Kelsen, Hans (2008) - La Paz Por Medio Del Derecho

February 22, 2024 | Author: Anonymous | Category: N/A
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La paz por medio del derecho Hans Kelsen Traducción de Luis Echávarri Introducción de Massimo La Torre y Cristina García Pascual

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Primera edición: 2003 Segunda edición: 2008 Título original: Peoce through Law, by Hans Kelsen © Editorial Trotta, S.A., 2003, 2008 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta .es © 1944, por la Universidad de North Carolina Press, renovado 1972 por Hans Kelsen Publicado en castellano mediante un acuerdo con University of North Carolina Press, Chapel Hill, North Carolina 27515-2288, www.uncpress.unc.edu © Luis Echávarri, para la traducción, cedida por Editorial Losada, Buenos Aires, 2003 © Massimo La Torre y Cristina García Pascual, para la introducción, 2003 ISBN: 978-84-8164-572-9 Depósito Legal: M -3.938-2008 Impresión Gráficas De Diego

E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r

ÍN D ICE

La

utopía realista de

H ans K elsen : M assim o L a T orre y

C ristina G arcía P a s c u a l........................................................... 1. Dos buenas razones para leer este libro................................... 2. Orden jurídico internacional y teoría iusirenista..................

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LA PAZ POR MEDIO DEL DERECHO

P refacio.....................................................................................................

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Parte I LA PAZ GARANTIZADA MEDIANTE LA JURISDICCIÓN OBLIGATORIA DE LAS DISPUTAS INTERNACIONALES

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10.

¿La paz mediante la fuerza o el derecho?................................ ¿Estado mundial o confederación de Estados?........................ Administración de justicia internacional................................... ¿Entendimiento económico o jurídico?.................................... Administración de justicia sin un poder ejecutivo y una le­ gislación centralizados............................................................... Conflictos jurídicos y políticos................................................... Conciliación.................................................................................... La igualdad soberana de los Estados como base de una or­ ganización internacional para el mantenimiento de la paz... Las experiencias de la Liga de Naciones.................... Una Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz.......

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LA

PAZ

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MEDIO

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DERECHO

Parte II LA PAZ GARANTIZADA MEDIANTE LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL POR LAS VIOLACIONES DEL DERECHO INTERNACIONAL

11. Responsabilidad individual de los autores de la guerra........ 12. La responsabilidad individual establecida por el derecho in­ ternacional general..................................................................... 13. La responsabilidad individual establecida por el derecho in­ ternacional particular................................................................ 14. La responsabilidad individual por actos del Estado.............. 15. La cuestión de la culpabilidad por la guerra en la primera y

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la segunda guerras mundiales............................................................

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16. El castigo de los crímenes de guerra...................................... 17. Los crímenes de guerra como violaciones del derecho inter­ nacional o nacional................................................................... 18. La excusa de una orden superior............................................ 19. La jurisdicción sobre los prisioneros de guerra..................... 20. Jurisdicción penal internacional..............................................

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ANEXOS Anexo I. Pacto de una Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz..................................................... ............................... Anexo II. Disposiciones contractuales estableciendo la responsa­ bilidad individual por las violaciones del derecho internacio­ nal (jurisdicción penal internacional).....................................

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LA UTOPÍA REALISTA DE HANS KELSEN M as s i m o L a T o r r e y Cristina García Pascual

1. D os buenas razones para leer este libro Hay al menos dos buenas razones para tomar entre las manos y leer el libro que aquí presentamos. Las citamos sin orden alguno en relación a su relevancia. Ante todo, en una situación de desconcier­ to y confusión creciente respecto a la configuración jurídica del orden mundial — como resultado de los fenómenos de globalización y de los trágicos hechos del 11 de septiembre del 2001 y de las guerras que les han sucedido— puede ciertamente servir de ayuda leer unas páginas que contienen una propuesta meditada e inteli­ gente de reforma del ordenamiento jurídico internacional. Siendo cierto que el libro que presentamos fue escrito hace ya sesenta años, en plena segunda guerra mundial, por tanto con la vista puesta en hechos y contextos bastante alejados de los que hoy nos preocupan. También es cierto que el libro de Kelsen toca un punto que es crucial todavía hoy, y en ningún caso exento de la discusión o resuelto: la relación entre derecho nacional e internacional y en particular la responsabilidad (penal) de los Estados y de sus repre­ sentantes y agentes por delitos de derecho internacional. Kelsen, escribiendo esta obra, pensaba en el juicio contra los criminales de guerra nazis que se materializó después en el proceso de Nüremberg — criticado, cabe recordar, por el propio Kelsen justamente por no haber tenido en cuenta en su fudamentación jurídica las tesis expuestas en L a paz p or m edio del derecho. En cierta medida la época del derecho internacional en que Kelsen vive ha sido superada, concretamente gracias al emerger de

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la categoría de derechos humanos y de las jurisdicciones locales supranacionales destinadas a la protección de tales derechos. El jurista austríaco, no obstante, en esta obra presenta una propuesta que hoy es de gran actualidad y continúa siendo controvertida: la institución de una jurisdicción obligatoria, de un tribunal penal de justicia internacional. La cruda realidad de los prisioneros afganos en estos momentos detenidos en Guantánamo por los Estados Uni­ dos de América y de su discutido estatuto jurídico muestra cuánto resultan urgentes la reflexión y la solución de la espinosa cuestión de una jurisdicción penal internacional permanente. Algunos pasos adelante se han dado; ciertamente el Tribunal internacional para los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia y aquel encargado de juzgar el tremendo genocidio que tuvo lugar en los años noventa en Ruanda apuntan hacia un nuevo orden jurídico internacional diferente al tradicionalmente denominado orden de Westfalia ca­ racterizado por la irresponsabilidad de los Estados o de aquel otro cualificado por las esferas de influencia o por el Grossraumordnung schmittiano (también considerado por el realista Karl Olivecrona) afortunadamente nunca verdaderamente implementado. Al modelo westfaliano de la igualdad y de la soberanía plena de los Estados — más ideal que real— ha sucedido la división del mundo en «bloques», y hoy nos enfrentamos — tras la caída poco gloriosa de la Unión Soviética— con un nuevo escenario. Todo este proceso ha sido interpretado de manera optimista a través de la idea del nacimiento de una esfera pública internacional y de los albores de un derecho cosmopolita, abanderado de esa «paz eterna» proyectada por Immanuel Kant doscientos años atrás. Por otro lado, y de modo pesimista, se han puesto de manifiesto más bien señales de descomposición de la comunidad jurídica internacional bien en su minimalista versión westfaliana o en dirección a la afir­ mación de eso que ha sido definido — con mayor o menor acier­ to— como una puesta al día de la Santa Alianza o incluso un nuevo Imperio. Lo que constituye un dato indudable es la creciente into­ lerancia de la única superpotencia mundial que ha quedado, los Estados Unidos, en relación a los límites aunque tenues que le impone el derecho internacional y humanitario tradicional o bien por lo que se podría denominar el acquis intemcttiortal, la suma de tratados y de prácticas de derecho internacional producidos a par­ tir de la experiencia de Naciones Unidas. No es casualidad, enton­ ces, que sean los propios Estados Unidos quienes ejerzan la oposi­ ción más decidida al reciente tratado para la institución de una Corte Penal Internacional permanente.

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Un reflejo en cierta medida de las posiciones estadounidenses que recogen la doctrina del «interés nacional» de Hans Morgenthau y de su discípulo Henry Kissinger — a su vez eco de las feroces doctrinas nacionalistas de Treitschke y Erich Kaufmann— es la perspectiva crítica y deconstruccionista de aquellos estudiosos que encierran el derecho internacional en el juego de la alternativa entre «utopía» y «apología». El derecho internacional sería así, o un sueño, o un fábula apta para satisfacer las cándidas almas de los intelectuales incapaces de mirar a los ojos a la medusa del poder que dirige implacablemente las relaciones internacionales, o bien mera apología del statu qu o y justificación a posteriori de los peores desafueros del Estado llevados a cabo con la cobertura de algún principio intemacionalista. A este respecto, la lectura del libro de Kelsen puede ayudarnos — pensamos— a encontrar una salida para esta situación de im passe conceptual y evitar caer en la confusión y el desencanto. Como es sabido, se suele distinguir tres modelos ideal-típicos de relaciones internacionales: i) el modelo maquiavélico o hobbesiano, construido sólo sobre los acuerdos establecidos entre los Estados (inestables en cuanto que se aceptan meramente desde una perspectiva prudencial que necesariamente se adopta con la cláu­ sula rebus sic stantibus)-, ii) el modelo grociano, basado como el modelo hobbcsiano sólo sobre acuerdos entre Estados, que subya­ cen, sin embargo, al principio pacta sunt servanda y por tanto se elevan a la categoría de verdaderos contratos jurídicos; iii) el mo­ delo Victoriano o kantiano, que presupone la vigencia de una comunidad jurídica superior a la del Estado. A estos tres modelos corresponden a su vez tres concepciones sobre la relación entre el derecho nacional y el derecho internacional. Al modelo hobbesiano corresponde el monismo estatalista o doméstico, para el que el derecho nacional prevalece sobre el internacional. Al modelo gro­ ciano corresponde la concepción dualista, para la que el derecho nacional y el derecho internacional son dos ordenamientos distin­ tos y separados. Como dice Anzilotti, uno de los dos grandes defensores del dualismo (el otro fue el alemán Triepel), las normas de derecho internacional son posibles sólo en la medida en que pueda apoyarse sobre normas de derecho nacional, aunque los dos órdenes tengan «fuentes» de producción de validez diferentes. El tercer modelo, vitoriano o kantiano, se inspira o tiende al monismo intemacionalista, que asume la prevalencia del derecho internacio­ nal sobre el nacional. Y cuyos mayores defensores son Wilhelm (no confundir con Erich) Kaufmann y Kelsen. Todo ello nos da la

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medida pensamos— de la importancia y de la novedad de la contribución del jurista austríaco a la doctrina intemacionalista. La otra razón para dedicar un poco de nuestro precioso tiempo al examen de las tesis contenidas en L a paz p o r m edio del derecho es que este libro fue escrito por Hans Kelsen, que es uno de los más radicales e inteligentes representantes de la escuela de pensamiento jurídico que todavía hoy domina la universidad y los tribunales: el positivismo jurídico. El derecho que nos guía y en cuyos meandros nos encontramos viviendo y operando es el producido por dicha escuela de pensamiento. Dicho en pocas palabras, esta escuela se caracteriza por lo siguiente: identifica el derecho con el Estado, cancela radicalmente cualquier vínculo del derecho en relación a cualquier sistema de normas, especialmente en relación a la moral; propagando de los estudios jurídicos y también de las operaciones que se realizan con normas jurídicas una imagen aséptica, neutral, «científica». La jurisprudencia desde esta perspectiva es práctica y teoría avalorativa, «pura» por tanto; y Kelsen significativamente denomina su propia doctrina justamente Reine Rechtslehre, «doctri­ na pura del derecho». Ahora bien, el libro que aquí se presenta es relevante también en este ámbito temático, ya que revela una cierta dificultad del jurista austríaco en respetar los postulados de pureza de su doctrina (y del positivismo jurídico) cuando se trata de abordar cuestiones jurídicas específicas y ya no la «gran teoría». Así que algunos de los resultados de la «doctrina pura del derecho» acaban sacrificados con el fin de poder operar concretamente en la arena del derecho internacional. Realmente, la doctrina kelseniana ya desde sus inicios, o al menos desde el final de la primera guerra mundial, toma distancias del positivismo jurídico tradicional sobre un punto decisivo: la asunción de una absoluta soberanía del Estado. Kelsen ante todo disuelve (des-sustancia) el concepto de soberanía en el de ordena­ miento jurídico. La soberanía, en definitiva, coincide con la validez de un orden normativo; para Kelsen además es el derecho interna­ cional, no el nacional, el superior en la jerarquía de las fuentes. Justamente lo contrario de lo que podemos encontrar como es sabido— en un típico representante iuspositivista del siglo XIX como es John Austin, discípulo de Jeremy Bentham, y padre de la analytical jurisprudencey la más influyente escuela iusfilosófica del mun­ do anglosajón. Para Austin el derecho internacional no es verdade­ ro y propio derecho, en la medida en que falta un soberano capaz de imponerlo y de sancionar las transgresiones. El derecho interna­

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cional al máximo puede pretender ser una especie de moral positi­ va, una etiqueta que regula en el mejor de los casos las relaciones entre los Estados. A conclusiones similares llega buena parte de la doctrina alemana del siglo xix influida por la definición de Hegel, para quien el derecho internacional es meramente «derecho nacio­ nal externo», y por el imperialismo subsiguiente de los históricos nacionalistas de la talla de von Ranke y sobre todo de Treitschke. Estos últimos preparan culturalmente el clima que favorece la Gran Guerra y explica la exaltación de agosto de 1914 («los últimos días de la humanidad», según Karl Kraus) en la que también participan entre otros los esposos Max y Marianne Weber. Entre los intem a­ cionalistas alemanes, particularmente cruda, por ejemplo, es la doc­ trina de Erich Kaufmann — autor bastante criticado por, y, no es de extrañar, bastante crítico con, Kelsen— , quien, entre otras cosas, sostiene que los tratados internacionales tienen validez sólo rebus sic stantibus, son sometidos por tanto a una valoración subjetiva de validez por parte de los Estados contratantes, quienes se encontra­ rán legitimados para considerarlos como papel mojado siempre que consideren que la situación actual es diversa de la considerada en el tratado. Es la justificación de la omnipotencia estatal, de la guerra de agresión, de la violación de la neutralidad, esto es — puede decirse con la distancia del tiempo pasado— , de todo de lo que se culpó a la Alemania guillermina en relación con su conducta en la primera guerra mundial. De la que da fe el Tratado de Versalles en su artículo 227. Kelsen ataca lo que Cari Schmitt afirma maliciosamente cons­ tituye el pilar central del ius publicum europaeum , el tradicional orden jurídico internacional, es decir, el ius ad bellu m , el derecho de declarar la guerra, reconocido a todos los Estados. No existe — sostiene Kelsen— derecho alguno (no cualificado) de los Estados a recurrir a la guerra como instrumento de resolución de contro­ versias internacionales. Ni existe diferencia entre controversias in­ ternacionales «políticas» y controversias «jurídicas». Kelsen, en cam­ bio, conceptualiza la guerra como sanción de derecho internacional. Sobre este punto el jurista insiste particularmente. De hecho, como escribe en sus Principies o f International Law , «el derecho inter­ nacional es derecho en el mismo sentido que el derecho nacional, en la medida en que sea posible, en principio, interpretar o como sanción o como delito el uso de la fuerza ejercitada por un Estado contra otro Estado»1. Sólo si la guerra se concibe como sanción (o 1

H. Kelsen, Principies o f International Law, New York, 1952, p. 18.

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delito), y se introduce entonces un criterio de justicia sobre la guerra misma, puede darse y hablarse de un derecho internacional en sentido propio. El jurista austríaco conecta inextricablemente la noción de derecho internacional con la de guerra justa, noción esta última odiada por Cari Schmitt, especialmente tras la segunda postguerra en la búsqueda desesperada de una justificación teórica para lavar su alma manchada por sus repetidos contactos con el diablo nazi. Kelsen considera el principio de no agresión y el de resolución pacífica de las controversias como criterios fundamentales del or­ denamiento jurídico internacional. Ninguna guerra preventiva es desde esta perspectiva posible: sólo la legítima defensa y la sanción legal pueden dar legalidad a un conflicto bélico; postura opuesta a lo que más recientemente ha sostenido el «liberal» Michael Walzer, clue tras los pasos de Julius Stone— reprocha a Kelsen en rela­ ción a este punto el haberse hecho defensor de un «paradigma legalista», reproche que sirve tal vez también para considerar la «guerra de los siete días» llevada a cabo por Israel en 1967 contra los Estados árabes vecinos como un hecho lícito, por no hablar de lo que los intemacionalistas hoy en día empiezan a llamar la «doc­ trina Bush» y de su práctica en la última guerra contra Iraq. Para Kelsen la exclusión de la guerra de las relaciones jurídicas internacionales encuentra un primer fundamento jurídico positivo en el llamado Pacto Briand-Kellog firmado en París en 1928 y ratificado por la mayoría de las naciones, Alemania incluida. Este pacto ofrece — en su opinión— la base jurídica para someter a proceso a los miembros del gobierno nazi por los crímenes contra la paz, aparte de por los crímenes de guerra llevados a cabo en violaciones de las Convenciones de Amsterdam y de Ginebra. Kel­ sen no menciona las categorías de crímenes contra la humanidad ni introduce en algún momento la noción de derechos humanos. Sin embargo, Kelsen no excluye que los individuos puedan ser sujetos de derecho internacional, en particular titulares de obligaciones y sujetos de responsabilidad (también penal). Ello es posible no con referencia al derecho internacional general — que en su opinión lo excluye— sino a través de la conclusión de un tratado. Y la norma de derecho internacional pacticio que establece la responsabilidad individual por crímenes considerados como actos de Estado puede tener fuerza retroactiva. Kelsen de este modo invierte la doctrina de la imposibilidad del ilícito del Estado —que sin embargo conti­ núa defendiendo— al sostener que los Estados pueden convenir en manera pacticia el sometimiento a juicio de conductas que se ha­

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bían considerado como actos de Estado. La doctrina de la inmuni­ dad de los jefes de Estado y de sus agentes y oficiales resulta por tanto — mediante una estrategia positivista— removida en sus ci­ mientos. Cuanto sucede hoy en La Haya, donde se juzga a los criminales de guerra de la antigua Yugoslavia, es también el fruto de una estrategia similar que debe mucho al viejo Kelsen. Particularmente interesante en el libro que aquí se presenta resulta la revisión más o menos explícita a la que se somete el cuerpo de la «doctrina pura». Kelsen, presentando su visión de un nuevo orden jurídico internacional centrado sobre un tribunal per­ manente {«el Tribunal permanecerá en sesión permanente», sostie­ ne el artículo 21 de su Proyecto de Liga de Naciones que figura en el apéndice del libro) y criticando la doctrina intemacionalista do­ minante, se ve obligado al mismo tiempo a renunciar a los funda­ mentos positivistas de su «doctrina pura», y en particular a la tesis de la separación radical entre derecho y moral. De entrada se hace necesaria una revisión (implícita) allí donde afronta la cuestión del principio de igualdad entre los Estados como principio fundamen­ tal del derecho internacional general. Este principio — que en otros momentos le había servido como argumento para justificar la tesis de la superioridad del derecho internacional sobre el derecho na­ cional y su monismo intemacionalista— se reconduce ahora al prin­ cipio de igualdad ante la ley o al derecho y así se le considera por tanto «vacío». El principio de igualdad de los Estados, entendido formalmente, equivale para Kelsen al principio de legalidad: que una norma se aplique del mismo modo allí donde se den las mismas condiciones de aplicación. Esto, sin embargo, no es suficiente para afirmar un principio de igualdad material de los Estados. Kelsen aquí sigue el curso de la crítica al concepto de ley de Kant como criterio directivo de la acción moral que realiza entre otros Leonard Nelson, y que años más tarde retomará la filosofía anglosajo­ na de Richard M. Haré en su discusión sobre el criterio acerca de la universalidad de los juicios morales. El sometimiento a una ley considerada como una mera clase formal es compatible con una infinita variedad de formas de desigualdad, que pueden aquí de modo evidente mostrarse como clases con connotaciones diversas. La igualdad de los Estados para no ser un mero enunciado debe por tanto significar igual dignidad de los mismos, y desembocar en eso que más tarde Ronaíd Dworkin llamará el principio de equal co n cern. Para pasar de la igualdad formal a la igualdad material de los Estados parece necesario —sostiene entre líneas Kelsen— un prin­ cipio sustancial y por tanto una teoría no formal, no «pura», del

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ordenamiento internacional. Que es tanto como sostener que a este respecto es necesaria una teoría política y m oral — a despecho de cualquier presupuesto metodológico iuspositivista. Una revisión de la «pureza» de la ciencia jurídica en dirección análoga a la señalada se da en esa inversión antes mencionada que Kelsen realiza en relación a su teoría del ilícito del Estado. El rechazo de tus a d bellum (no del ius in bello) y el recurso a la idea de que la única guerra jurídicamente concebible es la guerra «justa» (como sanción a una violación del derecho internacional) reenvían de manera bastante obvia a criterios normativos fuertes, que tam­ bién aquí se pueden reconducir al terreno de la filosofía moral. Del mismo modo, al final del libro, cuando se discute sobre qué violaciones de derecho internacional cometidas por un Estado son capaces de justificar el castigo de los individuos que actuando como órganos del Estado hayan realizado los actos que constituyen viola­ ción de ley, la respuesta resulta sorprendente para quien haya leído con anterioridad la crítica que el estudioso austríaco realiza al iusnaturalismo. Kelsen — afirmando que «no existe ninguna dificul­ tad» en la solución de tal cuestión— recurre a la categoría de los «delitos por naturaleza» o «delito natural». ¿Y qué es éste? El acto que prejudicialmente es dañino no sólo para el individuo directa­ mente perjudicado, sino también para la entera comunidad. Esta­ mos aquí notablemente alejados — nos parece— de la tesis defendi­ da hasta la extenuación por Kelsen en su obra iusfilosófica de que un delito es simplemente esa conducta a la que el ordenamiento jurídico imputa la sanción — tesis fundamental en la economía de su construcción teórica según la cual las normas primarias que adscriben o imponen sanciones son las únicas normas jurídicas en sentido estricto. Tanto es así que la regla sustancial de conducta se deriva — nos dice repetidamente en el curso de su larga carrera— en sentido contrario a partir del contenido de la condición de la sanción, asumiendo el punto de vista prudencial de aquel que quie­ re evitar la sanción prescrita. Si el fundamento del «ilícito jurídico» es el «delito natural», entonces no podrá sostenerse que «el derecho no puede ser infringido por el ilícito» ni podrá tampoco defenderse el fundamento de la Reine Rechtslehre2, según la cual el «derecho puede tener cualquier contenido». Cabe señalar a este respecto que en el libro abundan las referencias a la noción de «justicia interna­ cional», considerada como una idea que preside o supera y deter­ mina la constitución del ordenamiento jurídico internacional. En 2.

Viena, 1934.

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este ámbito resulta entonces verdaderamente imposible discernir el plano «jurídico» del «metajurídico». En L a paz p or m edio del d erech o, en fin, hay una página en la que Kelsen se desdice de toda su teoría de la interpretación y del razonamiento jurídico. Como es sabido, el jurista vienés defiende una teoría moderadamente decisionista de la actividad judicial. Las normas, en su opinión, no prescriben al juez cómo juzgar sino que sólo le atribuyen competencias para el juicio. Esto es debido al carácter «dinámico» del ordenamiento jurídico en contraposición a la naturaleza «estática» de la moral. En el ordenamiento jurídico la jerarquía de las normas se da a través de reenvíos de competencias o actos de autorización, no mediante procedimientos de inferencia lógica a partir de ciertos contenidos semánticos (como sucede en cambio — afirma— en el campo de la moral). Esto tiene como consecuencia que el juez, tras haber identificado los varios posibles significados de las normas aplicables al caso que está examinando, se decide por un cierto significado de modo discrecional, decisio­ nista, por un fiat. Algo análogo sostendrá H. L. A. Hart, el teórico del derecho más celebre producido por la cultura jurídica anglo­ sajona contemporánea. Para Hart la norma tiene un ámbito más o menos circunscrito en el que no se da ambigüedad o vaguedad interpretativa y por tanto la norma se aplica, por así decirlo, por sí sola. Allí, sin embargo, donde empiecen a manifestarse problemas de interpretación es la espada de la intervención de la autoridad quien decide y deshace el nudo interpretativo. Ahora bien, en L a paz p o r m ed io d el derecho Kelsen recuerda sus tesis de que no existe antagonismo absoluto entre la aplicación y la creación del derecho, puesto que un acto de aplicación es al mismo tiempo un acto de producción (tesis en cierto sentido escéptica respecto al valor de las normas como criterios eficaces de conducta y en cierta medida también decisionista). Para defender, sin embargo, esa otra tesis decisiva para el argumento que desarrolla en el libro, según la cual una jurisdicción permanente y obligatoria (de derecho internacio­ nal) no sería incompatible con el principio de igualdad entre los Estados y con el reconocimiento de su poder soberano y de su K om petenz- K om peten z, debe andar por un camino bien diverso. Kelsen critica la solución a tal cuestión basada sobre la idea de que la sentencia del juez sea meramente declarativa de normas preexistentes, sin valor creativo o productivo de derecho. El juez — sostiene Kelsen— produce derecho; pero — atención— lo produ­ ce en modo sustancialmente diverso del adoptado por el legislador. Tal admisión es una novedad en la «doctrina pura», a tenor de la

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cual la única diferencia entre ley y sentencia viene dada por el diverso grado de generalidad de los dos tipos de proposición. Para el Kelscn, por ejemplo, de la Reine Rechtslehre de 1934 la legisla­ ción y la jurisdicción se distinguen por el hecho de que la primera produce una regla de generalidad superior a la segunda, y también por el lugar que ocupan respectivamente en el ordenamiento jurídi­ co. Administración y jurisdicción en cambio sí que son equivalentes porque entre ambas producen normas individuales; con la diferen­ cia en todo caso de que eso que llamamos «administración» consti­ tuye una administración directa de los fines de Estado, mientras que la jurisdicción se da una administración indirecta. En La paz por m edio del derecho se introduce también una diferencia de or­ den sustancial, o mejor prima facie al menos procesal o procedimental. La diferencia entre la ley y la sentencia — aquí sostiene Kelsen— reside en el procedimiento adoptado para alcanzar cada uno de los dos diferentes tipos de producción de normas. Y después añade que el procedimiento judicial se distingue del legislativo por su cualidad material de ser imparcial y objetivo. Algo parecido, pero mucho más tímidamente, había dicho antes, por ejemplo, en la Reine Rechtslehre de 1934, cuando señala la «autonomía» del juez. Pero ahora Kelsen va más allá admitiendo que un Tribunal de derecho internacional pueda juzgar sobre la base no de normas sino también y sobre todo de principios. «Incluso si la decisión de un Tribunal internacional no constituye la estricta aplicación de una norma jurídica preexistente, se supone que está al menos fundada sobre un principio de derecho», lo que hace de la decisión del juez algo no equivalente a la legislación de derecho internacional y permite que se pueda (tácticamente) afirmar que los tribunales no interfieren en la Kompetenz-Kompetenz de los Estados. La tesis de que los jueces deciden no sólo a través de normas sino también utilizando principios y que éstos tengan una dosis elevada de objetividad será defendida muchos años más tarde con agudeza y pasión por Ronald Dworkin, pero extendiendo tal con­ sideración a cada tribunal de derecho y configurando tal «tesis de los principios» como un asalto a la fortaleza del positivismo jurídi­ co. La decisión de los tribunales internacionales es jurídica — con­ cluye Kelsen— en cuanto se supone que está fundada al menos sobre un principio de derecho, esto es, sobre una norma que, aun­ que todavía no es derecho positivo, debería, según la convicción de jueces independientes, llegar a serlo y que realmente alcanza la categoría de derecho positivo para el caso regulado por la particu­ lar decisión judicial. Una conclusión que ciertamente habría dejado

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en entredicho al otro Kelsen, el «científico puro» del derecho, «el agudo jurista “crítico”» del que habla Lukács. 2.

Orden jurídico internacional y teoría iusirenista

De todo lo dicho parece obvio que la teoría de Kelsen, en cualquier caso y con sus contradicciones y tensiones internas incluidas, no se puede entender ignorando su toma de posición y sus tesis en mate­ ria internacional. Estas no constituyen un añadido a su obra o un aspecto sectorial de la misma; tampoco representan un interés coyuntural del autor, más bien una de las preocupaciones constantes en su dilatada creación doctrinal y objeto de innumerables escritos y reelaboraciones que en muchos casos parecen más el fruto de las exigencias del propio método científico que del momento jurídico político en el que estaba viviendo. Para Kelsen los años treinta y los primeros años cuarenta del pasado siglo habían representado, como para tantos europeos, un radical cambio en su vida, un punto de inflexión constituido por el derrumbe de su mundo personal y profesional. Expulsado de la Facultad de derecho de Colonia por su condición de judío a pesar de su gran prestigio como jurista, Kelsen emprende el camino del exilio, que acabará en la Universidad de de Berkeley. Es posible imaginar que vivir como una víctima más la intolerancia creciente en los años treinta en Europa dejara una huella indeleble en su memoria y se reflejara en su obra escrita. No obstante lo bien cierto es que Kelsen sostiene en L a paz p or m edio del d erech o, si bien con mayor vehemencia, propuestas teóricas que ya con anterioridad había sostenido3 y a las que seguirá apegado años más tarde. Concretamente, ya en los primeros años treinta del siglo XX Kelsen tenía perfectamente trazadas las líneas maestras de su famo­

3. Entre sus muchas publicaciones anteriores a 1945 en relación al proble­ ma del derecho internacional cabría citar: H. Kelsen, «Les rapports de systéme entre le droit interne et le droit international»: RCADI (1926); «Théorie gé mírale du droit international publíc. Problémes choisis»: RCADI (1932), pp. 121-351; «La Technique du droit international e l’organisatíon de la paix»; Revue de Droit International et de Ugislation comparée XV (1934); «La transformación du droit international en droit interne»: Revue Genérale de Droit International Public (1936), pp. 5 -4 9 ; Derecho y pat en lat relaciones internacionales, trad. cast. de F. Acosta, FCE, México, 1943; El contrato y el tratado. Analizados desde el punto de vista de la Teoría pura del Derecho, trad. cast. de E. García Máynez, Imprenta Universitaria, México, 1943.

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sa teoría iusirenista. Desde su enorme fe en lo jurídico y radicali­ zando c! ideal del Estado de derecho, la propuesta de Kelsen, como hemos apuntado, se construye sobre la pretensión del sometimien­ to del poder al derecho, sometimiento representado por la supera­ ción del concepto de soberanía que debe quedar disuelto en el fenómeno jurídico. El jurista austríaco afirma algo en lo que se aúna una cierta ingenuidad y a la vez una gran lucidez. Es posible — dirá— pacificar las relaciones internacionales utilizando el dere­ cho; es posible construir un mundo nuevo fundado sobre un nuevo ordenamiento jurídico internacional. Para Kelsen el problema de la paz mundial no es un problema, pues, político sino prima facie un problema de técnica jurídica. Tomando posiciones en el debate que ocupaba el centro de discusión entre los intemacionalistas del momento, la posible natu­ raleza jurídica del derecho internacional, Kelsen presenta en sus múltiples escritos una batería de argumentos dirigidos afirmar, en primer lugar, i) que el orden internacional es ante todo un orden jurídico, en segundo lugar, /i), que entre el derecho internacional y el derecho estatal existe una unidad lógica y una relación de subor­ dinación del segundo al primero, y final y destacadamente, i i i) que el derecho internacional puede ser perfeccionado haciendo de él un instrumento irrenunciable para la consecución de la paz mundial. La meta entonces parece clara: Kelsen considera que las relaciones internacionales se pueden pacificar a través del derecho y con ello muestra una de las vertientes más radical de su teoría, aquella en la que la exaltación de la racionalidad jurídica le lleva a los terrenos de la utopía y de la subversión del statu quo de las relaciones internacionales. En este sentido cabe entender su afirmación de que la idea de soberanía constituye una gran lacra para el progreso jurídico. En tanto que en directa contradicción con la doctrina del derecho internacional la soberanía de los Estados — para el jurista austríaco— debe ser radicalmente erradicada. De modo que, en el ámbito internacional, Kelsen tiene claro su objetivo teórico de la disolución de la política en el derecho y el encauzamiento de la violencia entre los Estados. Su fin no parece otro que — como le reprocha, entre otros, Erich Kaufmann— el de la construcción de la civitas m axim a, el deseable momento en el que el derecho se convierta en organización de la humanidad, un único ordenamiento jurídico para un único Estado mundial. Dicho objetivo constituye un ideal o si quiere una meta a largo plazo. Caminar hacia ella pasa por sostener que el complejo de normas que regulan la conducta recíproca de los Estados es un

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verdadero sistema jurídico o, lo que es lo mismo, que el derecho internacional debe contener los elementos que según Kelsen carac­ terizan los órdenes jurídicos. Es decir, en primer lugar, debe ser un orden coactivo y, en segundo lugar, un orden para promover la paz. Claro está que la paz garantizada por el derecho no es una situación de completa ausencia de la fuerza, de anarquía. Es una situación de monopolio de la fuerza, es decir, el monopolio de la fuerza de la comunidad jurídica4. Por eso el problema de la paz y el problema del carácter jurídico del ordenamiento internacional son cuestiones inextricablemente unidas en la medida en que la cues­ tión de la paz no constituye — para Kelsen— tampoco un problema moral sino principalmente un problema técnico5. Si nos preguntamos acerca de cómo puede impedirse la guerra o cualquier uso de la fuerza en la comunidad internacional, segura­ mente la solución más fácil que podríamos proponer — según el jurista austríaco— sería, de un lado, el logro efectivo del desarme mundial y, del otro, el de hacer de la comunidad internacional una comunidad estatal, un único Estado mundial. Esto último, puesto que, ciertamente, excepto situaciones extraordinarias, la fuerza ha quedado eliminada en gran medida de las relaciones entre los ciu­ dadanos en el interior de los Estados. Ahora bien, ambas soluciones constituyen fines utópicos en el marco de un contexto internacio­ nal caracterizado por la desconfianza mutua entre los Estados y el primado de los intereses particulares sobre los generales. «Desde un punto de vista realista — sostiene Kelsen entonces— , el problema de la paz tan sólo puede ser resuelto dentro del marco del derecho internacional, es decir, dentro de una organización, cuyo grado de centralización no rebase el límite compatible con la índole del de­ recho internacional [...] Es en esencia el grado de centralización lo que distingue una comunidad internacional constituida por el dere­ cho internacional frente a una comunidad nacional constituida por el derecho nacional, lo que distingue una Unión de Estados de un Estado propiamente dicho»6. El problema de la paz, para Kelsen, sólo puede ser resuelto dentro del marco del sistema jurídico internacional. Es a la idea del

4. H. Kelsen, Principios de Derecho Internacional Público, trad. cast. de L. Echávarri, Losada, Buenos Aires, 1965, p. 15. 5. Vid. H. Kelsen, «La tcchnique du droit international cc l’organisation de la paix»: Revue de Droit International et de Législation comparée XV (1934), p. 5. 6 . Vid. H. Kelsen, Derecho y paz en las relaciones internacionales, cit., p. 50.

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carácter indudablemente jurídico de la organización internacional o de las relaciones entre Estados a la que se debería —según Kelsen— aferrar cualquier pacifista. De este modo el problema de la paz deriva en el problema del estudio, descripción y análisis del derecho internacional y de la guerra y las represalias como sancio­ nes, es decir, como figuras que tienen una específica función que les ha sido asignada por la técnica jurídica en el marco del ordena­ miento internacional. La afirmación de la juridicidad del derecho internacional se traducirá, como apuntábamos, en la constatación de que la guerra es una sanción. Es decir, una medida coercitiva de parte de un Estado en la esfera de intereses de otro, o una reacción contra un delito cometido por éste mientras permanece prohibido el empleo de la fuerza para cualquier otro fin. En busca del carácter coactivo del orden normativo internacio­ nal Kelsen reflexiona, entonces, en torno a la guerra sosteniendo que la acción bélica es el mayor mal que azota a la comunidad internacional. Fuente de miseria y pobreza antes que efecto de las mismas, la guerra es principalmente el fruto de la existencia de soberanías nacionales independientes, de las poderosas y terribles ideas de «razón de Estado» o de «política de Estado». Limitar la guerra supone entonces limitar las soberanías nacionales; tendencia que ya está presente en la comunidad internacional al considerar que sólo cabe entender la acción bélica como la sanción impuesta a un Estado por violación del derecho internacional. Sólo hay una guerra justa para Kelsen: la guerra legal, la guerra cualificada como sanción. De este modo entendida, la guerra constituye la coacción que hace del orden internacional un verdadero orden jurídico. Ahora bien, el derecho internacional no puede concebirse como un orden jurídico autónomo y diverso del ordenamiento jurídico nacional. Como se deduce de los presupuestos de la teoría pura del derecho, Kelsen afirma la unidad del derecho, la unidad lógica entre el derecho internacional y el derecho estatal. Es decir, una versión de la teoría comúnmente denominada «monismo jurídico» que obliga a plantearse el problema de la incardinación o relación de los ordenamientos jurídicos nacional e internacional dentro de un único sistema global de derecho. Dicho de otra manera, desde esta perspectiva, si se pretende afirmar la validez como normas jurídicas no sólo de aquellas del propio derecho estatal, sino también de las de los otros derechos extranjeros o de las del mismo ordenamiento jurídico internacio­ nal, entonces debemos sin duda plantearnos la incardinación entre

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los sistemas estatales y el derecho internacional. Esa incardinación, denominada monismo jurídico, puede realizarse en dos sentidos: o bien el derecho internacional se considera superior jerárquicamente al derecho estatal, y en este sentido la norma fundamental que da validez al derecho internacional dará también validez al derecho nacional; o, al contrario, se considera que el derecho nacional es un derecho superior y por tanto será su validez la que pueda trasladar­ se al terreno del derecho internacional. Kelsen entiende que la concepción monista basada en la pri­ macía del derecho interno niega de alguna manera la existencia autónoma del derecho internacional. «Si se considera — afirma Kelsen— la coexistencia de una multiplicidad de comunidades coordinadas como un elemento esencial del derecho internacional, la hipótesis de la primacía del orden estatal equivale a la negación de ese derecho»7. Ello no significa, sin embargo, negar carácter vinculatorio a normas como, por ejemplo, los tratados internacio­ nales, puesto que de alguna manera resultan integrados en el de­ recho estatal a través de la teoría del reconocimiento. La construcción monista que, en cambio, da primacía al dere­ cho internacional requiere otro tipo de consideraciones. El punto de partida sería la admisión de que la esencia del derecho interna­ cional, considerado como un orden jurídico superior a los diversos órdenes estatales, es prim a facie una idea moral. En palabras de Kelsen, la idea de que los diversos Estados, con indiferencia de su población o de su poder, tienen desde el punto de vista jurídico el mismo valor y que teniendo una esfera de acción propia están unidos en una comunidad superior es una idea eminentemente moral, una de las raras conquistas verdaderamente importantes e incontestables del espíritu moderno8. Si se ve en cambio, como hemos indicado, en el derecho inter­ nacional un elemento del orden estatal, un «derecho estatal exter­ no», no podremos admitir la igualdad jurídica de los diferentes Estados extranjeros y del Estado nacional, entonces único orden supremo, es decir, soberano. Por ello Kelsen, defensor de la supre­ macía del derecho internacional, alegará ya en 1926, en el marco de un curso en la Academia de Derecho Internacional de La Haya, la identificación del derecho con la moral como defensa de su concepción monista de la relación entre el derecho internacional y el 7. H. Kelsen, «Les rapports de systéme entre le droit interne ct le droit international»: RCADI (1926), p. 297. 8. Ibid., p. 299.

