Ken Wilber - Ciencia y Religión

June 8, 2020 | Author: Anonymous | Category: Ciencia, Alma, Conocimiento, Empirismo, Verdad
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Ken Wilber CIENCIA Y RELIGIÓN EL MATRIMONIO ENTRE EL ALMA Y LOS SENTIDOS

Traducción del inglés de David González Raga

editorial J ^ a iró s Numanciu 117-121 08029 Barcelona España

Título original: THE MARRIAGE OF SENSE AND SOUL © 1998 by Ken Wilber © de la edición en castellano: 1998 by Editorial Kairós, S.A. Primera edición: Diciembre 1998 Segunda edición: Mayo 2004 Tercera edición: Mayo 2008 ISBN-10: 84-7245-410-X ISBN-13: 978-84-7245-410-1 Depósito legal: B-19.095/2008 Fotocomposición: Beluga y Mleka. s.c.p.. Córcega, 267.08008 Barcelona Impresión y encuademación: Romanyá/Valls, S.A., Verdaguer, 1,08786 Capellades Este libro ha sido impreso con papel certificado FSC, proviene de fuentes respetuosas con la sociedad y el medio ambiente y cuenta con los requisitos necesarios para ser considerado un “libro amigo de los bosques”. Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecá­ nicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.

NOTA AL LECTOR Lo único que puede curar los sentidos es el alma y no hay nada que pueda curar el alma aparte de los sentidos. O

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No resulta fácil determinar la fecha exacta de nacimiento de la ciencia moderna. Son muchos los eruditos que afirman que tuvo lugar, aproximadamente, en tomo a 1600, cuando Kepler y Galileo recurrieron a la medición para cartografiar el universo. Pero, naciera cuando naciese, la ciencia moderna fue, en muchos sentidos -y casi desde sus mismos comienzos-, enemiga decla­ rada de la religión establecida. Obviamente, la mayor parte de los modernos científicos si­ guieron creyendo en el Dios de la Iglesia y eran muchos los que suponían honestamente que el libro de la naturaleza estaba reve­ lándoles las leyes arquetípicas de Dios. En cualquier caso, sin embargo, el método científico actuó como una especie de disol­ vente universal que fue corroyendo, de manera lenta, inevitable y dolorosa, el metal milenario de la religión, disgregando sus prin­ cipios y dogmas fundamentales hasta el punto de tornarlos irreconocibles. En el curso de unos pocos siglos, los seres humanos inteligentes de todos los campos de la vida llegaron a negar la existencia misma del Espíritu, una conclusión que hubiera resul­ tado inaceptable para cualquier época anterior. 7

Nota al lector

Pero, a pesar de los ruegos de las personas compasivas de am­ bos bandos, la relación existente entre la ciencia y la religión en el mundo moderno -es decir, en los últimos tres o cuatro siglosapenas si ha cambiado desde la época del desafío de Gal ileo, cuando los científicos decidieron cerrar la boca a cambio de que la Iglesia no les quemara en la hoguera. Porque, dejando de lado algunas notables excepciones, la historia demuestra palpable­ mente la desconfianza -y a menudo el desprecio- mutuo existen­ te entre la ciencia ortodoxa y la religión ortodoxa. Esta relación ha sido muy tensa y se ha convertido en una es­ pecie de guerra fría filosófica de alcance universal. La moderna ciencia empírica ha alcanzado logros verdaderamente admira­ bles, como la erradicación de enfermedades como el tifus, la vi­ ruela y la malaria, que angustiaban y atormentaban al mundo an­ tiguo; la invención de prodigios que van desde el avión y la torre Eiffel hasta la lanzadera espacial; descubrimientos en las cien­ cias biológicas que nos permiten atisbar el misterio mismo de la vida, y avances en el campo informático que han revolucionado literalmente la existencia humana, por no mencionar el hecho de haber llegado a colocar al ser humano sobre la faz de la Luna. A juicio de sus defensores, la ciencia ha logrado tales hazañas por­ que utiliza un método coherente para descubrir la verdad, un mé­ todo empírico y experimental que no se basa en mitos, dogmas y afirmaciones indemostrables sino en datos. En opinión, pues, de sus defensores, la ciencia ha realizado descubrimientos que han eliminado mucho dolor, salvado muchas vidas y hecho avanzar el conocimiento muchísimo más que cualquier religión y su Dios celestial. Desde este punto de vista, pues, la única salvación real posible con la que cuenta la humanidad no consiste en proyectar las capacidades potenciales del ser humano en un ilusorio Gran Otro ante el cual humillamos y rezar de un modo indigno e in­ fantil, sino en depositar nuestra confianza en la verdad científica y en su progreso. Pero hay una cosa muy curiosa sobre la verdad científica por­ que, según afirman sus defensores, la ciencia está básicamente 8

Nota al lector

exenta de valores, la ciencia no nos dice lo que debería ser ni lo que tendría que ser sino lo que es: un electrón no es bueno ni malo, es simplemente lo que es; el núcleo de la célula no es bueno ni malo, es simplemente lo que es; un sistema solar no es bueno ni malo, es simplemente lo que es. Consecuentemente, la descripción o elucidación que la ciencia hace de los hechos básicos del uni­ verso tiene muy poco que decimos acerca del bien y del mal, de lo adecuado y de lo inadecuado, de lo deseable y de lo indesea­ ble. Porque si bien la ciencia puede hablamos de la verdad, no puede decimos nada acerca del modo de utilizar sabiamente esa verdad. En este sentido permanece -y siempre ha permanecidomuda porque ésa no es su función, no ha sido diseñada para ello y no tiene, en consecuencia, la menor culpa de su mutismo. La ciencia, dicho de otro modo, no opera dentro del campo de la sa­ biduría ni del valor sino de la verdad. Y ese silencio es el que ha ocupado la religión. Los seres hu­ manos parecen condenados al significado, condenados a buscar el valor, la profundidad, el respeto, la importancia y el sentido de su existencia cotidiana. Y, si la ciencia no proporciona esas cosas -porque, de hecho, no puede proporcionarlas-, el ser humano las buscará en cualquier otra parte. Existen literalmente miles de mi­ llones de personas de todo el mundo que buscan en la religión el significado básico de su existencia, algo que proporcione cohe­ rencia a su vida y les brinde directrices acerca de lo que es bueno (como el amor, el cuidado y la compasión, por ejemplo) y lo que no lo es (como mentir, estafar, robar y matar, por ejemplo). A un nivel más profundo, la religión ha afirmado siempre ofrecer mé­ todos para establecer contacto con el Fundamento Último del Ser. Dicho, pues, en pocas palabras, la religión brinda lo que con­ sidera que es una auténtica sabiduría. La coexistencia, pues, entre los hechos y los significados, la verdad y la sabiduría, la ciencia y la religión, resulta un tanto ex­ traña. La ciencia, exenta de valores, y la religión, preñada de ellos, se afanan por conquistar este pequeño planeta mientras contemplan con suspicacia a su adversario en un curioso duelo de

Nota al lector

titanes en el que ninguno de los contendientes parece ser lo bas­ tante fuerte como para vencer definitivamente al otro ni lo sufi­ cientemente bondadoso como para rendirse ante él. Es como si el reto de Galileo se reprodujera instante tras instante atrapando consigo a la sufrida humanidad Puesto que los locos se lanzan de cabeza donde los ángeles te­ men entrar, no veo impedimento alguno en tratar, en este libro, de integrar a la ciencia con la religión. Si usted es un creyente ortodo­ xo, sólo le pediré que se tome un respiro y vea dónde puede con­ ducir este intento, no creo que, por ello, le dé un colapso. Porque mi punto de partida es que, para que este matrimonio sea auténti­ co, debe contar con el libre consentimiento de ambos cónyuges o, dicho de otro modo, que lo que vamos a exponer a continuación re­ sulte aceptable tanto para la ciencia como para la religión. En el caso de que usted, por el contrario, sea un científico or­ todoxo, sólo quiero sugerirle que, al igual que habrá hecho mil veces en el pasado cuando se ha ocupado de un problema, no se centre en una solución concreta y deje que la curiosidad y el asombro le sorprendan. Deje simplemente que el asombro im­ pregne todo su ser hasta que le saque de sí mismo y le permita adentrarse en el incierto misterio que supone vivir en este mun­ do, un misterio que los hechos solos nunca podrán llegar a llenar. Porque, si el Espíritu existe, es precisamente ahí donde descansa, en el camino del asombro, un camino que se halla inscrito en la esencia misma de la ciencia. Es muy posible que entonces pueda descubrir, en medio de esa apasionante aventura, que la búsque­ da del Fundamento Último nunca exige el abandono del método científico. ¿Y no es cierto que todos nosotros sabemos cómo asombrar­ nos? En las honduras de un Kosmos demasiado milagroso como para creerlo, en las alturas de un universo demasiado maravillo­ so como para venerarlo y en el seno mismo de un asombro que trasciende todas las fronteras, comienza a escucharse el susurro de una voz. Tal vez, si permanecemos muy atentos, podamos oír, desde el núcleo mismo de esta infinita maravilla, la bienaventu­ 10

Nota al lector

rada promesa de que, en el corazón mismo del Kosmos, la cien­ cia y la religión aguardan para darnos la bienvenida a nuestro verdadero hogar. K.W. Boulder, Colorado Verano de 1997

PRIMERA PARTE EL PROBLEMA

1. EL RETO DE NUESTRO TIEMPO: LA INTEGRACIÓN DE LA CIENCIA Y LA RELIGIÓN Uno de los problemas más apremiantes del mundo moderno es el de la relación que existe entre la ciencia (uno de los méto­ dos más profundos jamás concebidos y diseñados por el ser hu­ mano para desvelar la verdad) y la religión (que sigue siendo la fuerza individualmente más poderosa para generar sentido). Ver­ dad y sentido, ciencia y religión, pero todavía no hemos llegado siquiera a imaginar la forma de plantear una reconciliación que resulte aceptable para ambas partes Sin embargo, esta reconciliación no constituye una mera cu­ riosidad académica pasajera, ya que estas dos grandes fuerzas -la verdad y el sentido, la ciencia moderna y la religión premoder­ na-, se hallan actualmente enzarzadas en una batalla por el do­ minio del mundo. Y alguna, más pronto o más tarde, tendrá que ceder. La ciencia y la tecnología configuran un marco transnacional y global de sistemas industriales, económicos, sanitarios, cientí­ ficos e informativos que, si bien resultan sumamente provecho­ sos, están desprovistos, en sí mismos, de todo significado y de todo valor. Como continuamente repiten sus defensores, la cien­ cia no nos dice si una cosa es buena o mala, no nos dice lo que \5

problema

debo ser sino lo que es, y se limita a hablarnos de electrones, de áto­ mos, de moléculas, de galaxias, de bits digitales y de redes de sis­ temas. Así pues, por más funcionalmente eficaz que pueda llegar a ser, la extraordinaria infraestructura científica global y transna­ cional constituye, en sí misma, un esqueleto absurdo carente de todo significado. Y es precisamente ese vacío el que propicia el surgimiento de la religión. La ciencia nos ha proporcionado una extraordinaria vi­ sión del mundo, un marco global -carente, en sí mismo, de todo sentido- dentro del cual las facetas subglobales de las religiones premodemas proporcionan valores y significados para miles de millones de personas de todo el planeta. Lo lamentable es que las mismas religiones premodemas suelan negar la validez de la es­ tructura científica en la que viven, una estructura que les brinda la mayor parte de su medicina, de su economía, de su banca, de sus redes de información, de sus transportes y de sus comunicaciones. De este modo, dentro del marco impuesto por la verdad científica, florecen los significados religiosos negando, con más frecuencia de la deseable, la misma estructura científica que le sirve de sos­ tén, como si quisiera aserrar la rama de la que pende. Pero este desasosiego es mutuo porque la ciencia moderna tampoco tiene la menor duda en despachar alegremente de un plumazo casi todos los principios fundamentales de la religión. Desde el punto de vista de la ciencia moderna, la religión queda relegada al estatus de mera reliquia de la infancia de la humani­ dad, algo que posee la misma realidad que Santa Claus, ponga­ mos por caso. Tanto da, para la ciencia moderna, que la afirma­ ción religiosa sea literal (Moisés separó las aguas del mar Rojo) o mística (la religión tiene que ver con la experiencia espiritual directa) porque, en cualquiera de los casos, niega la validez de todo enunciado religioso, porque todos carecen, a su juicio, de la menor evidencia empírica sostenible. Ésta es la singular estructura del mundo actual, un marco científico de referencia, con redes globales de información y co­ municación, que proporciona un esqueleto carente de todo senti16

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do, dentro del cual cientos de religiones premodemas subgloba­ les dan valor y sentido a miles de millones de personas. Y cada uno de ellos, la ciencia y la religión, tiende a negar la importan­ cia -y hasta la misma realidad- del otro. Éste es el cisma y la cri­ sis que aqueja a la cultura global actual y éste es también preci­ samente el motivo por el cual la mayor parte de los analistas sociales coinciden en afirmar que si no alcanzamos pronto algún tipo de reconciliación entre la ciencia y la religión, el futuro de la humanidad resulta, en el mejor de los casos, incierto.

¿Qué es lo que entendemos por “religión”? Este libro aspira a una formulación de la ciencia y la religión que perm ita su reconciliación e integración en términos que re­ sulten aceptables para ambas partes. Ello dependerá, obviamente, de lo que entendamos por “cien­ cia” y de lo que entendamos por “religión”, un tema al que, por cierto, vamos a dedicar varios capítulos (capítulos 11, 12, y 13). Convendría destacar, no obstante, entretanto, unos pocos puntos cruciales. No resulta nada fácil definir la “religión” porque existen tan­ tas modalidades diferentes de religión que hasta es difícil deter­ minar lo que todas ellas tienen en común. Pero si algo es eviden­ te es que la m ayor parte de las afirmaciones centrales y concretas de las grandes tradiciones del mundo se contradicen mutuamen­ te y, si no podem os encontrar un núcleo común, resultará impo­ sible alcanzar una integración entre la ciencia y la religión. De hecho, si no podemos identificar un núcleo común a la m ayor parte de las religiones, nos veremos obligados a elegir una entre todas y negar la im portancia de las demás o tendremos que ir seleccionando con sumo cuidado principios de una y de otra, alienando, de ese modo, a las grandes tradiciones religiosas de sí mismas. Pero el hecho es que, de esle modo, jam ás alcanzaremos una integración entre la ciencia y la religión que resulte aceptable 17

K¡ problema

para ambas partes, porque es seguro que la mayoría de las reli­ giones rechazaría el uso de sus creencias para esa “conciliación” forzada. Resulta sumamente inadecuado, por ejemplo, afirmar -como hacen muchos creacionistas cristianos- que el Big Bang demues­ tra que el mundo es el producto de la creación de un Dios perso­ nal, cuando el budismo -una de las religiones más profundas e influyentes del mundo- ni siquiera cree en la existencia de un Dios personal. No convendría, pues, recurrir al Big Bang para “integrar” la ciencia y la religión a menos que encontremos antes una forma de reconciliar al cristianismo con el budismo (y, en ge­ neral, con las grandes tradiciones de sabiduría del mundo). En tal caso, no estaríamos integrando la ciencia y la religión sino una versión estrecha del cristianismo y una versión de la ciencia, lo cual, ciertamente, no merece el nombre de “integración” y, desde luego, no sería aceptado por el resto de las religiones. Así pues, quienes abogan por una forma concreta de religión -ya sea la de un Dios padre patriarcal, la de una Gran Diosa ma­ triarcal, el fundamentalismo cristiano, el sintoísmo mitológico, la eco-religión Gaia o el fundamentalismo islámico, pongamos por caso- han tratado simplemente de hacer prevalecer su particular versión de la religión valiéndose de algunos de los modernos ha­ llazgos realizados por la ciencia. Pero ése, por cierto, no será nues­ tro caso porque, a menos que la ciencia sea compatible con cier­ tos rasgos comunes a todas las grandes tradiciones de sabiduría del mundo, la anhelada reconciliación seguirá escurriéndosenos de entre los dedos. Así pues, antes de tratar de integrar la ciencia y la religión, de­ beríamos encontrar un núcleo común a las grandes tradiciones de sabiduría del mundo que nos sirva de columna vertebral que, des­ pojada de todo contenido concreto, resulte, no obstante, acepta­ ble -al menos en abstracto- para la mayor parte de las tradicio­ nes religiosas. ¿Existe tal núcleo común a las grandes tradiciones de sabiduría del mundo? La respuesta parece ser afirmativa. 18

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La Gran Cadena del Ser En su maravilloso Forgotten Truth, Huston Smith -a quien mu­ chos consideran la principal autoridad actual en el campo de las re­ ligiones comparadas- ha señalado que casi todas las grandes tradi­ ciones de sabiduría suscriben la creencia en la Gran Cadena del Ser. Y él no es el único en sostener esa conclusión, sustentada tam­ bién por Ananda Coomaraswamy, René Guénon, Fritjof Schuon, Nicholas Berdyaev, Michael Murphy, Roger Walsh, Seyyed Nasr y Lex Hixon (por nombrar sólo a unos pocos). Según afirma esta visión cuasiuniversal, la realidad está cons­ tituida por un tejido de niveles interrelacionados -que van desde la materia hasta el cuerpo y, desde éste, hasta la mente, el alma y el espíritu- , en el que cada nivel superior “envuelve” o “englo­ ba” las dimensiones precedentes (a modo de nidos que se hallan dentro de nidos que se hallan, a su vez, dentro de otros nidos). Desde esta perspectiva, pues, todas las cosas y todos los eventos del mundo están interrelacionados con todos los demás y todos se encuentran, en última instancia, envueltos e inmersos en el Es­ píritu, Dios, la Diosa, el Tao, Brahmán o lo Absoluto. Como Arthur Lovejoy ha demostrado sobradamente en su tra­ tado ya clásico sobre la Gran Cadena del Ser,' esta visión de la re­ alidad «ha sido, de hecho, la filosofía oficial dominante de la ma­ yoría de la humanidad civilizada durante la mayor parte de su historia». La Gran Cadena del Ser es la visión del mundo «con la que se hallan comprometidas, en sus diferentes versiones, el ma­ yor número de las mentes especulativas más sutiles y de los gran­ des maestros religiosos [tanto orientales como occidentales)». Esta asombrosa unanimidad de las creencias religiosas profundas llevó a Alan Watts a concluir que «apenas somos conscientes de la peculiarísima situación en que nos hallamos y hasta nos resul­ ta difícil comprender un hecho que, de otro modo, ha sido un

). Arthur I >ovejoy, I ji (¡ntn (\ulnui dci .SV'r.Biircelonu: Ivtl U aiia, 1^8.1.

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El problema

consenso filosófico único de alcance universal, un consenso sos­ tenido por |hombres y mujeres| que hablan de las mismas com­ prensiones y enseñan la misma doctrina esencial sea que vivan hoy o lo hayan hecho hace seis mil años, desde Nuevo México en el Lejano Oeste hasta el Japón en el Lejano Oriente». Pero quizás sea inadecuado denominarla Gran Cadena del Ser puesto que, como ya he dicho, cada nivel superior engloba o con­ tiene las dimensiones inferiores (algo que habitualmente suele ser descrito con los términos “trasciende” e “incluye”) y tal vez fuera mucho más adecuado denominarla Gran Nido del Ser. En este sentido, el espíritu trasciende pero incluye al alma que, a su vez, trasciende pero incluye a la mente que, a su vez, trasciende pero incluye al cuerpo vital que, a su vez, trasciende pero inclu­ ye a la materia. Quizás, pues, la representación más adecuada del Gran Nido sea -como he tratado de reflejar en la figura 1-1- una serie de esferas o círculos concéntricos. Con ello no quiero decir que todas las tradiciones religiosas hayan sostenido, desde tiempo inmemorial, la misma disposición concreta de materia, cuerpo, mente, alma y Espíritu porque lo cierto es que hay multitud de variaciones en tomo a esta disposi­ ción general. Hay tradiciones que sólo hablan de tres niveles fun­ damentales del Gran Nido (cuerpo, mente y espíritu). Como seña­ ló Chógyam Trungpa Rinpoche en Shambhala. La senda sagrada del guerrero,2esta jerarquía de cuerpo, mente y espíritu es la que alienta, en su forma rudimentaria de tierra, seres humanos y cielo, en las primitivas tradiciones chamánicas. Este esquema de tres ni­ veles también aparece en la concepción hindú y budista de los tres grandes estados del ser, ordinario (materia y cuerpo), sutil (men­ te y alma) y causal (espíritu). Otras tradiciones, por su parte, nos presentan una extraordinaria subdivisión del Gran Nido, en cinco, siete, doce -o aun más- niveles y subniveles. En cualquiera de los casos, sin embargo, el hecho fundamen2. Chogyam Trungpa Rinpoche, Shambhala. La senda sagrada del guerrero. Barcelona: Ed Kairós, 1986.

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Figura 1-1. El Gran Nido del Ser.

tal sigue siendo el mismo, la realidad consiste en una serie de ni­ dos dentro de nidos que se hallan, a su vez, dentro de otros nidos -desde la materia hasta el Espíritu-, con el resultado de que to­ dos los seres y todos los niveles se hallan, en última instancia, en­ globados en el amoroso abrazo del Espíritu omnipresente. 21

El problema

Pero, aunque cada nivel superior del Gran Nido incluya a sus predecesores, presenta cualidades emergentes que no se hallan en los niveles inferiores. De este modo, el cuerpo animal vital inclu­ ye la materia en su configuración, pero también le agrega las sen­ saciones, los sentimientos y las emociones, que no se encuentran en las rocas. Y, del mismo modo, la mente humana incluye a las emociones corporales, pero también le agrega las facultades cognitivas superiores -como la razón y la lógica-, que no se hallan en las plantas ni en el resto de los animales. Y, por el mismo mo­ tivo, aunque el alma incluya a la mente, también le agrega las cogniciones y afectos superiores (como la iluminación y la visión arquetípica, por ejemplo) que no se hallan en la mente racional. Etcétera. Cada nivel superior presenta los rasgos esenciales característi­ cos del(los) nivel(es) inferior(es), pero les agrega ciertos elemen­ tos adicionales; cada nivel superior, en suma, trasciende pero in­ cluye a sus predecesores. Y esto significa que cada nivel de la realidad presenta una configuración diferente, una arquitectura di­ ferente, por así decirlo. Es por esta misma razón que las grandes tradiciones de sabi­ duría afirman que cada nivel de la realidad dispone -com o tam­ bién he señalado en la figura 1-1- de una rama concreta del co­ nocimiento. En este sentido, la física estudia la materia, la biología se ocupa de los cuerpos vitales, la psicología y la filoso­ fía tratan de la mente, la teología estudia el alma y su relación con Dios y el misticismo, por último, se ocupa de la Divinidad sin forma o de la Vacuidad pura, la experiencia radical del Espí­ ritu (que trasciende incluso a Dios y al alma). Tal ha sido -en una u otra versión- la visión dominante del mundo sostenida durante la mayor parte de la historia y prehisto­ ria de la humanidad. Éste es el espinazo de la “filosofía perenne”, el consenso casi universal sobre la realidad sostenido por el ser humano durante la mayor parte de su vida en esta tierra... hasta el surgimiento de la modernidad en Occidente. 22

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La negación moderna de la espiritualidad Porque con el advenimiento de la modernidad -representada por la Ilustración-, el Occidente moderno se convirtió en la pri­ mera gran civilización de la historia de la humanidad que negó la existencia del Gran Nido del Ser. Y lo único que quedó entonces en pie fue una visión “chata” del universo como algo fundamentalmente compuesto de materia (o, en el mejor de los casos, de materia/energía), un universo ma­ terial -que incluye cuerpos materiales y cerebros materiales- que únicamente puede ser estudiado mediante la ciencia. Lo único que quedó en pie, pues, de una Gran Cadena que se extendía des­ de la materia hasta Dios, fue la materia. Así fue también cómo la visión del mundo conocida como materialismo científico termi­ nó convirtiéndose, de una u otra manera, en la filosofía oficial dominante del Occidente moderno. Son muchos los eruditos de orientación religiosa que se han lamentado del «colapso» moderno del Gran Nido del Espíritu, culpando ora al paradigma newtoniano-cartesiano, ora al domi­ nio patriarcal, la trasposición capitalista de los valores, la agre­ sión machista contra la Diosa, el odio hacia la red holística de la vida, la devaluación de la naturaleza en aras de la abstracción analítica, la ambición materialista y una ambición desmedida por el provecho material, una lista de las posibles causas de esta per­ versión que resulta casi interminable. Pero por más plausibles que sean estas distintas explicaciones, todas ellas están, en cierto modo, equivocadas porque, como luego veremos, el colapso de la forma tradicional de la Gran Cadena obe­ dece al simple hecho de que el Gran Nido del Espíritu simplemente no puede dar cuenta de ciertas verdades innegables anunciadas por la modernidad. Porque, si realmente queremos integrar la religión premodema y la ciencia moderna, deberemos tener en considera­ ción las verdades aportadas por ambos campos. Y lo cierto es que la modernidad trajo definitivamente consigo multitud de nuevas ver­ dades y hallazgos que distaban mucho de ser el Gran Satán. 23

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Pero, al mismo tiempo, la modernidad trajo también consigo multitud de problemas entre los que cabe destacar el terremoto cultural provocado por el súbito colapso del Gran Nido del Espí­ ritu. A partir de entonces, los hombres y las mujeres dejaron de estar arropados por el Espíritu y pasaron simplemente a verse ahogados por la materia, un universo, por cierto, sumamente in­ cómodo. Y así es como llegamos finalmente a un punto crítico. Porque, si nuestro objetivo es el de integrar la religión premoderna con la ciencia moderna y hemos determinado ya que el núcleo de las religiones premodernas se asienta en el Gran Nido del Ser, toda­ vía nos queda por determinar cuál es, exactamente, la esencia de la modernidad. Tal vez la clave de la anhelada integración des­ canse en esta descuidada dirección.

¿Qué es la “modernidad”? ¿Qué fue, concretamente, lo que aportó la modernidad al mundo de lo que carecieran las culturas premodemas? ¿En qué se diferenció la modernidad de las culturas y épocas que la prece­ dieron? Porque, fuera lo que fuese, debe tratarse de un rasgo esencial que debemos incorporar a nuestro intento. Son muchos los intentos de respuesta -la mayor parte de ellos decididamente negativos- que se han dado a esta pregunta. Se ha dicho que la modernidad supuso la muerte de Dios; la muerte de la Divinidad; la trasposición de la vida; la desaparición de las di­ ferencias cualitativas; las brutalidades del capitalismo; la sustitu­ ción de la calidad por la cantidad; la pérdida de los valores y de los significados; la fragmentación de la vida; el materialismo vulgar y desenfrenado y la angustia existencial (todo lo cual sue­ le subsumirse en la famosa frase de Max Weber «el desencanto del mundo»). Y no cabe la menor duda de que todas estas afirmaciones en­ cierran algo de verdad y que, en consecuencia, deberemos tener­ 24

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las en consideración. Pero también es cierto que la modernidad trajo consigo aspectos sumamente positivos, como las democra­ cias liberales, los ideales de igualdad, libertad y justicia (con in­ dependencia de raza, clase, credo o género); la medicina, la física, la biología y la química moderna; la abolición de la esclavitud; los movimientos de reivindicación feminista y la declaración de los derechos humanos universales (todo lo cual merece un calificati­ vo más noble que el de «desencanto del mundo»). Es necesaria, pues, una descripción o definición específica de la modernidad que nos permita tener en cuenta todos estos facto­ res, tanto los positivos (las democracias liberales, por ejemplo) como los negativos (la pérdida del sentido, por ejemplo). Son muchos los eruditos, entre los que cabe destacar a Max Weber y Jürgen Habermas, que han sugerido que el rasgo distintivo de la modernidad fue lo puede definirse como «la diferenciación entre las esferas de los valores culturales», concretamente la diferen­ ciación entre el arte, la moral y la ciencia. Porque la modernidad diferenció estas esferas anteriormente fundidas, permitiendo así que, liberadas de las limitaciones impuestas por el resto de las es­ feras, cada una siguiera su propio camino, a su propio ritmo, con su propia dignidad, utilizando sus propias herramientas, realizan­ do sus propios descubrimientos. Esta diferenciación permitió que cada esfera llevara a cabo sus propios descubrimientos, descubrimientos que, sabiamente utilizados, condujeron a resultados tan “positivos” como la de­ mocracia, la abolición de la esclavitud, la aparición del feminis­ mo y el rápido avance de la ciencia médica; pero que, inadecua­ damente usados, terminaron abocando a sus facetas “negativas” (como el imperialismo científico, el “desencanto del mundo” y las visiones totalizadoras que aspiran al dominio del mundo). Esta definición de la modernidad -como diferenciación entre las esferas de valor propias del arte, la moral y la ciencia- nos permite tener en consideración tanto las buenas como las malas noticias de la modernidad. En los siguientes capítulos veremos las distintas formas en que esta definición nos permite reconocer 25

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y explorar detenidamente tanto el esplendor como la miseria de la modernidad. Porque, aunque las culturas premodernas poseyeran arte, mo­ ral y ciencia, lo cierto es que esas esferas solían hallarse relativa­ mente “confundidas”. Por dar un sólo ejemplo, en la Edad Me­ dia, Galileo no hubiera podido mirar libremente a través de un telescopio e informar de los resultados de sus observaciones por­ que el arte, la moral y la ciencia se hallaban sometidas a la féru­ la de la Iglesia y la moral eclesiástica era la que determinaba lo que la ciencia podía y no podía hacer. En este sentido, si la Bi­ blia, por ejemplo, decía (o implicaba) que el Sol giraba en tomo a la Tierra, no había absolutamente nada que discutir. La diferenciación de las esferas de valor permitió que Galileo pudiera mirar a través de su telescopio sin el temor a ser acusado de herejía y traición. Con ella, la ciencia se emancipó del sometimien­ to brutal a las otras esferas y quedó en libertad para ocuparse de sus propias verdades. Y lo mismo ocurrió con el arte y la moral. A par­ tir de entonces, los artistas podían ocuparse de temas religiosos -o hasta sacrilegos, si así lo deseaban- sin temor a ser castigados. Y la teoría moral quedó asimismo libre para buscar lo que consideraban una buena vida, estuviera o no de acuerdo con la Biblia. Por todas estas razones -y por muchas otras más-, las diferen­ ciaciones que trajo consigo la modernidad han sido adecuadamen­ te calificadas como sus aspectos positivos. Y ésa, ciertamente, fue una buena noticia porque esta diferenciación fue parcialmente res­ ponsable de la aparición de la democracia liberal, de la abolición de la esclavitud, del surgimiento del feminismo y de los especta­ culares avances realizados en el campo de las ciencias médicas, por nombrar sólo unas pocas de sus muchas dignidades. Pero, como pronto veremos, el hecho es que, en muchos ca­ sos, la separación entre las esferas de valor fue más allá de la di­ ferenciación y terminó abocando a una franca disociación, frag­ mentación y alienación (que ha llegado a ser conocida como “las malas noticias” de la modernidad). Así fue como el nuevo y ma­ ravilloso desarrollo evolutivo de la modernidad terminó convir­ 26

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tiéndose en un terrible cáncer y su esplendor se transformó en su miseria. Porque esta disociación entre las esferas de valor posibi­ litó que una ciencia poderosa y agresiva comenzara a invadir y dominar el resto de las esferas, impidiendo que el arte y la moral abordasen seriamente la “realidad”. La ciencia pronto se convir­ tió en cientificismo -materialismo científico e imperialismo cien­ tífico-, que terminaría siendo el talante “oficial” predominante de la modernidad. Fue este materialismo científico el que no tardó en decretar la inutilidad del resto de las esferas de valor, acusándolas de “no científicas”, ilusorias o cosas todavía peores. Y fue esta misma imputación la que alegó el materialismo científico para terminar decretando la inexistencia de la Gran Cadena del Ser. Desde el punto de vista del materialismo científico, la Gran Red de materia, cuerpo, mente, alma y Espíritu puede ser reduci­ da a sistemas exclusivamente materiales, ya que la materia -ya sea el cerebro material o los sistemas de procesos materialespuede dar cuenta de toda la realidad. Desaparecida la mente, de­ saparecida el alma y desaparecido el Espíritu -desaparecida, en suma, la totalidad de la Gran Cadena excepto su peldaño infe­ rior-, en su lugar sólo quedó el conocido lamento de Whitehead, la realidad «un asunto aburrido, mudo, inodoro, incoloro, el sim­ ple despliegue interminable y absurdo de lo material». Así fue como el moderno Occidente se convirtió en la prime­ ra civilización de la historia de la humanidad que rechazó la rea­ lidad sustancial del Gran Nido del Ser. Y es precisamente en esta negativa donde queremos reintroducir la dimensión espiritual, pero en términos que también resulten aceptables para la ciencia.

Conclusión Integrar a la religión y la ciencia es lo mismo que integrar la visión premoderna y la visión moderna del mundo. Pero hemos visto que la esencia de la premodernidad era la Gran Cadena del 27

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Ser y que la eseneia de la modernidad es la diferenciación entre las esferas de valores correspondientes al arte, la moral y la cien­ cia. Así pues, para integrar la religión y la ciencia debemos inte­ grar la Gran Cadena del Ser y las diferenciaciones introducidas por la modernidad, lo cual supone, como veremos en el próximo capítulo, diferenciar cuidadosamente cada uno de los niveles de la Gran Cadena tradicional a la luz de la modernidad. Si podemos hacer eso, habremos tenido en cuenta tanto la conclusión esen­ cial de la espiritualidad (es decir, la Gran Cadena) como la con­ clusión fundamental de la modernidad (es decir, la diferenciación de las esferas de valores). Si podemos llevar a cabo esta integración sin “trampas” -es decir, sin forzar ni deformar la religión ni la ciencia hasta el pun­ to de tornarlas irreconocibles-, habremos alcanzado un punto aceptable para ambas partes. Esta síntesis nos permitirá reconci­ liar los aspectos más positivos de la sabiduría premodema con las facetas más brillantes del conocimiento moderno, unificando así la verdad y el significado de un modo que, hasta el momento, ha eludido la mente moderna.

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2. UN BAILE MORTAL: LA RELACIÓN ENTRE LA CIENCIA Y LA RELIGIÓN EN EL MUNDO ACTUAL Con la aparición de la modernidad - y el colapso del Gran Nido del Ser-, la ciencia y la religión comenzaron una danza antagóni­ ca, aunque tal vez fuera más adecuado decir que se enzarzaron en una contienda compleja y cruel entre épocas, entre visiones del mundo, entre un enfoque mitológico y premodemo del universo y una visión moderna realista y dura, esencialmente racional. Pero, en la misma aurora de la modernidad -los múltiples even­ tos asociados con la Ilustración en Occidente que se iniciaron en tomo al siglo xvm—aparecieron también varias grandes actitudes con respecto a la relación existente entre la ciencia y la religión, ac­ titudes que todavía siguen dominando la controversia existente en­ tre la ciencia y la espiritualidad. Pero todas ellas, como veremos, están aquejadas de serias y sustanciales limitaciones y, en conse­ cuencia, podemos aprender muchas cosas tanto de sus fortalezas como de sus debilidades, de sus contribuciones y de sus defectos. La comprensión del motivo por el que estos intentos han fracasado -y siguen fracasando- nos ayudará a centrar nuestra atención en los requisitos concretos de este difícil matrimonio. 2V

I\l problema

1. La ciencia niega toda validez, a la religión Éste es el criterio empírico y positivista que acabó convirtién­ dose, en una u otra versión, en el talante oficial dominante de la modernidad. Las diferentes versiones clásicas de este tema han sido defendidas por Auguste Comte, Sigmund Freud, Karl Marx y Bertrand Russell, pero todas ellas se reducen, en suma, a los si­ guientes puntos: la religión es un vestigio de la infancia de la hu­ manidad y tiene el mismo fundamento que el ratoncito Pérez; tal vez resulte adecuada para los niños pero resulta perniciosa para los adultos y su presencia en la edad adulta -la persistencia de las creencias profundamente religiosas en la madurez- constituye un síntoma evidente de patología, falta de lucidez lógica y carencia de autenticidad existencial. Y no existe ninguna excepción por­ que, dicho en otras palabras, Dios no existe, puesto que la cien­ cia registra lo que es verdadero y ningún microscopio ni telesco­ pio han detectado todavía la existencia de “Dios”.

2. La religión niega toda validez a la ciencia Ésta ha sido la respuesta típicamente fundamentalista a la mo­ dernidad, un subproducto, por así decirlo, de la modernidad. Ha­ blando en términos generales, las religiones clásicas nunca nega­ ron la validez de la ciencia, porque hay que decir, para comenzar, que la ciencia nunca había supuesto ninguna amenaza (sólo con la aparición de la modernidad se tomó lo suficientemente pode­ rosa como para matar a Dios) y, en segundo lugar, porque la cien­ cia siempre se había presentado como una más de las muchas modalidades válidas del conocimiento, una modalidad subordi­ nada a las espirituales pero válida, no obstante, y, en consecuen­ cia, no había razón alguna para negar su importancia. También debo decir que la ciencia en la antigüedad nunca fue tan poderosa como llegó a serlo con Newton, Galileo o Kepler, y pocas fueron, en consecuencia, las tentaciones de convertir la ciencia en una nueva religión positivista (que era precisamente lo que pretendía Auguste Comte, quien llegó a postularse para de­ sempeñar la función de Papa del positivismo). 30

Un baile mortal

La ciencia premodema no tenía la menor intención de destronar a la religión y, en consecuencia, no despertó ninguna reacción. Pero con el advenimiento de la modernidad y su insistente afirma­ ción de que todas las religiones son infantiles, muchas religiones fundamentalistas (especialmente el cristianismo y el islam) co­ menzaron a rechazar hasta los datos fundamentales de la misma ciencia: la evolución no existe, la Tierra fue literalmente creada en seis días, la datación por medio del carbono 14 es un fraude, etcé­ tera. Se ha dicho, en este sentido, por ejemplo, que el extremismo del fundamental ismo islámico no es tanto un aspecto intrínseco del islam (que ha dado lugar a civilizaciones realmente esplendorosas) como el producto de una reacción en contra del intento terrorista de la modernidad de acorralar a la espiritualidad y acabar con ella. Fue entonces cuando, preso del pánico, apareció el fundamentalismo como una especie de terrorismo de signo contrario. Pero no debe entenderse que estoy tratando de justificar el te­ rrorismo. Creo que muchos (aunque, evidentemente, no todos) sentimientos religiosos de la humanidad constituyen el vestigio de una infancia a la que deberemos renunciar. En este sentido creo que la mayoría de los fundamentalistas están negándose a crecer cognitivamente. Lo único que pretendo es poner de mani­ fiesto las intensas emociones implicadas en esta batalla, la bata­ lla por hallar un lugar para la ciencia y otro para la religión, un lu­ gar para la verdad y otro para el significado, para la lógica y para Dios, los hechos y el Espíritu, la evidencia y la eternidad.3

3. La ciencia es una de las varias modalidades válidas del conocimiento que puede convivir pacíficamente con las modalidades del conocimiento espiritual Esta visión amable fue la actitud característica de la mayor parte de las religiones clásicas y de las religiones de la antigüe­ dad. De hecho, se trata simplemente de otro modo de afirmar la Gran Cadena del Ser y, como hemos visto en la figura 1-1, la ciencia, la teología y el misticismo ocuparon un lugar importan­ te y adecuado en el Gran Nido del Espíritu.

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Pero esta visión -conocida hoy en día con el nombre de plu­ ralismo epistemológico- había sido la columna vertebral de las grandes tradiciones de sabiduría y tendió, por tanto, a quebrarse con el colapso de la Gran Cadena de la que dependía. Cuando la modernidad negó la Gran Cadena del Ser, negó también, al mis­ mo tiempo, el pluralismo epistemológico. Y dado que hoy la mo­ dernidad continúa rechazando el pluralismo epistemológico, des­ precia también cualquiera de las versiones de la Gran Cadena del Ser. No obstante, para los pocos eruditos, teóricos y legos inteli­ gentes que tratan de buscar el sentido del universo en algún abor­ daje holístico o global, el pluralismo epistemológico sigue sien­ do uno de los intentos más interesantes de reconciliar a la ciencia con la religión. La modernidad había descartado agresivamente esta visión, pero lo que podríamos denominar “contramodemidad”, o “contracultura” -un porcentaje casi insignificante de la población total que, sin embargo, busca desesperadamente una forma de curar las fragmentaciones de la modernidad- sigue con­ siderando el pluralismo epistemológico como una de las formas más depuradas de proceder. Tal vez la afirmación tradicional más rotunda del pluralismo epistemológico fue la ofrecida por místicos cristianos como san Buenaventura y Hugo de San Víctor cuando decían que cada ser humano dispone de un ojo de la carne, un ojo de la mente y un ojo de la contemplación, tres modalidades del conocimiento que nos desvelan tres dimensiones correlativas del ser (la ordinaria, la sutil y la causal) y que, consecuentemente, cada una de ellas es completamente válida e importante cuando se dirige a su propio dominio. Es así como disponemos de una visión equilibrada del conocimiento empírico (la ciencia), el conocimiento racional (la lógica y las matemáticas) y el conocimiento espiritual (la gnosis). Los tres ojos del conocimiento constituyen, obviamente, una versión simplificada de la Gran Cadena del Ser. Si representamos la Gran Cadena como cinco niveles (materia, cuerpo, mente, alma y Espíritu), los hombres y las mujeres disponen de cinco 32

Un baile mortal

posibles ojos (la aprehensión material, la emoción corporal, las ideas mentales, la cognición arquetípica propia del alma y la gnosis espiritual). Del mismo modo, si dividimos la Gran Cadena en doce niveles, dispondremos de doce ojos - o de doce niveles- de conciencia y de conocimiento. De hecho, Plotino -posiblemente el mayor filósofo-místico que el mundo jamás haya conocido- suele ofrecemos una ver­ sión de doce niveles de la Gran Cadena, la materia, la vida, la sensación, la percepción, el impulso, las imágenes, los concep­ tos, la facultad lógica, la razón creativa, el alma del mundo, el nous y el Uno. En la tabla 2-1 presentamos la versión de la Gran Cadena que nos ofrecen Plotino y Aurobindo, dos de sus princi­ pales exponentes (el parecido entre ambos es sumamente signifi­ cativo, algo característico de cualquier articulación compleja del Gran Nido del Ser).

PLOTINO

AUROBINDO

Uno Absoluto (Divinidad) Nous (mente intuitiva) [sutil] Alma/Alma del mundo [psíquico] Razón creativa [visión-lógica] Facultad lógica [formop] Conceptos y opiniones Imágenes Placer/dolor [emociones] Percepción Sensación Funciones de la vida vegetativa Materia

Salchitananda/Supermente (Divinidad) Mente intuitiva/Sobremente Mundo-mente iluminada Mente superior/mente red Mente lógica Mente concreta [conop] Mente inferior [preop] Emocional-vital; impulso Percepción Sensación Vegetativo Materia (físico)

Tabla 2-1. El Gran Nido según Plotino y Aurobindo. 33

El problema

HI hecho es que, cortemos por donde cortemos el gran pastel -de tres niveles a cinco, doce o incluso más-, los hombres y las mu jeres disponen, al menos, de tres ojos del conocimiento, el ojo de la carne (empirismo), el ojo de la mente (racionalismo) y el ojo de la contemplación (misticismo), cada uno de ellos igual­ mente importante y válido cuando se ocupa de su propio nivel, pero completamente inapropiado cuando trata de adentrarse en los otros dominios. Ésta, precisamente, es la esencia del pluralis­ mo epistemológico y, en lo que a mí respecta, considero que es completamente válida. Ahora bien, si la modernidad admitiese la existencia de los tres ojos del conocimiento, la relación entre la ciencia y la reli­ gión y su coexistencia pacífica no supondría ningún tipo de pro­ blema porque, en tal caso, la ciencia empírica se pronunciaría so­ bre los datos proporcionados por el ojo de la carne y dejaría que la religión se pronunciase sobre los datos presentados por el ojo del espíritu (o el ojo de la contemplación). Pero la corriente principal de la modernidad se ha negado a atribuir cualquier realidad del ojo del espíritu (u ojo de la contem­ plación). La modernidad sólo reconoce el ojo de la razón uncido al ojo de la carne -en frase de Whitehead-, la visión dominante del mundo moderno es el materialismo científico y poco importa que esa ciencia sea la ciencia holística de la teoría de sistemas o la física subatómica de los eventos cuánticos, porque la ciencia es el ojo de la razón ligado a la evidencia proporcionada por los senti­ dos empíricos. En ningún caso se requiere -ni siquiera se admiteel ojo de la contemplación o el ojo del Espíritu. La verdadera dificultad, en consecuencia, no reside en encontrar la forma de integrar el empirismo, el racionalismo y el misticismo en la Gran Cadena del Ser, en mostrar la forma de disponerlos ar­ mónicamente en un gran espectro de la conciencia o en demostrar siquiera la coherencia implícita en tal síntesis. Porque eso, en cier­ to modo, resulta relativamente sencillo. Todas esas afirmaciones son, en mi opinión, completamente ciertas. El problema estriba en que la modernidad no admite siquiera la realidad de los niveles su­ 34

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periores al suyo (las modalidades transmental, transracional, trans­ personal y contemplativa) y, en consecuencia, no ve siquiera la me­ nor necesidad de llegar a ninguna integración. ¿Qué interés podría llegar a tener integrar la ciencia y Santa Claus? Por ello hablar del pluralismo epistemológico y de los dife­ rentes ojos del conocimiento (o de las distintas modalidades que puede adoptar la investigación) no es más que un primer paso. El verdadero problema es que la modernidad no acepta siquiera los elementos que queremos aportar a la integración. Así pues, si real­ mente queremos lograr una integración entre la ciencia y la reli­ gión que hunda sus raíces en Occidente tendremos que seguir otro camino.

4. La ciencia puede ofrecer “argumentos plausibles ” sobre la existencia del Espíritu Ésta es una variante del pluralismo epistemológico que discu­ tiremos separadamente porque recientemente ha despertado mu­ cho interés. La idea es que, en la medida en que la ciencia empí­ rica se adentra en los secretos más profundos del mundo físico, descubre hechos y datos que parecen exigir algún tipo de inteli­ gencia que trascienda el dominio de lo material. El ejemplo clásico es el Big Bang. ¿De dónde provino? Dado que el plasma material anterior al Big Bang parecía obedecer a leyes matemáticas preexistentes, ¿no deberían, esas leyes -como afirmó sir Arthur Éddington, parangonando a Berkeley- existir «en la mente de alguna especie de Espíritu eterno»? Todo el mun­ do está de acuerdo en que esas leyes existen con anterioridad al espacio y al tiempo. De este modo, la respuesta a la pregunta “¿qué existió antes del Big Bang?” bien podría ser que un Lagos inmaterial gobernaba las pautas de la creación, un Logos al que muchos llamarían simplemente Dios. Y, prosigue el mismo argu­ mento, puesto que la ciencia descubrió el Big Bang, la ciencia misma está apuntando hacia Dios. Hay numerosas variaciones de este tipo de razonamiento, la ma­ yor parte de las cuales constituyen versiones diferentes de la tra35

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dicional demostración ideológica de la existencia de Dios, según la cual los diseños naturales extraordinariamente inteligentes exigen la existencia de un Algo o un Otro extraordinariamente in­ teligente. Pero, aunque se trate de un viejo argumento -un argu­ mento que se remonta, por lo menos, a la antigua Grecia y pro­ bablemente bastante antes todavía-, la versión moderna trata de asociarse a los recientes avances de las ciencias, especialmente la física cuántica, la física relativista, las teorías sistémicas y las teo­ rías de la complejidad. Tal vez este enfoque sea el modo más sencillo y “popular” en que una contramodernidad alienada ha tratado de integrar la ciencia y la religión. Se trata del enfoque sostenido por El tao de la física* (que afirma que la física moderna nos revela una visión del mundo semejante a la que nos ofrece el misticismo oriental), los concienzudos escritos de Paul Davies {The Mind o f God,34 donde afirma que «la ciencia nos permite ver directamente en la mente de Dios»), el Principio Antrópico (que sostiene que la evo­ lución de los seres humanos es tan inconcebiblemente improba­ ble que el Universo debe haber sabido lo que estaba haciendo desde el mismo comienzo) o los enfoques del “nuevo paradigma holístico” (que afirman que la teoría sistémica demuestra la mis­ ma gran-red-de-la-vida de la que hablan las tradiciones espiritua­ les holísticas). Pero, aunque tenga una gran simpatía por muchos de estos ra­ zonamientos, ya que son muy sugestivos, reveladores e incluso, en muchos casos, entretenidos, lo cierto es que ninguno de ellos resiste la crítica de filósofos como Immanuel Kant o el genio bu­ dista Nagarjuna, que evidenciaron palpablemente la imposibili­ dad de demostrar racionalmente la existencia de Dios. Y, si al­ guien tan espiritual como Nagarjuna se queda impávido ante estos argumentos de plausibilidad, adivine lo que harán personas nada espirituales. Éste es el motivo por el cual la inmensa mayo­ 3. Fritjof Capra, El tao de la física. Málaga: Ed Sirio, 1996. 4. Paul Davies, La mente de Dios. Madrid: Ed MacGraw-Hill, 1993.

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ría de los científicos -y la misma modernidad- muestran tan poco interés por todas esas “demostraciones”. El problema es que todos estos intentos de demostración racio­ nal, mental o lingüística no son más que tentativas de utilizar el ojo de la mente para ver lo que sólo puede ser visto con el ojo de ¡a contemplación. Esta confusión de niveles (a la que se califica ade­ cuadamente como “error categorial”) resulta particularmente insi­ diosa en lo que respecta a las llamadas “demostraciones” de la existencia de Dios. Fueron precisamente esas inadecuadas y nada convincentes tentativas mentales de asediar el palacio del Espíritu, las que llevaron a la modernidad a sospechar de cualquier intento de demostrar la existencia de Dios. Estos argumentos -y sus co­ rrespondientes “demostraciones”- no prueban absolutamente nada y son, en consecuencia, sumamente inadecuados, tanto para la mente moderna como para la mente espiritual. En ningún caso, pues, nos brindan lo que prometen, en ningún caso nos proporcio­ nan el menor atisbo de conocimiento espiritual real. La respuesta dada por Martin Gardner a estos argumentos es bastante típica. Refiriéndose al Principio Antrópico, por ejem­ plo, Gardner señala que, según sus defensores, adopta cuatro formas sucesivas, cada una de ellas más fuerte en sus asevera­ ciones: el Principio Antrópico Débil o WAP [Weak Anthropic Principie] (el universo nos permite existir), el Principio Antró­ pico Fuerte o SAP [Strong Anthropic Principie] (la existencia de la vida explica las leyes del Universo), el Principio Antrópi­ co Participativo o PAP [Participatory Anthropic PrincipieJ (son necesarios observadores conscientes para determinar la exis­ tencia del Universo) y el Principio Antrópico Final o FAP |/wnal Anthropic Principie] (si la vida, o la conciencia, finaliza el universo dejaría de existir). Una lista a la que Gardner -hablando en nombre de la moder­ nidad- agrega el Principio Antrópico Completamente Ridículo o CRAP | Completely Ridiculous Anthropic Principie].

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El problema

5. La ciencia no es el conocimiento del mundo sino tan sólo una interpretación del mundo y; en consecuencia, tiene la misma validez, -ni más ni menos- que el arte o Ia poesía Puesto que la ciencia se había negado a ocupar su lugar como una entre muchas otras modalidades válidas del conocimiento, este enfoque trató de debilitar los cimientos mismos de la cien­ cia. En esencia, este enfoque intentó ponerlo todo al mismo nivel cortando la cabeza de la ciencia y proclamando «¡Ahora todos somos iguales!». Este enfoque constituye, evidentemente, la esencia de la postmodemidad que afirma que el mundo no es una percepción sino sólo una interpretación, que, en consecuencia, las diferentes in­ terpretaciones son formas igualmente válidas de dar sentido del mundo y que, por tanto, ninguna interpretación es intrínsecamen­ te mejor que otra. Desde este punto de vista, la ciencia no es una concepción privilegiada del mundo, sino sólo una entre muchas interpretaciones igualmente válidas; la ciencia no proporciona al ser humano la “verdad”, sino tan sólo su prejuicio favorito; la ciencia no es un conjunto de hechos universales, sino únicamen­ te la imposición arbitraria de su propio impulso de poder. Y, en cualquiera de los casos, la ciencia no está más conectada con la realidad que cualquier otra interpretación, de modo que, episte­ mológicamente hablando, hay poca diferencia entre la ciencia y la poesía, la lógica y la literatura, la historia y la mitología, el he­ cho y la ficción. De modo que -prosigue la visión postm odem a- la ciencia no se rige por hechos sino por paradigmas y éstos no son mucho más que construcciones ad hoc, interpretaciones libres. Como veremos en el próximo capítulo, la noción de que la ciencia está gobernada por paradigmas fue popularizada por Thomas Kuhn en su hoy famosa La estructura de las revoluciones5 científicas. 5. Thom as Kuhn, Im estructura de las revoluciones científicas. M éxico: Fondo de C ultura Económica, 1971.

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Pero la versión postmodemista de la noción de paradigma no tie­ ne nada que ver con la definición ofrecida por Thomas Kuhn, como éste ha denunciado enérgicamente... en vano. Según esta interpretación erróneamente kuhniana de “paradigma”, la ciencia no se adapta a los hechos reales, sino que simplemente impone sus paradigmas sobre el mundo. Y, dado que los hechos indepen­ dientes no existen (sino que lo único que existen son las interpre­ taciones) -prosigue este relato-, la ciencia siempre se halla al servicio de algún tipo de poder o ideología. En este sentido, la ciencia es sexista, racista, etnocéntrica e imperialista e impone violentamente sus interpretaciones divisorias y analíticas sobre un mundo refractario e inocente. Y no tiene, en consecuencia, más garantía ni validez que la que posee cualquier interpretación poética. La ciencia reducida a la poesía. Éste es el camino dominante tomado hoy en día por el mundo de la contracultura en su inten­ to de reducir al monstruo de la ciencia a proporciones maneja­ bles. El ataque postmodemo contra la ciencia -tratando de debi­ litar sus fundamentos epistemológicos- constituye el modelo dominante de la forma postmoderna de “contrarrestar” el poder de la ciencia. Resulta esencial comprender el intento postmodemo de ubicar la ciencia en su lugar para hacer sitio a “otros paradigmas”, como la poesía, la religión, el misticismo, la astrología, el holismo, el postestructuralismo, el neopaganismo, etcétera. Porque, como pronto veremos, el intento postmoderno -aparte de sus verdades autén­ ticamente importantes que subrayaremos e incorporaremos-, re­ sulta sumamente confuso y se halla profundamente desencami­ nado porque, en su asalto a la cabeza de la ciencia, extermina simplemente lo que debería integrar, niega lo que debería abrazar boicoteando, de ese modo, el anhelado matrimonio, asesinando a uno de los cónyuges. Y este intento postmoderno -de considerar a la ciencia ligada a un paradigma y apresurarse, entonces, a ofrecer un “nuevo pa­ radigma”- constituye la esencia misma de casi lodos los enfoques

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alternativos, contraculturales y de todos los “nuevos paradigmas“ de la ciencia y la religión. La idea es que la ciencia está experi­ mentando un cambio de paradigma de proporciones extraordina­ rias congruente con las realidades espirituales. Este “nuevo para­ digma" -afirma- unirá la ciencia y la religión por primera vez en la historia, augurando así el inicio de una transformación global del mundo, que acompañará el alborear del mundo holístico y uni­ ficado de la red-de-la-vida. Pero todo esto, como pronto veremos, se basa en una lectura incorrecta de la obra de Thomas Kuhn.

