Kierkegaard Soren - De La Tragedia
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Descripción: Siguiendo el ejemplo de Sócrates, su primer gran maestro. Kierkegaard aspira a ejercer una mayéutica. Sin e...
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Sóren Kierkegaard
T rad u cció n de Ju lia López Z avalía
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Kiericegoord. Sóren D e lo tragedia / Sóren, Kierkegaard: dirigido por: Pablo A. Gimenez. • !e ed. Buenos A ir e s : Q uadrata, 2004. 144 p.; 16x11 cm. - (Minlature) Traducido por: Julia López Zavalía I.S.B.N.: 987-1139-43-8 1. Filosofio. I. Gimenez. Pablo A. d!r. II. Zavalía. Julia López, trad. III. Titulo
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Corrientes 1471 - Buenos Aires. Argentina w ww.editorialquadrata.com .ar (54-11) 4371-2332 «Editorial Quadrata. 2004 Dirección: Pablo Gimenez Tapa: Kovalsky Diagramación: Marcelo Gunning Corrección: Corina Balbi
Q u e d a hecho el depósito que previene la ley 11.723 I.S.B.N.: 987-1139-43-8
La repercusión de antigua en la moderna
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Es en realidad muy poco lo que yo tendría que objetar a quien sos tuviera que lo “trágico siempre seguirá siendo lo trágico” , por la simple razón de que toda evolución histórica, fuera cual fuera, siempre se instalará dentro de los límites
que abarca la noción correspon diente. Claro que si hem os de con jeturar que su afirm ación tiene algún sentido, y la palabra “trágico” em pleada dos veces en la misma frase no establece simplem ente un paréntesis carente de todo signifi cado, su idea no puede implicar otra cosa que la de que el conteni do de la noción no viene a desalo jar la noción misma sino a abonar la. A dem ás, podem os decir que a estas alturas hay ya muy pocos espectadores que no concluyan en que existe una diferencia cardinal entre la traged ia an tigua y la moderna, hasta tal punto que los lectores y los visitantes afectos ai
teatro se consideran en legítima posesión, com o si fueran los pro pios in tereses de sus cuentas corrientes, de los resultados obteni dos por el afán de los expertos en asuntos de arte. A hora bien; si alguien pretendiera en este caso abogar que tal diferencia era abso luta y sacara provecho de ella, al principio de una m anera solapada y después intem perantem ente con el fin de interpolarse entre la tragedia antigua y la moderna, su proceder sería tan descabellado como la del primer afirmante en el caso de no resultar la suposición. Ya que al hacer esto om itía que la tierra firme, imprescindible para afianzar
sus propios pies era lo trágico en sí, que por cierto es incapaz de introducir ninguna separación: por el contrario, sirve cabalm ente para ensamblar la tragedia antigua con la m oderna. Podem os tam bién observar una suerte de apercibi miento contra cualquier pretensión exclusivista y parcial de este géne ro, en el hecho de que los estetas todavía vuelven incesantem ente a las definiciones establecidas por Aristóteles y acatan sin discusión las exigencias que éste impuso a la tragedia, porque consideran que su doctrina sobre el particular es exhaustiva. Este apercibim iento es tanto más digno de tomarse en
cuenta desde que todos nosotros com probam os con cierta aflicción, que a pesar de las m uchas transform aciones que el mundo ha sufrido la concepción de la tragedia se m antiene en lo esencial idéntica, de la misma m anera que llorar es hoy tan intrínseco al hombre como en todo tiempo pasado. Todo lo dicho puede parecerle de provecho a aquel que no desee ninguna separación e incluso una ruptura, pero a pesar de ello la misma rémora vuelve, apenas rechazada, a hacer se patente bajo otra nueva forma, si puede decirse, m ás peligrosa que la primera. Me estoy refiriendo a que el hecho de que se vuelva perm a
nentem ente a la estética aristotéli ca no es únicam ente un indicio de dedicación com prom etida o un viejo hábito. C on esto estarán de acuerdo sin mayor inconveniente todos los que penetren algo la esté tica de nuestro tiempo y hayan com próbado con qué observancia se m antienen los principios del m ovim iento estab lecid os por Aristóteles, principios que m ante nían aún todo su mérito en la moderna estética. Pero si uno exa mina m ás de cerca tales principios, verá que la dificultad aparece inmi nente. Porque las definiciones son absolutam ente generales, y por lo tanto uno puede acordar con
