Kant- Fundamentación de La Metafísica de Las Costumbres Ed. Ariel

August 8, 2017 | Author: Fernando De Gott | Category: Critique Of Practical Reason, Critique Of Pure Reason, Immanuel Kant, Metaphysics, Reason
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Kant- Fundamentación de La Metafísica de Las Costumbres Ed. Ariel...

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Fundamentación de la metafísica de las costumbres

Immanuel Kant Fundamentaáón de la metafísica de las costumbres Edición bilingüe y traducción de José M ardomingo

E ditorialAriel,Barcelona S.A.

Diseño cubierta: Nacho Soriano

Título original:

Gnutdlegung zur Melapliysik der Sitien

1.a edición: noviembre 1996 1.* reimpresión: octubre 1999 Derechos de la presente edición reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 1996 y 1999: Editorial Ariel, S. A. Córcega, 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-8743-8 Depósito legal: B. 39.469 - 1999 Impreso en España Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

ÍNDICE

Estudio preliminar, por José Mardomingo I. El camino hacia la Fundamentación de la metafísica de las costumbres........................................................................... II. El Cicerón de Garve y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres..................................................................... III. Fundamentación de la metafísica de las costumbres y Crítica de la razón práctica................................................................... IV. La primera recepción dela Fundamentación de la metafísica de las costumbres ................................................................ V. Estructura............................................................................ VI. Exposición del contenido...................................................... VII. Criterios seguidos en el texto alemán ................................... VIII. Criterios seguidos para latraducción................................... IX. Bibliografía ......................................................................... X. Agradecimientos...................................................................

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GRUNDLEGUNG ZUR METAPHYSIK DER SITTEN FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES Vorrede . ......................................................................................... 104 Prefacio......................................................................................... 105 Erster Abschnitt: Übergang von der gemeinen sittlichen Vemunfterkenntnis zur philosophischen.......................................................... 116 Primera sección: Tránsito del conocimiento racional moral ordina­ rio al filosófico................................................................................ 117 Zweiter Abschnitt: Übergang von derpopularen sittlichen Weltweisheit zur Metaphysik der Sitien................................................................ 142 Segunda sección: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafí­ sica de las costumbres..................................................................... 143

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ÍNDICE

Die Autonomie des Willens ais oberstes Prinzip der Sittlichkeit . . La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad.............................................................................. Die Heteronomie des Willens ais der Quell aller unechten Prinzipien der Sittlichkeit ..................................................................... La heteronomía de la voluntad como la fuente de todos los prin­ cipios espurios de la moralidad............................................ Einteilung aller móglichen Prinzipien der Sittlichkeit aus dem angenommenen Grundbegriffe der Heteronomie............................ División de todos los posibles principios de la moralidad a partir del supuesto concepto fundamental de la heteronomía . . . . Dritter Abschnitt: Übergang von der Metaphysik der Sitien zur Kritik der reinen praktischen Vemunft........................................................ Tercera sección: Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica p u r a ..................................................... Der Begriff der Freiheit ist der Schlüssel zur Erklárung der Autono­ mie des Willens..................................................................... El concepto de la libertad es la clave para la explicación de la autonomía de la voluntad..................................................... Freiheit mufí ais Eigenschaft des Willens aller vemünftigen Wesen vorausgesetzt werden............................................................. La libertad tiene que ser presupuesta como propiedad de la volun­ tad de todos los seres racionales.......................................... Von dem Interesse, welches den Ideen der Sittlichkeit anhdngt . . . Del interés anejo a las ideas de la moralidad.............................. Wie ist ein kategorischer Imperativ moglich? .............................. ¿Cómo es posible un imperativo categórico? ............................ Von der aufiersten Grenze aller praktischen Philosophie.............. Del límite extremo de toda filosofía práctica............................... Schlufianmerkung..................................................................... Observación final ..................................................................... Notas al texto alem án................................................................... Notas a la traducción española.....................................................

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I. EL CAMINO HACIA LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

Desde la Investigación sobre la evidencia de los principios de la teología natural y de la moral hasta la aparición de la Fundamentación de la metafísica de las costum breses decir, entre 1764 y 1785, Kant no publicó —ni, por lo que sabemos, escribió— ninguna obra u opúsculo de asunto moral. Sin embargo, durante esos más de veinte años no dejó de hacer planes y concebir proyectos en ese sentido, planes y proyectos que incluso parecieron estar en ciertas ocasiones muy pró­ ximos a su cumplimiento en la forma de la aparición de un escrito de filosofía moral. Los datos de que disponemos al respecto son en su mayor parte epistolares, y proceden tanto de cartas de y a Kant como de la correspondencia de contemporáneos más o menos cercanos a él, especialmente de Hamann. Ese conjunto de cartas puede muy bien servir para ilustrar el lento proceso de surgimiento de la obra que al cabo de cuatro lustros habría de recibir el título de Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En nuestra atención a ese proceso no hemos de perder de vista la siguiente advertencia de Menzer: hasta 1783 no hay pruebas de que Kant albergase proyectos de escribir precisamente la Fundamentación, pero sí las hay de de que al menos desde 1764 tenía el propósito de escribir sobre ética, sin que pueda distinguirse la Fundamentación de otras obras éticas (especialmente de la «metafísica de la costumbres») hasta poco antes de su publicación.12 Sin embargo, los testimonios que 1. En lo que sigue nos referiremos casi siempre a nuestra obra denominándola abreviada­ mente Fundamentación. 2. «Das für die Schrift vorliegende Thatsachenmatcrial bestátigt, dafi sie ursprlinglich nicht von Kant geplant war. Deshalb kónnen seine oder Anderer Mittheilungen über Arbeiten an ethischen Schriften nicht direkt auf die Grundegung zur Metaphysik der Sitien bezogen werd :n» (Menzer, P., Anmerkungen zur «Grundegung zur Metaphysik der Sitten» in Kant's Gesammpite Schriften, herausgegeben von der Koniglich PreuBischen Akademie der Wissenschaften, Druck und Vcrlag von Georg Reimer, Berlín, 1903, Band IV, pp. 623-634. En lo sucesivo nos referiremos a esta edición de las obras completas de Kant con la abreviatura «Ak.-Ausg.»).

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vamos a examinar no por ello pierden su utilidad para comprender el lugar que ocupa la Fundamentación en el contexto de la obra de nuestro autor. Ya en diciembre de 1765 Kant comunica a Johann Heinrich Lambert que proyecta una obra titulada «Principios metafísicos de la filosofía práctica»;3es significativo que en fecha tan temprana el título de la obra anunciada, y por tanto de alguna manera también su contenido, guarden esa semejanza con los que habrían de ser los definitivos. Con todo, el carácter metafísico de la moral kantiana presente o futura no impedía, si hemos de dar crédito a Hamann, que el punto de vista de esa «metafísica de la moral» fuese más bien empírico o descriptivo que deontológico, y por ello sensiblemente distinto del que conocemos como típicamente kantiano.4 Poco después de esta noticia es el propio Kant quien comunica a Herder que está trabajando en una «metafísica de las costumbres» y, por cierto, a tan buen ritmo que espera terminar esa obra dentro del año en curso, 1767.5 Asombrosamente, habrían de pasar nada menos que treinta años hasta que Kant publicase una obra con este título, que ahora leemos por primera vez en un documento salido de su pluma. Tres años después, sobreestimando de nuevo sus fuerzas, o subesti­ mando la dificultad de la tarea que había emprendido, Kant sigue pensando que está muy cerca de dar cima a su filosofía moral, a la que —ello es también una constante en cuantos testimonios poseemos del lento proceso que condujo a la Fundamentación— califica de «pura» y de la que nos dice que es una «metafísica».6 3. «die metaph. Anfangsgr. der praktischen Weltweisheít» (carta de Kant a Lambert el 31 -XII-65, in Briefe in Kant’s gesammelte Schriften, hrsg. von der Koniglich PreuBischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlin, 1900, Band X, p. 53; en lo que sigue citaremos las cartas de y a Kant por esta edición indicando tan sólo el tomo de la edición académica en que se encuentran seguido del número de página del mismo. 4. «Hr. M. Kant arbeitet an einer Metaphysik der Moral, die, im Contrast der biesherigen, mehr untersuchen wird, was der Mensch ist, ais was er seyn solí» (carta de Hamann a Herder el 16-11-67; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 624). 5. «mein Augenmerk ist vomehmlich darauf gerichtet, die eigentliche Bestimmung und die Schranken der menschlichen Fahigkeiten und Neigungen zu erkennen [...] so glaube ich, daG es mir in dem, was die Sitten betrift endlich ziemlich gelungen sey und ich arbeite an einer Metaphysik der Sitten, wo ich mir einbilde, die augenscheinlichen und fruchtbaren Grundsatze, imgleichen die Methode angeben zu kónnen, womach die zwar sehr gangbare aber mehrenteils doch fruchtlose Bemühungen in dieser Art der Erkentnis eingerichtet werden müssen, wenn sie einmal Nutzen schaffen wollen. Ich hoffe in diesem Jahre damit fertig zu werden» (carta de Kant a Herder el 9-V-67; X, 71). 6. «ich habe mir vorgesetzt [...) diesen Winter meine Untersuchungen tiber die reine moralische Weltweisheit, in der keine empirischen Principien anzutreffen sind und gleichsam die Metaphysic der Sitten, in Ordnung zu bringen und auszufertigen» (carta de Kant a Lambert el 2-IX-70; X, 93).

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En la conocida carta a Markus Herz del 21 de febrero de 1772 Kant menciona por primera vez que sus «principios puros de la moralidad» presuponen una «crítica de la razón pura» —viendo en esta última una facultad tanto especulativa como práctica— y que por ello la publica­ ción de la obra que contenga los primeros será posterior tanto a la de esa crítica como a la de una metafísica general, aunque nuestro autor alude otra vez a un plazo de espera mucho más corto que el real.7 La lentitud del desarrollo de tan ambiciosos planes queda atestiguada cuando comprobamos que casi dos años más tarde todo sigue igual.8 Desde la última carta citada tenemos que esperar ocho años para encontrar la siguiente noticia sobre los planes de nuestro autor de escribir una obra de filosofía moral: de 1773 a 1781 se extiende, a los efectos que ahora nos interesan, lo que García Morente ha denominado el «gran silencio»,9durante el cual podemos pensar que la elaboración de la Crítica de la razón pura absorbe todas las energías de Kant. Es significativo a este respecto que en una carta de 1776 Kant indica el plan para la que sería la primera de sus Críticas sin mencionar para nada la filosofía moral o una obra futura a ella dedicada.10 No es ese el caso en la Crítica de la razón pura misma, pues en ella encontramos diversos datos acerca de lo que en mayo de 1781 Kant pensaba que había alcanzado de cara a la fundamentación crítica de la moralidad y respecto de lo que creía que debía ofrecer aún al público en el terreno de la filosofía moral en los años sucesivos. En la Crítica de la razón pura, en efecto, se menciona la «metafísica de las costumbres» como parte de la filosofía11y se la caracteriza como ciencia apriórica y pura, pero no perteneciente en sentido propio al 7. «ich itzo im Stande bin eine Critik der reinen Vemunft, welche die Natur der theoretischen so wohl ais practischen Erkenntnis, so fem sie blos intellectual ist, enthalt vorzulegen wovon ich den ersten Theil, der die Quellen der Metaphysic, ihre Methode u. Grentzen enthált, zuerst und darauf die reinen principien der Sittlichkeit ausarbeiten und was den esrten betrift binnen etwa 3 Monathen herausgeben werde» (carta de Kant a Markus Herz el 21-11-1772; X, 126-127). 8. «Ich werde froh seyn wenn ich meine Transcendentalphilosophie werde zu Ende gebracht haben welche eigentlich eine Critik der reinen Vemunft ist alsdenn gehe ich zur Metaphysik, die nur zwey Theile hat: die Metaphysik der Natur und die Metaph. der Sitten, wovon ich die letztere zuerst herausgeben werde und mich darauf zum voraus freue» (carta de Kant a Herz de finales de 1773; X, 138). 9. Cfr. Introducción a su traducción de la Fundamentaciónde la Metafísica de las Costumbres, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid, 1992, p. 11. 10. Cfr. carta de Kant a Herz el 24-XI-76; X, 185-186. 11. . «Metaphysik also sowolil der Natur, ais der Sitten, vomehmlich die Kritik der sich auf eigenen Flíigeln wagenden Vemunft, welche vorühend (propadeutisch) vorhergeht, machen ei­ gentlich allein dasjenige aus, was wir im Schten Verstande Philosophie nennen kónnen» (KrV A 850/ B 878. Como es habitual, en las citas de la Crítica de la razón pura, abreviadamente «KrV», indicamos el número de página de la primera edición, refiriéndonos a ella con la sigla «A», y el de la segunda, a la que nos referimos con la letra «B»), Cfr. también KrV A 841/B 869.

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asunto de la primera Crítica.'2 En la Crítica de la razón pura, de este modo, no hallamos promesa o mención de un plan de nuestro autor de pasar inmediatamente a la elaboración de una «metafísica de las costumbres», pero menos aún de una obra crítica preparatoria de su sistema metafísico-moral.1213 Es más, todo parece indicar que en 1781 Kant no albergaba proyec­ to alguno de escribir una crítica especial para el uso práctico de la razón, sino que consideraba que la Crítica de la razón pura ya contenía íntegramente la parte crítica de su filosofía, y por tanto que tras esa obra no había que esperar ninguna otra crítica de asunto práctico o moral, sino que se podía pasar ya a la edificación del sistema, primero de la parte especulativa (metafísica de la naturaleza) y posteriormente de la parte práctica (metafísica de las costumbres) del mismo.14 De hecho, la expresión «crítica de la razón práctica pura» no aparece en una obra publicada por Kant antes de 1785,15 y para encontrar una mención de una «crítica de la razón práctica» hemos de esperar hasta el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, esto es, hasta 1787.16 Entre las razones de Kant para no considerar necesaria una crítica de la moralidad no hay que olvidar que para nuestro autor, cuando menos a la altura de 1781, la moral no pertenece propiamente a la filosofía trascendental, pues no obstante la pureza de sus principios y fundamentos la primera no puede dejar de incluir conceptos empíricos 12. «diese [la metafísica de las costumbres] enthalt die Principien, welche das Thun und Lassen a priori bestimmen und nothwendig machen. Nun ist die Moralitat die einzige GesetzmáBigkeit der Handlungen, die vóllig a priori, aus Principien, abgeleitet werden kann. Daher ist die Metaphysik der Sitten eigentlich die reine Moral, in welcher keinc Anthropologie (keine empirische Bedingung) zum Grunde gelegt wird. Die Metaphysik der speculativen Vemunft ist nun das, was man im engeren Verstande Metaphysik zu nennen pflegt; so fem aber reine Sittenlehre doch gleichwohl zu dem besonderen Stamme menschlicher und zwar philosophischcr ErkcnntniB aus reiner Vemunft gehort, so wollen wir ihr jene Benennung [es decir, «metafísica»] erhalten, obgleich wir sie, ais zu unserm Zwecke /eíztnicht gehórig, hier bei Seite setzen» (KrV A 841 -842/B 869-870). 13. Para la diferencia entre «crítica» y «metafísica», como «propedéutica» y «sistema», respectivamente, de la filosofía cfr. KrV A 841/B 869. 14. Cfr. sobre este punto Natorp, P., Einleitung zur «Kritik der praktischen Vemunft» in Kant's Gesammelte Schriften, herausgegeben von der Koniglich PreuBischen Akademie der Wissenschaften, Druck und Verlag von Georg Reimer, Berlín, 1908, Band V, pp. 492-505. 15. «Kritik der reinen praktischen Vemunft» (391, 18). Aquí y en todas las demás citas de la Fundamentación indicaremos únicamente el número de página y línea de la edición académica —Grundlegung zur Metaphysik der Sitten in Kant's gesammelte Schriften, hrsg. von der Kóniglich PreuBischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlín, 1903, Band IV— en que se hallan, sin repetir la mención del título de la obra. 16. «Da ich wáhrend dieser Arbeiten schon ziemlich tief ins Alter fortgerückt bin (in diesem Monate ins vier und sechzigste Jahr), so muí) ich, wenn ich meinen Plan, die Metaphysik der Natur sowohl ais der Sitten, ais Bestátigung der Richtigkeit der Kritik der speculativen sowohl ais praktischen Vemunft, zu liefem, ausführen will, mit der Zeit sparsam verfahren» (KrV B XLIII).

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que no tienen cabida en la segunda.17 Otra posible razón es que, igualmente en 1781, es probable que Kant considerase que la única tarea propedéutico-crítica necesaria para la filosofía moral es la defen­ sa de la posibilidad de la libertad, y que esa tarea quedaba ya concluida en la Crítica de la razón pura. Así, parece claro que en ese momento, una vez terminada la parte crítica de su filosofía (recogida por entero, según Kant pensaba entonces, en la Crítica de la razón pura), Kant pensaba pasar a la edificación del sistema, empezando por la parte teórica o física (la metafísica de la naturaleza) antes que por la práctica o ética (la me­ tafísica de las costumbres).18 Nuestro autor cumplió en parte ese programa, pues, pese a que apareciese unos meses antes que los Principios metafísicos de la ciencia natural (esta última obra se puso a la venta en Pascua de 1786), la Fundamentación pertenece a la parte crítica de la filosofía de Kant más bien que a la sistemática, por lo que en cierto sentido el sistema de filosofía natural precedió al de filosofía moral; ahora bien, sólo en cierto sentido, pues en rigor los Principios metafísicos de la ciencia natural no son propiamente todavía el sistema de la metafísica de la naturaleza, sino sólo una parte de la misma, o, más exactamente, una aplicación parcial de ella: el estudio metafísico de los cuerpos.19 El convencimiento de los allegados a Kant de que tras la Crítica de la razón pura iba a aparecer ya el sistema, y no otra crítica, es patente en los testimonios epistolares de que disponemos. Recién aparecida la Crítica de la razón pura Hamann sugiere al editor de Kant, Johann Friedrich Hartknoch, que inste ahora al filósofo a la publicación de su doble metafísca, de la naturaleza y de las costumbres.20 El propio Hartknoch se dirige meses después a Kant con esa misma intención,21 y a principios de 1782 Hamann asegura al editor que su autor trabaja ya en la metafísica de las costumbres.22 ¿Qué movió a Kant a posponer, una vez más, la «metafísica de las 17. Cfr. KrV A 14-15/B 28-29; A 801/B 829; A 805/B 833. 18. Cfr. KrV A XXI. 19. En palabras del propio Kant, esa obra estudia «die Grundsátze der Korperlehre» (Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft, Ak.-Ausg., IV, p. 471), de modo que en ella tenemos «eine Metaphysik der kórperlichen Natur» más bien que la «Metaphysik der Natur überhaupt» (op. cit., p. 473). 20. «Sorgen Sie nur, daft die Metaphysik der Sitien und Natur bald nachfolgen» (carta de Hamann a Hartknoch el 7-V-178; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 625). 21. «Ich hoffe von Dero Gtite, dafi Sie mir noch die Metaphysick der Sitten, u der Naturlehre im Verlag geben werden, da dies zur Vollendung Ihres Plans gehórt, u ein Ganzes ausmacht» (carta de Hartknoch a Kant el 19-XI-1781; X, 261). 22. «Kant arbeitetan der Metaphysik der Sitten» (carta de Hamann a Hartknoch el 11-1-1782; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 625).

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costumbres» y en su lugar ofrecer al público una crítica de la morali­ dad, finalmente extendida en dos obras distintas, a saber, la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica? Para responder a esta pregunta tenemos que considerar cuáles son los problemas que estudia una crítica de la razón práctica pura, y para ello hemos de tener presente el contenido de las obras que Kant dedicó finalmente a esa tarea crítico-moral. Esos problemas pueden quizá reducirse a los siguientes: ¿cómo es posible el imperativo categórico en tanto que proposición práctica sintética a priori?, ¿puede la razón ser práctica por sí misma, o, lo que es lo mismo, puede ser práctica la razón pura?, ¿nos puede surtir de móviles o motivos para la acción?, ¿es capaz la razón por sí sola, la razón pura, de determinar a la voluntad?, ¿es real la libertad?, ¿podemos tenernos por realmente libres? Esta última pregunta no quedaba ya respondida con la Crítica de la razón pura, pues esa obra llegaba sólo al resultado, imprescindible pero insuficiente, de que la libertad no es imposible, mientras que para la filosofía moral necesitamos saber además si la libertad es real o al menos podemos lícitamente suponer que lo es.23 De esta manera, podemos pensar que entre 1781 y 1785 Kant se persuadió de que la proyectada metafísica de las costumbres precisaba una crítica previa que no podía considerarse ya proporcionada en la Crítica de la razón pura.24 Para fechar, al menos aproximadamente, la decisión de Kant de cambiar sus planes en el sentido recién indicado disponemos de un valioso testimonio, el contenido en una carta de Kant a Moses Mendelssohn de agosto de 1783. Tras la pausa que sin duda impuso a cualquier dedicación de nuestro autor a asuntos de filosofía moral la elaboración de los Prolegomena zu einerjeden künftigen Metaphysik, die ais Wissenschaft wird auftreten kónnen, aparecidos a principios de 1783, podemos pensar que a partir de la primavera de ese año Kant 23. Es por ello por lo que en el prefacio a la Crítica de la razón práctica Kant escribe: «Denn wSre nicht das moralische Gesetz in unserer Vernunft eher deutlich gedacht, so würden wir uns niemals berechtigt halten, so etwas, ais Freiheit ist (ob diese gleich sich nicht widerspricht), anzunehmen» (KpV 4. La paginación que indicamos en las citas de la Crítica de la razón práctica (abreviadamente, «KpV») es siempre la de la edición académica de esta obra: Kant’s Gesammelte Schriften, herausgegeben von der Kóniglich Preufiischen Akademic der Wissenschaften, Druck und Verlag von Georg Reimer, Berlín, 1908, Band V); parecidamente, poco antes había afirmado que los conceptos de Dios e inmortalidad reciben realidad objetiva a través de la libertad por cuanto la posibilidad de los primeros «wird dadurch bewiesen, dafi Freiheit wirklich ist» (KpV 3). 24. Vio necesaria, en palabras de Natorp, «eine vollstandigere, von der Kritik der reinen, bloR spekulativen Vernunft soviel móglich losgelóste, mit den Problemcn der Moral selbst in deutlichere und vollstandigere Beziehung gesetzte kritische Bodenbereitung zur reinen Moral oder Metaphysik der Sitten» (Natorp, P., op. cit., p. 495).

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trabajó con cierta intensidad en lo que en la carta recién aludida denomina «la primera parte de mi moral».25 Vemos en este texto, así pues, que Kant distingue por primera vez dos partes dentro de la moral, por la primera de las cuales entiende probablemente la parte crítica como diferente de la sistemática, es decir, lo que serán la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica como algo distinto de lo que será la Metafísica de las costumbres. Sin embargo, el tenor literal de esta carta, no del todo claro, permite pensar que, no obstante considerarla necesaria, Kant no prevé pasar inmediatamente a elaborar una obra en la que se estudien los límites y el contenido de la razón como un todo, sino que un tanto oscuramente alude a otra obra, de índole asimismo crítica —podemos suponer quizá— pero que sin embargo no contendrá ese estudio que acabamos de mencionar,26 por lo que podemos afirmar que en esta carta de agosto de 1783 tenemos la primera noticia relativamente clara de que Kant proyecta escribir el libro que habría de titularse Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Así las cosas, en febrero de 1784 se sitúa el primer testimonio de que disponemos acerca de un acontecimiento de suyo externo al proceso que estamos examinando, pero cuyo peso en el ánimo de Kant de cara a la elaboración de precisamente la obra que recibió el título de Fundamentación de la metafísica de las costumbres no podemos desdeñar: la aparición en la segunda mitad de 1783 de una traducción y un extenso comentario de la obra de Cicerón De officiis debidos a la pluma de Christian Garve. La principal y prácticamente única fuente de información sobre este particular es la correspondencia de Hamann, al hilo de la cual podemos rastrear —aunque siempre con el caveat de que apenas conocemos datos distintos de los de Hamann con los que poder contrastar y en su caso confirmar lo que éste nos dice— hasta qué punto influyó como móvil al menos secundario en la elabo­ ración de la Fundamentación y en la forma final de esta obra el contenido de los escritos de Cicerón y de su comentarista. La primera de nuestras noticias al respecto es la carta de Johann 25. «Diesen Winter werde ich den ersten Theil meiner Moral, wo nicht vollig doch meist zu Stande bringen» (carta de Kant a Moses Mendelssohn el 16-VIII-83; X, 325). 26. «Diese Arbeit ist mehrer Popularitát fáhig, hat aber bei weitem den das Gemüth erweitemden Reiz nicht bey sich, den jene Aussicht, die Grenze und den gesammten Inhalt der ganzen menschlichen Vemunft zu bestimmen in meinen Augen bey sich führt, vomehmlich auch darum, weil selbst Moral, wenn sie in ihrcr Vollendung zur Religión überschreiten will, ohne eine Vorarbeitung und sichere Bestimmung der ersteren Art, unvermeidlicher Weise in Einwilrfe u. Zweifel, oder Wahn und Schwarmcrey verwickelt wird» (carta de Kant a Moses Mendelssohn el 16-VIII-83; X, 325). Es evidente, por otra parte, la semejanza del contenido de esta comunicación a Mendelssohn con lo que leemos en el prefacio a la Fundamentación (391, 24-29. 34-36) acerca de la conveniencia de exponer la unidad de la razón práctica con la especulativa.

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Georg Hamann a Herder en febrero de 1784 según la cual Kant estudia «el Garve» con el objeto de elaborar una «anticrítica».27 Diez días después Hamann completa un poco la anterior información y añade un dato, o quizá tan sólo una suposición suya, que él mismo reconocerá más tarde como erróneo: la aludida obra de Kant es «anticrítica» por cuanto responde a una recensión de la Crítica de la razón pura publi­ cada por Garve en la Allgemeine Deutsche Bibliothek.28 Tres semanas más tarde, en marzo, la mencionada «anticrítica» en la que Kant está trabajando, versa, según Hamann, sobre el «Cicerón de Garve».29 El propio Hamann —siempre inquieto y quizá un tanto precipitado en su comunicación epistolar de datos acerca de los proyectos de Kant, y por ello obligado a frecuentes rectificaciones— confirma este último dato y corrige explícitamente su error anterior en la apreciación de a qué quiere responder Kant con la obra que está preparando.30 El dato que corrige mes y medio después es el de que la obra de Kant en cuestión va a llevar el título de «Anticrítica»; el título verdadero, se nos informa ahora, es «Pródromo a la moral»,31 lo cual ya guarda cierta similitud con el título definitivo de nuestra obra. Dos días después Hamann precisa la anterior información y añade el detalle de que el ritmo de trabajo de nuestro autor en el nuevo libro es muy vivo, así como una apreciación no del todo correcta: esa nueva obra pertenece al «sistema» de la filosofía kantiana.32 27. «Kant solí an einer Antikritik —doch er weiB den TItel selbst nicht— iiber Garvens Cicero arbeiten [...] Ich besuchte Kant heut vor acht Tagen. Er studierte im Garve» (carta de Hamann a Herder el 8-II-1784; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 626, nota 4). 28. «Einer Sage nach arbeitet unser lieber Pr. Kant [...] an einer Antikritik —doch der Titel ist noch nicht ausgemacht— gegen Garvens Cicero ais eine indirecte Antwort auf desselben recensión in der A. d. Bibl.» (carta de Hamann a Scheffner el 18-11-1784; cit. en Menzer, P.,op. cit, p. 626). Esa recensión había aparecido efectivamente en la Allgemeine Deutsche Bibliothek (Anhang zum 37.-52. Band, Abteilung 2, 1783, pp. 838-862), y no debe ser confundida con la que Garve y Feder habían publicado en los Góttingische gelehrte Anzeigen (19 de enero de 1782, pp. 40 y ss.), a la que Kant replicó en un apéndice a los Prolegómeno (cfr. Ak.-Ausg., IV, 372-380) y que fue objeto de dos cartas cruzadas entre Garve y Kant en el verano de 1783 (cfr. carta de Garve a Kant el 13-VII-1783 —X, 310— y la tan extensa como cortés respuesta de éste el 7-VIII-1783 — X, 315-322—). 29. «Kant arbeitet an einer Antikritik über Garvens Cicero, die Sie vermutlich auch zum Verlag bekommen werden» (carta de Hamann a Hartknoch el 14-III-1784; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627). 30. «Die Antikritik wird nicht unmittelbar gegen die Garvische Recensión, sondem eigentl. gegen sein Cicero gerichtet seyn und vermittelst dessen eine Genugthuung für jene werden» (carta de Hamann a Scheffner el 15-III-1784; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627). 31. «Kant arbeitet an einem Prodromus zur Moral, den er anfánglich Antikritik betiteln wollte und auf Garve’s Cicero Beziehung haben solí» (carta de Hamann a Müller el 30-IV-84; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627). 32. «Er [Kant] arbeitet scharf an der Vollendung seines Systems. Die Antikritik über Garvens Cicero hat sich in einen Prodromum der Moral verwandelt» (carta de Hamann a Herder el 2-V-84; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627).

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Christian Gottfried Schütz, asiduo corresponsal de Kant en estos años, incurre en el mismo error que Hamann, pues en julio del mismo año 1784 piensa que nuestro autor mantiene el propósito expresado en 1781 de pasar directamente de la Crítica de la razón pura al sistema, sin una crítica preparatoria de la metafísica de las costumbres.33 Un mes más tarde Hamann parece haber mejorado su información, o la interpretación que da a la de que dispone, pues indica que la obra de Kant cuya elaboración sigue con tanta atención es introductoria a la metafísica de las costumbres,34luego, podemos deducir, no contendrá todavía el sistema de esa ciencia. Dos días después, en una carta a Hartknoch, Hamann informa de que el «pródromo a la metafísica de las costumbres» se encuentra ya tan avanzado que el amanuense de Kant, su ex-alumno y posterior biógrafo Reinhold Bernhard Jachmann, trabaja con ahínco en pasar a limpio el manuscrito,35lo que unido al hecho de que la carta se dirige al editor de Kant permite pensar que la publicación de la obra se producirá en breve. Esa impresión se ve reforzada por los datos, aún más precisos, que nueve días más tarde proporciona de nuevo Hamann: la obra en cuestión se enviará muy pronto a Halle para su impresión y se pondrá a la venta en la feria de San Miguel (a finales de septiembre, por tanto).36 Estos datos del diligente Hamann reciben confirmación de los que aporta una carta enviada pocos días después por Schütz a Kant, en la cual este corresponsal de nuestro autor se muestra muy sorprendido ante su propósito de publicar para San Miguel «el plan de la metafísica de las costumbres».37 La sorpresa de Schütz se debe presumiblemente a que en respuesta a su carta a Kant del 10 de julio, ya mencionada por nosotros más arriba, este último le comunicó, en una carta hoy perdida y datada entre el 10 de julio y el 23 de agosto, que efectivamente estaba 33. «Ich brenne vor Begierdc und Sehnsucht nach Ihrer Metaphysik der Natur; der Sie doch auch gewifi cine Metaph. der Sitten folgen lassen werden» (carta de Schütz a Kant el 10-VII-84; X, 371). 34. «Kant arbeitet wacker an einem Pródromo seiner Metaphysik der Sitten» (carta de Hamann a Herder el 8-VIII-84; cit. en Menzer, P., op. cit-, p. 627). 35. «Kant’s Amanuensis, Jachmann, arbeitet fleissig an dem Pródromo der Metaphysik der Sitten; vielleicht wissen Sie, wie stark das Werk werden wird» (carta de Hamann a Hartknoch el 10-VIII-84; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627). 36. «Unser Pr. Kants Prodromus oder— zur Metaphysik der Sitten wird náchstens nach Halle zum Druck abgehen und zu Michaleis erscheinen» (carta de Hamann a Scheffner el 19-VIII-84; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 627). 37. «hüchst erstaunlich war mirs, daR Sie den Plan zur Metaphysik der Sitten auf Michaelis herausgeben wollen. Ich werde die Erecheinung desselben benutzen um in der A.L.Z. [=Allgemeine IÁteraturzeitung] von Ihrem durch die Critik der reinen Vemunft erworbenen unsterblichen Verdienst eine Relation zu geben, die wenigstens treu und vollstandig sein wird» (carta de Schütz a Kant el 23-VIII-84; X, 373).

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terminando no tanto una metafísica de las costumbres cuanto una obra preliminar a ella —no podemos saber si la denominación «plan de la metafísica de las costumbres» es de Kant mismo en esa hipotética carta o se debe al propio Schütz— y que para extrañeza de su corresponsal la aparición de esa obra era inminente. Conforme se va acercando el plazo mencionado, la feria de San Miguel, se hacen más precisos los datos que nos proporciona el epistolario de Hamann, el 15 de septiembre todavía inseguro en lo que respecta al título definitivo de la obra38 pero a los cuatro días con mención expresa y exacta del mismo.39 El envío del manuscrito de la Fundamentación de que informa Hamann en esta última carta hay que entenderlo con toda probabilidad como referido a la copia en limpio confeccionada por Jachmann y que Kant hizo llegar al impresor Friedrich August Grunert, establecido en Halle, para que éste procediese a la composición e impresión de la obra. Este dato proporcionado por Hamann encuentra plena confir­ mación, si bien retrospectivamente, en una carta de Kant de finales de ese mismo año de 1784 en la que nuestro autor comunica a Johann Erich Biester que su «tratado moral» estaba en manos del impresor unas tres semanas antes de San Miguel.40 Podemos por tanto considerar la primera semana de septiembre de 1784 como la fecha en que nuestra obra está terminada y pasada a limpio. Si queremos fechar también con la mayor exactitud posible el comienzo de la redacción de la misma podemos remontarnos como muy tarde a mediados del año anterior, si es que la «primera parte de mi moral» a que se refiere Kant en la carta a Mendelssohn de agosto de 1783 citada más arriba es la Fundamentación. Sin embargo, es muy probable que la redacción de nuestra obra experimentase un cierto retraso debido a la dedicación de Kant a sus opúsculos de finales de 1783.41 Podemos por tanto considerar la primera mitad de 1784 como la fecha más probable para la redacción de nuestra obra.42 Como indicaban varios de los testimonios que hemos aducido, la fecha prevista para la publicación de la Fundamentación era la feria de San Miguel de 1784, pero de hecho no se puso a la venta hasta la 38. «ich warte jetzt [...] dic Prolegomena zur Metaphysik der Sitten ab» (carta de Hamann a Scheffner el 15-IX-84; cit. en Menzer, P„ op. cit., p. 627). 39. «Kant das Mst. [=Manuskript] seiner Grundlegung zur M. der Sitten abgeschickt» (carta de Hamann a Scheffner el 19-IX-84; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 628). 40. «meine moralische Abhandlung war etwa 20 Tage vor Michael in Halle bey Grunert» (carta de Kant a Biester el 31-XII-84; X, 374). 41. Idee zu einer allgemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Absicht, aparecido en noviembre, y Beantwortung der Frage: Was ist Aufklárung, publicado en diciembre de ese mismo año. 42. Tal es también la conclusión a que llega Menzer (cfr. Menzer, P„ op. cit., p. 629).

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Pascua de 1785. En la carta de Kant a Biester que hemos mencionado nuestro autor nos informa también de la causa de esa demora: fue debida a un retraso del impresor Grunert.43 De esta lentitud de la imprenta de Grunert se disculpa Hartknoch ante nuestro autor meses después.44 Durante esos meses de forzada demora la expectación ante la aparición de nuestra obra debió ser grande, según nos informa nueva­ mente Hamann.45 Entre los seguidores de Kant esa expectación era incluso ardiente,46 y no menor interés se aprecia en el anuncio de nuestra obra en la Allgemeine Literaturzeitung: la revista se apresura a anunciar la publicación de la Fundamentación para tener la honra de ser la primera en comunicar tan «gran novedad».47 El mismo día en que la revista hacía ese anuncio sabemos que Kant pudo tener en sus manos, finalmente, un ejemplar publicado de su obra.48

43. «...aber er [Grunert] schrieb mir, daB er sie [el «tratado moral» de Kant] auf die Messe nicht fertig schaffen kónnte, und so muB sie bis Ostem liegen bleiben» (carta de Kant a Biester el 31-XII-84; X, 374). 44. «Ich weiB zwar, daB er [Grunert] Sie sowol mit den Proleg. ais mit der Metaph. dcr Sitten lange aufgehalten hat: allein das wird nicht mehr geschehen, nachdem ich es ihm verwiesen» (carta de Hartknoch a Kant el 8-X-85; X, 387). No obstante esa promesa de Hartknoch, sabemos que en la impresión de la Critica de la razón práctica Grunert volvió a tardar más de lo previsto: estaba previsto que esta obra saliese a la venta en la feria de San Miguel de 1787, pero no apareció hasta 1788 (cfr. Natorp, P., op. cit., p. 498). 45. «das Principium seiner Moralitát erscheint auch diese Messe» (carta de Hamann a Herder 28-III-85; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 628). 46. «ich brenne vor Begierde Ihre neue Schrift zu sehen» (carta de Schiitz a Kant el 18-11-85; X, 375). 47. «Wirgestehen gem, daB wir mit einerArt von Eifersucht geeilet haben, damit uns niemand in der Ankündigung vom Dasein dieses Buchs zuvorkommen móchte, nicht ais ob darin ein Verdienst láge, sondern weil es natürlich ist, wenn man einmal Neuigkeiten zu verkündigen hat, eine grofie Neuigkeit zuerst verkündigen zu wollen» (.Allgemeine Literaturzeitung, 7-IV-85; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 628). 48. «Hartknoch ist vorigen Freytag [el 7 de abril] angekommen [...] Mit dem Verleger zugl. sind 4 Exempl. der Grundlegung zur Metaphysik der Sitten aus Halle für den Verfasser angekom­ men» (carta de Hamann a Herder el 14-IV-85; cit. en Menzer, P., op. cit., p. 628).

II. EL CICERÓN DE GARVE Y LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

Los datos que proporciona la correspondencia de Hamann acerca de un supuesto influjo directo del Cicerón de Garve en la Fundamentación merecen una atención más detenida, que ha de comenzar por el examen de cuál es la índole de esa obra, con el objeto de averiguar qué relación puede guardar efectivamente su contenido con el de la Fundamentación. Como ya dijimos, por «el Cicerón de Garve» hemos de entender la traducción al alemán de la obra del estadista y pensador romano titulada De officiis, así como un comentario a la misma, publicados por Christian Garve en 1783. En general, la obra filosófica de Cicerón es para Kant un modelo de noble y legítima popularidad,49 dato este último de cierto interés para la cuestión que nos ocupa ahora mismo: en qué medida la traducción y comentario de una obra filosófica «popular» por un «filósofo popular» como Garve50 pudo influir en la Fundamentación. Kant había estudiado el De officiis, pues menciona el título de esta obra como ejemplo de que habitualmente la filosofía moral es deno­ minada, acertadamente según nuestro autor, «doctrina de los deberes» 49. «Um aber wahre Popularitat zu lernen, muB man die Alten lesen, z. B. Cicero's philosophische Schriften» (Logik, Ak.-Ausg., IX, 47). Curiosamente, nuestro autor pone a Cicerón como ejemplo de alguien cuyo nombre está asociado con muy variadas repre­ sentaciones, por lo que es fácil conciliar el sueño pensando en él (cfr. Der Streit der Fakultáten, Ak.-Ausg., VII, 107). 50. Él mismo se tiene por tal, aunque no sin cierta ironía, el mismo año de su muerte: «Es wird der jetzt herrschenden Partey der Philosophen nicht entgangen [...] seyn, daB ich ein populárer Philosoph, im schlimmcn Sinne des Wortes, oder vielmehr, daB ich ein Prediger des allgemeinen Menschensinnes —des Feindes aller achten Philosophie, sey» (Garve, C., Einige Belrachtungen ilber die allgemeinen Grundsátze der Sittenlehre, Breslau, 1798, reimpreso en Aelas Kantiana, Brüssel, 1968, v. 79, p. 1). Un año antes Kant polemizaba con Garve, si bien en tono muy cortés —«Herr Garve, ein Philosoph in der achten Bedeutung des Worts» (Metaphysik der Sitten, Ak.-Ausg., VI, 206)—, precisamente acerca de en qué medida un libro de filosofía puede o debe ser «popular» (cfr. íbid.).

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y no «doctrina de los derechos».51 Es más, leyó, o al menos utilizó, el comentario de Garve, pues lo cita en una de sus obras.52 A esta inequívoca mención se une un dato que nos proporciona A. Warda: en el inventario de los libros que Kant legó a su colega Johann Friedrich Gensichen aparece la entrada «Cicerón, sobre los deberes junto con tratados de Garve, 2 volúmenes».53¿Qué dos volúmenes eran esos? Lo más sencillo, a la vez que lo más plausible, es pensar que se trataban por un lado de la traducción del De officiis y por otro lado de los tres tomos de comentarios a esa obra redactados por Garve encua­ dernados en un solo volumen. Esta pregunta no tendría mayor interés si un planteamiento defectuoso de la misma no hubiese conducido a P. Laberge a una hipótesis errónea de cierta importancia para deter­ minar en qué medida pudieron influir, o no, la traducción y el comen­ tario garveanos en la Fundamentación: partiendo del dato correcto de que el comentario estaba dividido en tres tomos, y en atención al que nos comunica Warda de que el Cicero de Garve poseído por Kant comprendía dos volúmenes, Laberge concluye que es posible y hasta probable que esos dos volúmenes sean por un lado la traducción y por otro el primero de los tres tomos del comentario, por lo que no podemos suponer que Kant conociese los otros dos ni por tanto que éstos influyesen en la Fundamentación,54Ahora bien, sabemos que los tres tomos de comentario aparecieron editados en un solo volumen como muy tarde en 1784,55es decir, en una fecha en que pudieron muy bien ser adquiridos o leídos por nuestro autor y tenidos en cuenta a la hora de redactar la Fundamentación, y no por primera vez en 1792, 51. «Warum wird aber die Sittenlehre (Moral) gewohnlich (namentlich vom Cicero) die Lehre von den Pflichten und nicht auch von den Rechten betitelt?» (Metaphysik der Sitien, Ak.-Ausg., VI, 239). 52. «Hr. P. Garve thut (in seinen Anmerkungen zu Cicero's Buch von den Pflichten S. 69. Ausg. von 1783) das merkwllrdige und seines Scharfsinns werthe BekenntniB: «Die Freiheit werde nach seiner innigsten Überzeugung immer unaufloslich bleiben und nie erklart werden» (Über den Gemeinspruch: Das mag wohl in der Theorie richtig sein, taugt aber nicht fiir die Praxis, Ak.-Ausg., VIII, 285 nota). 53. «Cicero, über die Pflichten nebst Abhandlungen von Garve, 2 Bde.», en el Verzeichnis der Bücherdes verstorbenen Professor Johann Friedrich Gensichen, publicado por Arthur Warda como anexo a su libro Immanuel Kant’s Biicher, Martin Breslauer, Berlín, 1922, p. 21, cit. en Hógemann, B., Die Idee der Freiheit und das Subjekt. Eine Untersuchung von Kants «Grundlegung zur Metaphysik der Sitien», Forum Academicum, Kónigstein am Taunus, 1980, p. 26. 54. «il faut teñir pur particuliérement incertaine toute influence des deux demiers tomes du commentaire sur la Grundlegung» (Laberge, P., «Du Passage de la Philosophie Morale Populaire íi la Métaphysique des Moeurs» in Kant-Studien 71 (1980), 418-444, p. 420 nota). 55. Philosophische Anmerkungen und Abhandlungen zu Cicero's Biichem von den Pflichten von Christian Garve. Zweyte Auflagc, Brcslau, bey Wilhelm Gottlieb Kom, 1784,328 pp. (Anmerkungen zu dem 1. Buche) + 244 pp. (Anmerkungen zu dem 2. Buche) + 282 pp. (Anmerkungen zu dem 3. Buche).

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como parece sugerir Laberge.56 Podemos concluir, por tanto, que los dos volúmenes del inventario de Gensichen son la traducción y el comentario, este último en la forma de un volumen que reúne los tres tomos, sea en la primera edición de 1783 (a favor de ello está el hecho ya mencionado de que Kant cita por esa edición de 1783) sea en otra posterior, pero no necesariamente posterior a la aparición de la Fundamentación. Para estudiar cuál puede haber sido concretamente la influencia del De officiis en su versión y comentario garveanos sobre la Fundamentación puede ser útil detenerse en qué tipo de filosofía moral, a grandes rasgos, es la que se contiene en la primera de esas obras y en cuáles son sus similitudes con la kantiana. Vaya por delante la obser­ vación de que Christian Garve, en una medida mayor que la que él mismo reconoce en el prefacio a su versión,57nos ofrece una traducción libre, y por tanto en ocasiones da como ciceronianas doctrinas que el de Arpiño no defiende con el énfasis o la orientación que tienen en la traducción o en el comentario de Garve. Tal es el caso especialmente por lo que hace a lo que podríamos denominar pureza moral. La diferencia que establece Kant entre las acciones meramente conformes al deber, pero a cuya ejecución nos pueden haber llevado los más diversos móviles, y las que además han sido ejecutadas precisamente por deber y por ello son las únicas que poseen valor moral (cfr. 397,11-397, 32), puede ser considerada como la respuesta que da Kant a la pregunta de Cicerón acerca de si la conformidad al deber confiere por sí sola «bondad perfecta» a las acciones.58 Esa respuesta es muy semejante a la que dan los estoicos, y con ellos Cicerón, la cual estriba en distinguir los «deberes perfectos» (iofficia perfecta, en el latín de Cicerón), por un lado, de los «deberes 56. Cfr. Laberge, P., art. cit., p. 420 nota. 57. Cfr. Abhandlung überdie menschlichen Pflichlen in drey Büchem aus dem Lateinischen des Marcus Tullius Cicero übersetzt von Christian Garve, Zweyte Auflage, Breslau, bey Wilhelm Gottlieb Kom, 1784, 294 pp., Vorrede, sin paginación. En lo que sigue citaremos la traducción de De officiis debida a Garve como Abhandlung über die menschlichen Pflichten, con el numero de página de la edición indicada, cuya paginación es por lo demás idéntica a la de la primera edición; para el original latino del De officiis seguiremos la siguiente edición: Cicero, De Officiis, texte établi et traduit par Maurice Testard, Les Belles Lettres, París, 1965, que citaremos como De officiis, indicando en números romanos el libro y en números árabes el capítulo y el párrafo en que se halle el pasaje citado; el comentario de Garve será citado por la mencionada edición de 1784 —Philosophische Anmerkungen und Abhandlungen zu Ciceros Büchem von den Pflichten von Christian Garve. Zweyte Auflage, Breslau, bey Wilhelm Gottlieb Kom, 1784, 328 pp. (Anmerkungen zu dem 1. Buche) + 244 pp. (Anmerkungen zu dem 2. Buche) + 282 pp. (Anmerkungen zu dem 3. Buche)— como Anmerkungen, con el libro en números romanos y la página del libro de que se trate en números árabes. 58. «Sind alie pflichtmafiige Handlungen vollkommen gute Handlungen?» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 7).

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comunes» (officia media), por otro. El cumplimiento de los primeros da lugar a acciones «por completo buenas», mientras que el de los segundos se plasma en acciones meramente «justificables por funda­ mentos racionales».59 Las acciones de cumplimiento de los deberes comunes, comenta e interpreta Garve, son sin duda conformes al deber, causan bienes o evitan males, y son por tanto útiles, pero pueden cumplirse sin que en el agente haya «verdadera bondad moral inte­ rior».60Los deberes perfectos, en cambio, dicen directamente relación al «corazón y al espíritu del hombre, de donde surgen».61 Sólo el sabio cumple deberes perfectos, y por tanto sólo él obra bien siempre, mientras que la mayoría de los hombres permanece en el nivel de los deberes comunes, por lo que sólo obran bien cuando les conviene para sus intereses extra-morales.62 Vemos así cómo Garve distingue en su comentario uno y otro tipo de deber cualitativamente,63 según se dé o no esa elevación o pureza moral interior, mientras que Cicerón parece reconocer entre ellos solamente una diferencia de grado, en el sentido de que únicamente los sabios se remontan a la perfección moral, mientras que el común de los mortales se mueve en un nivel de moralidad inferior.64 La conocida historia del anillo de Giges sirve a Cicerón para exponer su tesis, de una pureza moral que nada tiene que envidiar a la kantiana, de que hemos de hacer el bien, o abstenernos del mal, con completa desatención de las consecuencias que una u otra conducta surta para nosotros.65 No hay en este caso una directa similitud textual, pero sí coincidencia de fondo entre nuestros autores. La diferencia que Kant establece entre legalidad y moralidad tam­ 59. «Die vollkommne Pflicht bestehe in Handlungen, die durchaus gut sind; die gemeine Pflicht aber in solchen, die durch vemünftige Gríinde gerechtfertigt werden kónncn» (Abhandlung überdie menschlichen Pflichten, p. 7-8). 60. Hacen referencia a «die Erfolge in der Welt, die dadurch veranstaltet werden», pero «nicht von einer wahren inneren moralischen Güte zeugen» (Anmerkungen I, 18). 61. «Herz und Geist des Menschen, woraus sie enstehen» (Anmerkungen I, 18). 62. Cfr. Anmerkungen I, 22-24. 63. Es de interés que a este respecto Garve recuerde la doctrina estoica según la cual los deberes en general, en tanto no se atienda a la actitud interior, pertenecen, al igual que las riquezas y los honores, al conjunto de las «cosas indiferentes» («gleichgültige Dinge»), cfr. Anmerkungen I, 17. 64. Cfr. De ofíiciis III, 3, 13-17. 65. La condena moral que pronunciamos sobre Giges muestra que todos sabemos «daB alies moralische Bóse, auch ohne Rücksicht auf seine áuBem Folgen, verabscheut und gemieden zu werden verdiene» (Abhandlung überdie menschlichen Pflichten, p. 226). La versión de Garve acentúa la pureza moral del pasaje; con todo, en el original ciceroniano leemos como conclusión de la historia de Giges: quienes dicen que aunque poseyesen el anillo mágico no por ello dejarían de cumplir la ley moral es forzoso que admitan «omnia turpia per se ipsa fugienda esse» (De officiis III, 9. 39).

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bién es reconocida, a su manera, por Garve: distingue entre «la ley», que se limita a ordenar un determinado curso de conducta despreocu­ pándose de la cualidad del agente que la pone por obra, y «la moral», que antepone la índole interior del hombre a la corrección externa de sus actos;66 a la moral, insiste, le interesa no tanto lo que el hombre hace cuanto lo que el hombre es.67 Lo que el hombre es desde un punto de vista moral radica, para los estoicos, Garve y Kant, en un estrato más interior que el de sus circunstancias externas, pero también más profundo que el de sus actos. A ese estrato o nivel de la personalidad se refiere Garve cuando distingue la «disposición interior» que caracteriza a una persona de la «situación» o circunstancias externas en que acierte a encontrarse,68y como vamos a ver, da a la primera denominaciones69que Kant emplea en la Fundamentación frecuentemente y con el mismo sentido: «modo de pensar»,70 «carácter»,71 y, especialmente, «actitud».72 Por lo que hace a estas nociones hallamos textos de Garve con los que ciertos pasajes de la Fundamentación guardan un paralelismo muy estrecho en estructura y terminología, hasta el punto de que podemos ver en los primeros una fuente muy directa de los segundos. Así, cuando leemos en Garve que «la diferencia moral de las acciones no puede residir en ellas mismas como actividades externas ni en sus consecuencias, sino que ha de residir en el modo de pensar, en las actitudes del espíritu del que proceden»73 tenemos que recordar el pasaje de Kant muy similar en el que nos dice que el imperativo de la moralidad no concierne al resultado de la acción sino al principio de que ésta se sigue y que la bondad moral reside no en ese resultado sino en la actitud.74Poco después Garve expone una idea —nuestros juicios morales no recaen sobre los efectos producidos por nuestra voluntad, 66. «Das Gesetz will nur, daR der Mensch so handle, ohne sich darum zu bekümmem, wie er sey. Die Moral will, dafi der Mensch so sey, damit er so handeln kónne» (Anmerkungen I, 30-31). 67. Hemos de fijarnos no en «was Gutes oder Übels» el hombre «thut», sino «in wie weit er selbst gut oder bóse ¡.sí» (Anmerkungen 1,31). 68. Garve distingue, en efecto, entre «Lage» e «innere Gestalt» del hombre (cfr. Anmerkungen I, 37). 69. «Denkungsart», «Gesinnungen», «Character» (cfr. Anmerkungen I, 29.37). 70. Denkungsart (cfr. 424, 23). 71. Charakter (cfr. 393, 13). 72. Gesinnung (cfr. 406, 10.16). 73. «in der That der moralische Unterschied der Handlungen, nicht in ihnen selbst ais áuBem Thatigkeiten, nicht in ihren Folgen liegen kann, sondem in der Denkungsart, den Gesinnungen des Geistes liegen muB, von welchem sie herstammen» (Anmerkungen I, 29). 74. «Dieser Imperativ [...] betrifft nicht die Materie der Handlung und das, was aus ihr erfolgen solí, sondem die Form und das Prinzip, woraus sie selbst folgt, und das Wescntlich-Gute derselben besteht in der Gesinnung, der Erfolg mag sein, welcher er wolle. Dieser Imperativ mag der der Sittlichkeit heiBen» (416, 9-13).

