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T í t u l o o r i g i n a l : f h t ‘ A iujt’i t l c l l t t ’ii. Aa.t 1971 by Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main Director de la serie: Esteban Vernik Traducción: Miguel Vedda Diseño de colección: Sylvia Sans Primera edición: mar7.o d e 2008, Barcelona Derechos reservados para todas las ediciones en castellano © Editorial Gedisa, S.A. Avda. Ti bul abo, 12, 3° 08022 Barcelona, España Tel. 93 253 09 04
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índice Introducción: Los empleados, Ingrid B elk e ........................
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LOS EMPLEADOS, Sieg/riet) K r a c a u e r ..........................
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Prólogo: Sobre la politización de los intelectuales Walter B en ja m ín .........................................................................
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Prefacio....................................................................................... Territorio desconocido........................................................... Selección..................................................................................... Breve pausa para airearse .................................................... Empresa en funcionamiento ............................................... Ah, cuán pronto......................................................................... Taller de reparaciones ........................................................... Pequeño herbario .................................................................. Informalmente, con nivel .................................................... Entre vecinos ........................................................................... Asilo para desamparados .................................................... Vista desde arriba .................................................................. ¡Queridasy queridos colegas! ..........................................
105 119 129 139 149 161 173 183 193 205 217 227
Notas .........................................................................................
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Posracio: El ensayista como trapero. Consideraciones sobre el estilo y el método de Siegfried Kracauer Miguel Vedda ................................................................................
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Introducción Los empleados
Con la presente monografía dedicada a la crítica social y cultu ral — Loj empleados—, el escritor, sociólogo, crítico y teórico del cine Siegfried Kracauer (1889-1966) se proponía dilucidar di versos aspectos del nuevo estrato social de los empleados, cu ya «vida es menos conocida que la de las tribus primitivas » ;1 de ahí que comparase su exposición, en el primer capítulo, con una «pequeña expedición» por un área inexplorada que «es quizá más arriesgada que viajar por África para rodar una película ».2 listo y a no era atinado cuando el pequeño volumen apareció, a fines de enero de 1930, en la editoruil de la Fm/ilcftirter Societíit¿-])ruckerei. En aquella época, los empleados eran objeto de investigaciones y encuestas científicas, de conferen cias políticas y artículos en diarios que trascendían el ámbito regional, de novelas y filmes. ’ Sus propios autores eran, a me nudo, empleados; o al menos, conocían la vida de éstos mejor que la de los obr eros. li\ análisis de Kracauer poseía también tanto la proximidad del vernáculo como la distancia del obser vador, y no se sustraía a la toma de posición política que evidcncuiban c¿isi todas las exposiciones de los años veinte/
El surgimiento de los empleados Al igual que en las sociedades índustriíilizadas de Inglaterra y Yrancia, también en Alemania se (ormó, a fines del siglo XIX,
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un nuevo estrato de empleados técnicos, comerciales y buro cráticos, junto a la «vieja clase media» de los agricultores, maestros artesanos y comerciantes. Estos nuevos empleados sabían que se diferenciaban nítidamente de la clase obrera: no realizaban trabajos físicamente pesados; espacialmente se en contraban separados de los obreros en la medida en que ocu paban oficinas limpias y dotadas de calefacción; y recibían —de ordinario, no por plazos determinados—un sueldo men sual (en lugar de un salario por hora, día o semana) que, en general, pero no siempre, era superior al de un obrero cualifi cado. Los empleados, que hasta aproximadamente 1890 —a dife rencia de los funcionarios estatales y municipales—fu eron de signados «funcionarios privados», no se consideraron hasta el fin del siglo a sí mismos como un grupo social unitario. Este estrato se había formado de manera muy paulatina, desde aproximadamente 1840, con la transformación de la empresa artesanal en una empresa industrial temprana; con lo cual, por de pronto, persistía aún una relación de fidelidad hacia el patrón. En el momento en que una empresa comenzaba a ex pandirse, producía para e! me re ¿ido y debía competir en riva lidad con otros competidores, se necesitaron trabajadores bien formados y confiables que preparasen y acompañaran el curso de la producción, que calcularan los costes de ésta, que supervisaran al personal y su rendimiento, que hicieran las cuent¿isy se ocuparan de la correspondencia comercial: técni cos, capataces, dibujantes técnicos, ¿idministradores de mate riales en las fábricas, tenedores de lib ros, auxiliares de comer cio, escribientes y recaderos en los despachos y - fu ncio nanos privados» en las «oíl ciñas» de los bancos: éstos fueron los pri meros empleados en la época temprana de la industrializa ción
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Los empleados en el Imperio Alemán La situación se alteró a partir del rápido crecimiento del nú mero de empleados a partir de 1882, y aún más desde 1895, La causa de esta alteración fue la acelerada expansión de la economía capitalista y el consecuente cambio en las formas de organización de las empresas industriales* En el curso de los años setenta, Alemania dejó de ser un país agroexportador para convertirse en uno agroimportador. También la producción artesanal decreció; en cambio, se incrementaron los sectores de la industria, el comercio, las finanzas y los ser vicios. Desaparecieron viejas profesiones, y otras nuevas surgieron y se especializaron. La evolución se aceleró de for ma decisiva a raíz de la expansión de la máquina de escribir/' la invención del teléfono (1877) y el perfeccionamiento de las infraestructuras. Un indicador característico es el aumen to de los envíos por correo/ Asimismo, ejercieron una in fluencia estimulante, ante todo, las inversiones en la cons trucción de vías férreas, que hicieron posible el transporte veloz y barato de la producción en masa, y que desde 1870 promovió la creación vertiginosa de industrias de produc ción masiva; es decir; la extracción de car bó n, la obtención y elaboración de metales, la ampliación de las industrias eléc tricas y químicas y el incremento de las constructoras y la provisión de gas, agua y electricidad. Esta dinámica evolución forzó las tendencias centralizadoras de la economía alemana, es decir, el surgimiento de gran des empresas, la formación de corporaciones y la agrupación de carteles. En Alemania, los grandes bancos de valores surgi dos entre 1850 y 1873 no sólo ofrecían créditos para la funda ción de empresas industriales, sino que, desde los años noven ta, se ocuparon de financiar las fusiones y reorganizaciones de empresas. De ese modo, en Alemania, aquellas ramas de la in dustria que tendían a la formación de grandes empresas, se en-
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contraban estrechamente ligadas con los grandes bancos; lo cual condujo a la concentración, asimismo, de una actividad bancaria en rápido crecimiento que, hacia 1900, se había ins talado en Berlín. Las invenciones y los progresos en la técnica de produc ción fueron de la mano de la conformación —impuesta por la fuerza en P rusiay en los otros Estados alemanes—de un siste ma de escuelas, formación e instrucción. Así fue que se crea ron institutos industriales, a partir de los cuales se desarrolla ron las academias industriales y las primeras escuelas superiores técnicas (en 1879, en Berlín-Charlottenburg), Con cierto retraso le siguió, desde 1880, la fundación de las llama das «escuelas de construcción de máquinas y de formación de capataces», de las cuales surgieron, hacia 1890, las «escuelas superiores de construcción de máquinas». La academización de la formación técnica industrial ha dotado, sin duda, de un intenso dinamismo a la industralización en Alemania —retrasa da en comparación con Inglaterra—; pero, por otra parte, tam bién promovió ia jerarquización de la sociedad de clases. Los ingenieros y, más tarde, también los constructores de máqui nas se diferenciaron, sobre la base de su formación, de los ma estros artesanos y obreros especializados, lo que cobró nítida expresión a través de la fundación del VD1 (Liga de ingenie ros alemanes ) 8 en 1856. Con el modo de producción industrial, con la compulsión a la organización, la racionalización de la producción y la sis tematización de la contabilidad del capital, surgieron muchas fu nciones que recayeron en los empleados. Inmediatamente debajo de la cúspide de una empresa —encarnada en el propie tario o en un director, que también podía ser comerciante o abogado—se encontraba todo un departamento de ingenieros, técnicos y dibujantes técnicos formados, además de copistas y aprendices técnicos, que era dirigido por un ingeniero supe rior. La oficina técnica era la cabeza de la empresa; los «talle
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res, sus miembros», con cuyos maestros acordaban los inge nieros la ejecución técnica. La división del trabajo originaba los más diversos ámbitos de trabajo u oficinas, desde la com pra de materia prima hasta la venta de los productos finales. La administración de materiales se encargaba del depósito y el registro; el apoderado y una serie de empleados comercia les, de la contabilidad comercial. La «caja» se ocupaba de la circulación financiera; el departamento de correspondencia regulaba la comunicación con proveedores, clientes, etcétera. En la oficina de mecanografía; el lugar de trabajo del escri biente de la empresa, el itinerario del trabajo y la tareas que ía que realizar cada día eran puestos sobre el papel —es de cir, en «catálogos de partes», «hojas de pedidos», «formularios de aviso», etcétera—antes de la ejecución efectiva. También en el comercio minorista es posible derivar el au mento de los empleados a partir del desarrollo de la gran em presa. Mientras en el campo y en las pequeñas ciudades domi naba aún el negocio al por menor, que era llevado a cabo, de ordinario, por el propietario y sus familiares, a menudo tam bién con la intervención de algunos empleados —los «depen dientes» y «auxiliares de comercio»—, en las grandes ciudades la creciente demanda de mercancías industrial mente produci das generó la condición para una venta de mayores proporcio nes. Las empresas minoristas crearon filiales en las ciudades, surgieron ligas de consumidores, y las grandes tiendas —por así decirlo, «conglomerados de establecimientos especializa dos»—se concentraron en los requerimientos periódicos. Las funciones individuales de la compra, la organización del tráfi co y el cálculo comercial, que en el negocio minorista aún se encontraban en manos del propietario, en las grandes tiendas fueron cedidos a los jefes de sección, que eran empleados. Una alteración especialmente llamativa de todo el estilo de vida fue desencadenada, en las últimas dos décadas del siglo XIX, por la producción industrial de bienes de consumo y por
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su distribución. Mientras aún a medidados del siglo XIX la ro pa blanca y la vestimenta eran confeccionadas por el ama de casa! por una modista o por el personal doméstico, a través de un laborioso trabajo de detalle, esta tarea fue asumida ahora por la industria de la confección, que podía recurrir a una ma yor oferta de materia textil y producir a un precio más bajo gracias a la producción mecanizada y la división del trabajo. Extrajeron provecho de esto tanto los establecimientos espe cializados como también, ante todo, las grandes tiendas. Ha cia 1900, la tienda berlinesa «A. Wertheim», sólo en su esta blecimiento principal y en tres filiales, disponía de 8 .0 0 0 empleados, 6.000 de los cuales eran mujeres .9 La creciente contratación de mujeres en el comercio fue contemplada con resentimiento, sobre todo por los auxiliares de comercio varo nes; en las colegas mujeres —peor pagadas—se veía a competi doras que favorecían la reducción de los salarios. En el campo de la comunicación, el teléfono y la máquina de escribir abrie ron a las mujeres un dominio propio de los varones. Entre 1907y 1925, la proporción de mujeres entre los empleados in dustriales creció del 9,3% al 23, l% .l(i
La sociología de los empleados Los primeros análisis sociológicos acerca de los empleados surgieron ya en la década de 1880, si bien los autores —econo mistas políticos, periodistas, políticos—en general se ocupa ban sólo de un grupo determinado de ese nuevo estrato, como el de los auxiliares de comercio o los empleados técnicos. Una de las publicaciones más importantes de este tipo provino del prestigioso economista político Karl Bücher,11 que en 1880, en una conferencia, y tres años después en un libro con el título de La cuestión obrera en el estamento de los com erciantes , 1~instó a los auxi lia res de comercio a organizarse más allá de los límites
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S regionales y a defender con firmeza sus intereses y exigencias económicas frente al patrón. A través de esta toma de posi ción, seguía al ala liberal de la «Liga de política social »,13 lide rada por Lujo Brentano. En cambio, el economista político Georg Adler, 14 en 1891, en un extenso tratado sobre la situa ción precaria de los auxiliares de comercio, exigía una urgen te intervención por parte del Estado , 15 pues sólo a través de una intervención enérgica de éste podrían actuar los auxilia res de comercio o los empleados como «parachoques» frente al movimiento socialista. Así, Georg Adler señala varias veces que la evolución del estamento de los empleados, sus condi ciones de trabajo y de vida concretas, serán determinantes para las estructuras de clase y para las tensiones entre los di ferentes estratos de la sociedad alemana. La primera gran monografía sobre «Los empleados pri vados en la evolución económica moderna » 16 se debió al ju rista y economista político Emil Lederer, quien, como editor de la revista Archiv für SozúilwLwenjchaft une) Sozialpolitlk , fue uno de los mejores y más eruditos observadores del movi miento de los empleados.1' El libro se convirtió en un clási co. Lederer, partiendo de diversas formulaciones, se ocupa de las estructuras de los estratos sociales en las soci edad es modernas. Como el nuevo estrato social de los empleados no se encuentra aislado, sino entre otras «clases» «cuya situa ción social y económica se encuentra fijada, cabe preguntar por la interacción entre el nuevo estrato y las restantes cla ses» («Prólogo»), por su pertenencia objetiva y por su con ciencia de pertenencia subjetiva. La pregunta por el estatuto de los empleados, por su autovaloración y las funciones políticas de sus ligas se desarrolló hasta convertirse, hacia finales de siglo, en un tema dominan te, que también determinó las investigaciones y discusiones en los ámbitos de la economía, la sociología y la psicología so cial durante la República de Weimar.
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Las ligas sindicales de empleados Casi al mismo tiempo, a fines del siglo XIX, se fundaron nume rosas asociaciones de empleados, aunque no sin resistencias. Como los empleados trabajaban en ámbitos y funciones muy diversos, se veían, en un comienzo, como un grupo sumamen te heterogéneo, sin rasgos comunes. Las primeras ligas, por ende, se encontraban orientadas según las profesiones, y se li mitaban a determinadas regiones o ciudades; se veían a sí mis mas, en primer lugar, como organizaciones de defensa de los propios intereses; servían como agencias de colocación, prove ían de recursos para la formación y el perfeccionamiento pro fesionales, aseguraban y apoyaban a los miembros necesitados y promovían la conciencia estamental. Se pronunciaban a fa vor del trabajo en común con los empresarios, y también con taban entre sus miembros con algunos autónomos. La mayor liga alemana de empleados fue la «Liga nacional alemana de auxiliares de comercio »,18 que en 1909 contaba y a con 107.668 miembros, entre los cuales se encontraban todavía 5.545 autónomos; también la «Liga de auxiliares de comercio alemanes »,iy la segunda más importante entre las asociaciones de comercio, contaba, entre sus 89.158 miembros, con 6.560 autónomos; y la «Liga alemana de técnicos »"0 —después de la «Liga de capataces alemanes »21 la segunda más importante en tre los empleados técnicos—tenía 27.351, entre los cuales se in cluían 2.736 autónomos .22 Que las organizaciones de emplea dos de aquellos años no tenían, en la mayoría de los casos, ningún interés en establecer una solidaridad con los obreros lo muestra el número relativamente escaso de miembros de las li gas «puras», que rechazaban un «trabajo en común» con los pa trones o los empresarios, como la «Liga de funcionarios técnico-industriales»2' (Butib), con 15.034 miembros en 1909, y la «Liga central de auxiliares de comercio masculinos y femeni nos»^ (ZdH), con sólo 9.870 miembros.2'1 Hasta la aparición de
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estas dos ligas, la mayoría de organizaciones de empleados re chazaron, antes de la Primera Guerra Mundial, la actividad sindical, especialmente los conflictos laborales. En cuanto estas asociaciones se fusionaron más allá de los límites regionales, en cuanto publicaron encuestas empíricas sobre la situación económica de sus miembros e impulsaron una efectiva política de información, los resultados de sus in vestigaciones y sus reivindicaciones también fueron estudia* dos por las revistas de ciencias sociales y política social, y dis cutidos por partidos y políticos.21’ Las actividades de las asociaciones de empleados, el nú mero de publicaciones de ciencias sociales sobre la situación de aquéllos y el interés de 1os partidos políticos alcanzaron un primer ápice cuando, en 1903, se iniciaron las discusio* nes parlamentarias acerca de una ley de seguro para emple ados (AVG).2' Se trataba, entonces, de conseguir un seguro especial semejante al de los funcionarios que rebasara el se guro general por vejez e invalidez (AIVG)2* entonces vigen te. Después de años de discusión, finalmente tanto el go bierno del Reich como las ligas de empresarios y las sociedades de seguro privadas quedaron convencidas acer ca de la necesidad de un seguro especial para empleados si milar al de los funcionarios. La AVG fue votada en 1911 unánimemente, es decir, también con la aprobación de los socialdemócratas. De este modo, el estatuto especial de los empleados -d e acue rdo con los ingresos, la cualificación profesional, las tareas laborales y la posición dentro de la je rarquía de la empresa—quedó definido con precisión, esta bleciéndose la posición del estamento como un estrato social superior al de los obreros. Ya antes de la Primera Guerra Mundial se enfrentaron dos concepciones fundamentales acerca de los empleados: la teoría de clases y la teoría sobre la clase media. Según la pri mera, los empleados compartían la misma situación de clase
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Así como era significativo que la diferenciación dentro de los tra~ bajadores manuales (la conformación de la élite de trabajadores) fuera empleada por parte del sector no socialista como un argu mento en contra de la explicación construida por Marx, también lo es el hecho de que ahora, desde el otro sector —el socialista—,el estrato de los empleados e incluso de los empleados públicos, que se distingue con claridad en términos económicos y sociales, sea considerado simplemente como un apéndice de la clase obre ra, y que sea valorado en cuanto tal a los fines de la explicación.
El argumento —atractivo para los partidos conservadores— que presenta a los empleados como «nueva clase media» fue expuesto de manera particularmente efectiva en 1897, en el VIII Congreso Evangéhco-Social de Leipzig, por el influyente economista político Gustav Schmoller.2’
La Prim era G uerra M undial (1 9 1 4 -1 9 1 8 ) y la sindicalización de las ligas de empleados La Primera Guerra Mundial significó, para las experiencias y la capacidad organizativa de los empleados, un corte cru-
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que los obreros, es decir, la separación respecto de los medios de producción, la subordinación funcional y jerárquica en la empresa racionalizada, los bajos salarios y la creciente inse guridad de la existencia. De acuerdo con la segunda, los em pleados, como hijos rezagados de la industrialización, repre sentaban un estrato de trabajadores netamente distinto del proletariado que, sobre la base de su actividad «intelectual», de sus demandas de prestigio y de su concepción cultural marcadamente nacionalista, demandaba un estatuto indepen diente («nueva clase media»). Esta constelación y su instrumentalización política fueron y a claramente establecidas por Lederer en 1912:
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cial50 que, en primer lugar, había que derivar del deterioro de las condiciones de vida económicas %v/ sociales. Hasta fines de 1915, los salarios nominales de los empleados —a diferencia de los ingresos de los obreros—habían merm ad o un 30%, mientras que el coste de la vida había aumentado considera blemente desde el estallido de la guerra. Después del inicio de ésta se añadió una transitoria desocupación masiva entre los empleados. La situación de éstos durante toda la guerra se re veló como desfavorable también por el hecho de que los em presarios explotaban sin consideración la segmentación de las ligas de empleados y su escasa sindicalización; es decir, redu cían los ingresos concretos de aquéllos, eliminaban sus privi legios en las empresas y —también a causa de exigencias mili tares- contrataban crecientemente a mujeres, cuyo trabajo era peor pagado que el de sus colegas varones. Así fue que descendió el nivel de salarios de los empleados en compara ción con los ingresos de los obreros, lo cual se tornó especial mente manifiesto en la industria de productos bélicos, pero no sólo ahí. El dramático deterioro de la situación alimenticia en el invierno de 1916-1917 («el invierno de los nabos » ) 31 afectó, ante todo, a los empleados inferiores y medios de las grandes ciudades, que sólo disponían de las magras raciones («sucedáneo de grasa», «sucedáneo de pan») que les propor cionaban las marcas de víveres, y que no podían hacer com pras a precios exorbitantes en el «mercado negro», ni obtener directamente del campo los bienes de primera necesidad. No sólo el hambre tuvo un efecto desestabilizador, sino también la situación política: al entusiasmo patriótico del co mienzo de la guerra pronto sucedieron —con los primeros he ridos v muertos—la desilusión y el cansancio y las discusiones políticas en torno a los objetivos bélicos, mientras que, en Prusia, la reforma de las elecciones de tres clases hizo que los obreros y también los empleados políticamente comprometi dos, que se sentícin traicionados por los funcion¿irios del Par
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tido Socialdemócrata Alemán (SPD ) y por los sindicatos, y que por ende simpatizaban con el Partido Socialdemócrata Alemán Independiente (USPD), llevaran adelante huelgas y realizaran largas marchas de protesta en las calles. Al inicio del proceso de Karl Liebknecht '2 ante el tribunal de guerra, el 28 de junio de 1916, tuvo lugar una de las primeras grandes movilizaciones a favor de la paz y de las reformas sociales, en la que también participaron, en gran número, empleados polí ticamente decepcionados. La indignación ante la «ley de ser vicio auxiliar»,3’ junto con la insuficiente provisión de víveres, desencadenó en Berlín, en abril de 1917, huelgas que se ex tendieron durante vanos días; lo mismo ocurrió, en la misma época, en Leipzig, donde el U SP D '4 contaba con numerosos representantes, y los trabajadores en huelga plantearon, ante todo, exigencias políticas (entre ellas, la inmediata disposi ción del gobierno para conseguir la paz sin exigencias de ane xión, la supresión de la censura, elecciones universales, igua litarias y secretas, etcétera). Incitados y confirmados por la revolución de noviembre en Rusia, centenares de miles de obreros y empleados hicieron huelga, en enero de 1918, en to das las grandes ciudades (en el Gran Berlín, más de 400.000 participantes), con exigencias prioritariamente políticas («Convocatoria de representantes obreros de todas las regio nes para los acuerdos de paz»). A diferencia de Inglaterra, Francia y Bélgica, donde los socialistas estaban en el gobier no, en Alemania la política estaba dominada por los medios militares: el 3 de febrero de 1918, la huelga fue brutalmente reprimida por el general Ludendorff. Los empleados y sus ligas no dejaron de padecer la in fluencia de los efectos sociales y políticos de la Primera Guerra Mundial. Sólo puede hablarse en verdad, sin em bargo, de un «limitado giro a la izquierda», entre los miembros de la «Liga central de auxiliares de comercio masculinos y femeninos» (ZdH), que fue fundada por el sindicato regio-
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nal de empleados comerciales en 1897, después de la supre sión de la «Ley antisocialista». Se consideraban proletarios y rechazaban un movimiento de empleados independiente del movimiento obrero. Ya antes de 1914 tuvieron que su frir, por ello, regulaciones especiales y persecuciones por parte de los empresarios; durante la guerra fueron socialis tas y se mantuvieron apegados a la política partidaria, a me nudo se encontraron a la izquierda del S P D y promovieron la lucha de clases. Lo mismo vale para la «Butib», una liga sindical radical de empleados técnicos y capataces que fue fundada en Berlín en 1904. La «Butib» organizó y a en 191 1 la primera huelga de técnicos, con 244 constructores de fe rrocarriles.^ En mayo de 1919 se fu sionó con la «Liga ale mana de técnicos», con la que formó la «Liga de empleados y funcionarios técnicos »36 («Butab»), y proclamó que su ob jetivo era «la liberación económica de toda la clase obrera». El verdadero proceso de sindicalización comenzó justo después de la abdicación del emperador Guillermo II y de la proclamación de la república e I 9 de noviembre de 1918. Unos días más tarde, el 15 de noviembre de 1918, las uniones patronales, por temor a una escalada de disturbios revolucio narios, aceptaron a los sindicatos como interlocutores en las negociaciones, así como también sus exigencias sindicales bá sicas: las co nd iciones de trabajo debían, desde entonces, ser acordadas de fo rma colectiva, y había que introducir de ma nera obligatoria la jornada de ocho horas. El sostenimiento de la vida económica después del armisticio debía ser regulada por un comité central integrado de forma igualitaria. El 4 de diciembre de 1918 surgió la «Comunidad central de trabajo de patrones y trabajadores industriales y fabriles»;3' el 23 de diciembre del mismo año, el «Consejo de delegados del pue blo» declaró la legalidad de las negociaciones colectivas y, por fin, en agosto de 1919 quedó registrada, en la Constitución de Weimar, la capacidad de todas las asociaciones profesionales
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para efectuar negociaciones y tratados (art. 165, inciso 1, 2a oración ) .38 En vista de la radical transformación de las condiciones políticas y económicas entre 1918y 1919, y confrontadas con un movimiento obrero poderoso y bien organizado, también las ligas de empleados «de clase media» tuvieron que decidir qué política querían llevar adelante en el futuro. Si hubiesen continuado su política estamental tradicional sin una organi zación sindical, su influencia sobre la legislación y la sociedad habría si do escasa. Por otro lado, a estas ligas de empleados provistas de numerosos miembros, antiproletarias y orienta das según el modelo de los funcionarios tampoco les habría resultado posible renunciar a su anterior «política de clase media» y unirse a los Sindicatos Libres. De modo que se deci dieron a favor de un compromiso: se adaptaron a la nueva si tuación, en la medida en que aceptaron la sindicalización, afí rmaron la huelga como medio político e intensificaron el trabajo en común entre las diferentes profesiones; pero, por otro lado, continuaron sosteniendo su estatuto privilegiado y su prestigio en cuanto empleados. En los primeros años de la posguerra se formaron las si guientes organizaciones líderes de ligas de empleados, que persistieron hasta la destrucción de los sindicatos por parte del régimen nacionalsocialista en 1933. Al mismo tiempo se produjo también, en las tres orientaciones sindicales, la unión organizativa, muy incierta antes de la guerra, entre las ligas de empleados y las organizaciones de trabajadores.