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derecho etu cal «Admitiendo —dice Kelsen— la primacía deJ dere­ cho internacional, le noción dd derecho es perfecta igual dcade el pumo de m u moral: el derecho ie convierte en la organización de U humanidad y se identifica así con b idea de moral suprema»*. Derecho y moral acaban así por coincidir, y al parecer por el lado de b moral. De este modo Kelsen necesita recurrir a argumentos morales para defender su hipótesis de monismo jurídico. Porque si elimina­ mos los argumentos de carácter axiológico e intentamos valorar las dos hipótesis que el monismo jurídico nos ofrece no cabría más que admitir según el jurista austríaco su igual valor teórico. La elección, entonces, entre una u otra de esas hipótesis sólo puede darse si nos basamos en argumentos no jurídicos sino meta-jurídicos: éticos y políticos. En algún otro lugar, sin embargo, sostendrá que el crite­ rio de la igualdad entre los Estados es principio de derecho interna­ cional positivo, de modo que su monismo intemacionalista repre­ sentaría la única postura coherente con el sistema vigente de las normas jurídicas internacionales. Desde otro pumo de vista podría relacionarse U tesis de la primacía del derecho nacional en su inextricable relación con la teoría del reconocimiento con una imagen de la teoría ética subjetivista de la concepción de b vida buena, mientras que la hipótesis de la primada dd derecho internadonal, sin embargo, bien podría constituir una versión de una teoría moral objetivista. Para Kelsen la teoría subjetivista es la teoría del sujeto que, como consecuencia de disposiciones incontrolables, elige entre las concepciones dd mundo y de la vida que se le ofrecen y toma así por el mismo una decisión que para la ciencia está prohibida. Así, dd mismo modo que la posición egocentrista dd subjetivismo está emparentada con el egoísmo moral, dd mismo modo — cree Kelsen— la hipótesis de la primacía dd Estado nacional acompaña al «egoísmo estatal» de una política imperialista910. La hipótesis de la primacía dd derecho internacional como versión de una teoría moral objetivista lleva aparejadas consecuen­ cias bien distintas. La unidad jurídica de la humanidad — señala Kelsen— donde la división, más o menos arbitraria, en Estados no es más que provisional, la organización del mundo en una civitas maxitna^ ése es el núcleo político de la hipótesis de la primacía del derecho internacional. Pero ella es al mismo tiempo la idea funda­ 9. IbiJ., p. 300. 10. IbtcL.p. 324.

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mental del pacifismo, antítesis del imperialismo en materia de po­ lítica internacional. Del mismo modo que en una moral objetivista razonar sobre el hombre es razonar sobre la humanidad, para la teoría jurídica objetivista la noción de derecho es idéntica a aquella de derecho internacional, y ella es al mismo tiempo y por esa misma razón una noción moral11. Por todo ello la superioridad (moral) del objetivismo jurídico y sus consecuencias resultan a los ojos de Kelsen ya en los años veinte evidentes. Kelsen parece afirmar la posibilidad de una evolución moral, de una evolución en la conciencia social desde el dominio de lo individual hacia la preeminencia de lo universal. «Del mismo modo que la teoría subjetivista del contrato social ha sido vencida al mismo tiempo que la idea de la soberanía del individuo y que la va­ lidez objetiva del orden estatal está fuera de duda, de ese mismo modo, eliminado el dogma de la soberanía del Estado, se establecerá que existe un orden jurídico universal independiente de cualquier reconocimiento y superior a los Estados, una civitas m axim a»12. Kelsen resucita los planteamientos nucleares de Vitoria y Kant sobre el derecho internacional. Su posición iusirenista constituye, sin duda, un llamamiento a tomar en serio el derecho, una defensa de una hipótesis secular que considera posible la construcción de una comunidad mundial sometida al orden jurídico. Esa toma de posición moral de Kelsen por un pacifismo sustentado en la teoría jurídica que da primacía al derecho internacional sobre el derecho estatal se debilitará, sin embargo, con el tiempo. Sin abandonarla nunca totalmente el jurista austríaco la reformulará y modificará en la larga y continua sucesión de sus escritos. Pero si Kelsen no duda en afirmar que el derecho internacional es verdaderamente un orden jurídico, puesto que es un orden coac­ tivo donde la guerra constituye una sanción, si no duda en afirmar tampoco la superioridad jerárquica del derecho internacional sobre el derecho nacional, nada de esto constituye óbice para mostrar las imperfecciones del derecho internacional al resaltar destacadamen­ te su primitivismo y concebir su perfeccionamiento técnico como un proceso de pacificación internacional. Perfeccionar el sistema de derecho internacional significa, en primer lugar, la creación de un tribunal de justicia internacional que llevaría todavía más a considerar la guerra como una sanción penal impuesta por la violación del derecho internacional. Tal ca­ l i . lbid.t p. 325. 12. Ibid., p. 326.

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mino hacia la paz posee, sin embargo, un presupuesto que inevita­ blemente tiene carácter moral o al menos constituye una opción ideológica. Lo que el propio Kelsen denomina una idea ética supre­ ma: esa concepción kantiana del hombre y de la humanidad condensada en la afirmación de la unidad moral del género humano13. Así, con este presupuesto, Kelsen va desgranando a lo largo de sus múltiples trabajos su plan concreto de perfeccionamiento o, si se quiere, de construcción de una nueva organización jurídica del mundo, un plan en el que parecen claras las reformas que se deben operar: la necesaria configuración de un Tribunal Internacional Permanente y con él la posibilidad de individualizar la responsabi­ lidad por las violaciones del derecho internacional. Un plan, por otra parte, que puede entenderse como el camino hacia un objetivo final: el de la construcción de un único ordenamiento jurídico como expresión o materialización de un Estado mundial. Ciertamente la situación postbélica es el contexto histórico con­ creto sobre el que Kelsen defiende sus tesis — como ya decíamos— con mayor vehemencia, pero sus propuestas están lejos de ser coyunturales. Antes al contrario, mantienen intacta su fuerza teórica en nuestros días, sobre todo teniendo en cuenta que la postguerra mundial no transcurre por los caminos ideados por Kelsen. A los ojos del jurista austríaco, después de la gran confrontación bélica será preciso un tratado internacional que agrupe a todas las nacio-

13. Así, ha habido autores que nos han presentado a Kelsen como un iuspositivísta atrapado en sus propias contradicciones condensadas sobre todo en ese último fundamento extra-normativo del orden internacional. Una teoría del dere­ cho, considera, por ejemplo, D. Zolo, debería mantenerse pura respecto de plan­ teamientos morales y en cambio hacerse impura, es decir, dejarse permear por la pluralidad política de la realidad. En palabras del estudioso italiano, «una sistemá­ tica contaminación teórica entre derecho y poder y entre poder y violencia». Se­ gún Zolo, por otra parte, cuando el jurista austríaco considera la guerra como una sanción penal (condición necesaria para concebir el orden normativo internacio­ nal como jurídico), se aleja de esa inspiración liberal y democrática que parece impregnar su obra. La guerra, en sí misma considerada, constituye una sanción que viola el principio del carácter personal de la responsabilidad penal. Cierta­ mente la injusticia intrínseca de la guerra en cuanto sanción difusa es una objeción de la que el propio Kelsen es consciente y por ello intenta en gran parte neutrali­ zarla haciendo hincapié en la necesidad de aprobar normas que establezcan la responsabilidad individual. Piensa Kelsen en aquellos que, como miembros de un gobierno o agentes del Estado, hayan recurrido a Ja guerra en violación del dere­ cho internacional, esto es, del principio del iustum bellum, y defiende, así, que tras las contiendas militares no sólo los ciudadanos/gobernantcs de los países ven­ cidos sino también los de los países vencedores puedan ser sometidos a juicio.

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nes y en el que estas se comprometan a renunciar a la guerra como instrumento para resolver sus diferencias. De este modo la renuncia de los Estados a declarar libremente la guerra a otros, en tanto que potestad soberana, supone algo muy similar a la salida del estado de naturaleza de los individuos renunciando a hacer uso de la vio­ lencia o a tomar la justicia por su mano. Este compromiso constitu­ ye, entonces, la piedra miliar de la construcción de una organiza­ ción internacional que garantice el mantenimiento en el tiempo de la paz. Kelsen sigue de cerca las conocidas tesis de Kant, para quien la paz no es natural entre los hombres sino más bien la conquista de la voluntad consciente. La paz es, desde los presupuestos kantianos, el fin último de la historia o, visto de otra manera, la humanidad avanza hacia la construcción de la sociedad jurídica. En el proceso hacia esa sociedad jurídica cabría distinguir dos fases: de un lado la primera salida del estado de naturaleza de los individuos y la cons­ titución de los Estados; la segunda es el fin del estado de naturaleza en que se encuentran los Estados en sus mutuas relaciones y la constitución de una sociedad jurídica universal. En este sentido, la comunidad internacional, al igual que el primer estado de naturaleza, es un estado que a los ojos de Kelsen es prejurídico, aunque no ajurídico. El derecho internacional es propiamente un orden jurídico cuya principal diferencia con los ordenamientos jurídicos estatales es la de encontrase en un estado primitivo y poco evolucionado. El estado de naturaleza en que se encuentran las naciones en el ámbito internacional es una situación donde no se ha alcanzado la centralización de la jurisdicción, don­ de falta, pues, una instancia objetiva que pueda resolver los litigios a través de un procedimiento jurídicamente regulado. El carácter primitivo del orden jurídico internacional se muestra entonces en el uso y abuso de la técnica de auto-defensa y en la prevalencia de la responsabilidad colectiva e indirecta sobre la responsabilidad indi­ vidual y directa. De la misma manera que se puede imaginar una comunidad estatal primitiva allí donde no existe el monopolio de la fuerza, la comunidad internacional se puede representar como una forma primitiva de orden jurídico donde, existiendo sanciones como la guerra o la represalia, no existe un procedimiento suficientemente reglado para su imposición y donde a menudo se abandona la pretensión de determinar responsabilidades individuales por accio­ nes que violan el derecho internacional haciendo responsable a la población civil inocente e indeterminada del Estado infractor. De

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modo que, al igual que los individuos salieron definitivamente del estado de naturaleza el día que decidieron someter sus controver­ sias a un tercero interpartes, la comunidad internacional superará el estado de naturaleza, el estado de violencia latente y efectiva en el que se halla, el día en que los distintos países declinen su potestad de declarar la guerra a otro país por consideraciones varias y dele­ guen en un tribunal la posibilidad de disponer de la guerra como una sanción impuesta tras un proceso por infracción de normas internacionales y más aún el día en que ese tribunal internacional abandone la guerra entendida como sanción y la sustituya por otras medidas dirigidas como en todos los ordenamientos jurídicos mo­ dernos a responsabilizar a los autores de crímenes de sus propias obras, dejando atrás así arcaicas formas de responsabilidad objetiva y colectiva. A la pregunta entonces acerca de la naturaleza de la guerra Kelsen no duda en responder con la teoría de la guerra justa o, mejor, lícita; esto es, cabe entender la guerra como sanción legíti­ ma impuesta por la infracción de una norma de derecho internacio­ nal. Afirmar que la guerra puede ser una sanción lícita permite a Kelsen aferrarse al carácter jurídico del derecho internacional tal y como lo conocemos, y no le impide, por otra parte, sostener a la vez que se trata de un sistema jurídico a superar en su primitivismo claramente manifestado en el hecho de que si bien cabe la guerra lícita, la disposición de la misma la decide un Estado que se con­ vierte así en juez y parte de su propia causa. Por tanto, si partimos de la actual estructura de las Naciones Unidas, la objeción de Kelsen no iría tanto encaminada hacia la reforma del Consejo de Seguridad o de la Asamblea General cuanto a la falta de un Tribunal de Justicia Permanente al que se sometie­ ran todas la violaciones de normas del derecho internacional. Las características de dicho Tribunal comienzan por la propia trascen­ dencia de su carácter internacional; esto es, no se trataría de un tribunal civil ni militar, antes bien, de un tribunal creado a través de un tratado internacional del que sean partes contratantes no sólo los Estados victoriosos de una guerra, sino también los venci­ dos. De manera que el carácter internacional del tribunal que de­ fiende Kelsen tiene una doble dimensión: sería internacional en la medida en que aplicaría la normativa internacional, pero también en la medida en que su composición estaría por encima de cual­ quier sospecha de parcialidad. Un tribunal así en los períodos postbélicos no debería dar satisfacción a la sed de venganza. No sería compatible, en definitiva, con la idea de que solamente los

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vencidos deben ser obligados a entregar a sus súbditos a la jurisdic­ ción de un tribunal para el castigo de los crímenes de guerra. En palabras de Kelsen, sólo si los victoriosos se someten a la misma ley que desean imponer a los Estados vencidos podrá mantenerse la idea de la justicia internacional14. Un tribunal de justicia internacional es, al mismo tiempo, poco y demasiado. Poco, en cuanto que no es más que la primera piedra para la construcción de un orden cosmopolita; demasiado, sin em­ bargo, si se piensa en las resistencias que podría suscitar su instau­ ración. Alguna idea de esto último nos la ofrece la situación de la actual Corte Penal Internacional, cuyo estatuto fue adoptado en Roma el 17 de julio de 1998 en la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios de las Naciones Unidas y está en vigor desde el 1 de julio de 2 0 0 2 con la oposición de países como Estados Unidos, Rusia, China o Israel. La importancia de la propuesta de Kelsen se puede medir, en­ tonces, por las resistencias que levanta. Sin duda un tribunal inter­ nacional permanente constituye un límite o una cesión de sobera­ nía a la que muchos Estados no están dispuestos o al menos la constatación de que la soberanía no es un poder ilimitado. Un tribunal internacional permanente supondría una racionalización de la realidad que no puede permanecer abandonada a la mera política de fuerzas o a la idea de que el Estado más poderoso es el que establece los límites de la legalidad internacional. El propio Kelsen precisa que un Estado mundial no es el Estado imperial y por lo tanto su propuesta parece caminar hacia la aplicación en el ámbito internacional de lo que podría llamarse las conquistas jurí­ dicas de la Ilustración, destacadamente el principio de legalidad o el sometimiento al derecho del poder. La invitación de Kelsen se dirige así a abrir un proceso de civilización en el ámbito internacio­ nal, a impulsar el progreso del derecho internacional o simplemen­ te sacarlo de su primitivismo jurídico. Así, antes que el establecimiento de un Estado mundial, meta por otra parte suscribible pero impensable a corto plazo, Kelsen defiende lo que sería un camino de aproximación hacia ese objetivo ideal. Su mensaje tiene hoy más actualidad que nunca. Bien podría decirse que la propuesta kelseniana es la única propuesta válida tanto para el escenario postbélico de los años cuarenta como para el desencantado panorama del comienzo del siglo XXI.

14 . H. Kelsen, La paz por medio del derecho , infra.

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AGRADECIMIENTO. El autor desea expresar su agradecimiento a las revis­

tas American Journal o f International Law, American Journal o f Sociology, Yale Law Journal , California Law Rewiew y Journal o f Legal and Political Sociology por el permiso para reproducir partes de artículos publicados en ellas.

A Frank M. Russell

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PREFACIO

Cuando la historia de las religiones nos informa de los sacrificios humanos que los pueblos primitivos ofrecían a sus dioses; cuando leemos que los incas, esos indios relativamente civilizados, inmola­ ban hasta a sus propios hijos en los altares de sus ídolos de la manera más cruel, permitiendo que los sacerdotes abrieran los pe­ chos de las víctimas y extrajeran sus corazones todavía palpitantes; cuando tratamos en vano de comprender cómo podían soportar voluntariamente los mismos padres semejante espectáculo, senti­ mos alivio al tener la consoladora conciencia de que vivimos en una época culta bajo las bendiciones de una religión superior que nos impone el sagrado deber de conservar la vida humana. Pero nosotros, los hombres de una civilización cristiana, ¿tene­ mos realmente derecho a relajarnos moralmente?, ¿podemos consi­ derarnos realmente tan avanzados en comparación con los aboríge­ nes del Perú?, ¿acaso nuestro siglo XX no ha traído a la humanidad, junto con las realizaciones más prodigiosas de la técnica, dos gue­ rras mundiales cuyos sacrificios humanos superan con mucho al asesinato de niños de los incas paganos?, ¿podemos negarnos a comprender a aquellos padres y madres cuando nosotros mismos nos mostramos orgullosos de sacrificar la flor de nuestra juventud en altares que sólo se diferencian de los de los incas en que ninguna religión justifica el derramamiento de una sangre preciosa como resultado de nada más que la locura nacionalista? Hay verdades tan evidentes por sí mismas que deben ser procla­ madas una y otra vez para que no caigan en el olvido. Una de esas verdades es que la guerra es un asesinato en masa, la mayor desgra­ cia de nuestra cultura, y que asegurar la paz mundial es nuestra

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tarea política principal, una tarea mucho más importante que la decisión entre la democracia y la autocracia, o el capitalismoo y el socialismo; pues no es posible un progreso social esencial mientras no se cree una organización internacional mediante la cual se evite efectivamente la guerra entre las naciones de esta Tierra. Sería injusto ignorar los muchos esfuerzos que han hecho hasta el presente los estadistas e intelectuales con el propósito de conse­ guir la paz mundial. No obstante, debemos admitir que todos esos esfuerzos han sido inútiles; que, a pesar de ellos, la historia social, a este respecto, muestra un retroceso más bien que un progreso. Quizá haya ocurrido así porque los estadistas se han arriesgado casi siempre demasiado poco y los intelectuales han pedido con fre­ cuencia demasiado. La Liga de Naciones era ciertamente demasia­ do poco; el sueño de un Estado mundial es en verdad demasiado. Sin embargo, la obra del presidente Wilson, a pesar de toda su imperfección, era por lo menos un comienzo muy útil, en tanto que un pacifismo utópico es en cualquier caso un peligro serio. Quien, no como estadista activo sino como un simple escritor, trata de cumplir su deber en el esfuerzo por conseguir la paz mun­ dial no es menos responsable que aquél. Para no comprometer el gran ideal debe acomodar sus postulados a lo que es políticamente posible, es decir, no a lo que era ayer posible y, en consecuencia, es hoy real; Dios sabe que eso es muy poco. Su plan no debe apuntar a un objetivo que, en todo caso, sólo puede ser alcanzado en un futuro distante; eso es quimérico y, por lo tanto, menos que nada políticamente. Un escritor consciente debe dirigir sus sugerencias hacia lo que, después de un cuidadoso examen de la realidad polí­ tica, puede ser considerado posible el día de mañana, aunque quizá no parezca posible hoy mismo. De otro modo no habría esperanza de progreso. Su plan debería involucrar no una revolución en las relaciones internacionales, sino una reforma de las mismas median­ te la mejora de la técnica social que prevalece en ese campo. La técnica peculiar del orden que regula las relaciones entre los Estados es el derecho internacional. Quien desee estudiar el proble­ ma de la paz mundial de una manera realista debe tratar ese pro­ blema con toda seriedad, como el del perfeccionamiento lento y constante del orden jurídico internacional. Así es como este libro trata de contribuir a la solución del problema más candente de nues­ tra época. HANS KELSEN Berkcley, California, junio de 1944.

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Parte I LA PAZ GARANTIZADA M ED IA N TE LA JU RISD ICCIÓ N OBLIGATORIA DE LAS DISPUTAS INTERNACIONALES

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1. ¿LA PAZ MEDIANTE LA FUERZA O EL DERECHO?

La paz es una situación que se caracteriza por la ausencia de la fuerza. Dentro de una sociedad organizada, sin embargo, la ausen­ cia absoluta de fuerza — la idea del anarquismo— no es posible. El empleo de la fuerza en las relaciones entre los individuos se evita reservándolo para la comunidad. Para garantizar la paz, el orden social no excluye actos coercitivos de todas clases: autoriza a cier­ tos individuos para que realicen actos determinados en ciertas con­ diciones. El empleo de la fuerza, prohibido en general como una transgresión, es permitido en casos excepcionales como una reac­ ción contra la transgresión, es decir, como una sanción. El indivi­ duo que, autorizado por el orden social, realiza actos coercitivos contra otros individuos actúa como un órgano del orden social o — lo que es igual— como un agente de la comunidad constituida por ese orden. Solamente el individuo por medio del cual actúa la comunidad, sólo el órgano de la comunidad es competente para realizar un acto coercitivo como una sanción dirigida contra el violador del orden, el transgresor. El orden social hace así del uso de la fuerza un monopolio de la comunidad y al obrar de ese modo pacifica las mutuas relaciones de sus miembros. La característica esencial del derecho como un orden coercitivo consiste en establecer un monopolio de la fuerza común. También en una comunidad jurídica primitiva sólo se permite a ciertos individuos realizar actos coercitivos en ciertas circunstan­ cias precisamente determinadas por el derecho. El individuo o el grupo cuyo derecho ha sido violado es quien está autorizado para emplear la fuerza contra el individuo o el grupo responsable de la violación del derecho. Aunque en el derecho primitivo prevalece el principio de la auto-ayuda, el acto coercitivo no considerado como un entuerto, como la venganza de sangre por ejemplo, tiene el carácter de una sanción y es interpretado como una reacción de la comunidad jurídica contra el transgresor y su grupo responsable de la transgresión. En la medida en que la auto-ayuda es reconocida como un principio jurídico, y su ejecución es concebida como una acción de la comunidad jurídica y una sanción contra el transgre­ sor, se trata del ejercicio del monopolio de la fuerza por la comu­ nidad.

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Cuando el ejercicio de este monopolio se centraliza, cuando el derecho de emplear la fuerza como una sanción es retirado a los individuos perjudicados y transferido a un órgano central, cuando se crea un poder ejecutivo centralizado, la comunidad jurídica se convierte en un Estado. El Estado moderno es el tipo más perfecto de un orden social que establece un monopolio de la fuerza por la comunidad. Su perfección se debe a la centralización del empleo de la fuerza (lo que no debe confundirse con su monopolización). Dentro del Esta­ do se alcanza en el mayor grado posible la pacificación de las relaciones entre los individuos, es decir, la paz nacional. Como no sea en ciertas circunstancias extraordinarias, como en una revolu­ ción o una guerra civil, el empleo de la fuerza es eliminado efecti­ vamente de las relaciones entre los ciudadanos y reservado para los órganos centrales, como los gobiernos y los tribunales, que están autorizados para emplear la fuerza en la forma de sanciones contra los actos ilícitos. Cuando se plantea la cuestión de cómo puede asegurarse la paz in tern a cion al, de cómo puede eliminarse el empleo más terrible de la fuerza — a saber, la guerra— de las relaciones entre los Estados, ninguna respuesta puede ser más evidente por sí misma que ésta: uniendo a todos los Estados individuales, o por lo menos al mayor número de ellos posible, en un Estado mundial; concentrando to­ dos sus medios de poder, sus fuerzas armadas, y poniéndolos a disposición de un gobierno mundial de acuerdo con leyes creadas por un parlamento mundial. Si a los Estados se les permite seguir existiendo únicamente como miembros de una poderosa federación mundial, entonces la paz entre ellos quedará asegurada con la mis­ ma eficacia que entre los Estados que componen los Estados Unidos de América o los Cantones de la República Suiza. Tal es la idea principal de las numerosas sugerencias que se han hecho para el mantenimiento de la paz al discutirse la reconstrucción de la post­ guerra. . ,, . No puede caber duda de que la solución ideal del problema ae la organización mundial como el problema de la paz mundial es la creación de un Estado Federal Mundial compuesto de todas o del mayor número de naciones posible. La realización de esta idea tropieza, sin embargo, con dificultades serias y, por lo menos hasta el presente, insuperables. El primer problema se refiere a la manera como puede crearse un Estado mundial. Quienes proponen esta idea piensan genera mente en un tratado internacional en virtud del cual los Estados,

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antes sujetos soberanos del derecho internacional, se sometan a una constitución federal cuyos términos forman el contenido del trata­ do* Ésta es la única manera democrática de constituir un Estado mundial. La sugerencia de conseguir la paz internacional mediante un Estado mundial se basa en la supuesta analogía entre un Estado mundial y el Estado nacional mediante el cual se consigue tan eficazmente la paz nacional. Sin embargo, esta analogía parece no ser muy favorable para las intenciones de quienes desean conseguir la paz del mundo mediante métodos que están de acuerdo con los principios de la democracia: la libertad y la igualdad aplicadas a las relaciones internacionales. Pues el Estado nacional, con su efecto en la paz nacional, no es el resultado de un acuerdo negociado voluntariamente por individuos libres e iguales. La suposición man­ tenida por la doctrina del derecho natural de los siglos xvil y xvill de que el Estado tiene su origen en un contrato social concluido por individuos soberanos en estado natural ha sido abandonada desde hace mucho tiempo y sustituida por otra hipótesis según la cual el Estado nace en virtud de los conflictos hostiles entre grupos sociales de diferente estructura económica. En el curso de estos conflictos armados, que tienen el carácter de guerras sangrientas, el grupo más agresivo y belicoso subyuga a los otros y les impone un orden pacífico. La pax romana impuesta a los pueblos vencidos por las legiones romanas es el ejemplo más notable de un proceso que, según esta hipótesis, ha tenido lugar, si bien en menor grado, en las épocas histórica y prehistórica en casi todas las partes del mundo. El Estado mundial, según arguyen los partidarios de esta doctrina sobre el origen del Estado, no puede ser creado de una manera distinta a la de cualquier otro Estado, es decir, que debe serlo mediante la subyugación forzosa de todas las naciones del mundo; y sólo puede conseguirse la paz mundial mediante un orden im­ puesto a la humanidad por una gran Potencia. Si la paz mundial sólo puede ser asegurada mediante un Estado mundial, la creencia en la posibilidad de establecer un Estado semejante por medio de un tratado internacional concluido por gobiernos independientes es, según la teoría de la fuerza, tan equivocada como la doctrina del derecho natural de que el Estado nacional ha sido creado por el acuerdo voluntario de individuos convencidos por su perspicacia razonable de las ventajas de una colaboración pacífica bajo una autoridad a la que se confiere el monopolio de la fuerza. La historia parece enseñarnos que no es el camino del derecho, sino el de la fuerza, el que conduce a la paz.

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Es, no obstante, más que probable que la doctrina del contrato social no sea enteramente falsa ni la teoría de la subyugación forzosa enteramente exacta. Si la primera es una interpretación que se basa en una valoración optimista de la naturaleza humana más bien que en una explicación histórica del origen del Estado, la última está influida evidentemente por una valoración pesimista de la evolución social en el pasado. Puesto que la primera transición de los grupos primitivos y muy descentralizados a una organización estatal es un acontecimiento que ocurrió en los tiempos prehistóricos, y el origen de muchos de los Estados actuales, debido a la falta de fuentes his­ tóricas, no es un posible tema de la investigación científica, las hipó­ tesis sobre este tópico siempre están determinadas, por lo menos en parte, por consideraciones basadas en la psicología general. Sin embargo, desde ese punto de vista, parece muy probable que ningu­ na subyugación forzosa de los seres humanos pueda crear un estado de paz relativamente duradero sin un mínimo de consentimiento por parte del pueblo subyugado, aunque no sea más que su sensa­ ción de que el orden establecido por sus gobernantes es, después de todo, mejor que un estado de guerra permanente. Por otra parte, ningún contrato social puede constituir una comunidad más que temporariamente pacificada sin el poder para poner en vigor el or­ den que constituye la comunidad. La fuerza y el derecho no se ex­ cluyen mutuamente. El derecho es una organización de la fuerza. El establecimiento mediante un tratado internacional de una organización internacional para el mantenimiento de la paz es una transacción totalmente diferente de aquella a que se refiere la doc­ trina del contrato social. Esta doctrina es tan problemática porque apenas es posible que en un Estado de naturaleza anterior a la existencia de todo derecho pudiera realizarse un contrato por milla­ res de sujetos contratantes, un contrato que los obligaba jurídica­ mente no sólo a ellos, sino también a sus esposas y sus hijos y a las futuras generaciones que aún no habían nacido. Ningún contrato concluido entre individuos podría tener semejante efecto, sobre todo si no está hecho basándose en un orden jurídico anterior. El contrato social de la doctrina del derecho natural es en verdad el acto mediante el cual se crea el derecho, el derecho nacional, y no es muy probable que el derecho como tal haya sido creado median­ te un contrato. El tratado internacional mediante el cual debería establecerse una organización internacional para el mantenimiento de la paz debería ser concluido sobre la base de un orden jurídico que ha existido durante muchos centenares de años. El número de las

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partes contratantes, comparado con el de los contratantes ficticios del contrato social, es muy pequeño. Las partes contratantes serían Estados y no cambiarían necesariamente con cada generación. El cambio de las partes dentro de la familia de las naciones no es ni mucho menos tan frecuente como el cambio de las personas dentro de tas comunidades humanas. Es un principio generalmente acep­ tado del derecho internacional positivo que los Estados, lo que quiere decir sus súbditos, están obligados a cumplir los tratados internacionales sin tener en cuenta el cambio de las generaciones que tiene lugar dentro de la población de los Estados interesados. El hecho de que el Estado no se origine en un contrato social no es un argumento contra la posibilidad de establecer un orden que asegure la paz mediante un tratado internacional. Aunque la paz nacional asegurada por el Estado nacional fuera siempre y en todas partes el resultado de la subyugación forzosa, no hay necesidad de creer que éste es el único modo de conseguir la paz internacional y de que debemos aplazar nuestras esperanzas en un mundo mejor hasta que un Leviatán haya devorado a todos los demás. Es posible que el discernimiento razonable de las ventajas de una colaboración pacífica no desempeñase un papel decisivo en el proceso histórico mediante el cual, hace muchos millares de años, se creó el Estado en una sociedad todavía primitiva. Pero ésta no es una razón para me­ nospreciar la importancia de ese factor en las relaciones entre los Estados democráticos modernos que actúan cada vez más bajo la influencia de la opinión pública de las naciones cultas. Es un hecho que el acuerdo sobre una organización eficaz para el mantenimiento de la paz es tanto más fácil cuanto menor sea el número de las partes cuyo consentimiento se requiere. A este respecto, la segunda guerra mundial parece ofrecer mejores perspectivas que la primera. Si al término de la segunda guerra mundial sólo subsisten tres o cuatro grandes Potencias y éstas ven satisfechas sus reclamaciones territo­ riales, la oportunidad de un tratado que cree una eficaz organiza­ ción internacional para el mantenimiento de la paz, la idea de la paz internacional mediante el derecho internacional se hallan ciertamen­ te dentro del alcance de la política práctica.

2. ¿ESTADO MUNDIAL O CONFEDERACIÓN DE ESTADOS?

La analogía entre la paz nacional y la internacional que involucra la prioridad de la teoría de la fuerza sobre la doctrina del contrato social con respecto a las relaciones entre los Estados no es conclu­

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yente por otra razón más: la paz internacional puede conseguirse sin la creación de un Estado mundial. El alto grado de centraliza­ ción característico del Estado no es, ni será inmediatamente des­ pués del término de esta guerra, necesario para garantizar una paz duradera. El monopolio de la fuerza, elemento esencial de una comunidad jurídica que asegure la paz entre sus miembros, es posi­ ble aun en el caso de que la centralización de la comunidad no alcance el grado característico de un Estado. Es cierto que hasta los Estados pueden ser y han sido creados mediante tratados interna­ cionales, sobre todo los Estados federales. Sin embargo, un Estado Federal Mundial, compuesto de muchos Estados de diferentes di­ mensiones y culturas, difícilmente puede ser creado inmediatamen­ te después de esta guerra. Sólo el deseo de que así suceda y la ignorancia de los hechos decisivos nos permiten menospreciar las dificultades extraordinarias que debemos vencer para organizar semejante Estado Federal Mundial. Esto es cierto especialmente si la construcción de ese Estado ha de tener un carácter democrático. Y las Naciones Unidas han aceptado los sacrificios de esta guerra por la causa de la democracia. El centro de un Estado mundial democrático debe ser un parlamento mundial. Pero un parlamento mundial en el que estén representadas todas las Naciones Unidas de acuerdo con su fuerza numérica conjunta sería un cuerpo legislati­ vo en el que la India y China tendrían aproximadamente tres veces más diputados que los Estados Unidos de América y Gran Bretaña juntos. Los órganos centrales del Estado mundial tendrían más o menos la misma jurisdicción que el gobierno federal de los Estados Unidos. De aquí que los Estados Unidos, que son en sí mismos un Estado federal, no podrían ser miembros de un Estado Federal Mundial sin un cambio radical en su propia constitución. El go­ bierno de un Estado soberano se inclina por su misma naturaleza a oponerse a toda restricción en su independencia, y convertirse en miembro de un Estado federal significa renunciar por completo a la propia independencia. La resistencia contra semejante Estado suici­ da debe alcanzar, desde luego, su más alto grado inmediatamente después de una guerra victoriosa, que aumenta inevitablemente los sentimientos nacionalistas de la población. Es cierto que las limitaciones de la autonomía que una consti­ tución federal impone a los Estados miembros de la misma tienen que ser pesadas contra las grandes ventajas de la centralización. Pero estas ventajas pesan poco cuando se trata del derecho de autonomía de un pueblo imbuido de un fuerte sentimiento nacio­ nalista, especialmente si este sentimiento se basa en la posesión de

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un idioma, una religión y una cultura comunes y de una historia larga y gloriosa. Pueden diferir las opiniones en cuanto al valor y la justificación del nacionalismo, pero uno debe contar con este fenó­ meno, así como con otros hechos decisivos, si tiene en considera­ ción el establecimiento de una comunidad de Estados universal. Esto es especialmente cierto si la comunidad internacional ha de comprender a naciones tan diferentes con respecto al idioma, la religión, la cultura, la historia, la estructura política y económica y la situación geográfica como los Estados del continente americano y los del continente europeo, las naciones de civilización occidental y las de civilización oriental. Si se propone un Estado federal que comprenda a todos esos Estados se hace generalmente referencia a los Estados Unidos de América y a Suiza para demostrar que las dificultades no son insu­ perables. Pero esos ejemplos demuestran poco. En ambos casos existieron durante mucho tiempo estrechas relaciones histéricopolíticas entre los miembros que terminaron por unirse en un Esta­ do federal. En ambos casos la mera confederación precedió inme­ diatamente al Estado federal. En el caso de los Estados Unidos se hallaba involucrada una población esencialmente de habla inglesa y preponderantemente protestante: sus intereses económicos y políti­ cos comunes la llevaron al acto político común de separarse de la madre patria británica. Es cierto que el Estado federal suizo cons­ tituye una unión de varios grupos étnicos muy diferentes en lo que se refiere al lenguaje y la cultura. Pero sólo fueron partes insignifi­ cantemente pequeñas de las naciones alemana, francesa e italiana, separadas de esas naciones en virtud de circunstancias histórias y políticas, y no esas mismas poderosas naciones, las que se unieron para formar una comunidad relativamente centralizada. Y esta co­ munidad se mantiene unida probablemente menos a causa de fuer­ zas internas que a causa de la presión externa que ejerce sobre ese pequeño Estado el sistema político de las grandes potencias veci­ nas. Un cambio radical en las relaciones mutuas de esas Potencias sería decisivo para la existencia del Estado federal suizo. Finalmen­ te, no debe pasarse por alto que, en el caso de Suiza, así como en el de los Estados Unidos, se unieron territorios geográficamente contiguos para formar el de un solo Estado, y que es algo muy diferente unir en uno solo a los Estados de todos los continentes separados por dos océanos. Fundar las esperanzas en la creación de un Estado mundial federal nada más que en los ejemplos de los Estados Unidos y de Suiza constituye una ilusión peligrosa. Sin embargo, no se debe considerar inasequible a esc proposito.

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Es muy posible que la idea de un Estado Federal Mundial se realice, pero sólo después de una evolución larga y lenta que iguale las diferencias culturales entre las naciones del mundo, sobre todo si esa evolución es fomentada por una labor política y educacional consciente en el campo ideológico. Al presente, no obstante, seme­ jante Estado mundial no está dentro del alcance de la realidad política, pues es también incompatible con el «principio de igual­ dad de soberanía» en el que se basará la organización internacional que se establecerá después de la guerra, según la Declaración fir­ mada en Moscú, el l.° de noviembre de 1943, por los gobiernos de los Estados Unidos, Gran Bretaña, la Unión Soviética y China1. Si se acepta al Estado mundial como un objetivo deseable, es más que probable que pueda ser alcanzado sólo mediante una serie de etapas. Desde un punto de vista estratégico se plantea una cuestión seria: ¿Cuál es el primer paso que hay que dar para alcanzar buen éxito por este camino? Es evidente que al principio sólo podría organizarse una unión internacional de Estados, no un Estado fe­ deral. Esto quiere decir que la solución del problema de una paz duradera puede buscarse únicamente dentro del marco del derecho internacional, es decir, mediante un organismo cuyo grado de cen­ tralización no exceda al del tipo corriente de comunidades interna­ cionales. Estas comunidades se caracterizan por el hecho de que el derecho que regula las relaciones mutuas de los Estados miembros conserva su carácter internacional sin convertirse en derecho nacio­ nal. La constitución de un Estado mundial con un gobierno mun­ dial y un parlamento mundial, si bien es derecho internacional en tanto que contenido de un tratado internacional, es, no obstante, al mismo tiempo, derecho nacional, puesto que constituye la base del derecho de un Estado mundial.

3. ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA INTERNACIONAL

Un examen cuidadoso de la naturaleza de las relaciones internacio­ nales y de la técnica específica del derecho internacional muestra una dificultad fundamental con que tropieza todo intento de pa­ cificar las relaciones entre los Estados. Es el hecho de que en el caso de las disputas entre Estados no exista una autoridad aceptada gene-

1. The New York Times, 2 de noviembre de 1943. Cf. infra, pp. 63 ss.

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ral y obligatoriamente como competente para resolver los conflictos internacionales, es decir, para responder imparcialmente a la pre­ gunta de cuál de las partes en conflicto tiene razón y cuál no la tiene. Si los Estados no llegan a un acuerdo o no someten voluntariamente su disputa al arbitraje, cada Estado queda autorizado para decidir por sí mismo la cuestión de si el otro Estado ha violado o está a punto de violar su derecho, y el Estado que se considera perjudicado está autorizado para poner en vigor el derecho — y ello significa lo que él considera derecho— recurriendo a la guerra o a las represalias contra el supuesto transgresor. Y como el otro Estado posee la mis­ ma competencia para decidir por sí mismo esa cuestión, el problema jurídico fundamental queda sin solución autorizada. El examen ob­ jetivo y la decisión imparcial de la cuestión de si ha sido o no viola­ do el derecho es la etapa más importante, la etapa esencial de todo procedimiento jurídico. Mientras no sea posible privar a los Estados interesados de la prerrogativa de decidir la cuestión del derecho y transferirla de una vez por todas a una autoridad imparcial, a saber, un tribunal internacional, es completamente imposible todo nuevo progreso en el camino de la pacificación del mundo. En consecuencia, el siguiente paso en el que debemos concen­ trar nuestros esfuerzos consiste en lograr un tratado internacional firmado por el mayor número de Estados posible, tanto vencedores como vencidos, creando un tribunal internacional dotado de juris­ dicción obligatoria. Esto significa que todos los Estados de la Liga constituida por ese tratado están obligados a renunciar a la guerra y las represalias como medios de resolver los conflictos, a someter todas sus disputas sin excepción a la decisión del tribunal, y a cumplir sus decisiones de buena fe2.