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ya que en ese caso merecerían la misma calificación moral que nuestra voluntad las causas naturales que en determinadas circunstancias podrían muy bien producir los mismos efectos que ella, lo que es patentemente absurdo—75 que volvemos a encontrar en nuestra obra en términos muy semejantes.76 Kant recoge buena parte de su doctrina acerca de la auténtica sede del valor moral en la «segunda proposición» de la primera sección de nuestra obra. También aquí encontramos parecidos muy cercanos entre él y Garve. Este último distingue las acciones que aplaudimos en tanto que muestran o son señal de una bondad intrínseca de nuestro carácter de aquellas que aprobamos en su calidad de causas de ventajas y beneficios,77y añade que en el primer caso, el único con relevancia moral, atendemos a los principios que subyacen a nuestros actos,78y no, como hacemos en el segundo, a los efectos que se siguen de esos actos. Pues bien, tal contraposición entre principios y efectos de nuestras acciones es el núcleo de la mencionada «segunda propo­ sición» de nuestro autor,79 y por tanto de un aspecto central de su teoría del valor moral.80 Pero no obstante este tono de pureza y elevación morales muy similares a las típicamente «kantianas», Garve no deja de hacer fre­ cuentes apelaciones al interés y de dar a su escrito un matiz general utilitario, todo lo cual no es de extrañar —incluso es uno de los rasgos más característicos de esa corriente— en un cultivador de la «filosofía popular». 75. «Die moralische Billigung einer Handlung ist etwas andres, ais die Zufriedenheit mit dem Effecte derselben. Und worin ist sie anders, ais in der Rücksicht auf den Character, den man zum Grande bey ihr lcgt? Physische Ursachen kónnen eben das Gute und Übel stiften, was aus menschlichen Handlungen entsteht» (Anmerkungen I, 29). 76. «Es liegt also der moralische Wert der Handlung nicht in der Wirkung. die daraus erwartet wird [...] Denn alie diesen Wirkungen (Annehmlichkeit seines Zustandes, ja gar Befórderang fremder Glückseligkeit) konntcn auch durch andcre Ursachen zustande gebracht werden, und es brauchte also dazu nicht des Willens eines vcrnünftigen Wesens; worin gleichwohl das hóchstc und unbedingte Gute allein angetroffen werden kann» (401, 3-10). 77. Las primeras reciben aprobación «ais Zeichen eines guten Characters», las segundas «ais Ursachen von erheblichen Vortheilen für die Welt» (Anmerkungen 43). 78. Nos fijamos en «die Principien, die bey ihnen zum Grande liegen» y no en «die heilsamcn Wirkungen, die sie hervorbringen» (Anmerkungen I, 43). 79. Kant la formula así: «Der zwcite Satz ist: eine Handlung aus Pflicht hat ihren moralischen Wert nicht in der Absicht, welche dadurch erreicht werden solí, sondem in der Máxime, nach der sie beschlossen wird, hangt also nicht von der Wirklichkeit des Gegenstandes der Handlung ab, sondem blofi von dem Prinzip des Wollens« (399, 35-400, 2). 80. Como se echa de ver en el texto siguiente y en otros muchos: «Worin kann also dieser Wert liegen, wenn er nicht im Willen, in Beziehung auf deren verhoffte Wirkung bestehen solí? Er kann nirgend anders liegen, ais im Prinzip des Willens, unangesehen der Zwecke, die durch solche Handlung bewirkt werden kónnen» (400, 7-10). I,

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Así, el propósito de Garve al traducir el De officiis al alemán es hacer accesible la filosofía moral a un público lo más amplio posible, tam­ bién, por lo tanto, a los no conocedores del latín, y así contribuir a la difusión de «ideas realmente úfz/es».81 Con Cicerón, y muy en la línea de la filosofía popular, insiste con mucha frecuencia en que la virtud es siempre útil y en que sin virtud no hay verdadera utilidad, por lo que cuando lo moralmente bueno entre —o parezca entrar— en conflicto con lo útil no se nos invita a renunciar a nuestros intereses, sino a recordar que en realidad ese conflicto no puede darse.82En otros términos, la conducta moralmente mala nunca es útil, aunque lo parezca, por lo que es tan erróneo invocar su utilidad como razón para ponerla por obra83 como lamentamos de que las exigencias morales nos pueden exigir que sacrifiquemos nuestra utilidad. En general, Garve, con Cicerón, sostiene una coincidencia que podríamos llamar apriórica entre bondad moral e interés: es imposible que haya un conflicto entre lo que la moralidad me exige y lo que mi interés reclama porque es imposible que una acción contraria a las exigencias morales me reporte un beneficio o sea buena para mis intereses.84 Aunque no es fácil averiguar cuál es la inspiración de fondo de la ética que Garve extrae de Cicerón, dada la ausencia de textos claros al respecto e incluso de un planteamiento claro de la cuestión de los fundamentos del orden moral, esa inspiración puede ser calificada de eudemonista, y por ello de muy distinta de la de Kant, si es que hemos de tomar al pie de la letra textos como el que sigue, no del todo armonizables, por otra parte, con otros que ya conocemos: «los fundamentos de la moralidad» están en directa relación con «qué es 81. «wirklich nützliche Ideen» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, Vorrede, sin paginación). 82. Cfr. Abhandlung über die menschlichen Pflichten, pp. 204, 220 ypassim. 83. «si, cum animum attenderis, turpitudinem uideas adiunctam ei rei quaespeciem utilitatis attulerit, tum non utilitas reliquenda est, sed intellegendum, ubi turpitudo sit, ibi utilitatem esse non posse» (De officiis III, 8, 35). 84. Aparecen con frecuencia formulaciones como la que sigue: «daR nichts dem Menschen nützlich sein kónne, was nicht moralisch gut; nichts gut, was ihm nicht nützlich sey» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 220), pues lo que es moralmente bueno es eo ipso útil, «quidquid honestum, id utile» (De officiis III, 8,35) es la fórmula acuñada por Cicerón y repetida una y otra vez a lo largo de la obra. (Cfr., entre otros muchos pasajes semejantes. De officiis II, 3, 9 y III, 3, 11). Mientras que con frecuencia Cicerón se limita a afirmar esa coincidencia entre virtud e interés, otras veces se detiene en argumentar a favor de la misma a través de la noción de conformidad con la naturaleza: es imposible que una misma cosa sea a la vez moralmente mala y útil, ya que si es moralmente mala no es conforme a la naturaleza y si no es conforme a la naturaleza no es útil («quod si nihil est tam contra naturam quam turpitudo —recta cnim ct conucnientia et constantia natura desiderat aspernaturque contra­ ria— nihilque tam secundum naturam quam utilitas, certe in eadem re utilitas et turpitudo esse non potest» —De officiis III, 8, 35—).

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lo que en general excita el apetito del hombre y constituye su felici­ dad».85Parecidamente, tras hacer una distinción similar a la kantiana entre legalidad y moralidad, Garve completa esa diferencia sostenien­ do que a diferencia de la ley (jurídica, política), que se conforma con que el hombre no dañe a sus semejantes, lo que la moral ante todo pretende es hacer feliz al hombre,86algo que Kant muy probablemente no suscribiría, al menos en esos términos. Más clara es aún la distancia que separa el planteamiento de la moral en Cicerón y Garve, por un lado, del de Kant, por otro, si atendemos al tratamiento que dan los primeros a la cuestión de las excepciones al deber, esto es, de los casos en que podemos no estar obligados a cumplir normas cuyo cumplimiento es en general nuestro deber. En opinión de Cicerón y Garve, en efecto, son numerosas las situaciones en las que nos es lícito traspasar una ley moral generalmente válida. Por ejemplo, por fuerte que sea nuestro deber de cumplir los juramentos, no podemos dejar de pensar que Agamenón obró mal al sacrificar a Ifigenia.87 En esta línea, Cicerón llega a elevar a la categoría de principio general un cierto relativismo, que Kant muy probablemente rechazaría, al menos en la formulación y con la intención que el de Arpiño parece querer darle: los deberes son relativos a las circunstancias, de modo que al igual que éstas cambian con el tiempo, también nuestros deberes pueden muy bien no ser siempre los mismos.88 La causa de esa mutabilidad del deber, precisa Garve en su traduc­ ción, y con ello se aleja aún más de Kant, es la relación entre el deber y la utilidad; cuando deja de poder darse la segunda, o incluso se toma en su contrario, cesa también el primero,89lo que permite pensar que, entonces, algo es debido siempre que es útil pero sólo cuando es útil: la utilidad es la razón de ser del deber. Otra diferencia de fondo entre la ética ciceroniana y la de Kant, si 85. Para acceder a «die Gründe der Moralitát» hace falta estudiar «was überhaupt seine [del hombre] Begierde erregt, und sein Glück ausmache» (Anmerkungen, I, 11). 86. «will den Menschen glücklich machen» (Anmerkungen I, 30). 87. «War es nicht besser, sein Gelübde zu brechen, ais eine so grausame und unnattirliche Handlung zu thun?» (Abltandlung iiberdie menschlichen Pflichten, p. 271). 88. «ea cum tempore commutantur, commutatur officium et non semper est Ídem» (De officiisl, 10, 31). 89. Si «der Nutzen aufhórt, wclchcr der Grund der Vcrpflichtung war» puede convertirse en «pflichtwidrig» hacer cosas como «Wort halten», cumplir contratos, devolver depósitos, etc. (cfr. Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 271). Por ejemplo, para Cicerón no sólo no estoy obligado a cumplir una promesa que hice de ayudar a alguien si entretanto mi hijo enferma y el cumplimiento de la promesa me impide atender a mi hijo, sino que llega a afirmar que no existe obligación de cumplir una promesa si su cumplimiento daña más que beneficia a aquél a quien se le hizo, e incluso tampoco si su cumplimiento daña al que la hizo más que beneficia a aquél a quien se le hizo (cfr. De officiisl, 10, 32).

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bien no es enteramente explícita y no son abundantes los textos que permiten advertirla, es la debida al cometido que se asigna a Dios en la moral de uno y otro pensador. Junto a menciones más episódicas, relativas a la impiedad de que se hace culpable quien infringe las leyes morales,90 Cicerón sostiene, de modo más significativo, que todo juez sabe que en cuanto garante del orden moral sólo ha de prestar oídos a su propio espíritu, pues ese espítitu, él mismo divino, le ha sido conferido por la divinidad, y a través de él ésta le habla.91 En cambio, el lugar que Dios ocupa en el edificio moral kantiano, al menos en tanto que fuente de la ley o del conocimiento de la misma por parte del hombre, es en la moral de Kant mucho más secundario (cfr. 443,11-19). Existe por otra parte una serie de parecidos más puntuales entre la Fundamentación y «el Cicerón de Garve», a los que a continuación pasamos revista. Cuando Kant sostiene al comienzo de su libro que la buena volun­ tad, y sólo ella, merece aprobación moral, está polemizando con una tradición ética92 que hace recaer el aplauso moral sobre ciertas cuali­ dades diferentes de esa buena voluntad. Una de las raíces de esa tradición es sin duda Cicerón mismo, y contra él, en su versión garveana, se está quizá dirigiendo Kant. En efecto, mientras que Garve sostiene que «todo lo que en el hombre merece estimación, o es moralmente bueno»93 procede de alguno de los «cuatro géneros prin­ cipales de perfección humana»94—ejercicio del entendimiento; respeto por la propiedad y cumplimiento de los compromisos como pilares de la sociedad; grandeza de alma, constancia en los principios, fortaleza de ánimo; moderación de los apetitos, dominio de las pasiones— que él distingue, Kant hace hincapié en que ni el temperamento, ni los bienes de fortuna ni cualidades como la moderación o el autodominio son buenos sin restricción.95 90. Quien obra mal es «Frevler gegen die Gottheit», «gottlos» (Abhandlung über die menschlichen Pflichlen, pp. 217, 226). 91. El juez se halla «vor der Gegenwart Gottes [...] das ist, wie ich glaube, vor seinem eignen Geiste, dem Góttlichen was Gott selbst dem Mcnschen gegeben hat» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 229). 92. «Los antiguos» a que se refiere en 394, 8. 93. «alies, was an Menschen achtungswürdig, oder moralisch gut ist» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 13). 94. «Hauptgattungen moralischer Vollkommenheit» (íbid.). 95. Algunas de las cualidades que son mencionadas por Garve como moralmente buenas —«Bewcrbung um richtigc Kenntnisse», «Übung des Verstandes», »GróRe und Erhabenheit der Seele, Festigkeit der Grundsátze, Starke des Muths», «MaBigung der Begicrden, Beherrschung der Leidenschaftcn» (cfr. Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 13)— guardan gran semejanza, incluso terminológica, con las que Kant rechaza como poseedoras de bondad irrestricta: «Verstand, Witz, Urteilskraft», «Mut, Entschlossenheit, Beharrlichkeit im Vorsatze», «MaRigung in Affekten und Leidenschaften, Selbstbeherrschung und nüchteme Überlegung» (cfr. 393,7-394, 12).

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Al objeto de negar que los bienes de fortuna sean buenos sin restricción Kant recurre a una formulación que probablemente ha tomado, a través de Garve, de Cicerón, y éste a su vez del estoico griego Panecio:96el hombre favorecido por la fortuna corre peligro de caer en los defectos éticos del orgullo y la arrogancia —hasta aquí Kant— al igual —la comparación es de Panecio y Kant ya no la cita— que el caballo que estuvo en muchas batallas suele volverse rebelde e incluso salvaje. Kant se vale con cierta frecuencia de ejemplos tomados del campo de las relaciones comerciales para ilustrar conductas concordes o no con la ley moral; con ello sigue una antigua tradición que se remonta por lo menos al propio Cicerón97 y de la que participa también su traductor y comentador Christian Garve.98 Otro caso en el que Kant echa mano de imágenes que muy bien pudo tomar de la versión alemana del De officiis es el de la encrucijada o bifurcación de caminos en la que se encuentra la voluntad entre los principios a priori y los resortes empíricos.99 En diversas ocasiones Kant sostiene que es más fácil distinguir entre dos modos de comportarse el éticamente correcto que el más apto para satisfacer a la larga nuestros intereses empíricos. Esta doctrina aparece también en el comentario de Garve a la obra de Cicerón, y, por cierto, con formulaciones semejantes a las de Kant. Así, Kant desarrolla con cierta extensión la idea de que el concepto de felicidad incluye tantos elementos, requiere tantos conocimientos de las circunstancias presentes y futuras que rodean a mis actos, que es prácticamente imposible determinar qué he de hacer para ser 96. Así, cuando nuestro autor escribe que «Macht, Reichtum, Ehre, selbst Gesundheit, und das ganze Wohlbefinden und Zufriedenheit mit seinem Zustande, unter dem Ñamen der Glückseligkeit, machen Mut und hierdurch ófters auch Übermut, wo nicht ein guter Wille da ist, der den EinfluB dersclben aufsGemüt, [...] berichtige» (393,14-18) es muy posible que recuerde lo que leyó en la traducción garveana: al igual que el caballo que estuvo en muchas batallas se vuelve salvaje, «so werde der Mensch durch das Glück übermüthig und trotzig» (Abhandlung iiber die menschlichen Pflichten, p. 69). 97. Cicerón se plantea por ejemplo el problema de hasta qué punto el vendedor está obligado a compartir todo lo que sabe sobre el objeto y las condiciones de la venta con el comprador (cfr. De officiis III, 13, 50 y ss.). 98. Éste pone ejemplos muy parecidos a los de Kant (cfr. 397, 21-30) de comerciantes que abusan de la ignorancia de sus compradores (cfr. Anmerkungen III, 106 y ss.), si bien, con un tono «utilitarista» poco kantiano, gusta de insistir en que «das redlichste Verfahren im Handel ist auch das Niltzlichste» (cfr. Anmerkungen III, 115). 99. Garve recuerda que al hablar de los distintos modos de vida («Lebensarten») Cicerón pone como ejemplo a «Herkules, der an den Scheideweg gieng, zwischen Tugend und Laster zu wahlen» (cfr. Anmerkungen I, 222). Compárese ese texto con el uso que hace Kant de la misma imagen: «der Wille ist mittcn inne zwischen seinem Prinzip a priori, welches formell ist, und zwischen seiner Triebfeder a posteriori, welche materiell ist, gleichsam auf einem Scheidewege» (400, 10-12).

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feliz,100y en el comentario de Garve a Cicerón detectamos un encare­ cimiento similar de la dificultad de desentrañar entre todos los actos que se nos ofrecen como atractivos cuáles serán los más idóneos para llevarnos a la felicidad.101En cambio, para saber qué es lo moralmente bueno, no necesito los largos y complicados razonamientos que son precisos para averiguar lo que me será más útil a la larga,102 sino que en el terreno moral basta formular bien la pregunta acerca de cuál es nuestro deber para obtener inmediatamente, por mero desarrollo de los datos del problema, un conocimiento seguro e indudable de cómo debemos obrar.103 De todo ello concluyen tanto Garve como Kant que el conocimiento moral puede y deber ser «popular» en el sentido de que es accesible a cualquier hombre, por poco cultivado que sea, sin que se necesite para adquirirlo ninguna ciencia ni filosofía especial.104 Cuando Kant toma partido en la cuestión de la pertinencia o no de valerse de ejemplos en la filosofía moral está quizá teniendo presente que Cicerón, al igual que muchos autores antiguos, con mucha fre­ cuencia aduce ejemplos, dicta célebres y anécdotas de las vidas de romanos que todos tenían por modelos de virtud (Escipión el Africano, Régulo, etc.).105 Nuestro autor se opone frontalmente a la utilización 100. «Allein es ist ein Unglück, daft der Begriff der Giückseligkeit ein so unbestimmter Begriff ist, daB, obgleich jeder Mensch zu dieser zu gelangcn wünscht, er doch niemals bestimmt und mit sich selbst einstimmig sagen kann, was er cigcntlich wünsche und wolle» (418, 1-4), cfr. también 418,5-11 y 418, 21-25. 101. «Es gibt Umstande wo die verschicdenen Interessen und MaaBregeln sich so durchkreuzen, wo die Personen, die zu unserm Glücke beytragen sollen, so entgegenstehende Sachen von uns fordern: daS sie durch Nachdenken und Speculation herauszuwickeln, und immer das ZweckmaBige zu wahlen, oft auch dem feinsten Verstande unmóglich wird» (Anmerkungen III, 39). 102. Kant sostiene a este respecto: «Was ich also zu tun habe, damit mein Wollen sittlich gut sci, dazu brauche ich gar keine weit ausholende Scharfsinnigkeit» (403, 18-19), y la formulación que Garve da a la misma tesis es muy semejante: «Die Untersuchung des Nützlichen erfordert weit aussehende Betrachtungen» (Anmerkungen III, 41). 103. En palabras de Kant: «Denke ich mir aber einen kategorischen Imperativ, so weiB ich sofort, was er enthalte» (420, 26-27), y en las de Garve, de nuevo muy semejantes: «Indem er sich immer nur fragt, was jetzt eben seine Pflicht sey: so hat er einen weit leichtem Weg zum Entschlusse zu kommen; der Faden entwickelt sich von selbst, und bey dem Ausgange derselben, er sey, welcher er wolle, ist er immer sicher, gut gewahlt zu haben» (Anmerkungen III, 39). 104. Véase la gran cercanía que existe entre los dos textos siguientes, entre otros: «daB es also kciner Wissenschaft und Philosophie bedürfe, um zu wissen, was man zu tun habe, um ehrlich und gut, ja sogar um weise und tugendhaft zu sein. Das lieBe sich auch wohl schon zum voraus vermuten, daB die Kenntnis dessen, was zu tun, mithin auch zu wissen jedem Menschen obliegt, auch jedes, selbst des gemeinsten Menschen Sache sein werde» (404, 6-10), por un lado, y «Die Frage des Rechts ist gemeiniglich plan und simpel [...] sie ist also auch für den mittelmáfiigen Mann, welcher gesunden Vcrstand, aber keine groBen Tálente hat, die, welche er am richtigsten beantworten, und bey der er selbst seine weltlichen Endzwecke am wenigsten verfehlen wird» (Anmerkungen III, 41), por otro. 105. Cfr. por ejemplo De officiis III, 3, 16.

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de ejemplos con ánimo de tomar de ellos los principios morales (cfr. 408, 28-409, 8), mientras que Garve parece mostrarse más partidario de su empleo.106 Sin embargo, vistas las cosas más de cerca, se advierte una clara coincidencia entre Garve y Kant en el siguiente punto. Para el primero, los ejemplos morales presuponen los principios o la teoría que es ilustrada por ellos, de modo que no cabe extraer la teoría moral de los ejemplos, y cualquier intento de hacerlo, podemos completar nosotros, deber ser rechazado por tautológico y engañoso.107 Kant hace una reflexión semejante contra quienes tratan de derivar la moral de la figura evangélica de Jesucristo: antes de poder poner al «Santo del Evangelio» como ejemplo o modelo moral tenemos que compararle primero con nuestro ideal de moralidad, que sólo la razón nos propor­ ciona (cfr. 408, 33-409, 3). Hecha esta importante salvedad, Kant considera lícito valerse de ejemplos en ética, pues los reputa útiles para hacer intuitivas las ideas y reglas morales, y es de notar que en este aspecto su coincidencia con Garve es plena, incluso con gran semejan­ za en las formulaciones que uno y otro emplean.108 La primera de las fórmulas con que Kant ilustra o aplica el impe­ rativo categórico, la llamada fórmula de la ley de la naturaleza (cfr. 421, 18-20, 436, 16-18), ha sido vista desde siempre como una clara huella en la moral kantiana de una tradición filosófica que, a través del racionalismo moderno y la escolástica medieval, se remonta a la ética estoica y se puede concretar en la presentación del conocido principio «naturae convenienter vivere» como el central o supremo de la moral. Ahora bien, ya el propio Cicerón, directo seguidor de los estoicos, muestra ciertas reticencias hacia ese principio, hasta el punto de que por encima de él, rigiendo su aplicación y en definitiva relegándolo a un plano secundario, coloca el de obrar conformemente no tanto con la naturaleza cuanto con la virtud.109 106. Los ejemplos muestran al filósofo «neue Seiten des Origináis und durch Analogien ihn auf Ideen führen, welche er durch Schlüsse nicht würde gefunden haben» (Anmerkungen, III, 56). 107. Nada tiene de particular que los ejemplos coincidan con la teoría, observa Garve un tanto irónicamente, ya que «sie werden gemeiniglich nach vollendeter Theorie gewáhlt und derselben mit Fleifó angepafit» (Anmerkungen, III, 56). 108. En efecto, mientras que en la Fundamentación leemos: «Beispiele [...] machen das, was die praktische Regel allgemeiner ausdrückt, anschaulich, kónnen aber niemals berechtigen, ihr wahres Original, das in der Vemunft liegt, beiseite zu setzen und sich nach Beispielen zu richten» (409, 5-8), Garve se expresa así: «Beyspiele kónnen in philosophischen Untersuchungen nützlich seyn, um allgemeine Ideen in concreto darzustellen, unter welcher Gestalt sie dann leichter gefaBt werden» (Anmerkungen, III, 56). Para Garve, como para Kant, no se ha de ver en los ejemplos «Thatsachen, woraus man etwas folgem will», sino más bien «Bilder» (Anmerkungen, III, 57). 109. «quod summum bonum a stoicis dicitur, conuenienter naturae uiuere, id habet hanc,

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Con todo, Kant va más lejos que Cicerón, y que Garve, en su apartamiento de un modo un tanto simplista de entender la correspon­ dencia de nuestros actos con la naturaleza o con la ley de la naturaleza como lo constitutivo o la garantía de su corrección moral.110Por encima de coincidencias puntuales, en las que podemos detectar que nuestro autor se inspira de algún modo en la versión garveana del De officiis, o al menos desarrolla sus propias doctrinas con ocasión de textos y expresiones que encuentra aquí y allá en la misma,111 observamos que Kant no ve en «las leyes que susurra la naturaleza tutora» (cfr. 425, 35-37) de ninguna manera un apoyo o un criterio para el enjuiciamiento moral, sino más bien una amenaza para la pureza de la moralidad. En general, nuestro autor rechaza decididamente que la ley moral se pueda apoyar en la naturaleza humana o pueda ser extraída de ella (cfr. por ejemplo 410,5), con lo que se opone a afirmaciones de Cicerón que, no obstante las cautelas con que según hemos visto el pensador romano acoge el «naturalismo» ético de los estoicos, parecen sugerir lo contrario.112Un pasaje de la Fundamentación en el que podemos ver una clara alusión crítica a doctrinas sostenidas por Garve es aquél en el que Kant niega algo expresamente afirmado por Garve: que el fundamento de la obligación moral resida en la naturaleza del hombre o en las circunstancias en que éste se halle.113 Por lo que hace a otra de las fórmulas del imperativo categórico, la que nos invita a no tratar nunca a un hombre como un mero medio, sino siempre a la vez como fin en sí mismo (cfr. entre otros pasajes 428, 34-429, 13) se pueden señalar raíces o antecedentes de la misma ut opinor, sententiam: cum uirtute congruere semper, cetera autem quae secundum natura essent, ita legere si ea uirtuti non repugnarent» (De officiis III, 3, 13). Se confirma que Cicerón entiende «natural» desde «moralmente correcto» cuando vemos que recurre a formulaciones como la que sigue: «nihil est tam contra naturam quam turpitudo» (De officiis III, 8, 35). 110. Son relativamente frecuentes consideraciones como la que sigue: cuando robo, por rico y poderoso que sea el robado e indigente que yo sea, «so handele ich widcr das Gesetz der Natur» (Abhandlung überdie menschlichen Pfiichten, p. 218). 111. Por ejemplo, cuando Kant arguye contra el suicidio que la máxima de practicarlo no puede ser vista como una ley de la naturaleza, sino que más bien choca con las más primarias disposiciones que la naturaleza ha implantado en el hombre (cfr. 422, 7-13), está probablemente recordando algo que pudo leer en «el Cicerón de Garve»: «Der erste Trieb, den die Natur alien lebendigen Geschópfen eingepflanzt hat, ist der, sich selbst, ihr Leben, und den Wohlstand ihres Kórpers zu erhalten» (Abhandlung überdie menschlichen Pfiichten, p. 9). 112. Cfr. De officiis I, 4. 113. En efecto, cuando Kant escribe que «der Grund der Vcrbindlichkeit hier [en el terreno de la moralidad] nicht in der Natur des Menschen, oder den Umstánden in der Welt, darin er gesetzt ist, gesucht werden müsse» (389, 16-18) se está seguramente oponiendo a la tesis de Garve según cual para encontrar los fundamentos de la moralidad hemos de preguntamos «welche Handlungen erhalten ihre Stárkste, odor ihre klárste Verbindlichkcit, von den Umstánden in denen wir uns jedesmal befinden und welche von unsrer Natur» (Anmerkungen III, 56).

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en el humanismo estoico, también en la presentación de esta corriente de pensamiento que encontramos en el De officiis.ll4 Ahora bien, una vez más la doctrina puramente moral aparece reforzada —o, a ojos de Kant, más bien adulterada y debilitada— por apelaciones al propio interés, en una peculiar mezcla de puntos de vista propia de la «filosofía popular»: hemos de ayudar a todo hombre meramente en razón de que es hombre, y al obrar así nos damos cuenta de que fomentar el bien de nuestros semejantes es la mejor manera de procurar nuestra propia felicidad.115 Al igual que Kant completa el punto de vista individual desde el que considera a cada hombre como fin en sí mismo con la dimensión colectiva, en la que idea la reunión de todos esos seres en un «reino de los fines» (cfr. 433, 22-24), también en la moral ciceroniana desempeña un importante papel la «communis humani generis societas».116A ella pertenecen todos los hombres, no sólo los unidos a mí por lazos familiares o nacionales,117 y en virtud de ella podemos hablar, en termonología de Garve, del «cuerpo moral de la sociedad».118 De nuevo observamos, con todo, una importante diferencia en el manejo que hacen Kant, por un lado, y Cicerón y Garve, por otro, de esa noción de la comunidad que forman todos los hombres por el mero hecho de serlo: en estos dos últimos autores la pertenencia de cada ser humano a la «sociedad de los hombres» recibe un matiz o un tono utilitario que falta por completo en el primero. Así, parece que la razón por la que formo un mismo cuerpo social con todos mis semejantes es que su felicidad o su utilidad son condición de la mía propia,119 de 114. Por ejemplo Cicerón alude en un texto de resonancias machadianas a la humanidad, a lo que hace al hombre ser hombre, como objeto merecedor de respeto: «si nihil existimat contra naturam fíen hominibus uiolandis, quid cum eo disseras qui omnino hominem ex homine tollat?» (De officiis m,5, 26). 115. «Giebt es eine natürliche Empfindung im Menschen, welche ihn antreibt, einem andem Menschen wer er auch sey —blofi weil er Mensch ist— beyzuspringen, wenn er in augenscheinlicher Noth ist: so muB es auch in der Natur liegen, daB wir das Wohl der Menschen überhaupt, ais etwas zu unserer eigcnen Glückseligkeit nothwendiges ansehen» (Abhandlung tiber die menschlichen Pflichlen, p. 215-216). 116. De officiis 111,6,27. 117. Todos los hombres, cualesquiera que sean los grupos que formen por otras causas, están unidos en «die weit altere und natürliche Geselischaft, welche unter dem ganien menschlichen Geschlecht ist» (Abhandlung überdie menschlichen Pflichlen, p. 216). 118. Es licito matar a un tirano, es decir, «ihn von dem moralischen Kórper der Geselischaft absondem» (Abhandlung überdie menschlichen Pflichlen, p. 219). Es de interés que en su traducción Garve transforma la «communitas hominum» de que habla Cicerón —«hoc omne genus pestiferum atque impium ex hominum communitate exterminandum est» (De officiis III, 6, 32)— en «moralischer Kórper der Geselischaft», acentuando por tanto la connotación moral del pasaje que traduce y de la noción misma de la sociedad de todos los hombres. 119. En el latín de Cicerón, que «eadem est utilitas unius cuisque et uniuersorum» (De officiis III, 6, 27).

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manera que todo daño que inflija a otro hombre va en realidad en detrimento de mi propia felicidad.120 Sin embargo, en otras ocasiones Cicerón y su traductor y comenta­ dor no presentan las relaciones entre la parte y el todo de la sociedad de los hombres como gobernadas por un utilitarismo tan craso, y tan alejado de la elevación moral kantiana, como sugieren los textos que hemos citado. En efecto, en la traducción de Garve podemos leer que el motivo por el que he de abstenerme de maltratar a mis semejantes no es tanto que dañar al otro perjudique a mis intereses cuanto que va contra mi naturaleza como hombre,121 por lo que parece que la natu­ raleza humana es vista, más que como base o centro de mis deseos e intereses, como una instancia propiamente moral. Asimismo, la fundamentación que Cicerón proporciona para esa grave exhortación moral no se apoya, al menos en algunos de sus textos, en un «interés bien entendido», sino en una noción de natura­ leza que parece plantear exigencias deontológicas sin base utilitaria. Estriba en argumentar que el daño infligido a otro hombre acaba haciendo imposible la sociedad, pero adoptar un curso de conducta que rompe los vínculos sociales es obrar en contra de la naturaleza, y obrar en contra de la naturaleza es ilícito, luego dañar a nuestros semejantes es ilícito.122 Sea como fuere, estamos lejos del reino de los fines como «mundus intelligibilis» de que habla Kant y del que afirma que pertenecemos a él sólo en tanto que como seres racionales some­ temos todas nuestras máximas a la condición de que sean universalizables (cfr. 438, 17-23). Otro caso en el que Kant está probablemente teniendo en cuenta en la Fundamentación algo que muy bien pudo leer en la traducción garveana del De officiis poco antes de redactar su obra es el de la metáfora de la verdadera figura de la virtud (cfr. 426, 19-22 en el texto 120. «so mu(5 es auch in der Natur liegen, daB wir das Wohl der Menschen überhaupt, ais etwas zu unserer eigenen Glückseligkeit nothwendiges ansehen. Ist aber dieses: so stehen wir schon unter gewissen natürlichen allgemeinen Gesetzen; und ist dieses, so sind wir ais gebohme Glieder einer groRen vori der Natur gestifteten Gesellschaft verbunden, uns wechselweise nicht zu beschadigen [...] Der Nutzen der Gemeinheit zu der ich gehóre, ist auch mein Nutzen» (Abhandlung iiher die menschlichen Pflichten, p. 215-216). 121. Cuando se plantee un conflicto entre la virtud y el interés, nos exhorta Cicerón en la versión garveana, hemos de recordar que «Einem andem etwas von dem Seinigen entziehen, und durch den Schaden und die Bedrückung desselben, seine eigne Vortheile befórdem, streitet mehr mit unsrer Natur, ais Armuth, Schmerz, oder irgend ein andres übel, welches unsem Kórper, oder unsem áufiem Zustand, betreffen kann» (Abhandlung über die menschlichen Pflichten, p. 212). 122. En palabras de Cicerón: «Si enim sic erimus affecti ut propter suum quisque emolumentum spoliet aut violet alterum, disrumpi necesse est eam quae máxime est secundum naturam, humani generis societatcm» (De officiis III, 5, 21); «... ex quo effícitur ut hominem naturae oboedientem homini nocere non posse» (De officiis III, 5,25); «communis utilitatis derelictio contra naturam est; est enim iniustitia» (De officiis III, 6, 30).

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y la nota de 426, 31-35). Cicerón a su vez la tomó de Platón,123y al igual que éste recurre a ella para acentuar no tanto la pureza o elevación de la moral cuanto lo irresistible de la luz que en su belleza despide.124 Ahora bien, la utilización que hace Kant de la cita indirecta de Platón alberga probablemente un propósito polémico dirigido contra la ética mantenida por Cicerón y por su traductor al alemán. En efecto, el hecho de que el pensador romano recurre a la metáfora que nos ocupa muy poco después de mantener que la moral puede y debe derivarse de la naturaleza humana125 permite sospechar que al utilizar la misma metáfora y al oponer «la verdadera figura de la virtud» al «bastardo hecho de miembros recosidos» (426, 19-20), esto es, al contraponer la moral del desinterés a la de quienes, como los cultivadores de la «filosofía moral popular», no dudan en mezclar en su idea de moral elementos de muy distinta índole, también derivados de la «naturaleza humana», Kant está polemizando, tácitamente pero con cierta dureza, con Garve y a través de él con buena parte de la tradición filosófico-moral.

123. «La vista, en efecto, es la más penetrante de las percepciones que nos llegan a través del cuerpo, pero con ella no se ve la sabiduría. De lo contrario, nos procuraría terribles amores, si diera aquélla una imagen de sí misma de semejante claridad que llegara a nuestra vista» (Fedro 250 d, trad. de Luis Gil, Alianza, Madrid, 1995). 124. «DieB ist die Gestalt und so zu sagen, das Antlitz der Tugend: eine Gestalt die nach dem Ausspruch des Plato, wenn sie unsem irdischen Augen nach ihrer ganzen Schonheit sichtbar wáre, die feurigste Liebe zu ihr und zur Weisheit bey uns entziinden würde» (Abhandlung über die menschlichen Pflichlen, p. 12). 125. Cfr. De officiis I, 5.

III. FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES Y CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

La pregunta más apropiada para guiar nuestra indagación acerca de la relación entre la Fundamentación y la Crítica de la razón práctica es probablemente la siguiente: ¿consideraba Kant que con la Fundamentación quedaba ya terminada la tarea crítica previa a la edificación del sistema metafísico-moral, de modo que no era precisa una crítica de la razón práctica pura? Los respectivos prefacios a esas dos obras son la principal fuente de que disponemos para darle una respuesta autorizada con textos del propio Kant. Por un lado, parece que hemos de responder afirmativamente a la pregunta planteada. De entrada, observamos que Kant promete la metafísica dé las costumbres y no la crítica de la razón práctica pura (cfr. 391, 16) y nos dice de esta última que no es de extrema necesidad (cfr. 391, 20-24). Asimismo, nuestro autor sostiene implícitamente que no hay diferen­ cia entre el contenido de la Fundamentación y el de una crítica de la razón práctica pura, sino que la primera obra realiza ya el cometido de una crítica de la moralidad, por mucho que se le vaya a dar el nombre no de «Crítica de la razón práctica pura» sino de Fundamen­ tación de la metafísica de las costumbres (cfr. 391, 31-32). En efecto, es innegable que ya en la Fundamentación hay crítica de la razón práctica pura: pese a que en 391, 20-24 Kant relativice mucho la urgencia de someter a crítica la razón práctica, al final de la segunda sección de la Fundamentación insiste en que después de todo sí que el peligro de caer en una dialéctica, y la consiguiente necesidad de crítica para evitarla, es común a la razón práctica y a la especulativa (cfr. 405, 30-35), por lo que es de esperar que ya en la Fundamentación se ofrezca una crítica de la razón práctica pura. Ello queda confirmado por otros pasajes de nuestra obra: en 440, 24-28 se afirma que la respuesta a la pregunta por el fundamento del imperativo categórico (a saber ¿cómo

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es posible en tanto que proposición sintética a priori?), que, como ya sabemos, es la pregunta central de la Fundamentación (cfr. 392, 3-6), sólo puede ser proporcionada por una crítica del sujeto. En este sentido es de gran interés 445, 8-15, donde Kant afirma que sólo en una crítica de la razón práctica pura cabe fundamentar el principio de la moralidad y que en la tercera sección de la Fundamentación se ofrecen los rasgos principales de esa crítica. Es especialmente esta última afirmación126 la más relevante para decidir la cuestión de si ya en la Fundamentación tenemos la de todo punto necesaria crítica de la razón práctica pura o no: tenemos sus rasgos principales, no toda ella.127 También la atención a en qué lugares de la Fundamentación se menciona la crítica de la razón práctica pura favorece la respuesta afirmativa a nuestra pregunta inicial: son siempre lugares muy signi­ ficativos, a saber, el final de las subdivisiones principales de la obra (prefacio, primera y segunda sección de la Fundamentación), lo que indica la importancia que tiene la consideración de las relaciones entre una fundamentación de la metafísica de las costumbres y una crítica de la razón práctica pura para entender la estructura, el cometido y el asunto de nuestra obra. Así, el sentido que hemos de dar a la afirmación con que Kant cierra la primera sección, a saber, la de que es precisa «una crítica completa de nuestra razón» (405, 34-35) para que la razón práctica ordinaria encuentre descanso, viene sugerido por los otros dos pasajes: para que esa crítica sea completa es preciso mostrar la unidad de la razón práctica con la especulativa, asunto de gran complejidad y cuya inclusión en una obra destinada a establecer el fundamento de la moral no le parece a Kant necesario, ni siquiera pertinente, pues podría confundir al lector (cfr. 391,24-31), de manera que para la consecución del propósito de la Fundamentación bastará con exponer no la crítica completa de la razón sino sólo los rasgos esenciales de la crítica de la razón práctica pura (cfr. 445, 12-15). Kant incurre aparentemente en una contradicción cuando después de afirmar que no es enteramente necesaria en la fundamentación de la moral la crítica de la razón práctica —pues, a diferencia de lo que sucede con la especulativa, la razón práctica no es dialéctica (cfr. 391, 20-24)— sostiene que sí es imprescindible una crítica de nuestra facultad racional práctica, precisamente para evitar la dialéctica en 126. En la tercera sección de la Fundamentación se van a exponer «die zu unserer Absicht hinlánglichen Hauptziige» de la crítica de la razón pura práctica (445, 14-15). 127. En cambio, en la obra finalmente titulada Crítica de la razón práctica, nos dice Kant en su prefacio a la misma, encontraremos el «System der reinen praktischcn Vemunft aus der Kritik der letzteren» (KpV 8), entendiendo por tal sistema no ciertamente el «System der Wissenschaft», pero sí el «System der Kritik» (KpV 8).

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que inevitablemente cae (cfr. 405, 30-35). Sin embargo, quizá cabe conciliar ambos textos si los leemos desde lo afirmado por Kant en el prefacio a la Crítica de la razón práctica:'2* el resultado de la crítica de la razón práctica en general es descubrir y aislar su uso puro (y a ello se refiere el texto de 405,30-35), logrado lo cual no es preciso proseguir la tarea crítica, pues la razón práctica pura, a diferencia de la razón especulativa pura, no está necesitada de crítica, según ya afirmaba Kant, si bien no con toda la claridad deseable, en 391, 20-24. Ciertos textos epistolares de nuestro autor posteriores a la Fundamentación son una confirmación adicional de la suposición de que la respuesta correcta a la pregunta que nos ocupa es la afirmativa: una vez publicada nuestra obra Kant se dispone a elaborar no la crítica de la razón práctica pura, sino la metafísica de las costumbres, por lo que es de pensar que considera que la tarea crítica previa a la metafísica de la moral ya ha quedado realizada con la Fundamentación.'29 Por su parte, los seguidores de Kant esperaban con interés, dos años tras la aparición de la Fundamentación, no la Crítica de la razón práctica, sino la Metafísica de las costumbres.l3° En abril de ese mismo año, en el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, Kant reafirma públicamente su propósito de pasar ya a la metafísica de las costumbres para confirmar la corrección de lo que llama «crítica de la razón práctica»,1281930131 siendo esta, por cierto, la primera vez que Kant utiliza esta expresión, cuando menos en sus obras publicadas. Pode­ mos pensar, por tanto, que en ese momento (1787) Kant cree haber realizado ya en la Fundamentación esa crítica de la razón práctica, pues 128. «Warum diese Kritik nicht eine Kritik der reinen praktischen, sondem schlechthin der praktischen Vemunft überhaupt betitelt wird, obgleich der Parallelism dcrselben mit der speculativen das erstere zu erfordem scheint, darüber giebt diese Abhandlung hinreichenden AufschluB. Sie solí blos darthun, dafl es reine praktische Vemunft gebe, und kritisirt in dieser Absicht ihr ganzes praktischesVermógen. Wenn es ihr hiemit gelingt, so bedarf sie das reine Vermógen selbst nicht zu kritisiren, um zu sehen, ob sich die Vemunft mit einem solchen ais einer bloften AnmaBung nicht übersteige (wic es wohl mit der spcculativen geschicht). Denn wenn sie ais reine Vemunft wirklich praktisch ist, so beweiset sie ihre und ihrer Begriffe Realitat durch die That, und alies Vemünfteln wider die Moglichkeit, es zu sein, ist vergeblich» (KpV 3). 129. Así, en noviembre de 1785 comunica a Schütz: «Jetzt [tras terminar de escribir los Metaphysiche Anfangsgründe der Naturwissenschat] gehe ich ungesaumt zur volligen Ausarbeitung der Metaphysik der Sitten» (carta de Kant a Christian Gottfried Schütz el 13-IX-l785; X, 383), y siete meses después afirma que tras terminar la preparación de la segunda edición de la Crítica de la razón pura se propone dedicar su tiempo a la elaboración de «das System der practischen Weltweisheit» (carta de Kant a Bering, 7-IV-86; X, 418). 130. «alies sieht nur mit Sehnsucht ihrer Metaphysik der Sitten entgcgen» (carta de Daniel Jenisch a Kant el 14-V-1787; X, 463). 131. «Da ich wáhrend dieser Arbeiten schon ziemlich tief ins Alter fortgerückt bin (in diesem Monate ins vier und sechzigste Jahr), so mufi ich, wenn ich meinen Plan, die Metaphysik der Natur sowohl ais der Sitten, ais Bestatigung der Richtigkeit der Kritik der speculativen sowohl ais praktischen Vemunft, zu liefem, ausführen will, mit der Zeit sparsam verfahren» (KrV B XLIII).

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de otro modo no hablaría, como hace ahora, de su deseo de confirmar la corrección de la misma. Con todo, no faltan puntos de apoyo para responder negativamente a la pregunta que más arriba nos hacíamos, esto es, para pensar que aun tras la Fundamentación, sin que nuestra obra realice de modo suficiente la crítica moral y por tanto haga superflua una obra titulada «Crítica de la razón práctica pura», es precisa, antes de que estemos en condiciones de redactar una metafísica de las costumbres, la elaboración de una crítica de la razón práctica pura propiamente dicha. Así, en el prefacio a la Fundamentación vemos que Kant considera imprescindible la exposición de la unidad de la razón práctica con la especulativa, e indirecta, pero claramente, afirma que se propone llevar a cabo esa exposición, cuyo lugar propio es una crítica de la razón práctica pura: ese proyecto «todavía no» va a ser emprendido (cfr. 391, 24-30), luego lo será algún día. Parece, por tanto, que el sentido que hemos de dar a la afirmación de que la crítica de la razón práctica pura no es de «extrema» necesidad (391, 20) no es el de que esta última sea innecesaria, sino meramente el de que no urgente. Esta consideración, junto con la anterior, hace pensar que en 1785 Kant únicamente se propone aplazar —si bien no menciona la dura­ ción de ese plazo— la redacción y publicación de una «crítica de la razón práctica pura», pero no podemos suponer que Kant renuncie a esa obra, de la que dice que precisamente en ella radica el fundamento de la metafísica de las costumbres (cfr. 391, 17-20). Por otra parte, la clara diferencia de estilo y sobre todo de estructura existente entre la Crítica de la razón pura y la Fundamentación hace difícil pensar que la segunda de estas obras sea la ‘segunda Crítica y que pueda contener o hacer innecesaria la crítica a la razón pura práctica paralela a la crítica a la razón pura especulativa llevada a cabo en la Crítica de la razón pura, de modo que ya no sea necesario esperar la aparición de la «pareja» o complemento moral de esta última obra. En cambio, en la Crítica de la razón práctica estamos ante una obra de tema práctico que en esta ocasión sí es (o aspira a ser y se presenta a sí misma como siéndolo) enteramente paralela en su estructura y método a la Crítica de la razón pura. Asimismo, aun aceptando que en la Fundamentación se contienen los rasgos esenciales de la crítica de la razón práctica pura (cfr. 445, 11-15), es evidente que no es ese, ni mucho menos, el único contenido de la obra: si atendemos a la estructura de la Fundamentación tal y como nos es revelada por el título y contenido de las distintas secciones, especialmente por los de la segunda de ellas, no podemos dejar de observar que en la Fundamentación hay también elementos —por

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ejemplo la múltiple formulación del imperativo categórico y la expo­ sición de cómo funciona como criterio moral— claramente pertene­ cientes a la metafísica de las costumbres,132e incluso —como es el caso de los ejemplos— a la aplicación de la misma a la naturaleza humana. Todo ello resultaría extraño en una obra que fuese la única crítica de la razón práctica pura que cupiese esperar de la pluma de Kant, y nos hace por tanto esperar una obra plena y solamente crítica. Con todo, para comprender el carácter mixto de la Fundamentación, en la que encontramos elementos tanto de una crítica de la razón práctica pura como de una metafísica de las costumbres, si bien es cierto que predominan los primeros,133 no hemos de olvidar que con esta obra Kant quiere también, de alguna manera, responder al Cicerón de Garve. Además, también para valorar en su justa medida esa presencia ya en la Fundamentación de elementos más propios de una metafísica de las costumbres que de una crítica de la razón práctica pura, hay que tener en cuenta que Kant insiste en que ofrece los primeros meramente a título de hipótesis, sin demostrarlos ni funda­ mentarlos, pues, como nos recuerda varias veces (cfr. 429, 35-36; 440, 20-28; 444, 7-15) esa fundamentación es tarea sólo de una crítica de la razón práctica pura, que todavía (a la altura de las dos primeras secciones de la Fundamentación, donde se hallan presentes esos «avan­ ces» de la metafísica de las costumbres) no nos ha ofrecido. Asimismo, si atendemos a los títulos de las secciones de la Fundamentación, especialmente al de la tercera, «Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura» (446, 2-4), parece claro que la crítica de la razón práctica pura es la continuación natural de la Fundamentación, aquello a lo que esta obra conduce, y no lo que ella es o en ella se contiene. Con todo, este argumento en favor de la respuesta negativa a nuestra pregunta central se neutraliza si conside­ ramos que, como hemos dicho más arriba, no sucede tanto que la tercera sección de la Fundamentación dé paso a o se continúe en la crítica de la razón práctica pura cuanto que esa sección contiene ya los rasgos principales de la misma (cfr. 445, 14-15). La conclusión que cabe extraer del examen de las razones que existen para una y otra respuesta, afirmativa y negativa, a nuestra 132. Este es un punto que Kant hace explícito en ocasiones (cfr. 412, 15-25), y que menciona en otras (444, 35-37), por más que otras veces nos recuerde que en la Fundamentación no estamos aún propiamente en la metafísica de las costumbres (cfr. 421,31 -32 e indirectamente también 429, 28). 133. Al menos el punto de vista es más bien «crítico» que «sistemático», dando nuevamente a estos términos el sentido que Kant en ocasiones les otorga para distinguir los fundamentos de la metafísica (en nuestro caso de una metafísica de la moral) del edificio de la misma (cfr. KrV A 841/ 869).

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pregunta es, en suma, insegura e hipotética. Lo más prudente es, en definitiva, pensar que el libro titulado Fundamentación de la metafísica de las costumbres realiza en buena parte, pero no totalmente, la misión de una crítica de la razón práctica pura,134por lo que tras la publicación del mismo la de una obra directa y plenamente crítica era posible, pero no necesaria. Así las cosas, los testimonios epistolares que hemos mencionado parecen sugerir que al principio Kant pensó pasar directamente a la elaboración de la metafísica de las costumbres aplazando sine die la crítica de la razón práctica pura y que posteriormente, en algún momento entre 1785 y 1788, modificó sus proyectos y concibió el de escribir, antes de esa metafísica de las costumbres, una crítica de la razón práctica pura completa (cfr. 405, 34) y detallada.135 Terminada esta última, bajo el título de Crítica de la razón práctica,136al mirar hacia atrás y compararla con la Fundamentación, el valor de nuestra obra parece quedar a ojos de Kant muy disminuido: si en 1785 parece que con la Fundamentación queda dicho prácticamente todo lo importante sobre el fundamento crítico de la metafísica de las costumbres, en 1788 Kant no afirma, como sería de esperar, que la Crítica de la razón práctica continúe, repita o presuponga lo que innegablemente hay de crítica de la razón práctica pura en la Fundamentación, sino que sus palabras parecen dar a entender que en la Fundamentación no hay nada de crítica y que tras tomar en esa obra conocimiento provisional y superficial de alguna forma del imperativo categórico (y no de éste en toda su importancia e implicaciones) es ahora, en la Crítica de la razón práctica, cuando se aborda por primera vez la tarea crítica.137 Ahora bien, con ello nuestro autor es un tanto injusto en su valoración de la Fundamentación: la postura correcta es quizá la intermedia, es decir, nuestra obra no comprende una parte de la tarea crítico-moral tan grande como pensaba Kant al redactar el prólogo de esa obra en 1784 o 1785, pero tampoco es cierto que su valor desde 134. Por ello es de interés la expresión de que se vale Duncan para decir qué contiene y pretende la Fundamentación-. «a partial critique of practical reason [...] has the limited aim of giving at least an outline of the powers and limitations of practical reason sufficient to justify Kant in going on in the metaphysics of moráis to treat ethics as a systematic discipline» (Duncan, A.R.C., Practical Reason and Morality. A Study of Immanuel Kant's Foundations for the Metaphysics of Moráis, Thomas Nelson and sons, London, 1957, p. 132). 135. «ausführlich» (KpV 7). 136. Sobre las razones que le llevaron a preferir este título al de «Crítica de la razón práctica pura» informa el propio Kant en el prefacio a la Crítica de la razón práctica (cfr. KpV 3). 137. «Es [el sistema de la crítica de la razón práctica pura, esto es, la Crítica de la razón práctica] setzt zwar die Grundlegung z.ur Metaphysik der Sitten voraus, aber nur in so fem, ais diese mit dem Princip der Pflicht vorlaufige Bekanntschaft macht und eine bestimmte Formel derselben angiebt und rechtfertigt; sonst besteht es durch sich selbst» (KpV 8).