1. La «Liga Afa»3J A partir de la «Comunidad de trabajo para conseguir un dere cho unificado para los empleados», que había sido fundada en 1913, se constituyó, en el otoño de 1917, la «Comunidad de
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trabajo de ligas libres de empleados »40 (Afa), a la que se ane xaron todas las organizaciones de empleados de orientación sindical, al margen de su orientación profesional: «Compren día ligas que prácticamente no establecían distinciones entre la peculiaridad que, en cuanto trabajadores, poseían los em pleados y los obreros; y por ende, no consideraban necesaria la independencia respecto del movimiento obrero » / 1 A ella pertenecían, entre otras, la y a mencionada «Liga de funciona rios técnico-industriales» («Butib»), la «Liga central de auxi liares de comercio»,42 que era socialista, y la «Liga de emplea dos de oficina de Alemania » / 3 que y a en 1913 consideraban la huelga como un medio apropiado para promover sus intere ses. En 1919, se sumó aún la numerosa «Liga alemana de téc nicos» / 4 cuyo número de miembros había aumentado y a du rante la guerra / 5 En el Primer Congreso Sindical de la AFA, el 3 de octubre de 1921, la «Comunidad de trabajo» fue rebautizada como «Libre liga general de empleados »46 (Liga Afa). En los «Fun damentos de un sindicato libre» aprobados por dicha liga, los miembros se comprometían con el mismo destino que com parten obreros y empleados, y que los obliga a «procurarse el sustento a lo largo de toda su vida como trabajadores despo seídos». Rechazaban, pues, la economía capitalista, y profesa ban el «socialismo científico», cuya realización futura cedían a las instancias políticas. Fue simplemente consecuente que la Liga Ata mantuviera estrechos vínculos con la «Liga sindical general alemana».
2. La «Liga general de ligas de empleados alemanes» (GedagV7 En el ala «derecha» de las ligas de empleados, la «Liga de au xiliares de comercio de la nación alem ana »48 (DHV), junto
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con la «Liga de empleadas de comercio y oficina »49 (VwA) y ; otras organizaciones menores, formaron la «Liga general de i ligas de empleados alemanes» (Gedag), que el 22 de noviem bre de 1919 se fu sionó con los sindicatos cristianos de obre■ o ros y funcionarios formando la «Liga sindical alem ana»,' (* t Con el fin de representar intereses económicos, pero también C de velar por el «cultivo de ideas cristianas y nacionales» y, de ese modo, contribuir a superar el «materialismo destructor», la Gedag se enfrentó con las «libres» ligas Afa y con los gru pos de empleados «nacional-libertarios» (GdA). Los sindica tos libres partían del hecho de que los empresarios y los obreros producen en común la ganancia de las empresas, y que por ello «siempre defienden la id ea de la comunidad de tra bajo entre empresario** y obrero **».11 Las comunidades de trabajo entre em p resario s y trabajadores debían configurarse de acuerdo con una «idea alemana del listado y la economía», y los principales agentes de esa idea debían ser «el pueblo ale mán y la cosmovisión cristiana». ;,i La conducción de la «L iga general de ligas de empleados alemanes» (Gedag) nacionalcristiana estaba en manos de la «Liga de auxiliares de comer cio de la nación alemana», que era la m¿is numerosa v que marcaba la línea ideológica.;v’ CT £
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rH 3. L a « L ig a sin d ical de em p lead o s» (G dA ) El 22 de julio de 1919 algunas ligas de empleados que no de fendían ideas socialistas ni querí¿m convertir la cosmovisión nacional a lemán a en la base de su programa se fusionaron en una «unión de todos los empleados comercuiles, técnicos y de oficina, sobre l¿i base de un fundamento estrictamente sindi cal y con un espíritu nacional libertario», conformando la «Li ga sindical de empleados» (GdA). ,:' De acuerdo con la resolu ción fundacional, est¿t nueva organización de los empleados
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asumía la defensa del «libre derecho de la personalidad», y re chazaba, por ende, «reconociendo la socialización de los sec tores económicos, brindados por las necesidades del Estado, toda medida que inhibiera la libre iniciativa como medio deci sivo para el ascenso nacional y personal ».56 Por lo demás, la GdA no se sustentaba en ningún orden económico o social; para ella, sólo existía la subordinación a la Constitución de la República de Weimar, que creía tener que llenar con un con tenido social. El 29 de noviembre de 1920, la GdA se fusionó con la «Liga de asociaciones sindicales alemanas » ’7 —creada según el modelo de los sindicatos ingleses- que fundó Hirsch Dunker, y pasó a constituir una organización general, el «Cír culo sindical de ligas de obreros, empleados y funcionarios alemanes» (G w r).vS De este modo, esta organización de em pleados «nacional-libertaria» puso en claro que «rechazaba la lucha fundamental contra el capitalismo como algo que no co rresponde a la esencia del trabajo sindical».5'* Junto a las ligas sindicales líderesy las numerosas ligas sin dicales independientes, existía también la «Vela», es decir, la «Unión de empleados directivos » / 0 con alrededor de 30.000 miembros (1931), y la «Asociación nacional de ligas de emple ados alemanes »,1'1 que era económicamente independiente, pe ro un tanto insignificante, y contaba con 4Z.964 miembros. No obstante las experiencias comunes de la guerra, la revo lución y la pauperización, y a pesar de la reorientación sindi cal, las tensiones entre empleados y obreros durante los prime ros años de la posguerra no sólo persistieron, sino que incluso se agudizar on, en espccuil a raíz de los debates sobre l¿i sociali zación y durante los preparativos para una ley sobre los conse jos de empresa. Las dificultades se vinculaban, también, con la posición del gobierno de entonces, es decir, ante todo, con el «Consejo de delegados del pueblo»/’” que estaba formado, en cada caso, por tres delegados del S P D y del USPD. Dicho consejo no percibió la crisis económica a largo plazo -entonces
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en ciernes—y trató de evitar cualquier injerencia en la eco nomía política alemana, así como ceder la decisión a la Asamblea Nacional. El régimen de delegados del pueblo de signó, por cierto, a un número de especialistas que formaron una comisión de socialización que debía dictaminar sobre qué sectores económicos estaban «maduros» para la sociali zación. Si bien casi todos los teóricos socialistas, y la mayo ría de los trabajadores, eran de la opinión de que, en todo caso, las minas se encontraban entre las empresas «más ma duras» para la estatalización, tanto los delegados del pueblo como, a continuación de éstos, el gobierno retrocedieron aterrorizados ante cualquier intervención en la economía después de las primeras elecciones para la Asamblea Nacio nal, el 19 de enero de 1919 .61 Mientras que la mayoría de las ligas de la Afa apoyaban la propuesta radical de socialización plena de las minas de car bón, los empleados de orientación «burguesa», sobre todo los miembros de la «Liga de auxiliares de comercio alemanes», mantuvieron una actitud «admonitoria e inhibitoria» durante los debates sobre la socialización.fHTemían que una modifica ción tan tajante del orden económico acarreara, ante todo, el riesgo de una burocratización y reducción de las oportunida des de ascenso para los empleados. La GDA, que no poseía representantes en la comisión sobre la socialización, rechazó, asimismo, las propuestas con argumentos similares. Según el programa de gobierno de febrero de 1919 todo el derecho laboral debía ser ad¿iptado a la nueva situación, pero no se deseaba ningún consejo de trabajadores con funciones económicas, o incluso politicéis. Los disturbios revolucionarios acaecí dos en febrero y marzo de 1919 mostraron, sin embargo, que grandes sectores de la clase trabajadora no querían renun ciar a los consejos. Cabe destacar que el SPD todavía el 22-23 de marzo decidió que era preciso crear consejos de empresa, de obreros y empleados en todo el ámbito económico, a fin de
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que cooperaran con las medidas de socialización, controlaran las empresas socialistas y supervisaran la producción y distri bución de bienes. También la Constitución de la República de Weimar había dejado abierto el camino para la futura creación de un sistema de consejos, pero nunca tuvo lugar una confor mación de consejos económicos. En la ulterior ley imperial del 4 de febrero de 1920 sólo se introdujeron consejos de empresa con funciones de política social; en el fondo, se trataba de los viejos consejos de empresa de la Constitución del Imperio, aunque bajo una forma modernizada. Así fue que, también en la lucha por la ley de los consejos de empresa, sólo se alcanzó un compromiso que fue juzgado de maneras muy diversas por las diferentes ligas sindicales de empleados; incluso dentro de la «Liga Afa», cuyos principales dirigentes querían conformar las determinaciones de los re volucionarios, las opiniones estaban repartidas. El resultado de los debates refleja los temores que las ligas orientadas se gún criterios propios de las clases medias sentían ante un triunfo por mayoría de los obreros (por ende, el estableci miento de «consejos de empleados»), y es expresión de la «es tratificación social».hi>La GDA rechazó que los consejos de empresa tuvieran una función político-económica, lo cual ha bría hecho posible alcanzar una representación dentro del consejo de supervisión y, con ello, cierta influencia sobre las decisiones económicas de la empresa; la DHV careció, prácti camente, de influencia, y a que sus representantes pertenecían alas fracciones de los partidos de derecha (D N V P y DVU), que rechazaban ui toto la ley de los consejos de empresa .06
Los empleados en la República de W eim ar La imagen que la mayoría de los empleados, a excepción de los miembros de la Afa, poseían de sí mismos en cuanto
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«miembros de la clase media», diferentes de los obreros —ima gen marcada por el modelo de los funcionarios—,experimentó una nueva amenaza a causa de 1a nueva ola de racionalización que se inició hacia 1924, y que afectó ante todo a las grandes fabricas urbanas. Parte del trabajo que antes se realizaba en el ámbito de la fábrica, fue trasladado entonces a las oficinas y sometido a la mecanización. Esta experiencia de racionaliza ción —es decir, de planificación, especialización y estandariza ción exactas del proceso de producción; de registro y control social estrictos—afectó principalmente a los empleados jerár quicos. Aunque a menudo el origen y la formación, y muy se guramente la imagen tradicional que poseían de sí mismos, testimoniaban en contra de ello, estos empleados compartían el destino del proletariado, que entre tanto había conquistado también el derecho a vacaciones y cierto seguro de despido. So n sólo un pequeño engranaje, entre muchos otros, dentro de la empresa, dependientes de los superiores jerárquicos, de la coyuntura, del éxito de la empresa, sin perspectiva de as censo ni independencia (como era posible aún en el siglo XIX), y en general su salario no alcanzaba siquiera al de un trabajador cualificado. Si n duda que ningún proceso de trabajo resulta y a imagi nable, en los modernos Estados industrializados, sin la activi dad de los empleados. En Alemania, el número de trabajado res industriales (sin contar la industria minera) creció, entre 1907 y 1924, un 1 2 %, y el número de empleados, un 1l l % .fa/ Estos, sin embargo, eran mucho menos homogéneos que los obreros, y no sólo estaban distribuidos irregularmente por to do el sistema económico, sino que se encontraban también marcadas jerarquías de valores y diferencias de rango tradi cionalmente determinadas. Entre los empleados se cuentan tanto la multitud de taquidactilógrafasy de empleados comer ciales como los redactores de un diario y los ejecutivos de las grandes empresas; su estilo de vida era tan variado que y a so-
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S bre esta base no era posible establecer una autoconciencia S> nueva, solidaria con la de los obreros. Hans Speier, en su libro o g Ltk*empleaaOti ante¿ del nacionaL iocúiluinw señala que, en la so§ ciedad alemana, la aristocracia, la fortuna, los cargos estatales | (tanto de carácter civil como militar), la formación, la religión V i y la «raza» formaban una pluralidad de valoraciones sociales con las que se correspondían distintas diferencias de rango y estilos de vida. En cambio, los trabajadores industriales, antes de la Primera Guerra Mundial, estaban intensamente unidos por su exclusión (¡Ley antisocialista!); y si bien sus ideales y formas de vida eran casi desconocidos, sus éxitos organizativos, en cambio, eran objeto de temor. Los principios de validez y diferencias de rango en la burguesía no sólo repercutían en las empresas pequeñas y medianas a través del contacto que empresarios y clientes mantenían con los empleados, sino que también fueron transmitidos a éstos en las grandes empresas a través de una marcada jerarquía, pero además a través de la «velada pertenencia de clase» de los empleados, que, como jefes de departamento con capacidad de dar órdenes, irradiaban una cierta «superioridad» frente a los subordinados; eran co mo «secretarias privadas», cercanas al jefe, frente a las taquidactilógrafas/ 9 De modo que y a en aquella época algunos científicos sociales dotados de cierta perspicacia se pregunta ban si en la sociedad moderna habrían de formarse «masas ca da vez mayores, que habrán de asumir un rostro uniforme», y si el rasgo característico no dejará de ser la heterogeneidad / 0 Precisamente, es posible que esa pertenencia de muchos empleados a un estrato «superior», burgués, haya contribuido a que la mayoría de los aquéllos —a pesar de su vinculación con los grandes sindicatos y cooperativas, a pesar de los convenios colectivos y los consejos de fábrica—no renunciaran a su ideologia «burguesa», ni siquiera bajo la presión de la crisis económica de 1929-1930, cuando también los pequeños empresarios, funcionarios y rentistas debieron preguntarse en qué .
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medida podían asegurar aún su existencia en la economía ca pitalista moderna. La situación se agudizó con la crisis económica mundial, que comenzó con el «viernes negro», el 25 de octubre de 1929, en la Bolsa de Nueva York, y al que sucedió una cadena de caí das en las bolsas mundiales y una política deflacionaria que, en Alemánia, fue intensificada de forma consciente en el plano de la política financiera. Las consecuencias fueron catastróficas: caída de los precios y los salarios, retroceso en la producción, súbito aumento de la desocupación, control de la circulación de divisas, política autárquica y ascenso del nacionalsocialismo. La creciente desocupación —el problema discutido cada vez más frecuentemente por los empleados de más de cuarenta años de edad—, la supresión de los rendimientos que excedían lo estipulado en los convenios y la reducción de los sueldos es tablecidos en éstos a través del trabajo a corto plazo conduje ron a una nivelación de las condiciones de vida de los emplea dos y los obreros, y a una radicahzación política de los primeros. El sentimiento de degradación y de descenso social fue expresado por el informe realizado en 1930 por la «Liga de auxiliares de comercio de la nación alemana» (DHV), de orien tación derechista: «Si observamos el destino de nuestro esta* mentó bajo la presión de la crisis, tenemos que calificar de cruns deproletarizacián el mal económico que ha acaecido en Alemania [...]. El año 1930 y la crisis económica que repercutió con cre ciente vehemencia en estos tiempos intensificaron, para noso tros, el riesgo —que reside en toda la evolución económica re ciente—de que queden destruidos la profesión y el estamentoy, con ello, nuestra forma de vida, diferente de la que llevan los 7 1 obreros asalariados Estos empleados veían en una exitosa expansión nacional baj o la dirección del nacionalsocialismo una compensación para el sentimiento de inferioridad y las pérdidas experimen tadas. Esta posición nacionalista los separaba de los obreros
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industriales, y explica que, según se ha demostrado, haya sido alta su participación entre los electores del NSDAP / 2 que se encontraba en pleno ascenso / 3
Siegfried Kracauer Origen y formación Siegfried Kracauer, nacido el 8 de febrero de 1889 en Franc fort del Meno, fue el único hijo del viajante Adolf Kracauer y de su mujer Rosette.^ Como el padre, al servicio de la empre sa textil parisina Leduc, St. Ivés, Fischer & Co., estaba conti nuamente de viaje y los largos desplazamientos en tren, bajo las condiciones de entonces, eran muy penosos, a menudo re gresaba a Fráncfort agotado y nervioso, a fin de realizar cor tas estadías. La madre, sola durante mucho tiempo y volcada, por ello, enteramente a su hijo, esperaba que éste le propor cionara atención y distracción. De ahí que para el joven «Friedel» le resultara una compensación la sociable casa del tío Isidor Kracauer y de la mujer de éste, la señora Hedwig. El historiador Isodor Kracauer trabajaba desde 1876 como profesor en el instituto « Philanthropin», una famosa escuela integrada liberal de la comunidad israelita en la que también estudiaban y enseñaban cristianos. En 1885 él y su mujer asu mieron la dirección de la «Ju lie und Amalie F1ersheim’sche Stiftung», una institución destinada a educar a niños judíos indigentes, abandonados o semiabandonados, Allí el joven Kracauer estableció contacto con coetáneos y encontró un es tímulo intelectual. A partir de los diarios de 1903 y 1907 —los escasos testimonios de su juventud que se han conservado—, es posible inferir que permanecía días enteros en Pfingstweidstrafie 14, donde se encontraba el internado, y en cuyo primer piso estaba la vivienda de los directores Isidor y Hed-
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wig Kracauer. Si bien el tío se dedicaba sobre todo a sus estu dios históricos, en todo caso, la lúcida y comunicativa Hedwig Kracauer se hallaba presente y en su hogar se reunían pa rientes, jóvenes, amigos y conocidos pertenecientes a la burguesía culta de Fráncfort. Kracauer conoció pues la sociabilidad y a desde la escuela: desde 1898 a 1904 (conclusión de la escolaridad elemental), asistió a la «Khnger-Oberrealschule» de Francfort, licencián dose en 1907 con el abitar/5 De esa época proceden los prime ros dibujos, ingeniosas descripciones de sus profesores y compañeros, y jocosos comentarios acerca de los temas esco lares. Sin embargo, le dominaba un sentimiento de desampa ro. El joven Kracauer confió a su diario cuán solo se sentía, en qué medida anhelaba la amistad, el vínculo y la protección verdaderos, y hasta qué punto buscaba un sentido para la vi da. Se quejaba de que, a raíz de su diminuta y endeble com plexión y de su aspecto «nada bello», siempre se sentía inte rior a los demás, y que a menudo había buscado en vano la amistad. La «fealdad» de su aspecto «negroide» o extranjero es señalada por casi todos los contemporáneos que se encon traron con él. Pero lo que más afligía a Kracauer era su difi cultad para hablar: tartamudeaba, y no conseguía superar esa acusada tartamudez a pesar de todos sus esfuerzos; a lo sumo podía mitigarla cuando se sentía seguro y había practicado previamente el discurso. Por lo tanto, cualquier clase de acti vidad docente le quedó para siempre vedada.