Aristóteles en un sentido pero no en otro determ inado. De manera de no aventurarm e a anticipar aquí im previstam ente y acaso sólo rozar con simples ejem plos el contenido de la m ateria que pienso exponer más adelante, intentaré ahora acla rar lo que acabo de manifestar, abordando la cuestión a la luz de la com edia. Si un esteta de antaño hubiera afirmado que los presu puestos de la com edia son el carác ter y la situación, y por otro lado, que el efecto a que ha de inducir es a la risa, habría establecido unos principios a los que todo el mundo podía acercarse una y mil veces; pero si se m editara un poco sobre la
cantidad de cosas capaces de pro vocar la risa en los hombres, nos convenceríam os de inm ediato de la ilimitación enorme de dicha exi gencia. Q uien alguna vez se propu so observar el fenóm eno de la risa propia o ajena, quien de este modo haya pretendido con preferencia analizar lo específico y no lo anec dótico, y quien en definitiva haya captado con legítimo interés psico lógico qué diferentes son los m o tivos que determ inan la risa en cada ciclo de la vida, se convence rá fácilmente de que la persistente reclam ación de la com edia que le asigna a ésta com o efecto el provo car la risa, recoge en sí misma una
pluralidad de variaciones, todas ellas som etidas a la diversa idea que la conciencia universal conci be de lo cóm ico en cada momento dado. Sin que esto signifique, por supuesto, que tal diversidad de afir m aciones pueda hacerse tan difusa que la correspondencia expresiva de carácter som ático haya de ser precisam ente la de que la risa se exteriorice por medio del llanto. De la misma m anera, algo similar acontece con la tragedia. L a tarea a desarrollar de esta pequeña investigación no será sim plem ente el análisis de la relación entre la tragedia antigua y la moderna, sino en todo caso mos
trar de qué m odo las características de la tragedia antigua pueden ser fusionadas a la tragedia moderna, de tal m anera que los elem entos propiam ente trágicos se hagan ostensibles en ella. Pero por más que haga lo indecible para lograr que esos elem entos se m anifiesten y con la finalidad de que tal m ani festación no presente a b s o lu ta m e n te n in g u n a co n sec u e n cia , tendré m ucho cuidado de no caer en profecías insinuando que es eso lo que nuestra época reclam a, una época que de acuerdo a todos los indicios se con du ce preferen te mente por los rumbos de lo cómico. La existencia está de tal m anera
debilitada por la duda de los indivi duos que el aislam iento aparece hoy com o una tendencia en cre ciente desarrollo. N ada mejor para verificarlo y aunque parezca para dójico, que echar una mirada a las tribulaciones sociales de todo tipo que hoy proliferan por el mundo. Ya que tales preocupaciones son una muestra de la propensión aisla cionista, tanto en cuanto se reac ciona contra ella com o en cuanto se procura impedirla con prácticas descabelladas. El aislacionista lo es íntegram ente cuan d o aspira a hacerse valer com o número. Porque querer hacerse valer como uno solo es la norm a del aislamiento. En
esto estarán de acuerdo conmigo todos los integrantes de asociacio nes y grupos, aunque no estén dis puestos ni m ucho m enos a recono cer que tam bién éstos son un caso de aislam iento totalm ente idéntico al anterior, o sea el hecho de que cien individuos se h agan valer única y m eram ente com o cien indi viduos. El núm ero en sí es siempre algo indiferente. Por tanto, es igual que se trate de uno que de mil, o de todos los habitantes del orbe defi nidos de una m anera estrictam ente numérica. De esta forma, el espíri tu asociativo es por principio tan revolucionario com o el que se pre tendía derribar. C u an d o el Rey
D avid quería dem ostrar y demostrarse la nom bradía de su poderío, solía hacer el cálculo de todos los que integraban su pueblo; hoy en cambio, los pueblos se recuentan para constatar su importancia fren te a un poder superior. Todas estas asociaciones están fehacientem en te tild ad as de arbitrariedad, y mayoritariam ente fueron creadas con una u otra finalidad circuns tancial que siempre está sujeta, com o es lógico, al antojo de la aso ciación correspondiente. De este m odo las innum erables aso cia ciones que conocem os en la actua lidad no hacen más que desenm as carar la disolución de la época,
coadyuvando ellas mismas a acele rarla. Son, dentro del organismo del Estado, los m icroorganism os que provocan su descom posición. ¿No fue justam ente en el m omento en que el Estado griego estaba a un paso de corrom perse cuando las heterias1 empezaron a formarse por toda Grecia? ¿N o es acaso nuestra época muy parecida a aquélla, tanto que ni el mismo A ristófanes pudo ridiculizarla com o realmente era? ¿O es que desde el punto de vista político no se ha desgastado ya el lazo que invisible y espiritual