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el punto de vista de esa tarea sea tan pequeño como piensa Kant en 1788, en el prólogo de la Crítica de la razón práctica. No deja de ser disculpable, con todo, que en el prólogo a una obra se sobrevalore un tanto la importancia de la misma: en el prólogo a la Fundamentación Kant sobrevalora la importancia de la Fundamentación, y en el pró­ logo a la Crítica de la razón práctica la de la Crítica de la razón práctica. Pero ¿cuál fue ese momento a partir del cual podemos decir que la obra de filosofía moral posterior a la Fundamentación a la que Kant dedica sus esfuerzos deja de ser la «metafísica de las costumbres» y se convierte en la que hoy conocemos como Crítica de la razón práctica? Y, por otra parte, ¿qué movió a Kant a abandonar el proyecto de redactar la primera obra en favor del conducente a la segunda? La respuesta a la primera de esas dos preguntas resulta enorme­ mente dificultada por el hecho de que los dos principales testimonios en que podríamos apoyar nuestra contestación son discordantes. Por un lado, en noviembre de 1786, en un anuncio de la publicación de la segunda edición de la Crítica de la razón pura aparecido en la «Allgemeine Literaturzeitung», que probablemente fue redactado bien directamente por Kant bien por alguien que estaba en estrecho con­ tacto con él,138se comunica la pronta aparición conjunta de la segunda edición de la Crítica de la razón pura y de una «crítica de la razón práctica pura».139 Por otro, impididiéndonos dar por sentado que al menos desde finales de 1786 Kant se ha decidido por lo que será su segunda Crítica, en el ya citado prólogo a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, que data como muy tarde de abril de 1787, vemos que Kant considera implícitamente que la crítica de la razón práctica pura ya está realizada y anuncia su propósito de pasar ya, incluso con cierta urgencia, al desarrollo de la parte sistemática, y por lo tanto metafísica y ya no crítica, de su filosofía natural y de su filosofía moral;140 propósito que Kant debió abandonar muy pronto, pues la 138. Quizá por Christian Gottfried Schtitz, a la vez muy cercano a los editores de esa revista —para la cual ganó la colaboración de nuestro autor— y frecuente y cordial corresponsal de Kant en la segunda mitad de la década de los ochenta. 139. «Auch wird, zu der in der ersten Auflage enthaltenen Kritik der reinen speculativen Vcmunft in der zwcyten noch eine Kritik der reinen praktischen Vemunft hinzukommen, die dann ebenso das Princip der Sittlichkeit wider die gcmachten oder noch zu machenden Einwürfe zu sichem, und das Ganze der kritischen Untersuchungen, die vor dem System der Philosophie der reinen Vemunft vorhergehen müsse, zu vollenden dienen kann» (Allgemeine Literaturzeitung, 21-XI-1786, cit. en Natorp, P„ op. cit., p. 497). 140. «Da ich wáhrend dieser Arbeiten schon ziemlich tief ins Alter fortgerückt bin (in diesem Monate ins vier und sechzigste Jahr), so muB ich, wenn ich meinen Plan, die Metaphysik der Natur sowohl ais der Sitten, ais Bestátigung der Richtigkeit der Kritik der speculativen sowohl ais praktischen Vemunft, zu liefem, ausführen will, mit der Zeit sparsam verfahren» (KrV B XLIII).

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aparición de la Crítica de la razón práctica se produce en 1788 mientras que para la de la Metafísica de las costumbres tenemos que esperar aún diez años. Por lo que hace a la segunda de las preguntas que acabamos de formular, en ocasiones se ha querido responder a ella diciendo que Kant, descontento con la parte propiamente crítica de la Fundamentación —esto es, con la tercera sección— creyó necesario invertir el curso de la argumentación central de esa parte de esa obra: mientras que en la tercera sección de la Fundamentación, al parecer, se pasa o se quiere pasar de la moralidad a la libertad, en la Crítica de la razón práctica se procede de la libertad a la moralidad. Ahora bien, carecemos de pruebas textuales que nos permitan pensar que en algún momento Kant consi­ derase equivocada la estrategia argumentativa de la tercera sección de la Fundamentación, se desdijese de ella o propusiese invertirla. En el texto de la Crítica de la razón práctica quizá más claro al respecto —la moralidad es ratio cognoscendi de la libertad y ésta ratio essendi de aquélla—141142nada se dice que sugiera un cambio de planteamiento de gran importancia entre 1785 y 1788, sino que a lo sumo se presenta con más claridad un punto tratado no con tanta en la Fundamentación. En cambio, podemos pensar que al tomar la decisión de escribir la Crítica de la razón práctica debieron tener gran peso en el ánimo de Kant los dos motivos siguientes. Por un lado su afán, ya mencionado en 1785, por exponer la unidad del uso especulativo y del uso práctico de la razón pura y así presentar una crítica de la razón práctica pura completa (cfr. 391, 24-28), para lo cual era muy útil una obra que, como la segunda Crítica, fuese paralela por su método y estructura a la Crítica de la razón pura. Por otro lado, su interés en responder sistemática y extensamente a las objeciones de que habían sido objeto la Fundamen­ tación142 y las doctrinas de la Crítica de la razón pura relativas a la libertad. La importancia de estos dos motivos queda confirmada por el ya mencionado anuncio de la Allgemeine Literaturzeitung: en la crítica de la razón práctica pura, leeemos ahí, se defenderá al principio de la moralidad de los reparos formulados contra él143y se completarán las investigaciones críticas necesarias para el sistema de la filosofía pura.144 141. Cfr. KpV 4 nota. 142. Como vamos a ver en el siguiente apartado, nuestro autor hace referencia explícita a algunas de esas objeciones en su obra de 1788, y a responder a ellas dedica parte considerable de ese libro. 143. «das Princip der Sittlichkeit wider die gemachten oder noch zu machenden Einwürfe zu sichem» (Allgemeine Literaturzeitung, 21-XI-1786, cit. en Natorp, P., op. cit., p. 497). 144. «das Ganze der kritischen Untersuchungen, die vor dem System der Philosophie der reinen Vemunft vorhergehen müsse, zu vollenden» (íbid.).

IV. LA PRIMERA RECEPCIÓN DE LA FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

1. Primeras recensiones Los principales documentos acerca de cuál fue la primera recepción de la Fundamentación son probablemente las recensiones y comenta­ rios que aparecieron en diversos lugares, especialmente en revistas eruditas de la época, en los meses siguientes a la publicación de nuestra obra.145Kant prestó especial atención a algunas de ellas, a las que hizo referencia explícita en la Crítica de la razón práctica y que le movieron a aclarar o desarrollar con más amplitud en esta última obra algunos aspectos de su filosofía moral cuya exposición en la Fundamentación había sido considerada insatisfactoria. La atención a esas reacciones y a la réplica de Kant a las mismas puede así sernos de utilidad para apreciar cómo se acercaron a nuestra obra sus primeros lectores y qué actitud tomó Kant ante las objeciones recibidas, y por tanto ante algunas de las doctrinas de su libro que desde el primer momento resultaron más controvertidas. Gottlob August Tittel, consejero eclesiástico en Karlsruhe y seguidor de la filosofía de Feder, atacó a la Fundamentación en una obra titulada «Sobre la reforma moral del Sr. Kant».146 Parece ser que Kant pensó dedicar un escrito separado a defenderse de los ataques de Tittel147 y 145. Cfr. los datos que aportan al respecto Vorlander (en la Einleitung a su edición de la Fundamentación, Félix Meiner, Leipzig, 1906, 3. Aufl, pp. XVI-XVII), Natorp (en las Sachliche Erl&uterungenzur «Kritik der praktischen Vemunft» in Kant’s Gesammelte Schriften, herausgegeben von der Kóniglich PreuKischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlín, 1908, Band V, pp. 506-509) y Bittner y Cramer (en su colección de Materialien zu Kants «Kritik der praktischen Vemunft», Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1975). 146. Üher Herm Kants Moralrefomi, bey den Gebrüdem Pfáhler, Frankfurt und Leipzig, 1786. 147. «Sie schreiben mir von ciner Vertheidigung, die Sie gegen Angriffe der Hem. Feder und Tittel bekannt machen wollen» (carta de Johann Erich Biester a Kant el 1l-VI-86; X, 434).

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pidió que se le enviase un ejemplar del mencionado libro de este último.148En esa obra Tittel acusa a Kant de pretender para su filosofía moral una novedad que no posee149y de ser innecesariamente compli­ cada.150También considera que Kant se contradice cuando afirma por un lado que ningún principio empírico es universal (cfr. 442, 6-12) y por otro que el deseo de felicidad se da en todo hombre por necesidad natural (cfr. 415,28-416, l).151 Kant replicó expresamente al primero de esos ataques en una nota al texto de la Crítica de la razón práctica que nos permite conocer cómo valoraba los resultados a que había llegado en la Fundamentación tres años tras su publicación: en esta última obra se ofrece nada más, pero nada menos, que una nueva fórmula para el principio de la moralidad, sin que en modo alguno se pretenda haber descubierto éste, pero sí haber alcanzado una formulación del mismo superior a todas las anteriores.152 En esa réplica nuestro autor se muestra algo más modesto que en la Fundamentación por lo que hace a la reivindicación de novedad para sus doctrinas éticas, especialmente para el hallazgo del imperativo categórico como principio supremo de la moralidad y de la noción de autonomía como fundamento del mismo. En la obra de 1785, en efecto, Kant sostiene que «todos los esfuerzos emprendidos siempre y hasta ahora para encontrar el principio de la moralidad», es decir, todos los principios morales distintos del imperativo categórico, han fallado (cfr. 432, 25-27), pues sólo la crítica de la razón, esto es, la fundamentación 148. Cfr. carta de Schütz a Kant el 3-XI-86; X, 445. 149. Afirma que nuestro autor «langstbekannte Dinge in einer unvemehmlichen Sprache, ais neu, verkündiget» (Tittel, G., op. cil., p. 25, cit. en Natorp, P., op. cit., p. 507) y se pregunta retóricamente «Solí denn die ganze Kantische Moralreform etwa nur auf ein neue Formel sich beschránken?» (ibid., p. 35). 150. «Man sollte kaum denken, dafi so gemeine und bekannte Satze einer so kunstreichen Verdunkelung fáhig wSren [...] Warum die fremdlautende —und darum etwas neues versprechende, und doch nichts neues enthaltende Nahmen von Autonomie und Heteronomie so tief herausführen? Wozu, bei einer so leichten Sache, der ganze schwerfallige Gang?» (ibid., p. 82). 151. Cfr. ibid., p. 31. A esta objeción nuestro autor responde reafirmando su tesis de la necesidad de la volición de la felicidad pero insistiendo a la vez en que esa necesidad es meramente subjetiva y la correspondiente universalidad sólo contingente, y por lo tanto muy distinta de la universalidad objetiva requerida para una ley moral (cfr. KpV 25-26). 152. «Ein Recensent, der etwas zum Tadel dieser Schrift sagen wollte, hat es besser getroffen, ais er wohl selbst gemeint haben mag, indem er sagt: daK darin kein neues Princip der Moralitát, sondem nur eine neue Fonnel aufgestellt worden. Wer wollte aber auch einen neuen Grundsatz aller Sittlichkeit einftlhren und diese gleichsam zuerst erfinden? Gleich ais ob vor ihm die Welt in dem, was Pflicht sei, unwissend oder in durchgangigem Irrthume gewesen ware. Wer aber weifi, wasdem Mathematiker eine Formel bedeutet, die das, waszu thunsei, um eine Aufgabe zu befolgen, ganz genau bestimmt und nicht verfehlen láfit, wird eine Formel, welche dieses in Ansehung aller Pflicht liberhaupt thut, nicht fiir etwas Unbedeutendes und Entbehrliches halten (KpV 8 nota; cfr. también KpV 10).

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de la moralidad ofrecida por Kant, es «el camino verdadero» (441, 31) hacia el primer principio moral.153 Johann Friedrich Flatt, catedrático en Tübingen, acusó a Kant, en una recensión de nuestra obra publicada en febrero de 1786 en los Tübinger Gelehrte Anzeigen, 154 de ser inconsecuente y de haber incurri­ do en un círculo vicioso al fundamentar por un lado la moralidad en la libertad y al deducir por otro ésta de aquélla. En la Crítica de la razón práctica Kant reconoce implícitamente que el planteamiento de este problema (cfr. 450, 18-450, 29) y la solución para el mismo (cfr. 453, 3-453, 15) que presenta en la Fundamentación adolecen de cierta oscuridad, y ofrece una explicación mucho más clara y neta de su doctrina acerca de la relación existente entre libertad y moralidad: la primera es la ratio essendi de la segunda, pero la moralidad es la ratio cognoscendi de la libertad.155 Hermann Andreas Pistorius, en una recensión de la Fundamentación aparecida en 1786156 y de la que Jenisch dio noticia epistolar a Kant,157 sugiere, en un tono amable y respetuoso, que Kant debería haber antepuesto la noción de bien a la de principio o ley moral.158Kant se hace eco de esa objeción,159 ciertamente penetrante y dirigida al núcleo del «formalismo» de su ética, y responde efectivamente a ella, 153. Cfr. 432, 25-433, 11 y 441, 29-31 para una exposición más completa de las razones que llevan a Kant a expresarse así. En la Metafísica de las costumbres (cfr. 206-207) nuestro autor, desde un punto de vista más general, sostiene que en realidad toda filosofía que merezca el nombre no puede dejar de considerarse superior a cualquier otra. 154. 14. Stück (16 de febrero de 1786), pp. 195 y ss. 155. Cfr. KpV 4 nota. 156. En la Allgemcine Deutsche Bibliothek, Bd. 66 (1786), pp. 447-463; reproducida en Bittner, R.-Cramer, K., Materialien zu Kants «Kritik der praktischen Vemunft», Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1975, pp. 144-161. 157. Cfr. carta del 14-V-1787; X, 463. 158. En palabras del propio Pistorius: «Hierbei wünschte ich nun, daB es dem Verf. beliebt hátte, vor alien Dingen den allgemeinen Begriff von dem, was gut ist, zu erórtem, und was er darunter versteht, naher zu bestimmen, denn offenbar müBten wir uns hierüber einverstehen, ehe wir übcr den absoluten Wert eines guten Willens etwas ausmachen kónnen [...] ist es hinlánglich, einen Willen züm Guten zu machen, daB er nur nach irgendeinem Prinzip oder aus Achtung gegen irgendein Gesetz handle, sei es wie es wolle, gut oder bóse? unmóglich, also muB es ein gutes Prinzip, ein gutes Gesetz sein, dessen Befolgung einen Willen gut macht, und die Fragc, was ist gut? kehrt also wieder zurück, und wenn wir sie vom Willen bis auf das Gesetz zurückgeschoben hatten, so müssen wir sie nun doch hier auf eine genugtuendere Weise beantworten; d.i. wir müssen nun endlich doch auf irgendein Objekt oder auf den Endzweck des Gesetzes kommen und müssen das Materielle mit zu Hilfe nehmen, weil wir mit dem Formalen weder des Willens noch des Gesetzes auslangen» (Pistorius, H., art. cit., pp. 145-146). 159. «Ich habe einem gewissen wahrheitliebenden und scharfen, dabei also doch immer achtungswürdigen Recensenten jener Grundlegung zur Metaphysik der Sitien auf seinen Einwurf, daft der Begriff des Guten dort nicht (wie es seiner Meinung nach nóthig gewesen wáre) vor dem moralischen Princip festgesetzt worden, in dem zweiten Hauptstücke der Analytik, wie ich hoffe, Genüge gethan» (KpV 8-9).

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con cierta extensión, en su obra de 1788. En esa respuesta Kant es plenamente consciente de la importancia del problema planteado160y reconoce que su solución para el mismo es, o puede parecer, paradó­ jica: el concepto de bien moral sigue, y no precede, a la ley moral.161 También Pistorius, y en el mismo tomo de la misma revista,162 comentando la obra de Johann Schulz Erlauterungen über des Herm Professor Kants Kritik der reinen Vemunft (publicada en Kónigsberg en 1784), reprocha a Kant haber infringido su propia prohibición de aplicar categorías a los noúmenos al utilizar como concepto central de su ética el de una causalidad libre. La réplica de Kant estriba en aclarar —completando lo que ya decía sobre el particular en la Fundamentación (cfr. 448, 4-449, 6 y 458, 36-459, 9)— que cuando la razón práctica pura atribuye realidad objetiva a la libertad no está haciendo afirma­ ción teorética o especulativa alguna ni ampliando de ningún modo nuestro conocimiento, sino que esa atribución tiene sentido y validez tan sólo para el uso práctico.163 Thomas Wizenmann, amigo y seguidor de Jacobi, sostiene contra Kant en un artículo de principios de 1787164 que es ilícito deducir la realidad de un objeto partiendo meramente de que sólo con esa realidad se satisface una necesidad o exigencia («Bedürfnis») nuestra. A ello replica nuestro autor que la tesis de Wizenmann es desde luego correcta por lo que hace a las necesidades de nuestras inclinaciones, 160. «Diese Anmerkung, welche blos die Methode der obersten moralischen Untersuchungen betrifft, ist von Wichtigkeit. Sie erklart auf einmal den veranlassenden Grund atler Verirrungen der Philosophen in Ansehung des obersten Princips der Moral. Denn sie suchten einen Gegenstand des Willens auf, um ihn zur Materie und dem Grande eines Gesetzes zu machen (welches alsdann nicht unmittelbar, sondem vermittelst jenes an das Gefühl der Lust oder Unlust gebrachten Gegenstandes der Bestimmungsgrand des Willens sein sollte), anstatt daR sie zuerst nach einem Gesetze hatten forschen sollen, das a priori und unmittelbar den Willen und diesem gemaB allererst den Gegen­ stand bestimmte» (KpV 64). 161. «Hier ist nun der Ort, das Paradoxon der Methode in einer Kritik der praktischen Vernunft zu erkláren: daft námlich derBegriffdes Guten und Bósen nicht vordem moralischen Gesetze (dem er dem Anschein nach sogar zum Grunde gelegt werden müfite), sondem nur (wie hier auch geschieht) nach demselben und durch dasselbe bestimmt werden miisse» (KpV 62-63). 162. Cfr. Allgemeine Deutsche Bibliothek, Bd. 66 (1786), pp. 92 y ss. 163. «Wird man aber jetzt durch eine vollstándige Zergliederang des letzteren [del uso práctico de las categorías] inne, daR gedachte Realitat hier gar auf keine theoretische Bestimmung der Kategorien und Erweiterung des Erkenntnisses zum Übersinnlichen hinausgehe, sondem nur hiedurch gemeint sei, daR ihnen in dieser Beziehung überall ein Object zukomme, weil sie entweder in der nothwendigen Willensbestimmung a priori enthalten, oder mit dem Gegenstande derselben unzertrennlich verbunden sind, so verschwindet jene Inconsequenz, weil man einen anderen Gebrauch von jenen Begriffen macht, ais speculative Vemunft bedarf» (KpV 5). 164. An den Herm Professor Kant von dem Verfasser der Resultóte Jacobi'scher und Mendelssohn'scher Philosophie in Deutsches Museum I (Febrero de 1787), pp. 116-156. Wizenmann había publicado anónimamente en Leipzig en 1786 una obra titulada Die Resultóte der Jacobi'schen und Mendelssohn'schen Philosophie, kritisch untersucht von einem Freywilligen.

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pero no cuando estamos ante una necesidad de la razón.165Ahora bien, esto último es precisamente lo que sucede cuando la ley moral exige que se den en la naturaleza las condiciones necesarias para la realiza­ ción efectiva del sumo bien,166pues éste, en contra de lo que pensaban los estoicos,167 está integrado además de por la perfección moral por la felicidad con ella congruente y por ella exigida, por más que de hecho la segunda no siempre acompañe a la primera.168 Con esta doctrina Kant desarrolla en la Crítica de la razón práctica la respuesta a un problema que en la Fundamentación (cfr. 436, 33-37 nota y 437,18-438, 20) tan sólo había apuntado y cuya solución apenas había esbozado: la congruencia entre el reino de los fines (regido por la ley moral y formado por quienes la cumplen) y el reino de la naturaleza (cuyos miembros por un lado no dejan de formar parte del reino de los fines, y por otro no pueden no desear la felicidad)169sólo es posible si ambos reinos se piensan unificados bajo un jefe o cabeza dotado simultánea­ mente de omnisciencia, bondad y omnipotencia.17017 2. Otros testimonios En general, la Fundamentación encontró la incomprensión de quie­ nes ya desde 1781 habían tomado una actitud de rechazo ante el criticismo. Las reacciones negativas a nuestra obra fueron, en algunos ambientes filosóficos, todavía más adversas que las suscitadas por la Crítica de la razón pura.'1' Incluso autores que personalmente estaban 165. Cfr. KpV 143 nota. 166. Cfr. KpV 144 nota. 167. Como hemos visto más arriba, fue probablemente la lectura de la traducción garveana del De Officiis lo que hizo inmediatamente presente a ojos de Kant este problema, o al menos le proporcionó el modo concreto de plantearlo. 168. Cfr. KpV 110-112. 169. «Obcn hatte ich gesagt, dad nach einem blolien Naturgange in dcr Welt die genau dem sittlichen Werthe angemessene Glilckseligkeit nicht zu erwarten und für unmóglich zu halten sei, und dal? also die Móglichkeit des hóchsten Guts von dicser Seite nur unter Voraussetzung eines moralischcn Welturhebers kónne eingeraumt werden [...] Hier trítt nun eine subjective Bedingung der Vernunft ein: die einzige ihr theoretisch mógliche, zugleich der Moralitat (die unter einem objectiven Gesetze der Vemunft steht) allein zutragliche Art, sich die genaue Zusammenstimmung des Reichs der Natur mit dem Reiche der Sitten ais Bedingung der Móglichkeit des hóchsten Guts zu denken» (KpV 145). 170. «Denn der Glückseligkeit bedürftig, ihrer auch würdig, dennoch aber derselben nicht thcilhaftig zu sein, kann mit dem vollkommencn Wollen eines vemíinftigen Wesens, welches zugleich alie Gewalt hatte, wenn wir uns auch nur ein solches zum Versuche denken, gar nicht zusammen bestehen» (KpV 110). 171. De ello informaba a nuestro autor un seguidor suyo en estos términos: «Ihre Grundlage zur Metaphysik der Sitten, mein Herr Prof., findt ungleich mehr Widerspruch unter den Gelehrten

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cerca de Kant mostraron una clara repulsa ante conceptos centrales de nuestra obra: tal es el caso de Hamann respecto de la noción kantiana de buena voluntad.172 Pero la incomprensión y el rechazo no fueron, de ninguna manera, las únicas reacciones que suscitó nuestra obra. De entrada, la primera edición se vendió muy pronto en su integridad, y ya en 1786 Hartknoch puso a la venta una segunda, a la que siguieron en vida de Kant al menos otras seis ediciones.173Desde muy pronto encontramos testimo­ nios que denotan auténtico entusiasmo por las doctrinas contenidas en la Fundamentación y por su autor, tanto en lectores ya anteriormen­ te cercanos a Kant174como en eruditos de universidades alemanas175y de lugares más lejanos.176 Algunos de los primeros lectores de la Fundamentación encontraron o creyeron encontrar en nuestra obra incluso una respuesta a preocu­ paciones personales.177 Distinta fue unos años después la reacción de María von Herbert, joven lectora de Kant que se sintió defraudada al no encontrar en la Fundamentación orientación para sus dilemas von meiner Bekanntschaft ais ihre Critik, und man will sich unmdglich überzeugen lañen, daB die Natur die Moral auf so tiefen Gründen gebaut habe» (carta de Daniel Jenisch a Kant el 14-V-1787; X, 463). 172. Para el mago del Norte «statt der reinen Vemunft hier [en la Fundamentación] ist von einem anderen Hirngespinst und Idol die Rede: vom guten Willen» (carta de Hamann a Herder el 24-IV-1785, cit. en VorlSnder, op. cit., p. XV), y poco después afirma que «reine Vemunft und guter Wille sind noch immer Wórter, deren Begriff ich mit meinen Sinnen zu erreichen nicht imstande bin» (carta de Hamann a Scheffner el 12-V-1785, cit. en Vorlánder, op. cit., p. XV). 173. Dos de ellas aparecieron igualmente en Riga en 1792 y en 1797 editadas también por Hartknoch, otras tres en Frankfurt y Leipzig (en 1791, 1794 y 1801) y una en Graz, en 1796. 174. «ich würde vergebens Ausdrücke suchen, wenn ich Ihnen die Freude schildem wollte, mit der ich Ihre Grundlegung z. M. d. S. in die Hande nahm, und das Interesse mit der ich sie gelesen, und die Befriedigung mir der ich sie aus der Hand gelegt habe [...] ich bekenne, daB ich je weiter Sie auf Ihrer Laufbahn vorrücken, desto mehr mich Ihnen verbunden fühle, und Sie ais einen meiner ersten Wohlthüter betrachte» (carta de Schütz a Kant el 20-IX-85; X, 383). 175. «Der Nutzen, den Sie mit den moralischen [Schriften] besonders stiften werden, wird unsSglich sein, da schon die Grundlegung meines Erachtens das Verdienst hat, die ganze Sittlichkeit zuerst fest gegriindet zu haben und alie, so wohltatig für unser Geschlecht, von der Spekulation ab zur Tatigkeit rufen» (carta de Gottlieb Hufeland a Kant el 11 -X-85; X, 389); «indeBen haben mir einíge Gflttinger mit Enthusiasmus die hóchst neuen und auffallenden Wahrheiten derselben [Jenisch se refiere a la Fundamentación] geschrieben: alies sieht nur mit Sehnsucht ihrer Metaphysik der Sitten entgegen» (carta de Daniel Jenisch a Kant el 14-V-1787; X, 463). 176. También Jenisch informa a Kant de que en Holanda se conoce y aprecia la Fundamen­ tación (cfr. carta de Daniel Jenisch a Kant el 14-V-1787; X, 463). 177. Tal es el caso de Schütz, quien confía a Kant: «In Ihrer Grundlegung habe ich unter ' mehrem Stellen, die mich ganz hingerissen haben, besonders die Bemerkung über den Ursprung einer gewissen Art von Misologie deshalb sehr interessant für mich gefunden, weil ich oft selbst Anwandlungen davon gehabt habe» (carta a Kant el 20-IX-1785; X, 386).

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éticos y sus cuitas amorosas y se quejó de ello a nuestro autor en términos tan directos como singulares.178Con todo, la devoción por los principios éticos expuestos en la Fundamentación llegó a adquirir en ocasiones formas hiperbólicas y, probablemente, contrarias al gusto y al talante filosófico y humano de nuestro autor.179 También es fácil reunir testimonios del más cálido encarecimiento por lo que hace a la importancia de la Fundamentación, tanto en el contexto de la obra de Kant como en el más amplio de la historia de la ética en general. Schopenhauer, quien por otra parte somete no pocas doctrinas de las contenidas en nuestra obra a muy duras críticas, reconoce sin embargo que «en este libro encontramos el fundamento, y por tanto lo esencial, de su ética expuesto con un rigor sistemático, un encadenamiento y una precisión que no se encuentran en ninguna otra de sus obras».180 La aparición de la Fundamentación marca, en opinión de Nelson, el paso de la prehistoria de la ética a la historia propiamente dicha de esta disciplina.181Tugendhat, recientemente, ha expresado una valoración no menos positiva de nuestra obra desde un punto de vista histórico.182 Estos y otros muchos elogios recibidos por nuestra obra se pueden 178. «metaphisik der sitten hab ich gelesen samt den kategorischen imperatif, hilft mir nichts, meine vemunft verlast mich wo ich sie am besten brauch eine antwort beschwóre dich, oder du kanst nach deinem aufgebeten imperatif selbst nicht leben» (carta de María von Herbert a Kant en agosto de 1791; XI, 261). La correspondencia entre Kant y su romántica lectora, así como algunos estudios acerca de este episodio de la recepción de la ética de nuestro autor, se encuentran recogidos en Berger, W., Macho, Th. (Hrsg.), Kant ais Liebesratgeber. Eine Klagenfurter Episode, Verlag des Vcrbandcs der wissenschaftlichen Gesellschaften Óstcrreichs, Wien, 1989. 179. «Ihre Metaphysik der Sitten vereinigte mich ganz mit Ihnen, ein Wonnegefühl strómt mich durch alie Gliedcr, so oft mich der Stunde erinnere, da ich sie zum erstenmal las» (carta de Johann Benjamín Erhard a Kant el 12-V-1786; X, 424). 180. «Wir finden in diesem Buche die Grundlage, also das Wesentliche seiner Ethik streng systematisch, bündig und scharf dargestellt, wie sonst in keinem andem» (Preisschrift über die Grundlage der Moral in Samtliche Werke, hrsg. von Arthur Hübscher, Brockhaus, Wiesbaden, 1966, Bd. IV, p. 118). 181. «Die Geschichte einer Wissenschaft, in dem bestimmten Sinne verstanden, in dem man sie von ihrer bloRen Vorgeschichtc unterscheidet, beginnt mit der ftir eine methodische Bearbcitung hinreichend deutlichen Vorstcllung ihrer Probleme. Für die Ethik laRt sich dieser Zeitpunkt genau fixieren; er wird bestimmt durch das Erscheinen von Kants Grundlegung zur Metaphysik der Sitten» (Nelson, L., Die kritische Ethik bei Kant, Schiller und Fríes, Vandenhoeck & Ruprecht, Góttingen, 1914, p. 3). En términos muy similares se pronuncia Hartenstein en el prefacio a su edición de la Fundamentación, cfr. tmmanuel Kant’s Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, in Immanuel Kant's Werke, sorgfáltig revidirte Gesammtausgabe in zehn Bánden, Modes und Baumann, Leipzig, 1838, Vierter Band, p. V). 182. «Dieses Büchlein ist vielleicht das Groftartigste, was in der Geschichte der Ethik geschrieben worden ist [...] laBt sich Kant hier frei vom Reichtum seines Gcnies leiten, ebenso phantasievoll wie streng argumentierend» (Tugendhat, E., Vorlesungen über Ethik, Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1993, p. 98).

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resumir en las siguientes palabras de Ernst Cassirer: «En ninguna de sus obras críticas maestras se halla tan directamente presente como en esta la personalidad de Kant; en ninguna brilla tanto como en esta el rigor de la deducción, combinado con una libertad tan grande de pensamiento, en ninguna encontramos tanto vigor y tanta grandeza morales hermanados a un sentido tan grande del detalle psicológico, tanta agudeza en la determinación de los conceptos unida a la noble objetividad de un lenguaje popular, rico en imágenes felices y en ejemplos».183

183. Cassirer, E., Kant: vida y doctrina, trad. de W. Roces, FCE, México, 1968, 2a. ed., p. 289.

V. ESTRUCTURA

Prefacio 1. Prefacio (387, 1-392, 28) 1.1. División de la filosofía (387, 1-388, 14) 1.2. La filosofía moral ha de ser pura (388, 15-390, 18) 1.3. La «filosofía práctica universal» (390, 19-391, 15) 1.4. Título, objetivo, método y partes de la obra (391, 16-392, 28) Primera sección: Tránsito del conocimiento racional moral ordi­ nario al filosófico 2. La buena voluntad (393, 1-396, 37) 2.1. La buena voluntad es lo único bueno sin restricción (393, 1-394, 12) 2.2. La buena voluntad es buena en sí misma (394, 13-394, 31) 2.3. Argumento teleológico: el fin de la razón es fundar una buena voluntad (394, 32-396, 37) 3. Valor moral y deber (397, 1-401, 40) 3.1. La primera proposición (el valor moral estriba en hacer el bien por deber, no por inclinación) (397, 1-399, 34) 3.2. La segunda proposición (el valor moral de una acción reside en su máxima, no en su propósito) (399, 35-400, 16) 3.3. La tercera proposición (el deber es la necesidad de una acción por respeto a la ley) (400, 17-401, 40) 4. La ley moral (402, 1-403, 33) 4.1. El imperativo categórico como ley moral (402, 1-402, 13) 4.2. El imperativo categórico como criterio de enjuiciamiento moral (402, 14-403, 33) 5. Necesidad de la filosofía moral (403, 34-405, 35)

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5.1. Excelencia del conocimiento moral ordinario (403, 34404, 36) 5.2. Necesidad de pasar del conocimiento moral ordinario al filosófico (404, 37-405, 35) Segunda sección: Tránsito de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres 6. Filosofía moral a priori, ejemplos y filosofía moral popular (406, 1-412, 25) 6.1. La experiencia y los ejemplos en la filosofía moral (406, 1-409, 8) 6.2. Necesidad de pasar de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres (409, 9-412, 25) 7. Los imperativos (412, 26-420, 17) 7.1. Noción de imperativo (412, 26-414, 11) 7.2. Tipos de imperativos (414, 12-417, 2) 7.3. ¿Cómo son posibles los distintos imperativos? (417, 3420, 17) 8. Fórmulas I (o de la ley universal) y la (o de la ley de la naturaleza) del imperativo categórico (420, 18-427, 18) 8.1. Fórmula I (420, 18-421, 13) 8.2. Fórmula la (421, 14-421, 20) 8.3. Cuatro ejemplos (421, 21-423, 35) 8.4. El canon del enjuiciamiento moral (423, 36-424, 14) 8.5. Fenomenología de la transgresión del deber (424, 15-424, 37) 8.6. Ética pura y no derivada de la naturaleza humana (425, 1-427, 18) 9. Fórmula II (o del fin en sí mismo) del imperativo categórico (427, 19-431,9) 9.1. Definición y tipos de fin (427, 19-428, 6) 9.2. La persona, fin en sí mismo. Fórmula II (428, 7-429, 13) 9.3. Cuatro ejemplos (429, 14-430, 27) 9.4. Esta fórmula no es empírica (430, 28-431, 9) 10. Fórmula III (o de la autonomía) del imperativo categórico (431, 9-433, 11) 10.1. Fórmula III (431,9-431, 24) 10.2. La exclusión del interés como condición de la categoricidad (431,25-433, 11) 11. Fórmula Illa (o del reino de los fines) del imperativo categórico (433, 12-436, 7)

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11.1. El reino de los fines (433, 12-434, 30) 11.2. Dignidad (con base en la autonomía) y precio (434, 31-436, 7) 12. Sistematización y recapitulación de las fórmulas del impera­ tivo categórico (436, 8-440, 13) 12.1. Sistematización de las fórmulas (436, 8-437, 4) 12.2. Recapitulación de las fórmulas I y la desde el punto de vista de la buena voluntad (437, 5-437, 20) 12.3. Recapitulación de la fórmula II desde el punto de vista de la buena voluntad (437, 21-438, 7) 12.4. Recapitulación y profundización en las fórmulas III y Illa (438, 8-440, 13) 13. Autonomía y heteronomía (440, 14-444, 34) 13.1. La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad (440, 14-440, 32) 13.2. La heteronomía de la voluntad como fuente de todos los principios espurios (441, 1-441, 24) 13.3. Elenco de los principios morales heterónomos (441, 25-443, 27) 13.4. Recapitulación de la heteronomía y la autonomía (443, 28-444, 34) 14. Necesidad del paso a una crítica de la razón práctica pura (444, 35-445, 15) Tercera sección: Tránsito de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura 15. La libertad (446, 5-449, 6) 15.1. Libertad y autonomía (446, 5-447, 7) 15.2. La libertad como clave del imperativo categórico (447, 8-448, 4) 15.3. Necesidad de presuponer la libertad en sentido práctico (448, 4-449, 6) 16. Planteamiento del problema de la validez del imperativo cate­ górico (449, 7-450, 17) 17. El aparente círculo vicioso libertad-moralidad (450, 18-453, 15) 17.1. Planteamiento del problema (450, 18-450, 29) 17.2. Distinción fenómeno/noumeno en el hombre (450, 30452, 6) 17.3. Distinción razón activa/sentidos pasivos (452, 7-453, 2)

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17.4. No hay círculo vicioso, sino distinción de puntos de vista (453, 3-453, 15) 18. Solución del problema de la validez del imperativo categórico (453, 16-455,9) 18.1. Argumento filosófico: el mundo inteligible es ley para el mundo sensible (453, 16-454, 19) 18.2. Argumento basado en la razón humana vulgar (454, 20-455, 9) 19. Defensa de la posibilidad de la libertad (455, 10-458, 5) 19.1. Parece que es inevitable la contradicción entre necesi­ dad natural y libertad (455, 10-456, 11) 19.2. Es preciso y posible superar esa contradicción (456, 12-458, 5) 20. Inexplicabilidad de la practicidad de la razón pura (458,6-463, 33) 20.1. Imposibilidad de conocer el mundo inteligible y de explicar cómo es posible la libertad (458, 6-459, 31) 20.2. Imposibilidad de saber cómo es posible tomar interés en las leyes morales (459, 32-461, 6) 20.3. Recapitulación de los problemas tratados en la tercera sección (461, 7-461, 35) 20.4. Inconcebibilidad última del imperativo categórico (461, 36-463, 33)

VI. EXPOSICIÓN DEL CONTENIDO

1. Prefacio (387, 1-392, 28) 1.1. D ivisión d e la filosofía

La filosofía se divide en física, ética y lógica (387, 2-7). La segunda, como saber acerca de objetos y de las leyes para ellos, se divide a su vez, al igual que la física (387, 8-16), en una parte empírica y en una parte racional, que es la moral propiamente dicha (387, 17-388, 14). 1.2. L a filosofía moral ha de se r pura

Esta última, la metafísica de las costumbres, ha de ser estudiada y expuesta separadamente de la parte empírica o antropológica (388, 15-389, 4), y ello por motivos de índole tanto teórica como, sobre todo, práctica: sólo una moral pura—esto es, que aunque, sin duda, se aplique al hombre, y para ello se valga lícitamente de la experiencia, no tome sus fundamentos en esta última, sino exclusivamente de la mera razón (389, 24-35)— puede por un lado fundar a su vez una ley y una obligación válidas con necesidad absoluta para todo ser racional (389, 5-23) y por otro hacer justicia a la pureza de la motivación y en las costumbres que es sinónimo de autenticidad moral (389, 36-390, 18). 1.3. LA «FILOSOFÍA PRÁCTICA UNIVERSAL»

Es precisamente esa neta separación del elemento apriórico respec­ to del empírico lo que se echa en falta en la filosofía práctica cultivada por Wolff (390, 19-33), quien por ello no percibe la peculiaridad de la voluntad pura, única cuyo querer es moral, y su irreductibilidad a las leyes y fundamentos de determinación, muchas veces empíricos, del querer en general (390, 34-391, 15).

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1.4. T ítulo , objetivo , m étodo y partes d e la obra

Ahora bien, la presente obra no nos proporcionará esa indispensa­ ble metafísica de las costumbres, sino sólo su fundamentación (391, 16-17). Ésta no puede residir más que en una crítica de la razón práctica pura (391, 17-19), y si no se ha titulado así a la obra (391, 32-33) ello se debe por un lado a que la crítica del uso práctico de la razón pura no es tan urgente como la del especulativo (391, 20-24) y por otro a que el estudio de la unidad de ambos usos, preciso para una crítica completa de la razón, obligaría a recargarla argumentación con complicaciones que aquí se quiere evitar (391, 25-31). No por ello será la nuestra una obra sencilla, más bien habrá de entrar en sutilezas de las que puede dispensarse al lector de una metafísica de las costum­ bres, pero no al de la fundamentación de la misma (391, 34-392, 2). Esta fundamentación, en efecto, renunciará a aplicar y desarrollar en un sistema la moral pura, y se esforzará únicamente en encontrar y asentar el principio supremo de la moralidad (392, 3-16). El método que para ello se va a emplear comenzará, sin embargo, buscando el principio de la moral por análisis del conocimiento moral vulgar, para volver a éste sintéticamente una vez comprobado en sus fuentes dicho principio (392, 17-22). Las tres secciones de la obra procederán, así, respectivamente, del conocimiento moral racional vulgar al filosófico, de la filosofía moral popular a la metafísica de las costumbres y, finalmente, de ésta a la crítica de la razón práctica pura (392, 23-28). PRIMERA SECCIÓN: TRÁNSITO DEL CONOCIMIENTO RACIONAL MORAL ORDINARIO AL FILOSÓFICO 2. La buena voluntad (393, 1-396, 37) 2.1. L a BUENA VOLUNTAD ES LO ÚNICO BUENO SIN RESTRICCIÓN

El análisis del conocimiento moral vulgar comienza presentando a la buena voluntad como lo único bueno sin restricción (393, 1-7): los dones naturales (sean éstos talentos del espíritu o propiedades del temperamento) pueden ser malos si la voluntad que los emplea no es buena (393, 8-13); igualmente, los dones de la fortuna (salud, riqueza, etc.) y la felicidad, por un lado (393, 14-393, 24), y características tan admirables y valiosas como la moderación y el autodominio, por otro, pueden ser mal empleados, luego no son buenos siempre o sin restric­

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ción, puesto que si no van acompañados de una buena voluntad no merecen la especial aprobación que todos otorgamos a lo irrestricta­ mente bueno (393, 25-394, 12). 2.2. L a bu en a voluntad e s bu en a en sí m ism a

Esa irrestricta bondad de la buena voluntad implica que es buena en sí misma, en todo caso, con independencia de cualquier circunstan­ cia exterior a su querer (394, 13-18), y si bien ciertamente la voluntad ha de aspirar a producir efectos fuera de ella, en el mundo, el resultado fáctico de sus actos, éxito o fracaso, no hace aumentar ni disminuir su valor propio (394, 19-31). 2 .3 . A rgum ento teleológico :

EL FIN DE LA RAZÓN ES FUNDAR UNA BUENA VOLUNTAD

La presencia en el hombre de razón práctica confirma que la noción de buena voluntad, lejos de ser fantástica, está sólidamente fundada (394, 32-395, 3): si cada facultad que nos proporciona la naturaleza es la más adecuada para alcanzar su fin respectivo, el de la razón práctica no puede ser fomentar y guiar la satisfacción de todas nuestras nece­ sidades, pues para esa tarea no sólo es mucho menos útil que el instinto (395, 4-27), sino incluso nociva y contraproducente (hasta el punto de que muchos dan en cierto odio a la razón si la contemplan sólo como un instrumento para alcanzar la felicidad) (395, 28-396, 13); el come­ tido propio de la razón práctica ha de ser más bien dar origen a una voluntad buena en sí misma, no como medio para satisfacer nuestras inclinaciones (396, 14-37). 3. Valor moral y deber (397, 1-401, 40) 3.1. L a prim era proposición ( el valor moral

ESTRIBA EN HACER EL BIEN POR DEBER, NO POR INCLINACIÓN)

Con el fin de explicar el concepto de buena voluntad estudiaremos el de deber, pues el primero está contenido en el segundo (397, 1-10). Para ello buscaremos acciones conformes al deber y contrarias a nuestras inclinaciones, pues en ellas —a diferencia de lo que por ejemplo sucede cuando un comerciante cumple su deber de ser hon­ rado pero lo hace por interés— es más fácil ver si se está actuando

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realmente por deber (397, 11-32). Así, es claro que quien conserva su vida no por gustar de ella, sino también cuando le es tan ardua y dolorosa que desearía morir, está obrando por deber, y no por inclina­ ción, y por tanto la máxima de su acción tiene contenido moral (397, 33-398, 7). Lo mismo sucede cuando alguien ayuda a sus semejantes no movido por un cálculo de intereses, ni tampoco por una inclinación a la benevolencia o por una bondad temperamental, de las que carece, sino impulsado exclusivamente por la idea de deber: el carácter de esa persona es sin duda moralmente valioso (398, 8-399, 2). Igualmente, quien cumple el deber de cuidar su salud, incluso en unas circunstan­ cias —por ejemplo las de un enfermo de gota-— en las que si siguiese a sus inclinaciones sacrificaría la salud a un disfrute inmediato, no actúa movido por la inclinación a la felicidad, sino por el deber, y su proceder posee verdadero valor moral (399, 3-26). Este mismo es el sentido del mandato evangélico de amar al prójimo: ese amor ha de ser práctico —esto es, por deber— y no patológico o dependiente de la inclinación (399, 27-34). 3.2. L a seg u n da proposición ( el valor moral DE UNA ACCIÓN RESIDE EN SU MÁXIMA, NO EN SU PROPÓSITO)

La segunda de las tres proposiciones con las que estamos explicando el concepto de buena voluntad indica que el valor moral de nuestras acciones no reside en el efecto que nos propongamos producir con ellas, sino en el principio o máxima que rija nuestro querer (399, 36-400, 8); mientras que ese efecto es objeto o materia de nuestra facultad de desear, y como tal se nos da sólo a posteriori, la máxima de nuestra voluntad es puramente formal y la determina a priori (400, 9-16). 3.3. La TERCERA PROPOSICIÓN (EL DEBER ES LA NECESIDAD DE UNA ACCIÓN POR RESPETO A LA LEY)

Una tercera proposición llega, así, al resultado de que sólo la ley como tal (que en cuanto que principio objetivo o exclusivamente racional sé distingue de la máxima o principio subjetivo), y no efecto alguno de nuestra voluntad ni cualquier inclinación a esos efectos, merece respeto y puede ser un mandato independiente de toda incli­ nación y constitutivo de un deber (400, 17-29); una vez descartados todo efecto y toda inclinación como fundamentos objetivo y subjetivo de la determinación de la voluntad, respectivamente, sólo pueden ser la ley y el puro respeto por ella quienes desempeñen esos mismos

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cometidos e integren la noción de deber (400, 30-401, 2). Mientras que la voluntad no es precisa para producir efectos que satisfagan nuestras inclinaciones, sólo ella, en tanto que como racional se representa la ley y ve su deber en obrar por respeto a la misma, puede dar origen al bien moral (401,3-16). Ese respeto por la ley es ciertamente un sentimiento, pero lo distingue de cualquier otro el hecho de que no lo recibimos de la inclinación, sino que, autoproducido por la razón, lejos de ser la causa de la ley es la conciencia del efecto que ésta produce sobre nuestra voluntad cuando la determina inmediatamente (401, 17-27). Objeto del respeto es, así pues, sólo la ley como algo a lo que nuestra voluntad está necesariamente sometida, pero que a la vez se sigue de ella por autoimposición (por ello guarda cierta analogía tanto con el miedo como con la inclinación) (401,28-35); respetamos a una persona sólo como ejemplo de una ley, y el respeto a la misma es el único interés moral (401, 36-40). 4. La ley moral (402, 1-403, 33) 4.1. E l im p e r a t iv o

c a t e g ó r ic o c o m o l e y m o r a l

Como hemos hecho abstracción de todo impulso que procediese de un efecto esperado, la ley que determina a la voluntad buena sin restricción no puede tampoco remitirse a acción concreta alguna, sino que habrá de expresar meramente la legalidad universal que constituye en tal a toda ley, esto es, me intima a obrar sólo de un modo tal que pueda querer que mi máxima se convierta en una ley universal (402, 1-13).

4 .2 . E l imperativo categórico como criterio DE ENJUICIAMIENTO MORAL

Esta ley es la que la razón ordinaria aplica cuando enjuicia una máxima, por ejemplo la de salir de un apuro prometiendo algo sin intención de cumplirlo, no para saber si sería imprudente o perjudicial seguirla, lo que bien podría ser el caso, sino, lo que es muy distinto, para averiguar si su seguimiento es o no conforme al deber (402, 14-403, 5). En efecto, el medio más seguro de saber esto último es preguntarme si puedo querer que esa máxima se haga universal: no puedo, pues si todos prometiesen en falso nadie creería mis promesas, esto es, querer a la vez una promesa mentirosa y su universalización es contradictorio, luego imposible (403, 6-17). Este criterio, así, nos

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lleva del modo más sencillo e inmediato a rechazar como inmoral toda máxima que no pueda formar parte de una legislación universal, el respeto a la cual constituye el deber y la condición de la posesión por una voluntad de bondad o valor moral (403, 18-33). 5. Necesidad de la filosofía moral (403, 34-405, 35) 5.1. E xcelencia del conocim iento moral ordinario

El mencionado principio es todo lo que precisa la razón humana ordinaria para distinguir el bien del mal y saber qué hay que hacer; este es por ello un saber que ya posee todo hombre sin necesidad de ciencia o filosofía alguna (403, 34-404, 10). En el terreno práctico, a diferencia de lo que sucede en el teórico, el apartamiento de todo cuanto tenga su fundamento en la experiencia es lo que preserva de oscuridad y confusión al entendimiento humano ordinario y le permite llevarnos a juicios morales claros y certeros igual de bien o incluso mejor que la filosofía, propensa a enredarse en complicaciones inne­ cesarias (404,11-28). Parece, por tanto, que debemos limitamos a usar la filosofía para estudiar y exponer la moralidad, pero no para dirigir nuestra conducta, pues la razón ordinaria nos guía en la práctica moral mucho mejor que ella (404, 29-36). 5.2. N ecesidad d e pasar del conocim iento moral ordinario al filosófico

Ahora bien, esa razón humana ordinaria está expuesta a multitud de necesidades y estímulos distintos o incluso contrarios al deber, por lo que puede caer, si abandonando su sencillez les presta oídos, en la confusión e inseguridad de una dialéctica natural; corre de ese modo el riesgo de echar a perder el rigor y la pureza característicos de las leyes morales, al querer subordinarlas o al menos acercarlas a las inclinaciones (404, 37-405, 19). Para evitar ese peligro, la razón ordinaria se ve precisada a llamar en su ayuda a la filosofía, la cual muestra su utilidad también práctica al fortalecer a la primera ilus­ trándola sobre el origen y la índole de sus propios principios y poniendo así fin a toda ambigüedad dialéctica con la crítica de la razón (405, 20-35).

