiera adquirido de no tener esa oportunidad. ¡Pero con esta muchacha! Cuando tomaron asiento ante la bandeja de té, Lilianne, a pesar de sus sentimientos, habló con perfecta calma. 38
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—Bienvenida a mi casa, Honey. Te llamaré Honey, ¿no? Tú puedes llamarme Madame. —Por favor, Madame, ¿no podría llamarme por mi verdadero nombre? —Honey había estado preparando el discurso durante el vuelo desde Nueva York—. Honey es un diminutivo infantil que ya no me cae buen. Mi verdadero nombre es Wilhelmina, pero me gustaría que me llamaran Billy. —¿Por qué no? —desde luego, resultaba mucho más apropiado, pues toda aquella grasa la hacía casi asexuada—. Bien, Billy, ésta es la última vez que hablaremos en inglés. Cuando te haya enseñado tu habitación y hayas deshecho las maletas, ya será casi la hora de la cena. Nosotras cenamos temprano, a las siete y media, porque mis hijas tienen muchos deberes todos los días. A partir de la cena, te hablaremos siempre en francés. Louise, la cocinera, no sabe ni una palabra de inglés. Sé que será difícil, pero es la única manera de que aprendas. —Lilianne siempre ponía esta condición a sus huéspedes—. Al principio, te sentirás rara y cohibida, pero si no lo hacemos así nunca aprenderás a hablar francés como es debido. No vamos a reírnos de ti, pero te rectificaremos siempre que sea necesario, de modo que no te enfades cuando esto ocurra. Si dejamos que sigas cometiendo los mismos errores una y otra vez, no cumpliremos con nuestro deber. Lilianne había podido darse cuenta de que era casi imposible que aquello les entrara en la cabeza a sus huéspedes. La mayoría pasaban todo el día y algunas también la noche con los estudiantes norteamericanos que tanto abundaban en París y nunca buscaban la oportunidad de familiarizarse con la lengua. Al parecer, todas habían estudiado francés en el colegio. En su opinión, aquellas chicas habían recibido una enseñanza abominable y no se tomaban el menor interés en aprender. A Billy le brillaban los ojos. En lugar de mirarla con espanto como solían hacer sus huéspedes cuando ella les anunciaba el programa, este desastre de chica parecía interesada. Bien. Lilianne se encogió mentalmente de hombros, tal vez resultara seria. Desde luego, era lo único que se podía esperar en vista de las circunstancias. Desde luego, no sería como la muchacha de Texas, que hacía como si estuviera en un hotel y quería que le cambiaran las sábanas tres veces a la semana. O la de Nueva York, que se quejó de que no hubiera ducha porque quería lavarse el pelo todos los días. O la de Nueva Orleáns, que quedó embarazada y hubo que mandarla a su casa. O la de Londres, que llegó con cuatro baúles, pidió docenas de perchas y pretendía utilizar el cuarto ropero de Lilianne. La organización domestica en casa de Lilianne de Vertdulac era muy simple. Louise se encargaba de la limpieza, la cocina, la ropa y la compra. Trabajaba dieciocho horas diarias y estaba perfectamente 39
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satisfecha. Estaba con su Comtesse desde que empezó a trabajar y ni ella ni Lilianne pensaban que hubiera algo raro en un régimen que era tan satisfactorio para ambas. Todas las mañanas, mucho antes del desayuno, Louise bajaba a las tiendas de la Rue de la Pompe y compraba la comida para el día. Compraba estrictamente lo necesario y nada más. En la cocina no había frigorífico. Los alimentos que tenían que conservarse al fresco, como la leche y el queso, se ponían en el garde-manger, un armario ventilado adosado a la ventana de la cocina que se cerraba con llave. Louise era una buena compradora, muy hábil para encontrar gangas, un personaje bien conocido por los comerciantes que hacía ya mucho tiempo que habían dejado de tratar de venderle mercancías que no fueran de la mejor calidad al menor precio posible. Aun así, la comida se llevaba el 35 por ciento del presupuesto familiar. Lilianne de Vertdulac sabía con toda exactitud cuánto gastaba Louise cada día, porque la noche antes le daba una cantidad y Louise, a su regreso, le devolvía lo que le había sobrado. No era falta de confianza en la criada lo que le hacía obrar así, sino, simplemente, la circunstancia de que el dinero que recibía de sus huéspedes servía para mantener la casa. Las rentas que le producía su pequeña casa de campo de Deauville se destinaban a la compra de ropa y al pago del colegio de las niñas, pero la comida, el alquiler y todos los demás gastos de la casa se sufragaban con lo que le pagaba la huésped. Billy guardó su modesto equipo, compuesto casi exclusivamente por faldas y blusas de colores oscuros y salió al balcón de su cuarto, aspirando casi con beatifica fruición el olor de París, del que tantas descripciones vacías de significado había leído. Ahora comprendía por qué escritores que hubieran debido saber lo que se hacían se habían dejado tentar por lo imposible: expresar un olor con palabras. Desde su balcón podía ver los castaños y la hierba alta del Bois. La habitación estaba decorada con sencillez. La cama era alta y estaba cubierta con una colcha descolorida de damasco amarillo y un grueso edredón forrado de la misma tela. Al fondo del pasillo había un pequeño retrete embaldosado con cadena y un rollo de fino papel marrón claro. En su habitación había un lavabo con un pequeño espejo. Cuando quisiera bañarse debía decirlo a la condesa, quien le cedería su cuarto de baño. El nerviosismo de la llegada casi le hizo olvidarse de la comida, pero cuando sonaron en su puerta unos golpecitos anunciando la cena, se dio cuenta de que tenía más hambre que nunca en su vida. Al entrar en el salón, uno de cuyos extremos estaba ocupado por una pequeña mesa de comedor ovalada, olfateó el aire, expectante. A diferencia de los comedores de Boston y de "Emery", aquél no olía a comida. Las dos hijas de la condesa aguardaban para ser presentadas a Billy. Cada una de ellas le estrechó la mano y le dijo unas palabras en francés, con grave cortesía. Billy nunca había visto muchachas como ellas. Aunque Danielle, la menor, tenía dieciséis años y Solange 40
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diecisiete, tenían aspecto de muchachas norteamericanas de catorce. Tenían la cara casi idéntica, muy blanca, de barbilla puntiaguda, expresión seria y facciones perfectas y severas, el pelo largo, rubio y liso, peinado con raya en medio y ojos gris pálido. Vestían el uniforme de su colegio de monjas: falda plegada azul marino y una blusa azul celeste. No llevaban maquillaje y exhalaban un aura de incólume dignidad. Recordaban colegialas inglesas. No había en ellas nada francés. Un ruido sordo acompañado de chirridos anunció la llegada de Louise que venía arrastrando un vetusto carrito de dos pisos de la cocina, situada en un extremo del piso que tenía forma de L. Billy se sentó al lado de la condesa, que sirvió cuidadosamente una deliciosa sopa de verduras, empezando por su propio plato, luego el de Billy y por último los de sus hijas. Después de la sopa, tomaron huevos pasados por agua, uno por persona, seguidos de una fuente de lechuga acompañada de una fina loncha de jamón cocido para cada una. Después de cada plato, Solange y Danielle retiraban los platos sucios y los apilaban cuidadosamente en el carro. En la mesa había una cesta de pan, pero nadie lo tocaba y ella no quería ser la primera. De todos modos, con un vivo espanto descubrió que ni siquiera estaba segura de como se decía correctamente en francés: ¿Hace el favor de pasarme el pan? ¿Era Voulez-vous me passer le pain? ¿O Passez le pain, s'il vous plaît? Le parecía muy importante decirlo bien, por lo que optó por callar. El francés que Billy leía y escribía en "Emery" con tanta soltura no parecía tener nada que ver con los sonidos, graves, agudos, sibilantes o chasqueantes que hacían las dos muchachas al hablar con su madre. De cada cien palabras una le sonaba vagamente familiar, pero muy pronto dejó de comprenderlo absolutamente todo por efecto del pánico que sintió al pensar en el tremendo error que había cometido. Si aquello era francés, ella no lo hablaba. En absoluto. Cuando fueron retirados los platos de la ensalada, se sacaron a la mesa platos limpios y Madame colocó una pequeña fuente delante de su sitio. En ella había un pequeño queso dispuesto sobre una esterilla de paja y rodeado artísticamente de hojas frescas. La condesa cortó una fina loncha y pasó la fuente a Billy. Billy, intimidada, cortó una loncha de idéntico tamaño. Por fin circuló el pan y también un bloque de mantequilla, un bloque muy pequeño, aunque con un bonito dibujo estampado en él. No se volvió a pasar el queso. De postre, cuatro mandarinas que las niñas y Madame pelaron hábilmente con el cuchillo, de un modo que Billy no conocía, pero imitó lo mejor que pudo. Cerca del centro de la mesa había una jarra de vino, pero sólo se sirvió Madame. Las niñas bebían agua y lo mismo hizo Billy, a quien nunca habían dado vino con las comidas. Después de la cena, Danielle y Solange se llevaron el carro y Louise entró con una bandeja en la que había dos tacitas de café y una cafetera. La dejó en la mesita de centro situada delante del sofá del 41
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salón y la condesa hizo a Billy una seña con la mano, para indicarle que se sentara a su lado, mientras las niñas se iban a hacer sus deberes. Hasta aquel momento, Billy no había pronunciado más que cuatro palabras. Cada vez que alguna de las niñas le preguntaba algo, ella sonreía ampliamente —y, a su juicio, de forma estúpida— movía negativamente la cabeza y decía con gesto de desolación y timidez: Je ne comprends pas. Ellas no denotaban la menor sorpresa. Durante toda su vida habían visto en su casa una sucesión de desconocidas que parecían mudas y si se molestaban en dirigirles la palabra era por pura cortesía. Después de cinco minutos de embarazoso silencio, una vez hubo terminado aquel café negro y fuerte endulzado con un gran terrón de azúcar moreno, Billy murmuró un tímido Bonsoir y se retiró a su habitación. Tenía un hambre atroz. Aquel terrón de azúcar desató en ella un ansia de cosas dulces que no consiguió calmar más que en parte con las dos últimas barras de chocolate que le quedaban en el bolso. Pero, antes de caer en la desesperación total, recordó que los franceses toman la comida principal al mediodía, no por la noche; aquella cena era pues, el equivalente del almuerzo. De todos modos, ¿por qué no se podía repetir? ¿Por qué eran tan pequeñas las raciones? Un huevo pasado por agua, una loncha de jamón, ¡por el amor de Dios! ¿Y por qué se cortaban aquellas obleas de queso? Meditando estas cosas y pensando en fuentes llenas de crema de fécula de trigo con mantequilla, azúcar y pasas, Billy se quedó dormida. Lo que no sabía ella entonces era que la cena que acababa de ingerir quedaría grabada en su memoria como una de las más copiosas que consumiría bajo el techo de Lilianne de Vertdulac. La sopa de verduras y la loncha de jamón eran extras, servidos para celebrar la llegada de la nueva huésped. Billy no tardó en averiguar el régimen normal que seguían la condesa y sus dos hijas y que ahora tendría que adoptar la propia Billy. El desayuno consistía en dos rebanadas de pan de barra cortadas al bies y tostadas, ligeramente untadas de mantequilla y mermelada, llamadas "tartines", acompañadas de un gran tazón de café con leche. Para el almuerzo siempre había un plato de sopa o puré hecho con verduras de la víspera, al que se agregaban, antes de servirlo, unas cuantas cucharadas de leche, seguido de uno o dos trozos de carne de ternera, cordero o buey, siempre de partes magras, sabrosas y baratas que Billy no conocía. La carne iba acompañada de patatas fritas cortadas muy finas y un ramito de perejil. Luego se servía una gran fuente de verduras fresquísimas, cocidas al vapor, con una capa de mantequilla, a veces a medio derretir todavía. Luego, salía a la mesa el quesito que tenía que durar dos días, una gran ensalada de lechuga y la fruta. Billy ingería unas mil doscientas calorías al día, la mayoría en forma de proteínas sin grasa, fruta y verduras frescas. 42
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Al cabo de dos días de aquellas comidas, magníficamente cocinadas, exquisitamente presentadas y desoladoramente ligeras, Billy empezó a pensar seriamente en cómo iba a sobrevivir. Hizo una incursión nocturna a la cocina, andando de puntillas, como un ladrón, y descubrió que el garde-manger no estaba cerrado con llave porque estaba vacío. Hasta que Louise volviera de la compra por la mañana, en la casa no había literalmente ni una miga de pan. Pensó en hacerse amiga de Louise, pero, puesto que no sabía francés, era imposible. Pensó en ir a un café o a un restaurante y pedir una comida decente, pero el barrio de París en el que vivía era exclusivamente residencial. De todos modos, Billy sabía perfectamente que nunca se atrevería a sentarse en un café sola y pedir una consumición en francés. ¿Cómo iba a hacerlo? Pensó en ir a la Rue de la Pompe, comprar algo y comerlo en su cuarto. Podía señalar lo que quería y pagar el precio marcado. Pero temía que alguien la sorprendiera y le hiciera preguntas. Era inconcebible, violento. Incluso se le ocurrió comprar comida y comérsela por la calle; pero también esto, sin saber por qué, le pareció imposible. En su lujoso barrio, nunca vio a la gente comer por la calle limitado por la Avenue Foch y la Avenue Henri Martin, las dos avenidas más importante de París de viviendas particulares; sólo alguna que otra vez vio a un colegial morder furtivamente la punta de una barrita mientras corría hacia su casa. Las tentativas de Billy para resolver sus necesidades de alimento se complicaban por una intuición, desarrollada durante los dieciocho años de su vida, acerca de tener y no tener. Sin poseer la más leve noción del valor del dinero, ella sabía con bastante exactitud la cantidad que tenía una persona en relación con otras de su medio. Podía decir cuáles de sus primos eran más ricos o menos y cuáles, los más ricos de todos; cuáles de las alumnas del "Emery" eran ricas de verdad, cuáles eran bastante ricas y cuáles eran apenas ricas. Había pasado toda la vida luchando con el problema del derecho. Ella, Billy, no era una persona con derecho a las cosas y nunca lo había sido. Algunas personas tenían derecho indiscutible a todo lo que se les antojaba. Otras lo tenían hasta cierto punto, del que no podían excederse. Billy había asimilado este principio. Durante muchos años, se preguntó por qué algunos tenían derecho y otros no, pero no encontró una respuesta satisfactoria. Era asquerosamente injusto. Pero era. Por lo tanto, Billy sintió con toda su fuerza la regla que, en cuestión de alimentos, imperaba en la casa de Lilianne de Vertdulac. La cantidad de comida que se sacaba a la mesa era toda la que Madame podía permitirse servir. Este conocimiento le fue comunicado a Billy por una fuente que ella no podía desoír. Aquella era toda la comida que había. También comprendió, sin necesidad de que nadie se lo explicara, que hubiera sido una falta de educación dar a entender que aquellas raciones dejaban a Billy tan vacía y con aquellos dolores de 43
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hambre. Sólo se consideraba con derecho a repetir cuando la condesa, cuya ración indicaba a las demás cuánto podían tomar, se servía menos de la cuarta parte de la comida que había en la fuente. Entonces, la carne sobrante era repartida entre las tres muchachas. Billy se dormía llorando todas las noches. Sus días eran una constante agonía y adelgazaba casi medio kilo diario. Ingería capitán más de tres mil calorías menos de lo habitual en ella. Si hubiera estado en Maine Chance o en Golden Door, no hubieran podido obligarla a quedarse ni a punta de pistola, pero su creciente interés por la condesa, con su misterioso encanto, y por la lengua francesa la mantenía como en un trance. Además, no tenía adonde ir. Al cabo de un mes, Billy empezó a soñar en francés. En las conversaciones, captaba el significado de frases sueltas. Tímidamente, empezó a señalar los objetos y a preguntar sus nombres en francés. En la mesa, trataba de contestar las preguntas y grababa en su excelente memoria las rectificaciones que se le hacían. Dado que no poseía la menor experiencia de conversación francesa, no había adquirido vicios de pronunciación. Su francés era atroz y su gramática, inexistente; pero el acento y la entonación eran los de Lilianne de Vertdulac. Una noche, durante la quinta semana de la estancia de Billy en la casa, Danielle y Solange hablaron de ella por primera vez. Era tal su indiferencia hacia las huéspedes de su madre que casi nunca se referían a ellas en sus conversaciones. —Es curioso —dijo Danielle con su voz clara y pura—, hasta ahora habíamos tenido muchas chicas delgadas que engordaban de tanto beber vino e ir a cenar al restaurante con sus amigos, pero nunca habíamos tenido una chica gorda. —Una es más que suficiente —cortó Solange. —No seas antipática. A lo mejor no es culpa suya. Tal vez sea cuestión de glándulas —sugirió la más compasiva Danielle. —O cuestión de gula. Hay norteamericanos que tragan todo lo que ven. —Solange, me parece que está adelgazando. En serio. —Sería difícil. ¿No te has dado cuenta de que siempre toma tres tartines con el desayuno? Y tomaría cuatro, si pudiera. Estoy segura de que roba azúcar. Anoche, cuando llevé a la cocina el servicio del café, el azucarero estaba casi vacío y mamá toma siempre el café sin azúcar. —De todos modos, fíjate en la falda que lleva. Le está muy grande. Y la blusa también. —Nunca le cayeron bien. —¡Tonta! Te digo que está más delgada. Mírala bien y te convencerás. —¡Ah, no, muchas gracias! Y tú no seas imbécil y vuelve al trabajo. Me distraes y no me dejas concentrarme en Racine.
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Durante la ocupación de Francia y los años que siguieron a la guerra, Lilianne había desarrollado la facultad de mirar de frente todo lo que le producía dolor y luego apartarlo de su mente. No había vuelto a mirar a su nueva huésped desde aquel primer día y conservaba la impresión de una persona absolutamente grotesca: una mata de pelo oscuro y descuidado, una cara mofletuda, ojos castaños y vivaces, una ropa desastrosa, zapatos excelentes, lo cual era sorprendente y un buen reloj de pulsera. Aunque cumplió con su deber de cicerone y llevó a Billy a todos los lugares históricos, actuaba de un modo mecánico, sin detenerse a observar las reacciones de la muchacha. No tenía intención de convertir aquellas salidas en una costumbre. Sus otras huéspedes habían aprendido pronto a moverse solas y Lilianne esperaba con afán el día en que dejaban de ir a comer al Boulevard Lannes porque tenían cosas mejores que hacer. Pero aquella especie de hipopótamo de Boston no se movía de casa. Todas las mañanas, tomaba prestado Le Figaro en cuanto la condesa había terminado de leerlo, se pasaba la tarde leyendo a Colette en su cuarto, deambulaba por el salón antes del almuerzo y la cena, nunca se saltaba el té de por la tarde. Daba algún que otro paseo por el Bois, pero nunca se alejaba de casa lo suficiente para faltar a una comida. Y ahora a Danielle le parecía que estaba adelgazando. Aquella noche, Lilianne miró detenidamente a Billy por segunda vez. Y dio crédito a sus ojos. Una francesa siempre cree lo que ve, ya sea una gallina fresca o la nueva colección de Yves Saint Laurent. Lilianne vio una muchacha con muchos kilos de más, excesivamente alta, pero con ciertas posibilidades. La primera, la que le mandó Lady Molly, no tenía ninguna. Ninguna. A una francesa casi le gustan más las posibilidades que la misma perfección. Le dan ocasión de arreglar las cosas y el arreglo, de cualquier clase, es una pasión gala. Arranger, s'arranger, son verbos que se usan en Francia para expresar la favorable forma de disponer de algo, desde un complicado asunto legal, hasta una aventura amorosa desgraciada, desde la solución de una crisis de Gobierno hasta la elección del botón adecuado. Ça va s'arranger. Je vais m'arranger. L'affaire est arrangée. On s'arrangera son frases clave en Francia que denotan que se cumplirá la promesa, se da la garantía, se reconoce la obligación. Ningún otro pueblo del mundo exceptuando quizás al japonés, arregla tan bien las cosas. Y las circunstancias difíciles exigen, simplemente, arreglos más complicados. Lilianne decidió que el asunto de Billy Winthrop tenía que arreglarse. Le parecía que la muchacha había perdido por lo menos diez kilos, tal vez más, aunque con aquella ropa era difícil calcularlo. Si había conseguido eso en cinco semanas, al cabo de dos o tres meses más podría estar presentable y, una vez estuviera presentable, ¿quién sabe lo que podría arreglarse? De momento, había que preocuparse 45
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de la ropa. No podía seguir llevando aquella falda marrón que, según advirtió ahora Lilianne, estaba sujeta con un gran imperdible prendido con muy poca maña en el interior de la cinturilla. ¡Y la blusa! Una facha. Típicamente bostoniana sin duda. —Este conjunto me parece muy chic —dijo Lilianne—. ¿A ti no? Estaban en una tienda de la Avenue Víctor Hugo donde las elegantes del XVIème Arrondissement compraban gran parte de sus prendas de confección a precios moderados. Billy estaba desorientada. ¿Qué sabía ella de chic? Ella nunca imaginó que ésta fuera una palabra que pudiera usarse en relación con algo que ella hubiera de ponerse. Las palabras que ella entendía eran "práctico" o "apropiado". ¿Cómo iba a juzgar si algo era chic? —Sí, Madame, muy chic —contestó, porque, por la expresión de su cara, pudo darse cuenta de que Madame ya había tomado una decisión. Desde que podía recordar, Billy había evitado mirarse en el espejo de un probador. Había llegado a hacerse maestra en el arte de mantenerse en pie, con los ojos bizcos, soñadora, dócil y pasiva, mientras la vendedora y una de las tías, elegían la ropa para ella. Ella no tenía opinión. No había por qué preocuparse. Su tono de voz, que intentaba expresar entusiasmo sin conseguirlo, hizo que, por primera vez, Lilianne se diera cuenta de lo joven que era Billy. En realidad, era una niña, un año mayor que Solange, que aún era una colegiala. Sus impulsos de Pigmalión, defraudados por una sucesión de huéspedes que rechazaban todas sus sugerencias y consejos, no estaban ahogados del todo. Sintió una oleada de su antigua afabilidad. —Fíjate, Billy, qué estupenda caída tiene esta falda de franela gris. Tiene un corte muy hábil. Es increíble cómo te adelgaza. Date la vuelta, mírate y te darás cuenta. Estos pliegues aquí te quitan kilos y kilos. Y estos jerseys rojo cereza dan un tinte más cálido a tu cutis. Billy se volvió con desgana. Ésta era la humillación que más temía ella, al enfrentarse con su propia imagen, algo que siempre consiguió evitar acechando la acera, anticipándose al peligro de que un indiscreto escaparate le saliera al paso, unos bloques más adelante. Pero ahora comprendía que Madame no se daría por satisfecha hasta que ella demostrara interés en la falda y los jerseys. A la condesa no se la contentaba con facilidad como a las tías. En realidad, Billy nunca la había oído hablar con tanta vehemencia, como si en aquella tienda se decidieran asuntos de Estado. Se miró rápidamente en el triple espejo y enseguida volvió la cara hacia otro lado. Atónita, se miró otra vez. Se contempló de frente, de un lado y del otro. Finalmente, situó los espejos de modo que pudiera verse de espaldas. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se borró la visión milagrosa. Estaba bien. Realmente bien. Era la primera vez en
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su vida que se encontraba bien. Tendió los brazos a la frágil condesa y la abrazó, derribando para siempre la barrera del protocolo. —Vive la France! —farfulló riendo y llorando a la vez. Lilianne de Vertdulac no comprendió por qué, pero también lloró. El nacimiento de una obsesión puede ser algo hermoso, en especial cuando se refiere a un primer amor y una esperanza. Hacía muchos años que Billy no se amaba a sí misma y durante todos aquellos años, la esperanza se había ido extinguiendo en ella. París era su último acto de esperanza y ahora, al verse en el espejo de la tienda de la Avenue Víctor Hugo, sintió el primer vislumbre de amor hacia sí misma. Como si las hubiera ejercitado durante toda su vida, Billy empezó a demostrar las cualidades de los Winthrop que tan patentes estaban en su padre: dedicación total a una causa, severa autodisciplina, la voluntad de luchar hasta alcanzar la meta propuesta, la firme decisión de llegar al ideal de perfección. Todas estas cualidades obsesivo-compulsivas son tan necesarias para llegar a ser un gran investigador médico como para conseguir que una muchacha gorda se convierta en una muchacha delgada. Billy siempre fue inteligente pero rehuía todo impulso conducente a la introspección. Comía para no pensar en sí misma y porque nadie la quería. Ahora, al principio con gran timidez y después con más y más libertad, se convirtió en objeto de su amor. No tardó en quererse lo suficiente para aceptar el hambre con alegría consciente de que, para ella, era una sensación necesaria. En cuestión de semanas, desarrolló un terror obsesivo a levantarse de la mesa sintiéndose medianamente satisfecha, sentimiento que conservaría toda la vida. Al regreso de aquella primera expedición de compras, Lilianne presentó a Billy a sus hijas con un ademán de triunfo, como si se tratara de un gigantesco e inesperado regalo de Navidad. Danielle bailó a su alrededor de alegría y satisfacción por sus propias dotes de observación y hasta la fría y cáustica Solange tuvo que reconocer que la huésped resultaba bastante menos incómoda con ochenta y cinco kilos que con ciento dos. Lilianne encontró una báscula de baño en un armario y la instaló en su cuarto de baño. Semanalmente, las cuatro mujeres celebraban una sesión de pesaje. Billy se envolvía recatadamente en un albornoz cuyo peso, según determinaron previamente, era de un kilo. Con el régimen normal, Billy siguió adelgazando a razón de dos o tres kilos a la semana, por lo que el domingo era recompensada con un trozo extra de pollo asado sin piel. A partir de los setenta kilos, la pérdida de peso se redujo progresivamente, hasta desaparecer al llegar a los sesenta y dos kilos, para una estatura de metro setenta y cinco. Cuando se fundió la grasa, Billy descubrió sus huesos. Eran delgados, como los de la familia de su madre, y largos como los de la familia de 47
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su padre. «Huesos largos y delgados… huesos largos y delgados…» se repetía durante horas, como una mantra, «huesos largos y delgados». No tardó en darse cuenta de que no tenía músculos, sólo en las piernas, gracias a años de práctica de hockey sobre hierba, deporte obligatorio en "Emery" y de escaladas en bicicleta por las empinadas cuestas de las montañas que rodeaban la escuela. Se inscribió en una clase de baile moderno, en la Rue de Lille , a la que no faltó ni una sola tarde. Empezó a practicar una serie de ritos, todos ellos relacionados con su cuerpo. Hacer a pie el viaje de ida o de vuelta de la academia de baile y, si un día fallaba, al siguiente, caminar al ir y al volver. No comer más de dos tartines en el desayuno. Tomar el café solo y sin azúcar. Cepillarse el cabello doscientas veces al día. Antes de acostarse y por cansada que estuviese, lavar la nueva ropa interior que había comprado. Billy anotaba en un cuadernito todo lo que comía, y calculaba los gramos de alimentos que tomaba cada día. Abrazó la religión de la esbeltez como si hubiera tenido una revelación espiritual. Si hubiera tenido que llevar cilicio, Billy se lo habría puesto con alegría. La costurera de Madame tuvo que meter y volver a meter la falda gris. Muy pronto, los jerseys rojos le quedaron anchos, pero Billy estaba decidida a no comprar otros hasta que hubiera dejado de perder peso. Desechó toda su ropa vieja, salvo el abrigo de nutria marrón oscuro que le regalara su tía Cornelia el día de su cumpleaños. Mientras estaba adelgazando, Billy compró dos cinturones, uno ancho para sujetar el abrigo y el otro estrecho, para ceñir los jerseys. Compró también su primer pañuelo de "Hermès". Lilianne le había explicado que, con una falda bien cortada, un buen par de zapatos, un jersey decente y el indispensable pañuelo "Hermès", cualquier francesa se siente tan bien vestida como la reina de Inglaterra, la reina de Bélgica o la condesa de París, esposa del pretendiente al trono de Francia, pues así es como visten estas damas en la vida privada. Billy tenía un secreto. Empezaba a entender casi todo lo que se decía en la mesa. Todavía no hablaba sino raramente, pues existe una gran diferencia entre entender y aventurarse en el proceloso mar de la conversación. Pero estaba segura de que, día a día, adelantaba. Este descubrimiento la llenaba de una trémula expectación que ella trataba de vencer. Las reglas gramaticales y los vocabularios que en tiempos aprendiera de memoria y anotara en su libreta de exámenes iban volviendo a su mente. Ahora vivían, saltaban, cantaban e incluso las terminaciones de los verbos adquirían un aire de ineludible corrección. De pronto, todo le parecía perfectamente natural. Billy intuía que el francés era su tesoro particular, la fórmula mágica que le franquearía las puertas de un reino. Danielle fue la primera en advertirlo. —Mamá… 48
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—¿Sí, chérie? —Me parece que Billy tiene oído. —¿Tú crees? —Estoy segura. El otro día, nos quedamos solas unos minutos y cuando la felicité por su figura ella me contestó y charlamos. Tiene oído. La gramática y el vocabulario todavía dejan mucho que desear y no tiene idea del subjuntivo, pero tiene oído. Lilianne sintió un vértigo de triunfo. El oído lo es todo. Una persona puede vivir en Francia durante veinte años y hablar un impecable francés de libro de texto, pero, si no tiene oído para el idioma, los franceses nunca la aceptarán como una de ellos. Los franceses, a diferencia de los norteamericanos, no creen que resulte atractivo oír hablar su querida lengua con un delicioso acento extranjero. Desde luego, a no ser que se trate de una persona noble e inglesa, en cuyo caso es comprensible, si no perdonable, o incluso, agradable. Si Billy tenía oído, y Danielle no podía equivocarse en algo tan importante, era porque ella, Lilianne, había insistido en que no se hablara más que en francés. Sus propias hijas, que todos los veranos eran enviadas a casa de amigos ingleses, hablaban un inglés perfecto de clase alta. Como todo el mundo sabe, una segunda lengua es la base de una buena educación. Pero Billy no sospechaba que hubiera podido hacerse entender en su propio idioma. Esto lo hubiera podido estropear todo. Realmente, las cosas parecían arreglarse. Hacia finales de diciembre, la condesa recibió el regalo de cuatro hermosos conejos que su sobrino, el conde Edouard de la Côte de Grace, había cobrado en su coto de Île de France, situado a unos sesenta kilómetros de París. Louise que en los prósperos años anteriores a la guerra, era célebre por su dominio de la cocina regional, una mañana hizo un viaje especial a las tiendas y volvió a casa con todos los ingredientes necesarios para un clásico ragout de lapin y su especialidad, tarta de manzana acaramelada. La condesa invitó a sus distinguidos tíos, los marqueses de la Tour de la Foret y a otro simpático matrimonio de mediana edad, el barón y la baronesa Mallarmé du Novembre a los que Billy había conocido con motivo de una de las raras cenas de la condesa en las que se servían las piezas que le regalaba alguno de sus amigos cazadores. Lilianne de Vertdulac obraba a un mismo tiempo a impulsos de la hospitalidad, pues adoraba a sus viejos amigos, y del deseo de exhibir su obra. Billy era un motivo de orgullo para ella. Cierto, la muchacha todavía no tenía chic. Si para tenerlo no se necesitara más que un pañuelo de "Hermès", todo el mundo sería chic. Pero Billy poseía algo que, a los ojos de la condesa, era mucho más importante. Tenía calidad. Su cutis era completamente puro. Sus dientes, gracias a la insistencia de la tía Cornelia en que se los corrigieran, eran perfectos. Su cabello, oscuro y largo, que llevaba recogido en la nuca, era grueso y bien cuidado y la falda y el jersey eran de buen género, correctos. Sus modales eran modestos y sus movimientos, desde que 49
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tomaba clases de baile, excelentes. Parecía ni más ni menos lo que era: une jeune fille Américaine de très bonne famille. La condesa conocía bien a sus amigos: juzgaban por las más antiguas y severas normas patricias: no se les podía engañar con imitaciones, ni con las mejor logradas. Nunca los hubiera invitado a cenar con la muchacha de Texas, ni con la de Nueva York. Pero la de Boston era distinta. Pasaría el examen. Su silencio podría atribuirse a reserva natural. Lo más importante era que ya no estaba gorda, pues la gordura era algo insólito en personas de calidad, a menos de que fueran muy ancianas o tuvieran mucha sangre real. Últimamente, Billy había empezado a mostrar señales de lo que la condesa consideraba verdadera belleza; pero se dijo con severidad que no debía hacerse ilusiones, que aún era pronto para saber si eran indicios de cualidades a desarrollar o, simplemente, que empezaba a confundir sus deseos con la realidad. Por el momento, bastaría con que Billy siguiera estando delgada. El marqués de la Tour de la Foret, que admiraba el valor demostrado por su sobrina en su apurada situación económica, llevó un obsequio consistente en tres botellas de champaña para acompañar la cena y galantemente insistió en que Billy tomara una copa de cada botella, sin reparar en sus protestas de que no estaba acostumbrada a beber vino. La mesa había sido alargada para que cupieran los invitados holgadamente, y mientras Danielle y Solange servían las tartas de manzana, la baronesa Mallarmé du Novembre trató de hacer entrar en la conversación a la tímida muchacha norteamericana preguntándole si era verdad aquel antiguo dicho de Boston de que los Lowell sólo hablaban con los Cabot y los Cabot sólo hablaban con Dios. No es ésta una pregunta que pueda hacerse a una Winthrop a la ligera. Antes de que Billy tuviera tiempo de sonreír afirmativamente, negativamente o de cualquiera de las maneras que había desarrollado para contestar preguntas sin tener que hablar, se había enfrascado en complicadas y detalladas explicaciones de los méritos relativos a los Gardner, los Perkins, los Saltonstall, los Hallowell, los Hunnenwell, los Minot, los Weld y los Winthrop, en relación con los Lowell y los Cabot. Se refirió de pasada al árbol genealógico de los Wolcott, los Bird, los Lyman y los Codman antes de que su elocuente disertación genealógica estimulada por el champaña terminara cuando Billy reparó en la expresión de incredulidad de Madame que le hizo darse cuenta de que estaba hablando… ¿demasiado? ¿En voz excesivamente alta? No. ¿En francés? La muralla se había derrumbado para siempre. En el estudio de una lengua, es suficiente que esto suceda una sola vez. Entonces se abrieron todas las puertas de la mente de Billy, terminaron sus vacilaciones y se venció su timidez. Cuando hablaba en francés, Billy se sentía otra. En francés, nunca fue la paria de la clase, nunca fue una pariente pobre, nunca fue la última 50
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de sus primos. Ni siquiera, al parecer, fue gorda. No se sintió sola ni despreciada. Ahora descubrió que las lecciones que había aprendido de memoria y creía haber olvidado volvían a su mente, revestidas de una lógica tan real y evidente que le costaba trabajo creer que poco más de un año antes las había aprendido de memoria sin penetrar en su significado. Hablaba y hablaba y hablaba. Con los conductores del autobús, con Louise, con Danielle y Solange, con los niños del parque, con sus compañeras de clase de baile, con los expendedores de billetes del Metro, y sobre todo, con Lilianne. Todos los días se expansionaba en francés del mismo modo que expansionaba su cuerpo en la clase de baile. Acumulaba con avidez las minucias de la vida francesa. Era perfectamente correcto llamar "Madame" a una duquesa, una vez te había sido presentada, pero a la portera tenías que llamarla por su nombre, "Madame LeBlanc"; no podías vivir feliz en Francia a menos de que supieras encender un buen fuego, ya que la ley sólo obligaba al casero a caldear la casa cuando las tuberías estaban a punto de congelarse; una muchacha soltera no debía esperar que le besaran la mano, pero, si se la besaban, no debía indicar que había advertido el desliz; en una cena de buffet, las señoras de la casa sirven a los caballeros antes que a sí mismas, por lo menos en casa de Madame; y, por extraño que parezca, la condesa se consideraba una buena católica a pesar de que sólo iba a misa en Pascua. Otra cosa más: enviar centros de flores es insultante, pues indica que uno no está seguro de que la destinataria sea capaz de arreglarlas, aunque no es tan malo como mandar una carta personal escrita a máquina. Billy empezó a comprar ropa nueva, con una prudencia muy bostoniana a juicio de la condesa. Jerseys, blusas de seda, un abrigo sastre de lana y un sencillo vestido negro que llevaba con las estupendas perlas que tía Cornelia le regaló en su graduación de "Emery". Todas sus compras las hacía en la tienda de la Avenue Víctor Hugo con el consejo de Lilianne, quien introdujo a Billy para siempre en el selecto círculo de mujeres que advierten la gran diferencia existente entre la ropa que sienta bien y la ropa que no sienta bien. poco a poco, exploró los misterios y el significado del corte y la calidad. Juntas, iban a ver las colecciones de Dior, cuya directora, la esbelta Suzanne Luling, de la voz ronca, les daba excelentes asientos de segunda fila, apenas cinco semanas después de que hubiera sido presentada la colección, tan pronto como los clientes importantes habían pasado sus pedidos y había sitio para los que sólo iban a mirar. Fueron a ver otras colecciones, las de Saint Laurent, Lanvin, Nina Ricci, Balmain, Givenchy, Chanel… desde asientos menos buenos y, a veces, francamente malos, pues en las grandes casas de alta costura no se trata con mucho respeto a las condesas venidas a menos. Sin embargo, los comentarios que Lilianne le susurraba al oído de Billy eran tan perspicaces y acertados como si ambas llevaran intención de comprar. 51
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—Ese modelo no te va. Demasiado sofisticado para cualquiera de menos de treinta años. Ese vestido, es demasiado llamativo; estará pasado de moda en primavera. Ese otro puede durar tres años. Ese cheviot es demasiado grueso, enseguida hará bolsas. Ese abrigo hace el tipo raro. Ese color se te come la cara. Éste es ideal. Si tuviera que comprar un solo vestido, sería éste. La condesa se preguntaba por qué Billy no se permitía por lo menos un modelo de Chanel. Incluso la proverbial morigeración bostoniana, que aconsejaba vivir de las rentas, permitiría a Billy cometer esta pequeña locura durante sus años de estancia en París. Era una lástima que no aprovechara la ocasión. De todos modos, Lilianne no se creía con derecho a hablar con sus huéspedes acerca de la forma de gastar el dinero, ni siquiera con una huésped como aquélla. La mujer infinitamente sofisticada y la muchacha de diecinueve años solían caminar juntas por la Rue du Faubourg-St-Honoré, analizando y juzgando cada objeto de cada escaparate como si estuvieran en una gran sala de exposiciones y ellas fueran las más exigentes coleccionistas. Billy absorbía los cánones de calidad de la condesa. Dado que Lilianne no disponía de medios para satisfacer sus gustos, podía permitirse dar por bueno únicamente lo mejor y después de un concienzudo análisis. Entre los servicios que la condesa prestaba a sus huéspedes de pago no figuraba el de presentarles a jóvenes simpáticos. En primer lugar, no conocía a muchos franceses jóvenes y, en segundo lugar, ello hubiera agregado a su vida una innecesaria complicación. Además, pronto tendría que presentar en sociedad a sus dos hijas, perspectiva que le inspiraba vivo temor, pues ella no era casamentera y, por otra parte, sus hijas no podían ofrecer nada más que sus persona y su sangre azul. La condesa no se hacía ilusiones. Sin embargo, mientras contemplaba a la joven que tan especial lugar ocupaba bajo su techo, sintió la tentación de preparar un plan. Allí tenía a una muchacha alta, delgada, de inconfundible distinción, sí, una muchacha hermosa, una muchacha que hablaba francés del que ningún norteamericano se avergonzaría, una muchacha que estaba emparentada con todas las grandes fortunas de Boston, una muchacha que le había recomendado la venerable y riquísima Lady Molly Berkeley. Lilianne se decía que si Boston le había enviado una especie de hipopótamo, una persona que ni siquiera sabía preguntar la hora en francés, ¿por qué iba ella a devolver a esta muchacha, a la que ella había transformado, a un ambiente en el que, evidentemente, se encontraba a disgusto? A diferencia de otras muchachas que habían vivido en su casa, Billy no había dado señales de nostalgia. Si aquellos ricos comerciantes de Boston no sabían tratar a sus hijas, merecían perderlas. 52
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Después de todo, ¿por qué no hacer que Billy se quedara en Francia? ¿Por qué no presentarla a varios de sus sobrinos y algún que otro amigo de éstos? Todos ellos tenían una cosa en común: sus familias habrían sufrido quebrantos económicos más o menos graves durante la Segunda Guerra Mundial y aquellos nuevos retoños de la vieja aristocracia tenían que trabajar como todo el mundo para ganarse la vida. La Segunda Guerra Mundial había resultado más eficaz que la misma guillotina para acabar con los privilegios de buena parte de la Vieja Francia. De todos modos, se dijo Lilianne, cualquiera que fuera el resultado de su gestión, desde luego algo había que hacer, pues no era normal que Billy siguiera viviendo como una colegiala meses después de haber cumplido diecinueve años sin más compañía que las de otras mujeres discípulas de baile y viejos amigos de la familia. (La condesa, naturalmente, tenía su vida privada —todavía era joven, voyons!-; pero la llevaba con gran discreción y ninguna huésped de pago, por mucho que ella la apreciara, habría de enterarse de ella.) Pero cuando propuso a Billy presentarle a unos cuantos muchachos, la reacción de ésta fue francamente violenta. —¡Ah, no, Madame, por favor! Estoy tan bien así… La vida que hago me parece perfecta. No hay nada más violento que una cita a ciegas, o como se diga en francés. Es usted muy amable, pero, de verdad, no lo deseo. La familia es suficiente para mí. No vuelva a hablarme de eso, por favor. Nada de lo que Billy hubiera podido decir habría consolidado más firmemente los planes de Lilianne. Las cosas no podían seguir así. ¿De qué servía conseguir semejante transformación si nadie podía admirarla? Estaba en lo cierto al pensar que la situación no era normal. ¿Cómo podía Billy hacer honor a todos sus esfuerzos si no tenía ni un solo admirador? Después de todo, ella no había estado preparándola para la vida religiosa. Sería necesario pues, hacer un plan para pillar desprevenida a la doncella de Boston. Habría que arreglar algo; era un deber. El conde Edouard de la Côte de Grace era el sobrino predilecto de Lilianne. A diferencia de ciertos herederos de grandes familias, cuyo físico no puede ser más anodino, Edouard tenía un inconfundible sello de nobleza, un aire de otros tiempos. Realmente su aspecto era de gran señor, aunque Lilianne tenía que sonreír ante algunas de sus pretensiones. El joven conde tenía una gran estatura, una soberbia nariz aguileña, labios finos y arrogantes y una expresión severa y, a la vez, cuando él se lo proponía, humorística. A los veintiséis años, seguía viviendo en casa de sus padres, ya que el sueldo que cobraba en "L'Air Liquide" no le permitía mantener una casa con el tren de vida que él deseaba. De todos modos, en la empresa tenía el futuro asegurado, a causa de influencias familiares, pues por parte materna tenía, como dicen los franceses, du pistón.
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Una tarde, Billy volvió de la clase pasada la hora del té. A pesar del frío de aquel día de primeros de febrero, optó por permanecer en la plataforma del autobús 52 durante la media hora del trayecto, pues la tarde era tan clara que no quería perder ni un minuto de París. Tenía las mejillas rojas y le escocían los labios. El cabello, despeinado por el viento, le caía suelto sobre los hombros. Entró rápidamente en el piso del Boulevard Lannes, erguida, con paso elástico, sonriendo a la idea de una taza de té caliente. De espaldas al alegre fuego de la chimenea, con los pies separados, Edouard de la Côte de Grace, impecablemente vestido de chaqué, se calentaba el dorso con un aplomo digno del Rey Sol. —Billy, te presento a mi sobrino el conde Edouard de la Côte de Grace —dijo Lilianne con naturalidad—. Edouard, Miss Billy Winthrop que vive con nosotras. Billy, tendrás que disculpar a Edouard por ese atuendo. No creas que va siempre vestido así a esta hora. Pero hoy va a ser iniciado en el "Jockey Club" y ha venido a que lo vea su vieja tía antes de ir a beber toda una botella de champaña él solo, a fin de ser admitido en el Club. ¡Qué disparate! Edouard, te agradezco que hayas venido antes de esa curiosa ceremonia y no después. Y así empezó. Subyugada, deslumbrada por el atractivo de Edouard, enamorada por primera vez en su vida, Billy se abandonó a la aventura con una espontaneidad que llegó a inquietar a Lilianne de Vertdulac, a pesar de su satisfacción por el éxito del plan. Todas las actividades de Billy se convirtieron en otros tantos medios de hacerse digna de Edouard. Sus pensamientos y sus emociones giraban constantemente en torno a él. Cuando, durante el fin de semana, él la llevaba a cazar conejos o la invitaba a cenar a casa de sus padres, ella casi no podía creerlo. En una ocasión, incluso la invitó a tomar una copa en el bar del sacrosanto "Jockey Club", el más selecto club masculino del mundo. Edouard se sentía complacido. Aquella jovencita era más atractiva de lo que él esperaba, teniendo en cuenta la aceptable calidad de su cuna. Para su desgracia, las herederas que había conocido hasta entonces no eran muchachas que él considerara físicamente aceptables, o ya se hubiera casado años atrás. Billy estaría muy bien en su papel de condesa de la Côte de Grace, siempre que las cosas se arreglaran debidamente, desde luego. Le gustaba su inocencia y el temor que le demostraba. Con el peinado, el maquillaje y la ropa adecuada, se convertiría en una mujer sensacional. Cuando murieran su padre y su tío y ella se convirtiera en Madame La Marquise de la Côte de Grace, estaría preparada para hacer honor al nombre. Pensó en su pabellón de caza, tan necesitado de reparaciones —¡Verse reducido a cazar a pie!- en el château familiar de Auvernia que esperaba recobrar su antiguo esplendor… Evidentemente había llegado la hora de casarse. En el trato que Billy había hecho con su tía Cornelia figuraba la condición de que la muchacha escribiría todas las semanas. En lo 54
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referente a su pérdida de peso, se abstuvo de entrar en detalles, pues quería asombrar a todo Boston cuando regresara. A Edouard apenas lo mencionaba, salvo de pasada; pero, hacia la primavera, Cornelia dedujo que entre su sobrina y aquel joven conde había algo, aunque resultaba difícil de imaginar qué podía ser. Cierto día de mayo, dos cartas se cruzaron en el correo. Querida Molly: Gracias a tu amabilidad en buscar alojamiento para nuestra Honey en casa de Madame de Vertdulac que se ha portado magníficamente con ella, la muchacha está pasando un año maravilloso. Por lo que me cuenta, parece ser que ha hecho progresos inconmensurables en francés. Estoy contentísima. Incluso toma clases de baile moderno, lo cual no ha de hacerle más que bien. últimamente, menciona con bastante insistencia el nombre de un tal conde Edouard de la Côte de Grace que, al parecer, la acompaña a visitar París. ¿Sabes algo de él o de su familia? Debo confesarte que estoy tan sorprendida como satisfecha de que haya encontrado un amigo, pues en Boston nunca tuvo mucho éxito. Siempre pensé que acaso fuera una de esas muchachas que florecen tarde, ¡a diferencia de ti, querida Molly! Te agradeceré cualquier noticia que puedas darme. Cariñosamente NELIE. Mi querida Nelie: Acabo de recibir una carta de Lilianne de Vertdulac que me ha llenado de extrañeza. Al parecer, tu joven sobrina está tonteando con el conde Edouard de la Côte de Grace, cuya familia conozco aunque no íntimamente, y Lilianne cree que de un momento a otro pueden hacerse novios formales. Nada que oponer, él es de lo mejorcito, otro diría mi doncella; pero, querida, su posición económica no es más desahogada que la de ella. Tiene un empleo de mucho porvenir, pero, según tengo entendido, no se puede esperar nada hasta dentro de varios años. Lo más curioso es que, al parecer, Lilianne desconoce las circunstancias de Honey, pues hace alusión a una dote. Incluso parece creer que el padre de Honey tiene abogados (!!!), que habrían de reunirse con los abogados del padre de Edouard, si sus relaciones se formalizaran. Leyendo entre líneas, he sacado la conclusión de que ella cree que Honey es una heredera simplemente por ser una Winthrop. Eso es muy francés. Pero Winthrop hay muchos. Claro que, ¿cómo va ella a saberlo? La familia de Edouard es muy orgullosa y muy ilustre, incluso para los ingleses. Al parecer, se toman muy en serio y estoy segura de que Edouard debe casarse con una heredera. Él no puede casarse únicamente por amor a no ser que esté dispuesto a 55
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defraudar a toda la familia. Es hijo único, ¿comprendes? ¿Qué le digo a Lilianne? Estoy desconcertada. ¿Existe algún legado que Honey pueda recibir en el futuro? Recuerdo que hablaste de una pequeña herencia. Pero, ¿puede haber algo más? Todavía soy lo bastante norteamericana para condenar el sistema de la dote por principio, pero en Francia… De todos modos, escribe inmediatamente y dime como están las cosas. Recibe, con todo mi cariño, como siempre, un afectísimo saludo para George. MOLLY. Cornelia no se había disgustado tanto desde que su hija se negó a asistir al cotillón de Navidad y a ingresar en el "Vincent Club". Ni siquiera cuando su sobrino Pickles no consiguió doctorarse en Harvard. En realidad, esto era mucho peor que aquella vez en que su hijo Henry parecía estar enamorándose de una muchacha judía de Radcliffe… ¡por más que sus dos bisabuelos hubieran luchado en la Guerra Civil! Ahora se daba cuenta de que quería a Honey más de lo que imaginó. Tres semanas antes de que Lilianne recibiera la reveladora carta de Lady Molly, Edouard tomó la decisión de asegurarse a su heredera norteamericana. Si Billy hubiera sido francesa, tal vez él habría esperado hasta después de la boda, pero puesto que era norteamericana y no católica, estimó que el asunto podía llevarse con mayor rapidez. De todos modos, la iniciación de Billy al acto del amor fue una ceremonia solemne y dolorosa a la vez. Tuvo lugar en la cama del destartalado dormitorio del deteriorado pabellón de caza, con sus establos vacíos y su descuidado jardín. Billy recordaría siempre que el techo de la habitación estaba cubierto de un paño polvoriento a rayas rojas y azul oscuro, como una de las tiendas de campaña de Napoleón, que el mobiliario era Imperio macizo y sin brillo y que el dolor fue tan fuerte como inesperado. Pero lo que más le sorprendió fue que un pene rígido apuntara hacia arriba y no en sentido horizontal, como ella imaginaba. Edouard le aseguró que la próxima vez lo pasaría mejor y que, incluso para una virgen, era la mujer más prieta que había conocido. Sin saber por qué, ella se sintió muy orgullosa. Durante tres semanas, volvieron al pabellón los sábados y los domingos, y después de la primera vez, las cosas resultaron más fáciles, aunque no mucho mejores, por más que Billy carecía de elementos de juicio para establecer comparaciones, como le ocurriera con el chic. Edouard era el primer hombre al que había besado en los labios. En realidad, a medida que la ganaba la obsesión de estar realmente enamorada, lo único que le importaba era complacerlo en todo. Respondía a sus besos con torpeadora y absoluta credulidad, mientras el calor que sentía al contacto del cuerpo de él alentaba sus 56
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esperanzas en las futuras posibilidades de la pasión. De vez en cuando, salía del trance en el que se hallaba sumida por efecto de aquella sensación de irrealidad y murmuraba para sí: «¡Condesa de la Côte de Grace —Billy de la Côte de Grace—, ¡ah, cuando se enteren en Boston!» Y luego salía a gastar más dinero del que guardaba para la matricula del "Instituto Katie Gibbs" para impresionar a Edouard. Cuando Lilianne recibió la carta de Lady Molly en la que ésta la ponía al corriente de la situación sin rodeos, se encerró en su habitación y lloró desconsoladamente. Lloró tanto por sí misma como por Billy. Por su propia experiencia en estos asuntos, sabía que, con el tiempo, Billy se consolaría; pero ella, Lilianne, nunca se perdonaría a sí misma. A su modo de ver, el error estaba justificado. En realidad, ella se sentía víctima de un engaño, no por impremeditado menos efectivo. Además, se decía, el deseo de arreglar el futuro de Billy era, en sí, completamente natural. Pero el resultado era cruel y ella tenía la culpa. Aquel mismo día, la condesa hizo una visita a Edouard. Le dijo que Billy no tenía dote. Que su padre era un hombre muy respetable, un médico eminente, un sabio, pero pobre. Ella era una Winthrop, sí; pero su rama de la familia carecía de dinero. Si alguna esperanza conservaba Lilianne de que él se casara con Billy a pesar de todo, la perdió al mirarlo a la cara. Edouard de la Côte de Grace se enfadó muchísimo. Ella debió informarle, tronó. Una mujer tan precavida y con tanto mundo, ¿cómo pudo hacerle creer que Billy poseía una fortuna? ¿De dónde sacó esa certidumbre? ¿Qué había sido de su buen juicio, su prudencia y su interés por la familia? ¿Cómo pudo inducir a su sobrino a cometer semejante error? Sí, desde luego, Billy era encantadora, mucho más de lo que ella imaginaba, y completamente adecuada, en una palabra, perfecta; pero el matrimonio era imposible. Totalmente imposible. ¿Qué hacer? ¿Quién se lo decía? Él, Edouard, como perfecto caballero que era, nunca se había visto en semejante aprieto. Su honor… —¡No, Edouard! Es tu obligación. No sigas haciéndote el gran señor. Y basta ya de reproches. Se lo dirás tú y le dirás toda la verdad, o pensará que no quieres casarte con ella por algún motivo personal y no por culpa de las circunstancias. Quizás ella haya vivido en Francia el tiempo suficiente a comprenderlo. Años después, cuando Billy fue capaz de pensar en Edouard sin sentir más que desdén hacia él y compasión por su propia ingenuidad —¿o su estupidez?—, se alegró de que él fuera tan interesado —por lo menos, le obligaba la cruda realidad— y ella tan pobre. De haber sido dueña de una respetable cantidad de dinero se hubiera convertido en una más de las docenas de jóvenes y aburridas condesas del rígido Faubourg St. Germain, atada para toda la vida por los estrictos 57
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convencionalismos que la hubiera impuesto su marido. Boston en versión francesa, aunque la comida y la ropa fueran mejores. Entonces, con la pesadilla de sus años de internado tan próxima todavía, no se hubiera atrevido a rebelarse. Desde luego, se hubiera hecho católica para complacer a su familia política y ahora se encontraría totalmente cautiva de una tradición exangüe que la atenazaría con los dedos convulsos de una clase moribunda que sólo puede sobrevivir apresando nueva carne. Sus sucesivos amantes le permitían darse cuenta de que Edouard era tan poco imaginativo y tan engreído en la cama como en la calle. Pero estos conocimientos, desde cuya perspectiva ella podría emitir tales juicios, no los adquiriría hasta años después. Decidió dejar París antes de cumplir el año y regresar a casa en barco, a fin de darse un tiempo para pasar de un mundo al otro. Conque no había final feliz, pensaba Billy mientras paseaba por cubierta por las noches. En el fondo, no le sorprendía. De haber sido la típica niña mimada, admirada y querida por todos, la conducta de Edouard tal vez la hubiera destrozado moralmente. Pero estaba tan acostumbrada a los desaires de la gente que, insensiblemente, se había curtido. A los pocos días de sufrir el desengaño, era capaz de aceptarlo como un ejemplo de lo que puede ocurrirle a quien no tiene dinero, en lugar de enfocarlo como algo totalmente personal. Y, a pesar del dolor, resultaba incluso halagador comprobar que su concepto de la vida era acertado. Era esbelta y era hermosa, se decía Billy con vehemencia. Esto era lo importante. Lo necesario. Lo demás tendría que conseguirlo por sí misma. No tenía intención de morir de amor, como las heroínas de las novelas del siglo XIX. Ella no era una Emma Bovary ni una Anna Karenina ni una Camille. Ella no era una criatura lánguida, amante y pasiva capaz de consentir que un hombre le arrebatara las ganas de vivir al arrebatarle su amor. Billy se prometió a sí misma que la próxima vez que amara ella pondría las condiciones.
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CAPÍTULO III El heterosexual a ultranza, el auténtico aficionado a las mujeres, el hombre cuya vida es una constante celebración de la existencia de mujeres en el mundo, suscita escaso interés psicológico. Se han escrito libros y libros acerca de la homosexualidad y el complejo donjuanesco; pero el hombre que goza profunda, ávida, apasionada y constantemente de las mujeres en todas sus facetas y no únicamente en el aspecto sexual, es tan raro como poco reconocido. Un repaso de la vida y milagros de Spider Elliott podría dar a un psicólogo un atisbo de lo que pudiera ser una hipótesis traducida en hechos. Harry Elliott, el padre de Spider, era oficial de Marina y pasaba el doble de tiempo en el mar que en tierra, por su propia voluntad, según sospechó siempre Spider, ya que Harry y su esposa, Helen Helstrom Elliott, una mujer encantadora, natural de Pasadena y licenciada en Westridge, reñían encarnizadamente cada vez que él llegaba con permiso. Aquellas peleas no tenían más ventaja que los tratados de paz a consecuencia de los cuales vinieron al mundo Spider, el hijo mayor y único varón, nacido en 1946, y tres parejas de gemelas. Holly y Heather, las dos mayores, tenían dos años menos que Spider. Las siguientes, Pansy y Petunia, nacieron dos años después. Las otras dos, que llegaron puntualmente de acuerdo con un programa familiar que parecía ya inamovible, eran June y January. Spider ni parpadeaba ante aquellos nombres, ni siquiera en sus años de adolescente. Quería mucho a su madre para contrariarla. Además, todo estaba hecho antes de que entre fuera lo bastante mayor para ofrecer sugerencias. Las seis hermanas Elliott vivían pendientes de Spider. Desde que podían recordar, siempre habían tenido consigo a aquel magnífico muchacho que les pertenecía, un muchacho rubio y fuerte que les enseñaba cosas maravillosas y les leía las historias de Spiderman antes de que ellas aprendieran a leer por sí mismas, y les decía lo bonitas que eran, y era su héroe favorito, y las quería a todas. Para Helen Helstrom Elliott, su hijo Peter, a quien sus hermanas, lamentablemente, llamaban Spider, era la luz del mundo. A los ojos de su madre, Peter todo lo hacía bien, aunque a veces la irritaba de un modo ridículo aquella devoción que demostraba hacia sus hermanas. Se alegraba de que Peter se pareciera a su familia materna. Tal vez había sacado la estatura de su padre, pero aquel 59
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pelo tan rubio y aquellos ojos azules de marinero eran puramente suecos, vikingos. Toda la familia de Helen, tanto por línea paterna como materna, eran escandinavos —rubios hasta que encanecían—. Para aquella mujer, imaginativa y romántica, el que no haya habido vikingos desde el siglo X y, en California, nunca, era un simple detalle sin importancia. Spider tuvo una infancia totalmente feliz, circunstancia pobre en recursos literarios. El comandante Elliott, hombre de socarrona jovialidad, cuya cualidad más sobresaliente era haberse graduado en la Academia Naval un año antes que Jimmy Carter, recurría a Spider en busca de la compañía masculina cada vez que desembarcaba con permiso. Enseñó a su hijo a navegar y a esquiar, lo ayudaba a hacer los deberes y, desde que el niño cumplió los tres años, lo llevaba de acampada, en expediciones de fin de semana eminentemente masculina, con la mayor frecuencia posible. Quería a su mujer, pero comprendía que, si seguían peleándose, aún podrían tener otro par de mellizas. Los Elliott habitaban en una bonita casa de Pasadena. La madre de Spider tenía algún dinero, el suficiente para que se notara la diferencia y la infancia de Spider transcurrió en este apacible y orondo suburbio de Los Ángeles. Spider creció durante la década de los cincuenta, una buena época para la juventud conformista de California del Sur y en 1964 ingresó en UCLA, la Universidad de California, Los Ángeles. Durante los cuatro años siguientes, mientras los estudiantes de Berkeley y Columbia provocaban violentos disturbios, a lo más que llegó Spider en sus demostraciones contra el sistema, fue a fumar algún que otro porro en las reuniones de estudiantes. En realidad, había en Spider Elliott sólo dos cosas que le distinguían de modo claro y permanente de ese príncipe de la sociedad que es el sano macho norteamericano de la alta clase media. La primera era que adoraba a las mujeres. Sentía verdadera pasión por todo lo que forma parte del elemento femenino del mundo. Y segunda, poseía exquisito gusto visual. Su sentido plástico era innato y espontaneo. A los ojos de las dos o tres personas que lo advirtieron, se ponía de manifiesto en su manera de clavar en el tablero de corcho que tenía en su habitación las fotografías que constantemente recortaba de revistas y periódicos o de colocar en sus estanterías objetos de uso corriente en los que descubría propiedades decorativas, mucho antes de que se pusiera de moda este concepto de la decoración: un hilera de tarros vacíos de mermelada de naranja "Dundee", indicadores callejeros en desuso y unos patines de hielo formaban un grupo que resultaba grato a la vista de una forma que no podía explicarse. Incluso los tejanos y las camisetas los llevaba de un modo diferente a como otros chicos llevaban idénticos tejanos y camisetas. Cuando Spider cumplió los trece años, sus abuelos maternos le regalaron su primera cámara fotográfica, una "Brownie" cuadrada. 60
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Aunque el comandante Elliott hacía esporádicos intentos para retratara a su familia, nunca podía conseguir, sin recurrir a las amenazas, que todas sus hijas se colocaran en grupo y, cuando las reunía, una y otra hacían una mueca y estropeaba la foto. Pero lo que no hacían por su padre, Spider no tenía ni que pedírselo, pues las muchachas rivalizaban en entusiasmo por este nuevo juego y se disfrazaban con viejos sombreros de jardín y zapatos de tacón alto de su madre, se colgaban de las ramas de los árboles o posaban en corro alrededor de la estatua de una ninfa griega que había en el fondo de su espacioso jardín, formando un friso de feminidad en ciernes. A los dieciséis años, Spider había comprado una "Leica" de segunda mano en la tienda de un prestamista. Tenía un obturador averiado, por lo que la consiguió barata. Una vez limpia y reparada, resultó ser una buena cámara. Spider pagó la reparación con lo que ganaba durante el verano en una tienda revelando fotos para pasaportes. Su cámara era su afición y su pasatiempo, sus hermanas, más que su fuente de inspiración, eran ahora su clientela, pues "necesitaban" retratarse con sus amigos y Holly y Heather, las mayores, querían fotografías para dárselas a los chicos. Spider convirtió su cuarto de baño en taller de revelado, con una amplificadora y bandejas usadas que compró al dueño de la tienda en que trabajaba durante el verano y fue adquiriendo la técnica del revelado a base de pruebas y más pruebas. Con frecuencia, inspirado por fotografías que veía en Life, salía al campo y gastaba rollos enteros en árboles, montañas o fábricas o se trasladaba al centro de Los Ángeles y trataba de captar el ambiente de las calles. Pero lo que más le gustaba era trabajar con sus hermanas, cada vez más bonitas y menos naturales delante de la cámara. Él aprendió a hacerles adquirir soltura y colaborar con él. Cuando terminó sus estudios secundarios, los mismos orgullosos abuelos que le regalaron la "Brownie" le obsequiaron con una "Nikon" y, a partir de entonces, en UCLA no habían de faltarle mujeres que retratar. Spider se hizo socio del "Club de Fotografía", pero lo que más le gustaba era captar imágenes de muchachas californianas haciendo esas cosas fantásticas que las muchachas californianas tienen fama de hacer tan bien. Cuando Spider se licenció con matrícula de honor en Ciencias Políticas, sabía ya que se había equivocado de especialidad. Poco a poco, su pasatiempo se había convertido en algo muy importante, algo a lo que él pensaba dedicarse profesionalmente. Estaba decidido a ser fotógrafo de modas, y para ello, tenía que ir a Nueva York que es para la fotografía de modas lo que Ámsterdam es para el negocio de brillantes. Ésta era una decisión sensata para un hombre, amante de las mujeres, un hombre dotado de un agudo sentido gráfico y dueño de una "Nikon", pero un objetivo tan difícil de conseguir para un
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muchacho recién salido de la Universidad como entrar en la redacción del Washington Post con el cargo de reportero estrella. Spider Elliott llegó a Nueva York en el otoño de 1969, con los ahorros acumulados durante veintitrés años de cheques de cumpleaños, cheques de Navidad y empleos de verano, unos dos mil setecientos dólares en total, e inmediatamente empezó a buscar un alojamiento barato. Pronto encontró un último piso en la parte baja de las calles Treinta, cerca de la Octava Avenida, el barrio de los mayoristas de pieles. Era una habitación enorme, larga, destartalada que parecía hundirse ligeramente en el centro, pero tenía vistas al río Hudson, y el techo estaba a seis metros de altura y contaba con ocho claraboyas. Contenía un baño mísero que, en un aprieto, también podía servir de cuarto de revelado, una mesa de cocina y un fregadero. Un inquilino anterior había instalado un viejo fogón y un refrigerador más viejo todavía. Spider compró los muebles imprescindibles, construyó una plataforma cubierta de gomaespuma para que le sirviera de cama y adquirió unas cuantas almohadas, sábanas, dos cacerolas y una sartén. Luego pintó los suelos color arena dorada, las paredes de cuatro tonos distintos de azul celeste y el techo, marfil. Instaló tres palmeras Kentia de dos metros y medio que compró en "Kind's" a precio de mayorista y las iluminó con focos, desde abajo y, muy pronto, por la noche, tendido en su colchón, contemplando las nubes de la ciudad por las ocho claraboyas, con las sombras de las palmeras dibujando frondas tropicales en la pared y mientras Nat King Cole o Ella Fitzgerald murmuraban en su viejo tocadiscos, Spider se sentía tan feliz y despreocupado como un chaval de vacaciones. El edificio en el que estaba situada la buhardilla de Spider era un viejo y triste caserón que, en realidad, legalmente no estaba destinado a viviendas. Tenía un vetusto ascensor con verjas plegables y los pisos bajos estaban ocupados por una serie de pequeñas agencias comerciales, fabricantes de botones al borde de la quiebra, desharrapados comisionistas de artículos de hilatura y dos oficinas contables tan lóbregas como para figurar en una novela de Dickens. En el último piso, donde vivía Spider, había otros varios inquilinos que entraban y salían a horas misteriosamente heterodoxas y que casi nunca se cruzaban con él. Al cabo de dos meses y medio de infructuosa búsqueda de empleo, el talento, la perseverancia y la paciencia de Spider se vieron recompensados, como ocurre con estas cualidades con no demasiada frecuencia, y Spider empezó a trabajar en el estudio fotográfico de Mel Sakowitz en calidad de ayudante. Sakowitz, fotógrafo de tercer o tal vez cuarto orden, hacía mucho trabajo de batalla para catálogos y alguna que otra fotografía para las páginas comerciales de revistas de poca monta. Un sábado por la mañana de finales del otoño de 1972, Spider, cual Robinson Crusoe que descubriera la huella de un pie en la arena, se 62
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tropezó con su vecina de buhardilla en persona. Él volvía de las tiendas italianas de la Novena Avenida, con su bolsa de víveres, y empezó a subir a paso atlético las gastadas escaleras, mientras se preguntaba, como de costumbre, si la vida sin tenis no iría a incapacitarlo. Al llegar al tercer piso, a toda velocidad, dobló la esquina del rellano y frenó con un patinazo. Gracias a sus excelentes reflejos, no atropelló a una mujer que subía trabajosamente y renegaba entre dientes en francés, cargada con un paquete de la lavandería, dos bolsas de la compra llenas, un ramo de margaritas amarillas envueltas en papel de periódico y una botella de vino debajo de cada brazo. —Oh, perdón… No creí que hubiera alguien en esta escalera. ¿Quiere que la ayude? Ella estaba parada de espaldas a Spider, incapaz de moverse, mientras las botellas le resbalaban lentamente por debajo de los brazos. —Idiota… ¡La botella! Se cae… —¿Qué botella? —¡Las dos! —Ya las tengo. —Ya era hora. «¿Qué botella?» ¿Es que no has visto que se caían las dos? «¿Qué botella?» Pues sí… —No es muy práctico llevar botellas debajo del brazo —dijo Spider suavemente—. Irían mejor en una bolsa. —¿Y cómo quiere que lleve otra bolsa? Tengo los dedos magullados. El cochino del casero… El sábado, sin luz en la escalera y sin ascensor. Es una vergüenza, una atrocidad. —Se volvió a mirarlo y, a la luz que se filtraba por la claraboya, Spider vio que, a pesar de su mal genio, era joven. —Deje que la ayude —dijo él cortésmente. Ella asintió y le dio todos sus paquetes excepto las flores y el vino y subió en silencio los tres últimos pisos sin mirar atrás. Se detuvo delante de su puerta, a unos siete metros de la de Spider, y sacó la llave del bolso. —Al fin conocí a una vecina de carne y hueso —sonrió Spider. —Eso parece. —Ella no se volvió a mirarlo ni le sonrió ni abrió la puerta. —¿Quiere que le entre todas estas cosas? —preguntó Spider señalando con un movimiento de cabeza el montón de paquetes que llevaba en los brazos. —Póngalo todo en el suelo. Después me ocuparé de ello. —La mujer dio la vuelta a la llave, abrió la puerta, entró, se volvió rápidamente y cerró la puerta en las narices de Spider. En contraste con la oscura escalera, la habitación estaba llena de sol y él tuvo una visión fugaz de unos rizos rojos, una nariz respingona y unos ojos verdes, tan sorprendente como una súbita inundación. Él se quedó inmóvil en el descansillo, atónito por tanta brusquedad, mirando la puerta con la imagen de aquel rostro impresa en la 63
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mente. Luego, dio media vuelta y bajó las escaleras con una extraña sensación, algo que no podía identificar. Era como ese desconcierto, esa breve pausa que se hace en un restaurante cuando un camarero tira una bandeja llena de copas y cubiertos. Las conversaciones se interrumpen durante una fracción de segundo hasta que los clientes, al darse cuenta de lo sucedido, terminan la frase que dejaron a medias. Pero con la diferencia de que, en el caso de Spider, la pausa fue más larga. Era la primera vez que a él le sucedía una cosa así. Durante los veintidós primeros años de su vida, pasados en California y los casi tres años y medio que llevaba trabajando en Nueva York, ninguna mujer lo había tratado con aquella falta de interés. Desde luego, había mujeres que, por lo que fuere, le tenían antipatía, pero todas las demás lo miraban con buenos ojos y algunas con ojos buenísimos. Una mujer que no reparara en él… Spider se encogió de hombros, se dijo que «allá ella» y se encaminó a Madison Avenue, para su visita semanal a las salas de exposiciones. Volvió a casa a última hora de la tarde. En la puerta encontró su propia bolsa de comestibles de la que se había olvidado por completo. A su lado había una botella de vino y un papel doblado en el que se leía: «Beba un trago a mi salud.» Ni siquiera estaba firmado, observó divertido. Con la botella en la mano, llamó a la puerta de su vecina. Cuando ella abrió, él permaneció en el corredor, sin hacer ademán de entrar. —Mi madre me hizo prometer que no aceptaría tragos de personas desconocidas —dijo solamente. Ella le tendió la mano. —Olvidé presentarme. Me llamo Valentine O'Neill. Por favor, pase y acepte mis excusas. Creo que me porté como una salvaje, ¿no? —Yo diría que es una descripción bastante justa, aunque acaso un tanto benévola. —¿Una salvaje de mal genio sin un ápice de gratitud? —Más bien. —Spider paseó la mirada por la habitación, observando sus efectos de luz y sombras creados por lámparas con pantallas color de rosa. Había un sofá tapizado de terciopelo rojo y con un fleco de borlas, varias butacas de cretona blanca y rosa con volantes, una alfombra floreada, cortinas rojas y se oía a Piaf que cantaba algo conocido acerca de la tristeza del amor. Todas las mesitas de la habitación tenían cosas encima: fotos, helechos, flores, libros en rústica, discos y revistas. Era una habitación pequeña, sólo tenía dos claraboyas y muy evocadora. A Spider le resultó familiar, aunque sabía que nunca había visto un interior como aquél. —Me gusta su casa —dijo. —Son muebles viejos —explicó ella, desapareciendo tras un biombo tapizado también de cretona—. Temo que sean demasiados para una habitación tan pequeña, pero la otra la necesito para mi trabajo. — Reapareció con una bandeja en la que había una botella destapada de vino blanco helado, dos copas, un pan francés, una tarrina de foie64
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gras y medio queso Camembert en una fuente de cerámica. Dejó la bandeja en el suelo, delante del sofá—. ¿Brindamos por algo? — preguntó—. ¿O prefiere decirme antes su nombre? Spider se levantó de un salto. —Perdone. Me llamo Spider Elliott. De un modo absurdo, volvieron a estrecharse la mano. Él la miró por segunda vez. Lo único que observó con detalle fue que su cabellos, dos tonos más oscuro que la zanahoria, aunque dos tonos que suponían una diferencia crucial, le cubría la cabeza de rizos rebeldes, enmarcando una cara pequeña, fina y blanca. Todo armonizaba perfectamente: la habitación, la bandeja, la voz de la muchacha, el disco de Piaf… —Oiga, ahora caigo… usted es francesa. Esto es… como estar en París. Nunca he estado en París, pero no me cabe duda… —Yo soy norteamericana —le interrumpió ella—. Y además, de Nueva York. —¿Cómo puede decir eso con esa cara, ese acento…? Valentine, haciendo caso omiso de la pregunta, indagó en tono agresivo: —¿Dice que se llama Spider1? ¿Qué nombre es ése? —Es un mote. De Spiderman. —Ella lo miró sin comprender—. Un momento. ¿No sabe quién es Spiderman y dice ser norteamericana? ¡Ahora se ha delatado! —Me niego a tener un vecino que se llame Spider. Soy alérgica a esos bichos. Sólo pensar en ellos me da urticaria. Vaya un nombrecito. Demasiado… Yo le llamaré Elliott. —¡Fantástico! —sonrió él—. Como usted quiera. —¿Qué clase de persona era aquella polvorilla? La más inocente de las preguntas la hacía dispararse. ¡Y qué iba a ser norteamericana! Tampoco se tragaba aquello de que fuera alérgica a las arañas. Correspondiendo a su pronta aquiescencia, Valentine se dignó al fin a satisfacer su curiosidad. —Yo nací en Nueva York, pero me llevaron a París cuando era niña y he vivido allí hasta hace un mes. ¿Bebemos ya? —¿Por qué quieres que brindemos? —Porque encuentre un empleo —respondió Valentine rápidamente—. Lo necesito. —Porque usted encuentre un empleo y porque y encuentre otro mejor del que tengo. Cuando chocaron las copas, Valentine pensaba: «¡Qué típicamente norteamericano, tan puro, tan espontaneo, tan… contento de la vida!» Era el primer norteamericano joven con el que mantenía una conversación social. Se sentía desconcertada, casi como una adolescente. Le parecía extremadamente llano, con una franqueza desconcertante y no acertaba a hablarle más que en tono defensivo. Valentine no estaba acostumbrada a sentirse aturdida. 1
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—¿A qué se dedica? —preguntó, recordando cierto artículo que había leído en Elle, según el cual ésta es la primera pregunta que se hacen los norteamericanos al ser presentados. —Soy fotógrafo de modas… En realidad, por el momento, sólo ayudante de fotógrafo. ¿Y usted? —Venga conmigo y lo verá. —Lo llevó a la segunda habitación del apartamento, más pequeña que la primera. Al lado de la ventana había una silla y una mesa con una máquina de coser. Sobre una mesa larga, pulcramente apilados, se veían varios rollos de tela. En el centro de la habitación, un maniquí de modista envuelto en un tejido vaporoso y varios bocetos clavados en la pared. No había más. —¿Es usted modista? No lo creo. —Soy diseñadora de modelos. Saber coser no estorba. ¿O no lo sabía? —Nunca lo había pensado —respondió Spider—. ¿Eso que lleva lo ha diseñado usted? Era un vestido largo, en lana color albaricoque, de estilo camisero, sin ningún detalle extraordinario, y no obstante, Valentine tenía un aire elegante, natural, y al mismo tiempo, original, algo que él no esperaba encontrar en una vecina de buhardilla. —Diseñado y cosido. Hasta la última puntada. Pero volvamos ahí fuera. El queso está en su punto. Hay que comerlo antes de que se escurra en el plato. Al ofrecerle una corteza de pan untada de Camembert, Valentine le ofreció también la sonrisa más encantadora y menos provocativa que Spider viera en una mujer. Comprendió que no coqueteaba con él. Ni pizca. ¿Cómo podría ser medio francesa? ¿Ni medio irlandesa? ¿Ni siquiera una mujer? Spider Elliott perdió la virginidad durante su último año de Instituto, con la entrenadora de baloncesto de las chicas, una ninfómana tetuda que no sabía qué le gustaba más de él, si sus tiros a media distancia o sus shorts de deporte que una de sus hermanas, en un cariñoso esfuerzo para lavarlos más blancos, le había encogido tres tallas. Desde aquel día, cada vez que entraba en un vestuario, Spider se excitaba, lo cual era un inconveniente si quería entrenarse en un gimnasio. Por eso se dedicó al tenis y al atletismo. En la Universidad había tanto ligue como uno pudiera desear; pero Spider no tardaría en descubrir que los estudios de los fotógrafos de modas eran el emporio del sexo, por lo menos, del sexo verbal. Aunque muchos de los fotógrafos son homosexuales, tienen que crear un ambiente de sensualidad para trabajar con eficacia. Una modelo es estimulada en su trabajo mediante la generosa aplicación de un chorro de instrucciones, casi del mismo modo en que un nervioso piloto particular consigue aterrizar gracias a la correcta administración de consejos hecha por el controlador aéreo. Las instrucciones, que han de ser siempre halagadoras, aunque se digan apretando los dientes, casi siempre son subrayadas por una música 66
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insensiblemente erótica. El campo de energía sexual que se forma en el estudio de un fotógrafo de modas puede ser sincero, pero generalmente se advierte que es artificial, postizo, en ese tono nervioso, esa inflexión de la voz un poco chillona que revela la oculta hostilidad que siente el fotógrafo hacia esa modelo incapaz de alcanzar la perfección que él ansía. Cuando Mel Sakowitz contrató a Spider, éste causó en el campo de la moda un impacto similar al que producían siglos atrás en las decadentes Cortes europeas los "nobles salvajes" que traían de sus viajes capitanes de barco. Spider con su atuendo de trabajo, viejo pantalón vaquero blanco y camiseta de UCLA, era la prueba tangible de que los hombres, verdaderos, vigorosos, paganos y cariñosos existían, incluso en el ambiente enrarecido de la moda. En cuestión de semanas, modelos que no conocían la diferencia entre el "Printol" y las sales de baño, empezaron a demostrar un inusitado interés por negativos y ampliaciones y a visitar el cuarto oscuro de Sakowitz. —¿Es del tenis? —preguntaban, palpando el musculoso brazo de Spider—. ¡Qué fantástico! Muy pronto, Spider descubrió que el olor del cuarto oscuro también lo excitaba. Pero en este caso la cosa tenía remedio. Incluso llevó disimuladamente unos almohadones, para que sus chicas estuvieran cómodas. No soportaba pensar que se magullaran sus delicados traseros en el suelo. La mayoría de las modelos de Spider preferían el cunnilingus, pues de este modo no se arrugaban el vestido ni se despeinaban. No tenían más que quitarse los panties. No eran partidarias de fellatio porque les estropeaba el maquillaje y tenían que cuidar mucho las uñas; pero pronto pudieron darse cuenta de que Spider era un excelente muchacho que nunca defraudaba. Lo cierto es que no había quejas y las agencias de modelos advirtieron que era cada vez más fácil conseguir que las chicas aceptaran trabajar en casa de Sakowitz que normalmente era el cliente al que se servía en último lugar. Antes de empezar, Spider advertía a cada muchacha lo que podía esperar de él. —No te prometo más que una aventura corta, pequeña. Conmigo hay un principio y una mitad, pero final, no. A mí no me interesan las relaciones largas e intransferibles. Y nunca prometo nada. Ni siquiera para mañana por la noche. —Spider, tesoro, ¿y si te dijera que alguna vez tiene que ser la primera? —No harías más que decir algo que ya he oído muchas veces. Nunca entenderé por qué las mujeres se empeñan en no creerte cuando les dices que una cosa no tiene futuro. Y más claro no puede estar. —La esperanza nunca muere, etcétera. ¿Por qué no te callas y me jodes bien y despacito? Dame una oportunidad.
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En la época en que conoció a Valentine, Spider había cambiado dos veces de empleo, prosperando en cada una de ellas y era ya ayudante de fotógrafos de renombre. En tres años se había convertido en una especie de institución en el mundo de la moda. Lo importante era que todas aquellas muchachas le gustaban de verdad, que gozaba francamente y ellas lo sabían. Todas habían conocido a hombres que les hablaban de amor y en realidad no les gustaban las mujeres. Cuando una muchacha hacía el amor con Spider, se sentía como si le ofrecieran una fiesta-sorpresa y durante mucho tiempo estaba contenta de sí misma. Como toda una mujer. Durante sus primeros meses de estancia en Nueva York, Spider descubrió que la mayoría de las modelos no se ven a sí mismas como "verdaderas" mujeres. Casi ninguna de ellas había tenido un acompañante para el baile de graduación. Hasta que, cerca ya de los veinte, empezaron a tener admiradores, fueron las más altas, flacas y desgarbadas de la clase, el blanco de todos los chistes y la frustración de sus madres, aunque éstas disimularan. Cuando aprendieron a arreglarse la cara y descubrieron que su larguísimo talle y carencia de busto y caderas hacía de ellas unas perchas vivientes ideales, su autovaloración estaba ya fijada en poco más de cero. Desde luego, algunas de ellas habían tenido suerte de ser lo bastante bonitas al estilo clásico para participar en concursos como Miss Teen-Age América Contest, reservado a las adolescentes, pero las más cotizadas, las más interesantes, todavía imaginaban que una verdadera mujer medía un metro cincuenta y cinco, usaba sujetador del 95, sabía coquetear desde el día en que nació y nunca le había dado a una pelota con un palo de béisbol. De niñas, casi todas hubieran dado cualquier cosa por ser llenitas y acariciables. Spider las hacía sentirse acariciables, deseables, abrazables, mimables, pellizcables y francamente adorables. A él le gustaban todas: las larguiruchas de Texas que todavía usaban corrector dental que se colocaban religiosamente entre sesión y sesión; las duras que usaban un lenguaje sucio que no escandalizaba a nadie más que a ellas mismas; las que siempre estaban perdiendo los lentes de contacto en las alfombras de pelo largo; las melancólicas de veinticuatro años para las que cumplir los veinticinco suponía el fin del mundo; las solitarias que habían sido descubiertas en Europa mucho antes de que tuvieran edad para marcharse de casa de sus padres; incluso le gustaban las que no comían en todo el día y se hacían cisco los nervios y luego esperaban que él les comprara los bistés más magros para la cena. Proteínas de calidad para mujeres hambrientas era el capítulo más importante del presupuesto de Spider. Los días de improvisación erótica en el suelo del cuarto oscuro de Sakowitz pasaron a la historia cuando Spider descubrió que lo que más le gustaba a él era copular en la cama, en la cama de una chica, en el dormitorio de una chica, oliendo a chica. Aunque había 68
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prosperado en su profesión, todavía echaba de menos el ambiente de un hogar femenino y lo más que podía hacer para rememorarlo era olfatear en los apartamentos de las modelos, recogiendo todos los detalles evocadores. Spider respiraba con deleite el olor a talco, a laca para el pelo y a rulos calientes. Le gustaban sobre todo las muchachas descuidadas que dejaban sus cosas tiradas en cualquier sitio, ropa interior en el suelo, toallas húmedas colgando de la bañera, zapatos en medio del paso, viejos albornoces favoritos, papeleras rebosando "Kleenex", repisas de lavabo llenas de barras de labios y pinceles sombreadores de ojos —todos aquellos artefactos de muchacha proporcionaban a Spider un vivo placer. Y pensaba con añoranza en sus hermanas que eran un estupendo ramillete de desaseadas. ¡Cómo disfrutaba él con sus apetitos, que igual podía suscitar el vestido nuevo ajeno que el helado de chocolate. Según Spider, el apetito era signo infalible de feminidad. El único lugar que Spider no usaba para sus relaciones sexuales era su propio apartamento. Hubiera llevado allí a una muchacha de haber estado enamorado de ella. Pero Spider sabía que nunca se había enamorado. Su sensible corazón, cariñoso y cáustico al mismo tiempo, seguía siendo sólo suyo. Se había convertido en un hombre inteligente y perceptivo y comprendía que él amaba a las mujeres genéricamente, como grupo, como especie. Aquella facilidad suya para querer a todas era la prueba de que en el fondo era inaccesible a una sola. Algún día, así lo esperaba él, se enamoraría de una mujer, pero ese día todavía no había llegado. Mientras tenía a sus palomitas y tenía a su amiga, Valentine, cuya acogedora y extravagante buhardilla parisina se había convertido en un refugio especial para él, el lugar en el que deseaba estar cuando se sentía muy contento o, como sucedía alguna que otra vez, apagado y pesimista. La fórmula personal de Valentine a base de comida, simpatía y charla amable siempre lo ponía a tono. Una noche, varios meses, muchas botellas, muchos sabrosos estofados de Valentine y muchas largas conversaciones después de que se conocieran, Spider irrumpió en casa de ella sin llamar. —Val, ¿dónde diablos te has metido? —gritó y se detuvo, cortado, al verla acurrucada en una de las butacas con funda de volantes. Sostenía la brasa de un cigarrillo "Gauloise Bleu" a un palmo de la nariz e inhalaba golosamente el humo con los ojos cerrados—. ¡Ah, de modo que era eso! Me preguntaba por qué olía aquí a tabaco francés si tú no fumas. Lo quemas como si fuera incienso, ¡qué criatura! —la abrazó. Ella lo miró parpadeando, sorprendida y confusa al verse descubierta. —Oh, no es que huelan como París. Nada huele como París. Pero es lo más que puedo acercarme. ¿Y por qué no llamas antes de entrar, Elliott? 69
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—Tenía prisa. Mira, te he traído algo que sabe como París: "Blanc de Noirs". —Le mostró la botella que mantenía escondida a la espalda. —Pero si es el más caro… Elliott, ¿ha sucedido algo bueno? —Puedes apostar el culo. La próxima semana empiezo a trabajar de primer ayudante con Hank Levy. Está a años luz de los tíos con los que he trabajado hasta ahora: Sakowitz, Miller, Browne… ninguno ha hecho tanto trabajo de alta costura como Levy. Su estudio está siempre cargado de trabajo, cosas comerciales. Ahora ya no está tan solicitado por las editoriales como antes, pero está en primera división, aunque sin ser de los punteros, nunca lo fue. De todos modos, para mí supone un paso gigantesco. Esta mañana, oí decir a una chica que Joe Verona, su ayudante, se volvía a Roma, conque, en cuanto pude escaparme del estudio, me fui a ver a Levy. Por suerte, hoy no había mucho trabajo. En fin, lo que importa es que empiezo la semana que viene. —Triunfante, se sentó en la alfombra, a los pies de ella. —¡Oh, Elliott, cuánto me alegro! ¡Eso es fantástico! Estoy segura de que será un éxito y ya sabes que yo nunca me equivoco en estas cosas. —Aunque, en muchos aspectos, Valentine era eminentemente práctica, tenía gran fe en sus "intuiciones". Spider decía que era su ruda sangre céltica que trataba de ahogar las voces del realismo francés. Al mirar a Spider abrazado a la botella de champaña, Valentine se recordó severamente a sí misma que él no era su tipo. Era un libertino, un don Juan, un desaprensivo y la mujer que se dejara impresionar por él estaba condenada a sufrir. Ella se alegraba de tenerlo por amigo, pero, a Dios gracias, de eso no pasaría. Ella era una mujer sensata y nunca podría ver en semejante conquistador más que a un buen vecino. Afortunadamente, ella era francesa y sabía cómo protegerse de aquella clase de hombres. —Tienes cara de hambre, Elliott, y da la casualidad de que he hecho una blanquette de veau que es mucho para una persona. Y se toma con champaña. Hank Levy era casi un buen sujeto, más o menos. Desbordaba el clásico encanto de Brooklyn —un Huck Finn de mediana edad, versión de Norman Mailer en alto y flaco, con más pecas y menos arrugas y una incipiente calvicie en lugar de una frente alta. Vestía a lo director de Hollywood: vaqueros franceses y camisa a cuadros, cuidadosamente desabrochada casi hasta la cintura, mostrando únicamente una cadena de oro, pero una cadena gruesa y de Bulgari. Su prenda característica era el cardigan a lo profesor Henry Higgins, confeccionado con lana cachemir de cuatro cabos, que costaba cincuenta y cinco libras inglesas en "Harrods". Tenía una docena de diferentes colores y solía llevarlos atados a la cintura o echados sobre los hombros, con las mangas colgando a lo Balanchine. De haber sabido, cuando contrató a Spider, que en invierno éste usaba unas 70
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camisetas afelpadas irresistiblemente rozadas y jersey de la Marina auténticos procedentes de la colección paterna de Annapolis, tal vez no hubiera querido esta clase de competencia en su estudio: aquello era demasiado genuino para resultar cómodo. Hank tenía que pechar trabajosamente con la doble carga de la bisexualidad y su complejo de judío. Consideraba que lo habían estafado. Mierda, un día se estaba divirtiendo con una coordinadora de modas rubia, monísima y que se las sabía todas y al cabo de lo que se le antojaba apenas cuarenta y ocho horas resultó que la niña no sólo estaba embarazada, y de él —indiscutiblemente— sino que era una Joven Judía de Buena Familia con más de una docena de parientes de Brooklyn y algunos, en la misma rama de Hadassah que su madre. De modo que Hank se vio casado y padre de familia antes de que pudiera llegar a averiguar definitivamente si no hubiera sido más amena una vida francamente "gay", aunque no por ello dejó de probar. Sin embargo, aquel matrimonio no fue un mal negocio en todos los aspectos. Chicky era mucho más lista que él. También era más agresiva y más ambiciosa. Llevaba gorros de marta antes de que la gente los hubiera visto más que en la versión cinematográfica de Anna Karenina. Se maquillaba los labios de color natural antes de que se inventara la moda, o tal vez la inventó ella. Salió a la calle con el primer conjunto de pantalón, la primera minifalda y la primera midi y hacía el Women's Wear Daily por lo menos cinco veces al año. Dirigía la vida social de Hank por medio de hábiles cenas íntimas a las que conseguía llevar a cierto número de celebridades de mal genio a fin de que los demás invitados tuvieran la sensación de haberse codeado con el rutilante mundo de la alta costura cuando en realidad no habían hecho sino comer en la misma habitación que personas tan encantadoras como Mark Goodson. De todos modos, esto daba trabajo al enorme estudio de Levy, donde los consabidos discos de última hora se oían durante todo el día en el consabido estéreo fabuloso, y la consabida mesa de chacinero exhibía el consabido surtido de quesos franceses, salchichas italianas y alemanas, panecillos morenos y caprichosos del departamento de gastronomía de "Bloomingdale's" y platillos de verdura en vinagre. En general, una organización fabulosa, y Spider aprendió mucho durante aquel año en que fue ayudante de Levy. Un ayudante de fotógrafo pasa las nueve decimas partes de su tiempo sosteniendo la cámara del jefe que acaba de cargar con un nuevo rollo de película, desenrollando telones de fondo, comprobando el fotómetro, trasladando trípodes de un lado a otro, manipulando temperamentales luces estroboscópicas y desplazando soportes. La otra décima parte tiene que dedicarla a cambiar las cintas del 71
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estéreo. Pero Hank Levy era un hombre perezoso y tenía muchos compromisos sociales, por lo que dejaba que Spider tomara realmente gran cantidad de fotos. Lo cual significaba que ahora Spider por fin podía hacer todas aquellas cosas que le habían hecho desear ser fotógrafo de modas, como colocar a las modelos, elegir el ángulo de enfoque, inventar la iluminación, enfocar la cámara y disparar. Y era incluso mejor de lo que resulta en las películas que tratan de fotógrafos de modas, porque Spider resultó ser un genio en el arte de hablar a las modelos. De todos modos, Hank Levy no era lo bastante simple ni distraído para dejar que Spider hiciera las fotos para las revistas. Si había que ir a las Islas Vírgenes y retratar a tres modelos con los monokinis de la próxima temporada retozando en la playa, allá iba Hank. No es que consiguiera muchos contratos de éstos. En cierto momento de su carrera, había sido una estrella, pero últimamente lo que más le pedían era retratar los géneros de punto Kimberly en el ferry de Staten Island o los conjuntos White Stag en el club de tenis "West Side". De todos modos, era para Vogue, y ahí es donde te ponen el nombre al lado de la foto. Poco dinero, desde luego, pero muchísimo prestigio. Hank sólo dejaba a Spider las manos libres para los pequeños anuncios de relojes, zapatos y cremas para teñir el vello corporal, y no siempre; sólo cuando intervenían las agencias de publicidad menos importantes y estaba seguro de que no iban a enviar a su gente del departamento de Arte a supervisar el trabajo. Spider se ocupaba exclusivamente del trabajo de batalla, el trabajo que pagaba casi todos los gastos. El anuncio que lanzó a Spider era de un endurecedor de uñas que comercializaba una fábrica de cordones para zapatos. La modelo, que debía encarnar la esencia del romántico Sur, era joven e inexperta y se mantenía rígida como un huso dentro del miriñaque y el corsé. Spider examinó a la pobre muchacha con franca admiración. —¡Perfecto! Cielo, eres perfecta. Por fin hemos contratado a una persona que siente su papel. Me chiflas, nena. Eres la clase de mujer que en la vieja Virginia hacía que los hombres se dieran a la bebida. Lástima que no nacieras a tiempo de hacer de Escarlata O'Hara en la película. ¡Cielos, si no es irresistible! Un poco más a la derecha, cariño… Apuesto a que todo el que te vea pensará que quién pudiera meterse bajo ese miriñaque… Ahora, una expresión remota, nena, recuerda que eres la bella de la plantación por la que ellos se iban a la guerra. ¡Eso es! Inclínate un poco hacia la izquierda. No; ésa es la derecha, guapa. Es divertido trabajar con una cara nueva. ¡Ajá, eres muy viva, reina…! Esto es mejor que el túnel del tiempo. Puedes llamarme Ashley o Rhett o como quieras, porque cuando una muchacha es tan guapa como tú siempre puede elegir. Vamos, Escarlata, tesoro, probemos otra en ese columpio de jardín. ¡Preciosa…!
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Y la muchacha, que en su vida había salido de Nueva Jersey, se reía y creía hasta la última palabra, porque no había más que notar cómo se le abultaba el pantalón a Spider cuando disparaba la cámara —y era imposible pasarlo por alto—, para darse cuenta de que una era realmente divina. Y este convencimiento la hacía divina antes de que Spider le acabara de decir: —Humedécete los labios, monada, y vuelve a sonreírme así. La diferencia existente entre el aspecto que presentaba una modelo a la que un fotógrafo del montón decía con aire distraído: «Fabuloso, muñeca, absolutamente fabuloso», y el que ofrecía la muchacha a la que Spider contemplaba evidentemente excitado y que se sentía a su vez subyugada —¡Jesús, si hasta se había mojado bajo aquel absurdo miriñaque!— la diferencia, decíamos, era la que había entre una foto buena y una foto sensacional. Harriet Toppingham, la editora de modas que descubrió a Spider, estaba en la cumbre de su profesión. De todos modos, las editoras de modas, por importantes que sean, no se limitan a respirar el aire electrizado y perfumado de la alta costura e intercambiar chismorreos en el curso de caros almuerzos, sino que trabajan como fieras. Una de sus actividades consiste en escudriñar los anuncios de todas las revistas, no sólo de las revistas de modas, porque los anuncios son la savia vital de la industria. Generalmente, los costes del papel, imprenta y distribución de cada ejemplar son más altos que el precio de venta en quiosco o el precio de suscriptor. Sin los ingresos de la publicidad, no habría revistas ni harían falta editoras. En los Estados Unidos, no hay más que un puñado de editores de modas de primera línea. Cada uno cuenta con dos o tres ayudantes. Además, están los editores encargados de las sesiones de calzado, lencería, accesorios y tejidos, con sus respectivos ayudantes, ya que las industrias de cada una de estas ramas se anuncian extensamente y requieren especial atención. En una revista femenina como Good Housekeeping, la sección de Modas puede tener una editora, su ayudante, una encargada de calzado y otra de accesorios; pero esta sección sólo consta de seis páginas al mes. Vogue cuenta con veintiún editores y editoras de diversa categoría, amén de los destacados en París, Roma y Madrid que son, en primer lugar, personas de sociedad y, después, editores de modas. Únicamente los editores más importantes ganan un buen sueldo. Los demás cobran poco, más o menos, lo mismo que una buena secretaria; pero se avienen a trabajar como esclavos por la categoría, la emoción y el prestigio del oficio. Estos editores, menores, la mayoría femeninos, no sólo han de tener talento sino también ambición. Es preferible que procedan de un medio en el que la mujer que trabaja no necesite su propio dinero para comprar su jabón de lujo o hacerse depilar las piernas. 73
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Cuando una editora de modas como Harriet Toppingham está en la cumbre o cerca de ella, se ve tan halagada como Madame de Pompadour cuando gozaba del favor de Luis XV. Confeccionistas, diseñadores y encargados de relaciones públicas le pagan el almuerzo en los más selectos restaurantes franceses de la ciudad; la ropa le sale, si no gratis, a menos del precio de coste y en Navidad tiene que alquilar una furgoneta para que le vacíe el despacho tres veces al día. Los regalos que recibe abastecerían una peletería pequeña, una joyería mediana, una tienda de licores grande y una tienda de oportunidades enorme. Naturalmente, viajar no le cuesta ni un céntimo. La discreta inclusión en una fotografía del anagrama de unas Líneas Aéreas, aunque sólo se vea una parte, o del rincón de la piscina de un hotel, con unas palabras de agradecimiento en el texto, pagan el transporte y el alojamiento de la editora, el fotógrafo, las modelos y los ayudantes. Harriet Toppingham llegó a la cumbre de su profesión por sus propios méritos, no porque pudiera comprar el puesto, aunque poseía una fortuna particular considerable que su padre había ganado fabricando cientos de miles de bañeras. Era una mujer tan dura y áspera que parecía tener un filo cortante. Su sentido de la autoridad era tan auténtico que inspiraba en sus empleados un temor igualmente auténtico y su imaginación creadora no tenía más límites que los que pueda tener la de un Fellini. Sus innovaciones primero eran denostadas, después imitadas y por último, se convertían en clásicos. Cuando reparó en el trabajo de Spider, Harriet tenía poco más de cuarenta años y muchos la consideraban francamente fea. Ella nunca se esforzó en convertirse en eso que los franceses llaman una jolie laide, una bonita fea, porque no veía la necesidad de acentuar cualquier buena cualidad que pudiera tener. Prefería ser esa otra cosa que los franceses admiran: un monstruo sagrado. Tomaba lo que tenía y lo presentaba sin hacer concesiones: el pelo castaño, fino y deslucido, peinado tirante hacia atrás, la nariz, grande y masculina, los labios finos, pintados de un rojo vivo y unos ojos pequeños y pardos, hundidos y muy juntos, que captaban hasta el menor detalle y descartaban todo lo que no fuera lo más sublime, lo más artístico, lo más sensacional y rebuscado. Era de estatura más que regular, lisa como una tabla y llevaba siempre una ropa espléndida, detonante y muy chic, ya que nada que pudiera ponerse había de borrar encantos que no tenía. No seguía la moda. Ya podía ser la temporada del "aire deportivo", el "retorno a las líneas suaves" o los "colores claros", Harriet vestía de un modo que no podía atribuirse a una temporada, ni siquiera a una década determinada, un estilo que a cualquier otra, por perfecta que fuese, la haría sentirse como un cordero en un rebaño. Era soltera y vivía sola en un piso enorme de Madison Avenue, lleno de colecciones de cachivaches, recuerdos de sus innumerables viajes a Europa y Oriente, muchos de ellos demasiado
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estrambóticos e incluso grotescos para figurar en un lugar que no fueran aquellas salas abarrotadas y oscuras. A Harriet Toppingham le gustaba "hacer" a un fotógrafo al año, por lo menos, a fin de poder descartar, aunque no fuera más que temporalmente, a uno de los habituales. ¿De qué servía el poder si la gente no sabía que uno no vacilaría en utilizarlo? Una vez Harriet establecía a un nuevo fotógrafo, éste quedaba en deuda con ella para siempre, incluso después de que dejara de darle trabajo, pues todos conservaban el sello particular que ella les imprimía. Harriet Toppingham consideraba a los fotógrafos que lanzaba como si fueran de su propiedad, al igual que cualquiera de los objetos de sus colecciones. En su calidad de editora-jefe de la sección de Modas de Fashion and Interiors, podía pasar por alto a su enemigo, el director artístico, y entrevistar a los fotógrafos personalmente (se negaba a tratar con agentes) en su propio despacho, conocido en el argot del ramo por el nombre de "el Agujero Marrón de Calcuta". Cuando Harriet Toppingham vio el anuncio del endurecedor de uñas semiescondido en la contraportada de Redbook, llamó a la agencia para averiguar quién había hecho la foto. —Dicen que es de Hank Levy —dijo a su secretaria—; pero yo no lo creo. Levy no ha hecho una foto tan original desde hace por lo menos diez años. Llama a Eileen o a cualquier otra agencia y entérate de quién posó. Luego, haz que la chica me llame. Dos días después, Harriet convocaba a Spider a una audiencia. Éste llegó con su carpeta negra de acordeón, atada con un grueso cordón también negro. Contenía copias de sus mejores fotos. Unas cuantas eran resultado de su trabajo para Levy, pero la mayor parte estaban hechas por puro placer durante los fines de semana. Spider siempre tenía su "Nikon F-2" a mano y a punto, pues su pasión era captar a las chicas cuando no posaban, en esos momentos de breve e íntima comunicación consigo mismas. Él glorificaba a la mujer cuando más mujer se sentía, ya estuviera friendo huevos, mirando soñadora una copa de vino, desnudándose con ademanes de cansancio, despertando con un bostezo o cepillándose los dientes. Harriet Toppingham examinó las fotos con aire de indiferencia, disimulando su incredulidad al reconocer a muchachas con rostros de quinientos dólares la hora vestidas con albornoces viejos o envueltas en una simple toalla. —Hummm… Interesante…, muy bien. dígame, Mr. Elliott, ¿quién es su artista favorito, Avedon o Penn? —Degas, cuando no pinta bailarinas —sonrió Spider. —¡Hola! En fin, de todos modos, mejor Degas que Renoir, con sus eternos rosas y blancos. Dígame, por ahí se asegura que es usted un gran conquistador. ¿Habladurías o verdad? —A Harriet le gustaba atacar de improviso. —Verdad. —Spider la miró amistosamente. Le recordaba a su profesora de matemáticas de quinto. 75
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—Entonces, ¿por qué no ha trabajado nunca para Playboy o Penthouse? —Harriet no estaba dispuesta a abandonar el campo. —Una muchacha con un hilo de perlas falsas en el vello púbico o ataviada con un portaligas de "Frederick's" de Hollywood mirándose al espejo y acariciándose me parece algo deprimente. La masturbación no tiene grandes alicientes para mí —respondió Spider cortésmente—. Y cuando retratan a dos muchachas juntas resulta empalagoso; ni siquiera parece sexo. En realidad, es un despilfarro que da pena. —Sí. Quizá. Hummm. —Harriet encendió un cigarrillo y fumó como si estuviera sola, mirando de vez en cuando las fotos esparcidas encima de la mesa. Bruscamente dijo—: ¿Podría hacer unas páginas de lencería para nuestro número de abril? Las necesitamos para dentro de una semana a lo más tardar. —Miss Toppingham, yo daría cualquier cosa excepto mi testículo izquierdo para trabajar para usted, pero tengo un empleo fijo con Hank Levy… —Deje a Levy —le ordenó ella—. No pensará trabajar para Levy toda la vida, ¿verdad? Abra su propio estudio. Empiece desde abajo. Yo iré dándole trabajo hasta que salga el número de abril. Si es capaz de hacer lo que imagino, no tendrá dificultad en salir adelante. Harriet miró a Spider todo lo alentadoramente que ella era capaz de mirar. Estos momentos, este poder tangible para modificar la vida de las personas del modo que más le conviniera, era lo más importante para ella. Se sentía fuerte, poderosa, superior. Las fotografías que acababa de encargar a Spider habían sido ya adjudicadas a Joko por el director artístico. Pero últimamente Joko estaba muy soso, apagado, sin fantasía. Necesitaba un buen puntapié en las posaderas. El director artístico, también; pero éste lo necesitaba siempre. Además, este Spider Elliott había hecho las fotos más sexy que había visto en su vida. Aquellas muchachas a las que se pagaba para que aparecieran tan etéreas en los anuncios de cosméticos, estaban mucho más atractivas de lo que ella imaginó, y al mismo tiempo, más accesibles, más reales.. Últimamente, había problemas con las páginas de lencería en Fashion and Interiors. Los anuncios eran excesivamente estilizados y resultaban contraproducentes. Algunos de los anunciantes más importantes, gente con cuentas importantes en fajas y sujetadores, habían llamado para decir que, si bien ellos apreciaban el mérito artístico, los clientes se mostraban un poco desanimados porque las maniquíes de las salas de exposición de la Séptima Avenida no resultaban tan bien como las modelos de Fashion. Eso hacía que los detallistas, a su vez, pensaran que las clientes esperarían verse como las chicas de las fotos y cuando se probaran las prendas echarían la culpa al género en lugar de echársela a su figura. Aquellas fotos, sencillamente, eran una pifia. Cuando los anunciantes están descontentos de la revista es que algo anda mal y cuando algo anda 76
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mal, Harriet Toppingham siempre se dejaba llevar por la intuición. Hoy intuía que Spider Elliott podía ser importante para ella. Spider encontró un estudio en un viejo edificio situado cerca de la Segunda Avenida que todavía no había sido convertido en restaurante ni en bar. Estaba tan ruinoso que no hubiera podido tentar más que a un inquilino desesperado. El casero no había hecho reparación alguna en veinte años, esperando el día en que Warner Le Roy apareciera entre una nube mágica y le ofreciera una fortuna por el solar. De todos modos, había agua para el cuarto oscuro y en el último piso, en el que Spider alquiló dos grandes salas, los techos eran altos. Su propio apartamento hubiera resultado mucho mejor, pero quedaba muy apartado. Para aquel primer encargo, Spider decidió no utilizar a las modelos de lencería habituales, muchachas con una figura tan perfecta que nadie que estuviera en su sano juicio imaginaria siquiera con ponerse una faja-panty o un sujetador. Tampoco utilizó las poses habituales: discípulas de danza sorprendidas mientras ensayaban en ropa interior; ni lánguidas fotos en la playa, en las que la modelo confunde sus prendas íntimas con el bañador dos piezas; ni imágenes picantes, con una mano masculina agitando una pulsera de brillantes o un pie calzado en negro y reluciente zapato de noche, en un ángulo de la foto. No; él contrató a modelos de unos treinta y cinco años, con cara bonita y buena figura, pero que evidentemente habían dejado atrás la primera juventud. Construyó un escenario que representaba el probador de unos grandes almacenes. Montones de prendas interiores estaban distribuidos en cascada sobre la única silla y la raquítica repisa que suele haber en estos cuartitos y que no sirve para nada. La modelo, mirándose con ojos de suspicacia en el espejo de tres cuerpos; o sentada en el borde de la silla, en bikini, encendiendo un ansiado cigarrillo; o quitándose trabajosamente y con gesto de mal humor una faja demasiado estrecha, o buscando en el bolso la barra de labios que arregle un poco las cosas. En las fotos de Spider, la modelo hacía lo que suele hacer la mujer cuando sale a comprar ropa interior. Las fotos tenían chispa y ternura y aunque era evidente que las modelos necesitaban la ayuda de la faja y el sujetador, aún conservaban una figura bastante aceptable y les quedaba mucho camino por andar. Los hombres que vieron aquel número de Fashion and Interiors sintieron que se les daba la oportunidad de echar una mirada a algo que normalmente no se les permitía ver, vislumbres de inaccesibles misterios femeninos. Las mujeres hacían comparaciones como siempre, y esta vez no se sentían tan desmoralizadas por el resultado. Verdaderamente, aquellos sujetadores parecían capaces de
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contener un par de pechos absolutamente normales. ¡Qué raro! ¡Y qué bien! El director artístico de Fashion, al ver las pruebas, amenazó con dimitir y se puso a gritar en dialecto húngaro —normalmente sólo lo hacía en francés— y Harriet al oírlo llegó incluso a soltar una carcajada. Cuando salió a la calle el número de abril, Spider había terminado otros tres encargos para Fashion: páginas de perfumes poéticas y sentimentales, tan rematadamente victorianas que cualquier crítico de cine les hubiera otorgado los tres pañuelos, distintivo reservado al más exaltado romanticismo; una serie de fotos de zapatos que los aficionados guardaron como una pieza de antología, y una estupenda exposición de pijamas infantiles que indujo a más de una a dejar de tomar la píldora para ver qué sucedía. Pero durante aquellos tres meses, Spider dependió exclusivamente de Harriet Toppingham que le daba sus encargos con cuentagotas, como la anfitriona roñosa que se ve obligada a servir caviar fresco. En cualquier caso, las pequeñas cantidades que cobra un fotógrafo de modas, comparadas con las sumas que se pagan por los trabajos de publicidad, no le alcanzaban más que para película, crema de afeitar y palomitas de maíz. Spider tuvo que consentir que sus amigas de turno lo invitaran a cenar, con gran disgusto de sus agentes comerciales. Las fotos de ropa interior no fueron un gran reclamo. A pesar de que los comercios estaban encantados con los resultados de aquella publicidad, los directores artísticos de las agencias, a pesar de que respetaban profundamente a Harriet, pensaron que quizás esta vez había ido demasiado lejos. Pero las fotos de los perfumes sí pudieron entenderlas, y en un plazo de pocos meses, a finales de 1975, Spider empezó a pensar que casi había triunfado y que tenía buenos asuntos en perspectiva. Por fin, a los treinta años, era un fotógrafo de modas de Nueva York, con su propio estudio, su "Hasselblad" y sus lámparas estroboscópicas. Iba a hacer seis años que se había graduado. Melanie Adams se presentó en el estudio de Spider un día de principios de mayo de 1976. Hacía exactamente tres días que había llegado de Louisville, Kentucky, y con la irritante inocencia de las ignorantes, se fue a la sala de espera de la "Agencia Ford" y se sentó a esperar. Aquel día, Eileen y Jerry Ford, que de modelos de fotografía saben más que nadie en el mundo, estaban fuera de la ciudad; pero una muchacha con la cara de Melanie Adams no podía sentarse a esperar en un lugar mejor que aquél. Los Ford no habían entrenado a su personal para que pasara por alto los milagros. En realidad, su trabajo se basa en la convicción de que el milagro de la belleza perfecta existe. Desde luego, ellos saben que casi toda la belleza tiene que extraerse a la superficie y pulirse como un diamante; ellos inventaron el proceso por el cual todas las modelos 78
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en cierne siguen una dieta, pasan por las manos de los mejores peluqueros y maquilladores, aprenden a sentarse, a estar de pie y a moverse y luego son enviadas a la mayor cantidad posible de fotógrafos, con la esperanza de que alguno de ellos descubra las posibilidades de la chica. Cuando una de las ayudantes de Eileen vio a Melanie, decidió omitir todos estos preparativos y averiguar de inmediato si aquella preciosidad era fotogénica. Llamó por teléfono a Spider y le pidió que la hiciera unas pruebas, ya que las fotos que llevaba Melanie eran un desastre. Nunca había posado profesionalmente y lo único que tenía eran instantáneas de álbum familiar y la foto del día que se graduó en el Instituto. Melanie se quedó en la puerta del estudio de Spider hasta que él la miró. —Hola —dijo tímidamente, apartando con una mano su pesada melena—. Me envían de la "Agencia Ford" para que me haga unas pruebas… A Spider le pareció que se le paraba el corazón. Se quedó mirándola inmóvil. Era como si todas las muchachas que había visto en su vida formaran parte de uno de esos montajes de imágenes que desfilan rápidamente bajo los títulos de presentación de una película. ahora, por fin, la cámara enfocaba a la estrella y la película iba a empezar. Había empezado ya. —Sí. Me han avisado. Te esperaba. —Hablaba maquinalmente, por la fuerza de la costumbre—. Empezaremos ahora mismo. Primero, unas fotos con luz natural. Pon el abrigo en la silla y acércate a esa ventana. — «¡Jesús! —pensó—. Hay por lo menos treinta matices diferentes en ese pelo, desde el curry hasta el azúcar tostado. Es un color que ni siquiera tiene nombre»—. Ahora apoya el codo derecho en el alféizar y ponte de perfil a la cámara. Levanta la barbilla. Sonríe. Un poco más. Ahora, mírame. Baja la mano. Abajo la barbilla. Relájate. —Afortunadamente, la muchacha no tenía desperdicio. Con lo que le temblaba la mano, tendría suerte si las fotos no salían movidas—. Bien. Ahora, acércate y siéntate en esa silla, bajo los focos. Mira adonde quieras y olvídate de la cámara. Mientras ella miraba hacia uno y otro lado, Spider la contemplaba casi idiotizado por la violencia de sus emociones. Estaba deslumbrado. Su cerebro trataba en vano de encontrar una explicación lógica de lo que sentía. Él se creía curtido, el último hombre del mundo a quien impresionaría la hermosura femenina. Él daba la hermosura por descontada y buceaba más allá, buscando a la persona. Pero ahora le parecía que podría pasar el resto de su vida tratando de averiguar qué era lo que hacía tan importante aquella cara. ¿Por qué sus ojos estaban colocados en la carne de un modo que parecía tener un significado especial? ¿Por qué la línea de aquellos labios le hacía sentir el deseo de reseguirla con el dedo, como si el contacto de su piel pudiera revelar su misterio? La sonrisa 79
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era picara, delicadamente maliciosa pero, al mismo tiempo, reservada. Había algo en la forma en que los huesos estaban colocados bajo la piel que le decía que él nunca llegaría a conocerla del todo. La muchacha estaba allí, pero al mismo tiempo, resultaba extrañamente inaccesible. Era irritante. —Ya tengo todo lo que necesito —dijo apagando los focos—. Ahora acércate y siéntate aquí. —La llevó a un sofá y él se sentó a su lado —. ¿Cuántos años tienes? ¿Quieres a tus padres? ¿Te comprenden ellos? ¿Alguien te hizo alguna vez una mala pasada? ¿Qué es lo que prefieres comer? ¿Quién fue el primer muchacho al que besaste? ¿Lo querías? ¿Sueñas mucho? —Bueno, para, ¿no? —su voz tenía una cálida modulación del Sur, con la justa medida de dulzura, hielo y fuego de la típica beldad sureña—. En la agencia no me advirtieron de que estabas loco. ¿A qué vienen todas esas preguntas? —Verás, yo… yo creo que estoy enamorado de ti. No; no te rías. ¡Dios mío! ¡Palabras! Te hablo en serio. Tengo que decírtelo ahora mismo, sin esperar más, porque quiero que empieces a pensarlo. Y no me mires con desconfianza. Nunca dije a una mujer que estuviera enamorado de ella hasta que tú llegaste. ¡Por favor! Comprendo que me mires así; pero trata de creerme. —Spider le tomó una mano y la apoyó en su pecho. El corazón le latía tan aprisa como si acabara de correr un kilómetro huyendo de la muerte. Ella levantó las cejas al notarlo y lo miró fijamente. Sus pupilas tenían el color claro y cálido de una copa de jerez vista a contraluz y su mirada parecía buscar una verdad profunda y definitiva con un afán anhelante y, al mismo tiempo, tranquilo. —Dime qué piensas —imploró Spider. —Me molesta que la gente me pregunte eso —respondió Melanie con suavidad. —A mí también. Nunca lo había hecho. Pero prométeme que no te casarás con otro enseguida. Dame una oportunidad. —Nunca hago promesas —rió Melanie. Hacía años que había aprendido a no comprometerse. Así, tarde o temprano, se evitaba muchos problemas—. De todos modos, ¿cómo puedes hablar así? Ni siquiera me conoces. —En realidad, no entraba en el juego, pero lo encontraba gracioso, al igual que las docenas de declaraciones que había escuchado desde que cumplió los once años. Sus primeros recuerdos eran de personas que le decían lo bonita que era. En su interior, no acababa de creer aquellas palabras, no acababa de sentirse satisfecha. No era modestia, sino un deseo de conseguir más pruebas que las recibidas hasta entonces. Su cerebro trabajaba constantemente tratando de entender qué veían los demás cuando la miraban. No podía averiguarlo. Le hubiera gustado salir de su propia piel, mirarse y descubrir de qué hablaba la gente. Se pasaba la vida haciendo experimentos con las personas, para ver cómo podía hacerlas reaccionar, como si, en su respuesta, pudiera descubrirse a 80
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sí misma—. Nunca hago promesas —repitió, al darse cuenta de que él no parecía escucharla—, ni contesto preguntas. Su actitud era de una compostura casi victoriana: la espalda erguida, la mirada atenta, como una niña buena y modosa. Pero la invitación, leve pero inconfundible que se advertía en su sonrisa estaba impregnada de una calma intemporal, como si estuviera segura de la victoria final. Fue a levantarse. —¡No! ¡Espera! ¿Adónde vas? —preguntó Spider ansiosamente. —Es la hora del almuerzo y tengo hambre. Spider sintió alivio. La comida era terreno conocido. Si aquella muchacha podía sentir hambre, era humana. —Tengo la nevera llena de comida. Si esperas un momento, te haré el mejor bocadillo de salchicha que hayas comido en tu vida. ¿O prefieres queso suizo con pan de centeno? Mientras preparaba los bocadillos, Spider pensaba que ojalá pudiera cerrar la puerta y tirar la llave para poder quedarse siempre con aquella muchacha. Quería saberlo todo sobre ella, paso a paso, desde el día en que nació. Un centenar de preguntas le bailaban en la cabeza, pero él iba rechazándolas una a una. Pensaba que si ella se lo contaba todo, tal vez él podría entender lo que le sucedía. Spider no era dado a analizarse. Había crecido gozando de la vida, sin preocuparse de leer en su interior. No se daba cuenta de que, en el fondo, si entregaba su afecto a los demás con tanta facilidad era porque deseaba esconderse de sí mismo. Se había enamorado como el que se hunde bajo tierra en un lugar que siempre creyó sólido. Estaba tan desprevenido para luchar contra la pasión como un colegial. Comieron sin hablar. Todo lo que se le ocurría a Spider, antes de abrir la boca, le parecía que iba en contra de los principios de la muchacha. Melanie no parecía incómoda por aquel silencio. Siempre fue callada, serena, evasiva. Su egocentrismo le impedía sentir curiosidad por los demás que siempre acababan contándole más cosas de las que ella quería saber. Pero miraba a Spider fijamente, tratando de captar su propia imagen en los ojos de él. La imagen estaría deformada, pero acaso le dijera algo que ella quería conocer. A veces, estando sola, tenía la sensación de ser alguien, de poseer un rostro determinado, de tener una imagen claramente definida, pero luego resultaba la imagen de una actriz a la que había visto en una película. sonreía como ella y sentía que aquel otro rostro caía sobre el suyo como una máscara. Durante un momento, comprendía lo que era estar en el mundo real, pero luego el momento pasaba y ella continuaba su interminable búsqueda. La luz del estudio cambió cuando el sol dejó de entrar por la ventana. Spider miró el reloj. —¡Rayos! Dentro de cinco minutos estarán aquí tres jovencitas con sus mamás. Tengo que retratarlas en traje de gala y aún no he preparado nada. —Se puso en pie y echó a correr hacia el otro 81
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extremo del estudio, mientras Melanie se ponía el abrigo. Él se paró en seco y dio media vuelta, incrédulo. —¡Eh! ¿Cómo dijiste que te llamabas? Dos semanas después, delante de un largo espejo del vestidor de "Scavullo's", una de las antiguas conquistas de Spider decía a otra antigua conquista: —¿Sabes la última noticia? —¿Cuál de ellas? —Por fin nuestro divino Spider ha picado. Está fuera de combate. —¿Qué me cuentas? —Es el amor. El pobrecito se ha enamorado de la nueva Garbo. Ya sabes, el último descubrimiento de Eileen, la Misteriosa Flor de Magnolia. —¿Quién te lo ha dicho? No puedo creerlo. —Él mismo. De otro modo, tampoco yo lo creería. Pero Spider no hace más que hablar de ella. Cualquiera diría que él ha inventado el amor. Es de un empalagoso… A mí me parece repelente, sobre todo cuando una piensa que él nunca… ni tan siquiera… —Sé perfectamente a lo que te refieres. —Lo imaginaba. —Mira tú con la lagarta del Sur. —Brindaré por ella.
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CAPÍTULO IV Cuando Billy Winthrop regresó a Boston, tres meses antes de lo previsto, dijo a su tía Cornelia que había vuelto porque sentía nostalgia. Que, de pronto, experimentó el deseo de pasar el verano con la familia en Chesnut Hill, antes de ir a Nueva York para empezar el curso en "Katie Gibbs". Cornelia aceptó sin pestañear aquella mentira monstruosa, cuya enormidad hubieran pasado por alto la mayoría de los bostonianos, tan enamorados de su ciudad y alrededores que a sus ojos incluso los encantos de París palidecen. Pero Cornelia estaba al cabo de la calle. La última carta de Lady Molly contenía la historia completa de la despreciable manera en que el chico de la Côte de Grace había dejado plantada a su sobrina. Aquello le dolía en lo más profundo de su maternal corazón y de buena gana le hubiera dicho a Honey —a Billy— lo mucho que lo sentía; pero la extrema dignidad de la muchacha excluía toda conversación íntima. ¡Y lo que había cambiado! Todo Boston —el Boston que contaba— no hablaba de otra cosa. Las mamás, al mirar a sus insípidas hijas, casi perdonaban a Billy su larga y estilizada figura, su negra mata de pelo, sus magníficos andares y su cutis perfecto, pero lo hacían poco a poco, rasgo a rasgo y porque, al fin y al cabo, era una Winthrop. Después de considerarla durante tanto tiempo una figura patética y lastimosa, incluso a las mejor dispuestas les costaba admitir que Honey hubiera vuelto de Francia convertida en una belleza. Si hubiera nacido guapa, todavía, pero semejante transformación a estas alturas 83
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era casi una injusticia. Se necesitaba hacer un reajuste mental demasiado brusco. Era como si hubiese llegado a la ciudad una desconocida, pero una desconocida sensacional, que no se parecía a nadie y que no vestía como las muchachas de Boston, pero que los saludaba plácidamente con la familiaridad de una pariente. Desconcertante. Las muchachas de la edad de Billy encontraron el cambio más irritante todavía. Lo del patito feo que se convierte en cisne estaba muy bien para los hermanos Grimm, pero en Boston resultaba francamente teatral, incluso podría considerarse… bueno, ostentoso. Y hasta un poquito… ordinario. Cornelia entró en liza. —Amanda, lo que le ocurre a tu hija Pee-Wee es que está muerta de envidia. Oí lo que ayer decía de mi Billy en "Myopia". ¿Conque es absurdo cambiarse el nombre de pila a su edad? No estaría de más que recordaras que Billy lleva el nombre de tu prima segunda Wilhelmina, por lo que no se ha cambiado el nombre sino que, sencillamente, no ha hecho más que recobrarlo. ¿Y que Billy no sabe vestirse para ir a ver un partido de polo? Si Pee-Wee se quitara alguna vez el pantalón de montar, ya veríamos si sabe vestirse para alguna otra cosa. ¿Y piensa seguir dejando que la llamen Pee-Wee hasta que sea abuela? Yo, en tu lugar, preguntaría a Lilianne de Vertdulac si tiene sitio para Pee-Wee el año que viene. A esa niña no le haría ningún daño enterarse de que también fuera de los establos hay vida. Con Billy, Cornelia se mostró comprensiva y cariñosa. —Billy, me parece que ese año en París ha debido costarte más de lo que esperabas. —Eso temo, tía Cornelia. Me entusiasmé comprando y… —¡Tonterías! Cualquier muchacha con ese tipo merece sacar el mejor partido posible de París. Ni en sueños te reprocharía que compraras toda esa ropa. La llevas bien y, después de todo, el dinero era tuyo. Yo misma te hubiera dado un buen cheque para que te compraras un equipo; pero, con lo llenita que estabas, no me pareció que mereciera la pena. —¡Llenita! Tía Cornelia, eres un encanto. Estaba gorda como una vaca. —No vamos a pelearnos por una palabra. Eras otra. Pero no es de eso de lo que quería hablarte, sino del futuro. ¿No te gustaría quedarte en Boston y matricularte en la Universidad de Wellesley después de todo? —preguntó Cornelia, con ilusión. Aquella nueva Billy podría casarse con quien quisiera. No tenía necesidad de ir a "Katie Gibbs" para convertirse en una triste secretaria. —¡Cielos, no! En otoño, cumpliré los veinte. Soy demasiado vieja para empezar a estudiar una carrera.