1. Sociedades políticas formadas en Atenas al final del siglo V, durante la guerra del Peloponeso.
mente m antenía am algam adas a las naciones? Y en el aspecto religioso, ¿no se ha desgastado e incluso ani quilado aquel poder que sustentaba de una m anera consistente lo invi sible? ¿A caso no se parecen nues tros estadistas y sacerdotes a los augures de la antigüedad que no podían cruzarse las miradas entre sí sin una sarcástica sonrisa? En reali dad, nuestra época actual deu.xca una peculiaridad típica sobre aque lla época griega que estam os m en cionando, a saber, la de ser más triste y en consecuencia más hon dam ente desesperada. A sí nuestra época es lo bastante melancólica com o para no desconocer que exis
te algo que se llam a responsabili dad y que es im portante. Y sin embargo, en tanto todos estarían satisfechos de ejercer el m ando no hay nadie que consienta en asumir la responsabilidad. Todavía es una noticia fresca la de aquel estadista francés, que al proponérsele en repetidas ocasion es una cartera ministerial, declaró sin melindres que estaba dispuesto a hacerse cargo de la misma, pero condicio nando esto a que fuera el secretario de Estado el que asumiera toda la responsabilidad. El rey de Francia, com o se conoce, no tiene responsa bilidad intrínseca; los ministros, aunque la tienen no desean tener-
ia, y únicam ente aceptan su cargo a condición de que el secretario de Estado sea el responsable..., hasta que de esta m anera todo concluye com o es lógico, atribuyendo a los serenos o a los guardias m unicipa les la responsabilidad. ¿No sería un tema digno de A ristófanes esta his toria de la responsabilidad no asu mida? Y por otro lado, ¿qué hace que gobiernos y gobernantes no acepten adjudicarse la responsabili dad? ¿N o será en todo caso el miedo al partido opositor que a su vez también se exime de la respon sabilidad adquirida siguiendo una trayectoria similar a la anterior? Sin duda que hasta produce un
gran efecto hum orístico observar sem ejante disposición de fuerzas en la que sus antagonistas nunca se van a las m anos, porque el poder tan pronto está en una o en otra, y así cada una de ellas no hace más que mostrarse ante la otra. Esto dem uestra patentem ente que se ha esfum ado.el principio que confiere cohesión al Estado, y por esta razón el aislam iento consecuente es algo que mueve a risa. Lo cóm ico estriba en que la subjetividad, en su forma más elem ental, se impone como norm a de valor. Toda perso nalidad aislada se vuelve cóm ica cuando procura hacer valer su con tingencia frente a la necesidad de
la evolución. Resultaría extraordinanam ente cóm ico el que a un individuo cualquiera se le atribuye ra la idea general de ser el salvador del m undo entero. Sin embargo, la presencia de Cristo es desde todo punto de vista la tragedia más honda, si bien en otro sentido es mu chísim o m ás que una tragedia por que Cristo vino en la plétora de los tiempos y cargó sobre sus hombros el pecado del m undo entero, m ate ria que deseo se destaque particu larm ente en vista al desarrollo inminente de este trabajo. C o m o es b ien co n o cid o , A ristó teles enuncia que las dos fuentes de la acción en la tragedia
son: S iá v o ic i x a ' Pero enseguida agrega que lo principal es el t e )\ o (;3; y los individuos no actú an con el fin de representar ca ra cte re s, sino que ésto s son an exados co n v istas a la acción. Sobre este particu lar puede d ecir se que se advierte fácilm ente una d iv e rg e n cia co n la trage d ia m oderna. En efecto, lo distintivo de la tragedia an tigu a es que la acción no procede m eram ente del carácter, com o tam poco es lo bastan te su b jetiv am en te reflexiva, sino que d isfru ta un a relativ a
2. “Razonamiento y carácter”; cf. Fbética, 1450 a 12. 3. “ fin”; cf. ibídem, 23.