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SEGUNDA SECCIÓN: TRÁNSITO DE LA FILOSOFÍA MORAL POPULAR A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES 6. Filosofía moral a priori, ejemplos y filosofía moral popular (406, 1-412, 25) 6.1. La EXPERIENCIA Y LOS EJEMPLOS EN LA FILOSOFÍA MORAL Hemos tomado el concepto de deber de la razón ordinaria, pero no de la experiencia de las acciones humanas: no obstante la solidez del concepto de moralidad en sí mismo considerado, podría ser, a causa de la debilidad de nuestra naturaleza, que de hecho nadie haya ejecu­ tado todavía una sola acción por deber (406, 1-25). Sea como fuere, y dado que el valor moral depende de los más interiores y escondidos principios de nuestros actos, nunca podemos estar seguros por expe­ riencia de si ha sido en realidad el deber, y no más bien un secreto impulso egoísta, lo que nos ha llevado a cumplir la ley (407, 1-16). Por ello, si quisiésemos apoyar el concepto de deber en la experiencia, estaríamos dando un poderoso argumento a quienes niegan a ese concepto toda validez y contenido (407, 17-23): basta una observación fría e imparcial para sospechar que ni siquiera las acciones conformes al deber han sido motivadas por éste, sino por el querido yo (407, 24-33). Hemos de convencernos, más bien, de que la validez de la ley moral no puede depender de que la experiencia nos presente ejemplos de acciones por deber realmente sucedidas, sino que esa ley versa sobre lo que debe suceder, aunque nunca haya sucedido, y se apoya para determinar a nuestra voluntad (por ejemplo a ser leal en la amistad) en fundamentos racionales a priori, y no en ejemplo alguno tomado de la experiencia (podría no haber ninguno de un amigo verdadera­ mente leal) (407, 34-408, 11). Es claro, además, que solamente pode­ mos tener experiencia de las condiciones contingentes en que se encuentran los hombres, por lo que no es seguro que las leyes empíricas valgan para toda voluntad; en cambio, las leyes morales han de valer con absoluta universalidad y necesidad, luego para todos los seres racionales en general, y de ningún modo sólo para los hombres, por lo que únicamente pueden proceder de la razón pura (408, 12-27). Por otra parte, un ejemplo valdrá como modelo moral sólo si coincide con la ley, luego ésta no se deriva de ejemplo alguno sino que precede a todos (incluso, como Él mismo afirma, al que nos da Jesucristo) (408, 28-409, 3); los ejemplos, así, no son pautas que imitar, sino que sirven

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sólo para mostrar intuitivamente que es posible hacer lo que la ley práctica de la razón prescribe a priori (409, 4-8). 6.2. N ecesidad de pasar de la filosofía moral popular A LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES

Dado que los principios morales proceden exclusivamente a priori de la razón pura, es evidente la conveniencia de exponerlos en una metafísica de las costumbres que, a diferencia de la filosofía moral popular, prescinda de todo aditivo empírico (409, 9-19). El intento de ser popular es inoportuno cuando, como aquí es el caso, no se trata de hacer más accesibles a todos las doctrinas morales, sino de fundamen­ tarlas, y debe ser pospuesto hasta la terminación de esta última tarea (que no es otra que la exposición de la metafísica de las costumbres como ciencia pura, pero de la que es posible derivar reglas prácticas aplicables a la conducta de los hombres —410, 30-37—), en el curso de la cual se ha de rechazar con repugnancia toda mezcla de los principios morales con consideraciones empíricas, una mezcla de la que sólo pueden gustar mentes confusas y superficiales (409, 20-410, 2) que no se han percatado de que la pureza racional de los principios morales los hace inderivables de la naturaleza humana (410, 3-18). La importancia y necesidad de la metafísica de las costumbres es ante todo práctica; quien trata de robustecer y dar firmeza a la moralidad insistiendo en las ventajas que reporta para el interés, amalgamando motivos racionales con otros tomados del sentimiento o la inclinación, de la esperanza de una recompensa o del temor a un castigo presentes o futuros, logra lo contrario de lo que pretende, pues los resortes puramente morales son mucho más eficaces para mover a la virtud que los mezclados con atractivos empíricos, siempre mutables y que sólo contingentemente llevan al bien (410, 19-29. 411, 1-7.411,24-38). En suma: su origen a priori en la razón y su independencia de todo móvil empírico y contingente son lo que hace a los principios morales puros y por ello dignos de ser seguidos necesariamente por todo ser racional (411, 8-14); mezclarlos con móviles empíricos, tomados de la naturaleza humana, equivaldría a recurrir a la antropología no sólo en la aplicación de la moralidad, cosa lícita, sino en su fundamentación, lo que sería funesto sobre todo desde un punto de vista práctico, pues se privaría a la moralidad, a la vez que de su genuino valor, de todo fundamento sólido (411, 15-23. 412, 1-14). Es preciso, así pues, pasar de esa filosofía moral empírica y por ello popular, pero inauténtica, a la metafísica, para lo cual hemos de estudiar la razón práctica y ver cómo surge de ella el concepto de deber (412, 15-25).

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7. Los imperativos (412, 26-420, 17) 7.1. N oción d e imperativo Cuando la voluntad o facultad de obrar según la representación de leyes no es indefectiblemente determinada por la razón, sino que puede no ejecutar las acciones que ésta presenta como objetivamente nece­ sarias, decimos que esa voluntad se encuentra bajo la constricción de plegarse a los principios racionales, los cuales en ese caso se denomi­ nan mandatos y se formulan en imperativos (412, 26-413, 11). Los imperativos, así, expresan el deber bajo el que se halla la voluntad que por su índole subjetiva no hace el bien más que contingentemente (413, 12-17). Mientras que el bien determina a la voluntad con base en fundamentos racionales objetivos y, como tales, válidos para todo ser racional, lo agradable se apoya para mover a la voluntad en la sensa­ ción subjetiva, quizá no válida para todos (413, 18-25). La voluntad que no es determinada necesariamente por principios racionales ob­ jetivos los sigue a través de un interés, ya patológico en el objeto como agradable, ya práctico en la acción misma; sólo cuando toma este último se atiene realmente a los principios racionales como tales y no los usa como medio para satisfacer la inclinación, por lo que sólo entonces está obrando por deber (413, 26-38. 414, 34-36). Lo que por tanto distingue a la voluntad santa de la imperfecta, por ejemplo de la humana, es que en la primera no tiene sentido hablar de deber, pues el querer ya se pliega siempre y por sí solo al bien, mientras que la segunda precisa de imperativos que pongan en relación la necesidad objetiva de la ley con su imperfección subjetiva (414, 1-11). 7.2. T ipo s d e im perativos

Los imperativos pueden presentar la acción que mandan ora como buena o racionalmente necesaria en sí misma, y entonces se denomi­ nan categóricos, ora como buena sólo en tanto que medio para alcan­ zar algo distinto de ella, y en ese caso son hipotéticos (414, 12-31), ya asertóricos, ya problemáticos, según esa otra cosa distinta sea objeto real o posible de una volición (414, 32-415, 5). Los imperativos proble­ máticos o de la habilidad aparecen en todo tipo de saberes y única­ mente prescriben lo que es preciso hacer para alcanzar un fin posible, sea éste el que sea (tanto curar como envenenar, por ejemplo), o en general cualquier fin que en el curso de la vida podamos tener (415, 6-27). La felicidad, en cambio, es siempre un fin real, que no podemos no perseguir, pues su deseo nos viene dado por una necesidad natural;

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el que prescribe los medios precisos para conseguirla es, pues, un imperativo de la prudencia (415, 28-416, 6) (la cual es la capacidad de unificar todos nuestros propósitos para nuestro beneficio duradero 416, 30-37). El imperativo de la moralidad, por su parte, no tiene en cuenta fin, materia o resultado alguno a cuyo logro sirva la acción, sino que manda ésta inmediata y categóricamente (416, 7-14). Sólo los imperativos morales constriñen a la voluntad a hacer algo en todo caso, haya o no una inclinación, por lo que sólo ellos expresan necesidad incondicionada y son auténticos mandatos o leyes, mientras que los otros dos tipos de imperativos son más bien meros consejos, técnicos o pragmáticos (esto es, relativos al bienestar general 417, 32-37), que indican cómo lograr algo, pero sólo bajo la condición de que se quiera ese algo (416, 15-417, 2). 7.3. ¿CÓMO SON POSIBLES LOS DISTINTOS IMPERATIVOS?

¿Cómo son posibles estos imperativos, es decir, la constricción de la voluntad que cada uno expresa? (417, 3-6). En el caso de los imperativos de la habilidad la respuesta es sencilla: quien quiere racionalmente un fin, quiere los medios precisos para alcanzarlo, de modo que este segundo querer, sobre el que versa el imperativo, está contenido en el primero analíticamente (por mucho que la puesta en práctica de los medios requiera proposiciones sintéticas), luego se sigue con toda necesidad del mismo (417, 7-25). El fin al que refieren los imperativos de la prudencia es la felicidad, y su volición haría analíticamente necesaria la de los medios correspondientes (417, 27418, 1); sin embargo, el concepto de felicidad como un máximo de satisfacción integra elementos que sólo la experiencia puede propor­ cionar, y permanece por ello tan indeterminado que un ser finito no puede jamás señalar con seguridad qué medios son los más aptos para alcanzarla (cualquier bien concreto —riqueza, saber, salud, etc.— que se poseyese podría resultar contraproducente para el logro de la felicidad) (418, 2-28), por lo que los imperativos correspondientes no se dejan formular con exactitud y, en rigor imposibles como imperati­ vos, son de hecho meros consejos (418, 29-419, 2), lo que no obsta para que, si se pudiesen concretar los medios para la felicidad, la compren­ sión de su posibilidad no ofreciese la menor dificultad (419, 3-11). Esa dificultad, en cambio, es muy grande en los imperativos de la morali­ dad, y ello por dos motivos: por un lado, la experiencia no puede nunca mostramos la realidad de un imperativo de este tipo, pues nunca estamos seguros de que detrás del imperativo no se encuentre un resorte interesado que haga su cumplimiento en realidad contingente

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o hipotético (419, 12-35), luego le prive de la necesidad absoluta y con ella de su índole de ley propiamente moral (419, 36-420, 11); por otra parte, a diferencia del hipotético, el imperativo categórico es una proposición sintética —puesto que conecta la acción imperada con la voluntad como algo no contenido en ésta ni derivado de volición alguna suya— a la par que a priori —ya que esa conexión tiene lugar con toda necesidad y sin apoyarse en condición alguna—, lo que hace su posibilidad tanto más difícil de comprender (420, 12-17. 29-35). 8. Fórmulas I (o de la ley universal) y la (o de la ley de la naturaleza) del imperativo categórico (420, 18-427, 18) 8.1. F órm ula I Por ello, antepondremos al estudio de la posibilidad del imperativo categórico el de su formulación, mucho más fácil, por cuanto este imperativo sólo hace referencia a la necesidad de que la máxima (que es el principio subjetivo según el que se obra) se conforme a una ley (o principio objetivo según el que se debe obrar) que, lejos de mencionar condición alguna, tiene por todo contenido la mera universalidad (420, 18-421, 4. 420, 36-37. 421, 26-30). El imperativo categórico, del que cabe derivar todo deber, reza, pues, como sigue: «obra sólo según la máxima a través de la cual puedas querer a la vez que se convierta en una ley universal» (421, 6-13). 8.2. F órm ula la

Dado que el conjunto de las cosas en cuanto regido por leyes universales se llama naturaleza, el imperativo del deber se puede formular también así: «obra como si la máxima de tu acción se fuese a convertir por tu voluntad en ley natural universal» (421, 14-20). 8.3. C uatro ejem plos

Los diversos deberes se pueden ejemplificar como sigue en su derivación del imperativo categórico y según su clasificación habitual en perfectos o imperfectos (según admitan o no excepciones), hacia sí o hacia otros hombres (421, 21-23. 31-38). En primer lugar, vemos que la máxima de quitarse la vida cuando ésta promete más dolor que agrado es contraria al deber, pues no puede ser ley universal: una naturaleza regida por ella se contradiría al dar a una misma sensación

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las misiones opuestas de fomentar y destruir la vida (421, 24-25. 422, 1-13). La máxima de pedir dinero prestado bajo promesa de devolverlo pero sin intención de hacerlo tampoco es lícita, ya que al ser elevada a ley universal de la naturaleza se contradiría a sí misma, por cuanto su seguimiento por todos haría imposible lo que pretendo al adoptarla: que mi promesa sea creída y se me preste dinero (422,15-36). Un tercer ejemplo es el de quien deja sin cultivar sus talentos naturales para evitar el esfuerzo que ello lo supondría; ese perezoso no puede querer que su máxima sea ley natural universal, pues no puede dejar de querer el desarrollo de todas sus facultades como útiles para cualquier clase de fines (422, 37-423, 16). En cuarto y último lugar, tampoco quien niega su ayuda a quien ve que la necesita puede querer la universali­ zación de su máxima, esto es, que todo el mundo hiciese lo mismo que él, pues en ese caso daría en la contradicción de verse privado, por su propia voluntad, de la ayuda que podría necesitar y le gustaría recibir (423, 17-35). 8.4. E l c a n o n d e l e n ju ic ia m ie n t o m o r a l Así pues, hay máximas (ejemplos 1 y 2) que ni siquiera pueden ser pensadas como leyes universales, mientras que otras (ejemplos 3 y 4) pueden serlo, pero no ser queridas como tales: la adopción de las primeras atenta contra un deber estricto, y la de las segundas contra un deber amplio; en general, el canon de enjuiciamiento moral de toda acción viene dado por la posibilidad de querer sin contradicción que su máxima valga como ley universal (423, 36-424, 14). 8 .5 . F e n o m e n o l o g ía

d e la t r a n s g r e s ió n d e l d e b e r

Ahora bien, quien adopta una máxima contraria al deber no cae de hecho en la contradicción de querer que valga universalmente, ni impugna la ley moral de la razón en sí misma, sino que solamente suspende aquí y ahora la validez del imperativo categórico, rebajando su universalidad a una mera generalidad que admite excepciones en favor de la inclinación (424, 15-37). 8 .6 . ÉTICA PURA Y NO DERIVADA DE LA NATURALEZA HUMANA

Hasta aquí hemos logrado mostrar que sólo el imperativo categó­ rico expresa el concepto de deber y hemos determinado su contenido

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y explicado su uso, si bien aún no hemos podido demostrar su realidad y validez (425, 1-11). Esta última no puede derivarse de propiedad alguna específica de la naturaleza o de la voluntad humana, pues, de lo contrario, por un lado esa validez no se extendería a todo ser racional y, por otro, el principio que la poseyese sería meramente subjetivo y, apoyado en una tendencia nuestra, no podría llegado el caso ordenar­ nos prescindir de todas ellas y alcanzar así la sublime dignidad de quien las supera movido por un mandato moral (425, 12-31). La filosofía, así pues, se ve en la tesitura de tener que respaldar por sí misma sus propias leyes, sin hacerlas depender de algo superior ni apoyarlas en algo inferior a ellas, so pena de echar a perder su pureza y autoridad y de condenar al hombre al desprecio de sí mismo (425, 32-426, 6). En efecto, cualquier añadido empírico haría contingente la bondad de nuestra voluntad, y por lo mismo privaría de valor su adhesión a algo que ya no sería la virtud en su sencilla desnudez, sino un remedo de la misma cubierto de adornos tan inauténticos como prometedores para nuestro egoísmo (426, 7-21. 426, 31-36). Es claro, por ello, que la respuesta a la pregunta por la necesidad de la ley de no obrar más que según máximas universalizables ha de ser obtenida a priori: sólo cabe esperarla de una metafísica de las costumbres, que prescindiendo de cuanto la psicología empírica, como parte de la filosofía natural, puede averiguar sobre el origen y funcionamiento de nuestras inclinaciones, se atenga exclusivamente a lo que la razón por sí sola prescribe a nuestra voluntad, pues sólo ella, en lugar de estudiarlas leyes empíricas de lo que sucede, puede aspirar a determinar qué debe suceder (426, 22-30. 427, 1-18). 9.

Fórmula II (o del fin en sí mismo) del imperativo categórico (427, 19-431, 9)

9.1. D efinición y t ip o s de fin

Los fines, o fundamentos de autodeterminación de la voluntad, son subjetivos u objetivos según se basen en la apetición de un efecto que producir o, dados por la mera razón, sean válidos para todo ser racional; de los primeros se siguen principios materiales e hipotéticos, y sólo los segundos originan principios formales, esto es, leyes prácti­ cas universales: un imperativo categórico sólo podría tener por funda­ mento algo cuya existencia poseyese valor absoluto y fuese fin en sí mismo (427, 19-428, 6).

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9.2. La p e r s o n a , f in e n s í m is m o . F ó r m u l a II Pues bien, cuanto podamos adquirir con nuestros actos debe su valor a las inclinaciones que satisface, ninguna de las cuales es valiosa en sí misma; de los seres que existen de suyo, los irracionales ison cosas y valen sólo como medios, mientras que únicamente las personas —esto es, el hombre, y en general cualquier ser racional— son fines objetivos o en sí mismos, cuya existencia posee valor absoluto y que por tanto jamás deben ser usados como meros medios (428, 7-33). De otro modo no habría principio práctico alguno que fuese objetivo y supremo o categórico, pues le faltaría el fundamento que ahora detec­ tamos (pero aún no podemos demostrar 429, 35-36) en la naturaleza de todo ser racional, y no sólo del hombre, como fin en sí mismo; el imperativo correspondiente reza pues así: «obra de modo que uses la humanidad en tu persona y en la de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio» (428, 34-429, 13). 9.3. C uatro ejem plo s

Por ejemplo, quien se suicida para no sufrir más está disponiendo de su propia persona como si fuese una cosa, un mero medio (es asunto de la moral propiamente dicha, que aquí no podemos estudiar, si quien se amputa miembros o se expone a peligros está haciendo lo mismo) (4 2 9 , 14-28). Parecidamente, quien promete en falso, o vulnera de algún modo los derechos de otra persona, se está valiendo de ella como un mero medio, pues esa otra persona no puede estar de acuerdo con mi modo de tratarla ni por tanto contener el fin de la acción corres­ pondiente (429, 29 -4 30 , 9) (el imperativo categórico es distinto del principio que nos prohibe hacer a los demás lo que no querríamos que nos hiciesen, pues éste deja fuera los deberes hacia mí mismo y otros muchos —como el de ser benéfico o el de condenar a un criminal—, 4 3 0 , 30-37). Por otra parte, no basta con respetar la índole de fin en sí de una persona, sea ésta la propia o sea ajena, sino que he de fomentarla positivamente, por ejemplo desarrollando todas mis facultades, en el primer caso (4 3 0 , 10-17), o procurando la felicidad de los demás haciendo míos sus fines, en el segundo (4 3 0 , 18-27). 9.4. E sta fórm ula no e s empírica

Este principio es puramente racional y no ha sido tomado de la experiencia, pues es universal, y además la humanidad figura en él no

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como un fin subjetivo que de hecho perseguimos, sino como un fin objetivo cuya volición es condición restrictiva de la de cualquier otro (430, 28-29. 431, 1-8). 10. Fórmula III (o de la autonomía) del imperativo categórico (431, 9-433, 11) 10.1. F ó r m u l a III El ser racional como fin en sí mismo es sujeto de todos los fines, lo cual nos lleva a ver en la idea de su voluntad como universalmente legisladora una tercera formulación del principio práctico supremo, en la que la voluntad aparece como autolegisladora y sólo por serlo también como sometida a la ley (431, 9-24). 10.2. L a EXCLUSIÓN DEL INTERÉS COMO CONDICIÓN DE LA CATEGORICIDAD Con esta formulación —que no precisa de nuevos ejemplos (432, 34-36)— no demostramos aún la existencia de imperativos categóricos, pero sí ponemos de relieve, en su fórmula misma, que esos imperativos, por su propia naturaleza, excluyen como resorte de la voluntad cual­ quier clase de interés (431,25-432,4). En efecto, sólo ante una voluntad que no se encuentra bajo leyes, sino que es ella misma legisladora suprema y ley para sí, podemos estar seguros de que su seguimiento de la ley no dependerá de interés alguno o, lo que es lo mismo, de que esa ley que ella da mandará de modo absolutamente incondicionado (432, 5-24). No haber visto esto último —es decir, que cualquier ley bajo la que esté el hombre y que no proceda de su propia voluntad como universalmente legisladora le estará constriñendo desde fuera, a través de un interés, luego sin la necesidad categórica propia del deber moral— es la causa del fracaso de cuantos sistemas morales dejan de situar el principio práctico supremo en la autonomía de la voluntad (432, 25-33. 433, 1-11).

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11. Fórmula Illa (o del reino de los fines) del imperativo categórico (433, 12-436, 7)

11.1. E l REINO DE LOS FINES Los seres racionales como universalmente legisladores por las máximas de su voluntad, y por tanto fines en sí mismos, forman un conjunto sistemático unido por leyes comunes que puede ser denomi­ nado reino de los fines (433, 12-33). Sólo las máximas a través de las cuales la voluntad de un ser racional puede considerarse a sí misma como legisladora universal hacen posible un reino de los fines y son por ello morales; cuando no todas la máximas de un $er racional son así, ese ser, a la vez que es legislador, se halla sometido a la ley y bajo el deber de cumplirla, por lo que es un mero miembro del reino de los fines; en cambio, el ser racional independiente de toda necesidad, y por ello no constreñido por la ley, no está sometido a voluntad ajena y no se halla tampoco bajo el deber, sino que pertenece al reino de los fines como soberano del mismo (433, 34-434, 30). 11.2. D ignidad ( con ba se e n la autonomía ) y precio

Únicamente la moralidad —como condición bajo la cual un ser racional puede ser visto como legislador, es fin en sí mismo y pertenece por tanto al reino de los fines— posee dignidad y no es intercambiable por nada; cualquier otra cualidad tiene sólo precio, ya de mercado si satisface una inclinación, ya afectivo si agrada por sí misma (434, 3 1 -4 35 , 10). Por ejemplo, la lealtad, a diferencia del ingenio, posee un valor interno (que, independiente de lo que la lealtad produzca o de que agrade a un gusto o sentimiento especial, reside en la actitud), y puede ser impuesta a la voluntad como un deber incondicionado que le comunica una dignidad acreedora de respeto inmediato y superior a todo precio (435, 11-28). La autonomía, al hacemos miembros del reino de los fines y partícipes de una legislación universal a la que estamos sometidos a la vez que nos la damos a nosotros mismos, es, así pues, el fundamento de nuestra dignidad como seres racionales (4 3 5 , 2 9 -4 36 , 7).

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12. Sistematización y recapitulación de las fórmulas del imperativo categórico (436, 8-440, 13) 12.1. S istematización de las fórmulas

Aunque el principio de la moralidad es de suyo único, se pueden distinguir, para hacerlo más intuitivo, las tres fórmulas del mismo que ya conocemos: según la unidad de la forma, nos obliga a rechazar toda máxima que no pueda valer como ley universal de la naturaleza; según la multiplicidad de la materia, nos manda tratar a todo ser racional como fin en sí y condición restrictiva de cualquiera de nuestros fines; según la totalidad del sistema, ordena que nuestras máximas concuerden con la idea práctica de un reino de los fines como reino de la naturaleza (436, 8-28. 436, 33-37). Con todo, para el enjuiciamiento moral es preferible atenerse a la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda a la vez hacerse a sí misma ley universal (436, 29-437, 4). 12.2.

R ecapitulación de las fórm ulas I y la DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA BUENA VOLUNTAD

Es absolutamente buena sólo la voluntad para la que sea imposible, al ser pensada como ley, dar en una contradicción, esto es, sólo la voluntad que siempre puede querer que su máxima se tenga por objeto a sí misma como ley universal de la naturaleza (437, 5-20). 12.3.

Recapitulación de la fórmula II DESDE EL PUNTO DE VISTA DE LA BUENA VOLUNTAD

La voluntad absolutamente buena no depende para serlo de que alcance o produzca fin alguno, sino que el suyo ha de ser un fin ya existente, no susceptible de ser realizado, pero sí digno de ser respeta­ do, en y por sí mismo, como determinación negativa que restringe toda acción a la condición de no tratar jamás al fin en sí mismo como mero medio; ahora bien, dado que el fin en sí mismo es el sujeto de todos los fines, esa condición es en el fondo idéntica —luego también lo son los respectivos imperativos— a la de que la máxima de cada sujeto sea aceptable como ley universal para todos (437, 21-438, 7).

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12.4. R ecapitulación y profundización e n las fórm ulas III y Illa Todo ser racional como fin en sí mismo está autorizado a hacer de su propia máxima una ley universal y es por ello miembro legislador del reino de los fines, a la vez que está sometido a la obligación de obrar sólo según máximas a través de las que pueda serlo (438, 8-22). Esas máximas, autoimpuestas a la par que universales, son análogas a las leyes naturales y, si de hecho fuesen seguidas por todos los sujetos, constituirían un reino de los fines a su vez análogo al reino de la naturaleza; sin embargo, no podemos contar con esa coincidencia de ambos reinos, ni, por tanto, con que los miembros del primero reciban la felicidad que esperan, pero no por ello el imperativo categórico pierde algo de su fuerza y sublime valor (438, 23-439, 11). Un ser que hiciese coincidir el reino de la naturaleza con el de los fines no por ello haría aumentar el valor interno de los miembros de este último, un valor que procede de y ha de ser juzgado sólo en atención al desinterés con que forman parte del mismo (439, 12-23). En suma, las acciones que concuerden con la autonomía de la voluntad estarán permitidas moralmente; la voluntad en la que eso suceda necesariamente será santa, y cualquier otra estará bajo la obligación o el deber de atenerse al principio de la autonomía (439, 24-34). Es precisamente en virtud de esta última por lo que la dignidad del ser racional es compatible con el sometimiento bajo el deber: nos sometemos a él no por gusto o miedo, sino exclusivamente por respeto a la ley y a la idea de la dignidad de nuestra voluntad como necesariamente coincidente con ella (439, 35-440, 13). 13. Autonomía y heteronomía (440, 14-444, 34) 13.1. L a autonomía de la voluntad como principio su prem o DE LA MORALIDAD

Cuando una voluntad puede querer que sus máximas sean leyes universales decimos que es autónoma, esto es, ley para sí misma. Este principio se sigue, por mero análisis, de la noción de moralidad, pero el imperativo que manda adoptarlo es una proposición sintética a priori, pues en el concepto de voluntad no está contenido que no deba obrar más que universalizablemente (440, 14-32).

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13.2. L a h eter on om í a de la voluntad como fu en te DE TODOS LOS PRINCIPIOS ESPURIOS

La voluntad que toma la ley que la determina de su relación con un objeto es heterónoma; los imperativos basados en esa relación son siempre hipotéticos —debo hacer algo porque quiero otra cosa— mientras que los morales dejan de lado cualquier influjo de un objeto y mandan categóricamente hacer algo, por ejemplo fomentar la felici­ dad ajena, meramente porque no hacerlo sería inuniversalizable (441, 1-24). 13.3. E lenco d e los principios m orales h eter ón om o s

Los principios heterónomos en que ha caído siempre una razón falta de crítica pueden ser empíricos o racionales (441, 25-442, 5). Entre los primeros, fundados en la naturaleza humana y por ello faltos de necesi­ dad y universalidad, el de la felicidad propia es especialmente rechaza­ ble, pues además de ocultar la diferencia entre ser bueno y ser feliz, y que no siempre lo uno lleva a lo otro, asigna a la moralidad resortes que la privan de su elevación propia (442, 6-22); el principio del sentimiento o sentido moral no es menos empírico —pues no deja de apelar al agrado que la virtud o la felicidad ajena nos producen, por inmediato que éste sea, y por tanto no da una pauta válida por igual para sujetos que pueden sentir de manera distinta— pero al menos aprecia a la moralidad por sí misma y no sólo cuando es ventajosa (442, 23-443, 2). Los principios heterónomos racionales se basan en el concepto de perfección, sea éste ontológico o teológico, de los que el primero es preferible al segundo, pues, por indeterminado e inservible que sea, no hace depender la moralidad de una voluntad, la divina, que o bien se concibe circularmen­ te —pues sólo podemos fundar la idea de moralidad en la de perfección si antes derivamos ésta de aquélla— o bien se limita a exigir que la honremos mediante terribles amenazas de castigo, arruinando así toda moralidad (443, 3-19); el principio ontológico de la perfección es tam­ bién preferible al del sentido moral, pues aunque ninguno de los dos falsifica la moralidad (si bien no pueden fundamentarla), aquél nos encamina directamente a la razón pura (443, 20-27). 13.4. R ecapitulación de la h etero no m í a y la autonomía

El fracaso de todos esos principios se debe a que el imperativo que surge de ellos manda sólo con la condición de que se quiera un objeto,

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luego no determina a la voluntad directamente, sino por medio del impulso que ese objeto ejerce —a través de la inclinación o incluso de la razón— sobre la naturaleza del sujeto, luego es la naturaleza quien está dando a la voluntad, y ya no ésta a sí misma, una ley accesible sólo empíricamente y siempre contingente, nunca categórica ni por tanto moral (443, 28-444, 27). En cambio, la ley que la voluntad absoluta­ mente buena se impone a sí misma se atendrá sólo a la forma de la voluntad, imperando única, pero categóricamente, la validez universal de sus máximas (444, 28-34). 14. Necesidad del paso a una crítica de la razón práctica pura (444, 35-445, 15) Ahora bien, la metafísica de las costumbres se limita a descubrir en la base del concepto habitual de moralidad el imperativo categórico y el principio de la autonomía de la voluntad, mientras que para demos­ trar la posibilidad del primero como una proposición sintética a priori y la necesidad del segundo, y por tanto que la moralidad no es una quimera, hemos de pasar a la crítica de la razón práctica pura (444, 35-445, 15). TERCERA SECCIÓN: TRÁNSITO DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES A LA CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA PURA 15. La libertad (446, 5-449, 6) 15.1. L ibertad y autonomía

La libertad de la voluntad es, en un sentido negativo, la capacidad de no ser determinada a obrar por causas naturales, ajenas a ella; no por eso carece la libertad de toda ley, sino que las suyas, en lugar de originarse heterónomamente en la necesidad natural, proceden de la voluntad misma (446, 5-23); ahora bien, esta voluntad que, en tanto que libre, es autónoma, ley para sí misma, obrará sólo por máximas válidas como leyes universales, por lo que una voluntad libre y una voluntad bajo leyes morales son lo mismo (446, 24-447, 7).

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15.2. L a l ib e r t a d c o m o c la v e d e l im p e r a t iv o c a t e g ó r ic o

Sin embargo, por mero análisis de la noción de buena voluntad no se sigue que su máxima se contenga a sí misma como ley universal, sino que tal propiedad se une con esa noción sintéticamente, a través de un tercero, que aún no conocemos, pero al que apunta el concepto positivo de libertad, un concepto que será preciso deducir con base en la razón práctica pura (447, 8-25): no bastaría atribuir libertad sólo a nuestra voluntad desde la experiencia de nuestra naturaleza (cosa por otra parte imposible), sino que hemos de poder asignarla a priori a todos los seres racionales, pues para todos ellos ha de ser válida la moralidad, y ésta se deriva únicamente de la libertad (447, 26-448, 4). 15.3. NECESIDAD DE PRESUPONER LA LIBERTAD EN SENTIDO PRÁCTICO

Pues bien, para un ser que no puede actuar más que bajo la idea de su libertad valen las mismas leyes que valdrían para un ser cuya libertad se hubiese demostrado teóricamente, por lo que podemos decir del primero que es libre en sentido práctico (448, 5-9. 28-35). Tal es el caso del hombre y de todo ser racional dotado de voluntad: que su razón es práctica implica que tiene conciencia de su causalidad como autora de sus principios, sin que le mueva en sus juicios influjo externo alguno, por lo que podemos y debemos presuponer —aunque sigamos sin saberlo— que es libre (448, 10-27. 449, 1-6). 16. Planteamiento del problema de la validez del imperativo categórico (449, 7-450, 17) Al pensarme como libre, soy consciente de la ley de obrar sólo de modo universalizable, pero ¿por qué tengo que someterme a esa ley, sin que ningún interés me mueva a ello? De suyo, todo ser racional querría obrar así, pero ese querer toma la forma de un deber para seres como el hombre, cuya razón práctica se halla obstaculizada por la afección sensible (449, 7-22). Parece, pues, que únicamente hemos conseguido determinar con precisión el principio de la moralidad, pero no demostrar su validez como un mandato ni explicar por qué atribui­ mos al obrar moral un valor incomparable con el de cualquier otro estado, por agradable que éste sea (449, 24-450, 2). Ciertamente, tomamos un interés en la moralidad como lo que nos hace dignos de ser felices, sin que nos mueva deseo empírico alguno, pero eso sólo es posible una vez que la idea de libertad nos lleva a vernos sometidos a

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la ley moral, y seguimos sin saber de dónde procede esa obligación (450, 3-17). 17. El aparente círculo vicioso libertad-moralidad (450, 18-453, 15) 17.1. P lanteam iento del problem a

Aparentemente, hemos caído en un círculo vicioso: nos considera­ mos libres para así poder vernos bajo la ley moral, a la vez que decimos que estamos sometidos a ésta porque somos libres; en realidad, dado que libertad y legislación propia de la voluntad son conceptos equiva­ lentes, no podemos usar ninguno de ellos para fundamentar el otro (450, 18-29). 17.2. D istinción entre fen ó m en o y no ú m en o e n el h o m bre

Ahora bien, cuando nos pensamos como causas libres tomamos otro punto de vista que cuando vemos nuestras acciones como meros efectos; se trata de la diferencia que incluso el entendimiento ordinario descubre entre las representaciones que producimos nosotros mismos y las que recibimos pasivamente a través de los sentidos: éstas —los fenómenos— nos dan a conocer las cosas sólo según nos afectan en sus cambiantes apariencias, pero detrás de ellas han de estar, si bien desconocidas para nosotros, las cosas en sí (450, 30-451, 21). Tampoco de sí mismo puede el hombre conocer más que los fenómenos que recibe por afección sensible, pero en la base de los mismos ha de estar sin embargo su auténtico yo, del que sabemos, por conciencia inme­ diata, que posee actividad propia (451, 22-452, 6). 17.3. D istinción entre razón activa y se n t id o s pasivos

Esa actividad propia es, en su plenitud, exclusiva de la razón, que se eleva con la espontaneidad pura de sus ideas muy por encima del entendimiento —el cual se limita a unir bajo reglas las repre­ sentaciones sensibles que recibe pasivamente— y brinda al hombre un punto de vista que le permite considerarse, como inteligencia, miem­ bro de un mundo en el que rigen leyes racionales, muy otras que las naturales, propias éstas del mundo sensible, al que sin embargo simul­ táneamente también pertenece (452, 7-30). Esta causalidad propia de

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la razón no es sino la libertad, con la cual está unida la autonomía, y con ésta la ley moral (452, 31-453, 2). 17.4. No HAY CÍRCULO VICIOSO, SINO DISTINCIÓN DE PUNTOS DE VISTA Evitamos así la petición de principio de quien por un lado infiere la ley moral de la libertad pero por otro funda ésta en aquélla: como libres, nos pensamos situados en el mundo del entendimiento, y en éste conocemos la autonomía y la moralidad como consecuencia suya, si bien, como obligados, pertenecemos a la vez al mundo de los sentidos (453, 3-15). 18. Solución del problema de la validez del imperativo categórico (453, 16-455, 9) 18.1. A rgum ento filosófico : el m undo inteligible e s ley PARA EL MUNDO SENSIBLE

Ese mundo del entendimiento, al que pertenezco por mi libertad, es el fundamento del mundo de los sentidos y de sus leyes, por lo que las leyes del primero (las morales, esto es, las de la autonomía de una voluntad pura), que seguiría siempre si sólo perteneciese a él, chocan, dada mi simultánea pertenencia al mundo de los sentidos, con las leyes de éste (las de la necesidad natural de nuestros apetitos), por lo que toman la forma de imperativos categóricos que debo seguir (453, 16-454, 5), los cuales, así, se revelan ahora como posibles: son propo­ siciones sintéticas que enlazan a priori mi voluntad afectada empíri­ camente con la idea de la misma como práctica de suyo, perteneciente al mundo del entendimiento y por ello condición de la primera según la razón (454, 6-19). 18.2. A rgum ento basado en la razón hum ana vulgar

La razón ordinaria confirma que aun el peor malvado desearía liberarse de sus inclinaciones y obrar virtuosamente: sin que a ello le mueva aliciente sensible alguno, llevado de la mera idea de libertad, se traslada con el pensamiento a un mundo meramente intelectual en el que es consciente de poseer una voluntad buena cuyo querer nece­ sariamente moral es ley, y hace de la moralidad un deber para él mismo como miembro del mundo de los sentidos (454, 20-455, 9).

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19. Defensa de la posibilidad de la libertad (455, 10-458, 5) 19.1. P arece q ue e s inevitable la contradicción ENTRE NECESIDAD NATURAL Y LIBERTAD

El concepto de libertad, preciso para pensar la diferencia entre cómo suceden nuestros actos y cómo deben suceder, choca con el de necesidad natural, según la cual nada puede suceder de otro modo. Mientras que el primero es una mera idea de la razón, el segundo es un concepto del entendimiento, que como tal prueba su realidad objetiva dando origen a la experiencia como conjunto sistemático de leyes, por lo que la razón especulativa lo prefiere al de libertad (455, 10-32); sin embargo, ésta es indispensable para el uso práctico de la razón, de manera que hemos de concluir que la contradicción entre libertad y necesidad natural es sólo aparente (455, 33-456, 11). 19.2. Es PRECISO Y POSIBLE SUPERAR ESA CONTRADICCIÓN En efecto: no decimos que un sujeto es libre en el mismo sentido en que afirmamos que a la vez está sometido a las leyes de la naturaleza, lo que sí sería contradictorio, sino en dos sentidos que son tan distintos a la par que compatibles entre sí como el de la cosa en sí y el del fenómeno (456, 12-28). Mostrar su diferencia y la necesidad de su simultánea afirmación es tarea de la filosofía especulativa, pues es ella la que al impugnar la libertad por su aparente contradicción con la necesidad natural minaba toda filosofía práctica y la entregaba al fatalismo (456, 29-457, 3). Decimos, así, que el hombre es libre en el sentido de que, como cosa en sí, es consciente de una voluntad cuya ley y causalidad proceden sólo de la razón pura, y son por tanto independientes de y pueden ir en contra de cualquier impulso sensible; lo negamos, en cambio, al verle, como fenómeno, afectado por los sentidos y sometido a la determinación por sus inclinaciones según unas leyes naturales de las que su verdadero yo, como inteligencia, no es responsable, aunque sí lo es de la influencia sobre sus actos que, en contra de la razón, pudiera concederles (457, 4-458, 5).

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20. Inexplicabilidad de la practicidad de la razón pura (458, 6-463, 33) 2 0 .1 . I m posibilidad de saber el m undo inteligible Y DE EXPLICAR CÓMO ES POSIBLE LA LIBERTAD

La razón, por tanto, puede y debe pensarse a sí misma como práctica y como poseedora de una causalidad propia e irreductible a toda determinación sensible, y para hacerlo se coloca en el punto de vista de un mundo inteligible, en el que sin embargo no puede intuir objeto alguno, y del que únicamente sabe que su condición formal es la autonomía de la voluntad, esto es, la ley de la validez universal de todas sus máximas (458, 6-35). Ante todo, la razón pura iría más allá de sus límites si pretendiese explicar su propia practicidad o, lo que es lo mismo, cómo es posible la libertad: ese intento sería el de hallar para la libertad leyes naturales y ejemplos empíricos que probasen su realidad objetiva (458, 36-459, 9), mientras que ella no es sino una idea de la razón, precisa para pensar una voluntad que actúe según leyes distintas de las naturales, y de la que por lo mismo no cabe explicación alguna, sino sólo la defensa consistente en mostrar que, dada la diferencia entre las cosas en sí y los fenómenos, la necesidad natural, bajo la que está el hombre en tanto que es uno de éstos, no tiene por qué valer también para él como inteligencia (459, 10-31). 20.2.

I m posibilidad de sa ber cómo e s po sible tomar INTERÉS EN LAS LEYES MORALES

No menos imposible que explicar la libertad es comprender el interés que tomamos en la moralidad: la razón pura sólo puede determinar a la voluntad a través de un interés que tome inmediata­ mente en la moralidad, sin derivarlo de ningún otro sentimiento o deseo, para lo cual el mero pensamiento de la universalidad de nuestras máximas como ley tiene que ser capaz de causar en nosotros un sentimiento de placer que determine a nuestra sensibilidad (459, 32-460, 12. 460, 27-37); sabemos que tal sentimiento e interés moral son reales y que no preceden ni fundamentan la validez de la ley —más bien, ésta nos interesa exclusivamente por ser válida, y lo es por proceder de nuestro propio yo como cosa en sí— pero no podemos explicar cómo una causa ajena a la experiencia, la razón pura, puede a través de meras ideas surtir esos efectos sensibles (460, 13-26. 461, 1- 6 ).

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20.3.

R e c a p it u l a c ió n d e l o s EN LA TERCERA SECCIÓN

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p r o b l e m a s tratados

Hemos llegado a saber cómo es posible el imperativo categórico en cuanto que hemos visto que para estar convencidos de su validez basta estarlo de la necesidad de presuponer la libertad y de la licitud de hacerlo sin contradicción, pero no podemos comprender la posibilidad de esa presuposición en sí misma (461, 7-14); de esa presuposición se sigue inmediatamente la autonomía de la voluntad como necesaria condición formal de la actividad causal o practicidad de la razón pura, si bien nos es enteramente imposible explicar esta última, esto es, cómo el principio de la validez universal de las máximas puede dar lugar por sí mismo a un resorte y a un interés (461, 15-35). 20.4. I n c o n c e b ib il id a d ú l t im a d e l im p e r a t iv o c a t e g ó r ic o En efecto, para explicar la libertad en la causalidad de la voluntad sería preciso conocer el mundo inteligible, del que sin embargo sólo sé que es diferente de aquél en el que todos los resortes son sensibles, sin que la razón pura que lo piensa descubra en él objeto alguno o comprenda cómo puede ser activo (461, 36-462, 21). Aquí está el límite que la filosofía moral no puede traspasar sin perderse en vanas quime­ ras; con todo, esa idea de un mundo de las inteligencias, al que pertenecemos cuando podemos hacer de las máximas de nuestra libertad leyes de la naturaleza, es lícita a modo de ideal de una fe racional que aviva nuestro interés por la moralidad (462, 22-463, 2). Vemos, así pues, que nuestra razón llega en su uso práctico a una ley absolutamente necesaria, si bien, al igual que en su uso especulativo, no puede comprender una necesidad incondicionada más que some­ tiéndola a una condición que arruina precisamente su índole de absoluta (463, 3-21). A esa insuperable limitación de nuestra razón se debe que no hayamos podido comprender la necesidad absoluta de la ley moral, pues eso sólo hubiese sido posible al precio de anular su categoricidad haciéndola relativa a un interés: de este modo, lo único concebible para nosotros del imperativo categórico como ley suprema de la libertad es su inconcebibilidad (463, 22-33).

VII. CRITERIOS SEGUIDOS EN EL TEXTO ALEMÁN

1. Tomamos como base el texto publicado por Kant en 1786 (al que nos referiremos siempre como A2), que es la edición preferida por prácticamente todos los editores y estudiosos. Como no pretendemos hacer una edición crítica del texto alemán, sólo señalaremos las va­ riantes de A2 respecto de la edición de 1785 (designada con Al) en las contadas ocasiones en que Kant altera el sentido de Al, por levemente que sea, añadiendo u omitiendo algo o cambiando un término por otro, pues el hecho de que Kant haya creído oportunas esas modificaciones indica que muy probablemente las considera de especial importancia, al menos de cara a la precisión de su pensamiento. 2. Cuando nos apartamos de A2 proponiendo otra lectura por razones distintas de las meramente ortográficas lo hacemos constar en nota, dejando intacto el texto de A2 en el cuerpo de la página. 3. Mencionamos en las notas las modificaciones de A2 propuestas por algún estudioso sólo cuando su introducción nos parece oportuna y, salvo algunas excepciones, omitimos reseñar aquellas de las que discrepamos. 4. El texto que ofrecemos es pues el de A2 tal cual, si bien con la ortografía actual. A continuación indicamos algunos ejemplos, selec­ cionados arbitrariamente, de modernización de la ortografía: «sowol» se convierte en «sowohl» (411, 10), «Kenntnifi» en «Kenntnis» (410, 9), «Theile» en «Teile» (410, 13), «Publicum» en «Publikum» (410, 17), «gemeynet» en «gemeint» (421, 37), «Gescháfte» (nominativo y acusa­ tivo singular) en «Gescháft» (452,20), «andem» en «anderen» (387,15: en general, hemos regularizado la terminación «-em» de algunos adjetivos en «eren»), «so bald» en «sobald» (403, 16), «Imperativen» (nominativo plural) en «Imperative»; hemos uniformado la declina­ ción de los adjetivos que siguen a las distintas formas del artículo determinado «der», del artículo indeterminado «ein» y de «all» (decli­ nando estos últimos como se hace cuando siguen al artículo determi­ nado). No hemos alterado nunca los signos de puntuación, salvo en el

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caso de las comas que a veces aparecen, extrañamente, inmediatamen­ te delante y detrás de un paréntesis, o dentro de un paréntesis inme­ diatamente detrás del signo que lo abre o justo antes del signo que lo cierra (esta última peculiaridad es mucho menos frecuente en Al que en A2, donde parece que Kant creyó necesario resaltar doblemente la estructura interna de muchos pasajes, separando las proposiciones que representan incisos en la misma con comas además de con paréntesis); dado que esas comas son superfluas y hasta molestas para la lectura y la buena inteligencia del texto, las hemos eliminado o las hemos colocado fuera de los paréntesis. 5. En nuestro texto resaltamos con cursiva las palabras y pasajes que en A2 aparecen en negrita y en un cuerpo algo más grande, así como las palabras latinas, que en Al y A2 se diferencian tipográfica­ mente de las demás por ir en letra latina y no en «Fraktur» (letra «gótica»). 6. Las notas del propio Kant figuran a pie de página y se distinguen de las nuestras en que no van numeradas, sino llamadas por medio de asteriscos. 7. Nos hemos valido de los siguientes textos y ediciones de la Fundamentación (indicamos antes de los datos de cada uno de ellos la abreviatura o nombre de autor de que nos hemos valido para citarlos, en su caso, en las notas al texto): — Al: Grundlegung/ zur/ MetaphysikJ der Sitien/ von/ Immanuel Kant/ /Riga,/ bey Johann Friedrich Hartknoch/ 1785 [128 pp. en octavo]. — A2: Grundlegung/ zur/ MetaphysikJ der Sitien/ von/ Immanuel Kant/ [dibujo]/ Zweyte Auflage./ Riga,/ bey Johann Friedrich Hartknoch/ 1786 [128 pp. en octavo] [esta edición fue reprodu­ cida en vida de Kant dos veces, en 1792 y en 1797]. — Hartenstein: Immanuel Kant's Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, in Immanuel Kant's Werke, sorgfáltig revidirte Gesammtausgabe in zehn Bánden, Modes und Baumann, Leipzig, 1838, Vierter Band [pp. 1-93]. — Rosenkranz: Immanuel Kant's Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, herausgegeben von Karl Rosenkranz, in Immanuel Kant's sammtliche Werke, herausgegeben von Karl Rosenkranz und Friedr. Wilh. Schubert, Leopold Voss, Leipzig, 1838, Achter Theil [pp. 1-102], — Ak.: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien in Kant's gesammelte Schriften, hrsg. von der Kóniglich Preufiischen Akademie der Wissenschaften, Georg Reimer, Berlín, 1903, Band IV [pp. 385463] [editada por P. Menzer, quien añade un aparato crítico que

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recoge entre otras las aportaciones de E. Arnoldt citadas sin indicación de la fuente de que se toman, al que siguen observa­ ciones sobre la ortografía del texto debidas a E. Frey, en pp. 623-34]. — Vorlánder: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, herausgegeben von Karl Vorlánder, Félix Meiner, Leipzig, 1906, 3. Aufl. — Cassirer: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien in Schriften von Immanuel Kant, hrsg. von Dr. Arthur Buchenau und Dr. Emst Cassirer, Bruno Cassirer, Berlín, 1913, Band IV [pp. 241-324], — Otto: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, neu herausgegeben von R. Otto, Klotz, Gotha, 1930. — Weischedel: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien in Immanuel Kant. Werke in sechs Banden, herausgegeben von Wilhelm Weis­ chedel, Insel, Wiesbaden, 1956, Band IV [pp. 7-102]. — Valentiner: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien, herausgege­ ben von Theodor Valentiner, Reclam, Stuttgart, 1961. Por otra parte hemos abreviado el título de nuestra obra de la manera que sigue: — GMS: Grundlegung zur Metaphysik der Sitien. 8. Hemos recurrido asimismo a las observaciones contenidas en — Adickes: Adickes, E., «Korrekturen und Konjekturen zu Kants ethischen Schriften», in Kant-Studien 5 (1901), pp. 207-214; en algunas ocasiones nos ha sido de gran utilidad la consulta del dic­ cionario histórico — Deutsches Wórterbuch von Jakob und Wilhelm Grimm, S. Hitzel, Leipzig, 1854 y ss. (Nachdruck DTV, München, 1984); para la ortografía nos hemos atenido a: — Rechtschreibung der deutschen Sprache, 20. vóllig neu bearbeitete und erweiterte Auflage, herausgegeben von der Dudenredaktion auf der Grundlage der amtlichen Rechtschreibungsregeln, Dudenverlag, Mannheim, 1994 (complementada y actualizada por los Beschlüsse der Wiener Ortographiekonferenz vom 22. bis 24.11.1994 für Deutschland, Ósterreich und die Schweiz, publi­ cados como apéndice de esa misma obra).

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9. Para facilitar la comparación con otras ediciones y el uso de la literatura secundaria intercalamos en el texto la numeración de pági­ nas y líneas de Ak. (indicamos el comienzo de cada línea con la cifra correspondiente cuando hace un número múltiplo de cinco y con un apóstrofo en los demás casos), a la que se refieren siempre las citas de pasajes de la Fundamentación. Cuando citamos otras obras de Kant mencionamos el tomo correspondiente de Ak.-Ausg. y la página del mismo, pero no el número de línea. Las abreviaturas «1.» y «11.» significan por tanto «línea» y «líneas», respectivamente, del texto de Ak.; cuando no se indica en qué línea aparece una palabra de ese texto se entiende que está en la última línea mencionada.

VIII. CRITERIOS SEGUIDOS PARA LA TRADUCCIÓN

1. Hemos tomado como criterio general el de ser máximamente fíeles al texto original e intentar únicamente traducirlo, sin que al verterlo al español hayamos procurado mejorarlo, corregirlo, aclararlo o hacer más fácilmente comprensible nuestra traducción de lo que pueda serlo el original para un lector conocedor del alemán. De esta manera, cuando sólo podíamos evitar la dureza cayendo en la infide­ lidad, por ligera que ésta fuese, hemos retrocedido, prefiriendo la primera a la segunda. 2. Los rasgos de nuestra traducción que enumeramos a continua­ ción son algunos de los que quizá la empeoran «literariamente», pero nos ha parecido permitido y hasta conveniente mantenerlos cuando sólo se hubiesen podido evitar con detrimento de la fidelidad al original: — evitación de compromisos: no empleamos términos cargados de contenido filosófico y por ello poco neutrales, pese a que son elegantes y habituales en libros de filosofía, cuando no es evi­ dente que posean ese sentido técnico-filosófico; por ejemplo para «durch dieselbe Empfindung, deren Bestimmung es ist, zur Beforderung des Lebens anzutreiben» (422, 11. 9-10) sería de esperar la traducción «por la misma sensación cuya finali­ dad...», pero para evitar el término «finalidad» se ha preferido el más neutro «cometido»; — repeticiones (por ejemplo en 429, 27-28 habla Kant del «Gefahr, der ich mein Leben aussetze, um mein Leben zu erhalten», lo que, no menos repetitivamente que nuestro autor, hemos tradu­ cido por «el peligro al que expongo mi vida para conservar mi vida»); — pasajes un tanto abruptos, por ejemplo el que empieza con «auch einer» en 442, 28; — en general, y aunque no siempre ha sido posible, se ha procurado que a cada palabra alemana corresponda siempre la misma

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española; con más rigor aún se ha procurado no traducir con la misma palabra española dos palabras alemanas distintas; por ejemplo «Anlage» se ha traducido por «disposición», y en cam­ bio «Einrichtung», que si no apareciese «Anlage» también daría «disposición», se ha traducido por «configuración», y no por ejemplo por «constitución», ya que «constitución» está a su vez reservada para «Beschaffenheit». 3. Sin embargo, dada la importancia que reviste para la compren­ sión exacta del sentido de un pasaje la claridad de su estructura sintáctica, nos hemos permitido añadir algún «y» (por ejemplo delante de «folglich» en 448 y muchas veces delante de «mithin», donde Kant nunca escribe «und»); en general, en las ocasiones en que una fidelidad total a la puntuación kantiana hubiese hecho esa estructura poco menos que ininteligible, hemos alterado los signos de puntuación internos a los párrafos, especialmente introduciendo bastantes comas y usando los puntos y comas y las comas de manera más conforme al español actual que al alemán de Kant. 4. Cuando Kant es ambiguo hemos mantenido esa ambigüedad y hemos intentado deshacerla sólo en nota, pero no en la traducción, que permanece tan ambigua como el original (pues intenta precisamente traducirlo, no enmendarlo o aclararlo). Cuando es inevitable decantar­ se en la traducción por una entre dos o más maneras, igualmente aceptables pero relevantemente distintas, de entender un pasaje, men­ cionamos y explicamos en una nota por qué la hemos preferido y cuáles son las otras posibilidades. 5. Sin embargo, cuando la ambigüedad que resultaría de una traducción absolutamente literal se debería a características del espa­ ñol, mientras que en el original no se presenta, procuramos deshacer la ambigüedad en la traducción misma (por ejemplo repitiendo la palabra a la que se refiere un pronombre que si figurase solo sería ambiguo), no en una nota. 6. Las notas del propio Kant figuran a pie de página y se distinguen de las nuestras en que no van numeradas, sino llamadas por medio de asteriscos. 7. Las notas relativas a modificaciones de A2 no se repiten en la traducción, pues ya figuran en el texto alemán, pero ésta se efectúa siempre presuponiendo su adopción. 8. Los números de página y de línea (a las que nos referimos con las abreviaturas «1.», para «línea» y «11.» para «líneas») se refieren a la paginación y numeración en líneas del texto alemán de Ak.; cuando no se indica en qué línea aparece una palabra de ese texto se entiende que está en la última línea mencionada.