Estudios universitarios y estallido de la Primera Guerra Mundial Su familia, y en especial la madre, a la que preocupaba sobre manera la prosperidad material del hijo, le habían aconsejado que escogiera la profesión de arquitecto a fin de que dispusie-
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ra de un trabajo con el cual ganarse el pan, en vista de que po día dibujar decoraciones muy bellas y de que sus notas de abi taren Matemática, Descripción de la Naturaleza y Dibujo habían sido «muy buenas » / (1 Desde el semestre de verano de 1907 Kracauer estudió Arquitectura e Historia del Arte en las Universidades Técnicas de Darmstadt, Berlín (con la aproba ción del examen previo al título de arquitecto) y Munich. Si guiendo sus auténticos intereses, asistió en Berlín, junto a las clases de su carrera, a las conferencias y lecciones magistrales del historiador del arte Heinrich Wólfflin y del filósofo y so ciólogo Georg Simmei, quien si bien en aquella época y a era una «celebridad internacional», sólo a partir de 1900 pudo trabajar como profesor extraordinario (ad honorein) de la Uni versidad de Berlín / 7 El 7 de agosto de 1911 Kracauer obtuvo la nota general de «bien» en el examen final para obtener el título de arquitecto en la «Kónigliche Bayerische Technische Hochschu le» de Munich. En los años siguientes, trabajó en un estudio de ar quitectura de esta ciudad y escribió su disertación sobre La evolución de la herrería en Berlín, Potsdam y algunas ciudades de la Marca desde el siglo XVII hasta comienzas del XIX,78 El 16 de julio de 1914 aprobó el examen de doctorado en la Universidad Téc nica de Berlín. Kracauer asistió al estallido de la Primera Guerra M un dial en Munich, y no dejó de sentirse influido por el entusias mo bélico colectivo. Como Ginster, el protagonista de la pos tenor novela homónima, Kracauer se alistó en Munich como voluntario/ 9 En medio de la exaltación general surgió tam bién su primera publicación importante, que apareció en 1915 en los Preufiuwhe Jahrbiicher con el título de «Acerca de la vivencia de la guerra » / 0 Allí concedió expresión a su anhelo de que la guerra pudiera ayudarle a superar sus sentimientos de soledad y aislamiento: «Se apodera del alma la alegría de prestar un servicio. Por fin puede aquélla vivir en permanen V
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te comunidad con los demás, padeciendo y alegrándose junto con los otros, sin tener que temer la autodescripción a través de la reflexión ».81 En Francfort, donde se unió a los «Auxilares de sanidad voluntarios», encontró un puesto en el estudio del arquitecto francfortiano Max Seckbach, y allí se ocupó de realizar boce tos para reconstrucciones o restauraciones privadas y públi cas .82 A pesar de los encargos de Seckbach, a mediados de sep tiembre de 1917 Kracauer fue trasladado finalmente a Mainz, para que se incorporara a la artillería de a pie. Sin embargo, no pudo resistir físicamente las fatigas de la instrucción, y des pués de dos meses fue dado de baja como inútil para el servi cio. El 30 de noviembre le escribió lo siguiente a Georg Simmel, con quien mantenía un laxo contacto desde la época de estudios: « En el servicio militar he reunido ricas y en parte de salentadoras experiencias acerca de los hombres y las circuns tancias; pero me encuentro aún demasiado agotado físicamen te e intelectualmente insensible para informar sobre ellas desde una atalaya elevada ».83 En enero de 1918, durante ape nas un año, Kracauer consiguió una designación como arqui tecto en la oficina municipal de construcciones de Osnabrück, donde, entre otras cosas, realizó los planos de edificaciones para la plaza de la estación de ferrocarril y para un pequeño asentamiento junto a la Hügelstrafte por encargo de la «Aso ciación de construcciones de bien público de Osnabrück». Kracauer, entre tanto, tenía claro que quería escribir. El medio de sustento había revelado en los últimos años no ser del todo «seguro». A ello se sumó la amarga experiencia de que los jefes vendían los buenos esbozos de su empleado co mo producciones propias. Buscó evasión en la lectura: leía obras procedentes de casi todos los ámbitos, una y otra vez a Kant, Nietzsche, Schopenhauer, y se ocupó de los escritos de los filósofos y sociólogos contemporáneos: Franz Oppenheimer, M ax S ch elery, sobre todo, Georg Simmel. A este
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último, y a desde 1914, le enviaba sus escritos y le pedía opi nión acerca de ellos. Eran, por así decirlo, «ejercicios de pia no» en los que Kracauer trataba problemas filosóficos ac tuales, y en los que buscaba adoptar un punto de vista propio frente a los debates de entonces; desahogaba su cora zón escribiendo acerca de aquello que le oprimía en el pre sente vivenciado .84 A partir de la escasa correspondencia que se conserva puede verse que Kracauer esperaba escribir luego un trabajo de habilitación sobre Simmel. Esas espe ranzas encontraron un brusco fin cuando Simmel murió en 1918. A excepción del mencionado artículo «Acerca de la vi vencia de la guerra», en esta época sólo fue publicada su re seña del escrito de Scheler Guerra y con stru cción 86 (1916). Más tarde también conoció personalmente a M ax Scheler en Fráncfort. Aunque no podía aprobar la evasión de éste en el catolicismo, le atrajo la nueva interpretación que aquel hi zo de la guerra, según la cual ésta daba una advertencia para que no se retornara a aquel fatídico camino «que conduce a una destrucción cada vez mayor del hombre europeo, a una expansión cada vez más amplia del ethoj capitalista ».86
Período de posguerra (1919-1924): nuevos amigos y nueva profesión Cuando regresó a Fráncfort en noviembre de 1918 Kracauer hubo de afrontar las consecuencias que la derrota en una cos tosa guerra mundial de cuatro años de duración tuvo para él y su familia. En julio el padre había muerto después de una pro longada enfermedad; y es más que dudoso que, como emplea do de una empresa francesa, hubiera cobrado una renta du rante los años de la guerra. En vista de la inminente jubilación del tío Isidor, las dos familias Kracauer se mudaron a una mo desta vivienda en común en la Sternstrafte (Francfort norte);
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Kracauer vivió allí como subalquilado hasta su casamiento con Elisabeth (Lili) Ehrenreich y su traslado a Berlín en 1930. Si había ahorros, éstos se reducían rápidamente a la na da con las crecientes tasas de inflación. Funcionarios, rentis tas y jubilados fu eron los más afectados por una inflación que, a partir de mediados de 1922, se convirtió en hiperin ila ción. Kracauer, que en esas circunstancias debió buscar pe rentoriamente un trabajo, no encontró un puesto seguro. Por efecto de la transformación de la economía de guerra en eco nomía de paz y la afluencia de los que regresaban de la gue rra, aumentó también la tasa de desocupación. Max Seckbach sólo podía emplear a Kracauer en su estudio de arquitecto cuando —rara vez—recibía un encargo importante. A pesar de su dificultad para hablar, Kracauer intentó dar conferencias y clases particulares. Iin un estado de desespe ración escribió, en esta situación, a la escritora M argarete Susman: «Tengo y a más de 31 años, es decir, estoy decrépito; esta existencia eternamente provisoria me agota, todos mis coetáneos me han superado, en el plano externo, hace tiempo; en verdad, el destino debería, por fin, satisfacer las modestas demandas que le planteo a la vida».8' Kracauer intentó aprovechar el tiempo con un trabajo lite rario, pero en un comienzo tampoco en este plano tuvo ningún éxito. En primer lugar, en 1919 concluyó su contribución para el concurso de la «Moritz-Manheimer-Stiftung» con el tema «La filantropía, la justicia y la tolerancia, ¿están ligados a una forma de Estado determinada?; y ¿qué forma de Estado pro porciona la mejor garantía para la realización de aquéllas? ». 88 Bajo la influencia de la filosofía de la vida de Simmel, la Revo* lución rusa y las discusiones políticas contemporáneas, en la Al emama revolucionaria, sobre la futur¿i configuración del Es tado, Kracauer abogaba por una «transformación permanen te», es decir, se pronunciaba a favor de una «democracia socia lista», y a que ést¿t se correspondía perfectamente con la
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situación política; en la Constitución debía incluirse, sin em bargo, un «Principio de labilidad», a fin de que las generacio nes siguientes se vieran obligadas a modificar aquélla, de ser necesario, y adaptarla a las nuevas ideas o for mas de vida. Cuando en febrero de 1920 Kracauer recibió el informe de que su trabajo no había sido premiado entre los cuatro prime ros, en Alemania — y también personalmente en Kracauer—se encontraban y a apagadas casi todas las esperanzas de una transformación revolucionaria del Estado .81 A continuación Kracauer escribió la monografía «Georg Simmel: Una contri bu ción a la interpretación de la vida intelectual de nuestra época».™ Aunque se encontraba aún fascinado por la persona lidad de Simmel, en quien veía una encarnación de la «civiliza ción tardía», a un «peregrino» que no tiene su hogar en ningún sitio91 y que, precisamente por ello, ha «despertado y amplia do» la comprensión de los contemporáneos acerca de los pro cesos espirituales y anímicos,1" Kracauer traza sus virtudes y debilidad es desde una distancia crítica, sobre el trasfondo de la filosofía de Kanty del presente. Elogia a Simmel porque és te, como ningún otro filósofo, ha «abierto las puertas que con ducen al mundo de la realidad»; porque él, como un «vagabun do sin sistema», se ha aproximado, sin duda, a las cosas, pero sin poder integrarlas en una «imagen total ».w Entonces y en el futuro fueron importantes para Kracauer dos amigos de juventud de Fráncfort: Theodor («Teddie») Wiesengrund Adorno (1903-1969) y Leo Lówenthal (1900 1993). Sobre el comienzo de esta relación, que transcurrió no sin arduas conmociones y desengaños, informa el propio Adorno en 1964, en su artículo escrito con ocasión del 75° cumpleaños de Kracauer: Era yo alumno del bachillerato cuando lo conocí, a fines de la Primera Guerra Mundial. [...] Durante muchos años leyó con migo, regularmente los sábados por la tarde, la Crítica de la razón pura . No exagero en lo más mínimo si digo que debo más a esa
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Ido „ I , ,n”S,profesor' s « “ «lémic». Excepcionalmente doD.Jde^l “ "“ « “i6 q“ Kant a hablar e. Desde el pnncip.o aprendí, bajo su dirección, a no ver la
obra como una mera tpnría A*\ „ U j ■■ , ,
■ • oclmiento» como un análisis de as condiciones de los juicios científicamente válidos sino com
una suerte de escritura cfrada, a partir de la J „ el estado h.stonco del Espíritu; lo hice con la vaga expectativa de que era pos.ble extraer de allí algo de la verdad misma [...] « Leo Lowenthal, el futuro sociólogo de la literatura, conoció
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intelectuales de izquierda en Fráncfort. Lowenthal co menzaba entonces sus estudios universitarios. En 1930 se onv.rt.o en colaborador pleno del «Instituto de Investigata7
r i ° T deFráncfort’ y ,en 1932 en redactor de la revlse ic o instituto. Cumplió con esta función también des pues de su emigración, en 1933, y no fue hasta 1 9 5 6 qué '
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COm° profesor en la University o f Califor-
Zuer ÍVente " L8wenth-I mantuvo K ra cauer, en primera instancia, una función de mentor siendo yy Testímulos s Z I T o saT través tt' u Tde nla .thal le agradeció luegoayuda Ios c’on« » enorme y paciente que* le presto a Kracauer en los duros años del exilio. Por otra par te a evolución ideológica e intelectual de Kracauer se com-
: * r a de los años veinte tam bién bajo la influencia de Leo Lowenthal, quien vivió un tranSIt , ^ ^ »u„ más e X e n c - Y " ¡ T " 0 " " P° ,ít¡CaS de — era mucho mas existenc.al que Kracauer, quien en última instancia se mantenía siempre «a distancia de las cosas».1’
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Redactor de la Frankfurter Zeitung (1921-1933): el descubrimiento de la realidad concreta A fines de enero de 1921 sus esfuerzos profesionales parecían, por fin, ser recompensados; en sucesión irregular, Kracauer recibió encargos como reportero local de la Frankfurter Zeitung. Sus contribuciones ap¿irecteron en general de forma anónima y fueron pagadeis individualmente, sin sue Ido fij o. Desde entonces envió regularmente informes sobre aconteci mientos locales y regionales, sobre conferencias y congresos acerca de temas de historia del arte, arquitectura, filosofía, so ciología, crítica de la religión v de la época v -de vez en cuan do- sobre temas judíos, como la cuestionada «Liga de judíos nacionalistas alemanes», y el creciente antisemitismo. Cinco, seis horas le tomaba a diario el puro trabajo de redacción, sin incluir los trabajos mayores, firmados con nombre completo; por no hablar de las noches y los domingos que ocupaba en congresos y viajes. Un puesto fijo en la redacción de la Frankfurter Zeitung, una publicación liberal de izquierda, por entonces muy pres tigiosa, era seguramente la mejor solución para sus proble mas profesionales, El diario le ab rió el mundo en todas las di recciones, y si bien ello 1e obligó a ocuparse de los trabajos de colegas y colaboradores, también s¿icó provecho de los estí mulos de Benno Reifenberg en las discusiones en su redac ción. En 1924 éste asumió la dirección del suplemento litera rio, reemplazando a Rudolf Geck. Con ell o se conso i¡d ó también la posición de Siegfried Kracauer en la Frankfurter Zeitung. Firmó un nuevo contrato como redactor pleno, y trabajó a las órdenes de Benno Reifenberg. Pasado un tiem po, se aseguró la sección de cine, un hecho que sería decisivo para su futuro. Es posible que el contacto con la Frankfurter Zeitung hubie ra tenido lugar gracias a la mediación de la escritora Marga-
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rete von Bendemann-Susman (1872-1966), que desde 1910 era amiga del editor del diario, Heinrich Simón, y que desde entonces había escrito muchas contribuciones para la Frank fu rter Ze¿tung —en general sobre temas de filosofía y literaturacomo colaboradora libre. Kracauer la conoció en Fráncfort, posiblemente en 1918 y por entonces la reverenciaba mucho. Su mayor interés en común era Georg SimmeL M argarete Susman había asistido como oyente a las clases de aquél en Berlín hacia 1900-1901, y había sido invitada también de for ma privada a la casa del filósofo, donde conoció a Martin Buber, Ernst Bloch y Bernhard Groethuysen. De modo que no fue casualidad que Kracauer también le dedicara su mono grafía sobre Georg Simmel.% Es posible que Margarete Susman hubiera mediado para que se produjera también el contacto con el filósofo de la reli gión judía Franz Rosenzweig (1886-1929), quien algunos meses después encargó a Kracauer que olreciera un ciclo de conferencias de tres horas sobre las corrientes religiosas del presente en la «Freie Jüdische Lehrhaus», una exigente uni versidad popular que había sido fundada en Fráncfort en 1920 por el rabino Nehemia Antón Nobel (1871-1922) y por Franz Rosenzweig, con el fin de promover un renacimiento jud ío a través del estudio de las fuentes religiosas. Después de la Primera Guerra Mundial, y bajo el signo de la renovación, en todos los ámbitos eclesiásticos se habían for mado grupos que buscaban un acceso nuevo y directo a las verdades de la religión. Entre estos grupos se encontraba tam bién el círculo congregado en Fráncfort en torno al rabino No bel. Este, que aunaba un exhaustivo conocimiento del Talmud con intensivos estudios de la filosofía y la literatura alemanas modernas, era un fascinante predicador que ejercía una gran atracción. Percibió la necesidad que experimentaban los jóve nes de conocer la tradición y el estilo de vida judíos, y de en contrar una orientación, a través de conversaciones persona
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les, en la confluencia v disidencia de las más variadas co rrientes religiosas, místicas y político-revolucionarias (¡N o bel era sionista!). Casi todos los intelectuales que se reunían por entonces en la casa del rabino Nobel —entre ellos Martin Buber, Erich Fromm, Leo Lówenthal, Franz Rosenzweig o Ernst Simón—tuvieron un papel esencial en el desarrollo de un renacimiento judío en los años veinte y treinta, y fueron reconocidos internacionalmente. También Kracauer perte neció, en un comienzo, a este círculoy participó en el libro de homenaje publicado con ocasión del 50° cumpleaños de No bel con el artículo «Gedanken über die Freundschaft» [Ideas acerca de la amistad].% Ese mismo mes, el 19 de noviembre de 1921, apareció en la Frankfurter Zeitung la dura crítica de Kracauer a la publica ción más reciente de Max Scheler, Acerca de lo eterno en el hom breí8 (Leipzig, 1921), que constituyó el preludio de su enfren tamiento público con los propulsores de una renovación religiosa.^ La dureza del tono sorprendió a amigos como Margarete Susman, Eugen Rosenstock-Huessy y, especial mente, Franz Rosenzweig. A esta reseña siguió, el 12 de mar zo de 1922, nuevamente en la Frankfurter Zeitung, un artículo programático de Kracauer con el título «Los que esperan » ,100 en el que se enfrentaba con las diversas tentativas de sus con temporáneos para reconstruir la imagen del mundo demolida por la secularización y despertar una nueva comunidad. Su centro de atención se dirigía aquí a los cultores de la antroposofía -a los que persiguió implacablemente en muchos artícu los-, al «Círculo G eorge»y a todos aquellos grupos e indivi duos que se entregaban por entonces a las doctrinas del Lejano Oriente y, no en última instancia, a aquellos círculos que, dentro de las grandes religiones mundiales, buscaban un acceso nuevo e inmediato a lo absoluto . 101 Kracauer distinguía tres modos típicos de comportamiento, que eligen aquellos hombres que son conscientes del vacío y el
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sinsentido de la existencia contemporánea: en primer lu de) irreflexivo, que en su desesperación se arroja precif mente a alguna fe, más por «cobardía metafísica» que po convicción religiosa auténticamente obtenida»; en segur gar, el del «escéptico por principio», encarnado en Ma ber, cuya conciencia intelectual se rebela contra la elecc caminos que conducen a una supuesta redención, pero ■ ojos de Kracauer—sólo representan desvíos y retrocesos rección a arbitrartas limitaciones; en tercer lugar, entn mible «esto o aquello» de la decisión religiosa precipita' dud¿i radical, existe aún —«quizá»—una vía media, la d t espera», un «vacilante estar abierto» que, por un lado, cía conscientemente a la «gran embriaguez idealista» por otro, no bloquea el sentido de la realidad. Con razc nerón todos los intérpretes que, detrás de las aún vag mulaciones sobre el «que espera» se encontraba la posi< Kracauer, que en el apartamiento respecto del «yo teó en la «vuelta hacia el yo humano total»y al «mundo de 1, dad» veía un futuro nuevo.10’ Sol o a mediados de los años veinte pudo Kracauer ciar ¿i esta actitud del «que espera» para asumir una pe orientada h¿icia una decidida crítica social, desarro Hada una perspectiva materialista. Entonces procu raba, en ar menores, conquistar métodos y un instrumental lingüíst ra sus ob ras de mayor envergadura. Sus artículos en la jurter Zatiuuj pasaron a contarse, desde entonces, entre I agudos análisis de la República de Weimar; más que ar encontraban aferrados a la realidad, se tornaron más o trados, más claros, más sobrios, más políticos. La pregu cuándo o, simplemente, bajo qué influencia comenzó a o se Kracauer más intensamente de Karl Marx — ^y esto si,i en él, ante todo, de los escritos tempranos de aquél—no ser respondida con exactitud. Las huellas de una reflexi ginal pueden remontarse aproximadamente al año 1925.
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sinsentido de la existencia contemporánea: en primer lugar, el del irreflexivo, que en su desesperación se arroja precipitada mente a alguna te, más por «cobardía metafísica» que por «una convicción religiosa auténticamente obtenida»; en segundo lu gar, el del «escéptico por principio», encarnado en Max Weber, cuya conciencia intelectual se rebela contra la elección de caminos que conducen a una supuesta redención, pero que —a ojos de Kracauer—sólo representan desvíos y retrocesos en di rección a arbitrarias limitaciones; en tercer lugar, entre el te mible «esto o aquello» de la decisión religiosa precipitada y la duda radical, existe aún —«quizá»—una vía media» la del «que espera», un «vacilante estar abierto» que, por un lado, renun cia conscientemente a la «gran embriaguez idealista» y que, por otro, no bloquea el sentido de la realidad. Con razón infi rieron todos los intérpretes que, detrás de las aún vagas for mulaciones sobre el «que espera» se encontraba la posición de Kracauer, que en el apartamiento respecto del «yo teórico» y en la «vuelta hacia el yo humano total» y al «mundo de la reali dad » veía un futuro nuevo . 102 Sólo a mediados de los años veinte pudo Kracauer renun ciar a esta actitud del «que espera» para asumir una posición orientada hacia una decidida crítica social, desarrollada desde una perspectiva materialista. Entonces procuraba, en artículos menores, conquistar métodos y un instrumental lingüístico pa ra sus obras de mayor envergadura. Sus artículos en la Frank fu rter Ze ti uncf pasaron a contarse, desde entonces, entre los más agudos análisis de la República de Weimar; más que antes, se encontraban aferrados a la realidad, se tornaron más concen trados, más claros, más sobrios, más políticos. La pregunta de cuándo o, simplemente, bajo qué influencia comenzó a ocupar se Kracauer más intensamente de Karl Marx — y esto significa en él, ante todo, de los escritos tempranos de aquél—no puede ser respondida con exactitud. Las huellas de una reflexión ori ginal pueden remontarse aproximadamente al año 1925.