parte de indolen cia. De la misma m anera, la tragedia antigua no hace uso tam po co del diálogo desarrollad o h asta tal grado de reflexión que todo aparezca d iáfa no. A p e n as si da a través del m onólogo y del coro unos indi cios m esurados h acia el diálogo. Porque el coro, se aproxim e éste m ás a la su stan cialid ad ética, ya propen da a la explosión lírica, d en ota algo así com o una dem a sía que no quiere hacerse percep tible en la in d iv id u alid ad . El m onólogo, por su parte, significa en realidad la con cen tración líri ca y encierra el exceso rem iso a fu sio n arse co n la a cció n y la
situación. La acció n supone en la trag e d ia a n tig u a un m o m en to épico que la h ace ser a la vez suceso y acción . L a exp licación es d esco n tad am en te obvia, ya que en el m undo an tiguo la subjetivid ad no era a u to rre fle x iv a . A unque los individuos obraban librem ente, lo h a cían en todo c a so d e p e n d ie n d o siem pre de ciertas in stan cias fun d am en tales com o lo eran el E stad o, la fam ilia y el destino. E stos m otivos decisivos son lo que ju stifican la fatali dad en la tragedia griega e im po nen su peculiaridad. De esta m anera, la caída del héroe tiene un doble sentido; es
una consecuencia de su acción y adem ás un padecim iento. Por el contrario, en la tragedia moderna la caída del héroe no es otra cosa que un acto. En tiem pos actuales pues, lo que predom ina es la situa ción y el carácter. A l tener el héroe trágico una co n cien cia reflexiva, esta reflexión sobre sí m ism o no sólo lo aísla del Estado, la fam ilia y el destino, sino que m uchas veces lo desvincula de su mism a vida anterior. A sí, aquello que nos ocupa es entonces un definido m om ento de su vida con siderado com o consecuencia de sus propios actos. Este es el m oti vo de que lo trágico se resuelva
aquí en situación y réplica, ya que en general no queda prácticam en te nada que sea espontáneo. De ahí que la tragedia m oderna no se apoye en ningún plano épico ni m antenga ninguna herencia épica. El héroe se sostiene o sucum be, única y exclusivam ente en rela ción a sus propias acciones. Lo que acabo de exponer en forma resum ida pero suficiente es im portante en cuanto evidencia una diferencia singular entre la tra gedia antigua y la moderna. Esta diferencia, que entiendo de impor tancia vital, es la que se vincula a la variedad de formas de la culpa trá gica. A ristóteles, com o es sabido,
dem anda que en el héroe trágico haya ó .p .a p x ia -5. Pero del mismo m odo que en la tragedia griega la acción oscila entre el actuar y el padecer, lo hace así también la culpa, y en esto consiste el conflic to trágico. R ecíprocam ente, la culpa resultará tanto más ética cuanto m ás reflexiva se haga la subjetivid ad , y de una m anera absoluta y profunda, más abando nado a sí mismo veam os al indivi duo. El fenóm eno de lo trágico está
4. C f. o p. c ., 1453 a 10. T o d as las tr a d u c c io n e s c r ít ic a s tr a d u c e n “ e r ro r ” , en lu gar de “ fa lta m o ral o p e c a d o ” que se ría ir en o p o s i ción al c o n te x to a la vez qu e c o n tra la filo lo gía.