Una posible solución En los próximos capítulos veremos detenidamente la inade­ cuación de estas cinco actitudes respecto a la ciencia y la religión y, en consecuencia, su inutilidad para llegar a una posible inte­ gración. Las primeras dos -la ciencia niega a la religión y la reli­ gión niega a la ciencia- no tienen, obviamente, nada de integradoras. Pero las otras tres (el pluralismo epistemológico, las “demostraciones” racionales de la existencia de Dios y la actitud postmoderna/nuevo paradigma) han demostrado claramente su incapacidad de integrar la ciencia y la religión de un modo que resulte aceptable para ambas partes. Ya hemos visto que la única forma de integrar la ciencia y la religión descansa en la integración de la Gran Cadena del Ser y las grandes diferenciaciones de la modernidad. Es precisamente ahí donde suelen fracasar todos los intentos y, sin embargo, es ahí donde debe hallarse la posible solución. Veamos, a modo de simple ejemplo ilustrativo, el caso del pluralismo epistemológico que, como ya hemos señalado, es, con mucho, la más sofisticada de todas las alternativas. Según la vi­ sión tradicional sostenida por el pluralismo epistemológico, la ciencia ocupa el peldaño más bajo de la gran jerarquía. Desde ese punto de vista -recordémoslo-, la ciencia nos permite acce­ 40

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der a los hechos propios del nivel sensorial (el ojo de la carne). Sobre él se halla el arte, la moral y la lógica, pertenecientes a los dominios de la mente (el ojo de la mente), y, más arriba todavía, la religión y el misticismo, propios de los reinos espirituales (el ojo de la contemplación). Desde esta perspectiva, pues, la ciencia se ve relegada al extremo inferior del palo totémico, un papel que, por cierto, se ha negado a aceptar y que, en consecuencia, impide que el pluralismo epistemológico tradicional se gane el respeto -y la consiguiente colaboración- de la ciencia moderna. Pero si consideramos esta integración de un modo más sofisti­ cado veremos que, cada uno de esos niveles (sensorial, mental y espiritual), puede también subdividirse gracias a las diferencia­ ciones proporcionadas por la modernidad (en el arte, la moral y la ciencia). De este modo, pues -y debo decirlo muy vagamente a modo de declaración introductoria-, dispondríamos de un arte, una moral y una ciencia propios del dominio sensorial; de un arte, una moral y una ciencia propios del dominio mental, y de un arte, una moral y una ciencia propios del dominio espiritual. Es precisamente este tipo de síntesis -si tal cosa fuera posi­ ble- el que daría plena cuenta tanto de las afirmaciones esencia­ les de la espiritualidad (es decir, la Gran Cadena del Ser) como de las afirmaciones esenciales de la modernidad (es decir, de la di­ ferenciación entre las esferas de valor). En tal caso, lejos de desempeñar tan sólo el papel de peldaño inferior, la ciencia llevaría a cabo una función importante en el acceso a los distintos niveles de la Gran Cadena, desde el más bajo hasta el más elevado (ciencia sensorial, ciencia mental y ciencia espiritual). No es, pues, que la espiritualidad tome el rele­ vo de la ciencia donde ésta ya no arribe, sino que ambas ascende­ rían juntas la Gran Cadena del Ser. En tal caso, en fin, la ciencia no se hallaría por debajo sino al lado de la espiritualidad, un cam­ bio que reorienta profundamente la búsqueda del conocimiento, ubicando a la premodemidad junto a la modernidad en la búsque­ da de lo real y permitiendo, así, la reconciliación de la ciencia y la religión en el más íntimo de los abrazos. 41

3. PARADIGMAS: UNA INTERPRETACIÓN EQUIVOCADA El más influyente y poderoso de todos los intentos realizados para integrar la ciencia y la religión -al menos entre la contracul­ tura y una parte considerable del mundo académico- es el postmodemo/nuevo paradigma, la idea de que la ciencia se halla go­ bernada por “paradigmas” y de que un paradigma no es más que una de las muchas posibles interpretaciones de la realidad, ningu­ na de las cuales es más válida que las demás. Y puesto que, según se dice, los paradigmas no se descubren sino que se construyen culturalmente, la autoridad de la ciencia queda muy mermada de­ jando, así, lugar para un “nuevo paradigma” que será compatible con una visión espiritual u holística del mundo. Pero por más que se diga que el “nuevo paradigma” termina­ rá integrando las realidades espirituales y las realidades científi­ cas, el hecho es que esta visión obstaculiza seriamente cualquier posible integración de la ciencia y la religión. Para comprender esto, tendremos que regresar a Thomas Kuhn y a la curiosa bien­ venida que ha recibido por parte de la contracultura. Aunque dedicaremos la segunda parte a una visión global de los intentos previos de integrar la ciencia y la religión -incluyen­ do el enfoque postmoderno/nuevo paradigma-, conviene revisar 42

Paradigmas: una interpretación equivocada

ahora, antes de seguir adelante, este enfoque particular, por la sencilla razón de que ha terminado dominando la discusión ac­ tual sobre la ciencia y la espiritualidad. Es por ello que, cuando la gente oye hablar de “integración entre la ciencia y la religión” piensan, casi de inmediato, en el “nuevo paradigma”. En este capítulo trataré de enumerar las razones por las cuales considero que este enfoque constituye un auténtico callejón sin salida. Una interpretación equivocada de Thomas Kuhn El libro La estructura de las revoluciones científicas, de Tho­ mas Kuhn, se publicó en 1962 y pronto se convirtió, por unas u otras razones, en la obra más influyente de filosofía de la ciencia jamás escrita y en la más citada en los círculos académicos en los últimos tiempos. Por motivos que pronto resultarán evidentes, este libro tuvo muy poca repercusión entre los historiadores de la ciencia pero pronto dominó la escena de lafilosofía de la ciencia y -en un extraño y paradójico giro- no tardó en convertirse en el libro más influyente y tal vez el peor entendido del siglo. Gran parte de su popularidad se debió a un malentendido muy difundi­ do sobre sus conclusiones centrales, un malentendido que, según afirman hoy en día muchos historiadores, se asentaba en el talan­ te masivamente narcisista de los sesenta, germinó en la llamada “generación del yo”. La forma en que el narcisismo de los años sesenta distorsionó las conclusiones de Kuhn constituye, en sí, un ejemplo paradigmático de nuestro tiempo, cuya sorprendente moraleja resulta esencial para quien quiera profundizar en la re­ lación existente entre “la ciencia y la religión”. Las distorsiones de la obra de Kuhn han llegado a ser tan fre­ cuentes que los estudiosos serios de su obra no tienen el menor empacho en seguir afirmando el malentendido popular de la no­ ción de “paradigma”. Escuchemos, por ejemplo, lo que dice Frederick Crews con respecto a esta visión (equivocada): «Kuhn de43

l '.l problema

mostró que dos posibles paradigmas alternativos o dos teorías importantes dominantes son inconmensurables, es decir, repre­ sentan universos de percepción y explicación completamente di­ ferentes. De ello se deduce la imposibilidad de verificar sus res­ pectivos méritos y, en consecuencia, que la teoría que prevalezca no lo hará por razones empíricas sino meramente sociológicas. Así pues, la teoría ganadora será aquella que mejor se ajuste al ta­ lante o intereses emergentes del momento (ideología, clase, pre­ juicio, género, raza, poder, etcétera, o, dicho en otros términos, androcéntrico, etnocéntrico, falocéntrico, eurocéntrico, antropocéntrico, etcétera). Por ello los intelectuales que una vez tembla­ ron ante la mirada desaprobadora del positivismo pueden ahora proponer sus propios “paradigmas kuhnianos revolucionarios” globales, desafiando cualquier consenso disciplinario que tanto les incomoda...» Ésta es, en realidad, la interpretación típica de Kuhn - a la que Crew denomina interpretación “teoreticista”- porque es una vi­ sión perdida en una teoría abstracta divorciada de toda evidencia real. Y Crew concluye señalando lo evidente: «Es posible cali­ brar la fuerza emocional del teoreticismo por el alejamiento de su interpretación de lo que realmente dijo Kuhn...» Así pues, dado que la ciencia se halla gobernada por “para­ digmas”, si a usted no le agrada la visión del mundo sostenida por la ciencia, puede inventar su propio paradigma (y ahí, preci­ samente, como veremos, es donde el narcisismo comenzó a hacer acto de presencia). Si los paradigmas no se hallan asentados en la evidencia y en los hechos reales (sino que, por el contrario, son creados), no tenemos motivos para seguir atados a la autoridad de la ciencia. Es así como la ciencia se convierte en una más de las múltiples posibles lecturas diferentes del texto del mundo, sin mayor autoridad que la que poseen la poesía, la astrología o la quiromancia, interpretaciones, todas ellas, igualmente legítimas de la floreciente y perturbadora confusión de la experiencia. Esta interpretación errónea de Kuhn -este “teoreticismo”también implicaba que la ciencia era arbitraria (no es el resulta­ 44

Paradigmas: una interpretación equivocada

do de una evidencia real sino de estructuras de poder impuestas), relativa (es decir, que no nos revela nada que sea realmente cons­ tante sino que sólo depende de la imposición científica del po­ der), socialmente construida (no es un mapa que se corresponda con un territorio real, sino una construcción asentada en meras convenciones sociales), interpretativa (no nos dice nada esencial sobre la realidad, sino que es simplemente una de las muchas po­ sibles lecturas del texto del mundo), sesgada hacia el poder (es decir, que la ciencia no se asienta en los hechos neutros -no se halla gobernada por los hechos-, sino que es una estructura de dominio que depende de razones etnocéntricas y androcéntricas), y no progresiva (la ciencia no procede a través del progreso acu­ mulativo, sino que lo hace a través de saltos y rupturas). Pero lo cierto es que Kuhn no sostuvo ninguna de esas afir­ maciones y que, de hecho, argumentó incluso en contra de mu­ chas de ellas. Pero lo que Crew tan inequívocamente denominó la fuerza emocional de una idea mal comprendida ha terminado echando raíces: podemos despojamos de la camisa de fuerza de la ciencia y de la evidencia por el mero expediente de imaginar un nuevo paradigma (simplemente imaginar = “teoreticismo”, algo que, como el mismo Crew ha subrayado, halló un excelente caldo de cultivo en el desenfrenado narcisismo de los años se­ senta). Son muchos los pretendientes del “nuevo paradigma”: la neoastrología, el ecofeminismo, la ecología profunda, los estados al­ terados de conciencia, el yo cuántico, la sociedad cuántica, la te­ oría sistémica, la filosofía de procesos, los estados no ordinarios de conciencia, la salud holística, la conciencia ecológica global, el postestructural ismo postmoderno, la psicoterapia cuántica, el deconstruccionismo, la psicología neojunguiana, el channeling, la conciencia tribal indígena premoderna, el neopaganismo, la Wicca, la quiromancia y hasta Internet. El mismo Kuhn contempló este espectáculo con una alarma creciente y emprendió una serie de enérgicas declaraciones para tratar de paliar el daño, sin poder conseguirlo. La mayor parte de 45

El problema

la gente que utiliza el término “paradigma” y cita a Kuhn no sabe siquiera que el mismo Kuhn terminó abominando de ese concep­ to. A la pregunta: ¿es la ciencia realmente relativa, arbitraria y no progresiva?, Kuhn responde exasperado: «las últimas teorías científicas son mejores que las anteriores para resolver los pro­ blemas de los entornos frecuentemente diferentes a los que se aplica. Ésta no es una actitud en absoluto relativista y yo soy un convencido creyente en el progreso de la ciencia». Es evidente que, si los paradigmas fueran arbitrarios, inconmensurables o re­ lativos y no existiera ninguno intrínsecamente mejor que otro, no podría haber el menor progreso científico real. ¿Qué era, pues, lo que Kuhn entendía por “paradigma” y cuál era la “estructura” de las revoluciones científicas? Obviamente, nada tan espectacular como lo que proclama el teoreticismo postmodemo. Digamos, para comenzar, que Kuhn no habló de tres o cuatro cambios de paradigma en la historia de la ciencia moder­ na, sino literalmente de varios cientos de ellos. Como Ian Hacking resumió a este respecto: «[La estructura de las revoluciones científicas] habla de centenares de revoluciones, que tienen lugar en multitud de disciplinas y que afectan (en primera instancia) a más de un centenar de investigadores. La revolución química de Lavoisier es una de ellas, pero también lo son el descubrimiento de Roentgen de los rayos X, la célula o pila voltaica de 1800, la primera cuantificación de la energía y los numerosos cambios que han jalonado la historia de la termodinámica». Dicho en otros términos, cualquier experimento que genera nuevos datos constituye un nuevo paradigma (por ello la pila era un nuevo paradigma). Por otra parte, cualquier “paradigma” con­ lleva dos grandes vertientes, a las que podríamos denominar “práctica” y “social”. Kuhn «utilizó el término [paradigma] para referirse a las soluciones propuestas que sirven como modelo para practicar la ciencia [éste es el componente práctico, un con­ junto de modelos, experimentos o instrucciones) y también para referirse a la estructura social concreta que mantiene esas normas en su sitio, enseñándolas, recompensándolas, etcétera [el compo­ 46

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nente social, que es también un conjunto de instrucciones o prác­ ticas sociales]. Y esta palabra pronto se vio misteriosamente ca­ tapultada a la fama y ahora parece un término común del voca­ bulario de todo aquel que escribe sobre la ciencia -exceptuando al mismo Kuhn, que ha terminado repudiándolo-... En la actuali­ dad se trata de una metáfora muerta».

Paradigmas reales Lo que no está muerto -y lo que Kuhn no repudió- es que la ciencia se asienta en instrucciones, modelos y prácticas sociales. La ciencia no es tan sólo el reflejo inocente de un mundo prede­ terminado, sino que, por el contrario, despliega datos a través de instrucciones o “modelos” (una palabra que Kuhn utilizó como sinónimo de “paradigma”). Los dos componentes del paradigma (el práctico y el social) se arraigan en instrucciones, en prácticas reales. Y por ello precisamente casi toda nueva experimentación que devenga nuevos datos fue considerada como una revolución o un “nuevo paradigma”. Éste es precisamente el motivo por el que Kuhn enumeró centenares de revoluciones o nuevos paradig­ mas ¡incluyendo los rayos X y la pila! Pero ninguno de esos nuevos paradigmas era exclusivamente teórico (o “teoreticista”). Todos ellos, por el contrario, estaban arraigados en las evidencias aportadas y reproducidas mediante el modelo, el paradigma, el conjunto de instrucciones. Éste es también el motivo por el cual el uso más común dado por Kuhn al término “paradigma” fue el de «una reestructuración de opera­ ciones con consecuencias importantes para la práctica de la in­ vestigación» o, dicho en otros términos, un conjunto de instruc­ ciones concretas. Y éste es también el motivo por el cual la ciencia muestra un progreso real: las instrucciones, modelos o paradigmas no fabrican evidencias basándose en meras conven­ ciones sino que las revelan. Como señala Crew: «Kuhn creía fer­ vientemente en el progreso de la ciencia que, según afirma, sólo 47

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puede ocurrir después de que una determinada especialidad haya conseguido atravesar el estadio de lo que denominamos “prolife­ ración teórica” y la “incesante crítica y continua lucha por alcan­ zar un nuevo comienzo”. La inconmensurabilidad de la que ha­ blaba Kuhn nunca se refirió a que las teorías contrapuestas fueran incomparables sino tan sólo a que nuestra elección no depende sólo del veredicto de reglas y datos teóricamente neutros. Las transiciones entre paradigmas -que, en cualquier caso, son meras soluciones de problemas, no grandes teorías...- experimentan, de hecho... “cambios gestálticos”, lo cual no menoscaba, sin em­ bargo, en modo alguno, la racionalidad de la ciencia. Como pos­ tuló el mismo Kuhn -y como ha seguido insistiendo para asom­ bro creciente de su disparatado club de fans- “¿Qué mejor criterio podría haber que la decisión del grupo científico?”». Algo a lo cual los teóricos de cualquier tipo de “nuevo para­ digma” replican diciendo “mi nuevo paradigma”. Esta interpreta­ ción manifiestamente errónea de Kuhn borró toda evidencia de la escena de la verdad y llenó el vacío del mundo de su vacío pro­ yecto egocéntrico. De este modo, la ciencia quedó reducida a ri­ pio o, dicho más exactamente, a poesía. Como señaló Howard Felperin -y como podemos también escuchar en cientos de “nue­ vos paradigmas”, “nueva era”, “teorías transformacionales”, et­ cétera-: la misma ciencia esta reconociendo que sus métodos no son, en última instancia, más objetivos que los del arte». La cien­ cia y la poesía se asientan en el mismo estatus epistémico, lo cual nos permite deconstruir su autoridad y dejar, así, lugar para nues­ tra religión preferida.

La escena postmoderna: nihilismo y narcisismo Tras esta gran distorsión de la obra de Kuhn, los pensadores estadounidenses del “nuevo paradigma” comenzaron a relacio­ nar esta noción erróneamente kuhniana con todo tipo de cosas, dando origen a una amalgama de Kuhn mal entendido y postes48

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tructuralismo postmodemo que ha terminado invadiéndolo todo, desde el nuevo historicismo hasta el revivalismo tribal premodemo, las ecofilosofias postmodemas, el “nuevo paradigma holístico” y los estudios culturales, en general. Y, puesto que ya no deben arraigarse en los hechos y las evidencias, las meras con­ signas terminan siendo tratadas como hechos. Como ha señalado un crítico: «Los estudios humanos de hoy en día presuponen que las posiciones declaradas por... el postestructuralismo son descu­ brimientos sumamente valiosos que no requieren de ningún cuestionamiento adicional. Por ello, con cierta frecuencia, solemos escuchar afirmaciones del tipo: “la deconstrucción nos ha mos­ trado la imposibilidad de salir del marco de los significantes”; “Lacan ha demostrado que el inconsciente está estructurado como un lenguaje”; “todos sabemos, después de Althusser, que la actitud más ideológica es aquella que intenta determinar los lími­ tes más allá de los cuales la ideología ya no resulta aplicable”; “no es posible regresar a la ingenua distinción prefoucaldiana en­ tre verdad y poder”. Pero esta servidumbre constituye la contra­ partida irónica del positivismo, una acumulación, no de datos factuales, sino de eslóganes que son considerados como si de he­ chos se tratara». Y Kuhn retrocedió horrorizado ante todo esto. Pero, como dice Crew: «Nada de lo que Kuhn pueda afirmar hará mella en el teoreticismo, que no es tanto una postura concreta como una ac­ titud de autoindulgencia y rebeldía». Una y otra vez, Crew insis­ te en la noción de autoindulgencia y narcisismo y él no es, en modo alguno, el único. Crew señala al «teoreticismo, que tiende a postular limitaciones sobre la perceptividad y adaptabilidad de todo menos el mismo teórico». Esa autoindulgencia -concluye C rew - «decayó a finales de la década de los sesenta...». El historiador Ernest Gellner, entre otros muchos, insiste en el mismo punto cuando afirma que, donde se niega la evidencia, florece el narcisismo. Las demandas de evidencia -o pruebas de validez- que siempre se han anclado en la ciencia auténtica y progresiva significan, simplemente, que mi ego no puede impo­ 49

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ner al universo una visión de la realidad que no se apoye en el Universo mismo. La evidencia y las pruebas de validez constitu­ yen la forma en que nos sintonizamos con el Kosmos. Las prue­ bas de validez nos obligan a afrontar la realidad, refrenan nues­ tras fantasías egoicas y nuestro egocentrism o; exigen la evidencia del resto del Kosmos -¡obligándonos desde el exte­ rior!-, son los contrapesos, por así decirlo, que se encargan de equilibrar el Kosmos. Pero fueron precisamente estos contrapesos, estos mecanis­ mos de contención del narcisismo, los que los pensadores -m al llamados kuhnianos- del “nuevo paradigma” trataron, implícita o explícitamente, de eliminar, ya que detrás de todo ello descan­ sa, en parte, la “cultura del narcisismo”. El filósofo David Couzens Hoy señala que «la liberación [de la teoría] de su objeto -es decir, la eliminación de toda demanda de evidencia- puede abrir­ nos a toda clase de quimeras porque, cuando no existe ningún tipo de verdad, nada nos impide sucumbir a la enfermedad de la conciencia obsesiva de uno mismo característica de la moderna imaginación». Es así como la teoría termina convirtiéndose en «la mera autogratificación del crítico», la cultura del narcisismo. «De lo cual se deduce que la lucha por el poder y la crítica ya no es solapada sino abiertamente agresiva», uno de los rasgos dis­ tintivos del «nihilismo emergente de los últimos tiempos». Entre la noción de que “estamos en medio de un cambio de pa­ radigma que transformará el mundo” a la idea de que “usted crea su propia realidad” se abren las mil posibles combinaciones del “teoreticismo autoindulgente”, ideas desvinculadas de toda demanda de evidencia, la ciencia reducida a poesía, el narcisismo y el nihilismo reunidos en un paradigma postmodemo del infierno. Estos críticos no dicen que toda actitud poesía/paradigma se deba exclusivamente al narcisismo. Lo que afirman -y yo suscri­ bo- es que el jactancioso narcisismo de la “generación del yo” predispuso a muchos individuos a realizar una lectura profunda­ mente errónea de la obra de Thomas Kuhn, una interpretación equivocada que les permitió deconstruir arbitrariamente toda re­ 50

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alidad que les desagradase e imponer, en su lugar, su propio “nuevo paradigma revolucionario” considerándose, además, como la vanguardia de una de las principales transformaciones del mundo, una transformación revolucionaria -cuyas llaves se encontraban ahora en sus manos- que terminaría sacudiendo los cimientos mismos del mundo. Así pues, la explicación más probable que encuentran los his­ toriadores a los motivos por los cuales una distorsión de la obra de Kuhn terminó convirtiéndose en una de las nociones más citadas e influyentes de las últimas tres décadas, la justificación del hecho de que una falsedad terminara transformándose en algo tan pode­ roso -ya sea en la nueva era, en la crítica del arte, en la teoría lite­ raria, en el renacimiento del tribalismo, en el nuevo historicismo, en los estudios culturales, en la “espiritualidad del yo”, en el “us­ ted crea su propia realidad” o en “el nuevo paradigma holístico”sigue girando en tomo a “la cultura de Narciso”, una cultura que contagió a una generación que, de modo muy sutil pero también muy insistente, necesitaba considerarse a sí misma como el centro del despliegue del universo.

La contradicción performativa El hecho de que los enfoques ligados al «nuevo paradigma» pequen de autoindulgencia narcisista sigue siendo una cuestión provisionalmente abierta. De lo que no cabe duda es de que estos enfoques -y el postmodernismo radical, en general- son contra­ dictorios, se desploman bajo su propio peso y lo dejan todo -desde la teoría literaria hasta la integración entre la ciencia y la religiónen un estado todavía más lamentable que cuando comenzaron. Una de las verdades del postmodernismo es que el mundo no es tanto una percepción inocente como una construcción, una in­ terpretación (y a ella -y a otras verdades importantes aportadas por la perspectiva postmoderna- dedicaremos el capítulo 9). Pero -y aquí debemos alejamos del postmodemismo extremo51

El problema

no todas las interpretaciones son igualmente válidas, hay interpre­ taciones mejores e interpretaciones peores del mismo texto. Hamlet no tiene nada que ver con un divertido fin de semana en familia en el parque de Yellowstone. Ésa sería una mala interpretación, una in­ terpretación que rechazaría cualquier comunidad de intérpretes adecuados. Digamos, pues, por el momento, para poner freno a una de las afirmaciones fundamentales del postmodemismo radical, que no todas las interpretaciones son iguales. La dificultad estriba en que, en su ataque frontal a la verdad (no hay verdad, sino sólo interpretaciones diferentes), el postmo­ dernismo radical no puede demostrar su propia verdad. Para ello, debería autoexcluirse (el movimiento narcisista) o sus afir­ maciones serían igualmente aplicables a sí mismo, en cuyo caso, su afirmación tampoco sería cierta. Como dice Gellner: «De un modo que, si es cierto, es falso». Son muchos los eruditos que han subrayado la llamada con­ tradicción perf'ormativa del postmodemismo radical, entre los cuales cabe destacar a Jürgen Habermas, Charles Taylor, KarlOtto Apel, Ernest Gellner, etcétera. De hecho, los emditos serios de hoy en día coinciden en afirmar que el postmodemismo extre­ mo constituye un callejón sin salida que conduce, de un modo nihilista, a negar la verdad (incluyendo la suya propia) o, tratan­ do de evitar ese fin, a recluirse en el narcisismo, eximiéndose a sí mismo de su afirmación (éste sigue siendo el abordaje común del “nuevo paradigma”). Pero el hecho es que la noción de paradigma constituye, en la actualidad, una metáfora muerta, de modo que, si queremos in­ tegrar la ciencia y la religión, tendremos que buscar la clave en otra parte.

La crítica espiritual de los “nuevos paradigmas



No son tan sólo los eruditos serios -incluyendo al mismo Kuhn- los que han terminado renunciando a la versión popular 52

Paradigmas: una interpretación equivocada

de la noción de paradigma, sino que las grandes tradiciones de sabiduría también suelen encontrar muy confusa esta noción. El núcleo perenne de las tradiciones de sabiduría es, recordé­ moslo, la idea de la Gran Cadena del Ser y la correspondiente creencia en el pluralismo epistemológico. Como resume Huston Smith: «la Realidad es gradual, y con ella, también lo es la cog­ nición». Es decir, existen niveles de ser y niveles de conocimien­ to. Si nos representamos la Gran Cadena como cuatro niveles (cuerpo, mente, alma y Espíritu), habrá también cuatro modali­ dades correlativas de conocimiento (sensorial, mental, arquetípi­ co y místico), a los que habitualmente resumo como los tres ojos del conocimiento, el ojo de la carne (empirismo), el ojo de la mente (racionalismo) y el ojo de la contemplación (misticismo). Desde el punto de vista del pluralismo epistemológico, la cien­ cia empírica puede decimos muchas cosas sobre el reino senso­ rial, unas pocas sobre el reino mental y casi nada acerca del reino contemplativo. Y esto es algo que ningún “nuevo paradigma” po­ drá llegar a modificar. Ni la teoría del caos, ni la teoría de la com­ plejidad, ni la teoría sistémica, ni la teoría cuántica -que no exi­ gen que los científicos asuman la contemplación o meditación para comprender sus “nuevos paradigmas”-, podrán proporcio­ namos el menor atisbo de conocimiento espiritual directo. Ésas no son contemplaciones transmentales que desplieguen lo Divino, son ideas mentales ligadas a las percepciones sensoriales. Pero, en opinión de las tradiciones de sabiduría, al presentar las nuevas teorías científicas como si se tratase de realidades es­ pirituales, los “nuevos paradigmas” terminan desalentando a la gente de que asuma una actitud verdaderamente contemplativa y accedan así directamente al Espíritu. Estos “nuevos paradig­ mas”, en suma, reemplazan el ojo de la contemplación por el ojo de la mente y por el ojo de la carne, impidiendo, así, la única po­ sibilidad de salvación. Lejos de contribuir a la integración de la ciencia y la religión, estos enfoques socavan el auténtico impul­ so religioso. 53

El problema

¿A quién estoy hablando? Yo esloy sustancial mente de acuerdo con esta crítica, que tam­ bién podría formularse de un modo más moderno del siguiente modo: el ojo de la carne es monológuico, el ojo de la mente es dia­ lóguico y el ojo de la contemplación es translóguico .* Monológuico es un término derivado de “monólogo”, que se refiere a la charla que mantiene una persona consigo misma. La mayor parte de las ciencias empíricas son monológuicas, porque usted puede investigar, por ejemplo, una roca sin tener que hablar nunca con ella. La ciencia empírica elige cuidadosamente obje­ tos de investigación con los que nunca tiene que hablar. Poco im­ porta que esos objetos sean rocas, planetas, átomos, células, es­ tructuras geológicas, moléculas de ADN, sinapsis cerebrales, riñones, ríos, procesos atmosféricos, gases ideales, cuerpos termodinámicos, pautas de proceso, interacciones sistémicas o eco­ sistemas, porque usted no tiene que hablar con ninguno de ellos. Se trata de un quehacer monológuico ligado al ojo de la carne, a los datos proporcionados por los sentidos humanos o sus exten­ siones. Dialóguico por su parte, procede de “diálogo”, lo que signifi­ ca hablar con alguien e intentar comprenderlo. Y, si bien el ojo de la carne es monológuico, el ojo de la mente es, en muchos senti­ dos importantes, dialóguico. Cuando usted lee estas frases, está participando de una modalidad dialóguica de conocimiento, por­ que usted está tratando de comprender lo que yo quiero decir con estos símbolos. Si yo estuviera realmente presente, usted podría preguntármelo directamente y hablaríamos. En tal caso, estaría­ mos implicados en la interpretación, en la hermenéutica, en el significado simbólico, en la comprensión mutua. Entonces no me

* He elegido los términos monológuico, dialóguico y translóguico - e n lugar de monológico, dialógico y translógico- porque transm iten, a mi juicio, con más claridad el doble sentido que Wilber les otorga refiriéndose, al m ism o tiem po, al tipo de lógica subyacente y a la modalidad de com unicación característica de cada una de ellas (N. del T.).

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Paradigmas: una interpretación equivocada

trataría como un objeto -como lo haría, por ejemplo con una roca, con la que mantiene una relación monológuica-, sino como a un sujeto, como a alguien a quien tratar de comprender de ma­ nera dialóguica. Translóguico se refiere a lo que trasciende lo lógico, lo racio­ nal o lo mental, en general. El misticismo sin forma, revelado por el ojo de la contemplación, es translóguico, ve más allá del ojo de la carne (y del empirismo monológuico) y también trasciende el ojo de la mente (y de la interpretación dialóguica) y permanece abierto, en su lugar, al resplandor de lo Divino (la gnosis no dual). Y esta apertura espiritual no puede lograrse a través del ojo de la carne ni a través del ojo de la mente, sino tan sólo a través del ojo de la contemplación. Y el mismo núcleo de las grandes tradiciones de sabiduría constituye una apertura contemplativa al dominio espiritual, que no es monológuico ni dialóguico, sino translóguico. Tal vez ahora pueda comenzar a vislumbrar el motivo por el cual las grandes tradiciones de sabiduría (y su pluralismo episte­ mológico) responden con una critica tan rotunda a la idea de que los “nuevos paradigmas” de la ciencia son el equivalente de una apertura espiritual. Porque lo que se requiere no es una nueva ciencia monológuica ni una nueva interpretación dialóguica sino un método de experimentar directamente la contemplación translóguica, algo, por cierto, inaccesible, a cualquier “nuevo paradig­ ma científico”. Es frecuente que los defensores del «nuevo paradigma» afir­ men que el problema básico de la ciencia es que, bajo la perspec­ tiva “newtoniano-cartesiana” del mundo, el universo es atomísti­ co, mecanicista, dividido y fragmentado y que las nuevas ciencias (cuántico/relativísticas o teorías sistémicas/teorías de la complejidad) nos revelarán que el mundo no es un conjunto de fragmentos atomísticos sino una red inseparable de relaciones. Y, según afirman, esta “red-de-la-vida” es compatible con las visio­ nes del mundo propias de las tradiciones espirituales, de modo que este “nuevo paradigma” acompañará a un nuevo yo cuántico 55

El problema

y a una nueva sociedad cuántica, una visión holística y curativa del mundo que nos será revelada por la ciencia. Pero, desde el punto de vista de las grandes tradiciones de sa­ biduría, este enfoque está completamente equivocado. Porque el “problema” real de la ciencia empírica no es que sea atomística en lugar de holística, que sea newtoniana en vez de einsteiniana, o individualista en lugar de sistémica; el problema real es que to­ dos esos enfoques -tanto los atomísticos como los holísticosson igualmente monológuicos. Todos ellos están empírica y sensorimotormente basados en la evidencia proporcionada por los sentidos o sus extensiones instrumentales. Y esto es algo que afecta tanto a la ciencia newtoniana como a la ciencia einsteinia­ na, a la ciencia atomística como a la ciencia sistémica. Bajo nin­ guna circunstancia -y bajo ningún paradigma- la ciencia empíri­ ca muestra la menor tendencia a rechazar su empirismo (ni tampoco existe, a mi juicio, el menor motivo por el que debiera hacerlo). No, el problema de la fragmentación moderna no es que la ciencia empírica sea atomística en lugar de sistémica, el verdade­ ro problema es que todas las modalidades superiores del conoci­ miento terminan brutalmente colapsadas en la ciencia empírica monológuica. Tanto el atomismo como la teoría de sistemas son monológuico-empíricos y el desastre de la modernidad estriba en la reducción de todas las modalidades del conocimiento a la modalidad monológuica. Las modalidades superiores -m entales y supramentales, racionales y transracionales, hermenéuticas y translóguicas, contemplativas y espirituales- se ven bruscamente reducidas y finalmente colapsadas al ojo de la carne y sus exten­ siones, y poco importa, en este sentido, que la locura monológui­ ca sea atomística o sistémica. ¿Ha habido alguna revolución reciente en la ciencia, un para­ digma auténticamente nuevo en la ciencia que haya sido holístico más que atomístico? Sí, definitivamente sí. De hecho ha habido varios intentos de este tipo, entre los cuales cabe destacar algunas versiones de la física cuántica, la física relativística, la cibeméti56

Paradigmas: una interpretación equivocada

ca, la teoría de sistemas dinámicos, la autopoiesis, la teoría del caos y las teorías de la complejidad. Todas ellas son nuevas revo­ luciones, nuevos paradigmas, en el sentido kuhniano del término, en tomo a los cuales giran nuevas modalidades de investigación, nuevos tipos de datos, nuevas formas de evidencia y nuevas teorías. Pero todas ellas son, sin excepción alguna, esencialmente monológuicas. Y así, por más increíblemente importantes que sean por derecho propio, tienen poco que ofrecemos desde el punto de vis­ ta de la integración real entre lo monológuico, lo dialóguico y lo translóguico, es decir, para integrar realmente a la ciencia con la espiritualidad. Así es como podemos comenzar a vislumbrar que, aunque los pensadores del “nuevo paradigma” suelan afirmar que su orien­ tación científica sistémica sanará la escisión del mundo moder­ no, haciéndonos sentir en casa en el universo, salvará al planeta y recuperará la espiritualidad para nuestra cultura enferma y alie­ nada, el hecho es que la ciencia monológuica -tanto atomística como sistémica- forma, lamentablemente, parte de la misma en­ fermedad que pretende curar.

Resumen Ningún “nuevo paradigma” científico permitirá la reconcilia­ ción entre la espiritualidad y la ciencia moderna. Porque hay que decir, en primer lugar, que la noción de “paradigma”, tal como suele entenderse, “es, en la actualidad, una metáfora muerta”. En segundo lugar, aun en el caso de que estuviera viva -o fuera ade­ cuadamente utilizada en su acepción de instrucción o práctica so­ cial- no existe absolutamente nada -incluso en la más vanguar­ dista de las ciencias empíricas (desde la teoría de las cuerdas hasta el hiperespacio o la teoría del caos)- que trascienda su fun­ damento monológuico-empírico. Todos esos supuestos “nuevos paradigmas” se hallan circunscritos en el marco monológuico, no fuera de él, y no es de extrañar, pues, que sigan reproduciendo el 57

El problema

desastre. En tercer lugar, todo este abordaje, según muchos críti­ cos, está fuertemente teñido de un desprecio narcisista por la evi­ dencia. En cuarto lugar, la aproximación es profundamente con­ tradictoria (está aquejada de una contradicción performativa). En quinto lugar -y el peor de todos ellos- se asienta en un error categorial, el intento del ojo monológuico de la carne y del ojo dialóguico de la mente de contemplar lo que sólo puede ser visto mediante el ojo translóguico de la mente. Y, en este sentido, pue­ de convertirse en un verdadero obstáculo para el despertar de la conciencia auténticamente espiritual. Hemos visto que la integración entre la ciencia y la religión no pasa, en modo alguno, por reducir la religión translóguica a un “nuevo paradigma” monológuico. Lo que necesitamos, por el contrario, es rescatar el núcleo de las grandes tradiciones de sa­ biduría -es decir, la Gran Cadena del Ser, que incluye las moda­ lidades monológuicas (el ojo de la carne), las dialóguicas (el ojo de la mente) y las translóguicas (el ojo de la contemplación)- y exponerlas a las diferenciaciones de la modernidad (la diferen­ ciación entre las esferas de valor del arte, la moral y la ciencia). Pero, para ello, deberemos antes comprender con la mayor claridad posible lo que entendemos por “modernidad”.

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4. ESPLENDORES Y MISERIAS DE LA MODERNIDAD El gran problema de todos los intentos realizados hasta la fe­ cha para integrar la religión premodema y la ciencia moderna descansa, en mi opinión, en un fracaso a la hora de comprender la esencia de la premodemidad (la Gran Cadena del Ser) o la esencia de la modernidad (la diferenciación de las esferas de va­ lor correspondientes al arte, la moral y la ciencia). Y, puesto que no parece haber duda acerca de la esencia de la modernidad -el Gran Nido del Ser-, tal vez debamos considerar con más deteni­ miento el otro lado de la ecuación, esa bestia conocida como “modernidad”.

El significado de “modernidad” y “postmodernidad” Según afirman los historiadores, la modernidad se refiere, ha­ blando en términos generales, a un período que hunde sus raíces en el Renacimiento, florece durante la Ilustración y prosigue, en formas muy diversas, hasta hoy en día. La modernidad, por tan­ to, incluye tendencias diversas en los siguientes campos: Filosofía: Descartes suele ser considerado como el primer fi­ lósofo “moderno”; la filosofía moderna suele ser “representa-

El problem a

cional’’, es decir, trata de formarse una representación correcta del mundo, una visión que también se denomina “el espejo de la naturaleza’’, porque sostiene que la realidad última es la natura­ leza sensorial y que la tarea de la filosofía consiste en represen­ tar o reflejar adecuadamente esa realidad. Arte: Hablando en términos generales, el arte moderno (desde mediados del siglo xvm en adelante -Goya, Constable, Courbet, Manet, Monet, Cézanne, Van Gogh, Matisse y Kandinsky-) se ca­ racteriza, en ocasiones, por una ruptura casi total con los temas y modalidades de composición y especialmente por una ruptura con respecto a la mera representación de temas religiosos míticos (y la consiguiente entrada en escena de temas naturales). Ciencia: La ciencia moderna (Kepler, Galileo, Newton, Kelvin, Watt, Faraday y Maxwell) se basó, en gran medida, en la cuantificación de los datos sensoriales empíricos; las viejas ciencias se habían limitado a clasificar la naturaleza, las nuevas ciencias, por su parte, cuantificaron la naturaleza, un cambio que le infundió una asombrosa y revolucionaria fortaleza. Cognición cultural: Un cambio global de la modalidad cognitiva mítico-pertenencia a la modalidad racional-mental; un cambio de la ética convencional a la ética posteonventional; un cambio de los valores etnocéntricos a los valores globales o universales. Identidad personal: El cambio de una identidad de rol (defi­ nida por el rol ocupado en la jerarquía social) a una identidad egoica (definida por la autonomía personal). Derechos civiles y políticos: La abolición de la esclavitud, el reconocimiento de los derechos de la mujer, las leyes relativas al trabajo de los niños, los derechos de la humanidad (libertad de expresión, libertad de religión, libertad de reunión, posibilidad de someterse a un juicio justo) e igualdad ante la ley. Tecnología: Que comenzó con la máquina de vapor, pero que abarca todo el proceso de industrialización. Política: La aparición de las democracias liberales, a menu­ do a través de una serie de revoluciones reales (Francia y Amé­ rica, por ejemplo). 60

Esplendores y miserias de la modernidad

Cuando Will y Ariel Durant describieron la modernidad como «la edad de la Razón y de la Revolución» estaban haciendo, en mi opinión, un buen resumen. Si bien los historiadores están básicamente de acuerdo en lo que respecta a los rasgos generales de la modernidad, la postmodemidad tiene multitud de significados, pocos de los cuales, sin embargo, coinciden. El término “postmodemo” suele tener un significado estricto (y técnico) y un significado lato (y más gene­ ral). En un sentido estricto y técnico -que ya discutimos breve­ mente en el capítulo anterior-, el postmodemismo afirma la no­ ción de que la verdad no existe, de que lo único que existen son interpretaciones y de que todas las interpretaciones son construc­ ciones sociales. Esta concepción estricta también recibe el nom­ bre de “postmodemismo radical”, por cuanto parte de ciertas in­ tuiciones muy importantes (por ejemplo, que muchas realidades son construidas socialmente) pero las extrapola hasta sacarlas completamente de quicio (llegando, por ejemplo, a afirmar que todas las realidades son construidas socialmente), lo que termina abocando a serias contradicciones performativas. Pero la acepción más amplia y general afirma que lo “post­ modemo” simplemente se refiere a cualquiera de las principales corrientes que concurrieron en la aurora de la modernidad, sea como reacción en contra de la modernidad, como contrapeso de la misma o, en ocasiones, como una continuación de la moder­ nidad por otros medios. Así pues, si la industrialización es mo­ derna, la era de la información es postmodema; si Descartes es moderno, Derrida es postmoderno; si la racionalidad perspectivista es moderna, la lógica-red aperspectivista es postmoderna; si la arquitectura de la Bauhaus es moderna, Frank Gehry es postmoderno; si la representación es moderna, la no representa­ ción es postmoderna; si el motor de combustión interna es mo­ derno, Internet es postmoderno. (En la discusión que sigue recu­ rriré a ambas acepciones -la estricta y la amplia- y dejaré que sea el contexto el que sirva para determinar a cuál de ellas me estoy refiriendo.) 61

/,/ problema

Así pues, en “el mundo moderno” concurren varias comentes diferentes, algunas de las cuales son “modernas” en un sentido estricto (los acontecimientos puestos en marcha por la Ilustración Occidental que hemos enumerado anteriormente), mientras que otras constituyen meros vestigios del mundo premodemo (con­ cretamente, reliquias de la religión mítica y hasta, en algunas ocasiones, reliquias de la magia tribal) y aun otras que aportan elementos ciertamente postmodernos. En suma, pues, “el mundo moderno” consiste, en realidad, en una mezcolanza de corrientes premodernas, modernas y postmodernas. Cuando me refiero a la modernidad en sí, estoy hablando de la modernidad en un sentido estricto (los acontecimientos pues­ tos en marcha por la Ilustración liberal), mientras que cuando ha­ blo del “mundo moderno” me refiero simplemente al conglome­ rado contemporáneo de corrientes premodernas, modernas y postmodernas. Y es precisamente la modernidad en sentido es­ tricto la que queremos comprender, porque sus afirmaciones fun­ damentales constituyen un rasgo esencial de cualquier integra­ ción genuina entre la ciencia moderna y la religión premodema. Y, lo que es todavía más significativo, el fracaso a la hora de comprender los rasgos distintivos reales de la modernidad es el que ha terminado malogrando más de un intento de integración entre la ciencia y la espiritualidad.

El esplendor de la modernidad En muchos sentidos, los principios que gobiernan el centenar aproximado de naciones democráticas del mundo actual son, de hecho, los principios de la modernidad, es decir, los valores de la Ilustración liberal de Occidente, entre los cuales cabe destacar la igualdad, la libertad y la justicia; la democracia representativa y deliberativa; la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, sin distinción de raza, sexo o credo; los derechos políticos y civiles (libertad de expresión, de religión, de asamblea, de juicio justo, 62

Esplendores

y

miserias de la modernidad

etcétera). Y, aunque sea evidente que algunos de ellos todavía de­ ban ser más difundidos y llevados a la práctica, lo cierto es que representan perfectamente los ideales por los que deben luchar las sociedades liberales del mundo moderno. El mundo premoderno carecía de todos estos valores y dere­ chos y por ello han sido adecuadamente calificados como el es­ plendor de la modernidad. Como Gerhard Lenski ha documenta­ do, todas las sociedades premodemas -la tribal, la recolectora, la hortícola y la agraria- se caracterizan por un grado u otro de es­ clavitud. El único tipo de sociedad de toda la historia y prehisto­ ria que abolió completamente la esclavitud fue la moderna... y ésta no es más que una de las muchas dignidades aportadas por la Ilustración. Pero decir que ninguna sociedad premoderna poseía esas dig­ nidades es lo mismo que decir que ninguna de las religiones pre­ modemas se ocupó de esas libertades y de esos derechos y que, a menudo, ocurría exactamente lo contrario. El grito de guerra de la Ilustración -el «¡Recordad las crueldades!», de Voltaire- fue un grito para acabar con la brutal opresión ejercida frecuente­ mente por la religión premodema en nombre de su Dios o Diosa preferida. Los templos de aquellas deidades se construyeron so­ bre las espaldas rotas de millones de personas y dejaron un rastro de sangre y lágrimas en el camino que conduce a su cielo. El hecho de que la religión premoderna no lograra establecer esas dignidades constituye el agudo recordatorio de que “la Dio­ sa modernidad” no fue tan sólo el monstruo que sus opositores religiosos suelen afirmar. Y el hecho de que fuera precisamente la modernidad -y no la premodernidad- la que nos proporcionó estas dignidades, nos obliga a buscar los tactores que determina­ ron su aparición. Porque, fuera lo que fuese lo que posibilitara que la moderni­ dad nos proporcionase esos nobles valores, constituye un ingre­ diente necesario en la integración de lo mejor que ambas épocas tienen que ofrecernos. 63

El problema

¡m modernidad y su legión de críticos Casi todos los defensores del “nuevo paradigma” suelen acompañar la presentación de su nuevo paradigma con un ataque a la modernidad, recurriendo, a veces, a polémicas muy agresivas. Escrito virulento tras escrito virulento, arremeten contra la mo­ dernidad, con títulos tales como My Ñame is Chellis and Em in Recoveryfrom Western Civilization [Mi nombre es Chellis y estoy recuperándome de la civilización occidental] (el título es real). Es, pues, como si los defensores del “nuevo paradigma” no hubieran comprendido la verdadera naturaleza de la modernidad (sus rasgos, sus valores y las estructuras que la caracterizan). En particular, rara vez demuestran una comprensión clara y concre­ ta de las ventajas aportadas por la modernidad, si bien no tienen el menor empacho en disfrutar, de manera implícita y sin restric­ ción alguna, de todas ellas. Pero en lugar de ello, suelen referirse a una modernidad des­ vaída y despreciable, frecuentemente centrada en un Newton y un Descartes empobrecidos, y no tardan en condenar a toda la modernidad. La “visión del mundo newtoniano-cartesiana, pa­ triarcal, alienada y fragmentaria” -a la que, obviamente, se cono­ ce hoy en día con el nombre de “viejo paradigma”- será reempla­ zada por un “nuevo paradigma” revolucionario que transformará el mundo, el “nuevo paradigma” que poseen esos teóricos y que están dispuestos a compartir con todo aquel que colabore en la preparación de la transformación venidera. Los diversos “nuevos paradigmas” que nos ofrecen estos teó­ ricos suelen caer en uno de los tres grandes tipos siguientes (aun­ que también son comunes las combinaciones entre ellos): el revivalismo premoderno, el pandemónium postmoderno y los sistemas globales. Y, si bien todos ellos poseen sus propias ver­ dades -que deben ser, por cierto, plenamente reconocidas-, casi todos fracasan lamentablemente en su intento de comprender la modernidad. El “paradigma” del revivalismo premoderno suele afirmar que 64

Esplendores y miserias de la modernidad

el mundo moderno se caracteriza por una “conciencia disociada” o “fragmentada”, mientras que las culturas tribales recolectoras, por su parte, poseyeron una “conciencia no disociada”. Además, el mundo premodemo fue matrifocal y holístico, estaba ligado a la Diosa y a la red ininterrumpida de la vida, mientras que el mundo moderno es patriarcal, analítico, fragmentado y compartimentalizado. Desde esta perspectiva, lo que el mundo moderno necesita es la resurrección o recuperación de una conciencia perdida y más “unificada”. Pero, como pronto veremos, estos autores tien­ den a interpretar incorrectamente la conciencia premodema que, en la mayor parte del los casos, distó mucho de estar “unificada”. Por otra parte, lo que ninguna de estas teorías ha sido capaz de ex­ plicar satisfactoriamente es por qué la evolución haría algo que nunca ha hecho en ningún otro sistema vivo, es decir, dar una me­ dia vuelta en su desarrollo, como si, súbitamente, todos los robles del planeta trataran de recuperar su “bellotez”. Ya hemos hablado del “paradigma” postmoderno (entendien­ do el término “postmodemo” en su acepción más estricta y técni­ ca). Se trata, simplemente, de la declaración de que no existen verdades, sino sólo interpretaciones, de modo que “la naturaleza deslizante de todo significante” supone que la autoridad de la ciencia -y, por tanto, la modernidad misma- podía ser despacha­ da de un carpetazo sin mayor problema. De este modo, cuando nos liberamos de toda prueba de verdad y de verificación, nos li­ beramos también de la modernidad. La misma exigencia de ver­ dad forma parte del “viejo paradigma”, que ha sido completa­ mente deconstruido por el “nuevo paradigma”. Pero así lo único que queda en pie, como ya hemos visto, es el ego -el propio nar­ cisism o- para imponer su capricho sobre la realidad, un narcisis­ mo nihilista que se presenta descaradamente ante el mundo como si se tratase de una transformación revolucionaria. El “paradigma” de los sistemas globales ataca al atomismo y lo reemplaza por el pensamiento sistémico creyendo, de tal modo, haber superado el problema central de “la fragmentada vi­ sión newtoniano-cartesiana del mundo”. Pero, como también he­ 65

El problema

mos visto, el problema eonereto de cualquier tipo de ciencia em­ pírica no reside tanto en que sea atomística u holística, analítica o sistémica, sino más bien en que es empírica y monológuica. Y la visión sistémica no modifica esto en lo más mínimo sino que prolonga la locura monológuica por otros métodos, métodos, en este caso, más insidiosos porque presumen haber superado el problema, cuando lo único que han hecho es reproducirlo. La gran dificultad que conllevan estos tres tipos de ataques a la modernidad -dejando de lado la contradicción performativa que todos ellos conllevan- es que muy pocos muestran una com­ prensión sustancial de los rasgos distintivos -no digamos ya de la dignidades- de la modernidad. Irónicamente, la mayor parte de los valores positivos expresados por estos enfoques son, de he­ cho, específicamente modernos (como la igualdad, la libertad, la justicia, la igualdad de oportunidades y la igualdad ante la ley). Dan la impresión de ser niños rebeldes e ingratos que no se ha­ blan con sus padres. Pero lo más extraordinario de todo es que los ataques de estos “nuevos paradigmas” a la modernidad no muestran la menor evi­ dencia de comprender la diferencia existente entre diferenciación y disociación. Y es en esa sencilla pero profunda distinción don­ de reside la clave de la modernidad y, en consecuencia, de la in­ tegración entre la ciencia y la religión en el mundo moderno.

Diferenciación es igual a esplendor Eruditos como Max Weber y Jürgen Habermas han buscado una forma simple de caracterizar la modernidad, uno de los pasos hacia adelante más importantes de toda la historia de la humani­ dad. Como ya hemos visto anteriormente, la modernidad se ca­ racterizó por lo que Weber denominó «la diferenciación entre las esferas culturales de valor» -es decir, la diferenciación entre el arte, la ciencia y la moral-, una diferenciación en la que, como puede mostrarnos fácilmente cualquier vistazo a la premodemi66

Esplendores y miserias de la modernidad

dad, se asienta la esencia misma del esplendor de la modernidad. Son muchos los eruditos, como Jean Gebser, Jürgen Habermas y yo mismo, entre otros, que subdividen al mundo premodemo en varios estadios, representados por una visión del mundo arcaica, mágica y mítica (visiones del mundo, por otra parte, que se hallan correlacionadas con las modalidades de producción recolectora, hortícola y agraria, respectivamente, términos, todos ellos, que quedarán más claros en la medida en que prosigamos nuestro discurso). Pero el hecho es que ninguna de las visiones premodemas del mundo diferenció claramente la estética-arte del empirismo-ciencia y de la moral-religión. Y, aunque los “holistas premodemos” afirmen que se trató de un estadio maravi­ lloso de conciencia no disociada y unificada, lo cierto es más bien todo lo contrario. La Iglesia de la Edad Media nos proporciona un ejemplo clá­ sico, un ejemplo que se repite en toda sociedad premodema del mundo, como versiones diferentes del mismo tema. Porque el he­ cho de que el arte-estética, el empirismo-ciencia y la moral-reli­ gión no se hubieran todavía diferenciado con claridad implicaba necesariamente que lo que ocurriera en una de las esferas afecta­ ba directamente a lo que sucedía en las demás. Es precisamente esta indiferenciación la que determinó, por ejemplo, la prohibi­ ción de que un científico como Galileo se ocupara de la esfera de la ciencia porque chocaba con la esfera dominante de la moralreligión, y que un artista como Miguel Ángel se hallara conti­ nuamente en conflicto con el papa Julio II en cuanto a los temas de que podía ocuparse (porque el arte-expresión y la moral-reli­ gión no estaban claramente diferenciadas y la opresión en una de las esferas conllevaba necesariamente la opresión en la otra). Del mismo modo, el Estado todavía no se había diferenciado de la religión, es decir, todavía no existía la menor separación en­ tre las esferas de la Iglesia y del Estado y el hecho de que se di­ sintiera de la autoridad religiosa podía llevar a ser acusado de he­ rejía (culpable de un crimen religioso) y de traidor (culpable de un crimen político), imputaciones que podían costar la condena 67

El problema

eterna, por una parte, y la tortura y la muerte temporal, por la otra. Estoy seguro de que a muy pocos de los teóricos que glori­ fican despreocupadamente las numerosas teocracias (o mitocracias) premodernas como algo “orgánico y unificado” les agrada­ ría realmente vivir en una de ellas porque, en el caso de que su religión no coincidiera con la de las autoridades, podía terminar en la hoguera. Este estado de cosas no tiene nada que ver con una cultura holística e integrada, sino simplemente con una visión prediferen­ ciada, ¡algo, por cierto, diferente por completo! Porque el hecho es que no es posible integrar lo que todavía no ha llegado a dife­ renciarse. No había todavía esferas separadas que debieran reu­ nirse en una síntesis o integración, sino simplemente una fusión de esferas que repudiaba toda autonomía y toda dignidad. Pero la aparición de la modernidad conllevó la diferenciación clara entre las esferas del arte, la ciencia y la moral, una diferen­ ciación que supuso la dignidad de la modernidad porque cada es­ fera podría buscar ahora su propia verdad sin verse violentada y sojuzgada por las demás. Ahora podía usted mirar a través del te­ lescopio de Galileo sin el temor a verse arrastrado ante el tribu­ nal de la Inquisición y podía atreverse a pintar el cuerpo humano en un entorno natural sin miedo a ser acusado de herejía ante Dios y el Papa; podía, en suma, afirmar los derechos morales uni­ versales del ser humano sin ser acusado de traición ante el rey o la reina. Ésta es la primera ecuación importante de la modernidad: es­ plendor = dignidad y, si queremos integrar la ciencia moderna y la religión premodema, ésta debe ser parte de la dote que la mo­ dernidad debe aportar a la boda.

,

La Bondad la Verdad y la Belleza Hablar de las tres esferas de valor de la moral, la ciencia y el arte, es también hablar de Bondad, Verdad y Belleza (tres térmi­ 68

Esplendores y miserias de la modernidad

nos originalmente introducidos por los griegos, que fueron, en cierto modo, precursores de la modernidad.) La Bondad se refiere a la moral, la justicia, la ética, a la forma en que usted y yo nos relacionamos, de un modo adecuado y jus­ to, tanto con nosotros mismos como con el resto de los seres sen­ sibles. Esto no significa que todo el mundo tenga que estar de acuerdo con un tipo concreto de moral con respecto al cual pue­ da existir un desacuerdo razonable. Significa, hablando en un sentido amplio, que los seres humanos deben descubrir la forma de compartir el mismo espacio cultural cuyo opuesto, simple­ mente, es la guerra. Hablando en términos muy generales, la Verdad tiene que ver con un criterio objetivo y no se trata, por tanto, de mi verdad, de la verdad de mi tribu o de la verdad de mi religión, sino de una verdad ligada a un criterio desapasionado. El objetivo de la cien­ cia consiste, fundamentalmente, en especializarse en verdades objetivas, empíricas y reproducibles, lo cual no significa que no existan otros tipos de verdad sino, simplemente, que esa ciencia se ha ganado merecidamente la reputación de proporcionarnos ti­ pos importantes de verdad objetiva. La Belleza, que, según se ha dicho, se halla en el ojo del es­ pectador, representa las corrientes expresivas y estéticas de cada yo subjetivo. Esto no significa necesariamente que la belleza sea “meramente subjetiva” o idiosincrásica, sino simplemente que la belleza es un juicio hecho por cada sujeto, por cada “yo”, un jui­ cio que, como Kant señalaba, no radica empíricamente en un ob­ jeto, sino en un sujeto discriminante. La belleza está (parcial­ mente) en el “yo” del espectador. Así pues, decir que la modernidad diferenció la moral, la ciencia y el arte es decir que diferenció lo bueno, lo verdadero y lo bello, de un modo tal que cada una de esas esferas pudiera se­ guir sus propias verdades y aspiraciones sin verse sometidas a la dominación o la violencia de las demás.

El problema

El “yo”, el “nosotros”y el “ello” Hemos llegado ahora a un punto realmente fascinante de nues­ tra discusión, porque cada una de estas esferas -el arte, la moral y la ciencia; o la belleza, la bondad y la verdad- dispone de un tipo diferente de lenguaje. La esfera estético-expresiva se describe en el lenguaje del “yo”, la esfera ético-moral se describe en el lenguaje del “nosotros” y la esfera objetiva de la ciencia se describe en el lenguaje del “ello”. Y, si queremos integrar estas distintas esferas, debemos, antes, aprender a hablar sus respectivas lenguas. La belleza, como ya hemos dicho, se halla en el “yo” del es­ pectador, un dominio subjetivo que representa al yo y la expre­ sión de uno mismo, el juicio estético y la expresión artística en un sentido amplio. También se refiere a los contenidos subjetivos irreductibles de la conciencia inmediata (y la intencionalidad), todo lo cual puede ser adecuadamente descrito en el relato hecho en primera persona, en el lenguaje del “yo”. La ética se describe en el lenguaje del “nosotros” y forma par­ te del dominio Íntersubjetivo, del dominio de la interacción co­ lectiva y de la conciencia social, del dominio de la justicia, la bondad, la reciprocidad y la comprensión mutua que puede ser adecuadamente descrito en el lenguaje del “nosotros”. La verdad, en el sentido de la verdad objetiva, se describe en el lenguaje del “ello”. Se trata del dominio de las realidades ob­ jetivas, realidades que pueden verse de un modo empírico y monológuico, desde los átomos hasta los cerebros, desde las células hasta los ecosistemas, desde las rocas hasta los sistemas solares, dominios, todos ellos, que pueden ser adecuadamente descritos en el lenguaje del “ello”. De modo que, cuando nosotros decimos que la modernidad diferenció las esferas del arte, la moral y la ciencia, también es­ tamos diciendo que la modernidad diferenció los reinos del “yo”, del “nosotros” y del “ello”. El hecho de que la modernidad diferenciase al “nosotros” del “ello” puso fin a la tiranía religiosa y política (del “nosotros”), 70

Esplendores y miserias de la modernidad

que era lo que, hasta ese momento, había determinando lo que era objetivamente cierto (el “ello”). En otros términos, usted po­ día leer a Copémico sin el temor a ser quemado en la hoguera. Esta diferenciación entre el “nosotros” y el “ello” condujo direc­ tamente al surgimiento de las ciencias empíricas -incluyendo las ciencias ecológicas, la teoría de sistemas y la física cuántica y relativística-, algo imposible, por cierto, para las sociedades premodemas que adolecieron de esta crucial diferenciación. El hecho de que la modernidad diferenciase el “yo” del “no­ sotros” permitió que el “nosotros” colectivo dejara de dominar al “yo” individual. Es decir, el “yo” individual tiene derechos que no pueden verse pisoteados por el Estado, la Iglesia o la comuni­ dad, en general. Esta diferenciación entre el “yo” y el “nosotros” contribuyó directamente al surgimiento de las democracias libe­ rales, donde cada “yo” poseía el derecho a la igualdad, la libertad y la justicia, algo que, a su vez, condujo a los movimientos de li­ beración que desembocaron en la abolición de la esclavitud, el surgimiento de los movimientos de reivindicación de la mujer y la liberación de los intocables. El hecho de que la modernidad diferenciase al “yo” del “ello” supuso que la verdad objetiva dejara de estar supeditada al capri­ cho individual. Lo que yo creyera sobre la realidad objetiva se veía ahora sometido al escrutinio de los hechos empíricos refrenando, así, todo intento mítico y mágico de forzar al Kosmos a través del ritual y la petición egocéntrica. Esto contribuyó directamente a todo el desarrollo moderno, desde la aparición de la ciencia médi­ ca moderna hasta las telecomunicaciones globales o, dicho en otros términos, si yo quiero algo de la realidad (“ello”), debo hacer algo más que simplemente desearlo, puesto que realidad y deseo pertenecen a dos órdenes completamente diferentes. (Esto también nos alerta sobre los desastres que pueden ocurrir cuando los revivalistas premodemos y los deconstruccionistas postmodemos tra­ tan de desdiferenciar estos dominios, equiparando al “yo”-arte con el “ello”-ciencia y sumergiéndonos nuevamente en el mismo nar­ cisismo heroicamente superado por esta diferenciación.) 71

El problema

Así pues, la diferenciación conllevó la aparición de la demo­ cracia liberal, la igualdad, la libertad, el feminismo, las ciencias ecológicas, la abolición de la esclavitud, el extraordinario desa­ rrollo de la medicina, la física moderna, etcétera, avances, todos ellos, que descansan, total o parcialmente, en la diferenciación entre la estética-expresión, la moral-ley y el empirismo-ciencia; la Belleza, la Bondad y la Verdad; el “yo”, el “nosotros” y el “ello”; el yo, la cultura y la naturaleza. Y éste es precisamente el motivo por el cual el “esplendor de la modernidad” descansa en esta serie de cruciales diferenciaciones.