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Con el ensayo sumamente crítico «La Biblia en Alemán » ,103 que apareció en la Frankfurter Zeitung los días 27 y 28 de abril de 1926,1011 Kracauer logró, en cuanto a los contenidos y el mé todo, un alejamiento definitivo respecto de su pensamiento an terior. En 1925 había aparecido en la editorial de Lambert Schneider el primer volumen de la «versión en alemán» de la «Escritura» que habían emprendido conjuntamente Martin Bubery Franz Rosenzweig. Kracauer había tomado en serio, en su reseña, precisamente el compromiso de los traductores de apelar inmediatamente al hombre entero, y de transmitir el contenido de verdad de la tradición judía a través de una nue va traducción desprovista de comentarios y adecuada al origi nal en el vocabulario, el ritmo, la musicalidad y la sintaxis. Pe ro Kracauer dudaba de la posibilidad de esta «actualización». Pensaba que la traducción de Lutero había sido la última «ac tualización» lograda, porque, en la época de su realización, la protesta revolucionaria contra los abusos eclesiásticos, que también eran abusos sociales y políticos, aún había encontra do expresión en un lenguaje popular que acababa de crearse. Pero en la actualidad lo profano ha dejado atrás hace tiempo las categorías teológicas: «el lugar de la verdad» se sitúa, pues, en la vida pública «ordinaria». Especialmente fatídico le pare cía a Kracauer que el lenguaje arcaizante de la traducción de la Bibl ía hecha por Buber-Rosenzweig aún procediera del «emprendimiento mitológico y el neorromanticismo vetusto del siglo X I X » . 1)1 Esta versión en alemán carecía de «actuali dad »: en lugar de abrirse a la vida cotidiana, tal como era su auténtico propósito, se alejaba de aquélla, y la actitud de los traductores asumía, en última instancia, un carácter reaccio nario: «Podría ocurrir que creyeran servir a la verdad y que, tácticamente, no supieran encontrarla en su actualidad. Pues el acceso a la verdad se encuentra ahora en lo profano».'®' Ante ello reaccionaron de forma positiva Walter Benjamín V, en especial, Ernst Bloch, quien tradujo el concepto —central
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en Kracauer—de «actualidad» por el concepto más subjetivo de «sinceridad»: sinceridad frente a una realidad que no ha si do distorsionada ni es te tizad a.'0/ El concepto de «actualidad» tiene mucho que ver con la nueva visión de la historia que de sarrolló Kracauer en su ensayo más célebre, El ornamento de la m asam (1927), la contraparte de «Los que esperan». Mientras que Kracauer, en el artículo «Los que esperan», aún partía de una Edad M edia idealizada y armonizada, a partir de la cual desplegaba un proceso de descomposición, que habría durado siglos y que habría desembocado en el «caos del presente», en su ensayo principal El ornamento de la masa tomaba el fundamento de la filosofía marxista de la his toria y reconstruía la evolución de la humanidad como un proceso de «desmitologización». De acuerdo con esto, al co mienzo de la historia se encontraba la «identidad entre hom bre v naturaleza». Como Kant v, tras las huellas de este, Marx, Kracauer partía de la representación según la cual el hombre, en el curso de su evolución, se había liberado de las «andaderas» de la naturaleza: «El proceso de la historia es ganado por la razón débil y distante en la lucha contra las potencias naturales que dominaban en los mitos sobre la tierra y el cielo » .109 Estos antiguos dioses, sin embargo, aún no han dimitido; dentro y fuera del hombre sigue afirmándose la antigua naturaleza. Kracauer interpretó, consecuentemente, la teoría organicista de la sociedad vigente en su época y el nacionalismo como espejismos mitológicos, como regresión de la evolución histórica a los mitos. En contra de aquéllos, Kracauer veía el único camino transitable en el proceso pro gresivo de «desmitologización» o «desencantamiento», a cu yo fin se encuentra «el arribo a la meta del hombre » , 110 que está aún lejos de la razón. El «proceso de desmitologización», sin embargo, en su ac tual fase capitalista, se encuentra en una crisis. Si n duda que este proceso ha hecho cada vez más independiente al hombre,
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que ha liberado a éste de las cadenas que le habían impuesto el feudalismo en la Edad M edia y la Iglesia implicada en el poder terrenal. Pero la ratio del sistema económico capitalista «no es la razón misma, sino una razón debilitada. [...] Ésta no incluye a l hombre». 1,1 La mirada retrospectiva hacia el hombre individual no determina la organización de la producción ni el sistema social; al contrario: el entero sistema económico y so cial se caracteriza por una elevada abstracción que no acepta lo particular, individual o concreto. Frente a esto no representa una ayuda la postergación de la evolución o un total aparta miento respecto de lo racional; sino una aceleración conscien te. El capitalismo «no racionaliza demasiado, sino demasiado poco»."' Esto vale igualmente para los reflejos estéticos de es te pensamiento abstracto, que se manifestaban entonces de un modo especialmente pasmoso en las coreografías desco munales de las Tillergirls. Compuestas por miles de seres hu manos, que sólo son segmentos de una figura, y y a no perso nalidades individuales, representan —desde la perspectiva de la razón—una «inmensa regresión a la mitología»; y juzgadas desde el punto de vista de su grado de realidad concreta, se encuentran por encima de todos los productos artísticos de la burguesía, que están apartados y resguardados de \a, praxis vi tal. Sólo ante este trasfondo teórico debe entenderse que fas cinaran tanto a Kracauer (como a Walt er Benjamin y Ernst Bloch) las zonas marginales de la existencia y la cultura hu manas, el circo y el teatro de revistas, la fotografía y el cine, el reportaje y la novela detectivesca o la arquitectura, pues a es ta cultura marginal afluye más realidad concreta «actual», lo que permite que nazcan formas nuevas y que se transforme la recepción. Dos libros dieron a conocer a Kracauer durante la Repú blica de Weimar: la novela Ginsten R*cn¿apor e'l m ism o,u‘>publi cada anónimamente en 1928 en la editorial S. Fischer, y la monografía de psicología social Los empicados. Un aspecto ve la
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Ginster. Escrita por él mutuo Ginster fue catalogada a menudo en la serie de aquellas nove las bélicas que, como Clase 1902xu (1928), de Ernst Glaeser, y Sin novedad en el fren te (1929), de Erich M aria Remarque, tematizaban las experiencias de la Primera Guerra Mundial. Esto es sólo parcialmente correcto: la acción se inicia, sin du da, con el comienzo de la guerra en 1914, y termina con los disturbios revolucionarios de la posguerra en 1918, que son de sarrollados una vez más en un ultimo capítulo, unos seis años más tarde. Pero el frente está muy lejos, el acontecer se desarrolla en la «retaguardia militar»115y Ginster es en verdad un antihéroe, que en la guerra no ve siquiera el acontecimien to excepcional, sino sólo la «continuación de la paz», m y que ni siquiera se ve ind ucido a condenarla por motivos políticos. En esta novela Kracauer tradujo al plano de lo concreto lo que había expuesto teóricamente en El ornamento de la masa y en el artículo «La biografía como forma artística de la burgue sía moderna » :11 la conversión del individuo en un ser anóni mo. La preferencia por la biografía, tal como puede observar se en los años veinte, sólo confirma la huida de la burguesía ante el conocimiento necesario de la realidad. Ginster , en cam bio, es una «novela de formación» con los signos invertidos :11,4 se trata de una «autobiografía anónima cuyo yo oculta su identidad y no [...] se afirma como un y o ».l|l) A Ginster sólo le mueve el interés por liberarse de todos los lazos privados v burgueses. Le resultaba grato vivir de incógnito, sin nombres ni título; 120 empleaba el nombre de «Ginster »1 1 desde la escue la. Los hombres que él conocía tenían «opiniones firmes y una
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Alemania m¿Li reciente, que apareció en enero de 1930 en la Societáts-Drückerei. Ambas obras habían sido publicadas pre viamente en la Frankfurter Zeitung.
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profesión»; en general, también una familia. «Siempre repre sentaban algo y sostenían algo .» 122 A diferencia de ellos, él no tenía «ningún comportamiento»123y le habría gustado «ser g a ¿e 0ti0 ».vlANo tenía metas, no quería poseer ni alcanzar nada. «Cada ser humano que conozco es una fortaleza», le confesó abiertamente a la señora Van C. «Yo mismo no quiero nada [...] lo que más me gustaría es fluir. Esto hace que los hom bres permanezcan alejados de mí. Duermo en una habitación indiferente,y ni siquiera tengo una biblioteca . » 125 Pasivo, apá tico, débil, cobarde, sólo presenta resistencia a lo que pone en riesgo su existencia; en la guerra, por ejemplo, padece ham bre a fin de mostrar, de ese modo, «un blanco más reduci do » .126 Varias veces señala que él no puede recordar; sin evo lución propia y sin voluntad, es un mero «receptor»12' que percibe lo más minúsculo sin ordenarlo ni valorarlo, a dife rencia de su tío, que con el bote de pegamento pone en orden la historia, reordenándola de acuerdo con sus propias expe riencias. De ese modo, las cosas muertas recuperan la vida bajo el microscopio .128 El último capítulo revela, ante todo, que Kracauer extrae la esperanza utópica en una existencia más humana y social del hecho de que la personalidad se torne anónima, de que su individualidad se torne permeable. Marsella, la ciudad de la descomposición, del «estiércol internacional y de la esen cia de una estación de tren » ,129 que aparece y a al comienzo de la novela como una localidad soñada, es una cifra de esa utopía. Central importancia posee aquí el reencuentro con la señora Von C., quien entre tanto se ha convertido en una «revolucionaria», y a la que Ginster le confía la experiencia que recibió de una prostituta: «que tengo que morir, que es toy solo».13ü Esta acentuación de lo humano, que está libera do de todas las particularidades del pueblo, de la religión, del estatus social, de todas las particularidades privadas, tie ne su paralelo en el retrato de Chaplin que hace Kracauer, al *
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las diferencias de clase y que al mencionar a los «trabajado res» sólo se aludía a los «funcionarios inferiores del ferroca rril» y al «capataz patriarcal » .138 De manera característica, los «empleados» aparecen por primera vez en su artículo «Film 1928», publicado en la Frank fu rter Z eitung los días 30 de noviembre y 1 de diciembre de 1928 bajo el título de «El filme actual y su público».ljí En este escrito Kracauer se ocupa de «la estirpe principal de los que van al cine», a los que ahora denomina claramente «los peque ños empleados»/40y de una realidad social que, en la mayoría de los fil mes alemanes, aparece «volatilizada, coloreada, dis torsionada » .141 El espectador no se entera de nada esencial so bre los «obreros y empleados», que en esos filmes aún no se muestran organizados, y en todo caso son representados como individuos. Kracauer cierra sus críticas constatando que «es tas ideologías mostradas en la pantalla» son vetustas, y que «al menos es tiempo» de que «la U fal4:¿ adquiera algún conoci miento acerca de la existencia de la A la ».145 De Benno Reifenberg —que fue responsable desde 1924 a 1930 del suplemento literario de la Frankfurter Z eitung , ade más de un inagotable inspirador de ideas y un amistoso men tor de sus colegas—, partió en 1928 la iniciativa de ampliar la sección de literatura del diario más allá de la mera reseña de libros actuales, incluyendo artículos con temas especiales que abarcasen el mundo profesional y vital cotidiano, y que se complementaran recíprocamente. El 6 de noviembre de 1928 transmitió a algunos colegas la propuesta de informar sobre las «lecturas predilectas de los pequeños empleados». Había que consultar a «una taquidactilógrafa, un capataz, un emple ad o bancanoy una vendedora ».144 Reifenberg aportó también las más importantes preguntas para las entrevistas, y es muy verosímil que con ello hubiera dado de esta manera el estímu lo para el libro; a favor de ello testimonia el hecho de que, por un lad o, Kracauer haya escrito tres semanas más tarde el
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Viaje de exploración a un «territorio desconocido» Como cronista del estrato de los empleados, Kracauer eligió Berlín porque, «a diferencia de todas las demás ciudades y re giones alemanas, es el lugar en que la situación de los emplea dos se muestra del modo más extremo. Sólo es posible acceder a la realidad a partir de sus extremos» (p. 105). Ya los contem poráneos constataron que el libro de Kracauer se lee «como una novela »,146 Esto no sólo puede explicarse a partir de las in tensas exploraciones que hizo Kracauer en Berlín, sino tam-
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mencionado artículo sobre el público de empleados de los fil mes de la Ufa, y que, por otro lado, la sucesión de breves artí culos no se limitara a las lecturas de los empleados, sino que en los meses siguientes presentara las lecturas de personajes muy variados bajo el título de «Lo que leen » .M6 Kracauer no participó en esta serie de artículos. A cam bio, hizo un arreglo con Reifenberg: él, Kracauer, habría de escribir sobre este nuevo estrato de los empleados, desde la perspectiva de la crítica social y cultural, un libro entero que debería publicarse, en primer término, en la Frankfurter Zeitung. En vista de que, de todos modos, con los «cambios» que habrían de producirse en abril de 1930, él iba a asumir la re dacción del suplemento literario de la Frankfurter Z eitu n g , acordó con Reifenberg un intercambio: desde fines de abril a mediados de julio de 1929, Kracauer habría de dirigirse a Berlín a fin de estudiar el mundo de los empleados, y el cole ga berlinés Bernard von Brentano habría de trasladarse, du rante ese período, a la redacción en Fráncfort. Reifenberg accedió a la propuesta, y lo liberó de todas sus obligaciones: Kracauer escribió, en este período, sólo tres contribuciones extensas a cambio de honorarios, y dispuso del tiempo sufi ciente para investigar en relación con su libro.
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| bien de la multiplicidad de materiales trabajados: desde abril a Sd julio de 1929 había interrogado sobre su situación a muchos 3 empleados» en especial en grandes empresas; había hablado § con empresarios, jefes de personal, consejos de empresa, re:1 presentantes de los grandes sindicatos de empleados y sus pui blicaciones, diputados y funcionarios de diferentes institucio nes estatales y municipales. Había asistido a varias sesiones del tribunal de trabajo, y había indagado las tristes oficinas de empleo, que le recordaban «las estaciones de maniobras, con sus numerosos andenes en los que los desocupados, como si fueran vagones, son trasladados de un lugar a otro» (p. 170). Había precedido a esto un estudio de la bibliografía específi ca, de los periódicos de las grandes ligas de empleados, de las estadísticas sobre profesiones y sindicatos, cuestionarios, anuncios y avisos de empleo; «registros del estado de cosas con un propósito cothitructu>o»XA7que, apuntados en numerosas fichas, ordenadas según temas y numeradas, están conserva das en el legado postumo. Textos que, también desde el punto de vista formal, presentan una gran variedad —extractos de cartas, conversaciones, observaciones, pequeñas narraciones, escenas, descripciones de localidades, citas de material docu mental—,y que, iluminándose y com plementándose de mane ra recíproca, fueron integrados en una composición de tal modo que el lector creía, por fin, haber alcanzado por sí mis mo sus conocimientos. En un primer capítulo introductorio («Territorio descono cido»), Kracauer parte de la premisa de que si bien centena res de miles de empleados poblaban a diario las calles de Ber lín, su vida era menos conocida «que la de las tribus más primitivas». Esto no es sólo un truco publicitario dirigido a aquellos lectores que favorecían los temas exóticos de la pro ducción fílmica de entonces, Kracauer habla de «exotismo» porque, en su opinión, no sólo se dedica una atención insufi ciente a esas multitudes de empleados, sino porque se eluden
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los conocimientos que de manera perentoria se requieren: los empresarios son parciales; los intelectuales, o bien son ell os mismos empleados, o bien son libres, en cuyo caso no les inte resa el tema, Pero los propios empleados son «los que tienen menos conciencia acerca de su situación» (p. 1 1 2 ), Kracauer concede a su estudio, pues, la forma de un iníorme de expedi ción al mundo desconocido de los empleados, a fin de «juzgar la existencia normal en su inapreciable horror», conseguir que «la luz de la opinión pública caiga sobre las condiciones públicas en que viven los empleados» y preguntar, luego, quién puede estar interesado en conservar un retrato distor sionado y un autorretrato quimérico de los empleados. Por cierto que él mismo habla y a entonces acerca de la rica historia social y sindical de los empleados, nombra también a su más importante exponente —el sociólogo Emil Lederer—, toma posición frente a la discusión sobre el estatuto de los empleados y alude a los fenómenos históricos más importan tes de la década pasada: el raudo incremento en el número de los empleados —ante todo de las mujeres que se cuentan entre ellos—, la fundación de las grandes ligas de empleados, el im pulso racionalizador en la economía a mediados de los años veinte, que sobre todo mecanizó el trabajo burocrático en las grandes empresas y en los grandes bancos y redujo la función de los empleados en cuestión. Lo más importante aparecía —significativamente” al final del primer capítulo, en el que Kracauer tomaba distancia respecto del entonces favorecido reportaje y se expresaba acerca de su propio método. Temas de la vida cotidiana y del mundo del trabajo fueron tratados a menudo, durante la República de Weimar, por es critores y periodistas burgueses de izquierda en los campos del reportaje, la novela y la biografía. A este retorno a la «rea lidad», que se veía a sí mismo como reacción literaria frente al agotado expresionismo, se le aplicó la etiqueta de «Nueva Objetividad». Hacia 1930, por cierto, esa moda y a se tornó, a
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su vez, obsoleta, y se demandaba, tal como lo hacía Joseph Roth, una «¡Liquidación de la Nueva Objetividad!». Enton ces se equiparaba, de un modo un tanto simplista, el reportaje con una documentación de hechos ais lad os desprovista de elaboración artística y perspectiva. Influido por la literatura de la «Nueva Objetividad», Kracauer la elogió varias veces en reseñas, explicando su «hambre de inmediatez» como conse cuencia de «la desnutrición ocasionada por el idealismo ale mán» (p. 117). También su estudio sobre Lo¿ empleador toma ba expresa distancia respecto del reportaje, pero sobre la base de un procedimiento metódico mucho más complejo: si bie n hay que partir —inductivamente—de lo observado, estos mate riales no deben ser «simplemente incorporados», sino que «hay que obligarlos a declarar » .148 Con estas «declaraciones» de los propios objetos debe ser «construido» el mosaico, «que se compone a partir de las observaciones individuales, sobre la base del conocimiento del contenido de la realidad. El re portaje fotografía la vida; un mosaico como éste sería su ima gen» (p. 118). Kracauer protestaba en contra de que el autor pudiera «imponer» desde afuera «ideas» sobre lo observa do ; 149 pero no advertía, evidentemente, que él y a antes de su « viaj e de exploración» por Berlín se había procurado un con siderable saber previo a través de la lectura de la bibliografía histórica y sociológica, de encuestas, textos legales y otros materiales informativos, lo cual inevitablemente guió sus ob servaciones y debió de contribuir a su «conocimiento». En los cinco capítulos siguientes Kracauer hace que se su cedan, como en un panorama, escenas del poco atractivo mun do de la vida y el trabajo al que pertenecen los empleados, co locando cada imagen escénica bajo un motivo conductor irónico-crítico. Estos primeros seis capítulos se corresponden, por así decirlo, con la «infraestructura» socioeconómica de los empleados. Después de empezar con los fundamentos des criptivos y estadísticos sobre la evolución de los empleados y ■V
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sus ligas («Territorio desconocido»), se ocupa de los siguientes temas: el sistema de diplomas («Selección»), la mecanización del trabajo burocrático en las grandes empresas («Breve pau sa para airearse»), de la jerarquía de los empleados dentro de las grandes fábricas («Empresa en funcionamiento»), del limi tado mercado de trabajo para los empleados viejos («Ah, cuán ^ pronto...»), de los consejos de fábrica, los tribunales de traba jo y las agencias de colocación («Taller de reparaciones»). Kracauer no pudo reconocer ninguna diferencia esencial entre las condiciones de vida materiales de los obreros —en es pecial de los obreros cualificados—y las de los empleados. Con ello compartía el punto de vista que asumía entonces Emil Lederer, quien en su primera gran monografía, de 1912, sobre «Los empleados privados en la evolución económica moderna»1,() había considerado aún «la posición intermedia entre las clases», es decir, entre el empresario-capitalista y el proletariado, como el decisivo «criterio social para los empleados»;IMpero que, a más tardar en 1929, en su contribución «La restructuración del proletariado y los estratos interme dios en el capitalismo » ,1’2 arribó a la conclusión de que los em pleados, por mucho que se dife rencien de los obreros y por más que sientan de un modo distinto que éstos, comparten «el destino del proletariado » .10 También la liga Afa sostuvo esta posición desde un comienzo.1^ Kracauer argumentó en los mismos términos que Lederer: los empleados fu ndaban su presunta «existencia burguesa» en el salario mensual, en el trabajo intelectual y en algunas otras cualidades inesenc ial es, pero es indiscutible su creciente «proletarizaron», que en primer término sólo se explica por la «mecanización», es decir, «la instalación de la máquina y de los métodos de la cadena de montaje en las salas de empleados de las grandes empresas» (p. 11-4). De tal manera que ahora —en contradicción con el pasado—grandes masas de nuevos empleados, no cualificados y cualificados, asumen «dentro
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del proceso de trabajo, una función menor que antes» (p. 114). En el caso de las vendedoras, se mecaniza la actividad en los «negocios de precios fijos» que por entonces estaban surgiendo. Su situación material empeoró, como promedio, a raíz de su crecimiento numérico y de la formación de un «ejército industrial de reserva integrado por empleados» (p. 114). La inseguridad de su existencia ha aumentado y la pers pectiva —anteriormente efectiva—de independencia práctica mente ha d esaparecido. La creencia en que los empleados re presentan algo así como la «nueva clase media» se encuentra entre «las ilusiones producidas para los empleados» (p. 115). Estos «nutren una falsa conciencia» (p. 194). También los procesos organizativos de las empresas se encuentran totalmente racionalizados: Kracauer, de un mo do que define su pensamiento en imágenes espaciales, con duce al lector desde el despacho del director (al que no llega ningún ruido, cuyo escritorio sólo está cubierto por algunos papeles y representa la expresión misma del «sosiego en las cumbres» que siempre «parece dominar en todas las altas esferas», p. 129), hasta las ruidosas salas de máquinas de las grandes empresas, en las que las dactilógrafas ejecutan su monótono trabajo ante máquinas de registro, cálculo y per foración; «las tarjetas y a elaboradas circulan, en el ambiente contiguo, por las máquinas distribuidoras e impresoras (p. 131). Los incrementos en la eficiencia hacen que el proceso de producción resu lte cada vez menos visible a los ojos de los empleados. En las obras de Franz Kafka han que dad o para siempre plasmados «la intrincada gran empresa huma na» y «el carácter inaccesible de la instancia más elevada [del empresariado]» (p. 140). El jefe de la oficina de cada sala de máquinas ha registrado en un libro el plan de trabajo adecuado «hasta el menor deta lle», y ante una pregunta de Kracauer, se muestra orgulloso de que, gracias al plan de trabajo, él pueda ser sustituido en
StE G F R IK D K R A C A U K R *>£> _______ _________________ ______________ _______________ cualquier momento. Esto vale para todo empleado: gracias al registro automatizado, por ejemplo, en la sección de cuentas corrientes de los grandes bancos pueden calcular y remitir las cuentas con una mayor rapidez. Así se ven dispensados de poseer conocimientos, «y si la asistencia a la escuela de co mercio no fuera obligatoria, ellos no necesitarían saber nada en absoluto» (p. 132). Sólo con ironía informa Kracauer acer ca de los estudios de aquellos profesores universitarios con temporáneos que se ded ican a la investigación de la monoto nía y que han concluido que ésta, en el trabajo mecánico, no actúa sobre todos los hombres de la misma fo rma y que no siempre lo hace de forma negativa (p. 137). «Cuanto más planificada se encuentra la racionalización, tanto menos tienen que ver los hombres entre sí» (p* 141). Sin embargo, los diplomas y exámenes ocupan un lugar inade cuadamente grande. En vista de que y a no se conoce a los hombres, se espera que los postulantes tengan un certificado de aprobación del ahitar o que al menos hayan concluido los estudios secundarios; y desde hace poco se los somete a un procedimiento de selección científica aún más especial, tal co mo el que suponen los tejt¿ psicológicos o las investigaciones grafológicas, cuyos resultados pueden ser fructíferos incluso para empleados superiores; en el caso de empleados que sólo realizan trabajos mecánicos, únicamente deben reforzar la conciencia estamental. Se dice que, a través de los exámenes de aptitud, se busca encontrar «la personalidad entera», al «hombre adecuado», conceptos extraídos «del diccionario de la d eslucida filosofía idealista», pero en verdad se trata «de una auténtica selección de hombres» (p. 122). Ante una con templación escrupulosa se abre la puerta de la firma, pero só lo para aquel que tiene un «aspecto agradable», pues —como expresa un miembro del departamento de personal de una gran tienda de Berlín—: «Decisivo es, antes bien, el color de piel moralmente rosado». La asociación con los decorados de
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los escaparates y las revistas ilustradas revela de manera es pontánea a qué se alude. Aquellos que se ocupan de la se lec ción «querrían recubrir la vida con un barniz que oculte su realidad, que no es de ningún modo rosada. ¡Ay, si la moral se manifestase a través de la piel, v el rosado no fuese lo suficien temente moral como para impedir la irrupción de los apeti tos... ! La lobreguez de la moral sin afeit es resultaría tan peli grosa para el ¿tatn quo como un rosado que comenzara a arder inmoralmente. Con vistas a compensarse mutuamente, ambos se acoplan entre sí (pp. 127-128). Estas irónicas formulaciones revelan la realidad concreta y confieren al libro de Kracauer originalidad y agudeza. En un proceso de uniformación cultural, Kracauer consi dera a los empleados como víctimas de la influencia ideológica y las coacciones económicas: «Los empleados deben contri buir a esto, quieran o no» (p. 128). Lenguaje, vestimenta, com portamiento y precisamente aquel «buen aspecto» son impre sos desde afuera, con el apoyo de la economía y la publicidad, que —sobre todo en las grandes tiendas—estilizan a la vendedo ra, convirtiéndola en un modelo que estimula el consumo. Al «bello aspecto» corresponde también el «aspecto juvenil», que ha de generar la impresión de dinamismo y resistencia. La exi gencia de ser bello, amigable, atractivo, promueve el consumo, la constante renovación; por otra parte, la devoción por la ju ventud conduce a la expulsión de los empleados de más de cuarenta años, cuyos salarios son más altos a consecuencia de los convenios colectivos. Esta desatención se deriva, en última instancia, de la «general desconsideración hacia los mayores que es propia de esta época» (p. 157). Esta «idolatría de la ju ventud» es «el signo de una fuga de la muerte» (p. 157). Sólo la confrontación con ésta —no es casual que la metáfora de la muerte reaparezca al final del libro—despierta la conciencia humana, sólo ella concede un sentido a la existencia humana.