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ESTUDIO PRELIMINAR

9. Todo traductor de Kant al español tiene y tendrá una deuda impagable hacia Manuel García Morente, que en sus traducciones de nuestro filósofo acierta muchas veces con la mejor manera posible de poner en castellano sus pensamientos y ha proporcionado la versión que bien puede considerarse definitiva de numerosos términos clave.184 Por ello, en nuestra traducción de la Fundamentación hemos tenido a la vista en todo momento la excelente versión de esta obra debida al eminente profesor madrileño. Por otra parte, también nos ha sido de utilidad la consulta de las traducciones de la Fundamentación al inglés y al francés debidas a H. J. Patón y a V. Delbos, respectivamente, y en especial la de la primera de ellas.185

184. Cfr. Caimi, M. «Rezension von Kant, M., Fundamentación de la Metafísica de las Costum­ trad. por Manuel García Morente, ed. por Juan Miguel Palacios, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid, 1992», in Kant-Studien 86 (1995), pp. 105-106. 185. Ambas versiones se citan en la Bibliografía.

bres,

IX. BIBLIOGRAFÍA 186

1. Ediciones 1.1. O riginales

Grundlegung/ zur/ Metaphysik/ der Sitien/ von/ Immanuel Kant/ /Riga,/ bey Johann Friedrich Hartknoch/ 1785 [128 pp. en octavo]. Grundlegung/ zur/ MetaphysikJder Sitien/ von/ Immanuel Kant/ [dibujo]/ Zweyte Auflage./ Riga,/ bey Johann Friedrich Hartknoch/ 1786 [128 pp. en octavo]. 1.2. O tras

Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Johann Friedrich Hartknoch, Riga, 1792 [reproducción de la edición original de 1786]. Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Johann Friedrich Hartknoch, Riga, 1797 [reproducción de la edición original de 1786]. Immanuel Kant's Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, in Immanuel Kant’s Werke, sorgfáltig revidirte Gesammtausgabe in zehn Bánden [editada por G. Hartenstein], Modes und Baumann, Leipzig, 1838, Vierter Band [pp. 1-93]. Immanuel Kant's Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, herausgegeben von Karl Rosenkranz, in Immanuel Kant's sümmtliche Werke, herausgegeben von Karl Rosenkranz und Friedr. Wilh. Schubert, Leopold Voss, Leipzig, 1838, Achter Theil [pp. 1-102]. 186.

A continuación indicamos las principales ediciones y traducciones de la Fundamentaparte de la abundante literatura existente sobre nuestra obra, ordenada por temas y sin pretensión alguna de exhaustividad. Bittner y Cramer por un lado y Kaulbach por otro ofrecen repertorios bibliográficos ordenados por temas y de cierta extensión en Bittner, R.-Cramer, K., Bibliographie in Materialien zu Kants «Kritik der praktischen Vemunft», Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1975 y Kaulbach, E, Bibliographie in Immanuel Kants «Grundlegung zur Metaphysik der Sitten». Interpretaron und Kommentar, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt, 1978, respectivamente. La revista Kant-Studien publica periódicamente repertorios sistemáticos de la bibliografía kantiana más reciente. ción, así como

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BIBLIOGRAFÍA

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Kant, I., Cimentación para la metafísica de las costumbres, trad. y prólogo de C. Martínez Ramírez, Aguilar, Buenos Aires, 1973, 4a. ed.. Kant, M., Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Crítica de la razón práctica. La paz perpetua, estudio introductorio y análisis de las obras por F. Larroyo, Porrúa, México, 1977, 3a. ed. [reproduce la traducción de García Morente]. Kant, M., Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, trad. de M. García Morente, ed. al cuidado de J.M. Palacios, Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, Madrid, 1992 [esta traducción apareció por primera vez en Calpe, Madrid, 1921]. Kant, I., Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, ed. de L. Martínez de Velasco, Espasa-Calpe, Madrid, 1994, 10a. ed. [aunque no se menciona traductor alguno, en este volumen se reproduce en lo sustancial la traduc­ ción de García Morente —publicada anteriormente en la misma editorial hasta ocho veces, la última en 1983— con algunas modificaciones]. 2.2. A OTRAS LENGUAS Groundwork of the Metaphysic of Moráis, translated and analysed by H.J. Patón, Haiper & Row, New York, 1964 [publicada también bajo el título The Moral Law en Hutchinson, London, 1948)].

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X. AGRADECIMIENTOS

Agradezco el apoyo económico que me han prestado para la reali­ zación de este trabajo el Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) y la Fundación Caja de Madrid al concederme sucesivamente sendas becas postdoctorales. Entre las numerosas personas que me han ayudado con su consejo y sus sugerencias no puedo dejar de citar a los profesores Juan Miguel Palacios, Gilberto Gutiérrez, Reinhard Lów (q.e.p.d.) y Wilhelm Vossenkuhl, ni tampoco al Dr. Josef Dohrenbusch. A todos ellos, muchas gracias.

FUNDAMENTACIÓN DE LA METAFÍSICA DE LAS COSTUMBRES d e I m m anuel K ant

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Prefacio

La antigua filosofía griega se dividía en tres ciencias: la adecuada a la naturaleza de la cuestión y no hay en ella nada que mejorar, a no ser, acaso, solamente añadir el principio de la misma, en parte para asegurarse de esta manera de que es completa y en parte para poder determinar correctamente las necesarias subdivisiones. Todo conocimiento racional es o m aterial, y considera algún objeto, o form al, y se ocupa meramente de la forma del entendimiento y de la razón mismos y de las reglas universales del pensar en general, sin distinción de los objetos. La filosofía formal se llama lógica, mientras que la material, que tiene que ver con determinados objetos y con las leyes a las que están sometidos, se divide a su vez en dos. Pues las leyes son o leyes de la naturaleza o de la libertad. La ciencia de la primera se Mama física, la de la segunda es la ética-, aquélla es denominada también doctrina de la naturaleza, ésta, doctrina de las cos­ tumbres. La lógica no puede tener una parte empírica, esto es, una parte en la que las leyes universales y necesarias del pensar descansasen en fundamentos que estuviesen tomados de la experiencia, pues, de lo contrario, no sería lógica, esto es, un canon para el entendimiento o la razón que vale en todo pensar y tiene que ser demostrado. En cambio, tanto la filosofía natural como la filosofía moral pueden tener cada una su parte empírica, porque aquélla tiene que determinar

física, la ética y la lógica. Esta división es perfectamente

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sus leyes para la naturaleza como un objeto de la experiencia, y ésta para la voluntad del hombre, en tanto que es afectada1 por la naturaleza; las primeras ciertamente como leyes según las cuales todo sucede, las segundas como leyes según las cuales todo debe suceder, pero sin embargo también con consideración de las condiciones bajo las cuales frecuente­ mente no sucede. Se puede denominar em pírica a toda filosofía en tanto que se basa en fundamentos de la experiencia, y filosofía pura a la que presenta sus doctrinas exclusivamente a partir de principios a priori. La última, cuando es meramente formal, se llama lógica, mientras que si está restringida a determina­ dos objetos del entendimiento se llama entonces m etafísica. De este modo surge la idea de una doble metafísica, una m etafísica de la naturaleza y una m etafísica de las costum bres. La física, así pues, tendrá su parte empírica, pero también una parte racional; la ética está en el mismo caso, si bien aquí la parte empírica podría llamarse especialmente antropología práctica, y la racional, propiamente m oral. Todos los oficios, gremios y artes han ganado con la división del trabajo, pues en ellos uno no lo hace todo, sino que cada uno se restringe a cierto trabajo, que se distingue notablemente de otros en el modo de su realización, para poder llevarlo a cabo con la mayor perfección y con más facilidad. Donde el trabajo no se distingue y reparte así, donde cada uno hace de todo, allí todavía yacen los oficios en la mayor barbarie. Si bien sería por sí mismo un objeto no indigno de consideración preguntar si la filosofía pura no reclama en todas sus partes su especialista, y si no sería mejor para el conjunto del oficio erudito si se adviértese a quienes están acostumbrados, en conformidad con el gusto del públi­ co, a vender lo empírico mezclado con lo racional según todo tipo de proporciones desconocidas para ellos mismos, a quie­ nes se denominan a sí mismos pensadores independientes, y elucubradores a otros que preparan la parte meramente ra­ cional,2 que no cultiven a la vez dos quehaceres que son absolutamente distintos en la manera de tratarlos, para cada uno de los cuales se exige quizá un talento especial y cuya unión en una persona produce sólo chapuceros, con todo eso, aquí pregunto sin embargo sólo si la naturaleza de la ciencia no exige separar siempre cuidadosamente la parte empírica de la racional y hacer preceder a la física propiamente dicha (empírica) una metafísica de la naturaleza, y a la antropología

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práctica una metafísica de las costumbres, que tendrían3que estar cuidadosamente limpias de todo lo empírico, para saber cuánto puede rendir la razón pura en ambos casos y de qué fuentes extrae ella misma esta su enseñanza a priori, sea por lo demás cultivado el último quehacer por todos los moralis­ tas (cuyo nombre es legión), o sólo por algunos que se sienten llamados a ello. Como mi propósito aquí se dirige propiamente a la filoso­ fía moral, restrinjo la pregunta planteada sólo a esto: si no se cree que es de la más extrema necesidad elaborar de una vez una filosofía moral pura que estuviese completamente limpia de todo cuanto sea empírico y pertenece a la antropología, pues que tiene que haberla es evidente por sí mismo desde la idea ordinaria del deber y de las leyes morales. Todo el mundo tiene que confesar que una ley, si es que ha de valer moral­ mente, esto es, como fundamento de una obligación, tiene que llevar consigo necesidad absoluta; que el mandato: no debes mentir, no es que valga meramente para hombres, sin que otros seres racionales tuviesen que atenerse a él, y así todas las restantes leyes propiamente morales; que, por tanto, el fundamento de la obligación tiene que ser buscado aquí no en la naturaleza del hombre, o en las circunstancias en el mundo en que 4 está puesto, sino a priori exclusivamente en conceptos de la razón pura, y que cualquier otra pres­ cripción que se funde en principios de la mera experiencia, e incluso una prescripción en cierto aspecto universal, en tanto que se apoye en fundamentos empíricos en la más mínima parte, quizá sólo por lo que hace a un motivo, podrá llamarse ciertamente una regla práctica, pero nunca una ley moral. Así pues, las leyes morales, junto con sus principios, no sólo se diferencian esencialmente, dentro de todo el conoci­ miento práctico, de todo lo restante en lo que haya cualquier cosa empírica, sino que toda la filosofía moral descansa enteramente sobre su parte pura, y, aplicada al hombre, no toma prestado ni lo más mínimo del conocimiento del mismo (antropología), sino que le da, como ser racional, leyes a priori, las cuales, desde luego, exigen además una capacidad de juzgar aguzada por la experiencia, en parte para distinguir en qué casos tienen su aplicación, y en parte para procurarles aacceso en la voluntad del hombre y energía para la ejecución, pues éste, afectado él mismo con tantas inclinaciones, es ciertamente capaz de la idea de una razón pura práctica, pero

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de vida. Una metafísica de las costumbres es, así pues, indispensa­ blemente necesaria, no meramente por un motivo de la espe­ culación, para investigar la fuente de los principios prácticos que residen a priori en nuestra razón, sino porque las costum­ bres mismas permanecen sometidas a todo tipo de corrupción mientras falte ese hilo conductor y norma suprema de su correcto enjuiciamiento. Pues lo que ha de ser moralmente bueno no basta que sea conform e a la ley moral, sino que también tiene que suceder p o r m or de la misma', en caso contrario, esa conformidad es sólo muy contingente y preca­ ria, porque el fundamento inmoral ciertamente producirá de vez en cuando acciones conformes a la ley, pero a veces acciones contrarias a ella. Ahora bien, la ley moral en su pureza y autenticidad (que son precisamente lo más relevante en lo práctico) no se puede buscar en ningún otro sitio que en una filosofía pura, así pues ésta (metafísica) tiene que prece­ der, y sin ella no puede haber en lugar alguno filosofía moral; es más, la que mezcla esos principios puros entre los empíri­ cos no merece el nombre de filosofía (pues ésta se distingue precisamente del conocimiento racional ordinario en que presenta en ciencia separada lo que el segundo concibe sólo mezclado), mucho menos el de filosofía moral, porque preci­ samente con esa mezcla hace quebranto incluso a la pureza misma de las costumbres y procede en contra de su propio fin. No se piense sin embargo, de ninguna manera, que lo que aquí se exige se tiene ya en la propedéutica del célebre Wolff a su filosofía moral, a saber, a la que dio en llamar filosofía práctica universal, y que así pues aquí no haya que abrir precisamente un campo enteramente nuevo. Precisamente porque había de ser una filosofía práctica universal, ésta no sometió a consideración una voluntad de un tipo especial, por ejemplo una voluntad que sea determinada sin ningún motivo empírico, completamente por principios a priori, y a la que se podría denominar pura, sino el querer en general con todas las acciones y condiciones que le convienen en ese significado universal, y por eso se distingue5 de una metafísica de las costumbres, precisamente del mismo modo que la lógica universal se distingue de la filosofía trascendental, la primera de las cuales presenta las acciones y reglas del pensar en general, mientras que ésta presenta meramente las acciones y

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reglas especiales del pensar pura, esto es, de aquel por el que son conocidos objetos completamente a priori. Pues la meta­ física de las costumbres ha de investigar la idea y los princi­ pios de una voluntad pura posible, y no las acciones y condi­ ciones del querer humano en general, las cuales en su mayor parte se extraen de la psicología. Que en la filosofía práctica universal se hable (si bien contra todo derecho) también de leyes morales y deber, no es una objeción contra mi afirma­ ción. Pues los autores de esa ciencia permanecen también aquí fieles a su idea de la misma: no distinguen los motivos que son representados como tales completamente a priori meramente por razón, y son propiamente morales, de los empíricos que el entendimiento eleva a conceptos universales meramente por comparación de las experiencias, sino que los consideran,6 sin atender a la diferencia de sus fuentes, sola­ mente según la mayor o menor suma de los mismos (consi­ derando a todos del mismo tipo), y de este modo se hacen su concepto de obligación, que, desde luego, es cualquier cosa menos moral,7 pero sin embargo está constituido del único modo que se puede solicitar en una filosofía que no juzga en modo alguno, sobre el origen de todos los conceptos prác­ ticos posibles, si se dan también a priori o meramente a posteriori. Pues bien, con la intención de entregar algún día una metafísica de las costumbres, hago preceder esta fundamentación. Es cierto que propiamente no hay otro fundamento de la misma8que la crítica de una razón práctica pura, del mismo modo que para la metafísica la ya entregada crítica de la razón especulativa pura. Sólo que, por una parte, aquélla no es de tan extrema necesidad como ésta, porque la razón humana puede ser llevada en lo moral, aun en el entendimiento más ordinario, fácilmente a mayor corrección y detalle, mientras que en cambio en el uso teórico, pero puro, es enteramente dialéctica; por otra parte, exijo para la crítica de una razón práctica pura que, si ha de ser completa, tenga que poder ser expuesta a la vez su9 unidad con la especulativa en un princi­ pio común, porque al cabo sólo puede ser una y la misma razón, que tiene que ser distinta meramente en la aplicación. Pero todavía no podía llegar aquí a ser así de completo sin traer a colación consideraciones de tipo enteramente distinto y confundir al lector. Por eso me he servido en lugar de la denominación de Crítica de la razón práctica pura de la de Fundam entación de la m etafísica de las costum bres.

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En tercer lugar, dado que también una metafísica de las go capaz de un alto grado de popularidad y adecuación al entendimiento ordinario, considero útil separar de ella esta elaboración previa del fundamento, para que me sea lícito no añadir en el futuro a doctrinas más asequibles las sutilezas que aquí son inevitables. La presente fundamentación, empero, no es nada más que la búsqueda y establecimiento del principio suprem o de la m oralidad, lo cual constituye por sí solo un quehacer aislado, entero en su propósito, y que ha de ser separado de toda otra investigación moral. Ciertamente, mis afirmaciones sobre esta importante cuestión principal, hasta ahora todavía no estudiada satisfactoriamente, ni con mucho, recibirían mu­ cha luz por la aplicación del mismo principio al sistema entero y gran confirmación por la suficiencia que en todas partes deja ver, sólo que tuve que privarme de esta ventaja, que en el fondo sería también más de amor propio que de utilidad común, porque la facilidad en el uso y la aparente suficiencia de un principio no dan una demostración entera­ mente segura de su corrección, y más bien despiertan cierta parcialidad hacia no considerarlo e investigarlo con todo rigor por sí mismo, sin atención alguna a las consecuencias. He tomado mi método en este escrito según creo que es el más apropiado si se quiere tomar el camino que va analítica­ mente del conocimiento ordinario a la determinación del principio supremo del mismo y vuelve sintéticamente del examen de ese principio y las fuentes del m ism o10 al conoci­ miento ordinario, en el que encontramos su uso. La división ha resultado por ello así: 1. Primera sección: Tránsito del conocimiento racional moral ordinario al filosófico. 2. Segunda sección: Tránsito de la filosofía moral popu­ lar a la metafísica de las costumbres. 3. Tercera sección: Último paso de la metafísica de las costumbres a la crítica de la razón práctica pura.

35 costumbres, no obstante el título atemorizador, es sin embar­

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Primera sección T r á n s it o d e l c o n o c im ie n t o AL FILOSÓFICO

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r a c io n a l m o r a l o r d in a r io

En ningún lugar del mundo, pero tampoco siquiera fuera del mismo, es posible pensar nada que pudiese ser tenido sin restricción por bueno, a no ser únicamente una buena vo ­ luntad. El entendimiento, el ingenio, la capacidad de juzgar, y como quiera que se llamen por lo demás los talentos del espíritu, o el buen ánimo, la decisión, la perseverancia en las 10 intenciones, como propiedades del tem peram ento, son, sin duda, en diversos respectos, buenos y deseables, pero tam­ bién pueden llegar a ser en extremo malos y nocivos si la voluntad que ha de hacer uso de estos dones naturales, y cuya peculiar constitución se llama por eso carácter, no es buena. Con los dones de la fortuna pasa precisamente lo 15 mismo. El poder, la riqueza, la honra, y aun la salud y el entero bienestar y satisfacción con el propio estado bajo el nombre de felicidad, dan aliento, y a través de ello frecuen­ temente también arrogancia," si no está presente una buena voluntad que rectifique y haga universalmente conforme a fines el influjo de los mismos sobre el ánimo, y por tanto también el entero principio de obrar; sin mencionar que un 20 espectador imparcial racional no puede nunca, jamás, tener complacencia ni siquiera12 a la vista de una ininterrumpida bienandanza de un ser al que no adorna ningún rasgo de una voluntad pura y buena, y así la buena voluntad parece constituir la indispensable condición aun de la dignidad de ser feliz. Algunas propiedades incluso fomentan esta buena volun­ 25 tad misma y pueden facilitar mucho su obra, pero, con todo, no tienen un valor interior incondicionado, sino que siempre presuponen además una buena voluntad que restringe la alta estima que se alberga por ellas —con razón, por lo demás—

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y no permite tenerlas por absolutamente buenas. La mesura en las emociones y pasiones, el autodominio, la reflexión serena, no sólo son buenas en múltiples respectos, sino que incluso parecen constituir una parte del valor interior de la persona, sólo que les falta mucho para declararlas sin restric­ ción buenas (por incondicionadamente que los antiguos las hayan alabado). Pues sin principios de una buena voluntad pueden llegar a ser sumamente malas, y la sangre fría de un malvado le hace no sólo mucho más peligroso, sino también todavía más despreciable inmediatamente a nuestros ojos de lo que sin ella por tal sería tenido. La buena voluntad es buena no por lo que efectúe o realice, no por su aptitud para alcanzar algún fin propuesto, sino únicamente por el querer, esto es, es buena en sí, y, considerada por sí misma, hay que estimarla mucho más, sin comparación, que todo lo que por ella pudiera alguna vez ser llevado a cabo en favor de alguna inclinación, inclu­ so, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones. Aun cuando por un especial disfavor del destino, o por la mez­ quina provisión de una naturaleza madrastra, le faltase enteramente a esa voluntad la capacidad de sacar adelante su propósito, si con el mayor empeño no pudiera sin embar­ go realizar nada, y sólo quedase la buena voluntad (desde luego, no un mero deseo, o algo así, sino como el acopio de todos los medios, en la medida en que están en nuestro poder), con todo ella brillaría entonces por sí misma, igual que una joya, como algo que posee en sí mismo su pleno valor. La utilidad o esterilidad no puede añadir ni quitar nada a este valor. Sería, por así decir, solamente la montura, para manejarla mejor en el tráfico ordinario, o para atraer sobre ella la atención de los que todavía no son suficiente­ mente expertos, pero no para recomendarla a los expertos y determinar su valor. No obstante, en esta idea del valor absoluto de la mera voluntad, sin tener en cuenta utilidad alguna en la estimación de la misma, reside algo tan extraño que, no obstante todo acuerdo de aun la razón ordinaria con esa idea, tiene que surgir sin embargo una sospecha de que quizá sirva secretamente de fundamento meramente una fantasmagoría de altos vuelos, y de que pudiera estar falsamente entendida la naturaleza en su propósito al haber concedido a nuestra voluntad razón como gobernadora. Por ello vamos a someter a examen esta idea desde este punto de vista.

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En las disposiciones naturales de un ser organizado, esto 5 es, preparado con arreglo a fines para la vida, admitimos como principio que no podemos encontrar en el mismo otro instrumento para un fin que el que sea el más conveniente para el mismo y más adecuado a él. Ahora bien, si en un ser que tiene razón y una voluntad su conservación, su bienan­ 10 danza, en una palabra, infelicidad fuese el auténtico fin de la naturaleza, ella habría tomado muy mal su acuerdo al escoger a la razón de la criatura como realizadora de este su propósito. Pues todas las acciones que la criatura tiene que realizar con este propósito, y la entera regla de su conducta, hubiesen podido serle señaladas mucho más exactamente por instinto, 15 y aquel fin hubiese podido ser alcanzado de este modo mucho más seguramente de lo que puede suceder nunca por razón, y si, además, la razón hubiese sido conferida a la favorecida criatura, hubiese tenido que servirle sólo para hacer conside­ raciones sobre la feliz disposición de su naturaleza, para 20 admirarla, alegrarse de ella y estar agradecida por ella a la causa benéfica, pero no para someter su facultad de desear a aquella débil y engañosa dirección y manipular torpemente en el propósito de la naturaleza; en una palabra, ella13 habría prevenido que la razón diese en un uso práctico y tuviese el descomedimiento de idear ella misma, con sus débiles cono­ 25 cimientos, el bosquejo de la felicidad y de los medios para llegar a ésta: la naturaleza misma habría asumido no sólo la elección de los fines, sino también de los medios, y habría confiado ambos con sabia solicitud exclusivamente al ins­ tinto. De hecho, encontramos también que cuanto más se ocupa una razón cultivada con el propósito dirigido al disfrute de la 30 vida y de la felicidad, tanto más se aleja el hombre de la verdadera satisfacción, de lo cual surge en muchos, y por cierto en los más experimentados en el uso de la misma,14con sólo que sean lo bastante sinceros para confesarlo, un cierto grado de misología, esto es, odio a la razón, porque tras el cálculo de todo el provecho que sacan, no digo de la invención 35 de todas las artes del lujo ordinario, sino incluso de las ciencias (que al cabo les parecen ser también un lujo del entendimiento), encuentran sin embargo que en realidad se han echado encima más trabajos que felicidad hayan ganado, V terminan así por envidiar más bien que despreciar al tipo más ordinario de hombre, que está más cerca de la dirección del mero instinto natural y no concede a su razón mucho

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influjo sobre su conducta. Y, así, hay que confesar que el juicio de quienes atemperan mucho, e incluso colocan por debajo de cero las pretenciosas alabanzas de las ventajas que se supone que la razón nos proporciona en lo que respecta a la felicidad y la satisfacción de la vida, no es en modo alguno apesadum­ brado, o desagradecido a la bondad del gobierno del mundo, sino que secretamente sirve de fundamento a estos juicios la idea de un propósito de su 15existencia distinto y mucho más digno, para el cual, y no para la felicidad, está destinada muy propiamente la razón, y al cual, como condición suprema, tiene por ello que posponerse en su mayor parte el propósito privado del hombre. Pues como la razón no es lo bastante apta para dirigir seguramente a la voluntad en lo que respecta a los objetos de ésta y a la satisfacción de todas nuestras necesidades (que en parte ella misma16 multiplica), fin al cual un instinto natural implantado nos habría conducido con mucha más certeza, pero no obstante, sin embargo, nos está concedida razón como facultad práctica, esto es, como una facultad que ha de tener influjo sobre la voluntad, tenemos que el verdadero cometido de la razón ha de ser producir una voluntad buena no acaso como medio en otro respecto, sino en sí misma, para lo cual la razón era necesaria absolutamente, si es que la naturaleza en la distribución de sus disposiciones ha procedido en todas partes con arreglo a fines. Esta voluntad, por tanto, no puede lícitamente ser el único ni todo el bien, ciertamente, pero tiene sin embargo que ser el bien sumo y la condición para todo el restante, aun para todo anhelo de felicidad, caso en el cual se puede muy bien armonizar con la sabiduría de la naturaleza la percepción de que el cultivo de la razón, que es preciso para aquel propósito primero e incondicionado, puede restringir de diversos modos, por lo menos en esta vida, la consecución del segundo propósito, que siempre es condicionado, a saber, el de la felicidad, e incluso puede reducir la felicidad misma a menos que nada, sin que en ello la naturaleza se conduzca sin arreglo a fines, porque la razón, que reconoce su supremo cometido práctico en la fundación de una voluntad buena, al alcanzar este propósito es capaz sólo de una satisfacción a su propia manera, a saber, basada en el cumplimiento de un fin que a su vez sólo la razón determina, y ello también si fuese unido con algún quebranto que sucediese para los fines de la inclinación. Para desenvolver el concepto de una voluntad digna de ser

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estimada en sí misma y buena sin ningún propósito ulterior, tal como ya reside en el sano entendimiento natural y no necesita tanto ser enseñado cuanto más bien aclarado, este concepto que se halla siempre por encima en la estimación del entero valor de nuestras acciones y constituye la condición de todo el restante, vamos a poner ante nosotros el concepto del deber, que contiene el de una voluntad buena, si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos, los cuales, sin embargo, sin que, ni mucho menos, lo oculten y hagan irre­ conocible, más bien lo hacen resaltar por contraste y aparecer tanto más claramente. Paso aquí por alto todas las acciones que ya son conoci­ das como contrarias al deber, aunque puedan ser útiles en este o aquel respecto, pues en ellas ni siquiera se plantea la cuestión de si pudieran haber sucedido por deber, puesto que incluso contradicen a éste. También dejo a un lado las acciones que son realmente conformes al deber y a las que los hombres no tienen inmediatamente inclinación, pero sin embargo las ejecutan porque son impulsados a ello por otra inclinación. Pues ahí se puede distinguir fácilmente si la acción conforme al deber ha sucedido por deber o por un propósito egoísta. Esa diferencia es mucho más difícil de notar cuando la acción es conforme al deber y el sujeto tiene además una inclinación inmediata a ella. Por ejemplo, es sin duda conforme al deber que el tendero no cobre más caro a un comprador inexperto, y, donde hay mucho tráfico, el comerciante prudente tampoco lo hace, sino que mantiene un precio fijo universal para todo el mundo, de manera que un niño le compra igual de bien que cualquier otra persona. Se es, así pues, servido honradamente, sólo que esto no basta, ni con mucho, para creer por ello que el comerciante se haya conducido así por deber y principios de honradez, pues su provecho lo exigía; que además tuviese una inclinación inmediata a los compradores, para, por amor, por así decir, no dar preferencia en el precio a uno sobre otro, no se puede suponer aquí. Así pues, la acción no había sucedido ni por deber ni por inclinación inmediata, sino meramente con un propósito interesado. En cambio, conservar la propia vida es un deber, y además todo el mundo tiene una inclinación inmediata a ello. Pero, por eso, el cuidado, frecuentemente medroso, que la mayor parte de los hombres pone en ello no tiene valor interior, ni la máxima del mismo contenido moral. Preservan su vida con­

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formemente al deber, ciertamente, pero no por deber. En cam­ bio, si las contrariedades y una congoja sin esperanza han arrebatado enteramente el gusto por la vida, si el desdichado, de alma fuerte, más indignado con su destino que apocado o abatido, desea la muerte y sin embargo conserva su vida, sin amarla, no por inclinación o miedo, sino por deber: entonces tiene su máxima un contenido moral. Ser benéfico cuando se puede es un deber, y además hay algunas almas tan predispuestas a la compasión que, incluso sin otro motivo de la vanidad o de la propia conveniencia, encuentran un placer interior en difundir alegría a su alre­ dedor y pueden recrearse en la satisfacción de otros en tanto que es su obra. Pero yo afirmo que, en tal caso, una acción como esa, por muy conforme al deber, por muy amable que sea, no tiene sin embargo verdadero valor moral, sino que corre parejas con otras inclinaciones, por ejemplo, con la inclinación a la honra, la cual,17 cuando afortunadamente da en lo que en realidad es de común utilidad y conforme al deber, y por tanto digno de honra, merece alabanza y aliento, pero no alta estima, pues le falta a la máxima el contenido moral, a saber, hacer esas acciones no por inclinación, sino por deber. Suponiendo, así pues, que el ánimo de ese filán­ tropo estuviese oscurecido por las nubes de la propia con­ goja que apaga toda compasión por el destino de otros, que tuviese todavía la capacidad de hacer el bien a otros necesi­ tados, pero que la necesidad ajena no le conmoviese, porque le ocupa bastante la suya propia, y, sin embargo, ahora que no le atrae a ello ninguna inclinación, se sacudiese esa mortal insensibilidad y realizase la acción sin inclinación alguna, exclusivamente por deber, entonces y sólo entonces tiene ésta su genuino valor moral. Es más: si la naturaleza hubiese puesto en el corazón a este o aquel bien poca simpatía, si él (por lo demás, un hombre honrado) fuese frío de temperamento e indiferente a los dolores de otros, quizá porque, dotado él mismo para los suyos con el especial don de la paciencia y el aguante, presupone algo semejante también en cualquier otro, o incluso lo exige, si la naturaleza no hubiese formado a un hombre semejante (el cual, verda­ deramente, no sería su peor producto) para ser precisamente un filántropo, ¿acaso no encontraría aún en sí una fuente para darse a sí mismo un valor mucho más alto que el que pueda ser el de un temperamento bondadoso? ¡Sin duda! Justo ahí comienza el valor del carácter que es moral,18 y,

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sin comparación alguna, es el supremo,19 a saber en que haga el bien, no por inclinación, sino por deber. Asegurar la propia felicidad es un deber (al menos indirec­ to), pues la falta de satisfacción con el propio estado, en un apremio de muchas preocupaciones y en medio de necesida­ des no satisfechas, podría fácilmente convertirse en una gran tentación de infringir los deberes. Pero incluso sin ocupamos aquí del deber, todos los hombres tienen ya de suyo la más poderosa y ardiente inclinación a la felicidad, porque justo en esta idea se reúnen en una suma todas las inclinaciones. Sólo que la prescripción de la felicidad está constituida las más de las veces de tal modo que hace gran quebranto a algunas inclinaciones, y, sin embargo, el hombre no se puede hacer un concepto determinado y seguro de la suma de la satisfacción de todas bajo el nombre de felicidad; por ello, no es de admirar cómo una única inclinación, determinada en lo que respecta a lo que promete y al tiempo en que puede recibir su satisfac­ ción, pueda prevalecer sobre una idea vacilante, y cómo el hombre, por ejemplo un gotoso, pueda elegir disfrutar co­ miendo lo que le gusta, y sufrir lo que haga falta, porque según su cálculo aquí por lo menos no se priva del disfrute del momento presente por las expectativas, quizá infundadas, de una felicidad que se supone que está en la salud. Pero incluso en este caso, si la inclinación universal a la felicidad no determinase a su voluntad, si la salud, al menos para él, no se incluyese en este cálculo tan necesariamente, queda aquí todavía, como en todos los demás casos, una ley, a saber, fomentar su felicidad, no por inclinación, sino por deber, y sólo entonces tiene su conducta el auténtico valor moral. Así hay que entender, sin duda, también los pasajes de la Escritura en los que se manda amar al prójimo, aun a nuestro enemigo. Pues el amor como inclinación no puede ser man­ dado, pero hacer el bien por el deber mismo, aun cuando absolutamente ninguna inclinación impulse a ello e incluso esté en contra una natural e invencible repulsión, es amor práctico y no patológico, que reside en la voluntad y no en la tendencia de la sensación, en principios de la acción y no de una compasión que se derrite, y únicamente aquél puede ser mandado. La segunda proposición es: una acción por deber tiene su valor moral no en el propósito que vaya a ser alcanzado por medio de ella, sino en la máxima según la que ha sido decidida; no depende, así pues, de la realidad del objeto de

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la acción, sino meramente del prin cipio del querer según el cual ha sucedido la acción sin tener en cuenta objeto alguno de la facultad de desear. Por lo anterior es claro que los propósitos que pudiéramos tener en las acciones, y sus efectos, como fines y resortes de la voluntad, no pueden conferir a las acciones un valor incondicionado y moral. ¿Dónde, entonces, puede residir este valor, si no ha de darse en la voluntad en referencia a su efecto esperado? No puede residir en ningún otro lugar que en el prin cipio de la voluntad, sin tener en cuenta los fines que puedan ser efectuados por esa acción, pues la voluntad, en medio entre su principio a priori, que es formal, y su resorte a posteriori, que es mate­ rial, está, por así decir, en una bifurcación, y como sin embargo tiene que ser determinada por algo, tendrá que ser determinada por el principio formal del querer en general, cuando una acción sucede por deber, puesto que le ha sido sustraído todo principio material. Expresaría así la tercera proposición, como consecuen­ cia de las dos anteriores: el deberes la necesidad de una acción p o r respeto p o r la ley. Hacia el objeto como efecto de la acción que me propongo puedo ciertamente tener inclinación, pero nunca respeto, precisamente porque es meramente un efecto y no actividad de una voluntad. De igual modo, por una inclinación en general, sea mía o de otro, no puedo tener respeto: puedo a lo sumo, en el primer caso, aprobarla, en el segundo, a veces aun amarla, esto es, considerarla como favorable a mi propio provecho. Sólo lo que está conectado con mi voluntad meramente como fundamento, pero nunca como efecto, lo que no sirve a mi inclinación, sino que prevalece sobre ella, o al menos la excluye por entero de los cálculos en la elección, por tanto la mera ley por sí, puede ser un objeto del respeto, y con ello un mandato. Ahora bien, una acción por deber ha de apartar por entero el influjo de la inclinación, y con ésta todo objeto de la voluntad: así pues, no queda para la voluntad otra cosa que pueda determinarla, a no ser objetivamente la ley y subjetivamente el respeto puro por esta ley práctica, y por tanto la máxima* de dar segui­ miento a esa ley aun con quebranto para todas mis inclina­ ciones. * La máxima es el principio subjetivo del querer; el principio objetivo (esto es, aquel que serviría de principio práctico también subjetivamente a todos los seres racionales si la razón tuviera pleno poder sobre la facultad de desear) es la ley práctica.

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Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efec­ to que se espera de ella, y tampoco en algún principio de la 5 acción que necesite tomar prestado su motivo de ese efecto esperado. Pues todos esos efectos (el agrado del propio estado, e incluso el fomento de la felicidad ajena) se pudieron llevar a cabo también por otras causas, y no se necesitaba así pues para ello la voluntad de un ser racional, que no obstante es lo único 10 en donde podemos encontrar el bien sumo e incondicionado. Por ello, ninguna otra cosa que la representación de la ley en sí misma, que,20desde luego, sólo se da en el ser racional, en tanto que es ella,21 pero no el efecto esperado, el fundamento de determinación de la voluntad, puede constituir el bien tan excelente al que llamamos moral, el cual está ya presente en 15 la persona misma que obra así, y no se puede lícitamente esperar que se siga primero del efecto.* Pero ¿qué ley podrá ser esa cuya representación, incluso 402 sin tener en cuenta el efecto que se espera de ella, tiene que determinar a la voluntad para que ésta pueda, en absoluto y sin restricción, llamarse buena? Como he despojado a la voluntad de todos los impulsos que pudieran surgir para ella 5 del cumplimiento de cualquier ley, no queda sino la universal

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* Se me podría reprochar que tras la palabra respeto solamente busco refugio en un oscuro sentimiento, en lugar de dar una clara solución a esta cuestión a través de un concepto de la razón. Sólo que, aun cuando el respeto es un sentimiento, no es sin embargo un sentimiento recibido a través de un influjo, sino autoproducido a través de un concepto de la razón, y por ello específicamente distinto de todos los sentimientos del primer tipo, que se pueden reducir a inclinación o miedo. Lo que reconozco inmediatamente como ley para mí, lo reconozco con respeto, el cual significa mera­ mente la consciencia de la subordinación de mi voluntad bajo una ley sin mediación de otros influjos sobre mi sentido. La determinación inmediata de la voluntad por la ley y la consciencia de esa determinación se llama respeto, de modo que éste es considerado como efecto de la ley sobre el sujeto y no como causa de la misma. Propiamente es el respeto la representación de un valor que hace quebranto a mi amor propio. Es, así pues, algo que no se considera ni como objeto de la inclinación ni del miedo, aunque tiene algo análogo con ambos a la vez. El objeto del respeto es por tanto exclusivamente la ley, y por cierto la que nos imponemos a nosotros mismos, y, sin embargo, como necesaria en sí. Como ley, estamos sometidos a ella sin interrogar al amor propio; como impuesta a nosotros por nosotros mismos, es sin embargo una consecuencia de nuestra voluntad, y tiene en el primer sentido analogía con el miedo, en el segundo con la inclinación. Todo respeto por una persona es propiamente sólo respeto por la ley (de la rectitud, etc.) de la que esa persona nos da el ejemplo. Dado que consideramos la ampliación de nuestros talentos también como un deber, tenemos que en una persona con talentos nos representamos también, por así decir, el ejemplo de una ley (hacemos parecidos a ella en esto por el ejercicio), y ello constituye nuestro respeto. Todo ese interés que se ha dado en llamar moral consiste exclusivamente en el respeto por la ley.

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conformidad a la ley de las acciones en general, únicamente la cual ha de servir a la voluntad como principio: esto es, nunca debo proceder más que de modo que pueda querer también que mi máxima se convierta en una ley universal. Aquí es la mera conformidad a la ley en general (sin poner como fundamento ley alguna determinada a ciertas acciones) la que sirve a la voluntad como principio, y tiene que servirle como principio si es que el deber no ha de ser enteramente una ilusión vacía y un concepto quimérico; con ello concuerda también perfectamente la razón humana ordinaria en su enjuiciamiento práctico y siempre tiene a la vista el citado principio. Sea, por ejemplo, la pregunta: ¿no puedo lícitamente, cuando estoy en un aprieto, hacer una promesa con el propó­ sito de no cumplirla? Fácilmente distingo aquí el significado de las preguntas de si es prudente, o de si es conforme al deber, hacer una promesa falsa. Lo primero puede sin duda darse frecuentemente. Ciertamente, bien veo que no es bastante librarme por medio de este efugio de un apuro presente, sino que hay que reflexionar bien si de esa mentira no podría surgirme más tarde un inconveniente mucho más grande que aquellos de los que me libro ahora, y, como a pesar de toda mi pretendida astucia las consecuencias no son tan fáciles de prever que no se pudiese volver mucho más perjudicial para mí la confianza perdida que todo el daño que pretendo ahora evitar, si no sería obrar más prudentemente proceder aquí según una máxima universal y adquirir la costumbre de no prometer nada a no ser con eí propósito de cumplirlo. Sólo que pronto se me hace aquí evidente que una máxima seme­ jante tiene siempre como fundamento sólo las consecuencias preocupantes. Ahora bien, es desde luego algo enteramente distinto ser veraz por deber que serlo por temor a las conse­ cuencias perjudiciales: en el primer caso el concepto de la acción ya contiene en sí mismo una ley para mí, y en el segundo tengo antes que nada que mirar alrededor de mí hacia otros lugares qué efectos para mí podrían quizá estar enlazados con ella. Pues si me aparto del principio del deber, eso es con entera seguridad malo, mientras que si hago traición a mi máxima de la prudencia, ello puede sin embargo ser alguna vez muy ventajoso para mí, si bien es desde luego más seguro permanecer en ella. En cambio, para instruirme de la manera más breve, y sin embargo no engañosa, en lo que respecta a la respuesta de este problema de si una promesa

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5 mentirosa es conforme al deber, me pregunto a mí mismo:

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¿estaría quizá satisfecho si mi máxima (librarme de apuros por medio de una promesa insincera) valiese como ley uni­ versal (tanto para mí como para otros), y podría quizá decir­ me: que todo el mundo haga una promesa insincera si se encuentra en un apuro del que no se puede librar de otro modo? Y bien pronto me percato de que ciertamente puedo querer la mentira, pero de ninguna manera una ley universal de mentir, pues según una ley semejante no habría propia­ mente promesa alguna, porque sería vano simular mi volun­ tad en lo que respecta a mis acciones futuras a otros que sin embargo no creen esa simulación, o, si precipitadamente lo hiciesen, me pagarían con la misma moneda, y por tanto mi máxima, tan pronto como se hiciese de ella una ley universal, tiene que destruirse a sí misma. Qué tengo que hacer para que mi querer sea moralmente bueno: para eso no necesito, así pues, agudeza alguna que vaya muy lejos. Inexperto en lo que respecta al curso del mundo, incapaz de estar preparado para todos los sucesos que ocurren en el mismo, me pregunto solamente: ¿puedes querer también que tu máxima se convierta en una ley universal? Si no, es una máxima reprobable, y ello, ciertamente, no por mor de algún perjuicio para ti o para otros que se pueda esperar de ella, sino porque no puede caber como principio en una posible legislación universal; la razón, sin embargo, me fuerza a un respeto inmediato por esa legislación, del cual, cierta­ mente, no comprendo aún en qué se funda (que esto lo inves­ tigue el filósofo), pero al menos llego a entender, sin embargo, que es una estimación de aquel valor que supera en mucho a todo valor alabado por la inclinación, y que la necesidad de mis acciones por respeto puro por la ley práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que ceder cualquier otro motivo, porque es la condición de una voluntad buena en sí, cuyo valor supera a todo. De este modo, hemos llegado así pues en el conocimiento moral de la razón humana ordinaria hasta su principio; ella, ciertamente, desde luego, no lo piensa tan separadamente en una forma universal, pero sin embargo lo tiene siempre realmente a la vista y lo usa como pauta de su enjuiciamiento. Sería fácil mostrar aquí cómo con esta brújula en la mano sabe distinguir muy bien en todos los casos qué se den qué es bueno, qué malo, qué conforme al deber p contrario al deber, si, sin enseñarle en lo más mínimo nada nuevo, se le

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hace atender solamente a su propio principio, como Sócra­ tes hacía, y que así pues no hace falta ciencia ni filosofía para saber qué se tiene que hacer para ser honrado y bueno, e incluso sabio y virtuoso. Bien se podía también sospechar de antemano que el conocimiento de lo que a todo hombre le incumbe hacer, y por tanto también saber, iba a ser asimismo cosa de todo hombre, aun del más ordinario. Y aquí se puede ver, no sin admiración, cómo la facultad de enjuiciamiento práctica aventaja tanto a la teórica en el entendimiento humano ordinario. En la última, cuando la razón ordinaria se atreve a apartarse de las leyes de la experiencia y de las percepciones de los sentidos, cae en puras incomprensibilidades y contradicciones consigo mis­ ma, al menos en un caos de incertidumbre, oscuridad e inconsistencia. Pero en la práctica la capacidad de enjuicia­ miento comienza a mostrarse bien ventajosa precisamente cuando y sólo cuando el entendimiento ordinario excluye de las leyes prácticas todos los resortes sensibles. Éste se hace entonces incluso sutil, sea que quiera poner pegas con su conciencia u otras pretensiones en referencia a qué ha de ser llamado justo, o bien determinar sinceramente para su propia enseñanza el valor de las acciones, y, es más, en el último caso puede hacerse esperanzas de acertar igual de bien que lo que un filósofo se pueda en cualquier caso prometer, y casi está aquí todavía más seguro que aun el último,22 porque éste no puede tener otro principio que aquél,23 pero puede fácilmente enredar su juicio con multi­ tud de consideraciones ajenas y no pertenecientes a la cuestión y hacerlo apartarse de la dirección recta. ¿No sería según eso más aconsejable darse por satisfecho en los asuntos morales con el juicio ordinario de la razón, e intro­ ducir filosofía solamente, a lo sumo, para exponer tanto más completa y comprensiblemente el sistema de las cos­ tumbres, e igualmente las reglas de las mismas de manera más cómoda para el uso (pero todavía más para disputar), pero no para apartar, aun con un propósito práctico, al entendimiento humano ordinario de su feliz simplicidad y llevarlo por la filosofía a un nuevo camino de la investigación y la enseñanza? Cosa magnífica es la inocencia, sólo que es también por otrá parte una gran pena que no se pueda preservar bien y que sea fácilmente seducida. Por eso, aun la sabiduría —que por otra parte seguramente consiste más en la conducta que en el

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saber— necesita de la ciencia, no para aprender de ella, sino para proporcionar acceso y duración a su prescripción. El hombre siente en sí mismo un poderoso contrapeso a todos los mandatos del deber, que la razón le representa tan dignos de respeto, en sus necesidades e inclinaciones, cuya entera satisfacción resume bajo el nombre de felicidad. Ahora bien, la razón manda sus prescripciones sin, al hacerlo, prometer nada a las inclinaciones, inexcusablemente, y por tanto, por así decir, dejando a un lado y con desatención de esas preten­ siones tan impetuosas y a la vez, aparentemente, tan justas (que no quieren dejarse anular por un mandato). Pero de aquí surge una dialéctica natural, esto es, una tendencia a racioci­ nar en contra de esas severas leyes del deber y a poner en duda su validez, al menos su pureza y severidad, y a hacerlas en lo posible más conformes a nuestros deseos e inclinaciones, esto es, en el fondo, a echarlas a perder y a privarlas de su entera dignidad, lo cual al cabo ni siquiera la razón práctica ordina­ ria puede aprobar. De esta manera, la razón humana ordinaria es impulsada, no por algún tipo de necesidades de la especulación (que no le afectan nunca mientras se limita a ser mera razón sana), sino aun por motivos prácticos, a salir de su círculo y dar un paso en el campo de una filosofía práctica, para recibir allí mismo información y clara indicación acerca de la fuente de su principio y de la correcta determinación del mismo en contraposición con las máximas que se apoyan en las necesi­ dades e inclinaciones, al objeto de salir de la perplejidad ante las pretensiones de ambas partes y de no correr peligro de ser privada de todos los genuinos principios morales por la am­ bigüedad en que cae fácilmente. Así pues, en la razón práctica ordinaria se va tejiendo de modo inadvertido, cuando se cultiva, una dialéctica que le constriñe a buscar ayuda en la filosofía, al igual que le ocurre en el uso teórico, y la primera24 encontrará por ello seguramente igual de poco descanso que la segunda25 en cualquier lugar distinto de una crítica completa de nuestra razón.

