Julio Cortázar habla sobre la relación entre Fotografía y Literatura

March 30, 2017 | Author: Bernardo Suárez | Category: N/A
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Julio Cortázar habla sobre la relación entre Fotografía y Literatura “La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out.” Julio Cortázar

El importantísimo cambio narrativo que se produce en la escritura cortazariana se supone alrededor de 1955, cuando inicia la escritura del relato «El perseguidor», incluido en Las armas secretas (1959). A partir de aquí, Cortázar cerrará una etapa notable en su periplo literario para dar paso a otra de mayor trascendencia, la que comienza con este libro de cuentos y concluye, una década más tarde, en Último Round, pasando por sus obras mayores, aquellas que le han dado la fama, novelas, cuentos, microrrelatos y una extraña producción miscelánea: Los premios (1960), Historias de cronopios y de famas (1962), Rayuela (1963), Todos los fuegos el fuego (1966), La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Buenos Aires, Buenos Aires y 62.Modelo para armar, estas últimas del año 1968. Las armas secretas, aunque se componga de muy pocos cuentos, cinco en total (cuya trama se desarrolla en París), podrían sostener, por su calidad literaria, los cimientos de su edificio narrativo: «Cartas de mamá», «El perseguidor», «Las armas secretas» o «Las babas del diablo» son títulos ya clásicos en la producción cortazariana. Esta última es una de las narraciones más estudiadas por la crítica debido a que el universo narrativo presentado por el autor, condensado y elíptico por imperativos del género, nos ofrece un abanico de interpretaciones, casi todas ambiguas sobre la posición y desenlace del fotógrafo franco-chileno. La necesidad de dar sentido a la relación de la mujer rubia con el muchacho y de estos con el chofer impulsa al fotógrafo y traductor Roberto Michel, alter ego del cronopio Cortázar, a comprender que la fotografía tomada «el 7 de noviembre del año en curso» puede generar una historia y construir, por lo tanto, una realidad literaria paralela, ambigua y recubierta de contradicciones.

Julio Cortázar fue un explorador de sistemas narrativos, sin fijarse en fórmulas estáticas, sino investigando en nuevos espacios hasta dar con las soluciones imaginarias del inconsciente, pero sin separarse de la realidad física. Como sabemos, y esto no es nada nuevo, el lenguaje literario evoca y sugiere, es connotativo, y su imposibilidad de comunicar la totalidad de lo escrito reside fundamentalmente en la resistencia del discurso literario a ser recibido por el lector de forma definitiva. El lector siente la distancia entre su realidad física y la solución imaginaria que Cortázar propone, entre su cotidiana ingenuidad y la fantasía reaccionaria del cuento que nos ha querido mostrar el narrador. La realidad física, en efecto, se presenta incompleta para el lector, carente de sentido unívoco. Esta carencia hay que buscarla en las soluciones imaginarias que presentan una aparente incoherencia. En muchos de los relatos cortazarianos se perciben las cosas y los seres no como figuras separadas de su contexto, sino como parte de la representación y en relación con un universo magistralmente construido. Muchas veces, la manera en que percibimos el llamado «efecto de realidad» depende de la equivocada o acertada interpretación que nosotros hacemos como lectores. El propio Michel interpreta la realidad y transforma en literatura la historia de la fotografía: Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes. Pero esa mujer invitaba a la invención, dando quizá las claves suficientes para acertar con la verdad. Por otro lado, en numerosas ocasiones se han considerado los textos críticos de Cortázar como pilares para elaborar la interpretación de cualquiera de sus cuentos. Como Horacio Quiroga, a lo largo de su vida Cortázar dibujó aproximaciones a la teoría cuentística de un género en boga. Poco antes de haber dado alcance a esta década prodigiosa, Cortázar traduce, por encargo de Francisco Ayala y a razón de 3.000 dólares, la obra narrativa y ensayística de Edgar Allan Poe, iniciador del cuento moderno. También el arte de la fotografía está presente en «Las babas del diablo». En su ensayo«Algunos aspectos del cuento» el autor nos dice que la novela y el cuento podrían ser comparados «analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un ?orden abierto?, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación». Con esto, algo paradójico y contradictorio sucede en torno a 1964, cuando Cortázar vende los derechos de «Las babas del diablo» para que Michelangelo Antonioni pudiera llevarlo al cine en 1968. Esta es una adaptación fílmica del texto con un título muy sugerente, Blow-up, es decir, ?ampliación?. En el cuento el personaje-protagonista es un traductor, además de fotógrafo aficionado, que enmarca la historia en la técnica del bromuro de plata como si únicamente la ampliación fotográfica realizada repitiese «mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente» (Roland Barthes, La cámara lúcida, 1980). Al fijar la ampliación en la pared del salón, Michel se sorprende de manera estúpida: comprueba que cuando mira una fotografía de frente, «los ojos repiten exactamente la posición y la visión del objetivo» y entonces se le ocurre pensar que se ha instalado exactamente «en el punto de mira del objetivo».