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—No se me había ocurrido —suspiró Cornelia—. Pero no tienes por qué marcharte todavía. A tu tío y a mí nos gustaría tenerte con nosotros. —Lo sé, y te lo agradezco, tía; pero he de marcharme de Boston, por lo menos, durante una temporada. Aquí conozco a todo el mundo, pero no tengo ni un solo amigo; sólo a ti y al tío George. Papá está siempre metido en su trabajo. Cuando llegué me miró de arriba abajo, dijo: «Ya sabía yo que tenías la estructura ósea de los Minot» y volvió a sus experimentos. ¡Oh, qué lata! Es difícil explicarlo, pero desde que regresé vuelvo a sentirme como una extraña, no del mismo modo que antes, pero todavía desplazada. Los franceses dirían que no me encuentro a gusto dentro de mi piel. Quiero ir a algún sitio en el que nadie pueda decirme: «Pero, ¿qué te ha pasado? ¿Cuántos kilos has perdido? ¡Es increíble, la gorda de Honey Winthrop!» Cornelia asintió. También ella había tenido que oírlo. —Tía Cornelia, ¿no recuerdas que me hiciste prometer que cuando volviera de París me matricularía en "Katie Gibbs"? —¡Pero criatura, yo no pretendo hacerte cumplir esa promesa ahora! Quiero decir, que tienes otras posibilidades. Con todos esos muchachos que te llaman a todas horas… —Todos esos críos, dirás. Me siento diez años mayor que ellos. No puedo quedarme aquí, dedicada a obras de beneficencia, viviendo a expensas vuestras y esperando que alguien que no sea totalmente imberbe quiera casarse conmigo. —Bueno, hijita, eso hemos hecho la mayoría. —Ya sabes a lo que me refiero. —Lo sé. Creo que tienes razón y, por mucho que me duela verte marchar, no te imagino de dama del Ropero. —Cornelia estaba apenada, pero no era mujer que se resistiera a aceptar lo evidente—. De acuerdo. Irás a "Katie Gibbs". A partir de aquel momento, Cornelia desplegó sus habituales dotes para la organización y se dedicó a hacer los preparativos necesarios. Después de todo, la "Katherine Gibbs School", fundada en 1911, era la única escuela de secretaría de los Estados Unidos que las grandes familias consideraban aceptable. Todavía se obligaba a las alumnas a usar sombrero y guantes y si en el aspecto social, las credenciales eran irreprochables, en el docente gozaba de la reputación de producir sólo secretarias absolutamente competentes. En menos de una semana, Cornelia encontró una compañera de apartamento para Billy. Una antigua condiscípula suya tenía una hija que trabajaba en Nueva York y vivía en una dirección muy respetable. En el apartamento había una habitación disponible que la señora estaba deseando alquilar. Además, Cornelia pagó también la escuela, pues supuso que, después de sus compras de París, Billy estaría escasa de fondos. No contenta con ello, y pretendiendo "aprovechar" las rebajas de agosto, se llevó a Billy a "Roberts85
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Neustadter" de Newbury Street, y le adelantó su regalo de cumpleaños, un abrigo ceñido de aterciopelada piel de foca negra, con cinturón en la espalda, falda tornasolada y cuello y puños de visón oscuro. —Guarda los viejos para cuando llueva —aconsejó, rehuyendo los abrazos de agradecimiento de Billy. Cornelia demostraba una generosidad sin límites, pero no podía soportar que le dieran las gracias. Un bochornoso día de la primera semana de septiembre de 1962, sentada en el coche-salón camino de Nueva York, Billy iba pensando en su inminente encuentro con Jessica Thorpe, la que sería su compañera de apartamento y sentía un peso en el estómago. Su solo nombre resultaba ya seco, engreído y autosuficiente. Era una muchacha de veintitrés años que se había licenciado por la Universidad de Vassar con matrícula de honor y trabajaba en la redacción de la revista Mc Call's". repelente, pensaba Billy. Incluso su ascendencia era impecable. Tanto el padre como la madre pertenecían a las más antiguas familias de Providence, Rhode Island. No era Boston, desde luego, como decía la tía Cornelia, pero tampoco era Nueva York. Y el apartamento estaba magníficamente situado, en la Calle 83, entre Park y Madison. Estos detalles acababan de convencer a Billy de que aquella ineludible compañera de apartamento sería sofisticada, competente y engreída. Incluso, ¡horror!, podía ser una intelectual. Entretanto, Jessica Thorpe estaba pasando una mañana atroz. Para empezar, Nathalie Jenkins, la redactora-jefe, hizo trizas el último borrador de Jessica de la semblanza de Sinatra. El artículo, hilvanado en un principio por un conocido comentarista, fue entregado a Jessica para que lo puliera. Ella trabajó durante semanas, para dar a aquel amasijo de anécdotas y anárquica sintaxis un tono homogéneo y adecuado para una revista femenina. A Mrs. Jenkins, famosa por ser la primera mujer del periodismo que podía resistir el almuerzo diario a base de cuatro martinis, el primer borrador le cayó fatal, el segundo, regular, y aquella mañana, a la vista del tercero, decidió redactar el artículo ella misma. En tres cuartos de hora, lo hizo polvo. Ahora no era más que un engendro más, almibarado y trasnochado; pero Mrs. Jenkins, sentada a la máquina de escribir, estaba encantada: una vez más, se había demostrado que, sin su ayuda, en aquella redacción nadie era capaz de hacer algo. Y, por si fuera poco, aquel día llegaba La Chica de Boston. Wilhelmina Hunnenwell Winthrop. Sólo de pensar en ello, Jessica dejaba colgar lánguidamente su mata de pelo de querubín prerrafaelita. La languidez era el rasgo característico de Jessica. Las faldas le colgaban lánguidamente porque no tenía caderas para sostenerlas y nunca se le ocurrió retocar el dobladillo. Las blusas le 86
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colgaban porque olvidaba meterlas dentro de la falda. El cuerpo le colgaba porque sólo medía un metro cincuenta y cinco y nunca se acordaba de mantenerse erguida. Pero incluso cuando le colgaba el ánimo, amén de todo lo demás, era irresistible. Los hombres, al ver la languidez de Jessica, consideraban que una mujer erguida resultaba francamente masculina. Jessica tenía una nariz pequeña, barbilla pequeña, enormes ojos color lavanda y una frente ancha y preciosa. Cuando su boca adorable esbozaba aquel gesto de languidez, a los hombres les asaltaba el deseo irresistible de besarla. Cuando no lo esbozaba, también. Los hombres eran la gran afición de Jessica. Ella creía haber conseguido ocultar esta peligrosa inclinación a su madre, pero, evidentemente no era así, o su madre no se hubiera empeñado en obligarla a aceptar una compañera de piso o mudarse al "Hotel Barbizon" para mujeres solas, aquella especie de Isla del Diablo de la castidad. Y la castidad no era la gran afición de Jessica. Era indudable que La Chica de Boston era una espía de su madre, pensaba Jessica con una lánguida caída de hombros, mientras iba camino de su casa, arruinando la noche por lo menos a una docena de pasajeros del autobús de Madison Avenue por no mirarlos siquiera. Normalmente, Jessica miraba a todos los hombres dando a cada uno una puntuación, en una escala del uno al diez, sobre el criterio de «¿Qué tal será en la cama?». El hombre tenía que ser francamente horripilante para que Jessica le diera menos de cuatro, pues la joven era bastante corta de vista y aborrecía usar lentes en público. En general, los seises y los siete entraban a docenas. Aunque no estuviera totalmente segura de sus cualidades, pues no podía verlos bien, les daba una puntuación generosa, para no ser injusta. A Billy le costó trabajo encontrar taxi durante la hora punta y eran más de las seis y media cuando, hecha un manojo de nervios, llegó al apartamento de Jessica. El portero llamó por el teléfono interior para anunciar su llegada en el momento en que Jessica acababa de esconder cinco calcetines masculinos desparejados, un cinturón también de caballero y, en el último minuto, precipitadamente, el estuche con la ducha portátil. ¿Usaría ducha portátil una muchacha que fuera virgen? Jessica estaba demasiado nerviosa para sacar conclusiones. Al abrir la puerta, vio unas magníficas maletas que eran conducidas hacia su apartamento en un carrito. Detrás de las maletas venía el mozo de la portería, y detrás del mozo, una figura que, a los ojos miopes de Jessica, parecía una amazona. Mientras el mozo descargaba las maletas, Jessica intercambió con la recién llegada un nervioso saludo, temblando al pensar que ahora tendría que quedarse a solas con ella. La amazona permanecía de pie, muda y cohibida en el centro de la sala. Aunque Billy había adquirido cierto aplomo, incluso frente a personas desconocidas, especialmente cuando hablaba en francés, la idea de vivir con una muchacha superdotada intelectualmente y tres años mayor que ella, le hacía volver a sentir 87
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todos los complejos que le amargaran los dieciocho primeros años de su vida. Y, al ver a la pequeña Jessica, tan pequeña, tan delicada, se sentía enorme, casi otra vez gorda. Cuando el mozo se fue, Jessica recordó los buenos modales. —Ah… ¿por qué no nos sentamos? —murmuró tímidamente—. Estarás fatigada… Con este calor… Señaló una butaca con ademán inseguro, y la figura se sentó, con un suspiro de alivio y cansancio. Jessica buscó algo que decir, algo para hacer hablar a la desconocida. —Sí, ya sé… —apuntó—. ¿Por qué no tomamos una copa? Estoy tan nerviosa… Al oír estas amables palabras la amazona se echó a llorar. Y Jessica, amistosamente, hizo otro tanto. Llorar era otra de sus grandes aficiones, muy útil para los momentos difíciles. Antes de cinco minutos, Jessica se había puesto los lentes y examinado atentamente a Billy. Siempre soñó con ser como Billy y así se lo dijo. Billy respondió que a ella le hubiera gustado ser como Jessica. Las dos decían la verdad, y las dos lo sabían. Antes de dos horas, Billy le había contado lo de Edouard y Jessica le había hablado de los tres "nueves" con los que normalmente se entendía. A partir de entonces, su amistad aumentó en proporción geométrica. Ninguna de las dos creía que tendría tiempo para decir a la otra todo lo que había que contar. Cuando por fin, a las cuatro de la madrugada, se retiraron a sus respectivas habitaciones, no sin antes rescatar ceremoniosamente de su escondite la ducha portátil de Jessica, habían hecho el pacto de no decir nunca a nadie de Providence, Nueva York o Boston nada acerca de la otra más que el nombre seguido de la sagrada fórmula: «una chica muy simpática». Pacto que respetaron durante toda la vida. Lo primero que Billy vio al salir del ascensor al vestíbulo de la "Katherine Gibbs School" fue el rostro de la difunta Mrs. Gibbs, preservado con toda su implacable severidad, en el retrato que estaba colgado en la pared, encima del mostrador de Recepción. Billy pensó que no parecía mala persona, sólo daba la impresión de saberlo todo sobre ti, y no haber decidido todavía si le parecía bien. por el rabillo del ojo, observó que al lado del ascensor había una persona que examinaba los guantes, el sombrero, el vestido y el maquillaje (que tenía que ser discreto) de cada una de las muchachas. Esto, por lo menos, no era problema para quien, como Billy, tenía muy presente los usos y costumbres de Boston. Pero Gregg, por el contrario, sí era problema. Billy maldecía a Gregg y a Pitman, quienquiera que fuesen. Mientras, de hora en hora, sonaban los timbres zumbadores y Billy iba de la clase de taquigrafía a la de mecanografía para pasar después otra vez a la de taquigrafía y así sucesivamente, se preguntaba cómo podía haber gente tan cruel que inventara aquellos garabatos. Algunas de sus compañeras de clase tenían nociones de mecanografía; pero incluso las más 88
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optimistas pronto tuvieron que convencerse de que en el "Katie Gibbs" sus conocimientos no eran nada. Las alumnas del "Gibbs" tenían que alcanzar un nivel de aptitud que a Billy le parecía francamente indecente. ¿Esperaban que al terminar el curso ella pudiera tomar en taquigrafía cien palabras por minuto y pasarlas a máquina sin faltas a una velocidad mínima de sesenta? Sí; efectivamente. Antes de una semana, Billy comprendió que maldecir a Gregg y a Pitman era perder el tiempo. Había que aceptarlos como se acepta la ley de la gravedad. Aquello era igual que adelgazar. Tuvo que sufrir mucho, pero al final valió la pena. Cada una de las alumnas tenía su historia edificante de la muchacha que había salido de la academia de "Katie Gibbs" para convertirse en secretaria de un importante senador u hombre de negocios y había triunfado en la vida. Billy sintió que al fin acudía en su ayuda su fuerza de voluntad que le permitía aceptar el trabajo con la confianza de que al fin lo dominaría. Jessica estaba preocupada porque Billy carecía de lo que ella llamaba con cierto eufemismo "pretendientes". —Pero Jessica, en Nueva York no conozco a un alma. Además, estoy aquí para estudiar. Ya sabes que quiero hacerme independiente y ganar dinero. —¿A cuántos hombres miraste hoy, Billy? —preguntó Jessica haciendo caso omiso de los propósitos de su amiga. —¿Cómo voy a saberlo? Diez, quince tal vez… más o menos. —¿Qué puntuación les has dado? —¡Vaya! Yo no juego a eso. Lo dejo para ti. —Lo imaginaba. Si no miras ni puntúas, ¿cómo vas a encontrar ochos y nueves? —¿Qué importa eso? —Billy, estoy preocupada por ti. Eres un caso típico, como el del jinete que se cae del caballo y no vuelve a montar inmediatamente. Tienes miedo a los hombres a causa de lo que te ocurrió aquella vez, ¿no? —Jessica le hablaba con su vocecita de niña, pero Billy la conocía lo suficiente para saber que tras aquel dulce sonsonete había una inteligencia implacable y que era inútil contradecirla. Jessica veía a través de las paredes y a la vuelta de las esquinas. —Tal vez tienes razón —reconoció con cansancio—. Pero aun en el caso de que estuviera dispuesta a salir con un hombre piensa en la realidad. No puedo abordar a un nueve en la calle, ¿verdad? No, Jessica, no me mires así. Ni tú lo harías. La única solución es escribir a tía Cornelia para que movilice a sus amistades de Nueva York. Seguro que ella descubriría a algún "buen muchacho" que estaría conectado con Boston por el cordón umbilical. Lo que hubiera entre nosotros sería la comidilla del "Vincent Club" antes de una semana. 89
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No tienes idea de lo chismosa que es la gente de allí. no quiero que en Boston se sepa lo que yo hago con mi vida. Sacaré el título de "Gibbs", conseguiré un empleo fabuloso y trabajaré hasta conseguir el triunfo. Y no pienso volver a Boston en mi vida. —¿Y quién te habla de que te líes con alguien de tu mundo, pava? — preguntó Jessica con indignación—. Yo jamás lo haría. Ninguno de mis estupendos nueves tiene la menor idea de lo que es mi familia. Ni les importa un bledo saber de dónde procedo. Nunca se me ocurriría tener algo que ver con alguien que pueda conocer al que un día ha de ser mi marido, quienquiera que sea ese tío con suerte. El truco consiste en salirse. —¿Salirse? —¡Qué boba eres! —sonrió Jessica con indulgencia ante la incapacidad de Billy para apreciar las posibilidades de la vida—. Salir de tu mundo. No tienes idea de lo limitado que es. El que todos se conozcan, el que toda la gente de Boston, Providence, Baltimore y Filadelfia que conocen tus tías esté relacionada con la gente de Nueva York que tú puedes conocer a través de ellas no significa que cuando des un pasito, sólo un pasito, fuera de ese círculo no hayas de perderte de vista por completo. —No sé cómo —dijo Billy. A veces, Jessica se ponía terriblemente enigmática. —¡Judíos! —susurró Jessica con la sonrisa del gato más listo del barrio que acaba de hacerse con el monopolio de la nata y las sardinas—. Los judíos son perfectos. Ellos tampoco quieren liarse con muchachas judías de buena familia porque también se conocen todos entre sí, lo mismo que nosotros, y no quieren que la cosa se sepa. Por eso todos mis nueves son judíos. —¿Y qué harías si encontraras un diez judío? —Imagino que echar a correr como alma que lleva el diablo. Pero no te salgas por la tangente. Vamos a ver, ¿a cuántos judíos conoces? Billy la miró atónita. —Bueno, alguno conocerás —insistió Jessica. —Me parece que no. Como no sea ese dependiente tan simpático de la zapatería de Jordan Marsh… —Eres un caso perdido. Lo suponía. Pues te advierto que son los mejores —murmuró Jessica para sí, con una expresión soñadora y abstraída en sus ojos color lavanda, mientras su cerebro de matrícula de honor analizaba posibilidades. —¿Los mejores? —preguntó Billy. Nunca había oído decir que los judíos fueran los mejores, salvo tal vez tocando el violín, o jugando al ajedrez… Naturalmente, también estaba Einstein… Porque a Jesús no se le podía contar; se había convertido—. ¿Los mejores para qué? —Para follar, mujer —contestó Jessica con impaciencia.
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Billy se dedicó a los judíos con un entusiasmo que ni siquiera Jessica hubiese podido igualar. Descubrió que los judíos eran como París. Un mundo nuevo, libre, extraño y tanto más apasionante por cuanto que estaba prohibido. En aquel mundo desconocido y misterioso, ella no tenía secretos para nadie. ¿Una Winthrop? ¿De Boston? Tal vez históricamente interesante, pero, en la práctica, sin trascendencia. Ni siquiera los que habían estado en Harvard podían conocer a alguno de los primos de Billy, pues no habrían tenido ocasión de unirse a un club más selecto que el "Hasty Pudding". Pero, de todos modos, para no arriesgarse, Billy nunca veía a un muchacho de Harvard más de una vez y no se dejaba ni siquiera besar por él. Ni aunque fuera un nueve. Y nueves había muchos. Si sabía buscar, aquel mundo estaba lleno de maravillosos nueves, y muy pronto Billy se convirtió en una gran experta. La NBC, la CBS, la ABC, la Doyle-Dane-Bernbach, la "Agencia de Publicidad Grey", la "Newsweek", la "Viking Press", el New York Times, la WNEW, la "Doubleday", los cursos de capacitación para altos empleados de "Saks" y "Macy's"… la lista de los filones era larga, interminable. Billy desarrolló una gran habilidad para rehuir a los judíos alemanes, en especial aquellos cuya familia llevaba muchas generaciones en los Estados Unidos. En el momento menos pensado, uno de ellos te salía con que su madre era protestante y pertenecía a una familia que podía estar relacionada con el clan Winthrop. Billy aconsejó a Jessica que se dedicara preferentemente a los judíos rusos, a poder ser de la segunda o tercera generación, es decir, hijos o nietos de emigrados. También resultaban más divertidos. De la mano de los judíos, Billy descubrió su propia sensualidad. Poco a poco, aprendió a sumergirse en ella y dejarse arrastrar por la corriente. Tan pronto como cedió a sus apetitos, éstos aumentaron. Sentía avidez de esa sensación de absoluto poder que experimentaba al observar cómo un miembro viril bien colmado abultaba un par de pantalones bien hechos y saber que con un solo movimiento podría tenerlo en la mano, suave, palpitante, cálido. Sentía avidez de aquel momento electrizante en que la mano del hombre, explorando lentamente, se posaba al fin en el clítoris y lo encontraba ya inflamado y húmedo, abierto a su caricia tierna e insistente. Sentía avidez de esos instantes de espera que ella prolongaba hasta hacer casi dolorosos, antes de que un nuevo compañero separara los labios del pubis con el pene y ella percibiera por fin lo que sentía él cuando la poseía. Billy llegó a acumular tanta carga sexual que, a veces, en "Katie Gibbs", entre clase y clase, tenía que encerrarse en un lavabo, introducir un dedo entre los muslos, y friccionando rápidamente, provocar un orgasmo rápido, silencioso y necesario. Su taquigrafía mejoraba progresivamente. Billy recibió siete proposiciones de matrimonio de nueves a los que no quería y a los que, mal que le pesara, tuvo que renunciar. No hubiera 91
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sido honrado seguir el juego después de que ellos le hicieran proposiciones honorables. Durante el mismo periodo de tiempo, Jessica recibió doce proposiciones, pero de común acuerdo decidieron que había empate, ya que a Billy sólo se le declaraban los hombres que medían más de metro ochenta, mientras que la pequeña Jessica tenía un campo de acción mucho más amplio. En suma, cuando se acercaba el final de la primavera y Billy se disponía ya a examinarse, tras su curso de un año en el "Katie Gibbs", ambas decidieron que aquél había sido un año muy bueno, un año excelente. Era la primavera de 1963. Jack Kennedy era presidente de Estados Unidos y Billy, que iba a empezar su ronda de entrevistas en busca de empleo, encargó, a instancias de la tía Cornelia, a Halston, el sombrerero de Jackie Kennedy, que le diseñara un bonete. —Quiero que me haga inteligente, competente y chic, aunque no excesivamente chic —le advirtió. Aquel curso en "Katie Gibbs", con su férrea disciplina y su alto nivel de exigencias combinado con la revelación de las posibilidades de su cuerpo y su infinidad de usos, habían dado el toque final a la transformación que se iniciara en París. Aunque le faltaban cinco meses para cumplir los veintiún años, Billy tenía el aplomo de los veinticinco. Tal vez lo hacía su estatura, tal vez su manera de mantenerse en pie, como una bailarina esperando entre bastidores su entrada en escena, tal vez su acento de Boston que los años pasados en Emery, París y Nueva York habían suavizado, pero no borrado del todo, tal vez su forma de llevar la ropa… lo cierto es que Billy se destacaba entre la multitud con la nitidez de un flamenco entre una bandada de palomas. Una muchacha francamente extraordinaria. —¿Linda Force? —preguntó Jessica con incredulidad—. ¿Piensas trabajar para una mujer? ¿Después de todo lo que te he contado de Natalie Jenkins? ¿Cómo se te ha ocurrido? —En primer lugar, por el sueldo. Me dan ciento cincuenta a la semana, o sea, veinticinco más que los otros. En segundo lugar, es una empresa grande, con mucho campo para moverse y subir, subir… Además, mi jefa está muy cerca de la suprema autoridad. Es apoderada general y ayudante del misterioso Ikehorn en persona. Enseguida me cayó bien y yo a ella, y esto es muy importante. Hay que fiarse del instinto. —Bueno, después no digas que no te lo advertí —dijo Jessica con una lúgubre caída de hombros. Durante las semanas que siguieron a la incorporación de Billy a la Compañía, el gran despacho contiguo al de Mrs. Force permaneció vacío. Las oficinas centrales en Nueva York de las "Empresas Ikehorn" ocupaban tres plantas del edificio Pan Am y desde el despacho del presidente, situado en el piso treinta y nueve, se 92
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dominaba Park Avenue en toda su extensión, hasta los confines de Harlem. Ellis Ikehorn se encontraba de gira por todas sus subsidiarias del mundo. Su complejo de empresas, que Billy apenas empezaba a conocer, abarcaba diversos campos relacionados entre sí: inmobiliarias, industrias, madera, seguros, transportes, periódicos y finanzas. Linda Force hablaba con él por teléfono varias veces al día, en ocasiones durante más de una hora y, después de cada conversación, dictaba a Billy gran cantidad de cartas. Sin embargo, en las oficinas se respiraba una especie de calma veraniega, aunque no por ello los cientos de empleados dejaran de desplegar afanosa actividad. Cierto día en que Mrs. Force no tenía que almorzar sentada en su despacho esperando una conferencia transatlántica, invitó a Billy al restaurante y ésta aceptó encantada. Le inspiraba viva curiosidad aquella mujer un poco llena, de unos cincuenta años y pelo gris que vestía y actuaba con sencillez, pero cuya energía y serenidad eran evidentes. Mrs. Force tenía un aire de autoridad discreto y reposado, dominaba al dedillo los extensos y complicados negocios de las "Empresas Ikehorn", se tuteaba con los presidentes de todas las subsidiarias y, en ausencia de Ellis Ikehorn, su palabra valía tanto como la de él y era aceptada sin rechistar. Indudablemente, aquélla era una mujer que había triunfado. —Yo también pasé por "Katie Gibbs" —dijo Linda Force, después de pedir el almuerzo, sonriendo evocadoramente—. Un infierno, ¿verdad? —Un infierno —suspiró Billy, que estaba encantada al ver confirmadas sus teorías de cómo triunfar en la vida—. Pero vale la pena, ¿no le parece? —Desde luego. Aunque no se les puede atribuir a ellos todo el mérito. De cierto límite no pasan. —Cierto —convino Billy. Mrs. Force continuó, abstraída: —Cuando pienso que mientras fui a la Universidad no pude con la taquigrafía. Un crimen, desde luego. —¿Qué estudiaba en la Universidad? —preguntó interesada Billy. —Derecho. Durante el verano, seguía cursillos de Administración de Empresas —respondió Mrs. Force, bebiendo a pequeños sorbos el té helado—. Estudié en Columbia hasta que se acabó el dinero. Menos mal que había estudiado contabilidad durante el verano y pude sacar el título oficial sin perder mucho tiempo. Durante aquel último año, fui a "Katie Gibbs", para acabar de adquirir una base. —Linda Force atacó con apetito su ensalada de pollo. Billy estaba pasmada. En "Emery" cateó Álgebra y Geometría y odiaba dividir por más de tres cifras. Derecho, Contabilidad, Administración de Empresas… —Sí, parece difícil, pero cuando tienes que ganarte la vida… — continuó Mrs. Force mirándola animosamente—. Hace veinticinco 93
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años empecé exactamente donde está usted ahora, de secretaria de la secretaria de Mr. Ikehorn. —Pero es apoderada general —protestó Billy. —Eso no es más que un título que han querido darme. En realidad, soy su secretaria, una secretaria superejecutiva, no lo niego, pero de ahí no pasa. Y es un gran cargo, pues en este campo una mujer no puede ir más lejos. Después de todo, pensándolo bien, ¿qué podría ser yo? ¿Directora de fábrica? ¿Miembro del Consejo? ¿Asesora jurídica? Me falta preparación y ambición. Desde luego, sin mis conocimientos de Derecho y Contabilidad no estaría donde estoy. —¿No es excesivamente modesta? —preguntó Billy, desilusionada. —No sea ingenua, querida; sólo soy realista. A propósito, Mr. Ikehorn regresa el lunes y voy a tener que tomar a otras dos muchachas para que me ayuden. Cuando él está aquí, el trabajo se multiplica por tres. Usted tal vez no lo vea mucho, pero sabrá que ha llegado. —Seguro —dijo Billy con voz neutra. Conque no era más que una de las tres secretarias de la secretaria del jefe. Estaba atrapada. Sería una mala nota para su historial profesional el que no conservara su primer empleo durante un año por lo menos, especialmente en una empresa de tanto prestigio. «Billy Winthrop en Nueva York», pensó tristemente. En fin, por lo menos se ganaba la vida. Cuando el lunes por la mañana Ellis Ikehorn hizo su entrada en sus dominios, a Billy le pareció Napoleón al regreso de una campaña victoriosa. A la población de la oficina no le faltó más que ponerse en pie y prorrumpir en aclamaciones. Lo seguía un cortejo de mariscales de campo llevando pesadas carteras, indudablemente cargadas de botín. Pronto, el gran despacho de la esquina se convirtió en el puesto de mando. Billy pensó que lo único que faltaba era el sonido de las trompetas. Mrs. Force la presentó a Ellis Ikehorn cuando éste salía a almorzar. A Billy no le pareció un neoyorkino, sino más bien, un hombre del Oeste: alto, bronceado, con el pelo muy corto y muy blanco y cara de indio con párpados pesados, nariz aguileña y un profundo rictus a cada lado de una boca grande y enérgica. Aquella tarde, entre carta y carta, Ellis Ikehorn preguntó a Mrs. Force con aire de indiferencia. —¿Quién es la chica nueva? — Wilhelmina Hunnenwell Winthrop. De "Katie Gibbs". —¿Winthrop? ¿Qué Winthrop? —Los Winthrop de Boston, Playmouth Rock, Bay Colony, Massachusetts. Es hija del doctor Josiah Winthrop. —¡Canastos! ¿Y qué hace esa chica entre tus mecanógrafas, Lindy? Su padre es uno de los primeros investigadores del país en el campo de los antibióticos. ¿No subvencionamos su trabajo? Seguro que sí.
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—Sí. Entre otros. Su hija está aquí por lo que estamos todos: porque tiene que ganarse la vida. En su familia no hay dinero y usted debería saber que, aunque su padre tenga una beca de investigador, no puede ganar más de veinte o veintidós mil al año. El dinero que usted da es para comprar equipo y pagar los gastos del laboratorio, no para salarios. Ikehorn la miró con aire zumbón. Ella ganaba treinta y cinco mil al año, más opción a acciones, pero, ¡vaya si los valía! Desde luego, Lindy estaba al cabo de la calle de lo que ganaba cada quisque. —¿Has llamado al médico? —Dice que de acuerdo. Mañana por la mañana a las siete y media. No le hizo gracia la hora. —Que se aguante. —Ellis, eres un jodido milagro físico —dijo el doctor Nat Dorman, el más eminente especialista en medicina interna al oeste de Hong Kong. —¿Y…? —No tiene uno a menudo la oportunidad de ver a un hombre de casi sesenta años con el cuerpo de un tío de cuarenta y el cerebro de un crío de dos. —¿Y…? —Hemos comprobado todos los resultados un par de veces. Hemos hecho todos los análisis y "tests" que conoce la ciencia, más unos cuantos que yo he inventado sobre la marcha. O se nos ha escapado ni un poro de tu cuerpo. No hay motivo para que te sientas deprimido. —Pues lo estoy. —Lo creo. A pesar de mis súplicas, no te habías hecho un chequeo en cinco años. Si no te encontraras tan mal no estarías aquí. —¿Qué me pasa entonces? ¿Es la vejez? —Te he dicho que tenías el seso de un crío de dos años porque te tratas con absoluta falta de consideración. Los terribles dos los llaman. —¡Pues qué bien! —A los dos años, los críos agarran una pataleta cuando no consiguen lo que quieren. No paran un momento, meten mano en todas partes, duermen sólo cuando se caen de sueño, comen cuando están muertos de hambre y vuelven locos a los que tienen a su lado. —¿Algo más? —Durante varios meses de su vida, el niño de dos años no lo pasa bien porque no hace más que darse coscorrones. Afortunadamente para la especie humana, alrededor de los dos años y medio empieza a ser más sensato. —Ahórrate los rodeos, Nat. Y desembucha.
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—Ellis, tienes que dejar de maltratarte así. Físicamente estás bien, pero mentalmente te estás preparando un ataque al corazón. —¿Así que tengo que reducir el ritmo? —Evidentemente. Y no te hagas el sabio conmigo, Ellis. Hace años que nos conocemos. ¿Desde cuándo no lo has pasado bien? —Siempre lo paso bien. —Y supongo que por eso estás fastidiado. Yo hablo de diversiones. —¿Diversiones? Deja las diversiones para los críos, Nat, no seas cabrito. ¿Qué quieres que haga? ¿Jugar al golf? ¡Una mierda! ¿Coleccionar cuadros? ¡Otra mierda! ¿Bridge? ¡Mierda y media! ¿Política? ¿Aeronáutica? ¿Submarinismo? ¿Cría de pura sangres? ¿Fotografía de pájaros? ¿Mecenas del ballet? ¡Vamos, doctor! No soy tan viejo como para no poder hacer lo que me dé la gana; pero nunca me ha dado por la cultura ni por el deporte. —¿Y las chavalas? —Me sorprendes, Nat. —¡Y un huevo1 Desde que tengo el honor de ser tu médico, he podido darme cuenta de que sólo hay dos cosas que te gustan: el trabajo y las mujeres. ¿Cuánto tiempo dedicas últimamente las mujeres, Ellis? —El suficiente. —¿Cuánto, exactamente? —Hablas como un proxeneta. Desde que murió Doris, unas dos o tres veces a la semana, cuando hay ocasión. Si no la hay, menos: una vez a la semana, cada quince días. Quisiera yo ver cuánto tiempo te quedaba a ti para chavalas trabajando dieciocho horas al día, Nat. —Me estás dando la razón, Ellis. Será mejor que te organices. Búscate una mujer fija que no te cause problemas. Empieza a tratarte con consideración. Sé bueno contigo una vez en la vida. Tienes todo el dinero del mundo, pero no tienes todo el tiempo del mundo. Ya sé que es inútil decir que tengas calma, pero sí te diré que te aproveches. —¿Que me aproveche? ¿Cómo? —¿Y cómo puñeta voy a saber yo lo que tú quieres, Ellis? Tal vez quieras comprar el Taj Mahal y pasarte la vida sacando brillo a los mármoles. O tal vez quieras morirte cuanto antes. Con que vete a dar una vuelta al mundo una docena de veces y olvídate de lo que son unas buenas delanteras. ¿Quién puede saber lo que quieres hacer tú con la última parte de tu vida? Pero, sea lo que sea, empieza a pensar en ello. —Está bien, Nat. Lo pensaré. ¿Has dicho el cuerpo de un tío de cuarenta? —Eso es sólo una opinión médica. —Que es lo que yo te pedía. Y no sermones, fantasma. Dentro de seis años tendré derecho a asistencia médica gratuita y me libraré de ti. Hablas demasiado.
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Los dos hombres se levantaron y se dirigieron hacia la puerta del consultorio, afectuosamente cogidos por los hombros. Naturalmente Dorman era uno de los pocos hombres del mundo en los que Ellis confiaba plenamente. Billy y Jessica habían hecho el pacto de cenar juntas por lo menos una noche a la semana, pasara lo que pasara. De otro modo, con tantos compromisos sociales, corrían el riesgo de no verse durante semanas. —¿Cómo es Ikehorn, Billy? —Resulta difícil describirlo con detalle. Sólo lo he visto pocas veces y fugazmente, pero creo, bueno, estoy segura de que tiene que haber sido un diez. —¿Haber sido? —Jessie, tiene casi sesenta años. Quiero decir que, después de todo… —Hummm. Judío, ¿verdad? —El Wall Street Journal dice que sí y Fortune dice que no. El Journal dice, además, que su fortuna es de doscientos millones de dólares y Fortune, que sólo ciento cincuenta. En realidad, nadie lo sabe. En veinte años no ha concedido ni una sola entrevista y en el departamento de Relaciones Públicas hay seis personas que trabajan permanentemente para evitar que su nombre aparezca en los medios de comunicación, rechazar invitaciones a dar conferencias, etcétera. —Y tú, ¿cómo lo definirías? —Como un Robert Oppenheimer no judío. —Ajá… —… o un Nelson Rockefeller judío y más alto. —¡Cielos! —O tal vez un Lew Wasserman no judío. —¡Virgen Santa! —Por otra parte… —¡Sigue! —No te rías, ¿eh? Un Gary Cooper judío. Jessica la miró con ojos redondos. Era la mejor combinación que ella podía imaginar. —En suma, devastador. No suspires así, Jessie. Calma, muchacha… —Cuenta todo lo que sepas. ¿De dónde procede? ¿Cómo empezó? ¡Habla! —He estado haciendo pesquisas. Lo único que se sabe es que empezó con una vieja fábrica en Nebraska, una Compañía que estaba al borde de la quiebra. De dónde venía y qué hacía en Nebraska es un misterio. Consiguió que la Compañía enferma sanara y luego compró otra Compañía enferma. Cuando sanó la segunda Compañía, él compró otra, pero ésta ya no estaba enferma. Luego, con los beneficios de la fábrica de conservas compró la planta embotelladora y, con los de la planta embotelladora, la agencia de transportes que, 97
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a su vez, compró la Compañía de Seguros que compró la revista porque tenía una concesión de madera que le daba la materia prima para fabricar el papel que necesitaba para la imprenta que también había comprado… O quizá fue al revés. Bueno, así empezó. Ya lo sabes. —Ya lo sé. Muchas gracias por la información. —Recuerda que tú me preguntaste. Ellis Ikehorn observó, divertido, que empezaba a pensar seriamente en el consejo de Nat Dorman. De vez en cuando, durante una reunión o una conferencia telefónica, le volvía a la memoria una frase que había dicho el médico: «la última parte de tu vida». Naturalmente no había hecho hincapié en aquellas palabras, pero eran más graficas que todo lo demás. A Ikehorn nunca le importaron los cumpleaños, pero cuando se está a punto de cumplir los sesenta, empiezan a contar, te importen o no. En principio, no tenía nada en contra de la idea de ceder a sus caprichos. Pero no sabía cómo empezar. Doris, su esposa muerta diez años antes, tuvo caprichos en cuanto él empezó a ganar dinero, si capricho puede llamarse a mantener cuarenta gatos en un lujo fabuloso. Personalmente, a Ikehorn aquella afición le parecía engorrosa y patética, un pobre sucedáneo de los hijos que no habían tenido. Pero ella era feliz y andaba todo el día atareada con sus cruces, enfermedades y alumbramientos que ella insistía en atender personalmente, ayudada por dos veterinarios "por si acaso". Ellis decidió, pues, mantenerse al acecho de las oportunidades. Sería como buscar una nueva Compañía que comprar: una vez sabes lo que estás buscando, tarde o temprano lo encuentras. Una noche Billy despertó bruscamente. Jessica estaba sentada en la cama, sacudiéndola con fuerza. —¡Billy, Billy, guapa, ya ha sucedido! ¡Encontré al diez! Es el hombre más fabuloso del mundo y vamos a casarnos. —¿Quién? ¿Dónde? Vamos, no llores, Jessie, y cuéntamelo todo. —¡Pero si ya lo sabes, Billy! Es David, naturalmente. ¿Y quién si no él? —Jessie, David es judío. —¡Pues claro! Yo sólo me acuesto con judíos. —¿Pero no decías…? —He sido una estúpida. Creí que podría tenerlo todo controlado. ¡Ja! Además, entonces no conocía a David. ¡Estoy tan contenta, Billy! Casi no puedo creerlo. —¿Y qué dirá tu madre? ¿Cómo le va a sentar? —Peor le va a sentar a la madre de él. ¿No te he dicho que el padre de David es el principal accionista de la segunda financiera de Nueva York? Gracias a Dios, no siempre hice caso de tu consejo de 98
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mantenerme alejada de los judíos alemanes. Mi madre resistirá el golpe francamente bien y mi padre será el más feliz mortal de Rhode Island. Al fin y al cabo, tengo veinticuatro años, Billy, y a mi padre se le ha metido en la cabeza que vivo en pecado. —¡Qué mal pensado! ¡Una joven como tú! —mientras Jessica, con un movimiento de cabeza disculpaba las suspicacias paternas, Billy preguntó—: ¿Y los niños? ¿Qué serán, judíos o protestantes? —Ni idea. Además, los pobres conocerán a todo el mundo, a uno y otro lado, ¿cómo van a vivir su vida? En fin, allá ellos. Cuando tengan la edad, probablemente habrá otra manera —¡Oh, Jessie! ¿Qué voy a hacer sin ti? Ellis Ikehorn estaba impaciente. Linda Force aún no había llegado a la oficina y él había tenido que retrasar su salida para Barbados donde debía reunirse con los directores de dos de sus empresas madereras del Brasil. ¡Canastos, eran más de las nueve y tenía ya tres avisos de conferencia! Billy golpeó tímidamente la puerta del despacho. Desde el regreso de Mr. Ikehorn, era la primera vez que ponía los pies allí. él dictaba directamente a Mrs. Force, quien transmitía los dictados a las tres muchachas que ocupaban el despacho contiguo al de ella. —Perdone, Mr. Ikehorn. Mrs. Force acaba de llamarme por mi línea porque las de usted estaban ocupadas. Dice que seguramente tiene la gripe y que no se encuentra con fuerzas para levantarse de la cama. Que no se preocupe por ella, que la criada la cuidará y que siente muchísimo fallarle hoy. —Ahora mismo le mando a Dorman. ¿Que Lindy no puede levantarse de la cama? Debe de tener por lo menos pulmonía doble. No olvide el bloc. ¿Tiene que avisar a alguien de que se va a Barbados? —¿Cómo? ¿Irme con usted? ¿Así? —Naturalmente. Allí podrá comprar todo lo que necesite. —Él, alto y bronceado, hizo un movimiento de impaciencia con su cabeza de pelo blanco cortado a cepillo—. Al salir, ponga a una de las chicas en la mesa de Lindy para que tome los recados. Yo llamaré en cuanto lleguemos. Vámonos, es tarde. —Sí, Mr. Ikehorn. Mientras iban camino del aeropuerto donde les esperaba el "Learjet" de las "Empresas Ikehorn", Billy, sentada al lado de su jefe, tomaba nerviosamente al dictado carta tras carta. En el fondo de su corazón empezaba a sentir un vivo agradecimiento hacia Mrs. Katherine Gibbs. En dirección al Sur, Billy nunca había pasado de Filadelfia. Al salir del avión refrigerado, al aire húmedo, voluptuoso y perfumado de Barbados, le pareció acceder a una nueva dimensión de los sentidos. La caricia de la brisa era insinuante; el olor a tierra, penetrante, dulce y estimulante, y daba a Billy la impresión de que 99
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respiraba cosas que comprendía inmediatamente, pero que no llegaría a conocer del todo. La desorientaba aquella isla, con su rápida circulación por la izquierda, sus carreteras estrechas y sinuosas, sus pueblecitos color pastel, maleza de un verde intenso y su elegante "Shandy Lane", con sus viejos ladrillos, su columnata y sus pórticos. La suite de Billy se abría a la amplia playa sombreada de árboles. Desde allí le parecía dominar 180 grados de horizonte, con unas grandes nubes amarillas y violetas encima del sol poniente. Mr. Ikehorn le había dicho que tendría el tiempo justo para comprar todo lo que necesitaba para una estancia de dos días, en las galerías comerciales del hotel y ella, que se sentía sudorosa e incómoda con su traje de lana, se apresuró a elegir un par de camiseros de seda, sandalias, ropa interior, un bikini y una bata, amén de varios artículos de tocador. Llevó los paquetes a la habitación y volvió a bajar apresuradamente a tiempo de ver una impresionante puesta de sol antes de que anocheciera bruscamente y millones de insectos iniciaran un enervante concierto de zumbidos y chirridos. Al volver, Billy encontró debajo de la puerta una nota de Mr. Ikehorn, en la que éste le decía que cenara en su habitación y se acostara temprano. La reunión empezaría a la mañana siguiente, inmediatamente después del desayuno. Debía estar preparada a las siete. Durante los dos días siguientes, mientras Ikehorn y sus dos directores sudamericanos hablaban durante horas y horas, Billy y una secretaria brasileña tomaban rápidas notas, ponían comunicaciones telefónicas, y mientras los hombres almorzaban juntos, se daban un rápido baño en aquellas aguas cálidas y transparentes, con fondo de arena de coral. Nina, la secretaria brasileña, hablaba correctamente el inglés, y las dos muchachas comían juntas en una mesita situada a cierta distancia de los tres hombres. Cenaban todos en la terraza, sobre el mar, iluminada únicamente por cientos de velas. El hotel estaba medio vacío y así seguiría hasta la temporada de Navidad, en que se llenaría de familias que habían hecho las reservas con un año de anticipación. A la madrugada del tercer día, los sudamericanos volaron rumbo a Buenos Aires e Ikehorn dijo a Billy que estuviera lista para salir a mediodía. Alrededor de las once de la mañana, cuando el piloto llamó para comunicarles que el tiempo había cambiado y que se aproximaba un huracán, ya no hacía falta el aviso. Una cortina de agua caía entre sus ventanas y la playa. Por la arena se arrastraban las ramas desgajadas de los árboles que tenían un fruto pequeño y venenoso. —Será mejor que descanse, Wilhelmina —dijo Ellis Ikehorn—. Esto continuará hasta que se canse. Ahora es la época de los huracanes en el Caribe, por eso está casi vacío el hotel. Pensé que podríamos marcharnos a tiempo, pero ya es tarde. —En realidad, Mr. Ikehorn, aunque Wilhelmina es mi nombre completo, no lo uso. Todo el mundo me llama Billy. No creí oportuno 100
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mencionarlo mientras estaban aquí el señor Valdez y el señor De Heiro. —Haberlo pensado antes. Para mí ya es Wilhelmina. ¿O no le gusta? —No, Mr. Ikehorn, no es que no me guste, es que me suena raro. —En tal caso, llámeme a mí Ellis. También es raro. Billy guardó silencio. En "Katie Gibbs" no le habían dicho qué hacer en esta situación. ¿Qué haría Jessica? ¿Qué haría Madame de Vertdulac? ¿Qué haría la tía Cornelia? «Jessica —pensó Billy en una fracción de segundo— se pondría tan lánguida que se derretiría, la condesa le dedicaría una de sus sonrisas más enigmáticas y la tía Cornelia le llamaría Ellis sin más pamplinas.» Billy combinó las tres reacciones. —Ellis, ¿por qué no salimos a dar un paseo? ¿Será peligroso? —No lo sé. Vamos a verlo. ¿Tiene impermeable? No, claro. No importa. Póngase el bañador. Para Billy, dar un paseo bajo la lluvia era caminar bajo una fina llovizna en el parque del Boston Common. Pero aquello era como aguantar una catarata. Tenían que mantener la cabeza inclinada para no ahogarse. Instintivamente, los dos echaron a correr hacia el océano y se arrojaron al agua, como si así pudieran guarecerse de la lluvia. Tres camareros, a los que el diluvio había sorprendido en el bar de la playa, miraban con grandes risotadas a aquellos turistas chiflados que, después de chapotear unos minutos en el agua, echaron a correr sobre la arena mojada, camino de sus habitaciones. Cuando se reunieron para el almuerzo, Billy dijo: —Lo siento, Ellis. ¡Qué idea más tonta la mía! Yo por poco me ahogo y su gabardina quedó empapada. —Hacía tiempo que no me divertía tanto. Y a usted se le deshizo el peinado. El largo y grueso cabello de Billy, que ella llevaba hueco y lacado, al estilo de Jackie Kennedy, le caía ahora revuelto sobre los hombros, recién secado con la toalla. Vestía un camisero rosa intenso y con el ligero bronceado que había adquirido durante sus breves baños de mediodía, estaba más bonita que nunca y ella lo sabía. Ellis Ikehorn sentía vivamente el peso de la distancia que con su ironía ponía entre él y los demás. Ahora aquella distancia se diluía, se anulaba en el aire acondicionado del comedor que también parecía estremecido por el huracán. Naturalmente le había aconsejado que se aprovechara, pero ni siquiera un maniaco sexual como él podía referirse a una muchacha de veintitantos años, una Winthrop de Boston, la hija del doctor Josiah Winthrop. Mientras charlaban con amenidad durante el plácido almuerzo, los dos, Ellis Ikehorn y Billy iban pasando sucesivamente por cinco fases diferentes, sin que ninguno adivinara el pensamiento del otro. A un cierto nivel, mientras preguntaban y respondían preguntas intrascendentes acerca de sus vidas respectivas, hacían inventario del interlocutor. A otro nivel, como hace todo el mundo sin darse cuenta, 101
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tomaban nota de sus rasgos físicos: textura de la piel, tono muscular, brillo de la mirada, movimiento de los labios, lustre del cabello, modismos, ademanes, todo lo que el ojo ávido y vigilante puede registrar. A un tercer nivel, cada uno de los dos pensaba en acostarse con el otro. No ya en si lo haría, sino cómo y cuándo. A un cuarto nivel pensaban en las excelentes y justas razones por las que no debían, no podían siquiera pensar en ello. Y al quinto nivel, el último, los dos estaban seguros de que, por muchas razones que adujeran en contra, aquello ocurriría. Mientras corrían bajo la lluvia cálida y torrencial, habíase iniciado algo, una relación sensual que ni años de trato hubieran podido crear. Se habían saltado todos los preliminares y, mientras ingerían su civilizado almuerzo, mientras el gran hombre charlaba con sencillez para que su joven secretaria se sintiera cómoda y mientras la secretaria exhibía su exquisita educación y el debido respeto hacia el gran hombre, en realidad los dos estaban en celo como cualquier pareja de cualquier especie. Es éste un estado que, a pesar de los convencionalismos, nunca deja de advertirse, pues los humanos conservan todavía la suficiente percepción animal para sentir cuándo desean y son deseados. Después el almuerzo, Ikehorn propuso a Billy que se fuera a descansar, mientras él hacía una valoración preliminar de las reuniones con los brasileños. El teléfono no funcionaba y él no tenía más cartas que dictarle. En realidad, quería ganar tiempo. Necesitaba situarse a cierta distancia de aquella mujer. Desde que Ellis podía recordar, su instinto adquisitivo había determinado su conducta. Su éxito obedecía tanto a su afán de adquisición como a su talento para los negocios. Había establecido una escala que reflejaba porcentualmente en qué medida deseaba realmente algo. Para Ellis Ikehorn, había cosas que no merecían más que un 58% de inversión de tiempo y un 45% de inversión de energía. Otras merecían el70% de tiempo y sólo un 20% de energía. Cuando emprendía un nuevo negocio, éste, aparte las consideraciones puramente financieras, tenía que parecerle digno de un 80% de tiempo y de energía. De lo contrario, según había podido comprobar repetidamente , la decisión sería desacertada, por prometedora que pareciera la empresa. ¿Wilhelmina Winthrop? Aún no sabía si estaba portándose como un viejo idiota o como un niño idiota, pero la verdad era que la deseaba al 100%. Desde luego, no después de haber ganado sus primeros cinco, o tal vez diez millones. Ellis paseaba por el saloncito de la suite maldiciendo a Nat Dorman, a Lindy Force y al huracán, sintiéndose más feliz que en docenas de años y sin tener ni la más remota idea de lo que haría a continuación. Billy estaba sentada delante del tocador, cepillándose el pelo. Había decidido acostarse con Ellis Ikehorn. En su decisión no intervenía el cálculo; la idea le salía del corazón y del sexo. Deseaba a aquel hombre y, por inconcebible que pareciera, lo tendría, lo tendría inmediatamente, antes de que alguna circunstancia cambiara la 102
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oportunidad que el tiempo le ofrecía y, al pensarlo, contraía las pupilas en gesto de profunda concentración y se mordía los labios para que no le temblaran. Se puso su bata blanca transparente sobre la piel desnuda y, descalza y con paso firme de cazadora, cruzó el desierto corredor, camino de la habitación de Ellis. Cuando él oyó el golpe en la puerta, antes de abrir ya sabía quién era. Billy lo miraba en silencio, sin sonreír, altísima. Él la atrajo hacia el interior de la habitación, cerró la puerta con llave y, sin decir palabra, la abrazó. Permanecieron así un rato, sin besarse, como dos personas que se reúnen después de una larga separación, sintiendo el cuerpo firme del otro. Luego, ella lo llevó de la mano al dormitorio. Las cortinas estaban echadas y las lámparas de la cabecera, encendidas. Fuera, se oía el ruido del huracán. Bruscamente, arrancándose la poca ropa que llevaban los dos cayeron en la cama, consumidos por un deseo que anulaba barreras, escrúpulos, orgullo, edades y diferencias. Estaban al margen del tiempo. El huracán duró dos días. Billy llevó de su cuarto el maletín de mano, el cepillo del pelo y el de los dientes. De vez en cuando, se levantaban, llamaban al servicio de habitaciones y escudriñaban la playa, azotada por el viento y la lluvia, temiendo que aquello acabara. Mientras el huracán los envolviera como un capullo, no había otro mundo. Creían haber desterrado de su mente el futuro, pero seguía allí, latente. En sus largas y apasionadas charlas, no hablaron de él ni una sola vez. A la tercera mañana, Billy despertó con la impresión de que hacía sol. Se oía a los hombres que a docenas habían salido a rastrillar la arena, a los carpinteros que ya habían empezado a trabajar, a los perros que ladraban persiguiéndose por la playa. Con un ademán, Ellis indicó a Billy que no descorriera las cortinas y dijo a la telefonista que no le pasaran llamadas. —¿Durante cuánto tiempo podremos seguir jugando a los huracanes, amor mío? —preguntó ella mirándolo muy seria. —He estado pensando en eso desde las cinco. Desperté y vi que había dejado de llover. Tenemos que hablar. —¿Antes del desayuno? —Antes de que nada ni nadie del exterior entre en esta habitación. En el instante en que eso suceda, dejaremos de pensar con lucidez. Lo único que importa es lo que decidamos tú y yo. Ahora, hoy, podemos elegir. —¿Es eso posible? —Es una de las cosas que pueden comprarse con dinero. Hasta ahora no lo había comprendido. Podemos elegir con libertad. —¿Qué eliges tú? —preguntó ella con viva curiosidad, abrazándose las rodillas. Ni siquiera durante las reuniones de negocios lo había visto tan serio, tan dominante. —Yo te elijo a ti.
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—Ya me tienes. ¿O no lo sabías? El sol no cambiará nada. No voy a derretirme. —No te estoy proponiendo una aventura, Wilhelmina. Quiero casarme contigo. Quiero tenerte a mi lado el resto de mi vida. Ella movió afirmativamente la cabeza con lentitud, aturdida, incapaz de hablar, asintiendo con todo su ser a una idea que hasta entonces no se había ofrecido a su mente. Aunque habían pasado los dos últimos días aislados de todo, en la perfecta igualdad que les conferían la pasión y la total desnudez de sus cuerpos, en el fondo ella sabía que aquello no podía durar. Los separaban demasiadas cosas, demasiados años, demasiado dinero. Ella aceptaba la desigualdad de sus respectivas posiciones porque durante toda la vida había tenido que vivir en desigualdad. No se atrevía a esperar nada del futuro porque la vida le había enseñado que esperar era peligroso. Se había entregado libremente, sin esperar nada, porque deseaba a aquel hombre. Ahora también lo amaba. —¿Qué significa eso? ¿Sí o no? —aquel movimiento de cabeza podía indicar cualquier cosa, pensaba, azorado como un muchacho. —¡Sí, sí, sí, sí, sí! —Billy se arrojó sobre él y le obligó a tenderse en la cama, golpeándolo con los puños, para dar más énfasis a la respuesta. —¡Amor mío! No nos iremos de esta isla hasta que estemos casados. Me da miedo que puedas arrepentirte. Lo mantendremos en el mayor secreto posible. Podríamos pasar aquí la luna de miel o el resto de nuestra vida si tú quieres. Tengo que llamar a Lindy. Ella sabrá lo que hay que hacer. —Entonces, ¿no voy a tener una boda en la iglesia, con traje blanco y ocho primas vestidas de damas de honor y Lindy acompañándote al altar? —bromeó ella—. Sería la sensación del año en Boston. Tía Cornelia se encargaría de organizarlo todo. —¡Boston! Esto va a salir en todos los periódicos del país. "Viejo millonario se casa con jovencita." Tendremos que prepararnos para eso. A propósito, amor mío, ¿cuántos años tienes? ¿Veintiséis? ¿Veintisiete? —¿Qué día es hoy? —Dos de noviembre. ¿Por qué? —Ayer cumplí veintiuno —anunció ella con orgullo. —¡Canastos! —gimió Ellis ocultando la cara entre las manos. Al poco rato se echó a reír a carcajadas, murmurando a intervalos: «¡Feliz cumpleaños!», lo que parecía desatar de nuevo su hilaridad. Billy se contagió de aquella risa. Era todo un espectáculo, retorciéndose de aquel modo; pero ella no acababa de comprender qué era lo que tanto lo divertía. Durante los siete años siguientes, ningún departamento de Relaciones Públicas del mundo hubieran podido impedir que Billy y 104
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Ellis Ikehorn aparecieran constantemente en las páginas de revistas y diarios. Para los millones de personas que leían lo que se escribía acerca del matrimonio Ikehorn y veían las fotos de aquella mujer joven, aristocrática y magníficamente vestida y el hombre alto, delgado, de cabello blanco y nariz aguileña, ellos parecían encarnar la esencia del mundo del dinero y el poder. La diferencia de treinta y ocho años y el que Billy perteneciera a una de las más antiguas familias de Boston, les daban un aire de romanticismo del que carecían muchos matrimonios de la alta sociedad. La gente nunca dejó de especular sobre si Billy se había casado con Ellis por dinero. Evidentemente, ambos conocían el ambiente de su mundo y comprendían que esta mezquina pregunta tenía que estar presente en el ánimo de todos los que hablaban con ellos y que muchos supondrían que el dinero había sido el mayor atractivo que Billy había visto en Ellis. Sólo dos o tres personas sabían cómo quería Billy a su marido y cómo vivía sólo para él. Pero, ¿se hubiera casado con él de haber sido pobre? En el fondo, la pregunta carecía de sentido. Ellis era así porque era inmensamente rico. O quizás era inmensamente rico por ser así. Sin dinero hubiera sido diferente. Era como preguntar si Robert Redford seguiría siendo Robert Redford si fuera feo o si Woody Allen sería el mismo Woody Allen si no tuviera sentido del humor. Seis meses después de contraer matrimonio en Barbados, los Ikehorn se fueron a Europa, iniciando su larga serie de viajes. Su primera escala fue París, a donde Billy deseaba volver triunfante. Y triunfo. Una suite de cuatro habitaciones en el "Ritz", con vistas a la noble simetría de la Place Vendôme, se convirtió en su base de operaciones durante un mes. Sus habitaciones tenían el techo altísimo, las paredes pintadas de delicados tonos de azul, gris y verde, artísticas molduras recubiertas de oro de hoja y las camas más cómodas del continente. El mismo Ellis Ikehorn, a pesar de su prevención contra todo lo francés, tuvo que reconocer que no se estaba mal. Hacía aproximadamente dos años que Lilianne de Vertdulac despidiera a Billy en el tren que enlazaba con el barco que debía llevarla de regreso a los Estados Unidos. Ahora, ahora al observar el cambio que en tan poco tiempo se había producido en ella, se quedó boquiabierta. Era una diferencia como la que se advertía entre la joven Farah Diba, aquella estudiante bonita, un poco larguirucha y sencilla y la augusta consorte del emperador de Persia: la misma cara, la misma figura, pero un aire distinto, algo nuevo en su forma de moverse y de hablar, algo inesperado, espléndido, regio, y al mismo tiempo, completamente natural. Y Billy, a su vez, descubrió una faceta de la condesa que desconocía por completo. Lilianne coqueteaba con Ellis como si los dos tuvieran veinticinco años, le parecía delicioso el acento con que él, incómodo, 105
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musitaba alguna que otra palabra en francés, le llamaba mon Pauvre Chéri y exhibía su dominio del inglés con acento de Oxford. Trataba a Billy como si ésta fuera de su misma edad, la llamaba Wilhelmina al igual que Ellis e insistía en que Billy la llamara por su nombre de pila, lo cual a ésta le costó bastante trabajo. Ellis acompañaba a las dos mujeres a todos los desfiles de modelos. Pedían al conserje del "Ritz" que hiciera las reservas por teléfono, como suelen hacer los turistas que pasan por París, si bien el conserje no podía garantizar si los asientos serían buenos. Pero, las mismas directoras que dos años antes daban a la condesa asientos para la quinta o sexta semana de los desfiles y no siempre bien situados, ahora, al ver a Ellis, aquel caballero elegante y bronceado con su traje impecable de "Savile Row" y sin reparar apenas en Billy y Lilianne, inmediatamente les daban las mejores sillas del salón. Y es que, para merecer el cargo, la directora de una casa de alta costura debe poder identificar a un hombre rico y generoso antes de que cruce la puerta. Hay quien dice que tiene que olerlo a cien metros de distancia y con los ojos vendados. En primer lugar, fueron a "Chanel", cuyos conjuntos de dos mil dólares eran el uniforme de las elegantes de París. Por aquel entonces, las mujeres que almorzaban en el Relais Plaza del "Plaza Athénée Hotel", el "Snack" más elegante de París, dedicaban la primera hora de la comida a adivinar cuáles de las otras clientes llevaban un vraie y cuáles une fausse "Chanel". Había buenas imitadoras que podían reproducir los modelos en casi todos sus detalles, incluso con la cadena de oro que lastraba el forro de la chaqueta y le daba aquella caída perfecta; pero siempre había algo que delataba la imitación: un botón, un fleco del bolsillo dos milímetros demasiado largo o un milímetro corto, o el tono del tejido. En "Chanel", aconsejada todavía por Lilianne, Billy encargó seis conjuntos. También Ellis parecía tomar nota en uno de los pequeños blocs que les habían dado al entrar, utilizando su vieja "Parker" en lugar del lapicito de oro de la casa. Cuando subían por la Rue Cambon, de regreso al "Ritz" para el té, Ellis dijo: —Lilianne, dentro de diez días tienes la primera prueba. —Mon pauvre Chéri, ¿estás loco? —No. Encargué tres conjuntos para ti. El cinco, el quince y el veinticinco. No esperarías que aguantara todo el desfile sin divertirme un poco, ¿verdad? —Ni hablar —dijo Lilianne, escandalizada—. De ninguna manera. Eso nunca. Nunca, nunca. Muchas gracias, Ellis, pero no acepto. Ellis sonrió con indulgencia ante el asombro de la francesa. —No tienes escapatoria. La directora me prometió que se hacía responsable personalmente de que el trabajo empezara de inmediato. —Imposible. No me han tomado medidas. Y sin medidas no se hace nada.
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—Se trata de una excepción. La directora me dijo que podía adivinarlas. Ella tiene casi la misma talla. Seguirán adelante sea como sea. Si tú no los quieres tendré que regalárselos a la directora. —Eso es ridículo —protestó Lilianne con vehemencia—. Te dije durante el almuerzo que esa mujer siempre me fue antipática, Ellis, eso es chantaje. —Sí, puedes llamarlo así si quieres, ma pauvre chérie. —¡Oh! ¡Oh! —por primera vez en su vida, la condesa no encontraba las palabras adecuadas, a pesar de que el arte de encontrar las palabras adecuadas lo mama toda francesa con la leche materna. Ellis había encargado los conjuntos que ella misma hubiera elegido. Menos asesinar, Lilianne hubiera hecho cualquier cosa por ser dueña del cinco, el quince y el veinticinco. ¡Pero los tres! —Míralo de este modo, Lilianne: o aceptas o tenemos un disgusto y tú no querrás que esto suceda, ¿verdad? Ya sé que con mis bruscos modales norteamericanos te estoy poniendo en un aprieto, ma pauvre chérie, pero no puedes hacer nada. —Ellis trató de mirarla con severidad, pero sólo consiguió adoptar una expresión divertida. —En fin —dijo la condesa, apaciguada—, que estoy totalmente a tu merced, ¿no? Cuando se aprecia a un chiflado, no puede una exponerse a ofenderle. —Entonces, de acuerdo —concluyó Ellis. —¡Ah! Un momento. Mañana vamos a "Dior" y tienes que prometer que no me harás otra jugarreta. —Te prometo no encargar nada sin que antes te tomen las medidas —le dijo Ellis—. Pero esos trajes de "Chanel" eran de mañana, ¿verdad, Wilhelmina, amor mío? Billy asintió sonriendo con lágrimas en los ojos. Poder ofrecer algo a una persona que le diera tanto era un placer que ella desconocía. —Lilianne, necesitas algo para la noche, ¿verdad, Wilhelmina? Es natural. —No. En estas condiciones no voy con vosotros. —Por favor, Lilianne —suplicó Billy—. Ellis está pasándoselo tan bien. Y si tú no vienes, no me divierto. Necesito tu consejo. Tienes que acompañarnos, ¿sí? —Está bien —accedió la condesa, encantada—. En tal caso, os acompañaré. Pero Ellis tiene que prometer que para mí elegirá un solo modelo. Sólo uno. —Tres —propuso él—. Es mi número de la suerte. —Dos y no se hable más. —Trato hecho. —Ellis se detuvo en medio del iluminado corredor que comunica la parte posterior del "Ritz" con la anterior, bordeado de vitrinas en las que se exhibe lo mejor que ofrece París—. Cerremos el trato con un apretón de manos, pauvre chérie.
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La Prensa pronto quedó absolutamente fascinada por el vestuario de Billy. En general, la mujer rica, si llega a encontrar realmente su estilo, no adquiere una personalidad hasta varios años después de su matrimonio. Pero Billy contaba con la educación recibida de Lilianne de Vertdulac que la enseñó a apreciar sus ilimitadas posibilidades de la elegancia y ahora, con Ellis a su lado que le instaba a que vistiera con toda la perfección que siempre deseó, tanto para complacerse a sí misma como a él, Billy se convirtió en una de las clientes más importantes del mundo de la moda. Billy podía llevar cualquier vestido. La carta blanca que recibió a los veintiún años hubiera podido hacer caer en el ridículo a cualquier mujer con menos gusto y menos estatura. Pero Billy nunca se extralimitaba. El riguroso sentido de la perfección que le inculcara Lilianne y su buen gusto innato la mantenían alejada de los excesos. Sin embargo, en las grandes ocasiones, vestía con esplendidez. En una cena de gala celebrada en la Casa Blanca ella fue la figura más resplandeciente con un vestido de "Dior" de seda malva, un collar de esmeraldas que había pertenecido a la emperatriz Josefina y veintidós años. A los veintitrés años, cuando ella y su marido se retrataron a caballo en su rancho de treinta mil acres del Brasil, Billy vestía un sencillo pantalón "jodhpur", botas y camisa de algodón; pero dos semanas después, en la presentación de la colección de Yves Saint Laurent, lucía el conjunto estrella de la colección anterior mientras Ellis, que se había convertido en un habitual de París, le susurraba al oído el número de los modelos que él le recomendaba de un modo que a los aficionados al anecdotario del mundo de la moda recordó aquella colección de primavera de Jacques Fath, presentada en la sesión de gala en 1949, dieciséis años antes, en la que el difunto AliKhan, sentado al lado de una joven y resplandeciente Rita Hayworth, decretara: —El blanco para los rubíes, el negro para los brillantes y el verde manzana para las esmeraldas. También Billy tenía una colección de joyas principescas, de las que sus favoritos eran los Gemelos Kimberley, dos brillantes idénticos, de nueve quilates, montados en unos pendientes, según Harry Winston, las piedras más hermosas que él había vendido. Billy, a despecho de los convencionalismos, los llevaba a todas horas si que desentonaran en ningún momento. durante el vigésimo tercer años de su vida, Billy gastó más de trescientos mil dólares en ropa, sin contar pieles ni joyas. Una buena parte del dinero lo gastó en Nueva York, pues Billy, que tenía una talla ocho exacta de los modelistas norteamericanos, quería evitar las pruebas en París, que la mantenían durante muchas horas alejada de Ellis y de las diversiones de la ciudad. Fue el primer año en que apareció en la lista de las Diez Mujeres Mejor Vestidas. Poco después de su regreso a Nueva York, los Ikehorn alquilaron y decoraron uno de los últimos pisos del "Hotel Sherry Netherland" de la Quinta Avenida, en el que fijaron su domicilio. Desde las ventanas, 108
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dominaban una vista de la ciudad en un radio de 360 grados. A sus pies, se extendía, como un gran río, Central Park. Ellis Ikehorn seguía poseyendo la mayor parte de las acciones de sus empresas, pero dado que el grupo Ikehorn estaba constituido en Sociedad Anónima, el Consejo de Administración y los altos empleados habían sido elegidos por Ellis de manera que continuaran las actividades después de su muerte. Todos ellos poseían acciones suficientes para que su lealtad estuviera garantizada. Ellis descubrió que podía pasar cada vez más tiempo con Billy en lugares remotos. Cuando Billy cumplió veinticuatro años, compraron una villa en St.-Jean-Cap-Ferrat con unos jardines legendarios y terrazas que, como un enorme Matisse, descendían hasta el Mediterráneo. En el "Claridge" de Londres tenían una suite de seis habitaciones y mientras Ellis asistía a sus reuniones de negocios, Billy se dedicaba a ampliar su colección de objetos de plata georgianos y Reina Ana. Mandaron construir una casita en una escondida cala de Barbados en la que con frecuencia pasaban los fines de semana y también viajaban mucho por Oriente; pero, de todas sus residencias, la que los dos preferían era la mansión victoriana del valle de Napa, donde se cultivaban las uvas de su Château Silverado en un paisaje tan bucólico y sedante para el espíritu como el de la Provenza. Cuando Billy y Ellis estaban en Nueva York, la tía Cornelia, que había enviudado poco después de la boda, iba a pasar una o dos semanas con ellos. Entre Cornelia y Ellis llegó a existir una profunda amistad, por lo que él se sintió casi tan desolado como Billy cuando, unos tres años después de su matrimonio, Cornelia murió. Cornelia, para quien la enfermedad era, sencillamente, algo que no se hace, tuvo un primer y fatal ataque al corazón y murió como siempre había deseado, sin alboroto, de un modo rápido y bien organizado, sin despertar siquiera a los criados. Billy, que después de su matrimonio se había resistido a volver a Boston, pues la ciudad tenía para ella recuerdos muy tristes, tuvo que ir entonces, naturalmente, acompañada de su marido, para asistir a los funerales de Cornelia. Los Ikehorn se hospedaron en el venerable "Ritz-Carlton", modesto pariente del los "Ritz" que tan bien conocían ellos, el de Lisboa, el de Madrid y, el mejor de todos, el de París. No obstante, y salvando las distancias, el hotel conservaba cierto aire de familia, aunque, eso sí, bastante desvirtuado por el ambiente de Boston. Antes de salir para la iglesia de Chesnut Hill donde iba a celebrarse el oficio de difuntos y donde Cornelia sería enterrada, al lado del tío George, Billy se miró al espejo. Llevaba un sobrio conjunto de vestido y abrigo de lana negra de Givenchy, con un sombrero negro que había encargado por teléfono a Adolfo tan pronto como su prima Liza le dio la noticia de la muerte de Cornelia. Ellis vio que se quitaba los pendientes de brillantes y los guardaba en el bolso. —¿Sin pendientes, Wilhelmina? —preguntó. —Esto es Boston, Ellis. Aquí desentonan. 109
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—Cornelia solía decir que tú eras la única mujer que ella conocía que podía llevarlos con naturalidad incluso en la bañera. Parece una pequeña traición. —Lo había olvidado, cariño. Es verdad. ¿Por qué preocuparse tanto por Boston? ¡Pobre tía Cornelia! ¡Dedicó tantos años de su vida a tratar de convertir en cisne al pato feo! Tienes razón. Le haré los honores. A ella le gustaría. Billy volvió a ponerse los pendientes y al ver cómo reflejaban en el espejo la luz invernal con un nada fúnebre destello, murmuró para sí: —De lo más vulgar para la iglesia, sobre todo en el campo. Me gustaría saber si alguien se atreverá a decírmelo en la cara. Si alguien lo pensó, durante la versión bostoniana de convite fúnebre que tuvo lugar después del entierro en los salones de una mansión de Wellesley Farms, propiedad de una de las hermanas de la tía Cornelia, no lo dijo. Como suele suceder después de un entierro, la gente bebió bastante o, por lo menos, un poco más de lo habitual y al intercambio de saludos en voz baja de la primera media hora sucede un murmullo de animada conversación. Billy advirtió enseguida que ella y su marido estaban rodeados de un grupo de parientes que parecían sinceramente encantados de verla y algunos demostraban una familiaridad insólita. Ella esperaba oír comentarios tales como: ¿Qué nombre es ése de Ikehorn? Nunca lo había oído, Billy. ¿Dónde nació tu marido? ¿Cuál era el nombre de soltera de su madre? Pero nadie preguntó semejantes cosas. —No lo entiendo, Ellis —comentó cuando volvieron al hotel—. Esperaba que se mostraran corteses conmigo, pero algo fríos y distantes contigo, y sin embargo todos los tíos y tías te han tratado como si hubieras nacido aquí y mis primas han estado muy cariñosas. Hasta mi padre que hace años que no dirige la palabra a nadie más que a los microbios, te hablaba casi con animación. En mi vida lo había visto así. Si no fueran de Boston y no los conociera tan bien pensaría que estaban impresionados por tu dinero «No —pensaba Ellis—; no les impresiona el dinero, a no ser que ese dinero se entregue a sus hospitales, centros de investigación, Universidades y museos en nombre de Ellis y Wilhelmina Winthrop Ikehorn.» Se alegraba de haber hecho tantos donativos a las instituciones benéficas de Boston desde que se casó con Billy , esperando que, algún día, ella volvería a la ciudad. Su afán por proteger a su mujer en todos los aspectos de la vida era permanente. Con los años, ella llegó a vivir rodeada por completo de este círculo mágico, olvidando cada vez más incluso los menores problemas de la vida diaria y se acostumbró de tal modo a ver satisfechos todos sus deseos que se hizo despótica sin que ninguno de los dos lo advirtiera. Con un coche y chófer a su disposición durante las veinticuatro horas al día, incluso llegó a olvidar que hubo un tiempo en el que necesitaba paraguas. Mojarse los pies era una posibilidad tan remota como acostarse en una cama cuyas sábanas 110
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no se cambiaran a diario. Una habitación sin flores frescas era para Billy algo tan extraordinario como la idea de llenarse ella misma la bañera. Cuando los Ikehorn se trasladaban de residencia, llevaban consigo al chef, a la doncella personal de Billy y al ama de llaves para completar la servidumbre permanente. El chef, que conocía perfectamente sus gustos, diariamente sometía el menú a la aprobación de Billy y la doncellas era masajista diplomada y peluquera. Billy estaba mimada de un modo que sólo unos cuantos cientos de mujeres en todo el mundo pueden comprender. Esta especie de atenciones, aunque sean aceptadas con sencillez, insensiblemente van cambiando el carácter de una mujer y le dan una sed de dominio que llega a hacerse tan natural como la sed de agua. Ninguna de las personas que leían lo que los periódicos y revistas publicaban acerca de la vida de los Ikehorn entendía que si bien Billy y Ellis parecían formar parte de aquella sociedad privilegiada, en realidad siempre se mantenían al margen, sin unirse a ella. Vivían en un mundo aparte que hacía que las relaciones con los demás fueran no sólo innecesarias, sino imposibles. El matrimonio nunca se identificó con un grupo o círculo determinado. Pese a las fiestas que ofrecían y a las que ellos asistían, sus únicos amigos íntimos eran Jessica Thorpe Strauss y su marido. Cuando tenían que alternar con los socios de Ellis y sus esposas, Billy se sentía inmediatamente fuera de lugar. ¿Qué hacía ella allí sentada con aquellos señores de más de sesenta años y sus venerables esposas, mientras alrededor suyo había mesas de jóvenes de su edad? ¿No parecía ella la hija o la nieta de alguno de los presentes que la había llevado consigo para que no se quedara sola en casa? Sin embargo, cuando estaba a solas con Ellis los dos parecían tener una misma edad, una edad que no se medía por años. Formaban un equipo perfectamente conjuntado y aislado del mundo. Pero, a los veintisiete años, Billy advirtió con una sensación de angustia y miedo que Ellis había alcanzado ya la edad de la jubilación. Entre ese grupo de neoyorkinos , parisienses o londinenses que se retrataban en el Prix Diane, en Marbella, en Ascot o en los estrenos de Broadway, Billy se sentía bastante más en consonancia. Había bastantes jóvenes de su edad entre las mujeres maduras del gran mundo. A un cierto nivel, las herederas reciben las mismas atenciones que las grandes damas y la princesa Carolina de Mónaco o la princesa Yasmin Khan participan en los grandes acontecimientos sociales antes de cumplir los veinte años. Allí, en aquel mundo de fama y lujo, Billy y Ellis Ikehorn formaban una pareja enigmática y fascinante porque no consentían que quienes en cierto modo orquestan las actividades mundanas los encasillaran o los dominaran. El espectáculo les divertía, pero no lo tomaban en serio. Era como si el día en que decidieron casarse hubieran hecho un convenio tácito de
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no hacer concesión alguna a las cuestiones de prestigio o posición social. En diciembre de 1970, cuando Ellis tenía sesenta y seis años y Billy acababa de cumplir veintiocho, él tuvo su primer ataque cerebral. Fue leve y durante diez días pareció recuperarse rápidamente, pero un segundo ataque, mucho más grave, disipó toda esperanza. —Su cerebro trabaja, pero no sabemos en qué medida —dijo Nat Dorman a Billy—. El lado afectado es el derecho. Es una lástima, porque el centro del habla está situado en el lóbulo derecho del cerebro. Ha perdido el habla y tiene paralizado el lado derecho del cuerpo. —Estaba sentada frente a él, muy rígida, con la garganta blanca, crispada. A él le parecía estar clavándole un cuchillo en aquella piel tensa. Tenía que decirle toda la verdad ahora, mientras estaba todavía traumatizada—. Podrá comunicarse contigo con la mano izquierda, Billy, pero no puedo calcular el esfuerzo que será capaz de hacer. Ahora estará unas semanas en la cama pero, si no hay novedad, después podrá permanecer sentado en una silla de ruedas relativamente cómodo. He contratado a tres enfermeros para que se turnen a su lado durante las veinticuatro horas del día. No podrá prescindir de ellos mientras viva. Ya hemos empezado una terapia física para mantener el tono de los músculos del lado izquierdo. Billy asintió en silencio, mientras manoseaba un clip. —Billy, lo que más me preocupa es que si os quedáis en Nueva York, Ellis pueda llegar a padecer de claustrofobia. En cuanto pueda estar en la silla de ruedas, deberías llevarlo adonde pueda estar al aire libre, moverse, estar en contacto con la Naturaleza, ver crecer las plantas. Billy pensó en los viejos que había visto en las calles de Nueva York, conducidos hacia Central Park en sus sillas de ruedas, con una manta sobre las rodillas, un buen abrigo, una bufanda y los ojos vacíos de expresión. —¿Adónde quieres que vayamos? —Probablemente, San Diego es la ciudad que mejor clima tiene de todo el país —contestó Nat—. Pero allí te morirías de aburrimiento. Y no debes caer en la trampa de pensar que tienes que estar sentada al lado de Ellis cada minuto de cada día durante el resto de su vida. Él lo pasaría peor que tú. ¿Me escuchas, Billy? Sería cruel y él no podría decirte lo que piensa. Billy asintió. Lo escuchaba y sabía que tenía razón, pero en aquel momento aquello no parecía importante. —Comprendido, Nat. —Creo que lo mejor sería que os fuerais a Los Ángeles. Allí podrás tener amistades. Pero eso sí, tendréis que instalaros en la parte alta, encima de la franja de smog. Ellis no puede respirar smog en su 112
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estado porque en realidad sólo trabaja un pulmón. Busca una casa en Bel Air. Yo iré a veros por lo menos una vez al mes. Allí hay muy buenos médicos. Te mandaré a los mejores. Desde luego, yo iré con vosotros, para dejarlo bien instalado. El doctor Dorman no podía soportar el ver a Billy allí sentada, inmóvil y erguida como una reina y perdida como una niña. Hubiera sido mucho mejor para los dos si Ellis hubiera muerto. Él temió que pudiera suceder algo así desde el día en que se enteró de su matrimonio. Supuso que también Ellis tenía sus temores. Ello explicaría aquel tren de vida que Nat Dorman sabía era impropio de su viejo amigo y la forma en que Ellis se había lanzado a un mundo del que siempre se mantuviera apartado, como si su único afán fuera hacer que Billy gozara de la vida. —¿Estás seguro de que no podríamos vivir en Silverado, Nat? A Ellis le gustaría más estar allí que en un lugar desconocido. —No te lo recomiendo. Id durante la vendimia, si queréis; pero procura estar cerca de un buen centro médico el mayor tiempo posible. —Mañana enviaré a Lindy a comprar una casa. Estará lista en cuanto Ellis pueda viajar. —Creo que puedes preparar el traslado para mediados de enero — dijo Nat poniéndose en pie para marcharse. Mientras lo acompañaba hasta la puerta, Billy percibió un acento doloroso en su voz que él procuraba mantener inexpresiva. En realidad, Nat conocía a Ellis mejor que nadie en el mundo, salvo ella misma. Y sin embargo, él no podía demostrar su sentimiento, tenía que limitarse a tratar de los hechos y a ser una ayuda, no un doliente. Ella quería ofrecerle un consuelo, aunque bien sabía que en aquella situación no lo había. Cuando él se hubo puesto el abrigo, ella apoyó las manos en sus hombros y lo miró con una sonrisa, la primera desde que Ellis tuvo el segundo ataque. —¿Sabes lo que voy a hacer mañana, Nat? Saldré a comprarme ropa. No tengo absolutamente nada para California.
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CAPÍTULO V En su colección de recuerdos sentimentales había uno que Valentine tenía en especial aprecio. Ni siquiera era un retrato de familia, sino una amarilla foto de periódico, una de los cientos que se hicieron el 24 de agosto de 1944, día en que los Ejércitos Aliados liberaron París. En ella se veía a soldados norteamericanos de cara sonriente, agitando los brazos desde lo alto de los tanques que subían por los Campos Elíseos y a franceses casi delirantes de alegría que se encaramaban a los carros blindados y repartían indiscriminadamente ramos de flores y besos entre los jubilosos y esperados liberadores. 114
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Uno de aquellos soldados, que no aparecía en la foto pero sí figuraba en el glorioso desfile, era su padre, Kevin O'Neill, y una de aquellas francesas que lloraban de alegría era su madre, Hélène Maillot. De algún modo, durante el frenético Cafarnaum de aquel día, Kevin y Hélène permanecieron juntos el tiempo suficiente para que el pelirrojo comandante del tanque pudiera anotarse el nombre y la dirección de aquella pequeña midinette de enormes ojos verdes. La unidad acorazada de Kevin quedó estacionada en las afueras de Vincennes y, antes de que al término de la guerra de Europa, regresara a los Estados Unidos, el joven se había casado con la francesa. Kevin O'Neill tramitó el viaje de Hélène lo antes que pudo y el matrimonio se instaló en un apartamento de planta baja de la Tercera Avenida de Nueva York, donde el jovial y tempetuoso irlandés, que se había criado en un orfanato de Boston, aprendía rápidamente el oficio de impresor. Hasta 1951, año en que nació Valentine, su madre trabajó para Hattie Carnegie. Aunque era bastante más joven que muchas de las expertas oficialas de aquel ilustre taller, su pericia en el oficio, adquirida en París, era impecable y antes de tres años era ya cortadora especializada en los tejidos más difíciles de manejar: sedas, gasas y terciopelos. Cuando nació Valentine, Hélène O'Neill dejó el taller y se dedicó alegremente a la vida domestica, entregándose con entusiasmo a su otra gran habilidad: la cocina. A Valentine, mucho antes de que la niña pudiera entender idioma alguno, Hélène le hablaba siempre en francés. Cuando Kevin estaba en casa, se hablaba inglés, y qué jaleo de discusiones, chirigotas y ternezas se armaba entonces, pensaba Valentine. Ella no guardaba nítidos recuerdos de aquellos primeros años de su vida, pero aún podía sentir, y seguiría sintiéndolo siempre, aquel ambiente de alegría y amor que envolvía a la pequeña familia, como si vivieran en una islita resguardada y risueña. La música de aquella época eran canciones de Francia: Yves Montand, Charles Trénet, Jean Sablon, Maurice Chevalier, Jacqueline François, Edith Piaf. La única forma en que su madre dejaba traslucir de vez en cuando cierta nostalgia era con esos discos, y con la letra de una canción que solía cantar y que decía: J'ai deux amours, mon pays et Paris… En el verano de 1957, cuando Valentine tenía seis años y estaba a punto de empezar el primer grado, Kevin O'Neill murió en cuestión de días, de una pulmonía vírica. Antes de una semana, su viuda decidió regresar a París. Hélène O'Neill tenía que ganarse la vida y Valentine necesitaba una familia a la que querer y ahora sólo la tenía a ella. Toda la gran familia Maillot vivía en las afueras de Versalles, y si madre e hija se quedaban en Nueva York, estarían solas. En el ramo de la alta costura, los empleos de categoría superior a la de simple oficiala o no se encuentran o salen por chiripa. En el París de los últimos años cincuenta, las mujeres que trabajaban en las 115
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grandes casas de modas estaban tan consagradas a su trabajo como si hubieran hecho votos. En especial las cortadoras, que detenían la responsabilidad de todo un taller con treinta o cuarenta oficialas, vivían sólo para la gloria de la casa. A veces parecía que, fuera del ambiente de histerismo febril pero controlado de su Maison de coûture, no tenían vida y casi todas envejecían en el servicio, en el que sus dotes eran muy apreciadas y su idiosincrasia creaba tradición. A principios del otoño de 1957, en el peor momento del año, inmediatamente después de la presentación de las colecciones de otoño, sucedió lo increíble: una cortadora de Pierre Balmain, uno de los pilares de la casa, se fugó con el novio. Él era un fondista de Marsella, maduro y vigoroso que, después de cuatro años de ir aplazando la boda por culpa de las colecciones de primavera y las colecciones de otoño, le dijo que debía decidirse de una vez a tomarlo o dejarlo. La cortadora, que tenía cerca de cuarenta años, se miró al espejo, comprendió que su novio tenía razón, e inteligentemente, levantó el campo sin avisar a nadie. Al día siguiente, cuando se descubrió la felonía, la indignación de toda la casa "Balmain" por poco no hizo arder el número 44 de la Rue François Premier. Aquella misma tarde, Hélène O'Neill se presentó en "balmain2 en busca de trabajo. Normalmente, hubiera tenido que entrar de primera o segunda oficiala, pero "Balmain", ante el alud de pedidos para la temporada más rentable del año, no tuvo más remedio que admitirla de cortadora. Antes de la noche, el fornido savoyard sabía ya lo afortunado que había sido. Las finas manos de Hélène manejaban el chiffon con la autoridad y la paciencia que la tela exigía. Su prueba de fuego fue cuando tuvo que probar un vestido a Marlene Dietrich, que de costura sabe tanto como el que más y es más exigente que el que más. La prueba transcurrió sin una sola palabra y toda la casa lanzó un suspiro de alivio e incredulidad. Para que la Dietrich no dijera nada, el trabajo tenía que ser absolutamente perfecto. Madame O'Neill tenía asegurada la reputación de maga… y la plaza. La cortadora trabajaba muchas horas. En una casa como "Balmain", que viste no sólo a mujeres ricas, sino también a atareadas actrices, se prueba desde primeras horas de la mañana hasta la noche. Si una cliente llega tarde, y todos los días se retrasa alguna, el apretado programa de trabajo se convierte en una frenética carrera contra reloj. La cortadora pasa de pie o de rodillas todo el día, menos la hora del almuerzo, y al llegar la noche está al borde del colapso. Cuando se prepara una colección, trabaja hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, probando los nuevos modelos a muchachas que suelen desmayarse de cansancio. Durante los años cincuenta y sesenta, la alta costura francesa trabajaba no tanto en la preparación de los nuevos "estilos" pregonados con tanto sensacionalismo por las revistas de modas como en el ajuste del vestido, el traje o el abrigo. Sin buenas cortadoras, cualquier casa de modas, por muy inspirado 116
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que fuera el creador, se hubiera ido al agua antes del año. (Actualmente, cuando únicamente unas tres mil mujeres en todo el mundo se visten en las casas de modas de París, éstas siguen abiertas para la venta de artículos de confección y perfumes, ya que con la alta costura pierden dinero. De todos modos, sin ella, el mundo sería un lugar menos interesante.) Al poco tiempo de trabajar en "Balmain", Hélène O'Neill comprendió que no podía vivir en Versalles, en el seno de su familia. Si, además de la jornada de trabajo, tenía que soportar todos los días el viaje de ida y vuelta en aquel abarrotado tren de cercanías, no le quedarían las energías necesarias para realizar su difícil labor. Encontró un pequeño apartamento para ella y Valentine en un viejo edificio situado en una red de callejuelas cerca de "Balmain" e inscribió a la niña en una escuela próxima. Los domingos y fiestas, madre e hija pasaban el día con alguno de los hermanos y hermanas de Hélène que vivían muy cerca unos de otros y rivalizaban entre sí para mimar a la hermana viuda y a la sobrina huérfana. Todos los colegiales franceses almuerzan en casa. La casa de Valentine era el taller "Balmain". A la edad de seis años y medio, la niña estaba acostumbrada a introducirse por la puerta del personal, procurando no llamar la atención, donde el portero la saludaba con un ceremonioso apretón de manos. Después de cruzar silenciosamente los corredores desiertos por el éxodo del almuerzo, Valentine encontraba a su madre esperándola en un rincón de su taller, uno de los once que había en la casa. En la cesta de Hélène había siempre algo caliente, nutritivo y apetitoso que madre e hija compartían. Muchas empleadas se llevaban también el almuerzo de su casa y muy pronto Valentine se vio adoptada por cuarenta mujeres, algunas de las cuales no se hablaban entre sí desde hacía años, pero todas tenían una palabra cariñosa para la hijita de Madame Hélène, tan buena y huérfana de padre. Por la tarde, al salir de la escuela, Valentine no quería estar sola en casa, y arrastrando su pesada cartera, volvía a su rincón del taller donde se concentraba rápidamente en sus deberes o contemplaba con interés el ajetreo que reinaba en la sala. Procuraba siempre no estorbar a nadie y, al cabo de unos meses, se había convertido en una figura tan familiar, quietecita en su rincón, que las mujeres, bastante toscas e irreverentes, hablaban entre sí con toda libertad, como si la niña no estuviera. Valentine oía maravillosos relatos de las explosiones de genio que se producían en los probadores, de las buenas y malas cualidades de clientes llamadas Bardot, Loren y duquesa de Windsor, de las peleas casi hasta la muerte que se libraban entre una première vendeuse y su compañera por la colocación de las sillas en los desfiles o la posesión de una nueva cliente y de las extravagancias y escenas de celos que se registraban en la cabine donde se vestían las maniquíes: unas muchachas espectaculares, con los ojos muy pintados, llamadas Bronwen, Lina o 117
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Marie Thérèse. Pero lo que más fascinaba a Valentine durante el tiempo que le dejaban libre sus deberes no eran los cotilleos, sino el trabajo que nunca se detenía, el proceso por el que de una tela blanca y rígida se cortaban unos patrones que, al cabo de varias semanas, un mínimo de ciento cincuenta horas de trabajo manual y tres o más pruebas, puntada a puntada, se convertían en un traje de noche de chiffon para la duquesa de La Rochefoucauld, que ya en aquel tiempo valía de dos a tres mil dólares. Desde luego, los mandos superiores de chez "Balmain" ignoraban que en uno de los talleres prácticamente se estaba criando una niña. Pierre Balmain, a pesar de su amabilidad, y Madame Ginette Spanier, la todopoderosa directora que regia la casa desde su mesa situada en lo alto de la escalera principal, hubieran visto el caso con no muy buenos ojos. Alguna que otra vez, en las raras ocasiones en que Madame Spanier, pelo negrísimo, soberbia, explosiva y exuberante, irrumpía en el taller para mediar con pleno éxito en un conflicto que amenazaba con degenerar en revolución, Valentine se escondía detrás de una percha llena de trajes de noche que con tal objeto estaba colocada al lado de su sillita. Cuando por fin Hélène terminaba su última prueba y la cliente partía en su coche —porque, en aquel entonces, cada temporada se congregaban en París entre veinte y treinta mil mujeres para equiparse en las grandes casas de costura—, madre e hija se iban andando a su casa. Después de la cena, Valentine tenía siempre algún deber que terminar aunque no había noche en que no preguntara a su madre acerca de los incidentes del día en Balmain. Los detalles del oficio la fascinaban. Quería saber la función de cada costura y cada ojal. ¿Por qué Madame Dietrich había hecho retocar el forro de una falda seis veces? ¿Acaso no se trataba de un simple forro y no del vestido? ¿Por qué los talleres de sastrería estaban completamente separados de los de modistería? ¿Por qué la chaqueta y la falda de un traje se hacían en un taller y la blusa y el chal en otro, si todo formaba parte del mismo conjunto? ¿En qué consistía aquella gran diferencia, prácticamente insalvable, entre cortar lana y cortar seda? ¿Por qué los cortadores masculinos se especializaban en prendas sastre y las cortadoras en las más vaporosas? Hélène despejaba casi todas sus dudas sin dificultad, pero era incapaz de responder a la pregunta que más interesaba a Valentine: —¿De dónde saca las ideas Monsieur Balmain? Finalmente, tuvo que decirle: —Si yo lo supiera, hija, sería Monsieur Balmain, o quizá Mademoiselle Chanel o Madame Grès. Y las dos se echaron a reír. Pero Valentine seguía intrigada. Un día, a los trece años, empezó a dibujar sus propias ideas y encontró la respuesta. Simplemente, las ideas acudían; eso era todo. Una las imaginaba y luego trataba de
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dibujarlas y, si no resultaban, procuraba averiguar por qué y luego volvía a dibujarlas una y otra vez y otra. Pero eso no era todo, desde luego. Tenías que saber si los diseños que dibujabas se adaptarían a la figura. Valentine cosía muy bien. hacía ocho años que su madre la enseñaba. Pero, en el mejor de los casos, sabiendo coser sólo podía aspirar a un empleo como el de su madre que parecía resultar cada vez más agotador. O a trabajar de modista, copiando los modelos de las grandes colecciones para una clientela de la clase media. Ya en aquel entonces Valentine consideraba que semejante futuro no era muy prometedor. Valentine nunca fue una colegiala francesa como las demás. Cuando llegó a París, a los seis años, era una niña americana pelirroja y turbulenta, preparada para adaptarse fácilmente al primer grado… en Nueva York. De la noche a la mañana, tuvo que convertirse en una colegiala francesa, una más de la legión de pálidas, esforzadas modosas criaturas de quienes se espera que consagren sus jóvenes vidas al estudio. La más pequeña escuela rural francesa da a sus alumnos una educación que para sí quisieran muchos grandes colegios norteamericanos. La niña se adaptó bien y a los diez años estudiaba latín, se iniciaba en Molière y Corneille, perfeccionaba su exquisita caligrafía y pasaba largas horas deambulando por el laberinto de la gramática francesa que sólo se aprende a base de machacar durante años y años. Valentine era una persona muy atractiva. Sus rasgos finos, delicados e inteligentes, eran típicamente galos. Pero su complexión, aquel pelo tan rojo, aquellos ojos tan verdes, de mirada vivaz y maliciosa, las tres pecas de la nariz y aquel cutis tan blanco, eran típicamente célticos. Incluso con el uniforme de las escuelas oficiales francesas — un delantal descolorido, siempre un poco corto, encima de una blusa de manga larga o manga corta, según la estación—, Valentine se destacaba de las demás. Tal vez era la forma en que se ataba en la nuca con cinta de cuadros sus gruesas trenzas de las que se escapaban los rizos. Tal vez era su vitalidad, imposible de reprimir dentro de los rigurosos límites de la docilidad estudiantil. Valentine nunca fue una medianía. Era la primera de la clase en inglés y dibujo y la última en aritmética. Del comportamiento, será mejor no hablar. Durante su época de adolescente, Valentine era la única muchacha del colegio que coleccionaba discos de los Beach Boys; todas las demás adoraban a Johnny Halliday. Como quien cumple una obligación, todos los sábados por la tarde, Valentine iba a ver películas norteamericanas, e iba sola para no distraerse. Aunque pensaba en francés, procuró no olvidar el inglés, como suele ocurrir con las lenguas que se hablan de corrido en la niñez y no vuelven a usarse. Siempre recordaba que era medio norteamericana, aunque nunca hablaba de ello, ni siquiera con su madre. Para Valentine, la doble nacionalidad era como un talismán. Algo demasiado precioso — y demasiado remoto— para exhibirlo. 119
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Cuando Valentine iba a cumplir dieciséis años, decidió que no tenía por qué seguir estudiando. A los dieciséis años, podía dejar la escuela y ponerse a trabajar. ¿De qué le serviría aprender de memoria páginas y páginas de literatura francesa o saber más matemáticas si lo que ella quería era diseñar modelos? Porque Valentine sería diseñadora, aunque por el momento ella era la única que lo sabía. Aunque en París hubiera existido una Escuela de Diseño o un Instituto Tecnológico de la Moda, como los de Estados Unidos, en aquella época, Valentine no hubiera podido pagarse los estudios. Para ella no había más camino que entrar en un taller de aprendiza. A una aprendiza no se le pide que sea creativa. Ni siquiera los grandes cortadores tienen por qué ser creativos. La creatividad se deja para el couturier, el modista que suele aprender el oficio trabajando para otros modistas, a menudo en calidad de dibujante. Incluso la misma Chanel carecía de conocimientos técnicos cuando empezó con aquella tienda de sombreros que le puso su amante de la época. Los diseñadores que saben cortar y coser, como Monsieur Balmain y Madame Grès son la excepción. Pero pocos diseñadores habrán empezado tan modestamente como Valentine. En 1967 se convirtió en una midinette, una de las esclavas de la coutûre. Consiguió el empleo gracias a su madre, pero a partir del día en que empezó a trabajar tuvo que asumir su propia responsabilidad. Una midinette puede estropear un metro de brocado que vale doscientos dólares y entonces ya ha terminado. Una midinette puede tardar más de la cuenta en hilvanar un dobladillo y entonces ya ha terminado. El precio de cada vestido de una colección se calcula a base del coste de cada puntada, cada cierre, cada palmo de galón, cada botón y cada hoja de papel de seda necesaria para embalarlo en la gran caja blanca de "Balmain". Una midinette descuidada puede costar a la casa el beneficio de un traje o un vestido. Durante cinco años, desde 1967 hasta 1972, Valentine fue progresando constantemente, de midinette a medio-oficiala y de medio-oficiala a oficiala y en sólo cinco años dio un salto que normalmente requiere veinte, si es que llega a darse. Pero ella tenía sobre las demás la ventaja de las enseñanzas que había recibido de su madre. A partir de entonces tuvo ocasión de aprender la parte del negocio que se realiza fuera del taller. Después de los dos primeros años, a menudo tenía que ir a los probadores en los que princesas, artistas de cine y esposas de los más ricos magnates sudamericanos pasaban horas y horas en ropa interior, sudando en el ambiente asfixiante y perfumado de aquellos cuartitos, muchas veces con lágrimas de rabia y desilusión al verse con sus vestidos nuevos. Valentine aprendió a adivinar en cuestión de segundos el momento en que la cliente trataría de echar la culpa a la casa "Balmain" de que a ella no le sentara el traje como a la maniquí que era diez centímetros más alta y pesaba quince kilos menos. Aprendió también 120
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las tácticas a emplear en estos casos, tácticas adquiridas a lo largo de años por vendedoras curtidas, astutas y cínicas. De las clientes, que a menudo tenían que permanecer de pie durante horas con sus preciosos zapatos de tacón alto, hechos a mano, aprendió a conocer el poder de la vanidad y la terquedad en la determinación de poseer el vestido ideal, a costa de todos los sacrificios. Valentine aprendió más cosas acerca de las mujeres en general y de las mujeres ricas en particular de las que una jovencita de su edad debe saber. Valentine podía asistir a los ensayos de los desfiles de las nuevas colecciones, realizados sólo para el personal, en los que figuraban los vestidos en los que ella había trabajado y cientos de modelos más que veía por primera vez, lucidos por las maniquíes de paso rápido y nervios a flor de piel. Podía oír a Balmain y a sus ayudantes deliberar acerca de las joyas, los guantes, el sombrero o la estola de piel que habían de completar cada conjunto. Valentine tenía un buen gusto innato que ahora, en casa "Balmain", podía desarrollar día a día. Poco a poco, descubrió qué vestidos y qué conjuntos se venderían más y cuáles no se venderían nunca, ni siquiera cuando fueran a parar a las perchas de oferta, una vez se diera por terminada la colección. Estos vestidos son manoseados por las mujeres que como buitres esperan la ocasión de comprar unas prendas que durante cuatro o cinco meses han llevado a diario las maniquíes que suelen sudar como los caballos de una carrera al cruzar la línea de meta, mientras piensan si habrán inducido a alguna cliente a encargar el modelo, ganando así una pequeña comisión. Valentine nunca se dignó comprar un vestido de saldo. No lo hubiera comprado ni de haber podido permitírselo. Ella se hacía todos sus vestidos, y eran vestidos muy originales. Desde luego, Valentine nunca se hubiera presentado en el taller llevando algo que no fuera la tradicional falda negra, jersey negro y blusa blanca; pero incluso aquellas sobrias prendas, cuya función consistía en acentuar la gran diferencia existente en el mundo de la costura entre clientes y obreras, resultaban especiales cuando las llevaba Valentine, aunque no lo suficiente para llamar la atención. La muchacha se había cortado su pelo rizado y rebelde lo más corto posible y guardado las cintas de cuadros en un cajón. Parecía una trabajadora como las demás… siempre que no se la mirase atentamente a la cara, y las clientes de la casa, absortas en su propia imagen, casi nunca lo hacían. Aunque Valentine tenía el genio vivo, nunca le molestó tener que disfrazarse de aquel modo. La misma Madame Spanier, vestida por Balmain, siempre llevaba un traje muy sobrio, negro o gris, sin más adorno que el inevitable collar de perlas de tres vueltas. Pero en el taller se decía que poseía magníficos trajes de noche que lucía cuando ella y su marido asistían a las soirées de gala de París con sus íntimos amigos Noel Coward, Laurence Olivier, Danny Kaye y la terrible Marlene Dietrich. 121
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Pero los domingos y días de fiesta Valentine podía vestir como quisiera y entonces lucía sus modelos. Desde los catorce años, ella fue su propia maniquí y su madre le cortaba y probaba los vestidos. Después de todo un día de estar clavando alfileres en prendas de mujeres desconocidas, Hélène O'Neill trabajaba gustosa horas enteras en las creaciones de su extraordinaria hija. Desde luego, ella no decía a Valentine que era extraordinaria. Ésta sólo era la opinión de una madre, acaso un poco reprimida porque no quería pecar de vanidosa; pero aquella muchacha delgada, viva e inteligente, con el genio brusco y cambiante de su padre y las manos hábiles y el espíritu práctico de su madre, se salía de lo corriente. Hélène O'Neill estaba segura de ello, aunque se tratara de su hija. Desde el mismo día en que empezó a diseñar, Valentine sabía que aún en el caso de que consiguiera que el propio Monsieur Balmain se fijara en sus bocetos, no serviría de nada. No importaba lo que él pudiera pensar de su talento: el estilo de Valentine no iba con el tono de la casa, que consistía en crear prendas lujosas para mujeres ricas. Valentine no diseñaba para multimillonarias de mediana edad que pasaban la vida en bailes de caridad o en almuerzos en el "Ritz". Cuando Valentine dibujaba un vestido, no pensaba en la majestuosa Begum Agá Khan ni en la envarada princesa Grace. En su imaginación, ella diseñaba para otra clase de clientela. Pero, ¿dónde estaba aquella clientela? Ella sabía que sus clientes existían. Pero, ¿cómo encontrarlas? «No importa», se decía con gran optimismo, sólo comparable a su viva impaciencia. Todo saldría bien, tenía que salir bien. y cruzaba corriendo la Rue François Premier, hacia la "Bell Féfé", el café de toldo rojo que era casi un anexo de la casa "Balmain" en busca de un té bien cargado para una rolliza condesa inglesa que acababa de anunciar que iba a desmayarse, a pesar de que la prueba del vestido para la boda de su hija todavía no estaba ni a la mitad. Hélène O'Neill estaba mucho más delgada. Sus manos manejaban las telas con la habilidad de siempre, pero las pruebas eran cada vez más largas, pues ella tenía que quitar y poner los alfileres varias veces antes de sentirse satisfecha y las clientes se impacientaban. Valentine había aprendido de su madre a cocinar y lo hacía tan bien como ella, pero ahora muchas noches Hélène no podía terminar los platos que le preparaba su hija. De vez en cuando, si creía que estaba sola, dejaba escapar un gemido de dolor. Cuando Valentine consiguió convencerla para que fuera al médico — «¿Qué saben los médicos?», decía con una mueca de desdén— a Hélène no le quedaban más que unos meses de vida. Hélène O'Neill, muerta a los cuarenta y ocho años, de un cáncer que se desarrolló rápidamente, fue llorada por todo el personal de "Balmain", que acudió en peso a su entierro, en el viejo cementerio de Versalles. Una semana después, Valentine se presentó en la Embajada de los Estados Unidos, en la Place de la Concorde, llevando su certificado de 122
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nacimiento que su madre conservó siempre cuidadosamente, junto con los documentos de su matrimonio y los papeles del Ejército de su marido. Valentine no había hablado de su propósito de solicitar un pasaporte norteamericano con nadie, ni con los sensatos pero poco imaginativos parientes de su madre, ni con ninguna de sus compañeras de "Balmain". Ahora, al encontrarse sola, actuaba por puro instinto, dejándose guiar por los impulsos que siempre percibiera en su interior. Todavía no había cumplido los veintidós años, pero tenía ya cinco de experiencia en "Balmain", hacía un año que era primera oficiala y, sin tener que pensárselo mucho, sabía que si se quedaba en París, seguiría siendo primera oficiala durante otros cinco años y luego, sin duda, cortadora. Y aquí terminarían sus progresos. A no ser que se casara y se retirara, por supuesto. Pero la idea de convertirse en un ama de casa más interesada en el precio del kilo de carne de buey que en el ambiente del gran mundo al que había estado tan insidiosamente expuesta en el enrarecido aire de los salones de alta costura de París… ¡Ah, no! Sus primas, las clásicas jovencitas de clase media, que admiraban con entusiasmo sus vestidos pero, por lo demás, tenían muy poco de qué hablar, la aburrían. De todos modos, la última vez que se enamoró fue a los dieciséis años y del joven cura de Versalles que decía la misa del domingo e incluso aquella pasión, deliciosa pero prohibida, apenas duró seis meses. No, no, París no era para ella, pensaba Valentine mientras lloraba a su madre. Mandaría los muebles a Nueva York y, después de avisar a "Balmain" con un mes de antelación, sacaría sus ahorros y los de su madre del "Crédit Lyonnais" y se iría en busca de fortuna a los Estados Unidos. ¿Acaso no era lo tradicional? Durante los quince años que Valentine estuvo ausente de Nueva York, la ciudad había cambiado y, desde luego, para empeorar, según pensaba la muchacha mientras avanzaba con incomodidad por las calles adyacentes a la Tercera Avenida en las que jugara siendo niña. Ahora apenas podía abrirse paso entre la multitud que plácidamente hacía cola a la puerta de los cines, como si lo más importante fuera el acto o acaso el arte de hacer cola y no la película en sí. Valentine pasó una semana recorriendo aquellas calles que recordaba vagamente, en busca de un apartamento barato, pero "Bloomingdale's", esa fabulosa flor de la cultura norteamericana, y la proliferación de cineclubs habían puesto de moda el barrio y los alquileres eran exorbitantes. Entre sus ahorros y la herencia, Valentine había reunido una buena suma de dinero que le permitiría mantenerse mientras buscaba trabajo de diseñadora. En el peor de los casos, con su dominio del oficio, en una fracción de segundo podría encontrar empleo en cualquier taller de confección de la Séptima Avenida; pero Valentine 123
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no quería ganarse la vida cosiendo. Para eso no había dejado ella a sus parientes y, lo que más le dolía, a toda una colección de madres y tías adoptivas que hicieron de su último mes de estancia en "Balmain" una sucesión de escenas de llanto, con el consiguiente retraso de gran cantidad de pruebas y la natural consternación del propio Monsieur Balmain. A tal extremo llegaron las cosas —se había hecho esperar no ya a una baronesa de Rothschild, sino a dos— que la jefa del taller de Valentine pidió nada menos que a Madame Spanier que tratara de convencer a Valentine para que se quedara en Francia. Pero Madame la Directrice, aquella quintaesencia de la mujer de negocios francesa para las transacciones comerciales, poseía un intrépido corazón británico. Aunque hija de francesa, había nacido y crecido en Inglaterra y se sentía inglesa en un 85 por ciento y neoyorkina en un 16 por ciento. Después de mirar atentamente el rostro despierto e inteligente de Valentine y de enterarse de que la joven hablaba correctamente el inglés, la sangre aventurera de Madame Spanier hirvió de emoción ante las posibilidades que barruntaba para la joven. Para ella, nada más divino, más apasionante ni más fabuloso que triunfar en Nueva York, y así se lo dijo a la atónita Valentine. Ni soñar con malgastar su vida en un taller. ¿Acaso ella, Jenny Spanier, no empezó vendiendo regalos en el sótano de "Fortnum and Mason's" en Londres, y enseguida pasó a ser la vendedora del Príncipe de Gales cuando él iba a encargar sus regalos de Navidad? Desde luego, Valentine debía marcharse. Y cuando volviera sería en calidad de cliente y la casa le haría un precio especial. Al recordar su conversación con Madame Spanier, Valentine cobró nuevos ánimos y decidió seguir el consejo del conserje del pequeño hotel en el que se hospedaba mientras buscaba piso. El hombre le dijo que en toda la ciudad había viejos edificios de oficinas —aunque no se anunciaban, pues la ley no lo autorizaba o existía algún impedimento— cuyas buhardillas estaban disponibles. Los suelos eran demasiado viejos para sostener máquinas pesadas, pero si ella no era muy exigente podía habilitarse como vivienda. Valentine visitó cuatro buhardillas, a cual más ruinosa. La quinta estaba en un edificio de la Calle 30. El conserje le dijo que había otras tres buhardillas habitadas, una por un matrimonio que trabajaba por las noches, otra por un apacible anciano que llevaba diez años escribiendo un libro y otra por un fotógrafo. Las dos habitaciones que Valentine visitó, por lo menos no tenían agujeros en el suelo y algo que percibió en el ambiente, tal vez las ventanas orientadas al Hudson o las dos claraboyas del techo le recordaron París. Valentine la alquiló inmediatamente, mientras se preguntaba si estaría condenada a sentir siempre nostalgia. En París, gastaba todo el dinero que apartaba para sus gastos en películas y discos norteamericanos. Y ahora, en Nueva York, la atraía un lugar que por su forma y su luz evocaba París. Antes de dos semanas había sacado 124
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los muebles del almacén y los había colocado de modo similar a como los tenía en París. Para sentirse realmente en casa no necesitaba más que una despensa bien provista. Y salió a hacer una expedición de aprovisionamiento que terminó con el salvamento de las dos botellas de vino realizado por Spider. Cuando, después de dar buena cuenta de las provisiones de paté y queso que Valentine había comprado, Elliott se marchó, la muchacha se dijo que, una vez vencida la timidez que sintiera al recibir por primera vez en su vida a un hombre en su apartamento, podía considerar a su vecino un hombre simpático. Desde que Valentine cumplió dieciséis años, sus primas francesas siempre estaban presentándole muchachos, pero ninguno de ellos respondía ni remotamente a la idea que ella se hacía de los hombres. Incluso se había permitido desdeñar a buenos partidos que, por tener un empleo seguro en la "Renault" o en alguna de las fábricas de las afueras de París, disponía de cochecito propio. Los que no le parecían excesivamente infantiles, le resultaban serios y aburridos como abuelos prematuros, tan reposados y solemnes que Valentine los imaginaba presidiendo, incluso antes de casarse, una larga mesa poblada de descendientes. Valentine sin darse cuenta había creado su ideal masculino a base de las películas norteamericanas del sábado por la tarde. Había visto Butch Cassidy nada menos que nueve veces, Bullitt, seis, y Bonnie and Clyde, ocho. Su ideal era una mezcla de Redford, Beatty, Newman y McQueen. No era de extrañar que no lo encontrara entre los franceses de la clase media. Comparada con cualquier muchacha norteamericana de su edad, en el aspecto sexual Valentine era muy poco sofisticada. A sus casi veintidós años, todavía era virgen. Hasta los dieciséis, tuvo que pasar las noches haciendo deberes. A partir de los dieciséis, trabajaba nueve horas al día en un oficio que, a pesar del ambiente lujoso en que lo practicaba, era tan pesado como cavar zanjas y por las noches diseñaba y cosía con su madre. Sus escasos ratos libres los dedicaba al cine, al que iba sola, y a su familia de Versalles, por lo que no tenía tiempo ni ocasión para aventuras sexuales. ¿Cómo no iba a ser virgen en semejantes circunstancias?, se preguntaba indignada. A regañadientes, se había dejado besar por alguno de aquellos muchachos tan sosos que le presentaban. Valentine tenía un carácter franco y brusco y nunca sintió la necesidad de aprender a coquetear. No iba con su manera de ser. La única vez que Valentine ardió de pasión fue por un cura que ni siquiera era su confesor, lo que hubiera dado cierta emoción al caso. Y todo el mundo creía que las francesas eran tan sexy, tan descaradas, tan oh-la-la, como si el arquetipo de Mademoiselle de Armentières no hubiera cambiado desde la Primera Guerra Mundial. ¡Qué disparate!, se dijo enfrascándose en su colección de números el Women's Wear Daily que abarcaba las tres últimas semanas.
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Valentine que, en ocasiones con resultados desconcertantes pasaba de un extremo a otro, combinaba la lógica gala con la imaginación céltica. Y, como suele ocurrir en estos casos, no se entendía a sí misma. El que careciera de experiencia sexual no quería decir que le faltara capacidad para la sensualidad. Esta capacidad la tuvo siempre, aunque reprimida por la vida que llevaba en París, que le exigía un gran esfuerzo de concentración y un fuerte desgaste de energía. De todos modos, sin que ella se diera cuenta, su sensualidad había encontrado un modo de manifestarse, una válvula de expansión, en el único sector de su vida diaria que era totalmente suyo: sus diseños. Estos tenían una cualidad que normalmente sólo puede expresar una mujer, una cualidad que los franceses llaman du chien. La mujer que tiene du chien tiene algo que no es chic, ni es elegancia ni es glamour pero, no obstante, se inscribe en la misma categoría. Chic es la manera en que una mujer lleva una prenda, no la prenda en sí. Elegancia es la línea y la calidad de la prenda, la línea de la figura que luce la prenda y el talento de la persona para combinar los detalles. Glamour, una palabra indefinible, cuyo equivalente no existe en ningún otro idioma, es un combinado de sofisticación, misterio, magia y cine. Chien es algo picante, descarado, divertido y tentador, algo que advierte al mundo masculino de que allí va una mujer que se sale de lo corriente. El chic y la elegancia no tienen nada de sexualidad y el chien lo tiene absolutamente todo de sexualidad. Catherine Deneuve tiene glamour, pero Cher tiene chien. Jacqueline Bisset y Jacqueline Onassis tienen glamour, pero Susan Blakely, Brenda Vaccaro, Sara Miles y Barbra Streisand tienen chien. Y también Becky Sharp y Escarlata O'Hara. Y Valentine O'Neill, tanto en su persona como en su trabajo. El chien suele advertirse sólo por su efecto en las demás personas, por lo que era normal que Valentine ignorara que lo tenía, puesto que durante toda su vida tanto en la escuela como en el taller, había estado rodeada únicamente por mujeres. Chien es uno de los atributos de una mujer que sólo acusan los hombres. Las otras mujeres no lo advierten ya que no provoca en ellas reacción alguna. Valentine empezó a comprar el Women's Wear Daily el mismo día en que llegó a los Estados Unidos. Para todo aquel que, en cualquier aspecto, creativo o ejecutivo, de la industria de la moda, esté relacionado con el importantísimo negocio que es la venta de prendas de vestir, este periódico es absolutamente indispensable. Tanto si fabricas botones en Indiana, como si produces zapatillas de tenis en Japón, como si te dedicas al diseño de estampados en Milán, como si eres jefe de Compras de unos grandes almacenes en Wisconsin o estás relacionado de algún modo con la cuarta industria de los Estados Unidos, tienes que leer Women's Wear Daily, o demuestras ser tonto de remate. Es el diario comercial más importante del mundo. Además, pública excelentes críticas de arte, fascinantes crónicas de Washington, interesantes indiscreciones del mundo del 126
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cine y el teatro y magníficos artículos de fondo. Y por último, trata de diseño y de los diseñadores y de la gente que lleva los trajes más bonitos y asiste a las mejores fiestas del mundo. Una mujer de la alta sociedad que tuviera que elegir entre Women's Wear Daily y todas las revistas de modas y de sociedad del mundo, siempre se quedaría con el diario. Sólo con leer el Women's Wear, Valentine había podido hacerse una idea bastante concreta de los lugares en los que debía buscar empleo, y el lunes siguiente a su inesperada cena con Spider, salió de casa ataviada con su mejor y más original conjunto de traje y abrigo y accesorios a juego y llevando bajo el brazo su carpeta de bocetos. Sabía exactamente lo que deseaba ser: ayudante de diseñador. Todo diseñador que se precie ha de tener un ayudante que realice sus bocetos, que actúe de intermediario entre el diseñador y el taller, que instale la pizarra a la que saltarán las nuevas ideas y que, en ocasiones, proporcione las ideas. Cuando murió Anne Klein, su ayudante, Donna Karan, desconocida hasta entonces, se convirtió de la noche a la mañana en una heroína al crear una perfecta colección "Anne Klein". En la actualidad, tiene sus propios ayudantes y el negocio es más próspero que nunca. A la vista del Women's Wear, Valentine hizo una larga lista de los diseñadores cuyo trabajo admiraba y fue localizándolos con ayuda de la guía telefónica. El centro del diseño de los Estados Unidos se encuentra alojado en unos cuantos edificios de oficinas de la Séptima Avenida. Nada más leer la lista de arrendatarios de las oficinas, colocada en el vestíbulo, Valentine se quedó sin el poco aliento que le quedaba después de abrirse paso entre la multitud que llenaba las calles y los pasillos para no hablar de la multitud que llenaba los ascensores. El centro de la Séptima Avenida es una pesadilla para quien sufra de claustrofobia; tan concurrido como todas las calles de Hong Kong concentradas en unos cuantos edificios anodinos, carentes de toda gracia. En la sala de exposición de cada mayorista hay una recepcionista de ojos penetrantes que mira a un redactor-jefe de Harper's Bazaar con igual suspicacia que al rabino hasídico que hace una colecta para su templo. Pero Valentine tenía una especial habilidad para tratar con mujeres suspicaces. Cualquier vendeuse de alta costura parisiense trata a las personas que están por debajo de ella con la severidad de una matrona de prisión. Valentine sabía que sólo la más descarada desfachatez podría dar resultado. —Me llamo Valentine O'Neill —se anunció con aire decidido de tranquila arrogancia que había observado en las grandes clientes de chez "Balmain" y exagerando su acento francés. —Quisiera ver a Monsieur Bill Blass. —¿De qué se trata? —Haga el favor de decir a Monsieur Bill Blass que Valentine O'Neill, la ayudante de Monsieur Pierre Balmain, desea verlo. 127
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—¿De qué se trata? —Asuntos de negocio. Acabo de llegar de París y no tengo tiempo que perder, por lo que agradeceré que llame a Monsieur Blass en mi nombre. A veces no daba resultado; en ocasiones le decían que volviera más tarde; pero casi siempre su gesto de autoridad, su elegante vestido y su aire de confianza en sí misma bastaban para que se le abriesen las puertas del despacho del diseñador, o, lo que era más frecuente, las de su ayudante. Nadie parecía poner en duda su afirmación de haber sido ayudante de Balmain. A pesar de su juventud, estaba tan en su papel que generalmente se le permitía mostrar sus bocetos. A los diseñadores de la Séptima Avenida no les gusta pasar por alto a posibles nuevos talentos. También ellos fueron un día ilusionados principiantes y saben que en cualquier carpeta se puede encontrar algo bueno. Pero 1972 era un año muy malo para buscar una oportunidad en la Séptima Avenida con la carpeta llena de diseños que se apartaban por completo de lo corriente. La industria de la confección acababa de salir del baño de sangre de la falda midi. Las ventas nunca fueron peores, pues las mujeres americanas se negaron a comprar ropa nueva y se aferraron con gesto de rebeldía a los viejos pantalones durante varias temporadas. Nadie sabía qué dirección tomar, pero todo lo nuevo era mirado con desconfianza. —Elliott, en tres semanas me han rechazado veintinueve diseñadores. Si me dices que no me desanime, te tiro este pollo a la cabeza. Spider había adquirido la costumbre de acompañar a Valentine en sus visitas del sábado a las tiendas de comestibles italianas de la Novena Avenida. Con el pretexto de ayudarla a acarrear los montones de provisiones que ella compraba, se enteraba de sus proyectos culinarios. Su modelo de turno no guardaba en la nevera más que la crema para refrescarse el cutis. Las noches en que Spider no llevaba a su chica a cenar, procuraba hacer el mayor ruido posibles al subir la escalera. Valentine, que se lamentaba de que no era divertido cocinar para una persona sola, esperaba hasta oír el disco de Ella y Louis A Foggy Day in London Town que él solía poner y entonces deslizaba por debajo de la puerta un papel que decía: Pot-au-feu o Choucroute Alsacienne. Elliott era la única persona que ella conocía en Nueva York y no veía el motivo por el que tuviera que cenar sola. ¿Era eso un disparate? —No es cuestión de ánimo —respondió él—. Creo que has enfocado mal todo el asunto. Quieres que te contraten a vista de unos diseños que les dejan helados de miedo. A mí tus ideas me parecen fenomenales, pero yo no tengo que ganarme la vida haciendo ropa ni devanarme los sesos pensando qué querrán ponerse las señoras de Oshkosh. Te has adelantado a tu tiempo y en este país no te 128
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entienden, y tú no lo reconoces porque eres una testaruda. Por buenas que sean tus ideas, no puedes embuchárselas a la gente a la viva fuerza. —¿Y qué sugieres? —lo miró furiosa—. Si yo no encuentro empleo pronto, tú vas a morirte de hambre. —Eso es un golpe bajo. ¡Mira tú esta bruja francesa! ¿Cuántas veces te he pedido que me dejes pagar a mí? —la atrajo por los hombros, decidido a no enfadarse. —Hoy pagas tú, Elliott. Lo pagas todo. Y la lista que he traído es larga. —¿Por fin te rindes? ¡Bien! Y ya que estás sensata y razonable, ¿no me harías otra pequeña concesión? —¿De qué se trata? No me fío de ti, Elliott. —Haz unos cuantos diseños nuevos. Prepara otra carpeta. Olvida todas tus ideas acerca de cómo deberían vestir las mujeres en el mejor de los mundos y date una vuelta por la ciudad observando lo que llevan las mujeres, no las muy ricas ni las pobres sino las de en medio, de más de dieciocho y menos de sesenta años. Valentine dejó caer tres tomates en una caja, machucándolos sin contemplaciones, y lo miró horrorizada. —¿Quieres que copie? ¿Que base mis diseños en lo que ya se lleva? Es una idea repugnante, una ordinariez, es… una bajeza, Elliott, algo que… —¡Mira que eres pava! Me pregunto qué tienes en esa cabeza. —A Spider le gustaban las mujeres indignadas. En su casa, con seis hermanas, siempre había alguna indignada por algo—. Escucha un momento. Cierra la boca y escucha. Observa lo que llevan las mujeres y luego mejóralo con tus diseños, pero sin apartarte demasiado para no obligarles a modificar excesivamente su concepto de vestido. A la gente no le gusta cambiar. En realidad, aborrece el cambio; pero toda la dichosa industria de la moda ha de tender a obligar a la gente a que cambie, porque si no cambia no necesita ropa nueva. Por eso hay que proceder con cautela, poco a poco, para que no tengan que preocuparse de si eso es demasiado chillón o demasiado exagerado, ni de cómo tienen que llevarlo o con qué… ni si van a llamar mucho la atención. A la gente hay que sorprenderla. A nadie le gustan los profetas. Valentine lo escuchaba en hosco silencio. En su interior, pugnaban su concepto de la moda como expresión individual de su espíritu creador y la inmediata convicción de que lo que decía aquel bandido de Elliott era verdad. Por las reacciones de todos los diseñadores con los que había hablado, sabía que con los diseños que llevaba no conseguiría empleo. Incluso los más amables, los que demostraban una mejor impresión, le decían que sus ideas eran demasiado atrevidas, inviables. ¡Y cuánto le costaba a ella dar su brazo a torcer! ¡Cómo aborrecía la idea de amoldar sus ideas a la realidad práctica! Durante cinco minutos, se concentró en la elección de la lechuga perfecta, 129
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mientras se consumía por dentro. Spider, que leía los sentimientos en la cara, la compadecía, pero estaba decidido a no ceder ni un ápice. —¡Eres un burgués, un tío mierda conservador! —le apostrofó Valentine. Spider se echó a reír. Esto significaba que la había convencido. —¿Qué te hace creer que conoces tan bien a las mujeres, Elliott? ¡Mírate al espejo! ¡Tú, que vistes como un desharrapado te permites decirme lo que pasa por la cabeza de una mujer, fachoso! Aquella seguridad en sí mismo que demostraba Elliott la sacaba de quicio, especialmente porque sabía que él tenía razón y que fue imperdonable que no lo advirtiera por sí misma mucho antes. —Mi natural modestia me impide… —empezó Elliott. Valentine avanzó amenazadoramente hacia él, con un gran racimo de uva en la mano. Él dejó el cesto en el suelo y la levantó en brazos sin esfuerzo mirándola a los ojos. —Sé que deseas expresarme tu gratitud, pero no puedo aceptar esas uvas, Valentine. ¿Qué diría César Chávez? Aunque puedes darme un beso, si quieres. —Sostuvo su mirada de asombro, mientras pensaba que los ojos de Valentine tenían el verde de las hojas tiernas. —¡Elliott, si no me sueltas inmediatamente, te doy un puntapié en las pelotas! —A las francesas os falta romanticismo —dijo él, sin dejar de abrazarla. No sabía si darle un beso. Desde luego, ganas no le faltaban y Spider no era de los que lo piensan dos veces. Cuando deseaba besar a una mujer, la besaba. Pero con un cardo como Valentine, uno nunca sabía a qué atenerse. Además, ahora estaba herida en su amor propio. Un beso podría parecerle un gesto de condescendencia. La dejó suavemente en el suelo y le quitó las uvas de la mano. Además, era su vecina y amiga y él no quería que sus relaciones cambiaran. Spider prefería no acostarse con Valentine porque, si lo hacía, tarde o temprano, la aventura tendría que terminar. Aunque después siguieran siendo amigos, como sucedía con casi todas sus chicas, ya no sería la misma amistad de ahora—. Te perdono que seas tan prosaica porque guisas bien. ¿Qué hay de cena? —Te conozco, Elliott. A un hombre como tú ni siquiera se le puede insultar porque no piensa más que en el estómago. Sólo por eso, esta noche cenaremos cabeza de ternera con gelatina —se dirigió hacia la tienda del carnicero italiano, en cuyo escaparate se exhibía una repulsiva hilera de conejos desollados y cabezas de ternera. —Uf, Valentine, por favor eso no es muy caritativo. —Te vas a chupar los dedos. Ya es hora de que abandones tus costumbres de norteamericano pueblerino. Tienes que ensanchar tus horizontes, Elliott. —¡Valentine! —le apretó una mano, obligándola a detenerse bruscamente—. Yo no tolero el chantaje. ¿Qué hay de cena?
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Ella, sorprendida, miró el suelo fijamente: cáscaras de naranja, pimientos rojos aplastados, papeles de periódico, trozos de pan… ¡Qué típicamente norteamericano era aquel muchacho! Sin imaginación gastronómica, un paladar casi en bruto… Sin embargo… sentía hacia aquel grandullón semisalvaje una cálida emoción, probablemente, gratitud. —Perdona si te he ofendido, Elliott. No suponía que eso te afectara tanto. Si tête de veau resulta demasiado exótico para ti, pondré una sencilla côte de porc a la normanda, hecha con Calvados y salsa de crema y guarnecida con chalotes y manzanas. ¿Te parece bien? — sabía que era su plato favorito. —Acepto tus disculpas —dijo Spider con dignidad. Y le dio una palmadita, sólo para dejar las cosas en su sitio. Durante las dos semanas siguientes, Valentine recorrió la ciudad desde Greenwich Village hasta el Museo Guggenheim. Merodeó por los grandes almacenes, los mercados más selectos, los vestíbulos de los grandes edificios de oficinas y, desde luego, las calles, en especial Madison Avenue, Central Park West, la Quinta Avenida, la Tercera Avenida y las Calles 79 y 86, desde el Hudson, hasta el East River. Durante cinco noches, Spider le llevó a recorrer los bares y restaurantes populares, pero de precio medio. Valentine no llevaba bloc ni lápiz, sólo utilizaba los ojos y la memoria. Quería sumergirse en una corriente de puras impresiones. Luego, se encerró en su apartamento durante una semana, a solas con un tremendo resfriado de cabeza, los pies molidos y la retina llena de imágenes. Después de una semana de trabajo casi constante, Valentine llenó la carpeta. Spider la hojeó ávidamente. —¡Santa María, Madre de Dios! —No sabía que eras católico. —No lo soy. Sólo estoy patidifuso. Es una exclamación que reservo para las ocasiones especiales como cuando los Apisonadoras ganan durante la prórroga. —¿Cómo? —No importa. Ya te lo explicaré algún día, cuando tenga seis o siete horas libres. Ahora al toro, niña. Eso es tan bueno que ni siquiera sé qué decir. Al día siguiente, Valentine asumió el papel de ex ayudante de Monsieur Balmain y fue a ver a varios diseñadores con los que no había hablado todavía. Los dos primeros ayudantes le pidieron que dejara la carpeta para mirarla despacio, y ¡quién sabe!, tal vez hubiera sitio para ella. Pero Valentine sabía muy bien lo que se hacía. En "Balmain" tenían toda una lista de personas a las que no se permitía pasar de la puerta porque poseían una memoria fotográfica 131
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que les permitía captar toda una colección y reproducirla con todo detalle antes de que en París se sirviera el primer pedido. Además, Valentine sospechaba que aquellos ayudantes podían robarle las ideas sin hablar siquiera de ella a sus jefes. La tercera casa que visitó era de reciente fundación y se llamaba, simplemente, "Wilton Associates". El diseñador estaba de viaje pero, por milagro, la recepcionista era joven y nueva en el puesto. Invitó a Valentine a esperar unos minutos para que hablara con Mr. Wilton en persona. —No es diseñador sino quien contrata y despide a la gente, por lo que es preferible que hable con él. Alan Wilton era un hombre impresionante. Tan elegante como Cary Grant y de rasgos severos. En cualquier punto de la cuenca mediterránea, hubiera podido pasar por un nativo rico y con mundo. En Grecia lo hubieran tomado por un armador mediano, en Italia, por un próspero florentino, en Israel, por un judío, aunque no un sabra. En Inglaterra, por el contrario, enseguida hubiera resultado extranjero. Y en Nueva York, parecía encarnar el propio espíritu de la ciudad. Tenía los ojos castaño oscuro, tan impenetrables como los de un gato montés, la piel aceitunada y el cabello liso y negro, primorosamente cuidado. Aparentaba unos treinta y cinco años, aunque en realidad tenía ocho más, y sus modales eran excelentes. Su voz, de timbre grave, no denotaba origen ni procedencia. Wilton examinó atentamente los diseños de Valentine, mientras daba profundas chupadas a la pipa y movía afirmativamente la cabeza con aire pensativo. —¿Por qué se fue de "Balmain", Miss O'Neill? Era la primera persona que le hacía esa pregunta. Valentine se sintió palidecer, como solía ocurrirle en las ocasiones en que otras personas se hubieran sonrojado. —Allí no tenía porvenir. —Comprendo. ¿Cuántos años tiene? —Veintiséis —mintió ella. —Ayudante de "Balmain" a los veintiséis años. Hummm. Me parece una posición bastante prometedora a su edad. Por la forma en que él se mordía los labios, Valentine comprendió que no lo había engañado. —Mr. Wilton, lo que importa no es por qué me marché de "Balmain", sino si a usted le gustan mis diseños —dijo ella, echando mano de todo su genio irlandés y de su más marcado acento francés. —Son sensacionales. Perfectos para el desquiciado mercado de hoy. Exactamente lo que me hace falta para hacer que las mujeres vuelvan a comprar. Lo malo es que ya tengo diseñador y mi diseñador ya tiene ayudante desde hace años. —Es… una lástima. —Pero no para usted. El ayudante de Sergio va a tener que marcharse. Yo no dirijo este negocio para hacer feliz a la gente, Miss 132
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O'Neill. No soy únicamente el que paga, sino quien toma todas las decisiones. ¿Cuándo puede empezar? —¿Esta tarde? —No; no sería buena idea. Antes tengo que preparar el terreno. ¿Lo dejamos para el lunes por la mañana? A propósito, ¿cose usted? —Naturalmente. —¿Sabe cortar? —Desde luego. —¿Hacer muestras? —Evidentemente. —¿Probar? —También. —¿Sacar patrones? —Eso es fundamental. —¿Supervisar un taller? —Si se tercia. —Si sabe hacer todas esas cosas, podría ganar mucho más de los ciento cincuenta semanales que pienso pagarle. —Eso ya lo sé, Mr. Wilton. Pero yo no soy patronista ni cortadora. Soy diseñadora. —Ya entiendo. —Él la miró fijamente, levantando sus gruesas cejas con expresión enterada y divertida. Con tantos conocimientos técnicos, a aquella muchacha tenía que haberle faltado tiempo para ser ayudante de "Balmain", dejando aparte que los ayudantes de "Balmain" eran hombres, no jovencitas. Valentine guardó sus bocetos en la carpeta con la mayor celeridad, pero sin descomponer el gesto. —Estaré aquí el lunes —dijo saliendo del gran despacho de Wilton con el aplomo de la persona acostumbrada a que la contraten. Mientras esperaba el ascensor, temblando por la emoción, pedía a todos los santos que Mr. Wilton no saliera tras ella para preguntarle algo más. En la experiencia de Valentine no había nada que pudiera prepararla para la impresión que le causó Sergio, el diseñador de "Wilton Associates". Todos sus conocimientos del mundo de los homosexuales los había recogido durante las últimas semanas en que había visitado a los mayoristas. Lo único que ella sabía acerca de los diseñadores "gays" era que sabían sacársela de delante con gran habilidad. El ambiente que reinaba en "Balmain" era de una feminidad intensa y palpitante. Los cortadores y probadores masculinos, todos de mediana edad, carecían de definición sexual ostensible. En su vida familiar nunca hubo relación alguna con el mundo homosexual de París, aunque, desde luego, ella conocía su existencia. Cuando el lunes por la mañana, Valentine se presentó en el trabajo y conoció a Sergio, encontró no ya una de tantas reinas, sino una princesa muy majestuosa, muy altiva y muy enojada. Sergio era 133
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joven, con una barbilla y un cuello muy bien moldeados, labios carnosos y provocativos, rostro de una voluptuosidad clásica y cabello castaño, brillante y bastante largo. Vestía a la última moda italiana, con la camisa de seda natural desabrochada hasta el ombligo, dejando al descubierto una gran extensión de suave y bronceado pecho y una cadena de oro ciñéndole el esbelto talle. Su pantalón tal vez no hubiera resultado demasiado ceñido en una plaza de toros, pero en la Séptima Avenida causaba sensación y no dejaba lugar a dudas. En aquellos momentos, Sergio era una princesa muy, pero que muy enojada que acababa de regresar de unas vacaciones excesivamente cortas y se encontraba con que, por una jugarreta que le había hecho Alan durante su ausencia, su ayudante, fiel y trabajador, había sido sustituido. ¡En este negocio no puedes fiarte absolutamente de nadie! Una lagartona francesa. ¿No era una marranada? —Para ya de hacer pucheros, Sergio. La chica tiene talento y la necesitas. Si estás pensando en organizar una pataleta, vete a otro sitio. —Alan Wilton miró a Sergio con mal disimulado desprecio. —Esto te pesará, Alan. —No te atrevas a amenazarme, muñeca. ¿O es que no sabes quién manda aquí? ¿No lo sabes? Métete ya en el estudio y empieza a trabajar. Y si estás pensando en hacer alguna mala pasada a Valentine, será mejor que lo olvides. Sergio salió del despacho, ligeramente apaciguado por las palabras de Alan. En determinadas situaciones, le gustaba que le hablasen con claridad. ¡Y Alan podía mostrarse tan duro! Pero si pensaba que Sergio iba a ponerse a trabajar en aquel momento, se equivocaba. Con la polla tan rígida que o descargaba o se iba por los pantalones abajo, ni hablar. Sergio subió por la escalera de incendios hasta unos lavabos públicos situados dos pisos más arriba que, al igual que otros varios, eran conocidos en toda la Séptima Avenida. Miró rápidamente hacia uno y otro lado y, cuando estuvo seguro de que en el pasillo no había ningún conocido, entró. Había allí una docena de hombres, unos conversando en voz baja, otros paseando nerviosamente y otros inmóviles, fumando y mirando de soslayo. Sergio reconoció a un importante jefe de compras de prendas masculinas, a un almacenista puertorriqueño, al vicepresidente de unos grandes almacenes, a un modelo masculino rubio y a un embalador de un taller de confección. No saludó a ninguno ni fue saludado. Con el corazón palpitante, se registró los bolsillos, como si buscara un cigarrillo, a fin de que el movimiento acentuara el bulto que se adivinaba bajo la tela del pantalón. Uno de los hombres, un desconocido que por su conservador atuendo parecía banquero, se acercó inmediatamente con un encendedor en la mano. —¿Cómo te gusta? —Por el culo. —Has escogido mal sitio para eso. 134
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—Sí… sí… No se puede tener todo. ¿Así que tú quieres chupar? —¿Cómo lo adivinaste? —el desconocido entreabría los labios con avidez. —Es que soy muy listo. La tercera puerta a la derecha. Está a la altura correcta. El desconocido obedeció inmediatamente y se encerró en la cabina. Sergio se acercó a la puerta que tenía un orificio de unos diez centímetros de diámetro almohadillado por un aro de goma espuma. En todas las puertas había similares "agujeros de gloria" a diferente altura del suelo. Sergio se situó lo más cerca posible de la puerta, de espaldas a la concurrencia, bajó la cremallera e introdujo el pene por el agujero. El que estaba dentro, que se había puesto de rodillas, lo recibió en la boca con un gemido de éxtasis. También él se había desabrochado su pantalón de tweed y, mientras con una mano asía a Sergio, con la otra se frotaba frenéticamente. Sergio estaba inmóvil, con las manos en los costados, los ojos cerrados y toda la atención concentrada en aquellos deliciosos tirones que sentía desde el otro lado de la puerta. Intuía que iba a decepcionar al tipo de allí dentro. Después de la bronca de Alan, estaba ya tan excitado que terminó en menos de un minuto, en una serie de frenéticas sacudidas seguidas de una profunda sensación de alivio. El desconocido no había hecho más que empezar a trabajar en el pene de Sergio cuando se le llenó la boca de esperma. Lo sorbió con avidez, tratando de mantener en la boca aquel miembro palpitante durante el mayor tiempo posible. Pero Sergio, una vez hubo terminado, se apartó del agujero sin contemplaciones, subió la cremallera y salió rápidamente al pasillo. El forastero, maldiciendo entre dientes, volvió a meter su pene dolorido y abotargado dentro del pantalón y salió de la cabina. Volvería a probar fortuna. No iba a conformarse con una operación relámpago como aquélla, después de venir nada menos que desde Darien. A Valentine le hubiera gustado no tener que tratar con Sergio. Aunque él no se mostraba particularmente desagradable con ella de un modo franco al que Valentine hubiera podido reaccionar, adoptaba un aire de absoluto desdén que parecía llenar y solidificar el espacio que los rodeaba. Sin embargo, el trabajo los mantenía juntos constantemente, a menudo inclinados sobre una misma tela o un mismo boceto, consultando detalles. Valentine reconocía que él tenía buen gusto, sobre todo para la especialidad de la firma, conjuntos deportivos femeninos de fina lana, cachemir, cuero, lino y seda natural. "Wilton Associates", aunque fundada sólo hacía seis meses estaba sólidamente capitalizada por Alan Wilton que anteriormente fue socio de una importante industria de confección. Poco a poco, por las habladurías de la oficina, Valentine se enteró de que Wilton había vendido su parte de la empresa cuando se divorció de la hija del fundador. Al parecer, nadie conocía detalles de su vida, pues, al igual 135
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que Valentine, todos eran empleados recientes. La única excepción era Sergio, que ya había trabajado para Wilton en la otra empresa y de la que se despidió al mismo tiempo que él. Sergio estaba inmerso en la preparación de los modelos de verano de "Wilton Associates", pero sus propios diseños no le absorbían hasta el extremo de no permitirle apropiarse de multitud de ideas de Valentine. Muchas veces, copiaba los bocetos de ella sin molestarse en introducir cambio alguno. Una tarde, al cabo de unos dos meses de que Valentine fuera contratada, Alan Wilton la llamó a su despacho. —Quiero que sepa que creo que ha añadido usted algo muy importante a nuestros modelos. —Muchas gracias. ¿Sergio le ha dicho…? —Sergio no se distingue por el afán de compartir el mérito. Él no me ha dicho nada, pero yo tengo buena memoria. —La miraba fijamente con sus ojos de gato montés—. ¿Quiere cenar conmigo el viernes? Me gustaría mucho. ¿O tiene que ir a algún sitio este fin de semana? Valentine sintió una sacudida en todo el cuerpo. Hasta aquel momento, en las frecuentes ocasiones en que Alan Wilton entraba en el estudio, la trató siempre con amabilidad y corrección. Ella lo encontraba intimidante, aunque nunca lo hubiera admitido, ni siquiera frente a Elliott. —¡No! Quiero decir que este fin de semana no me marcho… Me encantaría ir a cenar. —Estaba confusa. —Perfecto. ¿Voy a recogerla a su casa? Valentine imaginó a aquel hombre de exquisita elegancia subiendo los seis pisos de su casa, a la luz de la bombilla de cuarenta watios que iluminaba la escalera. —Quizá no sea buena idea. —«Estúpida —se dijo—, eso es una tontería.»—. Quiero decir que con todo el tráfico del viernes por la noche… ¿Por qué no nos encontramos en algún sitio? —«¿Y qué tráfico? —se preguntó mortificada—. El viernes por la noche, todo el tráfico sale de la ciudad.» —Como usted quiera. Entonces, pase antes por mi casa. Tomaremos una copa y nos iremos al "Lutèce". Así podrá decirme si es tan bueno como "La Tour d'Argent". —Wilton miró la bata blanca de Valentine—. Y tendrá ocasión de ponerse uno de sus trajes de "Balmain". Hablaremos del viejo Pierre. Hace por lo menos tres años que no cenamos juntos. —Me parece que Sergio me necesita —dijo ella apresuradamente. —De eso estoy seguro. ¿Quedamos a las ocho? Vivo en los Sesenta Este; aquí están mis señas. Es una casa antigua. Toque el timbre desde la calle y yo abriré. Es la primera puerta enfrente. —Sí. Bien, entonces… hasta el viernes. —Valentine salió precipitadamente del despacho, pensando, cuando ya era demasiado tarde, que probablemente vería a Wilton por lo menos una docena de veces antes del viernes. 136
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Valentine se presentó en casa de Wilton vestida con un traje corto de fino chiffon negro, con chaqueta recta ribeteada de satén, diseñado y cosido por ella y que ni el propio Balmain hubiera desdeñado firmar. Ella esperaba que la casa de Alan Wilton estaría decorada en el estilo del despacho, muy de alto directivo, con paredes de moqueta gris, alfombra con dibujos geométricos en blanco y negro de David Hicks y muebles de acero y cristal, todo muy masculino y tan bien organizado como su dueño. Pero Wilton la introdujo en un "dúplex" en el que se combinaban de modo desconcertante la fantasía y el arte. Una colección de exquisitos muebles Art Deco, colocados sobre brillantes alfombras persas; sillas chinas del siglo XVIII, a cada lado de un espléndido busto desnudo de Alejandro Magno; sinuosos dragones de Cambodia custodiando un sarcófago tolemaico colocado verticalmente. Los colores eran oscuros e intensos: vinos, bronce, reluciente laca negra y terracota. En todas partes, espejos que disputaban el espacio a los libros, los tapices chinos, retratos y pequeños cuadros cubistas: dos Braque, un Picasso y varios Léger. Sofás de piel o terciopelo cubiertos de pieles y originales almohadones de lamé de plata y de oro. En todas las mesas, un tropel de floreros, figuras, objetos de cristal de Lalique y Gallé, cerámica china, tallas asirias y peces articulados de metal. Aquel apartamento parecía tan personal que Valentine pensó que si podía analizarlo detenidamente llegaría a conocer a su dueño; pero, al mismo tiempo, contenía tan sorprendentes contrastes y ambiguas yuxtaposiciones, que también podía haber sido creado para que sirviera de camuflaje. Valentine estaba muda de asombro ante aquel alarde de arte. Wilton observaba complacido la reacción de su invitada. —Ya veo que usted no está de acuerdo con el principio de que "menos es más" —dijo ella al fin. Wilton le dedicó la primera sonrisa franca que Valentine viera en su rostro. —Siempre pensé que el viejo Corbusier se ponía demasiado dogmático sin necesidad —respondió, y procedió a enseñarle con mal disimulado orgullo todos sus tesoros, distribuidos entre los dos pisos y el pequeño jardín clásico. Desde el momento en que él abriera la puerta, Valentine dejó de sentirse intimidada. Allí, en su casa, parecía un hombre completamente distinto. Ni una sola vez se había referido a su "viejo amigo Pierre" y, sin saber por qué, Valentine se sentía segura de que él no pensaba insistir en la broma. Cuando Wilton dijo que cenarían en "Lutèce", Valentine se sintió impresionada. A pesar de que no llevaba en Nueva York más que tres o cuatro meses, sabía que era el restaurante más caro de la ciudad, con una haute cuisine insuperable, cultivada con el más estricto ritual. Ella esperaba encontrar el lujo que describían las revistas francesas al referirse a los tiempos de esplendor de "Maxim's" y "Laserre". Nada de eso. "Lutèce" estaba instalado en una casa de 137
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aspecto burgués y amable, con un bar minúsculo. Por una empinada escalera de caracol, de hierro, subieron a un pequeño comedor crema y rosa iluminado exclusivamente por velas que daba a un jardín lleno de rosas y más mesas. No había ni un solo detalle de ostentación y, sin embargo, en el local se respiraba el lujo, a causa del empleo de los materiales más nobles: mantelerías de grueso hilo color de rosa, rosas frescas en finos búcaros, copas de cristal y vajilla de plata. Hasta los camareros, con sus largos delantales blancos, eran solícitos y amistosos y no envarados y displicentes como temiera Valentine. Mientras bebían "Lillet" on the rocks en esbeltas copas, Valentine estudió la carta que según advirtió con sorpresa no indicaba precios. Después averiguó que sólo los llevaba la carta que se entregaba al anfitrión, delicadeza que tenía por objeto permitir al invitado elegir los platos sin saber lo que costaban. Y, si al anfitrión le sentaba mal la elección, peor para él. Nadie le obligaba a ir a "Lutèce". Aunque la timidez de Valentine se disipó momentáneamente en el apartamento de Wilton, donde sus objetos de arte ofrecían un cómodo tema de conversación, allí, en el restaurante, después de pedir la cena, ella empezó a preguntarse de qué irían a hablar. Como si advirtiera su nuevo acceso de turbación, Wilton se puso a hablarle de la historia del restaurante. Él solía frecuentarlo desde su inauguración. —Desde el primer día esperé que fuera un éxito, pero me sentí completamente seguro de que lo sería cuando oí al dueño, André Surmain, negarse a servir a un cliente habitual té helado con la cena, a pesar de que el hombre juraba que, si no le servían té, no volvería a poner los pies en el local. —No entiendo —dijo Valentine, desconcertada. —Yo sabía que el negocio todavía no era rentable, y a pesar de todo, André estaba decidido a respetar los cánones de la cocina francesa y prefería perder un buen cliente a incurrir en lo que él consideraba una aberración, una profanación de la gastronomía. Con un genio así, era evidente que estaba un poco loco, ¿cómo iba a fracasar? Aunque el cliente no volvió. Valentine sintió que recobraba su natural confianza en sí misma. Tampoco ella consentiría que allí se bebiera té helado y mucho menos con el pato asado al melocotón blanco que acababan de servirle. Alan Wilton sentía que en su interior se agitaba algo que había estado dormido durante muchos años. Desde luego, Valentine era una criatura encantadora. Tan joven, tan inocente a pesar de aquellos aires que se daba y tan asombrosamente natural a pesar de ser tan bonita. Qué sedante, qué conmovedor poder enseñarle un poco de mundo. Y qué bien sabía arreglarse, acentuando su tipo: esbelta como un muchacho, senos pequeños, una cabeza de rizos rojos y, acentuando el contraste, un sencillo traje de chiffon negro. ¡Qué bien logrado!