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Kracauer ha tratado de manera muy penetrante, y casi de for ma «teórico-conjuratoria, en íntima conexión con el sistema económico capitalista», la «sobrestimación de la juventud», que «representa una represión tanto como una desvaloriza ción de la vejez» (p. 158).1’’ Después de un intermezzo con pequeños retratos de em pleados («Pequeño herbario»), en donde informa acerc¿i de algunos intentos dudosos, logrados y frustrados para adap tarse a la presión de la conformidad social y al sistema eco nómico, Kracauer se dedica, en los tres capítulos siguientes, a la «superestructura» de la existencia de los empleados. Su crítica más ¿iguda se dirige contra el «espíritu comunitario», que es puesto en movimiento y promovido a través de pode rosos medios financieros por todas las grandes empresas, en el marco del proceso de racionalización. El interés primor dial del empresario es implementar, en función de la fuerza productiva de los empleados, un «espíritu comunitario», al que en la realidad concreta de la empresa no sólo contradi cen los bajos sueldos, sino también la escala de prestigio pe nosamente sostenida (¡con los empleados de banco en el peldaño más alto!). En el centro de esas actividades empre sariales se encuentra el deporte, que supuestamente aspira a fomentar una recuperación frente a los desgastes del monó tono trabajo y a intensificar la confianza en sí mismo. Sin embargo, desde la perspectiva de Kracauer, aquél busca an te todo apartar a los empleados del compromiso sindica: se trata de «un fenómeno de represión de gran estilo», pues el deporte «no promueve la transformación de las relaciones sociales», sino que es, «globalmente, un medio fundamental para la despolitización» (p. 216).l;>t>La crítica de Kracauer a las difundidas actividades deportivas se torna comprensible si se toma conciencia acerca de las mitif icadoras promesas salvadoras de los ideólogos del deporte de aquella época, quienes veían en el entrenamiento físico una «fuerza libera-
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dora» que también endurece el carácter, e incluso despierta la admiración de los «círculos más altos».16/ Particularmente llamativo es el apego de los empleados a la «cultura». En contraposición con el obrero dotado de con ciencia de clase, que en general encuentra un punto de apoyo en el partido o en otras organizaciones socialistas, la masa de empleados está «espiritual mente desamparada» (p. 205) y as pira al esplendor y la dispersión, que han de simular una con dición burguesa presuntamente intacta. Como «asilos» para esos «desamparados» consideraba Kracauer a aquellos «gi gantescos locales» del Berlín de entonces que, como el «Haus Vaterland» (p. 211), con su mobiliario feudal y las inmensas salas de panoramas, secuestran a los empleados y los condu cen al «gran mundo»; o como el «Moka-Efti», decorado a la manera de un cuento de hadas, con su escalera mecánica que hace que las masas de empleados «sean transportadas inme diatamente desde la calle hasta un Oriente que sugieren las columnas y las rejas del harén» (p. 213). Una fuerza de atrac ción similar a la de estos «cuarteles del placer» (p, 99) 158 tení an también los fantásticos «palacios de cine» (p. 2 1 1 ) y las es plendorosas grandes tiendas, que apartan a los hombres de sus verdaderas necesidades y les impiden reconocer «la exis tencia normal en su inapreciable horror» (p. 225). Al «Asilo para desamparados», que representa una joya en cuanto a ingenio y originalidad, sigue, sorpresivamente, el capítulo XI, dedicado a los empresarios («Vista desde arri ba»). En él, Kracauer toma posición frente a la conferencia «¿Democracia económica como organización de la libertad económ ica?»1’’ que Karl Lange —director de la «Unión de instituciones constructoras de máquinas de A lem ania »—1’0 presentó en Berlín el 6 de junio de 1929, ante la asamblea de miembros de la unión. En coincidencia con Lange, Kracauer demanda «una Fundamentación ideológica» de los empresa rios (p. 217), pues éstos están obligados también a brindar
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Ln el curso de la posguerra, no sólo han tenido que enfrentarse con condiciones sociales y económicas diferentes, sino que se les impuso la exigencia de llenar el vacío que, al desaparecer, había dejado atrás la antigua clase alta. Cumplir la misión, y no sim plemente administrarla: ésta es la tarea que se les impuso de la noc he a 1a mañana. Intentan desempeñarla transformándola an tigua forma de dominio en un despotismo ilustrado, que hace concesiones a la contracorriente socialista.
Dado que y a no está disponible el manuscrito original de Ki’acauer, no es posible demostrar si este capítulo fue una concesión a los nuevos accionistas de la Frankfurter Z eitungwl o una apelación motivada políticamente a los empresarios, a fin de que éstos renunciaran a la confrontación con los traba jadores y buscaran su cooperación. Sugiere esto, en todo ca so, otro artículo que Kracauer publicó en la Frankfurter Zettung el 1 de septiembre de 1930 con el título «La decisión espiritual del empresariado»,lt5' y que nuev¿imente se refería a Karl Lange. Las consecuencias de la crisis mundia I fu eron in mensas; después de la caída del último gobierno conducido
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una justificación suficiente de la «coacción» que pesa sobre la vida de los dependientes. La te de los liberales en la «armo nía preestablecida», que se deriva, supuestamente, del natu ral afán de lucro del individuo y de la lucha entre los compe tidores, y a no rige en el sistema económico vigente (pp. 219-220). La renuncia a una interpretación tal es «un sínto ma de represión» (p. 2 2 0 ). Llama mucho la atención que justamente Kracauer —que tan a menudo trató de desenmascarar las ideologías construi das «en beneficio de la sociedad estabilizada »—*61 aquí no sólo demande de los empresarios una «fundamentación ideológi ca» de la política económica contemporánea, sino que tam bién muestre respecto de ellos una inusual comprensión: la culpa sólo recae en parte sobre los propios empresarios:
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por el SPD, Heinrich Brüning (centro) intentó imponer me didas económicas y de política financiera con un gabinete presidencial y a través de numerosos decretos de necesidad y urgencia. El propio Kracauer menciona en su escrito las inmi nentes elecciones para el Reichstag del 14 de septiembre de 1930, apeland o a los empresarios, que y a «hace algún tiempo que conscientemente navegan hacia la derecha», para que se decidan a favor del «progreso humano»}** La advertencia era justificada: el NSDAP experimentó un significativo incre mento de 14 a 107 mandatos. ExcIu3'endo el capítulo para los empresarios, Kracauer decidió concluir el ensayo —como si quisiera reforzar aún más su comprensión para con aquéllos y reclamar para sí una po sición «mediadora»—con una polémica contra la «joven inte lectualidad radical» en Berlín (p. 224), que «a través de revis tas y libros, se alza con bastante violencia y de manera unánime en contra del capitalismo»;16'^ataca «las deformacio nes manifiestas» y olvida, al hacerlo, los acontecimientos pe queños que constituyen nuestra vida social normal: «El radi calismo de esos radicales tendría más peso si llegara verdaderamente a la estructura de la realidad, en lugar de emitir sus instrucciones desde el primer piso» (p. 225). Quizá no sea ninguna casualidad que Kracauer, en inme diata vinculación con ello, en el XII capítulo («¡Q ueridas y queridos colegas!») ataque aún «la ideología perteneciente al marxismo vulgar, según la cual los contenidos culturales son sólo la superestructura erigida encima de la infraestructura socioeconómica respectiva» (p. 229). Ya antes se había expre sado en contra de esta concepción en una carta al colega más joven Bernard von Brentano. Semejante representación no es congruente, según Kracauer, con Karl M arx.u" Se brinda es casa ayuda a quienes están sometidos al trabajo mecanizado cuando se les infunde desde afuera —por así decirlo, como me dicina—bienes culturales que y a no son «actuales», «desechos
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La repercusión contemporánea de Lo¿ empleado¿ El pequeño libro sobre Los empleados despertó mucha aten ción, ad miración y rechazo; del interés vivo dan testimonio las numerosas reseñas y notas de los años 1930-1931, las menciones positivas y negativas en libros y revistas científicos
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de la cocina burguesa que ahora descienden a las regiones in feriores a precio rebajado» (p. 229). Y si —en contra del siste ma económico actual—son invocados el deporte y otras activi dades físicas, se apela a «un presunto derecho natural», sin tener en claro que la naturaleza se encarna en los apetitos ca pitalistas . 567 Igualmente contradice la inclinación de algunos sindicatos a considerar el colectivismo «como una fuente de su fuerza» y a propagarlo. Pues si se enfatiza lo colectivo, to da expresión humana espontánea, todo apartamiento, son condenados al ostracismo. Los «queridos colegas» pueden haber reaccionado en tonces con perplejidad. Como en la última escena de Ginster, el cambio verdadero, la revolución, aparece conectado con la muerte, con la que cada hombre se enfrenta a solas (p. 233 ) . ]6S Kracauer no ind ica ninguna perspectiva, pues una utopía se define, en todo caso, a partir de los contornos de la realidad rechazada. Entonces, ¿qué hacer? Sólo indica el camino que él mismo recorre: buscar el conocimiento, em peñarse por analizar la situación social, económica y políti ca, cobrar conciencia acerca de la propia dependencia, pe netrar las tentativas de enmascaramiento . 169 Su última frase indica, sin duda, que no hay que circunscribirse al «conoci miento»: «Lo importante no es que las instituciones sean transformadas, sino que los hombres transformen las insti tuciones» (p. 233).1/0 Pero ¿cómo ha de ocurrir esto sin me ta, sin comunidad, sin poder?
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y en organizaciones político-sindicales. Una traducción al checo en 1931 confirmó el éxito. La inquietud comenzó y a en la Frankfurter Zeitung, que se negó a publicarlo previamente a la edición como libro. No es posible responder claramente si la resistencia del director de la editorial Heinrich Simón obedece a una intervención de Hermann Hummel o sólo al temor ante su crítica .171 En todo caso, Be nno Reifenberg se pronunció enérgicamente a favor de Kracauer y Los empleados en una carta a Heinrich Simón: Querría decirte, pues, una vez más que [...] se encuentra en nuestras manos algo sensacional: este tema aún no ha sido trata do de manera efectiva; significa un descubrimiento. [...] A par tir de estos artículos [...] resulta totalmente claro que dentro de los sindicatos en continuo crecimiento de nuestro aparato eco nómico, las capacidades humanas corren el riesgo de ser desper diciadas. [...] un rotundo rechazo del trabajo de Kracauer po dría dañar seriamente las relaciones entre él y nosotros, y necesito a este hombre en todas las circunstancias, ante todo en vista de los inminentes cambios.172
La carta tuvo éxito: el 8 de diciembre de 1929 comenzó a pu blicarse la monografía de Kracauer con el título de Los emplea dos, Una investigación. En enero de 1930 apareció el libro con la dedicatoria «P ara Benno Reifemberg, como testimonio de nuestro vínculo de amistad y de nuestra colaboración». Prestaron atención a este libro, principalmente, aquellos lectores dotados de formación literaria. Así, Ernst Bloch —que entonces vivía en Berlín, y que era amigo de Benjamín y Kra cauer—se sintió fascinado ante los medios de la representa ción: al reportaje ingenuo y superficial, Kracauer le «colocó por delante un realismo verdaderamente filosófico, sustenta do en un lenguaje que puede decir lo que ve; que aborda el objeto reconocido de manera concisa, con cierta sobria diver sidad » . 13 El filósofo católico de izquierda, y redactor de la
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sección cultural de la R hetn-M ainuche Volkdzeitung, W alter Dirks, sintió admiración ante el modo en que Kracauer, con «muchos giros tan amargos como ingeniosos», desenmascara* ba los fenómenos ambiguos y desmontaba los pretenciosos: Es sorprendente cuántos fenómenos superficiales de la vida mo derna en la gran ciudad se tornan comprensibles a partir de esto. La novela, la revista y el diario, el filme convencional, la conven cional letra de las canciones de moda, la convencional industria del café y el divertimento; la entera fachada de la gran ciudad moderna se revela súbitamente: ésta debe su existencia, en bue na medida, a los esfuerzos de los empleados para no mostrarse como proletarios y mantener la ficción burguesa.17"
Walter Benjamín, que entonces trabajaba como traductor, en sayista y crítico, y también como colaborador independiente de la Frankfurter Zeitung , escribió, al mismo tiempo, dos rese ñas pletóricas de admiración hacia ese original libro: Ya el lenguaje delata que aquí alguien se pone en camino por su propia cuenta. Dicho lenguaje, de manera obstinada y pendencie ra, busca procurarse sus puntos de referencia con una terquedad que habría podido despertar la envidia de un Abraham a Santa Clara, cuando éste desarrollaba sus sermones pasando de un re truécano a otro. Sólo que, en Lo¿ empleador* el juego visual ha asu* mido el papel que antes le correspondía al juego de palabras.1
El h echo de que los expertos en la sociología de los emplea dos, los científicos sociales de orientación socialista Emil Led erer, Hans S p e ie ry J . Hannak, hayan elogiado la labor pionera de Kracauer en el campo de la sociología de la cul tura, puede haber proporcionado satisfacción al autor, en compensación por las muchas malevolencias de sus enemi gos, La extensa reseña de Led erer apareció en la Frankfurter Zeitung, en la primera página del primer matutino, y en la
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j parte superior / 76 el 18 de junio de 1930. De acuerdo con Le So derer, la monografía de Kracauer ha surgido a partir de es © 3 tudiosy conocimientos teóricos, pero es más que eso: «Es un g libro uujléiU en el sentido de que sabe captar la concreción | cerrada, inaccesible hasta ahora para nosotros; sabe captarM la con detalles vivamente observados, en encuentros carac terísticos, en conversaciones que esclarecen, como relámpa gos, los más intrincados problem as». Un acento crítico contiene tal vez el comentario siguiente, en el marco de una valoración totalmente positiva: «La imagen que Kracauer proporciona de la conciencia de este estrato resulta quizá particularmente paradójica porque él, en primera línea, ob serva pequeñoburgue¿e¿t los que poseen una conciencia menos clara». Kracauer, de hecho, señaló de m anera insuficiente que, en el caso de los empleados, nos encontramos ante un estrato muy heterogéneo, y que en su monografía se consi deran, ante todo, los que trabajan en las grandes empresas. A éstas acuden de manera creciente los empleados que de terminan cada vez más la visión de todo el estrato. Una gran sorpresa por la calidad de la exposición mani fiesto también el sociólogo Hans Speier, quien desde 1931 trabajaba como asistente de Emil Lederer en la Universidad de Berlín, y como docente en la Deutsche Hochschule für Politik; por aquella época, Speier estaba ocupado en una mono grafía sobre el mismo tema . 1n Las investigaciones y encuestas científicas anteriores, escribió Speier, .
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sólo miden, en cierto modo, el ámbito social en que viven los em pleados: Kracauer aporta más: el aire que circula por dicho ám bito. [...] Ha hecho que el científico fuera controlado por el re portero; y, como periodista, sólo elabora el material que le interesaba en cuanto sociólogo. En las revistas no leyó sólo los editoriales, sino también los anuncios; y en los anuarios, además de los artículos programáticos de los diputados, los trabajos rea lizados por los poetas del sindicato durante las horas de re fle-
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xión. Si dispusiéramos de novelas de sociedad a la manera de los grandes novelistas franceses e ingleses del siglo XIX, la historia de un empleado berlinés podría haber surgido de esta manera.1*
En su mezcla de interpretación y aportación personal, las dos reseñas del psicólogo social socialista de origen belga Hendrik de Man (1885-1953) son, quizá, las más interesan tes . 1'9 Después de doctorarse en Leipzig con Karl Bücher, Hendrik de Man trabajó como docente en la Academia de Trabajo en Fráncfort del Meno, y en 1929 fue designado también docente en la Universidad de Fráncfort. Lo que le interesó del libro de Kracauer, que elogia como un análisis «de un valor científico preeminente» (Sp. 388), fue, sobre to do, su capacidad para mostrar la contradicción entre la situa ción en que entonces se encontraban los empleados y su mo do de pensar pequeñoburgués. Este es e l problema del - presente, y por ello se encuentra en el centro del libro (Sp. 386). H. de Man coincide con Kracauer en que el empleado, en general, «se encuentra al menos tan proletarizado como el obrero» (Sp. 387), pero no encuentra la causa de ello en la introducción de las máquinas, sino en la división del trabajo; también considera que la situación de los empleados es más desventajosa de lo que en general se cree en otros tres pun tos: 1 ) la presión de los directivos de la empresa resulta aún más dura para los empleados por el hecho de que éstos care cen de conciencia de clase, y tienen más miedo; 2 ) la fungibilidad de los empleados de menor jerarquía, principalmente de las mujeres, a raíz de su escasa cualificación, es mayor que entre los obreros cualificados; ante todo en vista de que los empleados —como describe Kracauer—son «ya muy viejos» demasiado temprano; 3) estima, como Kracauer, que las posi bilidad es de ascenso de los empleados en las grandes em presas son mínimas (Sp. 387s.), Como a Kracauer, le parece que la relación entre «base» y «superestructura» —que hasta
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entonces había sido valorada como una ley—se encuentra in vertida: cuanto más proletarizado el destino, tanto más bur guesa la ideología: ésta es, aquí, una suerte de compensación. Menos convincente parece la interpretación que hace De Man del capítulo XI («¡Q u erid asy queridos colegas!»), don de, en lugar de la protesta anterior, cree descubrir «simpatía» y la comprensión, por parte de Kracauer, de «que el movi miento sindical representa el único poder que puede superar el poder cuestionado, y que intenta realizar de manera hones ta esta superación» (Sp. 390). ^ ^ En los círculos políticos y sindicales, el libro fue discutido de forma mucho más polémica e intensa; un ejemplo caracte rístico de esto es la reseña del sociólogo Ernst Wilhelm Esch mann (1904-1987), quien pertenecía, a comienzos de los años treinta, al círculo decididamente derechista de la revista Du Tal (desde 1933 fue su editor ) . 180 Admite, sin duda, que ha leí do el libro de Kracauer «con sumo interés, e incluso con fasci nación», pero lo que le molesta en él es «laposición humana bási ca Sel autor, con la que todo resulta ridiculizado: los sindicatos y los patrones, las vendedoras y los jefes de oficina» (p. 461). Además, Kracauer es, según Eschmann, un «m arxista bur gués», y esto le impide describir la situación de los empleados, su sociología y su ideología de acuerdo con la realidad (p. 461). Le reprocha, ante todo, la «alegría ante la proletariza ro n », que procede de su «parcialidad» marxista. Eschmann declara explícitamente que por «posición marxista» no en tiende «la lucha contra los empresarios», o la «socialización de las grandes empresas», sino «la le en un proceso evolutivo que se desarrolla de forma mecánica; resistirlo no sólo sería insens¿ito, sino incluso pecaminoso» (p. 462). Le atribuye jus tamente esta perspectiva marxista a Kracauer; por ende, sien te que debe rechazar este libro a pesar de su «ingenio», de sus muchas «observaciones agudas» y de «algunas buenas pers pectivas» (p. 463).
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Si bien el libro de Kracauer fue mencionado o reseñado fa* * vorablemente en la prensa próxima al SP D 181 y en las publicaciones de la Afa , 182 en las asociaciones de empleados «burguesas» encontró un vehemente rechazo, en vista de que éstas, preferentemente, juzgaban según el criterio de una afinidad inexistente, o simplemente se «indignaban» ante la crítica expresa de Kracauer. Se trataba allí principalmente de la cues tión de la pertenencia social de los empleados («clase media» o proletariado) y, acorde con ell o, de la relación entre el ser económico y la conciencia «burguesa» de los empleados, y, por último, de la crítica dirigida por Kracauer hacia las activi dades deportivas y culturales para empleados. Entre las voces censoras de las ligas de empleados «de cla se media», citaremos aquí, para terminar, únicamente la más extrema y maliciosa, que no sólo es característica de la «Liga de auxiliares de comercio alemanes», sino que también ilustra la polarización política durante la República de Weimar. La extensa reseña procede del conocido político y publicista Ernst Niekisch (1889-1967), que antaño había sido dirigente de los consejos obreros revolucionarios en Baviera, pero que en los años veinte había abandonado, desilusionado, el SPD, y en 1926 había fundado un movimiento opositor de élites que también incluía a círculos conservadores nacionalistas, como la «Liga Oberland», y a oficiales del ejército, y que in corporó ideas populistas. Sin embargo, Niekisch no pudo ne gar que Kracauer había hec ho un «examen minucioso» y que transmitía «instructivas observaciones de detalle»: -
Pero el territorio de origen desde el que Kracauer avanza hacia el oscuro ámbito de vida de los empleados es el distrito de la democracia judeo-liberai, írancfortiana. lin este distrito nada se odia tanto como la estructuración orgánica del pueblo; no se quiere estructuración, sino igualdad, [...]. Uno debe valer igual que el otro. Se entiende por qué el judío es un fanático de la igualdad: si el contenido de la esencia determina el rango, en-
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tonces sale verdaderamente mal parado; entonces no le queda, de hecho, más que la vergüenza y la estima del gueto. Toda es tructuración estamental orgánica en un pueblo está en contra posición con el afán de prestigio que posee el judío; toda socie dad de base estamental debe sentir que él es, necesariamente, un extraño; dentro de su marco, tal como le corresponde en to dos los casos, debe comportarse de manera modesta, si no quiere correr el riesgo de ser excluido, expulsado, echado.
En 1os últimos años de la República de Weimar, la sociología y la h istoria social de los empleados se desarrollaron hasta convertirse en un ámbito autónomo dentro de las ciencias so ciales. No sólo contribuyeron a el) o de manera esencial los trabajos pioneros de Emil Lederer y de sus discípulos Jakob M arch aky Fritz Croner, sino también los datos estadísticos y las investigaciones de los sindicatos, especialmente de la Afa .'*3 En los últimos años previos a que Hitler tomara el po der, el sociólogo Theodor Geiger pudo publicar aún su mono grafía La estratificación social del pueblo alemán en donde des cribía a la «nueva clase media» bajo el trasfondo de los amenazantes desarrollos políticos y económicos, y había ca racterizado al nacionalsoci ali smo como la «vía de ingreso da da para las faL uis ideologías»/^ También Cari Dreyfuss pudo aún publicar su libro Profesión e ideología de los empleados Co mo a Kracauer, también a él le irritó el hecho de que los em pleados rehuyeran tanto más la solidaridad con los obreros cuanto más empeoraba su situación. En las revistas publicaron aportaciones sobre este tema Leo Hilberath, Emil Lederer, Svend H. Riemer, Hans Speier y Otto Suhr; todos con la esperanza de que la orientación sin dical de los empleados creciera en los años siguientes. Hans Speier, que tenía un interés sociológico y político en el tema .