En su libro sobre la fotografía, Roland Barthes nos alumbra el camino para reconocer en la imagen estática un studium, es decir, «la aplicación a una cosa» sin demasiado interés, «sin agudeza especial». En este primer caso es el lector-espectador quien va a buscar algo en la imagen, aquello que debería llamar su atención, puesto que de lo contrario aquella fotografía no merecería la pena: Curioso que la escena (la nada, casi: dos que están ahí, desigualmente jóvenes) tuviera como un aura inquietante. Pensé que eso lo ponía yo, y que mi foto, si la sacaba, restituiría las cosas a su tonta verdad. Michel, en un principio, observa el cuadro («el árbol, el pretil, el sol de las once») al igual que las tomas de la Conserjería y de la Sainte-Chapelle, esperando, sentado en el pretil, para sacar una fotografía «pintoresca en un rincón de la isla» a una pareja «nada común». Pero él «sab[e] que el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa». Él va hacia la escena, participa como Barthes de «los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones» de los tres personajes que aparecen en la imagen, pero, en principio, sin esa agudeza especial que luego vendrá con el punctum. El hijo de la semiología nos dice que existe el segundo elemento, aquel que viene a dividir el studium. El punctum o pinchazo busca al lector-espectador, sale de la escena, hace que notemos la simplificación en nuestra observación de la imagen. Porque el punctum de una fotografía es «ese azar que en ella me despunta (pero que también me lastima, me punza)». Michel se da cuenta en el revelado de que el negativo es demasiado bueno para olvidarse de él, así que prepara una ampliación. La ampliación es tan buena que no resiste a hacer una ampliación mucho mayor, fijarla en una pared del cuarto y observar la imagen fotográfica «en esa operación comparativa y melancólica del recuerdo frente a la perdida realidad». En palabras del propio Cortázar «Las babas del diablo» es un cuento significativo porque «quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta». Michel se desdobla, se disfraza y transforma en objeto creador de ficción que descubre realidades escondidas. La absurda transformación kafkiana que, alterada en escarmiento angustioso y, a la vez, colmada de agitación, rompe las barreras de lo inverosímil para que el orden de lo establecido se invierta, los que están muertos (el chico, la mujer rubia, el hombre del periódico) se muevan, mientras el vivo, narrador de la escena, se torne prisionero de otro tiempo, «de una habitación en un quinto piso, de no saber quiénes eran esa mujer, y ese hombre y ese niño» de ser como la lente de una cámara Contax 1.1.2, «algo rígido, incapaz de intervención». Finalmente, Michel rompe a llorar como un idiota desde el mundo (¿real?, ¿irreal?) de la imagen, después de lograr, por segunda vez, que el chico se libere de su «andamiaje de baba y perfume» protegido por la mujer rubia y el hombre, devolviéndolo a su «paraíso precario», a su vida de adolescencia metódica. De este modo, todos los obstáculos y soluciones del cuento, un mundo intrincado de realidades paralelas, recubierto por el bordado mágico del surrealismo fantástico, posee infinitas interpretaciones pero un único final: Michel, desde un principio lo que nos está mostrando es la creación literaria que envuelve el mundo de la ficción. La elección insegura del narrador, la advertencia de un tiempo («domingo siete de noviembre del año en curso») convenido por el protagonista, el espacio tan estrecho como el marco de una fotografía y su increíble transformación no son más que los efectos de la imaginación de un escritor en busca del cuento.