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Si bien hemos extraído hasta ahora nuestro concepto del deber del uso ordinario de nuestra razón práctica, no hay que inferir de ello, en modo alguno, que lo hayamos tratado como un concepto de experiencia. Más bien, si prestamos atención a la experiencia de la conducta de los hombres, encontramos quejas frecuentes y, como nosotros mismos admitimos, justas, de que no se puede aducir ejemplo seguro alguno de la actitud de obrar por deber puro, de tal manera incluso que, aun cuando algo pudiera suceder en conformidad con lo que el deber manda, es sin embargo todavía dudoso si sucede propia­ mente por deber y tiene así pues un valor moral. De ahí que en todo tiempo haya habido filósofos que han negado absoluta­ mente la realidad de esta actitud en las acciones humanas y han adscrito todo al amor propio, más o menos refinado, sin por eso poner en duda, sin embargo, la corrección del concepto de moralidad, y más bien han hecho mención con profundo pesar de la fragilidad e impureza de la naturaleza humana, que ciertamente es lo bastante noble para hacer de una idea tan digna de respeto su prescripción, pero a la vez demasiado débil para cumplirla, y emplea la razón, que debería servirle como legislación, solamente para procurar el interés de las inclina­ ciones, ya sea por separado, ya, en el mejor de los casos, en su máxima compatibilidad mutua. En realidad, es absolutamente imposible señalar por expe­ riencia con completa certeza un solo caso en el que la máxima de una acción, conforme por lo demás con el deber, haya descansado exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del propio deber. Pues, ciertamente, es a veces el caso que en la más aguda introspección no encontramos absolutamente nada, aparte del fundamento moral del deber,

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que hubiese podido ser lo bastante poderoso para movemos a esta o aquella buena acción y a sacrificio tan grande, pero de ahí no podemos en modo alguno inferir con seguridad que la auténtica causa determinante de la voluntad no haya sido realmente un impulso secreto del amor propio bajo el mero espejismo de aquella idea,26y a falta de eso nos gusta entonces adulamos con un motivo noble que nos arrogamos falsamen­ te, pero en realidad no podemos llegar nunca por completo, aun con el examen más riguroso, detrás de los resortes secre­ tos, porque, cuando se trata del valor moral, no importan las acciones, que se ven, sino aquellos principios interiores de las mismas, que no se ven. A quienes se ríen de toda moralidad, considerándola una mera quimera de una imaginación humana que se excede a sí misma en su vana arrogancia, no se les puede hacer un servicio más deseado que concederles que los conceptos del deber (del mismo modo que, también por comodidad, uno se persuade con gusto de que sucede también con todos los demás conceptos) tendrían que ser extraídos exclusivamen­ te de la experiencia, pues entonces se les depara un triunfo seguro. Voy a conceder por amor a los hombres que incluso la mayor parte de nuestras acciones son conformes al deber, pero si se mira de cerca lo que piensan y cavilan se tropieza en todas partes con el querido yo, que siempre asoma, sobre el cual, y no sobre el severo mandato del deber, que a menudo exigiría abnegación, se basa su propósito.27 No se necesita ser precisamente un enemigo de la virtud, sino sólo un observador dotado de sangre fría, que no toma en segui­ da el más vivo deseo del bien por la realidad del mismo, para dudar en ciertos momentos (sobre todo cuando se es entrado en años, con una capacidad de juzgar en parte escarmentada y en parte aguzada para la observación por la experiencia) de si realmente podemos encontrar en el mundo alguna virtud verdadera. Y aquí nada puede preser­ varnos de la entera deserción de nuestras ideas del deber y conservar en el alma fundado respeto hacia su ley, a no ser la clara convicción de que, aun en el caso de que no haya habido nunca acciones que hubiesen surgido de esas puras fuentes, sin embargo no se trata aquí, en modo alguno, de si sucede esto o aquello, sino de que la razón, por sí misma e independientemente de todos los fenómenos, mande lo que debe suceder, y, por tanto, acciones de las que el mun­ do quizá todavía no ha dado hasta ahora ejemplo alguno,

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todo lo funda en la experiencia, estén sin embargo manda­ das inexcusablemente por razón, y de que, por ejemplo, no disminuya en nada el grado en que puede ser exigida a todo hombre la sinceridad pura en la amistad aun cuando pudie­ se no haber habido hasta ahora amigo sincero alguno, porque este deber reside como deber en general, antes de toda experiencia, en la idea de una razón que determina a la voluntad por fundamentos a priori. A esto se añade que, si no se quiere negar al concepto de moralidad absolutamente toda verdad y referencia a un objeto posible, no se puede poner en duda que su ley es de tan extendida significación que tiene que valer no meramente para los hombres, sino para todos los seres racionales en general, no meramente bajo condiciones contingentes y con excepciones, sino de modo absolutamente necesario: de esta manera, es claro que ninguna experiencia puede dar ocasión a inferir ni siquiera la posibilidad de esas leyes apodícticas. Pues ¿con qué derecho podemos tributar un respeto irrestric­ to, como prescripción universal para toda naturaleza racio­ nal, a lo que quizá es válido sólo bajo las condiciones contin­ gentes de la humanidad, y cómo leyes de la determinación de nuestra voluntad van a ser tenidas por leyes de la determina­ ción de la voluntad de un ser racional en general, y sólo como tales también para la nuestra, si fuesen meramente empíricas y no tomasen su origen, completamente a priori, de la razón pura, pero práctica? Tampoco se podría hacer a la moralidad más flaco servi­ cio que si se quisiese tomarla prestada de ejemplos. Pues todo ejemplo que se me presente de ella tiene que ser él mismo enjuiciado antes según principios de la moralidad para saber si también es digno de servir de ejemplo origina­ rio, esto es, de modelo, y de ninguna manera puede ser él quien proporcione primero el concepto de la misma. Aun el santo del Evangelio tiene que ser comparado previamente con nuestro ideal de la perfección moral, antes de que le reconozcamos como tal, y también dice él de sí mismo: ¿por qué me llamáis bueno a mí (a quien veis)? Nadie es bueno (el prototipo del bien), a no ser el Dios uno (a quien no veis). Pero ¿de dónde recibimos el concepto de Dios como el bien sumo? Exclusivamente de la idea que la razón bosqueja a priori de la perfección moral y conecta inseparablemente con el concepto de una voluntad libre. La imitación no se da

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en lo moral en modo alguno, y los ejemplos sólo sirven para dar aliento, esto es, ponen fuera de duda la posibilidad de hacer lo que la ley manda, hacen intuitivo lo que la regla práctica expresa más universalmente, pero no pueden nunca autorizar a dejar a un lado su verdadero original, que reside en la razón, y a regirse por ejemplos. Si no hay entonces un genuino principio supremo de la moralidad que no tenga que descansar, independientemente de toda experiencia, merarr/ente en la razón pura, creo que no es necesario ni siquiera preguntar si es bueno exponer en general (in abstracto) esos conceptos, tal y como constan a priori junto con los principios a ellos pertenecientes, si es que el conocimiento ha de distinguirse del ordinario y llamarse filosófico. Pero en nuestros tiempos esto bien podría ser necesario. Pues si se recogiese votos sobre si es de preferir un conocimiento racional puro, separado de todo lo empírico, por tanto una metafísica de las costumbres, o una filosofía práctica popular, pronto se adivina de qué lado se inclinará la balanza. Esta condescendencia a conceptos del pueblo es sin duda muy loable cuando antes ha tenido lugar y se ha alcanzado a completa satisfacción el ascenso a los principios de la razón pura, y esto significaría fundar antes la doctrina de las cos­ tumbres en la metafísica, y después, cuando esté firmemente establecida, proporcionarle acceso a través de la populari­ dad. Pero es en extremo absurdo querer satisfacer a ésta ya en la primera investigación, de la que depende toda la correc­ ción de los principios. No sólo que este proceder no puede reivindicar nunca el mérito, sumamente raro, de una verda­ dera popularidad filosófica, puesto que no se requiere arte alguno para ser entendido generalmente si se renuncia en ello a todo conocimiento que vaya al fondo, y así trae a la luz una asquerosa mezcolanza de observaciones mal apañadas y prin­ cipios semirracionales, en la que se deleitan las cabezas hueras porque es sin duda algo muy utilizable para su cháchara diaria, pero en la que los dotados de penetración sienten confusión e, insatisfechos, sin poderlo evitar, apartan la vista, aunque los filósofos, que se dan cuenta perfectamente del engaño, encuentran poca audiencia cuando disuaden por algún tiempo de la supuesta popularidad para, sólo tras haber adquirido un conocimiento determinado, y sólo entonces, poder con derecho ser populares. Basta mirar los ensayos sobre la moralidad en ese gusto

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preferido por el público para encontrar en seguida, en asom­ humana (pero a veces también la idea de una naturaleza racional en general), ya la perfección, ya la felicidad, aquí el sentimiento moral, allí el temor de Dios, algo de esto, algo también de aquello, sin que a nadie se le ocurra preguntar si es que hay acaso que buscar los principios de la moralidad en algún lugar en el conocimiento de la naturaleza humana (que 10 solamente podemos obtener de la experiencia) y, si esto no es así, si hay que encontrar estos últimos completamente a priori, libres de todo lo empírico, absolutamente en conceptos racionales puros, y en ningún otro lugar, ni siquiera en la más mínima parte, tomar la resolución de separar por entero esta 15 investigación, como filosofía práctica pura, o (si se puede lícitamente mencionar un nombre tan difamado) como me­ tafísica* de las costumbres, llevarla por sí sola a su entero acabamiento y hacer esperar al público, que solicita popula­ ridad, hasta la terminación de esta empresa. Ahora bien, una metafísica de las costumbres semejante, 20 completamente aislada, que no está mezclada con antropo­ logía, con teología, con física o hiperfísica, todavía menos con cualidades ocultas (que podríamos llamar hipofísicas), no sólo es un indispensable substrato de todo conocimiento teórico y seguramente determinado de los deberes, sino al mismo tiempo un desiderátum de la mayor importancia 25 para la efectiva realización de sus prescripciones. Pues la representación del deber, y en general de la ley moral, pura y no mezclada con un ajeno añadido de atractivos empíricos, tiene, por el camino de la razón sola (que aquí se percata por primera vez de que por sí misma puede ser también prácti­ ca), un influjo sobre el corazón humano tan superior en poder al de todos los demás resortes** que se quiera tomar

5 brosa mixtura, ya la especial determinación de la naturaleza

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* Si se quiere, se puede distinguir (del mismo modo que se distingue la matemá­ tica pura de la aplicada, y la lógica pura de la aplicada) la filosofía pura de las costumbres (metafísica) de la aplicada (a saber, a la naturaleza humana). Esta denominación nos recuerda en seguida que los principios morales no tienen que estar fundados en las peculiaridades de la naturaleza humana, sino estar establecidos a priori por sí mismos, pero de ellos tienen que poder ser derivadas reglas prácticas para toda naturaleza racional, y así pues también para la humana. ** Tengo una carta del distinguido Sulzer, ya difunto, en la que me pregunta cuál pueda ser la causa de que las doctrinas de la virtud, por mucho de convincente que tengan para la razón, surtan sin embargo tan poco efecto. Mi respuesta se retrasó por la preparación para darla completa. Sólo que no es otra que la de que los maestros mismos no tenían claros sus conceptos, y al querer hacerlo demasiado bien, allegando

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del campo empírico, que en la conciencia de su dignidad desprecia a estos últimos y se puede convertir poco a poco en su dueña; en cambio, una doctrina moral mezclada, que esté compuesta de resortes tomados de los sentimientos e inclinaciones, y a la vez de conceptos racionales, tiene que hacer oscilar al ánimo entre causas motoras que no se dejan reducir a un principio y que pueden conducir al bien sólo de modo muy contingente, pero frecuentemente también al mal. De lo aducido se sigue con claridad: que todos los conceptos morales tienen su sede y origen completamente a priori en la razón, y, por cierto, en la razón humana más ordinaria tanto como en la especulativa en grado sumo; que no pueden ser abstraídos de un conocimiento empírico y por ello meramente contingente; que en esta pureza de su origen reside precisamente su dignidad para servirnos como principios prácticos supremos; que siempre que se añade algo empírico se sustrae otro tanto de su genuino influjo y del valor irrestricto de las acciones; que no sólo la mayor necesidad lo exige con un propósito teórico, cuando importa meramente la especulación, sino que es también de la mayor importancia práctica extraer sus28 conceptos y leyes de la razón pura, presentarlos puros y sin mezcla, e incluso determinar el volumen de este entero conocimiento racional práctico pero puro, esto es, la ente­ ra facultad de la razón práctica pura, pero no hacer aquí a los principios dependientes de la especial naturaleza de la razón humana, como bien lo permite la filosofía especula­ tiva y a veces incluso lo encuentra necesario, sino, dado que las leyes morales han de valer para todo ser racional en general, derivarlos ya del concepto universal de un ser racional en general, y de este modo presentar primero completa (lo cual bien se puede hacer en este tipo de

30 de todas partes causas motoras para el bien moral al objeto de hacer a la medicina bien enérgica, la echan a perder. Pues la más ordinaria observación muestra que si se representa una acción de rectitud ejecutada con alma constante, separadamente de todo propósito de provecho en este o en otro mundo, aun bajo las mayores 35 tentaciones de la necesidad o de la atracción, deja muy detrás de sí y oscurece cualquier otra acción semejante que esté afectada siquiera mínimamente por un resorte ajeno, eleva el alma y suscita el deseo de poder obrar también así. Aun niños de edad regular sienten esta impresión, y tampoco se les deberla representar nunca los deberes de otra manera.

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conocimientos enteramente separados) toda la moral, que necesita de la antropología para su aplicación a los hom­ bres, independientemente de ésta como filosofía pura, esto es, como metafísica, bien conscientes de que, sin estar en posesión de la misma, es vano no ya sólo determinar exactamente para el enjuiciamiento especulativo lo moral del deber en todo lo que es conforme al deber, sino que incluso es imposible en el uso meramente ordinario y práctico, sobre todo de la instrucción moral, fundar las costumbres en sus genuinos principios y producir de este modo actitudes morales puras e injertarlas en los ánimos para el mayor bien universal. Para avanzar en esta elaboración por sus estadios natura­ les, no meramente del enjuiciamiento moral ordinario (que aquí es muy digno de respeto) al filosófico, como por otra parte ya ha sucedido, sino de una filosofía popular, que no puede ir más allá de adonde pueda llegar tanteando por medio de ejemplos, a la metafísica (que ya no se deja retener por nada empírico, y, al tener que medir el entero conjunto del conocimiento racional de este tipo, va en su caso hasta ideas, donde aun los ejemplos nos abandonan), tenemos que perse­ guir y exponer claramente la facultad racional práctica desde sus reglas de determinación universales hasta allí donde surge de ella el concepto del deber. Toda cosa de la naturaleza actúa según leyes. Sólo un ser racional posee la facultad de obrar según la representación de las leyes, esto es, según principios, o una voluntad. Como para la derivación de las acciones a partir de leyes se exige razón, tenemos que la voluntad no es otra cosa que razón práctica. Si la razón determina indefectiblemente a la voluntad, las acciones de ese ser que son reconocidas como objetivamente necesarias son también subjetivamente necesarias, esto es, la voluntad es una facultad de elegir solamente aquello que la razón reconoce independientemente de la inclinación como prácticamente necesario, esto es, como bueno. Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente a la voluntad, si ésta se halla además sometida a condiciones subjetivas (a ciertos resortes) que no siempre coinciden con las objetivas, en una palabra, si la voluntad no es en sí completamente conforme a la razón (como es el caso realmente en los hom­ bres), entonces las acciones que son reconocidas objetiva­ mente como necesarias son subjetivamente contingentes, y la determinación de esa voluntad en conformidad con leyes

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objetivas es constricción-, esto es, la relación de las leyes objetivas a una voluntad no por completo buena es repre­ sentada como la determinación de la voluntad de un ser racional por fundamentos de la razón, ciertamente, pero a los que esta voluntad no es necesariamente obediente según su naturaleza. La representación de un principio objetivo en tanto que es constrictivo para una voluntad se llama un mandato (de la razón), y la fórmula del mandato se llama imperativo. Todos los imperativos son expresados por un «deber»29 y muestran de este modo la relación de una ley objetiva de la razón a una voluntad que según su constitución subjetiva no es determinada necesariamente por ella (una constricción). Dicen que sería bueno hacer u omitir algo, sólo que lo dicen a una voluntad que no siempre hace algo por que se le represente que es bueno hacerlo. Bueno prácticamente es lo que determina a la voluntad por medio de las repre­ sentaciones de la razón, y por lo tanto no por causas subjeti­ vas, sino objetivas, esto es, por fundamentos que son válidos para todo ser racional como tal. Se distingue de lo agradable como de aquello que tiene influjo sobre la voluntad sólo por medio de la sensación por causas meramente subjetivas, que valen sólo para el sentido de este o aquel, y no como principio de la razón que vale para todo el mundo.* Una voluntad perfectamente buena estaría, así pues, de igual forma bajo leyes objetivas (del bien), pero no por ello podría ser representada como constreñida a acciones confor­ mes a la ley, porque de suyo, según su constitución subjetiva, sólo puede ser determinada por la representación del bien. De

* La dependencia de la facultad de desear respecto de las sensaciones se llama inclinación, y ésta demuestra siempre necesidades. Pero la dependencia de una volun­ tad determinable contingentemente respecto de principios de la razón se llama un 30 interés. Éste, así pues, se da sólo en una voluntad dependiente que no es de suyo siempre conforme a la razón; en la voluntad divina no se puede pensar un interés. Pero también la voluntad humana puede tomar un interés en algo, sin por ello obrar por interés. El primero significa el interés práctico en la acción, el segundo el interés patológico en el objeto de la acción. El primero muestra sólo dependencia de la voluntad respecto de 35 principios de la razón en sí misma, el segundo respecto de los principios de la misma para utilidad de la inclinación, puesto que, en efecto, la razón solamente indica la regla práctica de cómo superar las necesidades de la inclinación. En el primer caso, me interesa la acción, en el segundo el objeto de la acción (en tanto que me es agradable). 35 Ya hemos visto en la primera sección que en una acción por deber no se tiene que mirar al interés en el objeto, sino meramente en la acción misma y su principio en la razón (la ley).

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ahí que para la voluntad divina, y en general para una volun­ tad santa, no valgan los imperativos: el «deber» está aquí en un lugar inapropiado, porque el querer ya concuerda de suyo con la ley necesariamente. De ahí que los imperativos sean solamente fórmulas para expresar la relación de leyes objeti­ vas del querer en general a la imperfección subjetiva de la voluntad de este o aquel ser racional, por ejemplo de la voluntad humana. Pues bien, todos los imperativos mandan o hipotética o categóricamente. Aquéllos representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para llegar a otra cosa que se quiere (o es posible que se quiera). El imperativo categórico sería el que representase una acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a otro fin. Dado que toda ley práctica representa una acción posible como buena y, por ello, como necesaria para un sujeto determinable prácticamente por razón, tenemos que todos los imperativos son fórmulas de la determinación de la acción que es necesaria según el principio de una voluntad buena de alguna manera. Ahora bien, si la acción fuese buena mera­ mente como medio para otra cosa, el imperativo es hipotético; si es representada como buena en sí, y por tanto como nece­ saria en una voluntad conforme en sí a la razón, como principio de esa voluntad, entonces es categórico. El imperativo dice, así pues, qué acción posible por mí sería buena, y representa la regla práctica en relación con una voluntad que no porque una acción sea buena la hace en seguida, en parte porque el sujeto no siempre sabe que es buena, en parte porque, aun cuando lo supiese, las máximas del mismo podrían ser sin embargo contrarias a los principios objetivos de una razón práctica. El imperativo hipotético dice solamente que la acción es buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio problemático-práctico, en el segundo asertórico-práctico. El imperativo categórico, que declara la acción objetivamente necesaria por sí, sin referencia a cual­ quier propósito, esto es, incluso sin cualquier otro fin, vale como un principio apodíctico (práctico). Se puede pensar lo que sólo es posible por fuerzas de algún ser racional también como propósito posible para alguna voluntad, y de ahí que los principios de la acción, en tanto que ésta es representada como necesaria para conseguir algún propósito posible que efectuar a través de ella, sean en reali-

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dad infinitos en número. Todas las ciencias tienen alguna paite práctica, que consta de problemas consistentes en que algún fin sea posible para nosotros y de imperativos de cómo pueda ser alcanzado. De ahí que éstos puedan llamarse, en general, imperativos de la habilidad. Aquí la cuestión no es en modo alguno si el fin es racional y bueno, sino sólo qué se tiene que hacer para alcanzarlo. Las prescripciones para el médico al objeto de curar a un hombre de manera fundada y para un envenenador al objeto de matarlo con seguridad son de igual valor en la medida en que cada una de ellas sirve para efectuar perfectamente su propósito. Dado que en la primera juventud no se sabe qué fines se nos podrían presentar en la vida, los padres intentan sobre todo hacer aprender a sus hijos cosas bien diversas y procuran su habilidad en el uso de los medios para todo tipo de fines a discreción, de ninguno de los cuales pueden determinar que no pueda acaso llegar a ser en el futuro realmente un propósito de su educando, mientras que es sin embargo posible que pudiera tenerlo alguna vez, y este cuidado es tan grande que les lleva comúnmente a ser negligentes en formarles y corregirles el juicio sobre el valor de las cosas que pudieran acaso ponerse como fines. Hay, no obstante, un fin que se puede presuponer como real en todos los seres racionales (en tanto que les convienen los imperativos, a saber, como seres dependientes), y así pues un propósito que no es que meramente puedan tener, sino del que se puede presuponer con seguridad que los seres racio­ nales en su totalidad lo tienen según una necesidad natural, y éste es el propósito de la felicidad. El imperativo hipotético que representa la necesidad práctica de la acción como medio para el fomento de la felicidad es asertórico. No se puede lícitamente presentarlo meramente como necesario para un propósito incierto, meramente posible, sino para un propósi­ to que se puede presuponer con seguridad y a priori en todo hombre, porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habi­ lidad en la elección de los medios para el mayor bienestar propio se puede denominar prudencia* en el sentido más * La palabra prudencia se toma en un doble sentido: por un lado, puede llevar el nombre de prudencia mundana, en el segundo sentido el de prudencia privada. La primera es la habilidad de un hombre para tener influjo sobre otros al objeto de usarlos para sus propósitos. La segunda es el conocimiento consistente en unir todos estos propósitos para el propio provecho duradero. La última es propiamente aquella a la que es remitido aun el valor de la primera, y de quien es prudente de la primera manera, pero no de la segunda, se podría decir mejor: es diestro y astuto, pero en conjunto sin embargo es imprudente.

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estricto. Así pues, el imperativo que se refiere a la elección de los medios para la felicidad propia, esto es, la prescripción de 5 la prudencia, sigue siendo hipotético: la acción no es mandada absolutamente, sino sólo como medio para otro propósito. Finalmente, hay un imperativo que, sin poner por funda­ mento como condición cualquier otro propósito que alcanzar por una cierta conducta, manda esta conducta inmediata­ 10 mente. Este imperativo es categórico. No atañe a la materia de la acción y a lo que se siga de ella30, sino a la forma y al principio de donde ella misma30 se sigue, y lo esencialmente bueno de la misma30 consiste en la actitud, sea cual sea el resultado. Este imperativo bien puede llamarse el de la mora­ lidad. El querer según estos tres tipos de principios se diferencia 15 claramente también por la desigualdad de la constricción de la voluntad. Para hacer a ésta31también patente, creo que se los denominaría en su orden de la manera más adecuada si se dijese que son o reglas de la habilidad, o consejos de la 20 prudencia, o mandatos (leyes) de la moralidad. Pues sólo la ley lleva consigo el concepto de una necesidad incondicionada, y, por cierto, objetiva y por tanto universalmente válida, y los mandatos son leyes a las que se tiene que obedecer, esto es, prestar seguimiento incluso en contra de la inclinación. El asesoramiento contiene ciertamente necesidad, pero una que 25 puede valer meramente bajo la condición subjetiva del gusto de que este o aquel hombre cuente esto o aquello entre lo perteneciente a su felicidad; en cambio, el imperativo categó­ rico no es limitado por ninguna condición, y como absoluta­ mente necesario, aunque práctico-necesario, puede llamarse con entera propiedad un mandato. Se podría denominar a los primeros imperativos también técnicos (pertenecientes al arte), a los segundos, pragmáticos* (a la bienandanza), y a los terceros, morales (pertenecientes a la conducta libre en gene­ ral, esto es, a las costumbres). Y ahora surge la pregunta: ¿cómo son posibles todos esos imperativos? La pregunta no solicita saber cómo pueda pen­ 35

* Pienso que así se puede determinar el auténtico significado de la palabra pragmático de la manera más exacta. Pues se denominan pragmáticas las sanciones que emanan propiamente no del derecho de los Estados, como leyes necesarias, sino de la solicitud por la bienandanza universal. Una historia está redactada pragmática­ mente cuando hace prudente, esto es, instruye al mundo sobre cómo puede procurar su provecho mejor o, al menos, igual de bien que en el pasado.

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5 sarse el cumplimiento de la acción que el imperativo manda,

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sino cómo pueda pensarse meramente la constricción de la voluntad que el imperativo expresa en el problema. Cómo sea posible un imperativo de la habilidad no necesita seguramen­ te de estudio especial. Quien quiere el fin, quiere también (en tanto que la razón tiene influjo decisivo sobre sus acciones) el medio indispensablemente necesario para él que está en su poder. Esta proposición es, en lo que atañe al querer, analítica, pues en el querer un objeto como mi efecto se piensa ya mi causalidad como causa que obra, esto es, el uso de los medios, y el imperativo ya extrae el concepto de las acciones necesa­ rias para este fin del concepto de un querer este fin (para determinar los medios mismos para un propósito que nos hemos marcado hacen falta, sin duda, proposiciones sintéti­ cas, pero que atañen no al fundamento para hacer real el acto de la voluntad, sino al fundamento para hacer real el objeto). Que para partir una línea en dos partes iguales según un principio seguro tengo que hacer desde los extremos de la misma dos arcos que se crucen, lo enseña la matemática sólo por proposiciones sintéticas, desde luego, pero que, si sé que únicamente a través de esa acción puede suceder el efecto citado, si quiero por completo el efecto, también quiero la acción que es precisa para él, es una proposición analítica, pues repre­ sentarme algo como un efecto posible de cierta manera por mí y representarme a mí como obrando de la misma manera en lo que a él respecta es enteramente lo mismo. Los imperativos de la prudencia coincidirían enteramen­ te con los de la habilidad y serían de igual forma analíticos con sólo que fuese igual de fácil dar un concepto determina­ do de la felicidad. Pues tanto aquí como allí se diría: quien quiere el fin, quiere también (en conformidad con la razón necesariamente) los únicos medios para el mismo que están en su poder. Sólo que es una desdicha que el concepto de la felicidad sea un concepto tan indeterminado que, aunque todo hombre desea llegar a ella, sin embargo nunca puede decir de modo determinado y acorde consigo mismo qué quiere y desea propiamente. La causa de ello es: que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son en su totalidad empíricos, esto es, tienen que ser tomados en préstamo de la experiencia, y que, no obstante, para la idea de la felicidad es preciso un todo absoluto, un máximo de bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible que el ser más penetrante y a la vez

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más poderoso, pero sin embargo finito, se haga un concepto determinado de lo que propiamente quiere aquí. Si quiere32 riqueza, cuántas preocupaciones, envidia y asechanzas no podría echarse encima con ello. Si quiere conocimiento y penetración, eso podría quizá convertirse en una vista sólo tanto más aguda para mostrarle tanto más horribles los males que ahora todavía se ocultan para él y que sin embargo no se pueden evitar, o para cargar sobre sus apetitos, que ya bastante le dan que hacer, todavía más necesidades. Si quiere una larga vida, ¿quién le garantiza que no sería una larga miseria? Si quiere por lo menos salud, con qué frecuen­ cia los achaques del cuerpo le han mantenido apartado de excesos en los que ilimitada salud le hubiese hecho caer, etc. En breve, no es capaz de determinar según un principio con plena certeza qué le hará verdaderamente feliz, porque para ello sería precisa omnisciencia. Así pues, para ser feliz no se puede obrar según principios determinados, sino sólo según consejos empíricos, por ejemplo de la dieta, del ahorro, de la cortesía, de la reserva, etc., de los cuales la experiencia enseña que son los que más fomentan por término medio el bienestar. De aquí se sigue que los imperativos de la pruden­ cia, para hablar con exactitud, no pueden en modo alguno mandar, esto es, exponer objetivamente acciones como prác­ tico-necesarias, que han de ser tenidos más bien por consejos {consilia) que mandatos {praecepta) de la razón, que el problema: determinar segura y universalmente qué acción fomentará la felicidad de un ser racional es completamente irresoluble, y por tanto, en lo que respecta a la misma, no es posible un imperativo que mandase en sentido estricto rea­ lizar lo que hace feliz, porque la felicidad no es un ideal de la razón, sino de la imaginación, que descansa meramente en fundamentos empíricos, de los que en vano se esperaría que determinasen una acción por la cual se alcanzase la totalidad de una serie de consecuencias en realidad infinita. Este imperativo de la prudencia sería sin embargo, si se supone que los medios para la felicidad se pudiesen indicar con seguridad, una proposición analítico-práctica, pues sólo es distinto del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es meramente posible, mientras que en aquél está dado, pero como ambos mandan meramente los medios para aquello que se presupone que se quiere como fin, tenemos que el imperativo que manda el querer de los medios a quien quiere el fin es en ambos casos analítico. Así pues, en lo que

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respecta a la posibilidad de un imperativo semejante no hay tampoco dificultad. En cambio, cómo sea posible el imperativo de la moralidad es sin duda la única pregunta necesitada de una solución, dado que no es hipotético en modo alguno, y así pues la necesidad objetivamente representada no se puede apoyar en una presuposición, como en los imperativos hipotéticos. Sólo que aquí no hay que dejar de tener en cuenta que no se puede decidir por medio de ningún ejemplo, y por tanto empírica­ mente, si hay en algún lugar algún imperativo como ese, sino que hay que temer que todos los que parecen categóricos puedan sin embargo ser ocultamente hipotéticos. Por ejem­ plo, cuando se dice: no debes prometer engañosamente, y se supone que la necesidad de esta omisión no es algo así como un mero asesoramiento para evitar algún otro mal, de modo que se dijese: no debes prometer mentirosamente, para que no te prives de crédito si se hace patente, o algo así, sino que, cuando se afirma que una acción de este tipo tiene que ser considerada como mala por sí misma, y que el imperativo de la prohibición es así pues categórico, no se puede sin embargo en ningún ejemplo mostrar con seguridad que la voluntad es determinada aquí sin otros resortes, meramente por la ley, aunque así lo parezca, pues siempre es posible que en secreto pudiera tener influjo sobre la voluntad el miedo a la vergüen­ za, quizá también un oscuro temor a otros peligros. ¿Quién puede demostrar la no existencia de una causa por experien­ cia, dado que ésta no nos enseña nada que vaya más allá de que no percibimos esa causa? Pero en tal caso,33el imperativo que se ha dado en llamar moral, que como tal parece categó­ rico e incondicionado, sería en realidad solamente una pres­ cripción pragmática, que nos hace estar atentos a nuestro provecho y nos enseña meramente a tenerlo en cuenta. Así pues, tendremos que investigar enteramente a priori la posibilidad de un imperativo categórico, puesto que aquí no nos beneficiamos de la ventaja de que la realidad del mismo estuviese dada en la experiencia, y así pues la posibilidad fuese necesaria no para el establecimiento, sino meramente para la explicación. Con todo, provisionalmente llegamos a compren­ der: que únicamente el imperativo categórico reza como una ley práctica, y los restantes pueden ciertamente llamarse en su totalidad principios de la voluntad, pero no leyes, dado que lo que es necesario hacer meramente para la consecución de un propósito a discreción puede ser considerado en sí como

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contingente, y siempre podemos librarnos de la prescripción si abandonamos el propósito, mientras que en cambio el mandato incondicionado no deja a discreción de la voluntad 10 lo contrario, y por tanto únicamente él lleva consigo la nece­ sidad que solicitamos para la ley. En segundo lugar, en este imperativo categórico o ley de la moralidad es también muy grande el fundamento de la dificultad (de comprender la posibilidad del mismo). Es una proposición sintético-práctica* a priori, y puesto 15 que comprender la posibilidad de las proposiciones de este tipo tiene tanta dificultad en el conocimiento teórico, fá­ cilmente se puede deducir que no tendrá menos en el práctico. En este problema vamos a probar primero si el mero concepto de un imperativo categórico no nos proporciona 20 quizá también la fórmula del mismo que contiene la única proposición^ que puede_ser un imperativo categórico, pues cómo sea posible tal mandato absoluto, aun cuándo sabemos cómo reza, exigirá todavía un esfuerzo especial y difícil que dejamos para la última sección. Cuando pienso un imperativo hipotético en general, 25 no sé de antemano qué contendrá: hasta que me está dada la condición. Pero si pienso un imperativo categórico sé en seguida qué contiene. Pues como el imperativo, apar­ te de la ley, sólo contiene la necesidad de la máxima** de ser conforme a esa ley, y la ley no contiene ninguna condi­ ción a la que esté limitada, no queda sino la universali­ dad de una ley en general, a la cual37 debe ser conforme la máxima de la acción, y únicamente esa conformidad es lo que el imperativo representa propiamente como nece­ sario. 30

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* Conecto con la voluntad, sin condición presupuesta de inclinación alguna, la acción a priori, y por tanto necesariamente (aunque sólo objetivamente, esto es, bajo la idea de una razón que tuviese pleno poder sobre todas las causas de movimiento subjetivas). Esta es, así pues, una proposición práctica que no deriva analíticamente el querer una acción de otro34 ya presupuesto (pues no tenemos una voluntad tan perfecta), sino que lo conecta inmediatamente con el concepto de la voluntad en tanto que voluntad de un ser racional, como algo que no está contenido en él.35 ** La máxima es el principio subjetivo de obrar, y tiene que ser distinguida del principio objetivo, a saber, de la ley práctica. Aquélla contiene la regla práctica que la razón determina36 en conformidad con las condiciones del sujeto (frecuentemente la ignorancia o también las inclinaciones del mismo), y es, así pues, el principio según el cual obra el sujeto, pero la ley es el principio objetivo válido para todo ser racional y el principio según el cual debe obrar, esto es, un imperativo.

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El imperativo categórico es así pues único, y, por cierto, este: obra sólo según la máxima a través de la cual puedas que­ rer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal. Pues bien, si de este único imperativo pueden derivarse 10 todos los imperativos del deber como de su principio, podre­ mos al menos, aunque dejemos sin decidir si lo que en general se denomina deber no es un concepto vacío, mostrar qué pensamos con él y qué quiere decir este concepto. Dado que la universalidad de la ley según la cual suceden 15 efectos constituye lo que se llama propiamente naturaleza en el sentido más general (según la forma), esto es, la existencia de las cosas en tanto que está determinada según leyes uni­ versales, tenemos que el imperativo universal del deber tam­ bién podría rezar así: obra como si la máxima de tu acción 20 fuese a convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza. Vamos ahora a enumerar algunos deberes según la habi­ tual división de los mismos en deberes hacia nosotros mis­ mos y hacia otros hombres, en deberes perfectos e imper­ fectos.* 1) Uno que, por una serie de males que han crecido 25 hasta la desesperanza, siente fastidio por la vida, está aún lo suficiente en posesión de su razón para poder preguntarse a sí mismo si quitarse la vida no será acaso contrario al deber hacia sí mismo. Prueba por tanto si la máxima de su acción puede quizá convertirse en una ley universal de la naturale­ 5 za. Su máxima es: tomo por amor propio como principio acortarme la vida si ésta me amenaza a largo plazo con más mal que agrado me promete. Nos preguntamos aún sola­ mente si este principio del amor propio puede convertirse en una ley universal de la naturaleza. Pero entonces se ve pronto que una naturaleza cuya ley fuese destruir la vida 10 misma por la misma sensación cuyo cometido es impulsar al fomento de la vida contradiría a esa sensación misma y, 5

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* Se tiene seguramente que señalar aquí que me reservo enteramente la división de los deberes para una futura Metafísica de las costumbres: esta figura aquí sólo como arbitraria (para ordenar mis ejemplos). Por lo demás, aquí entiendo por deber perfecto aquel que no permite ninguna excepción en provecho de la inclinación, y entonces tengo no meramente deberes perfectos externos, sino también internos, lo cual va en contra del uso de las palabras admitido en las escuelas, pero aquí no pretendo justificarlo, porque para mi propósito es lo mismo si se me concede esto que si no.

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así pues, no subsistiría como naturaleza, y por tanto es imposible que aquella máxima se dé como ley universal de la naturaleza, y por consiguiente contradice enteramente al principio supremo de todo deber. 2) Otro se ve apremiado por la necesidad a tomar dinero en préstamo. Bien sabe que no podrá pagar, pero ve también que no se le prestará nada si no promete solemnemente devolverlo en un tiempo determinado. Tiene ganas de hacer una promesa semejante, pero todavía tiene la conciencia suficiente para preguntarse: ¿no es ilícito y contrario al deber salir de la necesidad de esa manera? En el supuesto de que sin embargo lo decidiese, su máxima de la acción rezaría así: cuando crea estar apurado de dinero, tomaré dinero en préstamo y prometeré pagarlo, aunque sé que eso no sucederá nunca. Este principio del amor propio o de la propia conveniencia bien se puede quizá compaginar con mi entero bienestar futuro, sólo que ahora la pregunta es: ¿es eso justo? Transformo pues la pretensión del amor pro­ pio en una ley universal y dispongo así la pregunta: qué pasaría entonces si mi máxima se convirtiese en una ley universal. Ahí veo en seguida que nunca puede valer como una ley universal de la naturaleza ni concordar consigo misma, sino que tiene que contradecirse necesariamente. Pues la universalidad de una ley que diga que cada uno, tan pronto como crea estar necesitado, puede prometer lo que se le ocurra con la intención de no cumplirlo, haría imposi­ ble la promesa y el fin mismo que con ella se pudiera tener, ya que nadie creería que le ha sido prometido algo, sino que se reiría de toda manifestación semejante como de una simulación inútil. 3) Un tercero encuentra en sí un talento que por medio de algún cultivo podría hacerle un hombre útil en todo tipo de respectos. Pero se ve en circunstancias cómodas, y prefiere ir tras el placer a esforzarse en la ampliación y mejora de sus felices disposiciones naturales. Con todo, pregunta además si, aparte de la concordancia que su máxima de descuidar sus dotes naturales tiene en sí misma con su tendencia al recreo, concuerda también con lo que se denomina deber. Ve entonces que, ciertamente, una naturaleza puede subsistir todavía según una ley universal semejante, aunque el hombre (del mismo modo que los habitantes del mar del Sur) dejase oxidarse su talento y se dedicase a emplear su vida meramente en la ociosidad, el

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recreo y la reproducción, en una palabra, en el goce; sólo que le es imposible querer que ésta38 se convierta en una ley universal de la naturaleza, o que esté puesta en nosotros como tal por instinto natural. Pues como ser racional quiere necesariamente que se desarrollen en él todas las facultades, porque le están dadas y le son útiles para todo tipo de posibles propósitos. Aún piensa un cuarto, a quien le va bien, pero sin embar­ go ve que otros (a quienes él bien podría ayudar) tienen que luchar con grandes trabajos: ¿qué me importa? ¡sea cada cual tan feliz como el cielo quiera o él pueda hacerse a sí mismo, no le privaré de nada, e incluso ni siquiera le envi­ diaré, sólo que no tengo ganas de contribuir con nada a su bienestar o a su socorro en la necesidad! Ahora bien, es cierto que si tal modo de pensar se convirtiese en una ley universal de la naturaleza, el género humano podría muy bien subsistir, y sin duda todavía mejor que si todo el mundo parlotea de compasión y benevolencia, e incluso en ocasio­ nes se aplica con celo a practicarlas, pero en cambio, en cuanto puede, también engaña, vende el derecho de los hombres o le hace quebranto de algún otro modo. Pero, aunque es posible que según aquella máxima podría subsis­ tir bien una ley universal de la naturaleza, es sin embargo imposible querer que un principio semejante valga en todas partes como ley de la naturaleza. Pues una voluntad que decidiese esto se contradiría a sí misma, ya que pueden ocurrir algunos casos en los que39 necesita del amor y compasión de otros, y en los que, por esa ley de la naturaleza surgida de su propia voluntad, se sustraería a sí mismo toda esperanza del socorro que desea. Estos son por tanto algunos de los muchos deberes reales, o al menos tenidos por nosotros como tales, cuya derivación del aducido principio único salta claramente a la vista. Se tiene que poder querer que una máxima de nuestra acción se con­ vierta en una ley universal: este es el canon del enjuiciamiento moral de la misma40en general. Algunas acciones están cons­ tituidas de tal modo que su máxima ni siquiera puede ser pensada sin contradicción como ley universal de la naturaleza, y mucho menos se puede querer además que se convirtiese en ella. En otras no podemos encontrar, ciertamente, esa imposi­ bilidad interna, pero es sin embargo imposible querer que su máxima sea elevada a la universalidad de una ley de la natu­ raleza, porque una voluntad semejante se contradiría a sí

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misma. Se ve fácilmente: que la primera41contradice al deber estricto o estrecho (inexcusable), y la segunda42 sólo al deber amplio (meritorio), y de esta manera todos los deberes, en lo que atañe al tipo de la obligatoriedad (no al objeto de su acción), han sido establecidos en su totalidad a través de estos ejemplos en su dependencia del principio único. Ahora bien, si en toda transgresión de un deber prestamos atención a nosotros mismos, encontramos que realmente no queremos que nuestra máxima se convierta en una ley uni­ versal, pues eso nos es imposible, sino que lo contrario de la misma43es lo que debe permanecer más bien universalmente como una ley, sólo que nos tomamos la libertad de hacer una excepción a ella para nosotros o (incluso sólo por esta vez) en provecho de nuestra inclinación. Consiguientemente, si con­ siderásemos todo desde uno y el mismo punto de vista, a saber, desde la razón, encontraríamos una contradicción en nuestra propia voluntad, a saber, que cierto principio es necesario objetivamente como ley universal, y sin embargo subjetiva­ mente no debería valer universalmente, sino que debería permitir excepciones. Pero como primero contemplamos nuestra acción desde el punto de vista de una voluntad ente­ ramente conforme a la razón, pero luego consideramos tam­ bién precisamente la misma acción desde el punto de vista de una voluntad afectada por inclinación, tenemos que aquí no hay realmente contradicción, pero sí una resistencia de la inclinación contra la prescripción de la razón (antagonismus), en virtud de la cual la universalidad del principio (universalitas) se transforma en una mera validez general (generalitas) por la cual el principio racional práctico se ha de encontrar con la máxima a mitad de camino. Pues bien, aunque esto no puede justificarse en nuestro propio juicio fallado imparcialmente, sin embargo demuestra que reconocemos realmente la validez del imperativo categórico y nos permitimos sola­ mente (con todo respeto por el mismo) algunas excepciones, a nuestro parecer de poca monta y a las que, según nos parece, nos hemos visto forzados. Hemos llegado, así pues, por lo menos a mostrar que si el deber es un concepto que ha de contener significado y legis­ lación real para nuestras acciones se puede expresar solamen­ te en imperativos categóricos, y de ningún modo en impera­ tivos hipotéticos; igualmente, lo cual ya es mucho, hemos expuesto claramente y de modo determinado para todo uso el contenido del imperativo categórico, que tendría que con­

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tener el principio de todo deber (si hubiese en general algo semejante). Pero todavía no hemos llegado tan lejos que demostremos a priori que un imperativo como ese se da realmente, que hay una ley práctica que manda por sí, abso­ lutamente y sin ningún resorte, y que el cumplimiento de esa ley es un deber. Con el propósito de llegar a ello, es de la más extrema importancia dejar que esto le sirva a uno de advertencia: que nadie deje ni siquiera que se le pase por la cabeza querer derivar la realidad de ese principio de la propiedad especial de la naturaleza humana. Pues el deber ha de ser una necesidad práctico-incondicionada de la acción, y tiene así pues que valer para todos los seres racionales (sola y exclusivamente a los cuales puede concernir un imperativo), y únicamente por eso ser ley también para todas las voluntades humanas. Lo que en cambio es derivado de la especial disposición natural de la humanidad, de ciertos sentimientos y tendencias, e incluso, si fuese posible, de una especial dirección que fuese propia de la razón humana y no tuviese que valer necesariamente para la voluntad de todo ser racional, eso puede ciertamente propor­ cionar una máxima para nosotros, pero no una ley, un princi­ pio subjetivo, a poder lícitamente obrar según el cual tenemos tendencia e inclinación, pero no un principio objetivo a obrar según el cual se nos intimase aun cuando toda nuestra tenden­ cia, inclinación y configuración natural estuviese en contra, y ello de tal manera que la sublimidad y dignidad interior del mandato en un deber quedan tanto más demostradas cuanto menos están a favor las causas subjetivas y cuanto más están en contra, pero sin por eso debilitar en lo más mínimo la constricción por la ley ni quitar algo a su validez. Ahora bien, aquí vemos a la filosofía puesta realmente en un punto precario, que ha de ser firme, no obstante no estar suspendido de nada en el cielo ni apoyado en nada en la tierra. Aquí ha de demostrar su pureza como soberana que mantiene sus leyes por derecho propio, no como heraldo de las que le susurra un sentido implantado o quién sabe qué naturaleza tutora, las cuales,44 en su totalidad, por mucho que puedan ser mejores que absolutamente nada, no pueden sin embargo proporcionar nunca principios, que dicta la razón y que tienen que tener su fuente, desde luego, completamente a priori, y con ello a la vez su autoridad imperativa: no esperar nada de la inclinación del hombre, sino todo del poder supe­ rior de la ley y del respeto debido por la misma, o en caso

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contrario condenar al hombre al autodesprecio y a la aversión interior. Así pues, todo lo empírico es, como añadido al principio de la moralidad, no sólo nada apto para ello, sino sumamente perjudicial para la pureza misma de las costumbres, en las cuales el valor auténtico y elevado por encima de todo precio de una voluntad absolutamente pura consiste precisamente en que el principio de la acción esté libre de todos los influjos de fundamentos contingentes, que sólo la experiencia puede proporcionar. Contra este descuido o, incluso, bajo modo de pensar en la búsqueda del principio entre causas motoras y leyes empíricas, no se puede dirigir demasiadas ni demasiado frecuentes advertencias, puesto que la razón humana en su cansancio gusta de reposar en esta almohada, y en el sueño de dulces espejismos (que en vez de a Juno le hacen abrazar a una nube) sustituye arteramente a la moralidad por un bastardo hecho de miembros recosidos y de procedencia enteramente distinta, que se parece a todo lo que se quiera ver en él, sólo no a la virtud, para quien haya alcanzado a verla alguna vez en su verdadera figura.* La pregunta es, así pues, esta: ¿es una ley necesaria para todos los seres racionales enjuiciar siempre sus acciones según máximas de las que ellos mismos puedan querer que sirvan como leyes universales? Si lo es, tiene que estar enlazada ya (enteramente a priori) con el concepto de la voluntad de un ser racional en general. Pero para descubrir esta conexión se tiene que dar, por mucho que uno se resista, un paso más allá, a saber, hacia la metafísica, aunque entrando en un territorio de la misma que es distinto del de la filosofía especulativa, a saber, en el de la metafísica de las costumbres. En una filo­ sofía práctica, en donde no tenemos que admitir fundamentos de lo que sucede, sino leyes de lo que debe suceder, aunque nunca suceda, esto es, leyes objetivamente prácticas: ahí no necesitamos hacer investigación sobre los fundamentos de por qué algo gusta o disgusta, sobre cómo el placer de la mera sensación se distingue del gusto y si éste se distingue de * Ver a la virtud en su auténtica figura no es otra cosa que presentar a la moralidad desvestida de toda mezcla de lo sensible y de todo adorno espurio de la recompensa o del amor propio. Cualquiera puede fácilmente percatarse, por medio del más pequeño ensayo de su razón no enteramente echada a perder para toda abstracción, de cuánto oscurece ella45entonces a todo lo restante que parece atractivo a las inclinaciones.

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una complacencia universal de la razón, sobre en qué descan­ sa el sentimiento de placer y displacer, y cómo surgen de aquí apetitos e inclinaciones, y de éstos máximas por la colabora­ ción de la razón, pues todo esto pertenece a una doctrina empírica del alma, que constituiría la segunda parte de la doctrina de la naturaleza, si se la46 considera como filosofía de la naturaleza en la medida en que está fundada47sobre leyes empíricas. Pero aquí se trata de leyes objetivamente prácticas, y por tanto de la relación de una voluntad a sí misma en tanto que se determina meramente por razón, puesto que entonces todo lo que hace referencia a lo empírico desaparece de suyo: porque, si la razón por sí sola determina la conducta (la posibilidad de lo cual vamos a investigar justamente ahora), tiene que hacerlo necesariamente a priori. La voluntad es pensada como una facultad de determi­ narse a sí mismo a obrar en conformidad con la repre­ sentación de ciertas leyes. Y una facultad semejante podemos encontrarla sólo en seres racionales. Ahora bien, lo que sirve a la voluntad de fundamento objetivo de su autodetermina­ ción es el fin, y éste, si es dado por mera razón, tiene que valer por igual para todos los seres racionales. Lo que en cambio contiene meramente el fundamento de la posibili­ dad de la acción cuyo efecto es fin se llama el medio. El fundamento subjetivo del deseo es el resorte, el fundamento objetivo del querer es el motivo, y de ahí la diferencia entre fines subjetivos, que descansan en resortes, y fines objetivos, que dependen de motivos que valen para todo ser racional. Los principios prácticos son formales si abstraen de todos los fines subjetivos, mientras que son materiales cuando ponen a éstos, y por tanto a ciertos resortes, como funda­ mento. Los fines que un ser racional se propone a discreción como efectos de su acción (fines materiales) son en su totalidad relativos, pues sola y meramente su relación con una facultad de desear del sujeto de un tipo especial les da el valor, el cual, por ello, no puede proporcionar principios universales válidos y necesarios para todos los seres racio­ nales ni tampoco para todo querer, esto es, leyes prácticas. De ahí que todos estos fines relativos sean sólo el fundamen­ to de imperativos hipotéticos. En el supuesto de que hubiese algo cuya existencia en sí misma tuviese un valor absoluto, que como fin en sí mismo pudiese ser un fundamento de determinadas leyes, entonces en eso, y sólo en eso únicamente, residiría el fundamento de

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un posible imperativo categórico, esto es, de una ley prác­ tica. Pues bien, yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones, tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen solamente un valor condicionado, pues si no hubiese inclinaciones y necesidades fundadas en ellas, su objeto no tendría valor. Pero las inclinaciones mismas como fuentes de las necesidades están tan lejos de tener un valor absoluto para desearlas a ellas mismas que más bien estar enteramente libre de ellas tiene que ser el deseo universal de todo ser racional. Así pues, el valor de todos los objetos que obtener por nuestra acción es siempre condicionado. Los seres cuya existencia descansa no en nuestra voluntad, ciertamente, sino en la naturaleza, tienen sin embargo, si son seres irracio­ nales, solamente un valor relativo, como medios, y por ello se llaman cosas; en cambio, los seres racionales se denominan personas, porque su naturaleza ya los distingue como fines en sí mismos, esto es, como algo que no puede lícitamente ser usado meramente como medio, y por tanto en la misma medida restringe todo arbitrio (y es un objeto del respeto). Estos no son, así pues, fines meramente subjetivos, cuya existencia como efecto de nuestra acción tiene un valor para nosotros, sino fines objetivos, esto es, cosas cuya existencia en sí misma es fin, y, por cierto, un fin tal que en su lugar no se puede poner otro fin al servicio del cual estuviesen meramente como medios, porque sin esto no encontraríamos en lugar alguno absolutamente nada de valor absoluto, pero si todo valor fuese condicionado, y por tanto contingente, no podría­ mos encontrar en lugar alguno un principio práctico supremo para la razón. Si es que ha de haber entonces un principio práctico supremo y, en lo que respecta a la voluntad humana, un imperativo categórico, tiene que ser tal que por la repre­ sentación de lo que es necesariamente fin para todo el mundo, porque es fin en sí mismo, constituya un principio objetivo de la voluntad, y por tanto pueda servir como ley práctica uni­ versal. El fundamento de este principio es: la naturaleza racional existe como fin en sí misma. Así se representa el hombre necesariamente su propia existencia, y en esa medida

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5 es por tanto un principio subjetivo de acciones humanas. Pero

así se representa también cualquier otro ser racional su exis­ tencia según precisamente el mismo fundamento racional que vale también para mí:* es por tanto a la vez un principio objetivo, del cual, como de un fundamento práctico supremo, tienen que poder ser derivadas todas las leyes de la voluntad. 10 El imperativo práctico será así pues el siguiente: obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre a la vez como fin, nunca meramente como medio. Vamos a ver si esto se deja poner por obra. Para permanecer en los anteriores ejemplos, 15 en primer lugar, según el concepto del deber necesario hacia sí mismo, quien está dando vueltas a la idea del suicidio se preguntará si su acción puede compadecerse con la idea de la humanidad como fin en sí misma. Si, para escapar a un estado penoso, se destruye a sí mismo, se sirve de una persona 20 meramente como un medio para la conservación de un estado soportable hasta el fin de la vida. Pero el hombre no es una cosa, y por tanto no es algo que pueda ser usado meramente como medio, sino que tiene que ser considerado siempre en todas nuestras acciones49como fin en sí mismo. Así pues, no puedo disponer del hombre en mi persona para mutilarlo, 25 corromperlo o matarlo. (Tengo aquí que soslayar la determi­ nación más precisa de este principio que evite todo malenten­ dido, por ejemplo de la amputación de los miembros para conservarme, o del peligro al que expongo mi vida para conservar mi vida, etc.; esa determinación pertenece a la moral propiamente dicha). En segundo lugar, por lo que atañe al deber necesario o 30 debido hacia otros, el que está pensando en hacer una prome­ sa mentirosa hacia otros comprenderá en seguida que se quiere servir de otro hombre meramente como medio, sin que éste contenga a la vez el fin en sí. Pues a aquel a quien yo quiero usar para mis propósitos a través de una promesa semejante le es imposible estar de acuerdo con mi manera de proceder hacia él, y contener así él mismo el fin de esa acción. Más claramente salta a la vista este conflicto con el principio de otros hombres si se aducen ejemplos de ataques a la libertad y propiedad de otros. Pues ahí es claramente evidente 35

* Establezco aquí esta proposición como postulado. En la última sección se encontrará los fundamentos para ella.48

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5 que quien no respeta los derechos de los hombres tiene

pensado servirse de la persona de otros meramente como medio, sin someter a consideración que como seres racionales deben ser estimados siempre a la vez como fines, esto es, sólo como seres que tienen que contener también en sí el fin de precisamente la misma acción.* En tercer lugar, en lo que respecta al deber contingente 10 (meritorio) hacia sí mismo, no basta que la acción no contra­ diga a la humanidad en nuestra persona como fin en sí misma, tiene también que concordar con ella. Ahora bien, en la huma­ nidad hay disposiciones para una mayor perfección que per­ tenecen al fin de la naturaleza en lo que respecta a la huma­ 15 nidad en nuestro sujeto: descuidarlas bien podría compade­ cerse en todo caso con la conservación de la humanidad como fin en sí misma, pero no con el fomento de este fin. En cuarto lugar, por lo que atañe al deber meritorio hacia otros, el fin natural que todos los hombres tienen es 20 su propia felicidad. Ahora bien, la humanidad podría cier­ tamente subsistir si nadie contribuyese con nada a la felicidad del otro, pero a la vez no sustrajese nada de ella a propósito, sólo que esto es únicamente una concordancia negativa y no positiva con la humanidad como fin en sí misma, si todo el mundo no tratase también, en lo que pudiese, de fomentar los fines de otros. Pues los fines del 25 sujeto que es fin en sí mismo tienen que ser también, en lo posible, mis fines, si es que aquella representación ha de hacer en mí todo su efecto. Este principio de la humanidad y de toda naturaleza racional en general como fin en sí misma (el cual es la suprema condición restrictiva de la libertad de las acciones de todo hombre) no está tomado en préstamo de la experien­ cia: primero, a causa de su universalidad, puesto que se dirige a todos los seres racionales en general, para determi­ nar algo sobre los cuales ninguna experiencia es suficiente; en segundo lugar, porque en él la humanidad es repre­ 30 35

* No se piense de ninguna manera que aquí pueda servir de criterio o principio el trivial: quod tibí non vis fien, etc. Pues solamente está derivado de aquél, si bien con diferentes restricciones, no puede ser una ley universal, pues no contiene el fundamen­ to de los deberes hacia sí mismo, ni el de los deberes de caridad hacia otros (pues más de uno estaría gustoso de acuerdo con que otros no debiesen hacerle el bien, con sólo que él pudiese estar dispensado de depararles a ellos beneficios), ni finalmente el de los deberes debidos unos a otros, pues el criminal argumentaría con este fundamento contra el juez que le castiga, etc.