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Durante las cinco semanas siguientes, Valentine cenó con Alan Wilton nueve veces. Él la introdujo en el ruidoso ambiente del auténtico bistro de "Le Veau d'Or", la elegancia discreta del mal iluminado "Pearl's" donde lo más sensacional no era la comida china que no pasaba de regular, aunque esto no lo reconocía nadie, sino la sensación de figurar entre una privilegiada élite de triunfadores, y en el especial encanto de "Patsy's", un restaurante italiano, sencillo pero caro, del West Side, donde políticos del partido demócrata y hombres de negocios cuyos métodos de trabajo no constituían una invitación a la investigación, degustaban la mejor comida italiana que se sirve en el mundo fuera de Milán. Pero comían con mayor frecuencia en el "Lutèce", unas veces en la sala de abajo, algo mayor y menos protocolaria, otras en el jardín, protegido por mamparas y altas farolas que irradiaban calor en las noches frías en el comedor de la primera noche. Poco a poco, Valentine fue conociendo a Wilton. Era un hombre que solía dar detalles acerca de su persona en los momentos más inesperados y en general conseguía dar, sin palabras, la impresión de que las preguntas no sólo no eran bien recibidas, sino que estaban descartadas de antemano. Tenía dos hijos adolescentes y hacía cinco años que se había divorciado, después de doce de matrimonio. Su ex esposa había vuelto a casarse y vivía muy feliz en Locust Valley. Nunca hablaba de negocios con Valentine. En realidad, lo que más parecía interesarle era la propia Valentine, su pasado, que ella fue describiéndole poco a poco con todo detalle. Era un alivio poder dejar de fingir. Ahora que ya era realmente ayudante de diseñador podía decir la verdad acerca de sus años de trabajo en "Balmain". De todos modos, con Wilton no se sentía tan libre y despreocupada como con Elliott. Aunque ahora ya podía hablarle con naturalidad, la suma corrección de él frenaba la impetuosa franqueza de Valentine. Ella estaba desconcertada. En la oficina, todo el mundo sabía que salían juntos, pues él encargaba a su secretaria que hiciese las reservas en los restaurantes, y Valentine tenía que rehuir las discretas preguntas de su amiga la recepcionista y de las encargadas de los talleres. Ahora creía comprender perfectamente la actitud de Sergio. Cuanto más salía ella con Alan más displicente y mortificante se mostraba Sergio. Era lógico, puesto que ella podía quitarle el puesto y tenía la ventaja de poder mantener relaciones sentimentales con el jefe. Pero, ¿las mantenía? Ése era el quid. Todas sus salidas se ajustaban a un mismo patrón. Ella iba a su casa, bebían una copa, salían a cenar y, después de dar un paseo, tomaban un brandy o dos en algún bar. Luego, él la acompañaba en taxi e insistía en subir con ella hasta la puerta de su casa, donde se despedía dándole un beso en cada mejilla, pero no entraba, a pesar de que, a partir de la tercera noche, Valentine siempre le invitaba a hacerlo. 139
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Wilton era un hombre muy atractivo. Valentine nunca había sido cortejada por un hombre al que tomara en serio, y estaba cada vez más subyugada. Era el primer hombre del mundo al que conocía y no tenía elementos de juicio para comparar su impecable conducta. Después de nueve cenas, ella esperaba algo más que la clase de beso que se dan los generales franceses en una parada militar. Cada vez con mayor frecuencia, se sorprendía a sí misma mirando aquella boca, imaginando lo que sería sentir su contacto en los labios, hasta que, con un leve sobresalto, volvía en sí y bajaba la mirada. A veces, sorprendía en el rostro de él una fugaz expresión de dolor y entonces trataba de distraerle con alguna anécdota de "Balmain", pues, sin saber por qué, temía oír lo que él fuera a decir. Pero, ¿qué estaba esperando Alan? ¿Tenía ella que dar algún paso? ¿Hacer una seña, decir una palabra? ¿Creía ser demasiado viejo para ella? No, no era posible. El sentido común le decía que un hombre no se gasta cientos y cientos de dólares en alimentar a una mujer que no es su tipo. Y su sentido común nunca la engañó. Tal vez era que ella no sabía darle pie, tal vez en el fondo él fuera tímido, tal vez las mujeres le habían hecho sufrir tanto que no quería exponerse a otro fracaso, tal vez… Valentine estaba asqueada de sí misma. ¿A quién estaba tratando de engañar con estas cábalas? Lo que ella quería averiguar era cuándo se acostaría con Alan Wilton. Había cumplido veintidós años y todavía era virgen. De haber sido católica practicante, hubiera podido confesarse sin ningún rubor. ¡Pero si ni el cateto de Elliott se le había insinuado! Recordaba con amargura la conversación que mantuviera poco antes con una maniquí que había ido a "Wilton Associates" a probarse unos vestidos que tenía que pasar en una exhibición. Era una muchacha muy vistosa, con un acento de los barrios bajos londinenses tan marcado como la pelvis. —¿Quieres decir que eres vecina de Spider, el terror? ¡Qué suerte, chica! —¿A qué te refieres? —Es un gallo de pelea. ¿Entiendes ya a lo que me refiero? Hablando en plata, que jode pronto y mucho. Spider siempre está a punto. Y su especialidad son las criaturas más encantadoras. Yo no he tenido la suerte de encontrármelo, pero dicen que es formidable. —Salope. Connasse! —¿Qué me has llamado? —Cotilla —dijo Valentine, que acababa de motejarla de "guarra" y "puta". —El cotilleo es el alma del negocio. Es lo que yo digo. ¿Y contigo no se ha insinuado? No te apures, guapa. Será que te mira como a una hermana. Dicen que adora a sus hermanas. ¡Ay! —Perdón —dijo Valentine, quitando el alfiler.
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De modo que, ¿cómo quedaba ella? Para Elliott, una hermana… aunque no lo querría ni regalado. El muy cerdo… Y para Wilton, una incógnita. Desde luego, algo fallaba. Una semana después, cuando al terminar la cena, Alan Wilton propuso volver a su apartamento para tomar una copa, Valentine sintió un gran alivio. Había visto suficientes películas para saber que ésta era la fórmula clásica. Ahora que por fin él había dado el primer paso, ella se alegraba de haber sabido esperar sin demostrar impaciencia. Aquella noche, cuando salieron a cenar, él apagó casi todas las luces del apartamento y ahora, al regresar, no las encendió. Con un nerviosismo conmovedor, sirvió un brandy para cada uno y en silencio, con un leve temblor en su mano cálida, condujo a Valentine del brazo hasta el dormitorio. Luego, desapareció en el cuarto de baño y Valentine bebió rápidamente el brandy, se quitó los zapatos, se acercó a la ventana y se quedó mirando el oscuro jardín. Su cerebro se negaba a funcionar. Mantenía los ojos muy abiertos como si esperara ver algo importante de un momento a otro. De pronto, notó que Alan estaba detrás de ella, desnudo besándole la nuca mientras le desabrochaba el vestido que se cerraba en la espalda con unos botones muy pequeños. —Preciosa, preciosa… —murmuraba mientras le quitaba el vestido, la desabrochaba el sujetador y le tiraba de la enagua bajera. Ella trató de volverse, pero él la mantuvo firmemente de espaldas al tiempo que le bajaba los panties. Alan resiguió lentamente con los dedos la línea de la espina dorsal y las costillas, le oprimió brevemente los senos y enseguida volvió a su lenta y deliberada exploración de la espalda, hasta llegar a las nalgas, pequeñas y prietas. Aquí se entretuvo largamente, acariciándolas con dedos cálidos y ansiosos, oprimiéndolas, siguiendo el contorno de la línea que las separaba hasta que, poco a poco, introdujo el dedo unos centímetros. Valentine sentía el contacto rígido de su pene, pero él no hacía más que repetir —: Preciosa, preciosa… Alan se arrodilló y suavemente le separó las piernas. Ella sintió su lengua y la sensación era tan grata que, insensiblemente, se echó hacia atrás con un movimiento de rotación de la pelvis. En el momento en que ella pensaba que no podría resistir ni un segundo más sin volverse, él la tomó en brazos y la llevó a la cama. No había más luz que la de la lamparilla que él apagó antes de depositar a Valentine sobre las sábanas. Por fin la besó una y otra vez en los labios, entreabiertos y expectantes. Valentine, cada vez más excitada, trataba de abrazar aquel cuerpo musculoso y velludo que no podía ver. No se atrevía a tocar el pene. Nunca había sentido aquel contacto y no sabía lo que tenía que hacer. Pero los besos de Alan eran tan apasionados e insistentes que dejó de 141
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preocuparse por si reaccionaba correctamente. De pronto, notó que él trataba de obligarla a volverse de espaldas. Sintió una viva desilusión. Ella quería que siguiera besándola en la boca, sentir sus labios en los senos, pero obedeció, y se volvió de espaldas. Él empezó a besarle la nuca con labios exigentes y ávidos, apretando su carne en una erupción de pasión. Valentine estaba desorientada, no sabía en qué lugar de la cama se encontraba él, pero pronto advirtió que se había puesto de rodillas encima de ella, y que le separaba los muslos con las piernas, asiéndola por las caderas. Ella sintió entonces en la boca de su vagina la firme punta del pene que iba entrando suavemente; pero casi enseguida, cuando ella ahogó un grito de dolor, se detuvo. Volvió a probar y ella volvió a gemir. Entonces él se retiró y la obligó a volverse con brusquedad. —No me digas que eres virgen —cuchicheó, horrorizado. —Naturalmente. —Valentine tenía siempre tan presente su virginidad que nunca imaginó que él no se hubiera dado cuenta. —¡Oh, mierda, no! —Por favor, Alan, continúa… Yo quiero seguir… No importa que duela un poco, sigue… —le apremió, buscando a tientas su miembro para darle a entender que era sincera. Le oyó rechinar los dientes, y tendida de espaldas, excitada, magullada y violenta, sintió que él introducía dos dedos en su vientre y se mordió los labios para no gritar. Cuando Wilton se hubo asegurado de que el paso estaba abierto, volvió a darle la vuelta y, con un miembro menos firme ya, penetró en ella. Valentine le sentía cada vez más tenso y más fuerte hasta que, demasiado pronto, con una exclamación de triunfo que sonó como un grito de angustia, Alan eyaculó. Después permanecieron en silencio. Valentine, conteniendo apenas un torrente de preguntas. Se sentía confusa y con ganas de llorar. ¿Era siempre así? ¿Por qué no se había mostrado más delicado? ¿Cómo podía no darse cuenta de que ella estaba excitada e insatisfecha? Pero al momento él la rodeó con los brazos y la obligó a volverse. —Valentine, mi vida, ya sé que no ha estado bien; pero yo no sabía… Estaba tan sorprendido. Perdona. —Empezó a acariciarle el clítoris con dedos hábiles hasta que al fin también ella gozó y tan vivamente que olvidó todas sus dudas. Al recobrar su habitual capacidad de raciocinio, se dijo que lo sucedido era natural, puesto que él no esperaba que fuera virgen. Eso lo explicaba todo. Las semanas siguientes fueron para Valentine las más desconcertantes de su vida. Ella y Alan Wilton salían a cenar cada dos o tres noches y después, invariablemente, volvían a casa de él y allí hacían el amor. Después de la primera vez, él procuraba hacerla gozar a fuerza de besos y caricias, pero insistía en permanecer a oscuras y en silencio, con gran disgusto de Valentine. Ella quería verlo y quería que él la viera. Con inocente vanidad, ella sabía que su 142
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cuerpo pequeño, de piel muy blanca, senos pequeños y altos y nalgas firmes y prietas, tenía que entusiasmar a cualquier hombre. Pero lo peor era la evidente desgana de él por hacer el amor de frente, tal como ella imaginaba que debía de hacerse, a juzgar por lo que le habían enseñado en la escuela. Ahora él le colocaba varios almohadones debajo del cuerpo, para levantarle las caderas, de modo que pudiera acariciarle el clítoris mientras la forzaba por detrás y muy rara vez se avenía a adoptar la postura normal que ella anhelaba. Alan le decía que así no gozaría tanto, que era el estimulo manual lo que le provocaba el orgasmo y no la simple penetración que, en todo caso, nunca le estimularía directamente el clítoris. Pero Valentine deseaba la confrontación cara a cara, pues en ella veía el símbolo de encuentro de la pareja en un plano de igualdad en el amor. Porque aquello tenía que ser amor. Valentine no podía pensar en algo que no fueran sus sentimientos hacia Alan Wilton. No estaba simplemente enamorada, estaba obsesionada, pues él seguía intrigándola. La trataba con gran cariño, consideración y admiración y gritaba su nombre durante el éxtasis, pero ella no tenía la impresión de que entre los dos hubiera algo… ¿permanente? No; no era ésta la palabra; lo que faltaba era una especie de conocimiento profundo, de comprensión. Después de tantas cenas, tantas charlas y tantas noches de amor, ella no podía adivinar aún la verdadera personalidad de aquel hombre. Era la época de preparar la nueva temporada y Valentine llevaba dos semanas saliendo muy tarde. Generalmente, Wilton se marchaba a las seis, dejando en el estudio a Valentine, a Sergio y a sus ayudantes técnicos. Aquel lunes por la noche, cuando Valentine ya se iba, al pasar por delante del despacho de Wilton observó con extrañeza que la puerta estaba entreabierta y oyó las voces de Sergio y Alan. Se disponía a alejarse rápidamente cuando oyó su nombre. ¿Estaba Sergio quejándose de ella? Era capaz de cualquier cosa. —… con tu cochina francesa. —Sergio, te prohíbo que hables de ese modo. —¿Que me prohíbes? ¡No me hagas vomitar! ¡El señor me prohíbe! No hay nada tan patético como un pederasta que trata de convencerse de que le gustan las mujeres. —Mira, Sergio si te has creído que sólo porque… —¿Qué? ¿Porque la levantas para ella? No es una novedad. Estuviste levantándola para Cindy durante diez años, por lo menos lo necesario para tener dos hijos, ¿no? Pero, ¿por qué se divorció Cindy, hipócrita asqueroso? ¿No fue porque cuando descubriste lo que de verdad te gustaba ya no fuiste capaz de hacerlo con ella? ¿O te has creído que porque me lo haces tú a mí en lugar de dejar que yo te lo haga es menos marica? —¡Calla, Sergio! Eso ya pasó. Valentine es diferente, fresca, joven… —Da grima oírte. Eres el marica más grande del mundo. Hasta que ella llegó no me dejabas ni a sol ni a sombra ¿Y dónde estuviste 143
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anoche? Si mal no recuerdo, me metiste eso tan gordo que tienes por detrás hasta que creí que me harías reventar. Y después, ¿quién era el que chupaba y se relamía de gusto? ¿Santa Claus? ¡Y bien que la gozaste, tío mierda! —Fue una recaída. Pero eso se acabó. —¿Que se acabó? ¡Seguro! Mírame bien, Alan, mira qué polla. ¿Quieres morder? Está buena. Fíjate, Alan, qué culo. Ahora me doblaré sobre esta silla, como a ti te gusta. ¿Vas a decirme que no estás ya a punto? Te veo, estúpido. Esa mesa de cristal es muy indiscreta. Te mueres de ganas, es lo único que te gusta de verdad. Deja de engañarte a ti mismo. Ahora cerraré la puerta y tú me la darás aquí mismo, en el suelo, como tú quieras, Alan. ¡Oh, las cosas que vas a hacer conmigo! ¿Verdad, Alan? Valentine le oyó suspirar: —Sí, sí… —en un tono de abyecta sumisión. Entonces ella consiguió al fin salir del trance que la mantenía paralizada y echó a correr. Al llegar a casa, Valentine dejó de coordinar. No fue capaz de hacer más que cepillarse los dientes y lavarse la cara. Estuvo dos días y dos noches acurrucada en la cama, arropada con las mantas y el edredón y la bata más gruesa que tenía y sin conseguir entrar en calor. Bebió algún que otro vaso de agua y no probó bocado. El tiempo se había parado. Sentía en su interior dos nudos enormes, uno en la cabeza y el otro en el corazón. Si se atrevía a pensar, uno de aquellos nudos podía deshacerse y quién sabe lo que entonces le sucedería. Estaba paralizada por el terror. A la mañana del tercer día, Spider empezó a intranquilizarse. Del apartamento de Valentine no salían señales de vida. Aunque desde que ella empezó a salir con Wilton habían dejado de verse con regularidad, por lo menos tenía que haber luz. Valentine no podía haber salido de la ciudad a mitad de la semana. Desde luego, aquellos dos últimos días, él había vuelto a casa muy tarde; pero sin saber por qué, de pronto tuvo la certeza de que algo malo había ocurrido. Spider llamó varias veces a la puerta de Valentine. Aunque nadie contestó, él estaba seguro de que había alguien. Meses atrás, en previsión de posibles contratiempos, intercambiaron las llaves de sus respectivos apartamentos. En una emergencia, siempre era conveniente que una persona de confianza tuviera la llave, y los otros inquilinos no parecían personas de confianza. Ni siquiera era seguro que siguieran allí. Spider fue en busca de la llave, volvió a llamar y al no recibir respuesta, entró. De momento, le pareció que la habitación estaba vacía. Perplejo, miró atentamente alrededor. Nada. Ni el menor ruido, salvo el zumbido del frigorífico. Luego, Spider advirtió un bulto casi imperceptible bajo el edredón. Se acercó a la cama, receloso, seguro de que tenía que investigar. Con infinitas precauciones, apartó el edredón y vio la cabeza de Valentine. Ella 144
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estaba tendida boca abajo, con la cara apretada contra el colchón, casi sin espacio para respirar. —¿Valentine? —él dio la vuelta a la cama y se inclinó, para escuchar su respiración. Le examinó atentamente la cara. Estaba casi seguro de que ella no dormía, pero no quería o no podía abrir los ojos-. Valentine, ¿estás enferma? ¿Puedes oírme? Valentine, guapa, dime algo. —Ella seguía inmóvil, insensible, pero Spider tenía el convencimiento de que le oía—. No te apures, Valentine, todo irá bien. ahora mismo pido una ambulancia. Sea lo que sea lo que tienes, en el hospital te atenderán, no te apures, ahora mismo llamo. Mientras él se acercaba al teléfono, andando hacia atrás, ella abrió los ojos. —No estoy enferma. Vete… —dijo con voz ronca. —¿Que no estás enferma? ¡Jesús, si pudieras verte! Hay que avisar al médico. —Por favor, déjame. Te juro que no estoy enferma. —Entonces, ¿qué te pasa? Vamos, mujer… —No lo sé —murmuró ella. Y entonces rompió a llorar. Durante más de una hora, Spider permaneció sentado en la cama, abrazándola con fuerza, incapaz de hacer o decir algo para consolarla. Ella lloraba con violencia, hipando y sollozando, pero sin pronunciar palabra. Él estaba totalmente desconcertado, pero apretaba con fuerza aquel cuerpo pequeño, húmedo y convulso, mientras lleno de paciencia y de ternura esperaba y pensaba en sus hermanas. ¿A cuántas niñas afligidas y desesperadas había consolado ya? Cuando los sollozos remitieron y él creyó que ya podría oírle, Spider empezó a preguntar. ¿Había recibido malas noticias de París? ¿Había perdido el empleo? ¿Podía hacer él algo para ayudarla? Ella lo miró con ojos enrojecidos, entre los párpados hinchados y le dijo con una vehemencia nueva para él. —Nada de preguntas. Ya pasó. No ocurrió. Nunca. Nunca. —Pero Valentine, cariño, no puedes cerrarte en banda. —¡Elliott, ni una palabra más! Él se quedó petrificado. En la voz de Valentine había un acento terrible que le hizo comprender que si seguía preguntando no volvería a verla. —¿Sabes lo que te está haciendo falta, nena? Un plato de crema de tomate "Campbell's" con galletitas saladas con mantequilla. La madre de Spider estaba convencida de que esta fórmula sólo podía administrarse a una criatura que estuviera muy enferma, y sus siete hijos la consideraban el remedio definitivo. Durante la semana siguiente, Valentine se alimentó exclusivamente de crema de tomate, copos de avena y leche y el único manjar que Spider sabía preparar: bocadillos calientes de queso. Ella se dejó convencer para levantarse de la cama, ir a la ducha y sentarse en su sillón favorito, pero se negó a vestirse. Todas las mañanas, él entraba té caliente y copos de avena. Ella permanecía todo el día sentada en 145
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su sillón, torturada por angustiosos espasmos de dolor, por la forma en que se había abusado de ella, por la humillación sufrida, por la profanación de la ofrenda que le hiciera a Alan, por la insufrible realidad. Todas las noches, al salir del estudio, Spider corría a prepararle la sopa y el sándwich de queso fundido y se quedaba haciéndole compañía hasta la medianoche, poniendo algún que otro disco o, casi siempre, en silencio. Spider no estaba sólo alarmado por el estado de Valentine, sino también vivamente intrigado. Sabía que no era asistencia médica lo que ella necesitaba. Ante su obstinado silencio, él carecía de elementos de juicio para recurrir a un psiquiatra. De modo que hizo lo único que podía hacer en aquellas circunstancias: mirar el Women's Wear en busca de una pista, puesto que era evidente que Valentine ya no trabajaba para Wilton. Durante seis días, no encontró nada. El diario había empezado a publicar las reseñas de las colecciones de primavera de la Asociación de Diseñadores Americanos. Dos veces al año, durante dos semanas de intenso ajetreo, se presentan las nuevas colecciones a los compradores profesionales y a la Prensa. Las exhibiciones se escalonan de manera que todo el mundo tenga ocasión de acudir a casi todas ellas. Durante las semanas de mercado, Women's Wear dedica una doble página y, a veces, dos a los mejores diseños y fotografías. Al sexto día le tocó el turno a la colección de "Wilton Associates" que fue presentada a bombo y platillo, con gran profusión de elogios. En las dos páginas centrales aparecían varias fotografías y cuatro diseños. Inmediatamente, Spider advirtió que tres de ellos habían salido de la carpeta de Valentine a pesar de que el nombre de ella no se mencionaba. Ésta podía ser la causa de su depresión —él sabía que a otros ayudantes de diseñadores les había ocurrido algo parecido. Pero esto era todo lo que había descubierto. Spider hizo varias llamadas telefónicas y aquella noche, mientras estaban sentados en silencio, dijo con suavidad: —Mañana a las tres tienes cita con John Prince. —¡Seguro! —dijo ella con indiferencia, sin escuchar apenas. —Hoy hablé con él por teléfono. —¿Qué estás diciendo? —Prince, al igual que Bill Blass o Halston era uno de los grandes diseñadores cuyo prestigio es tan grande que cobran derechos por la utilización de su nombre en la comercialización de los más diversos artículos, desde maletas hasta perfumes y llegan a percibir por este concepto hasta un millón de dólares al año, además de lo que ganan con sus modelos. —Llamé a Prince, le dije cuántas cosas tuyas hay en la colección de Wilton, él preguntó a Wilton y éste lo corroboró y ahora quiere hablar contigo para ofrecerte el puesto de ayudante con un sueldo de veinte mil dólares al año, empezando inmediatamente. Te espera en su oficina mañana.
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—¿Te has vuelto loco? —era la primera vez que él veía en su rostro cierta animación. —¿Qué nos apostamos? Le dije que era tu agente, con que me debes una comisión. Todavía no sé lo que te voy a pedir, pero no creas que te la perdono. Nada resulta tan plausible como la verdad. Valentine comprendió enseguida que Spider no estaba inventándose aquello, a pesar de que, reacia a salir de su limbo de desolada apatía, hacía como que no quería creerlo. —¿Y qué hago yo ahora con estos pelos? —exclamó insertándose bruscamente en la prosaica realidad. —Podrías probar a lavarlos —apuntó Spider, práctico—. También podrías pintarte un poco y quitarte esa bata. Cualquiera diría que no tienes otra cosa que ponerte. —Elliott, ¿por qué has hecho eso por mí? —preguntó ella, a punto de echarse a llorar de nuevo. —Me cansé de preparar bocadillos de queso —rió Spider—. Y como vuelvas a llorar no te hago más sopa de tomate. —¡Por Dios, cualquier cosa menos sopa de tomate! —suspiró Valentine, entrando rápidamente en el cuarto de baño a lavarse el pelo.
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CAPÍTULO VI La mansión que Lindy compro en Bel-Air para el inválido Ellis Ikehorn y para Billy había sido edificada a finales de los años veinte para un magnate del petróleo que había caído bajo el embrujo de la Alhambra de Granada. Era un palacio mudéjar, tan auténtico como permitían los muchos millones de su propietario, situado en lo alto de una colina, a más de ochocientos metros sobre el llano de Los Ángeles, rodeado de dos hectáreas de cuidados jardines cuyo motivo principal eran los juegos de agua. Miles de cipreses y olivos bordeaban los paseos que partían de la casa en todas las direcciones, siempre cuesta abajo, pues el edificio estaba construido en la cumbre, semiescondido entre los árboles. Sólo desde algunos puntos de los otros picos de Bel-Air era posible distinguirlo a medias, exótico y romántico, el más remoto de aquel enclave de reductos de millonarios. Sólo con un mapa era posible llegar hasta su puerta, por entre la maraña de carreteras que serpenteaban por la montaña, orillando peligrosos precipicios. Y, si algún viajero extraviado trataba de acercarse a la casa, no encontraba más que la garita del portero y las grandes puertas de hierro, única abertura en los kilómetros y kilómetros de tapia que rodeaban la finca. Al observar la eficaz protección contra intrusos de que disponía la casa, Billy pensó que el magnate del petróleo debía de tener muchos enemigos. Pero, frente a todos los inconvenientes planteados por el emplazamiento de aquella casa, a la que muchos llamaban, justificadamente, la ciudadela, la fortaleza o el castillo, había una ventaja fundamental: el clima. Allí arriba, salvo en los contados días de lluvia de invierno, siempre era primavera. Sus terrazas, miradores y patios estaban tan abrigados que Ellis podía permanecer muchas horas al aire libre, tomando el sol, durante casi todo el invierno. Y en el verano, cuando soplaban los vientos cálidos de Santa Ana, los patios inferiores porticados, perfumados por centenares de rosales y hierbas de olor, estaban frescos y llenos del murmullo de las fuentes. Para los habitantes de la ciudadela, el smog no era más que una capa parduzca que quedaba muy por debajo de ellos, y las nieblas del Pacífico nunca llegaban hasta aquella cumbre. Durante el lúgubre mes de junio en que las calles de Beverly Hills el sol apenas luce una hora al día, en la colina, el aire estaba limpio y olía a primavera. 148
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Billy pudo darse cuenta de cuán acertada estuvo Lindy al elegir aquella casa, cuando comprobó cuánta gente tendría que alojarse allí. todos los criados, excepto los cinco jardineros, dormirían en la casa. En total eran quince personas, pero en las dependencias destinadas al servicio había espacio suficiente para todos: el chef, mayordomo, pinches, lavandera, doncellas y un ama de llaves que disponía de una suite particular. Había cinco automóviles a disposición del personal, que éste podía utilizar durante sus horas libres. Todo el que viviera allí tenía que disponer de medio de transporte, ya que la casa estaba a siete kilómetros de Bel-Air en Sunset Boulevard y de la parada de autobús más próxima. Los tres enfermeros se alojaban en el ala de invitados. Cada uno trabajaba una jornada de ocho horas, a fin de que Ellis no estuviera solo ni un momento, y tenían que seguir un horario especial de comidas, para que sus turnos rotatorios enlazaran perfectamente. También ellos disponían de automóvil, y no se sentían apartados de las amenidades del "Westwood" y el "Strip". En la solitaria ciudadela de la colina había veinte personas que comían tres veces al día. Mrs. Post, el ama de llaves, tenía que dedicar casi toda la mañana a despachar pedidos a "Jurgensen's", a "Schwab's", a la lavandería que se encargaba de la ropa blanca, a la tintorería y al almacén de Pioner Hardware que ejercía un estricto monopolio de Beverly Hills. Lindy había hecho verdaderos milagros en el acondicionamiento de la mansión. Se había instalado una cocina nueva. La vieja piscina, situada en el extremo de una avenida de oscuros cipreses, había sido dotada de un nuevo sistema de filtros y calefacción y el vestuario había sido totalmente remozado. La mayor parte de las habitaciones de la casa estaban cerradas, pero las dependencias habitadas habían sido decoradas de nuevo en un estilo español, rico y alegre que había desplazado el lúgubre aire mudéjar original. Ni uno ni otro eran del agrado de Billy; pero, en su actual estado de ánimo, no le importaban las cuestiones de decoración. Los jardines estaban a medio restaurar y en las alas del servicio todavía no habían terminado las obras. Afortunadamente, en los viejos garajes había espacio para una docena de automóviles. Una vez Lindy hubo dejado la casa habitable, Billy, Ellis y Nat Dorman se trasladaron a California en el jet de la Compañía que había sido acondicionado para que en él pudiera viajar un enfermo. La cabina de pasajeros había sido dividida en dos compartimentos: el dormitorio, con una cama de hospital para Ellis y un sofá para Billy, y la sala de estar, en la que, aparte de las butacas y las mesas auxiliares, había muy pocos muebles a fin de que la silla de ruedas pudiera moverse con facilidad. Los tres enfermeros tenían su propio saloncito, en la parte delantera, contigua a la cabina de la tripulación. Con el trabajo de contratar a los tres enfermeros, acondicionar el jet, aprobar la elección de la casa, cerrar el apartamento de Nueva York y vender las casas del sur de Francia y de Barbados, Billy apenas había tenido 149
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tiempo de pensar en lo que iba a ser su vida en adelante. Protegida por completo por el amor de Ellis —que fue para ella, amante, marido, hermano, padre y abuelo, todos los vínculos masculinos de los que antes careció—, Billy floreció, pero sin madurar interiormente. Durante su matrimonio, fue Ellis quien se rejuveneció, mientras Billy permanecía igual. Ahora en su castillo de la colina, a cinco mil kilómetros de sus amistades y sus actividades habituales de Nueva York, sin más compañía que los criados, los enfermeros y un anciano inválido, Billy empezó a sentir pánico. No estaba preparada para aquella responsabilidad. Todo la asustaba, no encontraba un consuelo, un refugio, un asidero. Perdida. Perdida y ahora, hasta el sol se ocultaba, allá en el Pacífico, a treinta kilómetros de su terraza. «¡Basta, Billy!», se reprendió, con el tono severo de su tía Cornelia. Decidió que hasta que encontrara su propia manera de enfocar la vida, seguiría el ejemplo de la tía Cornelia. Encendió todas las luces del dormitorio y del saloncito y corrió las cortinas. ¿Qué hacía la tía Cornelia todos los días de su vida? Billy se sentó ante el escritorio, sacó un bloc y un lápiz y se puso a escribir una lista. Primero, buscar una buena librería. Mañana mismo. Segundo, aprender a conducir. Tercero, tomar clases de tenis. Cuarto… No sabía qué poner en cuarto lugar. Aquí debía figurar el nombre de las personas a las que tenía que llamar por teléfono, pero allí no conocía a nadie. De todos modos, ya no estaba tan asustada. ¡Cómo deseaba tener a su lado a la tía Cornelia…! Llamaría a Jessie a Nueva York. Tal vez consiguiera convencerla para que dejara a sus cinco hijos y fuera a hacerle una visita. Antes de un mes, Billy había encontrado un régimen de vida aceptable. En su programa diario, Ellis tenía prioridad absoluta. Estaba a su lado cuatro o cinco horas, leyendo o leyéndole, mirando la televisión o, simplemente, sosteniendo entre las suyas su mano sana, en uno cualquiera de sus muchos jardines. Pasaba con él dos horas por la mañana, de tres a cinco de la tarde, y una hora después de la cena, antes de que él durmiera. Billy le hablaba cuanto podía, pero él respondía cada vez menos. En lugar de aprender a escribir con la mano izquierda, utilizaba para formar palabras pequeños bloques de letras imantados que disponía sobre un cuadro metálico. Pero incluso este ejercicio resultó pronto excesivo para él. Nat Dorman, durante una de sus visitas mensuales, explicó a Billy que Ellis sufría pequeños e imperceptibles nuevos derrames cerebrales que agravaban progresivamente su lesión. El estado general del inválido era excelente y su cuerpo seguía estando relativamente robusto. Aunque no se lo dijo a Billy, Dorman pensaba que Ellis podría vivir por lo menos seis o siete años más. Billy, siguiendo el consejo de Dorman, no pasaba todo el día al lado de su marido. Diariamente, tomaba una clase de tenis en el "Country Club" de Los Ángeles y tres días a la semana iba al estudio de Ron 150
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Fletcher en Beverly Hills. En uno y otro sitio, hizo algunas amistades femeninas con las que procuraba almorzar varias veces a la semana. Aquellos almuerzos representaban el 9 por ciento de su vida de sociedad. Ellis no quería que ella estuviera presente mientras le daban de comer, y después del almuerzo, dormía una larga siesta, por lo que, durante las horas del mediodía, Billy se sentía dispensada de la obligación de permanecer en casa. Al carecer del apoyo de la familia y de un círculo de viejos amigos y, por otra parte, al no disponer de suficiente tiempo libre para entregarse a una obra benéfica o a un trabajo voluntario, Billy comprendió que no tenía nada más que tres recursos: los libros, el ejercicio físico y la compra de ropa. En su diaria visita a las tiendas y almacenes de Beverly Hills, Billy casi conseguía aliviar aquella tensión constante. Comprar, comprar, ¿qué importaba que necesitara o no los vestidos? Tenía cientos de elegantes trajes de fiesta, docenas de pantalones de exquisito corte, cuarenta conjuntos de tenis, blusas de seda a centenares, cajones y cajones llenos de ropa interior de Juel Park hecha a mano donde unos simples panties costaban doscientos dólares, armarios llenos de trajes de dos mil dólares del departamento de ropa a medida de Miss Stella de la tienda de I. Magnum que Billy lucía en las contadas reuniones a las que asistía y tres docenas de trajes de baño que guardaba en el vestuario de la piscina, donde se cambiaba para su diaria sesión de natación. Había sido necesario habilitar tres dormitorios para roperos. Billy, al entrar en "Dorso's" o en "Saks", sabía que se entregaba a la clásica ocupación de las mujeres ricas y ociosas: la adquisición de cosas superfluas para tratar de colmar, sin conseguirlo, su vacío interior. «O esto o engordar otra vez», se decía mientras recorría "Rodeo" o "Camden" sintiendo una excitación casi sexual al mirar los escaparates en busca de nueva mercancía. La emoción estaba en la prueba, en la compra. Una vez adquirida, la prenda dejaba de tener importancia para ella, por lo que cada vez que salía a comprar algo lo hacía impulsada por la misma necesidad. Pero no podía comprar cualquier cosa. Tenía que ser algo que valiera la pena. El sentido discriminatorio sobre la calidad y la hechura de una prenda que Billy había adquirido en París, se había acrecentado al observar el descuido con que vestían muchas mujeres de Beverly Hills. ¿Qué sentido tenía salir de compras para luego andar por ahí con tejanos y camiseta de manga corta? Y Billy fue convirtiéndose en una cliente cada día más exigente y difícil. Una prenda en la que faltara un botón o con un dobladillo mal rematado era casi un insulto personal. Cada vez que encontraba un defecto, sus labios carnosos se contraían en un gesto de irritación. De vez en cuando, Women's Wear hacía un reportaje acerca de la forma de vestir de las mujeres de California, y la foto de Billy servía siempre para ilustrar el chic de la costa Oeste. Vestir con esmero, 151
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permanecer en la lista de las Diez Mujeres Mejor Vestidas, las clases de tenis que mantenían sus músculos firmes y elásticos, las frecuentes visitas al peluquero, a la manicura y al pedicuro: éstas eran las preocupaciones que a veces casi conseguían hacerle olvidar su creciente deseo de vida sexual. Hasta que sufrió su primer ataque, Ellis mantuvo a Billy, si no ahíta, satisfecha. Ahora ella llevaba ya más de un año sin experimentar otro goce sexual que el que le producía la masturbación. Y aún esta expansión menor estaba asociada a una sensación de culpabilidad adquirida en la niñez. Desde que podía recordar, Billy había creído que masturbarse era pecado. Contra quién o contra qué, nunca lo supo; pero Billy no podía menos que sentirse deprimida cada vez que recurría a la masturbación para tratar de mitigar su constante apetito sexual. Billy pasaba largas horas pensando en la forma de hacer una vida sexual normal. En un principio, fiel a la costumbre, trató de imaginar qué hubiera hecho la tía Cornelia, pero abandonó el intento de inmediato, con la celeridad con que se arroja una boñiga recogida en la calle por error. Si la tía Cornelia hubiera llegado a tener tales pensamientos, los hubiera rechazado rápidamente con la mayor energía. Después se preguntó qué haría Jessie. Billy sabía que Jessie no hubiera perdido el tiempo pensando, sino que haría ya meses que habría salido a la calle a darse un buen lote. Pero ella no era Jessie. Ella seguía casada con un hombre al que amaba profundamente, a pesar de que vivía sólo a medias, y no quería manchar aquel amor con una aventura casual con uno de los monitores del club o el marido de una amiga. Y no parecía haber otras posibilidades. Billy sólo aceptaba algunas de las muchas invitaciones que recibía y únicamente iba a casa de las mujeres que no la utilizaban como una atracción, un número para satisfacer la curiosidad de los otros invitados. De todos modos, aún así, cada vez que le presentaban a alguien, observaba que la trataban como a una viuda reciente a la que no se pudiera dar el pésame. Porque todo el mundo la había visto retratada en los periódicos y revistas al lado de la silla de ruedas de Ellis, en el aeropuerto de Nueva York, cuando embarcaron en el avión para trasladarse a California y a Billy le parecía que todo el que oía su nombre inmediatamente pensaba en el anciano que se moría en la fortaleza. En las grandes cenas de Beverly Hills, Bel-Air y Holmby Hills, a las que Billy asistía sin pareja, el hombre "extra" al que sentaban a su lado en la mesa solía ser un homosexual o un vividor que cenaba gratis todas las noches por no estar casado y ser relativamente bien parecido. Los divorciados recientes acostumbraban a llevar pareja, casi siempre una mujer veinte años más joven. De todos modos, Billy comprendía que era demasiado famosa para tener una aventura anónima, aunque hubiera encontrado al hombre adecuado. 152
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Para Billy, más importante que cualquiera de estas razones, era la absoluta necesidad que sentía de defenderse de las habladurías que suscitaría cualquier relación que ella pudiera tener con un hombre. Ella era la esposa de Ellis Ikehorn y esta circunstancia la hacía invulnerable, por más desvalida que se sintiera en realidad. Si se convertía en Billy Ikehorn simplemente, durmiendo hoy con uno y mañana con otro, se vendría abajo su elevada posición y ella perdería su brillante papel de joven reina, bajo un alud de murmuraciones. Sabía que la gente estaba al acecho, esperando que ella diera un paso en falso. Los únicos hombres a los que Billy trataba asiduamente eran los tres enfermeros que cuidaban a Ellis. Con frecuencia, invitaba a los dos que no estaban de servicio a cenar con ella y se divertía con su charla cordial y desenfadada. Los tres eran homosexuales que frecuentaban los bares gays de Los Ángeles y San Fernando Valley. Cuando los jóvenes advirtieron lo mucho que Billy necesitaba su compañía, abandonaron su reserva, aunque no sin dejar un amplio margen de discreción. No era cuestión de arriesgarse a perder, por un exceso de familiaridad, los mil quinientos dólares mensuales, más manutención, alojamiento y derecho a automóvil que les reportaba el empleo. Billy no se dio cuenta de lo mucho que había llegado a depender del trío hasta que dos de ellos le anunciaron que se iban. Jim, que era de Miami, tenía que volver a casa por motivos familiares y Harry, un mucho del Oeste, alegre y chistoso que durante los últimos meses se había convertido en su pareja, confesó a Billy que estaba demasiado interesado por Jim para dejarlo ir solo. —Los dos lo sentimos, Mrs. Ikehorn —le aseguró—, pero en Los Ángeles no faltan enfermeros. No tendrá la menor dificultad en encontrar sustitutos. Abundan los enfermeros militares adiestrados en Vietnam que a su regreso terminaron su capacitación. La mayoría fueron movilizados al salir de la Universidad y ahora se ganan la vida con este trabajo. —Harry, no es eso. Habéis estado con nosotros desde el principio. Mr. Ikehorn os echará de menos. —Tenía que ocurrir tarde o temprano, señora. Nosotros somos aves de paso. No nos gusta permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. No se lo tome a mal. Es el mejor empleo que he tenido en mi vida. Billy comprendía perfectamente a Harry. Quién sabe si ella, de haber podido marcharse… Pero aquel castillo de pega era su prisión y ella debía permanecer allí por tiempo indefinido. Procuraría que los dos nuevos enfermeros fueran simpáticos, puesto que estaban destinados a ocupar un importante lugar en su mundo. Durante el mes de tiempo que le dieron Jim y Harry, Billy entrevistó a los aspirantes. Antes de encontrar a dos que tanto por sus dotes profesionales como por su simpatía personal, le satisfacieran, tuvo que hablar con quince. El primero de los contratados, John Francis 153
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Cassidy, llamado Jake, era de ascendencia irlandesa, pelo negro, piel blanca, ojos azules y francos y cara de golfillo simpático. El segundo, Ashley Smith, era natural de Georgia y criado allí. Llevaba el cabello, de color castaño rojizo, bastante largo y tenía un hablar lento y remilgado que armonizaba bien con su alta figura y sus manos largas de ademanes elegantes. Los dos habían sido enfermeros militares y Billy estaba casi segura de que ninguno era homosexual. Pasaron los meses y al sur de California llegó una cálida primavera. Billy sintió que la depresión se apoderaba de ella. Todos los días, tenía que hacer un esfuerzo para vestirse, subir al coche e ir a tomar la lección de tenis o de baile, pero lo hacía, pues sabía que, si se quedaba en casa, por la noche no podría dormir. Cuando hizo demasiado calor para jugar al tenis, se entregaba a largas sesiones de natación en la piscina, con el propósito de agotarse; pero por más que nadaba no podía conciliar el sueño si no tomaba una o dos píldoras. Averiguó que el alcohol aceleraba el efecto del somnífero, aunque sabía que era peligroso, por lo que no tomaba más que una copa pequeña de vodka que, sin hielo, sabía a medicina; pero el mal sabor mitigaba la sensación de culpabilidad que se asociaba al acto. Billy pasaba cada vez más tiempo en la piscina cubierta. Allí, el decorador elegido por Lindy había ejercitado toda la fantasía que no pudo desplegar en la casa. En el pabellón de la piscina había un gran salón para fiestas y dos alas de vestuarios y duchas para hombres y mujeres. Mientras contemplaba el suntuoso salón, Billy se preguntaba amargamente si el decorador habría imaginado que ella iba a dar allí muchas fiestas. Había tres grandes divanes tapizados de seda de toalla roja, el suelo estaba cubierto de baldosas granate, rosa y blanco y por doquier se amontonaban los almohadones de tela de toalla de distintos tonos púrpura. El techo, en forma de cúpula, estaba decorado con estilizados arabescos y las cortinas de abalorios tintineaban suavemente cuando alguien las rozaba al pasar. En un rincón había un bar que poco a poco había ido llenándose de los libros de Billy que había convertido la piscina en su sala de lectura; allí encontraba tranquilidad, allí podía olvidarse de la casa y de sus habitantes. Nadie, ni los jardineros, podían acercarse a la piscina después de las once de la mañana. Una noche de aquella calurosa primavera, Billy cenaba a solas con Jake Cassidy. Morris, el único enfermero que quedaba del equipo primitivo, estaba de servicio y Ash había salido en el coche. Billy comía sin apetito pequeños bocados de ensalada de aguacate y marisco. Cada vez que bajaba el tenedor al plato, veía la velluda muñeca de Jake que asomaba por el puño de la camisa. Aquella fuerte muñeca casi la hipnotizaba. Empezó a sentir entre las piernas un peso, una viva comezón, un ansia. Entornó los párpados para que él no pudiera verle los ojos ni sospechar lo que estaba pensando. Se preguntaba si su vello púbico sería fuerte y espeso y si llegaría hasta muy arriba del vientre. 154
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—Jake —dijo con naturalidad—, ¿por qué no va nunca a la piscina? —No quisiera molestar, Mrs. Ikehorn. —Es usted muy considerado, pero es una lástima que no aproveche la piscina. Baje mañana por la tarde a darse un chapuzón. —Muchas gracias. Le tomo la palabra. Si tengo la tarde libre, bajaré. Billy sonrió. Ya se encargaría ella de que tuviera la tarde libre. En cuanto acabara de cenar. Billy estaba tendida en uno de los divanes, tapada con una toalla y con la cabeza apoyada en un gran almohadón. Había en la piscina una luz suave, matizada por un resplandor anaranjado y con reverberos de luz en el agua. Tania los ojos entornados y aguardaba con una impaciencia casi insoportable. Por fin se oyó el roce de las cortinas y entró Jake Cassidy, con un pantalón corto de deporte de fino nylon. Él se detuvo bruscamente al verla en el diván con el pelo suelto y las largas y bronceadas piernas extendidas. —Hace casi demasiado calor para nadar, ¿no crees? —murmuró Billy. —Pues… aunque sólo sea un momento, voy a zambullirme. —Todavía no. Acércate, Jake. Él se aproximó al diván, titubeando. —Siéntate, Jake. Hay mucho espacio. Él se sentó tímidamente en el borde del diván. Billy le tomó una mano y tiró de él. —Más cerca, Jake. Esta vez, seguro ya del terreno que pisaba, él obedeció con rapidez. Billy guió su mano debajo de la toalla. Él contuvo el aliento mientras ella le llevaba la mano a lo largo de su cuerpo hasta el pubis. El clítoris, inflamado ya, se le abultaba entre el vello. Ella le tomó el dedo corazón y lo puso sobre su carne cálida y húmeda, imprimiéndole un movimiento lento sobre aquel punto del que irradiaba todo el calor de su cuerpo. Mientras él mantenía el ritmo, ella apartó la toalla mostrándole su cuerpo magnífico. Jake se inclinó sobre sus oscuros pezones y Billy arqueó el cuerpo en respuesta a la autoritaria caricia de su mano y al fuego de su boca. ¡Qué diferencia, sentir el contacto de otro cuerpo! Mientras él la acariciaba, ella observó que por el borde superior del pantalón de deporte asomaba la gruesa punta del pene. Conteniendo el aliento, Billy desató la cinta del pantalón y, con la boca seca, miró aquel miembro grande, duro y sonrosado sobre el vientre blanco y entre la oscura mata de vello. —Ven… —Espera… antes quiero… —¡Ahora! Jake se puso de rodillas en el diván, a horcajadas. Ella tomó entre sus manos aquel tallo fuerte y centímetro a centímetro, prolongando el movimiento hasta hacerle gemir de impaciencia, fue
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introduciéndolo. Finalmente, cuando le sintió a punto de lanzarse impetuosamente, Billy murmuró, rozándole los labios: —Espera, Jake… Voy a enseñarte algo que te gustará. —Le asió por las caderas y la apartó hasta hacerle casi retirarse y luego le hizo penetrar de nuevo. Podía oírle rechinar los dientes de gusto, pero apenas le prestaba atención. Repitió el movimiento varias veces y la última le obligó a salir del todo y tomándole el pene entre las manos lo acarició con el clítoris. Él comprendió enseguida y se balanceó arriba y abajo, sin perder contacto con aquel clítoris tumescente que Billy imaginaba como un fruto rojo y maduro. —Míralo, míralo… —murmuraba él. Billy no podía apartar los ojos de aquel pene soberbio y reluciente en el que las venas se destacaban con nitidez. Su extremo había aumentado de tamaño mientras estuvo en su interior y ahora ella gimió de deseo de volver a recibirlo. —No tan deprisa… Tú lo querías de este modo y así será. Míralo, míralo bien… Enseguida será tuyo… Hasta donde tú quieras… ¡Ahora! —Y él entró hasta el fondo, brutal y deliciosamente en el momento en que unos violentos estremecimientos la sacudían. Permanecieron en el diván varios minutos, esperando en silencio a que él, que todavía estaba algo rígido dentro de ella, se apaciguara. Billy sentía entre las piernas el cálido goteo del semen y se preguntaba cómo había podido prescindir durante tanto tiempo de aquella realidad hecha de temblores, jadeos y sudor.
Aquella noche, Billy cenó en el saloncito. Dijo al mayordomo que dejara la bandeja en la mesa del café. —Póngalo ahí, John. Yo me serviré. Estoy un poco cansada. Encárguese de que no me molesten, por favor. No probó bocado. Sentía una viva inquietud y un deseo incontenible. Una parte de su mente se concentraba en el recuerdo de aquella tarde que la hacía palpitar el vientre, al tiempo que meditaba ansiosamente sobre las repercusiones que podía tener lo sucedido. ¿Lo contaría él a los otros? ¿Se jactaría? ¿Trataría de hacerle chantaje? ¿Qué ocurriría si llegaba a saberse? ¿Qué pensaba de ella? Aunque esto era lo que menos le importaba, decidió moviendo la cabeza con impaciencia ante este vestigio de puritanismo. Pero, ¿qué sabía ella de Jake? ¿Podía confiar en él? Billy no tenía respuesta a ninguna de estas preguntas ni sabía a quién preguntar. Sólo sabía que tenía que volver a acostarse con Jake Cassidy. Y pronto. Apretó los puños. Se mordió los labios y empezó a pasear. Lo deseaba ahora mismo. Sus apetitos sexuales, desatendidos durante más de un año y medio, la acometían con más violencia que nunca, incluso más que en su época de Nueva York, y más que durante su matrimonio. Billy suspendió casi todos sus viajes a Beverly Hills, excepto las visitas al peluquero, y anuló todos sus compromisos para almorzar. 156
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Temía modificar el horario de los enfermeros para que Jake tuviera todas las tardes libres, por miedo a llamar la atención de los demás. Pero dos de cada tres días iba a la piscina después del almuerzo y le esperaba desnuda y con las piernas separadas hasta que él llegaba. Después de aquella primera tarde, él había seguido tratándola exactamente igual que siempre. Ni un leve parpadeo, ni una mirada que denotara lo sucedido entre ellos. Jake se mostraba tan respetuoso y atento como siempre. Ella comprendió que nadie sospechaba. Ni sospecharían, mientras ella no se delatara. Y ni siquiera cuando estaban juntos en la piscina, en los momentos de mayor intimidad, él la llamaba por su nombre. Cuando todo terminaba, él se retiraba discretamente, para no tener que hablar, para no aludir a lo sucedido, para no conocerse el uno al otro en este nuevo aspecto. Ella se decía que era extraño que, pudiendo gustar sus propios flujos en la boca de él, una tan íntima comunicación no fuera acompañada de palabras. Era como si ambos compartieran un lugar que existía sólo en determinadas circunstancias, en determinado momento, un espacio en el que no tuvieran cabida sus respectivas personalidades. El erotismo de Billy se centraba más y más en el ambiente de clandestinidad de la piscina. Nada de lo que allí ocurría contaba en el mundo real; pero en el mundo real no había nada que tuviera importancia, comparado con lo que ocurría en la piscina. Allí, donde Billy disponía del cuerpo vigoroso y maravillosamente dúctil de Jake Cassidy, sus relaciones se hacían cada vez más sensuales. Allí ella no era Billy Ikehorn, la esposa rica y triste de un moribundo, sino otra persona, una persona a la que ni siquiera ponía nombre y que no había existido antes. Casi le parecía sentirla nacer, separarse de ella, una persona sin nociones de ética a la que todo le estaba permitido, con tal de que se mantuviera en secreto. En el más absoluto secreto. Al principio de sus relaciones con Jake Cassidy, Billy sentía extrañeza ante aquella forma, al parecer, anormal, en el que él aislaba el tiempo que pasaban juntos, de todos los demás momentos del día en que estaban en contacto. Luego, comprendió que también ella lo prefería así, no sólo porque era más seguro, sino porque no deseaba conocer mejor a Jake. En el aspecto profesional, era agradable y capaz; en la piscina era un hombre de boca ardiente y pene potente. No importaba más. Ella no quería saber nada de su familia, de su niñez, de sus sentimientos, sus preferencias y antipatías ni de los factores que individualizan a una persona. No era que deliberadamente rechazara todo contacto sentimental; era, sencillamente, que él no conseguía llegarle al corazón, aquel corazón intransigente que no quería confundir la pasión con el sentimiento. Billy recordaba muy bien lo que era el amor. Jake Cassidy no tenía nada que ver con el amor. Pero, si era necesario, ella podía vivir sin amor. No tenía alternativa.
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Nat Dorman miró a Billy con perspicacia. Apostaría el pescuezo a que, desde la última visita, ella había cambiado. Volvía a tener aquel aspecto luminoso que no había visto en ella desde antes de que Ellis cayera enfermo. Bien hecho. Ya iba siendo hora. —Tienes buen aspecto, Billy. Yo también practicaría el tenis si no fuera porque, a mi edad, lo más seguro sería que me cayera muerto en cuanto pisara la pista. —Es la natación, Nat, no el tenis. Nado kilómetro y medio al día. Es un ejercicio excelente. ¿Por qué no pruebas? Podrías empezar por unas cuantas piscinas al día. —¿En Nueva York? Como no me dedique a la gimnasia sueca… Hablando de lo que me dijiste de llevar a Ellis a Palm Springs este invierno, no creo que sea realmente necesario. Aunque si tú quieres ir, desde luego… —¡Cielos, no! Es un paraíso geriátrico. Hasta los jóvenes parecen apergaminados. Y la casa de allí no es tan cómoda como ésta. Me gustaría venderla. —¿Y el jet? ¿Piensas conservarlo? —Desde luego. Estoy segura de que a Ellis sigue gustándole ir a Silverado. Vale la pena conservar el avión, aunque sólo lo utilicemos dos veces al año. Con los enfermeros y demás, cada vez que salimos de casa es como ir de safari. Además, el capataz de Silverado no me perdonaría que no fuéramos a la vendimia. ¿Sabes las cepas que tuvimos que arrancar para hacer la pista de aterrizaje? Pero, Nat, ¿por qué dices que no es necesario que Ellis vaya a Palm Springs este invierno? —Está mucho más apático, Billy. Probablemente, tú no lo notas porque lo ves todos los días, pero de mes en mes va perdiendo interés por la vida. Este invierno, en los días de lluvia, no le importará tener que quedarse en casa, mirando el fuego o la televisión, si es que todavía le interesa. No echará de menos unos cuantos días de sol. —Ya me había dado cuenta, Nat, de su enorme… indiferencia. Temía que fuera culpa mía. —Ni pensarlo, Billy. No podría estar mejor atendido. Tú no puedes hacer nada por compensar lo que ocurre dentro del cerebro de una persona cuando estalla una venita. Para todo hay un límite. ¿Cuántos años tienes, Billy? No es una gran vida para ti. —Oh, ya me apaño, Nat. Me apaño. A medida que se sucedían las tardes en la piscina, Billy se sentía cambiar más y más. Nunca sospechó cuán agresiva podía ser con un hombre. Salvo las dos ocasiones en que ella tomó la iniciativa — cuando, en Barbados, cruzó el corredor del hotel para ir a la habitación de Ellis y la primera vez que estuvo con Jake—, siempre 158
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dio por descontado que era el hombre el que buscaba a la mujer, el que delataba su deseo, el que excitaba a la mujer que, a pesar de incitarlo, observaba una conducta puramente pasiva. Ahora Billy experimentaba la emoción de ser la que buscaba, la que exigía, la que exploraba, la que derribaba. Cuando Jock llegaba a la piscina, ella ya estaba allí, impaciente. A principios de otoño, cuando él empezó a retrasarse, primero media hora y después una hora, aquella espera, aquella incertidumbre era más dolorosa que la seguridad de que no iría. Él le daba siempre una excusa plausible, pero ella no las creía. Billy empezó a sospechar que él gozaba sabiéndola allí, presa de una impaciencia brutal, pendiente de la liberación que sólo él podía darle. Ella lo había seducido. Ahora él trataba de trocar los papeles. Billy acabó de comprenderlo la tarde en que él ni siquiera acudió y luego, por toda excusa, dijo que se había quedado dormido al sol. Profundamente mortificada, furiosa y humillada, pero dominada por su obsesión, Billy hizo lo único que podía hacer: subirle el suelo mil dólares al mes. El deseo físico que le inspiraba Jake no la dejaba ni un momento. Si por la mañana lo encontraba en el vestíbulo lo seguía con la mirada imaginando los detalles de su próximo encuentro. Cuando Billy cenaba con los enfermeros, si Jake estaba presente, ella no podía probar bocado y se quedaba mirando sus manos y pensando en cómo la hacían vibrar. Un lunes por la mañana, después de un fin de semana en el que Jake había estado ausente, Billy se tropezó con él delante de la puerta de su dormitorio y, tomándolo por la muñeca, lo llevó a la habitación, cerró la puerta, le desabrochó el pantalón, le asió el pene con la mano, lo tensó y se frotó contra él hasta que se corrió, mientras los dos jadeaban apoyados en la pared como adolescentes. Otro día en que él había estado de servicio durante la tarde, ella le salió al encuentro después de la cena y lo llevó al baño de un cuarto de invitados de la planta baja. Se quitó los panties y el bikini, se sentó sobre la tapa del inodoro, lo obligó a arrodillarse y le tomó la cabeza entre las piernas, ofreciendo a sus labios un pubis húmedo y dolorido. Él le provocó un rápido y violento orgasmo con la lengua; pero no era suficiente. Billy le hizo levantarse y, sin moverse de su asiento, le tomó el pene con la boca. En aquel momento, no había para ella en el mundo nada más que aquel trozo de carne que ella trabajaba con afán. Cuando él se fue, Billy permaneció en aquel cuarto de baño durante casi una hora, desconcertada e insatisfecha. Comprendía que estaba descontrolándose. Tanto el incidente del dormitorio como la brusca desaparición de ambos aquella noche podían haber sido observados por cualquiera de los criados. En el curso de un solo día de noviembre, el tiempo cambió bruscamente. Los largos y cálidos días de primavera, verano y otoño habían terminado. Al sur de California llegó entonces un invierno excepcionalmente lluvioso. Un invierno que en cualquier otro lugar hubiera podido pasar por un otoño gris y nada más. De todos modos, 159
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con trece grados de temperatura, era evidente que las tardes en la piscina se habían terminado. Billy comprendió que hasta que volviera la primavera, quizá hasta el mes de abril, a seis meses vista, tendría que buscar otro escenario para su vida secreta. Pasó toda una tarde explorando la gran ciudadela de la colina recorriendo pensativa las habitaciones vacías que Lindy no había mandado decorar porque no iban a ser utilizadas. Algunas podían ser observadas desde otros puntos de la casa, otras daban a corredores por los que pasaban frecuentemente los criados, otras más le desagradaban porque, desde sus ventanas se veían sus propias habitaciones y las de Ellis, una parte de la casa que inmediatamente le hacía presente su verdadero carácter de hospital. Pero al fin, en lo alto de una torre, descubrió una habitación octogonal que sin duda había sido construida únicamente por estética, por el caprichoso remate que ponía en la casa, ya que, al parecer, nunca había sido utilizada. Billy se asomó a una de las estrechas ventanas y sintió en la cara el viento fresco. Las nubes bajas que se cernían sobre Bel-Air parecían estar casi al alcance de la mano y Billy recordó a la princesa Rapunzel, cautiva en su torre. Esta Rapunzel estaba a punto de iniciar un hobby. ¿Dibujo a carbón, acuarela u óleo? ¿Y por qué no al pastel? En realidad, eso era lo de menos. Lo importante era que es tratara de una afición que exigiera muchas horas de soledad, en el estudio, horas durante las cuales nadie extrañaría que estuviera incomunicada. Todo el mundo respeta la necesidad de aislamiento del artista. Además, ¿quién quedaba en el mundo que pudiera pedirle que le enseñara su trabajo? El estudio de Billy quedó amueblado en pocos días. En primer lugar, hizo una visita relámpago a "Gucci's", donde últimamente había visto una colcha de zorro plateado forrada de seda de casi cuatro metros cuadrados. Después se fue a "May Company", donde el vendedor, acostumbrado a clientes que tomaban medidas, vacilaban, comparaban y consultaban, apenas daba abasto a llenar las hojas de pedido mientras en media hora, Billy compraba un gran diván del diseñador más vanguardista de Milán que preocupaba al jefe de compras de la tienda por ser demasiado grande y demasiado caro para adaptarse a una habitación normal, una alfombra oriental que, en opinión del vendedor, era demasiado buena para ser utilizada más que como tapiz y varias lámparas extravagantes que según le constaba, aunque no lo dijo a la cliente, sólo podían dar una luz muy tenue. La siguiente parada de Billy fue en la tienda de Sam Flax, de pinturas y pinceles, en la que el dependiente pudo vivir la rara experiencia de vender dos mil dólares de mercancía a una señora que parecía más interesada por los pinceles de pelo de marta que por cualquiera de los otros artículos que compraba. Más intrigado todavía se hubiera sentido de haber visto al día siguiente a Billy luchar a brazo partido con el caballete para instalarlo en su flamante estudio. Realizada la 160
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labor, sacó uno de los lienzos, de los que había comprado varias docenas, lo puso en el caballete y con una barra de pastel roja trazó una línea en zigzag. Luego, en una hoja de bloc, escribió cuidadosamente: «Estudio. No molesten bajo ningún pretexto.» Clavó la hoja en la parte exterior de la puerta que podía cerrarse por dentro, y satisfecha, se llevó todos los pinceles de pelo de marta al tocador, donde podrían servir para las cejas. Durante el tiempo que tardó en acondicionar el estudio, Billy advirtió que, a pesar del cambio de tiempo, Jake mantenía su actitud imperturbable y reservada. Sus ojos de monaguillo conservaban su mirar franco sin que asomara a ellos ni la sombra de una pregunta, por más que sabía bien que llevaban más de una semana sin verse a solas. Ni siquiera le rendía el tributo de mirarla con impaciencia. En un principio, Billy se propuso darle una sorpresa con el estudio, pero después el instinto le indujo a mantener el secreto. Una noche, después de que el estudio estuviera terminado, Billy cenó con Jake y con Ash. Llevaba una túnica de lamé de plata con ribetes de visón negro y collares de esmeraldas, perlas y rubíes. Examinó a Jake fríamente a través de la mesa, mientras él la miraba con unan de sus impersonales sonrisas. De pronto, le pareció no sólo innecesario, sino peligroso. No había podido perdonarle aquellas esperas, ni se las perdonaría por años que viviese. Josh Hillman, su abogado, podría zanjar el asunto al día siguiente. No; era preferible que lo hiciera ella personalmente. Josh nunca comprendería el porqué de la espléndida gratificación que cobraría Jake a su marcha. La gratificación y unas palabras acertadas pondrían las cosas en su sitio. Tal vez Jake no acabara de entenderlo, pero Billy sospechaba que no se sorprendería demasiado. Había tenido que preguntarse ya si no había ido demasiado lejos. Se había metido en un juego excesivamente complicado para él. Billy miró entonces a Ash, el del acento sureño, la voz cálida y los dedos largos y finos, Ash que temblaba cada vez que ella se le acercaba, Ash que la seguía con la mirada cuando creía que ella no se daba cuenta. El esbelto y galante Ashley. ¿Qué tal estaría desnudo? —¿Le interesa el arte, Ash? —preguntó. —Sí, Mrs. Ikehorn. Siempre me ha interesado. Billy sonrió levemente, mirándole a los ojos. —No me sorprende. Lo imaginaba.
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CAPÍTULO VII Twiggy, Verushka, Penelope, Tree, Lauren Hutton, Marisa Berenson, Jean Shrimpton, Susan Blakely, Margaux Hemingway… Harriet Toppingham las descubrió en cuanto aparecieron. A veces, las nuevas caras estaban ya tan vinculadas a otra revista que Harriet no podía o no quería utilizarlas. La competencia existente entre las revistas para lanzar La Nueva Cara s enorme. Generalmente, se guían por las informaciones de espías colocados en las agencias de modelos y por el trabajo de sus fotógrafos. Naturalmente, tan pronto como Spider hubo revelado y ampliado las fotos de prueba que hizo a Melanie, las llevó a Harriet. Ellas las miró entornando sus ojos castaños. Sintió que el deseo de adquisición le mordía las entrañas. Cada vez que Harriet veía a alguien o algo que le interesaba, empezaba a segregar jugos. Esto era lo que la hacía vibrar: captar la presa huidiza, hacerse con lo extraordinario y especial. —Bien. Hummm… Sí, señor. —¿Es eso todo lo que se te ocurre, Harriet? —preguntó Spider casi con indignación. —Realmente, es una belleza devastadora, implacable, mata de guapa que es… ¿Está bien así? —¡Vamos, cualquiera diría que estás hablando de Bonnie and Clyde! —No es eso, Spider. Simplemente, no es una cara que se olvide. Impone un poco, ¿no crees? Claro que tú eres joven. —Tonterías, Harriet. A ti no hay quien te imponga. Reconócelo. —No reconozco nada. —Le echó el humo a la cara, gozando con la prolongación de la incertidumbre. Desde luego, tenía que conseguir a la chica. Una gran modelo tiene que ser única. Chicas bonitas las hay a montones, pero aquella cara era totalmente diferente. Tenía algo especial, sorprendente, indefinible. Por fin dijo—: La contrataré en exclusiva para las próximas dos semanas y presentará lo más importante de la colección de otoño. Además, la pondremos en la portada. —Hablaba con voz neutra, sin inflexiones, pero 162
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interiormente reventaba de satisfacción. La sensación de poder le caldeaba el estómago como una brasa. —Procuraré terminar todos los trabajos pendientes para entonces. —¿Oh? ¿Sí, eh? —ella parecía sorprendida y un poco violenta. —¡Harriet! ¡Harriet! Yo la descubrí. ¿No vas a darme ese trabajo? — Spider no imaginó que Harriet pudiera contratar a Melanie y no contratarle a él. Harriet esbozó con sus labios finos y pintados de un rojo vivo una sonrisa tenue, como si no pudiera permitirse la broma. Antes de responder, apagó meticulosamente la colilla en un pesado cenicero de jade. —Tú eres bueno, Spider, no lo niego; pero nuevo. Todavía no has demostrado lo que puedes hacer. ¿Qué has hecho hasta ahora? ¿Sujetadores? ¿Zapatos? ¿Pijamas? No olvides que el número de septiembre es el más importante del año. No puedo permitirme cometer un error. —Sacó otro cigarrillo de una caja de bronce estilo Imperio y lo encendió cuidadosamente con el aire del que acaba de zanjar una discusión. Spider dominó la indignación y dijo con calma: —No correrías ningún riesgo, Harriet. Comprendo perfectamente que el haberte traído a ti las fotos de Melanie, en lugar de llevarlas a Vogue o a Bazaar no me da derecho a esperar que me des el encargo. ¿Quieres a Melanie? Está a tu disposición. Pero no creo que ella pueda trabajar con otro como trabajaría conmigo. Es inexperta. Nunca había posado. No lo sabías, ¿verdad? En esas fotos que le hice con su ropa de calle, sin maquillaje ni peinado ni se nota. Confía en mí, Harriet. Estoy preparado. Más que preparado. Harriet miró al techo y tamborileó con las uñas en la mesa. Volvió a hojear las fotos despacio, saboreando el placer de mantenerlo en vilo, esperando. El trabajo de Spider había causado más revuelo que el de cualquier otro fotógrafo aparecido durante los últimos años. Si lo dejaba marchar, otros lo atraparían al vuelo. Y podía hacer el trabajo, ella lo supo desde el principio. Sin embargo, no le gustaba que le forzaran la mano. Aunque bien mirado… —Está bien. Lo pensaré… Bueno, tal vez, después de todo, Spider… Me arriesgare. Te dejaré que pruebes. Hasta entonces Spider no había sabido lo que era depender enteramente de alguien. Todavía no sentía el alivio que habían de producirle aquellas palabras. Aún estaba temblando de indignación y asombro ante el evidente goce que a ella le producía mortificarlo. Harriet lo observaba atentamente. ¿Lo había asustado por fin? El miedo no figuraba entre las emociones habituales de Spider —así lo intuyó ella desde el principio y con agrado. De este modo, resultaría más interesante manipularlo. —Muchas gracias. —Spider le lanzó una mirada que, de momento, y pese a su gran perspicacia, ella no supo descifrar. Era una mirada en la que el desdén, la mortificación, la sorpresa y la repugnancia se 163
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mezclaban con la gratitud y con un principio de excitación particular. Spider recogió las fotografías y salió del despacho en silencio y sin prisa. Harriet se quedó fumando pensativa. Aquel mucho tenía mucho que aprender. Mientras Spider hacía las fotos para el número de septiembre, su estudio era un hervidero de gente que, de uno u otro modo, trataban de poner su rúbrica en el gran acontecimiento. Harriet y sus dos ayudantes rondaban constantemente por el estudio. Los encargados de los accesorios y calzado y sus respectivos ayudantes iban y venían cargados de bolsas y cajas. El ayudante de Spider, un despierto muchacho de Yale recién contratado, estaba siempre pegado a él. Un cortejo de personas de las casas de modas desfilaba el estudio, llevando preciosos modelos originales colgados del brazo. Se quedaban paseando nerviosamente y mirando el reloj mientras se hacían las fotos, esperando con impaciencia el momento en que podrían devolver los trajes a la sala de exposición, sin hacer el menor caso a los ayudantes de Harriet que trataban de convencerlos para que se marcharan y volvieran a última hora de la tarde. Dependientes de David Webb y de Cartier llevaban estuches de joyas prestadas y permanecían ojo avizor hasta que les eran devueltas, mientras que la aprendiza de la ayudante de la encargada del calzado, una encantadora jovencita presentada en sociedad en el baile de la Du Pont, no tenía otra misión que servir café y bocadillos a todo el mundo y llevarse las tazas sucias y los platos de cartón. En el tocador, un peluquero de fama y su equipo trabajaban en coordinación con el maquillador y su ayudante, no sólo en Melanie sino en la serie de modelos masculinos que habían sido contratados para posar con ella. El director artístico de Fashion and Interiors entraba una y otra vez, miraba, gruñía entre dientes y se marchaba, para volver al cabo de una hora. Spider trabajaba como electrizado, en trance. Para él, en el estudio no había nadie más que Melanie, las cámaras y la sombra de su ayudante. Melanie estaba tan serena como él concentrado. Mientras la vestían y la desnudaban, la maquillaban, la peinaban y le decían cómo tenía que ladear la cabeza, moverse o sonreír, ella sentía una extraña tensión en su interior, como si un misterio trascendental estuviera a punto de ser revelado, como si un nuevo sentido fuera a despertar en ella, un sentido que era en sí otro interrogante, no una respuesta. Las largas horas de posar se le hacían cortas, a pesar de su falta de experiencia. Aquello le parecía lo más natural. Y cuanto más le exigían más daba ella, y más feliz se sentía. Al final de cada día de trabajo, Harriet y el director artístico concertaban una tregua transitoria y proyectaban las pequeñas diapositivas de 35 milímetros sobre una pared blanca. Su silencio indicaba más claramente que cualquier palabra su convencimiento de que todo marchaba bien. Ninguno de los dos quería mostrar su 164
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aprobación, para no dejar al otro motivo de satisfacción, y puesto que no había de qué lamentarse, no tenían por qué decir nada. Por sus años de experiencia, sabían que algunas de aquellas diapositivas se convertirían en fotos de antología. La poética e impenetrable belleza de la modelo daba a cada vestido una dimensión que nunca tuvo salvo tal vez en la imaginación del creador. Durante el final de la primavera y el corto verano que siguió, la carrera de Melanie estuvo en suspenso. Harriet le aconsejó que no hiciera trabajos comerciales hasta finales de agosto, en que aparecería el número de septiembre, a fin de que, cuando hiciera irrupción en el mundo de la moda, su cara fuese completamente nueva. Durante el verano, Harriet mantuvo a Melanie ocupada haciendo páginas para números sucesivos, de modo que no estuviera disponible para las otras revistas, todas las cuales acostumbraban a hacer fotografías casi en los mismos días. Es normal que una revista utilice una misma modelo regularmente, número tras número. Así impide que aparezca en otras revistas, y adquiere un cierto carácter. Melanie seguía sin discusión los consejos de Harriet y procuraba rehuir a la "Agencia Ford" con la que comunicaba sólo por teléfono. El instinto le decía que Harriet podría dar respuesta a la pregunta que aún no se había formulado. Las fotos que le hacía Spider la fascinaban. Pasaba horas mirándolas con viva curiosidad. A veces, a solas, cogía una ampliación de su cara a tamaño natural y la comparaba con su imagen reflejada en el espejo. Las fotos le revelaban facetas desconocidas de su personalidad, tal como la veían los demás, pero no le daban una respuesta categórica. Las fotos de Spider, que le mostraban lo que él veía en ella, le planteaban al mismo tiempo un enigma que no hacía sino acentuar su propia perplejidad. Tal vez si la retratara otro fotógrafo… Pero Harriet vigilaba atentamente su juego y no permitiría que Melanie trabajara con otro hasta septiembre. —Melanie, vida mía, nunca hablas de ti. —Estaban sentados a la mesa de la cocina de la buhardilla de Spider, comiendo bocadillos de anchoa. —Spider, eres muy bueno conmigo, pero también eres la persona más curiosa que conozco. Te he contado todo lo que había que contar. ¿Qué más quieres? —¡Qué va! Si no me has dado más que el chasis… Parece el principio de un cuento de hadas. Un padre guapo y rico, una madre hermosa y elegante; hija única, sus padres locamente enamorados, la envidia de toda Louisville. Una niñez perfecta y un año y medio en Sophie Newcombe, escuela para señoritas. Luego, convences a tu encandilado papá para que te deje venir a Nueva York a probar fortuna. Y fin de la historia. ¿Cómo puedes decir que no hay nada más que contar? 165
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—¿Qué hay de malo en haber tenido una niñez perfecta? —Nada. Pero no veo la fibra humana. Todo el mundo es guapo, bueno y encantador. No puedo palparlo, no tiene cuerpo, es demasiado fantástico para ser verdad. —Bueno, lo es. Realmente, Spider, no sé qué esperas de mí. Por lo que me has contado, tú también lo pasaste bastante bien de niño. ¿Dónde está la diferencia? Cualquiera diría que tengo algo que ocultar. ¿Te darías por satisfecho si te contara lo que ocurrió en mi primer baile, sin omitir ni un puñetazo? Fue realmente espeluznante. —Melanie no se impacientaba. Estaba acostumbrada a que la gente quisiera hurgar en su vida. Le había contado la verdad tal como ella la veía. aquella obsesión suya por salirse de sí misma no era algo que ella pudiera expresar con palabras ni que estuviera dispuesta a revelar. Spider la miraba indignado y embelesado a la vez. Realmente, ella no parecía darse cuenta de que estaba volviéndole loco. Él no creía que fuera una coqueta ni que se diera adrede aquel aire misterioso; pero sabía que tenía que haber algo más, algo que le hiciera sentir que ella le daba una parte de sí misma, la señal de que correspondía a su amor. Eran tan inalcanzable que a él le daba la impresión de estar enamorado de la más hermosa sordomuda del mundo. Y, sin embargo, lo más mortificante era que cuanto menos le daba ella, más quería él, cuanto más rehuía sus preguntas, más sentía él que estaba ocultándole algo, un factor clave, que él tenía necesariamente que saber. Antes de enamorarse, Spider siempre estuvo dispuesto a escuchar complacientemente, las confidencias de su amiga de turno, que giraban interminablemente en torno a su psique, su conciencia interior, sus traumas de infancia, la falta de comprensión de sus padres, y hasta el futuro que le presagiaban los astros. Le divertía, y en ocasiones, incluso le hechizaba la forma en que las mujeres rebuscaban en sí mismas, sacando a la superficie los más diversos objetos. Él nunca les dio más de lo prometido, pero ahora, cuando quería entender a otra alma y darle acceso a lo más íntimo de sí, le embargaba una rebelde sensación de irrealidad. Sentía un fuerte deseo de envolverla, de conocer sus más íntimos pensamientos, sus sentimientos más mezquinos, sus días más tristes, sus defectos más estúpidos. Todo. Ni siquiera cuando hacían el amor él la sentía plenamente a su lado. Hicieron el amor por primera vez al día siguiente de terminar la serie de fotos para el número de septiembre. Melanie no era virgen, pero ni aunque lo hubiera sido le habría resultado a Spider más difícil convencerla. Por fin, tal vez porque resultaba más fácil decir que sí que seguir negándose, Melanie permitió que Spider —loco de amor y deseo— la llevara a su apartamento. Él estuvo considerado y paciente, disimuló la pasión y se mostró solícito, postergando su propio placer al de ella. Spider estaba acostumbrado a las mujeres 166
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que lo deseaban, tan apasionadas como él, mujeres que salían a su encuentro, que se metían en su cama ansiosamente. Melanie hizo el amor con una impávida tibieza. Respondió a sus besos y caricias como una niña mimosa. Prolongaba sus ternezas preliminares, ofreciéndole los labios y los pechos hasta que él empezó a preguntarse si lo dejaría seguir adelante. Por fin, casi con resignación, le permitió poseerla y entonces lo animó con un afán que él tomó por pasión, aunque enseguida comprendió que no era más que el deseo de que terminara lo antes posible. —Pero mi vida, si tú no estás… Vamos, deja que yo… Hay tantas cosas que yo… —Spider, no; así está bien. Estoy satisfecha. Yo no necesito más. Casi nunca voy. Abrázame, bésame y acaríciame un poco más, como si fuera tu niña pequeñita. Es lo que más me gusta. —Pero incluso durante aquellos largos y dulces momentos él percibía en ella un retraimiento, una reserva, una distracción de su pensamiento hacia otro lugar, alejado de ellos dos que estando tan estrechamente abrazados, parecía imposible que no estuvieran juntos. Y no lo estaban. Después de aquella primera vez, él empleó todos los medios que conocía para provocarle el orgasmo, pensando que tal vez ello abriera una puerta entre los dos. A veces, ella tenía un espasmo fugaz, pero Spider nunca llegó a saber que se lo provocaba una imagen obsesiva. Mentalmente, Melanie se veía haciendo el amor con un desconocido en una cama baja, rodeada de hombres que la miraban con avidez, con el pantalón desabrochado y el pene cada vez más grande y más duro mientras su compañero la hacía gozar, hombres que estaban pendientes de sus reacciones. Aquellos hombres, con el pene tan grande que casi reventaba, estaban rodando una película de lo que veían. Si Melanie conseguía concentrarse lo suficiente en su deseo y su frustración, alcanzaba el orgasmo. Naturalmente, en el mundo de la moda se hacían cábalas acerca de cuál podía ser la vida sexual de Harriet Toppingham. Muchos suponían que era lesbiana, pero nadie pudo aportar pruebas por lo que, sumando su extrema fealdad, su vida solitaria y su inmenso prestigio, la gente acabó por pensar que sólo vivía para su trabajo. Pero quienes buscaban pruebas miraban donde no había que mirar, maliciando relaciones con alguna muchacha joven y bonita. No podían saber que Harriet era miembro del más oculto de los grandes subgrupos sexuales, una red internacional de lesbianas influyentes y de mediana edad, mujeres comprendidas entre los treinta y tantos y los sesenta y tantos, situadas en puestos de autoridad o de fama, que se conocen entre sí o, por lo menos, que saben unas de otras, ya vivan en Nueva York, en Londres, en París o en Los Ángeles. Entre estas mujeres figuran actrices legendarias, 167
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famosas agentes literarias, brillantes diseñadoras industriales, decoradoras, empresarias teatrales, jefes de publicidad y, en general, mujeres que desempeñan trabajos de creación en diversos campos. Forman un grupo más o menos cohesionado pero cuyos componentes se apoyan entre sí y que no es tan evidente como el de los homosexuales masculinos que desempeñan cargos similares. Muchas llevan largos años de sólido matrimonio y algunas son amantes, madres y abuelas. A menos de haberlas visto sin su máscara, cualquiera podría tratarlas durante veinte años sin sospechar siquiera su orientación sexual. Estas mujeres suelen mantener sus inclinaciones lesbianas totalmente al margen de sus actividades profesionales. Es una medida básica de autodefensa. Sus compañeras suelen ser mujeres influyentes como ellas o, también, muchachitas desconocidas e insignificantes, descubiertas en los bares de lesbianas, aunque frecuentar estos locales resulta peligroso. Para estas mujeres de categoría, la vida alegre y despreocupada del homosexual masculino moderno es un imposible, pues cualquier indiscreción podría costarles el respeto que inspiran y el poder que ejercen. Operan bajo una tacita protección, similar a la que se daba a un presidente que tuviera una amante o a un congresista beodo. Desde luego, algunas personas están al corriente, personas importantes y bien informadas, pero no lo divulgan por considerar que son cosas que el público no tiene por qué saber. El lesbianismo, alto o bajo, lleva todavía un estigma mucho mayor que el de la homosexualidad masculina y la mayoría de las lesbianas que han triunfado en la vida están firmemente decididas a permanecer ocultas. Desde que empezó su carrera en el mundo de la moda, en calidad de ayudante de la encargada de la sección de calzado, Harriet se hizo el propósito de no tener relaciones con una modelo, aunque la modelo fuera una lesbiana en ciernes. Entre los veinte y treinta años, Harriet sólo fue con mujeres de alrededor de cuarenta y, con los años, gradualmente, fue introduciéndose en la red internacional. Cuando vio las primeras fotos de Melanie, Harriet mantenía relaciones con una importante distribuidora de revistas de Madison Avenue, un par de años mayor que ella. Eran unas relaciones antiguas, cómodas y sosegadas que, a pesar de todo, cumplían un objetivo. Los que imaginan que los hombres y las mujeres "neutros" prescinden de la vida sexual casi siempre se equivocan. Ahora, al cabo de tantos años de ejercer un férreo autodominio, Harriet no podía apartar de su mente los ojos de Melanie, con su mirada enigmática y remota, ni el delicado cuerpo de Melanie que la obsesionaba despierta y en sueños. Harriet se había enamorado fugazmente de alguna modelo, pero nunca hizo ni la más leve seña ni quiso averiguar si la otra le daba pie. Era demasiado riesgo. Además, resultaba inconcebible que alguna de aquellas muchachas, a las que ella podía encumbrar con sólo mover un dedo y decir «Pondremos a 168
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ésa» llegara a conocer el secreto de Harriet. Observó la marcha de las relaciones entre Spider y la muchacha, y supo casi exactamente en qué momento se hicieron amantes. Estaba acostumbrada a ser espectadora de los amores entre hombres y mujeres y había adquirido una absoluta indiferencia hacia ellos, pero esta vez dolía. El dolor estaba provocado por los celos y Harriet, mujer tan orgullosa como enérgica, no sabía qué era peor, si los celos o saberse capaz de semejante debilidad. Estuvo observándolos durante toda la primavera y el verano: Spider, radiante de felicidad y Melanie con aquella sonrisa exquisita, recatada y fresca que parecía insinuar una invitación. La primera noche del fin de semana del cuatro de julio, Jacob Lace, el editor de Fashion and Interiors y sus seis revistas hermanas que formaban un imperio editorial, daba una fiesta. Era todo un símbolo. En el mundo de la moda, una invitación a la fiesta de Lace era una credencial de éxito. Harriet, en aquella ocasión abandonaba su política de mantenerse al margen de los acontecimientos sociales y nunca dejaba de asistir. Aquel año, Spider figuraba entre los invitados, debido a su trabajo para Fashion and Interiors. Naturalmente, él llevó a Melanie. Lace vivía en el condado de Fairfield, en una casa rodeada de diez hectáreas de prados y bosques cerca del "Club de Caza". La casa había sido construida en 1730 y posteriormente ampliada y restaurada con mimo. La noche de la fiesta, miles de bombillas blancas brillaban en los grandes árboles y convertían los bosquecillos en marco digno de El sueño de una noche de verano. Para asistir a la fiesta llegaba gente de Dallas, de Houston, de Chicago, de Bel-Air y de Hawai. Las anfitrionas de Fire Island, los Hampton y Martha's Vineyard tenían que programar sus propias fiestas del 4 de julio para que no coincidieran con la del editor, ya que, de lo contrario, se quedaban sin sus invitados de honor, aquéllos por los que iban los demás. No había fotógrafos retratando a la gente para las páginas de sociedad, ni periodistas que tomaran notas. Era una fiesta estrictamente privada para la flor y nata de la moda, el teatro, la danza, la publicidad, el comercio, el periodismo y el diseño. La esposa de Jacob Lace era una mujer muy lista que había resuelto el problema de cómo alimentar a cientos de invitados manteniéndose fiel a lo que ella llamaba "la cocina americana tradicional", es decir: hamburguesas, "hot dogs", pizza y los treinta sabores distintos de Baskin-Robbins. Aquel año se conmemoraba el segundo centenario de la Declaración de Independencia y el menú resultaba más apropiado que nunca. Y, siempre observando la tradición norteamericana, Mrs. Lace había dispuesto cuatro bares bien surtidos, unos dentro de la casa y otros fuera, en el césped y junto a la piscina, éstos en tiendas a rayas blancas, rojas y azules. A Harriet Toppingham le gustaba beber. En horas de trabajo nunca bebía, pero todas las noches, en cuanto llegaba a su apartamento, se 169
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servía un bourbon doble con hielo y luego otro y a veces otro, antes de sentarse a cenar, lo que solía hacer bastante tarde, servida por una licenciosa cocinera. No le gustaba el vino y nunca bebía durante el almuerzo ni después de la cena, pues ello hubiera podido disminuir su capacidad de trabajo, pero aquellas copas de antes de la cena se habían convertido en un hábito necesario que observaba desde hacía veinte años. Harriet temía beber en compañía de personas que no formaran parte del círculo de sus íntimos porque sabía que cuando bebía era otra. Cuando estaba sola o con las de su clase, no importaba —ninguna parecía notarlo— pero con los demás era mejor no correr riesgos. Harriet fue a la fiesta de Lace sola, en un gran coche negro de alquiler con chófer. Como la mayoría de los neoyorkinos, no tenía coche propio. Hubiera podido invitar a que la acompañara uno cualquiera de los muchos hombres a los que trataba en el trabajo y él habría accedido encantado; pero aquel año no encontró a ninguno que le pareciera digno de tal honor. Harriet conocía a casi todos los presentes, la mayoría de los cuales la saludaban con familiaridad. Iba de grupo en grupo, con la aureola de un matador, embutida ein un antológico modelo de Schiaparelli de satén rosa encendido y negro, profusamente recamado de trencilla dorada, un vestido que sólo podía estar en un museo o en la persona de Harriet Toppingham. Mientras deambulaba por los jardines, descubrió a Spider y a Melanie que caminaban de la mano, mirando alrededor con fascinación. Conocían a muy pocos invitados y en aquella fiesta nadie hacía presentaciones; todo el mundo campaba por sus respetos. Spider, con su tez bronceada y su pelo dorado, estaba tan espléndido como un campeón de decatlón en el momento de la victoria. Tanto él como Melanie vestían de blanco y la gente se volvía a mirarlos. En cuanto vieron a Harriet, los dos se acercaron rápidamente a saludarla. Melanie se alegraba sinceramente de encontrar una cara conocida en aquella multitud de impresionantes personajes extraños. Los tres estuvieron charlando unos minutos, un tanto violentos en aquel ambiente distinto al habitual del trabajo. Luego, Spider se empeñó en llevar a Melanie a ver las cuadras que eran la afición favorita de Lace. Mientras los veía alejarse, Harriet pidió a un camarero un bourbon doble con hielo. Una hora después, cuando los flujos y corrientes de la fiesta hicieron que los tres volvieran a encontrarse, esta vez cerca de la piscina cubierta, Harriet se había tomado otros dos bourbons dobles y un cucurucho de helado. —Spider, déjame un rato a Melanie —era una orden, no una sugerencia—. Quiero presentarla a varias personas y, contigo a su lado, no podrán hablar a sus anchas. Ve a decir algo a tus viejas amigas, Spider. Con todas las que hay aquí se podría llenar un burdel. Melanie lo miró con ojos suplicantes.
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—Me duelen los pies, Spider, y me parece que he bebido demasiado champaña. Será mejor que me quede con Harriet un rato. Pero tú diviértete. Enseguida estaré mejor. Spider dio media vuelta y se alejó. —¿Crees que se habrá enfadado? —preguntó Harriet. Las dos mujeres entraron en la nave de la piscina y se sentaron en un sofá de mimbre con almohadones de lona que había en un ángulo. Melanie se descalzó y lanzó un suspiro de alivio. —Sinceramente, Harriet, me tiene sin cuidado. No es mi dueño, mal que le pese. Es un encanto, desde luego, y yo le estoy muy agradecida; pero todo tiene un límite, un límite. —Creí que tú y Spider bebíais los vientos el uno por el otro, ¿no es así? —Harriet nunca había hecho a Melanie una pregunta tan personal, y esperaba que la muchacha le contestara con una evasiva, como era habitual en ella. —¿Qué te hace pensar semejante cosa? —Melanie estaba indignada y había perdido su aire habitual de pasividad—. Yo nunca he bebido los vientos por nadie. Además, odio esa expresión. No creo que nunca lo haga. Si hubiera dado algo de mí a todo el que me lo ha pedido, a estas horas ya no me quedaría nada. No puedo estar diciendo siempre: «Yo también te quiero» a todo el que se me declara. —Sin embargo, vivís juntos. Eso quiere decir algo más que gratitud, incluso en estos días. —Harriet comprendía que debía desistir de seguir escarbando así; estaba demostrando demasiada curiosidad; pero no podía evitar seguir indagando. —¡Eso no es verdad! Nunca he pasado una noche entera en casa de Spider, y en mi apartamento no le consiento que me toque. Yo soy muy estricta en esas cosas, Harriet, y defiendo mi vida privada. Es terrible, espantoso pensar que usted haya podido imaginar que vivíamos juntos. ¡Qué ordinariez! Tal vez todo Nueva York lo crea así, pero eso no va conmigo. ¡Qué vergüenza… si usted lo pensó, todos deben de pensarlo! —Melanie tenía en los ojos lágrimas de indignación. Mientras hablaba, había erguido su cuerpo y ahora estaba inclinada hacia Harriet. Ésta intuía vagamente un peligro, un grave peligro, pero no retrocedió. Abrazó suavemente a la muchacha y la atrajo hacia sí. Rozó con los labios el pelo de Melanie, pero tan suavemente que la joven no advirtió la caricia. —Yo nunca lo creí. Te lo prometo, nunca. Nadie lo cree. No pasa nada, cariño, nada. —Permanecieron largo rato sin moverse. Melanie estaba agradecida y reconfortada, totalmente ajena al peligro. De pronto, Harriet comprendió que debía apartar de sí a la muchacha, antes de que llegara a besar aquella piel suave y encendida. Cuando apartó la cara del cabello de Melanie, Harriet vio a Spider en la puerta girar rápidamente sobre sus talones, con la expresión del que acaba de tener una revelación.
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El día siguiente era sábado, el primero de un fin de semana de tres días. Harriet Toppingham entró en las desiertas oficinas de Fashion and Interiors con su llavín y se dirigió rápidamente a su despacho. Allí recogió las pruebas del número de septiembre que había mandado la imprenta y buscó en sus carpetas todas las fotos tomadas a Melanie para números sucesivos. Luego, irrumpió en el despacho del director artístico donde encontró varios montajes en los que aparecía Melanie, que estaban preparados para los números de octubre y noviembre y los añadió a su botín. Después, regresó rápidamente a su casa y pidió una conferencia con Wells Cope en Beverly Hills. Wells Cope estaba considerado el productor más afortunado de la industria cinematográfica. Hasta seis meses antes, fue jefe de producción de unos grandes estudios. Durante su permanencia en el cargo, que duró tres años, los estudios lanzaron tres grandes éxitos de taquilla, además del número inevitable de fracasos y películas que sólo cubrieron gastos. Pero los ingresos obtenidos con los éxitos, que casualmente eran todos proyectos favoritos de Cope, hicieron aumentar los beneficios de los estudios y la cotización de sus acciones muy por encima de los de la competencia. Cope decidió que, si alguna vez tenía que ganar dinero para sí, aquél era el momento de dimitir, puesto que la carrera de un jefe de producción suele ser más corta que la de un jefe de la Mafia. Ayudado por un cuerpo de abogados y contables duchos en el combate, Cope estableció un contrato en virtud del cual se convertía en productor independiente, con derecho a la ayuda financiera de los estudios y a una participación de los beneficios mucho mayor. La gente lo llamaba con envidia un contrato de enamorados. Es posible que Cope fuera el hombre más envidiado de una industria que se desayuna con envidia y sueña envidia. Existen muchos vínculos entre el mundo del cine y el de la moda. Las modelos actúan y las actrices posan, las películas hacen propaganda de nuevas tendencias de la moda, y las revistas de modas publican artículos sobre los cineastas. Y los jefazos de uno y otro mundo colaboran con frecuencia en beneficio personal. —¿Wells? Habla Harriet. ¿Qué haces en este glorioso fin de semana? —Francamente, esconderme. Nadie sabe que estoy en la ciudad. No pude soportar la idea de ir a Malibú para una fiesta en la playa con fuegos artificiales. Demasiadas ex esposas por ahí. En este momento, estoy en la cama con veinticinco guiones sin ganas de leer ninguno y comiendo unos asquerosos biscotes rancios. Estos fines de semana tan largos son antinorteamericanos. Tiempo libre para joder. —Completamente de acuerdo. Es una obscenidad. Yo tengo que hablar contigo. Negocios. He pensado en tomar el avión esta tarde para estar de regreso el lunes. ¿Tienes un rato libre? 172
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—Me das una alegría. Gracias a Dios que queda alguien en el mundo que atiende al negocio durante este fin de semana. Celebraremos una orgía. Llamaré a Bob a la charcutería, le pediré unas cuantas latas grandes de esturión blanco y diré a mi chef que nos prepare su pompano en saco de papel. Si mal no recuerdo, es tu plato favorito. Harriet, eres una bendición. Wells Cope, con un suéter de Dorso, pantalón de cruzado beige pálido y zapatillas de terciopelo negro bordadas en oro, estaba sentado con Harriet en el sofá de terciopelo gris de su enorme salón. Había fotos de Melanie esparcidas sobre la mesita de centro de Lucite y la alfombra de doce mil dólares de Edward Fields. El equipo de refrigeración mantenía la habitación a veinte grados, en la chimenea ardía un gran fuego de leña y en un aparador había una botella y copas de coñac que había dejado el mayordomo antes de acostarse. Aunque era primeros de julio hubiera podido ser cualquier estación del año en cualquier lugar del mundo en el que exista un clima de lujo absoluto. Cope miró astutamente a Harriet a través de sus gafas de cristales azulados. —Es fantástica, irreal, derrochando hermosura por cada poro. No sabía que todavía se hicieran muchachas como ésa. Es como una de las grandes estrellas de los treinta cuando eran jóvenes. Pero no acabo de entender, Harriet. Ese número no estará en la calle hasta dentro de seis semanas. Hasta entonces no tendrás que preocuparte por conservarla. ¿Por qué me has traído las fotos ahora? Si quisieras, podrías mantenerla atada otros seis meses. Es decir, si Eileen Ford no se opone. —Sé perfectamente que todos se lanzarán tras ella y es inevitable que alguno se la lleve. Estoy resignada a perderla, pero quiero decidir quién se quedará con ella. La muchacha confía en mí y hará caso de mis consejos. Estoy segura de que tú eres su mejor oportunidad. O, si prefieres, podemos plantearlo así: antes que dar la impresión de que he sido derrotada, prefiero hacer un favor a alguien. —¿Y que yo te lo deba? —Y que tú me lo debas. Probablemente no te cobraré, pero me gustará saber que hay un saldo a mi favor. Además, tú harás honor al compromiso y la mayoría no lo harían. Ya hace tiempo que nos conocemos. —Sí, hace tiempo —Wells se preguntaba qué se traería entre manos aquella vieja marimacho. Estaba actuando como una madre de teatro y no era propio de ella. Pero, ¿qué más daba, si él se llevaba a la chica? —Supongo que será una tontería preguntar si sabe actuar. —Eso vas a tener que averiguarlo tú —respondió Harriet. Cuando conseguía sus propósitos, podía hasta bromear un poco, aunque como una maestra anticuada.
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—Es lo que me propongo hacer. La próxima semana. ¿Podrías llamarla de mi parte y meterla en un avión lo antes posible? —No, Wells. De eso tendrás que encargarte tú. Dije lo que te parezca, pero no menciones mi nombre. Te daré el número de teléfono de su casa. Di que te lo dio… ya se te ocurrirá algo. Pero no quiero que se sepa que yo te he enseñado esas fotos. Yo lo diré en su momento. Es imprescindible, Wells. Nunca había hablado tan en serio. No me gustaría que en la revista se supiera. —Harriet, lo comprendo perfectamente y tienes mi palabra. —No entendía nada, pero ya lo entendería algún día. De todos modos, Wells Cope no había triunfado en Hollywood defraudando la confianza de sus amistades. La discreción era una de sus mayores cualidades. Harriet regresó a Nueva York en el avión del martes. Wells la convenció para que se quedara un día más haciéndole compañía en su escondite. La suya era una de las pocas casas del mundo en la que una persona podía llegar a hartarse de paté de foie-gras, malossol de esturión blanco, canard à l'orange y pases privados de películas inéditas en sólo tres días. Harriet se sentía gratamente saturada y ansiosa de volver al trabajo. El miércoles por la mañana, Harriet hizo ocho llamadas telefónicas, dos de ellas a las mujeres que consideraba las directoras de revistas de modas más importantes después de ella y las otras seis a directores artísticos de grandes agencias de publicidad. Con todos ellos, concertó citas para almorzar aquella semana y la siguiente. Mucho antes del último almuerzo, Spider estaba profesionalmente hundido. —¡Pero, Harriet, si todo el mundo sabe que es tu último descubrimiento! —Nadie sabrá lo que he tenido que sufrir por su culpa, Dennis. El talento no puede compensar ciertas cosas. Es totalmente incapaz de cumplir un horario. Debe de ser algo fisiológico. Había que esperarle cada día por lo menos dos horas hasta que se dignaba a comparecer en el estudio. Las más de las veces, cuando él llegaba la modelo ya había tenido que marcharse para acudir a otra cita. ¡Y las repeticiones! Casi todas las fotos había que repetirlas una o dos veces. Mal que me pese reconocerlo, de no ser por la ayuda de nuestro director artístico, no hubiéramos podido utilizarlo. —¿Y por qué lo aguantaste? —Porque a veces tiene cosas buenas. Pero ahora he decidido prescindir de él. Imagínate lo que nos ha costado. En todos los números en los que él ha trabajado, nos hemos excedido del presupuesto y Lace está que trina. Normalmente se muestra comprensivo, pero esta vez ha sido demasiado. Spider Elliott tiene complejo de Stanley Kubrick. Si yo no fuera gata vieja, probablemente ya estaría en la calle. 174
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—¿Dice que tiene que repetir las tomas? —Y no es eso todo. He aguantado que follara con las modelos en el vestuario, pero ahora me encuentro con que su último trabajo no se puede aprovechar. Es francamente malo. Tendremos que volver a hacer todo el número de noviembre con otro fotógrafo. Si bien se mira, es culpa mía. ¿Cuándo aprenderé a no dar oportunidades a los chicos inexpertos? Pero dejemos ya mis penas, Dennis. Perdona que haya venido a llorar en tu hombro, pero este ha sido uno de los peores experimentos de estos últimos años. Dejémoslo. Cuenta, ¿cómo van las cosas en tu agencia? ¿Qué me dices de tu último contrato? Francamente, los anuncios me parecen fenomenales. ¿Quién te los hace? —Vamos, Spider, no sé por qué te lo tomas así. —La dulce pero fría voz de Melanie no denotaba irritación, sino sólo una dolorida extrañeza—. Todavía no sé exactamente dónde me ha visto Wells Cope; pero llame a su oficina y pude comprobar que no se trataba de una broma. Quiere hacerme unas pruebas. Dicen que sólo estaré ausente dos semanas. No es mucho tiempo. Además, es emocionante. Al oírte cualquiera diría que es un tratante de blancas y no uno de los más importantes productores de Hollywood. —Melanie estaba sentada en la gran tumbona de lona de Spider, diseñada para relajarse, pero ella se mantenía muy erguida y modosa—. ¡Oh, Spider, sé que es una posibilidad entre un millón, pero me pagan el viaje y conoceré California! ¿Cómo puedes ser tan negativo? —¿Y si no vuelves de la Casbah? ¿No sabes que muchos se fueron a Hollywood para dos semanas y nunca han vuelto a ser vistos almorzando en "Gino's"? —No seas tonto. Spider tenía miedo, se le notaba a pesar de su intento de bromear. Nada hubiera podido convencer a Melanie con mayor fuerza de que tenía que marcharse. Además, Spider había empezado a hacer ridículas insinuaciones sobre Harriet, cosas realmente siniestras, cuando ella sólo había tratado de consolarla. Se alegraba de no haberle hecho caso. Y ahora trataba de impedir que fuera a Hollywood a hacer una prueba. Al principio, cuando hacían las fotos para el número de septiembre, Spider le parecía el hombre más interesante que había conocido; tan seguro de sí y dispuesto a ayudarla a hacer algo de lo que ella no se sabía capaz; pero últimamente se portaba como todos los demás, pedía demasiado, más de lo que ella pensaba dar. Por haber consentido que le hiciera el amor, no iba a otorgarle derecho alguno sobre su persona. ¡Derechos! De pronto Spider la tomó en brazos y la depositó suavemente en la cama.
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—¡Amor mío, amor mío… deja que sea tu esclavo… sólo lo que tú quieras, lo que tú quieras y nada más! Spider estaba temblando de pasión, perdido todo pudor. Melanie, desprevenida, comprendió que no sería fácil escapar. Nada podía detener a Spider cuando se ponía de aquel modo. Sabía que ella tomaba el primer avión del día siguiente. Lo más práctico sería seguirle la corriente. Ella se tendió de espaldas, ofreciéndosele dócilmente. Él la desnudó y luego se quitó la propia ropa a tirones. Su cuerpo de atleta era una forma borrosa en la penumbra de la habitación. Ella se dijo que no haría nada, absolutamente nada, que se quedaría allí tendida dejando que él se divirtiera. Spider se inclinó delicadamente sobre ella, apoyándose en los codos y las rodillas y contempló su cara serena de ojos grandes. Su pesado pene estaba ya casi horizontal, enhiesto y pegado al vientre. Ella no lo miró. Lentamente, sin tocarla más que con los labios, besó su boca maravillosa, resiguiendo el contorno de los labios con la punta de la lengua, con tanto esmero como si se los dibujara. Al observar que ella no entreabría los labios, él supuso que tácitamente le pedía que le besara los senos. Él se sentó sobre sus talones, y adelantando el cuerpo, tomó un pecho en cada mano y empezó a acariciarlos con la punta de la lengua, hasta que se endureció el pezón y entonces succionó largamente en silencio. Sólo una vez preguntó: —¿Está bien así? A lo que ella respondió con un leve gemido de satisfacción. Al cabo de largo rato, Spider juntó los pechos de Melanie con las manos, de manera que los pezones quedaron a pocos centímetros uno del otro, y sujetándolos con fuerza, empezó a acariciarlos suavemente con los labios, la lengua y los dientes y a introducir en la boca casi todo el pecho, succionando con las mejillas y la garganta. Los pechos húmedos de Melanie estaban sonrosados y parecían más grandes que de costumbre, más turgentes que nunca los viera. Spider no había sentido las manos de ella en ningún momento y se dijo con ternura que, sin duda, quería hacerse la virgen. Pero ya tenía que estar a punto. Se dispuso a entrar. —¡Eso no! —susurró ella—. Eso no te lo consiento. Has dicho que eras mi esclavo y tienes que obedecer. —Entonces ya sabes lo que haría un buen esclavo, ¿no? —dijo él con voz ahogada, encendido por la prohibición—. Eso que nunca me dejaste hacer. Para eso están los esclavos. —No sé a qué te refieres —respondió Melanie sordamente, dándole tácito consentimiento. Él le puso las manos en las nalgas. Inmediatamente, ella cruzó los dedos sobre el pubis, pero no protestó. Después de buscar con la lengua, Spider encontró un resquicio y empujó con fuerza hasta encontrar el vello sedoso y la piel cálida. Ella seguía sin hablar. Con un ademán de victoria, él le obligó a separar las rodillas, la sujetó 176
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fuertemente por las muñecas y le llevó las manos a los costados. Luego, deslizándose hacia abajo, se tendió boca abajo sobre su pene palpitante, con la cabeza en el pubis. Su fino vello apenas cubría los labios externos, suaves y blancos como los de una niña. Le lamió el vello hasta mojárselo, y usando sólo la punta de la lengua siguió una y otra vez el surco entre los labios externos y los labios internos, más sonrosados, hasta encontrar la boca de la vagina. Entonces comprimió la lengua para hacerla lo más firme posible y la introdujo profundamente. —¡No, para! —jadeó ella empezando a debatirse en serio—. Recuerda tu promesa. ¡Basta! Sujetándola todavía con las manos, Spider retiró la lengua y le buscó el nódulo del clítoris con los labios. Era muy pequeño, casi imperceptible, pero él succionó con insistencia, deteniéndose sólo de vez en cuando para acariciarlo con la lengua. Mientras succionaba, Spider advirtió que maquinalmente estaba frotando en las sábanas su hinchado pene. De pronto, la silenciosa muchacha empezó a empujar rítmicamente como si quisiera que él le tomara todo el pubis en la boca a la vez. Se le abandonaba totalmente, murmurando: —Haz lo que quieras, pero no entres. Cumple tu promesa, esclavo. Mientras él chupaba y lamía frenéticamente, aumentando el ritmo, ella gemía con intensidad, como si apenas pudiera ahogar los gritos. Spider se olvidó por completo de sí mismo; le parecía que en todo el mundo no había nada más que aquella vagina abierta en la que él no podía entrar y a la que sólo le estaba permitido hacer gozar. De pronto, ella se quedó quieta, con todos los músculos rígidos. Luego, unas contracciones la sacudieron y gritó. Al advertir la culminación, Spider, que de la fricción con las sábanas tenía el miembro abotargado, no pudo seguir conteniéndose ni un segundo más y empezó a eyacular compulsivamente. Se separaron, exhaustos, cuando remitieron los orgasmos. Al cabo de un minuto, Spider, que seguía todavía boca abajo sobre la cama, sintió que ella se levantaba. —No te muevas. Sólo voy un momento al cuarto de baño. Él se quedó en la cama, demasiado feliz y demasiado extenuado, para volver la cabeza. «Por fin lo consiguió —pensaba—. Por fin, por fin. De modo que eso era lo que ella quería. Qué tímida, pobrecilla, temiendo hacer lo que más le gusta. La próxima vez ya sabré a qué atenerme… ¡Vaya si lo sabré"!» Sin darse cuenta, se quedó dormido. Cuando, al poco rato, despertó, ella se había ido. —Val, querida Val, dime la verdad. ¿Tú me consideras un paranoico? Valentine miró detenidamente a Spider. Estaba acurrucado como si tuviera frío, en el butacón más grande de Valentine, con el pelo pegado a la frente, la boca crispada y los ojos cansados. Ella se preguntaba por qué le dolía tanto verlo de aquel modo. Spider era su 177
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mejor amigo, nada más. Claro que la amistad era importante, más importante que el amor, porque era más duradera, mientras que el amor… no había más que ver lo que el amor había hecho de él. Ella hubiera podido prevenirlo contra Melanie; pero no era asunto suyo. —Eres más burro de lo que creí la primera vez que te vi, Elliott —dijo suavemente. —¿Eh? —Naturalmente que no eres un paranoico. Una noche ves a Harriet Toppingham tratando de hacer el amor a tu amiguita. Al cabo de una semana, tu amiguita está en California y tu agente te llama para decirte que todos tus encargos que tenías para esta semana han sido anulados, y no sólo los de Fashion and Interiors, sino también los de las otras tres agencias de publicidad. Y ahora te dice que no tienes encargos para la próxima semana y que no consigue que nadie acceda a ver tus fotos. Tendrías que ser muy tonto para no darte cuenta de lo que pasa. —Es que es inconcebible. ¿Por qué iba alguien a hacer una cosa así? ¿Qué imaginó Harriet que iba a hacer yo? ¿Contárselo a la gente? ¿Anunciarlo por radio? ¿Hacerle chantaje o desafiarla a un duelo al amanecer? ¡No tenía por qué hundirme! —Elliott, a veces eres un ingenuo. Me has contado muchas cosas de esa Harriet Toppingham y de cómo las gasta y yo, que me he criado en un mundo de mujeres, puedo decirte que es mala. ¿Es que no te das cuenta? ¿No puedes ponerte en su lugar e imaginarte lo que sintió al ver que tú no te arrodillabas para lamerle el culo como todo el mundo? —Valentine sacudió su revuelta y brillante pelambrera para dar mayor énfasis a sus palabras—. He conocido a muchas mujeres que sólo viven para el poder y sé de qué barbaridades son capaces cuando se sienten amenazadas. ¿Pensabas que tenías que caerle bien porque era mujer? Elliott, ya sé que hay quien te considera irresistible; pero ella, no. —¿Crees que todo se debe a que es lesbiana? —Ni mucho menos. Probablemente esto hubiera sucedido tarde o temprano, aunque no hubiera existido Melanie. Tú no le diste eso que le dan todos los hombres con los que trabaja. —No sé a qué te refieres, Val; yo siempre la he respetado. Todo el mundo la respeta. Cumplí con ella lo mejor que pude, y ella lo sabe… —Pero, ¿tuviste miedo de ella alguna vez? —Claro que no. —Alors… —lo dijo arrastrando las sílabas, como suelen hacer los franceses cuando se anotan un tanto indiscutible, un tanto que no precisa confirmación. —Hay algo más, algo muy extraño en la forma en que Melanie me habla por teléfono —murmuró Elliott al fin, rompiendo el silencio que se había hecho entre los dos. Se sentía avergonzado, dolorido y humillado—. Nunca dice cómo van las cosas, sólo que tiene mucho trabajo; pero parece estar a más de esos cinco mil kilómetros. Me 178
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gustaría saber si esa bruja le ha contado algún cuento sucio… —se interrumpió, al ver una fugaz expresión de compasión e incredulidad en el rostro de Valentine, siempre tan sensata y lógica—. ¿No crees que sea eso? ¿Qué opinas? Di… —no podía olvidar la última noche pasada con Melanie, cuando creyó haber descubierto el secreto que la haría entregársele por completo. Pero ahora, cuando hablaban por teléfono, ella se mostraba tan fría y distante como siempre. —Elliott, lo que pueda ocurrir entre tú y Melanie no me incumbe. Tal vez sean demasiadas emociones para ella. ¿Quieres que abramos una botella? Yo podría calentar un… —¡Por Dios, Valentine! Me recuerdas a la mujer que al ver llegar a casa a su hijo arrastrándose y sangrando por cinco heridas de bala, dijo: «Primero come y luego hablaremos.» Deja de tratar de alimentarme y dime qué piensas de Melanie. Cuando mientes siempre te lo noto. Conque no quieras pasarte de lista. Y te incumbe. Eres mi única amiga. —¿Y para qué están los amigos? —dijo Valentine en tono burlón, tratando de ganar tiempo, mientras pensaba qué podía decir. —Dime qué crees tú que está pasando, qué sospechas… No me enfadaré. Pero alguien tiene que hablarme con claridad. —Elliott, no creas que tú tienes la culpa. Es que Melanie quiere algo que tú no puedes darle. Lo supe en cuanto la vi. Melanie no es feliz. Ni siquiera tú la hiciste feliz. No… no me interrumpas. Tú hubieras podido hacerla feliz, si su felicidad hubiera dependido de otra persona. Pero ella no necesita a un hombre. Ni a una mujer. Ella necesita… algo más. —Lo que ocurre es que no te cayó bien —dijo Spider, reprimiendo un sentimiento de irritación. —Tal vez sea lo que dice Colette: «La mucho hermosura no suscita simpatía.» —¡Colette! —O tal vez la explicación sea tan simple como el típico sueño americano —prosiguió Valentine, sin hacerle caso—: llegar a ser estrella de cine. ¿Por qué se marchó tan precipitadamente? ¿No dices que tuvo que anular los compromisos de toda una semana? ¿Por qué no ha de tener Melanie las mismas ambiciones que otros diez millones de muchachas americanas? Es bastante bonita… —¡Bastante bonita! —estalló él. —Bueno, mucho más que bastante. Es extraño, ¿verdad?, que un milímetro aquí y otro allí pueda hacer que una cara resulte tan importante. Piénsalo, Elliott. Melanie tiene dos ojos, una nariz y una boca, como todo el mundo. Todo depende de una pequeña diferencia en la colocación; pero, ¡qué gran diferencia en el resultado! He de decirte, Elliott, que me resulta difícil entender por qué estas cosas, estos milímetros, son tan importantes para ti, precisamente para ti. ¡Qué suerte tiene una muchacha al o necesitar otras prendas! Dime, ¿te hacía reír? ¿Te quería tanto como tú a ella? ¿Te protegía, te daba 179
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calor y te evitaba sufrimientos? —Valentine volvió la cara, para no la mirada de desconsuelo de Elliott, pero continuó, decidida a no callar lo que pensaba desde hacía tiempo—. Ya me di cuenta de cómo te fascinaba su aire de misterio. A mí me parece que el misterio lo crea el vacío. Una persona llena de vida nunca es misteriosa; todo lo contrario. Si la Garbo hubiera tenido algo dentro, hoy sería una mujer como otra cualquiera. —¡Ya salió la francesa sabelotodo! ¿Cómo puedes analizar las emociones de ese modo? Tú nunca has estado enamorada, eso está claro. —Tal vez sí y tal vez no. No estoy segura. Pero ahora mal que te pese, vamos a comer algo. Tú puedes dejarte morir de hambre por amor, yo no. —Valentine sirvió vino en dos vasos y mientras bebía le vigiló con severa mirada de halcón. En su corazón brotó una plegaria, sincera y desinteresada, para que aquella poca cosa de Melanie se convirtiera en la más grande estrella del mundo. Melanie se hospedaba en el pabellón de invitados de Wells Cope. Durante diez días trabajó a jornada completa con David Walker, el gran maestro de actores. El mayordomo de Cope la llevaba a casa de Walker en Hollywood Hills por la mañana e iba a recogerla a las cuatro. A Melanie aquella vida le parecía perfecta. Y, tal vez estuviera loca, pero tenía la sensación de que podía actuar. No es que David la abrumara a elogios; pero, por otra parte, tampoco la criticaba tanto como ella esperaba. Y hacía dos días, antes de la prueba, le deseó buena suerte con un beso paternal. Melanie no creía que hiciera igual con todas sus alumnas. Melanie cenaba siempre en casa de Wells, un sueño de flores, cuadros, cristal, plata y música. Nunca había conocido a un hombre como él. Ingenioso, discreto, reservado, inteligente, comprensivo, que no le pedía nada, y al mismo tiempo, se mostraba lo bastante complacido por su compañía para que ella se sintiera halagada. A ratos deseaba que él no hubiera visto las pruebas aquel día, que aquella vida pudiera prolongarse indefinidamente, aquella vida grata y protegida, en la que no se le pedía nada, sólo que aprendiera a ser otra persona. Le encantaba ser otra persona. Mientras actuaba no sentía aquella vieja necesidad de verse a sí misma. Vio abrirse la verja a lo lejos, para que entrara el "Mercedes" de Wells. Pero él no se dirigió a la casa, como solía hacer sino que cruzó el jardín, rodeó la piscina y, caminando sobre el césped, se acercó a ella que estaba sentada con un vaso en la mano y un libro en el regazo. Wells cogió el vaso y el libro y los puso sobre la mesa. Luego, la tomó de las manos y la obligó a levantarse. Ella no necesitaba preguntar. Le bastó verle la cara. Pero preguntó, para tener la satisfacción de oírselo decir. —¿Resultó bien la prueba? 180
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—¡Espléndida! —él estaba transfigurado, triunfante. —¿Y ahora qué? —una alegría no por esperada menos sorprendente se desató súbitamente, como cuando se da a luz después de un parto largo. —Ahora yo te inventaré. ¿No es lo que estabas esperando? —Desde siempre ¡Desde siempre! Aquella noche, Wells Cope llevó a Melanie a cenar a "The Bistro" y la presentó a todas sus amistades. No explicó quién era, pero Melanie advirtió que la mitad de los clientes del restaurante les miraban a hurtadillas. Incluso sin verles los ojos, ella podía sentir sus miradas ávidas e inquisitivas. Era fabuloso. Después del la cena, Wells Cope le hizo el amor por primera vez. Al recordarlo después, a ella le pareció perfecto, como un vals lento. Él estuvo casi una hora mirando su cuerpo, volviéndolo hacia uno y otro lado, explorándolo con dedos que no parecían buscar, como un ciego perdido en un sueño, que no quisiera de ella nada más que su imagen preciosa y vacía. Por fin, cuando la poseyó, el acto fue como una prolongación del sueño: lento, lánguido y lleno de la gracia de la carne, sin la insistencia acuciante y el sudoroso frenesí que ella temía. Y, lo mejor de todo, no le había preguntado si ella se había ido. ¿Por qué todos los hombres lo preguntaban? Aquello sólo le importaba a ella y a nadie más. En realidad, no se había ido, pero se sentía estupendamente, como un gato al que han estado acariciando el pelo en la dirección correcta durante horas. Y cuando ella se levantó por fin, él, sin necesidad de preguntar, pareció darse cuenta de que ella nunca pasaba la noche completa con un hombre. Y la dejó marchar en plaza a la casa de los invitados, sólo con una mirada cargada de promesas que ella estaba segura de que serían cumplidas. 25 de julio de 1976 Spider: Haz el favor de no volver a llamarme por teléfono. Si lo haces, no me pondré al aparato. Eso me perturba y no quiero perturbaciones. No sé por qué, pero nunca supe hablar fuerte y hacer que la gente me creyera. Tal vez por escrito pueda convencerte. No te quiero y no me casaré contigo. No pienso volver a Nueva York. Me quedaré aquí y tan pronto como Wells encuentre el guión adecuado haré una película. ¿Por qué no puedes admitir que todo ha terminado? ¿Es que no lo notaste, por mi forma de hablarte por teléfono? Ahora me he dado cuenta de que tú querías atarme. Tú querías hasta la última partícula de mi persona, como un caníbal. Durante las últimas semanas no me
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dejabas ni respirar, me asfixiabas. Ya es hora de que te des cuenta de que no tienes nada que hacer. Yo sé actuar, Spider. Eso de hacer cine no es una "idea absurda" como tú me dijiste por teléfono. Creo que descubrí que sabía actuar aquella última noche, en tu casa, cuando tú te empeñaste en hacerme el amor a pesar de que yo no quería. Aquella noche te hice creer que lo pasaba bien, ¿verdad? Pues bien, no sentía nada. Nada. Te lo juro. MELANIE. John Prince, el modista para el que trabajaba Valentine cuando Spider recibió esta carta de Melanie, era uno de los reyes de la Séptima Avenida. Prince no perdía ocasión de declarar que la gente que trabajaba para él en sus diferentes empresas era especial. —Son mis personas vivaces —decía, ufano—. De vez en cuando, te tropiezas con alguien extraordinario e inmediatamente algo sucede entre tú y él. Así descubro yo a Mi Gente. Es por puro instinto. En realidad, Prince elegía a sus ayudantes por su talento, su laboriosidad y su oficio. Él no se limitaba a prestar su nombre a un fabricante y cobrar los derechos. Si una serie de sábanas y toallas se vendían con la etiqueta de John Prince, ello quería decir que él personalmente había dado el visto bueno a los diseños, creados por uno de Su Gente. Lo mismo podía decirse de sus bañadores, zapatos, impermeables, artículos de bisutería, foulards, gafas de sol, pelucas, cinturones, pieles, prendas deportivas y perfumes. Prince tenía en demasiada estima su reputación de creador para elegir a sus colaboradores guiándose sólo por el instinto. Sin embargo, con tal de rodearse de Personas vivaces, muchas veces transformaba al nuevo empleado en una persona lo bastante extraordinaria para ser digna de la etiqueta Prince. A Valentine la contrató prácticamente sin conocerla, a la vista tan sólo de los diseños que ella había creado para la colección Wilton y que Spider Elliott le mostró. Cuando Valentine entró en su despacho, Prince observó encantado que, por una vez, había encontrado a alguien que tenía vivacidad para los dos, con aquellos rizos rojos sobre unos ojos de un verde pálido increíble y un cutis blanquísimo. Valentine solía llevar tres capas de rimmel negro en las pestañas, para acentuar su aire de Rue de Faubourg-Saint-Honoré; pero aquel día, además, llevaba sombreador verde en los párpados, a fin de apartar las miradas de su cuerpo. Desde que descubrió lo de Alan Wilton había perdido casi cuatro kilos que le estaban haciendo mucha falta y, al haber tenido que arreglarse apresuradamente, hubo de echarse un grueso poncho a cuadros mostaza y naranja encima del traje de punto marrón que le hacía bolsas por todas partes. —Hola, estás radiante. Casi parece que pudiera uno calentarse las manos arrimándolas a ti —sonrió Prince, levantándose para darle la 182
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mano. La condujo a un gran sofá de cuero situado frente a su escritorio. El despacho parecía el fumador de un distinguido club londinense, todo maderas oscuras, libros exquisitamente encuadernados, cueros relucientes, latón bruñido y señorío. Prince era un estudiante frustrado de Des Moines que se había reencarnado de noble inglés. No fue tanto el buen gusto como la incapacidad lingüística lo que le impidió adoptar el acento británico. Tenía un aspecto agradable, con su figura corpulenta, su cabello gris y sus fotogénicas arruguitas en la cara. Parecía un general británico semirretirado y un espía de hipódromo, impresión que creaba combinando con refinamiento las distintas prendas de sus creaciones para caballero y no poniéndose nunca nada que no fuera de cheviot, a cuadros y de espiga. Si el pantalón era de cheviot marrón y blanco, el chaleco debía ser a cuadros escoceses verdes y marrones, la americana, de pelo muy largo, también a cuadros, y la corbata, de lana de Paisley a juego con el forro del cuello de la americana. Siempre deseó llevar un bastón-escopeta, pero a falta de algo mejor, se conformaba con un paraguas. Uno de sus empleados solía decir que Prince tenía que ser inmortal, pues no poseía nada lo bastante discreto que llevar en sus propios funerales. Prince se veía a sí mismo como un gran terrateniente inglés, un conde de Northumberland que patrocinaba a una compañía de cómicos ambulantes. Pero estos inofensivos caprichos no le impedían ser el diseñador más rico de los Estados Unidos. —Ayer dije a tu agente que tendrías que trabajar conmigo en mis modelos de confección para señora —explicó a Valentine—. No pretendo indagar en los motivos que te han hecho marcharte de "Wilton Associates", pero quiero dejar bien sentado desde el principio que tu nombre no aparecerá en parte alguna. ¿Comprendes, mona? Serás mi colaboradora hasta que te marches a otro sitio en que tengas firma, porque te marcharas. Pero, mientras estés aquí, todo el mérito será para mí. Al ver que Valentine se limitaba a asentir rápidamente, sin hacer comentarios, Prince se dijo que probablemente no se equivocó al suponer que la muchacha había tenido problema con aquella mala pécora de Sergio. El tal Elliott, su agente o lo que fuese, insinuó que se trataba de una cuestión de nombre; pero Prince se malició que había algo más. Y Alan Wilton se dio mucha prisa en ponerla por las nubes. En fin, las intrigas ajenas le tenían sin cuidado. Bastantes quebraderos de cabeza tenía él bajo su propio techo. Ahora mismo estaba trabajando en la creación de una línea de cosmética masculina y, tras seis meses de experimentos, los químicos todavía no habían obtenido un perfume que le pareciera lo bastante masculino. Su criterio era: «¿Lo usaría el duque de Edimburgo?», y siempre le parecía que no. Pero no había que desanimarse. «Persevera, muchacho, persevera —se decía—. El Imperio no se hizo en un día.»