2. Durante muchos años ha tratado el autor de demostrar que la creación de un tribunal con jurisdicción obligatoria es el paso primero e indispensable para una reforma efectiva de las relaciones internacionales. Véase H. Kelsen, The Legal Process and International Order, The New Commonweahh Research Bureau Relations, Serie A, n.° 1, London, 1934; Law and Peace in International Relatnms. Oliver Wcndell Holmes Lectures, Harvard University Press, 1941; «Esscntul Conditions o í International Justice-: Proceeding o f the 3Stb Annual Meeiotg o f the American Society o f International Law (1941), p. 70; -Internatioiiil I fA c by Court or Government*; lite American Journal o f Sociotogy 4Ó (1941), p. 5 7 1 ; «Discussion of Post War Problem*; Proceeding o f the American Academy ofA rt and Sciences 75/1 (1942), p. 11» -Revisión oí ihe the Covenat of the teague of Nations», en World Organization, A Symposium o ftbe Instituir on World Organi­ zation, 1942 p 3 9 2 ; -Compuisory Adjudication of Internauonal Disputes-: Ame­ rican Journal o f International Law 37 (1943), p. 3 97; -Peace through U w .J o u r-

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Eso frau d o puede ser concluido inmediatamente después de que termine la guerra; puede ser concluido también con los Estados vencidos, en tanto que tos acuerdos más ambiciosos referentes a la organización mundial, especialmente con los Estados derrotados, pueden ser negociados solamente después de un período transitorio m is bien largo durante el cual las Potencias del Eje, después de haber sido desarmadas por com pleto, serán mantenidas bajo la fiscalización política y militar de las Naciones Unidas. Podemos esperar que la Unión Soviética ingresará también en una Liga internacional cuyo único propósito es mantener la paz dentro de la comunidad mediante la creación de un tribunal con jurisdicción obligatoria. Pero no tenemos razón alguna para creer que un gobierno soviético ingrese en una Liga que imponga a sus miembros otras obligaciones que no sean los deberes de no recurrir

nal o f Legal and PoUtical Sociology 2 (1943), p. 5 2 ; «The Strategy of Peace»: The American Journal o f Sociology 49 (1944), p. 381. Desde el estallido de la segunda guerra mundial la opinión pública nortéamericana ha reclamado con creciente insistencia un tribunal internacional con juris­ dicción obligatoria como un medio para el mantenimiento del derecho y la paz. La rama norteamericana de la International Law Association, la American Foreign Association y la Federal Bar Association han tomado la siguiente Resolu­ ción: «1. Que el primer objetivo de guerra y de paz de las Naciones Unidas es la creación y el mantenimiento en el momento más próximo posible de una paz internacional efectiva entre todas las naciones basada en el derecho y en la orde­ nada administración de justicia. 2. Que la administración de justicia internacional requiere la organización de un sistema judicial de tribunales internacionales relacionados entre sí y perma­ nentes con jurisdicción obligatoria. 3. Que se instituyan y desarrollen medios, órganos y procedimientos para declarar y hacer efectiva la voluntad de la comunidad de Naciones». Resoluciones algo parecidas tomó la House of Delegates de la American Bar Association, El Federal Council of Churches o f Christ in America (Nueva York), la National Catholic Welfare Conference (Washington) y el Synagogue Council of America firmaron una declaración conjunta católica, judía y protestante sobre la paz mundial, cuyo punto 5 dice lo siguiente: «Deben organizarse instituciones internacionales para mantener la paz con justicia. Una paz duradera requiere la organización de instituciones internaciona­ les que deberán: a ) desarrollar un cuerpo de derecho internacional, b) garantizar el fiel cumplimiento de las obligaciones internacionales y revisarlas cuando sea necesario, c) afirmar la seguridad colectiva mediante severas limitaciones y la continua fiscalización de los armamentos, el arbitraje obligatorio de las contro­ versias y el uso, cuando sea necesario, de sanciones adecuadas para hacer cumplir el derecho».

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a la guerra o las represalias contra otro miembro, de someter todos los conflictos a la decisión de un tribunal y de cumplir las decisio­ nes judiciales. Es esencial para la paz futura que la Unión Soviética esté dentro y no fuera de la organización internacional que se creará después de esta guerra.

4. «ENTENDIMIENTO ECONÓMICO O JURÍDICO?

Para eliminar la guerra, el peor de todos los males sociales, de las relaciones entre los Estados mediante la creación de una jurisdic­ ción internacional obligatoria, el aspecto jurídico de la organización del mundo debe preceder a cualquier otra tentativa de reforma internacional. Entre los dos aspectos del problema de la postgue­ rra, el económico y el jurídico, el último tiene cierta prioridad sobre el primero. No es una simplificación excesiva decir que todas las dificultades y todos los absurdos de las relaciones económicas internacionales se originan casi exclusivamente en la posibilidad de la guerra, es decir, en el hecho de que un gobierno teme y otro espera la guerra y, en consecuencia, ambos tratan de convertir a sus países en organismos que se basten a sí mismos económicamente. Cuando la posibilidad de la guerra quede realmente eliminada de las relaciones internacionales, cuando ningún gobierno tenga por qué temer desventaja alguna, ni la esperanza de que la guerra le aporte ventaja alguna, desaparecerá el mayor obstáculo para una refoma razonable de la situación económica, por lo menos en la medida en que el mejoramiento de la situación económica es un problema internacional y no nacional. No es cierto que la guerra sea la consecuencia de condiciones económicas insatisfactorias; por el contrario, la situación insatisfactoria de la economía mundial es la consecuencia de la guerra. «El temor a la guerra — dice un nota­ ble economista, Mr. Pigou— es, tanto directamente como por su influencia indirecta sobre la política, una de sus causas principa­ les»3. Es una teoría marxista peculiar que el estallido de la guerra se debe exclusiva o por lo menos predominantemente a causas econó-

3. A. C. Pigou, The Potitical Economy ofW ar, 1941, p. 28. Pigou dice (p. 18): «En un mundo expuesto a la guerra no sólo puede suceder, sino que puede ser prudente para un país sacrificar algo de su opulencia en épocas normales para protegerse contra una escasez de alimentos o de otras mercaderías esenciales si estallase la guerra. Si desapareciese la sombra de la guerra no sería necesario ese sacrificio de la opulencia para defenderse».

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micas, sobre todo al sistema capitalista. En su excelente estudio sobre las causas económicas de la guerra ha demostrado Robbins que esta teoría «no resiste la prueba de los hechos»4. Sería, por supuesto, una exageración decir que las guerras no tienen causas económicas. Los conflictos de intereses económicos nacionales pue­ den, en verdad, llevar a la guerra 1 pero no son la causa principal. •La condición fundamental que da origen a esos choques de intere­ ses económicos nacionales que llevan a la guerra internacional — así formula Robbins la conclusión de su ensayo— es la existencia de soberanías nacionales independientes. No es el capitalismo — y esto se aplica a cualquier otro sistema o situación económicos— sino la organización política anárquica del mundo la enfermedad esencial de nuestra civilización»»6. Si la historia de los últimos treinta años nos ha enseñado algo, es la primacía de la política sobre la econo4. Lionel Robbins, The Economic Causes ofW ar , 1940, pp. 15 y 57. 5. J . H. Jones, Econotnics o f Warand Conquest, 1915, p. 160, dice: «Si bien una guerra de conquista es probable que traiga consigo cierta vuelta de la riqueza y puede , en un largo período, traer consigo un restablecimiento porporcionado al costo, la probabilidad de una ganancia igual o mayor que el costo nunca es una compensación adecuada del gasto mismo. Aunque probase que la oportunidad de ganancia es de mayor valor material que la perdida cierta, el conquistador, como se ha dicho ya, no justificaría su acción. Las consideraciones económicas deberían subordinarse enteramente a otras consideraciones. Y en casi todas las cuestiones internacionales que ponen en peligro a la paz en Occidente es probable que las cuestiones económicas ocupen una posición subordinada». Véase también Quincy Wright, A Study ofW ar, 1942, vol. II, pp. 717, 1284. 6. L. Robbins, op. cit., p. 99. En la página 104 dice: «En el sentido en que puede decirse que la causa es una condición en ausencia de la cual no podían haber ocurrido los acontecimientos subsiguientes, la existencia de Estados sobera­ nos independientes debería ser considerada justamente como la causa fundamen­ tal del conflicto... En el sentido que tiene importancia para la acción política, el caos de las soberanías independientes es la condición esencial del conflicto inter­ nacional. La guerra es declarada a veces no sólo porque los Estados independien­ tes tienen el poder de declarar la guerra, sino también porque tienen el poder de adoptar políticas que involucran choques de intereses nacionales cuya única solu­ ción parece ser la guerra. Si es así, el remedio es sencillo. Debe limitarse la sobe­ ranía independiente... Hoy día sabemos que a menos que destruyamos el Estado soberano, el Estado soberano nos destruirá a nosotros». Tiene la mayor importan­ cia que estas afirmaciones sean el resultado de una investigación científica de las causas económicas de la guerra, que un economista reconozca un hecho político, la soberanía ilimitada de los Estados, como la causa decisiva de la guerra. Por lo tanto, no puede dudarse de que el remedio sugerido por Robbins, la limitación de la soberanía, es correcto. La única cuestión consiste en cómo conseguir ese fin. Y esta cuestión debe ser entendida como un problema de estrategia de paz si las sugerencias sugeridas no han de tener un carácter utópico.

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mía. La eliminación de la guerra es nuestro problema supremo. Es un problema de política internacional, y el medio más importante de política internacional es el derecho internacional. Ahora bien, ya tenemos un instrumento jurídico internacional que excluye a la guerra de las relaciones internacionales, el llamado Pacto Briand-Kellogg, ratificado por casi todas las naciones del mundo. En este momento, ese tratado general de renuncia a la gue­ rra parece ser un argumento de bastante peso contra el procedi­ miento jurídico para resolver el problema de la paz. Sin embargo, el fracaso del Pacto Briand-Kellogg se debe a su propia insuficiencia técnica. Por un lado, el Pacto aspiraba a conseguir demasiado al prohibir toda clase de guerra, hasta la guerra como reacción contra una violación del derecho, sin sustituir esta sanción del derecho internacional con otra clase de sanción, una sanción organizada internacionalmente; así favorecía a los Estados inclinados a violar los derechos de otros Estados. Por otra parte, el Pacto hizo demasia­ do poco al obligar a los Estados a procurar el arreglo pacífico de sus disputas sin obligarlos a someter todos sus conflictos sin excepción alguna a la jurisdicción obligatoria de un tribunal internacional.

5. ADMINISTRACIÓN DE JUSTICIA SIN UN PODER EJECUTIVO Y UNA LEGISLACIÓN CENTRALIZADOS

La primera objeción a la sugerencia de que se cree un tribunal con jurisdicción obligatoria se refiere a la ejecución de las decisiones de ese tribunal en el caso de que un Estado no cumpla su obligación de obedecer al tribunal o recurra a la guerra o las represalias haciendo caso omiso de sus convenios. Es evidente que el método más eficaz para poner en vigor las órdenes y los fallos del tribunal es la orga­ nización de un poder ejecutivo centralizado, es decir, de una fuerza policial internacional diferente e independiente de las fuerzas ar­ madas de los Estados miembros, y poner esa fuerza armada a dispo­ sición de un órgano administrativo central cuya función consiste en ejecutar las decisiones del tribunal. Una fuerza de policía interna­ cional es eficaz sólo si se basa en la obligación de los Estados miembros de desarmarse o de limitar radicalmente sus propios ar­ mamentos, de modo que únicamente a la Liga se le permita mante­ ner una fuerza armada considerable. Una fuerza policial de esta clase es «internacional» sólo con respecto a su base jurídica, el tratado internacional. Es, no obstante, «nacional» con respecto al grado de su centralización, pues una Liga con un poder ejecutivo

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centralizado no e§ ya una confederación de Estados internacional, sino un Estado en sí misma. No puede caber duda de que el intento de organizar semejante fuerza policial debe contar con la porfiada resistencia de los gobier­ nos; y el tratado internacional que establezca la policía internacional debe obtener la ratificación de todos los gobiernos interesados. No basta una opinión pública más o menos favorable a la organización de una policía mundial. La llamada fuerza de policía «internacio­ nal» es una restricción radical, si no la total destrucción, de la soberanía de los Estados. Es incompatible con el principio de «igual­ dad de soberanía» proclamado por la Declaración de Moscú. La organización de un poder ejecutivo centralizado, el más difícil de todos los problemas de la organización mundial, no puede ser el primer paso, sino sólo uno de los últimos pasos, un paso que en todo caso no puede ser dado con buen éxito antes de que se establezca un tribunal internacional y de que éste, mediante sus actividades imparciales, haya conquistado la confianza de los go­ biernos. Pues entonces, y sólo entonces, habrá suficientes garantías de que la fuerza armada de la Liga será empleada exclusivamente para mantener el derecho de acuerdo con los fallos de una autori­ dad imparcial. En tanto que el Pacto constituyente del tribunal internacional no cree una fuerza armada central, las decisiones de ese tribunal internacional pueden ser ejecutadas contra un Estado renuente sólo por los otros Estados, miembros de la comunidad internacional, si es necesario mediante el empleo de sus propias fuerzas armadas bajo la dirección del órgano administrativo antes mencionado. Este órgano administrativo puede ser autorizado por el Pacto a designar a un funcionario cuya misión consistiría en fiscalizar las obligacio­ nes militares de los Estados miembros, y, si se ha de ejecutar una sanción militar de acuerdo con la decisión del tribunal, en designar un comandante en jefe de la Liga. El hecho de que la tarea principal del órgano administrativo consistiría en ejecutar las decisiones del tribunal facilitaría considerablemente su organización, sobre todo con respecto a su procedimiento. Pues las resoluciones mediante las cuales el consejo administrativo lleva a cabo las decisiones del tribunal deben ser aceptadas por la mayoría de sus miembros y no requieren la unanimidad, como la requerían las decisiones del Con­ sejo de la Liga de Naciones. En realidad, en el campo de las relaciones internacionales, no se aplica el principio de la mayoría salvo en un solo caso. La excep­ ción es muy importante, sin embargo; es el procedimiento de los

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tribunales internacionales. En este caso, y sólo en este caso, se acepta generalmente el principio de la mayoría de votos. El some­ timiento al voto de la mayoría de un tribunal internacional no es considerado incompatible con la soberanía de un Estado. Ésta es una de las razones por las que es aconsejable hacer de un tribunal, y no de un gobierno, el instrumento principal de una reforma internacional. Es la línea de menor resistencia. Otra razón es el hecho de que los tratados de arbitraje han resul­ tado ahora los más eficaces. Raras veces se ha negado un Estado a ejecutar la decisión de un tribunal a cuya autoridad se ha sometido en un tratado. La idea del derecho, a pesar de todo, parece todavía ser más fuerte que cualquier otra ideología de poder. Proporciona una tercera razón la historia del derecho. El pro­ blema de la organización mundial es un problema de centraliza­ ción, y toda la evolución del derecho desde sus comienzos primiti­ vos hasta su estado actual ha sido, desde un punto de vista técnico, un continuo proceso de centralización. En el campo del derecho municipal este proceso se caracteriza por el hecho sorprendente de que la centralización de la función de aplicar el derecho — es decir, la creación de tribunales— precede a la centralización de la función de crear las leyes, es decir, la creación de órganos legislativos. Mucho antes de que existieran los parlamentos como cuerpos legis­ lativos se crearon tribunales para aplicar el derecho a casos concre­ tos. Es un hecho característico que el significado de la palabra «parlamento» fuese originalmente «tribunal». En la sociedad primitiva los tribunales apenas eran más que tribunales de arbitraje. Tenían que decidir únicamente si se había o no cometido el entuerto realmente como pretendía una de las par­ tes y, en consecuencia, si el conflicto no podía ser arreglado me­ diante un acuerdo pacífico, si una de las partes estaba o no autori­ zada para ejecutar una sanción contra la otra de acuerdo con el principio de justicia por mano propia. Sólo en una etapa posterior se hizo posible abolir por completo el procedimiento de la justicia por mano propia y sustituirlo por la ejecución del fallo de un tribu­ nal mediante un poder ejecutivo centralizado, una fuerza policial del Estado. La centralización del poder ejecutivo es el último paso en esta evolución desde la comunidad pre-estatal descentralizada hasta la comunidad centralizada que llamamos Estado. Tenemos buenas razones para creer que el derecho internacional — es decir, el derecho de la comunidad interestatal, completamente descen­ tralizada y dominada por el principio de la justicia por mano pro­ pia— se desarrolla del mismo modo que el derecho primitivo de la

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comunidad preestatal. Si esto es cierto, podemos prever con algún grado de probabilidad la dirección en que puede realizarse un in­ tento relativamente afortunado para conseguir la paz internacional, para eliminar el principio de la justicia por mano propia del dere­ cho internacional destacando y fortaleciendo esa tendencia hacia la centralización. La evolución natural tiende ante todo hacia la admi­ nistración de justicia internacional, y no hacia el gobierno o la legislación internacional. Esto resuelve otra objeción que se hace continuamente a la crea­ ción de una jurisdicción internacional obligatoria, a saber, que el orden jurídico internacional que ha de ser aplicado por el tribunal es deficiente y que la jurisdicción internacional no es posible sin un cuerpo legislativo internacional competente para adaptar el dere­ cho internacional a las circunstancias cambiantes. Del hecho de que es imposible formar ese cuerpo legislativo se deduce que es también imposible una jurisdicción internacional obligatoria. Esta argumentación es incorrecta en todos sus aspectos. Como se ha señalado, la evolución del derecho nacional indica, por el contrario, que la obligación de someterse a la decisión de los tri­ bunales precede con mucho a la legislación, a la creación conscien­ te del derecho por medio de un órgano central. Dentro del Estado individual, los tribunales han aplicado durante siglos un orden jurí­ dico que no podía ser modificado por ningún legislador, pero que se desarrolló, exactamente lo mismo que el actual derecho interna­ cional, sobre la base de la costumbre y sobre los acuerdos; y en este sistema jurídico la costumbre se formaba en su mayor parte me­ diante la práctica de los mismos tribunales. Un tribunal internacio­ nal que ejerza la jurisdicción de decidir todas las disputas jurídicas de las partes sometidas al derecho, aunque esté facultado por la constitución para aplicar únicamente el derecho positivo, gradual e imperceptiblemente adaptará ese derecho, en sus decisiones con­ cretas, a las necesidades reales. La historia del derecho romano y del anglo-americano demuestra cómo crean derecho las decisiones judiciales. Un famoso jurista norteamericano ha dicho: «Todo el derecho es derecho judicial»7. Esta afirmación va quizá demasiado lejos. Pero evita que sobreestime la función de la legislación y nos hace comprender por qué no puede haber legislador sin juez, aun­ que puede haber muy bien juez sin legislador.

7. John C. Cray, The Naíure and Source o f the Law , 21927, p. 125.

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6. CONFLICTOS JURÍDICOS Y POLÍTICOS En estrecha relación con e! argumento de lo inadecuado del dere­

cho que debe aplicar el tribunal internacional se halla la distinción entre conflictos jurídicos y políticos. Se hace esta distinción para justificar la exclusión de algunas disputas internacionales de la ju­ risdicción de los tribunales internacionales. Se ha dicho que estas disputas están exentas, por su misma naturaleza, de tener que so­ meterse a decisiones judiciales obligatorias, y que son «políticas» y, por lo tanto, no justiciables, a diferencia de otras que son «jurí­ dicas» y, por lo tanto, justiciables. A veces se llega a decir que las causas principales de los conflictos internacionales son económicas o políticas y no jurídicas en su carácter, que el derecho desempeña sólo un papel de menor importancia en el control social internacio­ nal, y que, en consecuencia, el lugar de los tribunales en las relacio­ nes internacionales es a priori limitado. El último argumento en­ vuelve un sofisma. Todo conflicto entre Estados así como entre personas privadas es de carácter económico o político, pero eso no impide que sea tratada la disputa como una disputa jurídica. Un conflicto es económico o político con respecto a los intereses que están involucrados; es jurídico (o no jurídico) con respecto al orden normativo que gobierna a esos intereses. Si A reclama una propie­ dad que se halla en posesión de B y B se niega a satisfacer la reclamación de A, la disputa es de carácter económico; pero decir que esa disputa no es jurídica porque es económica resulta obvia­ mente absurdo. Es lo mismo en el caso de que A y B sean Estados y la disputa se refiera, en vez de a una propiedad, a una parte del territorio de B. Las disputas territoriales son consideradas habitualmente como «políticas» p ar excellence. En una controversia de límites entre Rhode ísland y Massachusetts llamada ante la Suprema Corte en 1838 fue objetada la jurisdicción del tribunal basándose en que la controversia era política y no jurídica. Pero esta pretensión fue rechazada por la Suprema Corte de los Estados Unidos. El magis­ trado Baldwin declaró en su resolución: «Todas las controversias entre las naciones son, en este sentido, políticas, y no judiciales, pues nadie más que el soberano puede resolverlas», pero «no existe ni autoridad de derecho ni razón alguna para la afirmación de que la de los límites entre las naciones o los Estados es, por su misma naturaleza, una cuestión más política que cualquier otra acerca de la cual pueden disputar...». Luego comentaba las cuestiones polítiCas y jurídicas del siguiente modo:

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Encaramos así la verdadera línea divisoria entre el poder político y judicial y las cuestiones correspondientes. Un soberano decide por su propia voluntad, que es la ley suprema dentro de sus propios límites; 6 Peters, 714; 9 Peters, 748; un tribunal, o un juez, decide de acuerdo con la ley prescripta por el poder soberano, y esa ley es la regla para el juicio. El sometimiento por los soberanos, o Estados, a un tribunal de derecho o de equidad de una controversia entre ellos, sin prescribir con la ley de decisión, otorga el poder de decidir de acuerdo con la ley propia del caso; 11 Ves. 294; la que depende de la materia de que se trata, el origen y la naturaleza de las recla­ maciones de las partes y la ley que las gobierna. Desde el momento de ese sometimiento la cuestión deja de ser un asunto político que debe ser decidido por el sic volo, sic jubeo del poder político; se presenta al tribunal para ser decidida por su juicio, su discreción jurídica y la solemne consideración de las reglas de derecho apro­ piada a su naturaleza como una cuestión judicial, dependiendo del ejercicio del poder judicial; y éste está obligado a actuar en virtud de principios conocidos y fijos de jurisprudencia nacional o munici­ pal, según lo requiera el caso®.

8. 12 Peters, 657, 737. El caso es citado por George A. Finch, director del Carnegie Endowment for International Peace, en el Annual Report for 1943 o f the División o f International Law, p. 11. Mr. Finch dice: «No es necesario insis­ tir en que en cualquier plan para un mundo de postguerra basado en el derecho y el orden, un tribunal de justicia internacional debe formar parte de la estructu­ ra propuesta. En opinión del Director, el mayor defecto de las tentativas anterio­ res para crear una organización internacional ha sido la indebida importancia que se ha dado al arreglo de las disputas internacionales mediante organismos políticos y el menosprecio de la mayor eficacia con que pueden ser tratadas muchas cuestiones llamadas políticas si son reducidas a términos jurídicos y refe­ ridas a un tribunal internacional». Después de llamar la atención a la decisión antes citada de la Suprema Corte, Mr. Finch afirma: «Es interesante observar a este respecto que los intentos meticulosos de trazar sutiles distinciones en los modos de arreglo entre las cuestiones jurídicas y políticas han nacido de los esfuerzos del siglo actual para formular estipulaciones para el arbitraje obligato­ rio de las futuras disputas. Semejantes distinciones no tenían lugar en los nume­ rosos arbitrajes ad hoc de las disputas anteriores que tuvieron lugar durante los siglos precedentes. Los Estados Unidos han sido parte en el arbitraje de un nú­ mero de importantes disputas fronterizas con otras naciones. Gran Bretaña no consideró ciertamente que la controversia de Alabama con los Estados Unidos era otra cosa que política, y fue necesario que los Estados Unidos estipulasen en el tratado de arbitraje los principios jurídicos que serían aplicados por el tribu­ nal. Otros centenares de casos menos conocidos han sido arbitrados por muchos países; esos casos involucraban una gran variedad de cuestiones que podían ha­ ber sido clasificadas fácilmente como políticas y no jurídicas si la voluntad de arbitrar no hubiese estado presente».

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Si las relaciones entre personas — individuos particulares o Es­ tados— son reguladas de alguna manera por un orden jurídico, todos los conflictos posibles entre personas, ya tengan carácter eco­ nómico o político, son al mismo tiempo conflictos jurídicos si son juzgados por el orden jurídico; y, objetivamente, siempre pueden ser juzgados por el orden jurídico aunque, desde el punto de vista de ciertos intereses subjetivos, puede ser indeseable tratarlos como conflictos jurídicos. La afirmación de que el derecho desempeña un papel de peque­ ña importancia en el control social internacional carece de sentido si se la toma literalmente. Si el derecho internacional positivo es reconocido como un sistema de normas jurídicas que regulan las relaciones internacionales, no es menor ni mayor que el papel que desempeña el derecho nacional en los asuntos nacionales. Puede suceder que el papel que desempeña el derecho internacional en las relaciones entre los Estados sea menos satisfactorio que el que des­ empeña el derecho nacional en las relaciones entre individuos par­ ticulares de una manera insatisfactoria. A pesar de ello nadie diría que, en consecuencia, el derecho nacional desempeña sólo un papel de pequeña importancia en el control social nacional. Puede haber una diferencia cualitativa entre dos sistemas jurídicos en tanto que el uno sea más justo que el otro. Sin embargo, no existe una dife­ rencia cuantitativa en el sentido de que uno de los sistemas regula más relaciones de esa clase que el otro. La función de un sistema jurídico consiste en obligar a las personas sometidas a él a condu­ cirse de cierta manera entre sí. Si una persona — individuo particu­ lar o Estado— no está jurídicamente obligada a conducirse de cier­ to modo con respecto a otra persona, la primera está jurídicamente autorizada a conducirse a ese respecto como guste. Lo que no está prohibido jurídicamente está jurídicamente permitido. Si el dere­ cho internacional, consuetudinario o convencional, no obliga al Estado A a perm itir la inm igración de ciudadanos del Estado B, el Estado A está jurídicamente en libertad de permitir o no permitir la inmigración de ciudadanos del Estado B, y no viola un derecho del Estado B al no permitir la inmigración de los ciudadanos de éste. A este respecto la relación entre el Estado A y el Estado B no está jurídicamente menos regulada que si el derecho internacional, consuetudinario o convencional, obligase al Estado A a permitir la inmigración de ciudadanos del Estado B. Las relaciones que están dentro de la esfera de lo que está jurídicamente permitido no están menos reguladas jurídicamente que las relaciones que están dentro de la esfera de lo que se halla jurídicamente prohibido. En este

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punto no hay diferencia entre el derecho nacional y el internacio­ nal, y de aquí que no haya razón para decir que el derecho desem­ peña en el control social internacional un papel de menor impor­ tancia que en el control social nacional. El verdadero significado de esta afirmación no es, al parecer, la aserción de un hecho, sino más bien la expresión de un deseo, a saber, el de eliminar no el derecho internacional, lo cual es imposible, sino la administración de justi­ cia internacional de ciertas relaciones entre los Estados reguladas en realidad por el derecho internacional positivo. Ésta es la verdadera función de la distinción entre conflictos jurídicos y políticos tal como la define la conocida fórmula de los Tratados de Locarno de 1925: las disputas jurídicas son disputas en las que las partes se hallan en conflicto en lo referente a sus respec­ tivos derechos reglados, en tanto que todas las demás disputas son disputas políticas. Esta definición no es satisfactoria. Se refiere úni­ camente a los derechos reglados, aunque las disputas importan en primer lugar deberes reglados. La fórmula de Locarno produce la falsa impresión de que la diferencia entre las disputas jurídicas y políticas se refiere al asunto del conflicto y, en consecuencia, de que las disputas jurídicas pueden distinguirse de las políticas por una cualidad objetivamente verificable inherente al conflicto. Esto no es cierto. La diferencia consiste en la manera como las partes en conflicto justifican sus actitudes respectivas. El criterio es, por lo tanto, puramente subjetivo. Las disputas jurídicas son disputas en las que ambas partes fundamentan sus respectivas demandas y su rechazo de la demanda de la otra parte en el derecho internacional positivo; en tanto que las disputas políticas son disputas en las que por lo menos una de las partes fundamenta su demanda o su defen­ sa no en el derecho internacional positivo, sino en otros principios, o en ningún principio. Si un tratado internacional que establece la jurisdicción de un tribunal internacional para la solución de los conflictos internacio­ nales reconoce una diferencia entre los conflictos jurídicos y los políticos, y si este tratado somete únicamente los conflictos jurídi­ cos a la jurisdicción del tribunal, el efecto de esa disposición es que cada uno de lo Estados posee la facultad de retirar cualquier con­ flicto de la jurisdicción del tribunal y librarse así de su obligación de someter por lo menos algunos de sus conflictos con otros Esta­ dos a la jurisdicción del tribunal. Pues el carácter jurídico o político de un conflicto depende exclusivamente del albedrío de las partes. Si el Estado A reclama una parte del territorio del Estado B y el Estado B se niega a satisfacer la demanda del Estado A, y si ambos

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fundamentan su respectiva actitud en el derecho internacional po­ sitivo existente, entonces, y sólo entonces, el conflicto es un con­ flicto jurídico. Si, no obstante, A no basa su demanda en el derecho internacional positivo (y esto significa que A reconoce que, según el derecho internacional positivo, B posee un derecho reglado al terri­ torio en cuestión, o, por lo menos, que A no niega el derecho reglado de B ), entonces el conflicto es un conflicto político. Lo mismo es cierto cuando B no fundamenta su rechazo de la demanda de A (basada en el derecho positivo) en el derecho positivo, lo que significa que B reconoce, o por lo menos no niega, que A posee un derecho reglado a reclamar el territorio en cuestión. Si una de las partes en conflicto desea eludir la jurisdicción de un tribunal com ­ petente para resolver los conflictos jurídicos, sólo necesita re­ conocer o no negar el derecho reglado de la otra parte mediante principios de justicia y otros parecidos, o mantener su actitud sin justificación alguna. También el tribunal debe reconocer el carácter político de una disputa si una de las partes justifica su actitud antagónica hacia la otra parte de otro modo que invocando el derecho internacional positivo. Demandar algo o rechazar la demanda de otro sin fundamentar la propia actitud en el derecho positivo, reconociendo así, o no negando, el derecho reglado de la otra parte, significa normal­ mente que la parte que no fundamenta su actitud en el derecho positivo considera a éste insatisfactorio, injusto, etc., y por lo tanto desea que sea modificada la regla. Esto no significa, como se ha supuesto a veces, que no existe regla de derecho positivo de acuer­ do con la cual puedan ser resueltos los conflictos, y que, en conse­ cuencia, no puede ser aplicado al conflicto el derecho positivo. Semejante situación es imposible. Un orden jurídico positivo puede ser siempre aplicado a cualquier conflicto. Sólo son posibles dos casos: o bien el orden jurídico contiene una norma que obliga a una de las partes a obrar como demanda la otra parte, o bien el orden jurídico no contiene esa norma. En el primer caso la aplicación del orden jurídico al conflicto tiene el efecto de admitir la demanda; en el segundo caso la aplicación del orden jurídico tiene el efecto de rechazar la demanda. El sistema de normas del orden jurídico inter­ nacional es aplicable en ambos casos; y, en consecuencia, tanto los conflictos políticos como los jurídicos son justiciables en el verdade­ ro sentido de la palabra, lo que significa que pueden ser resueltos mediante una decisión judicial que aplique el derecho positivo al conflicto. Pero el efecto resultante de la aplicación de las normas jurídicas existentes puede ser, desde algunos puntos de vista, insa­

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tisfactorio, tanto en el primero como en el segundo caso. De aquí que declarar que un conflicto es político significa únicamente que la parte que no fundamenta su demanda o el rechazo de la deman­ da de la otra parte en el derecho positivo considera a éste insatis­ factorio, injusto, etcétera. Si un tratado internacional que establece la jurisdicción de un tribunal para la solución de los conflictos reconoce la distinción entre los conflictos jurídicos y los políticos, autoriza a las partes a retirar cualquier conflicto de la jurisdicción del tribunal siempre que la parte considere insatisfactoria la aplicación del derecho al conflicto. En consecuencia, el efecto de una cláusula que admita la jurisdicción de un tribunal internacional únicamente en conflictos jurídicos sería anular la estipulación que obliga al Estado a someter los conflictos a la jurisdicción del tribunal. Este efecto es tanto más paradójico, puesto que la restricción de la jurisdicción del tribunal a los conflictos jurídicos autoriza a la parte para eludir esa jurisdic­ ción precisamente en el caso en que esta parte reconoce, o por lo menos no niega, el derecho reglado de la otra parte. La distinción entre conflictos jurídicos y políticos desempeña un papel análogo al de la mal afamada clausula rebus sic stantibus (la doctrina de que un tratado internacional deja de obligar tan pronto como las cir­ cunstancias en que ha sido concluido son alteradas esencialmente). Así com o la última invalida la regla pacta sunt servanda (los trata­ dos son obligatorios), así también la primera anula el deber de la jurisdicción obligatoria. La opinión de una parte de que el derecho que el tribunal tiene que aplicar al conflicto es insatisfactorio no puede ser una razón legítima para excluir al conflicto de la decisión o el arbitraje judi­ cial, es decir, de la aplicación del derecho existente. Pues semejante opinión se basa en un juicio de valor subjetivo de la parte interesa­ da. Y hasta si hubiera un criterio más o menos objetivo para deter­ minar la supuesta insuficiencia del derecho y no lo hay esa insuficiencia nunca podría justificar la no aplicación del derecho. Pues este derecho es, de acuerdo con una doctrina generalmente aceptada, reconocido por todos los Estados de la comunidad inter­ nacional, y así también por las partes en conflicto. En este recono­ cimiento fundamenta la doctrina la fuerza obligatoria del derecho internacional. Su no aplicación lleva a la anarquía y no al cambio en el derecho que es deseado al parecer por una parte que declara político un conflicto. La exclusión de las llamadas disputas políticas de la jurisdicción de los tribunales internacionales no puede ser compensada por e

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sometimiento de esas disputas a la conciliación mediante organis­ mos no judiciales, como el Consejo de la Liga de Naciones. Puesto que es posible que no se obtenga la unanimidad, ni siquiera una mayoría, para una recomendación positiva de solución del conflic­ to, y puesto que, si se obtiene, la recomendación hecha por el órgano de conciliación no obliga a las partes, la conciliación no lleva necesariamente a una solución del conflicto. Esto es cierto también si una decisión unánime del órgano de conciliación posee fuerza obligatoria para las partes9. Los casos en que puede alcan­ zarse la unanimidad dentro de un organismo más o menos político son muy raros. Nada es más peligroso para la paz que la existencia de un conflicto no resuelto y para cuyo arreglo pacífico no se provea un procedimiento obligatorio. Una situación como ésa cons-

En The International Law o f the Future. Postulates, Principies, Proposals. A Statement o f a Community ofViews By North Americans (Conciliación Interna­ cional, abril de 1944, n.° 399) se mantiene la distinción entre las disputas jurídi­ cas y las políticas. La propuesta 17 dice así: «(1) El Tribunal Permanente de Jus­ ticia Internacional debería tener jurisdicción sobre todas las disputas en las que los Estados se hallan en conflicto acerca de sus derechos reglados respectivos y que no se hallan pendientes ante el Consejo Ejecutivo, debiendo ser ejercida dicha jurisdicción a solicitud de cualquiera de las partes en disputa...». Propuesta 18: «(1) Actuando por propia iniciativa o a requerimiento de algún Estado, el Consejo Ejecutivo deberá tener la facultad de tomar conocimiento de cualquier disputa entre dos o más Estados que no se halle pendiente ante el Tribunal Permanente de Justicia Internacional. (2) El Consejo Ejecutivo deberá tener la facultad de tomar aquellas medidas que puedan considerarse necesarias para impedir una agrava­ ción o extensión de la disputa; y, por mayoría de votos, de pedir el consejo del Tribunal Permanente de Justicia Internacional con respecto a cualquier cuestión jurídica relacionada con la disputa. (3) Si su esfuerzo para llegar a una solución de la disputa mediante el acuerdo de las partes no tiene buen éxito, el Consejo Ejecu­ tivo deberá tener la facultad, mediante el voto unánime, de dictar una resolución que será obligatoria para las partes; faltando esa resolución, deberá tener la facul­ tad, por mayoría de votos, de adoptar y publicar un informe que contenga una exposición de los hechos y las recomendaciones consideradas justas y adecuadas con relación a los mismos...». Si el Consejo Ejecutivo no puede llegar a un voto unánime, la disputa queda sin ser resuelta. Éste es el principio que inspira también a los artículos 12-15 del Pacto de la Liga de Naciones. Las propuestas de The International Law o f the Future aspiran a un notable progreso en relación con las respectivas disposiciones del Pacto de la Liga de Naciones sólo en la medida en que una decisión unánime del Consejo Ejecutivo obligue a las partes que, en consecuencia, deberán ejecutar la decisión; en tanto que un informe unánime del Consejo de la Liga de Naciones tiene el único efecto de que queda expresamente prohibida la guerra contra la parte que obra de acuerdo con las recomendaciones. 9.

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tiiuyc la mayor tentación para resolver el conflicto mediante el empleo de la fuerza, aunque la fuerza como medio de arreglar los conflictos esté prohibida por un tratado especial. El completo fra­ caso del Pacto Briand-Kellogg demuestra claramente que es inútil proscribir la guerra sin eliminar la posibilidad de conflictos no resueltos ni que puedan resolverse jurídicamente. Mantener esta peligrosa posibilidad es la verdadera función de la distinción entre conflictos jurídicos y políticos.

7. CONCILIACIÓN

La jurisdicción obligatoria de un tribunal internacional no excluye un procedimiento de conciliación. Si las partes están de acuerdo, el conflicto puede ser sometido en primer término a una comisión de conciliación. Luego el tribunal se hace competente sólo en el caso de que fracase la conciliación. Así lo dispone el artículo 20 de la Ley General de 1928 para el Arreglo Pacífico de las Disputas Inter­ nacionales. La Ley General somete también las disputas políticas a la decisión judicial (arts. 21-28). Pero este progreso queda comple­ tamente neutralizado por la estipulación del artículo 39, que per­ mite a los Estados aceptar condicionalmente bajo reservas la Ley General. Entre las reservas admitidas por ésta la más problemática es la que se refiere a las «cuestiones que de acuerdo con el derecho internacional dependen únicamente de la jurisdicción nacional de los Estados». Ésta es la conocida fórmula del artículo 15, sección 8, del Pacto de la Liga de Naciones, una fórmula que es muy discuti­ da. No existen cuestiones que, por su misma naturaleza, dependen «exclusivamente de la jurisdicción nacional de un Estado». Cual­ quier cuestión puede llegar a ser objeto de un tratado internacional, dejando así de depender únicamente de la jurisdicción nacional de los Estados contratantes. Una cuestión depende «exclusivamente» de la jurisdicción nacional de un Estado sólo mientras no está sujeta a una norma de derecho internacional consuetudinario o conven­ cional. Pero esto no significa que esa cuestión no pueda ser la causa de un conflicto internacional o que el derecho internacional no pueda ser aplicado a ese conflicto. Pues una disputa entre Estados que surge de una cuestión que «de acuerdo con el derecho interna­ cional depende únicamente de la jurisdicción nacional» de una de las partes, sólo significa que el derecho internacional no obliga a la parte a obrar de la manera exigida por la otra parte y, en conse­ cuencia, que la primera posee, de acuerdo con el derecho interna­

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cional, el derecho a rechazar la demanda de la otra. La afirmación de que una cuestión de la que ha surgido una disputa internacional depende únicamente de la jurisdicción nacional de una de las partes involucra la aplicación del derecho internacional a ese caso, pues según el artículo 15, sección 8, del Pacto de la Liga de Naciones, así como el artículo 39 de la Ley General, es el «derecho internacio­ nal» el que hace que la cuestión dependa únicamente de la jurisdic­ ción nacional de la parte en disputa. De aquí que en la naturaleza del caso no haya nada que pueda justificar la exención de esa disputa de la jurisdicción de un tribunal internacional.