La atracción de su figura ciega La fotografía siempre precedió la vida de Jorge Francisco Isidoro Luis Borges (18991986). Es que la saga de sus antepasados portugueses, criollos e ingleses está fuertemente representada en su vida y obra a través de las antiguas fotografías familiares, aquel mandato visual celosamente atesorado y trasmitido de generación en generación. Ya en el poema "Sala vacía" del libro Fervor de Buenos Aires (1923), un joven Borges nos introduce en el poder evocador de esta especial iconografía fotográfica que se inicia con los misteriosos daguerrotipos. Sala vacía Los muebles de caoba perpetúan entre la indecisión del brocado su tertulia de siempre. Los daguerrotipos mienten su falsa cercanía de tiempo detenido en un espejo y ante nuestro examen se pierden como fechas inútiles de borrosos aniversarios. Desde hace largo tiempo sus angustiadas voces nos buscan y ahora apenas están en las mañanas iniciales de nuestra infancia. La luz del día hoy exalta los cristales de la ventana desde la calle de clamor y de vértigo y arrincona y apaga la voz lacia de los antepasados. En su casa de Maipú 994 donde vivió más de 40 años se exhibía precisamente la imagen del daguerrotipo de su abuelo materno, Isidoro de Acevedo Laprida (18351905) junto a su hermano Wenceslao " ... caras de barba que se estarán desvaneciendo en daguerrotipos..." La historia familiar muestra los retratos de la nueva fotografía por el sistema negativopositivo, en especial, las populares carte-de-visite con las efigies de su abuelo paterno, el coronel Francisco Borges Lafinur y la abuela materna, Leonor Suárez Haedo de Acevedo, ambos perpetuados en Buenos Aires por la cámara del francés Bartolomé Loudet.

Los padres de Borges desfilarán por los prestigiosos estudios porteños de Christiano Junior, Chute & Brooks o Witcomb y Mackern, completando un caudaloso conjunto de imágenes que se repiten ahora en el niño Borges, posando hacia 1902 y 1903 vestido de niña curiosa moda de la época o de varonil marinerito. Sus fotografías de la infancia abarcan desde la modestia de un "chasirete" del zoológico junto a su hermana Norah, hasta la elaborada pose de estudio del italiano Masoni, titular de la Fotografía Universal en la colección de Alejandro Vaccaro. El paso a la vida adulta pone a Borges en control de sus propios registros fotográficos; es bastante afecto a estos testimonios visuales, visitando estudios profesionales o posando preferentemente junto a sus amigos en reuniones literarias, en especial con Adolfo Bioy Casares quien practicaba la fotografía amateur. Incluso Borges escribe hacia 1958 el prólogo del libro fotográfico La República Argentina del talentoso alemán Gustav Thörlichen. Precisamente será Bioy Casares quien nos deja un rico testimonio sobre la afición de Borges por la fotografía como documento de registro y como reflexión del poeta frente al misterio de las sales de plata. Cuenta Bioy: "Un día de 1936, cuando salíamos de la imprenta de Colombo, con ejemplares del primer número de la revista Destiempo recién impresos, Borges me dijo, un poco en serio, un poco en broma `Ahora tenemos que fotografiarnos’. Creo que en un estudio de la calle Rivadavia, a la altura de Primera Junta, nos tomaron la fotografía que debía perpetuar aquel momento (...) Muchos años después, acaso con motivo de algún aniversario, nos fotografiaron en [la revista] Sur. Mientras aguardábamos tiesos el clic de la cámara, Borges me susurró: `Qué raro que toda persona tenga pequeños duplicados de sí misma. Son como los repuestos de sí que tenía en la tumba el faraón’". Luego vendrá el reconocimiento literario nacional e internacional y su figura ciega convocará como un imán a los más talentosos fotógrafos argentinos y extranjeros, como Annemarie Heinrich, Horacio Coppola, Grete Stern, Humberto Rivas, Diane Arbus, Aldo Sessa, Eduardo Comesaña, Alicia D’ Amico, Sara Facio, Ferdinando Scianna, Pedro Meyer, Saamer Makarius, Pepe Fernández, Pedro Luis Raota, Daniel Mordzinski y tantos más. Yo, como tú, he intentado con todas mis fuerzas de combatir el olvido. Como tú, he olvidado. Como tú, he querido tener una memoria inconsolable, una memoria de sombras y de piedra. He luchado todos los días, con todas mis fuerzas, contra el horror de no comprender del todo el por qué del recordar. Como tú, he olvidado. ¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria? Hiroshima Mon Amour (1) ¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria? Para Ireneo Funes, el protagonista del cuento Funes el Memorioso de Jorge Luis Borges (2), la memoria es un ejercicio insoportable, una tortura. Cada instante, cada detalle de la realidad se acumulan en su mente, llenan su cabeza de datos e imágenes odiados y evitados hasta el cansancio. El recuerdo lo atormenta. Funes es un mártir de la imposibilidad de olvidar. Para Leonard Shelby, el protagonista de la película Memento (Christopher Noland, 2000), en cambio, el suplicio anida en la imposibilidad de recordar. Sus fugaces estados