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De todos los modistas que hoy trabajan en el mundo de la moda en Norteamérica, el 95 por ciento, si no más, son homosexuales. Se puede ser "gay" de diferentes maneras. John Prince se distinguía por su estilo de aristócrata británico, muy masculino, matizado de cierto aire del Medio Oeste. Otros exhibían una nota austera y funcional, a base de gafas oscuras a todas horas y jersey de cuello alto en tono sombrío a juego con el pantalón, como si acabaran de llegar del futuro en nave especial de lujo. Vivían en apartamentos de acero, plástico y vidrio, tan estilizados y desprovistos de cosas superfluas que al mirar las fotografías de sus salas de estar en las que no se daba cabida a nada que fuera acogedor, sentía uno una íntima desolación. Están también los alegres "gays" a lo Gatsby, jóvenes beldades que, con sus blazers azul marino de corte perfecto, su pantalón blanco, su camisa de cuello abierto, blanca y muy conservadora y sus jerseys "Shetland", dan la impresión de que no les falta más que el yate. Vienen luego los del tipo de estadista maduro que se sienten ya lo bastante seguros para usar tejanos, barbas, amuletos y extrañas chaquetas sin botones. Todos estos modistas están muy solicitados por las más poderosas mujeres del país que carecen de marido, para el puesto de acompañante o invitado comodín. Sin la valiosísima lista de "gays" de confianza, pocas grandes anfitrionas podrían organizar una fiesta. Existe también un grupo, pequeño pero muy influyente, de "gays" casados, cuyas esposas son indefectiblemente tan decorativas como listas. Hacen del arte de vivir bien una religión. Poseen apartamentos y casas de campo maravillosos en los que dan cenas originales en mesas pequeñas y redondas que son en sí museos de piezas de porcelana y de plata. Éste es el grupo sin el cual no hay reunión importante que pueda considerarse completa. El ascenso en el mundo de la moda depende de los dictados de esta mafia "gay". A pesar de las superficiales diferencias que puedan observarse en el estilo de vida de sus miembros, es un club en el que el hombre normal no puede prosperar. Las mujeres, sí. Se ha permitido la entrada a algunas diseñadoras, otro Holly Harp, Mary McFadden, Pauline Trigère y Bonnie Cashin, además de varias creadoras californianas, pero están en minoría. Existe una firme alianza de trabajo entre los diseñadores "gays" y los empresarios, por lo general, heterosexuales, que regentan el aspecto financiero de la industria de la moda. Éstos, judíos la mayoría y hombres de familia estrechamente vinculados a la comunidad judía de Nueva York, desarrollan una gran actividad en obras de beneficencia. Constituyen el lastre que estabiliza el rumbo de esa nave que es la Séptima Avenida. Fuera de las horas de trabajo, uno y otro grupo apenas se relacionan entre sí, salvo en alguna que otra fiesta de publicidad de grandes almacenes o acontecimiento social del mundo de la moda, como los Premios Coty. 184
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Los diseñadores "gays" son líderes en casi todos los aspectos mundanos de la vida neoyorkina. Si se inaugura un restaurante, ellos son los primeros en descubrirlo, ellos pueden encumbrar o hundir el nuevo pintor, el nuevo ballet, la nueva sala de fiestas o al nuevo peluquero. Son, en realidad, estrellas con todos los privilegios y toda la presunción de las estrellas. Cada uno atrae a una corte que gira en torno a él, solazándose en su aureola de ser superior a los tristes mortales. Él se convence a sí mismo y a sus seguidores de que es más gracioso, más osado, más refinado, más creativo, más sofisticado, más malvado, más experto, y sobre todo, que se divierte más que nadie. Nadie lo hacía mejor que John Prince. Sus Personas Vivaces, su verdadera familia. Prince seguía los impulsos de generosidad y largueza del que nace patricio y no se sentía satisfecho si no se veía rodeado por aquellos de sus colaboradores a los que en su fuero interno consideraba su "séquito" y de otros más. Al término del día de trabajo, Prince reunía a su corte en su casa del barrio Este, distrito 70, instalada en lo que fueran dos grandes edificios contiguos. Cuando los compró, mando derribar la pared que los dividía y los unificó con una nueva fachada neoclásica de mármol color miel y una gran puerta central. En el interior, una escalera regia con amplios rellanos, unía los cuatro pisos, en los que no quedaba ni uno solo de los tabiques primitivos. Prince había desvalijado las tiendas de "Stair and Co." Y "Ginsberg and Levy" cuando al fin comprendió que incluso él necesitaba un decorador. En menos de un año, "Sister" Parish —la esposa de Henry Parish II, la decoradora favorita de la buena sociedad, célebre por sus seductores dormitorios y su voluptuoso sentido del color, así como por haber decorado la Sala Oval de la Casa Blanca y las dependencias privadas del presidente Kennedy— le puso un marco digno de un duque. Prince tuvo que hacer un esfuerzo para no insinuar a Mrs. Parish que le gustaría tener un escudo nobiliario bordado en oro en el dosel de su gran cama Chippendale; le pareció que aquella energía abuela del Maine no lo aprobaría. Tampoco se atrevió a pedirle el estrado para músicos que tanto deseaba; pero, en general, estaba muy satisfecho con su magnífica mansión. Prince tenía hasta mayordomo: Jimbo Lombardi, su amante de muchos años, un hombre descarado y duro con aspecto de querubín y apenas un metro sesenta de estatura, pero un camorrista nato y uno de los suboficiales más condecorados de la guerra de Corea. Cuando no estaba matando enemigos con gran eficacia, Jimbo cultivaba la pintura con talento aunque sin gran laboriosidad y ahora se sentía muy satisfecho cuando podía pasar la tarde lánguidamente en el magnífico estudio que Prince había hecho habilitar para él en la buhardilla. Por la mañana, mucho después de que Prince se levantará de la cama que ambos compartían, Jimbo bajaba a las dependencias 185
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inferiores de la casa en las que él, Luigi, el chef y las dos robustas ayudantes de cocina, Luchiana y Renata intercambiaban cuentos y chirigotas en el italiano de cocina que cultivara Jimbo en su adolescencia, en la lejana y exótica Bridgeport, Connecticut. Jimbo era el encargado de confeccionar los menús, mandar las invitaciones y disponer todos los detalles de las fiestas de la semana. Si Prince había nacido para anfitrión, Jimbo era un maestro de ceremonia ideal. Tenía un don especial para llevar la animación y el buen humor a cualquier reunión y una vista admirable para descubrir a las Personas Vivaces en potencia en cualquier reunión ajena e incorporarlas a la cuadrilla de leales de Prince. Jimbo le cobró afecto a Valentine desde el primer momento. Él estaba seguro de ser indispensable para Prince y sabía que podía permitirse ser amable. Últimamente, los habituales de Prince habían empezado a aburrirle: un modelo negro, huesudo, de uno noventa y cinco, que era el más alocado bailarín de discoteca de Nueva York; una diseñadora de joyas, aristócrata brasileña, que llevaba el pelo cortado a cepillo y tres cruces de pedrería colgando del cuello; un muchacho puertorriqueño que pintaba exquisitamente sobre seda, una temperamental superestrella de Hollywood que entre película y película volaba religiosamente a Nueva York para renovar su vestuario en Prince y solazarse en la compañía del modista; una pareja de recién casados pertenecientes a dos de las más antiguas familias de Filadelfia que hacían a Prince regalos de hachís que él no deseaba y que solían consumir ellos mismos; un legendario bailarín ruso que se había evadido hacía ya tanto tiempo que la oficina de Impuestos lo consideraba uno de sus norteamericanos favoritos. No era que no siguieran siendo Vivaces, pero empezaba a faltar savia nueva. Jimbo intuía que Valentine no quería nada de Prince. Ella se escudaba en una grata independencia a modo de caparazón y era evidente que no estaba ansiosa por entrar a formar parte de la cofradía de Prince. Nada podía intrigar más a Jimbo, acostumbrado como estaba a la gente que consideraba que pertenecer a aquel círculo les daba un sello único. Prince no sólo invitaba al grupo a su casa, sino también a los locales nocturnos de la ciudad, y llenaba con ellos medio restaurante o dos filas del teatro en el que se representaba una última novedad de Broadway o se los llevaba, en elegante desfile circense, a una función de beneficencia o a cualquier fiesta, con gran satisfacción de la anfitriona. Las llegadas de Prince y los suyos solían salir retratadas en la sección mundana de Women's Wear Daily que es la primera página que leen todos los del ramo, salvo los más retorcidos fabricantes de cremalleras. Jimbo era uno de esos homosexuales a los que les caen bien las mujeres. Y también lo era Prince, desde luego. Pero Jimbo tenía una rara habilidad para crear un ambiente de intimidad; en todos los aspectos salvo en el sexual, cultivaba un tono de picaresca seducción. 186
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Valentine, con aquel cabello luminoso y personalísimo y su genio vivo era un reto para él. Valentine empezó a trabajar para Prince en los primeros meses de 1973. Al final de aquel año, halagada por la deferencia de aquel demonio de Jimbo, se sentía ya perfectamente acoplada al grupo de Prince. Ella nunca hacía nada para optar al título de Persona Vivaz — dado que lo era desde que nació— y su naturalidad resultaba refrescante. En un medio social en el que la competitividad es la nota dominante, nada da mejores resultados que la falta de esfuerzo. Cuando advirtieron que a Valentine todo le daba igual, que tanto podía aceptar una invitación y divertirse francamente, como no recibirla y quedarse tan tranquila; que, por lo que fuera, no había que temer que tratara de distinguirse o brillar en sociedad, todos lo aceptaron encantados. El desengaño que Valentine sufriera por culpa de Alan Wilton la inoculó durante mucho tiempo contra las aventuras románticas. Su frialdad no respondía a una actitud antisocial sino al sereno propósito de no involucrarse en aventuras personales. Aunque la ambigüedad sexual de la gente de Prince permitía a Valentine evitar relaciones que pudieran desembocar en otra aventura amorosa, sus inclinaciones sexuales eran uno de los temas de conversación más frecuentes entre ellos. ¿Era lesbiana? ¿Tenía un amante casado? ¿Era una rancia, condenada a sentir emoción únicamente por los hombres a los que no les gustaban las mujeres? A nadie se le ocurrió que el corazón de Valentine, como el de la Reina de las Nieves del viejo cuento de hadas, estuviera atravesado por un carámbano que la impedía enamorarse. A Prince y a Jimbo les parecía plenamente satisfecha con su trabajo de diseñadora asociada y su lugar en el mundo que les rodeaba. Desde 1973 hasta 1976, Prince y Valentine trabajaron juntos. Aunque eran los derechos al uso de su marca lo que le reportaban los mayores beneficios, éstos dependían directamente del éxito que tuvieran sus modelos de confección, que eran los que le habían hecho famoso. Si Prince empezaba a declinar, y una racha de malas colecciones pueden costar a cualquier modista su clientela con detallistas y su reputación entre los editores de revistas de modas, tal vez no le fueran renovadas las licencias. A menudo, Prince meditaba con irritación en el caso de Christian Dior que llevaba muerto diez años cuando se inventó la media panty que lleva su nombre. Y esto no era más que un ejemplo. ¿Cómo se las ingeniaban los malditos franceses? Era típico. Valentine aprendió a trabajar con Prince como si fuera su segunda cabeza. Pronto dominó los conceptos fundamentales que distinguían sus caros modelos de los modelos caros de los demás modistas, y sólo los más íntimos hubieran podido decir cuál de los dos había creado tal o cual detalle de un vestido o elegido tal o cuál tela.
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Pero Valentine no se sentía satisfecha. Estaba contenta con su empleo, sí: Prince le pagaba ya cuarenta y cinco mil dólares al año y ella disponía de sus propios ayudantes, pero le molestaba no ser más que una sombra. En rigor, hacía una labor "creativa", desde luego, pero creativa a imagen de Prince. No era más que una discípula aventajada, pero con un cometido limitado. Las ricas clientes de Prince no eran amigas de innovaciones: querían vestir con el sello de Prince, un sello que sus amigas pudieran reconocer inmediatamente. Valentine extraía de su trabajo menos satisfacción personal que un falsificador de cuadros profesional, ya que ni siquiera podía imaginar que engañaba a un público crédulo. Valentine seguía diseñando por su cuenta. Sin dejarse influir por lo que se llevaba en las calles de Nueva York ni por el marcado estilo de Prince, seguía llenando páginas y más páginas de bocetos propios. No tenía más público que Spider ni más maniquí que ella misma. Apenas disponía de tiempo para realizar sus diseños en tela, y, por otra parte, Prince exigía que vistiera exclusivamente los modelos que él le hacía gratuitamente. Prince vestía a todas las mujeres de su grupo de Personas Vivaces, y Valentine era indispensable para él, ya que prestaba a las prendas, destinadas para damas de sociedad ricas, relativamente jóvenes y conservadoras, aquel chien tan personal que ninguna de ellas tendría nunca. Sin embargo, cada temporada, Valentine se hacía por lo menos seis modelos que añadía a los que guardaba en su ropero. No quería renunciar a ejercitar aquel don. Varias veces al año, Prince tenía que ausentarse de Nueva York, para exhibir sus nuevas colecciones en los grandes desfiles de modas que algunas sociedades benéficas organizaban en distintas ciudades del país. También realizaba los aborrecidos pero muy rentables desfiles ambulantes en los que el propio Prince, un jefe de ventas y dos maniquíes de la casa llevaban una muestra de la colección a los grandes almacenes y durante tres frenéticos días, respaldados por una intensa campaña publicitaria en los periódicos locales y una fuerte promoción de ventas en los almacenes, recibían los pedidos de las enfervorizadas mujeres que acudían en tropel a los pases de las muestras. Oscar de la Renta, Bill Blass, Adolfo Kasper, Geoffrey Beene, en suma los modistas más importantes reconocen que no hay nada como un desfile ambulante para estimular el interés de las mujeres ricas que rara vez van a Nueva York a hacer sus compras. No es sólo una forma de captar nuevos clientes y conservar los antiguos, sino también la oportunidad de averiguar lo que eligen las mujeres cuando tienen ante sí toda una colección en lugar de las series que les ofrecen los cautelosísimos compradores profesionales. En la primavera de 1976, Prince organizó una gira más larga de lo habitual. Decidió combinar un desfile benéfico organizado por la Fundación para la Investigación de las Enfermedades Gastrointestinales en Chicago con un pase ambulante en la sucursal de "Saks" en la misma población, y puesto que estaba ya en el Medio 188
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Oeste, continuar hasta Detroit y Milkwaukee, para ofrecer sendos desfiles. También se proponía hacer una visita secreta a Des Moines, su ciudad natal, en la que su madre era una celebridad por haberlo traído al mundo, aunque sus amistades, todas pertenecientes como ella a la clase trabajadora, sólo le conocían por los recortes de periódico que la buena señora se empeñaba en mostrarles. Valentine no pudo resistir la tentación. Prince estaría ausente durante una semana y media, de modo que ella podría llevar a su despacho los últimos modelos particulares sin que nadie se enterase y, una vez los tuviera allí, pediría a una de las maniquíes de la casa que se los probara. Así podría ver por fin cómo resultaban en otra persona. Era francamente monótono y descorazonador hacer vestidos que una sólo podía ver en el espejo. Últimamente, empezaba a intranquilizarla el pensamiento de que su trabajo se estaba haciendo demasiado intimista, demasiado personal. Tal vez sus prendas no resultaran en una muchacha de porte y complexión distintos a los suyos. Y ahora, no podía enseñárselos ni siquiera a Spider. Desde que él había conocido a Melanie Adams, Valentine casi no lo veía. las cenas que preparaba tenía que comérselas ella sola y aquella camaradería que llegó a dar por descontada había desaparecido. Aunque no lo reconocía, se sentía abandonada. Nunca hubiera creído que el fresco de Elliott pudiera llegar a chiflarse de aquel modo por aquella tía tan asquerosamente guapa. El muy idiota estaba loco por ella. Valentine pensaba que era una lástima que Spider no fuera católico, ya que de buena gana lo hubiera hecho exorcizar. Era evidente que tenía el diablo en el cuerpo, como solía decir su madre. Aquello no podía acabar bien: hasta el más estúpido podía darse cuenta de que la chica era incapaz de querer a nadie más que a sí misma, pero, ¿qué hombre enamorado escucha la voz de la razón? Aunque no podía decirse que las mujeres fueran mucho más sensatas, reconoció tristemente, mientras acababa de introducir sus vestidos en bolsas de plástico opaco. Procuraría llegar a la oficina antes que nadie y los colgaría en su armario. No había el menor peligro. Beth, la maniquí negra, era una buena amiga y discreta. Media hora antes del almuerzo, Valentine preguntó a Beth si aquella tarde podría dedicarle un rato, pues tenía varios vestidos que le gustaría que ella se probase. —¿Y por qué no ahora mismo, Val? No pensaba salir a almorzar, y me he traído mi yogur. Si lo dejamos para después, tal vez vengan clientes y me necesiten en la sala de exhibiciones. —¡Magnífico, Beth! Pero oye, aunque parezca una tontería, preferiría que fuéramos a mi despacho. No quisiera que los vieran otras personas. No son más que unas cosillas que he hecho para mí. nada importante, pero ya sabes cómo es Mr. Prince… Una hora después, las dos mujeres estaban derrumbadas en el sofá de Valentine, cansadas pero felices, vestidas cada una con un modelo de Valentine. En las sillas se amontonaban las prendas 189
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desordenadamente, tal como las había ido dejando Beth al quitárselas. —No me había divertido tanto desde que dejé de jugar con muñecas —dijo Beth—. No sabía que fuera tan sugestiva. Hija, estás chiflada si pudiste imaginar que sólo iban a sentarte bien a ti. Ese vestido te queda bien, pero a mí me queda mucho mejor. —Eres divina, divina, Beth. —Valentine estaba radiante al ver que Beth, que habitualmente pasaba los modelos con un aire ausente y altivo, casi saltaba de alegría a cada prenda que se ponía, cautivada por su aire, su fantasía y su originalidad. De pronto, las dos se sobresaltaron al oír unos perentorios golpes en la puerta del despacho. —¿Quién es? —preguntó Valentine, poniendo los ojos en blanco. —Sally —respondió la recepcionista—. Val, sal enseguida. Es una emergencia. —¿Qué sucede? ¿Ha regresado Mr. Prince? —preguntó Valentine sin abrir la puerta. —¡Ojalá! ¡Mrs. Ikehorn está aquí! La esposa de Ellis Ikehorn, y no quiere hablar con nadie más que con Mr. Prince o contigo. Está furiosa. No sabía que él estuviera fuera. Sal pronto, ¿a qué estás esperando? Ahora está en el salón, pero si no te das prisa, la tendrás aquí antes de un minuto. Beth ya se había puesto el kimono de satén gris que las maniquíes llevaban al cambiarse de traje. Ella y Valentine se miraron consternadas. Al igual que todo el que trabajara en la Séptima Avenida, ambas sabían que Billy Ikehorn, a quien Women's Wear Daily llamaba "la hechicera dorada del Oeste", era la cliente más mimada de John Prince. Ahora que había abierto "Scruples", aquella tienda de ensueño en Beverly Hills de la que todo el mundo hablaba, era todavía más importante para John Prince, puesto que compraba para sí y para la tienda. —Beth, ve enseguida a decir a las demás que se pongan rápidamente sus primeros números y luego di a Mrs. Ikehorn que ahora mismo voy… No, déjalo… tardaríamos demasiado. ve a cambiarte y sal cuanto antes —murmuró rápidamente Valentine, mientras se arreglaba el cabello con las manos y se calzaba rápidamente los zapatos. Beth desapareció y Valentine se dirigió al salón a trote ligero. Billy Ikehorn estaba delante de uno de los espejos del salón, con un gesto de irritación en su aristocrático semblante. —Diga, Valentine, ¿qué diablos ha ido a hacer John en el Medio Oeste? —exclamó sin disimular su mal humor—. He venido ex profeso a estos parajes y me encuentro con que se ha ido a una de sus estúpidas giras, en lugar de estar atendiendo al negocio. —Miraba furiosamente a Valentine, pero ni aquel aire iracundo descomponía su majestuosa belleza.
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—Sentirá muchísimo no haber estado aquí para recibirla, Mrs. Ikehorn —dijo Valentine con el leve acento francés que asumía inconscientemente en los momentos de tensión—. Y si se entera de que no hemos sabido ofrecerle el mejor desfile privado que haya visto, temo por nuestras vidas. —No dispongo de mucho tiempo —dijo Billy secamente, sin la más leve sonrisa, decidida a no dejarse ablandar. Finalmente, se sentó tras uno de los pequeños escritorios Lucite en los que los clientes solían anotar los pedidos. Valentine hizo chasquear los dedos y las maniquíes de la casa, cinco en total, empezaron a desfilar ante las dos mujeres, cambiándose con tanta rapidez que la presentación de los numerosos modelos que componían la extensa colección apenas se interrumpió. Pero, a pesar de la fluidez del desfile, Valentine advirtió con desazón que Mrs. Ikehorn no hacía comentario alguno ni escribía en el bloc colocado encima del pupitre. Estaba inmóvil, hierática, exhalando irritación. No era posible que no viera algo que le gustara. La colección era excelente. Quizás anotaba los números mentalmente, se decía Valentine, presa de pánico. Cuando hubo desfilado la última maniquí, se hizo una pequeña pausa. Billy Ikehorn aspiró profundamente y dijo en tono categórico. —Insípidos, insípidos, insípidos. Valentine contuvo la respiración. —He dicho insípidos y lo repito. Es Prince, pero no es nuevo. Está tan visto que me dan ganas de gritar. Sé que se venderá, Valentine, no digo que no; pero no me induce a comprar. No hay un detalle que me interese. Ni uno solo. Es un desastre. La catástrofe. Valentine no estaba segura de que, de haber estado allí John Prince, haría rato que Mrs. Ikehorn hubiera salido de su mal humor y habría estado escribiendo números en el bloc como una máquina. Valentine se puso en pie y se situó frente a la imponente mujer que permanecía sentada tras el escritorio como un juez, convencida de que su palabra era ley. —Mrs. Ikehorn, debe tener usted en cuenta que sus gustos son mucho más refinados que los de la cliente habitual. —Valentine comprendía que obraba con excesivo atrevimiento, pero algo tenía que hacer para salvar la situación—. Al fin y al cabo, ahora compra usted para mujeres que seguramente no podrán llevar lo que lleva usted, ni siquiera entender… —Valentine se interrumpió al advertir un destello de interés en los ojos de Billy. —¿Y qué me dice de ese vestido que lleva usted ahora? —preguntó en tono autoritario. Valentine advirtió entonces que todavía llevaba uno de sus propios modelos. Con las prisas, olvidó cambiarse. —¿Qué vestido?
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—Valentine, sé que no es usted estúpida, pero en este momento, resulta francamente difícil de creer. Usted lleva un vestido. Ese vestido me gusta. Véndamelo. ¿Tan difícil es? —No puedo vendérselo. Billy Ikehorn se quedó tan asombrada como si alguien le hubiera arrojado una copa de vino a la cara. De no haber estado tan asustada, Valentine se hubiera echado a reír. —¿Que no puede? ¿De quién es? ¿O se trata de un secreto? ¡Quiero saberlo! —El vestido es mío. —Naturalmente. Pero, ¿quién lo diseñó? No me diga que Prince, porque veo perfectamente que no. Muy interesante. Cuando el jefe no está, ni siquiera usted lleva sus modelos. ¿Son demasiado vulgares para usted, Valentine? ¿Es eso? Había cierto acento de amenaza en su voz, y Valentine decidió rápidamente que era mejor reconocer que el modelo era suyo que permitir que Mrs. Ikehorn pensara que lo había adquirido a la competencia. —Algunas veces, muy pocas, yo me hago alguna cosilla, sólo para que no se me olvide coser. Eso es todo, Mrs. Ikehorn, un vestido barato hecho en casa. Y no puedo vendérselo porque es el único que hay. —¡Barato! Es tricot de lana de Norell, de cien dólares el metro, y usted lo sabe mejor que yo. Dese la vuelta. Mientras Valentine, a pesar suyo, giraba sobre sus talones, entró en el salón el encargado del almacén, empujando un perchero rodante con todos sus demás modelos. —La recepcionista me mandó sacar todo esto de su despacho, señorita O'Neill. ¿Dónde lo pongo? —Aquí mismo —ordenó Billy Ikehorn. —Bon Dieu d'un bon Dieu! —musitó Valentine. —Parfaitement —repuso Billy con una sonrisa siniestra. Era su primera sonrisa del día. Si Valentine se había hecho la ilusión de que John Prince no averiguaría lo sucedido en su ausencia, ésta se desvaneció en cuanto le vio la cara al entrar en su despacho. Hacía apenas dos minutos que Prince había entrado en el edificio. Estaba descompuesto por el furor, irreconocible. Valentine nunca hubiera creído que aquel hombre generoso para el que había trabajado durante tres años fuera capaz de tanta indignación. Apenas podía articular las palabras que le escupía a la cara con la voz alterada. —Intrigante, desagradecida, guarra, traidora… Siempre sospeché que no debía fiarme de ti… Una puñalada por la espalda… —jadeó, agitando una hoja de papel. —No fue culpa mía, ella insistió… —empezó Valentine. 192
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—¡No me engañas, ladrona! ¡Lee! —y casi le restregó el papel en la cara. Era una carta de Billy Ikehorn, redactada con su letra grande y elegante en su papel particular. John, tesoro: Sentí no verte en la tienda, pero tal vez fuera una suerte que no estuvieras ya que, lamento decirlo, en la colección no parecía haber nada que me tentara. Estoy segura de que no volverá a ocurrir. Pero me gustaron muchísimo los modelos de Valentine —encantadores, frescos, nuevos— y me parece una lástima que no pueda vendérmelos. ¿Tú no se lo permitirías, para hacerme un favor? No me había dado cuenta de lo brillante que es esa muchacha. Deberías estar orgulloso de ello, en lugar de ocultar su talento. ¿Irás a la fiesta que da Mary Lasker en honor del doctor Salk? Tal vez vuele otra vez a Nueva York para asistir a ella. Si tú estás podríamos unir nuestras fuerzas. Te eché de menos, cielo. BILLY. —No es lo que usted imagina. Yo no quería enseñarle los vestidos… — Valentine se interrumpió al darse cuenta de que él no le prestaba atención. —¡Has terminado! —estalló Prince—. Has terminado aquí y has terminado en la Séptima Avenida, cuando la gente sepa lo que me has hecho. No quiero volver a verte. Cuando pienso que te enseñé todo lo que sabes. Nunca me habían traicionado, nunca me habían jodido de esta manera… —Assez! —el genio de Valentine se disparó al fin. —¿Qué dices, rata? —¡He dicho "basta"! No me quedaría aquí por nada del mundo. Después descubrirá que se equivoca, pero a mí nadie me habla de ese modo. ¡No lo consiento! —Valentine corrió a su despacho, cogió el bolso y salió del edificio sin hablar con nadie. Paró un taxi y le dio las señas. Entonces empezó a temblar. No lloraba, sólo temblaba y temblaba. Aquello era tan estúpido y tan triste… —¡Valiente pareja estamos hechos! —exclamó Spider—. ¿No es para morirse de risa? —¿Quién te has creído ser, Spider Elliott, Woody Allen? —repuso Valentine. —Lo malo de vosotros, los extranjeros, es que no tenéis sentido del humor —se lamentó él. —Si tú hablaras en un tono más alegre, te pegaría un tiro —trató de bromear ella; pero estaba más preocupada por la forma en que Elliott se atormentaba que por su propia situación de parada. El loco de 193
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Elliott, tan enérgico, tan listo y tan valiente, estaba como el intrépido matador que acaba de recibir su primera cornada. A pesar de estar hundido, aún se las daba de duro. —¿Sabes que tienes unas tetas grandiosas? —¡Elliott! —Era por cambiar de conversación. A ver si te animabas. Y lo son, ¿eh?, pequeñas pero grandiosas, respingonas, picaras… —Déjalo ya. —Vamos, Valentine, ánimo. ¿Por qué no me ofreces tus amorosos cuidados? —¿Lo quieres tinto o blanco? —Dame del que esté destapado. —Spider se recostó en la butaca y vació la copa de vino de un trago. En casa había empezado con vodka, mucho vodka, pero gracias a Dios recordó que Valentine estaba en casa, ya que no le gustaba emborracharse a solas. Había quemado la carta de Melanie, pero todas sus frases le desfilaban por la mente como los interminables subtítulos de una mala película alemana de miedo. Y aquello duraba desde hacía tres días y tres noches. Valentine, ni siquiera Valentine, menos que nadie Valentine, debía sospechar lo ocurrido. —¿Más vino? —preguntó ella. —Si insistes… Oye, hoy entregué un encargo. —Al ver que Valentine arqueaba las cejas con gesto de sorpresa, añadió—: ¿Te iba yo a engañar? Mi primer trabajo en casi tres semanas. Hace dos o tres días se presentó una chica en mi estudio. Quería que le hiciera unas pruebas para modelo de fotógrafo. Guapetona pero sin clase, la típica buscona. No podría trabajar más que para revistas porno. Pero, a pesar de todo, gasté en ella tres rollos. Las fotos más sexy que he tomado en mi vida. ¿Y por qué no? Hoy fue a recogerlas y se puso a dar saltos de alegría por el estudio. Hoy era mi Día de la Buscona, y no le cobré el trabajo. Todavía puedo hacer regalos. ¿Por qué no destapamos otra botella? —dijo mientras la destapaba. —Elliott, ¿no quieres algo de comer? —Tienes la manía de la alimentación, muñeca. Hablemos de ti. No me gusta tu proceder. —¿Cómo? —ella se irguió en su asiento con gesto belicoso. —Sí, tendrías que estar por ahí buscando empleo, en lugar de quedarte todo el día metida en casa, bebiendo. El vino es malo para el hígado. Además, Prince no es el único modista de la ciudad. Esta vez no pienso hacer de agente tuyo. No lo necesitas. —Guárdate tus consejos. — «Guárdate, niña, guárdate…» —canturreó Spider. —No tengo la menor intención de volver a trabajar en la Séptima Avenida. ¡Se acabó! Ni a rastras podrían llevarme allí otra vez. —No te lo reprocho. Pero, ¿qué piensas hacer? —Abrir una lavandería. Tengo unos ahorros. No me urge tomar una decisión. 194
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—Ojalá pudiera yo decir otro tanto. —Spider hizo un gesto de contrariedad. Su agente le había advertido que si no se presentaba pronto algún trabajo no podría conservar el estudio. En realidad, el agente estaba a punto de abandonar el barco. Mostraba ya todas las señales. En fin, ¡a hacer puñetas!—. Quiero proponer un brindis: Por las dos personas más insignes de Nueva York que todavía no cobran subsidio de paro. —Spider sirvió otra copa de vino, derramando un chorro al suelo—. Perdona… Será mejor que beba de la botella. Así es más fácil. —Tambaleándose, se acercó a la cama y se tumbó en ella sin dejar de beber. Sonó el teléfono. Valentine tuvo un sobresalto. Sólo hacía una semana que estaba sin trabajo. Se preguntó quién la llamaría a su casa a media tarde un día laborable. —Diga… —¿Valentine? Aquí Billy Ikehorn. La llamo desde California. No sé qué decirle. Francamente, estoy muy disgustada. Acabo de enterarme de lo que ocurrió la semana pasada, por uno de mis empleados que es amigo de Jimbo. Es una tremenda injusticia y toda la culpa es mía. Enteramente. —¡No me diga! —Claro, usted piensa que soy una bruja. Y aquel día lo fui. De campeonato. Pero aquí las cosas no marchan bien. "Scruples" es la tienda más bonita del mundo y yo no tengo qué vender ni quien me la organice. Si estaba de tan mal humor es porque esto se hunde. No tiene idea de lo triste que es. —¡Qué pena! —No le reprocho que me guarde rencor, Valentine. Pero, cuando escribí aquella carta, creía hacerle un favor. —Se equivocaba. —Ahora lo sé. Prince y yo hemos aclarado las cosas. Ya tendrá noticias de él, es lo que quería decirle. Pero no sabe cómo empezar, después de… —Yo no quiero hablar con él. —¿Tan mal estuvo? —Peor. —¿Está decidida? —Completamente. —¡Eso es lo que esperaba oírle decir! Valentine, vengase a trabajar para mí. Fije usted las condiciones. Necesito desesperadamente un diseñador. Sin un departamento de alta costura, no somos más que una de tantas tiendas caras. Desde luego, también se encargaría de las compras. Podría ir a Nueva York cuantas veces quisiera. Yo no quiero pasarme la vida en los ascensores de la Séptima Avenida. Son demasiado lúgubres para mi gusto. —No pide usted mucho: diseñadora, jefe de compras… ¿Y por qué no doncella particular además?
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—Por lo menos, escuche mi oferta, Valentine. Ochenta mil dólares al año y el cinco por ciento de los beneficios. Valentine, atónita, no respondía. Luego, su vivo genio irlandés se despertó. —Cien mil. ¿Quién sabe si habrá beneficios? —En tal caso, sólo sueldo, sin participación. —Nada de eso, Mrs. Ikehorn. ¿Por qué no ser optimistas? Tal vez haya beneficios. Lo del cinco por ciento queda en pie. —¡Pero eso es una fortuna! —Lo toma o lo deja. Me necesita o no me necesita. —De acuerdo. Trato hecho. —Y, desde luego, a mi socio le dará setenta y cinco mil más el dos y medio por ciento. —¿Su socio? —Peter Elliott, el mejor vendedor del mundo, con una enorme experiencia en la venta al por menor. Él reorganizará "Scruples" a entera satisfacción, no me cabe la menor duda. —¿Desde cuándo tiene usted un socio, Valentine? —¿Desde cuándo intercambiamos confidencias, Mrs. Ikehorn? —Nunca he oído hablar de él. —¿Desde cuándo usted es especialista en la venta al público? Perdone, pero hay que ser prácticos. Billy se quedó momentáneamente sin habla por el descaro de Valentine. De todos modos, una persona que creyera que podía permitirse hablarle a ella de aquel modo, tenía que saber lo que se hacía. —Todo eso me contraría, Valentine. Pero estoy tan agobiada que no puedo jugar al tira y afloja. Les contrato a los dos y puede estar segura de que espero que produzcan. No habrá contratos. —Haremos contrato por un año, Mrs. Ikehorn. Lo que ocurra después no me preocupa. Billy no titubeó. "Scruples" perdía dinero a un ritmo casi increíble. A ella no le preocupaban las pérdidas económicas, pues podría soportarlas indefinidamente; pero aquellas cifras resultarían embarazosas cuando aparecieran en Women's Wear Daily. Peor aún: una pesadilla. La gente se reiría de ella y eso era algo que Billy no consentiría. Nunca más volvería a ser una figura ridícula. Tenía que conseguir que "Scruples" fuera un éxito. "Scruples" debía ser intachable. —¿Cuándo podrían estar aquí los dos? —preguntó. Valentine calculó rápidamente. Si empezaban a prepararse de inmediato y tomaban el avión el domingo… —El lunes. ¿Puede reservarnos alojamiento? A su cargo, desde luego. Pero sólo hasta que encontremos casa. —Reservaré habitaciones en el "Beverly Wilshire". Está en la misma calle que "Scruples", casi al lado.
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—¿Ah, sí? Muy a mano, para una jornada de doce horas —dijo Valentine. —Dieciocho horas —rió Billy, contenta de haber conseguido lo que quería. —Entonces, hasta el lunes, Mrs. Ikehorn. —Adiós, Valentine. Ya no tengo remordimientos por haberle hecho perder el empleo. No va a costarme más que un par de cientos de miles de dólares. —No tanto. Pero no olvide el siete y medio por ciento. —A Prince le dará un soponcio —dijo Billy, ahogando la risa. —A lo mejor, le gusta —respondió Valentine y colgó el teléfono. Estaba tan absorta en la conversación que se olvidó de Spider. Ahora tenía miedo de enfrentarse a él. Aquel silencio era acusador. ¿Cómo se había atrevido a decidir por él? ¿Por qué no le hablaba? Valentine miró cautelosamente de soslayo hacia la cama. Spider dormía profundamente. Y, al parecer, desde hacía un buen rato.
CAPÍTULO VIII Ni Spider Elliott ni Billy Ikehorn estaban predispuestos a favor el uno del otro. Él escuchó, hirviendo de indignación, hasta el último detalle del episodio que había tenido como consecuencia que Valentine perdiera su empleo en casa de Prince. El que Valentine hubiera conseguido convencerla para que lo contratara a él nada menos que en calidad de director de ventas, le hacía suponer que Billy debía ser, en el fondo, una estúpida, una mujer que no se detenía ante nada, con tal de salirse con la suya. 197
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Billy, por su parte, preguntó a aquellas de sus amigas que leían Women's Wear Daily si habían oído hablar de un conocido vendedor llamado Peter Elliott y ninguna supo de quién le hablaba. Y si WWD no hablaba de él, el tal Peter Elliott no existía. Valentine había querido aprovecharse; el tío, quienquiera que fuera, debía de ser su amante, y Billy no estaba dispuesta a dejarse engañar. Esperaría lo suficiente para que él mismo se pusiera en evidencia y luego le hablaría. ¡Y un "contrato"! Si Valentine se empeñaba, podría tenerlo en calidad de ayudante de medio pelo, pero no por aquel sueldo. Ni por la décima parte. Uno de los peores inconvenientes de tener dinero es que la gente no se cansa de tratar de hacértelo gastar. Desde la muerte de Ellis, acaecida un año antes, Billy había evolucionado en todos los sentidos. Cuando se quedó viuda y se convirtió en una mujer rica, su primera decisión fue vender la ciudadela prisión de Bel-Air y comprar una finca en Holmby Hills, a cuatro minutos en coche del centro comercial de Beverly Hills. Si durante los cinco años que pasó en Bel-Air alguien le hubiera preguntado qué haría si pudiera elegir, ella nunca hubiera contestado que se quedaría en California. Y ahora parecía lo más natural. "Scruples" estaba allí, su clase de baile estaba allí, las mujeres con las que almorzaba estaban allí. cuando Ellis estaba bien, California era simplemente el lugar a donde iban cuando querían visitar las bodegas de Santa Helena; cuando estaba enfermo, era el lugar en el que tenían que vivir porque el clima era benigno. Insensiblemente, California se había convertido en el único lugar del mundo al que lógicamente ella podía considerar su hogar. Billy, puntual al minuto, esperaba a Spider y a Valentine a la puerta de "Scruples". Estaba en la plenitud de su belleza, majestuosa y un poco masculina. Era una de esas mujeres que alcanzan la sazón pasados los treinta, y el constante estimulo sexual que le procuraran sus relaciones con los enfermeros habían dado a su rostro, y en especial a su boca un aire de voluptuosidad que ofrecía un extraño contraste con la estudiada perfección de su traje. «Problemas», pensó Spider nada más verla. Billy, que lo divisó en el mismo instante, descubrió que todavía pensaba con la vagina, hábito que ella creía circunscrito a la parte secreta de su vida. No podía formar parte de su mundo cotidiano y ella no estaba dispuesta a consentir que lo invadiera. Era peligroso y había demasiadas cosas en juego. Su reputación, su status especial, que se reflejaba en el respeto con que la trataban los medios de comunicación social, descansaban en aquella actitud intachable que debía seguir manteniendo. Esta consideración de los demás le era cada día más necesaria. El ver a Spider fue para ella como recibir un puñetazo en el vientre: el impacto de una masculinidad auténtica, llevada sin arrogancia ni timidez, aquel aire de satisfacción en la sensualidad; la mirada de Billy calibró rápidamente las propiedades de su físico y el cerebro de Billy sacó de inmediato sus conclusiones. 198
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Ella nunca podría permitirse una aventura con aquel hombre. Sería peligroso: demasiado evidente. «Déjalo ya», se dijo mientras se adelantaba a saludar a Valentine, poniéndole las manos en los hombros, en un ademán que, sin ser un abrazo, era más que un apretón de manos. —Bienvenida a California —dijo cordialmente. Estaba encantada de ver a Valentine. La necesitaba. —Muchas gracias, Mrs. Ikehorn —respondió Valentine con cierta crispación—. Le presento a Peter Elliott, mi socio. —Me llaman Spider —dijo él inclinándose a besar la mano de Billy con una gracia natural, esa gracia a lo Fred Astaire que es innata o nunca llega a poseerse. No puede adquirirse a fuerza de ensayos. Valentine nunca le había visto hacer aquel ademán a una mujer que no fuese ella. —Y a mí me llaman Billy. Tú también, Valentine. Todo el que viene a la costa Oeste tiene que aprender nuevos modales. Bueno, os presento a "Scruples". —Indicó con orgullo el exquisito edificio que hacía palidecer a sus espléndidos vecinos. Spider anduvo hasta un extremo de la fachada, dio media vuelta y recorrió la acera hasta el extremo opuesto. —Los escaparates son malos —dijo categóricamente. —¡Malos! —Billy se indignó—. Este edificio ha ganado tres importantes premios de arquitectura y hace menos de un año que fue terminado. Todo el mundo del arte lo conoce. ¡Y tú criticas los escaparates! ¿Cómo lo harías tú? —Yo no los toaría. Sólo un bárbaro se atrevería a hacerlo. Pero el género queda abrumado por ellos. Al fin y al cabo, ésta es una tienda. Es un problema pequeño, Billy, una vez se da uno cuenta de qué es lo que falla. Ya buscaré la forma de arreglarlo. No hay que apurarse. ¿Por qué no entramos? Spider tomó a las dos mujeres por el talle y las condujo suavemente hacia la puerta saludando al portero y sonriendo para sí. realmente, los escaparates eran un desastre. Aquello era una suerte. Ojalá la Providencia le deparara unos cuantos favores más como aquél. Billy estaba ansiosa de mostrarles el interior de "Scruples". Se sentía orgullosa de lo realizado. Era una copia exacta, hecha sin reparar en gastos, de la "Casa Dior" de París. Spider se detuvo nada más cruzar el umbral y miró alrededor, husmeando el aire como un sabueso. —Miss Dior —comentó sin inflexión, refiriéndose al perfume que se respiraba. —Eso no entra en tus funciones —dijo Billy ásperamente. Todavía le Escocia la observación hecha por él acerca de los escaparates—. La tienda es perfecta tal como está. Ahora iremos al almacén a examinar las existencias. Quiero saber vuestra opinión y qué planes tenéis para la renovación de la política de compras…
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—Perdona, Billy, pero creo que eso puede esperar —dijo Spider—. Veremos el almacén en su momento, te lo prometo. Pero la venta no es sólo género en existencia, la venta es aventura, misterio. — «Especialmente para mí», pensaba—. Supongo que las existencias cambian de un mes para otro, de modo que antes dedicaremos nuestra atención a la aventura. ¿Señoras? —echó a andar, sin preocuparse de si lo seguían. Siempre recorrió el interior de "Scruples" de arriba abajo, incluso el aparcamiento subterráneo, sin hacer comentario alguno; sólo emitía de vez en cuando un leve sonido gutural que a él le parecía indicativo de profunda reflexión y sesudo juicio. El desconcierto de Valentine era evidente, pero él no le prestaba atención. En más de una ocasión, Billy apretó los labios con irritación, pero estaba tan segura de que su tienda era impecable en todos los aspectos y superior a todas las demás por el tamaño y lujo de sus probadores, que en cierto modo se alegraba de poder exhibirla. Hacia el final del recorrido, Spider miró el reloj y propuso que, antes de examinar las existencias, se fueran los tres a almorzar. Así podrían escuchar sus comentarios. Billy accedió, pero sólo porque tenía hambre. —¿Dónde se puede comer bien por aquí cerca? —preguntó Spider. —Podríamos ir al "Brown Derby", al otro lado de la avenida Rodeo, pero desde que cambió de dueño, no me gusta. No hay por aquí otro sitio relativamente decente más que "La Bella Fontana" en vuestro hotel. Iremos allí. Los tres cruzaron la peligrosa calzada de Rodeo en su punto más ancho, refugiándose en las islas para peatones, sorteando a los coches que hacían el giro a la derecha con luz roja y luego tuvieron que correr por la avenida Wilshire para llegar a la acera antes de que cambiara el semáforo. Por fin, se encontraron en un tranquilo reservado de "La Bella Fontana", que, con sus paredes tapizadas de terciopelo rojo, su surtidor en el centro del comedor y flores por todas partes, ofrecía el ambiente de un recoleto restaurante de la vieja Viena o Budapest. —Es muy bonito, Billy —dijo Valentine, mirando alrededor, contenta de poder sentarse al fin. —Otro error —dijo Spider. —¿Qué quieres decir? —preguntó Billy en tono de queja. Le dolían los pies. —Vamos a suponer que eres una mujer que tiene que comprar un montón de ropa para hacer un viaje a Nueva York o a Londres, o para ir a una boda, o a pasar el invierno a Palm Springs o a ver el Festival de Cannes, en fin, algo importante y que necesita horas para decidirse, amén de los correspondientes retoques. —Eso no tiene nada de particular. La mayoría de las clientas de "Scruples" se encuentran en ese caso —respondió Billy secamente.
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—Y vamos a suponer que la cliente llega a "Scruples" a las once de la mañana y que, después de dos horas de mirar y probar, todavía no ha terminado. —¿Y qué? —¿No crees que tendrá hambre? ¿Que le dolerán los pies? Billy, observo que te has quitado los zapatos. —¿Qué tiene que ver eso con la organización de las ventas, Spider? —dentro de un minuto, le preguntaría por su inexistente experiencia. —¿Tus zapatos? Nada que ver. ¿Los de tu cliente? Absolutamente todo. ¿Su estómago vacío? Más aún. Es la clave. —Tendrás que ser un poco más explícito. Nosotros no vendemos zapatos, ni llevamos un restaurante, sino que llevamos, o tratamos de llevar, una tienda. —Pero antes tendrás que llevar un restaurante —Spider le sonrió con benevolencia—. ¿Qué sucede cuando a tu hambrienta cliente empiezan a dolerle los pies? Que le baja la glucosa de la sangre. Si sigue probándose vestidos, se pone irritable y difícil y nada le gusta. Si tiene que vestirse para salir a almorzar, tendrá que estar muy ansiosa de comprarse el vestido para que vuelva a "Scruples" después del almuerzo. Si sale a la calle a almorzar, lo más seguro es que después mire en otra tienda. De manera que lo primero que haremos será instalar una cocina en el garaje. Habrá que levantar una pared, pero hay espacio suficiente. Luego, contratamos a un par de cocineros, o a uno solo al principio y a unos cuantos camareros, y ofrecemos a las clientes almuerzo en la tienda. Nada extraordinario, sólo ensaladas y canapés. He visto que en cada probador hay un diván. La cliente puede almorzar sentada en él mientras le hacen un buen masaje en los pies. Nada como un masaje en los pies para descansar todo el cuerpo. —Miró a Billy levantando una ceja—. Supongo que tú conocerás a las mejores masajistas de la ciudad. No creo que de momento necesitemos más de tres. Y, después del almuerzo, podremos vender a la señora toda la tienda. —Hizo una seña al maître para pedirle la carta. Durante un minuto Billy quedó como hipnotizada. Le parecía estar viéndolo todo tal como lo describía Spider. Pero enseguida volvió en sí. —Excelente idea. Resuelve un problema pequeño y secundario: cómo impedir que el cliente salga de la tienda a la hora del almuerzo. Pero de momento, todavía me faltan los clientes. Las ventas son cada día más flojas. No tengo el género adecuado y eso no puede arreglarse con una cocina. ¿No habrás estado en el ramo de la hostelería, Spider? Spider la miró con su sonrisa más maliciosa, con su "cara de cowboy", pensó Valentine, furiosa, como diciendo: «Vamos, señora, no se sofoque.» —Eso es sólo el principio, Billy. Todavía no he empezado a hablar de la suntuosa y exquisita decoración de la tienda, que representa casi la 201
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mitad del problema. —Billy le miró consternada, sin enfadarse aún, porque no podía creer lo que estaba oyendo. Spider pensó entonces que ella sería fácil de convencer—. Pero ya hablaremos de eso cuando firmemos el contrato. «Nadie da nada por nada», otro decía una amiga mía. Ahora a comer, señoras. La firma de "Strassberger, Lipkin y Hillman", abogados, ocupaba dos plantas completas de uno de los rascacielos de Century City, las torres gemelas de cristal que hacen que los vecinos de Beverly Hills muevan reprobadoramente la cabeza y piensen en terremotos y el día del Juicio Final cuando transitan por Santa Mónica Boulevard. La empresa, considerada una de las oficinas jurídicas más importantes de Los Ángeles (donde, como en tantas otras grandes ciudades, las oficinas jurídicas, al igual que los country clubs, son eminentemente judías o eminentemente gentiles) había sido decorada por una persona que, por encima de todo, quería dar a los clientes de la firma la seguridad de que, si había un terremoto mientras se encontraban en el piso veinte o veintiuno y quedaban atrapados, morirían en un marco elegante, más aún, esplendoroso. Al salir del ascensor, Valentine y Spider se sumergieron en un selva de roble y palo rosa, gruesas alfombras nuevas y finas alfombras viejas, flores frescas y antigüedades auténticas y fueron saludados por la agradable sonrisa de la recepcionista. Una recepcionista simpática es signo infalible de empresa de calidad. Estaban citados para firmar sus contratos con el abogado personal de Billy Ikehorn, Joshua Isaiah Hillman. Aunque los asuntos jurídicos de "Empresas Ikehorn" seguían siendo tramitados en Nueva York, desde la muerte de Ellis, Billy trabajaba cada vez más con su abogado Josh Hillman, cuyas funciones consistían principalmente en supervisar el trabajo realizado por los abogados de Nueva York. Cuando vivía Ellis, ella firmaba todos los documentos que le presentaban, sin preocuparse. A pesar de que Ellis no podía aconsejarla, a ella le parecía sentir aún su protección. Aquel estado de cosas, fundamentalmente incongruente, se mantuvo hasta que Billy, al heredar las acciones de Ellis, se convirtió en accionista mayoritaria. Ahora pensaba que antes de firmar un documento, tenía que estar bien informada. Muy pronto, Josh Hillman tuvo que dedicar más de la mitad de su tiempo a los asuntos de Mrs. Ikehorn. Empleaba a varios abogados de la empresa para que vigilaran sus asuntos y le mantuvieran al corriente. En consecuencia, sus honorarios se elevaban a cifras astronómicas. Nadie salía perjudicado con ello. Incluso los abogados de Nueva York lo aprobaban, ya que Josh Hillman era un abogado brillantísimo. Su consejo era siempre acertado y protegía los intereses de Billy sin tratar de desautorizar las decisiones de ellos, mucho mejor informadas. A sus casi cuarenta y dos años, Joshua Hillman estaba precisamente donde cabía esperar que estuviera un ex niño prodigio: en la cumbre de la profesión y ante un futuro fabuloso. 202
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Joshua Hillman se había criado en Fairfax Avenue, el corazón del barrio judío de Los Ángeles y era hijo del rabino de una pequeña y modesta sinagoga. A los dos años y medio ya sabía leer; a los catorce y medio obtuvo una beca de Harvard; a los dieciocho y medio se graduó con matrícula de honor y a los veintiuno y medio se licenció y empezó a trabajar de redactor-jefe de la Harvard Law Review, cargo tan buscado como el de redactor-jefe del New York Times. En este punto, la tradición exigía que entrara a trabajar en el despacho de un juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos y empezara a soñar con el día en que, tras cuarenta años de brillante labor judicial, podría ocupar el puesto de su mentor. Pero a Josh Hillman no le gustaba correr riesgos: en el Tribunal Supremo no solía haber más de un juez judío, y los jueces del Tribunal Supremo viven muchos años, casi tantos como las viudas de los millonarios. Después de vivir de becas durante siete años, Hillman tenía un afán más que mediano por ganar dinero. Durante todo aquel tiempo, Josh Hillman no había podido ir más que dos veces a ver a sus padres que aún vivían en Fairfax Avenue. Durante los veranos, ganó dinero suficiente para vestirse, ir al peluquero y comprar aquellos dos pasajes de avión. Había tenido que prescindir de diversiones estudiantiles por falta de dinero. En 1957, entró a trabajar en "Strassberger & Lipkin" y ahora, veinte años después, aunque era el socio más joven, era también el de mayor autoridad. A sus casi cuarenta y dos años, Josh Hillman era un hombre serio que pensaba que el romanticismo era un invento de la Edad Media para que las damas de la Corte se divirtieran en casa durante las Cruzadas. Le gustaba el sexo, sí, pero no veía la necesidad de darle gran importancia. Desdeñaba a los hombres de su edad que andaban por ahí divorciándose, aburridos de sus mujeres y luego hacían el ridículo con jovencitas. Todo aquel asunto se había desorbitado. También a él le aburría su mujer, le había aburrido casi desde el primer día; pero, ¿era esto motivo para ponerse en evidencia? Para un hombre serio, no, desde luego. Josh Hillman eligió esposa con seriedad e inteligencia. Joanne Wirthman pertenecía a la realeza de Hollywood; artículo de primera calidad. Su abuelo fundó unos grandes estudios cinematográficos. Su padre era uno de los grandes productores. Tenía tras sí dos generaciones de salas de proyección privadas. Su abuela tuvo el primer cuarto de baño de Bel-Air todo de "Porthault". Joanne Wirthman no sabía lo que era belly lox hasta que conoció a Josh Hillman, pero pronto averiguó que era más sabroso que el salmón de Escocia, al igual que él era más atractivo y más hombre que los muchachos ricos con los que ella se había criado. Con gran asombro, Josh y Joanne descubrieron que sus respectivos abuelos habían nacido en Vilna. Pero no era necesaria esta coincidencia genealógica —en virtud de la cual tal vez fueran primos lejanos— 203
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para inducir a la familia Wirthman a acceder al matrimonio de Joanne con un modesto muchacho de Fairfax Avenue. Se sentían encantados de que su sesuda, plácida y organizada hija se llevara a un redactor de la Harvard Law Review que al mismo tiempo era alto y bien parecido aunque daba la impresión de no haber acabado el desarrollo. Y, con un futuro tan brillante, era evidente que él no buscaba únicamente su dinero. En realidad, no era sólo el dinero de Joanne lo que interesaba a Josh. A decir verdad, estaba seguro de quererla bastante, y el año de plazo que se había dado para encontrar esposa estaba a punto de expirar. Josh era persona seria, cuando se trataba de cumplir programas. Josh era persona seria casi en todo. Joanne resultó decepcionante para la cama, pero soberbia para la maternidad. También era extraordinaria en los torneos de tenis del club de campo de Hillcrest y formidable en la recaudación de fondos para el Centro Musical, el Hospital Pediátrico, el Consejo de Bellas Artes y el Museo del Condado de Los Ángeles. A los treinta y tres años, Joanne era una figura relevante en ese cohesionado grupo de damas de Los Ángeles que resultan indispensables para las obras benéficas tanto de judíos como de gentiles y constituyen el puente que une a la vieja sociedad californiana con la ola de empresarios judíos que el invento de la cámara tomavistas llevó a aquellas tierras en las que se creía que el dinero estaba en la propiedad inmobiliaria, la madera, los ferrocarriles y el petróleo, no en la pantalla cinematográfica. Aquel estudiante un tanto desaliñado y larguirucho, se había convertido en un hombre esbelto y pulcro, con aire de persona importante. Sus ojos gris oscuro, ligeramente rasgados, imprimían en su rostro una expresión de permanente desenfado que en nada afectaba a su reputación de hombre inteligente. Su sonrisa era poco frecuente y estaba impregnada de un humor sardónico. Tenía los pómulos salientes y la nariz ancha por lo que sus dos abuelas solían acusar humorísticamente cada una a la madre de la otra de haber sido violada por cosacos. Docenas de cosacos. Hillman llevaba muy corto su cabello gris y vestía trajes ultraconservadores hechos a medida con chalecos a juego de "Eric Ross" y "Carroll and Company", confeccionados con el más fino estambre y corte y colores discretos. Josh aprovechaba sus viajes a Londres, para hacerse camisas en "Turnbull and Asser". Sus corbatas eran notables sólo por el precio. Pero no vestía así por vanidad, sino por el convencimiento de que así tenía que vestir un abogado. Hasta que vio a Valentine, Josh Hillman creyó que su matrimonio era satisfactorio. Su madre, mujer chapada a la antigua, le advertía solemne y reiteradamente de que hay una shiksa de ojos azules que acecha a cada muchacho judío y si éste presta oídos a sus cantos de sirena, se pierde para siempre. Pero a Josh nunca le llamaron la atención las muchachas de tipo anglosajón. Las bellezas rubias 204
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resultaban monótonas y aburridas. La queja de Portnoy le parecía un ejemplo de pensamiento enfermizo y fetichista al asociar la atracción sexual a las naricillas chatas y el cabello rubio. Pero ¡ay!, a su madre le faltó imaginación al prevenirle. La buena señora no podía imaginar la chispa que haría saltar en su hijo, tan formal él, el encanto de una pelirroja franco-irlandesa de verdes ojos de sirena. Cuando Valentine entró en el despacho, Joshua, el menos romántico de los hombres, se puso en pie como movido por un resorte. Spider no era más que una sombra borrosa y alta que la seguía mientras ella avanzaba con paso firme. Josh Hillman sintió algo imposible de definir, algo totalmente nuevo. Valentine observó que el abogado mostraba una leve confusión al estrecharle la mano y pensó que acaso Billy hubiera cambiado de opinión, después de la reprochable conducta de Spider. Como acostumbraba hacer ante cualquier amenaza, intensificó su leve acento francés, con lo que sometió a Josh Hillman a una nueva prueba de resistencia, con rápidas imágenes subliminales de París en primavera. Mientras los tres esperaban que la secretaria les llevara los contratos, Hillman pensaba con rapidez. Cuando Billy habló de los contratos que había prometido a Valentine por teléfono, Hillman se sintió horrorizado. Le parecía impropio de una persona sensata como su cliente ceder un porcentaje de sus beneficios en "Scruples" y asignar aquellos enormes salarios a una diseñadora con la que había hablado tan sólo un par de veces y a un hombre del que no sabía absolutamente nada. Hillman le aconsejó que incluyera una cláusula de rescisión que le permitiera prescindir de sus servicios y suprimir su participación en los beneficios avisándoles con tres semanas de antelación. Josh Hillman le explicó pacientemente que no importaba que "Scruples" ganara dinero a montones o que no hubiera beneficios que proteger. Era por principio. Ella debía tener un control sobre aquellas personas. Billy comprendió su punto de vista inmediatamente. Ahora Hillman deseaba no haber sido tan precavido. La idea de que Miss O'Neill pudiera verse en la calle por capricho de aquella mujer, la más exigente y despótica de sus clientes, no le resultaba grata; pero le era imposible dar marcha atrás. Mientras Spider y Valentine leían los contratos, Hillman estudiaba a la muchacha desde detrás de una especie de tienda de campaña formada con las manos. Apoyando los pulgares en las mejillas y los índices encima de las cejas, escondía la mayor parte de la cara al tiempo que mantenía una expresión reflexiva. Era un truco que empleaba con frecuencia. Observaba con fascinación el gesto de Valentine, tan abstraído que apenas prestó atención a Spider cuando éste dejó de leer y dijo: —Aquí hay algo que está mal.
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Pero cuando Valentine se puso en pie de un salto gritando: Merde! Hillman salió de su ensoñación con un respingo. —¿Puede usted explicarme qué mierda es ésta? —preguntó golpeando el escritorio con el contrato, tan pálida que, de no ser por el cabello, hubiera parecido una foto en blanco y negro—. ¿Qué es eso de que pueden echarnos a la calle con tres semanas de tiempo? Mrs. Ikehorn no me habló de eso. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Qué mujer puede hacer algo semejante? Es una falta de honestidad, una villanía, algo repugnante. No lo esperaba de ella, pero debí imaginarlo. ¡Llámela por teléfono inmediatamente y dígaselo! Y dígale también lo que pienso de ella. Vamos, Elliott… —La idea no fue de Mrs. Ikehorn —dijo Josh Hillman con vehemencia —. Se la sugerí yo. Simple previsión de abogado. No culpe a Mrs. Ikehorn. Ella no tuvo nada que ver. —¡Previsión de abogado! —la indignación de Valentine le hizo parpadear de asombro—. Yo le escupo a esa previsión. Entonces el que tiene que avergonzarse es usted. Es despreciable. —Tiene razón —dijo él—. ¡Créame, por favor! —la miraba con expresión desesperada. No se había sentido tan consternado desde el día de su Bar Mitzvah, a los trece años, cuando durante un largo y terrible momento olvidó todo el hebreo que sabía. Todavía temblaba al recordarlo. Valentine lo miraba furiosa, con su tempetuoso genio hirviéndole en los ojos. —Val, ¿quieres hacer el puñetero favor de callar un momento? — preguntó Spider plácidamente—. Mr. Hillman, ya que usted aconsejó prudentemente incluir esa cláusula, ¿no podría aconsejar ahora que la quitaran? ¿Sí, señor? —Tendré que consultarlo con Mrs. Ikehorn —dijo el abogado titubeando. —Esperaremos fuera mientras habla usted con ella —dijo Spider con severidad, señalando el teléfono—. ¿No podría pedir a su secretaria que nos sirviera un café? —tomó fuertemente del brazo a Valentine y la llevó hacia la puerta, antes de que ella pudiera volver a rechazar la oferta. Josh Hillman estuvo golpeando la pata de su escritorio con el zapato durante un minuto, luego buscó un número en su agenda particular e hizo una llamada por la línea directa. Habló durante un rato con vehemencia, oprimió un pulsador y dijo a su secretaria que hiciera entrar a Valentine y a Spider. —Todo arreglado —anunció con una sonrisa de alivio—. Los contratos estarán rectificados antes de cinco minutos. Un año garantizado sin condiciones. —¡Ja! —exclamó Valentine con suspicacia. Cuando les devolvieron el documento, ella leyó hasta la última palabra con su gesto del más puro escepticismo francés. Una vez Spider se dio por satisfecho, ambos firmaron.
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Tan pronto como ellos se fueron, Josh Hillman pidió a su secretaria que no le pasara más llamadas. Iba a necesitar por lo menos media hora para localizar a Billy Ikehorn e informarle de que, pese a todo lo que había tratado de decir o hacer, pese a todos sus esfuerzos, aquellos dos no habían querido firmar los contratos hasta que él mandó quitar la dichosa cláusula. Calculaba que necesitaba otros diez minutos para convencerla de que, en realidad, la cláusula de rescisión nunca fue absolutamente necesaria, pero estaba seguro de conseguirlo. Él era capaz de convencer a cualquiera de lo que él quisiera. O, por lo menos, eso creyó hasta aquella tarde. «Merde», se dijo, sonriendo. Luego, pidió a su secretaria que tratara de localizar a Billy Ikehorn. Cuando a última hora de la tarde, Valentine regresó a su habitación del hotel, encima de la mesita del centro encontró un cestillo tejido en Irlanda. Como si crecieran del musgo que llenaba el cesto, erguían el tallo siete orquídeas blancas, unas abiertas y otras en capullo. Era como si toda la primavera se hubiera concentrado en aquel ramillete de delicada gracia. En la tarjeta colocada al lado, se leía: «Pido humildemente disculpas por el contretemps de esta tarde. Espero que me permita invitarla a cenar después de un apropiado periodo de penitencia. Josh Hillman.» Valentine le perdonó inmediatamente, pero le hubiera perdonado doblemente de haber sabido lo que le costó conseguir que la dependienta de David Jones, el mejor florista de Los Ángeles, escribiera correctamente "contretemps". Había hecho el pedido por teléfono aquella tarde, mientras ella y Spider tomaban café en el despacho de su secretaria, inmediatamente después de descubrir en los contratos la cláusula de rescisión. Aquella madrugada, a las tres, Spider, que todavía estaba despierto, oyó un suave golpecito en la puerta de su habitación. Cuando la abrió, se encontró frente a una pálida Valentine, envuelta en una bata azul intenso. Él la tomó del brazo y la llevó a un sillón, solícito e inquieto. —¿Qué te pasa, Val? ¡Dios mío, ¿no te encuentras bien?! Parecía una niña despavorida, con sus grandes ojos verdes, ahora sin su habitual orla de rimmel, inundados de lágrimas. Incluso sus rebeldes rizos parecían haber perdido nervio. —Elliott, estoy muerta de miedo. —¿Tú? ¿Y cómo crees que estoy yo? —Al verte actuar, pensé… Parecías tan enérgico, tan seguro de ti mismo, tan insolente con Billy. —¿Y tú, que casi te fuiste del despacho del abogado, con ese arranque? Nunca te había visto tan enfadada, ni siquiera conmigo. —No sé lo que me pasó. Cuando me enfado, no pienso. Pero, Elliott, mientras estaba en la cama sin poder dormir, he estado pensando y 207
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me he dado cuenta de que somos un par de impostores. Yo no he comprado para una tienda en mi vida, pero entiendo lo suficiente en la materia, por haber trabajado con compradores profesionales, para saber que se necesitan años y años de preparación. Y tú no tienes ni la más remota idea de lo que es la venta al por menor. Cuando Billy me llamó por teléfono, yo estaba tan furiosa que, puesto que no tenía nada que perder, le pedí la luna, pero ahora que tengo la luna me da pánico pensar que pueda perderla. Elliott, ¿qué estamos haciendo aquí? Él la sacudió ligeramente por un hombro y le puso la mano en la nuca, obligándola a mirarle a los ojos. —Valentine, no seas boba. Eso es la depresión de las tres de la madrugada. ¿Nadie te ha dicho nunca que no hay que pensar en cosas serias a las tres de la madrugada? —como ella siguiera mirándole con desconsuelo, él se puso serio—: Mira, Valentine, ¿qué importa que nunca hayamos vendido vestidos? Yo estoy convencido de que entre los dos tenemos buen gusto y la imaginación suficientes para hacer que esto funcione. La moda es nuestro oficio, no lo olvides. Tú diseñas modelos para hacer que las mujeres mejoren su aspecto y yo con mis fotografías procuro embellecerlas. Los dos somos ilusionistas. ¡De los mejores! Lo único que necesitamos es un poco de tiempo para estudiar el terreno y luego cambiaremos "Scruples" de arriba abajo. Estoy seguro. —Si fuera tan fácil… —ella parecía desvalida—. Pero aquí en California hay tantas otras cosas que son nuevas para mí. Estoy fuera de mi elemento. Es espantoso. Y tu modo de hablar a Mrs. Ikehorn, Elliott… Me asusta. ¿Sabes cómo la tratan en la Séptima Avenida? Como a una diosa. Y no sólo allí, sino en todas partes. Hoy te lo consintió, sí, pero mañana quizá no te lo tolere y te dé un buen escarmiento. Puede ser implacable. No te olvides de lo que me pasó a mí cuando se empeñó en ver mis vestidos y yo no quería enseñárselos. —¿Sabes lo que es un calzonazos? Valentine sonrió por primera vez en aquel día. —Lo imagino. —Hay hombres que nacen calzonazos, y hombres que se hacen calzonazos. Otros no lo son nunca. Yo nací con un rey en el cuerpo. No supe lo que era que una mujer tratara de esclavizarme hasta que conocí a Harriet Toppingham. Y cuando no le consentí que se divirtiera conmigo, ella me hundió. —Valentine observó que Elliott no mencionaba a Melanie Adams—. Billy Ikehorn tiene todas las cualidades para llegar a ser una dominante, si no lo es ya. Y no pienso consentir que me domine. No es por orgullo ni por ganas de fastidiar. Es algo tan hondo que ni sé dónde acaba. No hay empleo ni contrato ni éxito que me haga aguantar a un jefe dominante. —Lo entiendo, Elliott, pero, ¿quiere eso decir que siempre vas a contradecirla, criticar lo que ella hace y ponerla furiosa? 208
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—No. Tienes razón. Quizás ayer me pasara para ser el primer día. —Y hasta para el segundo y el tercero, Elliott, es tan rica… —Niña, si empiezas a pensar en el dinero, estás perdida. Entonces no tienes que habértelas con otro ser humano. No podrás hablarle como es debido porque no tratarás con algo real. Sí, es muy rica y ha construido una tienda que acaso nunca sea rentable por más que nosotros nos esforcemos y se ha convencido a sí misma de que es una persona creativa y se pasea como una reina por Camelot del mismo modo que María Antonieta jugaba a las pastorcitas. Pero no es una Golda Meir, ni una Barbara Jordán, ni una reina Isabel, ni una Madame Curie. Si te da por sumar sus ingresos, se te paralizará el cerebro. Es como contar kilómetros que nos separan de la estrella más próxima o la diferencia de tamaño entre nuestro planeta y la Vía Láctea. Billy Ikehorn es una persona del género femenino. Que caga, jode, mea, pee, come, llora, siente emociones y le preocupa envejecer. Es una mujer, Valentine. Y si algún día se me olvida, no podré seguir tratando con ella. Ni tú tampoco. —¡Oh, Elliott! Y también es Juana de Arco, ni Madame Chanel, ni Gerry Strutz. Ni siquiera es Sonia Rykiel. ¡Si seré idiota! —la Valentine desamparada había desaparecido. Tenía los ojos incandescentes. Con un solo movimiento, se levantó de la silla y abrió la puerta—. Muchas gracias por conservar la cabeza, Elliott. Ahora a dormir. Mañana va a ser un gran día para los impostores. —¿Ni siquiera un besito de buenas noches, socia? Valentine volvió a mirarlo con la suspicacia que sentía al principio hacia aquel conquistador impenitente. Sabía que desde lo de Melanie Adams no había salido con otra mujer. Extendió magnánimamente la mano y se la dio a besar y se alejó rápidamente por el pasillo, murmurando lo que dicen las madres en Francia cuando acuestan a sus hijos: —Dors bien et fais de bons rêves. Billy Ikehorn se había acostado relativamente temprano, un error, según averiguó al encontrarse totalmente despierta a las cinco de la mañana. despertó con sobresalto, con la desagradable sensación de que algo andaba muy mal y tan pronto como consiguió encontrar una postura más cómoda, recordó qué era lo que la preocupaba, lo que había estado preocupándola desde hacía casi un año. "Scruples". Si ella pudiera hacer que se desvaneciera en el aire, no dudaría ni un instante. Billy había estado dando vueltas a la idea de "Scruples" durante todo aquel último año de la enfermedad de Ellis, casi dos años atrás. Aquel entonces, ella tenía ya su vida secreta en el estudio. Cuando se agotó su breve interés por Ash, sustituyó a los tres enfermeros de Ellis y eligió a los nuevos con el mismo cuidado con que Catalina de Rusia elegía a su célebre guardia personal. Le producía una euforia 209
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casi increíble saber que era libre para entrevistar a un número indefinido de hombres, hasta encontrar a los que más le satisfacieran. Algunas veces, el que elegía no la complacía y otras un mismo hombre la subyugaba durante varios meses, hasta que al fin descubrió que hasta los mejores le cansaban. La solución era siempre la misma: un día de plazo y una enorme gratificación. Durante una larga temporada, el rito de la elección, la facultad de controlar y la seguridad de dominar le bastaron, pero al fin la fuerza de la costumbre fue borrando el matiz de clandestinidad que en un principio imperaba en su estudio octogonal en el que la primera tela seguía en el caballete y las cajas de pinturas seguían sin abrir. Durante mucho tiempo, todos sus pensamientos, de día y de noche, giraban en torno a aquella habitación cerrada; pero poco a poco su ambiente fue haciéndose menos atrayente. Al fin no era para ella más que una válvula de escape, como pueda ser la prostituta para el hombre que carece de otras posibilidades. Aquella obsesión que la impulsaba a pasar de un hombre a otro, haciéndoselos suyos hasta que se cansaba de ellos, fue mitigándose durante el último año de la enfermedad de Ellis. Ahora sabía que las satisfacciones que ella buscaba en aquel estudio, la compañía que creyó hallar para su soledad, no existían. Mientras, Ellis se había cerrado a toda comunicación con Billy y con los enfermeros. Ya ni parecía reconocerla cuando ella se sentaba a su lado, o tal vez la reconocía y se quedaba indiferente. Cuando Billy le tomaba una mano y miraba aquella cara de mejillas hundidas, la cara de un hombre que había mandado un imperio, sentía un dolor tan vivo que a veces tenía que salir corriendo. Y era en tales momentos cuando pensaba que tal vez todavía tuviera corazón. Billy disponía de mucho tiempo. Nunca fue mujer que se sintiera a gusto en las juntas de damas de las obras benéficas. Quizá ello fuera consecuencia de su niñez solitaria, lo cierto era que cuando se encontraba rodeada de muchas mujeres de su edad actuaba con una timidez y un envaramiento que la gente tomaba por orgullo y esnobismo. Ella lo sabía, pero no podía evitarlo. Le resultaba mucho más fácil dejar que la Fundación Ikehorn repartiera sus millones que ponerse a organizar actos para recaudar fondos. Tampoco podía dedicar mucho tiempo al tenis. No deseaba convertirse en una de aquellas maniáticas del tenis que tanto abundan en Beverly Hills. Volvió a las clases de gimnasia de Ron Fletcher, donde a nadie le importaba un pimiento quiénes fueran aquellas mujeres enfundadas en maillot y leotardos: Billy Ikehorn, Ali McGraw, Katharine Ross… lo mismo daba frente a esos grandes igualadores que son las espalderas o la barra fija y que las reducían a todas a simple músculo y voluntad. Billy llamó por teléfono a sus escasas amistades femeninas, a muchas de las cuales no había visto desde hacía casi un año y explicó su virtual desaparición con una simple alusión a Ellis y a la necesidad de 210
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permanecer a su lado. Descubrió que había perdido su fino sentido del chic. Hacía años que la habían retirado de la lista de las Diez Mujeres Mejor Vestidas. No se había comprado ropa desde su aventura con Jake. Súbitamente, se reavivó su pasión por los vestidos. Ahora tenía que comprarlos para que le proporcionaran una cierta excitación, para sentirse, por lo menos exteriormente, tan apetecible y romántica como cuando Ellis todavía era Ellis y ella era la niña mimada de Women's Wear Daily. Nada, absolutamente nada de lo que poseía le parecía bien. Aquellas prendas parecían haber sido compradas por otra persona en otra vida. Billy emprendió una redada por las boutiques y grandes almacenes de Beverly Hills. Los motivos que la inducían a comprar eran otros, pero su espíritu crítico y exigente seguía siendo tan riguroso o más. Muy pocas cosas le gustaban; pero estaba atada a California, no podía irse de compras a Nueva York o a París. Cierto día en que paseaba por Rodeo observando la gran cantidad de edificios en construcción que había en aquella preciosa avenida de tiendas de lujo, todas cuyas esquinas se sabía de memoria y ninguna le ofrecía lo que ella buscaba, se le ocurrió la idea de construir "Scruples". Durante dos días, Billy hizo varias visitas a aquella esquina de Rodeo y Dayton, para medir la superficie que necesitaba y mirando el edificio Van Cleef and Arpels y el contiguo a éste en el que estaba instalada "Battaglia" y "Frances Klein's", una antigua joyería, con tanto desdén que parecía imposible que no quedaran reducidos a escombros inmediatamente. También tendría que edificar en el aparcamiento situado al lado de "Battaglia". En total, cincuenta y cinco metros de Rodeo Drive por cuarenta de profundidad. El corazón le latía de anhelo, una emoción que no había experimentado en varios años. "Scruples" llenaría los vacíos de su vida. Lo deseaba. Lo tendría. Las dudas y objeciones opuestas por Josh Hillman fueron arrolladas. Por tres millones de dólares, aquella media manzana era una ganga. Billy pagó con su propio dinero, la fortuna acumulada con los regalos que le hiciera Ellis. Aquel negocio no formaba parte de "Empresas Ikehorn", sino que era propiedad de Billy Winthrop. Ella demostraría a Beverly Hills cómo se llevaba una tienda. "Scruples" sería la sensación del mundo de la moda, una avanzadilla de la elegancia, la gracia y el refinamiento que hasta entonces sólo existían en París. Durante el año que se tardó en construir "Scruples", Billy se entregó con alma y vida a su nueva obsesión. Trató de contratar a M.I. Pie en calidad de arquitecto, pero éste estaba ocupado con un encargo de una ampliación de la Fundación Rockefeller, de setenta millones, por lo que ella tuvo que conformarse con su más brillante colaborador, que le construyó un edificio que habría de convertirse en un monumento. Billy merodeaba por la obra, atosigando a los obreros, incordiando al contratista y volviendo loco al arquitecto que estuvo a 211
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punto de dejar el proyecto. Estaba expectante e impaciente pero por lo menos sabía que sus sueños podrían realizarse al cabo de un tiempo. Cuando en el otoño de 1975, poco antes de la inauguración de "Scruples", Ellis murió, Billy descubrió que hacía ya tiempo que había dejado de llorarle. Ella siempre querría al Ellis Ikehorn con el que se casó en 1963, pero aquel anciano paralitico e inexpresivo que acababa de morir no era Ellis y de nada servía ser hipócrita. De todos modos, quiso que la tienda se llamara "Scruples", escrúpulos, en tributo y salutación a la tía Cornelia, al Boston refinado, al Katie Gibbs y a la Wilhelmina Hunnenwell Winthrop que se fue a París para no volver, a los escrúpulos que había dejado de tener. Billy sabía que tal vez Jessica fuera la única persona del mundo que entendería el chiste, pero era suficiente. Sería un gesto hecho para sí misma, el contrapunto del cuarto del torreón de la ciudadela de Bel-Air. Era un nombre que satisfacía íntimamente a Billy. Ahora, tendida en la cama, pensaba tristemente en lo bien que todo había empezado. En un principio, parecía que todas las mujeres ricas, desde San Diego hasta San Francisco, estaban deseando ver la nueva tienda. Acudían a comprar y comprar, y, durante unos meses de euforia, a Billy le pareció que "Scruples" iba a ser un éxito. El Women's Wear Daily vigilaba atentamente la marcha del nuevo negocio. Billy Ikehorn era su estrella, lo menos en la Costa Oeste. Y las damas de sociedad metidas a empresarias siempre son noticia. El periódico dedicó una doble página a fotografías de Billy delante de "Scruples" y a una serie retrospectiva de los primeros años de su matrimonio con Ellis. Después, a la inauguración de la tienda, dedicaron otra doble página al edificio en sí, espacio doble del que concedieron a C.Z. Guest y su "mono", su libro de jardinería y su producto repelente de insectos perfumado, observó Billy con alegría. Aquellas señoras eran muy diletantes, mientras que "Scruples" era una empresa de verdad. Billy se sentía muy orgullosa de su idea de hacer el interior de "Scruples" una copia exacta de los salones de la casa Dior. ¡Qué bien recordaba la emoción que sintió cuando ella y la condesa entraban en el célebre edificio de la Avenue Montaigne, quince años atrás, esperaban con el alma en vilo que las instalaran en unas sillas del salón principal y luego contemplaban extasiadas el desfile de las colecciones, bellísimas, etéreas, de ensueño. Después, Billy y Lilianne exploraban la boutique de la planta baja con el íntimo convencimiento de que no podían permitirse adquirir ni la más modesta chuchería, pero sin dejarlo traslucir. Y ahora iba a tenerlo todo. Un Dior en Beverly Hills. Desde luego, Billy no esperaba que "Scruples" diera beneficios. Josh Hillman le había advertido de que el dinero gastado sin tasa en la compra del solar, la construcción del edificio y la decoración interior nunca sería recuperado. Según él, con la venta de ropa cara nunca 212
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podría amortizarse el desembolso, a pesar de que estos artículos se venden al público casi un 100 por ciento más caros de lo que cuestan en la tienda. —Josh, yo no trato de ganar dinero —dijo Billy—. Sabes perfectamente que no llego a gastar mis rentas. Incluso después de dar millones a beneficencia, mis ingresos siguen aumentando. Se trata de un capricho y no consiento que se me diga que no puedo permitírmelo, porque puedo y tú lo sabes. Esto lo hago sólo por mí. «Si no hubiera trascendido a los demás…», pensaba Billy con amargura. Si Women's Wear Daily no le hubiera prestado tanta atención, ahora no se sentiría tan acorralada. Una cosa era ver desaparecer un dinero que no le haría la menor falta aunque viviera diez mil años y otra muy distinta que lo pregonara a los cuatro vientos el único periódico del mundo cuya opinión le importaba de verdad. Últimamente, se habían hecho alusiones al "disparate de Billy" en un artículo firmado con el seudónimo de "Louise J. Esterhazy", seguramente el editorialista de Women's Wear Daily y ella barruntaba ya lo que le esperaba en el futuro. Cuando se publicaran las cifras del semestre, Billy sería el hazmerreir del ramo. No se hacía ilusiones de poder mantenerlas en secreto. Aunque, siendo Billy la única propietaria del establecimiento en teoría, sólo sus contables tenían que enterarse de la cuantía del déficit, había indiscreciones y espías por todas partes. Pero aunque no los hubiera; no tenías más que entrar en "Scruples" para darte cuenta de que allí se vendía muy poco. A Billy le parecía que era como tener el cadáver más hermoso del mundo a la puerta de la casa, sin medios para quitarlo de allí y sabiendo que, dentro de poco, se despertaría todo el vecindario y vendría a averiguar la causa de aquel hedor. ¿Por qué diantre tenía que ser tan impulsiva? Sentía el deseo de gritar de rabia y de llenarse el cuerpo de cardenales a pellizcos al pensar en aquella conversación telefónica sostenida con Valentine. Deseaba tanto que Valentine trabajara para ella, en aquellos momentos estaba tan segura de que con una persona del talento de Valentine al frente de un departamento de alta costura "Scruples" podría salir a flote que le ofreció unas condiciones absolutamente disparatadas para traérsela a California. Y, desde luego, la alta costura no podía remediar la situación. Si incluso Chanel, Dior y Givenchy y, en realidad, todos los modistas de París se lamentaban de que perdían dinero con la alta costura, que sólo servía para mantener vivos sus nombres, nombres que vendían perfumes y prêtà-Porter a todo el mundo. Desde el punto de vista financiero, la alta costura francesa estaba muerta. Existía sólo para mantener el aire de París de antes de la Segunda Guerra Mundial; para inducir a los confeccionistas y compradores profesionales de todo el mundo a acudir a París dos veces al año; para permitir a la mujer que, por trescientos dólares, compraba un Yves Saint-Laurent de confección en una de sus muchas boutiques, sentir que se adhería a su persona 213
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un poco de la magia de París. Y Billy lo supo desde el principio. A nadie podía reprochar más que a sí misma. Y ahora había contratado a dos aficionados para que hicieran una labor que sólo los profesionales podían acometer con alguna posibilidad de éxito. Y, sin embargo, tal vez no siempre fuera malo obrar impulsivamente. Fue un impulso lo que la llevó a París y un impulso lo que la hizo cruzar aquel corredor del hotel de Barbados en busca de Ellis Ikehorn. Desde luego, también fue un impulso lo que la indujo a creerse una condesa francesa sólo porque un conde buscadotes le hizo perder la virginidad y un impulso lo que le hizo pensar que con un año en "Katie Gibbs" ya estaba preparada para triunfar en los negocios. En la oscuridad de su dormitorio, Billy movió tristemente la cabeza al pensar en cuántas veces esperó que ocurriera un milagro sólo porque a ella le convenía. Como ahora, con "Scruples". Pero, después de todo, había vivido plenamente feliz durante siete años. De no ser por aquella mala costumbre de ceder a sus impulsos, ¿quién sería ahora? Una maestra de Boston, gruesa como un tonel, que sólo viviría para comer, la eterna inadaptada, el tipo raro, atrapada en el círculo cerrado de la aristocracia bostoniana a la que ella, sorprendentemente, "pertenecía". ¿Y gracias a sus impulsos? Era una mujer exquisitamente esbelta, fabulosamente rica y enormemente chic. La clásica viuda alegre. Si por lo menos estuviera alegre. Y todo por culpa de "Scruples". La tienda era un completo desastre y cuanto antes lo reconociera, mejor. Había tenido un impulso de más. A la mañana siguiente, en cuanto despertó del breve sueño que la invadió cuando ya amanecía, Billy Ikehorn llamó por teléfono a Josh Hillman a su casa, una mala costumbre que le contagiara Ellis Ikehorn en sus días de poder y de gloria. —Josh, ¿hasta qué punto estoy ligada a esos dos, Elliott y Valentine? —Bueno, tienen contratos, desde luego, pero siempre podríamos indemnizarles por una suma menor de lo que nos costaría pagarles el año entero, si eso es lo que pretendes. No creo que nos demandaran. Probablemente, no disponen de medios para pagar a un buen abogado y, a mi modo de ver, no me parece lógico imaginar que un abogado de renombre se aviniera a encargarse del caso. ¿Por qué lo preguntas? —dijo con una nota de inquietud en la voz, insólita en él. —Estaba sopesando los pros y los contras. —Billy no quería reconocer que estaba pensando en deshacerse de Spider y Valentine. No estaba dispuesta a dar su brazo a torcer en ese disimulado tira y afloja que suele haber entre cliente y abogado. Cuando, al despertar, empezó a especular con la idea de vender "Scruples", comprendió que por lo menos en una cosa no se había equivocado. El solar ya valía más de lo que ella había pagado y tal vez Neiman-Marcus o un Bendel le compraran el edificio. Aun en el caso de que tuviera que venderlo a precio de ganga, por lo menos se vería libre de la carga agobiante de poseer una tienda moribunda. Sería mejor aparentar que había 214
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perdido todo interés en "Scruples" que aferrarse a ella mientras la gente se reía de sus pretensiones y se alegraba de verla humillada. Sintió que la ganaba la depresión. Había puesto tantas esperanzas en "Scruples". La tienda seguía siendo su gran ilusión. Pero Billy no podía enfrentarse a la humillación. Era lo que más temía ella. Se había sustraído a la tristeza de los primeros dieciocho años de su vida sólo físicamente. Las cicatrices que le habían dejado no se borrarían nunca. Aquellos años la habían deformado y ni todas las cosas buenas que le sucedieron después le permitían olvidarlos. Al cabo de unas horas, mientras Billy se vestía, Spider la llamó por teléfono. —Billy, anoche estuve pensando en la forma de dar un nuevo rumbo a "Scruples", en cómo dar la campanada. ¿Podríamos hablar hoy? —No me apetece en absoluto. Francamente, el tema empieza a aburrirme. Ayer estuviste muy pesado con tus proyectos de restaurantes y masajistas. No estoy para bromas, Spider. —Prometo hablar sólo de cosas serias. Escucha, he conseguido un coche y hace un día espléndido. Vámonos a Santa Bárbara. Almorzaremos en el "Biltimore". Allí hablaremos. Hace diez años que no he estado en la costa. ¿No te tienta la idea de escabullirte durante unas horas? Pues sí, le tentaba. Le daba la sensación de llevar una eternidad atrapada entre la ciudad de Beverly Hills y las bajas montañas de Santa Mónica, que se elevaban detrás del barrio oeste de Los Ángeles separándolo del valle de San Fernando. Hacía siglos que no almorzaba fuera de la ciudad, descontando las salidas del domingo a Malibú. —Anda, Billy, di que sí. Te divertirás, palabra. —Está bien. Pasa a buscarme dentro de una hora. Billy colgó el teléfono, pensativa. Hacía años que no viajaba ciento treinta kilómetros para ir a almorzar y mucho más tiempo desde que alguien la invitara en aquel tono de voz, otro si no fuera más que una muchacha un poco remisa. Billy recordaba perfectamente cómo habla la gente a la gente que no es rica. Durante los últimos trece años, desde que se casó con Ellis Ikehorn, la gente le hablaba de un modo diferente, utilizando aquella entonación especial reservada para los muy ricos. Con frecuencia, meditaba sobre ese juego nacional norteamericano que consiste en tratar de averiguar por qué, exactamente por qué son diferentes los ricos. Fitzgerald, O'Hara y docenas de escritores de menor altura se habían apasionado por los ricos, como si el dinero fuera lo más fascinante que pudiera poseer una persona. No la belleza ni el talento, ni siquiera el poder, sino el dinero. Billy opinaba que si los ricos son diferentes es tan sólo porque la gente los trata como si lo fueran. A veces, se preguntaba por qué se tomaban esa molestia. No era que por tratar a una persona rica fuera a contagiárseles la riqueza. Y, sin embargo, había que ver el amaneramiento, aquella 215
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ligera exageración en las muestras de consideración, aquel afán de agradar, aquella instintiva obsequiosidad que ella advertía durante todo el día. Quizá Billy nunca se hubiera dado cuenta de que la gente no habla a los ricos del mismo modo en que habla a todo el mundo si su propio cambio de fortuna no hubiera sido tan brusco. Suponía que, de haber nacido rica, la familiaridad de Spider no la hubiera impresionado tanto. Aparte unas cuantas mujeres, muy pocas, que por su posición social podían pasar por alto la fortuna de Billy, nadie le hablaba de aquel modo. Como prácticamente sólo él podía conseguir, Spider había tomado prestado un "Mercedes" descapotable y un tácito alto el fuego parecía haberse establecido entre él y Billy desde el momento en que él le preguntó si quería la capota subida o bajada. —¡Oh, bajada, por favor! —dijo Billy, pensando que, a sus treinta y cuatro años, nunca había subido a un coche descapotable, algo que se supone que hacen todas las jovencitas americanas. ¿O eran las de otra generación? Lo cierto era que ella se lo había perdido. Después de Calabasas, la carretera estaba casi vacía y el valle se extendía a uno y otro lado, ondulándose en una serie de colinas pardas punteadas de robles, con la simplicidad de un dibujo infantil. Y muy pronto, pasado Oxnard, a su izquierda, apareció el Pacífico. Entre ellos y el Japón no se interponía más que alguna que otra plataforma petrolífera. Spider conducía como un bailaor de flamenco enfurecido y maldecía las limitaciones de velocidad como si alguien le hubiera quitado sus botas de tacón alto. —La última vez que pasé por aquí se podía ir tranquilamente a ciento cuarenta. Llegábamos a Santa Bárbara en menos de una hora. —¿Y por qué tanta prisa? —Oh, sólo por diversión. Y a veces, después de una fiesta, tenía que correr para acompañar a la chica a su casa antes de que sus padres dieran la alarma general. —Comprendo. Tú eras el muchacho californiano auténtico, ¿no' —Producto genuino, después del surfer, yo. Si quieres dilapidar u juventud, éste es el lugar. —Lanzó su risa alegre y plácida, al evocar infinidad de recuerdos. Billy observó que aquélla era la ocasión para hacer que Spider le hablara de lo que había hecho desde entonces, pero en aquel momento no le preocupaba. El cabello al viento, el sol en la cara, el descapotable —tenía la sensación de ser la muchacha de un viejo anuncio de "Coca-Cola". Advertía que su ansiedad iba disminuyendo a cada kilómetro que se alejaban de Rodeo Drive. Billy nunca había estado en Santa Bárbara. Cuando Ellis vivía, todos los viajes los hacía en el jet. Y nunca le tentaron las invitaciones que recibió para asistir a las fiestas que se daban en Montecito, localidad 216
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de las afueras de Santa Bárbara, donde los muy ricos viven en una extensión de varios kilómetros cuadrados muy bien guardada, célebre no sólo por su belleza natural, sino también por sus leyes que prohíben la venta de licor y por sus fabulosas bodegas privadas. Aunque el "Biltmore" no tenía resonancias muy invitadoras, Billy se quedó atónita cuando, al salir de una curva, apareció ante sus ojos el hotel, antiguo y grandioso, primorosamente conservado, con sus terrazas sobre el mar, y su aire romántico. Al fondo, las montañas azules se extendían paralelas a la costa y, muy cerca, el oleaje batía las rocas. —¡Así debía de ser la Riviera francesa hace cincuenta años! — exclamó ella. —Nunca estuve allí —dijo Spider. —Mi marido y yo íbamos a menudo. Pero esto… Esto es perfecto. No sabía que hubiera sitios como éste tan cerca de la ciudad. —Y no los hay. Éste es el primero. A partir de aquí, a medida que subes por la costa, el paisaje es mejor. ¿Quieres que comamos fuera o dentro? Billy pensaba que Spider estaba deslumbrante, junto a la entrada del hotel, con aquella sonrisa que sólo parecía esperar cosas buenas. Un soberbio ejemplar, con aquel cabello tan rubio y los ojos tan azules. ¿Por qué resultaba siempre tan bien la combinación? —Fuera, desde luego —respondió ella. Spider quería pedirle algo, pero ella sabía de qué se trataba, por lo que estaba preparada. Él podía ser impresionante, pero ella no era impresionable. Y seguía decidida a no correr riesgos. Cuando Josh Hillman envió a Valentine el cestillo de orquídeas blancas, cometió el que fuera el primer acto de su vida totalmente innecesario. Cuando, al día siguiente, la llamó por teléfono para invitarla a cenar, cometió el segundo. Josh sabía exactamente dónde llevarla, al "Escuadrilla 94", en el aeropuerto Van Nuys. Nunca había invitado a nadie a aquel lugar. Cinco años antes, Josh empezó a dedicarse a la aeronáutica. Nunca le interesaron los deportes en general, pero toda su vida deseó volar. Tan pronto como le pareció que podía escabullirse de la oficina una tarde a la semana y de su casa una tarde del fin de semana, Josh empezó a tomar lecciones de vuelo, con gran disgusto de su esposa. Joanne sólo volaba con la "Pan Am" y antes de subir al avión tenía que tomarse dos "Miltowns" y tres martinis en el bar del aeropuerto. Tan pronto como tuvo su licencia de piloto civil, Josh compró un "Beechcraft Sierra" y empezó a prolongar sus ausencias del hogar los fines de semana para sumirse en la embriaguez del vuelo. A Joanne no le importaba: con los torneos de tenis y de backgammon, tenía el programa completo. Tampoco le importaba que muchas noches Josh volviera tarde de la oficina, pues cada semana tenía que hacer 217
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cientos de llamadas telefónicas a la multitud de mujeres a las que obligaba a trabajar como enanos en pro de la cultura y del mejoramiento de los hospitales. Cuando aterrizaba, Josh solía ir al "Escuadrilla 94" a tomar una copa antes de irse a su casa. Era toda una curiosidad, un restaurante construido en forma de antigua granja francesa, de ladrillo rojo y revoque desconchado, requisada, según se hacía creer al cliente, por una unidad aérea británica durante la Primera Guerra Mundial. Había cientos de sacos de arena amontonados alrededor de la planta baja, y detrás de los sacos, antiguas ametralladoras ligeras, una carreta de heno delante de la puerta, una gramola que tocaba It's a Long, Long Way to Tipperary y Pack Up Your Troubles in Your Old-Kit Bag, rótulos que indicaban a los clientes la "Sala de Órdenes" y descoloridas fotos de valientes pilotos muertos. Un viejo biplano estaba aparcado entre esta aparición de otro mundo y el extremo de las verdaderas pistas paralelas del aeropuerto Van Nuys, en las que todos los días del año tomaban tierra y despegaban unos mil setecientos aviones privados . Josh gustaba de la nostalgia y dulce melancolía del lugar que, no se sabía por qué, a pesar de su falsedad tenía cierto aire de autenticidad. Pero Joanne lo hubiera tachado de restaurante amanerado y se hubiera preguntado por qué, si tenían que comer en el Valle, no iban a "LaSerre". Valentine quedó entusiasmada del "Escuadrilla". Era exactamente lo que ella esperaba encontrar en California: un decorado sensacional. En realidad, descubrió que también la entusiasmaba Josh Hillman. Dejando aparte a Spider, durante los últimos años no había tratado más que hombres que no eran hombres u hombres que tal vez fueran hombres, pero que se dedicaban a comprar o vender ropas de mujer. ¡Basta! Estaba deseando conocer a un hombre formal, pero no demasiado formal, un hombre de categoría, pero que no fuera un remilgado, en suma, un hombre de verdad. Y Josh Hillman, después de romper un hábito de veinte años de fiel matrimonio al invitar a Valentine a cenar, se sentía libre, respiraba en el aire la ilimitada posibilidad de elegir. De pronto, en torno a él había 360 grados de espacio en lugar de una carretera larga y rectilínea. Durante un momento, recordó el proverbio favorito de su abuelo: «Si un judío se decide un día a comer cerdo, que lo disfrute hasta que la grasa le resbale por la barbilla.» ¿Sería Valentine O'Neill tan sabrosa como el cerdo asado? Josh Hillman estaba decidido a averiguarlo. Su mesa estaba delante de la ventana y cuando oscureció los aviones que aterrizaban al otro lado de los cristales insonorizados parecían grandes y curiosos peces de ojos luminosos. —Valentine, ¿por qué ese nombre? Ella observó que lo pronunciaba a la francesa, lo cual no era frecuente en Norteamérica. —Mi madre era una admiradora de Chevalier. Es el título de una canción. 218
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—¡Ah, esa Valentine! —¿La conoce? ¡No es posible! Él tarareó las primeras notas de la melodía y con voz tímida y casi inaudible dijo la letra: —Elle avait de tout petits petons, Valentine, Valentine. Elle avait de tout petits tetons, que je tâtais à tâtons, Ton, ton tontaine! —Pero, ¿dónde lo aprendió? —Mi compañero de cuarto de la Facultad siempre estaba poniendo el disco. —¿Y sabe lo que quiere decir la letra? —Algo así como que tenía unos pies muy pequeños y unos pechos muy pequeños. —No exactamente, tétons es argot y quiere decir "tetas". ¿Y lo demás? —No estoy seguro… —Unas tetitas pequeñas que yo tâtais, palpaba, à tâtons, a tientas. —No puedo imaginar a Chevalier palpando a tientas. —Ni yo. Pero, ¿sabe lo demás? —Elle avait un tout petit menton —respondió él—, una barbilla pequeña y elle était frisée comme un mouton! Tenía la cabeza llena de rizos, como un cordero. Como usted. —¡Fantástico! ¿Y qué más? ¿No? ¡Ah, falta lo mejor! Ella tenía muy mal genio. Un genio pésimo. Y no era muy inteligente. Y era celosa y mandona… autoritaire. Y un día, años después, Chevalier la ve en la calle, con unos pies muy grandes, doble mentón y triple poitrine. —Valentine, me destroza el corazón. Yo era más feliz ignorándolo. Los dos se echaron a reír, con esa risa afrodisiaca que asalta a la gente cuando decide escapar de la vida real, aunque no sea más que una noche, esa risa cosquilleante de complicidad que es la primera señal de que dos personas se encuentran mutuamente bastante más atractivas de lo que esperaban. —De modo que usted, Joshua, es Josué, el héroe bíblico que derribó las murallas de Jericó y yo no soy más que Valentine, la primera amante de Chevalier, la muchacha de dieciocho años que él encuentra en la Rue Justine. Una pareja muy desigual. —¿Usted cree? ¿No tiene un segundo nombre más importante? —Pero es un secreto. —Dígamelo. —Marie-Ange —dijo ella con falsa modestia—. María de Los Ángeles. —¡Qué humildad! Su madre no querría correr riesgos. —Tiene razón. Nosotros, los franceses, somos prudentes. —Y ustedes, los irlandeses, señorita O'Neill, están locos. —¿Y ustedes, los judíos, no son prudentes ni están un poco locos? —Hasta el último. ¿No ha oído nunca la teoría de que en realidad los irlandeses sentimiento la tribu perdida de Israel? —No me sorprendería. Pero yo en su lugar no entraría en un bar de la Tercera Avenida a darles la noticia —replicó ella con acento malicioso. 219
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—Es usted una auténtica neoyorkina, ¿verdad? —Yo soy la mujer sin patria: ni una parisina, ni una auténtica ciudadana de Nueva York. Y ahora California… ¡Qué absurdo! ¿Alguien puede llegar a ser un auténtico californiano? —Usted lo es ya. Casi todos los californianos auténticos son de otro sitio. Hay un puñado que llegaron aquí hará quizá como mucho doscientos años. Antes, sólo había indios y franciscanos por lo que somos un Estado de inmigrantes en un país de inmigrantes. —¿Pero usted se siente aquí como en su casa? —Un día la llevaré a Fairfax Avenue. Ya verá por qué. —Josh se interrumpió, asombrado de sus propias palabras. A Joanne nunca la llevó a Fairfax Avenue. Habían pasado por allí camino del mercado de granjeros, pero nunca se detuvieron. A ella no le gustaba el lugar. ¿Por qué quería llevar a Valentine, cuya elegancia parecía envuelta en el aire del mismo París, a aquel ghetto de su infancia, bullicioso y prosaico? Spider y Billy almorzaron fuera, bajo el toldo del "Santa Bárbara Baltimore" y tras una mampara de cristal festoneada de plantas y palmeras que los protegía de la fresca brisa del Pacífico. Billy esperaba pacientemente a que Spider hiciera el primer movimiento. Mientras, bebía un jerez seco con hielo, acompañado de un canapé con doble ración de mayonesa, para que el pecado fuera mayor, y se sentía dueña de la situación. Al poco rato, Spider advirtió que la dama estaba ya todo lo relajada que cabía esperar. En tono indiferente, dijo: —Es bonito esto, ¿verdad? Ella asintió con una sonrisa, sin soltar prenda. —He pasado tanto tiempo en el Este que casi no me acordaba de cómo es realmente California —continuó él—. ¡Y Beverly Hills! ¡Canastos, si da la impresión de que de un momento a otro va a desvanecerse en el aire para no reaparecer hasta dentro de cien años, como Brigadoon! ¿No te parece? —Es probable —dijo ella incautamente. —Yo tuve una impresión que enseguida comprenderás, Billy. Ayer, al llegar a la ciudad, a Val y a mí nos pareció que entrábamos en otro mundo. —Billy empezaba a reagrupar sus fuerzas, pero Spider ya estaba lanzado—: Si "Scruples" estuviera en París, en Nueva York, en Milán o en Tokio, tendríamos la octava maravilla del mundo. Las mujeres harían cola para entrar. Es perfecto. Tiene clase. ¡Pero Billy, Billy, en Beverly Hills! ¡El lugar del mundo en el que las mujeres visten más descuidadamente! Estoy tan acostumbrado a Nueva York que ayer tenía que recordarme a mí mismo constantemente que la mayoría de las mujeres que veía por la calle con pantalón vaquero y camiseta de manga corta podrían permitirse comprar lo que quisieran, ¿no es verdad' 220
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Billy, que había pensado lo mismo muchas veces, tuvo que asentir levemente con la mirada a pesar suyo. Antes de que ella pudiera interrumpirlo, Spider continuó en su tono más persuasivo: —Estoy seguro de que si nos das a Val y a mí una o dos semanas para aclimatarnos, recorrer la ciudad y ver lo que compran las mujeres cuando buscan ropa cara, lo que se ponen cuando salen por la noche para ir a "The Bistro", por ejemplo, a "Perino's" a "Chasen's" y a todos esos sitios nuevos, de los que, por cierto, te agradeceré que me hagas una lista, sería una gran ayuda. Si tenemos el tiempo necesario para captar el ambiente, estoy seguro de que podremos hacer de "Scruples" la tienda más popular de la ciudad. Porque no importa lo que las mujeres llevan cuando salen a la calle, lo cierto es que no habría un "Sak's" ni un "Bonwit's" ni un "Magnin's" ni un "Bullock's" ni las demás docenas de tiendas caras apretujadas en una pequeña localidad si las mujeres no gastaran un montón de dinero. Y nada impide que lo gasten en "Scruples", Billy. Pero, compréndelo, necesitamos un poco de tiempo. —¿Un poco de tiempo? —Billy trató de dar a sus palabras un tono de sarcasmo, pero la simple logia le decía que no podía negar a Spider una o dos semanas sin quedar como una bruja estúpida e irracional que cambiara de opinión todos los días. Una diletante. —Eso es. El mismo que concederías a un nuevo peluquero. La primera vez que te peina no esperas un gran trabajo, ¿verdad? Dejarás que vuelva a intentarlo a la semana siguiente y hasta una tercera vez. Entonces él habrá empezado a conocer tu pelo, cómo se riza, dónde forma remolinos, su consistencia, si es rebelde o dócil. Y si entonces falla tú te buscarás otro peluquero. —Exactamente —dijo ella con sequedad. —Desde luego. —Spider la miró con un gesto de aprobación. Sus años de escuchar pacientemente a las charlatanas modelos empezaban a dar frutos—. Val se encargará de lo relativo a existencias y yo, del concepto. —¿El "concepto"? Un momento, Spider. Por teléfono, Valentine me dijo que eras el mejor vendedor del mundo y que podrías reorganizar la tienda de arriba abajo. ¿Qué tiene que ver con eso del "concepto"? —Soy el mejor vendedor del mundo, pero antes tengo que averiguar algo acerca de mis clientes, quiénes son, cómo viven, es decir, cuál es nuestro objetivo y qué puede inducirles a que compren en "Scruples". El "concepto" es lo que les hará comprar. ¿No te has dado cuenta, Billy? Comprar ropa ha de ser algo tan bueno como joder a gusto. Hay muchas formas de joder y tengo que averiguar cuál es la más adecuada para Beverly Hills. Billy descubrió con indignación que estaba asintiendo complacida. Nunca había oído una afirmación que ella pudiera entender de un modo tan directo. No había olvidado los tiempos en que su actividad sexual se reducía al momento de la compra.
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—De acuerdo, Spider, te has anotado un tanto. ¿Cuándo puedo esperar que lances tu "concepto" a un mundo expectante? —Antes de dos semanas. Y ahora, si has terminado, será mejor que regresemos o llegaremos en hora punta. ¿Lista, Billy? Durante el regreso a Holmby Hills, Billy tuvo tiempo para reflexionar acerca de lo que Spider Elliott podía ser en realidad. Fuera lo que fuese, desde luego no podía llamársele mal vendedor. Sin embargo, ella no le había concedido más que dos semanas. Si para entonces no le proponía algo concreto, él y Val tendrían que marcharse. Se lo prometió a sí misma firmemente. Después de la cena, a Josh se le planteaba un problema, un problema insólito, absurdo y anticuado, pero real: mientras estaban en el restaurante, él y Valentine se habían sentido unidos por el ambiente del lugar, discreto y neutral. Pero ahora tendrían que marcharse y no se conocían lo suficiente para ir a un lugar privado sin discutirlo antes. Lo que estaba haciéndole falta a Josh era el clásico Lover's Lane, el paseo de los enamorados. En los viejos tiempos, cuando él era soltero, las parejas solían ir a Mulholland Drive, pero ahora aquello estaba lleno de casas. Y aquella noche estaba decidido a besar a Valentine O'Neill aunque él fuera demasiado conservador para pasar de ahí. Entonces tuvo una inspiración: el cine al aire libre de Burbank, uno de los lugares favoritos de los chicos. Josh no había estado en un cine al aire libre desde su época de la escuela secundaria. —Valentine, ya que desea usted sentirse realmente como una nativa, la llevaré a ver una de las grandes tradiciones de California —dijo él mientras pagaba la cuenta. —¿Vamos a un estreno de Hollywood? —en su fino rostro había una pregunta, una pregunta que parecía flotar en el aire, una pregunta que no tenía nada que ver con los estrenos de Hollywood. —Esta noche no. De todos modos, están anticuados. Y ya no se dan muchos, por lo menos, como antes. Yo pensaba llevarla a un cine al aire libre. —¿Qué película ponen? —Eso es lo de menos. ¡Vamos! Fueron hasta el cine en un tenso silencio. Una vez fuera del restaurante, ambos sentían una viva excitación. El futuro inmediato excluía cualquier otro tema de conversación y, por otra parte, ninguno de los dos se atrevía a hablar de él. Josh compró las entradas como si fuera un habitual de los cines al aire libre e instruyó solemnemente a Valentine en el empleo del audífono. Ella apenas tuvo tiempo de ver chocar en la pantalla cuatro coches de frente antes de que él la abrazara. Valentine se acurrucó en sus brazos. No dijeron nada. Se mantenían inmóviles, escuchando el rumor de la respiración y los latidos del corazón del otro, felices con aquel calor, 222
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aquella proximidad, aquel contacto. El silencio del abrazo era más dulce que cualquier palabra. Era un momento que estaba desligado de todo pensamiento, definición o declaración y de todo lo que fuese concreto y formal, uno de esos momentos llenos de significado porque que no se pueden explicar, uno de esos momentos que dan la seguridad de la mutua necesidad y entrega, tan solemne como lógica y buena. Pero después de algún tiempo, los dos, como arrastrados por la misma corriente, buscaron cada uno los labios del otro, pronunciando su nombre antes del beso. Besar a Valentine era como hundir la cara en un ramo de flores de primavera, después de un largo y seco invierno. Sus labios prometían infinitos descubrimientos, pero antes él le lamió las tres pecas de la nariz, algo que estaba deseando hacer desde que empezaron a cenar y ella le mordisqueó como un cachorro. Luego le acarició las mejillas con las pestañas y él le frotó la garganta con la lengua. Cuando se separaron, en la pantalla habían aparecido los títulos de la segunda película. Dos personas mayores no pueden estar besándose indefinidamente. Y si las personas son tan complejas e individualistas como Valentine y Josh, los besos no pueden conducir a otra cosa, sin que medien algunas palabras. Pero, ¿qué palabras? De pronto, se sintieron tímidos como colegiales. A ambos les acometió una viva sorpresa. ¿Cómo habían podido ir tan lejos en unas horas? Estaban turbados. —¿Y qué viene a continuación? —preguntó Josh lentamente—. ¿Tú lo sabes, Valentine, mi vida? —No; yo sé tan poco… mucho menos que tú. —Entonces aprenderemos juntos —dijo él, con cautela como el que avanza a tientas en la oscuridad. —Quizá —respondió ella, retrocediendo ligeramente. —¡Quizá! ¿Por qué lo dices? —Sólo trato de ser prudente. Por mí y por ti. —Al diablo la prudencia. Los dos podemos ser prudentes el resto de nuestra vida. Pero esta vez, Valentine, mi preciosa Valentine, esta vez seamos insensatos, sólo una vez en la vida. La besaba como un muchacho, impetuosamente, estampándole fuertes besos en los ojos, las orejas, la barbilla, el pelo. Toda la pasión reprimida en su estudiosa juventud pugnaba por expresarse ahora en frases románticas, pero lo único que sabía decir era: —Hagamos una locura, Valentine. —Quizá. Había algo en el interior de Valentine, algo muy fuerte, que no le permitía abandonarse por completo. Después de ceder al placer inimaginable de sentir sus brazos rodeándola, ella retrocedía y poco a poco recobraba la prudencia. La noción de la realidad había vuelto a ella, unida a la inquietud y a la incredulidad de que ella estuviera allí, besando a aquel hombre al que había conocido la víspera, un hombre casado y con hijos. La hija de Madame Hélène O'Neill, inteligente, 223
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escéptica y práctica, no podía cometer una locura. Por lo menos, aún no, y desde luego, no en un cine al aire libre. Ya veremos, se dijo utilizando una acreditada fórmula francesa aplicable a cualquier tipo de indecisión, desde la negativa categórica hasta la virtual aquiescencia. En voz alta, dijo tan sólo: —Quizá. Lamentándolo mucho, Spider devolvió el "Mercedes" al vendedor de coches usados situado delante del "Beverly Wilshire Hotel". Desgraciadamente, no era exactamente el coche que él buscaba, pero ya volvería otro día… y se fue a contar a Valentine su conversación con Billy. Al no encontrarla en su habitación pidió la cena y se tumbó en la cama, a pensar. Sus sensibles antenas que detectaban los pensamientos ocultos de las mujeres le indicaban claramente que las dos semanas siguientes serían cruciales. Sospechaba que, si hoy no hubiera conseguido convencer a Billy, él y Valentine tal vez hubieran tenido que tomar el avión para Nueva York al día siguiente. Aquella mujer era tornadiza y voluble y estaba a punto de lavarse las manos de todo el asunto. Estaba tan acostumbrada a que se cumpliera su voluntad que casi había perdido toda consideración hacia los demás, si alguna vez la tuvo. Era insensible e irreflexiva, pero también, en cierto modo, vulnerable. Spider pensaba que, con un poco de inspiración, podría manejarla. No era una Harriet Toppingham, como él se preguntara la noche antes. Ella no deseaba ver el miedo en el hombre, sino el valor. Respondía a la osadía y podía ser ecuánime. Era fundamentalmente honrada, así tuvo que reconocerlo Spider. Pero, antes de emprender su labor misionera en beneficio de Billy Ikehorn, Spider tenía que averiguar dos cosas, y averiguarlas en dos semanas. Necesitaba imponerse del ambiente del mercado de Beverly Hills, pulsándolo en las tiendas más favorecidas por el público. Segundo, tenía que descubrir cómo gastaban el dinero las californianas. Evidentemente, ellas no formaban su vestuario a base de las prendas que él solía ver en Nueva York: espléndidos abrigos de ciudad, elegantes trajes de chaqueta, ropa cuidada para la calle y la oficina. Spider casi se durmió pensando en lo diferentes que aparecían las mujeres en la esquina de la Calle 57 y la Quinta Avenida y en la esquina de Wilshire y Rodeo cuando una palabra que se le ocurrió de pronto le despertó instantáneamente mientras se maldecía por ser tan obtuso y se felicitaba por su buena suerte: nativo. ¡Por todos los santos del cielo, aquello era mejor que el puñetero tesoro de Sierra Madre! ¡Llevaba tanto tiempo fuera de allí! desde la última Navidad que pasó en su casa habían transcurrido tres o cuatro años, y durante los seis últimos meses apenas había dado señales de vida. Pero cómo podía un hombre, aun sangrando por cada poro por 224
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culpa de Melanie Adams y aturdido por haber cambiado de profesión en menos de una semana, y para no hablar del jaleo de la víspera, los contratos y la excursión de hoy con Billy Ikehorn, la dama de hierro… ¿cómo podía un hombre olvidarse de que estaba en su casa? Pasadena o, para ser más exactos, San Marino, la parte tranquila y próspera de Pasadena, fue su hogar hasta que cumplió los dieciocho años y UCLA, la Universidad, en Westwood, su Edén durante el resto de su vida en California, pero aunque Beverly Hills fuera para Spider Elliott territorio relativamente inexplorado, no por ello dejaba de formar parte del mundo en el que él tenía sus raíces, amigos y, ¡aleluya!, su familia. ¡Seis hermanas! Spider se dijo con alborozo que un hombre con seis hermanas es un hombre rico —a menos que sea griego y tenga que casarlas a las seis. Empezó a escribir en el bloc de la mesita de noche. Cinco de las muchachas se habían casado —tres habían hecho excelentes bodas— y, a no ser que el petróleo, las explotaciones madereras y los Seguros hubieran dejado de ser rentables, debían de estar muy bien situadas socialmente. Holly y Heather tenían veintiocho años, y Holly se había casado con el hijo de un magnate del petróleo, y vivía en el superconservador Hancock Park, reducto de las viejas fortunas. Y el marido de Pensy heredaría casi la mitad de las sequolas del norte de California y además era propietario de una Compañía de Seguros de San Francisco. Incluso una de las pequeñas, June, había hecho suerte: a los veinticuatro años, era la más rica de todas. Gracias a las concesiones de alimentos preparados que explotaba su marido, tenía una finca en Palm Springs, un chalet de playa en La Jolla y una enorme casa con establos en Palos Verdes. Aunque no se podía decir que las otras fueran dignas de lástima: Heather y January también se habían casado y, aunque no eran millonarias, estaban en posición desahogada. Y Petunia… a Petunia le gustaba demasiado la variedad para decidirse a ir al matrimonio. Para alcanzar sus fines, Spider necesitaba enterarse de cómo vestían las muy ricas y las menos ricas. Al pensar en gente rica, se acordó de Herbie. ¡Herbie, su mejor amigo de la Universidad! Montones de dinero de la industria del cine, y Herbie había entrado en el negocio de la familia. ¡Canastos! Spider cayó en la cuenta de que, mientras él vivía en una buhardilla de Nueva York, probablemente el 90 por ciento de los chicos y chicas con los que había ido a la escuela, se habían convertido en ciudadanos respetables y prósperos. Aquel día, estuvo a punto de pedir a Billy que diera una fiesta, a fin de que él y Valentine pudieran observar cómo se vestían allí las mujeres por la noche; pero después prefirió no pedirle ayuda y hacer las cosas por su cuenta. Era una suerte que hubiera esperado a que se le despertara el cerebro. Al pie de la lista de nombres, Spider escribió en grandes letras: OIGAN TODOS: SE NECESITA FIESTA DE BIENVENIDA PARA ANTES DE DOS SEMANAS —¡TRAJE DE NOCHE! Y
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con la otra mano marcó un número familiar, el único que se había molestado en aprender de memoria. —¡MAMÁ! Hola, mamá… ¡Estoy en casa!
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CAPÍTULO IX Durante las dos semanas que siguieron a su conversación telefónica con su madre, Spider tuvo que ejercitar toda su energía, su sentido del detalle, su buen gusto, su imaginación y su olfato para averiguar lo que visualmente resulta y lo que no. Afortunadamente, corrían los últimos días de agosto, la época más animada, en la que los comercios de Beverly Hills empiezan a recibir los géneros del otoño. Al mismo tiempo, aún había rebajas de verano en toda la ciudad. Spider y Valentine, cada uno por su lado, recorrieron las calles palmo a palmo. Por el norte de Wilshire visitaron Rodeo, Camden y Bedford de arriba abajo, una y otra acera. Después, investigaron en todas las tiendas de Dayton Way, Brighton Way y la "pequeña" Santa Mónica, cruzándolas de Este a Oeste. En Wilshire Boulevard sólo les faltó levantar el pavimento, desde "Robinson's" en el límite Oeste, pasando por "Saks", "Magnin's", "Elizabeth Arden's" y "Delman's", para terminar en "Bonwit Teller's", situado en la esquina este de la parte comercial de la ciudad. En conjunto, la zona formaba una tupida red en forma de triangulo irregular, que en Nueva York hubiera podido extenderse de modo que abarcara bloques y bloques de las avenidas Quinta y Madison pero en Beverly Hills estaba tan comprimida que se podía llegar a pie con facilidad a cualquiera de estos establecimientos. Una tienda mediana situada en Rodeo pagaba un alquiler anual de noventa y seis mil dólares, por lo que las que no hacían negocio tenían que cerrar rápidamente. A veces Spider, a quien su afán por captar las condiciones de una tienda, no le faltaba más que sorber la pintura de la pared, se tropezaba con Valentine que examinaba afanosamente los géneros rebajados, para averiguar lo que no se había vendido durante la temporada o despertaba instintos asesinos en las vendedoras al estudiar concienzudamente la nueva mercancía de la que tomaba nota mentalmente, pero sin llegar a "entusiasmarse", según decía a la vendedora en tono de disculpa. Spider que, con el excelente traje adquirido en Nueva York en el último momento, tenía aspecto de cliente opulento, con frecuencia simulaba haber salido a comprar un regalo para su madre o una hermana y procuraba entablar conversación con el dueño de la tienda, las clientes y las vendedoras. Entre los dos, visitaron todos los comercios medianos y casi todos los 227
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importantes como "Dorso's", "Giorgio's", "Amelia Gray's", "Jax", "Matthew's", la "Right Bank Clothing Company", "Marion Wagner", "Kamali", "Alan Austin", "Dinallo", "Ted Lapidus", "Mr. Guy's", "Theodore's", "Courreges", "Polo", "Charles Gallay", "Gunn Trigère", "Hermès", "Edward-Lowell" y "Gucci". Durante aquellas dos semanas, se ofrecieron a Spider ocho fiestas, organizadas precipitadamente, pero concurridas y animadas. Aunque de niñas las hermanas de Spider nunca sintieron la necesidad de competir por el cariño del muchacho, pues había de sobra para todas, ahora de mujeres, rivalizaban para agasajar al hermano legendario, del que tanto habían hablado a sus amistades y que muy pocos conocían. Dado que ni una sola de ellas pudo ni por asomo llegar a creer que Valentine no fuera más que la compañera de trabajo de Spider —¿A quién creía él engañar? ¡Si no había más que ver a la muchacha, con aquel aire francés tan sexy, aquella chispa y aquellos ojos!—, todas se mostraron con ella amables y cariñosas a más no poder. A veces Valentine pensaba, cuando tenía tiempo para pensar, que, aunque no era difícil simpatizar con las mujeres de la familia Elliott, francamente todas aquellas señoras sólo sabían pensar en una cosa. De todos modos, valía la pena tener que soportar que la miraran, con la mayor cordialidad, eso sí, como si fuera a robar el tesoro más preciado de cada una de las hermanas, ya que aquellas fiestas más que cualquier otra actividad desarrollada durante aquellas dos semanas, permitieron a Valentine ver cómo vestían por la noche las mujeres acomodadas, desde San Francisco hasta San Diego. Josh la llamaba por teléfono todos los días, pero hasta que terminara aquella maratón, ella no tenía tiempo para él. Valentine le echaba de menos, pero en aquellos momentos, frenéticos y cruciales, no podía permitirse pensar en sus sentimientos personales. Durante las dos semanas que había concedido a Valentine y Spider, Billy hizo varias visitas, a cuál más enojosa, a "Scruples", donde se ofrecían hileras y más hileras de vestidos de rebaja, panorama que la irritaba vivamente, por más que comprendía que era necesario. Sólo la imperiosa necesidad de mostrarse animosa le impedía esconder todo aquel género rebajado y mandarlo al ropero de los pobres, pues sabía que la noticia no tardaría en divulgarse. Esperaba con impaciencia la conferencia final con aquellos dos impostores, para poder terminar de una vez con aquella pesadilla. El día fijado para la reunión, Billy, sentada detrás de su escritorio como si éste fuera una muralla, miraba a Valentine y a Spider con el aire indiferente de un verdugo. En aquel momento estaba casi convencida de que si las cosas no iban bien en "Scruples", era por culpa de ellos. Spider estaba apoyado en la pared con un espléndido traje a cuadros de la sastrería "Dunhill" de Nueva York que le daba un aire de despreocupada elegancia. Billy observó con amarga satisfacción que, a pesar de su pose informal, su gesto era serio y preocupado. 228
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Valentine, apoyada en una silla, evidentemente esperaba que él hablara primero. Billy pensó que la muchacha parecía fatigada, exhausta. —Adelante, Spider —dijo Billy, con voz neutra, de aburrimiento. Todo en ella denotaba falta de interés, incluso la postura. —Tengo buenas noticias. —Me sorprendería. —Sólo tienes que vencer a una rival, para convertirte en el número uno de Beverly Hills. Y no hay más que un modo de conseguirlo. —No digas disparates, Spider. Creí que habíamos acordado dejarnos de pamplinas. —Tu rival es "Scruples". —Él levantó una mano, para atajar sus protestas y sostuvo su mirada hasta que ella cedió, frunciendo levemente las cejas con irritación y suspicacia—. Me explicaré: tu rival es el "Scruples" que tú soñabas, la tienda que tú querías construir, la tienda que pensabas que estaba esperando la California del Sur. Y estabas equivocada, Billy. De unos nueve mil kilómetros. Yo comprendo tu sueño, era el resultado inevitable de tu gusto personal, pero la idea era tan descabellada como podría serlo la de construir el Petit Trianon donde está el Museo de Cera de Hollywood. Hay cosas que no admiten trasplante. Se podrá vender "Coca-Cola" en África y en el centro de Abu Dhabi podrá haber tantos "Mercedes" como en Beverly Hills, pero sólo hay un Dior y está situado en la Avenue Montaigne, que es donde debe estar. Abandona tu sueño de Dior, Billy, o saca un pasaje para París. La luz es diferente allí, el clima es diferente, la cultura es diferente, las clientes y sus necesidades son diferentes, la actitud al comprar un vestido es absoluta, totalmente diferente. Tú sabes mejor que nadie lo importante que es allí elegir una prenda; es una decisión capital. Billy estaba tan sorprendida, más por el modo en que le hablaba Spider que por lo que decía, que ni siquiera trató de responder. —Veamos la realidad. En Beverly Hills tenemos una zona comercial que en lujo y variedad, puede compararse con lo mejor de Nueva York. No es tan grande, pero tampoco lo es la población. Es evidente que esta zona comercial no existiría, ni crecería de día en día, sin clientes que la alimentaran. Pero estas clientes no vienen a "Scruples". ¿Por qué? Porque no funciona. —¿Que no funciona? —se indignó Billy—. Es más elegante y más cómoda que cualquier tienda del mundo, incluidas las de París. Yo me encargué de que lo fuera. —Pero no resulta DIVERTIDO. Valentine y Billy le miraron atónitas y él prosiguió: —Ir de compras se ha convertido en una forma de diversión, Billy, te guste o no. Y una visita a "Scruples" no es divertido. Todas tus clientes en potencia exigen amenidad en las tiendas. Si quieres puedes llamarlo el concepto de Disneylandia aplicado a la venta al por menor. 229
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—¡Disneylandia! —murmuró Billy en tono de horror y repulsión. —Sí, Disneylandia. Ir de compras puede ser una aventura, una broma. El dinero corre igual, eso desde luego; pero si la cliente ya sea la cliente de aquí, la de Santa Bárbara o la turista de otro país puede elegir entre "Scruples" y "Giorgio's", tu vecino de enfrente, ¿dónde crees que entrará? Cuando entras en "Scruples", te encuentras en un salón enorme, perfumado, decorado con veinticinco tonos de gris, con sillitas doradas aquí y allí y una imponente colección de vendedoras de mediana edad, muy finas y elegantes que parecen estar a punto de ponerse a hablar en francés, mientras que en "Giorgio's" lo primero que ves es una multitud de personas que beben animadamente en el bar o juegan al billar y vendedoras con cómicos sombreritos que te miran como si estuvieran deseando ponerse a cotillear contigo, lo que hace que inmediatamente te sientas mimada y con ganas de expansionarte. —Da la casualidad de que "Giorgio's" representa la antítesis de "Scruples" —dijo Billy con voz glacial. —Y "Giorgio's" es el comercio al por menor que ocupa el número uno en todo el país, incluido Nueva York. —¿Cómo? ¡No lo creo! —Diez mil dólares de venta por metro cuadrado y año. Tienen quinientos metros cuadrados, lo que representa cinco millones de dólares, sólo en ropa y accesorios. Y ten en cuenta que no se trata sino de una boutique grande. En comparación, el "Saks" de aquí, que tiene poco más de dieciséis mil metros cuadrados, no vendió más que veinte millones en 1975. Ello te da una idea de la rentabilidad que "Giorgio's" le saca a su espacio. Hay docenas de mujeres que se dejan en "Giorgio's" más de cincuenta mil dólares al año, clientes de todas las grandes ciudades del mundo. Incluso las hay que entran todos los días sólo a ver qué hay de nuevo; eso les da algo que hacer. Y compran, compran, ¡compran! —¿Cómo puedes estar tan seguro de no equivocarte, Spider? —Billy empezaba a hablar en otro tono. —Pues verás… me hice amigo del dueño, Fred Hayman, y él me lo contó. Después comprobé las cifras en Women's Wear Daily. Pero no creas que eso sólo ocurre en "Giorgio's", Billy. Todas las tiendas de la ciudad son divertidas, especialmente "Dorso's". Sólo entrar allí te hace sentir a gusto, compres o no. Es casi como ir a una fiesta de las buenas, o a un museo acogedor, una sensación electrizante, Billy, Barry, a la gente le gusta que la mimen cuando va de compras. Y más, si es rica. —Bueno, realmente, Spider… —dijo Billy encogiéndose de hombros. —Y nadie quiere que las vendedoras le miren por encima del hombro —continuó Spider—. El otro día, mientras estaba jugando al billar en "Giorgio's", vi entrar a dos muchachas, una con short de tenis y la otra con un pantalón tejano sucio, camiseta de manga corta, sin sujetador y con sandalias viejas. Cuando se fueron, y pude observar 230
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todos sus movimientos porque los probadores que tienen son tan pequeños que, para verte bien en el espejo, tienes que salir al pasillo, cada una de aquellas andrajosas se llevaba tres vestidos, un "Chloé", un "Halston" y un "Zandra Rhodes", y ninguno bajaba de los dos mil dólares. Pregunté a una de ellas si alguna vez compraba en "Scruples". En realidad, hasta jugamos un poco al billar… Me dijo que había ido un par de veces, cuando se inauguró, pero que, y éstas fueron sus palabras textuales: «era una lata tener que vestirse para ir de compras a un sitio tan distinguido y tan serio, con aquellas vendedoras tan estiradas.» —¿Era la de los pantaloncitos de tenis o la de los vaqueros sucios? — preguntó Billy con desdén. —¿Eso qué importa? Lo que importa es que estoy convencido de que a menos de que aceptes el concepto de Disneylandia, para que la venta resulte una diversión, no servirá de nada el que yo siga aquí. Tendrás mi dimisión cuando quieras. Billy lo miró fijamente. Spider no tenía su deslumbrante sonrisa. Por una vez, estaba muy serio. Ella poseía la suficiente experiencia en el trato con los hombres para saber cuándo alguien se echa un farol. Aquel hombre hablaba totalmente en serio. —Empiezo a pensar que en lugar de construir "Scruples" debí quedarme con "Giorgio's" —dijo Billy con una risa amarga y lágrimas en los ojos. —¡Falso! "Scruples" puede ser diez veces mejor que "Giorgio's" porque tú tienes tres cosas que ellos no tienen: tienes espacio, tienes a Valentine y me tienes a mí. —Spider se había dado cuenta del cambio de actitud de Billy. Con su última observación, ella había dado un paso atrás. —¿Y qué te propones? ¿Poner una mesa de billar y disfrazar a las vendedoras? —No; eso sería una imitación barata. Cambiar la decoración de arriba abajo, empezando por tus inmaculados probadores. Tienen que ser sexy, con personalidad, y divertidos. Eso supondrá gastar otros setecientos u ochocientos mil dólares, además de los millones que has enterrado ya aquí, pero será suficiente para dar otro carácter a la tienda. Por ejemplo, después de cruzar el umbral de "Scruples", una vez hayamos cambiado la decoración, te encontrarás la tienda de pueblo más extraordinaria y pintoresca del mundo: repleta de todo lo necesario y de todo lo superfluo, desde botones antiguos hasta lirios en tiestos, caramelos en frascos de cristal de Waterford, juguetes antiguos, las tijeras de podar más caras del mundo, papel de cartas hecho a mano, almohadones con la colcha de la abuela, cajas de carey, silbatos para pájaros… lo que quieras. Y la tienda de pueblo es tan divertida que te pone de buen humor, compres o no compres. El plan es que compren a la salida, para que se lleven el regalo sorpresa, pero estará a la entrada de la Feria.