Diferenciación y disociación Pero los críticos antimodemos parecen olvidarse con dema­ siada frecuencia de esta dignidad, un olvido que, en mi opinión, descansa en la confusión entre diferenciación y disociación. Todo proceso de desarrollo saludable y natural del que somos conscientes procede por diferenciación-e-integración. El ejem­ plo más claro, en este sentido, consiste en el desarrollo de un or­ ganismo complejo a partir de una sola célula-huevo: el cigoto se divide en dos células, luego cuatro, después ocho, más tarde die­ ciséis, luego treinta y dos... hasta llegar literalmente a millones de células. Y, mientras tiene lugar este extraordinario proceso de diferenciación, las distintas células van integrándose simultáne­ amente en tejidos y sistemas coherentes en el organismo total. Esta diferenciación-e-integración es la que permite que una sola célula evolucione hasta llegar a convertirse en un organismo plu­ ricelular y en un sistema complejo de exquisita unidad e integri­ dad funcional. De la simple bellota hasta el poderoso roble, un proceso ex­ traordinario de diferenciación-e-integración. Pero, en el caso de que algo vaya mal a lo largo de este proceso de desarrollo -a lo largo de este proceso de diferenciación-e-integración-, el resul­ tado es la patología. Veamos esto paso a paso. 72

Esplendores y miserias de la modernidad

El resultado de un fracaso en la fase de diferenciación es la fu ­ sión, la fijación y el estancamiento de todo el proceso. En tal caso, el crecimiento queda fijado en un determinado estadio y todo el proceso de crecimiento se detiene. Veamos un solo ejemplo, pro­ cedente del desarrollo psicosexual del ser humano: cuando deci­ mos que una persona tiene una fijación oral -cuando ha quedado fijado al impulso oral del que no pudo terminar de diferenciárse­ la persona permanece “fundida” con ese impulso que, en conse­ cuencia, acaba dominando obsesivamente su conciencia. Si, por el contrario, la diferenciación va demasiado lejos, el resultado es la disociación o fragmentación. En tal caso, la dife­ renciación prosigue más allá de toda proporción, impidiendo la integración de los diversos subsistemas que, en lugar de integrar­ se, siguen disgregándose. Así pues, cuando las partes no se dife­ rencian sino que se disocian, el resultado es la fragmentación, la represión y la enajenación. En el caso del crecimiento humano, por ejemplo, el ego y el id se supone que se diferencian. Pero si esa diferenciación va de­ masiado lejos y aboca a la disociación, el ego simplemente ter­ mina reprimiendo y alienando al id, lo que provoca todo tipo de síntomas neuróticos dolorosos. En vez de diferenciación e inte­ gración, hay disociación y represión. Así pues, si confundimos diferenciación con disociación, también confundiremos crecimiento con enfermedad, esplendor con miseria y evolución con catástrofe. Y eso, como pronto vere­ mos, es precisamente lo que hacen los críticos antimodemos. Es evidente que la diferenciación se asemeja a una división, a una separación, a una ruptura, a una fractura. La célula huevo se divide en dos, luego en cuatro, etcétera. Pero no cuesta mucho comprender que ése es precisamente el modo en que la naturale­ za crea unidades más altas e integraciones más profundas. Es fá­ cil unificar un ítem, pero no lo es tanto hacer lo mismo con varios millones. Pero ésa, precisamente, es la razón por la cual la unidad del roble es infinitamente superior a la de la bellota. El roble tie­ ne muchísima más profundidad (tiene un número mucho mayor 73

Id problema

de sistemas que deben ser verticalmente integrados para funcio­ nar adecuadamente). De modo que el estado anterior de la bellota no es “más unifi­ cado“ sino simplemente menas diferenciado y, en consecuencia, mucho menos integrado que el del roble. El roble es incompara­ blemente más unificado e integrado que la bellota y logra preci­ samente esta integración a través del proceso evolutivo de diferenciación-e-integración. Pero los revivalistas premodemos, al contemplar el curso de las necesarias diferenciaciones de la humanidad (en el camino que conduce hacia integraciones más elevadas), sólo ven una se­ rie de fracturas, rupturas, disociaciones y desastres. Así, cuando la humanidad diferenció la mente de la naturaleza (algo que ocu­ rrió en torno al décimo milenio antes de J.C.) los premodemos gritan disociación; cuando la humanidad diferenció la mente del cuerpo (en los alrededores del siglo -vi), los premodemos gritan disociación y cuando la humanidad finalmente diferenció la cien­ cia del arte y la moral (dando así lugar al advenimiento de la mo­ dernidad), los premodemos siguen gritando disociación. Es como si, tras esas brutales “rupturas”, no vieran nada más que una actividad siniestra, malévola e incluso perversa. Para ellos, el roble representa, de algún modo, una terrible y perversa violación de la bellota. La naturaleza concreta de la actividad di­ sociados y perversa responsable de la “fragmentación” de la hu­ manidad varía según el teórico que consideremos. Hay quienes acusan a Newton, mientras que otros hacen lo mismo con Des­ cartes, el patriarcado, Platón, la razón analítica, la agricultura, la cocina, la domesticación de animales, las matemáticas, los hom­ bres, la creencia en un Dios trascendente y hasta el proceso de manufactura de alimentos. Y la cura propuesta por los revivalistas premodemos consiste, por tanto, en algún tipo de restablecimiento del contacto y recu­ peración de nuestra bellotez. Según ellos, debemos regresar al tiempo anterior a la “disociación”. Pero es precisamente la ten­ dencia de estos teóricos a confundir diferenciación con disocia­ 74

Esplendores y miserias de la modernidad

ción, la que les lleva a confundir los esplendores con las miserias y el progreso con el regreso. Ellos tratan de curamos de las diso­ ciaciones de la modernidad -lo cual es algo bueno y positivo-, pero su falta de discriminación entre la diferenciación y la diso­ ciación, les lleva a buscar un período de la historia en que no hu­ biera ningún tipo de diferenciaciones, lo cual les obliga a ir cada vez más atrás en la prehistoria, en busca del estado de perfecta bellotez previo a toda perversa división. De este modo es como terminan inevitablemente en algunas de las etapas más tempranas de la evolución del ser humano -recolectora u hortícola-, glorifi­ cando a ese estado simple de fusión e indisociación como algo muy próximo al estado de perfecta armonía entre la mente, el cuerpo y la naturaleza (cuando, de hecho, en tal estadio, esos sis­ temas no sólo no estaban integrados, sino que ni siquiera habían llegado a diferenciarse). De modo que las recomendaciones de estos teóricos no suelen ser más que una regresión mal disfrazada. Por supuesto, ninguno de ellos recomienda explícitamente la regresión y la idea afirma­ da es siempre la de integrar, de algún modo, la bellotez con la robledad (signifique eso lo que signifique). Pero es precisamente su incomprensión de las grandes ventajas implícitas en el esplen­ dor de la modernidad el que les lleva también a malinterpretar sus lamentables miserias. Veamos ahora, con más detenimiento, las enfermedades con­ cretas que aquejaron a la modernidad, un punto auténticamente crucial porque, si queremos integrar la religión premodema y la ciencia moderna, debemos diferenciar con claridad la faceta sana de la modernidad de la faceta enferma.

Disociación es igual a desastre La modernidad, obviamente, no está exenta de acuciantes problemas. De hecho, algunas de las diferenciaciones de la mo­ dernidad fueron demasiado lejos y terminaron convirtiéndose en 75

El problema d iso cia cio n es (a las que me refiero globalmente como las mise­ rias de la m odern idad). Porque la modernidad no sólo diferenció

las esferas de valor del arte, la moral y la ciencia -lo cual era ab­ solutamente necesario y beneficioso-, sino que llegó incluso a disociarlas o disgregarlas, lo cual, como ya hemos visto, consti­ tuye el rasgo distintivo de cualquier tipo de patología en un sis­ tema que se halla en proceso de desarrollo. Éste fue, en realidad, un desastre, una patología, porque muy pronto permitió que la poderosa ciencia monológuica colonizara y dominase al resto de las esferas (la estético-expresiva y la mo­ ral-religión) ¡hasta el punto de llegar a negar incluso su misma existencia! Si la diferenciación constituyó el principal esplendor de la modernidad, la disociación supuso la peor de sus miserias. Esta disociación entre las esferas culturales de valor fue exac­ tamente lo que comenzó a ocurrir en el campo del arte, la ciencia y la moral. Si la moderna diferenciación comenzó en tomo a los siglos xvi y xvii, a fines del siglo xvm y a comienzos del xix ha­ bía desembocado ya en una disociación patológicamente doloro­ sa. El arte, la ciencia y la moral comenzaron entonces a discurrir por caminos separados, una situación que supuso una espectacu­ lar, triunfante y aterradora invasión de las otras esferas por parte de una ciencia que se hallaba en proceso de abierta expansión. Al cabo de un solo siglo, la ciencia monológuica -llámesela positi­ vismo, razón empírico-analítica, teoría de procesos dinámicos, teoría sistémica, teoría del caos, teoría de la complejidad o mo­ dalidades tecnológicas de conocimiento- acabó dominando por completo todo discurso serio del mundo occidental. Dicho en pocas palabras, el “yo” y el “nosotros” se vieron co­ lonizados por el “ello”, la Bondad y la Belleza, superados por el crecimiento de una Verdad monológuica que, por más admirable que pudiera llegar a ser, llegó a convertirse en un cáncer en sus relaciones con los demás. Henchida de sí y desbordada por sus victorias, la ciencia empírica no tardó en degradarse en cientifi­ cism o , la creencia de que no hay más realidad ni verdad que la re­ velada por la ciencia. De este modo, los dominios intemo y sub­ 76

Esplendores y miserias de la modernidad

jetivo -el “yo” y el “nosotros”- terminaron reducidos a procesos objetivos, exteriores y empíricos (sean atomísticos o sistémicos). La conciencia, la mente, el corazón y el alma de la humanidad -dado que no podían ser registrados por el microscopio, el teles­ copio, la cámara de burbujas y la placa fotográfica- fueron de­ cretados, en el mejor de los casos, como simples epifenómenos o como meras ilusiones, en el peor de ellos. Todas las dimensiones interiores -la moral, la expresión artís­ tica, la introspección, la espiritualidad, la conciencia contempla­ tiva, el significado, el valor y la intencionalidad- no podían ser registradas por el ojo de la carne ni por los instrumentos empíri­ cos, y fueron desdeñados por la ciencia monológuica. El arte, la moral, la contemplación y el Espíritu se vieron atropellados por el elefante de la ciencia en el taller de porcelana china de la con­ ciencia. Éste fue, dicha en una frase, la miseria de la modernidad.

El mundo chato También denomino “colapso del Kosmos” a este desastre, porque los tres grandes dominios del arte, la ciencia y la moral, después de su heroica diferenciación, acabaron colapsándose bruscamente en un sólo dominio “real”, el dominio de la ciencia empírica y monológuica, el mundo de meros “ellos” errantes en un universo chato e unidimensional. La visión científica del mundo nos ofreció un universo enteramente compuesto de pro­ cesos objetivos, descritos, todo ellos, no en el lenguaje del “yo” ni en el lenguaje del “nosotros”, sino en el lenguaje del “ello”, carentes de conciencia, interioridad, valor, significado, profundi­ dad y, obviamente, de Divinidad. V, contrariamente a lo que afirman algunos teóricos del “nue­ vo paradigma”, la visión científica del mundo fue, casi desde sus mismos comienzos, una visión sistémica u holística. Los filóso­ fos y los científicos de la Ilustración concibieron la naturaleza y los seres humanos como un gran sistema interrelacionado en el 77

El problema

que cada aspecto se halla estrechamente relacionado con todos los demás. Este “gran orden interrelacionado”, como tantos teó­ ricos, desde Charles Taylor hasta Arthur Lovejoy han tratado cui­ dadosamente de demostrar, constituye una de las nociones más representativas de la Ilustración y de la moderna visión científica del mundo. El problema, dicho en otras palabras, no fue que la visión científica del mundo fuera atomística en lugar de holística, por­ que, hablando en términos generales, fue holística desde sus mis­ mos orígenes. No, el problema fue que se trataba de un holismo completamente chato. No era un holismo que realmente incluye­ ra los dominios internos del “yo” y del “nosotros” (incluyendo el ojo de la contemplación) sino un holismo, una teoría de sistemas, que sólo incluía “ellos”, procesos que discurren a través de bu­ cles de información, la gravedad actuando a distancia sobre los objetos, interacciones químicas entre eventos atómicos, sistemas objetivos interactuando con otros sistemas objetivos, bucles ci­ bernéticos de retroalimentación, bits de información discurrien­ do a través de circuitos neuronales, etcétera. Pero no hay nada en la teoría de sistemas (o del holismo chato) que le muestre algo que se asemeje a la belleza, la poesía, el valor, el deseo, el amor, el honor, la compasión, la caridad, Dios o la Diosa, Eros o Aga­ pe, la sabiduría moral o la expresión artística. Lo único que puede encontrar, dicho en otros términos, es un sistema holístico de “ellos” interrelacionados. Y fue precisamen­ te esa reducción de todas las esferas de valor a “ellos” monológuicos percibidos por el ojo de la carne la que acabó determinan­ do, más que cualquier otra cosa, el desastre de la modernidad.

El rostro del presente Es cierto que ninguna cultura premodema experimentó una disociación y un colapso semejante, pero también es verdad que ninguna cultura premodema tuvo la ocasión de vivir el esplendor 78

Esplendores y miserias de la modernidad

de la diferenciación de la que esa disociación representaba su fa­ ceta patológica. Las culturas premodemas no padecieron las mi­ serias de la modernidad porque tampoco disfrutaron de su co­ rrespondiente esplendor, de modo que mal podrían servimos como modelo para la integración deseada. ¡La cura de los desas­ tres de la modernidad no consiste en tratar de despojamos de la diferenciación sino en enderezar la disociación! Esta disociación, esta enfermedad, esta patología evolutiva -este colapso, en suma, del Kosmos- puede ayudamos a com­ prender lo que ocurrió con el Espíritu en el mundo moderno. Por­ que así fue como la Gran Cadena del Ser -la noble, grandiosa y extraordinaria columna vertebral de toda cultura premodema- se colapso por completo ante los recalcitrantes “ellos”. Todas las es­ feras y niveles superiores, incluyendo la mente, el alma y el Es­ píritu, la bondad y la belleza, se vieron entonces meticulosamen­ te barridas de la faz del Kosmos, dejando tan sólo polvo y suciedad, sistemas y arena, materia y masa, objetos y “ellos”. Y un frío e insidioso viento, metodológicamente monológuico y enloquecidamente calculador, comenzó a soplar en un paisaje marchito y chato, un paisaje que ahora contiene, como minúscu­ las manchas en un rincón, su rostro y el mío.

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5. LAS CUATRO ESQUINAS DEL UNIVERSO CONOCIDO Aun en el caso de que reconociéramos las dignidades de la modernidad, todavía deberíamos corregir sus desastres. Como ya hemos visto en el capítulo anterior, la pesadilla no es que la cien­ cia sea atomística en lugar de holística sino que la ciencia en sí -sea empírica, monológuica, instrumental, la ciencia del lengua­ je del “ello”, en suma, tanto en sus formas atomísticas como holísticas- termina invadiendo las otras esferas de valores -la con­ ciencia interior, el psiquismo, el alma, el espíritu, los valores, la moral, la ética y el arte-, reduciéndolo todo a una colonia de la cien­ cia, la única que se reserva el derecho a pronunciarse sobre lo que es real y sobre lo que no lo es. Desde esa perspectiva, lo único real son las entidades o pro­ cesos objetivables que pueden ser descritos en el lenguaje empí­ rico, monológuico, procesual y exento de valores del “ello”. To­ dos estos objetos -o “ellos”- participan de lo que Whitehead denominó localización simple, es decir, usted puede, de manera real o figurada, poner su dedo sobre ellos y verlos con sus senti­ dos (o con sus extensiones). Desde este punto de vista, las molé­ culas son reales, los organismos son reales, los planetas son rea­ les, las galaxias son reales y los ecosistemas son reales, porque todos ellos son entidades objetivas, empíricas y exteriores que, de un modo u otro, puede tocar con sus dedos. 80

Las cuatro esquinas del universo conocido

Pero usted no puede tocar la compasión, porque la compasión carece de localización simple. Usted no puede tocar la concien­ cia, porque la conciencia carece de localización simple. Usted no puede tocar la honradez, el valor, el amor, el perdón, la justicia, la moral, la visión o el satori, porque todas ésas son dimensiones interiores del “yo” y del “nosotros” y carecen, por tanto, de loca­ lización simple. Todas ellas están ubicadas en el espacio interior, no en el espacio exterior y usted no puede, en consecuencia, to­ carlas con sus dedos. Y, obviamente, usted tampoco puede tocar a Dios, porque Dios carece de localización simple. Así pues, según la ciencia y su creencia en la localización simple, Dios, por tanto, no existe. De hecho, según la visión chata del mundo, ninguna de las di­ mensiones y modalidades interiores del conocimiento tienen la menor realidad sustancial porque lo único real son los “ellos” ob­ jetivos. La miseria de la modernidad, en consecuencia, consistió en la reducción de todas las dimensiones interiores (del “yo” y del “nosotros”) a superficies exteriores (a “ellos” objetivos), lo cual, obviamente, destruye por completo toda dimensión interior. El colapso del Kosmos pone fin a toda aprehensión interior, y poco importa que esa visión interior sea la poesía o Dios, porque todos ellos carecen de realidad sustancial irreductible. Éste es el motivo por el cual la ciencia no se ve afectada por el pluralismo epistemológico. Lo que puede tener sentido para personas ilustradas como usted y como yo -es decir, la existencia de modalidades de conocimiento que nos revelan realidades igualmente válidas y que permiten la coexistencia entre la cien­ cia y la religión- es rechazado rotundamente por la ciencia sim­ plemente porque la deseada integración implica elementos que la ciencia no cree que sean reales. ¿Por qué debería la ciencia tratar de tener en cuenta a Santa Claus? ¿Por qué debería tratar de inte­ grar la patología, la ilusión y el error? ¿Por qué debería preocu­ parse por incluir holíslicamente a algo que resulta notoriamente absurdo? 81

problema

Así es como nos vemos enfrentados al tema central más im­ portante de la relación existente entre la ciencia y la espirituali­ dad, es decir, la relación real entre cualquier realidad interior y cualquier realidad exterior. Cuando la ciencia empírica rechazó la realidad de los dominios interiores, rechazó también a toda la Gran Cadena del Ser, porque todos los niveles de la Gran Cade­ na -excepto el inferior (el cuerpo material)- son realidades inte­ riores del “yo” y del “nosotros” pertenecientes a los dominios subjetivo e intersubjetivo. Rechazar toda interioridad es rechazar la Gran Cadena del Ser y, en consecuencia, rechazar también el núcleo fundamental de las grandes tradiciones espirituales. Podríamos, por tanto, resumir el colapso del Kosmos -y la ne­ gación de la Gran Cadena del Ser por parte de la modernidad- di­ ciendo que toda interioridad se vio reducida a exterioridad. To­ dos los sujetos se vieron reducidos a objetos, todas las profundidades se vieron reducidas a superficies, todos los “yoes” y todos los “nosotros” se vieron reducidos a “ellos”, toda cuali­ dad se vio reducida a cantidad, todo nivel de significado se vio reducido a magnitud, todo valor se vio reducido a mera aparien­ cia, todo lo dialóguico y todo lo translóguico se vio reducido a lo monológuico. Desaparecido el ojo de la contemplación y desapa­ recido el ojo de la mente, lo único que poseía realidad en el mun­ do chato, desolado y monocromo fueron los datos proporcionados por el ojo de la carne, los datos sensoriales, los únicos poseedores de localización simple.

Interior y exterior Éste es el motivo principal por el que la ciencia rechazó la re­ ligión y también la razón fundamental por la que las modalidades superiores e inferiores se vieron reemplazadas por el monopolio de lo exterior y de lo monológuico. Desde la perspectiva del pluralismo epistemológico y desde el punto de vista tradicional de la Gran Cadena del Ser -en su ver­ 82

Las cuatro esquinas del universo conocido

sión simple de cuerpo, mente, alma y Espíritu-, el único peldaño reconocible por la ciencia era el inferior, el cuerpo material, y su papel, limitado pero importante, consistía en investigar este mis­ terioso dominio. Pero la mente, el alma y el Espíritu “trascien­ den” al cuerpo y no tienen mayores referentes en él. Según algu­ nas versiones de la Gran Cadena, los niveles superiores son total y radicalmente trascendentes, sin ningún tipo de relación con el cuerpo, de modo que, en consecuencia, la ciencia no tiene nada que ofrecer -ni tampoco que decir- sobre las realidades superio­ res más significativas. Pero, en la medida en que la diferenciación entre las esferas de valor emancipó a la ciencia moderna de su sumisión a los princi­ pios religiosos, no tardó en aprestarse a investigar el cuerpo orgá­ nico -el organismo- y descubrir que muchas de las llamadas rea­ lidades “superiores” o “trascendentes” estaban, en realidad, profundamente ligadas al cuerpo y al cerebro orgánico, eran fun­ ciones del organismo global y no de algún paraíso supuestamente celestial. La conciencia, por ejemplo, parecía estar íntimamente relacionada con el cerebro orgánico, un reconocimiento comple­ tamente ausente, sin embargo, en cualquier cultura premodema. Así pues, si el dominio superior de la “mente trascendente” era en realidad una función del cuerpo orgánico (o del organismo global) y si la religión había menospreciado por completo esta conexión elemental, ¿por qué habríamos de creer en la realidad de cualquiera de los “reinos trascendentes”? ¿No podrían acaso ser, todas esas “ultramundanidades metafísicas”, funciones del organismo natural, un organismo intramundano que es mejor in­ vestigado por la ciencia empírica y no relegarlo a dominios invi­ sibles manipulados por dudosos místicos? Cuando la ciencia descubrió que la mente y la conciencia se hallaban ancladas en el organismo natural y no flotaban en algún dominio “superior”, la Gran Cadena del Ser sufrió un colosal ata­ que del que todavía no ha terminado de recuperarse. Y a menos que ese ataque pueda ser adecuadamente corregido de un modo que satisfaga tanto a la esencia de las afirmaciones de la religión 83

El problema

como de la ciencia, la suerte de toda posible integración seguirá siendo incierta. Hemos dicho que, para integrar la ciencia y la religión, debe­ mos antes integrar la Gran Cadena del Ser con las dignidades de la modernidad. Ahora podemos ver que gran parte de esta tarea consiste en investigar la relación existente entre las realidades in­ teriores y las realidades exteriores. Las religiones premodemas ponían mucho énfasis en las modalidades interiores del conoci­ miento (mental y espiritual) mientras que la modernidad, tanto en su esplendor como en su miseria, subrayó las modalidades exte­ riores y, con el advenimiento del materialismo científico, atribu­ yó realidad tan sólo a lo exterior. De muchos modos, pues, la ba­ talla entre lo premodemo y lo moderno constituye una batalla entre lo interior y lo exterior. Desde mi punto de vista, a menos que podamos encontrar un modo de admitir la realidad de ambas versiones, la trascendental y la empírica, la interior y la exterior, nunca podremos llegar a in­ tegrar realmente la ciencia y la religión.

Los cuatro cuadrantes La Gran Cadena del Ser constituye, obviamente, una jerarquía en la que cada nivel superior trasciende, pero incluye, a sus pre­ decesores. Como vimos en el capítulo 1, la mejor forma de re­ presentarla no es una escalera sino una serie de círculos concén­ tricos, de nidos, donde cada nido superior envuelve o engloba a sus predecesores. La versión de Plotino, por ejemplo, nos habla de materia, vida, sensación, percepción, impulso, imagen con­ cepto, lógica, razón creativa, alma-mundo, nous y el Uno, una je ­ rarquía en la que cada nivel de desarrollo superior engloba a sus predecesores. La ciencia sistémica moderna dispone también de su propia jerarquía global, donde cada uno de sus términos trasciende, al tiempo que también incluye, a sus predecesores: partículas suba­ 84

Las cuatro esquinas del universo conocido

tómicas, átomos, moléculas, células, tejidos, organismos, socie­ dades de organismos, biosfera y universo. Resulta simplemente fascinante que tanto la religión premo­ derna como la ciencia moderna dispongan de una jerarquía de­ finida y que ambas estén compuestas de nidos de una capacidad de abarcar cada vez mayor (desarrollo es lo mismo que capaci­ dad de abarcar). Pero estas dos jerarquías no parecen acomodar­ se perfectamente entre sí. A pesar de que parezcan estar hablan­ do de la misma cosa, sus principales términos nunca terminan de acoplar perfectamente. Por ello si pudiéramos hallar alguna for­ ma de acomodar estas dos jerarquías, habríamos dado un impor­ tante paso hacia adelante en la esperada integración entre lo premodemo y lo moderno. En la investigación de este problema me dediqué a recopilar da­ tos procedentes de varios cientos de jerarquías tomadas de la teoría sistémica, la ciencia ecológica, la Cábala, la psicología evolutiva, el budismo yogachara, el desarrollo moral, la evolución biológica, el hinduismo Vedánta, el neoconfucianismo, la evolución cósmica y estelar, Hwa Yen, el corpus neoplatónico, un espectro completo procedente de jerarquías premodemas, modernas y postmodemas. Después de haber recopilado varios cientos de jerarquías de este tipo, traté de agruparlas de distintos modos y finalmente descubrí que todas ellas, sin excepción, caen dentro de uno de los cuatro ti­ pos posibles siguientes. Estos cuatro tipos de jerarquías -a los que denomino los cua­ tro cuadrantes- están resumidos en la figura 5-1 (un mero es­ quema, en modo alguno completo o exhaustivo sino una simple ilustración para caracterizar las principales jerarquías). Pronto resultó evidente que estos cuatro tipos diferentes de jerarquías estaban simplemente tratando (como pronto explicaré) con el in­ terior y el exterior de lo individual y de lo colectivo. El hecho es que, aunque los cuatro tipos fundamentales de jerarquías sean, en realidad, diferentes, se hallan profundamente interrelacionadas e interconectadas de un modo que parece ser intrínsecamente ne­ cesario.

Figura 5 -1. Los cuatro cuadrantes.

/•./ problem a

Pero lo más fascinante de todo es que la jerarquía clásica de la religión tradicional y la jerarquía estándar de la ciencia moderna eran simplemente dos de estos cuatro tipos de jerarquías. Como tal, estaban profundamente interrelacionadas entre sí, pero tam­ bién formaban parte de una red superior de pautas jerárquicas, es decir, que formaban parte de una red universal que no sólo impli­ caba dos sino cuatro grandes tipos de jerarquía, y las jerarquías es­ taban estrechamente interrelacionadas. Ahora bien, ¿qué sucede si estos cuadrantes, estos cuatro ti­ pos de jerarquías, son, de hecho, reales? El que las distintas ver­ siones de esas cuatro jerarquías se hallen presentes en todas las culturas y en todas las épocas -premodema, moderna y postmo­ derna- ¿podría indicar que están realmente apuntando a cuatro tipo de realidades irreductibles? ¿se trata, acaso, de facetas in­ trínsecas del Kosmos? Dado que incluyen tanto a los dominios interior como a los dominios exteriores, ¿podrían proporcionar­ nos los cuatro cuadrantes algún tipo de clave esencial de la rela­ ción existente entre la ciencia y la religión? ¿podrían encerrar la clave secreta para integrar las esferas de valor? No tenemos, por el momento, una respuesta clara a todas esas preguntas, pero parece tratarse de algo muy alentador. Comence­ mos, pues, aproximándonos a cada uno de estos cuatro cuadran­ tes y a considerar con más detenimiento sus rasgos distintivos.

El exterior del individuo El cuadrante superior derecho es el relato científico estándar de los componentes individuales del universo: átomos, molécu­ las, células individuales (procariotas y eucariotas), organismos multicelulares, incluyendo (en orden de complejidad creciente) los organismos provistos de cuerda neural, tronco cerebral reptiliano, sistema límbico paleomamífero, neocórtex y neocórtex complejo (con sus propias “estructuras y funciones” superiores, denominadas EF1, EF2 y EF3, que posteriormente explicaré). 88

Las cuatro esquinas del universo conocido

Esta jerarquía nos muestra un crecimiento asimétrico en la ca­ pacidad holística. Y por asimétrico quiero decir “no equivalente” o “no viceversa”: los átomos contienen neutrones, pero no viceversa, las moléculas contienen átomos, pero no viceversa, las células con­ tienen moléculas, pero no viceversa. Y éste “no viceversa” es el que determina una jerarquía irreversible de totalidad creciente, holismo creciente, unidad creciente e integración creciente. Éste es el motivo por el que las jerarquías son, de hecho, “superior-arquías” que abarcan totalidades sucesivamente más elevadas, más profun­ das o más amplias. Dicho de un modo diferente, cada unidad superior trasciende, pero incluye, a sus predecesoras. Cada nivel superior engloba o envuelve a los niveles predecesores como elementos compositi­ vos de su propia configuración, agregándoles algo emergente, distintivo y determinante que no se encuentra en el nivel inferior: trasciende pero incluye. Por decirlo de otro modo, cada elemento constituye una tota­ lidad que, simultáneamente, forma parte de otra totalidad, la to­ talidad átomo forma parte de la totalidad molécula, la totalidad molécula forma parte de la totalidad célula, la totalidad célula forma parte de la totalidad organismo, etcétera. De modo tal que cada elemento no es ni totalidad ni parte sino totalidad-parte. Arthur Koestler acuño el extraordinario término bolón para referirse a las “totalidades-parte”. Casi todas las jerarquías natu­ rales, en cualquiera de los dominios, están compuestas de holones, totalidades que, a su vez, forman parte de otras totalidades. Por esa misma razón, Koestler decía que la palabra jerarquía de­ bería ser sustituida por holoarquía. Todas las jerarquías naturales -es decir, todas las holoarquías naturales- están compuestas de totalidades-parte, de holones que se hallan dispuestos en órdenes de totalidad, unidad e integración funcional creciente. (A menos, claro está, que la holoarquía devenga patológica. Las holoarquías evolucionan y se desarrollan, como ya hemos visto, a través de un proceso de diferenciación-e-integración de modo que, cuando algo va mal en alguna de las fases de diferenciación-e-inte-

El problema

gración, aparece la patología. La mayor parte de los críticos antije­ rárquicos confunden las holoarquías naturales con las holoarquías patológicas y terminan condenándolas, un error que deberíamos cui­ dadosamente evitar. Yo utilizaré los términos “jerarquía” y “holoarquía” de modo indistinto, para referirme a las modalidades naturales y normales y reservaré el término “jerarquía patológica” -u “holoarquía patológica”- cuando me refiera a la modalidad aberrante.) El hecho de que un holón sea, realmente, una totalidad-parte genera una situación un tanto tensa porque, para existir, todo ho­ lón debe, en cierto modo, conservar su propia identidad o su pro­ pia individualidad como totalidad relativamente autónoma al tiempo que debe también acomodarse a otros holones que forman parte intrínseca de su entorno. Así pues, cada holón debe conser­ var no sólo su propia individualidad sino también su propia co­ munión, las redes de relaciones de las que depende su misma exis­ tencia. En el mismo momento en que un holón cualquiera pierde su individualidad o su comunión, simplemente deja de existir.

El exterior de lo colectivo El cuadrante superior derecho representa el despliegue evolu­ tivo de holones individuales del que nos habla la ciencia moder­ na, mientras que el cuadrante inferior derecho (al que también denomino lo social), representa las comunidades o sociedades de esos holones (también según la ciencia moderna). A primera vista, esto parece un tanto confuso, puesto que, en el cuadrante superior derecho, cada nivel superior es también mayor (es decir, las moléculas son más grandes que los átomos, porque incluyen a los átomos como subholones), mientras que, en el cuadrante inferior derecho, cada nivel superior parece más pequeño. Éste es un punto que frecuentemente ha confundido a los teóricos que han tratado de establecer correlaciones entre las diferentes holoarquías, porque esta holoarquía parecería estar re­ trocediendo Pero ¿qué es lo que está ocurriendo? 90

Las cuatro esquinas del universo conocido

Erich Jantsch fue uno de los primeros en señalar que, en casi toda secuencia evolutiva o desarrollo, cuando los holones indivi­ duales aumentan (en comparación con el nivel anterior), los ho­ lones colectivos, o comunales, parecen disminuir. Y esto tiene lu­ gar por dos motivos. En primer lugar, dado que los holones individuales subsumen y contienen a sus predecesores, siempre habrá menos holones superiores que inferiores (siempre habrá menos células que moléculas, menos moléculas que átomos, me­ nos átomos que quarks, etcétera). Y, en segundo lugar, dado que hay menos holones en cada nivel superior, cuando usted los agru­ pe colectiva o socialmente, lo colectivo siempre será más peque­ ño que sus predecesores. Así pues, como puede ver en el cuadran­ te inferior derecho de la figura 5-1, las familias son menos que los ecosistemas que, a su vez, son menos que los planetas que, a su vez, son menos que las galaxias. Podríamos resumir todo lo anterior con una simple fórmula: la evolución produce mayor profundidad pero menor amplitud, en donde la “profundidad” se refiere al número de niveles de la jerarquía característicos de un determinado holón mientras que la “amplitud” hace referencia al número de holones propios de un determinado nivel. Cada holón superior tiene más profundidad (incluye más holones previos en su constitución), pero también hay menos holones en el nivel superior más profundo que en el nivel inferior, con lo cual lo colectivo resulta cada vez más y más pequeño (la llamada pirámide del desarrollo). El cuadrante inferior derecho, pues, es simplemente un resu­ men del relato que nos brinda la ciencia (tanto empírica como sistémica) de la forma en que evolucionan las modalidades co­ lectivas de los holones.

El interior de lo individual Si prestamos ahora atención al cuadrante superior izquierdo, veremos otra holoarquía, esta vez de conciencia interior. Esta

/:/

problema

holoarquía va desde la simple aprehensión a la irritabilidad (la capacidad del protoplasma de responder a los estímulos exter­ nos), la sensación, la percepción, el impulso, la emoción, las imá­ genes y los símbolos, los conceptos, las reglas y las operaciones concretas (“conop”), la cognición reflexivo-formal (“formop”) y la visión creativa (“visión-lógica”). Esta jerarquía es también una holoarquía, porque está com­ puesta de holones y, en consecuencia, cada nivel superior inclu­ ye -a modo de componentes de su propia constitución- al(los) holón(es) anterior(es), pero les agrega una capacidad especial emergente que no se hallaba presente en los holones inferiores. Así pues, cada nivel constituye una totalidad que también forma parte de la totalidad propia del siguiente nivel superior y cada ni­ vel es una totalidad-parte -un holón- que posee tanto individua­ lidad (totalidad) como comunión (parcialidad). Esta holoarquía es, obviamente, una holoarquía interior y, por esa misma razón, se vio completamente negada por el materialis­ mo, el conductismo y el positivismo científico. El conductismo moderno afirmaba que la intencionalidad interior no tiene la me­ nor realidad aparte de sus manifestaciones exteriores en la con­ ducta observable concreta. Desde su punto de vista, la “mente” es una “caja negra” completamente alejada de toda posible in­ vestigación científica (es decir, no era realmente real). El colap­ so del Kosmos también implicó el intento agresivo de convertir a toda psicología interior en conductismo exterior y sólo muy re­ cientemente hemos asistido al lento reconocimiento de todo este dominio. Pero, por el momento, no estamos tratando de determinar cuál de estos cuadrantes es “real”, más “importante” o más “significa­ tivo”. Lo único que estamos tratando de hacer es, sencillamente, informar acerca de los resultados de una observación neutra de los datos y recopilar lo que hayan dicho sobre cada uno de los cuadrantes reputados investigadores y, para ello, debemos “poner entre paréntesis” todo intento de reduccionismo, al menos hasta que finalicemos nuestra tarea. 92

Las cuatro esquinas del universo conocido

Si prestamos atención a las investigaciones realizadas por los exploradores del cuadrante superior izquierdo, descubriremos que lo que he enumerado en la figura 5-1 es un jerarquía estándar y am­ pliamente aceptada, muy semejante a las versiones que nos ofrece la mayor parte de la moderna psicología evolutiva (desde Abraham Maslow hasta Jean Piaget, Lawrence Kohlberg, Carol Gilligan y Jane Loevinger). Además, se trata de una jerarquía que también es muy similar a la que nos brindan las psicologías clásicas tradicio­ nales (desde Aristóteles hasta Plotino, Asanga y Aurobindo, como luego veremos). De lo que ellos nos están informando -y general­ mente de un modo coincidente- es -si lo examinamos con más de­ tenimiento- de algunos de los rasgos característicos del interior del individuo. Adviértase la diferencia entre el interior del individuo (la mente) y el exterior del individuo (el cerebro). La mente es co­ nocida directamente; el cerebro, mediante la descripción objeti­ va. Usted conoce su mente -todos los sentimientos, anhelos y de­ seos que atraviesan ahora mismo por su conciencia- de manera directa, inmediata e íntima. Su cerebro, por el contrario, aunque sea “interior” a su organismo, no se halla realmente -como ocu­ rre con su m ente- dentro de su conciencia. El cerebro, por su par­ te -que consiste en sistemas como el neocórtex y neurotransmisores como la dopamina, la acetilcolina y la serotonina-, es conocido de un modo externo y objetivo. Usted nunca experi­ menta directamente lo que denomina dopamina, usted nunca se levanta un día por la mañana y dice: «¡Mmm! ¡Qué día más dopamínico!». De hecho, usted ni siquiera puede ver su cerebro sin aserrar su cráneo y recurrir a un espejo, pero en cualquier mo­ mento puede ver ya su mente. Así pues, la mente y el cerebro constituyen dos visiones dife­ rentes de su conciencia individual, una desde dentro y la otra des­ de fuera, una interna y la otra externa. Cada una de ellas tiene una diferente fenomenología; “parecen” completamente diferentes. El cerebro se asemeja a un gran pomelo arrugado, mientras que su mente se parece... a todas las alegrías, deseos, tristezas, espe­ 93

El problema

ranzas, miedos, objetivos, ideas que pueblan internamente su conciencia. No cabe la menor duda de que el cerebro y la mente se hallan íntimamente relacionados -a fin de cuentas son los as­ pectos de la Mano Izquierda y de la Mano Derecha de su con­ ciencia individual-, pero también presentan diferencias tan pro­ fundas que les impiden reducir una a la otra sin dejar rastros. Advirtamos, por el momento, que los investigadores que se han ocupado de estudiar los aspectos interiores de los holones indivi­ duales en sus propios términos coinciden, de manera general, en lo que nos ofrece la holoarquía mostrada en el cuadrante superior izquierdo de la figura 5-1.

El interior de lo colectivo Los holones individuales del cuadrante superior izquierdo existen en comunidades, como todos los holones. Cuando las cogniciones individuales y subjetivas son compartidas con otros individuos, el resultado es una visión del mundo o una perspecti­ va colectivamente compartida. En la medida en que un holón in­ dividual evoluciona y se desarrolla -en la medida en que la con­ ciencia de los individuos crece en profundidad de la simple sensación hasta las imágenes, los conceptos y la razón (superior izquierdo)-, su visión colectiva del mundo se hace más profunda y más compleja (inferior izquierdo). En el cuadrante inferior izquierdo de la figura 5-1 resumimos las visiones colectivas del mundo. El significado de los términos (es decir, urobórico, que significa «reptiliano» o tifónico, que significa «paleomamífero») resultará más evidente en la medida en que avancemos. El cuadrante superior izquierdo representa la conciencia individual, interior y subjetiva, mientras que el cua­ drante inferior izquierdo representa las formas de conciencia co­ lectivas o intersubjetivas, los significados, los valores y los con­ textos culturales compartidos sin los cuales la conciencia individual no se desarrolla ni funciona en modo alguno. 94

Las cuatro esquinas del universo conocido

Este cuadrante también representa un consenso general de se­ rios eruditos en el campo que han investigado la evolución de es­ tos holones culturales desde su propio punto de vista. En el domi­ nio humano, por ejemplo, la evolución desde lo arcaico hasta la magia, lo mítico y lo mental ha sido extensamente documentado por eruditos tan reconocidos como Jean Gebser, Gerald Heard, Erich Neumann, Robert Bellah y Jürgen Habermas, a quien mu­ cha gente -entre quienes me incluyo- consideran el más grande filósofo social vivo. Adviértase que nos estamos refiriendo al interior de lo colec­ tivo como lo cultural y al exterior del colectivo como lo social. Ambos son aspectos intrínsecos de lo que usted y yo somos, uno de ellos conocido desde el interior y el otro desde el exterior.

Los cuatro rostros del Kosmos Si ahora consideramos los cuatro cuadrantes y tratamos de in­ dagar cómo y por qué se ajustan -¿qué son estos cuadrantes y qué es lo que significan?-, no tardaremos en advertir que los dos cuadrantes de la Mano Derecha representan las realidades objeti­ vas o exteriores y que los dos cuadrantes de la Mano Izquierda representan las realidades subjetivas o interiores. Dicho en otras palabras, los cuadrantes de la Mano Derecha son lo que los holo­ nes parecen vistos desde el exterior, a través de la investigación objetiva, empírica y científica, mientras que los cuadrantes de la Mano Izquierda, por su parte, son lo que los holones parecen contemplados desde el interior, como parte de la conciencia y de la experiencia inmediata. Del mismo modo, todo lo que se halla en la Mano Derecha tiene localización simple, localización en el mundo empírico y sensoriomotor, pero lo que se halla en la Mano Izquierda carece de localización simple porque esos holones no se encuentran en el espacio físico sino en el espacio emocional, en el espacio men­ tal y en el espacio cognitivo (espacios intencionales, no espacios

El problema

cxtensionales). Así pues, usted puede tocar una roca, un planeta, una torre, una familia o un ecosistema -todos ellos tienen locali­ zación simple-, pero no puede tocar el amor, la envidia, la alegría o la compasión; los primeros son realidades exteriores de la Mano Derecha mientras que los últimos son realidades interiores de la Mano Izquierda. La Mano Derecha es exterior y la Mano Izquierda es interior, mientras que la mitad superior es individual y la mitad inferior es colectiva o comunal. De este modo, los cuatro cuadrantes consti­ tuyen el exterior y el interior de lo individual y de lo colectivo. En resumen, los aspectos intencional, conductual, cultural y so­ cial de los holones, en general. Y cada uno de estos aspectos, como puede verse en la figura 5-1 tiene correlatos en todos los demás. Cada uno está íntimamente rela­ cionado con los demás, por la simple razón de que ellos no pueden tener un interior sin un exterior o un singular sin un plural. Los cua­ tro cuadrantes, en mi opinión, pudieran ser aspectos intrínsecos del mismo Kosmos. Elimine cualquiera de ellos y desaparecerán todos los demás, porque se trata de las distintas vertientes del mismo fenó­ meno. Más adelante quedará claro el significado de todo esto. Como ya hemos dicho, lo más relevante es que los eruditos de los diversos campos coinciden con la versión que acabamos de pre­ sentar. La secuencia de átomos, moléculas, células, organismos, etcétera, por ejemplo, es ampliamente admitida por las ciencias naturales; la secuencia percepción, sensación, impulso, símbolo, conceptos, etcétera es ampliamente admitida por los psicólogos evolutivos antiguos y modernos; el exterior de lo colectivo -sean las galaxias, los planetas o las modalidades materiales de la pro­ ducción tecnoeconómica (recolectora, hortícola y agraria)- es ampliamente admitido por los eruditos serios de este campo y las diversas visiones del mundo (arcaica, mágica, mítica, mental, et­ cétera) han sido investigadas por varios renombrados eruditos que, a pesar de las diferencias de matiz, presentan un relato genuinamente similar de las diversas visiones del mundo de la his­ toria de la humanidad. 96

Las cuatro esquinas del universo conocido

El problema, como pronto veremos, es que muchos eruditos, especializados en sólo un cuadrante, niegan la importancia -o in­ cluso la existencia misma- de los otros cuadrantes. Y esto, como veremos, está directamente relacionado con el colapso del Kosmos, con el desastre de la modernidad que negó cualquier tipo de realidad a las dimensiones interiores. Si prestamos ahora atención a los cuatro cuadrantes, sin tratar de reducir uno a los demás, nos aguarda una sorpresa.

El Gran Tres: “yo”, “nosotros” y “ello” Ya hemos visto que el núcleo de la modernidad fue la diferen­ ciación entre el arte, la moral y la ciencia (entre el “yo”, el “no­ sotros” y el “ello”). Pero si ahora miramos a los cuatro cuadran­ tes descubriremos la forma en que se relacionan con esos dominios. El superior izquierdo se describe en el lenguaje del “yo”, el cuadrante inferior izquierdo se describe en el lenguaje del “nosotros” y los dos cuadrantes de la Mano Derecha, al ser exterioridades objetivas, se describen en el lenguaje del “ello”. Y así, en un giro sorprendente, volvemos nuevamente al “Gran Tres” cultural, a las esferas de valor del arte, la moral y la ciencia, a lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero, al “yo”, el “noso­ tros” y el “ello”. Veamos ahora unos pocos aspectos de estas di­ mensiones crucialmente importantes: “Yo" (superior izquierdo): la conciencia, la subjetividad, el yo y la expresión de uno mismo (incluyendo el arte y la estéti­ ca); la conciencia vivida irreductible e inmediata; el relato en primera persona. “N osotros” (inferior izquierdo): la ética, la moral, las visio­ nes del mundo, los contextos comunes, la cultura; el significado intersubjetivo, la comprensión mutua, la adecuación y la justi­ cia; el relato en segunda persona. “IUlo" (Mano Derecha): la ciencia, la tecnología, la natura-

El problema le/a objetiva, las formas empíricas (incluyendo el cerebro y el sistema social); la verdad proposicional (ajuste individual y ajuste funcional); exterioridades objetivas de los individuos y de los sistemas; el relato en tercera persona.

Me refiero a estas tres grandes esferas como “el Gran Tres”, simplemente porque constituyen las tres diferenciaciones más significativas de la modernidad y están destinadas a desempeñar un papel crucial en muchas áreas de la vida. Y ésta no es simple­ mente mi propia idea ya que el Gran Tres es reconocido por un gran número de eruditos. El Gran Tres tiene que ver con los tres mundos de los que habla sir Karl Popper: subjetivo (“yo”), cultu­ ral (“nosotros”) y objetivo (“ello”) y con las tres pruebas de vali­ dez de Habermas, la sinceridad subjetiva (“yo”), el ajuste inter­ subjetivo (“nosotros”) y la verdad objetiva (“ello”). Y también estamos hablando de la Belleza, la Verdad y la Bondad. En el caso del budismo, se trata del Buda, el Dharma y el Sangha (el “yo”, el “ello” y el “nosotros” de lo Real, como pronto veremos). Y algo objetivamente muy importante, el Gran Tres se evi­ dencia también en la decisiva trilogía de Kant, La crítica de la razón pura (la ciencia objetiva), La crítica de la razón práctica (la moral) y La crítica del juicio estético (el juicio estético y el arte). Podríamos dar muchos más ejemplos al respecto, pero con éstos ya puede hacerse una imagen global del Gran Tres, que es, en realidad, una versión reducida de los cuatro cuadrantes. El hecho de que los cuatro cuadrantes (o simplemente el Gran Tres) sean el resultado de una extensiva búsqueda de datos a tra­ vés de cientos de holoarquías; el hecho de que éstas se presenten intercultural y casi universalmente; el hecho de que se presenten de manera recurrente en filósofos tales como Platón y Popper; el hecho de que se resistan a ser reducidas o eliminadas, debe de­ cirnos algo, debe decirnos que se hallan profundamente cincela­ das en el rostro del Kosmos, que constituyen la trama y la urdim­ bre del tejido de lo Real, augurando las verdades que moran en nuestro mundo, nuestras interioridades y nuestras exterioridades 9K

Uis cuatro esquinas del universo conocido

y sus formas individuales y comunales. Lo que debe, en suma, decimos, es que estamos simplemente contemplando los cuatro rostros del Kosmos, las cuatro esquinas del universo conocido, cuatro vertientes que no desaparecerán por más que nos alejemos e incluso tratemos de entornar los ojos.

La modernidad y el mundo chato Ahora llegamos a un punto crítico absolutamente crucial, el punto en el que la diferenciación del Gran Tres (responsable de los esplendores de la modernidad) degeneró en la disociación del Gran Tres (responsable de sus miserias). Esta disociación permi­ tió que la ciencia empírica se asociase con la desenfrenada pro­ ducción industrial -am bas subrayan exclusivamente el conoci­ miento y la tecnología del “ello”- conquistase y sometiera las otras esferas de valor hasta terminar destruyéndolas. Así pues, las dimensiones interiores de la Mano Izquierda fueron reducidas a sus correlatos exteriores de la Mano Derecha, lo cual finalmente colapsó la Gran Cadena del Ser, y con ello, las afirmaciones esenciales de las grandes tradiciones de sabiduría. La Izquierda se colapsó ante la Derecha, ésta es, en cuatro palabras, la formulación más precisa de la miseria de la moderni­ dad, el desastre que ha sido calificado como «el desencantamien­ to del mundo» (Weber), «la colonización de las esferas de valor por parte de la ciencia» (Habermas), «la aurora de la tierra bal­ día» (T.S. Eliot), el nacimiento del «hombre unidimensional» (Marcuse) y «la desacralización del mundo» (Schuon). O, dicho en otras palabras, el desastre al que hemos llamado mundo chato.

SEGUNDA PARTE LOS INTENTOS PREVIOS DE INTEGRACIÓN

6. EL REENCANTAMIENTO DEL MUNDO El mapa del universo, cuyo trazado en los siglos xvm y xix y prosigue hasta hoy en día, ilustra el talante oficial de la ciencia empírica y sistémica, que no es otro que la m itad Derecha de la figura 5-1. Desde ese punto de vista, los holones interiores -com o las imágenes, los símbolos y los conceptos- carecen de toda realidad propia y no son más que meras representaciones del único mundo real, el mundo de la M ano Derecha, el mundo de la materia. Desde la perspectiva de la psicología em pírica (y conductista) -e incluso también desde las versiones más sofisticadas de la ciencia cognitiva actualmente predom inante-, que habría de se­ cuestrar y congelar el alma de Occidente durante casi tres siglos, la mente es una tabula rasa -u n a pizarra en blanco- llena de im á­ genes del mundo em pírico y sensoriom otor característico de la Mano Derecha. De este modo, no hay nada en la mente que antes no haya pasado por los sentidos, y todas las modalidades supe­ riores de conocim iento (desde el ojo de la mente hasta el ojo de la contemplación) se vieron profusa e implacablemente reduci­ das a meras sensaciones empíricas, lo cual es otra forma de decir que se vieron completamente destruidas. Así fue como, en este malogrado cuento de hadas, el Kosmos se vio destripado de sus entrañas y éstas quedaron expuestas al KM

//>\ ¡nimios previos ¡Ir integración

sol abrasador de la mirada monológuica. Es importante com­ prender que no ve trató, simplemente -ni tampoco especialmen­ te de un ataque a las realidades espirituales , sino de un ataque a todo aquello que sonara a conciencia, a interioridad, a intros­ pección. un asedio en toda regla contra las dimensiones de la Mano Izquierda, sin importar que fueran “inferiores" o “superio­ res**. porque ninguna de esas dimensiones interiores poseía loca­ lización simple en el mundo sensoriomotor y, en consecuencia, ninguna de ellas era irreductiblemente real. Lo único real era el mundo de la materia y de la energía, el mundo del materialismo científico. Y el hecho de que, en ocasio­ nes, se dijera que esta realidad estaba organizada en sistemas ba­ lísticos de procesos dinámicamente interrelacionados no cam­ biaba nada porque esos sistemas eran única y exclusivamente empíricos, objetivos, positivistas y monológuicos, un holismo chato, en suma, de “ellos" interrelacionados. Y esto supuso, obviamente, el colapso de la Gran Cadena del Ser en su nivel inferior, el nivel de los eventos empíricos o sensoriomotores. Porque la Gran Cadena era, antes que nada, una gran holoarquía del desarrollo de la conciencia interior que iba desde la materia hasta la sensación, la percepción, las imágenes, los símbolos, los conceptos, las capacidades racionales superio­ res y las modalidades transracionales del alma y del Espíritu. (Nota: Adviértase que la figura 5-1 sólo representa la evolución global hasta el momento presente y que, en consecuencia, en ella no se hallan reflejadas las modalidades superiores del alma y del Espíritu. Pero la filosofía perenne -desde Platón hasta Asanga, Plotino, Padmasambhava y la princesa Tsogyal- afirma la exis­ tencia de modalidades de desarrollo más elevadas que la razón |y al ojo de la mente), modalidades que se despliegan en la con­ templación |y el ojo del espíritu). Y estas modalidades superiores del cuadrante superior izquierdo se vieron descalificadas al re­ chazar todas las dimensiones de la Mano Izquierda del Kosmos. En los próximos capítulos volveremos sobre este importante tema.) El hecho, en suma, es que, cuando las dimensiones inte104

El reencantamiento del mundo

riores se vieron rechazadas in tota, la Gran Cadena simplemente se desplomó. Asi fue como el Occidente moderno se convirtió en la prime­ ra y única gran civilización de toda la historia de la humanidad en despojarse del Gran Nido del Ser. En poco más de un siglo, un Kosmos multidimensional y ricamente texturado se colapsó sú­ bitamente en un chato y difuso sistema de “ellos” monótonos, ab­ solutamente carentes de conciencia, atención, compasión, respe­ to, valores, profundidad y Divinidad.