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—estaba muy cerca de la Liga Afa—, pudo concluir todavía su monografía Sociología de los empleador alem anes pero y a no pudo publicarlo, por razones políticas . 188 El trabajo de Erich Fromm, realizado desde el punto de vista de la psicología so cial, quedó parado en sus comienzos. Fromm trató de inte grar los métodos de la psicología freudianay de la teoría so cial de M arx en el Instituto de Investigación Social, con la colaboración de varios colegas. Como la mitad de las investi gaciones naufragó a raíz del exilio del Instituto, y Fromm se apartó de éste en 1939 a causa de tensiones personales con H orkheimer y Adorno, el trabajo cayó en el olvido. No fue publicado hasta 1980, con el título de Obreros y empleados en loo vísperas del Tercer Reich.'®* Con razón sostiene W erner Mangold, al final de su contribución a «H istoriay sociología de los empleados en Alemania, Inglaterra y Francia » ,1,0 que «en el destino de aquellos que representan la sociología de los em pleados alemana durante la República de Weimar» se refleja «de manera dramática la interrelación entre ciencias sociales y política»: casi todos deb íeron abandonar Alemania: Emil Lederer,1erbanJ] . 22. Cifras indicadas por Emil Lederer, «Privatbeamtenbewegung», en Arcbtv fiir Sozialwissenschaft une) Sozuilpohtik 31 (1910), pp. 219y 238. Citado en Günter Hartfiel, op. c i t pp. 130s. 23. [Bund der technbcb-industriellen Bea/nten\. 24. [Zentraberband der HanMtingsqehUfen une) H andungsgehdfuineti\. 25. Lederer, E., op. cit. 26. Entre las más importantes publicaciones y encuestas, véase Werner Mangold, A ngestelltengeschichte and Angestelltensoziologte ui Deut.or dem Natumahwzuilisnuuu que no pudo publicar a raíz de que los nacionalsocialistas habíán toma do el poder. Véanse también las páginas 29y 65-66 de este artículo. 31. Así tue llamado el invierno de 1916-1917 porque, a causa de la escasez de provisiones en Alemania y la dificultad para proveer bienes de primera necesidad durante la Primera Guerra, la pobla ción debió alimentarse con sopas de nabos. (N. del T.), 32. Karl Liebknecht (1871-asesinado el 15 de enero de 1919) fue abogado, miembro de la Cámara de Diputados prusiana y, entre 1912 y 1917, miembro del Reichstag. Después del estallido de la Pri mera Guerra Mundial, fue el único socialdemócrata del Reichstag en votar en contra de los créditos para la guerra, en diciembre de 1914 y en agosto de 1915. En 1916, por rechazar la Burgfrieden (es decir, la tregua concertada entre el gobierno por un lado y, por otro, los sindi catos y el SPD), fue expulsado de la tracción socialdemócrata del Reichstag. Después de una declaración en contra de la guerra, fue condenado a dos añosy medio de prisión por alta traición, siendo ex culpado en octubre de 1918. Participó de la fundación del Partido Comunista Alemán entre finales de 1918 y comienzos de 1919. Poco después fue asesinado, junto con Rosa Luxemburg, por los Freikorps. 33. La «ley de servicio auxiliar», la ley sobre el servicio a la pa tria votada el 5 de diciembre de 1916, introdujo la obligación de que todos los alemanes varones entre los 17 y los 60 años trabajaran en actividades clave para la guerra; entre ellas se contaban también la agricultura, la enfermería y los trabajos de carácter administrativo. La mayoría de izquierda en el Reichstag consiguió introducir ate nuaciones esenciales frente a la concepción originaria. 34. El rechazo radical de la guerra condujo finalmente, en abril de 1917, a una escisión, dentro del mayor partido socialdemócrata eu-
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ropeo, entre los llamados «socialistas de la mayoría» (MSPD), que si guieron apoyando la intervención alemana en la guerra, aunque con limitaciones, y el Partido Socialdemócrata Independiente de Alema nia (USPD), que adoptaba una actitud opositora, y que también se declaró en contra de la continuación de la guerra a través de huelgas en las fábricas de municiones. 35. Véase al respecto Hans Speier, op. cit., p. 125. 36. \ñund der technLtcben AngeJtellten und Beamten ]. 37. [Zentralarbeit.tgemeimcbaft der indiutrUllen und gewerblicben Arbeitgeber und Arbeitnebmer ].
38. Véase al respecto Hans Speier, op. cit., p. 133. 39. [Afa-Bund\. 40. [ A r b e i t < t g e m e u h < c b a f t freierAnge>
tonta no tiene parangón. Esta teoría es totalmente excepcio nal, y como no veo posibilidad alguna de proporcionarle a un excepcional barrendero el salario y la fama merecidos, quiero al menos salvar de la ruina esta excepcional teoría. Está he cha a la medida de los obreros, pero vale igualmente para nu merosos empleados. El profesor Heyde recuerda en un estu dio (incluid o en la compilación Cambios estructurales en la economía política alemana) ^ la reciente investigación acerca de la monotonía; investigación que llegó a la conclusión de que algunos hombres sufren mucho con el trabajo monótono, en tanto otros, en cambio, se sienten muy a gusto en él. «Hay que reconocer, ante todo», escribe el profesor Heyde a propósito de ello, «que la monotonía de una actividad siempre idéntica deja a los pensamientos libres para ocuparse de otras cuestio nes. El obrero piensa entonces en sus ideales de clase, quizá ajusta en secreto las cuentas con todos sus enemigos, o piensa en su mujer e hijos. Pero, entre tanto, su trabajo continúa avanzando. La obrera, especialmente en tanto cree, siendo una joven, que para ella la actividad profesional es solamente un fenómeno pasajero, sueña, durante el trabajo monótono, en novelas rosas, en filmes dramáticos o en el noviazgo; ella es prácticamente menos sensible a la monotonía que el varón.» No hay que olvidar que detrás de estas meditaciones edifican tes se encuentra, sin duda, el sueño de que los obreros real mente puedan pensar en sus ideales de clase sólo en secreto. Cuán agradables resultan, en comparación con este tufo pro fesoral, las declaraciones sinceras de un director de fábrica que fueron formuladas hace poco en el marco de una negocia ción sa larial. El d irector de la fábrica le dijo al delegado de la organización de empleados que, en su opinión, la vida de un empleado de comercio —digamos de un empleado contableera de una espantosa monotonía y que él mismo difílmente podría tolerar una existencia como ésa. Más tarde agregó, in cluso, que los afectados por esa monotonía tal vez no sobrelle-
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van tan mal su suerte, y a que él nunca había visto una sofocante desesperación. A estas palabras no las debilita el hecho de que él, con su desdén, se propusiera también desacreditar las demandas que le fueron presentadas. Algunos líderes económicos advierten ante las manifesta ciones exageradas sobre la aplicabilidad de la maquinaria, y es sabido que muchas fábricas —ante todo las pequeñas y las medianas—rechazan una drástica racionalización. De ahí que, aun en medio de la creciente concentración, la mecanización de la actividad de los empleados experimente progresos. ¿Có mo juzgan los propios empleados esta evolución? Aun si a menudo eluden en el plano ideológico — y hay que incluir aquí a las organizaciones más radicales—la situación en la que se encuentran, en lugar de analizarla, en todo caso no permiten que la sabiduría de los profesores universitarios les dore las píldoras que deben tragar. Una modesta mecanógrafa que trabaja en una empresa demasiado grande para ella, me lanza en pleno rostro que ni ella ni sus colegas tienen interés en el tipeo mecánico. Por lo demás, los diversos sindicatos desean encauzar en dirección a los empleados el efecto benéfico de la racionalización y saben, por la historia de los movimientos so ciales, que nada sería más errado que convertirse en destruc tores de máquinas. «La máquina», me dice un miembro de un comité de empresa, «debe ser un instrumento para la libera ción. » Posiblemente haya oído a menudo esa expresión en las asambleas. El hecho de que esté desgastada, la hace aún más conmovedora.
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«Señalo [...] de antemano que antes de ser despedido sin preaviso me había propuesto presentar las reclamaciones mencio nadas ante la dirección de la empresa, pues estoy firmemente convencido de que los señores consejeros de administración no han sido debidamente informados de los hechos.» El autor de esta frase, que ha sido extraída de una demanda presentada ante el tribunal laboral, es un pequeñoburgués destituido. An tes de la guerra, tenía a sus órdenes a u n numeroso personal; después de la guerra, en condición de inválido, debió ganarse el sustento como empleado de comercio. Pero esto no es lo im portante aquí; es tanto o más irrelevante que la causa de su despido se debiera a una ausencia sin justificación de dos días. Lo único decisivo es, antes bien, que los señores consejeros de administración no hayan sido debidamente informados de los hechos. ¿Quién se interpuso como una pared entre ellos y los hechos? El superior del demandante, que ni siquiera es jefe de departamento. En la demanda se dice que este hombre, una especie de jefe de subdepartamento, había escarnecido y mal tratado a sus subalternos. «Nosotros lo aplastaremos», dijo el jefe de subdepartamento a modo de amenaza. O: «Lo dejare mos sin asistencia social» . Los insultos deben de haber dolido terriblemente, y a que todos ellos fueron contados y quedaron registrados para la eternidad. Uno se entera de que el ator mentador a menudo obligaba a su víctima a trabajar de acuer do con instrucciones erróneas; que trataba a este hombre, y a
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de todos modos humillado, como a un farsante; que incitaba a su víctima en contra del jefe de sección, y a éste en contra de aquél. Según se extrae del acta, el monstruo oficinesco también torturaba a los colegas del demandante. Si uno de ellos se * 1 * mostraba resuelto a quejarse, lo hacía desde el «vamos a la siguíente advertencia»: «Lo negaré todo», y las personas callaban por temor. El demandante, en su desesperación, comenzó a beber, y se presentaba a trabajar de forma irregular. « Incluso estoy dispuesto a aceptar un acuerdo amistoso», escribe al fi nal, «pero no lo estaré si el señor X (el jefe de subdepartamento) permanece en la empresa», una frase en la que el pundonor privado del pequeñoburgués al menos trata de procurarse sa tisfacción en su papel. En la audiencia final ante el tribunal de trabajo se presentó, como representante de la empresa, uno de los señores consejeros de administración, que no conocía ni al jefe de subdepartamento —que trabajaba en una dependencia exterior de la empresa—, ni al demandante, y que expresó su sorpresa ante el hecho de que éste no se hubiera dirigido inme diatamente a la central. Quizá ese señor no se encontraba ni si quiera entre los puntos más altos del empresanado. La empre sa es conocida por su cortesía.
Si a menudo la literatura se basa en la realidad, aquí aquélla le ha tomado a ésta la delantera. En las obras de Franz Kafka han quedado para siempre plasmados la intrin cada gran empresa humana —cuya atrocidad recuerda los castillos de bribones para niños fabricados en papel maché— y el carácter inaccesible de la instancia más elevada. La de manda del pequeñoburgués empobrecido, que hasta en el lenguaje parece haber sido tomada en préstamo a Kafka, re presenta sin duda un caso extremo, pero indica con suma precisión el lugar típico que ocupa el superior intermedio —en general, el jefe de departamento—en la gran empresa mo-
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$ cierna. Su posición, comparable con la de un militar de bajo rango, es tan importante porque las relaciones entre las este ras de la empresa se han tornado, a través de la racionaliza ción, aún más abstractas que en el pasado. Cuanto más plani ficada se encuentra la racionalización, tanto menos tienen que ver los hombres entre sí. Los superiores no tienen prácti camente la posibilidad de saber algo acerca de los empleados que habitan en las regiones inferiores, desde las cuales a la mirada aún le cuesta más penetrar en lo alto. El jefe de de partamento, que recibe las indicaciones y las transmite, de sempeña el papel de mediador. Si éste se afirmase en lo alto tan directamente como en sus subordinados, al menos los se res humanos estarían unidos por su intermedio. Pero ¿dónde se sitúan los señores consejeros de administración, que son los auténticos responsables? Incluso el director del que de pende el jefe de departamento se encuentra hoy, en general, en una posición dependiente, y gusta de llamarse a sí mismo un empleado, cuando quiere empequeñecerse. Por encima de él se llega al consejo de administración y a los apoderados de los bancos, y la cumbre de la jerarquía se pierde en los oscu ros cielos del capital financiero. Los hombres sublimes se han alejado tanto que y a no los conmueve la vida de la pro fundidad y pueden tomar sus decisiones puramente sobre la base de consideraciones económicas. Estos pueden exigir que a un departamento se le extraiga por la fuerza un mayor rendimiento, y el jefe de departamento debe velar por el cumplimiento de esa exigencia. Una orden puede significar, en ciertas circunstancias, una muestra de rigor, pero los su periores no conocen al personal. El jefe de departamento, que lo conoce, quizá no quiere poner en riesgo, por su parte, la propia posición. Aun presuponiendo confiadamente que no sólo él, sino también los poderosos poseen intenciones re lativamente buenas, los actos inhumanos persisten. Son una consecuencia necesaria de la abstracción de la economía vi-
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gente; una economía impulsada por motivos que buscan sus traerse a la relación dialéctica concreta con los hombres que se afanan en la empresa. El presidente de uno de los sindicatos de empleados pró ximos al Partido Democrático33 me refiere sus experiencias. En su opinión, sólo un jefe de departamento de excepcional talento se atreverá a protestar ante las medidas erradas de la administración. Los jefes de departamento normales no lo hacen. Me cuenta acerca de insolentes subnormales que exi gen ser tratados con la mayor consideración, y que amena zan a los elementos menos serviles con incluirlos en las listas de personal que hay que despedir. Concluye: «H abría que ser especialmente prudente a la hora de elegir a un jefe de departam ento». Es más que dudoso que esta exhortación sea aceptada precisamente por aquellas grandes empresas que se complacen en designar a ex oficiales como jefes de departamento. Al menos resulta evidente que, allí donde es usual la disciplina militar, se impone el «ciclismo». El térmi no «ciclista» es un sobrenombre difundido para ciertos mili tares que se inclinan servilmente cuando van hacia lo alto y se yergu en arrogantem ente al dirigirse hacia abajo. Por suerte, la atmósfera no es en todas partes sofocante. Un miembro del consejo de empresa de un banco me ensalza la amistosa relación que en éste existe entre el mundo superior y el inferior; y el empleado de una sociedad aseguradora, un hombrecito de edad avanzada cuya condición mísera que rría en vano esconderse detrás de una barba propia de un profesor de instituto, pretende haber advertido que los jóve nes se conducen, frente a sus superiores en las oficinas, con un poco más de libertad que en el pasado. Si no fuera por su barba, hace y a tiempo que la miseria habría dado cuenta de él. Una pequeña parte de las presiones ejercidas puede ex plicarse, en general, por la oferta excesiva de fu erzas de tra bajo y por el exiguo espacio vital contemporáneo.
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La construcción de la jerarquía de empleados está ligada al espíritu de los empresarios. Si éstos representan el punto de vista del amo de la casa, también los jefes de departamento son pequeños señores, En una empresa intensamente organi zada en términos militares, toda queja debe respetar estricta mente el orden jerárquico. Las cosas andan muy bien, pien san acaso los señores, cuando sus empleados se someten o evolucionan hasta convertirse en trepadores; pero esto lo han creído también los potentados en la Alemania imperial. Más perspicaces son, en todo caso, aquellos patrones —sumamente difíciles de hallar—que aceptan compromisos en beneficio de sus propios intereses, y que instalan válvulas de ventilación por las que puede evaporarse el descontento. Para contra rrestar la arbitrariedad de los miembros inferiores del consejo de administración, ei jefe de personal de una empresa gigan tesca ha retirado de su puerta el cartel habitual: «No entrar sin haber concertado antes una cita», y todos los empleados pueden hablarle sin ceremonias previas. Inmediatamente des pués de haber sido adoptada esa medida, el personal acudió en un número tan grande al jefe que éste tuvo que expulsarlo a gritos como si se tratara de una hueste de malos espíritus. Ahora, sólo cuatro o cinco personas hacen uso del inmediato derecho a queja, pero estos pocos generalmente están en lo cierto. Simplemente, no hay que abrir demasiado la válvula de ventilación. En otro lugar se exhorta a los jefes de oficina a escribir fichas acerca de sus subordinados de acuerdo con un esquema predeterminado. Si los empleados migran de un de partamento a otro —como ocurre a menudo—, la lectura de sus fichas proporciona cierta posibilidad de controlar la fiabili dad de los superiores directos. se procura a los empleados de las regiones inferiores algo de aire al instalar en la casa un buzón en el que pueden depositar propuestas de mejora que no necesitan estar firmadas. «Todos aquellos que presentan propuestas», se dice en un boletín de la empresa, «demues
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tran con ello que son colaboradores interesados de la casa.» De esa manera, se matan dos pájaros de un tiro.36 «La educación de nuestra joven generación de empleados de comercio», señala un experto en administración de empre sas en un artículo sobre la racionalización de las organizacio nes de empresas comerciales, «conforma un fuerte contrapeso frente a los peligros de un modo de trabajo unilateral en un campo de deberes muy reducido —peligros que se derivan de la racionalización del trabajo en las oficinas—, en la medida en que busca promover el desarrollo humano y personal del jo ven a través de la postulación de objetivos nuevos y más am plios.» En esta frase es importante la aceptación de que, con la especiahzación creciente, la masa de empleados se torna cada vez más unilateral. «Lamentablemente, hoy el horizonte de los empleados bancarios se ha reducido», deplora un fu ncionario bancano que antes había considerado que dicho horizonte era amplio; y varios empresarios me comentan que perciben un peligro en la unilateralidad de los jóvenes empleados. Si bus can contrarrestarla, ello obedece muy poco a la preocupación por el «desarrollo humano y personal». Los directivos se preo cupan por la formación de los jóvenes principalmente porque ésta es exigida por la misma economía que lleva a la mecaniza ción del trabajo. «Es necesario el aprovechamiento intensivo del ser hu mano», dice un iíd er económico que, por cierto, no se refiere precisamente a la intensidad humana. Si se necesitan fuerzas cualificadas, es preciso cultivarlas. En vista de que re sulta tanto más difícil hallarlas cuanto más abundantemente se desintegra el trabajo en funciones parciales, una serie de gran des empresas se ocupan por sí mismas de la tarea de educar a sus dependientes. No faltan las escuelas empresariales; se con ceden becas para asistir a cursos de perfeccionamiento. El jefe del departamento de personal de un gran banco me explica las disposiciones de su empresa que por cierto no están tanto al servicio de lo que el artículo mencionado designaba, un poco
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exaltadamente, «la postulación de objetivos nuevos y más am plios», como de las necesidades particulares del empresariado. Una vez que todos los aprendices han sido desbastados en la enseñanza obligatoria de la empresa, los más capaces de ellos -sobre los cuales es informado el departamento de personaljunto con los empleados jóvenes, participan en cursos en que reciben el pulimento personal a manos de los jefes de departa mento y de los directores. Otras empresas quizá proceden de igual modo; en todo caso, sé de algunas que envían a los jóve nes que valen comercialmente la pena a las diversas secciones y al exterior. El folleto propagandístico de una gran tienda piensa en la educación del personal que y a no está sometido a la escolaridad obligatoria,y explica al respecto: «En este pun to cabe mencionar especialmente las "conferencias” del perso nal que se repiten regularmente, y que son importantes so bre todo antes de un gran evento.» La arrogante palabra «conferencias» es limitada, lamentablemente, a través de las comillas, que deben impedir que los exhaustivos objetivos de tales conferencias sean tal vez con fundid os con los aún más exhaustivos de las sesiones que mantiene el consejo de administración. Claro que las cosas no ocurren en absoluto de manera tan esplén dida en todas las empresas. Un experto afirma que se hace demasiado poco por aquellos que han concluido sus estudios, aun cuando normalmente el talento comercial se desarrolla sólo a partir de los 20 años, y la ob servación de un sindicalista según la cual a menudo los em pleados envejecen en sus puestos sin educación alguna es, en general cierta.