de conciencia son objeto de un paciente trabajo de registro. Imágenes y palabras se acumulan sobre su cuerpo, llenan sus bolsillos, invaden su habitación. Si el mundo castiga a Funes con sus impresiones hirientes, Leonard vive una realidad inexistente. ¿Cómo se articula la relación de los datos con el mundo, de las imágenes con la realidad? ¿Hasta qué punto, la inexistencia de ciertas palabras, ciertos sonidos, ciertas representaciones invalidan la posibilidad de dar un sentido a la realidad anulando, en el límite, su existencia misma? En la película Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard, una voz ominosa anuncia permanentemente la supresión de palabras del diccionario. Una autoridad invisible busca, mediante la anulación de las palabras, la desaparición de aquello que ellas nombran. Ese poder subrepticio llega aún más lejos en el film Fahrenheit 451 (1966) de Fraçois Truffaut (3). Allí, son los relatos, las historias, las tradiciones culturales, las crónicas acumuladas a lo largo de los años los que se son objeto de una desaparición programada, perseguida, vigilada. ¿Metáforas de un poder que desborda lo político para operar sobre la mínima realidad, la vida de las personas, sus creaciones y valores? ¿O representaciones del poder mismo, de sus formas de operar, sus circuitos de circulación, sus puntos de aplicación, sus estrategias? En este contexto, ¿Retener las imágenes, las palabras, los gestos, las metáforas, es acaso una forma de resistencia? Sin duda lo es, pero en un sentido mucho más profundo del que se devela a primera vista. La teoría foucaultiana ha puesto en evidencia esa microfísica del poder (4), esa imbricación íntima con los cuerpos, las cosas, sus representaciones, sus símbolos, su existencia discursiva. Esa microfísica articula de manera muy precisa las relaciones entre lo visible y lo invisible, lo que se oculta y lo que se da a ver, lo que se puede decir o nombrar y lo que permanece en las penumbras del lenguaje. “El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por el juego de la mirada –sostiene Michel Foucault en Vigilar y Castigar (5)– un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican”. En Las Palabras y las Cosas (6)asegura, “la teoría de la historia natural no puede disociarse de la del lenguaje. Y, sin embargo, no se trata de una transferencia de método de una a otra... sino de una disposición fundamental del saber que ordena el conocimiento de los seres según la posibilidad de representarlos en un sistema de nombres”. Poder y saber se imbrican de manera tan estrecha en la obra de Foucault que todo efecto de poder va acompañado de una producción de saber y viceversa. Ver, escuchar, hablar, representar, percibir son al mismo tiempo bases de las manifestaciones estéticas. Podríamos pensar, entonces, que las relaciones de poder generan efectos estéticos, y a la inversa, que en las expresiones artísticas y culturales, en las que se instrumentan formas de ver, mostrar, decir, escuchar, simbolizar, significar, nombrar, se despliegan efectos de poder. En su libro Le Partage du Sensible. Esthétique et Politique (7), Jacques Rancière desarrolla la idea de una base estética de la política. Para el filósofo francés, la política se estructura sobre una división de lo sensible, sobre las formas en que cada época permite ver, escuchar, percibir, nombrar. En sus propias palabras, “(La división de lo sensible)... es una división de tiempos y espacios, de visible e invisible, de la palabra y el sonido, que define a la vez el lugar y la posición de la política como forma de experiencia. La política descansa sobre lo que se puede ver y lo que se puede decir, sobre quién tiene la competencia para ver y la calidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y las posibilidades del tiempo”. De esta forma, hay un efecto político en el dar a ver, en recuperar imágenes y sonidos