El universo descalificado Como señalábamos anteriormente, el estremecedor colapso del Kosmos en el universo de objetos y “ellos” propios de la Mano Derecha no fue el resultado del choque entre las visiones einsteniana y newtoniana del mundo. De hecho, tanto la ciencia de Newton como la de Einstein (al igual que la de Bohr, Planck y Heisenberg) contribuyeron a este colapso alentando la causa de la ciencia monológuica a expensas de los dominios subjetivo e intersubjetivo. Cuanto mayor era la autoridad de la física y de las ciencias naturales, menos reales y significativos parecían los do­ minios de las aprehensiones interiores -la moral, la sabiduría, las intuiciones contemplativas, el conocimiento interpretativo, la percepción introspectiva y la realidad estético-expresiva- en las que descansan todas las dimensiones de la Mano Izquierda del Kosmos. Cuanto más respeto imponía el mundo de Newton, Einstein, Kelvin, Clausius, Maxwell, Bohr, Plank y compañía, mayor era la dependencia de esos hombres, en cuyas habilidades monológuicas se depositaba toda esperanza de salvación. Pero el éxito generalizado del empirismo científico -un éxito que ha dominado la visión del mundo de la modernidad (hasta el punto de que los diversos movimientos contraculturales que se oponen a la modernidad se han definido como una reacción en ctmtra del materialismo científico) no se debió u una especie de 105

h)s intentos previos de integración

plan perverso elaborado por los científicos naturales. Porque, ha­ blando en términos generales, todos ellos se ocuparon de investi­ gar honestamente las dimensiones de la Mano Derecha del Kosmos y su éxito fue tan desconcertante que ante él palidecía cualquier otro abordaje (desde el arte hasta la moral, la herme­ néutica y la contemplación). Fue un éxito desmesurado, una ava­ lancha de verdades cuya estridencia sofocó las voces más quedas del universo. Y -no nos equivoquemos- la envidia y los celos de esas otras voces contribuyeron también positivamente a la hegemonía de los “realistas”. ¡La filosofía también podía generar conocimiento real al igual que lo hacía Newton! ¡La teología también podía de­ mostrar con precisión científica la existencia de Dios! ¡Dios po­ día responder a la llamada del laboratorio! ¡La Divinidad podía ser contemplada a través del telescopio! Kant fue sólo uno de los primeros de una interminable lista de teóricos que trataron de acomodar la filosofía, la psicología y la teología a la luz cegado­ ra de Newton y Einstein, Plank y compañía. ¡Qué comprensible es, después de todo, el éxito de la Mano Derecha! A fin de cuentas, todo holón del Kosmos presenta, al menos, cuatro aspectos o dimensiones (conductual, intencional, cultural y social). Así pues -(como puede verse en la figura 51)-, todo evento de la Mano Izquierda tiene su correlato en la Mano Derecha. Dondequiera que existan emociones descubrire­ mos también la presencia de un sistema límbico; dondequiera que exista racionalidad intencional veremos también la presencia de un neocórtex, etcétera. Así pues, en lugar de tratar de aumentar el conocimiento in­ trospectivo -que después de todo es una cuestión delicada, enga­ ñosa y, a menudo, difícil de precisar-, ocupémonos tan sólo de investigar el cerebro y sus procesos empíricos; en lugar de la ale­ gría, estudiemos los niveles de dopamina; en lugar de la depre­ sión, estudiemos la presencia de serotonina en las sinapsis; en lu­ gar de la ansiedad, estudiemos la tasa de acetilcolina en el hipotálamo. Porque esto, al menos, puede ser visto y calibrado 106

El reencantamiento del mundo

empíricamente mediante el ojo de la carne, puesto que posee lo­ calización y extensión simple y sus resultados pueden verse nue­ vamente replicados en experimentos similares. Renunciemos, por tanto, a la absurda “introspección” y reduzcamos la concien­ cia a las variables que puedan ser detectadas de manera empírica y científica. ¡Centrémonos, en suma, en el mundo de la Mano Derecha! Así pues, la causa del colapso del mundo moderno no fue tan­ to la investigación de los aspectos de la Mano Derecha del Kosmos como la creencia de que las dimensiones de la Mano Iz­ quierda no eran más que eventos mal comprendidos de la Mano Derecha. Desde ese punto de vista, la experiencia religiosa no consiste en el despliegue de realidades espirituales sino simple­ mente en una masiva descarga de dopamina en el cerebro y, en consecuencia, para explicarlo no es necesario recurrir a Dios (ni a lo sagrado). Y lo mismo ocurrió con la compasión, el amor, la conciencia y la intencionalidad, eventos, todos ellos, de la Mano Derecha que tenían lugar en el cerebro biofísico. En el sorpren­ dente movimiento que supuso el desastre de la modernidad, los estados interiores se vieron despojados de su contenido real, puesto que los únicos referentes “reales” (las únicas entidades existentes) son aquellas que poseen localización simple, aquellas que portan consigo las credenciales de la Mano Derecha, aque­ llas que disponen de pasaporte empírico, “ellos” monológuicos desprovistos de sentido. Los referentes de las afirmaciones men­ tales y espirituales no son, desde ese punto de vista, realidades interiores (percibidas con el ojo de la mente y con el ojo de la contemplación), sino meras combinaciones de “ellos” sensoriomotores percibidos con el ojo de la carne. (Y la pesadilla moder­ na comenzó al considerar que esos correlatos empíricos -cierta­ mente reales e im portantes- constituían la única realidad existente.) Así fue como los dominios interiores de la Mano Izquierda -entre los que se hallaba la mente, el alma y el Espíritu- pasaron a ser considerados como reliquias de una humanidad premoder­ 107

Los intentos previos ele integración

na ignorante y precientífica, al tiempo que se iniciaba un diligen­ te, concienzuda y persistente investigación de las realidades em­ píricas y positivistas -el mundo de los objetos y de los “ellos”que supuestamente nos proporcionaría el conocimiento y la sal­ vación. Y ciertamente que el abordaje científico nos proporcionó la verdad -ausente en las visiones premodernas del mundo y com­ pletamente ajena a los teóricos de la Gran Cadena- de que cada evento de la Mano Izquierda tiene su correlato en la Mano Dere­ cha. Porque las grandes tradiciones religiosas nunca han adverti­ do que los eventos trascendentales de la conciencia tienen un co­ rrelato empírico concreto en el cerebro. La mente misma, lejos de ser un alma ultramundana atrapada en un cuerpo material, se en­ cuentra, de hecho, estrechamente ligada al cerebro biomaterial (que, aunque no fuera reducible a él, tampoco es algo tan ajeno). La ciencia estaba condenada a descubrir que la conciencia de la Mano Izquierda tiene su correlato en la Mano Derecha, un des­ cubrimiento que sacudió los mismos cimientos del edificio “metafísico” de la realidad imperante en toda visión premodema del mundo. Lo que, durante milenios, había sido considerado como algo radicalmente trascendente y ultramundano era algo mucho más inmanente, intramundano, empírico y orgánico. Y esta em­ presa monológuica estaba -inicialm ente- cargada de sentido por­ que nos revelaba algunas verdades profundas que anteriormente habían sido consideradas como eventos “ultramundanos”, “de­ sencarnados” y “metafísicos”. Pero cuando la confiada modernidad comenzó a expurgar las dimensiones de la Mano Izquierda (incluyendo la Gran Holoarquía), no se dio cuenta de que también estaba desterrando todo sentido y todo significado del Kosmos, porque los dominios de la Mano Derecha son ajenos a los valores, las intenciones, las pro­ fundidades y los significados. La Mano Izquierda es el hogar de la cualidad, la Mano Derecha de la cantidad; la Izquierda es el hogar de la intención y, por tanto, del significado, mientras que la Derecha, por su parte, lo es de la extensión, carente de objetivos 108

El reencantamiento del mundo

y de planes; la Izquierda tiene niveles de significado, mientras que la Derecha tiene niveles de magnitud; la Izquierda tiene me­ jo r y peor%mientras que la Derecha tiene mayor y menor. La compasión, por ejemplo, es mejor que el asesinato, pero un planeta no es mejor que una galaxia; la salud es mejor que la enfermedad pero una montaña no es mejor que un río; el respe­ to es mejor que el desprecio pero un átomo no es mejor que un fotón. Es así como el colapso de la Izquierda ante la Derecha -que tiene lugar cuando reducimos la compasión a serotonina, la alegría a dopamina, los valores culturales a modalidades de pro­ ducción tecnoeconómica, la sabiduría moral a problemas técni­ cos y la contemplación a ondas cerebrales, por ejemplo- tam­ bién reduce la cualidad a cantidad, el valor a apariencia, las interioridades a meras fachadas, la profundidad a superficie y el esplendor a miseria. Y toda esta situación desembocó en el «desencanto del mun­ do» del que hablaba Weber y al que Mumford calificaba como un universo descualificado, un mundo ajeno a toda cualidad y signi­ ficado, un mundo que no se hallaba gobernado por el Espíritu, la conciencia, el propósito o el sentido sino, lisa y llanamente, por el azar o la necesidad sistémica, a modo ciegos guiados por otros ciegos.

La insurrección postmoderna contra el mundo chato En la misma aurora del colapso moderno ante el positivis­ mo, el empirismo, el conductismo y la teoría sistémica -em pre­ sas, todas ellas, monológuicas-, no tardarían en aparecer una serie de rebeliones postmodernas alentadas, de manera total o parcial, por un resurgimiento de los dominios internos, pugnan­ do por ser escuchados, reconocidos, actualizados o tenidos en consideración. Son muchos los nombres que asumieron estos levantamientos poblinodernos (utilizando el término postmoderno en un sentido UN

I a )s

intentos previos de integración

amplio como cualquier movimiento que ocurriera en la aurora de la modernidad). Y, aunque se trata de un tema complejo e intrin­ cado, tal vez pudiéramos resumirlos diciendo que, en un sentido muy general, cayeron dentro de uno de los cuatro siguientes cam­ pos: romántico, idealista, postmoderno e integral. En éste y en los próximos tres capítulos, expondremos breve­ mente estas reacciones al mundo chato, intentos, todos ellos, de integrar al Gran Tres -que había terminado viéndose desastrosa­ mente disociado- y, de ese modo “reencantar al mundo” reconci­ liando, de algún modo, a la ciencia con la espiritualidad, el arte y la moral. Pero esas distintas reacciones no son meras curiosidades his­ tóricas porque todas ellas siguen, de un modo u otro, con noso­ tros, a modo de columna vertebral de casi todo intento de integrar la ciencia y la religión (desde el pluralismo epistemológico hasta la ecofilosofía y el paradigma postmodemo). Sus muchos éxitos -y también sus muchos fracasos- constituyen, en consecuencia, referentes esenciales para la anhelada integración.

Immanuel Kanty el Gran Tres Immanuel Kant tal vez haya sido el primer gran filósofo que se opuso a la equiparación y anulación tan característica del mo­ derno colapso monológuico, pero el efecto de su obra -en manos de teóricos menos dotados que é l- terminó consolidando la he­ gemonía del positivismo; lo último -a juicio de muchos erudi­ tos- que hubiera deseado. Kant comenzó demostrando convincentemente que la razón teórica (la razón pura, la racionalidad monológuica, el conoci­ miento objetivo del “ello”) se halla confinada a las categorías que organizan la experiencia sensorial. La razón monológuica del “ello”, dicho en otras palabras, se halla restringida a las categorí­ as propias del dominio sensoriomotor (hablando en términos ge­ nerales, a las dimensiones de la Mano Derecha) y por ello es in­ 110

El reencantamiento del mundo

capaz de comprender -y menos aún de demostrar- las realidades metafísicas o trascendentes (como Dios, la libertad o la atempo­ ralidad del alma). Pero los filósofos y teólogos trataban de demostrar la existen­ cia de Dios, de la libertad, de la voluntad o de la inmortalidad del alma con proposiciones que carecían de todo fundamento cognitivo. Todos ésos eran intentos de la razón por ocuparse de un do­ minio en el que no funciona, con el resultado de que no genera­ ban conocimiento real sino meros absurdos indemostrables. Podríamos decir que la razón (la racionalidad del “ello») no pue­ de comprender a Dios porque Dios no es un objeto empírico. La crítica de la razón pura6 (escrita en 1781) fue una impla­ cable demostración de la inadecuación de la razón monológuica para comprender las verdades metafísicas que supuso el fin his­ tórico de este tipo de metafísica. La muerte de la metafísica tra­ dicional fue el resultado manifiesto de la primera crítica de Kant. Pero éste no fue más que el primer estadio de su obra. Kant demostró que la razón monológuica no puede demostrar la exis­ tencia del Espíritu, de la libertad o de la inmortalidad.... pero también demostró que la razón tampoco puede refutar su exis­ tencia. De este modo, la ciencia 1) no puede afirmar la existencia del Espíritu, pero 2) ¡tampoco puede demostrar su inexistencia! Porque el hecho es que Kant pretendía, como él mismo dijo, de­ moler el conocimiento (el conocimiento del “ello”) para dejar lu­ gar a la fe. Sólo cuando la razón objetiva, positivista y monoló­ guica dejara de tratar de ocuparse del Espíritu, otros tipos de conocimiento podrían acometer esa tarea. Así pues, en su segunda crítica -La crítica de la razón prácti­ ca1(1788)-, Kant trató de demostrar que, si bien la razón monolóxuica fracasaba en demostrar (o refutar) la existencia del Espí­ ritu, la razón dialóxuicu podría tener un cierto éxito. Porque la razón científica (la racionalidad del “ello” ) no puede apresar a t> Immanuel Kaul, ( rita a 7H. / Immanuel Kant. ( r í t u u t l r la ra jjin ¡mU tu a. Buenos Aires lid l.nsudu. llMM.

III

Los intentos previos de integración

Dios, la razón dialóguica (la moral, la ética o la razón práctica) puede mostrarnos un tipo de conocimiento trascendental y espi­ ritual. La razón moral (no el conocimiento del “ello” sino el co­ nocimiento del “nosotros”) se halla en condiciones de hacer frente a la creencia en la existencia del Espíritu, en que la liber­ tad tiene sentido y en la inmortalidad del alma. Su argumento, básicamente, es que el “deber” interno de la razón moral nunca podría ponerse en marcha sin postular la existencia de un Espí­ ritu trascendente (el estómago no tendría hambre si no existiera el alimento). Y, si bien el conocimiento monológuico del “ello” no puede decirnos nada sobre el dominio espiritual, ¡el conoci­ miento dialóguico del “nosotros” opera de continuo con esos postulados! Ahora ya podemos comprender que Kant comenzara a dife­ renciar las esferas de valores correspondientes al Gran Tres (el arte, la moral y la ciencia, el “yo”, el “nosotros” y el “ello”) y que hubiera sacado el conocimiento espiritual del dominio de la cien­ cia y lo hubiera ubicado en el dominio del razonamiento y del an­ helo moral. Porque es la moral -que no la ciencia- la que nos re­ vela el dominio de lo Divino, y Kant quería poner límites a la ciencia -y a la metafísica- del “ello” y dejar espacio a la “meta­ física del nosotros”, la razón dialóguica y la fe espiritual. Lo que quedaba por hacer era encontrar algún modo de inte­ grar el conocimiento moral del “nosotros” y el conocimiento científico del “ello”, algo que Kant trató de hacer en su tercera gran crítica (La crítica del juicio,8 1790) recurriendo, parcial­ mente, a la dimensión estético-expresiva (o al arte, en un sentido general). En otras palabras, Kant quería rescatar el dominio esté­ tico del “yo” para integrar las morales del “nosotros” y la ciencia del “ello”; quería, en suma, integrar el Gran Tres.

8. Immanuel Kant, Crítica del juicio. M adrid: Ed. E spasa-C alpe, 1977.

112

El reencantamiento del mundo

La línea divisoria de Occidente Hemos llegado ahora a un punto crítico del mundo occidental: la frontera que divide el mundo moderno del mundo postmoder­ no y. aunque este tipo de categorizaciones sean siempre un tanto difusas, bien podríamos decir que Kant fue el último de los gran­ des filósofos modernos -o el primero de los grandes filósofos postmodemos-, aunque lo más probable es que haya sido ambas cosas al mismo tiempo. En cualquier caso, sin embargo, su obra constituye el punto de arranque del que parten las cuatro insu­ rrecciones que anteriormente hemos mencionado: romántica, idealista, postestructuralista postmodema e integral. No es difícil ver que, según la crítica de Kant que subraye­ mos, es posible extraer una visión del mundo radicalmente dife­ rente. Si, por ejemplo, nos centramos en La crítica de la razón pura -que afirma que la ciencia es la única que nos proporciona el conocimiento cognitivo, el conocimiento “real” y que todo lo demás es mera metafísica- podemos convertimos fácilmente en afanados positivistas y conductistas. En tal caso, quedaríamos confinados -¡com o ocurrió con Newton!- al estudio de los fenó­ menos sensoriomotores y relegaríamos todo lo demás al cubo de la basura de la absurda metafísica. De hecho, muchas de las co­ rrientes positivistas y antimetafísicas occidentales remontan di­ rectamente su linaje a la primera crítica de Kant. Pero si focalizamos nuestra atención en la segunda crítica (La crítica de la razón práctica), obtendremos una visión muy dife­ rente. Es cierto que la ciencia nos proporciona el conocimiento auténtico del “ello” pero ¿a quién le importa? Porque la acción real se mueve en el dominio de los anhelos morales y de la razón ética que, aunque no lleguen a revelarnos las realidades espiri­ tuales, apuntan claramente hacia ellas. Los hombres y las muje­ res no son libres como objetos empíricos en el mundo de los “ellos” -un mundo que sólo se mueve por la causalidad y la de­ terminación (sea estricta o estadística)-, sino como sujetos éti­ cos. i>os hombres y las mujeres son autónomos, o pueden serlo si \\)

Los intentos previos de integración

actualizan sus potencialidades más elevadas y actúan en base a una razón universal, mundicéntrica y moral, no ya lo que está bien para mí y para mi tribu o para mí y para mi religión mítica, o para mí y mi nación, sino lo que está bien para todos los pue­ blos, sin distinción de raza ni de credo. Así, cuando mi acción es mundicéntrica -no egocéntrica ni etnocéntrica, sino mundicén­ trica-, soy profundamente libre, porque no obedezco a una fuer­ za exterior sino a la fuerza interior de mi propia razón ética, soy autónomo, soy profundamente libre. Ése fue el estimulante mensaje de la segunda crítica de Kant. Poco importa que el mundo de los “ellos” sea un sistema deter­ minista porque, desde la perspectiva moral de la ética mundicén­ trica, soy un alma libre porque mi conducta sigue los dictados que emanan de mi propio ser. Y son muchas las teorías religiosas, espirituales y especialmente éticas que podrían remontar su ori­ gen a la extraordinaria segunda crítica de Kant. De hecho, hasta hoy en día, muchos de los grandes teóricos de la moral -desde Rawls hasta Habermas- deberían ser calificados como “neokantianos”. Y si centramos nuestra atención en la tercera crítica nos aguarda otra sorpresa. Por supuesto que la ciencia nos brinda el conocimiento genuino de los “ellos” y que las morales del “no­ sotros” nos abren a la sabiduría espiritual, pero ¿cómo integrar estos dominios separados? ¿No debería, acaso, esa integración, ser el objetivo más elevado y más deseable? Y si el arte es el gran puente entre la ciencia y la moral, ¿no se hallará la salvación del mundo en manos de los artistas? Porque eso fue, precisamente, lo que pensaban muchos artis­ tas y, en los mismos albores de la tercera gran crítica de Kant (por no mencionar la Revolución Francesa), aparecieron los grandes movimientos estético-expresivos de la modernidad y de la post­ modernidad, movimientos que no ubicaron la realidad en el do­ minio del “ello” de la ciencia ni en el “nosotros” de la moral, sino en el dominio del “yo”, en el dominio de la subjetividad, el do­ minio del arte, de la visión artística y de la expresión de uno mis114

El reencantamiento del mundo

mo. No sólo la Verdad sino también la Bondad y, sobre todo, la Belleza deberían finalmente revelamos lo Divino. Y estos gran­ des movimientos estético-expresivos comenzaron en serio con los románticos de fines del siglo xvm. El extraordinario intento de reencantar al mundo acababa de comenzar.

7. EL ROMANTICISMO: EL RETORNO A LOS ORÍGENES Pero Kant no consiguió finalmente alcanzar su objetivo de inte­ grar al Gran Tres del arte, la ciencia y la moral. A pesar de sus heroi­ cos intentos realizados en la tercera crítica para lograr esta integración a través del arte y del telos orgánico, la mayor parte de los teóricos consideran que fracasó en este empeño. Hasta tal punto es cierto que los teóricos inmediatamente posteriores a Kant consideraron incon­ clusa esta tarea que la acometieron con una apasionada vehemencia. Y la forma más sencilla de explicar este fracaso sería decir que mal podría el arte lograr esa integración porque mal podría, una de las tres esferas que hay que integrar, llevar a cabo la integración. Pero ése fue un hecho que los románticos, en general, no llegaron a reconocer -o decidieron ignorar-, y se esforzaron en convertir al dominio del “yo” -el reino de lo subjetivo, y especialmente al reino subjetivo de la estética, del sentimiento, de la emoción y de la ex­ presión heroica de uno mismo-, en el camino real hacia el Espíritu y el Absoluto.

La falacia pre/trans Kant llegó a diferenciar con claridad las tres grandes esferas de valor del arte, la moral y la ciencia (algo que terminó forman116

El romanticismo: el retorno a los orígenes

do paite de las extraordinarias dignidades de la modernidad), pero también se dio cuenta de que el Gran Tres comenzó a diso­ ciarse -no simplemente a diferenciarse sino a disgregarse- y de que la ciencia monológuica aprovechó esta fragmentación para emprender su aventura imperialista. Por ello también trató de su­ jetar a la ciencia del “ello” “para dejar lugar a la fe” y que, en la tercera critica, también trató de unificar al Gran Tres. Pero el modo en que lo hizo no le permitió efectuar la tan anhelada inte­ gración. El Gran Tres estaba disociándose y, aunque Kant lo sa­ bía, fue incapaz de impedir la fragmentación o “parcelación”. Los románticos trataron de solucionar esta fragmentación y disociación desde su propia perspectiva pero, a pesar de sus bue­ nas intenciones, su enfoque terminó siendo equivocado. Como ya hemos visto anteriormente, si usted confunde diferenciación con disociación -una confusión, por otra parte, fácil de cometer­ se verá abocado a tratar de resolver la disociación desembara­ zándose de la diferenciación. Pero, en ese caso, terminará vol­ viendo a un tiempo no anterior a la disociación (lo que sería com­ pletamente adecuado), sino anterior a la diferenciación (lo que seria francamente regresivo). Usted tratará de volver a algún tipo de estado de fusión prediferenciada, a un estado “primitivo”, “prístino” y “puro” anterior a toda la locura de la modernidad. Usted querrá regresar a la naturaleza, volver al estado del noble salvaje, regresar a la pureza e inocencia de un pasado primordial. Entonces es cuando se habrá convertido en un retrorromántico, anhelará con nostalgia la “totalidad” y la “unión” del ayer e, ig­ norando todo lo negativo de esas épocas, terminará descubrién­ dose en la antesala de la premodemidad. No es de extrañar que, incluso hoy en día, un respetable libro de referencia como The New Columbio Enciclopedia, resuma del siguiente modo el movimiento romántico: «Los objetivos fundamentales del romanticismo eran varios: regresar a la natu­ raleza y a la creencia en la bondad del hombre (tan bien expresa­ da por Jean Jacques Rousseau), con la consiguiente adoración del “noble salvaje”, el respeto por el “simple campesino, la admira­ 117

Los intentos previos de integración

ción del héroe violento centrado en sí mismo, el redescubrimien­ to del artista [y del yo estético-expresivo] como un creador su­ premamente individual, la exaltación de los sentidos y de las emociones por encima de la razón y del intelecto. Por otra parte, el romanticismo fue una reacción filosófica en contra del racio­ nalismo». Pero si usted está en contra de la razón, le resultará difícil in­ tegrar la razón y, en consecuencia, la verdadera integración del Gran Tres de las esferas de valor tenderá a escapársele. De hecho, los románticos cayeron fácilmente presa de lo que he denomina­ do falacia pre/trans, es decir, la confusión de lo prerracional con lo transracional por la simple razón de que ambos son no racio­ nales. Es evidente que la espiritualidad se halla, en cierto modo, más allá de la mera razón, pero lo cierto es que existe lo fransracional y también existe lo prerracional. Lo prerracional incluye todas las modalidades previas a la razón (como la sensación, la vitali­ dad sensorial, la emoción corporal y los sentimientos orgánicos) y, por su misma naturaleza, tiende a excluir -diga lo que diga- a la razón. Lo transracional, por su parte, descansa al otro lado de la razón. Una vez que la razón ha aparecido y se ha consolidado, la conciencia puede seguir creciendo, desarrollándose y evolu­ cionando hasta alcanzar modalidades de conciencia supraindividuales, transracionales y transpersonales. La transracionalidad, a diferencia de la prerracionalidad, incorpora la perspectiva racio­ nal y le agrega sus propios rasgos distintivos, por ello nunca es antirracional. Supongamos, por el momento, que estas dimensiones más elevadas existen y que nosotros podemos ver que el arco global del desarrollo y evolución de la conciencia va desde lo prerracio­ nal hasta lo racional y, desde ahí, hasta lo transracional; desde lo subconsciente hasta la conciencia de uno mismo y, desde ahí, hasta la supraconciencia; desde lo prepersonal a lo personal y, desde ahí hasta lo transpersonal; desde el id hasta el ego y, desde él, hasta Dios. 118

bl romanticismo: el retorno a los orígenes

La falacia pre/trans tiene lugar cuando los estados pre y trans se confunden y equiparan, un error que puede asumir dos formas diferentes. Freud, por ejemplo, tendía a reducir toda auténtica ex­ periencia transracional al infantilismo prerracional (el narcisis­ mo primario, la indisociación oceánica, el estadio oral preambi­ valente, etcétera). Jung, por su parte, solía equivocarse en el sentido contrario, elevando algunas producciones prerracionales de la niñez a la gloria transracional. Ambos errores -el reduce to­ nismo y el elevacionismo- descansan en la confusión entre pre y trans. Y los románticos estaban a punto de vengarse y cometer el error elevacionista de glorificar los dominios prerracionales con una in­ tensidad que solían abocar a pesadillas francamente regresivas. Pero su intento fue tan noble, tan comprensible, tan sincero...

Tejer de nuevo la gran red de la vida La prerracional idad, como ya hemos visto, se refiere a todas las modalidades de conciencia anteriores a la emergencia de la razón formal, como la sensación, la emoción, las imágenes y el sentimiento intenso (como puede verse en la figura 5-1). En la medida en que la racionalidad emerge y se desarrolla, trasciende e incluye, va más allá pero también incorpora, los dominios pre­ rracionales (puesto que, como ya hemos visto, “trascender-e-incluir” o “diferenciar-e-integrar” es la esencia dinámica de todos los estadios de la evolución y el desarrollo normal). Pero si existe una patología -si la razón no se diferencia, sino que se disocia de los reinos inferiores-, el resultado es la repre­ sión, la enajenación, el sofoco de la vitalidad, el sentimiento y la emoción. En tal caso, en lugar de trascendencia e inclusión, hay negación y represión. Y, cuando se da esta disociación patológica, la razón, con to­ das sus ricas capacidades para el diálogo, la ética, el respeto y el reconocimiento mutuo, se convierte en una reseca y abstracta ne­

Los inícnlos previos de integración

gación de la vida. Pero esta represión no es algo inherente a la ra­ zón y a la racionalidad sino una aberración patológica de la razón que ocurre cuando la necesaria diferenciación va demasiado lejos y termina convirtiéndose en una disociación mórbida. Pero ¿qué fue exactamente lo que le ocurrió a la modernidad? La racionalidad de la modernidad llegó a diferenciar admirable­ mente el Gran Tres del yo (“yo”) la cultura (“nosotros”) y la natu­ raleza (“ello”); pero la modernidad, hipnotizada por el cientificis­ mo, no estaba integrando esos dominios, sino que se hallaba, por el contrario, en proceso de disociarlos, mientras el yo, la cultura y la naturaleza empezaron a luchar entre sí bajo la mirada estricta de una ciencia monológuica que comenzaba a colonizarlo todo. Y uno de los reinos oprimidos fue el de la estética, el yo y la expresión de uno mismo, incluyendo la vitalidad, los sentimien­ tos y las emociones que, al formar parte de la Mano Izquierda o de los dominios interiores, se vieron simplemente marginados de todo discurso serio o, dicho de otro modo, se vieron oprimidos, negados, denigrados y desvalorizados. La razón, en suma, termi­ nó reprimiendo al sentimiento. (No es accidental que, precisamente en este punto, Schopenhauer, Nietzsche y Freud mencionaran esta represión mental con­ tagiosa de la vida instintiva. Pero no era que este tipo de represión fuera completamente ajena a las culturas premodemas -puesto que, en casi cualquier periodo histórico que consideremos, el ni­ vel superior puede reprimir a los niveles inferiores-, sino que nunca antes había existido una racionalidad tan poderosa y agre­ sivamente contraria a la vida interior, la esencia de la disociación de la modernidad, el verdadero paciente del doctor Freud.) Es comprensible que los románticos se hallaran aterrados ante esta represión y disociación. Y los diversos románticos -Rousseau, Herder, los Schlegel, Schiller, Novalis, Coleridge, Keats, Wordsworth y Whitman- asumieron la tarea de curar esta violenta fragmentación, pero no con la razón abstracta, sino con el sentimiento intenso, con lo que Wordsworth denominó «el desbordamiento espontáneo de sentimientos muy intensos». 120

El romanticismo: el retomo a los orígenes

Herder fue muy explícito: «Ver la totalidad de la naturaleza, perci­ bir la gran analogía de la creación. Todo siente, la vida resuena con la vida... El impulso es la fuerza motriz de nuestra existencia y debe mostrarse hasta en nuestros más nobles conocimientos. El amores la forma más noble de conocimiento, como es también el más no­ ble de los sentimientos». Y quienes creían que la racionalidad abs­ tracta del “ello” era la única forma válida de conocimiento, debían ser, en opinión de Herder, «personas mentirosas o irritables». Además, como resumió un erudito de esa época, la aspiración fundamental de los románticos era un sentimiento unificado de la vida, «este sentimiento no puede circunscribirse a los límites de mi yo sino que debe hallarse abierto a la gran corriente de la vida que fluye a través de él. Si ha de haber unidad en el yo... es esta corriente mayor, y no simplemente la corriente de mi propio cuer­ po, la que debe unirse a la aspiración más elevada. Así, la sensa­ ción de nuestro yo debe formar parte de la sensación de la co­ rriente superior de la vida que fluye a través de nosotros y de lo que nosotros formamos parte; esta corriente debe nutrimos no sólo física sino también espiritualmente». Y tengamos en cuenta que no estamos hablando de ninguna panacea de la Nueva Era ac­ tual sino del mismo credo del movimiento romántico que se ori­ ginó hace unos doscientos años (y del que la llamada “nueva era” no es más que uno de sus muchos vástagos). Así pues, los románticos ya trataron de integrar el Gran Tres del yo, la cultura y la naturaleza, ya intentaron unificar lo que el desastre de la modernidad había disociado. Por encima de todo, los románticos anhelaban intensamente la unidad y la totalidad. Como dijo Charles Taylor, «había una demanda apasionada de unidad y de totalidad. Los [románticosl reprocharon amargamen­ te a los pensadores de la Ilustración haber diseccionado al ser hu­ mano y, en consecuencia, haber deformado también la auténtica imagen de la vida humana objetivando la naturaleza humana |re­ duciéndola a un objeto de la Mano Derecha]. Todas estas dicoto­ mías |y disociaciones) terminaron distorsionando la verdadera naturaleza del hombre, que tenía que ser visto como una única 121

Los intentos previos de integración

corriente de vida o como el modelo de una obra de arte [la di­ mensión estético-expresiva], donde es imposible definir una par­ te abstrayéndola de las demás. Todas estas distinciones eran, pues, abstracciones de la realidad, pero lo cierto es que eran más que eso, eran auténticas mutilaciones... una negación de la vida del sujeto, de su comunión con la naturaleza y de la expresión na­ tural de su propio ser». El regreso a la naturaleza, el regreso a algún tipo de unión o comunión previa al colapso y fragmentación de la modernidad. Como dijo cierto historiador: «Lo que ellos [los románticos] an­ helaban era la unidad con el yo y la comunión con la naturaleza, el hombre en comunión con la naturaleza». Y esto sólo puede ser logrado a través de una «inserción simpática en la gran corriente de la vida de la que todos formamos parte». Alcanzar la unidad con la gran Red de la Vida. Y este intento extraordinario de integrar el Gran Tres, de inte­ grar el yo, la cultura y la naturaleza e introducir así un tipo de to­ talidad y unidad en un modernidad enferma de soberbia, fue una de las aspiraciones más nobles que podamos concebir. Y éste es también el motivo por el cual, en mi opinión, todos estamos en deuda con los románticos. Ellos fueron los primeros en diagnos­ ticar la enfermedad, hace ya unos doscientos años; ellos fueron los primeros en reaccionar horrorizados; ellos fueron los prime­ ros en tratar de recomponer los fragmentos, sanar las heridas, en­ contrarse en casa en el universo y no tratar de convertirse en su dueño sino aceptar formar parte humildemente de la maravillosa Red de la Vida.

El tropiezo Pero, en su comprensible celo por trascender la razón y alcan­ zar una auténtica totalidad espiritual, los románticos acabaron re­ comendando cualquier cosa que no fuera racional, incluyendo muchas cuestiones que eran abiertamente prerracionalesy regre­ 122

hl romanticismo: el retorno a los orígenes

sivas. egocéntricas y narcisistas. Todos ellos confundían con de­ masiada frecuencia impulso prerracional con conocimiento transracional; naturaleza preconvencional con espíritu postcon­ vencional; expresión preverbal con conciencia transverbal; liber­ tinaje preconvencional y egocéntrico con libertad postconven­ cional mundicéntrica y fusión prediferenciada con integración transdiferenciada. Dicho en otros términos, el hecho de confundir diferenciación con disociación les llevó también a confundir lo prerracional con lo transracional y a comenzar a glorificar todos los impulsos prerracionales, preconvencionales, preconceptuales y “naturales” con los que se encontraban. Dicho en pocas palabras, los román­ ticos no tendieron a transdiferenciar sino a desdiferenciar. Ellos glorificaron inadvertidamente la fusión, no la auténtica integra­ ción; dejaron que la expresión de uno mismo se convirtiera en la obsesión sobre uno mismo y en el “divino egoísmo”. Y es este desliz regresivo y narcisista en lo preconvencional el que amena­ zó con acabar no sólo con las miserias de la modernidad, sino también con sus aspectos más positivos. No es de extrañar que tantos críticos de la cultura -desde Ro­ ben Bellah hasta Colín Campbell y Jürgen Habermas- hayan considerado la obsesión actual por el yo, el sentimiento, la grati­ ficación impulsiva, “el aquí y ahora”, el “abandona la mente y re­ gresa a los sentidos”, el consumo de la clase media de las reli­ giones tribales nativas como “puras, inocentes y globales”, la creencia de que “uno crea su propia realidad”, la gratificación sensorial intensa, el consumismo, la glorificación del yo y la con­ siguiente alienación social como herederos directos del romanti­ cismo. Obviamente, los románticos más sofisticados nunca recomen­ daron abiertamente la regresión. La idea, por el contrario, era que, de algún modo, debíamos volver a establecer contacto con “la totalidad perdida” para recuperarla, aunque ahora a un “nivel superior”, en una “forma madura”, sintetizando así lo mejor de la premodernidad con lo mejor de la modernidad. Y no cabe la me­

Los intentos previos de integración

nor duda de que éste es un noble objetivo, un objetivo al que tam­ bién aspiran muchos otros enfoques, incluido el integral. Pero, tanto en la práctica como en la teoría, los románticos no pudieron llevar a cabo esta integración entre lo premodemo y lo moderno (o la integración del Gran Tres) porque habían devalua­ do las esferas racionales, convencionales y burguesas y la pro­ metida “integración” de estas esferas no pasó de ser, en el mejor de los casos -como las esferas desdeñadas no tardarían en seña­ lar-, mera palabrería. Porque el hecho es que, al confundir dife­ renciación con disociación -y prerracional con transracional-, los románticos solían acabar decantándose por la desdiferencia­ ción, un proceso que, cuando tiene lugar en un sistema vivo, es denominado “cáncer”, una desdiferenciación regresiva de células que crecen más allá de todo control y termina ocasionando la muerte del sistema. Y, de hecho, en este anhelo espiral regresivo, usted podría muy bien desdiferenciarse y descubrir que su ego es la fuente y el origen de toda realidad (como hace el pensamiento preoperacional). El divino egoísmo seguiría empujándole hacia atrás y usted podrá terminar empantanado, con la mejor de las intenciones, en el atolladero de sus tendencias subjetivas. En tal caso, el mundo será cada vez más y más oscuro, estará cada vez más plagado de intenciones malévolas y usted será el único puro y limpio del mundo. Entonces se hallará cada vez más y más triste, enfermo por la tristeza del mundo, como algo demasiado hermoso para un mundo tan ingrato y, si usted es un verdadero romántico, no le quedará más alternativa que un hermoso suicidio. (Así fue, pre­ cisamente, como acababan muchas de las narraciones -y también la vida- de los grandes románticos.) Entretanto comenzó la búsqueda del supuesto paraíso maravi­ lloso, prístino y puro que la modernidad había perversamente destruido. Pero, al confundir disociación con diferenciación, no se buscaba simplemente un período anterior a las disociaciones de la modernidad, sino también anterior a las diferenciaciones. Para ellos, el roble era, de algún modo, una terrible violación de 124

El romanticismo: el retorno a los orígenes

la bellota y a ésta, -que no el roble- atribuían “más unidad’’, una confusión, por cierto, en la que cayeron -y siguen cayendo- los retrorrománticos. Así fue como la recuperación del Origen se convirtió en el gran tema de este período, el deseo impetuoso de encontrar, re­ conectar, resucitar y abrazar un Amado perdido y reencontrado, el regreso del Dios o de la Diosa que había estado gloriosamente presente en algún pasado real, pero al que la modernidad había herido, desterrado, quemado o sepultado. El proyecto de resta­ blecer el contacto con la bellotez de la humanidad acababa de empezar.

La maquinaria de la regresión Así comenzó la búsqueda del período histórico o prehistórico en el que todavía no hubieran tenido lugar las terribles diferen­ ciaciones de la modernidad. Los primeros románticos habían su­ bido alborozados al expreso de la regresión, cuyo destino más frecuente era la antigua Grecia. Hay, por supuesto, muchos tópicos de la antigua Grecia que merecen todo nuestro respeto, y uno de ellos era su abrazo precoz de la razón que supuso una diferenciación preliminar entre la Bondad, la Verdad y la Belleza (una diferenciación que sólo pue­ de revelamos la razón y que, en consecuencia, es ajena a todas las modalidades prerracionales). Pero precisamente porque se trataba de los comienzos de la diferenciación, no se vio acompa­ ñada de ninguna de las grandes disociaciones que posteriormen­ te aquejaron a la modernidad, y, consecuentemente, en el pensa­ miento de la Grecia clásica tiende a haber una extraordinaria armonía entre las esferas de valor. Creo que es esa misma armo­ nía la que muchas personas encuentran tan sugestiva en la Grecia clásica y la que seguramente atrajo a los primeros románticos. Pero lo cierto es que los griegos nunca llegaron a diferenciar completamente el Gran Tres porque, de haberlo hecho, hubieran

Los intentos previos de integración

recogido sus frutos, hubieran abolido la esclavitud (no olvidemos que, en las “democracias” griegas, una de cada tres personas era esclava) y también hubieran reivindicado -entre otros- los dere­ chos de la mujer. De modo que glorificar una sociedad en la que la mayor parte de la gente estaba sumida en la esclavitud, inclu­ yendo a las mujeres y a los niños, era, por decirlo suavemente, una forma muy curiosa de tergiversar las cosas. Los románticos de la actualidad han comprendido esto y han renunciado -a menudo horrorizados- al intento de regresar a la antigua Grecia, calificándola de un modo que los primeros ro­ mánticos hubieran encontrado completamente inconcebible. Y, puesto que Grecia se ha convertido en el punto de partida del de­ sastre actual, los modernos románticos han puesto rumbo hacia la prehistoria en busca de su paraíso primordial. Las ecofeministas, por su parte, han glorificado el período in­ mediatamente anterior a la Grecia agrícola, es decir, las socieda­ des hortícolas que florecieron aproximadamente entre el -10.000 y el -4.000, un período anterior al surgimiento de los primeros imperios y del “patriarcado” agrario, en general. En las sociedades hortícolas, el método fundamental de pro­ ducción eran el simple palo de cavar o la azada de mano, mien­ tras que, en las sociedades agrarias (como Grecia, por ejemplo), la modalidad principal era el arado tirado por un animal. Y, si bien las mujeres embarazadas pueden manejar fácilmente un aza­ dón, el intento de utilizar el arado conlleva una elevada tasa de abortos. Así pues, en las sociedades hortícolas, las mujeres cons­ tituían un elemento fundamental de la fuerza productiva, ya que hasta el 80% de los alimentos de estas sociedades eran produci­ dos por la mujer, un hecho que se refleja con toda claridad en las relaciones sociales y las divinidades míticas propias de esas cul­ turas. Un tercio de estas sociedades tuvieron deidades exclusiva­ mente femeninas, otro tercio tuvieron deidades tanto masculinas como femeninas, y el último tercio, deidades sólo masculinas. No es difícil ver la atracción que las sociedades hortícolas despiertan en las ecofeministas, y tal vez sea ése el motivo por el 126

FJ romanticismo: el retorno a Ios orígenes

cual soslayan el hecho de que entre el 44 y el 50% de estas so­ ciedades se hallaban enzarzadas de manera continua o intermi­ tente en escaramuzas bélicas (y que lo mismo ocurría con las “pacíficas” sociedades de la Gran Madre), que el 61% se asenta­ ba en la propiedad privada (aunque se tratara de una propiedad comunal), que el 14% era esclavista (tan esclavista como las so­ ciedades patriarcales) y que el 45% tenía establecida la institu­ ción de la dote de la novia. Así pues, las sociedades hortícolas no eran tan “puras y prístinas” como pareciera a simple vista y, si se hallaban en contacto con la naturaleza, se trataba de una natura­ leza en la que alguna ecofeminista actual dudo que quisiera vivir. Los ecomasculinistas (los ecólogos profundos), por su parte, dan un paso todavía más atrás hacia la prehistoria, hacia la etapa recolectora... porque ya no es posible retroceder sin tropezar con un estadio prehomínido. Y, puesto que ya no es posible retroce­ der más, ése debe ser el estado puro, prístino e “indisociado”. Las ecofeministas han considerado las culturas hortícolas matrifocales como el estado puro y prístino, el estado “unificado con la naturaleza”, centrado en los ciclos estacionales de la luna, de la plantación y de la cosecha y, en consecuencia, acusan a las sociedades agrarias patriarcales (es decir, la Grecia clásica) de ser las responsables de la caída de la humanidad. Los ecomascu­ linistas, por su parte, van todavía más atrás y llegan a la época recolectora, condenando a las sociedades hortícolas -el cielo de las ecofeministas- como las responsables de la primera gran vio­ lación de la tierra y de la destrucción de paraíso. Porque, según los ecomasculinistas, el mismo cultivo es un intento de controlar y dominar la pureza y espontaneidad de la naturaleza. Según ellos, las únicas sociedades auténticamente puras y prístinas han sido las que se dedicaban a la caza y la recolección ocasional. Y todas las aflicciones de la humanidad comenzaron en el mismo momento en que la mujer tomó la azada. Ignoremos también los datos que demuestran que cerca del 10% de estas sociedades recolectoras eran esclavistas, que el 37% de ellas tenía establecida la institución de la dote de la novia 127

Lj )s intentos previos de integración

y que el 58% guerreaba de manera continua o intermitente. ¡Éste debe ser el estado puro y prístino porque ya no es posible ir más atrás! Así, podemos comenzar a damos cuenta de un elemento co­ mún a todos los enfoques retrorrománticos, ecoholísticos, de re­ greso a la naturaleza, de retomo al origen, es decir, los enfoques que podríamos denominar “compare y elija” de la historia. Elija las cosas que más le gusten de cualquier época premoderna e ig­ nore todas las demás, como si, para llevar a cabo la anhelada “in­ tegración” pudiéramos quedamos sólo con lo que más nos gusta­ ra. Compare lo mejor del pasado con lo peor de hoy en día y exija que se lo devuelvan. Hasta el mismo Foucault -nada sospechoso, por cierto, de fa­ nático de la modernidad- quedó horrorizado ante este paraíso de “compare y elija”. «Yo creo que existe una tendencia muy difun­ dida, una tendencia que deberíamos combatir, a designar lo que ha ocurrido [la modernidad] como el enemigo fundamental, como si se tratara de la principal forma de opresión de la que de­ bemos liberarnos. Ahora bien, esa actitud simplista entraña mu­ chos peligros. Para empezar, la tendencia a alguna forma barata de arcaísmo o de felicidad imaginaria pasada de la que los anti­ guos, por cierto, jamás gozaron. En el odio hacia el presente [mo­ dernidad] se esconde la peligrosa tendencia a invocar un pasado absolutamente mítico.» Como pronto veremos, hay muchos elementos valiosos en la visión romántica que deberían ser rescatados y colocados sobre la mesa de la integración. Es evidente que debemos volver a es­ tablecer contacto con la naturaleza e integrarla, una desintegra­ ción que representó, lamentablemente, una de las desgracias de la moderna disociación. Pero las sociedades premodemas no integraron realmente al yo, la cultura y la naturaleza, sino que simplemente no llegaron siquiera a diferenciarlos. Al tratarse de sociedades prediferencia­ das, no de sociedades íran.sdiferenciadas, difícilmente pueden ser­ vir como modelos adecuados para la integración del Gran Tres. 128

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romanticismo: el retorno a los orígenes

Esta diferenciación (y su posible integración) es un emergente, algo nuevo en la corriente evolutiva, algo que nunca había exis­ tido anteriormente (ni de forma consciente ni de forma incons­ ciente) y, por tanto, imposible de recuperar por más que “retor­ nemos a nuestros orígenes históricos”. El mismo intento de regresar al origen constituye, pues, un lamentable error. Así pues, del mismo modo que la bellota no integra realmente las ramas y raíces -porque ésas todavía no han aparecido-, las cul­ turas premodemas tampoco integraron las esferas de valores mo­ dernas porque ésas no se habían diferenciado. Al igual que ocurre con el caso de la bellota, esos estadios premodemos poseían menos diferenciación, menos integración, menos unidad y menos totali­ dad; y, si bien carecieron de muchas de las enfermedades de la mo­ dernidad, tampoco disfrutaron de las ventajas que conllevaba la di­ ferenciación. Si no comprendemos esta distinción elemental, confundiremos fusión con integración y no nos quedará más alter­ nativa que poner en marcha la maquinaria regresiva. Es hacia el mañana, no hacia el ayer, hacia donde debemos di­ rigir nuestra atención. Y el idealismo comenzó, en parte, en este punto como una reacción en contra del romanticismo. El Dios de mañana -que no el de ayer- es el que anuncia nuestra liberación.

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8. EL IDEALISMO: EL DIOS QUE ESTÁ POR VENIR Una de las diferencias más asombrosas y radicales existentes entre las culturas premodernas y las culturas modernas es la di­ rección en la que afirman que se despliega el universo. La mayor parte de las religiones premodemas hablan de “un tiempo ante­ rior al tiempo”, el tiempo de la creación, un tiempo en el que al­ gún tipo de Gran Espíritu creó el mundo a partir de sí mismo, de algún tipo de prima materia o de la nada. Inmediatamente des­ pués de esta génesis, los hombres y las mujeres -u n a parte de esta notable creación- vivían en paz y armonía consigo mismos y con todas las demás criaturas. Próximos a la Fuente, al Espíritu, a Dios y a la Diosa, los seres humanos vivían inmersos en un gozo en el que la bondad resplandecía en todas direcciones. Pero luego, según dicen, comenzaron a pasar cosas muy raras; algunos afirman que Dios empezó a alejarse poco a poco de los seres humanos mientras que otros opinan que fueron los seres hu­ manos los que comenzaron a alejarse de Dios. Pero, en cualquie­ ra de los casos, gradual o repentinamente, los seres humanos de­ jaron de hallarse en contacto con el Edén primordial. La versión hindú dice que, a partir de entonces, el mundo evo­ lucionó a través de cuatro yugas o épocas cósmicas, cada una más oscura, alienada, fracturada y dolorosa que la anterior. Estas épocas -denom inadas edad de oro, de plata, de bronce y de hie130

Kl idealismo: el Dios que está por venir

rro. respectivamente- conducen desde el dharma puro (la Verdad espiritual) hasta el adharma (el baldío espiritual)... y hoy nos ha­ llamos en la corrupta edad de hierro, en el Kali yuga, la época de mayor alejamiento de la Fuente. Los eruditos de esta versión que sostienen de un modo casi universal las culturas premodernas afirman que el universo va desde la Edad de Mito hasta la Edad de los Héroes, la Edad de los Hombres y la Edad de Caos, un camino continuo de descenso. Y, desde este punto de vista, nosotros vivimos en la Edad del Caos, alejados de la Fuente y del Origen. Todos estos relatos nos proponen la misma dirección inequívo­ ca del desarrollo del universo. Como si se ajustara a una especie de segunda ley de la termodinámica religiosa, el universo espiritual sigue un camino de continuo declive. En el proceso de la historia del universo, los seres humanos -y con nosotros todas las criatu­ ras- nos hallamos, en un tiempo, más cerca del Espíritu, fuimos uno con el Espíritu y estuvimos inmersos en el Espíritu en esta misma Tierra. Pero, a través de una serie de separaciones, dualis­ mos, pecados o contracciones, el Espíritu fue desvaneciéndose poco a poco, cada vez menos evidente, cada vez menos presente. Deus absconditus. Desde esta perspectiva, la historia representa el proceso de alejamiento del Espíritu, un proceso en el cual vamos adentrándonos en etapas cada vez más oscuras, más aciagas y me­ nos espirituales. Para las culturas premodemas, en suma, historia es involución. Pero en algún momento de la era moderna -un momento que resulta imposible de determinar con exactitud- la idea de la histo­ ria como involución (la idea de una caída de Dios) se vio lenta­ mente reemplazada por la idea de la historia como evolución (como un desarrollo hacia Dios). Schelling (1775-1854) afirma ex­ plícitamente la noción de evolución, Hegel ( 1770-1831) la expuso con un genio rara vez igualado, Herbert Spencer (1820-1903) la convirtió en una ley universal y su amigo Charles Darwin (18091882) la aplicó al campo de la biología. Más tarde reaparece en Sri Aurobindo (1872-1950), quien la ubicó en su contexto espiri131

Los intentos previos de integración

tual más exacto y más profundo, y Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) terminó difundiéndola en Occidente. De este modo, en el corto trecho de un siglo, las mentes más serias habían dado la bienvenida a una noción inconcebible para la mayor parte de las culturas premodemas, la idea de que los se­ res humanos -y cualquier otro sistema vivo- estamos inmersos en un proceso de desarrollo que va desplegando evolutivamente nuestras potencialidades más elevadas, y que, si nuestra poten­ cialidad más elevada es Dios, cada vez estamos más cerca de nuestra propia Divinidad. Según esa extraordinaria visión, la evolución es el crecimien­ to y desarrollo hacia la consumación de esa potencialidad, hacia ese summum bonum, hacia ese ens perfectissimus, Origen y Meta de nuestra naturaleza más profunda. La evolución es simplemen­ te el Espíritu-en-acción, Dios en la creación, una creación que está destinada a desembocar en lo Divino.

El surgimiento del idealismo La idea de que la historia cósmica y humana consiste en el de­ sarrollo y la evolución del Espíritu aparece inmediatamente des­ pués de Kant y fue uno de los grandes pronósticos de los idealis­ tas. Esto ocurrió después de que el Gran Tres (el arte, la moral y la ciencia) se hubiera diferenciado claramente (a fines del siglo xvm) pero antes de su disociación y colapso final (a finales del siglo xix). Ése fue un período muy fértil, tal vez fue el último pe­ ríodo de la historia de Occidente en el que tuvo lugar un fecundo intercambio entre las distintas esferas de valor que, aunque no se habían integrado (una empresa que aún estamos lejos de conse­ guir), seguían todavía hablando desde su propio punto de vista. En ese fértil suelo maduró del idealismo. Todo comenzó, como de costumbre, con Immanuel Kant, que, como es sabido, afirmó que nunca podremos conocer «la cosa en sí», sino sólo la apariencia o el fenómeno que se presenta cuando 132

El idealismo: el Dios que está por venir

la cosa-en-sí afecta a las categorías de nuestra mente. Ésta fue la noción de la que partió el idealismo alemán, la noción de que el mundo no es algo percibido sino construido. Johann Fichte, contemporáneo de Kant, agregó que, si no po­ demos saber nada sobre la cosa-en-sí, tampoco podemos saber si existe o no existe, y se trata, pues, de un concepto completamente inútil. Al mismo tiempo, Kant había mostrado que los fenómenos son construidos por la mente. De modo que, si nos desembaraza­ mos de la noción de la cosa-en-sí, la totalidad del universo percibi­ do es un producto de la mente, aunque no, obviamente, del pro­ ducto de una mente o de un yo individual, puesto que la señora Smith -de Boise, Idaho, por ejemplo- no está, evidentemente, creando la totalidad del Kosmos. Debe existir una mente que le trascienda a usted, a mí y a todo individuo concreto, debe haber un Yo absoluto y supraindividual que genere el universo entero. Fichte propuso que este Yo absoluto, el Yo transpersonal, era el principio fundamental de la filosofía, y de él trató de derivar la totalidad del universo manifiesto (de un modo sorprendentemen­ te parecido a lo que afirma el gran hinduismo Vedánta oriental ya que, para ambos, la imaginación creativa del Yo absoluto da lu­ gar al mundo finito y como reacción a ese mundo nace el yo fini­ to. Para ambos, además, la liberación consiste en el redescubri­ miento del Yo absoluto del que el yo finito y el mundo finito no son sino una manifestación). Porque todas las formas de conocimiento (incluyendo la ciencia del “ello” y la moral del “nosotros”) emanan de ese Yo absoluto, y todas las formas de conocimiento podrían, en opinión de Fichte, verse inconsútilmente integradas en este Yo consciente, una inte­ gración que sanaría la “parcelación” o fragmentación de la moder­ nidad, que ya comenzaba a evidenciar su faceta patológica. No es de extrañar, pues, que Fichte quisiera también integrar el Gran Tres. Porque esta integración, como ya hemos visto, constituye el quehacer fundamental al que debe enfrentarse el mundo postmoderno. La postmodernidad debe unificar lo que la modernidad separó. Y los grandes teóricos posteriores a Kant se

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agrupan en torno a la forma de responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo podemos, después de la diferenciación del Gran Tres, lle­ gar a integrarlo? (El romanticismo trató de conseguirlo a través de la regresión y desdiferenciación, un callejón sin salida que ter­ minaba abocando al suicidio. El idealismo, por su parte, lo inten­ tó orientándose en el sentido contrario: el desarrollo superior.) Fichte sostenía que, puesto que el Yo absoluto (que es el Es­ píritu) da origen a todo el mundo manifiesto, la tarea de la filo­ sofía consiste en reconstruir lo que él denominó la «historia prag­ mática de la conciencia», es decir, la reconstrucción del camino seguido por la conciencia en su despliegue creativo del universo. Así fue como Fichte fue de los primeros en introducir la noción absolutamente crucial e históricamente novedosa de desarrollo (o evolución). El mundo no es algo estático y predeterminado sino que, por el contrario, crece, se desarrolla, evoluciona y asu­ me formas diferentes en la medida en que el Espíritu despliega el universo. Y, en opinión de los idealistas, la com prensión de este des­ pliegue o desarrollo encierra la clave oculta para la com prensión del Espíritu.

La evolución como Espíritu-en-acción Fue Friedrich Schelling quien, partiendo de esta noción, ela­ boró una filosofía profunda del desarrollo del Espíritu, y Georg Hegel quien la precisaría mucho más en una serie de brillantes y complejos ensayos cuyos puntos fundamentales podrían resumir­ se del siguiente modo. El Espíritu Absoluto es la realidad esencial pero, para crear el mundo, se manifiesta o sale de sí, olvidándose -o derramándose-, en cierto modo, en su creación (sin dejar, por ello, de ser, en nin­ gún momento, él mismo). Es así como el mundo se crea como una “caída” del Espíritu, como una “autoalienación” del Espíritu, una caída, no obstante, que nunca deja de ser un juego del Espíritu. 134

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idealismo: el Dios que está por venir

Pero, una vez que ha “caído” en el mundo manifiesto y mate­ rial. el Espíritu emprende el proceso de retomo a sí, un proceso en el que el Espíritu regresa al Espíritu, el proceso, en suma, de desa­ rrollo o evolución. El “descenso” original (o involución) es un ol­ vido. una caída, una auto-alienación del Espíritu y el movimiento inverso de “ascenso” (o evolución) es el proceso de autorrecuerdo y autorrealización del Espíritu. Es por ello que los idealistas subra­ yaron que el Espíritu se halla plenamente presente en todos y cada uno de los estadios de la evolución en forma del mismo proceso evolutivo. Cuando el Espíritu sale de sí para crear el universo manifies­ to el resultado es la Naturaleza que Schelling y Hegel denomi­ nan, respectivamente, «el letargo del Espíritu» y «Dios en su otredad». La Naturaleza es una manifestación directa del Espíri­ tu y, en este sentido, es esencialmente sagrada. Pero es Espíritu aletargado, porque la Naturaleza todavía no es consciente de sí misma. Así pues, aunque la Naturaleza sea una forma del Espíri­ tu, es la más inferior de todas ellas, es simplemente el Espíritu en su manifestación objetiva, lo que Platón llamara «un Dios [o una Diosa) visible». En el segundo gran estadio del desarrollo, el Espíritu evolu­ ciona desde la Naturaleza objetiva hasta la mente subjetiva. Es así como pasa de la subconsciencia a la autoconciencia (o de lo prepersonal a lo personal o de lo prerracional a lo racional) y co­ mienza a reflexionar sobre su propia existencia. Mientras que la Naturaleza, pues, era Espíritu objetivo, la mente es Espíritu sub­ jetivo, dos estados que están separados por un proceso de auto­ rrealización y regreso del Espíritu a sí mismo que va desplegan­ do formas cada vez más conscientes. Pero es precisamente en este momento cuando el sujeto y el objeto -o la mente y la Naturaleza- pueden no sólo diferenciar­ se, sino también llegar a disociarse, entrando, en tal caso, en un estadio que suele caracterizarse por un dualismo desenfrenado que Schelling y Hegel denominaron, respectivamente, «patolo­ gía espiritual» y «conciencia infeliz». Esta infelicidad no estaba 135

Los intentos previos de integración

presente en el estadio anterior de la Naturaleza, no sólo porque la Naturaleza dormita aletargada sino también porque con el des­ pertar consciente de la mente, estas dolorosas divisiones se tor­ nan demasiado patentes. Es precisamente en este punto donde los idealistas -especial­ mente Fichte y Hegel- se alejaron de los románticos, que, ha­ blando en términos generales, se aprestaron a sanar la infelicidad de la conciencia con el “regreso a la Naturaleza”. Pero, según los mismos idealistas, este regreso se basaba en una serie de profun­ das confusiones. En realidad, algunas de las críticas más tempra­ nas, polémicas y corrosivas -por no decir más exactas- al retrorromanticismo procedieron de los mismos idealistas, que rápidamente se aprestaron a eludir la regresión. Fichte y Hegel estaban claramente en contra de la regresión romántica a los sen­ timientos, las sensaciones, el antirracionalismo y la inmersión or­ gánica, señalando, muy acertadamente, que el intento romántico apuntaba en una dirección completamente equivocada. En opinión de los idealistas -y según también lo que yo deno­ mino falacia pre/trans-, las modalidades prerracionales se ase­ mejan a las transracionales en el simple hecho de que ambas no son racionales. Pero, como ya hemos visto, la comprensible pri­ sa de los románticos en llegar a lo transracional solía llevarles a glorificar todo lo que no fuera racional, incluyendo estados fran­ camente regresivos, narcisistas, indisociados y desdiferenciados, con lo cual no sólo se despojaban de las miserias de la moderni­ dad sino también de todas sus dignidades. Esta catástrofe regre­ siva alertó a Fichte, a Hegel y, ocasionalmente, a Schelling y los idealistas se dieran cuenta, en ese momento histórico, de la pesa­ dilla regresiva, una pesadilla que resulta aplicable también a des­ lices regresivos similares que hoy en día se presentan disfrazados en forma de “nueva era” o de “nuevo paradigma”. Fichte, Schelling y Hegel coincidían en que no es posible vol­ ver atrás para restablecer el contacto con un Espíritu perdido por­ que, en esa dirección, sólo hay Espíritu aletargado, Espíritu alie­ nado de sí mismo. (Esta no es más que otra forma de apuntar a los 136

Id idealismo: el Dios que está por venir

estadios filogenética y ontogenéticamente más tempranos del de­ sarrollo humano y en modo alguno nos proporciona un modelo para curar las disociaciones de la modernidad.) No es, pues, a través de ningún “regreso a la Naturaleza” como los seres humanos pueden poner fin a la alienación y la infelici­ dad, porque eso sólo es posible avanzando hacia la tercera gran fase del proceso de desarrollo y evolución, el Espíritu no dual. Se­ gún Schelling y Hegel, el Espíritu sale de sí para producir la Natu­ raleza objetiva, despierta en la mente subjetiva y termina regresan­ do a sí en el Espíritu no dual, en el que sujeto y objeto se revelan como un acto puro de la conciencia no dual que unifica a la Natu­ raleza y a la mente en la actualización del Espíritu. De este modo, el Espíritu se conoce objetivamente a sí mismo como Naturaleza, toma conciencia subjetiva de sí como mente y se conoce absolutamente como Espíritu, Origen, Meta, Funda­ mento y Proceso de todo el desarrollo. Resumiendo, pues, la secuencia global del proceso de desarro­ llo va desde la naturaleza hasta la humanidad y, desde ésta, hasta la divinidad; de la subconsciencia a la conciencia de uno mismo y, desde ésta, hasta la supraconciencia, de lo prepersonal hasta lo personal y, desde ahí, hasta lo transpersonal; desde el id hasta el ego y, desde éste, hasta Dios. Pero, en cualquiera de los casos, el Espíritu se halla plenamente presente en todos y cada uno de los estadios en forma del mismo proceso de la evolución. El Espíritu es el proceso de autodesarrollo y autorrealización del Espíritu, su ser es su propio devenir, su Meta es el mismo Camino. Por ello los seres humanos no pueden acabar con la concien­ cia alienada e infeliz regresando a la Naturaleza sino avanzando hacia el Espíritu no dual. Porque no es la Naturaleza preconven­ cional, sino el Espíritu postconvencional el que proporciona la clave para superar la disociación y enajenación, y la forma de restablecer el contacto con el Espíritu no consiste en regresar al letargo preconvencional, sino en seguir adelante el proceso de desarrollo evolutivo hasta la radiante no dualidad. (Es evidente que, cuando la mente emerge, puede reprimir a la \M

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intentos previos de integración

Naturaleza, porque la mente constituye una holón supraordenado que puede abusar de su papel en la holoarquía normal y oprimir a los holones inferiores, incluyendo a la Naturaleza, una opre­ sión, por otra parte, suicida -como lo es también la crisis ecoló­ gica- porque los elementos reprimidos forman parte constitutiva de su propio ser. Esta represión de la Naturaleza por parte de la mente puede manifestarse también internamente cuando el ego reprime al id. Bajo esa distorsión patológica, la mente debe vol­ ver a establecer contacto con la Naturaleza y relacionarse nueva­ mente con ella, como ocurre, por ejemplo, en las llamadas “re­ gresiones al servicio del ego’’. Pero, aunque esa “amistad” sea positiva y ciertamente imprescindible para la curación, no es más que el primer paso porque, para que la mente y la Naturaleza se integren y unifiquen, es necesaria la presencia de un tercer ele­ mento que se halle por encima de los otros dos y que no pueda re­ ducirse a ninguno de ellos... y ese elemento, obviamente, es el Espíritu. Así pues, la gran integración nunca puede ser lograda por la Naturaleza ni por la mente ni por cualquier posible combi­ nación entre ambas. Es tan sólo el Espíritu, que trasciende cual­ quier sensación de la Naturaleza y cualquier pensamiento de la Mente, el que puede llevar a cabo esta unificación, porque sólo Él trasciende e incluye a la mente y a la Naturaleza. Bajo los efectos de la falacia pre/trans, los románticos confundieron con demasiada frecuencia la Naturaleza preconvencional con el Espí­ ritu postconvencional y creyeron en la posibilidad de alcanzar el Espíritu transracional mediante el sencillo expediente de unir la Naturaleza prerracional con la Mente racional... Pero ésa fue también su desgracia, porque la Naturaleza prerracional puede verse con el ojo de la carne y la mente racional puede verse con el ojo de la razón, pero el Espíritu transracional sólo puede verse con el ojo de la contemplación. En este sentido, la contemplación no tiene nada que ver con ninguna sumatoria de sentimientos y pensamientos, sino que es, de hecho, la ausencia de pensamien­ tos y sentimientos, la intuición sin forma que, careciendo de toda forma, puede integrar fácilmente las formas de la Naturaleza y 138

El idealismo: el Dios que está por venir

las formas de la mente, algo que la Naturaleza y la mente jamás podrán alcanzar por sí solas. Esta fue la gran intuición de Schelling acerca de lo que carece de forma, sobre la “indiferencia”, sobre el gran Abismo o Vacuidad del que emanan tanto la Mente como la Naturaleza y que es lo único que puede curar su escisión. Y éste fue, precisamente, el motivo por el cual los idealistas cri­ ticaron agudamente el erróneo intento de integración llevado a cabo por los románticos.)