8.

LA IGUALDAD SOBERANA DE LOS ESTADOS

COMO BASE DE UNA ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL PARA EL MANTENIMIENTO DE LA PAZ

Puesto que la Conferencia de Moscú declaró el principio de la «igualdad de soberanía» como la base de la organización interna­ cional que debe crearse después de esta guerra, es necesario exa­ minar la cuestión de si un tribunal internacional con jurisdicción obligatoria en el sentido antes expuesto es compatible con este principio. La expresión «igualdad de soberanía» significa probablemente soberanía e igualdad, dos características generalmente reconocidas de los Estados como sujetos del derecho internacional. Está justifi­ cado que se hable de igualdad soberana en cuanto ambas cualidades son consideradas generalmente como relacionadas entre sí. La igual­ dad de los Estados es explicada con frecuencia como una conse­ cuencia de su soberanía, o como algo que está involucrado en ésta. ¿Qué significa el término muy ambiguo de «soberanía» tal como es empleado en la Declaración de las Cuatro Potencias? Podemos suponer que en esa Declaración la palabra «soberanía», definida habitualmente como autoridad suprema, posee un significado no incompatible con la existencia de un derecho internacional que impone deberes y confiere derechos a los Estados. Pues «el restable­ cimiento del derecho y el orden y la inauguración de un sistema de seguridad general» son, según la misma Declaración, objetivos bé­ licos de las Cuatro Potencias. «El derecho y el orden» que han de ser restablecidos con el efecto de inaugurar un sistema de seguridad general sólo pueden ser el derecho de las naciones y el orden jurí­ dico internacional como una serie de normas obligatorias para los Estados. Si se da por supuesto que los Estados tienen deberes que

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les impone y, en consecuencia, derechos que les confiere el derecho internacional, deben ser considerados como sometidos al derecho in­ ternacional. Con la expresión metafórica «estar sometidos» no se quiere dar a entender otra cosa que su relación de sujetos a un orden jurídico que les impone deberes y confiere derechos. La so­ beranía de los Estados, como sujetos del derecho internacional, es la autoridad jurídica de los Estados bajo la autoridad del derecho internacional. Si soberanía significa autoridad «suprema», la sobe­ ranía de los Estados como sujetos del derecho internacional no puede significar una autoridad absoluta, sino sólo relativamente suprema: la autoridad jurídica del Estado es «suprema» en cuanto no está sujeto a la autoridad jurídica de cualquier otro Estado. El Estado es «soberano» desde que está sujeto solamente al derecho internacional y no al derecho nacional de cualquier otro Estado. La soberanía del Estado bajo el derecho internacional es la indepen­ dencia jurídica del Estado de otros Estados. Éste es el significado que se atribuye habitualmente a la palabra «soberanía» por los es­ critores sobre derecho internacional. La soberanía es definida a veces como «poder». A este respecto, poder significa lo mismo que autoridad, a saber, p o d er ju ríd ico, la competencia para imponer deberes y conferir derechos. Si «poder» no tiene este significado referente al reino de las normas o los valo­ res, sino más bien el significado de «capacidad de producir un efec­ to», significado que se refiere al reino de la realidad determinado por las leyes de causalidad, entonces es fácil demostrar que la sobe­ ranía como un poder supremo en este último sentido no puede ser característica de los Estados como entidades jurídicas. Con respecto a su poder real los diversos Estados difieren mucho entre sí. Compa­ rado con y en relación con una Gran Potencia, un Estado como Licchtenstein no tiene poder alguno, aunque es llamado Potencia en la fraseología diplomática. Si «poder» significa verdadero poder, es decir, capacidad para producir un efecto, «poder supremo» signifi­ caría una causa primera, una prim a causa. En este sentido, sólo Dios, como el creador del mundo, es soberano; este concepto de la sobe­ ranía es metafísico, no científico. Pero la tendencia a deificar al Estado lleva a una teoría política que es una teología más bien que una ciencia del Estado, y en esta teología política el concepto de soberanía asume un significado metafísico. La soberanía en el senti­ do del derecho internacional y limitable sólo por el derecho inter­ nacional, y no por el derecho nacional de otro Estado. La palabra «igualdad» designando una característica esencial de los Estados como sujetos del derecho internacional parece, a prime­

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ra vista, significar que todos los Estados poseen los mismos deberes y los mismos derechos. Esta proposición, sin embargo, es evidente­ mente incierta, ya que los deberes y derechos establecidos por los tratados internacionales son muy diversos entre los Estados. En consecuencia, la proposición debe ser limitada al derecho interna­ cional consuetudinario general. Pero ni siquiera de acuerdo con el derecho internacional consuetudinario general poseen todos los Estados los mismos deberes y derechos. Un Estado litoral posee deberes y derechos distintos de los de un Estado mediterráneo. La proposición de que tratamos es correcta sólo si se la modifica de la siguiente manera: de acuerdo con el derecho internacional general todos los Estados poseen la misma capacidad para que se les im­ ponga deberes y para adquirir derechos; igualdad no significa igual­ dad de deberes y derechos, sino más bien igualdad de capacidad para los deberes y derechos. La igualdad no es igualdad incondicional de deberes y los derechos; es el principio de que, en las mismas condiciones, los Estados poseen los mismos deberes y los mismos derechos. No obstante, ésta es una fórmula vacía y sin sentido, puesto que es aplicable hasta en el caso de desigualdades radicales. Una regla de derecho internacional general que confiere privilegios a las Grandes Potencias podría ser interpretada como hallándose de acuerdo con el principio de igualdad, ya que esa regla puede ser expuesta como sigue: todo Estado, a condición de que sea una gran Potencia, goza de los privilegios concernientes. El principio de igualdad, tal como ha sido formulado anteriormente, no es más que una expresión tautológica del principio de legalidad, es decir, el principio de que las reglas generales del derecho deben ser aplica­ das en todos los casos en que, de acuerdo con su contenido, deban ser aplicadas. Ésta es la razón de que el principio de igualdad jurídica, si no es más que el principio vacío de la legalidad, sea compatible con cualquier desigualdad práctica. Es, por lo tanto, enteramente comprensible que la mayoría de los escritores sobre derecho internacional traten de atribuir una importancia más substancial al concepto de igualdad. Cuando ca­ racterizan a los Estados como iguales quieren decir que de acuerdo con el derecho internacional general ningún Estado puede ser obli­ gado jurídicamente sin o contra su voluntad: que, en consecuencia, los tratados internacionales sólo obligan a ios Estados contratantes; que la decisión de un organismo internacional no obliga a un Esta­ do que no está representado en el organismo o cuya representación ha votado contra la decisión; que el principio de la mayoría de votos está excluido del reino del derecho internacional. Otras

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aplicaciones de este principio de igualdad son las reglas de que ningún Estado posee jurisdicción sobre otro Estado (y esto quiere decir sobre los actos de otro Estado) sin consentimiento del último — p a r in parem non h ab et im periutn— y que los tribunales de un Estado no son competentes para poner en tela de juicio la validez de los actos de otro Estado en tanto que esos actos tienen efecto dentro de la esfera de validez del orden jurídico nacional del último Estado. El principio de igualdad entendido de este modo es el principio de autonomía de los Estados como sujetos del derecho internacional. Según la doctrina tradicional, la igualdad de los Estados en el sentido de la autonomía se deriva de su soberanía. Sin embargo, no es posible derivar de la soberanía del Estado — es decir, del prin­ cipio de que un Estado está sujeto únicamente al derecho interna­ cional, y no al derecho nacional de otro Estado— las reglas de que ningún Estado puede ser obligado jurídicamente sin o contra su voluntad, de que los tratados internacionales sólo son obligatorios para los Estados contratantes, de que un Estado no puede ser obli­ gado jurídicamente por la decisión de un organismo internacional si no está representado en ese cuerpo legislativo o si el representan­ te del Estado ha votado contra la decisión, de que ningún Estado posee jurisdicción sobre los actos de otro Estado, etc. Estas reglas pueden o no ser reglas de derecho internacional positivo, y la sobe­ ranía de los Estados podría ser una consecuencia de esas reglas, pero no las reglas una consecuencia de la soberanía. Es una ilusión creer que las reglas jurídicas pueden derivarse de un concepto como el de la soberanía o de cualquier otro concepto jurídico. Las reglas jurídicas son válidas sólo si son creadas median­ te la legislación, la costumbre o un tratado; y las reglas jurídicas que constituyen la llamada igualdad de los Estados son válidas no porque los Estados sean soberanos, sino porque esas reglas son normas de derecho internacional positivo. Y son, ciertamente, nor­ mas de derecho internacional positivo; pero estas normas tienen, según el mismo derecho internacional, importantes excepciones. Hay tratados internacionales que, según el derecho internacional general, imponen deberes a terceros Estados; por ejemplo, tratados que establecen las llamadas servidumbres internacionales, o trata­ dos que crean un nuevo Estado y al mismo tiempo imponen obliga­ ciones a este Estado (Danzig, el Estado del Vaticano). Hay casos en que un Estado posee jurisdicción sobre los actos de otro Estado sin el consentimiento de éste. Mediante un tratado puede crearse un organismo internacional en el que sólo una parte de los Estados

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contratantes estén representados y este organismo puede ser autori­ zado por el tratado para adoptar por mayoría de votos normas que obliguen a todos los Estados contratantes. Semejante tratado no es incompatible con el concepto del derecho internacional o con el concepto del Estado como sujeto del derecho internacional; y se­ mejante tratado es una verdadera excepción de la regla de que ningún Estado puede ser obligado jurídicamente sin o contra su propia voluntad. No puede decirse correctamente, como se dice habitualmente, que todas las decisiones de un organismo creado por un tratado internacional son tomadas con el consentimiento de todas las partes firmantes del tratado y que, en consecuencia, no se toma decisión alguna sin o contra la voluntad de alguno de los Estados obligados por la decisión. Ésta es una ficción que se halla en abierta contradicción con el hecho de que un Estado no repre­ sentado en el organismo no puede en modo alguno haber expresa­ do su voluntad con respecto a la decisión, y de que uno de los representados puede haber votado contra la decisión y declarado así expresamente su voluntad opuesta. El hecho de que un Estado, al firmar el tratado, haya dado su consentimiento a la competencia del organismo creado por el tra­ tado es enteramente compatible con el hecho de que el Estado puede cambiar de voluntad. No obstante, este cambio de voluntad carece jurídicamente de importancia; el Estado contratante sigue obligado jurídicamente por el tratado, aunque haya dejado de de­ sear lo que había declarado que deseaba en el momento en que firmó el tratado. Sólo en ese momento es necesaria la concordancia de voluntades de los Estados contratantes para crear los deberes y derechos establecidos por el tratado. El hecho de que el Estado contratante siga obligado jurídicamente por el tratado sin tenerse en cuenta un cambio de voluntad unilateral demuestra claramente que un Estado puede ser obligado hasta contra su voluntad y que la autonomía del Estado bajo el derecho internacional no es ni puede ser limitada. La voluntad cuya expresión constituye un elemento esencial de la conclusión del tratado no es necesariamente la misma voluntad que el Estado posee, o no posee, con respecto a la deci­ sión tomada por el organismo creado por el tratado. Puesto que es indudablemente posible que tal tratado sea con­ cluido por Estados soberanos basándose en el derecho internacio­ nal general, es emplear mal el concepto de soberanía sostener que es incompatible con la soberanía de los Estados como sujetos del derecho internacional para crear un organismo dotado con la com­ petencia para obligar, mediante la mayoría de votos, a los Estados

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representados o no representados en el cuerpo legislativo. No se trata de una imposibilidad lógica, como suponen quienes basan sus argumentos en el concepto de soberanía. Pero lo que es lógicamen­ te posible puede ser políticamente indeseable. M ediante un tratado que crea un organismo competente para tomar decisiones que obli­ guen a los Estados contratantes que no están representados en el cuerpo legislativo o que han votado contra la decisión, la libertad de acción de los Estados contratantes queda ciertamente mucho más restringida que por cualquier otro tratado. Pero la diferencia es sólo cuantitativa, no cualitativa, ya que bajo un orden jurídico es imposible la libertad de acción ilimitada. Mediante la creación de un organismo dotado de verdadero poder legislativo se constituye una comunidad internacional que difiere de cualquier otra comunidad internacional en el grado de su centralización. Pero también ésta es una diferencia relativa y no absoluta, ya que hasta esta comunidad centralizada se basa en un tratado internacional y, en consecuencia, tiene un carácter internacional. No es enteramente correcto decir que semejante comunidad, a causa de su centralización, es un Esta­ do y, por lo tanto, deja de ser una comunidad internacional. No hay una línea divisoria absoluta entre dos clases de comunidades, una de las cuales es constituida por el derecho nacional y la otra por el internacional, puesto que no hay una línea divisoria absoluta entre la esfera del derecho nacional y la del derecho internacional. El derecho nacional puede derivarse del internacional, como, por ejemplo, la constitución de un Estado federal creado por un tratado internacional. Tal constitución es derecho nacional, puesto que es la base del derecho de un Estado; y es al mismo tiempo derecho internacional, puesto que es el contenido de un tratado internacio­ nal. Sólo el prejuicio dogmático de una interpretación dualista de la relación entre el derecho nacional y el internacional puede impe­ dir el reconocimiento de este hecho. Ni el hecho de que un tratado que crea un organismo legislativo restringe la libertad de acción de los Estados contratantes, ni el hecho de que la comunidad consti­ tuida por ese tratado es más centralizada que otras comunidades internacionales justifican el argumento de que la creación de un organismo legislativo es incompatible con la naturaleza del derecho internacional, o, lo que vale lo mismo, con la soberanía de los Estados. Pero puede ser incompatible con el interés de los Estados cuyos gobiernos no desean ser restringidos en su libertad de acción por un organismo internacional relativamente centralizado y, por lo tanto, se niegan a concluir un tratado que crea una comunidad centralizada.

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Podemos, por supuesto, definir ia soberanía como nos plazca, y por lo tanto de manera que el sometimiento a cualquier organismo dotado de poder legislativo sea incompatible con la soberanía. Sin embargo, no podemos deducir del concepto de soberanía más que lo que hemos incluido expresamente en su definición. En conse­ cuencia, la incompatibilidad derivada de nuestra propia definición significa, en el fondo, que algo es incompatible con nuestros de­ seos. Es una treta característica de un método discutible pero que goza de favor entre los juristas presentar como lógicamente impo­ sible aquello que, en realidad, sólo es políticamente indeseado por­ que se opone a ciertos intereses. Ésta ha sido una de las funciones más importantes del concepto de soberanía desde la época en que el escritor francés Jean Bodin incluyó la idea en la teoría del Estado con objeto de demostrar que el poder de su rey «no podía» ser limitado porque es por su misma naturaleza soberano, y eso signi­ fica «el poder absoluto y perpetuo dentro de un Estado». De su definición de la soberanía dedujo los «derechos de soberanía» y así aseguró a la doctrina de la soberanía un éxito tremendo. La declaración de que las Potencias de la Conferencia de M os­ cú tratan de crear una organización internacional sobre la base del principio de «la igualdad soberana de todos los Estados amantes de la paz» significa probablemente que esas Potencias no desean con­ cluir un tratado que cree una comunidad internacional más centra­ lizada de lo que son habitualmente esas comunidades. Significa ciertamente que los gobiernos interesados no tienen en vista la creación de un organismo internacional dotado de poder legislati­ vo o ejecutivo, un organismo que tenga el carácter de un verdadero gobierno. En lo que se refiere a las funciones gubernamentales de la futura comunidad internacional, cuya tarea será mantener el «siste­ ma de seguridad general», apenas podemos esperar una competen­ cia más satisfactoria que la que el Pacto de la Liga de Naciones confirió al Consejo y a la Asamblea. Ambos tropezaron con el obstáculo del principio de igualdad de soberanía cuidadosamente mantenido por el Pacto, el principio de que ningún Estado puede ser obligado sin o contra su voluntad. En consecuencia, ambos organismos podían tomar decisiones que obligaban a los miembros sólo por unanimidad de votos y, por regla general, con el consen­ timiento de los miembros cuyos intereses eran afectados por la decisión. Como se ha indicado anteriormente en este estudio, es un he­ cho que los únicos organismos internacionales cuyo procedimiento no está realmente sujeto a la regla de que ningún Estado puede ser

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obligado jurídicamente sin o contra su voluntad son los tribunales internacionales. Estos organismos son competentes para tomar decisiones por mayoría de votos, y sus decisiones obligan a los Estados que han creado el tribunal mediante un tratado internacio­ nal. Pero los Estados contratantes no están «representados» en el tribunal. Una persona está jurídicamente «representada» por otra persona si ésta está obligada por las instrucciones de la primera. Sin embargo, un juez internacional, en el verdadero sentido de la pala­ bra, es, por lo menos en principio, independiente, y en particular independiente del Estado por el que ha sido designado. Ser desig­ nado por una autoridad no significa necesariamente que se está sometido a esa autoridad. Un «juez» internacional, en el verdadero sentido de la palabra, no «representa» al Estado por el que ha sido designado, a diferencia del miembro de un gobierno internacional, quien representa a «su» Estado — es decir, al Estado que lo ha nombrado o delegado— , puesto que debe cumplir las instrucciones que le ha dado su Estado. Una persona tiene el carácter de «juez» sólo si no está obligada jurídicamente por las instrucciones del gobierno que la ha designado. Hay tribunales internacionales cuyos miembros no son, o por lo menos no lo son en parte, designados por los Estados que pueden estar obligados por las decisiones del tribunal. Por ejemplo, el Tribunal Permanente de Justicia Interna­ cional, cuyos miembros son elegidos por el Consejo y la Asamblea de la Liga de Naciones, y no por los Estados en disputa, o un tribunal de arbitraje compuesto de jueces nombrados por partes ¡guales por los Estados en disputa y autorizado a designar conjun­ tamente un presidente o árbitro. La creación de un tribunal internacional compuesto de jueces que no representan a los Estados en disputa y que toman, de acuer­ do con la mayoría de votos, decisiones que obligan a los Estados en disputa, es considerada en general compatible con la soberanía y la igualdad de los Estados. Esto se debe a la idea de que los tribunales internacionales son competentes únicamente para aplicar el dere­ cho internacional positivo a las disputas que tienen que resolver, de que mediante sus decisiones no pueden imponer nuevas obligacio­ nes o conferir nuevos derechos a los Estados en disputa. Parece que el principio de la igualdad de soberanía es mantenido, en primer lugar, para evitar la posibilidad de la imposición de nuevas obliga­ ciones a un Estado que no lo desee. En consecuencia, la creación de un tribunal con jurisdicción obligatoria no es incompatible con este principio en tanto que el tribunal aplique el derecho internacional positivo a las disputas

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sometidas a sus decisiones. Esto también es cierto con respecto a las decisiones de los conflictos políticos, puesto que es posible, como se ha demostrado antes, aplicar el derecho internacional positivo a los llamados conflictos políticos. Si a los Estados no se les permite resolver las disputas (inclusive las llamadas disputas políticas) me­ diante el empleo de la fuerza y si cada Estado se halla obligado a someter cualquier disputa a la decisión judicial cuando la otra parte apela al tribunal, entonces los Estados se hallan obligados a tratar todas sus disputas como disputas jurídicas. Mediante el Pacto Briand-Kellogg se han visto obligados los Estados a no emplear la fuerza para la solución de las disputas, inclusive las disputas políti­ cas. El establecimiento de una jurisdicción obligatoria, que significa un paso más, no suprime la igualdad de soberanía de los Estados en el sentido en que es entendido generalmente el término. Se limita a poner fin a la posibilidad de disputas que no pueden ser resueltas de modo alguno y que siguen siendo, a pesar del Pacto BriandKellogg, un peligro permanente para la paz, sólo porque el derecho que debe ser aplicado a este conflicto es considerado por una de las partes insatisfactorio para sus intereses. El establecimiento de una solución obligatoria de las disputas internacionales es un medio, quizá el más eficaz, de mantener el derecho internacional positivo. Un tribunal dotado de jurisdicción obligatoria no aplicará úni­ ca y exclusivamente el derecho internacional positivo a las disputas sometidas a su decisión ni siquiera aunque el tribunal no esté auto­ rizado expresamente por su estatuto para aplicar otras normas. Como se señaló anteriormente, es probable que un tribunal que tiene la facultad de decidir todas las disputas sin excepción alguna adapte, en los casos en que la aplicación estricta del derecho posi­ tivo parezca insatisfactoria a los jueces, el derecho positivo a su idea de justicia y de equidad. Por lo tanto, puede imponerse una nueva obligación y conferirse un nuevo derecho a los Estados en disputa, de modo que la creación de un tribunal con jurisdicción obligatoria puede ser considerada como no compatible con la igual­ dad de soberanía de los Estados, por lo menos en tanto que ese tribunal no aplique única y exclusivamente el derecho internacio­ nal positivo; y es difícil impedir que un tribunal internacional do­ tado de jurisdicción obligatoria aplique normas que no sean las del derecho internacional positivo. Éste no es un argumento decisivo contra la compatibilidad de un tribunal con jurisdicción obligatoria con el principio de igual­ dad de soberanía. Con respecto a la creación de nuevas obligaciones por la decisión del tribunal, no existe una diferencia fundamental

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entre ese tribunal y otros tribunales internacionales limitados a la aplicación del derecho positivo. La opinión de que las decisiones de esos tribunales, si bien son tomadas de acuerdo con el principio de la mayoría de votos por jueces que no son exactamente repre­ sentantes de los Estados obligados por la decisión, son compatibles con la soberanía y la igualdad de los Estados, se basa en la idea de que la aplicación del derecho positivo mediante una decisión judi­ cial tiene únicamente carácter declaratorio y no constitutivo y que la aplicación del derecho difiere esencialmente de la creación del mismo. Según la doctrina tradicional, el derecho que ha de ser aplicado por la decisión judicial existe con anterioridad a la deci­ sión; este derecho pre-existente sólo es disputado en la relación entre las partes en conflicto. La disputa puede referirse a los hechos (quaestio fa c ti) o al derecho (qu aestio inris), es decir, a la existencia de una regla general de derecho o a su interpretación. Sin embargo, en el fondo, hasta una disputa en que se discuten meros hechos gira alrededor de cuestiones jurídicas. No es la existencia o la interpre­ tación de una regla general de derecho lo que se discute, sino la aplicabilidad de esa regla en el caso concreto en que una parte reclama y la otra parte niega. Eso quiere decir que la norma indivi­ dual, el deber o derecho concreto, es discutido y puede o no ser deducido de la regla general según existan o no los hechos. La doctrina tradicional sostiene que una decisión judicial que aplica el derecho positivo no crea derecho; no hace más que poner fin a la disputa estableciendo, de una manera autoritativa, el derecho válido para el caso de que se trata. Transforma, por decirlo así, el derecho discutido en un derecho indiscutido y, finalmente, indiscu­ tible, determinando la norma general o particular que, si bien exis­ te objetivamente, es discutida subjetivamente por las partes. La falacia de esta doctrina consiste en que el establecimiento autoritativo de un hecho discutido, así como de una regla de derecho discutida, no es simplemente un acto declaratorio, sino constituti­ vo. En el caso de que sea discutido un hecho, la decisión judicial determinando que el hecho ha ocurrido en realidad «crea» jurídica­ mente el hecho y, en consecuencia, constituye la aplicabilidad de la regla general de derecho con referencia al hecho. En la esfera del derecho «existe» el hecho, aunque en la esfera de la naturaleza no se haya producido. Si un tribunal de última instancia declara que un individuo ha concluido con otro individuo un contrato y no lo ha cumplido, o que un individuo ha cometido homicidio, el discu­ tido incumplimiento del contrato o la comisión del homicidio son hechos jurídicos, aunque en realidad el acusado no haya concluido

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un contrato o no haya cometido el homicidio. Como un hecho «jurídico», es decir, como un hecho al que el derecho atribuye ciertas consecuencias (deberes, derechos, sanciones), el hecho y, por lo tanto, sus consecuencias son «creados» por la decisión judi­ cial, y sólo como un hecho jurídico se lo tiene en cuenta. En el caso de que sea discutida una regla general, porque la existencia o el significado de la regla está en duda, la decisión del tribunal inter­ pretando el orden jurídico o una regla especial de ese orden no es menos creadora que la determinación auténtica y definitiva de un hecho como la condición esencial de la aplicación de una regla jurídica general. No existe un antagonismo absoluto entre la aplica­ ción y la creación del derecho, pues aun un acto de aplicación del derecho es al mismo tiempo un acto de creación del derecho. Existe, seguramente, una diferencia cierta entre una decisión judicial que aplica una regla de derecho positivo pre-existente e indiscutida a una disputa y una decisión judicial que aplica una regla nueva, es decir, no pre-existente, alterando así el derecho existente y adaptándolo a las circunstancias cambiantes. Pero esta diferencia no está tan fuertemente marcada como parece estarlo, pues la interpretación del derecho positivo, relacionada necesaria­ mente con un acto de aplicación del derecho, involucra siempre más o menos una alteración del mismo. Los tribunales nacionales ordinarios autorizados para interpretar la ley y no para alterarla trabajan siempre, no obstante, en la dirección de una evolución gradual del derecho. En consecuencia, la diferencia entre un tribu­ nal internacional dotado de jurisdicción obligatoria y, por lo tanto, más inclinado que otros tribunales internacionales a adaptar el de­ recho existente a las circunstancias cambiantes, y otros tribunales internacionales no es tan grande como para que el sometimiento al primero pueda ser rechazado por no ser compatible con el princi­ pio de la igualdad de soberanía de los Estados. Con respecto a este principio, no es la diferencia entre tribunales con y tribunales sin jurisdicción obligatoria la decisiva, sino la diferencia esencial que existe entre la evolución lenta y casi imperceptible del derecho mediante las decisiones judiciales y el cambio más o menos grande del derecho mediante órganos legislativos, es decir, órganos crea­ dos con el único propósito de sustituir al antiguo derecho por el nuevo. Esta diferencia explica por qué el sometimiento a los órga­ nos legislativos, pero no el sometimiento a los tribunales, es consi­ derado incompatible con el principio de igualdad de soberanía. Este principio actúa como una protección contra los cambios rápi­ dos y relativamente importantes del derecho, pero no contra todo

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cambio, pues el derecho, por su misma naturaleza, constituye un sistema dinámico, no estático. El verdadero motivo de la opinión generalmente aceptada de que el sometimiento a la decisión de un tribunal internacional no es incompatible con el principio de igualdad de soberanía no es tanto la consideración de que esos tribunales no pueden imponer nuevas obligaciones a los Estados en disputa; este efecto es casi inevitable. El motivo de esa opinión es que las decisiones judiciales son obje­ tivas e imparciales, y no decretos políticos impartidos de acuerdo con el principio, que constituye una negación del derecho, de que la fuerza se antepone al derecho. Aunque la decisión de un tribunal internacional no constituya la aplicación estricta de una regla jurí­ dica pre-existente, se supone que está fundada por lo menos en la idea del derecho, es decir, en una disposición que, si bien no es todavía derecho positivo, debe, de acuerdo con la convicción de los jueces independientes, convertirse en derecho y que en realidad se convierte en derecho positivo para el caso resuelto por la decisión judicial particular. Es el sometimiento al derecho, al derecho no como un sistema de valores invariables, sino como un cuerpo de normas que cambian lenta y constantemente, lo que no es incompa­ tible con el principio de igualdad de soberanía, ya que es únicamen­ te este derecho el que garantiza la coexistencia de los Estados como comunidades soberanas e iguales10.

10. Un tribunal con jurisdicción obligatoria fue el objeto del Convenio para la creación de un Tribunal de Justicia de la América Central firmado el 2 0 de diciembre de 1907 en Washington por los gobiernos de las Repúblicas de Costa Rica, Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador. El artículo I del Convenio dice lo siguiente: «[...] y mantener un tribunal permanente que se llamará Tribu­ na! de Justicia de la América Central, al que se obligan a someter todas las contro­ versias o cuestiones que pueden surgir entre ellos, de cualquier naturaleza que sean y cualquiera que pueda ser su origen, en el caso de que los respectivos Minis­ terios de Relaciones Exteriores no puedan llegar a un entendimiento». Según el Preámbulo, el Convenio fue firmado por los Estados contratantes «con el propó­ sito de garantizar eficazmente sus derechos y mantener inalterablemente la paz y la armonía en sus relaciones, sin verse obligados a recurrir en ningún caso al empleo de la fuerza». El sometimiento a la jurisdicción obligatoria del Tribunal no sólo fue considerado compatible con la soberanía y la igualdad de los Estados contratantes, sino también como un medio de garantizar sus derechos como suje­ tos soberanos e iguales del derecho internacional. El Convenio fue concluido sólo por el término de diez años (art. XXV II). El Tribunal terminó sus funciones en 1918.

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9. LAS EXPERIENCIAS DE LA LIGA DE NACIONES

Finalmente, la proposición de que el paso siguiente y más importan­ te hacia la paz internacional es la creación de un tribunal internacio­ nal con jurisdicción obligatoria es confirmada por las experiencias de la Liga de Naciones. Esta unión de Estados, que es hasta ahora la mayor comunidad internacional fundada para asegurar la paz inter­ nacional, ha fracasado por completo. Su fracaso puede atribuirse a diversas causas. Una de las más importantes, si no la decisiva, es un defecto fatal de su estructura, el hecho de que los autores del Pacto colocaron en el centro de su organización internacional no al Tribu­ nal Permanente de Justicia Internacional, sino a una especie de go­ bierno internacional, el Consejo de la Liga de Naciones. La Asam­ blea de la Liga, su otro órgano, colocado junto al Consejo, produce la impresión de una asamblea legislativa internacional. El dualismo de gobierno y parlamento estaba probablemente presente con ma­ yor o menor claridad en las mentes de los fundadores cuando crea­ ron los dos órganos principales de la Liga. Desde el principio podía haberse previsto que un gobierno mundial no tendría buen éxito si sus decisiones habían de ser toma­ das por unanimidad, sin obligar a miembro alguno contra su volun­ tad, y si no existía un poder centralizado para ejecutarlas. No es de sorprender que un parlamento mundial, o como quiera que sea lla­ mada la Asamblea de la Liga de Naciones, no tenga más que un valor nominal si el principio de la mayoría de votos queda casi com­ pletamente excluido de su procedimiento. Pero el principio de la mayoría, excluido, por regla general, del procedimiento del Conse­ jo y de la Asamblea, ha sido introducido sin dificultad alguna en la constitución del Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Un análisis crítico del Pacto y un examen imparcial de la acti­ vidad de la Liga demuestran que habría sido más correcto crear como órgano principal un tribunal internacional más bien que un órgano administrativo internacional. De todas las tareas políticas confiadas a la Liga por su constitución, sólo la función establecida en los artículos 12 al 17, concerniente a la solución de las disputas, ha sido cumplida con algún buen éxito. Los resultados obtenidos en este campo no han estado, empero, en proporción con lo extenso de la organización o su maquinaria burocrática. La razón es que ni un órgano administrativo internacional como el Consejo de la Liga de Naciones ni un supuesto parlamento como la Asamblea es ade­ cuado para esa tarea, que por su misma naturaleza sólo puede ser realizada satisfactoriamente por un tribunal internacional.

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El Pacto de la Liga colocó al Consejo, y no al Tribunal Per­ manente, en el centro de la organización internacional porque confi­ rió a la Liga no sólo la tarea de mantener la paz dentro de la comu­ nidad mediante la solución de las disputas y la restricción de los armamentos de los Estados miembros, sino también el deber de protegerlos contra la agresión por parte de Estados no miembros de la Liga. Esta protección de los Estados miembros contra la agre­ sión de los no miembros era tanto más necesaria por cuanto el desarme fue fijado como el objetivo principal de la Liga. La cons­ titución de una comunidad internacional puede obligar a un Estado miembro a restringir su armamento en una medida considerable sólo si este Estado puede contar con la ayuda eficaz de la comuni­ dad en el caso de ser atacado por otro Estado no perteneciente a la comunidad y, por lo tanto, no obligado a desarmarse. Esto sólo es posible si el desarme de los miembros va acompañado por un arma­ mento de la comunidad, si se crea una fuerza armada que esté a disposición del órgano central. Semejante centralización del poder ejecutivo no es posible dentro de una comunidad de derecho inter­ nacional cuya organización no supere el grado habitual de centra­ lización, y, en consecuencia, no es provista por el Pacto de la Liga. Es imposible crear una fuerza armada para la comunidad de Esta­ dos — en otras palabras, no es posible crear un Estado federal— , por lo que la ayuda dada por la comunidad a una víctima de la agresión procedente del exterior sólo puede consistir en la obliga­ ción de los otros miembros de defender al Estado atacado. En esas circunstancias, el deber de desarmarse se halla en contradicción con la necesidad de defenderse contra la agresión. Sin embargo, el Pacto de la Liga pone en primer término el deber de desarmarse. El desarme constituye el primer deber de los miembros de la Liga, colocado inmediatamente después de los artículos 1 al 7, que tratan de la organización de la misma. El deber de un Estado miembro de una comunidad internacio­ nal universal de defender a otro Estado miembro contra el ataque de otro no miembro es muy problem ático, especialmente si la organización internacional abarca a muchos Estados que no tienen una frontera común, si esos Estados se han unido ante todo con el propósito de mantener la paz entre ellos y si aparte de este propó­ sito no tienen un interés político común que pueda unirlos contra el agresor. Puede ser muy difícil para un gobierno cumplir el deber de defender a un Estado miembro, entrar en guerra contra un Estado con el que se halla en buenas relaciones políticas y económ i­ cas, sobre todo si la agresión se basa en motivos que no desaprueba

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enteramente la opinión pública del Estado obligado a prestar su ayuda. La situación de Gran Bretaña y Francia en el conflicto entre Checoslovaquia y Alemania, situación que llevó al Pacto de M u­ nich, es un ejemplo característico. Los tratados que obligan a los Estados contratantes a una guerra conjunta contra terceros Estados son eficaces únicamente si son concluidos entre Estados que poseen en común más intereses e intereses más importantes que los que forman la base de una comunidad internacional cuya tendencia es llegar a ser lo más universal posible. No es sorprendente, por lo tanto, que no sólo la disposición del Pacto de la Liga con respecto al desarme, sino también la disposición con respecto a la defensa mutua contra la agresión por parte de los Estados no miembros (art. 10) hayan fracasado por completo. La evidente violación de la integridad territorial de un Estado miembro, y hasta la total des­ trucción de su independencia política como resultado de la agre­ sión por parte de un Estado no miembro no fue ni siquiera objeto de deliberación en la Liga; y eso a pesar de la letra y el espíritu del artículo 1 0 n. Este artículo del Pacto de la Liga de Naciones obliga a los miembros de la Liga a proteger la integridad territorial y la independencia política de todos los miembros contra la agresión externa, hasta cuando el agresor no es miembro de la Liga. El Consejo aconsejará los medios por los cuales será cumplida esta obligación. El Consejo puede aconsejar a los miembros que recu-1

11. El artículo 10 del Pacto de la Liga de Naciones dice lo siguiente: «Los miembros de la Liga se comprometen a respetar y a defender contra la agresión externa la integridad territorial y la independencia política existente de todos los miembros de la Liga. En el caso de tal agresión aconsejará los medios por los cuales será cumplida esta obligación». La agresión por parte de Estados no miem­ bros y la agresión por parte de Estados miembros no está diferenciada claramente en el texto de este artículo. Por el término agresión «externa» quedan excluidas de la garantía del artículo 10 ciertas empresas contra la integridad territorial y la independencia política de un Estado miembro que se producen dentro del mismo Estado, es decir, los movimientos revolucionarios (véase Hans Kelsen, Legal Technique in International Law. A Textual Critique o f the League Covenant, 1939, p. 66). Puesto que este artículo se refiere a la agresión externa en general, y no a la agresión por parte de Estados miembros, ha sido interpretada como estableciendo especialmente la obligación de defender la integridad territorial y la independen­ cia política de todos los miembros de la Liga contra la agresión por parte de los Estados que no son miembros. La agresión por parte de un Estado miembro con­ tra otro Estado miembro es el tema particular del artículo 16, que dispone sancio­ nes económicas y militares contra un Estado miembro transgresor. Con respecto a este tema, el artículo 10 y el artículo 16 se sobreponen.