perdidos u ocultos, en el hecho mismo de re-presentar. Más allá del “contenido” político de una producción artística, se puede hablar de sus efectos políticos, de su capacidad para organizar un campo de la experiencia sensible que afecta a quienes la perciben, reestructurando su relación con el poder-saber y, en definitiva, transformando su sentido de lo real. Desde esta perspectiva, cabría repensar las formas en que se puede abordar, desde la práctica artística, un fenómeno tan particular como la última dictadura militar en Argentina, su existencia singular y la necesidad de su memoria. Decididamente, nunca dejará de ser importante adentrarse en los datos históricos, las imágenes documentales, los testimonios, los rastros de la experiencia y del horror. En primer lugar, porque el ocultamiento de esos hechos y documentos ha sido la principal estrategia para obturar ese episodio de nuestra historia, negando su realidad. Pero también, porque su circulación amplía el terreno de lo visible y lo decible en relación con ese hecho específico. No obstante, en el ámbito de la práctica artística, eso no resulta suficiente. Más allá de lo que se muestra, representa o dice, parece necesario explorar también nuevas formas de hacer visible, significar, referir, connotar o decir. Formas que trasciendan la dependencia de las imágenes de los registros, la dependencia de las palabras de los documentos y testimonios, la dependencia de los sonidos de la reconstrucción o la evocación. Otras imágenes, palabras, sonidos que, en el diálogo con la historia y la memoria, expandan nuestra conciencia y nuestras visitas a un pasado que, en lugar de iluminarse en la acumulación de informaciones y relatos, parece sofocarse cada vez más en la constante repetición de las mismas imágenes y los mismos dichos. El cine, el video, la fotografía, las grabaciones sonoras, son medios de registro. Existe una extraña creencia en que, como tales, sólo pueden responder a la actualidad del momento en que fueron realizados, que su existencia depende de un presente irrenunciable que es el de la situación en la que fueron creados (8). Sin embargo, incluso desde una perspectiva estrictamente materialista, esa visión es limitada. Como productos de un proceso de mediación, son el resultado de múltiples traducciones, filtraciones, recortes, adaptaciones. Esta labor de selección y organización, que a veces corre por cuenta del dispositivo tecnológico (9) y otras depende del operario/realizador, tiene resonancias con el trabajo de la memoria que, excepto para Ireneo Funes, funciona según una lógica similar de selección y organización. No es casual, quizás, que en el ámbito informático, todo registro, documento o archivo tenga por destino la memoria del ordenador. Cabría preguntarse si los registros no producen memoria justamente porque operan al igual que ella, porque no sólo traducen técnicamente un acontecimiento sino también ciertas formas de aproximarse a él. Por otra parte, en manos de los artistas, todo registro, imagen, sonido o palabra accede a un universo de significaciones que supera el nivel de la evidencia. Es en ese nivel, justamente, donde podemos esperar una redistribución de lo sensible que transforme las formas de percibir, escuchar y ver. Si existe alguna posibilidad de arrojar nueva luz sobre ciertos acontecimientos relevantes, si pudiéramos pensar en nuevas lecturas y miradas en relación a situaciones, hechos o personajes engarzados en la historia o la memoria, quizás no debiéramos esperarlas tanto de una revisión más exhaustiva de los registros existentes como de nuevas configuraciones estéticas, nuevos usos de las realidades existentes, nuevas transformaciones del espectro sensorial. El arte contemporáneo ha emprendido hace largo tiempo esa tarea. La confluencia de las imágenes y las palabras del pasado, los recuerdos recuperados, los acontecimientos evocados, los sonidos conjeturados, los hechos sabidos, los horrores intuidos, las heridas no cicatrizadas, las vidas perdidas, la ignorancia infranqueable, con la voluntad

de cultivar formas que neutralicen la repetición anodina, las historias oficiales y el avance del olvido, encuentra en la producción artística actual un ámbito de pura potencialidad. Porque, después de todo, no se trata de recuperar el pasado (como si eso fuera posible). En todo caso, a lo máximo que se puede aspirar es a convocarlo desde el presente, desde el lugar que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo. “Los hombres no pueden ver a su alrededor más que su rostro; todo les habla de si mismos”, decía Karl Marx (10). En su prólogo a Páginas de Historia y de Autobiografía de Edward Gibbon (11), Borges nos da otra clave, ahora en la relación del registro con su pasado: no es historia la que se escribe; más bien es historia la que se hace, y después ya quizás ni siquiera es historia, sino estética: “(debe admitirse) el hecho, acaso melancólico, de que al cabo del tiempo el historiador se convierte en historia, y (cuando leemos un libro de historia escrito por un caballero inglés del siglo XVIII) no nos importa saber cómo era el campamento de Atila sino cómo podía imaginárselo un caballero inglés del siglo XVIII. Épocas hubo en que se leían las páginas de Plinio en busca de precisiones; hoy las leemos en busca de maravillas, y ese cambio no ha vulnerado la fortuna de Plinio”. Tal vez la memoria misma es menos histórica que estética.

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