La gloria de la visión La visión de la evolución como despliegue en el tiempo de los potenciales atemporales del Espíritu constituyó, ciertamente, una noción sorprendente, una noción absolutamente inédita. Arraiga­ da en los hechos pragmáticos y en el desarrollo real de la con­ ciencia, pero ligada también, al mismo tiempo, a una realidad es­ piritual omnipresente, esplendorosa y resplandeciente, la visión idealista trajo el Cielo a la Tierra para despertarla, al tiempo que elevaba la Tierra al Cielo. El idealismo estuvo a punto de integrar el Gran Tres, porque dejaba suficiente espacio para el arte, la moral y la ciencia y te­ nía en consideración las distintas esferas como momentos igual­ mente importantes y valiosos del proceso global de desarrollo del Espíritu. En este mismo sentido, el idealismo tenía también en cuenta las corrientes del desarrollo (la evolución) y fue la prime­ ra filosofía que respetó -y, consecuentemente, englobó- las arro­ lladoras consecuencias del omnipresente proceso de desarrollo, especialmente en el campo de la religión y la espiritualidad. Por otra parte, el idealismo también integró el Espíritu y la evolución del único modo posible, es decir, reconociendo que la evolución es simplemente el Espíritu-en-accción o “Dios-en-la-creación”. Así, la evolución no es en modo alguno -com o han pretendi­ do tantos románticos, antimodernistas y casi todas las culturas premodernas- un movimiento antiespiritual sino, por el contra­

Los intentos previos de integración

rio, el despliegue concreto, la integración holoárquica y la autorrealización misma del Espíritu. La evolución es la forma en que el Espíritu crea la totalidad del mundo manifiesto, sin que ningún aspecto se vea privado de su omnipresente abrazo. A partir de ese momento, cualquier espiritualidad que no tenía en cuenta la evolución estuvo condenada a la extinción. Tras del colapso de la modernidad, la ciencia moderna rechazaría la natu­ raleza espiritual de la evolución, pero seguiría conservando el concepto de evolución o, dicho de otro modo, centraría todos sus esfuerzos en echar luz sobre la facetas externas de la evolución (sobre sus superficies y sus formas), aunque no sobre las internas (incluyendo al Espíritu). Pero aun en el caso de que la ciencia comprendiera que la evolución es universal, abarca a todo lo existente y, como ha dicho Daniel Dennett, «disgrega, a modo de “disolvente universal”, cualquier otra explicación de la vida, de la mente y de la cultura». ¿Cómo podría ser de otro modo, dado que la evolución es, realmente, Espíritu-en-acción y el Espíritu lo en­ globa todo? No obstante, aunque la ciencia moderna desdeñó las interiori­ dades de la evolución mientras seguía conservando sus superfi­ cies externas, acumuló tantas pruebas de la existencia de la evo­ lución que cualquier religión que hoy en día trate de rechazarla cierra las puertas al mundo moderno. Hasta el mismo papa Juan Pablo II ha terminado concediendo que «la evolución es algo más de una mera hipótesis». Uno de los ingredientes fundamentales de cualquier integra­ ción de la ciencia y la religión consiste en la síntesis entre la evo­ lución empírica y el Espíritu trascendente. Y los idealistas descu­ brieron posiblemente el único modo concebible de llevar a cabo esta integración, considerando la evolución como Espíritu-en-ac­ ción y explicando, así, no sólo el qué y el cuándo de la evolución (las formas empíricas y las superficies de la Mano Derecha acep­ tadas por la ciencia moderna), sino también el cómo y el por qué (las profundidades de la Mano Izquierda y la intencionalidad in­ trínseca del Espíritu-en-acción). 140

El idealismo: el Oios que está por venir

Y esta extraordinaria intuición merece nuestro más profundo reconocimiento. Esta brillante visión concebía al universo entero -desde los átomos hasta las células, los organismos, las socieda­ des, las culturas, las mentes y las alm as- como el esplendoroso despliegue de un Espíritu luminoso incesantemente misericor­ dioso. Porque, como dijo el mismo Hegel, «todo lo que, ha ocu­ rrido en los cielos y la Tierra desde la eternidad, la vida de Dios y las hazañas del tiempo expresan simplemente la lucha del Es­ píritu por conocerse a sí mismo, por encontrarse a sí mismo, por volver a sí mismo, por reunirse, en fin, consigo mismo; y si está alienado y dividido sólo es para terminar encontrándose y unifi­ cándose de nuevo consigo mismo...». La involución es la historia de esa alienación y la evolución es la historia de ese extraordina­ rio proceso de regreso a sí.

Las limitaciones del idealismo Pero el hecho es que, aunque muchas de sus intuiciones fun­ damentales sigan todavía siendo válidas, el idealismo también te­ nía sus propias y lamentables insuficiencias que, junto a una gran y devastadora corriente del mundo moderno, terminarían provo­ cando su colapso. Y con ello me refiero a que el idealismo careció de cualquier tipo de yoga, es decir, de cualquier tipo de práctica orientada a reproducir de manera fiable las intuiciones transpersonales y supraconscientes que configuraban el núcleo mismo de su gran vi­ sión. Por ello sus intuiciones acontecieron de manera espontánea (y, por tanto, no podían ser fácilmente reproducidas) o eran el re­ sultado de una serie de instrucciones interiores que no se halla­ ban ancladas en ninguna disciplina segura y so s te n id a (y que, en consecuencia, tampoco podían ser fácilmente reproducidas). Fichte, por ejemplo, solía llevar a cabo el siguiente experi­ mento interno con sus discípulos: «Sea consciente de la pared. Ahora sea consciente de que es consciente de la pared. Ahora sea 141

Los intentos previos de integración

consciente de que es consciente de que es consciente...». Se tra­ taba, dicho en otros términos, de un intento -algo burdo, por cier­ to- de llegar a ser conscientes del Testigo puro, de la subjetividad absoluta que nunca puede ser vista como objeto porque es el Vi­ dente puro y sin forma. Fichte quiso que sus discípulos estable­ cieran contacto con lo que él denominaba “el Yo absoluto”, algo que cualquiera puede comenzar a hacer preguntándose “¿Quién soy yo?” o “¿De qué soy consciente ahora mismo?”, un Yo radi­ cal que, en su opinión, constituye el Origen mismo de todo el universo manifiesto. Estamos hablando, claro está, de lo mismo que expresa la no­ ción vedantina de la identidad entre Átman (el Yo puro del indivi­ duo) y Brahman (el Yo del Kosmos). A este tipo de experimentos internos recurre el Vedánta, entre otros sistemas, para establecer contacto con el Testigo puro, con la única salvedad de que estas instrucciones o experimentos internos -genéricamente conocidos con el nombre de yogas- se hallan articulados configurando una auténtica disciplina. No se trata de simples ejercicios llevados a cabo en el aula para proporcionar a los alumnos un vislumbre del Yo divino, sino de prácticas intensas que el aspirante debe reali­ zar ininterrumpidamente durante horas, días, meses e incluso años. En el caso del zen, por ejemplo, si el kóan (u objeto de la me­ ditación) es “¿Quién soy Yo?” o “¿Quién canta el nombre del Buda?”, es necesario -según Yasutani Roshi- un promedio de seis años para que el discípulo alcance su primer satori profun­ do, la realización auténtica del verdadero Yo (que es, al mismo tiempo, el verdadero Mundo). Mediante esta práctica sostenida e intensiva despierta, se profundiza, se mantiene y se transmite de maestro a discípulo la conciencia transpersonal real del Espíritu no dual. Pero los idealistas carecieron de yoga o práctica espiritual verdadera. En consecuencia, por más profundas que pudieran ser sus intuiciones transpersonales, sólo ocurrían de manera acciden­ tal, puesto que carecían de un método fiable para reproducirlas 142

El idealismo: el Dios que está por venir

en los demás. En tal caso, la experiencia transpersonal y supraconsciente quedaba completamente librada al azar y, si tal cosa ocurría, los idealistas le hablaban directamente a usted y, en el caso de que no fuera así, le parecía que estaban confusos y perdi­ dos en algún tipo de bobadas metafísicas. Al carecer de un método (o yoga) y de instrucciones concre­ tas para reproducir la experiencia, el “conocimiento transperso­ nal" de los idealistas terminó siendo despachado como “mera metafísica", una acusación que, desde Kant, ha bastado para con­ denar a cualquier filosofía. Pero el hecho de carecer de una au­ téntica instrucción espiritual (práctica, modelo o paradigma) les llevaba, en cierto modo, a quedar atrapados en la “mera metafísi­ ca", porque la metafísica, en el “mal" sentido del término, es cualquier sistema de pensamiento que carece de medios de cons­ tatación (de pruebas de validez, de métodos de recogida de datos y, en consecuencia, de evidencias reales). Y, al carecer de méto­ do para generar evidencias experimentales reales y directas -a falta de métodos para provocar de manera consistente la expe­ riencia espiritual- , el idealismo terminó degenerando en una mera especulación abstracta ajena a toda posible confirmación o refutación. Así fue como, pocas décadas después de la muerte de Hegel, quedó claro que los idealistas no habían logrado la tan anhelada integración del Gran Tres. Es cierto que hablaban de ella, pero no parecían ser capaces de transmitir realmente la experiencia a los demás. Así pues, la disociación moderna no había sido cura­ da -si acaso, por el contrario, seguía acelerándose- y los idealis­ tas habían sido incapaces de detenerla. Bastó poco menos de un siglo para que la gran visión idealis­ ta llegara y terminara desvaneciéndose. Esta efímera flor espiri­ tual -tal vez la más delicada que el Occidente moderno haya co­ nocido jam ás- vio cómo sus pétalos se marchitaban hasta terminar barridos por el viento en un paisaje cada vez más chato y más desolado, el nuevo mundo del erial venidero.

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intentos previos de integración

El reino del “ello” La principal carencia del idealismo fue su falta de un auténtico yoga y la corriente externa del mundo moderno (y del mundo post­ moderno) que más contribuyó al rápido desvanecimiento de la vi­ sión idealista fue simplemente el colapso continuo del Kosmos. El dominio de la ciencia del “ello” (moviéndose rápidamente hacia su modalidad más imperialista y poderosa en forma de ciencia sistémica, que considera al mundo como una red holística de “ellos” interrelacionados) combinado con la industrializa­ ción del “ello” (que objetivaba y modificaba todo intercambio humano e intersubjetivo) convirtió el “yo” y el “nosotros” en “ellos” que podían ser fácilmente comprados y vendidos en la plaza del mercado). Bajo la combinación de esas dos fuerzas, la Mano Izquierda y las dimensiones interiores se vieron rápida­ mente colonizadas y esclavizadas por los agresivos dominios de la Mano Derecha. Las esferas de valor del arte, la moral y la es­ piritualidad, de la introspección, el conocimiento interno y la contemplación, del significado, el valor y la profundidad, el Gran Tres, en suma, terminaron colapsándose estrepitosamente en el Gran Uno del monismo material. Así es como hemos llegado a la visión oficial del mundo del moderno Occidente, el holismo chato: los átomos forman parte de las moléculas que, a su vez, forman parte de las células que, a su vez, forman parte de los organismos que, a su vez, forman par­ te de las sociedades de organismos que, a su vez, forman parte de la biosfera que, a su vez, forma parte de la totalidad del cosmos. Porque, por más verdaderos que sean los distintos eslabones de esta holoarquía, todos ellos poseen ubicación simple y todos ellos, sin excepción alguna, pueden ser descritos en el lenguaje del “ello” y ser conocidos de un modo empírico. Este reduccionismo sutil termina reduciendo cada uno de los holones de la Mano Izquierda a sus correlatos de la Mano Dere­ cha, destripando las dimensiones internas y reduciéndolas a sis­ temas empíricos de “ellos”. Porque este holismo chato de la 144

El idealismo: el Dios que está [>or venir

Mano Derecha es un maravilloso y coherente sistema de interre­ laciones. Reconoce las holoarquías, los sistemas y los procesos intemelacionados; deja espacio para el cerebro, el organismo y los maravillosos y complejos ecosistemas; ve relaciones y más relaciones en un proceso interminable, todos ellos unidos en la maravillosa Red-de-la-Vida. Pero, a pesar de todo ello, carece de cualquier tipo de conciencia, intencionalidad, sentimiento, in­ trospección, contemplación, intuición, valor, poesía, significado, profundidad o Divinidad. Desencantado, dicho en otros términos, no tardó en verse des­ tripado y pronto comenzaron a escucharse las voces de protesta en contra del holismo chato del materialismo científico -que el romanticismo y el idealismo no habían podido contener- y, tras ellas, vinieron las primeras escaramuzas abiertamente postmodemas (en el sentido más estricto y técnico del postestructural ismo postmodemo). Puesto que la ciencia se niega a ocupar el lu­ gar que le corresponde en una integración armoniosa con el resto de las esferas de valor igualmente importantes, crucifiquemos a la ciencia, deconstruyámosla desde sus mismos cimientos. Y, después de haber matado al Goliat de la ciencia, David y sus seguidores -lo s poetas, los artistas, los teóricos de la literatu­ ra, los pensadores del nuevo paradigma y los visionarios de toda ralea- campan ahora libremente por el erial del mundo postmo­ demo. Una nueva era, ciertamente, estaba a punto de nacer...

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9. EL POSTMODERNISMO: LA DECONSTRUCCIÓN DEL MUNDO Si utilizamos el término postmodemo en su acepción más amplia como cualquier cosa que ocurriera en el amanecer del modernismo, tanto el romanticismo como el idealismo pueden ser considerados como las primeras grandes insurrecciones postmodemas contra las disociaciones y desastres que acompañaron a la chata modernidad. Pero el colapso del Kosmos -la negación de toda realidad sustan­ cial a los dominios internos de la Mano Izquierda- terminó, de ma­ nera lenta pero inexorable, con toda posibilidad de que el romanti­ cismo y el idealismo sirvieran de alternativas eficaces para afrontar con seriedad el monismo científico y el holismo chato. Así fue como, en el seno de un Kosmos colapsado y postmo­ demo, brotó el primer intento de desbancar a la ciencia, un inten­ to que no apuntaba tanto a alcanzar modalidades superiores de co­ nocimiento (como había ocurrido en el caso del romanticismo y el idealismo), como a socavar los cimientos mismos de la ciencia. Estamos hablando, claro está, del postmodemismo en su sentido estricto y concreto (como postestructuralismo postmodemo), que habitualmente se relaciona con una lista de nombres: Nietzsche, Heidegger, Bataille, Foucault, Lacan, Deleuze, Derrida, Lyotard, etcétera (sazonada con una pizca del último Wittgenstein). 146

El postmodernismo: la deconstrucción del mundo

No hay modo de comprender el postmodernismo si no tene­ mos en cuenta el papel que desempeña la interpretación en la comprensión del ser humano. Porque el hecho es que el postmodemismo ha otorgado a la interpretación un papel fundamental, tanto en la epistemología como en la ontología, tanto en el mun­ do del saber como del ser. En este sentido, los postmodemistas han subrayado que la interpretación no sólo es esencial para com­ prender al Kosmos, sino que constituye un rasgo inherente a la misma estructura del universo, una frase que resume la esencia de los grandes movimientos postmodemos.

¿Qué significa esto? Son muchas las personas que no entienden que la interpreta­ ción constituya un rasgo esencial de la misma trama del univer­ so. A fin de cuentas, la interpretación es algo que tiene que ver con cuestiones tales como el lenguaje y literatura, ¿no es cierto? Sí, pero el lenguaje y la literatura no son más que la punta del ice­ berg, un iceberg que hunde sus raíces en las mismas profundida­ des del Kosmos. Veamos esto con más detenimiento. Todos los eventos de la Mano Derecha -los objetos sensorimotores, los procesos empíricos y los “ellos”- pueden ser vistos con la mirada monológuica, con el ojo de la carne. Usted puede ver la roca, la ciudad, las nubes, la montaña, los carriles del tren, el avión, la flor, el automóvil y el árbol. Todos los objetos y “ellos” de la Mano Derecha pueden ser vistos a través de los sen­ tidos o de sus extensiones (desde los microscopios hasta los te­ lescopios), todos ellos poseen localización simple y podrían ser tocados con la punta de los dedos. Pero los holones internos de la Mano Izquierda no pueden ser vistos del mismo modo. Usted no puede ver el amor, la envidia, el asombro, la compasión, la intuición, la intencionalidad, el va­ lor o el significado como algo que tenga lugar en el mundo em­ pírico. Los sucesos internos no pueden ser vistos de un modo e.x147

Los intentos previos de integración

temo u objetivo, sino tan sólo a través de la introspección y la in­ terpretación. Para ello no sirve el ojo de la carne, sino el ojo de la mente (y el ojo de la contemplación). De modo que, si usted quisiera estudiar empíricamente Macbeth, debería tomar un ejemplar de la obra y someterlo a diversas pruebas científicas. Entonces podría concluir que pesa tantos gramos, está impreso con tal tipo de tinta, tiene tantas páginas compuestas de estos o aquellos elementos químicos, etcétera. Eso es todo lo que puede usted saber mediante la investigación empírica de Machbeth, facetas exteriores y objetivas, a fin de cuentas, de la Mano Derecha. Pero si usted estuviera interesado por el significado de la obra, no tendría más remedio que leerla y adentrarse en sus inte­ rioridades, en su significado, en sus intenciones, en su profundi­ dad, en suma. Y la única forma posible de hacerlo consistiría en recurrir a la interpretación para llegar a comprender su significa­ do, un dominio en el que la ciencia empírica resulta completa­ mente inútil, porque el empirismo exterior no nos permite acce­ der a los dominios intemos y las profundidades simbólicas, un dominio sólo accesible a la introspección y la interpretación, un tipo de investigación que no es tanto objetiva como intersubjetiva, monológuica como dialóguica. Tal vez pueda usted verme caminando por la calle con el en­ trecejo fruncido, pero para saber cuál es el significado de ese ges­ to deberá preguntármelo, tendrá que hablar conmigo. Usted pue­ de verme externamente pero, para comprender mis interioridades, mi profundidad, deberá entrar en el círculo de la interpretación. Usted, como sujeto, no sólo puede contemplarme como un obje­ to (de la mirada monológuica), sino que también puede tratar de comprenderme como sujeto, como persona, como yo, como por­ tador de intencionalidad y de significado, pero para ello tendrá que hablar conmigo e interpretar lo que le diga y yo deberé hacer lo mismo con usted. En tal caso no seremos sujetos que contem­ plan objetos, sino sujetos que tratan de comprender a otros suje­ tos, y descubriremos que nos hallamos inmersos en un círculo in­ 148

El idealismo: el Dios que está por venir

tersubjetivo, en un baile dialóguico. Porque la descripción es monológuica, mientras que la comprensión, por su parte, es dialóguica. Y no estoy hablando tan sólo de los seres humanos, sino de algo que incluye a todos los seres sensibles. Si usted quiere com­ prender a su perro -es decir, si usted quiere saber si está conten­ to, hambriento o quiere dar un paseo-, deberá interpretar los sig­ nos que le transmite. Y su perro, a su modo, hará lo mismo con usted. El único modo posible, dicho en otras palabras, de acceder al interior de un holón exige de la interpretación. Afirmando lo mismo de otro modo podríamos decir que las superficies exteriores pueden ser, vistas pero que las profundida­ des interiores deben ser interpretadas. Y el hecho de que la pro­ fundidad constituya una parte intrínseca del Kosmos -la dimen­ sión de la Mano Izquierda característica de todo holón- implica también necesariamente que la interpretación constituye una fa­ ceta intrínseca del Kosmos. Y ello significa que la interpretación no es un añadido posterior al Kosmos sino la misma apertura de la interioridad. Y, puesto que la profundidad del Kosmos tiene lu­ gar a lo largo de “todo el camino de descenso”, «la interpretación también es necesaria -com o dijo Heidegger- durante todo el ca­ mino de descenso». Tal vez ahora estemos en condiciones de comprender que uno de los principales -y más nobles- objetivos del postmodernismo fue el de volver a considerar la interpretación como una faceta intrínseca del Kosmos. En mis propios términos, cada holón tie­ ne una faceta en la Mano Izquierda y otra en la Mano Derecha y, consecuentemente, todo holón -sin excepción alguna- tiene un componente objetivo (Derecho) y un componente interpretativo (Izquierdo). El desastre de la modernidad consistió en reducir todo cono­ cimiento introspectivo e interpretativo a exterioridades chatas y empíricas, como si tratara de eliminar del libreto del mundo la ri­ queza interpretativa. (En lenguaje postmoderno diríamos que la modernidad marginalizó las modalidades epistémicas multivalen149

Los intentos previos de integración

tes a través de la hegemonía agresiva del mito de lo dado, invir­ tiendo jerárquicamente las inscripciones hermenéuticas determi­ nadas por el falologocentrismo de los significantes patriarcales, lo cual, traducido a nuestros términos, significa que redujo la Mano Izquierda a la Mano Derecha.) Tal vez ahora estemos en condiciones de comenzar a com­ prender que el intento postmodemista de reintroducir la interpre­ tación en la misma estructura y entramado del Kosmos constitu­ yó otro intento de escapar del mundo chato, resucitando las destripadas interioridades y las modalidades interpretativas del conocimiento. El énfasis postmoderno en la interpretación -que comenzó con Nietzsche y siguió con las ciencias Geist de Dilthey, la ontología hermenéutica de Heidegger y el «no existe nada ajeno al texto [interpretación]» de Derrida- no es, en el fondo, más que el grito de los dominios de la Mano Izquierda exigiendo ser liberados del olvido al que los había desterrado la mirada monológuica, el monismo científico y el holismo chato, el grito reivindicativo del “yo” y del “nosotros” ante el anónimo “ello”.

El postmodernismo radical Pero, como ocurre con tanta frecuencia con el postmodemismo, la verdad de que todo tiene un componente interpretativo se vio extrapolada hasta el absurdo, llegando a afirmar que lo único que existe es la interpretación y que, en consecuencia, podemos prescindir de todo componente objetivo (una teoría que, por cier­ to, resulta contradictoria, porque “en el caso de ser cierta, es fal­ sa. De modo que es falsa”. Se trata, como ya hemos visto, de la contradicción performativa característica de todo “teoreticismo” postmodemo radical, un punto en el que este enfoque suele ape­ lar a una interpretación erróneamente kuhniana del “nuevo para­ digma”). Porque esta negativa extrema a considerar cualquier verdad objetiva constituye, precisamente, el desastre opuesto a la mo150

El idealismo: el Dios que está por venir

demidad, un desastre que niega toda realidad a los cuadrantes de la Mano Derecha (y reduce todos los objetos de la Mano Derecha a interpretaciones de la Mano Izquierda). Es así como toda ver­ dad termina reducida a un mero capricho interpretativo, un capri­ cho que, supuestamente, debía terminar liberando a la moderni­ dad de su locura fragmentaria. Dado que la ciencia moderna había, de hecho, acabado con dos de las tres esferas de valor (el “yo”-estética y el “nosotros”moral), el postmodernismo trató de acabar con la ciencia y con­ cluir -tras esa “equiparación” que había matado, por así decirlo, a las tres esferas de valor- una singular “integración” en la que la cura de las disociaciones de la modernidad quedaba en manos de tres cadáveres andantes. Y lo más sorprendente es que este puñado de zombis que se movía en el baldío postmoderno ter­ minó convenciendo a un buen número de académicos de que ésa era una solución plausible a los males que aquejaban a la mo­ dernidad. Pero el hecho es que el postmodemismo (radical) sigue sien­ do el talante académico prevalente que alienta la teoría literaria, el nuevo historicismo, gran parte de la teoría política y (lo com­ prendan o no así sus defensores) casi todos los enfoques “nuevo paradigma” que tratan de integrar la ciencia y la religión. Y nues­ tra tarea es ahora la de comprender sus importantes verdades y separarlas de sus distorsiones extremas.

Las verdades del postmodernismo La filosofía postmoderna constituye un complejo conjunto de nociones que se definen casi enteramente por lo que rechazan: el fundacionalismo, el esencialismo, el trascendentalismo, la racio­ nalidad, la verdad como correspondencia, el conocimiento representacional, las grandes narraciones, las metanarraciones, todo tipo de imagen global, el realismo, los vocabularios finales y las descripciones canónicas.

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intentas previos de integración

Y, por unís incoherentes que suelan parecer -e incluso, en mu­ chas ocasiones, lo son-, casi todos estos “rechazos” se asientan en tres creencias fundamentales: 1. La realidad no está, en modo alguno, predeterminada, sino que es, en muchos sentidos, una construcción (lo que expli­ ca el calificativo de “constructivismo” con el que, en ocasio­ nes, suele ser tildado este punto de vista) o una interpreta­ ción; la creencia de que la realidad no es algo parcialmente construido sino simplemente un dato se denomina “el mito de lo dado”. 2. Todo significado depende del contexto y los contextos son ilimitados (un punto que suele ser denominado “contextualismo”). 3. La cognición, en consecuencia, no es privilegio de ninguna perspectiva concreta (“aperspectivismo integral”). En mi opinión, estas tres afirmaciones son completamente ciertas (tanto que cualquier visión integral debería reconocerlas e integrarlas). Además, cada una de ellas nos dice algo muy impor­ tante con respecto a cualquier posible integración entre la ciencia y la religión y, por tanto, deberían ser consideradas con sumo de­ tenimiento. Pero el hecho es que el ala radical del postmodemismo las ha extrapolado desmesuradamente, dando lugar a un mundo completamente deconstruido, un mundo por el que los deconstruccionistas parecen estar hechizados. Veamos ahora cada una de estas tres importantes verdades... y sus correspondientes extrapolaciones.

El mito de lo dado Ya hemos señalado que Kant demostró convincentemente que la mayor parte de lo que ingenuamente tomamos como datos de los sentidos no son más que construcciones de nuestra mente. Por 152

El idealismo: el Dios que está por venir

ejemplo, nosotros decimos que podemos ver fácilmente la dife­ rencia existente entre nuestros dedos. Pero ¿dónde radica esa “di­ ferencia”? ¿Acaso puede usted señalarla? ¿Puede verla? Porque no cabe la menor duda de que usted puede ver singularmente cada uno de los dedos, pero ¿acaso puede ver igualmente la dife­ rencia existente entre ellos? Porque la verdad es que la “diferencia” es un concepto men­ tal que superponemos a ciertas sensaciones puras. Ninguna de esas sensaciones nos permite experimentar, ver o percibir real­ mente la “diferencia” porque ésa es una noción construida, im­ puesta e interpretada por nosotros. Dicho en otros términos, la mayor parte de lo que consideramos percepciones no son tanto datos empíricos como datos mentales, concepciones. De modo que, cuando muchos empiristas nos exigen eviden­ cia sensorial, lo que realmente nos están pidiendo -sin darse cuenta de ello- son interpretaciones mentales. Los idealistas, re­ cordémoslo, se apoyaron en este hecho y llegaron a concluir algo muy “mental”, que todo lo que vemos es el producto de la mente (pero de una mente, de un yo o de un Espíritu supraindividual y transpersonal). Los postestructuralistas postmodernos también partieron de la misma noción, pero se movieron, en cambio, en una dirección similar aunque mucho menos espiritual, una direc­ ción mucho más caótica, concluyendo que lo que llamamos mun­ do dado no es una percepción sino una interpretación y que no existe en consecuencia, fundamento alguno, ni espiritual ni de ningún otro tipo, sobre el que asentar nada. Y éste es precisamente el punto en el que los postmodernistas suelen exagerar las cosas, porque no se limitan simplemente a subrayar los aspectos de la Mano Izquierda (la faceta interpreta­ tiva) de todo holón, sino que tratan de negar toda realidad a las facetas de la Mano Derecha (a las dimensiones objetivas). Des­ de esta perspectiva, los únicos rasgos realmente existentes del Kosmos son los interpretativos. Pero, de ese modo, la verdad ob­ jetiva termina desdibujándose en una maraña de interpretaciones arbitrarias impuestas por el poder, el género, la raza, la ideología, 153

Los intentos previos de integración

el antropocentrismo, el androcentrismo, el especieísmo, el impe­ rialismo, el logocentrismo, el falocentrismo, el falologocentrismo, etcétera (con excepción, curiosamente, de sus propias afir­ maciones a las que eximen de los prejuicios que, en su opinión, afectan a toda afirmación, lo que anteriormente calificábamos como contradicción performativa). Pero el hecho de que todo holón tenga un componente objeti­ vo y un componente interpretativo no niega el componente obje­ tivo, sino que simplemente lo ubica en su lugar. Hasta el mismo Wilfrid Sellars, a quien suele considerarse el adversario más per­ suasivo del “mito de lo dado” -el mito del realismo directo y del empirismo ingenuo, el mito de que la realidad nos viene simple­ mente dada-, sostiene que, si bien la imagen manifiesta de un ob­ jeto constituye, en parte, una construcción mental, se ve, no obs­ tante, guiada, en muchos y muy importantes sentidos, por ciertos rasgos intrínsecos de la experiencia sensorial (y ése es precisa­ mente el motivo por el cual, como afirmó el mismo Kuhn, la ciencia puede realmente avanzar). Así pues, aunque superpongamos ciertas concepciones sobre ella, las exterioridades de la Mano Derecha poseen rasgos intrín­ secos que pueden ser detectados por los sentidos o sus extensio­ nes y, en este sentido, los holones de la Mano Derecha poseen al­ gún tipo de realidad objetiva. La “diferencia” existente entre nuestros dedos tal vez sea algún tipo de construcción mental, pero el hecho es que los dedos preexisten, en cierto modo, a cual­ quier conceptualización en tomo a ellos. No se trata, pues, de un mero producto de nuestras construcciones mentales (y ése es pre­ cisamente el motivo por el cual un perro, un niño en el estadio preconceptual o una cámara fotográfica -todos los cuales care­ cen de una mente conceptual que elabore construcciones- tam­ bién los detectan). Un diamante cortará el cristal sin importar las palabras o los conceptos culturales que utilicemos para referimos a las realidades “diamante”, “cortar” y “cristal”, y no hay ningún constructivismo cultural que pueda cambiar ese hecho. Porque una cosa es subrayar el papel limitado pero decisivo 154

El idealismo: el Dios que está por venir

que desempeña la interpretación en la percepción del mundo (que incluso puede llegar a negar el mito de lo dado) y otra, muy distinta, extrapolar esta situación y negar cualquier tipo de ver­ dad objetiva (y la utilidad de cualquier tipo de teoría de corres­ pondencia o de representación) puesto que, en este último caso, se cierra la puerta a toda posible discusión. No debe extrañamos que John Searle, en su maravilloso libro La construcción de la realidad social9 -un título que se opone a “la construcción social de la realidad”-, haya rechazado esta idea porque las realidades culturales se construyen sobre los cimien­ tos de una verdad representacional que sustenta la misma cons­ trucción y sin la cual no sería siquiera posible ningún tipo de construcción. Una vez más, podemos aceptar las verdades par­ ciales del postmodemismo -la interpretación y el constructivis­ mo son ingredientes fundamentales del Kosmos, todo el camino de descenso- sin arrojar por la borda a los otros cuadrantes y tra­ tar de reducirlos a este vislumbre parcial.

El significado depende del contexto La misma precaución es aplicable también a la segunda gran verdad del postmodemismo, la que afirma que todo significado depende del contexto. La palabra corteza, por ejemplo, significa algo completamente diferente en la frase “la corteza de un árbol” que en la frase “la corteza cerebral” o, dicho en otros términos, el significado depende, en muchos y muy importantes sentidos, del contexto en que se halle inmerso. Además, estos contextos son, en principio, interminables e ilimitados, de manera que no existe, en última instancia, modo alguno de determinar y controlar de una vez por todas el significado (porque siempre podríamos imaginar un contexto adicional que transformase el significado actual).

9. John Searle, ¡ a co n stru cció n J e ¡a realid ad so cia l. Barcelona: Ed. Paidós, 1997.

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Los intentos previos de integración

Y, en mi opinión, los contextos son ilimitados porque la mis­ ma realidad está compuesta de holones que se hallan dentro de otros holones que, a su vez, se hallan también dentro de otros ho­ lones y así indefinidamente, sin que exista la posibilidad de de­ terminar ningún extremo inferior o superior. Hasta el mismo uni­ verso actual no es más que una parte del siguiente momento del universo. Cada totalidad es siempre, al mismo tiempo, parte de otra totalidad superior, y así indefinidamente. Y, por tanto, todo posible contexto es ilimitado. Decir que el Kosmos es holónico es lo mismo que decir que es contextual, todo el camino de as­ censo y todo el camino de descenso. Pero esta verdad postmodema se ha visto, una vez más, de­ formada y convertida en algo contradictorio por los postmoder­ nistas radicales (en particular por la fracción conocida como “deconstructivista” y, más especialmente todavía, por sus defensores norteamericanos), quienes lo utilizan para negar la existencia y, en consecuencia, la posibilidad de transmitir siquiera cualquier tipo de significado. Cada vez que la ciencia o la filosofía tradi­ cional tratan de formular una afirmación sobre el mundo objeti­ vo, los deconstruccionistas encuentran un contexto que la con­ vierta en absurda o contradictoria, “deconstruyendo”, así, hasta el mismo intento. Y, puesto que tal contexto siempre puede ser descubierto (porque los contextos son ilimitados), todos y cada uno de los posibles significados puede ser deconstruido. No resulta, pues, extraño que Foucault tildase al postmoder­ nismo radical como un tipo de “terrorismo”. (Resulta curioso, en este sentido -como han subrayado sus críticos-, que estos terro­ ristas no hayan tratado de deconstruir el significado de términos tales como “posesiones”, “aumento de salario”, “promoción” o “dinero”, tal vez por encontrarlos demasiado significativos.) Pero una vez más nos encontramos con que si ésta es una teo­ ría significativa, su significado también es absurdo, de modo que “si es así, entonces no es, de modo que no es”. Así pues, contextualismo sí, pero contextualismo radical no.

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El idealismo: el Dios que está por venir

El giro lingüístico El contextualismo, la interpretación y la hermenéutica, en ge­ neral, entraron históricamente en escena con lo que la filosofía ha denominado el giro lingüístico, la idea de que el lenguaje no cons­ tituye una simple representación de un mundo dado de antemano, sino que también tiene que ver con la creación y la construcción de ese mundo. Así pues, con este giro lingüístico -que comenzó aproximadamente en el siglo xix-, los filósofos dejaron de utili­ zar el lenguaje para describir el mundo y comenzaron a prestar atención al lenguaje mismo. Súbitamente, el lenguaje dejó de ser una herramienta sencilla y fiable. Entonces fue cuando la metafísica se vio reemplazada por el análisis lingüístico, porque cada vez resultaba más evidente que el lenguaje no es una ventana transparente a través de la que contem­ plemos inocentemente a un mundo dado de antemano, sino que se asemeja más a un proyector de diapositivas que emite las imágenes que finalmente vemos en la pantalla. El lenguaje, contribuye, pues, a la creación de mi mundo y, como diría Wittgenstein, los límites de mi lengua son los límites de mi mundo. En muchos sentidos, “el giro lingüístico” es simplemente otro nombre para la gran transición que condujo desde el modernismo hasta la postmodemidad. Las culturas premodemas y las culturas modernas habían recurrido ingenuamente al lenguaje para acer­ carse al mundo, pero la mente postmodema dio media vuelta so­ bre sus talones y comenzó a prestar atención al lenguaje mismo. Se trataba de una actitud completamente nueva en la historia de los seres humanos. Y ese giro nos proporcionó descubrimientos realmente sorprendentes. Si queremos integrar la sabiduría antigua y el conocimiento actual -es decir, lo mejor de los mundos premodemo, moderno y postmoderno-, tendremos que considerar muy detenidamente lo que la lingüística postmoderna ha aportado a nuestra compren­ sión del Kosmos. Porque la integración de la ciencia y la religión es un camello que, de una u otra forma, debe pasar el ojo de la 157

Los intentos previos de integración

aguja postmoderna (el constructivismo, el contextualismo y el aperspectivismo integral que entraron en escena con el giro lin­ güístico).

El lenguaje habla La mayor parte de las corrientes del postestructuralismo postmodemo se remontan a la obra del brillante y pionero lingüista experimental Ferdinand de Saussure. La obra de Saussure, y en particular su Curso de lingüística general10 (1916), sentó las ba­ ses de gran parte de la lingüística moderna: la semiología (se­ miótica), el estructuralismo y el postestructuralismo y sus intui­ ciones esenciales siguen siendo hoy en día tan sugestivas como lo fueron hace un siglo. Según Saussure, un signo lingüístico está compuesto por un significante material (la palabra escrita, la palabra hablada, los caracteres impresos en esta página) y un significado conceptual (que acude a la mente cuando uno ve el significante), ambos dis­ tintos al referente real. Si usted, por ejemplo, ve un árbol, el ár­ bol real es el referente, la palabra escrita “árbol” es el significan­ te y lo que acude a su mente (la imagen, el pensamiento, el concepto o la imagen mental) cuando lee la palabra “árbol” es el significado. El signo, pues, está compuesto por el significan­ te y el significado. Pero ¿qué es -se preguntaba Saussure- lo que permite que un signo signifique algo? ¿Qué es lo que le permite ser portador de un significado? Veamos, por ejemplo, lo que ocurre con las fra­ ses “la corteza de un árbol” y “la corteza cerebral”. Como ya he­ mos visto, el significado de la palabra “corteza” depende, en cada caso, del lugar que ocupe en la frase (una frase diferente propor­ ciona a la misma palabra un significado completamente diferen-10

10. F. de Saussure, C u rso de lingüística general. Madrid: Ed. Akal, 1987.

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te). Cada frase, a su vez, tiene un significado en función del lugar que ocupe en una frase mayor y, en última instancia, en la estruc­ tura lingüística global. Así pues, una determinada palabra, en sí misma, carece de todo significado porque puede poseer signifi­ cados completamente diferentes en función del contexto o es­ tructura en que se halle. Por ello, en opinión de Saussure, es la relación entre todas las palabras la que estabiliza el significado (y no simplemente el hecho de apuntar hacia un objeto, porque tal relación no podría comuni­ carse sin una estructura global que mantuviera a cada palabra en su lugar). Así -y ésta fue la gran intuición de Saussure- un elemento sin sentido sólo deviene significativo en virtud de la estructura glo­ bal en que se halle. (Éste es el punto de partida del estructuralismo, cuyas diferentes versiones se remontan, de manera total o parcial, a Saussure y cuyos descendientes actuales incluyen aspectos de la obra de Levi Strauss, Jakobson, Piaget, Lacan, Barthes, Foucault, Derrida, Habermas, Loevinger, Kohlberg, Gilligan... un hallazgo ciertamente extraordinario.) Dicho en otros términos -y no debemos sorprendemos por ello- cada signo es un holón, un contexto que se halla dentro de otro contexto que se halla, a su vez, dentro de otros contextos en la red global. Y todo ello significa, en opinión de Saussure, que es el sistema lingüístico global el que confiere significado a una determinada palabra. Ahora bien, la noción estándar (y chata) de la Ilustración era que una palabra sólo tiene significado porque señala o represen­ ta un objeto. Se trataba, pues, de un asunto puramente monológuico y empírico, un sujeto aislado que contempla un objeto igualmente aislado (como un árbol, por ejemplo) y luego elige simplemente una palabra para representar el objeto sensorial. Este, según se creía, era el origen del auténtico conocimiento. Aun en el caso de las teorías científicas complejas, cada teoría se consideraba sencillamente como un mapa que representaba el te­ rritorio objetivo. Si la correspondencia era exacta, el mapa era verdadero, mientras que si, por el contrario, era inadecuada, el 159

Los intentos previos de integración

mapa era descartado como falso. En este sentido, se creía que la ciencia -como todo conocimiento verdadero- constituía un caso de representación exacta, de mapa exacto. Como pronto diría Wittgenstein, «nosotros cartografiamos el mundo empírico» y, si las imagen se corresponde con el territorio, tenemos la verdad. Éste es el llamado paradigma de la representación, conocido también con el nombre de paradigma fundamental de la Ilustra­ ción, la teoría general del conocimiento compartida por casi to­ dos los filósofos más influyentes de la Ilustración y de la moder­ nidad. (Recordemos que, en el capítulo 4 dijimos que uno de los rasgos distintivos de la modernidad es que «la filosofía moderna suele ser “representacional”, es decir, que trata de formarse una representación exacta del mundo. Esta visión representacional es también llamada “el espejo de la naturaleza”, porque también so­ lía creerse que la realidad última era la naturaleza sensorial y que la tarea de la filosofía consistía en representar o reflejar adecua­ damente esa realidad».) Pero el problema no radicaba tanto en la existencia o utilidad de la representación porque, a fin de cuentas, el conocimiento repre­ sentacional es, en muchos sentidos, una forma perfectamente válida de conocimiento. El problema, por el contrario, radicó en el intento violento y agresivo de reducir todo conocimiento a la representa­ ción empírica, una reducción que terminó abocando al desastre de la modernidad, la reducción del espíritu translóguico y de la mente dialóguica al conocimiento sensorial monológuico, el colapso del Kosmos a meras representaciones de la Mano Derecha. Saussure y su temprano estructuralismo nos ofreció una de las primeras -y todavía más exactas y demoledoras- críticas a las teorías empíricas del conocimiento que, como señalara, apenas si pueden explicar el simple caso “la corteza de un árbol”. ¡El sig­ nificado no depende exclusivamente del hecho objetivo de seña­ lar sino de una serie de estructuras intersubjetivas que, en sí mis­ mas, no pueden ser objetivamente señaladas! ¡Sin ellas, no habría -ni tampoco podría haber- ningún tipo de representación objetiva! 160

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De modo que lo que yo, en tanto que filósofo ilustrado, consi­ dero como una simple “representación” no es algo, después de todo, tan sencillo. Desde ese punto de vista, yo creo que el suje­ to autónomo, el yo independiente y aislado, podría elegir senci­ llamente una palabra (como “corteza”, por ejemplo) y determinar qué objeto quiere que represente. Pero, de ese modo, me coloco en una posición completamente anterior a la creación de signifi­ cado, como si yo fuera un sujeto autónomo y autosuficiente que crea todo ese significado mediante el sencillo expediente de se­ ñalar los objetos que estoy representando. Porque, de hecho, lo que ocurre es exactamente lo contrario. El significado es creado para mí por una amplia red de sustratos con­ textúales de los que apenas si sé conscientemente nada. Yo no soy el que da forma a este significado, sino que es el significado el que me da forma a mí. Yo no soy el que elabora ese significado, sino que es ese significado el que me conforma a mí. Yo formo parte de este amplio sustrato de signos culturales y, en la mayor parte de los casos, no tengo la menor idea de dónde proviene todo eso. Dicho en otros términos, toda intencionalidad subjetiva (cua­ drante superior izquierdo) se halla ubicada en amplias redes de contextos intersubjetivos o culturales (cuadrante inferior izquier­ do) que están involucrados en la creación e interpretación del sig­ nificado. El significado no es una mera indicación objetiva sino una red Íntersubjetiva', no es simplemente monológuico sino dialóguico; no es meramente empírico sino estructural; no depende de simples imágenes representacionales sino de redes sistémicas, y en este sentido es tanto el resultado de la red como su refe­ rente. Éste es, precisamente, el motivo por el cual todo significa­ do depende del contexto y que “la corteza de un árbol” sea completamente diferente de “la corteza cerebral”. Después de este extraordinario giro lingüístico, los filósofos nunca volverían a considerar el lenguaje como algo sencillo. El lenguaje no sólo nos informa sobre el mundo, no sólo lo repre­ senta y lo describe, sino que crea mundos, y en todo acto creati­ vo hay poder. El lenguaje crea, distorsiona, transmite, revela, 161

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permite, oculta, oprime, enriquece y somete. Para bien o para mal, el lenguaje es como un semidiós, y en consecuencia, a par­ tir de ese momento, la filosofía comenzó a ocuparse de esa pode­ rosa fuerza. Desde el análisis lingüístico hasta los juegos de pa­ labras, desde el estructuralismo hasta el postestructural ismo, desde la semiología hasta la semiótica y desde la intencionalidad lingüística hasta la teoría del acto del habla, la filosofía postmodema ha sido, en gran medida, una filosofía del lenguaje que su­ braya -bastante adecuadamente, por cierto- que, si queremos uti­ lizar el lenguaje como herramienta para comprender la realidad, haríamos bien en comenzar a estudiarlo con más detenimiento.

Los quejidos del lenguaje Pero los postestructuralistas postmodemos hicieron suyas muchas de estas profundas e indiscutibles verdades y las llevaron al extremo, tomándolas virtualmente inútiles. No se contentaron simplemente con ubicar la intencionalidad en su contexto cultu­ ral, sino que trataron de eliminar por completo al individuo; por ello hablaron de “la muerte de hombre”, de “la muerte del autor” y de “la muerte del sujeto”, intentos, todos ellos, de reducir el su­ jeto (superior izquierda) a meras estructuras intersubjetivas (in­ ferior izquierda). Así fue como el “lenguaje” terminó reempla­ zando al hombre como agente de la historia. Desde ese punto de vista, no es el yo, el sujeto, el que ahora está hablando, sino el lenguaje impersonal y la estructura lingüística global, los que ha­ blan a través de mí. Por ello, a modo de ejemplo, Foucault proclamaría que «la importancia de Lacan proviene del hecho de que mostró que no es el sujeto, sino las estructuras, el mismo sistema del lenguaje, el que habla a través del discurso del paciente y de los síntomas de su neurosis». El cuadrante superior izquierdo terminó viéndo­ se reducido al cuadrante inferior izquierdo al que Foucault se re­ firió como «ese sistema anónimo carente de sujeto». 162

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Así pues, no soy yo, Ken Wilber, quien está escribiendo estas palabras ni tampoco soy esencialmente responsable de ellas, sino que es el lenguaje mismo el que realmente está haciendo todo el trabajo (aunque ello no impida que yo, Roland Barthes, o que yo, Michel Foucault, cobre los talones expedidos a nombre de un au­ tor supuestamente inexistente). Dicho en pocas palabras, el hecho de que todo “yo” esté siem­ pre ubicado en el contexto de un “nosotros” terminó distorsiona­ do en la noción de que no existe ningún tipo de “yo”, sino sólo un “nosotros” omnipresente, no sujetos individuales sino amplias redes de estructuras intersubjetivas y lingüísticas. (Y adviértase que los budistas puntualizan que esto no tiene nada que ver con la noción de anatta o ausencia de identidad del yo porque el “yo” no se reemplaza con el Vacío, sino con las estructuras lingüísticas finitas del “nosotros”, con lo cual el problema no se trasciende sino que sencillamente se multiplica.) Foucault terminó finalmente rechazando su radicalismo ini­ cial, un hecho cuidadosamente ignorado por los postmodemistas, radicales que, entre otros divertidos espectáculos, comenzaron a escribir biografías de sujetos inexistentes, dando lugar, así, a li­ bros tan sustanciosos como una comida sin alimento. Según Saussure, el significante y el significado constituyen una totalidad integrada (un holón); pero los postestructuralistas postmodemos -y éste fue uno de sus movimientos más caracte­ rísticos- rompieron esa unidad subrayando casi exclusivamente las cadenas deslizantes de significantes, concediendo así a los significantes -la materia real de los marcos escritos- una priori­ dad casi exclusiva. Así fue como se separaron tanto del significa­ do como de su referente y, en consecuencia, concluyeron que las cadenas de significantes “flotantes” deslizantes sólo estaban an­ cladas en el poder, el prejuicio o la ideología. (Aquí vemos de nuevo el constructivismo radical tan característico del postmodemismo: los significantes no están anclados en ninguna verdad o realidad sino que simplemente crean o construyen cualquier tipo de realidad.) 163

Los intentos previos de integración

Cadenas deslizantes de significantes: ésa es la actividad fun­ damental del postestructuralismo postmodemo. Postestructural, porque se origina en la intuición de Saussure sobre la estructura reticular de los signos lingüísticos, que construyen al tiempo que representan y también postestructural porque los significantes están desprovistos de cualquier tipo de anclaje. No existe ningu­ na verdad objetiva (sino sólo interpretaciones), y así, según los postmodemistas radicales, los significantes se asientan en el po­ der, el prejuicio, la ideología, el género, la raza, el colonialismo, el especieísmo, etcétera (una contradicción performativa que su­ pondría que esta misma teoría sólo se ancla en el poder, el prejui­ cio, etcétera, en cuyo caso sería tan reprobable como las teorías que desdeña). Éste es precisamente el punto en el que la agenda postmoder­ na conecta con la noción erróneamente kuhniana de paradigma, un matrimonio llevado a cabo en el cielo de la interpretación para quienes deseaban deconstruir el “viejo paradigma” y reemplazar­ lo por un “nuevo paradigma” que, en sí mismo, carecía de modelo o instrucción auténtica y que, según la noción kuhniana de para­ digma, no era, en modo alguno, tal cosa, sino mera ideología dis­ frazada de investigación cultural, narcisismo y nihilismo atavia­ do con el ropaje de la transformación.

El aperspectivismo integral El hecho de que todo significado dependa del contexto -la se­ gunda gran verdad del postmodemismo, también conocida con el nombre de “contextualismo”- nos obliga a adoptar un abordaje multiperspectivista de la realidad. Dado que cualquier perspecti­ va singular probablemente adolezca de parcialidad, limitación y hasta distorsión, el avance fructífero del conocimiento sólo será posible asumiendo perspectivas múltiples y contextos múltiples. Esta “diversidad” es la tercera gran verdad del postmodemismo general. 164

El idealismo: el Dios que está por venir

Jean Gebser, a quien ya hemos mencionado cuando hablába­ mos de las visiones del mundo, acuñó el término aperspectivismo integral para referirse a esta visión plural o multiperspectivista, a la que yo también denomino visión-lógica o red-lógica. “Aperspectivista” significa que no se privilegia ninguna perspec­ tiva individual, de modo que, para alcanzar una visión más holística o integral, necesitamos un enfoque aperspectivista, lo cual justifica el uso del guión con el que Gebser se refería a este enfo­ que: aperspecti vista-integral. Gebser comparó la cognición aperspectivista-integral con la racionalidad formal, a la que él llamó “razón perspectivista”, que tiende a asumir una perspectiva individual y monológuica y con­ templa la realidad a través de ese estrecho punto de vista. Donde la razón perspectivista privilegia la perspectiva exclusiva del su­ jeto concreto, la visión-lógica agrega todas las perspectivas sin privilegiar ninguna de ellas, en un intento de aprehender lo inte­ gral, la totalidad, la multiplicidad de contextos dentro de otros contextos desplegados incesantemente por el Kosmos, no de una forma rígida o absolutista, sino a modo de un tapiz fluidamente holónico y multidimensional. Esto se asemeja mucho al gran énfasis idealista en la diferen­ cia existente entre una razón meramente monológuica, representacional o empírico-analítica (Verstand) y una razón dialóguica, dialéctica y orientada hacia redes (visión-lógica) ( Vernunft), re­ presentando esta última un estadio evolutivamente superior a aquélla. De hecho, los idealistas tendían a considerar a la raciona­ lidad monológuica o perspectivista como “un monstruo del estan­ camiento del desarrollo”, un monstruo monológuico que represen­ taba, obviamente, a la modalidad de conocimiento característica de la Ilustración, con lo cual la crítica idealista a la Ilustración (y a la chata modernidad) sigue siendo todavía una de las más podero­ sas y convincentes. Además, Gebser también creía que la visión-lógica represen­ taba un estadio evolutivo más avanzado que la razón monológui­ ca, algo en lo que también coinciden los idealistas y muchos 165

Los intentos previos de integración

otros abordajes. Son muchas las escuelas de psicología y socio­ logía transpersonal -por no mencionar importantes teóricos con­ vencionales como Jürgen Habermas y Carol Gilligan- que consi­ deran la dialéctica visión-lógica como una modalidad más elevada y comprehensiva de la razón. (Algo que, por cierto, pue­ de verse representado en la figura 5-1, donde “formop” es la ra­ zón formal y “visión-lógica” es el aperspectivismo integral. Y, aunque la visión-lógica no sea todavía transracional, se halla, como pronto veremos, en la frontera entre lo racional y lo trans­ racional y comparte lo mejor de ambos mundos.) La visión-lógica no sólo puede reconocer interrelaciones múl­ tiples sino que constituye, en sí misma, una parte esencial del Kosmos interrelacionado. Por ello la visión-lógica no sólo repre­ senta el Kosmos, sino que es el mismo desarrollo del Kosmos. Obviamente, todas las modalidades genuinas del conocimiento son desarrollos de este tipo, pero la visión-lógica es la primera que puede comprenderlo y articularlo de manera consciente. He­ gel fue el primero en hacerlo de un modo amplio -con él, la vi­ sión-lógica devino evolutivamente consciente de sí m isma-, y Saussure hizo exactamente lo mismo con la lingüística, aplican­ do la visión-lógica al lenguaje y revelando, de ese modo, por pri­ mera vez en la historia, su estructura reticular. El giro lingüístico es, en el fondo, la aplicación al lenguaje de la visión-lógica. Esta misma visión-lógica es la que terminaría dando origen a las elaboradas versiones de las teorías sistémicas aplicadas a las ciencias naturales y también se halla detrás del reconocimiento postmodemista de que todo significado depende del contexto y de que los contextos son ilimitados. En todos estos movimientos, pues, es posible advertir la resplandeciente huella de la visión-ló­ gica anunciando las redes interminables de interconexiones holónicas que constituyen el mismo entramado del Kosmos. Este es el motivo por el cual yo creo que el reconocimiento de la importancia de la cognición aperspectivista-integral es el ter­ cer gran mensaje válido del postmodernismo. Y éste es, asimis­ mo, el motivo por el cual podemos datar el origen del talante 166

El idealismo: el Dios que está por venir

postmodemo en los grandes idealistas (obsérvese que eso es, pre­ cisamente, lo que hace Derrida; Hegel, según él, es el último de los antiguos y el primero de los nuevos).