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rran a la guerra contra el agresor. La obligación de tomar parte en una acción militar puede ser impuesta a los miembros de una comunidad internacional no con objeto de defender a un Estado miembro contra la agresión por parte de uno no miembro, sino para reaccionar contra la agresión llevada a cabo por un Estado miembro en violación de la constitución de la Liga. Una acción militar contra un Estado miembro que, en contra de la constitu­ ción, ha atacado a otro miembro de la Liga es, desde el punto de vista de la ideología de la Liga, no una «guerra» en el mismo sentido que una acción militar contra un Estado no miembro agre­ sivo, sino una sanción, es decir, una reacción contra una violación del derecho y dirigida a un miembro transgresor. El objeto de disponer semejante sanción es evitar la guerra, mantener la paz dentro de la Liga. Si la constitución de una Liga internacional obliga a los miem­ bros a someter todas sus disputas a la decisión de un tribunal y, en consecuencia, estipula que ningún miembro en circunstancia algu­ na debe recurrir por su propia iniciativa a la guerra o a las represa­ lias contra otro miembro, la constitución debe tener en cuenta la posibilidad de que un miembro, haciendo caso omiso de su obliga­ ción, se niegue a cumplir una orden o una decisión del tribunal. También en este caso puede ser necesaria una acción militar contra el miembro transgresor. También en este caso la acción tiene el carácter de una sanción y el objeto de disponer semejante sanción es mantener la paz dentro de la Liga. Es cierto que el Pacto de la Liga de Naciones no obliga a los miembros a someter todas sus disputas a la jurisdicción obligatoria de un tribunal ni excluye completamente la guerra y las represalias de las relaciones entre los miembros. Pero el Pacto prohíbe la gue­ rra entre los miembros, por lo menos en ciertas circunstancias, y en el artículo 16 dispone sanciones económicas y militares contra un miembro de la Liga que, haciendo caso omiso de sus obligaciones, recurre a la guerra contra otro miembro. Es un hecho, cuya impor­ tancia para el entendimiento de la función de una comunidad in­ ternacional es casi imposible exagerar, que las disposiciones del artículo 16 con respecto a las sanciones contra los Estados miem­ bros agresivos han demostrado ser más eficaces que las del artículo 10 disponiendo medidas contra los Estados no miembros. En reali­ dad, la Liga de Naciones, a pesar de su completo fracaso en los casos de agresión por parte de Estados no miembros, ha hecho por lo menos ciertos esfuerzos para cumplir su deber en los casos de agresión ilícita realizada por Estados miembros contra otros Esta­

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dos miembros. Tal fue el caso con respecto a! Manchukuo, Abisinia y Finlandia. Las experiencias de la Liga de Naciones demuestran que mien­ tras la Liga no comprenda a todos los Estados o, por lo menos, a todas las grandes Potencias, es necesario hacer una distinción ciara entre el mantenimiento de la paz entre sus miembros y la protec­ ción contra la agresión procedente del exterior, y que apenas es posible cumplir la última tarea mediante los medios específicos de que dispone una organización internacional que abarca a muchos Estados diferentes. Es una tarea con cuyo cumplimiento nada tiene que ver un tribunal internacional. Es una función que está más allá de la posible actividad de un tribunal internacional, inclusive más allá del poder de una unión de Estados internacional cuya organi­ zación no supere el grado habitual de centralización. Mientras sea imposible constituir esa unión de Estados como un Estado federal parece ser más correcto limitar su tarea al mantenimiento de la paz interna, y dejar la protección contra la agresión externa a las alian­ zas políticas entre los Estados miembros. Estas alianzas pueden tener el carácter de uniones permanentes, mucho más centralizadas que la Liga más amplia. Esa unión más estrecha puede ser estable­ cida por todos los Estados del hemisferio americano, y debe ser establecida si, por una razón u otra, el efecto de esta guerra fuera la unificación económica y política del continente europeo o del área del Pacífico, como insinuó el primer ministro Churchill en su dis­ curso del 21 de marzo de 1943 en la Cámara de los Comunes12.

10.

UNA LIGA PERMANENTE

PARA EL MANTENIMIENTO DE LA PAZ

La constitución de una Liga más amplia que deje la protección contra la agresión exterior a organizaciones regionales debería tra­ tar de establecer la garantía más fuerte posible para el manteni­ miento de la paz dentro de la Liga, es decir, la obligación de los Estados miembros de someter todas sus disputas sin excepción a la jurisdicción obligatoria de un tribunal internacional. Si el órgano principal de la Liga internacional para el manteni­ miento de la paz es un tribunal internacional con jurisdicción obli­ gatoria, la constitución de la Liga debe garantizar a ese tribunal el

12. New York Times, 22 de marzo de 1943.

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LA

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MEDIO

DEL

DERECHO

mayor grado posible de independencia e imparcialidad. La organi­ zación del tribunal se convierte en el problema central de la orga­ nización de la paz. El Estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional establecido de acuerdo con el Pacto de la Liga de Naciones en 1920 proporciona un punto de partida útil. Este viejo tribunal carece de jurisdicción obligatoria. La llamada jurisdicción «obligatoria optativa» dispuesta por el artículo 36 del estatuto no es obligatoria en el verdadero sentido de la palabra, pues los miem­ bros de la Liga se hallan en libertad de someterse a su jurisdicción sólo por cierto período de tiempo y sólo con respecto a ciertas disputas. La independencia de los jueces con respecto a sus propios gobiernos y la imparcialidad de las decisiones judiciales con respec­ to a los Estados interesados pueden y deben ser aseguradas de una manera más eficaz que como lo fue por el estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, el cual concede a los gobier­ nos demasiada influencia en lo referente a la elección de los jueces. Si fuese posible organizar al nuevo tribunal de modo que la opinión pública de los países interesados tuviese fe en su independencia y su imparcialidad, podríamos esperar razonablemente que los gobier­ nos interesados ratificarían un tratado que crease ese tribunal. El primer ministro Churchill manifestó esa esperanza en el dis­ curso antes mencionado. Dijo que debemos tratar de hacer de la organización internacional que se creará después de esta guerra «una Liga realmente eficaz en cuya contextura estén entretejidas todas las mayores fuerzas interesadas, con un alto tribunal que arregle las disputas y con fuerzas, fuerzas armadas, nacionales, internacionales o de ambas clases, que se mantengan listas para poner en vigor esas decisiones y evitar nuevas agresiones y los preparativos para futuras guerras». Es cierto que Mr. Churchill habló en ese discurso sólo de una Liga europea. Pero podemos suponer que el gobierno británico aceptará el mismo principio para la comunidad universal de la que la Liga europea no será más que un grupo regional. La esperanza en semejante organización interna­ cional, con un tribunal internacional de jurisdicción obligatoria como su centro, se apoya en un terreno más sólido que el sueño de un Estado mundial. El Pacto de una Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz presentado en el Anexo I ha sido redactado de acuerdo con los principios expuestos en los párrafos anteriores. Se aprovechan en él algunas disposiciones del Pacto de la Liga de Naciones y del Esta­ tuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Pero en sus puntos esenciales el proyecto difiere de ambos instrumentos.

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o b l i g a t o r i a

La ü g a Permanente para el Mantenimiento de la Paz está abier­ ta a todo Estado que desee asumir las obligaciones establecidas por el Pacto. De aquí que sea suficiente una declaración unilateral por parte del Estado que desee ingresar en la Liga (art. 1). No es nece­ saria una admisión expresa por la mayoría de los votos de los miem­ bros de la Liga (art. 1, sec. 2 del Pacto de la Liga de Naciones). Los órganos de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz son la Asamblea, el Tribunal, el Consejo y la Secretaría. El Tribunal es el órgano principal (art. 2). La Asamblea (art. 3) y el Consejo (art. 27) son organizados del mismo modo que la Asam­ blea y el Consejo de la Liga de Naciones. Pero sus decisiones requie­ ren una simple mayoría de votos salvo cuando el Pacto disponga expresamente otra cosa, como, por ejemplo, en los artículos 38 y 39. En el proyecto se hace una distinción entre las decisiones de la Asamblea que obligan a los miembros y las resoluciones que care­ cen de efecto jurídico. Esas resoluciones pueden ser el resultado de la discusión de asuntos que afectan a la situación internacional con el propósito de manifestar la opinión que prevalece en la Liga. El Consejo no es más que un organismo subsidiario del Tribunal. Su competencia está determinada por los artículos 30, 35 y 36. Se mantiene la diferenciación entre miembros permanentes y no per­ manentes del Consejo. La cuestión de qué Estados serán miembros permanentes del Consejo es una cuestión política. El proyecto su­ giere los Estados Unidos de América, Gran Bretaña, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y China. Las partes más importantes del Pacto son los artículos referen­ tes a la organización del Tribunal. El artículo 4 del proyecto, referente a las condiciones generales que deben cumplir los jueces, difiere del correspondiente artículo 2 del Estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional, que dice así: El Tribunal Perm anente de Justicia Internacional se com pondrá de un cuerpo de jueces independientes elegidos sin tener en cuenta su nacionalidad entre personas de elevado carácter moral que posean las cualidades requeridas en sus países respectivos para ocupar los más altos puestos judiciales, o que sean jurisconsultos de reconocida com petencia en derecho internacional.

El artículo 4 del proyecto no menciona la independencia de los jueces. Este carácter de los miembros del Tribunal es estipulado en otro artículo (art. 13). El artículo 4 del proyecto no dispone que los miembros del 81 E sca ne ad o

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POR

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DERECHO

Tribunal serán elegidos «sin tener en cuenta su nacionalidad». Des­ de el punto de vista de la técnica jurídica estas palabras son superfluas si en el procedimiento para elegir a los jueces no se tiene realmente en cuenta la nacionalidad de los mismos. Sin embargo, la nacionalidad de los jueces desempeña un papel muy importante en el estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional. Su artículo 9 prescribe: En toda elección los electores tendrán en cuenta que no sólo todas las personas designadas com o m iem bros del Tribunal deben poseer las cualidades requeridas, sino también que el cuerpo entero debe representar las form as más im portantes de civilización y los princi­ pales sistemas jurídicos del mundo.

El artículo 10 dice: Los candidatos que obtengan una mayoría absoluta de votos en la Asam blea y en el C onsejo serán considerados com o elegidos. En el caso de ser elegido más de un nacional del mismo m iem bro de la Liga p or los votos de la Asamblea y del Consejo, sólo será conside­ rado electo el mayor de ellos.

Y el artículo 31 dispone lo siguiente para los llamados jueces nacionales: Los jueces de la nacionalidad de cada una de las partes en disputa conservarán su derecho a intervenir en el caso ante el Tribunal. Si el T ribu nal incluye entre sus miembros a un juez de la nacionalidad de una de las partes, la otra parte puede elegir a una persona que actúe com o juez. Esa persona será elegida preferentem ente entre las que han sido designadas com o candidatos tal com o lo disponen los artículos 4 y 5 . Si el T ribunal no incluye entre sus m iem bros a ningún juez de las nacionalidad de las partes en disputa, cada una de esas partes puede p roced er a elegir un juez tal com o lo dispone el párrafo anterior.

El proyecto no adopta esas disposiciones. Finalmente, el artículo 4 del proyecto difiere del artículo 2 del estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional en que no contiene el requisito alternativo de las «cualidades para ocupar los más altos puestos judiciales». Se sugiere que el Tribunal se com­ ponga de diecisiete miembros (art. 4), en tanto que el Tribunal Permanente de Justicia Internacional se compone de quince miem­ bros. El mayor número de jueces se justifica por el hecho de que,

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o b l i g a t o r i a

según el artículo 16, sección 2 del proyecto, los jueces que son de la nacionalidad de las partes en disputa están excluidos de la deci­ sión de cualquier caso en que su patria sea una de las partes en disputa. Es muy posible, empero, que ni siquiera el número de diecisiete jueces sea suficiente cuando el número de casos que ha de decidir el Tribunal aumente a causa del carácter obligatorio de su jurisdicción. En consecuencia, el artículo 39, sección 2, dispone que las enmiendas que se refieren únicamente al número de los jueces tendrán efecto cuando sean votadas por la Asamblea por simple mayoría de votos. Es aconsejable que se tenga en cuenta la posibilidad de que algunos casos sean decididos por cámaras espe­ ciales de cinco o siete jueces (art. 24, sec. 2). Según el estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Interna­ cional, los jueces son designados por el término de nueve años sola­ mente; son elegidos por la Asamblea y el Consejo de la Liga de Naciones de una lista de candidatos presentada por los llamados «grupos nacionales». Un «grupo nacional» es un grupo de cuatro personas, a lo más, nombradas por los respectivos gobiernos de los Estados. Cada grupo nacional nombra no más de cuatro personas, y no más de dos de ellas de su propia nacionalidad. El artículo 6 del Estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Internacional dispone: Se recom ienda a cada grupo nacional que antes de hacer esos nom ­ bram ientos consulte con su Suprema Corte de Justicia, sus cuerpos de profesores de derecho y Escuelas de derecho y sus Academias nacionales y secciones nacionales de las Academias Internacionales consagradas al estudio del derecho.

La Secretaría de la Liga de Naciones prepara una lista alfabética de todas las personas designadas de ese modo por los grupos nacio­ nales. De esa lista son elegidos los miembros del Tribunal Perma­ nente de Justicia Internacional por la Asamblea y el Consejo de la Liga de Naciones. En la Asamblea, así como en el Consejo, los Esta­ dos están representados por miembros de sus gobiernos o por dele­ gados designados por sus gobiernos. Así resulta decisiva la influen­ cia de los gobiernos en la elección de los jueces. El juez sigue siendo durante el desempeño de su cargo un ciudadano de su Estado y, en consecuencia, debe ser fiel a su gobierno. Esto es tanto más peligro­ so por cuanto la reelección de un juez es posible y hasta deseable con objeto de que el Tribunal conserve su valiosa experiencia. El proyecto presentado en el Anexo I trata de fortalecer la independencia de los jueces respecto de sus gobiernos con las si­ guientes medidas:

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MIDIO

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DERECHO

1) Los jueces son nombrados con carácter vitalicio, pero pue­ den ser retirados por el Tribunal si se hacen física o mentalmente incapaces de ejercer su función (art. 17, sec. 2). El proyecto con­ tiene, no obstante, una disposición alternativa según la cual un juez está obligado a retirarse cuando ha cumplido setenta años de edad. La disposición del artículo 17, sección 3, corresponde a la del artículo 18 del estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Inter­ nacional. 2) El proyecto elimina a los grupos nacionales y otorga a las instituciones dedicadas a la administración y a la enseñanza del derecho en los Estados miembros, a saber, sus supremas Cortes, cuerpos de profesores de derecho, etc., que son más o menos inde­ pendientes de su gobierno, una influencia directa en la elección de los jueces (arts. 6-12). La designación de los jueces es diferente en lo que respecta a la creación del Tribunal y a la manera de llenar las vacantes posteriormente. El Tribunal se constituye mediante dos procedimientos diferentes. Nueve jueces son elegidos directamente por las instituciones antes mencionadas de los Estados miembros (art. 10). Estos jueces son nombrados por las instituciones de los Estados cuyos candidatos no son nacionales. Esto se hace en virtud de la disposición (art. 8) de que la primera parte de la lista de candidatos debe contener los nombres de personas designadas por instituciones que no son de la nacionalidad de los candidatos, y de que las primeras nueve personas registradas en esta parte de la lista deben ser consideradas como jueces del Tribunal ya elegidos. La oportunidad que tiene una persona de llegar a ser uno de esos nueve jueces es determinada en primer lugar por el número de Esta­ dos cuyas instituciones han nombrado a esa persona; en segundo lugar, por el número de instituciones que han designado a esa per­ sona. Ocho jueces son nombrados por la Asamblea de la parte de la lista de candidatos que contiene los nombres de las personas desig­ nadas por las instituciones de sus propios Estados (art. 9). Las vacantes se llenan posteriormente de acuerdo con el principio de co-optación por el Tribunal en combinación con la elección por la Asamblea. 3) El artículo del proyecto dispone que la ciudadanía de los jueces y la fidelidad a sus gobiernos quedan en suspenso durante su función. Con objeto de compensar las desventajas de la falta de ciudadanía temporal se dispone que el documento que certifica la calidad de miembro del Tribunal sea reconocido como un pasapor­ te diplomático. Con objeto de garantizar el mayor grado posible de imparciali-

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LA PAZ

GARANTIZADA

MEDI ANTE

LA J U R I S D I C C I Ó N

OBLIGATORIA

dad, el proyecto difiere esencialmente del estatuto dei Tribunal Permanente de Justicia Internacional. El artículo 31 del estatuto (antes citado), referente a los jueces nacionales, presupone eviden­ temente que la imparcialidad de un juez es menoscabada cuando una de las partes en disputa pertenece a su misma nacionalidad. El estatuto procura neutralizar la parcialidad de ese juez mediante la parcialidad de otro juez que puede ser de la nacionalidad de la otra parte. Esta no es una solución ideal del problema. La solución propuesta parece ser una mejor garantía de la imparcialidad judi­ cial: a ningún juez se le permitirá participar en la decisión de un caso en que su patria sea una de las partes en disputa. Su patria es el Estado del cual era ciudadano antes de ser designado miembro del Tribunal y del cual volverá a ser ciudadano una vez que deje de ser miembro del Tribunal, ya que su ciudadanía sólo queda en suspenso durante ese periodo de tiempo. Ésta es la solución sugeri­ da por el artículo 16, sección 2. La jurisdicción obligatoria del Tribunal es dispuesta por los artículos 3 1 -3 7 . El proyecto no prescribe, pero tampoco excluye un procedimiento de conciliación. Según el artículo 31, la disputa debe ser resuelta por decisión judicial si una de las partes la somete al Tribunal; en consecuencia, un procedimiento de conciliación es posible únicamente si ambas partes están de acuerdo al respecto. Semejante acuerdo es compatible con el Pacto. En el caso de que las partes estén de acuerdo en recurrir a la conciliación, el artículo 31 del Pacto es aplicable sólo si la conciliación fracasa. El artículo 38 del proyecto es un intento de mejorar el artículo 19 del Pacto de la Liga de Naciones. El último artículo dice lo siguiente: La Asam blea puede periódicam ente aconsejar la reconsideración p or los miembros de la Liga de los tratados que se hayan hecho inaplicables y la consideración de las condiciones internacionales cuya continuación podría poner en peligro la paz del mundo.

Es fácil comprender por qué este artículo nunca ha sido aplica­ do. Desde el principio era inaplicable porque la decisión de la Asamblea podía alcanzarse únicamente por voto unánime, y aun­ que se hubiese alcanzado, no habría tenido efecto jurídico alguno. No valía la pena lograr una decisión unánime de la Asamblea con el único efecto de dar a los miembros un consejo no obligatorio. El artículo 38 del proyecto procura establecer una especie de legisla­ ción negativa. La Asamblea no está facultada para promulgar nor­ mas positivas que obliguen a los miembros; sólo pueden invalidar

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DERECHO

los tratados internacionales que pongan en peligro la paz. Pero este artículo no es en modo alguno esencial. El artículo 39, sección 1, del proyecto, referente a las enmien­ das al Pacto, corresponde, en principio, al artículo 26 del Pacto de la Liga de Naciones, al tomar en cuenta la enmienda a este artículo votada en 1921. Existe, no obstante, una notable diferencia en que, según el artículo 39 del proyecto, no se requiere la ratificación de la decisión de la Asamblea por parte de los gobiernos, y en que un miembro de la Liga que ha votado contra la enmienda no puede eludir su fuerza obligatoria retirándose de la Liga, como lo estipu­ lan las disposiciones expresas del artículo 26, sección 2, del Pacto de la Liga de Naciones. El Pacto de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz, tal como está redactado en el Anexo, no confiere a los miem­ bros el derecho de secesión, como lo hace el Pacto de la Liga de Naciones en su artículo 1, sección 3, y en el artículo 26, sección 2. El Pacto de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz tampoco estipula la expulsión de un miembro como una sanción contra una violación del Pacto, como lo hace el de la Liga de Naciones en el artículo 16, sección 4. La posibilidad de retirarse de la Liga no es prácticamente más que la posibilidad de librarse de la obligación de no recurrir a la guerra contra un miembro de la misma. La diferencia entre la Liga de Naciones y la Liga Perma­ nente para el Mantenimiento de la Paz en este punto consiste, prácticamente, sólo en el carácter de la reacción contra el agresor. Si un miembro de la Liga de Naciones se ha retirado de ella para hallarse en situación de atacar a otro miembro de la Liga sin violar el Pacto, debe ser aplicado el artículo 10 del Pacto. Esto quiere decir que la reacción de la Liga contra el agresor tiene el carácter de una guerra o de represalias. Según el proyecto de Pacto de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz, la agresión es siempre una violación del Pacto y la reacción de esa Liga es siempre una sanción dirigida contra un violador del Pacto. Una confe­ deración de Estados internacional cuyos miembros no tienen el derecho de secesión no deja de tener precedentes. El Pacto BriandKellogg proporciona un ejemplo importante. No confiere a las partes contratantes la posibilidad jurídica de denunciar el tratado unilateralmente, lo que equivale al retiro de un Estado miembro, mediante una declaración unilateral, de la comunidad jurídica constituida por el tratado. Otra diferencia esencial entre la Liga de Naciones y la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz se advierte en que la

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JURISDICCIÓN

OBLIGATORIA

función de la última se limita al mantenimiento de la paz dentro de la comunidad mediante la solución de todas las disputas entre los miembros por las decisiones judiciales. De aquí que no se imponga a los miembros ninguna obligación de protección mutua contra la agresión exterior (art. 10 del Pacto de la Liga de Naciones); y, en consecuencia, no se dispone la obligación de los miembros de des­ armarse (arts. 8 y 9 del Pacto de la Liga de Naciones). El desarme de los Estados vencidos será dispuesto por los tratados de paz, de los que debe separarse el Pacto de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz. El gran error que se cometió al hacer del Pacto de la Liga de Naciones parte de los Tratados de Paz de 1920 debe ser evitado13. La Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz será una comunidad jurídica y no política. Si fuese posible obtener para un tratado como el sugerido la ratificación de los Estados Unidos, Gran Bretaña, China y la Unión Soviética, sería casi seguro que esas grandes Potencias respetarían escrupulosamente las disposiciones del tratado y, si fuesen ordena­ das por el Tribunal o el Consejo, ejecutarían las decisiones judicia­ les contra cualquier miembro de la Liga que se atreviera a violar el Pacto y, en particular, a negar la obediencia al Tribunal. El mismo hecho de que las cuatro grandes Potencias fuesen consideradas co­ mo garantes del Pacto haría improbable cualquier violación seria del mismo. La objeción de que semejante Pacto establecería la hegemonía de los cuatro garantes sobre los otros miembros de la Liga no es enteramente justificable. En tanto que los mismos garantes respeten el Pacto, su «hegemonía» no es más que la ejecución del derecho. Ellas son el poder «detrás del derecho» que podrían desear los realistas que conciben al derecho como una mera ideología de la fuerza. Desde ese punto de vista realista, la verdadera función del Pacto puede ser la de asegurar el ejercicio por las grandes Potencias de su inevitable preponderancia para ningún otro propósito y en ninguna otra forma que la del derecho. Es imposible tomar dispo­ siciones para el caso de que los mismos garantes dejen de obedecer las normas no sólo con respecto al tratado sugerido, sino también con respecto a cualquier orden jurídico, ya que ningún orden jurí­ dico puede resolver el problema de tjuis custodict custodes.

13. Véase Hans Kelsen, «The Separation of the Covenant of the League of Nations from the Peace Trcaties», en The World Crisis. Symposium o f Studies

Published on the Occasion o f the Tenth Annwersary o f the Gradúate Institute o f International Studies, Geneva, 1938, pp. 133-159.

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IA PAZ ' O *

NI DI O O l í O l t I C N O

E« su discurso del 24 de mayo de 1944, el primer ministro Churchill dijo en la Cámara de loa Comunes: «Tratamos de crear un orden y una organización mundial dotados de todos los atribu­ to* del poder necesarios con objeto de impedir las guerras futuras o que estas sean preparadas de antemano por naciones inquietas y ambiciosas*. Añadió que la «organización mundial* que sugería incorporaría gran parte de la estructura de la Liga de Naciones, pero esta vez debería estar dotada de «un poder militar abruma­ dor»14. Cuanto m is eficaz sea el poder conferido a la organización internacional, untas más garantías deberá dar su constitución de que ese poder será ejercido sólo para el mantenimiento del dere­ cho; y la única garantía seria para el ejercicio jurídico del poder es la disposición de que las fuerzas armadas de uno o varios Estados miembros sean empleadas no por orden de un organismo político, sino en ejecución de las decisiones de un tribunal.

14. New York Times, 25 de mayo de 1944.

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E sca n e a d o co n C am S ca nn er

Parte II LA PAZ GARANTIZADA MEDIANTE LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL POR LAS VIOLACIONES DEL DERECHO INTERNACIONAL

E sca n e a d o c o n C am S ca nn er

n.

r e s p o n s a b i l i d a d i n d i v id u al

d e l os a u t o r e s de la g u e r r a

Uno de los medios más eficaces para impedir la guerra y garantizar la paz internacional es la promulgación de reglas que establezcan la responsabilidad individual de las personas que como miembros del gobierno han violado el derecho internacional recurriendo a o pro­ vocando la guerra15. Es un principio fundamental del derecho inter­ nacional general que la guerra es permitida únicamente como una reacción contra una ilicitud sufrida — es decir, como una sanción— y que cualquier guerra que no tenga este carácter es un entuerto, es decir, una violación del derecho internacional. Ésta es la sustancia del principio de bellu m iustum (guerra justa)16. Casi todos los Esta­ dos son partes contratantes del Pacto Briand-Keílogg, por el que queda proscrita la guerra como un medio de política nacional. El recurrir a la guerra puede ser un entuerto no sólo según el derecho internacional general o el Pacto Briand-Kellogg, sino también en virtud de un tratado especial firmado por dos Estados, tal como un pacto de no agresión. No puede caber duda de que Alemania al recurrir a la guerra contra Polonia y la Unión Soviética, Italia al recurrir a la guerra con­ tra Francia, y el Japón al recurrir a la guerra contra China y los Estados Unidos, han violado no sólo el principio del bellun iustum del derecho internacional general, sino también el Pacto BriandKellogg, del cual son partes contratantes las Potencias del Eje. Ade­ más, Alemania, al recurrir a la guerra contra Polonia y la Unión Soviética, ha violado los pactos de no agresión concluidos con esos Estados. La exigencia de que se castigue a los criminales de guerra es, o debería ser, ante todo, la exigencia de que se castigue a los autores de la segunda guerra mundial, a las personas moralmente

15. Véase Hans Kelsen, «Collective and Individual Responsibility in Interna­ tional Law with Particular Regard to the Punishment of War Crimináis»: Califor­ nia Law Review 31 (1943), p. 530 . 16. La mayoría de los autores sobre derecho internacional no reconocen el principio de la guerra justa como una regla de derecho positivo. En Hans Kelsen, la w and Reace in International Relations, 1942, p. 34, se exponen los principales argumentos en pro y en contra de esta opinión.

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responsables por uno de los mayores crímenes en la historia de la humanidad. Castigar a los autores de una guerra significa hacer a ciertos individuos responsables castigándolos por actos cometidos por ellos mismos, por sus órdenes o con su autorización. Esto no significa castigar a un Estado como tal, es decir, a un Estado como un cuerpo colectivo. La mayoría de los autores sostienen que las san­ ciones que estipula el derecho internacional contra los Estados com o tales, a saber, las represalias y la guerra, no son castigos en el sentido del derecho penal. No obstante, la diferencia entre las san­ ciones específicas del derecho internacional dirigidas contra los Estados y las sanciones del derecho penal dirigidas contra los indi­ viduos no es claramente patente. Castigo es la privación forzosa de la vida, la libertad o la propiedad con el propósito de retribución o prevención. Esta definición se aplica a las sanciones específicas del derecho internacional, la guerra y las represalias igualmente. El hecho de que el perpetrador deba tener una intención culpable, de que deba haber producido el efecto perjudicial de su conducta voluntaria y maliciosamente o con negligencia culpable, no ex­ cluye, com o se ha sostenido a veces, el «castigo» de los Estados. La regla de m en s rea (intención culpable) no deja de tener excepcio­ nes. Que un individuo deba ser castigado aunque no haya obrado voluntaria y maliciosamente o con negligencia culpable, la llamada «responsabilidad absoluta», no está completamente excluido ni si­ quiera en el derecho penal moderno. Además, según algunos es­ critores, un Estado es responsable por sus actos sólo si los comete por medio de sus órganos voluntaria y maliciosamente o con negli­ gencia culpable17. La opinión de que el Estado como cuerpo colec­ tivo no puede tener una intención culpable porque carece de fun­ ciones psíquicas no es concluyente. El Estado actúa solamente por medio de individuos; los actos del Estado son actos realizados por individuos en su carácter de órganos del Estado y, por lo tanto, actos imputados al Estado. Si sólo los actos cometidos por los órganos del Estado «voluntaria y maliciosamente o con negligencia culpable» son imputables como transgresiones al Estado, es muy posible afirmar que el Estado debe tener una «intención culpab e» para que se le pueda hacer responsable por una transgresión. Si es posible imputar al Estado actos físicos realizados por individuos aunque el Estado carezca de cuerpo físico, debe ser posible imputar al Estado actos psíquicos aunque el Estado carezca de alma. a 17. Véase L. Oppenheim, International Law, *1937, vol. 1, p- 227.

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t A PAZ

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RESPONSABILIDAD

INDIVIDUAL

imputación al Estado es una construcción jurídica, no una descrip­ ción de la realidad natural. Para refutar la doctrina prevaleciente de que societas delinquere non potest (una corporación no puede delinquir) y para demostrar que los Estados pueden incurrir en responsabilidad penal, no es necesario hacer el intento desesperado de demostrar que el Estado como persona jurídica no es una ficción del derecho, sino un ser real, un organismo super-individual, etc.18. La cuestión decisiva no es si el Estado es una ficción jurídica o una cosa real, sino si las sanciones que deben ser dirigidas contra el Estado como tal, es decir, la guerra y las represalias, pueden ser consideradas como «castigos». Semejante interpretación es ciertamente posible. Hay, no obstante, una diferencia importante entre las sanciones que dis­ pone el derecho internacional contra los Estados y las sanciones que dispone el derecho penal moderno. La diferencia consiste en que ese castigo — por lo menos en el derecho penal moderno— involucra la responsabilidad individual, en tanto que las sanciones específicas del derecho internacional involucran la responsabilidad colectiva. El castigo está dirigido contra el individuo que, con su propia conducta, ha violado el derecho, ha cometido personalmente el delito; así, el derecho penal dirige sus sanciones contra un individuo precisamente determinado como el individuo que con su conducta ha realizado el acto que constituye el delito. El derecho penal establece la responsabilidad individual. Las sanciones específicas del derecho internacional, las represalias y la guerra, no están dirigidas contra el individuo cuya conducta constituye la violación del derecho internacional. Las re­ presalias y la guerra están dirigidas contra el Estado como tai, y eso significa contra los súbditos del Estado, contra individuos que no han cometido el entuerto o que no han podido evitarlo. Los indivi­ duos contra los que están dirigidas las represalias y la guerra son los súbditos del Estado cuyo órgano ha violado el derecho internacio­ nal. El derecho internacional responde a la pregunta «¿Contra quién deben dirigirse las sanciones?»; no, como lo hace el derecho penal, designando a cierto ser humano individualmente, sino designando a cierto grupo de individuos que se hallan en cierta relación jurídi­ ca con el individuo que, con su propia conducta, ha realizado el acto que constituye la transgresión, a saber, los individuos que son súbditos del Estado cuyo órgano ha cometido la transgresión. Tal 18. Por ejemplo, Vespasian V. Pella, «De l’influence d’une jurisdiction criminelle internationale»: Revue Internationale de Droit pénal 3 (1926), p. 391.

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POR

HEDIO

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DERECHO

es el sistema de la responsabilidad colectiva. La afirmación de que según el derecho internacional el Estado es responsable por sus actos significa que los súbditos del Estado son colectivamente responsables por los actos de los órganos del Estado; y la afirma­ ción de que el derecho internacional impone deberes a los Estados y no a los individuos significa, en primer lugar, que las sanciones específicas del derecho internacional, las represalias y la guerra, son aplicadas en reconocimiento de la responsabilidad colectiva, no individual.

12. LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL ESTABLECIDA POR EL DERECHO INTERNACIONAL GENERAL

El establecimiento de la responsabilidad colectiva por el derecho internacional constituye, no obstante, una regla con importantes excepciones. Hay normas de derecho internacional general en vir­ tud de las cuales la persona contra la que debe dirigirse una sanción es determinada individualmente como la persona que, con su pro­ pia conducta, ha violado el derecho internacional. Estas normas establecen la responsabilidad individual. Una de esas normas del derecho internacional general es la que prohíbe la piratería. La transgresión, cometida en alta mar, es determinada directamente por el derecho internacional general, el que autoriza a los Estados a atacar, apresar y castigar al pirata. El derecho internacional no auto­ riza a los Estados a recurrir a las represalias o la guerra contra el Estado cuyo súbdito o cuyo buque ha cometido actos de piratería. Autoriza a los Estados a ejecutar las sanciones sólo contra los indi­ viduos que com eten actos de piratería. La norma del derecho internacional general que confiere a los Estados el poder jurídico de perseguir a los piratas es una restricción de otra regla de derecho internacional general, a saber, la regla que establece la libertad en alta mar. Si el derecho internacional no confiriese a los Estados el derecho a atacar, apresar y castigar al pirata, estos actos serían violaciones del principio de libertad en alta mar. Sólo mediante una norma de derecho internacional general puede ser restringida la norma que establece la libertad en alta mar. El hecho de que la especificación del castigo sea dejada al derecho nacional, y el pro­ cesamiento del pirata a los tribunales nacionales, no priva al en­ tuerto y a la sanción de su carácter internacional. Un Estado que en su derecho penal asigna a la piratería cierto castigo y castiga al pirata por medio de sus tribunales ejecuta el derecho internacional

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y funciona como un órgano de la comunidad internacional, del mismo modo que un Estado que recurre a las represalias contra otro Estado que ha violado el derecho del primero pone en vigor el derecho internacional. Las represalias son sanciones internaciona­ les porque su base jurídica es el derecho internacional, aunque sean ejecutadas por órganos del Estado perjudicado. Lo mismo es cierto con respecto al castigo de los piratas por los tribunales nacionales; un tribunal es un órgano del Estado tal como lo son sus instrumen­ tos administrativos o su fuerza armada mediante la cual ejerce el Estado sus represalias. La regla de derecho internacional general que prohíbe la piratería es derecho penal internacional que impone un deber jurídico directamente a los individuos y establece la res­ ponsabilidad individual. En consecuencia, la doctrina de que el derecho internacional, por su misma naturaleza, no puede obligar a los individuos, y por lo tanto no puede tener el carácter de derecho penal, no es exacta. Otras normas de derecho internacional general por las cuales los individuos están directamente obligados y se establece la res­ ponsabilidad individual son las que se refieren al rompimiento del bloqueo y al contrabando. En estos casos el derecho internacional general no sólo determina directamente el individuo contra quien debe ser dirigida una sanción, sino que también especifica la san­ ción, que consiste en la confiscación del buque y del cargamento. Los tribunales de presas nacionales, al decidir en los casos de blo­ queo y contrabando, ejecutan no sólo el derecho nacional, sino también el internacional, y de aquí que funcionen como órganos no sólo del derecho nacional, sino también del internacional. No tiene importancia que la sanción tenga en esos casos el carácter de «cas­ tigo» o que se parezca más a una ejecución civil. Es decisivo que una regla de derecho internacional general establezca la responsa­ bilidad individual, es decir, la responsabilidad del propietario del barco y del cargamento culpable de romper el bloqueo o de realizar contrabando. Otro ejemplo de la obligación directa de los individuos y la responsabilidad individual establecidas por el derecho internacio­ nal general es la regla que se refiere a los actos peculiares de guerra ilegítima llamados a veces «crímenes de guerra». Esta es la regla del derecho internacional general según la cual los individuos particu­ lares, no pertenecientes a las fuerzas armadas del enemigo, que toman las armas contra las fuerzas del Estado ocupante pueden ser considerados por éste como criminales. El derecho internacional confiere al Estado ocupante el derecho de castigar a esos individuos

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por actos de guerra ilegítima, aunque esos actos no sean delitos según el derecho de su país y aunque el Estado ocupante se halle por regla general, obligado a aplicar a los habitantes del Estado ocupado el derecho de éstos. Dichos actos están prohibidos direc­ tamente por el derecho internacional aunque aplique al mismo tiempo las normas de su propio código militar. La base jurídica del juicio es el derecho internacional, el cual establece la responsabili­ dad individual de la persona que comete el acto de guerra ilegítima. Si es necesario admitir que el derecho internacional da al Estado ocupante el derecho de castigar a los habitantes del territorio ocu­ pado por actos de guerra ilegítima, es una inconsecuencia decir que el derecho internacional, como un derecho que sólo rige entre los Estados, no puede prohibir que los individuos particulares tomen las armas y realicen hostilidades contra el enemigo. Pues «prohibir» jurídicamente cierta conducta no significa otra cosa que imputar a esa conducta una sanción; y el derecho internacional, al dar al Estado ocupante «el derecho» de castigar los actos de guerra ilegí­ tima, prohíbe esos actos, que pueden no estar prohibidos por el derecho nacional de los perpetradores. Las violaciones del derecho internacional pueden ser cometidas por actos de personas particulares, actos cometidos en el territorio de un Estado pero dañosos para otro Estado; por ejemplo, ciertos individuos pueden preparar una expedición armada en el territorio del Estado A contra el Estado B. Estos actos no son actos del Estado, sino actos por los que el Estado en cuyo territorio han sido cometidos es responsable en tanto que ese Estado está obligado a impedirlos y, si la prevención no es posible, a castigar a los delin­ cuentes y obligarlos a pagar indemnizaciones. Son casos llamados de responsabilidad subsidiaria del Estado por actos que él no ha cometido. Al castigar a los perpetradores, el Estado ejecuta el dere­ cho internacional, aunque el derecho nacional sea aplicado también a los delincuentes. Si el derecho nacional asigna sanciones a esos actos, lo hace en ejecución del derecho internacional. En consecuen­ cia, uno puede decir que el derecho internacional impone a los indi­ viduos la obligación de abstenerse de actos dañosos para otros Estados, y que el derecho internacional establece también en estos casos la responsabilidad individual.

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1 3. LA RESPONSABILIDAD I NDIVIDUAL ESTABLECI DA P O R EL D E R E C H O I N T E R N A C I O N A L P ART ICULAR

Es lógico que la responsabilidad individual por las violaciones del derecho internacional pueda ser establecida por el derecho interna­ cional particular, por ejemplo, por un tratado internacional. Un ejemplo de ello es el fracasado convenio con respecto al uso de los submarinos firmado en Washington el 6 de febrero de 1922. El artículo 3 de ese tratado declara que cualquier persona al servicio de cualquier Estado que viole cualquier regla de ese tratado relativa al ataque, la captura o la destrucción de barcos mercantes, obedez­ ca o no las órdenes de un superior gubernativo, «se considerará que ha violado las leyes de la guerra y será sometida a juicio y castigo como por un acto de piratería y puede ser procesada ante las auto­ ridades civiles o militares de cualquier Potencia dentro de cuya jurisdicción pueda ser hallada». Según el derecho internacional general, una persona que, al ser­ vicio de un Estado, ha violado una regla de derecho internacional no es responsable. Pero esas personas pueden ser hechas responsa­ bles mediante un tratado internacional. El Tratado de Washington es problemático en la medida en que no limita su validez a los Esta­ dos contratantes. Como veremos más adelante, un individuo que, en su condición de órgano del Estado, ha violado el derecho inter­ nacional puede ser hecho responsable por ese acto del Estado por otro Estado únicamente con el consentimiento de su Estado patrio. El intento de vencer esta dificultad utilizando la ficción de que la violación de las normas del Tratado de Washington debe ser consi­ derada como piratería, para la que el derecho internacional general establece la responsabilidad individual, es inútil, ya que una viola­ ción del Estado de Washington no es piratería. La piratería no pue­ de ser un acto del Estado, en tanto que las transgresiones determina­ das por el Tratado de Washington pueden ser y son en su mayor parte actos del Estado. El Convenio Internacional para la Protección de los Cables Telegráficos Submarinos, firmado en París el 14 de marzo de 1884, es también un ejemplo de una regla de derecho internacional que obliga directamente a los individuos y establece la responsabilidad individual. El artículo II del Convenio estipula: La ruptura o el daño causado a un cable submarino, realizado vo­ luntariamente o por negligencia culpable, y que tenga com o resul­ tado la interrupción parcial o total o la perturbación de la comuni-

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catión telegráfica, será un delito punible, pero el castigo impuesto no sera obstáculo para una acción civil por daños y perjuicios. Una norma de derecho internacional define directamente un entuerto y asigna sanciones tanto criminales como civiles a un acto cometido por un individuo determinado por esa norma. El Conve­ nio obliga a los Estados a prescribir mediante su derecho nacional las sanciones (castigo y ejecución civil) dispuestas por el artículo II, y obliga al Estado al que pertenece el barco y a bordo del cual se ha cometido la transgresión definida en el artículo II, a ejecutar las sanciones. Los tribunales nacionales, al castigar a un individuo por la ruptura o el daño causado a un cable submarino o al ordenar la reparación del daño causado por el entuerto, ejecutan el dere­ cho internacional aunque apliquen su derecho nacional al mismo tiempo. Los individuos interesados están obligados por el derecho internacional a abstenerse de cometer un entuerto determinado por el derecho internacional, aunque su derecho nacional exija también la misma conducta. Su responsabilidad tanto criminal como civil es establecida directamente por el derecho internacional, además de ser establecida por el derecho nacional. Esta interpretación es correcta aunque los tribunales estén obligados por la constitución de su Estado a aplicar únicamente el derecho nacional, de modo que una llamada transformación de una norma de derecho interna­ cional en derecho nacional es necesaria para que sea ejecutada dentro del Estado. La necesidad de transformar el derecho interna­ cional en nacional, impuesta por una constitución nacional, no puede alterar el hecho de que la promulgación de un estatuto por el cual se realiza la transformación y su aplicación por los tribuna­ les es una ejecución del derecho internacional, el cumplimiento de una obligación internacional del Estado, cuyos órganos legislativo y judicial funcionan a este respecto como órganos del derecho internacional.