pun tualm en te entre estos dos extremos. Si el individuo está limpió de culpa, entonces pierde el interés trágico, porque de esa m anera el choque que es distintivo de la tragedia queda amortiguado. Pero paradójicam ente, si la culpa del individuo es total, tam poco tiene para nosotros ningún interés trágico. Por eso debem os afirmar sin titubeos, que ese afán actual de hacer que todo lo que es fatal se transfigure en individualidad y sub jetividad implica una falsa inter pretación de la tragedia. N o intere sa saber ni decir nada del pasado del héroe; se carga sobre sus hom bros todo el peso de su vida com o si
ésta fuera el resultado representati vo de sus propias acciones y se le responsabiliza totalm ente. De esta m anera, com o es natural, se con vierte tam bién su culpa en ética. El héroe trágico pasa así a ser un per verso. El mal se convierte en el objeto privativo de la tragedia. Por supuesto que el mal no constituye ningún interés estético ni tampoco el pecado es una categoría estética. Este cúm ulo de esfuerzos fútiles se debe fundam entalm ente al hecho de que toda nuestra época se ha metido en em presas cuyo único propósito es lo cómico. Lo cómico se basa precisam ente en el aisla m iento; de ahí que cuando en este
ámbito se pretende destacar lo trágico, lo único a lo que se llega es al mal en toda su perversión y no al delito propiam ente trágico en su ambiguo candor. El que está inmerso en la literatura moderna sabe que los ejemplos en este sentido son abundantes. A sí la obra de Grabbe, Fausto y Don Juan, descollante en muchos aspectos, está fundada adecuadam ente en el mal. Sin embargo, para no sostener mis argum entaciones en el contras te de una sola obra, intentaré pro bar la misma cosa desde la concien cia com ún de toda nuestra época. A ésta no le agradaría en modo alguno que se le presentara en la
escena a un individuo en quien las circunstancias desafortunadas de su infancia hubieran causado estra gos de los que nunca pudo recupe rarse, y es más, acarrearon su ruina. Y no porque el supuesto individuo fuera m altratado ya que no hay na da que nos impida suponer que fue trata d o muy bien, sin o porque la época tiene otras normas a que remitirse. N uestra época, entonces, no quiere saber nada de semejantes transacciones y blandenguerías, y ni corta ni perezosa hace al indivi duo responsable de su vida. Por lo que, si éste sucum biera, no habría que ver en ello tragedia alguna sino sim plem ente maldad. Se podía
creer, en definitiva, que es poco menos que un reino de dioses la generación a la que tenem os el honor de pertenecer. Pero sin embargo no hay tal cosa. Porque es una pura quim era todo ese vigor y ese arrojo que pretende de esta forma ser el creador de su propia dicha, e incluso, su propio descu bridor. Y con esto, m ientras lo trá gico sale perdiendo, nuestro tiem po va ingresando en la desespera ción. Lo trágico encierra una cierta m elancolía y una virtud sanadora que en verdad no debieran jam ás ser despreciadas. Procurar, com o es típico de nuestro tiempo, ganarse uno a sí mismo de una m anera mi
lagrosa es perderse y hacerse cóm i co. U n individuo, por muy excep cional que sea, nunca dejará de ser a la vez hijo de Dios, de su época, de su nación, de su familia y de sus afectos. Solam ente enraizado en todo ello será dueño de su verdad. Por el contrario, resultará grotesco si pretende de alguna m anera ser absoluto en toda esa relatividad. En los idiom as suelen darse casos de palabras que por el uso y por razón de la construcción terminan siendo casi autónom as, es decir, usadas com o adverbios. Estas pala bras son para los eruditos una vio lencia y defecto del idioma incapa ces de enm ienda. Piénsese enton
ces lo cóm ico que sería pretender que tales palabras se consideraran com o auténticos sustantivos, y en consecuencia, que fueran declina das en cada uno de los casos. Lo m ism o su ced e tam b ién con el individuo que, desarraigado -quizás sin m uchas d ificu ltad es- del sen o m aterno del tiempo, pretende ser absoluto en m edio de esa cuantiosa relatividad. En cambio, si desprecia esta pretensión y se contenta con ser relativo, alcanzará eo ipso lo trá gico, y esto, aunque fuera el más feliz de todos los hombres. Yo diría, aunque paradójico, que el indivi duo sólo es rigurosam ente feliz en tanto está sumergido en la trage
dia. Lo trágico encierra en sí una dulzura infinita. Sin ningún pruri to se puede afirm ar que en el sen tido estético, ío trágico es para la vida hum ana algo así com o lo que en su orden representan para ella la gracia y la m isericordia divina. Incluso diría que es aún más sensi tivo, y por esa razón estaría dis puesto a llam arlo: un amor de madre que acuna al que está atri bulado. Lo ético es inclemente y duro. Por eso, cuando un criminal, excusándose ante el juez, le dice que su madre tenía especial incli nación al robo particularmente en el tiempo en que le gestaba, el juez entonces se verá obligado a cónsul-