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»La Feria, Billy, ocupará la mayor parte de la planta baja. Habrá un pub para los hombres. Para que no se sientan incómodos mientras esperan a las señoras, varados en un mundo eminentemente femenino. Les pondremos billares electrónicos de último modelo, y por lo menos cuatro mesas de cartas y, desde luego, una sección de accesorios para caballero, los mejores del mundo. El resto de la planta baja, salvo el extremo del fondo, estará dedicado a accesorios para señoras —montones de chucherías, pero sólo de las mejores, más caras y más nuevas, ya sabes a lo que me refiero; pero con tanta abundancia, accesibilidad y proximidad que no podrán resistir la tentación. Las Mil y Una Noches… el Tesoro del Sultán… Porque si compran es por la ilusión, no porque necesiten otro bolso u otro pañuelo. Quieren ser tentadas, porque para eso tienen dinero. Y, al fondo, un jardín de invierno, fin de siglo, romántico, íntimo, anticuado, el rincón para reponer fuerzas con una taza de té y unas pastas o un batido de chocolate que les haga subir la glucosa. Y, desde luego, todas las vitrinas y expositores serán muy manejables, incluso los tabiques entre la tienda del pueblo y el jardín de invierno serán corredizos a fin de que en las fiestas que des haya espacio para la orquesta y la pista de baile. —¿Una pista de baile? —preguntó Billy en un extraño tono de voz. —Pues claro. Vamos a tener que cerrar para cambiar la decoración, de modo que abriremos con un gran baile de gala. Después, darás dos bailes al mes. He incluido en el presupuesto el coste de convertir el primer piso en una sala de baile. Y es que, si descontamos los bailes de caridad y unas cuantas fiestas particulares, las mujeres no tienen muchas oportunidades para lucir trajes de noche. A todas les gusta, desde luego; pero a menos de que se trate de una ocasión especial, a las anfitrionas les ha dado por ofrecer fiestas informales. De modo que si tú organizas bailes quincenales, exclusivamente por invitación, las mujeres tendrían que comprar más vestidos de noche, ¿no crees? Y tal vez, una vez al mes, en la aburrida noche del domingo, en la que no hay a dónde ir, se podrían organizar veladas de juego. El premio podría ser un modelo de "Scruples", pero los envites serían de verdad. El dinero se destinaria a beneficencia, desde luego, pero siempre resultaría más barato que ir a Las Vegas y un millón de veces más elegante. Y tendrían que vestirse de etiqueta y… —¿Y los vestidos, Spider? ¿Dónde ponemos los vestidos mientras la gente baila? —ahora, en la voz de Billy sólo había curiosidad. —Es que los vestidos no los tendremos aquí abajo. Creí que te lo había dicho. Los vestidos son lo más serio de "Scruples". Los venderemos arriba. De este modo, se respetará la intimidad entre la cliente y el espejo. ¡Si hasta en "Saks" de Park Avenue no hay más que una cortinita que ni siquiera cierra bien y todo el que pasa por el pasillo puede ver a las clientes en ropa interior, por muy caro que sea el vestido que compren. No concibo cómo lo toleran. No; en 232
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"Scruples", si vienes a comprar, tienes que subir al primer piso y allí recibes el tratamiento completo: probador, masaje en los pies, almuerzo gratis… ¿recuerdas? Y aunque sólo vengas a mirar te trataremos como a una princesa. Todas las que entren "a mirar" serán compradoras algún día. —Todo eso es muy… interesante, Spider. Pero, ¿cómo sabrán las clientes lo que hay arriba? En la planta baja, habrá accesorios y regalos solamente. No sé cómo has podido pasarlo por alto —dijo Billy. —A eso iba, Billy. En la planta baja, por la que todo el mundo tendrá que pasar, habrá un cuerpo permanente de maniquíes, una docena o más, que se pasearán por la planta exhibiendo los modelos y que se cambiarán cada equis minutos. A mí no me gustan las maniquíes de plástico, prefiero la maniquíes vivientes que hacen que las clientes sientan la necesidad de tocar la tela y hacer preguntas y se vean a sí mismas con aquel vestido. Es imposible comparar a una maniquí con una percha. Y, por lo que se refiere a los escaparates, ¿te he dicho ya que estarán a rebosar de cosas estupendas, como si todo el año fuera Navidad? Y los cambiaremos cada tres días. Llamarán a la gente. Podría hacerte un dibujo de… —No te molestes, Spider —volvió a interrumpir Billy—. ¿Me equivoco al suponer que "Scruples" va a tener billares eléctricos, caramelos, almuerzos gratis, probadores sexy, un montón de maniquíes paseándose arriba y abajo, masajes en los pies, bailes, veladas de juego… o exagero? —recalcaba cada sílaba, como si leyera la lista de la lavandería. —En principio, sí. —Habría mucho más, pero Spider decidió que aquello era lo indispensable. Si ella era incapaz de darse cuenta… —¡ME ENCANTA! —Billy se levantó de un salto y dio un beso a una aturdida Valentine que todavía no había abierto la boca—. ¡Valentine, guapa, ME ENCANTA! —Es verdad lo que dicen de que todo el mundo tiene dos carreras: la propia y la del espectáculo. —Spider se adelantó a dar a Billy el beso que estaba seguro de que ella deseaba darle pero no se atrevía. Creía empezar a comprenderla. Era una bruja, pero no del todo estúpida. A la mañana siguiente, "Scruples" se cerraba por reformas. Billy pasó todo el día al teléfono, tratando de localizar al mundialmente famoso Billy Baldwin que debía hacerse cargo de la decoración de los veinticuatro probadores. Él no había hecho este tipo de trabajo anteriormente, pero entre los dos se había creado una buena relación profesional cuando él se encargó de decorar el apartamento de Sherry-Netherland, la casa de Barbados y la casa de la Costa Azul. Se entendían y, para complacer a Billy Ikehorn, Billy Baldwin haría probadores. De la planta baja, se encargaría ken Adam, el brillante escenógrafo, puesto que, en realidad, se trataba casa de un montaje teatral.
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Billy no era simplemente buena perdedora, era una perdedora que se entregaba con entusiasmo. Una vez hubo aceptado el concepto básico de Spider, procuró hacer que fuera puesto en práctica con la mayor magnificencia posible. Una vez se avino a instalar un restaurante en "Scruples", se llevó a uno de los mejores chefs de "Scandia" y le dio carta blanca para la organización de la cocina. Spider, que había imaginado una simple bandeja de bocadillos se quedó atónito al oírles hablar de cuánto salmón ahumado habría que pedir a Escocia, cuánto caviar al Irán, cuántas endivias a Bélgica, cuánto marisco a Maryland, y cuántos croissants recién hechos a París. La simple bandeja se convirtió en una mesita plegable, diseñada especialmente por Lucite, la porcelana era de la carísima Blind Earl, el cristal de Steuben, la cubertería de plata de "Tiffany's" y los cubrebandejas y servilletas, clásicos estampados provenzales de Pierre Deux de Rodeo, pues Billy pensaba que la gente empezaba a estar un poco harta de Porthault. Spider decidió escribir una carta a Billy Baldwin, ya que no estaba seguro de que su jefa hubiera entendido lo que él quiso decir cuando habló de hacer probadores más sexy. Estimado Sr. Baldwin: Nuestras clientes vienen a esta casa en parte por afán de gastar, en parte porque necesitan comprar un vestido y sobre todo porque desean poner un poco de romanticismo en su vida, sin llegar a engañar al marido. Son sofisticadas, egocéntricas, egoístas, viajeras y están poseídas de ansias de juventud, no importa la edad que tengan. Absolutamente todas ellas, hasta la última, quieren sentirse halagadas físicamente. Quieren que les bailen el agua, vamos. Le agradeceré que dé rienda suelta a su fantasía. No trabaja para una sola cliente, sino para cientos de ellas. Cada probador tendrá sus propias admiradoras, tanto si le da usted el ambiente de una "villa" de Portofino, de un serrallo marroquí o de un boudoir Reina Ana en Kent. Los únicos requisitos que pedimos son un gran armario empotrado en el que puedan guardarse accesorios, muchos espejos y un sofá confortable en el que la cliente pueda tumbarse a descansar. Finalmente aun a riesgo de resultar obsceno, me permito sugerir que el ambiente de cada probador insinúe la posibilidad de que detrás de un biombo pudiera haber un bidet. No es que le pida que ponga un bidet, sino que cree un ambiente en que ese elemento pudiera parecer adecuado. Con admiración y respeto. SPIDER ELLIOT Fue Billy quien propuso la idea del armario. Ella sabía que cuando salen de compras las mujeres suelen ponerse unos zapatos viejos y cómodos y dejar las joyas en casa. No soportaba la idea de perder la 234
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venta de un Galanos de gasa por falta de unos zapatos de noche y los collares de perlas que son el complemento obligado del traje. Ella pensaba llenar los armarios de zapatos, accesorios y piezas de bisutería de todas clases que no estarían a la venta, sino que se utilizarían como complemento de los modelos que la cliente se probara. Tal vez la mayor contribución hecha por Billy en la creación del nuevo "Scruples" consistiera en el reclutamiento del personal. Desde hacía muchos años, conocía a todas las vendedoras de la ciudad, y una vez estuvo convencida de que el conocimiento del francés no importaba un rábano, comparado con la simpatía, demostró ser una hábil secuestradora: la primera adquisición fue Rosel Korman, antes del "Saks Park Avenue Room", digna, tranquila y estupenda; después llegó Marguerite, de "Giorgio's", graciosa, bohemia y con sombrero, seguida de la sensata Sue de "Alan Austen", peinada con coletas, y de Elisabeth y Mireille, dos francesitas de "Dinallo", la rubia y cordial Christine y la apacible pelirroja Ellen, las dos de "General Store", amén de una docena de los mejores vendedores de la ciudad. Contrató también a los mejores expertos en retoques, encabezados por Henriette Schor de "Saks". Sólo fracasó con la encantadora Kendall que, a ningún precio quiso marcharse de "Dorso's", según tuvo que reconocer la propia Billy a pesar suyo, tenía algo especial. Billy estableció también un servicio de reparto, en una ciudad en la que las multimillonarias tenían que recoger sus propias compras en cada tienda. Durante las reformas, Valentine y Billy repasaron las existencias. Desde el día en que concibió a "Scruples", Billy se encargó personalmente de las compras. Su principal motivo de queja respecto a las otras tiendas de Beverly Hills era que en ellas nunca podía encontrar lo que necesitaba. Estaba segura de que, si iba a Nueva York a ver todo el género que ofrecían los mayoristas, ella elegiría cosas mucho más interesantes. Pero Billy no sabía absolutamente nada de la política de compras. Fue un error tan garrafal como el de hacer un duplicado de "Dior". Valentine tampoco era compradora profesional, pero ella, por lo menos, trabajó con compradores durante cuatro años en la Séptima Avenida y antes, en "Balmain", durante los pases para la Prensa, podía formarse una idea del punto de vista del comprador al oír las discusiones acerca de si tal o cual modelo "gustaría". Con el mayor tacto posible, Valentine expuso a Billy el principio básico de que no es el gusto personal del comprador lo que debe predominar, sino la correcta apreciación de las necesidades y el nivel de evolución del gusto de las clientes. El arte de comprar para una tienda es complicado e incluso los más capacitados y expertos veteranos tienen que sortear cada temporada infinidad de obstáculos. Están los peligros evidentes como los errores de juicio y las decisiones equivocadas acerca de la aceptación que 235
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tendrán entre la clientela los nuevos vestidos exhibidos. Y están los peligros o trampas imprevisibles: retrasos en las entregas, telas inadecuadas, los cambios en la política de la Séptima Avenida, promesas incumplidas, mal tiempo y los altibajos de la Bolsa. Billy sintió que su humillación por la flojedad de las ventas de "Scruples" se hacía más llevadera. Aquello hubiera podido sucederle a cualquiera. Cuando Valentine advirtió que Billy se mostraba menos susceptible en lo referente a las existencias, se aventuró a insinuar que acaso muchos de los géneros que había encargado eran sencillamente demasiado… intelectuales para la mayoría de las mujeres. Sí, dijo Valentine, una mujer tan chic y tan alta como Billy Ikehorn podría llevar todo lo que ella había comprado para "Scruples", pero, ¿dónde estaban los vestidos pensados para las mujeres menos preocupadas por lo chic? ¿Dónde estaban los vestidos "monos", los vestidos sexy, los vestidos femeninos, los vestidos insinuantes, los vestidos francamente despampanantes? En suma, los vestidos vendibles. ¿Dónde estaban los "vestiditos" de muchas aplicaciones que no quedaban grabados en la memoria y eran más llevaderos? ¿Y no pensó Billy que las mujeres que iban a "Scruples" en busca de modelos de alta costura debían poder elegir también trajes deportivos y prendas de uso diario? Menos caras, sí, pero, ¿por qué dejar que otra tienda se llevara esos dólares? Desde luego, en calidad nunca transigirían, pero debían abrir los horizontes. —Valentine, estás tratando de convencerme de algo con mucha mano izquierda —observó Billy. —Pero también con mucha sensatez —repuso Valentine. —¿Y buen juicio? —Sí. —¿Y eso quiere decir…? —preguntó Billy, tratando de averiguar los propósitos de aquella diabólica criatura a la que había contratado. —Antes de volver a abrir, tenemos que renovar todas las existencias. Yo tendré que ir a Nueva York, desde luego, y también a París, a Londres y a Roma, a encargar prêt-à-Porter de firma. Todavía podremos recibir entregas otoño-invierno. Para las prendas deportivas, tendrás que contratar a otro comprador, o tal vez dos, pero de los mejores. Nuestras clientes son comodonas y no les gusta tener que aparcar aquí para un tipo de vestido y luego subir al coche y aparcar en otro sitio para comprar pantalones, jerseys y blusas. —Ahora que conozco el alcance del trabajo y los peligros que entraña cualquier error de cálculo… —empezó Billy con aire pensativo. —¿Sí? —¿Estás segura… después de todo, nunca has comprado para una tienda, Valentine, estás segura de que no deberíamos contratar a otra persona de más experiencia para que fuera a Nueva York y a Europa? —Como ordenes. Cuando me contrataste, querías que yo me encargara de las compras. Desde luego, yo estoy dispuesta a ser 236
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únicamente diseñadora de modelos, aunque en las mismas condiciones, desde luego. O bien puedes probar a ver qué tal lo hago. En el peor de los casos, no perderemos más que una temporada. Billy hizo como que meditaba. A aquellas alturas de la temporada, no tenía alternativa, y ella lo sabía, y Valentine sabía que lo sabía. No quedaba ni un minuto para buscar otra compradora. Valentine hubiera tenido que salir de viaje hacía ya una semana. —Mi tía Cornelia solía decir: «Perdidos por diez, perdidos por diez mil» o quizás era: «Si has de hacer algo, hazlo bien.» —Una mujer inteligente —dijo Valentine en tono neutro. —Sí, desde luego. ¿Cuándo te vas? Los viajeros avezados todavía no se han puesto de acuerdo sobre cuál es el aeropuerto más incómodo, si el de O'Hare International en Chicago o el de Heathrow en Londres. Valentine, que nunca había estado en Chicago ni pensaba ir, no hubiera vacilado en declarar a Heathrow una avanzadilla del mismísimo infierno, después de recorrer más de un kilómetro de pasillos asépticos, con ventanas y más ventanas que revelaban la húmeda noche inglesa, llevando su pesado maletín de mano y un grueso chaquetón de punto al brazo, para encontrarse con que a continuación tenía que franquear casi otro kilómetro de acera rodante. Las planchas metálicas chirriaron bajo sus pies, pero, de todos modos, siempre era mejor aquello que tener que seguir andando. Cuando hubo pasado el control de pasaportes y se acercaba a la aduana, casi jadeaba de cansancio. Su viaje relámpago a Nueva York, París y Roma fue agotador tanto mental como físicamente. Deseaba fervientemente que "Scruples" fuera un éxito, pero por muy inteligentemente que Elliott lo presentara, no tendría posibilidad alguna si las existencias no cumplían las exigencias de aquellas personalísimas clientes que ella había visto en Beverly Hills y en las fiestas ofrecidas para Elliott. Pero mientras pasaba la aduana, Valentine no pensaba en "Scruples". Sólo deseaba encontrar cuanto antes al empleado del "Savoy". Las instrucciones de Billy fueron muy claras. —Busca al empleado de uniforme gris con una gorra que pone "The Savoy". Está en el aeropuerto para recoger a los clientes que tienen reserva de habitación en cualquiera de los hoteles de la cadena del "Savoy". Tú tienes alojamiento en el "Berkeley". Actualmente es el mejor. Por lo menos, eso dicen. Allí te atenderán bien. Valentine divisó a un hombre alto de aspecto agradable y elegante uniforme gris y se acercó a él, con una viva sensación de alivio. —Soy Miss O'Neill. Tengo habitación reservada en el "Berkeley". ¿Podría buscarme un taxi y encargarse de mi equipaje, por favor? El hombre la miró con una perfecta combinación de respeto y admiración, como si hiciera años que la conociera y hubiera pasado toda la vida en el aeropuerto, esperando que algún día llegara. 237
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—¡Ah, Madame! Sí, Madame. Es un placer. Espero que haya tenido un buen viaje desde París. Creo que hay un coche con chófer esperándola. Mozo. ¡Mozo! Sígame, Madame. No se preocupe por el mozo, enseguida vendrá. —El hombre tomó el maletín de mano y el chaquetón de Valentine y echó a andar rápidamente, mientras ella lo seguía con el cuerpo insensible. Un coche con chófer. Billy se había portado bien. desde luego, también hubiera podido agenciárselos en París, pensó Valentine, mientras el hombre del "Savoy" la ayudaba a subir a un enorme "Daimler" gris, con un chófer de uniforme sentado al otro lado del cristal. —Sé lo que estás pensando —dijo Josh Hillman desde el asiento trasero. —Valentine le miró con ojos de incredulidad—. Estás pensando qué propina dar al hombre del "Savoy" y al mozo. No te preocupes. Yo me encargaré de ellos. —¿Qué haces tú aquí? —Es un rapto. Estás en mi poder. —¡Oh, Josh! —ella se echó a reír—. Haces un Bogart horrendo. —Espérate a oír mi versión de Chevalier. Valentine, Valentine… te echaba tanto de menos. Tenía que venir. Cuando te fuiste tan precipitadamente, creí que me volvía loco. Nunca había tenido que volar nueve mil kilómetros para conseguir una segunda cita. Pero sólo para ver tu cara merece la pena. —No lo entiendo. ¿Cómo conseguiste escapar? ¿Dónde cree tu esposa que estás? —consiguió preguntar Valentine, a pesar de que él la besaba con tanta insistencia que, antes de que ella pudiera hablar ya habían recorrido quince kilómetros de suburbio londinense. —En Londres, por negocios. Calla, mi vida. Deja de hacer preguntas. No quieras ser tan lógica y confórmate con el hecho de que estoy aquí. Valentine se apaciguó. Él tenía razón. En aquel momento, no tenía fuerzas para analizar la situación. —Despiértame cuando lleguemos al palacio de Buckingham — murmuró e inmediatamente se quedó dormida en brazos de Josh. Media hora después, cuando el coche se acercaba a la verja de Buckingham, él la despertó con un beso. Mientras el coche avanzaba lentamente por el Mall, con el parque de St. James y sus nobles árboles envueltos en el misterio de la oscuridad a un lado y el esplendor de Carlton House Terrace al otro, Valentine se volvía una y otra vez a mirar el iluminado palacio que acababan de dejar atrás. Delante de ellos, se recortaba la mole de Admiralty Arch. Para los enamorados de Londres, éste es, tal vez, uno de los paseos más espléndidos del mundo. Valentine, que nunca había estado en Londres, se mostraba entusiasmada. Cuando se detuvieron frente al hotel, contempló n admiración el enorme vestíbulo con banderas desplegadas en los mástiles colocados en sus cuatro paredes, como si fuera el comedor de un regimiento. En el interior, un télex zumbaba levemente en un 238
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ángulo , mientras sobre el suelo de mármol se deslizaban suavemente una docena de empleados uniformados, cada uno con una función específica, aunque Valentine no sospechaba cuál, para el buen funcionamiento del hotel. Ella y Josh siguieron a un joven de mejillas sonrosadas, vestido con chaqué, por varios corredores, hasta llegar a la suite. Cuando el empleado se marchó, Valentine se acercó a las ventanas, descorrió las cortinas y miró al exterior conteniendo el aliento. —Ven, Josh, mira, la luna en el río y, si me asomo, veo… supongo, sí, el Parlamento… y al otro lado… ¿qué edificio es ése iluminado? Dímelo, pronto. Billy no dijo que el "Berkeley" tuviera una vista así. —Es que el "Berkeley" no está en el Támesis, Valentine, cariño. —¿Dónde estamos? —¿Exactamente? Encima de los jardines del Victoria Embankment. Ahí abajo está el obelisco de Cleopatra y, enfrente, el Royal Festival Hall. Y, para ser más exactos todavía, te encuentras en la suite María Callas del "Hotel Savoy". Valentine se dejó caer lentamente en uno de los sofás de terciopelo del saloncito Chippendales, fabulosamente decorado, con paneles de madera noble, y miró fijamente el fuego que ardía en la chimenea. Todo se desarrollaba como en una novela anticuada: jovencita inocente, recibida por misterioso caballero que la lleva a un hotel desconocido de una ciudad desconocida rodeándola de un lujo siniestro. —¿Son deshonrosos tus propósitos? —preguntó con una inexpresiva mirada de soslayo. —¡Pues claro que sí! —gruñó él. Para que un abogado eminente se saltara las obligaciones que debía tanto a Strassberger y Lipkin como a su esposa y sus tres hijos y se fuera a Londres tras una muchacha casi desconocida de aspecto hechicero, "deshonroso" no era la palabra adecuada, pero daba una idea. —En tal caso —dijo Valentine con la mayor altivez que le fue posible — antes necesitaré un baño caliente, vodka frío, sopa y… deshacer las maletas. Josh oprimió tres pulsadores colocados en un pequeño rectángulo metálico sobre una mesa auxiliar. A los pocos instantes, había tres personas en la puerta: un valet, una camarera y un camarero. —Haga el favor de preparar el baño de la señora y abrir las camas — dijo a la camarera—. Una botella de vodka polaco, dos botellas de agua de Evian, un cubo de hielo, crema de caldo de pollo y una fuente de sándwiches —pidió al camarero. Y al valet—: El equipaje de la señora está en el dormitorio. ¿Querría deshacer las maletas y llevarse las prendas que necesiten planchado? Que las traigan por la mañana. —Los tres se fueron rápidamente a cumplir los encargos. —Ya no está muy de moda este hotel. Los más modernos están en el distrito W.1. Pero el servicio sigue siendo inmejorable —explicó Josh
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a Valentine que le miraba con los ojos muy abiertos. Guardaron silencio hasta que la camarera y el valet salieron de la suite. —Ante todo, he de hacerte una advertencia. —¿Una advertencia? —Por lo que más quieras, no te ahogues en la bañera. Es muy honda y un metro más larga que tú. —Tal vez necesite un salvavidas. —Tal vez, pero no en tu primer baño, mi vida. Además, dentro de poco te traerán la sopa. —¿Crees que se escandalizaría el camarero? —¿Un camarero del "Savoy"? ¡Nunca! Valentine desapareció en el baño, lanzándole por encima del hombro una chispeante mirada de sus ojos verdes y una media sonrisa tan provocativa como un regalo con un hermoso envoltorio. Josh, al que nadie había seducido en veinte años, tardó sus buenos cuatro segundos en empezar a quitarse la americana. Ni la camarera, ni el camarero ni el valet se mostraron sorprendidos cuando después lo comentaron. En la suite María Callas, la favorita de la diva cuando solía ir a Londres, aquella conducta era la regla más que la excepción. —Será algo que flota en el aire —dijo el valet. —Seguro —corroboró la camarera. Como siempre, el camarero dijo la última palabra: —Es lo que yo digo, mujer: la culpa la tiene la Columna de Cleopatra. ¡Era de cuidado, esa señora! Tuvieron cinco días, cinco días en los que nunca dejaron margen a la discreción, cinco días completamente suyos en los que no existían más que los tiernos goces de la carne y la sensación electrizante de abandonar toda prudencia, aunque los dos sabían que en el futuro tendrían que rendir cuentas, pero el futuro estaba lejos todavía, prácticamente no existía. Valentine despachó sus asuntos con Zandra Rhodes, Bill Gibb, Jean Muir y Thea Porter con celeridad y seguridad. Josh hizo varias llamadas telefónicas y mandó unos cuantos télex, pero por lo demás se mantenían sumidos en el ambiente cómodo y lujoso del "Savoy" y, si salían a ver Londres o a cenar en el "Tramp's", el "Drone's", "Tiberio", el "White Elephant Club" o el restaurante del Connaught era por el placer de estar juntos en público y al mismo tiempo solos. En toda aventura romántica, hay al principio un periodo en el que los enamorados gustan de presumir de la pareja, de admirar al compañero y a sí mismos reflejados en él. ¿Aceptó realmente la infeliz Jane Grey la corona de Inglaterra hacía más de cuatrocientos años, en aquella larga y sombría galería lavanda y oro de Syon House? ¡Cómo debían de admirar a Valentine los otros turistas!,
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pensaba Josh, mientras cruzaban el recinto, escuchando al guía que les contaba la triste historia. Era aún muy pronto para que examinaran la textura de aquel amor. Valentine se sentía subyugada por el apasionamiento de Josh y por su propio cuerpo. Le parecía estar realmente viva por primera vez. Nunca había vivido una experiencia tan puramente animal como la de despertar en una cama que olía a su pasión de horas antes, la de sentir a Josh excitarse al tender nuevamente los brazos hacia ella, mientras se entremezclaban los ásperos olores de sus cuerpos, hasta el extremo de no poder identificarlos. Valentine trataba de fijar en su memoria el olor de Josh y aquella cama del "Savoy". Sabía que la imagen de aquel hombre y de aquel dormitorio rosa y crema, ligeramente Art Deco, con su gran tribuna sobre el Támesis, estaría siempre en su mente, tal vez borrosa o imprecisa, pero nunca llegaría a desvanecerse. Sin embargo, aquel olor… Y lo inhalaba, ya con nostalgia. Era la primera vez en su vida que Valentine gozaba de la plena satisfacción de los sentidos, de esas largas horas del crepúsculo en las que sólo estar vivo era un goce perfecto, en las que se conoce la saciedad y la alegría del cuerpo hace que todo el mundo te parezca lleno de bondad. Josh asombrado de sí mismo se abandonaba también. Se había roto la presa que lo mantenía sujeto al deber y le marcaba la dirección desde que aprendiera a leer, y no se preguntaba adónde iba ni qué le reservaba el porvenir. Para ambos, ese momento crucial en el que en toda relación amorosa se plantea su continuidad, estaba temporalmente en suspenso, ya que los dos consideraban que era una tontería tratar de desvelar el futuro. —Me parece que no podría soportar hacer el amor con un hombre que no tuviera pelo en el pecho —dijo Valentine, con la nariz pegada a la piel de Josh, olfateando como una gran gourmet el vello negro matizado de gris que le cubría el pecho—. ¿Y tú? Y durante cinco días ésa fue la pregunta más seria que le hizo. Valentine tomó el avión un día antes que Josh. Indefectiblemente, a él le esperaban en el aeropuerto su esposa y alguno de sus hijos a su regreso de sus viajes de negocios, lo cual hacía que Los Ángeles cobrara realidad inmediatamente. Pero ni siquiera allí, en la terminal de partida, le hablaba ella de la semana siguiente o del mes próximo. Y, después de todo, ¿qué podía decir ella? Sólo cuando el futuro se desvelara ante sus ojos distinguiría su forma. Aquella vena de fatalismo irlandés que siempre existió en su impetuoso carácter parecía marcarle la línea de conducta. Nada hubiera podido enamorar a Josh Hillman más que aquella negativa a hacer planes y arreglos, aquella aquiescencia ante lo efímero. Le volvía loco que ella no tratara de atarlo, de asegurárselo, de exigir algo. ¿Qué significaba aquello? ¿Dos barcos que se cruzan en una noche? ¡Y una mierda! Aquella mujer tenía que ser para él. La vio cruzar la última puerta,
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advirtió su amorosa mirada de despedida y su andar ligero y elegante, y casi echó a correr hacia el coche que lo esperaba. —Al Museo Británico —dijo al chófer. Sólo aquellas monumentales salas de piedra, repletas del botín de siglos, eran lo bastante sombrías para albergar su triste soledad. Billy Ikehorn tiene el honor de invitar a Vd. a la fiesta que se celebrará en "Scruples" el primer sábado de noviembre de 1976 9:00 NOCHE BAILE SMOKING Casi antes de que se cursaran las invitaciones, Women's Wear Daily vaticinó que sería la fiesta más sonada desde la ofrecida por Truman Capote para revelar al público la identidad de Kay Graham. Cuando Billy preguntó a quién invitarían, Spider contestó: —A todo el mundo. —Pero yo no conozco "a todo el mundo", Spider. ¿Tú sabes lo que dices? Mientras trabajaban juntos en la tarea de dar vida al nuevo "Scruples", Spider observó que Billy estaba desligada de la escena social en la que él imaginó que debía pasar la vida. Para él, aquella falta de vínculos familiares y amigos íntimos revelaba un desolador vacío. Él no podía saber que Billy tuvo que vivir prácticamente sola durante una gran parte de su vida. Los accidentes de su vida hicieron de ella una solitaria. Las circunstancias de su niñez la privaron acaso para siempre de la facultad de hacer amigos fácilmente. Sus años de ostracismo habían dejado en su carácter cicatrices indelebles. Cuando se marchó de Boston dejó atrás a la familia. Cuando, después del ataque de Ellis, se marchó de Nueva York, se distanció de sus amistades que, de todos modos, dejando aparte a Jessica, nunca fueron íntimas. En Los Ángeles, donde hubiera podido crearse un nuevo círculo, sus años de virtual aislamiento —y preocupación— en la ciudadela de Bel-Air le impidieron hacer amistad con otras mujeres. Aunque millones de lectores de revistas y periódicos sabían que "Billy" quería decir Billy Ikehorn, al igual que identificaban a "Liza" o a "Jackie" sin necesidad de leer el apellido, la propia Billy no acababa de reconocer su rango de celebridad dentro de los medios de comunicación. Ella no se sentía célebre. Ellis le había enseñado a desconfiar de lo que generalmente se llama "sociedad" en Nueva York y Billy nunca sintió el afán de entrar en ella. Cuando se trasladaron a 242
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California, tampoco trató seriamente de entrar en la "sociedad" de Los Ángeles. Por otra parte, aunque Billy no compartía la extrema opinión de la "sociedad" de Boston, según la cual no existe otra "sociedad" que merezca tal nombre, conservaba cierto empaque y un ligero acento bostoniano que acentuaban la impresión que daba de ser, en el fondo, una forastera. —Aunque tú no conozcas a todo el mundo, todo el mundo te conoce a ti —insistió Spider. —¿Y qué importa eso? No puedo invitar a perfectos desconocidos, ¿verdad? —Tú verás —dijo Spider—. Acabamos de gastar un millón de dólares y a mí me parece que sería una lástima enseñarlo sólo a los vecinos. —Está bien, Spider. Puesto que eres tan gran experto, tú harás la lista. —Billy escapó, momentáneamente desconcertada. Últimamente, Spider le hacía perder el aplomo. Era tan avispado, pensaba ella, mortificada por su propia falta de sofisticación social. Spider puso manos a la obra. Empezó la lista con los notables de la localidad, a los que siguieron los potentados de toda la Costa Oeste, desde México hasta el Canadá. Primera, los clientes, naturalmente. Luego, fue añadiendo personalidades selectas de Nueva York, Chicago, Detroit, Dallas y Palm Beach. Luego Hollywood, el Nuevo y el Viejo, desde luego. El mundo de la moda, desde luego. ¿Washington? ¿Por qué no la flor y nata? Quizás el presidente Carter no, pero sí se podría invitar al vicepresidente Mondale. Y una fiesta no era tal fiesta sin Tip O'Neill. Luego, varios personajes de la "jet set" internacional, pero bien escogidos. ¿Alguien más? ¡Cielos, la Prensa! Spider se golpeó la frente por estúpido. Si era lo principal… Había estado barajando a famosos y políticos y ahora dejaba fuera a sus creadores. Bien, la Prensa, pero no sólo la de modas y sociedad, sino gente clave de People, New York Magazine, New West, Los Ángeles, las revistas de actualidades y los jefazos de Condé Nast y de Hearst y la televisión. ¿Los Rolling Stones? Tal vez no. ¿Iría Walter Cronkite? ¿Y Norman Mailer? ¿Y Woodward y Bernstein, los que dieron la alarma en el asunto Watergate? Una vez abiertos los tabiques corredizos y retiradas las vitrinas, en "Scruples" cabían perfectamente seiscientas o setecientas personas. Esto le permitía invitar por lo menos a cuatrocientas parejas, ya que era de esperar que muchas personas no hicieran un viaje largo sólo para asistir a un baile. Invitó a unas cuantas docenas más, sin olvidar a su familia ni a Josh Hillman y su esposa. Al repasar todas aquellas páginas llenas de nombres, Spider pensó que quizá se había dejado arrastrar por el entusiasmo. Tachó varios nombres de residentes en Florida y Texas. ¿Cuántas veces al año podían ir a California? Luego, volvió a leer las listas y eliminó varios nombres más de personas dudosas, tanto en su calidad de clientes en potencia como por su celebridad. Cuando terminó, había reunido a trescientas cincuenta parejas para lo que iba a ser la fiesta de la década. O acaso la Última Gran Fiesta. Desde 243
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luego, la fiesta más cara, más fotografiada, más excitante y más comentada de los años setenta. Sin proponérselo, Billy eligió bien la fecha para el baile al fijarlo para el primer sábado de noviembre de 1976, después de las elecciones presidenciales. Aquéllos cuyo candidato había sido derrotado querían olvidar y los que se alegraban del resultado querían celebrarlo. Además, la gente quería pensar en algo que no fuera política, la libra esterlina o la contaminación atmosférica. Cuando salían los floristas y los electricistas entraban los empleados del restaurante para instalar los bares y buffets. En la planta baja, despejada para ser utilizada como sala de baile, había varios bares grandes. La mayor hazaña de Spider consistió en poner un buffet, un bar y una docena de sillas en cada uno de los veinticuatro probadores. Ninguno de los invitados de aquella noche podía dejar de recorrer el segundo piso de "Scruples" que Billy Baldwin, trabajando con mayor celeridad que en toda su ilustre carrera, había transformado en una serie divertida y fascinante de deliciosos saloncitos, cada uno de los cuales proporcionaría a sus menos imaginativos colegas motivos de inspiración para muchos años. Abajo, la música no cesó durante toda la noche. Las tres mejores orquestas de Peter Duchin se turnaban para que no hubiera ni un momento de pausa. Las puertas del jardín de invierno estaban abiertas de par en par, a fin de que los invitados pudieran salir a los jardines exteriores situados en la parte de atrás. Para que no faltara nada, había hasta luna llena. Había cierta magia en aquella noche cálida; las mujeres cualquiera que fuera su edad, con la iluminación de Ken Adams, estaban más guapas que nunca. Los hombres se sentían más románticos y más poderosos, tal vez por haber sido invitados a aquel fabuloso baile cuajado de celebridades, tal vez porque todo lo que había en "Scruples" se combinaba para responder a sus más íntimas fantasías. Incluso los continuos fogonazos de los flashes ponían en el ambiente una nota de animación. Había que ser muy misántropo para que a uno le disgustara que lo retratasen. "Scruples" se abrió a la venta el lunes. A media mañana, sabían que habían triunfado. El género que había comprado Valentine a finales de agosto fue recibido a tiempo y, unido a lo menor que había comprado Billy con anterioridad para el otoño, realizaba esa lucrativa maniobra conocida en el argot comercial por la expresión de "venderse como rosquillas". A las diez y media de la mañana, Spider tuvo que pedir seis empleados administrativos temporales a una agencia para que se encargaran de la apertura de nuevas cuentas de crédito. El chef, acostumbrado a las grandes cantidades de provisiones que se consumían en "Scandia", había calculado previsoramente, pero incluso él se asombró al ver que, al terminar el día, sus gigantescos refrigeradores estaban casi vacíos. Sus cuatro camareros, tres ayudantes de cocina y dos sommeliers temblaban de cansancio. Las vendedoras temblaban de excitación e incredulidad; 244
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ninguna de ellas había vendido tanto en un día. Las masajistas orientales casi se despidieron en bloque, aunque después se quedaron. Después de cerrar la tienda, Billy, Spider y Valentine se reunieron en el despacho de Billy. Spider se tendió en el suelo y Valentine, que durante todo el día estuvo ayudando a las vendedoras, se tumbó en el fabuloso sofá Luis XV de Billy y se quitó los zapatos. —¿Durará? —preguntó Billy en voz baja. —Puedes apostar el pescuezo a que sí —dijo Spider. —Las compras de Navidad están a la vuelta de la esquina —apuntó Valentine. —¡LO HEMOS CONSEGUIDO! —aulló Billy. —Puedes apostar el pescuezo —remachó Spider. —Necesito más existencias inmediatamente —dijo Valentine. —¡SOIS FENOMENALES LOS DOS! —exclamó Billy. —Puedes apostar el pescuezo —insistió Spider. —Treinta y ocho mujeres me han pedido que les diseñe vestidos. Necesitaré un ayudante, talleres, oficialas, telas… de todo —dijo Valentine. —Mañana mismo lo tendrás —le aseguró Billy. —Puedes apostar el pescuezo —corroboró Spider. —Y voy a tener que salir otra vez de viaje. Ya llevo un par de semanas de retraso para las compras de prêt-à-Porter de verano e invierno en Francia e Italia —dijo Valentine con voz de cansancio. —Spider, sinceramente, ¿tú conocías el negocio de la venta al por menor? —preguntó Billy. —¡Pues claro que sí, Billy! ¿Qué te hace suponer lo contrario? —Lo conoce ahora —murmuró Valentine. —¡PUEDES APOSTAR EL PESCUEZO! —gritó Billy jubilosamente. Durante toda la semana, durante todo el mes, las ventas superaron sus previsiones más optimistas. Incluso cuando el factor de novedad empezó a disiparse, las ventas se estabilizaron a un nivel excelente. La tienda del pueblo, en un principio como nota alegre y original, se convirtió en el lugar de moda para la compra de regalos y "esas cosas que no sabes que necesitas". Aquella Navidad, "Scruples" editó un solicitado catálogo para ventas por correo. El jardín de invierno, con sus celosías y sus rincones amables y discretos, sus cómodos divanes, sus sillones de mimbre y sus manteles de cretona de florecitas malva y rosa, sus cestillos de begonias, ciclamen y orquídeas, sus macetas de enormes helechos y su iluminación tenue e insinuante, fue enseguida el punto de reunión favorito para el intercambio de chismes o de noticias de importancia vital que, en muchos casos, venía a ser lo mismo. El salón principal, la Feria ideada por Spider, con el departamento para caballeros, la cueva de Ali Babá de accesorios femeninos, el pub, 245
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las mesas de cartas y los billares eléctricos venía a ser una especie de "Bloomingdale's", algo que la gente echaba de menos en Beverly Hills, un salón de recreo para adultos, un lugar en el que dejarse ver y tropezar con los conocidos, un lugar en el que la animación y la abundancia actuaban a la vez como estímulo y como sedante. Las creaciones de alta costura de Valentine la absorbían tanto tiempo y energía que Billy tuvo que contratar a dos expertos compradores profesionales para que ella pudiera dedicarse por entero a aquella actividad que tanto prestigio daba a "Scruples", pero seguía siendo jefe de compras de la tienda. Otros dos compradores, uno de accesorios y otro de objetos de regalo viajaban constantemente y sus envíos llegaban desde todas las partes del mundo. ¿Y Spider? Spider lo supervisaba todo, desde el aparcamiento hasta el último mozo del almacén, desde las ventanas hasta la cocina. Pero su función más importante era la de árbitro de elegancia, función que había asumido por iniciativa propia durante la primera semana de actividad de "Scruples". Ninguna cliente salía de "Scruples" sin que Spider aprobara su elección. Él siempre estaba presente en el momento de la decisión. Su gusto era francamente irreprochable y su especialidad era doble: convencer a la cliente indecisa de que determinada prenda le sentaba bien o disuadirla de que se llevara algo que le gustaba pero no la favorecía. Él actuaba con independencia de todo criterio comercial. Prefería que una cliente se marchara sin comprar a que luego, al llegar a casa, se diera cuenta de que se había equivocado. Si Spider detectaba ese ligero retraimiento que indica que una mujer no se siente entusiasmada y compra sólo por comprar, él procuraba disuadirla. Sólo le satisfacían realmente las ventas en las que la cliente demostraba su seguridad tratando de convencerlo a él. Por otra parte, invariablemente procuraba que la cliente se abstuviera de comprar por lo menos una de las cosas que deseaba, a fin de que, cuando llegara a su casa, la idea de haber renunciado a algo mitigara el remordimiento por haber gastado tanto dinero. A fin de pasar la inspección de Spider, tenías que elegir vestidos que fueran absolutamente adecuados para ti y además desearlos vivamente, sinceramente. En resumidas cuentas fue Spider, con su firme control sobre lo que se vendía y a quién se vendía, el factor que contribuyó más que otro alguno, a hacer de "Scruples" el establecimiento más rentable por metro cuadrado de espacio comercial de todo Beverly Hills, que es como decir de los Estados Unidos y del mundo.
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CAPÍTULO X Maggie McGregor fue la responsable de que Spider se erigiera en árbitro del buen gusto en "Scruples", pero ni él se lo dijo ni ella llegó a sospecharlo nunca. Maggie preparaba su programa semanal para la televisión con la ayuda de un equipo de periodistas que realizaban una gran parte del trabajo preliminar de documentación. Contaba también con la ayuda de infinidad de contactos, emplazados en lugares estratégicos, con acceso a los secretos de las oficinas de los agentes y de los círculos privados de los estudios. Pero delante de las cámaras hacía el programa ella sola, sin ayuda de "invitados". Atrevida, descarada, llamando a las cosas por su nombre, rozando a veces la vulgaridad, aunque sin caer en ella, Maggie aparecía sola en pantalla cuando la cámara no enfocaba al personaje entrevistado. La perspicaz Maggie sabía que el público sólo toleraba cortes de fracción de segundo en los planos de la estrella, ansioso por averiguar si había algo en su rostro que les dijera por qué había llegado a la fama. Esta posibilidad de escudriñar a placer hasta el último poro, guiño y rasgo facial de una estrella de la pantalla que había tenido que abandonar momentáneamente su pedestal para someterse al interrogatorio de Maggie, y que no estaba recitando las palabras de un guión, era el factor más apasionante del programa. El que la imagen no revelara absolutamente nada que explicara el misterio de por qué unas personas alcanzan el estrellato y otras no, no importaba en absoluto, mientras el auditorio creyera que captaba algo que tenía en su interior un átomo de verdad, algo que les permitía pensar que conocían al ser humano que había dentro de la estrella. Maggie McGregor llegó a "Scruples" el lunes siguiente al baile de reapertura, en un "Mercedes 450 SLC" azul pálido, dejándolo de mala 247
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gana en manos de James, el primer mozo de aparcamiento, al que Billy se llevara de "Saks". En aquellos momentos, según se dijo con ironía, lo que más la hacía vibrar era aquel coche nazi. Y, además, en una ciudad en la que el taller de reparaciones de la "Mercedes" cerraba a mediodía durante una hora, con idéntica indiferencia a la conveniencia de sus clientes a la que mostraba "Gucci", que hacía otro tanto, Maggie, para apaciguar su conciencia, se dijo que el "Mercedes" se fabricaba en a Alemania Occidental, país que pagaba crecidas reparaciones al Estado de Israel, pero, a pesar de todo… «¡Basta! —se dijo—. Ya estás pensando otra vez como Shirley Silverstein.» Shirley Silverstein se unió por su cuenta y riesgo al nutrido clan McGregor poco después de salir del instituto, en cuanto estuvo segura de ser lo bastante lista, lo bastante dura y lo bastante trabajadora para llegar a donde se propusiera. Pero, ¿hasta dónde? Desde luego, hasta Beverly Hills, la Tierra Prometida, adonde Moisés hubiera debido conducir a su pueblo si el muy bobo no hubiera torcido hacia la derecha en lugar de dirigirse hacia la izquierda, después de cruzar el Mar Rojo. Al dejar el nombre de Shirley, Maggie dejó también la nariz de Shirley, los quince kilos que le sobraban a Shirley y el anónimo futuro de Shirley, pero nunca trató de suavizar su punzante lengua judía con la prudencia anglosajona. Su madre solía decir con orgullo y fingida desesperación: «¡Qué lengua, la niña!» Maggie siempre creyó que su lengua era su único medio de hacer fortuna. Si sabes pensar con sagacidad, hablar con gracia, alto y de modo convincente, con un poco de suerte puedes meterte en el bolsillo al público norteamericano. Pero fue gracias a su privilegiado cerebro y no gracias a su lengua como Maggie obtuvo las becas para Barnard y la Escuela de Periodismo de Columbia. De todos modos, la madre de Maggie, cuyas extraordinarias dotes para el hostigamiento le permitieron convencer a su recalcitrante hija para que siguiera tres cursos de verano de taquigrafía, podía decir sin faltar a la verdad que gracias a ella había conseguido Maggie el primer empleo de su brillante carrera. Todos los años, los nuevos periodistas salen de la escuela cual nube de monstruosos mosquitos que asedian los departamentos de Personal de las grandes revistas de Nueva York. Si Maggie consiguió pasar del departamento de Personal de Cosmopolitan fue porque solicitó una plaza de secretaria y no de ayudante de redacción, lo que ella quería ser. Roberta Ashley, redactora-jefe, miró a aquella jovencita menuda, de veintidós años y cara redonda, inocente como la de un bebé, con una oscura melena que casi ocultaba sus brillantes ojos castaños y le preguntó con su característica simpatía: —¿Sabes taquigrafía o sólo escribes aprisa? —Pitman. Cien palabras por minuto. Tan deprisa como und hable — aseguró Maggie con aplomo.
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La redactora, mujer sensata, empezó inmediatamente a preguntarse cuánto tiempo iba a durar aquella ganga. Duró exactamente un año y medio. Mientras Maggie trabajaba con eficacia, iba aprendiendo cuanto podía sobre revistas a fuerza de observar y grabar en la memoria todo lo que se decía en los memorándums y las reuniones que tenían lugar entre su propia jefa y Helen Gurley Brown, directora de Cosmopolitan. Una mañana de invierno de 1973, Maggie se enteró de que la noche antes Candy Bergen había cenado con Helen Brown y su esposo, el productor David Brown, durante una escala de un día en un viaje de Londres a Los Ángeles. Cinco minutos después, desde un teléfono situado al abrigo de oídos indiscretos, Maggie llamaba a la estrella al hotel. —Soy Maggie McGregor, de Cosmo, Miss Bergen. Helen me pidió que la llamara. Sabemos que éste es prácticamente el último minuto y, además, Helen está en una reunión, o la hubiera llamado ella personalmente, pero, ¿podría concedernos una entrevista? Ya sé que tiene poco tiempo… ¿Nada de tiempo? Un momento, yo podría pasar a recogerla con un coche de alquiler y llevarla al aeropuerto y grabar un poco durante el trayecto. Lo normal, cuatro cosas sobre la vida, el amor, la barra de labios. ¿Hum? ¡Fantástico! ¡Helen estará encantada! La llamaré desde el vestíbulo dentro de media hora. El avión salió con cuatro horas de retraso, la divina Candice estaba locuaz y Maggie obtuvo una entrevista tan extraordinaria que Bobbie Ashley casi se consoló de la pérdida de una excelente secretaria. Era una de las pocas entrevistas hechas a un famoso que, a la obligada pregunta de: ¿Cómo es Candy Bergen en realidad? Responden de la manera que a la lectora no sólo le parece conocer a Candy y comprenderla, sino que es la propia Candy. Una vez al mes, durante los dos años siguientes, las espectaculares y reveladoras entrevistas de Maggie con las estrellas del cine refulgían en las páginas de Cosmo. El que Maggie mostrara a un actor o actriz con el alma al descubierto llegó a ser la señal de que había triunfado, como lo es para un político ser disecado en vivo por Oriana Fallaci. —Yo no los desnudo —decía Maggie con una mirada de inocencia en sus ojos color "Coca-Cola"—. Se desnudan ellos. Yo sólo procuro que no se acabe la cinta. Durante sus años de periodista, Maggie vestía faldas y blusas corrientes, el atuendo perfecto para quien pretende pasar inadvertida o aparecer inofensiva, a fin de que el entrevistado se olvide del motivo de su presencia durante el tiempo suficiente para contarle lo que el encargado de relaciones públicas le pidió que no divulgara. Su gusto en el vestir no se puso de manifiesto hasta que, al pasar a la Televisión, firmó un contrato por el que la cadena se hacía cargo de sus gastos de vestuario. El patrocinador, al ver los anodinos conjuntos de Maggie, recalcó que ella debería vestir como una embajadora del mundo del cine. Los directivos de la Televisión habían 249
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empezado a comprobar que el público no acostumbra a tomar en serio a las mujeres que se asoman a los programas informativos de la Televisión si no están elegantemente vestidas y perfectamente arregladas. Mucho menos caso harían de una Maggie que no reflejara el hechizo de Hollywood, un hechizo insidioso e intrínseco que los años no han podido disipar. Maggie, a quien se dio carta blanca y advirtió que o apareciera dos veces en televisión con el mismo vestido, pudo dar rienda suelta a su pasión por los trajes llamativos y de última moda. Desgraciadamente, tenía una figura similar a la de las mujeres de la Casa de Windsor. Al igual que la reina Isabel y la princesa Margarita, la en otro tiempo Shirley Silverstein era más bien baja, de talle corto y busto grande y tenía que luchar contra la obesidad día tras día. Pero las damas de la familia real disponen de modistas que dedican su vida a disimular estos defectos con trajes perfectamente cortados y adaptados a su silueta. Disponen también de kilos de joyas que apartan la atención del cuerpo. Y, a pesar de todo, visten mal. Maggie, desprovista de la protección de expertos diseñadores, estaba a merced de sus preferencias. ¡Y qué elecciones las suyas! Nunca había suficientes lentejuelas, abalorios, volantes o plumas. Sólo de haber podido llevar las soberbias extravagancias que solía ponerse Cher, se hubiera Maggie sentido vestida a su gusto. Sin embargo, aun en sus momentos de menor lucidez, comprendía que aquello era imposible. De todos modos, hacía lo que podía. Aquella mañana, Maggie compró en "Scruples" los vestidos que debía llevar en los seis programas siguientes. Rosel Korman, que sería su vendedora fija, tropezó con Spider que estaba dando instrucciones al escaparatista importado de "Bloomingdale's". Ufana por el importe de la venta, Rosel le dio la noticia. —¿Hay que enviárselos? —No. Se los lleva. —¿En qué probador está? —En el siete. —Rosel, vuelve a llevar al probador todos los vestidos que haya elegido. No envuelvas nada. ¿Entendido? Spider giró inmediatamente sobre sus talones por lo que no pudo ver la mirada de asombro que le dirigió la vendedora. —¿Está usted visible? —preguntó Spider, llamando a la puerta del probador de Maggie. —De momento, sí. —Miss McGregor, soy Spider Elliott, director de "Scruples". —Hola y adiós, Spider —dijo Maggie, mirándolo con vivo interés. El atractivo físico de los hombres había dejado de impresionarla automáticamente hacía tiempo, pero era lo bastante mujer para sentir cierta emoción ante la sonrisa de aquel hombre alto y maravillosamente formado que la miraba desde la puerta—. Adoro
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este lugar —agregó—; pero tengo que ir a trabajar. Y cuanto antes mejor. —Entonces procuraremos abreviar —respondió Spider en el momento en que la vendedora y una muchacha del almacén entraban con las compras de Maggie: ocho mil dólares en vestidos. —¿Abreviar el qué? ¿Y por qué no han empaquetado mis cosas? No tienen más que meterlas en una bolsa de plástico, percha y todo, maldita sea. —Yo tengo el principio de que no se debe vender a una cliente una prenda que no le haga justicia. Forma parte de la política de "Scruples". Spider improvisaba sobre la marcha. Tuvo una inspiración al oír el nombre de Maggie McGregor, a la que consideraba desde hacía tiempo la mujer peor vestida de la escena pública. Todavía no estaba seguro de cómo saldría de aquello, pero tenía la certeza de estar en el buen camino. El diván y las sillas de la habitación quedaron cubiertos por un abigarrado mosaico de telas de colores una vez Rosel y su ayudante esparcieron sobre ella todos los trajes de Maggie. Era la temporada en la que Yves Saint Laurent había desplegado sus fantasías rusas y todos los modelos adquiridos por Maggie reflejaban la adaptación de aquel estilo, realizadas en la Séptima Avenida. Maggie había elegido los vestidos más recargados que pudo encontrar. Catalina la Grande se hubiera sentido a sus anchas en aquellos modelos. Y también Mae West. La habitación era como un rincón del Museo Metropolitano de Arte después de una explosión. —¿Desde cuándo se necesitan los consejos del Hermano Mayor para ir de compras? —preguntó Maggie furiosa—. Nadie tiene que decirme lo que puedo y lo que no puedo comprar. Estaba tan sorprendida como indignada. Al igual que tantas otras personas poderosas que han adquirido el poder recientemente, Maggie era muy susceptible a todo lo que pudiera considerarse un menoscabo de sus derechos y privilegios. Todo lo que evocaba su pasada dependencia del resto del mundo era una amenaza. Spider, haciendo caso omiso de sus palabras, giraba en torno suyo, inspeccionándola como si fuera un objeto a retratar. No mediría más de un metro cincuenta y cinco y pesaría sus buenos sesenta kilos, de los cuales por lo menos siete eran busto. Ángulos, ninguno. Volumen, abundante. Spider entornó los ojos y agitó las aletas de la nariz como un sabueso que olfateara un rastro. Parecía estar hablando para sí, pero Maggie no perdía una palabra. —Sí, sí… hay de todo. Alta no lo es, ni le hace falta. No se ve ni un hueso. Eso está bien, sí… El busto, ¡ajá! Soberbio. Unos hombros de miedo… el cuello bonito, corto pero bonito… suave… sexy… unos ojos magníficos, un cutis estupendo, el talle… no importa, se puede disimular… las caderas… las caderas no resultarán tan difíciles como
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el pecho. La materia prima es de primera calidad, sólo requiere, requiere… —¡Vamos, qué, dígalo de una vez! —La exposición correcta, el acento adecuado —dijo él hablando todavía consigo mismo. Se volvió rápidamente hacia la vendedora—: Rosel, trae todo lo que tengas de la ocho, que sea estilizado, suave y sobrio. —Mientras Rosel salía rápidamente, Spider se volvió hacia Maggie, que lo miraba titubeando entre el furor y la fascinación. Como la mayoría de la gente, estaba dispuesta a escuchar la más prolongada disección verbal, siempre que ella fuera el foco de atención. Spider dejó por fin de analizar su figura y la miró fijamente a los ojos con expresión de intimidad pero sin ánimo de conquista ni de halago—. Todo se reduce a una cuestión de imagen, Maggie. Viste usted mal porque con los ojos de la mente se ve mal. —¿Mal? —Fíjese. Es cuestión de perspectiva. —Spider la tomó por los hombros y la situó de cara al espejo triple que reflejaba a los dos—. Con otra persona al lado puede hacerse una idea de cuál es en realidad su aspecto, comparado con el de los demás. Cuando nos miramos al espejo a solas, todos solemos concentrarnos en el detalle, no en el conjunto. Fíjese, Maggie. ¿Qué es lo primero que ve? —ella guardó silencio, incapaz de responder—. Pequeña, ¿verdad? — continuó Spider—. Superfemenina hasta la médula. Menuda, llenita, suave… Con eso es con lo que hay que jugar. No todo el mundo tiene tanta suerte. Pero usted no quiere verse como es en realidad. Los vestidos que ha comprado sólo podría llevarlos una Margaux Hemingway. Ahora observe. Verá lo que quiero decir. Spider cogió un suntuoso vestido zíngaro de lamé de oro y lo sostuvo delante de ella. —Mire, usted se ha esfumado, ha desaparecido. —Rosel acababa de entrar con una brazada de vestidos. Spider eligió un Halston de gasa y se lo puso a Maggie por encima, haciendo que la fina tela roja cayera suavemente desde los hombros—. ¡Eso es! Ahora ha vuelto a aparecer. Ahora podemos apreciar su esencia, Maggie McGregor, pequeña, suave, bonita y femenina: una muchacha viva, auténtica. Ahora podemos apreciar sus ojos y su cutis sin que nos distraiga el vestido. —¡Pero el estilo zíngaro es la última moda! —protestó Maggie—. Y la gasa hace años que se lleva. ¿Es que no lee el Vogue? —No trate de seguir la moda, Maggie —dijo Spider con severidad—. Le falta estatura, le faltan más de diez centímetros y no tiene la figura adecuada. Es una figura ideal para muchas cosas, pero no para llevar vestidos importantes. Yo le ayudaré a encontrar su estilo y usted deberá atenerse a él. Y no haga caso de la moda si no es para adaptarla a su persona. Cada vez que compre algo, debe procurar que haga resaltar su carácter, no que lo esconda. Pregúntese: ¿estoy
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aquí todavía o he desaparecido? Busque telas finas y suaves y formas sencillas y ponga el acento en los ojos y en el cutis. Así no se diluirá. Maggie tenía ganas de llorar. No por aquel montón de vistosos trajes de noche que no podría usar, sino por el interés que Spider demostraba hacia su persona, hacia Maggie mujer, no la estrella de televisión, la Maggie que siempre tuvo la mortificante sospecha de que tal vez no entendía de vestidos, la Maggie a la que todos adulaban y a la que nadie decía la pura verdad acerca de su aspecto. —¿Tiene usted idea de lo que me revienta descubrir que estaba equivocada? —preguntó a Spider. Era una tácita rendición. Él disimuló su contento. Era la primera vez que concretaba en palabras sus difusas ideas sobre la moda. Cuando trabajaba de fotógrafo, Spider observaba que los editores de modas elegían cuidadosamente a las modelos, a fin de que el traje y la muchacha quedaran realzados en la misma medida. Valentine, por la gracia y autoridad con que llevaba la ropa, le había hecho perder el sentido del gusto de las mujeres corrientes. Bruscamente, descubrió que eran muy pocas las mujeres que él conocía que supieran vestir de modo que acentuaran cualquier encanto natural que pudieran poseer. Probablemente, ni siquiera sabían distinguirlo. En el pasado —un pasado del que hacía apenas unas semanas—, cuando las modelos le contaban sus penas, Spider solía descubrir, entre asombrado y divertido, que aquello que él consideraba más atractivo en una muchacha —por ejemplo, una sonrisa amplia, de dientes grandes— era lo que ella más lamentaba y le hacían envidiar a las que no lo tenían. ¿Hubo alguna vez una mujer que dijera: «Quiero ser exactamente como soy, no envidio nada de las otras?» Lo dudaba. Maggie nunca supo que ella fue la primera Galatea de aquel Pigmalión, la primera de varios vientos. Maggie no aprendió el término de star fucker en la Escuela de periodismo de Columbia. El término que textualmente podría traducirse como "jode-estrellas" o, más eufemísticamente, "coleccionista de estrellas", lo oyó sólo un par de veces en Cosmopolitan, cuando era secretaria de Bobbie Ashley. Y es que, si bien Cosmo propugna, entre otras cosas, fomentar la sexualidad tanto en cantidad como en calidad, sus redactoras, siguiendo el ejemplo de Helen Gurley Brown, conservan una pureza de lenguaje casi remilgada. Como dijo en cierta ocasión Mrs. Brown: «Puedes decir todo lo que quieras, mientras lo digas como una señora.» Star fucker puede significar muchas cosas. Puede aplicarse al taxista que lleva mentalmente una lista de todas las celebridades que han subido a su vehículo o a la peluquera que, mientras peina sin gran esmero a su cliente semanal, explica con entusiasmo las maravillas que hizo la víspera en la cabeza de una presentadora de la tele. O al multimillonario que tiene las paredes del despacho materialmente cubiertas de fotografías suyas en compañía de una serie de políticos. O al monitor de gimnasia que se entretiene con los músculos dorsales 253
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de una estrellita del cine, mientras docenas de irritadas clientes esperan su atención. Este culto a las estrellas lo rinden millones de norteamericanos, aunque en pequeña escala. Por ejemplo, cada vez que compran una revista de cine o el último número de People, cada vez que escuchan el programa de Miss Rona o ven a Dinah o a Merv, o leen la columna de chismes o los ecos de sociedad. En general, es un modo inofensivo de salpicarse de polvo de estrellas o satisfacer durante un segundo el afán de sentirse bien informado. Pero para Maggie McGregor, después de ocho meses de hacer entrevistas para Cosmo, el término tenía su sentido más literal, ya que esto precisamente era lo que hacía: acostarse con actores famosos. Vino rodado. Su tercer personaje a entrevistar, y primer varón era Pershing Andrews, un joven actor de cine que había alcanzado rápidamente la fama gracias a la versión televisada de una novela famosa, que fue emitida en doce capítulos a la hora de máxima audiencia y Maggie tuvo que seguirlo por Nueva York durante varios días. Puesto que hasta entonces sólo había entrevistado a mujeres, ella no podía saber que hablar con una celebridad del sexo masculino le haría descubrir en sí misma un fondo de timidez insospechado. De pronto, a pesar del escudo protector que le brindaban el bloc de notas, los afilados lápices y la grabadora, y a pesar del respaldo de la revista, durante la entrevista, empezó a preguntarse si realmente estaba todo lo atractiva que podía estar. Tenía que vencer constantemente el temor de que en sus preguntas pudiera advertirse una provocación sexual. Aunque Pershing parecía galantearla, la entrevista tenía el tono de una conversación entre tímidos adolescentes. Maggie obtenía sólo respuestas anodinas a sus preguntas y no tenía el recurso de apoyarse en el tópico de "de mujer a mujer". De pronto, Maggie comprendió que es muy difícil trazar la línea entre la buena periodista que va en busca de una buena entrevista y la mujer; hacer a un hombre al que acababas de conocer preguntas agresivas e indiscretas, la clase de preguntas que había que hacer para obtener respuestas sabrosas, era, cuando menos, violento. De nada le servía tener sólo veintitrés años, una figura pequeña y apetitosa, ojos oscuros y alegres y un cutis fino y sonrosado. Para obtener la clase de entrevista que ella deseaba y sentirse lo bastante libre de su cuerpo para adentrarse en la personalidad del entrevistado, hubiera tenido que parecerse a una Lauren Bacall, no a la de antes sino a la de ahora. O mejor, a una Lillian Hellman. Antes ya de la entrevista a Pershing Andrews, Maggie había descubierto que, en el fondo, las estrellas odian, temen y desprecian a la Prensa en la misma medida en que saben que necesitan de ella. Y la Prensa está, a un mismo tiempo, deslumbrada y desdeñosa. Pero mientras los periodistas pueden expresar en sus escritos sus 254
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ambiguos sentimientos, las entrevistas tienen que ocultar los suyos tras una máscara. Ante los periodistas del sexo masculino, la máscara es la camaradería; con las mujeres, a menudo toma la forma de la seducción, la seducción verbal siempre y la seducción pura y simple muchas más veces de las que el público imagina. Pershing Andrews era acompañado a todas partes no sólo por Maggie, sino también por un encargado de relaciones públicas que se le asignó para todos los días de su estancia en Nueva York. Es requisito obligado para todas las estrellas, salvo las más sólidamente establecidas y las más recalcitrantes; las agencias están decididas a proteger sus inversiones y para ello no vacilan en colocar un acompañante a modo de perro de pastor a cada uno de los talentos que poseen, por temor a lo que el talento pueda decir o hacer si le dejaran solo. La presencia del agente de Prensa es garantía prácticamente infalible de que la entrevista ha de ser insulsa, pero la agencia opina que mejor insulsa que polémica o estúpida. Es tal su desconfianza hacia los actores y actrices a los que representan que les aterra pensar lo que un reportero listo podría averiguar si se quedara a solas con ellos. Y, generalmente, tienen razón. Después de pasar dos días con Andrews y su agente de Prensa, recibiendo respuestas envaradas y sosas a sus preguntas, Maggie ideó un plan encaminado a crear entre los dos un clima de complicidad que le permitiera convencer a Andrews para dar el esquinazo al guardián. En "Sardi's", mientras el agente iba a orinar, Maggie atacó. —Mire, Pershing, aquí no tengo absolutamente nada. —Le mostró el bloc con ademán acusador—. Estuve repasando las notas antes del almuerzo y está quedando como un plato de pasta sin sal. ¡Eeeh! No creo que esto llegue a interesar a Helen, a no ser que yo consiga animarlo un poco. Sé que hay un buen material, que podríamos sacar una entrevista fabulosa, pero con ese pelmazo al lado me siento cohibida y usted también. ¿Ha visto alguna vez bailar el vals a tres personas juntas? —le hizo una mueca, como diciendo: «Lo intentaste, pero no se puede ganar siempre», para darle a entender que si Cosmo no podía publicar la entrevista con Pershing Andrews no tendría la menor dificultad en sustituirla por otra con Warren Beatty o Ryan O'Neal. —¡Mierda! ¿Tan mal está? —Eso temo. Pero, ¿qué puede usted hacer? Él tiene su trabajo, como todo el mundo. Es el sistema. Maggie se encogió de hombros con tanta elocuencia que a Andrews le pareció ver ya su nombre tachado del codiciado número de diciembre. —¡Qué lata! No puedo sacármelo de encima hasta después de la cena, pero por la noche tiene que ir a su casa, en Larchmont. Podríamos vernos después, ¿no?
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Maggie lo pensó el tiempo necesario para que su vacilación resultara convincente. —¿Por qué no? Anularé la cita que tenía. No era nada importante. ¿Dónde y cuándo? —En mi hotel, a las once. A esa hora ya se habrá marchado. —De acuerdo —dijo ella, con su voz más seca y profesional. Pero su pensamiento galopaba. Maggie había tenido varias aventuras amorosas de poca importancia, pero nunca había estado a solas con un joven actor en la habitación de un hotel. Se recordó a sí misma que aquello era un asunto de trabajo y se sintió aliviada. Sin embargo, la idea de estar a solas por la noche en un hotel con Pershing Andrews que, a fin de cuentas, era muy atractivo y que durante los dos últimos días había causado sensación dondequiera que iban y además era UN ACTOR DE CINE, daba a la entrevista un carácter de cita. Durante un momento, Maggie experimentó la sensación de estar a punto de hacer algo increíblemente fabuloso y un poco clandestino. —Podríamos cenar —añadió él—. Tengo una suite espléndida, con vistas al parque. Una suite. Mejor. Eso hacía cambiar las cosas. No había nada sugerente en cenar en una suite, la invitación no denotaba nada especial. Y Maggie obtuvo una entrevista sensacional. Aquella noche y la siguiente. Su trabajo "Vida y Milagros de una Gran Promesa" se convirtió en un clásico del género. También tuvo que acostarse con aquel joven valor, tal como ella se proponía. ¿Deliberadamente? ¿Inconscientemente? ¿Qué importaba? Y también descubrió algo sobre sí misma, después de que el proceso de seducción se repitiera con todos los hombres de cine a los que entrevistó que no eran homosexuales. Maggie era una coleccionista. Para ella, lo importante no era que el acto sexual fuera bueno, malo o regular, sino que ella, Maggie McGregor, se había acostado con un famoso. A ella le excitaba la fama. En cuanto se quedaba a solas con un hombre famoso, ella había recorrido ya las tres cuartas partes del camino hacia el orgasmo. Él no tenía que esforzarse mucho para hacerla vibrar. Lo único que ella necesitaba ea ver aquella cara famosa encima de ella, debajo de ella o al lado de ella, aquella cara famosa, en la cama con ella, Maggie McGregor, una desconocida, y el acto sexual adquiría una nueva dimensión; el erotismo, de la situación estaba determinado por la fama del hombre, fama que en aquellos momentos ella compartía. Maggie aprendió a dar por descontado que, una vez terminada la entrevista, terminaría la aventura. En un principio, pensó que tal vez aquellas relaciones pudieran trasladarse a la vida real, pero después descubrió que, a menos que ella estuviera trabajando en la entrevista, el famoso no estaba dispuesto a tener una aventura con una simple periodista. Para ellos, una vez terminada la entrevista, 256
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Maggie pasaba a la categoría de simple admiradora, una chica mona, pero no para tomarla en serio. Cada mes una entrevista, otra muesca para el cinturón, otro nombre que agregar a la colección. Aunque Maggie era una judía provinciana, que tenía principios provincianos y judíos, sus aventuras sexuales con las estrellas no le parecían violar los principios aprendidos en el hogar. Nada tenían que ver con el amor, el compromiso o la lealtad. Eran gajes del oficio. Sin embargo, había algo que la preocupaba. No tenía que ver con la moral ni con los escrúpulos de conciencia; ni con la íntima convicción de que su conducta era mediocre o fácil —¡ah, esas fatídicas palabras de la adolescencia, que ella ya había superado!—, pero, desde luego, había algo. Maggie no descubrió qué era ese algo hasta que conoció a Vito Orsini. Vito Orsini era el primer productor que Maggie entrevistaba. Sus ideas acerca de los productores cinematográficos eran vagas y reflejaban los tópicos más usuales. No había habido grandes productores desde Thalberg, ¿o era Louis B. Mayer? ¿O Selznick? De todos modos, todo el mundo sabía que la Era de los grandes productores había pasado, que los que ahora se llaman productores no son sino una especie de agentes que coordinan un equipo de estrella, guionista y director y lo venden a unos estudios, o bien personas a sueldo de los estudios que se utilizan principalmente a modo de enlaces entre los jefazos de los estudios y el director, unos superintermediarios, vamos. El director y el guionista son los reyes: toda la gloria, para ellos. Esos señores desconocidos y de mediana edad, que casi siempre por parejas, suben al escenario la noche de los Oscar para recibir el Premio a la Mejor Película, ¿son productores o gente de los estudios o qué? Aunque importaba. Los productores son hombres de negocios, no eran estrellas. Sí, por supuesto, Bob Evans es un productor estrella. Pero el suyo es un caso especial: él salía en las películas. Estos tópicos que Maggie aceptaba tan fácilmente tenían, como casi todos los tópicos, sólo cierta medida de verdad. En el caso de Vito Orsini, no tenían absolutamente nada de verdad. Él pertenecía al pequeño grupo de productores que son el pegamento mágico que una las distintas facetas de una película. hay varios hombres de éstos en Hollywood, Inglaterra, Francia e Italia, y probablemente los habrá siempre. No existe sustituto para el hombre que hace posible una película, desde el momento de la germinación hasta que empiezan a formarse las colas delante de la taquilla. Vito Orsini era productor por vocación. Sus películas se basaban en ideas propias, en los libros que leía o en los guiones que le enviaban. Una vez decidía un proyecto, su primera misión era conseguir la financiación de la película. cuando este elemento fundamental de la producción se había conseguido, él podía dedicar gran parte de su atención al guión, a discutir sus posibles retoques con el guionista o guionistas y a influir en su forma definitiva. Más de una vez, había 257
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adelantado dinero a los guionistas para una adaptación o revisión antes de conseguir la financiación de la película. el propio Vito Orsini contrataba al director, elegía a los actores, con ayuda del director, reclutaba al equipo técnico y seleccionaba los exteriores. Él controlaba todos los pases de la película hasta que se empezaba el rodaje. En este momento, había dedicado ya al proyecto un año de actividad creadora por lo menos. A diferencia de algunos productores de gran éxito, como Joe Levine, que han puesto su marca de producción a cientos de películas, Vito no delegaba la responsabilidad. Él nunca cedía a un empleado, por muy bien pagado que estuviera, el derecho a imprimir en cada película su sello personal. Para él lo importante era la película, no el negocio. Stanley Kubrick ha producido once películas en veintidós años. Carlo Ponti ha producido más de trescientas en menos de cuarenta. Hay productores y productores. Desde su primer éxito, conseguido en 1960, a los veinticinco años hasta el día de 1977 en que se casó con Billy Ikehorn, Vito Orsini produjo veintitrés películas. Algunas veces, trabajaba en tres películas a la vez, una en fase de preparación, otra en rodaje y otra en periodo de montaje. Aunque Vito Orsini trabajaba en Europa tan a menudo que mucha gente lo tomaba por italiano, en realidad había nacido en los Estados Unidos y era hijo de Benvenuto Bologna, un joven florentino que emigró a los Estados Unidos mucho antes del nacimiento de su hijo. Benvenuto pronto se percató de los inconvenientes que suponía llamarse igual que una especialidad culinaria y adoptó el nombre de Orsini, como han hecho tantos otros italianos con menos justificación. Hizo una bonita fortuna en el comercio de platería al por mayor y se instaló con su familia en el próspero rincón del Bronx llamado Riverdale, donde tenía de vecino al maestro Toscanini. En 1950, a la impresionable edad de quince años, Vito vio su primera película italiana, Arroz amargo, producida por Dino de Laurentiis. A partir de aquel momento, se sumió en la corriente avasalladora del cine italiano de después de la guerra y eligió por héroes a De Laurentiis, a Fellini y a Carlo Ponti. Estudió Cinematografía en la Universidad de California y, después de terminar sus estudios, mientras sus condiscípulos entraban a trabajar en las oficinas de los estudios "Universal" o "Columbia", Vito se fue a Roma. Allí trabajó de hombreanuncio, extra, especialista, guionista, ayudante de dirección y subjefe de producción hasta que, a los veinticinco años, produjo su primera película. El éxito de Vito se debía a que su afición al cine corría parejas con su inteligencia y su sensibilidad y estaba potenciada por su gran energía. Su primera película pertenecía al género llamado posteriormente "Spaghetti Western". Le dio dinero, al igual que sus tres películas siguientes, comerciales y sin pretensiones. Finalmente en 1965, a los treinta años, su expediente profesional le permitió obtener el apoyo económico que requerían las 258
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películas que él quería hacer. Desde entonces, nunca tuvo que mirar atrás. Cuando empezaba a rodarse la película, Vito, de mala gana, tenía que aflojar las riendas de la producción, para dejar en libertad al director. Una vez empieza a rodar la cámara, la película le pertenece al director. Vito procuraba limitar sus visitas al plató a dos al día, una por la mañana y otra por la tarde, aunque no siempre conseguía respetar esa limitación y se sentía como la madre a la que no se permite presenciar la crianza de su propio hijo. En el plató, se le veía situado, con toda discreción, a unos siete metros detrás del director, ligeramente hacia un lado, de modo que, reduciendo su campo visual, podía observar todo lo que veía el director, y al mismo tiempo, comprobar el funcionamiento del equipo, sorprender la actitud de los actores que no estaban rodando y vigilar a los actores de reparto. ¿Por qué estaba leyendo una revista esa chica si tenía que aparecer en la toma siguiente? ¿Quién era el tío que hacía tanto ruido al mascar chicle? ¿Por qué ese ayudante electricista no podía esperar para ir a mear? La persona que no era capaz de aguantar a un chinche no trabajaba dos veces para él, pero eran muchos los trabajadores del cine que admiraban su perfeccionismo y soportaban de buen grado a Vito, al que muchos llamaban también La Mamma. Cuando no estaba en el plató, se le esperaba de un momento a otro, se encontraba en una reunión, no se le podía molestar hasta al cabo de cinco minutos, volvería en cuanto terminara o había tenido que salir un momento, pero enseguida estaría allí otra vez. Y siempre, al igual que la realeza, Vito estaba donde decía estar y acudía a las citas puntualmente. Un productor con vocación pasa las veladas viendo las tomas del día y las secuencias de días anteriores montadas provisionalmente. Durante el día, cuando no está en el plató, anda en busca de dinero para financiar futuros proyectos, supervisa los últimos detalles de producción de la película anterior, asiste a sesiones de montaje, ayuda a buscar la música adecuada, está presente en el doblaje y mezcla de sonido y mantiene el control de la película hasta que la campaña publicitaria está en marcha, vigila las cifras de taquilla, repasando, en caso necesario, los libros del distribuidor para comprobar que recibe el tanto por ciento correcto. Y desde luego, contrata la venta de la película a Kuwait, a la Argentina o a Suecia. Antes de acostarse, puede hacer media docena de llamadas a las salas que proyectan su última película para preguntar al empresario a cuánto asciende la recaudación del día. Una vida muy agitada, con momentos de euforia y de depresión, una vida que sólo elegiría el productor con vocación. En el otoño de 1974, cuando Maggie recibió el encargo de entrevistar a Vito Orsini, éste se hallaba rodando exteriores en Roma, para una película de Belmondo y Jeanne Moreau de la que todavía quedaban dos semanas de rodaje. La ilusión de conocer Europa compensó a 259
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Maggie de la decepción sufrida al enterarse de que tenía que entrevistar a Orsini y no a Belmondo, por quien siempre sintió gran debilidad. La revista le había reservado alojamiento en el modesto "Hotel Savoia", a media manzana escasa del célebre "Excelsior", cuartel general de los cineastas en la Vía Veneto y a una cuarta parte del precio. La "Hearst Magazine Corporation" se ha distinguido siempre por su conservadora actitud hacia las cuentas de gastos. Antes de salir a entrevistar a una estrella del cine, Maggie solía ir a la Biblioteca Pública de Nueva York a documentarse para hilvanar sus preguntas, siempre certeras, cargadas de mala intención y totalmente inesperadas. Pero para entrevistar a un productor, la pérdida de tiempo que suponía aquella engorrosa visita a la biblioteca, donde siempre faltaba precisamente el expediente más interesante, no parecía merecer la pena. Ella había visto las dos últimas películas de Orsini, que habían hecho las delicias de los críticos, y era suficiente. La suite de Orsini en el "Excelsior" era exactamente lo que ella esperaba: suntuosa, impresionante, con teléfonos que sonaban, dos secretarias que escribían a máquina, varias personas que esperaban en actitud impaciente y llamaban al servicio de cocina y un télex que recibía mensajes. Maggie comprendió inmediatamente que allí no podría trabajar. ¿Cómo se puede hacer nada entrevista a una persona que, primero, no te interesa especialmente, y segundo, es el centro de un torbellino? En su trabajo, Maggie se apoyaba en un tono de intimidad, en un ambiente propicio a las confidencias. Sin embargo, exactamente a la hora convenida, una de las secretarias la hizo pasar al despacho de Orsini, el más pequeño de los tres salones de la suite. Tan pronto como vio a Vito Orsini, Maggie empezó a sospechar que sus ideas acerca de los productores no correspondían a la realidad. En algunos aspectos, él se ajustaba al tipo clásico: traje a medida de Brioni, corte de pelo a la italiana, el reloj de Bulgari y relucientes zapatos de fino cuero. Pero, ¿dónde estaba el hombre bajito y grueso con el puro en la boca? ¿Dónde estaba el calvito de cómico acento? Ella esperaba que Vito Orsini tuviera pinta de italiano, pero no de noble César. Su rostro se iluminó. —Bienvenida a Roma, Miss McGregor. —Por si fuera poco, hablaba sin acento y acababa de besarle la mano con elegancia. —¡Caramba! —exclamó Maggie que tenía la especialidad de las salidas deliberadamente patosas—. Yo le hacía mucho más viejo. —Treinta y ocho años —dijo Vito, obsequiándola con una sonrisa que indicaba claramente que, si ella era deliciosamente joven, él todavía no se consideraba viejo. La sonrisa, más que partir de sus ojos, parecía brotar a través de ellos. Su nariz tenía una audaz línea preconsular y su tez era de bronce. Su persona irradiaba magnetismo. Tenía la presencia de un gran director de orquesta. —Dígame —murmuró Maggie, sin abandonar su aire de ingenuidad—, ¿qué hace exactamente un productor cinematográfico? —había 260
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decidido que, en este caso, la ignorancia sería lo más apropiado. Tal vez lograra inducirle a hacer algún comentario del que se arrepentiría durante toda la vida. Éstas solían ser las mejores entrevistas. —Menos mal que me lo ha preguntado —dijo Vito—. No tiene idea de cuánta gente me ha entrevistado sin saber a ciencia cierta, ni siquiera vagamente, lo que hago. Les da pereza averiguarlo. Voy a explicárselo bien. pero ahora no, tengo que estar en los estudios dentro de quince minutos. ¿Podríamos cenar juntos esta noche? Entonces hablaríamos. «Como quitarle el caramelo a un niño», pensó Maggie mientras movía afirmativamente la cabeza. —Pasaré a buscarla a las ocho e iremos a uno de mis sitios favoritos. Mientras, recuerde que la tienda de Gucci es tan cara aquí como en Nueva York, conque no pierda la cabeza. Los productores cinematográficos que sobreviven invariablemente son ahorrativos. Aquella noche, en el "Hostario dell'Orso", Maggie no tuvo que recurrir a sus trucos de entrevistadora: la habilidad para encontrar la yugular, el arte de sacar una buena respuesta con una mala pregunta, el sentido de la oportunidad para hacer una confidencia a fin de eliminar suspicacias, la necesidad de dosificar la familiaridad y la deferencia… Lo único que tenía que hacer era escuchar. Vito estuvo hablando sin parar durante tres horas. Y aún decía que no había hecho más que empezar. —Basta, Vito, por favor. Se me ha terminado la cinta y tengo calambres en los dedos de tanto escribir. Sé más cosas de las que cualquier ser humano normal pueda desear leer. —Suelo hacerle esto a la gente. La culpa es suya, por preguntar. No la habían prevenido, ¿verdad? —Nadie me dijo nada. Sólo que tomara el avión y viniera a hablar con usted. —¿Por qué no volvemos a mi hotel y hablamos de usted? —Creí que no iba a proponérmelo. Por Vito supo Maggie qué era lo que la inquietaba cuando se acostaba con un famoso. Aquello no era hacer el amor. Pero Vito Orsini era un gran romántico. Cuando se acostó con él, Maggie sintió inmediatamente que ella era la estrella de aquella producción. Por primera vez en su vida, le parecía que su opulento busto y sus voluptuosas caderas eran estupendos atributos, cuando no eran comparados con el ideal norteamericano. Supo que existía un famoso que no creía estar haciéndole un favor especial al permitirle trabar conocimientos con su pene. Ni en aquella primera noche ni en las otras noches que pasó con Vito experimentó Maggie aquella 261
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sensación que ella trataba de ahogar en sus otras experiencias sexuales, la de ser un subalterno al que se permite ver fugazmente cómo viven los superiores. Vito la curó para siempre de lo que ella llamaba su "complejo de primera camarera", la sensación de brillar con luz ajena. Maggie pasó dos semanas en Roma, a principios del cálido otoño de 1974, enviando cada tres días un cable a la oficina para comunicar que tenía dificultades en conseguir la entrevista con Orsini, que estaba muy ocupado y no podía recibirla. En Cosmo, todo el mundo lo comprendía. Ya se sabe cómo son los productores italianos. Gente imposible. Maggie y Vito se convirtieron en amigos entrañables, en compañeros de conjura contra una fuerza anónima y en sinceros admiradores de la mente y del físico del otro. A veces, Maggie se preguntaba si aquella relación se disolvería en la nada al igual que las otras, una vez se hubiera publicado el artículo. Pero, poco a poco, fue adquiriendo confianza en Vito. No siempre serían amantes, pero siempre serían amigos. Vito dejaba que Maggie estuviera presente en todas sus conferencias, escuchara todas sus conversaciones telefónicas y viera con él las tomas del día. Al cabo de dos semanas, Maggie entendía de la mecánica y del aspecto comercial de la producción cinematográfica más que cualquier periodista especializado en cine, conocimientos que le sirvieron de gran ayuda cuando tuvo su programa de televisión. Pero esto no sería sino seis meses después, seis meses durante los cuales Maggie escribió otras cinco semblanzas de estrellas de cine y descubrió que para escribir sobre un famoso no necesitaba acostarse con él. En realidad, la facultad que desarrolló para mantenerse a distancia llegó a ser su arma más poderosa. Cuando ya no le hizo falta que el personaje le hiciera el amor, aunque no fuera más que una noche, fue capaz de verlo claramente, de enfocarlo con precisión. Sus entrevistas perdieron ese matiz, tan común en el género, que revela más lo que piensa el periodista que lo que es el personaje en sí. Al releer sus primeras entrevistas, Maggie se desesperaba por las oportunidades que había perdido de hacer un periodismo realmente revelador a causa del recuerdo de una cara fotogénica que se inclinaba sobre ella. En la primavera de 1975, seis meses después de que Maggie se despidiera de Vito en Roma, ella se enteró de que él se encontraba en México, donde se rodaban los exteriores de su nueva película, La nave lenta. El protagonista, Ben Lowell, era uno de los cinco actores más taquilleros de los Estados Unidos, especializado en papeles de hombre fuerte y bravo y admirado tanto por los hombres como por las mujeres. El principal papel femenino estaba a cargo de una actriz inglesa, brillante y con fama de escándalo que, según se decía, era un demonio en la cama y poseía el vocabulario más sucio y más divertido de lo que quedaba del Imperio Británico.
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Maggie convenció a sus jefes de Cosmo de que aquél era el momento más oportuno para entrevistar a Ben Lowell, el más típicamente norteamericano de los actores, en una época en la que los actores típicamente norteamericanos escaseaban. El verdadero motivo por el que Maggie quería ir a aquel pueblecito de México, caluroso, incómodo y donde se comía atrozmente, era volver a ver a Vito, desde luego. Maggie era el único miembro de la Prensa que se atrevió a ir a México. Joe Hyams, Jane Howard, Laura Cunningham y una docena de periodistas menos importantes declinaron cortésmente la invitación de hacer un largo viaje en un avión chárter hasta aquel mísero pueblo de pescadores cuyos únicos atractivos eran un mar siempre en calma y una auténtica sordidez tropical. No faltarían otras invitaciones más agradables. Nunca faltaban. Vito abrazó a Maggie en la deteriorada pista de aterrizaje, tan pronto como ella bajó de la avioneta —¿Qué tal la película? —preguntó Maggie a modo de saludo. —Un desastre. —¿Cómo puedes estar tan seguro? —Me huele mal. —¿Qué quieres decir? —No puedo explicártelo con exactitud. Son muchas cosas y hasta ahora sólo he descubierto algunas. Pero me huele mal, Maggie, es la verdad. Después de un día en el plató, observando y tomando notas mentalmente, como solía hacer antes de empezar una entrevista, Maggie estaba completamente desconcertada. Ella sabía de la lentitud de los rodajes, pero en el plató de La nave lenta había una tensión extraña. Sólo pasear por allí le producía una viva ansiedad, a pesar de que Maggie había aprendido a disociarse de las explosiones de mal humor que suelen producirse en un plató, pues en cierto modo, eran su elemento de trabajo, al igual que un reportero no se siente personalmente involucrado en el accidente de tráfico del que ha de informar. Maggie ocupaba la habitación contigua a la de Vito en el mejor de los tres astrosos moteles de la población que habían sido arrendados para alojar a actores y equipo técnico. Su clientela habitual consistía en aficionados a la pesca submarina y pilotos de aviones privados que eran los únicos forasteros que se aventuraban hasta aquel remoto lugar. Vito y Maggie cenaron juntos en el depósito de víveres instalado para todo el equipo. La comida local era un billete directo a la gastroenteritis, por lo que el grupo disponía de dos cocineros californianos que guisaban al estilo de California los víveres que eran enviados por avión desde San Diego, la ciudad grande más próxima 263
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que, no obstante, estaba a casi mil kilómetros. También se había tenido que importar al médico, llegado de la ciudad de México, pues en el villorrio no había. Cuando regresaron al motel, Maggie se puso una bata, entró en la habitación de Vito y se metió en la cama con él. —Vito, si no te quisiera tanto, mañana mismo volvía a casa y mandaba a Ben Lowell a paseo. Pero te quiero, y mucho. Conque dime qué diablos pasa aquí y qué está haciendo la luz y la gracia de la Vía Veneto en este pueblo, si es que se le puede llamar pueblo. —Maggie, ¿conoces el refrán que dice que el pescado empieza a oler mal por la cabeza? Este asunto empezó mal desde el primer día. Me dejé convencer para fijar una fecha de comienzo a pesar de que sabía que el guión no estaba a punto. Unos grandes estudios adelantan el dinero, pero son un hatajo de bandidos, y se han empeñado en que la película se estrene en Navidad. De modo que tuvimos que buscar sol y mar, o no habría película. En estos momentos, está lloviendo en todo el mundo menos aquí y en Arabia Saudita. También eran las únicas fechas en que podíamos disponer de Ben Lowell y Mary Hanes. Si no los utilizo ahora, no estarán libres los dos a la vez hasta dentro de dos años. Conque era ahora o nunca, y dejé que me apretaran. No es la primera vez que esto sucede, pero hasta ahora siempre pude capear el temporal. Lo que ahora ocurre, en cambio, es francamente increíble: el guionista no hace más que vomitar y cagar durante todo el día; no me sorprendería que hubiera salido a comer algo por ahí. El jefe electricista se rompió una pierna y tuvimos que enviarlo en avión a Los Ángeles, el generador de corriente se ha parado diez veces durante el rodaje nocturno, la script es sorda, ciega o las dos cosas, tuve que contratarla a última hora, cuando la mía se casó y me dejó plantado… Podría continuar, pero, ¿por qué molestarse? Era la primera vez que Maggie veía a Vito sin aquel aire de optimismo que él mantenía en los momentos de crisis. —Eso son detalles, Vito. ¿Y el rodaje? Él respondió con un elocuente ademán latino que indicaba esperanza y desesperación a partes iguales. —Entonces, tal vez valga la pena, ¿no? —Maggie sentía la necesidad de animarle. No quería aludir a aquella extraña tensión que se advertía en el plató, ya que él no la había mencionado. Tal vez era consecuencia de todos aquellos incidentes. —Ojalá —dijo Vito con voz apagada. Ella tuvo un sobresalto. —En cualquier caso, no sería el fin del mundo. Canby y el propio John Simmon hicieron grandes elogios de la película de la Moreau y Belmondo. Tus dos últimas películas han tenido unas críticas excelentes. —Pero, en taquilla, miente. Nada. Lo que es darme dinero… Antes se casaría el Papa. Por lo visto tú, como todo el mundo, imaginas que
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las buenas críticas automáticamente significan dinero. En Nueva York, quizá… —¡Oh! —Maggie estaba atónita. La fastuosa vida que llevaba Vito, sugería unos recursos inagotables. Nunca había pensado que el único dinero que un productor tiene seguro cuando empieza una película es el de sus honorarios y que su verdadera compensación económica son los beneficios—. No lo entiendo —dijo Maggie al fin. —Maggie, ¿cuántas películas dan dinero? —Pues… muchísimas. De lo contrario, no seguiríais haciéndolas. —Una de cada cuatro. El veinticinco por ciento de todas las películas que se hacen dan beneficios, pero son unos beneficios tan grandes que mantienen en pie los estudios. —Pero tu sueldo de productor… tú lo cobras, aunque la película no dé beneficios. —Depende —dijo Vito, haciendo una mueca, como si acabara de probar una medicina amarga—. Se da el caso de que en mi última película y en ésta era tan difícil conseguir financiación que tuve que supeditar mi sueldo a la obtención de beneficios. La película de Belmondo se fue por el agujero del retrete y estoy a dos velas, Maggie. Ella lo miró. A dos velas, con aquel pijama de seda y la bata con las iniciales bordadas. —No tenía ni idea. —Ni nadie. Es un secreto del sindicato de productores. Somos un hatajo de jugadores. Es peor que apostar a las carreras de caballos. Por eso no tenemos una verdadera asociación. Nos da miedo que alguien se vaya de la lengua. —¡Oh, Vito, amor mío! Todo saldrá bien. Con Ben Lowell y Mary Hanes no puedes perder. Con toda la sexualidad animal en la pantalla… Esa pareja son de las seis personas más sexy del mundo. Y la gente se muere de ganas de ver una auténtica historia de amor. Vito, estoy segura de que va a ser una bomba. —Maggie le abrazó fuertemente. —Que Dios te oiga —respondió Vito, empleando la expresión favorita de la madre de Maggie. A la media hora, Maggie se sintió mal y tuvo que salir corriendo hacia su habitación. El cólico del turista. Y, sin embargo, no había probado la comida mexicana. Pero México es México. Durante aquellas dolorosas veinticuatro horas, hubo otra baja, pero una baja que no podía curarse con "Lomotil". Aquella noche, un joven y guapo actor, Harry Brown, el doble de Ben Lowell, tropezó con un cubo de la basura en el callejón, detrás del motel, y cayó. Se dio un golpe en la cabeza con un trozo de cemento afilado, con tan mala fortuna que perdió el conocimiento, y murió desangrado antes de que lo encontraran. Mientras el médico extendía el certificado de defunción, Ben Lowell fue a hablar con Vito.
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—¡Dios mío, hacía años que lo conocía! Todavía no puedo creerlo. ¡Es espantoso! Fue mi doble en mis tres últimas películas. No tenía a nadie en el mundo. Era un vagabundo hasta que llegó a Hollywood. Hace dos años que le di el empleo. Él quería ser actor, pero no servía. ¡Pobre chico! ¡Pobre Harry! Se crió en el campo, en una granja de no sé dónde. Ya no podrá decírmelo. Hemos de celebrar el funeral cuanto antes, Vito. Aquí hace mucho calor. —¿Era católico? ¿Tienes alguna prueba? —No. ¿Cómo quieres que lo sepa? —Entonces no podremos enterrarlo aquí. Con lo poco que nos quieren en este pueblo, nunca nos dejarían enterrar en su cementerio a un no católico. Los dos hombres se miraron. Habría que pedir un avión rápido a Los Ángeles para que se llevase el cadáver. Habría que organizar un funeral a distancia y correr con muchos gastos. —Vito, el chico tenía debilidad por el mar. ¿Va contra la ley sepultarlo en el mar? —Creo que debemos enviarlo a Los Ángeles, Ben. Los estudios lo cargarán en la cuenta de gastos. —Vito, te digo que a él le hubiera gustado que lo echáramos al mar. Estoy seguro. Harry tenía horror a que lo quemaran o lo sepultaran bajo tierra. Insisto, Vito. —El actor temblaba con una emoción que Vito no identificaba. No era dolor ni irritación al verse contrariado. Y entonces repitió con voz chillona—: ¡Insisto en ello! —y Vito reconoció la emoción. Era miedo—. Vito, si no lo sepultamos en el mar, yo no podré terminar esta película. Me pondré enfermo de pensar que está bajo tierra, sabiendo que aborrecía la idea. De tan enfermo, no voy a poder trabajar. Miedo, y además, coacción. —De acuerdo —dijo Vito—. Yo lo arreglaré todo. Harry Brown fue discretamente sepultado en el mar aquel mismo día. Vito no podía permitirse no ceder a la coacción de Ben Lowell. A Maggie no se lo había contado todo; no le había dicho que, a causa de la escasa rentabilidad de sus dos últimas películas, había tenido que hacer un depósito en garantía del cumplimiento del plazo fijado para la terminación de La nave lenta y que, para reunir el dinero, se había visto obligado a vender su casa de las afueras de Roma, y su colección de litografías. Pero lo hizo con los ojos abiertos. Un productor ha de tener fe en su criterio, aunque ello suponga arriesgar cuanto posee. Sin embargo, Vito Orsini sabía que tendría que averiguar el por qué de aquella coacción. La película se le escapaba de las manos. Todo el día siguiente al de la improvisada ceremonia fúnebre lo pasó el director filmando y volviendo a filmar una escena clave entre Lowell y Hanes. Incluso antes de ver las tomas del día, Vito sabía que carecían de los elementos de una buena película. Vito, haciendo caso omiso del enojo del director, pasó todo el día en el plató, observando, 266
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observando y observando. Vio pequeños detalles, ninguno excepcional en sí, pero para la fina percepción y la aguda intuición de Vito fueron suficientes. Después de la cena, Vito se fue a la habitación de Mary Hanes. La encontró vestida con la parte de debajo de un bikini negro y un pañuelo de gasa roja atado al pecho a modo de sujetador. A pesar de su delgadez, aquella mujer tenía una cualidad carnal que hacía que a Vito le diera la sensación de entrar en la jaula de una pantera cada vez que estaba a solas con ella. Aquella muchacha, de belleza angelical tenía un aire perverso y peligroso, combinación que había hecho de ella una estrella. —Hola, aquí tenemos a nuestro maldito productor en persona. ¿O hay que decir maldito enterrador? —estaba tendida en la revuelta cama y la habitación olía a marihuana. —Mary, el porro es peligroso en México. Y fuera de México también, si lo mezclas con whisky. Menos mal que no lo tomas con hielo, pues el agua podría ser todavía peor. —Vito, tú no eres un mal tipo. —Le pasó el cigarrillo y él dio una chupada, manteniendo el humo en la boca—. Casi me alegro de que hayas entrado, serás mi paño de lágrimas. Empezaba a ponerme triste. —Hoy me pareció que algo andaba mal. —A Mary no le gusta que le quiten a su chico guapo y lo tiren al mar azul y profundo… azul, azul, azul… como una rata… como una rata pisoteada. ¡Hostia! Vito… me parece estar viendo cómo se lo comen los peces. —Se echó que a temblar, poniendo los ojos en blanco, para no ver aquel horror. Apenas tres años antes, Vito había hecho con Mary Hanes una película que fue un éxito. A pesar de los escándalos en que había estado envuelta, Vito nunca la vio perder el control. Era una mujer que medía hasta los mayores disparates que decía, a fin de que causaran la mayor sensación. Incluso sus más escandalosas salidas estaban calculadas y hacía impacto cada vez que abría aquella boca grande, fea y atractiva a la vez, la boca que le daba ese toque de exotismo que acentúa la belleza. Pero aquella noche estaba trastornada por la hierba. —Mary, ¿cuánto hace que fumas? —él le devolvió el cigarrillo con una sonrisa que no indicaba que estaba pensando en que ella y su agente le habían asegurado antes de firmar el contrato que hacía más de un año que ella no fumaba, desde que, un año antes, fue denunciada al regresar de América del Sur a Inglaterra, un caso que fue tapado con grandes dificultades. —Desde los once años, como todo el mundo, ¿no? —dijo ella, ahogando la risa con un brusco cambio de actitud. —No, me refiero a hoy —puntualizó Vito pacientemente. —¿Qué día es hoy? Espera..., no, no me lo digas… Es viernes, ¿verdad? Ayer era jueves y mañana sábado, ¿correcto?
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—Correcto, Mary. Absolutamente. Ahora dime, ¿desde cuándo estás fumando? —Me parece que desde ayer. Y no lo traje conmigo. Mi maldito agente se aseguró bien. Me hizo él mismo el equipaje… De todos modos, los malditos guardias fronterizos mexicanos te lo quitan todo. ¿No lo sabías, Vito? Me lo dio el matasanos que te trajiste de Ciudad de México. Me cobró cien pavos por veinte porros, pero es buen género… ¿Quieres otra calada? Vamos… Vito dio otra pequeña calada al cigarrillo, apretando el extremo entre los dientes, para impedir que el humo le llegara a la garganta. Observó que Mary Hanes estaba muy intoxicada, pero como suele ocurrir a los que fuman hierba, estaba demasiado inquieta para dejar de hablar. —¿Así que empezaste después del accidente de Harry? Lo comprendo. Ha sido muy triste. Un muchacho tan joven y tan guapo. Es un modo muy triste y muy tonto de morir. ¿Lo encontrabas simpático? —¡Simpático! ¿Ese chulo? El amigo del alma de Ben. Ben no podía trabajar si no lo tenía a su lado. ¡El doble! Con todo el talento en la boca. Una lengua que te volvía loca… Y dispuesto a cualquier cosa por un dólar. ¡Simpático! —pareció reflexionar con amargura en sus propias palabras—. Más whisky, Vito —dijo acercando el vaso. Con el pequeño bikini y el torso casi desnudo y completamente ebria, Mary estaba tan inocente como un querubín de iglesia. —¿Un chulo? ¿Quién? —¿Acaso ella también…? Mary lo miró con desdén. —Angelito de mamá, ven aquí. —Le asió las manos y lo atrajo hacia ella, guiando sus manos sobre su cuerpo duro y flexible—. Hasta ese asqueroso, esa basura, ese degenerado quería a Mary. Todos quieren a Mary. Y yo a él. Ben, que se había dado cuenta, ese marica de mierda, no lo perdía de vista. Lo quería para él solo. ¡Pues ahora, a joderse! Pero le está bien empleado. ¿Quién se la va a chupar ahora? —Harry se cayó, Mary… —¿Que se cayó? ¿También tú te has creído ese cuento? ¿Cómo iba a caerse, si estaba follando conmigo? —soltó una risa destemplada—. Hubieras tenido que ver la cara que puso Ben cuando abrió la puerta. Yo había ganado y él lo sabía. ¡Yo había ganado! —¿Y entonces? —preguntó Vito sin inflexión. —¡Pues entonces le atizó un culatazo con la pistola, cateto! No lo sabías, ¿verdad? Y lo sacó a rastras. Nada más. —¿Y le dejó desangrarse? —Eso es. Justamente. Muerto y sepultado como una cucaracha aplastada, como una rata… en el fondo del mar. ¡Oh, ayúdame, Vito! ¡Me parece estar viéndolo constantemente! Vito fue en busca de una botella de agua mineral y le dio tres valiums y dos barras de caramelo; el único medio que él conocía para calmarla. Horas después, cuando Mary, inconsciente, roncaba ya, él 268
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salió de la habitación, despertó a la encargada del vestuario y le hizo prometer que no dejaría sola a la actriz hasta la mañana siguiente. Fue Maggie quien decidió lo que debía hacerse. Cuando Vito volvió a su habitación al amanecer, la encontró restablecida de su afección intestinal y preocupada por él. Vito Orsini había aprendido la lección de que en el mundo del cine no hay que fiarse de nadie y seguramente no hubiera dicho a Maggie lo que acababa de averiguar de no figurarse que, aun en el caso de que Mary Hanes consiguiera terminar la película sin hablar de Ben Lowell ni del asesinato de su doble, cuando regresara a Londres, tarde o temprano cometería una indiscreción y los rumores de lo sucedido o tal vez la historia completa aparecería en todos los periódicos. Cuando Vito acabó de hablar, Maggie permaneció unos instantes en silencio y luego dijo: —¡Artistas! —Ese comentario se ajusta a la mejor tradición de Hollywood. —Vito, que ya no tenía nada que perder, descubrió que aún podía bromear. —Calla la boca, y déjame pensar. Vito no pedía más que un respiro. Se dejó caer en la cama y se quedó dormido en el acto mientras Maggie sacaba el bloc y el lápiz y empezaba a hacer anotaciones que luego tachaba para hacer otras. Una hora después lo despertó. —Escucha lo que ocurrió ayer. Ben Lowell salvó a Mary Hanes de ser violada. Él es un héroe y ella, una víctima inocente. ¿Te gusta? —Me entusiasma. Y tú estás como una cabra, ¿lo sabías? —Eso sería una noticia sensacional incluso para mi madre. Vito, no piensas de modo creativo. Sólo es cuestión de modificar los detalles para que todo encaje. Harry Brown, un mal bicho, empezó a molestar a Mary desde el día en que llegó. Ella estaba aterrada y se lo contó a Ben. Anoche, Ben, al pasar por delante de la puerta de Mary, la oyó pedir auxilio. Brown estaba violándola y ella se defendía desesperadamente. Ben agarró al tipo, éste le amenazó y Ben tuvo que pegarle. Al caer, Harry se dio un golpe con el pico del tocador. Ahora viene lo importante. Entre los dos, lo reanimaron y él reaccionó. Estaba todavía muy borracho, pero calmado. Y se marchó. Vivo. Ben se quedó con Mary para tranquilizarla y luego se fue. No encontraron a Brown hasta la mañana siguiente. Evidentemente, iba medio atontado, tropezó con el cubo de la basura, se quedó inconsciente. Harry fue sepultado en el mar por las razones que te dio Ben. ¿Dónde está el fallo? —¿Quién va a creerlo? —Todo el mundo. Cuando lo cuente, Ben estará más convincente de lo que ha estado en todas sus películas. Mary también, si sabes presionarla. Todo el mundo sabe que ha estado metida en muchos líos y esto sería el fin de su carrera. Nadie más sabe lo que pasó en realidad.
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—Maggie, tesoro, Dios sabe que agradezco lo que tratas de hacer, pero Cosmo no podría publicar esta historia hasta dentro de varios meses y para entonces el daño ya estará hecho. —Pero podríamos darlo por televisión. Pide un avión urgentemente. Yo me voy a Los Ángeles, hablo con alguno de los chicos de los programas informativos y mañana por la mañana tenemos aquí a un equipo de televisión. La noticia estará en el aire antes de que terminéis el rodaje del día. Fantástica publicidad para la película y nadie podrá probar que no sucedió así. Pegar a un hombre que está violando a una mujer no es un delito, es un acto heroico. ¡Vito, Vito, es tu única oportunidad! Mientras Maggie estaba en Los Ángeles, Vito hizo su parte de trabajo a conciencia. Encontró a Mary Hanes muy nerviosa todavía, pero lúcida. Él cerró con llave la puerta de la habitación de la actriz, se volvió y le dio dos fuertes bofetones. Luego, le apretó la garganta con las manos hasta hacerle perder el sentido. Luego, la depositó suavemente en la cama y esperó, con el gesto adusto, hasta que ella jadeó: —¿Qué…? —Hay un momento en la vida de una mujer como tú en el que finalmente descubre que ha ido demasiado lejos. Ese momento ha llegado para ti. He mandado un cable a tu marido. —¡Guarro! ¡Podrido! Sabes que si vuelvo a meterme en líos él me dejará y se llevará a los niños… ¡Hostia! ¿Cómo has podido hacerme esta guarrada? Se acabó todo… todo… —estaba abrumada por la pérdida. —No seas ridícula. Harry Brown estaba violándote y Ben Lowell te salvó, tal vez te salvó la vida. Mira qué cara te puso Brown. Estuvo a punto de estrangularte. Tu marido está horrorizado. Ya sabes cuánto te quiere. Estará aquí mañana. —¿Vito…? —Los de la televisión también estarán aquí mañana. querrán hablar contigo, claro… Será mejor que repasemos lo que me contaste ayer. Mary, ¡despierta! Sé que has tenido una terrible pesadilla, pero no sueles ser tonta. Ella sonrió mientras se limpiaba la sangre de la cara. —Eres un granuja listo, Vito. ¡De acuerdo! Léeme el papel. La increíble puntuación conseguida por el programa «¿Quién era Harry Brown y fue asesinado por Ben Lowell?», que desbancó a dos telefilmes de media hora, reveló al director del programa informativo que había encontrado un filón de oro. Hay un amplio sector de público adicto a la televisión y encandilado por los famosos. Esa gente gustaba del tono de cultura popular que Maggie daba a su programa de actualidades. Les encantaba sentirse informados de lo que pasaba en el mundo, sin tener que sintonizar el Resumen Semanal de Washington. Al director de los espacios informativos le costó tan poco trabajo convencer a Maggie para que firmara un 270
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contrato para hacer un programa semanal como a Maggie convencerle a él para que enviara un equipo a México. Los dos sabían lo que hacían. Lo único sorprendente fue la magnitud del éxito. Superior. Fantástico. Acababa de nacer un género nuevo en la televisión: la revista de cine envuelta en el ropaje más distinguido del noticiario. Acababa de nacer una nueva estrella de los medios de comunicación: Maggie McGregor. En todo el caso, sólo hubo dos perdedores: Harry Brown, a quien Ben Lowell lloraba amargamente en secreto, y la película de Vito, La nave lenta. Ni siquiera con toda aquella publicidad consiguió salvarse. Cuando fue estrenada, el episodio de México estaba casi olvidado. En realidad, a nadie le importó. Además, Vito estaba en lo cierto. Era un desastre. Billy Ikehorn estaba inquieta. Hacía cinco meses que "Scruples" había vuelto a abrir sus puertas, y en aquel abril de 1977, ella se había acostumbrado ya a su fabuloso éxito. Era una suerte para Spider y Valentine, pensaba con agradecimiento y afecto. Sin embargo, de madrugada, porque últimamente se despertaba al amanecer, pensar en el éxito de "Scruples" no era suficiente. Billy era lo bastante ecuánime para darse cuenta de que ahora que "Scruples" ya no era una deshonra, ahora que nadie podría reírse de ella, la rutina diaria de llevar una tienda no podía llenar su vida. Hasta se había acostumbrado a los bailes quincenales que en un principio le parecieron el contrapunto de sus tristes recuerdos de la academia de baile, pues se habían convertido en los acontecimientos mundanos más esperados de California. Ya ni siquiera le importaba aparecer en la lista "A" o en la lista "B" de las elegantes. Eran tonterías que no había que tomar en serio, como las tácticas de los estrategas del cajón de arena. En aquel momento, su vida le parecía tan aislada como la casa que había visitado con Ellis en Antigua, cuyas ventanas estaban herméticamente cerradas, para que el aire salino de la maravillosa brisa nocturna no estropeara las pinturas impresionistas de las paredes, valoradas en millones de dólares. A Billy le faltaban casi seis meses para cumplir los treinta y cinco años. Acababa de alcanzar la plenitud de una belleza que duraría muchos años. Era tan rica que ni siquiera podía hacerse una idea del alcance de su fortuna. Y se aburría. Era francamente repugnante, se decía, al imaginar lo que hubiera pensado de ella su tía Cornelia. Más que repugnante: inmoral y humillante. Inmoral porque cualquiera que poseyera lo que ella poseía tenía que ser feliz y humillante porque, si no lo era, el fallo debía de estar en su carácter. Probablemente, falta de recursos internos, pensaba apesadumbrada, recordando el código bostoniano. Sin duda, una vida dedicada a las buenas obras, los perros grandes y la asistencia al concierto semanal de la Sinfónica, la hubiera dejado espiritualmente satisfecha y enriquecida.
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Tenía el mundo entero a su disposición, se decía mientras hojeaba el Architectural Digest. Por trescientos mil dólares, podía comprar un chalet en Bali, con aire acondicionado, edificado en un bosque de cocoteros al lado del océano, con piscina, desde luego. En Eleuthera se vendía una casa que tenía cuatrocientos metros de playa de arena color rosa y línea telefónica transoceánica privada. Todo, menos de tres millones de dólares, amueblada. (¿Se incluía en el mobiliario la lista de teléfonos privados?) O, si prefería algo menos tropical, podía vivir en Inglaterra, en el número 7 de Royal Crescent, Bath, y por setenta y cinco mil libras esterlinas ser dueña de una casa construida en 1770, ejemplo de la más pura arquitectura georgiana, dotada actualmente de sauna y garaje para cinco coches. Si se le antojaba, podía adoptar el estilo de vida de una Bunny Mellon, que poseía cuatro fabulosas residencias, tenía contratados a dos decoradores de interiores permanentemente y todo, desde los sombreros de tenis hasta los trajes de noche, pasando por los uniformes de la servidumbre estaba diseñado por Givenchy. Decían que en su finca de Virginia de cuarenta mil hectáreas hervía constantemente manzanas, para perfumar el aire con un auténtico aroma de granja. Aquella meticulosidad con los detalles daba dentera a Billy. ¡Demasiado! Podía tener lo que quisiera. Sólo había que nombrarlo. Y no sabía qué nombrar, ahí estaba el problema. No quería otra casa. Todavía tenía avión privado, un nuevo "Learjet"; pero sólo lo usaban Valentine y los otros compradores. Los viñedos de Santa Helena daban beneficios, por lo que sería un disparate venderlos. ¿Y un caballo? ¿Y si adoptara un bebé? ¿Y un hámster? Evidentemente, a ella le pasaba algo. Billy decidió aceptar la invitación de Susan Arvey para ir al Festival de Cine de Cannes. ¿Por qué no? Susan Arvey era la esposa de Curt Arvey, de la "Arvey Film Studio". No era una mujer muy interesante, pero Billy se sentía cómoda en su compañía, ya que, a diferencia de otras muchas, no se mostraba obsequiosa y encantada cada vez que Billy abría la boca para decir algo. Susan había pasado de la liberalidad un tanto nerviosa del nuevo rico a la aceptación de las cosas buenas de la vida con naturalidad, actitud que hacía su compañía bastante sedante. En su calidad de esposa del jefe supremo de unos estudios cinematográficos, Susan era una divinidad en un medio en el que Billy Ikehorn, pese a todo su dinero, no pasaba de ser una simple curiosidad. Era una excelente anfitriona, lo bastante inteligente para disimular sus pretensiones. Y, lo que era más importante, Billy, como casi todo el mundo, siempre se sintió fascinada por el mundo del cine. En su triste época de adolescente, sólo vivía para el cine del sábado por la tarde. Durante los años de la enfermedad de Ellis, la sala de proyecciones de la mansión de Bel-Air era el refugio que le permitía sustraerse a la realidad. Pero, aunque vivía rodeada de
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gente de cine, Billy conocía a pocos famosos del celuloide. Aunque ella no lo reconocía, aquellos personajes la intrigaban. Los Arvey pasaban siempre las dos semanas del Festival en el "Hôtel du Cap", en Cap d'Antibes, situado a tres cuartos de hora en coche de Cannes, por sinuosas carreteras. Nadie que se hospedara allí lo hacía porque resultara cómodo. Hospedarse en el "Hôtel du Cap" tiene un alto valor simbólico. Significa que espera uno que la gente vaya a verlo en lugar de tener uno que ir a ver a los demás, factor muy importante para triunfar en este ramo. Significa que puede uno permitirse un cierto aislamiento, lejos del jaleo, que puede uno tener su propia corte en un espacio deliberadamente remoto y tranquilo, en lugar de tener que pelear como uno más de la plebe para conseguir una mesa en el bar del "Carlton" o en el "Majestic". Significa también que uno puede pagar entre doscientos y cuatrocientos dólares al día por una suite, impuestos, desayunos y toda clase de inesperados extras, aparte. Los Arvey siempre alquilaban dos suites, una para que Curt trabajara y la otra para dormir. —Ven con nosotros, Billy —le había dicho Susan hacía un mes—. Curt está todo el día ocupado y yo tengo que andar siempre sola de un lado a otro. Acostumbro alquilar un coche con chófer para recorrer toda la Riviera. Es una pura delicia en el mes de mayo. Luego, por la noche, salimos a cenar por ahí con gente divertida. Es fantástico, siempre que no te metas en Cannes, desde luego. ¡Me gustaría tanto que me acompañaras! Además, llevas demasiado tiempo sin salir de California. Ya es hora de que salgas un poco. "Scruples" podrá prescindir de ti durante unas semanas. Al regreso, podríamos pasar por París. ¡Anímate! —¿No hay que ir a ver películas todas las noches? —preguntó Billy con curiosidad. —¡Cielos, no! Bueno… supongo que algunos van, desde luego. Pero Curt puede ver todo lo que le interese en proyecciones privadas. No tiene más que pedir una copia. —A Susan le asombraba la gente que pensaba que uno iba al Festival de Cine de Cannes a ver películas. Desde luego, si habías presentado una cinta tenías que dejarte ver en la sala, pero si no… ¡Qué ocurrencia!
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CAPÍTULO XI En la industria del cine, absolutamente nadie tiene una buena palabra para el Festival de Cine de Cannes. Pero nadie deja de acudir a él. Es una feria indispensable cuyo aspecto comercial supera a su cualidad de artístico escaparate. En el Festival se cierran infinidad de tratos, de los que no dan fruto sino uno entre diez o entre veinte. No es lugar apto para los cerebros puramente creativos del mundo cinematográfico. Los directores, guionistas y actores son escasos. Sólo se les ve si intervienen en las películas presentadas a concurso y, Audra en este caso, si están respaldados por los productores. Todo 274
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actor o actriz que vaya a Cannes si una buena razón sólo busca publicidad. Pero allí están todos los agentes, productores, distribuidores, jefes de relaciones públicas, jefes de propaganda y directores administrativos de todo el mundo, desde Egipto hasta el Japón, desde el Canadá hasta la India, desde Francia hasta Israel, intercambiando las frases de ritual para dar a entender que ellos están por encima de esta vulgarísima carrera de ratas, a pesar de que ellos son quienes la componen. Allí están todos los buscones del mundo. Allí está la Prensa de todo el mundo. Y los críticos de cine, que incluso van a ver las películas, con los ciudadanos de Cannes y los que no están ocupados comprando y vendiendo películas. Allí estaba también Vito Orsini, tratando de sacar el mayor partido posible a su desafortunada película rodada en México, con la búsqueda de posibles compradores extranjeros y de agenciarse la financiación de su próxima película, que debía basarse en un libro que acababa de descubrir. Vito llevaba ya tres películas consecutivas que no habían dado dinero. Sin embargo, en un mundo en el que la fama perdura indefinidamente, seguía siendo considerado un productor muy importante. Eran muy pocas las personas que sabían lo vacía que estaba la cuenta corriente de Vito, y menos las que conocían la cuantía de sus deudas. Y estas personas eran los hombres de los que esperaba obtener financiación. A los ojos de todos los demás asistentes al Festival, Vito era un brillante productor, con un palmarés impresionante. Pero ni siquiera los que sabían cuál era la situación de Vito lo descartaban del todo. Otros productores habían tenido una mala racha y luego conseguían un éxito sensacional batiendo todos los récords de taquilla y enriqueciendo a todos los que participaban de los beneficios. El cine, más que cualquier otra actividad, sobrevive a base de correr grandes riesgos y mantener un optimismo imperecedero. Ni los negociantes más correosos, armados con páginas y páginas de cifras durarían en la industria si de vez en cuando no dijeran que sí a una nueva idea, en lugar de decir no. Los estudios y sus Compañías distribuidoras, así como los distribuidores independientes, sólo pueden mantenerse si tienen productos que vender. Pero el producto, por su naturaleza, es una incógnita, un elemento desconocido hasta que se fabrica. Y entonces, para bien o para mal, el dinero ya se ha gastado. Nadie puede garantizar de antemano qué película dará dinero y qué película no lo dará. Vito todavía contaba en el mundo del cine, no hasta el extremo de poder hospedarse en el "Hôtel du Cap", pero lo suficiente para necesitar por lo menos una pequeña suite en el "Majestic". Le era indispensable un saloncito. No se podía hablar de negocios sentado en la cama. Y el "Majestic" tenía cierta dignidad, cierto empaque que le faltaba al "Carlton", el centro del disloque. Era más caro, pero por lo menos no había arrendado su imponente vestíbulo a las Compañías 275
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cinematográficas, como había hecho el "Carlton", donde no se podía ir desde la puerta hasta el bar sin sortear un laberinto de tenderetes desde los que te largaban docenas de folletos publicitarios de películas. Vito se preguntaba si la multitud que llenaba el vestíbulo del "Carlton" se parecía más a una convención de camelleros o de vendedores de alfombras o a una reunión de maleantes internacionales, o quizá, de policías. Imposible deducirlo de sus caras ni de aquella cháchara poliglota. Él sabía perfectamente por qué cada una de las personas que había en aquel vestíbulo parecía buscar a alguien con la mirada: buscaban a los que les debían dinero o buscaban a sus propios acreedores, para poder escabullirse a tiempo. La suite de Vito daba a una cala situada más allá de la Croisette. Al anochecer, con el sol ocultándose detrás de los mástiles y velas de las embarcaciones ancladas en el puerto viejo, era uno de los lugares más románticos de la tierra. Vito, de pie en la terraza, pensaba en el dinero. Estar en Cannes, en la época del Festival, llevando una buena película, es una de las experiencias más deliciosas y estimulantes que se pueden conocer. Él había tenido temporadas así, años en los que una docena de distribuidores aguardaban turno pacientemente junto a su mesa del bar, como los galanes que esperaban sacar a bailar a la recién puesta de largo, buscando la ocasión de proponerle un trato. Él se dijo que ya volvería a tener su momento aunque no aquel año. Entró en la habitación y empezó a cambiarse. Curt Arvey lo había invitado a la cena que ofrecía en el "Pavillon Eden Roc", el restaurante del "Hôtel du Cap", al que se llegaba por un ancho sendero que cruzaba un fragante parque en el que cantaban los pájaros. El "Eden Roc" es famoso principalmente por su piscina, una pila de cemento, fea y contrahecha que data de los años veinte, incrustada en una gran formación rocosa situada en la orilla y que no se sabe por qué, en tiempos fue símbolo de la dolce vita. Ningún ciudadano que se respete, sea cual fuere su nacionalidad, introduciría el cuerpo en las dudosas aguas de esta repelente piscina, pero el "Pavillon", un restaurante de esmerada cocina, seguía atrayendo a las multitudes. Vito estaba seguro de que Arvey lo había invitado para redondear el grupo. No se profesaban ningún cariño. Arvey había ganado mucho dinero gracias a Vito, pero sus estudios habían financiado en parte dos de sus tres últimas películas, y aunque habían recuperado la inversión, no habían obtenido beneficios, al decir del departamento de Contabilidad. Vito sospechaba que, por más que ellos decían que apenas habían quedado en paz, escondían beneficios en algún sitio, pero no podía demostrarlo. A pesar de la antipatía que le inspiraba Arvey, Vito aceptó la invitación. Durante el Festival, todo encuentro casual puede traer algo interesante. O, como cantaría Doris Day, qué será, será. Vito se sentía aquella noche muy italiano. 276
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Susan Arvey, de haber nacido hombre y con instintos ligeramente criminales, hubiera podido ser un excelente proxeneta. Pero su acentuada propensión a emparejar al hombre y a la mujer con fines románticos y ventajas económicas no fue la causa de que Vito Orsini y Billy Ikehorn se conocieran. Susan había encontrado esposa para muchos hombres que no creían necesitarla, pero era mujer de criterio muy conservador y creía que era la mujer quien debía encontrar protección, dinero y seguridad, no el hombre. Susan pensaba mucho en Billy Ikehorn. Casarla sería su obra maestra. Pero, ¿con quién? ¿Qué podía un hombre ofrecer a Billy? Su futuro marido tenía que ser un hombre de quien no pudiera siquiera sospecharse de que se casaba con ella más que por verdadero amor, y Susan, con toda su imaginación, no podía encontrar candidato. En el campo de la política, no se conformaría con menos de un senador, o un gobernador de un Estado importante. Cifró sus esperanzas en Jerry Brown, pero entre él y Billy no hubo flechazo. En el mundo del cine no había absolutamente nadie. Todos los grandes jefes estaban casados o habían jurado no volver a casarse. Y, a menos que poseyera un buen paquete de acciones de la Compañía, como su propio marido, no eran lo bastante fuertes económicamente para ella. El presidente Carter ya estaba casado. Además, Billy era más alta que él. ¿Algún personaje de la realeza? En Cannes no los había. Si Susan había invitado a Billy a Cannes era porque Billy le caía bien. Susan se sentía muy orgullosa de que Billy le cayera bien. A la mayoría de mujeres les era antipática. Y es que les parecía avasalladora. Envidia. Era fantástico no tener que envidiar a Billy Ikehorn; esto era para Susan la prueba de que ella ocupaba en el mundo un lugar privilegiado. Susan sólo sentía afecto hacia un pequeño grupo de personas a las que consideraba dignas. A la gente de menos categoría la trataba como a amigos de otros tiempos, por los que no sentía ya sino un poco de compasión y cierto recelo. Como a la mayoría de las anfitrionas de alto rango, a Susan Arvey le gustaba que sus invitados se sintieran honrados unos por otros. Esto exigía que cada uno estuviera enterado de los méritos de los demás. Si uno de sus invitados era dueño de una Compañía financiera gigantesca, pero tan desconocido para el gran público como el zapatero de la esquina, Susan se las ingeniaba para que en la presentación saliera a relucir la financiera. Era tan práctica en estos menesteres que casi nadie se daba cuenta de ello; pero a nivel subliminal el efecto se conseguía. Susan Arvey no sólo reunía las cualidades de un proxeneta superior, sino las de un relaciones públicas de primera. Había invitados que no necesitaban explicación, desde luego. Eran los más satisfactorios. Por supuesto, Susan no tuvo que añadir una frase de identificación al nombre de Billy Ikehorn ni al de Vito Orsini. 277
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Aquella noche, Susan había invitado a catorce personas que, antes de ir al "Pavillon", debían reunirse en una de las suites de Arvey, para tomar una copa. El grupo no era de lo más ilustre, sino en realidad más bien mediocre, pero en época de Festival no había más remedio que conformarse. En otras circunstancias, Susan no hubiera invitado a Vito hasta que éste hubiera producido una nueva película de éxito, pero necesitaba a otro hombre y Curt le sugirió el nombre de Vito. Durante la primera media hora del cóctel, Susan estuvo tan ocupada sacando brillo a la reputación de todos sus invitados, que tardó algún tiempo en darse cuenta de que Vito Orsini parecía decidido a monopolizar a Billy Ikehorn. No circulaban. Aquello no podía ser. Cuando Susan conducía a sus invitados por el paseo que iba del hotel al restaurante, encontró la ocasión para susurrar a Billy que era una lástima que las tres últimas películas de Vito Orsini no hubieran dado dinero. —Eso me ha dicho él —dijo Billy—. Asombroso, ¿no? El gusto del público es peor que malo. A mí me gustaron las tres. Creo que es un genio. Casi un Bergman, pero más guapo. Me habrás puesto a su lado en la cena, ¿no? —Me parece que no. —Por favor, Susan… —había un acento en la voz de Billy que muy pocas personas hubieran advertido inmediatamente: Valentine, Spider, Hank Sanders, Jake Cassidy y Josh Hillman. —Si insistes… —accedió Susan a regañadientes. Tal vez a Billy le estaba haciendo falta acostarse con un hombre. Cielos, debía de hacer años desde que… Naturalmente, eso lo explicaba. —¿Aún no ha estado en Cannes? —preguntó Vito con curiosidad durante la cena. —Dice Susan que es francamente grotesco. Mañana vamos al museo Maeght para ver los Giacometti y, si nos queda tiempo, a Grasse, donde hay una casa preciosa y muy antigua, restaurada según la época, siglo XVI, me parece. —Mañana va usted al Festival de Cine de Cannes. —¿En serio? —Completamente. Se muere de ganas. Y no es simplemente grotesco, es el Infierno de Dante pintado por Bosch con unos toques de Dalí, un poco de George Grosz y, si mira al mar, puro Dufy. Susan es muy graciosa. Recorre nueve mil kilómetros para ver el circo más famoso del mundo y luego, por remilgo, no se acerca a la pista. Supongo que no será usted como ella. —Desde luego; a mí nadie me ha llamado todavía "remilgada". —¿Qué la han llamado? —Pues no tengo ni idea. Y no lo digo por gazmoñería. Es que no lo sé.