El colapso del lenguaje Pero, aunque todo esto esté muy bien, no resulta suficiente porque, como ya hemos visto, no basta con ser “holístico” en lu­ gar de “atomístico” u orientarse hacia redes en lugar de hacerlo hacia el análisis y la división. Porque lo alarmante es que cual­ quier modalidad de conocimiento puede colapsarse y verse con­ finada a meras superficies, a exterioridades, a situaciones propias de la Mano Derecha. Y, de hecho, apenas surgió la visión-lógica se vio aplastada por una chata locura que barre sin piedad el mundo moderno. De hecho, como ya hemos visto en repetidas ocasiones, eso fue precisamente lo que hicieron las ciencias sistémicas: negar toda realidad sustancial a los dominios del “yo” y del “nosotros” (en sus propios términos) y reducirlos exclusivamente a “ellos” interrelacionados en un sistema dinámico de procesos reticula­ res. Pero, aunque ésa haya sido la actividad de la visión-lógica, no debemos olvidar que se trata de una visión-lógica mutilada, renqueante y encadenada a los procesos exteriores y los “ellos” empíricos. Ciertamente era un tipo de holismo, pero un holismo exterior que destripó toda interioridad y negó toda validez a los dominios del holismo de la Mano Izquierda (del “yo” y del “no­ sotros”). Los grilletes habían dejado de ser atomísticos, los gri­ lletes eran ahora las cadenas de las interrelaciones holísticas... y no, por ello, nos sentimos mejor. Y ése fue precisamente el destino que aguardaba a la mayor parte de la agenda postmoderna. Partiendo de una confianza ab­ soluta en la visión-lógica y en la conciencia aperspectivista-integral -pero todavía incapaz de escapar al colapso del Kosmos-, los movimientos postmodernos han terminado por encarnar e in­ 167

Los intentos previos de integración

cluso propagar sutilmente la pesadilla reduccionista. Es cierto que todos ellos representan una forma nueva y superior de racio­ nalidad, pero una racionalidad que todavía se halla atrapada en el mundo chato. Se trata, en suma, de otra vuelta de tuerca al holismo chato, al monismo material, a la locura monológuica. Y, por más que pregone a todo viento haber superado, subvertido, invertido y deconstruido el desastre de la modernidad, no ha he­ cho otra cosa más que terminar sucumbiendo a él. Sólo existen cadenas deslizantes de significantes, la única rea­ lidad consiste en cadenas deslizantes de marcos materiales, en otras palabras, cadenas deslizantes de “ellos”. Porque todo el énfa­ sis en la interpretación y la validación interna del postestructuralismo postmodemo se colapsa en cadenas deslizantes de “ellos” materiales. Desaparecidos los significantes reales -los dominios internos reales del “yo” y del “nosotros” desplegados en sus pro­ pios términos-, lo único que queda, como ocurre con las teorías sistémicas, son cadenas holísticas de “ellos” interrelacionados, su­ perficies holísticas carentes de toda profundidad y totalmente in­ capaces, en consecuencia, de curar las disociaciones de la moder­ nidad. Así fue como el postmodernismo radical se reveló simplemente como un síntoma más de la insidiosa enfermedad que pretendía curar.

La profundidad se toma vacaciones De hecho, la mayor parte de los postmodernistas terminarían negando cualquier tipo de profundidad. Es como si el postmo­ dernismo, víctima del asedio violento del mundo chato, hubiera terminado identificándose con el agresor. De ese modo fue como el postmodemismo terminó abrazando superficies, defendiendo superficies y glorificando superficies hasta afirmar la existencia exclusiva de las superficies. Lo único que existen son cadenas deslizantes de significantes, todo es un texto material, no hay nada bajo la superficie, lo único que hay son superficies. Como 168

El idealismo: el Dios que está por venir

dijo Bret Easton Ellis en The lnformers11: «Nada era afirmativo, el término “generosidad de espíritu” no se aplicaba a nada, era un mero cliché, una especie de mal chiste... La reflexión es inútil, el mundo carece de sentido. Superficies, superficies y más superfi­ cies, la superficie es lo único que existe... ésta fue la civilización que vi, una civilización colosal y cerrada sobre sí». Robert Alter, en una revisión de The Tunnel, de William H. Gass, un libro que muchos calificaron como la novela postmoder­ na por excelencia («una verdadera obra maestra del postmodemismo», en opinión de cierto crítico) subraya la estrategia ca­ racterística de esta obra diciendo que, «en ella, todo se ve deliberadamente reducido a la más chata superficie». Y lo hace «negando la posibilidad de realizar distinciones cualitativas o jerarquizaciones significativas de valores estéticos o morales. No existe ningún tipo de interioridad, el asesino y víctima, el aman­ te y el onanista, el altruista y el fanático, se desvanecen en la mis­ ma bruma», las mismas cadenas deslizantes de significantes igualmente absurdos. Todo se ve reducido a la más chata superficie... No existe nin­ gún tipo de interioridad -una descripción perfecta del mundo chato, un mundo que, surgiendo en la modernidad, ha ido expan­ diéndose y envaneciéndose con el postmodemismo radical, «su­ perficies, superficies y más superficies. La superficie es lo único que existe...» Y Alter está en lo cierto al afirmar que detrás de todo se halla la incapacidad o la negativa a «establecer distinciones cualitativas o jerarquizaciones significativas de valores morales o estéticos». En este yermo en el que sólo existen significantes y superficies de la Mano Derecha, no hay ningún tipo de valor, significado y dife­ rencia cualitativa, porque ésos sólo existen en los dominios de la Mano Izquierda. Colapsar el Kosmos en la Mano Derecha signi­ fica salir del mundo real y adentrarse en esa zona crepuscular co-

IJ. B. Ellis, Los confidentes. Barcelona: Ed. B, 1994.

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Los intentos previos de integración

nocida como universo descualificado. Aquí no hay holoarquías interiores, ordenamientos significativos del “yo” y del “noso­ tros” ni distinciones cualitativas o graduaciones de profundidad de ningún tipo, de modo que hecho y ficción, verdad y mentira, asesino y víctima se ven -como dice Alter- reducidos a superfi­ cies equivalentes. “¡Subvirtamos toda jerarquía!” -uno de los gritos de batalla del postmodemismo extremo- significa realmente “destruye todo valor, extermina toda cualidad, masacra todo significado”. El postmodernismo radical pasó de la noble intuición de que toda perspectiva debe ser tenida en cuenta a la creencia totalmente contradictoria (en la medida en que se presenta como mejor que las creencias alternativas) y disparatada de que ninguna perspec­ tiva es mejor que cualquier otra. Así, bajo la pesada gravedad del mundo chato, la conciencia aperspectivista-integral se transformó en la locura aperspectivista -la contradictoria creencia de que ninguna creencia es mejor que cualquier otra-, lo cual terminó paralizando al pensamiento, la voluntad y la acción frente a un millón de perspectivas posee­ doras, todas ellas, de la misma profundidad... es decir, ninguna. En un determinado momento de The Tunnel, el mismo Gass, autor de esa obra maestra del postmodemismo, describe la forma postmoderna perfecta, que sirve «para desmantelarlo y desar­ marlo todo, contaminar los contaminantes, estallar lo estallado, ensuciar la suciedad... Todo es superficie... Por más lejos que nos desplacemos no existe ninguna interioridad, ni interioridad ni profundidad». Ninguna interioridad y ninguna profundidad, ése es precisa­ mente el credo del postmodemismo radical. Y es en este baldío moderno y postmodemo -y contra su dominante y tiránico talan­ te- donde queremos introducir la interioridad, la profundidad, la dimensión interna del Kosmos, el rostro, en fin, de lo Divino.

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TERCERA PARTE UNA RECONCILIACIÓN

10. EL INTERIOR: UNA VISIÓN DE LA PROFUNDIDAD El mundo moderno y postmodemo todavía se halla atrapado en las garras de la visión chata del mundo, de las superficies, de las exterioridades desprovistas de toda interioridad, “sin nada dentro, carentes de toda profundidad”. Las únicas alternativas a gran escala consisten en el abrazo de la superficialidad (como en el caso del postmodemismo radical) o la regresión a las interio­ ridades propia de las modalidades premodemas (desde la reli­ gión mítica hasta la magia tribal y la narcisista nueva era). Cual­ quier espiritualidad moderna y postmodema seguirá todavía escapándosenos de entre los dedos a causa, sobre todo, de que las irreversibles diferenciaciones de la modernidad imponen ciertas exigencias -ciertamente difíciles pero absolutamente inexcusa­ bles- a la tan anhelada integración. La espiritualidad debe ser ca­ paz de enfrentarse a la autoridad de la ciencia, pero no para imi­ tar su locura monológuica sino para revelar sus procedimientos, sus métodos, sus datos, sus evidencias, sus valores y sus consta­ taciones características. La espiritualidad debe poder llegar a in­ tegrar las esferas de valor del Gran Tres, del yo, la cultura y la na­ turaleza y no sólo tratar de desdiferenciarlas (cayendo entonces en lo premodemo) o deconstruirla (en uno de los acostumbrados estallidos tan propios de la postmodernidad). Ya hemos visto que los tres principales intentos históricos de 173

Una reconciliación

volver a introducir el Espíritu en el mundo moderno y postmo­ derno fueron el romanticismo, el idealismo y algunas versiones del postmodernismo. Y también hemos visto los motivos por los que cada uno de ellos terminaron fracasando. Los románticos, atrapados en la falacia pre/trans, solían terminar decantándose por la desdiferenciación en lugar de la auténtica integración (aunque hablaran, no obstante, de todo lo contrario). Los idealis­ tas evitaron la regresión pero carecían de un yoga, de un conjun­ to de instrucciones transpersonales que permitieran que todo el mundo pudiera reproducir sus intuiciones espirituales, de modo que, en ausencia de toda evidencia real, terminó degenerando en “mera metafísica”. Y los postmodernistas, por último, desligados de toda búsqueda de la verdad, quedaron a merced de sus propias tendencias, el narcisismo y el nihilismo como un preludio postmodemo del infierno. Amparándose en la noción pretendidamen­ te kuhniana de “paradigma”, el egocentrismo promulgó el amane­ cer de una gloriosa transformación del mundo, sin caer siquiera en cuenta en el papel desempeñado por su ego en todo el asunto. Con la emergencia del mundo chato aparecieron también dos grandes intentos de escapar de las garras del monismo científico: el romanticismo y el idealismo (que optaron por una especie de pluralismo epistemológico), y el postmodemismo (que optó por el “teoreticismo”). Los primeros consideraron que la ciencia era sólo una de las muchas modalidades válidas del conocimiento, de modo que no hay ningún impedimento para que la ciencia y la re­ ligión puedan coexistir como aspectos diferentes pero igualmen­ te válidos de la Realidad. El “teoreticismo” sostenido por el post­ modernismo, por su parte, centró sus esfuerzos en deconstruir todas las modalidades del conocimiento y allanar el camino, por así decirlo, con la esperanza de que esa actitud acabaría definiti­ vamente con todo tipo de jerarquía de dominio. Pero todos esos intentos terminaron fracasando. El pluralismo epistemológico había sido abrazado, en varios modos, por la re­ ligión clásica, el romanticismo y el idealismo, pero ninguna de ellas pudo soportar el virulento asedio del monismo científico 174

El interior: una visión de la profundidad

moderno (ni de los epidémicos “ello”-ismos sistémicos). La ciencia moderna simplemente descubrió que la mayor parte de los hechos que se suponían trascendentes tenían correlatos cere­ brales muy reales, muy naturales y muy inmanentes en el orga­ nismo empírico y que no eran, en consecuencia, nada especial­ mente “ultramundano” y no requerían, por tanto, de modalidades de conocimiento especiales. Así fue como el pluralismo episte­ mológico terminó derrumbándose con el resto del Kosmos, de­ jando tan sólo en pie las dimensiones propias de la Mano Dere­ cha accesibles a las modalidades monológuicas y empíricas del conocimiento, el dominio del omnipresente “ello”, un dominio gobernado exclusivamente por la ciencia. El teoreticismo postmodemo (la ciencia como poesía/paradigma) también se colapso bajo el peso de sus propios sinsentidos y contradicciones performativas. La equiparación entre la ciencia y la religión acabó destruyéndolas a ambas y proclamando a conti­ nuación que la única realidad era la tierra yerma de las superficies interminables, una realidad que, en caso de ser cierta, es falsa. Pero cada uno de estos enfoques -tanto el romanticismo como el idealismo y el postmodemismo- encierran grandes verdades que deberíamos rescatar e incorporar a una visión más global. Y éste es, precisamente, uno de los objetivos del enfoque integral que este libro intenta representar. Cualquier verdadera integración de la ciencia y la religión de­ bería integrar el Gran Tres (del arte, la moral y la ciencia), acep­ tándolos tal como son, sin deformarlos para adaptarlos a algún esquema favorito. No hay ninguna necesidad de forzar a la cien­ cia a algún tipo de “nuevo paradigma” que sea supuestamente compatible con la espiritualidad. Ese mismo intento supondría un gran error categorial que expresaría una profunda confusión acerca de la naturaleza y del papel de la ciencia monológuica, de la filosofía dialóguica y de la espiritualidad translóguica. Éstas deben ser integradas tal como las encontramos, sin deformarlas en una equiparación monológuica que elimine las mismas dife­ rencias que supuestamente debe incorporar, incluir e integrar. 175

Una reconciliación

Y ése es el objetivo del enfoque integral, una integración del Gran Tres del arte (la expresión estética, el yo y la expresión de uno mismo, la fenomenología subjetiva), la moral (equidad inter­ subjetiva, bondad ética, comunión cultural) y la ciencia (la natu­ raleza objetiva, el mundo empírico y las situaciones concretas) tal como son. No debemos, pues, hacer nada especial con cual­ quiera de estas tres esferas de valor (o cuatro cuadrantes) sino aceptarlos tal como los encontramos. Lo único que se requiere es que cada una comience a albergar la sospecha de que su verdad no es la única del Kosmos. Pero ahí, precisamente, radica la dificultad. Todos los intentos realizados hasta la fecha por el pluralismo epistemológico han fra ­ casado en pasar la prueba de la modernidad porque la ciencia no ha dudado ni un solo instante en su competencia para revelamos todas las formas importantes de la verdad. Con el colapso del Kos­ mos, la integración del Gran Tres dejó de ser percibido como un problema, porque no existía ningún Gran Tres, sino sólo el Gran Uno del materialismo científico y del holismo chato. Y, como no se requería ningún tipo de integración, tampoco se buscó. Para llevar eficazmente a cabo nuestra empresa debemos retro­ traemos a algún momento anterior al colapso del Kosmos -aunque no a un momento anterior a las diferenciaciones de la modernidad, sino a un tiempo anterior a sus disociaciones- y comenzar nuestra reconstrucción a partir del punto crítico en que se inició la frag­ mentación, la enajenación, la separación y el colapso. Porque ése fue el momento en que todas y cada una de las di­ mensiones internas perdieron su legitimidad. La modernidad no rechazó al Espíritu, la modernidad negó las interioridades, y el Espíritu fue simplemente una de sus muchas víctimas. Toda inte­ rioridad -desde la inferior a la superior, desde la prepersonal has­ ta la personal y la transpersonal- se vio objetivada y convertida en objeto de la mirada monológuica, forzada a acomodarse al instrumental propio del materialismo científico: la mente subjeti­ va se vio reducida al cerebro material; los valores intersubjetivos se vieron reducidos a problemas meramente técnicos; la inten­ 176

El interior: una visión de la profundidad

cionalidad se vio reducida a condicionamiento conductuai; el Es­ píritu se vio reducido a la Red empírica de la Vida y la econaturaleza (holismo chato); las visiones culturales del mundo se vie­ ron reducidas a las modalidades materiales de producción; la compasión se vio reducida a serotonina, el conocimiento se vio reducido a bits digitales; el “yo” y el “nosotros”, en fin, se vieron reducidos a meros “ellos”. Y es evidente que el Espíritu no logró sobrevivir al colapso de la modernidad, pero tampoco lo hizo ninguna otra dimensión interior, incluyendo las sensaciones rudimentarias, las percepciones y los afectos, por no mencionar la intencionalidad, el dominio de la men­ te como realidad irreductible poseedora de su propio peso ontológico y los dominios espirituales y transpersonales. El mundo chato no admite ningún tipo de interioridad y la reintroducción del Espíritu es, en consecuencia, la última de nuestras preocupaciones. De modo que nuestra intención no es la de reintroducir la es­ piritualidad y demostrar que, de algún modo, la ciencia moderna es compatible con Dios. Ese intento, que ha sido asumido por la mayor parte de los intentos de integración realizados hasta la fe­ cha, no es lo suficientemente profundo como para diagnosticar la enfermedad y, en consecuencia, nunca podrá llegar a resolver adecuadamente el problema. La única posibilidad de reconciliar a la ciencia con la religión, por tanto, no descansa tanto en la rehabilitación del Espíritu como en la rehabilitación de las interioridades, en general, inte­ grando al Gran Tres, superando las disociaciones y desastres de modernidad y cumpliendo, de ese modo, las promesas de la postmodemidad. El cadáver que queremos revivir, pues, no es el Es­ píritu, sino el interior.

Las objeciones de la ciencia empírica Como ya hemos visto, todos los intentos realizados hasta la fecha para llegar a integrar la ciencia y la religión han fracasado 177

Una reconciliación

porque la ciencia empírica rechaza las dimensiones interiores. Y lo hace por dos razones esenciales: 1. Las modalidades de conciencia supuestamente “internas”, “superiores”, “trascendentales”, “ultramundanas” o “místi­ cas” parecen hallarse completamente inmersas en procesos cerebrales naturales, empíricos y objetivos. No se trata, pues, de algo auténticamente elevado, sino tan sólo de dife­ rentes tipos de eventos biomateriales que ocurren en el cere­ bro biomaterial. Y, para explicar esos estados no se requiere ningún tipo de nivel de realidad superior al sen son omotor. De modo que no existe, desde ese punto de vista, ningún do­ minio interno irreductible que pueda ser estudiado por mo­ dalidades diferentes del conocimiento, sino sólo “ellos” ob­ jetivos (atomísticos u holísticos) para cuyo estudio basta con la ciencia empírica. Los dominios internos carecen, en suma, de realidad propia y, en consecuencia, no existe ninguna mo­ dalidad “interna” del conocimiento que no pueda ser expli­ cada. 2. Pero, aun cuando existieran modalidades de conocimiento distintas a la empírico-sensorial, carecen de métodos de va­ lidación y, en consecuencia, no deben ser tomadas en serio. Se trata, en el mejor de los casos, de un asunto de gustos per­ sonales o subjetivos y de una cuestión meramente idiosin­ crásica, valiosa, tal vez, como preferencia emocional, pero carente de toda validez cognitiva. En mi opinión, sin embargo, ambas objeciones -la de que no existe ningún tipo de interioridad y la de que, aun cuando las haya, no pueden ser verificadas- están completamente equivoca­ das. Pero lo cierto es que constituyen un verdadero obstáculo al matrimonio entre la ciencia y la religión. Usted puede estar de acuerdo o en desacuerdo con mis explicaciones al respecto, pero, aun en este último caso, podrán ayudarle a encontrar otras mejo­ res. En cualquiera de los casos, sin embargo, hasta que no afron­ 178

El interior: una visión de la profundidad

temos y contrarrestemos estas dos objeciones no habremos dado un solo paso en la integración de la ciencia y la religión y aque­ llos enfoques que no los afronten directamente carecen, repitá­ moslo, de toda relevancia. Veamos, antes de seguir adelante, una breve descripción de mis respuestas al respecto, que confío que quedarán más claras en la medida en que procedamos: Yo creo que la objeción número 1 (que afirma la inexistencia de toda interioridad real) puede ser contrarrestada por la abruma­ dora evidencia de la existencia de los cuatro cuadrantes, una evi­ dencia que se apoya en una extraordinaria cantidad de datos (em­ píricos, fenomenológicos, interculturales y contemplativos). El peso -en ocasiones incierto- de esta evidencia resulta tan abru­ mador que cualquier reduccionista debería trabajar de forma so­ brehumana para contrarrestarlo. Además -y éste es realmente el punto-, cuando la ciencia empí­ rica rechaza la validez de todas y cada una de las formas de conoci­ miento y comprensión intema, rechaza también su propia validez porque la mayor parte de su evidencia se apoya en comprensiones y estructuras internas que no son proporcionadas ni confirmadas por los sentidos (como ocurre, por ejemplo -por nombrar sólo un par-, en el caso de la lógica y de las matemáticas). Si la ciencia reconoce la existencia de estas aprehensiones in­ teriores de las que depende su propia actividad, no puede seguir objetando la existencia del conocimiento interior sin contrade­ cirse. No es posible arrojar toda interioridad al cubo de la basura sin arrojar también ciertas facetas esenciales de su modalidad de conocimiento (un punto que, como veremos, han aceptado ya la mayor parte de los filósofos de la ciencia). Este argumento soca­ va la objeción número 1, con lo cual la ciencia sólo podrá seguir manteniendo su hegemonía y descalificando al resto de las mo­ dalidades de conocimiento, recurriendo a la objeción número 2. Luego responderé a la objeción número 2 diciendo que el mé­ todo científico, en general, se basa en tres vertientes fundamenta­ les del conocimiento (la instrucción, la aprehensión y la confirma­ m

Una reconciliación

ción/refutación). Si pudiéramos demostrar que las modalidades in­ ternas del conocimiento también se ajustan a estas mismas tres vertientes, refutaríamos la objeción número 2 (que afirma que es­ tas modalidades alternativas carecen de legitimidad). De ese modo superaríamos las dos principales objeciones de la ciencia a los dominios internos y abriríamos la puerta a una au­ téntica reconciliación entre la ciencia y la religión (y también del Gran Tres, en general). De este modo trataremos de demostrar a la ciencia, no que está equivocada, que es un viejo paradigma, un producto de una conciencia disociada, patriarcal, divisiva o que está esencialmente enferma, sino que es correcta pero parcial. Tal vez la ciencia, que no ha aceptado ninguna de las criticas ante­ riores, se avenga a tener en cuenta ésta.

La resurrección de las interioridades Como ya hemos dicho, los empiristas (al igual que los positi­ vistas, los conductistas y todo tipo de científicos) niegan la reali­ dad de las dimensiones propias de la Mano Izquierda y afirman que la única realidad procede de la Mano Derecha. En el mejor de los casos, todos los eventos de la Mano Izquierda son reflejos o representaciones del mundo sensoriomotor, del mundo de la lo­ calización simple, el mundo de los “ellos” registrados por los sentidos humanos o por sus extensiones (y, en general, por todo tipo de actividad objetivadora). Todos esos abordajes, dicho en otras palabras, suscriben el mito de lo dado, el mito de que el mundo sensoriomotor nos vie­ ne simplemente dado a través de la experiencia directa y de que la ciencia nos informa minuciosa y sistemáticamente de este tipo de hallazgos. Pero, en realidad, esta visión no es -com o aceptan hoy en día la mayor parte de los filósofos de la ciencia ortodoxamás que un mito que ha terminado convirtiéndose en un hecho. Ya hemos dicho que el mito de lo dado se ha visto despropor­ cionado por los postmodernistas radicales que lo han utilizado 180

El interior: una visión de la profundidad

para negar cualquier tipo de verdad objetiva. Y se trata de un ex­ tremismo que ciertamente deberíamos evitar. Porque el hecho -com o afirma Wilfrid Sellars- es que el mundo sensoriomotor presenta ciertos rasgos intrínsecos que impiden la disgregación total de la verdad objetiva y permiten que la ciencia haga autén­ ticos progresos. Pero, por ese mismo motivo, el empirismo ingenuo -que su­ pone que la ciencia sólo nos informa de los datos irreductibles de la experiencia-constituye también una visión insostenible que se asienta, en suma, en el mito de lo dado. Nosotros, por ejemplo, no percibimos un árbol, lo que real­ mente vemos, lo que la experiencia nos brinda, no es más que un puñado de fragmentos coloreados, algo con lo que los empiristas, los racionalistas y los idealistas están completamente de acuerdo. Los empiristas tradicionales simplemente tratan de fundamentar todo conocimiento en estos “datos” sensoriales, en esos frag­ mentos coloreados. Pero hoy en día es ampliamente reconocida la imposibilidad de fundamentar el conocimiento en meros frag­ mentos, un escollo en el que ha embarrancado el empirismo clá­ sico. Hasta The Cambridge Dictionary o f Philosophy, bastión du­ rante mucho tiempo de la visión ortodoxa y consensual, señala escuetamente que «las epistemologías que postulan este tipo de datos exigen una entidad individual para explicar la naturaleza sensorial de la percepción y justificar el fundamento epistémico inmediato del conocimiento empírico, un requerimiento que hoy en día es imposible de satisfacer. De ahí que Wilfrid Sellars cali­ fique esa desacreditada visión como el mito de lo dado... y, con­ cluyendo que la doctrina de lo dado es falsa, termine afirmando que el empirismo clásico es un mito» (las cursivas son mías). Y Sellars no es el único. La afirmación del Dictionary de que los requisitos del empirismo clásico son «hoy en día imposibles de satisfacer... el empirismo clásico es un mito» es perfectamen­ te compatible con el resumen realizado por John Passmore sobre el estado del positivismo, la filosofía oficial del cientificismo. 181

Una reconciliación

cuando dice que «el positivismo lógico, pues, está muerto, tan muerto como el movimiento filosófico que le dio origen». Dicho en pocas palabras, la ciencia se aproxima al mundo em­ pírico con un soberbio aparato conceptual que incluye desde el cálculo de tensores hasta los números imaginarios, los signos lin­ güísticos intersubjetivos y las ecuaciones diferenciales -estructu­ ras todas ellas absolutamente no empíricas que, por tanto, sólo se encuentran en los espacios internos- y llega a la sorprendente conclusión de que sólo nos “informa” acerca de lo que “descu­ bre” en el mundo “dado” cuando, de hecho, lo único que nos vie­ ne dado son meros fragmentos coloreados. Para que la ciencia reconozca las estructuras internas no debe negar los aspectos intrínsecamente objetivos del mundo externo, sino tan sólo reconocer la realidad e importancia de los dominios subjetivos e intersubjetivos responsables de la generación de todo ese conocimiento. Porque el mundo sensoriomotor posee rasgos intrínsecos pree­ xistentes que limitan nuestras percepciones. Por ejemplo, si usted presta atención al fragmento coloreado denominado “manzana” siempre descubrirá que cae hacia el fragmento coloreado denomi­ nado “suelo”. Y estos rasgos intrínsecos son los que anclan (en cualquier dominio) el componente objetivo de la verdad. Al mismo tiempo, estos rasgos objetivos se diferencian, conceptualizan, organizan y obtienen gran parte de su forma y de su contenido de las estructuras conceptuales que existen en los es­ pacios no empíricos y no sensoriales. Estas estructuras internas no sólo incluyen los profundos contextos culturales, las estructu­ ras lingüísticas intersubjetivas y las normas éticas consensúales, sino también a la mayor parte de las herramientas conceptuales concretas utilizadas por los científicos para analizar sus datos ob­ jetivos, herramientas tales como la lógica, la estadística y cual­ quier tipo de matemáticas, desde el álgebra hasta el álgebra booleana, el cálculo, los números com plejos y los núm eros imaginarios. Y ninguna de estas estructuras puede verse o ser en­ contrada en el mundo exterior, empírico y sensorial. Todas ellas 182

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interior: unit visión de la profundidad

son, en suma, eventos subjetivos e intersubjetivos, eventos inter­ nos, eventos de la Mano Izquierda. Y nadie ha sido nunca capaz de reducir este tipo de conocimiento a fragmentos coloreados.

La investigación de las interioridades Obviamente, la ciencia empírica es libre para seguir su camino sin detenerse a considerar las herramientas internas que utiliza en su abordaje del mundo; lo que no puede hacer, sin autodestruirse, es negar la existencia o la importancia de esas herramientas. Pero eso es precisamente lo que ocurre cuando la ciencia degenera en cientificismo y rechaza in toto la existencia de las dimensiones in­ ternas por el simple hecho de que ninguno de ellos es un frag­ mento coloreado. La actividad de la ciencia empírica depende de estos domi­ nios internos (subjetivos e intersubjetivos). Pero a causa de la im­ posibilidad de acceder a estos dominios utilizando exclusiva­ mente métodos monológuicos, objetivos y sensoriomotores, ha llegado -en sus formas más burdas- a negar la existencia de esas interioridades, interioridades que no sólo le permiten funcionar sino que también encierran las interioridades del Kosmos. Y este reduccionismo suicida no tiene nada que ver con la au­ téntica ciencia, ese reduccionismo no es más que el tonto del pueblo de la ciencia. Y, como todo el mundo sabe, educar al ton­ to requiere del concurso de todo el pueblo, algo que, en nuestro caso, provocó el colapso de la modernidad. Así fue como la cien­ cia se convirtió en cientificismo imperialista e inmediatamente cayó en el mito ingenuo de lo dado, adscribiendo a los fragmen­ tos coloreados gran parte de lo que sólo se encuentra en su pro­ pio aparato conceptual, el mismo aparato al que acababa de negar toda existencia. Pero el punto crucial es que estas estructuras y espacios inter­ nos -desde la lingüística hasta las matemáticas y las modalidades interpretativas de la lógica- pueden ser investigados por derecho 183

Una reconciliación

propio. Eso es precisamente lo que hacen los científicos con la ló­ gica y las matemáticas. Nadie ha visto jamás en el mundo sensorial un número imaginario (la raíz cuadrada de un número negativo), pero los científicos matemáticos recurren a ellos de continuo para investigar las estructuras y pautas internas que agrupan a los sím­ bolos no empíricos. Y lo mismo podríamos decir con respecto a la mayor parte de las formas de la lógica, las teorías /i-dimensionales, el cálculo tensorial, etcétera; la lista resulta casi interminable. Ya hemos visto el mismo enfoque aplicado a la lingüística cuando Saussure, en un movimiento históricamente revoluciona­ rio, rechazó el mito de lo dado (la simple representación empíri­ ca) y demostró que el significado de una palabra no procede sim­ plemente del hecho de señalar un fragmento coloreado, sino de formar parte de una amplia red intersubjetiva de signos no empí­ ricos (ninguno de los cuales es un mero fragmento coloreado). Las teorías conductistas sobre el lenguaje sólo pueden inves­ tigar el simple hecho de apuntar (y por ello, como subraya Chomsky, ¡nunca han sido capaces de explicar la adquisición del lenguaje!). Pero la semiótica (el estudio de la ubicación intersub­ jetiva de los signos) y la hermenéutica (el estudio de la interpre­ tación basado en la aprehensión de toda la red de significado) nos han permitido avanzar mucho en nuestra comprensión de la lin­ güística, precisamente por negar el mito de lo dado, el mito de que la única realidad irreductible se asienta en el mundo sensorial monológuico. La conclusión es clara: los espacios internos no sólo estructu­ ran el conocimiento empírico, sino que constituyen un dominio interno que contiene una inmensa reserva de otros tipos de es­ tructuras, pautas, conocimiento, valores y contenidos que van desde la lógica y las matemáticas hasta la ética y la lingüística. La ciencia empírico-sensorial no puede investigar estos dominios con sus herramientas exteriores, sino que simplemente recurre al tonto del pueblo para negar su existencia o para negar el posible acceso de otras modalidades de investigación a estos extraordina­ rios dominios. 184

hi interior: una visión de la profundidad

Una apertura a la profundidad La objeción número 1 -la creencia de que los dominios inter­ nos no poseen una realidad irreductible y que, en consecuencia, los objetos empírico-sensoriales son los únicos auténticamente reales- es una noción en la que hoy en día creen muy pocos filó­ sofos de la ciencia y muy pocos científicos. Cualquier científico que utilice las matemáticas sabe que la realidad no es simple­ mente sensorial. En consecuencia, puesto que la inmensa mayo­ ría de los científicos ya rechaza el mito de lo dado, lo único que se requiere es seguir recordándoselo. El mito de lo dado es, en realidad, el mito de una exterioridad que no puede ser mancillada por ningún tipo de interioridad, de objetos que no tienen nada que ver con estructuras subjetivas e in­ tersubjetivas, el mito de que el Kosmos está compuesto por menos de cuatro cuadrantes, el mito del Gran Uno en lugar del Gran Tres; un mito que se halla en el mismo núcleo del empirismo, del posi­ tivismo, del conductismo, del colapso de la modernidad y del cientificismo. El mito de lo dado es el mito de objetos sin sujetos, de exterioridades carentes de interior, de cantidades sin calidades, de superficies sin profundidad, de apariencias sin valor, el viejo mito de que el único mundo real es el de la Mano Derecha, pero no es más que un mito y un mito decididamente muerto. Y, en el mismo momento en que se desmorona el mito de lo dado, se desmorona también la primera gran objeción de la cien­ cia empírica al conocimiento interno. La ciencia no puede desde­ ñar una modalidad de conocimiento por el simple hecho de que sea interior. Pero, al hacerlo así, se toma, digamos, quisquillosa. Poe ello se ve obligada a rechazar sólo algunas de las modalida­ des internas -com o la contemplativa y la espiritual-, algo que sólo puede hacer recurriendo a la objeción número 2, subrayando que esas modalidades internas carecen de todo método válido de verificación. Veamos. \H5

11. ¿QUÉ ES LA CIENCIA? Ya hemos visto que los filósofos de la ciencia coinciden en que el funcionamiento de la ciencia empírica depende de estructuras subjetivas e intersubjetivas. Dicho en pocas palabras, el conoci­ miento de las exterioridades sensoriales depende de interioridades no sensoriales, interioridades que son tan reales e importantes como las mismas exterioridades. Porque no es posible recibir un mensaje telefónico y extraer la conclusión de que el mensaje es real y el teléfono ilusorio. Desdeñar uno supondría también des­ deñar el otro. El hecho de que la ciencia sensorialmente orientada no se ha­ lle en condiciones de investigar los dominios internos no signifi­ ca que pueda negar su existencia -o, dicho de otro modo, no pue­ de seguir afirmando la existencia exclusiva de las exterioridadessin negarse a sí misma. De este modo queda invalidada la que he­ mos llamado objeción número 1 (la creencia de que los dominios internos carecen de toda realidad). Viéndose, pues, obligada a re­ conocer las interioridades, la ciencia empírica no puede seguir desdeñando al Espíritu diciendo que es algo interno, porque no es posible seguir sosteniendo la primera objeción. Por ello, si la ciencia quiere seguir negando el Espíritu, se ve obligada a atrincherarse en la objeción número 2 y no tratar de negar toda interioridad sino sólo cierto tipo de interioridades. Desde esta perspectiva, las “desprestigiadas” interioridades -como la experiencia espiritual, por ejem plo- no pueden ser ve186

¿ Qué es la ciencia ?

rificadas ya que son, en el mejor de los casos, modalidades pecu­ liares del conocimiento y, en el peor, de meras alucinaciones. Lo que tradicionalmente ha “atemorizado” a la ciencia empí­ rica y positivista es que estas interioridades no pueden ser objeti­ vadas y clavadas a la mesa del mundo sensoriomotor, sea a través del telescopio, del microscopio, de la placa fotográfica, etcétera. Por ello la ciencia empírica tendió a caer en la confusión de afir­ mar que su metodología cubría todas las dimensiones reales de la existencia cuando, de hecho, se trata de dos cuestiones completa­ mente diferentes. Pero, si separáramos el método científico de su aplicación a un dominio concreto, descubriríamos la posibilidad de valemos del método científico para investigar de un modo ho­ nesto y falible los dominios internos (que es lo que ya hace la ciencia con la lógica y las matemáticas). Entonces tal vez aceptá­ ramos que puede haber una ciencia de la experiencia sensorial, una ciencia de la experiencia mental y una ciencia de la expe­ riencia espiritual y que la “ciencia”, en sentido amplio, no debe limitarse a fragmentos sensoriales. Si esto fuera cierto, podría haber un modo de “perder el mie­ do” a las interioridades y ubicarlas en un terreno epistemológica­ mente mucho más sólido y seguro. Pero para ello deberíamos re­ visar con más detenimiento lo que entendemos por “ciencia”.

El método científico Hace ya tiempo que la idea de que existe un solo “método científico” ha sido abandonada. Hoy en día se reconoce de un modo casi unánime que no existe ningún algoritmo (ningún mé­ todo definido) que nos permita generar teorías a partir de los da­ tos, porque esa misma noción formaba parte del mito de lo dado. Sin embargo, la mayor parte de los filósofos -y probablemente también de los científicos- tienen una idea bastante clara de lo que significa “hacer ciencia”, una idea lo suficientemente clara, en todo caso, como para diferenciar nítidamente el conocimiento 187

Una reconciliación

científico de la poesía, la fe, el dogma, la superstición y las afir­ maciones no verificables. A fin de cuentas, por más resbaladizo que pueda ser el método científico, no podemos negar que ha ex­ perimentado un avance impresionante -que puede, después de todo, colocar a una persona en la superficie de la Luna-, algo que ningún otro método puede hacer. Creo, pues, que ahora estamos en condiciones de especificar algunos de los elementos funda­ mentales del método científico y eso es, precisamente, lo que tra­ taremos de hacer a continuación. Pero una de las cuestiones más interesantes acerca del método científico es que no afirma que sólo deba aplicarse al dominio de la experiencia sensorial. Después de todo, nadie piensa que el aná­ lisis vectorial, la lógica, el cálculo de tensores, los números ima­ ginarios, el álgebra booleana, etcétera, no sean, hablando en un sentido amplio, “científicos”, aunque lo cierto es que ninguno de ellos es esencialmente empírico-sensorial. Porque el hecho es que “sensorial” y “científico” son dos cuestiones muy diferentes. Así pues, no podemos concluir que el “empirismo sensorial” sea uno de los rasgos distintivos del método científico, porque en ellos debemos incluir la biología, las matemáticas, la geología, la antropología, la física y la lógica, algunas de las cuales son em­ pírico-sensoriales mientras que otras, por el contrario, no lo son. Y parte de esta confusión dimana del hecho de que, histórica­ mente hablando, el término “empírico” ha tenido dos grandes y muy diferentes acepciones. Y, en mi opinión, la clave del método científico radica precisamente en la comprensión de estos dos ti­ pos de empirismo.

Dos tipos de empirismo En un sentido amplio, el término “empírico” ha significado experiencial. Desde esta perspectiva, ser un “empirista” significa no confiar en los dogmas, la fe o las meras conjeturas sino sus­ tentar las afirmaciones en evidencias y, en este sentido, la verifi­ 188

¿ Qué es la ciencia ?

cación empírica se asienta en algún tipo de evidencia, datos o confirmación experiencial directa. Esta acepción, según la cual el término empírico significa “demanda de evidencia experiencial”, me parece tan positiva que yo mismo me considero un empirista muy escrupuloso. Pero lo cierto es existen experiencias sensoriales, experiencias mentales y experiencias espirituales y, en este sentido, el empirismo am­ plio implica el recurso a la experiencia para sustentar nuestras afirmaciones en cualquiera de estos dominios (sensorial, mental y espiritual). Así pues, de la misma manera que existe un empirismo senso­ rial (del mundo sensoriomotor), también existe un empirismo mental (que incluye la lógica, las matemáticas, la semiótica, la fenomenología y la hermenéutica) y un empirismo espiritual (que incluye las experiencias místicas y las experiencias espiri­ tuales). Dicho en otras palabras, existe una evidencia que puede verse con el ojo de la carne (los rasgos intrínsecos del mundo senso­ riomotor), una evidencia que puede verse con el ojo de la mente (las matemáticas, la lógica y la interpretación simbólica) y una evidencia que puede verse con el ojo de la contemplación (es de­ cir, satori, nirvikalpa samadhi, gnosis). Como luego veremos, la evidencia experiencial de cada una de estas modalidades es completamente pública y compartida, porque cada una de estas modalidades puede ser adecuadamente adiestrada, y un ojo adiestrado es un ojo público o un ojo colec­ tivo (de otro modo ni siquiera podría ser entrenado). En todos es­ tos modos -y en muchos otros más-, el empirismo lato constitu­ ye la manera más segura de anclar el componente objetivo de la verdad y las demandas de evidencia (tanto del exterior como del interior o de ambos a la vez) y por ello deberemos incluir este tipo de empirismo en los procedimientos de validación en cual­ quiera de los dominios. Pero, por otra parte, el empirismo también ha tenido históri­ camente un significado estricto, un significado exclusivamente

Una reconciliación

limitado a la experiencia sensorial. Partiendo de la noción cardi­ nal de que todo conocimiento debe hallarse arraigado en la expe­ riencia, muchos empiristas clásicos extrajeron la absurda conclu­ sión de que todo conocimiento debe circunscribirse y derivarse de meros fragmentos coloreados, una acepción que se basa en el mito de lo dado, en la mirada chata del cerebro muerto, en la mi­ rada monológuica; un empirismo empobrecido, que no despierta la menor simpatía y que ha terminado convirtiéndose en la pesa­ dilla de la modernidad. Este doble sentido del término “empirismo” -amplio y estric­ to- se refleja en la confusión actual acerca del método científico y de si debe o no ser “empírico”. Porque la fortaleza de la ciencia -la razón que le ha permitido colocar al ser humano en la super­ ficie de la Luna- es que siempre trata de respaldar sus afirmacio­ nes con la evidencia y la experiencia. Pero, puesto que las mate­ máticas, que sólo pueden verse internamente con el ojo de la mente, son consideradas como científicas -¡y de hecho, en mu­ chas ocasiones, como el epítome mismo de lo científico!- impli­ ca que la experiencia sensorial sea sólo una entre varias -dife­ rentes pero igualmente legítimas- modalidades de experiencia. Cuando “hacemos matemáticas” estamos percibiendo inter­ namente, con el ojo de la mente, un conjunto de eventos simbóli­ cos e imaginarios. No se trata, como cualquier matemático ates­ tiguaría, de “meras abstracciones”, sino que constituyen un conjunto muy rico de imágenes, pautas, escenas y paisajes inte­ riores que se despliegan ante el ojo de la mente tan hermosos, en ocasiones, que casi llegan a considerarse como divinas. Mucho más sorprendente resulta todavía el hecho de que muchas de las pautas del mundo externo y sensoriomotor -desde el movimien­ to de los planetas hasta la velocidad con la que caen los objetosse ajuste con precisión matemática a esas pautas internas. ¡No se trata, pues, de meras abstracciones, sino de pautas profundamen­ te integradas en el Kosmos que sólo pueden verse con el ojo in­ terno de la mente! La experiencia interna de las matemáticas forma parte del 190

¿ Qué es la ciencia 7

sustrato esencial del conocimiento matemático. Nosotros formu­ lamos una ecuación “en nuestra cabeza” y vemos si tiene sentido, pero no un sentido sensorial, sino un sentido mental, un sentido lógico (si se ajusta, en suma, a algún tipo de lógica, ya sea la ló­ gica booleana o la ^-dimensional, ninguna de las cuales puede ser vista por el ojo de la carne). Las demostraciones matemáticas, dicho de otro modo, deben atenerse a un empirismo mental, a una experiencia mental, a una fenomenología mental. Luego es pre­ ciso verificar la experiencia interna con otros que hayan llevado a cabo el mismo experimento interno y comprobar si han llegado al mismo resultado y, cuando la mayor parte de las personas ade­ cuadamente cualificadas arriban a la misma conclusión, solemos decir que ha pasado la “prueba matemática” y la consideramos como un fruto del auténtico conocimiento. Es pues la experiencia mental directa e interna (empírica en un sentido amplio) la que guía nuestros movimientos en el cam­ po de las matemáticas, movimientos experienciales internos que sólo pueden ser verificados -confirmados o refutados- por quie­ nes hayan realizado el mismo experimento interno (el mismo ex­ perimento mental). De modo que la respuesta a la pregunta sobre si el “método científico” debe o no ser empírico depende exclusivamente de lo que entendamos por “empírico”. ¿Estamos hablando en un senti­ do lato de la experiencia en general o en un sentido exclusiva­ mente estricto de la experiencia sensorial que puede ser vista me­ diante el ojo de la carne? Porque, en mi opinión, la ciencia no puede reducirse al empirismo estricto, ya que eso descartaría las matemáticas, la lógica y la mayor parte de las herramientas con­ ceptuales utilizadas por la ciencia (por no mencionar la psicolo­ gía, la historia, la antropología y la sociología). Veamos ahora, sin olvidar todo esto, si podemos abstraer la esencia del método científico en sentido amplio, que debería, en consecuencia, basarse en un empirismo ¡amplio! Si podemos ha­ cer esto -y luego mostrar que el método científico en sentido am­ plio es aplicable a los dominios internos en general (como ya 191

Una tvconci Unción

ocurre en el caso de las matemáticas y la lógica)-, habremos dado un importante paso hacia adelante, hacia la legitimación de las dimensiones internas (y también habremos superado la obje­ ción número 2). Entonces tendríamos una ciencia de la experiencia sensorial, una ciencia de la experiencia mental y una ciencia de experiencia espiritual; una ciencia monológuica, una ciencia dialóguica y una ciencia translóguica; una ciencia del ojo de la carne, una ciencia del ojo de la mente y una ciencia del ojo de la contemplación, y podríamos aplicar la ciencia moderna a las preocupaciones tradi­ cionales de la religión.

Las tres vertientes de todo conocimiento válido Comenzaremos tratando de definir algunos de los rasgos esenciales característicos del método científico en general, con la esperanza de que, después de bosquejarlos, también sean aplica­ bles a los dominios internos y puedan proporcionamos una me­ todología tan legítimamente aplicable a las interioridades como a las exterioridades, y descubrir finalmente que, tras aquéllas, se halla la resplandeciente conciencia de Dios. Éstos son, a mi juicio, los aspectos fundamentales de la in­ vestigación científica, a los que denominaré “las tres vertientes de todo conocimiento válido”; 1. Prescripción instrumental. Se trata de una práctica real, de un modelo, de un paradigma, de un experimento que siem­ pre asume la forma “Si quieres saber esto, deberás hacer esto otro”. 2. Aprehensión directa. Se trata de experimentar directamen­ te el dominio revelado por la prescripción; es decir, la expe­ riencia o aprehensión inmediata de los datos (porque, aun en el caso de que los datos sean mediatos, en el momento de la experiencia son aprehendidos de manera inmediata). No ol192

¿ Qué es la ciencia ?

viciemos que, según William James, uno de los significados del término “dato” es precisamente el de experiencia directa e inmediata en la que la ciencia sustenta todas sus afirma­ ciones concretas. 3. Confirmación -o rechazo- comunal: Consiste en el cotejo de los resultados -los datos, la evidencia- con otras personas que también hayan completado adecuadamente las vertien­ tes preceptiva y aprehensiva. Avancemos, ahora, paso a paso. Para ver las lunas de Júpiter, por ejemplo, usted necesita un telescopio; para comprender Hamlet, tendrá que aprender a leer, para estimar la verdad del teorema de Pitágoras, deberá aprender geometría; y si lo que quiere saber es si la célula tiene un núcleo, tendrá que aprender a cortar secciones histológicas, teñir células, utilizar un microscopio y luego mirar. Uno de los elementos fundamentales de todas estas formas de conocimiento, dicho en otros términos, es el preceptivo, es decir, una prescripción que asume la siguiente forma: si usted quiere saber esto, deberá hacer esto otro. Esto es obviamente cierto en el caso de las ciencias sensoria­ les, como la biología, pero también lo es en el de las ciencias mentales, como las matemáticas, por ejemplo. Como dijo G. Spencer Brown, en su famoso Laws ofF orm : «La modalidad pri­ maria de la comunicación matemática no es la descripción sino la prescripción. En este sentido se parece a cualquier forma prácti­ ca de arte, como la cocina, por ejemplo, en la que el sabor de un pastel, aunque literalmente indescriptible, puede transmitirse al lector en forma de un conjunto de instrucciones que debe seguir denominado “receta”... Hasta la ciencia natural (empírico-senso­ rial) parece apoyarse también en prescripciones. La iniciación profesional del hombre de ciencia no consiste tanto en leer deter­ minados libros |aunque ésa también sea una prescripción], como en obedecer prescripciones tales como “mira a través de este mi­ croscopio” | vertiente 11. Pero después de que el hombre de cienm

Una reconciliación

cía haya mirado a través del microscopio |y, en consecuencia, haya aprehendido los datos, vertiente 2|, ahora dehe describir a los demás y discutir con ellos lo que ha visto | vertiente 3|. Del mismo modo, los matemáticos, tras obedecer un conjunto de prescripciones |imagina dos líneas paralelas que se cruzan en el infinito, dibuja la sección de un trapezoide o eleva al cuadrado la hipotenusa, etcétera], describan lo que han visto a los demás, lo discuten con ellos y escriben libros describiéndolo [con el ojo de mente]. Pero en cada uno de estos casos, la descripción depende y es subsidiaria del conjunto de prescripciones que han debido anteriormente obedecerse...» (las cursivas son mías). La vertiente preceptiva del conocimiento conduce a una expe­ riencia, comprensión o iluminación, un despliegue directo de los datos o referentes en el espacio del mundo generado por la pres­ cripción. Así pues, si usted quiere saber si afuera llueve, tendrá que ir hacia la ventana y comprobarlo (prescripción), ya que esa mirada o experiencia le proporcionará una comprensión directa (“Yo veo la lluvia”). Ése es el dato inmediato, la experiencia di­ recta, la comprensión intuitiva y no mediada de la apariencia del momento. Poco importa que los datos inmediatos se hallen inte­ grados en cadenas de eventos mediatos (en forma de contextos culturalmente determinados, por ejemplo) porque, en el momen­ to de la comprensión, aun ésos son experimentados de manera in­ mediata (de otro modo no habría ningún tipo de experiencia sino tan sólo un interminable conjunto de mediaciones). Así pues, una determinada prescripción genera o revela una iluminación, una experiencia o unos datos en los que se asienta el auténtico conocimiento. Esto también implica que, cuando otros individuos igualmente adiestrados, repitan la instrucción o expe­ rimentación (“Ve hacia la ventana y mira”), también experimen­ tarán aproximadamente los mismos datos (“Sí, afuera está llo­ viendo”). Dicho de otro modo, la iluminación o comprensión se ve entonces verificada (confirmada o refutada) por quienes ha­ yan llevado adecuadamente a cabo la prescripción y desplegado, por sí mismos, los datos. 194

¿ Qué es la ciencia ?

La ciencia, obviamente, suele también incluir la formulación de hipótesis y la contrastación de esas hipótesis con los datos acu­ mulados. Pero, en cualquiera de los casos, también sigue las mis­ mas tres vertientes. La hipótesis es un experimento mental al que se recurre para representar rasgos intrínsecamente distintos de la experiencia sensorial -el mapa mental y el territorio sensorial-, cuya validación exige del concurso de las tres vertientes aplicadas a su propio dominio. La coherencia del mapa requiere, pues, del cotejo con otros mapas y de su grado de correspondencia con los datos sensoriales. Y cada uno de estos procedimientos de verifica­ ción se ajusta también a las tres vertientes mencionadas.

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La evidencia Kuhn y Popper Estas tres vertientes constituyen, a mi juicio, los ingredientes fundamentales del método científico (y también, en mi opinión, de toda forma válida de conocimiento). Y esta conclusión se ve sustentada por el hecho de que este enfoque incorpora explícita­ mente los rasgos fundamentales de cada una de las tres escuelas más importantes de la filosofía de la ciencia actual (el empiris­ mo, Thomas Kuhn y sir Karl Popper). Veamos. La fortaleza del empirismo radica en su exigencia de que todo conocimiento genuino debe arraigarse en la evidencia experiencial, una exigencia, por cierto, con la que estoy completamente de acuer­ do. Pero, como ya hemos visto, no sólo existe una experiencia sen­ sorial, sino también una experiencia mental y una experiencia espi­ ritual (los datos o experiencias proporcionados directamente por el ojo de la carne, por el ojo de la mente y por el ojo de la contempla­ ción). De modo que, si utilizamos el término “experiencia” como aprehensión directa, no tendremos la menor dificultad en aceptar la exigencia empirista de que todo conocimiento genuino se arraigue en la experiencia, en los datos, en la evidencia. Los empiristas, di­ cho en otros términos, subrayan la importancia de la vertiente apre­ hensiva o iluminativa de todo conocimiento válido. 195

Una reconciliación

Pero la evidencia y los datos no se encuentran simplemente alrededor de nosotros esperando ser percibidos por todo el mun­ do. Y es ahí precisamente donde entra en escena Thomas Kuhn. Porque, como ya hemos visto, Thomas Kuhn, afirmó que la ciencia normal procede fundamentalmente mediante paradigmas o modelos. Un paradigma no es sólo un concepto, es una práctica real, una prescripción, una técnica convertida en modelo de gene­ ración de datos. Y lo que Kuhn subraya es que el verdadero cono­ cimiento científico se asienta en paradigmas, modelos o prescrip­ ciones. Nuevas prescripciones revelan nuevos datos (nuevas experiencias) y éste es el motivo por el cual Kuhn mantuvo que la ciencia es, al mismo tiempo, progresiva y acumulativa y que tam­ bién muestra ciertas rupturas o discontinuidades (nuevas prescrip­ ciones que nos proporcionan nuevos datos). Kuhn, en otros térmi­ nos, subraya la importancia de la vertiente prescriptiva de la búsqueda de conocimiento, es decir, que los datos no están simple­ mente ahí esperando que alguien lo vea sino, por el contrario, son revelados al seguir determinadas prescripciones. Y el conocimiento proporcionado por prescripciones válidas es un conocimiento verdadero porque, contrariamente a lo que afirma el postmodernismo radical, los paradigmas no inventan datos sino que los revelan. (Los datos, en sí mismos, pueden ser dados o construidos, pero su despliegue no es una simple cons­ trucción.) Y la validez de estos datos se ve demostrada por la po­ sibilidad de refutar los malos datos... y ahí es donde Popper en­ tra en escena. Sir Karl Popper afirma que todo conocimiento genuino debe hallarse abierto a refutación porque, de otro modo, es mero dog­ ma disfrazado. Popper, dicho de otro modo, subraya la importan­ cia de la falsabilidad, de la vertiente confirmación/refutación de todo conocimiento verdadero. Y, como luego veremos, el princi­ pio de falsabilidad es aplicable a todos los dominios, el sensorial, el mental y el espiritual. Así pues, este enfoque reconoce e integra las verdades de cada una de las contribuciones importantes a la búsqueda huma­ 196

¿ Qué es la ciencia ?

na del conocimiento (evidencia, Kuhn y Popper) sin la necesi­ dad, no obstante, de reducirlas a meros fragmentos coloreados. El error del empirismo estrecho reside en su fracaso en advertir que, además de la experiencia sensorial, también existe una ex­ periencia mental y una experiencia espiritual. El error de los kuhnianos consiste en su fracaso en darse cuenta de que las prescrip­ ciones no sólo se aplican a la ciencia sensoriomotora sino a todo tipo de conocimiento válido. Y el error de los popperianos reside en el intento de circunscribir la falsabilidad a datos únicamente sensoriales, con lo cual el criterio del conocimiento mental y es­ piritual - “falsable por los datos sensoriales”- rechaza de entrada de modo implícito e ilegítimo esas modalidades, cuando lo cier­ to es que los malos datos de esos dominios son realmente falsables, ¡pero sólo recurriendo a datos adicionales procedentes de esos dominios, no a datos de los dominios inferiores! La posibilidad de falsar una mala interpretación de Hamlet, por ejemplo, no depende de datos sensoriales, sino de datos men­ tales adicionales, de interpretaciones adicionales -no datos monológuicos sino datos dialóguicos-, generadas por una comuni­ dad de intérpretes. Hamlet, por ejemplo, no tiene nada que ver con la búsqueda de un tesoro hundido en el océano Pacífico. Como confirmaría fácilmente cualquier comunidad de investiga­ dores que hubiera completado adecuadamente las primeras dos vertientes (leído la obra y comprendido su significado), ésa sería una mala interpretación, una interpretación equivocada. El uso actual del principio de falsabilidad popperiano -que se restringe implícitamente a los datos sensoriales y que, de un modo solapado, niega automáticamente el estatus de conoci­ miento verdadero a la experiencia mental y espiritual- es com­ pletamente erróneo. Esta injustificable limitación del principio de falsabilidad pretende separar el conocimiento verdadero del conocimiento dogmático y termina cayendo en un reduccionismo silencioso y perverso. Por otra parte, cuando liberamos el principio de falsabilidad de su circunscripción a los datos sensoriales y le permitimos 197

Una trcotu iUación

atender los dominios de los datos mentales y de los datos espiri­ tuales, se convierte en un aspecto importante de la búsqueda de cualquier tipo de conocimiento, tanto sensorial como mental y espiritual. Y, en cada uno de esos dominios, constituye una ver­ dadera ayuda para separar lo verdadero de lo falso y lo demos­ trable de lo dogmático. Estas tres vertientes, pues, serán nuestra guía a través del de­ licado mundo de la interioridad profunda, la interioridad del Kosmos, los datos de lo Divino, donde también nos ayudarán -com o ocurre en el mundo exterior- a separar lo verdadero de lo falso.

La necesidad de ceder Para que la ciencia y la religión terminen integrándose, cada una de las partes debe ceder algo sin dejar, no obstante, de ser ella misma. En este sentido, lo único que le pedimos a la ciencia es que pase del empirismo estrecho (centrado exclusivamente en la experiencia sensorial) al empirismo amplio (basado en la expe­ riencia directa), algo que precisamente ya hace con sus propias operaciones conceptuales, como la lógica o las matemáticas. Pero la religión, por su parte, también debe ceder y, en este sentido, abrirse a la verificación -o rechazo- de la evidencia experiencial aportada. La religión, al igual que la ciencia, tendrá que ajustarse a las tres vertientes de todo conocimiento válido y asentar sus afirmaciones en la experiencia directa. En este capítulo hemos centrado nuestra atención en la “cien­ cia verdadera” y en el próximo capítulo haremos lo mismo con “religión verdadera”. Tal vez entonces descubramos que, del mismo modo que la ciencia puede ampliar su visión del empiris­ mo estrecho al empirismo amplio, la religión también puede, por así decirlo, restringir sus pretensiones y, dejando de lado sus afir­ maciones dogmáticas, centrarse en la experiencia espiritual di­ recta. En el caso de que la ciencia y la religión se liberasen de par­ te del lastre que arrastran -y que no parece, por cierto, resultarles 198

¿ Qué es la ciencia ?

muy útil- estarían contribuyendo positivamente a la creación de un terreno común en el que los datos experienciales procedentes de las rocas, las matemáticas y el Espíritu fueran igualmente de­ mostrables.