14. LA RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL POR ACTOS DEL ESTADO

La opinión pública exige que los autores de la presente guerra, los individuos que son moralmente responsables por ella, las personas que, como órganos de los Estados, y sin tener en cuenta el derecho internacional general o particular, han recurrido a o provocado la guerra, sean hechos jurídicamente responsables por los Estados

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perjudicados. Si esta demanda ha de ajustarse al derecho interna­ cional es necesario tener en cuenta que los actos por los que han de ser castigadas las personas culpables son actos del Estado, es decir, según el derecho internacional general, actos del gobierno, o reali­ zados por orden del gobierno, o con su autorización. El significado jurídico de la afirmación de que un acto es un acto del Estado es que este acto debe ser imputado al Estado y no al individuo que los ha realizado. Si un acto realizado por un individuo y todos los actos del Estado son realizados por indivi­ duos— debe ser imputado al Estado, éste es responsable por ese acto; y eso, en lo que se refiere al derecho internacional general, significa que el Estado perjudicado por ese acto está autorizado a recurrir a la guerra o las represalias contra el Estado cuyo acto constituye la violación del derecho. Estas sanciones, como se ha indicado, involucran una responsabilidad colectiva, no individual. Si un acto es imputado al Estado y no al individuo que lo ha realizado, el individuo, según el derecho internacional general, no puede ser hecho responsable por ese acto por otro Estado sin el consentimiento del Estado de cuyo acto se trata. En lo que se refiere a la relación del Estado con sus propios agentes o súbditos debe ser tenido en cuenta el derecho nacional. Y en el derecho nacional prevalece el mismo principio: un individuo no es responsable por su acto si se trata de un acto del Estado, es decir, si el acto no es imputable al individuo, sino únicamente al Estado19. El otro Estado, perjudicado por ese acto, puede, sin violar

19. Esta regla no parece carecer de excepciones. Un individuo que en su condición de órgano del Estado ha realizado un acto ilícito puede ser responsable por él. Así, según el derecho de algunos Estados, un ministro del Gabinete, y hasta el jefe del Estado, puede ser acusado y castigado por haber violado la constitución con uno de sus actos. Pero cuando la autoridad competente declara el acto ilícito con respecto al derecho del mismo Estado deja de ser un acto del Estado, es decir, el acto ya no puede ser imputado al Estado, sea o no anulable. Imputar al Estado un acto que la autoridad competente ha declarado ilícito con respecto al derecho del propio Estado es incompatible con el hecho de que el Estado, concebido como una persona actualmente, no es más que la personificación de ese derecho, es decir, del orden jurídico nacional (o, lo que importa lo mismo, la personificación de la comunidad constituida por ese orden jurídico). Dentro del derecho nacio­ nal, un acto realizado por un individuo puede ser imputado al Estado solo basán­ dose en una norma jurídica; la imputación de un acto al Estado es la subsunción del hecho bajo una regla de derecho específica; y un individuo puede ser conside­ rado como un órgano del Estado, sólo en tanto que realice actos imputables al Estado. Si un acto es considerado ilícito con respecto al derecho del Estado, ape-

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el derecho internacional, hacer responsable por el acto únicamente al Estado cuyo acto constituye la violación del derecho internacio­ nal, y el Estado perjudicado puede recurrir a las represalias o a la guerra contra el Estado responsable. Pero el enjuiciamiento de un individuo por un tribunal del Estado perjudicado por un acto que según el derecho internacional, es el acto de otro Estado, significa ejercer jurisdicción sobre otro Estado, y esto es una violación de la regla del derecho internacional general de que ningún Estado está sujeto a la jurisdicción de otro Estado. Puesto que la existencia jurídica de un Estado se manifiesta solamente en forma de actos de individuos que, según el derecho internacional, son actos del Esta­ do, la regla generalmente aceptada de que ningún Estado puede pretender jurisdicción sobre otro Estado significa que ningún Esta­ do puede pretender jurisdicción civil o criminal sobre el acto de otro Estado. La inmunidad con respecto a la jurisdicción de otro Estado, tal como es formulado habitualmente este principio, no es atribuida a la misma «persona» del Estado — la «persona» del Esta­ do es una construcción jurídica— sino a los actos del Estado, como actos realizados por el gobierno, por su orden, o con su autoriza­ ción. El principio generalmente reconocido de que los tribunales de un Estado no son competentes con respecto a otro Estado signi­ fica que los tribunales de un Estado no son competentes con respec­ to a los actos de otro Estado. En consecuencia, este principio se aplica no sólo cuando el acusado es designado expresamente como «Estado X» o la «persona» del Estado X, sino también cuando el acusado es un individuo enjuiciado personalmente por un acto rea­ lizado por él como un acto del Estado X 20. La responsabilidad colectiva de un Estado por sus propios actos excluye, según el derecho internacional general, la responsabilidad

ñas es posible interpretar ese acto como acto del Estado; y dentro del derecho nacional el predicado «acto del Estado» es una interpretación específica de un acto realizado por un individuo. El Estado no puede obrar mal con respecto a su propio derecho, aunque puede obrar mal con respecto al derecho internacional • 20. En el informe aprobado por la Comisión de Peritos para la Codificación Progresiva del Derecho Internacional en su tercera sesión de marzo-abril de 1 » informante Matsuda (Publicaciones de la Liga de Naciones, Jurídica, 1927, ■* en American Journal o f International Law 22, Sup. [1928], p. 125), se dice: « incapacidad de los tribunales para ejercer jurisdicción con respecto a un acto ^ berano de un gobierno extranjero [...] debería aplicarse cuando el acusa enjuiciado personalmente por actos realizados por él en su condición de un^ nario público —aunque ya no conserve esa condición en la época de los pr mientos— o con poderes que le ha conferido un Estado extranjero».

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individual de la persona que, como miembro de! gobierno, por orden o con autorización del gobierno, ha realizado el acto21. Esto es una consecuencia de la inmunidad del Estado con respecto a la jurisdicción de otro Estado. Esta regla no deja de tener excepcio­ nes, pero cualquier excepción debe basarse en una regla especial de derecho internacional consuetudinario o convencional que restrinja a aquél22. A este respecto no hay diferencia entre el jefe de un Estado y los funcionarios del otro Estado23. Que el jefe de un Estado no sea individualmente responsable ante otro Estado por actos realizados por él en su condición de órgano de su Estado no se debe al privilegio personal de exención de la jurisdicción criminal y civil de otro Estado concedida a los jefes de Estado por el derecho internacional general. La no responsabilidad del jefe del Estado por

21. En el famoso caso de McLeod (miembro de una fuerza británica enviada en 1837 al territorio de los Estados Unidos con el propósito de capturar a la Caroline, detenido en 1840 en el Estado de Nueva York y acusado por la muerte de un ciudadano norteamericano con ocasión de la captura de la Caroline), Mr. Webster, secretario de Estado, escribió a Mr. Crirtenden, fiscal general, el 15 de marzo de 1841: «Todo lo que corresponde decir al presente es que, puesto que el ataque a la Caroline es reconocido como un acto nacional que puede justificar las represalias y hasta la guerra general, el gobierno de los Estados Unidos, en el juicio que se formará del asunto y de su propio deber, debería considerarse apto para juzgar, no obstante que ello plantea una cuestión enteramente pública y po­ lítica, una cuestión entre naciones independientes y que los individuos relaciona­ dos con ella no pueden ser detenidos y juzgados ante los tribunales ordinarios, como por la violación de la ley municipal. Si el ataque a la Caroline fue injustifi­ cable, como este gobierno ha afirmado, el derecho que se ha violado es el derecho internacional y la reparación que debe buscarse es la reparación autorizada en estos casos por las disposiciones de ese código». Véase John M oore, A Digest o f International Law, 1906, vol. II, sec. 179. Véase además Wórterbucb des Voelke rrescbts und der Diplomatie, ed. de Karl Strupp, 1925, vol. II, p. 2: «El Estado es responsable por los actos de todos sus órganos, pero los órganos no son responsa­ bles en modo alguno mientras actúen en su condición de órganos del Estado». 22. Véase infra, pp. 112 ss. 23. En el memorándum de los miembros norteamericanos de la Comisión de Responsabilidades creada al final de la primera guerra mundial por la Conferen­ cia Preliminar de la Paz {American Journal o f International Law 14 [1920], p. 136), se dice que «las actuaciones [...] contra un individuo en el poder» son «en efecto» actuaciones «contra el Estado». Los miembros norteamericanos de la C o­ misión de Responsabilidades adujeron este argumento para justificar su oposición al propósito de enjuiciar a Guillermo II ante un tribunal internacional. Se negaron a someter a un jefe de Estado «a un grado de responsabilidad hasta ahora desco­ nocido por la ley municipal o internacional».

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sus actos de Estado es la consecuencia de la regla de derecho internacional de que ningún Estado puede pretender jurisdicción ejercida por sus tribunales, sobre los actos de otro Estado. El privilegio personal de exención de la jurisdicción criminal y civil de otro Estado concedido por el derecho internacional a los jefes de Estado se refiere, en primer lugar, no a los actos de Estado realizados por el jefe de un Estado, sino más bien a los actos cometidos en el exterior por el jefe de un Estado en su condición de persona particular. En consecuencia, el mismo privilegio puede ser y es concedido por el derecho internacional a la esposa del jefe de un Estado que nunca puede realizar un acto de Estado. El privilegio personal de extraterritorialidad debe ser concedido al jefe de un Estado únicam ente m ientras desem peñe realm ente el cargo, no después de haber sido depuesto o de haber abdicado o de que su período haya terminado. Por su acto de Estado, sin embargo, no es individualmente responsable ante otro Estado, ni siquiera después de su deposición, abdicación o de la terminación de su período, ya que el acto fue realizado cuando se hallaba todavía en el poder; de otro modo el acto no habría sido un acto de Estado. La no responsabilidad del jefe de un Estado por sus actos de Estado, basada en la regla de que ningún Estado puede preten­ der jurisdicción sobre los actos de otro Estado, rige también en el caso de que el jefe de un Estado haya caído en poder de sus enemigos com o prisionero de guerra, aunque su privilegio personal de extraterritorialidad no rige porque se limita a la época de paz y no se aplica en tiempo de guerra. No hay razón suficiente para suponer que la regla de derecho consuetudinario general según la cual ningún Estado puede pretender jurisdicción sobre los actos de otro Estado quede en suspenso por el estallido de la guerra y, en consecuencia, que no sea aplicable a las relaciones entre los beli­ gerantes. La exclusión de la responsabilidad individual constituye la dife­ rencia que existe entre la responsabilidad colectiva del Estado por sus propios actos, su responsabilidad «original», y la responsabi­ lidad colectiva del Estado por actos que no son propios, a saber, ciertas violaciones del derecho internacional cometidas por indivi­ duos sin la orden ni la autorización del gobierno, o sea la responsa­ bilidad «subsidiaria» del Estado. La responsabilidad subsidiaría del Estado no excluye la responsabilidad individual de las personas que han realizado los actos que constituyen la violación del derecho internacional; por lo contrario, su responsabilidad individual esta involucrada en la responsabilidad del Estado en tanto que éste se

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halla obligado por el derecho internacional a castigar a esos indivi­ duos y compelerlos a reparar el daño causado ilícitamente. Si los individuos han de ser castigados por actos que han reali­ zado como actos del Estado por un tribunal de otro Estado, o por un tribunal internacional, la base jurídica del juicio debe ser por regla general un tratado internacional concluido con el Estado cu­ yos actos han de ser castigados. En virtud de ese tratado, la jurisdic­ ción sobre esos individuos debe ser conferida al tribunal nacional o internacional. Si el tribunal es nacional, funciona, por lo menos indirectamente, como un tribunal internacional. Es nacional sólo con respecto a su composición, en tanto que los jueces son designa­ dos por un gobierno solamente; es internacional, no obstante, con respecto a la base jurídica de su jurisdicción. El derecho de un Estado no contiene normas que imputen san­ ciones a los actos de otros Estados que violan el derecho internacio­ nal. Recurrir a la guerra haciendo caso omiso de una regla de dere­ cho internacional general o particular constituye una violación del derecho internacional, pero no una violación del derecho penal nacional, como sucede con las violaciones de las reglas del derecho internacional que regulan la conducta en la guerra. El derecho sus­ tantivo aplicado por un tribunal competente para castigar a los in­ dividuos por el delito de haber hecho la guerra sólo puede ser el derecho internacional. De aquí que el tratado internacional m encio­ nado en el párrafo anterior no sólo debe determinar el entuerto, sino también el castigo, o debe autorizar al tribunal para fijar el castigo que considere adecuado. Si un tribunal nacional está au­ torizado y si la constitución nacional obliga a los tribunales a aplicar únicamente las normas creadas por el órgano legislativo (u otro jurídico-productor) del Estado, las normas del derecho internacional que autorizan al Estado a castigar a los individuos que, como órga­ nos de otro Estado, han violado el derecho internacional deben ser transformadas en normas del derecho nacional del Estado a cuya jurisdicción están sujetos por el tratado esos individuos. Un tratado internacional que autoriza a un tribunal a castigar a los individuos por actos que han realizado como actos de su Estado constituye una norma de derecho penal internacional con fuerza retroactiva si los actos, en el momento de ser cometidos, no eran delitos por los que fueran responsables los perpetradores individuales. No hay regla de derecho internacional general consuetudinario que prohíba la pro­ mulgación de normas con fuerza retroactiva, las llamadas leyes ex post f a d o . Pero las constituciones de algunos Estados prohíben ex­

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presamente ese tipo de reglamentaciones, y es un principio de dere­ cho penal reconocido por la mayoría de las naciones civilizadas que ningún castigo puede ser asignado a un acto que no era jurídicamen­ te punible en el momento en que fue cometido. Algunos escritores abandonando el modo de ver positivista, sostienen que no sólo la costumbre y los tratados, sino también los principios generales del derecho deben ser considerados como fuentes del derecho interna­ cional. Esta doctrina es muy discutible y, aunque fuese aceptada, no excluye un tratado internacional que autorice a un tribunal a casti­ gar a las personas moralmente responsables por la segunda guerra mundial. El principio que prohíbe la promulgación de normas con fuerza retroactiva como una regla de derecho nacional positivo no deja de tener muchas excepciones. Su base es la idea moral de que no es justo hacer a un individuo responsable por un acto si, al rea­ lizarlo, no sabía ni podía saber que ese acto era malo. Si, no obstan­ te, el acto, en el momento de su realización, era moralmente, aun­ que no jurídicamente, malo, una ley que asigna ex post f a d o una sanción al acto es retroactiva sólo desde un punto de vista jurídico, no moral. Esa ley no es contraria a la idea moral que constituye la base del principio en cuestión. Esto es particularmente cierto de un tratado internacional en virtud del cual los individuos son hechos responsables por haber violado, en su condición de órganos del Estado, el derecho internacional. Moralmente eran responsables por la violación del derecho internacional en el momento en que reali­ zaron los actos que constituyen un entuerto desde un punto de vista no sólo moral, sino también jurídico. El tratado no hace más que transformar su responsabilidad moral en responsabilidad jurídica. El principio que prohíbe las leyes ex post f a d o no es, con razón, aplicable a ese tratado.

15. LA CUESTIÓN DE LA CULPABILIDAD POR LA GUERRA EN LA PRIMERA Y LA SEGUNDA GUERRAS MUNDIALES

En el informe que presentó a la Conferencia Preliminar de la Paz, el 29 de marzo de 19 1 9 , la Comisión sobre la Responsabilidad de los Autores de la Guerra y la Imposición de Castigos distinguía «dos clases de actos culpables: a) actos que provocaron la guerra mundial y acompañaron a su comienzo; b) violaciones de las leyes y costumbres de la guerra y de las leyes de la humanidad». Comisión aconsejaba que los actos que provocaron la guerra no

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fuesen imputados a sus autores ni sometidos a las actuaciones de un tribunal2 . No obstante, el Tratado de Paz de Versalles estipulaba en el artículo 2 2 7 : Las Potencias Aliadas y Asociadas acusan públicamente a Guillermo II de H ohenzollern, ex Em perador de Alemania, de un agravio supremo contra la m oral internacional y la santidad de los tratados. Se constituirá un tribunal especial para juzgar al acusado, asegurán­ dole con ello las garantías esenciales para el derecho de defensa. Se com pondrá de cinco jueces, designados por cada una de las si­ guientes Potencias: los Estados Unidos de América, Gran Bretaña, Francia, Italia y el Jap ón.

La fórmula «de un agravio supremo contra la moral internacio­ nal y la santidad de los tratados» es insincera e inconsecuente. La verdadera razón para pedir que el ex Kaiser fuese sometido a un tribunal criminal era que se lo consideraba como el principal autor de la guerra, y el recurrir a la guerra era considerado un delito. El artículo 2 2 7 habla de «un agravio contra la moral internacional» con objeto de no hablar de una violación del derecho internacio­ nal. Pero si una norma jurídica — establecida por un tratado inter­ nacional— castiga un agravio contra la moral, castigo que debe imponerse al culpable por un tribunal, el agravio asume ex p ost f a d o el carácter de una violación de derecho. El artículo 2 2 7 habla también de un agravio contra la «santidad de los tratados». Esto significa una violación de los tratados, lo que constituye un en­ tuerto según el derecho internacional. Las principales razones para el consejo negativo de la Comisión de Responsabilidades eran, en primer lugar, que, en opinión de la Comisión, «una guerra de agresión no puede ser considerada como un acto directamente contrario al derecho positivo, o que pueda ser llevado con buen resultado ante un tribunal tal como el que la Comisión está autorizada a considerar de acuerdo con sus términos de referencia»; en segundo lugar, que «una investigación sobre los autores de la guerra debe, para ser completa, extenderse a los acon­ tecimientos que han ocurrido durante muchos años en diferentes países europeos, y suscitar muchos problemas difíciles y complejos que podrían ser investigados mas apropiadamente por los historia­ dores y los estadistas que por un tribunal destinado a juzgar a los transgresores de las leyes y costumbres de la guerra».24

24. American Journal o f International Law 14 (1920), pp. 95, 117.

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La validez de la proposición de que una guerra de agresión no es un acto contrario al derecho positivo es, por lo menos, muy dudosa. El principio de bellum iustum es considerado, ciertamente, no por muchos pero sí por algunos autores destacados, como una regla de derecho internacional positivo. Pero precisamente el Tra­ tado de Paz de Versalles y los otros Tratados de Paz de 1919-1920 confirman la doctrina de la guerra justa. Los Tratados de Paz no obligan a los Estados vencidos a pagar una indemnización de guerra, sino más bien a hacer reparaciones. La obligación de las reparaciones es considerada como una conse­ cuencia ligada por el derecho internacional general a una violación del derecho. El hecho de que los Tratados de Paz sustituyan por una indemnización de guerra la obligación de las reparaciones esta­ blecidas por el derecho internacional general y especificadas por los Tratados de Paz, presupone que los daños infligidos por la guerra son considerados como causados ilícitamente. Tal es el sig­ nificado del artículo 231 del Tratado de Paz de Versalles que esta­ blece la culpabilidad de Alemania por la guerra: Las Potencias Aliadas y Asociadas afirman, y Alemania acepta, la responsabilidad de Alemania y sus aliados por haber causado todas las pérdidas y todos los daños a los que los G obiernos Aliados y A sociados y sus nacionales han estado sometidos com o una conse­ cuencia de la guerra que les ha impuesto la agresión de Alemania y sus aliados.

La declaración de que la guerra les fue «impuesta» a los Gobier­ nos Aliados y Asociados «por la agresión de Alemania y sus aliados» significa que Alemania y sus aliados habían violado el derecho internacional al recurrir a la guerra. De otro modo la obligación de reparar los daños causados por la guerra no habría sido justificable, pues esos daños no habrían sido causados ilícitamente. Sólo basán­ dose en la doctrina del bellu m iustum es posible la «culpabilidad por la guerra». Cuando estalló la segunda guerra mundial, la situación jurídica era diferente de la existente al estallar la primera guerra mundial. Las Potencias del Eje eran partes contratantes del Pacto BriandKellogg, en virtud del cual es un entuerto el recurso a la guerra de agresión; y Alemania, al atacar a Polonia y Rusia, violó, además de Pacto Briand-Kellogg, los pactos de no agresión con los Estados atacados. Cualquier investigación sobre los autores de la según a guerra mundial no suscita problemas de extraordinaria complej1 dad. Ni la qu aestio iuris ni la qu aestio fa cti ofrecen dificultad serta

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alguna a un tribunal. De aquí que no haya motivo para renunciar a una actuación criminal contra las personas moralmcnte responsa­ bles por el estallido de la segunda guerra mundial. En cuanto se trata también de una cuestión del derecho constitucional de las Potencias del Eje, la respuesta se simplifica por el hecho de que esos Estados se hallaban bajo regímenes más o menos dictatoriales, de modo que el número de personas que poseían el poder jurídico de llevar a su país a la guerra en cada uno de los Estados del Eje era muy pequeño. En Alemania era probablemente sólo el Fiihrer, en Italia, el D uce y el Rey; y en el Japón, el Primer Ministro y el Emperador. Si la declaración atribuida a Luis XIV «L’État c’est moi», es aplicable a cualquier dictadura, el castigo del dictador equivale al castigo del Estado. Otra cuestión es la de si será real­ mente posible apoderarse de esas personas para enjuiciarlas ante un tribunal nacional o internacional.

16. EL CASTIGO DE LOS CRÍMENES DE GUERRA

La opinión pública exige no sólo que se haga responsables a los autores de la guerra, sino también, en particular, que sean llevados ante la justicia los llamados criminales de guerra, es decir, las per­ sonas que han violado las leyes de la guerra. Esta demanda desempeña un papel importante en la Declara­ ción de M oscú2*. Los crímenes de guerra, en el sentido peculiar de25 25. Desde que los Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética hicie­ ron del castigo de los criminales de guerra uno de sus objetivos bélicos es inútil plantear la cuestión de si es aconsejable, desde el punto de vista de la paz futura, instituir después de la conclusión de la guerra o durante ella procedimientos jurí­ dicos para el castigo de los crímenes de guerra. En una discusión sobre la creación de un tribunal penal internacional que tuvo lugar en la X X X III Conferencia de la International Law Association realizada en Estocolmo en 1924, Sir Graham Bower dijo: «No hay nación alguna en el mundo que no haya violado las leyes de la gue­ rra, y no hay ejército ni armada en el mundo que no haya cometido crímenes de guerra». Y añadió: «¿Cuál será la consecuencia (de un castigo de los criminales de guerra)?». Cuando los soldados y marinos han terminado de luchar, cuando están dispuestos a estrecharse las manos mediante un tratado de paz, los abogados de­ ben iniciar una guerra de acusaciones, contraacusaciones y recriminaciones que será peor que la guerra. El general Sherman dijo: «La guerra es un infierno», y dijo la verdad; pero con todo el respeto debido me permito decir que si esta Propuesta fuese aprobada, haría de la paz un infierno». Sir Graham Bower termi­ nó su discurso diciendo: «Á bas la guerre des procés, vive la paix de l’oubli et de

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la expresión, son actos mediante los cuales son violadas las reglas del derecho internacional que regulan la conducta en la guerra. Son cometidos por miembros de las fuerzas armadas de los beligerantes. Kl término «crímenes de guerra» comprende también a veces todas las hostilidades mediante las armas cometidas por individuos que no son miembros de las fuerzas armadas, actos de guerra ilegítima cometidos por individuos particulares que toman las armas contra el enemigo, y, además, el espionaje, la traición y todos los actos de merodeo. La mayoría de los actos que constituyen violaciones de las reglas de la guerra son al mismo tiempo violaciones del derecho penal general, como el asesinato, el pillaje, el robo, el incendio, la violación de mujeres, etc. «El principio — dice Garner— de que el soldado particular que comete actos que violan las leyes de la gue­ rra, cuando esos actos son al mismo tiempo delitos contra el dere­ cho penal general, debería ser sometido al juicio y el castigo de los tribunales del adversario perjudicado en el caso de caer en manos de las autoridades de aquél, ha sido mantenido durante mucho tiem po...»26. Los actos en cuestión son considerados punibles por los tribunales del Estado perjudicado porque constituyen delitos según su derecho nacional. Pero casi todos los actos de guerra, los actos de guerra legítima inclusive, constituyen delitos según el de­ recho penal, ya que los actos de guerra son actos de privación forzosa de la vida, la libertad y la propiedad, prohibidos por el derecho penal. N o obstante, los actos de guerra legítima no son punibles por los tribunales del Estado del que son súbditos las víctimas. Un Estado que castiga por asesinato o incendio a los soldados que, com o miembros de las fuerzas armadas del enemigo, han dado muerte en la batalla a soldados de las fuerzas armadas del Estado que pretende la jurisdicción, o que han incendiado casas de ciudadanos de éste, viola abiertamente el derecho internacional. ¿Qué es lo que priva a esos actos de su carácter delictivo? ¿Qué es lo que excluye la responsabilidad penal de los individuos que han realizado esos actos? La respuesta habitual es que esos actos están de acuerdo con el derecho internacional que permite a los beli-

Pespéranee»» (The International Law Association. Report o f t h e Thirty-third Conference , reunida en Estocolmo del 8 ai 13 de septiembre de 1924, London, 1925> pp. 9 3 , 95). Véase también C. Arnold Anderson, «The Utility of the Propose Trial and Punishment o f Enemy Leaders»: The American Political Science Review 3 7 {1 9 4 3 ), p. 1081. 26. J. W . Garner, International Law and the World War, 1920, vol. n, P* 472.

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gcrantcs primar por la fuerza a los miembros de las fuerzas armadas del enemigo de sus vidas y su libertad, destruir la propiedad de sus ciudadanos, etc. Son actos de guerra «legítimos** sólo cuando son realizados de acuerdo con el derecho internacional: «[...] de otro modo son asesinato o robo según el caso y sus autores están sujetos al castigo como criminales»27. El tenor de esta doctrina puede for­ mularse así: el hecho de que un acto prohibido como un delito por el derecho nacional se halle «de acuerdo con» — es decir, permitido por— el derecho internacional priva al acto de su carácter delicti­ vo; si el acto está prohibido también por el derecho internacional, conserva su carácter delictivo. Esta doctrina es insostenible. La afirmación de que los actos de guerra legítima están «permitidos» por el derecho internacional significa que el derecho internacional no los «prohíbe». Estar jurídi­ camente «permitido» significa estar jurídicamente no prohibido. Un acto está prohibido jurídicamente si es la condición para una sanción. La afirmación de que el derecho internacional no prohíbe cierto acto significa que el derecho internacional no le atribuye sanción alguna. El hecho negativo de que el derecho internacional no prohíba ciertos actos porque no les asigne sanciones no puede excluir la posibilidad jurídica de que el derecho nacional asigne sanciones a esos actos, prohibiéndolos de ese modo. El derecho nacional asigna sanciones a muchos actos que no están prohibidos — lo que quiere decir que están «permitidos» (en el sentido negati­ vo de la palabra)— por el derecho internacional, sin violar el dere­ cho internacional. Un individuo ciudadano del Estado A, cuando comete un robo contra un individuo ciudadano del Estado B, en el territorio del Estado A, no viola el derecho internacional. Éste no prohíbe ese acto y no hace al Estado A responsable por él. Pero el Estado B no viola el derecho internacional al castigar al ladrón cuando cae en manos de sus autoridades. En realidad, que un acto tratado como delito por el derecho nacional no esté prohibido (y de aquí que esté «permitido» en el sentido negativo) por el derecho internacional no priva al acto de su carácter delictivo. No obstante, el término «permiso» puede tener un sentido po­ sitivo. Puede significar «autorización». La ley «autoriza» a un indi­ viduo al conferirle un poder jurídico, un «derecho» en el sentido técnico de la palabra. La ley «autoriza» a un individuo para realizar un acto al que la ley atribuye un efecto jurídico, el efecto jurídico 27. Ibid., p. 473, siguiendo a Renault, «De Paplication du droit penal aux kits de guerr’e»: Revue Generale de Droit International Public 25 (1918), p. 10.

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que busca el individuo actuante. El matar, herir o capturar a seres humanos en la guerra, a diferencia de las transacciones o acciones jurídicas llevadas ante un tribunal, no son actos con los cuales se pretenden efectos jurídicos. Están «permitidos» por el derecho in­ ternacional sólo en el sentido negativo de la palabra. Esto es espe­ cialmente cierto si la guerra, como suponen muchos escritores, no es una acción jurídica autorizada por el derecho internacional como una reacción contra un entuerto internacional, es decir, como una «guerra justa», y por lo tanto está prohibida como un entuerto. Encuadra en la base de la teoría del bellu m iustum que pueda probarse la falacia de la doctrina de que un acto que es permitido por el derecho internacional debe no ser castigado por el derecho nacional, y que, como una consecuencia lógica, un acto que está prohibido por el derecho internacional puede ser castigado por el derecho nacional. Los actos de guerra normales realizados por miembros de las fuerzas armadas comprometidas en una guerra injusta prohibida por el derecho internacional general o por un tratado particular, como el Pacto Briand-Kellogg, no pueden ser considerados «permitidos», ni en sentido negativo ni positivo, pues­ to que la guerra como tal está prohibida y, en consecuencia, todos los actos particulares que en su totalidad constituyen la guerra deben ser considerados como prohibidos28. Sin embargo, un Estado que castiga a un miembro de las fuerzas armadas del enemigo cul­ pable de una guerra injusta por haber dado muerte en batalla a un miembro de las fuerzas armadas del Estado que pretende la juris­ dicción viola el derecho internacional. El hecho de que el acto esté prohibido por el derecho internacional no mantiene el carácter delictivo que debe tener según el derecho nacional. Que un Estado viole el derecho internacional si castiga, de acuerdo con su derecho nacional, a un miembro de las fuerzas armadas del enemigo por un acto de guerra legítimo, sólo puede explicarse por el hecho de que al obrar así un Estado hace a un individuo responsable por el acto de otro Estado. Según el derecho internacional, el acto en cuestión debe ser imputado al Estado ene­ 28. La distinción entre actos de guerra «legítimos» y actos de guerra «ilegíti­ mos» realizados en una guerra prohibida por el derecho internacional general o particular sólo es posible en tanto que un acto de guerra «legítimo» constituye únicamente la violación de la regla prohibiendo la guerra, en tanto que un acto de guerra «ilegítimo» constituye una violación no sólo de esa regla, sino también e una regla concerniente a la lucha. Es muy posible que mediante un mismo acto se violen dos reglas legales diferentes, y que dos reglas diferentes asignen al mismo acto dos sanciones diferentes.

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migo y no al individuo que ha realizado el acto al servicio de su Estado. No puede ser considerado como un delito del individuo porque no debe ser considerado en modo alguno como su acto personal. E erecho internacional general, por regla general, pro­ híbe a un Estado hacer a una persona individualmente responsable por un acto cometido como un acto de otro Estado. En consecuen­ cia, el individuo que realiza un acto de guerra como un acto de su Es­ tado no debe ser castigado por ese acto por el Estado enemigo, ni siquiera en el caso de que el acto constituya una violación del derecho internacional, ni siquiera en el caso de que la guerra como tal esté prohibida o el acto en sí constituya uno de los llamados crímenes de guerra. Pues un acto realizado por un individuo por orden o con autorización de su gobierno es un acto del Estado, aunque constituya una violación del derecho internacional; y la responsabilidad por esa violación del derecho internacional reside, de acuerdo con el derecho internacional general, en el Estado colecti­ vamente, y no en el individuo que ha realizado el acto al servicio de su Estado29. De otro modo no sería posible violación alguna del derecho internacional en general y de las reglas con respecto a la guerra en particular p o r los Estados. «Las violaciones de las reglas con respecto a la guerra — dice Oppenheim— son crímenes de guerra sólo cuando son cometidas sin una orden del gobierno beli­ gerante interesado. Si los miembros de las fuerzas armadas cometen violaciones por orden de su gobierno — y esto quiere decir si la violación de las reglas de guerra tiene el carácter de un acto del Estado— , no son criminales de guerra, y no pueden ser castigados por el enemigo; éste puede, no obstante, recurrir a las represa­ lias»30. La responsabilidad del Estado realizada mediante las repre­ salias es una responsabilidad colectiva, no individual. Si el crimen de guerra es un acto del Estado, la responsabilidad colectiva del Estado por este acto excluye generalmente la responsabilidad indivi­ dual por él31. El hecho de que el acto esté prohibido por el derecho 29. Hugh H L Bellot, «A Permanent International Criminal Court»: The International Law Association. Report o f tkc Thirty-first Conference 1 (1923), p. 73. «Una orden del [...] gobierno no puede hacer lícito lo que es ilícito por el derecho internacional». Esto es cierto, pero el hecho de que un acto sea «ilícito por el derecho internacional» no constituye necesariamente la responsabilidad individual del perpetrador. Por regla general constituye únicamente la responsa­ bilidad colectiva del Estado cuyo gobierno ha dado la orden 30. L. Oppenheim, International Law , vol. parág. 253. 31. A. von Verdross, Vólkerrecht, 1937, p 298, formula correctamente la regla correspondiente como sigue: «El castigo (de un prisionero de guerra por un

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internacional no mantiene el carácter delictivo que debe tener de acuerdo con el derecho nacional. Si un acto está prohibido por el derecho internacional como un crimen de guerra, el perpetrador puede ser castigado personalmente por el Estado perjudicado de acuerdo con su derecho nacional si cae en manos de sus auto­ ridades como prisionero de guerra sólo en el caso de que se reco­ nozca que el acto no es un acto del Estado enemigo32. Esto es la consecuencia del principio generalmente reconocido de que ningún Estado posee jurisdicción sobre los actos de otro Estado. La suspensión de este principio no debe ser considerada como uno de los efectos del estallido de la guerra en las relaciones entre los beligerantes33. Las reglas del derecho internacional gene­ ral consuetudinario continúan, en principio, rigiendo en tiempo de guerra. La regla según la cual la responsabilidad colectiva del Esta­ do por sus actos excluye la responsabilidad individual del perpetra­ dor está destinada, por su misma naturaleza, a desempeñar un pa­ pel importante no sólo en tiempo de paz, sino también en tiempo de guerra. La misma guerra constituye uno de los actos más carac­ terísticos del Estado; el principio en cuestión es una protección necesaria de los individuos que en virtud del derecho nacional están obligados o autorizados como órganos de su Estado a realizar actos considerados necesarios para los intereses del Estado. No obstante, la regla del derecho internacional general consue­ tudinario que concede a los actos del Estado la inmunidad con respecto a la jurisdicción de otro Estado tiene algunas excepciones, como se ha indicado. La regla de que los prisioneros de guerra están sujetos a la ley y la jurisdicción del Estado captor ¿constituye, con respecto a las violaciones de las reglas de la guerra, una restric­ ción del principio de inmunidad del Estado de la jurisdicción de otro Estado? Sin examinar la parte de la cuestión que involucra el principio de la inmunidad de un Estado con respecto a la jurisdic­ ción de otro Estado, algunos escritores han sostenido que el hecho crimen de guerra) es inadmisible si el acto (de la persona acusada) no ha sido realizado por su propia cuenta, sino que puede ser imputado a su Estado patrio». Un acto que debe ser imputado al Estado es un acto del Estado. 32. Véase George Manner, «The Legal Nature and Punishment of Criminal Acts of Violence Contrary to the Laws of War»: American Journal International Law 37 (1943), pp. 40 7 y 433. 33. A. Mérignhac, «De la sanction des infractions au droit des gens»: Revue Générale de droit intemational public 24 (1917), p. 49, afirma: «La théorie de Pacte de gouvernement est une théorie de paix, qui disparait au cours des hostihtés». Esta afirmación carece de fundamento en el derecho internacional positivo.

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de que un crimen de guerra sea cometido como un acto del Estado no priva al acto de su carácter de crimen punible por el Estado perjudicado de acuerdo con su derecho nacional34. Esta opinión es, sin embargo, más que discutible. La jurisdicción criminal del Esta­ do captor sobre los prisioneros de guerra constituye una restricción de la regla según la cual los miembros de las fuerzas armadas de un Estado extranjero están exentos de la jurisdicción del Estado sobre el territorio en que se hallan. Puesto que la jurisdicción sobre los prisioneros de guerra se basa en una restricción de otra regla, una interpretación restrictiva de la regla que confiere jurisdicción sobre los prisioneros de guerra al Estado captor está bien fundada. No hay razón alguna para interpretar la regla correspondiente como una restricción de otra regla, a saber, la regla de que ningún Estado posee jurisdicción sobre los actos de otro Estado, y para permitir que el Estado captor castigue a un prisionero de guerra por actos cometidos como actos de su Estado, sin consentimiento de éste. La jurisdicción del Estado sobre los individuos que, como prisioneros de guerra, se hallan en su propio territorio puede basarse también en el principio general de que todo Estado posee jurisdicción exclu­ siva sobre todas las personas y cosas que se hallan dentro de su territorio. Entre las restricciones de este principio ocupa ciertamen­ te el primer lugar la regla que se refiere a la inmunidad de un Estado extranjero. Un Estado no puede eludir esta regla de derecho internacional general declarando que el acto de un Estado extran­ jero es un delito en el sentido de su (del primero) derecho nacional y procesar al perpetrador individual del acto si cae en manos de sus autoridades. El procesamiento de un individuo por un acto realiza­ do como un acto de un Estado extranjero está dirigido contra el mismo Estado extranjero. Establecen una clara excepción las reglas relativas al espionaje y a la traición de guerra. El derecho internacional general autoriza al Estado contra el que se han cometido actos de espionaje o de traición de guerra a castigar a los perpetradores como criminales, aun en el caso de que los actos correspondientes hayan sido come­ tidos por orden o con autorización del gobierno enemigo. A dife-

34.