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—Está bien, procedamos por eliminación. No es remilgada ni es gazmoña. Eso, para empezar. Tampoco es fea ni insignificante. No es estúpida, pero no se conoce a sí misma. No es inmadura, pero tampoco ha crecido del todo. No es terriblemente feliz, y sin embargo, no es melancólica. Quizá… sí, creo que es un poco tímida. —¡Basta! —¿No le gusta hablar de sí misma? —No es eso. Es que me violenta. —¿Por qué? —Ese psicoanálisis al minuto. Acabamos de conocernos. —¿He dicho algo con lo que no esté usted de acuerdo? —No. Y eso es peor. Creí ser más misteriosa. —Ahora sí que se ponía gazmoña, pensó furiosa consigo misma. —¡Pero para mí es muy misteriosa! Yo sólo digo lo que salta a la vista. Mi profesión consiste en ver esas cosas. Como si usted fuera un personaje de un guión. En el resumen que hacemos del guión, escribiríamos, más o menos: «Billy Ikehorn es una joven hermosa, rica y viuda cuya vida carece de centro fijo, por lo que se va con una amiga al Festival de Cine de Cannes, en busca de distracción» y entonces, cuando ya hemos esbozado el personaje, podemos seguir adelante. Pero eso no quiere decir que sepamos acerca de él las cosas realmente importantes, sus motivaciones, sus matices. Algunas aparecerán en el guión y otras, en la actriz que escojamos para representar a Billy Ikehorn, que pondrá su propia personalidad en el papel. Y el público pone el resto. Para cada uno, lo de "hermosa, rica y viuda" significa algo diferente. Por lo que usted conserva su misterio. —¿Apenas tres líneas en el resumen de un guión? —Algo más. Después de todo, usted representa a Billy Ikehorn. —Yo soy Billy Ikehorn. —Tal vez sea lo mismo. —Ah, vamos, se refiere usted a esa vieja idea de que todos representamos un papel —dijo ella con desdén. —No. —Él no se explicó sino que cambió hábilmente de tema. Nada hubiera podido intrigar más a Billy, y eso lo sabía Vito. Él se dejaba llevar por sus impulsos. No tenía más propósito que el de divertir a Billy. Le producía un vivo placer rescatarla del enrarecido ambiente de Susan Arvey, aunque sólo fuera un día. En su calidad de profesional, le molestaba que alguien se considerara demasiado fino para introducir siquiera la punta del pie en el bazar del Festival. Además, era tan guapa… Billy se refugió tras una expresión de ancestral altivez Winthrop, entornando los párpados para que Vito no pudiera adivinar lo que sentía ante la perspectiva de pasar un día en su compañía. Desde el momento en que lo vio supo que aquel hombre era un virtuoso del cine; lo hubiera sabido aunque no hubiera visto sus películas. Tenía el inconfundible aire del hombre que ha cruzado muchas fronteras, un 279
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hombre que no perdía el tiempo en medir la importancia de lo que hacía, sino que seguía adelante, un hombre impulsivo e intrépido. Al principio, le pareció que tenía el clásico aspecto latino, con su nariz larga y aristocrática, sus labios firmes y gruesos y su cabello espeso y rizado como el de una estatua de Donatello. Pero consumía una energía eminentemente actual, por su independencia de las formalidades y su concentración directa en el objetivo. Billy descubrió de pronto que el encanto personal no es sino una forma de energía. Vito fue a buscar a Billy a la mañana siguiente. Ella ya había estado en Cannes, desde luego, cuando ella y Ellis tenían una casa en St.Jean-Cap-Ferrat, la ciudad de los millonarios, situada cerca de Beaulieu; pero sólo fue una o dos veces a comprar en las sucursales de las grandes tiendas de París o buscar los marrons glacé que tanto le gustaban a Ellis. Sólo pasaban en la casa alrededor de un mes a principios de primavera y finales de otoño, antes y después de la temporada, y el recuerdo más nítido que Billy guardaba de Cannes era el de una hilera de enormes hoteles casi vacíos, que bordeaba la ancha Corniche, frente a una playa pedregosa. Vito consiguió una mesita en la terraza del "Carlton", gracias al misterioso arte de haber dado excelentes propinas al maître durante quince años consecutivos, e invitó a Billy a contemplar el panorama. En un espacio de unos cientos de metros cuadrados se veía rebullir a miles de personas, todas ellas con gesto decidido y ademán apresurado. Nadie miraba al mar que se ondulaba coqueteando con el sol. Nadie miraba el vistoso ondear de las banderas de todas las naciones en sus mástiles blancos, festoneando la Croisette. En todas partes había grupitos de hombres, zarandeados por la multitud impaciente, que se habían detenido en plena calzada o en las escaleras de las terrazas para mantener delicadas conversaciones. La amplia Corniche se había convertido en una barrera de coches aparentemente inmóviles que emitían furiosos claxonazos. El ambiente recordaba a la Estación Central de Nueva York en hora punta o a un estadio antes de una final, con todo el público buscando asiento a la vez, o la Bolsa en un día de gran actividad. Y todo bajo el sereno y límpido cielo mediterráneo, totalmente olvidado por la preocupada muchedumbre. —Estimulante, ¿no cree? —preguntó Vito al fin. —Muy estimulante —sonrió Billy—. No tenía la menor idea. Dígame, ¿quién es toda esa gente? ¿Conoce a alguien? —Conozco a varias personas. Quizá demasiadas. Ése del sombrero ha ganado cincuenta millones de dólares haciendo películas porno en el Japón. Ha venido en busca de suecas de pechos grandes que estén dispuestas a hacerse la cirugía estética para tener los ojos rasgados. Luego les pintará el cuerpo y hará películas más porno, pues considera que las japonesas tienen poco pecho. El que está con él tiene cincuenta suecas para vender. Están ajustando el precio. Esa rubia alta de la mesa de al lado es un hombre. Está esperando a su 280
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amante que es una mujer director de reparto a la que sólo le gustan los hombres vestidos de mujer. Ella se gasta cuatro mil dólares al año en "Dior" para vestirlo. Los tres árabes que están detrás de nosotros, vienen de Kuwait. Tienen novecientos millones de dólares y sueñan con crear una industria cinematográfica en su país. Pero nadie está dispuesto a ir allí a ningún precio. Si regresan a su país sin industria cinematográfica puede que los condenen a muerte y empiezan a ponerse nerviosos. Están pensando seriamente en raptar a Francis Ford Coppola y tal vez a Stanley Kubrick, pero no saben si podrían pagarles. Los rusos que están esperando mesa quieren convencer a George Roy Hill para que haga una nueva versión de Guerra y paz y contrate a todo el ejército en peso en calidad de extras. Pero pretenden que la acción se sitúe en el futuro, para aprovechar a la Aviación y los submarinos nucleares… —¡Vito! —Si le dijera la verdad, se aburriría. —De todos modos, dígamela. —Los oscuros ojos de Billy coqueteaban tanto como el mar. —Tantos por ciento. Beneficio bruto y beneficio neto. Anticipos y aplazamientos. Enteros y fracciones. Alquiler de películas en Turín, en El Cairo, en Detroit, en… —Me gustaba más lo otro. —Sin embargo, usted me parece una mujer a la que seduce más la verdad que la mentira. —También me gusta que me dejen una ilusión. —En el negocio del cine fracasaría. Billy se volvió a mirarlo. Se había puesto seria. —¿Sabe que Susan cree que está usted a punto de convertirse en un fracasado? Se equivoca, ¿verdad? —No creo que Susan esté en lo cierto. He hecho veintitrés películas y sólo seis han sido fracasos de taquilla. Siete que dieron dinero no fueron éxitos de crítica. Las otras diez fueron bien en ambos aspectos. Es un buen historial. En estos momentos debo trescientos mil dólares y mis últimas tres películas no han dado beneficios, pero pérdidas tampoco. De modo que creo que la suerte tiene que cambiar. —¿Cómo puede hablar con esa frialdad? —Es usted un poco tontita, ¿verdad? Si esta situación me preocupara, dejaría el cine. Es sencillísimo. Hacer películas es lo que más me gusta. Y lo hago muy bien. No siempre sé lo que quiere el público, por eso a veces pierdo dinero. Pero no puedo estar siempre pendiente del público, o acabaría imitando a otros. Para mí, la emoción está en crear algo que me guste. Eso compensa de todos los malos ratos. Creo en mí, en mis ideas y en mi manera de trabajar. Y no hay más que hablar. —¿Y no le preocupa verse un día arriba y al otro abajo? ¿No tiene miedo de que la gente se ría de usted? 281
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Él la miró con asombro. —¿De dónde saca usted esos temores? Desde luego, no es agradable que se rían de uno, pero a mí no me preocupa. Ésta es una industria muy tornadiza. Si yo no estuviera dispuesto a correr riesgos, volvería al negocio de mi padre y me dedicaría a fabricar objetos de plata. Aquella seguridad de Vito en sí mismo irritaba a Billy. Le envidiaba. —Tiene usted mucho brío para deber tanto dinero. —Una observación hecha con el más puro espíritu del Festival —rió él —. Ya lo captó. Vamos a dar un paseo. Una eminencia del Nuevo Hollywood está esperando que dejemos la mesa. Ha venido a comprar cocaína. Ella volvió la cabeza, esperando descubrir otra de sus bromas. —Pero si es… ¿Y es verdad que se droga? —Sí. Como podrá comprobar, yo suelo decir la verdad. Almorzaron en un bistro de una calle estrecha y pasaron la tarde paseando por Cannes, curioseando en las tiendas de antigüedades y en el puerto viejo, lejos de las multitudes del Festival. Después, Vito acompañó a Billy al "Hôtel du Cap" para que esa se pusiera un traje de noche y fueron a la enorme Salle des Spectacles, a ver una película inglesa. El público de Cannes es el más injurioso que ha existido desde la época en que los cristianos eran arrojados a los leones. La Prensa de izquierdas pita, grita e insulta. La Prensa del Mundo Libre grita y abuchea. La Prensa del Tercer Mundo abuchea, pita, grita e insulta. Cada año, por una extraña coincidencia, aparecen unas cuantas películas que no ofenden a la Prensa de ningún país. Pero éstas suelen ofender al jurado, que viene a ser una ONU en miniatura, con menos cosas en común que la ONU de verdad. La elección de la película ganadora casi siempre es protestada. —¿Ha presentado alguna vez una película en el Festival? —preguntó Billy. —Sí. Dos veces. Hace diez años, presenté Luces de la calle y hace tres, Brumas. —Oh, las recuerdo muy bien. Y me gustaron. Más, Luces de la calle. —Ojalá hubiera estado usted entre el público. Casi me parecía oír llegar la carreta para conducirme al cadalso. —¿Tan malo fue? —Peor. Pero después Luces de la calle me dio mucho dinero. —¿Y qué ha sido de su dinero, Vito? —Cuando tengo dinero, lo gasto, viviendo bien y divirtiéndome. A veces, para desgracia mía, lo invierto en mis propias películas y éstas suelen ser las que no dan beneficios. Pero lo doy por bien empleado. Ya ganaré más. Era imposible dudarlo. Y así lo pensó Billy. Después de la película, Vito llevó a Billy al "Moulin de Mougins", al que la Guía Michelin concede tres estrellas. —La cena será horrible. Conque no espere mucho —le advirtió alegremente—. Durante el Festival, los chefs pierden todo su arte, los 282
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camareros están más insolentes que nunca, los maîtres parecen a punto de rechazar tu propina, aunque nunca llegan a tanto y hasta el buen vino se avinagra. —Y todo eso, ¿por qué? —Me da la impresión de que la gente del cine no les cae bien. Cuando Vito la acompañaba en el coche al hotel, Billy descubrió que estaba deseando vivamente saber cuándo volvería a verlo. Puesto que él no decía nada, ella preguntó: —¿Le gustaría almorzar aquí mañana? —Lo siento, pero voy a estar ocupado todo el día. Mañana llegan dos hombres a los que tengo que ver. —¡Oh! —Billy no recordaba que alguien hubiera rechazado una invitación suya. Por lo menos, desde que se casó con Ellis Ikehorn, y de eso hacía catorce años—. ¿Y pasado mañana? —Depende. Si mañana puedo ver a los dos, tal vez sí. Pero aquí no. Susan podría agregársenos. Me recuerda al maître del "Moulin de Mougins". La llevaré al "Colombe d'Or". Mañana por la noche la llamaré por teléfono para confirmarlo. Evidentemente, él daba por descontado que hasta entonces ella no haría otros planes. Era indignante. Y no los haría. ¡Repugnante conquistador! Este pensamiento acabó de enfurecerla. —Tal vez no me encuentre —mintió. —Que será, será, como dicen en mi tierra. —Y un cuerno. Esa canción fue escrita para El hombre que sabía demasiado. —¡Dios mío! ¡Una fan de Doris Day! —Sí, señor, ¿ocurre algo? —dijo ella, atrapada. —Otra cosa que tenemos en común. Buenas noches, Billy. —¿Curt? —¡Mierda, Sue! Estaba quedándome dormido. —Estoy preocupada por Billy. —¡Por Dios! ¿Y ahora qué pasa? —No se separa de Vito Orsini. Hace una semana que no la veo más que cuando viene a cambiarse para la cena. —¿Y qué? —¿Cómo puedes ser tan obtuso? Él anda detrás de su dinero, desde luego. —¿Y qué? —¡Curt! —Sue, ni que fueras su madre. Billy es lo bastante mayorcita para cuidar de sí misma. Necesita acostarse con un tío, eso es todo. Y ya me dirás tú quién no andaría detrás de su dinero. —Eres grosero y repugnante. Debí pensarlo mejor antes de casarme con uno de Bayonne, Nueva Jersey. Mi madre me lo advirtió.
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—Me parece que la que necesita un tío eres tú. Que tengas suerte. Buenas noches, Sue. —¿Vito? —¿Sí, amor mío? —estaban en la cama de Vito en el "Majestic", desnudos, despeinados y espléndidos. Billy sentía que el corazón no le cabía en el pecho. Era como si una flor de papel, pequeña, seca y descolorida, se hubiera caído en una jarra de vino rojo, empapándose de él hasta convertirse en una amapola roja, grande y lozana, húmeda de rocío. Estaba lánguida y satisfecha, después de una cópula excelente, perfecta. —Vito, ¿harías el favor de casarte conmigo? —No, mi vida. Desgraciadamente, no. —¿Y por qué no? —Tienes demasiado dinero. —Sabía que dirías eso. Es una idiotez. —No para un italiano. —Tú eres norteamericano, granuja. —Pero tengo mentalidad italiana. Y orgullo italiano. En mi casa tendría que ser yo el amo y ¿cómo iba a ser eso posible? Aunque firmáramos veinte contratos matrimoniales estipulando que yo no podría tocar ni un céntimo de tu dinero, viviríamos a tu manera y a tus expensas. —Vito, no puedo soportar el no tenerte. —"Tenerme". Billy, mi vida, si hasta piensas en términos equivocados… Me he enamorado de ti, lo cual es mi problema, no el tuyo, pero no me considero una persona a la que tú puedas adquirir. —¿Por qué estás siempre afeándome lo que digo? —Porque lo mereces. Ven aquí y dame un beso. ¿Qué estás esperando? Esto está mejor. Mucho mejor. No tienes que dejarlo. Billy no lo hubiera dejado, ni siquiera de haber podido. Nunca había estado tan enamorada. Vito la deslumbraba. Era algo totalmente distinto de sus románticos sueños de jovencita con el conde francés. Aquello fue una ilusión provocada por el descubrimiento de sí misma. Y Ellis, a quien tanto quiso, era tan solícito, tan considerado, tan mayor que ella, que en aquel amor no había mordiente, no había una pugna equilibrada. Fue como dejarse caer en un lecho de plumas. Vito… Vito la volvía loca, como decían esas canciones tontas de los adolescentes. Él no se doblegaba, no cedía ni un miligramo en ninguna de sus convicciones, le leía el pensamiento y la comprendía. Sólo tenía siete años más que ella y sin embargo, la trataba como a una muchachita. Le mordió. Suavemente. Sabía ya que si le mordía con fuerza él también mordería. Vito miraba el mar profundamente preocupado, mientras sentía el delicioso cosquilleo de la ardorosa boca de Billy. Hasta entonces, había conseguido ocultar a Billy su carácter profundamente 284
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romántico. Desde el primer momento en que la vio, supo que era una mujer voluntariosa que en cualquier juego no vacilaría en echar mano de todos sus recursos con tal de ganar. Desde luego, él no quería enamorarse, pero no había podido evitarlo. La agresiva belleza de Billy era como una nota de trompeta, la línea de su cuello, la curva de la oreja, la suavidad de su pelo, el tornasol de sus pupilas… nunca le había gustado tanto una mujer. Sin embargo, aún hubiera podido salvarse, de no haber descubierto, bajo su aire mundano y distinguido, a la mujer solitaria. Ésta fue su mayor equivocación: comprenderla, porque entonces descubrió que era vulnerable, y eso le impulsó a amarla. A medida que pasaban los días, Billy resultaba para él más y más real e iba pareciéndose menos a "la viuda joven y rica" de su imaginario guión. Se sentía dolorido por dentro de ternura y compasión y por una revelación que, mal que le pesara, era inminente. La sensualidad de Billy era ideal: sin reserva, sin modestia y sin amaneramientos. Se compenetraban perfectamente. Pero era demasiado rica. —Vito, ¿y si nos fuésemos a vivir juntos? Así no te "tendría", ¿verdad? —No, Billy. Además, se supone que es el hombre quien debe proponerlo a la mujer. —Eso, hace quince años. Ahora la mujer puede pedir lo que quiera, y conseguirlo. —No de mí, cariño, a no ser que yo quiera dárselo. —Estás entorpeciendo el progreso. —Billy se sentía en una posición desairada, falsa. Nunca se había preocupado de la liberación femenina y ahora hablaba como si hubiera estado pagando cuotas al movimiento desde hacía años. Pero era preferible decir una frase ridícula que una palabra de despecho, mejor hacer un chiste malo que dar a entender cómo deseaba que él la quisiera, que se casara con ella, como una de esas heroínas bobas de las novelas del siglo pasado, a las que juró no parecerse hacía tiempo, mucho tiempo. Curt Arvey, un hijo de perra de primera clase, era un hombre que estaba dispuesto a hacer casi cualquier cosa con tal de apuntarse un tanto. Estaba francamente disgustado con Susan, su mujer, con la que vivía en un estado permanente de pugna, aunque sin llegar a declararse la guerra. Susan se había empeñado en que aquel asunto de Billy y Orsini era culpa de Curt, ya que suya fue la idea de invitar a Vito a la cena. Ni que Orsini fuera un gigoló buscador de dotes. Era una forma muy poco elegante por cierto de recordar a Curt que él había empezado sus negocios gracias al dinero de Susan. Cierto, pero no fue el dinero de Susan lo que lo llevó a la cumbre, ni lo que ahora le permitía a Susan llevar aquella vida en Beverly Hills. Estaríamos frescos si él tuviera que consentir que alguien le dijera a quién tenía
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que invitar a sus cenas. Arvey llamó a Vito por teléfono para invitarlo a desayunar en el hotel. —Se dice por ahí que tienes un nuevo proyecto, Vito. ¿Qué hay de eso? —Es una primera novela de una muchacha francesa, otra Françoise Sagan, pero mucho mejor. Obtuve una opción por una miseria. Es una historia de amor de… —¿Otra historia de amor? ¿No has tenido bastante con lo de México? —¿Es que por haber pillado la gripe ibas a dejar de respirar, Curt? El día en que la gente no vaya a ver una historia de amor, una historia de amor de las buenas, Curt, ese día se acabará el mundo. Tengo un presentimiento acerca de este libro. En Francia se está vendiendo fantásticamente y esta primavera se publicará en los Estados Unidos e Inglaterra. —¿Necesita grandes nombres? —Podría pasarse sin ellos. Los enamorados son muy jóvenes. Podría hacerse por dos millones doscientos, tal vez dos millones justos, según donde se ruede. No tiene por qué situarse en Francia. Es una historia que puede ocurrir en cualquier sitio. —¿Romeo y Julieta? —Sí, pero con final feliz. —Me gusta. Ponte al habla con nuestra sección financiera y que te firmen un contrato. —¡De ningún modo, Curt! —Vito estaba blanco. —¿Y por qué no, carajo? —Curt soltó la servilleta mirándolo con asombro. —Eso es cosa de Billy y yo no estoy dispuesto a consentir que una mujer financie mis películas. —Eres un paranoico, Vito. Todavía no ha amanecido el día en que yo consienta que una dama rica me dé unos millones de dólares para que mi estudio haga una película que hayamos de distribuir nosotros, y de la que yo tenga que responsabilizarme ante mis accionistas y el Consejo de Administración. Yo no trabajo así y tú lo sabes. Ni los otros estudios tampoco. Vito respiró profundamente. —Según tú, con las dos últimas películas que hice para vosotros no ganasteis dinero. —Pero quedamos en paz. Cubrieron gastos. En cambio, ganamos dinero con una basura que no me divirtió en absoluto. Por lo menos, tus películas don de las que puedo pasar en mi sala de proyecciones y sentirme satisfecho. Tienen clase. ¿Y quién ha dicho que todas las películas tienen que dar dinero? Cubrir gastos ya es algo, bastante más de lo que conseguimos con otras. ¿Te das cuenta de lo estirado que eres? Debiste ser tú el que vinieras a ofrecerme esta película, en lugar de esperar a que yo te llamara. Arvey tenía razón y Vito lo sabía. El único defecto que tenía como productor era su orgullo. Un productor tiene que estar dispuesto a 286
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tratar con el mismo Lucifer, si el Príncipe de las Tinieblas dispone de fondos para financiar una película, y, si Lucifer no se muestra dispuesto, el productor deberá volver a la semana siguiente. Y, si es necesario, a la otra: Si, además, tiene que vender el alma, es cuestión que sólo a él atañe. Desde luego, no le gustaba Arvey, ni se fiaba de él, pero esto no debió ser obstáculo para que él buscara el apoyo financiero de Arvey. Su alma aún era suya. —Me pondré al habla con tu gente en cuanto llegue a la costa. —El tono firme y convencido de su voz era ya disculpa suficiente. —¿Te quedas hasta que termine el Festival? —Sí… tengo un asunto pendiente. —Me alegro. Pero si te excedes un céntimo de los dos millones doscientos, te has caído. Ah, Vito, ven esta noche a cenar si no tienes compromiso. Susan querrá fácilmente. Se pondrá contentísima cuando se entere. A ella le gustan las historias de amor. Cuando la puerta se cerró tras Vito, Curt Arvey ahogó una risa maliciosa y vengativa. Dos millones doscientos mil era poco dinero para la satisfacción de demostrar a aquella lagarta de Filadelfia con la que se había casado quién era aquí el amo. Mientras regresaba a Cannes, Vito se encontró sumido en una reflexión poco habitual en él. Normalmente, en un momento como aquél, después de recibir el beneplácito para empezar una nueva película, y una película en la que tenía más esperanzas que en todas las producidas hasta entonces, hubiera debido estar concentrado en confeccionar mentalmente las listas de los posibles guionistas y directores. Sentía una viva euforia, pero era una euforia que en cierto modo parecía estar relacionada con Billy. ¿Y qué tenía que ver ella con aquello? Vito estaba atascado en el tráfico de mediodía a la entrada de Cannes cuando, por fin, tuvo la revelación de que aquel mismo impulso que le hacía ver un determinado libro o idea convertido en película en un momento, le inducía también a desear cambiar y moldear la vida de Billy. Veía en ella a una muchacha triste y quería convertirla en una mujer satisfecha. Que nadie más que él acertara a ver a la muchacha triste que había en Billy hacía todavía más tentadora la idea. A él le encantaban sus pies grandes y sus huesos largos. La voluptuosidad de su cuerpo se revelaba bajo aquellos vestidos ridículamente hermosos lo tenía atónito. Había en ella tantas cosas ocultas. Deseaba poder escuchar siempre aquel leve acento bostoniano que sólo él creía advertir. Y deseaba tener con ella un hijo. Lástima que Billy no fuera una pobre muchacha que quisiera abrirse camino en el cine y él, el productor importante que dijera: «esa muchacha… Voy a convertirla en estrella», y cambiara su vida. Lástima que ella no fuera una joven Sofía Loren y él, Carlo Ponti, pensaba Vito, riéndose de sus delirios de potentado. Aquellos sueños estaban bien para un muchacho, pero él ahora tenía que enfrentarse
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con los hechos. Haciendo un esfuerzo, se concentro en la elección del director ideal para su próxima producción. Billy paseaba por el parque del "Hôtel du Cap", metiéndose por los senderos más escondidos, evitando los claros en los que podía encontrarse con algún cliente tomando el sol en un banco, perdiéndose por el huerto, donde en cuidadas hileras se cultivaban las flores y las hortalizas para el hotel. Los clientes dormían o se desayunaban en su habitación. Salvo algún que otro jardinero, en el parque no había nadie más que ella. Finalmente, Billy se sentó junto a un árbol, en una sombra verde, salpicada de parches de sol y llena de zumbidos de insectos, que tenía un olor muy distinto al de la tierra de América. Olor de siglos, se dijo, y trató de reflexionar. Se portaba como una niña enamorada. Tal vez fuera una impresión puramente sexual. Vito poseía un poder para agradar a la mujer que ella no había conocido en otro hombre. ¡Había tanta "generosidad" — no se le ocurría otra palabra— en su manera de hacer el amor! Durante los últimos años, ella había sido la que mandaba, quien decía al hombre lo que tenía que hacer y cómo tenía que estimularla y durante cuánto tiempo. Y si él no podía o no quería hacerlo, ella le dejaba y buscaba a otro. Sus exigencias eran perentorias y extraía su satisfacción con la mayor rapidez posible. Para eso estaban ellos, para eso estaban aquellos enfermeros que luego desaparecían de su vida con una espléndida gratificación. Lo que después les ocurriera, lo que fuera su vida privada Billy nunca lo supo ni le importó. Aunque Billy no llegó a expresarlo con palabras, ni siquiera ante sí misma, para ella no eran sino prostitutas masculinas. Ahora lo comprendía, y comprendía también que los despreciaba. ¿Se despreciaba también a sí misma? Prefería no pensarlo. Oh, pero cuando estaba con Vito, ella ni siquiera recordaba sus propias exigencias. Le parecía que él se solazaba con ella como el que pasea perezosamente por una muy querida propiedad, celebrando cada uno de sus rasgos como si la felicidad que él le daba la enriqueciera con unos dones preciosos. Cuando ella iba, era como si él recibiera un regalo inapreciable, cuando era él quien lo había dado. Y sin prisa. Cuando estaba con él, la parecía tener a su disposición toda la vida, sin apremio, sin otra preocupación que el momento presente. Vito la había despojado de su cinismo y de su insensibilidad, dejándola tan tierna e indefensa como no había estado desde París. Billy s puso en pie, dejó la sombra del árbol y se dirigió hacia el hotel, un château blanco y dorado con altos postigos pintados de un suave gris azulado. No era una impresión puramente sexual, lo sabía. Vito era el gran amor de su vida, lo sentía en la médula. Estaba aterrorizada.
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Los últimos días del Festival de Cine de Cannes son como los últimos días de clase, después de los exámenes. Aquellos cuyas películas ya han sido proyectadas se marchan a toda prisa. Los que se quedan, advierten un cambio de actitud. El ambiente carnavalesco se esfuma como si nunca hubiera existido; la Prensa, con resacas e indigestiones, va desfilando; las fachadas de los hoteles recuperan su dignidad al desmontarse los grandes anuncios; ya es posible encontrar a un camarero a quien pedirle un refresco; y la comida mejora. Susan Arvey estaba indignada. Ella y Billy ya hubieran tenido que salir para París, tal como habían proyectado antes de venir al Festival, pero Billy parecía estar pegada a Cap d'Antibes. La culpa la tenía Vito Orsini. Todavía estaba exprimiendo la película de México. En un alarde de energía, la había vendido a varias docenas de países. Con la seguridad de producir su próxima película, estaba lanzado y parecía incapaz de no vender la película, aunque no supiera en qué punto del mapa se encontraba el país. Susan no acertaba a explicarse de dónde sacaba el tiempo para hacer tantas transacciones, si siempre estaba con Billy. Pero Susan era mujer de poca imaginación. De todos modos, tuvo la suficiente para aguantarse de decir a Curt lo que pensaba de él por financiar la próxima película de Vito. De todos modos, el retraso en la marcha sólo podía prolongarse ya un día, dos a lo sumo. La víspera de la clausura del Festival, Vito invitó a Billy a almorzar en "La Réserve", en Beaulieu. El restaurante de este hotel, pequeño y precioso, es una larga galería de mármol, abierta, sombreada y decorada de rosa con vistas al mar. Es, sin duda, el comedor al aire libre más elegante del mundo. Mientras Billy escuchaba a Vito pedir el almuerzo en su correcto italiano, un almuerzo que no le apetecía en absoluto, se dio cuenta de que estaba observando la escena a través de sus lentes de sol como si tratase de grabarla en su memoria para recordarla después. Estaba retratando mentalmente a Vito tal como estaba ahora, puro bronce y tan mediterráneo como el mar que tenía a su espalda, explicando al camarero con palabras y ademanes que el marisco lo quería con tres salsas. Billy actuaba como si la suerte ya estuviera echada, como si ella no pudiera hacer ya nada más que salvar el amor propio y tratar aquel episodio como un impulso más de una mujer frívola que coquetea furiosamente, pero no en serio, buscando nuevas sensaciones y haciendo afectuosas promesas vacías. Trataba de reducir sus sentimientos a la magnitud que habían tenido durante muchos años y que a cada minuto disminuían y se contraían. Lentamente, se quitó las gafas de sol y las dejó encima del mantel rosa. No iba a permitirse semejante cobardía. Tenía que arriesgarse a recibir otra negativa, por mucho que la humillara y por mucho que la atormentara después por las noches durante los años que pudiera
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tardar en convertirse en un simple recuerdo. Se sentía obstinada, insistente, violenta, incluso brutal. Y nada le importaba. —Vito. —Había en su voz un acento que le obligó a levantar bruscamente la cabeza—. Vito, no tengo el argumento esencial. —¿A qué te refieres? —He querido cautivarte con mi ductilidad, ser todo lo que tú quieres que sea una mujer, convencerte de que no podrías dejarme marchar. Pero estaba equivocada. —No te entiendo, Billy. —Estaba equivocada, porque mi dinero seguirá siempre ahí. No podría deshacerme de él aunque quisiera. Y no quiero. —No te lo reprocho. —No; no es algo que puedas convertir en un chiste, cambiando el tono de voz. Soy rica y lo seré siempre. Es algo muy importante para mí. Pero no es justo, ¿no crees? Si yo fuera hombre y tú mujer y yo fuera rico y tú no, no habría problema, ¿verdad? Podríamos probar y nadie pensaría sino que era algo normal, natural, previsible. Él miró los ojos de Billy, valientes, intrépidos y sensibles, y no contestó. —Vito, estoy segura de que en el mundo, además de ti hay otros hombres a los que no se puede comprar. Pero ellos no están enamorados de mí. Tú lo estás. Y renuncias para demostrarte a ti mismo que estás por encima de toda tentación. Pero, a fin de cuentas, todo se reduce a un alarde de orgullo estéril, porque tú vas a seguir queriéndome después de haber hecho ese gesto. Y los dos vamos a salir perdiendo, para siempre. —Billy… —Pero ya te he dicho que me falta el argumento esencial. Es un despilfarro… y yo aborrezco el despilfarro. —Yo también. —Era algo más que amor, pensaba Vito. Sencillamente, era. Como el destino, la nacionalidad, lo inevitable. Él le cogió de las manos—. El argumento esencial voy a dártelo yo. Tienes que prometerme que nunca, con ningún pretexto, me comprarás un "Rolls-Royce". —Billy se levantó bruscamente—. Ni me darás una fiesta sorpresa —añadió él. Pequeños mariscos y copas de vino se estrellaron en el suelo de mármol. Billy todavía no había captado el sentido de aquellas palabras, pero su estómago, su corazón o la parte de su cuerpo que sabía las cosas antes que su cabeza, rebosaba de felicidad. Los clientes del distinguido restaurante, volvieron la cabeza, preguntándose de qué forma habría insultado aquel hombre a aquella mujer, para que ella se abalanzara sobre él de un modo tan poco civilizado. —Si estás bromeando, te mato. —Yo nunca bromeo con los asuntos de familia. Los comensales se volvieron hacia sus platos respectivos. Al parecer, otra pareja de enamorados. Billy, rodeada de camareros que
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retiraban los fragmentos del servicio, se dejó caer en su silla. Estaba encendida de alegría y avergonzada como una niña. —Y no me digas: «Ya te lo advertí.» —Él resiguió con el dedo el contorno de sus labios, recogiendo una lágrima de su mejilla, antes de que cayera en la mayonesa a las finas hierbas, el único recipiente que quedaba encima de la mesa. El maître, un comunista de Milán, estaba pensando que el poulet à l'estragon y el soufflé de limón no serían debidamente apreciados por aquellos dos. Por otra parte, estaba seguro de recibir una propina monstruo. Si por lo menos todos los repugnantes capitalistas estuvieran tan enamorados, éste sería un mundo mejor para las clases trabajadoras. El cable iba dirigido a Valentine. Ella lo abrió, y después de leerlo rápidamente con gesto de incredulidad, corrió al despacho que compartía con Spider y se lo puso delante de los ojos. ME CASO CON VITO ORSINI DENTRO DE UNA SEMANA. ES EL HOMBRE MÁS MARAVILLOSO DEL MUNDO. RUEGO PREPARES ALGO NUPCIAL PARA PONERME. SOY TAN FELIZ QUE AÚN NO LO CREO. BESOS. BILLY. —¡La monda! Yo tampoco lo creo. No parece escrito por la jefa… Valentine, ¿por qué lloras? —¡Elliott, no sabes ni una puñeta de mujeres! Maggie se enteró de la noticia cuando estaba reunida con su primer redactor. —Eh, Maggie, ¿qué te parece? ¿No era amigo tuyo Orsini? A ver si consigues la exclusiva de la boda. Es lo más grande que se ha hecho desde que Cary Grant se casó con Barbara Hutton. —¡Métetela en el culo!
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CAPÍTULO XII Las seis semanas transcurridas entre la clausura del Festival de Cine de Cannes y el fin de semana del 4 de julio de 1977 fueron un periodo de reajuste, en varios sentidos, tanto para Spider como para Valentine. Para Vito fue un periodo de renovación, de cambio de miras, de remodelación. Para Billy hubiera tenido que ser una luna de miel, pero la única luna de miel que ella y Vito tuvieron duró las once horas que invirtió su avión en ir desde Orly hasta el Aeropuerto Internacional de Los Ángeles, pasando por el Polo, y entonces todavía no estaban casados. Valentine buscó casa tan pronto como estuvo segura del futuro de "Scruples". Lo único que exigía era que el lugar fuera discreto. No quería una casa pequeña, con vecinos curiosos, ni un edificio de apartamentos en el que la gente pudiera entrar y salir a su antojo. Necesitaba un lugar en el que ella y Josh pudieran verse y quereres en un ambiente de seguridad. Tenía que estar relativamente cerca de "Scruples", relativamente cerca de la casa de él y relativamente cerca de su despacho de Century City, ya que el tiempo que pasaban juntos él tenía que sustraerlo a su vida profesional. Finalmente, varias manzanas al este de la demarcación de Beverly Hills, en Alta Loma, West Hollywood, Valentine encontró un ático en un espléndido edificio de apartamentos recién construido. Había un guardián en recepción que interrogaba a todos los visitantes. Nadie podía entrar en el ascensor sin ser anunciado previamente por el teléfono interior. Desde luego, según pudo comprobar Valentine, también tenía sus inconvenientes. Muros de cristal rodeaban parte de la sala y el dormitorio. Si se acercaba a ellos inopinadamente, la vista de todo el barrio Oeste de Los Ángeles, rematada en el horizonte por el océano Pacífico, la sobrecogía. Tanto aire, tanta luz, tanto espacio hacían que Valentine, ratón de ciudad vieja, se sintiera como un visitante de otro planeta. Pero ella era una ilusionista, una maga, y cuando sus muebles llegaron de Nueva York, los mismos muebles que había mandado desde París hacía más de cinco años, Valentine recurrió a toda su magia para crear otro ambiente y otra época. Los conseguía especialmente por la noche, cuando cerraba sus nuevos postigos de madera blanca, corría las cortinas de cretona blancas y rosa casi idénticas a las anteriores, ya demasiado ajadas, y encendía las lámparas de pantalla roja. Mandó tapizar su viejo sofá de terciopelo rojo y las butacas, con una tela de Boussac de antiguo dibujo rustico verde y blanco que le recordaba a Normandía y cubrió el suelo con su única gran locura, una viejísima alfombra hecha a mano, con un descolorido dibujo de flores. La nueva cocina suponía una gran mejora respecto a su improvisada instalación culinaria de Nueva York. 292
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Valentine hizo una redada en Williams Sonoma de Beverly Hills, donde eligió un ajuar típicamente francés: relucientes cacerolas, peroles de barro, tamices, sartenes con el fondo de cobre y fuentes de gruesa loza blanca con una franja azul. Josh, contrariado por su actitud de independencia, la inundaba de los únicos regalos que ella aceptaba: plantas y litografías, demasiadas para tan pocas paredes, por lo que hubo de colgarlas hasta el techo, incluso en la cocina. A pesar de aquella abundancia de cristal, Valentine estaba satisfecha de su nuevo hogar, pues éste cumplía bien su objetivo y ella estaba segura de que nadie sospechaba por qué vivía allí. desde luego, Billy estaba demasiado absorta en su matrimonio para sentir curiosidad por los asuntos ajenos. Según Josh, su esposa no veía nada extraño en que él tuviera que pasar fuera de casa tres noches a la semana; el hábito de toda una vida de salir tarde del despacho daba sus frutos. En cuanto a Elliott… Bueno, él estuvo a punto de descubrirlo, pero Valentine pudo despistarlo. La misma noche en que Valentine se instaló, cuando ella y Josh estrenaban su nueva cama, el conserje anunció por teléfono la visita de Elliott. Valentine, asustada, dijo al hombre que ya estaba en la cama, que se sentía muy cansada y no podía ver a nadie. Al día siguiente, Elliott la miró con curiosidad. —Valentine, ¿en la cama a las siete y media? Aun así, ¿por qué no había de poder subir? No hubiera sido la primera vez. —Precisamente, Elliott. —Lo miró fríamente con sus ojos verdes—. Me tratas sin el menor respeto. Vamos a ver qué está preparando para la cena la buena de Valentine. Y yo no soy tu hermana número siete. —Eres injusta, Val. Yo nunca te traté sin respeto. Tú eres mi mejor amiga. —No seas ridículo. —Sacudió sus rizos rojos para no ver la mirada dolorida de Spider—. Nadie cree que un hombre y una mujer puedan ser sólo amigos. ¿Imaginas que me gustaría que la gente pensara que soy una más de tus conquistas? No quiero que piensen eso de mí, Elliott, y menos ahora que estamos prácticamente todo el día juntos, en el mismo despacho y hasta en la misma mesa, ¡por Dios! —Un despacho en el que casi nunca estoy. Además, tú tienes un estudio para ti sola, Valentine. Pues, si lo prefieres, buscaré otro sitio donde poner mi mesa. —Spider estaba tan atónito como si ella le hubiera pinchado con el lápiz—. Descuida, no iré a tu casa sin ser invitado. No quería más que darte un regalito para la casa nueva y enseñarte una carta que he recibido. De mi primera fan. —No seas tonto, Elliott. Sólo te pido que antes de ir, me avises. — Valentine suavizó rápidamente el tono, apagando su estudiada indignación. Había ido demasiado lejos. ¡Qué niño era a pesar de toda aquella varonil arrogancia! Le oprimió una mano—. Perdona, ¿me darás mi regalo a pesar de todo? —Pídeselo a tu portero de opereta. Es una caja de champaña que pesa como un burro. Él me ayudó a llevarla hasta el montacargas. 293
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Esperemos que no le dé una hernia sedienta y se la beba antes de que llegues a casa. —Muchas gracias, Elliott. ¿Quieres que la empecemos esta noche? Por favor… —ella ladeó la cabeza y le miró entornando sus negras pestañas. «Ya ha aprendido a coquetear —pensó él—. ¡Bruja de mal genio!» —No sé si me dará tiempo. —Inténtalo. Quiero enseñarte mi casa. ¿Y esa carta? —Oh, es de la gachí que retraté gratis en Nueva York, cuando estaba sin trabajo, ¿te acuerdas? Se hacía llamar Cotton Candy. Vio nuestra foto en People la semana pasada, en el reportaje que hicieron de "Scruples" y me reconoció. Dice en su carta que mis fotos cambiaron su suerte y que ahora tiene su propia empresa. Eligió la mejor de todas y con ella hizo una especie de tarjeta de visita. ¡Fíjate! No falta ni el número de teléfono. Debí pedirle un tanto por ciento. Valentine miró la fotografía con los ojos muy abiertos. —A su lado yo parezco un chico. Yo también recibo cartas, aunque me gustan más las tuyas. El cochino de Prince me escribió para decirme que se alegraba muchísimo de mi éxito. ¡Qué cara! ¿Vendrás esta noche, Elliott? ¿Sí? —Claro que sí Fue y se quedó a cenar, como antes y tal como ella esperaba, pero Valentine sentía que en la trama de su amistad se entremezclaba ahora la fibra de su secreto. Sus relaciones con Josh eran, además de la verdadera causa de su ruptura con Alan Wilton, lo primero que ella había ocultado a Elliott y ello modificaba insensiblemente sus relaciones y la hacía mostrarse recelosa, cauta y reservada en cosas pequeñas, cosas que creía que él no notaba, pero que eran tan evidentes para él como la cama de matrimonio que había en el dormitorio. Cuando él se fue, Valentine se sentía vacía y deprimida, sin explicarse por qué. «Era de esperar», se dijo con su firme lógica. Todo no se puede tener. Y lo que ella tenía bien valía renunciar a otras cosas. Valentine gozaba pensando en Josh, envolviéndose en el recuerdo de su amor como en una suave manta en caso necesario, podía subirse hasta la cabeza. Él se sentía vivamente preocupado por la idea de que a ella pudiera mortificarle que no se atreviera a llevarla a un buen restaurante, por el peligro de que alguien los viera juntos. Cuando no comían en el "Escuadrilla 94! o en algún pequeño restaurante del Valle, Valentine guisaba para los dos en su cocina. Incluso una vez al mes, aproximadamente, pasaban juntos un fin de semana, sin salir del apartamento de Valentine. Josh tenía miedo de que ella pudiera llegar a cansarse, pero aquella situación convenía perfectamente a Valentine. Por primera vez en su vida, y contaba ya veinticinco años, tenía relaciones fijas con un hombre y no sentía la menor necesidad de exhibirlas ante los ojos de la gente, de hacer oficiales aquellas relaciones, contándoselas a todo el mundo. Su amor 294
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hacia Josh era más dulce por ser secreto, como un jardín que floreciera en medio de una ciudad. La única pelea que habían tenido se debió al deseo, mejor dicho, al convencimiento de Josh, de que él pagaría el alquiler. —Ah, ça jamais! —gritó ella en un arrebato de furor tan súbito que las palabras salieron en francés—. ¿Por quién me has tomado? ¿Por una mantenida? Tú no me mantienes. Yo soy una mujer independiente. ¡No vuelvas a hablarme de eso! A él se le puso tirante la piel sobre sus pómulos de ruso e inclinó la cabeza, consternado. —Valentine, mi vida, perdóname… Yo nunca había hecho una cosa así y pensé… He sido un estúpido. Ella apretó la cabeza de él contra su pecho, sopló sobre su cabello corto y canoso y le dio un beso en la boca. —Tú creíste que, en estas circunstancias, era lo más correcto. ¿De dónde sacaste la idea? ¿De tus libros de leyes? ¿Enseñan en Harvard lo que hay que hacer en estos casos? ¿Dónde está tu romanticismo? Seguro que no figuraba en el programa. tendremos que subsanar rápidamente la omisión. Días después, tan pronto como obtuvo su permiso de conducir para el Estado de California, Valentine, impulsada por la curiosidad, pasó con su pequeño "Renault" recién adquirido por delante de la casa de Josh Hillman en North Roxbury Drive. La fina hacía esquina y estaba rodeada de una tapia alta detrás de la cual se veía la valla metálica de una pista de tenis y las copas de grandes árboles. La casa de ladrillo encalado sugería abundantes medios de vida, los cientos de rosales floridos que orlaban la propiedad y el sendero que conducía a la entrada principal, sugerían esmerada atención y, por lo menos, la presencia de dos jardineros. Valentine no conseguía asociarla a Josh, y menos aún, a sí misma. La casa tenía una presencia, una materialidad tan rotunda que resultaba imposible imaginar a su dueño viviendo en otro lugar. Valentine se sustrajo al recuerdo de aquella casa por delante de la que no había vuelto a pasar y se puso a pensar en el siguiente fin de semana. Era el 4 de julio y estaba invitada a la gran fiesta anual de Jacob Lace. Billy y Spider también habían sido invitados, pero no pensaban asistir. Valentine no había podido resistir la tentación a pesar de que tendría que volar cinco mil kilómetros sólo para un par de días. Allí estaría todo el mundo de la moda y ahora que ella era aun miembro reconocido en aquel mundo, Valentine de "Scruples", deseaba volver a Nueva York, para ver las cosas con una nueva óptica. Desde que, en noviembre de 1976, Stella de Magnin se retiró, Valentine era la única diseñadora de alta costura de un gran establecimiento en los Estados Unidos. Desde luego, "Scruples" no eran unos grandes almacenes (y "Bergdorf's" de Nueva York reproducía algunos modelos de la colección de París, a medida), pero 295
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los talleres de Valentine, ampliados con numerosas oficialas, patronistas y cortadoras de Stella, no daba abasto a cumplir los encargos de muchas mujeres de la costa Oeste, para las que prêt-àPorter eran tres palabras casi soeces. Billy no se equivocó al suponer que un departamento de alta costura daría gran prestigio a "Scruples". Y hacía mucho más que cubrir gastos. Valentine pensaba que era una suerte haber insistido en lo de la participación en los beneficios. Josh la acompañaría a la fiesta de Lace. Ella no preguntó cómo había podido arreglarlo ni qué excusa había dado a su mujer. No quería saberlo; pero él insistió en ir con ella, aduciendo que entre tanta gente no sería tan evidente que estaban juntos como si los vieran en un restaurante. Además, en la fiesta de Lace no había periodistas. Lo único que molestaba a Valentine era tener que hacer el equipaje. A pesar de que su profesión consistía en organizar el vestuario de otras mujeres, cada vez que tenía que llenar su propia maleta, se echaba a temblar. La víspera, sin ir más lejos, había equipado a una cliente para todo un verano que abarcaba un crucero por las islas griegas, una conferencia en Oslo y una boda casi real en Londres. Y Valentine le había diseñado un vestuario elegantísimo y apropiado para cada ocasión, que cabía en dos maletas. Contempló el vestido que se había diseñado para la fiesta de Lace: una blusa de gasa plisada verde manzana, de escote romántico y mangas amplias y una falda compuesta por ocho capas de gasa lila pálido, recogida por una faja de terciopelo del mismo verde que sus ojos. Muy apto para una fiesta al aire libre. Pero, ¿cómo transportarlo? En una maleta aparte, desde luego. Casi le parecía estar oyendo a Elliott, en su nuevo papel de árbitro de la moda. Mientras Valentine hacía el equipaje, Spider Elliott experimentaba un exceso de compasión de sí mismo, sin saber por qué, sentimiento tan insólito en él como una erupción en las posaderas. Se tumbó junto a la piscina con una dosis de whisky de viernes por la noche y decidió pasar revista a todas sus ventajas, a ver si se le pasaba el mal humor. Por ejemplo, la casa que acababa de alquilar. Casi en la esquina de Doheny Drive, al norte de Sunset, escondida en un secreto callejón, era un soberbio ejemplo de lo bien que puede vivir un hombre que no tenga que mantener a mujer ni hijos. La casa había sido decorada por el casero de Spider, un famoso director, padre de nueve hijos, que, inmediatamente después de su quinto divorcio, hizo voto de soltería, aunque no de castidad. Aquel voto estaba simbolizado por un soberbio jacuzzi rodeado de plantas que ocupaba un ángulo de la sala de estar, dividida en dos pisos. Algo debió de salir mal, o muy bien, en aquel jacuzzi, pues el director había vuelto a casarse y su sexta esposa se negaba a vivir en una casa en la que se advertía el aura de tantos placeres y juegos prohibidos.
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Placeres y juegos, pensaba Spider. ¿Gozaba realmente la gente con los placeres y los juegos, o sólo lo simulaba? Tristemente, siguió enumerando sus ventajas. "Scruples" era la sensación del mundo del comercio y él era el artífice del éxito. Hurra por Billy Ikehorn Orsini, puesto que la tienda era suya. Las mujeres de Beverly Hills y sus alrededores invadían "Scruples" y querían que Spider les dijera cómo verse con ojos nuevos. Spider era para ellas más importante que el peluquero, el médico de plantas interiores e incluso que el monitor de tenis. Hurra por las buenas mujeres de Beverly Hills. Tal vez algún día fuera tan indispensable como un buen psicoanalista o un cirujano plástico. No; fuera lo de cirujano. Su amiga Valentine había prosperado mucho, era una diseñadora famosa. Women's Wear Daily, Vogue y Bazaar hablaban de ella constantemente. Hurra por Valentine O'Neill y su misterioso secreto, y no es que a él le importara un ardite que ella se encerrara en un torreón y se pusiera todos los guardianes que se le antojaran para no dejar entrar a la gente, como si fuera una estrella de rock. Pequeñaja asquerosa de mal genio, artera lagarta francesa. Gracias a Dios, él no se había enredado con ella. Otra ventaja que sumar. Sonó el teléfono. Spider corrió a contestar. Probablemente, Valentine que quería asegurarse que él no se movería de allí, para encargarse de la tienda al día siguiente, mientras ella se largaba a presumir en la fiesta de Lace. Era el servicio de recados telefónicos, para informarle de dos llamadas recibidas durante el día. Una era de Melanie Adams y el mensaje decía que sólo quería saludarlo. La otra llamada, también de Melanie, era para anular la llamada anterior. La telefonista del servicio de recados no estaba segura de si él deseaba recibir los mensajes, y decidió pasarle los dos, por si acaso. Siempre colgó. Hurra también por la telefonista. ¿Tantas eran sus ventajas? Era el único vecino de Hollywood que disponía de un servicio telefónico competente. Melanie Adams. Ya no le hacía daño pensar en ella. Incluso había ido a ver su película, para estar seguro. Él suponía que debía alegrarse por ella, aunque, desde luego, era mucho exigirse a sí mismo; pero era evidente que Melanie había nacido para hacer el amor con la cámara. Si en las fotos de modas estaba exquisita, el genio cinematográfico de John Alonzo duplicó su belleza al captar la gracia de sus movimientos. Desde hacía un par de semanas, le había dado por llamarle cuando estaba segura de no encontrarlo en casa, dejar un mensaje a la telefonista y anularlo antes de una hora. Él no acertaba a entender aquel juego infantil, y desde luego, no estaba dispuesto a entrar en él. No contestó ni a una sola de sus llamadas. ¿Era posible que sólo hubiera transcurrido un año desde aquel 4 de julio, en que fueron juntos a la fiesta de Lace? Parecía que hacía diez años. Este 4 de julio, Spider había sido invitado a cinco fiestas y pensaba ir a todas
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ellas. Si pasaba más tiempo enumerando ventajas, tal vez decidiera ahogarse en la piscina, otra ventaja. Volvió a sonar el teléfono. Esta vez lo dejó sonar seis veces antes de contestar. —¿Spider? —imposible confundir aquella voz de hielo y fuego que sugería la imagen de una voluptuosa belleza del Sur bajo una engañosa apariencia de recato. No podía responder—. ¿Spider? — insistió ella—. Spider, sé que eres tú y no el servicio de recados, porque la telefonista siempre me habla. —Hola, Melanie. Adiós, Melanie. —No cuelgues, por favor. Escúchame sólo un minuto. Hace mucho tiempo que pienso en ti, pero no me atrevía a llamar cuando suponía que estabas en casa. —¿Por qué tanta molestia? —Tienes razón de estar enfadado conmigo. No me he perdonado haberte escrito aquella carta. —Fantástico. —No, por favor, deja que te explique. Era como un temor. No quería decir lo que dije, no era verdad; pero me daba miedo verme atada a ti. ¡Oh, Spider, yo no podía controlar las cosas, tuve que ser dura porque estaba asustada! —Melanie, en realidad no me importa. Todo está arreglado. Adiós. —¡Espera! ¡Por favor, espera! Necesito verte, Spider. Tú eres la única persona que me ha querido y necesito hablarte. He de verte. —¿Y qué me dices de tu Svengali, ese Wells Cope? ¿Es que no te quiere? —Spider se maldecía por continuar aquella conversación, pero nunca había oído aquel tono de súplica en la voz de Melanie. Ella siempre tan esquiva, llamándolo con una mano y echándolo con la otra. —¿Wells? Para él el amor no es lo mismo que para ti. Estoy tan sola, Spider… Por favor, déjame verte. —No es una buena idea, Melanie. No serviría de nada. No tenemos nada que decirnos. —Spider, Spider… —estaba llorando. Spider tenía debilidad por casi todas las características femeninas, pero nada despertaba en él una reacción tan viva como las lágrimas. Había estado muy enamorado de Melanie y no podía darle la espalda ahora que ella tenía problemas. Eso se decía a sí mismo, aunque sabía perfectamente que no lo hacía por un sentimiento humanitario, sino porque era incapaz de decirle que no. —No tengo que salir hasta dentro de una hora. Si quieres venir unos minutos, no tengo inconveniente, pero he de estar en la playa a la hora de la cena. —Dime cómo puedo ir. No tardo nada. Gracias, Spider… Mientras tomaba nota de las indicaciones, las lágrimas seguían resbalándole por la cara, pero cuando colgó el teléfono, se advertía una ligera curva de satisfacción en sus labios sublimes. 298
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—Mañana, vuelta al trabajo —dijo Vito con profunda satisfacción. Billy le rió el chiste. Habían llegado la víspera a su finca de cinco hectáreas, situada en Holmby Hills y desde entonces prácticamente no habían hecho nada más que dormir, para compensar la diferencia horaria. Todavía no habían deshecho las maletas, por lo menos ella. Y, ahora que caía en la cuenta, tampoco se habían casado. —Hubiera tenido que ponerme a trabajar esta misma mañana — prosiguió él, paseando alrededor de la cama con dosel de seda color geranio que ocupaba el centro del dormitorio de ciento treinta metros cuadrados—. Malditos guionistas… No hay quien dé con ellos el domingo por la mañana. todos salen a navegar, para no tener que contestar al teléfono. Y en realidad no les gusta el agua. ¡Los muy cabritos! Billy se levantó de la cama y, desnuda, se acercó a él que por una de las ventanas de aquella mágica habitación, con el ceño fruncido miraba sin verlos el jardín inglés y la zona de bosque cuajado de flores silvestres que se extendía más allá, surcado de senderos que conducían a los invernaderos inspirados en los invernaderos victorianos de Kew. Billy le puso las manos en los hombros y le miró fijamente a los ojos, en los que brillaban puntitos de luz amarillenta. Descalzo, él era apenas cinco centímetros más alto que ella, y Billy afirmaba que eran iguales. Ella le frotó la nariz con su propia nariz. ¿Cómo respiraban los hombres chatos? Lo miró muy seria, tratando de revolverle los rizos sin conseguirlo. —Hablas en serio. —No era una pregunta. —Ya llevo retraso. Estamos a finales de mayo y hay que empezar el rodaje en julio a lo más tardar. Sólo me queda un mes para hacer el guión, encontrar director, repartir los papeles, buscar un buen cámara… —¿Y por qué no empezáis a rodar en septiembre u octubre? ¿Qué inconveniente hay? —¿Qué inconveniente? —Vito se quedó asombrado, hasta que recordó que hay personas que no entienden ciertas cosas del cine. —Billy, cariño, guapa… Quiero hacer una película de amor y tiene que estar terminada en Navidad. Ella seguía mirándolo, desconcertada. —En Navidad, Billy, los chicos están en casa, de vacaciones, y todo el mundo va al cine. ¿Y quiénes van a ver películas de amor? Los chicos, tesoro, los más aficionados al cine. Billy puso cara de persona enterada. —Desde luego, es muy natural. Debí darme cuenta. Naturalmente, Navidad. Vito, ¿y qué hay de nuestra boda? Yo la había preparado para el viernes, pero si vas a estar ocupado…
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—Tú dime sólo dónde y cuándo. No te preocupes, programaré mis compromisos para que me quede tiempo suficiente, pero procura que sea después de las seis y media, ¿de acuerdo, cariño? Durante las semanas y meses siguientes, Billy, que acababa de recibir su primera lección sobre el funcionamiento de la industria cinematográfica, siguió aprendiendo y llegó a saber mucho, a veces pensaba que más de la cuenta. Les miroirs du Printemps, la novela francesa de la que Vito había adquirido los derechos, se llamaría en su versión cinematográfica Espejos. Con un presupuesto de dos millones doscientos mil dólares, Espejos sería una película media, de las situadas en una amplia zona limitada a un lado por las superproducciones que cuestan de seis a ocho millones de dólares y utilizan a grandes estrellas a modo de seguro contra el fracaso, seguro que no siempre da resultado pero se considera necesario, y las películas de "explotación" o de presupuesto módico que cuestan mucho menos de un millón de dólares y están destinadas a un sector del público que va a un cine al aire libre o a la sala del barrio y paga para ver películas de carreras de coches, hinchas de fútbol o vampiros. Como casi siempre, Vito se había encaprichado de un proyecto que se apartaba de los caminos trillados, aunque no siempre seguros, de la industria. Con un presupuesto de poco más de dos millones de dólares, no podía contratar a grandes estrellas. Sin embargo, la soberbia calidad de la novela y su propósito de hacer una excelente película exigían un buen guión, un buen director y un buen director de fotografía. Cuando Vito Orsini decía bueno lo hacía con la misma intención con que Harry Winston usaba el término para describir un brillante. Quería decir perfecto. Durante el vuelo de regreso de París, Vito hizo una lista con los nombres de los hombres que necesitaba: Fifi Hill, para director; Sid Amos, guionista y Per Svenberg, director de fotografía. Hill solía cobrar cuatrocientos mil por película. amos pediría por lo menos doscientos cincuenta mil. Svenberg ganaba cinco mil a la semana y Vito lo necesitaría durante siete semanas. En total, seiscientos ochenta y cinco mil dólares de talento. Vito esperaba conseguirlos por trescientos mil más beneficios. Había llegado el momento de cobrar ciertos favores, el momento de arriesgarse, el momento de apostar a que por fin cambiara la suerte. Sid Amos, el guionista, escritor rapidísimo e ideal para adaptar una historia de amor, fue el primero de los tres con quien Vito se puso al habla. —Vito, puedes estar seguro de que me gustaría ayudarte. Tú me has hecho favores cuando más los he necesitado. Pero estoy de trabajo hasta el coco. Mi agente de mierda me ha tomado por una máquina de escribir eléctrica con dos cabezas. Tengo trabajo para dos años. 300
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—Sid, y yo tengo el libro del año, tengo a Fifi y tengo a Svenberg. Dile a tu agente que has aceptado el encargo porque consideras que es un favor que te debes a ti mismo. Spider te arrepentirías de que en Espejos apareciera un nombre que no fuera el tuyo. El libro es muy bonito, tú mismo lo dijiste. Naturalmente, ni que decir tiene que se te pagará en efectivo a tu Compañía panameña. Setenta y cinco mil dólares. Y puedes decirles a tu agente y a la Oficina de Impuestos que lo has hecho gratis, por amistad. —¡Setenta y cinco mil dólares! Será una broma, ¿no? Eso no está bien, Vito. —Más el cinco por ciento de mi parte. —El siete y medio. Y lo hago sólo por fastidiar a los de Impuestos y ver la cara que pone mi agente. Uno, en el bote. Faltaban dos. Ocho años antes, Vito había encargado a un Fifi Hill totalmente desconocido su primer trabajo de director. Fue el primer éxito de Fifi, al que siguieron otros muchos. Pero Vito no contaba únicamente con la gratitud, concepto tan anticuado en Hollywood como la virginidad. Sabía que Hill soñaba con hacer una película con Per Svenberg. Vito ni siquiera había hablado con el estupendo cámara, pero prometió a Fifi sus servicios. —Si no lo consigo, no hay trato, Fifi. —¿Has dicho ciento veinticinco mil y cuánto por ciento? —El diez. —El doce y medio… y Svenberg. Los cámaras tienen una antigua y fundada queja contra la industria del cine. Y Svenberg, muy particularmente. Él era conocido sólo dentro del ramo. A pesar de que los críticos comparaban sus imágenes con las de Vermeer, Leonardo y Rembrandt, el público, a no ser el muy entendido, nada sabía de él. Vito estaba convencido de que Svenberg haría cualquier cosa con tal de que su nombre se hiciera famoso y prometió al altísimo sueco que en toda la propaganda en periódicos y revistas, folletos y carteles que se hiciera de Espejos, aparecería en letras bastante grandes: "Director de fotografía: Per Svenberg"… si se avenía a trabajar por dos mil dólares a la semana. Los estudios pondrían el grito en el cielo, ya que Vito no tenía derecho a prometer tal cosa. Pero nadie da nada por nada. Al cabo de un mes de negociaciones, Vito había asegurado los elementos principales de la producción. Sus honorarios de productor habían sido acordados con los estudios. Aunque normalmente, con su reputación, hubiera cobrado doscientos cincuenta mil dólares, dada la escasa cuantía del presupuesto, cobraría sólo ciento cincuenta mil. En uno de los múltiples blocs de notas que estaban diseminados por toda la casa de Billy, como pistas de un disparatado juego de escondite, Vito anotó las cifras aproximadas de los restantes capítulos: salarios de los actores, servicios de administración, incluidas hasta la última llamada telefónica y hasta la última fotocopia, alquiler de equipo, 301
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transporte hasta los escenarios naturales para el rodaje de los exteriores, gastos de alojamiento, decorados, vestuario, maquillaje, y, el más gravoso de todos los capítulos, gastos generales de los estudios, por una cuantía del veinticinco por ciento del presupuesto total. Además de los intereses por las sumas adelantadas y, naturalmente, del diez por ciento habitual en concepto de imprevistos. A pesar de que capítulos tan importantes como guionistas, director, productor, y cámara ascendían en total a menos de cuatrocientos mil dólares, el presupuesto global era ya de dos millones de dólares, doscientos mil más o menos. Y en el cine casi siempre es más, no menos. Vito se dijo que el presupuesto era viable, siempre que no se torciera nada, absolutamente nada. La elección de vestido para ir a ver a Spider, hizo que Melanie volviera a sentirse mucho más animada de lo que había estado desde que acabó la película. La embargaba una viva excitación erótica al decidir cómo arreglarse para aquel enfrentamiento que había ido madurando desde hacía semanas. Revolvió los armarios presa de un delicioso pánico, mientras consideraba y desechaba una docena de posibilidades, desde el consabido vaquero hasta un sencillo pero seductor short de Holly Harp de un rosa tierno. Al cabo de varios minutos, encontró el vestido que expresaba exactamente la sensación que ella quería dar. De batista, del más inocente azul celeste, con gran escote redondo y mangas muy cortas de farolillo, ceñido a la cintura con una faja azul. No le faltaba más que la pamela, pero Melanie optó por una cinta azul sobre su melena de canela y guirlache. Casi nada de maquillaje, las tostadas piernas al aire, sandalias sin tacón y ya estaba completo el efecto: joven, inocente, casi campestre, y sobre todo, vulnerable. Mientras se dirigía a casa de Spider, las manos le temblaban en el volante. Por fin, iba a suceder algo. Melanie Adams volvió a sentir aquella desazón al terminar su primera película. Durante todo el rodaje, Melanie vivió en un estado de gracia. Al despertar por la mañana, la sola idea de pasar el día actuando era ya como una bendición. Ella atribuía aquella íntima e insólita satisfacción a la circunstancia de haber nacido para actriz, de haber encontrado su camino. Aquella extraña e inexplicable angustia que sintiera durante gran parte de su vida tal vez a fin de cuentas no fuera más que una búsqueda de su verdadera vocación. Cuando se acabó la película, durante la fiesta tradicional de fin de rodaje, Melanie se mantuvo en su carácter y siguió hablando con el titubeo y la ingenuidad de su personaje, mientras todo el mundo, actores y equipo técnico, asumían su propia personalidad y se disponían a olvidarse de la película.
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Al la mañana siguiente, Melanie despertó con una profunda desolación. Ya no había que ir a los estudios, ya no la esperaban los maquilladores ni los del vestuario, ya no podría dialogar con el director, ni acudiría el cámara a darle una personalidad. Wells Cope le dijo que era una reacción completamente natural, que es la sensación de vacío que se experimenta al terminar un esfuerzo de creación. Le aseguró que les ocurría a todos los actores y actrices, pero que pasaba pronto y que enseguida podían reanudar su vida normal, hasta que empezaban la siguiente película. —¿Y cuándo empezaré yo mi siguiente película? —Melanie, Melanie, sé razonable. Todavía me quedan meses de trabajo en ésta. Y aun cuando la haya terminado, no pienso estrenarla hasta el momento oportuno y hasta que disponga de las salas adecuadas. Yo no tengo una fábrica de películas de Melanie Adams. Hemos de dosificarte de manera que puedas convertirte en una gran estrella; porque todavía no has llegado, ni mucho menos. Se necesita una labor muy cuidadosa. No me propongo inundar el mercado con tu imagen. No, no podremos empezar otra película contigo hasta que tengamos el argumento perfecto. Lo estoy buscando ya. Todos los días leo resúmenes y guiones, pero por ahora no hay nada que se adapte ni por asomo. ¿Por qué esa impaciencia? Deberías aprovechar estos descansos para divertirte, salir con amigos, jugar al tenis, tal vez asistir a una clase de baile, comprar vestidos… Estás estudiando con David Walker y eso debería darte ya suficiente trabajo, cariño —y Wells se volvió hacia el montón de guiones que tenía al lado del sillón. Aunque Wells Cope tenía invitados con frecuencia y cualquiera de las mujeres de su selecto círculo de amistades hubiera estado encantada de almorzar con Melanie, ella nunca se lo pidió. Las conversaciones femeninas no le interesaban, ni siquiera cuando estudiaba en el instituto. No tenía talento para las confidencias, ni aun para las confidencias intrascendentes. Todas sus actividades se reducían a estudiar con su profesor de arte dramático, que ahora no podía dedicarle más de dos horas al día, asistir a una clase de baile moderno y esperar. Se prometía a sí misma que, cuando se estrenara la película, todo cambiaría, aunque no estaba segura de lo que significaba aquel "todo"; pero había llegado tan lejos tan pronto que algo maravilloso debía de estar aguardándola. Cuando, a principios de la primavera de 1977, se estrenó la película de Melanie, no hubo un solo crítico que no se enamorara de ella. Hacía muchos años que no se daba un triunfo personal tan rotundo de una actriz desconocida. Cinco de los más importantes críticos de los Estados Unidos conocieron la desagradable experiencia de descubrir que cuatro de sus detestados colegas pensaban también que Melanie Adams era "la nueva Garbo". Ella leyó las críticas con una explosión de júbilo. Wells ofreció una cena fabulosa. Todo siguió igual. Se recibieron docenas de telegramas de felicitación de viejos 303
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conocidos. Ella leía una y otra vez las críticas de todo el país. Pero todo seguía igual. —Pero, ¿qué esperabas? —preguntó Wells con una ligera irritación, que era la emoción más fuerte que se permitía cuando estaba fuera de la sala de montaje—. No ha sido una coronación, sino sólo el primer paso de tu carrera. Aquí el que, como tú, hace su primera impronta, es sólo uno de tantos. Si quieres sentir que tu vida ha cambiado, vuelve a Nueva York y haz una visita a las muchachas de la agencia de modelos, o mejor todavía, ve a ver a tus padres. En Louisville te tratarán como a una famosa; pero, ¿aquí? Aquí sólo te pedirán entrevistas y tal vez alguien te reconozca en la calle o en la tienda. Por lo demás, no eres sino una recién llegada, Melanie. ¿Qué crees que hacen las actrices entre película y película? ¿Incluso las mejores? Esperar y estudiar. Si están casadas, se dedican a arreglar la casa o cuidan de los niños y esperan. Si trabajan para la Televisión, hacen sus programas y esperan. —Siempre puedo dedicarme al bordado —murmuró Melanie con los ojos llenos de lágrimas de desilusión. —Ya has cogido la onda —dijo Wells distraído, volviendo al guión. Melanie pasaba la película una y otra vez en la sala de proyecciones de Wells. Ahora que ella ya no estaba delante de la cámara, le parecía que la mujer de la pantalla era otra actriz. No podía volver a identificarse con ella. Allí sentada, se sentía simplemente Melanie… ¿qué más? Volvió a escrutar sus ojos en el espejo. Volvía a soñar despierta que era otra. Deseaba haber nacido con un físico como el de Glenda Jackson. Melanie estaba segura de que, de haber tenido que luchar con los inconvenientes de tener el cutis feo o mal tipo, hubiera podido llegar a ser alguien por sí misma, una persona completa, fuerte, arrogante y entera. Con un aspecto como el de Glenda Jackson, ella hubiera sabido quién era. Al no poder llenar con aquella primera película el vacío interior que había sentido durante toda su vida, Melanie estaba más ávida que nunca de todo lo que pudiera sustraer a los demás. Tratar de manipular a Wells era inútil. Ella podía decir o hacer lo que quisiera, que él la trataba con una paciencia infinita. Éste era su modo de querer, pero sus relaciones sexuales, elegantes como una zarabanda, que tan sedantes fueran al principio, y la absoluta falta de curiosidad que demostraba hacia ella, empezaban a hacerla sentirse cada vez más insignificante. Fue entonces cuando empezó a llamar por teléfono a propio. Aquella pasión suya tan insistente, indagadora y exigente bien podía encerrar la respuesta a todas las preguntas que se hacía Melanie. Spider nunca se inhibió, nunca dejó de tratar de averiguar quién era ella. Quizás ahora pudiera revelárselo. Melanie llamó tímidamente dos veces a la puerta de Spider antes de que él se decidiera a abrir. Melanie permaneció con la mirada baja,
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ofreciendo inocentemente su espléndida belleza, mientras esperaba que él la invitara a entrar. —Déjate de pamplinas, Melanie —dijo Spider ásperamente—. No hagas como si esperases que te cerrara la puerta en las narices. Pasa, tenemos el tiempo justo para tomar una copa. —Spider, Spider, qué tono tan distinto —dijo ella. Él había olvidado ya aquel impacto, dulce y doloroso a la vez, que le producía su voz. La posesión de una voz semejante debía de estar limitada por ley a las feas. Le preparó un vodka con tónica, recordando automáticamente lo que a ella le gustaba y le señaló un extremo del largo diván que ocupaba un extremo de su desnudo salón blanco. Spider, que pasaba el día rodeado de montones de objetos, había optado por mantener su casa lo más vacía posible. Instaló un sillón plegable de lona lo bastante lejos de Melanie para establecer entre los dos una incómoda distancia. Ella se desplazó en el diván, acercándose a él. Spider, que no podía retirar el sillón sin parecer grosero, quedó acorralado. Permaneció esperando en silencio. —Gracias por dejar que viniera a verte… —su voz se quebró—. Tenía que hablar contigo, Spider. Quizá tú puedas explicarme… —¡Explicarte! —¡Estoy tan desconcertada…! Y tú solías hacerme tantas preguntas acerca de mí… He pensado que tal vez tú pudieras averiguar lo que me ocurre. —Te has equivocado de puerta, niña. Tendrías que haber ido a cualquiera de los psicoanalistas de Bedford Drive. Los hay a docenas. Son unas bellísimas personas que han estudiado durante muchos años para poder ayudarte y descubrir qué cuernos te pasa; pero yo no pienso abrir un consultorio a estas alturas. Si necesitas que te dé consejos sobre tu vestuario, encantado, pero en lo demás, tendrás que arreglarte sola. —Spider, tú no eras tan cruel. —Tú sí, Melanie. —Lo sé. —Ella lo miró en silencio, sin asomo de súplica, una mirada tan exenta de halago que era en sí una obra maestra. El silencio se prolongaba. Ella se resistía a servirse de la palabra para conmoverlo. Sabía que no necesitaba hablar. —¡Ah, mierda! ¿Qué te pasa? ¿Problemas con Wells Cope? ¿Cosas del trabajo? —No… no. Es conmigo todo lo bueno que puede ser y está buscando otro argumento para mí. No puedo quejarme. Es que las cosas no han salido como yo esperaba. Spider, no soy feliz. —Lo dijo con verdadero asombro, como si acabara de descubrirlo, como si aquella fuera la primera vez que expresaba sus sentimientos con palabras. —Y esperas que te diga por qué no eres feliz —dijo Spider categóricamente, terminando el pensamiento por ella. —Sí. —¿Y por qué yo? 305
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—Hubo un tiempo en que éramos felices. Pensé que sabrías por qué. —Hablaba con sencillez, con tristeza, con perplejidad, exenta de su aire de misterio, como en una postrera claudicación. —Yo sé porque era feliz, Melanie, pero de ti nunca estuve seguro. —El tono de Spider era desabrido. Él no quería una victoria ahora. —Sí, yo también lo era. Y también cuando vine aquí y mientras estuve trabajando… Pero luego dejé de serlo. —Y ahora se te ha ocurrido que si vuelves a mi lado volverás a ser feliz, ¿verdad, Melanie? Ella asintió. —Las cosas no son así. ¿No lo sabías? —¡Podrían serlo! Estoy segura. Oh, no soy tan necia, ya sé que se dice que el regreso al hogar es imposible, pero no creo que sea verdad en todos los casos. Yo he cambiado, Spider, soy más sensata. Y tú eres la única persona con la que me he sentido ligada. Por favor… —Voy a llegar tarde a la cena, Melanie. Ella se levantó del diván y se acercó a él. Spider siguió sentado. Ella se arrodilló en las baldosas del suelo y se abrazó a las piernas de él, descansando el mentón en las rodillas, como una niña fatigada. —Déjame estar así unos minutos y luego me iré —murmuró—. Es tan agradable sentirte cerca otra vez. Casi basta con sólo tocarte. — Levantó la cabeza y le miró a los ojos—. ¿Sí…? —¡Maldita sea! —Spider la levantó en brazos y la llevó al dormitorio. Mientras la desnudaba, ella le besaba donde alcanzaba, como si temiera que él fuera a arrepentirse. Cuando Melanie sintió en el cuerpo las manos de él, cuando Spider buscaba con los labios los lugares que tanto había amado, ella gimió de placer. —Bien, bien… —murmuró ella apretando los dientes al sentir entre los muslos su boca cálida y cuando, por fin, penetró en ella, respiró de satisfacción, mientras su cuerpo se plegaba al de él. Después, permanecieron unos momentos inmóviles, exhaustos. De pronto, Spider se separó y se sentó en el borde de la cama, contemplando a Melanie que permanecía en actitud de abandono. Ella se volvió entonces lentamente y le sonrió satisfecha. —Ha estado bien… Me siento maravillosamente. —Movió los dedos de los pies y extendió los brazos por encima de la cabeza, respirando profundamente. Spider estaba seguro de que esta vez no fingía. Él conocía bien el gesto de la mujer sexualmente satisfecha y no se engañaba. Ella acentuó triunfalmente su sonrisa mientras alargaba la mano para acariciarle el pecho—. Lo sabía, estaba segura… ¿te das cuenta de que no me equivocaba? Podemos volver a amarnos. —¿Te sientes feliz ahora? —Muy feliz, amor mío. Spider, mi amor. —Pues yo, no. —¿Qué?
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—Me siento tan feliz como si acabaran de hacerme un buen masaje. Mi pito dice muchas gracias, pero feliz, de corazón, no. Ha sido como cantar la letra de una canción sin la música. —Le oprimió la mano al ver como una mirada de temor borraba su sonrisa—. Lo siento, niña, pero me encuentro vacío; vacío y triste. —Pero, ¿cómo es posible si a mí me has hecho tan feliz? —aquel tono quejumbroso era la nota más sincera que él advirtiera en su voz desde que la conoció. —Eso ya no me basta, Melanie. Tú no me quieres. Tú sólo deseas que yo te quiera. —No, Spider… ¡Te juro que te quiero! ¡De verdad! —Si me quisieras, yo no me sentiría tan triste, tan vacío. Cuando hablan mis entrañas, yo escucho lo que dicen. Tú estás enamorada del gusto que yo te doy, de la forma en que entraste aquí y me impulsaste a hacerte el amor, de la atención que te he prestado, de mi modo de escucharte de las preguntas de la conversación acerca de Melanie y de lo que le preocupa. Pero, ¿enamorada de mí? si ni has preguntado siquiera cómo estaba. Tú amas aquello que puedes arrebatar, no lo que puedes dar. Quizás desees realmente quererme, pero, no daría resultado. —¿Cómo podría convencerte? ¿Qué podría decir…? ¿Cómo hacerte creer…? —No puedes. No estés triste, amor mío; pero no puedes. Ella le miró y comprendió que Spider la comprendía mejor que ella misma. Pero ella necesitaba aquel conocimiento, lo necesitaba para sí. —Spider… —Déjalo ya, Melanie. No puede ser. —Su voz era implacable, indiferente. Lo que era peor, sonaba francamente aliviada. Incluso Melanie tenía que reconocer la derrota, aunque fuera la primera vez de su vida. El brillo de sus ojos se apagó como la pantalla de un televisor al ser desconectado. —Pero Spider, ¿qué voy a hacer ahora? —sollozó. Él le acarició suavemente el mentón con un dedo tan indiferente que su contacto fue más definitivo que un puñetazo. —Vete a casa, Melanie. Algo se le presentará a la muchacha más hermosa del mundo. —¡Bastante me importa a mí! —No hagas olas, niña, no hagas olas. Cuando Josh y Valentine llegaron a casa de Jacob Lace, la fiesta estaba en su apogeo. Ella se retrasó deliberadamente para no llamar la atención. Perdidos entre la gente, pasearon por los jardines, saboreando la insólita sensación de estar juntos en público. Pero no dejaron de atraer miradas. A Valentine, con aire de maga que supervisara su reino, su paso ligero y majestuoso a la vez y aquel 307
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vestido rematadamente romántico, no le faltaba más que una varita con una estrella en la punta para ser proclamada reina de las hadas. Josh que estaba acostumbrado a verla siempre entre cuatro paredes, guisando en la cocina, tomando una copita de vino o haciendo el amor, casi no podía creer que fuera la misma persona que ahora pasaba entre cientos de personas célebres y distinguidas con tanto aplomo como si hubiera nacido famosa. Un tipo bajito se acercó corriendo y abrazó a Valentine, sin mirar siquiera a Josh. —¡Jimbo! —ella se echó a reír, encantada. —Tendría que darte unos buenos azotes, bribona, sinvergüenza. — Ella acentuó la risa y acarició el cabello al desconocido, mientras Josh los miraba sin acabar de creer que alguien pudiera hablar de aquel modo a Valentine—. Todos te echamos de menos una burrada. Y Prince, el que más. No, yo más que él. ¿Cómo te atreviste a escaparte para hacerte rica y famosa? Me parece que no podré perdonártelo. ¿Dónde está tu gratitud, so bruja? ¿Me mandaste siquiera una tarjeta de Navidad? —Jimbo, yo no te he olvidado. Pero he tenido mucho trabajo. ¡Como si tú no lo supieras! Te presento a Josh Hillman. Josh, Jimbo Lombardi, uno de mis antiguos camaradas, bastante pillo por cierto. —Los dos hombres se dieron un rápido apretón de manos. Valentine seguía colgada del brazo de Jimbo—. Dime, cuenta qué atrocidades has cometido últimamente. ¿A quién has pervertido? —Si quieres que te diga la verdad… —¡Venga! —Verás, dicen que todas las modas empiezan en la costa Oeste, pero me parece que ésta ha empezado en Nueva York, y yo tengo el número uno. —Déjate de misterios. —Me dedico a las casadas jóvenes. —Jimbo ladeó la cabeza y la miró ufano—. Casi recién casadas. —Jimbo, ¡qué feo! —dijo Valentine en tono burlón—. ¿Y cómo lo haces? ¿Te pones al acecho en las escaleras de la iglesia y las seduces allí mismo? —¡Pues claro que no, Valentine! ¡Qué basta eres! Espero hasta después del primer aniversario. Es lo menos que puede hacer uno. Pero entonces… Bueno, lo único que puedo decirte es que te asombrarías de lo fácil que resulta. —No; no me asombraría. ¿Y qué es de las jóvenes esposas? —Por extraño que pueda parecer, les entusiasma tanto ir a las fiestas de Prince que lo demás les tiene sin cuidado. Pero, no creas, también ellas encuentran la forma de divertirse. Bueno, lo estamos pasando en grande y tú te lo pierdes. —¿Y qué dice Prince de esas escapadas tuyas?
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—¡Cielo! Prince y yo estamos prácticamente casados. Él me tiene seguro hasta que la muerte nos separe. Los pormenores no le interesan. A Prince no le gusta tener muy atada a la gente. —Pues a mí bien atada me tenía —dijo Valentine, con leve resquemor. —¡Pero, Valentine! ¡Eso era el negocio! Mira, anda por ahí y le dolerá mucho no verte. Voy a decirle que estás aquí y luego te buscaremos. —Se alejó, después de dar otro beso a Valentine y saludar a Josh con un ademán. —¿Qué es esa cosa? —preguntó Josh, perplejo. —Un antiguo compañero. En realidad, un estupendo amigo. Tienes que conocerlo, desde luego. —No creo que eso esté incluido en el programa. —No seas cascarrabias. No todo el mundo puede ser abogado. — Valentine se alegraba de haber vuelto a ver a Jimbo; siempre le gustó su desenfado y le apreciaba por haberla defendido siempre dentro del círculo de amistades de Prince—. En realidad, Jimbo fue un soldado muy valiente. En Corea le dieron toneladas de medallas. Y entonces era normal. Cuando cuenta la forma en que fue seducido, en la cama del hospital, cuando estaba colgado de una polea, completamente indefenso, no sé si por un enfermero o por un médico… es para morirse de risa. Dice que desde entonces es gay. —¡Qué risa! —dijo Josh, tratando de que su voz no sonara muy tétrica. Media hora después, cuando esperaban en uno de los tenderetes diseminados por la finca, a que el camarero les sirviera unas bebidas, Josh se puso rígido, al ver que un hombre joven y muy bien parecido reconocía a Valentine y daba media vuelta, como si quisiera escabullirse en el momento en que ella, en tono imperioso, decía. —¿Cómo estás, Alan? El hombre volvió sobre sus pasos, avanzando hacia ellos con una media sonrisa. —Josh, te presento a Alan Wilton, el primer jefe que tuve en la Séptima Avenida. Alan, Josh es un amigo mío de California. —Sí —dijo Wilton con nerviosismo—. He leído mucho sobre ti, Valentine. Has tenido un éxito fantástico. Me alegro y no me sorprende. Tú tenías que llegar a ser una gran diseñadora. Sólo era cuestión de tiempo. —Dime, Alan —dijo Valentine, arrastrando las sílabas—, ¿cómo está Sergio? ¿Sigue contigo, haciendo todo lo que tú le mandas o es él quien manda, Alan? ¿No lo has traído a la fiesta? ¿No? ¿No lo han invitado? ¡Qué lástima! Un chico tan guapo y tan simpático… Francamente irresistible, ¿no crees? Josh observó con extrañeza que el desconocido enrojecía violentamente bajo su tez bronceada. —Valentine… —dijo Alan en tono de súplica. —Vamos, Alan, ¿todavía está Sergio contigo? 309
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Josh nunca había advertido tanta aspereza en su voz. —Sí, todavía trabaja para mí. —¡Qué maravillosa es la fidelidad! Y la lealtad, y la honradez… Tienes suerte, Alan. En realidad, yo sabía ya que él seguía contigo. Vi tu última colección. Sergio todavía utiliza mis viejos diseños. Ya es hora de cambiar, Alan. ¿O es indispensable para ti? ¿No será que no puedes prescindir de él? ¡Qué fina es la línea que separa al amo del criado! Lo he pensado a menudo. ¿Tú no, Alan? Valentine dio media vuelta y se alejó rápidamente, colgada del brazo de Josh. Temblaba con una emoción que Josh no acertaba a comprender. —¿Puedes explicarme qué sucede? —¡Ese cochino maricón! —No lo entiendo. Adoras a Jimbo y odias a ese tipo. Es incomprensible. —No me pidas que te lo explique, Josh. Es muy difícil. —Valentine respiró profundamente y agitó sus rizos, dando por terminado el incidente—. Ven, quiero presentarte a unos amigos. Ahí están Prince y su pandilla. Obsérvalos, cariño. En Beverly Hills no tenemos tipos así; tal vez pálidas imitaciones, pero de ahí no pasa. Valentine parecía irradiar un halo luminoso y cuando avanzó hacia aquel grupo de personas fastidiosamente elegantes y modernas fue saludada con las aclamaciones que suelen reservarse para los candidatos presidenciales y los ganadores del Oscar, o así le pareció a Josh, que se había quedado ligeramente rezagado. Cuando Josh, a una imperiosa seña de Valentine, se acercó sin prisa, oyó decir a un hombre que, incluso de smoking tenía aire de gran señor rural, mientras le apretaba las manos. —Y pensar, Valentine, que todo me lo debes a mí. si no te hubiera echado a la calle como un idiota, aún trabajarías para mí en lugar de ser la mayor estrella del mundo de la moda. —No te engañes, Prince —dijo Valentine con absoluta seguridad—. Yo hubiera encontrado un camino incluso sin tu falta de modales. —Y le dio un beso de perdón. Prince miró a Josh con interés cuando Valentine los presentó. —¿Conque éste es tu admirador californiano, gatita? —No seas tonto, Prince. Mr. Hillman es mi abogado. Lo traje para que me protegiera de mis viejos amigos. —Hillman, ¡claro! Josh Hillman. ¡Qué distracción la mía! —se volvió hacia Josh, brillándole en los ojos el interés—. Su esposa, Joanne, es una de mis adoradas clientes. Joanne y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, Mr. Hillman, otro usted ya sabría si recordara mis facturas. Es una dama encantadora y muy distinguida. Póngame a sus pies cuando regrese usted a Los Ángeles. —No lo olvidaré, Mr… Mr. Prince —dijo Josh. —Llámeme Prince, Mr. Hillman, sólo Prince —respondió el modista con una risa ahogada digna de Enrique VIII. 310
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Suavemente, Valentine se separó del grupo de Prince y volvió hacia Josh una cara muy pálida y preocupada, con los ojos cargados de alarma. —¡Madre mía! Nunca se me ocurrió pensar… Y Prince le contará hasta el último detalle, puedes estar seguro. Lo conozco bien y sé que no perderá la ocasión. Tal vez si yo le hablara… —¡De ninguna manera! Eso sólo serviría para hacerlo todo más evidente. Ahora no está seguro, pero si le hablaras lo sabría sin lugar a dudas. Después de todo, un abogado puede ser visto en público con una cliente. No te preocupes, cariño. No es importante. Temblando, ella lo llevó hacia unos árboles. —¡Oh, Josh! No debiste venir. Estoy muy preocupada. —Pues no lo estés. Las chicas tan guapas como tú no deben preocuparse. Vas a estropear la fiesta. Esta noche eres una hechicera irlandesa y aquí en la sombra estás desperdiciando ese vestido tan bonito. Vamos a bailar. ¿No? Está bien, si no quieres bailar nos quedaremos bajo los árboles a arrullarnos. —La abrazó y la besó hasta que la sintió relajarse y empezar a responder a sus besos, a pesar del susto que Prince le había dado—. Así está mejor. Y ahora, a bailar… —Josh la llevó a la pista de baile, llena de mujeres hermosas, ninguna de las cuales podía hacer sombra a Valentine en aquella noche triunfal. Amanecía cuando volvieron al hotel. Valentine se quedó dormida inmediatamente. Josh Hillman, sentado junto a la ventana, vio salir el sol, algo que no había hecho desde sus años de facultad, después de toda una noche de estudio. Pensaba en la nueva Valentine, que se le había revelado aquella noche, una Valentine que podía ser mordaz, magnánima, rencorosa, bromista y cariñosa, todo ello, en media hora, una Valentine que podía cuidar de sí misma en cualquier enfrentamiento, que en ingenio e intrepidez estaba a la altura de gentes cuya existencia Josh conocía pero con las que nunca había tratado, una Valentine que se encontraba como pez en el agua en la reunión más impresionante que él había visto en su vida, una Valentine a la que aquellas personas aclamaban como a una heroína. Josh comprendía que, de todas las emociones que había experimentado durante aquella noche, el temor y el resentimiento fueron las más acusadas, al ver que Valentine se le escapaba hacia un mundo, un lugar, un papel, para los que él no estaba preparado. Era como el conjuro de un mago, y, por más que él estaba orgulloso de Valentine, la situación no le hacía la menor gracia. Durante el tiempo transcurrido desde que Valentine regresara de su primer viaje a Inglaterra, Josh Hillman, con su fría mentalidad jurídica, había pensado muchas veces que había conseguido implantar en su vida un equilibrio perfecto lo tenía todo: en su empresa, estaba considerado como un abogado sagaz y brillante; en su comunidad, ocupaba un lugar preeminente; su esposa presidía la mitad de las obras benéficas de Los Ángeles, y al mismo tiempo, era 311
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una madre excelente y una anfitriona soberbia, y para remate, Valentine, que le brindaba un romanticismo que él no conocía y era tan furiosamente independiente que no quería nada de él. Ahora, mientras contemplaba las altas torres de Nueva York, Josh Hillman pensaba en su vida ideal y se hacía una pregunta insólita: ¿Por qué había hecho zozobrar la barca? Desde el día en que Valentine le dijo que pensaba ir a la fiesta de Lace, él sabía que allí tenía que encontrar por lo menos a una persona que lo conociera. En todas las partes del mundo, en un determinado nivel social, la gente suele conocerse. Se había expuesto deliberadamente a ser descubierto. Por lo tanto, de ello se deducía que quería ser descubierto. Y no es que él tuviera instintos de autodestrucción. Todo lo contrario: hacía cuarenta años que llevaba una vida eminentemente constructiva, una vida seria, cuidadosa y cautelosamente encaminada a conseguir todas las ventajas y privilegios que todo hombre sensato pudiera desear. Y él era el hombre más sensato que conocía. Josh Hillman sacó al fin la conclusión de que un hombre que se respete no puede llevar una vida totalmente sensata. Y entonces le pareció que en su cabeza se engarzaban una serie de mecanismos. Una vez hubo sacado la conclusión y sin detenerse a analizar lo que ésta significaba, Josh sintió la imperiosa necesidad de dormir, la necesidad de no seguir pensando. Ya era bastante novedad para una noche descubrir que no era uno el que siempre creyó ser. También en aquella ocasión, Valentine y Josh pensaban regresar a Los Ángeles en vuelos distintos, para no llegar juntos. A la mañana siguiente a la fiesta, Josh cambió el pasaje, para estar en el mismo avión que Valentine. Dijo que nadie le esperaría en el aeropuerto porque acababa de llamar a su familia para avisarles de que no sabía cuándo regresaría exactamente. No existe intimidad que posea ese matiz especial que tiene la que une a dos personas que beben champaña sentadas en la cabina de primera clase de un avión que vuela a diez mil metros de altura. Allí se está literalmente desconectado de la tierra y de sus habitantes y se experimenta una euforia y una sensación intemporal que da una nueva dimensión a las relaciones, incluso de personas que en circunstancias normales ya se sienten compenetradas. Valentine, sentada al lado de la ventanilla, repasaba mentalmente algunos de los momentos más gratos de la fiesta de Lace cuando Josh interrumpió su sueño. —Deja de soñar, cariño, y escucha. —Valentine se volvió hacia él, pero su pensamiento seguía en la fiesta—. Tengo que decirte una cosa. —Josh le tomó de las manos—. Quiero que nos casemos. —¡Oh, no! —la vehemencia y rapidez de su respuesta asombró tanto a la propia Valentine como a Josh. A pesar de lo inesperado de la 312
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proposición, la reacción fue instantánea—. No hablas en serio. Es imposible. —¡Y qué va a ser imposible! Sin darme cuenta, he estado pensándolo desde hace meses. Hasta anoche no lo vi claramente. —No, Josh, no. Es una locura. Se te ha ocurrido en un momento de buen humor, porque en el avión no hay teléfonos. ¡Qué disparate! —No tiene nada que ver con eso, cariño. Yo no soy hombre que cometa disparates, ¿verdad? Ella le miraba ya con irritación, unida a la sorpresa inicial. —Hasta el más cuerdo de los hombres tiene sus momentos de locura —dijo ásperamente—. Josh, sabes perfectamente que es imposible. No quiero seguir hablando de ello. Yo estoy perfectamente satisfecha con la actual situación. Nos queremos y estamos seguros de nuestro amor. ¿Por qué has de arruinar tu vida, la de tu mujer y la de tus hijos? —Estás resultando más convencional tú que yo. "¡Arruinar mi vida!" ¿Crees que el divorcio arruinaría mi vida? Es algo normal, que ocurre todos los días y en las mejores familias. Lo único que arruinaría mi vida sería tener que pasarla sin ti. —¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Y tu mujer? Hace diecinueve años que te casaste con ella y seguramente te quiere mucho. —Me parece que si tuviera que elegir entre mi persona y el Centro de Música o el Hospital Cedars-Sinaí, Joanne no vacilaría en dejarme. Hace años que prácticamente no vivimos juntos. Si hubiera querido a mi mujer, no me habría enamorado de ti en el mismo instante en que entraste en mi despacho. Hubiera pensado que eras una muchacha muy atractiva y nada más. Valentine no estaba convencida en absoluto. —¿Y tus hijos? Tus tres hijos. ¿Puedes pensar siquiera en divorciarte, teniendo tres hijos? —Eso es lo peor, lo reconozco. Pero, Valentine, ellos han crecido en un hogar seguro, son buenos, ya están formados. Ya han dejado atrás los momentos más críticos de la adolescencia. Yo no puedo renunciar a ti solo por ellos. Dentro de seis años, habrán salido de la Universidad y se irán cada cual por su lado. Si dentro de dos años estarán estudiando y no irán a casa más que durante las vacaciones… Y Joanne todavía es lo bastante joven para volver a casarse. Valentine meditó sus argumentos. Su indignación se había mitigado, pero ella seguía tan reacia como antes. —No; es imposible. Yo estaría en una situación falsa. Todos me aborrecerían. La gente… La gente diría… ¡Oh, no quiero ni pensarlo! —No duraría más que ocho días, cariño. Y tú lo sabes. Vivimos en Beverly Hills, no en un pueblo inglés de la Era victoriana. A ti te preocupan coas que no tienen el menor significado, si las comparas con la posibilidad de estar juntos el resto de nuestra vida. —Pero, ¿y yo? ¿Y si yo quisiera tener hijos? Tú ya has criado una familia. ¿No te das cuenta? —dijo ella en tono quejumbroso. 313
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—¡Qué boba eres! Puedes tener todos los hijos que quieras. Resulta que a mí me gustan los niños. Eso es algo que no te había dicho de mí —sonrió—. Es mi vicio secreto. —¿Y mi trabajo? Estoy empezando, Josh. Tengo que trabajar durante todo el día, incluso los sábados. Yo no podría llevar una casa como tu mujer… —No dices más que tonterías, mi adorada Valentine. Puedes tener todos los hijos que quieras y hacer tu trabajo y poner todos los criados que necesites para llevar una casa, aunque yo no necesito una gran mansión. Valentine, ¿no será que no me quieres lo suficiente? ¿No será eso? Ella movió negativamente la cabeza y desvió la mirada para n ver sus ojos escrutadores. —Eres demasiado abogado, Josh. Es algo que no puedo explicar con lógica. La idea es demasiado grande. Nuestro amor es tan hermoso… Y ahora, a deshacerlo todo, a cambiar la vida de la gente y mover todas las cosas de sitio, sólo porque tú te empeñas en casarte. No es… comme il faut. Josh sonrió con alivio e indulgencia. Hacía tanto tiempo que aquella idea habitaba en su subconsciente que no pensó que Valentine se sorprendiera, se escandalizara incluso, de aquel modo. Después de todo, ella era producto de una cultura que no tomaba a la ligera el matrimonio ni el divorcio. Aunque él tampoco. —Bueno, cielo, si no quieres decir ni sí ni no, ¿puedes darme un concreto quizá? De mala gana, pero sin poder mantener enteramente su posición, Valentine dijo: —Sólo te daré un inconcreto quizá. Y eso es todo. Y, por favor, Josh, no creas que es más, porque no lo es. Y no hagas planes que me afecten ni hables con nadie, con nadie. O será que no. Te lo prometo. No quiero presiones ni coacciones. No pienso tomar una decisión hasta que esté dispuesta. —Es más difícil hacer un trato contigo que con Louis B. Mayer, cariño. Y eso que él ya murió. De acuerdo, por el momento me conformo con un inconcreto quizá y veremos si puedo mejorar mi posición. La mente jurídica de Josh ya estaba pensando en cómo obtener el divorcio de Joanne con las mínimas recriminaciones, la máxima dignidad y la mínima pérdida de bienes. Josh Hillman estaba relativamente seguro de que cualquier "quizá" de Valentine había de convertirse en un "sí". Vito y Fifi Hill pusieron manos a la tarea de distribuir los papeles de Espejos, animados de ese placer especial y esa sensación de omnipotencia que proporciona un presupuesto que no permite pensar en las grandes estrellas. Si no podían apoyarse en una estrella, por lo menos podían barajar majestuosamente los nombres de cientos de 314
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actores y actrices que estaban trabajando —para no hablar de los miles que estaban sin trabajo— eligiendo figuras, estudiando posibilidades, rechazando figuras, volviendo a elegirlas, combinando parejas, deshaciendo parejas; todo, con una deliciosa arrogancia que desaparecería tan pronto como hubieran hecho la elección y tuvieran que pechar con ella. Mucho antes del 4 de julio, habían sido adjudicados los tres papeles más importantes, los de los enamorados y el de la muchacha que es amiga de los dos. Este último, un papel secundario pero de gran relieve, fue encomendado a una muchacha llamada Dolly Moon. Dos años antes, aparecía en uno de esos programas de televisión veraniegos y humorísticos, a base de gags visuales y personas de aspecto simpático que hacen cosas ridículas. Dolly Moon captó durante varias semanas la atención de todo el país con una risa muy personal que era una combinación de gargarismo y gorgorito con un leve son de relincho. El público saludaba con agrado la resignada aceptación que ella hacía de las humillaciones que semana tras semana le imponían los autores de aquellos lamentables guiones. Dolly poseía la personalísima belleza de una actriz cómica nata y quienes veían su cara no la olvidaban: boba, obstinadamente tonta, valiente e insumergible, con sus ojos grandes y permanentemente asombrados, su boca grande y siempre pronta a la sonrisa, y su trasero grande y sus pechos grandes que parecían hacerle más vulnerable a las burlas apenas veladas de los guionistas. La serie de televisión terminó y no fue renovada, pero poco después Dolly intervino en una película de poca monta, haciendo un papel de secretaria sin seso, y robó la película. Pero, antes de que Dolly pudiera sacar provecho a aquel primer éxito, se enamoró de un jinete de rodeo y, con gran consternación de su agente, se fue tras el jinete en su gira de rodeos. Vito la vio en aquella película, y con su memoria para las caras interesantes, aún la recordaba y decidió buscarla. La encontró en Los Ángeles, desengañada de los rodeos para siempre y sin trabajo. La pareja de enamorados sería interpretada por Sandra Simon y Hugh Kennedy. Sandra Simon era una actriz de diecinueve años, de gracia fluida y punzante encanto de criatura desvalida. En aquellos momentos, interpretaba el papel de protagonista de un serial de televisión de enorme popularidad y su agente tuvo muchas dificultades para conseguir que la excluyeran del guión durante siete semanas, a fin de que ella pudiera trabajar para Vito. Pero la muchacha estaba firmemente decidida a dejar la televisión por el cine y se salió con la suya. Hugh Kennedy se había graduado en la Escuela de Arte Dramático de Yale y había hecho mucho teatro de bolsillo cuando consiguió su primer papel en el cine, en una pequeña epopeya de época. Vito, que procuraba ver tantas películas como podía —a veces, tres en un día —, observó, a pesar del turbante y el bigote postizo, que Kennedy 315
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poseía una fotogenia romántica pero de un tipo masculino actual, algo que parece haberse esfumado de las pantallas, con gran disgusto de las mujeres que van al cine. Antes de fines de junio, se habían repartido ya no sólo los tres papeles principales, sino casi todos los demás. Sid Amos, trabajando a toda velocidad, había entregado las tres cuartas partes del guión, que era más de lo que Vito esperaba, y prometido el resto para la semana siguiente. El frenético ritmo seguido durante el mes de junio dejó a Vito jubiloso y expectante. Los que menos quería él era disponer de un sábado libre, pero después de hacer una docena de infructuosas llamadas telefónicas, se inclinó ante lo inevitable y pasó unas horas descansando con Billy. —A que no sabes lo que voy a hacer —le dijo. —¿Llamar a Tokio? —Llevarte a cenar. Te lo mereces. Una chica tan grande, tan guapetona y tan salada. Será una cena romántica: pasta. —¡Guau! —exclamó Billy. Vito, que había comido con un teléfono a cada lado desde el mismo día en que se casaron, no captó la nota sarcástica. Cuando llegaron de Cannes, mandó instalar tres líneas en el dormitorio, el baño, en vestidor, la biblioteca, el comedor, la sala y la piscina. Aquellos veintiún teléfonos, cada uno con su correspondiente suplemento de cable, eran para uso exclusivo de Vito que desconfiaba de las clavijas y quería mantener sus conversaciones separadas por líneas separadas. Éstos eran los únicos cambios que había introducido en la casa de Billy, una mansión de estilo inglés, construida a principios de la década de los veinte, y habitada desde entonces por una misma familia, en cinco hectáreas, las últimas de las tierras de Rancho San José de Buenos Aires cedidas por los españoles. Billy pagó por la finca dos millones y medio de dólares en 1975 y gastó casi otro millón en acondicionar y decorar las veintiséis habitaciones de la casa, que ahora eran sólo catorce, catorce habitaciones deliciosamente voluptuosas, llenas de tesoros y confort, habitaciones que, una vez tomada la decisión de casarse con Billy a pesar de su dinero, Vito disfrutaba plenamente, entre conversaciones telefónicas y reuniones de trabajo. —Vamos al "Boutique" —propuso él—. Si llamamos ahora, puede que consigamos mesa. ¿Por qué no llamas a Adolph y pides una mesa para las ocho y media? —Si lo que deseas es una noche romántica, ¿por qué no empiezas por llamar tú a Adolph? —preguntó Billy. El "Boutique" de "La Scala" es propiedad de Jean Leon, dueño también del más caro y elegante "La Scala", cuya cocina comparte, pero el "Boutique" atrae a las jóvenes más bonitas y a los hombres más interesantes de Beverly Hills. "La Scala" o es más que un restaurante italiano caro como hay tantos, mientras que el "Boutique" es una forma de vida. Es el único restaurante de Beverly Hills que no 316
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desentonaría en Nueva York. Abre a las doce menos veinte para el almuerzo, para el que no se admiten reservas, y a los cinco minutos sus siete reservados y sus quince mesas están llenos, y en el bar hay una fila de gente que espera turno y se desespera por haber imaginado una vez más que aquello pudiera estar tan lleno siendo todavía tan pronto. El sábado, a las tres de la tarde todavía hay gente esperando para almorzar. Los escaparates del "Boutique" que miran al concurrido Beverly Drive, están llenos de cajas de pasta de marca selecta, botellas de aceite de oliva importado, paquetes de bastones de pan, jarras de aceitunas, anchoas, pimientos y fondos de alcachofas. Hay botellas de Chianti colgadas del techo, botelleros que ocupan todas las paredes y, en un ángulo, un mostrador de delicatesen en el que Adolph, que por la noche actúa de maître, prepara una ensalada especial, por lo que el murmullo de las conversaciones, extraordinariamente comedidas para California del Sur, está acompañado por el golpeteo del cuchillo con el que él aplica los ingredientes. Por la noche, el "Boutique" acepta reservas y se convierte en un lugar relativamente sosegado e íntimo, con un ambiente recoleto, algo que falta en la mayor parte de los restaurantes californianos de enormes comedores. Pero si el cliente no llega con puntualidad, Adolph puede disponer de la mesa. Vito y Billy eran conducidos al mejor de los reservados cuando Vito descubrió a Maggie McGregor sentada con un joven en una de las pequeñas mesas del centro. La saludó agitando la mano y, tan pronto como Billy estuvo instalada, fue a darle un fuerte abrazo. Estuvieron charlando unos minutos y Billy vio que Maggie y su acompañante se levantaban y se acercaban al reservado. —¡Qué suerte! Aún no habían pedido, así que podemos sentarnos todos juntos —dijo Vito, radiante—. Retírate un poco, Billy, hay sitio de sobra. Cariño, ya conoces a Maggie, ¿verdad? Te presento a Herb Hayes, productor de su programa. acaban de grabar y Maggie está ansiosa de pasta. Yo también estoy muerto de hambre. —Una vez los tuvo a todos bien comprimidos en las banquetas, Vito se concentró en la carta. —Yo no quería ser inoportuna —dijo Maggie a Billy en tono de disculpa—, pero Vito se ha empeñado… y ya sabes lo persuasivo que puede ser. —Encantada —dijo Billy, mientras una cortés sonrisa, digna de la tía Cornelia, disimulaba su disgusto. Las dos mujeres ya se conocían, puesto que "Scruples" contaba a Maggie entre sus mejores clientes, pero hasta entonces se habían limitado a saludarse. En opinión de Billy, Maggie era como un agresivo caniche, juguetón pero peligroso si no se le manejaba con tiento, con un afán de poder e influencia que no se molestaba en disimular. Billy, que también tenía un carácter dominante, advertía 317
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este rasgo en los demás antes que cualquier otra cualidad que pudieran poseer, del mismo modo que el ambicioso reconoce al ambicioso entre una multitud. Además, Maggie tenía la particularidad de hacer que Billy es sintiera desgarbada. Maggie estaba tan entusiasmada por su manera de vestir en Televisión, que había encargado en "Scruples", para su vida privada, un vestuario tan discreto y, al mismo tiempo, tan artificioso, que se había transformado en una especie de cortesana de ambigua virginidad, o de cándida maritornes, una sonrosada figura salida de los pinceles de un Fragonard o de un Boucher vestida con ropa actual. Maggie, ella siempre tan sagaz, no sabía qué pensar de Billy. La veía en una sola dimensión: la Mujer Que Tiene de Todo, no sólo las ventajas evidentes, sino el ser una Winthrop, circunstancia que Maggie no podía olvidar, poseer una maravillosa estatura, esbeltez, y por si fuera poco, ser la esposa de Vito Orsini, ¡maldita sea! Se sentía intimidada por Billy y furiosa consigo misma, por sentirse intimidada. Ella sabía que Maggie McGregor no debía estar impresionada, pero Shirley Silverstein se derretía en presencia e Wilhelmina Winthrop. Maggie se volvió hacia Vito que acababa de pedir la cena. —Cuenta, canalla, ¿qué hay de tu próxima película? Fifi me dijo que os ibais a rodar exteriores. Me gustaría haceros una visita con mi equipo. Podríamos sacar otro buen reportaje. Vito hizo ademán de rechazar al diablo. —¡Por Dios, Maggie! No soy supersticioso, pero ¿crees que sería una buena idea? Los dos soltaron una carcajada que sorprendió a Billy y a Herb Hayes por su tono de complicidad. —Mira, hijo, a mí me parece que estoy en deuda contigo. ¿Sabes lo que quiero decir? —preguntó Maggie. Vito asintió. Comprendía que la rápida actuación de Maggie en México no fue del todo desinteresada. Aquel reportaje fue muy importante para ella. En circunstancias similares, él hubiera hecho otro tanto. —Cuando hayas elegido los exteriores, me avisas y lo prepararemos todo. Estoy harta de hacer programas de actores y me gustaría hacer uno con productores, "Un día en la vida de un productor", algo acerca de todo un tío. Sí, me gusta la idea. Eso nos dará un poco de variedad. Y tú eres el productor más tío que existe en la industria. — Miró a Vito con ojos apreciativos y nostálgicos, pero, recordando sus buenos modales, aunque un poco tarde, se volvió hacia Billy para decir—: ¿No te parece buena idea? Antes de que Billy pudiera contestar, Vito explicó: —Rodaremos los exteriores en Mendocino. Empezamos el día cinco de julio y allí estaremos durante siete semanas. Billy sintió que su encantadora sonrisa de figura de cera se borraba para dejar paso a una expresión de desagradable sorpresa. Ella sabía que Vito estaba dudando entre varias localidades del norte de California; nada más. Había aprendido a ir captando datos cuando le 318
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oía hablar por teléfono, ya que él siempre olvidaba contarle sus planes, y aquello era totalmente nuevo para ella. —… conque, si hablas en serio —decía Vito—, di a la Cadena que os consiga alojamiento ahora, ya que aquello va a estar muy pronto lleno de turistas. —Cualquier cosa será mejor que aquel motel de México —dijo Maggie con otra carcajada que les excluía a todos menos a Vito. Cuando atacaron los canelones y gambas a la marinera, la conversación tomó un rumbo más desconcertante todavía. Vito se enfrascó en una discusión sobre lo que él llamaba "la contabilidad creativa". Era su caballo de batalla: el análisis de los métodos por los que los grandes estudios de Hollywood reducen los beneficios en los libros, de modo que quienes tienen participación en el rendimiento económico de una película, productores, directores, y en ocasiones, los actores, reciben sólo una fracción de lo que han ganado en realidad, si es que llegan a recibir algo. De vez en cuando, Billy pescaba alguna que otra frase de la animada discusión, pero enseguida volvía a perderse mientras Vito, Maggie y Herb Hayes exploraban las artimañas diabólicas inventadas por los departamentos administrativos de los estudios. Billy se sentía completamente marginada. Era increíble, pero allí sentada, en el "Boutique", al lado del marido al que amaba, recordaba las comidas del internado en las que se encontraba atrapada en la mesa con alguna de las chicas más populares del curso, obligada a oírle hablar de sus amistades y de las fiestas en perspectiva, mientras ella, olvidada de todas y prácticamente invisible, se ahogaba en su mortificación y en el asco que le producía su marginación. Antes de que acabara la cena, Billy conocía un sentimiento completamente nuevo para ella: los celos, el más repugnante y podrido de todos los sentimientos. Todas las formas de mortificación que experimentara durante su infancia y su adolescencia eran variantes de la envidia: el saber que otros tenían algo que ella deseaba fervientemente y no podía conseguir. Pero en su vida nunca hubo alguien que amenazara con arrebatarle un amor que ella deseaba por entero. El amor que recibiera siendo niña, el de su padre, por poco que la consolara, el de Hannah, la cocinera niñera y el de la tía Cornelia, lo tuvo siempre seguro. No bastaba para compensar el desdén con que la trataba la gente de su edad, pero era para ella sola. Ellis la quiso apasionadamente, excluyendo a todo el mundo. Durante su matrimonio, ella lo fue todo para él. Y allí estaba Vito, su marido desde hacía poco más de un mes, totalmente enfrascado en una conversación con una mujer que habitaba su mundo profesional, con la que era evidente que compartía secretos y olvidando por completo que Billy estaba allí; divirtiéndose a sus anchas y comiendo con deleite, como si ella no existiera. Billy sintió la bilis de los celos en el 319
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estómago, al tiempo que se despreciaba a sí misma por abrigar aquel sentimiento vil y denigrante. Cuando regresaban a casa en el coche, Billy preguntó con aparente indiferencia. —Hace muchos años que conoces a Maggie McGregor, ¿verdad, Vito? —No, cariño, sólo un par de años. Fue a Roma a hacerme una entrevista cuando rodábamos la película de Belmondo y la Moreau. —¿Fue entonces cuando tuviste tu aventura con ella? —con naturalidad, sin darle importancia. A cualquier otro hombre hubiera podido engañarle. —Mira, Billy, ya no somos niños. Ni tú ni yo éramos vírgenes cuando nos conocimos. Antes de casarnos, convinimos en no hablar del pasado. ¿Ya no te acuerdas de lo que hablamos en el avión? —movió la cabeza muy serio—. Yo no quiero saber ni una palabra acerca de los hombres que haya podido haber en tu vida. Soy muy celoso, lo sé muy bien, y me gustaría no serlo. Pero puedo negarme a pensar en tu pasado y a hablar de él. Y de ti espero la misma actitud. —Apartó una mano del volante y oprimió la de ella—. Maggie se ha puesto un poco pesada esta noche y es natural que estés molesta. Sí, tuvimos un pequeño idilio en Roma, pero nada importante. Y ahora somos buenos amigos. —¿Te olvidas de México? —Billy hizo una mueca de repugnancia a sí misma, pero no le fue posible reprimir la pregunta. Vito soltó una carcajada. —¡México! ¡Tonta! Aquel motel, vida mía, era un lugar horrendo. Allí fue donde… ¿No te acuerdas del caso de Ben Lowell? ¿Cuando golpeó a su doble y éste murió? ¿Dónde estabas, cariño? ¡Si todo el mundo habló de ello! —Sí, algo recuerdo, pero muy vagamente. Entonces tenía mucho trabajo con "Scruples". Pero, ¿en México tú y Maggie…? —Mira, amor mío, vas demasiado lejos. Ésta es precisamente la clase de conversación sórdida que nos prometimos mutuamente no mantener. ¿Hiciste esto, hiciste lo otro, dónde, cuántas veces, estuvo bien, sentiste tal o cual sensación? Preguntas ridículas que hacen daño. En México, ya que te empeñas en conocer los detalles carnales, Maggie tuvo diarrea la primera noche y después aquello fue una pesadilla, nos encontramos con un muerto en las manos y un jaleo fenomenal. Ahora aquel capítulo se ha cerrado definitivamente. No tienes motivos para sentir celos de ninguna mujer del mundo, ni ahora ni nunca. No quiero a nadie más. Ninguna puede compararse a ti. Tú eres mi mujer. Billy sintió que la náusea de los celos se mitigaba, pero sin desaparecer por completo. Ella no tenía celos de Maggie, la mujer, sino de Maggie, que formaba parte del mundo del cine que era la obsesión de Vito. En su mente se había abierto un sector nuevo, un sector en el que había un veneno. Mientras Vito estuviera tan enamorado de su trabajo como de ella —así lo creía Billy— el mal 320
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estaría latente y cobraría actividad cada vez que Vito fuera capaz de olvidar, cuando hablaba de su profesión, que ella estaba allí. Esta nueva idea la hacía sentirse magullada y disminuida. Mientras subían a su dormitorio, cogidos por la cintura, Billy, furiosa, iba pensando que ella no podría respetar a un hombre que no tuviera una gran vocación, un hombre que sintiera apasionadamente su profesión y la desempeñara con una entrega absoluta. Cuando, la primera vez que Billy le pidió que se casara con ella, Vito le dijo que él no era hombre al que ella pudiera "tener", Billy pensó que quería decir que no lo podía comprar. Ahora se daba cuenta de que él quiso darle a entender que no lo podría poseer. Estaba metida de lleno en una paradoja. Ella, que tenía un instinto de dominio muy desarrollado, buscó como no buscara nada en la vida, a un hombre del que nunca podría ser dueña absoluta. Utilizando todas sus artes no había logrado sino construirse su propia cárcel.
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CAPÍTULO XIII A primeros de julio, Vito, en compañía de Fifi Hill y del director artístico de Espejos, hizo un viaje de cinco días a Mendocino, para elegir los escenarios naturales. Cuando él se fue, la soledad se abatió sobre Billy como una cortina llena de polvo. Durante las seis semanas de su matrimonio, Billy apenas se había preocupado de "Scruples". Aquel día se refugió en su despacho, la única parte del edificio que conservaba su decoración original. Antes le gustaba aquella habitación rica y tranquila, pero ahora la encontraba triste. Las paredes azul-gris, adornadas n una colección de acuarelas de Cecil Beston, el mobiliario Luis XV, delicadamente tallado y dorado, el bureau-à-cylindre en el que ella trabajaba, una verdadera pieza de museo, incluso la cartera de Fabergé, confeccionada para el zar Nicolás II, en la que guardaba sus documentos más importantes, parecían haber perdido vida, despojados de una dimensión crucial. Allí no encontró el menor sosiego. Salió del despacho con impaciencia y recorrió todo "Scruples" de arriba abajo sin hallar nada que criticar. La tienda había prosperado de un modo indecente durante su ausencia. Había quedado con Valentine en que después del almuerzo hablarían de su vestuario de otoño. A Billy le pareció que, insensiblemente, Valentine había cambiado. Durante el año transcurrido desde su llegada, la muchacha había adquirido la exquisita pátina del 322
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personaje célebre. Era como si le hubiesen aplicado levísimas capas, no de brillo ni de artificio, ni de fama, sino, quizá… de aplomo. Siempre fue decidida, pero antes tenía cierto aire de desafío, como si a la menor provocación fuera a dispararse como un cohete. Ahora su trato se había suavizado, había madurado, se había hecho más firme y sosegado a la vez. Ya no exacerbaba con su actitud el espíritu de contradicción de Billy. Había desarrollado en su trabajo una seguridad y una suficiencia que ofrecían un divertido contraste con su figura picara y juvenil que había aparecido ya en algunas revistas. Su sección de alta costura, además de producir beneficios, generaba una publicidad inapreciable. Billy se felicitaba de su adquisición. La idea de traer a Valentine a "Scruples" había sido un éxito. Pero, ¿qué hacía la muchacha para divertirse? Desde luego, con Spider Elliott no se divertía, eso era seguro. Y no podía divertirse con Spider, a menos que él tuviera un hermano gemelo, porque, según las habladurías, Spider estaba tan involucrado con varias mujeres, que parecía un verdadero milagro que aún le quedara fuerzas para acudir al trabajo. Sin embargo, era el primero en llegar a "Scruples" por la mañana y el último en marcharse por la noche. Acompañó a Billy en su recorrido por la tienda y ella pudo observar cómo, con su sola presencia, él cambiaba por completo el ambiente, disolvía la tensión, creaba excitación, daba energía a las vendedoras fatigadas, hacía que las sosas se sintieran ocurrentes, guapas, inteligentes, y las inteligentes, guapas; aunque, en opinión de Billy, éstas hubieran tenido que estar al cabo de la calle. Era un espléndido equipo de un solo hombre, amable, listo y divertido. Hacía que las mujeres se sintieran ansiosas de gustarle por sus mejores cualidades. A pesar de todo, también Spider había cambiado. Su abierta sonrisa era menos esplendorosa. Ahora era una simple sonrisa, no una expectación. Valentine O'Neill y Spider Elliott eran imprescindibles para aquella gran caravana, bazar barroco y tierra de fantasías que era "Scruples". Billy se dijo que aunque los dos eran colaboradores, empleados suyos, en realidad no los conocía. No se daba cuenta de que, hacía apenas unos meses, no la hubieran preocupado estas ideas. Tal vez se hubiera indignado y desde luego, se hubiera sorprendido si alguien le hubiera apuntado que si observaba aquellos cambios en Valentine y Spider era porque ella, a su vez, había cambiado más que ellos. Mendocino, la ciudad costera en la que Vito había decidido situar la acción de Espejos, es el auténtico Brigadoon de California. Está situada a unos trescientos kilómetros al norte de San Francisco. Incluso al viajero menos imaginativo, le parece que acaba de surgir de las brumas de hace un siglo. Hasta ella no ha llegado el siglo XX. Se levanta sobre un abrupto promontorio que se adentra en el 323
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Pacífico. Toda la ciudad es un monumento histórico y, una vez en el pueblo, el viajero buscará en vano el rótulo de Frankfurt's del puesto de hamburguesas que le indique que la Era moderna ha llegado hasta este rincón para desfigurarlo con su impronta. Es una antigua ciudad artesana, edificada hacia mediados del siglo pasado en un sencillo estilo victoriano conocido por "Carpenter's Gothic". A diferencia de las típicas localidades de California, Mendocino es una ciudad de casas de madera que en tiempos fueron rosa, amarillas y azules, descoloridas ahora en románticos tonos pastel y rodeadas de extensiones de rosales, helechos y flores silvestres. Todos los nuevos edificios que se construyen en Mendocino, y casi no se conceden permisos de edificación, deben ajustarse fielmente a esta arquitectura estilo Cape Cod; incluso los rótulos del único hotel, el Banco, la tienda del pueblo y la oficina de Correos, son de la época. En sus tres lados encarados al Pacífico, Mendocino está protegida por anchas fajas de terrenos yermos y barridos por el viento como los páramos de Escocia, terrenos que son parque natural, y serán conservados en su estado natural. Sin embargo, la población de Mendocino no está congelada en el pasado. La ciudad atrae a muchos jóvenes artistas y artesanos, acérrimos individualistas que se ganan la vida vendiendo sus obras a los turistas que anualmente invaden la ciudad o regentando tiendas, galerías de arte y pequeños restaurantes escondidos en las callejuelas del centro de la ciudad. En general, los habitantes de Mendocino son una raza orgullosa y belicosa que durante los últimos años se han "separado" varias veces del Estado de California. Vito había decidido rodar Espejos en Mendocino por varias razones. Les miroirs du Printemps, la novela francesa que había adquirido, debía trasladarse a un ambiente norteamericano. En la novela, la acción se desarrollaba en Honfleur, el pintoresco pueblo de pescadores normando que es también un lugar muy frecuentado por artistas y turistas y el clima es similar en uno y otro lugar, fresco y brumoso, incluso en verano. Honfleur, objetivo de invasiones desde los tiempos de Enrique V de Inglaterra, tiene un carácter menos belicoso que la pequeña ciudad californiana, pero también resiste incólume la acometida del tiempo. Antes de que empezara el rodaje, se habían elegido ya los escenarios de Mendocino, ajustado los arrendamientos, firmado los contratos, obtenido los permisos y reclutado a numerosos vecinos, pintorescos como una tribu de jóvenes gitanos, para que actuaran de extras. Vito alquiló una casita para él y otra para Fifi Hill, el director. Svenberg, el fotógrafo, se alojaría en el "Hotel Mendocino" con los protagonistas. Los restantes intérpretes irían llegando de San Francisco a medida que se les necesitara, en una avioneta de alquiler que aterrizaría en el minúsculo aeropuerto de Mendocino. Los componentes del equipo técnico se hospedarían en moteles de Fort Bragg, una ciudad
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absolutamente corriente, situada en la costa unos kilómetros más al norte. Billy nunca había estado en Mendocino. Aunque dista sólo unos cientos de kilómetros del valle de Napa, hacia el Noroeste, las únicas vías de comunicación son dos estrechas carreteras de tierra con multitud de curvas de ciento ochenta grados. Hacía años que Billy oía hablar de aquel pintoresco pueblo y tenía una viva ilusión por conocerlo y pasar allí varias semanas de aquel verano, mientras se rodaba Espejos. Billy creía saber ya muchas cosas acerca de cómo se hace una película, después de haber pasado casi los dos últimos meses oyendo lo que Vito decía cuando hablaba por teléfono para disponer los detalles preliminares a la producción, detalles que Billy suponía eran el prólogo forzosamente tedioso e irritante de la emocionante labor creadora que se iniciaría cuando empezaran a rodar las cámaras. Metió en las maletas lo estrictamente indispensable y lo más sencillo de su vestuario. No quería resultar ostentosa y eligió los pantalones de hilo más discretos, las blusas de seda y algodón más viejas y los jerseys más clásicos que tenía. Para la noche, puesto que imaginaba que ella y Vito cenarían en los excelentes restaurantes campestres de los alrededores, agregó unas cuantas faldas largas y los cuerpos más sencillos y elegantes de su ajuar, además de varios chaquetones para las noches frías. Los zapatos. ¡Jesús, la de zapatos que necesita una mujer! La gran afición de Billy por la ropa sólo podía compararse con la irritación que le producía tener que disponer del calzado adecuado para cada conjunto. Maldición, la bolsa de los zapatos, que esperaba no tener que llevar en aquel viaje, ya estaba llena. Calculó que le bastarían cuatro bolsos y los más discretos pendientes y cadenas de oro. En realidad, nada. Llevó otra maleta de batas y ropa interior. Por lo menos, estaría atractiva cuando ella y Vito se hallaran solos en casa. Desde luego, Vito le había advertido que la casa, la única que había podido encontrar para una época en que el pueblo estaría lleno de forasteros, era muy simple, que parecía estar a punto de desmoronarse. Pero Billy estaba segura de que exageraba. En cualquier caso, ¿qué más daba? Lo importante era que ella y Vito estarían juntos en aquella aventura: un verano, rodando exteriores en Mendocino. Sólo las palabras ya resultaban emocionantes. A Vito le preocupaba que ella pudiera aburrirse durante los días laborables. Incluso le sugirió que fuera únicamente los fines de semana, pero Billy rehusó, muy indignada. ¿Tan poco creía él que le interesaba su trabajo? Al contrario, ¡si ella estaba impaciente por integrarse en el proceso del rodaje de una película! El rodaje de Espejos empezó el martes 5 de julio. El jueves, a la hora del almuerzo, todavía estaban trabajando en un risco situado a la salida de Mendocino, al que se llegaba por un puente, desde cuya 325
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cima se divisaba todo el pueblo. El equipo de cámaras y electricistas se habían instalado en la orilla de un estanque de nenúfares, oculto por altos juncos, que era como una sorpresa en aquel lugar agreste. Quien no conociera aquellos parajes, podía encontrarse metido en el agua sin darse cuenta. Eso le sucedió a Billy. El primer día de rodaje, cuando todavía no se utilizaba el estanque, ella salió a explorar los alrededores, resbaló en el lodo de la orilla y se encontró de pronto con el agua al cuello. Su pantalón de hilo blanco y el bolso de "Hermès" de lona blanca y piel, quedaron arruinados, pero lo que peor parado salió del trance fue su orgullo. Empezó a gritar y dos mozos fueron a sacarla del estanque que era más profundo de lo que parecía. Uno de ellos la acompañó a casa, humillada y chorreando como una Ofelia fracasada para que pudiera ponerse ropa seca. Sin embargo, después le pareció que aquella nota de astracanada fue lo único que le permitió sentirse, durante unos minutos siquiera, una más del grupo. Fue la primera y la última vez que intérpretes y técnicos vieron en ella algo más que una figura superflua. Porque eso era Billy, una mirona inútil. En Mendocino, todas las personas relacionadas con la película tenían una función específica; todas, excepto Billy. Era el menos productivo de los elementos. La Esposa del Productor. Nunca se sintió tan invisible ni tan en evidencia, aunque parezca una paradoja. Sus pantalones y blusas camiseras resultaban tan incongruentes como un traje de amazona de principios de siglo. Billy no tenía la culpa de que sus prendas deportivas más viejas fueran apenas de la temporada anterior, le sentaran perfectamente, como hechas a la medida, que estaban y que tuvieran los más delicados colores veraniegos. Tampoco tenía la culpa de llevarlas con su estupendo chic, acentuado todavía más por la sencillez del atavío. Ni de que su estilo personal, su estatura, incluso su misma estructura ósea le impidieran confundirse con el equipo que, desde Vito hasta el último mozo, vestían el a todas luces correcto uniforme compuesto por pantalón y cazadora estilo vaquero, raído y descolorido. Ella se daba cuenta de que resultaba tan excéntrica como un inglés cenando con smoking y cuello duro en el corazón de África. Pero aquélla era la forma que regia años atrás, y Billy, por el contrario, se sentía, simplemente, un tipo raro. De todos modos, según pensaba mientras recorría en vano las tiendas de Mendocino y Fort Bragg, en busca de un pantalón vaquero que fuera lo bastante largo y estrecho para que se ajustara a su figura, el mayor problema no era su aspecto. Esto era lo de menos, al lado de aquel viejo enemigo con el que estaba combatiendo, aquella sensación de estar marginada, de volver al sombrío clima de su juventud, cuando los demás la excluían de sus actividades. Incluso rodeada de su familia se sentía como un muerto de hambre con la nariz pegada al cristal de la puerta del restaurante, viendo cómo los demás comían. Y quien dijera que "el tiempo cura todas las heridas" 326
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era un fantoche que no sabía de lo que hablaba. Nada cura las viejas heridas. Allí estaban, en su interior, dispuestas a incapacitarla cada vez que las circunstancias crearan en torno a ella una atmósfera similar a la del pasado. Y entonces todo —el atractivo físico, el dinero y el poder—, todo lo adquirido después de aquellos primeros dieciocho años, se convertía en simple fachada. ¿Tendría que arrastrar siempre aquellas viejas heridas? Fuese como fuese, tenía que salir de aquel oscuro agujero. Y en su rostro se pintó una expresión tan decidida que en aquel momento Billy pareció más alta y segura de sí misma que nunca. En el escenario, Billy procuraba poner al mal tiempo buena cara. Alguien encontró un sillón de lona sobrante y se lo puso al lado del de Vito. En teoría, ella tenía su lugar cerca de él. En la práctica, Vito casa nunca usaba el sillón más que para dejar la chaqueta, el jersey, y a medida que aumentaba el calor, la camisa. Cada vez que iba a dejar una prenda, le acariciaba distraídamente el pelo, le preguntaba si estaba bien, si el libro que leía era interesante, y se marchaba antes de que ella pudiera contestar. Ella, roja de furor, se sentía como un perro sin amo. Durante el rodaje, Vito estaba en todas partes, como una especie de Pimpinela Escarlata italo-americano, controlando y volviendo a controlar a unos y otros, para asegurarse de que todo el mundo trabajaba correctamente con la máxima eficacia. Mientras las cámaras rodaban, tomaba notas, para que Fifi pudiera contar con las observaciones de cuatro ojos. Una vez se empieza el rodaje de una película, el plató o el escenario natural está bajo la supervisión del director. Pero si Fifi era ahora un general, Vito se había convertido en toda una legión de sargentos, sin dejar de ser, al fin de cuentas, el comandante en jefe. Durante la hora del almuerzo, Vito y Fifi se sentaban al amparo de oídos indiscretos, a dialogar animadamente. A veces, llamaban a Svenberg o algún otro miembro del equipo para discutir nuevos enfoques. La mejor cualidad de Hill era su ductilidad, su buena disposición para utilizar el guión más como trampolín que como una Biblia. Al igual que Vito, tenía siempre presente que lo que estaban haciendo era, ante todo, jugar y que jugar era divertirse. Él no pertenecía a la clase de directores mártires, los de la escuela del "Ay, Señor, qué ha sido de mis sueños". Él hacía que sus sueños se convirtieran en realidad y fue esta cualidad lo que indujo a Vito a confiarle su primer trabajo de director. Fifi creaba un ambiente en el que a los intérpretes les parecía estar un poco enamorados de él y que él les correspondía. Sin embargo, no tenía inconveniente en que quien necesitara alguien a quien odiar se desahogara con él. Mientras Vito le protegiera los flancos, dispuesto a descargar algún que otro puntapié si alguien se empeñaba en estropearle a Fifi su película —pues así la consideraba ya—, él se consideraba completamente feliz.