Toda formación, de acuerdo con su concepto, también apunta a que progresen los formados. En realidad, las oportu nidades de mejora son escasas. Algunos que durante la infla ción, o incluso antes, habían podido ascender hasta puestos
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bastante elevados, por ejemplo como apoderados, debieron incluso descender nuevamente hasta el pie de la escalera. Y ahora habrán de morir allí abajo. La circunstancia de que las personas que trabajan con máquinas —según me confiesa se renamente un director de banco—no tienen por delante nin guna carrera auténtica, podría en todo caso representar una ventaja para las mstantes categorías de empleados. En efecto, si las posiblidades de ascenso no dependieran de la coyuntu ra, se explican desde el sector de los empresarios. Empleados refl exivos vinculan el deterioro de sus perspectivas futuras con la actual estratificación generacional, con la mecaniza ción y con el proceso de concentración. El número de aspi rantes se ha incrementado, afirma uno de ellos, y un viejo téc nico opina: «Antes de la reorganización, había entre diez y doce oficinas constructoras donde hoy sólo queda una. La di rección quiere tratar con el menor número posible de perso nas». De ahí que la propia dirección se encuentre a menudo sobrepoblada; sobre esto llama la atención aquel mísero hom brecito de barba erizada que trabaja en la aseguradora. Los informes bancarios no revelan, normalmente, qué proporción de 1os gastos personales se debe a los señores consejeros de administración. Pero todas estas razones no bastan para aclarar el hecho de que los empleados de una fábrica difícilmente alcancen la cumbre de ésta. Puede ocurrir que un cajero, a raíz de su es pecial empeño, se convierta en representante independiente de una sociedad colectiva; que a veces un director general venga desde abajo y una y otra vez sea presentado como ejemplo a las masas. También el folleto propagandístico de la gran tienda que mencionamos más arriba puede entonar la alabanza de la empresa con las siguiente palabras, que suenan casi como un himno: «Muchas dam as... incluso han aseen did o hasta el puesto de jele de abastecimiento. Sin du da, éste es un éxito que, en general, en la vida burguesa sería
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difícil o imposible de lograr». ¿De qué sirven entre tanto los casos individuales frente al uso general? Empleados comu nes, sindicalistas, consejeros de empresa y diputados me con firman que los puestos directivos no son ocupados casi nunca por personas que salen de la propia empresa, sino por perso nas externas, y el dirigente de un sindicato que, por optimis mo profesional, tiende a pintarlo todo de rosa, me abruma con ejemplos que prueban en todos los casos el buen origen y la sociabilidad de estas personas ajenas a la empresa. De hecho, una de las personas influyentes en la vida económica de Ale mania me habla, en cambio, de una mafia dirigencial. «Se in gresa», dice, «a través del nacimiento, de las relaciones socia les, de la recomendación de altos funcionarios y de clientes importantes; rara vez a través de los resultados alcanzados en la empresa. Los jóvenes, los niños mimados, son insertados en la empresa con el único fin de prepararlos para su carrera de cuadros superiores. Por lo demás, su carrera se consuma den tro de la camarilla, que en buena parte se completa a partir de sí misma, y que se diferencia poderosamente de la multitud por sus espléndidos ingresos. Si uno de ellos alguna vez se re tira verdaderamente, y a tiene la vida solucionada, y algunos puestos son sinecuras.» A la hora de defenderse de tales acusaciones, rara vez se procede con tanta distracción como aquel director de banco emérito que, arrojando una mirada retrospectiva sobre sus comienzos, declara casi textualmente: «No tenía la menor re lación famil íar o amistosa con los comerciantes y banqueros», y pocas líneas más abajo continúa: «Un tío en Berlín, que te nía contactos en los bancos, me llevó a conocer al director K., del banco X ... Después de un breve examen, el señor K. me dijo que podía incorporarme». El boletín de la empresa, que reproduce esta mezcla algo seni I de vejez y ensimismamiento ~es laya citada «trompeta adulona»—, no advirtió en absoluto, evidentemente, la contradicción, en su necesidad de deslum-
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brar a los lectores con un ascenso espontáneo. M uy lejos de esta ingenuidad que se delata a sí misma se halla la queja de los empresarios —que se hace oír muy a menudo—por la carencia de buenos jóvenes. Éstos, según se dice, no están interesados en continuar su formación y no quieren cargar con ninguna responsabilidad. Aun aceptando que las masas de empleados pertenecientes a la generación de la posguerra sean realmente tan obtusas como de ellas se dice, lo son no en última instancia, porque en gran parte deben trabajar en condiciones que las tornan obtusas. Porque continuamente los arrulla toda clase de anestésicos y distracciones, de los que se hablara luego. Porque la conciencia de sus reducidas oportunidades -que, supuestamente, son una consecuencia de la indolencia que se les atribuye—liquida prematuramente la ambición en muchos de ellos, y no en los más ineptos.
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Frente a la « Kaiser-Wilhelm G edáchtniskirche»,3/ donde «Gloriapalast»y «Marmorhaus»38 se saludan mutuamente co mo si fueran arrogantes castillos en los Dardanelos, se encon traba hace poco un hombre que se había colgado del cuello un letrero. Tenía un aspecto triste; el letrero contenía fragmentos de su autobiografía. A partir del texto escrito en grandes ca racteres, los paseantes podían inferir que el hombre tenía 25 años, y que era un comerciante desocupado que buscaba un trabajo —sin importar cuál—en el mercado público. Ojalá que lo haya encontrado; no parecía probable. La pregunta del mi llón: ¿era joven o viejo? Según un anuncio reproducido en la revista de la G.d.A., y a debe ser registrado como un empleado viejo. Es que, en el anuncio, un negocio de confecciones para caballeros busca a u n vendedor mayor, de entre 25 y 26 años. Si esta tendencia continúa, pronto los niños en pañales serán contados entre los jóvenes. Pero por más que el negocio de confecciones abrigue un concepto desmedido acerca de la ju ventud, es un hecho que hoy día el límite de edad ha descen dido considerablemente en la vida profesional, y hay muchas personas de 40 años que aún creen estar vivos y en forma pe ro que, por desgracia, están y a muertos en términos económi cos. La reducción de personal dispuso para ellos un final pre maturo. «Es típico de nuestra época», se dice en la menciona da revista de la G.d.A. (n° 5, 1929), que se ocupa especial
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mente de los empleados mayores, «son los datos, a menudo recurrentes, de que sólo se toma personal joven, y todos los empleados mayores son excluidos [*..] Los datos proceden precisamente, en gran parte, de empleados jóvenes.» O, como se explica en el memorando recientemente publicado de la «Unión de asociaciones de empleadores alemanes»53 («La si tuación de los empleados mayores en el mercado de trabajo»): «La reestructuración de algunas empresas y la reorganización de su aparato administrativo —vinculada con las medidas de racionalización—han hecho necesaria la reducción de algunas fuerzas de trabajo viejas; reducción que ha tenido alcances di ferentes de acuerdo con la diversa estructura de las fábricas o de los grupos industriales individuales, pero que era inevita ble con vistas a mantener la rentabilidad de las fábricas». ¡Ay, éstas también han racionalizado totamente el lenguaje! Por lo demás, el memorando, que en su modestia sólo habla de algu no*) empleados, explica la reducción sobre la base de las difi cultades a las que habría estado expuesta la economía a raíz de la afluencia de existencias antes independientes y de nu merosos trabajadores no cualificados durante la guerra y la inflación. En general, han vuelto a deshacerse de los no cuali ficados. A las razones generales para la reducción deben agregarse, sin embargo, algunas especiales, que precisamente promueven la expulsión de la gente vieja. La racionalización y a debe avanzar sobre cadáveres de edad avanzada a raíz de que a éstos Ies corresponde el sueldo más elevado. Además, la mayoría de ellos están casados y tienen el derecho a cobrar suplementos, según explica el asesor en política social de un gran si ndi cato de empleados; pero el trabajo mecanizado pue de ser ejecutado igual de bien por empleados solteros que go zan de la dicha de la juventud. Hay métodos de reducción rápidos y lentos. Por insignifi cantes que resulten estos finos matices frente al hecho mismo de la reducción, descuidarlos resulta tanto menos convenien-
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te cuanto que, incluso de acuerdo con el memorando de los empleadores, se trata siempre sólo de algunos empleados. Hace un tiempo, un gran banco envió a una importante canti dad de mecanógrafas cartas de despido cuya brevedad era in versamente proporcional al tiempo de servicio que había cumplido el personal. Entre las perforadoras sólo se cuenta, en general, con el «abandono natural»; es decir, se espera que dejen espontáneamente la empresa cuando sienten que se aproxima la vejez. Si bien y a tenían más de 30 años, las em pleadas despedidas no flaqueaban. ¿Tenían acaso la intención de marchitarse a través del continuo trabajo de perforación, hasta que tuvieran garantizado el suplemento extra? Se les ofreció una generosa indemnización, pero a su edad difícil mente vuelvan a conseguir trabajo. Una de ellas tiene 39 años y, además de la indemnización, sólo cuenta con una madre que no puede trabajar. A menudo el infortunio de las mucha chas se debe, sin embargo, a su propia necedad. Como pueden arreglárselas en una medida bastante tolerable con un sueldo acrecentado a través de los suplementos asignados al trabajo en oficinas, rehuyen un matrimonio que podría empeorar su situación económica. Si luego son despedidas, no consiguen ni un nuevo puesto ni un marido. A menudo el procedimiento se desarrolla como a cámara lenta. Con vistas a posponer el des pido definitivo, un banco arrumba a todos los empleados da dos de baja en un departamento de reserva, y procura ocu parlos útilmente durante un tiempo. En circunstancias favorables, algunas personas incluso retornan desde el depó sito a la vida bancaria* Por cierto, uno recuerda a las jóvenes antes mencionadas, que habían sido formadas como mecanó grafas al ritmo de un gramófono. Fueron enviadas a las ofici nas, y al principio superaron en velocidad a todas las colegas mayores. Como éstas no tenían la música en el cuerpo, per dieron el suplemento, que fue asignado al ardor juvenil. Fi nalmente, perdieron la paciencia con ellas y las pusieron a
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disposición del departamento de personal, que las ofreció a la secretaría, cuyo jefe, sin embargo, también prefirió a las rau das granimúphongirL. Así fueron arribando paulatinamente al aire libre. Las diversas categorías de asalariados han sido afectadas de distintos modos por la reducción. Es cierto que la edad ha ^ sido siempre presentada como una debilidad, pero los emplea dos técnicos soportan una carga aun mayor que los comercia les. «En las oficinas contables», me explica un ingeniero di plomado, «necesitan gente experimentada, y no valoran en absoluto la energía de jóvenes caballeros que sólo consiguen disgustar a los obreros en el taller a través de sus injustas de mandas.» Se da el caso que él mismo es un contable de cierta edad. Concuerda con su información el hecho de que los ca pataces organizados en la «Liga de capataces» tengan, como promedio, más de 50 años. Además, las empresas no se reno varon todas con idéntico empeño. Una tienda especializada, por ejemplo, en la que se presta importancia al tratamiento personalizado de los clientes, no tiene el menor interés en re novar a los empleados, sino que quiere conservar a los más experimentados tanto como sea posible. Tampoco desdeñan la sabiduría propia de la vejez un par de grandes tiendas que conozco. El jefe de personal de una gran tienda —el mismo que siente que es una ventaja el «color de piel moralmente ro sado»—intenta ratificar que además tales negocios reveren cian a la vejez aludiendo a la alocución que recibe todo miem bro de la empresa al cumplir veinticinco años de servicio. La alocución va acompañada de un regalo. En buena medida, son los grandes bancos y talleres industriales los que renun ciaron a transformarse súbitamente en albergues para la ju ventud. «Naturalmente, no podemos tolerar eternamente a idiotas a medias y a idiotas completos», le dijo al presidente del consejo de empresa el director de personal de una de esas instituciones bancarias, con ocasión de un despido de veteraClásica © gtfdi
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nos que, como a su vez me dijo el presidente del consejo de empresa, originariamente habían ingresado por medio de in fluencias. Como podrá imaginarse, se envejece en las condi ciones más cómodas en las regiones elevadas de la adminis tración, cuyos habitantes saben resguardarse del despido a través de contratos a largo plazo y mediante la garantía que ofrecen considerables indemnizaciones. Las descargas atmos féricas que tienen lugar en las empresas no son casi nunca tormentas de altas regiones. El verdadero temporal de racionalización ha pasado, pe ro «en todo caso, en el momento actual las medidas aún no han sido aplicadas de forma definitiva», según escriben las ligas patronales. Continuamente se fu sionan empresas, y se disuelven o unen departam entos. Si la inm ovilidad es la muerte, este movimiento no significa de ningún modo la vi da para los empleados mayores. Es cierto que se procede con más cautela que antes, y a que se temen, entre otras co sas, los ataques de los socialdemócratas, y también el memo rando de los patrones promete «en el caso de que se tornen necesarios despidos, como también a la hora de reasignar puestos, mejorar la situación de los empleados mayores, dentro del marco de lo económicamente posible». Así, un banco que, en verano, preparaba nuevas reducciones, y a en tonces prometió al consejo de administración que, si no fue se necesario, no prescindiría de los fu ncionarios mayores. Pero ¿y si se presenta la necesidad? Desde varios sectores me confirman que precisam ente los empleados de banco -ante todo, la gente de edad avanzada—sufren especialmen te por la falta de seguridad de su existencia. «Su ánimo está abatido», dice uno, «porque pende sobre ellos la espada de Damocles de la cesantía.» Otro formula la cuestión en tér minos menos doctos: «Antes, todos creían poseer un puesto para toda la vida; hoy, temen el despido». Ahora sienten lo mismo que el obrero.
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La sociedad ha intentado limitar la miseria de los emplea dos mayores a través de la ley de protección contra el despido y de algunas otras medidas. Tuvieron que permanecer incum plidas ciertas propuestas presentadas por los sindicatos de em pleados cuya realización habría podido limitar la iniciativa pri vada de los empresarios; así, por ejemplo, la exigencia de otorgar obligatoriamente la preferencia a los mayores. Este caso, dirimido en el Tribunal de Apelaciones del tribunal re gional de trabajo, muestra cuán inaccesible son muchas gran des empresas frente a una exigencia semejante. También de muestra que de vez en cuando es posible insinuar lo que no se puede exigir legalmente. Una taquidactilógrafa de 33 años, que desde 1913 trabajaba en una enorme empresa industrial, tras la fusión entre su departamento y otro por motivos de ra cionalización fue reubi cada como simple mecanógrafa. Medio año después, la empresa despidió a la empleada degradada por servicios deficientes y ausencias reiteradas. La decisión del tri bunal de trabajo, que confirma la primera sentencia, ve una in justa dureza en el despido, a pesar de las reiteradas ausencias. «Si la demandante trabajaba realmente con demasiada lenti tud», señala el dictamen a propósito de la acusación de defi ciencia en el servicio, «o si se obligaba a sus colegas a trabajar con especial intensidad, es una cuestión que podemos dejar sin resolver.» De especial importancia es aquella parte de la fundamentación de la sentencia que, en términos inequívocos, atribuye al empleador una responsabilidad moral respecto de una empleada que durante largos años se había conducido de centemente. Así reza sin ambages la sentencia: «El Tribunal de Apelaciones, en vista de las dimensiones y la importancia de la empresa, considera [...] cosa probada que el demandado po dría haber seguido empleándola (es decir, a la demandante) como taquidactilógrafa; también podría haberla puesto a tra bajar en los ficheros, o como secretaria en el departamento de expediciones [...] Esto ha de ser válido en todo caso cuando
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una empleada que trabajó en la empresa durante quince años, sin que hasta hace poco se presentaran objeciones en relación con su trabajo o con su persona, no cumpla plenamente con las exigencias de un puesto. Es preciso, pues, agotar todas las po sibilidades de emplearla en otro puesto en el que pueda hacer su trabajo de un modo rentable para la empresa». La antigua taquidactilógrafa obtuvo una indemnización. Está claro que es preciso agotar todas las posibilidades, pues la auténtica desventura de los mayores es que difícil mente se los emplea una vez que han sido despedidos. Se les cierran las puertas de las empresas como si estuvieran afecta dos por la lepra. A riesgo de cansar a raíz de la monotonía, re produzco algunas respuestas (analizadas en la revista de la G.d.A. del 1° de febrero de 1929) de desocupados a una en cuesta que organizó la «Asociación sindical de empleados»: 1. Ex dirigente de fábrica con un sueldo de unos 400 mar cos. Tuve que ve nd er los muebles y las pieles y alquilar un cuarto. Tengo 40 años y estoy casado. Padre de dos niños (va rón: tres años y medio; niña: medio año). Desocupado desde 1/4/1925. 2. 39 años, casado, tres niños (14, 12, 9 años). No cobro sueldo desde hace tres años. ¿Futuro? Trabajo, manicomio o llave de gas. 3. El despido se produjo porque emplearon a militares. Vendí mis mu ebl es. Antes de la guerra tuve varios negocios propios, que hube de abandonar a raíz de la guerra y de mi alistamiento en el ejército. Cuando regresé, mi mujer murió. Todos mis ahorros fueron saqueados por la gran estafa nacio nal (inflación). Ahora tengo 51 años y he de escuchar en todas partes: «No empleamos a personas tan viejas». Para mí, el últi mo paso es el suicidio. El Estado alemán es nuestro asesino. 4. Estoy moralmente destrozado y de vez en cuando me asaltan ideas de suicidio. Además, perdí la confianza en todos
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los hombres. 38 años, separado, cuatro hijos, 5. ¿Futuro? Desesperado, a menos que pronto se haga al» go por nosotros, los empleados mayores, pero aún plenamente capaces de trabajar y cualificados. 44 años, casado. 6. Futuro desesperado y sin perspectivas. La muerte rápida sería lo mejor, Esto es lo que escri be un hombre de 32 años (!), casado y padre de dos hijos. Los empleadores se enfrentan a estas confesiones lacrimo sas a través de un ataque contra los convenios colectivos, cu y a rigidez hoy produce, de hecho, algunas dificultades. «La estructura actual de los convenios colectivos, que en general implica que a mayor edad los empleados automáticamente tienen derecho a un sueldo más elevado», declaran en su me morando, «representa en muchos casos un considerable obs táculo para la contratación de empleados mayores.» Por des gracia, este argumento es invocado de manera forzosa. En su desesperación, algunos empleados despedidos aceptan las condiciones de armisticio de un enemigo que también se en cuentra necesitado. Uno de ellos, a finales de abril de 1929, publicó lo siguiente en un diario de gran tirada:
¡Me importa un cuerno el eonvenw salarial! Prefiero salario y pan. ¿Qué patrón querría emplear a un vende dor fiable, provisto de una amplia formación, próximo a los 50, como trabajador dentro o fuera del establecimiento? No se sabe si el hombre consiguió trabajo. Algunos parecen haberse adaptado en vano. En todo caso, en la mencionada en cuesta del G.d.A. un trabajador despedido de 32 años, que en el pasado, como revisor y jete de personal, tenía un sueldo de 800 marcos, informa: «Aunque me postulo como contable pa ra hacer los balances, y sólo pido 200 marcos, todas mis solici tudes son rechazadas»* Evidentemente, hay que considerar di chosos a aquellos a quienes una indemnización decorosa les
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permite mantener una autonomía parasitaria. Otros venden diarios o se sumergen en Berlín como guardas en tranvías.
Hombres sumamente prosaicos husmean, detrás de la aversión hacia los mayores, un motivo oculto, que no consi guen comprender. Un secretario sindical, que es la quintae sencia de la pura objetividad, a la hora de interpretar el fenó meno se atreve a arrojarse a la alta mar de la psicología. «Se trata de una psicosis de masas», dice; incluso habla de una confusión psicológica. De hecho, el menosprecio hacia los ma yores excede los costes que éstos suponen. Una expresión muy recurrente es: «Los jóvenes son más fáciles de manejar». Como si la gente vieja no fuesen aún más fácil de manejar, sólo con darles un empleo. El hecho de que se les trate con menos consideración de lo que seria necesario, incluso en beneficio de la rentabilidad de las empresas, se deriva, finalmente, de la general desconsideración hacia los mayores que es propia de esta época. No sólo los empleadores, sino el pueblo todo se aparta de ellos y ensalza de un modo pasmoso la juventud en sí. Este es el fetiche de las revistas ilustradas y de su público; los mayores lo cortejan, y los medios de rejuvenecimiento de ben conservarlo. Si envejecer significa aproximarse a la muer te, esta idolatría de la juventud es el signo de una fuga de la muerte. La aproximación de la muerte es lo que revela a los hombres el contenido de la vida, y el «Bella es la juventud, que no ha de volver»,40 significa en realidad que la juventud es be lla porque no ha de volver. Tan íntimamente entrelazadas en tre sí están muerte y vida, que no es posible tener a la segunda sin la primera. Si la vejez es destronada, sin duda la juventud ha ganado, pero la vida ha perdido. Esta caza de la juventud, a la que sólo por un fatídico equívoco podríamos llamar vida, caracteriza mejor que cualquier otra cosa el hecho de que uno no es dueño de sí. No hay ninguna duda de que la actividad
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En la medida en que es naturaleza, la sociedad —como to das las formaciones naturales vivas—tiende a autocorregir sus faltas. El hecho mismo de la reducción, y las advertencias en las publicaciones para empleados, han conducido a que dismi nuyera la generación más joven de empleados de comercio. Un asesor jurídico de empresas minoristas me explica sin nin gún escrúpulo que él no quiere que su hijo escoja una profe sión de la cual puede ser despedido con tanta facilidad. Los aprendices frescos, que las empresas solicitan en las oficinas de empleo y en los si nd icatos, son una mercancía que no siem pre es posible despachar de inmediato. Las jóvenes no van a todas partes con la misma complacencia. Muchas elu de n las jornadas laborales prolongadas en las tiendas y en otras enti dades, y prefieren oficinas comerciales que cierran temprano por la tarde. Por lo demás, de la disminución en la tasa de na-
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económica racionalizada propicia este equívoco, si es que no lo produce. Cuanto menos segura está dicha actividad acerca de su propio sentido, tanto más estrictamente prohíbe que la masa de la población activa pregunte por él. Pero si los hom bres no pueden dirigir la mirada hacia un fin importante, tam bién se les escapa el fin último, la muerte. Su vida, que debería ser confrontada con la muerte para ser una vida, se estanca y retrocede hacia sus comienzos, hacia la juventud. Esta juven tud, de la cual se deriva la muerte, se convierte en la realiza ción depravada de la muerte, en la medida en que le está prohibida la verdadera realización. El sistema económico do minante no quiere que calen sus intenciones; de ahí que la me ra vitalidad deba prevalecer. La sobrestimación de la juventud representa una represión tanto como una desvalorización de la vejez que rebase la medida de lo necesario. Ambos fenómenos atestiguan indirectamente que, en las actuales condiciones económicas y sociales, los hombres no viven la vida*
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3 talidad durante la guerra se espera una descongestión de todo el mercado laboral durante los próximos cinco años. Claro que algunos políticos económicos opinan que su efecto difícilmen te será duradero, y a que la caída en la natalidad está lejos de corresponderse con el exceso —todavía no absorbido—de la oferta en los años anteriores a la guerra. «La tendencia a no emplear a personas mayores se mantiene de momento», afirma un experto de la oficina de empleo, que responsabiliza parcial mente de ello al empleo de aprendices, que reduce las fuerzas de trabajo experimentadas, especialmente en los negocios mi noristas. Desgraciadamente, las alentadoras verificaciones es tadísticas no cambian nada en el hecho de que, entre tanto, los empleados mayores despedidos siguen envejeciendo, y todos los hombres viven una sola vez.