Esta opinión es aceptada también en la sexta edición de L. Oppcnheim, op. tit., vol. II, parág. 253, a cargo de H. Lauterpacht. En ella se dice de la opi­ nión defendida en las cinco ediciones anteriores: «Es difícil considerarla como exponiendo un sano principio jurídico». En la sexta edición el hecho de que un crimen de guerra es un acto del Estado no se distingue claramente del hecho de que es realizado por orden superior. Véase ittfra, p. 117.

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rcn cú de otro» crímenes de guerra, los Estados en interés de los cuales se ha cometido el espionaje o la traidón no están obligados a impedir y castigar actos de esta naturaleza. El Estado que emplea espías o hace uso de la traición de guerra en su propio interés no viola el derecho internacional15 y no es responsable por esos actos. N o obstante, el individuo que comete esos actos puede, según el derecho internacional, ser castigado por el Estado perjudicado. En estos casos, el derecho internacional general establece únicamente la responsabilidad individual de los perpetradores. En tanto que la responsabilidad individual por la violación de las reglas de la guerra cometida como acto del Estado, según el derecho internacional general, está excluida, el castigo de esos ac­ tos por un tribunal nacional del enemigo o por un tribunal interna­ cional sin violar el derecho internacional sólo es posible con el consentimiento del Estado patrio del delincuente, es decir, a base de un tratado internacional concluido con el Estado por cuyos actos deben ser castigados los perpetradores individuales. Sólo en virtud de ese tratado puede conferirse jurisdicción sobre los indivi­ duos a un tribunal nacional del enemigo o a un tribunal internacio­ nal. La norma de derecho internacional convencional que establece su responsabilidad individual puede tener fuerza retroactiva. Un tratado internacional como base jurídica de los procesos de los criminales de guerra es también necesario si los prisioneros de guerra han de ser juzgados después de firmada la paz por violación de las reglas de guerra no cometida como acto del Estado. Pues, según el derecho internacional general, así como la Convención de Ginebra de 1929, todos los prisioneros de guerra deben ser puestos en libertad una vez firmada la paz. Cualquier restricción de esta regla es posible únicamente con el consentimiento del Estado pa­ trio del prisionero. Es lógico que el Estado patrio del criminal de guerra posea jurisdicción sobre él. La jurisdicción del Estado captor sobre los prisioneros de guerra no cometidos como actos del Esta­ do es sólo concurrente. En tanto que el Estado captor se halla autorizado por el derecho internacional a castigar a los miembros de las fuerzas armadas del enemigo por crímenes de guerra, el Estado patrio está obligado a castigar a sus propios criminales de guerra, y el Estado perjudicado tiene derecho a pedir el castigo. El artículo 3 de la Convención de La Haya de 1 9 0 7 con respec­ to a las Leyes y Costumbres de Guerra Terrestre declara:35

35. L. Oppenheim, op. cit., vol. II, p. 328.

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Una parte beligerante que viole las disposiciones de dichos Regla­ mentos (anexados al Convenio), podrá, si el caso lo exige, ser obli­ gada a pagar com pensación. Será responsable por todos los actos com etidos por personas que formen parte de sus fuerzas armadas.

Esto quiere decir que un Estado beligerante es responsable por las violaciones de las reglas de la guerra cometidas por miembros de sus fuerzas armadas, tengan o no esos actos el carácter de actos del Estado. La responsabilidad por los crímenes de guerra que no tienen el carácter de actos del Estado involucra el deber de castigar a los criminales.

17. LOS CRÍMENES DE GUERRA COMO VIOLACIONES DEL DERECHO INTERNACIONAL O NACIONAL

La mayoría de los tratadistas de derecho internacional sostienen que los crímenes de guerra constituyen solamente transgresiones penales contra el derecho nacional, y que sólo tienen un carácter «municipal», ya que el derecho internacional no dispone el castigo de los delincuentes36. Esto no es exacto. Si las violaciones de las reglas internacionales de la guerra son actos del Estado, no poseen, de acuerdo con el derecho positivo actual, carácter «penal», ya que los perpetradores no son punibles según el derecho penal nacional; pero son entuertos internacionales por los cuales es responsable el Estado, es decir, que son pasibles de sanciones que pueden ser interpretadas como «castigo»37. Si las violaciones de las reglas de la guerra no son actos del Estado, y si son al mismo tiempo delitos de acuerdo con el derecho nacional, poseen un doble carácter; son transgresiones penales contra el derecho internacional y el derecho nacional al mismo tiempo. Es cierto que el derecho internacional general no determina directamente la pena que debe imponerse al criminal. Pero el derecho internacional obliga a los Estados cuyos súbditos, como miembros de sus fuerzas armadas, han violado las leyes de la guerra, a castigar a los criminales; y el derecho interna­ cional general autoriza a los beligerantes a castigar a un súbdito enemigo que ha caído en manos de sus autoridades como prisione­ ro de guerra por haber violado, con anterioridad a su captura, las leyes de la guerra. Con respecto a esa autorización para castigar a

36. Véase G. Manner, op. cit., p- 407. 37. Véase, supra, p. 92.

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los criminales de guerra enemigos, los crímenes de guerra son defi­ nidos generalmente como «los actos hostiles o de otra clase de los soldados o de otros individuos que pueden ser castigados por el enemigo al capturar a los delincuentes»38. Esta definición no es muy exacta, puesto que se refiere únicamente a los crímenes de guerra en su relación con el enemigo y pasa por alto el hecho de que los crímenes de guerra son también transgresiones en relación con el Estado cuyos súbditos han cometido los crímenes, que esos críme­ nes son determinados directamente por el derecho internacional y que el Estado patrio de los delincuentes está obligado (y no sólo autorizado, com o el enemigo) por el derecho internacional a casti­ gar a los criminales. Al obligar a los Estados a castigar a sus propios criminales de guerra y al autorizar a los Estados a castigar a los crimi­ nales de guerra enemigos, el derecho internacional dispone, por lo menos indirectamente, el castigo de los criminales de guerra. Deja a cargo del derecho nacional la especificación de las penas; ni siquiera la pena de muerte está excluida del derecho internacional. En consecuencia, es incorrecto hablar de «ausencia de crímenes de guerra internacionales». La obligación de los Estados de castigar a sus propios criminales de guerra no es más que una consecuencia de su obligación general de ejecutar el derecho internacional dentro de la esfera de validez de sus propios órdenes jurídicos. Semejante obligación está estipulada expresamente por ejemplo en el artículo 1 de los Convenios de La Haya de 1899 y 1907, en el artículo 8 de la Convención de la Cruz Roja de 1906 y en el artículo 21 de la Convención de La Haya de 1 9 0 7 sobre la adaptación de los princi­ pios de la Convención de Ginebra a la guerra marítima. Las leyes penales nacionales que asignan penas a los crímenes de guerra in­ ternacional son promulgadas en cumplimiento de la obligación del Estado de poner en vigor el derecho internacional dentro de la esfera de poder del Estado. La aplicación del derecho nacional al criminal de guerra es ai mismo tiempo la ejecución del derecho internacional. El derecho nacional es una etapa intermedia necesa­ ria en virtud de la constitución del Estado que autoriza a los tribu­ nales para que apliquen únicamente las normas creadas por los órganos jurídico-productores del Estado. Si no existe esa restric­ ción constitucional, o si, de acuerdo con la constitución, el derecho internacional es considerado parte del derecho nacional es posib e una aplicación directa de las reglas internacionales de la guerra por los tribunales del Estado. No obstante, dado que esas reglas no 38. L. Oppenheim, op. cit ., vol. II, p. 45 1 .

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especifican el castigo, es siempre necesaria una disposición del de­ recho nacional que determine las penas por los crímenes de guerra si esos crímenes de guerra no constituyen al mismo tiempo delitos ordinarios de acuerdo con el derecho penal del Estado. Si los delitos en cuestión sólo constituyesen delitos contra el derecho nacional, si su castigo no fuese la aplicación del derecho internacional, apenas sería posible hablar de crímenes de guerra. Son crímenes de guerra solamente en tanto que constituyen viola­ ciones de las reglas de la guerra y estas reglas son, ante todo, normas de derecho internacional. El derecho penal nacional asigna penas a los delitos ordinarios, como el asesinato, el robo, etc. Si un código de derecho penal militar asigna penas al asesinato de los heridos, la negativa a dar cuartel, el uso de armas envenenadas, el pillaje por los miembros de las fuerzas armadas, etc., lo hace así para poner en vigor las normas de derecho internacional que pro­ híben esos actos. En ausencia de ese código de derecho nacional y de la posibilidad de una aplicación directa del derecho internacio­ nal, los llamados criminales de guerra sólo podrían ser castigados por haber cometido delitos ordinarios. El mal uso de la insignia de la Cruz Roja nunca habría sido considerado un delito por el dere­ cho penal nacional si éste no se propusiese ejecutar la Convención de Ginebra.

18. LA EXCUSA DE UNA ORDEN SUPERIOR

Los tribunales nacionales que, a base del derecho nacional, juzgan a los individuos por crímenes de guerra hacen frente a una seria dificultad cuando el acto que constituye el crimen de guerra ha sido cometido por orden superior. Esto no significa necesariamente que el acto sea un acto del Estado. Es un acto del Estado sólo si la misma orden es un acto del Estado, y tal es el caso únicamente si la orden fue impartida por el gobierno (jefe del Estado, Gabinete, miembro del Gabinete, parlamento), o por orden o con autori­ zación del gobierno. El hecho de que un acto sea un acto del Estado constituye, ante todo, un problema de derecho internacional gene­ ral35, el cual, por regla general, excluye la responsabilidad por un acto del Estado. El hecho de que un acto sea realizado por orden 39 39. La responsabilidad por actos del Estado es, por supuesto, no sólo un problema de derecho internacional, sino también de derecho nacional. Véase su­ fra, p. 100.

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superior constituye un problema de derecho penal nacional. Es el problema de si el derecho penal nacional debe admitir la excusa de una orden superior como una defensa contra el procedimiento de un individuo acusado de un crimen de guerra, de si el perpetrador que ejecutó la orden, o sólo el individuo que dio la orden, puede ser hecho responsable y castigado por el acto. En cuanto a la admisibilidad difieren los distintos órdenes jurídicos positivos así como las opiniones de los juristas. Desde un punto de vista militar, debe admitirse ciertamente la excusa. La disciplina es posible únicamente a base de la obediencia incondicio­ nal de los subordinados al superior, y la obediencia de los subor­ dinados tiene su complemento necesario en la responsabilidad ex­ clusiva del superior. El artículo 3 4 7 del M anual de C am pañ a Básico: Reglas d e la G uerra en tierra (FM, 27-10), publicado por el De­ partamento de Guerra de los Estados Unidos en 1940 (después de enumerar los posibles delitos que pueden cometer las fuerzas ar­ madas) dice: L o s individuos de las fuerzas armadas no serán castigados por esos delitos en el caso de que sean com etidos en virtud de las órdenes o la au torización de su gobierno o sus jefes. Los jefes, que han orde­ nado la com isión de esos actos, o bajo cuya autoridad han sido com etid os por sus tropas, pueden ser castigados por el beligerante en poder del cual pueden caer.

Algunos órdenes jurídicos nacionales no admiten la disculpa de una orden superior si la orden en sí es ilícita y como tal sin valor ab in itio. La ejecución de una orden lícita nunca puede ser castigada com o un delito. Si la orden es dada como una norma general o individual por el gobierno o por un órgano subordinado autoriza­ do por el gobierno, esa orden es rara vez ilícita en el sentido de que carece de valor a b in itio. La norma general o individual impartida por el gobierno carece habitualmente de valor ab in itio, aunque puede ser anulable, hasta cuando no se halla de acuerdo con una norma superior del derecho nacional. Tal es el caso si el crimen de guerra ha sido cometido bajo la sanción de una ley «inconstitucio­ nal» o de un decreto «ilegal» del gobierno, o de un reglamento «ilegal» del ejército. En tanto que esa norma no sea invalidada por la autoridad competente, es válida; y en tanto que sea válida debe ser considerada en relación con el individuo que la ejecuta como una orden lícita. Los casos de absoluta nulidad (no mera posibili­ dad de ser anulados) de los actos del gobierno son muy raros. Además, el poder jurídico que confiere el derecho nacional y, en

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particular, el derecho de los Estados autocráticos como la Alemania nazi al gobierno y eso quiere decir al jefe del Estado como co­ mandante en jefe de las fuerzas armadas con respecto a la conduc­ ción de la g u e rra -- es casi ilimitado. El gobierno se halla casi siempre en posición de justificar sus actos desde el punto de vista del derecho nacional por las necesidades de la guerra. En conse­ cuencia, es difícil repudiar la excusa de la orden superior con el argumento de que esa orden era «ilícita» en el caso de que haya sido dada por el gobierno o se base en una orden del gobierno. El argumento de la ilicitud de la orden como justificación para el rechazo de la excusa de una orden superior se limita prácticamente a los casos de órdenes dadas por órganos relativamente subordina­ dos sin autorización de su gobierno. Según el derecho de algunos Estados, la excusa de la orden superior puede ser rechazada únicamente si la orden era manifiesta e indiscutiblemente contraria a derecho. No es suficiente que la orden fuese objetivamente ilícita. La orden debe ser «umversalmen­ te conocida por todos, inclusive por los acusados, como estando sin duda alguna contra la ley»40. Tales casos son muy raros. Si la ilicitud de la orden consiste en una violación del derecho internacional, es casi imposible suponer que la orden sea «univer­ salmente conocida» como contraria a la ley «sin duda alguna». En este caso la situación es totalmente diferente de aquella en que la ilicitud de la orden constituye una violación del derecho penal general. Todos saben, o están en situación de saberlo, lo que prohí­ be el derecho penal general de su país. ¿Pero puede suponerse razo­ nablemente que cada uno de los soldados sabe lo que prohíbe el derecho internacional? Lo que de otro modo sería una violación del derecho internacional es, según el mismo derecho internacio­ nal, permitido como represalia. Esto tiene una importancia particu­ lar con respecto a las reglas de la guerra, ya que las únicas sanciones que dispone el derecho internacional contra una violación de esas reglas son las represalias. ¿Cómo puede saber un soldado que una orden que viola las reglas de la guerra no es una represalia Y>Por tanto, está permitida? ¿Cómo puede considerar que esa orden va «sin duda alguna» contra la ley? . . La idea de justicia que constituye la base del derecho nacional Y en particular del derecho penal militar no es, ciertamente, favo­ rable al procesamiento de los individuos que cometen crímenes de 40. Decisión del Reiehsgerich, alemán *

Le¡p“ g « el caso del Handovery

Castlc, citado por Claud Mullins, The Leipzig na s*

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guerra obedeciendo a una orden superior. Puesto que la mayoría de los crímenes de guerra cuyo castigo se pide, y en particular muchos de los crímenes de guerra políticamente importantes, son cometi­ dos por órdenes superiores de las que difícilmente puede suponerse que son manifiesta e indiscutiblemente ilícitas, los tribunales nacio­ nales que aplican el derecho penal nacional no son ciertamente aptos para el castigo de los criminales de guerra si no debe admitirse la excusa de la orden superior. Con esta condición, los tribunales nacionales de los acusados son especialmente inaptos. Esos tribunales se inclinan a admitir la excusa de la orden superior todavía más que los tribunales del enemigo. Esto lo han demostrado los famosos procesos de criminales de guerra alemanes después de la primera guerra mundial'11.

19. LA JURISDICCIÓN SOBRE LOS PRISIONEROS DE GUERRA

Según una opinión generalmente aceptada, antes mencionada, un beligerante posee jurisdicción sobre los prisioneros de guerra por los crímenes de guerra cometidos antes de su captura. Los tribu­ nales militares nacionales que ejercen jurisdicción sobre los prisio­ neros de guerra hacen frente a la dificultad de que es por lo menos dudoso que los tribunales militares puedan procesar a los crimi­ nales de guerra enemigos una vez firmada la paz. Como se ha indicado, si el derecho internacional no ha de ser violado, los prisioneros de guerra deben ser puestos en libertad al final de la guerra, hasta en el caso de que hayan sido sentenciados por come­ ter crímenes de guerra y aunque el término de su encarcelación no haya expirado todavía4142. En todo caso, los prisioneros de guerra acusados de crímenes de guerra pero todavía no juzgados y sen­ tenciados deben ser puestos en libertad. Con objeto de superar esta dificultad se ha sugerido «que el acuerdo de armisticio contenga disposiciones para la entrega de los criminales de guerra del ene­ migo con el fin de dar a las Potencias victoriosas la oportunidad de juzgar a los criminales por medio de sus tribunales nacionales

41. Véase C. Mullins, op. cit., passim. 42. W. E. Hall, A Treatise on International Law, 1924, sec. 135. Oppenheim (op. cit., vol. II, p. 459) sostiene que un beligerante tiene derecho a llevar a cabo el castigo impuesto a un criminal de guerra inclusive después de terminada la guerra.

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antes de firmarse la paz»43. Pero es dudoso que los individuos entregados por un beligerante al otro sobre la base de un tratado internacional el acuerdo de armisticio— sean realmente «prisio­ neros de guerra». Los prisioneros de guerra, según la definición dada en el artículo 1, sección 2, de la Convención relativa al tratamiento de los prisioneros de guerra, firmada en Ginebra el 27 de julio de 1929 para los prisioneros capturados en el mar o en la lucha aérea, son Las personas pertenecientes a las fuerzas armadas de los beligerantes que son capturadas por el enemigo en el curso de operaciones de guerra m arítim a o aérea...

Las personas entregadas por uno de los beligerantes al otro en cumplimiento de un tratado de armisticio difícilmente pueden ser consideradas como capturadas en el curso de operaciones militares. La base jurídica de la jurisdicción pretendida sobre semejantes per­ sonas por el enemigo no es la regla de derecho internacional con­ cerniente a la jurisdicción sobre los prisioneros de guerra, sino el tratado internacional en virtud del cual el Estado cuyos súbditos son buscados para someterlos a proceso consiente en que sean juz­ gados por el enemigo. Mediante las disposiciones del acuerdo de armisticio puede ser conferida al enemigo la jurisdicción sobre las personas en cuestión. Puesto que esas personas no son prisioneros de guerra, en el estricto sentido de la palabra, los tribunales del enemigo no están obligados a terminar el proceso antes de que se firme la paz. Las personas acusadas se hallan en la misma situación jurídica que los individuos entregados de acuerdo con un tratado de extradición en tiempo de paz. Desde un punto de vista jurídico no hay una diferencia esencial entre tal acuerdo de armisticio y un tratado de paz que contenga los mismos términos. Mediante se­ mejante tratado pueden suprimirse los obstáculos jurídicos que impiden en la posguerra la jurisdicción del enemigo sobre los crimi­ nales de guerra. Y mediante ese tratado puede extenderse la juris­ dicción a los crímenes de guerra que poseen el carácter de actos del Estado y puede hacerse a los individuos responsables por actos del Estado. Ésta parece ser la verdadera función del artículo 2 28 del T rata­ do de Paz de Versalles, el cual dice lo siguiente:

43. Sugerencia del Lord Canciller en la Cámara de los Lores en octubre de 1^42, mencionada por Manner, op. cit., p. 433.

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El gobierno alemán reconoce el derecho de las Potencias Aliadas y Asociadas a llevar ante los tribunales militares a las personas acusa­ das de haber cometido actos que violan las leyes y costumbres de la guerra. Esas personas, si son consideradas culpables, serán senten­ ciadas a los castigos señalados por la ley.

AI elegir la palabra «reconoce» los autores del Tratado de Paz parecen haber atribuido al artículo 228 sólo un carácter declarato­ rio. Pero sin el consentimiento del gobierno alemán dado en el artículo 228 los tribunales militares de las Potencias Aliadas y Aso­ ciadas no tenían derecho a juzgar a las personas por crímenes de guerra una vez firmada la paz. El artículo 228 no incluye expresa­ mente los crímenes de guerra que tienen el carácter de actos del Estado. Pero el hecho de que no los excluya y de que, según sus propios términos, el gobierno alemán acceda al procesamiento por los tribunales militares enemigos de sus nacionales por todos los actos en violación de las leyes y costumbres de la guerra, hace que el artículo 2 28 pueda ser interpretado como el consentimiento ne­ cesario del gobierno alemán para que sean castigados los alemanes que han cometido crímenes de guerra con el carácter de actos del Estado, así como el establecimiento de la responsabilidad indivi­ dual de las personas interesadas. Para evitar toda duda al término de la segunda guerra mundial sería aconsejable que se incluyera en los futuros tratados internacionales, confiriendo a los tribunales nacionales o internacionales jurisdicción sobre los criminales de guerra, una disposición expresa que incluya a los crímenes que tie­ nen el carácter de actos del Estado44.

20. JU RISD ICCIÓ N PENAL INTERNACIONAL

En cuanto a la cuestión de qué clase de tribunal deberá ser autori­ zado para juzgar a los criminales de guerra, nacional o internacio­ nal, apenas puede caber duda de que un tribunal internacional es 44. En el caso de que el territorio de un beligerante sea ocupado por las fuerzas armadas del otro beligerante, el ocupante parece hallarse en situación de crear un tribunal especial para juzgar a los súbditos del enemigo, inclusive a los miembros de su gobierno, detenidos después del armisticio por las autoridades del ocupante en el territorio ocupado (y por lo tanto no considerados prisioneros de guerra) por haber cometido crímenes de guerra. Tal es la suposición en que se basa The Day o f Reckoning de Max Radin (1943). Es, no obstante, dudoso que las reglas del derecho internacional general que reglamentan los derechos y deberes del ocupante favorezcan semejante procedimiento.

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mucho más adecuado para esa tarea que un tribunal civil o militar nacional s. Sólo un tribunal creado por un tratado internacional, del que sean partes contratantes no sólo los Estados victoriosos, sino también los vencidos, no tropezaría con ciertas dificultades a las que tendría que hacer frente un tribunal nacional. Pues un tra­ tado que confiere jurisdicción sobre los criminales de guerra a un tribunal internacional puede establecer la responsabilidad indivi­ dual por crímenes de guerra que tienen carácter de actos del Esta­ do. Puede excluir también la excusa de la orden superior si ello pareciese necesario para el desarrollo de la justicia internacional. Ahora bien, sólo un tribunal internacional — internacional no sólo con respecto a su base jurídica, sino también con respecto a su composición— puede estar por encima de cualquier sospecha de parcialidad. Los tribunales nacionales, y en particular los tribunales militares nacionales, están inevitablemente expuestos a las sospe­ chas. Los juicios de los prisioneros de guerra realizados por los tribunales militares durante la guerra pueden inducir al enemigo a tomar medidas de represalia de la misma clase, aunque las represa­ lias contra los prisioneros de guerra estén prohibidas por la Con­ vención de Ginebra. Ese mal uso de la ley puede ser evitado trans­ firiendo el castigo de los criminales de guerra a un tribunal internacional que inicie sus actividades después de firmada la paz y que, en consecuencia, se halle en situación de cumplir su tarea en45

45.

C. C. Hyde, «Punishment of War Crimináis», en Proceedings o ft h e Ame­

rican Society o f International Law at Its Thirty-Seventk Annual Meeting Held at Washintong D.C., 1943, p. 43, dice: «Es concebible que las Potencias Aliadas pue­ dan preferir continuar en libertad individual para juzgar y castigar a los actores extranjeros enemigos a medida que les sean entregados por los tribunales nacio­ nales facultados para juzgar la conducta de esos individuos y aplicarles penas. A primera vista éste parecería ser un procedimiento sencillo e inobjetable, libre de ciertas dificultades que pueden encontrarse en cualquier otro. Si, no obstante, el recurso de este método produjese fallos de culpabilidad en gran escala y la aplica­ ción de innumerables penas, los países victoriosos que incoan los procesos po­ drían tener dificultad para convencer a la sociedad a la larga de que los tribunales empleados para ese propósito eran otra cosa que instrumentos políticos; y las personas sometidas al castigo podrían ser consideradas como mártires tanto en el exterior como en el propio país (...) Un tribunal o tribunales compuestos única­ mente de nacionales neutrales obtendrían mas fácilmente el respeto para las deci­ siones adversas a las demandas y defensas de las personas acusadas, y a menos de que se lo impidiesen indebidamente los términos del tratado pertinente, podrían demostrar que son mucho más útiles como expositores del derecho internacional. Además, la voluntad de las Potencias Aliadas de atestiguar y probar sus motivos de queja ante jueces neutrales inspiraría un amplio y decente respeto por su causa».

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una atmósfera no envenenada por las pasiones bélicas. La interna­ cionalización del procedimiento jurídico contra los criminales de guerra tendría la gran ventaja de hacer el castigo un informe hasta cierto punto. Si los criminales de guerra son sometidos a diver­ sos tribunales nacionales, como lo dispone el artículo 229 del Tra­ tado de Versalles, es muy probable que esos tribunales tomen «de­ cisiones contradictorias y apliquen penas variables»46.

H. H. L. Bellot, op. cit., p. 4 21. El artículo 21 del Estatuto del Tribunal Penal Internacional aprobado por la X X X IV Conferencia de la International Law Asociation de 1926 (Report o f the Thirty-fourth Conference, p. 118) dice lo si­ guiente: «La jurisdicción del Tribunal se extenderá a todas las acusaciones de a) viola­ ciones de las obligaciones internacionales de carácter penal cometidas por los súbditos o ciudadanos de un Estado o por un heimatlos contra otro Estado o sus súbditos o ciudadanos; b) violaciones de cualquier tratado, convenio o declara­ ción obligatorio para los Estados partes del convenio de... [lugar] fechado... día de..., que reglamenta los métodos y la conducta de la guerra; c) violaciones de las leyes y costumbres de la guerra generalmente aceptadas como obligatorias por las naciones civilizadas. Sin perjuicio de la jurisdicción original del Tribunal tal como ha sido definida anteriormente, el Tribunal tendrá la facultad de tratar los casos de carácter penal que le sometan el Consejo o la Asamblea de la Liga de Naciones para que los juzgue o para que los investigue e informe. En el caso de una disputa acerca de si el Tribunal posee jurisdicción, el asunto será resuelto por decisión del Tribunal». En el «Informe de la Comisión para el Tribunal Penal Permanente Internacio­ nal» (i b i d p. 110), se dice: «El cuerpo de opinión que apoya la creación de un Tribunal Penal Internacional es muy considerable. En un estudio leído ante la Grotius Socicty en marzo de 1916, y publicado en el número de septiembre de la Nineteenth Century, el doctor Bellot sugirió la creación de ese tribunal. Fue reco­ mendado por el British Committee of Enquiry into Breaches of the Laws of War, y esa recomendación fue apoyada por la Comisión Internacional sobre Crímenes de Guerra nombrada por la Conferencia de Versalles por una mayoría de ocho votos contra uno. Esta recomendación fue, no obstante, rechazada por el Consejo Supremo. La sugerencia fue recomendada más tarde por la Comisión de Juristas de La Haya que redactó el estatuto del Tribunal Permanente de Justicia Interna­ cional. Fue defendida por Lord Phillimore y el doctor Bellot en ensayos leídos en la Conferencia de la International Law Association, reunida en Buenos Aires en 1922. Los dos autores de esos ensayos sugirieron que la jurisdicción del tribunal se extendiese tanto a los delitos no militares como a los militares. Pero la confe­ rencia la limitó a los últimos y se resolvió «Que en opinión de esta Conferencia la creación de un Tribunal Penal Internacional es esencial en interés de la justicia y que la Conferencia opina que el asunto es urgente». La Asociación de Derecho Penal Internacional, en la Conferencia que realizó en Bruselas en 1926, sugirió que se confiriese jurisdicción al Tribunal Permanente de Justicia Internacional. En la Conferencia Internacional sobre la Represión del Terrorismo, reunida por ini­ ciativa del Consejo de la Liga de Naciones en Ginebra, del 1 al 16 de noviembre 46.

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Es la jurisdicción de los Estados victoriosos sobre los criminales de guerra del enemigo lo que pide la Declaración de las Tres Poten­ cias firmada en Moscú. Las personas que han cometido crímenes de guerra serán «llevadas al escenario de sus crímenes y juzgadas en el lugar por los pueblos a los que hayan ultrajado». Los crímenes de guerra «que no tienen una localización geográfica particular» serán castigados por «la decisión conjunta de los gobiernos de los Alia­ dos». Es muy comprensible que durante la guerra los pueblos que son víctimas de los crímenes de guerra deseen tomar la ley en sus propias manos y castigar a aquellos a quienes juzgan criminales. Pero una vez terminada la guerra las mentes que han estado cerradas se abren de nuevo a la consideración de que la jurisdicción penal ejer­ cida por los Estados perjudicados sobre los súbditos enemigos puede ser considerada como venganza más bien que como justicia y, en consecuencia, no constituye el mejor medio de garantizar la paz futura. Esto es particularmente cierto con respecto a los crímenes que son actos del Estado enemigo. Aunque el principio de que nin­ gún Estado posee jurisdicción sobre los actos de otros Estado fuese considerado como no aplicable en tiempo de guerra — lo que es, por lo menos, muy dudoso47— , desde un punto de vista político es más aconsejable juzgar a las personas acusadas de esa clase de actos por medio de un tribunal internacional con el consentimiento de su propio Estado. No es muy difícil conseguir ese consentimiento en el acuerdo de armisticio o en el tratado de paz concluido con el Estado vencido. Pues el nuevo gobierno establecido después de la derrota tiene razones suficientes para repudiar, en su propio interés, los actos internacionalmente ilícitos de su predecesor. El castigo de los criminales de guerra debería ser un acto de justicia internacional, no la satisfacción de la sed de venganza. No es compatible con la idea de justicia internacional que solamente los Estados vencidos sean obligados a entregar a sus súbditos a la jurisdicción de un tribunal internacional para el castigo de los crí­ menes de guerra. Además, los Estados victoriosos deberían mostrar­ se deseosos de transferir la jurisdicción sobre sus propios súbditos

de 1937, se firmó un Convenio para la creación de un Tribunal Penal Internaciona_l que juzgase a las personas acusadas de actos de terrorismo. Véase Procedi­ mientos de ¡a Conferencia Internacional sobre la Represión del Terrorismo, Serie de Publicaciones de la Liga de Naciones, Jurídica, 1928, vol. 3. Véase también M. O. Hudson, «The Proposed International Criminal Court»: American Journal o f International Law 32 (1938), p. 549. 4?. Véase supra, p. 112,

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que hayan delinquido contra las leyes de la guerra al mismo tribu­ nal internacional independiente e imparcial48. Sólo si los victorio­ sos se someten a la misma ley que desean imponer a los Estados vencidos podrá mantenerse la idea de la justicia internacional. Por lo que se refiere a las penas, el tratado que establezca la jurisdicción del tribunal debería autorizar a éste para imponer a la persona culpable la pena dispuesta por el derecho penal de su propio Esta­ do. Si el tribunal posee jurisdicción sobre personas que, en su con­ dición de órganos de un Estado, han violado el derecho inter­ nacional recurriendo a o provocando la guerra, el tratado que cree el tribunal puede determinar las penas o autorizar al tribunal para fijarlas según su voluntad. El castigo de los crímenes de guerra por un tribunal internacional, y particularmente el castigo de los crímenes que tienen el ca­ rácter de actos del Estado, encontraría ciertamente mucha menos resistencia, pues heriría mucho menos los sentimientos nacionales, si se realizase dentro del marco de una reforma general del derecho internacional. El fin de esta reforma sería completar la responsabi­ lidad colectiva de los Estados por violaciones del derecho interna­ cional mediante la responsabilidad individual de las personas que, como agentes del Estado, han cometido los actos con los cuales ha sido violado el derecho internacional49. Esa reforma sólo puede

48. C. C. Hyde, op. cit., p. 43, dice: «La labor de cualesquiera tribunales ¿debería limitarse objetivamente al proceso y a la posible declaración de culpabi­ lidad de los miembros de las fuerzas del Eje, o debería abarcar a los miembros de las fuerzas aliadas acusadas por sus enemigos de haber cometido delitos contra las leyes de la guerra? El asunto debe ser estudiado cuidadosamente. La confianza en los altos propósitos de las Potencias Aliadas aumentaría sin duda en todas partes si a los tribunales que han de ser empleados se les diese una amplia jurisdicción para decidir sobre la conducta de cualquier persona de cualquier nacionalidad, sin tener en cuenta al beligerante a cuyo lado haya servido. Si, no obstante, un miem­ bro de una fuerza aliada fuese encontrado culpable de la acusación, la cuestión de imponerle una pena exigiría un arreglo concreto. Podría esperarse que una Poten­ cia Aliada no quisiese acceder a entregar a un miembro de sus fuerzas armadas juzgado culpable a una Potencia del Eje para que fuese castigado bajo sus auspi­ cios. Una Potencia Aliada insistiría sin duda en un plan para el castigo de los miembros de sus fuerzas armadas mediante sus propios órganos y dentro de su propio dominio, si habían de ser sometidos a proceso». 49. La Conferencia de la Asociación de Derecho Penal Internacional reunida en Bruselas en 1926 aprobó por unanimidad las siguientes resoluciones: «1. Que se conceda jurisdicción criminal al Tribunal Permanente de Justicia Internacional. 2. Que sea consultado con respecto al arreglo de los conflictos de jurisdicción judicial o legislativa, que puedan surgir entre distintos Estados... 3. Que el Tribu-

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reáliz^rse con buen éxito a base de un tratado que cree una Liga de Estados cuyo órgano principal sea un tribunal dotado de jurisdic­ ción obligatoria, como el propuesto en la primera parte del presen­ te estudio. La jurisdicción penal podría conferirse al tribunal com­ petente para decidir las disputas entre los miembros de la Liga o a una cámara especial del tribunal. Si el tribunal posee competencia en asuntos criminales, algunos de los jueces deben ser técnicos en derecho penal50. Si se ha de establecer la responsabilidad individual en todas las relaciones internacionales de los Estados mediante la disposición de que sean castigadas las personas culpables, se plantea la cuestión de en qué condiciones un acto que constituye una violación del dere­ cho internacional tiene el carácter de un delito punible en el estricto sentido de la palabra. No todo acto que constituye una violación del derecho es un delito punible. ¿Qué violaciones del derecho interna­ cional cometidas por un Estado son de tal naturaleza que se justifica el castigo de los individuos que en su condición de órganos del es­ tado han realizado los actos que constituyen la violación del dere­ cho? No hay dificultad para responder a esta pregunta si, como en el caso de un crimen de guerra, el acto es una violación del derecho internacional y al mismo tiempo una violación del derecho penal nacional. Si, no obstante, el acto no es un «delito» de acuerdo con el derecho penal nacional, su castigo dispuesto por un tratado interna-

nal Penal Permanente oiga todos los casos de responsabilidades penales incoados contra los Estados como consecuencia de una agresión injusta y por violaciones del derecho internacional. Se impondrán sanciones penales y medidas de segu­ ridad al Estado culpable. 4. Que el Tribunal Permanente entienda en los casos de responsabilidades individuales que puedan derivarse del delito de agresión, así como en los delitos y delitos accesorios o infracciones de menor cuantía y en todas las violaciones del derecho internacional cometidos en tiempo de paz o en tiempo de guerra y particularmente las agresiones de derecho común que en razón de la nacionalidad de la víctima de los presuntos culpables puedan ser consideradas en éste o por otros Estados como transgresiones internacionales y como una amena­ za para la paz del mundo. 5. Que el Tribunal Permanente tendrá jurisdicción sobre los individuos que pueden haber cometido delitos o transgresiones que no pueden ser sometidos a la jurisdicción de un Estado particular, a causa de que el territorio en que han sido cometidos esos delitos es desconocido, o donde la sobe­ ranía es discutida» (Revue Internationale de Droit Pénal 3 [1926], p, 466). 50. En el Anexo II se presenta un proyecto de las decisiones contractuales que deben ser incluidas en el proyecto de un Convenio acerca de la Liga Perma­ nente para el Mantenimiento de la Paz (Anexo I) en el caso de que se establezca la responsabilidad individual por las violaciones del derecho internacional (jurisdic­ ción penal internacional).

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cional es justificable únicamente si es un -delito» por su misma na­ turaleza. Pero qué es un -delito» a diferencia de otras violaciones de la ley, ¿y cuál es el criterio de un delito — no de lege lata sino de lege feren d a— que justifica la sanción específica caracterizada como «cas­ tigo»? La respuesta habitual a esta pregunta es que un acto constitu­ ye un delito punible si, de acuerdo con la opinión del órgano jurídico-productor, es dañino no sólo para el individuo directamente perjudicado por él sino también para toda la comunidad. Esta defi­ nición puede aplicarse también a las violaciones del derecho inter­ nacional. Una violación del derecho internacional cometida por un Estado es un delito por el que el perpetrador individual es punible si el acto es dañino no sólo para el Estado directamente perjudicado por él, si no también para toda la comunidad internacional. La Comisión Consultiva de Juristas designada por el Consejo de la Liga de Naciones en febrero de 1920, con el propósito de preparar los planes para la creación del Tribunal Permanente de Justicia Interna­ cional, discutió la cuestión de conferir al Tribunal competencia en asuntos penales. En el curso de la discusión el barón Descamps hizo la siguiente pregunta: «¿Existen los delitos contra el derecho inter­ nacional?». Respondió a la pregunta afirmativamente definiendo esos delitos como actos «de tal naturaleza que la seguridad de todos los Estados puede ser puesta en peligro por ellos»51. La fórmula «ponen en peligro la seridad de todos los Estados» significa más o menos lo mismo que la fórmula, quizá mejor, «dañino para la comu­ nidad internacional». La Comisión no aclaró la cuestión de qué vio­ laciones del derecho internacional «ponen en peligro la seguridad de todos los Estados». Parece que Descamps dio por supuesto que no todas las violaciones del derecho internacional son «delitos en el sentido de su definición». Consideraba necesario autorizar al Tribu­ nal Internacional «para definir el carácter de la transgresión»52, con

51. Tribunal Permanente de Justicia Internacional, Comisión Consultiva de Juristas, Procés verbaux o f the Proceedings o f the Cotnitee, 16 de junio a 24 de julio de 1920, La Haya, 1920, p. 498. 52. Ibid., p. 512. El barón Descamps tomó su idea de la institución de la responsabilidad ministerial establecida por ia constitución de su país. Decía (p512): «La Constitución belga, que es tan liberal y tan escrupulosa en su ejecución de las penas, no vacila en sentar que la Cámara de Representantes puede acusar a los ministros y someterlos a juicio ante el Tribunal de Casación, el cual está expre­ samente investido de la facultad de definir el delito y determinar el castigo». La responsabilidad individual del órgano del Estado por una violación del derecho internacional es, ciertamente, análoga a la responsabilidad individual de un miem-

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lo que probablemente quería decir que el Tribunal debería decidir si ja transgresión tiene o no el carácter de un «delito». No obstante es apenas posible trazar una clara línea divisoria entre las violaciones del derechc internacional que son dañinas para la comunidad internacional y por lo tanto delitos por los que deben ser castigados los perpetradores individuales, y las violaciones del derecho inter­ nacional que no tienen esa naturaleza. Puesto que cualquier viola­ ción del derecho es dañina para la comunidad jurídica, el orden jurídico asigna una sanción a toda violación. La única diferencia que existe se refiere al grado en que un entuerto es dañino para la comu­ nidad. A los actos considerados más dañinos el orden jurídico nacio­ nal les asigna castigos; a los actos considerados menos dañinos, la ejecución civil. En el derecho internacional difícilmente puede introducirse una diferenciación de la sanción en castigo y ejecución civil. Pero, como veremos más tarde, las sanciones de que deben ser objeto los individuos juzgados responsables por las violaciones del derecho internacional pueden diferenciarse mucho más de lo que son habitualmente en el derecho penal nacional. No es posible dis­ tinguir con un criterio absoluto al «castigo» de una sanción que no tiene ese carácter. Por lo tanto, es aconsejable que no se emplee la palabra «castigo» en relación con el problema de la responsabilidad individual por las violaciones del derecho internacional, sino que se las llame sanciones individuales a diferencia de las sanciones colec­ tivas del derecho internacional general; o, si se emplea la palabra «castigo», puede ser conveniente definirla como una sanción dirigi­ da contra un individuo juzgado responsable por una violación del derecho internacional. Con respecto a la responsabilidad individual que debe esta­ blecerse para las violaciones del derecho internacional debemos dis­ tinguir entre las violaciones del derecho internacional mediante actos del Estado y las violaciones mediante actos que no tienen ese carácter. Entre las primeras pueden distinguirse cuatro grupos de transgresiones: a) el recurso a la guerra haciendo caso omiso del derecho internacional general o particular (Pacto Briand-Kellogg, etc.); b) la provocación de la guerra, es decir, la comisión de un entuerto internacional contra el cual es la guerra una reacción justa (el entuerto de provocar la guerra es de poca monta si el pacto que crea el tribunal permite la guerra sólo como una sanción colectiva y si es ejecutado por o bajo la autoridad de la Liga); c) la violación

bro del gobierno por una violación de la constitución o de otra regla de derecho nacional (acusación en Gran Bretaña).