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Después del episodio del estanque, Billy no se atrevía a levantarse de su sillón de lona. Cables eléctricos de naturaleza desconocida, pero indudablemente siniestra, acechaban por doquier. Si paseaba, sabía que estorbaría a unos u otros y se había jurado a sí misma no causar más trastornos. Pero, incluso desde su observatorio fijo, a los pocos días de rodaje, Billy pudo sacar la conclusión de que hacer una película consistía en un 98 por ciento de esperas y un 2 por ciento de acción. ningún suceso de su vida ni nada de lo que había leído sobre el cine le permitía adivinar que el tedio era el ritmo natural del proceso. Hubiera resultado mucho más interesante observar a un anciano tembloroso construir un barquito dentro de una botella, se decía Billy tristemente. ¿Acaso podía ser ella la única persona del mundo que creyera que pasar medio día esperando que se iluminara un escenario y luego decidir que había que volver a iluminarlo no era teatro del más inspirado? No se atrevía a preguntarlo. Prefería pudrirse en su silla a decir algo a Vito. De todos modos, los únicos momentos en que se quedaban a solas era por la noche, después de proyectar las tomas del día. Allí sentada, en su sillón de director, Billy se sonreía, mordiéndose los labios. Por mucho que Vito bregara durante todo el día con unos y otros, nada podía reprocharle de su conducta nocturna. La mantenía tan plenamente satisfecha que ella, si alguna vez aludía el aburrimiento del rodaje, lo hacía a través de una bruma de expectación sensual. Lo divisó a unos treinta metros, con el torso desnudo bronceado, gesticulando con su arrolladora energía como el líder de una numerosa tropa de seguidores y pensó que lo deseaba en aquel mismo instante, y no dentro de diez horas. Sintió en todo el cuerpo una tensión irresistible al imaginar que entraban los dos en el remolque, cerraban la puerta y se desnudaban. Ella se quedaría perfectamente inmóvil, con las piernas separadas, viendo cómo se le tensaba y levantaba el pene y entornaba los ojos con aquella expresión de embotamiento que asomaba a su rostro cómo la veía desnuda, como un toro sagrado, como un Dios de los bosques en un dibujo de Jean Cocteau. Mientras pensaba en estas cosas e imaginaba cómo debía de oler, sudando ya bajo el sol, Billy cerró los ojos y apretó imperceptiblemente los muslos. —¡Mrs. Ikehorn, el almuerzo! —gritó alguien a su lado. Billy tuvo un violento sobresalto y casi se cayó del sillón; pero quienquiera que hubiera gritado, ya estaba lejos. «El almuerzo», pensó enrojeciendo furiosa. ¿Cómo se atreven a llamar almuerzo a aquella repugnante comida? Lo enviaba todos los días una empresa especializada en servir comidas a equipos cinematográficos en rodaje de exteriores. Por tradición, las raciones eran abundantes: bandejas enormes de chuletas de cerdo fritas, pollo frito, cacerolas de spaghetti y albóndigas, cubas de ensalada de patata, montañas de chuletas de buey relucientes de grasa y fuentes
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de perros calientes y alubias fritas con una costra de azúcar tostado. Los platos eran a cual más indigesto. Entre aquel despliegue, apto para carreteros, Billy descubrió al fin un poco de gelatina y, ¡milagro!, una fuente de queso tierno y zanahoria rallada, plato que detestaba desde sus días de colegio. Pero, por lo menos, no estaba frito. Puesto que Vito pasaba la hora del almuerzo reunido en conciliábulo, durante dos días Billy comió sola, bastante violenta, y al tercero subió con la bandeja al remolque. Allí sentada, sin más mundo que un plato de queso tierno, Billy se sentía tan furiosa que no podía comer. Aquel furor le ponía el estómago como una bola de goma; de todos modos, comprendía que sólo una mínima parte de aquel sentimiento se debía a su rebelde timidez y a la sensación de ser allí la nota discordante. Pero, lo fuera realmente o no, ella sabía que en realidad la mayoría de la gente no presta mucha atención al prójimo; desde luego, bastante menos de la que cada individuo suele suponer, y que, probablemente, aunque se presentara con un vestido de flores con cola y una sombrilla en la mano, los demás se quedarían tan tranquilos. La mayor parte de su indignación se debía a otra causa. Estaba furiosa con Vito porque él no le hacía caso, y no podía hacérselo porque tenía trabajo. Estaba furiosa con su trabajo que era la causa de que ella se sintiera marginada. Estaba furiosa consigo misma por haberse empeñado en acompañarle a Mendocino, donde no hacía más que estorbar y sentir lástima de sí misma. Estaba furiosa porque si regresaba entonces a Los Ángeles habría claudicado. Si se iba demostraría que era incapaz de aceptar las cosas cuando no se ajustaban a sus deseos. Estaba furiosa porque no podía tener lo que ella quería cuando ella quería y como ella quería. Estaba a punto de reventar de rabia porque ahora tenía que comer la sopa que ella misma se había guisado. Cogió la bandeja con la ensalada y la gelatina y salió del remolque. ¿A quién acercarse? ¿Al grupo de vejestorios que se reían a carcajadas? Para el primer día, mejor no. ¿A Svenberg? Estaba solo, con una mirada soñadora en sus ojos noruegos, como si ya estuviera viendo su nombre en letras luminosas. No le gustaría ser interrumpido. ¿Los intérpretes? Aquel día sólo rodaban Sandra Simon y Hugh Kennedy y los dos habían desaparecido en otro remolque. Billy, sin saber adónde iba, echó a andar hacia el remolque de maquillaje. Los dos peluqueros gays estaban cotilleando a la sombra. —¡Mrs. Ikehorn! —se levantaron de un salto, halagados y nerviosos. —Ahora soy Mrs. Orsini; pero dejémonos de etiqueta. Llámenme Billy. Ellos intercambiaron una mirada, disimulando el asombro. Conque era tan engreída y orgullosa como todo el mundo creía. —¿Por qué no se sienta con nosotros, Billy? Oh, qué reloj más mono. —Tiene un pelo precioso. ¿Quién le peina? —¡Qué pantalón más mono! 329
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—¡Y qué cinturón! Bueno, más valía aquello que nada. La película impresionada durante el día se enviaba por avión a unos laboratorios de San Francisco para su revelado y luego era devuelta a Mendocino. El jefe de producción había descubierto en Fort Bagg un cine que no se utilizaba, donde podían proyectarse las tomas del día en condiciones aceptables. Adiós a las cenas en los pequeños restaurantes campestres, pensaba Billy. Vito tenía el tiempo justo para ir a casa, darse una ducha rápida y ponerse otro pantalón vaquero antes de que los dos se reunieran con Fifi, Svenberg, Sandra Simon y Hugh Kennedy para tomar un bocado en la "Internacional de Buñuelos" y pasar las tomas del día. La primera noche, Billy esperaba el pase con ilusión. En su imaginación, alimentada por Hollywood, veía una gran sala de proyecciones privada con butacones de piel, aroma de cigarros caros y un ambiente de privilegio y señorío, animado acaso por el espíritu de Irving Thalberg. La realidad consistía en un cine decrépito que olía a orines, unas butacas astrosas y llenas de bultos que, de estar vivos todavía los gérmenes que las habitaban, debían de transmitir todas las enfermedades imaginables y una pantalla cuajada de imágenes incomprensibles. Después de ver cuatro o cinco veces una misma escena con sólo ligerísimas variaciones en cada versión y oír a Vito, Fifi y Svenberg discutir acaloradamente como si entre una y otra hubiera grandes e importantes diferencias, Billy empezó a sentirse irritada por tantos dimes y diretes. ¿Por qué no podían tomar una decisión sin todo aquel jaleo? ¿Acaso ninguno de ellos tenía una idea clara de cómo debía ser la versión correcta? Ella sospechaba que hinchaban los problemas porque cada cual deseaba ejercitar su poder al máximo y exageraban las dificultades de la elección a fin de que prevalecieran sus respectivos puntos de vista en el orden creativo. ¿Creativo? ¡Y un huevo! Todo eran puñetitas. Por fin, un sábado, después de hablar con Fifi Hill acerca de unas pequeñas modificaciones a introducir en el guión, Vito pudo dedicar unos momentos a su esposa. El rodaje avanzaba de acuerdo con el programa, las tomas eran muy prometedoras, Sandra Simon y Hugh Kennedy habían iniciado una aventura amorosa en la vida real que imprimía en sus escenas una vibrante sensualidad que saltaba de la pantalla y que, según reconocía el propio Fifi, ni siquiera él hubiera podido extraer. La fotografía de Svenberg era de lo mejor que había conseguido hasta la fecha. Y para mayor tranquilidad, el generador ya se había averiado. Puesto que este incidente es de prever en el curso de todo rodaje, Vito se alegraba de que hubiera ocurrido ya. Cuanto antes, mejor. Las cosas marchaban con normalidad: el rodaje de una película se asienta en un cañamazo de accidentes y equívocos, errores y rectificaciones, tensión y risotadas, choques y 330
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reconciliaciones, desastres y soluciones ingeniosas y el de Espejos no era una excepción. De modo que todo iba bien. —Vito —se aventuró a decir Billy cuando él le tendió los brazos para sentarla en sus rodillas—, ¿tú nunca te sientes… impaciente? —iba a decir "aburrido" pero, en última instancia, "impaciente" le pareció un término menos comprometedor. —¿Impaciente, mi vida? ¿Por qué? —Por ejemplo, cuando se averió el generador y tuvisteis que pasar dos horas esperando, hasta que lo repararon. — «Y por todo lo demás —pensaba—, por todos y cada uno de estos días estúpidos.» —Sí; eso siempre me revienta. Pero, en el fondo, no importa. Porque todo esto es tan aburrido que, a la larga, una hora más o menos no cuenta. —¡Aburrido! —Pues claro, cariño. Billy, tesoro, apoya la cabeza en mis rodillas. Así… Estupendo. Rodar una película es lo más aburrido que hay en el cine. —Pero tú no pareces estar aburrido. Quiero decir que se te ve entusiasmado… No lo entiendo. —Billy levantó la cabeza del cálido apoyo que había encontrado en los muslos de él y lo miró con asombro. —La explicación es muy sencilla. Es aburrido pero a mí no me aburre. —Eso no tiene sentido. —Voy a ponerte un ejemplo. Es como estar embarazada. Ninguna mujer te dirá que durante una buena parte de los nueve meses no se aburre como una ostra. ¿Quién es capaz de pensar en el "milagro de la vida" día y noche? Pero, de vez en cuando, el niño da una patadita y eso emociona, es algo real. Y ella va engordando y engordando y eso también es interesante y al final viene el niño. Es un aburrimiento, pero ella no está aburrida. De todos modos, lo mejor viene después, durante el montaje. —Vito parecía satisfecho de sí mismo por aquella explicación. —Lo entiendo perfectamente —dijo Billy. Y así era. Significaba que Vito era la madre y el padre de la película y que ella no era ni siquiera un pariente, salvo por matrimonio. Mierda, mierda y mierda. El hombre a quien amaba estaba gozando con su trabajo, que hacía con gran maestría y ella se ahogaba de despecho. Y todas aquellas monsergas del niño… ¿qué diablos sabía Vito del embarazo? Hacer cine era cosa de niños y de locos, unidos por la ilusión colectiva de estar creando una obra de arte. Quizá Vito no estuviera aburrido, pero ella sí lo estaba. Muerta de aburrimiento. Josh Hillman y su esposa comían salmón frío cocido al vapor y ensalada de pepino en su comedor de Roxbury Drive, una espléndida sala que podía albergar a cuarenta y ocho comensales sentados o a trescientos en las cenas de buffet que con frecuencia se ofrecían. 331
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Aquella noche estaban solos. Sus hijos pasaban el verano en Francia, perfeccionando el francés. —¿Qué has hecho hoy? —preguntó Josh a Joanne, por decir algo, una vez agotados los cotilleos jurídicos. —¿Yo? —ella le miró ligeramente sorprendida—. Almorcé con Susan Arvey. La he encontrado muy pedante. Tal vez siempre lo fue, pero está cada vez peor. Y Prince presentaba su colección en la ciudad, de modo que fui a "Magnin" y le encargué varias cosas de otoño. —¿Cómo está Prince? —¿Que cómo está…? ¡Josh, si no lo conoces! —Bueno, hace tantos años que hablas de él que ya me parece casi de la familia. —Lo dudo —rió ella—. No creo que encajara. No somos lo bastante importantes para él. Pero estuvo muy simpático, como siempre, adorable conmigo. Y traía vestidos muy bonitos, mucho mejores que los de la temporada anterior. Conque Prince no había hablado de él, se dijo Josh. Entonces, ¿por qué se sentía decepcionado? Su mente lúcida, tan bien adiestrada para encontrar siempre la respuesta correcta, rápidamente le dio la explicación, una explicación que no le satisfacía. Él esperaba que Prince le allanara el terreno. Estaba seguro de que el hombre no resistiría la tentación de contar a Joanne que lo había visto con Valentine en la fiesta de Lace. Ello hubiera precipitado las cosas. Ahora tendría que ser él quien diera el primer paso. Desde luego, Joanne, sentada plácidamente en su silla, llamando a la criada para que quitara la mesa, parecía plenamente contenta y satisfecha de la vida. Josh maldecía de todo y de sí mismo por ser un cobarde. —¿Té helado, cariño? —Sí, muchas gracias. Dolly Moon no llegó a Mendocino hasta dos semanas después de iniciado el rodaje. Vito había programado cuidadosamente el trabajo, de modo que durante aquellas dos semanas se rodaran las escenas en las que ella no aparecía, con lo que economizaba mil dólares de alojamiento y manutención y tres mil dólares de sueldo. Un ahorro de cuatro mil dólares no parece importante en un presupuesto de dos millones doscientos mil, pero Vito sabia que en Espejos contaba hasta el último céntimo. Billy no se enteró de la llegada de la nueva intérprete hasta que se filmó una escena en la que aparecían Dolly y Sandra Simon andando por una calle de Mendocino. Billy pensó que el contraste que ofrecían las dos muchachas era delicioso; Sandra con una belleza etérea, poética y aquella muchacha tan explosiva y opulenta. A la hora del almuerzo, Billy estaba haciendo cola ante el mostrador de la comida, disponiéndose tristemente a escuchar otro capítulo de
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la vida y milagros de sus dos peluqueros cuando, al pasar por delante de las chuletas de cerdo, oyó una voz a su lado que decía: —Me parece que voy a vomitar. Billy volvió la cabeza, alarmada, y vio a Dolly Moon que parecía consternada. —¿Qué ocurre? —¿Qué ocurre? ¿No te has dado cuenta de que en esta mesa no hay nada que no esté nadando en grasa? —Al final del mostrador hay ensalada de zanahoria y queso tierno. —¡Jesús! No soporto las zanahorias ni el queso tierno. Es un insulto para mi estómago. Oye, a no ser que a ti te guste esta bazofia, ¿por qué no nos escabullimos y nos vamos a comer por ahí? Al venir vi un sitio en el que puedes prepararte bocadillos tú misma y tienen aguacates, jamón, pimientos asados, filetes de pavo fríos, en fin, cosas que un ser humano puede ingerir sin convertirse en una ballena. ¿Qué dices? —¡Adelante! Puesto que muchos turistas estaban ocupados viendo almorzar a la gente del cine, Billy y Dolly encontraron una mesa libre en un bar cercano que servía platos de régimen, delicatesen y lasagna casera. Dolly demolió en silencio medio bocadillo enorme mientras Billy, picoteando en una ensalada de atún, la miraba con intensa curiosidad. Algunos mechones de la aureola de cabello de Dolly tenían exactamente el color de la mermelada de naranja, otros, un tono castaño claro indefinible. Su mirada, de un azul grisáceo, era seráfica. El talle y la nariz eran diminutos y todo lo demás, de un tamaño superior al natural. —Son de alivio, ¿no? —¿Eh? —Qué va a ser: las delanteras y posaderas. ¿Crees que no lo sé? Yo iba a una escuela de mormones y no me quisieron para animadora del equipo. Dijeron que proyectaría una imagen falsa. Por eso me separé de la iglesia. De todos modos, sin ellas tal vez no pudiera ganarme la vida. —No es verdad. Te he visto actuar. Vi tu película y me pareciste toda una actriz, una actriz de muchísimo talento —dijo Billy sin asomo de adulación en la voz. Dolly sonrió con cándida alegría. —¿Sabes que eres casi la primera persona que me lo dice? La mayoría no hacen más que mirar mis tetas y el trasero y ni se enteran de lo que digo. Apuesto a que aunque hiciera de Lady MacBeth, la madre de Hamlet, o Medea… —… o Julieta, Camille u Ofelia… y ¿por qué no Peter Pan? Las dos se echaron a reír ante la lista de personajes que Dolly nunca podría interpretar. —¡Cómo me alegro de haberte conocido! —dijo Dolly después de reprimir la última de sus personalísimas carcajadas—. Llegué anoche 333
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y no conocía a un alma. Me dieron la habitación que está al lado de la de Sandra Simon y ella y Hugh estuvieron haciendo los ruidos más turbadores que puedas imaginarte durante casi toda la noche. Eso significa que ella y yo no vamos a intimar, y rodar fuera de casa sin una persona amiga es muy triste. —Ya he podido darme cuenta —dijo Billy con voz ahogada—. ¿Qué has querido decir con eso de "ruidos turbadores"? —Pues que se traían un baile que hasta a mí me dieron ganas de juerga; pero al mismo tiempo comprendía que no debía escuchar cosas tan íntimas. Por eso me sentía turbada. Hoy me compraré tapones para los oídos. —Por eso no se les ve a la hora del almuerzo. —Y es que en una hora se pueden hacer muchas cosas. Seguramente toman un desayuno fuerte. ¿No es grande el amor? —Oh, sí. Lo es —dijo Billy con fervor. —Una muchacha con aspecto como el tuyo… a propósito, ¿cómo te llamas? ¿Billy? Muy lindo. Decía que con ese aspecto tendrá los chicos a patadas. —Los tenía —dijo Billy—. Pero ahora sólo tengo uno. —Yo también lo tenía. Lo nuestro duró un año, pero mi novio, ese ladrón de Sunrise, hacía más caso a su caballo que a mí. Me gustaría encontrar a alguien fijo, pero es difícil con esta pinta de petardo. Una vez probé a salir de casa con una peluca castaña de pelo lacio, unas gafas y un vestido recatado dos tallas mayor y a la primera calle que crucé un camionero me gritó: «¡Eh, cuatro ojos, ¿quieres una rodaja de mi salchichón?» Y luego el muy fino me dijo que con unos parachoques como los míos no necesitaba ver por dónde iba y que podía dejar las gafas en casa. Es desesperante —Dolly suspiró como un druida desconsolado—. Sí, necesito a un chico formal, pero que no sea un pesado; algo así como un dentista, un contable o… ¿qué otro tipo de hombre crees que puede ser formal? Formal. Éste era un tema en el que Billy se sentía cualificada para aleccionar a Dolly. Estaba deseando hacer algo por Dolly Moon y bendecía al destino que le había dado los medios para transmitir algunos de los mejores consejos que ella había recibido en su vida. —Escucha. Escúchame bien, Dolly Moon. Cuando yo tenía unos cuantos años menos que tú, fui a vivir a Nueva York. Allí tenía una compañera de apartamento… Dolly escuchó en religioso silencio todo lo que Billy le contó de la época en que vivía con Jessica, los días del "Instituto Katie Gibbs", los días de los judíos. Hacía mucho tiempo que Billy no tenía una conversación realmente íntima y sincera con otra mujer que no fuera Jessica, aunque este detalle lo ignoraba Dolly. Ésta pensaba simplemente que su nueva amiga era simpática e inteligente, que llevaba unas ropas bastante bonitas y poseía la clase de belleza que más admiraba Dolly. Cuando regresaban hacia la parte de calle acordonada, habían convenido en almorzar juntas todos los días. 334
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Al llegar ante el remolque de maquillaje, Dolly dijo con un gesto de desgana: —Yo tengo que quedarme aquí, Billy. A propósito, ¿tú qué haces, vestuario, peluquería, secretaria de rodaje? —También sirven los que sólo se sientan y esperan. —No entiendo. —Me quedo sentada por ahí y espero a mi marido, Vito Orsini. —¡Mierda! ¡La Esposa del Productor! —Dolly, como vuelvas a decir eso, no te explico nada más del método para encontrar judíos. Esconderé los mejores y no te daré ni su número de teléfono. Yo soy Billy y tú eres Dolly. Y basta. —Pero, chica, ¿no estás orgullosa de ser… eso que tú ya sabes? —Estoy orgullosa de él; pero no de ser lo que tú sabes. Aquí todos se preguntan por qué he venido, pero no hace ni dos meses que nos casamos y… Dolly la abrazó con ademán consolador. —Mira, yo estuve siguiendo a un jinete de rodeo durante todo un año, y me aterran los caballos. De modo que te comprendo. Por lo menos, supongo que Mr. Orsini no debe de oler a cuadra cuando vuelve a casa por la noche. Verás, Mr. Hill me ha pedido que vaya todas las noches a ver la proyección de las tomas, ¿querrías sentarte a mi lado y explicármelas? Yo nunca consigo enterarme de qué va. No he hecho más que una película y me pierdo. Pero, ¿dónde está el chiste? ¿De qué te ríes? Después de todo, eres la esposa del prod… Billy, te estás poniendo histérica. Vamos, cálmate… Ay, Señor, ¿dónde he puesto el "Kleenex"? Un miércoles, cuando el rodaje estaba en su apogeo, llegó Maggie McGregor con su equipo de cámaras para pasar cinco o seis días recogiendo material para el programa de televisión que pensaba dedicar a Vito y, que provisionalmente llevaba el título de "Un día en la vida de un productor". Billy, disimulando sus sombríos pensamientos, observaba a Maggie ir y venir alegremente, imbuida de la firme convicción común a todos los periodistas de la Televisión de que los asuntos ajenos son de su exclusiva incumbencia personal. A los ojos de los vecinos de Mendocino, Maggie era el primer personaje famoso que aparecía. Por aquel entonces, la gente del pueblo se había acostumbrado ya de tal modo a observar las actividades del equipo de Espejos que para ellos tenía un interés similar al que suscitaban las gracias de sus perros, sus gatos y sus niños. Aunque se mostraban cordiales y atentos con toda la gente de Espejos, no reconocían a nadie a no ser a Sandra Simon y aun a ésta, únicamente las amas de casa que seguían su novela de la Televisión. ¡Pero Maggie McGregor! A ella sí la conocían. Por lo menos una tercera parte de los hogares del pueblo sintonizaban su programa todas las semanas. A pesar del aislamiento en que vivían, podían enterarse de lo que sucedía en las complicadas ciudades en las que no les pillarían ni locos. 335
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Maggie iba de un lado a otro, pisando cables e interrumpiendo despreocupadamente el trabajo de la gente como si fuera la dueña de todo el equipo de Espejos, desde el propio Vito hasta el último lápiz del remolque de maquillaje. Pisaba fuerte aquel santuario, aquel mundo aparte, del que Billy se sentía excluida por barreras invisibles pero infranqueables. Con los ojos brillantes de furor, Billy pensaba con amargura que Maggie poseía todas las malditas CREDENCIALES que pudieran hacer falta. Santo Dios, ¿qué podía hacer ella para largarse de allí? Decidió dar un largo paseo por los páramos que rodean Mendocino. Se alejaría del escenario de rodaje, buscaría un sitio tranquilo y se tumbaría en la hierba hasta que se le pasara el berrinche. Dolly, su amiga Dolly, tenía que rodar, por lo que se iría sola y regresaría fresca, renovada y relajada. Tres horas después, regresaba sintiéndose otra, bajo los efectos del sol, el aire y la brisa del Pacífico. Y los efectos del zumaque, una hierba venenosa que abunda en aquellos parajes tanto como las flores y las zarpas pero no es tan visible. Al día siguiente, Billy volaba hacia Los Ángeles, camino de la clínica del mejor dermatólogo de la costa Oeste. Mientras trataba de no rascarse y miraba por la ventanilla del avión, se preguntaba si valía la pena contraer una dermatitis con tal de escapar de Mendocino. No podía decirse que fuera una alternativa ideal, pero, puñeta, cualquier cosa tenía que ser mejor. No tardó de cambiar de parecer. El zumaque, según pudo comprobar Billy, no era para tomarlo a broma. Y el médico no puede hacer gran cosa, aparte de mitigar levemente el picor y recetar tranquilizantes y somníferos. Billy pasó los cinco días siguientes en un estado de constante incomodidad y somnolencia, con el único consuelo de que la afección no se le extendió a la cara. Vito la llamaba por teléfono todas las noches, pero la conversación fatalmente le dejaba mal sabor de boca. El picor no daba mucho de sí como tema de conversación y mientras Vito trataba de animarla y consolarla a distancia, Billy oía gritar a Sven o a Fifi e imaginaba que mientras hablaba con ella Vito debía estar preocupado por otras cosas. Ella preguntaba cómo iba la película, pero no prestaba atención a las breves respuestas de Vito, hasta que la fórmula: «Todo saldrá bien, cariño, no te preocupes» se convirtió en el estribillo de sus frustrantes conversaciones nocturnas, plagadas de medias verdades. Al cabo de diez días, Billy comprendió que lo peor había pasado: las grandes ampollas de las manos, entre los dedos y las piernas, empezaban a secarse poco a poco y ya no se despertaba veinte veces cada noche, horrorizada al darse cuenta de que había estado rascándose mientras dormía. Todavía estaba hecha un asco, lo comprendía, pero se sentía hambrienta de compañía. ¡Oh, cómo 336
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echaba de menos a la tía Cornelia y su energía ante las dificultades! Quizá Lilianne fuera a verla si le mandaba el avión. Imposible, todos los veranos la condesa visitaba a Danielle y a Solange que estaban casadas y vivían en Inglaterra. Allí gozaba oyéndose llamar "granny" por sus bien educados nietecitos ingleses que le pedían que demostrara cómo se tuesta una rebanada de pan en la chimenea. Obedeciendo a un impulso, Billy descolgó el teléfono y marcó el número de Jessica Thorpe Strauss, en Easthampton. —¿Jessie? Gracias a Dios que estás en casa. —Billy, encanto, ¿dónde estás? ¿En Nueva York? —No, en California. He vuelto a casa y estoy a punto de cortarme las venas, si las encuentro. —Qué dolor. Y yo que creía que estabas pasando una deliciosa luna de miel con un hombre divino. —No precisamente. ¿Cómo están tus cinco hermosos hijos y mi dulce David? —Guapa, mejor no preguntes. —¿Pasa algo malo? —Ese bandido les está enseñando a navegar a los cinco. Salen absolutamente todos los días y no vuelven hasta el anochecer. Tú ya sabes cómo me mareo en cuanto subo a un bote de remos. Lo único que quieren de mí es un inagotable suministro de zapatillas de tenis secas y docenas de calcetines. ¡Vaya veranito! —Jessie, si te mando el avión, ¿te importaría venir a pasar unos días conmigo? Tendríamos que quedarnos en casa, pero nos divertiríamos mucho —dijo Billy en tono suplicante. —¿Cuándo puede estar aquí ese avión? —Hablaré con el piloto y volveré a llamarte. ¿Estás segura de que no será mucho lío dejar a toda tu familia en pleno verano? ¿En serio? —¿Mucho lío? ¡Ja! Ni siquiera pienso dejarles una nota. Así aprenderán. Que se chinchen mientras tratan de averiguar lo que ha sido de mí, si llegan a darse cuenta de que no estoy. ¿Recuerdas aquella canción de taberna que dice que no hay que dejar a un marinero que pase de la rodilla? Es la historia de mi vida. Jessica llegó al día siguiente. Conservaba su divina languidez, pero con los seis kilos que había engordado, ahora su languidez era tentadoramente voluptuosa más que poéticamente patética. Tenía casi treinta y ocho años, pero los hombres todavía suspiraban cuando ella los miraba con sus ojos miopes color lavanda a través de la maraña de rizos que ella recortaba distraídamente con las tijeras de la manicura cuando le tapaban excesivamente la visión. David Strauss, el marido de Jessica, era uno de los más importantes banqueros del país y hacía tiempo que Billy envidiaba a su amiga su matrimonio feliz y fecundo, su amplio círculo de amigos, su vida tan completa y maravillosamente organizada, tan distinta de la de Billy. Las dos mujeres reanudaron su conversación en el punto en que la habían dejado la última vez que se vieron, hacía aproximadamente 337
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cuatro años. Al cabo de dos días, casi se habían puesto mutuamente al corriente de los sucesos más importantes que les habían ocurrido durante aquellos años, en que sólo habían hablado por teléfono. Billy estaba casi restablecida y podía sentarse al lado de la piscina, a la sombra del lanai, mientras Jessica tomaba el sol y hundía con deleite los dedos de los pies en el agua. —Qué dicha —suspiró, tras un breve silencio—. Qué dicha tan grande estar sin niños y sin marido. No puedes imaginar cómo disfruto. Ni el nirvana puede ser tan estupendo. Además, ¿quién puede desear la nada absoluta, existiendo California? —¡Pero Jessie! —exclamó Billy, sintiéndose de pronto vagamente alarmada—. Tú los adoras, ¿no? Esa vida maravillosa no será únicamente de cara a la galería, ¿verdad? —¡Oh, no! Yo adoro a toda esa gentuza, pero a veces… en fin… con frecuencia… bueno, no sé, tal vez lo peor sea confeccionar el menú. —No seas ridícula, Jess. Tienes la mejor cocinera de toda la costa Este. —Tenía, guapa, tenía… Mrs. Gibbons se marchó hace tres meses. Todo empezó hace un año, cuando las niñas se hicieron vegetarianas. En fin, ¿quién puede reprochárselo? Es tan puro y tan santo, además de ser una lata, claro. Luego, los gemelos se empeñaron en no comer más que pizza durante seis meses. No se te ocurra tener gemelos. Son de una testarudez apabullante. A fin de equilibrarles la alimentación, teníamos que abrir capsulas de vitaminas y espolvorear con ellas los pimientos. Mrs. Gibbons me pidió un horno para pizzas auténtico y se lo compré, pero lo que la retenía en casa era poder guisar para David. Ya sabes que él no prueba nada que no sea cocina francesa y eso halagaba el orgullo de la cocinera. No, la crisis se planteó cuando el pequeño David tuvo una experiencia religiosa. —Su experiencia, ¿qué? —Sólo come kosher. Billy la miró sin comprender. —Dijo que quería celebrar su Bar Mitzvah. Empezó a estudiar hebreo, a leer el Antiguo Testamento y un buen día nos exigió comida estrictamente kosher. Convertimos una de las despensas en cocina y allí guisa él en su hornillo y come en platos de cartón con cubiertos de plástico. Pero lo peor no era que se negara a comer lo que preparaba Mrs. Gibbons; un día le dijo que no se acercara a su cocina porque ella era trayf. Y la mujer se puso a pensar en cómo le preparaba las papillas cuando era pequeñito, sin utilizar nunca alimentos en conserva y se sintió tan dolida que hizo las maletas y se fue. Y no se lo reprocho, pero desde entonces he tenido una docena de cocineras. Todas dicen que no sabían que iban a tener que llevar un restaurante y huyen durante la noche. —¡La pobre Jessie! —Billy se retorcía de risa ante las tribulaciones de su amiga—. Perdona, pero es tan gracioso imaginar al pequeño David
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preparando su caldito de pollo… ¿Y también enciende las velas el viernes por la noche? —Desde luego. —¿Has pensado alguna vez en ponerte al habla con la delegación local de los Judíos para Jesús? —preguntó Billy con voz ahogada. —Calla la boca. Bastantes quebraderos de cabeza tengo ya, pero por lo menos sé de qué se trata. —Así que has educado a tus hijos en la religión judía. —¡Oh, no! Sólo a los chicos, mujer. Las niñas son protestantes episcopalianas, bautizadas en la misma iglesia en que me bautizaron a mí. Como en casa de los Rothschild: los chicos han de seguir la tradición de la familia paterna, pero las muchachas pueden hacer lo que prefieran. —Jessie hizo una pausa y miró de soslayo a Billy. Una vez convencida de que lo que había observado en la cara de su amiga durante los últimos días no era una ilusión, se volvió de espaldas a la piscina y cambió de tema—: ¿Cuándo vas a dejar de hacerte el soldadito valiente y contármelo? —¿Contarte el qué? No tengo nada que ocultar. He estado quejándome de mis dolencias desde el día en que llegaste y a cada gemido me he sentido un poco mejor. ¿A eso le llamas tú un soldadito valiente? —Vamos… —¿Adónde quieres ir a parar, Jessie? —A Vito. —¿A Vito? —Tu marido. —¡Ah! —El mismo —insistió Jessica, implacable—. Vito, el novio —Es maravilloso, Jessie. Nunca creí encontrar a un hombre tan increíblemente dinámico, tan creativo, tan enérgico. —Pamplinas. —Nunca conseguí engañarte. —¿Es un diez? —Completamente. Puedes creerme. —Está bien. Entonces, ¿cuál es el inconveniente, el intolerable dilema, la pega imprevista y permanente? —¿Quién te ha dicho que hubiera una pega? —Todas las esposas que conozco, incluida la que te habla, muchas noches, cuando me preparo para acostarme y David está profundamente dormido… Absolutamente todos los maridos son desesperantes en uno u otro aspecto. —Ellis no lo era —dijo Billy, con voz ahogada. —Ah, Billy, eso no es justo. Tú fuiste como una novia para Ellis durante siete años. No llegaste a ser una esposa normal hasta que él cayó enfermo, porque mientras estuvo sano, se desvivió por complacerte, protegerte y hacerte feliz. Incluso su trabajo pasó a ocupar un segundo lugar. Y, después del ataque, tampoco pudiste ser 339
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una esposa normal. No estoy criticándote, pero no tuviste necesidad de aprender las reglas del juego. —¿El juego? ¿Las reglas? Hablas como esos libros que te aconsejan que recibas a tu marido con un ajustado pantalón de cuero negro, una buena ración de ginebra con hielo en una mano y una humilde petición para que te aumente la asignación para los gastos de la casa en la otra. No esperaba eso de ti, Jessie. Jessica miró a Billy moviendo la cabeza entre risueña y compadecida. ¿Por qué se obstinaba Billy en no aceptar la realidad? Lo del cuero negro estaba de más. Aunque a David le chiflaban los pijamas de satén diseñados por Fernando Sánchez. —El juego se llama cómo triunfar en el matrimonio —dijo lentamente —. Las reglas son las claudicaciones que tienes que hacer para conseguirlo. —¡Claudicaciones! —exclamó Billy, dolida—. ¡Si desde que nos casamos no he hecho más que claudicar! Una maldita claudicación tras otra. La dulce y sumisa Billy. Créeme, si me ves en Mendocino, haciendo el papel de La Perfecta Esposa del Productor, no me reconoces. —¡Y la de bilis que habrás tragado! —Figúrate. Menos cuando estábamos a solas por la noche. Creo que los únicos momentos en que Vito sabía que yo estaba allí era mientras hacíamos el amor. A veces me pregunto si me reconocería si no pudiera verme salva sea la parte. El muy sinvergüenza… —Entonces, ¿por qué no te divorcias? —¿Estás loca, Jessie? ¡Si yo lo quiero con toda mi alma! Después de lo que me costó convencerlo, no voy a dejarle marchar. No podría vivir sin ese ladrón. —Pues empieza a buscar fórmulas de compromiso. Pero hazlo de buen grado y con generosidad. —Eso es mucho pedir. Suenas como las neuróticas y reprimidas hermanas Brontë fundidas en una sola. ¿Es que no has oído hablar de la liberación de la mujer? ¿Por qué diablos no ha de ceder también él? —Ya ha cedido. Se casó contigo sacrificando sus principios y a sabiendas de que todo el mundo pensará que vive a expensas tuyas y ello no le ha preocupado ni él ha intentado hacerte cambiar tu régimen de vida. —Oh, ya salió aquello. —Es importante, Billy, especialmente para un hombre como Vito, con todo ese orgullo varonil italiano de que tanto me hablas. —Tal vez tengas razón. Está bien, tienes razón. Sin embargo… —Billy pensaba amargamente que ni siquiera Jessica la comprendía. ¿De qué compromisos le hablaba? ¿Aludía a las discretas infidelidades de su círculo de amistades del ramo de la Banca del sector Nueva York— Easthampton-Southampton, de cuando el marido o la esposa bebía demasiado en una reunión, de algún irritante hábito de David que él ni siquiera sospechaba que tenía? Después de todo, por mucho que 340
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ella protestara, ¿qué estaba haciendo David en aquellos momentos? Navegando con los críos, como cualquier padre en época de vacaciones, en lugar de concentrar toda su imaginación, entendimiento y su voluntad en que un pedazo de película saliera bien. Además, ¿qué otra cosa podía esperar Jessica si se mareaba? Jessica dirigió a Billy una mirada casi maternal, compuesta de ternura, clarividencia y temor a herirla. «Pobre Billy —pensaba—, decepcionada tan pronto. ¿Quién podría decirte lo que sucede en un matrimonio que perdura? ¿Cómo hablarte de esos momentos en los que parece que la fuente del amor se ha secado y tienes que resistir únicamente con la fe, los momentos en los que marido y mujer se preguntan qué cosas maravillosas hubieran podido ocurrirles de no haberse conocido? ¿Quién puede explicar lo que cuesta aprender a comunicar al otro tus verdaderos sentimientos cuando las palabras y los gestos no son sino un obstáculo en esos días y meses en los que la comunicación queda rota? Y esto, sin contar los ineludibles problemas que acarrea tener por suegra a una gran dama ni la transformación que sufre el muchacho apasionado al convertirse en padre de cinco hijos.» No, decididamente, ella no podía ayudar a Billy. Ni las mejores amigas pueden ayudarse en las arenas movedizas del matrimonio, a no ser de un modo superficial, haciendo comprender a la otra que no está sola. Jessica se acercó a Billy y le dio un beso en la coronilla. —Es la típica depresión del final de la luna de miel. Todo el mundo la pasa. Ya verás cómo dentro de unos meses ni te acuerdas. Oye, ¿por qué no nos damos un buen banquete esta noche y mañana ayunamos, por lo menos hasta la hora del almuerzo? A las dos nos hace falta. —¿Cómo puedes decir que necesitamos un banquete? —preguntó Billy con incredulidad—. ¿Es que quieres engordar? —Nada de eso. ¿No conoces la teoría europea sobre la dieta? Si tu metabolismo se acostumbra a comer poco y cosas que no engordan y un buen día, bruscamente, se las das, tu cuerpo, del trauma, automáticamente pierde peso. Pero no hay que abusar. —¿Estás completamente segura de lo que dices? —preguntó Billy, contemplando la pequeña barriguita que había desarrollado su amiga. —¡Y tanto! Si yo no lo hiciera de vez en cuando, a estas horas pesaría una tonelada. Las dos se echaron a reír. Durante el resto de la visita de Jessica, no volvieron a hablar del matrimonio. Al cabo de una semana, Jessica regresaba a Easthampton, pesarosa por tener que dejar a Billy, pero ansiosa por volver a ver su bronceada prole. A pesar de sus amenazas, había llamado por teléfono todas las noches y su marido pasó en tierra firme el tiempo suficiente para encontrar a un matrimonio oriental que trataban con el debido respeto la cocina kosher del joven David e incluso tenían sus propios "woks" para preparar la comida de los miembros vegetarianos de la familia. 341
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—Billy —dijo Jessica antes de subir al "Learjet"—. Siento mucho no haberte servido de gran ayuda, pero ese consejo es el mejor que podía darte. Recuerda esto: «Todo gobierno, es más, todo beneficio y felicidad humanos, toda virtud y todo acto prudente, se basan en el compromiso y en las mutuas concesiones.» —¿Dónde has encontrado esa pequeña homilía? ¿Bordada en un almohadón? —Edmund Burke, si no me equivoco —dijo Jessica con un gesto de falsa modestia. Estaba orgullosa de su memoria para las citas que le valiera una matrícula de honor y le permitía tener a raya a su imponente suegra. —Largo de aquí, empollona —rió Billy abrazando por última vez a su pequeña amiga—. Vete y no peques más o algo por el estilo. Recuerda que yo soy la única persona del mundo que te conoció cuando no eras tan repelentemente virtuosa y prudente. En Mendocino, se acababan de proyectar las tomas del día y Vito y Fifi Hill habían regresado a casa de Vito en un pesado silencio que mantuvieron hasta que se hubieron servido sendas bebidas y sentado en las maltrechas y enfundadas butacas de la húmeda sala. —Se torció, Fifi. —Eso lo notaria hasta un ciego. Con sólo oírles la voz. —Y van dos días. Ayer pensé que quizás ella no se encontraba bien, pero hoy estuve observando… —¿Y cuándo has dejado de hacerlo? —dijo Fifi tan abatido que ni intentó siquiera ser sarcástico. —… esperando que reaccionaran. Pero no podemos seguir engañándonos ni un minuto más. No hay ni un metro de cinta que se pueda aprovechar. Conque llevamos dos días de retraso y esa pareja del carajo nos está tomando el pelo. —He echado mano de todos los resortes que conozco. Y no hay nada que hacer, Vito. Sandra no suelta prenda. Hugh no suelta prenda, dicen que hacen todo lo que pueden, llora ella, llora él… Lo que necesitamos es un pelotón de fusilamiento. —Una película, Fifi, necesitamos una película. No tuve tiempo de decírtelo antes de las tomas, pero después de cenar me llevaron aparte, por separado, para decirme que no piensan rodar las escenas programadas para mañana y pasado. —¡Que no piensan…! —Fifi se levantó de su asiento como un loco. —Sí; la escena del desnudo, la gran escena de amor que hay que meter a toda costa para que la película sea rentable, la escena más importante de este jodido fregao. Los dos juran que no piensan aparecer juntos en una escena de desnudo. —¡Vito! ¡Y tú qué dijiste! ¿Qué hiciste? ¡No pueden hacernos eso! ¡Por todos los santos del cielo, haz algo!
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—Fifi, suspende el rodaje de mañana por la mañana. no adelantaríamos nada. Tú y yo hablaremos con ese par de mongólicos y veremos de sacar algo en claro. Tenemos que resolver esta situación. Cosas peores han sucedido durante el rodaje de una película y, a pesar de todo, se ha hecho, tú lo sabes. —Sí, sí… Pero si tienes que hacer una historia de amor y el chico y la chica se miran con asco, la cosa es mucho peor que tener un tiburón que no funciona o un día de lluvia cuando necesitas sol. Vito, tú sabes perfectamente que todo, absolutamente todo, depende de que podamos crear la ilusión de que esos dos se quieren más que Romeo y Julieta. Y hasta hace dos días incluso a mí me lo hacían creer. —Fifi, vamos a dormir un poco. Te veré en el hotel a la hora del desayuno. Entonces hablaremos más despacio. Después de que Fifi se marchara lúgubremente, Vito se sentó y siguió reflexionando. Si Fifi estaba tan preocupado por el trabajo de aquellos dos críos, Vito tenía un problema mucho más grave. Dos semanas antes, cuando Maggie estuvo en Mendocino, le dijo algo que él casi no podía creer. —Vito —insistió ella—, no puedo revelarte quién me lo dijo, pero puedes estar seguro de que no es un rumor. Arvey dice que piensa utilizar la cláusula de destitución en la primera oportunidad. —¿Pero por qué, Maggie? ¿Por qué? —como ambos sabían, la cláusula de destitución, que figura en la mayor parte de los contratos, estipula que en el momento en que un productor se excede del presupuesto puede ser destituido por los estudios. Tal derecho prácticamente nunca se ejerce y cientos de productores menos cualificados que Vito Orsini se exceden del presupuesto y del plazo sin tener que soportar más que unos cuantos rugidos de los estudios. —Por lo que he podido averiguar, Arvey ha tenido comezón por haber financiado Espejos desde que regresó de Cannes. Te dio luz verde para fastidiar a la bruja de su mujer y demostrar que quien manda en los estudios es él. Quiso hacer una hombrada y cuando tú te casaste con Billy se sintió estafado. Él hace un gesto para chinchar a su mujer y al cabo de una semana tú te llevas a una de las mujeres más ricas del mundo y él se queda con esa pedante de Filadelfia que nunca le ha dado ni un cuarto sin echárselo en cara cien veces. —El dinero de Billy… yo nunca lo tocaría. —Prueba a convencer a Arvey. Él piensa que tú deberías financiar tus propias películas en lugar de usar el dinero de los estudios. Comprendo que esto no tiene el menor sentido, pero él no es precisamente un hombre razonable. Es un ser mezquino y envidioso y está deseando cascarte, Vito. Al recordar lo que Maggie le había dicho, Vito comprendía que cuando Arvey le dio tantas facilidades él debió sospechar. Creía que Maggie tenía razón. Era lógico. Por desgracia, totalmente lógico.
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Al día siguiente, poco antes del almuerzo, Fifi Hill y Vito se sentaron en un apartado rincón del "Hotel Mendocino", entre una maraña de cachivaches victorianos, macassars y palmeras en tiestos. Parecían dos samuráis derrotados, buscando el lugar adecuado para hacerse el hara-kiri. —No tiene sentido —gruñó Vito—. Aunque Sandra hubiera estado muerta, con las cosas que le he dicho hubiera tenido que resucitar. Incluso le he dicho toda la verdad. Pero ni con la verdad ha reaccionado. Le he dicho que era la gran oportunidad de su vida, que yo la convertiría en una gran estrella, que no podía hacernos eso a ti ni a mí… Le he dicho que después de esto le sería imposible encontrar trabajo, que su madre se moriría del disgusto, que todos los productores y directores del mundo la pondrían en la lista negra. Le he suplicado, le he gritado. Lo he hecho todo menos llevármela a la cama. Y hasta eso hubiera intentado, pero ella estaba hecha un témpano. —Ahórrate los detalles, Vito, que yo estaba allí… —Y ese podrido de Hugh Kennedy… —continuó Vito, haciendo caso omiso del compungido director—. ¡Ojalá se le caiga el pito! «¡Hable con mi agente!» ¡Vaya si hablaré! ¿No se da cuenta de que se está suicidando como actor? —No da de sí para tanto. No es lo que podríamos llamar un tipo listo, Vito. Pero hay más. Aunque consiguiéramos que hicieran la escena del desnudo, ¿de qué nos iba a servir, con el cabreo que tienen? —Tal vez no sea más que una riña de enamorados. Volveré a hablar con Sandra a solas… Le interrumpió una tímida voz que decía a su lado: —Mr. Orsini… —Dolly, Dolly, encanto, la única persona cuerda que queda en el mundo. Vete, corazón, que estamos hablando. —He pensado que debía decírselo. No es que quiera inmiscuirme, pero se lo hubiera dicho a Billy para que se lo dijera a usted y, como ella no está, creo que… —¿Qué? —Que no es eso. le oí decir que era una riña de enamorados, pero es peor. Yo lo oigo todo a través de la pared. No compré los tapones de los oídos… La cosa empezó cuando Sandra acusó a Hugh de robarle las escenas. Y… —Es verdad —interrumpió Fifi—. Yo me di cuenta y le advertí. Pero él siguió intentándolo. —Entonces Hugh se enfadó y dijo que ella no sabía actuar, que sólo servía para hacer seriales baratos y que él era un auténtico actor de teatro, ¿comprende? Y ella respondió que él tenía un pito que era como el pulgar de un recién nacido, pero menos duro, y él replicó que, de no ser por los pezones, a ella no se le verían las tetas y ella dijo que él tenía granos de pus en el culo y que nunca se había
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acostado con un tipo tan pastoso, y él, que ella olía a pescado podrido. Y cosas peores que no me atrevo a repetir. —Me hago una idea —dijo Fifi. —Así que no se trata de una riña de enamorados, porque ya no están enamorados —terminó Dolly—. En realidad, se odian. Quiero decir que han ido demasiado lejos. Porque lo cierto es que él tiene el pito pequeño, ella lo había dicho muchas veces pero no en ese tono, sino, por ejemplo: «pequeño pero bien puesto», y cosas así. —Sí, desde luego han ido demasiado lejos, Dolly. Muchas gracias. Nos ayudará mucho saber cómo están las cosas. Ahora esfúmate, guapa, tenemos que hablar. —Nos hemos caído, Vito —dijo Fifi—. Un hombre no puede olvidar eso aunque quiera, y ese chaval no quiere. Se hizo un largo silencio. El recargado salón victoriano del hotel iba llenándose de turistas sedientos a los que servían lindas camareras. —Usaremos dobles —dijo Vito al fin—. Es factible, Fifi. —¿En una escena de desnudo? ¡Estás loco! —No te he dicho que sea una idea sensata. Sólo he dicho que lo haremos. En este pueblo hay mucha gente joven y no nos será difícil encontrar a una pareja que, de espaldas, se parezcan a Sandra y a Hugh. Pelucas, Fifi, pelucas. Esta tarde los buscaremos. Luego rodaremos las escenas dos veces, una utilizando a un doble de Sandra con Hugh y luego, a la inversa. Las caras de los dobles no se verán, sólo el pelo y la espalda. Y haremos escenas de unión. —No saldrá bien. —No hay alternativa. Svenberg se mostró encantado con la idea. Para él, la carne era carne y la luz era luz y el desafío era lo más divertido. mientras Sandra interpretaba la escena con el doble de Hugh, Vito leía las frases de Hugh y ella contestaba. Mientras Hugh interpretaba la escena con el doble de Sandra, Dolly leía las frases de Sandra. Después, todo ello se incorporaría en una sola escena. Vito insistió en que Hugh estuviera en el plató, mientras Sandra trabajaba y que Sandra viera actuar a Hugh. Con ello esperaba estimular su afán de superación en una especie de olimpiada de la interpretación, para ver quién ponía más fervor, más apasionamiento y más sensualidad en la escena abandonando su cuerpo completamente desnudo a unos desconocidos también desnudos, con un frenesí de erotismo nunca visto en un plató. Ambos estaban inflamados del violento deseo de superar al otro. Vito y Fifi no necesitaban ver las tomas para saber que, por lo menos aquellas escenas, serían de antología. Después de aquellos dos días agotadores, Fifi recordó a Vito que aún tenían que repetir las escenas rodadas durante los dos días anteriores. En el resto del guión Sandra y Hugh no volvían a aparecer juntos, por lo que no habría problemas. Pero, ¿qué hacían con aquellos dos días de trabajo perdidos?
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—Anoche estuve modificando el guión —dijo Vito—. Le daremos otro tratamiento para ir a parar al mismo sitio. Dolly tendrá más papel. Todo está previsto. Fifi leyó rápidamente las hojas. —Resultará, sí, pero, ¿de dónde sacamos el tiempo? Vito le entregó otro montón de hojas. —Estas escenas no las filmaremos. No nos hacen falta. Ya he llenado los huecos y las transiciones. Todo liga. De modo que sólo llevamos un día de retraso, Fifi, y si tú no eres capaz de recuperarlo, haré que te expulsen del gremio de directores. —¿Ya estás más contento, sinvergüenza? —Es la alegría natural del mundo de la farándula.
CAPÍTULO XIV Cuando, al iniciarse la última semana de rodaje, Billy volvió a Mendocino, descubrió que haber sido víctima de la hierba venenosa la había situado en un plano de igualdad con el equipo. Numerosos peones, electricistas, carpinteros y cámaras también habían sido atacados por el maligno zumaque. De Esposa del Productor Billy se convirtió en el camarada herido que volvía del hospital de campaña al frente para seguir combatiendo hasta el final al lado de la tropa. Todos, desde Svenberg, encastillado en sus ensueños, hasta los conductores de los carros de la miel como se llama en el argot 346
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cinematográfico a los indispensables retretes ambulantes, la saludaron a gritos y se interesaron, solícitos, por su salud. Muchos estaban ansiosos por comparar síntomas y con frecuencia Billy se encontraba en el centro de un grupo compuesto por los más diversos miembros del equipo que comparaban las virtudes de las inyecciones de cortisona con la simple loción de calamina. Dolly y Billy se las componían para almorzar juntas todos los días. Billy que seguía contando y siempre contaría hasta la última caloría que se llevaba a la boca, no pudo menos que advertir que Dolly, más oronda y opulenta que nunca, estaba comiendo un bocadillo compuesto por rodajas de aguacate con ensaladilla rusa, sobre una loncha de tocino, una capa de pastrami y una capa de picadillo de hígado en un panecillo de buen tamaño untado de mantequilla y acompañado de una ensalada de patata con doble ración de mayonesa. —¡Maldita sea! —dijo Dolly rebañando la fuente de la ensalada con el último trozo de patata—. No hay tiempo para otro bocadillo, ¿verdad? —Pero, ¿todavía tienes hambre? —preguntó Billy en tono de asombro y de reproche. —Estoy desfallecida. Y es que, después de vomitar el desayuno, se me hace muy larga la mañana. —¿Vomitar? —Sí. Pero pronto pasará. Acabo de entrar en el tercer mes y todo el mundo dice que ésta es la peor época de las náuseas. —¡Oh, Dolly! Cielo santo, ¿cómo fue? Dolly puso sus enormes ojos en blanco. Los gorjeos jubilosos de Dolly se mezclaron con las mal reprimidas carcajadas de Billy. Finalmente, Billy logró preguntar: —¿Qué piensas hacer? —Sí, supongo que debería hacer algo, pero me hace ilusión tener el niño. Parece un disparate, pero siento que es lo correcto. He estado embarazada otras veces y ni siquiera se me ocurrió seguir adelante, pero ahora… A Billy le parecía que su amiga estaba confusa y ni siquiera trataba de poner en claro sus ideas. Que estaba decidida en la misma medida en que estaba atontada. —¿Y qué hay del padre? —preguntó Billy, en un intento por hacer razonar a Dolly. —¿Sunrise? Se casaría conmigo mañana mismo, pero no me seduce la idea de pasar la vida de rodeo en rodeo. ¿Y por qué tenían que actuar en Los Ángeles el 4 de julio? Después se lo diré. ¿Quién iba a pensar que por estar dos días sin tomar la píldora iba a ocurrir esto? —¿Y el dinero, Dolly? Se necesita dinero para tener un niño, pagar a la comadrona, comprar ropa… —Billy se interrumpió. Sabía que había otros gastos, pero no podía enumerarlos así, de pronto. La maternidad nunca le interesó.
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—Con lo que me paguen aquí podré pasar un año o año y medio. Luego, ya veremos. Si no encuentro trabajo, siempre puedo recurrir a Sunrise. Vamos, Billy, todo se arreglará; las cosas se arreglan siempre, cuando una las desea de verdad. —Hablaba despreocupadamente, serena, satisfecha y bastante desorientada. Billy miró a su amiga que apenas podía contener la alegría que le producía el embarazo. Dolly tenía un optimismo inconsciente que desarmaba. —¿Crees que yo podría ser…? El niño ha de tener una madrina, ¿no? —¡Oh, sí! ¡Sí! —Dolly la abrazó con un entusiasmo avasallador——. No querría a nadie que no fueras tú. Billy pensaba que por lo menos así podría asegurarse de que las cosas se hacían debidamente. Su ahijado no carecería de ciertas ventajas. Acudieron a su mente imágenes de bautizos en Boston. Tazas de plata y jerez añejo, obispos y pastas de té, pequeños cubiertos de plata. Tal vez un abono a un servicio de lavado de pañales fuera más práctico. ¿Una cuna, un ajuar, un cochecito? Para empezar, todo eso. después, ya vería. La filmación de Espejos terminó de acuerdo con el programa, el viernes, 23 de agosto y la wrap party se fijó para la noche siguiente. Vito y Fifi, exhaustos, pero eufóricos, explicaron a Billy lo que es una wrap party. Es una fiesta que tiene una doble finalidad: celebrar el fin del rodaje y dar a todo el mundo la oportunidad de emborracharse y enterrar las hachas que suelen blandirse en el curso de toda filmación, incluso de las más armoniosas, que no se dan con frecuencia. El equipo de Espejos alquiló las salas privadas del "Hotel Mendocino" y a las diez de la noche la fiesta estaba ya en su apogeo. El suculento buffet había sido devastado, reaprovisionado y vuelto a devastar. El bar permanecería abierto hasta que el último hombre o la última mujer decidiera irse a la cama. Una vez terminada la película, nadie tenía por qué acostarse temprano; sin embargo, dos personas se iban ya, en una actitud que proclamaba de modo inequívoco su propósito. —Vito —dijo Fifi, casi tartamudeando de indignación—, pero, ¿tú ves lo que veo yo? —Si es lo que tú ves a Sandra Simon y Hugh Kennedy juntos y camino de la cama, sí. —¡Se han reconciliado ESTA NOCHE? —Naturalmente. Cuando ya no nos hace falta. Si no me controlara, muchas veces llegaría a concebir una viva antipatía hacia las personas que se dedican al arte dramático. Pero, a Dios gracias, soy un hombre tolerante. —Ojalá se muera con la polla dura. —No —rectificó Vito—: ojalá tenga todas las eyaculaciones prematuras. 348
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—No debería poder levantarla nunca más. —No, Fifi; eso no es lo bastante sutil. Que la levante, y nadie lo note. —Perdón, Mr. Orsini —dijo el director del hotel—. En el vestíbulo hay un hombre que insiste en verle. Dice que es de los "Estudios Arvey Films". En el vestíbulo, vio a un desconocido vestido con traje y corbata que rápidamente se presentó y dijo que pertenecía al departamento jurídico de los estudios. Entregó a Vito una carta que éste abrió con un desagradable presentimiento. Una comunicación de los estudios no tenía por qué llegar por semejante conducto. Leyó la carta por encima: «De acuerdo con lo estipulado en el párrafo… contrato… relativo a la producción de la película titulada Espejos… por la presente se le notifica que, en el ejercicio de su derecho a hacerse cargo de la producción, por haberse excedido el productor de la suma convenida…» Vito miró al abogado, disimulando bajo un apacible aspecto su deseo de golpear, machacar, asesinar. De nada serviría discutir con aquel hombre. Vito estaba seguro de no haberse excedido en el presupuesto, pero los del departamento Comercial, con todas sus triquiñuelas, tardarían meses en comprobarlo y tal vez consiguieran demostrar lo contrario. De todos modos, para entonces ya sería tarde. —Ya —dijo Vito—. ¿Quiere una copa? —No, gracias. He venido a llevarme toda la cinta que tenga impresionada, hasta el último palmo. Lo lamento, pero estas son mis instrucciones. Y el negativo también, desde luego. Ahí fuera tengo una camioneta y un par de hombres para transportar los rollos. Al venir de San Francisco nos perdimos en la carretera y por eso hemos llegado a estas horas. —Qué mala suerte. Temo que ha perdido el tiempo. Tal vez consiga habitación para esta noche. —¿Perdido el tiempo? —No tengo ni un palmo de cinta, ni negativo, nada. A estas horas, ya estarán en los estudios. —Usted sabe perfectamente que no es así. —El abogado empezaba a enojarse. Vito se volvió hacia Fifi Hill y Svenberg que habían salido tras él. —Fifi, ¿tú has guardado la copia de trabajo? ¿Sabes dónde está el negativo? Arvey quiere hacerse cargo de la producción y este caballero ha venido a buscarlos. Fifi le miró con extrañeza. —¿Por qué iba yo a guardarlos? Puede que Svenberg sepa algo. ¿Per? El sueco movió negativamente su enjuta cabeza. —Yo sólo me ocupo de la cámara. No guardo películas debajo de la cama. —Lo siento —dijo Vito—. Probablemente, estará en tránsito. Ya aparecerá. Las películas no se pierden. 349
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El abogado miró a aquellos tres impávidos hombres. El lunes recibirían una orden judicial y Orsini tendría que entregar la película, pero hasta entonces, él nada podía hacer. Era algo que había aprendido trabajando en el departamento jurídico de los estudios. —Acepto esa copa. Y todavía no he cenado. ¿Queda algo de comer? Billy estaba rodeada de un grupo de encandilados caballeros cuando Vito apareció a su lado y le dijo al oído que tenían que marcharse. En un principio, ella pensó que aún era temprano, pero luego comprendió que, una vez terminada la película, Vito debía de estar ansioso por hacer el amor para celebrarlo. Ella se despidió cariñosamente de sus nuevos amigos y se fue. Vito la condujo hacia una puerta lateral por la que pudieron salir sin ser vistos, y tomándola del brazo, echó a correr hacia el coche. El júbilo de Billy duró poco: en el coche los esperaba Fifi. Durante el trayecto observaron un silencio que Billy, con muy buen acuerdo, prefirió no romper. En cuanto cerraron la puerta de la casa, Vito explicó a Billy, al igual que explicara semanas antes a Fifi y a Svenberg, cuáles eran las intenciones de Arvey. Billy tardó casi un minuto en comprender que la Cláusula de Destitución podía invocarse tanto si Vito se había excedido del presupuesto como si no. —No tengo tiempo para demostrarlo —dijo Vito ásperamente. —Pero, ¿qué pueden hacer ellos con la película? —preguntó Billy, desconcertada y angustiada—. Todo está filmado. La copia de trabajo está lista, toda la película está hecha. ¿Para qué la quieren ahora? —Si cae en sus manos, darán la copia a cualquiera de sus montadores para que haga con ella lo que le dé la gana y seguramente la asesinará. A nosotros no nos dejarán ni ver la chapuza. Nadie ha de impedirles que pongan la música más barata que puedan conseguir. Y conociendo a Arvey y su estado de ánimo, apuesto cualquier cosa a que la distribuirá sangrando por todos los poros. Pueden convertir esta película en un engendro, algo indigno de un director como Fifi y un fotógrafo como Svenberg. El montaje puede salvar o destruir una película. —¡Oh, Vito! ¡No puedo soportarlo! —Yo tampoco, amor mío. Por eso escondí la película en Fort Bragg bajo llave. El negativo fue retirado de los laboratorios de San Francisco y depositado a mi nombre. Tomé estas precauciones tan pronto como Maggie me avisó. —¿Y Arvey? —preguntó Fifi, que en todo momento estuvo informado de lo que hacía Vito—. No creo que se quede quieto. —Ese piojo hediondo no va a tener más remedio que aguantarse — dijo Vito hoscamente—. No pienso entregar la película hasta que esté terminada. —¿Piensas llevártela a Toronto? —preguntó Fifi. 350
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—No; trabajaremos en Hollywood. Tú sabes muy bien que nuestros técnicos son los mejores. Aunque tengamos que alquilar habitaciones en un hotel, se puede hacer. Y se ha hecho otras veces. Billy le interrumpió vivamente: —¡Habitaciones en un hotel! ¿Teniendo la casa? Vito, es perfecta: propiedad privada, todas las habitaciones del mundo y los guardas no dejarán entrar a desconocidos. ¡Oh, Vito, por favor, di que sí! ¡Por favor! —suplicó al verle titubear. —¿Guardas? ¿Qué guardas? —preguntó Vito. Billy se ruborizó ligeramente. No imaginó que él no se hubiera dado cuenta. —Desde que murió Ellis, tengo guardas armados las veinticuatro horas del día. Me daba miedo que alguien intentara… no sé, robarme las joyas o secuestrarme. Su presencia no se nota, a menos que sepas dónde están. Y luego tenemos la garita. Los dos hombres guardaban silencio, sorprendidos. Los jefes de la Mafia, las estrellas de rock, Sammy Davis Jr. Podían tener guardas. ¡Pero Billy! Una persona tan rica como Billy no tenía por qué dar importancia al asunto. Para Billy la presencia de los guardas era tan natural que no se acordaba de ellos más que de mes en mes. Y no eran un gasto grande. Algo así como los panties. Una vez al año, Billy compraba una gruesa en colores surtidos para estar siempre equipada. Simple precaución. —La casa no volverá a ser la misma —advirtió Vito. —Acepta, Vito, o lo hago yo por ti —dijo Fifi—. Supongo que tendrás un cuarto para invitados, ¿verdad, Billy, cariño? Me instalaré en vuestra casa. Si voy a trabajar dieciocho horas al día, por lo menos que sea con todas las comodidades. —Veinticuatro horas al día, Fifi —dijo Vito—. Y desde ahora mismo. Iremos en el remolque a Fort Bragg a recoger la película. No pienso dejar ni un recorte. Billy, mientras Fifi y yo cargamos, tú haz las maletas. Tendremos que transportar unas veinte cajas. Antes de una hora estaremos de vuelta. Si viajamos toda la noche, llegaremos a casa antes de que el abogado despierte. —Sí, cariño —dijo Billy con disimulada resignación. No le parecía el momento oportuno para proponerle hacer el amor. Para el viaje, como si dijéramos. Durante las semanas sucesivas, a Billy le sobraron pocos segundos para preguntarse si pensó realmente que montar una película en casa pudiera ser divertido. nada de la historia de su vida había podido prepararla para aquellos días y noches interminables de una actividad frenética, febril y obsesiva que regia su vida y la de todas las personas relacionadas con el montaje. La vasta y plácida mansión Tudor de Billy adquirió simultáneamente el aspecto de baño turco,
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sala de calderas, pensión, submarino en zafarrancho de combate, cafetería de lujo y elegante sanatorio psiquiátrico. Además de Fifi, se instalaron inmediatamente en la casa otras dos huéspedes: Brandy White, la montadora, una brillante profesional con la que Vito había trabajado con frecuencia y su amante y ayudante, Mary Webster. Las dos dijeron a sus amistades que se iban de vacaciones, lo cual no sorprendió a nadie en su círculo de lesbianas de gran talento, y se acomodaron en la más grande de las habitaciones para invitados. —Necesitaremos otra habitación para la script —dijo Vito durante el largo viaje por carretera desde Mendocino a Los Ángeles. —¿Qué hace la script? —preguntó Billy. —Toma nota de todo lo que dice la encargada de montaje, el director en este caso, Fifi y yo mientras vemos la película, y lo pasa a máquina para que al día siguiente tengamos una pauta de trabajo; también toma recados, contesta al teléfono y atiende una serie de cosas. —Yo lo haré —dijo Billy. —Mira, encanto, sé que estás deseando ayudar, pero no tienes idea de lo pesado que es ese trabajo. Antes de una semana te habrías vuelto loca. —Vito, yo soy la script. Si no estás satisfecho de mi trabajo, me sustituyes y prometo no enfadarme. Pero no quiero estar mano sobre mano mientras vosotros termináis la película. Yo también tengo interés en el éxito de esta película. Soy La Esposa del Productor, ¿recuerdas? Y la script. Es un campo en el que puedes utilizar una habilidad que yo poseo. —Bastante haces con dejarnos la casa. —Vito, una cosa es que yo te ofrezca algo que yo tengo gracias a un dinero que heredé y otra muy distinta que contribuya con mis aptitudes, mi tiempo y mi energía. ¿No lo entiendes? A regañadientes, Vito accedió, convencido de que Billy no resistiría mucho tiempo el calor, la oscuridad y la tensión de una sala de montaje, pero en menos de un día ella recobró todas las técnicas tan eficazmente enseñadas en el "Katie Gibbs", y su afán de producir la mantuvo atenta y entregada al trabajo. A medida que transcurrían los días, Billy fue aprendiendo el léxico del cine, al igual que años atrás aprendiera el francés. Poco a poco, iba entendiendo lo que se hacía con la película de Mendocino "en bruto". Empezó a comprender qué era indispensable la mano del artista para montar incluso las escenas más bellamente fotografiadas y mejor interpretadas, a apreciar que la elección de un primer plano en lugar de una media distancia podía cambiar por completo el tono de una escena, a advertir por qué a veces había que desechar unas imágenes exquisitas a fin de mantener un ritmo o un matiz determinados. La biblioteca, dotada de un equipo de alquiler, se convirtió en la sala de montaje. El más grande de los dos salones de la casa se trocó en 352
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la sala de proyecciones. Mick Silverstein componía la música de fondo en el gran "Steinway" de cola que había sido trasladado a la sala de juego. Los encargados de los efectos especiales iban trabajando en los distintos rollos a medida que éstos salían de la sala de montaje. Habían sido instalados en un apartado rincón de la casa, pero hacían tanto ruido que tuvieron que trasladarse al garaje. El comedor se utilizaba constantemente ya que era imposible saber de antemano cuándo podría comer cada cual. Fifi, Vito, Billy, Brandy y Mary se desayunaban a las siete y, desde las once de la mañana hasta las doce de la noche, tenía que haber comida preparada. Los conocimientos de Billy en materia de ciencias domesticas se limitaban a dos artículos: cómo limpiar manchas de sangre con agua fría y cómo conservar a la servidumbre. El primero lo debía a la tía Cornelia que se lo impartió cuando Billy llegó a la pubertad y el segundo, a Ellis. «Contrata sólo a los mejores profesionales —le dijo —, trátalos con la mayor consideración, págales por lo menos un veinte por ciento más de la tarifa y… confía en la suerte.» Tanto el chef como el mayordomo llevaban varios años a su servicio, pero al cabo de diez días de mantener un buffet permanente con platos fríos y calientes, el chef, acostumbrado como estaba a ser tratado con mimo, se despidió, renegando de las excentricidades y falta de consideración de los señores. El mayordomo, por el contrario, era de fibra más resistente. Contrató a dos mujeres para que ayudaran en la cocina y llamó a dos cocineros que habían servido con él en el Cuerpo de Intendencia durante la Segunda Guerra Mundial, para que guisaran. Las tres doncellas mantenían la casa lo más limpia posible, aunque estaban horrorizadas por la cantidad de desperdicios que misteriosamente se producían, los montones de colillas, las manchas en las paredes, los agujeros que las máquinas hacían en las antiguas alfombras persas y por el aspecto de la alfombra del comedor que, a pesar de sus desvelos, parecía haber sufrido el paso de un ejército que fuera dejando un rastro de excremento de buey. Josh Hillman era uno más del equipo y su misión consistía en oponer a las demandas judiciales que los estudios hacían a Vito sistemáticamente un valladar de recursos legales. En una de sus visitas a Billy, cuando los severos guardas le abrían la puerta, advirtió la presencia de tres hombres apostados ante la verja esperando pacientemente a que Vito saliera del recinto para entregarle citaciones del juzgado. —A ese Arvey le falta imaginación —dijo Josh a Billy—. Podría alquilar un helicóptero, aterrizar con sus tropas en el césped y tomar la casa por asalto. Billy se echó a reír con un gesto de cansancio. —Tal vez lo intente. Está tan furioso que cualquiera sabe de lo que puede ser capaz. Hillman apenas reconoció a Billy con su ropa de trabajo: un chándal con bolsas en las posaderas, zapatillas de tenis y una descuidada 353
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coleta en la nuca. De no ser por los grandes brillantes que seguía luciendo en las orejas, hubiera podido tomarla por... no estaba seguro, pero Billy Ikehorn había desaparecido para dejar paso a una mujer un tanto desaliñada, pero eficaz. Era algo así como un peón de pico y pala, pero con brillantes, pensó. El disparatado ritmo de trabajo de los profesionales era absolutamente normal para ella y una jornada de ocho horas le hubiera parecido una ridiculez. La tónica era una crisis apenas contenida, pero permanente y la idea de tomarse un respiro, una aberración. —Los estoy conteniendo a duras penas —explicó a Billy—. ¿Cómo están las cosas aquí? ¿Cuánto tiempo vais a necesitar todavía? —El final está ya a la vista —suspiró ella—. Todos los días mandamos la cinta al laboratorio para que saquen copias, introduzcan efectos ópticos, pongan títulos y otras cosas que no acabo de entender. —¿Cómo conseguís pasar por delante de esos esbirros que están en la verja? —preguntó Josh con curiosidad. Él únicamente se ocupaba del papeleo y no de la película, causa de todo el jaleo. —Utilizamos camionetas de reparto con rótulos falsos. Un día son de "Ferreterías Pioneer", otro de "Jurgensen's", mañana toca "Talleres Rooter"… —Billy estaba orgullosa de la estratagema ideada por ella. —¿Cuántas semanas necesitaréis para terminar? —Unas dos semanas. Anoche llamó a Fifi su agente para decirle que Arvey está intrigando para que lo pongan en la lista negra y le expulsen del Gremio de Directores por ruptura de contrato y complicidad en un robo. El agente teme que Fifi pierda su carnet de director. —¿Y qué contestó Fifi? —preguntó Josh, alarmado. —Le dijo que mandara a Arvey a hacer puñetas, que no necesitaba para nada a los estudios, que los miembros del Gremio eran amigos suyos y que Arvey no conseguiría nada de ellos. —Ojalá no se equivoque —dijo Josh lúgubremente. Al día siguiente, el agente de Fifi volvió a llamar, más nervioso que la vez anterior. —Escúchame, Robin Hood —dijo con voz áspera—, lo mejor que puedes hacer es largarte de los bosques de Sherwood. Hoy me han llamado de la "Metro" y de la "Paramount". Iban a darte tus dos próximos encargos, por si lo has olvidado. Arvey ha estado contándoles pestes de ti y están pensando en volverse atrás. Recuerda que aún no hay nada firmado. Todos los jefazos de los estudios se apoyan mutuamente, ¿comprendes? ¿Quieres suicidarte? Te hablo en serio, Fifi, te estás jugando la carrera y el Gremio nada puede hacer para ayudarte. Si sigues adelante con Espejos, te veo otra vez haciendo comerciales. Legalmente, ea película no es tuya, aunque a ti te parezca lo contrario. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, el sitio de Fifi estaba vacío y debajo de la puerta de la habitación de Vito y Billy había una carta en la que se combinaban el sincero pesar y el sentido práctico. 354
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—No puedo reprochárselo —dijo Vito gravemente—. Ha hecho más de lo que yo tenía derecho a esperar. Pero si hubiéramos podido tenerle con nosotros otras dos semanas… —Yo tengo unas treinta páginas de notas sobre los últimos rollos — dijo Billy. —¿Cuántas has dicho? —Treinta o quizás más. Fifi pasaba mucho tiempo mirando la película una y otra vez y otra y otra y cuando decía algo yo lo anotaba. Pensé que luego quizá se le olvidara. Hay muchas repeticiones, en algunas cosas cambió de opinión dos o tres veces, pero está todo aquí. Ahora mismo lo paso a máquina. —Primeramente —gritó Vito transformado—, vas a tomar un buen desayuno. Una muchacha que trabaja necesita todas sus energías. Yo terminaré el montaje. Brandy, Mary y yo… con las notas de Fifi. ¡Jesús, cómo te quiero, Billy! —¿Puedo decir ahora «ya te lo advertí»? —Desde luego. Durante el desayuno, Vito contó a Brandy y a Mary lo sucedido y les advirtió que a ellas podría ocurrirles otro tanto. —Yo soy lo bastante macho para plantarle cara a Curt Arvey —dijo Brandy, hablando despacio—. Además, Vito, tú no sabes manejar la moviola y que me ahorquen si voy a consentir que empieces a enredar. Tardé seis años en obtener mi título de montadora y no pienso revelarte mis secretos. No te apures, que nosotras no abandonaremos el barco. Seguiremos hasta el fin. ¿De acuerdo, Mary? —De acuerdo, Brandy —dijo Mary, repitiendo la frase que había pronunciado cientos de veces al día desde que empezó el trabajo. La etapa final de la producción de Espejos era el "mezclado" que se realizó en cinco sesiones de toda la noche en unos estudios de mezclado independientes que tenían por norma no hacer preguntas, ni siquiera a los productores de las más crudas películas porno, mientras pagaran puntualmente. De todos modos, por precaución, se dijo a los técnicos de mezclado que la película se titulaba La historia de Mendocino. Durante el proceso de mezclado se unían las bandas de música, voces y efectos especiales y la banda resultante, combinada con las imágenes, se fundía en una cinta llamada "primera copia". —Tú me enseñas una primera copia y yo te enseñaré lo que es una película —dijo Vito, señalando con expresión de fatiga y alegría los seis rollos dobles de película que llenaban dos grandes estuches metálicos. Billy, entumecida por el cansancio, pensó que, por lo menos el matrimonio le habría servido para enriquecer su vocabulario. Aquellos dos estuches contenían el resultado de meses de trabajo prácticamente ininterrumpido, la colaboración de cientos de personas, la dedicación plena de un pequeño grupo, una inversión de casi dos 355
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millones de dólares y un número incalculable de pequeños milagros. Mal tiempo, enfermedades de actores, accidentes en los laboratorios y centenares de obstáculos que pueden surgir durante el rodaje de una película y que no se habían presentado. Las inevitables crisis, grandes y pequeñas, habían sido vencidas por la inquebrantable decisión de Vito de hacer aquella película y hacerla deprisa. La suerte y Billy estuvieron de su lado. Vito tuvo por fin su primera copia a mediados de noviembre. Curt Avery se encontraba en Nueva York. Sus dificultades con Vito eran un simple fastidio comparadas con el enorme desastre con que se enfrentaban los estudios a causa de una superproducción musical con un reparto de grandes estrellas que estaban rodando, inspirada en la novela de Dickens Los papeles del club Pickwick, una película con un presupuesto de quince millones que debía estrenarse antes de Navidad. Pickwick, que había de terminarse meses atrás, llevaba un mes de retraso y andaba de mal en peor. El presupuesto se había rebasado ya en tres millones de dólares y el Consejo de Administración había llamado a Arvey a Nueva York para pedirle explicaciones. Para el estreno de Pickwick se habían contratado doscientas salas cuidadosamente seleccionadas y era evidente que ni en las circunstancias más favorables podrían cumplirse los plazos. Vito llamó por teléfono a Oliver Sloan, jefe de Ventas de los "Estudios Arvey Film". —Oliver, podéis ver la primera copia de Espejos cuando queráis —dijo con naturalidad. —¡Jo…! ¡Pero eso es…! —Sloan reprimió sus improcedentes muestras de asombro por la increíble rapidez con que la película había sido terminada—. No puedo concretar ahora, Vito. —Llámame cuando quieras —respondió Vito, que sabía que Sloan tendría que consultar con Arvey antes de decir más. Oliver Sloan, no sin grandes dificultades, consiguió ponerse en comunicación con su jefe, en la suite de su hotel de Manhattan. Tras una breve conversación, colgó el teléfono y suspiró mirando a su ayudante: —Dice Arvey que en cuanto Orsini cruce el umbral de la puerta quemamos la copia y a él lo metamos en la cárcel. —¿Qué piensas hacer? —Antes de quemarla, tendremos que verla. Mr. Arvey no estaba de muy buen humor. Sloan llamó entonces a Vito y dispuso la proyección para el día siguiente con la sombría expresión del forense que se dispone a practicar su autopsia número diez mil. A las dos de la tarde, en la sala de proyecciones se habían congregado los mandos superiores de los departamentos de Ventas, Propaganda y Promoción de los estudios, unas dieciséis personas en total. Cuatro de ellos estaban acompañados de sus secretarias que, en virtud de su veteranía y por tradición, se dignaban a asistir a 356
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muchas proyecciones de nuevas películas. Dado que en el reparto de Espejos no figuraban grandes estrellas, la película en sí no les interesaba mucho, pero todas querían ser las primeras de toda la clase secretarial de los estudios en averiguar qué había hecho el marido de Billy Ikehorn. Los dieciséis hombres, según su costumbre, no tuvieron reacciones audibles durante la proyección, aparte algunas toses y el chasquido de los encendedores. Cuando terminó la película, las cuatro secretarias salieron discretamente por una puerta lateral y los hombres permanecieron sentados durante un minuto en el tradicional e impenetrable silencio que esta vez, sin embargo, parecía más profundo que de costumbre. Todos esperaban la reacción de Oliver Sloan. —Muchas gracias, Vito —dijo éste al fin—. Ya te llamaré. —Y salió de la sala. Los otros lo siguieron, hablando del trabajo a media voz. Unos pasaban junto a Orsini sin mirarlo y otros le saludaban con leves movimientos de cabeza. Vito esperó a que todos hubieran salido y rápidamente cruzó el vestíbulo en dirección a los lavabos de los jefes. Entró en una cabina, procurando no hacer ruido, y esperó. La primera voz que oyó era la de Oliver Sloan. —¡Jo…! Es la primera vez que evacúo en cuatro días. Este trabajo es cada vez más duro. —¡Y tú te quejas! Yo llevo una semana con diarrea. —Jo, Jim, a Arvey le dará un infarto, pero esta película va a salvarle el pescuezo. Podemos enviarla a todas las salas que habíamos contratado para Pickwick. El cabrito de Orsini… ¡Qué fantástica película! ¡Bonita de verdad! Jodidamente bonita. —Sí, va a funcionar, Olí, va a funcionar. ¿Cuántas copias pedimos? —Doscientas setenta y cinco, para cubrirnos. ¡Jodido Orsini! —¿Por qué se fueron tan aprisa las chicas? —Estarían violentas. Se habían quedado sin "Kleenex" y echaban lágrimas por todas partes. —Las secretarias son muy emotivas. —Sí. Jo… un final feliz siempre cuaja. Las mujeres no saben controlarse. Creí que Gracie iba a ponerse a llorar a gritos. Tuve que darle un buen pellizco. Quién entiende a las mujeres. Gracie se zampa un plato de caracoles en el almuerzo y luego se pone sentimental. Vito había oído lo suficiente. Sonriendo como un César triunfante, salió de la cabina y se detuvo en la puerta de los lavabos, mirando los cuatro pares de relucientes zapatos que asomaban bajo las puertas de las cabinas. —Celebro que les haya gustado la película, caballeros. Que ustedes lo caguen bien. Yo invito.
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Valentine estaba tumbada en su mullido sofá, gozando voluptuosamente del deleite del descanso, después de un día de tremendo ajetreo en "Scruples". La brisa de noviembre entraba por el balcón de la terraza y ella sabía que, si permanecía allí, dentro de poco vería asomar la luna. ¡Qué día! Aquella noche no iba a dar a Josh nada más exótico que una pizza y ni siquiera tenía fuerzas para pedirla por teléfono. Había tenido las últimas pruebas de la boda de Portland, Oregón: la novia, las damas de honor, las madres de él y de ella y todo el ajuar. Valentine se preguntaba cuándo llevaría la muchacha aquellos conjuntos en Portland. Tenía la vaga idea de que Portland era una cuando eminentemente industrial, situada hacia el Norte, pero, por otra parte, un ajuar de cuarenta mil dólares denotaba fiesta de gala en perspectiva. Por fin había terminado los diseños para el crucero de invierno de Mrs. Byron. Sí, a los ochenta y dos años, la señora Byron se consideraba todavía una mujer fatal de los mares, Valentine, por lo menos, se había asegurado de que no iría luciendo las arrugas del escote y los brazos. Además, todas sus clientes más pesadas habían elegido aquel día para encargar sus trajes de Nochebuena y Fin de Año. Sus clientes favoritas los encargaron ya en agosto, con toda sensatez. Valentine distendió las delicadas aletas de su nariz al pensar que pudiera haber personas que tuvieran tan poca noción de lo que era la alta costura como para pensar que un modelo se podía hacer en seis semanas, pero ella estaba segura de poder entregarlos. Valentine se preciaba de su capacidad creadora y de la eficacia de sus talleres. En cuestión de segundos, podía pasar de conjurar las posibilidades de encaje negro para una dama otoñal a crear un traje de dama de honor de línea tan pura que cualquier muchacha podría llevarlo con orgullo dentro de cinco años. Ella gozaba cuando se le planteaba un desafío. El diseño del prêt-à-Porter era tan limitado, comparado con lo que hacía en "Scruples"… Además, no había nadie que le dijera lo que tenía que hacer. Billy se había esfumado y no daba más señales de vida que alguna que otra llamada telefónica, sólo para saludar. Valentine sabía que en casa de los Orsini pasaba algo misterioso, pues Josh se lo había contado vagamente, pero era muy raro que Billy no hubiera encargado vestidos en varios meses, ni uno desde agosto. Y ahora que recordaba, tampoco se había probado los conjuntos de otoño. No había comprado nada más que pantalones vaqueros. ¡Billy, vaqueros! No armonizaban, pensó, mientras se quedaba dormida. El zumbido del teléfono la despertó una hora después. No había querido avisar al conserje para que dejara subir a Josh sin hacerse anunciar por teléfono. No le gustaba pensar que él pudiera entrar de improviso. Él tenía una llave, y eso era suficiente. Josh se sintió dolido, ofendido incluso, pero Valentine deseaba mantener su intimidad.
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Aquella noche, aún medio atontada de sueño, lo encontró diferente. Josh parecía hacer esfuerzos por reprimir cierta agitación interior. Estaba tan bien peinado como siempre, y su traje de cuatrocientos cincuenta dólares, impecable; pero sus ojos, aquellos ojos grises de mirada seria estaban cargados de una emoción que ella no acertaba a definir. Lo miró atentamente. Hasta el nudo de la corbata era perfecto. Sin embargo, daba la impresión de haber llegado hasta su puerta arrastrado por un huracán. —Josh, estoy tan cansada que no puedo ni llamar por teléfono. ¿Querrías pedir una pizza? ¿Te parece que habrá bastante con una grande o quieres que suban una grande y otra pequeña? Él, como si no la hubiese oído, se arrodilló al lado del sofá, en el que ella seguía tendida, desperezándose y bostezando. Aquellos sueñecitos la dejaban tan alelada como un vuelo sobre el Atlántico. Josh la besó en la garganta, en la delicada piel del interior del codo y en los párpados y los labios, hasta que estuvo bien despierta. —Esta noche, nada de pizzas, amor mío. Ponte tu vestido favorito, que cenamos fuera. He reservado una mesa para las nueve en "The Bistro". —¡Josh! —"The Bistro" era, de todos los lugares de Los Ángeles, aquel en el que más fácil sería encontrar a los amigos de Josh y Joanne Hillman. Ellos, juntamente con otras personas de su medio, habían financiado el restaurante, uno de los más elegantes de la ciudad. Cenar en "The Bistro" con una mujer que no fuera su esposa era, sin duda, la mayor locura que podía cometer un hombre prudente. —Es una sorpresa —dijo Josh atropelladamente. La miraba fijamente a los ojos, sosteniéndole fuertemente la cabeza con las manos—. No me refiero a cenar en "The Bistro", sino a que de ahora en adelante podremos ir a donde queramos. He pedido el divorcio. —En su voz vibraba una nota de alegría juvenil y hasta de reto. —¿El divorcio? —Valentine se incorporó bruscamente haciéndole perder el equilibrio. —Sí. La sentencia no será definitiva hasta dentro de seis meses, de modo que hasta entonces no podremos casarnos, pero el proceso ya está en marcha… —Valentine nunca lo sabría, pero no había sido fácil. De todos modos, lo había conseguido, tal como él esperaba, pues ya no existe medio alguno, por lo menos en California, por el que una mujer pueda impedir que un hombre consiga el divorcio si él está firmemente decidido a divorciarse cueste lo que cueste, aunque no ocurre así a la inversa. Valentine se levantó de un salto y le habló con un furor del que él no la creía capaz. —¿Lo decidiste todo sin consultar conmigo? —estaba acusadora, blanca y desencajada de ira. —Pero amor mío, si tú ya lo sabías. Cuando hablamos en el avión te dije que lo deseaba. ¿Crees que no hablaba en serio? 359
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—¿Y tú? ¿Crees que yo no hablaba en serio? —No sé qué quieres decir. —Te di una respuesta inequívoca, un indefinido quizá. ¡Y con eso tú vas y te divorcias! —farfullaba de indignación, mesándose los rizos como si quisiera arrancárselos. —Mi vida, cuando una mujer le dice eso a un hombre él, naturalmente, deduce que es que sí. Está implícito, ¿no? Queda sobreentendido, aunque no se especifique. —¡Maldita sea! ¿Cómo te atreves a explicarme a mí lo que yo quise decir? ¿Cómo te atreves a hacerme creer que, por no haberte dado un no rotundo NO te dije que sí? ¿Por quién me tomas? ¿Por una coqueta imbécil que se escuda en frases ambiguas? ¿Que no quiere comprometerse pero sonríe complacida cuando un hombre le presenta un hecho consumado? Vives en otra época, amigo mío. —Le miraba con los ojos brillantes, insultada en lo más vivo. Josh estaba anonadado. Estaba tan acostumbrado a disponer las cosas según su voluntad que había subestimado a Valentine. ¡Dios, la había subestimado desde el primer día! Se volvió bruscamente de espaldas a ella, manoseando maquinalmente la cenefa de una lámpara de sobremesa. Al fin, habló con una voz tan alterada que ella le escuchó aun sin querer. —No soporto que te enfades conmigo. Me parece que contigo nunca acierto. Si no te lo dije antes es porque no quería que te sintieras responsable de mi divorcio, no porque te diera por segura. —Se volvió a mirarla y Valentine vio que tenía lágrimas en los ojos—. Estoy tan enamorado de ti, Valentine, que no sé lo que hago. Tú también me quieres, ¿verdad? Valentine asintió, compungida. Debía de quererlo; si no, ¿por qué llevaban tanto tiempo juntos? Y lo hecho, hecho estaba. Pero si cuando Josh le pidió que se casara con él, le hubiera dicho claramente que no, aquello no hubiera ocurrido. En parte la culpa era de ella, por haber dejado que la convenciera con su hábil insistencia. Se sentía tan culpable como el niño que, por jugar con cerillas, prende fuego a una casa, una casa llena de gente que no puede salir. Sentía tres emociones pugnando en su interior: amor, remordimiento y, la más reveladora, una incipiente pero profunda indignación. —Vete, Josh. Tengo que pensar. Y eso de ir a "The Bistro" contigo, ¡ni soñarlo! ¡Qué ocurrencia! ¡Toda esa gente, enterada de tu divorcio y que ahora te vean conmigo! —Es la peor idea que he tenido en mi vida, Valentine, debo de estar volviéndome loco. Por favor, ¿me dejas que pida las pizzas? No pienso presionarte nunca más. Lo juro. Valentine accedió a pesar suyo. De pronto, sentía un hambre atroz. Su estómago estuviera lleno de amor, remordimiento o indignación, seguía funcionando con una precisión muy francesa. —Quiero que en las pizzas pongan de todo. Diles que si vuelven a olvidarse del pimiento no pagas. 360
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Durante la primera semana de diciembre, Espejos se estrenó en las doscientas cincuenta salas de primer orden reservadas para Pickwick que todavía no se había terminado y estaba costando casi tres millones más de lo presupuestado. Desde luego, Arvey no puso la película en todas aquellas salas de muy buen grado, pero ante la perspectiva de quedarse con la media vacía en Navidad, no tuvo más remedio. Mientras otros estudios lanzaban sus grandes superproducciones, él tenía que conformarse con una historia de amor de poca monta y sin intérpretes famosos a la que no se había hecho una gran campaña publicitaria. Llamó a su fiel radiólogo y le pidió hora para otra serie de radiografías; llevaba varios años con un amago de úlcera y últimamente aquel ardor que sentía cada vez que tragaba un bocado de comida ya no se aliviaba con polvitos. Las críticas de los periódicos no hicieron nada a favor de su aparato digestivo. Todo el mundo sabe que no hay que fiarse de las críticas para calcular si una película va a ser un éxito de taquilla. El público de cine acostumbra a ir a ver las películas que no gustan a los críticos y a volver la espalda a las que les encandilan. Arvey, al igual que todo Hollywood, consideraba que los críticos estaban desfasados, que nada tenían que ver con el norteamericano medio, que eran demasiado intelectuales y pedantes. ¿Y qué, que el New York Times dijera que era "una maravilla, la culminación de un género, un acto de belleza, una obra maestra"? ¿Quién sabía lo que era "la culminación de un género" en el Medio Oeste? El Los Ángeles Times dijo que Fiorio Hill y Per Svenberg habían escrito "un nuevo capítulo de la historia del cine". Gran cosa. La historia del cine estaba llena de capítulos. Newsweek decía: "El cine nunca había proporcionado una emoción visual tan asombrosa ni tan inquietante". ¿Acaso la gente hace cola para ver una "emoción inquietante"? A saber lo que eso querría decir. Arvey no empezó a prestar atención hasta que leyó las únicas críticas que a él le importaban: las reseñas de Variety, Daily Variety y Hollywood Reporter. "Desde Love story no había conocido…" Esta crítica sí podía dar dinero. "Desde Rocky…" Ojalá tenga razón. "Desde Un hombre y una mujer…" Que Dios le oiga. Pero la primera semana fue floja. Los jefes de los departamentos de Ventas y Propaganda convencieron a Arvey de que debía gastar más en publicidad, especialmente en televisión. Los dos sabían que sus secretarias habían ido a ver otra vez la película, para llorar a sus anchas, libres de la tiranía masculina que imperaba en la sala de proyecciones de los estudios. A pesar de las frases hechas que pudieran decir acerca de la emotividad femenina, ellos sabían que aquellas chicas estaban curtidas y que no lloraban ni aunque les clavaran cañas de bambú entre las uñas. Y que pagaran para ver una película era un augurio tan seguro como los del Oráculo de Delfos.
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La película corriente suele dar la mayor recaudación durante la primera semana de proyección. En su segunda semana, Espejos duplicó los ingresos y, a la tercera, cuando los estudiantes empezaron las vacaciones de Navidad y llenaron los cines, casi los triplicó. De la película que mantiene durante un cierto periodo de tiempo los ingresos de la primera semana se dice que tiene "piernas". Por los síntomas, Espejos parecía tenerlas más fuertes que un marathoniano. ¿Cuál era la causa? ¿Que corría la voz? ¿Que las críticas, a pesar de todo, surtían efecto? ¿Que era época de vacaciones? Nadie lo sabía a ciencia cierta —eso nunca se sabe—, pero Espejos se había "dormido" en la cartelera. Los estudios asignaron más dinero a publicidad y los relaciones públicas empezaron a moverse. Los periodistas disfrutan descubriendo películas por sí mismos, películas que no les hayan sido restregadas por la cara por los de relaciones públicas tres semanas antes del estreno. Cada reportero que entrevistaba a Sandra Simon o a Hugh Kennedy tenía la impresión de estar descubriendo nuevos territorios. Entrevistaban a Fifi Hill y entrevistaban a Per Svenberg que, desde luego, era ya un personaje en su medio, pero un personaje al que sólo conocían apenas mil personas. Ahora millones oían hablar de él y él se solazaba en la tan esperada fama. Nadie se preocupó de entrevistar a Vito Orsini, que no era más que el productor. En Navidad, Espejos ocupaba el primer lugar de la lista semanal de éxitos de taquilla publicada por Variety, y Vito consideró que había llegado el momento de romper el silencio que se mantenía entre Arvey y él. Todas las noches iba con Billy en el coche hasta Westwood para recrearse mirando las largas colas de pacientes y simpáticas personas que esperaban a la puerta del cine en el que se proyectaba Espejos. Ambos habían tenido tiempo de reajustarse a la vida normal, la casa de Billy había recobrado casi por completo su habitual tranquilidad y ahora Vito quería poner en orden sus propios asuntos. El ambiente en el despacho de Arvey no podía ser más frío. Arvey, que no había podido incautarse de la película antes del montaje, se aferraba ahora a ella con un afán mucho mayor del que hubiera demostrado normalmente. Espejos era ahora su película, al igual que durante el rodaje fuera la película de Fifi Hill. ¿Acaso no dio él a Vito la oportunidad de hacerla? ¿Y no la había estrenado antes de Navidad? Visión es lo que ha de tener el presidente de unos grandes estudios. Visión y arrojo. —Vito, la próxima semana voy a proyectar Espejos en mil quinientas salas —anunció Curt Arvey imperiosamente. —¡Qué! —Admítelo, Vito, es una chiripa. Los que llenan los cines son los críos. Cuando, dentro de diez días, vuelvan a la escuela, la película morirá. —Arvey contempló con satisfacción la cara de Vito—. Quiero sacarle el jugo ahora. Toma el dinero y echa a correr. No me digas que no lo habías oído antes. 362
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—Curt, no puedes hacer eso. —Vito se levantó de un salto, hablando con lógica—. Esta película no ha hecho más que empezar. Después de las vacaciones, los padres de esos críos irán a verla, e irán a verla las parejas de recién casados, todo el mundo irá a verla. Si ahora desbaratas el plan de distribución, si la proyectas en salas de segunda, disiparás toda la curiosidad que lleva a la gente a verla. —El gesto de Arvey se endureció—. En una semana el público estará saturado y la recaudación no llegará ni a la mitad de lo que conseguirías si la dejaras aumentar progresiva y naturalmente. He hablado con los chicos que hacen cola a la puerta del cine. Algunos han ido a verla dos y tres veces. Curt, esas colas son la mejor propaganda. Ponla en mil quinientos cines y dentro de una semana se habrán terminado las colas. ¿Es que no lo ves? —Vito hablaba inclinado, apoyando las manos en la gran mesa de Arvey. No podía creer que aquel hombre fuera incapaz de comprender una lógica comercial tan elemental. Arvey miró a Vito con rencor. Espejos era suya, qué carajo, y podía hacer con ella lo que le diera la real gana. Y el cabrito de Vito Orsini no iba a decirle cómo tenía que llevar su negocio. Era agradable poder chinchar a Orsini, para variar. —Ésa es tu opinión —gruñó—; pero no estoy de acuerdo con ella. Y ahora yo soy el que manda. Lo que a mí me interesa es hacer dinero rápidamente, no esperar la gloria en el otro mundo. Eres un romántico, Vito. Además de un ladrón. Vito se movió rápidamente. Con un ademán feroz, inclinó su alta figura sobre la mesa de Arvey y oprimió en el intercomunicador el pulsador de "Ventas". —¿Oliver? Aquí Orsini. Estoy con Curt. Él tiene el propósito de ajustarse al calendario previsto en lugar de hacer una distribución masiva. ¿Qué opinas tú? Arvey, boquiabierto en su sillón giratorio, iba a gritar algo por el intercomunicador cuando Oliver contestó. —Que tiene toda la razón, Vito. Otra cosa sería un disparate que a la larga nos costaría millones. Vito soltó el pulsador y dirigió a la congestionada cara de Arvey una mirada tan amenazadora como la boca de un rifle. —¿Qué opinaría tu Consejo de Administración, Curt? ¿Puedes permitirte despreciar millones sólo para demostrar que eres el jefe? A propósito, , ¿cómo marcha Pickwick? Me he enterado de que tú reclamabas todo el mérito por la idea antes de que las cosas empezaran a torcerse. —¡Largo de aquí, sinvergüenza, canalla! Eres un… un… —demasiado furioso para la invectiva, Arvey oprimió el pulsador para llamar a la secretaria y vociferó—. ¡Llame a Seguridad! ¡Inmediatamente! —Cuidado, Curt. ¡La úlcera!
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Vito salió del despacho con paso elástico, como una gran pantera de bronce. Al pasar por delante de la asustada secretaria de Arvey, le envió un beso. —Tranquila, guapa. Desgraciadamente, vivirá. Aunque hay mujeres superorganizadas que, muy ufanas, aseguran que el primero de noviembre ya han terminado sus compras de Navidad, la mayoría de los comerciantes comprueban año tras año que el 10 de diciembre, ni un día antes, es el momento en que, como por arte de magia, empieza el ajetreo navideño. Y "Scruples" no fue una excepción. Aunque eran pocas las clientes que compraban vestidos, la Tienda del Pueblo y toda la planta baja estaba como un hormiguero bajo un ataque. Spider había pasado todo el día ejerciendo su beneficioso influjo y probándose jerseys a petición de esposas que no estaban seguras de la talla del marido. — «Es unos quince centímetros más bajo y pesará unos diez kilos más que usted, Spider. ¿No podría ponérselo un momentito, por favor?»—, y aconsejando a las indecisas: «¿Qué le regalaría usted a su suegra si la aborreciera pero tuviera que gastar por lo menos trescientos dólares?» ¿Un jarro de cristal lleno de caramelos ácidos y un cascanueces chapado de oro? «Spider, es usted un genio.» El 23 de diciembre, a la hora de cerrar, tanto él como Valentine sabían que lo peor había pasado ya. La víspera de Navidad era sábado y todos los vestidos de noche ya habían sido entregados. Al día siguiente, la venta de regalos sería escasa, sólo alguna que otra chuchería de última hora salvo, naturalmente, las compras de las personas avispadas que sabían que, después del 10 de diciembre, el mejor día para ir de tiendas es el 24 de diciembre. Éstas solían ser hombres de negocios con listas imponentes que se decidían en cuestión de segundos, el encanto de las vendedoras. Spider y Valentine estaban sentados frente a frente en su antiguo escritorio doble. Entre ellos hubiera tenido que haber un silencio amigable y relajante, como el de tantas otras veces, al empezar o terminar la jornada. Pero había tensión en el aire, como si se vigilaran mutuamente. Spider pensaba que Valentine parecía disgustada. Ella mantenía la cabeza erguida, como siempre, con su naricilla impertinente al aire, pero sus grandes ojos verdes habían perdido aquel brillo agresivo y centelleante. Spider la conocía bien. Valentine no era feliz. Desde su lado del escritorio, Valentine observaba a Spider Elliott. Parecía cansado. Más viejo, en un sentido que no podía deberse al mero paso del tiempo. Resultaba difícil asociar a aquel hombre de aspecto mundano, sofisticado y elegante con el muchacho rubio y despreocupado con camiseta de manga corta que le subía las botellas de vino, le preparaba bocadillos de queso fundido cuando ella estaba
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desesperada y pasaba horas escuchando sus discos de Edith Piaf en la buhardilla. —¿Estás simplemente molida, Valentine, o te ocurre algo? —preguntó suavemente. Al oír su voz, Valentine sintió un ignominioso y totalmente inesperado cosquilleo de lágrimas. Deseaba contar a alguien su situación con Josh Hillman, pero Elliott era la última persona con quien ella hablaría de aquello. Una razón misteriosa pero imperativa le impedía sincerarse con él. —Esas mujeres, Elliott… Siempre tan exigentes y difíciles. Aumentan cuatro kilos entre prueba y prueba y luego creen que es culpa mía. —Vamos, mujer, tú sabes muy bien que todas te quieren. Y, si alguna cambia de medidas, la pones verde sin pensarlo dos veces. ¡Si tú eres la causa de la mitad de las dietas que se siguen en la ciudad! Dime la verdad, ¿qué te pasa? ¿Te da tormento ese hombre misterioso? Ella se irguió en su asiento, alarmada y a la defensiva. Se le habían pasado las ganas de llorar. —¿De qué estás hablando? —Del hombre misterioso, el que te acapara de tal modo que ya no consigo verte a solas. ¡Si no te trata bien ese canalla, lo mato! — Elliott advirtió, asombrado, que estaba apretando los puños con rabia. Matar a aquel hijo de perra le parecía una idea excelente. El motivo no importaba. —No te pases, Elliott. Tienes una imaginación muy exaltada. — Valentine pasó al ataque. De pronto, se sentía tan furiosa como él—. ¿Te pregunto yo por qué te complaces en volver locas a todas esas mujeres? No me sorprende verte tan cansado. Me pregunto cómo te las arreglas para no hacerte un lío con tantas. Existe cierta magia en los números, Elliott. —Estaba indignada por lo injusto de la situación —. ¿Acaso no puedo yo tener un amante? —soltó de pronto—. ¿Tengo que darte explicaciones? —¡Pues claro que sí! —gritó él. El aire vibraba como si estuviera cargado de tensión. Ninguno de los dos podía creer que se hubieran enzarzado en una riña tan bruscamente. Se miraban atónitos. Luego, Spider dijo—: Debo de estar loco, Valentine. Desde luego, no tienes por qué contarme tus cosas. No sé por qué lo dije. Será porque nos conocemos desde hace tanto tiempo. —Eso no te da derecho… —No. Olvídalo, ¿quieres? —miró su reloj—. Se me hace tarde. Hasta mañana. Salió rápidamente, cerrando la puerta y Valentine se quedó inmóvil, asombrada, perpleja, estremecida por la intensidad de la emoción liberada en un momento. Elliott no tenía derecho a hablar así. Ella debía estar furiosa. Con menor motivo se había enfadado otras veces. Sin embargo, se sentía contenta. ¿Contenta? Sí, indudablemente. Ya
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tenía que ser mala persona… Así que él creía que ella tenía que rendirle cuentas. Sin darse cuenta, sonreía. A medida que pasaban las semanas y Espejos seguía proyectándose en los cines de estreno, Vito se reafirmaba en la seguridad de que el buen sentido comercial de Oliver Sloan, unido a la involuntaria corroboración del sensible sistema digestivo de Arvey habían prevalecido sobre la momentánea obcecación de éste. Sin embargo, la animadversión personal de Arvey contra Vito era más virulenta que nunca y él la hacía patente publicando los menos anuncios posibles en el Hollywood Reporter y el Daily Variety. En circunstancias normales, los estudios no hubieran dejado de restregar por la cara de sus competidores un éxito tan fenomenal como el de Espejos. Vito sabía, pues, que nada podía esperar de los estudios. Pero lo mejor era que ya no los necesitaba. Los únicos elementos que contaban para él eran dos, a saber: el resumen semanal de las recaudaciones que publicaba Variety en el que Espejos permanecía en cabeza y las listas anuales de las "Diez Mejores" películas proclamadas por la crítica de todo el país. Y hasta el momento Espejos aparecía en todas ellas. Vito decidió poner en práctica el plan que había ideado nada más ver la primera copia. Pocos días antes de Navidad, Billy fue en coche a Venice, una barriada costera de Los Ángeles, de un pintoresquismo de feria en la que todavía quedaban algunas casitas de aire bohemio que no habían sido sustituidas por bloques de apartamentos. Iba a hacer una visita a Dolly y comprobar por sí misma el curso de su embarazo que había entrado ya en el sexto mes. Cargada de regalos de Navidad, Billy subió a las dos habitaciones que Dolly ocupaba en una casa de tres plantas, de paredes de estuco rosa pálido con orlas violáceas, situada en una calle en la que todo el mundo parecía conocer a todo el mundo, en la que los vecinos tomaban el sol invernal en sus jardincitos, regaban las macetas o esquivaban a los chiquillos que patinaban en sus tablas rodantes. Hasta el momento, ninguna de las casas de la calle había sido vendida a las grandes constructoras y el casero de Dolly, capitán del Servicio de Bomberos de Los Ángeles, pagaba los impuestos cada vez más altos de su modesta pero cada vez más valiosa propiedad alquilando el último piso que la familia no utilizaba desde que los hijos se habían ido. Una mirada bastó a Billy para convencerse de que la gestación progresaba satisfactoriamente. Se quedó contemplando el radiante aspecto de su amiga, eufórica, oronda y sonrosada como una pastora, dotada de unas amplitudes del siglo XVIII aunque sin el talle de avispa, ni talle alguno.
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—Estás francamente apetitosa —dijo, inspeccionando a Dolly por uno y otro lado. —¿Qué quieres decir? —preguntó Dolly sonriendo con afectada modestia, encantada con su majestuoso vientre. —Es un piropo, mujer. —Para apetitoso, el almuerzo que te he preparado. Pollo relleno a la Milton Berle —anunció Dolly solemnemente. —¿Qué diantres…? —He estado a punto de hacer las delicias de queso a la Senador Jacob Javits o requesón a la Irving Wallace. Pero después recordé que no te gusta engordar, así que me decidí por algo menos rico en calorías. —¿Y de dónde has sacado todas esas… recetas? —preguntó Billy, riendo entre divertida y escéptica. Dolly le mostró un libro apaisado de tapas rosa y rojo. —Es el Libro de Cocina Kosher de los Famosos. Ayer hice la col rellena a la Barbara Walters. —Pero, ¿por qué? —Pensé que mientras estuviera sin trabajar podría hacer algo útil. ¿Recuerdas tu consejo de que me buscara un buen judío? ¿No crees que ser una gran cocinera kosher me facilitaría mucho las cosas? —Indudablemente —dijo Billy en tono categórico—. Pero, ¿crees que éste es el momento más oportuno? —Hay hombres que sienten debilidad por las embarazadas —contestó Dolly maliciosamente—. En especial si preparan una fabulosa marmita a la Neil Diamond. En realidad, creo que tendré que esperar a que nazca el niño, pero a veces cuando menos se piensa… El otro día fui otra vez a ver Espejos, es la undécima, y a la salida cincuenta personas me pidieron autógrafos y tres chicos me invitaron a cenar. —¿Y fuiste? —preguntó Billy en voz baja. —Claro que no. Eran unos tipos raros. Pero me invitaron. —¿Qué se siente al ver Espejos con público? —preguntó Billy con curiosidad. —¿Aún no lo sabes? ¡Billy, si las has visto muchas veces! —Sólo en la sala de montaje o en los estudios de mezclado, nunca entre gente desconocida que pagara entrada. —Eso es terrible. —Dolly estaba asombrada—. ¡Pero si el público es lo mejor de todo! ¿Recuerdas esa escena, después de que yo le digo a Sandra cuáles son los sentimientos de Hugh y ella lo encuentra en el acantilado…? —¿Que si la recuerdo? —gimió Billy—. A veces me parece que yo la escribí. —Pues ahí es donde todo el mundo empieza a llorar. Se siente crecer la emoción en todo el cine, se nota cómo responde el público. Incluso a mí se me saltan las lágrimas. —Por Dios, Dolly, si tú estabas presente cuando Fifi les hizo repetir la escena por sexta vez y Sandra no cesaba de quejarse de que tenía 367
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arena en los zapatos y Svenberg gritaba que pronto empezaría a anochecer… —Todo eso se me olvida —insistió Dolly tercamente—. En el cine, me resulta nuevo. ¿Quieres que vayamos a verla después del almuerzo? —¿No te importa verla por duodécima vez? —A lo mejor me convierto en uno de esos adictos como los de Sonrisas y lágrimas. Algunos la vieron hasta setenta y cinco veces, ¿recuerdas? Y eso, sin salir en la pantalla. No se lo digas a Vito, pero voy sobre todo a ver mi interpretación. No entiendo a esos actores que, al ser entrevistados, dicen que nunca van a ver sus películas. ¡A mí me encanta verme allá arriba! —las últimas palabras las dijo en un susurro, cruzando los brazos sobre el pecho jubilosamente, entre avergonzada y ufana—. Seguramente, me ocurre porque soy una novata. —Eres fantástica —dijo Billy—. Eres una actriz bonita y conmovedora. Te lo he dicho otras veces, pero no me haces caso. Dolly desvió la mirada ruborizándose. No podía aceptar un elogio por hacer algo que le resultaba tan natural. —Casi lo olvido —dijo—. Aquí está tu regalo de Navidad. —Entregó a Billy una olla de barro—. Pasta de hígado de pollo a la George Jessel, aunque no lo creas. —Pues no lo creo —dijo Billy. Vito quería que Espejos fuera designada candidata al Oscar a la Mejor Película. No se había atrevido más que a soñar con ello hasta que vio la primera copia, pero desde aquel momento no dejaba de pensar en ello. Espejos era la mejor de todas sus producciones. Había conseguido una película que era mucho más que la suma de sus partes, con todo y ser éstas excelentes. Tenía vida propia, palpitaba a todos los niveles, desde el de comedia al de poesía. Era una película de antología, estaba firmemente convencido, pero necesitaba que la reacción del público respaldara su convencimiento. Antes de que se publicaran las críticas, se conocieran los resultados de taquilla y, finalmente, antes de que la película apareciera en las listas de las "Diez Mejores" no podía hacer más que soñar. Pero ahora disponía de los requisitos necesarios para pasar a la acción. Espejos contaba con todas las credenciales, pero carecía de algo que normalmente se considera necesario para optar a un puesto entre las cinco nominaciones de la Academia: el apoyo de los estudios. "Arvey Film Studio" hubiera podido volcarse en una campaña publicitaria por todo lo alto, pero Vito no se hacía ilusiones. Curt Arvey no soltaría ni un céntimo para hacer propaganda de Espejos. Tal vez si Arvey hubiera podido pensar que aquella película de poca monta podía optar al Oscar hubiera tratado de conseguir la nominación, puesto que un Oscar supone un aumento de unos diez millones de dólares en las recaudaciones. Pero Arvey, al igual que Vito, sabía que durante el 368
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año anterior se habían producido bastantes películas caras y con grandes repartos, películas respaldadas por estudios potentes. Cualquiera de ella tenía méritos suficientes para llevarse el Oscar. Una simple nominación sólo representaría gloria para Vito y Arvey estaba dispuesto a mover todos los resortes necesarios para privarle de esa satisfacción, aun a costa de sacrificar la parte de prestigio que tal nominación le proporcionaría a él mismo. Por lo tanto, Vito tendría que actuar solo. Empezó por pasar revista al censo de esa institución llamada Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood, compuesta por unos tres mil trescientos profesionales. Únicamente estas personas están facultadas para decidir qué películas, qué intérpretes y qué técnicos entrarán en la votación; algo así como si en las elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos pudieran votar sólo los electores de Westport, Connecticut. Las nominaciones para optar al Oscar a la Mejor Película son las únicas decididas por el voto de todos los miembros de la Academia. Las nominaciones de las restantes categorías son votadas únicamente por los miembros de cada rama, es decir, únicamente intérpretes pueden designar a los mejores intérpretes, directores a los directores, etcétera. Sin embargo, en la votación final de cada categoría intervienen todos los miembros. Ello quería decir que, para obtener una nominación para optar al Oscar a la Mejor Película, Vito tenía que influir en todos y cada uno de los miembros de la Academia. Cuando unos estudios hacen campaña de promoción de una película para obtener una nominación, organizan sesiones de gala a sus propias expensas. Vito no podía hacerlo. Pero no había olvidado la reacción de las cuatro secretarias en la primera proyección de Espejos. Concentró su campaña en las esposas, madres, hermanas, hijas, primas y tías de los miembros masculinos de la Academia que son mayoría en todas sus ramas. Atender a las mujeres —se decía Vito— y ellas se encargarán de los hombres. Vito envió invitaciones a proyecciones de tarde a las mujeres que vivían en las zonas residenciales de Los Ángeles en las que habitan gran número de técnicos de sonido, de montaje y cámaras. Todos los días, desde Navidad hasta el día de la primera semana de febrero en que se llenan las papeletas de las nominaciones, hubo no menos de tres y a veces hasta once proyecciones de Espejos desde Culver City hasta Burbank y desde Santa Mónica hasta los lejanos confines del valle de San Fernando. A Vito no le importaba que los familiares de los miembros de la Academia invitaran a las amigas; él quería, simplemente, que vieran la película. Desde el punto de vista estratégico, la "Operación Sesión de Tarde", como la llamaba Billy, resultaba muy complicada. Vito tenía que buscar salas que estuvieran libres por la tarde, ajustar el arriendo con los dueños, alquilar las copias, organizar el transporte y localizar operadores. 369
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—¿Cómo van las cosas, cariño? —preguntó Billy mirando a Vito con gesto de preocupación. Durante el rodaje, a pesar del nerviosismo, nunca le vio tan tenso. Él se obstinaba, de un modo estúpido según ella, en no aceptar dinero de Billy para el proyecto. —Estoy estupendamente, salvo por un leve ronquido en el corazón, unos misteriosos pinchazos en la cabeza, un colon espástico y el cólico del riñón. Pero no me quejo; empiezo a oír un poco con un oído y ayer casi no me desmayé en todo el día. —¿Estás seguro de que merece la pena? —preguntó ella, sin dejarse engañar por sus tácticas de diversión. —Desde luego que no. En algunas sesiones no hay más que una docena de mujeres que quizá no sean más que vecinas curiosas. Otras veces, un centenar. Pero, si no lo hago yo, nadie lo hará. Y nunca me perdonaría no haberlo intentado. —¡Estoy segura de que Espejos obtendría la nominación por sus propios méritos! —dijo ella con vehemencia. —Ojalá fueras miembro de la Academia. Vito nunca supo cómo ni por qué Espejos fue una de las cinco películas que en la segunda semana de febrero de 1978 fueron proclamadas candidatas al Oscar. Tal vez el factor determinante fuera que los actores y actrices votaron por una película en la que se dio a tres intérpretes casi desconocidos la oportunidad de destacar; o tal vez fuera el año en que a Fifi le tocara conseguir una nominación; o que los más de trescientos escritores de la Academia votaron por una película basada en un excelente guión; o que el público estuviera deseando ver una historia de amor o llorar ante un final feliz, o tal vez fuera a causa de las sesiones de tarde. Resultaba imposible atribuirlo a tal o cuál causa, pero resultaba un tema de conversación tan ineludible como las conjeturas acerca de qué estamento influía de modo más decisivo en la elección del Presidente de los Estados Unidos. Pero, desde luego, no fue por chiripa. Espejos obtuvo otras tres nominaciones: Dolly Moon, candidata al premio a la Mejor Actriz Secundaria, Fiorio Hill, Mejor Director y Per Svenberg, Mejor Fotografía. —¡Gracias a Dios! —exclamó Billy—. Ahora podrás descansar. —¿Estás loca, mujer? Ahora hay que ir a conseguir el Oscar. Sólo de no haber recibido la nominación hubiera podido descansar. Curt Arvey pensaba que habría que hacer algo por Dolly Moon. Ahora que Espejos había sido seleccionada, sus sentimientos hacia Dolly, Fifi y Svenberg eran de lo más paternal. Si Espejos era su película, Dolly y los demás eran sus muchachos. Arvey había conseguido desterrar de su mente todo recuerdo de la intervención de Vito. Fifi y Svenberg eran unos profesionales famosos de méritos reconocidos y él nada podía hacer por incrementar su popularidad. Pero Curt Arvey se 370
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consideraba un forjador de estrellas. Y, además, era un acérrimo partidario de las mujeres de anca y teta. La pequeña Dolly Moon, tan graciosa y tan sexy ella, debía tener su propio agente de Prensa y así se lo dijo Curt al vicepresidente encargado de Promoción y Relaciones Públicas. Todas las figuras principales del departamento de Promoción estaban empeñadas en la operación de salvamento de Pickwick que debía estrenarse en Pascua y vivían constantemente asediadas por las pirañas de la Prensa que acuden jubilosamente a cebarse en la ensangrentada carcasa de toda superproducción que se encuentre haciendo aguas, noticia que en Hollywood hace correr casi tanta tinta como el suicidio de una gran estrella. Después de pasar revista a los escasos efectivos que le quedaban, el jefe de Promoción eligió a su empleado más joven, un tal Lester Weinstock. Y es que había que hacer algo por el joven Weinstock, que era hijo del presidente de la Compañía suministradora de todos los "carros de la miel", vulgarmente retretes, que se utilizan cuando se rueda en escenarios naturales. Al igual que un ejército, un equipo de filmación marcha movido por el estómago; pero, a diferencia del ejército, sus componentes exigen instalaciones sanitarias decentes. A pesar de que el joven Weinstock había obtenido excelentes calificaciones en el departamento de Cinematografía de la Universidad de California del Sur, de no haber sido hijo de Weinstock "el de la miel", no hubiera podido aspirar más que a un modesto empleo en la sección de Correspondencia. Pero Papa Weinstock era hombre muy influyente. El joven Lester Weinstock era una reliquia de otro tiempo, de otra civilización. Al ver su cara redonda, risueña, sus gafas, su rizada pelambrera, su sonrisa de felicidad, tenía uno la impresión de que aquel muchacho procedía de un pasado más inocente, que era, por ejemplo, uno de los Tres Mosqueteros, aunque estaba demasiado rollizo para ser un buen espadachín, o un Falstaff joven, antes de que engordara. Además de fornido era alto, tenía el pelo del color de un oso de peluche, unos ojos miopes como los de un perro cariñoso, tirando a marrón y unas facciones indefinidas pero agradables que nadie podía describir porque todo el mundo se fijaba en su sonrisa. Las mujeres reaccionaban ante Lester Weinstock de dos modos distintos: unas querían adoptarlo y otras, ser adoptadas por él, en calidad de hermanas. Lester, que poseía un alma romántica, deploraba esa familiaridad, pero, a los veinticinco años, todavía no había perdido la ilusión. La vida era hermosa. Lester recibió con gran alegría la misión de ser el encargado personal de las relaciones públicas de Dolly Moon hasta que se concedieran los Premios de la Academia. Su mayor ambición, como la de casi todos los que pasan por la Escuela de Cinematografía, era ser director, pero, entretanto, se sentía contento con el encargo. Era una suerte que le hubieran elegido para aquel trabajo cuando apenas llevaba dos años siendo el último mono del Departamento de Promoción. 371
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Lester ya había visto Espejos y quedó prendado de la austera y dramática belleza de Sandra Simon. Ahora la hizo proyectar de nuevo para poder concentrarse en Dolly. Físicamente, no era su tipo. A Lester le seducían las bellezas trágicas, fascinadoramente neuróticas, melancólicas y frágiles de ojos atormentados. Dolly Moon no parecía atormentada en absoluto, aunque, según reconoció Lester, era una actriz espléndida. Demasiado llena de aquí y de allí, pero él no tenía que cortejarla sino, simplemente, acompañarla. Lester llamó por teléfono a Dolly inmediatamente después del almuerzo, para anunciarle su misión y concertar una entrevista. —¿Cómo dijo usted que se llamaba? —preguntó Dolly, un poco aturdida por la fiesta que se había organizado en el vecindario aquella mañana, tan pronto como se anunciaron los nombres de los candidatos. —Lester Weinstock. —¿Podría repetirlo más despacio? Deletreándolo… —Eh, ¿se encuentra bien? Su voz suena muy lejana. —Oh, perfectamente. Venga ahora mismo, Lester Weinstock. Hay licor de huevo, ponche de ron y sangría y tequila y buñuelos calientes y ahora estoy cociendo strudel. Si llega antes de una hora, todavía estará caliente. Hasta luego, Lester Weinstock. «¡Jesús! —pensó Lester—. Mi primera estrella de cine y resulta estar un poco majareta.» La llamada telefónica que recibió a continuación le dejó más perplejo todavía. —Mr. Weinstock, no nos conocemos todavía. Soy Billy Orsini, la esposa de Vito Orsini. Lo que voy a decirle es muy importante, de modo que escuche con atención. Dolly Moon es mi mejor amiga y el único defecto que tiene es que no sabe vestirse. Ni idea. ¿Comprende? Quiero pedirle que esta misma tarde la lleve a "Scruples" para que Valentine O'Neill… ¿ha tomado nota del nombre…? le diseñe un vestido para la noche de los Oscar. No deje que pregunte quién lo pagará ni lo que va a costar. Es un obsequio de la casa, pero no quiero que ella se entere. Dígale que paga el estudio. ¿Está claro? Bien. Hasta pronto. ¿Cómo? Sí, desde luego, contentísima por mi marido. Sí, se lo diré. Pero, Mr. Weinstock, sólo faltan seis semanas para la noche de los Premios y es preciso que Dolly vaya a ver a Valentine hoy mismo. ¿Lo ha entendido? No se preocupe, ya lo entenderá. Lester subía las escaleras de la casa de Dolly sin sentir apenas el corazón, de la emoción. La llamada de Billy, recibida inmediatamente después de su conversación con Dolly, le había sumido en un mundo en el que todo podía suceder. A veces, en ocasiones especiales, su madre y su hermana mayor compraban en "Scruples", pero él nunca había puesto los pies allí. y ahora acompañaría a una encantadora, a una adorable candidata al Oscar a encargar un traje de noche en
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circunstancias urgentes y misteriosas y el strudel olía a gloria. Sólo por aquella vez, decidió olvidarse del régimen. Abrió la puerta la esposa del casero de Dolly y apareció una habitación llena de gente en actitud festiva. Lester avanzó titubeando mientras se preguntaba dónde estaría Dolly Moon y cómo podría él llevársela de allí. Al momento, una voz inconfundible dijo a su espalda: —Te he guardado un trozo de strudel, Lester Weinstock, aunque, créeme, no fue fácil. Él dio media vuelta y recibió de lleno el impacto de los grandes ojos intensamente azules de Dolly que le sonreía efusivamente. Maquinalmente, él tendió la mano para coger el plato que ella sostenía al nivel del talle. ¡EL TALLE! —Sí —gorjeó Dolly—; yo misma no puedo creerlo. Todas las mañanas al levantarme me miro al espejo y me parece imposible que siga engordando; pero sigo. Cómelo antes de que se enfríe. Sin darse cuenta de lo que hacía, Lester se llevó un trozo de pasta a la boca y empezó a masticar. —¿No te gusta? —preguntó Dolly, inquieta. —Fenómeno, sencillamente, fenómeno. ¿Sería una incorrección preguntar…? —¿… la receta? —¿De… cuántos meses? —era como una explosión en una fábrica de almohadas. No, mejor una fábrica de colchones. —Siete meses y una semana, día más o menos —respondió Dolly, ufana de su precisión—. Fue durante el fin de semana del 4 de julio. Todo el mundo debería quedar embarazada en días señalados, ¿no crees? Así es más fácil llevar la cuenta. —Aguarda, aguarda un minuto. —Lester miró alrededor, buscando un asiento y finalmente se sentó en el suelo. Dolly maniobró para situarse a su lado. Aquel muchacho necesitaba un buen corte de pelo. ¿Por qué estaría contando con los dedos? Parecía más listo que todo eso. Una persona cariñosa y formal pero muy graciosa. Tal como ella había imaginado. Y Lester pegaba tan bien con Weinstock. Aunque, ¿por qué estaría tan preocupado? —Todo va bien —murmuró ella suavemente. —Ocho meses y tres semanas —suspiró él—. La noche de los Premios… —Si a ti te parece que no es buena idea, no voy. —Tienes que ir. Mi jefe quiere que vayas. Todos los que hayan intervenido en Espejos estarán allí. Él dice que hace un efecto pésimo que los candidatos no estén presentes, a menos que se encuentren rodando en las Antípodas. Y aún así y todo… Tú irás con tu marido. ¿No? Bueno, pues con tu novio. ¿No? ¿Con tu padre…? ¡Mierda! Algún viejo amigo entonces, un compañero de colegio…
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Dolly sonreía, mirando a aquel absurdo muchacho. Ella podía no saber mucho, pero sabía quién debía acompañarla a la velada de los Premios de la Academia si no tenía otro acompañante. Y no lo tenía. —Come un poco más de strudel, Lester. Valentine nunca hubiera imaginado que un día que había empezado con tanta normalidad pudiera acabar tan endiabladamente. Tal como ella pronosticara a Spider, había empezado el sainete, aunque sólo era sainete para quienes no intervenían en él. La ceremonia de la entrega de los Premios es transmitida por satélite a todo el mundo y el número de telespectadores se calcula en unos ciento cincuenta millones. Afortunadamente, es totalmente imposible imaginar juntas a tantas personas. Sin embargo, cada una de las clientes de Valentine sabía que iba a ser vista por más personas a la vez que en ningún otro momento de su vida y esta idea no era precisamente la más apta para infundirles tranquilidad y aplomo. Maggie McGregor, que había ido a encargar su primer vestido de alta costura, era la más nerviosa de todas ellas. Estaría en pantalla entrevistando a las estrellas cuando éstas fueran entrando y después aparecería a intervalos durante toda la transmisión. —Valentine, nunca debí dedicarme a este oficio —gemía. —¡Qué tontería! —repuso Valentine, harta de sentirse durante todo el día más como una maestra de párvulos que como una modista—. Envenenarías al que tratara de quitarte el empleo, ¿me equivoco? Conque cállate y déjame pensar. Era indudable que Maggie tenía una figura difícil. Vestida únicamente con el bikini y el sostén, pequeña pero llenita, no sugería imágenes de gran chic. Spider había conseguido maravillas vistiéndola con ropas discretas y elegantes, pero lo que resultaba adecuado para sus programas semanales no lo era para la Noche de los Premios. Maggie tenía que estar atractiva y deslumbrante, por su propio bien y el de la Televisión. Valentine la miraba entornando sus espesas pestañas negras. —Maggie, súbete el pecho con una mano y bájate el sostén con la otra. Más arriba y más abajo. Humm. Eso es. Ya lo tengo; el escote, atractivo pero no indecente. Muchas gracias a la emperatriz Josefina. —Valentine —protestó Maggie—, sabes que Spider no lo aprobará. Nunca consintió que enseñara tanto pecho ante las cámaras. Ya sabes lo estricto que es para esas cosas. —¿Quieres llevar un vestido diseñado por mí o prefieres comprar confección a Spider? —dijo Valentine en tono muy serio. —Pues claro que quiero que tú me hagas el vestido. Pero, ¿estás completamente segura? ¿No será un poco… ordinario? —Estarás perfectamente elegante, y el único adorno del vestido más sencillo, sobrio, fino y estilizado que he diseñado en mi vida serán tus senos, justo hasta el pezón. Y cuando termine la transmisión, cientos 374
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de millones de telespectadores sabrán dos cosas: quién ganó el Oscar y que Maggie McGregor tiene unas delanteras fenomenales. Ahora manos a la obra. Mi ayudante te tomará las medidas y dentro de dos semanas vienes para la primera prueba. —¿De qué está hecho ese vestido tan discreto? —preguntó Maggie mientras Valentine se volvía con un movimiento de impaciencia hacia la mesa de dibujo. —De gasa negra, por supuesto. ¿Cómo si no íbamos a obtener el máximo contraste? Y, Maggie, nada de joyas, sólo pendientes; ni siquiera un hilo de perlas. Tetas y gasa, no puede fallar. No ha fallado en miles de años. Mientras dibujaba con trazos rápidos un escotado vestido Imperio sin mangas, desde luego, pues Maggie tenía unos brazos muy bien torneados y unas manos muy bonitas, Valentine se daba cuenta de que no experimentaba el entusiasmo que normalmente hubiera debido sentir. Desde media mañana, había recibido una avalancha de clientes famosas, mujeres hermosas e inteligentes a las que daba gusto vestir, debía estar orgullosa de que acudieran a ella para que creara los modelos que realzaran sus encantos cuando entregaran los premios o, quizás, los recibieran. Sin embargo, en aquel momento triunfal en que estaba ejercitando todas sus dotes creadoras, Valentine sentía un vago desasosiego, un sordo malestar interior. Durante los últimos días, había procurado no ahondar en sí misma, vivir al día manteniéndose en la superficie, retrasando el momento de tomar una decisión sobre el futuro. Esperaba que, al igual que ocurre con algunas cartas que se dejan sin contestar, y luego se olvidan, aquel método haría que el asunto se resolviera por sí mismo. Pero, según advertía Valentine tristemente, por el momento no parecía dar resultado. Cada vez que se dedicaba a reflexionar, su mente daba un salto atrás y la llevaba en la dirección opuesta. La fantasía fallaba tan lastimosamente como la lógica. Ni siquiera echando mano de todo su poder de imaginación lograba verse en el papel de esposa de Josh Hillman. Le parecía imposible que ella pudiera vivir en una casa parecida a la de North Roxbury. No armonizaba con ella. Allí faltaba algún engranaje esencial. Puesto que Josh, tal como le prometiera, no había vuelto a hablarle de sus aspiraciones, ella abordó el tema y le dijo que no podría darle una respuesta hasta después de que se entregaran los Premios de la Academia. —Pero, ¿qué tiene eso que ver con nosotros? —preguntó él, atónito y desconcertado. —Tengo tanto trabajo que no puedo pensar, Josh. Además, mientras no se sepa quién ha ganado estoy preocupada por Vito y por Billy. — Valentine, escondiendo la mirada tras la barrera de sus rizos y sus pestañas, se preguntaba si aquella excusa le parecería a él tan ridícula —tan falsa incluso— como a ella. En cualquier caso, era lo más que estaba dispuesta a decir, y él tendría que conformarse. Josh, 375
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escarmentado, se abstenía de presionarla. Pero Valentine se daba cuenta de que no podía pensar en sí misma no por un exceso de trabajo sino por falta de inclinación. Era evidente que su fatalismo irlandés tenía dominada a su lógica francesa. Tanto peor. O, a la cuenta, tal vez fuera mejor. Valentine se encogió de hombros ante aquel descarado subterfugio, mientras esperaba con impaciencia a su próxima cliente, Dolly Moon. Billy se había mostrado muy nerviosa aquella mañana cuando pidió a Valentine que diseñara para su amiga el más maravilloso traje que creara en toda su vida. Valentine había visto Espejos dos veces, por lo que podía hacerse una idea bastante exacta de los problemas que planteaba el vestir a Dolly, pero suponía que Miss Moon podría llevar con soltura cualquier vestido. Tenía una personalidad tan fuerte que forzosamente anularía a todo lo que pudiera ponerse. Billy no tenía por qué preocuparse. La gente no miraría el vestido, sino su cara graciosa y simpática, su divertida sonrisa y toda su persona adorablemente sexy. Valentine levantó los brazos, se inclinó hasta el suelo y volvió a levantarlos. Estaba agarrotada de tanto dibujar. La hora de Dolly Moon. Billy no se había preocupado tanto ni de su vestido de boda. Poco más de una hora después, Billy se llevaba a Dolly y a Lester a cenar a su casa, contenta como una madre que ha visto por primera vez trabajar a su hija en una función del colegio. —Bueno —dijo Spider tendiendo a Valentine una copa de Château Silverado—, no dirás que Billy ha perdido la facultad de asombrarnos. ¿Cómo piensas enfundar a Miss Moon? —Ya encontraré la forma —dijo Valentine con ligereza—. Hay que hacer trabajar la imaginación, eso es todo. Desde luego, es un poco más difícil que lo que tú haces durante todo el día, Elliott, pero es factible. —Dejó la copa, se quitó la bata y se puso el abrigo para marcharse. —Espera un momento, Valentine. Creo que yo podría ayudarte en lo del vestido de Dolly. Supongo que no te vendrá mal una ayuda, con todo ese trabajo. Siéntate y hablemos unos minutos. —No, Elliott, muchas gracias. Creo que puedo resolverlo sola. Además, tengo una cita para cenar y no puedo permanecer aquí ni un minuto más. Spider se quedó cortado ante aquel tono de voz tan perentorio. —No puedes, ¿eh? Por lo visto ese tipo te tiene dominada. Haces todo lo que él quiere. No creí que viviera para ver este día. Valentine, sumisa. —Había en su voz un levísimo acento de burla, pero Valentine lo captó inmediatamente. —¿Cómo te permites… Elliott? Mi vida privada es mía. Creí que eso había quedado perfectamente claro hace varias semanas. Pero, por lo visto, no puedes dejarme en paz. 376
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—Oh, tus tapujos no me preocupan, Valentine. Me divierten, eso es todo —dijo él con aire de superioridad. Valentine estaba demudada por la indignación. —Miren quién habla de tapujos. Si tú no sales de ellos… Elliott, cuando te conseguí este empleo no creí que traería a Beverly Hills al gallito del año. De haberlo sabido, quizás hubiera podido convencer a Billy para que te asignara un sueldo más alto. —¡Ajá…! Estaba esperándolo. Sabía que tarde o temprano me echarías en cara el haberme librado de la Asistencia Pública. Mira, guapa, de no ser por mis planes de reorganización de "Scruples" tú te hubieras encontrado en la calle al cabo de dos semanas. —Eso fue hace un año y medio. ¿Qué has hecho desde entonces más que zancadillear? El árbitro de la elegancia. ¡Ja! Lo que da clase a "Scruples" es mi departamento. Pero tú eres demasiado mezquino para reconocerlo —dijo ella con voz áspera. —¡Tu departamento! Con los beneficios de tu departamento podríamos pagar la cuenta del teléfono. —Spider era presa de un arrebato de furor—. Tú y tu batita blanca a lo Givenchy con esos aires de importancia porque un puñado de señoras ricas y desocupadas te encargan cuatro vestidos… Tu departamento lo mantiene la tienda y la tienda la llevo yo. ¿O estás tan absorta en tu mundo artificial que todavía no te has dado cuenta? —Eres un podrido y un… —Atención, que Valentine va a tener otro de sus accesos de cólera. Cuando no puede salirse con la suya, se pone muy francesa, da patadas en el suelo, echa espumita por la boca y asusta a la caballería. Mal genio, mal genio… —dijo, agitando el índice. El efecto fue el mismo que si le hubiera disparado una flecha en plena cara. Ella estaba tan furiosa que ni sentía las extremidades. —Bicho repugnante. No me extraña que incluso Melanie Adams te dejara plantado. Y qué propio de ti ir a enamorarte de una persona como ésa, todo fachada sin sustancia, una muñeca tan infantil como tú mismo. ¡Y ése fue el gran amor de tu vida! Me parece "divertido", Elliott. Por lo menos, mi amante es una persona con carácter. Aunque me pregunto si sabes siquiera lo que quiere decir carácter. Con voz ronca y dolorida, él dijo: —Espero que no te resulte otro Alan Wilton, Valentine. Creo que no resistiría tener que consolarte de otro desengaño con un marica. —¡QUÉ! —¿Imaginabas que no llegaría a enterarme? Media Séptima Avenida lo comentaba y al fin llegó a mis oídos. Valentine sentía una fuerte opresión en el pecho, como si le hubiera caído encima una gran losa de piedra. No podía hablar. Se encogió sobre sí misma y buscó el bolso a ciegas. De pronto, Spider se sintió avergonzado de sí mismo. Nunca hasta entonces había sido cruel con una mujer. Dios, ¿qué le había pasado? Ni siquiera recordaba cómo había empezado todo aquello. 377
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—Valentine… —No quiero volver a hablar contigo —le interrumpió ella en voz baja y firme—. No podemos seguir trabajando juntos. —Por favor, Val, no sé qué me ha pasado, me he vuelto loco. Era mentira, nadie llegó a saberlo. Un día vi a ese tipo y me lo figuré. Val, por favor… —Uno de los dos tendrá que marcharse de "Scruples". —Lo dijo en un tono que no dejaba resquicio a la discusión, al razonamiento ni a la disculpa. —Es ridículo. No podemos hacerle eso a Billy. —Me iré yo. —No. Nadie más podría hacer tu trabajo. A mí puede sustituirme. —Está bien. —Ella estaba impasible, glacial. —No puedo decírselo hasta después de los Óscars. Bastante preocupada está ya con Vito. —A tu gusto. —Valentine cogió la chaqueta y salió. Spider la oyó bajar por la escalera de incendio, en lugar de esperar el ascensor. Él permaneció una hora sentado ante el escritorio, frotando con las manos la piel que cubría el tablero, como si aquel contacto pudiera devolverle el calor. El documental que Maggie había grabado durante el rodaje de Espejos acerca de Un día en la vida de un productor de cine todavía no se había emitido. Durante aquellos meses, hubo temas de mayor actualidad y había quedado en reserva, esperando una oportunidad. Maggie casi lo había olvidado, en unos momento en los que, a medida que se acercaba la fecha de la entrega de los Premios de la Academia, todos los estudios la asediaban solicitando su atención. Una semana después de anunciarse las nominaciones, empezaron las proyecciones de las cinco películas seleccionadas en la propia sala de la Academia, el suntuoso y confortable "Samuel Goldwyn Theatre" de Wilshire Boulevard, al este de Beverly Hills. Sólo faltaban tres semanas para las votaciones y Vito comprendía que había llegado el momento de hacer el último esfuerzo, el momento en que el programa de Maggie podía servir de gran ayuda. La llamó por teléfono a su oficina. —Maggie, ¿quién es para ti la persona más simpática del mundo? —Yo. —¿Y después? —Vito, ¿no te da vergüenza? —No, por cierto. —Tú buscas algo —dijo ella con suspicacia. —Desde luego. Quiero que pongas la película que hiciste sobre mí antes de que se celebre la votación de la Academia. —Vito, ¿te das cuenta de lo que me pides? Sería la propaganda más descarada… ¿Cómo podría yo hacer eso aunque quisiera? 378
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—Y quieres, ¿no es verdad, Maggie? —Vito no cejaba. —Sí, claro, Vito. Yo haría por ti cuanto pudiera, pero… —Maggie, ¿te acuerdas de la noche en que cenamos en el "Boutique", cuando dijiste que comprendías que estabas en deuda conmigo? —Muy vagamente. —Tú no has sido vaga en tu vida. Tú hiciste carrera gracias a mi petardo de México. —Sí, pero mi ingenioso plan le salvó el pellejo a Ben Lowell. —Entonces Ben Lowell tiene que agradecértelo. Pero a él no puedes decírselo. Ahora, Maggie, tienes la ocasión de devolverme el favor a mí. —¿Te atreverías a coaccionarme? —no podía creer que Vito le hablara de aquel modo. —Naturalmente. ¿Para qué están los amigos? Hubo un silencio. Vito dio a Maggie tiempo para que pensara, como estaba seguro de que lo haría, que si ella hacía semejante favor a un amigo demostraría su influencia de un modo tan claro que los importantes de Hollywood competirían más que nunca por conquistar su amistad. —Bueno —dijo ella al fin—, hablaré con el vicepresidente encargado de Programación. Tal vez consiga convencerlo, pero no te prometo nada. —Excusas. Tú eres quien manda. —No seas bruto. Es diplomacia. —Maggie, si te quiero tanto es porque contigo puedo ir al grano. —Si esto prospera, entonces serás tú quien esté en deuda conmigo. Si ganas, claro. —De acuerdo. Trato hecho. Durante toda la vida, iremos debiéndonos favores mutuamente. —Sí —dijo Maggie, con acento melancólico—. Aunque será mejor que ponga manos a la obra. Voy a tener que hacer muchos reajustes si es que consigo que me hagan caso. Mierda. Oye, Vito, da un abrazo de mi parte a Billy. ¿Quieres saber algo gracioso? La aprecio de verdad aunque creí que nunca iba a caerme bien. —Será porque ella ya no tiene celos de ti, Maggie. —¿Los tuvo alguna vez? ¿Hablas en serio? —Maggie parecía acabar de recibir un fabuloso e inesperado regalo. —¿No lo sabías? Te hacía más perspicaz, Maggie. —Hasta ese extremo nadie lo es, Vito. Lester Weinstock se hallaba sumido en un estado de considerable perplejidad. ¿Estaría desfasado, privado de contacto con la Nueva Generación? ¿Sería un pecado; una reliquia de los años cincuenta en los que todavía no había nacido o acaso Dolly Moon vivía de espaldas a la realidad? Eso de tener un hijo ilegítimo, no, un hijo de un solo progenitor, ¿era algo que sólo sucedía en los medios más depravados 379
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de la bohemia o era un hecho frecuente que se practicaba en todos los Estados Unidos con la alegre naturalidad que Dolly demostraba? Lester pensaba en estas cosas mientras terminaba su segundo plato de Ragout Agridulce a la Henry Youngman. No, decidió, rebañando la salsa de ciruela y albaricoque con un trozo de challej casero de Dolly; por muy buena madre que fuera Dolly, no era conveniente para el niño. Hacía ya dos semanas que Lester era el agente de Prensa de Dolly. Había engordado tres kilos con los guisos que ella le preparaba y le había salido la primera cana de tanto cavilar. El único consuelo que encontraba entre tantos quebraderos de cabeza era pensar en la anciana abuela judía de Dolly, la que le enseñara a guisar tan divinamente. —Lester, tienes que dejar que te corte el pelo. —Mañana iré al peluquero. —Hace diez días que lo dices. Pero estás tan ocupado inventando excusas para mantener alejados a los periodistas y organizando esas cómicas entrevistas por teléfono que no te queda tiempo. —Ya sabes lo que piensan en los estudios, Dolly. Si la gente se entera de que estás embarazada, ya podemos despedirnos del Oscar. Y si contaras lo de Sunrise, el rodeo y que él no lo sabe… olvídalo. Todavía anda por ahí mucha gente chapada a la antigua, ¿sabes? —A lo mejor les doy lástima y votan por mí —sonrió Dolly—. Siéntate aquí y deja que te ponga una toalla. ¿Dónde habré metido las tijeras de la manicura? Como en sueños, Lester se dejó sentar en una silla. Había algo tan… inmediato en la cara de Dolly. Era como si se negara a mantener una distancia de seguridad con los demás. Desde luego, era casi indecente la forma en que calaba en él. Lester le había contado ya que de mayorcito todavía mojaba la cama, que su primer noviazgo fue una catástrofe, que había hecho trampas en un examen de álgebra y le habían descubierto, que le producía complejo deber su empleo a los retretes portátiles, que su segundo noviazgo fue otra catástrofe y el tercero, si no lo fue, anduvo cerca, que estaba seguro de tener madera de gran director… ¡Dios, si le había contado casi toda su vida! Y si no le había dicho más era porque se le había olvidado. —Me parece que me lo vas a dejar muy corto —se lamentó. —No lo creas. Si tardo tanto es porque no puedo acercarme lo suficiente. Bueno, listo. —Se sentó pesadamente en una silla—. Mírate en el espejo y luego dime si no estás mucho mejor. Obediente, él se miró con sus ojos miopes y se gustó. Cuando se volvió hacia ella para felicitarle, sorprendió un gesto de dolor en su rostro. —Eh, ¿qué te ocurre? —La espalda. Es muy molesto tener que permanecer de pie estando embarazada. Se cansan los músculos de la espalda. Las mujeres embarazadas deberían andar a gatas. Quizás algún día lo hagan. 380
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—¿Puedo hacer algo? —Pues… —Vamos, a cambio del corte de pelo. —Es una especie de tensión. Se me terminó el aceite para darme un masaje en las vergeturas. Lester, ¿pero no sabes lo que son las vergeturas? —En obstetricia soy un párvulo —dijo él con humildad. —¿Podrías bajar a la tienda de servicio nocturno y comprarme un frasco de aceite? Sería estupendo. Diez minutos, después, Lester volvía con una botella de aceite de oliva italiano, una botella de aceite nacional, una botella de aceite de cártamo, una botella de aceite de cacahuete y una botella de aceite infantil "Johnson & Johnson". Como un Papá Noel cargado de tintineantes regalos, depositó la bolsa de papel marrón encima de la mesa. Dolly había desaparecido. —¿Dónde estás? —En el dormitorio. Tráelo, por favor. —Dolly, sonrosada y lozana después de una ducha rápida, estaba en la cama con un pijama de satén y encaje, regalo de Navidad de Billy. Lester dejó la pesada bolsa en la mesita de noche. —Como no estaba seguro… Dolly contemplaba las botellas mordiéndose los labios para no echarse a reír. Gravemente, con los ojos llenos de lágrimas de regocijo, señaló el aceite infantil. Él se lo dio. Ella destapó el frasco, echó un chorro de aceite en la mano de Lester y se descubrió el vientre, monumental, magnífico, blanco y mate como de terciopelo. a Lester le pareció la visión más extraordinaria que tuviera en su vida. Desvió la mirada, estremecido y fascinado. Incapaz de resistir la tentación, volvió a mirar. ¿Existía alguna maravilla de la naturaleza que pudiera comparársele? A su lado, cualquier montaña resultaba ridícula. El arte era un pasatiempo para diletantes. ¡Cielo santo! —Soberbio, ¿verdad? —preguntó Dolly dándose cariñosas palmaditas. —Espléndido —jadeó él. —No te quedes ahí parado, Lester. Vas a tirar el aceite. Siéntate y frota. —¿Que frote? —Lester, ¿es que no sabes dónde están las vergeturas? —Pues… nunca me preocupé de averiguarlo. Ella le llevó la mano a su costado y la guió sobre la mole de su abdomen. —Todo esto, de un lado al otro. ¡Oh, qué gusto! Sigue frotando, Lester. Yo iré echando aceite. Puedes usar las dos manos si quieres. —Suspiró voluptuosamente—. Resulta mucho más agradable cuando lo haces tú. A esto le llamo yo un lujo. Quítate la americana, Lester, debes de estar asado de calor. Hummmm… Así. Eso está mejor, ¿no? Tres horas después, Lester despertaba. Alguien le empujaba suave pero insistentemente, era como un puño grande y blando que le 381
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oprimía el estómago. ¿Quién le empujaría en su propia cama?, se preguntaba, intranquilo y adormilado. Tanteó con la mano y tropezó con el vientre de Dolly, mejor dicho, el niño de Dolly que estaba haciendo una lenta pirueta dentro de Dolly. Entonces advirtió que el pelo de Dolly le hacía cosquillas en la nariz. Dolly tenía la cabeza apoyada en su pecho y los pies de Dolly estaban entre sus piernas. Inmovilizado e incrédulo, Lester abrió los ojos a la penumbra de la habitación. Sin los lentes, lo veía todo borroso, pero tenía la mente clara. ¡Él, Lester Weinstock, había hecho el amor a una mujer embarazada de ocho meses! Además, él, Lester Weinstock, nunca había conocido una experiencia de un erotismo tan sublime y delicioso y él, Lester Weinstock, estaba ansioso por repetir inmediatamente. Sin duda alguna, era un monstruo de depravación, pero al fin se sentía miembro de la Nueva Generación. Se preguntaba por qué antes todo le ponía nervioso. Dolly se movió en sueños. Él la sacudió ligeramente. Comprendía que no debía despertarla, pero todavía no estaba tan degenerado como para hacer el amor a una mujer embarazada y dormida. La sacudió un poco más fuerte y, con la mano libre, acarició aquellos senos exuberantes. ¡Que alguien fuera a decirle a él lo que era bueno! Después de su pelea con Valentine, Spider Elliott empezó a contar los días que faltaban para la entrega de los Óscars. ¡Cómo deseaba que hubieran pasado ya! Puesto que tenía que dejar "Scruples", cuanto antes, mejor, pero hasta que hablara con Billy no podía empezar a buscar otro empleo. Estaba seguro que en cualquier tienda importante le darían lo que pidiera. Y, si no le seducía quedarse en el comercio, podría volver a la fotografía, allí mismo, en la costa Oeste. Tal vez, incluso, si se había olvidado ya la venganza de Harriet Toppingham, podría volver a Nueva York. De todos modos, había ahorrado bastante. ¿Por qué no dar la vuelta al mundo en un barco que hiciera muchas escalas? ¿Y si se fuera a China y se quedara allí para siempre? Oh, tenía muchas alternativas. Por lo que se refería a Valentine él había olvidado el asunto. Ella estaba inabordable. Spider trató de pedirle perdón media docena de veces, pero ella siempre le dejaba con la palabra en la boca. Él estaba dispuesto a cargar con toda la culpa a pesar de todos aquellos golpes bajos, pero ella no quería saber nada. Tenían toda la razón los que decían que un hombre y una mujer no podían ser amigos. Aquel capítulo de su vida estaba ya cerrado, olvidado. A otra cosa. Le dolía, pero ya se le pasaría. Pasaban las semanas y Spider Elliott no podía disipar las nubes de su horizonte particular. Lo que ahora sentía no podía compararse con el furor, el pesar y la sensación de pérdida que experimentó en Nueva York cuando Melanie Adams lo dejó para marcharse a Hollywood y Harriet Toppingham hundió su carrera. Aquellas emociones tenían un 382
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perfil bien definido, él sabía por qué se sentía de aquel modo. Pero ahora a veces se despertaba a medianoche y pasaba horas pensando en cosas que al día siguiente no parecían tener el menor sentido. Él nunca había tenido pensamientos como aquéllos, pensamientos que le parecían absurdos e inspirados por un sentimiento de lástima por sí mismo: que si a nadie le importaba que él estuviera vivo o muerto, por qué hacía lo que hacía, qué podía esperar de la vida, en suma, por qué estaba vivo. En sus treinta y dos años de salud, alegría y optimismo, Spider nunca se había detenido a pensar acerca del sentido de la vida. A su modo de ver, él había tenido la inmensa suerte de ser el producto de la unión de un ovulo bien maduro y afortunado y un agresivo espermatozoide, realizada en el momento, la noche y la mujer más idóneos. Podía decirse que era la casualidad lo que quiso que naciera él en lugar de tal o cuál criatura diferente que hubieran podido tener sus padres de no haber hecho el amor precisamente aquella noche. Y, una vez tuvo la buena suerte de nacer, tomaba el mundo como venía y cabalgaba sobre él alegremente. ¿El sentido de la vida?¨¡Vivirla! Pero ahora, a primeros de marzo de 1978, todas las mañanas se despertaba triste, después de toda una vida de despertar contento. Ducharse, vestirse, preparar el desayuno, sacar el coche e ir a "Scruples", eran las operaciones más seguras del día, movimientos rápidos y rutinarios que absorbían toda su atención. Una vez en la tienda, sentía que aquel pozo de energía que antes le pareciera inagotable tenía fondo. Por lo menos ésta era la explicación que él daba al fenómeno que él llamaba "de la burbuja", la sensación de haber perdido el contacto con el mundo exterior. En su mente, aquella burbuja se había convertido en una esfera tangible, como esas bolsas transparentes que contienen granos o sustancias que se agitan al azar. Las voces le sonaban lejanas, la comida tenía un sabor insulso y el contacto físico resultaba menos real. Hacía que todo le pareciera difuminado. Spider tenía que hacer un esfuerzo para ser el de siempre, pero lo hacía sin entusiasmo y, aunque las clientes no advertían el cambio, su trabajo ya no le divertía. Un día, al pasar por delante de un espejo observó que sus ojos tenían aproximadamente la misma vivacidad que el mar Muerto. Rosel Karman, la primera vendedora que entró en "Scruples", era una de las pocas personas que habían advertido el cambio y pensaba — para sí, pues era sumamente discreta— que si antes Spider parecía una combinación de Butch Cassidy y Sundance Kid, ahora era como un pálido remedo de la misma cinta. Billy, que también había observado la súbita falta de entusiasmo de Spider, pensó que seguramente necesitaba unas vacaciones. Desde que él llegara a California, en julio de 1976, no se había tomado más vacaciones que un puente de fin de semana. Le dijo que había nieve
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en polvo en Aspen y que las señoras tendrían que prescindir de él durante algunas semanas. —¿Sabes que eres muy mandona? ¿Y de dónde has sacado tú que yo sé esquiar? —Con ese aspecto, cualquiera había de saberlo. Ahora lárgate y no te presentes ante mi vista hasta dentro de tres semanas. Desde el punto de vista de un esquiador, Aspen estaba ideal. Pero allí estaba también la burbuja, esperando su llegada. Un día, se encontró solo en una ladera y se detuvo apoyándose en los palos. El aire era puro, el sol, radiante, y el silencio absoluto. No faltaba nada. En otros días de esquí, antes de ir a Nueva York, un momento como aquél hubiera sido una confirmación de la delicia de la vida, la prueba de que era un ser afortunado. Siempre le había gustado esquiar solo, para que ningún otro ser humano turbara la sensación de formar parte de la montaña. ¿Por qué se sentía ahora tan abandonado? Hundió los palos en la nieve y salió disparado montaña abajo como si le persiguieran para matarle. Cuando regresó a Beverly Hills, Spider pensó que probablemente necesitaba un cambio en su vida amorosa y se deshizo de sus compromisos del momento que él procuraba siempre mantener en un plano superficial, a fin de poder liberarse en cualquier momento sin herir el amor propio de las muchachas. Ellas le echaban de menos, pero nunca podrían dudar de que él las estimaba y comprendía. El método que Spider había desarrollado para zafarse de una mujer tenía la virtud de hacerla sentirse más halagada que contrariada por la ruptura. Antes de una semana, conoció a otra muchacha y, al poco tiempo, a otra. Desesperado, Spider se decía que no había nada que hacer. Follaba más, pero gozaba menos. De pronto, todo se le antojaba tan maquinal, tan previsible, tan poco importante. Podía repetir todos los movimientos, los mismos que antes le producían un placer tan exquisito, y después… Ahora sabía a qué se refería aquel tipo que había dicho sentenciosamente que después del coito todos los hombres están tristes. Durante toda su vida, Spider pensó que aquel sujeto debía de haberse acostado con mujeres inadecuadas. Ahora le infundía más respeto. Tal vez fuera la edad. Nunca prestó atención a los cumpleaños, pero después de todo ya tenía más de treinta y bien podía tratarse de alguna cosa fisiológica. El médico de Billy le hizo un chequeo completo y le dijo que volviera dentro de veinte años y no le hiciera perder más el tiempo. Pero había algo más, algo que no podía remediar. Se estaba volviendo sentimental o, por lo menos, así definía él aquellas reacciones. Si en un periódico o revista leía que un matrimonio había celebrado las bodas de oro rodeado de sus hijos, nietos y bisnietos, le acudían lágrimas a los ojos. La misma sensación le producían los muchachos que conquistaban la Liga de Rugby, las ganadoras de 384
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concursos de belleza de la Televisión, los adolescentes que salvaban a niños de los incendios, los ciegos que terminaban una carrera universitaria con buenas notas y la gente que daba la vuelta al mundo en solitario con un pequeño balandro. Las noticias de muertes, catástrofes y horrores rutinarios lo dejaban indiferente, pero las buenas noticias le hacían derretirse. Spider pensaba que era todavía muy joven para la menopausia masculina y muy viejo para sentir los trastornos de la adolescencia. ¿Qué demonios le pasaba entonces? Arrastrando los pies, se fue a la cocina de su maravillosa casa de soltero y abrió una lata de sopa de tomate "Campbell". Si aquello no le aliviaba, nada podría aliviarle. Pues no.