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Los com ités de em presa , en las empresas de grandes dimensio nes, disponen de ámbitos propios, en los que nunca he podido deshacerme de la excitante sensación de hallarme, en cierto modo, en una zona extraterritorial. Uno está, sin duda, en la empresa, pero sin embargo fuera de su ámbito de dominio. A menudo estos enclaves están provistos de una antesala, teléfo nos e incluso una secretaria: un equipamiento que, sin embar go, es menos peligroso de lo que parece. «Al comienzo, los vie jos decrépitos estaban muy azorados ante las proles»: así me describe un empleado mayor la entrada en escena de los comi tés de empresa dentro del consejo de administración. Los vie jos decrépitos recuperaron pronto la presencia de ánimo, y a menudo intentaron impedir la influencia de los representantes de los asalariados recurriendo a medidas de técnica adminis trativa, Hoy tienen lugar importantes deliberaciones en sub comisiones en las cuales los representantes de los bancos y los grandes accionistas se reúnen a solas. «En las actuales circuns tancias», se lee en un artículo de la revista El trabajo ,41 el órga no de la «Asociación sindical general de Alemania», «no puede ser tarea de los comités de empresa desplegar grandes discur sos en los consejos de administración, sino aprender en éstos, en silencio, lo más posible.» Un sindicalista de la Liga gen eral de empleados de banco alemanes pretende haber observado que no siempre son las mentes más capaces del comité de empresa las que permanecen en el consejo de administración. También
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en la vida cotidiana, este poder paralelo —autorizado legal mente—es tolerado con el mayor disgusto por algunas empre sas, Conozco una empresa mediana en la que el jefe del de partamento comercial amenazó, hace algún tiempo, a su secretaria con un inmediato traslado disciplinario s í se hacía l elegir en el comité de empresa; ella siguió trabajando como su secretaria. Más astutas que estas empresas arcaicas son, in discutiblemente, todas aquellas que se comportan correcta mente frente a los representantes de los trabajadores. Se aho rran innecesarios engorros y posiblemente dominan la legislación del comité de empresa en una medida suficiente como para sacar provecho de sus debilidades. Además, saben que el comité de empresa actúa, en parte, en interés de la fir ma cuando controla el servicio de la cantina o coopera con los despidos. Un gran banco incluso concibe el comité de empre sa como una suerte de vivero para fuerzas de trabajo eficien tes del que saca provecho de buen grado. Los empleados de ese banco dicen, desde luego, que los empleados electos son «arribistas». El término insultante fue inspirado, evidente mente, por el resentimiento, pero apunta con claridad a las di ficultades a las que están expuestos los comités de empresa. Las empresas estables, en las que a menudo los comités deben cumplir el papel de mediadores, generan casi necesariamente dudas desde abajo, y tent¿iciones desde arriba. Funcionaros de sindicatos radicales me explican que veían un peligro, ante todo, en la exención de trabajar de que gozan los miembros de comité en las grandes empresas. Por lo demás, los miem bros que son técnicos ni siquiera ven con buenos ojos esa pre rrogativa, pues temen, durante la prolongada pausa, perder el contacto con su profesión, que exige una formación continua. Acerca de algunas de esas personas apartadas de la condi ción de empleados se dice, dentro de sus propias ligas, que ellos son demasiado indulgentes, o que no siempre consiguen vencer las inclinaciones burguesas. En una empresa hábil-
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% mente organizada, el presidente del comité de empresa dis pone de despachos de los que no necesitarían avergonzarse los directores generales. No solamente le son útiles a él, sino que son, al mismo tiempo, un espectáculo para clientes im portantes. El jefe de personal de esta empresa es un hombre dotado de sentimientos humanos, que me habla francamente extasiado acerca de sus bu enas relaciones con el comité de empresa. «Los comités de empresa poseen, entre nosotros, una orientación moderada», me cuenta un empleado de la misma empresa.
No importa que los representantes de los empleados se em peñen o no en cultivar la moderación; en la economía consoli dada deben, en todo caso, ejecutar de hecho numerosas tareas de reparación, a menudo en contra de su propia intención, cuando tienen que combatir el régimen económico vigente. Es te tiene sus astucias, como la ración hegehana, y entre tanto es lo bastante fuerte para realizar con ambigüedad acciones que no reconocen su legitimidad. Esto no impide que a menudo fra casen los acuerdos entre comités de empresa y empleadores. Entonces, en determinados casos, las reparaciones continúan en lugares neutrales, a la luz de la opinión pública y de la maña na. Esta luz produce un desencantamiento en las fisonomías. Demandantes, demandados y testigos se encuentran tan des pojados como las salas de sesión del tribunal de trabajo en que se reúnen. Ningún maquillaje hace que resplandezca el rostro de las jóvenes, y cada grano en el rostro de los varones se puede ver en primer plano. Parecen excursionistas dominicales, pero subvertidos. Sin duda, a semejanza de éstos, han sido extraídos del ámbito de las empresas, pero en lugar de pasear libres y tí midos, y ornados con buenas vestimentas, los han despojado de sus atavíos y queda lejos el brillo de la noche. Mientras discu ten, permanecen sentados y aguardan, uno recuerda aquellos
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locales de inspección médica en los que míseros hombres desnudos son declarados aptos para el servicio militar. La luz despiadada despierta el recuerdo. Así como, en aquellos lo* cales, la luz revelaba menos la desnudez que la guerra, así también en estas salas no descubre realmente a hombres mí seros, sino aquellas circunstancias que generan la miseria. En su sobria apariencia se destacan con suma claridad deta lles que son cualquier cosa excepto detalles; pues caracteri zan, en su conexión mutua, la vida económica que los produ ce. Hay que deshacerse de la ilusión de que, en cuanto a lo esencial, sólo los grandes acontecimientos determinan al hombre. De forma más profunda y duradera, en él influyen las catástrofes íntimas que conforman la vida cotidiana, y es evidente que su destino se encuentra enlazado principalmen te a la sucesión de estos sucesos en miniatura. Estos se tornan manifiestos ante la larg a y alta mesa detrás de la cual se sientan, como en un trono, el presidente del tribunal de tra bajo, entre el juez que representa a los empleadores y el que representa a los asalariados. Después de una corta delibera ción, los tres jueces se suelen reunir para tomar una decisión inmediata, en el gabinete apartado de la sala principal. La ra pidez del procedimiento es posible gracias a su perfecta oralidad. El gasto de papel es escaso, sólo el presidente conoce las actas. La inmediatez del juego de preguntas y respuestas, al que ningún abogado proporciona el último toque jurídico, permite al presidente apoyarse en su instinto más que lo que sucede en un tribunal ordinario. La necesidad de improvisa ción genera una especie de tensión atmosférica que a veces incluso se traslada al encargado de redactar las actas. Las partes desembalan su mercadería; sólo se trata de pa quetes de lamentaciones. Exponen el estado de las cosas, res ponden al presidente y a los otros jueces y hablan entre ellos. De vez en cuando, uno actúa como si el otro no estuviera presente. Normalmente, los demandantes son empleados
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% despedidos. Se trata, por ejemplo, de un despido sin preaviso. Que esto puede ocurrir bajo condiciones de legalidad lo demuestra la siguiente bagatela. Una mujer compra zapatos en una gran tienda en la que también trabaja la demandante. / Ésta trabaja en la sección de medias. La mujer conoce perso nalmente a la demandante y, además de los zapatos, querría comprar en la sección de ésta unas medias para usar con los zapatos. Evidentemente, la vendedora de medias subordina el interés del negocio a la relación personal, pues le dice a la mu jer que ésta podría haber comprado los zapatos en otro lugar a mejor precio. La muchacha es despedida, a raíz de su pervertida ideología, y su reclamación es rechazada. A tales des lices de los asalariados se contraponen muchos casos en los que el propio poder es el que incurre en deslices. A menudo uno es puesto de patitas en la calle sin saber cómo le ha ocu rrido. Así, un hombre gravemente lisiado de 60 años fue des pedido porque, en presencia de varios testigos, le dijo al apo derado, que tiene 29 años: «No tiene porqué decirme esto». La irritada frasecita del viejo inválido fue considerada por la empresa como un atentado contra la sublime disciplina em presarial. Un negocio de radios tiene el curioso hábito de so meter a sus pocos empleados, en cortos intervalos, a cacheos. Con ocasión de uno de esos exámenes, se extrae de los bolsi llos de un joven «voluntario» un cuaderno de notas que, indis cutiblemente, es de su propiedad privada. El desconfiado jefe se considera autorizado, sin interrogación previa, a investigar el cuaderno en busca de auriculares y antenas. En él no en cuentra, sin duda, la mercancía robada que esperaba, pero sí, a cambio, algunos apuntes sumamente heréticos. Por ejem plo, el concienzudo joven anotó que alguna vez querría lla mar la atención de la inspección industrial acerca de la em presa, y además indicó la dirección de la «L iga central de empleados». El rebelde clandestino fue despedido sin preaviso por el jefe. El tribunal de trabajo, sin embargo, resuelve
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que el material en su contra había sido obtenido sobre la base de un atentado contra las buenas costumbres, e impone una conciliación. Bromas, usanzas, relaciones económicas y circunstancias sociales no son establecidas a través de las negociaciones, sino que se representan en ellas de manera espontánea. Es lo que B i ocurre con los testimonios, en general escritos que no dicen nada pero de cuya estilización, en ciertas circunstancias, de penden existencias enteras. Un consejero vocacíonal me dice que las oportunidades para los jóvenes despedidos empeoran cuando, en sus certificaciones de servicios, falta la frase final que les desea un futuro exitoso. «El señor X se esforzó aplica damente en desarrollar su trabajo de forma satisfactoria»; a causa de esta fórmula, el aprendiz X, que ha si do despedido, se dirige en busca de ayuda al funcionario competente de su sindicato, que le pide al jefe del aprendiz que confirme, antes bien, que el señor X ha realizado satisfactoriamente el traba jo. s ¡ ias quejas no son interceptadas por las organizaciones, aterrizan en el tribunal de trabajo, que habitualmente impone la modificación de los documentos arriesgados aludiendo a la miseria de los desocupados. A excepción de los casos flagran tes, esto es lo usual, pues hay pocas infracciones que justifi quen una exclusión prolongada de la vida profesional; y aún menos los jefes que estén autorizados para realizar una exclu sión semejante. Tan típica como la objeción a las certificacio nes de trabajo son las quejas por la asignación injusta de un puesto. En un instructivo caso límite, el demandante, que, co mo escribiente de un taller, cuenta realmente entre los traba jadores industriales, pide una indemnización retroactiva a la que él no habría podido aspirar sino en cuanto auxiliar de co mercio. Administraba un fichero, o algo similar. La empresa lo considera un megalómano, en tanto el tribunal de trabajo declara que su actividad es tan comercial como la de inconta bles vendedores que, en vista de la actual racionalización, deClásica. © gedi
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ben ejecutar trabajos mecánicos. Una y otra vez quedan enca lladas víctimas cuyo despido se deriva de fusiones y otros acontecimientos tempestuosos. El hecho de que muchas fir mas realmente se encuentren en dificultades no representa ningún consuelo para aquellos que no han participado en el gran juego. De la masa de demandantes se distinguen todos los em pleados que sin duda querrían ser considerados empleados desde un punto de vista legal, pero no social: viajantes, re presentantes que reciben porcentajes, agentes, corredores, etcétera. Antes eran oficiales o personas de clase media con una modesta independencia. Estas ruinas burguesas, con sus sentimientos privados y toda la desvanecida arequitectura interior, emergen como algo extraño en el mundo racionali zado de los empleados. Tal vez se desmoronarían totalmente si no se mantuvieran en pie gracias a la idea de que alguna vez estuvieron mejor. En general les va peor que a los demás empleados. En el caso de querellas por gastos y provisiones, se presentan ante el tribunal de trabajo que, como se sabe, también es competente en relación con personas «en condicio nes similares a las de los asalariados». Presentan demandas por su propia cuenta, como sujetos privados personalmente y lesionados que buscan producir, ante sí y ante otros, la im presión de encontrarse en el mismo plano social que los em pleadores, Es como si aún permanecieran en los buenos apo sentos que y a vendieron. Entre ellos circula, seguramente, aquel viejo representante, vendedor al tanto por ciento, que se pavonea con citas en latín y que cuenta al tribunal de tra bajo, entre otras cosas, que su hijo cursa el último grado del gimnasio. Se le denegó la comisión porque no se encomendó un trabajo, pero, según afirma, su antecesor es quien debe cargar íntegramente con la culpa por el hecho infortunado. «Señor presidente del tribunal», declama él, «el rey Luis XV murió por los pecados de sus predecesores. ¿Tengo que pe-
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nar ahora por los pecados de los m íos?» «Era Luis XVI», respondió el presidente. Por lo demás, también ocurre de vez en cuando que grandes empresarios arruinados aparez can entre los empleados despedidos y exijan su derecho co mo tal es. El apoderado de una gran empresa fue despedido por divergencias de opinión. En esta ocasión, la empresa le & ¡ü cobra cada céntimo que él haya destinado a fines privados. Por ejemplo, el apoderado retiró carbón de la fáb rica, e hizo que los obreros le hicieran reparaciones en su casa; ahora le pasan la cuenta de todo esto. Sin embargo, ahora tal vez só lo se venguen, en la persona del apoderado, de los pecados del padre, que ha sido alguien similar a Luis XV, a saber, el anterior dueño de la empresa, que luego pasó a otras manos fu si a raíz de una rusion. Las demandas se suceden de forma ininterrumpida y son tamizadas incluso antes de que se presenten, o bien a través de un funcionario judicial en la mesa de entradas o —regular mente—a través de los sindicatos. Tras pasar por el comité de empresa llegan, en la mayoría de los casos, a los sindicatos, y el control de éstos se pone, entonces, en marcha. Un amigo mío, presidente de un tribunal de trabajo, a partir del hecho de que los comités de empresa, en todos los casos en que par ticipan activamente, actúan como sindicalistas, concluye que no existen tendencias sindicalistas entre los asalariados. «Los empleados», dice, «son in divid ualistas, o están organizados sindicalmente.» La pregunta que queda abierta es si, tal como él cree, el colectivismo de la empresa tiene que fracasar por ell o totalmente. De acuerdo con su experiencia, hay demasia das demandas sindicales que se remiten al párrafo 84 de la ley de comités de empresa, que prevé las protestas contra despi dos que representan un rigor injustificado. Este párrafo tiene una importancia decisiva en el caso de reducciones de perso nal, pues los sindicatos a menudo recurren a él para exigir una revisión de los despidos efectuados. Las correcciones son Clásica © gedi
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% determinadas por consideraciones sociales, de las que aún tendremos que hablar. ¿Dónde se ubica el propio tribunal de trabajo, dentro del espacio social? Mi informante fidedigno, que preside las negociaciones aproximadamente con un día por medio, me proporciona algunas informaciones sobre el tí pico comportamiento de las partes y de los jueces. Dice haber observado que el empleado se muestra, en general, más dis puesto que el empleador a aceptar las propuestas que hace el tribunal. Pero así tiene que ser, pues el empleado está acos tumbrado a ceder, y sabe que los jueces no tienen mala dispo sición hacia él, ni siquiera cuando le recomiendan que retire su demanda. En general, como representantes de la empresa aparecen personas que también trabajan como empleados: apoderados y otras personalidades de alto rango. Defienden los intereses del empresariado con una eficacia persuasiva que no siempre está libre de producir una impresión trágicomica. Ocurre que unas semanas después se encuentran, en ciertas circunstancias, del otro lado, y demandan al mismo empresario al que en tiempos mejores habían secundado. Los jueces que, junto con el presidente, conforman el tribunal son propuestos por las diversas ligas sindicales, pero de ningún modo se deciden siempre a favor de sus compañeros de clase. El juez que representa a los empleadores —que en general es un gran empresario, el síndico de un sindicato o un empleado de alto rango—no se mostrará dispuesto a declararse solidario con los pequeños jefes que maltratan a sus empleados. Y al revés, el juez que representa a los empleados -fu nción que es desempeñada habitualmente por un fu ncionario sindical—es tá siempre dispuesto a reprender a un necio camarada sindi cal o aun a un trabajador no afiliado al sindicato. Si pertenece a los círculos de empleados de alto rango, el presidente tiene la sensación de verse cercado por dos asesores de los emplea dores. Al margen de tales condicionamientos, el tribunal de trabajo es hoy uno de los pocos lugares en que la democracia
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formal busca llenarse con algún contenido auténtico. En vista de que sólo ha quedado en el estado de un torso, sólo puede —a semejanza de otras instituciones—eliminar pequeñas injus ticias generadas por el orden económico. Las agencias de colocación recuerdan las estaciones de ma niobras, con sus numerosos andenes en los que los desocupa dos, como si fueran vagones, son trasladados de un lugar a otro. Estas agencias son, tal vez, el único lugar en el cual la propia empresa aparece como una meta y un hogar. Como muchos andenes están obstruidos, los vagones quedan dete nidos. La afluencia a la ventanilla —que conozco muy bien—de la agencia de colocación perteneciente a un sindicato de em pleados debería ser el sueño de cualquier cajero de una taqui lla de teatro; y la oficina de empleo de Berlín-Centro es, direc tamente, una enorme empresa o, antes bien, el negativo de una gran empresa, pues aspira a racionalizar aquello que ésta deja sin racionalizar. En la agencia para empleados de comer cio —una de las muchas oficinas de empleo—,pude vislumbrar los métodos con que se efectúa el transporte de la mercancía «fuerza de trabajo». Esta es sometida, aquí, a un tratamiento individual; es decir, la gente pasa de la sala de espera general al despacho del empleado encargado de ubicarla. Con ayuda de uno de aquellos prodigiosos ficheros que hoy proliferan por toda Alemania, éste mueve las palancas del gigantesco en granaje. El hecho de que las fuerzas de trabajo sean tratadas pieza por pieza se debe menos a la atención hacia sus propie dades individuales que al interés en facilitar el transporte. Se procura garantizar la celeridad de la maniobra, entre otras cosas a través de la prescripción según la cual cada aspirante debe tener preparada una solicitud de empleo, con vistas a es tar prontamente disponible. Si no hay ningún comprador apropiado para la mercancía «fuerza de trabajo», quizá la compre alguien para quien dicha mercancía no le resulta to talmente adecuada; lo principal es que ésta sea despachada.
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LOS EMPLEADOS
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Una pequeña empleada de comercio me contó una vez sus involuntarias andanzas a través de las diversas ramas. Traba jó en una sociedad comercial, en una fábrica de accesorios pa ra máquinas, en una perfumería e incluso en otros estableci mientos, y ahora aspira a llegar al puerto del matrimonio, que considera como el ultimo. Esta odisea, por cierto, no fue orga nizada por la oficina de empleo, sino por anuncios en diarios que brillaron como luces intermitentes para la mujer arrojada al mar. Le pregunté cómo le había ido en la búsqueda de em pleos. «No queda nada», respondió, «y además no importa lo que una haga, si una no es productiva.» Una triste respuesta y un errado concepto de productividad. Aquel que merodea durante un tiempo por las agencias de colocación percibe productos de desecho que rara vez son mostrados durante las visitas guiadas a través de la economía. Aquí aparecen en persona los desempleados sobre los cuales la estadística informa mediante números; aquí son apaciguadas las mujeres de los desempleados crónicos, que en casa recon vienen a sus maridos por no querer trabajar. El reproche, que hay que disculparles a las afligid as mujeres, en ninguna cir cunstancia debería generalizarse. Los empleados despedidos no se complacen en cobrar la asistencia para desempleados, y los casos de antipatía hacia el trabajo son excepcionales. Ca bría recomen darl es perentoriamente a todos que tomen una hora de instrucción visual en los despachos de cualquier agen cia de colocación. «Denme un trabajo, eso sería mejor»: ése es el continuo suspiro que exhalan aquellos que cobran la asis tencia. Los funcionarios que trabajan en la agencia hacen to dos los esfuerzos posibles para ir más allá de la intermediación pasiva. Por ello, siguen los procesos en el mercado de trabajo como los meteorólogos las condiciones del tiempo, y constatan con dolor cada gran depresión que se produce en el ámbito de uno u otro oficio. Al menos de momento los jóvenes oficinistas, empleados contables y taquidactilógrafas se ven favorecidos,
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según se dice, por corrientes de aire benévolas. Sin embargo, uno nunca sabe exactamente a qué atenerse con el tiempo. Aunque las agencias de colocación se abstengan con razón de influir sobre él a través de plegarias y procesiones, buscan, sin embargo, extraer ventajas de todas sus alteraciones. Derivan las fuerzas de trabajo utilizables en función de las necesidades „ circunstanciales, cultivan la relación con los empleadores y disponen de sus propios empleados para el servicio exterior, es decir, de empleados que se encargan de averiguar en las fábri cas cuáles son las posibilidades de trabajo. Las personas ma yores, de las que quieren deshacerse a cualquier precio, son tratadas como niños difíciles y tienen que presentarse todos los días en la oficina de empleos. Al menos de esa manera cuentan con una ocupación. Por cierto, si no se encuentra nin guna otra, esa ocupación no llena sus vidas lo suficiente como para que ansíen prolongarla, y finalmente algunos abren, en tonces, la llave del gas. Clásica © ged i
Pequeño herbario
Hoy los empleados viven en masas cuya existencia, ante todo en Berlín y en las demás grandes ciudades, asume cada vez más un carácter uniforme. Condiciones laborales y convenios colectivos uniformes establecen el formato de la existencia que, además, según se mostrará, está expuesta a la influencia de poderosas fuerzas ideológicas. Todas estas coacciones han generado incuestionablemente la emergencia de ciertos tipos normales de vendedoras, confeccionistas, taquidactilógrafas, etcétera, que son expuestos y, al mismo tiempo, fomentados en las revistas y en los cines. Estos tipos entraron en la con ciencia general, que de acuerdo con ellos se forma su imagen global del nuevo estrato de empleados. Cabe preguntar si la imagen se corresponde concluyentemente con la realidad. La correspondencia sólo es parcial. Sin duda desestima principalmente todos los rasgos, figuras y fenómenos que sur gen a partir de la colisión entre las necesidades económicas contemporáneas y una materia vital que es ajena a ellas. La vida de los sectores «proletarios», como en general de las cla ses «inferiores» de la población, de ningún modo se adapta sin más a las exigencias de la economía racionalizada. Antes bien, la educación formal peculiar de la burguesía genuina corres ponde a tales estratos mucho mejor que un pensamiento acor de con la existencia de esos mismos estratos: un pensamiento que está cargado de contenidos determinados y que se ocupa de temas palpables. En su inadecuación al pensamiento eco-
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nómico abstracto encuentra también, es evidente, su razón la queja de los empresarios acerca de la indolencia de muchos empleados En casos excepcionales se producen felices coincidencias, que hacen creer en una armonía preestablecida. Conozco a un representante de fábricas de cigarrillos que representa tan perfectamente su ramo como si hub iera nacido en él. Es lo que se llama un tipo chic\ vive y deja vivir, cultiva una conver sación brillante, sabe de mujeres y del buen vivir. Pero lo ma ravilloso es que sus múltiples talentos, a diferencia de lo que suele ocurrir con vendedores y representantes, no son meros arabescos que recubren la insusfancialidad, sino que proce den de un fondo real y se adecúan perfectamente a él. Aquí, la naturaleza misma es chic; se manifiesta sin lim itaciones una conducta que generalmente caracteriza a un hombre que vive en medio de relaciones sociales. De acuerdo con sus propias palabras, es recibido como un príncipe cuando visita a los clientes en el espléndido coche de la empresa. Como para él el coche elegante es precisamente el complemento adecuado, lo utiliza además para salir a pasear con damas y para otros fines privados; una generosidad que, en su opinión, beneficia indi rectamente a la empresa, a la que nunca le ocultó sus paseos extra, (Desgraciadamente, entre tanto el uso del coche ha si do restringido a través del progresivo movimiento de concen tración en la industria de los cigarrillos, y las damas resultan perjudicadas.) El hombre es de origen modesto, y reside en el centro de Berlín. Otras personas que poseen su talento e in gresos consideran que su meta es convertirse en caballeros pertenecientes a la clase alta. El, en cambio, insensible ante los divertimentos refinados y ante las oportunidades que tal vez sabría explotar su encantadora distinción, se atiene a su sindicato para empleados, para el cual ya ha ganado a muchos que no estaban afiliados. Después de las asa mbl eas o sesiones del grupo local, se reúne a menudo con colegas de ambos se-
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