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5 sentada no como fin de los hombres (subjetivamente), esto

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es, como objeto que uno se pone de suyo realmente como fin, sino como fin objetivo, que, tengamos los fines que tengamos, debe constituir como ley la suprema condición restrictiva de todos los fines subjetivos, y por tanto tiene que surgir de razón pura. En efecto, el fundamento de toda la legislación práctica reside (según el primer principio) obje­ tivamente en la regla y en la forma de la universalidad que la hace capaz de ser una ley (una ley de la naturaleza en cualquier caso), y.subjetivamente en el fin, pero el sujeto de todos los fines es todo ser racional, como fin en sí mismo (según el segundo principio): de aquí se sigue ahora el tercer principio práctico de la voluntad, como condición suprema de la concordancia de la misma con la razón práctica uni­ versal, la idea de la voluntad de todo ser racional como una voluntad universalmente legisladora. Todas las máximas que no pueden compadecerse con la propia legislación universal de la voluntad quedan según este principio reprobadas. La voluntad, así pues, no es meramente sometida a la ley, sino que es sometida de modo tal que tiene que ser considerada también como autolegisladora, y precisa­ mente por eso sólo entonces como sometida a la ley (de la que ella misma puede contemplarse a sí como autora). Los imperativos, según el modo de representación ante­ rior, a saber, según la conformidad a la ley de las acciones, universalmente parecida a un orden natural, o según la uni­ versal primacía por lo que hace al fin de los seres racionales en sí mismos, excluían ciertamente de su autoridad impera­ tiva toda mezcla de algún interés como resorte, precisamente porque fueron representados como categóricos, pero fueron supuestos como categóricos solamente porque se tenía que suponer algo semejante si se quería explicar el concepto de deber. Pero que hubiese proposiciones prácticas que manda­ sen categóricamente no podría ser demostrado por sí, y tam­ poco puede suceder todavía aquí, igual de poco que en esta sección en general; únicamente una cosa sí que hubiese podido suceder, a saber: que el desprendimiento de todo interés en el querer por deber, como la señal específica que distingue al imperativo categórico del hipotético, fuese aludi­ do en el imperativo mismo por alguna determinación que él contuviese, y esto sucede en la presente tercera fórmula del principio, a saber, en la idea de la voluntad de todo ser racional como voluntad umversalmente legisladora.

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Pues si pensamos una voluntad semejante, aunque una voluntad que está bajo leyes pudiera aún estar atada a esa ley por medio de un interés, sin embargo una voluntad que es ella misma la legisladora más alta no puede en tanto que lo es depender de interés alguno, pues esa voluntad dependiente 10 necesitaría ella misma todavía de otra ley que restringiese el interés de su amor propio a la condición de una validez como ley universal. El principio de toda voluntad humana como una voluntad universalmente legisladora a través de todas sus máximas* con sólo que por otra parte tuviese con él su corrección, sería 15 por tanto muy adecuado como imperativo categórico, ya que, precisamente por mor de la idea de la legislación universal, no se funda en un interés, y, así pues, es entre todos los imperativos posibles el único que puede ser incondicio­ nado; o todavía mejor, dando la vuelta a la proposición: si hay un imperativo categórico (esto es, una ley para toda 20 voluntad de un ser racional), sólo puede mandar hacer todo por la máxima de la propia voluntad como una voluntad tal que a la vez se pudiese tener por objeto a sí misma como universalmente legisladora, pues sólo entonces el princi­ pio práctico y el imperativo al que ella obedece es incondi­ cionado, porque no puede tener interés alguno como funda­ mento. Así, nada tiene de extraño, si miramos hacia atrás a todos 25 los esfuerzos emprendidos siempre y hasta ahora para encon­ trar el principio de la moralidad, el porqué de que hayan tenido que fallar en su totalidad. Se veía al hombre atado por su deber a leyes, pero a nadie se le ocurrió que está sometido solamente a su legislación propia y sin embargo universal, y que está atado solamente a obrar en conformidad con su 30 propia voluntad, que es, sin embargo, según el fin natural, universalmente legisladora. Pues cuando se le pensaba sólo como sometido a una ley (sea la que sea), ésta tenía que llevar consigo algún interés como atractivo o coacción, porque no surgía como ley de su voluntad, sino que ésta era constreñida por otra cosa, en conformidad con la ley, a obrar de cierto modo. Pero con esta inferencia, enteramente necesaria, que­ daba irrecuperablemente perdido todo trabajo por encontrar 5

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* Aquí puedo estar dispensado de aducir ejemplos para la aclaración de este principio, pues los que aclararon la primera vez el imperativo categórico y su fórmula pueden todos servir aquí para precisamente el mismo fin.

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5 un fundamento supremo del deber. Pues nunca se obtenía deber, sino necesidad de la acción a partir de un cierto interés. Fuese este interés propio o ajeno, el imperativo tenía entonces que resultar siempre condicionado, y no podía ser apto en modo alguno como mandato moral. Voy a denominar a este l o principio el de la autonomía de la voluntad, en contraposición a cualquier otro, que, por eso, cuento entre los pertenecientes a la heteronomía. El concepto de todo ser racional, que tiene que conside­ rarse a través de todas las máximas de su voluntad como universalmente legislador para enjuiciarse a sí mismo y a 15 sus acciones desde este punto de vista, conduce a un con­ cepto a él anejo muy fructífero, a saber, al de un reino de los

fines. Por reino entiendo el enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes. Pues bien, dado que las leyes determinan los fines según su validez universal, tenemos que 20 si se abstrae de las diferencias personales de los seres racio­ nales, e igualmente de todo contenido de sus fines privados, podrá ser pensado un conjunto de todos los fines (tanto de los seres racionales, como fines en sí, como también de los fines propios que cada cual pueda ponerse a sí mismo) en conexión 25 sistemática, esto es, un reino de los fines que es posible según los anteriores principios. Pues los seres racionales están todos bajo la ley de que cada uno de los mismos debe tratarse a sí mismo y a todos los demás nunca meramente como medio, sino siempre a la vez como fin en sí mismo. De este modo, surge un enlace sistemá30 tico de seres racionales Dor leyes objetivas comunes, esto es, un reino, el cual, dado que estas leyes tienen por propósito precisamente la referencia de estos seres unos a otros como fines y medios, puede llamarse un reino de los fines (desde luego, sólo un ideal). Un ser racional pertenece al reino de los fines como miem35 bro cuando es en él universalmente legislador, ciertamente,

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pero también está sometido él mismo a esas leyes. Pertenece a él como cabeza cuando como legislador no está sometido a la voluntad de otro. El ser racional tiene que considerarse siempre como legis­ lador en un reino de los fines posible por libertad de la voluntad, ya sea como miembro, ya como cabeza. Pero no puede ocupar el lugar del último meramente por la máxima 5 de su voluntad, sino sólo cuando es un ser completamente

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independiente, sin necesidades ni limitación de su facultad adecuada a la voluntad. La moralidad consiste, así pues, en la referencia de toda acción a la legislación únicamente por la cual es posible un reino de los fines. Y esta legislación tiene que poder ser encontrada en todo ser racional mismo y que poder surgir de su voluntad, cuyo50principio es por tanto: no hacer ninguna acción según otra máxima que de modo que también pueda compadecerse con ella que sea una ley universal, y, así pues, sólo de modo que la voluntad pueda por su máxima conside­ rarse a sí misma a la vez como umversalmente legisladora. Ahora bien, si las máximas no son ya por su naturaleza necesariamente concordes con este principio objetivo de los seres racionales como universalmente legisladores, entonces la necesidad de la acción según aquel principio se llama constricción práctica, esto es, deber. El deber no conviene al cabeza en el reino de los fines, pero sí a todo miembro, y por cierto a todos en igual medida. La necesidad práctica de obrar según ese principio, esto es, el deber, no descansa en modo alguno en sentimientos, impulsos e inclinaciones, sino meramente en la relación de los seres racionales unos a otros, en la cual la voluntad de un ser racional tiene que ser considerada siempre a la vez como legisladora, porque, de otro modo, el ser racional no podría pensarlos51 como fin en sí mismo. La razón refiere, así pues, toda máxima de la voluntad como universalmente legisladora a cualquier otra voluntad y también a toda acción hacia uno mismo, y esto, ciertamente, no por mor de algún otro motivo práctico o provecho futuro, sino por la idea de la dignidad de un ser racional que no obedece a ninguna otra ley que a la que da a la vez él mismo. En el reino de los fines todo tiene o un precio o una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede ser puesta otra cosa como equivalente-, en cambio, lo que se halla por encima de todo precio, y por tanto no admite nada equivalen­ te, tiene una dignidad. Lo que se refiere a las universales inclinaciones y necesi­ dades humanas tiene un precio de mercado-, lo que, también sin presuponer necesidades, es conforme a cierto gusto, esto es, a una complacencia en el mero juego, sin fin alguno, de nuestras facultades anímicas tiene un precio afectivo-, pero aquello que constituye la condición únicamente bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un valor

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relativo, esto es, un precio, sino un valor interior, esto es, dignidad. Ahora bien, la moralidad es la condición únicamente bajo la cual un ser racional puede ser fin en sí mismo, porque sólo por ella es posible ser un miembro legislador en el reino de los fines. Así pues, la moralidad, y la humanidad en tanto que ésta es capaz de la misma, es lo único que tiene dignidad. La habilidad y la diligencia al trabajar tienen un precio de mer­ cado; el ingenio, la imaginación vivaz y el humor, un precio afectivo; en cambio, la fidelidad en las promesas, la benevo­ lencia por principios (no por instinto), tienen un valor interior. Tanto la naturaleza como el arte no contienen nada que pudieran poner en su lugar si las mismas faltasen, pues su valor no consiste en los efectos que surgen de ellas, ni en el provecho y utilidad que proporcionan, sino en las actitudes, esto es, en las máximas de la voluntad, que están dispuestas a manifestarse de esta manera en acciones, también aunque el resultado no las favoreciese. Estas acciones tampoco nece­ sitan de la recomendación de alguna disposición subjetiva o gusto para considerarlas con inmediato favor y complacencia, ni de una tendencia o sentimiento inmediatos para las mis­ mas: presentan a la voluntad que las ejecuta como objeto de un respeto inmediato, y no se exige sino razón para imponerlas a la voluntad, no para obtenerlas de ella adulando, lo cual, por otra parte, sería, en el caso de unos deberes, una contradic­ ción. Esta estimación da a conocer el valor de un modo de pensar semejante como dignidad y lo52 sitúa infinitamente por encima de todo precio, con el cual no se puede en modo alguno poner en parangón ni comparación sin, por así decir, profanar su santidad. Y ¿qué es entonces lo que autoriza a la actitud moralmente buena o a la virtud a tener tan altas pretensiones? Nada menos que la participación que proporciona al ser racional en la legislación universal, y de este modo le hace apto para ser miembro en un posible reino de los fines, al cual ya estaba destinado por su propia naturaleza, como fin en sí mismo y precisamente por eso como legislador en el reino de los fines, como libre en lo que respecta a todas las leyes de la naturaleza, obedecedor únicamente de aquellas53que él mismo da y según las cuales sus máximas pueden pertenecer a una legislación universal (a la que él mismo se somete a la vez). Pues nada tiene otro valor que el que la ley le determina. Pero la legisla­ ción misma, que determina todo valor, tiene que tener preci-

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sámente por eso una dignidad, esto es, un valor incondicio­ nado, incomparable, para el cual únicamente la palabra res­ peto proporciona la expresión conveniente de la estimación que un ser racional tiene que efectuar de ella.54La autonomía es, así pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Las tres maneras de representar el principio de la morali­ dad que hemos aducido son sin embargo, en el fondo, sola­ mente otras tantas fórmulas de precisamente la misma ley, cada una de las cuales une en sí de suyo a las otras dos. No obstante, hay en ellas, con todo, una diferencia que, cierta­ mente, es más bien subjetivamente que objetivamente prácti­ ca, a saber, para acercar una idea de la razón a la intuición (según cierta analogía), y así al sentimiento. Todas las máxi­ mas tienen, a saber: 1) una forma, la cual consiste en la universalidad, y en­ tonces la fórmula del imperativo moral está expresada así: que las máximas tienen que ser elegidas como si fuesen a valer como leyes universales de la naturaleza; 2) una materia, a saber, un fin, y entonces dice la fórmula: que el ser racional, como fin según su naturaleza, y por tanto como fin en sí mismo, tiene que servir para toda máxima de condición restrictiva de todos los fines meramente relativos y arbitrarios; 3) una determinación completa de todas las máximas a través de aquella fórmula, a saber: que todas las máximas de legislación propia55deben concordar para un posible reino de los fines, como un reino de la naturaleza.* La marcha discurre aquí como por las categorías de la unidad de la forma de la voluntad (universalidad de la misma),56de la pluralidad de la materia (los objetos, esto es, los fines) y de la totalidad o integridad del sistema de las mismas.57 Pero es mejor si en el enjuiciamiento moral se procede siempre según el método riguroso y se pone como fundamento la fórmula universal del imperativo categórico: obra según la máxima que pueda ha­ cerse a sí misma a la vez ley universal. Pero si a la vez se quiere proporcionar a la ley moral acceso, tenemos que es muy útil * La teleología considera la naturaleza como un reino de los fines, la moral considera un posible reino de los fines como un reino de la naturaleza. Allí es el reino de los fines una idea teórica para explicar lo que existe. Aquí es una idea práctica para llevar a cabo lo que no existe, pero puede llegar a ser real a través de nuestra conducta, y, por cierto, precisamente en conformidad con esa idea.

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conducir una y la misma acción a través de los tres citados conceptos y acercarla así a la intuición, en la medida en que ello se pueda hacer. Podemos ahora terminar allí de donde al principio parti­ mos, a saber, en el concepto de una voluntad incondicionada­ mente buena. Es absolutamente buena la voluntad que no puede ser mala, cuya máxima, por tanto, si se hace de ella una ley universal, no puede nunca contradecirse a sí misma. Este principio es así pues también su ley suprema: obra siempre según aquella máxima cuya universalidad como ley puedas querer a la vez; esta es la única condición bajo la cual una voluntad no puede estar nunca en conflicto consigo misma, y un imperativo semejante es categórico. Dado que la validez de la voluntad como una ley universal para acciones posibles tiene analogía con la conexión universal de la existencia de las cosas según leyes universales, que es lo formal de la naturaleza en general, tenemos que el imperativo categórico se puede expresar también así: obra según máximas que puedan tenerse por objeto a sí mismas a la vez como leyes universales de la naturaleza. Así está por tanto constituida la fórmula de una voluntad absolutamente buena. La naturaleza racional se separa de las restantes porque se pone un fin a ella misma. Éste sería la materia de toda buena voluntad. Pero como en la idea de una voluntad absolutamente buena, sin condición restrictiva (de la conse­ cución de este o aquel fin), se tiene que abstraer por com­ pleto de todo fin que realizar (como de aquel que haría a toda voluntad sólo relativamente buena), tenemos que el fin tendrá que ser pensado aquí no como un fin que realizar, sino como un fin independiente, y por tanto de modo sólo negativo, esto es, como algo contra lo cual no se tiene que obrar nunca, y que, así pues, no tiene que ser estimado nunca meramente como medio, sino siempre a la vez como fin en todo querer. Ahora bien, este fin no puede ser otra cosa que el sujeto mismo de todos los fines posibles, porque es a la vez el sujeto de una posible voluntad absolutamente buena, pues ésta no puede ser pospuesta, sin contradicción, a ningún otro objeto. El principio: obra en referencia a todo ser racional (a ti mismo y otros) de tal modo que valga en tu máxima a la vez como fin en sí, es según eso, en el fondo, el mismo que el principio: obra según una máxima que con­ tenga en sí a la vez su propia validez universal para todo ser racional. Pues decir que debo restringir mi máxima en el uso

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de los medios para todo fin a la condición de su validez universal como ley para todo sujeto es tanto como decir que el sujeto de los fines, esto es, el ser racional mismo, tiene que ser puesto como fundamento de todas las máximas de las acciones nunca meramente como medio, sino como suprema condición restrictiva en el uso de todos los medios, esto es, siempre a la vez como fin. Pues bien, de aquí se sigue indiscutiblemente que todo ser racional como fin en sí mismo tiene a la vez que poder considerarse a sí mismo, en lo que respecta a todas las leyes a que pueda estar sometido, como universalmente legislador, porque precisamente esta aptitud de sus máximas para la legislación universal lo distingue como fin en sí mismo, e igualmente se sigue que esta su dignidad (prerrogativa) por delante de todos los seres meramente naturales lleva consigo tener que tomar sus máximas siempre desde el punto de vista de sí mismo, pero a la vez también de cualquier otro ser racional como legislador (los cuales por eso se llaman perso­ nas). De este modo es posible un mundo de seres racionales 0mundus intelligibilis) como un reino de los fines, y, cierta­ mente, por la legislación propia de todas las personas como miembros. En consonancia con ello, todo ser racional tiene que obrar como si fuera por sus máximas siempre un miem­ bro legislador en el reino universal de los fines. El principio formal de estas máximas es: obra como si tu máxima fuese a servir a la vez de ley universal (de todos los seres racionales). Un reino de los fines, así pues, sólo es posible según la analogía con un reino de la naturaleza, pero aquél sólo según máximas, esto es, reglas impuestas a sí mismo, y éste sólo según leyes de causas eficientes constreñidas exteriormente. No obstante, también al conjunto de la naturaleza, si bien es considerado como máquina, se le da sin embargo, en tanto que hace referencia a los seres racionales como sus fines, por esa razón el nombre de reino de la naturaleza. Ese reino de los fines llegaría a término realmente a través de máximas cuya regla es prescrita por el imperativo categórico a todos los seres racionales, si éstas fuesen umversalmente seguidas. Sólo que, aunque el ser racional no puede contar con que, aun cuando él mismo siguiese puntualmente esta máxima, por eso cual­ quier otro sería fiel a precisamente la misma, e igualmente tampoco con que el reino de la naturaleza y la ordenación con arreglo a fines del mismo concuerden con él, como miembro adecuado para un reino de los fines posible por él mismo, esto

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es, favorezcan su expectativa de felicidad, sin embargo aque­ lla ley: obra según máximas de un miembro universalmente legislador para un meramente posible reino de los fines, permanece en todo su vigor, porque manda categóricamente. Y aquí reside precisamente la paradoja: en que meramente la dignidad de la humanidad como naturaleza racional, sin ningún otro fin o provecho que conseguir por ella, y por tanto el respeto por una mera idea, debería servir, sin embargo, de inexcusable prescripción de la voluntad, y en que justo en esta independencia de la máxima respecto de todos esos resortes consiste la sublimidad de la misma y la dignidad de todo sujeto racional de ser un miembro legislador en el reino de los fines, pues de otro modo tendría que ser representado solamente como sometido a la ley natural de sus necesidades. Aunque tanto el reino de la naturaleza como el reino de los fines fuesen pensados como unidos bajo un cabeza, y así este último reino ya no se quedase en una mera idea, sino que recibiese realidad verdadera, con ello esa idea se beneficiaría ciertamente de la adición de un fuerte resorte, pero nunca de un aumento de su valor interior, pues, de todas formas, aun este legislador único irrestricto tendría que ser representado siempre tal y como enjuicia el valor de los seres racionales sólo según su conducta desinteresada, prescrita a ellos mis­ mos meramente a partir de aquella idea. La esencia de las cosas no cambia por sus relaciones externas, y lo único que, sin pensar en esto último, constituye el valor absoluto del hombre, según eso es según lo que el hombre tiene que ser también enjuiciado, sea por quien sea, aun por el ser supremo. La moralidad es, así pues, la relación de las acciones a la autonomía de la voluntad, esto es, con la posible legislación universal por las máximas de la misma. La acción que puede compadecerse con la autonomía de la voluntad es lícita; la que no concuerde con ella es ilícita. La voluntad cuyas máximas concuerdan necesariamente con las leyes de la autonomía es una voluntad santa, absolutamente buena. La dependencia de una voluntad no absolutamente buena res­ pecto del principio de la autonomía (la constricción moral) es la obligación. Ésta, así pues, no puede ser asignada a un ser santo. La necesidad objetiva de una acción por obligación se llama deber. Con base en lo que acabamos de decir podemos ahora explicarnos fácilmente cómo es que, aunque bajo el concep­ to de deber pensamos una sumisión bajo la ley, sin embargo

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a través de ello nos representamos a la vez una cierta subli-' midad y dignidad en la persona que cumple todos sus debe­ res. Pues, ciertamente, no hay en ésta sublimidad en tanto que se halla sometida a la ley moral, pero sí en tanto que en lo que respecta precisamente a esta última es a la vez 5 legisladora y sólo por eso está subordinada a ella. También hemos mostrado más arriba cómo ni el miedo ni la inclina­ ción, sino exclusivamente el respeto por la ley es el resorte que puede dar a la acción un valor moral. Nuestra propia voluntad, en tanto que obrase sólo bajo la condición de una 10 legislación univeral posible por sus máximas, esta voluntad posible para nosotros en la idea, es el auténtico objeto del respeto, y la dignidad de la humanidad consiste precisamen­ te en esta capacidad de ser universalmente legisladora, aun­ que con la condición de estar ella misma a la vez sometida precisamente a esta legislación. 15 La autonomía de la voluntad como principio supremo de la moralidad La autonomía de la voluntad es la constitución de la voluntad por la cual ésta es una ley para ella misma (inde­ pendientemente de toda constitución de los objetos del que­ rer). El principio de la autonomía es, así pues: no elegir sino de tal modo que las máximas de la propia elección estén 20 comprendidas a la vez en el mismo querer como ley universal. Que esta regla práctica es un imperativo, esto es, la voluntad de todo ser racional está necesariamente atada a ella como condición, no puede ser demostrado por mero análisis de los conceptos que aparecen en él, porque es una proposición sintética; se tendría que ir más allá del conocimiento de los 25 objetos y pasar a una crítica del sujeto, esto es, de la razón práctica pura, pues esa proposición sintética, que manda apodícticamente, tiene que poder ser conocida completamen­ te a priori, pero este quehacer no pertenece a la presente sección. Sin embargo, que el citado principio de la autonomía es el único principio de la moral, se puede muy bien mostrar 30 por mero análisis de los conceptos de la moralidad. Pues de ese modo se encuentra que su principio tiene que ser un imperativo categórico, y éste no manda ni más ni menos que justo esa autonomía.

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La heteronom ía de la voluntad com o la fuente de todos los principios espurios de la m oralidad

Si la voluntad busca la ley que ha de determinarla en que en la aptitud de sus máximas para su 5 propia legislación universal, y por tanto si busca esa ley, saliendo de sí misma, en la constitución de cualquiera de sus objetos, resulta siempre heteronom ía. La voluntad no se da entonces la ley a sí misma, sino que se la da el objeto por su relación a la voluntad. Esta relación, descanse en la 10 inclinación o en representaciones de la razón, deja que se hagan posibles sólo imperativos hipotéticos: debo hacer algo porque quiero otra cosa. En cambio, el imperativo moral, y por tanto categórico, dice: debo obrar de este o de aquel modo, aunque no quisiese otra cosa. Por ejemplo, aquél dice: no debo mentir, si quiero mantener mi reputación, pero éste 15 dice: no debo mentir, aunque ello no me produjese la menor deshonra. El último, así pues, tiene que abstraer de todo objeto hasta que éste no tenga influjo alguno sobre la volun­ tad, para que la razón práctica (voluntad) no meramente administre interés ajeno, sino que demuestre meramente su propia autoridad imperativa como legislación suprema. Así, 20 por ejemplo, debo intentar fomentar la felicidad ajena, no como si me fuese algo en su existencia (ya sea por inclina­ ción inmediata, o alguna complacencia indirecta de la ra­ zón), sino meramente porque la máxima que la excluye no puede estar comprendida en uno y el mismo querer como ley universal. algún otro lugar

25 D ivisión de todos los posibles principios

de la m oralidad a partir del supuesto concepto fundam ental de la heteronom ía

La razón humana, aquí como en todas partes en su uso posibles caminos errados antes de conseguir dar con el único verdadero. Todos los principios que se quiera tomar desde este punto de vista son o em píricos o racionales. Los prim eros, tomados del principio de la felicidad, están edificados sobre el senti­ miento físico o moral; los segundos, tomados del principio de

30 puro, mientras le falta crítica, ha intentado primero todos los

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la perfección, sobre el concepto racional de la misma como efecto posible o sobre el concepto de una perfección inde­ pendiente (la voluntad de Dios) como causa determinante de nuestra voluntad. Los principios empíricos no son en modo alguno aptos para fundar sobre ellos leyes morales. Pues la universalidad con que han de valer para todos los seres racionales sin distinción, la necesidad práctica incondicionada que de este modo les58 es impuesta, desaparece cuando el fundamento de la misma59 es tomado de la especial configuración de la naturaleza huma­ na, o de las circunstancias contingentes en que está puesta. Sin embargo, el principio de la felicidad propia es el más reprobable, no meramente porque es falso y la experiencia contradice la pretensión de que el bienestar se rige siempre por el bien obrar, tampoco meramente porque no contribuye absolutamente en nada a la fundación de la moralidad, ya que es enteramente distinto hacer un hombre feliz de hacer un hombre bueno, y hacer a este prudente y avisado en la busca de su provecho que hacerle virtuoso, sino porque pone en la base de la moralidad resortes que más bien la minan y aniquilan su entera sublimidad, ya que colocan en una misma clase las causas motoras que llevan a la virtud con las que llevan al vicio, y enseñan solamente a hacer mejor el cálculo, pero borran enteramente la diferencia específica entre am­ bos; en cambio, el sentimiento moral, ese supuesto sentido especial* (por superficial que sea la apelación al mismo, ya que quienes no pueden pensar creen poder salir adelante por medio del sentir aun en aquello en lo que meramente impor­ tan leyes universales, por poco también que los sentimientos, que por naturaleza son infinitamente distintos unos de otros en el grado, den una escala uniforme del bien y del mal, y tampoco puede uno, de ningún modo, juzgar válidamente para otros a través de su sentimiento), permanece, sin embar­ go, más cerca de la moralidad y de su dignidad, porque hace a la virtud el honor de adscribirle inmediatamente la compla­ cencia y la alta estima por ella y no le dice a la cara, valga la expresión, que no es su belleza, sino sólo el provecho, el que nos vincula a ella. * Incluyo el principio del sentimiento moral en el de la felicidad, porque todo interés empírico promete una contribución al bienestar a través del agrado que algo proporciona de algún modo, ya suceda eso inmediatamente y sin propósito de ventajas, ya en atención a éstas. Igualmente se tiene que incluir el principio de la compasión en la felicidad de otros, con Hutcheson, en el mismo sentido moral por él supuesto.

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Entre los fundamentos de la moralidad racionales o de la razón,60el concepto ontológico de laperfección (por vacío, por indeterminado, y, así, inutilizable que sea para hallar en el inmensurable campo de realidad posible la mayor suma apro­ piada para nosotros, por mucho que tenga una inevitable tendencia a dar vueltas en círculo para distinguir específica­ mente de cualquier otra la realidad de que aquí se trata, y no pueda evitar presuponer secretamente la moralidad que ha de explicar) es, sin embargo, mejor que el concepto teológico consistente en derivarla61 de una voluntad omniperfecta y divina, no meramente porque no podemos intuir su perfec­ ción, sino que únicamente podemos derivarla de nuestros conceptos, entre los cuales el de la moralidad es el más eminente, sino porque, si no hacemos esto (lo que sería, si sucediese, un grosero círculo en la explicación), el concepto que todavía nos queda de su 62voluntad a partir de las propie­ dades del apetito de honor y de dominio, enlazadas con las terribles representaciones del poder y del afán de venganza, tendría que ser el fundamento de un sistema de las costum­ bres que sería directamente opuesto a la moralidad. Con todo, si yo tuviese que elegir entre el concepto del sentido moral y el de la perfección en general (al menos, ninguno de los dos hace quebranto a la moralidad, aunque no son absolutamente nada aptos para apoyarla como funda­ mentos), me determinaría en favor del último, porque como al menos retira de la sensibilidad la decisión de la cuestión y la lleva al tribunal de la razón pura, aunque tampoco decide nada aquí, sin embargo guarda sin falsearla la idea indeter­ minada (de una voluntad buena en sí) para una determinación más precisa. Creo, por lo demás, poder estar dispensado de una refu­ tación detallada de todos estos sistemas. Es tan fácil, está aun, probablemente, tan bien comprendida por los mismos cuyo cargo exige declararse en favor de alguna de estas teorías (dado que los oyentes no soportan fácilmente la dilación del fallo), que de ello sólo resultaría trabajo superfluo. Y lo que más nos interesa aquí es saber que estos principios no establecen en modo alguno como primer fundamento de la moralidad sino heteronomía de la voluntad, y precisamente por eso tienen que errar necesariamente su fin. Dondequiera que un objeto de la voluntad tiene que ser puesto como fundamento para prescribir a ésta la regla que

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la determine, la regla no es sino heteronomía; el imperativo es condicionado, a saber: si o porque se quiere este objeto, se debe obrar de este o de aquel modo, y por tanto nunca puede mandar moralmente, esto es, categóricamente. Sea que el objeto determine a la voluntad por medio de la inclinación, como en el principio de la felicidad propia, o por medio de la razón dirigida a los objetos de nuestra voluntad posible en general, en el principio de la perfección, tenemos por tanto que la voluntad no se determina nunca inmediatamente a sí misma por la representación de la acción, sino sólo por los resortes que el efecto previsto de la acción tiene sobre la voluntad: debo hacer algo, porque quiero otra cosa, y aquí tiene que ser puesta como fundamento en mi sujeto otra ley más, según la cual quiero necesariamente esta otra cosa, y esa ley, a su vez, necesita de un imperativo que restrinja esta máxima. Pues dado que el impulso que ejerza la representación de un objeto posible por nuestras fuerzas sobre la voluntad del sujeto, según la constitución natural de éste, pertenece a la naturaleza del sujeto, ya sea de la sensibilidad (inclinación y gusto), o del entendimiento y la razón, los cuales, según la especial configuración de su naturaleza, se ejercitan con complacencia en un objeto, tenemos que propiamente daría la ley la naturaleza, y esa ley, como tal, no sólo tiene que ser conocida y demostrada por experiencia, y por tanto es en sí misma contingente y por ello no apta como regla práctica apodíctica, como tiene que serlo la regla moral, sino que es siempre solamente heteronomía de la voluntad: la voluntad no se da a sí misma la ley, sino que se la da un impulso ajeno por medio de una naturaleza del sujeto dispuesta para la recepti­ vidad del mismo.63 La voluntad absolutamente buena, cuyo principio tiene que ser un imperativo categórico, contendrá así pues, inde­ terminada en lo que respecta a todos los objetos, meramente la forma del querer en general, y por cierto como autonomía; esto es, la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal es ella misma la única ley que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional,64 sin poner en la base como fundamento ningún resorte e interés de los mismos.65 Cómo sea posible tal proposición práctica sintética a priori y por qué sea necesaria es un problema cuya solución ya no reside dentro de los límites de la metafísica de las costum­ bres, y tampoco hemos afirmado aquí su verdad, ni mucho

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menos pretendido tener en nuestro poder una demostración de la misma. Hemos mostrado solamente por desarrollo del concepto de la moralidad que universalmente circula que una autonomía de la voluntad es inevitablemente aneja a ese 5 concepto, o, más bien, le sirve de fundamento. Así pues, quien tiene a la moralidad por algo, y no por una idea quimérica sin verdad, tiene que admitir a la vez el principio de la misma que hemos aducido. Esta sección ha sido, así pues, al igual que la primera, meramente analítica. Ahora bien, que la moralidad no sea una quimera, lo cual se sigue tan pronto 10 como el imperativo categórico, y con él la autonomía de la voluntad, es verdadero y absolutamente necesario como un principio a priori, exige un uso sintético posible de la razón práctica pura, al que no nos es lícito atrevemos sin hacer que preceda una crítica de esta facultad racional misma, de la cual crítica tenemos que exponer en la última sección los 15 principales rasgos suficientes para nuestro propósito.

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Tercera sección T r á n s it o d e l a M e t a f ís ic a d e l a s c o s t u m b r e s a la C r ít ic a d e la r a z ó n p r á c t ic a p u r a

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5 El concepto de la libertad es la clave para la explicación de la autonomía de la voluntad La voluntad es un tipo de causalidad de los seres vivos en tanto que son racionales, y la libertad sería la propiedad de esta causalidad de poder ser eficiente independientemente de 10 causas ajenas que la determinen, del mismo modo que la necesidad natural la propiedad de la causalidad de todos los seres irracionales de ser determinados a la actividad por el influjo de causas ajenas. La aducida explicación de la libertad es negativa, y por ello infructuosa para comprender su esencia, sólo que de ella fluye 15 un concepto positivo de la misma, que es tanto más rico en contenido y fructífero. Como el concepto de una causalidad lleva consigo el de leyes según las cuales por algo que llama­ mos causa tiene que ser puesta otra cosa, a saber, la conse­ cuencia, tenemos que la libertad, si bien no es una propiedad de la voluntad según leyes naturales, sin embargo no por eso 20 carece por completo de ley, sino que tiene que ser más bien una causalidad según leyes inmutables, pero de tipo espe­ cial,66pues de otro modo una voluntad libre sería un absurdo. La necesidad natural era una heteronomía de las causas eficientes, pues todo efecto era posible sólo según la ley de que otra cosa determinase a la causa eficiente a la causalidad. ¿Qué podrá ser entonces la libertad de la voluntad sino auto­ nomía, esto es, la propiedad de la voluntad de ser una ley para sí misma? Pero la proposición: la voluntad es en todas las acciones una ley para67 sí misma, caracteriza solamente el principio de no obrar según otra máxima que la que pueda

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tenerse por objeto a sí misma también como una ley universal. Y esta es justo la fórmula del imperativo categórico y el principio de la moralidad: así pues, una voluntad libre y una voluntad bajo leyes morales son lo mismo. Si por tanto se presupone la libertad de la voluntad, la moralidad, junto con su principio, se sigue de la libertad por mero análisis de su concepto. Sin embargo, este último prin­ cipio es siempre una proposición sintética: una voluntad absolutamente buena es aquella cuya máxima puede conte­ nerse siempre en sí misma a sí misma considerada como ley universal, pues por análisis del concepto de una voluntad absolutamente buena no se puede hallar esa propiedad de la máxima. Ahora bien, tales proposiciones sintéticas sólo son posibles porque ambos conocimientos están enlazados entre sí por la conexión con un tercero en el que podemos encon­ trarlos cada uno por su parte.68 El concepto positivo de la libertad proporciona este tercero, el cual no puede ser, como en las causas físicas, la naturaleza del mundo de los sentidos (en cuyo concepto se vienen a juntar los conceptos de algo como causa en relación con otra cosa como efecto). Pero aquí no se puede indicar todavía en seguida qué sea este tercero al que la libertad nos remite y del que tenemos a priori una idea, ni hacer comprensible la deducción del concepto de la libertad a partir de la raz.ón práctica pura, ni, con ella, tampoco la posibilidad de un imperativo categórico, sino que hace falta todavía alguna preparación. La libertad tiene que ser presupuesta como propiedad de la voluntad de todos los seres racionales No basta que adscribamos libertad a nuestra voluntad, por la razón que sea, si no tenemos una razón suficiente para atribuirla también a todos los seres racionales. Pues como la moralidad sirve de ley para nosotros meramente como seres racionales, tiene que valer también para todos los seres racio­ nales, y como tiene que ser derivada exclusivamente de la propiedad de la libertad, tiene que ser demostrada también la libertad como propiedad de la voluntad de todos los seres racionales, y no basta mostrarla a partir de ciertas supuestas experiencias de la naturaleza humana (aunque esto también es absolutamente imposible y puede ser mostrada exclusiva­ mente a priori), sino que tiene que ser demostrada como

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perteneciente a la actividad de seres racionales y dotados de voluntad en general. Yo digo, así pues: todo ser que no puede 5 obrar de otro modo que bajo la idea de la libertad es precisa­ mente por eso realmente libre en sentido práctico, esto es, valen para el mismo todas las leyes que están inseparablemen­ te enlazadas con la libertad del mismo modo que si su volun­ tad fuese declarada libre válidamente también en sí misma y en la filosofía teórica.* Pues bien, yo afirmo: que a todo ser 10 racional que tiene una voluntad debemos concederle necesa­ riamente también la idea de la libertad, únicamente bajo la cual obra. Pues en un ser semejante pensamos una razón que es práctica, esto es, que tiene causalidad en lo que respecta a sus objetos. Ahora bien, es imposible pensar una razón que 15 con su propia consciencia recibiese de otro lugar una direc­ ción en lo que respecta a sus juicios, pues entonces el sujeto adscribiría la determinación de la capacidad de juzgar no a su razón, sino a un impulso. Tiene69 que considerarse a sí misma como autora de sus principios independientemente de influjos ajenos, y por consiguiente tiene que ser considerada por ella misma como libre en cuanto razón práctica, o en 20 cuanto voluntad de un ser racional; esto es, la voluntad de éste puede ser una voluntad propia sólo bajo la idea de la libertad, y así pues tiene que ser atribuida70en sentido práctico a todos los seres racionales.

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Del interés anejo a las ideas de la moralidad Hemos terminado remitiendo el concepto determinado de la moralidad a la idea de libertad, pero no podríamos demos­ trar ésta como algo real ni siquiera en nosotros mismos y en la naturaleza humana; vimos solamente que tenemos que presuponerla si queremos pensar un ser como racional y dotado de consciencia de su causalidad en lo que respecta a las acciones, esto es, de una voluntad, y así hallamos que,

* Tomo este camino, consistente en admitir como suficiente para nuestro propósito a la libertad sólo en tanto que puesta como fundamento por los seres 30 racionales en sus acciones meramente en la idea, para no tener que obligarme a demostrar la libertad también en su sentido teórico. Pues aun cuando esto último quede sin decidir, las mismas leyes que atarían a un ser que fuese realmente libre valen, con todo, para un ser que no puede obrar de otro modo que bajo la idea de 35 su propia libertad. Podemos, así pues, liberamos aquí de la carga que pesa sobre la teoría.

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precisamente por el mismo motivo, tenemos que atribuir a 5 todo ser dotado de razón y voluntad esta propiedad de deter­ minarse a obrar bajo la idea de su libertad. Pero de la presuposición de estas ideas ha surgido tam­ bién la consciencia de una ley de obrar: que los principios subjetivos de las acciones, esto es, las máximas, tienen que ser tomados siempre de modo que valgan como principios 10 también objetivamente, esto es, universalmente, y por tanto puedan servir para nuestra propia legislación universal. Pero ¿por qué debo someterme a este principio, y por cierto como ser racional en general, y por lo tanto también por ello todos los demás seres dotados de razón? Voy a admitir que ningún interés me impulsa a ello, pues eso no proporcioná­ is ría un imperativo categórico, pero, sin embargo, tengo que tomar en ello necesariamente un interés y comprender cómo sucede eso, pues este «deber» es propiamente un querer que vale para todo ser racional bajo la condición de que la razón fuese en él práctica sin obstáculos. Para seres que, como nosotros, son afectados además por sensibilidad como re20 sortes de otro tipo, y en los que no siempre ocurre lo que la razón haría por sí sola, esa necesidad de la acción se llama solamente un «deber», y la necesidad subjetiva se distingue de la objetiva. Parece, así pues, como si solamente presupusiéramos en 25 la idea de la libertad propiamente la ley moral, a saber, el principio mismo de la autonomía de la voluntad, y no pudiésemos demostrar por sí misma su realidad y necesidad objetiva, y entonces aún habríamos ganado, ciertamente, algo muy considerable, porque al menos habríamos deter­ minado el principio genuino más exactamente de lo que quizá ha sucedido hasta ahora, pero en lo que respecta a su 30 validez y a la necesidad práctica de someterse a él no habría­ mos avanzado nada, pues no podríamos dar respuesta satis­ factoria a quien nos preguntase por qué la validez universal de nuestra máxima, como ley, tiene que ser la condición restrictiva de nuestras acciones, y en qué fundamos el valor que atribuimos a esta manera de obrar, valor que suponemos 35 tan grande que no puede haber en lugar alguno un interés más alto, y cómo es que únicamente de este modo cree sentir 450 el hombre su valor personal, comparado con el cual el de un estado agradable o desagradable tiene que ser tenido en nada. Ciertamente, bien hallamos que podemos tomar un interés

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en una constitución personal que no lleva consigo interés alguno del estado, con sólo que aquélla nos capacite para hacernos partícipes de este último en el caso de que la razón realizase la distribución del mismo, esto es, hallamos que la mera dignidad de ser feliz, aun sin el motivo de hacerse partícipe de esa felicidad, puede por sí interesar. Pero este juicio es en realidad sólo el efecto de la ya presupuesta importancia de las leyes morales (cuando nos separamos por la idea de la libertad de todo interés empírico), y de esta manera todavía no podemos comprender que, para hallar meramente en nuestra persona un valor que pueda compen­ samos por la pérdida de todo aquello que proporciona valor a nuestro estado, debemos separamos de ese interés empírico, esto es, consideramos libres en el obrar y así, sin embargo, tenemos por sometidos a ciertas leyes, ni tampoco podemos todavía comprender cómo esto sea posible, ni, por tanto, con base en qué obliga la ley moral. Aquí se muestra, hay que confesarlo abiertamente, una especie de círculo, del cual, según parece, no se puede salir. Nos admitimos como libres en el orden de las causas eficien­ tes para pensamos bajo leyes morales en el orden de los fines, y después nos pensamos como sometidos a estas leyes porque nos hemos atribuido la libertad de la voluntad, pues la libertad y la legislación propia de la voluntad son ambas autonomía, y por tanto conceptos intercambiables, pero precisamente por eso uno de ellos no puede ser usado para explicar el otro e indicar su fundamento, sino a lo sumo solamente para reducir a un único concepto, en sentido lógico, representaciones de precisamente el mismo objeto que parecen diferentes (como se reducen quebrados diferentes de igual contenido a las expresiones mínimas). Pero nos queda todavía una salida, a saber, investigar si cuando nos pensamos, por libertad, como causas eficientes a priori no adoptamos otro punto de vista que cuando nos representamos a nosotros mismos según nuestras acciones como efectos que vemos ante nuestros ojos. Hay una observación para hacer la cual no se exige preci­ samente una reflexión sutil, sino que se puede suponer que el entendimiento más ordinario bien puede hacerla, si bien a su manera, a través de una oscura distinción de la capacidad de juzgar que él llama sentimiento: que todas las repre­ sentaciones que nos vienen sin nuestro albedrío (como las de los sentidos) no nos dan a conocer los objetos de otro modo

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que como nos afectan, a la vez que permanece desconocido para nosotros lo que ellos puedan ser en sí mismos, y que por tanto, en lo que atañe a este tipo de representaciones, pode­ mos llegar así meramente, incluso con la más rigurosa aten­ ción y claridad que pueda añadir nunca el entendimiento, al conocimiento de los fenómenos, jamás al de las cosas en sí mismas. Tan pronto está hecha esta diferencia (en cualquier caso meramente a través de la diferencia que notamos entre las representaciones que nos son dadas de otro sitio, y en las que somos pasivos, y aquellas otras que producimos exclusi­ vamente por nosotros mismos, y en las que demostramos nuestra actividad), se sigue de suyo que tras los fenómenos hay sin embargo que admitir y suponer todavía otra cosa que no es fenómeno, a saber, las cosas en sí, aunque, dado que nunca pueden sernos conocidas más que sólo como nos afectan, nos conformamos por nosotros mismos con no poder acercarnos más a ellas ni saber nunca qué son en sí. Esto tiene que proporcionar una distinción, si bien grosera, entre un mundo de los sentidos y el mundo del entendimiento, de los cuales el primero puede ser también muy diferente según la diferencia de la sensibilidad en los diversos espectadores del mundo, mientras que el segundo, que le sirve de fundamento, permanece siempre el mismo. Ni siquiera a sí mismo, y por cierto según el conocimiento que tiene de sí mediante la sensación interior, puede el hombre lícitamente pretender conocerse cómo es en sí mismo. Pues como, por decirlo de algún modo, no se crea a sí mismo y no recibe su concepto a priori, sino empíricamente, es natural que pueda recabar conocimientos incluso de sí a través del sentido interior y, consiguientemente, sólo a través del fenómeno de su natura­ leza y la manera en que su consciencia es afectada, aunque, sin embargo, necesariamente tiene que suponer, además de esa constitución de su propio sujeto, compuesta de meros fenómenos, otra cosa que le sirva de fundamento, a saber, su yo tal como pueda estar constituido en sí, y se tiene por tanto que contar, con respecto a la mera percepción y receptividad de las sensaciones, como perteneciente al mundo de los senti­ dos, pero, en lo que respecta a lo que en él pueda ser actividad pura (con respecto a lo que no llega a la consciencia en modo alguno por afección de los sentidos, sino inmediatamente), como perteneciente al mundo intelectual, del que, sin embar­ go, no conoce nada más. Una conclusión como esta tiene que fallar el hombre

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reflexivo acerca de todas las cosas que se le puedan presentar, y probablemente podemos encontrarla incluso en el entendi­ miento más ordinario, el cual, como es sabido, está muy inclinado a esperar detrás de los objetos de los sentidos todavía algo invisible y activo por sí mismo, pero a su vez echa a perder eso porque pronto a su vez se sensibiliza ese algo invisible, esto es, quiere hacer de ello un objeto de la intuición, y de este modo no adelanta ni el más mínimo grado en saber. Ahora bien, el hombre encuentra realmente en sí mismo una facultad por la cual se distingue de todas las demás cosas, e incluso de sí mismo en tanto que es afectado por objetos: la razón. Ésta, como autoactividad pura, se alza incluso por encima del entendimiento en que, aunque éste es también autoactividad y no contiene, como el sentido, meras repre­ sentaciones que sólo surgen cuando se está afectado por cosas (y, por tanto, se es pasivo), sin embargo no puede producir por su actividad otros conceptos que los que sirven meramen­ te para poner bajo reglas las representaciones sensibles y así unirlas en una consciencia, y sin ese uso de la sensibilidad no pensaría absolutamente nada; en cambio, la razón exhibe, bajo el nombre de las ideas, una espontaneidad tan pura que por ella va mucho más allá de todo lo que la sensibilidad puede darle,71 y muestra su más noble quehacer al distinguir el uno del otro el mundo de los sentidos y el mundo del entendimien­ to y al señalar así sus barreras al entendimiento mismo. Por eso, un ser racional tiene que considerarse a sí mismo, como inteligencia (esto es, no por el lado de sus potencias inferiores), como perteneciente no al mundo de los sentidos, sino al del entendimiento, y por tanto tiene dos puntos de vista desde los cuales puede considerarse a sí mismo y reconocer leyes del uso de sus potencias, y por consiguiente de todas sus acciones: por una parte, en tanto que pertenece al mundo de los sentidos, bajo leyes naturales (heteronomía), y en segundo lugar, como perteneciente al mundo inteligible, bajo leyes que, independientes de la naturaleza, no son empíricas, sino que están fundadas meramente en la razón. Como ser racional, y por tanto perteneciente al mundo inteligible, el hombre no puede pensar nunca la causalidad de su propia voluntad de otro modo que bajo la idea de la libertad, pues la independencia de las causas determinantes del mundo de los sentidos (algo que la razón tiene siempre que atribuirse) es la libertad. Ahora bien, con la idea de la libertad está inseparablemente enlazado el concepto de laautonomía, y con

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éste lo está el principio universal de la moralidad, que en la idea sirve de fundamento a todas las acciones de seres racio­ nales, en la misma medida en que la ley de la naturaleza sirve de fundamento a todos los fenómenos. Ahora queda superada la sospecha que más arriba hemos suscitado de que en nuestra inferencia de la libertad a la autonomía y de ésta a la ley moral estuviese contenido un secreto círculo, a saber, de que quizá pusimos como funda­ mento la idea de la libertad sólo por mor de la ley moral, para después inferir ésta a su vez a partir de la libertad, y por tanto no podríamos indicar fundamento alguno de la ley moral, sino que podríamos establecerla sólo como petición de un princi­ pio que seguramente las almas buenas nos concederán con gusto, pero nunca como una proposición demostrable. Pues ahora vemos que, si nos pensamos como libres, nos traslada­ mos al mundo del entendimiento, como miembros de él, y reconocemos la autonomía de la voluntad junto con su con­ secuencia, la moralidad, pero si nos pensamos como obliga­ dos nos consideramos como pertenecientes al mundo de los sentidos, y sin embargo a la vez al mundo del entendimiento. ¿Cómo es posible un imperativo categórico? El ser racional se incluye, como inteligencia, en el mundo del entendimiento, y denomina voluntad a su causalidad me­ ramente como una causa eficiente perteneciente a ese mundo. Pero, por otro lado, es consciente de sí mismo también como parte del mundo de los sentidos, en el que encontramos sus acciones como meros fenómenos de aquella causalidad; pero la posibilidad de tales acciones no puede ser comprendida a partir de esa causalidad, que no conocemos, sino que en vez de eso aquellas acciones tienen que ser comprendidas, como pertenecientes al mundo de los sentidos, como determinadas por otros fenómenos, a saber: apetitos e inclinaciones. Como mero miembro del mundo del entendimiento, todas mis accio­ nes serían así pues perfectamente conformes al principio de la autonomía de la voluntad pura; como mera parte del mundo de los sentidos, tendrían que ser tomadas enteramente en conformidad con la ley natural de los apetitos e inclinaciones, y por tanto con la heteronomía de la naturaleza. (Las primeras descansarían en el principio supremo de la moralidad; las segundas, de la felicidad). Pero dado que el mundo del enten­