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CAPÍTULO XV Durante las últimas semanas del embarazo, se mitigó el entusiasmo de Dolly por probar nuevas recetas del Libro de Cocina Kosher de los Famosos o del manoseado ejemplar del Libro de Cocina Judía de Molly Goldberg que descubriera en una librería de segunda mano. Según explicaba Dolly a Mrs. Higgens, su amable casera, la esposa del jefe de bomberos, ello no se debía a que hubiera perdido el apetito, sino a que le resultaba muy difícil acercarse al fogón. Y tampoco podía ir a comer al restaurante porque, al sarampión que Lester le había atribuido para mantener alejados a los periodistas habían seguido unas paperas que no quedarían curadas hasta la noche siguiente, en que debían entregarse los Óscars. No es que la gente hiciera cola para entrevistarla, pero tres semanas antes, Lester había decidido que en su calidad de agente de Prensa, debía mudarse a su apartamento por si ella le necesitaba a medianoche, para llevarla al hospital, por ejemplo. —Lester Weinstock, el niño no va a nacer hasta una semana después de la entrega de los Premios, es decir, dentro de ocho días. Estás aprovechándote de una pobre mujer indefensa que no sabe decir que no. —Yo soy terrible con las mujeres —reconoció él, radiante de felicidad —. Oye, ¿sabes jugar a la porra? —Puedes enseñarme si quieres, aunque sin segundas intenciones. —Dolly, soy limpio de corazón. Además, otra cosa podría ser perjudicial para el niño. Lester sentíase estrechamente vinculado con aquella fuerza que todas las noches le daba suaves golpecitos, como si quisiera hacer buenas migas con él en una situación difícil, un Prisionero de Zenda que golpeara las paredes de su celda. —Jugaremos dentro de un rato —dijo Dolly. Lester suspiró y volvió a la lectura del Herald Examiner, el vespertino de Los Ángeles. —¡Cielos! Casi no puedo creerlo. —¿Qué ha pasado? —Esta mañana hubo un incendio en "Price Waterhouse". Menos mal que consiguieron apagarlo. Los resultados de las votaciones finales de los Óscars han sido trasladados a otro local para su custodia. Aquí lo pone. ¿Te imaginas el plan si todo se hubiera convertido en humo? Dolly no parecía impresionada. Ella estaba pensando en comida. —Mrs. Higgens nos ha invitado a cenar, Lester. Está preocupada porque imagina que no me alimento como es debido. 386
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—Te he traído comida china todos los días, tal como tú querías —dijo Lester ofendido. —Ahí está. Dice que tal vez no sea adecuada para el niño, que no tenga los suficientes carbohidratos y todo lo demás. Por eso ha preparado un guiso de buey y coles. Lester se animó. A él no le gustaba la comida china, aunque no se lo había dicho a Dolly para no disgustarla. —Fantástico, fantástico, fantástico… —De haber sabido que eras un entusiasta del buey, te lo hubiera preparado cuando todavía podía hacerlo —dijo Dolly con un mohín angelical. —No es eso. —Entonces, ¿qué es lo fantástico? —Todo. —Lester exhaló un suspiro de satisfacción y se arrodilló al lado de Dolly, nariz contra nariz, mirándola a los ojos a través de los lentes como si quisiera fundirse con ella. Al ver que no lo conseguía, desistió y se limitó a besarla en los labios. Los besos estaban autorizados, sin limitación. Dolly ronroneó de gusto. Lester Weinstock se estaba portando admirablemente. Y besaba muy bien. La cena se retrasó porque Mr. Higgens, llamado también Jefe, llegó tarde. Empezaron sin él. Estaban repitiendo cuando él se presentó. —Lo siento, chicos, pero hemos tenido un día infernal y tuve que quedarme hasta dejar las cosas arregladas. —Ya sé que apagas fuegos, Jefe —dijo Mrs. Higgens con cierta irritación—. Lo que no sabía es que tuvieras que "arreglarlos". —Hay incendios e incendios —respondió él, con expresión de misterio. —¿Qué ha sido, Jefe? ¿Fuego en una casa de citas? ¿En casa de la amiguita de un concejal? ¿En la mansión de Hugh Hefner? Todo eso me huele a chamusquina. —Mrs. Higgens hablaba con el aire de mujer de mundo que adoptaba para disimular el orgullo que sentía por el cargo de su marido—. De todos modos, nos enteramos en los periódicos. —No por lo que se refiere a éste. Quieren silenciarlo. —¡Ajá! Dinero sucio —dijo Lester con gesto de enterado. —¡Oh, no! —dijo Dolly compungida—. Apuesto a que fue en un orfanato o un hospital de maternidad. —¡Al diablo! —sonrió el Jefe—. No debí hablaros de ello, pero no creo que haya mal alguno en que os enteréis. Eso sí, que quede entre nosotros, ¿eh? De todos modos, tú, Dolly, trabajas en el cine, ¿no? Pues te interesará saber que el incendio ha sido en un edificio llamado "Price Waterhouse", en el centro de la ciudad. Son los que cada año reparten los Óscars. —¡Dios mío! —interrumpió Dolly—. ¿Algún herido? —Nada de eso. No hubo bajas. Pero, desde luego, fue un asunto feo. Fue provocado por un especialista chiflado. Lo encontraron aventando 387
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las llamas y riendo a carcajadas. Dijo que era su venganza, que hacía años que esperaba que dieran un Oscar a los especialistas y que así llamaría la atención de la gente a esta injusticia. Tuvieron que llevárselo a la fuerza, como una cabra. Ardieron la mitad de las oficinas y los daños son grandes. Hay peligro de derrumbamiento. —¿Y qué pasó con las papeletas? —preguntó Lester con impaciencia. —Ah, eso. Creo que las guardan en una especie de computadora. No hay problema. Pero los sobres con los nombres de los ganadores estaban en una caja fuerte en la planta más afectada y tuvimos que llevarlos a otro sitio. —Eso es muy interesante, Jefe —dijo Lester con los ojos relucientes —. Tal vez yo pueda sacarlo en los periódicos: «Abnegado Jefe de Bomberos salva los Sobres de los Oscars» o algo por el estilo. —Les, el inspector ha dicho que mucha discreción. No queremos que cunda el ejemplo, ¿comprendes? —Sí. De acuerdo. Pero es una vergüenza. Cuenta, ¿qué hicisteis vosotros? Realmente, podría ser un gran reportaje. El Jefe lo complació, encantado. Pocas personas demostraban verdadero interés por su trabajo. En su opinión, la mayoría de la gente no se acordaba de los bomberos hasta que los necesitaban. Una hora después de la cena, Dolly y Lester estaban otra vez en el apartamento, tomando media botella de licor de frambuesa. Dolly tenía la teoría de que una bebida hecha a base de frutas no podía perjudicar al niño porque contenía vitaminas. Lester solía llevarle licor de melocotón, de ciruelas, de cerezas, triple sec, vino de arándano negro, y aquella botella de frambuesa le hizo ilusión. Quizá fuera el precio. Era muy cara y a Lester le gustaba comprar cosas caras para Dolly. No sabía que se trataba de un licor muy viejo, muy selecto y muy fuerte y que ni siquiera un francés se atrevería a tomar más de dos o tres copitas. Dolly y Lester pensaban que, siendo de frambuesa, tenía que ser muy sano, y la bebida transparente, casi sin sabor, pero con un aroma delicioso pasaba con facilidad y casi parecía evaporarse en la lengua. —Creo que deberíamos intentarlo —dijo después de un largo silencio. —¿El qué? —preguntó Dolly con ligera curiosidad. —Aplacar tu nerviosismo. No es bueno para el niño que estés tan nerviosa. —¿Nerviosa? ¿Por qué iba a estarlo? —Por conocer el resultado de las votaciones. Me doy cuenta, no creas que no me la doy. Sufres una tensión considerable, anormal y hasta un poco siniestra. —Eres adorable cuando estás borracho. Quítate las gafas y bésame una burrada. —Una tensión excesiva, permanente, implacable, brutal, antinatural, incesante, constante, irresistible e intolerable. 388
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—No seas tonto. Ven aquí. —Bueno, si tú no estás nerviosa, yo sí. Y tampoco es bueno para el niño. Él también está nervioso, por eso me despierta y entonces me pongo a cavilar. Él no quiere hacerlo, pero no puede evitarlo. Lo haremos. —¿Dormir separados? —¡Jamás! ¡Qué barbaridad! ¡Dolly, pídeme perdón! —Perdona, Lester. Pero, ¿de qué estás hablando? ¿Por qué te he pedido perdón? Me parece que yo también estoy borracha. ¿Cómo es posible que las frambuesas se suban a la cabeza? —Iremos al seiscientos seis de South Olive Street. Ahí es donde el Jefe ha dicho que llevaron los sobres. Les echaremos un vistazo. Eso nos calmará los nervios y, para variar, podremos dormir a gusto y mañana por la noche estaremos frescos. Si sabes que no has ganado, estarás más relajada. No es justo que una pobre mujercita embarazada tenga que sufrir esta incertidumbre. Es cruel e inhumano. —Eso no estaría bien. Sería como hacer trampas. —No me importa. Lo haré de todos modos. No te muevas de ahí, yo te ayudaré a levantarte, mi pobre niña indefensa. —Soy perfectamente capaz de levantarme sola —dijo Dolly poniéndose en pie y tambaleándose ligeramente. —El problema será cómo sostenerte mientras bajas la escalera — murmuró Lester. Dolly estaba ya a medio tramo y volvió a subir al oírle hablar. —¡Lester! La puerta está aquí. Tienes que andar en esta dirección. ¿Estás seguro de que es una buena idea, Lester? —Genial. Brillante. Debió ocurrírseme a mí. —Así es. —¡Oh! Muy bueno, muy bueno. Un momento, Dolly, te ayudaré a abrocharte el cinturón de seguridad. Los que lo inventaron no pensaron en las pobres personas embarazadas. Cuando Dolly y Lester llegaron a South Olive Street estaban bastante menos borrachos, pero todavía les faltaba mucho para estar sobrios. Se encontraban en ese nivel de intoxicación en el que cualquier idea concebida con anterioridad parece haber sido grabada sobre piedra por Moisés en persona. Evitar a Dolly la tensión de la incertidumbre era un deber que a ningún ciudadano sensato se le ocurriría discutir. Estaban animados de una astucia y una decisión que les habían sido instiladas por la frambuesa. En el vestíbulo del edificio de oficinas había un vigilante sentado ante una mesa. El hombre, medio dormido y totalmente aburrido, miraba como hipnotizado el majestuoso avance de Dolly hacia él. Lester agitó ante los ojos del conserje una cartera llena de tarjetas plastificadas y dijo en tono autoritario. —Soy de "Price Waterhouse". Vengo a comprobar que todo está en orden. 389
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—Identificación, por favor —dijo el vigilante. Lester le mostró su permiso de conducir y la tarjeta del Diner's Club. —No, yo me refiero a la identificación de "Price Waterhouse". —¡Maldita sea! Entre tantos papeles, ¿adónde habrá ido a parar? Un momento. Debe estar en el billetero. De pronto, Dolly se llevó las manos al vientre y gimió lastimosamente. El vigilante y Lester la miraron consternados. —Amor mío, tengo que hacer pis ahora mismo. Espero que sea eso. —¡Jesús! Esto es una emergencia, amigo —dijo Lester—. Tengo que llevarla a mis oficinas. Allí hay un lavabo para señoras. ¡Maldita oficina, obligarla a salir de casa en semejante estado! Pero no iba a dejarla sola, ¿verdad? —No, señor —dijo el vigilante, señalando un ascensor que tenía las puertas abiertas—. ¿Necesita ayuda? —Gracias. Creo que podré arreglármelas solo. Dolly, háblame, cariño. ¿Puedes aguantar un poquito? —¡Oh, Lester, date prisa! Cuando se cerraron las puertas del ascensor, Lester la miró con ansiedad. —¿Estás bien? —Te engañé, ¿verdad? —sonrió ella con malicia—. ¿No ha sido una interpretación convincente? —Superior. Las oficinas del tercer piso estaban tal como las había descrito el Jefe. Lester pasó sin detenerse ante las chamuscadas puertas con el rótulo de la Compañía y fue directamente a la cuarta puerta de mano izquierda de la que le hablara el Jefe. Sacó su cortaplumas suizo y se puso a hurgar afanosamente en la cerradura. —¿Crees que podrás hacerlo? —preguntó Dolly. —Más respeto, por favor. Estás hablando con un as. Me llaman El Ganzúa. —Vosotros, los ricos, tenéis todas las oportunidades. —No puedes estar todo el día jugando al tenis en el club —Lester seguía manipulando. Transcurrieron tres largos minutos—. Ese bandido de Benny Fishman debió de olvidar algo cuando me enseñó. No te apures, Dolly, yo abriré esta puerta aunque sea a puntapiés. —Lester, no hace falta… Dolly se interrumpió bruscamente y Lester guardó el cortaplumas cuando una de las encargadas de la limpieza dobló el recodo del pasillo. —Buenas noches —dijo Lester con naturalidad. —Muy buenas. ¡Qué panorama, ¿eh?! Y nadie se molestó en avisarme hasta ahora. ¡Muy bonito! Llegas a trabajar y lo encuentras todo perdido de hollín y ceniza chorreando. ¿Qué les pasa? ¿No funciona la llave? Muy bien… lo dejan todo patas arriba y ni siquiera le dicen cuál
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es la llave. —Abrió la puerta con una de las llaves que llevaba—. No entren en los otros despachos. Están condenados. Lester le dio las gracias y entró con Dolly en el despacho. Cerró la puerta y encendió la luz, para que la mujer no sospechara. Segundos después, cuando la oyó alejarse rezongando por el pasillo, volvió a apagarla. A pesar de las brumas del licor de frambuesa, había cogido la linterna de la guantera. Alumbrándose con ella, se dirigió al archivador que estaba en un rincón. —Creo que esto sí podré abrirlo. Dolly, ten la linterna. Trabajó durante un minuto y abrió el archivador. Se miraron consternados. Los cinco cajones estaban repletos de papeles. —¿Y ahora qué hacemos? —susurró Dolly—. No podemos repasar todo esto. —Es evidente. Estarán en la "P" de Premios. Tú sostén la linterna y no hagas el menor ruido. —Lester no encontró nada en la "P", por lo que buscó en la "A" de Academia de Artes y Ciencias. Nada tampoco —. ¡Qué estúpido! —dijo golpeándose la frente—. Claro, estarán en la "O" de Oscar. —Pero no estaban. —Si yo tuviera que archivarlos —cuchicheó Dolly—, los pondría en la "S" de Sobres. Y allí estaban. Veintiún sobres blancos que contenían todos los premios, excepto los honorarios y el Premio Thalberg. Lester los revolvía, despotricando entre dientes. —… Mejor Guión Adaptado de Otro Medio, una mierda. Mejor Película Extranjera, a la porra. Mejor Canción Original y Adaptación, a quién carajo le importa eso… —Lester, me parece que viene alguien —dijo Dolly con una risita nerviosa. Apagó la linterna y la dejó en el suelo, mientras Lester agarraba los sobres con las dos manos. Se quedaron absolutamente quietos, mientras dos hombres pasaban por delante de la puerta. En vista de que no regresaban, Dolly se asomó al pasillo—. Nadie. Sigue buscando, Lester. —Has perdido mi linterna. Ha rodado por ahí. Y no podemos encender la luz. Anda, vámonos de aquí. La escalera de incendio que, según la ley, debe de estar abierta, distaba apenas unos pasos. Para ser una mujer a la que le faltaba sólo una semana para salir de cuenta, Dolly se encontró asombrosamente ágil. A los pocos minutos, estaban en el parking del sótano y dentro del coche, a cubierto. —¡Oh, Dolly! ¿Dónde está tu regazo cuando más lo necesito? — murmuró Lester. Dolly le miró por primera vez desde que habían salido del despacho. Lester tenía un extraño bulto en el pecho y conservaba los brazos cruzados sobre el bulto. —Lester, tú te los has llevado. Pero, ¿cómo has sido capaz? Si sólo íbamos a echar un vistazo. Buena la hemos hecho… —se reía a
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carcajadas, dando rienda suelta al regocijo que había estado reprimiendo. —Yo, sudando sangre y tú, muerta de risa —hipó Lester. Se miró el pecho, asombrado, temeroso de abrir los brazos—. Dolly, haz algo. No puedo quedarme aquí sentado. Sin poder articular palabra, ella recogió una bolsa de la compra del suelo del coche y metió en ella los sobres. Una vez libre de su carga, él puso el motor en marcha y al cabo de cinco minutos estaban lejos del escenario del crimen. —¿No podríamos parar en algún sitio a echar un vistazo? —sugirió Dolly cuando los dos hubieron recobrado el aliento. —Dolly, hay que estar a la altura de las circunstancias —dijo Lester solemnemente—. Actuaremos con toda propiedad. Esta no es una noche como las demás. Hoy hemos hecho historia. —¿Y la tensión que se supone que estoy sufriendo? —Paciencia, ángel mío, paciencia. No hay que poner los intereses personales por encima de los imperativos históricos. Lester todavía estaba borracho, pero ahora se encontraba en la fase en que la amplia visión arrincona los pequeños detalles. Se abrían ante él grandes horizontes, insospechadas perspectivas. Después de un largo trayecto, apareció ante sus ojos el "Beverly Hills Hotel". Lester nunca había tenido ocasión de entrevistar a nadie en el Salón de Polo del "Beverly Hills Hotel", aquel recóndito y célebre santuario que, por razones inexplicables, conserva la reputación de un encanto que no tiene desde hace más de veinte años, pero Lester había sido educado venerando su nombre. —Dolly, lo que nos está haciendo falta es un poco más de frambuesa. Insufla nuevo misterio y da alas a la imaginación. —Salió de Sunset y se metió en la entrada de coches del hotel. Después de dejar el vehículo al mozo de aparcamiento, siguió a Dolly y a su bolsa de la compra hasta el Salón de Polo. A aquella hora tan avanzada estaba casi vacío y pudieron hacerse con una mesa situada bajo una ventana rodeada de verdes hojas de plástico a las que hacía más de diez años que nadie les quitaba el polvo—. Dos frambuesas triples y un teléfono —dijo Lester al camarero. Conocía la forma, aunque no la sustancia. Le llevaron el teléfono inmediatamente. Luego, el camarero se enfrascó en una conferencia con el barman y volvió con dos copitas de coñac. —Dice el barman que no le queda de eso. ¿Les va bien esto otro? —De fabula —dijo Dolly, sosteniendo una de las asas de la bolsa con la barbilla y tratando de descifrar a aquella tenue luz lo escrito en el primer sobre. —Por la mejor actriz del mundo —brindó Lester—, gane quien gane. —Bebieron el coñac y Lester con una seña pidió otras dos copas al camarero. —¡Oh, Lester! —suspiró Dolly—. Después de todo, prefiero no abrir el sobre. Es una noche tan hermosa… No quiero estropearla. 392
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—Pero la tensión, la insoportable tensión… —Lester, si tú puedes resistir una noche más, yo también. —Entonces, dame la bolsa. —Lester, Lester, ¿qué haces? —No estoy buscando la Mejor Actriz Secundaria, tranquila… Ajá, el último, naturalmente. —¿Qué sobre ese ése? —La Mejor Película. ¡Nada! —Lester, ¿crees tú que podemos…? —¿Y tú me lo preguntas? —Nos meteremos en un lío, lo sé —gimió Dolly. —Ya estamos metidos. Conque será mejor que lo disfrutemos. —Con gran ceremonia, Lester abrió cuidadosamente el sobre que estaba sólo ligeramente pegado, sin romper la solapa y luego, con movimientos casi tan torpes como los de los profesionales que acostumbran a hacer esta operación, miró el nombre escrito en el pliego que contenía. —Hum… Tendrían que cambiar la cint… Espejos ¡ESPEJOS! Dolly, Espejos. Lo conseguimos. ¡LO CONSEGUIMOS! Dolly se tapó la boca con la mano. Todo el mundo los miraba. —Sssh… ¡Ay, ay, ay, ay… qué alegría! ¿Qué quieres decir con eso de que lo conseguimos? Lo consiguió Vito. —Es nuestra película. ¡NUESTRA! —No vamos a reñir por eso. Lo hicimos entre todos. Oh, Lester, hay que decírselo a Vito enseguida. Dame el teléfono —dijo ella con la cara llena de lágrimas. Pero cuando Dolly alargó el brazo para coger el teléfono, la bolsa se volcó y los veinte sobres restantes cayeron al suelo. Lester se quitó las gafas para poder ver mejor de cerca. Advirtió que su mesita, en la que Dolly estaba llorando sin el menor recato, con todos los sobres esparcidos por la alfombra y los dos nuevos brandies amenazados por el cordón del teléfono, atraía cada vez más la atención. —Dolly, quieta. No muevas ni una pestaña. Voy a meter todo esto en la bolsa, ¿comprendes? Deja el teléfono. No, camarero, no queremos comprobar el estado de la bolsa. Sólo se han caído unas cositas. La situación está controlada. No, no es necesario. ¿Quiere traer unas pastas, por favor? Dolly, ¿no podrías dejar de llorar? Pensarán que estamos de parto. Muy bien, Dolly. Así me gusta. Toma tu brandy. Buena chica. Ahora vamos a organizarnos otra vez. Todo quedará como una seda. —Acarició distraídamente la mano de Dolly. De repente, se había serenado. Tal vez no del todo. Pero abrir aquel sobre le había producido una viva impresión. ¡Dios, aquello no era una travesura, sino la realidad! La voz de Dolly interrumpió sus pensamientos. —Oh, Lester, por favor, deja que llame a Billy y a Vito. Y luego abriremos los demás sobres y llamaremos a los ganadores para que no sufran más. Y avisaremos a la Radio, la Prensa, la Televisión, Lester, vas a ser el agente de publicidad más famoso del mundo. 393
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Lester volvió a cerrar el sobre y puso la bolsa en el suelo, entre sus piernas, donde ella no podría alcanzarla, ya que le era imposible agacharse tanto. —¡Famoso! No volvería a trabajar en la vida, Dolly. Dolly, trata de entender lo que estoy diciendo. Estamos en un lío. Es culpa mía. Esto podría desbaratar la Noche de los Óscars. ¿No te das cuenta de que tiene que ser una sorpresa? ¡Oh, mierda, ¿por qué me llevaría estos sobres? Debía estar loco. —¿Y si los quemáramos? —propuso Dolly. —Sí, también podríamos tirarlos a la basura o hacerlos desaparecer por el wáter. Pero mañana no aparecerían y el vigilante y la mujer de la limpieza podrían describirnos. Tal vez a mí no me reconocieran, pero tú eres inconfundible. —¿Y podríamos… devolverlos? —propuso ella con voz temblorosa. —Imposible volver a entrar sin que nos pillen. Además, la puerta del despacho se cerró cuando salimos. Lo oí claramente. —Oh, Lester, ¡cuánto lo siento! —Dolly estaba tan afligida que Lester tuvo que besarla varias veces para devolverle un cierto equilibrio. Era la primera vez que la veía realmente disgustada. —No te apures. Acabo de tener una idea. —Lester sacó una libretita en la que figuraban los números de teléfono que no estaban en la guía, de gran número de personas importantes, copiados de la lista que tenía el departamento de Promoción de los estudios, libretita que él llevaba siempre consigo por si un día le pedían que llamara a algún personaje. Maggie contestó al teléfono con irritación. Ella se había acostado temprano, para estar descansada en la noche del gran espectáculo y alguien la llamaba ahora por la línea privada casa a medianoche. —¡Lester Weinstock! ¿Que ha hecho qué? ¿QUÉ? ¿Dónde está? No será una broma, ¿verdad? Porque si lo es… Sí… le creo. Voy enseguida. ¡NO HAGAN NINGUNA OTRA LLAMADA HASTA QUE YO LLEGUE! ¿Prometido? Diez minutos. No, cinco. Seis minutos después, Maggie, sin maquillaje, con un pañuelo a la cabeza, un abrigo de visón encima del camisón y unos pantalones de pana, se sentaba frente a ellos dos. —Aún no puedo creerlo —dijo hablando despacio. Lester se inclinó, cogió la maltrecha bolsa y la abrió. Maggie miró al interior, sacudió la cabeza y volvió a mirar, sacó uno de los sobres, lo examinó, volvió a meterlo en la bolsa y sacudió nuevamente la cabeza—. Lo creo. —Maggie —dijo Dolly—, Lester no me ha dejado hacer ni una sola llamada. Dice que tú sabrás lo que hay que hacer. Maggie estaba asombrada por la magnitud de la inconsciencia de aquella inocente que mientras apuraba las últimas gotas de su tercer brandy, estaba tan exuberante y primaveral como un manzano en flor. ¿Tenía una idea del alcance económico de los Óscars? ¿No comprendía que el reparto de los Premios supone millones de dólares de publicidad para la Televisión y un número incalculable de millones 394
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al fomentar el interés del público por la industria cinematográfica y que el suspense de los Óscars equivale a tener unas elecciones todos los años a escala nacional? —Será mejor que me des esa bolsa, Lester —dijo Maggie—. A no ser que quieras entrar en el negocio de la familia. —¿Podrá conseguir que no se entere nadie? —preguntó él desesperado. —Lester, si al llevarte esto cometiste un disparate, al llamarme a mí casi te los has hecho perdonar. "Price Waterhouse" recuperará los sobres, te lo garantizo. Además, siendo miembro de la Prensa, no puede obligarme a contestar preguntas. Imagina que tú eres Garganta Profunda, el comunicante anónimo. —Siempre estaré en deuda contigo, Maggie. Una cosa… ¿podríamos echar un vistazo al sobre de la Mejor Actriz Secundaria? Sólo para evitarle a Dolly la incertidumbre. —Yo no quiero —dijo Dolly mientras Maggie respondía. —De ninguna manera. Entonces seríamos tres en saber el resultado y un secreto entre tres ya no es secreto, eso todo el mundo lo sabe. No es seguro. Dolly puede esperar al igual que todos nosotros. No habréis abierto ningún sobre, ¿verdad? —Claro que no —dijo Lester virtuosamente, apretando entre sus enormes pies el de Dolly—. Sólo te llamé a ti. —Llegarás lejos, Lester, recuerda quién te lo dice. Está bien, pareja, aquí no ha pasado nada. —Ni una palabra a nadie —prometió Lester. —Yo ya lo he olvidado —dijo Dolly. —Siempre deseé oír hablar así a la gente en la vida real —dijo Maggie y, antes de que ellos pudieran añadir otra palabra, salió del Salón de Polo con la bolsa firmemente apretada bajo el brazo. —¿Por qué no le has dicho lo de Espejos? —cuchicheó Dolly. —Ellas no nos deja mirar, nosotros no le contamos lo que sabemos. Que espere hasta mañana, como todo el mundo. Es lo más justo. —¡Oh, Lester, qué listo eres! Minutos después, Maggie estaba en la cocina de su casa. Mientras regresaba en el coche, calculó rápidamente las dificultades con que se iba a tropezar para devolver los sobres sin descubrir a Lester ni a Dolly. Tendría que desplegar todo su prestigio, y toda su habilidad. Sin embargo, "Price Waterhouse" estaría tan interesado como ella en impedir que se supiera que el gran secreto había trascendido antes de la gran noche. Era una gestión muy delicada pero factible. Contempló los tersos sobres colocados cuidadosamente sobre la mesa de la cocina. La tetera empezaba a despedir un satisfactorio chorro de vapor. Uno a uno, fue abriendo y cerrando los sobres, y escribiendo los nombres en un bloc. Una muchacha tenía que cuidarse. ¡Lo que iba a divertirse al día siguiente! Antes de mediodía, habría hecho una docena de tratos. Toda la ciudad estaría en deuda con ella. Y la transmisión de la noche… increíble. Empezaría 395
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adelantando su propia lista de ganadores. ¿Cuáles cambiaría para disimular? Mejor Sonido y Mejor Cortometraje Documental. A nadie le importaban, salvo, naturalmente, a los cientos de profesionales afectados. Tal vez otro más. ¿Mejor Vestuario? Esos siempre andaban de caza de oportunidad. Al igual que ella. Y podría dar instrucciones a los de las cámaras para que estuvieran preparados y ella sabría cuánto tiempo dedicar a cada candidato. El Cielo protege a las chicas laboriosas, esto era seguro. Cuando llegó a los cinco últimos sobres, sintió que su excitación iba en aumento. Los había abierto por el mismo orden que se seguía en el programa. Maggie ponía siempre el profesionalismo ante todo cuanto se entregaba al crimen de guante blanco. Abrió en último lugar el sobre correspondiente a la Mejor Película. —Oy gevalt! Su exclamación fue tan sentida, tan fervorosa, tan vibrante que su perro guardián rompió a ladrar en el jardín. «El profesionalismo tiene un límite», se dijo Maggie cogiendo el teléfono.
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CAPÍTULO XVI La llamada de Maggie se había recibido hacía una hora, y Billy y Vito empezaban a considerar la noticia como algo real, algo que formaba parte de su vida, no como una victoria tras una larga carrera. Empezaban a asimilar el triunfo, a incorporarlo a sí mismos a fuerza de repetir determinadas frases. —¿Estás seguro de que está segura? —preguntó Billy por quinta vez, más por el gusto de oír la respuesta que porque lo pusiera en duda. —Del todo. —Pero, ¿por qué no te ha dicho cómo se enteró? ¿No te parece raro? —Así es como opera Maggie. Créeme, tiene unos métodos muy particulares. —¡Oh, Vito! Todavía no puedo creerlo. —Yo sí. — Espejos es la Mejor Película —dijo Billy. Era una afirmación, una declaración y, sin embargo, sonaba como una pregunta. —Quizá —dijo Vito pensativo—. En realidad, no es posible emitir un juicio categórico sobre una película. Puedes tomar cinco marcas de harina de repostería, probarlas y decidir cuál de ellas resulta mejor. Pero, ¿una película…? Lo único que se puede saber es, de cinco películas, cuál se ha llevado más votos, como en unas elecciones primarias. Y la única razón por la cual puedo mostrarme tan ecuánime es porque hemos ganado. De haber perdido, diría que Espejos era la mejor, sin titubear y que habían dado el premio a otra por una serie de razonamientos equivocados. —Pero, ¿cómo te sientes? ¿Como si hubieras ganado la medalla de oro en una olimpiada? —preguntó Billy con curiosidad. —Me siento como Jack Nicholson cuando ganó el Oscar por Alguien voló sobre el nido del cuco. Entonces dijo que llevarse el Oscar era como hacer el amor por primera vez: si lo haces una vez, no tienes que volver a preocuparte. Para ser productor, necesitas creer que eres bueno; pero cuando toda esa gente te dice que te consideran bueno… por mucha fe que tengas en ti mismo, es bueno que te lo digan los demás. Es mejor que bueno; es algo que está más allá de las palabras. Billy miraba a Vito pasear por la habitación con el pijama y la bata. Parecía una bengala. Ni siquiera ella, acostumbrada como estaba a su arrolladora energía y a su firme seguridad, le había visto antes tan incandescente. Parecía dispuesto a empezar a trabajar en una docena de proyectos. De pronto, a pesar del profundo agradecimiento que sentía, el corazón le dio un pequeño vuelco de ansiedad. 397
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—¿Cambia tu vida cuando ganas un Oscar o es sólo un gran revuelo pasajero, como en "Reina por un Día"? —preguntó con indiferencia. Antes de responder, Vito se paró a reflexionar. Lentamente, casi como si hablara consigo mismo, dijo: —Para quien está en este negocio, tiene que ser un gran cambio. De arriba abajo. Permanente. Ya sé que dentro de una semana, ni siquiera eso, dentro de tres días, la mitad de las personas que mañana vean el programa habrán olvidado quién ganó. Pero, en lo sucesivo, yo siempre voy a tener ese Oscar en mi haber. Y todo el que trate conmigo lo tendrá presente. No afectará a los problemas básicos de mi trabajo. En cada película habrá tantos quebraderos de cabeza como en todas las demás, cada cual los suyos; pero ésta es una ciudad que vive de esta industria y, durante una temporada, yo seré el amo. Esa canallada que Arvey nos hizo con Espejos nadie volverá a hacérmela. Ahora mismo y durante algún tiempo, seré intocable. —¿Podrás imponer tus propias condiciones? —Eso ni con diez Óscars —rió él—. De todos modos, los tratos serán más fáciles en lo sucesivo. Aunque en realidad, no lo sé. Tendré que averiguarlo. Pero te prometo no volver a montar una película en la biblioteca. Eso no volverá a ocurrir. Billy, sin poder creerlo, se encontró llorando. Trató de contener las lágrimas, pero no pudo. Una dolorosa convulsión le oprimía el pecho. Vito tardó unos segundos en advertirlo y enseguida la abrazó, la besó en el pelo y la meció suavemente hasta que, más tranquila, ella pudo decir: —Perdona… lo siento… ¡Qué momento para llorar! Te parecerá una tontería, pero, ¡oh!, a mí me gustaba que el montaje se hiciera aquí. Yo formaba parte del equipo… Y ahora eso acabó. Nunca volveremos a estar tan unidos. Tú no volverás a necesitar que trabaje para ti. Tendrás todas las secretarias de rodaje que quieras. Soy una estúpida… Perdóname, no quería aguar la fiesta. —Trataba de sonreír, pero su expresión era de desconsuelo. Vito no sabía qué decir. Billy tenía razón. Lo de Espejos era una situación que sólo se daba una vez en la vida, como un naufragio. Esperaba no tener que volver a trabajar a aquel ritmo de locura. Milagrosamente, había resultado bien; pero también podía ser un desastre. Y no veía a Billy de secretaria de rodaje con carácter permanente. No iba con ella, y estaba seguro de que ella lo sabía. —¿Sólo por eso lloras, mi vida? —le preguntó cariñosamente, abrazándola con ternura y sorbiendo sus lágrimas—. ¿Cómo puedes decir que nunca estaremos tan unidos? Tú eres mi mujer, mi mejor amiga, la persona más importante para mí, a quien yo más quiero en el mundo. Nadie puede estar más cerca de mí. Billy, estremecida por aquel raudal de ternura, se decidió a expresar sus pensamientos que había ocultado durante meses. 398
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—Vito, tú siempre serás un productor, ¿me equivoco? —él asintió muy serio—. Y eso quiere decir que siempre estarás ocupado y cuando termines una película empezarás otra, porque así has trabajado siempre. Te gusta tener dos pelotas en el aire y si son tres, mejor, o no estás contento. —Él volvió a mover la cabeza afirmativamente con un brillo de diversión en los ojos por la solemnidad con la que ella hablaba—. Y no puedes llevarme siempre detrás de ti como una niña perdida que llora buscando a su Papa, ¿verdad? Sí, ya he aprendido a hacer amigos en un plató sin necesidad de ahogarme en un estanque, pero el que te ayudara en Espejos no me ha convertido en una profesional, lo sé. Conque, ¿cuál es la situación? Cuanto más éxito tienes tú, menos te tengo yo a ti. Mañana por la noche, tú alcanzarás un nuevo nivel en tu trabajo. Pero, Vito, ¿y yo? ¿Qué hago yo? Él la miraba sin saber qué decir. No tenía respuesta. Ningún hombre que ame su trabajo y le dedique sus mayores energías puede responder a esa pregunta. —Billy, cuando nos casamos tú sabías que yo era un productor, mi vida. —Pero no tenía ni la más remota idea de lo que significa ser un productor. ¿Y quién puede tenerla? A ti te parece perfectamente natural, es tu ritmo de vida y te has acostumbrado a él después de tantos años y ahora ya no sabrías llevar una vida normal. ¿Cuánto tiempo hace que no te tomas unas vacaciones? Y no me digas que desde Cannes; aquello no fueron vacaciones, sino negocios. —Billy estaba cada vez más irritada, al advertir que la expresión de Vito pasaba de la profunda conmiseración a la firmeza obstinada del que piensa: «Así soy yo y si no te gusta, peor para ti.»—¿Te has parado a pensar alguna vez lo que es mi vida cuando tú estás rodando una película? —Billy se desasió y se ciñó el cinturón de la bata—. Tanto si voy contigo como si me quedo en casa estoy sola. Y el rodaje no es más que la mitad. ¿Y las noches en que os reunís para hablar del guión o tenéis sesión de montaje? Apostaría diez contra uno a que el presidente de la "General Motors" trabaja menos horas que tú. Y cuando no estás trabajando estás pensando en el trabajo. —Jadeaba de indignación. Vito no se apresuró a responder. ¿Qué podía prometerle? ¿Que trabajaría ocho horas al día, que haría una película cada dos años? Si no trabajaba en una película, no se sentía vivir plenamente. Su rostro de rasgos firmes adquirió una expresión fija, pétrea, que acentuaba su similitud con una estatua de Donatello. Esto era lo que temía antes de casarse con Billy, este afán de posesión, de imponer condiciones, de obligarlo a vivir como ella quería. —Billy, yo no puedo acomodarme a tu idea de marido ideal. Así están las cosas y así han de seguir. Todo lo que no doy a mi trabajo te lo doy a ti. No hay nadie más ni lo habrá. Pero no puedo sacrificarte mi trabajo. 399
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Billy sintió un repentino terror al advertir en su voz aquel acento terminante. Nunca lo sintió tan lejos de ella. Y un Vito lejano era como un Vito sin energía, una imagen que era como un cuchillo en el corazón. Todavía oía el eco de sus quejas chillonas y lastimeras y comprendió que había ido demasiado lejos. Había olvidado que quería a Vito por ser como era. Se acercó a él y le tomó una mano, recobrando como por arte de magia sus artes de cazadora. La niña furiosa había desaparecido; en un abrir y cerrar de ojos, había vuelto a asumir su calidad de millonaria invulnerable y rapaz. —Amor mío, soy una estúpida. Naturalmente que no puedes cambiar. Debe de ser una especie de reacción tonta por la noticia del Oscar. Quizás esté celosa. Por favor, no me mires así. Ya estoy bien. No me hagas caso. Él la miraba muy serio, escrutando su rostro. Billy sostenía su mirada sin pestañear, ofreciéndole sus magníficos ojos, purificados y sin expresión furtiva. —¡Qué ganas tengo de que llegue mañana, cariño! Son tantas cosas. Y, sobre todo, qué ganas tengo de ver la cara que pone Curt Arvey. No podrá soportarlo. —Había conseguido cambiar definitivamente de tema. —No —dijo Vito, súbitamente animado—. Cuando lo oiga, no va a creerlo. Probablemente, pedirá un recuento de votos antes de recordar que la película es suya. Creo… creo que mañana almorzaré con él. —Vito, ¿con ese canalla? —Es el lema de los Orsini: «No te ofusques y cóbrate.» —Acabas de inventarlo. —Le mordió la oreja—. Pero me gusta. Me parece que lo adoptaré. ¿Puedo usarlo yo también, cariño? —Naturalmente. Eres una Orsini. —La besó inquisitivamente y ella respondió de un modo que excluía toda clase de preguntas, en especial las que no estaba dispuesta a contestar. A la mañana siguiente, Billy estaba en "Scruples" a la hora de abrir. Sabía que por la tarde de aquel día de finales de marzo habría en la tienda una gran confusión. Muchas clientes habían dejado allí sus vestidos para que no se arrugaran y pasarían a vestirse antes de ir al reparto de Premios. No hubo forma de impedir que citaran a sus peluqueros en "Scruples" para el último retoque y a media tarde todos los probadores estarían llenos de mujeres nerviosas y fígaros inspirados. Billy esperaba que no saltaran los fusibles cuando todos conectaran los rulos térmicos al mismo tiempo. Diría a Spider que tuviera preparado a un electricista, por si acaso. Mientras conducía por Sunset, Billy pensaba en la conversación de la noche antes. Desde luego, no se había dicho nada irremediable, pero esperaba haber convencido a Vito de que sus palabras eran el resultado de una momentánea ofuscación. Aunque tenía sus dudas, Vito era demasiado inteligente para no darse cuenta de cuando le decían la verdad. Él ya estaba lanzado, pero por lo que a ella se 400
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refería, todo su trabajo consistiría en encontrar un lugar adecuado para poner el Oscar, ni demasiado ostentoso ni excesivamente despectivo como resultaría si lo ponía, por ejemplo, de picaporte. ¿Quién diantre había dicho aquello de que : «Toda la humana sabiduría puede reducirse a dos palabras: aguardar y esperar»? De buena gana le retorcería el pescuezo al mala sombra. Saludó a Valentine con un abrazo cuya efusividad sorprendió a ambas. —A que te gustaría que este día hubiera pasado —dijo Billy. —No creas, aunque estoy cansada, me hace ilusión. Por fin esta noche voy a ver mis vestidos fuera de los probadores. —No todos. Más de la mitad son para fiestas particulares. —Lo mismo da. —¿Dónde está Spider? —Cualquiera sabe. Tengo demasiado trabajo para preocuparme por él —dijo Valentine fríamente. —Vaya manera de hablar de un socio —bromeó Billy. —No tenemos contrato, ¿comprendes? —dijo Valentine apresuradamente—. Es una forma de hablar. Lo inventé para inducirte a contratarlo. No somos socios, Billy. —Es igual, mientras siga trabajando para mí. —Billy pensaba que parecían estar hablando en clave, no sabía por qué. Desechó el pensamiento. Ella tenía sus propios problemas—. He venido para recoger el vestido. Me voy ahora mismo para que puedas trabajar. —Billy, pruébatelo otra vez. —¿Por qué? Está terminado desde hace un siglo y me quedaba perfecto. No sé por qué no me lo llevé entonces. Seguramente, el nerviosismo que tenía con el asunto de Espejos no me dejaba coordinar ideas. —Me gustaría vértelo puesto otra vez. Sólo para mi tranquilidad. Por favor. Valentine llamó a una ayudante y le pidió que le llevara el vestido de Mrs. Orsini. —¿Has calculado las ventas que hemos hecho sólo con motivo de los Premios y las fiestas que se dan esta noche? —preguntó Billy mientras esperaban—. El otro día traté de sacar la cuenta y cuando iba por los ciento cincuenta mil dólares lo dejé. Y eso, en una sola tienda. En cierto modo, los Óscars son un filón para los comerciantes de Beverly Hills. —Y así debe ser —dijo Valentine satisfecha—. Ah, aquí está. La ayudante acababa de entrar con un vestido de refulgente satén rojo cereza, enteramente plisado y sin hombros. Billy se quitó los zapatos para enfundarse en un viso muy ceñido de tafetán que impedía que el satén se pegara al cuerpo. —¿Qué joyas llevarás? —preguntó Valentine, agachándose para subir la cremallera.
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—Desde luego, no las esmeraldas. Parecería un árbol de Navidad. Ni los rubíes. Con un rojo es suficiente. Los zafiros, tampoco. Resultaría como una bandera americana. Sólo los brillant… ¡Valentine, el viso está estrecho! —Un momento, será la cremallera. —Valentine bajó el cierre y volvió a probar. Nuevamente, el deslizador se atascó al llegar a la cintura. A Valentine empezaron a sudarle las manos. —¿No habrá ido por casualidad a la tintorería? No es posible. Esta cremallera funcionaba perfectamente. —Billy estaba angustiada. —Billy, ¿qué has estado comiendo últimamente? —preguntó Valentine en tono acusador. —¿Comiendo? Nada, muchas gracias. Los nervios me han quitado el apetito. Sólo pensar en la comida me da náuseas. Tiene que ser la cremallera. Si incluso he adelgazado… Valentine sacó la cinta métrica. —Por Dios, Val. Tú sabes de memoria mis medidas. Guarda eso. Es ridículo. Sin hacer el menor caso a Billy, Valentine le midió la cintura, y tras unos instantes de reflexión, el busto. Murmuró unas palabras en francés. —¿Qué estás rezando? Deja de fastidiar y habla bien. Me revienta que hables en francés. Como si yo no te entendiera… —Sólo decía, Madame, que se empieza por la cintura. —¿Se empieza? ¿Qué se empieza? ¿Insinúas que estoy perdiendo la línea? —No es eso exactamente. Cuatro centímetros de cintura y dos de busto. Es todo lo que has cambiado. Mucha gente lo consideraría todavía buen tipo. Pero no puedes llevar ese vestido sin el viso. —¡Maldita sea! —exclamó Billy—. Sólo hace cinco meses que no voy al gimnasio. Desde los dieciocho años cuidándome la figura y bastan unos meses para que ocurra esto. No es justo. —No se puede engañar a la madre naturaleza —sonrió Valentine. —Deja ya de hacerte la sabelotodo. Esto es serio. Qué caray, tampoco es el fin del mundo. Esta noche me pondré otra cosa y luego iré a "Ron's" todos los días. Diré a Richie que me haga trabajar duro y dentro de un mes estaré como antes. —Dentro de un mes se te empezará a notar. —¿Notar? —Sí, a notar. —Valentine esbozó un ademán de vientre imaginario. —Valentine, estás loca. ¿Crees que lo de Dolly se contagia? ¡Válgame Dios! A ti te encargan un vestido prenatal y te entra una obsesión por los alumbramientos. Valentine se limitó a arquear una ceja, sin ceder un ápice de terreno. —Tú eres una modista, no un ginecólogo. No sabes lo que dices —Billy gritó furiosa. 402
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—En "Balmain", nosotros éramos los primeros en saberlo, antes que el médico y antes que la mujer. La cintura es lo primero que se pierde, eso lo sabe todo el mundo —dijo Valentine suavemente con un rotundo fervor. Su cara pequeña tenía una expresión divertida y emocionada. Billy se vestía sin dejar de gritar. —Vosotros los franceses siempre tan sabios… No puede ser culpa del viso. Es que yo estoy embarazada. ¿Adónde quieres ir a parar con esas monsergas? Alguna de esas malditas modelos se puso mi vestido y luego lo mandó a la tintorería. Pregunta y te convencerás. No pienso dejar aquí otro vestido. ¡Eso es seguro! —dio media vuelta para marcharse. —Billy… —Por favor, Valentine, ahórrate tus disculpas. No puedo llevar un vestido de mi propia tienda. ¡Maldita sea! —salió dando un portazo. Valentine se quedó mirando el satén y el tafetán rojo amontonados en el suelo y la cinta métrica que tenía en la mano. Pensaba que hubiera tenido que estar furiosa. ¿Dónde estaba su célebre mal genio? Pero por la nariz le resbalaba una lágrima. Una lágrima por Billy. Curt Arvey se sintió halagado por la llamada de Vito. «Ese sinvergüenza quiere congraciarse», pensó mientras aceptaba la invitación de Vito a almorzar. «Enterrar el hacha», ¡qué expresión más original! Evidentemente, Orsini se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos y ahora trataba de reparar el daño antes de que fuera tarde. Estaba muy claro, pero era una satisfacción que una persona con la que había tenido graves problemas hacía apenas unas semanas buscara su favor. Desde luego, Espejos estaba dándole a ganar una fortuna, pero si Orsini es había creído que eso le redimía de todo estaba muy equivocado. Aquel fulano se las sabía todas; pero, ¿por qué no dejar que le pagara un almuerzo? De todos modos, durante la entrega de los Óscars tendrían que saludarse. Se encontraron en el "Malmaison", otra jugarreta de Vito, en opinión de Curt. En la mesa de al lado, Sue Mengers bebía un daikiri de plátano. Después del almuerzo, toda la ciudad sabría que él y Vito habían almorzado juntos y supondría que volvían a ser amigos. De acuerdo, aquel degenerado podía seguir durante unas horas colgado de los faldones de los estudios. Para lo que le iba a servir… Después de aquella noche, Vito Orsini no sería más que uno de tantos productores cuyas películas no llegaban a la cúspide. Y estaría como al principio. ¿Recordaba alguien quién había producido las cuatro películas finalistas del año anterior? ¿E incluso la ganadora? Pero los estudios permanecen. Y los buenos presidentes, también. Durante el almuerzo, Arvey disfrutó con la conversación. Tenía un nuevo oyente para sus peroratas sobre los temas que más le 403
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entusiasmaban: la enumeración de los desastres que afligían a otros estudios, de los directivos de la industria que muy pronto tendrían que buscar trabajo, de las películas que sufrían retrasos en su filmación y que nunca podrían cubrir gastos, de las firmas de Wall Street que estaban disgustadas con los beneficios que les dejaban ciertos estudios y de las medidas que iban a tomar… Vito asentía con interés, animándole a seguir regodeándose con las desdichas ajenas. —Pero, ¿y tú, Curt? A ti te van bien las cosas, ¿verdad? —Y que lo digas, Vito. En este negocio, lo que más vale es la experiencia y aunque me esté mal el decirlo, yo acierto con más frecuencia que me equivoco. Este año repartiremos otro veinticinco por ciento a cada acción. Los accionistas estarán contentos por una vez, esas sanguijuelas… —Me pregunto qué parte de beneficios corresponderá a Espejos. —Bastante, desde luego, las cosas como son. Si yo no te hubiera dado luz verde, sin tener siquiera un guión, los dividendos serían unos centavos más bajos. Da su dinerito, sí. —Me han dicho que han podido vender muy bien esas emisoras de televisión y que el resto de los beneficios corresponde a Espejos. —¿De dónde sacas tu información financiera? ¿Te la da alguna gitana? —preguntó Arvey, ligeramente irritado. —A no ser que cuentes ya con los beneficios que esperas sacar de esa película monstruo que estáis haciendo, David Copperfield… — apuntó Vito cortésmente. —¡Pickwick! —Arvey dejó el tenedor con un fuerte golpe. —Pickwick o David Copperfield, la misma película con distinto título, ¿quién se va a enterar? De todos modos, los beneficios no van a llegar hasta el año que viene, si es que llegan. Me han dicho que ni siquiera han empezado el montaje. Sí, será mejor que le cambies el título —dijo Vito sonriendo animosamente. —Pickwick se estrenará en Pascua en el "Music Hall" —dijo Arvey secamente. —¿En el "Music Hall"? ¿No se estrenó también ahí Horizontes perdidos? Muy buen local para una película para niños. Buena idea, Curt. Si algo puede ayudar, lo hará el "Music Hall". —Vito… —empezó Arvey, ahogándose de indignación. Vito le interrumpió con vivacidad, en tono tranquilizador. —No tienes por qué preocuparte. Con ese aumento en los beneficios, los accionistas no vacilarán en renovarte el contrato. Curt, este año estás en inmejorable posición. Y si Espejos gana esta noche… —Das una oportunidad a un productor y se cree que lo sabe todo —dijo Arvey desdeñosamente—. Sueña mientras puedas, Vito. Espejos es ya casi agua pasada. Vito siguió hablando como si no le hubiera oído:
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—Si Espejos gana, me parece que después haré una película de altos vuelos. Un creador necesita variedad… Y siempre pensé que me gustaría ver juntos en una película a Nicholson y a Redford. Hay un argumento que los dos están deseando hacer. Sólo es cuestión de ponerse de acuerdo en el precio… pero creo que compraré los derechos. —Vamos, Vito, que yo sé distinguir lo que es un farol. Redford y Nicholson… ¡Si ganas! Sabes tan bien como yo que no existe ni la más remota posibilidad. Yo deseo que ganes tanto como tú mismo, después de todo, estamos juntos en esto, pero frente a esas cuatro superproducciones, ¡ni soñarlo! Espejos es una película pequeña, te lo advertí el primer día. Las películas pequeñas casi nunca ganan. Rocky fue un caso excepcional. Desde luego, no puede ocurrir dos veces seguidas. No te hagas ilusiones o será peor —dijo Arvey recobrando su tono protector. —Tal vez obtenga los votos de los que odian las superproducciones —respondió Vito, soñador—. La gente del ramo sabe que por cada superproducción que fracasa impide que se hagan seis, ocho y hasta diez películas corrientes y hace que miles de personas se queden sin trabajo. Las grandes superproducciones decepcionantes, y este año ha habido montones, ahuyentan al público, y eso la industria lo sabe. —Sigue soñando, Vito, sigue soñando. Escucha la voz de la experiencia. ¿Sabes desde cuándo soy presidente de los Estudios? Desde mucho antes de que tú distinguieras una lente de una enfocadora. Y ya sé cómo te las ingeniaste para quedar finalista: esas sesiones de tarde para señoras. ¿Crees que no estaba al corriente de tus trucos? Pero de ser finalista a ser ganador va mucha diferencia, amigo. Vito se concentró en su soufflé de chocolate, servido con naturalmente helada en fuente aparte. Comía juiciosamente, mientras Arvey lo estudiaba con curiosidad. —¿Piensas en comprar algo? —preguntó. El fulano quería algo de él. Sería un placer decirle que no. —Ajá. Una novela. El elegido. Has oído hablar de él. —¿Me tomas por analfabeto? Mis lectores quedaron entusiasmados y Susan también. Yo no tengo tiempo para leer, pero me pasan los resúmenes. Once meses en las listas de mayor venta, aunque no creas que esas listas son muy de fiar. Pero piden un millón y medio por los derechos de filmación. Están locos. Nadie se lo pagará. —A Billy le gusta mucho y quiere comprarlos para mí. Si no vas a tomar el soufflé… —Ahí lo tienes, a mí no me sienta bien el chocolate. ¿De modo que Billy quiere comprar los derechos, eh? ¿Celebras pronto tu cumpleaños? Bonito, muy bonito.
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—Sí, es bonito, Curt, que tu esposa tenga fe en ti. Y ella tiene casi tan buen olfato como yo. Tú dices que Espejos no ganará y a mí mi nariz de italiano me dice que sí. Puedes llamarlo una corazonada, si no quieres ser nacionalista. —El que tiene que dirigir una empresa multimillonaria, no puede permitirse el lujo de creer en las corazonadas con tanta facilidad como el que tiene una esposa rica. Y no lo digo por ofenderte. Nicholson y Redford… ¿estás seguro de que querrían hacerlo? —Sí. —No puedo creerlo. Y sólo en sueldos… Te habrías ido a los cinco o seis millones incluso antes de comprar el libro. Me estás hablando de un proyecto de veinte millones. No, Vito, estos tratos son demasiado para ti. —¿Sabes lo que voy a hacer, Curt? Yo compro el libro, mejor dicho, lo compra Billy y, si tú tienes razón, y Espejos no gana, te ofrezco una opción de treinta días gratis. —¿Cuál es la otra mitad? —Que si yo ganó tú compras los derechos por mí. Muy sencillo. —¿Un millón y medio? —Yo llevo las de perder. No crees que yo tenga la menor posibilidad, pero no quiero forzarte la mano. Si no quieres exponerte, yo compraré los derechos y buscaré otros estudios. ¿Crees que tardarían mucho en traerme otro soufflé? Los hacen tan raquíticos… —Comes demasiado, Vito. Todavía creo que eres un granuja, pero si quieres hacer el trato, adelante. Si no te importa, podríamos firmar un contrato preliminar. —Llamó al camarero y le pidió una carta. —Curt, Curt, puedes fiarte de mí —dijo Vito, ofendido. —¿Después de que me robaste mi película? —preguntó Arvey escribiendo rápidamente. —Pero te la devolví. —De todos modos, prefiero tenerlo por escrito. —Arvey y Vito firmaron el borrador, y el camarero y Patrick Terail, el propietario, firmaron también como testigos. Vito cogió la carta y empezó a doblarla para guardarla en el bolsillo, pero Arvey se la arrebató. —Que lo guarde Patrick, ¿eh, Vito? Recuerda, es el único ejemplar. Y yo pago el almuerzo. De lo contrario, te costaría un millón y medio más la cuenta. Hoy me siento generoso. Billy regresó a casa conduciendo con máxima precaución, por temor a provocar un accidente. El corto trayecto que va desde Rodeo Drive hasta Holmby Hills está sembrado de oportunidades de atropellar a peatones y ella se daba cuenta de que estaba tan indignada que temía no concentrarse. Su dominio de sí misma resistió mientras cruzaba la enorme casa, sin hablar con ninguno de los criados. Llegó a su gabinete, atravesó el dormitorio y el baño y se encerró con llave en su refugio, el vestidor principal. Aquella 406
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habitación, de diez metros de lado, alfombrada de color marfil y con las paredes tapizadas de seda lavanda pálido, contenía hileras y más hileras de trajes. En el centro de la habitación, una cómoda Lucite dividida en cientos de cajones cada uno con un accesorio distinto. En una habitación contigua, refrigerada a siete grados centígrados, se guardaban las pieles. En ninguna de aquellas habitaciones entraba nadie que no fuera Billy o su doncella personal. Había una tribuna en el centro de una de las paredes, con un amplio diván tapizado de terciopelo color marfil y lleno de almohadones de seda de los colores de las anemonas y las amapolas de Islandia. Billy se dejó caer en él, jadeando tras la larga carrera a través de la casa y se echó por encima una vieja toquilla que le había hecho la tía Cornelia. Se sentó sobre los pies y cruzó los brazos, para entrar en calor. Aquel sofá de la tribuna era su retiro para los momentos en que deseaba estar sola para pensar. A su lado había un teléfono que sólo ella utilizaba y un timbre para llamar a la doncella. Mientras estaba en la tribuna, nadie se atrevía a molestarla y, en su actual estado de ánimo, a Billy le parecía que se quedaría allí el resto de su vida. ¡El muy canalla la había atrapado! ¡Oh, qué cómodo, qué oportuno y qué bien planeado! Atrapada, ¡maldita sea su estampa!, en el cepo más viejo que conoce el hombre. Cuando Valentine se lo dijo, le pareció oír cerrarse la trampa. Seguramente Vito se proponía convertirla en una esposa a la italiana, de las que tienen un bambino tras otro, tal vez que aprendiera a cocinar con mucho aceite de oliva y mucho ajo, para que engordara mientras él andaba por el mundo haciendo películas y dándose importancia y sólo volvía a casa el tiempo justo para preñarla otra vez. ¡Oh, qué maquiavélico hijo de perra le había resultado! Mamma Orsini. Quién iba a pensar que ella, Billy Ikehorn, se convertiría en la mamma Orsini. ¿Cómo se las habría ingeniado aquella serpiente? ¿Cómo había podido prepararlo para hoy precisamente cuando ella le había dicho al fin algunas de las cosas que tanto la habían hecho sufrir? Claro, así podría darle unos golpecitos en la cabeza y decirle que ya no estaría sola. ¡Qué infernal manipulador! Billy entornó los ojos mientras calculaba. Siempre tuvo un periodo muy irregular y mientras esperaba los resultados de las nominaciones estaba tan nerviosa que apenas notó las faltas. ¿Cuándo fue la última vez? Miró el calendario que tenía al lado del diván. Luego se levantó, entreabrió la puerta del cuarto de baño y miró. No había nadie cambiando toallas ni regando las plantas. Se acercó rápidamente al armario y miró los frascos del anticonceptivo. Los contó dos veces y volvió al vestidor cerrando la puerta con llave. Consultó de nuevo el calendario. Fue al ginecólogo la misma mañana que llevó a Dolly el regalo de Navidad y entonces acababa de pasar el periodo. Su médico tenía un método para asegurarse de que todas sus "chicas" de más de treinta años fueran a verle por lo menos dos veces al año, que 407
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consistía en recetarles píldoras sólo para seis meses. Entonces, ¿por qué le quedaban seis frascos completos? De no saber que era imposible, hubiera dicho que no había tomado una sola píldora desde Navidad. Pero era imposible. Imposible. Bruscamente, Billy echó la cabeza atrás y soltó una fuerte carcajada. Esta vez sí que la había hecho buena. Desde luego, se había lucido. Casi tres meses ya. Un desliz. Billy no necesitaba conocimientos de psicoanálisis para comprender inmediatamente que lo había hecho adrede. Entonces, si quería tener un hijo, ¿por qué se puso tan furiosa con Vito hacía apenas un minuto? ¿Por qué había estado tan antipática con la pobre Valentine? Billy se balanceaba abrazada a sus rodillas, sin dejar de reír, mientras trataba de interpretar el funcionamiento de su subconsciente… ¿o era el inconsciente? En realidad, no lo sabía, no conocía la terminología; era en lo único que no estaba al día. Hacía mucho tiempo que actuaba movida por el impulso, se metía en determinadas situaciones, eludía otras y movía resortes con mejor o peor fortuna, pero nunca con premeditación. —¿Premeditación? Al reflexionar sobre lo ocurrido, pensó que una mujer que se olvida de tomar el anticonceptivo durante tres meses demuestra una extraordinaria determinación. Billy se palpó el estómago. Aquel hijo sería otro producto de su inveterada costumbre de obedecer a los impulsos, como… como todo lo que había hecho en su vida. Se llevó las manos al seno derecho y luego al izquierdo, y los sopesó. Estaban más grandes y, en cierto modo, más cálidos de lo que habían estado desde que tenía dieciocho años. ¿Cómo podía una mujer, y una mujer tan cuidadosa de su cuerpo como ella, pasar por alto indicios tan reveladores? ¿Qué mujer busca la maternidad y luego se resiste a creer que está embarazada? ¿Y por qué? Una buena pregunta. Billy tomó un bloc y una pluma que estaban en el diván y se puso a escribir, apretando los dientes, decidida a despejar la primera incógnita. Por el momento, sabía que le sería imposible llegar al fondo. En primer lugar, no se sentía preparada para ser madre. Si tenía un hijo, nunca volvería a ser una mujer despreocupada, exenta de grandes responsabilidades. En segundo lugar, ella quería seguir siendo como una novia para Vito. Pero, en este aspecto, Espejos le había ganado la partida, incluso antes de la boda. Esposa, sí, lo era, pero novia… Esta fase la habían soslayado. En tercer lugar, ella quería tomar todas sus decisiones por sí misma, cuando ella quisiera, con aquella autoridad que había ejercido durante tantos años. No quería ser sorprendida y obligada por la Naturaleza. Billy no consentía que la vida la zarandeara a su antojo. 408
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En tal caso, ¿por qué no se casó con alguno de aquellos hombres sumisos, decorativos, divertidos y calzonazos que están a la disposición de las mujeres con dinero? No fue por error por lo que había elegido a Vito y volvería a elegirlo en aquel momento, aun sabiendo lo que ahora sabía, ni porque él fuera el hombre del que se había enamorado, sino porque era la clase de hombre que a ella le gustaban. Su autoridad, su decisión, su independencia —todas las cualidades que le permitían prescindir de ella— era lo que ella más admiraba. Ella no podía asfixiarlo con sus exigencias, entre otras cosas, porque él no se lo consentiría. Billy se dijo que la vida resulta un poco paradójica cuando uno empieza a madurar. Cuarto: ella quería serlo todo para Vito y no tener que compartirlo con nadie. Y ésta era la más absurda de todas las razones. Lo había compartido desde el primer día; con sus preocupaciones, con el guión que se estaba gestando, con aquellas interminables reuniones, con todo aquel circo que había que organizar para hacer una película, con Fifi, con Svenberg, con la moviola. El cine es, esencialmente, trabajo de equipo. Pero cuando buscara calor humano, sentimiento de lealtad absoluta, Vito recurría siempre a ella. El niño no le quitaría a Vito; al contrario, el niño sería alguien que los uniría más aún. Billy leyó las tres o cuatro frases que había escrito en el bloc. La única que tenía sentido era la que decía que, a los treinta y cuatro años, todavía no se sentía preparada para ser madre. ¿Treinta y cuatro? Se rió de su absurda ofuscación, pues también había olvidado su treinta y cinco cumpleaños, que fue en noviembre, en pleno montaje de la película. Desde luego, se había vuelto muy olvidadiza. ¿Pensaba esperar hasta los sesenta años? Sin embargo… qué difícil resultaba renunciar a la libertad. Evidentemente, su subconsciente, o tal vez su inconsciente, había decidido por ella. Sin duda, sabía mejor lo que le convenía y tal vez se regía por un calendario solar o lunar o algo por el estilo. Billy miró la lista lúgubremente. Desde luego, era una pájara de cuidado. En realidad, una estúpida. Lo quería todo, lo posible y lo imposible, y sólo se rendía en el último momento, debatiéndose y protestando. ¡Bonito ejemplo para una pobre criaturita inocente! Lenta y deliberadamente fue tachando todo lo escrito en el bloc. Luego, con firmes rasgos, escribió: «¿CORNELIA ORSINI? ¿WINTHROP ORSINI?» y miró los dos nombres con un sentimiento de aquiescencia, de naciente ternura y de una sorpresa que ya empezaba a evaporarse. Media hora después salió de su ensueño y advirtió que todavía no había decidido qué se pondría aquella noche. Dejó cuidadosamente el papel encima de la mesa, se quitó la ropa y se dirigió a la sección del cuarto ropero en la que se guardaban sus vestidos de noche. Rebuscó entre docenas de trajes, cada uno en su bolsa de plástico, y no tardó en encontrar el dos piezas de seda blanca de Mary McFadden que había comprado hacía un mes. Se puso la tenue túnica plisada, estampada con un dibujo abstracto de flores 409
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que en sí merecía ya un marco y la falda larga que todavía pudo abrocharse. Dudó unos momentos entre siete pares de zapatos plateados y al fin se calzó. Mientras se dirigía hacia el espejo de tres cuerpos, dotado de luz artificial a fin de reproducir la iluminación nocturna, se ciñó la túnica a la cintura con un cordón. No estaba mal. En realidad estaba bien, muy bien. Billy se miró en las tres lunas del espejo, de frente, de lado y de espaldas. No era un modelo tan devastador como el vestido rojo de Valentine, pero resultaba aceptable. Se acercó al diván y cogió uno de los almohadones de seda, luego se aflojó el cinturón y metió el almohadón debajo de la túnica. Volvió al espejo, andando de lado, como si quisiera verse de improviso. Humm… No le faltaba cierto estilo. Recordaba a Boticelli con aquellas suaves curvas. ¿Y con otro almohadón? La túnica no daba más de sí. ¿Y si la sustituía por una chaqueta larga de Geoffrey Beene de tisú de plata y oro? Desde luego, allí cabían tres niños. Ató el cinturón de Mary McFadden sobre el Beene a la altura de la ingle y añadió un tercer almohadón. Extraño efecto. Una madonna de Memling, pero no del todo. Sin embargo, tenía su estilo. Aunque no era un estilo que Been o McFadden firmarían. Ahora Valentine podría diseñar vestidos maternales a su antojo. ¡Oh, Dios! ¡Valentine! Cómo pedirle perdón. La verdad resultaría demasiado complicada. Apenas empezaba a entenderla ella. Ya encontraría algo que decir, pensaba mientras cogía el teléfono. Maggie llegó a "Scruples" poco después de almorzar con un joven actor al que con gran tacto había convencido para que no firmara el contrato de su próxima película hasta después de que se entregaran los Premios, por mucho que su agente lo presionara. Maggie se ganó la eterna gratitud del actor que, Oscar en mano, pudo sumar tres cuartos de millón de dólares al contrato que había estado a punto de firmar veinticuatro horas antes. Algunas de las docenas de llamadas telefónicas que hizo Maggie aquel día transmitían el inconfundible mensaje de: "Toma el dinero y corre". Otras aconsejaban: "Espera a ver qué pasa". No todos siguieron su consejo, pero absolutamente todos lo recordaron después. Gracias a la labor de aquella mañana, la leyenda de Maggie alcanzó proporciones míticas. Maggie McGregor sabía perfectamente cómo funcionaba el negocio del cine. Era una de las pocas personas que lo saben. Tal vez, la única. Valentine tenía el vestido de Maggie preparado para su envío al camerino que Maggie usaría en el Dorothy Chandler Pavilion, donde se efectuaría la entrega de los Óscars. Habían hecho la última prueba varios días antes, pero Maggie quería probárselo una vez más para que lo viera Spider. —Ya lo verá por televisión —dijo Valentine—. Está diseñado para eso. 410
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—Quiero ver la cara que pone al ver lo que has hecho —dijo Maggie contoneándose y poniendo los ojos en blanco, divertida y satisfecha—. Se caerá de espaldas. Pero Spider, cuando al fin fue localizado y llamado al estudio de Valentine, miró a Maggie desde dentro de su esfera de cristal, acariciando reverente y distraídamente su soberbio escote y asintiendo con gesto de aprobación, como si sintiera el contacto frío y suave de una estatua. —Encantadora. —Le dedicó una aproximación de su antigua sonrisa. Mirar y tocar a Maggie tuvo la virtud de hacer que el cristal de su esfera se adelgazara hasta casi desaparecer. Su sonrisa se acentuó—. Esto sólo puedo autorizarlo una vez al año, Mags. De lo contrario, tu público dejaría de tomarte en serio y no haría sino esperar que uno u otro se saliera del todo. Buena suerte esta noche. ¡Y no te agaches! —la besó maquinalmente y salió de la habitación caminando con evidente cansancio. —Ese muchacho no está bien —dijo Maggie con ansiedad. —Serán purgaciones —cortó Valentine—. Oye, aquí la hermosa Colette te ayudará a quitarte esa invitación a la orgía y lo meterá en su bolsa. Recuerda, nada de joyas. Yo estaré viendo el programa, conque no te desmandes. Ahora tengo que ir a llamar por teléfono antes de que esto se convierta en una casa de locos. Esta noche tú serás la más guapa de la pantalla. Bonne chance! Valentine entró en el cuartito donde solía dibujar y descolgó el teléfono. Tenía que llamar a Josh. Él la llamó dos veces el día anterior y ella no pudo ponerse al aparato. Cuando llegó a casa por la noche estaba tan cansada que dijo a la telefonista del vestíbulo que le tomara los recados. Él llamó una vez y le dijeron que Valentine no recibía llamadas y aquel día había vuelto a llamar mientras ella estaba con Maggie. Marcó lentamente el número del despacho de Josh, deseando que todavía no hubiera vuelto de almorzar. La secretaria le pasó la comunicación inmediatamente. —¡Valentine! ¿Te encuentras bien? Debes estar exhausta, pobre amor mío. —Parecía muy preocupado. —Sí, aquí hay un jaleo tremendo, Josh, pero también es divertido. Lo malo es que cada una de las mujeres a las que visto se lleva, con el vestido, unas cuantas gotas de mi sangre. —Me indigna que trabajes de ese modo. Billy no debería consentirlo. —Ella no tiene la culpa. Yo hubiera podido rechazar encargos. No te aflijas. —Valentine se daba cuenta de que estaban haciendo conversación, como dos semidesconocidos. Suspiró, esperando la frase que había de llegar indefectiblemente. —Mi vida, ¿estarás demasiado cansada para cenar conmigo esta noche? —lo preguntaba con tanta naturalidad como si no tuvieran nada de particular de qué hablar. De pronto, Valentine sintió el
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imperioso afán de retrasar el momento de la decisión final, aunque no fuera más que un día. —Perdona, Josh, pero estoy que me caigo y todavía no es ni media tarde. Tardaré aún varias horas en terminar con la última de mis clientes y para entonces voy a estar completamente atontada. Esta noche no, cariño. Mañana. Me levantaré tarde. Puede que ni siquiera venga a la tienda. Lo comprendes, ¿verdad? ¿Josh…? —Desde luego. —Él tenía la sensación de estar llevando una negociación delicada, pero perfectamente controlada—. Te dejo que vuelvas a tu trabajo. «¡Caray! —pensaba Josh—. Para que luego hablen del novio reacio…» Valentine era una mujer a la que había que convencer para que te prometiera pensar que tenía que pensar que pensaría en darte una respuesta. Sin embargo, ¿no era precisamente aquella propensión a la evasiva uno de sus mayores atractivos? Con la mano todavía sobre el teléfono, Josh permaneció sin moverse más tiempo del que él mismo creía, pensando en un futuro en el que volver a casa y encontrar allí a Valentine sería algo cotidiano, un acto que al fin se convertiría en rutina, una rutina deliciosa, desde luego, pero rutina. Sabía que era inevitable. ¿Echaría de menos la emoción de la doble vida, los placeres de una aventura amorosa mantenida en secreto? ¿Perdonarían a Valentine las amigas de Joanne y las esposas de sus asociados, o tendría que buscar nuevas amistades? ¿Y qué efecto le produciría volver a tener en casa un cubo con pañales sucios? Por grande que fuera la casa, siempre olía. Era una posibilidad. Había visto ya a demasiados hombres de mediana edad formar una segunda familia para imaginar que él podría escaparse. De todos modos, ahora había pañales de celulosa, por lo que tal vez los cubos de los pañales habían pasado a la historia, al igual que las escupideras. De todos modos, cuando se casara con Valentine, estaría aposentado definitivamente. Una división de bienes era suficiente. Aposentado definitivamente. Era extraño, pero estas palabras tenían una resonancia un tanto lúgubre. En este momento, Josh apartó bruscamente la mano del teléfono, se tildó de imbécil y llamó a su secretaria. Josh Hillman no era de los que se echan atrás en el último minuto. Él era una persona formal y cuando tomaba una decisión formal la cumplía con formalidad. A última hora de la tarde, cuando todas las señoras, vestidas y peinadas, habían desfilado ya, recogidas por un cortejo de coches de alquiler, llegó a "Scruples" Dolly, oronda y radiante, seguida por Lester, más despeinado y nervioso que nunca, que no se apartaba de ella ni medio metro. —Valentine —gorjeó Dolly—, me siento como una niña.
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—¿Lo dices en serio? —Valentine, con una sonrisa fatigada, examinó el rostro sereno e infantil de Dolly—. ¿A qué milagro lo atribuyes? —El niño ha bajado. ¿No sabes?, un par de semanas antes de nacer, el niño se coloca. No son más que unos centímetros, pero, ¡qué alivio! Incluso me parece haber recobrado mi talle de siempre. —Puedo asegurarte que no es así. El que está hecho un figurín es Lester. Por lo menos ha perdido cinco kilos. —Es la tensión prenatal —dijo Lester con voz sorda—. Me la ha pasado a mí. Y además, la resaca. No hagas preguntas. Valentine pidió a la cocina un Bloody Mary muy picante para Lester, que le removiera el hígado y lo pusiera de nuevo en funcionamiento mientras ella se llevaba a Dolly para vestirla y Helen Saginaw, aquella excelente profesional, la peinaba y maquillaba. Después de cuarenta minutos y dos Bloody Marys para Lester, apareció Dolly, haciendo que Lester y Spider, que estaba con él, se pusieran en pie admirados. La cabeza de Dolly, pequeña y colocada sobre un esbelto cuello, asomaba como una estrella por encima de una nube de organza que reproducía los múltiples matices azul mar de sus ojos. La amplia falda, que arrancaba a una altura conveniente del cuerpo, estaba bordada con miles de brillantes. Su cuello largo y delgado estaba ceñido por una pequeña gorguera de corte isabelino. Llevaba el cabello recogido en un moño alto, salpicado también de brillantes y en las orejas lucía los pendientes de Billy. A pesar de que en la habitación no había iluminación especial, toda su figura despedía destellos. Dolly parecía un hada de nueve meses después de una pequeña indiscreción. Sólo su risa, aquella grata prueba de la existencia de un inagotable manantial de alegría, resultaba familiar. Los dos hombres la contemplaban con admiración y cierta reverencia y Valentine sonreía con viva satisfacción. Una modista que conozca su oficio —y que no tema emplear recursos de siglos pasados —puede sacar mucho partido de la Naturaleza. Lester tragó saliva y rompió el silencio. —Vamos a llegar tarde, Dolly. No tienes ni un minuto que perder. Oye, ¿de dónde has sacado esos pendientes? —Son de Billy. Me los prestó para darme suerte. ¿Sabes que tienen nueve quilates cada uno? —¡Que el Señor se apiade de nosotros, pobres pecadores! — murmuró Lester con voz tétrica—. Espero que estén asegurados. —No se me ocurrió preguntarlo. Tal vez no debiera llevarlos. — Dolly parecía una niña de once años ofreciendo su mueca favorita. —¡Tonterías! —dijo Valentine con vehemencia, mientras los empujaba hacia la puerta—. Billy se enfadaría. Marchaos… la calabaza espera. —Valentine —susurró Dolly, volviéndose para darse el beso de despedida—, luego, metiendo un poco las costuras, todavía podré llevarlo, ¿verdad? 413
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—De ese vestido haremos por lo menos dos, te lo prometo. Desde distintas ventanas del despacho, Valentine y Spider vieron alejarse el gran "Cadillac" negro alquilado para aquella ocasión por los estudios, en el que iban Dolly y Lester. Estaban solos en la tienda. Desde los sótanos hasta el tejado, no había nadie más. Aunque sabían que la pareja no podía verlos desde la calle, agitaron la mano en señal de despedida y luego se miraron, sonriendo todavía con la satisfacción casi paternal de haber intervenido en aquel cuento de Cenicienta. Era la primera mirada amable que intercambiaban desde hacía muchas semanas. —Dolly ganará —dijo Spider en voz baja. —¿Cómo puedes estar tan seguro? —preguntó Valentine, sorprendida por la firme convicción de su tono. —Maggie me lo dijo esta tarde. Pero nadie más lo sabe aún. Ni la misma Dolly. Es un secreto. —¡Pero esto es fantástico! ¡Qué noticia, Elliott! —Valentine vaciló un momento y, para no ser menos, anunció—: Y Vito va a ganar también. —¿Qué? ¿Quién te lo ha dicho? —Billy. Pero también es un secreto. Maggie se lo dijo anoche. Me pidió que no se lo contara a nadie. Si me lo dijo a mí fue porque quería disculparse por algo —explicó Valentine vagamente. —Maggie y sus grandes secretos —murmuró Spider—. ¡Pero eso es sensacional! ¡Por todos los santos…! Ahora empiezo a… Vito, Dolly, la Mejor Película. ¿Valentine? ¿Valentine? Valentine, ¿qué sucede? ¿Por qué estás llorando? —Estoy muy contenta por todos ellos —dijo Valentine, con voz tenue, desconsolada y falsa. —No son lágrimas de alegría —repuso él en tono perentorio. Aquella resistencia a sincerarse con él le hacía sentir una amenaza en el aire que rodeaba su esfera de cristal. La vio suspirar profundamente, como el que se dispone a tirarse de un trampolín muy alto y oyó que, con voz temblorosa le decía algo, que él no entendió. Con impaciencia y con un terror irracional, le sacudió por un hombro. —¿Qué dices? —Que voy a casarme con Josh Hillman. —¡Y qué carajo vas tú a casarte! —gritó Spider sin pensarlo ni una fracción de segundo. La esfera estalló con un estrépito que sólo él pudo oír. La membrana que él se había fabricado para protegerse de la acometida que esperaba desde hacía meses se había rasgado. Spider se precipitó de golpe en la realidad; estaba dotado de una clarividencia instantánea, en su mente, se derrumbaban las barreras y podía ver la luz al final del túnel. Todos sus sentidos estaban alerta, como si acabara de despertar de un encantamiento. Sentía un vértigo de alegría al advertir que su corazón estaba cautivo. Nunca había
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visto tan claramente a Valentine, a pesar de aquella media luz. Antes de que le hablara, él sabía que ella todavía no había comprendido. —¿Vas a decirme tú lo que he de hacer? —No estás enamorada de él. No puedes casarte con ese hombre. —¡Y tú qué sabes! —dijo ella con un ligero mohín de desdén. Todavía estaba tan ciega como lo estuviera él. Aquello que él sentía ahora en su sangre, en sus células y hasta en la médula de los huesos tendría que explicárselo una y otra vez hasta vencer su sublime testarudez. Dominando la impaciencia y a la pasión, apartó de su boca la mirada y la puso en sus ojos, atónitos y recelosos. —Te conozco tan bien que no tengo más que mirarte para saber que no estás enamorada de Josh. ¡Pero qué estúpido he sido! —Tal vez lo hayas sido, Elliott, pero, ¿qué tiene eso que ver conmigo? ¿O con Josh? —Todo. Siempre la misma Valentine, debatiéndose hasta el final. —Le tomó las manos y le habló en el tono en el que le hablaría a un potrillo salvaje—. Ven, siéntate ahí, en el sofá. Ahora, Valentine, vas a escucharme sin interrumpir, porque tengo que contarte una historia. —La miraba de un modo tan particular, con tanta ternura, tanto candor, tanta alegría y tanta seguridad que anulaba todos sus recelos, y por una vez en su vida, le impedía pensar con lógica. Valentine se dejó conducir al sofá. Se sentaron, todavía con las manos juntas. —Es la historia de dos personas, un muchacho alegre y despreocupado al que le gustaban todas y una jovencita de genio vivo que lo tenía por un caso perdido. Hace cinco o seis años, se conocieron y se hicieron amigos, a pesar de que ella desaprobaba la conducta de él. En realidad, llegaron a ser amigos entrañables. Se enamoraban —eso creían ellos— de unos y de otros, pero seguían siendo amigos. Incluso, de vez en cuando, se salvaban la vida mutuamente. —Spider se detuvo y la miró. Ella permanecía con la mirada baja, pero le escuchaba sin interrumpirlo. Estaba tan quieta que ni siquiera Spider podía adivinar que dentro de Valentine se había desatado un torrente de conjeturas y sentía en la sangre un cosquilleo de embeleso. Concentraba toda su atención en sus manos enlazadas. No se atrevía a moverse por temor a sufrir un vahído. »Valentine, esas dos personas no sabían que el amor sigue un camino muy largo, hasta llegar al corazón; eran impacientes, otras personas les salían al paso, desperdiciaban las buenas ocasiones, estaban tan ocupados que no se daban la menor oportunidad; cuando uno subía, el otro bajaba, pero, sin darse cuenta, a pesar de todos los obstáculos, se hacían indispensables el uno para el otro, de un modo tan permanente, tan permanente… como el Louvre. —¿Permanente? —la palabra pareció sacarla del trance—. ¿Cómo puedes hablar de algo permanente, con la cantidad de muchachas que ha habido en tu vida desde que te conozco? —le temblaba la voz y en sus ojos había aún un fondo de suspicacia. 415
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—Al principio, yo era muy joven y tonto. Después hubo tantas porque ninguna era lo bastante buena. Ninguna era la que yo quería en realidad, y bien sabe Dios que tú nunca me alentaste, de modo que seguía buscando. Oh, eres tú, tú, Valentine, la que yo quería, la única que querré. ¡Ay, Dios! ¿por qué no lo veía? No lo entiendo. Debí besarte en la primera ocasión, allá en Nueva York. Eso nos hubiera ahorrado cinco años de dar tumbos. Y esa pelea que tuvimos fue porque me consumían los celos. ¿No te diste cuenta? —¿Y por qué no me besaste, allá en Nueva York? —Supongo que porque me dabas miedo. Temía que no quisieras volver a verme, y yo no quería que eso ocurriera. —¿Y todavía te doy miedo? —el tono era exquisitamente zumbón. Aun sorprendida por una avalancha de felicidad, Valentine era capaz de reírse del hombre al que había amado desde el día en que lo conoció, aunque sin querer darse cuenta, pues su amor propio no le permitía competir con otras. —¡Oh… tú! —él la abrazó torpemente, casi con timidez, hasta que por fin besó por primera vez aquellos labios carnosos que él conocía tan bien. «Al fin —pensó—. Al fin, la tierra prometida.» Un minuto después, ella se retiró ligeramente y dijo: —Tenías razón, Elliott; nos hubiera ahorrado muchos rodeos. — Imperiosamente, Valentine palpó con las manos todos los planos de aquella cara que durante tanto tiempo deseó tocar. Le revolvió el pelo, se frotó contra sus patillas, pellizcando y acariciando su piel con el abandono de una pasión largamente reprimida. La alegría le ponía en los ojos una mirada seráfica mientras se posesionaba de su cara, de su textura, de su olor. Hundió la nariz en su cuello, olfateándolo con ferocidad, mordiendo, lamiendo y chupando como un vampiro que saboreara una presa exquisita. —¡Ah, bruto, zoquete! ¿Por qué has esperado tanto? Me gustaría sacudirte hasta que te bailaran los dientes. Pero eres demasiado grande para mí. —No es mía toda la culpa —protestó él—. Has estado intratable todos estos meses. No hubiera podido acercarme a ti. —Eso nunca lo sabremos. Hubieras podido tratar de besarme antes, idiota. De todos modos, no te preocupes por darme excusas. Pienso echártelo en cara durante mucho tiempo. Él nunca había oído palabras tan dulces como aquellas amenazas. —¿Mucho tiempo? ¿Mientras vivamos? —Por lo menos. Anochecía y en la habitación sólo estaba encendida una lámpara, encima del escritorio. Spider empezó a desabrochar la bata blanca de Valentine. Sus dedos, de ordinario tan agiles, no acertaban con aquellos grandes botones y ella tuvo que ayudarlo. A pesar de su experiencia, los dos estaban torpes, como si hicieran aquellos movimientos por primera vez. Y sin embargo, mientras se desnudaban mutuamente, ambos comprendían que no podían obrar 416
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de otro modo. Cuando al fin estuvieron desnudos, tendidos en el gran sofá de gamuza, Spider pensó que nunca había visto tanta armonía, una unidad tan perfecta. Los senos de Valentine delicados y turgentes, parecían tener la misma arrogancia impertinente de su rostro. Su vello púbico tenía el tono rojizo de su cabellera, pero era más ensortijado. Al tocarlo por primera vez, le pareció conocer ya su suavidad por haberla soñado muchas veces. Valentine, que se mostrara tan voraz minutos antes, permanecía inmóvil, ofreciendo orgullosamente su cuerpo a la mirada de él, como una princesa cautiva, el premio de una gran victoria. Aparecía tan luminosamente blanca junto a la piel bronceada de Spider, que él imaginó que sería frágil, pero cuando empezó a acariciarle los senos ella le abrazó con fuerza y pasó un muslo sobre su cadera, inmovilizándole. —Quédate así un ratito —susurró—, quiero sentir todo tu cuerpo, conocer tu piel. —Y él se quedó quieto, como una presa sumisa y ufana. Estaban tendidos de lado, apretados uno contra otro, respirando juntos, palpitando juntos, sintiendo crecer la pasión que, como una cálida bruma sobre un lago, iba envolviéndolos como un capullo. Muy pronto, empezaron a jadear, inmóviles todavía pero llenos de un ávido afán. Cuando él compendio que ella deseaba más que nada en el mundo el acto simple e irrevocable, penetró directa y sencillamente. Ella jadeó de placer. Él estaba aprisionado, totalmente aprisionado, y aquel sueño era tan cálido y prieto que él no sentía un deseo irresistible de eyacular. Pero Valentine empezó a mover lánguidamente la pelvis hasta que ambos sintieron una viva urgencia, una inflamada urgencia, una urgencia que era tanto del cuerpo como del alma, para conocerse al fin, unirse, fundirse en uno solo. Mientras el crepúsculo de marzo dejaba paso a la noche, ellos inventaron el acto del amor el uno para el otro, y después, se sintieron tan humildes como los incrédulos que se convierten en peregrinos, de animal grande como era su asombro ante su poder para crear, juntos, algo nuevo que ninguno había conocido hasta entonces. Valentine se quedó dormida en los brazos de Spider, como un exótico ramillete de flores rosas, rojas y blancas, húmedas y aromáticas, abandonándose a él en el sueño con la misma confianza con que se había entregado despierta. Spider también hubiera podido dormir, pero quería mirarla, asombrado y, al mismo tiempo, plenamente convencido. Ella era Valentine y no lo era. Por mucho que él creyera conocerla, nunca sospechó que pudiera haber tanta dulzura bajo aquella vivacidad. El mundo estaba lleno de espléndidas sorpresas. El despacho se había convertido en una cámara nupcial. ¿Podría sentarse alguna vez a aquel escritorio frente a ella y hablar de trabajo, sin acordarse de la habitación como estaba en aquel momento? ¿Podría verla alguna vez con su bata blanca sin sentir deseos de quitársela? Si no podía, sonrió Spider para sí, tendrían que
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cambiar la decoración del despacho y Valentine habría de ponerse otra clase de prenda para trabajar. Al despertar en los brazos de Spider, Valentine comprendió claramente que aquél era el momento más feliz de su vida. Nada sería igual que antes. El pasado era otro planeta. Había terminado la búsqueda del hogar. Ella y Elliott eran toda su patria. —¿He dormido mucho rato? —No lo sé. —¿Qué hora es? —Tampoco lo sé. —Pero… la televisión… los Premios. Seguramente nos los hemos perdido. —Seguramente. ¿Lo sientes? —Claro que no, mi Elliott. Entre los dos, sólo teníamos a unas doscientas clientes en el escenario y la sala. Les diremos a todas que estaban sensacionales. —¿Vas a seguir llamándome Elliott el resto de mi vida? Valentine se quedó pensativa. —Tú no insistirás en que te llame Spider, ¿verdad? ¿Por qué no Peter? Después de todo, ése es tu nombre. —No, por Dios. Eso no. —Podría llamarte amor mío o podría llamarte marinero. Me gusta eso de marinero. ¿Qué dices tú? —Llámame como quieras, pero llámame. —¡Oh, amor mío! Eran generosos con los besos. Ya no estaban cohibidos, sino que, enlazados eran como un árbol fuerte. Finalmente, Spider preguntó lo que tenía que preguntar. —¿Qué piensas hacer con Hillman? —Tendré que decírselo mañana. De todos modos, él lo comprenderá en cuanto me vea. Pobre Josh… De todos modos, no le di más que un vago quizá… —Pero, por la forma en que me lo dijiste, creía que ya estaba decidido. —Todavía no estaba segura. No podía estarlo. —¿Así que me lo dijiste a mí antes que a él? —Eso parece. —Me pregunto por qué. —Yo no lo sé. —Ella lo miró con una expresión de inocente cachorrillo y Spider decidió guardar sus sospechas para sí. hay preguntas que son innecesarias. —Imagina —dijo él, apartando los rizos de su frene para poder ver toda su cara, pequeña y preciosa—, la sorpresa que se van a llevar todos… —Todos, excepto siete mujeres —dijo Valentine con una mirada maliciosa en sus grandes ojos verdes.
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—¡Eh, un momento! —exclamó Spider, sintiendo que volvían a despertarse sus sospechas—. ¿A quién se lo has dicho? —¿Cómo iba a decir lo que ni yo misma sabía? Me refiero a tu madre y a tus seis hermanas. Creo que lo supieron nada más verme. —Oh, Val, no seas tonta. Ellas se figuran que soy irresistible. —Y lo eres, marinero, lo eres. Billy se quedó en su vestidor toda la tarde, divagando mientras examinaba vestidos con mirada distraída y vaciaba bolsos de los que extrajo veintitrés dólares y veinte centavos en monedas. Se sentía muy sensible, casi como si hubiera cambiado la piel y no le apetecía salir de su retiro. De pronto, con un sobresalto, pensó que Vito ya debía de estar en casa, vistiéndose. Se había quitado el Mary McFadden para no arrugarlo y se había puesto una vieja bata de casa a la que le tenía gran cariño, de la gran época de Balenciaga, de terciopelo y seda amarillo azafrán con forro y puños de tafetán rosa vivo. Abrió la puerta del cuarto de baño. Era como entrar en un jardín, lleno de la fresca fragancia de la tierra húmeda de las macetas de margaritas, narcisos, jacintos y violetas dispuestas a uno y otro lado de la bañera empotrada en el suelo y alrededor de los doce rosales que el jardinero había llevado del invernadero. Estaban cuajados de capullos. Distraídamente, Billy pensó que dentro de dos semanas estarían en flor. Llamó a la doncella y cruzó el dormitorio, buscando a Vito. No estaba en el vestidor, ni en su enorme baño de mármol verde y blanco, ni en la sauna. Lo encontró en la sala que formaba parte de sus habitaciones particulares, una habitación íntima y acogedora, con cortinajes de algodón en tonos tostados y amarillos, un antiguo biombo coreano de laca negra y oro y una colección de maceteros japoneses del siglo XVII que contenían ocho docenas de tulipanes color naranja a medio abrir. Vito había entrado en la pequeña despensa del mayordomo contigua a la sala, y sacado una botella de "Château Silverado" de la nevera en la que solía haber vino blanco, champaña, caviar y paté de foie-gras. Parecía ir a brindar por sí mismo. Billy tomó otra copa de una pesada bandeja de plata colocada sobre una mesa de laca negra y se la dio a llenar, con el rostro sereno y una fuerte emoción en los ojos. —Me alegro de que hayas vuelto, cariño. Es tarde, pero ya me daré prisa. ¿Qué tal el almuerzo con ese cabrito de mierda? —Vaya lenguaje usáis las muchachas ricas. No deberías ser tan dura con ese pobre montón de boñigas de búfalo. Mis contables han terminado ya de calcular los gastos de Espejos y resulta que cuando él trató de incautarse de la película habíamos sobrepasado el presupuesto casa en cincuenta mil dólares. ¿Lo crees? —Lo creo. Y sigo diciendo que es un cabrito de mierda. ¿Quién pagó el almuerzo?
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—Él insistió. Como lo tenía agarrado por las bolas, no tuvo más remedio que darme su corazón. —Y, según pensaba Vito, no le costó más que cuarenta y pico de dólares más un millón y medio. Mientras volvía a casa, decidió no contar a Billy lo de su apuesta con Arvey hasta después de los Óscars. Bastante le costaría digerir su éxito de aquella noche sin saber que su próxima producción estaba prácticamente decidida, a falta únicamente del berrinche que iba a llevarse el pobre Arvey. Y, ¿quién sabe?, tal vez Redford y Nicholson realmente estuvieran interesados. Era el libro del año, quizás el libro de la década. —Es lo menos que podía hacer —dijo Billy. Era evidente que estaba pensando en otra cosa que Vito ignoraba, pero nunca la vio tan contenta. —¿Puedo preguntar qué es lo que te ilumina como si fueras un condenado árbol de Navidad? —Por Dios, Vito, es nuestra gran noche. ¿Por qué quieres que me alegre? ¿Por el Lunes de Pascua? ¿Por la Toma de la Bastilla? ¿Por el cumpleaños de Fidel Castro? ¿Por los exámenes de fin de curso de Amy Carter? —dio una voltereta haciendo un molinete con la falda mientras bebía el vino de la preciosa copa de antiguo cristal que luego estrelló contra la chimenea—. Debo de tener sangre cosaca — dijo, muy satisfecha consigo misma. —Será mejor que tengas sangre de galgo. Te quedan exactamente quince minutos para vestirte y subir al coche. —Le dio una fuerte palmada en las nalgas y la vio tirarle un beso y salir de la habitación. Vito se sentía sorprendido. Billy estaba distinta aquella noche y no era sólo que no llevaba sus pendientes. Era una fuerza… un triunfo secreto. El aspecto de ella podía compararse a lo que él sentía interiormente. La Academia de Artes y Ciencias de Hollywood se había dado cuenta al fin de que la ceremonia de entrega de los Óscars, salvo los contados y esperados minutos finales, necesitaba un poco de animación para los telespectadores. Más que los escenarios suntuosos, lo que interesaba a los cientos de millones de personas que contemplaban el programa eran rostros famosos en momentos en los que el ciudadano medio podía sintonizar con ellos, momentos de tensa espera, de ilusión, de crisis, de disimulada decepción, de nerviosismo y de explosiva alegría. Los organizadores autorizaron a los componentes del equipo de Maggie, todos ellos vestidos de etiqueta, a que tomaran posiciones en la platea del Dorothy Chandler Pavilion, con sus micros de mano y sus minicámaras. De este modo, en lugar de los fugaces planos de estrellas sentadas en su localidad, acompañados de algún "zoom" con el guiño de un ojo célebre que solía desaparecer de la pantalla antes de que el público pudiera reconocerlo, aquel año habría profusión de 420
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largos primeros planos y hasta podían escucharse fragmentos de conversaciones en los momentos de la presentación en los que el público no mantenía un expectante silencio. Los hombres de Maggie pasaban inadvertidos, y al poco rato, los finalistas de los distintos Óscars, todos ellos sentados en localidades próximas al escenario, casi olvidaron que la ceremonia estaba siendo transmitida en directo. Billy y Vito no llegaron a sus localidades hasta mucho después de que Maggie acabara de entrevistar a las estrellas a medida que iban entrando, pero antes de que empezara la ceremonia ya estaban situados. Maggie se encontraba entre bastidores. Ya había entrevistado también a los presentadores en sus camerinos. Todos estaban tan nerviosos que habían hablado por los codos. Ahora acababa de entrar en la cabina de control, donde estaba el realizador, para cubrir la ceremonia en sí. Maggie había elaborado un plan de trabajo basado en una norma muy simple. —Si Sly Stallone está rascándose el trasero mientras el tipo que ha ganado el Oscar a los Mejores Efectos de Sonido viene por el pasillo —dijo a sus tropas—, SEGUID ENFOCANDO A SLY hasta el preciso momento en que el fulano reciba la estatuilla y entonces, y sólo entonces, enfocadlo a él. —¿Y las palabras de agradecimiento, Maggie? —preguntó un ayudante de dirección. —Le dais veinticinco segundos. No, veinte. Y luego volved a la platea. Fue un espectáculo muy interesante. Desgraciadamente, la Academia no ha vuelto a conceder este permiso. El público que asiste a la entrega de los Óscars está realmente prisionero. Ni todos los santos del cielo pueden ayudar al que, durante la transmisión del acto por televisión, siente la necesidad de ir al lavabo. No hay intermedio que los salve. Billy se sumió en un ensueño durante la interminable interpretación de una de las cinco piezas finalistas para el Oscar a la Mejor Canción con que se abrió la velada. Billy se daba cuenta de que su cerebro nunca había funcionado con tanta lógica como entonces. La forma en que analizó y afrontó las causas que provocaron su embarazo había liberado unos poderes de raciocinio que estaban empezando a desterrar su hábito de dejarse llevar por los impulsos. El método de hacer una lista siempre resulta eficaz. Aquel día, en el momento en que tomó su pluma, le pareció oír la voz de la tía Cornelia que le decía en tono severo pero cariñoso: «Wilhelmina Winthrop, súbete esos calcetines.» Sabía que estaba llegando a la plenitud de su vida y no quería hacerlo a ciegas, dando manotazos alrededor, tratando de mantener su mundo atado y controlado, como si fuera un globo incapaz de volar. Era hora de soltar amarras y dejar que el globo se elevara llevándola a bordo y volar sobre nuevos parajes, despejados y bañados por el sol, manejando los instrumentos de control con mano 421
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suave. ¿Cómo se pilota un globo? ¿Tenía timón, cuerdas o qué? No importaba. Por lo menos, no estaría sola en el globo. Estaría el niño, y después otro, desde luego. Ella había sido hija única y no quería que su hijo supiera lo que era aquello. ¿Tres hijos en total? Había tiempo, si se daba prisa. No, ya empezaba a manipular y a querer disponer las cosas a su aire y entonces era cuando se torcían. Primero, aquel niño y después, ya vería. Bueno, la próxima vez, ya verían. Vito y ella. Después de todo, ¿y si pasara unos años desempeñando el papel de la mamma Orsini? A lo mejor le gustaba, pensó estremeciéndose. Hubo aplausos a la canción y aparecieron dos nuevos presentadores, un muchacho encantador y una muchacha encantadora, hechos un manojo de nervios que trataban de anunciar el premio a la Mejor Película de Dibujos Animados, según le pareció entender. Mientras se sucedían los títulos de las películas y nombres de los autores, muchos de ellos checos y japoneses, pronunciados a trompicones y con voz temblorosa —¿es que no ensayaban?—, Billy volvió a coger el hilo de sus pensamientos. Sería fácil, más aún, inevitable, escudarse en su providencial fertilidad y saborear los goces de la maternidad, pero Billy empezaba a conocerse —y ya iba siendo hora— y comprendía que una fecundidad tardía no había de bastarle indefinidamente. ¿Y si tratara de resarcirse de su imposibilidad de controlar a Vito controlando a sus hijos —su hijo— sus hijos? La tentación sería fuerte, y Billy no se distinguía precisamente por su fortaleza ante la tentación, pero no debía consentirlo. Vito siempre sería dueño de sí mismo y por consiguiente, sus hijos debían serlo también. No era una conclusión muy grata, pero tendría que aceptarla. De una vez por todas. La única persona que siempre le pertenecería era ella misma. Ya habían pasado los días en que Ellis la ponía por encima de todo. También habían pasado los días en que ella podía separar su vida puramente física del resto de su vida y decidir fríamente cómo vivirla. Los miembros viriles de todos los enfermeros, incluido Jake, no eran más que herramientas. Piezas de maquinaria. El pene de Vito, por el contrario, era un órgano, como el corazón. No era un objeto, era el mismo Vito, el amor de su vida, a pesar de sus pesares. Billy volvió su atención al escenario en el que cuatro caballeros con cuatro idénticas barbas negras recibían sendos Óscars. ¿Por los Dibujos Animados? ¿Raskolnikov, Rumpelstiltskin, Rashomon y Von Rundstedt? No podía ser. Sin embargo, eran de Toronto, así que debían ser efectivamente los de los dibujos animados. Todo, como de costumbre. El premio siguiente era para el Vestuario. Las imágenes proyectadas en la pantalla gigante distrajeron momentáneamente a Billy de sus pensamientos. Cuando se anunció el ganador —¿otra vez Edith Head?— No, este año era otro. ¿Qué obcecación le impulsó a 422
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tratar de resucitar los corpiños bordados precisamente en una noche como aquélla? Billy volvió a su monólogo interior. En el mismo núcleo de su vida había un gran problema. En realidad, podía resumirlo en una frase. Si quería seguir casada con Vito —y quería— sin excesivo resentimiento, sin excesivos celos y sin más sinsabores que los normales en cualquier matrimonio, tenía que buscar un quehacer permanente que no dependiera de él. ¿Era esto el compromiso al que tan enigmáticamente se refería Jessica? Billy no necesitaba hacer la lista de la tía Cornelia para averiguar, de entre todas las posibilidades que le ofrecía el mundo, cuál elegiría. Todo señalaba a "Scruples". Ella tuvo la idea primitiva. Ella la hizo viable. Cierto, estuvo a punto de fracasar. Cuando ella cometía un error, no era una tontería sino una condenada obra de arte. Pero se dio cuenta de que aquello marchaba mal y llamó a Valentine para que se lo arreglase. El que Valentine le hubiera traído a Spider que demostró tener la imaginación suficiente para transformar a "Scruples" de arriba abajo, de nada hubiera servido si ella no hubiera colaborado plenamente tan pronto como él le señaló el camino. En otras palabras, y aunque estuviera ella delante, Billy tenía lo que se llama capacidad ejecutiva. Billy interrumpió sus autofelicitaciones cuando se anunció el Oscar a la Mejor Fotografía. Svenberg era finalista y Billy contuvo el aliento. maldición. John Alonzo. Pobre Per. De todos modos, estaba ya tan satisfecho con los anuncios de Espejos… Además, ya tenía dos Oscars. Mientras se interpretaba otra canción, con una presentación digna del Radio City Music Hall de los años cincuenta —¿de dónde sacarían aquellos números?— la cabeza de Billy empezó a despedir ideas como una bengala echa chispas. Había en el mundo infinidad de mujeres ricas que vivían muy lejos de "Scruples". Podía abrir sucursales en varios continentes. Río estaba a punto de caramelo… Zúrich… Milán… Sao Paulo… Montecarlo… Múnich… Chicago… y Dallas y Houston. Y Nueva York. Ah, Nueva York. Una vez, durante un almuerzo, hacía unos seis años, Gerry Stutz le dijo por qué no había abierto una sucursal de "Bendel's". porque en ninguna ciudad de los Estados Unidos salvo Nueva York había mujeres suficientes que pudieran comprender y sostener el planteamiento comercial de "Bendel's". Billy daría a Gerry la oportunidad de defender su territorio. "Scruples" no limitaba su campo de acción a la moda selecta de vanguardia. El enfoque podía modificarse para que se ajustara a cualquier ciudad, siempre que el país en que se hallara contara con una amplia clase acomodada. Billy sentía un cosquilleo en los dedos ante aquellas perspectivas. Visitar ciudades, elegir emplazamientos, comprar terrenos, cerrar tratos, buscar arquitectos y decoradores, estudiar las costumbres de los ricos de la localidad. Cada "Scruples" sería diferente de las demás tiendas del mundo pero conservando cierta afinidad con él. "Scruples" 423
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de Beverly Hills. Habría que formar a vendedores, descubrir a compradores profesionales, contratar a gerentes para las tiendas y desarrollar una infinidad de variantes sobre el tema básico de "Scruples". Trabajo suficiente para toda una vida. Billy se estremeció de placer. Ahora comprendía lo que Vito debía de sentir cuando empezaba una película. No era que disminuyera su amor por ella, sino que aumentaba su pasión por algo que era totalmente ajeno, algo que no amenazaba su puesto. ¡Fantástico! Bueno, pero había que proceder por etapas o el globo pesaría demasiado y caería a tierra. Vito le dio un leve codazo. Billy parecía abstraída y ahora iban a nombrar a los finalistas que optaban al Oscar al Mejor Director. Billy se puso alerta inmediatamente, sorprendida por la fuerte tensión que sentía de pronto. Quería tanto a Fifi… Los dos presentadores… ¡vaya por Dios! Pero, ¿quién los elegiría…?, parecían más atentos a sus chistes, chistes malos y mal contados que en abrir los sobres. Era de un sadismo insoportable. La lectura de los cinco nombres duró por lo menos cinco minutos. El consabido manoseo del último sobre se prolongó durante un eón. ¿Cómo era posible que dos personas normales fueran incapaces de abrir un sobre? Fiorio Hill. Pobre Fifi. ¿Por qué se había levantado Vito…? Era Fifi. Mientras Billy contemplaba aquella figura familiar, casi irreconocible con aquel elegante smoking de terciopelo marrón que subía al escenario, se preguntó si realmente sabía cuál era el verdadero nombre de Fifi o estaba tan absorta en sus pensamientos que fue incapaz de recordarlo. Menos mal, otra canción. Podía volver a lo suyo. Ojalá tuviera un bloc y un lápiz. No, no, no. Eso no. Eso era precisamente lo que no debía hacer. Sabía que si se dejaba dominar por el impulso de escribir los nombres de las ciudades en las que podría abrir una sucursal de "Scruples", dentro de unas horas estaría al teléfono, transmitiendo imperiosas órdenes a los corredores de fincas, buscando esquinas bien situadas, ansiosa por ver sus ideas convertidas en realidad. Solemnemente se dijo que había cambiado lo suficiente para darse cuenta de lo fácil que era cometer semejante error. Y para soslayarlo, Billy recordó su hábito de engullirlo todo ansiosamente. Al principio, era la comida; después, en Nueva York, todos aquellos hombres; cuando se casó con Ellis, demasiadas casas y joyas que habían hecho que antes de los treinta años ya se sintiera ahíta de todo; luego, los vestidos, montones de vestidos que ni siquiera había llevado; y, finalmente, otra vez los hombres: Jake en la piscina y los otros en el estudio. Había tenido demasiado de todo y no había podido saborearlo. Ahora sabía a dónde quería ir. Ya había dejado atrás los días de avaricia insaciable; en adelante, adoptaría un riguroso método de selección de preferencias. ¡Qué bostoniano era esto! De modo que, a la postre, no se había desligado totalmente de Boston. 424
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Billy se prometió no caer en el error de querer trazar el futuro de "Scruples" ella sola en secreto, para halagar sus ansias de dominio. No era lo bastante capaz. Hacía falta poseer un gran talento ejecutivo para reconocerlo. Valentine y, en particular, Spider, la ayudarían en todo. Ambos serían vicepresidentes de las sucursales y de la Compañía que se formaría, con más dinero y mayor participación en los beneficios. A lo mejor esto curaba a Spider del extraño mal que le aquejaba. Vito le dio un pellizco, haciéndola volver a la gran sala atestada de público. —¿Qué diablos está haciendo Dolly? —le susurró al oído, señalando a Dolly que hasta entonces había estado sentada unas filas más adelante. Los dos presentadores de la Mejor Actriz Secundaria acababan de llegar al pódium. Estaban inmóviles, mudos, con sus encantadores rostros petrificados, mirando fijamente a la platea en la que Dolly Moon, de pie, estaba diciendo algo en medio de un profundo silencio. Un hombre alto y ancho se levantaba a su lado. Era inconcebible. Tal vez fuera una protesta a lo Marlon Brando, pero a destiempo. Toda la sala estaba pendiente de Dolly, seguros que algo se había torcido en el buen desarrollo del acto. Aquél debía ser el momento de sacrosanto suspense. La tradición exigía que, al igual que las restantes finalistas, Dolly permaneciera tranquilamente sentada, serena, mirando al vacío, con todos sus rasgos faciales en disciplinado reposo, preparada para sonreír con hipocresía cuando se anunciara el nombre de la ganadora o a derretirse de incrédula alegría. Pero, lejos de ello, Dolly se había puesto de pie y estaba hablando sin parar en tono de ligera agitación. El realizador de Maggie la captó con el micro y la minicámara en cuestión de segundos. El público del Dorothy Chandler Pavilion no podía oír lo que estaban oyendo los telespectadores, por lo que muchos se levantaron a medias de la butaca a fin de tratar de enterarse. —Vamos, Lester, amor mío, no te aflijas… no ocurre nada malo… sólo que he roto aguas. Tenemos tiempo. ¡Oh, qué pena de vestido! ¡Pobre Valentine…! —subía ya por el pasillo con la minicámara detrás y el micrófono al lado. Según dijo después Billy, hubiera resultado mucho más elegante si la cámara hubiera estado delante, pero la cámara sabía muy bien lo que era un plano de antología, y la espalda de Dolly con la organza de la falda mojada y el reguero de líquido amniótico que iba dejando en la alfombra mientras avanzaba sin prisa hacia la salida, valían por mil planos de su cara. Porque no se precipitaba y volvía la cabeza hacia uno y otro lado, dirigiéndose al asombrado público. —¿Harían el favor de buscar un pendiente por el suelo? Debe de haberse caído. Seguramente habrá rodado entre sus pies ahora mismo. Basta, Lester, no hay por qué preocuparse. Que todo el mundo mire bien. Es un brillante de nueve quilates y no sé si está 425
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asegurado. ¿Cómo, Lester? No seas tonto, ¿por qué voy a decir que es cristal de roca? Billy no llevaría cristal de roca. No, Lester, no puedo andar más aprisa. Es cuesta arriba, ¿no te das cuenta? No, no quiero que me lleves en brazos. Peso más que tú. ¡Ay, madre!, yo no esperaba esto hasta dentro de una semana… te lo juro… pero, de pronto, ¡plaf! No tenía intención de hacer eso aquí… —y reía por lo bajo. Reía y reía. En millones de salas de estar de todo el mundo, la gente reía. En el momento en que Dolly Moon hizo su histórico mutis estaban riendo más personas al mismo tiempo que en ningún otro momento de la Historia. Billy se había quedado traumatizada. ¡La cara de Dolly cuando pasó por su lado…! Nunca olvidaría aquella expresión de alegre expectación, pendiente sólo de lo más importante, mientras salvaba la violenta situación con su peculiar naturalidad que al final siempre daba buen resultado. Dolly, la buena de Dolly conocía el secreto. Ella esperaba pacientemente y al final todo llegaba… aunque el momento no fuera el más oportuno. ¿Qué importaba? Nadie, se decía Billy, ni siquiera ella misma, podía programar su vida con minuciosidad. ¿Y no era mejor así? Desde luego, no podía elegir. ¡Qué interesante descubrir que, a pesar de todos sus medios, había sectores en los que no podía influir! Como todo el mundo. Era un alivio. Sintió que rígidas bandas se distendían en la región que siempre consideró el estómago y que ahora tendría que tratar con un poco más de respeto. Cuando se calmó el revuelo provocado por el pendiente, los presentadores anunciaron el Oscar de Dolly, y Fifi, llorando de risa, se apresuró a aceptarlo en su nombre. a continuación, les llegó el turno al Mejor Actor, la Mejor Actriz y la Mejor Película. Vito oprimió fuertemente la mano de Billy. Mientras esperaban que se leyera el nombre del Mejor Actor, Vito barajaba nombres para los papeles principales de Privilegios, por si Redford o Nicholson no estaban disponibles, mientras Billy flotaba en su globo al capricho del viento. ¿Había en la familia de Vito precedentes de mellizos? Y mientras la Mejor Actriz daba las gracias, Billy se preguntaba si para la sucursal de Río tendría que traducir el nombre de "Scruples" y Vito pensaba en el porcentaje de participación que podría obtener en su próxima película. En la pausa durante la cual la expectación alcanza el punto culminante, mientras los presentadores salen de los laterales y se acercan al pódium para leer la lista de películas que optan al Premio a la Mejor Película, Vito empezó a sudar. ¿Y si Maggie se había equivocado? ¡Su padre…! Tendría que pagar los derechos con los beneficios que por fin empezaba a dar Espejos. Pero, ¡qué diantre! Se encogió de hombros y sonrió. Tanto si Maggie estaba en lo cierto 426
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como si no —¿y cuándo se había equivocado Maggie?— él quería aquel argumento. Había sido escrito para que lo produjera él. Lo sabía. Billy no tenía aquellas dudas. Dolly, incapaz de reservarse la noticia, la había llamado a primera hora de la mañana y le había contado el rocambolesco episodio. Pero Billy no se lo dijo a Vito, pues pensó que, si él sabía que el sobre había sido abierto dos veces antes de que se hiciera pública la elección, le parecería que su triunfo quedaba un tanto disminuido. Tampoco le diría lo del niño hasta mañana, cuando la gloria de aquella noche estuviera ya menos fresca. La noticia, para aquel Vito tan amante de los bambinos, relegaría a segundo término todos los honores que la industria pudiera concederle. Y, al sentir que la mano de Vito oprimía la suya con más fuerza, Billy se dijo que debía ser más sincera consigo misma. Wilhelmina Hunnenwell Winthrop Ikehorn Orsini no tenía la menor intención de consentir que una estatuilla dorada que la Academia, con su infinita sabiduría pudiera conceder, le hiciera sombra en aquellos momentos. —¿Encontrarán tu pendiente? —susurró Vito de pronto en su oído, mientras los presentadores empezaban a leer la lista de las cinco películas y los nombres de los productores. —A la porra el pendiente —dijo Billy, besándole en los labios—. Tengo otras cosas en qué pensar.
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