12. ¿QUÉ ES LA RELIGIÓN? Existen, obviamente, muchos significados, definiciones y fun­ ciones diferentes de la “religión”, porque este término ha sido aplicado a multitud de situaciones, desde las creencias dogmáti­ cas hasta la experiencia mística, la mitología, el fundamentalismo, los ideales y la fe ciega. Además, los eruditos tienden a dife­ renciar el contenido de la religión (como la creencia en los ángeles) de sus funciones (como la cohesión social, por ejemplo), llegando a la dudosa conclusión de que, aunque su contenido pue­ da ser incierto, su función, en cambio, puede resultar beneficiosa. A continuación examinaremos algunas de las definiciones que se han dado de la religión y algunas de las funciones que se han di­ cho que cumple. No habrá escapado a la atención de nadie que, cuando he ha­ blado de la auténtica espiritualidad, he dejado explícitamente de lado los temas mitológicos y mitopoéticos -com o la concepción virginal, la ascensión física, la separación de las aguas del mar Rojo, el nacimiento de Lao Tsé a los novecientos años de edad, la concepción hindú de que la Tierra se apoya sobre una serpiente divina, la diosa como la mítica Gaia, etcétera- que, de hecho, han constituido la sustancia misma de la mayor parte de los sistemas religiosos del mundo, tanto premodernos como modernos. Con ello no estoy diciendo que estas creencias carezcan de importancia o que no cumplan con ninguna función, porque el hecho es que todas ellas desempeñan, desde una perspectiva evo2(X)

¿Qué es la religión?

lutiva, una función importantísima. Pero, como veremos, la ma­ yor parte de las funciones premodemas de la religión perdieron su legitimidad con el advenimiento de las irreversibles diferen­ ciaciones de la modernidad y no pueden seguir siendo sostenidas por la conciencia moderna (a excepción de quienes siguen cir­ cunscritos a modalidades premodemas del desarrollo). Lo único que estoy afirmando es que los temas mitológicos -d e cualquier mitología- no forman parte esencial de una espiri­ tualidad auténtica moderna (una ciencia basada en los datos y en la experiencia espiritual directa). ¿No resulta esto sorprendente? ¿Cuántas religiones estarían de acuerdo con esta declaración? Como ya hemos apuntado en el capítulo anterior, para que la ciencia y la religión terminen integrándose, cada una de ellas de­ berá ceder algo sin dejar, por ello, de perder su propia identidad. En este sentido, hemos dicho que la ciencia debe reconocer que sus métodos no descansan en el empirismo estrecho (la experien­ cia sensorial), sino en un empirismo amplio (la experiencia, en general), algo, por cierto, no muy difícil porque casi todo el apa­ rato conceptual de la ciencia (desde la lógica hasta las matemáti­ cas) es ya, en este sentido, empírico. De modo que lo único que le pedimos a la ciencia es que ajus­ te la imagen que tiene de sí misma y que pase de una visión es­ trecha a otra más amplia y más exacta (una visión que ya acepta de manera implícita), algo que ya han hecho, como también he­ mos visto, la mayor parte de los filósofos de la ciencia cuando afirman que “el empirismo clásico es un mito”. Pero también debemos pedir a la religión que reconozca una imagen más auténtica de sus posibilidades, porque las irreversi­ bles diferenciaciones de la modernidad cuestionan seriamente la validez y el contenido cognitivo de muchas de las afirmaciones de la religión. ¿Separó Moisés realmente las aguas del mar Rojo? ¿Nació Jesús realmente de una virgen? ¿Descansa realmente la Tierra sobre una serpiente divina? ¿Tuvo realmente lugar la crea­ ción en seis días? ¿Tenía realmente Lao Tsé novecientos años cuando nació? 201

Una trcotu ¡Unción

¿Qué queda, pues, de la religión cuando ponemos entre pa­ réntesis todas estas afirmaciones? ¿Seguiría todavía siendo reco­ nocible?

La mitología y el poder Las declaraciones mitológicas de la religión son ciertamente dogmáticas, lo cual significa que, cuando se toman como verda­ des literales, carecen de toda evidencia que las sostenga y, en ese sentido, no se ajustan a las tres vertientes de todo conocimiento válido. Es posible que, en algún momento, desempeñaran impor­ tantes funciones culturales -com o la cohesión social, por ejem­ plo- porque sirvieron como aglutinante para consolidar el funda­ mento de una visión intersubjetiva (o consensual) legítima del mundo. Pero, tras las diferenciaciones y aumento de profundidad de las dignidades de la modernidad, una revelación más sofisti­ cada de la verdad puso a las afirmaciones mitológicas en la pico­ ta de la duda. Cada nuevo paso evolutivo hacia adelante cambia el contexto de las verdades de los dominios más inferiores, un contexto que, al trascender e incluir a sus predecesores, también conserva -a la vez que niega- muchos de sus rasgos característicos. En este sen­ tido, la modernidad conservó muchas de las aspiraciones, ideales y valores expresados por lo mejor de las mitología (como la re­ tribución y la justicia, por ejemplo), al tiempo que negó sus con­ tenidos literales (como la idea de que todos nosotros descende­ mos de Adán y Eva). Éste es el motivo por el cual no coincido con los sociólogos modernos cuando afirman que la mitología carece de todo valor cognitivo (que sus declaraciones son falsas) pero que, a pesar de ello, constituye un aglutinante social imprescindible para muchas culturas. En mi opinión, ésa es una conclusión absurda puesto que los seres humanos no pueden vivir sobre una falsedad cognitiva. La mitología es cierta en su propio espacio del mundo, pero 202

¿ Qué es la religión ?

la razón perspectivista es “más cierta”, más desarrollada, más diferenciada-e-integrada y mucho más capaz, por tanto, de revelar­ nos un conocimiento verificable. La mitología no suele pasar con éxito el sofisticado escrutinio de las verdades superiores. A la luz de una razón superior, las afirmaciones de que Moisés separó las aguas del mar Rojo y Je­ sús nació de una virgen son, obviamente, falsas. Es evidente que el revivalismo premodemo descubre significa­ dos metafóricos muy profundos en la mitología (el nacimiento vir­ ginal, por ejemplo, no es, desde esa perspectiva, más que una me­ táfora de la naturaleza pura e “inmaculada” de nuestro Yo superior) y no duda en afirmar que transmite verdades más elevadas que las de la razón. Pero esta actitud entraña una doble mixtificación por­ que, en primer lugar, recurre a la razón para explicar las verdades mitológicas supuestamente superiores y, en segundo lugar, extrae conclusiones que ni siquiera aceptan los creyentes de esa mitolo­ gía, para los cuales, el nacimiento virginal, por ejemplo, no es, en modo alguno, una metáfora sino un hecho histórico literal (¡algo inaceptable para el revivalista premodemo!). El revivalismo pre­ modemo, pues, recurre a la razón para descubrir verdades profun­ das en símbolos míticos que, en contadísimas ocasiones -si es que lo hicieron alguna vez-, transmitieron tal significado a sus creyen­ tes. Por ello, en su intento de elevar el mito por encima de la razón, los revivalistas premodemos escamotean las contribuciones reali­ zadas por la razón y se las atribuyen a la mitología. Y lo más cu­ rioso es que este doble engaño se presenta a la humanidad como una fuente de renovación espiritual. El problema, por tanto, sigue siendo el mismo, porque las for­ mas literal-concretas de la mitología no pueden superar las prue­ bas de la modernidad y sus afirmaciones concretas terminan evi­ denciando su falsedad. Si la religión quiere tener un lugar en el mundo moderno, debe estar dispuesta a despojarse de sus afir­ maciones falsas, del mismo modo que la ciencia estrecha debe estar dispuesta a despojarse del imperialismo reduccionista. El verdadero problema es que los abordajes míticos, mitoló­ 203

Una tvconciliación

gicos y mifopoéticos a la espiritualidad implican varios tipos de formas mentales que tratan de explicar los dominios transmenta­ les y espirituales que, por más específicamente apropiados que hayan podido ser para la era mítica premoderna, han dejado ya de funcionar adecuadamente tanto colectiva como individualmente. La mitología no supera las irreversibles diferenciaciones de mo­ dernidad, confunde lo prerracional con lo transracional, fomenta modalidades éticas y cognitivas regresivas y soslaya cualquier tipo de prueba de validez y evidencia real escamoteando, de ese modo, la verdad y quedando casi exclusivamente en manos del poder. La mitología, que escapa de la evidencia porque ésta la des­ truye, es -e históricamente ha sido- un semillero de opresión personal y social. Por ello la Ilustración, como dice Habermas, siempre se ha presentado como contramitológica. El grito esten­ tóreo de la Ilustración pedía evidencias, no mitos, porque los mi­ tos, a pesar de la aureola con la que los nimban los revivalistas premodemos de hoy en día, han sido, el germen de todo tipo de jerarquías sociales opresivas, esclavitud, opresión de género y las más bárbaras torturas. No olvidemos que, por ello, el grito de guerra de la Ilustración fue “¡Recordad las crueldades!”. La Ilustración sostenía que quienes se nos acercan con plantea­ mientos míticos están motivados por un tipo u otro de poder. Quie­ nes esgrimen los mitos suelen huir de la evidencia porque la luz de la evidencia les despojaría de todo su poder, despojando también de poder a quienes los sustentan. Así pues, asentados en el poder y hurtándose de la verdad, sólo pretenden envolver a los demás en sus tinieblas, habitualmente en nombre de su Dios o de su Diosa. No es por casualidad que las guerras totales o parciales emprendidas en nombre de las deidades míticas concretas hayan sido históricamente responsables de masacrar a más seres huma­ nos que cualquier otra fuerza intencional de la historia. La Ilus­ tración subrayó -acertadamente, en mi opinión- que las afirma­ ciones religiosas que eluden la evidencia no expresan la voz del Dios o de la Diosa, sino la voz de hombres y mujeres que nor­ 204

¿ Qué es la religión ?

malmente van acompañados de egos y armas muy poderosas. Es el poder -y no la verdad- el que promueve las afirmaciones que tratan de escapar de la evidencia.

La esencia de la contemplación La auténtica espiritualidad, pues, ya no puede seguir siendo mítica, imaginaria, mitológica o mitopoética, sino que debe asen­ tarse en evidencias falsables o, dicho de otro modo, debe asentar­ se en la experiencia directa mística, trascendental, meditativa, contemplativa o yóguica, una experiencia que no es sensorial ni mental sino transensorial, transmental y transpersonal; es decir, que no puede ser vista con el ojo de la carne ni con el ojo de la mente, sino con el ojo de la contemplación. La auténtica espiritualidad, en suma, debe basarse en la expe­ riencia espiritual inmediata y debe ceñirse rigurosamente a las tres vertientes de todo conocimiento válido: la prescripción, la aprehensión y la confirmación/rechazo (o, dicho de otro modo, modelo, datos y falsabilidad). Tras la diferenciación de las esferas de valor llevada a cabo por la modernidad, las religiones premodemas se vieron en la necesi­ dad de hacer frente a una situación inaudita porque aquéllas queda­ ron libres para seguir su propio camino y no tardaron en desacom­ pasarse. Las respuestas ofrecidas por las religiones premodemas con respecto a los hechos sensoriales (que la Tierra fue creada en seis días, por ejemplo) no pudieron pasar las pruebas exigidas por la moderna ciencia empírica. Y lo mismo ocurrió cuando las fuentes reales de las narraciones bíblicas de las religiones premodemas se vieron obligadas a pasar el escrutinio del desarrollo moderno de la esfera mental y sus operaciones (las matemáticas, la lógica, la filo­ sofía crítica, la filología y la hermenéutica). Sólo cuando la religión se ciñe a su núcleo esencial -es decir, la experiencia mística directa y la conciencia trascendente, que no se revela ante el ojo de la carne (que se ocupa de la ciencia) ni 205

Una reconciliación

ante el ojo de la mente (que se ocupa de la filosofía) sino ante el ojo de la contemplación- puede mantenerse en pie ante la mo­ dernidad y brindarle algo que necesita desesperadamente: una se­ rie de instrucciones genuinas, verificables y repetibles que per­ mitan desvelar el dominio del Espíritu. La única fortaleza de la religión en el mundo moderno y post­ moderno radica en la contemplación porque, de otro modo, sólo alentará las modalidades premodernas y prediferenciadas de sus adeptos y no será, por tanto, un motor de crecimiento y transfor­ mación, sino una fuerza regresiva, reaccionaria y antiliberal. Pero la cuestión más espinosa todavía sigue en pie: ¿podrá la religión poner entre paréntesis (o dejar provisionalmente de lado) su bagaje mítico? Pero, para tratar de responder a esta pregunta, no nos bastará con escuchar a los seguidores de las principales religiones sino que tendremos que ir a sus fuentes y escuchar di­ rectamente la voz de sus fundadores.

Lo verdadero y lo falso Lo primero que tenemos que decir es que casi todos los funda­ dores de las grandes tradiciones experimentaron una serie de pro­ fundas experiencias espirituales, es decir, que sus revelaciones, sus experiencias espirituales directas, no eran meras afirmaciones mitológicas sobre la división de las aguas del mar Rojo o sobre la forma de fomentar el crecimiento de las judías, sino, por el contra­ rio, aprehensiones directas de lo Divino (del Espíritu, de la Vacui­ dad, de la Deidad o del Absoluto). Y la cúspide de estas aprehen­ siones tenía que ver con la unión, o hasta con la identidad, entre el individuo y el Espíritu, una unión inmediata que no es tanto una creencia mental como una experiencia directa, el summum bonum mismo de la existencia, cuya realización directa proporciona una gran liberación, renacimiento, metanoia o iluminación al alma afortunada que la experimente, una unión que constituye el funda­ mento, el objetivo, la fuente y la salvación del mundo entero. 206

¿ Qué es la religión ?

Y lo que cada uno de esos pioneros dio a sus discípulos no fue tanto un conjunto de creencias dogmáticas o mitológicas como una serie de prácticas, prescripciones o modelos: “¡Haced esto en conmemoración mía!”. La prescripción - “¡Haced esto!”- se re­ fiere a los tipos concretos de oración contemplativa, instruccio­ nes para la práctica del yoga, ejercicios concretos de meditación y modelos interiores reales. Si usted quiere conocer esta unión Divina, deberá hacer tal o cual cosa. Fueron precisamente estas instrucciones las que permitieron que los discípulos reprodujeran las experiencias espirituales o los datos espirituales de sus maestros, instrucciones y datos que fueron perfeccionándose en el curso de la subsiguiente experimentación del mundo interno (una experimentación que duró décadas e in­ cluso, en ocasiones, hasta siglos), generando métodos y datos cada vez más sofisticados para realizar observaciones más minuciosas. Algunos de los numerosos ejemplos de que disponemos en este sentido nos los proporciona la evolución del budismo Hinayana hasta llegar al extraordinario budismo Mahayana y su posterior de­ sarrollo hasta el espléndido Vajrayana; el exquisito desarrollo del misticismo judío hasta el Hasidim y la Cábala; el gran floreci­ miento hindú que condujo desde los remotos Vedas hasta el extra­ ordinario Shankara y el insuperable Ramana Maharshi; o los seis siglos de refinamiento que van desde Platón hasta Plotino. Por otra parte, en el mismo momento en que un determinado linaje espiritual se estancaba en este proceso de exploración y ex­ perimentación -en el mismo momento en que dejaba de ajustar­ se a las tres vertientes de la búsqueda espiritual-, se adentraba en el discurso mitológico y terminaba anquilosándose en mero dog­ ma. Vacío, en tal caso, de experiencia y evidencia directa y de todo poder de transformación, dejaba de alentar la trascendencia del ego en la radiante liberación espiritual y se convertía en una forma de traslación destinada a consolar los proyectos de inmor­ talidad emprendidos por el ego aislado. La conclusión parece obvia: cuando renunciamos al ojo de la contemplación, la religión sólo cuenta con el ojo de la mente 207

Una ^conciliación

(cortado en lonchas por la moderna filosofía) y con el ojo de la carne (crucificado por la ciencia moderna). Si la religión posee algo propio es únicamente la contemplación. Además, el uso ade­ cuado del ojo de la contemplación se ajusta a las tres vertientes de todo conocimiento valido y, de este modo, la única grandeza de cualquier religión verdadera se asienta en su esencia, la cien­ cia de la experiencia espiritual (entendiendo al término ciencia en un sentido amplio como experiencia directa, en cualquiera de los dominios, que sigue las tres vertientes de prescripción, datos y falsabilidad). Así pues, si la ciencia pudiera renunciar al empirismo estre­ cho y reemplazarlo por un empirismo más amplio (algo que, en todo caso, ya hace) y la religión pudiera sustituir sus mixtifica­ ciones míticas en aras de la auténtica experiencia espiritual (algo que ya hicieron todos sus fundadores), dejarían de considerarse enemigos ancestrales y súbitamente comenzarían a verse como hermanos gemelos. Resulta, pues, evidente que el antagonismo no tiene lugar en­ tre la ciencia -que es “verdadera”- y la religión -que es “falsa”- , sino entre la ciencia verdadera y la religión verdadera (en un ban­ do), y la ciencia falsa y la religión falsa (en el otro). Porque tan­ to la ciencia verdadera como la religión verdadera se ajustan a las tres vertientes de toda acumulación válida de conocimiento, mientras que la ciencia falsa (pseudociencia) y la religión falsa (mítica y dogmática) no lo hacen. De este modo, la ciencia ver­ dadera y la religión verdadera son aliados en la lucha contra los abordajes falsos, dogmáticos, no verificables y no falsables de sus respectivas esferas. Si queremos lograr una auténtica integración de la ciencia y la religión, no tendrá que ser de la ciencia falsa y la religión falsa sino de la ciencia verdadera y la religión verdadera. Y eso signi­ fica que cada uno de los campos deberá renunciar a sus facetas más estrechas y/o dogmáticas y alcanzar, de ese modo, una vi­ sión más exacta de sí mismo y una imagen más precisa de su pro­ pio estatus. 208

¿ Qué es la religión ?

El ojo de la contemplación Ya hemos visto que todas las formas válidas de conocimiento disponen de una vertiente preceptiva, una vertiente perceptiva y una vertiente confirmativa, y que esto es válido tanto si nos refe­ rimos a las lunas de Júpiter, como al teorema de Pitágoras, el sig­ nificado de Hamlet o... la existencia misma del Espíritu. Pero, si bien las lunas de Júpiter pueden ser reveladas por el ojo de la carne o sus extensiones (datos sensoriales) y el teorema de Pitágoras puede ser descubierto mediante el ojo de la mente y su comprensión interna (datos mentales), la naturaleza del Espí­ ritu sólo puede ser revelada por el ojo de la contemplación y sus referentes inmediatos, las experiencias directas, las aprehensio­ nes y los datos procedentes del dominio espiritual. Ahora bien, para poder acceder a cualquiera de estas modali­ dades válidas de conocimiento (tanto físicas como mentales y es­ pirituales), nos veremos antes obligados a seguir adecuadamente la instrucción, completar exitosamente la vertiente preceptiva y poner en práctica el modelo. Pero si bien, en el caso de las cien­ cias físicas, el modelo, la instrucción, o el paradigma que se debe seguir podría obligarme a utilizar un telescopio, y en el caso de las ciencias mentales, podría llevarme a dominar la interpretación lingüística, en el caso de las ciencias espirituales, me obliga a la práctica de la meditación o contemplación. Porque ésta también tiene sus instrucciones, sus iluminaciones y sus confirmaciones, facetas, todas ellas, perfectamente repetibles, verificables o falsables y, en consecuencia, la contemplación constituye una modali­ dad perfectamente genuina de adquisición de conocimiento. Pero, en cualquiera de los casos -y también, por cierto, en el de las ciencias espirituales-, debemos llevar a cabo la instrucción, debemos emprender la práctica. Si no llevamos a cabo la práctica, careceremos de un verdadero paradigma y, en consecuencia, no podremos acceder a los datos procedentes del dominio espiritual, en cuyo caso, seremos como aquel clérigo que se negó a seguir la invitación de Galileo a que mirase a través del telescopio. 209

Una rrroiu 'iUnción

Examinemos ahora con más detenimiento el significado de esa instrucción espiritual y advirtamos por qué decimos que pue­ de constituir una auténtica ciencia espiritual.

El entrenamiento en la ciencia espiritual El budismo zen tiene fama de ser una disciplina espiritual “se­ ria” y es precisamente por ello que puede servimos como ejem­ plo clásico de una ciencia de la experiencia espiritual. Lo mismo podríamos decir con respecto al Vedánta, la contemplación cris­ tiana, el taoísmo meditativo, el neoconfucionismo o la medita­ ción sufí, por nombrar tan sólo unos pocos ejemplos. Pero tal vez la “perseverancia” del zen podría facilitar la comprensión de los científicos que visiten por vez primera el mundo de la religión y se pregunten dónde está llevándoles esta precipitada incursión al mundo de la religión guiada por Mister Sapo Calvo. Una típica historia zen comienza cuando el discípulo pregun­ ta muy seriamente al maestro una cuestión muy profunda como, por ejemplo, “¿Cuál es el significado de la vida?”, “¿Por qué es­ toy aquí?”, “¿Qué es o dónde está el Buda?” o algo por el estilo, a lo que el maestro puede responder con otra pregunta, algunas de las cuales pueden ser muy directas (“¿Quién es el que quiere saber?”), mientras que otras son francamente absurdas (“¿Cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?”), variantes, todas ellas, de “¡Muéstrame ahora mismo tu comprensión espiritual!”, “¡Muéstrame ahora mismo tu naturaleza de Buda!”. Pero el hecho es que el maestro zen rechaza toda respuesta ex­ clusivamente intelectual. Tal vez, un discípulo inteligente pudiera responder ‘Todos nosotros somos hebras de la gran Red de la Vida”, pero ésa sería una respuesta equivocada porque no es una respuesta transmental, transconceptual o espiritual, sino sencilla­ mente una respuesta mental. Un discípulo más avanzado, en cam­ bio, podría bostezar, dar un salto o golpear el suelo, una respuesta, al menos, más cercana, en el sentido de que la acción es directa e 210

¿ Qué es la religión ?

inmediata y no requiere de ningún tipo de charla mental. En cual­ quiera de los casos, lo que pide el maestro zen no es tanto una res­ puesta intelectual o filosófica vista con el ojo de la mente, como una evidencia directa de la realización inmediata aprehendida con el ojo de la contemplación. ¡Sea cual fuere, pues, su contenido, cualquier respuesta intelectual será rechazada! El hecho es que, para alcanzar el conocimiento espiritual, el discípulo debe seguir una determinada instrucción, un paradig­ ma, un modelo, una práctica (que en este caso es el zazen, la me­ ditación sedente). Y -por resumir una historia muy larga y muy compleja- al cabo de unos cinco o seis años de práctica tal vez comience a experimentar una serie de iluminaciones profundas. Resulta muy difícil de creer que, a través de los siglos, centena­ res de miles de personas hayan atravesado este infierno para ser recompensados tan sólo con un ataque epiléptico o una alucina­ ción esquizofrénica. Ésta es la disciplina que hay que seguir para alcanzar el doc­ torado en los dominios espirituales. Y una vez este adiestramien­ to instructivo comienza a dar sus frutos -las iluminaciones o aprehensiones (habitualmente llamadas kensho o satori), que im­ pactan de modo directo e inmediato en la conciencia-, los datos obtenidos deberán ser verificados (confirmados o refutados) por la comunidad de quienes hayan completado las vertientes ins­ tructiva e iluminativa. Llegados a este punto, la respuesta a la pregunta “¿Qué o dónde se encuentra la naturaleza del Buda (de la Divinidad o del Espíritu)?” resulta sumamente clara y directa. Cuando el maestro zen le pregunte, entonces “¿Dónde está el Buda?” usted dará una respuesta directa e inmediata con la que el maestro podrá evaluar la profundidad de su realización. Y esa respuesta no procede simplemente de unos meros fragmentos co­ loreados, ni tampoco de algunos mitos, símbolos mentales o abs­ tracciones racionales, sino que emana directamente de una com­ prensión contemplativa tan indiscutiblemente sencilla que, en opinión del zen, es como si nos arrojaran un cubo de agua fría en el rostro. 211

Una tvconciliación

Porque el hecho es que la respuesta correcta a la pregunta “¿Existe el Espíritu?” es el satori. La respuesta técnicamente co­ rrecta consiste en llevar a cabo la instrucción, emprender la prác­ tica, recoger los datos (las experiencias) y verificarlos con la co­ munidad de los igualmente adiestrados. No podemos afirmar mentalmente que la respuesta es otra porque, si lo hiciéramos, tendríamos meras palabras sin instruc­ ciones, lo cual sería, obviamente, absurdo. Como dijo G. Spencer Brown, es como hacer un pastel: debes preparar la receta (las ins­ trucciones), cocinar el pastel y finalmente degustarlo. La única respuesta válida a la pregunta “¿Cuál es el sabor del pastel?” es la de ofrecer la receta y dejar que cada uno lo haga y pruebe por sí mismo. Lo mismo ocurre con la pregunta acerca de la existencia del Espíritu. No podemos responder de manera teórica, verbal, filo­ sófica, racional o mental, porque ese tipo de respuesta es, en últi­ ma instancia, insatisfactoria. Lo único que podemos hacer es de­ cir: sigue las instrucciones. Si quieres saber esto, deberás hacer eso otro. Cualquier otro enfoque nos llevaría a utilizar el ojo de la mente para ver o afirmar algo que sólo puede ser visto con el ojo de la contemplación, en cuyo caso sólo generaríamos metafí­ sica en el peor de los sentidos, afirmaciones desprovistas de evi­ dencia. Así pues, siga la instrucción, paradigma o meditación; practi­ que y afine esta herramienta cognitiva hasta que la conciencia aprenda a discernir los fenómenos extraordinariamente sutiles del mundo espiritual; verifique sus observaciones con otros que ya lo hayan hecho (del mismo modo que los matemáticos verifi­ can sus demostraciones interiores con otros que hayan completa­ do ya la vertiente instructiva) y luego confirme o refute sus re­ sultados. Sólo después de ello los datos trascendentales o la existencia del Espíritu se tomará clara ante usted, tan clara, al menos, como las rocas lo son para el ojo de la carne y la geome­ tría para el ojo de la mente.

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¿ Qué es la religión ?

Las pruebas de la existencia de Dios Ya hemos visto que la verdadera espiritualidad no es un pro­ ducto del ojo de la carne y su empirismo sensorial, ni del ojo de la mente y su empirismo racional, sino del ojo de la contempla­ ción y su empirismo espiritual (llámesele experiencia religiosa, iluminación espiritual, satori o como más nos guste). En Occidente, la religión (y la metafísica, en general) está atravesando por momentos difíciles, sobre todo a partir de Kant y, en particular, de las diferenciaciones de la modernidad. Y, en mi opinión, esto es así porque ha tratado de hacer con el ojo de la mente lo que sólo puede hacerse con el ojo de la contemplación. Por más que afirme a gritos que puede hacerlo, la mente no pue­ de proporcionamos datos realmente metafísicos, y, más tarde o más temprano, alguien exigirá evidencia verdadera. De hecho, desde que Kant la pidió, la metafísica se estancó... y ahí sigue to­ davía. Ni el empirismo sensorial, ni la razón pura, ni la razón prácti­ ca, ni cualquier combinación posible entre ellas puede permitir­ nos acceder al dominio de Espíritu. La única conclusión posible que queda entre las minas humeantes que dejó Kant es que toda metafísica futura y toda auténtica espiritualidad debe proporcio­ namos evidencias experienciales directas. Y eso significa que, a la experiencia sensorial y su empirismo (científico y pragmático) y a la experiencia mental y su racionalismo (puro y práctico), de­ bemos agregar la experiencia espiritual y su misticismo (prácti­ ca espiritual y sus datos experienciales). La posibilidad de aprehender directamente la experiencia sen­ sorial, la experiencia mental y la experiencia espiritual desarticu­ la de raíz la objeción kantiana porque asienta firmemente la bús­ queda de conocimiento en las evidencias y orienta a cada una de sus demandas de validez hacia las tres vertientes de todo conoci­ miento válido (instrucción, aprehensión y confirmación; o mode­ lo, datos y falsabilidad) aplicadas a cada nivel (sensorial, men­ tal, espiritual o cualquiera de los niveles del espectro global de la 213

Una reconciliación

conciencia que consideremos). Las exigencias de verdad de la ciencia verdadera y de la religión verdadera sólo serán escucha­ das cuando se ajusten a esas tres vertientes porque, en tal caso, su valor descansará en la evidencia experiencial (tanto sensorial como mental y espiritual). Con este enfoque, la religión se convierte en su propio garan­ te, que no es sensorial, mítico ni mental sino contemplativo. Por­ que el gran mensaje oculto de los místicos experimentales de todo el mundo es que, para ver el Espíritu, hay que adiestrar el ojo de la contemplación. Es el ojo de la contemplación el que nos permite ver a Dios, es con el ojo de la contemplación como el gran Interior se revela en todo su esplendor. Y, en todos los casos, el ojo con el que usted ve a Dios es el mis­ mo ojo con el que Dios le ve a usted, el ojo de la contemplación.

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13. EL SORPRENDENTE DESPLIEGUE DEL ESPÍRITU Si realmente existe una ciencia espiritual, una auténtica cien­ cia del Espíritu, ¿qué es lo que nos revela?, ¿qué es lo que nos dice? y, sobre todo, ¿puede realmente ser verificada?

La ciencia estrecha y la ciencia amplia Ya hemos visto que los términos “empirismo” y “ciencia” tie­ nen un sentido estricto y un sentido lato (o superficial y profun­ do, según la metáfora que utilicemos). Cuando hablamos de em­ pirismo en sentido lato estamos refiriéndonos a la experiencia en general (sensorial, mental y espiritual), mientras que cuando es­ tamos hablando de empirismo estricto estamos limitándonos ex­ clusivamente a la experiencia sensorial. La ciencia, en sí, el mé­ todo científico, tiene que ver con las tres vertientes del auténtico conocimiento (modelo, experiencia y falsabilidad). En un senti­ do estricto, pues, la ciencia se limita a la aplicación exclusiva de las tres vertientes a la experiencia sensorial (se ajusta al empiris­ mo estricto), mientras que, en un sentido amplio se aplica a toda experiencia, evidencia y datos inmediatos (se atiene al empiris­ mo amplio). La moderna ciencia empírica tendió a rechazar las interiori2LS

Una trconciliut ión

dados porque parecen (erróneamente) opacas al método científi­ co. Pero, como ya hemos visto, la ciencia estrecha no sirve para acceder a las interioridades, para ello dehemos recurrir a la cien­ cia amplia, porque las interioridades del “yo” y cJel “nosotros” pueden ser experiencialmente explorados, investigados, confir­ mados o refutados utilizando las tres vertientes de toda acumula­ ción válida de conocimiento, es decir, recurriendo a la ciencia amplia o la ciencia profunda. Nuestro objetivo, pues, no es tanto una ciencia estrecha úni­ camente válida para los cuadrantes de la Mano Derecha, como una ciencia amplia aplicable a los cuatro cuadrantes. Estamos buscando una ciencia profunda que no sólo incluya el exterior de los “ellos”, sino las interioridades del “yo” y del “nosotros” ; es­ tamos buscando, en suma, una ciencia profunda del yo, la estéti­ ca y la expresión de uno mismo; de la moral, la ética, los valores y los significados y también de los objetos, los “ellos”, los pro­ cesos y los sistemas. De este modo, la metodología esencial del empirismo profun­ do y de la ciencia profunda (las tres vertientes de todo conoci­ miento válido) pueden ayudarnos a reintegrar el Gran Tres del arte, la ciencia objetiva y la moral. De ese modo, el "yo" y el "nosotros" se hallarán finalmente en pie de igualdad con el “ello”, pero no reduciendo el “yo» y el “nosotros” a “ellos” (por más interrelacionados, holísticos, “nuevo paradigma» o lo que fuere que sean), sino comprendiendo que los tres, tal cual son, re­ sultan igualmente accesibles a la misma metodología general, a las tres vertientes de toda ciencia amplia. En tal caso, no será ne­ cesario deformar un dominio para hacerlo “compatible” con los demás porque la ciencia amplia (o la ciencia profunda o el em pi­ rismo profundo) podrá orientar nuestra búsqueda en cada uno de los dominios. En realidad, las tres vertientes de la ciencia pro­ funda nos permiten separar lo verdadero de lo falso en los cua­ tro cuadrantes (o simplemente en el Gran Tres), ayudándonos no sólo a diferenciar las afirmaciones verdaderas de las falsas, sino también las expresiones auténticas de uno mismo de las mixtitl216

El sorprendente despliegue del Espíritu

caciones, la belleza de la degradación y las aspiraciones morales del engaño y la estafa. De este modo, la ciencia empírica satisfará su exigencia irrenunciable de emplear el método científico para la acumulación de verdad al tiempo que liberará a la ciencia estricta de su impe­ rialismo, puesto que el método científico puede ser aplicado tan provechosamente al empirismo amplio como al empirismo estre­ cho. Cuando la ciencia superficial se abra a este tipo de ciencia profunda, podrá acceder al dominio interno de la experiencia mental y de la experiencia espiritual. Con este paso, la ciencia cumplirá su exigencia de que su mé­ todo se ajuste al principio epistemológico fundamental de toda investigación (sin el que no acepta ningún tipo de integración) al tiempo que limitará su imperialismo gracias al reconocimiento de que el empirismo estrecho de los “ellos” puede coexistir ar­ mónicamente con el empirismo amplio de los “yoes” y de los “nosotros”, puesto que todos se ven igualmente englobados por la ciencia amplia. Los cuatro cuadrantes (o simplemente el Gran Tres) pueden así unirse e integrarse bajo los auspicios de una ciencia profun­ da que sea tan aplicable a la experiencia mística profunda como a la geología, las aspiraciones morales, la biología, la herme­ néutica y la física. En tal caso, ninguno de estos dominios debe verse reducido a los demás, ninguno debe verse amputado para adaptarse a un “nuevo paradigma”, ninguno debe ser distorsio­ nado hasta perder su identidad para “ajustarse” a algún esquema supuestamente integrador. Entonces cada dominio, tal como es, conservará su propia dignidad, su propia lógica, su propia arqui­ tectura, su propia estructura, su propia forma y sus propios con­ tenidos y todos nos proporcionarán experiencias y evidencias directas y servirán a un empirismo profundo que asienta todo conocimiento en la experiencia y toda afirmación en la posibili­ dad de ser verificado.

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( hui reconciliación

Una ciencia amplia de cada cuadrante Esta integración promete ser una auténtica unidad-en-la-diversidad. Los dominios son sumamente diferentes y pueden se­ guir siéndolo, pero, para acceder a ellos, hay que seguir la misma pauta de despliegue y demostración o refutación, es decir, las tres vertientes de toda ciencia profunda. Esta unidad-en-la-diversidad es como un relámpago que iluminase cuevas diferentes; la luz es la misma, pero en cada uno de los casos la forma específica de la investigación deberá adaptarse al perfil concreto de cada cueva, revelando, en tal caso, territorios diferentes. Así pues, cuando aplicamos las tres vertientes de la ciencia profunda al cuadrante superior derecho tenemos las ciencias de las exterioridades del holón individual: la física, la química, la geología, la biología, la neurología, la medicina, el conductismo, etcétera; todas ellas enumeradas en la figura 13-1, junto a algu­ nos conocidos pioneros de estos campos. INTERIOR

EXTERIOR

• Interpretativo • Hermenéutico • Conciencia

• Monológuico • Empírico, positivista • Forma

< O D Q Û > û 5

Sigmund Freud c G Juné Jean Piaget Sri Aurobindo Plotino Gautama Buda

B.F. Skinner John Watson John Locke Empirismo Conductismo Física, biología, neurología, etcétera

P P Cj 3 O p U

Thomas Kuhn Wilhelm Dilthey Jean Gebser Max Weber Hans-Georg Gadamer

Teorías sistémicas Talcott Parsons August Comte Karl Marx Gerhard Lenski

nJ

Figura 13-1: Las ciencias amplias de los cuatro cuadrantes.

El sorprendente despliegue del Espíritu

Cuando aplicamos las tres vertientes de la ciencia profunda al cuadrante inferior derecho obtenemos las ciencias de las exterio­ ridades de los holones colectivos, es decir, la ecología, las teorías sistémicas, el holismo exterior, la sociología, etcétera, que, en el caso de los seres humanos, incluyen los abordajes “sociológicos externos” de Auguste Comte, Karl Marx, Talcott Parsons y Niklas Luhmann. Una ciencia profunda del cuadrante superior izquierdo nos permite acceder al territorio, los datos y el perfil del interior de los holones individuales. En el reino humano, esto no sólo inclu­ ye las estructuras más formales que se despliegan internamente ante el ojo de la mente -como la lógica y las matemáticas, por ejemplo-, sino también los perfiles personales revelados por la psicología introspectiva y la psicología profunda. Éste es, asi­ mismo, el dominio del yo y de la expresión de uno mismo, del arte, de la estética y de la fenomenología mental, en general. Además, como pronto veremos, en los estadios superiores del desarrollo interno comienzan a desplegarse las experiencias au­ ténticamente místicas o espirituales que también pueden ser in­ vestigadas y validadas recurriendo a las tres vertientes de la cien­ cia profunda aplicadas a los estadios más elevados del cuadrante superior izquierdo (que no he representado en la figura 5-1, por­ que esta figura no incluye la evolución superior que pronto dis­ cutiremos, sino que tan sólo abarca la evolución promedio hasta el momento). Los pioneros de este cuadrante son Sigmund Freud, C.G. Jung, Alfred Adler, Jean Piaget, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila, Ralph Waldo Emerson, Plotino, Shankara, Chih-I y el Buda Gautama. Una ciencia amplia del cuadrante inferior izquierdo nos reve­ la el interior de los holones colectivos, los signos intersubjetivos, los valores, los significados culturales colectivos y la visión del mundo características de una determinada cultura. A diferencia de lo que ocurre con las ciencias sociales propias del cuadrante inferior derecho, que tienden a centrarse en los sistemas externos y en los datos monológuicos de una sociedad (la tasa de natali­ 219

Una reconciliación

dad, el tamaño de la población, las pautas alimenticias, las fuer­ zas tccnoeconómicas de producción, los tipos de intercambio monetario, el flujo de la corriente de información, los bucles de realimentación, etcétera, todo lo cual puede ser descrito en el len­ guaje del “ello”), los estudios culturales se centran en los signifi­ cados compartidos y en los valores intersubjetivos que actúan a modo de aglutinante interno que cohesiona a los miembros de la sociedad (todos los cuales pueden ser adecuadamente descritos en el lenguaje del “nosotros” y, en consecuencia, deben ser estu­ diados desde la perspectiva de un “observador participante”). De modo que las ciencias de los sistemas sociales se pregun­ tan ¿qué hace? o ¿cómo funciona?, mientras que las ciencias cul­ turales e interpretativas se preguntan ¿qué significa? No abordan, por tanto, a una cultura desde el exterior, desde una distancia objetivadora, sino desde dentro, desde el interior, desde una actitud de comprensión y reconocimiento mutuo. Ambos enfoques son útiles y necesarios, uno de ellos para investigar desde el exterior (Mano Derecha) del holón colectivo y el otro para hacerlo desde el interior (Mano Izquierda). Los pioneros de la hermenéutica cultural son Friederich Schleiermacher, Wilhelm Dilthey, Martin Heidegger, Jean Gebser, Hans-Georg Gadamer, Thomas Kuhn, Mary Douglas, Peter Berger y Charles Taylor. Ahora estamos en condiciones de comenzar a ver que, aunque las tres vertientes de la ciencia profunda (o de toda acumulación válida de conocimiento) orientan nuestra investigación en cada uno de los cuadrantes -proporcionándonos, así, una metodología integral capaz de englobar a los cuatro cuadrantes (o simplemen­ te el Gran Tres)-, el hecho de que los cuadrantes tengan perfiles y tipos de datos muy distintos nos permite descubrir “diferentes tipos de verdad” en cada uno de ellos, diferencias que deben ser reconocidas y tenidas en consideración, porque constituyen la fa­ ceta “diversidad” de la unidad-en-la-diversidad, una faceta tan importante como la unidad. Estos tipos diferentes de verdades igualmente importantes son conocidos con el nombre de pruebas de validez. Cada vez 220

El sorprendente despliegue del Espíritu

que la ciencia amplia se aplica a un cuadrante diferente, genera un tipo diferente de verdad: verdad objetiva (conductual), verdad subjetiva (intencional), verdad interobjetiva (sistemas sociales) y verdad intersubjetiva (justicia cultural). Un método y muchas verdades, todas ellas igualmente válidas.

Los dominios espirituales Pero ¿dónde entra -si es que lo hace- el Espíritu en este esquema? Como comencé a sugerir en el último capítulo, ya existen nu­ merosas disciplinas espirituales que se ajustan estrictamente a las tres vertientes de acumulación válida de todo conocimiento, dis­ ciplinas que son, por tanto, auténticas ciencias del espíritu (no ciencias exteriores sino ciencias internas y que no se asientan, por tanto, en, el empirismo estrecho sino en el empirismo pro­ fundo). Me estoy refiriendo, claro está, a las tradiciones contem­ plativas y meditativas de toda la humanidad -tanto orientales como occidentales y tanto del norte como del sur-, tradiciones que han ido acumulando cuidadosamente datos espirituales inter­ nos durante, al menos, los últimos tres mil años y que, analizadas estructural mente en profundidad, evidencian una sorprendente unanimidad en lo que respecta a la arquitectura básica de los es­ tadios superiores o espirituales del desarrollo humano. Una de las tareas asumidas por las modernas disciplinas cono­ cidas como psicología y psiquiatría transpersonal es la investiga­ ción científica de los estadios superiores del desarrollo espiritual del ser humano, lo cual nos ha permitido descubrir también una sorprendente semejanza interindividual e intercultural. (Si usted está interesado en conocer los detalles de los hallazgos realizados por la psicología transpersonal puede leer las excelentes antologí­ as incluidas en Trascender el ego,12obra editada por Roger Walsh

12. Ken Wilber, T ra scen d er el eyo. Barcelona: Ed. Kairós, 1994.

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Una tvconciHación

y Francés Vnughan; Texthook of Transpersonal Psychiatry and Psvchology, editada por Bruce Scotton, Alian Chinen y John Battista, y What Really Matters. Searching for Wisdom in America, de Tony Schwartz.) En este sentido, la psicología transpersonal ha descubierto algo que también nos revelan las tradiciones contemplativas de todo el mundo que, más allá de los estadios racional-egoicos (“formop” y visión-lógica de la figura 5-1), existen, al menos, cuatro estadios más elevados del desarrollo de la conciencia. Estos estadios superiores reciben nombres muy diferentes, a los que yo denomino psíquico, sutil, causal y no dual, cada uno de los cuales parece estar asociado a un tipo muy diferente de ex­ periencia espiritual directa: el misticismo natural, el misticismo teísta, el misticismo sin forma y el misticismo no dual. (Para una discusión detallada de estos hallazgos, veánse Psicología inte­ gral^ y Breve historia de todas las cosas.'*) Pero las experiencias y nombres concretos no son tan impor­ tantes, lo que importa es comprender que los dominios transper­ sonales incluyen, al menos, cuatro estadios importantes del desa­ rrollo espiritual, cada uno de los cuales nos revela conjuntos diferentes de datos y experiencias plenamente verificables. El hecho es que si, con referencia al cuadrante superior iz­ quierdo, tomamos las etapas de desarrollo humano -tan cuidado­ samente señaladas por la moderna psicología evolutiva (que resu­ mimos en la figura 5-1, desde la sensación hasta la visión-lógica)y les agregamos los cuatro estadios transpersonales superiores (desde el psíquico hasta el no dual) obtendremos, precisamente, la Gran Cadena del Ser tradicional (que hemos mostrado, por ejem­ plo, en la figura 2-1).

13. Ken Wilber, Psicoloffta integral. Barcelona: Fd. Kairris. 1994. 14. Ken Wilber, Breve histo riu de todas la s co sa s. Barcelona: Fd. Kairds. 1996. 222

El sorprendente despliegue del Espíritu

El encuentro entre lo premoderno y lo moderno Resulta fascinante que las ciencias profundas del cuadrante superior izquierdo (desde la moderna psicología evolutiva hasta las ciencias contemplativas) coincidan en la tradicional Gran Ca­ dena del Ser, la misma que representaba el núcleo esencial de las religiones premodemas. Es como si, en este sentido, la Gran Ca­ dena del Ser recibiera el sorprendente espaldarazo de la ciencia profunda. Pero veamos lo que esto significa. Según todas y cada una de las tradiciones de sabiduría, la Gran Cadena del Ser abarca la to­ talidad de la realidad, pero, como acabamos de ver a la luz de las diferenciaciones de la modernidad (la diferenciación del Gran Tres o los cuatro cuadrantes, en general), la Gran Cadena única­ mente cubre el cuadrante superior izquierdo y, por tanto, tratán­ dose tan sólo -por así decirlo- de una cuarta parte, mal puede abarcar la totalidad de la realidad. Ése es, precisamente, el motivo por el cual la Gran Cadena tradicional no pudo sobrevivir a las diferenciaciones de la mo­ dernidad. El hecho de que la Gran Cadena sólo cubra “una cuar­ ta parte” de la totalidad del Kosmos -las dimensiones internas del individuo, desde lo prepersonal a lo personal y, desde ahí, a lo transpersonal- y no conciba siquiera -y, en consecuencia, no ten­ ga nada que decir- los sorprendentes hallazgos que se han hecho en los otros tres cuadrantes, que incluyen los asombrosos descu­ brimientos realizados sobre el cerebro y la conciencia (superior derecho), sobre la incidencia de la visión del mundo en la per­ cepción del individuo (inferior izquierdo) y sobre la forma en que las condiciones sociales de una determinada cultura modelan los valores de sus miembros (inferior derecho). Todos esos cuadran­ tes se vieron reducidos a “materia” (superior derecho e inferior derecho) o fueron completamente ignorados (inferior izquierdo) porque, desde el punto de vista premoderno, todavía no se habí­ an diferenciado. Entonces fue cuando los cuadrantes desdeñados arremetieron 223

Una trnnu iIkk ion

(de un modo completamente adecuado, en la mayor parte de los casos) contra la Gran Cadena. Las modernas y diferenciadas disci plinas de la tísica, la química, la biología, la lingüística, la herme náutica, la teoría sistémica, la filología, la semiótica, la antropolo gía y la sociología atacaron la visión premoderna y prediferenciada del mundo con una vehemencia tal que ni la Gran Cadena ni su vi­ sión espiritual del mundo se han recuperado todavía. Además, cuando los teóricos de la Gran Cadena reconocieron a los cuadrantes de la Mano Derecha, los ubicaron en el peldaño inferior, concretamente en el nivel material. Todos los niveles su­ periores (incluyendo la vitalidad y el cuerpo) “trascendían” así al cuerpo material. Pero las diferenciaciones de la modernidad re­ velaron que los dominios “materiales” no constituyen el escalón inferior de la gran jerarquía sino únicamente la forma externa de todos y cada uno de los peldaños de la jerarquía. (Todo esto puede verse fácilmente en la figura 5-1, donde la Mano Derecha o los componentes materiales no constituyen el nivel más bajo de la jerarquía, sino tan sólo el correlato de todos y cada uno de los componentes de la Mano Izquierda. No son, pues, inferiores y superiores, sino externos e internos El neocórtex material, por ejemplo, no constituye el nivel inferior, sino tan sólo el correlato externo de la conciencia reflexiva y está íntima­ mente relacionado con ella. La Mano Derecha no es inferior a la Izquierda, sino que ambas constituyen el exterior y el interior de cualquier nivel determinado de existencia. Esto, con pocas ex­ cepciones, fue lo que soslayaron casi todos los teóricos de la Gran Cadena, que terminó convirtiéndose así en una cuestión casi exclusivamente circunscrita -por más exacta que pudiera ser- al cuadrante superior izquierdo.) Así pues, las diferenciaciones de la modernidad nos permiten ver con claridad que la Gran Cadena no engloba, por así decirlo, a toda la realidad sino tan sólo a una cuarta parte de ella. Dicho de otro modo, la Gran Cadena se halla ahora firmemente asen­ tada en las diferenciaciones de la modernidad, algo que nunca había ocurrido en una cultura premoderna. La Gran Cadena es 224

El sorprendente despliegue del Espíritu

plenamente aceptada, pero sólo en lo que se refiere al cuadrante superior izquierdo, ocupando su lugar junto a los otros tres -e igualmente importantes- cuadrantes, cada uno de los cuales aporta también sus propias e irreductibles verdades a la imagen global. Pero esto es precisamente lo que afirmábamos buscar al co­ mienzo de este libro, es decir, algún esquema que nos permitiera incluir tanto la visión premodema como la visión moderna del mundo y, de ese modo, integrar la ciencia y la religión. Puesto que el núcleo de la religión premodema era la Gran Cadena y que la esencia de la modernidad fue la diferenciación de las esferas de valor (el Gran Tres o los cuatro cuadrantes), la integración de la religión y la ciencia exige la integración de la Gran Cadena y los cuatro cuadrantes. Y eso es, precisamente, lo que acabamos de hacer. Para consolidar esta integración es necesario, pues, en mi opi­ nión, ubicar la Gran Cadena del Ser en el lugar que le correspon­ de dentro de las diferenciaciones de la modernidad. De este modo, la ingente cantidad de datos aportados por las ciencias es­ pirituales tradicionales podrá correlacionarse y constituir un todo con la también ingente cantidad de datos proporcionados por las modernas ciencias objetivas (como la biología, la neurología y la medicina), las ciencias culturales (la hermenéutica, la semiótica y la teoría política) y las ciencias sociales (el análisis sistémico, la ecología y la sociología). Puesto que todos estos cuadrantes se hallan interrelacionados y son mutuamente interdependientes, la Gran Cadena no puede existir sin ellos. Y sólo reconociendo, aceptando e incluyendo a los cuatro cuadrantes, la largamente anhelada integración de la religión premodema y la ciencia moderna podrá llegar finalmen­ te a convertirse en una realidad. Ahora debemos investigar con más detalle la forma en que podría tener lugar esta gran integración.

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CUARTA PARTE EL CAMINO QUE NOS QUEDA POR RECORRER

14. LA GRAN HOLOARQUÍA EN EL MUNDO POSTMODERNO Resumamos ahora lo que hemos visto hasta el momento. El núcleo esencial de las grandes tradiciones de sabiduría del mun­ do fue la Gran Cadena del Ser, un proceso de desarrollo que va desde el cuerpo ordinario hasta la mente conceptual, el alma su­ til y el espíritu causal en el que cada uno de los niveles superio­ res es más amplio y comprehensivo que sus predecesores. Todas las culturas importantes de la historia poseyeron una u otra ver­ sión de esta Gran Holoarquía... hasta el advenimiento del Occi­ dente moderno porque, en la aurora de la Ilustración, el Occiden­ te moderno se convirtió en la primera cultura de la historia en negar de plano el Gran Nido del Ser o, por decirlo con más pre­ cisión, en reducirlo a su peldaño inferior, la materia. La desapa­ rición de la mente, del alma y del Espíritu dejaron, tras de sí, una incesante pesadilla de superficies monocromas, un universo des­ cualificado caracterizado por el holismo chato, un gran -y, en úl­ tima instancia, absurdo- sistema de “ellos” dinámicamente inte­ rrelacionados. Bertrand Russell fue inequívocamente exacto cuando afirmó que «ciega ante el bien y ante el mal e implacable ante la destrucción, la omnipotente materia sigue su inexorable camino. Y todas estas cosas, aunque problemáticas, son todavía tan incuestionables que ninguna filosofía que las niegue puede esperar perdurar» (las cursivas son mías). 229

Kl camino que nos queda por recorrer

La materia, la energía y la información sea atomística o sisfémica, de procesos estáticos o dinámicos, sea la termodinámica clásica o de las teorías de la complejidad que hablan dcl-ordcnque-em erge-del-caos- son meros “e llo s ” y su epidém ico “ello”ismo (en el que no hay lugar para el “yo” y el “nosotros”) representa el rasgo distintivo de la modernidad oficial, el extraño y distorsionado legado de la Ilustración. Por ello, todo intento de integrar la religión premoderna y la ciencia moderna ha resulta­ do, por decirlo suavemente, más bien desalentador, puesto que el materialismo científico parece tan intransigente “que ninguna fi­ losofía que lo niegue puede esperar perdurar”. No debe, por tanto, extrañarnos que casi todos los intentos de integrar la ciencia y la espiritualidad afirmen que el advenimien­ to de la ciencia moderna contribuyó de manera directa - o inclu­ so llegó a ocasionar- el “desencanto del mundo”. La visión más difundida y más común es que la moderna ciencia de Occidente despachó de un plumazo el Espíritu y el alma, Dios y la Diosa, la naturaleza sagrada y el alma inmortal y nos dejó desamparados en el erial del mundo moderno. La afirmación de que la modernidad cometió el error garrafal de negar el Espíritu domina hoy en día el discurso en este campo. No es infrecuente escuchar que «la desacralización o desvaloriza­ ción de la naturaleza que comenzó con la revolución científica se vio consumada por lo que hoy en día se conoce como “Ilustra­ ción”», una afirmación de la que también se han hecho eco los ecólogos profundos, los neopaganos, las ecofeministas, las femi­ nistas radicales, los adeptos a la wicca, los neoastrólogos, los teó­ sofos, los retrorrománticos y casi todos los teóricos, en suma, del “nuevo paradigma”. Pero lo cierto es que este rechazo moderno de la espirituali­ dad no tuvo lugar de una vez sino en dos estadios diferentes, uno muy positivo y el otro muy negativo. Pero, antes de hablar de ello, tenemos que diferenciar entre las dignidades de la moderni­ dad y sus desastres, una diferenciación que nos permitirá dar el primer gran paso en la tan anhelada integración. 230

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

Como ya hemos dicho, la aparición de la modernidad en Oc­ cidente se vio jalonada por la diferenciación entre las esferas de valor cultural (del arte, la moral y la ciencia), esferas que, en las culturas premodemas, tendían a hallarse confundidas, indiferen­ ciadas o indisociadas, hasta el punto de que la violencia u opre­ sión de una de ellas tendía a influir sobre todas las demás. Con el advenimiento de la modernidad y la diferenciación de las esferas, en cambio, uno podía mirar a través del telescopio de Galileo sin el temor a ser quemado en la hoguera y pintar la naturaleza sin ver­ se obligado a recurrir a la imagen de un Dios patriarcal si ése era su deseo. Pero al cabo de un siglo, aproximadamente, esa diferencia­ ción de las esferas (que representaba la faceta esplendorosa de la modernidad) comenzó a derivar hacia una dramática disociación (que terminaría convirtiéndose en su principal desastre). El Gran Tres (el arte, la moral y la ciencia) comenzó entonces a escindir­ se y a originar una alienación epidémica que acabó extendiéndo­ se hasta contagiar todos los recovecos de la modernidad. Lo peor de todo ocurrió cuando la ciencia (empírico-sensorial y sistémica), aliada con la industrialización -todos ellos quehaceres agresivos del “ello”-, comenzó a atacar y sojuzgar el resto de las esferas. Así fue como el rasgo distintivo de la modernidad terminó siendo la colonización y modificación del “yo” y del “nosotros” por parte del implacable “ello”. Todos los dominios interiores -la conciencia, el alma, el Espíritu, la mente, los valores, las virtudes y los significados- se vieron, en ese momento, reducidos a polvo, al-orden-que-emerge-del-caos característico de los procesos del “ello”. En este enloquecido cuento de hadas, el Occidente moder­ no se convirtió en la primera cultura importante de la historia que negaba la Gran Holoarquía del Ser, dejando solamente en pie el reino de la materia, “ellos” que imponían el imperio de su omni­ potente ley -ya fuera atomística, sistémica o informática- sobre el yermo de las meras superficies. El hecho de que ese rechazo histórico se desplegara en dos fa­ ses nos permite ver con más detalle las facetas de la modernidad 231

/*.'/ camino que nos queda por recorrer

que deberíamos rescalar v. en consecuencia, integrar- y las que, por el contrario, convendría soslayar. Porque lo que tenemos que integrar no son las disociaciones de la modernidad sino sus dife­ renciaciones, que representan el esplendor de la modernidad al tiempo que constituyen una parte irreversible del proceso evolu­ tivo de diferenciación-e-integración. La modernidad ya nos ha proporcionado esas irreversibles diferenciaciones y, por más que quisiéramos, no podríamos volver atrás. Lo que ahora necesita­ mos es su integración, la inclusión de las tres esferas de valor (o de los cuatro cuadrantes) en un abrazo más comprehensivo. No es necesario, para ello, tratar de llevar a cabo la integración de la espiritualidad, el colapso del Kosmos y las miserias de la moder­ nidad, sino de integrar la espiritualidad, las diferenciaciones del Kosmos y las dignidades de la modernidad. Así pues, si la esencia de las religiones premodemas está en­ cerrada la Gran Cadena del Ser y la esencia de la modernidad re­ side en la diferenciación de las esferas de valor (los cuatro cua­ drantes, o simplemente el Gran Tres), no nos extrañará que la integración de la ciencia moderna y la religión premodema re­ quiera la integración de la Gran Cadena y los cuatro cuadrantes. Esto ha sido, precisamente, lo que hemos hecho - o tratado de hacer- en el último capítulo. Veamos ahora algunas de sus impli­ caciones.

Nivel y dimensión Basándonos en las tres vertientes de todo conocimiento váli­ do (paradigma, experiencia y falsabilidad), es posible sugerir una forma de integrar los cuatro cuadrantes con la Gran Holoarquía del Ser tradicional. Porque cada uno de los niveles de la Gran Ca­ dena no se manifiesta -com o tradicionalmente se creía- en un plano único, uniforme y monolítico, sino que se manifiesta, al menos, en cuatro dimensiones o cuadrantes diferentes, una di­ mensión subjetiva (o intencional Isuperior izquierda)), otra obje­ 232

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

tiva (o conductual Isuperior derecha]), otra intersubjetiva (o cul­ tural [inferior izquierda]) y otra interobjetiva (o social [inferior derecha]). Y he elegido deliberadamente los términos “nivel” y “dimen­ sión”, para referirme a dos aspectos inseparables igualmente im­ portantes. En un edificio de cinco pisos, por ejemplo, cada uno de los pisos representa un determinado nivel (de modo que algu­ nos de los niveles están inequívocamente más arriba o más abajo que otros), mientras que la longitud y anchura de cada uno de ellos constituye su dimensión. Si tenemos en cuenta esta distinción y nos representamos la Gran Cadena como cuerpo, mente, alma y Espíritu, por ejemplo, cada uno de los niveles tendrá una dimensión intencional, otra conductual, otra cultural y otra social. (En la figura 5-1 podemos ver todo esto hasta el nivel mental y más adelante ofreceré algu­ nos ejemplos de los niveles más elevados.) Una de nuestras escalas, por tanto, se refiere a los niveles ver­ ticales (la Gran Cadena tradicional), mientras que la otra, por su parte, se refiere a las dimensiones horizontales presentes en todos y cada uno de los niveles (los cuatro cuadrantes). Y, para integrar estas dos escalas, bastará simplemente con determinar los cuatro cuadrantes (o simplemente el Gran Tres) presentes en cada uno de los niveles de la Gran Holoarquía tradicional del Ser (aunque, aquellos niveles, obviamente, que pasen la prueba de la ciencia profunda, puesto que los “niveles” que no lo hagan deberán ser descartados, ya que no tenemos la menor garantía de que sean verdaderos o auténticos y tampoco queremos cargar con ningún tipo de dogma). De modo que, si seguimos utilizando esta versión simplifica­ da de la Gran Cadena -cuerpo, mente, alma y Espíritu- y si, por mera conveniencia, simplificamos los cuatro cuadrantes en el Gran Tres (el arte, la moral y la ciencia objetiva), dispondremos de cuatro niveles con tres dimensiones cada uno, configurando así el arte, la moral y la ciencia del dominio sensorial; el arte, la moral y la ciencia del dominio mental; el arte, la moral y la cien­ 233

HI camino que nos queda p o r recorrer

cia del dominio del alma; y el arte, la moral y la ciencia del do­ minio del Espíritu. Veamos ahora algunos ejemplos concretos de cada uno de es­ tos doce dominios, ejemplos con los que podemos o no estar de acuerdo, aunque yo les sugeriría que simplemente los tomaran como mera ilustración de lo que supondría una empresa genuinamente multidimensional. Si usted desea utilizar otros detalles o recurrir a otros ejemplos completamente diferentes, es muy due­ ño de hacerlo. En cualquiera de los casos, sin embargo, no per­ mita que mis ejemplos concretos le alejen del procedimiento ge­ neral que estamos siguiendo, que es, en última instancia, lo que nos interesa. Veamos, pues, estos ejemplos de un modo delibera­ damente breve y superficial, para no abrumar al lector con mi propia versión de los hechos.