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dimiento contiene el fundamento del mundo de los sentidos, y por tanto también de las leyes del mismo, y es así pues inmediatamente legislador en lo que respecta a mi voluntad (que pertenece por entero al mundo del entendimiento) y tiene así pues también que ser pensado como tal, tendré, como inteligencia, aunque por otra parte como un ser perteneciente al mundo de los sentidos, sin embargo que reconocerme sometido a la ley del primero,72 esto es, a la razón, que en la idea de la libertad contiene la ley del mismo,73y así pues a 74la autonomía de la voluntad; por consiguiente, tendré que ver las leyes del mundo del entendimiento para mí como imperativos, y las acciones conformes a este principio como deberes. Y así son posibles los imperativos categóricos, porque la idea de la libertad hace de mí un miembro de un mundo inteligible, por lo cual, si yo fuera únicamente eso, todas mis acciones serían siempre conformes a la autonomía de la vo­ luntad, pero, como a la vez me intuyo como miembro del mundo de los sentidos, deben ser conformes a ella; este «deber» categórico representa una proposición sintética a priori, por­ que sobre mi voluntad afectada por apetitos sensibles se añade aún la idea de precisamente esta misma voluntad, pero perte­ neciente al mundo del entendimiento, pura, por sí misma práctica, la cual contiene la condición suprema de la primera según la razón, más o menos como a las intuiciones del mundo de los sentidos se añaden conceptos del entendimiento, que por sí mismos no significan sino forma legal en general, y así hacen posibles proposiciones sintéticas a priori, sobre las cuales descansa todo conocimiento de una naturaleza. El uso práctico de la razón humana ordinaria confirma la corrección de esta deducción. No hay nadie, ni siquiera el peor malvado, que, con sólo que esté por lo demás acostumbrado a usar la razón, no desee, si se le presentan ejemplos de la honestidad en los propósitos, de la constancia en el segui­ miento de buenas máximas, de la compasión y de la benevo­ lencia universal (y ligadas además a grandes sacrificios de ventajas y comodidad), ser también él así. Pero no puede llevar a cabo eso en sí fácilmente, sólo75 a causa de sus inclinaciones y apetitos, y, sin embargo, a la vez desea verse libre de esas inclinaciones, enfadosas para él mismo. Demues­ tra de este modo que con una voluntad libre de los impulsos de la sensibilidad se traslada con el pensamiento a un or­ den de cosas enteramente distinto del de sus apetitos en el campo de la sensibilidad, dado que de aquel deseo no puede

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esperar un placer de los apetitos ni, por tanto, un estado que satisfaga alguna de sus inclinaciones reales o por lo demás pensables (pues de ese modo perdería su excelencia aun la idea de la que surge en él el deseo), sino sólo un mayor valor interior de su persona. Esta persona mejor cree él serla cuando se sitúa en el punto de vista de un miembro del mundo del entendimiento, a lo que involuntariamente le constriñe la idea de la libertad, esto es, de la independencia de causas determinantes del mundo de los sentidos. En ese mundo del entendimiento es consciente de una buena voluntad, la cual, según su propia confesión, constituye para su mala voluntad como miembro del mundo de los sentidos la ley cuya autoridad conoce al transgredirla. El «deber» moral es, así pues, querer propio necesario como miembro de un mundo inteligible, y es pensado por él como un «deber» sólo en tanto que se considera al mismo tiempo como un miembro del mundo de los sentidos. Del límite extremo de toda filosofía práctica Todos los hombres se piensan como libres según la voluntad. De ahí proceden todos los juicios sobre las acciones tal y como hubiesen debido ocurrir, aunque no hayan ocurrido. No obstan­ te, esta libertad no es un concepto de experiencia, y tampoco puede serlo, porque permanece siempre, aunque la experiencia muestre lo contrario de las exigencias que bajo la suposición de la libertad son representadas como necesarias. Por otra parte, es igual de necesario que todo lo que ocurre esté indefec­ tiblemente determinado según leyes de la naturaleza, y esta necesidad natural no es tampoco un concepto de experiencia, precisamente porque lleva consigo el concepto de la necesidad, y por tanto de un conocimiento a priori. Pero este concepto de una naturaleza es confirmado por experiencia, y aun tiene que ser presupuesto inevitablemente si es que ha de ser posible la experiencia, esto es, el conocimiento de los objetos de los sentidos concatenado según leyes universales. De ahí que la libertad sea sólo una idea de la razón, cuya realidad objetiva en sí misma es dudosa, mientras que la naturaleza es un concepto del entendimiento que demuestra, y necesariamente tiene que demostrar, su realidad en ejemplos de la experiencia. Ahora bien, de aquí surge una dialéctica de la razón, porque en lo que respecta a la voluntad la libertad a ella atribuida parece estar en contradicción con la necesidad

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natural, y en tal bifurcación de caminos la razón, en respecto especulativo, halla el camino de la necesidad natural mucho más llano y utilizable que el de la libertad; sin embargo, en respecto práctico la senda de la libertad es la única por la cual es posible hacer uso de la razón en nuestra conducta, y de ahí que a la filosofía más sutil le sea igual de imposible que a la razón humana más ordinaria eliminar la libertad por medio de razonamientos. Esta última razón tiene segu­ ramente que presuponer, así pues, que entre la libertad y la necesidad natural de unas y las mismas acciones humanas no se encontrará verdadera contradicción, pues le es igual de imposible abandonar el concepto de la naturaleza que el de la libertad. Sin embargo, este aparente conflicto tiene al menos que ser eliminado de manera convincente, aun cuando no se pudiera concebir nunca cómo sea posible la libertad. Pues si incluso el pensamiento de la libertad se contradice a sí mismo, o a la naturaleza, que es igual de necesaria, aquélla tendría que ser abandonada por completo en favor de la necesidad natural. Pero es imposible escapar a esa contradicción si el sujeto que se presume libre se pensase en el mismo sentido o en la misma relación cuando se llama libre que cuando se supone sometido a la ley de la naturaleza con respecto a la misma acción. De ahí que sea una tarea inexcusable de la filosofía especulativa por lo menos mostrar que su engaño a causa de la contradicción descansa en que pensamos al hombre en otro sentido y relación cuando le llamamos libre que cuando como parte de la naturaleza le tenemos por some­ tido a las leyes de ésta, y que ambas cosas no sólo pueden muy bien compadecerse, sino que también se tiene que pensarlas como necesariamente unidas en el mismo sujeto, porque, de otro modo, no se podría indicar el fundamento de por qué habríamos de cargar a la razón con una idea que, aunque se puede unir sin contradicción con otra distinta suficientemente acreditada, sin embargo nos enreda en un quehacer por el cual la razón se ve muy apurada en su uso teórico. Ahora bien, este deber incumbe sólo a la filosofía especulativa, para que ésta dé vía libre a la práctica. Así pues, no está dejado al gusto del filósofo superar el aparente conflicto o dejarlo intacto, ya que en este último caso la teoría sobre este punto es un bonum vacans con cuya posesión podría hacerse con fundamento el fatalista y ex­

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pulsar a toda moral de esa pretendida propiedad suya poseída sin título. Sin embargo, aún no se puede decir aquí que comience el 35 límite de la filosofía práctica. Pues dirimir la disputa no le pertenece en modo alguno, sino que solamente exige de la razón especulativa que ponga término al desacuerdo en que se enreda ella misma en cuestiones teóricas, para que así la razón práctica goce de tranquilidad y de seguridad frente a ataques exteriores que podrían disputarle el suelo en el que ella se quiere establecer. El justo título que aun la razón humana ordinaria tiene 5 sobre la libertad de la voluntad se funda en la consciencia y en la admitida presuposición de la independencia de la razón de causas determinantes de modo meramente subjetivo, que constituyen en su totalidad lo que pertenece meramente a la sensación y por tanto cae bajo la denominación general de la sensibilidad. El hombre, que se considera de este modo como 10 inteligencia, se coloca por ello en otro orden de cosas y en una relación a fundamentos determinantes de tipo enteramente distinto cuando se piensa como inteligencia dotado de una voluntad y, por consiguiente, de causalidad, que cuando se percibe como fenómeno en el mundo de los sentidos (lo cual también es él realmente) y somete su causalidad, según deter­ 15 minación externa, a leyes de la naturaleza. Ahora bien, pronto se percata de que ambas cosas pueden, e incluso tienen que darse a la vez. Pues no hay la menor contradicción en que una cosa en el fenómeno (como perteneciente al mundo de los sentidos) esté sometida a ciertas leyes de las que ella misma, como cosa o ser en sí mismo, sea independiente; que el 20 hombre tenga que representarse y pensarse a sí mismo de esa doble manera descansa, en lo que a lo primero atañe, en la consciencia de sí mismo como objeto afectado por sentidos, y por lo que hace a lo segundo, en la. consciencia de sí mismo como inteligencia, esto es, como independiente de las impre­ siones sensibles en el uso de la razón (por tanto, como perte­ neciente al mundo del entendimiento). De ahí procede que el hombre se arrogue una voluntad que 25 no se responsabiliza de nada que pertenezca meramente a sus apetitos e inclinaciones y, en cambio, piense como posibles, e incluso como necesarias, acciones por él mismo tales que sólo pueden suceder postergando todos los apetitos y atracciones 30 sensibles. La causalidad de estas acciones reside en él como inteligencia, y en las leyes de los efectos y acciones según

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principios de un mundo inteligible, del cual seguramente no sabe sino que en él da la ley exclusivamente la razón, y por cierto la razón pura, independiente de la sensibilidad; igual­ mente, como en ese mundo él es el auténtico yo sólo como inteligencia (como hombre es, por el contrario, sólo fenómeno de sí mismo), esas leyes le conciernen inmediata y categórica­ mente, de modo que aquello a lo que le atraen las inclinaciones e impulsos (por tanto, la entera naturaleza del mundo de los sentidos) no puede hacer quebranto a las leyes de su querer, como inteligencia, y tanto es así que él no responde de esas inclinaciones e impulsos y no los adscribe a su auténtico yo, esto es, a su voluntad, pero sí de la indulgencia que pudiera albergar hacia ellos si les concede influjo sobre sus máximas en perjuicio de las leyes racionales de la voluntad. La razón práctica no traspasa en modo alguno sus límites por introducirse en un mundo del entendimiento pensando, pero sí los traspasaría si quisiese introducirse en él intuyendo, sintiendo. Aquello es solamente un pensamiento negativo en lo que respecta al mundo de los sentidos, el cual no da leyes a la razón en la determinación de la voluntad, y sólo es positivo en este único punto: en que esa libertad como determinación negativa está enlazada al mismo tiempo con una facultad (positiva) e incluso con una causalidad de la razón, que llamamos voluntad, de obrar de modo que el principio de las acciones sea conforme a la constitución esencial de una causa racional, esto es, a la condición de la validez universal de la máxima como ley. Pero si la razón práctica fuese a buscar al mundo del entendimiento además un objeto de la voluntad, esto es, una causa motora, entonces traspasaría sus límites y pretendería conocer algo de lo que nada sabe. El concepto de un mundo del entendimiento es, así pues, sólo un punto de vista que la razón se ve constreñida a tomar fuera de los fenómenos para pensarse a sí misma como práctica, lo cual no sería posible si los influjos de la sensibilidad fueran determi­ nantes para el hombre, pero es sin embargo necesario si es que no se ha de negar al hombre la consciencia de sí mismo como inteligencia, y por tanto como causa racional y activa por razón, esto es, libremente eficiente. Este pensamiento suscita, desde luego, la idea de otro orden y legislación que los del mecanismo natural concerniente al mundo de los sentidos, y hace necesario el concepto de un mundo inteligible (esto es, el conjunto total de los seres racionales como cosas en sí mismas), pero sin la menor pretensión de pensar aquí

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30 más que meramente según su condición formal, esto es,

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según la universalidad de la máxima de la voluntad como ley, y por tanto en conformidad con la autonomía de la primera, que es lo único que puede compadecerse con la libertad de la misma;76 por el contrario, todas las leyes que están determi­ nadas a un objeto dan heteronomía, que podemos encontrar sólo en leyes naturales y puede concernir también sólo al mundo de los sentidos. Pero la razón traspasaría todos sus límites tan pronto como se atreviese a explicar cómo pueda la razón pura ser práctica, lo cual sería completamente lo mismo que la tarea de explicar cómo sea posible la libertad. Pues no podemos explicar sino lo que podemos reducir a leyes cuyo objeto se puede dar en alguna experiencia posible. Pero la libertad es una mera idea, cuya realidad objetiva no puede ser mostrada de ningún modo según leyes de la natu­ raleza, y por tanto tampoco en ninguna experiencia posible; así pues, dado que no se le puede adscribir nunca un ejemplo según alguna analogía, la libertad no puede ser nunca conce­ bida, ni aun sólo comprendida. Vale sólo como necesaria presuposición de la razón en un ser que cree ser consciente de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (a saber, consciente de la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, y por tanto según leyes de la razón, independientemente de instintos naturales). Ahora bien, donde cesa la determinación según leyes natura­ les, allí cesa también toda explicación y no queda sino la defensa, esto es, el rechazo de las objeciones de quienes pretenden haber mirado más profundamente en la esencia de las cosas y por eso atrevidamente declaran imposible a la libertad. Sólo se les puede mostrar que la contradicción supuestamente descubierta aquí por ellos no reside sino en que, para hacer valedera a la ley de la naturaleza en lo que respecta a las acciones humanas, tuvieron que considerar al hombre necesariamente como fenómeno, y ahora que se exige de ellos que lo piensen como inteligencia también como cosa en sí misma siguen pensándolo, incluso ahora, como fenóme­ no; en ese caso, la separación de su causalidad (esto es, de su voluntad) de todas las leyes naturales del mundo de los senti­ dos, en uno y el mismo sujeto, estaría, desde luego, en contra­ dicción, la cual sin embargo desaparece si recapacitan y, como es justo, quisiesen confesar que detrás de los fenómenos tienen sin duda que servir como fundamento (si bien ocultas)

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las cosas en sí mismas, de las leyes de cuya eficiencia no se están sus fenómenos. La imposibilidad subjetiva de explicar la libertad de la voluntad es la misma que la imposibilidad de hallar y hacer concebible un interés* que el hombre pueda tomar en leyes morales, y, no obstante, toma realmente un interés en ellas, al fundamento para lo cual en nosotros llamamos sentimiento moral, al cual algunos han hecho pasar falsamente por la 5 pauta de nuestro enjuiciamiento moral, cuando tiene que ser considerado más bien como el efecto subjetivo que ejerce la ley sobre la voluntad, para lo que únicamente la razón pro­ porciona los fundamentos objetivos. Para querer aquello para lo cual únicamente la razón prescribe el «deber» al ser racional afectado sensiblemente, se 10 precisa, desde luego, una facultad de la razón que infunda un sentimiento de placer o de complacencia en el cumplimiento del deber, y por tanto se precisa una causalidad de la misma que determine a la sensibilidad en conformidad con sus77 principios. Pero es enteramente imposible comprender, esto es, hacer concebible a priori, cómo un mero pensamiento, que no contiene él mismo en sí nada sensible, produzca una 15 sensación de placer o displacer, pues eso es un tipo especial de causalidad, de la cual, como de toda causalidad, no podemos determinar a priori absolutamente nada, sino que acerca de ello tenemos que interrogar únicamente a la experiencia. Pero como ésta no nos proporciona otra relación de la causa al efecto que la existente entre dos objetos de la experiencia, 20 mientras que aquí la razón pura ha de ser, por meras ideas (que no pueden dar objeto alguno para la experiencia), la causa de un efecto que reside, desde luego, en la experiencia, tenemos

30 puede solicitar que sean las mismas que aquellas bajo las que

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* El interés es aquello por lo que la razón se hace práctica, esto es, se hace una causa determinante de la voluntad. De ahi que sólo de un ser racional se diga que toma un interés en algo; las criaturas irracionales sólo sienten impulsos sensibles. La razón toma un interés inmediato en la acción sólo cuando la validez universal de la máxima de esta última es un fundamento de determinación de la voluntad suficiente. Única­ mente ese interés es puro. Pero cuando la razón sólo puede determinar a la voluntad por medio de otro objeto del deseo, o bajo la presuposición de un sentimiento especial del sujeto, toma en la acción sólo un interés mediato, y como la razón por sí sola, sin experiencia, no puede hallar ni objetos de la voluntad ni un sentimiento especiad que sirva a ésta de fundamento, este último interés sería solamente empírico y no un interés racional puro. El interés lógico de la razón (por fomentar sus conocimientos) no es nunca inmediato, sino que presupone propósitos de su uso.

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que la explicación de cómo y por qué nos interesa la universa­ lidad de la máxima como ley, y por tanto la moralidad, es enteramente imposible para nosotros, hombres. Sólo esto es seguro: que no porque interese tiene la ley validez para nosotros (pues esto es heteronomía y dependencia de la razón práctica de la sensibilidad, a saber, de un sentimiento que sirviese de fundamento, y en ese caso la razón no podría ser nunca moralmente legisladora), sino que interesa porque vale para nosotros como hombres, porque ha surgido de nuestra volun­ tad como inteligencia, y por tanto de nuestro auténtico yo, pero lo que pertenece al mero fenómeno es necesariamente subordi­ nado por la razón a la constitución de la cosa en sí misma. Así pues, la pregunta acerca de cómo un imperativo categórico sea posible puede ciertamente ser contestada, en tanto en cuanto se puede indicar la única presuposición sólo bajo la cual es posible, a saber, la idea de la libertad, e igualmente en tanto en cuanto se puede comprender la necesidad de esta presuposición, lo cual es suficiente para el uso práctico de la razón, esto es, para la convicción de la validez de este imperativo, y por tanto también de la ley moral, pero cómo sea posible esa presuposición misma no puede ser comprendido jamás por una razón humana. Ahora bien, bajo la presuposición de la libertad de la voluntad de una inteligencia es una consecuencia necesaria la autono­ mía de esa voluntad como la condición formal únicamente bajo la cual puede ser determinada. Presuponer esta libertad de la voluntad (sin caer en contradicción con el principio de la necesidad natural en la conexión de los fenómenos del mundo de los sentidos) no sólo es perfectamente posible (como puede mostrar la filosofía especulativa), sino que, para un ser racional que es consciente de su causalidad por razón, y por tanto de una voluntad (que es distinta de los apetitos), es también necesario sin más condición ponerla prácticamente, esto es, en la idea, por debajo de todas sus acciones voluntarias como condición. Ahora bien, cómo la razón pura sin otros resortes, de dondequiera que estuviesen tomados, pueda ser por sí misma práctica, esto es, cómo el mero principio de la validez universal de todas sus máximas como leyes (que sería, desde luego, la forma de una razón práctica pura), sin ninguna materia (objeto) de la voluntad en la cual se pudiera de antemano tomar algún interés, pueda proporcionar por sí mismo un resorte y producir un interés que se llamase puramente moral, o, con otras pala­

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bras, cómo la razón pura pueda ser práctica: para expli­ car esto toda la razón humana es enteramente impotente, y todo esfuerzo y trabajo en buscar explicación de ello será perdido. Es precisamente lo mismo que si yo intentara desentrañar cómo sea posible la libertad misma como causalidad de una voluntad. Pues ahí abandono el fundamento de explicación filosófico, y no tengo otro. Ciertamente, podría ponerme a fantasear por el mundo inteligible que todavía me queda, por el mundo de las inteligencias, pero, aunque tengo una idea de él que tiene su buen fundamento, no tengo, sin embargo, ni el menor conocimiento del mismo, ni puedo llegar nunca a éste78 con todo el empeño de mi facultad racional natural. Significa79 sólo un algo que queda cuando he excluido de los fundamentos de determinación de mi voluntad todo lo que pertenece al mundo de los sentidos, meramente para restrin­ gir el principio de las causas motoras tomadas del campo de la sensibilidad limitando ese campo y mostrando que no comprende todo en uno, sino que aparte de él hay algo más, pero ese algo más no lo conozco ulteriormente. De la razón pura que piensa este ideal no me queda, tras el apartamiento de toda materia, esto es, conocimiento de los objetos, sino la forma, a saber, la ley práctica de la validez universal de las máximas, y pensar la razón, en conformidad con esa ley, como posible causa eficiente, esto es, como causa determinante de la voluntad, en referencia a un mundo puro del entendimien­ to; el resorte tiene que faltar aquí enteramente, y esa idea de un mundo inteligible tendría que ser entonces ella misma el resorte o aquello en lo que la razón tomase originariamente un interés, pero hacer esto concebible es justo el problema que no podemos resolver. Aquí está, pues, el límite supremo de toda indagación moral, pero determinarlo es ya también de gran importancia, para que la razón, por una parte, no ande buscando en el mundo de los sentidos, de una manera nociva para las costum­ bres, la causa motora suprema y un interés concebible, pero empírico, y, por otra parte, para que tampoco despliegue impotente sus alas, sin moverse del sitio, en el espacio para ella vacío de los conceptos trascendentes bajo el nombre del mundo inteligible, y no se pierda entre quimeras. Por lo demás, la idea de un mundo puro del entendimiento, como el conjunto de todas las inteligencias al que nosotros mismos pertenece­ mos como seres racionales (aunque, por otra parte, al mismo

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tiempo miembros del mundo de los sentidos), queda siempre como una idea útil y lícita para una fe racional, aun cuando todo saber tiene un final en el límite del mismo, al objeto de producir en nosotros un vivo interés en la ley moral a través 35 del magnífico ideal de un reino universal de los fines en sí (de los seres racionales), al cual podemos pertenecer como miem­ bros sólo cuando nos conducimos cuidadosamente según máximas de la libertad como si fuesen leyes de la naturaleza. Observación final El uso especulativo de la razón en lo que respecta a la 5 naturaleza lleva a la necesidad absoluta de alguna causa suprema del mundo; el uso práctico de la razón con res­ pecto a la libertad lleva también a la necesidad absoluta, pero sólo de las leyes de las acciones de un ser racional como tal. Ahora bien, es un principio esencial de todo uso 10 de nuestra razón impulsar su conocimiento hasta la cons­ ciencia de su necesidad (pues sin ésta no sería un conoci­ miento de la razón). Pero es también una limitación no menos esencial de precisamente la misma razón no poder comprender la necesidad de lo que existe, o de lo que sucede, ni de lo que debe suceder, si no se pone como 15 fundamento una condición bajo la cual eso existe o sucede, o debe suceder. De este modo, por la constante pregunta por la condición, la satisfacción de la razón se difiere cada vez más. De ahí que ésta busque sin descanso lo incondi­ cionadamente necesario y se vea constreñida a admitirlo, sin ningún medio para hacérselo concebible, y se puede 20 considerar dichosa si es capaz siquiera de hallar el con­ cepto que se aviene con esa presuposición. No es así pues una censura para nuestra deducción del principio supre­ mo de la moralidad, sino un reproche que se tendría que hacer a la razón humana en general, que no pueda hacer concebible según su necesidad absoluta una ley práctica incondicionada (algo que el imperativo categórico tiene 25 que ser), pues que no quiera hacerlo a través de una condición, a saber, por medio de algún interés puesto como fundamento, no se le puede tomar a mal, porque entonces no sería una ley moral, esto es, una ley suprema de la libertad. Y de este modo no concebimos, ciertamen­ te, la necesidad incondicionada práctica del imperativo

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30 moral, pero concebimos sin embargo su inconcebibilidad, lo cual es todo lo que en justicia puede exigirse de una filosofía que aspira a llegar en principios hasta el límite de la razón humana.

NOTAS A LA TRADUCCIÓN ESPAÑOLA

1. Traducimos «affiziert wird» (1. 24) por «es afectada», y no por «es afectado», porque entendemos que es más probable que el «er» que funciona como sujeto de esa forma verbal se refiera a «Wille» (esto es, a la voluntad) que que lo haga a «Mensch» (es decir, al hombre), por mucho que sintácticamente las dos lecturas sean igual de plausibles. 2. Además de «a quienes se denominan a sí mismos pensadores independientes, y elucubradores a otros que preparan la parte meramente racional» el pasaje «die sich Selbstdenker, andere aber, die den blofi rationalen Teil zubereiten, Grübler nennen» (11. 27-28) admite también la lectura «a quienes se denominan a sí mismos pensadores independientes, pero otros, que preparan la parte meramente racional, llaman elucu­ bradores»; la primera versión nos parece, con todo, preferible. 3 El sujeto de esta forma verbal («müfite», 1. 37) es sin duda «metafísica de la naturaleza y metafísica de las costumbres» («Metaphysik der Natur und Metaphysik der Sitten», 11. 34-36); desde un punto de vista meramente sintáctico también podrían ser sujeto «costumbres» («Sitten», 1.36) o «metafísica délas costumbres» («Metaphysik der Sitten», 11. 35-36) pero el contexto, en especial el «ambos casos» («in beiden Fállen», 1. 37), obliga a rechazar esas posibilidades. 4. Aunque no se puede distinguir si «en que» («darin», 1. 17) se refiere a «circuns­ tancias» («Umstánden») o a «mundo» («Welt»), la primera interpretación nos parece más probable. 5. La filosofía práctica universal («allgemeine praktische Weltweisheit», 1. 23), se sobreentiende. 6. A los motivos («Bewegungsgründe», 1. 4) en general, se sobreentiende. 7. En lugar de por «es cualquier cosa menos moral» sería posible traducir «freilich nichts weniger ais moralisch» (1. 11) por «es nada menos que moral», pero el contexto parece sugerir más bien el primer sentido que el segundo. 8. De la metafísica de las costumbres («Metaphysik der Sitten», 1. 16), se sobreen­ tiende. 9. Entendemos que «su» se refiere a la razón práctica pura («reinen praktischen Vemunft», 1. 25), no a la crítica de la razón práctica pura. 10. Entendemos que las palabras «y vuelve sintéticamente del examen de ese principio y las fuentes del mismo» («zurück von der Prüfung dieses Prinzips und den Quellen desselben» 1. 20)» no implican que además del principio se examinen también las fuentes del principio, sino sólo que se vuelve de ellas y del examen del principio (de

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lo contrario sería de esperar que el artículo que precede a «Qucllen» fuese en genitivo y no en dativo: «der» en vez de «den»). 11. Kant hace aquí un juego de palabras difícilmente traducible: «machen Muí [esto es, «aliento» o «ánimo»] und hiedurch flfters auch Übermut [por así decir, «sobre-aliento» o «sobre-ánimo», que nosotros hemos traducido por «arrogancia»]» (11. 16-17). 12. Este «pi siquiera» («sogar», 1. 20) admite dos interpretaciones. Según la que hemos dado, Kant quiere decir aquí que la contemplación de la felicidad perpetua de un ser es lo que con mayor probabilidad podría suscitar la complacencia de un espectador imparcial, pero que ni siquiera ese espectáculo suscita esa complacencia cuando es el de una mera felicidad, es decir, sin que la acompañe una buena voluntad. Pero también es posible que lo que Kant quiera decir aquí sea lo siguiente: al espectador racional e imparcial le basta ver («sogar am Anblicke»), sin que necesite un análisis más detenido, a un ser que aunque no tiene una voluntad buena disfruta de eterna felicidad para no encontrar complacencia alguna en ese espectáculo, tan distinto es de lo que un espectador racional espera o aun exige; la traducción, entonces, tendría que rezar más o menos así: «a un espectador imparcial racional le basta contemplar una ininterrumpida bienaventuranza de un ser al que no adorna ningún rasgo de una voluntad pura y buena para no tener nunca, jamás, complacencia en ese espectáculo». 13. Esto es, «la naturaleza»; este pronombre podría referirse también a la «causa benéfica» mencionada poco antes, pero por el contexto ello parece menos probable. 14. Kant se refiere sin duda a la razón («Vemunft», 1. 28). 15. Kant se refiere probablemente a la existencia de la razón («Vemunft», 1. 6); aunque también podría referirse a la de quienes emiten esos juicios («derer, die die ruhmredige Hochpreisungen der Vorteile [...] sehr máBigen», 11. 5-7), ello nos parece menos probable. 16. Esto es, la razón («Vemunft», 1. 14). 17. No es claro si este «la cual» («die», 1.16) se refiere a la honra («Ehre», 1. 16) o a la inclinación a la honra («Neigung nach Ehre», 11.15-16) (aunque lo segundo es más probable), pero tanto en uno como en otro caso el sentido es el mismo. 18. «moral» («moralisch», 1. 37) se refiere a «valor» («Wert») y no a «carácter» («Charakter») , como sabemos por el contexto; en sí misma la construcción de Kant es ambigua. 19. Aquí «supremo» («hochste «, 1.1) se refiere a «valor» («Wert», 398, 37) y no a «carácter» («Charakter», 398, 37), como sabemos por el contexto; en sí misma, la construcción de Kant es ambigua. 20. El antecedente de «que» («die», 1. 12) es «representación» («Vorstellung», 1. 11), no «ley» («Gesetz», 1. 11). 21. «ella» («sie», 1.13) se refiere asimismo a «representación» («Vorstellung «, 1. 11), no a «ley» («Geseíz», 1. 11). 22. «el último» («der letztere», 1.25) hace referencia al filósofo («Philosoph», 1. 24). 23. Con «aquél» («jener», 1. 26) Kant se refiere al entendimiento ordinario («der gemeine Verstand», 1. 18). 24. Kant se refiere sin duda a la razón práctica ordinaria («praktische gemeine Vemunft», 1. 31). 25. Kant se refiere con toda probabilidad a la razón teórica ordinaria (aludida por ese «im theoretischen Gebrauche», 1. 33). 26. Kant se refiere probablemente a la idea del deber («Pflicht», 1. 6).

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27. De los hombres, mencionados poco antes en «amor a los hombres» («Menschenliebe», 1. 23). 28. La velocidad del pensamiento y de la sintaxis de Kant le lleva aquí a una pequeña inconsecuencia o descuido: no está claro a qué se refiere con «sus» («ihre»), qué o quién es la poseedora o los poseedores de los «conceptos y leyes» («Begriffe und Gesetze») que menciona a continuación; por el paralelismo con las proposiciones que anteceden habría que pensar que ese poseedor son precisamente «todos los conceptos morales» («alie sittlichen Begriffe») del comienzo del párrafo, pero ello es imposible porque esos conceptos morales aparecen como lo poseído; nada impide suponer, a falta de una inequívoca indicación por parte de Kant, que esa poseedora es la moralidad en general. Otra posibilidad es, si aceptamos la sugerencia de Adickes (cfr. nota 31 al texto alemán), leer «estos conceptos y leyes». 29. Aquí y en lo sucesivo ponemos entre comillas el «deber» que traduce al infinitivo sustantivado «sollen» para distinguirlo del que traduce al sustantivo «Pflicht». 30. Entendemos que estos pronombres hacen referencia a la acción («Handlung», 1.10); no sería imposible que refiriesen a la materia («Materie», 1.10) pero por el contexto parece improbable. 31. A la desigualdad («Ungleichheit», 1. 16); aunque sintácticamente Kant podría estar refiriéndose a la constricción («Nótigung», 1. 16), ello nos parece menos probable. 32. El sujeto de este y de los demás «quiere» del presente párrafo es «el hombre» («Mensch», 1. 2). 33. Kant se refiere al caso de que lo que nos moviese al cumplimiento de la ley fuese en realidad un resorte empírico, como la vergüenza o el miedo (cfr. 11. 28-30). 34. «otro querer», se sobreentiende. 35. No es por completo claro a qué se refiere Kant con este «en él» («in ihm», 1. 35); en nuestra opinión apunta al concepto de la voluntad de un ser racional («dem Begriffe des Willens ais eines vemünftigen Wesens», 1. 34), pero podría referirse más bien a esa voluntad misma («voluntad», esto es, «Wille», 1.34, tiene en alemán el mismo género, masculino, que «concepto» («Begriff»), y masculino es también el pronombre, «él» («in ihm»), que ahora nos ocupa) o incluso, aunque es menos probable, al ser racional («vemünftigen Wesens», 1. 34). 36. La proposición que hemos traducido por «la regla práctica que la razón determina» («die praktische Regel, die die Vemunft [...] bestimmt», II. 26-27) podría significar también «la regla práctica que determina a la razón», pero ello es improbable, pues lo es que la razón sea determinada por una regla: para Kant la razón es más bien un principio determinante que uno determinable o determinado. 37. Esto es, a la ley («Gesetz», 1. 2); con todo, aunque nos parece algo menos probable, este relativo, «a la cual» («welchem», 1. 3), podría referirse no tanto a la ley cuanto a la universalidad (pues, por razón de su género, el antecedente de «welchem» podría ser en lugar de «Gesetz» el «nichts» que aparece poco antes en el texto original —«so bleibt nichts, ais die Allgemeinheit eines Gesetzes überhaupt übrig, welchem die Máxime der Handlung gemáB sein solí» (11. 2-3)) de modo que en ese caso el pasaje rezaría: «no queda otra cosa a la cual la máxima de la acción ha de ser conforme que la universalidad de la ley en general, y únicamente esa conformidad...». 38. Kant se refiere a la ley («Gesetz» ,1.8) consistente en preferir el placer al cultivo de los propios talentos (cfr. 11. 8-11). 39. No es claro cuál es el sujeto de «necesita» («bedarf», 1. 33), pues no lo está a qué o quién se refiere el pronombre «er» (1. 32). No puede referirse a «voluntad»

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(«Wille», 1. 31), pues en la oración posterior Kant habla de «su propia voluntad» («aus seinem eigenen Willen», 1. 34) y no tendría sentido presentar a la voluntad como poseedora de sí misma (además, no resulta natural que sea una voluntad quien necesite ayuda, etc.), «er» alude, probablemente, a ese «cuarto» (hombre) («ein vierter», 1. 17) mencionado al comienzo del párrafo. 40. Entendemos que «la misma» («derselben», 1. 3) alude a «acción» («Handlung», 1. 2); aunque también podría referirse a la máxima («Máxime», 1. 2), ello nos parece menos probable. 41. Con «la primera» («die erstere», 1.10) Kant se refiere sin duda a la acción cuya máxima no puede ser pensada como ley universal de la naturaleza (cfr. 11. 4-5). 42. Con «la segunda» («die zweite», 1.11) Kant se refiere sin duda a la acción cuya máxima no puede ser querida como ley universal de la naturaleza (cfr. 11. 7-9). 43. Esto es, lo contrario de nuestra máxima («unsere Máxime», 1. 16), pues a ella, y no a «ley universal» («allgemeines Gesetz», 1. 17), apunta en razón de su género el pronombre «la misma» («derselben», 1. 18). 44. Entendemos que con «las cuales» («die», 1. 37) Kant apunta a las leyes («diejenigen [Gesetze]», 1. 35) susurradas por ese sentido o esa naturaleza tutora; aunque podría estar refiriéndose a ese sentido y naturaleza («ein eingepflanzter Sinn, oder wer weift welche vormundschaftliche Natur einflüstert», 11. 36-37). 45. Kant se refiere más probablemente a la virtud («Tugend», 1. 31) que a la moralidad («Sittlichkeit», 1. 32). 46. «la» («sie», 1. 11) puede hacer referencia tanto a la doctrina de la naturaleza («Naturlehre», 1. 11) como a la doctrina empírica del alma («empirische Seelenlehre», 1. 10); aunque lo segundo no es imposible, lo primero nos parece más probable, y entonces el sentido del pasaje es: la doctrina de la naturaleza, que es la parte empírica (esto es, fundada sobre leyes empíricas) de la filosofía de la naturaleza, tiene a su vez por lo menos dos partes, la segunda de las cuales es la doctrina empírica del alma. 47. Kant no aclara si la fundada en leyes empíricas es la filosofía de la naturaleza («Philosophie der Natur», 11. 11-12) o la naturaleza («Natur», 1. 12) misma. 48. Con «para ella» traducimos un «dazu» (1. 36) que contiene la siguiente ambi­ güedad: lo más probable, y así lo hemos traducido, es que se refiera a «proposición» («Satz», 1. 35), de modo que el sentido de esta nota es que aquí, en la segunda sección, esta proposición se afirma como un mero postulado que se establece sin fundamentarlo, y que en la tercera se indicarán los fundamentos de esa proposición, eliminando por tanto su índole de postulado; sin embargo, aunque improbable, no es imposible que sea mejor traducir «para ello» con el siguiente sentido: en la tercera sección se presentará los fundamentos de por qué hay que establecer como postulado la proposi­ ción en cuestión, es decir, en la tercera sección la proposición sigue siendo un postulado, sólo que, a diferencia de lo que sucede aquí en la segunda, allí se indicará qué fundamentos nos llevan a postularla. 49. Hemos traducido «seinen Handlungen» por «nuestras acciones» porque en­ tendemos que Kant se está refiriendo no tanto a las acciones del propio sujeto a quien estamos considerando como fin en sí mismo cuanto a las acciones de otros sujetos que pueden afectar al primero (esto es, a nuestras acciones), y que han de hacerlo de manera que no atenten contra la índole de fin en sí mismo de éste. Nuestro autor hace un uso similar del posesivo «sein» en otras ocasiones (por ejemplo 393, 15; 399, 3-4; 401, 7). 50. Aunque no es imposible que «cuyo» («dessen», 1. 10) se refiera a «ser racional» («vemünftiges Wesen», 1. 9), es más probable que lo haga a «voluntad» («Wille», 1. 10).

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51. El «los» («sie», 1. 24) de «pensarlos» hace referencia sin duda a los seres racionales («vemünftige Wesen», 1. 22). 52. El pronombre «lo» traduce aquí al pronombre femenino «sie» (1. 25) y enten­ demos que se refiere a «modo de pensar» («Denkungsart»), femenino en alemán; sintácticamente podría referirse a «dignidad» («Wíirde»), pero ello nos parece menos probable; dado su género, es imposible que se refiera a «valor» («Wert»), 53. Aunque por la sintaxis pudiera parecerlo, «aquellas» («diejenigen», 1. 36) remite precisamente a «leyes» («—gesetze», 1. 35) y no a «leyes de la naturaleza» («Naturgesetze») : con «aquellas» Kant no está diciendo que obedecemos al subconjun­ to de las leyes de la naturaleza formado por las que nos damos a nosotros mismos, sino que somos libres respecto de toda ley de la naturaleza y obedecemos sólo a las leyes que nos damos a nosotros mismos, que no son leyes de la naturaleza. 54. Con «ella» («sie», 1. 6) Kant se refiere seguramente a la legislación («Gesetzgebung», 1. 2); aunque también podría estar haciéndolo a la dignidad («Würde», 1. 3), ello es menos probable. 55. No es por completo claro cómo hay que entender la expresión «de legislación propia» («aus eigener Gesetzgebung», 1.24), y con ella el sentido de todo el pasaje: puede querer decir por un lado que las máximas pertenecientes, procedentes, o tomadas de la propia legislación tienen que concordar para el reino de los fines, pero por otro lado puede querer decir que es por, en virtud de mi propia legislación cómo todas las máximas tienen que concordar para el reino de los fines; en el primer caso, la legislación propia es solamente el origen de las máximas, mientras que en el segundo es el origen del mandato de que concuerden para un posible reino de los fines. Sin que quepa descartar por completo la segunda interpretación, nos inclinamos por la primera, y por eso vertimos ese «aus» en «de» en vez de, por ejemplo, en «por». 56. Esto es, de la voluntad («Wille», 1. 27), puesto que «desselben», que aquí hemos traducido por «de la misma», es masculino o neutro, por lo que sólo puede referirse al masculino «Wille», y no al femenino «Form». 57. No es fácil saber a qué se refiere el término que hemos traducido por «de las mismas» («derselben», 1. 29): si, como hemos interpretado, es plural puede referirse tanto a categorías («Kategorien», 1. 26), como a forma y materia («Form» y «Materie», 11. 27-28), como a forma y voluntad («Form» y «Wille», 1. 27), como a objetos y fines («Objekte» y «Zwecke», 1. 28) (en este último caso habría que traducir, en vez de «de las mismas», «de los mismos»); si «derselben» es singular —lo que nos parece menos probable— su género es femenino, y entonces tendría que ser traducido por «de la misma» y sólo podría referirse o bien a la forma o bien a la materia. 58. A todos los seres racionales («alie vemünftigen Wesen», 11.7-8), se sobreentien­ de; aunque sería posible que «les» («ihnen», 1. 9) se refiriese a las leyes morales («moralische Gesetze», 11. 6-7), ello es menos probable, especialmente en atención al «impuestas» («auferlegt», 1. 9) que sigue. 59. Entendemos que el término que hemos traducido por «de la misma», «dersel­ ben», se refiere a la necesidad práctica recién mencionada («die unbedingte praktische Notwendigkeit», 11. 8-9); Kant podría estar refiriéndose aquí a las leyes morales («mo­ ralische Gesetze», 11. 6-7) —y en ese caso, habría que ver en «derselben» un plural y traducirlo por «de las mismas»— pero ello nos parece menos probable. 60. La traducción de «unter den rationalen oder Vemunftgríinden» (1. 3) es nece­ sariamente redundante, pues en español, a diferencia de en alemán, no contamos con dos palabras, una germánica y otra latina, para decir «razón» o «racional».

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61. En el texto de Kant no queda claro si lo que se deriva a partir de la voluntad omniperfecta y divina («sie von einem góttlichen, allervollkommensten Willen abzuleiten», 11. 10-11) es la perfección («Vollkommenheit», 1. 4) o la moralidad («Sittlichkeit», 1. 3); por el contexto de la argumentación, parece que se trata de la moralidad, pero no cabe excluir por completo la otra posibilidad. 62. Aunque por el descuido de Kant al escribir no podemos saber desde el tenor literal a qué o quién se refiere el pronombre posesivo «su» («sein», 1.16), por el contexto parece claro que la mentada es la voluntad de Dios. 63. Dado el orden de las palabras en el texto de Kant («der Wille gibt sich nicht selbst, sondem ein fremder Antrieb gibt ihm vermittelst einer auf die Empfanglichkeit desselben gestimmten Natur des Subjekts das Gesetz», 11. 25-27), «del mismo» («desselben», 1. 26) tiene que referirse bien a la voluntad («Wille»), bien al impulso («Antrieb»), pero no al sujeto («Subjekt», 1. 27); de estas dos posibilidades la segunda nos parece más probable. 64. El sentido de esta última afirmación («esto es [...] ser racional», en el original «d.i. (...] auferlegt») varía considerablemente según se introduzca o no una coma en la traducción: sin coma, el sentido es que, entre las leyes que se impone a sí misma la voluntad de todo ser racional, la única que no tiene en su base un resorte es la de la autonomía (esto es, «la aptitud de la máxima de toda buena voluntad para hacerse a sí misma ley universal»); con coma, el sentido es que la voluntad de todo ser racional no se impone a sí misma ninguna otra ley que la mencionada, es decir, esa ley es la única que la voluntad de todo ser racional se autoimpone en absoluto, y la cláusula «sin poner en la base como fundamento ningún resorte o interés de los mismos» sirve sólo para aclarar una propiedad de esa ley única (y no, como es el caso si falta la coma, para distinguir o especificar una ley, la de la autonomía, entre otras muchas que se impone a si misma la voluntad de todo ser racional). Sintácticamente, es igualmente posible introducir una coma que no hacerlo (pues en el texto de Kant —«...ist selbst das alleinige Gesetz, das sich der Wille eines jeden vemünftigen Wesens selbst auferlegt, ohne irgend eine Triebfeder und Interesse derselben ais Grund unterzulegen», 11. 32-34— la coma que va entre «auferlegt» y «ohne» es necesaria por razones sintácticas, sea cual sea el sentido del pasaje, de modo que no sirve para dar preferencia a ninguna de las dos interpretaciones sobre la otra), pero en atención al contexto parece obligado introdu­ cirla y dar al texto la lectura correspondiente. 65. Aunque no sea evidente (dado que el término al que traduce, «derselben» (1. 34), puede ser tanto plural como femenino singular), sí parece probable que «de los mismos» se refiere a todos los seres racionales («ein jedes vemünftiges Wesen», 1. 33) más bien que a «máxima» («Máxime», 1. 31) (en este último caso, improbable, la traducción correcta sería «de la misma»). 66. «de tipo especial» («von besonderer Art», 11. 20-21) podría referirse a «causali­ dad» («Kausalitát», 1. 20) o a «leyes» («Gesetze», 1. 20); sin embargo, por el contexto lo más probable es que se refiera a «leyes». 67. Es preferible traducir «sich selbst ein Gesetz zu sein» por «ser una ley para sí misma», y no, como también sería posible, por «ser una ley de sí misma»; la principal razón es que en 440 (11.16-17) Kant define autonomía de la voluntad como la característica o constitución de la voluntad «dadurch derselbe ihm selbst [...] ein Gesetz ist», es decir, el pronombre «er» (referido a «voluntad», «Wille») aparece en dativo («ihm») y no en genitivo, lo que en la traducción queda reflejado con la preposición «para» mejor que con «de». Además, parece que con «para» hay más distancia entre la voluntad y su ley que con

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«de»: «para» sugiere la existencia de dos niveles, la voluntad y la ley para la voluntad, mientras que con «de» parece que hay uno sólo y es por tanto más fácil deslizarse a la idea, poco kantiana, de que por ser autónoma la voluntad carece de ley, no está atada, etc. 68. Kant probablemente quiere decir, de modo figurado, que el tercer término en cuestión ocupa el lugar central de la proposición sintética, a su izquierda se engarza el sujeto y a su derecha el predicado, de modo que éstos no se unen directamente sino sólo en la medida en que cada uno de ellos está unido al «tercero»: voluntad absoluta­ mente buena —«tercero»— voluntad cuya máxima puede contenerse en sí misma a sí misma como ley universal. 69. Con el pronombre que hace de sujeto de este verbo, «sie» (1. 17), Kant se refiere con toda probabilidad a «razón» («Vemunft», 1. 15). 70. La voluntad («Wille», 1.20); el pasaje tendría un sentido más claro si lo mentado fuese la libertad, pero por su construcción es más probable que «atribuida» («beigelegt», 1. 22) se refiera sintácticamente a voluntad. 71. «darle al entendimiento» hemos de sobreentender, y no «a la razón», pues el pronombre «-le» de «darle» es masculino («ihm», 1. 19), e igualmente lo es «Verstand» (1. 10), a diferencia del sustantivo femenino «Vemunft» (1. 17). Que el correlato de este pronombre, «entendimiento» («Verstand», 1. 10), esté tan lejos no debe inquietamos en el caso de un escritor tan descuidado como lo es a veces Kant. 72. «del primero» traduce a «der ersteren» (1. 1), palabras que entendemos referi­ das a «mundo del entendimiento» («Verstandeswelt», 453,1. 31 y 33). No es imposible que «der ersteren» haga referencia más bien a «inteligencia» («Intelligenz», 453, 35) —en esc caso habría que traducir «de la primera»— pero ello nos parece menos probable. 73. «del mismo» traduce a «derselben» (1. 2), palabra que puede referirse en este contexto tanto a «razón» («Vemunft») como a «libertad» («Freiheit»), a «idea» («Idee») o a «mundo del entendimiento» («Verstandeswelt», 453, 31). De estas cuatro posibili­ dades la primera da un sentido muy forzado y puede descartarse; en favor de la cuarta está sobre todo que este párrafo estudia las leyes respectivas del mundo de los sentidos y del mundo del entendimiento, y que en las líneas anteriores se ha hablado repetida­ mente de la ley de este último, por lo que, sin que resulte imposible que «derselben» haga referencia a «libertad» (o a «idea», aunque esto último es menos probable) parece más seguro ver en «mundo del entendimiento» lo mentado aquí por Kant, y de ahí nuestra traducción. 74. Nuestra traducción ve en «a la autonomía» («der Autonomie», 1.3) un segundo complemento indirecto de «sometido» («unterworfen», 1. 3), e interpreta por tanto ese «der» como dativo. No es imposible, sin embargo, ver en «der» un genitivo, y en ese caso habría que traducir «y así pues de la autonomía de la voluntad», etc., con lo que el texto ya no transmitiría, al menos tan claramente, la idea de sumisión a la autonomía de la voluntad. Con todo', la primera posibilidad nos parece preferible a la segunda, pues la apoyan el ritmo y estructura del pasaje presente (por un lado, el «y así pues» («und also», 11.2-3) introduce un paralelismo con la mención, inmediatamente anterior, de a qué estoy sometido, y por otra parte la noción de autonomía de la voluntad aparece como explicación de que en la idea de la libertad esté contenida la ley) y el hecho de que en el siguiente párrafo se dice algo muy parecido: que mis acciones deben ser conformes a la autonomía de la voluntad (cfr. 11. 8-10). 75. No es enteramente claro cómo hay que entender «sólo» («nur», 1. 27): quizá el sentido sea que esas inclinaciones e impulsos son el único obstáculo que encuentra el

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malvado para ser bueno, de modo que en cuanto desapareciesen ya podría inmediata­ mente serlo, pero es más probable que el pasaje quiera decir, parecidamente, pero con un matiz de menor optimismo, que ya el mero hecho de que ese hombre tenga semejantes inclinaciones y apetitos, sin entrar en más consideraciones, le dificulta mucho ser bueno. 76. «la misma» («desselben», 1. 32) hace referencia a «la primera» (cfr. nota anterior) y por tanto a la voluntad, y no a la ley. 77. Aunque aquí Kant es de nuevo ambiguo, «sus» («ihren», 1. 12) hace referencia muy probablemente a la razón («Vemunft», 1. 10), según nos da a entender el contexto, y no a la sensibilidad («Sinnlichkeit», 1. 12). 78. No puedo llegar a ese conocimiento («Kenntnis», 1. 5), se sobreentiende; el pronombre «éste» («dieser») también podría hacer referencia a «mundo» («Welt», 1. 2), pero ello es mucho menos probable. 79. Kant indica el sujeto de «significa» («bedeutet», 1. 6) sólo con un pronombre femenino, «sie», que sintácticamente podría estar refiriéndose tanto a la idea del mundo inteligible («Idee», 1. 3) como al mundo inteligible mismo («intelligibele Welt», 1. 2). A favor de entender que lo mentado es la idea está que es más propio de una «idea» que de un «mundo» significar algo, pero, con todo, la segunda posibilidad —esto es, ver en «el mundo inteligible» el sujeto de «significa»— nos parece preferible por el paralelismo del «algo que me queda» («etwas, das da übrig bleibt», 11. 6-7) que sigue con el pocas líneas anterior «todavía me queda» («die mir noch übrig bleibt», 1. 2): dado que la segunda de estas dos expresiones tan similares se refiere inequívocamente a «mundo inteligible», es de suponer que también lo hace la primera. 80. El término que hemos traducido por «del mismo», «derselben» (1. 34), sólo puede referirse aquí o bien a «un mundo puro del entendimiento» («einer reinen Verstandeswelt», 1. 30) o bien a «idea» («Idee», 1. 32). De estas dos posibilidades nos parece preferible la primera, por cuanto la noción de límite o frontera («Grenze», 1. 34) hace pensar antes en un mundo que en una idea.

La Fundamentación de la metafísica de las costumbres («Grundlegung zur Metaphysik der Sitien», aparecida en 1785) es una obra básica en la producción de Kant, y constituye a la vez que la mejor introducción la exposición más concisa y acabada de su pensamiento ético. Al decir de Emst Cassirer, «en ninguna de sus obras críticas maestras se halla tan directamente presente como en esta la personalidad de Kant; en ninguna brilla tanto como en esta el rigor de la deducción, combinado con una libertad tan grande de pensamiento, en ninguna encontramos tanto vigor y tanta grandeza morales hermanados a un sentido tan grande del detalle psicológico, tanta agudeza en la determinación de los conceptos unida a la noble objetividad de un lenguaje popular, rico en imágenes felices y en ejemplos». La Fundamentación de la metafísica de las costumbres se presenta ahora por primera vez en el mundo de habla hispana en cuidada edición bilingüe, con un estudio preliminar, notas al texto alemán y a la traducción española, una amplia bibliografía y la paginación de la edición de la Academia Prusiana. De esta manera se pone en manos de los lectores interesados en lo que se ha dado en llamar moral kantiana, y en la filosofía moral en general, una obra de la que Schopenhauer pudo escribir: «en este libro encontramos el fun­ damento, y por tanto lo esencial, de la ética de Kant expuesto con un rigor sistemático, un encadenamiento y una precisión que no se encuentran en ninguna otra de sus obras».

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