tar la opinión del colegio de m édi cos sobre el estado de salud m ental del acusad o, pero con ven cido, claro, de que tiene frente a sí a un ladrón y no a la madre de un ladrón. De estar por medio un cri men, el reo no podrá refugiarse en el templo de la estética aunque pudiera experim entar en su ámbito una cierta impresión de consuelo. Pero no sería aceptable, ya que su cam ino no le conduce a la estética sino a la religión. La estética se encuentra detrás suyo y la apela ción a la m ism a constituiría un nuevo pecado para él. Lo religioso sería la expresión del amor paternal ya que contiene en sí la ética, aun
que m oderada. ¿Y no es cabalm en te por eso mismo que la continui dad le confiere a lo trágico su dul zura? Sin em bargo, m ientras la estética proporciona su alivio antes de que se manifieste el profundo contraste del pecado, la religión sólo logra aliviar después de que se haya reconocido ese contraste en todo lo que tiene de horroroso. En el m om ento en que el pecador está a punto de desfallecer bajo el ago bio del p ecad o general que él mismo se ha provocado porque pre siente que las probabilidades de salvación serán tanto más significa tivas cuanto más culpable se hiciera, precisam ente en ese momento de
espan to ve asom ar el consuelo sobre el horizonte de la pecaminosidad com ún que tam bién en él ha dado m uestras de poderío. Pero este consuelo es un consuelo netamente religioso. Y francam ente, el que piense llegar al consuelo por medio de otros recursos, por ejem plo m ediante las sublim aciones adorm ecedoras de la estética, tiene una idea muy inoperante del consuelo y en realidad no lo alcanzará. En cierto m odo, nuestra época evi dencia un tacto estupendo cuando pretende que el individuo se res ponsabilice de sus actos, pero la fatalidad está en que no lo hace con toda la hondura e interioridad
deseables, sino que se queda en la superficie. Y esto, porque es en definitiva soberbia com o para no desairar las lágrim as de la tragedia y d em asiad o presuntuosa co m o para no prescindir de la m iseri cordia. A h o ra bien, ¿en qué co n siste la vida hum ana y en qué el género h um ano si se elim inan am bas cosas? Porque no hay más altern ativ a que la de la m elanco lía de lo trágico o la profunda tris teza y el profundo alborozo de la religión. ¿O lo m ás peculiar de todo lo que se deriva de aquel pueblo d ichoso no es otra cosa que una honda pena y una deter m inada m elancolía trascendentes
en su arte, en su poesía, en su vida y en sus mismas alegrías? En lo que antecede he intentado p rin cip alm en te subrayar la diferencia existente entre la trage dia antigua y la m oderna, en rela ción a que tal diferencia se hace notoria dentro de la diversidad de las culpas en el héroe trágico. A quí está el verdadero fanal desde el que todo irradia m anifestándose en su particular variación. Porque si el héroe es culpable de una m an era in cierta, d esap arecen tanto el m onólogo com o el d esti no, y de esa m anera el pensam ien to se transparenta en el diálogo y la acción en la situación.
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Y esto mismo puede dem ostrar se también desde otro ángulo, es decir, atendiendo al estado de alma que la tragedia provoca. Se conoce que Aristóteles exige que la trage dia despierte en el espectador terror y conm iseración5. Recuerdo ahora que H egel se aferra con bríos a esta exigencia y concibe, a propósito de cad a uno de esos dos pu n tos; una doble consideración, aunque no lo bastante intensa. C uando A ristóteles separa el terror y la conm iseración, podemos pen sar que lo hace entendiendo que el primero es el estado de alma que
corresponde a los su cesos par ticulares, y la segunda al estado de alma que establece la impresión definitiva. Este último estado de alma es el que me incumbe ahora, porque responde totalm ente a la culpa trágica,^ y com o conclusión se m aneja también dentro de la dia léctica de la misma. H egel anota a propósito de esto que se observan dos clases de com pasión: la ordina ria, que es la que está dirigida hacia el aspecto limitado del sufrimiento, y la legítima com pasión trágica. Ésta observación es absolutam ente correcta, pero a mi modo de ver apenas tiene im portancia pues aquella conm oción general referi
da, en primer lugar, es un error que tanto puede alcanzar a la tragedia antigua com o a la moderna. En cambio, es verdadero pero tiene esta vez m ucho peso lo que el mismo autor agrega a continuación aludiendo a la com pasión auténti ca: Das
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