Los niveles del arte Los cuatro niveles que estamos utilizando en esta versión simplificada son el sensoriomotor, el mental, el alma sutil y el Espíritu causal. Y como cada nivel, como siempre, trasciende e incluye a sus predecesores, no hay nada mutuamente exclusivo en ellos. Lo único que ocurre es que cada nivel superior posee cualidades emergentes que no se encuentran en los niveles pre­ cedentes, y que el arte de cada nivel suele asumir como el tópico de la valoración estética confiriendo así a cada nivel artístico un sello muy peculiar (y lo mismo ocurre, como veremos, con el caso de la moral y de la ciencia). Y aunque me remita aquí a las artes visuales, debo aclarar que lo mismo seria aplicable a cual­ quiera de las otras artes. El referente o contenido del arte del mundo sensoriomotor es el mundo sensorial tal como lo percibe el ojo de la carne, desde las impresiones realistas hasta el paisaje y el retrato. Se trata del arte “objetivo” o representacional poco importa que su objeto sean los bodegones, los paisajes, los desnudos, los pueblos industriales, las 234

La gran holoarquía en el mundo postmodemo

montañas, las vías del ferrocarril o los ríos, porque todos ellos son objetos sensoriomotores. Sus ejemplos típicos son los realistas, los impresionistas y toda la tradición naturalista. El arte del dominio mental toma como referente los conteni­ dos del psiquismo tal como los percibe internamente el ojo de la mente. Aunque los surrealistas constituyan el ejemplo más repre­ sentativo a este respecto, también debemos mencionar el arte conceptual, el arte abstracto y el expresionismo abstracto. Marcel Duchamp resumió este punto diciendo: «Quiero alejarme del as­ pecto físico de la pintura. Mi pintura está mucho más interesada en la recreación de las ideas. Quiero poner la pintura al servicio de la mente», y no solamente al servicio del ojo de la carne. Pero no se trata, estrictamente hablando, de una “abstracción mental”, porque el empirismo interior del ojo de la mente -desde la matemáticas hasta el arte mental- constituye, en realidad, una de las facetas más profunda, rica e intensa de la experiencia. Como Constantin Brancusi casi gritó: «Quienes califican de abs­ tracta a mi obra son imbéciles, porque lo que ellos llaman abs­ tracto es, de hecho, lo más realista. Lo que es real no es la forma exterior sino la idea, la esencia de las cosas». Y el arte mental tra­ ta de dar expresión visual a estas ideas y a estas esencias. El contenido o referente del arte del nivel sutil son las ilumi­ naciones y las visiones y formas arquetípicas, tanto internas como directamente percibidas mediante el ojo de la contempla­ ción (o, dicho de otro modo, la conciencia transpersonal). Se tra­ ta, podríamos decir, del arte del alma, como afirmó rotundamen­ te Frantisek Kupka cuando dijo: «Sí, esta pintura supone investir en forma plástica los procesos del alma humana». Y esto significa, evidentemente, que el artista debe haber evo­ lucionado lo suficiente como para poder tener acceso al dominio sutil. Como reconoció Wassily Kandinsky: «Sólo con el desarro­ llo superior se amplia el círculo de la experiencia a diferentes se­ res y objetos. La construcción sobre una base puramente espiri­ tual es un asunto lento. El artista no sólo debe adiestrar su mente sino también su alma...» 235

I I tam ino que tut.s (fuedo por recorrer

Una de las funciones principales del arte del alma en las tra­ diciones orientales es la de servir de apoyo para la contempla­ ción. En la extraordinaria tradición de los than%ka tibetano*, por ejemplo, los budas y bodhisattvas representados no son meros símbolos, metáforas o alegorías, sino que orientan las representa­ ciones hacia las potencialidades del nivel sutil. Al visualizar es­ tas formas sutiles en la meditación, el espectador abre la puerta a las potencialidades correspondientes de su propio ser. El hecho es que el arte del alma, en cualquiera de sus versio­ nes, no es metafórico ni alegórico, sino una representación di­ recta de la experiencia inmediata del nivel sutil. No es una pin­ tura de objetos sensoriales vistos con el ojo de la carne ni una pintura de objetos conceptuales vistos con el ojo de la mente, sino una pintura de los objetos sutiles que pueden verse con el ojo de la contemplación. Y esto significa que, para participar de este arte, el artista, el crítico y el espectador deben haber despertado a esos dominios superiores. Como nos recuerda Brancusi: «Mire mis obras hasta que las vea. Se hallan más cerca de Dios que cualquier otra cosa que nunca haya visto». Y su objetivo, en palabras de Kandinsky, es el de «proclamar el reino del Espíritu... proclamar la luz de la luz, la radiante luz de la Divinidad», que no puede verse con el ojo de la carne ni con el ojo de la mente, sino con el ojo de la con­ templación, y transformarla en obra de arte como recordatorio de esa extraordinaria visión. En la medida en que el ojo de la contemplación va profundi­ zándose y la conciencia evoluciona desde lo sutil hasta lo causal (y lo no dual), las formas sutiles dejan paso a lo no formal (nirvikalpa, ayin, nirodh) y finalmente a lo no dual (sahaja), a todo lo que me referiré como el dominio del Espíritu puro. El arte propio de este dominio carece de referente concreto porque no está ata­ do a ninguno de ellos y, en consecuencia, puede tomarlo de cual­ quiera de los niveles, desde el corporal/sensoriomotor (como ocurre en el caso de los paisajes zen) hasta el sutil y el causal (como ocurre en los thangkas tibetanos). Lo que caracteriza. 236

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

pues, a este tipo de arte no es tanto su contenido como la total au­ sencia de contracción en el ego del artista, una ausencia que, en los casos más representativos, puede terminar evocando provi­ sionalmente una liberación semejante en el espectador (recorde­ mos que, en opinión de Schopenhauer, el poder del gran arte era el de conducir a la trascendencia). Pero lo que debemos advertir es que la dimensión estético-ex­ presiva -la dimensión de la intencionalidad subjetiva y de la in­ terioridad individual- puede expresar y representar cualquiera de los niveles de la Gran Cadena, desde el ordinario hasta el sutil, el causal y el no dual, dependiendo de los niveles a los que se halle abierto el artista. El arte, pues, es una de las dimensiones importantes de todos los niveles de la Gran Holoarquía del Ser. El arte es la Belleza del Espíritu tal y como se expresa en todos y cada uno de los niveles de su propia manifestación. El arte se halla en el ojo del especta­ dor, en el yo del espectador, el arte es el “yo” del Espíritu.

Los niveles de la moral La psicología evolutiva se ha ocupado de cartografiar los prin­ cipales estadios del desarrollo moral de los hombres y de las mu­ jeres y, aunque los detalles varíen considerablemente, existe el consenso amplio y general de que los estadios del desarrollo mo­ ral van, como puede verse en la figura 5-1, desde lo preconven­ cional (sensoriomotor, hedonista, egocéntrico y mágico-impulsi­ vo) hasta lo convencional (conform ista, sociocéntrico, mítico-pertenencia) y, desde ahí, hasta lo postconvencional (mundicéntrico, racional-centáurico y universal). Carol Gilligan ha se­ ñalado que los hombres atraviesan esta jerarquía subrayando la justicia y los derechos, mientras que las mujeres tienden a hacer­ lo centrando su atención en el respeto y la relación (Gilligan de­ nomina a los estadios jerárquicos del desarrollo femenino con los nombres de egoísta, respeto y respeto universal, otro modo de ca237

Id camino que nos queda por recorrer

lificar a los estadios preconvcncional, convencional y postcon­ vencional). Evidentemente, ninguna de estas estructuras morales puede ser vista desde el exterior porque son estructuras internas que go­ biernan la conducta del individuo en el mundo empírico-senso­ rial. Pero, a pesar de ello, son, por decirlo así, tan ciertas como la lógica, la lingüística o cualquier otro dominio interno verdadero y, por tanto, pueden ser estudiadas (y validadas) mediante una ciencia profunda del mundo intersubjetivo, que es precisamente lo que hicieron Piaget, Kohlberg y Gilligan (por nombrar sólo a unos pocos). Kohlberg y Gilligan (y muchos otros teóricos actuales impor­ tantes del desarrollo moral) han sugerido la existencia de un esta­ dio todavía superior del desarrollo moral al que el primero deno­ minó “universal espiritual”. Los investigadores transpersonales, basándose en el creciente cuerpo de evidencias acumuladas por la ciencia profunda de las interioridades, han sugerido que lo que Kohlberg denominó “un” estadio espiritual se halla subdividido, al menos -como ya hemos visto-, en varios estadios. Digamos simplemente, a modo de ejemplo, que, en este sentido, la eviden­ cia parece sugerir la existencia de un par de estadios superiores del desarrollo moral, a los que llamaré alma sutil (santo o bodhisattva) y Espíritu causal (sabio o siddha). La moral del nivel sutil del alma -el nivel del bodhisattvasuele implicar la aspiración profunda de que literalmente todos los seres sensibles alcancen la iluminación. Esta extraordinaria aspiración, que emana naturalmente de las profundidades del alma, se basa en la percepción creciente de que todos los seres sensibles son manifestaciones directas de lo Divino y que, en consecuencia, todos ellos deben ser tratados como expresiones de su Ser y de su Yo más profundo. La moral propia del nivel causal-espiritual -el nivel del sa­ bio- conlleva la aspiración paradójica de liberar a todos los seres sensibles, en la comprensión de que todos ellos están ya libera­ dos desde siempre y por toda la eternidad. Esta realización inme­ 238

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

diata de la naturaleza liberada de toda manifestación se halla de­ trás de algunas de las más sublimes (y paradójicas) ciencias espi­ rituales y emerge como un testamento autoconfirmatorio de la naturaleza eternamente libre del Espíritu. Lo que todo esto nos dice, obviamente, es que existen dife­ rentes niveles del desarrollo moral y que estos niveles parecen abarcar la totalidad de la Gran Cadena, desde el cuerpo (hedonista, preconvencional) hasta la mente (convencional y postconven­ cional), lo sutil (santidad) y lo causal (sabiduría). La moral, dicho en otros términos, constituye una de las di­ mensiones importantes de todos los niveles de la Gran Holoar­ quía del Ser. La moral es la forma intersubjetiva del Espíritu, la Bondad del Espíritu, tal como se expresa en cada uno de los ni­ veles. La moral es el “nosotros” del Espíritu.

El nuevo papel de la ciencia Cuando hablo de los niveles de la ciencia, estoy refiriéndome a los niveles de la ciencia objetiva, exterior y empírico-sensorial. No estamos hablando ahora de la ciencia amplia ni de la ciencia profunda (las tres vertientes de todo conocimiento válido donde­ quiera que se apliquen, interior o exteriormente), sino de la cien­ cia empírica tradicional. Porque el hecho es que la ciencia empí­ rico-sensorial, aunque no pueda adentrarse en los dominios internos y más elevados puede, sin embargo, detectar sus corre­ latos empíricos. Las diferenciaciones que tuvieron lugar en la al­ borada de la modernidad evidenciaron que todo los eventos in­ ternos tienen un correlato externo (todo holón tiene una dimensión en la Mano Izquierda y otra en la Mano Derecha), lo cual transforma drásticamente el papel desempeñado por la cien­ cia empírico-sensorial. Porque la ciencia empírica objetiva ya no tiene que seguir re­ legada al peldaño inferior de la jerarquía (un papel que le adjudi­ có el enfoque tradicional y que sigue dándole el pluralismo epis239

El camino que nos queda por recorrer

(etnológico contemporáneo), sino que también puede acceder a las modalidades externas de los niveles más elevados. De este modo, la ciencia empírica sale del nivel inferior de la Gran Ca­ dena y se ubica (como puede verse en la figura 5 -1) en el lado ex­ terno de todos los niveles de la Gran Cadena. De modo que el he­ cho de que la ciencia empírico-objetiva no nos ofrezca la historia completa no significa que no tenga nada que decirnos acerca de los dominios superiores, como insosteniblemente afirma el plu­ ralismo epistemológico tradicional y contemporáneo (en un la­ mentable error que contribuyó al colapso de la Gran Cadena). De este modo, además, podríamos “anclar” o “encamar” las afirmaciones metafísicas o trascendentales, proporcionándonos una unión inconsútil entre lo trascendental, y de lo empírico, en­ tre lo ultramundano y de lo intramundano. Porque los niveles su­ periores no se hallan por encima o sobre los naturales, empíricos u objetivos, sino dentro de ellos, junto a ellos. El Espíritu no está físicamente por encima de la naturaleza (o mundo de la Mano Derecha), sino en el interior de la naturaleza, en el interior del Kosmos. Nosotros, dicho de otro modo, no nos elevamos sino que nos adentramos. Esta unión entre la Izquierda y la Derecha, entre lo intemo y lo externo, constituye un tipo de naturalismo trascendente o de transcendentalismo naturalista -una unión entre lo ultramundano y lo intramundano, entre lo ascendente y lo descendente, entre lo espiritual y lo natural-, una unión que supera, en mi opinión, las insoslayables dificultades a que se enfrenta cualquiera de ambas posturas aisladamente considerada. Hemos visto que una forma de resumir la visión premodema del mundo es decir que subrayó los dominios internos (la Gran Cadena, a excepción de su nivel inferior, es completamente in­ terna y trascendente), y que una forma de resumir la visión mo­ derna del mundo es decir que es fundamentalmente externa (na­ turalista y orientada hacia la Mano Derecha). De modo que un tipo de naturalismo trascendente que reúna o incluya la Izquierda y la Derecha, lo interno y lo externo, lo trascendental y lo empí240

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

rico, representa el mejor modo de resumir el matrimonio entre lo mejor de la sabiduría premodema y lo mejor del conocimiento moderno.

Los niveles de la ciencia Tras esta introducción, podemos prestar ahora atención a los niveles reales de la ciencia empírico-sensorial. En cierto modo, obviamente, la ciencia empírico-sensorial carece de niveles por­ que sólo se ocupa de registrar los hechos del mundo sensoriomotor, pero, en cualquiera de los casos, los “hechos sensoriomotores” constituyen la faceta externa de interioridades que poseen distintos grados de valor, significado, moral y arte, y la ciencia empírica está perfectamente equipada para detectar los correlatos externos de esas interioridades. Veamos un sencillo ejemplo. En 1970, R.K. Wallace publicó «Physiological Effects of Transcendental Meditation» en la pres­ tigiosa revista Science. La investigación realizada por Wallace (y sus sucesores) demostró que la meditación provocaba cambios fisiológicos muy reales y, en ocasiones, espectaculares, en las personas que la practicaban, cambios que afectaban tanto a su química sanguínea como a sus pautas de onda cerebral. Basándo­ se en estos datos repetibles, Wallace concluyó que el estado me­ ditativo es un “cuarto estado de conciencia” tan real como el de vigilia, el de sueño y el de sueño profundo (y que cada uno de ellos presenta una pauta electroencefalográfica característica). Esta investigación hizo más por la legitimación del estado meditativo que todas las Upanishads juntas (al menos en lo que respecta a la mente occidental), porque demostró -más allá de toda posible duda- que, fuera cual fuese la técnica de meditación utilizada, no se trataba de una mera fantasía subjetiva, de una en­ soñación ineficaz o de un trance inútil. Los cambios espectacula­ res y repetibles que tenían lugar en todo el organismo resultaban evidentes y, lo que es más significativo, tenían también su corre241

El camino que nos queda por recorrer

lato en las pautas eléctricas del cerebro, el supuesto asiento de la conciencia. Pero ¿cuál es, entonces, el significado real de este cuarto es­ tado? ¿Qué es lo que nos dice? Esta pregunta no tiene más que una posible respuesta, “adéntrese en ese estado y averigüelo por sí mismo”. Porque el consenso casi universal de quienes así lo hacen es casi unánime: ese estado nos revela lo Divino. «¡Pero -replicará el científico empírico-, el EEG no nos muestra que los meditadores estén contemplando el Espíritu, lo Divino o cualquier tipo de estado genuinamente místico! Lo úni­ co que nos dice es que existen diferencias empíricas característi­ cas de las ondas cerebrales propias del estado meditativo. Usted no tiene el menor derecho a inferir que el estado meditativo sea una realidad Divina, una realidad superior o algún tipo de estado más elevado que los demás.» En efecto, pero esa declaración también es aplicable a cual­ quiera de los estados registrados por el EEG. Cuando usted, por ejemplo, sueña con un unicornio, el EEG registrará una pauta de onda particular y, cuando usted despierte, el EEG detectará una pauta diferente. Subjetivamente, usted sabe que el unicornio de su sueño no tiene ninguna existencia real, de modo que, desde ese punto de vista, dirá que el estado de vigilia es verdadero y que el de sueño no lo era. Pero el EEG los registra como igual­ mente reales, porque la máquina objetiva no puede decidir sobre realidades subjetivas, sino tan sólo sobre los correlatos empíricos o externos de esas realidades. Dicho en otras palabras, la máquina empírica nos muestra los aspectos cuantitativos (Mano Derecha) de esos diferentes esta­ dos, pero no nos dice nada acerca de los cualitativos (Mano Iz­ quierda). La máquina no nos dice -ni puede decim os- que un es­ tado sea más verdadero, más valioso o más significativo que otro, lo único que puede decirnos es que es distinto. Ninguna máquina puede decimos que la compasión sea mejor que el asesinato, que la verdad sea mejor que el engaño, que la tolerancia sea mejor que el fanatismo o que el respeto sea mejor que la indiferencia. 242

La gran holoarquía en el mundo postmodemo

sino tan sólo que se trata de estados diferentes porque sólo puede registrar cambios de tamaño, magnitud y cantidad (dimensiones, todas ellas, ajenas al valor). Las diferencias cualitativas única­ mente pueden ser apreciadas mediante el ojo interno de la mente o el ojo interno de la contemplación, todo lo cual, por otra parte, también puede ser registrado por una máquina objetivamente neutra. Así pues, el científico empírico tiene razón al afirmar que el EEG no puede demostrar que ese cuarto estado de conciencia sea más verdadero (o nos revele realidades superiores) que los demás estados. Pero el EEG tampoco nos dice que la vigilia sea más verdadera que el sueño ni que la compasión sea mejor que el ase­ sinato. Si los científicos empíricos sostienen que la vigilia es más verdadera que el sueño, que la compasión es mejor que el asesi­ nato o que la tolerancia es mejor que el fanatismo, deberán abrir­ se también a la posibilidad de que el estado meditativo constitu­ ya una apertura a lo Divino más real todavía que la vigilia, porque eso es, precisamente, lo que afirman subjetivamente quie­ nes acceden a esos estados. Y lo cierto es que ellos pueden confirmar (o refutar) esa afir­ mación utilizando la ciencia profunda, es decir, llevando a cabo la instrucción o el paradigma meditativo, recopilando los datos, realizando la experiencia directa, percibiendo los datos revelados por la instrucción y comparando y contrastando finalmente los datos recogidos con los de otros que también hayan seguido las dos primeras vertientes. (Y quienes se nieguen a seguir las pres­ cripciones indicadas tendrán el mismo derecho a pronunciarse sobre la veracidad de la propuesta que los clérigos que se nega­ ron a mirar a través del telescopio de Galileo a opinar sobre la existencia de las lunas de Júpiter.) El consenso de todos aquellos que han seguido las adecuadas instrucciones es que este cuarto estado de conciencia nos revela cualidades, intuiciones y libertades distintivamente “espiritua­ les”. En ese estado tienden a presentarse en la conciencia una sensación más expandida del yo, la conciencia, la compasión, el 243

h!l camino que nos queda por recorrer

amor, el respeto, la responsabilidad y el interés (afirmaciones que también pueden ser sometidas a pruebas empíricas y fenomenológicas, como puede verse, de manera resumida, en El ojo del es­ píritun). Al parecer, pues, en este cuarto estado de conciencia tienden a manifestarse con más intensidad y exactitud los mismos con­ tornos de lo Divino. Subjetivamente hablando, se experimenta una expansión de todas aquellas dimensiones que habitualmente son calificadas como “espirituales” (desde la conciencia hasta el amor, pasando por la compasión), mientras que, desde un punto de vista objetivo, se registra una serie de cambios fisiológicos es­ pectaculares en el organismo, incluyendo pautas de ondas cere­ brales netamente diferentes. En lo que concierne al estado meditativo mismo, la reciente investigación ha comenzado a demostrar la existencia de nume­ rosos subniveles del estado meditativo, cada uno se los cuales tiene una pauta de onda (y unos correlatos empíricos) distinta. Me referiré brevemente a dos de ellos, tradicionalmente conoci­ dos como savikalpa samadhi y nirvikalpa samadhi. Desde un punto de vista subjetivo, el savikalpa, o “meditación con forma” se caracteriza por el despliegue de diversas ilumina­ ciones arquetípicas, estados de profundo amor y compasión y la motivación de hallarse al servicio de los demás, mientras que, desde un punto de vista objetivo, tiende a presentar, entre otras muchas cosas, una sincronización interhemisférica. Desde una perspectiva subjetiva, el nirvikalpa o “meditación sin forma” consiste en una cesación completa de toda actividad mental, una conciencia sin forma que, al mismo tiempo, es expe­ rimentada como una existencia inmensamente libre (e incluso in­ finita), el gran Abismo o Vacuidad del que emana toda manifes­ tación, mientras que, desde una perspectiva objetiva, tienden a presentarse varios cambios notables en el organismo empírico.

15. Ken Wilber, h'J ojo riel espíritu. Burcelona: luí. Knirós, 1998.

244

La gran holoarquía en el mundo postmoderno

entre los que cabe destacar, en ocasiones, la casi completa cesa­ ción de ondas cerebrales alfa, beta y theta y un considerable au­ mento de las ondas delta (comúnmente asociadas al estado de sueño profundo sin sueños, sólo que, en este caso, coexiste con un estado sumamente despierto y alerta). Así pues, cuando hablamos de niveles de la ciencia empíricosensorial, estamos hablando del registro objetivo y externo (vis­ to mediante el ojo de la carne o sus extensiones, es decir, la cien­ cia empírica moderna) de los niveles interiores (que pueden verse con el ojo de la mente o con el ojo de la contemplación). En este sentido, nosotros afirmamos que la Mano Derecha tiene sus correlatos en el mundo de la Mano Izquierda (porque todo holón, sin excepción alguna, participa de las dimensiones de la Mano Izquierda y de la Mano Derecha). La ciencia objetiva es, pues, una de las dimensiones impor­ tantes de cada nivel de la Gran Holoarquía del Ser. La ciencia es el exterior del Espíritu, la verdad objetiva del Espíritu, la super­ ficie de Espíritu, tal como se expresa en cada uno de los niveles. La ciencia es, por decirlo de otro modo, el “ello” del Espíritu.

Los rostros del Espíritu Ya hemos visto que cada nivel vertical de la Gran Holoarquía dispone de cuatro cuadrantes o dimensiones horizontales (inten­ cional, conductual, cultural y social) o simplemente el Gran Tres (del arte, la moral y la ciencia, la Belleza la Bondad y la Verdad, el “yo”, el “nosotros” y el “ello”). La Bondad, la Verdad y la Belleza, pues, son simplemente los cuatro aspectos del rostro del Espíritu resplandeciendo en este mundo. El Espíritu considerado subjetivamente es la Belleza, el “yo” del Espíritu; el Espíritu considerado intersubjetivamente es la Bondad, el “nosotros” del Espíritu, y el Espíritu considerado objetivamente es la Verdad, el “ello” del Espíritu. Desde un tiempo anterior a todo tiempo, desde el origen mis245

El camino que tuts queda por recorrer

trio, la Bondad, la Verdad y la Belleza han sido la forma en que el Espíritu nos ha murmurado desde el fondo más profundo de nuestro ser. llamándonos desde la esencia de nuestro propio esta­ do presente en un susurro que siempre nos ha transmitido el mis­ mo mensaje: ama al infinito y encuéntrame ahí. ama a la eterni­ dad y ahí estaré, ama a los rincones más profundos del Kosmos y todos se desplegarán ante ti. Tal vez entonces, cuando nos detengamos y nos adentremos en la quietud y descansemos en ese silencio último, podamos es­ cuchar el murmullo de esa voz que sigue alentándonos a no olvi­ dar nunca la Bondad, a no olvidar nunca la Verdad y a no olvidar nunca la Belleza, porque ésos son los rostros de tu Yo más pro­ fundo, mostrándose libremente ante ti.

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15. LA AGENDA INTEGRAL Después de haber visto una forma de integrar la Gran Holoarquia del Ser con las diferenciaciones de la modernidad y, de ese modo, integrar la religión premoderna y la ciencia moderna, sólo nos resta preguntamos: ¿y cuál es el siguiente paso?

El acuerdo prenupcial Ya hemos visto que las tres vertientes de la ciencia profunda (instrucción, aprehensión y confirmación; o paradigma, datos y falsabilidad) no sólo se aplican a la experiencia exterior, sino que son los medios a través de los cuales decidimos si una determi­ nada experiencia intema nos aporta un contenido cognitivo y un conocimiento genuino, o si, por el contrario, es simplemente imaginaria, dogmática, falsa o basada en el mero capricho perso­ nal. De este modo, cualquier experiencia interna que supere la prueba de la ciencia profunda podrá ser provisionalmente consi­ derada como conocimiento genuino e inferir, por tanto, que nos cuenta algo verdadero, algo real, acerca de alguna de las dimen­ siones del Kosmos. Aunque muchas de las afirmaciones de las religiones premodemas no superen la prueba de la ciencia profunda -y, en conse­ cuencia, deban ser consideradas dogmáticas, no demostrables o falsas-, su núcleo esotérico no se asienta en creencias míticas y 247

h'.l camino que nos queda por recorrer

no falsables, sino en una serie de prácticas contemplativas, au­ ténticos experimentos internos de la conciencia que se arraigan en la experiencia directa. Porque el yofta, el zazen, el shikantaza, el satsarif*, la oración contemplativa, el z.ikr, el claven y el t'ai chi no son tanto creencias como instrucciones, modelos, prácticas y paradigmas. Así pues, el zen y las grandes tradiciones contemplativas son, en el pleno sentido del término, una ciencia profunda de la espi­ ritualidad interior que nos revela los distintos niveles de la expe­ riencia interior que normalmente han sido conocidos con el nombre de la Gran Cadena del Ser. Y, aunque las creencias míti­ cas concretas varíen considerablemente de una religión a otra y sea casi imposible elaborar una teología universal basada en tal diversidad, la Gran Holoarquía, de una forma u otra, constituye el espinazo común de casi todas las religiones premodemas im­ portantes, de modo que debería ser incluida en la tan anhelada in­ tegración. Es precisamente aquí donde las distintas religiones deben centrar cuidadosamente sus intereses y hacer su modesta contri­ bución poniendo entre paréntesis sus creencias míticas (como la que afirma que Moisés separó las aguas del mar Rojo o que Lao Tsé nació a los novecientos años de edad). Y con ello no pido que los fundamentalistas rechacen sus creencias sino tan sólo que las dejen provisionalmente de lado. Porque resulta evidente que es imposible integrar la ciencia moderna y esas creencias míticas concretas. De hecho, si nos ba­ samos en las creencias míticas, resulta incluso imposible tener ningún tipo de sustrato común que unifique las distintas religio­ nes, porque, como ya hemos dicho, los contenidos concretos de esas creencias míticas son tan distintos que por cada una verda­ dera tenemos nueve mil novecientas noventa y nueve falsas. Y, de ese modo, no hay manera de llegar a ningún tipo de consenso. Lo que cada religión debe hacer, dicho en otros términos, es centrarse en aquellos aspectos de su tradición realmente revela­ dos por su ciencia profunda de las interioridades, sea la oración 248

La agenda integral

contemplativa de santa Teresa de Ávila, el yoga de Patanjali, la búsqueda de la visión del chamanismo de la tundra, el zikr de Rumi, la investigación sobre uno mismo de Sri Ramana Maharshi, el shikantaza de Bodhidharma, la contemplación de Isaac de Akko o la meditación de la princesa Tsogyal y Padmasambhava. Y nuestro resumen al respecto concluye que todas ellas apuntan al Gran Nido del Ser (desde el cuerpo hasta la mente, el alma su­ til y el espíritu causal). Toda religión podría, por tanto, suspender provisionalmente sus creencias míticas concretas, exclusivas, dogmáticas y míticas y hacer los pequeños ajustes necesarios para reconocer la Gran Cadena de su propia tradición. Porque, por más verdaderas que puedan ser esas creencias, lo cierto es que todas ellas fracasan es­ trepitosamente cuando tratan de pasar la prueba de la ciencia pro­ funda. En consecuencia, ninguna ciencia (ni estrecha ni amplia) las aceptará como conocimiento válido y tampoco podrán for­ mar, en consecuencia, parte de ningún matrimonio entre la cien­ cia y la religión. Pero las ciencias profundas de los dominios internos revela­ dos por los datos y la evidencia experiencial directa evocada por instrucciones repetibles que se hallan abiertas a confirmación o rechazo por la comunidad de los adecuadamente adiestrados constituyen, de hecho, el núcleo esencial de las grandes tradicio­ nes de sabiduría, el núcleo de la Gran Cadena. Esas ciencias pro­ fundas de la interioridad espiritual son, precisamente, el regalo más genuino que la religión puede aportar a la mesa de la inte­ gración. La Gran Holoarquía es más que suficiente para comenzar las conversaciones y servir de marco de referencia a cualquier posible integración. Acoplada a las diferenciaciones de la modernidad y sometida a las pruebas de la ciencia profunda, la Gran Cadena y su recién hallada validez constituye el esqueleto fundamental de cual­ quier religión, un esqueleto del que sus seguidores pueden colgar las creencias míticas que deseen, siempre que no esperen que cual­ quier forma de ciencia o cualquier otra religión las reconozca. 249

l'.l camino que nos queda por recorrer

Hay que decir también, al mismo tiempo, que esto no signifi­ ca que debamos diluir toda diferencia religiosa, todo matiz local, y caer en una especie de espiritualidad “nueva era” universal­ mente homogénea. La Gran Cadena es simplemente la columna vertebral de cualquier abordaje individual a lo Divino, una co­ lumna vertebral que cada individuo y cada religión deberá reves­ tir con su propios huesos, con su propia carne y con sus propias tripas. La mayor parte de las religiones seguirán ofreciendo sa­ cramentos, distracción y mitos (y otros consuelos horizontales que cumplen con funciones meramente traslativas), además de las prácticas contemplativas que cumplen con la función de alen­ tar una transformación vertical. No es preciso, pues, que las reli­ giones experimenten un cambio espectacular, sino tan sólo que admitan su inclusión en un contexto mayor que deje de exigir que sus mitos sean los únicos del mundo.

La evolución El segundo ítem que la religión tendrá que revisar es su acti­ tud hacia la evolución. Y, contrariamente a toda apariencia, creo que se trata de un ajuste relativamente pequeño porque la Gran Cadena es perfectamente compatible con una perspectiva evolu­ tiva. Como tan frecuentemente se ha dicho, la evolución no es, de hecho, mucho más que la temporalización de la Gran Cadena. Es decir, que si usted considera a la Gran Holoarquía tradicional tal como nos la presentan Plotino o Aurobindo (figura 2-1), por ejemplo, resulta evidente que los niveles de la Gran Cadena son, en realidad, algunos de los estadios importantes de la evolución. Como podemos ver en la figura 5-1, la ciencia nos dice que el universo ha evolucionado desde la materia hasta las sensaciones (en los organismos dotados de sistema nervioso), las percepcio­ nes (con la emergencia de la cuerda neural), los impulsos (en los reptiles), las imágenes (en los mamíferos) y los conceptos (en los seres humanos). Y ésos son, precisamente, los mismos estadios 250

La agenda integral

seguidos hasta hoy en día por el proceso evolutivo. Como decían los idealistas, la Gran Cadena no nos viene dada de una vez por todas sino que va desplegándose (o evolucionando) en el tiempo. En este sentido, los estadios evolutivos de los que hablan los científicos concuerdan exactamente con los estadios propuestos por los teóricos de la Gran Cadena. Así pues, en la medida en que las religiones pongan entre pa­ réntesis sus creencias míticas y centren su atención en su núcleo esotérico (la Gran Cadena), la aceptación de evolución constitui­ rá un paso relativamente sencillo. Esto es, precisamente, lo que ha hecho Aurobindo al articular el Vedánta (y el corpus entero de la filosofía india) con la evolución. Abraham Isaac Kook ha afir­ mado también que «la teoría de la evolución se ajusta mejor que cualquier otra teoría a los secretos de la Cábala», y los grandes idealistas también han señalado el camino hacia una espirituali­ dad evolutiva. ¿Y no acaba de decir también el Papa que «la evo­ lución es algo más que una hipótesis»? El principal obstáculo que impide que algunas religiones ad­ mitan la teoría de la evolución no es tanto su dependencia de las creencias míticas dogmáticas como su compromiso con una vi­ sión retrorromántica del mundo, una perspectiva que, como ya hemos visto, tiende a confundir las diferenciaciones (las dignida­ des) de la modernidad con sus disociaciones (sus desastres) y, de ese modo, sólo puede ver en la modernidad una desacralización antirreligiosa y antiespiritual del mundo desde la que el Occiden­ te moderno asume el rostro de gran Satán. Pero, como ya hemos visto, Occidente nos ha traído buenas no­ ticias y malas noticias. El yo o sujeto de la razón es más profundo que el yo o sujeto de la mitología (es decir, el yo egoico-mental tie­ ne más profundidad que el propio del estadio mítico-pertenencia, porque trasciende e incluye lo esencial de sus predecesores). Sin embargo -y únicamente a causa del colapso del Kosmos-, el obje­ to de la racionalidad (que se vio confinado al mundo chato sensoriomotor) era mucho menos profundo que el objeto de la mitología (que, aunque representado antropomórficamente de un modo muy 251

Hl camino que nos queda por recorrer

rudimentario, era de orden divino). De este modo, un sujeto mu­ cho más profundo se vio competido a restringir su atención a un objeto mucho más superficial. Ésta es, en dos palabras, la para­ doja de la modernidad, una mezcolanza entre sus esplendores y sus miserias, un sujeto más profundo atado a un mundo más su­ perficial. Pero el retrorromanticismo supone que la era mitológica in­ cluía sujetos más profundos que terminaron perdiéndose y deben ser recuperados (en forma “madura”), un error muy profundo que lleva a los románticos y sus aliados a desconfiar de toda evolu­ ción. Cualquier religión que haya jurado fidelidad a algún tipo de Edén mítico tendrá grandes dificultades en participar en cual­ quier tipo de integración de la ciencia y la espiritualidad. La perspectiva evolutiva o desarrollista no ensalza una época condenando, al mismo tiempo, a otra, porque lo cierto es que cada época, cada era y cada estadio de la evolución cultural ha aportado sus verdades importantes, sus conocimientos valiosos y sus profundas revelaciones. La perspectiva desarrollista o evolu­ tiva trasciende e incluye las verdades importantes de todos y cada uno de los estadios y, en ese sentido, resulta más comprehensiva que cualquiera de las explicaciones alternativas. Esto significa que la visión evolutiva es la más apta para un talante realmente global e integrador o, dicho de otro modo, compasivo. Si quere­ mos escapar de la patología, deberemos asumir e incluir todas esas verdades en los estadios subsiguientes de la evolución. Cada estadio es verdadero, pero los estadios posteriores son “más ver­ daderos”, porque incluyen las verdades anteriores y les agregan sus propias y novedosas verdades emergentes, trascendiendo e incluyendo, de ese modo, a sus predecesores. Pero esto no tiene porque implicar ningún tipo de elitismo, y tampoco justifica que una época determinada (como la nuestra, por ejemplo) se considere privilegiada, porque todos somos ali­ mento del mañana y cualquier estadio está destinado a desapare­ cer, trascendido e incluido en el abrazo más global del mañana. Así pues, la visión evolutiva o desarrollista no sólo contiene las 252

La agenda integral

verdades importantes de cada período, sino que también confiere al presente su necesaria humildad.

La investigación de la ciencia profunda Una de las tareas más urgentes de esta visión integral es lo que podríamos denominar un enfoque “omni-nivel y omni-cuadrante” de la investigación. Se trataría, en suma, de investigar los diferentes fenómenos presentes en cada uno de los cuatro cua­ drantes -estados subjetivos, conductas objetivas, estructuras in­ tersubjetivas y sistemas interobjetivos- y las correlaciones exis­ tentes entre cada uno de ellos y todos los demás, sin tratar, en modo alguno, de reducir unos a los otros. Este enfoque integral permitiría una armonización de las ciencias amplias de todos los niveles en todos los cuadrantes (por ello la calificamos como “omni-nivel” y “omni-cuadrante”). Permítanme ahora dar dos o tres ejemplos breves directamen­ te relacionados con el desarrollo espiritual y psicológico para ilustrar lo que implicaría esa investigación. Ya hemos dicho que, hablando en términos generales, la evo­ lución no es mucho más que la temporalización de la Gran Cade­ na del Ser. Si volvemos nuevamente a Plotino y Aurobindo como ejemplos representativos (figura 2-1), podemos ver que la evolu­ ción ha desplegado ya las primeras tres cuartas partes de la Gran Cadena, desde la materia hasta la sensación, la percepción, el im­ pulso, la imagen, el concepto, formop y la visión-lógica. Pero ¿qué ocurre con la cuarta parte superior? ¿Qué ocurre con los es­ tadios que se hallan por encima de la razón? ¿Qué ocurre con el estadio sutil, el estadio causal, el estadio de la Sobremente y el es­ tadio de la Supermente? Porque, si la evolución ha desplegado ya las primeras tres cuartas partes, no hay razón alguna para su­ poner que no termine desplegando también la cuarta parte supe­ rior. Y tampoco hay el menor motivo, por tanto, para no creer que los niveles del alma y del Espíritu, de la Sobremente y de la Su253

El camino que nos queda por recorrer

permente descansen en nuestro futuro colectivo y no en nuestro pasado colectivo. ¿No podría, acaso, la auténtica religión, en lu­ gar de ser una fuerza reaccionaria añorante de un ayer ya perdi­ do, convertirse, por primera vez en la historia de la humanidad, en la vanguardia de una fuerza evolutiva progresiva y realmente liberal? Ésa, por cierto, fue una de las intuiciones básicas del idealis­ mo y hay sobradas razones para suponer que bien pudiera ser cierta. Ésa fue, sin la menor duda, una de las grandes intuiciones del padre Pierre Teilhard de Chardin, cuya noción de punto Ome­ ga (conciencia crística) como un atractor futuro de la evolución presente -una noción esbozada ya por Schelling y Hegel- redi­ mió a muchos cristianos de la imposible creencia mítica en un jardín de Edén y les emancipó también de la fijación mórbida (el deseo romántico de muerte) a un pasado que hacía mucho tiem­ po que ya había muerto. Y ésta es también la idea que se halla de­ trás del extraordinario yoga integral de Sri Aurobindo, presumi­ blemente el mayor teórico espiritual-evolutivo que jamás haya existido. En el caso de que esto fuera así, el caso de que el futuro de la evolución constituyera el proceso de despliegue colectivo de los estadios superiores de la Gran Cadena, como ya ha ocurrido en el caso de los inferiores, la religión -como espiritualidad auténtica y como ciencia profunda de las interioridades- desempeñaría un papel sin precedentes en la vanguardia de la evolución, en la cús­ pide del organismo universal, fomentando el desarrollo de nues­ tras capacidades más elevadas en el proceso continuo de actuali­ zación y realización del Espíritu. Éstas, obviamente, son cuestiones muy importantes y, aunque hay razones suficientes para sugerir que se trata de una alternati­ va bastante probable (véase Después del Edén)y'bquisiera centrar aquí nuestra atención en la evolución y el crecimiento individual,

16. K e n W ilb e r, D e s p u é s d e l e d é n . B a r c e l o n a : E d . K a i r ó s , 1 9 9 5 .

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La agenda integral

porque ya estamos en condiciones de llevar a cabo alguna inves­ tigación directa y profunda a este respecto, es decir, ya podemos investigar con detalle los estadios superiores del crecimiento y del desarrollo individual, los estadios más elevados del desarro­ llo moral, del desarrollo cognitivo, del desarrollo afectivo y del desarrollo interpersonal, recurriendo a la ciencia profunda del cuadrante superior izquierdo. De hecho, ya se han llevado a cabo muchas investigaciones en cada uno de estos dominios, una investigación cuyas conclusio­ nes están recogidas en informes tan revolucionarios como Hig­ her Stages o f Human Development, de Alexander y Langer; Transcendence and Mature Thought in Adulthood, de Miller y Cook-Greuter; The Future o f Body, de Michael Murphy y Be­ yond Formal Operations, de Commons, Richards y Armón, y que he resumido en Breve historia de todas las cosas.'1 Como ya hemos apuntado en el último capítulo, la conclusión global de todas estas investigaciones es que existen varios esta­ dios importantes del desarrollo por encima del estadio racionalformal, estadios superiores del desarrollo moral, afectivo, cogni­ tivo, etcétera. Lo que tenemos aquí, dicho en otros términos, es la ciencia profunda de los estadios más elevados del desarrollo o evolución en el cuadrante superior izquierdo. Lo que nos queda por hacer es comenzar a correlacionar estos datos con los cambios simultáneos y correspondientes en los otros cuadrantes, dando así lugar a una visión integral “omni-nivel” y “omni-cuadrante”. ¿Qué ocurre con la fisiología cerebral, con la tasa de neurotransmisores, por ejemplo, y con el mismo organismo físico cuando el individuo alcanza esos estadios supe­ riores? ¿Qué visiones del mundo aparecen en estos estadios más elevados? ¿Cómo afectan estas visiones más elevadas del mundo a nuestros estamentos culturales, sociales y políticos? Si estos es­ tadios superiores fueran, en realidad, estadios de nuestras poten­

17. K e n W ilb e r. B r e v e h i s to r ia d e t o d a s la s c o s a s . B a r c e lo n a : E d . K a iró s , 1 9 % .

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cialidades superiores, ¿qué tipo de técnicas integrales podrían fo­ mentar ese desarrollo evolutivo? ¿Cómo afectarían esos estadios superiores al desarrollo a nuestras instituciones democráticas, a nuestra política educativa y a nuestra economía? ¿De qué modo influiría en la práctica de la medicina, de la ley, del gobierno o de la política? ¿Cómo se manifiestan, en suma, los estadios superiores de nuestra desarrollo en los cuatro cuadrantes? ¿Qué ciencia, qué arte y qué moral superior nos aguardan? ¿Y qué podemos hacer ahora con todo ello?

La conciencia política Una visión realmente integradora podría ayudamos a plantear -y también comenzar a responder- algunas preguntas. Lo único que quisiera subrayar aquí es que este enfoque “omni-nivel” y “omni-cuadrante” -el enfoque integral- es el resultado de la in­ tegración entre la religión premodema (omni-nivel) y las dife­ renciaciones de la modernidad (omni-cuadrante). Y este aborda­ je integral nos obliga, por así decirlo, a comprender que cualquier integración entre la ciencia y la religión está destinada a ser mu­ cho más que eso. Una de las cosas, por ejemplo, que tiende a soslayarse en los intentos realizados hasta el momento para integrar la ciencia y la religión es una discusión en profundidad de las implicaciones po­ líticas del tema. Porque la ciencia moderna forma parte integral de la Ilustración liberal y de las diferenciaciones de la moderni­ dad, diferenciaciones que trajeron consigo el surgimiento de las democracias representativas, de los derechos humanos universa­ les y las ideas de libertad e igualdad de todos los individuos (in­ cluyendo, en consecuencia, la abolición de la esclavitud y la apa­ rición del feminismo). La ciencia moderna constituye una parte importante del espacio diferenciado del mundo en el que brota­ ron todas esas libertades, valores y derechos, de modo que hablar 256

La agenda integral

de una integración real y profunda de la ciencia y la religión es hablar, más pronto o más tarde, de política. El núcleo de la Ilustración liberal fue la afirmación de que el Estado no tiene derecho a legislar o promover ninguna versión particular de la buena vida, algo que puede decirse de varios modos diferentes. El Estado no puede legislar la moral porque existe una separación entre la Iglesia y el Estado; el individuo tie­ ne derecho a buscar su propia felicidad mientras no lesione los derechos de los demás; el Estado no puede inmiscuirse en la vida privada del individuo, etcétera. Estas extraordinarias libertades -producto, a fin de cuentas, de la diferenciación entre los domi­ nios del “yo” y del “nosotros”- forman parte de las dignidades de la modernidad, de las que la ciencia moderna está inseparable­ mente ligada. Muchas de las afirmaciones del “nuevo paradigma” están completamente fuera de lugar, porque si la desdiferenciación que recomiendan las visiones retrorrománticas fuera llevada a cabo, esas libertades y esas dignidades no tardarían en desaparecer. En las versiones de las teorías de la complejidad, la dimensión polí­ tica sencillamente se ignora porque la ciencia monológuica no trata con “yoes” ni con “nosotros”, sino sólo con “ellos”, de modo que los “nuevos paradigmas” no tienen nada que decir acerca de la política, mientras que, en las versiones de la “socie­ dad cuántica”, la política y lo dialóguico se ven reducidas a lo monológuico, arruinando precisamente lo mismo que se preten­ de curar. Cualquier integración auténtica de la ciencia moderna y la re­ ligión premodema deberá tener contornos netamente políticos. Del mismo modo que la integración de la ciencia moderna y la religión premodema conlleva realmente la integración de las di­ ferenciaciones de la modernidad y la Gran Cadena del Ser, la in­ tegración política de la modernidad y la premodemidad debe conllevar la integración de la Ilustración occidental y la ilumina­ ción oriental. Y con el término iluminación oriental me estoy refiriendo 257

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simplemente a cualquier realización espiritual auténtica, tanto oriental como occidental. Esto es simplemente lo que han de­ mostrado las tradiciones orientales, cuyo ejemplo más represen­ tativo tal vez podamos verlo en la ciencia profunda del interior ejemplificada por la iluminación de Gautama Buda bajo el árbol bodhi en el siglo -vi. En todo caso, cualquier experiencia espiri­ tual genuina -tanto oriental como occidental, tanto del Norte como del Sur- que se atenga a los principios de la ciencia pro­ funda bien podría servimos como ejemplo (Plotino, Eckhart, Ca­ talina de Siena, Al-Hallaj, santa Teresa, Boehme, Rumi, san Agustín. Orígenes, Hildegarda de Bingen, Baal Shem Tov, Dama Julián de Norwich, etcétera). Según el consenso casi unánime de las ciencias superiores, la iluminación espiritual constituye el summum bonum de la buena vida, pero, según los principios de la Ilustración occidental, que también deberán conservarse, el Estado no puede abogar ni le­ gislar en favor de esta iluminación espiritual. El Estado debe per­ manecer ajeno al asunto público de legislar la buena vida, porque eso pertenece a la esfera de la decisión privada del individuo. El único modo posible de integrar estas dos exigencias con­ siste en comprender que el summum bonum de la buena vida no descansa en éste, sino en el otro lado del liberalismo político de la Ilustración. Es decir, que la conciencia espiritual o transracio­ nal no es una conciencia preliberal sino fra/zríiberal, no es reac­ cionaria y regresiva, sino evolutiva y progresiva (entendiendo el término progresista como un sinónimo de liberal). Así pues, la auténtica experiencia espiritual (la iluminación es­ piritual) tal y como se despliega en el mundo político no es una creencia mítica prerracional -que casi siempre desea imponer a los demás, sea la creencia en Dios, Diosa, lo patriarcal, lo matriarcal, Gaia o lo que fuere-, sino, por el contrario, una conciencia transra­ cional que, construida sobre los logros de la racionalidad liberal y el liberalismo político, extiende esas libertades políticas a la esfe­ ra espiritual. Así pues, la conciencia espiritual o transracional acepta los 258

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principios generales del liberalismo político racional (no del reaccionarismo mítico prerracional), pero, dentro de esas libertades, busca la iluminación espiritual y alienta, mediante el ejemplo, a ejercitar la libertad (la Ilustración de Occidente) para alcanzar la libertad espiritual (la iluminación del Oriente). El resultado, podríamos decir, es un Espíritu liberal, un Dios liberal o una Diosa liberal. A semejanza de lo que dice el libera­ lismo tradicional, esta postura también afirma que el Estado no legisla la buena vida, pero de acuerdo también con el conserva­ durismo tradicional, ubica al Espíritu -y a todas sus manifesta­ ciones- en el mismo núcleo de la buena vida que, de este modo, está relacionado con todos los dominios, desde la familia hasta la comunidad, la nación, el globo, el Kosmos y el mismo Corazón del Kosmos, otro de los nombres de Dios. (El conservadurismo tradicional está, en muchos sentidos, an­ clado en una visión premodema del mundo -desde la religión mí­ tica hasta el humanismo cívico-, mientras que el liberalismo, por su parte, se asienta fundamentalmente en las diferenciaciones ra­ cionales proporcionadas por la modernidad. De este modo, la in­ tegración de la religión premodema con las diferenciaciones de la modernidad abriría la puerta a una conciliación entre la visión liberal y la visión conservadora. En El ojo del e s p ír itu puede verse una discusión más detallada sobre este tema.) Esta es, ciertamente, una “política del significado”, pero de un significado transliberal, no preliberal. No surge del intento re­ accionario y regresivo de decir a los demás qué tipo de mitología deben seguir ni tampoco afirma que la transformación del mun­ do pasa por aceptar su paradigma, no trata de sanar la fragmenta­ ción del mundo exterminando a sus contendientes ni reclamando el apoyo del Estado. No sigue, en suma, ninguno de los caminos preliberales. Manteniéndose, pues, dentro de las libertades políticas -la li-

18. K . W ilb e r, E l o jo d e l e s p ír itu . B a rc e lo n a : E d . K a iró s , 1998.

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bertad liberal- conseguidas por la Ilustración occidental, la con­ ciencia transracional se adentra en los dominios superiores en bus­ ca de la iluminación espiritual que luego brinda, ejercitando la misma libertad política, a cualquiera que desee ser liberado de las cadenas del espacio, el tiempo, del yo, del sufrimiento, de la espe­ ranza, del miedo y de la muerte. Porque el hecho es que su propia realización espiritual -encaramada sobre la iluminación oriental y la Ilustración occidental- es completamente transliberal. Ambas, ciertamente, deben conservarse porque ambas nos han aportado libertades cuya adquisición requirió miles de millo­ nes de años de evolución. La Ilustración y la iluminación apelan, de este modo, al fondo de nuestros corazones susurrando el des­ tino más profundo de nuestra humanidad común. Ambas nos ha­ blan a lo mejor que somos y de lo más noble que podemos llegar a ser. Ambas apuntan a la liberación de todos los seres, tanto en el reino temporal (el reino de la Ilustración occidental) como en el rei­ no de lo atemporal (la iluminación oriental), entretejiendo la li­ bertad política y la libertad espiritual en el tejido mismo de una cultura auténticamente humana. ¿Podemos realmente hablar de paz mundial sin que todo el mundo pueda disfrutar de ambas libertades? ¿Podemos ser pro­ fundamente felices sin que estas libertades resplandezcan en el rostro de todos los hijos del Espíritu? ¿Podemos realmente dor­ mir en paz mientras quede un alma por liberar? ¿Podemos rezar por nosotros mismos sin hacerlo también por todos los demás? ¿Acaso puede, cualquiera de nosotros, ser verdaderamente libre hasta que todos los seres -sin excepción alguna- naden en el océano de la verdadera libertad? Tal vez la libertad política asociada a la libertad espiritual, el tiempo unido a la eternidad y el espacio unido al infinito nos per­ mitan, finalmente, descansar en paz en un hogar que, cuidando estructuralmente el Kosmos y aportando compasión al mundo, llegue a tocar a todas y cada una de las almas con la gracia, la bondad y la buena voluntad e ilumine a cada ser con una gloria 260

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que nunca mengua ni se desvanece. Todos nosotros, usted y yo, somos llamados por la voz de la Bondad, la voz de la Verdad y la voz de la Belleza para testimoniar la liberación de todo ser sensi­ ble sin excepción alguna. Y en el distante, callado y perdido horizonte, suave como la niebla y silenciosa como el llanto, la voz del Espíritu sigue lla­ mándonos.

LECTURAS ADICIONALES Quien quiera seguir profundizando en los temas presentados en este volumen podría comenzar leyendo Breve historia de to­ das las cosas y El ojo del espíritu. Una visión integral de un mundo que está enloqueciendo poco a poco. Ambos contienen numerosas referencias a otros libros importantes en este dominio a los que pueden remitirse fácilmente quienes lo deseen.

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CITAS Capítulo 3. F. Crews, «In the Big House of Theory», The New York Re­ view o f Books, 29 de mayo de 1986. T.S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas. México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1971. I. Hacking, «Science Turned Upside Down», New York Review of Books, 27 de febrero de 1986. B. Barnes, T.S. Kuhn y las ciencias sociales. México: Ed. Fondo de Cultura Económica. D. Hoy, The Critical Circle. Berkeley: Univ. of California Press, 1978. E. Gellner, «The Paradox in Paradigms», Times Literary Supple­ ment, 23 de abril de 1982. Capítulo 7. Todas las citas proceden de C. Taylor, Hegel y la sociedad moderna. México: Ed. Fondo de Cultura Económica, 1983. Para una amplia discusión sobre el tema véase, Sexo, ecología, es­ piritualidad (2 tomos). Madrid: Gaia, 1996-97. Capítulo 9. R. Alter, «Review of The Tunnel, de William Glass». The New Republic, 27 de marzo de 1995. Capítulo 14. Todas las citas proceden de R. Lipsey, An Art of Our Own. Boston: Shambhala, 1988. Para una discusión amplia sobre el arte y la teoría literaria desde una perspectiva integral, véanse los capítu­ los 4 y 5 de El ojo del Espíritu. Barcelona: Kairós, 1998.

265

C ita s

C apítulo 15. D. Matt, La cábula esencial. Barcelona: Robín Book, 1997. Para una discusión detallada de los puntos que debería abor­ dar una visión “omni-nivel” “omni-cuadrante” -y mis respuestas a las cuestiones planteadas en la sección «La investigación de la cien­ cia profunda»- véanse Breve historia de todas las cosas. Barcelona: Kairós, 1996, y El ojo del Espíritu. Barcelona: Kairós, 1998.

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SUMARIO Nota al lector .............................................................................................. 7 P rim era p arte. El problem a ..............................................................13 1. El reto de nuestro tiempo: la integración de la ciencia y la religión .................................................................. 15 2. Un baile mortal: la relación entre la ciencia y la religión en el mundo actual ....................................................... 29 3. Paradigmas: una interpretación equivocada ...................................42 4. Esplendores y miserias de la modernidad ..................................... 59 5. Las cuatro esquinas del universo conocido ................................... 80 Segunda p arte. Los intentos previos de in te g r a c ió n ..................101 6. El reencantamiento del mundo ....................................................... 103 7. El romanticismo: el retorno a los orígenes ................................. 116 8. El idealismo: el Dios que está por venir ..................................... 130 9. El postmodemismo: la deconstrucción del mundo ....................146 Tercera p arte. U na reconciliación ...................................................171 10. El interior: una visión de la profundidad ................................... 173 11. ¿Qué es la ciencia? ...................................................................... 186 12. ¿Qué es la religión? ........................................................................ 200 13. El sorprendente despliegue del Espíritu .....................................215 C u arta parte. El cam ino que nos q ueda p o r re c o rre r ............. 227 14. La gran holoarquía en el mundo postmoderno ..........................229 15. La agenda integral .......................................................................... 247 Lecturas adicionales .............................................................................263 Citas ......................................................................................................... 265 índice .......................................................................................................267 279

Ciencia y religión es, probablemente, el libro más accesible de Ken Wilber. Quizás también el más ambicioso. ¿Por qué el ne­ fasto enfrentamiento entre ciencia y religión durante los últimos siglos? El objetivo de Wilber es aquí el de una reconciliación no trivial entre ambos dominios. Una reconci­ liación entre el mundo subjetivo de la sabi­ duría tradicional y el mundo objetivo del co­ nocim iento científico. Para ello , W ilber comienza con un repaso sistemático de los intentos ya realizados para lograr la integra­ ción entre ciencia y religión, explicando por qué han fracasado las aproximaciones románticas, idealistas y post­ modernas. A continuación expone y desarrolla, con enorme brillantez y didactismo, su propio punto de vista. Si se delimitan en profundi­ dad ambos campos, se puede mostrar de qué manera la ciencia es perfectamente compatible con las grandes tradiciones espirituales del mundo. Como ha escrito Huston Smith, nadie -ni siquiera Jung- ha hecho tanto como Wilber para abrir la visión occidental del mundo a las grandes tradiciones de la sabiduría perenne. En todo caso, Ciencia y religión marca el final de una multisecular “guerra fría” , inaugu­ rando un nuevo período, a la vez profundo y fértil, de complementariedad y mutuo respeto.

C

Ken Wilber, considerado como uno de los grandes maestros es­ pirituales de nuestro tiempo, es la figura cumbre de la psicología transpersonal, y el primero en haber desarrollado una teoría de cam­ po unificado de la conciencia. Otras obras de Ken Wilber publicadas en Kairós se anuncian en las solapas de este libro.

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Sabiduría perenne

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