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de las reglas de la guerra; d), la violación de otras normas de de­ recho internacional general o particular53. El juicio de un individuo que, en su condición de órgano del Estado, es considerado responsable por la violación del derecho internacional cometida por su Estado puede tener lugar juntamente con el procedimiento del tribunal en una acción de un Estado o de un organismo internacional (como el Consejo de la Liga) contra un Estado acusado de haber cometido una de las transgresiones men­ cionadas en el párrafo anterior. Tras haber decidido que un Estado ha violado el derecho internacional, el tribunal, a petición del Es­ tado perjudicado, puede iniciar un procedimiento contra el indivi­ duo que, como órgano del Estado culpable, debe ser considerado responsable por la violación de la ley cometida por éste. En el caso de las transgresiones mencionadas en a) y b) del párrafo anterior puede iniciarse también el procedimiento contra el individuo res­ ponsable a petición del organismo internacional. El castigo impuesto por el tribunal al individuo considerado responsable por la violación del derecho internacional cometida por su Estado no impide que el tribunal imponga al Estado culpa­ ble la obligación de reparar el daño causado. Las penas que deben ser impuestas a los individuos culpables deberían ser determinadas por el tribunal de acuerdo con el derecho penal del Estado de los acusados. No obstante, puesto que los actos mencionados en a) y b) no constituyen delitos según el derecho nacional, el tribunal puede ser autorizado para imponer al individuo culpable en el caso de una transgresión mencionada en a) y b) cualquier pena que el tribunal juzgue adecuada. La pena de muerte, sin embargo, debe excluirse si el derecho penal del acusado no dispone esa pena. En el caso de un entuerto mencionado en c) (crimen de guerra), el tribunal debiera imponer al acusado la pena que dispone el derecho penal de su Estado para el acto si éste no tiene el carácter de un acto de Estado, sino que se trata de un delito ordinario. Las transgresiones mencionadas en d), como los de a) y b), no constituyen, por regla general, actos que, según el derecho nacio­ nal, sean delitos si no son actos del Estado. En la mayoría de estos casos la trasgresión del órgano responsable por la violación del derecho internacional cometida por su Estado es mucho menos

53. En la discusión de la Comisión Consultiva y de Juristas Lord Phillimore diferenciaba: 1) actos cometidos en tiempo de paz; 2) crímenes de guerra; 3) el crimen de haber hecho la guerra {i b i d p. 507).

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dañina para la comunidad internacional que en los casos de a), b) y ¿). En consecuencia, las sanciones individuales que deben asignar­ se a esos entuertos, si éstos no constituyen delitos de acuerdo con el derecho penal general, deben ser mucho menos severas que las impuestas a los criminales de guerra o a los autores de una guerra. El propósito de la pena en el caso de las transgresiones menciona­ das en d) debe ser el de estigmatizar moral y políticamente a las personas culpables más bien que imponerles un daño físico, como la prisión o una multa. Esas penas son: la pérdida de los derechos políticos, la pérdida de la capacidad para desempeñar cargos públi­ cos, etc. El tribunal puede hasta limitar su sentencia a la declara­ ción de que el acusado ha violado el derecho internacional (o de que es personalmente responsable por la violación del derecho in­ ternacional cometida por su Estado). Las violaciones del derecho internacional mediante actos de los individuos, y no mediante actos del Estado, pueden dividirse en dos grupos: a) Actos que están obligados a castigar los Estados cuyos súbditos son los individuos; a este grupo pertenecen los crímenes de guerra no cometidos por orden o con autorización del gobierno (cuando el delincuente ha caído en poder de las autoridades del Estado perjudicado existe, por regla general, la jurisdicción concu­ rrente del último), b ) Actos que no está obligado a castigar el Estado del que son súbditos los individuos, pero que todos los Estados o los Estados perjudicados están autorizados a castigar por el derecho internacional, o por los cuales están autorizados a imponer una san­ ción que no tiene exactamente el carácter de castigo; a este grupo pertenecen actos como la piratería, el rompimiento del bloqueo, el contrabando, el espionaje, la traición de guerra, etcétera. Si se crea un tribunal internacional competente para decretar sanciones no sólo contra los Estados por las violaciones del derecho internacional, sino también contra los individuos responsables por esas violaciones, no es necesario conferir a ese tribunal, como a un tribunal de primera instancia, jurisdicción sobre los individuos acu­ sados de haber violado el derecho internacional mediante actos que no tienen el carácter de actos del Estado. Si su Estado — como en el caso a) del párrafo anterior— , está obligado a castigarlos, y si no cumple su obligación, el Estado perjudicado se halla en situación de procesar al Estado culpable y a su órgano responsable ante el tribu­ nal internacional. No obstante, es posible y conveniente conceder al Estado perjudicado el derecho de apelar al tribunal internacional si la sentencia del tribunal nacional no parece ser satisfactoria. Si el delincuente se halla dentro del poder jurídico de un tercer Estado,

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miembro de la Liga, el Estado obligado a castigarlo debería estar obligado a pedir su extradición y el tercer Estado a concederla. Cuando el delincuente es condenado no por un tribunal de su propio Estado, sino por el tribunal de otro Estado y, en particular, por un tribunal del Estado perjudicado, el individuo condenado, así como su Estado, deberían tener derecho a apelar al tribunal internacional. La ley de fondo que debe aplicar el tribunal interna­ cional debe ser la ley del tribunal contra cuya sentencia se haya hecho la apelación. En los casos mencionados en b) del párrafo anterior es igualmente conveniente conferir al individuo condena­ do por un tribunal nacional y, si el acusado es un ciudadano de otro Estado miembro, a su propio Estado, el derecho de apelar al tribu­ nal internacional. Si el tribunal nacional ha aplicado en su senten­ cia el derecho penal nacional, como en el caso de piratería, el tribunal internacional, como corte de apelación, tiene que aplicar el mismo derecho nacional. Si el tribunal nacional ha decretado una sanción determinada directamente por el derecho internacio­ nal, como en el caso de rompimiento del bloqueo o contrabando (confiscación del barco y del cargamento), el tribunal internacional debe aplicar el derecho internacional. Los actos de los individuos que no son actos del Estado consti­ tuyen, por regla general, violaciones del derecho internacional, pues son internacionalmente perjudiciales. La expresión «interna­ cionalmente perjudiciales» significa que esos actos perjudican a un Estado distinto del que tiene la responsabilidad subsidiaria por los mismos, pues han sido cometidos en su territorio, como por ejem­ plo un insulto a la bandera de un Estado extranjero. Los actos de los individuos particulares por los cuales no es responsable Estado alguno, como por ejemplo la piratería, son internacionalmente per­ judiciales en cuanto violan los intereses de un Estado autorizado por el derecho internacional para castigarlos. Es posible, no obs­ tante, que un tratado internacional pueda obligar a los Estados contratantes a disponer el castigo de ciertos delitos que no consti­ tuyen perjuicios para otro Estado, pero cuyo castigo interesa con­ juntamente a los Estados contratantes, como el tráfico de opio, etc. También en estos casos el tribunal internacional puede tener juris­ dicción como un tribunal de apelaciones, y el acusado, así como cada uno de los Estados contratantes, puede tener el derecho de apelar del tribunal nacional competente al tribunal internacional. Éste puede decidir también los conflictos de competencia entre los tribunales nacionales. Toda persona directamente perjudicada por el delito que es

132 E sca ne ad o

C a m S ca n n e r

lA

OAAANTIZADA

HEDIANTE

LA

RESPONSAIILIDAO

INDIVIDUAL

objeto del procedimiento judicial puede, si es autorizada por el tribunal, y sometida a cualesquiera condiciones que le pueda impo­ ner, constituirse en partie civile ante el tribunal; esa persona no tomará parte en el procedimiento oral salvo cuando el tribunal trate de los daños54. A petición del tribunal internacional, todo Estado, como miem­ bro de la Liga, estará obligado a entregar a ese tribunal a cualquier individuo que esté bajo la jurisdicción y dentro del poder del Esta­ do interesado. El tribunal puede decidir si un individuo que le ha sido entregado será puesto bajo arresto y en qué condiciones puede ser puesto en libertad. El Estado en cuyo territorio tiene su sede el tribunal debe poner a disposición de éste todos los medios necesa­ rios para el procedimiento judicial eficaz, tales como un lugar de internamiento adecuado, un cuerpo de guardianes para la custodia de las personas detenidas, etcétera55. Las órdenes y sentencias del tribunal internacional deben ser ejecutadas por el Estado designado en la orden o la sentencia del tribunal. Si un Estado no cumple su obligación de ejecutar una orden o una sentencia del tribunal internacional, deben ponerse en práctica las sanciones colectivas dispuestas por el Pacto que ha creado la Liga como una comunidad judicial.

54. Véase el artículo 26 del Convenio para la Creación de un Tribunal Penal internacional, Procedimientos de la Conferencia Internacional sobre la Represión del Terrorismo, Serie de Publicaciones de la Liga de Naciones, Jurídica, 1938, vol. 3, P- 23. 55. Véase el artículo 31 del Convenio antes citado (ibid., p. 25).

133 E s c a n e a d o c o n C am S ca nn er

A N EX O S

n C a m S ca n n e r

Anexo I PACTO DE UNA LIGA PERMANENTE PARA EL M AN TEN IM IEN TO DE LA PAZ

M i e m b r o s de la L i g a ARTÍCULO I

1. Son miembros de la Liga Permanente para el Mantenimiento de la Paz las Partes Contratantes y los otros Estados que se adhieran sin reservas a este Pacto. Esa adhesión se realizará mediante una declaración entregada en la Secretaría. Serán informados de ellas todos los demás miembros de la Liga. 2. Toda duda con respecto a si una comunidad que ha declarado su adhesión a la Liga es un Estado en el sentido del derecho inter­ nacional será resuelta por una decisión del Tribunal.

Ó r g a n o s de la L i g a ARTÍCULO II

Los órganos de la Liga son: a. La Asamblea. b. El Tribunal. c. El Consejo. d. La Secretaría.

137 E sca n e a d o c o n C am S ca nn er

LA

PAZ

POR

MEDIO

O £L DERECHO

La A s a m b l e a ARTÍCULO III

1. La Asamblea se compondrá de representantes de los miem­ bros de la Liga. 2. La Asamblea se reunirá a intervalos establecidos, y de cuan­ do en cuando según lo requiera la ocasión, en la sede de la Liga o en otro lugar que pueda decidirse. 3. En las reuniones de la Asamblea, cada miembro de la Liga tendrá un voto y puede no tener más que un representante. 4. El Gobierno d e .........deberá convocar la primera reunión de la Asamblea. Su representante presidirá la primera sesión. 5. Los representantes en la Asamblea presidirán las siguientes sesiones en rotación de acuerdo con el orden alfabético inglés de los nombres de los Estados que representan. Un presidente se hará cargo del puesto al comienzo de la sesión y permanecerá en él hasta el comienzo de la siguiente sesión. 6. La Asamblea es competente para tomar decisiones que obli­ guen a los miembros sólo en los asuntos indicados en este Pacto. Excepto cuando se disponga expresamente de otro modo en este Pacto, las decisiones de la Asamblea (incluyendo las elecciones) requieren la simple mayoría de votos de los miembros presentes en la reunión. 7. La Asamblea puede discutir cualquier asunto que afecte a la situación internacional y expresar su opinión mediante resolucio­ nes aprobadas por la mayoría de los miembros presentes en la reunión. 8. La Asamblea puede redactar sus reglas de procedimiento.

El T ribu n al ARTÍCULO IV

El Tribunal se compondrá de 17 miembros designados entre personas de elevado carácter moral que sean peritos en derecho internacional.

138 E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r

ANEXOS

ARTÍCULO V

Los miembros del Tribunal serán nombrados con carácter vita­ licio de acuerdo con las siguientes disposiciones. o ARTÍCULO IV

1. El Tribunal se compondrá de 17 miembros. 2. Los miembros del Tribunal serán designados entre las perso­ nas de elevado carácter moral que sean peritos en derecho interna­ cional de acuerdo con las siguientes disposiciones: (En este caso desaparece el artículo V.) ARTÍCULO VI

1. Cada Gobierno de un Estado miembro de Ja Liga invitará a sus supremas cortes de justicia, sus cuerpos de profesores de dere­ cho y escuelas de derecho y sus academias nacionales y secciones nacionales de las academias internacionales a designar dos personas en situación de aceptar los deberes de un miembro del Tribunal. 2. Sólo uno de ellos será de su misma nacionalidad. La misma persona puede ser designada por diferentes instituciones del mismo Estado, así como por instituciones de distintos Estados. 3. Cada gobierno inscribirá a la persona así asignada por las instituciones de Estado en una lista y enviará esa lista a la Secretaría General de la Liga. ARTÍCULO VII

El Secretario General preparará una lista de todas las personas así designadas de acuerdo con Jas siguientes disposiciones: ARTÍCULO VIII

1. La primera parte de la lista se compondrá de las personas designadas por las instituciones que no son de su nacionalidad. 2. El orden en que esas personas serán registradas es determina­ do por el número de Estados extranjeros cuyas instituciones hayan designado a la persona respectiva. Una persona que es designada por las instituciones de más Estados extranjeros precede a una per-

139 E sca n e a d o co n C a m S ca n n e r

IA

PAZ

POR

MEDIO

DEL

DERECHO

sona designada por las instituciones de menos Estados extranjeros. Una persona designada no sólo por las instituciones de uno o más Estados extranjeros, sino también por las instituciones de su pro­ pio Estado, precede a las personas designadas por las instituciones del mismo número de Estados extranjeros, pero no por las institu­ ciones de sus propios Estados, 3. Las personas designadas por instituciones del mismo número de Estados (incluidos sus propios Estados) son clasificadas de acuer­ do con el número de instituciones por las que han sido designadas. En el caso de que hayan sido designadas por el mismo número de instituciones serán registradas en orden alfabético. 4. El mismo principio se aplica a las personas designadas única­ mente por instituciones de un Estado extranjero. ARTÍCULO IX

La segunda parte de la lista que debe preparar el Secretario General se compondrá de las personas designadas por instituciones de sus propios Estados. Estas personas serán registradas según el orden alfabético de los nombres de sus Estados. Dentro de cada grupo nacional las personas son clasificadas de acuerdo con el nú­ mero de sus instituciones nacionales por las que han sido de­ signadas. ARTÍCULO X

1. Las nueve primeras personas registradas en la primera parte de la lista de peritos serán consideradas como miembros elegidos del Tribunal. Los otros ocho miembros del Tribunal serán elegi­ dos de la segunda parte de la lista por la Asamblea de la Liga de acuerdo con el principio de la mayoría de votos. 2. Para cada uno de los ocho puestos se realizará una elección distinta. Si dos (tres) votaciones no producen una mayoría, los nueve jueces designados de acuerdo con la Sección 1 de este ar­ tículo elegirán al juez de la segunda parte de la lista de peritos. ARTÍCULO XI

Si uno de los miembros del Tribunal falleciese o renunciase o fuese depuesto por el Tribunal de acuerdo con el artículo XVII, el Tribunal elegirá un miembro de la parte de la lista de la que había sido elegido el miembro fallecido, renunciante o destituido.

140 E sca ne ad o

C a m S ca n n e r

ANEXOS

* Si uno de los miembros dei Tribunal que ha sido elegido de la primera parte de la lista de peritos (art. VIII) falleciese, renunciase o fuese retirado o depuesto de acuerdo con el artículo XVII, el Tribunal elegirá un juez de esa parte de la lista. Si dos (tres) vota­ ciones no producen una mayoría, el Tribunal elegirá a un juez de la segunda parte de la lista. ARTÍCULO XII

La lista de peritos que debe preparar el Secretario General será renovada cada cuatro años de acuerdo con las disposiciones de los artículos VI a IX. ARTÍCULO XIII

Los miembros del Tribunal son independientes. ARTÍCULO XIV

Los miembros del Tribunal gozarán de privilegios diplomáticos e inmunidades en todos los Estados miembros de la Liga; su ciuda­ danía y fidelidad a sus Estados patrios queda en suspenso durante su función como miembro del Tribunal. El documento que certifica su condición de miembros del Tribunal será reconocido como pa­ saporte diplomático por todos los Estados miembros de la Liga. ARTÍCULO XV

1. Los miembros del Tribunal no pueden ejercer ninguna fun­ ción política o administrativa ni dedicarse a ninguna otra ocupación de carácter profesional. 2. Toda duda sobre este punto será resuelta por decisión del Tribunal. ARTÍCULO XVI

1. Ningún miembro del Tribunal puede actuar como apodera­ do, asesor o abogado en ningún caso, 2. Ningún miembro puede participar en la consideración y la decisión de ningún caso en que su Estado patrio sea una de las

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E sca ne ad o

C a m S ca n n e r

LA

P AZ

POR

MEDIO

DEL

DERECHO

partes en disputa, o ningún caso en que haya tomado previamente parte activa como apoderado, asesor o abogado de una de las par­ tes en disputa o como miembro de un tribunal nacional o interna­ cional, o de una comisión investigadora, o en cualquier otra con­ dición. 3. Toda duda sobre este punto será resuelta por la decisión del Tribunal. ARTÍCULO XVII

1. Un juez puede renunciar a su puesto. 2. Cuando un juez se ha hecho física o mentalmente incapaz para ejercer su función, puede ser retirado por una decisión del Tribunal tomada por la mayoría de los otros miembros. o 2. Cuando, un juez ha cumplido sus setenta años de edad está obligado a retirarse (puede ser retirado por úna decisión del Tribu­ nal aprobada por la mayoría de los otros miembros). 3. Si un juez deja de cumplir las condiciones requeridas por el artículo IV puede ser destituido por una decisión del Tribunal to­ mada unánimemente por los otros miembros. ARTÍCULO XVIII

Cada miembro del Tribunal, antes de hacerse cargo de sus deberes, hará en audiencia pública la solemne declaración de que ejercerá su poder imparcial y concienzudamente. ARTÍCULO XIX

1. El Tribunal elegirá su presidente y su vicepresidente por tres años; pueden ser reelegidos. 2. Designará su archivero. ARTÍCULO X X

1. La sede del Tribunal será establecida en la sede de la Liga. 2. Todos los miembros del Tribunal residirán en la sede del Tribunal.

142 E sca n e a d o co n C am S ca nn er

ANEXOS

ARTÍCULO XXI El T ribunal p e rm a n e c e rá en sesión p e rm an en te e x c e p to d u ra n ­ te jas vacacion es ju d iciales, cu y a fech a y d u ra ció n serán fijadas p o r el Tribunal. ARTÍCULO XXII

1. Si, por alguna razón especial, un miembro del Tribunal con­ sidera que no debe tomar parte en la decisión de un caso particular, lo informará así al presidente. 2. Si el presidente considera que por alguna razón especial uno de los miembros del Tribunal no debe intervenir en un caso parti­ cular, se lo hará saber en conformidad. 3. Si en uno de esos casos el miembro del Tribunal y el presi­ dente no están de acuerdo, el asunto será resuelto por la decisión del Tribunal. ARTÍCULO XXIII

1. El Tribunal en pleno actuará excepto cuando se disponga expresamente otra cosa. 2. Un quorum de once jueces bastará para constituir al Tribunal en pleno. 3. Todas las cuestiones serán decididas por una mayoría de los jueces presentes. En el caso de igualdad de votos, el presidente o quien haga sus veces tendrá un voto decisivo. ARTÍCULO XXIV

1. El Tribunal está autorizado para redactar reglas que regla­ menten su procedimiento (Reglas del Tribunal). 2. Las Reglas del Tribunal pueden disponer la creación de Cá­ maras compuestas de cinco (siete) jueces y determinar los casos en que entenderá cada Cámara. ARTÍCULO XXV

El idioma oficial del Tribunal será el inglés, pero cada una de as partes puede emplear el idioma de su país. El Tribunal tomará las medidas adecuadas para la traducción al inglés de toda de­ claración oral o escrita hecha ante el Tribunal en un idioma que no sea el oficial.

143 E sca n e a d o c o n C am Scanne

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ro».

ME DI O

DÍ L

DfAtCMO

ARTÍCULO XXVI

1. Los miembros del Tribunal percibirán un sueldo anual. 2. El presidente percibirá una asignación anual especial. 3. El vicepresidente percibirá una asignación especial por cada día en que actúe como presidente. 4. Estos sueldos y asignaciones serán fijados por la Asamblea de la Liga.

El C o n s e j o ARTÍCULO XXVII

1. Los Estados Unidos de América, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y China son miembros permanentes del Consejo. 2. Los miembros no permanentes del Consejo serán elegidos por la Asamblea sólo por un término fijo. 3. La Asamblea fijará las reglas relativas a la elección de los miembros no permanentes del Consejo y particularmente las re­ glamentaciones relativas a su puesto y las condiciones de reelegibi­ lidad. 4. En las reuniones del Consejo, cada miembro de la Liga re­ presentado en el Consejo tendrá un voto y no más de un represen­ tante. 5. El gobierno de ........ convocará a la primera reunión del Consejo; su representante presidirá la primera sesión. 6. Las siguientes sesiones serán presididas por los representan­ tes en el Consejo por rotación de acuerdo con el orden alfabético inglés de los nombres de los Estados que representan. Un presiden­ te se hará cargo de su puesto al comienzo de la sesión y permane­ cerá en él hasta el comienzo de la siguiente sesión. 7. El Consejo es competente para tomar decisiones que obli­ guen a los miembros sólo en asuntos señalados en este Pacto. 8. Excepto cuando se disponga expresamente otra cosa en este Pacto, las decisiones del Consejo requieren la simple mayoría de votos de los miembros presentes en la reunión, 9. El Consejo puede redactar sus reglas de procedimiento.

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C a m S ca n n e r

ANIMOS

La S ec retaría ARTÍCULO XXVIII

1. La Secretaría es establecida en la sede de la Liga. La Secreta­ ría comprenderá a un Secretario General y todos Jos secretarios y el personal que sean necesarios. 2. El Secretario General será nombrado por una decisión de la Asamblea. Puede ser destituido del mismo modo. También puede renunciar. 3. Los secretarios y el personal de la Secretaría serán designa­ dos por el Secretario General con la aprobación del Consejo. 4. El Secretario General actuará en esa condición en todas las reuniones de la Asamblea y del Consejo. ARTÍCULO XXIX

Los gastos de la Liga serán costeados por los miembros de la Liga en la proporción decidida por la Asamblea.

S ede de la L i g a y p r i v i l e g i o s de los r e p r e s e n t a n t e s ARTÍCULO XXX

1. La sede de la Liga queda establecida e n ......... 2. El Consejo puede decidir en cualquier momento que la sede de la Liga sea establecida en otra parte. 3. Los representantes de los miembros de la Liga y los funcio­ narios de la Liga, cuando estén dedicados a los asuntos de la Liga, gozarán de privilegios e inmunidades diplomáticos. 4. Los edificios y otras propiedades ocupados por la Liga o sus funcionarios o representantes que asisten a sus reuniones serán in­ violables.

C om peten cia del Tribunal ARTÍCULO XXXI

1. Si se produjese alguna disputa entre miembros de la Liga, cualquier parte en la disputa puede someter el asunto al Tribunal.

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C am S ca nn er

LA

PAZ

POR

MEDIO

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DERECHO

2. El Tribunal es competente para decidir cualquier disputa entre miembros de la Liga que le haya sometido una de las partes en disputa. ARTÍCULO XXXII

El Tribunal es competente para decidir una disputa entre un miembro y un Estado que no es miembro de la Liga si el último, mediante una declaración entregada al Tribunal, acepta las dis­ posiciones de los artículos X X X III-X X X V I con los derechos y las obligaciones de un miembro para el propósito de esa disputa. ARTÍCULO XXXIII

1. Al decidir las disputas mencionadas en los artículos X X X I y X X X II el Tribunal aplicará las reglas del derecho internacional. 2. Los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas son considerados parte del derecho interna­ cional. 3. El Tribunal decidirá un caso ex aequo et bon o si las partes acceden a ello.

P r o h i b i c i ó n de la g u e r r a y las r e p r e s a l i a s ARTÍCULO XXXIV

A ningún miembro de la Liga se le permite recurrir a la guerra o las represalias contra otro miembro excepto en los casos previstos en el artículo X X X V y el artículo X X X V I sección 2 de este Pacto.

S an cion es con tra los E stad os m ie m b r o s ARTÍCULO XXXV

Si algún miembro de la Liga recurriese a la guerra o las repre­ salias contra otro miembro de la Liga haciendo caso omiso de su obligación en virtud del artículo X X X IV , el Tribunal, a petición del Estado perjudicado o del Consejo, decidirá la cuestión de si el miembro acusado ha violado el Pacto. De acuerdo con esta deci-

146 E sca n e a d o c o n C am S ca nn er

« *i I » O l

ni4'”, rl t oncejo onícru ri l¿» u n cio n o económ ica o militare* nc* ¿rtatiai contra el miembro declarado rop onu blc por la violación.

Ejecución ARTICULO XXXVI

1. Toda» la» ordene» v dcct»ionc» del Tribunal y del Consejo deben »cr ejecutada» con plena buena fe por el Estado miembro dciipnado en la orden o la decisión. 2. Si un Estado miembro no cumple esta obligación, el Consejo, a petición del Tribunal o por su propia iniciativa, ordenari las medidas necesarias destinadas a asegurar la ejecución. 3. En el caso de que el Estado miembro interesado objetase la orden o la decisión que debe ser ejecutada por exceso de jurisdic­ ción, la cuestión serJk resuelta por una decisión del Tribunal. ARTÍCULO XXXVII

Si el miembro de la Liga contra el que cstin dirigidas las medi­ das dispuestas por los artículos X X X V y XXXV I es un miembro del Consejo, su representante será excluido de la consideración y la decisión en este asunto.

A n u l a c i ó n de los T r a t a d o s ARTÍCULO XXXVIII

La Asamblea, por una mayoría de los dos tercios, puede decla­ rar inaplicables tratados de los cuales son partes únicamente m iem ­ bros de la Liga si considera que esos tratados no se adaptan a las condiciones internacionales existentes. Un tratado declarado inapli­ cable queda anulado seis meses después de esta declaración.

Enmiendas ARTÍCULO XXXIX

1. Las enmiendas al presente Pacto entrarán en vigencia cuando sean votadas por la Asamblea por una mayoría de las tres cuartas

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partes de los votos (en los que se incluirán los votos de todos los miembros del Consejo representados en la reunión). 2 Las enmiendas que se refieren únicamente al numero de jueces que componen el Tribunal entrarán en vigencia cuando sean aprobadas por la simple mayoría de votos de la Asamblea. 3 El texto del presente Pacto, las enmiendas aprobadas poste­ riormente y las decisiones del Tribunal serán publicados en un Diario Oficial por el Secretario General. El texto del Pacto y sus enmiendas así publicado es auténtico.

R atificación ARTÍCULO XL

El presente Pacto entrará en vigor cuando sea ratificado por los Estados Unidos de América, el Reino Unido de Gran Bretaña y el Norte de Irlanda, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, China y otros diez signatarios.

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C a m S ca n n e r

Anexo II DISPOSICIONES CONTRACTUALES ESTABLECIENDO U RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL POR LAS VIOLACIONES DEL DERECHO INTERNACIONAL (JURISDICCIÓN PENAL INTERNACIONAL)

Los artículos IV, VI, VII, VIII, IX, X, XI, XII y XXIV del Pacto en el Anexo I pueden ser reemplazados o modificados por las siguien­ tes disposiciones: ARTÍCULO IV

El Tribunal se compondrá de veinticuatro (17) miembros desig­ nados entre personas de elevado carácter moral. Diecisiete (12) miembros serán peritos en derecho internacional, siete (5) miem­ bros serán peritos en derecho penal. ARTÍCULO V

sin modificaciones o

ARTÍCULO IV

1. El Tribunal se compondrá de veinticuatro (17) miembros, diecisiete (12) de los cuales serán peritos en derecho internacional y siete (5) peritos en derecho penal. 2. Los miembros del Tribunal serán designados entre personas de elevado carácter moral de acuerdo con las siguientes disposicio­ nes: (En este caso desaparece el artículo 5.)

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E sca ne ad o

C a m S ca n n e r

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MEDIO

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DERECHO

ARTÍCULO VI

1. ... a designar dos peritos en derecho internacional y dos peritos en derecho penal, en situación de... 2. Sólo uno de los dos de cada grupo sera... 3

en dos listas, una que c o m p re n d a a las p erson as designa-

das c o m o p erito s e n d e re ch o in te rn a cio n a l, y la o tra que com pren­ d a a las p erso n as designadas c o m o p e rito s en d e re c h o penal. Ambas listas se rá n en treg ad as al... ARTÍCULO VII

... dos listas de las personas así nombradas, una que comprenda a todos los peritos en derecho internacional y la otra que compren­ da a todos los peritos en derecho penal, de acuerdo con... ARTÍCULO Vm

1. 2. 3. 4.

La primera parte de cada lista se... Sin modificación. Sin modificación. Sin modificación. ARTÍCULO IX

La segunda parte de cada lista que debe... ARTÍCULO X

1. Las nueve (6) primeras personas registradas en la primera parte de la lista de peritos en derecho internacional y las primeras cuatro (3) personas registradas en la primera parte de la lista de peritos en derecho penal serán consideradas como miembros nonv ra os e Tribunal. Los otros ocho (6) miembros peritos en dereo internacional y los otros tres (2) miembros peritos en derecho pena serán e egidos de la segunda parte de la respectiva lista de peritos por... r in fp m a r!r y , na

uno de los ocho (6) miembros periros en derecho os cuatro (3) miembros peritos en derecho pena Le

DeritnUna e f cci° ” distinta. Si en la elección de uno de los o c 0 cen unT™ Cn r? h° internac*onaI dos (3) votaciones no produ­ cen una mayoría, los nueve (6) jueces peritos en derecho interna­ 16)

150 E s c a n e a d o c o n C a m S ca n n e r

ANEXOS

cional designados de acuerdo con la sección 1 de este artículo elegirán al juez de la segunda parte de la lista de peritos en derecho internacional. Si en la elección de uno de los tres (2) miembros peritos en derecho penal dos (3) votaciones no producen una mayo­ ría, los cuatro (3) jueces peritos en derecho penal designados de acuerdo con la sección 1 de este artículo elegirán al juez de la segunda parte de la lista de peritos en derecho penal. ARTÍCULO XI

... de aquella parte de la lista respectiva de la que... o Si uno de los miembros del Tribunal que ha sido elegido de la primera parte de una de las dos listas de peritos (art. 8) falleciese... el Tribunal elegirá un juez de esa parte de la lista respectiva; si ha sido elegido de la segunda parte de una de las dos listas (art. 9) la Asamblea elegirá un juez de esa parte de la lista respectiva. Si dos (3) votaciones no producen una mayoría, el Tribunal elegirá el juez de la segunda parte de la respectiva lista de peritos. ARTÍCULO XII

Las dos listas de peritos que deben ser preparadas... ARTÍCULO XXIV

1. Sin modificación. 2. Sin modificación. 3. En cada Cámara una parte de los jueces deben ser peritos en derecho internacional, la otra parte peritos en derecho penal. Los siguientes artículos pueden ser incluidos entre los artículos 3 5 y 36 del Pacto en el Anexo I: C om petencia del Tribunal com o Tribunal Penal d e P r i m e r a (y ú l t i m a ) I n s t a n c i a ARTÍCULO X XX V a

1. Una vez que la sanción ordenada por el Consejo de acuerdo con el artículo X X X V se haya llevado a cabo, el Tribunal, a peti­

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ción del Estado miembro perjudicado o del Consejo, determinará los individuos que como órganos del Estado culpable son responsa­ bles por la violación del Pacto cometida por el último. 2. El Tribunal está autorizado para condenar a los individuos culpables a las penas que considere adecuadas. La pena de muerte, sin embargo, está excluida si el derecho del Estado cuyo órgano ha sido juzgado culpable no dispone semejante pena. ARTÍCULO XXXV b

1. Toda violación de las leyes de la guerra cometida por un miembro del Gobierno de un Estado miembro, o por orden o con autorización de ese gobierno, debe ser procesado ante el Tribunal a pedido del Estado miembro perjudicado o del Consejo. 2. El Tribunal está autorizado para condenar al individuo cul­ pable a la pena que el derecho penal del Estado cuyo órgano es responsable por el crimen de guerra dispone para el acto si éste no es un acto del Estado. Si ese derecho no dispone una pena para semejante acto, el Tribunal fijará la pena a su voluntad. ARTÍCULO XXXV c

Si el Estado cuyos órganos deben ser procesados ante el Tribu­ nal es un miembro del Consejo, su representante será excluido de la consideración y la decisión en el asunto de la petición que debe hacer el Consejo de acuerdo con el artículo X X X V a, sección 1 y el artículo X X X V b, sección 1. ARTÍCULO XXXV d

1. Tras haber decidido la disputa a que se refieren los artículos X X X I y X X X II, el Tribunal, a petición del Estado que de acuerdo con la decisión del Tribunal ha sido perjudicado por el otro Estado, determinará los individuos que, como órganos del último, son res ponsables por su violación del derecho internacional. 2. El Tribunal está autorizado para imponer a las personas culpables como castigo: a. La pérdida del cargo. b. La pérdida de la capacidad para desempeñar cargos públicos. c. La pérdida de la capacidad para desempeñar cargos públicos¡o de los derechos políticos puede ser impuesta por cierto per o o e tiempo o para siempre.

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E sca ne ad o

C a m S ca n n e r

*N tXO $

En los casos de infracciones menores del derecho internacio­ nal el Tribunal puede limitar su sentencia al establecimiento del hedió de que el acusado es responsable por la violación del dere­ cho internacional com etida por su Estado. A.

C om p eten cia del Tribunal c o m o T r i b u n a l P e n a l de A p e l a c i o n e s ARTÍCULO XXXV e

1. El Tribunal tiene jurisdicción como un tribunal de apelacio­ nes en todos los casos que han sido decididos por el tribunal nacional de un Estado miembro y en los que un individuo ha sido juzgado por haber violado el derecho internacional, o el derecho nacional cuyo propósito es poner en vigor el derecho internacional. 2. Los siguientes tienen derecho a apelar al Tribunal: a. El individuo condenado por el Tribunal nacional. b. Cualquier Estado miembro perjudicado por la trasgresión por que ha sido juzgado el individuo. c. Si ningún Estado es perjudicado directamente por la trasgre­ sión, cualquier Estado en relación con el cual el Estado que ha ejercido jurisdicción está obligado a procesar al trasgresor. d. Si el individuo es condenado por un tribunal que no es un tribunal en su Estado patrio, este Estado. e. El Consejo de la Liga. 3. Si el Estado contra cuyo tribunal trata de apelar el Consejo es un miembro del Consejo, su representante será excluido de la consideración y decisión en este asunto. ARTÍCULO XXXV f

Si la sanción que debe imponerse al trasgresor por el tribunal nacional en los casos a que se refiere el artículo X X X V e es deter­ minada únicamente por el derecho nacional, el Tribunal debe apli­ car en su decisión la ley que debe aplicar el tribunal nacional. Si la sanción es determinada directamente por el derecho internacional, el Tribunal debe aplicar en su decisión el derecho internacional.

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Extradición ARTÍCULO XXX V g

Cuando un Estado miembro está internacionalmente obligado a enjuiciar un delito y cuando el supuesto delincuente se halla en el territorio de otro Estado miembro, el último está obligado, a peti­ ción del primero, a entregar al individuo interesado con tal de que se cumplan las condiciones de extradición generalmente reconocidas.

Partie

civile

ARTÍCULO X X X V h

Toda persona directamente perjudicada por la trasgresión que es objeto del procedimiento judicial a que se refieren los artículos X X X V a hasta d puede, si es autorizado por el Tribunal, y sujeto a cualquier condición que éste pueda imponerle, constituirse en par­ tie civ ile ante el Tribunal; esa persona no tomará parte en el procedimiento oral salvo cuando el Tribunal trate de los daños.

Entrega

de los in d iv id u o s al T rib u n a l ARTÍCULO X XXV i

1. A petición del Tribunal, todo Estado miembro está obligado a entregar al Tribunal a cualquier individuo que se halle bajo la jurisdicción y dentro del poder del Estado interesado. 2. El Tribunal puede decidir si un individuo que le ha sido entregado debe quedar detenido y en qué condiciones puede ser puesto en libertad.

en cu y o

O bligaciones del Estado t e r r i t o r i o t i e n e su s e d e e l T r i b u n a l ARTÍCULO X X X V j

El Estado en cuyo territorio tiene su sede el Tribunal está obli gado a poner a disposición del Tribunal todas las facilidades nece sarias para hacer el procedimiento judicial eficaz.

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E sca n e a d o c o n C am S car

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D e r e c h o de p e r d ó n ARTÍCULO XXXV í

1 El derecho de perdón veri ejercido por el Comc|0 de la Upa. Z Si la persona que ha sido condenada por el Tribunal de acuerdo con el articulo XXXV j o XXXV h es el órgano de un Estado miembro del Consejo, o si la persona que ha sido condena­ da por el I ribunal de acuerdo con el artículo X X X V e ha sido juzgada en primera instancia por el tribunal de un Estado que es miembro del Consejo, el representante de ese Estado será excluido de la consideración y la decisión en el asunto del perdón.

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E sca n e a d o c o n C a m S ca n n e r

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